Bloch Ernst - Avicena Y La Izquierda Aristotelica

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ERNST BLOCH

Avicena y la
izquierda
a risto té lic a

EDITORIAL CIENCIA NUEVA


Este texto es reproducción de la primera edición, publicada en Berlín
en 1952, con algunas adiciones posteriores del autor.

Título original: Avicenna und die aristotelische Linke

Traducción: Jorge Deike Robles, licenciado en Filosofía y Letras


Portada: Alberto Corazón

Número Registro: 3.171-65


Depósito Legal: M. 3676-1966

© Copyright Suhrkamp Verlag, Frankfurt a. M. Reservados todos los


derechos. Derechos exclusivos para la publicación en castellano: Edito­
rial Ciencia Nueva, S. L. Preciados, 23. Madrid-13

MARIBEL, Artes Gráficas.—Tomás Bretón, 51. Naves 5 y 7.— Madrid


La evolución es «eductio formarum ex »
A vicena - A verroes
NUNCA LO MISMO

Todo pensamiento cuerdo puede haber sido pensado siete


veces. Mas cada vez que se volvió a pensar, en otro tiempo,
en otras circunstancias, no era ya el mismo. No sólo el pen­
sador, sino, sobre todo, la cosa a pensar, cambian de una
vez para otra. La cordura ha de reafirmarse, acreditándose a
sí misma como nueva. Ello tuvo lugar de modo muy trascen­
dental entre los grandes pensadores de Oriente, que supieron
salvar y, al mismo tiempo, transformar la luz griega.
HITO Y CONMEMORACION

Uno de los primeros y más grandiosos entre estos pensa­


dores fue Ibn Sina. Avicena en su forma latinizada. Nacido
el 980 en Áfjana, cerca de Bujara, pertenece al pueblo tajik.
Abu Ali al-Hussein ibn Abdallah ibn Sina procedía de una
familia rica; los padres habían proporcionado al muchacho
una educación esmerada y la precocidad de éste era totalmente
saludable, sana. Respondía a ese tipo de talento que se apresta
temprano a seguir el camino claramente intuido. Bien iniciado
en aritmética, geometría, lógica y astronomía, Ibn Sina ingresó
en la Universidad de Bagdad, donde cursó estudios de Filosofía
y Medicina. A los dieciocho años estaba ya en condiciones de
simultanear los quehaceres políticos y el cultivo de la ciencia
médica. Más adelante fue visir del soberano de Hamádan (la
antigua Ecbatana), pasando luego a servir al príncipe de Ispa-
hán y regresando a Hamadán tras su conquista por este último.
Al mismo tiempo había adquirido muy pronto, a partir de la
afortunada curación del hijo del califa de Bagdad, fama de
gran médico y, con ella, notables riquezas. Los enemigos, que
desde un principio no le faltaron a Ibn Sina en los círculos
de los ministros de la religión, dicen que se entregó en demasía
al amor y a la bebida, lo cual, caso de ser cierto, redondea la
imagen de una naturaleza fuerte. Su verdadero exceso es el de
una obra muy amplia: Avicena dejó a la posteridad noventa
y nueve escritos. Versado por igual en Medicina y Filosofía,
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escribió Avicena el famoso Canon de Medicina, que durante


muchos siglos fue tenido en Oriente como en Occidente por
la obra fundamental de la terapéutica. Su principal obra filo­
sófica lleva el significativo título de Kitab-as-sifa ( Libro de la
Curación), que hace extensivos la curación v el gobierno del
cuerpo al plano del entendimiento. El Libro de la Convalecen­
cia es una enciclopedia que en dieciocho libros trata cuatro
disciplinas capitales: la Lógica, la Física, la Matemática y la
Metafísica. En versión latina (algunas de las traducciones se
remontan hasta los siglos xi y xn ) tenemos: Compendium de
anima, De Almahad, Aphorismi de anima, Tractatus de defini-
tionibus et quaesitis, De divisionibus scientiarum, así como los
tratados reunidos bajo el nombre de Metaphysica. Se ha per­
dido, conociéndose sólo una parte muy reducida de él, gracias
a las menciones de filósofos posteriores, el escrito probable­
mente menos ortodoxo de Avicena, la Philosophia orientalis.
Tan poco ortodoxa como ésta — aunque, por razones idiomáti-
cas, sólo es asequible a un núcleo muy reducido de lectores—
es la enciclopedia en dos tomos, redactada en antiguo tajik, que
lleva el título de Danish-Nameh ( Libro del Saber), la cual se
editó entre 1937 y 1938 en Teherán (cf. al respecto Bogutdinov,
en la revista soviética Voprosy filosofiy, marzo 1948, páginas
358 y ss.). Murió Avicena el año 1037, en Ispahán; pero su
tumba se encuentra en Hamadán, donde aún hoy se muestra a
los visitantes. En esta misma ciudad se celebró en 1952, por
iniciativa del Comité de la Paz Iranio, un acto conmemorativo
en honor de este gran filósofo, abierto y progresivo, que se
inserta con todo su resplandor iranio-árabe en la tradición
cultural del Próximo Oriente. El centenario no concuerda exac­
tamente con la cronología europea, aunque sí con la islámica
y su año lunar. La nuestra debería sentirse obligada desde hace
mucho tiempo a recordar a la escolástica oriental con mayor
precisión que hasta ahora. Porque ésta — en notoria contra­
dicción con la occidental— es una de las fuentes de nuestra
ilustración y, más que otra cosa, como se h? de ver, de una
vivacidad materialista altamente singular, desarrollada a es­
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paldas del cristianismo, partiendo de Aristóteles. Hay una línea


que desde Aristóteles no conduce hacia Santo Tomás y hacia
el espíritu del Más Allá, sino hacia Giordano Bruno y la //ore-
dente materia total. Y es precisamente Avicena, junto con
Averroes, uno de los primeros y más importantes hitos en
esta línea. Se trata ahora de comprender el significado de la
conmemoración de este hito, que ni es casual ni ha pasado
como tantas otras jornadas conmemorativas. Esta remembran­
za era, por el contrario, urgente y necesaria pues estaba en
cuestión una consideración renovada de la materia tras un
largo olvido. Tal consideración no se había emprendido ni en
la forma obtusa que es de rigor entre los mecanicistas ni con
la timidez que desearían los partidarios del Más Allá; Avicena
la transmitió cargada de energía.
EMPORIOS COMERCIALES Y TIERRA HELENISTICA

Ibn Sina era médico; no fue nunca monje, como tampoco


lo fueron los restantes pensadores destacados del Islam, que
llevaban una vida mundana y pensaban en términos científico-
naturales. La sociedad islámica entera, ciertamente, se regía,
pese a sus formas feudales y pese a su ardor bélico espiritua­
lista, por una ley distinta de la europea medieval. A su manera,
era una sociedad burguesa anticipada, aún con residuos de
constitución tribal, dominando, sin embargo, en ella el capital
mercantil, que le daba el impulso esencial. La Meca, lugar de
origen del islamismo, era un antiguo gran centro comercial,
uno de los puertos de embarque del tráfico de Arabia, Persia
y la India con los países del Mediterráneo. Y desde mucho
antes de Mahoma eran ya muy pocos los árabes que vivían
como nómadas en el desierto. Había, desde tiempos remotos,
beduinos agricultores y las caravanas enlazaban unos merca­
dos con otros. El mismo Mahoma se había relacionado por su
matrimonio con una de las más ricas familias de comerciantes.
Al gran mercado de La Meca habían precedido en tiempo de
los romanos los centros comerciales de Petra y Bostra, de po­
blación árabe. Pocos años después de la muerte de Mahoma,
el califa Omar habilitó el fondeadero de Basra. poniendo de
esta forma a toda la navegación del golfo Pérsico bajo la in­
fluencia árabe. Puede decirse así «cum grano salís» que la
sociedad árabe tuvo sus Venecias y Milanes con quinientos años
14 AVICENA Y LA

de antelación. En el momento en que la Europa en tiempos


romana volvía a estar ruralizada casi por completo, triunfaba
en Oriente el capital mercantil, la más antigua forma de exis­
tencia libre del capital. A los cien años escasos de la Hégira
llegaba por el Oeste hasta España, y por el Este hasta la
India. Mas, ¿y los caballeros árabes, la misma guerra santa...?
Eran funcionarios de Simbad el Marino. A diferencia, pues, de
la temprana Edad Media europea, la árabe está cimentada
sobre comerciantes cosmopolitas, sobre una floreciente pro­
ducción y una rica circulación de mercancías, en lugar de fun­
darse sobre un Estado semisalvaje, con castillos, pocas ciuda­
des y muchos conventos. De esta manera no sólo pudo hacerse
la luz en el mundo árabe de entonces antes que en el Fran-
quistán, sino que aquella luz llegó a tener una mayor movilidad
que la de las posteriores escuelas monacales europeas y las
universidades que de ellas surgieron.
A ello hay que añadir el arraigo local que, junto al comercio
y el trasiego, tenía allí el libro. Aún se mantenía, no truncada
por migraciones de pueblos, una riquísima tradición de finales
de la antigüedad. Era en Siria donde con mayor vivacidad se
había conservado, libre del anquilosamiento bizantino y del
rigor de la trascendencia; Jámblico, el más celoso .pensador
neoplatónico de los viejos dioses, era sirio. Cristianos sirios
hacían de médicos mucho antes de Mahoma, y en la primera
época del Islam traducían a los filósofos griegos al árabe.
Tampoco es desdeñable el contacto mantenido por el mundo
árabe con los cultos de la luz iranios, con la libertad de con­
ciencia que durante tanto tiempo distinguió a la Persia rural
y caballeresca y que hubo de cobrar una expresión sorpren­
dente con la acogida dispensada por el sasánida Cosroes I a
los últimos filósofos griegos, expulsados por Justiniano. Aun­
que aquella libertad de conciencia había disminuido mucho,
aunque este mismo Cosroes se había hecho acreedor de un
nombre teológico (Nuschirván, es decir, el Inmortal), opri­
miendo a las sectas naturalistas comunistas, aunque hasta el
momento de su islamización, el nuevo imperio persa estuviera
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 15

dominado como nunca por una casta sacerdotal que se carac­


terizaba por sus sombrías supersticiones y por un ritual infle­
xible, lo cierto es que aún perduraba la luminosa energía de
la vieja religión de la luz irania, así como la creencia de que
a través de la razón activa y las instituciones sociales podía
prestar el hombre su mejor ayuda al espíritu del bien en la
lucha sostenida por éste contra el espíritu del mal. Bujara,
en cuyas inmediaciones había nacido Avicena y que era depen­
diente de Bagdad, pertenecía al ámbito cultural jorrémico-
iranio, y la misma Bagdad se convirtió a partir del siglo viil,
desde los tiempos del califa Al-Mansur, en el lugar de fusión
por excelencia de las culturas árabe e irania. Era, pues, una
ciudad en la que se conocía algo más que el Corán, floreciendo
como sede de la más avanzada civilización de su tiempo, así
como de una afirmación de la cultura mundana frente a la
ortodoxia, enemiga de la razón. La mentalidad liberal .allí sur­
gida se^transmitió luego al lejano extremo ocidental de esta
misma cultura, a Córdoba. Pues la filosofía, como ya se indicó
antes, no está en el territorio islámico como una exótica planta
de invernadero; justamente en él tenía su tradición greco-
siria. Todo ello explica y envuelve esa peculiaridad de los más
señalados pensadores islámicos, que los hace ser antes médicos
que monjes, antes naturalistas que teólogos. En la Europa
medieval, los filósofos con inclinaciones científico-naturales
eran tan infrecuentes como anormales (Roger Bacon y San
Alberto Magno son casi los únicos), mientras que entre los
escolásticos árabes, la situación es la inversa. Es la ciencia
natural y no la teología lo que predomina en ellos, aun cuando
están interpretando las suras del Corán (como se evidencia
en el Almahad, donde Avicena, al interpretar la sura 36, niega
la resurrección corporal de los muertos allí postulada). Y era,
por último, la ciencia mundana el lustre con que los gober­
nantes de oriente y occidente islámicos, los Abasidas de Bag­
dad como los Omeyas de Córdoba, se complacían en adornar
su poderío; en este sentido, el califa no era un papa. Fue
mucho más tarde, al empezar a declinar el fundamento político-
16
• dad árabe, cuando se hizo sentir la ínfluen-
comercial de la socie ^ ortódoxia. Hasta entonces, junto al
cia antirraCÍonaUS deSarrollo apenas obstaculizados de la anti-
aprovechamiento y lo que Roger Bacon encomiaba muy
güedad «pagana», d ^ árabe; su calidad de «scientia expe-
especialmente en a Hum boldt llega incluso a afirmar
rimentalis». Alexan palabra, los inventores de la expe­
que los árabes so“ » , encaUzada. E l punto de partida de
lamentación preme del medioevo islámico, que deter-
los grandes médicos ¿ nada cierical, es, pues, de índole
mina en ellos una m a clérico.feudal. Y ello pese a la
mUy . " t w e d e n d a de Aristóteles y pese a! impacto de la
“ T .S T ? de manera importante, en el pensamtento
? { Vc a ^ OS COMPORTAM IE NTOS DEL SABER CON RESPECTO A

No puede extrañar así que los pensadores indicados sintie­


ran su superioridad sobre la fe. Adhesiones a ella, en términos
generales, no faltan, desde luego, mas esta fidelidad se ve
escatimada en seguida por una salvedad muy precisa. Por un
reparo semejante al que pueda formular un hombre ante la
comida de los niños o, quizá mejor, el buscador de la verdad
ante el oropel, incluso ante las florescencias de un pensamiento
turbio. Los inicadores de la fe, piensa Avicena, dijeron en su
tiempo lo mismo que habrían de enseñar después los filósofos,
pero aquéllos lo hicieron en forma velada, como les es propio.
Lo hicieron por medio de imágenes y símiles, pues la revela­
ción, al estar destinada a todos, se sirve de un lenguaje meta­
fórico que todos puedan entender. Si ella y sus leyes se hubie­
ran transmitido de otra manera, habrían resultado infructuo­
sas. La tarea de la filosofía, en cambio, estriba en revisar la
religión a la luz desentendimiento de los más avanzados, es
decir, conceder ^a jpalabra a la demostración en lugar de a
la inspiración.^las con elío, la fe en el Corán en cuanto palabra
de Dios quedaba transformada en la fe en el poder del enten-
dimento humano, de naturaleza muy distinta Es notorio que
las relaciones con la religión tradicional se hubieron de relajar
entonces, de forma que la restrictiva y, en general, normativa
influencia de ésta sobre la investigación sólo podía ser muy
reducida. Al mismo tiempo no quedaba en la religión ningún
20 AVICEMA Y LA

que, sin consultas al Corán y sin tránsito por la mezquita,


predicaba el reflu ir del alma hacia la cósmica luz original. Y
también se relacionaba con los Herm anos Puros de Basra, una
secta erudita fundada alrededor del 950, que exponía, en una
enciclopedia conservada hasta nuestros días el origen lumi­
noso del mundo desde un ángulo neoplatónico, al ob jeto de
llegar así a la doctrina inversa, la doctrina del regreso del
mundo y del alma, es decir, el libro de viajes hacia la luz
originaria. Todo esto es misticismo y, en cuanto tal, no tiene
mucho de profano, mas ya se dijo antes que este m isticism o
— aliado anómalo, aunque innegable— estaba, al igual que el
naturalismo, en pugna con la clase sacerdotal y la ortodoxia
de las Escrituras. En una mística puramente trascendente, la
religión de ningún modo se rechaza so pretexto de que sea
un opio para el pueblo, antes bien resultará un opio insufi­
ciente; en la mística de orientación panteísta, en cambio, se
advierten tendencias que se aproximan a un despertar, si no
del estado de trance, al menos del de la esclavitud religiosa.
Entre los sufíes, la fe positiva se resuelve en la contemplación
interna del Todo-Uno; el sufí percibe la nulidad de todas las
religiones y, en el plano espiritual, se siente muy por encima
de ellas, que sólo existen para los no iniciados. Esto mismo,
mezclado con un neoplatonismo vulgarizado, es también válido
para los Hermanos Puros de Basra: las religiones positivas
no sólo son fases de transición, grados intermedios pedagógicos
de una verdad «pneumática», sino que, a fin de cuentas, son
ofuscaciones de la luz, países engañosos. Decía así el m ístico
Abu Said, amigo de Avicena: «H asta que la mezquita no sea
arrasada por completo, no quedará consumada la obra de los
derviches; mientras la fe y la incredulidad no sean uno y lo
mismo, ningún hombre llegará a convertirse en un musulmán
verdadero.» Goldzhier ( Vorlesungenüber Islam [
sobre el Islam\, 1910, pág. 172) señala concretamente lo mucho
que en tales pensamientos coincidían los sufíes con los libre­
pensadores islámicos, quienes, partiendo de otras reflexiones,
habían llegado a resultados idénticos. Y cuando un místico
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 21

se pasaba de sutil al deducir las consecuencias de la fusión


con lo divino, está demostrado que trababa conocimiento con
el verdugo. Tan parva, pues, es la distancia que media entre
elevarse sobre la religión y superarla, entre la destrucción del
hombre en Dios y la destrucción de Dios en el hombre. La
alegoría de los tres anillos en Lessing, que procede, a través
de Boccaccio, de la corte de Federico II de Hohenstaufen,
donde se hacía sentir la influencia sarracena, mas también la
fórmula de idéntica procedencia «de tribus impostoribus»
— que se refiere a Moisés, Jesús y Mahoma— , toda esa irreligio­
sa labor de esclarecimiento tiene en su origen, además del natu­
ralismo como componente principal, este elemento sumamente
paradójico que es el misticismo ajeno a la religión. Se aprecia
palpablemente — en forma no panteísta, sino humano-escato-
lógica— en Joaquín de Fiore, predicador de la venida de un
Tercer Testamento sobre los Antiguo y Nuevo, expirados ya.
Por última vez aparece este exaltado anticlericalismo entre los
místicos alemanes del siglo xiv, por ejemplo entre los Herma­
nos del Espíritu Libre, que tanto nos recuerdan al sufismo, o
en la deificación del hombre, en la divinización de la razón que
hace el Maestro Eckart.
Por supuesto, no queriendo sacar de quicio verdad tan fun­
dada, hay que admitir que el misticismo no sólo adoptaba una
actitud anticlerical, sino que también podía presentarse como
enemigo del saber, faceta esta última a la que propendía más
en todas las épocas de fuerte reacción. Hasta la obra de Avicena
sufrió las consecuencias de ello, tan pronto como el misticismo
se hubo aliado con la ortodoxia, acosando en seguida a la filo­
sofía. Ello fue inicado — en significativa combinación con un
escepticismo antirracionalista— por Algazel, cuyos primeros
pasos fueron los de un profesor de Filosofía en Bagdad, aunque
su obra Destructio philosophorum, de tan largas consecuen­
cias, la escribió contra la filosofía y a favor del misticismo,
pasando los últimos años de su vida como sufí. Su influencia
sobre el sufismo consistió en depurarlo radicalmente de la
dirección panteísta junto con la intelectual, instituyendo a
22

cam bio en él la ortodoxa y trascendente. «Cuando sale el sol


— decía el renegado de la filosofía así surgido— se puede
prescindir de Saturno», es decir, del planeta de la cavilación,
de las vigilias, de la ciencia. Para él, el sol era el Corán, y
tenía por saturnales y malditas a las que justamente eran las
principales doctrinas de Avicena: la eternidad de la materia,
la inviolabilidad de las leyes de la causalidad, la no resurrec­
ción de los muertos. Y, sin embargo, junto a este misticismo
que conduce hacia el oscurantismo, confundiéndose después
con él, se al/.a aquel otro que a su manera apoyó la subordi­
nación avicénica de la fe en las Escrituras a la verdad del
conocim iento científico. Pues, como al cabo se evidencia, la
doctrin a entera de la religión com o envoltura alegórica pro­
viene, al menos form alm ente, del misticismo y no de la pura
ilustración. A la manera estoico-panteísta, el neoplatonismo
había incluido todas las concepciones religiosas del mundo
por él conocido, tanto las griegas como las orientales, en esta
alegoresis, es decir, en esta conversión de alegorías religiosas
en conceptos filosóficos. En la patrística cristiana expuso luego
Orígenes la doctrina del triple significado de la palabra bíblica:
el som ático-literal, el psíquico-alegórico y el pneumático-desci­
frado. N o hay duda de que la «verd ad » que de este m odo
creyeron encontrar los neoplatónicos y después Orígenes no
se corresponde con aquello que la ilustración, ya desde Avice­
na, llam aba núcleo racional. La alegoresis mística (a menudo
cam po de experiencias de una indiscriminada serie de mañas
interpretativas) se ponía en práctica principalmente para sal­
var la religión, no para criticarla, menoscabarla o, acaso, supe­
rarla p or m edio del saber. En esta doctrina interpretativa
alegórica se presupone además en todo m om ento que el testi­
m on io religioso y el conocimento racional im plican un conte­
nido idéntico, opinión que en ningún m odo com partía Avicena.
Aun así, la relación entre fe y saber en éste procede en última
instancia de la alegoresis neoplatónica; en su form a raciona­
lizada, la de Avicena, esta relación ha fecundado a toda la ilus­
tración europea.
EL V IV IE N T E , HIJO DEL D ESPIERTO , DIOS COMO CUERPO CE­
LESTE

