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La última etapa de la Historia del Derecho ha sido definida como la era del

constitucionalismo y la codificación. Es necesario examinar las


circunstancias políticas, sociales, económicas e ideológicas ya que para que
surgieran una constitución, un mandato codificador y una codificación, fue
necesario que mediara una revolución.

La última etapa de la Historia del Derecho ha sido definida como la era del
constitucionalismo y la codificación. Es necesario examinar las
circunstancias políticas, sociales, económicas e ideológicas ya que para que
surgieran una constitución, un mandato codificador y una codificación, fue
necesario que mediara una revolución.

La sociedad del Antiguo Régimen era una sociedad fundada en el privilegio,


en la que derechos y deberes se atribuían atendiendo a la desigual posición
ocupada en la jerarquía estamental, y era una sociedad señorial. La tierra
estaba en manos de los privilegiados, era cultivada con arreglo a criterios
señoriales. Y estaba políticamente configurada bajo una Monarquía
absoluta. El modelo socio-político descrito fue sometido a transformaciones
llamadas Revolución burguesa. La lentitud y discontinuidad que
caracterizaron la transformación de la sociedad del Antiguo Régimen en la
del liberalismo, han inducido a negar la existencia de una verdadera
revolución en la España decimonónica. También se ha dudado de la
existencia de una burguesía revolucionaria.

La época contemporánea se inicia en Europa con la Revolución Francesa,


que alumbrará un nuevo orden político y jurídico denominado liberalismo.
En España, la Revolución consistió en una reacción política e ideológica que
puso fin al reformismo de los Borbones. De ahí que la proyección del
acontecimiento revolucionario no adquiriese trascendencia hasta los
sucesos de 1808 a 1814, desencadenados por la ocupación militar francesa.
El sistema político y social vigente en la monarquía española no fue
destruido por la invasión. Primero se produjo un levantamiento, luego una
guerra contra el invasor y, simultáneamente, una revolución que alteró el
orden político- social vigente. España seguía siendo un país de economía
preponderantemente agraria. La propiedad de la tierra se caracterizaba, por
ser una propiedad señorial. Por otra parte, era una propiedad vinculada en
régimen de mayorazgo a la nobleza o amortizada en manos de la Iglesia o
de los municipios. El régimen de propiedad agraria descrito sería
desarticulado por medio de 3 grandes modificaciones: la abolición del
régimen señorial, la desvinculación de los mayorazgos, y la desamortización
de las propiedades pertenecientes a las llamadas manos muertas,
eclesiásticas y civiles.

Durante el Antiguo Régimen, el señorío había sido la unidad agraria


fundamental. Los hombres de señorío satisfacían además una serie variable
de prestaciones al señor cuyo origen resultaba difícil de precisar y otros
derechos recibidos en reconocimiento del señorío. Existían señoríos
legítimos, avalados por un título jurídico (venta o donación), frente a
señoríos cuyo título no constaba o se había perdido o destruido, por ello se
consideraban usurpaciones. La política reformista de los Borbones incidió
en esta situación, haciendo revertir los señoríos no legítimos a la Corona,
mediante los pleitos de reversión. Además, se ofreció a los pueblos la
posibilidad de redimir aquellos señoríos adquiridos por título oneroso,
mediante pleitos de tanteo. Lo que fue demasiado casuística, por lo que no
alcanzó el éxito.

Las Cortes de Cádiz afrontaron la abolición del régimen señorial, expidiendo


un Decreto. La finalidad era remover los obstáculos que se hubieran
opuesto al buen régimen, aumento de población y prosperidad de la
Monarquía. Incorporaba a la nación los señoríos, cualquiera que fuese su
clase y condición y abolía las prestaciones reales y personales derivadas del
título jurisdiccional, a excepción de las procedían de la libertad contractual.
Los legisladores de Cádiz decretaron la incorporación de la vertiente
jurisdiccional de los señoríos para salvaguardar la territorial (dominio sobre
la tierra, como propiedad particular en manos de los antiguos señores). Este
Decreto suscitó controversia, centrada sobre todo en el destino de las
prestaciones satisfechas por los hombres de señorío. Ante las ambigüedades
del Decreto hubo de acudirse a la vía judicial.

