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En la Extremadura profunda de los años sesenta, la humilde familia de Paco,
«el Bajo», sirve en un cortijo sometida a un régimen de explotación casi
feudal que parece haberse detenido en el tiempo pero sobre el que soplan
ya, tímidamente, algunos aires nuevos.
Es época de caza y Paco se ha tronzado el peroné. Las presiones del
señorito Iván para que lo acompañe en las batidas a pesar de su estado
sirven para retratar la crueldad, los abusos y la ceguera moral de una clase
instalada en unos privilegios ancestrales que considera inalienables y que
los protagonistas soportan con una dignidad ejemplar.
Miguel Delibes
Los santos inocentes
Libro primero
Azarías
A su hermana, la Régula, le contrariaba la actitud del Azarías, y le regañaba y él,
entonces, regresaba a la Jara, donde el señorito, que a su hermana, la Régula, le
contrariaba la actitud del Azarías porque ella aspiraba a que los muchachos se
ilustrasen, cosa que a su hermano, se le antojaba un error, que,
luego no te sirven ni para finos ni para bastos,
pontificaba con su tono de voz brumoso, levemente nasal,
y, por contra, en la Jara, donde el señorito, nadie se preocupaba de si éste o el
otro sabían leer o escribir, de si eran letrados o iletrados, o de si el Azarías vagaba
de un lado a otro, los remendados pantalones de pana por las corvas, la bragueta
sin botones, rutando y con los pies descalzos e, incluso, si, repentinamente,
marchaba donde su hermana y el señorito preguntaba por él y le respondían,
anda donde su hermana, señorito,
el señorito tan terne, no se alteraba, si es caso levantaba imperceptiblemente un
hombro, el izquierdo, pero no indagaba más, ni comentaba la nueva, y, cuando
regresaba, tal cual,
el Azarías y a está de vuelta, señorito,
y el señorito esbozaba una media sonrisa y en paz, que al señorito sólo le
exasperaba que el Azarías afirmase que tenía un año más que el señorito, porque,
en realidad, el Azarías y a era mozo cuando el señorito nació, pero el Azarías ni
se recordaba de esto y si, en ocasiones, afirmaba que tenía un año más que el
señorito era porque Dacio, el Porquero, se lo dijo así una Nochevieja que andaba
un poco bebido y a él, al Azarías, se le quedó grabado en la sesera, y tantas veces
le preguntaban,
¿qué tiempo te tienes tú, Azarías?
otras tantas respondía,
cabalmente un año más que el señorito,
pero no era por mala voluntad, ni por el gusto de mentir sino por pura niñez que el
señorito hacía mal en renegarse por eso y llamarle zascandil, ni era justo
tampoco, y a que el Azarías, a cambio de andar por el cortijo todo el día de Dios
rutando y como masticando la nada mirándose atentamente las uñas de la mano
derecha, lustraba el automóvil del señorito con una bay eta amarilla, y
desenroscaba los tapones de las válvulas a los automóviles de los amigos del
señorito para que al señorito no le faltaran el día que las cosas vinieran mal dadas
y escaseasen y, por si eso no fuera suficiente, el Azarías se cuidaba de los perros,
del perdiguero y del setter, y de los tres zorreros y si, en la alta noche, aullaba en
el encinar el mastín del pastor y los perros del cortijo se alborotaban, él, Azarías,
los aplacaba con buenas palabras, les rascaba insistentemente entre los ojos hasta
que se apaciguaban y a dormir y, con la primera luz, salía al patio estirándose,
abría el portón y soltaba a los pavos en el encinar, tras de las bardas, protegidos
por la cerca de tela metálica y, luego, rascaba la gallinaza de los aseladeros y, al
concluir, pues a regar los geranios y el sauce y a adecentar el tabuco del búho y
a acariciarle entre las orejas y, conforme caía la noche, y a se sabía, Azarías,
aculado en el tajuelo, junto a la lumbre, en el desolado zaguán, desplumaba las
perdices, o las pitorras, o las tórtolas, o las gangas, cobradas por el señorito
durante la jornada y, con frecuencia, si las piezas abundaban, el Azarías
reservaba una para la milana, de forma que el búho, cada vez que le veía
aparecer, le envolvía en su redonda mirada amarilla, y castañeteaba con el pico,
como si retozara, todo por espontáneo afecto, que a los demás, el señorito
incluido, les bufaba como un gato y les sacaba las uñas, mientras que a él, le
distinguía, pues rara era la noche que no le obsequiaba, a falta de bocado mas
exquisito, con una picaza, o una ratera, o media docena de gorriones atrapados
con liga en la charca, donde las carpas, o vay a usted a saber, pero, en cualquier
caso, Azarías le decía al Gran Duque, cada vez que se arrimaba a él,
aterciopelando la voz,
milana bonita, milana bonita,
y le rascaba el entrecejo y le sonreía con las encías deshuesadas y, si era el caso
de amarrarle en lo alto del cancho para que el señorito o la señorita o los amigos
del señorito o las amigas de la señorita se entretuviesen, disparando a las águilas o
a las cornejas por la tronera, ocultos en el tollo, Azarías le enrollaba en la pata
derecha un pedazo de franela roja para que la cadena no le lastimase y, en tanto
el señorito o la señorita o los amigos del señorito o las amigas de la señorita
permanecían dentro del tollo, él aguardaba, acuclillado en la greñura, bajo la
copa de la atalay a, vigilándolo, temblando como un tallo verde, y, aunque estaba
un poco duro de oído, oía los estampidos secos de las detonaciones y, a cada una,
se estremecía y cerraba los ojos y, al abrirlos de nuevo, miraba hacia el búho y
al verle indemne, erguido y desafiante, haciendo el escudo, sobre la piedra, se
sentía orgulloso de él y se decía conmovido para entre si,
milana bonita,
y experimentaba unos vehementes deseos de rascarle entre las orejas y, así que
el señorito o la señorita, o las amigas del señorito, o los amigos de la señorita, se
cansaban de matar rateras y cornejas y salían del tollo estirándose y
desentumeciéndose como si abandonaran la bocamina, él se aproximaba
moviendo las mandíbulas arriba y abajo, como si masticase algo, al Gran Duque,
y el búho, entonces, se implaba de satisfacción, se esponjaba como un pavo real
y el Azarías le sonreía,
no estuviste cobarde, milana,
le decía,
y le rascaba el entrecejo para premiarle y al cabo, recogía del suelo, una tras
otra, las águilas abatidas, las prendía en la percha, desencadenaba al búho con
cuidado, le introducía en la gran jaula de barrotes de madera, que se echaba al
hombro, y pin, pianito, se encaminaba hacia el cortijo sin aguardar al señorito, ni
a la señorita, ni a los amigos del señorito, ni a las amigas de la señorita que
caminaban, lenta, cansinamente, por la vereda, tras él, charlando de sus cosas y
riendo sin ton ni son y así que llegaba a la casa, el Azarías colgaba la percha de la
gruesa viga del zaguán y tan pronto anochecía, acuclillado en los guijos del patio,
a la blanca luz del aladino, desplumaba un ratonero y se llegaba con él a la
ventana del tabuco, y
uuuuuh,
hacía,
ahuecando la voz, buscando el registro más tenebroso, y al minuto, el búho se
alzaba hasta la reja sin meter bulla, en un revuelo pausado y blando, como de
algodón, y hacía a su vez,
uuuuuh,
como un eco del uuuuuh de Azarías, un eco de ultratumba, y acto seguido,
prendía la ratera con sus enormes garras y la devoraba silenciosamente en un
santiamén y el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante y musitaba,
milana bonita, milana bonita,
y una vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarías se encaminaba al
cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la señorita estacionaban
sus coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las válvulas de las
ruedas, mediante torpes movimientos de dedos y al terminar, los juntaba con los
que guardaba en la caja de zapatos, en la cuadra, se sentaba en el suelo y se
ponía a contarlos,
uno, dos, tres, cuatro, cinco…
y al llegar a once, decía invariablemente,
cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco…,
luego salía al corral, y a oscurecido, y en un rincón se orinaba las manos para que
no se le agrietasen y abanicaba un rato el aire para que se orearan y así un día y
otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, toda una vida, pero a pesar de
este régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se despertaba flojo y
como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el
esqueleto, y esos días, no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los
perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba a la
abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y si acaso picaba el sol, pues a la
sombra del madroño, y cuando Dacio le preguntaba,
¿qué es lo que te pasa a ti, Azarías?
él,
ando con la perezosa, que y o digo,
y de esta forma, dejaba pasar las horas muertas, y si el señorito se tropezaba con
él y le preguntaba,
¿qué te ocurre, hombre de Dios?,
Azarías la misma,
ando con la perezosa, que y o digo, señorito,
sin inmutarse, encamado en la torvisca o al amparo del madroño, inmóvil,
replegado sobre sí mismo, los muslos en el vientre, los codos en el pecho,
mascando salivilla o rutando suavemente, como un cachorro ávido de mamar,
mirando fijamente la línea azul-verdosa de la sierra recortada contra el cielo, y
los chozos redondos de los pastores y el Cerro de las Corzas (del otro lado del cual
estaba Portugal), y los canchales agazapados como tortugas gigantes, y el vuelo
chillón y estirado de las grullas camino del pantano, y las merinas merodeando
con sus crías y si acaso se presentaba Dámaso, el Pastor, y le decía
¿ocurre algo, Azarías?
él,
ando con la perezosa, que y o digo,
y de este modo transcurría el tiempo hasta que sobrevenía el apretón y daba de
vientre orilla del madroño o en la oscura grieta de algún canchal y según se
desahogaba, iban volviéndole paulatinamente las energías y una vez recuperado,
su primera reacción era llegarse donde el búho y decirle dulcemente a través de
la reja,
milana bonita,
y el búho venga de esponjarse y castañetear con el corvo pico, hasta que Azarías
le obsequiaba con un aguilucho o un picazo desplumados y mientras lo devoraba,
el Azarías, a fin de ganar tiempo, se acercaba a la cuadra, se sentaba en el suelo
y se ponía a contar los tapones de las válvulas de la caja,
uno, dos, tres, cuatro, cinco…
hasta llegar a once, y, entonces decía,
cuarenta y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco,
y al concluir, cubría la caja con la tapa, se quedaba un largo rato observando las
chatas uñas de su mano derecha, moviendo arriba y abajo las mandíbulas y
mascullando palabras ininteligibles y de repente, resolvía,
me voy donde mi hermana,
y en el porche, se encaraba con el señorito, emperezado en la tumbona,
adormilado,
me voy donde mi hermana, señorito,
y el señorito levantaba imperceptiblemente el hombro izquierdo
vete con Dios, Azarías,
y él marchaba al otro cortijo, donde su hermana, y ella, la Régula, nada más
abrirle el portón,
¿qué se te ha perdido aquí, si puede saberse?
y Azarías
¿y los muchachos?
y ella
ae, en la escuela están, ¿dónde quieres que anden?
y él, el Azarías, mostraba un momento la punta de la lengua, gruesa y rosada,
volvía a esconderla, la paladeaba un rato y decía al fin,
el mal es para ti, luego no te van a servir ni para finos ni para bastos,
y la Régula,
ae, ¿te pedí y o opinión?
pero, tan pronto caía el sol, el Azarías se azorraba mirando las brasas, masticando
la nada y al cabo de un rato, erguía la cabeza y súbitamente, decía,
mañana me vuelvo donde el señorito,
y antes de amanecer, así que surgía una ray a anaranjada en el firmamento
delimitando el contorno de la sierra, el Azarías y a andaba en la trocha y, cuatro
horas más tarde, sudoroso y hambriento, en cuanto oía a la Lupe descorrer el
gran cerrojo del portón, y a empezaba,
milana bonita, milana bonita,
una y otra vez, sin dejarlo, y a la Lupe, la Porquera, ni los buenos días y el
señorito tal vez andaba en la cama, descansando, pero así que aparecía a
mediodía en el zaguán, la Lupe le daba el parte,
el Azarías nos entró de mañana, señorito,
y el señorito amusgaba los ojos somnolientos,
de acuerdo,
decía,
y alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque y a se
sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y
arrastrando la herrada por el patio de guijos, y de este modo, iban transcurriendo
las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se
transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse
el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con
él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los
alrededores y conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y
volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinzón y allí mismo, junto al
Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba
los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido
de los venados del Coto de Santa Ángela, apareándose también, y de cuando en
cuando, le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oy es?,
y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las
tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora y a no,
pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las
noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron
los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, no se volvieron a oír, y a
cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales
casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de
reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,
¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo,
y dicho y hecho, al día siguiente, con el crepúsculo, salía solo sierra adelante,
abriéndose paso entre la jara florecida y los tamujos y la montera, porque el
cárabo ejercía sobre el Azarías la extraña fascinación del abismo, una suerte de
atracción enervada por el pánico, de tal manera que al detenerse en plena
moheda, oía claramente los rudos golpes de su corazón y entonces, esperaba un
rato para tomar aliento y serenar su espíritu y al cabo, voceaba,
¡eh!, ¡eh!,
citándole, citando al cárabo, y seguidamente, aguzaba el oído aguardando
respuesta, mientras la luna asomaba tras un celaje e inundaba el paisaje de una
irreal fosforescencia poblada de sombras, y él, un tanto amilanado, hacía bocina
con sus manos y repetía desafiante,
¡eh!, ¡eh!,
hasta que, súbitamente, veinte metros más abajo, desde una encina corpulenta, le
llegaba el anhelado y espeluznante aullido,
¡buhú, buhú!,
y, al oírlo, el Azarías perdía la noción del tiempo, la conciencia de sí mismo, y
rompía a correr enloquecido, arruando, hollando los piornos, arañándose el rostro
con las ramas más bajas de los madroños y los alcornoques y tras él, implacable,
saltando blandamente de árbol en árbol, el cárabo, aullando y carcajeándose y,
cada vez que reía, al Azarías se le dilataban las pupilas y se le erizaba la piel y
recordaba a la milana en la cuadra, y apremiaba aún más el paso y el cárabo a
sus espaldas tornaba a aullar y a reír y el Azarías corría y corría, tropezaba, caía
y se levantaba, sin volver jamás la cabeza y al llegar, jadeante, a la dehesa, la
Lupe, la Porquera, se santiguaba,
¿de dónde te vienes, di?,
y el Azarías sonreía tenuemente, como un chiquillo cogido en falta, y,
de correr el cárabo, que y o digo,
decía,
y ella comentaba,
¡Jesús qué juegos!, te has puesto la cara como un Santo Cristo,
pero él y a andaba en la cuadra, restañándose la sangre de los rasguños con la
bay eta, quieto, escuchando los dolorosos golpes de su corazón, la boca
entreabierta, sonriendo al vacío, babeando, y al cabo de un rato, y a más sereno,
se llegaba al tabuco de la milana, agachado, sin meter ruido, y súbitamente, se
asomaba al ventano y hacia,
¡uuuuuh!,
y el búho revolaba hasta la peana y le miraba a los ojos, ladeando la cabeza, y
entonces el Azarías le decía muy ufano,
anduve corriendo el cárabo,
y el animal enderezaba las orejas y tableteaba con el pico, como si lo celebrara,
y él,
buena carrera le di,
y empezaba a reír por lo bajo, siseando, sintiéndose protegido por las bardas del
cortijo, y así una vez tras otra, una primavera tras otra, hasta que una noche,
vencido may o, se arrimó a los barrotes del tabuco y dijo como de costumbre,
¡uuuuuh!,
pero el Gran Duque no acudió a la llamada, y entonces, el Azarías se sorprendió
e hizo de nuevo,
¡uuuuuh!,
pero el Gran Duque no acudió a la llamada,
y el Azarías,
¡uuuuuh!,
terco, por tercera vez, pero, dentro del tabuco, ni un ruido, con lo que el Azarías
empujó la puerta, prendió el aladino y se encontró al búho engurruñido en un
rincón y, al mostrarle la picaza desplumada, el búho ni ademán y entonces, el
Azarías, dejó la pega en el suelo y se sentó junto a él, le tomó delicadamente por
las alas y lo arrimó a su calor, rascándole insistentemente en el entrecejo y
diciéndole con ternura,
milana bonita,
mas el pájaro no reaccionaba a los habituales estímulos, con lo cual, el Azarías lo
depositó sobre la paja, salió y preguntó por el señorito,
la milana está enferma, señorito, te tiene calentura,
le informó,
y el señorito,
¡qué le vamos a hacer, Azarías! está vieja y a, habrá que buscar un pollo
nuevo,
y el Azarías, desolado,
pero es la milana, señorito,
y el señorito, los ojos adormilados,
¿y dime tú, que lo mismo da un pájaro que otro?