El juego del saber con la fe está transmitido a su vez de


manera un tanto metafórica, y no sólo en la fábula de los tres
anillos, sino en otra mucho más prolija, en una de las primeras
novelas filosóficas, el libro de Abentofáil E l Viviente, h ijo del
Despierto. Y esta fábula llegó asimismo a la literatura europea
teniendo en ella mayor difusión que la de los tres anillos, pues
la novela de Abentofáil sirvió más adelante de modelo para el
Robinsón y sus innumerables imitaciones. Mas la novela, en
sí, procede ideológicamente de Avicena; incluso el ingenioso
título está tomado literalmente de él. Deseando demostrar la
absoluta suficiencia del conocimento racional, había imaginado
Avicena a un hombre que en. plena soledad alcanzaba el cono­
cim iento,^ le había bautizado con un nombre muy poco opiá-
ceo: «H adj ibn Yakzan», «el Viviente, hijo del Despierto». El
Despierto es el entendimento activo, general, que colma a los
humanos y los vincula entre sí. Y aquí mismo viene dada ya la
motivación de la novela filosófica que cien años después escri­
bió en la España árabe Abentofáil, el maestro de Averroes, con
el mismo título: E l Viviente, h ijo del Despierto, en la que ha­
bría de ser ejemplificada la ficción de Avicena. Con el nombre
de «Philosophus autodidactus» llegó en 1671, en el momento
oportuno, esta novela a la temprana ilustración europea; su tra­
ducción alemana, de Eichhorn — Der Naturmensch (E l hombre
natural), 1783— , puso un broche roussoniano a la tardía. Pero
24 AV1CENA Y LA

la novela no sólo dio lugar al Robinsón, sino que reforzó la


creencia fundamental de la ilustración a saber, que el hombre,
poseyendo la razón, no necesitaba de la fe. Pues el filósofo auto­
didacta de Avicena-Abentofáil adquiere el conocimiento de la
naturaleza y la sabiduría por sus propios medios, sin enseñan­
zas sacerdotales que lo conturben y sin los sucedáneos místicos
del vulgo, que nunca tuvo acceso al pensamiento porque se
le mantuvo apartado de él. De cualquier modo, aún este ejem ­
plar progresa finalm ente en la que se podría llamar fase supre­
ma de su conocimento autónomo, hacia la unión mística. Aquí,
el naturalismo, igual que en todo el ámbito cultural islámico,
que en este aspecto sigue siendo medieval, no excluye al misti­
cismo, sino que lo incluye. Pero éste no invalida al naturalismo
de los grandes pensadores; en el caso concreto de Avicena, por
el contrario, garantizó además de la continuidad de su vocación,
predominantemente científico-natural, su independencia del
Corán, de la ortodoxia. Totalmente ajena al espíritu esclare-
cedor, sólo parece ser esa especie de éxtasis — última fase del
perfeccionam iento racional de sí mismo— mediente el cual
hace en la novela Abentofáil que su Robinsón se extravíe hacia
Dios. Y cuán extraño al naturalismo resulta que Abentofáil
ensalce precisamente a Avicena, junto con los sufíes, como
campeón de este éxtasis. Para ello cita el siguiente texto de
Avicena: «Cuando la voluntad y el ejercicio han alcanzado en
uno cierta altura, le llegan desde el origen de la luz de la
verdad reconfortantes rayos, igual que los relámpagos, que le
iluminan un instante con su resplandor y en seguida desapa­
recen. Pronto si persevera en el ejercicio, se le multiplican
estos destellos efímeros, y al poco tiem po son tan frecuentes
que se le presentan aún sin ejercitación. Y entonces, cada
vez que ve algo con una sola mirada, se acerca hasta la puerta
de lo Sagrado, algo de cuya esencia se incorpora y en cada
cosa que m ira fugazmente ahora descubre en seguida la ver­
dad. El ejercicio le lleva por fin hasta la fase en que alcanza
un estado de sosiego; todo lo que antes huía de él se le hace
ahora fam iliar; lo que antes veía com o un simple parpadeo se
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 25

le convierte ahora en clara luz; le es deparado un conocimiento


permanente que en ningún momento le abandona. Hasta que
por fin llega a aquel grado del conocer en el cual el misterio
se asemeja a un espejo bruñido orientado en dirección a la
verdad. Y es única y exclusivamente en esta fase cuando se mira
a través de la puerta de lo Sagrado, y ello equivale a la autén­
tica fusión» (Abentofáil, versión alemana: Naturmensch
[E l hom bre natural], págs. 30 y ss.). En esta cita alude Aben­
tofáil a la perdida «Philosophia orientalis» de Avicena; pero
ésta había puntualizado que no sólo el Corán, sino también
la filosofía de Aristóteles contenía la verdad, aunque ocul­
ta tras un velo. La verdad patente se habría mostrado por vez
primera justamente en la «philosophia orientalis» en cuanto
filosofía no ya de los orientales, sino del oriente, es decir, del
nacimiento de la luz, de la iluminación. Y Averroes, en su «Des-
tructio destructionis», da cuenta a su vez de que la «Philoso­
phia orientalis» de Avicena — en una auténtica profesión de
fe panteísta— se había adherido al viraje efectuado por Ale­
jandro de Afrodisia, comentarista de Aristóteles de finales de
la antigüedad, según el cual «existe en el universo una fuerza
unitaria que penetra en las partes de él de la misma manera
que la energía vital penetra en los miembros del cuerpo del
animal, dándoles cohesión». Hemos conocido muchos partida­
rios de Avicena que atribuían esta doctrina a su maestro. Según
ellos, la expuso en la «Philosophia orientalis» porque reflejaba
la opinión de los iluminados, conforme a la cual Dios no es
otra cosa que el «Corpus coeleste», el cielo ( destruc­
tionis, versión alemana de Horten: Die Hauptlehren des Ave­
rroes [D octrinas principales de ], 1913, pág. 234). Pues
bien, visto lo que antecede, tampoco el éxtasis enunciado por
Avicena se nos aparece ya tan desprovisto de intención escla-
recedora ni tan alejado del naturalismo. Pues lo Sagrado cuya
puerta franquea el estático de Avicena, en modo alguno se
alberga en una trascendencia no-natural, sino que es Alá pe­
netrando como flúido la naturaleza misma y, en la culminación
de ésta, la bóveda estrellada. En este punto, el misticismo en el
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que el «h ijo del D espierto» de Avicena-Abentofáil alcanza libre­


mente su perfección, vuelve, pues, a ser claramente panteísta.
Aristóteles, con sus inflexiones politeístas, veía a los astros
com o dioses; en Avicena, en cambio, la divinidad penetra con
palpitantes acentos monistas toda la naturaleza; en su éxtasis
se funden de este m odo el alma arrobada y el cielo estrellado
en cuanto naturaleza no menos arrobada. E llo entraña sin duda
un excelso apartarse de los m ovim ientos en la tierra (b a jo la
luna), pero aun el Avicena m ístico sabe poner a salvo el natu-
realism o (D io s = Corpus coeleste), amén de la atención vigilante.
Queda, por tanto, en pie que el sím il de la envoltura empleado
en relación con la fe le confiere al saber la autonomía justa
que en su altura de entonces podía disfrutar. Y el saber, a
menudo con éxtasis, permanece fie l al cuerpo, a la naturaleza,
e incluso eleva a la materia-naturaleza hasta los cielos.
ARISTOTELES-AVICENA Y LAS ESENCIAS DE ESTE MUNDO

Mas, concretando sobre Avicena, no sería éste el marco


más apropiado para una exposición detallada de su ideario.
Habría que tratar además algunos puntos demasiado ligados
a su época, no incluidos en su posible legado, los cuales sólo
tienen ya interés desde el punto de vista histórico y no desde
el filosófico. El filósofo Avicena se conserva vivo por razones
de muy otra índole: en el comienzo de este escrito se le designó
como hito en la línea aristotélica auténticamente continuada.
Como hito del incipiente esclarecimiento medieval, de la inci­
piente exaltación de la materia, en la medida en que el propio
Avicena se le aparecía a la ortodoxia de su patria y desde lejos
también de la escolástica cristiana. (N o obstante, es preciso
decir que un arabista sin notorias afinidades electivas con los
ilustrados temas de Avicena y Averroes, el en tiempos teólogo
católico M. Horten, al traducir y poner sus comentarios pri­
mero al uno y luego al otro, intenta minimizar su función
esclarecedora e incluso se la niega. Pretende que su natura­
lismo no es más que «una burda tergiversación de la escolás­
tica», favorecida al parecer por las deficientes traducciones
latinas. Es más, en opinión de Horten, Averroes evolucionó
con el tiempo de antiortodoxo a nada menos que «apologista
del Corán». Mal se armoniza, sin embargo, con ello ese «rasgo
panteísta» que Horten no puede dejar de admitir en Averroes.
Lástima que la ortodoxia islámica de la época, que persiguió
28 AVICENA Y LA

a Avicena lo mismo que a Averroes, quemando sus libros, no


creyera asimismo en tal fidelidad al Corán; por el contrario,
cada vez que era manifestada, la entendía com o de labios para
afuera solamente. Aquellos ministros de la religión advertían
por desgracia el naturalismo en ambos filósofos con mayor
agudeza que un arabista reaccionario de nuestros días, «post
festum». Y en cuanto a los efectos claramente subversivos del
averroísmo en el m edioevo cristiano, tampoco en este caso
parece que la «burda tergiversación» sea debida a la escolástica,
cuyo error menos craso era el prim itivism o. Así, pues, Avicena
y Averroes prevalecen contra la oposición de un mundo islámi­
co controlado por el muftí; pretender adjudicárselos a éste «a
posteriori» no es ya un problem a de variantes filológicas, sino
una verdadera filología de la leyenda.) La misma división
avicénica de la filosofía sigue un criterio distributivo menos
teológico que el de los aristotélicos cristianos. Avicena pro­
pugna, después de los estudios propedéuticos, la lógica y la
matemática, un amplísimo compendio científico-natural y
filosófico-natural, y sólo entonces, edificada sobre todo ello,
la metafísica. Mas no es este empirismo natural en la estruc­
tura, que viene a ser el centro de gravedad en la enciclo­
pedia, lo más característico de la obra de Avicena. Antes bien,
lo que m ejor le caracteriza, lo que da consistencia a su recuer­
do, más aún que su recuerdo, es precisamente la línea que,
pasando por él, conduce desde Aristóteles no hacia Santo T o­
más, sino hacia Giordano Bruno y sus continuadores. Para
esta línea y su dirección se propone aquí, pensando en la
famosa bifurcación que tuvo lugar tras la muerte de Hegel,.
el término izquierda aristotélica. Ello entraña una conciliación
entre los procedimientos naturalistas usados para traer a la
tierra al nous aristotélico y al espíritu de Hegel. Tal concilia­
ción no se debe forzar, por supuesto, pues Aristóteles no es
Hegel, las motivaciones sociales de las posteriores bifurcacio­
nes de estas filosofías son muy otras, los lapsos de tiempo
transcurridos hasta aparecer las respectivas izquierdas parecen
diferir y, finalmente, entre Avicena por un lado y la izquierda
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 29

hegeliana por el otro hay una diferencia de estatura intelec­


tual. Aun así, hay ciertas correspondencias; actúan como víncu­
los el interés por las cosas de este mundo, que adquiere la
preponderancia aquí como allí, la paulatina reclusión del
aristotélico en un naturalismo más sólido y del espíritu hege-
liano en un naturalismo completamente transformador. Y en
cuanto al plazo de tiempo que transcurre hasta la naturaliza­
ción de Aristóteles y Hegel, respectivamente, hay que decir que
también después de Aristóteles surgió inmediatamente una iz­
quierda. Aristóteles había definido la materia como «dynamei
on», el mero ser en potencia, como lo indeterminado en sí, que,
al igual que la cera, acoge pasivamente la forma y se deja
modelar por ella. La forma (causa final, forma final, entele-
quia) es la única que tiene aquí un papel activo; y la form a
suprema, el acto puro totalmente inmaterial, es el nous, el
Dios puramente intelectual. Mas hubo de ser esta doctrina la
que en su lugar de origen, y tan rápidamente como en el caso
de Hegel, sufriera la primera corrección hacia la izquierda.
Pues ya Estratón, tercero de los jefes de la escuela peripatética,
atenuó considerablemente el teísmo del nous puro, así como
su radical separación de la materia. Estratón, al que habían
dado el sobrenombre de «e l Físico», es el responsable de la
primera inflexión naturalista en el aristotelismo, pero poco
después, el ya mencionado gran comentarista de Aristóteles de
finales de la Edad Antigua, Alejondro de Afrodisia, echaba a
rodar el atributo adicional de la máxima potencia hacia la
materia, el cual, como se ha de ver, da lugar a que en Avicena
aparezca siempre la materia dotada de forma eficiente y, de
la misma manera, toda form a eficiente provista de materia. Es
ésta la naturalización iniciada por Avicena, la cual progresó
posteriormente con el filósofo judeo-español Avicebrón hasta
producir el concepto de una «materia universalis», mostrando
acto seguido en Averroes a la materia como dotada de un
eterno movimiento interior y uniformemente viva: en calidad
de «natura naturans», sin necesidad de un Dios-Nous ni fuera
ni por encima de ella. Hasta que, al producirse en el Renaci-
30 AVICENA Y LA

miento el giro del teísmo a un materialismo — todavía panteís-


ta, como todos los anteriores— , Giordano Bruno (gran admira­
dor de Avicebrón y Averroes) concibió a la materia como la
vida total, fecundante yfecundada, una, infinita c
guo Dios, pero sin un Más Allá. Esta línea, pues, que parte
del concepto aristotélico de materia y forma, y su efecto, con­
sistente en que la misma potencia divina queda asumida p o r
la potencialidad activa de la materia, señalan prim ordialm ente
el camino de la izquierda aristotélica, en el que Avicena se
alza como hito, señalando la nueva época que se inicia tras la
antigüedad. Mientras tanto, la derecha aristotélica, que condu­
ce hasta Santo Tomás, ponía un nuevo énfasis teísta en el nous
puro, no bastándole el que ya había puesto Aristóteles. Y así,
esta derecha dejaba a la materia reducida a la mera potencia­
lidad, esto es, en la radical incapacidad de realizarse a sí misma
en el mundo a partir del simple «dynamei on» o «ser en poten­
cia». Mas, ocupándonos ahora más concretamente de la iz­
quierda y de la persona de Avicena, hay tres puntos capitales
en los cuales se llevó a la práctica el desarrollo ulterior de
Aristóteles en sentido naturalista. Atañen en p rim e r lugar a
la doctrina del cuerpo y el alma, en segundo lugar a la del
entendim iento agente o de la inteligencia com ún a todos los
hom bres, y en tercer lugar justamente a la de la relación entre
m ateria y form a ( poten
cia
lid
a
d-poten
cia
) en el mundo. Y los
dos prim eros puntos guardan por supuesto una relación con
el tercero, con el sesgo hacia la izquierda en el problem a de
la materia, con el encumbramiento de lo corpóreo.

1) Por lo que respecta al problema de cuerpo y alma, nues­


tro pensador cree en esta última. Pero ella se da también en
los animales, en sus formas volitiva, sensitiva e imaginativa,
estando en cuanto tal estrechamente ligada al cuerpo. El alma
sólo puede existir en el cuerpo orgánico y a través del mismo,
en cuanto form a eficiente unitaria e indescomponible de éste.
En el alma humana, sin embargo, se añade al alma animal,
que el hombre comparte plenamente con los irracionales, el
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 31

entendimiento. Y éste debe obrar de forma que no sólo tenga


cada hombre un alma propia, a diferencia del alma colectiva
de los animales, sino que ese alma propia sea a la vez perdu­
rable, indestructible. Este alma individual se entiende así como
ni susceptible de generación material ni aniquilable con la
muerte del cuerpo. En este último punto, Ibn Sina no se aleja
todavía del Corán, como se ve; Averroes, para quien tras la
muerte también cesaba el alma humana individual, aún y pre­
cisamente en cuanto individual, fue aquí mucho más conse­
cuente. Mas al negar Avicena tanto más categóricamente la
resurrección de la carne, quitó todo color a la supervivencia
individual. No habiendo ya un cuerpo orgánico, la religión
despótica se ve privada tanto de los castigos físicos del infierno,
ese gigantesco látigo clerical, como de los placeres del cielo, ma­
zapán ortodoxo, capaz en todo caso de alucinar a los sentidos.
Tal privación no se da en los pensadores medievales cristianos,
pese a que, como Avicena y Averroes, partieron de la doctrina
aristotélica del alma. En el Más Allá de los cristianos tenían
relieve sobre todo las penas del infierno, y los muertos desfi­
laban en cuerpo y alma hacia donde se habían de cocer como
seres sensibles. Precisamente este sentir, inherente al alma ani­
mal que hay en cada uno de nosotros, no perdura en Avicena;
de esta manera el saber liberaba entonces a los sapientes al
menos del temor a los tormentos del Más Allá. Lo que aún
pudiera conocer la parte intelectiva del alma después de la
muerte, esa desdicha o acaso felicidad puramente espiritual,
ya no se podía utilizar como instrumento clerical para influir
sobre las conciencias. No es de extrañar, por tanto, que la
religión despótica persiguiera a tales destructores de su látigo
ultraterrenal.

2) Por lo que se refiere al entendimiento individual a


la razón común, nuestro pensador se inclina totalmente por la
última. Aquí no muestra vacilación alguna, sino que rebasa en
toda línea las angosturas del particularismo, de la costumbre
y de la fe. En Aristóteles, el entendimiento singular indivi-
32 AVICENA Y LA

dualizado tenía un carácter pasivo, era determinado por el


hábito del cuerpo con que estaba unido en casa caso. Y era
pasivo porque, en cuanto ligado a un cuerpo, se hallaba dema­
siado cerca de lo meramente pasivo, receptivo y, a lo sumo,
disposicional de la materia. La razón común, por el contrario,
es la form a activa o propiamente dicha, la fuerza eficiente del
entendimiento; constituye así, al ser independiente del hábito
de cada cuerpo concreto, el órgano rector impersonal de lo
humano. El nous pasivo de Aristóteles es, pues, simplement
capaz de conocer, mientras que el activo es el que da el cono­
cimiento. Mas de las relaciones de esta razón activa con una
unidad de la razón en el género humano, Aristóteles todavía
apenas si habla. Tal unidad no agradaba a Aristóteles, que
veía com o meros utensilios parlantes a los esclavos, dotados
sólo en apariencia del alma y el cuerpo de un hom bre libre;
es más, llamaba esclavos natos a todos los nacidos fuera de
Grecia. La razón activa ni siquiera la concebía com o algo
común a todos los griegos, sino muy por encima, a una enorm e
altura, com o un elemento del espíritu divino. Cuán distinto
resulta en cam bio el carácter no individual de la razón activa
en Avicena y, a través suyo, en Averroes. Aquí, en prim erísim o
lugar, se define la razón activa como la determinación espacial
de una unidad del intelecto en él género humano. De mera
caracterización de lo no habitual, no individual, la razón activa
pasa a ser así humana, universal. Mas su contenido no es la
religión, y menos aún una religión adjetivada, lim itada a un
credo concreto, sino únicamente la filosofía, a saber, la aristo­
télica pendiente de interpretación. Y ésta tam poco en cuanto
individual, o incluso confesional, sino, com o dice Averroes, úni­
camente por el hecho de que en el ejem plar llam ado Aristóteles
está demostrada «la suma perfección humana, la m eta final
del intelecto humano». Es cierto que los procedim ientos según
los cuales debería manifestarse luego la razón común en los
hombres, revestían caracteres fantásticos en los pensadores
islámicos, sobre todo en Avicena. Según él, la inteligencia activa
está en el térm ino in ferior de la serie de inteligencias supra-
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 33

sensibles que emanan de Dios hacia abajo, pasando por los


espíritus planetarios y llegando hasta el «m otor de la luna».
La inteligencia activa fluye desde allí inmediatamente hasta
nuestro entendimiento, iluminándolo y haciendo surgir en él
la imagen de los entes del cosmos. Esto es el emanatismo
neoplatónico en la manera en que poco después (con diez
inteligencias o espíritus esféricos que fluyen hacia abajo) lo
reproduce la Cébala; en este territorio mitológico por excelen­
cia, pues se trata de la mitología astral, nos hallamos muy lejos
del naturalismo. No obstante, el entendimiento agente de Avi-
cena, aun en su calidad de «más inferior inteligencia celestial»,
no es, por sus efectos, algo astral en sí ni, como amenaza
Aristóteles, algo que se dispare hacia el espíritu divino, sino
que la unidad del género humano se formula a resultas de
ello, a través precisamente de la doctrina de la unidad del
intelecto, fomentadora de la tolerancia, que dice que todos
los hombres tienen una sola razón y que la razón inherente a
todos los hombres es unitaria. Pese a que esta unidad del enten­
dimiento la afirmó ya la Stoa, mediante su doctrina de las
representaciones básicas comunes a todos los hombres, no
hay duda de que fue Avicena quien la afiló, de forma que las
ortodoxias religiosas de turno se cortaban los dedos con ella.
Con su mera comunión de lo difuso, los estoicos consiguieron
arrimarse el puchero del Imperio Romano, con lo que queda­
ban respaldados por la clase gobernante. Avicena, y más tarde
Averroes, hirieron, por el contrario, con las «unitas intellectus»,
el amor propio de la religión local, es decir, la creencia del
Islam de que fuera de él no había más que la noche. La unidad
de la razón activa en todos los hombres ofendió asimismo al
absolutismo de la religión cristiana, representado por las llaves
de San Pedro. A nadie puede extrañar, por tanto, que la clase
sacerdotal de ambas religiones combatiera también esta des­
tructiva actividad, considerándola como grave herejía; porque
también en Occidente se anatematizó la unidad del intelecto,
en la forma que le dieron Avicena y Averroes, como herejía
fundamental. Justamente, para preservarse de posibles identi-
34 AVICENA Y LA

ficaciones con esta izquierda aristotélica, escribieron San A l­


berto Magno y Santo Tomás sendas obras intituladas uni-
tate intellectus contra Averroistas. Porque el as
claro: en la unidad de la razón avicénica se nos muestra nada
menos que el nuevo pathos de la tolerancia. Tratándose de
un filósofo, seguro que no se refería a lo deliberadamente
falso, a lo deficiente de propósito, sino que iba dirigido contra
el espíritu clericalista, contra la mezquindad ignorante y la
agresividad de ese ayer que se torna fanático a base de m ezclar
la egolatría con la estupidez. P or encima de todo ello se levantó
la tolerancia de la razón humana, reuniendo a los suyos, que
eran m ayoría. Entre los baptistas revolucionarios, que de nin­
gún m odo se pueden considerar como tolerantes a ultranza,
esta «unitas intellectu s» se tom ó más tarde com o Pentecostés
del P ob re Conrado en todo el mundo, «muy p or encima de
todas las disparidades de los linajes y de la fe », según p red i­
caba Thom as Münzer. Mas al llegar luego la Ilustración, con
su p olifacética categoría valorativa «naturaleza», en ésta, ju n to
a otras influencias, no hay duda de que también operaba la
«unitas in tellectu s» de Avicena. La unidad de la razón común
que no llega a ocultar del todo un estoicism o de nuevo cuño,
radica precisam ente en esa superestructura abovedada b a jo
cuya apariencia se presentaban entonces, en la Ilustración, el
derecho natural, la m oral natural y la religión natural. P ero
aún hay más: el significado de «intelectus agens vel universa-
lis » encierra un m ensaje de paz, a saber, paz para todos los
hom bres de criterio recto y activo.

