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PRESOCRÁTICOS
“El nacimiento de los seres existentes les viene de aquelllo en lo que se convierten
según la necesidad, pues se pagan mutua pena y retribución por su injusticia según la
disposición del tiempo, como Anaximandro dice en términos un tanto poéticos”.
Simplicio, In Aristotelis Physica Commentaria 24, 17 (DK 12 B 1).
“La guerra es padre de todas las cosas y de todas rey” (DK 22 B 53).
“Dentro de nosotros está presente una idéntica cosa: viviente y muerto, y el despierto y
el durmiente, y joven y viejo; en efecto estas cosas cambiándose son aquéllas y aquéllas
a su vez cambiándose son éstas” (DK 22 B 88).
“El mundo, el mismo de todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres, sino
que siempre fue, y es, y será, fuego siempre vivo, que se enciende según medida
(measure?; curso de la acción) y se apaga según medida” (DK 22 B 30).
“Heráclito dice en alguna parte que todas las cosas se mueven y nada está quieto y
comparando las cosas existentes con la corriente de un río dice que no te podrás
sumergir dos veces en el mismo río” (Platón, Cratilo 402 a).
Pitágoras
“Los llamados pitagóricos, que fueron los primeros en cultivar las matemáticas, no sólo
hicieron avanzar a éstas, sino que, nutridos de ellas, creyeron que sus principios eran los
principios de todos los entes. Y, puesto que los números son, entre estos principios, los
primeros por naturaleza, y en ellos les parecía contemplar, más que en el fuego y en la
tierra y en el agua, muchas semejanzas con lo que es y lo que deviene […], y viendo,
además, en los números las afecciones y las proporciones de las armonías ‒puesto que,
en efecto, las demás cosas parecían asemejarse a los números en su naturaleza toda, y
los números eran los primeros de toda la naturaleza‒, pensaron que los elementos de los
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números eran los elementos de todos los entes, y que todo el cielo era armonía y
número”. (Aristóteles, Metafísica 985 b 23 y ss.).
Parménides
“Pues bien, te contaré (tú escucha y recuerda el relato) cuáles son las únicas vías de
investigación que son pensables: la primera, que el ser es y no es posible que no sea, es
la vía de la creencia (pues sigue a la verdad); la otra, que el ser no es y es necesario que
no sea, ésta, te lo aseguro, es una vía impracticable. Pero aprenderás también estas
cosas, cómo ha sido necesario que las apariencias sean probablemente, extendiéndose a
través de todo”. (DK 28 B).
“Lo que puede decirse y pensarse debe ser, pues es ser, pero la nada no es. Esto es lo
que te ordeno que consideres, pues ésta es la primera vía de investigación de la que
quiero apartarte y después de aquélla por la que los hombres ignorantes vagan,
dicéfalos; pues la incapacidad guía en su pecho el pensamiento errante; son arrastrados,
sordos y ciegos a la vez, estupefactos, gentes sin juicio, que creen que ser y no ser son
lo mismo y no lo mismo; el camino que todos ellos siguen es regresivo”. (Simplicio, In
Phys. 86, 27-28).
“Permanece aún una sola versión de una vía: que es. En ella hay muchos signos de que,
por ser ingénito, es también imperecedero, entero monogénito, inmóvil y perfecto”.
(Simplicio, In Phys. 78, 5).
“Ni fue ni nunca será, puesto que es ahora, todo entero, uno, continuo. Pues, ¿qué
nacimiento podrás encontrarle?, ¿cómo y de dónde se acreció? No te permitiré que digas
ni pienses de «lo no ente», porque no es decible ni pensable lo que no es. Pues, ¿qué
necesidad le habría impulsado a nacer después más bien que antes, si procediera de la
nada? Por tanto, es necesario que sea completamente o no sea en absoluto. Ni la fuerza
de la convicción permitirá jamás que de lo no-ente nazca algo además de ello”.
(Simplicio, In Phys. 78, 5).