y el Azarías, implorante,
¿autoriza el señorito que dé razón al Mago del Almendral?
y el señorito adelantó indolentemente su hombro izquierdo,
¿al Mago?, muy gastoso te sales tú, Azarías, si por un pájaro tuviéramos que
llamar al Mago, ¿adónde iríamos a parar?,
y tras su reproche, una carcajada, como el cárabo, que al Azarías se le puso la
carne de gallina y,
señorito, no se ría así, por sus muertos se lo pido,
y el señorito,
¿es que tampoco me puedo reír en mi casa?
y otra carcajada, como el cárabo, cada vez más recias, y a sus risas estentóreas,
acudieron la señorita, la Lupe, Dacio, el Porquero Dámaso y las muchachas de
los pastores, y todos en el zaguán reían a coro, como cárabos, y la Lupe,
pues no está llorando el zascandil de él por ese pájaro apestoso,
y el Azarías,
la milana te tiene calentura y el señorito no autoriza a que dé razón al Mago
del Almendral,
y, venga otra carcajada, y otra, hasta que, finalmente, el Azarías, desconcertado,
echó a correr, salió al patio y se orinó las manos y después, entró en la cuadra, se
sentó en el suelo y se puso a contar en voz alta los tapones de las válvulas tratando
de serenarse,
una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, cuarenta y
tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,
hasta que se sintió más relajado, se puso un saco por cabezal y durmió una siesta
y así que amaneció Dios, se arrimó quedamente a la reja del tabuco e hizo,
¡uuuuuh!
pero nadie respondió, y, entonces, el Azarías empujó la puerta y divisó al búho en
el rincón donde lo dejara la víspera, pero caído y rígido y el Azarías se llegó a él
con pasitos cortos, lo cogió por el extremo de un ala, se abrió la chaqueta, la
cruzó sobre el pájaro y dijo con voz quebrada,
milana bonita,
pero el Gran Duque ni abría los ojos, ni castañeteaba con el pico, ni nada, ante lo
cual el Azarías atravesó el patio, se llegó al portón y descorrió el cerrojo, y a sus
chirridos, salió la Lupe, la de Dacio,
¿qué es lo que te se ha puesto ahora en la cabeza, Azarías?
y el Azarías,
me marcho donde mi hermana,
y sin más, salió y a paso rápido, sin sentir los guijos, ni las gatuñas en las plantas
de los pies, franqueó el encinar, el piornal y la vaguada, oprimiendo dulcemente
el cadáver del pájaro contra su pecho y así que le puso la vista encima, la
Régula,
¿otra vez por aquí?
y el Azarías
¿y los muchachos?
y ella,
en la escuela están,
y el Azarías,
¿es que no hay nadie en la casa?
y ella,
ae, la Niña Chica está,
y en ese momento, la Régula reparó en el bulto que arropaba el Azarías contra el
pecho le abrió las puntas de la chaqueta y el cadáver del pajarraco cay ó sobre
los baldosines rojos y ella, la Régula, dio un grito histérico y,
y a estás sacando de casa esa carroña, ¿me oy es?
dijo,
y el Azarías, sumisamente, recogió el pájaro y lo dejó fuera, en el poy o, volvió a
entrar en la casa y salió con la Niña Chica, acunándola en el brazo derecho, y la
Niña Chica volvía sus ojos extraviados sin fijarlos en nada, y él, el Azarías, cogió
a la milana por una pata y una azuela con la mano izquierda, y la Régula,
¿dónde vas con esas trazas?
y el Azarías,
a hacer el entierro, que y o digo,
y, en el tray ecto, la Niña Chica emitió uno de aquellos interminables berridos
lastimeros que helaban la sangre de cualquiera, pero el Azarías no se inmutó,
alcanzó el rodapié de la ladera depositó a la criatura a la fresca, entre unas jaras,
se quitó la chaqueta y en un periquete cavó una hoy a profunda en la base de un
alcornoque, depositó en ella al pájaro y acto seguido, empujando la tierra con la
azuela, cegó el agujero y se quedó mirando para el túmulo, los pies descalzos, el
remendado pantalón en las corvas, la boca entreabierta, y, al cabo de un rato, sus
pupilas se volvieron hacia la Niña Chica, cuy a cabeza se ladeaba, como
desarticulada, y sus ojos desleídos se entrecruzaban, y miraban al vacío sin
fijarse en nada y el Azarías se agachó, la tomó en sus brazos, se sentó al borde
del talud, junto a la tierra removida, la oprimió contra sí y musitó,
milana bonita,
y empezó a rascarla insistentemente con el índice de la mano derecha los pelos
del colodrillo, mientras la Niña Chica, indiferente, se dejaba hacer.
Libro segundo
Paco, el Bajo
Si hubieran vivido siempre en el cortijo quizá las cosas se hubieran producido de
otra manera pero a Crespo, el Guarda May or, le gustaba adelantar a uno en la
Ray a de lo de Abendújar por si las moscas y a Paco, el Bajo, como quien dice,
le tocó la china y no es que le incomodase por él, que a él, al fin y al cabo, lo
mismo le daba un sitio que otro, pero sí por los muchachos, a ver, por la escuela,
que con la Charito, la Niña Chica, tenían bastante y le decían la Niña Chica a la
Charito aunque, en puridad, fuese la niña may or, por los chiquilines, natural,
madre, ¿por qué no habla la Charito?,
¿por qué no se anda la Charito, madre?,
¿por qué la Charito se ensucia las bragas?, preguntaban a cada paso, y ella, la
Régula, o él, o los dos a coro,
pues porque es muy chica la Charito,
a ver, por contestar algo, ¿qué otra cosa podían decirles?, pero Paco, el Bajo,
aspiraba a que los muchachos se ilustrasen, que el Hachemita aseguraba en
Cordovilla, que los muchachos podían salir de pobres con una pizca de
conocimientos, e incluso la propia Señora Marquesa, con objeto de erradicar el
analfabetismo del cortijo, hizo venir durante tres veranos consecutivos a dos
señoritos de la ciudad para que, al terminar las faenas cotidianas, les juntasen a
todos en el porche de la corralada, a los pastores, a los porqueros, a los
apaleadores, a los muleros, a los gañanes y a los guardas, y allí, a la cruda luz del
aladino, con los moscones y las polillas bordoneando alrededor, les enseñasen las
letras y sus mil misteriosas combinaciones, y los pastores, y los porqueros, y los
apaleadores y los gañanes y los muleros, cuando les preguntaban, decían,
la B con la A hace BA, y la C con la A hace ZA,
y, entonces, los señoritos de la ciudad, el señorito Gabriel y el señorito Lucas, les
corregían y les desvelaban las trampas, y les decían,
pues no, la C con la A, hace KA, y la C con la I hace CI y la C con la E hace
CE y la C con la O hace KO,
y los porqueros y los pastores, y los muleros, y los gañanes y los guardas se
decían entre sí desconcertados,
también te tienen unas cosas, parece como que a los señoritos les gustase
embromarmos,
pero no osaban levantar la voz, hasta que una noche, Paco, el Bajo, se tomó dos
copas, se encaró con el señorito alto, el de las entradas, el de su grupo, y,
ahuecando los orificios de su chata nariz (por donde, al decir del señorito Iván, los
días que estaba de buen talante, se le veían los sesos), preguntó,
señorito Lucas, y ¿a cuento de qué esos caprichos?
y el señorito Lucas rompió a reír y a reír con unas carcajadas rojas,
incontroladas, y, al fin, cuando se calmó un poco, se limpió los ojos con el
pañuelo y dijo,
es la gramática, oy e, el porqué pregúntaselo a los académicos,
y no aclaró más, pero, bien mirado, eso no era más que el comienzo, que una
tarde llegó la G y el señorito Lucas les dijo,
la G con la A hace GA, pero la G con I hace Ji, como la risa,
y Paco, el Bajo, se enojó, que eso y a era por demás, coño, que ellos eran
ignorantes pero no tontos y a cuento de qué la E y la I habían de llevar siempre
trato de favor y el señorito Lucas, venga de reír, que se destornillaba el hombre
de la risa que le daba, una risa espasmódica y nerviosa, y, como de costumbre,
que él era un don nadie y que ésas eran reglas de la gramática y que él nada
podía contra las reglas de la gramática, pero que, en última instancia, si se sentían
defraudados, escribiesen a los académicos, puesto que él se limitaba a exponerles
las cosas tal como eran, sin el menor espíritu analítico, pero a Paco, el Bajo estos
despropósitos le desazonaban y su indignación llegó al colmo cuando, una noche,
el señorito Lucas les dibujó con primor una H may úscula en el encerado y,
después de dar fuertes palmadas para recabar su atención e imponer silencio,
advirtió,
mucho cuidado con esta letra; esta letra es un caso insólito, no tiene
precedentes, amigos; esta letra es muda,
y Paco, el Bajo, pensó para sus adentros, mira, como la Charito, que la Charito,
la Niña Chica, nunca decía esta boca es mía, que no se hablaba la Charito, que
únicamente, de vez en cuando, emitía un gemido lastimero que conmovía la casa
hasta sus cimientos, pero ante la manifestación del señorito Lucas, Facundo, el
Porquero, cruzó sus manazas sobre su estómago prominente y dijo,
¿qué se quiere decir con eso de que es muda?, te pones a ver y tampoco las
otras hablan si nosotros no las prestamos la voz, y el señorito Lucas, el alto, el de
las entradas,
que no suena, vay a, que es como si no estuviera, no pinta nada,
y Facundo, el Porquero, sin alterar su postura abacial,
ésta sí que es buena, y ¿para qué se pone entonces?,
y el señorito Lucas,
cuestión de estética,
reconoció,
únicamente para adornar las palabras, para evitar que la vocal que la sigue
quede desamparada, pero eso sí, aquel que no acierte a colocarla en su sitio
incurrirá en falta de lesa gramática,
y Paco, el Bajo, hecho un lío, cada vez más confundido, mas, a la mañana,
ensillaba la y egua y a vigilar la linde, que era lo suy o, aunque desde que el
señorito Lucas empezó con aquello de las letras se transformó, que andaba como
ensimismado el hombre, sin acertar a pensar en otra cosa, y en cuanto se alejaba
una galopada del cortijo, descabalgaba, se sentaba al sombrajo de un madroño y
a cavilar, y cuando las ideas se le enredaban en la cabeza unas con otras como
las cerezas, recurría a los guijos, y los guijos blancos eran la E y la I, y los grises
eran la A, la O y la U, y, entonces, se liaba a hacer combinaciones para ver
cómo tenían que sonar las unas y las otras, pero no se aclaraba y a la noche,
confiaba sus dudas a la Régula, en el jergón e, insensiblemente, de unas cosas
pasaba a otras y la Régula,
para quieto, Paco, el Rogelio anda desvelado,
y si Paco, el Bajo, insistía, ella
ae, para quieto, y a no estamos para juegos,
y, de súbito, sonaba el desgarrado berrido de la Niña Chica y Paco se inutilizaba,
pensando que algún mal oculto debía de tener él en los bajos para haber
engendrado una muchacha inútil y muda como la hache, que menos mal que la
Nieves era espabilada, que a la Nieves, las cosas, él se había resistido a bautizaría
con este nombre tan blanco, no le pegaba, vay a, siendo él tan cetrino y albazano,
y hubiera preferido llamarla Herminia, como la abuela, o por otro nombre
cualquiera, pero el verano aquel picaba un sol de justicia y don Pedro, el Périto,
porfiaba que las temperaturas ni de noche bajaban de 35 grados, y que qué
veranito, madre, que no se recordaba otro semejante, que se achicharraban hasta
los pájaros, y la Régula, de por sí fogosa, plañía,
¡ay Virgen, qué calentura!, y que no corre una miaja de brisa ni de día ni de
noche,
y después de abanicarse un rato cansinamente con un paipai, moviendo
únicamente la falange del pulgar derecho, plano y aplastado como una espátula,
añadía,
esto es un castigo, Paco, y y o le voy a pedir a la Virgen de las Nieves que
termine este castigo,
pero la canícula no cedía y un domingo, sin comunicárselo a nadie, se llegó al
Almendral, donde el Mago, y a la vuelta, le dijo a Paco,
Paco, el Mago me ha dicho que si esta barriga es hembra le diga Nieves, no
vay a a ser que, por contrariar mi deseo, me salga la cría con un antojo,
y Paco recordó a la Niña Chica y se avino,
pues bueno, que sea Nieves,
pero la Nieves, que desde mocosa limpiaba la porquería de la impedida y le
lavaba las bragas, no llegó a asistir a la escuela del Patronato porque por aquel
entonces andaban y a en la Ray a de lo de Abendújar y Paco, el Bajo, cada
mañana, antes de ensillar, enseñaba a la muchacha cómo hacia la B con la A y la
C con la A y la C con la I, y la muchacha, que era muy avispada, así que llegó la
Z y le dijo,
la Z con la I hace CI,