3) En lo que atañe p or fin a la relación entre m ateria y


forma, nuestro pensador la m od ificó de m anera creciente. N o
fue ciertam ente el prim ero en ocuparse de tal transform ación,
pero ésta hizo escuela a p artir de Avicena y en especial p or
obra suya. Estratón, el sucesor de Aristóteles, hem os visto
que se quedó solo en su intento de inclusión de la form a
eficiente en la m ateria, lo que se explica ya p or el hecho de
que la actividad filo s ó fic a propiam ente dicha no tardó en
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 35

abandonarse en la escuela peripatética; ésta se especializó en


las ciencias particulares, dispersándose también. Sólo el emi­
nente Alejandro de Afrodisia, como recordábamos más arriba,
se dedicó a desarrollar el estratonismo, con todas sus doctrinas
naturalistas. Pues él hablaba de un «soma theion», Dios como
cuerpo celeste, reafirmando también aquello que Cicerón trans­
mite como doctrina de Estratón: «Omnem vim divinam in
natura sitam esse», es decir, que toda la fuerza divina está
en la naturaleza, no existiendo un espíritu ultraterreno. Pero
la izquierda aristotélica medieval no se adhirió en la cuestión
clave, el concepto de materia, a Estratón y al comentarista de
Aristóteles, sino a Avicena. Y fue la «Philosophia orientalis»
de Avicena la que hizo reconocer también a Averroes el pan­
teísmo en germen de Alejandro de Afrodisia. El mismo Aris­
tóteles — y ello se debe repetir aquí, como en el punto crucial,
en relación con el giro hacia la izquierda— había presentado
primeramente a la materia como lo absolutamente indetermi­
nado y amorfo, a partir de lo cual, ello mismo increado, se
podía crear todo. Esta materia primera u originaria, total­
mente separada aún de la forma eficiente, es así la mera
posibilidad pasiva, lo que sólo puede darse en relación con
algo. Pero si la materia está unida ya a formas eficientes
activas, como ocurre en todas sus acomodaciones en el mundo,
se suma todavía al perdurable «dynamei on», «ser en potencia»,
una especie de cooperación. Esta cooperación individualiza y
determina la entrada y la acuñación de las formas eficientes,
que a menudo implican también una perturbación. Esta mate­
ria segunda, la materia hecha mundo, hace que las formas efi­
cientes o entelequias, que operan teleológicamente, se puedan
realizar sólo «kata to dynaton», de acuerdo con el «ser en la
medida de la posibilidad». Pero en lo esencial, la materia en
Aristóteles es siempre «dynamei on», un pasivo «ser en poten­
cia», potencialidad (si bien, como justamente ocurre con la
materia universal configurada, puede presentarse como una
nueva causa de influencia negativa, como «conditio sine qua
non»). Sólo la forma eficiente que se realiza es en Aristóteles
36 AVICENA Y LA

potencia, es acto en el acaecer; hasta culminar en el acto


totalmente desprovisto de materia: el inmóvil motor universal,
Dios. Tampoco le es propio aquí a la materia el movimiento,
pese a que éste representa el tránsito del estado de posibilidad
al de la realización. El movimiento se lo atribuye por el con­
trario Aristóteles también a la entelequia, dándole el nombre
de «entelequia inconclusa» (Fís., cap. 5). Como bien se puede
ver, el concepto aristotélico de materia connota ciertamente
el muy importante rasgo esencial de la posibilidad objetiva,
aunque no, o todavía no, el de la fermentación y gravidez, el
de la autoproducción y aun inconclusión de esta posibilidad.
Alusiones a ello las hay, sin duda, por ejemplo en la doctrina
de la «horm é», es decir, la aspiración de la materia a la form a
(que viene a equivaler a la condición de objetividad, de mate­
rialidad, del eros platónico). No obstante, esta importante alu­
sión a un elemento activador del proceso dentro de la misma
materia no ha llegado a invalidar la equiparación de materia
y pasividad en Aristóteles. De la misma manera tampoco se
ha conmovido en sus cimientos por ello el privilegio de acto
de la entelequia concebida como inmaterial, de la form a acu­
ñada en la materia, la cual se desarrolla en vida.
Pues bien, Avicena sigue ciertamente estas doctrinas aris­
totélicas, manteniendo todavía separadas la materia y la causa
eficiente, pero de un modo tal que pone en prim er plano a
la materia, haciéndola cada vez más importante. La form a
eficiente, sobre todo la suprema, divina, comienza así a trans­
formarse en simple punto sobre la I material o en m ero sabor
del soplo que alumbra las acomodaciones materiales. Ella se
ve en Avicena, en los tratados sobre Metafísica de su enciclo­
pedia filosófica, de la manera siguiente: lo posible, condición
previa de lo real, presupone a su vez un sujeto que encierre
en sí la posibilidad de engendrarse. Este sujeto es la materia,
que en cuanto condición previa del mismo surgir no puede
haber surgido a su vez, sino que es, por el contrario, originaria
e increada desde la eternidad. Con ello le dio Avicena a la
doctrina aristotélica un rigor sorprendente aun desde el punto
IZQUIERDA ARISTOTÉLIC A 37

de vista lógico, y ello justamente a partir del concepto de posi­


bilidad. La materia es, pues, tan eterna como la forma, y, por
supuesto, no un ser que necesite de otro para subsistir, que
carezca de entidad propia; antes bien, frente a la form a, es el
substrato de la disposición, a saber, de la determinada en
cada caso. De cualquier form a, Avicena no se detiene ahí, sino
que estima que a este sujeto de la posibilidad tendría que agre­
gársele aún un sujeto causal de la realización, ya que aquello
que hace seguir la realidad a la posibilidad no puede ser a
su vez un ser meramente posible. En consecuencia, igual que
hay que presuponer la materia como posibilidad de todas las
cosas, habría que adm itir también una causa no inmanente
a la m ateria, un «d a to r form arum » o conformador que elevara
a las cosas de la posibilidad a la realidad. Pero Avicena lim itó
en seguida tal eficiencia de una causa divina a la simple con­
cesión y conservación de la existencia. Así, pues, en este acto
puro no se alojan contenidos (alicuidades, esencias) antes
estuvieran dispuestos y aun preformados para la existencia
en la posibilidad objetiva de la materia; Dios no es más que
m otivador. Dios o el acto puro incorpóreo de Aristóteles se
torna así en simple « fia t » en la forma; de conformador, se con­
vierte en señalador de algo que por sí mismc y sin su ayuda
está maduro para su desenvolvimiento, y la suma de esencias,
alicuidades y entidades formales, no se mueve en él. Es cierto
que la abstracta materia prima en sí no puede contener ni
remotamente la diversidad y aun suma de las formas, pero sin
duda alguna se halla prefigurada de una vez para siempre en
la materia universal concreta en virtud de la mescolanza de
form as acaecidas: «lo s principios que dan lugar al ser indi­
vidual de la materia son aquellos que le confieren la dispo­
sición... Tal disposición es lo que decide que se haga existente
aquello que corresponde a una determinada cosa antes que
a otra. La disposición (en la materia universal concreta) no
es sino la referencia perfecta a una forma determinada indi­
vidu al» ( DieMetaphysik Avicennas, traducción de Horten [L a
Metafísica de Avicenal, 1909, págs. 611 y ss.). Las propias enti-
38 AVICENA Y LA

dadcs se hallan dispuestas ya específicamente como aptitud


material, tan específicamente, que Avicena enumera tantas es­
pecies de materia como especies de cambio había enumerado *
la física aristotélica; éstas eran tres: cambio local, cambio
cualitativo y transformación orgánica, con las formas implica­
das en cada caso y con la posibilidad material determinada
correspondiente a cada cual. De este modo, el concepto de la
forma disociada se tiene que volatilizar por fuerza; ya en
Avicena, sin llegar a Averroes, cede a la materia parte de su
realidad eficiente. En su doctrina de los elementos, Avicena
llama a la form a «fuego inmanente» o «verdad ígnea» de la
materia. N o hay un salto muy grande, pues, de esta m odifica­
ción de la relación materia-forma a la casi total inmanencia
configurativa o «natura naturans» de Averroes. De acuerdo
con ello, no sólo llevan la materia dentro de sí todas las formas
como gérmenes vitales, sino que también el movimiento con­
viene esencialmente a la materia y no a la entelequia, como
decía Aristóteles. Según Averroes, es «e l movimiento circular
del cielo» el que hace surgir de la materia a las formas, aloja­
das en aquélla desde la eternidad. Por eso dice la «Destructio
destructionis» de Averroes, disp. 1, con su frase más definitiva:
«Generatio nihil aliud est nisi converti res ab eo, quod est in
potentia ad actum», o, dicho de otro modo, toda generación
de una cosa no es sino la conversión de su potencialidad en
la realidad en ella fundamentada. Y las formas surgen única­
mente de la misma materia: evolución es «eductio formarum
ex materia». La corriente izquierdista del aristotelismo tiende,
por tanto, claramente, a través de la m odificación de la rela­
ción materia-forma, hacia una materia concebida como activa
y no sólo en sentido mecanicista. En el lugar de Dios, que
ha creado el mundo, se coloca el poder de creación de la
«natura naturans», tendiendo hacia la «natura naturata». N o
habría habido que recorrer un camino muy largo para llegar,
a través del concepto de evolución, incluso hasta el problema
de una «natura supernaturans» y, por consiguiente, al de una
«natura supernaturata». Ambas cosas habrían colocado sobre
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 39

sus posibles pies al cielo, es decir, a lo concebido como veni­


dero en su forma espiritual que ya no flota libremente por
los espacios. Pero la«eductio formarum ex » bastó para
hacer salir de allí, retorta y,a la vez, cámara de
un nuevo concepto de la materia. Tampoco en este caso es de
extrañar que la ortodoxia islámica maldijera a Avicena y a
Averroes, quemándolos en efigie, es decir, en sus obras, como
la Inquisición cristiana quemó más tarde materialmente a Gior-
dano Bruno.
IN FUL'ENCIA DE AV1CENA SOB R E S A N T O TOMAS Y V I C E V E R S A

Nada tan equivocado, sin embargo, como situar la mencio­


nada izquierda en el polo opuesto de los pensadores monacales
cristianos. Hace tiempo que se superó el desprecio hacia la
escolástica europea, y si aún persiste aquí y acullá, podemos
decir que es totalmente necio. La escolástica cristiana es, por
otra parte, tan variada que ni por asomo se la podría llamar
derecha aristotélica de la misma manera que se ha llamado
izquierda a la islámica. Precisamente la escolástica clásica
caracterizada por Santo Tomás y San Alberto coincide, ade­
más, en agimos puntos, con Avicena. Así, por ejemplo, en la
teoría del conocimiento que, a tenor de la extraordinaria ca­
pacidad de diferenciación de Avicena, distingue entre una p ri­
mera intención del conocimento, dirigida hacia los objetos
mismos, y una segunda, dirigida hacia los meros conceptos
de estos objetos. Incluso asumieron totalmente San Alberto y
Santo Tomás la solución avicénica del problem a de los univer­
sales, es decir, el problema de la validez real de los conceptos
generales. Los universales o conceptos generales tienen, según
Avicena, una validez «ante rem » con vistas al plan del universo,
«in re » con vistas a la naturaleza, y «post rcm » con vistas al
conocimento abstraizante. Aquí, Avicena form ule con doscien­
tos años de antelación la solución exacta que más tarde se
consideraría válida en la culminación alberto-iomista de la
escolástica cristiana. En este punto, San Alberto Magno y
41

Santo Tomás citaron con frecuencia a Avicena como autoridad.


Así, pues, en lo que respecta a este punto, la escolástica cris­
tiana no se presenta del todo como derecha, ni tampoco Avi­
cena como izquierda. Más aún, en lo que respecta a la reduc­
ción de los universales al mero «post rem » del conocimiento
humano, tendencia que vuelve a cundir posteriormente, repre­
sentada por el nominalismo de Occam, hay a trechos un sesgo
izquierdista más acusado que el que se podía dar en los tiempos
de Avicena y aun de Averroes, ya que refleja la incipiente tras­
lación de la atención burguesa hacia este mundo. La escolástica
cristiana en modo alguno se puede calificar, pues, de derecha
aristotélica por antonomasia o en todo terreno, y menos aún
en cuestiones lógico-gnoseológicas. Aun así, es hecho general­
mente comprobado, y ello en puntos decisivos, que la base
clerical, así como la correspondiente apologética, no precisa­
mente naturalista, de la alta escolástica, autorizan a hablar
en relación con ésta de una derecha aristotélica con excepcio­
nes señaladas. Los sistemas católicos de la alta Edad Media
comentaron a Aristóteles no sólo como precursor de Cristo,
sino más resueltamente aún como precursor de la sociedad
estamental clerico-feudal y de su ideología. Santo Tomás esta­
blece una marcada separación — que en Aristóteles nunca es
tan acusada— entre el cuerpo y el alma, entre las «form as
inherentes» del mundo, con sus adherencias materiales, y las
inmateriales «form as separadas» del supramundo, coronado
por la form a espiritual puramente divina. Mas comparemos
también la «natura naturans», esa fuerza cordial de la materia
de Averroes, con la siguiente precisión tomista: «Oportet quod
primum materiale sit máxime in potentia et ita ( ! ) máxime
imperfectum» ( SummaTheol., I, 4, I c), es decir, que la mate­
ria, precisamente en cuanto más rica potencialidad, es lo más
imperfecto. Se percibe aquí un tono totalmente opuesto al de
la relación materia-forma en Avicena y Averroes, y está muy
lejos la inclusión de todas las formas en una materia que se
configura espontáneamente a sí misma. Si los pensadores orien­
tales redujeron primero la separación aristotélica de las for­
42 AVICENA Y LA

mas — las supremas por delante— de la materia, suprimiéndola


luego, Santo Tomás realiza una dualización de formas separa­
das y formas inherentes que va mucho más lejos que el mismo
Aristóteles. Y erige un teísmo completamente transcendente del
espíritu puro allí donde la izquierda aristotélica había colocado
la mera explicación del mundo por sí mismo. Toda posición
o explicación del mundo que en última instancia sea trans­
cendente designa, en cambio, en la alta escolástica cristiana,
la poderosa corriente de derecha que arranca de Aristóteles.
Por eso aparecen en un fresco de la escuela de Giotto, en
Santa María Novella de Florencia, a los pies de Santo Tomás
y entre los herejes, Arrio y Sabelio, un Averroes «refu tad o»
en toda la línea. De otro modo, la alta escolástica cristiana
no sería la entelequia de la sociedad feudal clerical, con todo
el pathos de su gradación ordenada, que desde la base se
erigió tan catedraliciamente hasta el concepto del mundo y
hasta los cielos. En lugar de la autorrealización de muchas
formas del mundo a través de la misma materia, es la pura
form a eficiente quien reina, indiscutida, allá arriba, y su anexo,
el mundo, será en el m ejor de los casos un vasallo. La parte
producente de este producto está creando, desligada de él,
por arriba, y su agente todavía ocupa el trono allí donde se
comunican los hombres y la tierra. El sistema tomista era una
conciliación, ensayada con una corrección extraordinaria, de
Aristóteles, la Biblia y el Dogma (San Agustín la abordó en
menor medida), pero tan contradictorio o aun disparatado
como el espíritu de la tierra goehtiano colocado en una iglesia,
desplegando su actividad creadora ante el vertiginoso tiempo,
sería imaginarse a la energía de la materia avicénica o incluso
a la plena «natura naturans» de Averroes dentro de esta co­
rrecta Summa.
Y, sin embargo, el joven Tomás de Aquino hubo de arros­
trar ciertamente las influencias árabes. Ya su declarada afición
a los datos de los sentidos denotaba que este maestro no venía
directamente llovido del cielo. París, donde comenzó su acti­
vidad docente, estaba sometida a la influencia averroísta de
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 43

Siger de Brabante, según el cual el saber en cuanto tal no


necesitaba asentarse sobre la fe transmitida. Una de las doc­
trinas de Aristóteles decía, como antes se vio, que el alma
intelectiva era sólo una en todos los hombres; en virtud de
ello quedaba descartada la supervivencia individual del cons­
ciente. Tomás de Aquino escribió ciertamente un tratado con­
tra tal herejía (De unitate intellectus contra ), en el
cual intentó distanciar la unidad del entendimiento de la inter­
pretación hecha por Siger, pero la lucha contra esta «confu­
sión» demuestra que allí había algo que confundir. Santo To­
más explicó, ante todo, a lo largo de toda su vida, que la
creación del mundo en el principio del tiempo era filosófica­
mente indemostrable; en este caso coincidía con el aristoté­
lico judío Maimónides, procedente asimismo del ámbito cul­
tural averroísta. De todos modos, ya en el Aristóteles original
se encontraban fisuras abundantes separando su explicación
del mundo, inmanente, de la transcendente de la Iglesia. Mas,
como era de esperar, también aquí acabó Santo Tomás por
hallar una armonizadora posición intermedia, poniéndose con
el «suum cuique» y una serie de encubiertas incompatibilida­
des bajo el cetro de la Iglesia, que, recelosa al principio,
tendería pronto, a su vez, hacia una posición centrista. De
este modo se le tornó Aristóteles ya al joven Tomás de Aquino
en algo siempre correcto en sentido transcendente y, con ello,
relativizado, aunque sus herejías no sean conocidas aún en
su totalidad o no estén suficientemente resaltadas. Y ello de
acuerdo con la proposición eclesiástica, válida desde entonces,
que reza así: la filosofía aristotélica es el compendio de todas
aquellas verdades asequibles al «lumen naturale» que no son
refutadas por la Revelación, pero sí perfeccionadas y comple­
tadas por ella. Después de ello, los averroistas latinos, que
pretendían emancipar a la filosofía de la dirección teológica,
desaparecieron de la escolástica oficial sin dejar rastro y, en
forma más atenuada, también de la escolástica tardía, de signo
nominalista. Aún más, tras esto, pasó en Santo Tomás a segun­
do término, o al menos dejó de ser central, precisamente aquel
44 AVICENA Y LA

tema que, aun en total independencia del averroísmo, había


designado todavía el escolástico contemporáneo Alejandro de
Hales como el másim portante, a saber, el tema, apasio
y suficiente en el sentido de la inmanencia, del acto y la poten­
cialidad, de la form a y la materia. En su lugar puso Santo
Tomás el trascendente acto prim igenio (= D io s ) en el centro
cosmológico transformando a aquel que en Aristóteles era úni­
camente causa final en relación con el mundo y sus criaturas,
en causa eficiente por excelencia, con facultad de crear y con­
ferir el ser, absoluta. Después de ello, por último, suprimió
Santo Tomás en las mismas formas (entelequias) la parte rea­
lizante, degradando este acto a la condición de préstam o exclu­
sivo del divino ser-acto, ser de realización, que es único y total­
mente trascendente. Aquí, sin embargo, se comprueba con cier­
ta perplejidad que Santo Tomás parece ceñirse precisamente a
las adiciones árabes a Aristóteles, más concretamente a la sepa­
ración entre ente y ser, esencia y existencia, radicalizada p o r
vez prim era p or Avicena. (En su forma decisiva en el tratado
tomista sobre el Dios creador: De ente et essentia.) Ajustán­
dose al m odelo neoplatónico, Avicena había distinguido de he­
cho entre el ser accidental de las cosas del mundo y un ser
divino necesario, del que aquéllas habrían surgido por emana­
ción. Pero en Avicena — y tanto más en Averroes— se conserva
decididamente el acto-ser eficiente de las entelequias del mun­
do como autoproductivo, sigue siendo materia pese a su poten­
cialidad-potencia, mientras que Santo Tomás se lo substrae
en adelante al mundo — que siempre es meramente creado y no
creador— , eliminando en último término al acto-ser en cuanto
función de las entelequias mundanas. El elemento naturante,
es decir, creador, de una «natura naturans» se convierte así
en algo tan insignificante e irreal como la entelequia en cuanto
form a acuñada, que empieza a desarrollarse a sí misma en
vida. Si la función de realización de las criaturas no queda
eliminada por completo, en Santo Tomás, no pasa de ser cier­
tamente un préstamo de allá arriba, jamás exento de la acción
concomitante de la en él única fuerza esencial, la trascendente
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA

fuerza divina. Sólo esta realid^J total, es decir, la que ya no


conlleva ninguna pote*r,"iaílclad, ninguna posibilidad irrealiza­
da, debe por fi" «utuar realmente, esto es, verificar el paso de
la posibilidad a la realidad. (De la misma manera, ya en la
mundana «analogía entis» de Santo Tomás, sólo lo realmente
caliente, por ejemplo el fuego, hace que la madera, que en
potencia es caliente, se caliente en realidad.) Es decir, que lo
único totalmente real queno se puede confundir c
efervescente natura naturans, es aquel Dios o aquel trascen­
dente ente fijo de quien dice Santo Tomás: «La esencia de
Dios no es otra cosa que el ser» (De ente et essentia, c. 6), o
bien — traduciendo libremente y sin valor futuro el «Y o seré
el que seré» (2. Mois., 3, 14)— : «Y o soy el Existente, es decir,
el nombre propio de Dios» ( SumTeol., I, 13, 11).
que sólo la esencia de Dios lleva comprendida en sí la existen­
cia, no se debe entender ciertamente en el sentido del llamado
argumento ontológico de la existencia de Dios (ens perfectissi-
mum eo ipso = ens realissimum), un tipo de demostración que
al nada apriorístico Santo Tomás convence mucho menos que
el llamado argumento cosmológico (consistente en remontarse
de las obras a una última causa del ser). Por otra parte, Santo
Tomás asigna incluso a la materia un papel propio; es el
«principio de individuación», es decir, que de cualquier modo
condiciona la diversidad de los determinados ejemplares de
una especie dada (en virtud de la cual se dan los seres huma­
nos singulares y no sólo la «humanitas», los diversos cuerpos
celestes y no sólo la «stellaritas»). Los vasallos de la entelequia,
además, han sido dotados de cualquier modo de una fuerza
eficiente, de manera que no hay lugar aquí para una causalidad
exclusiva de Dios (como se afirmó precisamente a espaldas de
Avicenas y Averroes y en contra de ellos en el mundo árabe,
a saber, por la filosofía reaccionaria de la secta de los Mote-
kallemin). Sin embargo, es indudable que esta emancipación,
que esta traslación por principio del factor existencial hacia
las alturas no sólo estropeó la inmanencia en el mismo Aris­
tóteles; lo más grave es que bloqueó — literalmente a fondo—
46
v N

el lugar a una materia aristotélica izquierdista con su propio


logos spermatikós. (Así habían llamado los estoicos a la «enér-
gueia», en cuanto inmanente razón creadora divina que se ha­
llaba en las cosas mismas.) En consecuencia, toda «natura
naturans» emancipada y desde abajo (materia gestándose a sí
misma) sólo podía parecer ya a los ojos del aristotelismo ecle­
siástico como evidentísimo y aun azufrado asunto luciferino.
Bruno sufrió las consecuencias de ello, y Spinoza se ganó,
precisamente por su «natura sive deus», entre la ortodoxia
trascendentalista el «signum reprobationis» sobre la frente. La
«enérgueia» de las entelequias aristotélicas, trasladada hacia la
trascendencia, todavía desplazó resueltamente la «fuerza efi­
ciente y semilla» de Fausto del mundo (y de la explicación del
mundo por sí mismo), poniéndola en un supermundo, en cuan­
to única fuerza creadora y directora en última instancia, de
acuerdo con el absolutismo de allá arriba, única fuente de la
dignidad y el ser.
IN F L U E N C IA D E LA I Z Q U IE R D A ARISTOTELICA SOBRE LAS CO-
RRIENTES A N T ¡ECLE

Llegados a este punto conviene resumir de forma más deli­


berada que hasta ahora las consecuencias de la mencionada
izquierda. Estas se hicieron sentir mucho antes de los albores
de la burguesía y en forma sorprendente. En el campo literario
tenemos el Román de la Rose, del siglo xm , de indudable
apego mundano, muestra de la emancipación de la carne con
respecto al espíritu, aunque al mismo tiempo la temática de
este mundo está llena de alma. No es celestial la rosa cortejada
en el jardín de esta novela; en su mundo amatorio se cultiva
un amor mundano, apadrinado claramente por Averroes. Fuera
de esta alegre desenvoltura se advierte desazón universitaria
de un averroísmo cristiano y anticristiano a un tiempo, ini­
ciado en la Sorbona y continuado hasta el Renacimiento y el
Barroco en la Universidad de Padua. Su preocupación principal
no quedaba reducida a la negación de la inmortalidad indivi­
dual y al no menos discutido sucedáneo de ésta, consistente en
la supervivencia de la razón común. Antes bien, era justamente
el problema de la materia el que se ventilaba, a saber, la prima­
cía de la «substantia orbis» material, según el homónimo ser­
món de Averroes. El jurista Juan de Padua, en especial, y
después (y con menos ahinco) el médico Pietro dAlbano, defen­
dieron en el terreno filosófico la preexistencia de la materia
contra la Iglesia y su doctrina de la creación. Decían que puesto
que el mundo, antes de actualizarse (de hacerse real) existía ya
48 AVICENA Y |./\

potcncialmcnte, había de ser tan eterno com o el sustrato de


su posibilidad, la materia. Mas todo ello queda en segundo
término a la vista de las repercusiones habidas hiera ya de la
poesía galante o de las aulas universitarias.
Una vivísima reacción m otivó el nuevo planteamiento de
la relación entre materia y form a en otro terreno, a saber,
entre ciertas sectas peligrosas y entre los mártires. Así, por
lo que se refiere a las cabezas visibles, en el 1200, entre los
herejes panteístas de Am alrico de Bcna y David de Dinant.
Estos eran las figuras principales de la secta de los amalrica-
nos y se distinguían de aquellos a los que la Iglesia solía
llamar visionarios precisamente por la «m ateria» inherente a
su espíritu. Se pueden señalar aquí ciertas conexiones con el
movimiento de los albigenses y aun con Joaquín de Fiore,
que a la vez anunciaba en lo político la venida del Espíritu
Santo libre. Pero en David de Dinant el Espíritu Santo traía
consigo elementos sorprendentes; antes parecía venir de Bag­
dad y de Córdoba, de Avicena y de Averroes, que del cielo.
San Alberto Magno refiere que David predicaba: «Deus, hyle
et mens una sola substantia sunt», es decir, aue Dios, la mate­
ria y el espíritu, eran una sola substancia, y Santo Tomás
añade: «Stultissime posuit deum esse materiam primam.» Al
ser así Dios, la materia y el cuerpo sustancialmente uno y lo
mismo y no siendo Dios otra cosa que la materia primera, de
la que todo ha surgido, en la que todas las formas se hallan
comprendidas, la form a ha perdido también en Occidente la
partida contra la materia. Durante un largo período, cierta­
mente, David de Dinant no tuvo consecuencias, porque la ho­
guera las borraba; el contacto de esta doctrina con el Rena­
cimiento había sido prematuro, no se haría sentir hasta Gior-
dano Bruno. Sus contactos hacia atrás son, por supuesto, muy
tangibles, igual que el existente con el filósofo judeo-español
que se halla a mitad de camino entre Avicena y Averroes, es
decir, Avicebrón, quien realizó la fusión de David de Dinant
y Bruno antes de que existieran ellos mismos. Avicebrón, del
siglo xi, es idéntico al autor de himnos religiosos Salomón ibn
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA
49
Gabriol, que fue tenido largo tiempo por árabe, incluso por
Bruno, que lo cita con mayor admiración casi que a Avicena y
a Averroes. Es un pensador cuya obra, vitae, tuvo poca
influencia en el ámbito cultural judeo-arábigo y mucha en
cambio en el cristiano herético. Pues bien, se puede decir que
la izquierda aristotélica, remontándose con Avicena, llega a
combinarse en Avicebrón con una muy singular modalidad de
izquierda neoplatónica, de forma que este último pensador
transforma radicalmente un concepto de tan mística factura
como la «m ateria inteligible» de Plotino, localizada en las
alturas, junto a Dios, haciendo de ella una «materia univer-
salis» en todos los estratos del universo. Esta tendencia se
había manifestado ya en la Philosophia orientalis de Avicena,
de modo que también esta obra, además de Avicebrón, influyó
sobre David de Dinant y sus seguidores. Pero Avicebrón concibe
con mayor rigor que Avicena su «materia universalis», que liga
tanto la razón como los cuerpos, entendiéndola como el sus­
trato de la uniforme coherencia vital del mundo. Desde la
piedra hasta la más elevada razón del género humano, el «en­
tendimiento común», está provisto todo de una materia única,
formalmente superior, y sólo la voluntad divina está libre de
ella. «H e entendido — dice el discípulo en el tratado segundo
de Fons vitae— que la materia natural particular subsiste en
la materia natural general, ésta en la celeste general, ésta en
la corpórea general y ésta en la materia espiritual general.» Se
afirma, pues, la existencia de cuatro materias superiores por
encima de la natural particular, sustancialmente idénticas to­
das ellas, que no conceden su propia exención y sirven de
sustentación a la unidad del universo. No hay duda de que
también esta embajada del naturalismo oriental llegó hasta
los herejes panteístas de Europa, el mensaje de la materia
como sustrato de unidad en todo lugar; la fórmula de David.
«Omnia in materia idem » es una indicación en este sentido.
Y ahora ocupémonos por fin de Bruno, por obra del cua
adquiere su verdadero lustre el honor de la materia. La pre­
eminencia de la form a desaparece por completo, siendo objeto
4
50 AVICENA Y LA