“Por ello es correcto que lo que es no sea imperfecto; pues no es deficiente ‒si lo fuera,
sería deficiente en todo‒. Lo mismo es ser pensado y aquello por lo que es pensamiento,
ya que no encontrarás el pensar sin lo que es en todo lo que se ha dicho, pues ni es ni
será algo fuera de lo que es, dado que el Hado lo encadenó para que fuera entero e
inmutable. En consecuencia, ha recibido todos los nombres que los mortales,
convencidos de que eran verdaderos, le impusieron: nacer y perecer, ser y no ser,
cambio de lugar y alteración del color resplandeciente. Pero, puesto que es límite
último, es perfecto, como la masa de una esfera bien redonda en su totalidad,
equilibrado desde el centro en todas sus direcciones; pues ni mayor ni menor es
necesario que sea aquí o allí, ya que ni es lo no-ente, que podría impedirle llegar a su
igual, ni existe al modo que pudiera ser aquí y menos allí, pues es todo inviolable,
porque, por ser igual a sí mismo por todas partes, se encuentra por igual dentro de sus
límites”. (Simplicio, In Phys. 146, 5).
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Empédocles
“En un tiempo lo Uno se acreció (increase) de la pluralidad y, en otro, del Uno nació
por división la multiplicidad: fuego, agua, tierra y la altura inconmensurable del aire y,
separada de ellos, la funesta (desafortunado) Discordia, equilibrada por todas partes y,
entre ellos, el Amor, igual en extensión y anchura. […]
»Todos ellos son iguales y coetáneos (coexistentes), aunque cada uno tiene una
prerrogativa (ventaja) diferente y su propio carácter, y prevalecen alternativamente,
cuando les llega su momento. Nada nace ni perece fuera de ellos. ¿Cómo podría, de
hecho, ser destruido totalmente, puesto que nada está vacío de ellos? Porque, sólo si
estuvieran en un constante perecer, no serían. Y ¿qué es lo que podría acrecer todo esto?
¿De dónde podría venir? Sólo ellos existen, pero penetrándose mutuamente, se
convierten en cosas diferentes en momentos diferentes, aunque son continuamente y
siempre los mismos”. (Simplicio, In Phys. 158, 13).
Anaxágoras
“Juntas estaban todas las cosas, infinitas en número y pequeñez; ya que también lo
pequeño era infinito. Y mientras todas estaban juntas, nada era visible a causa de su
pequeñez; pues el aire y el éter las tenían sujetas a todas, siendo ambos infinitos; puesto
que éstos son los máximos ingredientes en la mezcla de todas las cosas, tanto en número
como en tamaño”. (DK 59 B 1, Simplicio, Fís. 155, 26).
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“Todas las demás cosas tienen una porción de todo, pero la Inteligencia (Nous) es
infinita, autónoma y no está mezclada con ninguna, sino que ella sola es por sí misma.
Pues, si no fuera por sí misma, sino que estuviera mezclada con alguna otra cosa,
participaría de todas las demás, pues en cada cosa hay una porción de todo, como antes
dije; las cosas mezcladas con ella le impedirían que pudiera gobernar ninguna de ellas
del modo que lo hace al ser ella sola por sí misma. Es, en efecto, la más sutil y la más
pura de todas; tiene el conocimiento todo sobre cada cosa y el máximo poder”. (DK 59
B 12).
Leucipo y Demócrito
SÓCRATES
Muchas veces me ha puesto en admiración con qué razones los acusadores de Sócrates
convencieron a los atenienses de que era digno de muerte a favor de la ciudad. Porque la
acusación por escrito contra él era del tenor siguiente: “Sócrates es culpable de no
reconocer los dioses reconocidos por la ciudad; introduce, por el contrario, divinidades
nuevas. Es culpable, además, de pervertir a los jóvenes.