respondió sin vacilar,
esa letra está de más, padre, para eso está la C,
y Paco, el Bajo, reía y procuraba inflar la risa, solemnizaría, remedando las
carcajadas del señorito Lucas,
eso cuéntaselo a los académicos,
y, por las noches, implado de satisfacción, le decía a la Régula,
la muchacha esta ve crecer la hierba,
y la Régula, que y a por aquellos entonces se le había puesto pechugona,
comentaba,
a ver, saca el talento suy o y el de la otra,
y Paco,
¿qué otra?,
y la Régula, sin perder su flema habitual,
ae, la Niña Chica, ¿en qué estás pensando, Paco?,
y Paco,
tu talento saca,
y empezaba a salirse del tiesto,
y ella,
ae, ponte quieto, Paco, los talentos no están ahí,
y Paco, el Bajo, dale, engolosinado, hasta que, inopinadamente, el bramido de la
Niña Chica rasgaba el silencio de la noche y Paco se quedaba inmóvil,
desarmado, y finalmente, decía,
Dios te guarde, Régula, y que descanses,
y, con los años, se le iba tomando ley a la Ray a de lo de Abendújar, y al chamizo
blanco con el emparrado, y al somero cobertizo, y al pozo, y al gigantesco
alcornoque sombreándolo, y al rebaño de canchos grises desparramados por las
primeras estribaciones, y al arroy o de aguas tibias con los galápagos
emperezados en las orillas, pero una mañana de octubre, Paco, el Bajo, salió a la
puerta, como todas las mañanas, y nada más salir, levantó la cabeza, distendió las
aletillas de la nariz y
se acerca un caballo,
dijo,
y la Régula, a su lado, se protegió los ojos con la mano derecha a modo de visera
y miró hacia el carril,
ae, no se ve alma, Paco,
mas Paco, el Bajo, continuaba olfateando, como un sabueso,
el Crespo es, si no me equivoco,
agregó,
porque Paco, el Bajo, al decir del señorito Iván, tenía la nariz más fina que un
pointer, que venteaba de largo, y en efecto, no había transcurrido un cuarto de
hora, cuando se presentó en la Ray a, Crespo, el Guarda May or,
Paco, lía el petate que te vuelves al cortijo,
le dijo sin más preámbulos,
y Paco,
y ¿eso?,
que Crespo,
don Pedro, el Périto, lo ordenó, a mediodía bajará el Lucio, tú y a cumpliste,
y, con la fresca, Paco y la Régula, amontonaron los enseres en el carromato y
emprendieron el regreso y en lo alto, acomodados entre los jergones de borra,
iban los muchachos y, en la trasera, la Régula con la Niña Chica, que no cesaba
de gritar y se le caía la cabeza, ora de un lado, ora del otro, y sus flacas
piernecitas inertes asomaban bajo la bata, y Paco, el Bajo, montado en su y egua
pía, les daba escolta, velando orgullosamente la retaguardia, y le decía a la
Régula elevando mucho el tono de voz para dominar el tantarantán de las ruedas
en los relejes, entre bramido y bramido de la Niña Chica,
ahora la Nieves nos entrará en la escuela y Dios sabe dónde puede llegar con
lo espabilada que es,
y la Régula,
ae, y a veremos,
y, desde su altura majestuosa, añadía Paco, el Bajo,
los muchachos y a te tienen edad de trabajar, serán una ay uda para la casa,
y la Régula,
ae, y a veremos,
y continuaba Paco, el Bajo, exaltado con el traqueteo y la novedad,
lo mismo la casa nueva te tiene una pieza más y podemos volver a ser
jóvenes,
y la Régula suspiraba, acunaba a la Niña Chica y la espantaba los mosquitos a
manotazos, mientras, por encima del carril, sobre los negros encinares, se
encendían una a una las estrellas y la Régula miraba a lo alto, tornaba a suspirar
y decía,
ae, para volver a ser jóvenes tendría que callar ésta,
y una vez que llegaron al cortijo, Crespo, el Guarda May or, les aguardaba al pie
de la vieja casa, la misma que abandonaron cinco años atrás, con el poy o junto a
la puerta todo a lo largo de la fachada, y los escuálidos arriates de geranios y, en
medio, el sauce de sombra caliente, y Paco lo miró todo apesadumbrado y
meneó la cabeza de un lado a otro y al cabo, bajó los ojos,
¡qué le vamos a hacer!
dijo resignadamente,
estaría de Dios,
y, poco más allá, dando órdenes, andaba don Pedro, el Périto, y
buenas noches, don Pedro, aquí estamos de nuevo para lo que guste mandar,
buenas noches nos dé Dios, Paco, ¿sin novedad en la Ray a?
y Paco,
sin novedad, don Pedro,
y conforme descargaban, don Pedro les iba siguiendo del carro a la puerta y de
la puerta al carro,
digo, Régula, que tú habrás de atender al portón, como antaño, y quitar la
tranca así que sientas el coche, que y a te sabes que ni la Señora, ni el señorito
Iván avisan y no les gusta esperar,
y la Régula,
ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,
y don Pedro,
de amanecida soltarás los pavos y rascarás los aseladeros, que si no, no hay
Dios que te aguante con este olor, qué peste, y y a te sabes que la Señora es buena
pero le gustan las cosas en su sitio,
y la Régula,
ae, a mandar, don Pedro, para eso estamos,
y don Pedro, el Périto, continuó dándole instrucciones, que no paraba de darle
instrucciones y, al concluir, ladeó la cabeza, se mordió la mejilla izquierda y
quedó como atorado, como si omitiera algún extremo importante, y la Régula
sumisamente,
¿alguna cosa más, don Pedro?
y don Pedro, el Périto, se mordisqueaba nerviosamente la mejilla y volvía los
ojos para la Nieves pero no decía nada y al fin, cuando parecía que iba a
marcharse sin despegar los labios, se volvió bruscamente hacia la Régula,
esto es cosa aparte, Régula,
balbuceó,
en realidad éstas son cosas para tratar entre mujeres, pero…
y la pausa se hizo más profunda, hasta que la Régula, sumisamente.
usted dirá, don Pedro,
y don Pedro,
me refiero a la niña, Régula, que la niña bien podría ponerle una manita en
casa a mi señora, que, bien mirado, ella está cobarde para las cosas del hogar,
sonrió acremente,
no le petan sus labores, vay a, y la niña y a está crecida, que hay que ver
cómo ha empollinado la niña ésta en poco tiempo,
y, según hablaba don Pedro, el Périto, Paco, el Bajo, se iba desinflando como un
globo, como su virilidad cuando gritaba en la alta noche la Niña Chica, y miró
para la Régula, y la Régula miró para Paco, el Bajo, y al cabo, Paco, el Bajo,
ahuecó los orificios de la nariz, encogió los hombros y dijo,
lo que usted mande, don Pedro, para eso estamos,
y, súbitamente, sin venir a cuento, a don Pedro, el Périto, se le dilataron las
pupilas y empezó a desbarrar, como si quisiera ocultarse bajo el alud de sus
propias palabras, que no paraba, que,
ahora todos te quieren ser señoritos, Paco, y a lo sabes, que y a no es como
antes, que hoy nadie quiere mancharse las manos, y unos a la capital y otros al
extranjero, donde sea el caso es no parar, la moda, y a ves tú, que se piensan que
con eso han resuelto el problema, imagina que luego resulta que, a lo mejor, van
a pasar hambre y a morirse de aburrimiento, vete a saber, que otra cosa, no,
pero a la niña en casa, no le ha de faltar nada, no es porque y o lo diga…
la Régula y Paco, el Bajo, asentían con la cabeza, e intercambiaban furtivas
miradas cómplices, pero don Pedro, el Périto, no reparaba en ello, que estaba
muy excitado don Pedro, el Périto,
y siendo de vuestra conformidad, mañana a la mañana aguardamos a la niña
en casa, y para que no la echéis en falta y ella no se imple, que y a sabemos
todos cómo se las gastan los muchachos ahora, por las noches puede dormir aquí,
y después de muchas gesticulaciones y aspavientos, don Pedro se marchó y la
Régula y Paco, el Bajo, empezaron a instalar sus enseres en silencio, y después
cenaron y, al concluir la cena, se sentaron junto al fuego y, en ese momento,
irrumpió Facundo, el Porquero,
también te tienes coraje, Paco, en la Casa de Arriba no te para ni Dios, que
y a conoces a doña Purita, que parece como que la pincharan con alfileres, lo
histérica, que ni él la aguanta,
dijo,
mas, como ni la Régula ni Paco, el Bajo, replicaran, Facundo se apresuró a
añadir,
no la conoces, Paco, si no me crees pregúntale a la Pepa, que anduvo allí,
pero la Régula y Paco continuaban mudos y, en vista de ello, Facundo, el
Porquero, dio media vuelta y se marchó, y a la mañana, la Nieves se presentó
puntualmente en la Casa de Arriba y al otro día lo mismo, hasta que éste se hizo
una costumbre y empezaron a transcurrir insensiblemente los días, y, así que
llegó may o, se presentó un día el Carlos Alberto, el may or del señorito Iván, a
hacer la Comunión en la capilla del cortijo y dos días después, tras muchos
preparativos, la Señora Marquesa con el Obispo en el coche grande, y la Régula,
así que abrió el portón, se quedó deslumbrada ante la púrpura, sin saber qué
partido tomar, a ver, que, en principio, en pleno desconcierto, dio dos cabezadas,
hizo una genuflexión y se santiguó, pero la Señora Marquesa la apuntó desde su
altura inabordable,
el anillo, Régula, el anillo,
y fue ella, entonces, la Régula, y se comió a besos el anillo pastoral, mientras el
Obispo sonreía y apartaba la mano discretamente, y, azorado, atravesaba los
arriates restallantes de flores y penetraba en la Casa Grande, entre las
reverencias de los porqueros y los gañanes y, al día siguiente, se celebró la fiesta
por todo lo alto, y, después de la ceremonia religiosa en la pequeña capilla, el
personal se reunió en la corralada, a comer chocolate con migas y
¡que viva el señorito Carlos Alberto!
y
¡que viva la Señora!
exultaban, pero la Nieves no pudo asistir porque andaba sirviendo a los invitados
en la Casa Grande, y lo hacía con gran propiedad, que retiraba los platos sucios
con la mano izquierda y los renovaba con la derecha, y a la hora de ofrecer las
fuentes se reclinaba levemente sobre el hombro izquierdo del comensal, el
antebrazo derecho a la espalda, esbozando una sonrisa, todo con tal garbo y
discreción que la Señora se fijó en ella y le preguntó a don Pedro, el Périto, de
dónde había sacado aquella alhaja, y don Pedro, el Périto, sorprendido,
la de Paco, el Bajo, es, el guarda, el secretario de Iván, el que anduvo hasta
hace unos meses en la Ray a de lo de Abendújar la menor, que se ha empollinado
de repente,
y la Señora,
¿la de Régula?
y don Pedro, el Périto,
exactamente, la de Régula, Purita la desasnó en cuatro semanas, la niña es
espabilada,
y la Señora no la quitaba ojo a la Nieves, observaba cada uno de sus
movimientos, y, en una de éstas, le dijo a su hija,
Miriam, ¿te has fijado en esa muchacha? ¡qué planta, qué modales!,
puliéndola un poco haría una buena primera doncella,
y la señorita Miriam, miraba a la Nieves con disimulo,
verdaderamente, la chica no está mal,
dijo,
si es caso, para mi gusto, una pizca de más de aquí,
y se señalaba el pecho, pero la Nieves, sofocada, ajena a todo, se sentía
transfigurada por la presencia del niño, el Carlos Alberto, tan rubio, tan majo, con
su traje blanco de marinero, y su rosario blanco y su misalito blanco, de manera
que, al servirle, le sonreía extasiada, como si sonriera a un arcángel, y a la
noche, tan pronto llegó a casa, aunque se encontraba tronzada por el ajetreo del
día, le dijo a Paco, el Bajo,
padre, y o quiero hacer la Comunión
pero imperativamente, que Paco, el Bajo, se sobresaltó,
¿qué dices?
y ella, obstinada,
que quiero hacer la Comunión, padre
y Paco, el Bajo, se llevó las dos manos a la gorra como si pretendiera sujetarse
la cabeza,
habrá que hablar con don Pedro, niña,
y don Pedro, el Périto, al oír en boca de Paco, el Bajo, la pretensión de la chica,
rompió a reír, enfrentó la palma de una mano con la de la otra y le miró
fijamente a los ojos,
¿con qué base, Paco?, vamos a ver, habla, ¿qué base tiene la niña para hacer
la Comunión?; la Comunión no es un capricho, Paco, es un asunto demasiado
serio como para tomarlo a broma
y Paco, el Bajo, humilló la cerviz,
si usted lo dice,
pero la Nieves se mostraba terca, no se resignaba y en vista de la actitud pasiva
de don Pedro, el Périto, apeló a doña Purita,
señorita, he cumplido catorce años y siento por aquí dentro como unas ansias,
y, de primeras, doña Purita, la observó con estupor, y, luego, abrió una boca muy
roja, muy recortada, levemente dentuna,
¡qué ocurrencias, niña! ¿no será un zagal lo que tú te estás necesitando?,
y estalló en una risotada y repitió,
¡qué ocurrencias!