del trato más despectivo aquella que pretende proceder o lucir


desde el Más Allá. Autárquica, en cambio, es la materia, que
se fecunda a sí misma, que alumbra sus formas hacia el uni­
verso, que se explica a sí misma. Unicamente, en esta «natura
naturans» mora el artífice de la form ación del mundo, y la
infinita Naturaleza-Dios se teje, ella sola, el infinito ropaje
universal que es la «natura naturata». La eterna manifestación
de la variedad de formas contenidas en la materia es la causa
del mundo según lo percibimos. En ninguna ocasión se muestra
la materia de Bruno en actitud pasiva, «senza atto, senza virtü
e perfezione». El naturalismo, ardiente en Bruno, remitiendo
por entero hacia el mundo en Avicena, Avicebrón y Averroes,
es tan grande que llega a considerar al concepto aristotélico
de un tender de la materia hacia la form a (concebida como
configuradora relativa) como incompatible con la autarquía
de la m ateria (entendida como infinito seno creador). «L a ma­
teria no anhela las formas que diariamente se m odifican sobre
sus hom bros... Además, no hay mayor fundamento para decir
que la m ateria anhela la form a que para decir lo contrario,
esto es, que la aborrece; pues con igual razón que se dice
que anhela aquello que de vez en cuando concibe y alumbra,
se puede decir también, cuando arroja de sí y aparta algo, que
lo aborrece, que aborrece más enérgicamente aún de lo que
anhela, puesto que expulsa para siempre la form a singular que
retuvo durante un breve lapso de tiempo... El manantial de
las formas no puede anhelar lo que tiene en sí, porque es
sabido que no se anhela aquello que se posee... ( della
causa p rin cip io ed uno, dial. 4.°). Y el parentesco espiritual de
Giordano Bruno con la izquierda aristotélica, según se nos
aparece después de tantos siglos en este bullicioso materialis­
mo, es, además de todo, consciente: «P o r eso, habiendo con­
siderado detenidamente algunos la situación de las formas en
la naturaleza, en la medida en que se podía conocer de acuerdo
con Aristóteles y otros de orientación similar, llegaron por
últim o a la conclusión de que las formas sólo eran accidentes
y determinaciones de la materia, y que el privilegio de figurar
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 51

como acto y entelequia había de pertenecer, por ende, a la


materia y no a aquellas cosas de las que en verdad sólo pode­
mos decir que no son sustancia y naturaleza, sino cosas de
la sustancia y de la naturaleza. Pero la sustancia y la natu­
raleza dicen que es la materia, que según ellos es un principio
necesario, eterno y divino, igual que en la obra de ese moro,
Avicebrón, que llama a la materia el dios omnipresente» (Op.
cit. Dial. 3°). Bruno, por cierto, no suscribe personalmente
esta completa degradación del principio formal; Teófilo, el
portavoz del filósofo, se apresura a añadir en el mismo diálogo
que, junto al principió material, existe de todos modos otro
formal, si bien íntimamente ligado a la materia, al que da el
nombre de fuerza universal, forma universal. No obstante, la
omnipotencia material no queda invalidada por ello; el prin­
cipio formal alma universal tampoco es para la materia más
que «el timonel en el barco». Y justamente este principio for­
mal, que en cuanto voluntad suprema, divina, aún estaba des­
provisto de materia en «el moro Avicebrón», a duras penas
se puede diferenciar dentro del ardor de la materia de Bruno,
ese total pensador de la inmanencia. Aunque Bruno dé en
llamar a la materia primer principio y a la forma segundo
principio del ser, la materia es para él la madre de todas las
formas y éstas son hijas de ella, y entre materia y forma no
hay ningún tipo de diferencia sustancial real. Ello hace obser­
var con mucha razón a Hegel sobre el principio de Bruno:
«T a l materia nada es sin la eficiencia; la forma es la riqueza
y la vida interior de la materia.» De esta manera, Bruno torna
consecuente el naturalismo de Avicena, porque Dios no es ya
un momento todavía autónomo de la materia, sino que ésta
posee lo pensado bajo el motor inmóvil como vida propia,,
sumamente agitada. Sólo el panteísmo de Spinoza revela un
encaje más tupido de la inmanencia, no creyendo este pensador
ya que sea necesario abundar terminológica y objetivamente
en la relación entre materia y forma de Aristóteles y su izquier­
da. Mas ni el mismo Spinoza abandonó el espíritu de la direc­
ción indicada, de manera que incluso de David de Dinant, que»
52

con casi absoluta seguridad, le era desconocido, se perciben


reminiscencias en cuanto al contenido de la unidad spinoziana
de sustancia y atributos. «Deus hyle et mens una sola subs-
tantia sunt», había dicho David de Dinant; no se puede pasar
por alto que estas palabras apuntan hacia la unidad objetiva
de Spinoza: «Deus sive natura et res extensa et res cogitans.»
Tan lejos llegan, pues, los intermediarios de la izquierda aris­
totélica en el campo de la filosofía moderna, defensora de la
inmanencia del mundo; enredada en sus respectivos contextos
oriental y occidental, se abre camino lentamente una verdad
del materialismo. Por últim o hay que mencionar todavía la
relación nada parva que aun sin panteísmo, existe entre Avi-
cena, Averroes y la doctrina leibniziuna del despliegue de la
inmanencia. Aunque también en Leibniz quede enterrado el
problem a de materia y form a por la terminología, sigue siendo
inconfundible el parentesco de la materia germinal en desplie­
gue con la sucesión evolutiva de las mónadas durmientes,
soñantes y despiertas. Es más, en este punto, Leibniz consideró
más genéticamente que Bruno el Averroísmo, el postulado de
la progresiva autoproducción del mundo.
LA RELIGION CONVERTIDA EN MORAL

Si los libros no nos hacen buenos, lo cierto es que nos


hacen peores o mejores. Eso dice Lichtenberg, y los libros que
abren caminos nuevos son los que menos pueden constituir
una excepción en esta regla. En lo que atañe a Avicena, los
suyos hicieron notablemente peores a una serie de cabezas de
ayer, y otro tanto se puede decir de los escritos de Averroes.
Pues, como es frecuente en la historia, el mundo circundante,
víctima de la indolencia o incluso interesado en un clima de
indolencia espiritual, al entrar en contacto con algo impor­
tante, que está surgiendo, sólo acierta a reconocer en ello sus
propias limitaciones, acrecentándolas y usándolas como arma.
Y ello se hizo sentir allí mucho más, porque la sociedad árabe
estaba en pleno ocaso, comenzaba a anquilosarse, al tiempo
que sobre su vida, tan fresca y movida y rica en iniciativas, se
extendía una capa de clericalismo y feudalismo. Esto ocurrió
en la cultura árabe muy pronto, antes de que Occidente cono­
ciera las restauraciones y la Inquisición. La ortodoxia islámica
se vengó de los supresores de la fe que se apoyaban en el
saber, suprimiéndolos a su vez a ellos. La enciclopedia filosó­
fica de Avicena fue quemada en el 1150 por orden del califa
de Bagdad y posteriormente se destruyeron también todos
los ejemplares alcanzables, de modo que solamente se conser­
van fragmentos del texto original. Los escritos de Averroes
fueron quemados ya en el 1196, viviendo aún el filósofo, y su
54 AVICONA Y I.A

estudio, así como el de la filosofía griega, se vedó mediante


severísimas prohibiciones. En el edicto de Córdoba se lee que
Dios ha destinado el fuego de los infiernos a aquellos que
enseñan que la verdad se puede hallar con ayuda de la mera
razón. El renegado y místico Algazel, que en su phi-
losophorum atacara a Avicena y a la filosofía, guiado por
una intención restauradora en el terreno de la religión, tuvo
una participación objetivamente ideológica en tales persecu­
ciones. Se procuraba despertar un recelo hacia la filosofía
entre el pueblo; en las M il y una noches, donde en realidad
todavía se honra a las «ciencias», donde los conocimientos
incrementan el valor de una esclava casi en igual medida que
las dotes poéticas, a Avicena sólo se le recuerda como mago
perverso. La filosofía se tornó en Oriente tan peligrosa como
las ciencias naturales en Italia tras el proceso de Galileo. Es
cierto que en la Edad Moderna el panorama cambia ligera­
mente, surgiendo algunos glosadores de Avicena, por ejem plo
uno persa, muy bueno del siglo x v i i ; en El Cairo, en la mayor
de las universidades árabes, se dan desde el siglo pasado lec­
ciones sobre Avicena y Averroes, pero en líneas generales ha
triunfado el catecismo sobre las versiones orientales del doctor
Fausto. L a doble liberación de los pueblos del Oriente Próximo,
que acabe con el «status» semicolonial y acaso también con
el propio estancamiento espiritual, puede que haga resurgir
pronto la temática relacionada con Avicena. Se trata princi­
palmente de su visión de este mundo, que es como una fuente,
que se produce en virtud de una magia propia, un mundo cuya
materia no adolece de falta de color ni pulso. Por supuesto, la
filosofía islámica no se reduce solamente a la izquierda aristo­
télica. En su Averroes et l ’Averrolsme, Renán se permite inclu­
so la siguiente exageración: «L e véritable mouvement philo-
sophique de 1'islamisme doit se chercher dans les sectes théo-
logiques.» Al decir esto piensa en los Hermanos Puros de Bas-
ra, pero también en doctrinas híbridas como la anteriormente
mencionada de los Motekallemin (esto es, «maestros del ka-
lam », de la palabra revelada), y en su asociación paradógica
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 55

del atomismo con una única causalidad divina. Mas tampoco


éstos, de filiación no naturalista, eran, en cuanto cabezas de
secta, testigos capitales de la ortodoxia, ni se puede decir que
se haya dado nunca en Oriente una teología notable desde el
punto de vista filosófico. Ello le hace señalar, por otra parte,
a Renán, al distinguir dos filosofías, la teísta y la naturalista
(con «matiére éternelle, évolution du germe par sa forcé la­
tente»): «La philosophie arabe, et en particulier celle d'Ibn-
Roschd, se classe de la maniere la plus décidée dans la seconde
de ces catégories» {Averroes etVAverroísme, 1
que es más importante: no fueron las sectas filosófico-religio-
sas las sustentadoras del «auténtico movimiento filosófico del
Islam», sino que éste actuaba y siguió actuando únicamente
con Avicena y Averroes. Esto lo reconocieron claramente los
enemigos de la razón y la ciencia, al reaccionar, irritados,
contra las obras de ambos, ahogando su resplandor. Esta fue
su influencia sobre la ortodoxia islámica, entre la cual lograron
poner en descrédito aun la palabra «falasuf» y hasta la misma
filosofía.
Vemos cómo en este caso contribuyeron los libros a hacer
peores a los hombres, por más que hubieran pretendido m ejo­
rarlos a base de consejos prácticos. Consejos que debían elevar
a la religión heredada no sólo a una fase superior llamada
el saber, sino también — y ya podemos decirlo— hacia la
virtud. También este tipo de naturalización pertenece, como es
preciso señalar al fin, a la corriente seguida a partir de Avicena.
De la misma manera que se alza aquí el contenido teórico de
la religión muy por encima de sus símbolos, desprendiéndose
de ellos, está el contenido práctico de la religión a mucha
mayor altura que sus ceremonias, de las que se emancipa aún
más resueltamente. Para Avicena, igual que para Averroes,
sigue siendo moral la ley moral natural, con la justicia como
virtud central. Justamente en cuanto central es la que sirve de
nexo según la conciencia entre todos los hombres, prescin­
diendo de sus creencias particulares; ella es la razón común
activa del género humano referida a la voluntad. Abentofáil,
56 A V IC E N A Y UV

influido por Avicena y relacionado con Averroes, ha ilustrado


en su Philosophus autodidactas, y no en últim o lugar preci­
samente, esta ley m oral natural colocada p or encima de todas
las religiones. Cuando su Robinsón filo só fico regresó entre los
hom bres se sintió hastiado p or las ceremonias y aun por los
preceptos religiosos, y censuró que Mahoma hubiese perm itido
en estas leyes a los hombres hasta la propiedad de tesoros '
el incremento de sus bienes, admitiendo, sin embargo, que
toda la sabiduría, toda rectificación y m ejora de que fueran
capaces los humanos, estaban contenidas ya en el mensaje
del Profeta, de manera no distinta por cierto a los casos de
Moisés y del P rofeta Jesús. Tal tolerancia se hace posible por
el hecho de que lo más excelente del precepto religioso debe
ser precisamente su núcleo no religioso: la moralidad. La
intención principal de la novela de Abentofáil es dem ostrar
que, aun sin conocer una religión positiva, el hombre no sólo
puede llegar al conocim iento del Dios y de la naturaleza, sino
asimismo a la sabiduría de la virtud. La ley moral natural es,
pues, aquí, tanto criterio y sanción como contenido de la reli­
gión natural hacia su vertiente práctica. Las facultades de Dios
no se deben entender como suyas, sino como modelos para
los humanos respecto a sus convicciones y a la acción en que
éstas se ponen a prueba. En Maimónides, el aristotélico judío,
no muy distante de Avicena y de Averroes, aparecía esto — en
su Guía de descarriados— de form a tal, que el conocimiento
de Dios quedaba lim itado a aquellos atributos que atañen
exclusivamente al hombre, es decir, a la moralidad. También
por este lado influyó el naturalismo de Oriente sobre Europa,
y valgan como ejem plos Abelardo, Roger Bacon y, por último,
la Ilustración europea de los siglos x vn y x v i i i . Abelardo puso
en el lugar del Corán el decálogo y el Evangelio, teniendo am­
bos la única función de dar expresión luminosa a aquello de
bueno que todos los hombres llevan escrito en la conciencia.
R oger Bacon enseñaba asimismo que la ley moral era evidente
por igual para todos los hombres, teniendo siempre idéntico
contenido; en su opinión representaba el contenido de toda
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 57

religión futura, de toda religión universal posible. Y Spinoza,


siglos después, aunque más próximo a la cultura oriental que
cualquier otro gran pensador, ¿no pretende demostrar ante
todo en su Tratado teológico-político que la esencia de la
religión no estriba en la aceptación de una serie de dogmas,
sino en las convicciones humanas y en la práxis de ellas resul­
tante? El contenido de los símbolos religiosos puede que no
se agote en la moral, pero carece de entidad en tanto no con­
tenga aquel elemento humano que se pone a prueba en la
moral. Tanto peor para la religión si contradice a esto, y tanto
más adecuado para la moralidad si sabe sacar en grandes docu­
mentos religiosos el elemento de profundidad humana del terre­
no del m ito y aun traerlo a la tierra. Y tan poco opuesto a
la moralidad es el naturalismo que, precisamente en cuanto
«ubi» de la vida terrenal, es un excelente conocedor de los fru­
tos que dan la medida de bondad de cada credo. Entiende asi­
mismo de mejoramientos, que son caminos del mundo, no ce­
lestiales. La transformación de la realidad en mejoramiento,
perseguida a partir de Avicena, tenía como fundamento la luz
natural; pero sobre todo se veía también ella a si misma
sobre el suelo de un mundo cuyas formas nada son si en ellas
no se form a m ateria alguna que luego dé fruto.
A R I S T O T E L E S Y LA M A T E R I A N O M E C A N I C A

Sólo es fru ctífero aquel recordar que a la vez nos recuerde


lo que todavía queda por hacer. La izquierda aristotélica es
de hace mucho tiem po y llegó a éste casi totalmente sepul­
tada; hoy reaparece, nueva, ante un mirar rejuvenecido. Reapa­
rece sobre todo en lo que respecta al giro dado por ella a la
relación entre m ateria y form a, y en una época altamente inte­
resada p or el aspecto material. Hegel es importante p or el
m étodo dialéctico, pero Aristóteles y su izquierda lo son a
causa de su concepto de la materia que en el Estagirita es
rica en m ovim iento y formas, desarrollándose cualitativam ente
sobre una base cuantitativa. En cuanto sustrato de esta evo­
lución escalonada, ella es asimismo la que condiciona todo
— «e n la medida de lo le
ib
s
o
p
» — y principalm ente la que
todas las disposiciones — en cuanto « en p ote n cia », en cuan­
to « posibilidad o b je tiv a ». Este concepto de la m ateria es harto
más rico que el meramente mecanicista, por más que éste
prevalezca decididamente en su lugar propio, aunque siempre
por debajo de los restantes movimientos, alteraciones y trans­
form aciones cualitativos. Y en lo que respecta al concepto de
form a en Aristóteles, si ya él mismo buscaba el com promiso
con la materia a través del concepto relacional de evolución,
en la izquierda aristotélica se convierte aquélla casi por com­
pleto en inmanente m odo de ser o form a de ser de la materia
misma. Todo esto constituye un capítulo insuficientemente
59

estudiado en la historia, insuficentemente investigada, del con­


cepto de materia. Las form as son configuraciones materiales
y el m ovim iento hacia éstas, com o ocurre siempre cuando es
a través de ellas, hace que no sólo el m ovim iento sea — según
la profunda frase de Aristóteles— una «entelequia incom pleta»,
sino también que la entelequia acuñada en cada caso se con­
ciba a su vez com o incom pleta todavía, como form a sujeta a
un proceso sin term inar y, al mismo tiempo, por ello como
sucesión de form as experimentales, extractadas, de la materia.
Y todo ello en virtu d del «dynam ei on», del «ser en potencia»,
que sigue funcionando, es decir, en virtud de la posibilidad
objetiva real, cuyo sustrato está constituido p or la materia
de la existencia en su totalidad, la cual todavía está inconclusa
dentro de sus horizontes. En la materia mecánico-estática no
hay proceso ni dialéctica algunos; se trata, por consiguiente,
de entender, cada vez con m ayor conocimiento tendencial, el
proceso dialéctico, también hacia la vertiente de la posibilidad
real. De esta manera, el mundo humano y físico produce en
sí el efecto de estar avanzando aún hacia su propia madurez,
realización y explicación. Su materia es la que se perfecciona
y tiene la facultad de perfeccionarse incesantemente en direc­
ción a su form a de ser esencial, y la plenitud absoluta de esta
form a de ser se anuncia, está todavía pendiente en cuanto
posibilidad real, y sólo de ese modo, por supuesto.
TRANSFORMACION DE A R IST O TE LE S POR SU IZQUIERDA Y
T R A N S F O R M A C I O N D E ESTA M I S M A

Con ello no hay duda de que el concepto de materia y


form a queda desarrollado mucho más aún, tanto en Aristóteles
nuevamente como en no menor medida en las transformaciones
efectuadas en él p or su izquierda. En primer lugar queda total­
mente suprimido el elemento pasivo en el concepto aristotélico
de posibilidad, a la vez que se equipara de modo muy abstracto
ésta con el concepto de materia. La posibilidad al parecer
meramente pasiva, esta cera tan sólo receptiva, no es que
se muestre, en cuanto «disposición para algo», como cera exclu­
sivamente, como pura indeterminación; está, por el contrario,
llena de form a eficiente, en virtud de la cual cuaja y se organiza
activamente esta posibilidad en el sentido de las nuevas reali­
dades que en ella alientan. Pero por necesaria que sea la modi­
ficación del concepto de la realidad material en relación con
el aristotélico, lo cierto es que la grandeza del pensamiento,,
esa grandeza auténticamente proyectada hacia el futuro, con
que Aristóteles supo esbozar conjuntamente la posibilidad en
general y la materia, adquiere por ello una apariencia tanto
más fructífera. Resulta además que el mencionado desplaza­
miento de significado en la sinonimia aristotélica entre dispo­
sición y posibilidad ya está dado a su vez como tal disposición,,
por lo que la izquierda aristotélica sólo tiene que seguir des­
arrollándolo. Y ello gracias al ajuste iniciado por Avicena, en
el que también se muestra la form a residiendo, tanto potencial
61

como potenciadamente y viceversa, en el interior de la materia.