Y primero, en cuanto a eso de que “no reconocía a los dioses que la ciudad tenía por
tales, ¿de qué testimonios se servían? Porque a la vista de todos ofrecía sacrificios tanto
en su casa como en los altares públicos, y esto frecuentemente; y no es tampoco secreto
que se servía de la adivinación. Era además voz pública, y el mismo Sócrates lo decía,
que recibía indicaciones del daimon. Y de esto, más que de todo lo demás, me parece
habérsele ocasionado eso de que introducía divinidades nuevas. […]
Sócrates vivió siempre a plena luz; ya que por la mañana iba a paseos y gimnasios; se le
veía en el ágora en la hora de más concurso; y lo restante del día se le hallaba siempre
donde la mayoría acostumbraba a reunirse; en tales lugares hablaba casi siempre y podía
oírle quien quisiera. Pues bien: nadie jamás oyó decir a Sócrates ni le vio hacer cosa
alguna contraria a la moral de la religión. Nunca discutió acerca de la naturaleza de
todas las cosas –como tantos otros‒; ni como surgió el Cosmos, así llamado por los
sofistas, ni por qué necesidades se originan cada una de las cosas celestiales; y
demostraba que son locos los que sobre tales asuntos se preocupan. […] Él se daba a la
consideración y discusión continuas de lo humano: qué es lo piadoso, qué lo impío; qué
es lo bello, qué lo feo; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es la sensatez, qué la locura;
qué es la valentía, qué la cobardía; qué es el Estado, qué es el hombre de Estado; qué es
la autoridad humana, qué es la autoridad sobre los hombres, y sobre otras materias
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parecidas; y a los que de tales asuntos saben tenía por bellos y buenos, y creía deberse
llamar con justicia esclavos los que en ellos fuesen ignorantes.
Yo no he adquirido este renombre por otra razón que por cierta sabiduría. ¿Qué
sabiduría es ésa? La que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en realidad es
probable que yo sea sabio respecto a ésta. Éstos, de los que hablaba hace un momento,
quizás sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia de un hombre o no sé
cómo calificarla. […] En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. Éste era amigo mío
desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con
vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues
bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo esto ‒pero como he
dicho, no protestéis, atenienses‒, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le
respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano
suyo, puesto que él ha muerto.
Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa
opinión sobre mí. Así pues, tras oír estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice
realmente el dios y qué indica el enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni
poco ni mucho. Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin
duda, no miente; no le es lícito». Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo
que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación
del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían sabios, en la idea de
que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo:
«Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo». Ahora bien, al examinar a éste
experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que muchas personas creían que ese
hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A
continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A
consecuencia de ello me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al
retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable
que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no
lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues que
al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco
creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios
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que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de
muchos de los presentes. […]
Tras los políticos me encaminé hacia los poetas, los de tragedias, los de ditirambos y
los demás, en la idea de que allí me encontraría manifiestamente más ignorante que
aquéllos. Así pues, tomando los poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba
preguntando qué querían decir, para, al mismo tiempo, aprender yo también algo de
ellos. Pues bien, me resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin embargo,
hay que decirla. Por así decir, casi todos los presentes podían hablar mejor que ellos
sobre los poemas que ellos habían compuesto. Así pues, también respecto a los poetas
me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por
ciertas dotes naturales y en estado de inspiración. […]
A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, muy
duras y pesadas, de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones (mala
representación) y el renombre éste de que soy sabio. En efecto, en cada ocasión los
presentes creen que yo soy sabio respecto a aquello que refuto a otro. Es probable,
atenienses, que el dios sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la sabiduría
humana es digna de poco o de nada. Y parece que éste habla de Sócrates pues se sirve
de mi nombre poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el más sabio el que, de
entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada
respecto a la sabiduría.
PLATÓN
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–Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose
a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
–Forzosamente.
–¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada
vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra
cosa sino la sombra que veían pasar?
–No, ¡por Zeus! –dijo.
–Entonces, no hay duda –dije yo– de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa
más que las sombras de los objetos fabricados.
–Es enteramente forzoso –dijo.
–Examina, pues –dije–, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su
ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos
fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a
mirar a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas,
no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que
contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora
cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza
de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole
a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría
perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que
entonces se le mostraba?
–Mucho más –dijo.
–Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y
que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que
consideraría que estos son realmente más claros que los que le muestran?
–Así es –dijo.
–Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza –dije–, obligándole a recorrer la áspera y
escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no
crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los
ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora
llamamos verdaderas?
–No, no sería capaz –dijo–, al menos por el momento.
–Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que
vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras, luego, las imágenes de hombres y
de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de
esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo,
fijando su vista en la luz de las estrellas y la Luna, que el ver de día el Sol y lo que le es
propio.
–¿Cómo no?
–Y por último, creo yo, sería el Sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en
otro lugar ajeno a él, sino el propio Sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo,
lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar.
–Necesariamente –dijo.
–Y, después de esto, diría ya con respecto al Sol que es él quien produce las estaciones
y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor de todas
aquellas cosas que ellos veían.
–Es evidente –dijo– que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
–¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus
antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y
que les compadecería a ellos?
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–Efectivamente.
–Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que
concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las
sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar
delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados
en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquel nostalgia de estas cosas o que
envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría
lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de
cualquier labrador sin caudal» o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel
mundo de lo opinable?
–Eso es lo que creo yo –dijo–: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella
vida.
–Ahora fíjate en esto –dije–: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo
asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente
la luz del sol?
–Ciertamente –dijo.
–Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente
encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado
todavía los ojos, ve con dificultad –y no sería muy corto el tiempo que necesitara para
acostumbrarse–, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha
vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante
ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien
intentara desatarles y hacerles subir?
–Claro que sí–dijo.
–Pues bien –dije–, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo
que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la
vivienda–prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del Sol. En cuanto a la
subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de este, si las comparas con
la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre,
que es lo que tú deseas conocer y que sólo la Divinidad sabe si por acaso está en lo
cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se
percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que
ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas, que, mientras en el
mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de esta, en el inteligible es ella la
soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien
quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
–También yo estoy de acuerdo –dijo–, en el grado en que puedo estarlo.
–Pues bien –dije–, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que han
llegado a ese punto no quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas
tienden siempre a permanecer en las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al
menos si también esto concuerda con la imagen de que se ha hablado.
–Es natural, desde luego –dijo.
–¿Y qué? ¿Crees –dije yo– que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las
contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo
cuando, viendo todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a las
tinieblas que le rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar
cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y
a contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la
justicia en sí?
–No es nada extraño –dijo.
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–Antes bien –dije–, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y dos
las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de
la tiniebla a la luz. Y, una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no
se reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de
discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa,
está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor
luz, se ha deslumbrado por el exceso de esta; y así considerará dichosa a la primera
alma, que de tal manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere
reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se burlara del alma que desciende de
la luz.
28 a-d: ¿Qué es lo que siempre existe y no posee generación, y qué es lo que se genera
siempre y jamás existe? Lo primero (las Ideas), en efecto, es aprehensible por el
pensamiento con el concurso de la razón y es siempre idéntico, mientras que lo segundo
es juzgable con la opinión que se vale de la sensación irracional, ya que se genera y se
destruye y nunca existe realmente. Y, a su vez, todo lo generado se genera,
forzosamente, en virtud de alguna causa, ya que para cualquier cosa es imposible tener
generación sin causa. Ahora bien, toda vez que un artífice, mirando a lo que es siempre
idéntico y usándolo como modelo, produce forma y propiedad, todo lo que así sea hecho
es necesariamente bello. No sería bello, en cambio, si el demiurgo trabajara mirando a
lo generado y se sirviera de un modelo engendrado.
En lo que el universo entero se refiere, entonces ‒sea que se lo llame mundo o bien con
cualquier otro nombre que más le convenga recibir‒ hay que examinar primeramente,
acerca de él, aquello que está a la base de todo y que es preciso investigar en primer
lugar: si existió siempre, sin tener principio alguno su generación, o si se ha originado
partiendo de algún principio.
Ahora bien, se ha generado; en efecto, es visible y tangible, y tiene un cuerpo, y todas
las cosas de esta índole son sensibles; y, como hemos visto, las cosas sensibles, que son
aprehensibles por una opinión acompañada de sensación, se encuentran en proceso de
generación y han sido engendradas. Y también decimos que es forzoso que lo que está
sujeto a generación se genere en virtud de alguna causa. Ahora bien, es arduo hallar al
hacedor y padre de este todo y, tras hallarlo, es imposible decírselo a todos.
