Cap. 4 Cómo Él Nos Ve

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GUÍA DE ESTUDIO

CAPÍTULO 4
CUANDO EL
GRANDE VISITÓ
AL PEQUEÑO
«Él, siendo en forma de
Dios, no estimó el ser igual a
Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se
despojó a sí mismo, tomó la
forma de siervo y se hizo
semejante a los hombres»
Filipenses 2: 6, 7
Dios con
nosotros
Algo que puede observarse en
todas las religiones,
especialmente las que
prevalecen en Oriente Medio, es
que los seres humanos (los
pequeños) tratan de visitar al
Grande (a su respectivo Dios).
En cambio, en la religión
cristiana fue el Grande
(Dios) quien decidió visitar
personalmente a los
pequeños (nosotros). Y para
hacerlo llevó a cabo el
hecho más maravilloso en la
historia del universo: La
encarnación.
«Dios fue manifestado en carne» (1 Tim. 3:
16). «Él, siendo en forma de Dios, no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que
aferrarse, sino que se despojó a sí mismo,
tomó la forma de siervo y se hizo
semejante a los hombres» (Fil. 2: 6, 7).

«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre


nosotros lleno de gracia y de verdad; y
vimos su gloria, gloria como del unigénito
del Padre» (Juan 1: 14).
Ser igual al
ser amado
La encarnación del Hijo de Dios
constituye el misterio que perdurará por
los siglos de los siglos. Al hacerse uno de
nosotros, Jesús se convirtió en el vínculo
que uniría para siempre al cielo con la
tierra. De ahí la importancia de que el
Hijo de Dios habitara entre nosotros
como uno de nosotros.
Exceptuando al reino animal, podemos
agrupar a todo el que ha entrado en
contacto con nuestro mundo en una de
estas categorías: La Deidad. En este grupo
solo entran tres personas: el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo. Son seres morales y
perfectos, que nunca pecarán.
Los espíritus. Aquí entran tanto los ángeles
como los demonios. Al igual que Dios, son
seres morales; a diferencia de Dios, ellos sí
pueden pecar, y si pecan nunca serán
redimidos (es el caso de los demonios).
Y Los seres humanos. Al igual que Dios y
que los ángeles, también son seres morales;
como los ángeles, también pueden pecar;
sin embargo, a diferencia de los ángeles,
ellos sí pueden ser redimidos (eso nos da
una ventaja enorme sobre los ángeles).
Entender el punto anterior es clave para
entender un poquito más las implicaciones de
la encarnación. El hecho es que la venida de
Cristo a la tierra conllevó la acción de
despojarse a sí mismo (ver Filipenses 2: 7) de
su igualdad con Dios para hacerse como
nosotros; es decir, Dios descendió al nivel más
bajo de los seres morales, y se colocó en el
terreno de los que tienen la posibilidad de
pecar.
Él pudo haberse quedado en la categoría de los
ángeles; en cambio, decidió «humillarse a sí
mismo» todavía más, y vino a la tierra como
uno de nosotros. Cuando el Creador escogió
hacerse criatura, escogió ser la criatura moral
más baja de todo el universo: el ser humano.
Ese es otro punto que
nos pone en ventaja
frente a los ángeles. Dios
no ha experimentado lo
que se siente ser un
ángel, pero sí ha vivido
lo que significa ser
humano, de carne y
hueso.
Jesús renunció a sus privilegios divinos, a la
alabanza inagotable de los seres celestiales, al
gozo de vivir en la morada santa, y se hizo uno
de nosotros por amor a nosotros. Su amor por
la raza humana lo indujo a conocer de primera
mano el día a día de la humanidad.
Como nosotros, Jesús lloró (Juan 11: 35), tuvo hambre
y sed (Mateo 4: 2; Juan 19: 28), y comió y bebió (Mat.
11: 19); se entristeció (Mat. 26:38) y se regocijó (Luc.
10: 21); se enojó (Mar. 3: 5), se turbó (Juan 12: 27) y
se conmovió (Juan 11: 33). Así como «los hijos
participaron de carne y sangre, él también participó
de lo mismo» (Heb. 2: 14).
El pecado había generado una desigualdad radical entre Dios y la
raza humana. Dios era rico, nosotros, pobres; Dios era fuerte;
nosotros, débiles; Dios era rey; nosotros, plebeyos.
¿Qué podría
hacer el Creador
para recuperar
el amor de sus
criaturas?
Pues por amor a nosotros se
hizo como nosotros; es decir,
se hizo humano. Y lo hizo
cubriendo la inmensidad de su
divinidad con el manto
andrajoso de nuestra
humanidad. Y todo lo hizo por
amor.
Dios no decidió ser
un ángel, lo cual ya
hubiera sido
rebajarse; por amor
al ser humano
escogió hacerse
humano, y al hacerlo
colocó a la
humanidad en la
cima del universo.
El descenso de Cristo a
la tierra ahora nos da la
posibilidad de que
nosotros seamos
elevados al cielo.
La encarnación nos dice
que Dios no quiere vivir
separado de aquellos a
quienes ama «con amor
eterno» (Jer. 31: 3).
El Dios de
lo pequeño
Nuestro mundo nos ha enseñado que lo grande radica en lo
extraordinario, y esa idea solemos aplicarla a nuestra
relación con Dios. Solo vemos la poderosa intervención
divina en los hechos portentosos de la historia bíblica y en
los milagros inexplicables de los relatos misioneros.
Sin embargo, la encarnación nos muestra que Dios no
siempre está en los hechos que dejan atónitos a los
mortales. La humanidad de Cristo nos habla de un Dios que
se manifiesta en lo pequeño, en lo discreto (como nacer en
medio de la noche, sin que nadie perciba su presencia). Un
Dios que se presenta frágil, débil, indefenso.
El Dios que entra en la escena humana no
luce atractivo ni esplendoroso; no creció
en una ciudad cosmopolita y culta; vivió la
mayor parte de su vida en un pueblo que
no formaba parte de la memoria histórica
de Israel: Nazaret.