y, desde entonces, el deseo de la Nieves se tomó en la Casa de Arriba y la Casa
Grande como un despropósito, y se utilizaba como un recurso, y cada vez que
llegaban invitados del señorito Iván y la conversación, por pitos o por flautas,
languidecía o se atirantaba, doña Purita señalaba para la Nieves con su dedo
índice, sonrosado, pulcrísimo y exclamaba,
pues ahí tienen a la niña, ahora le ha dado con que quiere hacer la Comunión,
y, en torno a la gran mesa, una exclamación de asombro y miradas divertidas y
un sostenido murmullo, como un revuelo, y en la esquina, una risa sofocada, y,
tan pronto salía la niña, el señorito Iván,
la culpa de todo la tiene este dichoso Concilio,
y algún invitado cesaba de comer y le miraba fijo, como interrogándole, y,
entonces, el señorito Iván se consideraba en el deber de explicar,
las ideas de esta gente, se obstinan en que se les trate como a personas y eso
no puede ser, vosotros lo estáis viendo, pero la culpa no la tienen ellos, la culpa la
tiene ese dichoso Concilio que les malmete,
y en estos casos, y en otros semejantes, doña Purita entornaba lánguidamente sus
ojos negros de rímel, se volvía hacia el señorito Iván y le rozaba con la punta de
su nariz respingona el lóbulo de la oreja, y el señorito Iván se inclinaba sobre ella
y se asomaba descaradamente al hermoso abismo de su escote y añadía por
decir algo, por justificar de alguna manera su actitud,
¿qué opinas tú, Pura, tú los conoces?,
mas don Pedro, el Périto, casi enfrente, les observaba sin pestañear, se mordía la
delgada mejilla, se descomponía y, una vez que se retiraban los invitados, y doña
Purita y él se encontraban a solas en la Casa de Arriba, perdía el control,
te pones el sujetador de medio cuenco y te abres el escote únicamente
cuando viene él, para provocarle, ¿o es que crees que me chupo el dedo?
balbucía,
y, cada vez que regresaban de la ciudad, del cine o del teatro, la misma copla,
antes de bajar del coche y a se sentían sus voces,
¡zorra, más que zorra!
mas doña Purita, canturreaba sin hacerle caso, se apeaba del coche y se ponía a
hacer mohines y pasos de baile en la escalinata, contoneándose, y decía mirando
sus pies diminutos,
si Dios me ha dado estas gracias, no soy quien para avergonzarme de ellas,
y don Pedro, el Périto, la perseguía, los pómulos rojos, blancos los lóbulos de las
orejas,
no se trata de lo que tienes, sino de lo que enseñas, que eres tú más
espectáculo que el espectáculo,
y venga, y dale, y ella, doña Purita, jamás perdía la compostura, entraba en el
gran vestíbulo, las manos en la cintura, balanceando exageradamente las
caderas, sin cesar de canturrear y él, entonces, cerraba de un portazo, se
arrimaba a la panoplia y agarraba la fusta,
¡te voy a enseñar modales a ti!
voceaba,
y ella, se detenía frente a él, cesaba de cantar y le miraba a los ojos firme,
desafiante,
y o sé que no te atreverás, gallina, pero si algún día me tocases con ese
chisme, y a puedes echarme un galgo,
decía,
y tornaba a contonearse después de volverle la espalda y se encaminaba hacia
sus habitaciones y él, detrás, gritaba y volvía a gritar, agitaba los brazos, pero
más que gritos eran los suy os aullidos entrecortados, y, en el momento más
agudo de la crisis, se le quebraba la voz, arrojaba la fusta sobre un mueble, y
rompía a sollozar y, entre hipo e hipo, gimoteaba,
gozas haciéndome sufrir, Purita, si hago lo que hago es por lo que te quiero,
pero doña Purita tornaba a sus mohines y contoneos,
y a tenemos escenita,
decía,
y, para distraerse, se encaraba con la gran luna del armario y se contemplaba en
diversas posturas, ladeando la cabeza, agitando el cabello y sonriéndose cada vez
con may or generosidad hasta forzar las comisuras de los labios, mientras don
Pedro, el Périto, se desplomaba de bruces sobre la colcha de la cama, ocultaba el
rostro entre las manos y se arrancaba a llorar como una criatura y la Nieves, que
en más o en menos había sido testigo de la escena, recogía sus cosas y regresaba
a casa pasito a paso, y si por un azar, encontraba despierto a Paco, el Bajo, le
decía,
buena la armaron esta noche, padre, la ha puesto pingando,
¿don Pedro?
apuntaba, incrédulo, Paco, el Bajo
don Pedro,
y Paco, el Bajo, se echaba ambas manos a la cabeza, como para sujetarla, como
si se le fuera a volar, guiñaba los ojos y decía templando la voz,
niña, a ti estos pleitos de la Casa de Arriba, ni te van ni te vienen, tú allí, oír,
ver y callar,
pero al día siguiente de una de estas trifulcas, se celebró en el cortijo la batida de
los Santos, la más sonada, y don Pedro, el Périto, que era un tirador discreto, no
acertaba una perdiz ni por cuanto hay y el señorito Iván, en la pantalla contigua,
que acababa de derribar cuatro pájaros de la misma barra, dos por delante y dos
por detrás, comentaba sardónicamente con Paco, el Bajo,
si no lo veo, no lo creo, ¿cuándo acabará de aprender este marica? le están
entrando a huevo y no corta pluma, ¿te das cuenta, Paco?
y Paco, el Bajo,
cómo no me voy a dar cuenta, señorito Iván, lo ve un ciego,
y el señorito Iván,
nunca fue un gran matador, pero y erra demasiado para ser normal, algo le
sucede a este zoquete,
y Paco, el Bajo,
eso no, esto de la caza es una lotería, hoy bien y mañana mal, y a se sabe,
y el señorito Iván tomaba una y otra vez los puntos con prontitud, con
sorprendente rapidez de reflejos, y entre pim-pam y pim-pam, comentaba con
la boca torcida, pegada a la culata de la escopeta,
una lotería hasta cierto punto, Paco, no nos engañemos, que los pájaros que le
están entrando a ese marica los baja uno con la gorra,
y, a la tarde, en el almuerzo de la Casa Grande, doña Purita volvió a presentarse
con el sujetador de medio cuenco y el generoso escote y venga de hacerle
arrumacos al señorito Iván, sonrisa va, guiñito viene, mientras don Pedro, el
Perito, se consumía en la esquina de la mesa sin saber qué partido tomar, y se
mordía las flacas mejillas por dentro y, tan temblón andaba, que ni acertaba a
manejar los cubiertos y cuando ella, doña Purita, reclinó la cabeza sobre el
hombro del señorito Iván y le hizo una carantoña y ambos empezaron a
amartelarse, don Pedro, el Périto, el hombre, se medio incorporó, levantó el
brazo, apuntó con el dedo y voceó tratando de concentrar la atención de todos,
¡pues ahí tienen a la niña que ahora le ha dado con que quiere hacer la
Comunión!
y a la Nieves, que retiraba el servicio en ese momento, le dio una vuelta así el
estómago y le subió el sofoco y vaciló, pero sonrió con una mueca complaciente,
a pesar de que don Pedro, el Perito, continuaba señalándole implacable con su
dedo acusador y voceando como un loco, fuera de sí, mientras los demás reían,
¡que no se te suba el pavo, niña, no vay as a hacer cacharros!,
hasta que la señorita Miriam, compadecida, terció
y ¿qué mal hay en ello?
y don Pedro, el Perito, más aplacado, bajó la cabeza y dijo en un murmullo,
moviendo apenas un lado del bigote,
por favor, Miriam, esta pobre no sabe nada de nada y en cuanto a su padre no
tiene más alcances que un guarro, ¿qué clase de Comunión puede hacer?
y la señorita Miriam estiró el cuello, levantó la cabeza y dijo como sorprendida,
y entre tanta gente, ¿es posible que no hay a una persona capaz de prepararla?
y miraba fijamente a doña Purita, del otro lado de la mesa, pero fue don Pedro,
el Périto, el que se quedó cortado y, a la noche, y a en la Casa de Arriba, le dijo,
como de pasada, a la Nieves,
no te habrás enojado conmigo por lo de esta tarde, ¿verdad, niña? no fue más
que una broma,
pero no pensaba en lo que decía, porque hablaba a la Nieves, pero se iba derecho
a doña Purita y, al llegar a su altura, se le achicaron los ojos, se le atirantaron las
mejillas, la puso las manos temblorosas en los frágiles hombros desnudos y dijo,
¿puede saberse qué te propones?
pero doña Purita se desasió con un movimiento desdeñoso, dio media vuelta y
empezó con sus mohines y sus canturreos y don Pedro, el Périto, fuera de sí,
agarró una vez más la fusta de la panoplia y se fue tras ella,
¡esto sí que no te lo perdono, cacho zorra!,
voceó,
y su furor era tanto que se le atragantaban las palabras, pero a los pocos minutos
de entrar en la alcoba, la Nieves, como de costumbre, le sintió derrumbarse en la
cama y sollozar sofocadamente contra la almohada.
Libro tercero
La milana
Y en éstas, se presentá en el cortijo el Azarías, y la Régula le dio los días y le
tendió el saco de paja junto a la cocina como era habitual, pero el Azarías ni la
miraba, se implaba y rutaba y hacía como si masticara algo sin nada en la boca
y su hermana,
¿te pasa algo, Azarías, no estarás enfermo?
y el Azarías, la vacua mirada en el fuego, gruñía y juntaba las encías
desdentadas, y la Régula,
ae, no te se habrá muerto la otra milana que tú dices, ¿verdad, Azarías?
y tras mucho porfiar, el Azarías,
el señorito me ha despedido,
y la Régula,
¿el señorito?
y el Azarías,
dice que y a estoy viejo,
y la Régula,
ae eso no puede decírtelo tu señorito, si te pusiste viejo, a su lado ha sido,
y el Azarías,
y o tengo un año más que el señorito,
y rutaba y mascaba la nada, sentado en el taburete, acodado en los muslos, la
cabeza entre las manos, la mirada huera, fija en el hogar, pero, inopinadamente,
se oy ó el alarido de la Niña Chica y los ojos del Azarías se iluminaron, y sus
labios se distendieron en una sonrisa babeante, y le dijo a su hermana,
arrímame a la Niña Chica anda,
y la Régula,
ae, estará sucia
y el Azarías,
alcánzame a la Niña Chica,
y, ante su insistencia, la Régula se incorporó y regresó con la Charito cuy o
cuerpo no abultaba lo que una liebre y cuy as piernecitas se doblaban como las de
una muñeca de trapo, como si estuvieran deshuesadas, pero el Azarías la tomó
con dedos trémulos, la acomodó en el regazo, sujetó delicadamente su cabecita
desarticulada contra su brazo fornido, bajo el sobaco, y comenzó a rascarle
suavemente en el entrecejo mientras musitaba,
milana bonita, milana bonita…
y así que regresó Paco, el Bajo, del recorrido de la tarde, la Régula salió a su
encuentro,
ae, tenemos visita, Paco, ¿a que no sabes quién te vino?
y Paco, el Bajo, olfateó un momento y dijo,
tu hermano vino,
y ella
justo, pero esta vez no por una noche, ni por dos, sino para quedarse, él dice
que el señorito le ha despedido, vete a saber, habrá que informarse,
y a la mañana siguiente, conforme amaneció Dios, Paco, el Bajo, ensilló la
y egua y, a galope tendido, franqueó la vaguada, el monte de chaparros y el jaral
y se presentó, escoltado por los aullidos de los mastines, en el cortijo del señorito
del Azarías, pero el señorito descansaba y Paco, el Bajo, se apeó y se puso un
rato de cháchara con la Lupe, la de Dacio, el Porquero,
un piojoso, eso es lo que es, todo el tabuco lleno de mierda y, por si fuera
poco, se orina las manos, será desahogado,
y Paco, el Bajo, asentía, pero,
eso no es nuevo, Lupe
y la Lupe,
nuevo no es, pero, a la larga, cansa,
con su interminable letanía de lamentaciones, y así hasta que apareció el señorito
y Paco, el Bajo, entonces, se puso en pie, como era de ley,
buenas,
buenas nos las dé Dios, señorito
y se descubrió y empezó a darle vueltas y vueltas a la gorra entre las manos,
como si le estorbase, y, al cabo,
señorito, el Azarías dice que usted le despidió, y a ve qué cosas, después de los
años,
que el señorito,
vamos a ver si nos entendemos, ¿quién eres tú?, ¿quién te dio a ti vela en este
entierro?
y Paco, el Bajo, acobardado,
excuse, el hermano político del Azarías, el del Pilón, donde la Señora
Marquesa, un mandado de Crespo, el Guarda May or, para que me entienda,
y el señorito del Azarías
¡ah, y a!
y movía lentamente la cabeza, afirmando, los ojos cerrados, como pensativo, y
al fin, admitió,
pues el Azarías no miente, que es cierto que le despedí, tú me dirás, un tipo
que se orina las manos, y o no puedo comerme una pitorra que él hay a
desplumado, ¿te das cuenta?, ¡con las manos meadas!, eso es una cochinada y
dime tú, si no me pela las pitorras ¿qué servicio me hace en el cortijo un
carcamal como él que no tiene nada de aquí?,
y se señalaba la frente, se hincaba con fuerza un dedo en la frente, y Paco, el
Bajo, los ojos en las puntas de sus botas, continuaba girando la gorra entre las
manos, así, sobre la parte, y al fin, juntó valor y
razón, bien mirado, no le falta, señorito, pero hágase cuenta, mi cuñado echó
los dientes aquí, que para San Eutiquio sesenta y un años, que se dice pronto, de
chiquilín, como quien dice…
pero el señorito agitó una mano y le interrumpió,
todo lo que quieras, tú, menos levantarme la voz, sólo faltaría, que si a tu
cuñado le aguanté sesenta y un años lo que merezco es un premio, ¿oy es?, que
buenos están los tiempos para acoger de caridad a un anormal que se hace todo
por los rincones, y por si fuera poco, se orina las manos antes de pelarme las
pitorras, una repugnancia, eso es lo que es,
y Paco, el Bajo, sin dejar de dar vueltas a la gorra, asentía, cada vez más
tenuemente,
si me hago cargo, señorito, pero y a ve, allí, en casa, dos piezas, con cuatro
muchachos, ni rebullirnos…
y el señorito,
todo lo que quieras, tú, pero lo mío no es un asilo y para situaciones así está la
familia, ¿o no?
y Paco, el Bajo
si usted lo dice,
y, paso a paso, reculaba hacia la y egua, pero cuando puso pie en el estribo y
montó, al señorito del Azarías se le amontonaron en la boca nuevas razones,
que además de lo que te llevo dicho, tú, el Azarías blasfema y quita los
tapones a las ruedas de los coches de mis amigos, date cuenta, así sea el
mismísimo ministro, comprenderás que y o no puedo invitar a nadie para que ese
anormal…
e iba alzando gradualmente la voz a medida que Paco, el Bajo, se alejaba al
trotecillo de la y egua,
… le deje los neumáticos en el suelo… ¡comprenderás…!