29 a-b: Acerca del mundo, sin embargo, debemos investigar de nuevo conforme a cuál
de los dos modelos lo produjo el constructor: si de acuerdo con el que es idéntico y del
mismo modo o con el que es generado. Pues bien, puesto que este mundo es bello y el
demiurgo bueno, es evidente que éste estaba mirando hacia lo eterno. De no ser así ‒
cosa que no está permitido siquiera decir‒, miraba hacia lo engendrado. Ahora bien,
para cualquiera es claro que miraba hacia lo eterno, pues el mundo es la más bella de las
cosas engendradas, y el demiurgo la mejor de las causas. Y habiendo sido engendrado
de este modo, el mundo ha sido modelado de conformidad con lo que es aprehensible
por la razón y la inteligencia y que se comporta del mismo modo. Siendo entonces así
las cosas, es a su vez de toda necesidad que este mundo sea imagen de algo.
ARISTÓTELES
Física
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El movimiento (kínesis) es la actualidad (entelécheia) de lo potencial (dynamei) en
cuanto a tal; por ejemplo, la actualidad de lo alterable en tanto que alterable es la
alteración, la de lo susceptible de aumento y la de su contrario (lo susceptible de
disminución), es el aumento y la disminución; la de lo generable y lo destructible es la
generación y la destrucción; la de lo desplazable es el desplazamiento.
Que esto es el movimiento se aclara con lo que sigue. Cuando lo construible, en tanto
que decimos que es tal, está en actualidad, entonces está siendo construido: tal es el
proceso de construcción; y lo mismo en el caso de la instrucción, la medicación, la
rotación, el salto, la maduración y el envejecimiento.
Y como en ocasiones una cosa puede estar en potencia y en acto ‒no a la vez y bajo el
mismo respecto, sino como lo caliente en potencia y lo frío en acto [por el principio de
no contradicción]‒, se sigue que habrá muchas cosas que actúen y se modifiquen entre
sí, pues cada una de ellas será a la vez activa y pasiva. […]
El movimiento es, pues, la actualidad de lo potencial, cuando a estar siendo actualizado
opera no en cuanto a lo que es en sí mismo, sino en tanto que es movible (201 a).
Ética a Nicómaco
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I. 6 1096 b 31-1097 a 13.
Si lo que se predica en común como bien fuera algo uno, o algo separado que
existiera por sí mismo, el hombre no podría realizarlo ni adquirirlo, y buscamos algo de
esta naturaleza. Acaso podría pensar alguien que sería muy útil conocerlo para alcanzar
los bienes que se pueden adquirir y realizar, porque teniendo este modelo conoceremos
también mejor nuestros bienes, y conociéndolos los lograremos. Este razonamiento
ofrece, sin duda, cierta verosimilitud, pero parece discordar con las ciencias: todas, en
efecto, aspiran a algún bien y, buscando lo que les falta, dejan de lado el conocimiento
del bien mismo. Y en verdad no es razonable que todos los artífices desconozcan una
ayuda tan importante y ni siquiera la busquen. Y además no puede comprenderse qué
provecho sacará para su arte el tejedor o el carpintero de conocer el bien en sí (tò autò
agathòn), o cómo podrá ser mejor médico o mejor general el que haya contemplado esta
idea. Es evidente que el médico ni siquiera considera así la salud, sino la salud del
hombre, y más bien probablemente la de este hombre, ya que cura a cada individuo.
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necesariamente, y actuará bien. Del mismo modo que en los juegos olímpicos no son los
más hermosos ni los más fuertes los que alcanzan la corona, sino los que compiten (pues
entre éstos algunos vencen), así también las cosas hermosas y buenas que hay en la vida
sólo las alcanzan los que actúan certeramente, y la vida de éstos es agradable por sí
misma. Porque el deleitarse es algo anímico, y para cada uno es placentero aquello de lo
que se dice aficionado, como el caballo para el aficionado a los caballos, el espectáculo
para el aficionado a los espectáculos, y del mismo modo también las cosas justas para el
que ama la justicia, y en general las cosas conforme a la virtud para el que ama la virtud.