El retorno de Fernando VII desencadenó la reacción nobiliaria: estos


solicitaron del monarca el reintegro de las prestaciones no satisfechas, con
resarcimiento de los daños y perjuicios e intereses y de la declaración
expresa de nulidad del Decreto; por ello una Real Cédula dispuso que los
señores jurisdiccionales fuesen reintegrados en la percepción de todo lo
derivado de su señorío y en todo lo que hubiesen disfrutado antes. La
restauración del régimen constitucional abre una nueva fase, la más radical,
en la historia del proceso abolicionista. Las Cortes encomendaron a la
Comisión primera de Legislación la elaboración de un proyecto de ley
interpretativa del Decreto. Dicho proyecto se dirigía sobre todo a disipar las
dudas suscitadas; se trataba de resolver si el decreto comprendía o no la
abolición de los derechos territoriales. Este proyecto se elevó a ley, su tenor
favorecía a los pueblos al imponer a los poseedores de los señoríos la
obligación de presentar los títulos

La cuestión señorial solo alcanzó solución definitiva bajo el reinado de


Isabel II. Una Ley dispuso que los señores solo se hallarían obligados a
presentar los títulos de adquisición de los pueblos y territorios en que ellos
o sus causantes hubiesen tenido señoríos jurisdiccionales. Se dejaba en
manos de los señores decidir la calificación de sus señoríos. Se suprimía la
intervención de los pueblos en los juicios instructivos de carácter posesorio
incoados para la calificación de los títulos. Se invierte la carga de la prueba
que corresponde a los pueblos. En conclusión, se dejó igual la base
territorial de los señoríos suprimiendo la vertiente jurisdiccional.

El mayorazgo era una institución jurídica en la que confluían aspectos


patrimoniales y sucesorios. Suponía una forma especial de propiedad, pero
carece de la facultad de disposición sobre tales. En relación de los bienes en
el mayorazgo, el titular podía ser calificado de poseedor más que de
propietario. Y tenía un régimen especial de sucesión, a la muerte del titular,
el patrimonio se transmitía a un único heredero, al primogénito varón.

Las Leyes de Toro flexibilizaron el régimen de fundación de los mayorazgos,


haciendo de ellos una institución tendente a la conservación y transmisión
indivisa del patrimonio de la baja nobleza. La ley 27 de Toro, permitía que el
padre o la madre impusiera gravámenes y vinculaciones sobre el tercio de
mejora y el quinto de libre disposición, sin aludir a la necesidad de licencia
real, lo que dio lugar al mayorazgo de tercio y quinto. Luis de Molina,
afirmaba que era una institución divina y su origen era el Derecho natural y
de gentes. El mayorazgo fue combatido por Campomanes, Cabarrús o
Jovellanos, considerándolo una institución injusta ante el derecho y
perjudicial para la población, agricultura y comercio.

La Constitución de Bayona, fue el 1er texto normativo que se ocupaba de


los mayorazgos y abolía estos y otras vinculaciones cuyos bienes no
produjeran una renta anual de 5000 pesos, pudiendo el poseedor seguir
gozando de los bienes en calidad de libres. El modo de ejecutar la
disposición sería establecido por un reglamento regio en un año. No se
podía fundar ningún mayorazgo sino en virtud de concesión hecha por el rey
a favor del Estado.

Las Cortes de Cádiz no abordaron la cuestión de los mayorazgos.


