Aylin Antonieta Miranda Juí, Nicolas Maquiavelo_compressed
Aylin Antonieta Miranda Juí, Nicolas Maquiavelo_compressed
Aylin Antonieta Miranda Juí, Nicolas Maquiavelo_compressed
Catedratico:
Lic. Manuel Gustavo Ixcott Monterrosa
Curso:
Ciencia Política
Estudiante:
Aylin Antonieta Miranda Juí
Carné:
202345109
Carrera:
Contaduría Pública y Auditoria
Tema Generador:
Resumen y Comentario del libro: "El Príncipe" de Nicolás Maquiavelo
Objetivos específicos
Capítulo I
De los príncipes hereditarios Pasaré aquí en silencio las repúblicas, a causa de que
he discurrido ya largamente sobre ellas en otra obra; y no dirigiré mis miradas más
que hacia el principado. Volviendo en mis discursos a las distinciones que acabo de
establecer, examinaré el modo con que es posible gobernar y conservar los
principados. Digo, pues, que en los Estados hereditarios que están acostumbrados
a ver reinar la familia de su príncipe, hay menos dificultad para conservarlos, que
cuando ellos son nuevos. El príncipe entonces no tiene necesidad más que de no
traspasar el orden seguido por sus mayores, y de contemporizar con los
acaecimientos, después de lo cual le basta una ordinaria industria para conservarse
siempre, a no ser que haya una fuerza extraordinaria, y llevada al exceso, que venga
a privarle de su Estado. Si él le pierde, le recuperará, si lo quiere, por más poderoso
y hábil que sea el usurpador que se ha apoderado de él. Tenemos para ejemplo, en
Italia, al Duque de Ferrara, a quien no pudieron arruinar los ataques de los
venecianos, en el año de 1484; ni los del Papa Julio, en el de 1510, por el único
motivo de que su familia se hallaba establecida de padres en hijos, mucho tiempo
hacía, en aquella soberanía. Teniendo el príncipe natural menos motivos y
necesidad de ofender a sus gobernados, está más amado por esto mismo; y si no
tiene vicios muy irritantes que le hagan aborrecible, le amarán sus gobernados
naturalmente y con razón. La antigüedad y continuación del reinado de su dinastía,
hicieron olvidar los vestigios y causas de las mudanzas que le instalaron: lo cual es
tanto más útil cuanto una mudanza deja siempre una piedra angular para hacer otra.
Capítulo III
Si, para hacer perder Milán al rey de Francia la primera vez, no hubiera sido
menester más que la terrible llegada del Duque Ludovico hacia los confines del
Milanesado, fue necesario para hacérsele perder la segunda que se armasen todos
contra él, y que sus ejércitos fuesen arrojados de Italia, o destruidos.
Sin embargo, tanto la segunda como la primera vez, se le quitó el Estado de Milán.
Se han visto los motivos de la primera pérdida suya que él hizo, y nos resta conocer
los de la segunda, y decir los medios que él tenía, y que podía tener cualquiera que
se hallara en el mismo caso, para mantenerse en su conquista mejor que lo hizo.
Comenzaré estableciendo una distinción: o estos Estados que, nuevamente
adquiridos, se reúnen con un Estado ocupado mucho tiempo hace por el que los ha
conseguido se hallan ser de la misma provincia, tener la misma lengua, o esto no
sucede así.
Cuando ellos son de la primera especie, hay suma facilidad en conservarlos,
especialmente cuando no están habituados a vivir libres en república. Para
poseerlos seguramente, basta haber extinguido la descendencia del príncipe que
reinaba en ellos; porque en lo restante, conservándoles sus antiguos estatutos, y no
siendo allí las costumbres diferentes de las del pueblo a que los reúnen,
permanecen sosegados, como lo estuvieron la Borgoña, Bretaña, Rascuña y
Normandía, que fueron reunidas a la Francia, mucho tiempo hace. Aunque hay,
entre ellas, alguna diferencia de lenguaje, las costumbres, sin embargo, se
asemejan allí, y estas diferentes provincias pueden vivir, no obstante, en buena
armonía.
En cuanto al que hace semejantes adquisiciones, si él quiere conservarlas, le son
necesarias dos cosas: la una, que se extinga el linaje del príncipe que poseía estos
Estados; la otra, que el príncipe que es nuevo no altere sus leyes, ni aumente los
impuestos. Con ello, en brevísimo tiempo, estos nuevos Estados pasarán a formar
un solo cuerpo con el antiguo suyo.
Pero cuando se adquieren algunos Estados en un país que se diferencia en las
lenguas, costumbres y constitución, se hallan entonces las dificultades; y es
menester tener bien propicia la fortuna, y una suma industria, para conservarlos.
Uno de los mejores y más eficaces medios a este efecto, sería que el que la
adquiere fuera a residir en ellos; los poseería entonces del modo más seguro y
durable, como lo hizo el turco con respecto a la Grecia. A pesar de todos los demás
medios de que se valía para conservarla, no lo hubiera logrado, si no hubiera ido a
establecer allí su residencia.
Cuando el príncipe reside en este nuevo Estado, si se manifiestan allí desórdenes,
puede reprimirlos muy prontamente; en vez de que, si reside en otra parte, y que
los desórdenes no son de gravedad, no hay remedio ya.
Cuando permaneces allí, no es despojada la provincia por la codicia de los
empleados; y los súbditos se alegran más de poder recurrir a un príncipe que está
cerca de ellos, que no a un príncipe distante que le verían como extraño: tienen ellos
más ocasiones de cogerle amor, si quieren ser buenos; y temor, si quieren ser
malos. Por otra parte, el extranjero que hubiera apetecido atacar este Estado, tendrá
más dificultad para determinarse a ello. Así, pues, residiendo el príncipe en él, no
podrá perderle, sin que se experimente una suma dificultad para quitársele.
El mejor medio, después del precedente, consiste en enviar algunas colonias a uno
o dos parajes que sean como la llave de este nuevo Estado; a falta de lo cual sería
preciso tener allí mucha caballería e infantería. Formando el príncipe semejantes
colonias, no se empeña en sumos dispendios; porque aún sin hacerlos, o
haciéndolos escasos, las envía y mantiene allí. En ello no ofende más que a
aquellos de cuyos campos y casas se apodera para darlos a los nuevos moradores,
que no componen, todo bien considerado, más que una cortísima parte de este
Estado; y quedando dispersos y pobres aquellos a quienes ha ofendido, no pueden
perjudicarle nunca. Todos los demás que no han recibido ninguna ofensa en sus
personas y bienes, se apaciguan fácilmente, y son temerosamente atentos a no
hacer faltas, a fin de que no les acaezca el ser despojado como los otros. De lo cual
es menester concluir que estas colonias que no cuestan nada o casi nada, son más
fieles y perjudican menos; y que hallándose pobres y dispersos los ofendidos, no
pueden perjudicar, como ya he dicho.
Debe notarse que los hombres quieren ser acariciados o reprimidos, y que se
vengan de las ofensas cuando son ligeras. No pueden hacerlo cuando ellas son
graves; así, pues, la ofensa que se hace a un hombre debe ser tal que le inhabilite
para hacerlos temer su venganza.
Si, en vez de colonias, se tienen tropas en estos nuevos Estados, se expende
mucho, porque es menester consumir, para mantenerlas, cuantas rentas se sacan
de semejantes Estados. La adquisición suya que se ha hecho, se convierte
entonces en pérdida, y ofende mucho más, porque ella perjudica a todo el país con
los ejércitos que es menester alojar allí en las casas particulares. Cada habitante
experimenta la incomodidad suya; y son unos enemigos que pueden perjudicarle,
aun permaneciendo sojuzgados dentro de su casa. Este medio para guardar un
Estado es, pues, bajo todos los aspectos, tan inútil como el de las colonias es útil.
El príncipe que adquiere una provincia cuyas costumbres y lenguaje no son los
mismos que los de su Estado principal, debe hacerse también allí el jefe y protector
de los príncipes vecinos que son menos poderosos que él, e ingeniarse para
debilitar a los más poderosos de ellos. Debe, además, hacer de modo que un
extranjero tan poderoso como él no entre en su nueva provincia; porque acaecerá
entonces que llamarán allí a este extranjero los que se hallen descontentos con
motivo de su mucha ambición o de sus temores. Así fue como los etolios
introdujeron a los romanos en la Grecia y demás provincias en que éstos entraron;
los llamaban allí siempre los habitantes.
El orden común de las causas es que luego que un poderoso extranjero entra en un
país, todos los demás príncipes que son allí menos poderosos, se le unan por un
efecto de la envidia que habían concebido contra el que los sobrepujaba en poder,
y a los que él ha despojado. En cuanto a estos príncipes menos poderosos, no hay
mucho trabajo en ganarlos; porque todos juntos formarán gustosos cuerpos con el
Estado que él ha conquistado. El único cuidado que ha de tenerse, es el de impedir
que ellos adquieran mucha fuerza y autoridad. El nuevo príncipe, con el favor de
ellos y sus propias armas, podrá abatir fácilmente a los que son poderosos, a fin de
permanecer en todo el árbitro de aquel país.