La materia, dice así la izquierda del aristotelismo, es aque­
llo que lleva dentro de sí sus formas peculiares y las realiza
a través de su movimiento. Esta determinación, asumida por
casi toda la filosofía de la naturaleza renacentista, implica
evidentemente al mismo tiempo un fuego, un horizonte inun­
dado de afán de realización. Es cierto que esta floreciente
determinación no dio como resultado el vigor que posterior­
mente hizo distinguirse al concepto mecanicista, pero a cambio
de ello eludía una mera definición parcial de la materia, de
sus movimientos y configuraciones. La inclusión de todas las
formas (también de las orgánicas e intelectuales) en la materia,
enseñada por la izquierda aristotélica, impidió «in nuce» ya
la abreviación ocasionada al concepto de maíeria por obra de
la absolutización de la mecánica, es decir, por el mecanicismo.
De ahí que Marx, en su Sagrada Familia (MEGA I, 3, págs. 304
y ss.) elogie la dimensión renacentista de la materia insinuada
antes ya por la izquierda aristotélica: «Entre las cualidades
congénitas de la materia, el movimiento es la primera y más
excelente, y no sólo ya en cuanto movimiento mecánico y
matemático, sino mucho más aún en cuanto instinto, impulso
vital y energía potencial, o bien — empleando aquí la expresión
de Jakob Bóhme— en cuanto padecimiento de la materia. Las
formas primitivas de esta última son fuerzas esenciales vivas,
individualizadoras, inherentes a ella, y dan lugar a las diferen­
cias específicas. En Bacon... el materialismo encierra en sí, de
manera ingenua todavía, los gérmenes de una evolución uni­
versal. La materia sonríe con resplandor poético sensual al
hombre entero. En cuanto a la doctrina aforística propiamente
dicha, ésta se halla, por el contrario, plagada de inconsecuen­
cias teológicas.» La inconsecuencia así caracterizada es la que
a partir de Hobbes desterró el materialismo totalmente de
este mundo, mas ya en Bruno, el materialista de la «natura
naturans», reviste esta llamémosla inconsecuencia teológica un
carácter meramente panteísta. En otros aspectos, la materia,
realizada al fin por obra de la potencia, es lo bastante poderosa
62 AVICENA Y LA

para, com o dice Goethe, prescindir del espíritu, que se lim ita
a impulsar a la materia pasiva desde fuera. Esta es, pues, la
prim era transform ación, emprendida sobre el m ism o A ristó­
teles, ya por su izquierda: la activación de la materia.
Pero ni aun así está plenamente madurado todavía el fruto
de la relación entre m ateria y form a a la que entonces se
llegara. Pues — y con ello queda señalada la transformación
de la misma izquierda aristotélica— también la m ateria flo re­
ciente de Bruno está ya terminada en líneas generales. Con
su doctrina de la posibilidad de la materia realizada hasta el
fin en el universo, Bruno da acogida tanto a Avicena com o a
Averroes, los cuales se imaginaban una materia-forma total­
mente construida. Pero esta estática en última instancia es en
Bruno harto más chocante que en la izquierda aristotélica pro­
piamente dicha, y aun en el mismo Aristóteles. Pues si la mate­
ria preñada de form as, sujeta a transformación eterna, está,
sin em bargo, term inada en líneas generales, inmovilizada, ello
tiene que presentar en el copernicano Bruno, y por ende en el
cosm ólogo de la infinita gravidez de formas, un aspecto dis­
tinto al que presente en el filósofo medieval. Avicena y Averroes
vivían en el sistema ptolom eico y su relación entre materia
y form a estaba, pese a la «natura naturans», estructurada jerár­
quicamente todavía en una esfera. Mas también el copernicano
Bruno, el pensador de un infinito en ebullición, se imagina
que la m ateria de su universo, en cuanto terminada, es ya
todo cuanto puede dar de sí, empleando para ello el argumento
de que en esa totalidad que es el universo tienen que estar
realizadas ya todas las posibilidades, pues de otro modo la
perfección de esa totalidad quedaría falta de un remate, con
lo que ya no sería completa. N o hay duda de que, con tal está­
tica de la totalidad, Bruno conservó para la filosofía una buena
porción de Ptolom eo, ampliada incluso mediante el «posset»
teológico, ese «p od er ser» absolutamente com pleto con el cual
había definido cien años antes Nicolás de Cusa la perfección
de su concepto de Dios. Con todo ello, Bruno bloqueó asimismo
la auténtica dimensión de producción a la que Marx llamó*
ARISTOTÉLICA
IZQUIERDA 63

energía potencial del materialismo renacentista, tan grandiosa­


mente representado por Bruno. La energía potencial del mundo
de Bruno, de esa radical materia con potencialidad y potencia,
late ciertamente en el pulso constante de las contradicciones
y de su vitalidad, y aun así, reposa todo sobre la pura estática
armonía de estas contradicciones, llegando a hacerse visible
esta esfática aun en las conformaciones permanentes tempo­
rales, en los grandes cuerpos espaciales del universo. Pero jus­
tamente esto bloquea la posibilidad que se está cristalizando o
la plenitud vital de la materia, proclamada desde Avicena hasta
Bruno, en otras palabras: interrumpe el proceso de alumbra­
miento antes de haberse alcanzado los límites de totalidad y
plenitud. N o existe una posibilidad totalmente realizada; una
vida total imaginada ya como conclusa supone en último tér­
mino también al «dynam ei on » entendido activamente en una
parte seccionada, cuando no en algún otro mecanismo de la
no vitalidad. Tal cosa, pues, hace inexcusable la segunda trans­
formación de la gran tradición de materia y forma, transfor­
mación que en adelante afecta al horizonte de la posibilidad
de la materia y no sólo a su pasividad. También la transforma­
ción así entendida, y conviene insistir en este punto, está im pli­
cada ya en el concepto aristotélico de la disposición, por cuanto
que se trata de una aptitud no sólo activa y disposicional, sino
asimismo anticipatoria y latente. Y es en esta su latencia,
preñada de bullicioso futuro, en la que estriba exactamente
la fecundidad de la materia, su facultad de manifestarse a
través de formas de ser siempre nuevas, que no sólo son
siempre nuevas, sino que cada vez son más exactas, por cuanto
que se adecúan cada vez más al núcleo, todavía no manifestado,
de esta existencia. Y ello poniendo rumbo hacia la esencial
forma de ser de aquella totalidad por realizar aún, en la
cual no quedaría posibilidad real rescindida, sino realizada. Y
es lo que aún está latente en la disposición del mundo en su
totalidad, lo que por fin explica el esforzado proceso y la abun­
dancia de formas con que lo latente se va abriendo camino
hacia el exterior, se manifiesta. Pero al ser esto así, al cons­
64

tituir el corregido concepto de posibilidad de la materia aris­


totélica la m ejor representación de la auténtica disposición de
materia, el sustrato de las form as de ser que surgen por un
proceso dialéctico, que se abren camino hacia el exterior ince­
santemente, no debe ser recubierto por la antigua materia
total. Ocurre exactamente que el techo celeste que nos encierra
no ha sido derribado aquí todavía, que no se ha superado aún
la idolatría circular, la misma casi que, bajo signos notable­
mente distintos, traída desde la curvatura del espacio hacia
el tiempo, todavía estabilizaba el proceso en Hegel. N o hubo
concepto por ello para el nacimiento de lo nuevo a p a rtir de
la posibilidad objetiva real, a p a rtir de la materia en cuanto
sustrato de esta posibilidad. Ha de ser el auténtico materia­
lismo histórico-dialéctico — bien entendido que no se trata del
todavía en uso actualmente en el Este, del nuevamente estacio­
nado y aun acuartelado, del carente de tensión, trivializado
y amaestrado sin libertad ni generosidad— , ha de ser un mate­
rialism o conm ovido por «los gérmenes de una evolución uni­
versal», referido al horizonte del futuro, quien logre hallar
el remedio. Mas su concepto de la materia dialéctica con toda
la energía potencial de su vitalidad, está y estará siempre en
deuda de gratitud con Aristóteles y con las secuelas aún no
terminadas de la izquierda aristotélica. Así se recordó ésta
aquí; la conmemoración de Avicena lo es al mismo tiempo
de una imagen anterior y aún no resuelta de la materia, en
la que el m ecanicism o está ausente. Ciertamente estaba plagada
de inconsecuencias teológicas mucho más groseras que la ima­
gen renacentista de la materia, pero aquéllas ya están vislum­
bradas y desechadas. Lo que sigue siendo altamente proble­
mático es el «dynam ei o n » en cuanto fuerza eficiente y semilla,
es la «m ateria universalis», que sustenta la cohesión de un
mundo inconcluso en su interior y en su exterior, en lo primero
y en lo último. Así, pues, también la materia tiene su utopía;
en la posibilidad objetiva real, ésta deja de ser abstracta.
EL ARTE, EMANCIP ADOR DE LA MATE RIA-FORMA

El trabajo humano opera el desarrollo constante de la exis­


tencia dada. M odifica los objetos por cuanto que los hace
cambiar de rumbo o seguir su curso, según leyes determinadas,
para nuestros propios fines. El trabajo de la creación artística
sólo difiere de ello en virtud de la índole de su finalidad, que
es importante y proporciona esparcimiento, hacia cuya meta
hace marchar aquello de que se ha adueñado. Al suceder esto,
lo importante que al mismo tiempo deleita, siempre en un
sujeto esencialmente iluminado o elevado, se produce también
aquí una conexión necesaria con aquello que Avicena denominó
materia disposicional. Enteramente relacionada con la tradi­
ción de la materia grávida de formas y pendiente de ulterior
liberación se halla, por tanto, una opinión de Lessing. El pintor
que en Em ilia G alotti (prim er acto, escena cuarta) le trae al
príncipe el cuadro encargado, expresa la opinión particular
de Lessing con las siguientes palabras que tienen reminiscen­
cias de Aristóteles y aún más de Avicena y Averroes: «E l arte
debe pintar como la naturaleza plástica — si es que hay tal—
se imaginó el cuadro: sin todos los materiales de desecho que
1<* resistente materia hace inevitables, sin toda la corrupción
con que el tiempo se opone a ello.» La materia resistente es
la materia del «ser según posibilidad», imaginada como obs­
táculo o estorbo; mas la supuesta naturaleza plástica, conci­
biendo su cuadro, es la materia del «ser en potencia» actuali-
5
66 AVICENA Y LA

zada ulteriorm ente por el artista, a saber — y ello nos rem ite
justam ente a la izquierda aristotélica— , com o m ateria no pasi­
va, sino activa, es decir, com o «natura naturans», la cual sigue
actualizando en el artista su propia potencia-potencialidad. La
existencia dada no es reproducida, pues, de m odo servil, ni
tam poco adulterada con ayuda de una form a ya acuñada, sino
que lo acercado a su m ateria y acaso no madurado plenamente
es llevado a térm ino p or procedim ientos artísticos. En la ter­
m in ología averroísta de Lessing, todo arte es trabajo realizado
plásticam ente en continuo desarrollo, tanto en lo que respecta
al m aterial elaborado com o a la elaborada materia-sujeto de
la cosa. Es más, pensadores tan diferentes, de tan diferente
rango, com o H egel y Schopenhauer, coinciden en la idea de
este alum bram iento artístico de la form a a partir de la mate­
ria-naturaleza grávida de form a. Ambos, por supuesto, incu­
rren en una in fr a v a lo ra r o n de la naturaleza, transformando
a la vez al artista en lo que ha quedado del «dator form arum ».
A firm a así Schopenhauer del genio artístico que «p o r así decir,
entiende la m edia lengua de la naturaleza, pronunciando él
claram ente lo que aquélla balbucea, que im prim e la belleza
de la fo rm a ... sobre el duro mármol, presentándosela a la
naturaleza, al tiem po que le grita: " ¡ Esto era lo que tú querías
decir! ” , y " ¡ Sí, eso era! ” , repite el conocedor com o un eco»
(E l m u n d o c o m o volu n ta d y representación, I, párr. 45). Y
H egel, pese a sus reservas ante la belleza natural todavía
inform e, reconoce con igual influencia de Lessing: «Ig u a l que
se ha dicho de la apariencia externa del cuerpo humano que en
la superficie de éste, a diferencia de lo que ocurre en el cuerpo
del animal, se percibe p o r doquier el corazón latiendo, se
puede afirm ar tam bién del arte que debe convertir en ojo
la apariencia en todos los puntos de su superficie... Así pode­
mos decir del arte que con vierte cada una de sus form as en
un Argos de m il ojos, con el fin de que el alm a interior y la
espiritualidad sean percibidos en todos los puntos del fenóme­
n o » (L eccion es sobre estética, Obras, X 1, pág. 197). También
en esta definición se pergeña con toda claridad una especie
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA
67

de educción artística de contenidos formales latentes, y ello


ciertamente en la medida de un ideal estético que, sin embargo,
está prefigurado inmanentemente en el fenómeno en movi­
miento.
De esta manera, pues, el artista moderno se presenta como
la fuerza emancipadora y perfeccionadora a la vez, a saber
educiendo de modo claro y distinto, poniendo de relieve la
configuración de la materia dispuesta ya en la materia misma.
La forma, la «espiritualidad», se torna por ello idéntica al
arquetipo entelequial inmanente de las cosas, de los caracteres,
de las situaciones... Avicena había llamado a la forma «verdad
ardorosa» de la materia, y Averroes hizo que esta verdad saliera
progresivamente a la superficie de la materia en virtud del
«movimiento circular» del cielo. El artista, ciertamente, se
encuentra tanto en la izquierda aristotélica como en Giordano
Bruno sólo como «natura naturans» universal o pan teísta, no
individual. Hasta la Edad Moderna, con el gran humanista
Julio César Scalígero, no se puso el énfasis en el artista mismo,
en cuanto motor perfeccionante; pero Scalígero estaba asimis­
mo en deuda con el naturalismo de Padua, bastión principal
del averroísmo. En su Poética (1561), que tuvo una gran reper­
cusión, Scalígero definía al poeta no como uno que imita a
la naturaleza, «igual que un actor», sino como aquel que conti­
núa su creación, que la lleva a término, «com o un nuevo Dios»
— esto es, como un Prometeo— , aunque de manera que resalte
en lo existente, «sin obstáculos», lo real típico. Lo real típico
es la «species», es decir, la forma entelequial predispuesta; de
ahí que, en términos rigurosamente averroístas: «In ipsis natu-
rae normis atque dimensionibus universa perfectio est» (De
arte poética, pág. 285). Lo que, referido al prometeico artista
de Scalígero, significa que la belleza artística ha de dar forma
creadora a aquella perfección indicada en las normas y dimen­
siones de la materia-naturaleza. Es, pues, aquí, y más clara­
mente aún en las implicaciones de la frase de Lessing, donde
reside la posterior maduración estética de la izquierda aristo-
68 AVICENA Y LA

télica, m e jo r dicho, de su doctrina de la m ateria grávida de


la form a, de indudable aplicación en el terreno del arte. Y
al m ism o tiem po, p or lo que atañe a lo típico que se debe
perseguir, se advierte una consecuencia con la afirm ación aris­
totélica de que la poesía es más filosófica que la historia,
puesto que ella se fija más en lo que tiene una validez general
(la unidad total de la cosa que sucede), mientras que la histo­
riografía repara más en lo particular (cf. poética, Bibl.
Filos., pág. 14). En relación con ello se ha de ver p or últim o
al aristotelism o goehtiano (en E l ensayo de D id erot sobre la
pin tu ra), que aspira no a copiar la naturaleza, sino a seguir
pintándola inmanentemente, con las siguientes palabras: « Y
así, el artista, agradecido a la naturaleza, que también lo engen­
dró a él, devuelve a ésta una segunda naturaleza, pero esta
vez es una naturaleza sentida, pensada, perfeccionada huma­
nam ente.» Tam bién de estos recuerdos se colige que la función
de la entelequia colocada cabeza abajo e inconclusa no ha ter­
m inado todavía, sobre todo por lo que respecta al realismo esté­
tico, tan distinto de la necedad del calco como de la mentira
del estilo relam ido. A rte creador es aquel que pone de mani­
fiesto lo sustancial y típico, al mismo tiempo que prefigura
com o ideal realista la posibilidad irrealizada aún, alentándola y
estim ulándola en la realidad viva. También en este sentido
necesita ser com pletado el concepto de materia y forma, según
lo evocó de m anera naturalista Avicena, por una filosofía más
a la izquierda, com o es la tendencial y a la vez latencial del
m aterialism o dialéctico. Y también hay que añadir aquí que el
seno de la m ateria no queda agotado con cuanto hasta el
m om ento se hizo real, pues las más importantes form as de ser
de su historia y naturaleza se encuentran aún en la latencia
de la posibilidad real. Todas estas cosas de la máxima impor­
tancia, que se m anifiestan históricam ente, se presentan como
ideal realista, el cual es, además, inmanente a la realidad abier­
ta a lo posible, es decir, a la m ateria inconclusa. El «dynamei
o n » tiene espacio sobrado para el ideal realista; su form a es
p o r fin enteram ente aquello que llam ó Avicena «la ardorosa
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 69

verdad de la materia». No deja de haber en ello una reminis­


cencia del fuego de Heráclito, no ya como €esencia» de las
cosas, pero acaso en el sentido de que éstas están sobre el
fuego como sobre un horno, de manera que la esencia de su
materia se cuece a punto y se madura.
TEXTOS ESCOGIDOS Y ACLARACIONES
ARISTOTELES

«También la luz hace reales los colores que sólo existen en


cuanto posibles.»

De anima ( B i b l .Filos), pág.79.

«Distinguimos en primer lugar la materia, que en sí no es


todavía una cosa determinada, en segundo lugar la figura y
forma, en virtud de la cual se designa en adelante algo como
la cosa determinada, y en tercer lugar la cosa compuesta de
materia y forma. La materia es la posibilidad (potencialidad),
pero la form a es la realidad (actualidad).»

Ibid., pág. 28.

«H ay tantas especies en movimiento y cambio como espe­


cies de lo existente. Mas puesto que en cada especie se separa
todo a tenor de la potencialidad y la actualidad, a la actua­
lidad de lo potencial, en tanto que lo sea, le doy el nombre
de movimiento... Pero ocurre que el hecho del movimiento
tiene lugar mientras la potencialidad es a la vez realidad, y no
antes ni después de ello. Así, pues, el movimiento no es otra
cosa que la realidad de lo potencialmente existente, en tanto
que ello sea susceptible de movimiento.»

Metafísica. I I (B ibl. Filos.), pág. 74.


AVICF V A

«Las ciencias filosóficas se dividen en teoréticas y prácticas.


Las teoréticas (qu e se dividen a su vez en matemática, ciencia
natural y m etafísica) tienen com o fin perfeccionar la facultad
intelectiva del alma haciendo al entendimiento actualmente
pensante. E llo se consigue al adquirir el entendimiento la
ciencia de las cosas que no son nuestras acciones y circuns­
tancias, ciencia que se sirve de la aprehensión conceptual y
de la form ulación de juicios sobre el mundo exterior. La filo ­
sofía práctica (la ética) es aquella que de manera inmediata
aspira al perfeccionam iento de la facultad intelectiva teorética,
haciendo que surja en nosotros un saber de las cosas que son
nuestras propias acciones, el cual saber aprehende conceptual­
mente y form ula juicios. El objeto de este saber teorético es
que en segunda instancia obtengamos de esta ciencia la per­
fección de la facultad práctica por m edio de buenas cualidades
de carácter... La m etafísica (p arte final de la filosofía teoré­
tica) es, sin embargo, aquella ciencia que investiga (en cuanto
problem a) las causas prim eras del ser que es objeto de la
ciencia natural y la metafísica.
Así, pues, esta ciencia se divide necesariamente en cuatro
partes. Una de ellas se ocupa de la causa primera, de la cual
depende todo ser producido. Otra parte trata de los accidentes
del ser (antes, después, potencia y acto, el todo y la parte, la
individualidad, la diversidad, las oposiciones y otros), una
75

tercera de los primeros principios de las ciencias particulares.


Pues los primeros principios de toda ciencia que tenga un
ámbito limitado constituyen la problemática de la ciencia con
un ámbito más amplio. Los principios, por ejemplo, de la
medicina (el cuerpo viviente y la salud) son así problemas de
la ciencia natural, igual que los principios de la planimetría
son problemas de la geometría. De la misma manera elucida
la metafísica, como tarea accidental suya, los primeros prin­
cipios de las ciencias particulares... Por ello resulta, pues, claro
y evidente cuál haya de ser el objeto de esta ciencia.»

La metafísica de Avicena, Trad. álem. de Horten, 1909, págs. 2


y ss.

«Toda cosa que surge nueva o tiene en sí antes de surgir


la posibilidad (m aterial) de existir o es imposible.»

Ibidem, pág. 269.

Esta misma idea, más desarollada, la esgrime Avicena con­


tra la suposición de que lo posible, mientras no esté realizado,
no es existente:
«La naturaleza de aquello que existe en potencia se encuen­
tra exclusivamente en la materia en cuanto sustrato de ello.
De ahí que la materia esté constituida de modo que se puede
decir que estriba en sí misma en virtud de la potencia y que
es existente.»

Ibidem, pág. 147.

De cualquier modo, la posibilidad material no realiza, no


es causa de la existencia de las formas. La causa material sólo
lo es de la posibilidad de esta existencia, pero es, desde luego,
tuta causa que predispone los contenidos de ella:
76 AVICENA Y I.A

«La materia no puede ser la causa de la existencia de las


formas. Esto es evidente por las siguientes razones: en primer
lugar, la materia sólo es materia en el sentido de que tiene
la facultad de acoger algo en sí y estar predispuesta para
algo. Mas lo que se halla predispuesto no puede, en cuanto
tal, ser causa de la existencia de aquello para lo cual está
predispuesto (la forma). Si fuera causa, se seguiría necesaria­
mente que lo otro (la form a) tendría que estar siempre presente
en ello, aun sin previa disposición. En segundo lugar, es impo­
sible que la esencia de una cosa sea de manera actual causa
de otra cosa, mientras ella misma permanece aún en la po­
tencia.»

Ibidem , pág. 138.

Sigue una exposición más detallada de la causa material,


que representa a la potencia de la materia en función de dis­
ponedora. Las disposiciones (aptitudes) someten de manera
clara y distinta a variación a las formas, incluso en lo que
atañe a su contenido (aquí, Avicena no habla, por supuesto,
en términos demasiado aristotélicos):
«P o r lo que respecta a la causa material («causa materia-
lis»), ésta es aquella en la que se da la potencia para la existen­
cia de una cosa. Por ello, enseñamos que una cosa se puede en­
contrar en el estado que acabamos de mencionar en relación
con una form a sustancial de diversos modos y maneras. A ve­
ces, la materia se com porta como la tablilla con respecto a la es­
critura; entonces está dispuesta para la recepción de una cosa
que recae sobre ella com o un accidente, sin que la materia,
al acoger en sí esta cosa, se altere y sin que sufra merma algu­
na por obra de lo que le llega de la causa. Otras veces se
comporta la materia como cera con respecto al retrato y com o
el muchacho con respecto al hombre adulto. Entonces está
dispuesta para acoger en sí la form a sustancial de una cosa
que recae sobre ella como un accidente, sin que se alteren sus

J
IZQUIERDA a r i s t o t é l i c a 77

circunstancias, a no ser por obra del movimiento, en lo que


se refiere al espacio, a la cantidad y otras categorías.
Otras veces se com porta la "causa m aterialis" como la ma­
dera con respecto al lecho. Por el trabajo del carpintero se
suprimen una serie de partes componentes de la madera (de
modo que ésta pierde algo de su sustancia). Otras veces se
comporta como lo que pasa del color negro al blanco. Ello
se transforma y pierde la cualidad que antes poseía, aunque
sin que su sustancia sea destruida al mismo tiempo. Otras
veces se com porta com o el semen con respecto al animal. El
semen ha de perder por completo sus formas sustanciales para
que quede dispuesto para dar acogida a las formas sustancia­
les del animal. De igual manera se comportan las semillas de
la vid con respecto a ésta. A veces, la "causa m aterialis" se
comporta com o la materia prima con respecto a la form a
sustancial. La prim era está dispuesta para acoger a ésta en sí,
existiendo de m odo actual en virtud de ella. Otra vez se com­
porta como los mirobalanos con respecto a la masa. La masa
no surge de este fruto solamente, sino de su combinación con
otro manjar. Antes de la mezcla, los mirobalanos sólo son una
parte entre las muchas que componen la masa, comportándose
con respecto a él como la potencia. A veces, la causa material
se comporta como la madera y la piedra con respecto al edifi­
cio. Esta modalidad está emparentada con la que se acaba de
mencionar; en ella, sin embargo, la masa surge de (la mezcla
con) el susodicho fruto al transformarse éste sustancialmente.
En las modalidades precedentes encontramos aquellas co­
sas que sirven de sustrato a la potencia. Son sustratos de ésta
bien en su individualidad solamente (excluyendo otras cosas),
bien en combinación con otras. Si son sustentadoras de la
potencia en su individualidad, se comportarán por un lado de
manera tal, que para producir un efecto sólo necesiten que se
origine actualmente la acción. Una causa tal recibe por exce­
lencia el nombre de sustrato en relación con lo que en ella
existe. Efectos tales tienen necesariamente en sí mismos una
existencia actual (se trata, pues, de sustratos que son ellos
78 AVICENA Y LA

mismos sustancias, es decir, no del sustrato prim ero absoluto,


la m ateria prim a). Mas si el sustrato no tiene en sí una exis­
tencia independiente, no puede estar predispuesto para dar
acogida al principio form al. Antes bien, tendrá que existir pre­
viamente en sí de manera actual. Mas si se com porta de modo
que sólo en virtud del principio form al que entra en el sustrato
puede alcanzar una existencia independiente, entonces hay que
pensar que antes de aparecer este p rin cip io segundo, formal,
existía en el sustrato otra cosa, y que ésta le confería la exis­
tencia. Otra posibilidad es que el segundo principio, el formal,
no otorgue la existencia al sustrato, sino que le sea agregado
a éste (cuando ya exista en su naturaleza terminada). O tam­
bién puede ocu rrir que, al serle agregado el principio formal,
le sea suprim ido al sustrato aquello que anteriormente le con­
fería la existencia; entonces sufre alteración en el sentido
auténtico de la palabra. Sin embargo, habíamos partido de la
suposición de que el sustrato no se alteraba.
Esta m odalidad de las causas materiales constituye, pues,
un grupo aparte. O bien necesita que se le agregue una cosa
(para que el efecto tenga lugar), o bien es un movimiento, ya
local, ya afectando a la cualidad, cantidad, situación y sustan­
cia, o bien ocurre, en tercer lugar, que el sustrato es la causa
de que sea eliminada en él una cosa no sustancial, ya sea
cualitativa, ya cuantitativa o similar. La causa material, que
está en relación con otras cosas, entra necesariamente en rela­
ción con otras sustancias y form a un compuesto. Surge enton­
ces un solo compuesto al modo de una yuxtaposición, o bien
se produce junto a éste otra alteración cualitativa. Mas todo
aquello que se altera llega a través de una sola o varias trans­
form aciones a la meta definitiva (p or lo que todo proceso de
transformación tiene una o varias fases).»