Los placeres de la mayoría de hombres están en pugna porque no lo son por naturaleza,
mientras que para los inclinados a las cosas nobles son agradables las cosas que son por
naturaleza agradables. Tales son las acciones de acuerdo con la virtud, de suerte que son
agradables para ellos y por sí mismas. La vida de éstos, por consiguiente, no necesita en
modo alguno del placer como de una especie de añadidura, sino que tiene el placer en sí
misma. Es más, ni siquiera es bueno el que no se complace en las buenas acciones, y
nadie llamaría justo al que no se complace en la práctica de la justicia.
EPICURO
Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y
todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual el
recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad
de la vida, no porque añada una temporalidad infinita sino porque elimina el ansia de
inmortalidad. Nada temible hay, en efecto, en el vivir para quien ha comprendido
realmente que nada temible hay en el no vivir. De suerte que es necio quien dice temer
la muerte, no porque cuando se presente haga sufrir, sino porque hace sufrir en su
demora. En efecto, aquello que con su presencia no perturba, en vano aflige con su
espera. Así pues, el más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, porque
cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente,
entonces ya no somos nosotros. En nada afecta, pues, ni a los vivos ni a los muertos,
porque para aquellos no está y éstos ya no son. Pero la mayoría unas veces huye de la
muerte como del mayor mal y otras veces la prefiere como descanso de las miserias de
la vida. El sabio, por el contrario, ni rehúsa la vida ni le teme a la muerte; pues ni el
vivir es para él una carga ni considera que es un mal el no vivir. Y del mismo modo que
del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más agradable, así también del
tiempo, no del más duradero sino del más agradable disfruta. Quien recomienda al joven
vivir bien y al viejo morir bien es necio no sólo por lo agradable de la vida, sino
también por ser el mismo el cuidado del bien vivir y del bien morir. […]
Se ha de recordar que el futuro no es ni del todo nuestro ni del todo no nuestro,
para no tener la absoluta esperanza de que lo sea ni desesperar de que del todo no lo sea.
Y hay que recordar que de los deseos unos son naturales, otros vanos; y de los naturales
unos son necesarios, otros sólo naturales; y de los necesarios unos lo son para la
felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, otros para la vida misma.
Un recto conocimiento de estos deseos sabe, en efecto, supeditar toda elección o
rechazo a la salud del cuerpo y la serenidad del alma, porque esto es la culminación de
la vida feliz. En razón de esto todo lo hacemos, para no tener dolor en el cuerpo ni
turbación en el alma. Una vez lo hayamos conseguido, cualquier tempestad del alma
amainará, no teniendo el ser viviente que encaminar sus pasos hacia alguna cosa de la
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que carece ni buscar ninguna otra cosa con la que colmar el bien del alma y del cuerpo.
Pues entonces tenemos necesidad del placer, cuando sufrimos por su ausencia, pero
cuando no sufrimos ya no necesitamos del placer. Y por esto decimos que el placer es
principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien
primero, a nosotros connatural, de él partimos para toda elección y rechazo y a él
llegamos juzgando todo bien con la sensación como norma. Y como éste es el bien
primero y connatural, precisamente por ello no elegimos todos los placeres, sino que
hay ocasiones en que soslayamos muchos, cuando de ellos se sigue para nosotros una
molestia mayor. También muchos dolores estimamos preferibles a los placeres cuando,
tras un largo tiempo de sufrirlos, nos acompaña un mayor placer. Ciertamente todo
placer es un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin embargo, no todo placer es
elegible; así como también todo dolor es un mal, pero no todo dolor siempre ha de
evitarse. Conviene juzgar todas estas cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y
de lo inconveniente, porque en algunas circunstancias nos servimos del bien como de un
mal y, viceversa, del mal como de un bien. […]
Cuando, por tanto, decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de
los disolutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen o no
están de acuerdo con nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni turbación
en el alma.