El que no gobierne hábilmente esta parte, perderá bien pronto lo que él adquirió; y
mientras que lo tenga, hallará en ello una infinidad de dificultades y sentimientos.
Los romanos guardaron bien estas precauciones en las provincias que ellos habían
conquistado. Enviaron allá colonias, mantuvieron a los príncipes de las
inmediaciones menos poderosas que ellos, sin aumentar su fuerza; debilitaron a los
que tenían tanta como ellos mismos, y no permitieron que las potencias extranjeras
adquiriesen allí consideración ninguna. Me basta citar para ejemplo de esto la
Grecia en que ellos conservaron a los acayos y etolios, humillaron el reino de
Macedonia y echaron a Antíoco. El mérito que los acayos y etolios contrajeron en el
concepto de los romanos, no fue suficiente nunca para que éstos les permitiesen
engrandecer ninguno de sus Estados. Nunca los redujeron los discursos de Filipo
hasta el grado de tratarle como amigo sin abatirle; ni nunca el poder de Antíoco
pudo reducirlos a permitir que él tuviera ningún Estado en aquel país.
Los romanos hicieron en aquellas circunstancias lo que todos los príncipes cuerdos
deben hacer cuando tienen miramiento, no solamente con los actuales perjuicios,
sino también con los venideros, y que quieren remediarlos con destreza. Es posible
hacerlo precaviéndolos de antemano; pero si se aguarda a que sobrevengan, no es
ya tiempo de remediarlos, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede, en
este particular, lo que los médicos dicen de la tisis, que, en los principios es fácil de
curar y difícil de conocer; pero que, en lo sucesivo, si no la conocieron en su
principio, ni le aplicaron remedio ninguno, se hace, en verdad, fácil de conocer, pero
difícil de curar. Sucede lo mismo con las cosas del Estado: si se conocen
anticipadamente los males que pueden manifestarse, lo que no es acordado más
que a un hombre sabio y bien prevenido, quedan curados bien pronto; pero cuando,
por no haberlos conocido, les dejan tomar incremento de modo que llegan al
conocimiento de todas las gentes, no hay ya arbitrio ninguno para remediarlos. Por
esto, previendo los romanos de lejos los inconvenientes, les aplicaron el remedio
siempre en su principio, y no les dejaron seguir nunca su curso por el temor de una
guerra. Sabían que ésta no se evita; y que, si la diferimos, es siempre con provecho
ajeno. Cuando ellos quisieron hacerla contra Filipo y Antíoco en Grecia, era para no
tener que hacérsela en Italia. Podían evitar ellos entonces a uno y otro; pero no
quisieron, ni les agradó aquel consejo de gozar de los beneficios del tiempo, que no
se les cae nunca de la boca a los sabios de nuestra era. Les acomodó más el
consejo de su valor y prudencia, el tiempo que echa abajo cuanto subsiste, puede
acarrear consigo tanto el bien como el mal, pero igualmente tanto el mal como el
bien.
Volvamos a la Francia, y examinaremos si ella hizo ninguna de estas cosas.
Hablaré, no de Carlos VIII, sino de Luis XII, como de aquel cuyas operaciones se
conocieron mejor, visto que él conservó por más tiempo sus posesiones en Italia; y
se verá que hizo lo contrario para retener un Estado de diferentes costumbres y
lenguas.
El rey Luis fue atraído a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, por
medio de su llegada, ganar la mitad del Estado de Lombardía. No intento afear este
paso del rey, ni su resolución sobre este particular; porque queriendo empezar a
poner el pie en Italia, no teniendo en ella amigos, y aun viendo cerradas todas las
puertas a causa de los estragos que allí había hecho el rey Carlos VIII, se veía
forzado a respetar los únicos aliados que pudiera haber allí; y su plan hubiera tenido
un completo acierto si él no hubiera cometido falta ninguna en las demás
operaciones. Luego que hubo conquistado, pues, la Lombardía, volvió a ganar
repentinamente en Italia la consideración que Carlos había hecho perder en ella a
las armas francesas. Génova cedió; se hicieron amigos suyos los florentinos; el
Marqués de Mantua, el Duque de Ferrara, Bentivoglio (príncipe de Bolonia), el señor
de Forlì, los de Pésaro, Rímini, Camerino, Biombito, los luqueses, pisanos,
sieneses, todos, en una palabra, salieron a recibirle para solicitar su amistad. Los
venecianos debieron reconocer entonces la imprudencia de la resolución que ellos
habían tomado, únicamente para adquirir dos territorios de la provincia lombarda; e
hicieron al rey dueño de los dos tercios de la Italia.
Que cada uno ahora comprenda con cuán poca dificultad podía Luis XII, si hubiera
seguido las reglas de que acabamos de hablar, conservar su reputación en Italia, y
tener seguros y bien defendidos a cuantos amigos se había hecho él allí. Siendo
numerosos éstos, débiles, por otra parte, y temiendo el uno al Papa y el otro a los
venecianos, se veían siempre en la precisión de permanecer con él; y por medio de
ellos le era posible contener fácilmente lo que había de más poderoso en toda la
península.
Pero apenas llegó el rey a Milán, cuando obró de un modo contrario, supuesto que
ayudó al papa Alejandro VI a apoderarse de la Romaña. No echó de ver que con
esta determinación se hacía débil, por una parte, desviando de sí a sus amigos y a
los que habían ido a ponerse bajo su protección; y que, por otra, extendía el poder
de Roma, agregando una tan vasta dominación temporal a la potestad espiritual que
le daba ya tanta autoridad.
Esta primera falta le puso en la precisión de cometer otras; de modo que, para poner
un término a la ambición de Alejandro, e impedirle hacerse dueño de la Toscana,
se vio obligado a volver a Italia.
No le bastó el haber dilatado los dominios del Papa y desviado a sus propios amigos,
sino que el deseo de poseer el reino de Nápoles, se le hizo repartir con el rey de
España. Así, cuando él era el primer árbitro de la Italia, tomó en ella a un asociado,
al que cuantos se hallaban descontentos con él debían recurrir naturalmente; y
cuando le era posible dejar en aquel reino a un rey que no era ya más que
pensionado suyo, le echó a un lado para poner a otro capaz de arrojarle a él mismo.
El deseo de adquirir es, a la verdad, una cosa ordinaria y muy natural; y los hombres
que adquieren, cuando pueden hacerlo, serán alabados y nunca vituperados por
ello; pero cuando no pueden ni quieren hacer su adquisición como conviene, en esto
consiste el error y motivo de vituperio.
Si la Francia, pues, podía atacar con sus fuerzas Nápoles, debía hacerlo; si no lo
podía, no debía dividir aquel reino; y si la repartición que ella hizo de la Lombardía
con los venecianos es digna de disculpa a causa de que halló el rey en ello un medio
de poner el pie en Italia, la empresa sobre Napoleón merece condenarse a causa
de que no había motivo ninguno de necesidad que pudiera disculparla.
Luis había cometido, pues, cinco faltas, en cuanto había destruido las reducidas
potencias de Italia, aumentado la dominación de un príncipe ya poderoso,
introducido a un extranjero que lo era mucho, no residido allí él mismo, ni
establecido colonias.
Estas faltas, sin embargo, no podían perjudicarle en vida suya, si él no hubiera
cometido una sexta: la de ir a despojar a los venecianos. Era cosa muy razonable y
aun necesaria el abatirlos, aun cuando él no hubiera dilatado los dominios de la
Iglesia, ni introducido a la España en Italia; pero no debía consentir en la ruina de
ellos, porque siendo poderosos de sí mismos, hubieran tenido distantes siempre de
toda empresa sobre Lombardía a los otros, ya porque los venecianos no hubieran
consentido en ello sin ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubieran
querido quitarla a la Francia para dársela a ellos, o no tenido la audacia de ir a atacar
a estas dos potencias.
Si alguno dijera que el rey Luis no cedió la Romaña a Alejandro y el reino de Nápoles
a la España, más que para evitar una guerra, respondería con las razones ya
expuestas, que no debemos dejar nacer un desorden para evitar una guerra, porque
acabamos no evitándola; la diferimos únicamente: y no es nunca más que con sumo
perjuicio nuestro.
Y si algunos otros alegaran la promesa que el rey había hecho al Papa de ejecutar
en favor suyo esta empresa para obtener la disolución de su matrimonio con Juana
de Francia y el capelo de Cardenal para el Arzobispado de Ruán, responderé a esta
objeción con las explicaciones que daré ahora mismo sobre la fe de los príncipes y
modo con que deben guardarla.
