Las Provincias PEDRO RIVERA

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Las Provincias

El estatuto orgánico de las Provincias fue la Ley del 9 de julio de 1845. Como se
recordará la Constitución de 1844 había dividido a la República en cinco
Provincias: Santo Domingo, Azua, Santiago, La Vega y Seibo. La Ley de 1845
subdividió esas cinco provincias en 27 comunes, distribuidas así: Santo Domingo
tenía siete comunes, Santo Domingo de Guzmán como común cabecera, Baní, San
Cristóbal, Los Llanos, Monte Plata, Bayaguana y Boyá como comunes ordinarias.
Azua tuvo nueve comunes: Azua de Compostela (común cabecera), Neyba, San
Juan de la Maguana, Hincha, Las Matas de Farfán, Bánica, Las Caobas, San Rafael y
San Miguel. Santiago tuvo cuatro comunes: Santiago de los Caballeros como
cabecera, Puerto plata, Montecristi y San José de las Matas. La Vega estuvo
dividida en cuatros comunes: Concepción de La Vega como cabecera, Moca, Cotuí
y San Francisco de Macorís como comunes ordinarias. Finalmente, El Seibo tuvo
tres comunes: la ciudad de Santa Cruz como cabecera, y las comunes ordinarias
de Higüey y Samaná.
El Poder Ejecutivo de cada Provincia estaba en manos del Jefe Superior Político,
designado por el Poder Ejecutivo. Sus funciones fueron de presidir la Diputación
Provincial, velar por la fiel ejecución de las leyes, decretos y reglamentos dentro
de su Provincia, supervisar la Guardia Cívica y la Policía Municipal, otorgar
pasaportes tanto para viajar al extranjero como para ir de una común a otra del
país.
A partir de 1855 se suprimieron las Diputaciones Provinciales, dejando al país con
solo dos tipos cuerpos legislativos, a nivel nacional las dos cámaras congresionales
(Tribunado y Consejo Conservador) y a nivel municipal los Ayuntamientos
comunales.
Cuando a la Constitución Dominicana se le hizo su primera reforma en febrero de
1854, el régimen de las Provincias no sufrió cambio, conservándose las
Diputaciones Provinciales como poder legislativo regional, pero esta vez con siete
diputados en vez de cuatro como disponía la Constitución de 1844. Pero en la
próxima reforma, la de diciembre de ese mismo año1854, las Diputaciones fueron
abolidas, y las provincias quedaron sin cuerpo legislativo; y al Jefe Superior
Político se le llamó en adelante Gobernador Político.
Las Comunes
La importancia que se quiso dar al régimen municipal al instaurarse en república
se evidencia en que la ley del ayuntamiento fue la segunda disposición legalizada
por el primer Congreso Dominicano, precedida tan solo por la Ley Electoral, la
cual tenía que ser necesariamente la primera, ya que a través de sus mecanismos
era que se organizarían las elecciones primarias que darían, precisamente, sus
miembros a los Ayuntamientos.
El régimen municipal establecido por esa ley se parecía bastante al que había
existido bajo la colonia española, pero no se adaptaba bien al resto del
mecanismo legal, específicamente a la organización judicial, que tenía sus raíces
en el sistema francés. Por eso, como se verá, el régimen municipal tuvo que irse
modificando a lo largo de los 16 años de la Primera República.
La esencia del régimen municipal de la Ley de Ayuntamientos de 1845 consistió
en que los miembros de los cabildos eran elegidos por el voto directo de los
vecinos del municipio y que entre ellos había uno o dos que ejercían a la vez
funciones administrativas y judiciales, los Alcaldes.
Los verdaderos administradores de los Ayuntamientos eran los Procuradores
Síndicos cuyas funciones principal fueron las de velar por la ejecución de los
reglamentos municipales, defender los derechos del público, promover todo lo
que condujera a la prosperidad de la Común, inspeccionar los mercados públicos,
las carnicerías, las panaderías y los demás abastos, vigilar las pesas y las medidas
de perseguir a quienes la alteraran, así como someter a la justicia a los
contraventores de los reglamentos u ordenanzas municipales.
La Ley explicó de qué fuentes se nutrirían los fondos comunales y cuáles debían
ser sus egresos. Los ingresos vendrían de la subasta de los proventos municipales,
que eran principalmente las galleras, las carnicerías y las barcas. Los fondos
municipales se gastarían en el pago de empleados (Secretario de la Común y los
demás, pues los Alcaldes percibían honorarios judiciales y los Regidores y el
Procurador Síndico ejercían sus funciones gratuitamente), los pagos de alquiler
del local donde estaría el Cabildo, los gastos de escritorio y demás enseres
administrativos, el mejoramiento de la limpieza de las plazas y calles, el
alumbramiento público, así como la creación del mantenimiento de casas de
beneficias y hospicios.
En 1847 se dictó una Ley que amplió bastante a la ley de 1845 y llenó algunas de
las lagunas. En la nueva ley el número de Regidores en las comunas cabeceras se
elevó a siete y las comunas ordinarias a cinco. Se agregó la condición de ser
propietario de inmuebles para poder ser miembro de un Ayuntamiento.
Esta nueva ley sí dictó disposiciones sobre los bienes comunales, dedicándoles un
capítulo entero. Definió esos bienes como los terrenos conocidos con el nombre
de ejidos, comprendidos bajo los límites que les hayan sido asignados a cada
población desde su establecimiento y erección, por actos públicos o concesiones
particulares, ya sea de los terrenos de labranza, fuera de ellos, o solares, plazas
públicas, calles, etc.
La Constitución de diciembre de 1854 modificó el régimen municipal en varios
aspectos. Los Regidores fueron designados “vocales”, uno de los cuales sería el
“Presidente” del Ayuntamiento. También dispuso que ellos serían elegidos por
períodos de tres años en vez de uno.
Al tenor de esa Constitución, se dictó en mayo de 1855 una nueva Ley de
Ayuntamientos, la cual estableció un importantísimo principio, que alejó aún más
el régimen municipal dominicano de sus fuentes hispanas.
Esta ley ayuntamiento de 1855 redujo el número de Ayuntamientos que tendría el
país. Los habría únicamente en las cinco comunes cabeceras, así como en Baní,
Higüey, Moca, Puerto Plata, San Francisco de Macorís, San Juan de la Maguana y
Neyba.

