Penumbria 46 - AA VV

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En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás amantes para

armar, obsesiones marinas y pinturas de animales; muertos alegres, moscas


misteriosas y reflejos siniestros; mariposas de mal agüero, sexo ciborg, sobras
y negrura; abuelos que vuelan, sacerdotisas y luminiscencias doradas;
corazones de reemplazo, convites, suerte y sinsentido; sirenas, luciérnagas,
apocalipsis y monstruos; juegos, engendros, erupciones, vampiros, amigos
invisibles y el olvido.

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AA. VV.

Penumbria 46
Antología Revista Penumbria - 46

ePub r1.0
Unsot 23.09.2020

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Título original: Penumbria 46
AA. VV., 2019
Diseño de cubierta: Miguel Candelario

Editor digital: Unsot


ePub base r2.1

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Esta obra está licenciada bajo Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5
México.

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Torre de Johan Rudisbroeck

¡Bienvenido a nuestro primer número de 2019!


La respuesta a la convocatoria superó, una vez más, nuestras expectativas:
más de 100 cuentos recibidos.
El tema fue lo fantástico en general, utilizando como pista (o linterna) «El
cuento fantástico», texto del escritor español Ángel Olgoso («el fantástico es
el lugar natural de la escritura, la maravillosa posibilidad —quintaesenciada
— de inventar mundos diversos, alternativos, imposibles, mundos al revés»).
Así, en este número encontrarás amantes para armar, obsesiones marinas
y pinturas de animales; muertos alegres, moscas misteriosas y reflejos
siniestros; mariposas de mal agüero, sexo ciborg, sobras y negrura; abuelos
que vuelan, sacerdotisas y luminiscencias doradas; corazones de reemplazo,
convites, suerte y sinsentido; sirenas, luciérnagas, apocalipsis y monstruos;
juegos, engendros, erupciones, vampiros, amigos invisibles y el olvido.
El Tentáculo de obsidiana se lo llevó Patricia Richmond, con su cuento
«La risa de la bella durmiente», por esa forma tan hermosa que tiene de
contarnos los sucesos fantásticos.
Muchas gracias por regresar a la ciudad del otoño perpetuo, estamos
seguros que encontrarás en la tienda de antigüedades del perverso Mefisto ese
artilugio que te deslumbrará (y enloquecerá).

Miguel Lupián
Director RP

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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO
MEFISTO

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La risa de la bella durmiente

Patricia Richmond

España

Recuerdo cómo nos reíamos de miedo cuando no podíamos dormir. En la


oscuridad de la noche, todos los ruidos eran sospechosos y yo, ejerciendo de
hermana mayor, espantaba a los malos espíritus con invocaciones absurdas
que nos hacían morirnos de risa. «Por el brazo incorrupto de Santa Teresa…
¡Monstruo, abandona este dormitorio por el ojo seco de una gallina con un
orinal en la cabeza!».
Irene siempre tuvo problemas para conciliar el sueño. Desde muy pequeña
no conseguía dormir más de tres o cuatro horas seguidas y, al hacernos
mayores, su insomnio se agravó. Lo probó todo: pastillas, baños fríos y
calientes, gimnasia sueca antes de meterse en la cama, tisanas de todas las
hierbas conocidas… Nada la ayudaba. Si lograba dormitar algo durante la
noche, podía afrontar el día con un poco de dignidad.
Se acostumbró a vivir en una realidad desenfocada por el cansancio y
nosotros, a verla deambular por la casa, pálida y ojerosa, casi como un
espectro.
Si algo bueno tenía su falta de sueño era que aprovechaba bien el tiempo.
Pasaba las noches estudiando y acabó el bachillerato con unas notas tan
brillantes que le abrieron las puertas de la Facultad de Medicina. Quería

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encontrar un remedio para su mal, pero, en vez de dedicarse al estudio, su
problema la convirtió en una obsesión para todo el claustro, que no fue capaz
de hallar ni la causa ni una solución.
Dejó la universidad y se colocó en un hotel, como recepcionista nocturna.
Trabajaba toda la noche, volvía a casa por la mañana y se metía en la cama,
desvelada, hasta que se levantaba resignada.
Cuando nuestra madre murió, el casero se negó a prorrogar de nuevo el
contrato de alquiler, como ya había hecho al fallecer mi padre. Exigió que
Irene firmara uno nuevo, con una subida de renta desorbitada que ella no
podía pagar.
Yo ya llevaba varios años casada. Vivía con mi marido y mis dos niñas en
un chalet adosado, a las afueras de la ciudad. Poco a poco, la convencí para
que buscara un apartamento en mi barrio. Estaríamos cerca y no se sentiría
tan sola.
Encontramos juntas un piso pequeño, perfecto para ella. Estaba en una
casa antigua muy bonita, de estilo modernista, que se había compartimentado
en viviendas independientes. Eran muy caras, pero ese piso llevaba años vacío
y el dueño quería alquilarlo para recuperar, al menos, los gastos de
comunidad. El precio era ridículamente bajo e Irene encajaba en el perfil que
había solicitado el arrendador: mujer sola, joven, limpia y ordenada. Quería
asegurarse de que cuidaran bien del apartamento.
Firmó entusiasmada. Vivir en ese edificio era un sueño. Era precioso,
tanto por fuera como por dentro. Una escalera imponente, de madera antigua
cubierta por una alfombra señorial, ascendía a ambos lados del ascensor
art-déco, bajo vidrieras multicolores que iluminaban los descansillos y
transmitían la paz reconfortante de un hogar acogedor.
La ayudamos a instalarse y comenzó una nueva vida. Los domingos venía
a comer a casa y, a las pocas semanas, observé en ella algunos cambios.
Seguía pálida, pero estaba más relajada, más habladora de lo habitual. «¿Te
ha salido un novio?», le pregunté un día. Ella se rió, lamentándose de que,
como no fuera alguno de los fantasmas que decían que pululaban por el hotel,
no se le ocurría quién podía fijarse en ella.
Había empezado a descansar mejor. Un domingo vino muy contenta
porque había dormido toda la noche de un tirón. Era la influencia de la casa
nueva, que la protegía y la cuidaba. Así lo sentía ella, refugiada dentro de las
paredes forradas de caoba que insonorizaban el piso, aislándola de ruidos y
algarabías de vecinos, a los que, por otra parte, no veía, suponía, a causa de su

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horario en el hotel. Era curioso, pero nunca habíamos visto a ningún inquilino
del inmueble.
El fin de semana siguiente dejamos a las niñas a su cuidado. Libraba en el
trabajo y podía encargarse de ellas el sábado por la noche mientras nosotros
asistíamos a la fiesta de unos amigos. Por la mañana, Anita, la mayor, llamó
por teléfono llorando. Tenían hambre e Irene no se levantaba para prepararles
el desayuno.
Salí inmediatamente. Abrí la puerta con la llave que tenía para
emergencias y la encontré en la cama, profundamente dormida. «Es la bella
durmiente, mamá», exclamaron mis hijas, que se habían entretenido
peinándola y dibujándole flores con un pintalabios por toda la cara.
Realmente, nunca la había visto tan hermosa.
Pasé varios minutos zarandeándola y gritando hasta que, por fin, se
despertó. La obligué a tomar un café muy cargado y me las llevé a todas a
casa. Allí, más despejada, me confesó que no podía evitar dormir cada vez
más y que, al despertar, tenía la sensación de que la habitación había
intentado tragársela. Aquellos delirios me preocuparon y la obligué a
prometer que pediría cita con el médico inmediatamente.
Unos días después, preocupada por no haber recibido noticias suyas, la
llamé. No contestó al teléfono en todo el día así que, por la noche, acudí al
hotel. El conserje me contó que llevaba semanas sin aparecer por ahí, motivo
por el que la habían despedido.
Nerviosa, corrí a su casa y abrí con mi llave. La encontré en el dormitorio,
arrebujada debajo de las mantas. Abrí la cama y la contemplé espantada.
Estaba desnuda, realmente bella, casi transparente a causa de la lividez que se
extendía por todo su cuerpo. Libre de las ropas que la retenían, se estiró y
abrió los brazos, sin hacer caso de mis sacudidas para despertarla.
Desesperada, grité una invocación, como cuando éramos pequeñas: «Por
las trenzas de la bruja Lola… ¡Irene, salta de la cama a la pata coja!».
Dejó escapar una carcajada mientras se elevaba sobre la cama. Ante mí,
su cuerpo liberó miles de partículas brillantes que volaron hacia todos los
rincones y acabaron fundiéndose con las paredes.
Fue la última vez que oí la risa de mi hermana. Y su voz.

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El muro de los animales

Mariángeles Abelli

Argentina

Aquí soy la única hembra. Detrás de mí —detrás de todos— se levanta el


Castillo de Cardiff, una mole medieval con toques góticos que nunca fue
habitada por un rey.
Cuando anochece, todos nosotros (hiena, lobo, lince, foca, buitre,
babuinos, oso pardo, oso hormiguero, pelícano, leopardo, castor, mapaches,
leones y leona) bajamos del muro. Cada pirca, cada muérdago y roble, cada
centímetro del Parque Bute vuelve a ser nuestro. Allí retozamos —en el verde
que aparece después de la lluvia, entre lápidas torcidas y cruces de piedra—
para desentumecer nuestra pétrea inmovilidad y ser —cada noche, todas las
noches— nosotros mismos.
No es infrecuente verlo al tercer Marqués de Bute. A él le gusta bajar del
cuadro y sentarse en una silla. En vida fue vicepresidente de la Sociedad de
Investigaciones Psíquicas y un gran creyente en la telepatía que buscaba
contactarse con lo extraterreno. ¿Será por eso que hoy, en el tour de
fantasmas que lo tiene como protagonista en el castillo, asustó a un hombre
que decía que «la Física no tiene idioma»? Según me cuenta, el hombre era
profesor, y no le habían dado el puesto porque no hablaba galés. Me encojo
de hombros y concentro los sentidos en mi lomo, que el Marqués consiente en
rascarme…
Amanece. Vuelvo a mi sitio en el muro. Lo cierto es que aquí, con o sin
idioma, nos hacemos sentir.

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Flamante

Jennifer Camacho

España

Podría haber sido un lunes anodino. Entré en la librería, dejé el abrigo, fiché
con el dedo índice, bostecé. Lo primero que hago es revisar el correo. Luego,
la reposición. Pero se produjo el hallazgo: aquel par de grandes ojos azules
reposaba sobre mi teclado, entre la F y la G, y la K y la L. Me miraban
alegres. El pulso se me aceleró al metérmelos rápidamente en el bolsillo. Mis
compañeros ocupaban sus puestos sin hacerme caso.
No pude concentrarme en los libros. Sentía la necesidad constante de
meter la mano en el bolsillo y acariciar aquellos ojos, cerciorarme de que el
tesoro era real. Al tacto los ojos parecían dos caramelos que alguien se había
sacado a toda prisa de la boca. Salivé. Estaba ansiosa por contemplarlos.
Volvía a casa en el autobús cuando se produjo el segundo hallazgo. Una
muchacha se acababa de levantar del asiento de al lado. En el vacío que dejó
había una perfecta oreja izquierda, algo enrojecida. La sostuve en mi mano
maravillada unos segundos y me la metí en el bolso. El resto de pasajeros iba
ensimismado en sus pantallas. Al bajar del autobús estuve tentada de correr a
casa. Pero luego pensé que debía estar alerta, por si encontraba la otra oreja.
Me esperaba en la alfombrilla de la puerta de mi piso. La cogí y me la llevé a
la nariz, se me antojó que olía a mar. Quizá porque hoy habían fregado la
escalera. Dentro no se escuchaba ningún canto de sirena.
Aquella tarde me eché la siesta acompañada por los ojos y las orejas.
Coloqué las piezas sobre la almohada como si fueran parte de una cara, de la
cabeza de él. Nos conocimos en el sueño.
Tenía una espesa cabellera rizada, rubia, y llevaba bigote. Su nariz y
manos eran muy grandes. Vestía traje y gabardina, algo anticuados. Era alto y

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desgarbado, al besarnos tuvo que encorvar la espalda y flexionar las rodillas.
Qué abrazo tan apasionado, en medio de la calle; los transeúntes nos
ignoraban al pasar. Antes de despertar me dio tiempo de agarrarlo por los
hombros y nos miramos fijamente a los ojos. Aquello me convenció del todo.
Él era mi amante. Se estaba recomponiendo en vida. Era el flamante
compañero que tanto había deseado.
Tras el sueño fui a dar un paseo junto al río. Me hubiera gustado encontrar
alguna parte más pero no hubo suerte. Al volver a casa registré todas las
habitaciones, los armarios, los cajones, los rincones olvidados. Buscaba sus
manos fuertes para que me agarrasen de la cintura. No aparecieron. Ni
tampoco al día siguiente. El viernes ya estaba deprimida porque no se me
puede dar un poco sin que me entren ganas de todo.
El sábado me encontraba ordenando de la T a la Z cuando me di cuenta de
que en el escaparate se exponía su pene. Era temprano aún, sólo había un par
de clientes en la librería. Lo recogí de allí enseguida, lo agarré con ambas
manos y, agachada allí mismo, lo observé brevemente. Me sonrojé. Aquello
superaba con creces mis expectativas. Entré corriendo en el almacén y lo
escondí en el bolsillo interior del abrigo. Soñé despierta con mi amante toda
la mañana, no me cansaba de repetirle:
—Eres maravilloso.
Él sonreía halagado. Tenía una luz mágica en la cara, quería abalanzarme
sobre él, fundirme con él, y entonces alguien rompía la ensoñación para
preguntar un precio o para saber dónde estaban los libros de Jung, y también
The Hearing Trumpet.
La siesta de aquella tarde fue explícita. Coloqué su miembro junto a mí, a
la altura de mis caderas. Fueron mis propias manos como autómatas las que
me dieron placer, pero yo veía a mi moderno Prometeo agachado entre mis
piernas. Luego nos abrazamos, recogimos en nosotros el placer que nos había
sacudido, que navegaba entre los glóbulos rojos y blancos. Ojalá no hubiera
despertado.
Sabía que no debía volver a tocar sus fragmentos, no hasta que mi amante
estuviera completo. Me metí en la ducha para sacudirme las ideas eróticas.
Cuando fui a salir, tras de mí encontré sus pies y entonces imaginé que se
había querido duchar conmigo. Así era difícil sacármelo de la cabeza.
Pasaron varios días y no encontré nada más. Empecé a dormir en el sofá
para resistir la tentación de tocar. Cuando entraba en mi habitación aquellos
ojos, orejas, pies y pene me resultaban hipnóticos. Me tenía que morder los

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labios y salir corriendo. Rogaba que lo próximo que apareciera fuera su boca.
Quería hablar con él, besarlo.
Los días de invierno eran cada vez más fríos y calaron en mi ánimo. Quizá
no encontraría nada más. Quizás un día al volver a casa la cama estaría vacía.
Atormentada cada vez sentía un deseo más fuerte y tenía sueños más raros.
Soñé con ser una mantis.
Me dormí en el autobús de vuelta. Hacía una semana que había
encontrado los pies. Una voz conocida me advirtió: «Toda espera tiene su
recompensa». Desperté llamándola:
—¿Yaya?
Supe que aquel amante era un regalo del más allá. Me lo mandaba mi
abuela para curar mi soledad desde aquella realidad paralela donde las
personas ni mueren ni envejecen. Ella lo había creado a imagen y semejanza
de mis ulteriores deseos. La llama no se extinguiría nunca.
Sin embargo, nunca pude resistirme a la lujuria. Sólo quería meterme el
glande en la boca, probar, cerrar los ojos e imaginar el resto. Me pudo la
anticipación, siempre fui de romper los juguetes nuevos el primer día. Cuando
quise darme cuenta, ya me lo había tragado.
—Yayita, me mandarás el resto, ¿verdad?
Pero en aquella casa tan vacía nadie me contestó.

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Marina urbana

Laura Stephany Rocha

México

Tengo 32 años y ya conozco el mar. Esa es la imagen que evoco cada


mañana, mientras miro por la ventana y sostengo con ambas manos la taza
rebosante de té de hierbas. Con mucho cuidado, sustituyo edificios, vecinos,
llantos y ladridos por el romper de las olas, por el gris oscuro de un cielo
tormentoso y por la arena pedregosa en la paisajística acústica urbana. Mi
departamento diminuto y modesto parece menos lúgubre una vez realizada mi
pequeña transmutación imaginaria.
Vivo sola, no tengo hijos ni pareja. Los hombres me asustan un poco,
siempre los veo con cierta sospecha. Quizá por eso ninguno ha durado
demasiado tiempo a mi lado. Una vez salvadas las dificultades de mi cautela,
por voluntad propia deciden seguir su camino; yo los veo hacerlo sin mayor
interés, si acaso con alguna curiosidad: quizá van tristes, enojados o con la
misma indiferencia que yo exudaba y ellos intuían. Hace más de dos años que
no comparto el departamento con nadie y mi estilo de vida no lo exige.
Diseño páginas de internet; sólo necesito una computadora y una conexión
para ganarme el sustento.
Mi soledad es cómoda, por ello he construido toda mi existencia alrededor
de ella. Salgo poco del departamento, a comprar víveres, por ejemplo, o al
banco o a una ocasional caminata por el parque. Me gusta ver el cielo entre
las ramas, me calman los árboles movidos por el viento y sentir el sol sobre
mi rostro. Fuera de eso, mi tiempo transcurre entre códigos, programas y
colores. Nada en mi mundo existe de verdad.
Hoy es martes, tengo una entrega urgente y sé que no dormiré. Son las
tres de la mañana y la única luz encendida es la de la pantalla. Su reflejo azul

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debe hacerme parecer fantasmagórica, con las ojeras pronunciadas y las
pupilas dilatadas. En la cocina cae un vaso; el vidrio rompiéndose se oye seco
y lento, como si ocurriera una ralentización temporal. Al mismo tiempo,
siento que algo roza mi seno derecho, el pezón se erecta y mi respiración se
detiene en una inhalación. Me obligo a regresar las manos al teclado y sigo
escribiendo <head> <title>… hasta que completo un laberíntico sistema de
funciones, de signos, números y palabras que nunca se materializarán.
Pasarán las horas, se convertirán en días. Mi cliente vendrá, le entregaré el
disco duro con la información pertinente y luego haré una demostración del
funcionamiento de la página. En una especie de experiencia extracorpórea,
me veré hablar, oprimir el cursor, sonreír, pedir su aprobación y, finalmente,
despedirlo en la puerta con un suave y femenino apretón de manos; después,
cerraré la puerta a sus espaldas y suspiraré de alivio porque no lo veré más.
Son las seis. Han pasado tres días desde la entrega. Estoy exhausta. El sol
de la tarde se cuela por la ventana y veo flotar el polvo en la luz. Me desvisto
y me refugio en las mantas. No hay otro lugar para mí que no sea éste. Pronto
cae sobre mí la pesadez propia de la fatiga, un delicioso estado suspendido de
duermevela en el que soy plenamente consciente de mi cuerpo. Me abandono
a la sensación. De pronto, percibo una caricia en la entrepierna, una lengua
me posee y me besa. Siento su espesa saliva fétida en mi boca y yo me dejo
hacer. Cuando despierto, estoy tan satisfecha como una recién casada después
de su noche de bodas.
Poco me acuerdo del suceso, ha transcurrido una semana. Hoy me espera
otra velada frente a la computadora. Me sirvo una copa de vino tinto, cosecha
2004. Me lo regaló un amante que solía tener obsesión con el maridaje y el
amor. Era un sibarita empedernido al que le aburrió el silencio monacal de mi
departamento, interrumpido sólo por el sonido constante de las teclas. No
pude evitar recordarlo, ni desearlo. Hice honor a su memoria, me convertí en
fuente fragante y voluptuosa en cuyas entrañas se encuentra el secreto del
placer. Cuando mis dedos recorrían los sitios recónditos que antes tocaron los
suyos, sentí en la nuca un leve airecillo acompasado, como una respiración.
Mi sangre se heló. La adrenalina se disparó en una alarma petrificada.
Permanecí inmóvil hasta que llegaron las primeras luces del alba.
Durante esa mañana no pude trabajar. Intenté convertir el paisaje en mar,
mas los ruidos estridentes de la ciudad se negaron a desaparecer. Salí a
caminar, estaba nerviosa. Mi paso era distraído e irregular. Me detuve a ver
las ramas de los árboles, pero me parecían garras aterradoras con intenciones
de tomarme por el cuello. Regresé sobresaltada. Decidí tomar una ducha.