El rey Luis perdió, pues, la Lombardía por no haber hecho nada de lo que hicieron
cuanto tomó provincias y quisieron conservarlas. No hay en ello milagro, sino una
cosa razonable y ordinaria. Hablé en Nantes de esto con el Cardenal de Ruán,
cuando el duque de Valentinos, al que llamaban vulgarmente César Borgia, hijo de
Alejandro, ocupaba la Romaña; y habiéndome dicho el cardenal que los italianos no
entendían nada de la guerra, le respondí que los franceses no entendían nada de
las cosas de Estado, porque si ellos hubieran tenido inteligencia en ellas, no
hubieran dejado tomar al Papa un tan grande incremento de dominación temporal.
Se vio por experiencia que la que el Papa y la España adquirieron en Italia, les había
venido de la Francia, y que la ruina de esta última en Italia dimanó del Papa y de la
España. De lo cual podemos deducir una regla general que no engaña nunca, o que
a lo menos no extravía más que raras veces: es que el que es causa de que otro se
vuelva poderoso obra su propia ruina. No le hace volverse tal más que con su propia
fuerza o industria; y estos dos medios de que él se ha manifestado provisto,
permanecen muy sospechosos al príncipe que, por medio de ellos, se volvió más
poderoso.
Capítulo IV
Por qué ocupado el reino de Darío por Alejandro, no se rebeló contra los sucesores
de éste después de su muerte. Considerando las dificultades que se experimentan
en conservar un Estado adquirido recientemente, podría preguntarse con asombro,
como sucedió que hecho dueño Alejandro Magno del Asia en un corto número de
años, y habiendo muerto a poco tiempo de haberla conquistado, sus sucesores, en
una circunstancia en que parecía natural que todo este Estado se pusiese en
rebelión, le conservaron, sin embargo, y no hallaron para ello más dificultad que la
que su ambición individual ocasionó entre ellos. He aquí mi respuesta: los
principados conocidos son gobernados de uno u otro de estos dos modos: el
primero consiste en serlo por un príncipe, asistido de otros individuos que,
permaneciendo siempre súbditos bien humildes al lado suyo, son admitidos por
gracia o concesión en clase de servidores solamente, para ayudarle a gobernar. El
segundo modo con que se gobierna, se compone de un príncipe, asistido de
barones, que tienen su puesto en el Estado, no de la gracia del príncipe, sino de la
antigüedad de su familia. Estos barones mismos tienen Estados y gobernados que
los reconocen por señores suyos, y les dedican su afecto naturalmente.
De qué modo deben gobernarse las ciudades o principados que, antes de ocuparse
por un nuevo príncipe, se gobernaban con sus leyes particulares. Cuando uno
quiere conservar aquellos Estados que estaban acostumbrados a vivir con sus leyes
y en República, es preciso abrazar una de estas tres resoluciones: debes o
arruinarlos, o ir a vivir en ellos, o, finalmente, dejar a estos pueblos sus leyes,
obligándolos a pagarte una contribución anual, y creando en su país un tribunal de
un corto número que cuide de conservártelos fieles. Creándose este Consejo por el
príncipe, y sabiendo que él no puede subsistir sin su amistad y dominación, tiene el
mayor interés en conservarle en su autoridad. Una ciudad habituada a vivir libre, y
que uno quiere conservar, se contiene mucho más fácilmente por medio del
inmediato influjo de sus propios ciudadanos que de cualquier otro modo. Los
espartanos y romanos nos lo probaron con sus ejemplos. Sin embargo, los
espartanos, que habían tenido Atenas y Tebas por medio de un Consejo de un corto
número de ciudadanos, acabaron perdiéndolas; y los romanos, que, para poseer
Capa, Cartago y Numancia, las habían desorganizado, no las perdieron. Cuando
éstos quisieron tener la Grecia con corta diferencia, como la habían tenido los
espartanos, dejándola libre con sus leyes, no les salió acertada esta operación, y
se vieron obligados a desorganizar muchas ciudades de esta provincia par
aguardarla. Hablando con verdad, no hay medio ninguno más seguro para
conservar semejantes Estados que el de arruinarlos. El que se hace señor de una
ciudad acostumbrada a vivir libre, y no descompone su régimen, debe contar con
ser derrocado él mismo por ella. Para justificar semejante ciudad su rebelión, tendrá
el nombre de libertad, y sus antiguas leyes, cuyo hábito no podrán hacerle perder
nunca el tiempo ni los beneficios del conquistador. Por más que se haga, y aunque
se practique algún expediente de previsión, si no se desunen y dispersan sus
habitantes, no olvidará ella nunca aquel nombre de libertad, ni sus particulares
estatutos; y aun recurrirá a ellos, en la primera ocasión, como lo hizo Pisa, aunque
ella había estado numerosos años, y aun hacía ya un siglo, bajo la dominación de
los florentinos. Pero cuando las ciudades o provincias están habituadas a vivir bajo
la obediencia de un príncipe, como están habituadas por una parte a obedecer y
que por otra carecen de su antiguo señor, no concuerdan los ciudadanos entre sí
para elegir a otro nuevo; y no sabiendo vivir libres, son más tardos en tomar las
armas. Se puede conquistarlos con más facilidad, y asegurar la posesión suya. En
las repúblicas, por el contrario, hay más valor, una mayor disposición de odio contra
el conquistador que allí se hace príncipe, y más deseo de venganza contra él. Como
no se pierde en ellas la memoria de la antigua libertad, y que ella le sobrevive con
toda su actividad, el más seguro partido consiste en disolverlas o habitar en ellas.
Capítulo VI
De las soberanías nuevas que uno adquiere con sus propias armas y valor que no
cause extrañeza, si al hablar, ya de los Estados que son nuevos bajo todos los
aspectos, ya de los que no lo son más que bajo el del príncipe, o el del Estado
mismo, presento grandes ejemplos de la antigüedad. Los hombres caminan casi
siempre por caminos trillados ya por otros, y no hacen casi más que imitar a sus
predecesores, en las acciones que se les ve hacer; pero como no pueden seguir en
todo el camino abierto por los antiguos, ni se elevan a la perfección de los modelos
que ellos se proponen, el hombre prudente debe elegir únicamente los caminos
trillados por algunos varones insignes, e imitar a los de ellos que sobrepujaron a los
demás, a fin de que si no consigue igualarlos, tengan sus acciones a lo menos
alguna semejanza con las suyas. Debe hacer como los ballesteros bien advertidos
que, viendo su blanco muy distante para la fuerza de su arco, apuntan mucho más
alto que el objeto que tienen en mira, no para que su vigor y flechas alcancen a un
punto de mira en esta altura, sino a fin de poder, asestando así, llegar en línea
parabólica a su verdadero blanco. Digo, pues, que en los principados que son
nuevos en un todo, y cuyo príncipe, por consiguiente, es nuevo, hay más o menos
dificultad en conservarlos, según que el que los adquirió es más o menos valeroso.
Como el suceso por el que un hombre se hace príncipe, de particular que él era,
supone algún valor o dicha, parece que la una o la otra de estas dos cosas allanan
en parte muchas dificultades; sin embargo, se vio que el que no había sido auxiliado
de la fortuna, se mantuvo por más tiempo. Lo que proporciona también algunas
facilidades, es que no teniendo un semejante príncipe otros Estados, va a residir en
aquel de que se ha hecho soberano. Pero volviendo a los hombres que, con su
propio valor y no con la fortuna, llegaron a ser príncipes, digo que los más dignos
de imitarse son: Moisés, Ciro, Rómulo, Teseo y otros semejantes. Y, en primer lugar,
aunque no debemos discurrir sobre Moisés, porque él no fue más que un mero
ejecutor de las cosas que Dios le había ordenado hacer, diré, sin embargo, que
merece ser admirado, aunque no fuera más que por aquella gracia que le hacía
digno de conversar con Dios. Pero considerando a Ciro y a los otros que adquirieron
o fundaron reinos, los hallaremos dignos de admiración. Y si se examinaran sus
acciones e instituciones en particular, no parecieran ellas diferentes de las de
Moisés, aunque él había tenido a Dios por señor. Examinando sus acciones y
conducta, no se verá que ellos tuviesen cosa ninguna de la fortuna más que una
ocasión propicia, que les facilitó el medio de introducir en sus nuevos Estados la
forma que les convenía. Sin esta ocasión, el valor de su ánimo se hubiera
extinguido, pero también, sin este valor, se hubiera presentado en balde la ocasión.