Ibidem , pdgs. 407 y siguientes.


IZQUIERDA ARISTOTELICA

Se reafirma la influencia de lo m aterial sobre la form a sus­


tancial; la materia no es sólo cuantificadora, sino asimismo
cualitativamente determinadora:
aEsta influencia consiste en que la materia individualiza
y determina a la form a sustancial... cada uno de estos dos
principios, la m ateria y la form a sustancial, es causa del otro
en algún aspecto determinado y con respecto a una realidad
determinada, pero no en uno y el mismo aspecto. Si ello no
fuera así, la form a sustancial material no tendría absoluta­
mente ninguna dependencia necesaria de la materia. Ya hemos
explicado antes en este sentido que para la existencia de la
materia no basta sólo con la form a sustancial. La form a sus­
tancial se com porta p or el contrario sólo como una parte de
la causa. Mas si esto es así, la form a sustancial no se puede
considerar entonces en todos los aspectos como causa de la
materia (configurada, individualizada y determinada), que sería
al mismo tiem po independiente en sí misma de la materia y
autónoma.»

Ibidem, pág. 600 .

El cuerpo es la unidad de materia y form a en cuanto objeto


físico. Pero Avicena no quiere ver a este cuerpo determinado
únicamente co m o tridimensional. El cuerpo, en sus dimensio­
nes, es por lo menos transformable, de modo que aquéllas
no le son esenciales. Igualmente no le es esencial al cuerpo un
arriba o abajo, en el sentido, por ejemplo, de que se encuentre
debajo del cielo, teniendo así que ser finito. Lo único que le
es esencial al cuerpo fuera de este relativismo, es que exista
en la form a de la continuidad, que tiene la propiedad de des­
pojarse incluso de determinadas dimensiones. Ocurre así que,
implícitamente, la corporeidad no se piensa p or fuerza, com o
«res extensa» o sólo de manera cuantitativa. Por el contrario, se
halla a mayor profundidad que la extensión en cada caso, sub­
entiendo asimismo en fenómenos no cuantitativos:
80

«N o es condición indispensable del cuerpo el que tenga


dimensiones... Y tampoco el ''esse corpus” es necesariamente
dependiente de la determinación consistente en tener su lugar
natural bajo los cielos, de manera que le sean propios los
diversos lados, en virtud de las diversas direcciones del uni­
verso... Todas las dimensiones que se le suponen al cuerpo
dentro de sus límites, incluyendo sus form as y situaciones,
son en consecuencia cosas que no constituyen partes integran­
tes del concepto de su esencia... La verdadera esencia de la
corporeidad es la form a sustancial de la continuidad, que tiene
aptitud receptiva para la modalidad de las tres dimensiones.»
Vemos una anticipación de Leibniz en estas determinaciones
dinámicas que toman el espacio al azar, así como una notable
ampliación del concepto «esse corpus», que aquí rebasa sus
límites anteriores retrocediendo más allá de lo cuantitativo.

Ibidem , págs. 98 y ss.


AVERROES

El entendimiento sólo puede aprehender las formas gene­


rales, pero éstas sólo se dan en la diversidad material. Por
tanto, si el entendimiento comprende pese a todo esta diver­
sidad material, si ella no deja de ser predicable, entonces las
formas aprehensibles no pueden encontrarse fuera de la diver­
sidad material. Esta diversidad sería de otro modo inaprehen-
sible, y habría solamente un conocimiento de las formas gene­
rales, pero no de las cosas del mundo. Pero el que haya tal
conocimiento se debe precisamente a que las formas residen en
la materia misma; así, el conocimiento puede aprehenderlas
en cuanto plurales:
«Suponer que hay almas inmateriales y a pesar de ello
múltiples, es un disparate. Pues la causa de la multiplicidad
es la materia, mientras que la causa de la concordancia dentro
de la multiplicidad está constituida por la forma. El que exis­
tan sin la materia cosas numéricamente múltiples que concuer-
den en la forma es, por tanto, imposible.»

La refutación de Gazali ( Destructiodestructionis), trad. alem


de Horten, 1913, pág. 30.

Tampoco en cuanto posibilidad es imprescindible o fantas­


magórica la materia, sino que, por el contrario, existe real-
6
82 AV1CENA Y LA

mente. Y su sustrato real, la materia, no puede a su vez haber


sido no existente en cualquier tiem po anterior, o lo que es lo
mismo, no puede haber surgido por creación. L o posible, recep­
tivo, potencial, m aterial, es increado, pues de haber sido crea­
do, el acto de su generación habría hecho surgir algo de lo que
ni siquiera era posible; y esto es im posible. En consecuencia,
la m ateria no precisa de un creador para existir, antes bien, es
eterna, a la par que el m ovim iento de ella. Así, pues, la m ateria
ni es susceptible ni tiene necesidad de una creación; no hay
prueba de la existencia de un Alá eterno, an terior al mundo,
al lado de la mundana y eterna materia:
«L a posibilidad necesita de una cosa real a la que ser inhe­
rente... Cuando se trata de la posibilidad en la causa, la posi­
bilidad del prin cipio receptor es por tanto una condición nece­
saria; pues la causa que pueda no tener efecto es im posible...
Tiene que haber, pues (en la m ateria eterna) un m ovim ien to
eterno que origin e en la m ateria esa sucesión encadenada de
cosas que surgen y perecen; pues por surgir se entiende la
m od ificación y la transform ación de una cosa desde una poten­
cialidad hasta el acto... Resulta en consecuencia que en el p ro­
ceso del devenir hay una potencialidad (sin com ienzo), que
es el sustrato de las form as sustanciales contrarias que en él
se suceden entre sí.»

lb id e m , págs. 104 y ss.

La transición de lo posible a lo real com ienza ya en la


m ism a posibilidad, al ser ésta en cuanto tal un seno. En la
m ateria, las form as mismas se van m adurando com o disposi-
cionales, latentes, y el acto (pensado en el m e jo r de los casos
com o m o to r del m undo) no puede producir ni una sola form a
nueva, sino que se lim ita a realizar. En su gran com entario
a la m etafísica aristotélica, A verroes pone esto claram ente de
relieve (en A claraciones a la M etaf. arist., X I I , 3): «L a causa
del m o vim ien to no les da a las cosas sus form as, sino que es
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 83

la simple eductora de las formas, limitándose a sacar a la luz


las formas subyacentes en la materia («non dat, sed extrahit»).
En consecuencia, también las almas y los pensamientos están
dispuestos ya en la materia, y de manera tal, que esta disposi­
ción de hecho, como cualquier otra, encierra en sí una posi­
bilidad no sólo pasiva, sino activa «suo genere». La facultad
así implicada de hacer madurar las formas hasta su actuali­
zación, es decir, hasta el salto a la realidad, amplía notable­
mente el concepto de lo posible; la posibilidad en cuanto dis­
posición activa se convierte en incubación, en seno de una
«natura naturans». Al mismo tiempo, esta ampliación no sólo
da cabida en la «dynamis» aristotélica a las formas, sino pre­
cisamente también a la en parte actualizadora de ellas. «Dyna­
mis» tiene ya en griego un doble significado pasivo-activo; es
posibilidad y potencia, susceptibilidad y capacidad. Lógicos tan
agudos como Avicena y Averroes captaron ciertamente esta
anfibología (que también se da en el árabe), no incurriendo
en el error de tomarla por una mera ambigüedad lingüística
(Averores — en la Refutación de Gazali, pág. 104— distingue
expresamente los dos significados de «dynamis»: «Esta cosa
puede ser llevada a cabo» y «Zaid puede llevar a cabo esto»).
Totalmente ajeno al equívoco, aceptó, pues, Averroes en toda
línea el doble sentido pasivo-activo de la «dynamis»-materia. Es
precisamente la específica «potencia» de maduración form al
la que alienta ahora en la «potencialidad» general de la mate­
ria, convirtiendo a la « dynamis »-materia en el lugar de incuba­
ción de las formas aún increadas, pero que se van madurando*
hacia su ser.
Ello da lugar en igual medida a una prosecución del des­
arrollo del otro concepto de materia aristotélico, el del ser
según posibilidad («kata to dynaton»), junto al del ser en poten­
cia («dynamei on»). Es decir, que en virtud de la potencia exac­
tamente condicionante, se determina el orden de sucesión del'
antes o después en los fenómenos, y ello de manera que Ave­
rroes distingue en las disposiciones materiales una «potencia»
más próxima o más alejada», correspondiente al antes o des-»-
84 AVICENA Y I-A

pues de la actualización posible. En modo alguno son posibles,


pues, todas las cosas en todo momento, sino que existe — desde
el punto de partida de la «potencia más próxima o más aleja­
da*— un itinerario de la evolución, sin que se pase de largo
ninguna etapa. De este modo se hallan dispuestas también en
la potencialidad-potencia de la materia los órdenes de sucesión
de los contenidos formales, y no sólo estos mismos contenidos.
Es ésta una idea que ni por asomo aparece con la misma cla­
ridad en Aristóteles; comprende, en fin, nada menos que el
reconocimiento de una mediación del progreso, necesaria en
todo punto y determinada por la madurez de las condiciones.
Poniendo un especial énfasis en el antes y después históricos
de la actualización formal, expone Averroes, en su breve co­
mentario a la Metafísica de Aristóteles, lo siguiente:
«Habiéndose puesto en claro lo que significan potencialidad
y actualidad, pasaremos a exponer ahora cuándo existe en
potencia cada una de las cosas individuales y cuándo no; pues
no es que cualquier cosa sea en potencia cualquier cosa (d e
form a que todo pudiera surgir de todo). Es evidente que las
facultades (potencias) son las unas más próximas y las otras
más lejanas, y siendo esto así, también los sustratos y faculta­
des serán unas veces más próximos y otras más lejanos. La
potencia lejana no pasa a la actualidad si antes no se ha reali­
zado el último sustrato (es decir, en su form a mayormente
dispuesta en último término). Cuando se dice por esta razón
que una cosa existe a tenor de la potencia en otra, mientras
que aquella potencia es una potencia lejana, ello se ha de
entender en sentido figurado... La potencia no evoluciona en
este determinado sustrato (hacia la actualidad) en cualquier
estado. Es, por el contrario, preciso que exista en aquel estado
en el que se da la posibilidad de su paso a la actualidad. El
semen sólo potencialmente es un hombre cuando llega al útero,
no perdiendo así la posibilidad más cercana de convertirse en
un hombre. Por ello exige toda cosa, además de este prim er
ser posible, más lejano, el otro más cercano (plenam ente me­
diatizado para la realización), ambos com o sustratos potencia­
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 85

les. Dándose estas dos potencias y habiendo una feliz coyun­


tura de las causas eficientes y de la eliminación de obstáculos,
la cosa pasa necesariamente a la actualidad.» (Cf. Hegel, Cien­
cia de la lógica, Obras, 1834 ,IV, pág. 116; Bibl. Filos., 1923,
página 97: «Cuando están dadas todas las condiciones de una
cosa, ésta entra en la existencia.»)

La metafísica de Averroes, Trad. alem. de Horten, 1912, pági­


nas 102 y ss.

Averroes seguía haciendo uso de la doble determinación ya


existente en Aristóteles, a saber, que el concepto de materia
puede significar también cosa formada, siempre que ésta vuel­
va a servir de posibilidad para una cosa formada superior.
En consecuencia, una cosa podrá ser en un aspecto form a
(por ejemplo, la madera con respecto a la construcción), pero
en otro aspecto materia (la misma madera con respecto a la
casa). Averroes parece especialmente afanado por hacer que
la materia y la form a intercambien sus caras de esta manera;
de cualquier modo, una materia que se incorpora toda form a
como madera de construcción para otra forma nueva, llega
hasta el último piso del edificio universal:
«E l concepto de materia se predica diversamente, por ejem ­
plo, de la primera materia, que carece de determinación formal,
luego de lo que ya tiene forma, como los cuatro elementos,
que son la materia para los cuerpos compuestos... Su peculia­
ridad consiste en que su forma no desaparece totalmente al
advenir una form a nueva, sino que la forma de la materia
perdura en una especie de existencia intermedia. O bien sucede
que la primera forma permanece al advenir la segunda forma,
como la disposición, que persiste en ciertos cuerpos (orgáni­
cos) de partes idénticas, para dar acogida al alma. Este tipo
de materia se caracteriza especialmente por medio del nombre
de sustrato.»
Otra versión alemana del breve .* Los epitomes de
la metafísica de Averroes, por Van den Bergh, 1924, pág. 25.
AVICEBRON

El concepto de materia fue ennoblecido por otro lado, ade­


más del de la posibilidad sustancial. Avicebrón hablaba de
una «m ateria general», que abarcaba a la corpórea, pero tam­
bién a la espiritual. Avicebrón, el pensador de esta «m ateria
universal», no partía principalmente de Aristóteles. Se encuen­
tra más bien en la estela de las influencias neoplatónicas,
mas no sólo en las que se dedican a oscurecer a Aristóteles,
como se advierte a veces en Avicena y en Averroes, sino en
las más inmediatas. La materia suprema dentro de la universal,
la «m ateria spiritualis» de Avicebrón, procede directamente de
Plotino, a saber, de su «hylé noetiké», materia espiritual o
inteligible ( s,II, 4, 1-5), localizada allá en las alturas,
d
a
é
n
E
junto al Uno originario. En el sistema emanantista de Plotino,
que desciende desde el Uno originario hasta las tinieblas de la
materia común, el principio material, que para él suele tener
carácter diabólico, experimentó un sorprendente ennobleci­
miento. Este tuvo lugar al combinarse la materia con el segun­
do rango del universo plotínico, es decir, con el «ñus» o espíritu
universal, quedando así, dentro de la esfera celeste, a los pies
de lo más excelso, que es el Uno originario. Y ello supuso un
vuelco francamente positivo para la muy negativa designación
que le correspondía en el más in ferior de los mundos, la de
ser un abismo vacío y lóbrego. Justamente este vacío, a la vez
desprovisto de cualidades e impersonal, podía servirle de relie-
87
ve al sublime vacío, impersonal y sin cualidades, del Uno origi­
nario. «De ahí que la razón, al avistar la forma en la cosa
singular, tenga por oscuro a todo aquello que esté por debajo...
Mas la oscuridad del mundo espiritual es muy otra que la del
mundo de los sentidos, y también se diferencian la materia y
la forma («m orp h é») alojadas por encima de ambas materias
(«epikeimenon amphoin»)... Allá arriba, la forma es auténtica,
lo mismo que el sustrato («hypokeimenon»). De acuerdo con
ello, habría que considerar corecta la teoría de que la materia
es sustancia («u sía»), si esta teoría se refiriese a la materia inte­
ligible; pues el sustrato inteligible es sustancia, o mejor dicho,
pensado juntamente con su forma y en cuanto totalidad, es
sustancia iluminada» ( Escritos de Plotino, I; Bibl.
na 251). El «ñus» o espíritu celeste de Plotino está, sin embargo,
provisto de esta materia, por cuanto que este mismo «ñus» re­
presenta la «dynamis» pasiva para la activa dei Uno originario,
de la «usía». Indudablemente no deja de llamar la atención
que la espiritualísima metafísica de Plotino que pone a la
materia sensible en el abismo de la maldición, haga aparecer
en el éter espiritual, en cuanto tal incluso, a una sustancia
llamada igualmente materia. Y el concepto avicebrónico «m a­
teria spiritualis» proviene justamente de esa «hylé noetiké», o
también «theia hylé», de la materia llamada por Plotino espi­
ritual y aun divina.
No debe, sin embargo Avicebrón al neoplatonismo el con­
cepto general de « ri un iv e r satis-», ni tampoco los concep­
te
a
m
tos de materia-forma, de cuño aristotélico, que con tanta fre­
cuencia aparecen en su obra «Fons vitae». (Razón por la que
los escolásticos cristianos, con San Alberto Magno a la cabeza,
la citaban casi siempre con el título de «De materia et forma».)
A fin de cuentas, Avicebrón acaba desembocando, por tanto,
en la izquierda aristotélica, y no en última instancia en virtud
de sus efectos. Y en lo que respecta a la «materia universalis»,
que abarca tanto la materia corpórea como la inteligible, cons­
tituyendo finalmente el sustrato de la coherencia del universo
unitario, Avicebrón revela un mayor parentesco objetivo con
88 AVICENA Y LA

el peripatético Estratón y en especial con la Stoa, en la cual


es bien conocida la perdurable influencia de Estratón (cf. Sie-
beck, Invest. sobre la filosofía de los griegos, págs. 181
que con el neoplatonismo. Y ello pese al sistema emanantista,
que está especialmente desarrollado en Avicebrón, e incluso
pese a la trascendencia, extraordinaria y totalm ente inmate­
rial, de la «voluntad de Dios», que destaca asimismo en la
doctrina de Avicebrón. Mas por debajo de esta voluntad, en
el mundo existente, la materia de Avicebrón viene a ser idéntica
a la esencia de las cosas. Es aquí aquel ser que surge inm e­
diatamente como real por posición — en el sentido de Fichte—
por la voluntad divina; de este modo la materia es punto de
partida y a la vez fundamento esencial de todas las sustancias
finitas. Son éstas las tesis principales de la obra «Fon s vita e»,
las cuales no podían menos de preparar el «Deus sive natura»:
«Puesto que en el mundo corpóreo tienen todas las materias
y todas las formas de ellas una esencia común, resulta que hay
una materia unitaria y una form a unitaria. Y com o también
en el mundo de lo anímico y espiritual tienen todos los cuerpos
y todas las formas una esencia común, resulta que también
allí hay una materia unitaria y una form a unitaria.»

Fons vitae, edición latina de Clemens 1892,


página 226.

«Com o además coinciden asimismo la form a general cor­


pórea y la forma general espiritual en una esencia común,
resulta de ello una materia absolutamente general y una form a
absolutamente general (et fient ambae materiae una materia,
et fient utraeque form ae una form a).»

Ibidem , pág. 227.


IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 89

«La materia general y la forma general son los elementos


constituyentes del espíritu universal (scilicet qua substantia
intelligentiae est composita ex eis).»

Ibidem, págs. 258 ,322.

«La materia y la forma del espíritu universal son el punto


de partida de todas las restantes materias y formas, descen­
diendo hasta la última conexión (et secundum hoc imaginaberis
extensionem materiae et formae a supremo usque infinum
extensionem unam continuam).»

Ibidem, pág. 313.

«(S i una est materia universallis omnium rerum, hae proprie-


tates adhaerent ei: scilicet quod sit per se existens, unius essen-
tiae, sustinens diversitatem, dans ómnibus essentiam suam et
nomen.) Si la materia universal de todas las cosas es una,
ello implica las siguientes peculiaridades: existe por sí misma,
su esencia es una y la misma, sustenta la diversidad y da a
cada una de las cosas su esencia y su nombre.»

Ibidem, pág. 13.


GIORDASO VO

«L a costumbre de creer — dice Aristóteles al final del segun­


do libro sobre la sabiduría— es la causa principal que impide
al entendimiento humano la percepción de tantas cosas que
de por sí son muy asequibles. Cuán grande sea la fuerza de
esta costumbre — dice— nos lo demuestran las leyes, para cuya
validez tienen mayor importancia los hábitos legendarios y
pueriles que los hechos patentes. Pues, como observa al res­
pecto su comentador Averroes, de igual manera que los hom­
bres se habitúan a los tóxicos hasta el punto de que éstos les
llegan a proporcionar un alivio, cual si fueran alimentos natu­
rales, ocurre por otra parte que lo que en todos los demás
surte efectos salutíferos y vivificantes, puede ser la perdición
para ellos.
Pero aquellos a los que el hado proveyó de mejores dones
espirituales, aquellos que no van dormidos por el mundo,
pueden percibir sin gran dificultad la luz que se desparrama
por doquier, con tal de que, a la hora de pronunciar sentencia
en la disputa entre la fe y la razón, designados como árbitros
entre las dos partes litigantes, escuchen atentamente, saliendo
de entre las nieblas del prejuicio común, las razones de ambas
partes, las sometan a un cuidadoso examen y, con ayuda de
una balanza exactísima, comparen y sopesen todo cuanto apa­
rece a los sentidos como evidente, irrefutable, conforme o
inamovible, familiar y acostumbrado, tan pronto como sea
91

puesto en duda, con aquello que al contrario les pueda parecer


más absurdo. Pues sólo así llegarán a hacer prevalecer al fin
su opinión ante los dioses y los hombres, y no a ciegas, como
el vulgo rudo, como el servil y necio rebaño en su profundí­
sima oscuridad y en la tenebrosa cueva de la ignorancia, sino
ba jo la clara luz divina de la verdad, como todos aquellos que
están convencidos de la existencia de una verdad divina.
Mas aquí nos encontramos en un terreno en el que reina la
libertad de pensamiento, donde cada cual debe tener presente
que el don de la visión corporal y espiritual no le ha sido
otorgado en vano, que no necesita cerrar sus ojos a capricho
de los farsantes e ignorantes, que no desprecia, en un alarde de
ingratitud para con el bondadoso creador de la naturaleza, el
preciado don de la razón, cual si ésta no se pudiese compaginar
con otros dones de la misma divinidad y cual si una verdad
se pudiera interponer en el camino de otra o una luz auténtica
pudiera oscurecer a otra luz auténtica. Siendo esto así, ¿ habría­
mos de asustarnos y escondernos de esta facultad de discerni­
miento y examen, núcleo el más valioso de nuestro ser, que
es como decir de nosotros mismos? Antes bien, habida cuenta
de la divinidad que habita en nuestro interior y de la luz que
resplandece en la fortaleza de nuestro espíritu, volvamos nues­
tros ojos de investigadores hacia el lugar donde, apenas fijem os
la mirada, adquiramos con toda certidumbre un conocimiento
ante cuya belleza, santidad y veracidad, ante cuya naturalidad,
se bata en retirada todo sofisma engañoso y se desmorone la
superstición de fantásticos zahoríes.
Consciente de su poder, el espíritu se atreverá a intentar
el vuelo hacia el infinito, cuando antes estuvo encerrado en
la más estrecha mazmorra, desde la cual sólo podía alcanzar
la facultad visual de sus ojos miopes hacia los lejanísimos
parpadeos de los astros a través de grietas y pequeños aguje­
ros, por así decir. Pero además estaban sus alas — por así
decir— cortadas por el cuchillo de una mostrenca fe consue­
tudinaria que levantaba una cortina de niebla entre nosotros
y la majestad de celosos dioses, que con su propia imaginación
92 AVICENA Y LA

creaba incluso un nublado que ella creía construido con hierro


y acero. Liberado empero de esta visión de pesadilla a base
de la mortalidad, de las iras del destino y del discernimiento
plúmbeo, liberado de las cadenas de las crueles erinias y de
los fantaseos del am or parcial, se alza el espíritu en dirección
al éter, atraviesa, flotando, el ilim itado ám bito de enormes y
numerosos universos, visita los astros y rebasa en su vuelo
las imaginarias fronteras del universo. Han desaparecido los
muros de todas esas octavas, novenas, décimas y demás esferas
que en su ciega locura inventan filósofos y matemáticos. Con
ayuda de la investigación dirigida simultáneamente p o r los
sentidos y la razón, se abren los palacios de la verdad, los
ciegos recuperan la vista, a los mudos se les desata la lengua
y los que hasta entonces estaban impedidos para todo p ro­
greso espiritual adquieren fuerzas nuevas para visitar el sol,
la luna y otros habitáculos en la mansión del Padre universal,
semejantes al mundo en que vivimos, menores y peores, pero
también mayores y mejores, en gradación infinita. Llegam os
así a una contemplación más digna de la divinidad y de esta
madre naturaleza que nos engendra en su seno, nos conserva
y, por fin, nos vuelve a acoger y, además, no creeremos en
adelante que haya ningún cuerpo sin alma o, como fem entida­
mente dicen algunos, que la materia no sea ot
estercolero de sustancias quím icas.»