pero, bien mirado, el Azarías era un engorro, como otra criatura, a la par que la
Niña Chica, y a lo decía la Régula, inocentes, dos inocentes, eso es lo que son,
pero siquiera la Charito paraba quieta, que el Azarías ni a sol ni a sombra y, a la
noche, ni pegar ojo, con sus paseos y carraspeos, y si se ponía a rutar era lo
mismo que un perro, y así hasta la amanecida que asomaba a la corralada,
mascando salivilla, el pantalón por las corvas, y los porqueros y los guardas y los
gañanes, siempre la misma copla,
Azarías, ¿vas de pesca?
y él sonreía a la nada, según rascaba los aseladeros, y ronroneaba juntando las
encías, y, al concluir, tomaba una herrada en cada mano y decía,
me voy por abono para las flores,
y, franqueaba el portón, y se perdía en la loma, entre las jaras y las encinas,
buscando a Antonio Abad, el Pastor, que por la hora no podía andar lejos, y, así
que se le topaba, se ponía a caminar parsimoniosamente tras el rebaño,
agachándose y recogiendo cagarrutas recientes hasta que colmaba las herradas
y, una vez llenas, retornaba al cortijo musitando palabras inaudibles, la blanca
salivilla empastada en las comisuras y tan pronto entraba en la corralada, y a
estaba la Pepa, o el Abundio, o la Remedios, la del Crespo, o quien fuera,
y a vino el Azarías con el abono de los geranios,
y el Azarías, sonreía, e iba bordeando los arriares y los macizos distribuy endo
equitativamente los escíbalos entre ellos, y la Pepa, o el Abundio, o la Remedios,
o el mismo Crespo,
mete más mierda en el cortijo que la que saca,
y la Régula, en paciente ademán,
ae, no molesta a nadie y por lo menos está entretenido,
pero el Facundo, o la Remedios, o la Pepa, o el mismo Crespo, torcían el gesto,
tú te verás cuando venga la Señora,
pero el Azarías era diligente y aplicado y, mañana tras mañana, volvía de los
encinares con dos cubos cargados de cagarrutas, de tal forma que, al cabo de
unas semanas, las flores de los arriares emergían de unos cónicos montículos de
escíbalos, negros como pequeños volcanes, y la Régula hubo de imponerse,
ae, más abono, no, Azarías, ahora paséame un rato a la Niña Chica,
le dijo,
y, a la noche, rogó a Paco, el Bajo, que buscase algún quehacer para el Azarías,
pues los jardines tenían abono de más y si se le dejaba inactivo, en seguida le
entraba la perezosa y daba en acostarse entre los madroños y nadie podía hacer
vida de él, mas, por aquellos días, el Rogelio, el muchacho, y a se manejaba solo,
y andaba de aquí para allá con el tractor, un tractor rojo, recién importado, y
sabía armarle y desarmarle y cada vez que veía a la Régula preocupada por el
Azarías, la decía,
y o me llevo al tío, madre,
porque el Rogelio era efusivo y locuaz, todo lo contrario que el Quirce, cada día
más taciturno y zahareño, que la Régula,
¿qué puede ocurrirle al Quirce de un tiempo a esta parte?
se preguntaba,
pero el Quirce no daba explicaciones y, cada vez que disponía de dos horas libres,
desaparecía del cortijo y regresaba a la noche, un poco embriagado y grave, que
nunca sonreía, nunca, salvo cuando su hermano Rogelio encarecía del Azarías,
tío ¿por qué no cuenta usted las mazorcas?
y el Azarías, dócilmente, ganado por la fiebre de ser útil, se arrimaba al enorme
montón de panochas, orilla del silo y
una, dos, tres, cuatro, cinco…
contaba pacientemente, y, siempre, al llegar a once, decía,
cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco,
y, entonces, si, entonces el Quirce sonreía, con una sonrisa un poco tirante, un
poco forzada, pero para una vez que sonreía, su madre, la Régula, se
encampanaba y le regañaba, las piernas abiertas, los brazos en jarras,
fustigándole con los ojos,
ae, bonito está eso, reírse de un viejo inocente es ofender a Dios,
y, enojada, se iba en busca de la Niña Chica, la tomaba en sus brazos y se la
entregaba al Azarías,
toma, duérmetela, ella es la única que te comprende,
y el Azarías recogía amorosamente a la Niña Chica y, sentado en el poy o de la
puerta, la arrullaba y la decía a cada paso, con voz brumosa, ablandada por la
falta de dientes,
milana bonita, milana bonita,
hasta que los dos, casi simultáneamente, se quedaban dormidos a la solisombra
del emparrado, sonriendo como dos ángeles, pero una mañana, la Régula, según
peinaba a la Niña Chica, encontró un piojo entre las púas del peine y se
encorajinó y se llegó donde el Azarías,
Azarías, ¿qué tiempo hace que no te lavas?
y el Azarías,
eso los señoritos
y ella, la Régula,
ae, los señoritos, el agua no cuesta dinero, cacho marrano,
y el Azarías, sin decir palabra, mostró sus manos de un lado y de otro, con la
mugre acumulada en las arrugas, y, finalmente dijo humildemente, a modo de
explicación,
me las orino cada mañana para que no me se agrieten,
y la Régula, fuera de sí,
ae, semejante puerco, ¿no ves que estás criando miseria y se la pegas a la
criatura?
pero el Azarías la miraba desconcertado, con sus amarillas pupilas implorantes,
la cabeza gacha, gruñendo cadenciosamente, como un cachorro, mascando
salivilla con las encías, y su inocencia y sumisión desarmaron a su hermana,
haragán, más que haragán, tendré que ocuparme de ti como si fueras otra
criatura,
y, a la tarde siguiente, se encaramó al remolque, junto al Rogelio y se fue a
Cordovilla, donde el Hachemita, y compró tres camisetas y, de vuelta a casa, se
encaró con el Azarías,
te pones una cada semana, ¿me has entendido?
y el Azarías asentía y hacía muecas, pero transcurrido un mes, la Régula volvió a
buscarle, orilla del sauce,
ae, ¿puede saberse dónde pusiste las camisetas que te merqué?, va para
cuatro semanas y aún no te lavé ninguna,
y el Azarías humilló los amarillentos ojos sanguinolentos y rutó
imperceptiblemente, hasta que su hermana perdió la paciencia y le zamarreó y
según le sacudía por las solapas levantadas, descubrió las camisetas, una encima
de la otra, sobrepuestas, las tres, y
marrano, más que marrano, que eres aún peor que los guarros, quítate eso,
¿oy es?, quítate eso,
y el Azarías, sumisamente, se sacó la parcheada chaqueta de pana parda y,
luego, las camisetas, una tras otra, las tres, y dejó al descubierto un torso
hercúleo, arropado por un vello canoso,
y la Régula,
ae, cuando te quites una te pones la otra, la limpia, quita y pon, ésa es toda la
ciencia,
y el Rogelio a reír, que se cubría la boca con su mano grande y morena para
sofocar la risa y no irritar a su madre y Paco, el Bajo, sentado en el poy o,
contemplaba la escena apesadumbrado y, al fin, bajaba la cabeza,
es aún peor que la Niña Chica,
musitaba,
y así fue corriendo el tiempo y, con la llegada de la primavera, el Azarías dio en
sufrir alucinaciones, y a toda hora se le representaba su hermano, el Ireneo, de
noche en blanco y negro, como enmarcado en un escapulario, y de día, si se
tendía entre la torvisca, policromado, grande y todopoderoso, sobre el fondo azul
del cielo, como vio un día a Dios-Padre en un grabado y, en esos casos, el
Azarías, se levantaba y se iba donde la Régula,
hoy volvió el Ireneo, Régula,
decia,
y ella
ae, otra vez, deja al pobre Ireneo en paz
y el Azarías
en el cielo está
y ella,
a ver ¿qué mal hizo a nadie?
pero las cosas del Azarías en seguida trascendían al cortijo y los porqueros, y los
pastores y los gañanes se hacían los encontradizos y le preguntaban,
¿qué fue del Ireneo, Azarías?
y el Azarías alzaba los hombros,
se murió, Franco lo mandó al cielo,
y ellos, como si fuera la primera vez que se lo preguntaban
y ¿cuándo fue eso, Azarías, cuándo fue eso?
y el Azarías movía repetidamente los labios antes de responder,
hace mucho tiempo, cuando los moros,
y ellos se daban de codo y reprimían la risa y reiteraban,
¿y estás seguro de que Franco le mandó al cielo, no le mandaría al infierno?
y el Azarías negaba resueltamente con la cabeza, sonreía, babeaba y señalaba a
lo alto, a lo azul,
y o lo veo ahí arriba cada vez que me acuesto entre la torvisca,
aclaraba,
pero lo más grave para Paco, el Bajo, eran los desahogos del Azarías, puesto que
a cualquier hora del día o de la noche, su cuñado abandonaba la casa, buscaba un
rincón, bien orilla de la tapia, o en los arriates, o en el cenador o junto al sauce, se
bajaba los calzones, se acuclillaba y lo hacía, así que Paco, el Bajo, cada
mañana, antes del recorrido, salía al patio como un enterrador, la azada al
hombro y trataba de borrar sus huellas y luego, volvía a la Régula y se
lamentaba,
este hombre debe tener las canillas flojas, de otro modo no se explica,
y cada lunes y cada martes, aparecía en el cortijo un nuevo evacuatorio y Paco,
el Bajo, venga, dale, con la azada, a cubrirlo, pero pese a sus esfuerzos, cada vez
que salía de casa y ahuecaba los agujeros de la nariz —por donde al decir del
señorito Iván, los días que estaba de buen talante, se le veían los sesos— le venía
la peste y se desesperaba,
¡huele otra vez, Régula, tu hermano no tiene arreglo!,
y la Régula, desolada,
ae, y ¿qué quieres que y o le haga? no es mala cruz la que nos ha caído
encima,
mas, por aquellos días, el Azarías empezó a echar en falta las carreras del cárabo
y cada vez que sorprendía a su cuñado quieto, parado, se llegaba a él, zalamero,
arrímame a la sierra a correr el cárabo, Paco,
le decía,
y Paco, el Bajo, mudo, como si no fuese con él,
y el Azarías, arrímame a la sierra a correr el cárabo, Paco,
y Paco, el Bajo, mudo, como si no fuese con él, hasta que una tarde, sin saber
cómo ni por qué, le vino la idea, que se abrió paso en su pequeño cerebro como
una luz, y entonces, se volvió aquiescente a su cuñado,
y si te arrimo a la sierra a correr el cárabo, ¿lo harás en el monte?, ¿no
volverás a ensuciarte en la corralada?
y el Azarías,
si tú lo dices,
y, a partir de aquella fecha, Paco, el Bajo, cada anochecida, aupaba al Azarías a
la grupa de la y egua y le llevaba con él de descubierta y, y a noche cerrada, se
apeaban en la falda de la sierra, y, mientras Paco, el Bajo, se acomodaba en el
canchal, a aguardar, orilla del alcornoque mocho, el Azarías se perdía en lo
espeso, entre las jaras y la montera, encorvado, acechante como una alimaña,
abriéndose paso entre la greñura y, al cabo de una larga pausa, Paco, el Bajo, oía
su cita,
¡eh, eh!,
y acto seguido, el silencio, y al cabo, la voz levemente nasal del Azarías de
nuevo,
¡eh, eh!
y tras citarle tres o cuatro veces en vano, el cárabo respondía,
¡buhú, buhú!
y, entonces, el Azarías arrancaba a correr arruando, como un macareno, y el
cárabo aullaba detrás y de cuando en cuando, soltaba su lúgubre carcajada y
Paco, el Bajo, desde el Canchal del Alcornoque, sentía los chasquidos de la
maleza al quebrarse y, poco después, el aullido del cárabo, y, después, su
carcajada estremecedora y más después, nada y, transcurrido un cuarto de hora,
aparecía el Azarías, el rostro y las manos cubiertas de mataduras, con su sonrisa
babeante, feliz,
buena carrera le di, Paco,
y Paco, el Bajo, a lo suy o,
¿diste de vientre?
y el Azarías,
todavía no, Paco, no tuve tiempo
y Paco, el Bajo,
pues, venga, aviva,
y el Azarías, sin dejar de sonreír, lamiéndose los rasguños de las manos, se
alejaba unos metros, se doblaba junto a un tamujo y descargaba, y así día tras
día, hasta que una tarde, al concluir may o, se presentó el Rogelio con una grajeta
en carnutas entre las manos,
¡tío, mire lo que le traigo!
y todos salieron de la casa y al Azarías, al ver el pájaro indefenso, se le
enternecieron los ojos, le tomó delicadamente en sus manos
y musitó,
milana bonita, milana bonita,
y, sin cesar de adularla, entró en la casa, la depositó en una cesta y salió en busca
de materiales para construirle un nido y, a la noche, le pidió al Quirce un saco de
pienso y, en una lata herrumbrosa, lo mezcló con agua y arrimó una pella al pico
del animal y dijo, afelpando la voz,
quiá, quiá, quiá
y la grajilla rilaba en las pajas,
¡quiá, quiá, quiá!,
y él, el Azarías, cada vez que la grajilla abría el pico, embutía en su boca
inmensa, con su sucio dedo corazón, un grumo de pienso compuesto y el pájaro
lo tragaba, y, después, otra pella y otra pella, hasta que el ave se saciaba,
quedaba quieta, ahíta, pero a la media hora, una vez pasado el empacho
circunstancial, volvía a reclamar y el Azarías repetía la operación mientras
murmuraba tiernamente,
milana bonita,
murmullos apenas inteligibles, mas la Régula le miraba hacer y le decía
confidencialmente al Rogelio,
ae, más vale así, buena idea tuviste,
y el Azarías no se olvidaba del pájaro ni de día ni de noche y en cuanto le
apuntaron los primeros cañones, corrió feliz por la corralada, de puerta en puerta,
una sonrisa bobalicona bailándole entre los labios, las amarillas pupilas dilatadas,
la milana y a está emplumando,
repetía,
y todos le daban los parabienes o le preguntaban por el Ireneo, menos su sobrino,
el Quirce, quien le enfocó su mirada aviesa y le dijo,
y ¿para qué quiere en casa semejante peste, tío?