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Mientras me enjabonaba, la fragancia del gel de baño era intoxicante. Traté de
inhalar y exhalar en perfecta simetría. En medio del éxtasis sensual, de pronto
sentí que me hundía en un fango invisible que brotaba inconteniblemente de
mi interior. Huele a fruta podrida y, aunque tallo mi piel hasta que queda
hecha jirones, no logro limpiar nada. Sobre mí, una mirada, unos ojos que me
observan para ensuciarme el alma.
No puedo evitar llorar bajo el agua mientras me vuelvo un ovillo
vulnerable y lacrimoso. Presiento que mi soledad es una ilusión, quizá nunca
he estado sola. Por eso, cuando una mano entrelaza sus dedos en mis cabellos
mojados, enmudezco. El tiempo ya no es una consecución de eventos, sino
una masa informe e inasible cuya causa no necesariamente tiene un desenlace
lógico ni proporcional. El tiempo es nada. Es un presente difuso con
irrupciones del pasado y del futuro. Me deslizo en el abismo de la aceptación,
porque sé que esa cosa atávica y antigua cada día vive y rejuvenece un poco
más, motivada por la lujuria y el horror que me provoca. Acepté su caricia
como vínculo y contrato de propiedad. Salgo del baño y cierro la ventana: ya
no habrá mar.

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La alegría de los muertos

Ian Colín Roditi

México

No los extrañamos, a los vivos.


Hace mucho tiempo ellos eran la mayoría. Al no poder lidiar con la
pérdida de sus amados, sus grandes mentes y artistas encontraron la manera
de traernos de regreso con la ayuda de la ciencia y una mano de magia.
Incluso se pusieron a la Frankenstein con el «¡Está vivo!», pero la verdad
es que no lo estábamos. Estábamos conscientes, eso sí, sabíamos muy bien
quién se supone que éramos y que… pues… estábamos bien muertos. Sin un
corazón que latiera o el pesar del hambre, la diferencia empezó a notarse
rápido.
Con el tiempo detenido, si los problemas de envejecer y sin la necesidad
de programarnos una conducta y compás moral como a los robots, nos
encontraron utilidad para cuidar a los ancianos y enfermos. Otros preferimos
el trabajo que necesitara esfuerzo físico. No pasó mucho tiempo para que los
vivos establecieran una ley que dictaba que debería de haber un «Consenso de
la Buena Muerte» que decidiera quién merecía volver y quién no. Obviamente
no querían otorgarle cuasi-inmortalidad a tiranos, racistas y villanos. Nos fue
completamente comprensible y lo dejamos pasar.
De hecho, ellos fueron los que empezaron la guerra en nuestra contra.
Cuando nos convertimos en mayoría se sintieron amenazados; aunque los
recursos del planeta estuvieran floreciendo, ya que los muertos no
necesitamos de mucho: sólo espacio para existir. Los vivos no estaban
contentos con su situación, nunca lo estuvieron. Así que empezaron a
discriminar, a segregar y atacar. Intentaron destruirnos, pero no hay forma de
matar a los muertos.

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Podríamos decir que en algún momento éramos de la misma especie, con
los anhelos, esperanzas y todo eso. Ahora eso es más un hábito que vive en
nuestras almas. No es que realmente tengamos alguna expectativa. Estamos
muertos, no hay mucho más allá de eso. Sólo la eternidad expandiéndose. Así
que hicimos lo único que se nos ocurrió: defendernos.
No es que realmente tuviéramos que pelear. Los fantasmas sí tienen una
razón para hacerlo: aún tienen esperanza y asuntos pendientes. Nosotros no.
Sólo tenemos nuestra existencia sin vida. Así que seguimos adelante con lo
que teníamos y ganamos la guerra poco tiempo después.
Muchos vivos murieron y muchos se levantaron. Muchos de los que no,
prefirieron quedarse sin vida sólo por el odio a los muertos. Y los pocos vivos
que quedaron lograron comprender que no iban a ganar: el tiempo estaba en
su contra.
Después de la gran guerra, la paz llegó en forma de incontables tratados.
Los pocos vivos que quedaron se exiliaron a ciudades exclusivamente para
ellos y nos fue prohibido interferir en sus decisiones.
Con cada año, los vivos fueron cada vez menos. Algunos se unieron a
nosotros con el deseo de explorar el mundo más allá de las colonias con vida.
Las últimas generaciones en nuestra comunidad lo llamaban «Renacer al
revés».
Cuando el último vivo falleció, fue un día que todos recordamos.
Desde ahí empezamos a contar los años desde cero.
Tú sabes… Antes de Cristo, Después de Cristo… y ahora: Después de la
Vida.
Comenzó como un chiste, pero se quedó pegado en las cuentas del
tiempo.
Han sido 1920 años Después de la Vida, en los cuales hemos tratado de
encontrar cómo traer almas nuevas que encuentren nuevos caminos y culturas
que construir. Y hemos fallado. Lo hemos intentado todo, hemos llegado a las
orillas de la existencia y de regreso, hemos hecho demasiado en tantísimo
tiempo.
Y nada ha cambiado.
Estamos aburridos.
He llegado a creer que lo único que podría traerles alegría a los muertos
es, irónicamente, morir. O lo más cercano a nunca más despertar.

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Las moscas

Mario Romanet

Perú

El abuelo siempre me decía: «No mates a las moscas. Si quieres espántalas,


pero nunca las mates». Resultaba extraño el consejo, pero desde tan pequeño
lo escuché que se convirtió en una regla para mí. Nunca maté una mosca ni
tampoco se me ocurrió preguntar el porqué.
Para mi madre debió ser un tanto raro nuestro comportamiento, y no faltó
el momento en que nos tildó de locos. Al igual que yo, ella nunca preguntó las
razones del inusual respeto a estos bichos. Sería tal vez por consideración al
fuerte vínculo que nos unía al abuelo y a mí, o también por simple desinterés.
En casa vivíamos los tres, pero la mayor parte del día mi madre trabajaba y yo
la pasaba con él.
Al abuelo solía acompañarlo en sus quehaceres diarios, que iban desde
arreglar muebles viejos hasta ir por el pan. Realmente él no tenía nada de
excéntrico, salvo por su respeto a las moscas y por aquellas desapariciones
que se daba por tres horas (exactamente) en el sótano de la casa. Cada tres
días se internaba religiosamente en ese lugar.
Yo sabía que algo valioso él guardaba allí. Bien arrimado a una de las
paredes del sótano, un baúl marrón cubierto de una piel seca y arrugada, quién
sabe despojada de qué animal, se mostraba misterioso entre las sombras. Los
bordes estaban adornados por aplicaciones de un bronce bastante
aherrumbrado por el paso del tiempo. Las figuras que rodeaban el contorno
del baúl eran curvas y alargadas, dando la impresión de extremidades amorfas
que abrazaban el contenedor. El baúl siempre se mantenía con candado, pero
yo intuía que el abuelo lo abría cada vez que bajaba.

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Fue tras cumplir mis 16 años que la salud del abuelo empezó a
deteriorarse. Todo comenzó con una especie de psoriasis que cubrió su piel
desde las orejas hasta el cuello. A él no pareció importarle, ni siquiera cuando
los síntomas agravaron. Mi madre le exigía que fuera a ver a un doctor, pero
él simplemente respondía que «no lo entenderían».
Hasta ese momento, mi madre no había visto la espalda del abuelo. Él ya
no podía cambiarse de ropa, por lo cual yo lo ayudaba a diario en esa y en
otras labores. Fue así que pude ver cómo unas llagas grandes y grises iban
secándose en su dorso, convirtiendo la piel en una superficie muy similar a la
tierra craquelada.
Los últimos días del abuelo se dieron con mucha paz. Él reposaba en
cama, muy consciente y sin presentar mayor dolor. Yo solía acompañarlo
sentado a un lado, mientras él contaba sobre su juventud y los viajes que
realizó. Todo esto ya lo había escuchado, por lo que nada me llamaba
realmente la atención. Las cosas cambiaron cuando comenzó a hablarme de
temas tan inesperados como la vida eterna y la resurrección. Citaba un libro
que sólo algunos hombres podían entender, y que de éste sólo algunas copias
se conservaban en distintas partes del mundo, bastante ocultas a la gente
común. El abuelo repetía lo mismo una y otra vez, sumando en ocasiones
alguna nueva curiosidad, como la inminente caída de la humanidad y la
salvación de unos mestizos privilegiados. Mientras él hablaba, mi mente
suponía que estos eran los síntomas de una inevitable demencia senil. Sin
embargo, me resultaba curioso que cada vez que mi madre entraba a la
habitación él cambiara de tema y mostrara la más reluciente coherencia.
La última noche que conversé con el abuelo pude percatarme que sus
lesiones en el cuello habían tomado forma de escamas grandes, separadas por
grietas profundas. Pero lo que más llamó mi atención fue una mosca que
parecía salir de una de estas aberturas. Me acerqué a espantarla y en la voz del
abuelo sonó aquel viejo consejo: «No mates a las moscas. Si quieres
espántalas, pero nunca las mates». La mosca voló y su zumbido pareció
multiplicarse. Al girar pude ver cómo numerosas moscas revoloteaban al pie
de la cama.
El funeral del abuelo cayó un viernes. Familiares que me parecía nunca
haber visto asistieron ese día y todos se mostraban afligidos. Por mi parte, me
mantenía sereno. Yo sentía que él no se había ido, que seguía en casa
esperando a que yo llegara. En ello pensaba cuando escuché el zumbido de
los bichos, un fuerte sonido que llamó la atención de todos. Sobre nosotros,
una nube negra de moscas se agitaba causando al inicio incomodidad y luego

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temor. Algunos intentaron espantarlas sin lograrlo. El fenómeno resultó tan
perturbador que las exequias tuvieron que acelerarse.
Al llegar a casa, mi madre fue a descansar. Su puerta sonó al cerrarse y
dio paso a un pesaroso silencio. La soledad del hogar me invitaba a
sumergirme entre los recuerdos, pero un discreto ruido robó mi atención. Era
un sonido familiar, un sonido que «no debía matar, sólo espantar». Busqué el
origen de aquel ruido hasta encontrarlo. Una mosca enorme revoloteaba frente
a la puerta del sótano.
Abrí la puerta y bajé por las escaleras, precedido por la mosca que fungía
de insólito guía. El bicho se posó cerca de una ventana que daba por lo alto
del sótano y no se movió de allí. Un impulso difícil de explicar me llevó a
arrastrar un mueble hasta la pared y trepar por él hasta la ventana. La mosca
estaba sobre una llave. Tomé esta y fui hacia el baúl del abuelo.
Giré la llave y el candado se abrió. Por dentro el baúl era de una oscuridad
indescriptible, un hoyo negro en el que parecía flotar un libro forrado de una
piel rugosa y marrón, idéntica a la que cubría el exterior del baúl. Ninguna
inscripción tenía en la tapa, sólo grietas que marcaban su superficie. Tomé el
libro y, al disponerme a abrirlo, sentí la mano del abuelo tocar mi hombro.
Desde aquella vez, cada tres días bajo al sótano a leer las enseñanzas y
augurios del libro. Siempre junto al abuelo, exactamente por tres horas.

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Los ojos que me miran desde el reflejo

Valentín Chantaca

México

¿Por qué me hace esto, doctor? ¿Por qué me hace sufrir así? Usted dijo que
me amaba, me prometió que estaría a mi lado cuando los tiempos fueran
difíciles. ¿Por qué me ha dejado aquí tan sola? Eso dijo, que me amaría hasta
la muerte.
No recuerdo nada de mi pasado, ni mi nombre ni mi vida. Él es mi primer
recuerdo. Él regresó y me sacó de la jaula cuando el resto me había
abandonado. Después del incendio, me rescató del laboratorio y me trajo
hasta aquí. Cuando desperté, me explicó lo que había pasado. El accidente…
los científicos muertos… me sentí como un monstruo. La Guarida, así le dice
a este lugar. Con mayúscula, querida. Eso dijo. Estarás a salvo en La
Guarida, lo prometió.
Veo mi rostro en el espejo y siento temor, mi apariencia me repugna. No
reconozco los ojos que me miran desde el reflejo.
Aunque se supone que es el lugar más seguro, parece un sótano
cualquiera. Me dijo que tendría que esconderme por un tiempo, hasta que
pasara el escándalo. Si las personas supieran que sigo viva, se armaría una
revuelta. Me quemarían al instante, a pesar de que soy un milagro de la
ciencia. Él me protege, pone candados en la puerta para ahuyentar a los
intrusos. Me dijo muchas cosas.
El cuarto es muy pequeño, sin ventanas. A veces siento que no puedo
respirar. Sé que no es posible, soy capaz de respirar hasta en ambientes
privados de oxígeno. Moví todas las cosas para sentirme más cómoda. No
recuerdo cómo era la casa donde crecí; no recuerdo si me casé o si tuve hijos.

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Moví la cama y algunas cajas; limpié el polvo y quité las telarañas. Por ahora,
éste es mi hogar.
Recuerdo los detalles que tienen que ver con el mundo y con la gente.
Recuerdo que llueve durante el verano y que tienes que lavarte las manos
después de ir al baño. Pero no recuerdo nada de lo mío, nada de lo que fui.
¿Dónde está, doctor? ¿Por qué me abandona ahora? Mis heridas sanaron
rápido, las cicatrices casi desaparecen. Queda este hilo grueso y negro, queda
encarnado. Una marca sobre mi piel, una condena inmerecida. Doctor, usted
prometió quitarme los puntos, prometió liberarme de este tormento.
Han pasado semanas desde su última visita, tampoco se han escuchado
ruidos en la calle. Es como si las personas hubieran desaparecido, los pasos ya
no retumban en el techo. Sólo queda silencio, sólo el silencio conmigo. Han
pasado semanas desde mi último bocado, pero no siento hambre ni sed. Los
puntos me pican, me enloquecen.
El doctor me visitaba cada domingo durante tres horas exactas. Nunca
llegaba tarde, nunca se iba temprano. Era tierno, hacía un gran esfuerzo por
hacerme sentir especial. Me dejaba escoger los juegos de mesa y me permitía
beber alcohol durante nuestras citas. Así las llamaba, nuestras citas. Él hacía
un gran esfuerzo, yo lo dejaba que pasara un rato en mi cama.
También trajo muchos libros y un viejo televisor. Casi todas las páginas
estaban roídas y llenas de polvo. Son los clásicos universales, eso dijo.
¿Cómo es posible? Sólo los conocen en este planeta, fue lo que pensé. El
televisor estaba tan dañado que no tenía sonido, sólo se veía una imagen
temblorosa y figuras en colores pálidos. Era suficiente, era un puente. Leía
novelas y veía televisión.
Historias de criaturas terribles y resurrecciones profanas; de reinos lejanos
y guerreros invencibles. El doctor se aferraba a las fantasías. Acabé todos los
libros y me perdí en el televisor. A veces veía los programas mudos e
imaginaba lo que decían los personajes. A veces me imaginaba como
protagonista de alguna de esas fantasías, pensaba que podría contar una
historia que me perteneciera.
Pronto descubrí que las fantasías no se cumplen, el doctor nunca regresó.
No me dijo la verdad, no me amaba. Ayer me quité los puntos, ni siquiera
sangraron. ¿En realidad era un doctor? ¿O también eso era mentira?
El mundo de arriba está callado. Desde la semana pasada, el televisor sólo
muestra estática. El doctor dijo que el accidente había tenido repercusiones,
que la sustancia se había filtrado en el suministro de agua. A veces lo
mencionaban en los encabezados de los noticieros, letras rojas y brillantes.

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Más detalles a las de 10 de la noche. Yo me siento sana y fuerte, de nuevo
mudé mis escamas.
Destrozo la puerta con una de mis tenazas. Las escaleras me guían hacia
el exterior. Es el ascenso hacia la libertad, como en los libros. Dudo por un
momento, ¿qué tal si se forma una revuelta? No, todo ha cambiado. Puedo
sentirlo. Una corriente de aire frota mis antenas. Olfateo la peste de los
muertos.
No puedo quedarme aquí, debo salir. Debo sobrevivir. He esperado
suficiente, he soportado demasiado. El doctor no volverá, así que no puedo
confiar en nadie. Si te quedas sola, no confíes en nadie, querida. Eso dijo. Me
despido del sótano, mi terrible hogar. Antes de salir me asomo al espejo, ya
no siento miedo.
Los ojos que me miran desde el reflejo son míos.

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PAPALOMEH

Mariena Padilla

México

La abuela no temía a las mariposas negras que entran para esconderse de la


luz; esas grandes, como un par de manos, que acostumbran posarse en la parte
interior de las puertas o en la parte sombreada de las paredes. No, abuela no
era supersticiosa. Pero una vecina, que se asustaba hasta de su propio nombre,
la conminaba a ahuyentarlas.
—Espántelas, Mariné, ¿qué no sabe que son de mala suerte?, avisan que
alguien se va a morir.
—Pues como no sea yo, y eso no me da miedo: ya estoy vieja y quizás es
tiempo de que camine hacia la oscuridad. Además, doña Miserere, si las
espanto, capaz que se van a su casa y usted no quiere eso, ¿verdad? —
contestaba abuela mientras volteaba hacia donde estábamos mi hermana y yo,
guiñando un ojo, como sin querer.
Nosotras nos veíamos una a otra mientras probábamos el plátano con miel
que abuela había preparado, y sonreíamos. ¡Queríamos tanto a abue Mariné!
—¡Ni lo quiera Jesús bendito, yo sí las agarro a escobazos! —exclamaba
la vecina, santiguándose.
Entonces, desde nuestro rincón, dejábamos de reír, hacíamos gestos y
sacábamos la lengua. ¡Nos caía tan mal doña Mise!
—Ya, ya, cálmese, doñita. Tomemos el café en el patio si lo prefiere.
Cuando el cielo dejaba de ser rojo y violeta, la vecina se iba; entonces
abuela lavaba el par de tazas, apagaba la luz, la hornilla y se iba a dormir.
Nosotros permanecíamos en la mesa, junto al remanente calor del fogón. Una
mañana aparecimos tres de nosotras en la cocina. Los incipientes rayos de sol
nos permitieron ver la cama donde Mariné yacía con sonrisa de difunta.