Únicamente se formó un expediente de reducción de vinculaciones. La
desvinculación de los mayorazgos se consagró en una ley promulgada en el
Trienio Liberal, que quedaban suprimidos todos los mayorazgos,
fideicomisos, patronatos y cualquier otra especie de vinculaciones de bienes
raíces y estables muebles, semovientes, censos, juros, foros o de cualquier
otra naturaleza que tuviesen la clase de libres. Los poseedores de los
mayorazgos podían disponer libremente de la mitad de los bienes de
aquellos, dejando la otra mitad al sucesor inmediato. Se reforzaron los
derechos sobre los bienes que tenían los antiguos mayorazgos, sin suponer
despojo ni cambio de titularidad. Los bienes serían poseídos como
propietarios y la sucesión de ellos mediante régimen ordinario. La
desvinculación de los mayorazgos supuso un golpe para la subsistencia de la
nobleza como grupo dominante.

La restauración absolutista de 1823, implicó la derogación de los actos del


gobierno constitucional, incluida la ley desvinculadora. Pero la vigencia de
aquello durante los 3 años había creado tales intereses, que los mayorazgos
no volvieron a ser lo que fueron con anterioridad. La Ley fue restablecida
por un Decreto. Esta Ley fue complementada con otra, vino a confirmar las
normas desvinculadoras anteriores y otorgaba validez a las enajenaciones
de bienes vinculados realizadas hasta entonces.

Consistió en sustraer los bienes pertenecientes a manos muertas (Iglesia) y


restituirlos al tráfico jurídico y económico, para que fuesen adquiridos
libremente. Se llevó a cabo mediante la incautación por el Estado de los
bienes amortizados y su venta pública en subasta, lo que supuso una
expropiación o nacionalización. En este supuesto era necesaria una
transferencia de la propiedad.

En el S.XVIII se había experimentado un crecimiento demográfico, aumentó


la mano de obra y se produjo un paro agrario o hambre de tierras. Lo que se
trató de resolver con la Ley agraria. Por otra parte, la emisión de deuda
pública por parte del Estado, se emitió en exceso. La Hacienda real no tenía
recursos para responder a sus deudas. Los intentos de desamortización
cambiaron de finalidad, que se concibió como un instrumento de política
fiscal: vender los bienes amortizados para liquidar la deuda pública. Fue
perseguida por el reinado de Carlos IV, por iniciativa de Godoy, que tuvo
como objeto principal los bienes inmuebles de Colegios Mayores, jesuitas
expulsos, hospitales, hospicios y obras pías. Se obtuvo concesión pontificia
para vender una parte de los bienes del clero regular y secular.

Las Cortes de Cádiz, con Decreto, volvió a vincular la extinción de la deuda


pública con la venta en subasta de los bienes nacionales, entre los que
figuraban los confiscados a los traidores, de los jesuitas, los de Órdenes
Militares, conventos, monasterios y Sitios Reales. Su aplicación fue frustrada
por la restauración absolutista del 1814. En el Trienio Liberal, se restableció
la vigencia del precepto gaditano añadiéndole los pertenecientes a la
Inquisición.
Tales bienes, debían pagarse con deuda pública, vales reales, escrituras de capitales y cualquier otro
crédito.

En el reinado de Isabel II se produce un avance. Mendizábal fue su


protagonista. En esta fase el objeto principal fue el patrimonio del clero
regular, de las comunidades y corporaciones religiosas extinguidas. El pago
se haría en títulos de deuda o en metálico. Una ley de 1837, se dirigió a la
desamortización de los bienes del clero secular, el producto de los bienes
enajenados serían dirigidos a sufragar los gastos del culto y clero, pero no se
aplicó hasta 1841. Con la desamortización de Mendizábal, se pretendieron
alcanzar: recursos financieros para el Estado, financiar la Guerra carlista y
crear una familia de propietarios que afecta a la causa liberal.