y el Azarías volvió a él sus ojos atónitos, asombrados,
no es peste, es la milana,
mas el Quirce movió obstinadamente la cabeza y, después, escupió,
¡qué joder!, es un pájaro negro y nada bueno puede traer a casa un pájaro
negro,
y el Azarías le miró un momento desorientado y, finalmente, posó sus tiernos
ojos sobre el cajón y se olvidó del Quirce,
mañana le buscaré una lombriz,
dijo,
y, a la mañana siguiente, empezó a cavar afanosamente en el macizo central
hasta que encontró una lombriz, la cogió con dos dedos y se la dio a la grajera y
la grajera la engulló con tal deleite que el Azarías babeaba de satisfacción,
¿la viste, Charito? y a es una moza, mañana la buscaré otra lombriz,
le dijo a la Niña Chica,
y, paso a paso, la grajilla iba encorpando y emplumando dentro del nido, con lo
que, ahora, cada vez que Paco, el Bajo, sacaba al Azarías a correr el cárabo, éste
se recomía de impaciencia,
apura, Paco, la milana me está aguardando,
y Paco, el Bajo,
¿diste de vientre?
y el Azarías,
la milana me está aguardando, Paco,
y Paco, el Bajo, inconmovible,
si no das de vientre, te tengo aquí hasta que amanezca y la milana se muera
de hambre,
y el Azarías se aflojaba los calzones,
no debes hacer eso,
rutaba, al tiempo que se acuclillaba orilla un chaparro y dey ectaba, pero antes de
concluir, y a estaba en pie,
venga, Paco, vivo,
se subía apresuradamente los pantalones,
la milana me está aguardando,
y distendía los labios en una húmeda, extraviada, sonrisa y mascaba salivilla con
placentera delectación y este episodio se repetía cada día hasta que una mañana,
tres semanas más tarde, según paseaba a la grajeta por la corralada sobre su
antebrazo, ésta inició un tímido aleteo y comenzó a volar, en un vuelo corto,
blando y primerizo, hasta alcanzar la copa del sauce, donde se posó, y, al verla
allí, por primera vez lejos de su alcance, el Azarías gimoteaba,
la milana me se ha escapado, Régula
y asomó la Régula
ae, déjala que vuele, Dios la dio alas para volar, ¿no lo comprendes?
pero el Azarías,
y o no quiero que me se escape la milana, Régula,
y miraba ansiosa, angustiadamente, para la copa del sauce y la grajilla volvía sus
ojos aguanosos a los lados, descubriendo nuevas perspectivas, y, después, giraba
la cabeza y se picoteaba el lomo, despiojándose y el Azarías, poniendo en sus
palabras toda la unción, todo el amor de que era capaz, decía,
milana bonita, milana bonita,
encarecidamente,
pero el pájaro como si nada, y tan pronto la Régula arrimó al árbol la escalera de
mano con intención de prenderlo y subió los dos primeros peldaños, la grajilla
ahuecó las alas, las agitó un rato en el vacío, y, finalmente, se desasió de la rama,
y, en vuelo torpe e indeciso, coronó el tejado de la capilla y se encaramó en la
veleta de la torre, allá en lo alto, y el Azarías la miraba con los lagrimones
colgados de los ojos, como reconviniéndola por su actitud,
no estaba a gusto conmigo,
decía,
y, en éstas, se presentó el Críspulo y, luego, el Rogelio, y la Pepa, y el Facundo, y
el Crespo, y toda la tropa, los ojos en alto, en la veleta de la torre y la grajilla,
indecisa, se balanceaba, y el Rogelio reía,
cría cuervos, tío,
y el Facundo,
a ver, de que cogen gusto a la libertad,
y porfiaba la Régula,
ae, Dios dio alas a los pájaros para volar,
y al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas y él trataba de
espantarlas a manotazos y tornaba a su cantinela,
milana bonita, milana bonita,
y, según hablaba, se iba apartando del grupo, apretujado a la sombra caliente del
sauce, los ojos en la veleta, hasta que quedó, mínimo y solo, en el centro de la
amplia corralada, bajo el sol despiadado de julio, su propia sombra como una
pelota negra, a los pies, haciendo muecas y aspavientos, hasta que, de pronto,
alzó la cabeza, afelpó la voz y voceó,
¡quiá!
y, arriba, en la veleta, la grajilla acentuó sus balanceos, oteó la corralada, se
rebulló inquiera, y volvió a quedar inmóvil y el Azarías, que la observaba, repitió
entonces,
¡quiá!
y la grajilla estiró el cuello, mirándole, volvió a recogerlo, torné a estirarlo y, en
ese momento, el Azarías, repitió fervorosamente,
¡quiá!
y, de pronto, sucedió lo imprevisto, y como, si entre el Azarías y la grajilla se
hubiera establecido un fluido, el pájaro se encaramó en la flecha de la veleta y
comenzó a graznar alborozadamente,
¡quiá, quiá, quiá!
y en la sombra del sauce se hizo un silencio expectante y de improviso, el pájaro
se lanzó hacia adelante, picó, y ante la mirada atónita del grupo, describió tres
amplios círculos sobre la corralada, ciñéndose a las tapias y, finalmente, se posó
sobre el hombro derecho del Azarías y empezó a picotearle insistentemente el
cogote blanco como si le despiojara y Azarías sonreía, sin moverse, volviendo
ligeramente la cabeza hacia ella y musitando como una plegaria,
milana bonita, milana bonita.
Libro cuarto
El secretario
Mediado junio, el Quirce comenzó a sacar el rebaño de merinas cada tarde, y, al
ponerse el sol, se le oía tocar la armónica delicadamente de la parte de la sierra,
mientras su hermano Rogelio, no paraba, el hombre, con el jeep arriba, con el
tractor abajo, siempre de acá para allá,
este carburador ratea,
no vuelve el pedal del embrague,
esas cosas, y el señorito Iván, como sin darlo importancia, cada vez que visitaba
el cortijo, observaba a los dos, al Quirce y al Rogelio, llamaba al Crespo a un
aparte y le decía confidencialmente,
Crespo, no me dejes de la mano a esos muchachos, Paco, el Bajo, y a va para
viejo y y o no puedo quedarme sin secretario,
pero ni el Quirce ni el Rogelio sacaban el prodigioso olfato de su padre, que su
padre, el Paco, era un caso de estudio, ¡Dios mío!, desde chiquilín, que no es un
decir, le soltaban una perdiz aliquebrada en el monte y él se ponía a cuatro patas
y seguía el rastro con su chata nariz pegada al suelo sin una vacilación, como un
braco, y andando el tiempo, llegó a distinguir las pistas viejas de las recientes, el
rastro del macho del de la hembra, que el señorito Iván se hacía de cruces,
entrecerraba sus ojos verdes y le preguntaba,
pero ¿a qué diablos huele la caza, Paco, maricón?
y Paco, el Bajo,
¿de veras no la huele usted, señorito?
y el señorito Iván,
si la oliera no te lo preguntaría,
y Paco, el Bajo,
¡qué cosas se tiene el señorito Iván!
y en la época en que el señorito Iván era el Ivancito, que, de niño, Paco le decía
el Ivancito al señorito Iván, la misma copla,
¿a qué huele la caza, Paco?
y Paco, el Bajo, solícito,
¿es cierto que tú no la hueles, majo?
y el Ivancito,
pues no, te lo juro por mis muertos, a mí la caza no me huele a nada,
y Paco,
y a te acostumbrarás, majo, y a verás cuando tengas más años,
porque el Paco, el Bajo, no apreció sus cualidades hasta que comprobó que los
demás no eran capaces de hacer lo que él hacía y de ahí sus conversaciones con
el Ivancito, que el niño empezó bien tierno con la caza, una chaladura, gangas en
julio, en la charca o los revolcaderos, codorniz en agosto, en los rastrojos, tórtolas
en setiembre, de retirada, en los pasos de los encinares, perdices en octubre en
las labores y el monte bajo, azulones en febrero, en el Lucio del Teatino y, entre
medias, la caza may or, el rebeco y el venado, siempre con el rifle o la escopeta
en la mano, siempre, pim-pam, pim-pam, pim-pam que
es chifladura la de este chico,
decía la Señora,
y de día y de noche, en invierno o en verano, al rececho, al salto o en batida,
pim-pam, pim-pam, pim-pam, el Ivancito con el rifle o la escopeta, en el monte
o los labajos y el año 43, en el ojeo inaugural del Día de la Raza, ante el pasmo
general con trece años mal cumplidos, el Ivancito entre los tres primeros, a ocho
pájaros de Teba, lo nunca visto, que había momentos en que tenía cuatro pájaros
muertos en el aire, algo increíble, que era cosa de verse, un chiquilín de chupeta
codeándose con las mejores escopetas de Madrid y y a desde ese día, el Ivancito
se acostumbró a la compañía de Paco, el Bajo, y a sacar partido de su olfato y su
afición y resolvió pulirle, pues Paco, el Bajo, flaqueaba en la carga y el Ivancito
le entregó un día dos cartuchos y una escopeta vieja y le dijo,
cada noche, antes de acostarte, mete y saca los cartuchos de los cañones
hasta cien veces, Paco, hasta que te canses,
y agregó tras una pausa,
si logras ser el más rápido de todos, entre esto, los vientos que Dios te ha dado
y tu retentiva, no habrá en el mundo quien te eche la pata como secretario, te lo
digo y o,
y Paco, el Bajo, que era servicial por naturaleza, cada noche, antes de acostarse
ris-ras, abrir y cerrar la escopeta, ris-ras, meter y sacar los cartuchos en los
caños, que la Régula
ae, ¿estás tonto, Paco?
y Paco, el Bajo,
el Ivancito dice que te puedo ser el mejor,
y, al cabo de un mes,
Ivancito, majo, en un amén te meto y te saco los cartuchos de la escopeta,
y el Ivancito,
eso hay que verlo, Paco, no seas farol,
y Paco exhibió su destreza ante el muchacho y,
esto marcha, Paco, no lo dejes, sigue así,
dijo el Ivancito tras la demostración y de este modo, Ivancito por aquí, Ivancito
por allá, ni advertía Paco que pasaba el tiempo, hasta que una mañana, en el
puesto, ocurrió lo que tenía que ocurrir, o sea Paco, el Bajo, le dijo con la mejor
voluntad,
Ivancito, ojo, la barra por la derecha,
y el Ivancito se armó en silencio, tomó los puntos y, en un decir Jesús, descolgó
dos perdices por delante y dos por detrás, y no había llegado la primera al suelo,
cuando volvió los ojos hacia Paco y le dijo con gesto arrogante,
de hoy en adelante, Paco, de usted y señorito Iván, y a no soy un muchacho,
que para entonces y a había cumplido el Ivancito dieciséis años y fue Paco, el
Bajo, y le pidió excusas y en lo sucesivo señorito Iván por aquí, señorito Iván por
allá, porque bien mirado, y a iba para mozo y era de razón, mas, con el tiempo, el
prurito cinegético le fue creciendo en el pecho al señorito Iván y era cosa sabida
que en cada batida, no sólo era el que más mataba, sino también, quien derribaba
la perdiz más alta, la más larga y la más recia, que en este terreno no admitía
competencia, e infaliblemente le ponía a Paco por testigo,
larga dice el Ministro, Paco, oy e ¿a qué distancia tiré y o, por aproximación,
al pájaro aquel de la primera batida, el del canchal, el que se repulló a las nubes,
aquel que fue a dar el pelotazo en la Charca de los Galápagos, te recuerdas?
y Paco, el Bajo, abría unos ojos desmesurados, levantaba jactanciosamente la
barbilla y sentenciaba,
no le voy a recordar, el pájaro perdiz aquel no volaba a menos de noventa
metros,
o, si se trataba de perdices recias, la misma copla,
no me dejes de farol, Paco, habla, ¿cómo venía la perdiz aquella, la de la
vaguada, la que me sorprendió bebiendo un trago de la bota…?
y Paco ladeaba ligeramente la cabeza, el índice en la mejilla, reflexionando,
sí, hombre,
insistía el señorito Iván,
la que traía el viento de culo, la del madroño, hombre, que tú dijiste, que tú
dijiste…
y Paco, de pronto, entornaba los ojos, ponía los labios como para silbar aunque
no silbaba, y
también más recia que un aeroplano,
concluía,
y, aunque en rigor, el señorito Iván desconocía la distancia a que el otro había
tirado a su perdiz, y como venía de recia la que tiró el de más allá,
ineluctablemente las suy as eran más largas y recias y, para demostrarlo, apelaba
al testimonio de Paco, el Bajo, y esto, a Paco, el Bajo, le envanecía, se jactaba
del peso de su juicio, y se vanagloriaba, asimismo, de que lo que más envidiaran
al señorito Iván los amigos del señorito Iván, fueran sus facultades y su
disposición para la cobra,
ni el perro más fino te haría el servicio de este hombre, Iván, fijate lo que te
digo que no sabes lo que tienes
le decían,
y, con frecuencia, los amigos del señorito Iván requerían a Paco, el Bajo, para
cobrar algún pájaro perdiz alicorto y, en tales casos, se desentendían de las
tertulias posbatida y de las disputas con los secretarios vecinos y se iban tras él,
para verle desenvolverse, y, una vez que Paco se veía rodeado de la flor y nata
de las escopetas, decía, ufanándose de su papel,
¿dónde pegó el pelotazo, vamos a ver?
y ellos, el Subsecretario, o el Embajador, o el Ministro,
aquí tienes las plumas, Paco
y Paco, el Bajo
¿qué dirección llevaba, vamos a ver?
y el que fuera,
la del jaral, Paco, tal que así, sirgada contra el jaral,
y Paco,
¿venía sola, apareada o en barra, vamos a ver?
y el que fuera,
dos entraban, Paco, ahora que lo dices, la pareja,
y el señorito Iván miraba a sus invitados con soma y señalaba con la barbilla a
Paco, el Bajo, como diciendo, ¿qué os decía y o?, y, acto seguido, Paco, el Bajo,
se acuclillaba, olfateaba con insistencia el terreno, dos metros alrededor del
pelotazo y murmuraba,
por aquí se arrancó,
y, seguía el rastro durante varios metros y, al cabo, se incorporaba,
esta dirección llevaba, luego estará en aquel chaparro y, si no, amonada en el
mato, orilla del alcornoque, no puede haber ido más lejos,
y allá se iba el grupo tras Paco y, si el pájaro no andaba en el chaparro, amonado
estaba en el mato, orilla del alcornoque, no fallaba, y el Subsecretario, o el
Embajador o el Ministro, el que fuera, decía asombrado,
y ¿por qué regla de tres no podía estar en otro sitio, Paco, me lo quieres
explicar?