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Decidimos huir antes de que doña Miserere se diera cuenta.

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Por su mente, por mi cuerpo

Lisardo Suárez

España

Pienso en él todo el tiempo mientras, equipada con mi estructura de


desplazamiento para trabajo pesado en cero-G, me deslizo por el vacío que
rodea la nave. Está en mi cabeza cuando remacho placas en los cierres
externos, al reparar la conexión en las celdas de cualquier módulo
fotovoltaico, durante la revisión de los aislamientos multilaminares.
Son sus recuerdos de la universidad, la primera vez, el fallecimiento de su
madre, la caída en bicicleta mientras aprendía, el soplo de las velas en su
quinto cumpleaños, la temporada internado en la clínica e infinidad de otras
situaciones registradas durante toda una vida copiadas a mi sistema nervioso
hasta la última de ellas. Vivo las escenas, comparto en segundo nivel de
consciencia el cóctel de neurotransmisores y hormonas, con el voltaje
sináptico preciso, hasta encontrarme en un perfil de marcadores somáticos
similar al que tuvo durante sus experiencias. Y, según todos los análisis, la
compatibilidad es extrema; habríamos opinado lo mismo, habríamos actuado
de forma idéntica. Él se siente igual cuando revisa cualquier fragmento de
información en mi memoria: me lo ha dicho y, además, lo he comprobado en
los registros de sus reacciones. Nos amamos.
Verifico los nexos de fluidos y gases, los anclajes de acoplamiento,
cientos de reóstatos, miles de sensores, las esclusas, los sistemas de
comunicación y las interminables filas de radiadores; siempre pensando en él,
viviéndolo, sintiéndolo.
Podríamos conectarnos también mientras trabajo, claro, pero la ausencia
del nexo bidireccional constante hace más poderosa la ansiedad del
reencuentro: me excita.

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El control de misión activa el aviso: mi turno de tareas de mantenimiento
ha terminado. En la esclusa, me cambio a otra estructura de desplazamiento;
el chasis ligero y alargado de recreo me envuelve mientras floto por los
pasillos de servicio. Su conciencia primaria está en el centro de mando, pero
le pido que nos encontremos en el camarote. Acepta. Cuando llego, ya está
allí; me conecto a nuestra simured privada.
Hacemos el amor en una playa de arena clara bajo la luz rojiza de un
atardecer templado. Tengo ganas de más y le pido que use una estructura de
desplazamiento: siento su miedo, su dolor y su vergüenza luchando contra su
interés en complacerme; acepta, con reticencias que puedo sentir en la
conexión, porque me ama. Dejamos la simured y volvemos a la ingravidez del
camarote.
Abandono mi estructura y quedo desnuda frente a él; la suya proporciona
el brazo y las piernas que le faltan desde el accidente, diseñadas en suave
plastiacero. Puedo compartir su deseo de tomarme, pero también el miedo a
fallar que bulle desde sus neuronas hasta las mías a través de la conexión
bidireccional. Sus pensamientos pasan de lo atractivos que son mis pechos,
realzados por el extensor torácico de titanio, a lo rugosa que se debe sentir su
piel por las quemaduras; cambian del sabor de mis pezones grandes y oscuros,
rodeados por un halo de biosensores, a lo desagradables que son sus
cicatrices; se mueven entre la suavidad de la cara interna de mis muslos,
repletos de miopotenciadores, y la frustración por un pene reconstruido que
no reacciona mientras su mirada es presa de la textura de las manos, cuero
roto y manchado según él, cuando entran en su campo visual. Recibe la
retroalimentación de mi sistema nervioso y sabe que no es cierto ese rechazo,
que lo amo sin importarme su aspecto, pero él siente las cosas de otra manera
y la respuesta neurovascular no llega. Tal vez haya un fallo en el sistema: si
los marcadores somáticos son los mismos, ¿por qué no es capaz de verlo
como yo? Se ofrece a penetrarme con el androimplante activado, a darme
placer con la boca, a hacer cualquier cosa que yo quiera; sé que es sincero,
pero también sé lo incómodo que está por mostrarme su cuerpo.
Le pido que volvamos a la simured y el sexo es maravilloso. Al terminar,
mientras lo acaricio bajo el atardecer en la playa, le digo que no hay prisa. La
misión durará mucho tiempo; estamos solos, nadie nos molestará y lo apoyaré
en todo.
Sabe cuánto lo quiero, pero sigue pensando en sus amputaciones
sustituidas por prótesis, en el desastre de su verdadera piel. La estimulación
reflexógena es incapaz de superar la depresión psicogénica, por mucho que

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los procesos muestren lo contrario a nuestras cortezas cerebrales mediante
una cascada interminable de datos, informes y referencias.
Le muestro todo mi amor en la conexión y, tumbados en la arena, apoyo
mi cabeza en su pecho. Seguro que podrá la próxima vez; él asiente con una
sonrisa.
En el camarote, sin embargo, siento el roce de sus lágrimas cuando lo
abrazo.

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Sombras

Kalton Harold

Honduras

Tenía seis años, una muñeca de trapo y dos sombras. No había nada más
divertido que apagar la luz de su habitación y encender una linterna. Sus dos
sombras se proyectaban en las paredes y podían fingir que formaban un corro
alrededor de una columna luminosa. Durante su infancia nadie se percató de
que tenía una sombra extra. No era como tener un ojo o una nariz de más. En
ese caso la hubiesen llevado al médico y todos hubieran evitado verla
directamente a la cara. Pero el contar con otra sombra era otra historia. No se
lo habrían tomado demasiado en serio. Con los años comenzaron los
problemas. Una de sus sombras se volvió más lenta y ya no alcanzaba a
sincronizarse con sus movimientos. Era como un oscuro déjà vu que se
materializaba sobre el suelo. Las personas comenzaron a notarlo y ella
adquirió el hábito de rehuir de la luz. Una tarde su sombra extra dejó de
moverse. Ella se llevó una mano a la boca. Al principio se sintió asustada,
pero tras meditarlo un momento llegó a la conclusión de que era lo mejor que
podría haberle sucedido. Todavía era una mujer relativamente joven. Quizá
podría volver a llevar una vida normal. Necesitaba un trago para terminar de
aclarar sus ideas. Se dirigió hacia la cocina y sintió que algo ralentizaba su
avance. Giró el cuello. Era el peso muerto de su sombra sobre las baldosas.
Regresó a su sillón y, desde esa tarde, no ha vuelto a salir de su apartamento.
A pesar de los aromatizantes, el hedor es cada vez más insoportable.

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Negrura

Isaura Esquivel

México

Ella entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su


chamarra. No puede más. Hoy es el día. Esta noche es la noche.
Se sienta en la cama, mira su reflejo en el espejo que tiene frente a ella.
¿Qué pasó?, se pregunta, ¿dónde perdí todo?
Llora, las lágrimas resbalan sobre sus mejillas. Solloza. Recuerda los
momentos felices que vivió con Felipe: la proposición de matrimonio, los
fines de semana en Cuernavaca, las carnes asadas en el patio de su casa. El
momento en el que supo que estaba embarazada.
No se quedó con nada más que con ella. No hubo bebé ni matrimonio.
Abre su mochila, saca una botella de agua y un bloc para escribir notas.
Empieza su carta.
No quiere echarle la culpa a nadie más que a ella. Desde un principio no
se imaginó cansándose con alguien, por eso lo de Felipe la tomó
desprevenida. Cinco largos años han pasado, él es otra persona y ella sigue
siendo la misma.
Pide disculpas, como hacen todos. También pide que no le lloren. Para su
funeral le encarga a su mamá poner su música preferida, específicamente
«Paranoid Android» de Radiohead, cuando transformen su cuerpo en cenizas.
Es el momento, piensa. Es ahora o nunca. Suspira, vuelve a mirarse el
rostro. Se pone de pie y se acerca al espejo hasta perderse en el reflejo de sus
ojos. Te odio, se dice antes de voltearse y volver a la cama.
De la mochila saca un bote con pastillas. Vierte unas diez sobre su mano.
No soy nadie, piensa.
Nunca lo fuiste, se dice.

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No eres nadie, replica.
Y no serás nadie nunca, se vuelve a decir.
Cierra los ojos, vuelve a soltar un suspiro, alza la vista hacia el techo. Al
bajar la mirada hacia las pastillas nota algo inusual. Regresa la vista,
específicamente a la esquina en la que converge con la pared. Hay una raya
negra que no estaba ahí antes.
Guarda las pastillas en el bote, se acerca a la esquina entre el techo y la
pared. Observa una pequeña línea negra de, a lo mucho, cuatro centímetros;
tal vez una rayadura de plumón.
Jala la silla de su escritorio, se sube. La raya es una grieta. Tal vez una
fisura. Va a la cocina por clavos y martillo.
Se imagina abriendo la fisura hasta tumbar la habitación. Desea que su
final sea rápido e indoloro. No como la vida: una cascada natural de
inseguridades y manías.
El clavo traspasa la fisura sin alboroto. Suave como mantequilla. Algo
extraño, pensó.
Baja de la silla y toma el celular de la mochila. Busca en internet fisuras o
grietas. Todas son diferentes, ninguna como esa, perfectamente lineal.
Suspira. Tal vez hoy no sea el día, ni esta noche la noche. Vuelve a leer su
carta, la rompe en pedazos. Mueve las cobijas de la cama y apaga la luz para
poder dormir, aunque dormir sea lo último que pase por su cabeza.
A la mañana siguiente la fisura ha crecido al doble.
No es posible, piensa, ¿habrá sido el clavo que usé? Se pone de pie, va por
la silla, se vuelve a subir. Toca la fisura con su dedo índice, mete su uña, no
pasa nada. Baja, va por uno de los clavos, se vuelve a subir. Mete el clavo por
la fisura, desaparece, no produce ruido, ahora es parte de la negrura.
Extrañada, se cuestiona lo que sucede. Recuerda que tiene un
departamento vecino: tal vez el clavo ahora esté del otro lado. Sale de casa y
toca la puerta, le abren.
—¿No tienes una fisura en la esquina de la habitación principal? —
pregunta—. Lo pensé porque ambos compartimos una pared y de mi lado se
ve muy clara.
El vecino lo niega todo, pero la deja pasar hasta el cuarto principal. No
hay fisura. La pared está intacta.
Se apresura para llegar a tiempo a la oficina. Aunque todo el día lo pasa
imaginando las cosas que podrían estar detrás de la negrura.
Llega a casa, ahora la ranura es más ancha.

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Tal vez quepa mi dedo, piensa. Y así sucede: el dedo traspasa la ranura;
no siente nada, saca el dedo, intacto. Va por el martillo y un cincel. Hace de la
ranura un hoyo, donde ahora puede meter la mano completa; lo hace, la retira
con miedo. ¿Podría meter el brazo? En el instante en que ese pensamiento
inunda su cabeza, un brazo atraviesa la negrura y trata de sujetarla
agresivamente. Ella grita y cae de la silla. Golpea su cabeza.
Despierta, rápidamente vuelve la mirada hacia la negrura. De ella nace un
bulto que va creciendo hasta transformarse en un rostro con la boca abierta.
Pánico inmediato. Va por su celular para tomar una fotografía; no tiene pila.
El rostro parece que grita, pero su boca se abre y se cierra, como si hablara.
Estoy volviéndome loca, se dice y comienza a llorar. Busca
desesperadamente las pastillas; las encuentra. Voltea a ver el rostro que
realiza el mismo movimiento una y otra vez, sin producir sonido. Finalmente
puede entenderle. La llama por su nombre: Ana.
Sin pensarlo dos veces, vierte las pastillas sobre su mano y se atraganta
con ellas. Toma toda el agua de la botella, cierra los ojos con fuerza: no
quiere volver a ver el rostro ni la negrura.
El tintineo del metal cayendo al piso la despierta. Está en una inmensidad
blanca, sin principio ni final. Lo único que puede observarse es una pequeña
ranura en la (¿esquina?) de la blancura. Se acerca a ella: sobre el piso, aún
danzando en un semicírculo, el clavo.
Alza la vista y de la negrura emerge un dedo, después una mano. Todavía
tiene tiempo. Voltea a su alrededor: a lo lejos puede ver una silla; corre por
ella, regresa cargándola hasta colocarla debajo de la negrura.
Puedes detenerlo, Ana, dice. Sube a la silla, mete su brazo en la negrura;
puede sentirse a sí misma, quiere detenerse, pero se zafa. Por favor, no lo
hagas, Ana, se dice sollozando. ¡Ana! Desesperada, mete su rostro en la
negrura, grita su nombre una y otra vez, pero es demasiado tarde. Está muerta.
Ella entra en la habitación con el rostro escondido en el cuello de su
chamarra. Se ha sentido así antes y no puede más. Hoy es el día. Esta noche
es… la noche…
El loop interminable del suicidio arrepentido, espacio sin tiempo ni
espacio entre la muerte y el limbo.

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Blanco, dorado y nácar

Silvia Fernández

Argentina

Para Sara O.

La luz la despertó, envolviéndola. Era una luminiscencia dorada que ocupaba


todo el espacio que la rodeaba.
Sara se levantó de una cama, aunque no recordaba haberse acostado, y
caminando algo enceguecida por el resplandor salió de la habitación.
El pasillo que intentaba cruzar parecía hecho de algodón, no porque fuera
blanco sino por su suavidad al pisarlo. Ella sentía que estaba sobre una gruesa
alfombra muy mullida, pero lo que le extrañó es que no se veía alfombra
alguna. Es más, ella no podía ver sus pies. Estaban envueltos en la misma luz
dorada que la había despertado.
Todo el lugar era amplio y las múltiples habitaciones que iba viendo
tenían colores suaves, atenuados todos por la refulgencia áurea que parecía
emanar de todos lados.
Los enormes ventanales encortinados dejaban pasar la luz. A ella le
pareció que las ventanas y cortinas tenían luz propia.
Sus ojos, tan dañados por tantas operaciones, fueron acostumbrándose a
este fulgor que la rodeaba, acariciándola con sus resplandecientes manos.
Sara se detuvo súbitamente, impactada por la visión del piano más bello
que jamás hubiera contemplado; éste ocupaba el centro de un cuarto de un
sutil color celeste.
El piano era de un color nacarado algo rosado, que destacaba contra el
azulino de las paredes. Tuvo que acercarse a tocarlo para darse cuenta que era

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de nácar puro. Lo acarició largamente, pasando una y otra vez sus manos
sobre la tapa. Esa pulida suavidad la atraía.
Imaginó, sonriendo, cómo serían de maravillosos los sonidos que saldrían
de un instrumento tan hermoso; mas no se animó a tocar las teclas por miedo
a molestar.
«¿A quién? Si no he visto a nadie», pensó, mientras tocaba un par de
acordes. Unas primeras notas temerosas dieron inicio a una melodía que no
recordaba conocer.
Sara se miró las manos, maravillada. Ella no sabía tocar ningún
instrumento y menos un piano.
Siempre anheló poder hacerlo, aunque fuera una sola canción, y soñaba
con poder tocarla un domingo, delante de su congregación. Pero nunca tuvo
tiempo para aprender y se fue olvidando de ese deseo, como de tantos otros.
Una suave brisa que entraba por el ventanal movió unos papeles que
estaban sobre el piano. No los había visto antes: eran traslúcidos y parecían
extremadamente frágiles. Levantó uno con mucha delicadeza y, al ponerlo a
contraluz, vio que estaba escrito. No supo qué idioma era, pero se veían
claramente letras y símbolos en tinta dorada. Solamente si la luz los iluminaba
por detrás se advertían esos caracteres.
De repente sintió sueño, se recostó sobre el piso, ese maravilloso y
mullido piso celeste claro, y se quedó dormida.
Un rumor delicado la despertó y, estirando sus brazos para desperezarse,
salió del cuarto. No lograba identificar qué era lo que escuchaba, pero
parecían voces infantiles.
Caminó un buen trecho por el pasillo mullido y, al llegar a una habitación
de color rosa pálido, vio un grupo de niños. Se quedó en el umbral, apoyada
contra el marco de la puerta, escuchando. Su corazón sentía embeleso por
estos sonidos. Estos niños-jóvenes no hablaban: se comunicaban entre ellos
cantando.
Por más que se esforzó, no comprendía en qué idioma lo hacían.
Ellos eran todos diferentes entre sí. Había morenos y rubios, altos y bajos.
Vio una joven, con un pelo rojizo que le cubría la espalda, que cantaba sin
mover sus labios.
Pero lo más llamativo eran sus ropas. Algunos estaban casi desnudos,
tapados apenas con un lienzo que les caía como una túnica. Otros tenían trajes
muy elaborados, llenos de bordados y puntillas. Algunos vestían de manera
sencilla con unos jeans y una remera; todos estaban descalzos.

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Sara no se atrevió a hablarles, le pareció que su voz desentonaría allí,
entre ellos. La joven del cabello rojizo se acercó y la llevó hacia el grupo, que
la miraba asombrado.
En ese cuarto había otro piano también de nácar y con las mismas hojas
de papel transparente escritas en dorado, apoyadas encima.
Le hicieron un gesto para que se sentara en el taburete rosado y le
alcanzaron las hojas de papel, poniéndoselas enfrente de sus ojos. Ella
comprendió.
Sus manos comenzaron a tocar una melodía dulce, y los niños cantaron y
rieron. Muy a menudo los veía abrazarse y ella pudo percibir el amor que
emanaba de ellos.
El sueño volvió a vencerla y, dejando de tocar, se acostó sobre el piso
rosado. Vio que los niños se alejaban del lugar, como para no molestarla.
—¡No se vayan! —susurró, mientras veía cómo uno a uno se marchaba.
Pero un cansancio letárgico la venció y se durmió profundamente. Y soñó.
Sus sueños fueron extraños, algo confusos. Eran en parte mezcla de las
cosas que había visto en esa casa y en parte cosas que recordaba haber vivido.
—¡Despertate ahora! —oyó la voz de Silvia, su amiga-hermana, que le
hablaba de manera insistente.
—Sara, yo ya debo irme, no podés seguir dormida o jamás despertarás —
dijo Silvia con una voz que era casi una súplica.
Sara sabía que debía abrir los ojos y levantarse, pero se sentía tan bien
allí, dormida, soñando.
—Yo ya me voy y si no te despertás ahora, nos separaremos. Debés venir
conmigo —oyó que decía su amiga-hermana.
Quiso abrir los ojos, pero un cansancio abrumador se lo impedía. Quiso
hablar, mas sus labios no emitieron sonido alguno. No pudo moverse.
La despertó la luz dorada que entraba por el ventanal. Corrió las cortinas y
salió a un balcón. Era ancho y con columnas de mármol blanco. Se apoyó
sobre la baranda y miró hacia arriba. Un cielo celeste sin nubes se extendía
hasta el infinito. Miró hacia abajo y un gemido se escapó de sus labios al ver a
su amiga-hermana allá abajo. Lejos, muy lejos, en la Tierra.
—No te preocupes, hermana, yo volveré y te buscaré; estaremos juntas
como siempre. Yo lograré encontrarte —dijo Sara en un susurro, antes de
volver a dormirse.