¿Ese lugar era una especie de barrio de mala fama, cuya


sola mención suscitaba la pregunta: «¿De Nazaret puede
salir algo bueno?» (Juan 1: 46).
Pues de Nazaret ha salido lo único bueno que ha
tenido esta tierra tras la entrada del pecado:
Jesucristo. Claro, nunca se nos habría ocurrido
buscar a Jesús en los barrios más peligrosos de
nuestras ciudades; pero en un barrio de esos se
crio el Maestro, rodeado de viviendas humildes, de
casas de barro, entre los marginados por la
religión y por los poderosos.
¿Quién podría imaginar que alguien así era Dios? Sus adversarios lo
describían como un «comilón y bebedor de vino, amigo de
publicanos y pecadores» (Mateo 11: 19). Lo veían muy sencillo y
pequeño para ser el que tanto habían esperado.
Pero así es Dios hecho carne, no devela sus encantos celestiales
ni nos abruma con sus ejércitos celestiales, sino que se acerca a
nosotros, como uno semejante a nosotros, para, desde nuestra
misma posición, ganarse nuestro amor y confianza.
Él vino para ser «Dios con nosotros» (Mateo 1: 23).
La humanidad del Hijo de Dios nos impele a sentir
su presencia donde está la gente que padece
necesidad física y espiritual.
Ese Dios con nosotros lo podemos encontrar al visitar
a los enfermos, al consolar a los presos, al compartir
lo que tenemos con el que pasa necesidad. Jesús se
encuentra donde están los que necesitan a un Dios
cercano a sus problemas y vicisitudes.
La plenitud de Dios
Ahora bien, debe quedar
claro en nuestra mente que
ese personaje de sandalias
polvorientas era Dios en
toda su plenitud. «Todas las
cosas por medio de él
fueron hechas, y sin él nada
de lo que ha sido hecho fue
hecho. En él estaba la vida»
(Juan 1: 3, 4). Es más, él
era la vida (Juan 14: 6).
Pero en lugar de aparecer con la majestuosidad de la
omnipotencia divina, la encarnación nos habla de un Dios
que vino al mundo «lleno de gracia» (Juan 1: 14). Y por esa
«plenitud» ahora nosotros «recibimos todos, gracia sobre
gracia» (Juan 1: 16).
Pablo aborda el tema de «la plenitud» en varias de sus
Epístolas. En Colosenses 1: 19 declara: «Por cuanto agradó
al Padre que en él habitase toda plenitud» (RV60). Más
adelante aclara que esa «plenitud» que habitó
«corporalmente» en Cristo era «la plenitud de la divinidad»
(Colosenses 2: 9).
Tener dicha plenitud es una afirmación de
que Jesús era Dios y que tenía el carácter y
la naturaleza de la divinidad.
En tanto que en Cristo la plenitud de la Deidad habitó
literalmente en su cuerpo, Pablo expresa que ahora
Cristo puede habitar «por la fe en nuestros corazones»
(Efesios 3: 17) y que nosotros podemos ser «llenos de
toda la plenitud de Dios» (Efesios 3: 19).
Y por tanto somos «capaces de comprender con todos
los santos cuál sea la anchura, la longitud, la
profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo,
que excede a todo conocimiento» (Efesios 3: 18, 19).
El israelita decía: «Dios mora en el santuario»; pero
nosotros podemos decir: «La plenitud de Cristo, esa
plenitud con la que Dios cubrió a su Hijo, por fe ahora
habita en nosotros. Somos tan valiosos que Dios encontró
una manera de hacer de nosotros su morada».
Un mediador humano