Le era, pues, necesario a Moisés el hallar al pueblo de Israel esclavo en Egipto y
oprimido por los egipcios, a fin de que este pueblo estuviera dispuesto a seguirle,
para salir de esclavitud. Convenía que Rómulo, a su nacimiento, no quedara en
Alba, y fuera expuesto, para que él se hiciera rey de Roma y fundador de un Estado
de que formó la patria suya. Era menester que Ciro hallase a los persas
descontentos del imperio de los Medos, y a estos afeminados con una larga paz,
para hacerse Soberano suyo. Teseo no hubiera podido desplegar su valor, si no
hubiera hallado dispersados a los atenienses. Estas ocasiones, sin embargo,
constituyen la fortuna de semejantes héroes; pero su excelente sabiduría les dio a
conocer el valor de estas ocasiones; y de ello provinieron la ilustración y prosperidad
de sus Estados. Los que por medios semejantes llegan a ser príncipes no adquieren
su principado sin trabajo, pero le conservan fácilmente; y las dificultades que ellos
experimentan al adquirirle dimanan en parte de las nuevas leyes y modos que les
son indispensable introducir para fundar su Estado y su seguridad. Debe notarse
bien que no hay cosa más difícil de manejar, ni cuyo acierto sea más dudoso, ni se
haga con más peligro, que el obrar como jefe para introducir nuevos estatutos. Tiene
el introductor por enemigos activísimos a cuantos sacaron provecho de los antiguos
estatutos, mientras que los que pudieran sacar el suyo de los nuevos no los
defienden más que con tibieza. Semejante tibieza proviene en parte de que ellos
temen a sus adversarios que se aprovecharon de las antiguas leyes, y en parte de
la poca confianza que los hombres tienen en la bondad de las cosas nuevas, hasta
que se haya hecho una sólida experiencia de ellas. Resulta de esto que siempre
que los que son enemigos suyos hallan una ocasión de rebelarse contra ellas, lo
hacen por espíritu de partido; no las defienden los otros entonces más que
tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellas. Cuando uno quiere discurrir
adecuadamente sobre este particular, tiene precisión de examinar si estos
innovadores tienen por sí mismos la necesaria consistencia, o si dependen de los
otros; es decir, si para dirigir su operación, tienen necesidad de rogar o si pueden
precisar. En el primer caso, no salen acertadamente nunca, ni conducen cosa
ninguna a lo bueno; pero cuando no dependen sino de sí mismos, y que pueden
forzar, dejan rara vez de conseguir su fin. Por esto, todos los profetas armados
tuvieron acierto, y se desgraciaron cuantos estaban desarmados.
Además de las cosas que hemos dicho, conviene notar que el natural de los pueblos
es variable. Se podrá hacerles creer fácilmente una cosa; pero habrá dificultad para
hacerlos persistir en esta creencia. En consecuencia, de lo cual es menester
componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible precisarlos
a creer todavía. Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo no hubieran podido hacer observar
por mucho tiempo sus constituciones, si hubieran estado desarmados, como le
sucedió al fraile Jerónimo Savona rola, que se desgració en sus nuevas
instituciones. Cuando la multitud comenzó a no creerle ya inspirado, no tenía él
medio ninguno para mantener forzadamente en su creencia a los que la perdían, ni
para precisar a creer a los que ya no creían. Los príncipes de esta especie
experimentan, sin embargo, sumas dificultades en su conducta; todos sus pasos
van acompañados de peligros y les es necesario el valor para superarlos. Pero
cuando han triunfado de ellos, y que empiezan a ser respetados, como han
subyugado entonces a los hombres que tenían envidia a su calidad de príncipe, se
quedan poderosos, seguros, reverenciados y dichosos.
A estos tan relevantes ejemplos, quiero añadirles otro de una clase inferior, que, sin
embargo, no estará en desproporción con ellos; y me bastará escoger, entre todos
los otros el de Hierón el Siracusano. De particular que él era, llegó a ser príncipe de
Siracusa, sin tener cosa ninguna de la fortuna más que una favorable ocasión.
Hallándose oprimidos los siracusanos, le nombraron por caudillo suyo; en cuyo
cargo mereció ser elegido después para príncipe suyo. Había sido tan virtuoso en
su condición privada que, en sentir de los historiadores, no le faltaba entonces para
reinar más que poseer un reino. Luego que hubo empuñado el cetro, licenció las
antiguas tropas, formó otras nuevas, dejó a un lado a sus antiguos amigos,
haciéndose otros nuevos; y como tuvo entonces amigos y soldados que eran
realmente suyos, pudo establecer, sobre tales fundamentos, cuanto quiso; de modo
que conservó sin trabajo lo que no había adquirido más que con largos y penosos
afanes.
Capítulo VII
De los principados nuevos que se adquieren con las fuerzas ajenas y la fortuna. Los
que de particulares que ellos eran, fueron elevados al principado por la sola fortuna,
llegan a él sin mucho trabajo; pero tienen uno sumo para la conservación suya. No
hallan dificultades en el camino para llegar a él, porque son elevados como en alas;
pero cuando le han conseguido se les presentan entonces todas las especies de
obstáculos. Estos príncipes no pudieron adquirir su Estado más que de uno u otro
de estos dos modos: o comprándolo o haciéndolo dar por favor; como sucedió, por
una parte, a muchos en la Grecia para las ciudades de la lona y Helesponto, en que
Darío hizo varios príncipes que debían tenerlas por su propia gloria, como también
por su propia seguridad; y por otra, entre los romanos, a aquellos particulares que
se hacían elevar al imperio por medio de la corrupción de los soldados. Semejantes
príncipes no tienen más fundamentos que la voluntad o fortuna de los hombres que
los exaltaron; pues bien, ambas cosas son muy variables, y totalmente destituidas
de estabilidad. Fuera de esto, ellos no saben ni pueden saber mantenerse en esta
elevación. No lo saben, porque a no ser un hombre de ingenio y superior talento, no
es verosímil que después de haber vivido en una condición privada se sepa reinar.
No lo pueden, a causa de que no tienen tropa ninguna con cuyo apego y fidelidad
puedan contar. Por otra parte, los Estados que se forman repentinamente son como
todas aquellas producciones de la naturaleza que nacen con prontitud; no pueden
ellos tener raíces ni las adherencias que les son necesarias para consolidarse. Los
arruinará el primer choque de la adversidad, si como lo he dicho, los que se han
hecho príncipes de repente, no son de un vigor bastante grande para estar
dispuestos inmediatamente a conservar lo que la fortuna acaba de entregar en sus
manos, ni se han proporcionado los mismos fundamentos que los demás príncipes
se habían formado antes de serlo. Para uno y otro de estos dos modos de llegar al
principado, es, a saber, con el valor o fortuna, quiero exponer dos ejemplos que la
historia de nuestros tiempos nos presenta: son los de Francisco Sforza y de César
Borgia. Francisco, de simple particular que él era, llegó a ser duque de Milán por
medio de un gran valor y de los recursos que su ingenio podía suministrarle: por lo
mismo conservó sin mucho trabajo lo que él no había adquirido más que con sumos
afanes. Por otra parte, César Borgia, llamado vulgarmente el duque de Valentinos,
que no adquirió sus Estados más que por la fortuna de su padre, los perdió luego
que ella le hubo faltado, aunque hizo uso, entonces, de todos los medios
imaginables para retenerlos, y practicó, para consolidarse en los principados que
las armas y fortuna ajenas le habían adquirido, cuanto podía practicar un hombre
prudente y valeroso. He dicho que el que no preparó los fundamentos de su
soberanía antes de ser príncipe, podría hacerlo después si él tenía un talento
superior, aunque estos fundamentos no pueden formarse entonces más que con
muchos disgustos para el arquitecto y con muchos peligros para el edificio. Si se
consideran, pues, los progresos del duque de Valentinos, se verá que él había
preparado poderosos fundamentos para su futura dominación; y no tengo por inútil
el darlos a conocer, porque no me es posible dar lecciones más útiles a un príncipe
nuevo, que las acciones de éste. Si sus instituciones no le sirvieron de nada, no fue
falta suya, sino la de una extremada y muy extraordinaria malignidad de la fortuna.
Alejandro VI quería elevar a su hijo el duque a una grande dominación, y veía para
ello fuertes dificultades en lo presente y futuro. Primeramente, no sabía cómo
hacerle señor de un Estado que no perteneciera a la Iglesia; y cuando volvía sus
miras hacia un Estado de la Iglesia para quitársele en favor de su hijo, preveía que
el duque de Milán y los venecianos no consentirían en ello. Fayenza y Rímini, que
él quería cederle desde luego, estaban ya bajo la protección de los venecianos.