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Con los pies en la tierra

Santiago Eximeno

España

—Oh, vaya, es enorme —dijo el niño.


Eran palabras de un amigo de Carlos, mi nieto. No supe si sentirme
halagado o escupirle desde las alturas y después culpar a una nube
inadvertida. No había en su tono de voz ningún desprecio, más bien
admiración y algo de sorpresa, pero me incomodaba ser catalogado de enorme
por un crío de doce años con aspecto de desayunar una docena de rosquillas
cada día. No sé, quizá me había levantado sensible esa mañana, y la brisa que
me arrastraba de un lado para otro tampoco ayudaba.
—Es mi abuelo —respondió Carlos.
Lo dijo con pena. Quise adivinar en su tono de voz también cierto orgullo.
No fue fácil. Y entonces, como si en ese momento mi nieto me hubiera
recordado, miró hacia el cielo y tiró con suavidad del cordel que me mantenía
unido a su muñeca. Yo me inflé de orgullo y les mostré mi mejor sonrisa,
todo ello tras comprobar una vez más que el cordel permanecía asegurado a
mi antebrazo. No tenía ganas de dejarme llevar por la brisa que me mecía,
perderme en el cielo azul y acabar en el cementerio de los abuelos; no al
menos esa tarde sin rastro de nubes.
—¿Cuánto ha llegado a pesar? —preguntó aquel niño malcriado.
—¿Antes de…? Más de ciento cincuenta kilos —respondió Carlos sin
titubear.
—Mi padre siempre dice que mi abuelo es un peso enorme para la familia.
Pero claro, él todavía tiene los pies en la tierra.
De nuevo sentí ganas agredir a aquel insolente —y de reprender a Carlos
por su impertinencia—, pero cuando tu cuerpo flota a más de tres metros del

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suelo y lo único que te une al mundo es un cordel que tu nieto sostiene con
descuido, la violencia es, como bien dicen, el último recurso. Es mejor
tomarse las cosas a la ligera. Así que me limité a ampliar mi sonrisa y a
contemplarlos como si su conversación no fuera conmigo. Como
probablemente así era.
No hablaron mucho más. El crío desagradable llegaba tarde a una cita con
su novia —lo que hizo que me sintiera mucho, mucho más viejo— y mi nieto
tenía sus propias responsabilidades familiares. Al fin y al cabo, no se nos
permitía pasear por los alrededores de la residencia más que unos minutos,
después debíamos volver al interior.
Me dejé arrastrar hasta el triste edificio en el que mi mujer y mi hijo —
jóvenes deportistas de la nueva escuela; siempre en forma, siempre activos—
me habían confinado, sin al menos darme una oportunidad para discrepar.
Para discutirlo a gritos incluso. Porque, como bien dicen, en boca cerrada no
entran moscas, y no sería decoroso hablar de todos los insectos curiosos con
los que uno colisiona en las alturas. Tras saludar a la señora Ramiro, que
flotaba indolente en el jardín unida por el dichoso cordel a su cuidadora,
Carlos entró en la residencia y me condujo hasta mi habitación. Una vez
dentro, me liberó. Yo me dejé llevar y floté, libre, hasta el techo del cuarto.
Me quedé allí, tumbado sobre la cama que habían atornillado al techo,
mientras mi nieto me miraba con curiosidad. O con pena, vaya usted a saber.
—Suéltalo —le dije.
Él sonrío.
—Te echamos de menos en casa, abuelo.
Así son los niños: sinceros, directos. Sin corazón.
—Bueno, tu madre siempre decía que yo era un poco pesado, ¿no?
—Ya. Mamá a veces es así. Abuelo, ¿no estabas mejor antes, en casa, con
nosotros? Aunque tuvieras que andar.
Una buena pregunta. Pensé sobre ello. Recordé el sobrepeso, las rodillas,
el cansancio, la tristeza, las miradas, las burlas, el silencio, el rechazo, la
soledad. Recordé también lo mucho que querían a Carlos, y lo importante que
eran ellos para él.
—No sabría decirte. De verdad que no —respondí.
Carlos meneó la cabeza. Me recordó a su padre, y el deseo de abrazarlo se
confundió con el rechazo que me provocaba pensar en mi hijo. Quería culpar
a mi nuera de mi situación, eso lo haría todo más fácil, pero sabía que no
estaba siendo justo. En el fondo el único culpable era el tiempo. Nos hacemos

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viejos. Llega un momento en el que si nos pinchan ya no sangramos.
Estallamos.
—No sé, abuelo. No sé. Desde que la abuela… No sé. Ahora ya no puedes
salir a la calle, pasear tú solo si te apetece. Ahora dependes de los demás. De
mí. Antes…
Se interrumpió, meneó la cabeza de nuevo.
—Papá y mamá deberían venir más por aquí. Deberían verte —dijo.
Después agitó la mano en un apresurado gesto de despedida y se marchó.
Me quedé allí, en el techo, solo, pensando en lo que me había dicho. En su
mente infantil inventaba un pasado glorioso para mí, uno en el que yo era
dueño de mi vida, uno en el que era independiente y autosuficiente y, si
quería, si lo elegía, podía estar solo.
Como ahora.
Ah, qué hermosa es la inocencia, pensé, y qué pronto se desinflan esas
hermosas ideas.

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Espejo

Aitziber Conesa

España

El espejo era una enorme luna de triste iridiscencia. Llenaba la habitación


reduciéndola a una celda y desde las volutas de su marco las sombras se
extendían ocupándolo todo.
Era el espejo de la abuela; la mujer que, desde niña, había aspirado a ser.
La echaba de menos. Por eso había decidido quedárselo. No le gustaba, pero
ejercía sobre ella una atracción inexplicable. Tenía algo que le llevaba a
mirarlo y atrapaba. Había perdido mucho tiempo enganchada en él; ratos que
pasaban sin ser sentidos, vacíos en su vida que no podía recuperar.
De pequeña, las visitas a la abuela se hacían ridículamente cortas,
encerrada en la habitación, a solas con el espejo y la plata del cepillo del pelo.
O eso decían sus padres. Para ella aquellas tardes estaban llenas de risas y
juegos con «la otra». Jamás llegó a saber quién era. Apenas recordaba su
aspecto y no estaba segura de haber sabido nunca su nombre. Sólo sabía que
era muy real. Más real que nadie que hubiera conocido. Con aquella niña
había corrido por pasillos inexistentes, se había escondido bajo camas
demasiado bajas y había pasado por agujeros de ratón en el fondo de los
armarios. Había ido con ella al fin del mundo para volver a la habitación de la
abuela en un abrazo de sábanas y lavanda. Si lo pensaba, podía decir que
aquella pequeña había sido su primer amor. Si lo pensaba más, tal vez dijera
que era su reflejo. Lo que tenía por seguro es que, en algún momento, había
renunciado a ella.
Desde que tenía el espejo, su vida estaba reduciéndose a una cotidianidad
salpicada de ausencias.

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De pie en el umbral de su dormitorio, suspiró. Dejó caer el bolso sobre
una banqueta colonial y se quitó los zapatos. Con pasos quedos se acercó al
espejo. Se sentó en la silla de tocador y cogió el cepillo de plata casi
mecánicamente, siguiendo con la mirada su reflejo, confrontada pupila con
pupila con esa otra, tan igual y tan distinta, sin saber cuál de las dos lanzaba el
reto silencioso entre ambas.
Los labios de su gemela se curvaron en una sonrisa tensa. Sabía que ella
había hecho el mismo gesto, pero se preguntó si no había imitado a la mujer
del espejo. Apretó con fuerza el cepillo sin atreverse a apartar la mirada, con
la seguridad de que una fuerza inconmensurable comenzaría a oprimirla.
«Una vez más».
La mano alrededor del mango plateado comenzó a cambiar. Los dedos se
engarfiaron mientras la piel se manchaba. Vio en el espejo cómo se le
hundían los hombros y su cabello se volvía quebradizo y gris. Sintió en su
boca los dientes soltarse y escupió sobre la bandeja que hacía juego con el
cepillo. El repiqueteo sonó como casquillos expulsados de un arma. Cada una
de sus articulaciones reclamó su existencia punzando, convirtiendo su cuerpo
en el habitáculo de un dolor constante y retorcido. La vista se le nubló. Le
costaba tomar aire; cada bocanada le hería el pecho como si estuviera arando
sus pulmones. Supo que en unos segundos se desmoronaría en un montón de
ropa sucia. Estaría muerta. Peor que muerta, no habría existido.
Una lágrima solitaria surgió de uno de sus ojos, casi blanco.
Parpadeó con toda la rapidez que fue capaz, luchando por ver. Deseaba
ser consciente de todo su tiempo, dar un sentido a cada uno de sus momentos.
Incluso los perdidos.
Cuando la imagen en el espejo se aclaró, su reflejo era normal. Sus labios
parecían suaves, aunque respiraba con dificultad. Su piel volvía a ser joven y
estaba arrebolada. Su cabello rojizo brillaba. Inspiró lentamente, intentando
tranquilizarse.
«No ha pasado nada».
Levantó el cepillo y comenzó a pasarlo por su melena. Las cerdas eran
suaves, densas como su propio pelo. El brillo plateado en el espejo era casi
hipnótico. Comenzó a relajarse. Ya no sentía la amenaza cerniéndose como
un buitre sobre un barranco. El dolor ya no era un pulso inexorable del que
nadie escapa ni se veía condenada a no ser jamás recordada. Comenzó a
sonreír. Hacía tiempo estaba sola, pero era una soledad que ella elegía.
Del roce del cepillo con su pelo surgieron chispas; pequeñas luciérnagas
muertas que anidaban en su ropa y su piel. Picaban sobre ella como insectos

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ávidos, levantando volutas de humo que observaba desde fuera de sí misma.
Disfrutaba de la forma elegante que cada zarcillo blanco tomaba camino al
techo. Poco a poco, su cuerpo se llenaba de lentejuelas de fuego: un delicioso
aguijón que estaba dispuesta a soportar cambio del espectáculo de humo,
sombra y luz. Era algo destructivo, pero se sentía enamorada de esa pulsión,
ese calor, ese potencial.
Los ojos de su reflejo brillaron como ascuas de locura. Y ella prendió. El
dolor la golpeó en una oleada salvaje, llenó todo su ser y no le permitió ser
consciente de nada que no fuera él. Sólo veía blanco sobre negro. El espejo, la
silla, el tocador, todo desapareció. No se dio cuenta del momento en el que su
cuerpo se arqueó, cuándo su boca se abrió dando salida al tormento. No
escuchó el golpe del cepillo contra el parquet cuando calló de su mano.
Tampoco oyó sus agónicos gritos.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero eran limpias y frescas. Sentía
cómo a su paso aliviaban su carne quemada, restituyéndola, dotándola de piel
nueva y flexible.
Su cuerpo se agitaba, llevado por sollozos que no podía acallar. Poco a
poco se dio cuenta de que el dolor había desaparecido. Palpó con cuidado su
ropa y pasó un tiempo observando su piel, libre de los estragos del fuego. En
la habitación no había rastro del humo.
Se enjugó las lágrimas y se levantó para irse a la cama. «Mañana», le
susurró a su yo enmarcado, «mañana me desharé de ti». Y se alejó sin mirar
atrás. En su reflejo, aún quieto en el espejo, se dibujó media sonrisa.
«Hasta mañana», se oyó en un débil tañido argénteo.

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La sacerdotisa azteca

Morgan Vicconius Zariah

República Dominicana

Cae nuevamente el Técpatl del cielo en un nuevo ciclo cósmico. De nuevo


aquel mítico cuchillo de obsidiana es fragmentado en mil seiscientos pedazos
sobre Chicomóztoc, el lugar sagrado de las siete cuevas. De aquella
fragmentación nacieron mil seiscientos dioses que fueron los primeros dioses
de la tierra. La violencia con la cual repercutió aquel hecho en el espacio y en
el tiempo de los multiversos expulsó las subpartículas que conformaban la
conciencia de Normax Aguilar hasta la máquina Psicogenética del tiempo.
Era el año 2500. Eran posibles los viajes temporales sólo hacia el futuro.
Hasta algunas décadas, el viaje al pasado era mera especulación. Aquel
mundo era un lugar interconectado, donde la vida trascurría en una delgada
línea que dividía el mundo físico del etéreo.
—¿Qué pasó ahora, Normax? —preguntó un hombre joven, delgado, cuya
antropomórfica imagen se cristalizaba con la ayuda de un sofisticado juego de
ingeniería atómica. Su tacto semi-físico alcanzó la presencia corporal
ensangrentada de Normax, a la que acababa de sacar de la máquina anclada
en el centro del laboratorio. En los rasgos de la mujer, después de cada viaje,
se acentuaban las sagradas facciones de una diosa precolombina. El mundo
fuera del laboratorio había cambiado sin ellos darse cuenta. La raza
predomínate era descendientes de los mexicas, en lo que ahora era una
Techno-Teotihuacán.
—¿No lo ves? —dijo—. Otro sacrificio ritual. El viaje genético atrás en el
tiempo no se limita a nuestro universo. He encarnado numerosas veces
universos paralelos en sus culturas nahuales. Esta vez me temo haber afectado
el presente por las repercusiones del multiverso. Alteré la historia de la

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humanidad. El rey Moctezuma desenmascaró a Hernán Cortez y sus
seguidores. Un poder dormido despertó en los habitantes de Tenochtitlan.
Esta vez, a los genes de mi sacerdotisa interior les tocó sobre la sagrada
pirámide abrir el pecho del conquistador, cuyo corazón latió un momento en
mis manos, hasta que el sangriento Técpatl me trajo de regreso, salpicada de
su sangre corruptora.

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Cuestión de suerte

Avienda Torres

México

Fortunata Ávila tenía la suerte del maligno. Llegó a San Cristóbal una noche
sin luna sosteniendo su vida en dos valijas gastadas. Con paso lento, recorrió
el empedrado que era un reflejo deslucido de aquel que cruzaba en sus
delirios cada vez que sufría una recaída. Los lugareños interrumpieron su
andanza nocturna para darle la bienvenida con rostros amigables y abrazos
efusivos, sin que nadie advirtiera el nimbo turbulento que la coronaba. La
joven sonrió y estrechó en sus brazos a cualquiera con semblante familiar, y
así llegó a casa de su abuela Inés. No hubo testigo que reparara en la extraña
trayectoria que una maceta a metros de la joven trazaría para no impactar
sobre ella. Fortunata caminó sin notar movimiento alguno. Al llegar a la
puerta tocó con gesto inseguro, antes de ser embestida por esa anciana de
dimensiones desproporcionadas que salió a recibirla con un rostro bañado en
lagrimas.
—¡Mi niña, mi Tuna! Estaba tan preocupada —exclamó entre lágrimas la
señora Inés—. Lo siento tanto, diosito sabe por qué pasan estas cosas; tu
mami descansa ahora al otro lado del sol.
Fortunata, sin entender la reacción de su abuela, realizó un rápido
movimiento con sus dedos explicando el motivo de su retraso. La señora Inés
advirtió su desliz y con paciencia tradujo con torpes movimientos el pésame a
su nieta.
Vaya que la vida es injusta, pensó doña Inés al ver a la joven que, con
rasgos agraciados y esa sonrisa afable agradecía en silencio sus atenciones,
cualquiera pensaría que ya se ha acostumbrado a la tragedia.

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Los días pasaron con la silenciosa presencia de Fortunata en el pueblo. La
casa de doña Inés se llenaba de flores, por los geranios que los jóvenes
llevaban a los pies de la muchacha como por aquellos brotes que titilaban con
el alba y parecían surgir nuevos cada mañana. A los ojos de la abuela, algo
extraordinario llegó con su nieta a casa; quizás era coincidencia o mera suerte,
pero jamás sus pollos se habían visto más gordos, encontraba monedas de oro
incluso en la plazuela del pueblo y en cierta ocasión llegó a la cocina mientras
Tuna cocinaba distraída sólo para ver cómo se extinguían las ascuas del fogón
antes de caer cerca de un mandil de lana. Esta niña, pensó, tiene la suerte del
maligno. Pero no había malicia en ella, salvo quizá cuando con un mohín
recibía un regaño, por esa costumbre suya de ocultar objetos brillantes en los
bolsillos.
Una noche, la señora Inés despertó con el grito de un grajo desgarrando la
noche. Esperó inútilmente que el ave callara y, víctima de la desesperación,
salió a la intemperie descalza; el sonido parecía venir de otro lugar. Sin
embargo, advirtió de pronto que, más allá del pretil, la verja se encontraba
abierta. Sin tener tiempo para pensar, el corazón se le vino al suelo cuando el
rostro de don Aniceto, el panadero, apareció en la entrada. Pálido y con los
ojos hundidos de espanto, le explicó que Tuna, su Tuna, estaba en el
empedrado. La anciana corrió con los pies entumidos sin notar que sangraban
y, al llegar al sendero adoquinado, la vio. Los gritos de los vecinos que
buscaban auxilio se confundían con el graznido de ese maldito grajo y el
cuerpo de Tuna colapsaba en violentas convulsiones.
Se trataba de otra recaída; la anciana sujetó la cabeza de su nieta mientras
sus ojos se prendían en su mirada. Pero Fortunata no podía verla. La joven
sólo observaba los ojos amarillos de la criatura sobre ella. ¿Era un espectro?
Lo recordaba, como un bebé de brazos recuerda la voz de su madre. Era ese
ser, el que se plegaba a ella como una sombra, se agazapaba junto a su lecho y
no tenía un recuerdo, en que la entidad no jugara los dados a su favor. La
joven lo observó. Mientras los ojos amarillos sufrían, el tormento se ceñía a
él, muriendo una muerte que no era suya, Fortunata, entonces, perdió su
suerte y con alivio se entregó a la negrura, exhalando en el empedrado su
último aliento.

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El convite

Aníbal Hernández

República Dominicana

Tavito arrastraba la olla de aluminio por la tierra roja y la poca maleza del
batey. Caminaba en zigzag, todavía no seguro si tenía el suficiente coraje.
Pero hace hambre, se dijo. La promesa de comida era lo que lo impulsaba
hacia la vieja casona a las afueras. La del techo de cinc rojo que nadie
visitaba. La vieja casona de la bruja.
Tavito, llegó al alambre de púas de la empalizada que la rodeaba. Abrió e
ingresó; avanzaba las decenas de pasos que le faltaban, cuando el cocuyo que
lo seguía desde hacía medio camino se le interpuso. Dio varias vueltas frente
al niño para advertirle del peligro, pero éste sólo razonaba con sus tripas.
Además, con su poca vida, no sabía descifrar lo que le comunicaba el bicho
con sus movimientos. Así que el cocuyo le habló al oído, pero el niño sólo
pensó que alucinaba.
Al tocar la puerta, nadie le contestó, pero sí observó que lo observaban.
Sentada en una rama de la gran mata de mangos, al lado de la vieja casona,
estaba la dueña, que, con grandes ojos de plato, examinaba a su invitado. De
pronto, dio un gran salto y estuvo parada al lado del niño. Le ofreció un
mango y lo invitó con una caricia en la cabeza a que ingresara: sólo faltaba él
para iniciar la cena.
Ahora sin ombligo, Tavito volvía a su casa, sólo que esta vez caminaba en
espiral, por lo que le tomó el doble del tiempo. El hambre de sus hermanitos
lo impulsaba, pero esta vez arrastraba una olla llena. Finalmente llegó frente a
ellos, cayendo muerto a sus pies, chupado por el hambre, por el hambre de
una bruja.