E l E stim u la d or o Una defensa de las tesis del N ola n o G iordano


Bruno, Obras Escogidas, 1909, V I, págs. 120 y ss.

Aquello que no confiere las formas, sino que de la materia


las saca a la luz en ella misma, aparece ya totalm ente com o
«natura naturans» en Giordano Bruno. Esta se com porta con
respecto a la m ateria (usando de una imagen que ya empleaba
Averroes) com o el tim onel con respecto a la nave, siendo, por
supuesto, inherente a ella. Además de Aristóteles, Bruno, incu­
rriendo en parte en un malentendido productivo, hace testi--
I /i)\ IFRDA \RISTOTÉLICA 93

moniar a otros muchos filósofos antiguos, incluidos los hilo-


zoístas (animadores de la m ateria) presocráticos, la «unidad
intrínseca de materia y forma universal». Y ello al respecto
de aquella relación entre materia y form a que, como reconoce
Bruno, procede «de Aristóteles y otros de orientación sim ilar»:
«En cuanto a la causa eficiente, tengo por causa eficiente
física general a la razón común, la más elevada y capital poten­
cia del alma universal, que es la forma general del universo.
La razón universal es la potencia más íntima, real y propia
y aquella parte del alma universal que fundamenta su poder.
Es una identidad que llena el universo y lo ilumina, instru­
yendo a la naturaleza para que haga surgir a las especies com o
deben de ser. Así, pues, se comporta con respecto a la gene­
ración de las cosas en la naturaleza de la misma manera que
nuestra razón se comporta con respecto a la correspondiente
generación de las formas inteligentes. Los pitagóricos la llaman
motor y agente del Universo, lo que el poeta expresa en las
siguientes palabras (V irgilio, Eneida, V I, 726):

... "derramada por todos los miembros,


impulsa la razón a la masa del universo y
penetra todo el cuerpo.”

Los platónicos la llaman arquitecto universal. Este arqui­


tecto, dicen, se traslada del mundo superior, que es totalm ente
unitario, a nuestro mundo sensible, desmoronado en la diver­
sidad, donde, a causa de la separación de las partes, no sólo
reina la amistad, sino también la enemistad. Esta razón lo
engendra todo, vertiendo algo de sí misma en la m ateria y
dejándoselo como suyo, mientras que ella permanece en calma
e inmóvil. Los magos (persas) la llaman la simiente más fecun­
da, o también el sembrador, pues es ella quien colm a a la
materia de todas las formas, configurándola según la manera y
las condiciones dadas por estas últimas y entretejiéndola con
tal plenitud y admirable orden, que no se pueden atribuir al
azar ni a cualquier otro principio que fuera incapaz de discer­
94 W IC E N A V I A

nir y ordenar. Orfeo la llama ojo del mundo, puesto que


supervisa interior y exteriormente las cosas de la naturaleza,
al objeto de que todo surja y se conserve, no sólo interior,
sino también exteriormente, en su equilibrio peculiar. Empé-
docles le da el nombre de diferenciador, puesto que nunca se
cansa de separar en el seno de la materia las formas desper­
digadas anárquicamente y de hacer que de la corrupción de
lo uno sea producido lo otro. Plotino la llama Padre y prim er
progenitor, puesto que esparce las semillas sobre los campos
de la naturaleza, siendo el inmediato distribuidor de las fo r­
mas. Nosotros la llamamos el artista interior, porque da form a
y configura desde dentro a la materia, así como hace surgir
y desarrolla el tronco del interior de la semilla o de la raíz,
empuja las ramas desde dentro del tronco, forma los brotes
desde el interior de las últimas y los capullos desde dentro
de los brotes, formando, configurando y obligando desde den­
tro, como desde una vida interior, las hojas, flores y frutos
y haciendo regresar otra vez en un momento determinado los
jugos desde las hojas y los frutos hacia los brotes, de éstos a
las ramas, de las ramas al tronco y del tronco a la raíz.»

Dela causa, el prin cipio y el Uno ( Filos.), págs. 29 y ss.

No es casualidad que el crecimiento material se ilustre aquí


por medio de la antiquísima imagen del árbol. Al adoptar Bru­
no los conceptos escolásticos, que tan áridos se nos suelen
aparecer, entra en ellos una nueva savia. Y es innegable que
esta savia, de sabor pagano, contiene asimismo ciertos com­
ponentes míticos, si bien despojados de todo veneno. La ima­
gen del árbol universal aparece así en casi todos los mitos
astrales, arraigada en la sima de las fuerzas terrestres. Es más,
el término griego para materia — «h ylé»— , además de aludir
a la madera, madera de construcción, conlleva un sentido de
bosque arraigado; el latino — «m ateria»— , empleado por vez
primera en sentido filosófico, sin duda, por Lucrecio, procede
jZOt'lHKOA ARISTOTÉLICA 95

iocluso enteramente de «m ater», no habiendo perdido en Aris­


tóteles ni tampoco en Bruno este carácter de raíz, de cimiento
de árbol, de regazo o seno. Atisbos de tal materialismo, que
podríamos llamar «ctónico», se hallan en el mismo Lucrecio,
que en la entrada de su poema didáctico «De rerum natura»,
resueltamente desmitificador, coloca sin embargo una invo­
cación a Venus en cuanto madre universal del ser, en cuanto
«natura naturans» mitológicamente designada en el árbol de
la vida. Es muy significativo que, en la obra de Bruno De la
Causa principio ed Uno, sea precisamente el fastidioso y pe­
dante Poliinnio, verdadera antítesis del filósofo, quien arremete
—en el diálogo IV — con idéntica falta de donaire contra la
mujer, la madre y la materia: «N o en vano resolvieron los
senadores del reino de Pallas equiparar a la materia y a la
hembra.» Pero por otra parte, la obligatoriedad de esta equi­
paración, combinada con el arquetipo del árbol, todavía más
antiguo, tiene tanta fuerza, que la imagen de la floreciente y
fructífera materia-árbol se impuso con valor positivo en todos
aquellos lugares donde, por influencia oriental, la materia se
representaba como una en todas las cosas creadas, fuesen
éstas de naturaleza corpórea o espiritual. Así, pese a todo, en
el gran escolástico tardío Duns Scoto, quien, mencionando
expresamente la «m ateria universalis* de Avicebrón, anticipa
la imagen del árbol de Bruno, a la vez que confirma así su
consecuencia. Pues Duns Scoto escribe igualmente en De rerum
Principio (quaestio 8, art. 4): «E x his apparet, quod mundus
est arbor quaedam pulcherrima, cujus radix et seminarium est
materia prima, folia fluentia sunt accidentia, frontes et rami
sunt creata corruptibilia, flos anima rationalis, fructus natura
angélica.» («E l mundo es, pues, un magnífico árbol, cuyas
raíces y simiente son la materia prima, cuyas hojas los efím e­
ros accidentes, cuyas ramificaciones los seres perecederos, cuya
flor es el alma racional y cuyos frutos, por fin, son los espíritus
puros.») Duns Scoto dice en este mismo pasaje: «E go autem
ad positionem Avicembronis redeo», con lo cual reconoce de
propósito al concepto arbóreo «m ateria universalis», común
% AVICENA Y LA

a él y a Bruno, com o proveniente de Avicebrón. P or lo demás,


Duns Scoto se mantiene ciertam ente b ajo la luz de la doctrina
de la Iglesia, con su teísmo ultraterrenal, mientras que en el
árbol del universo infinitam ente m aterial de Bruno se han
acabado el Más Allá y el dualismo por com pleto. Y resulta
ciertamente singular, pese a su obligatoriedad arquetípica, que
el símil del árbol, igual que alcanza, retrocediendo, desde Bru­
no hasta Duns Scoto y más allá, se encuentre, avanzando en
la historia, casi literalm ente en Jakob Bohm e también, quien
difícilm ente podría conocer tales fuentes literarias. P ero B oh­
me, en la introducción a la Aurora, hace aparecer, de manera
casi idéntica a la de Duns Scoto, y sin duda también a la de
Bruno, al mundo com o un árbol, el cual es recorrido desde las
raíces hasta las flores y los frutos por una savia vital única
y es configurado y estructurado desde su mismo in terior por
la actividad de sus gérmenes. También las energías manantiales
del «corpus naturae» ascienden aquí com o en un árbol, o según
interpretó posteriorm ente Schelling la imagen, en un «o rg a ­
n ism o» naturaleza, que abre sus propios ojos en el hombre.
Pese a todo, pudo así acabar triunfando la inmanencia, y ello
por estar cualificada en grado sumo, hasta las alturas, no
perdiendo, pues, con todos los tropismos, el contacto con la
polifacética sensatez de los antiguos aristotélicos de izquierda
ni la consecuencia en su causa. Y así, la form a ya no es algo
exterior a la m ateria, com o predicaban los escolásticos de dere­
cha, sino que, resumiendo una vez más, la m ateria y la form a,
la posibilidad de surgir y la posibilidad de actuar, aparecen
unidas en la misma «natura naturans». Es más, se implican
con una reciprocidad tal, que hace coin cidir por fin en una
sola cosa a la potencia pasiva y a la activa en la m edida del
ser. Y así, la lucha entre idealism o y m aterialism o, que la
izquierda aristotélica lib ró a su manera (y que p or cierto no
se resolvió en muertes, sino en un enriquecim iento del idea­
lismo, siem pre que éste fuera fecundo y progresivo), acaba
claramente en Bruno con el triu nfo de la explicación de la
existencia p or sí misma. Avicena adquiere un carácter más
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 97

resucito en Averroes, y éste se hace más terminante en Bruno;


la filosofía triunfa progresivamente aun sobre aquella muy
sublime doctrina fantasmagórica llamada de las formas puras.
A partir de aquí no se trata ya de despojarse de la materia,
sino de ir poniéndola en claro en toda su profundidad. Lo
principal en Bruno es que asegura la unidad de la form a (lo
activo) y de la materia, que afirma que la materia es produc­
tiva en sí misma. Es éste un paso capital, de efectos muy
importantes, que Avicena promovió, pero Bruno no llevó total­
mente a término. En éste se echa todavía de menos al hombre
en la «natura naturans»; falta además todo el aspecto del tra­
bajo y la historia, que son prolongaciones de la naturaleza; y
falta sobre todo el carácter de mundo inconcluso, al que cierran
el paso las circunstancias de clase y el cerrado elemento «pan-»
del panteísmo. Pero así como entre las mareas vitales y en
el ímpetu activo de Bruno no falta la dialéctica, una tensión
y unidad de contrarios agudamente perfilada, así este cam­
biante urdir tiene como sustrato a una materia no rigidecida, a
una materia a la que se le supone la capacidad de evolucionar
y cualificarse. De todo ello resultan ciertos indicios im portan­
tes, de los que difícilmente se podría prescindir; aunque en
parte no se inserten aún en la conciencia progresiva, constitu­
yen toda una serie de argumentos indirectos en contra de un
mecanicismo estrecho. Adquiere por ello una nueva validez la
afirmación de que Hegel esimportante p or su m
tico ( ycuanto está relacionado con él), pero Aristóteles y su
izquierda lo son p or su concepto de materia. N o sólo Hegel,
sino también el concepto aristotélico de materia y sus trans­
formaciones radicales (afectando a la misma raíz) a cargo de
Avicena y Bruno, alientan en el materialismo de enfoque dia­
léctico, siendo un fermento que merece una consideración por
separado. Son los promotores de la evolución de la imagen del
universo y aun de la auténtica meta-física, la de la actividad
y la esperanza, a diferencia de lo pura o impuramente mecáni­
co, que representa al estatismo y a la privación de cualidad.
El espíritu, en cuanto florescencia suprema de la materia orgá-
7
98 AVTCENA Y LA

nica, tampoco podría surgir de ésta y transformar la existencia,


si no fuera condicionado y producido por ella, es decir, si no
estuviera predispuesto y en último término aclimatado en ella.
Igualmente es abarcado por la materia propia, ya que esta
misma posee como suya la conciencia naciente y da form a a
las figuras del proceso lógico-dialéctico en cuanto inform acio­
nes propias. Esta ampliación o también recuperación creadora
de un concepto de materia no invalida la diversidad de sus
campos y estratos, sino todo lo contrario. Existen indudable­
mente, con sus puntos de partida respectivos, especiales modos
de movimiento — el químico, orgánico, psíquico, económico-
social y cultural— , que son formas de organización de la
materia universal. Negar esto, contra todo evento, era privativo
de los mecanicistas, materialistas vulgares a fin de cuentas.
De muy otra índole es, sin embargo, la constitución de aquella
diferencia mala, es decir, dualista por excelencia, que se inter­
puso entre la materia y el espíritu, entre «h y lé » y «pneum a».
Consecuencias de ella son una materia infecundada, a la cual se
hace «retroced er» todo, y un espíritu amputado, hacia el que
se levanta y «e le v a » lo demás. En lugar de ello es más urgente
que nunca el problema, no invalidado aún, de los aristotélicos
de izquierda; en medio del acaecer material, con todas sus
conformaciones y transformaciones, se trata de no perder el
«topos», en el que tampoco se acaban los colores, las cualidades
de las cosas, en el que hay sitio para la vida, la conciencia y
el decurso de la historia humana, sobre y en el gigantesco
fondo inorgánico. Y ello mediante el arco que enlaza a la
utopía con la materia; tan poco paradógico es, que el «dynam ei
on» material im plica primeramente todo el contenido concre­
to-utópico, conservándolo todavía latente y fundiéndolo. Los
mismos Avicena y Averroes, una vez abjurado el estatismo y
aplicándose al devenir, habrían adjudicado a su «eductio for-
marum ex m ateria» una form a no sólo hilozoísta, sino, por así
decir, hilócrifa, esto es, latente, o dicho de otro modo, una
«entelequia inconclusa». Pues todas las form as asumidas son
ensayos de educción del todavía inédito tesoro de la m ateria
IZQUIERDA ARISTOTÉLICA 99

misma, sin mostrencos sistemas mecanicistas y sin un agente


allá en las alturas. Esto es o para esto sirve el materialismo
especulativo de la izquierda aristotélica, que por cierto no ha
tocado a su fin, pese a haber pasado ya su séptimo día también,
pese a su domingo, panteísticamente afirmado en el mismo
«dynamei on», cual si con ese «pan-» ya estuviera hecho todo.
Mas no hay salida al exterior, precisando su aumento en hon­
dura escatológica, que vaya sin Bruno ni Spinoza, sin esta
otra conciencia, es decir, la no interna, contra el subjetivismo
y el mecanicismo a un tiempo.
INDICES
INDICE DE NOMBRES CITADOS

Abasidas, 15. Aphorismi de anima, 11.


Abelardo, 56. Canon de Medicina, 11.
Abentofáil, 23-26, 55. Compendium de anima, 11.
Philosophus autodidactus (El De Almahad, 11, 15.
Viviente, h ijo del D espierto). De divisionibus scientiarum, 11.
(Hadj ibn Yakzan), 23, 56. Libro de la convalecencia, 11.
Abu Said, 20. Libro de la curación (K ita b -a s-
Afjana, 10 sifa), 11.
Alá, 25, 82. Libro del saber (D am ish-N a-
Alejandro de Afrodisla, 25, 29, 35. meh), 11.
Alejandro de Hales, 44. Metaphysica, 11, 36, 81.
Algazel, 21, 54. Philosophia orientalis, 11, 25,
Destructio Philosophorum, 21, 35, 49.
54. Tractatus de definitionibus et
Al-Mansur, 15. quaesitis, 11.
Amalrico de Bena, 48 (V. Amal-
rlcanos, Herejía pan teísta).
Arabia 13 Bacon, Roger, 15, 16, 56, 61.
Aristóteles, 12, 16-19, 25-38, 41-45, Bagdad, 10, 15, 19, 21, 48, 53.
50, 51, 58-73, 85, 86, 90-97. Basra, 13, 19, 20.
De Anima, 73. Báumker, Clemens, 88.
Arrio, 42. Biblia, la, 42.
Averroes, 8, 12, 18, 23-56, 62, 65, 67, Bocaccio, 21.
81, 85, 86, 90, 92, 97. Bogutdínov, 11.
Destructio Destractionis, 25, 38, Bóhme, Jakob, 61, 96.
81, 83. La Aurora, 96.
Metafísica, 82-85. Bostra, 13.
Avicebrón, 29, 30, 48-51, 86-89, Bruno, Giordano. 12, 28, 30, 39, 46,
95, 96. 48-52, 61-63, 67, 90-99.
Fons Vitae (De materia et fo r­ El Estimulador, o una defensa
ma). 87, 88. de las tesis del Nolano G io r­
A v ic e n a ,---------- , 74-80. dano Bruno, 92.
104 INDICE DE NOMBRES

De la Causa, el Prin cip io y el Hobbes, 61.


Uno, 50, 94, 95. Homero, 19.
Bujara, 10, 15. Horten, M. 25, 27, 75, 81, 85.
Die H auptlehren des Averroés
Cairo, el, 54. (D octrinas prin c i p a l e s de
Cicerón, 35. Averrocs), 25.
Corán, el, 15, 17, 19, 20, 21, 24, 25, Die Metaphysik Avicennas (La
27, 28, 31, 56. m etafísica de A vicena ), 75, 85.
Córdoba, 15, 48, 53. Humboldt, Alexander von. 15.
Cosroes I, 14. (V. Nuschirván.)
Cristo, 41. Ibn Rosch (V. Averroes), 55.
India, 13, 14.
David de Dlnant. 48-51. (Véase Irán, 19.
A m a l r l c a n o s , Herejía pan- Islam, 13, 14, 33.
teísta.) Ispahán, 10, 11.
Decálogo, el, 56. Italia, 54.
Dios, 17, 21, 24, 29, 30, 33 35-37,
44, 45, 48, 49, 51, 53. Jámblico, 14.
Duns Scoto, 95, 96. Jesús, 21, 56.
De rerum principio, 95. Joaquín de Flore, 21, 48.
Juan de Padua, 47.
Eckart, maestro, 19, 21. Justiniano, 14.
Elchhorn, 23.
Empédocles, 93. Leibniz, 52, 80.
Escoto Eriúgena, 18. Lessing, 21, 65-67.
Escrituras, las, 19, 20, 22. Emilia G a lotti, 65.
España, 14. Lichtenberg, 53.
Espíritu Santo, 48. Lucrecio, 94, 95.
Estratón, 29, 34, 35, 88. De rerum natura, 95.
Europa, 14.
Evangelio, el, 18, 56. Mahoma, 13, 14, 18, 56.
Fausto, 46, 54. Maimónldes, 43, 56.
Federico I I de Hohenstaufen, 21. Guía de descarriados, 56.
Fichte, 88. Marx, Carlos. 61, 62.
Florencia, 42. La Sagrada Fam ilia, 61.
Meca, la. 13.
Galileo, 54. Mediterráneo, 13.
Goethe, 62, 68. M il y Una Noches, las. 54.
El ensayo de D iderot sobre la Moisés, 21, 56.
pintura, 68. M otekallem in, los. 45, 54.
Giotto, 42. Münzer, Thomas, 34.
Goldzhler, 20.
Vorlesungen über den Islam Nicolás de Cusa, 62.
( Lecciones sobre el Isla m ), 20.
Nuschirván (e l Inm ortal), 14 (ver
Grecia, 32. Cosroes I).
Guillermo de Occam, 41.
Occidente, 11, 33, 48, 53.
Hamadán (Ecbatana), 10, 11 Ornar, 13.
Hegel, 28, 29, 51, 58 64, 66, 85, 97. Omeyas, 15.
Ciencia de la lógica, 85. Orfeo, 94.
Lecciones sobre estética, 86. Oriente, 9, 11, 19, 54, 55.
Heráclito, 69. Orígenes, 22.
IN PICF DE NOMBRES 105

Padua, 47, 67. De ente et essentia, 44, 45.


París, 42. De unitate intellectu contra
Persla, 13, 14. averroistas, 34, 43.
Pérsico <G olfo) 13. Summa Theologica, 41, 45.
Petra, 13. Saturno, 22.
Pletro d’Albano, 47. Scaligero, Julio César. 67.
Plotlno, 49, 86, 94. Poética, 67.
Enéadas, 86. Schelllng, 96.
Pobre Conrado, el. 34. Schopenhauer, 66.
Prometeo, 67. El mundo como voluntad y re­
Ptolomeo, 62. presentación, 66.
Siebeck, 88.
Renán, 54, 55. Investigación sobre la filosofía
Averroés et l’ave54. de los griegos, 88.
Roblnsón (Crusoe), 23, 24. Slger de Brabante, 43.
Román de la Rose, 47. Simbad el Marino, 14.
Siria, 14.
Sorbona, la. 47.
Sabelio, 42. Spinoza, 46, 51, 52, 57, 99.
Salomón lbn Gabriol (v. Avlce- Tratado teológico-pol57.
brón). Stoa, la. 33„ 88.
San Agustín, 42.
San Alberto Magno, 15, 18, 34, 40, Teherán, 11.
48, 87. Tertuliano, 18.
De unitate intellectu contra
averroistas, 34. Van den Bergh, 85.
San Anselmo de Canterbury, 18. Los epítomes de la M etafísica
San Pablo, 18. de Averroes, 85.
San Pedro, 18. Venus, 15.
Santo Tomás de Aquino, 12, 18, Virgilio, 93.
19, 28, 30, 34, 38, 40-48. Eneida, 93.
INDICE DE CONCEPTOS

Accidentes. 50, 74, 76. — individual. 31.


Acción. 77. — inmaterial. 81.
Acto. 36, 44, 51, 82. (v. Potencia, — intelectiva. 31, 33.
Entelequia) — sensitiva. 30.
— desprovisto de materia, 36. — universal. 51, 93. (v. P rin ci­
— en el acaecer, 36. pio form al)
— primigenio, 44. — volitiva. 30.
— puro, 37. (v. Dios, Alicuidad, Alteración. 78, 82. (v. Cambio,
Esencias) Movimiento)
— ser eficiente, 44. Analogía entis. 45.
Actualidad. 73, 77. (v. Forma, Antlclericalismo. 21.
Realidad) Apologética clerical. 41.
Actualizarse (hacerse real) el Aprehensión, 81. (v. Conocimien­
mundo. 47. to, Concepto)
Actualización. 83, 84. , Arabe. 13.
Aforística, doctrina. 61. sociedad — en crisis. 53.
Agricultura. 13. Arbol del Universo, im agen del.
Albigenses. 19, 48. (v. Herejía) 94-96
Alegoresis. 22. (v. Filosofía, R e­ Aristotelismo.
ligión) — cristiano. 28.
Alicuidad. 37. (v. Acto puro) derecha del — . 31, 40, 42, 91.
Alma. 20, 26, 47, 83, 85. — eclesiástico. 46.
— animal. 30, 31. — goethiano. 67.
— colectiva. 31. — naturalista. 29.
doctrina aristotélica del — . 31, izquierda del — . 28-30, 34, 35, 38,
32. 40-43, 46, 47, 49, 50, 54, 58, 60-62,
doctrina del cuerpo y el — . 30, 64, 96-98.
41. Aritmética. 10.
— . form a eficiente, unitaria del Arte. 65-68.
cuerpo. 30. — poética. 67.
— imaginativa. 30. Artista, el. 66, 67.
108 INDICE DE CONCEPTOS

Astrologia. 19. base del — . 41.