La tierra y el trabajo en la Republica Dominicana


Al terminar la ocupación haitiana en 1844 podemos decir, generalizando, que el
sistema de tenencia de la tierra predominante era el de los terrenos comuneros.
Muy pocos cambios lograron los haitianos durante los 22 años de unificación de la
Isla, que alteraran el régimen inmobiliar rural heredado del período colonial
español. Este régimen resistió tanto la Ley del 8 de julio de 1824 como el Código
Rural de 1826.
Los funcionarios haitianos igual que los dominicanos de aquella época, estaban
dominados por la idea de que el atraso económico de la Isla terminaría cuando se
incrementara la exportación de productos agrícolas. Se acordaban de la bonanza
extraordinaria en la colonia francesa de Saint Domingue A fines del siglo XVIII.
Las disposiciones del Código Civil Francés aplicadas en el país, sobre el derecho de
propiedad, arrendamientos rurales, cargas y gravámenes. Estas disposiciones
dictadas entre 1847 y 1849 se parecieron mucho a las promulgadas durante la
época haitiana para estos mismos fines y que habían sido acremente criticadas
por los dominicanos.
Estudiemos los rasgos principales de este conjunto de leyes:
Con el Decreto de Arrendamiento de Bienes Rurales se dispuso que el Estado
podía dar un arrendamiento a particulares terrenos donde hubiera maderas para
la exportación y la construcción. Se especificó un periodo máximo de
arrendamiento de 9 años y se prohibió el sub-arrendamiento. Por esa misma
disposición se dispuso premiar a los militares, de sargento para abajo, que
hubieren luchado en la guerra contra Haití, el ofrecerles gratuitamente terrenos
para dedicarlos a la agricultura.
Pero la disposición más importante que se dictó, la de mayores alcances y la que
creó un sistema de trabajo agrícola que permaneció en vigor de muchos años, fue
la Ley del 23 de julio de 1848 sobre Policía Urbana y Rural. Lo primero que llama a
la atención a leer esta ley es que tiene grandes semejanzas con el Código Rural
Haitiano de 1826 y que sus disposiciones pusieran al peón de campo dominicano
en un virtual sistema de servidumbre frente a sus patronos y al Estado.
Para el mantenimiento de caminos rurales, se hizo obligatorio que los campesinos
trabajaren gratuitamente para preservarlos en buenas condiciones El agricultor
de medios podía liberarse de esta obligación, sustituyéndola por pagos en especie
tales como víveres para los trabajadores, útiles de trabajo o dinero.
Las negociaciones entre los agricultores y comerciantes debían hacerse por
documento escrito.
Finalmente, la ley encargó a las autoridades municipales y rurales realizar
frecuentes inspecciones a las secciones, para asegurarse de que esta ley se
estuviera cumpliendo estrictamente para someter ante los Alcaldes los
infractores.
En el año 1855 una nueva Ley de Policía Urbana y Rural fue dictada, la cual
reprodujo la mayoría de las disposiciones de la anterior, pero agregó nuevas
restricciones a la vida urbana. Por ejemplo, estableció multas para quienes no
tuvieran limpios los frentes de sus casas, a los que tiraran agua y basura las calles,
a los que quemaran basura en las ciudades, a los que tuvieran en ellas animales
sueltos y a los que dejaran materiales en las calles.
Esta ley también reglamentó todos los juegos y las diversiones en las ciudades.
Las lidias de gallos y las carreras de caballos estuvieron prohibidas excepto los
domingos, días de fiesta nacional o de observancia religiosa.
El Estado Dominicano estuvo muy interesado en las actividades de corte de
madera, pues ella no solamente producían una buena parte de los ingresos
aduanales por exportación, sino que también podrían arrendarse a particulares
muchos terrenos estatales para que el arrendatario pudiera talar la madera de los
bosques.