y Paco, el Bajo, los consideraba unos segundos con arrogancia y, finalmente,
decía con mal reprimido desprecio,
el pájaro perdiz no abandona el surco cuando apeona a ocultarse,
y ellos, se miraban entre si y asentían y el señorito Iván, los pulgares en los
sobacos de su chaleco-canana, sonreía abiertamente,
¿eh qué os decía y o?
muy orondo, lo mismo que cuando mostraba la repetidora americana o la Guita,
la cachorra grifona, y, de vuelta a los puestos, de nuevo a solas con Paco,
comentaba,
¿te fijas? el maricón del francés no distingue un arrendajo de una perdiz,
o bien,
el maricón del Embajador no corre la mano izquierda ¿te das cuenta?, grave
defecto para un diplomático,
porque, fatalmente, para el señorito Iván, todo el que agarraba una escopeta era
un maricón, que la palabra esa no se le caía de los labios, qué manía, y, en
ocasiones, en el ardor de la batida, cuando las voces de los ojeadores se
confundían en la distancia y los cornetines rumbaban en los extremos, entrizando
a los pájaros, y las perdices se arrancaban desorientadas brrrr, brrrr, brrrr, por
todas partes, y la barra entraba velozmente a la línea de escopetas, y el señorito
Iván derribaba dos juntas aquí y otras dos allá, bien de doblete, bien de
carambola, y sonaban disparos a izquierda y derecha, que era la guerra, y Paco,
el Bajo, iba contando para sus adentros, treinta y dos, treinta y cuatro, treinta y
cinco y trocando la escopeta vacía por otra gemela cargada, hasta cinco, que los
caños se ponían al rojo, y anotando en la cabeza el lugar donde cada pieza caía,
bueno, en esos casos, Paco, el Bajo, se ponía caliente como un perdiguero, que
no podía aquietarse, que era superior a sus fuerzas, se asomaba acuclillado al
borde de la pantalla y decía, mascando las palabras para no espantar el campo,
¡suélteme, señorito, suélteme!
y el señorito Iván, secamente,
¡para quieto, Paco!
y él, Paco, el Bajo,
¡suélteme, por su madre se lo pido, señorito!
cada vez más excitado, y el señorito Iván, sin cesar de disparar,
mira, Paco, no me hagas agarrar un cabreo, aguarda a que termine la batida,
mas a Paco, el Bajo, el ver desplomarse las perdices muertas ante sus chatas
narices, le descomponía,
¡suélteme, señorito, por Dios bendito se lo pido!
hasta que el señorito Iván se irritaba, le propinaba un puntapié en el trasero y le
decía,
si sales del puesto antes de tiempo, te pego un tiro, Paco, tú y a te sabes cómo
las gasto,
pero era el suy o un encono pasajero, puramente artificial, porque cuando,
minutos después, Paco, el Bajo, empezaba a acarrearle el botín y se presentaba
con sesenta y cuatro de los sesenta y cinco pájaros abatidos y le decía
nerviosamente,
el pájaro perdiz que falta, señorito Iván, el que bajó usted orilla de la retama,
me lo ha afanado el Facundo, dice que es de su señorito,
la furia del señorito Iván se desplazaba a Facundo,
¡Facundo!
voceaba con voz tonante,
y acudía Facundo,
¡eh, tu, listo, tengamos la fiesta en paz!, el pájaro perdiz ese de la retama es
mío y muy mío, de modo que venga,
extendía la mano abierta, pero el Facundo se encogía de hombros y ponía los
ojos planos, inexpresivos,
otro bajó mi señorito orilla de la retama, eso no es ley,
mas el señorito Iván alargaba aún más la mano y empezaba a notar el prurito en
las y emas de los dedos,
mira, no me calientes la sangre, Facundo, no me calientes la sangre, y a sabes
que no hay cosa que más me joda que me birlen los pájaros que y o mato, así
que venga esa perdiz,
y, llegados a este extremo, Facundo le entregaba la perdiz, sin rechistar, la
historia de siempre, que René, el francés, que era un asiduo de las batidas hasta
que pasó lo que pasó, se hacia de cruces la primera vez,
¿cómo ser posible matar sesenta y cinco perdices Iván y coger sesenta y
cinco perdices Paco?, mí no comprender,
repetía,
y Paco, el Bajo, complacido, se sonreía a lo zorro y se señalaba la cabeza,
las apunto aquí,
decía,
y el francés abría desmesuradamente los ojos,
¡ah, ah, las apunta en la teta!
exclamaba,
y Paco, el Bajo, de nuevo en el puesto, junto al señorito Iván,
la teta dijo, señorito Iván, se lo juro por mis muertos, digo y o que será cosa
del habla de su país,
y el señorito Iván,
mira, por una vez has acertado,
y a partir de aquel día, entre bromas y veras, el señorito Iván y sus invitados
cada vez que se reunían sin señoras delante tal cual en los sorteos de los puestos o
en el taco, a la solana, a mediodía, decían teta por cabeza,
este cartucho es muy fuerte, me ha levantado dolor de teta,
o bien,
el Subse es muy testarudo, si se le mete una cosa en la teta no hay quien se la
saque,
e, invariablemente, así lo dijeran ochenta veces, todos a reír, pero a reír fuerte, a
carcajada limpia, que se ponían enfermos de la risa que les daba, y así hasta que
reanudaban la cacería, y, al concluir el quinto ojeo, y a entre dos luces, el señorito
Iván metía dos dedos en el bolsillo alto del chaleco-canana y le entregaba
ostentosamente a Paco un billete de veinte duros,
toma, Paco, y que no sirva para vicios, que me estás saliendo muy gastoso tú,
y la vida anda muy achuchada
y Paco, el Bajo, agarraba furtivamente el billete y al bolsillo,
pues, por muchas veces, señorito Iván,
y, a la mañana siguiente, la Régula, marchaba con Rogelio, en el remolque a
Cordovilla, donde el Hachemita, a mercarse un percal o unas rastrojeras para los
muchachos, que nunca faltaba en casa una necesidad, y así siempre, cada vez
que había batida o palomazo, y todo iba bien hasta que la última vez que asistió el
francés, se armó una trifulca en la Casa Grande, durante el almuerzo, al decir de
la Nieves, por el aquel de la cultura, que el señorito René dijo que en
Centroeuropa era otro nivel, una inconveniencia, a ver, que el señorito Iván,
eso te piensas tú, René, pero aquí y a no hay analfabetos, que tú te crees que
estamos en el año treinta y seis,
y de unas cosas pasaron a otras y empezaron a vocearse el uno al otro, hasta que
perdieron los modales y se faltaron al respeto y como último recurso, el señorito
Iván, muy soliviantado, ordenó llamar a Paco, el Bajo, a la Régula y al Ceferino
y,
es bobería discutir, René, vas a verlo con tus propios ojos,
voceaba,
y al personarse Paco con los demás, el señorito Iván adoptó el tono didáctico del
señorito Lucas para decirle al francés,
mira, René, a decir verdad, esta gente era analfabeta en tiempos, pero ahora
vas a ver, tú, Paco, agarra el bolígrafo y escribe tu nombre, haz el favor, pero
bien escrito, esmérate,
se abría en sus labios una sonrisa tirante,
que nada menos está en juego la dignidad nacional,
y toda la mesa pendiente de Paco, el hombre, y don Pedro el Périto, se
mordisqueó la mejilla y colocó su mano sobre el antebrazo de René,
lo creas o no, René, desde hace años en este país se está haciendo todo lo
humanamente posible para redimir a esta gente,
y el señorito Iván,
¡chist!, no le distraigáis ahora
y Paco, el Bajo, coaccionado por el silencio expectante, trazó un garabato en el
reverso de la factura amarilla que el señorito Iván le tendía sobre el mantel,
comprometiendo sus cinco sentidos, ahuecando las aletillas de su chata nariz, una
firma tembloteante e ilegible y, cuando concluy ó, se enderezó y devolvió el
bolígrafo al señorito Iván y el señorito Iván se lo entregó al Ceferino y
ahora tú, Ceferino,
ordenó,
y fue el Ceferino, muy azorado, se reclinó sobre los manteles y estampó su
firma y por último, el señorito Iván se dirigió a la Régula,
ahora te toca a ti, Régula,
y volviéndose al francés,
aquí no hacernos distingos, René, aquí no hay discriminación entre varones y
hembras como podrás comprobar,
y la Régula, con pulso indeciso, porque el bolígrafo le resbalaba en el pulgar
achatado, plano, sin huellas dactilares, dibujó penosamente su nombre, pero el
señorito Iván, que estaba hablando con el francés, no reparó en las dificultades de
la Régula y así que ésta terminó, le cogió la mano derecha y la agitó
reiteradamente como una bandera,
esto,
dijo,
para que lo cuentes en Paris, René, que los franceses os gastáis muy mal
y ogur al juzgarnos, que esta mujer, por si lo quieres saber, hasta hace cuatro días
firmaba con el pulgar, ¡mira!
y, al decir esto, separó el dedo deforme de la Régula, chato como una espátula, y
la Régula, la mujer, confundida, se sofocó toda como si el señorito Iván la
mostrase en cueros encima de la mesa, pero René, no atendía a las palabras del
señorito Iván sino que miraba perplejo el dedo aplanado de la Régula, y el
señorito Iván, al advertir su asombro, aclaró,
¡ah, bien!, ésta es otra historia, los pulgares de las empleiteras son así, René,
gajes del oficio, los dedos se deforman de trenzar esparto, ¿comprendes?, es
inevitable,
y sonreía y carraspeaba y para acabar con la tensa situación, se encaró con los
tres y les dijo
hala, podéis largaros, lo hicisteis bien,
y, conforme desfilaban hacia la puerta, la Régula rezongaba desconcertada,
ae, también el señorito Iván se tiene cada cacho cosa,
y, en la mesa, todos a reír indulgentemente, paternalmente, menos René, a quien
se le había aborrascado la mirada y no dijo esta boca es mía, un silencio mineral,
hostil, pero, en verdad, hechos de esta naturaleza eran raros en cortijo pues, de
ordinario, la vida discurría plácidamente, con la única novedad de las visitas
periódicas de la Señora que obligaban a la Régula a estar ojo avizor para que el
coche no aguardase, que si le hacia aguardar unos minutos, y a estaba el Maxi
refunfuñando,
¿dónde coños te metes?, llevamos media hora de plantón,
de malos modos, así que ella, aunque la sorprendieran cambiando las bragas a la
Niña Chica, acudía presurosa a la llamada del claxon, a descorrer el cerrojo del
portón, sin lavarse las manos siquiera y, en esos casos, la Señora Marquesa, tan
pronto descendía del coche, fruncía la nariz, que era casi tan sensible de olfato
como Paco, el Bajo, y decía,
esos aseladeros, Régula, pon cuidado, es muy desagradable este olor,
o algo por el estilo, pero de buenas maneras, sin faltar, y ella la Régula,
avergonzada, escondía las manos bajo el mandil y,
sí, Señora, a mandar, para eso estamos,
y la Señora recorría lentamente el pequeño jardín, los rincones de la corralada
con mirada inquisitiva y, al terminar, subía a la Casa Grande, e iba llamando a
todos a la Sala del Espejo, uno por uno, empezando por don Pedro, el Périto, y
terminando por Ceferino, el Porquero, todos, y a cada cual le preguntaba por su
quehacer y por la familia y por sus problemas y, al despedirse les sonreía con
una sonrisa amarilla, distante, y les entregaba en mano una reluciente moneda de
diez duros,
toma, para que celebréis en casa mi visita,
menos a don Pedro, el Périto, naturalmente, que don Pedro, el Périto, era como
de la familia, y ellos salían más contentos que unas pascuas
la Señora es buena para los pobres,
decían contemplando la moneda en la palma de la mano,
y, al atardecer, juntaban los aladinos en la corralada y asaban un cabrito y lo
regaban con vino y en seguida cundía la excitación, y el entusiasmo y que
¡viva la Señora Marquesa! y ¡que viva por muchos años!
y, como es de rigor, todos terminaban un poco templados, pero contentos y la
Señora, desde la ventana iluminada de sus habitaciones, a contraluz, levantaba los
dos brazos, les daba las buenas noches y a dormir, y esto era así desde siempre,
pero, en su última visita, la Señora, al apearse del automóvil acompañada por la
señorita Miriam, se topó con el Azarías junto a la fuente y frunció el entrecejo y
echó la cabeza hacia atrás,
a ti no te conozco, ¿de quién eres tú?,
preguntó,
y la Régula, que andaba al quite,
mi hermano es, Señora,
acobardada, a ver,
y la Señora,
¿de dónde lo sacaste? está descalzo,
y la Régula,
andaba en la Jara, y a ve sesenta y un años y le han despedido,
y la Señora,
edad y a tiene para dejar de trabajar, ¿no estaría mejor recogido en un Centro
Benéfico?
y la Régula humilló la cabeza pero dijo con resolución,
ae, mientras y o viva, un hijo de mi madre no morirá en un asilo,
y, en éstas, terció la señorita Miriam,
después de todo, mamá, ¿qué mal hace aquí? en el cortijo hay sitio para
todos,
y el Azarías, el remendado pantalón por las corvas, se observó atentamente las
uñas de su mano derecha, sonrió a la señorita Miriam y a la nada, y masticó por
dos veces con las encías antes de hablar y,
le abono los geranios todas las mañanas, dijo brumosamente,
justificándose,
y la Señora,
eso está bien,
y el Azarías que, paso a paso, se iba creciendo,
y de anochecida salgo a la sierra a correr el cárabo para que no se meta en el
cortijo,
y la Señora plegó la frente, alta y despejada, en un supremo esfuerzo de
concentración, y se inclinó hacia la Régula,
¿correr el cárabo? ¿puedes decirme de qué está hablando tu hermano?
y la Régula, encogida,
ae, sus cosas, el Azarías no es malo, Señora, sólo una miaja inocente,
pero el Azarías proseguía,
y ahora ando criando una milana,
sonrió, babeante,
y la señorita Miriam, de nuevo,
y o creo que hace bastantes cosas, mamá, ¿no te parece?