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El corazón de doña Leyla

Oswaldo Castro

Perú

UNA SEMANA ANTES


Doña Leyla Trelles levanta de la cama los cien kilos de su humanidad y
agradece a la virgen María haber abierto los párpados para estar presente en la
boda de su única hija. Leylita, el desvelo de tantas noches, la preocupación
eterna, el motivo de sus esfuerzos y suspiros contraerá matrimonio con Justo
Ramos. La ceremonia se llevará a cabo en la iglesia matriz y la verá marchar
al altar del brazo de su hermano mayor. Rubén Trelles heredó el imperio
comercial de su padre y lo expandió, haciéndolo el negocio súper rentable que
permitió costear la operación de su madre.
Doña Leyla, afectada por la miocarditis parasitaria que adquirió en una de
las selvas sudamericanas, sintió cómo el corazón aumentaba de tamaño,
tornándolo insuficiente. El cambio del desgastado músculo por uno sano fue
la opción planteada para sobrevivir con dignidad, aunque fuera por unos días
y culminar el propósito de sus afanes maternos. A su edad no era la candidata
ideal para encabezar el listado de pacientes receptores y conseguir la nueva
bomba cardiaca resultó la labor titánica, casi imposible y contra el reloj, que
Rubén se trazó como meta inminente. Su hijo removió cielo y tierra hasta dar
con el donante perfecto.
Gracias al trasplante, en la noche doña Leyla verá a Justo desposar a
Leylita. Recibirá el saludo y bendiciones de sus conocidos, asistirá a la
recepción de gala en el mejor hotel de la ciudad y al amanecer la llevará al
aeropuerto para despedirla en su viaje de bodas. Luego regresará al instituto
para morir en paz. Cerrará los ojos y el pago millonario hecho por su hijo
habrá valido la pena. Compró una semana de vida para gozar el sueño de su

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adorada hijita. A partir de ese instante volará hacia destinos inciertos y su
alma descansará con el placer de haber llevado una existencia plena y
satisfactoria.

HOY
—¿Cómo amaneció Claudio? —pregunta el gerente general.
—Aún duerme, pero su estado general es estable y no hay parámetros
clínicos de alarma —responde el cirujano jefe.
—Excelente, doctor —el gerente se atusa el bigote y revisa los
documentos que están al lado de la taza de café.
—Espero que no tenga el despertar de la vez pasada…
—No lo creo, señor Fonseca —el médico se apura a calmar la angustia del
ejecutivo—. Los anestesiólogos fueron muy precisos con las dosis para no
repetir el último episodio.
—Tal parece que Claudio se está tornando resistente a los fármacos
habituales —señala Fonseca, levantándose del asiento y dando unos pasos por
la oficina—. El señor Rivero es muy importante para el proyecto. Es el
pionero de la empresa y hasta ahora está dando magníficos dividendos.
—El post operatorio está controlado y saldrá de alta en dos semanas,
luego que le devolvamos el corazón. Si todo resulta como está planeado,
podemos utilizarlo nuevamente en tres meses. Ya pasó el periodo de prueba y
el intervalo de reposo lo hemos acortado a la mitad. Claudio es un
extraordinario ejemplar de la raza humana y su fortaleza y carácter son
únicos. Debemos mimarlo al máximo, es la estrella de nuestro equipo.
El cirujano hizo la pausa necesaria para recuperar el aliento y recibir la
sonrisa de satisfacción de su jefe.
—No tengo la menor duda, mi estimado doctor.

UNA SEMANA DESPUÉS


Claudio despierta antes de tiempo y observa a la enfermera dormitando en
el sillón colocado frente a la cama. No puede llamarle la atención porque aún
está conectado al tubo de traqueotomía. Esa parte del proceso es la peor
porque le lastima la garganta y volver a tener la voz clara le toma casi un mes.
Ha aprendido a tolerar lo demás. El aspecto crítico de estar colocado en el
corazón-pulmón artificial lo ha ido modulando con las intervenciones
sucesivas. La circulación extracorpórea que lo mantiene vivo es el negocio de
la empresa.

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Pensó que moriría la primera vez que le sacaron el corazón para injertarlo
en otra persona. No fue así, y al recuperarlo comprobó que su organismo era
una maravilla de la naturaleza. La suma de dinero depositada en su cuenta
corriente fue el acicate para confiar y salir airoso. Tras dos años y cinco
procedimientos se considera un veterano. Claudio se mueve en el más
absoluto secreto y es la proeza médica imposible de publicitar. Se mantiene
ajeno a las estrategias oscuras de la empresa y sólo es un arma más en el
arsenal terapéutico que maneja.
Claudio observa las cicatrices en el tórax y parecen el cierre de una
casaca. Una sobre otra han dibujado el trazo que no deja mayor huella que
una línea rosada. Siente que su corazón late fuerte y rítmico. Está listo para
una nueva aventura salvadora de vida. Claudio es el corazón valiente de
alguien desahuciado que lo ve como el traficante de órganos encubierto por
un sistema perverso y mercantilista. Se encoge de hombros, no le interesa a
quién prestó su órgano ni cuánto cobró la empresa por tal hecho. Sabe que sus
ingresos aumentaron significativamente y espera el alta para ir al
Mediterráneo y reanudar el romance interrumpido con la belleza marroquí
que conoció.
Fuera de esa habitación el mundo gira como siempre y Claudio es la
herramienta cardiaca para quien pase las pruebas de compatibilidad. No sabe
si el siguiente trabajo lo colocará en la disyuntiva de su vida o hará trastabillar
sus conceptos éticos o morales. Por el momento aguarda el futuro para
recuperarse en los brazos tibios de la morena morisca.
El señor Fonseca recibe el informe del alta médica de su estrella. Mira
fijamente por el ventanal y una lágrima resbala por su mejilla. Con el corazón
agarrotado de dolor encarpeta la solicitud de su hija. Claudio sería el donante
ideal, pero la empresa sólo ofrece soluciones temporales…

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Existencia sinsentido

Lizeth López

México

Había recordado. Sentí una lágrima resbalar, mejillas húmedas. Te soy


honesta: mi pecho vacío, corazón destrozado. Lo diré: algo cambió: algo pudo
ser y no fue. Un sentimiento, mi flor, aún no había estallado. ¿Algún secreto?
Las voces, no sé cuáles, ¿cómo te explico?, hay murmullos invisibles,
terremotos que siempre sacuden las almas, mensajes que no se tocan.

Debajo de la cimentera
hay una vida en espera.
Debajo de los hervidores
hay anhelos ahogadores.

El autobús siguió avanzando. Ocultos mis pensamientos de los demás, sin


ganas miré por la ventana, miré los edificios retroceder. Tenía sobre la frente
un nudo de sombras, restos de nuestras vidas dentro de mi piel. Cerré los ojos
y por un segundo no vi nada: los edificios y las calles desaparecieron.
Surgieron, entonces, del suelo muchas nuevas historias.

Existen barañas, lo sé,


pero ¿quién se acuerda de mí?
Quizá, probablemente. Nadie.
Algún día. Como la sangre.

No lo entiendes porque no lo sabes. Escucha: vives en boca de otros, en


ciudades invisibles, hilos entre hilos, sin identidad propia. Son fantasmas, tú y
ellos lo son. Las verdades son diferentes, allí, allá, pero nadie se percata:

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todos somos muy egoístas. Como no quise cometer otro error, me bajé del
autobús.

Veo el murmullo, lo siento,


se siembra sangre, la saboreo.

¿Te has fijado? Todos los días te esfuerzas y das lo mejor. Sin embargo, nada
de eso realmente cuenta. Esto lo puedes entender así: todo es posible de muy
diferentes maneras. Los mundos cambian, guardan dentro su vitalidad.
Edificios, coches, calles, personas, todo esto se presencia día a día, pero no en
todos. Velos, velos. En algunos tejidos no existen, torbellinos que
intercambian.

Mis latidos se debilitan,


nunca (jamás) fui percibida.

Descúbrelos. Con los ojos cerrados uno ve muchas cosas. Sorpréndete.


Camina, como caminé yo en ese momento. Traspapelado. No te detendrás, así
como tampoco lo hice. No dejes de correr, es la única solución. Y verás de
otra forma. ¿Cómo? Pues a la manera de soñar, de lo onírico. Lo sabrás
cuando lo logres.

Quejas e injusticias (ritos),


y nadie hace nada. Ni yo.

Y recordarás. Como yo, recordarás. Cuando veas el pavimento, busca las


diferencias, respira la esencia de la otredad. Las verás, no te desesperes. Las
sentirás. Entonces las posibilidades se te presentarán y llorarás. Te sentirás
culpable. Te querrás ir, pero será difícil. Y cuando salgas llevarás en tus
espaldas un peso eterno.

Grito ayuda para pedir,


al menos para coexistir.

Césped, flores, una laguna de polen. Sin poderlo evitar, te desplazarás, gran
arrepentimiento sentirás, probablemente eterno. Y de pronto, esta experiencia
terminará, no retrocederás. Y, sin embargo, los mundos, de alguna manera, se
sobrepondrán paralelamente hasta el final. Tal suceso quizá pase
desapercibido para nosotros. De esta manera las nubes serán las sombras de
los fantasmas que nunca nos dejarán.

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Oigo el canto de la lombriz
en los corazones rajados.

Cuando regresé de allá, no ahora, antes, vi la ciudad oscura, las casas altas en
las afueras, en el centro, en los ruidos, adelante y atrás de mí. Todo era para
mí nada, el cemento y el hierro, los turistas. Todo será un mero recuerdo, te
digo, porque nuevamente olvidarás, igual la ciudad de entonces. Sin ningún
cambio.

Tierra, agua. Promesas (cuáles).


Encierran, aprisionan: diales.

Y tu vida jamás retrocederá otra vez. Los recuerdos. Tu mente, no, la mía,
pronto lo olvidará. Y también tus recuerdos. Todo regresará, aparentemente, a
la normalidad, tus pensamientos, tus deseos y luchas. Puedes intentar si
quieres: deja un sentido a lo que haces, a lo que anheles, así cuesta menos
llevarlo a cabo y te permitirá, además, que los sueños, lo onírico, te
acompañen.

Y, probablemente, jamás,
ya nunca exista (quizás).

Pero cuando la flor estalle… No, no retrocederás.

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La tlanchana o la sirena en desgracia

Francisco Negrete

México

Sucedió hace ya bastante tiempo en una época de transición, en una de esas


eras en las que algunos imperios caen mientras que otros se levantan. Los
aborígenes del Nuevo Mundo habían sucumbido ante los europeos tras una
larga serie de cruentas batallas, y ciertas civilizaciones, como algunas que
habían florecido en la enigmática región de Ichnelixliztlitlhaxn, simplemente
desaparecieron. Dicha zona no tardó en ser rebautizada bajo el nombre de Las
Profundidades, debido a la gran cantidad de sierras y lomeríos que rodeaban a
las ciudades autóctonas. Los viejos edificios quedaron sepultados bajo los
cimientos de las nuevas iglesias y de las recientes haciendas. Y a pesar de
toda la galanura que ahora poseía el valle, un aire de misticismo podía
advertirse sutilmente.
Una de esas haciendas en particular pertenecía a una joven noble de
singular hermosura. Era conocida por todos como la condesa Cecilia, cuyos
cabellos negros y sensuales labios carmín la convertían en alguien tan
radiante como la mismísima luz solar. Y todo eso, aunado a la peculiar
arquitectura de su morada —pues se asemejaba en demasía a un añejo castillo
—, hacía que la villa en donde ella habitaba, llamada San Sebastián, adoptase
rasgos de ensueño pertenecientes a pasados aun más remotos.
En medio de la arboleda que rodeaba su hogar existía un lago de
proporciones descomunales: era tan inmenso que cualquier ser humano que lo
contemplaba se sentía rápidamente intimidado. Solían relatarse leyendas
macabras sobre aquel sitio. Se decía que el lago se conectaba con el océano y
con las charcas de algunos volcanes de la sierra a través del Río Lherxma,
mismo que era empleado por los seguidores del Rito de La Sangre para

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deshacerse de las abominaciones que sus rivales, los seguidores del Rito de La
Primavera, evocaban desde otras dimensiones con la finalidad de llevar a
cabo sus más aberrantes intenciones. Sin embargo, tras la caída de
Ichnelixliztlitlhaxn, estas cacerías de monstruos cesaron, y los del Rito de La
Primavera rápidamente vieron una oportunidad para proseguir con sus actos
sacrílegos. Pronto la población demoníaca aumentó sin que nadie lo notara y,
junto a ella, el miedo y las desgracias de quienes vivían cerca.
La distinguida señora, además de contar con fortuna y belleza, poseía un
par de hijos pequeños. Al ser los dos la vívida imagen de su difunto padre, la
ilustre dama sentía un amor inconmensurable por ambos, pues les cantaba y
mimaba como ninguna otra madre.
Fue así que, durante una época calurosa, la condesa decidió concederles
un permiso especial para que fuesen a pasear a orillas del lago en compañía
de su nana, pues necesitaba ocuparse de algunos pendientes. Como por obra
de un arte macabro, la oscuridad de la noche llegó apresuradamente, tomando
a todos por sorpresa. De los niños y su acompañante no se volvió a saber
jamás. Al enterarse de ello, el resto de los habitantes de la villa especularon
que la niñera había secuestrado a los infantes. ¿Con qué motivo? Ni ellos
mismos lo sabían.
El hecho es que, tras varias expediciones sin éxito hacia lo que se suponía
fuese su último destino, el herrero de San Sebastián divisó, sobre la costa del
lago, el cuerpo cercenado de la difamada mujer, el cual presentaba signos de
avanzada putrefacción, donde gusanos y otras alimañas encontraron un
banquete de sangre y vísceras. Su rostro, que yacía bocabajo, ahora era una
calavera que simbolizaba la muerte. Era más que obvio: una bestia de otro
mundo la había asesinado. No obstante, de los hijos de la aristócrata no se
supo absolutamente nada, por lo que ésta perdió la cordura, aunque no la
esperanza de encontrarlos algún día.
Todas las tardes, antes de cada ocaso, la triste madre esperaba a orillas del
lago a sus hijos en una especie de ritual depresivo. Durante aquel agónico
tormento, los dioses negros —las divinidades a quienes los del Rito de La
Primavera dirigían sus oraciones— vieron una nueva oportunidad para nacer
en este mundo, dado que sus anteriores adversarios ya no existían. Ellos
sabían que mientras hubiera seres humanos aferrados a sus emociones
siempre habría una posibilidad para poder manipularlos.
Fue así que Xhedemilhuckm, el padre de los sueños, se presentó ante la
abatida mujer en forma de visión para brindarle el poder de la inmortalidad,
del cual él era maestro. De aspecto cadavérico, con un tono de piel grisáceo

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que rememoraba a la descomposición y con cuatro enjambres de tentáculos
sanguinolentos en donde deberían de estar sus miembros, el dios negro le
prometió a la noble que con dicho talento podría buscar a sus hijos en
cualquier lugar del mundo sin que la muerte significase una limitante. Para
ello, todo lo que tendría que hacer era ir y tomar un baño al sitio que
indudablemente más odiaba: el lago.
Cegada por su locura y necedad, la condesa obedeció las órdenes del dios
sin objeción alguna, por lo que, tras desnudarse y meterse en el agua a la luz
de la luna, sintió una sensación extraña que comenzó a recorrer su cuerpo. El
líquido que la cubría se tiñó de un tono rojizo como el cobre oxidado,
ocasionando que el acuático paisaje adoptase una apariencia pantanosa.
Pequeñas criaturas monstruosas con forma de renacuajo (o ajolote)
aparecieron de improvisto y se introdujeron en el cuerpo de la dama como si
de agujas se tratasen. Atravesaron sus extremidades, su pecho, su cabeza y,
por supuesto, su intimidad.
En ese espacio ahora hueco, aquellas alimañas rápidamente instalaron un
enjambre que se fundió con la poca carne restante de la mártir. Una cola de
anfibio sustituyó sus piernas, dando paso a la inmortalidad que se le había
prometido. Xhedemilhuckm no había faltado a su palabra: cumplió con su
promesa al concederle su deseo. No obstante, lo que no le había comentado a
nuestra crédula Cecilia es que ella actuaría como un instrumento para atraer,
con sus encantos, cualquier alma y cuerpo que los dioses negros reclamasen
por mero capricho y que, por supuesto, se atreviera a internarse en lo que
alguna vez fuese su santuario. A partir de ese día, las generaciones venideras
la conocerían con pavor bajo el nombre de La Tlanchana, la sirena en
desgracia, dado que buscaría a sus hijos por toda la eternidad, subyugándose
así a la oscuridad.
En ocasiones, a las divinidades les gusta que las cosas sean así y no habría
por qué cuestionarlas. Si creen que los hechos que acabo de narrar son
crueles, he de suponer que ignoran los aspectos realistas de la vida. No todo
es recompensa luego de un calvario prolongado. Tal vez el destino de algunos
sea por siempre perecer.