Veía, además, que los ejércitos de la Italia, y sobre todo aquellos de los que él
hubiera podido valerse, estaban en poder de los que debían temer el
engrandecimiento del Papa; y no podía fiarse de estos ejércitos, porque todos ellos
estaban mandados por los Ursinas, Colonas, o allegados suyos. Era menester,
pues, que se turbara este orden de cosas, que se introdujera el desorden en los
Estados de Italia, a fin de que le fuera posible apoderarse, seguramente, de una
parte, de ellos. Esto le fue posible a causa de que él se hallaba en aquella
coyuntura en que, movidos de razones particulares, los venecianos se habían
resuelto a hacer que los franceses volvieran otra vez a Italia. No solamente no se
opuso a ello, sino que aun facilitó esta maniobra, mostrándose favorable a Luis XII
con la sentencia de la disolución de su matrimonio con Juana de Francia. Este
monarca vino, pues, a Italia con la ayuda de los venecianos y el consentimiento de
Alejandro. No bien hubo estado en Milán, cuando el Papa obtuvo algunas tropas
para la empresa que había meditado sobre la Romaña; y le fue cedida ésta a causa
de la reputación del rey. Habiendo adquirido finalmente el duque con ello aquella
provincia, y aun derrotado también a los Colonas, quería conservarla e ir más
adelante; pero le embarazaban dos obstáculos. El uno se hallaba en el ejército de
los Ursinos de que él se había servido, pero de cuya fidelidad se desconfiaba, y el
otro consistía en la oposición que la Francia podía hacer a ello. Temía, por una
parte, que le faltasen las armas de los Ursinos, y que ellas no solamente le
impidiesen conquistar, sino que también le quitasen lo que él había adquirido,
mientras que, por otra parte, se recelaba que el rey de Francia obrara con respecto
a él como los Ursinos. Su desconfianza, relativa a estos últimos, estaba fundada en
que cuando, después de haber tomado Fayenza, asaltó Bolonia, los había visto
obrar con tibieza. En cuanto al rey, comprendió lo que podía temer de él, cuando,
después de haber tomado el ducado de Urbino, atacó la Toscana, pues el rey le
hizo desistir de esta empresa. En semejante situación, resolvió el duque no
depender ya de la fortuna y ajenas armas. A cuyo efecto comenzó debilitando, hasta
en Roma, las facciones de los Ursinas y Colonas, ganando a cuantos nobles le eran
adictos. Hízolos gentileshombres suyos, los honró con elevados empleos y les
confió, según sus prendas personales, varios gobiernos o mandos; de modo que se
extinguió en ellos a pocos meses el espíritu de la facción a que se adherían; y su
afecto se volvió todo entero hacia el duque. Después de lo cual aceleró la ocasión
de arruinar a los Ursinos. Había dispersado ya a los partidarios de la casa Colonna,
que se le volvió favorable; y la trató mejor. Habiendo advertido muy tarde los Ursinos
que el poder del duque y el del Papa como soberano acarreaban su ruina,
convocaron una Dieta en Magine, país de Perusa. Resultó de ello contra el duque
la rebelión de Ursina, como también los tumultos de la Romaña, e infinitos peligros
para él; pero superó todas estas dificultades con el auxilio de los franceses. Luego
que hubo recuperado alguna consideración, no fiándose ya en ellos ni en las demás
fuerzas que le eran ajenas, y queriendo no estar en la necesidad de probarlos de
nuevo, recurrió a la astucia, y supo encubrir en tanto grado su genio, que los
Ursinos, por la mediación del señor Paulo, se reconciliaron con él. No careció de
medios serviciales para asegurárselos, dándoles vistosos trajes, dinero, caballos;
tan bien que, aprovechándose de la simplicidad de su confianza, acabó
reduciéndolos a caer en su poder, en Ursina. Habiendo destruido en esta ocasión a
sus jefes, y formándose de sus partidarios otros tantos amigos de su persona,
proporcionó con ello harto buenos fundamentos a su dominación, supuesto que toda
la Romaña con el ducado de Urbino, y que se había ganado ya todos sus pueblos,
en atención a que bajo su gobierno habían comenzado a gustar de un bienestar
desconocido entre ellos hasta entonces.
Como esta parte de la vida de este duque merece estudiarse, y aun imitarse por
otros, no quiero dejar de exponerla con alguna especificación.
Después que él hubo ocupado la Romaña, hallándola mandada por señores
inhábiles que más bien habían despojado que corregido a sus gobernados, y que
habían dado motivo a más desuniones que uniones, en tanto grado que esta
provincia estaba llena de latrocinios, contiendas, y de todas las demás especies de
desórdenes; tuvo por necesario para establecer en ella la paz, y hacerla obediente
a su príncipe, el darle un vigoroso gobierno.
En su consecuencia, envió allí por presidente a messer Ramiro d'Orco, hombre
severo y expedito, al que delegó una autoridad casi ilimitada. Éste, en poco tiempo,
restableció el sosiego en aquella provincia, reunió con ella a los ciudadanos
divididos, y aun le proporcionó una grande consideración. Habiendo juzgado
después el duque que la desmesurada autoridad de Ramiro no convenía allí, y
temiendo que ella se volviera muy odiosa, erigió en el centro de la provincia un
tribunal civil, presidido por un sujeto excelente, en el que cada ciudad tenía su
defensor. Como le constaba que los rigores ejercidos por Ramiro d'Orco habían
dado origen a algún odio contra su propia persona, y queriendo tanto desterrarle de
los corazones de sus pueblos como ganárselos en un todo, trató de persuadirles
que no debían imputársele a él aquellos rigores, sino al duro genio de su ministro.
Para convencerlos de esto, resolvió castigar por ellos a su ministro, y una cierta
mañana mandó dividirle en dos pedazos y mostrarle así hendido en la plaza pública
de Cesena, con un cuchillo ensangrentado y un tajo de madera al lado. La ferocidad
de semejante espectáculo hizo que sus pueblos, por algún tiempo, quedaran tan
satisfechos como atónitos.
Pero volviendo al punto de que he partido, digo que hallándose muy poderoso el
duque, y asegurado en parte contra los peligros de entonces, porque se había
armado a su modo, y que tenía destruidas en gran parte las armas de los vecinos
que podían perjudicarle, le quedaban el temor de la Francia, supuesto que él quería
continuar haciendo conquistas. Sabiendo que el rey, que había echado de ver algo
tarde su propia falta, no sufriría que el duque se engrandeciera más, echo se a
buscar nuevos amigos; desde luego tergiversó con respecto a la Francia cuando
marcharon los franceses hacia el reino de Nápoles contra las tropas españolas que
sitiaban Gaeta. Su intención era asegurarse de ellos; y hubiera tenido un pronto
acierto si hubiera continuado viviendo Alejandro.
Éstas fueron sus precauciones en las circunstancias de entonces; pero en cuanto a
las futuras, tenía que temer primeramente que el sucesor de Alejandro VI no le fuera
favorable y tratara de quitarle lo que le había dado Alejandro.
Para precaver estos inconvenientes imaginó cuatro medios. Fueron: primero,
extinguir las familias de los señores a quienes él había despojado, a fin de quitar al
Papa los socorros que ellos hubieran podido suministrarle; segundo, ganarse a
todos los hidalgos de Roma, a fin de poder poner con ellos, como lo he dicho, un
freno al Papa hasta en Roma; tercero, conciliarse, lo más que le era posible, el sacro
colegio de los cardenales; y cuarto, adquirir, antes de la muerte de Alejandro, una
tan grande dominación que él se hallará en estado de resistir por sí mismo al primer
asalto cuando no existiera ya su padre. De estos cuatro expedientes, los tres
primeros por el duque habían conseguido ya su fin al morir el papa Alejandro, y el
cuarto estaba ejecutándose.
Hizo perecer a cuantos había podido coger de aquellos señores a quienes tenía
despojados, y se le escaparon pocos. Había ganado a los hidalgos de Roma, y
adquirió un grandísimo influjo en el sacro colegio. En cuanto a sus nuevas
conquistas, habiendo proyectado hacerse señor de la Toscana, poseía ya Perusa y
Biombito, después de haber tomado Pisa bajo su protección. Como no estaba
obligado ya a tener miramientos con la Francia, que no le guardaba ya realmente
ninguno, en atención a que los franceses se hallaban a la sazón despojados del
reino de Nápoles por los españoles, y que unos y otros estaban precisados a
solicitar su amistad, se echaba sobre Pisa; lo cual bastaba para que Luca y Siena
le abriesen sus puertas, sea por celos contra los florentinos, sea por temor de la
venganza suya; y los florentinos carecían de medios para oponerse a ellos. Si esta
empresa le hubiera salido acertada, y se hubiese puesto en ejecución el año en que
murió Alejandro, hubiera adquirido el duque tan grandes fuerzas y tanta
consideración que, por sí mismo, se hubiera sostenido, sin depender de la fortuna
y poder ajeno. Todo ello no dependía ya más que de su dominación y talento.
Pero Alejandro murió cinco años después que el duque había comenzado a
desenvainar la espada. Únicamente el Estado de la Romaña estaba consolidado;
permanecían vacilantes todos los otros, hallándose, además, entre dos ejércitos
enemigos poderosísimos; y se veía últimamente asaltado de una enfermedad mortal
el duque mismo. Sin embargo, era de tanto valor y poseía tan superiores talentos;
sabía también cómo pueden ganarse o perderse los hombres; y los fundamentos
que él se había formado en tan escaso tiempo era tan sólidos que, si no hubiera
tenido por contrarios aquellos ejércitos, y lo hubiera pasado bien, hubiera triunfado
de todos los demás impedimentos. La prueba de que sus fundamentos eran buenos
es perentoria, supuesto que la Romaña le aguardó sosegadamente más de un mes,
y que enteramente moribundo como él estaba, no tenía que temer nada en Roma.