Astronomía. 10. espíritu del — . 34.
Atomismo. 95. Comercio. 13, 14.
Atributos. Comunismo naturalista. 14.
unidad de sustancia y — . 52. Conciencia. 98.
Autoproducción. 36. libertad de — . 14.
— del mundo. 44, 52. (v. M ate­ — no interna. 99.
ria) Conceptos.
Averroistas. 52, 67. aprehensión de los — . 74.
— cristianos. 47. — generales. 40. (v. Universales)
— anticristianos. 47. Conocimiento. 24, 32, 33, 41.
— latinos, 43. — científico. 22.
— científico-natural. 13, 15, 24,
Baptlstas. 34. 28.
Barroco. 47. — de Dios y de la Naturaleza.
Burguesía. 13, 47. 56.
fase suprema del — . 24.
Cábala, la. 33. — natural. 19.
Cambio. nous que da el — . 32.
— cualitativo. 38, 78. nous pasivo, capaz de conocer.
especies de — . 38. 32. (v. Doctrina de las represen­
— local. 38, 78. taciones básicas)
— orgánico. 38. (v. M ovim iento) — por los sentidos. 42, 92.
Cantidad. 77, 78. teoría del — . 40.
lo cuantitativo. 79, 80. Contemplación, la. 20.
Capital m ercantil. 13, 14. Contradicciones,
Categorías del ser. 77. , armonía de las — . 73.
Causa. 75, 77, 79, 82, 94. tensión y unidad de contrarios.
— de influencia negativa, con - 97.
ditio sine qua non. 35.Cosmológico, argumento. 45.
— divina. 37. (v. D ator form a - Creación. 38, 82.
rum ) — artística. 65, 67.
— eficiente. 36, 44, 85, 93. — del mundo. 43, 44.
— final. 29, 44, 45. (v. Forma, En- doctrina de la — . 47.
telequia) razón creadora. 46. (v. Logos
— material. 75-78. spermatikós)
— primera. 74. Cristianismo. 12, 18, 19.
Causalidad. patrística del — . 22.
— divina. 55. pensadores medievales del — . 31.
— exclusiva. 45. pensadores monacales del — . 40.
inviolabilidad de las leyes de Cualidad. 77, 78, 97.
la — . 22. Cuerpo. 26, 30, 32, 49, 66, 79.
Ciencia. 18, 22, 54. — celeste. 35. (v. Soma ).
— de las causas del ser. 74. continuidad del — , 79.
— s naturales. 54, 73, 74. — s compuestos. 85.
— s particulares. 35, 54. Dios, m ateria y — , sustancial­
scientia experim entalis. 16. m ente uno. 48.
Clase. doctrina del — y del alma. 30.
circunstancias de — . 97. doctrina de la separación del —
— dominante. 19, 33. y del alma. 41.
— sacerdotal, 19, 20, 33. esencia de la corporeidad. 79, 80.
Clericalismo. 53. gobierno del — . 11.
INDICE DE CONCEPTOS 109

muerte del — . 31, 92. — inconclusa, 36, 98 (v. M ovi­


— orgánico. 30, 31, 85. miento).
— receptivo-pasivo. 32. Entendimiento. 11, 17, 18, 19, 30,
resurrección del — . 15. 31, 33, 73, 81, 90. (v. Razón. Co­
nocimiento, Iluminación)
Dator formariim . 37, 66. — activo general. 23.
Demostración, la. 17. — agente ( i n t e l i g e n c i a co­
Derecho natural. 34. mún), 30, 33.
Derviches. 20. — común, 49.
Determinado, lo. 73. (v. Materia, — individual. 31.
Forma) — pasivo. 32.
Dialéctico, — unidad del— . 33, 43.
método — . 58, 97. Entes. 33, 44. (v. Ser)
proceso — . 59, 64. Entidades. 38.
Dimensiones. 79, 80. Eros platónico. 36.
Dios. 17, 21, 24, 29, 30, 33, 35-37, Esclarecimiento. 27.
44, 45, 48, 49, 51, 53. Esclavismo. 32.
atributos de — . 56. Escolástica.
contemplación de — . 92. — cristiana. 27, 28, 40, 41, 87.
conocimiento de — . 56. — europea. 40.
corpus coeleste. 25, 35. (v. Soma — oficial. 43.
theiorí) —• oriental. 11, 15, 28.
divinidad, la. 26. —• tardia. 43.
divino-ser-acto. 44. (v. Acto pu­ Esencia. 44, 45, 88, 89 (v. Dios, A c­
ro, Acto primigenio, el Ser) to puro, Alicuidad).
potencia de — . 30. — común, 88.
voluntad de — . 88. — s. 24, 27, 69, 76.
— es, los. 26, 91. Espacio, 77, 79.
Disposición. 60, 63, 64, 76, 82, 83, Especies, 73.
85. (v. Posibilidad, Potencia, Espíritu. 48, 62, 92, 97, 98.
M ateria) — de la tierra goethiano, 42.
Dynamei on. 29, 30, 35, 59, 63, 64, — del bien y del mal. 15 (ver
68, 83, 98, 99. (v. Ser en poten­ Culto de la luz, Maniqueis-
cia) mo).
Dynamis. 83, 87. — divino aristotélico. 32, 33.
— esclarecedor. 24.
Edad Media. 14, 41. — s. esféricos. 33.
Edad Moderna, 54, 67. — Santo. 42.
Edicto de Córdoba, 53. — hegeliano. 28, 29.
Educción. 67. — humano encarnado. 18.
Efecto. 77, 78, 82. (v. Causa) la carne emancipada del — ,
Elementos, doctrina de los. 38. 47.
Emanatismo. 88. — s. planetarios. 33.
— neoplatónico. 33. — puro. 42. (v. Dios).
Enciclopedia filosófica. 53. — universal. 76, 89.
Energía potencial del mundo. 63, Espiritualidad. 67.
64. Estética. 66, 67.
Enérgueia. 46. (v. Logos sperma- Ideal estético, 67.
tikós) Estoicismo. 33, 34, 46.
Entelequia. 29, 35, 36, 38, 44-46, — panteísta. 22.
51, 68. (v. Forma, Causa final) Estratonismo. 35.
arquetipo entelequial. 67. Estructura, 28.
lio IN D IC E DE CONCEPTOS

Eterno. 36, 37. 48, 51, 82. — , configuración m aterial. 59.


— eternidad. 22, 36, 38 (v. M ate­ — , configuradora relativa. 50.
ria, Form a). — corporal, 88.
Etica. 74. — disociada. 38.
Evolución. 38, 58, 89, 97. — divina. 41.
sucesión evolutiva de las m ó­ doctrina de las -s puras. 97, 98.
nadas, 52. — eficiente, 29, 30, 34-36.
— universal, 61, 64. — espiritual. 39, 88.
Existencia. 37, 44, 45, 76, 78, 79, — s generales. 81, 89, 93.
81, 82, 98. — inherente. 41, 42.
— actual. 77. — s inteligentes. 93.
concesión y conservación de — , modo inm anente de ser de
la— , 37. la m ateria. 58.
— dada, 65, 66. — , segundo principio del ser. 51,
Existente, el. 56. 78.
— por si misma. 96. — separada. 41, 42.
posibilidad de— . 75. — suprema. 29, 36, 42.
pre- de la m ateria, 47. — sustancial. 76, 77, 79, 80.
Extasis. 24-26. unidad de — y m ateria. 97.
— unitaria. 88.
Fábula de los tres anillos, 23. Fuego inmanente. 38 (v. Form a,
Falasuf. 55 (v. Filosofía). Verdad ígnea).
Fe, 17-19, 22-24, 43, 53, 81, 90-92. Fuerza.
— positiva. 20. — creadora. 46.
supresores de la— , 53. — divina trascendente. 44.
Fenóm eno. 66, 67. — eficiente. 32, 44.
Ferm entación. 36 (v. M ateria). — “ eficiente y sem illa” . 46.
Feudalism o. 13, 53. — unitaria. 25.
— clerical. 16, 41, 42. — universal. 51 (v. Form a uni­
Filosofía. 10, 15, 17, 18, 21, 22, 25, versal.
27, 28, 32, 45, 54, 62, 68, 97.
— aristotélica. 32, 43.
Género humano,
ciencias filosóficas, 74.
razón del— . 49. (v. Entendi-
— de la naturaleza renacentis­
dimlento común),
ta. 61.
unidad del— . 32, 33.
— griega. 14, 54.
Geometría. 10, 75.
— islámica. 15, 54, 55.
Germ en vital. 38 (v. Forma, M a­
— moderna, 51.
teria).
— natural. 28.
— naturalista, 55. Gnosticismo, 19.
— práctica, 93. Gravidez, 36.
— práctica. 74 (v. Etica). Guerra santa. 14.
— presocrática. 93.
Finalidad de la creación artísti­ Hegeliana, izquierda. 28, 29.
ca. 65. Hégira, 14.
Física. 11. Herejía. 12, 18, 33, 43, 49.
Form a. 29, 30, 34-38, 44, 48-50, — alblgense. 19, 48.
57 - 64, 75, 76, 83-87, 92, 94, 96. — panteísta, 48, 49.
(v. Causa final. Entelequia, M a­ Hermanos del Espíritu Libre, sec­
teria). ta de los. 21.
— activa. 32. (v. O rgano rec­ Hermanos Puros de Basra. 20, 64.
tor). Hilócrifa. 98 (v. Entelequia).
INDICE DE CONCEPTOS 111

Hilozoístas. 93, 98 (v. Filósofos Juicios, formulación de. 74.


presocráticos). Kalam (palabra revelada), maes­
Historia. 97, 98. tros del. 54 (v. Revelación, Mo-
Historiografía. 27, 68. tekallemin).
Hormé. 36 (v. Materia, Forma, Kata to dynaton. 35, 83 (v. F or­
Entelequla). ma eficiente, Entelequla).
Hylé. 44, 48, 98 (v. M ateria).
— noetiké. 86. Lenguaje metafórico. 17, 18, 23.
theia — . 87. Liberación de los pueblos colonia­
Hypokeimenon. 87 (v. Sustrato). les. 54.
Literatura europea. 23.
Idealismo, 96. Lógica. 10, 11, 28.
Ideal. Logos spermatikós.46 (v. Estoicos,
— estético, 67, Enérgueia, Razón inm anente).
— realista, 68. Luz. 73, 90, 91.
Iglesia, la. 18, 43, 47, 48. hacerse la — . 14.
doctrina de — . 96. iluminados, los. 25.
Ilustración, la. 34. metafísica cosmológica de la
Ilustración. 11, 22. — . 19.
— europea. 22-24, 56. nacimiento de la— . 24, 25.
Individuación, principio de. 45, — natural. 18, 57 (v. Filosofía).
79 (v. M ateria). — , origen luminoso del mun­
Infierno. 31, 54. do. 20.
Infinito. 30, 62, 91. — originaria. 19, 20.
Inm anencia. 44, 45, 51, 52, 67, 68, — suprema. 18. 19.
96 .
— configurativa. 38. Más allá, el. 12, 30, 31, 50, 96, 99
doctrina leibniziana del desplie­ (v. Trascendencia).
gue de la inmanencia. 52, 80. Matemática. 11, 28, 74.
form a Inmanente, modo de ser Materia. 27 y ss.
de la materia, 58. (v. natura aptitud de la— . 38.
naturans). base cuantitativa de la— . 58, 79,
97.
Inm aterial. 36, 81 (v. Entelequla,
Alma). — , como vida total. 30.
Inmortalidad, negación de la— , — común. 86.
individual. 47 (v. Vida ultra- concepto de la— , 39, 59.
terrena, Trascendencia). desarrollo cualitativo de la— . 58,
79, 97.
Inquisición. 39, 53. diversidad de la— . 81.
Inspiración. 17 (v. Revelación). — dialéctica, 64.
Intelecto. 32, 33, 73 (v. Razón ac­ — disposicional. 32, 65.
tiva, Conocimiento, Ent e n d i- — eterna. 11, 22, 37, 82.
miento). generación de la— . 31.
unidad del — . 33. — general. 89.
Inteligencia común. 75. (v. Enten­ — germinal en despliegue. 52.
dimiento agente). — grávida. 36, 65-68.
— activa. 32, 33 (v. Razón hu­ — increada. 36 (v. M ateria ori­
mana, Conocimiento, Entendi­ ginarla).
miento). — indeterminada u originaria.
— suprasensible. 32, 33. 35, 85.
Instituciones sociales, 15. — mecánico-estática. 47, 59, 62.
Investigación. 17. naturaleza, 26, 66, 67.
112 INDICE DE CONCEPTOS

preexistencia de la— . 47. Monismo. 20.


— prima. 37, 78, 95. Moral. 53, 57.
principio material. 51. elem ento humano en la — . 57.
prim er principio del ser. 51. igualdad de la ley — para to ­
proceso dialéctico de la— . 59, 64. dos. 56.
— segunda, hecha mundo. 35. ley — natural. 55, 56.
— , sustrato de la disposición — idad, la. 56, 57.
determinada. 29, 37, 38. — natural. 34.
— , sustrato de la posibilidad. M orplié. 87. (v. Form a)
48, 63, 64, 75. M otekallem in, secta de los. 45,
— , sustrato de unidad en todo 54. (v. maestros del Kalam , R e ­
lugar. 49, 87. velación)
— total. 12. Motor. 67, 82, 93.
unidad de — y forma. 97. — de la luna. 33.
— unitaria. 88. — inmóvil. 51.
— universal. 35, 86, 87, 98. — universal inmóvil. 36. (v. A c ­
— universal-concreta, 37. to, Dios)
— universalis. 29, 49, 64, 89, 93, M ovim iento. 26, 36, 38, 58, 61, 73,
95. 77, 78, 82, 98.
Materialismo. 11, 30, 50, 52, 61, 96. — circular del cielo. 38, 67.
— ctónico. 95. — de la m ateria. 61. (v. A ctu a ­
— histórico-dialéctico. 64, 68, 97. lidad)
— renacentista. 47, 63. — , entelequia incom pleta, la. 59.
— vulgar. 98. M ovim ientos populares. 19.
Mecanicismo. 38, 61, 64, 97, 99. M ufti. 28.
Mecanicistas. 12, 38, 58, 61, 98. Multiplicidad. 81. (v. M ateria)
Medicina. 10, 75. Mundo.
Medioevo. 27. actualizarse el — . 48.
— árabe. 13, 14. autoproducción del — . 52.
— cristiano. 28, 31. concepto aristotélico-cristiano
— europeo. 13, 15, 26, 28. del — . 42.
Mens. 48. (v. Razón) — creado. 44.
Mercancías, circulación de. 14. desarrollo progresivo del — . 59.
M etafísica. 11, 28, 73, 75, 97. origen luminoso del — . 20.
— cosm ológica de la luz. 19. (v. percepción del — . 50.
R eligión de la luz)
Mística. 16, 19. Naturaleza. 25, 26, 51, 66, 68, 91,
alegoresis — . 22. 94.
misticismo. 20-26. conocim iento de la — . 24, 56.
místicos alem anes del S. X IV . 21. contem plación de la — . 92.
— panteísta. 20. corpus naturae. 96.
— trasceudente. 20. fu erza divin a en la — . 35.
unión — . 24. — hum anizada. 68. (v. Creación
Mito. 18, 57, 94. artística)
— de la luz. 19. (v. R eligión de n a tu ra n a tu ra n s. 29, 38, 41-46,
la luz) 50, 61, 62, 67, 83, 92, 95-97.
— del árbol. 94-06. n a tu ra n a tu ra ta . 38, 50.
— logia astral. 33. n a tu ra sive deus. 46, 50.
Mónadas. 52. n a tu ra supernaturans. 38.
Monacales. n a tu ra supern a tu ra ta . 38.
escuelas — europeas. 14. — “ organ ism o” . 96.
pensadores — cristianos. 40. — p ara la Ilu stración. 34.
INDICE DE CONCEPTOS 113

— plástica. 65 Posibilidad. 36. 37, 60. 63, 73, 81,


Naturalismo. 19-21, 24-29, 33, 49- 84, 85.
51. 56. 57, 67. estado de — . 36. (v. Potencia,
doctrinas naturalistas. 35, 41, 55. M ovim iento)
Navegación. 13. m ateria como sustrato de la — .
Neoplatonismo. 16, 19, 20, 22. 47, 82.
Neoplatónico. 14, 18-22, 44, 86-88. — m aterial determinada. 38.
Izquierda neoplatónlca. 49 — objetiva real. 36, 58, 59, 63,
Nobleza. 19. 64, 68.
Nomadismo. 13. — pasiva. 35, 60.
Nominalismo. 41. (v. Guillerm o de paso de la — a la realidad. 45,
Occam, Universales) 83.
— escolástico. 43. lo posible. 73.
Nolis. — real. 68.
— aristotélico. 28, 29, 32. sujeto de la — . 37. (v. Form a)
— puro. 30, 86. — sustaclal. 86.
Novela. 47. Potencia. 35, 61, 75-77, 82, 93, 96.
— filosófica. 23. — divina. 30.
Núcleo racional. 22. (v. Verdad) máxima — . 29.
ser en — . 29, 30, 35, 58, 59, 65, 83.
Objeto. 40, 65. (v. Conocimiento) (v. Dynamei on)
Oscurantismo. 31. potencialidad activa. 30, 35, 38,
Ontológico, argumento. 45. 41, 44, 45, 73, 82.
Orgánica, transform ación. 36. (v. potencialidad--------. 44, 47, 63,
Cambio) 66, 74.
O rgano rector impersonal. 32. (v. Praxis humana. 57.
Form a activa, Razón común) Producción. 14.
Ortodoxia. 11, 15, 16, 21, 22, 24, Progreso, mediación del. 84.
27, 55. Propedéutica. 28.
— islámica. 39, 53, 55. estudios propedéuticos. 28.
— religiosa. 19, 33. Ptolomeico, sistema. 62.
— trascendentalista. 22, 46.
Razón. 19, 24, 49, 54, 87, 90, 92.
Panteísmo. 20, 21, 25-27, 30, 35, 51, — activa. 15, 32, 55.
52, 61, 67, 97, 99. — común. 31, 32, 55, 93. (v. F or­
— estoico. 22. ma activa)
herejías pan teístas. 48, 49. divinización de la — . 21.
h u m a n o ----- . 20. — humana (encarnada). 18, 32.
Parábolas. 18. — inmanente-creadora. 46.
Pensamiento. 9, 17, 19, 24, 83. la — como motor. 93.
libertad de — . 91. núcleo racional. 22. (v. Verdad)
Peripatética, escuela. 29, 35, 88. pervivencia de la — común. 47.
Pitagóricos, los. 93. unidad de la — . 32.
Planim etría. 75. — unitaria. 33.
Platónicos, los. 93. — universal. 32.
Pneuma. 98. Real, lo. 68, 82, 88.
verdad pneumática. 20. (v. Es­ — típico. 67.
píritu) Realidad. 38, 60, 73, 83. (v. F or­
Poesía. 67. ma, Actualidad)
— galante. 48. — total. 45. (v. Dios)
Poetas 67 transform ación de la — . 57, 65.
Politeísmo. 26. (v. Religión, Dios) Realismo estético. 68.

8
114 INDICE DE CONCEPTOS

ideal realista. 63 — de realización. 44.


Realización, divino ----- acto. 44.
estado de — . 36. — divino necesario. 44.
función de — . 44. — en la m edida de la posibili­
Religión. 17, 20-22. 32, 50. dad. 35, 83. (v. K a ta to dyna-
— adjetivada. 32. ton )
— católica. 41. — en potncia. 29, 30, 35, 58, 59,
ceremonias religiosas. 55, 56. 65, 83. (v. D ynam ei on)
— como envoltura alegórica. 22, fuente del — . 46.
26. separación entre — y ente. 44.
— cristiana. 33. Sociedad.
— de la luz. 14, 15, 19, 20. (v. M a- — clérico-feudal. 41.
niqueísmo, Espíritu del bien — europea. 16.
y del m al) Soma theion. 35. (v. Cuerpo celes­
— despótica. 31. te, Alejandro de A frod isia)
doctrina de la “ aventura y re ­ Species. 76. (v. Form a entelequial
greso de la luz” . 19. predispuesta)
doctrina del “ regreso del mundo Stoa, la. 33, 88. (v. F ilosofía g rie ­
y del alm a” . 20. ga)
— futura, 57. Subjetivismo. 99.
— local. 33. Sufíes. 19-21, 24. (v. R eligión m ís­
m inistros de la — . 10, 28. tica)
— monista. 26. Sujeto.
— natural. 34, 56. — causal de la realización. 37.
— politeísta. 26. (v. M ateria, Form a)
— positiva. 18, 20, 56. — de la posibilidad. 34.
precepto religioso. 56. Supervivencia individual. 43. (v.
símbolos de la — . 55, 57. Inm ortalidad, Vida u ltraterre-
R enacim iento. 29, 30, 47, 48. na)
Representaciones, doctrina de Superestructura 39.
las — básicas. 33. Superstición. 15, 19, 91.
Resurrección. Suprarracional. 18. 19. (v. Razón)
— corporal. 15. Surgimiento por emanación. 44.
— de la carne. 31. Sustancia. 48, 51, 77, 78, 87, 88.
no — de los muertos. 22. unidad de — y atributos. 52.
Revelación. 17, 18, 54. Sustrato. 77, 78, 84, 85, 87.
Revelación, la. 18, 43. — prim ero absoluto. 78. (v. M a ­
maestros de la palabra revela­ teria prima, Sustancia)
da. 54. (v. Inspiración, M otekal-
lem in) Tajik. 10, 11.
Rom án de la Rose. 47. Teísmo. 29, 30.
— trascendente. 42, 96.
Saber, el. 17, 18, 21-26, 43, 53, 55. Teleológico. 35. (v. M ateria se­
— teorético. 74. gunda, Form a eficiente)
Sacerdotal. Teológico. 15, 28, 43, 61, 64.
casta — . 15. sectas teológicas. 54. (v. M ote-
clase — . 19, 20, 33. kallem in)
Sagrado, lo. 24, 25. Teología. 15, 55.
Ser. 45. Terapéutica. 11.
— accidental. 44. Todo-U no. 20.
accidentes del — . 74. uno originario. 86, 87.
causas del — . 74. Tolerancia. 33, 56.
JNDICL DE CONCEPTOS 115

pathos de la — . 34. espíritu universitario. 47.


Tomista, sistema. 42. (v. Santo Unitas intellectus. 33, 34.
Tomás, Escolástica cristiana). Universo, imagen del. 97.
Totalidad. 62, 63. Usía. 87. (v. Sustancia)
materia total. 64. Utopía. 64. 98.
Trabajo.
— artístico. 66. Vacío, el. 86, 87.
— humano. 65, 97. Vera auctoritas. 18.
Tradición. Vera ratio. 18.
— de la antigüedad. 14. Verdad. 22, 24, 25, 54, 91, 92.
— greco-siria. 15. — ardorosa. 67, 68, 69. (v. Fue­
religión tradicional. 17. go inmanente).
Trascendente, lo. 43, 44. — divina. 91.
ente — . 45. — ígnea. 38.
mística — , 20. — presocrática. 20.
ortodoxia — . 22. Vida. 98.
trascendencia, la. 14, 25, 46. — terrenal. 57.
Tribal, constitución. 13. — total. 30, 63.
— ultraterrena. 31. (v. Resurrec­
Universales, problema de los. 40, ción corporal, Supervivencia
41. (v. Nominalismo, Teoría del individual)
conocimiento, Conceptos gene­ Virtud. 55.
rales, Guillermo de Occam) — central. 55.
Universidad. 14, 47. sabiduría de la — . 56.
aulas de la — . 48. Visionarios, secta de los. 48.
— de El Cairo. 54. Voluntad, la. 24, 55. (v. Virtud
— de Padua. 67. central” )
INDICE

P&gs.

Nunca lo m is m o .................................................................................... 9
Hito y con m em oración ..................................................................... 10
Emporios comerciales y tierra h e le n ís tic a .................................. 13
Diversos comportamientos del saber con respecto a la fe ........ 17
El Viviente, hijo del Despierto, Dios como cuerpo celeste ........ 23
Aristóteles-Avicena y las esencias de este m u n d o ........................ 27
Influencia de Avicena sobre Santo Tomás y v ic e v e r s a ................ 40
Influencia de la izquierda aristotélica sobre las corrientes an ti­
eclesiásticas .................................................................................... 47
La religión convertida en moral ..................................................... 53
Aristóteles y la m ateria no-mecánica ........................................... 58
Transform ación de Aristóteles por su izquierda y transform a­
ción de esta m is m a ......................................................................... 60
El arte, emancipador de la m a te ria -fo rm a ...................................... 65
Textos escogidos y aclaraciones ..................................................... 71
A ris tó te le s ............................................................................................. 73
A v ic e n a ................................................................................................. 74
Averroes ........................................................................................... 81
A v ic e b ró n .............................................................................................. 86
Giordano Bruno .................................................................................. 90
Indice de nombres c ita d o s ................................................................ 103
Indice de co n cep to s............................................................................ 107
ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IM­
PRIMIR EL DÍA 26 DE MARZO
DE 1966, EN MARIBEL, ARTES
GRÁFICAS, TOMÁS BRETÓN, NÚ­
MERO 51. MADRID

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