La encarnación va más allá de la experiencia terrenal de
Cristo y se extiende hasta su ministerio en el cielo. Prestemos
atención a esta declaración bíblica: «Porque hay un solo Dios,
y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo
hombre» (1 Timoteo 2: 5).
La mediación de Cristo ocurre en el santuario celestial, es un
evento posterior a su resurrección y ascensión (Hebreos 8: 1,
6; 9: 15). Su función mediadora consiste en «representar a
Dios ante los seres humanos y a los seres humanos ante Dios».
Pero de acuerdo con Pablo, Jesucristo realiza esa función
como hombre.
El apóstol indica que Jesús ascendió a los cielos
con forma humana. Es decir, la humanidad del
Hijo de Dios sigue siendo real ahora que habita
en el cielo.
Como humano, Cristo «no se avergüenza de llamarnos
hermanos» (Hebreos 2: 11). Y ante la corte celestial
proclama: «Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio
de la congregación te alabaré» (Hebreos 2: 12).
Hay un lazo de
sangre que une al
cielo con la tierra.
Hay un vínculo eterno que nos hace
miembros honorables de la familia
celestial: somos hermanos de Cristo. Y
es ese Jesucristo hombre el que
intercede por nosotros en el santuario
celestial. ¿Por qué? Porque nos ve como
sus «hermanos más pequeños» (Mateo
2: 40).
Aunque él nunca pecó, sabe tratar con paciencia a sus
hermanos terrenales que constantemente caen derrotados
ante las tentaciones. Jesús se hizo humano para entendernos;
y ahora que nos entiende, en forma humana ascendió al
santuario celestial para ser nuestro mediador.
Cuando un ángel entra al templo celestial, ve allí, sentado a la
diestra del trono divino, a uno que se parece a nosotros.
«¡Grande es el misterio de la piedad!» (1 Timoteo 3: 16).
Una renuncia de amor
La encarnación constituye el
más grande ejemplo de
renuncia que haya visto el
universo. En ese proceso,
Dios se «despojó a sí
mismo», entregó lo mejor
que tenía por nosotros. Él
sufrió la cruz para tener el
gozo de vernos como
hombres y mujeres que
disfrutan de la salvación.
El cielo demostró que vive en armonía con «la ley del
renunciamiento por amor». Pero esa ley no solo rige la esfera
celestial, también es válida para la tierra. Y los que recibieron
a Cristo cuando llegó a este mundo la acataron al pie de la
letra.
Todos dieron lo mejor de sí para recibir al Dios hecho carne.
Ellos demostraron que en la tierra había hombres y mujeres
que también llevarían a la práctica la «la ley del
renunciamiento por amor». Y nosotros hoy, ¿lo demostramos
también? En Cristo, el Padre nos lo dio todo; ahora, también
en Cristo, nosotros debemos darle todo al Padre.
La encarnación constituyó una
vindicación sin precedentes de la
posición de dignidad que tenemos
delante de Dios. La encarnación
presenta palmariamente que para
salvar a los seres humanos Dios fue
capaz de hacerse humano.
Un pensamiento
para meditar y orar

Mediante la encarnación, «el


Salvador se vinculó a la
humanidad por un vínculo que
nunca se ha de romper. A
través de las edades eternas
queda ligado a nosotros» (El
Deseado de todas las gentes,
cap. 1, pp. 16, 17).
G R A C I A S

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