Aunque los Vaglionis, Vitelis y Ursinos habían venido allí, no emprendieron nada
contra él. Si no pudo hacer Papa al que él quería, a lo menos impidió que lo fuera
aquel a quien no quería. Pero si al morir Alejandro hubiera gozado de robusta salud,
hubiera hallado facilidad para todo. Me dijo, aquel día en que Julio II fue creado
Papa, que él había pensado en cuanto podía acaecer muerto su padre; y que había
hallado remedio para todo; pero que no había pensado en que pudiera morir él
mismo entonces.
Después de haber recogido así y cotejado todas las acciones del duque, no puedo
condenarle; aun me parece que puedo, como lo he hecho, proponerle por modelo a
cuantos la fortuna o ajenas armas elevaron a la soberanía. Con las relevantes
prendas y profundas miras que él tenía, no podía conducirse de diferente modo. No
tuvieron sus designios más obstáculos reales que la breve vida de Alejandro y su
propia enfermedad.
El que tenga, pues, por necesario, en su nuevo principado, asegurarse de sus
enemigos, ganarse nuevos amigos, triunfar por medio de la fuerza o fraude, hacerse
amar y temer de los pueblos, seguir y respetar de los soldados, mudar los antiguos
estatutos en otros recientes, desembarazarse de los hombres que pueden y deben
perjudicarle, ser severo y agradable, magnánimo y liberal, suprimir la tropa infiel, y
formar otra nueva, conservar la amistad de los reyes y príncipes, de modo que ellos
tengan que servirle con buena gracia, o no ofenderle más que con miramiento,
aquél, repito, no puede hallar ejemplo ninguno más fresco que las acciones de este
duque, a lo menos hasta la muerte de su padre.
Su política cayó después gravemente en falta cuando, a la nominación del sucesor
de Alejandro, dejó hacer el duque una elección adversa para sus intereses en la
persona de Julio II. No le era posible la creación de un Papa de su gusto; pero
teniendo la facultad de impedir que éste o aquel fueran papas, no debía permitir
jamás que se confiriera el pontificado a ninguno de los cardenales a quienes él había
ofendido, o de aquellos que, hechos pontífices, tuvieran motivos de temerle, porque
los hombres ofenden por miedo o por odio. Los cardenales a quienes él había
ofendido eran, entre otros, el de San Pedro espines, los cardenales Colonna, de
San Jorge y Escañe. Elevados una vez todos los demás al pontificado, estaban en
el caso de temerle, excepto el cardenal de Ruán, a causa de su fuerza, supuesto
que tenía por sí el reino de Francia, y los cardenales españoles, con los que estaba
confederado y que le debían favores.
Así el duque debía, ante todas cosas, hacer elegir por Papa a un español; y si
no podía hacerlo, debía consentir en que fuera elegido el cardenal de Ruán, y no el
de San Pedro espines. Cualquiera que cree que los nuevos beneficios hacen olvidar
a los eminentes personajes las antiguas injurias camina errado. Al tiempo de esta
elección, cometió el duque, pues, una grave falta, y tan grave que ella ocasionó su
ruina.
Capítulo VIII
De los que llegaron al principado por medio de maldades. Pero como uno, de simple
particular, llega a ser también príncipe de otros dos modos, sin deberlo todo a la
fortuna o valor, no conviene que omita yo aquí el tratar de uno y otro de estos dos
modos, aunque puedo reservarme el discurrir con más extensión sobre el segundo,
al tratar de las repúblicas. El primero es cuando un particular se eleva por una vía
malvada y detestable al principado, y el segundo cuando un hombre llega a ser
príncipe de su patria con el favor de sus conciudadanos. En cuanto al primer modo,
presenta la historia de dos ejemplos suyos: el uno antiguo, y el otro moderno. Me
ceñiré a citarlos sin profundizar de otro modo la cuestión, porque soy de parecer
que ellos dicen bastante para cualquiera que estuviera en el caso de imitarlos. El
primer ejemplo es del siciliano Agatocles, quien, habiendo nacido en una condición
no solamente ordinaria, sino también baja y vil, llegó a empuñar, sin embargo, el
cetro de Siracusa. Hijo de un alfarero, había tenido en todas las circunstancias una
conducta reprensible; pero sus perversas acciones iban acompañadas de tanto
vigor corporal y fortaleza de ánimo que habiéndose dado a la profesión militar
ascendió, por los diversos grados de la milicia, hasta el de pretor de Siracusa. Luego
que se hubo visto elevado a este puesto, resolvió hacerse príncipe, y retener con
violencia, sin ser deudor de ello a ninguno, la dignidad que él había recibido del libre
consentimiento de sus conciudadanos. Después de haberse entendido a este efecto
con el general cartaginés Amílcar, que estaba en Sicilia con su ejército, juntó una
mañana al pueblo y Senado de Siracusa, como si tuviera que deliberar con ellos
sobre cosas importantes para la República; y dando en aquella Asamblea a sus
soldados la señal acordada, les mandó matar a todos los senadores y a los más
ricos ciudadanos que allí se hallaban. Librado de ellos, ocupó y conservó el
principado de Siracusa sin que se manifestara guerra ninguna civil contra él. Aunque
se vio, después, dos veces derrotado y aun sitiado por los cartagineses, no
solamente pudo defender su ciudad, sino que también, habiendo dejado una parte
de sus tropas para custodiarla, fue con otra a atacar la África; de modo que en poco
tiempo libró Siracusa sitiada y puso a los cartagineses en tanto apuro que se vieron
forzados a tratar con él, se contentaron con la posesión del África y le abandonaron
enteramente la Sicilia. Si consideramos sus acciones y valor, no veremos nada o
casi nada que pueda atribuirse a la fortuna. No con el favor de ninguno, como lo he
dicho más arriba, sino por medio de los grados militares adquiridos a costa de
muchas fatigas y peligros, consiguió la soberanía; y si se mantuvo en ella por medio
de una infinidad de acciones tan peligrosas como estaban llenas de valor, no puede
aprobarse ciertamente lo que él hizo para conseguirla. La matanza de sus
conciudadanos, la traición de sus amigos, su absoluta falta de fe, de humanidad y
religión, son ciertamente medios con los que uno puede adquirir el imperio; pero no
adquiere nunca con ellos ninguna gloria. No obstante, esto, si consideramos el valor
de Agatocles en el modo con que arrostra con los peligros y sale de ellos, y la
sublimidad de su ánimo en soportar y vencer los sucesos que le son adversos, no
vemos por qué le tendríamos por inferior al mayor campeón de cualquiera especie.
Pero su feroz crueldad y despiadada inhumanidad, sus innumerables maldades, no
permiten alabarle, como si él mereciera ocupar un lugar entre los hombres insignes
más eminentes; y vuelvo a concluir que no puede atribuirse a su fortuna ni valor lo
que él adquirió sin uno ni otro. El segundo ejemplo más inmediato a nuestros
tiempos es el de Oliverot de Fermo. Después de haber estado, durante su niñez, en
poder de su tío materno, Juan Fogliani, fue colocado por éste en la tropa del capitán
Paulo Viteli, a fin de llegar allí bajo un semejante maestro a algún grado elevado en
las armas. Habiendo muerto después Paulo, y sucediéndole su hermano Vite loro
en el mando, peleó bajo sus órdenes Oliverot; y como él tenía talento, siendo por
otro parte robusto de cuerpo y sumamente valeroso, llegó a ser en breve tiempo el
primer hombre de su tropa. Juzgando entonces que era una cosa servil el
permanecer confundido entre el vulgo de los capitanes, concibió el proyecto de
apoderarse de Fermo, con la ayuda de Vite loro, y de algunos ciudadanos de aquella
ciudad que tenían más amor a la esclavitud que a la libertad de su patria. En su
consecuencia escribió, desde luego, a su tío Juan Fogliani, que era cosa natural
que, después de una tan dilatada ausencia, quisiera volver él para abrazarle, ver su
patria, reconocer en algún modo su patrimonio, y que iba a volver a Fermo; más que
para adquirir algún honor, y queriendo mostrar a sus conciudadanos que él no había
malogrado el tiempo bajo este aspecto, creía deber presentarse de un modo
honroso, acompañado de cien soldados de a caballo, amigos suyos, y de algunos
servidores. Le rogó, en su consecuencia, que hiciera de modo que le recibieran los
ciudadanos de Fermo con distinción, que no habiéndose fatigado durante tan larga
ausencia «en atención a que, le decía, un semejante recibimiento no solamente le
honraría a él mismo, sino que también redundaría en gloria de su tío, supuesto que
él era su discípulo». Juan no dejó de hacerle los favores que él solicitaba, y a los
que le parecía ser acreedor su sobrino. Hizo que le recibieran los habitantes de
Fermo con honor, y le hospedó en su palacio. Oliverot, después de haberlo
dispuesto todo para la maldad que él estaba premeditando, dio en él una espléndida
comida a la que convidó a Juan Fogliani y todas las personas más visibles de Fermo.