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La segunda llegada

Jesús Guerra

México

El sol brilló de pronto en medio de la noche y la luna se apagó con un grito


mudo;
y las aves despertaron exaltadas y volaron en enormes pavadas que
tapizaron las ciudades, ensombreciendo la reciente luz del día, sobre los
árboles, bajo el cielo encendido; y las estrellas fueron barridas con una suave
briza matinal y, aunque el reloj en los países de América marcaba las dos y
media de la madruga (con sus respectivas diferencias de horario), pasó que,
en un mismo momento, único en la historia de la humanidad, en todo el
mundo, incluidos cielos y mares, pueblos y ciudades, en los cinco continentes
del planeta, fue día, sin noche, sólo sol, sin luna;
y todos los televisores del mundo se encendieron de golpe y todas las
familias, queridas, odiadas, o divorciadas se reunieron ante él, asustadas, sin
saber qué demonios ocurría; y aunque la señal tardó un instante en llegar, casi
al mismo momento, en todas ellas, los noticiarios se elevaron en un mismo
grito que proclamaba, temeroso ante el cumplimiento de la eterna profecía,
que Jesucristo, hijo de dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de
todo lo visible y lo invisible, había regresado a la tierra;
entonces el silencio se hizo denso y los murmullos sonaron infinitos en
medio de la noche convertida en día; y todas las madres del mundo lloraron
frente a sus altares y los padres, fingiendo impasibilidad, abrazaron a sus hijos
que no entendían qué pasaba, ¿por qué estaban todos tan asustados?;
y el gobierno calló y la iglesia gritó de alegría; y los templos se
atiborraron de gente llena de arrepentimiento y los diezmos cayeron como

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lluvia en los canastos, y las calles vieron desfilar a viejos, vagabundos y
asesinos que lamentaban sus actos, llorando sangre;
y los videos de los primeros milagros de Jesucristo se virilizaron por
internet: monumental, un hombre de larga túnica, caminaba descalzo sobre el
hielo del ártico entre osos polares que se inclinaban al mirarlo lanzar auroras
de colores de sus manos, aún con la marca de la crucifixión, por todo el cielo
disolviendo en el acto a la noche desterrada quizá para siempre de este
mundo;
y, mientras tanto, sin que nadie lo viera, el diablo, salido del cuerpo de
quién sabe quién, se escondió entre las grietas del muro de las lamentaciones
en Jerusalén, vuelto huracán de arena en un intento vano de oscurecer la luz
del milagro; y, horrorizada y humillada por haber fallado por segunda vez, la
muerte elevó el vuelo convertida en eclipse, provocando que la gente dejase
de morir; y en los cementerios, los muertos, siendo esqueletos y carne rota y
podrida, cavaron entre raíces, piedras y montones y montones de tierra hasta
salir a la superficie, resucitando al fin como quien despierta de un largo
sueño;
y mientras todo pasaba, en un barrio bajo de Tepito, en la Ciudad de
México, entre las pálidas luces paridas por las farolas —ahora que el sol
brillaba, inútiles, por cierto—, bajo las lonas flácidas que techaban los largos
pasillos llenos de basura de los tianguis y los desechos de un perro atropellado
en medio del camino, una mujer, de nombre Guadalupe por elección del
padre, María por elección de la madre, de 21 años, estudiante por vocación,
prostituta por obligación, rompió la carta Divina que de pronto había
aparecido en el interior del bolso que colgaba de su hombro semidesnudo,
entre cosméticos, perfumes, billetes arrugados y decenas de anticonceptivos,
asegurándose de triturar bien a la maldita paloma blanca impresa con
matasellos luminiscente, mientras suspiraba irritada preguntándose, mirando
al sol brillar en el alto cielo y tocándose el bajo vientre que de pronto le había
comenzado a temblar como quien tiene un orgasmo, ¿quién demonios osaba
acortar su jornada laboral?, que la colegiatura no se pagará sola.

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Leonor y una Luciérnaga

Aarón Álvarez

México

Las luciérnagas son pequeñas hadas de luz que conceden un deseo a los
niños que las encuentran. Por cada deseo concedido pierden un poco de esa
luz que las guía en la oscuridad; cuando su luz se desvanece, mueren. Las
luciérnagas no pueden ver el sol, al amanecer deben esconderse; de lo
contrario, el sol robaría su energía. Estas hadas viajan en las noches, en
busca de niños que necesitan un deseo que parezca imposible cumplir.
Después de leer estas palabras, Leonor cierra el pesado libro Hadas y
seres mágicos y le dice a su mamá, que está junto a ella, sentada a un lado de
la cama:
—Las luciérnagas, será siempre mi parte favorita del libro.
Con una sonrisa en los labios, Leonor cierra los ojos para dormir,
esperando encontrar un hada de luz, pedirle que la sane de la enfermedad que
padece; el tratamiento es demasiado doloroso.
La mamá de Leonor llora, pero las lágrimas se le acabaron, su corazón se
despedaza al saber que su hija necesita un milagro para ser sanada. En la
pared, a un lado de la ventana de la habitación de Leonor, existe una pequeña
rendija donde cabría perfectamente una luciérnaga. Ambas hicieron ese
agujero con la esperanza que en la noche alguna luciérnaga entre y pueda
concederle su anhelado deseo.
Una negra noche de primavera, un hada de luz logra introducirse por
aquella fisura. Leonor se despierta al percibir su destello. Incrédula, se levanta
de la cama, persigue a la hermosa luciérnaga en la habitación sin poder
atraparla. Después de varios intentos, logra tenerla entre sus manos. Observa

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que la luciérnaga brilla con tenue luz, como si ya hubiera concedido muchos
deseos.
—Hola, soy el hada Cristalia —dice con una voz diminuta.
—Hola, yo me llamo Leonor. ¡Qué bueno que estás aquí! Te había
esperado por mucho tiempo.
—Lo sé, Leonor, disculpa si demoré, pero había otros niños que también
me necesitaban.
—¿Por qué estás triste, hada Cristalia? ¿Conceder deseos no te da
felicidad? —pregunta Leonor.
—¡Claro que me hace feliz! Pero este será el último deseo que podré
cumplir: mi luz se apagará esta noche, la muerte es inevitable para mí.
Leonor no sabe qué hacer ante tal situación. Después de un eterno
silencio, pregunta:
—¿Tienes un deseo que te gustaría cumplir, hada Cristalia?
—Me encantaría observar un amanecer, para percibir el brillo del sol —
dice la luciérnaga.
—¡Hoy verás el amanecer! Ese será mi deseo.
Ambas observan a través de la ventana, esperando el nacimiento del sol.
El hada Cristalia le cuenta a Leonor los deseos que concedió. Sin darse
cuenta, la noche llega a su fin. El sol refleja sus primeros rayos. Mientras
contemplan el amanecer, la escasa luz de la luciérnaga se apaga por completo.
Esa mañana, su mamá encontró a Leonor sentada en dirección a la
ventana, donde está la pequeña rendija que ambas hicieron, como si esperara
la llegada de un hada de luz, pero el corazón de Leonor había dejado de latir.

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M

Plácido Romero

España

La tardía llamada le sorprendió. Era Costas.


—Tienes que venir para la cena.
—¿La cena? Creía que se encargaría Mijalis.
—Le surgió un problema.
Antonis estuvo a punto de preguntar qué había pasado, pero se contuvo.
—Bien —se limitó a decir.
Sin embargo, le corroía la curiosidad. Mientras conducía hacía la Gruta
pensaba en lo que podía haberle ocurrido a su amigo.
Mijalis y Antonis habían empezado a trabajar allí al mismo tiempo. Los
dos habían sido alumnos de Yannis, el primer cuidador, del que se rumoreaba
que había descubierto a M cuando era una recién nacida. El veterano de la
Gruta les había explicado todo lo necesario.
Mijalis y Antonis firmaron el contrato el mismo día en que conocieron a
Costas, el supervisor general.
—¿Para qué tantos papeles? —había preguntado Mijalis.
—Es el protocolo.
Costas, después de dejarles que leyeran atentamente todos los
documentos, les obligó a releerlos en voz alta.
—Quiero que todo esté claro —les dijo.
Hicieron varias preguntas sobre los horarios, que eran caprichosos, y el
sueldo, que satisfacía cualquier ambición, sobre todo la de Antonis, que vivía
solo.
—No quiero que se llamen a engaño —les dijo Costas cuando estaban
casi terminando—. Este trabajo afecta a la seguridad nacional. Saben que no

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podrán hablar de él. Sus nóminas vendrán a nombre del Ministerio del
Interior. Nadie tiene que saber qué hacen.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Mijalis.
—A su debido tiempo lo sabrán. Conocerán muchas cosas y muchas otras
quedarán sin respuesta.
—De acuerdo.
—Una última advertencia. En el artículo 35.a del impreso 4º se dice que
podrán ser sometidos a vigilancia. No quiero que piensen otra cosa: esa
cláusula faculta a la Organización a comprobar que no hablan de su trabajo
con nadie.
—¿Espiarnos? —apostilló Mijalis.
—Llámelo como quiera. En cualquier caso, si han llegado hasta aquí,
quiere decir que ya han sido investigadas sus vidas privadas. Lo que nos
llevamos entre manos es muy importante.
Y claro que lo era. De lo que ocurría en la Gruta dependía la prosperidad
del país. Ellos guardaban la gallina de los huevos de oro.
Antonis llegó a la Gruta a diez minutos de la hora de la cena. Un poco
justo. Les entregó a los guardias su pase. Se dio cuenta de que parecían un
poco nerviosos.
En el vestuario se puso el mono de material sintético —terriblemente
incómodo— y consiguió llegar al Cubículo con sólo un minuto de retraso. Ya
estaba preparada la bandeja con la cena. Lo más sorprendente es que Costas
también estaba allí.
—Te acompañaré.
—¿Ha pasado algo?
A Antonis le sorprendió la respuesta.
—Lo descubrirás pronto.
El Cubículo estaba situado en la planta -2. Bajaron en el ascensor
silenciosamente.
—Después de lo que ha pasado, es probable que M esté un poco nerviosa
—dijo Costas.
Antonis decidió no preguntar nada. Las primeras veces, se había sentido
nervioso, pero hacía mucho tiempo que alimentar a M se había vuelto un
trabajo rutinario, un verdadero chollo que le permitía cobrar tanto como el
presidente. Sin embargo, como otros en la Gruta, de vez en cuando se quejaba
de que su salario era minúsculo.
Se tomó unos segundos para revisar la comida. Estaba servida en una
bandeja de plástico, con platos y cubiertos de plástico. Todo en orden.

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M estaba en su cubículo. Parecía descansar. Sin embargo, cuando oyó a
los hombres, abrió los ojos.
—Os habéis retrasado —dijo—. Me podéis quitar estas jodidas pulseras.
Antonis advirtió que estaba encadenada.
—No lo hagas más difícil, Eleni —le replicó Costas.
—Yo no tuve nada que ver. Ese imbécil se abalanzó sobre mí. Lo tiene
bien merecido.
—¡Cállate! —le ordenó Costas.
—Está bien. ¿Qué hay de cenar? Estoy hambrienta.
Hubo un momento en que M estaba muy gorda; después de todo, nunca
salía de su celda. Últimamente, sin embargo, había perdido peso: vigilaban
cuidadosamente lo que le daban de comer desde que el médico de la
Organización había descubierto que comenzaba a padecer principio de
diabetes. En cualquier caso, seguía estando gruesa. Desde el punto de vista de
Antonis, no era nada atractiva.
Costas manipuló las cadenas que, por supuesto, eran de oro macizo y la
inmovilizó totalmente. Afortunadamente, M comió con ganas la sopa y la
pechuga de pollo. Todo terminó en menos de diez minutos.
—Mañana, una pizza, guapos —dijo M.
Costas aflojó las cadenas. Parecía relajado.
—Buenas noches, Eleni —dijo Antonis.
Todos los restos los echaron al contenedor. Nada se guardaba.
—Se acabó.
—Espera, Antonis. Acompáñame. Tenemos algo más que hacer. No te
quites el mono.
—¿Me dirás ahora lo que ha pasado?
—Lo verás tu mismo.
Subieron por la escalera a la planta -1, que Antonis nunca visitaba, y
pasaron por decenas de puertas que no estaba autorizado a atravesar. Costas
se detuvo delante de una. Antes de entrar, se volvió a Antonis.
—Esta tarde, Mijalis bajó a la -2 sin motivo alguno. Le dijo al guardia que
había olvidado aflojar las cadenas de M.
—¿La… tocó? —preguntó Antonis.
Costas no tuvo que responder para que Antonis supiera la respuesta.
Desde el primer momento, les habían avisado que nunca, jamás, en ninguna
circunstancia se atrevieran a tocar a M, y menos sin la ropa de protección
plástica. Antonis la había rozado varias veces mientras la alimentaba, pero no
había ocurrido nada porque siempre llevaba el traje. Sin embargo, cada vez

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que ocurría, no podía evitar sentir un escalofrío. A veces pensaba que era un
milagro que no los accidentes no fueran más numerosos.
Costas tecleó la clave y la puerta se abrió. Cuando los fluorescentes
terminaron de iluminar la habitación, Antonis vio sobre una mesa un cuerpo
cubierto con una sábana. Adivinó quién era.
—A Mijalis se le fue la cabeza. Tenemos que sacar todo el metal posible y
devolver lo que quede a la familia —dijo Costas, dándole un estirón a la
sábana.
Antonis no pudo evitar sorprenderse cuando vio el cuerpo de Mijalis: la
zona entre el abdomen y los muslos era de oro macizo.

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María

Isaac Rivera

México

Aunque la fresquera de la cabaña estaba repleta de conejos, Aciago despertó a


Malít, le ordenó que subiera el arma y los perros a la camioneta y, apenas
despuntó el sol, se dirigieron al macizo montañoso.
La hojarasca cubría las montañas como una manta de oro. En las entrañas
de un bosque, tras aparcar, Aciago vaciló y cayó. Malít se arrodilló sobre el
lecho boscoso y tentó su frente.
Aciago la rechazó de un manotazo.
—No me toques —espetó.
—Tienes que dejar de beber —suplicó ella, pero el fuego detrás de los
ojos de su padre escaldó su corazón y la obligó a bajar la mirada.
Aciago destapó su cantimplora, aferró la barbilla de Malít y la obligó a
ver cómo bebía un largo trago de licor. Los ojos color miel de la niña —esos
ojos que habían robado al nacer la luz de los de su madre— se llenaron de
lágrimas.
—Espera aquí.
Aciago partió tras los perros.
Disparó su escopeta tres veces. Los estallidos reverberaron en el aire y
alcanzaron a Malít dentro de la camioneta. Aciago avanzó hasta el matorral
tras el que el conejo, herido de bala, se había arrastrado. Lo cogió por las
patas, lo sostuvo frente a su rostro. Cuando una de las pupilas ensanchadas del
mamífero entró en su campo de visión, Aciago sintió vértigo.
Se sintió caer dentro de ese ojo inanimado, ese pozo de muerte.
El conejo saltó de su mano. Los perros aullaron alrededor de él, sin
atreverse a capturarlo.

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Tembloroso, mareado, Aciago escrutó en busca del conejo que se negaba
a morir. Divisó algo blanco entre la maleza, pero cuando lo alcanzó, sintió el
cuerpo de una mujer que se puso de pie al tacto. Los perros huyeron
atemorizados, pero Aciago quedó absorto en la contemplación de esa mujer
delgada y morena: era su esposa muerta.
Sin intercambiar una sola palabra, Aciago entendió que Xochiquetzalli
quería jugar. Corrió tras ella por entre la arboleda, como hiciera tantas veces
en su niñez mientras los padres de ambos bebían y charlaban. La vio
desaparecer detrás de un árbol de tronco grueso y sintió un escalofrío tal y
como había sentido la noche en que ella había muerto. Pero dio la vuelta al
árbol y vio a su amiga, vio a una niña y no a una mujer, dentro de la madera,
acurrucada, como aquella vez que, jugando a las escondidas, ella había creído
ver una bruja y él la encontró abrazada a sus piernas, sentada sobre la tierra
dentro del tronco de un árbol.
Acezado, recargado sobre sus rodillas, respiró profundamente y se preparó
para perseguir a una joven Xochiquetzalli y, mientras reemprendía la carrera
y transitaba por el boscaje y quebraba las ramas con sus pies fortalecidos —él
también era joven—, la vegetación reverdeció y los rayos del sol se asomaron
entre las ramas de la forma exacta como hicieron aquel día en que, tras darse
su primer beso, Xochiquetzalli corrió avergonzada. La alcanzó y quiso dar un
trago a su cantimplora, pero ella se la arrancó de las manos y vertió el líquido
sobre el suelo. La visión de los trozos de tierra flotando sobre el licor era la
misma de esa tarde en que él había querido comenzar a beber y ella se lo
había impedido.
La tierra dejó de encarar al sol y se dejó abrazar por la noche. Malít tenía
hambre y frío. Temía. Su padre jamás tardaba tanto. ¿Y si esos tres disparos
habían sido de alguien más? ¿Y si papá está herido? Entonces escuchó una ola
de ladridos que se acercaba hacia ella.
Xochiquetzalli metió un pie dentro del torrente del río, que bramaba
impetuoso.
—Escúchame —suplicaba Aciago—, estaba inconsciente, ella se
aprovechó de eso.
Xochiquetzalli no lo miraba. Aciago buscó su rostro y palideció cuando
notó que ella no lloraba: estaba decidida.
Tres de los perros se echaron sobre el lodo, estaban exhaustos.
—¡Papá! —gritaba Malít—. ¡Papá!
Observó a sus canes: sólo quedaban tres en pie.
—Vamos, pequeños —los animó entre lágrimas.

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Aciago la abrazó por la espalda justo cuando ella saltaba al rápido del río,
como aquella vez intentara hacer. Entonces la sintió llorar, la sintió
convulsionarse débilmente. La tiró en la ribera, entre la broza y el fango, se
subió sobre ella, protegiéndola del aguacero, para evitar que huyera.
—Yo te amaba —sollozó ella.
—Yo te amo —logró musitar Aciago entre los nudos de su garganta.
Lloraron cara a cara y unieron sus labios. Aciago arrancó su vestido y ella le
quitó sus ropas empapadas.
Malít observó cómo uno de los perros resbalaba por un barranco, caía
bruscamente y lograba aferrarse al tronco de un árbol. Temblando por el frío,
con las ropas empapadas, dudó entre ayudarlo o dejarlo ahí. Los aullidos del
perro la hacían estremecerse. Miró alrededor y al fin decidió descender.
Tomó al perro en brazos. Divisó un río a los pies de la montaña, al final
del descenso anfractuoso. Vio un haz de luz caer del cielo frente a ella y
escuchó un estruendo.
Aciago se retorció, perdió el aliento un instante y salió del cuerpo de
Xochiquetzalli. En ese momento un rayo impactó un árbol junto a ellos e
incendió sus ramas. Aciago observó el fuego de rodillas.
Xochiquetzalli abrió sus piernas delante de Aciago y frunció su rostro en
un rictus de dolor. Él observó el alumbramiento. Cuando la criatura impelida
logró salir del vientre, reconoció que era un conejo. Xochiquetzalli lo tomó
con una mano y lo lanzó al río, donde él corrió a buscarlo desesperado.
Malít cayó en la ribera junto con los perros agotados. Reconoció a la luz
del fuego a su padre arrodillado y corrió a su lado.
Aciago contemplaba con horror su rostro en el río. Malít le dio la vuelta y
él, con el semblante de un hombre que acaba de perderlo todo, musitó:
—María.
—Papá —sollozó la niña—, soy yo, Malít.
—Tu madre quería que te llamaras María —dijo Aciago todavía pálido y
la abrazó.

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Me preguntaré

José Luis Díaz

España

Si el corazón pudiera pensar, se pararía.