En la Década moderada, la desamortización de los bienes del clero secular


quedó interrumpida por un Concordato con la Santa Sede. Con el retorno
de los progresistas se impuso la ley Madoz, impulsada por el ministro de
Hacienda, Pascual Madoz: que mantuvo la desamortización eclesiástica y
extendió a los bienes de propios y comunes de los pueblos, vendidos en
subasta pública, quedando excluidos los terrenos de aprovechamiento
común. Los beneficiarios de la desamortización fueron: licitadores
acaudalados, grandes o medianos propietarios, acreedores de títulos de
deuda pública o con recursos económicos como para adquirir los bienes
vendidos en pública subasta, pero en ningún caso la población rural no
propietaria que vio empeorada su suerte bajo el nuevo régimen de
propiedad agraria burguesa.

Los Decretos de Nueva Planta habían suprimido el régimen jurídico de los


reinos de la Corona de Aragón, pero dejando subsistentes el derecho de
Navarra y las peculiaridades jurídicas de las provincias Vascongadas.

El régimen jurídico de los territorios vasconavarros tenían una serie de


características: Navarra conservaba sus cortes y el consejo real y el actual
país vasco contaba con asambleas representativas. Gozaban de su propia
organización municipal. Soportaban una carga tributaria menos onerosa que
en le resto de la monarquía; era necesario el acuerdo entre las autoridades
fiscales y los órganos representativos. Disfutaban de modalidades especiales
de reclutamiento y servicio militar, y estaban separadas del resto del país
por aduanas interiores que acentuaban su aislamiento económico y fiscal.

Con la primera Guerra Carlista, surgió el problema de la conservación de los


regímenes jurídicos de Navarra y los territorios vascongados, verificándose
la alianza con el pretendiente Carlos, de forma que le ofrecían su apoyo.
Tras el conflicto bélico, una ley confirmó los fueros de dichas provincias,
pero a partir de 1839, este problema se bifurcó, con trayectorias distintas;
Navarra colaboró con el gobierno aceptando una ley modificatoria de
fueros, mientras que en las provincias vascongadas prefirieron la
indeterminación legal acerca de lo que se conservaba de su antiguo régimen
foral.
En Navarra, se conservo el derecho civil, penal y ciertas cosas tributarias,
militares y económicas, pero desapareció las cortes y consejo real de
Navarra, estableciéndose una Diputación provincial. Se suprimieron las
aduanas interiores y se trasladaron a la frontera con Francia. En las
provincias vascongadas, se abolió todo mecanismo de defensa institucional,
lo que provocó una agitación que llevó a la Octubrada. Tras esto, Espartero
promulgó el Decreto de Vitoria, mediante el cual suprimió el pase foral y
trasladaba las aduanas interiores a la frontera francesa. Tras la última guerra
carlista, se dictó una ley que afectó a las peculiaridades tributarias y
militares de estas provincias.

La revolución liberal llevó una verdadera reforma universitaria. En Alemania


surgió un nuevo modelo universitario, representado por la Universidad de
Berlín. En Francia se instauró una universidad centralizada y controlada por
el estado. Los liberales españoles se inclinaron por el modelo francés,
secularizándose la universidad y quitando el poder eclesiástico, orientada
hacia la preparación profesional.

Un Decreto estableció la sustitución de la Novísima Recopilación por el


Derecho Natural y el de las partidas por la Constitución, y redujo la
duración de la carrera a 8 años en lugar de 10. Sin embargo, la vuelta al
absolutismo trajo un Plan Literario de estudios y arreglo de las
universidades, que enlazaba con las reformas universitarias de los últimos
borbones, mediante el que se erige de nuevo la facultad de cánones y se
redujo la carrera a 7 cursos. Con el fin del reinado de Fernando VII la
normalidad académica se vio alterada por una drástica decisión de cierre de
las universidades.

Con la Regencia de Maria Cristina, se reducía a 2 años la carrera de


cánones, al tiempo que se introducía en la de leyes caras de los liberales,
reduciendo la presencia de derecho romano en favor del derecho nacional.

El plan Vidal abrió una secuencia de reformas de desigual alcance.

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