Al fin de la comida, y cuando, según el estilo, no se hacía más que conversar sobre
cosas de que se habla comúnmente en la mesa, hizo recaer Oliverot diestramente
la conversación sobre la grandeza de Alejandro VI y de su hijo César, como también
sobre sus empresas. Mientras que él respondía a los discursos de los otros, y que
los otros replicaban a los suyos, se levantó de repente diciendo que era una materia
de que no podía hablarse más que en el más oculto lugar; y se retiró a un cuarto
particular, al que Fogliani y todos los demás ciudadanos visibles le siguieron.
Apenas se hubieron sentado allí, cuando, por salidas ignoradas de ellos, entraron
diversos soldados que los degollaron a todos, sin perdonar a Fogliani. Después de
esta matanza, Oliverot montó a caballo, recorrió la ciudad, fue a sitiar en su propio
palacio al principal magistrado, tan bien que poseídos del temor todos los habitantes
se vieron obligados a obedecerle y formar un nuevo gobierno cuyo soberano se hizo
él. Librado Oliverot por este medio de todos aquellos hombres cuyo descontento
podía serle temible, fortificó su autoridad con nuevos estatutos civiles y militares, de
modo que en el espacio de un año que él poseyó la soberanía no solamente estuvo
seguro en la ciudad de Fermo, sino que también se hizo formidable a todos sus
vecinos; y hubiera sido tan inexpugnable como Agatocles si no se hubiera dejado
engañar de César Borgia cuando, en Ursina, sorprendió éste, como lo llevo dicho,
a los Ursinas y Vitelio. Habiendo sido cogido Oliverot mismo en esta ocasión, un
año después de su parricidio, le dieron garrote con Botellazo, que había sido su
maestro de valor y maldad. Podría preguntarse por qué Agatocles y algún otro de la
misma especie pudieron, después de tantas traiciones e innumerables crueldades,
vivir por mucho tiempo seguros en su patria y defenderse de los enemigos exteriores
sin ejercer actos crueles; como también por qué los conciudadanos de este no se
conjuraron nunca contra él, mientras que, haciendo otros muchos usos de la
crueldad, no pudieron conservarse jamás en sus Estados, tanto en tiempo de paz
como en el de guerra. Creo que esto dimana del buen o del mal uso que se hace de
la crueldad. Podemos llamar buen uso los actos de crueldad si, sin embargo, es
lícito hablar bien del mal- que se ejercen de una vez, únicamente por la necesidad
de proveer a su propia seguridad, sin continuarlos después, y que al mismo tiempo
trata uno de dirigirlos, cuanto es posible, hacia la mayor utilidad de los gobernados.
Los actos de severidad mal usados son aquellos que, no siendo más que en corto
número a los principios, van siempre aumentándose, y se multiplican de día en día,
en vez de disminuirse y de mirar a su fin. Los que abrazan el primer método pueden,
con los auxilios divinos y humanos, remediar, como Agatocles, la incertidumbre de
su situación. En cuanto a los demás, no es posible que ellos se mantengan. Es
menester, pues, que el que toma un Estado haga atención, en los actos de rigor que
le es preciso hacer, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de
no estar obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos,
tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente haciéndoles
bien. El que obra de otro modo por timidez, o siguiendo malos consejos, está
precisado siempre a tener la cuchilla en la mano; y no puede contar nunca con sus
gobernados, porque ellos mismos, con el motivo de que está obligado a continuar y
renovar incesantemente semejantes actos de crueldad, no pueden estar seguros
con él. Por la misma razón que los actos de severidad deben hacerse todos juntos,
y que dejando menos tiempo para reflexionar en ellos ofenden menos; los beneficios
deben hacerse poco a poco, a fin de que se tenga lugar para saborearlos mejor. Un
príncipe debe, ante todas cosas, conducirse con sus gobernados de modo que
ninguna casualidad, buena o mala, le haga variar, porque si acaecen tiempos
penosos, no le queda ya lugar para remediar el mal; y el bien que hace entonces,
no se convierte en provecho suyo. Le miran como forzoso, y no te lo agradecen.
Capítulo IX
Del principado civil Vengamos al segundo modo con que un particular puede
hacerse príncipe sin valerse de crímenes ni violencias intolerables. Es cuando, con
el auxilio de sus conciudadanos, llega a reinar en su patria. Pues bien, llamo civil
este principado. Para adquirirle, no hay necesidad ninguna de cuanto el valor o
fortuna pueden hacer, sino más bien de cuanto una acertada astucia puede
combinar. Pero digo que no se eleva uno a esta soberanía con el favor del pueblo
o el de los grandes. En cualquiera ciudad hay dos inclinaciones diversas, una de las
cuales proviene de que el pueblo desea no ser dominado ni oprimido por los
grandes; y la otra de que los grandes desean dominar y oprimir al pueblo. Del
choque de ambas inclinaciones, dimana una de estas tres cosas: o el
establecimiento del principado, o el de la república, o la licencia y anarquía. En
cuanto al principado, se promueve su establecimiento por el pueblo o por los
grandes, según que el uno u otro de estos dos partidos tienen ocasión para ello.
Cuando los magnates ven que ellos no pueden resistir al pueblo, comienzan
formando una gran reputación a uno de ellos, y dirigiendo todas las miradas hacia
él hacerlo después príncipe, a fin de poder dar, a la sombra de su soberanía, rienda
suelta a sus inclinaciones. El pueblo procede del mismo modo con respecto a uno
solo, cuando ve que no puede resistir a los grandes, a fin de que le proteja su
autoridad. El que consigue la soberanía con el auxilio de los grandes se mantiene
con más dificultad que el que la consigue con el del pueblo; porque siendo príncipe,
se halla cercado de muchas gentes que se tienen por iguales con él, y no puede
mandarlas ni manejarlas a su discreción. Pero el que llega a la soberanía con el
favor popular se halla sólo en su exaltación; y entre cuantos le rodean, no hay
ninguno, o más que poquísimos a lo menos, que no estén prontos a obedecerle.
Por otra parte, no se puede con decoro, y sin agraviar a los otros, contentar los
deseos de los grandes. Pero contenta uno fácilmente los del pueblo, porque los
deseos de éste tienen un fin más honrado que el de los grandes, en atención a que
los últimos quieren oprimir, y que el pueblo limita su deseo a no serlo. Añádase a
esto que, si el príncipe tiene por enemigo al pueblo, no puede estar jamás en
seguridad; porque el pueblo se forma de un grandísimo número de hombres. Siendo
poco numerosos los magnates, es posible asegurarse de ellos más fácilmente. Lo
peor que el príncipe tiene que temer de un pueblo que no le ama es el ser
abandonado por él; pero si le son contrarios los grandes, debe temer no solamente
verse abandonado, sino también atacado y destruido por ellos; porque teniendo
estos hombres más previsión y astucia, emplean bien el tiempo para salir de aprieto,
y solicitan dignidades al lado de aquel al que esperan ver reinar en su lugar.
Además, el príncipe está en la necesidad de vivir siempre con este mismo pueblo;
pero puede obrar ciertamente sin los mismos magnates, supuesto que puede hacer
otros nuevos y deshacerlos todos los días; como también darles crédito, o quitarles
el que tienen, cuando esto le acomoda.
Para aclarar más lo relativo a ellos, digo que los grandes deben considerarse bajo
dos aspectos principales o se conducen de modo que se unan en un todo con la
fortuna u obran de modo que se pasen sin ella. Los que se enlazan con la fortuna,
si no son rapaces, deben ser honrados y amados. Los otros que no se unen a ti
personalmente, pueden considerarse bajo dos. Aspectos: o se conducen así por
pusilanimidad o una falta de ánimo, y entonces debes servirte de ellos como de los
primeros, especialmente cuando te dan buenos consejos, porque te honran en tu
prosperidad, y no tienes que temer nada de ellos en la adversidad. Pero los que no
se empeñan más que por cálculo o por causa de ambición, manifiestan que piensan
más en sí que en ti. El príncipe debe estar sobre sí contra ellos y mirarlos como a
enemigos declarados, porque en su adversidad ayudarán a hacerle caer.
Un ciudadano hecho príncipe con el favor del pueblo debe tirar a conservarse su
afecto; lo cual le es fácil porque el pueblo le pide únicamente el no ser oprimido.
Pero el que llegó a ser príncipe con la ayuda de los magnates y contra el voto del
pueblo, debe, ante todas cosas, tratar de conciliársele; lo que le es fácil cuando le
toma bajo su protección. Cuando los hombres reciben bien de aquel de quien no
esperaban más que mal, se apegan más y más a él. Así, pues, el pueblo sometido
por un nuevo príncipe que se hace bienhechor suyo, le coge más afecto que si él
mismo, por benevolencia, le hubiera elevado a la soberanía. Luego el príncipe
puede conciliarse el pueblo de muchos modos; pero éstos son tan numerosos y
dependen de tantas circunstancias variables, que no puedo dar una regla fija y cierta
sobre este particular. Me limito a concluir que es necesario que el príncipe tenga el
afecto del pueblo, sin lo cual carecerá de recurso en la adversidad.