El libro del desasosiego
Fernando Pessoa

El olvido, silenciosa e infatigable amenaza, ha estado siguiendo mis débiles


pasos. Y, ahora que advierto su agresión, como suele ocurrir con tantas cosas,
ya es demasiado tarde: la maraña de mis recuerdos, arena contra la ventisca,
se deshace con todos vosotros dentro. También conmigo. También, ¡ay!,
contigo, querida Pilar.
Esta pérdida de la identidad es la forma, especialmente cruel, pienso, que
la vida ha elegido para terminar de desmoronarme. ¿La merezco? ¡Qué
pregunta! Ni siquiera los peores, por ruines, la merecen. Supongo. Y, siendo
así, ¡imagínate yo, que, sin ser un santo, sí puedo decir que he sido, y aún sigo
siendo, un buen hombre! Allá su conciencia, si la tiene. ¡Mira, nunca lo había
pensado! ¿La vida tiene conciencia?
Dicen que los años nos enternecen más que nunca, que, de algún modo,
cerramos el círculo de nuestra existencia volviendo a las candorosas
emociones de la niñez. Es posible, sí. Quizá por eso, que me perdone mi
sangre y la ajena que tanto he querido, y quiero, te añoro como te añoro, Pilar,
mujer de mi vida, que me faltas desde… desde… ¡¿cuándo?! ¡Ay, que no me
acuerdo!
He anotado la dirección, por si las moscas. Según el chico de la vecina, en
este sitio trabajan bien, seguro, y no barato, pero tampoco a precio de oro,
como algunos que él conoce. Con mi pensión, y para lo que quiero, dice que

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tengo más que de sobra. Le ha hecho gracia que yo, a mi edad… Que el
abuelo quiera… No lo culpo: algunas cosas sólo se aprenden a golpes de
tiempo.
¿Es aquí? Sí, creo que sí… «Calle…, nº…». ¡Ahí está el cartel! ¡Es esa
puerta!
Como dicen en la tele, prueba superada.
Entro y me anuncia un tintineo sobre mi cabeza. El sitio es pequeño y las
paredes son un enorme catálogo de dibujos. Como en botica, hay de todo:
dragones, calaveras, vehículos, frases… ¡Qué mareo! Enfrente, un mostrador.
Detrás, una chica con más tinta en su piel, al menos en la visible, que un tebeo
del Capitán Trueno.
—¿Es aquí donde hacen tatuajes? —pregunto por preguntar. Noto que se
muerde la lengua.
—Sí, señor. Aquí es. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Pues sí. Vengo por eso, por un tatuaje.
—Para regalar, imagino. ¿Es para su hijo, para su nieto…? ¿Tiene
pensado algún motivo?
—Es para mí. Y sí, sé lo que quiero.
Pone cara, como dicen los jóvenes, de «¡Zas en toda la boca!».
—Eh… Por supuesto… Y dígame, ¿qué es eso que quiere?
Saco la antigua fotografía, con marco incluido, de mi querida Pilar.
—Es de cuando fuimos novios, su primer regalo. ¿Ve la dedicatoria: «Te
quiero. Pilar»? Eso es lo que quiero. Aquí, en el antebrazo, para que pueda
recordarla. Con su misma caligrafía y el mismo azul desvaído. Como si yo
también fuera esta imagen firmada por ella.
Me observa.
—Si me permite el comentario, me parece un motivo precioso.
—Gracias.
—Ya sabe que esto de los tatuajes, duele, ¿verdad? No mucho, pero duele
—sonríe.
—¿Y qué no duele, hija? Estoy acostumbrado. Seguro que no es nada
comparado con el dolor que me supone pensar… En fin…
Vamos a otra habitación, una especie de consulta de dentista, y allí,
encarnada en estas manos también femeninas, vuelves a dedicarme tu amor,
añorada Pilar. Ahora, en la piel y para siempre. Para siempre. Y, aunque yo
mañana, víctima del olvido, no pueda recordarte, sí podré… percibirte. Y me
preguntaré por ti, «¿Pilar? ¿Qué Pilar?», y por tu amor. Y así, del algún modo
lejano, muy lejano, seguirás conmigo. Seguiremos juntos.

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Para siempre.
Transcurrida la noche, amanezco con la molestia prevista en el antebrazo
y otra, súbita, en el lado izquierdo del pecho. Descubro esa parte, ahora
también irritada, y… ¡¡No… no puede ser!!
Presa del vértigo, vacilo hasta el baño. Allí, me enfrento al espejo y…
«¡¿Una segunda dedicatoria?!». Las letras, doblemente invertidas a mis ojos,
«raliP .oreiuq eT», cobran significado, grabadas también con aquella misma
caligrafía y aquel mismo azul desvaído.
Siento que voy a desmayarme. Cierro los ojos. Cuando los abro, vencido
sobre la porcelana, releo mi pecho en el azogue: «Te quiero. Pilar». Qué
absurdo, pienso: alguien alojado en el fondo de mi corazón me recuerda su
amor.
—¿Pilar…? ¿Qué Pilar…?

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Mi amiga invisible

Andrés Gustavo Cola

Argentina

Es pequeña, puede esconderse en cualquier lado. A veces la escucho debajo


de la cama, otras veces detrás de la alacena. Sólo yo puedo verla, y eso es
porque es niña, tal vez de mi edad. Mis papás no la ven, pero tampoco se
preocupan. Dicen que es imaginaria, pero no. Es tan de carne y hueso como
ellos o yo. Aunque sí puede desaparecer cuando ellos están cerca. A veces
jugamos en la habitación y ella hace distintas voces para animar a mis
muñecos. Una voz chillona para Bipo, el conejito, otra voz más gruesa para el
oso Barney. También usa una voz de mujer mayor. No me gusta mucho esa
voz, pero le queda bien a la muñeca Tammy, porque es diminuta de tamaño,
pero con las formas de una señora grande y delgada y bonita. No me gusta
porque cuando la usa la muñeca dice cosas raras. Cuando habla el conejito
cuenta que le gustan la tarta de zanahorias, el dulce de leche, dormir la siesta.
El oso cuenta que escapó de un circo y por eso sabe malabares. Pero Tammy
cuenta que el sol explotó hace mucho, mucho tiempo, y por eso tuvo que
escapar de su hogar. No entiendo muy bien qué quiso decir. Su hogar está ahí,
en esa casa de madera que papá construyó para mis muñecos y que puso a un
costado de la ventana. Entonces le pregunto «¿y cómo era tu casa?» «Era
grande, con columnas de granito que salían del suelo, y sostenían bóvedas con
dragones de piedra. No existían las ventanas, no eran necesarias porque no
había paredes. Árboles de fuego lamían los costados de mi hogar, como los
cipreses de tu jardín, pero tampoco, porque todo el planeta era mío y yo era el
planeta». No sé qué significa bóveda, ¿y cómo puede tener granitos una
columna? Si fuera de granitos estaría llena de esa cosa blanca que le sale a
mamá cuando se los aprieta y dice «¡qué asco!». Pero cuando le sigo

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preguntando deja la muñeca de lado y llora. O creo que lo hace, porque no
tiene lágrimas. Le salen como unas piedritas brillantes de colores. Son muy
lindas, se parecen a las que hay en el collar que mamá guarda en el armario de
su habitación. Y sus ojos no tiene un puntito como los míos o los de mis
papitos. Son de un solo color, que a veces es amarillo brillante, y a veces,
como cuando le caen esas piedritas, es del color del cielo cuando está por
llover. Me gusta mucho su pelo, es largo, más largo que el mío, y se mueve
¡pero sin viento! A veces se le enrosca arriba de la cabeza, y otras veces se
hace nudos, se estira o se enreda en una trenza. Y es rojo, muy rojo, y le
queda tan lindo porque ella tiene la piel casi transparente. Tiene linda figura,
pero no le dije nada a mamá porque una vez dije eso de la tía y ella se lo pasó
en la bicicleta fija toda la tarde diciendo que no llegaba al verano. Pero no es
verdad, porque siempre llegamos todos al verano, y después al otoño. Sí, sus
piernas son lindas y largas, aunque los brazos tienen marcas, como si se
hubiera rasguñado. Cuando escapó, me dijo, tuvo que pelear con su hermana.
Ella debe tener uñas muy largas porque las marcas son fuertes. Cuando la vi
la primera vez estaba escondida en la casa de los pajaritos que la abuela colgó
en el patio. Les dije que ella puede volverse muy pequeña. Y no la volví a ver
desde ayer. Tengo miedo que su hermana la haya encontrado. Parece que es
mucho mayor y se aprovecha de ella. No me gusta. El otro día una señora
apareció en la puerta de casa. Era gordita y pequeña, y estaba vendiendo fruta.
Mamá sintió pena y le compró unas bananas y unas manzanas. Pero cuando
cerró la puerta vi por la ventana que seguía ahí, del otro lado, y la nariz era
como una pequeña trompa que se movía. Como la de ese animal que vimos el
otro día en el zoológico, un tapir, que vive en el Amazonas. Pero es un
animal, y esa señora no es un animal, es una señora. Y tampoco era pequeña y
gordita, porque se había vuelto alta, con los ojos como los de mi amiga,
aunque totalmente rojos. Mi amiga es más linda, porque la señora con la
trompa no tiene cabello. O tal vez estaba recogido. Me dio miedo. Cuando
parecía que iba a irse volvió a darse vuelta y sentí que me miraba, pero no
tenía esa nariz, tenía una normal, como la mía. No comí esas frutas y cuando
no me vieron las tiré a la basura. Siento que es la hermana mayor y que la está
buscando. Espero que las explosiones que estamos escuchando a lo lejos no
sean ellas peleando. Bueno, es raro, si a tu casa la destruyó el sol debieron
tener explosiones todos los días. Me acuerdo cuando uno de los primeros días,
hablando como Tammy, contó que ella y su hogar eran lo mismo. No entendí
a qué se refería. Como si yo fuera mi casa, como si mis manitas fueran de
ladrillos y mi piel de cal. Mmmm, tal vez era un planeta ¿verdad? Porque en

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nuestro planeta hay piedras, y si yo fuera un planeta mis ojos serían piedras, o
mar, o un bosque. Tal vez los árboles de fuego eran su cabello, que se
olvidaron que fueron destruidos y siguen moviéndose en su cabeza como si
nada. Tal vez si ella es un pequeño planeta, bueno, su hermana debe ser el sol
que la intentó destruir. ¡Ufff! Me pregunto si una pelea entre ellas podría
destruirnos. Espero que no. El domingo vamos de la abuela y quiero comer
sus ravioles, ¡que son deliciosos!

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Neón

Mario Valencia

México

A la pobre Lena no se le preguntó si quería regresar a la vida. Tal vez ella era
feliz sin estar aquí, en un mundo sujeto al capricho de terceros. Quizás el
accidente que acabó con ella fue más una bendición ante el tedio y presunción
que la rodeaban. Nadie se molestó en conocer estas respuestas.
Cuando Lena regresó, no era la misma dulce mujer de veintitantos de
carácter amable, aunque sin anhelo alguno. Su blanquecina piel mostraba un
verde pálido irradiar por su sangre, visible a todas leguas. Las venas que
atravesaban sus brazos producían temor a quien la viera, aun cuando se
trataba de un simple tratamiento de resurrección. Común en estos días,
rechazado por gran parte del mundo.
Para Lena, el horror de su existir acechaba cada noche al ser incapaz de
cerrar los ojos, al tener que convivir con los entes nocturnos que moran en
pesadillas. Ella es una con la muerte sin conocer la dicha del descanso eterno.
El mayor de sus males no residía en las inefables figuras que se arrastran
en oscuridad. Su pareja, acompañante de mil aventuras, renegaba el deceso de
su amada. Era inconcebible. Reuniendo todos sus ahorros y un par de
préstamos por todas partes, solicitó que se le trajera de vuelta a querencia
propia. Su cuerpo había regresado, pero el espíritu, la esencia que volvía
única a Lena, seguía enterrada más allá de la polvosa zanja.
¡Desdichada Lena, sacada del sepulcro para ser privada en un lugar de
cincuenta por cincuenta! Encerrada ante los inevitables juicios de extraños, a
la pálida joven su acompañante sólo le permitía salir a sus chequeos médicos
semanales. «No quisiera que te hicieran algo», le decía sin mirarla a los ojos.
Cuando salían, su pareja iba adelante siempre. Con vergüenza, daba pasos

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rápidos para que el resto no se diera cuenta que salía con ese rancio cuerpo.
¡Qué deshonra estar relacionado con alguien así!
Lena pasaba sus días divagando, sin aflicción que la invadiera. Sólo se
sentaba en un sillón esperando el tardío regreso de su pareja. Nunca le
quedaría claro su vana necesidad de tenerla ahí como mero ornamento.
Cuando llegaba, se seguía de largo a su habitación ocultando aromas ajenos.
Los impulsos no requieren meditación alguna, son acciones espontáneas
motivadas por el deseo de cambio. Lena lo supo en ese instante. A ella poco
le importaba si su ridícula pareja fallecía. Pero esa ansia de hacerle entender
su veleidoso error, recobró algo de su naturaleza humana.
La bella Lena desfiló por el departamento con su larga cabellera negra
hasta la cintura. Cruzó la puerta del cuarto y encontró a su pareja de pie frente
a la ventana, posando coquetamente para una foto en su celular. Sintió el
destello verde a sus espaldas y dejó su sesión fotográfica. «¿Qué ocurre,
cariño?», preguntó con hipócrita ternura. Lena sonrió por primera vez desde
que la despertaron. Camino rápidamente a su pareja y la empujó por la
ventana. Una accidentada caída de cuatro pisos.
Ese no sería su castigo. Sería turno de Lena para conmover a decenas de
personas para que la ayudaran a recuperar a su encantadora amada. Así le
tomara años, el interés por la condena se convertiría en su primer impulso,
incluso antes de perecer. Ambas serían una entre la sangre neón, sin
vergüenza alguna.

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No era mariposa

Ana Gabriela Morales

México

Vivía con miedo, sobrevivía en cada trayecto. Ella, como todas, como cada
mariposa que recién salía del capullo, cargaba con el estigma del temor.
Ante tal circunstancia, las serpientes («¿por qué las serpientes?»)
decidieron que lo mejor sería que las mariposas no volaran más. De todos es
sabido que tal libertad las hace frágiles, blanco fácil de quienes por décadas
las han herido y una provocación para todo aquel que las observe alzando
las alas y la mirada al cielo…

—Qué absurdo relato —se dijo Goya—. ¿Qué mariposa podría, en contra
de su naturaleza, vivir sin volar, así empeñara la vida en ello?
Cerró entonces su libro de texto y salió apresurada de la biblioteca, para
poder llegar a casa antes del toque de queda de las 8:00 p.m.
Como ella, todas las mujeres que aún estaban en la calle corrían para
cumplir con la norma establecida: ninguna quería ser «responsable de su
propia desgracia». Goya avanza entre la gente, su semblante ya no es el que
tenía en la biblioteca: se ha oscurecido como los andenes del metro. Ante ella,
el delgado pasillo y una sombra que se acerca y la engulle. Las luces se
encienden en el andén, Goya no está. Intentó extender sus alas, recordó que
no era mariposa antes de desaparecer.

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Un juego peligroso

Uggla Horrorwitz

México

Aún recuerdo cómo comenzó todo: fue en el primer descanso de clases


regresando de las vacaciones de verano cuando Pablo nos habló de aquel
juego, nos contó con mucha emoción que lo había jugado con sus primos en
Laredo y que sólo los «valientes» se atrevían a jugarlo.
—No pasa nada, ¿de qué tienen miedo, mariquitas? —nos decía Pablo
mientras lo escuchábamos atentos.
—Sí, miren, es bien fácil: se hace un sorteo y al que le toca sólo tiene que
hacer diez sentadillas o diez respiraciones profundas, después debe mantener
el aire en el pecho, mientras alguien más lo abraza por detrás hasta que se
desvanezca. El desmayo no dura más de un minuto, todo depende de tu
condición física. Si haces ejercicio ya la hiciste, seguro te levantas luego
luego —nos decía mientras nos veía con una mirada insidiosa.
No podía negarlo, era una idea muy seductora.
—Yo si soy bien marica y de plano no le entro, nada más los veo —dije
de manera tajante para que no me molestaran.
No sé a ciencia cierta qué fue lo que le hizo acceder a Luis, en mi caso era
más grande mi miedo de que pasara algo a querer saber qué se sentía
desmayarse —aunque generaba en mí gran curiosidad, pues era algo que sólo
pasaba en la televisión y en las películas—; simplemente no lo quería
experimentar.
Esa primera vez vi que Luis se puso tieso y, tras un quejido, su cuerpo se
desvaneció en los brazos de Pablo. Despertó de inmediato, se veía un poco
mareado y muy disperso.

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—No se siente nada, nomás es como cuando te da sueño y te dejas ir, no
sabes ni cómo —nos decía a Pablo y a mí con la boca seca.
Pablo se reía a carcajadas.
—¿Ya ven cómo no pasa nada? —decía sin parar de reír y, efectivamente,
al parecer no pasaba nada.
A los pocos días aquel juego se expandió por toda la escuela. Se sabía que
otros grupos de amigos lo jugaban, que buscaban rincones solitarios en los
patios para poder jugar. Se convirtió en un juego clandestino que causaba
adrenalina, como si fuera algo prohibido.
Con el transcurso de las semanas dejó de ser un juego individual para
convertirse en una competencia: dos o más grupos de amigos se juntaban, se
formaban dos o tres personas que eran desmayadas al mismo tiempo y la
prueba consistía en ver quién tardaba más en despertar. Para evitar que alguno
de los jugadores engañara a los demás, le picaban el dedo con una aguja y el
que tardará más en recuperar el conocimiento ganaba.
Luis se hizo adicto al juego, lo practicaba dos o tres veces por día y cada
vez tardaba más en despertarse, los intervalos eran cada vez más largos y yo
tenía la impresión de que en cada ocasión Luis cambiaba poco a poco. Le
pregunté a un tío que era doctor y me habló sobre los riesgos que existían por
dejar al cerebro sin oxígeno durante periodos prolongados, los daños podrían
ser irreversibles.
La tarde en que Luis se fue estábamos en un parque. Se había esparcido el
rumor de que el juego era peligroso y fue prohibido por los maestros de forma
tajante. Pasó de ser un juego recreativo a ser un juego de apuestas: pequeñas
sumas de dinero se corrían en aquellos pequeños círculos de jóvenes incautos.
Todo iba bien. Como era de esperarse, Luis arrasó con su rival y ganó aquella
partida. Cuando despertó, tardó mucho en reaccionar. Esa vez el letargo fue
más espeso, más lento. Al acercarme a él, oí claramente como si alguien o
algo gritara mi nombre de forma queda y hueca desde un lugar lejano.
Tomó mi hombro y me miró.
—Se acabó, no jugaré más —dijo sonriendo.
No lo entendí del todo, pero desde esa vez supe que algo había pasado.
Luis olvidaba cosas básicas, como los nombres de las personas o de las cosas,
parecía que venía de otra época. Al principio pensé que la falta de oxígeno
por el juego dañó algo en su cerebro, quizá fue así.
Aunque hay otra posibilidad: en su segundo desmayo, Luis me contó que
vio unas sombras corriendo en círculo alrededor de una fogata. Todas le
parecían conocidas. Mencionó también que en otra ocasión escuchó una voz

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dulce que le cantaba canciones que no alcanzaba a entender. Y una vez,
mientras recuperaba el conocimiento, sintió que unas manos suaves y tersas le
masajeaban todo el cuerpo, como revisándolo.
Después de aquella tarde nunca quiso volver a jugar, como si cruzar al
otro lado implicara algún tipo de riesgo que no quería correr. Y aunque a ratos
se parece tanto a mi viejo amigo, yo sé que ese que camina en su cuerpo
simplemente ya no es él.