ESTOICISMO: EPICTETO
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Capítulo 2: […] Aparta, pues, tu rechazo de todo lo que no depende de nosotros y ponlo
en lo que no es acorde con la naturaleza y depende de nosotros. Aniquila por completo
el deseo, al menos en el momento presente. Y es que si deseas algo de lo que no
depende de nosotros, por fuerza serás infortunado; y si algo de lo que depende de
nosotros, aún no tienes a tu disposición nada de cuanto sería hermoso que desearas; así
que usa solamente el impulso y la repulsión, pero con suavidad, de manera excepcional
y sin tensiones.
Capítulo 3: Con cada cosa que te atraiga o te reporte utilidad o a la que seas aficionado,
acuérdate de decirte siempre de qué clase es, empezando por lo más pequeño. Si eres
aficionado a una olla di «soy aficionado a una olla» y no te perturbarás cuando se
rompa; si besas a tu hijo o a tu mujer, di que besas a un ser humano y no te perturbarás
cuando muera.
Capítulo 14: Si quieres que tus hijos y tu mujer y tus amigos vivan para siempre, eres
bobo. Pues quieres que dependa de ti lo que no depende de ti y que lo ajeno sea tuyo.
Así también, si quieres que el esclavo no se equivoque, eres tonto. Pues quieres que la
maldad no sea maldad, sino otra cosa. Pero si quieres no fallar en tus deseos, eso puedes
conseguirlo. Ejercítate en eso, en lo que puedes. Es dueño de cada uno el que tiene la
potestad sobre lo que él quiere o no quiere para conseguirlo o quitárselo. Así que el que
pretenda ser libre que ni quiera ni rehúya nada de lo que depende de nosotros. Si no, por
fuerza serás esclavo.
Capítulo 17: Recuerda que eres actor de un drama, con el papel que quiera el director: si
quiere corto, corto; si uno largo, largo; si quiere que representes a un pobre, represéntalo
con nobleza: como a un cojo, un gobernante, un particular. Eso es lo tuyo: representar
bien el papel que te han dado; pero elegirlo es cosa de otro.
Capítulo 34: Cuando tengas la representación de algún placer, como con las demás
representaciones, te cuidado, no vaya a ser que se apodere de ti. Deja que el asunto te
espere y difiérelo un poco. Luego, ten presentes los dos momentos: el del disfrute del
placer y el de después de haber disfrutado, cuando te arrepentirás y te injuriarás a ti
mismo. Y opón a eso cómo disfrutarás y te alabarás a ti mismo si te abstienes. Y si te
parece que es la ocasión de emprender el asunto, ten cuidado, no vayan a vencerte su
deleite, su dulzura y su atractivo. Oponle cuánto mejor será el saberte a ti mismo
vencedor de esa victoria.
Capítulo 43: Todo asunto tiene dos aspectos, uno soportable y otro insoportable. Si tu
hermano te injuria, a partir de ahora no admitas que te injuria (pues ése es su aspecto no
soportable), sino más bien que es tu hermano, que se ha criado contigo, y lo tomarás por
donde es soportable.
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Capítulo 51: ¿Para cuándo dejas el considerarte digno de lo mejor y el no transgredir en
nada la capacidad de discernimiento de la razón? Has recibido los principios a los que
debías adherirte y te has adherido a ellos. ¿Qué maestro sigues esperando para poner en
sus manos el llevar a cabo tu corrección? Ya no eres un jovencito, sino un hombre
maduro. Si ahora te despreocupas y descuidas y haces proyectos de proyectos y cada día
fijas para más adelante el término tras el cual te aplicarás a ti mismo, no te darás cuenta
de que no progresas, sino que, vivo y muerto, seguirás siendo un profano. Así que
considérate ya digno de vivir como una persona madura y que progresa. Y que sea para
ti ley intransgredible todo lo que te parezca lo mejor. Y si a ello se añade el esfuerzo o
el placer, la fama o la ignominia, ten presente que éste es el momento del combate y que
estamos en los juegos Olímpicos y que ya no es posible retrasarlo, y que el progreso se
mantiene a salvo o se pierde por un día y por un asunto. Así pudo Sócrates ser lo que
fue, no prestando atención a nada más que a la razón en cuantas situaciones se le
planteaban. Y tú, aunque aún no seas Sócrates, debes vivir queriendo ser como Sócrates.
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