Nabos, príncipe nuevo entre los espartanos, sostuvo el sitio de toda la Grecia y de
un ejército romano ejercitado en las victorias; defendió fácilmente contra uno y otro
su patria y Estado, porque le bastaba, a la llegada del peligro, el asegurarse de un
corto número de enemigos interiores. Pero no hubiera logrado él estos triunfos, si
hubiera tenido al pueblo por enemigo.
¡Ah!, no se crea impugnar la opinión que estoy sentado aquí, con objetarme aquel
tan repetido proverbio «que el que se fía en el pueblo, edifica en la arena». Esto es
verdad, confiésalo, para un ciudadano privado, que, contento en semejante
fundamento, creyera que le libraría el pueblo, si él se viera oprimido por sus
enemigos o los magistrados. En cuyo caso, podría engañarse a menudo en sus
esperanzas, como esto sucedió en Roma a los Grados y en Florencia a mosén Jorge
Cali. Pero si el que se funda sobre el pueblo es príncipe suyo; si puede mandarle y
que él sea hombre de corazón, no se atemorizará en la adversidad; si no deja de
hacer, por otra parte, las conducentes disposiciones, y que mantenga con sus
estatutos y valor el de la generalidad de los ciudadanos, no será engañado jamás
por el pueblo, y reconocerá que los fundamentos que él se ha formado con éste,
son buenos.
Estas soberanías tienen la costumbre de peligrar, cuando uno las hace subir del
orden civil al de una monarquía absoluta, porque el príncipe manda entonces o por
sí mismo o por el intermedio de sus magistrados. En este postrer caso, su situación
es más débil y peligrosa, porque depende enteramente de la voluntad de los que
ejercen las magistraturas, y que pueden quitarle con una grande facilidad el Estado,
ya sublevándose contra él, ya no obedeciéndole. En los peligros, semejante príncipe
no está ya a tiempo de recuperar la autoridad absoluta, porque los ciudadanos y
gobernados que tienen la costumbre de recibir las órdenes de los magistrados, no
están dispuestos, en estas circunstancias críticas, a obedecer a las suyas; y que en
estos tiempos dudosos carece él siempre de gentes en quienes pueda fiarse.
Semejante príncipe no puede fundarse sobre lo que él ve en los momentos
pacíficos, cuando los ciudadanos necesitan del Estado; porque entonces cada uno
vuela, promete y quiere morir por él, en atención a que está remota la muerte. Pero
en los tiempos críticos, cuando el Estado necesita de los ciudadanos, no se hallan
más que poquísimos de ellos.
Esta experiencia es tanto más peligrosa cuanto uno no puede hacerla más que una
vez; en su consecuencia, un prudente príncipe debe imaginar un modo, por cuyo
medio sus gobernados tengan siempre, en todo evento y circunstancias de cualquier
especie, una grandísima necesidad de su principado. Es el expediente más seguro
para hacérselos fieles para siempre.
Comentario
"El Príncipe" de Nicolás Maquiavelo, una obra que ha sido objeto de interpretación
y discusión desde su publicación en el siglo XVI. Maquiavelo, un político y pensador
renacentista italiano, escribió este tratado como una guía para los gobernantes
sobre cómo mantener y consolidar el poder. Ofrece un enfoque pragmático y realista
de la política, despojado de la moralidad convencional o de las consideraciones
éticas. Argumenta que el gobernante debe estar dispuesto a utilizar cualquier medio
necesario para mantenerse en el poder, incluso si eso implica actuar de manera
deshonesta o cruel. Esta idea es encapsulada en la famosa frase "el fin justifica los
medios".
Uno de los puntos más importantes de "El Príncipe" es la distinción entre la virtud y
la fortuna. La virtud, según Maquiavelo, es la habilidad del gobernante para manejar
las circunstancias y ejercer el control sobre su destino político, mientras que la
fortuna se refiere a eventos impredecibles que están más allá del control humano.
Un líder exitoso debe saber adaptarse tanto a la virtud como a la fortuna para
mantener su poder.
Maquiavelo también analiza diferentes formas de gobierno, como la monarquía y la
república, y ofrece consejos prácticos sobre cómo un gobernante puede
mantenerse en el poder y evitar la ruina. A menudo, estos consejos implican la
astucia política, la manipulación y la capacidad de tomar decisiones difíciles cuando
sea necesario.
"El Príncipe" ha sido objeto de interpretaciones diversas a lo largo de los siglos.
Algunos lo ven como una obra maestra de la ciencia política, que ofrece una visión
realista y sin adornos del ejercicio del poder. Otros lo critican por su cinismo y su
aparente falta de preocupación por la moralidad. Es una obra fundamental en la
historia del pensamiento político occidental. Aunque sus ideas pueden ser
controvertidas y han sido objeto de debate durante siglos, sigue siendo relevante
como un estudio sobre la naturaleza del poder y la política.
El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, relata cómo debe comportarse esta figura en la
sociedad, cómo debe ostentar el poder y cuáles son las estrategias que debe seguir
para mantenerlo. Maquiavelo se nos muestra como un hombre con enormes
cualidades intelectuales culto, inteligente y adelantado a su tiempo, aunque es
inevitable que nos situemos en ocasiones contrarios a algunos de sus pensamientos
a través de nuestra visión de las cosas desde el tiempo presente. A pesar de esto,
sus principios pueden ser fácilmente extrapolables a la política actual, aunque dudo
que ningún político de hoy en día se atreva a citar a Maquiavelo como referente
debido a la mala fama que arrastra y a la aparente “crueldad” que destilan algunas
de sus frases; no en vano el término maquiavélico procede de este autor.
Después de mucho escuchar hablar de esta obra y este autor y tras haberlo leído
por fin con detenimiento, considero que es un libro que merece mucho la pena, el
cual es el vivo reflejo de la auténtica naturaleza del ser humano, porque al final la
política y la estrategia la acabamos aplicando en todo, tanto en nuestras relaciones
sociales y personales como en las laborales.
Sin duda es un libro a tener en cuenta pues, aunque no sea el tipo de literatura que
se pueda leer de forma habitual (al menos no para mí), puede resultar interesante
para aquellas personas versadas en temas políticos o a quienes simplemente les
guste ampliar sus conocimientos de cultura general, como es mi caso, para lo cual
ha cumplido con creces las expectativas.
También debemos destacar que es el iniciador del concepto de Estado: una nación
soberana con leyes propias y, aún de mayor importancia, el que sostenga que estas
leyes que estructuran el Estado no proceden de la Naturaleza ni de Dios(es). Este
origen divino o "natural" de las leyes es la justificación omnipresente en toda la Edad
Antigua y Media (salvando a los sofistas de la Atenas del V a.C., y tal vez otros
autores censurados hasta la aniquilación). Siempre se buscó fundar los gobiernos,
y resultaba muy firme el indicar que procedían de la voluntad de Dios o que
procedían de la Naturaleza (inmutable). Maquiavelo rechaza esta trampa, este
buscado engaño y es esto, a mi modo de ver, lo que le da el carácter fundacional
del pensamiento moderno.
Hay que decir también que, como toda Ciencia social (y más aún en estos primeros
balbuceos), encontramos la expresa y patente dificultad de analizar en qué consiste
el ser humano, en dirimir cómo somos, hombres y mujeres, cómo nos comportamos
"de modo natural/habitual". Todas las afirmaciones que hagamos sobre esto no
dejan de ser interpretaciones, más o menos logradas, y de estas interpretaciones
surge el sesgo por el que propondremos un régimen político, o calibremos los
regímenes existentes como más o menos adecuados. La interpretación de El
príncipe es totalmente pesimista, demoledora: abandonad toda confianza. Las
formas es las que, para Maquiavelo, debe actuar un gobernante frente a las diversas
situaciones o circunstancias durante su mandato con tal de conservar el poder es
"maquiavelo”. El libro es una guía para gobernar que define el comportamiento
humano en la práctica, con un análisis basado en la historia, no en un rigor
argumentativo. Esto no le quita valor a las observaciones de Maquiavelo, que es
algo pesimista con las motivaciones de las personas. El autor propone una vía
amoral y pragmática, que busca el camino más práctico para obtener y mantenerse
en el poder, evitando el mal en lo general, pero usándolo si es necesario. Es muy
interesante acompañar la lectura con una reflexión, extrapolando lo que Maquiavelo
expone con situaciones de nuestros días, como la guerra en Ucrania, por ejemplo.
Este ejercicio resulta interesante para comprobar si los patrones del
comportamiento humano de Maquiavelo se mantienen hoy día.
Conclusión