Los terrenos comuneros


Los intentos de los haitianos de reorganizar el sistema de tierras existente en el
Santo Domingo español no dieron resultados. Chocaron con la resistencia de las
clases a quienes los cambios afectarían y de además el asunto era demasiado
complicado para resolverse sin alterar todo el sistema socio-económico que regía
al pueblo dominicano. Tampoco lograron los haitianos comprender bien el
complicado mecanismo de los terrenos comuneros.
Por eso, la situación de la tierra rural al momento de la independencia
dominicana era prácticamente igual a la que existía al final de la época colonial
española, salvo que era ya más complicada, al irse subdividiendo la tierra por
continuas sucesiones y enajenaciones.
Aunque ya se explicaron los terrenos comuneros en su correspondiente capítulo
en la parte del derecho indiano dominicano, debemos resumir aquí la situación
jurídica de ellos al inicio de la Primera República: La gran mayoría de las tierras en
uso estaban comprendidas en los llamados Sitios Comuneros, originalmente
propiedad de un individuo, quien lo había obtenido por merced, amparo real,
composición u otra forma de adquisición de propiedad, de manos de la Corona
Española.
Como la mayor parte de los terrenos comuneros no estaban ni deslindados ni
mensurados los litigios de límites eran frecuentes.
La confusión era grande, pues además no existían la mayoría de los archivos
oficiales de la época colonial; los de la Real Audiencia de Santo Domingo habían
pasado a Cuba cuando el Tratado de Basilea; los de las parroquias eclesiásticas
estaban en pésimo estado y con muchas lagunas y en igualdad de condiciones
estaban los protocolos notariales.
Todo eso se agravó por el hecho de que, si bien funcionó un Registro de
Propiedad, ni bajo el régimen colonial español ni bajo los otros gobiernos que
tuvo el país en los primeros 44 años del siglo XIX fue eficaz.
Por lo tanto, si durante la Primera República se realizaron registro de actos de
traspaso de derechos sobre la propiedad, más bien con una finalidad fiscal que
catastral, no se era muy exigente en su cumplimiento y no había una oficina
nacional con archivo de las operaciones inmobiliarias y mucho menos un censo de
fincas rústicas o urbanas.
Así se mantuvo el sistema los terrenos comuneros, complicándose cada vez más
por sucesiones, testamentos, ventas y otros desmembramientos, con los
inevitables litigios que ello conllevaba, los cuales tenían que resolverse ante
jurisdicciones regidas por Códigos creados por otros sistemas de propiedad con
procedimientos largos, costosos y complicados. Ninguna legislación se dictó hasta
1911 sobre esta importantísima rama de la vida dominicana y de su derecho.

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