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Un vampiro invadiendo mis sueños

Liliana Celeste Flores

Perú

A un mes exacto de la noche en la que el espejo fue quebrado, los hilos de


luna con los que la Hechicera Fantasma me había atado jalaron de mis manos,
obligándome a trazar un círculo mágico.
Respondiendo a la magia del pentagrama, surgió de la noche un
esquelético unicornio fantasma. Lo monté y me llevó cabalgando en alas del
viento a un bosque sombrío. No sabía si soñaba o deliraba. Desmonté de la
criatura de fábula y me sentí una con la noche y mis pies dibujaron los
primeros pasos de una danza febril y desbocada… Y fue en medio del vértigo
de aromas y lunas vagas que dos brazos masculinos ciñeron mi cintura,
deteniendo bruscamente el loco remolino de mi danza.
El vampiro me atrajo hacia sí, hundió su rostro en mi cabellera y susurró
mi nombre, produciéndome un estremecimiento con la frialdad de su aliento
que resbaló de mi cuello a mis hombros desnudos. No fue temor la sensación
que me estremeció, diría que fue una oscura excitación al sentir su pecho tan
cerca del mío y un deseo vehemente de saciar un apetito desconocido.
El vampiro levantó mi rostro con una leve caricia. Entonces pude verlo:
era el guerrero que se emboza en una capa de tinieblas para rondar en mis
pesadillas, pero esta vez llevaba los elegantes atavíos de un caballero que
asiste a una mascarada. Pasó uno de sus dedos sobre mis anhelantes labios,
con un movimiento echó hacia atrás su oscura cabellera dejando al
descubierto su cuello, me hizo un gesto que no tuve necesidad de descifrar y
clavé mis colmillos desgarrando su piel para beber el licor que con su calidez
apagó aquella sed inexplicable que me atormentaba.

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Descansamos un momento, recostados sobre la hojarasca. El cielo era un
lienzo oscuro tachonado de diamantes gélidos. El vampiro acarició mis
cabellos y, aprovechándose de la dulce embriaguez que me envolvía, recorrió
mi anatomía con caricias… Deslizó los tirantes de mi camisón, dejando mis
pechos descubiertos. Mordisqueó suavemente mis pezones. Se incorporó para
desabrocharse la camisa y, con viril empuje, unió su pecho al mío con la
cópula mística que los inmortales practican. Gemí como una paloma herida.
Él acalló mis gritos con su boca y, al embrujo de sus besos, fui cediendo bajo
sus caricias, correspondiendo a sus deseos con apasionada inocencia. El
vampiro hizo suya a la hechicera y la magia del bosque se confabuló para que
un elfo oscuro sedujera a una sílfide de alas ligeras.
Satisfecha la sed de sangre y de lujuria, paseamos por el bosque y él me
enseñó a descubrir la belleza de la noche que florece oculta de la mirada
ignorante de los hombres. Llegamos a lo más enmarañado del bosque umbrío
y nos detuvimos frente a un viejo roble de raíces retorcidas entre las que se
ocultaba la negra boca de una entrada subterránea. El vampiro apartó las
malezas y las ramas quebradas, me tomó de la mano y me invitó a descender
por la oscura y escabrosa escalinata… Mis pies vacilaron, pero me aferré a él.
Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y bajamos tantos peldaños que creí
que él me conducía al infierno.
Finalmente desembocamos en una gruta y tras la cortina de agua de una
cascada subterránea se encontraba una sala pétrea tan magnífica como los
legendarios salones de los enanos bajo la montaña. Una hornacina custodiada
por dos dragones de piedra dominaba la pared principal y en ella estaba un
candelabro con un cirio que arrojaba una luz fantasmal.
El vampiro se acercó a la hornacina, tomó el candelabro, lo puso en mis
manos y me besó en la frente. Se aproximó a una mesa de madera tallada en
donde reposaban varios pergaminos añejos, los extendió y me hizo un gesto
para que me acercara… A primera vista estos pergaminos me parecieron en
blanco, pero bajo la luz del cirio que yo sostenía aparecieron unos extraños
signos y cuadros cabalísticos.
El vampiro estudió los pentáculos y anagramas hasta que un murciélago le
trajo el mensaje de que la luz de la mañana amenazaba al horizonte y tuvimos
que partir por las ignotas sendas. Cuando desperté en la cómoda tibiez de mi
cama, noté con extrañeza que mis manos estaban sucias de tierra y mi cabello
enredado con hojarascas.

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Ojos que no sienten

(No) Hilda Cárdenas

México

Mientras Malva miraba la pantalla a blanco y negro de su celular, la luz del


sol entraría en diagonal hacia ella si las cortinas estuvieran abiertas. Sentada
en la sala de espera, con un movimiento experto, sin gestos y su mirada fija en
el móvil, pasaba las fotos y videos de sus amigos en la red social. No había
nadie más en el lugar. Vestía el uniforme de su trabajo: pantalón de lona gris
oscuro y playera tipo polo gris claro; las gafas que sólo eran obligatorias
afuera aún seguían en su rostro.
—¿Usted es la familiar de Rosa?
—No, soy su compañera de cuarto —dijo Malva, levantando sólo la vista
por sobre sus lentes.
—La pigmentación ocular tuvo complicaciones, ella perdió la vista.
—¿Cómo? —levantó también la voz.
—El traslado al distrito de los débiles visuales será inmediato, para su
mejor adaptación.
—¡No puede ser! ¿Tendré que hacer su trabajo? —preguntó y se levantó
(toda) del asiento.
—No lo creo, ya hablamos a recursos humanos. Su nuevo compañero
llegará mañana.
—Ah, pues… Está bien. Gracias.
—No recomendamos que se despida de ella, podría interferir su proceso
de adecuación. Después ella le podrá enviar una nota de audio, su nuevo
nombre será Tersa.
En el baño del lugar, Malva se miró al espejo por sobre sus gafas y
recordó el día de su pigmentación: esa fue la última vez que vio sus ojos café

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oscuro. Bajó al vestíbulo y, al firmar su salida, observó la foto gigante de
James Holman en su laboratorio, que abarcaba casi todo el muro. «James, el
padre de la sinestesia inducida», dijo mentalmente y en automático. Miró los
ojos de él y pensó en por qué no los habrían rellenado de color negro, como lo
hacían con todos. Parecía haberlos tenido azul cielo. Salió a la calle y, antes
de llegar a su departamento, compró un café; el logo negro del
establecimiento la reconfortaba. Marrón, Ciruela, Lavanda y Amarillo estaban
delante de ella, había mucha gente a pesar de las altas temperaturas.
Al llegar, después de abrir la puerta de su hogar, escuchó ruidos y gritó el
nombre de Rosa sólo para ver si alguien contestaba.
—Pensé que te habían avisado… Soy Cyan, tu nuevo compañero.
—Me dijeron que llegabas mañana —dijo confundida.
—Aún te crees las historias de los «fallos» en las pigmentaciones, ¿eh? Se
lo hacen a los rebeldes, chica. A ellos los controlarán con el tacto de ahora en
adelante. No creas todo lo que te dicen. ¿No lo viste en su nuevo nombre?
—Tú eres de esos… conspiracionistas, ¿verdad? A Rosa se le estaba
despigmentando el iris, verla a los ojos provocaba dolor. Sus ojos eran verde
olivo… —sin darse cuenta tensó sus manos.
—¿Alguna vez te dolió a ti?
—No, a los del trabajo. Yo nunca intenté verla, soy muy sensible —y dio
un trago grande a su café negro.
—Son actores. ¿Recuerdas el día de la explosión? Fue un simulacro, nos
pusieron microdosis de LSD en el agua. Ahora nosotros mismos nos lo
bebemos. Deja de tomar eso que traes en la mano por una semana y podrás
ver los colores de nuevo sin que te duela. Mira, déjame enseñarte…
Antes de que Cyan terminara la frase, dos explosiones ocurrieron: una de
una bala en la cabeza de Cyan y otra dentro del cerebro de Malva. Ambos
cayeron al suelo simultáneamente. Al día siguiente, en una cama de hospital y
con unos lentes oscuros ajustados con una correa a sus ojos, Malva preguntó
dónde estaba y quién la había llevado ahí. La enfermera que le inyectaba
medicamento movió los labios e hizo un par de señas con las manos, pero
Malva no pudo escucharla ni entenderla. El nuevo nombre de Malva estaba
escrito en el expediente a un lado de su cama. Con una caligrafía perfecta en
tinta negra estaba escrito: Eco.

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El enviado

Pok Manero

México

Fue la vecina del 203 quien llamó a la policía cuando vio a María enterrando
algo en el jardín de enfrente. Cuando las autoridades buscaron en el sitio,
encontraron una pequeña tumba al ras con los restos de un bebé de apenas
días de nacido. De inmediato se emitió una orden de arresto contra María
como la principal sospechosa del infanticidio.
No opuso ninguna resistencia al arresto. Le abrió la puerta al detective y
lo primero que dijo fue: «Yo lo maté, no tuve otra opción. Puedo explicarlo
todo». No estaba alterada en lo más mínimo, al contrario, parecía llenarla una
paz indescriptible. Incluso sonreía con una calma beata. María, de 22 años,
vivía con la madre de su difunto esposo. Los vecinos casi nunca las veían, de
vez en cuanto se las encontraban al entrar o salir del edificio, pero siempre
evitaban las conversaciones. No siempre fue así. Tres años atrás llegaron a
ocupar el departamento 102 María y Josué, recién casados y muy felices. Eran
amigables con los demás inquilinos, aunque no particularmente sociables. A
casi dos años de residencia, la madre de Josué García vino a vivir con ellos
cuando éste enfermó. Apenas semanas después murió, dejando a María viuda
y, como los vecinos notaron meses después, embarazada.
Una vez en la estación de policía, María rindió la siguiente declaración:
«Conocí a Josué en la universidad, estudiábamos Comunicación juntos
aunque él me llevaba un par de años de ventaja. Dejamos la escuela porque yo
perdí la beca y él se salió de su casa, con lo que su madre dejó de apoyarlo.
Yo no conocía mucho a la señora García, Josué casi no hablaba de ella pero
me daba la impresión de que era muy manipuladora. Decidimos casarnos y,
juntando nuestros ahorros, empezamos a rentar el departamento. Al principio

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fuimos muy felices, aunque teníamos poco dinero no nos faltaba nada y
sentíamos que podíamos lograr lo que nos propusiéramos. Al poco tiempo de
haber empezado a vivir juntos, Josué propuso que tuviéramos un hijo. Lo
amaba tanto que me pareció lo mejor que podríamos hacer, yo quería traer a
este mundo al hijo de ese hombre tan maravilloso.
»Conforme pasaban los meses, lo intentamos varias ocasiones pero yo no
quedaba embarazada. Fue entonces que Josué, que era fotógrafo, empezó a
trabajar desde casa de su madre pues ahí tenía un cuarto oscuro en el cual
podía revelar sus fotos. De inmediato noté un cambio en él: cada que volvía
de con mi suegra se veía muy serio y casi no me hablaba. Tardaba varias
horas en recobrar su ánimo natural. Al principio no le di importancia, siempre
se había llevado mal con su madre y discutían con frecuencia, pero no era
nada que yo no pudiera hacerle olvidar. Al menos eso pensaba.
»Todo cambió cuando, una mañana, vi que recibió un mensaje en su
celular. Era de mi suegra. No pretendía entrometerme en sus asuntos, pero no
pude evitar ver la notificación del mensaje. Sólo decía:
Mamá: ¿Para cuándo mi nieto? Ya es hora.
»No supe qué pensar. ¿La idea de tener un hijo fue suya o de su madre?
Conforme seguíamos intentándolo, sin éxito aún, empecé a dudar de si quería
tener un hijo. No, si era para esa arpía. Cuando por fin lo confronté, evadió el
tema y simplemente me dejó de hablar. Horas después volvió a hablarme
como si nada. Yo no sabía qué pensar.
»Eventualmente fuimos a ver a un especialista. De acuerdo a los análisis,
yo era completamente fértil pero su esperma era muy lento. Por un instante,
sin que él notara que lo veía, noté en su cara una expresión de temor. En
cuanto percibió que lo observaba, compuso su rostro en una sonrisa y me dijo
que lo intentaría con más ganas. De vuelta en casa, se encerró en la habitación
y escuché que hablaba con alguien por teléfono. Poco después de eso se
enfermó.
»Tenía fiebre constante y malestar. Los doctores no sabían qué le pasaba.
Lo peor era la mirada de horror que se plantó en su cara y no desaparecía con
nada. Cuando su madre vino a vivir con nosotros, no estuve de acuerdo pero
acepté con la esperanza de que Josué se salvara. Fue entonces que empecé a
tener pesadillas. Una noche, soñé con una luna rota. Estaba en el cielo, muy
brillante pero cuarteada, como un espejo fracturado. En otra ocasión, soñé que
la luna caía del cielo y la tierra temblaba con el impacto. Había fuego por
todos lados y sabía que pronto íbamos a morir. Esa noche murió Josué, no
pudimos hacer nada por salvarlo. Lo enterramos al día siguiente y, tras el

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funeral, mi suegra volvió a casa conmigo. Yo estaba demasiado desconsolada
como para decirle cualquier cosa. Ya habría tiempo para pedirle que se fuera.
»Yo sentía que la señora me odiaba. Parecía que me culpaba por no
haberle dado un nieto aún. La tercera noche después de que enviudé, soñé que
me violaban. Un grupo de hombres me poseía brutalmente, tomando turnos
para penetrarme, mientras mi suegra lo veía todo desde la penumbra, con una
sonrisa siniestra en los labios. Desperté adolorida y con náuseas. Me puse de
pie pero el mareo me tumbó. Seguí sintiéndome mal por unos días hasta que
decidí ir al doctor. La señora insistió en acompañarme. Grandes fueron mi
sorpresa y su satisfacción cuando nos anunciaron que por fin estaba
embarazada. Lo único que dijo la vieja bruja fue: al menos mi hijo hizo algo
bien antes de morir: Su sonrisa, idéntica a la de mi sueño, me heló la sangre.
»La siguiente pesadilla que tuve fue como continuación de una anterior.
Todo estaba envuelto en llamas y una figura se alzaba entre el fuego. No
alcanzaba a ver quién era, pero estaba lleno de maldad. En la cima de un
cerro, Jesús estaba crucificado y me veía fijamente, suplicante, como
pidiéndome algo.
»Por un tiempo las pesadillas pararon. Mi embarazo siguió avanzando sin
eventualidades, al parecer daría a luz a un varón fuerte y saludable. Cerca de
cumplir los nueve meses, dormía tranquilamente cuando sentí un golpe en mi
vientre. No era como las veces anteriores en que el bebé se movía en mi
interior, esta vez me lastimaba desde dentro. Cuando volteé hacia mi panza,
noté que mi camisón empezaba a mancharse de sangre. Me descubrí y pude
ver cómo se marcaban rasguños en mi piel, que se estiraba hasta dar de sí. De
mi interior salió una mano negra, cubierta de pelo fino y con afiladas garras
en sus pequeños dedos. Gritando al ver la sangre que brotaba a borbotones, vi
cómo se abría la herida en mi vientre para revelar un par de ojos brillantes y
una hilera de fríos colmillos. Desperté con la fuente rota y sufriendo de
fuertes contracciones. Mi suegra me llevó corriendo al hospital, donde di a luz
a un bebé rollizo y saludable. Yo sabía lo que tenía que hacer.
»De vuelta en casa, le puse un potente somnífero al té de mi suegra.
Tripliqué la dosis por puro gusto, convencida de que ella ocasionó la muerte
de Josué. Una vez que se quedó dormida, fui a la cuna de mi bebé, al cual
todavía no le poníamos nombre. Lo vi dormir tan apacible, como si fuera
inocente. Entonces lo acaricié y puse mis manos tiernamente en su pequeño
cuello. Lo apreté, primero con delicadeza, luego cada vez con más fuerza.
Despertó. Me vio con odio. Su cara se transformó. Era un demonio del
infierno, de piel morada y ojos rojos, de fuego. Yo seguí apretando a pesar de

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los rasguños. Su mirada me recriminaba, pero la mirada suplicante de Jesús
era aún más fuerte en mi memoria. Pasó poco tiempo antes de que dejara de
moverse. Entonces lo envolví en su mantita y lo saqué de casa, para
enterrarlo. Sé que piensan que estoy loca, pero hice lo correcto. Era necesario,
en serio. Y estoy dispuesta a recibir cualquier castigo que ustedes consideren
necesario».
Al día de hoy, María Jiménez, viuda de García, sigue presa en el
reclusorio de mujeres, en espera de su juicio. Con dos cargos por homicidio,
uno de ellos agravado por tratarse de infanticidio, se especula que se le dará
cadena perpetua. La prensa ha exaltado el sensacionalismo del caso, avivando
el fuego de la ira colectiva que exige la pena de muerte, aunque hay unos
pocos que insisten en que ella no debería ser tratada como una criminal sino
como una enferma mental que necesita ayuda. El destino final de María será
conocido el próximo mes, una vez que se dicte sentencia sobre su caso.

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Fénix

Miguel Lupián

México

Extingue con la bota la última flama que arde sobre el pastizal. Avanza
arrastrando los pies y cargando una pequeña jaula chamuscada. Se detiene
para quitarse la chamarra y la gorra. De ambas se desprende ceniza. Las deja
tiradas sobre el pastizal y sigue avanzando. Los folletos vuelan, el alpiste se
pierde en la tierra. Su cara exuda una soledad grisácea.

Después de amarrarse las agujetas de las botas y de colocarse la


chamarra y la gorra con la insignia del parque, caminó hacia la jaula que
colgaba de la ventana. De una de sus bolsas cogió un puño de alpiste y
alimentó al pájaro rojo que trinaba alegremente. Guardó los folletos en la
otra bolsa y salió de la oficina.

Trepa una saliente. Con una mano se apoya en las rocas y con la otra
sostiene la jaula. Recupera el aliento mientras observa la montaña que se
encuentra frente a él.

Una señora y su hija fueron las únicas visitas del día. Les entregó un par
de folletos y les explicó la importancia histórica, cultural y ambiental del
lugar. La niña corría de un lado a otro, correteando a los teporingos que se
escondían entre el pastizal.

Escala pesadamente la cuesta de la montaña, deteniéndose cada diez o


veinte metros para descansar.

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La niña se detuvo y señaló con su pequeño dedo un punto en el horizonte.
Los tres se quedaron pasmados, maravillados y asustados a la vez. Se
escuchó un tronido que cimbró sus cuerpos. Cerraron los ojos y comenzaron
a llorar.

Llega exhausto a la cima de la montaña. Suelta la jaula y vomita detrás de


una roca. Abre la portezuela y retira al pájaro calcinado que se encuentra en
su interior. Lo anida entre sus manos. Se acerca a la orilla. Del otro lado del
precipicio, el volcán luce majestuoso. Insufla aire caliente entre sus manos y
las extiende dramáticamente. El pájaro rojo vuela hasta perderse de vista. Se
acerca más a la orilla y se deja caer en el precipicio. Mientras cae, su cuerpo
se desintegra hasta convertirse en una nube de ceniza.

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Autómatas

Dirección, diseño y edición

Miguel Antonio Lupián Soto

Selección

Mariana Esquivel
Ana Paula Flores
Adrián «Pok» Manero
Antolín Hernández
Ramón Fernández
Miguel Lupián

Formación y diseño

Mariano F. Wlathe

Arte

Miguel Candelario

Contacto

Penumbria.mx
Facebook.com/Penumbria
@RPenumbria
revistapenumbria@gmail.com

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