y la Señora no le quitaba los ojos de encima, mas el Azarías, súbitamente, en un
impulso amistoso, tomó a la señorita Miriam de la mano, mostró las encías en un
gesto de reconocimiento y murmuró,
venga a ver la milana, señorita,
y la señorita Miriam, arrastrada por la fuerza hercúlea del hombre, le seguía
trastabillando, y dobló un momento la cabeza para decir,
voy a ver la milana, mamá, no me esperes, subo en seguida,
y el Azarías la condujo bajo el sauce y, una vez allí, se detuvo, sonrió, levantó la
cabeza y dijo firme pero dulcemente,
¡quiá!
y, de improviso, ante los ojos atónitos de la señorita Miriam, un pájaro negro y
blando se descolgó desde las ramas más altas y se posó suavemente sobre el
hombro del Azarías, quien volvió a tomarla de la mano y
atienda,
dijo,
y la condujo junto al poy o de la ventana, tras la maceta, tomó una pella del bote
de pienso y se lo ofreció al pájaro y el pájaro engullía las pellas, una tras otra, y
nunca parecía saciarse y, en tanto comía, el Azarías ablandaba la voz, le rascaba
entre los ojos y repetía,
milana bonita, milana bonita,
y el pájaro,
¡quiá, quiá, quiá!
pedía más y la señorita Miriam, recelosa,
¡qué hambre tiene!
y el Azarías metía una y otra vez los grumos en su garganta y empujaba luego
con la y ema del dedo y cuando andaba más abstraído con el pájaro se oy ó el
escalofriante berrido de la Niña Chica, dentro de la casa, y la señorita Miriam
impresionada,
y eso, ¿qué es?
preguntó,
y el Azarías, nervioso
la Niña Chica es
y depositó el bote sobre el poy o y lo volvió a coger y lo volvió a dejar e iba de un
lado a otro, desasosegado, la grajilla sobre el hombro, moviendo arriba y abajo
las mandíbulas, rezongando,
y o no puedo atender todas las cosas al mismo tiempo,
pero, al cabo de pocos segundos, volvió a sonar el berrido de la Niña Chica y la
señorita Míriam, espeluznada,
¿es cierto que es una niña la que hace eso?
y él, Azarías, cada vez más agitado, con la grajeta mirando inquieta alrededor, se
volvió hacia ella, la tomó nuevamente de la mano y
venga,
dijo,
y entraron juntos en la casa y la señorita Miriam, avanzaba desconfiada, como
sobrecogida por un negro presentimiento, y al descubrir a la niña en la
penumbra, con sus piernecitas de alambre y la gran cabeza desplomada sobre el
cojín, sintió que se le ablandaban los ojos y se llevó ambas manos a la boca,
¡Dios mio!
exclamó,
y el Azarías la miraba, sonriéndola con sus encías sonrosadas, pero la señorita
Miriam no podía apartar los ojos del cajoncito, que parecía que se hubiera
convertido en una estatua de sal la señorita Miriam, tan rígida estaba, tan blanca,
y espantada,
¡Dios mio!
repitió, moviendo rápidamente la cabeza de un lado a otro como para ahuy entar
un mal pensamiento,
pero el Azarías, y a había tomado entre sus brazos a la criatura y, mascullando
palabras ininteligibles, se sentó en el taburete, afianzó la cabecita de la niña en su
axila y agarrando la grajilla con la mano izquierda y el dedo índice de la Niña
Chica con la derecha, lo fue aproximando lentamente al entrecejo del animal, y
una vez que le rozó, apartó el dedo de repente, rió, oprimió a la niña contra sí y
dijo suavemente, con su voz acentuadamente nasal,
¿no es cierto que es bonita la milana, niña?
Libro quinto
El accidente
Al llegar la pasa de palomas, el señorito Iván se instalaba en el cortijo por dos
semanas, para esas fechas, Paco, el Bajo, y a tenía dispuestos los palomos y los
arreos y engrasado el balancín, de modo que tan pronto se personaba el señorito,
deambulaban en el Land Rover de un sitio a otro, de carril en carril, buscando las
querencias de los bandos de acuerdo con la sazón de la bellota, mas a medida que
transcurrían los años a Paco, el Bajo, se le iba haciendo más arduo encaramarse
a las encinas y el señorito Iván, al verle abrazado torpemente a los troncos, reía,
la edad no perdona, Paco, el culo empieza a pesarte, es ley de vida,
pero Paco, el Bajo, por amor propio, por no dar su brazo a torcer, trepaba al
alcornoque o a la encina, ay udándose de una soga, aun a costa de desollarse las
manos y amarraba el cimbel en la parte más visible del árbol, a ser posible en la
copa, y desde arriba, enfocaba altivamente hacia el señorito Iván los grandes
orificios de su nariz, como si mirara con ellos,
todavía sirvo, señorito, ¿no le parece?
voceaba eufórico,
y, a caballo de un camal, bien asentado, tironeaba del cordel amarrado al
balancín para que el palomo, al fallarle la sustentación y perder el equilibrio,
aletease, mientras el señorito Iván, oculto en el aguardadero, escudriñaba
atentamente el cielo, los desplazamientos de los bandos y le advertía,
dos docenas de zuritas, templa, Paco,
o bien
una junta de torcaces, ponte quieto, Paco,
o bien,
las bravías andan en danza, ojo, Paco,
y Paco, el Bajo, pues a templar, o a parar, o a poner el ojo en las bravías, pero el
señorito Iván rara vez quedaba conforme,
más suave, maricón, ¿no ves que con esos respingos espantas el campo?
y Paco, el Bajo, pues más suave, con más tiento, hasta que, de pronto, media
docena de palomas se desgajaban del bando y el señorito Iván aprestaba la
escopeta y dulcificaba la voz,
ojo, y a doblan,
y, en tales casos, los tironcitos de Paco, el Bajo, se hacían cortados y secos,
comedidos, con objeto de que el palomo se moviese sin desplegar del todo las
alas y, conforme se aproximaban planeando los pájaros, el señorito Iván se
armaba, tomaba los puntos y ¡pim-pam!,
¡dos, la pareja!
exultaba Paco entre el follaje, y el señorito Iván,
calla la boca, tú,
y ¡pim-pam!
¡otras dos!
chillaba Paco en lo alto sin poderse reprimir, y el señorito Iván,
canda el pico, tú
y ¡pim-pam!
¡una se le fue a criar!
lamentaba Paco, y el señorito Iván,
¿no puedes poner quieta la lengua, cacho maricón?
pero, entre pim-pam y pim-pam, a Paco, el Bajo, se le entumían las piernas
engarfiadas sobre la rama y al descender del árbol, había de hacerlo a pulso
porque muchas veces no sentía los pies y, si los sentía, eran mullidos y
cosquilleantes como de gaseosa, absolutamente irresponsables, pero el señorito
Iván no reparaba en ello y le apremiaba para buscar una nueva atalay a, pues
gustaba de cambiar de cazadero cuatro o cinco veces por día, de forma que, al
concluir la jornada, a Paco, el Bajo, le dolían los hombros, y le dolían las manos,
y le dolían los muslos y le dolía todo el cuerpo, de las agujetas, a ver, que sentía
los miembros como descoy untados fuera de sitio, mas, a la mañana siguiente,
vuelta a empezar, que el señorito Iván era insaciable con el palomo, una cosa
mala, que le apetecía este tipo de caza tanto o más que la de perdices en batida, o
la de gangas al aguardo, en el aguazal, o la de pitorras con la Guita y el cascabel,
que no se saciaba el hombre y, a la mañana, entre dos luces, y a estaba en danza,
¿estás cansado, Paco?
sonreía maliciosamente y añadía,
la edad no perdona, Paco, quién te lo iba a decir a ti, con lo que tú eras,
y a Paco, el Bajo, le picaba el puntillo y trepaba a los árboles si cabe con may or
presteza que la víspera, aun a riesgo de desnucarse, y amarraba el cimbel en la
copa de la encina o el alcornoque, en lo más alto, pero si los bandos se mostraban
renuentes o desconfiados, pues abajo, a otra querencia, y de este modo, de árbol
en árbol, Paco, el Bajo, iba agotando sus energías, pero ante el señorito Iván, que
comenzaba a recelar de él, había que fingir entereza y trepaba de nuevo con
prontitud y cuando y a estaba casi arriba, el señorito Iván,
ahí no, Paco, coño, esa encina es muy chica, ¿es que no lo ves?, busca la
atalay a como siempre has hecho, no me seas holgazán,
y Paco, el Bajo, descendía, buscaba la atalay a y otra vez arriba, hasta la copa, el
cimbel en la mano, pero una mañana,
ahora sí que la jodimos, señorito Iván, olvidé los capirotes en casa,
y el señorito Iván, que andaba ese día engolosinado, que el cielo negreaba de
palomas sobre el encinar de las Planas, dijo imperiosamente,
pues ciega al palomo y no perdamos más tiempo,
y Paco, el Bajo,
¿le ciego, señorito Iván, o le armo un capirote con el pañuelo?
y señorito Iván,
¿no me oíste?
y Paco, el Bajo, sin hacerse de rogar, se afianzó en la rama, abrió la navaja y en
un dos por tres vació los ojos del cimbel y el pájaro, repentinamente ciego, hacía
unos movimientos torpes y atolondrados, pero eficaces, pues doblaban más
pájaros que de costumbre y el señorito Iván no se paraba en barras,
Paco, has de cegar a todos los palomos, ¿oy es? con los dichosos capirotes
entra la luz y los animales no cumplen,
y así un día y otro hasta que una tarde, al cabo de semana y media de salir al
campo, según descendía Paco, el Bajo, de una gigantesca encina, le falló la
pierna dormida y cay ó, despatarrado, como un fardo, dos metros delante del
señorito Iván, y el señorito Iván, alarmado, pegó un respingo,
¡serás maricón, a poco me aplastas!
pero Paco, se retorcía en el suelo, y el señorito Iván se aproximó a él y le sujetó
la cabeza,
¿te lastimaste, Paco?
pero Paco, el Bajo, ni podía responder, que el golpe en el pecho le dejó como sin
resuello y, tan sólo, se señalaba la pierna derecha con insistencia,
¡Ah, bueno, si no es más que eso…!,
decía el señorito Iván,
y trataba de ay udar a Paco, el Bajo, a ponerse de pie, pero Paco, el Bajo,
cuando, al fin pudo articular palabra, dijo, recostado en el tronco de la encina,
la pierna esta no me tiene, señorito Iván está como tonta,
y el señorito Iván,
¿que no te tiene? ¡anda!, no me seas aprensivo, Paco, si la dejas enfriar va a
ser peor,
mas Paco, el Bajo, intentó dar un paso y cay ó,
no puedo, señorito, está mancada, y o mismo sentí cómo tronzaba el hueso,
y el señorito Iván,
también es mariconada, coño y ¿quién va a amarrarme el cimbel ahora con
la junta de torcaces que hay en las Planas?
y Paco, el Bajo, desde el suelo, sintiéndose íntimamente culpable, sugirió para
aplacarle,
tal vez el Quirce, mi muchacho, él es habilidoso, señorito Iván, un poco
morugo pero puede servirle,
y fruncía la cara porque le dolía la pierna y el señorito Iván dio unos pasos con la
cabeza gacha, dubitativo pero finalmente, se arrimó al bocacerral, hizo bocina
con las manos y voceó hacia el cortijo, una, dos, tres veces, cada vez más recio,
más impaciente, más repudrido, y, como no acudiera nadie a las voces, se le
soltó la lengua y se puso a jurar y al cabo, se volvió a Paco, el Bajo,
¿seguro que no te puedes valer, Paco?
y Paco, el Bajo, recostado en el tronco de la encina,
mal lo veo, señorito Iván,
y, de repente, asomó el muchacho may or de Facundo por el portón de la
corralada y el señorito Iván sacó del bolsillo un pañuelo blanco y lo agitó
repetidamente y el muchacho de Facundo respondió moviendo los brazos como
aspas y al cabo de un cuarto de hora, y a estaba jadeando junto a ellos, que
cuando el señorito Iván llamaba, había que apresurarse, y a se sabía, sobre todo si
andaba con la escopeta, y el señorito Iván le puso las manos en los hombros y se
los oprimió para que advirtiese la importancia de su misión y le dijo,
que suban dos, ¿oy es?, los que sean, para ay udar a Paco que se ha lastimado,
y el Quirce para acompañarme a mí ¿has entendido?
y según hablaba, el muchacho, de ojos vivaces y tez renegrida, asentía y el
señorito Iván indicó con la barbilla para Paco, el Bajo, y dijo a modo de
aclaración,
el maricón de él se ha dado una costalada, y a ves qué oportuno,
y, al rato, vinieron dos del cortijo y se llevaron a Paco tendido en unas angarillas
y el señorito Iván se internó en el encinar con el Quirce, tratando de conectar con
él, mas el Quirce, chitón, sí, no, puede, a lo mejor, hosco, reconcentrado,
hermético, que más parecía mudo pero, a cambio, el jodido se daba maña con el
cimbel, que era un virtuoso, menuda, que bastaba decirle, recio, suave, templa,
seco, para que acatara rigurosamente la orden, y sus movimientos eran tan
precisos, que las torcaces doblaban sin desconfianza sobre el reclamo y el
señorito Iván, ¡pim-pam!, ¡pim-pam!, traqueaba sin pausa, que no daba abasto,
pero erraba una y otra vez y, a cada y erro, echaba sapos y culebras por la boca,
pero lo más enojoso era que, en justicia, no podía desplazar las culpas sobre otro
y, al margen de esto, le mortificaba que el Quirce fuese testigo de sus y erros y le
decía,
el percance de tu padre me ha puesto temblón, muchacho, en la vida erré
tantos palomos como hoy
y el Quirce, camuflado entre las hojas, respondía indiferente,
puede,
y el señorito Iván se descomponía,
no es que pueda o deje de poder, coño, es una verdad como un templo, lo que
te estoy diciendo va a misa,
y ¡pim-pam! ¡pim-pam! ¡pim-pam!,
¡otro maricón a criar!
vociferaba el señorito Iván, y el Quirce, arriba, en silencio, quieto parado, como
si no fuera con él y, tan pronto regresaron al cortijo, el señorito Iván pasó por
casa de Paco,
¿cómo vamos, Paco? ¿cómo te encuentras?
y Paco, el Bajo,
tirando, señorito Iván,
tenía la pierna extendida sobre un taburete y el tobillo grueso, hinchado, como un
neumático,
es una mancadura mala, ¿no le sintió chascar al hueso?
pero el señorito Iván iba a lo suy o,
en la vida erré más palomos que esta mañana, Paco, ¡qué cosas!, parecía un
principiante, ¿qué habrá pensado tu muchacho?
y Paco, el Bajo,
a ver, los nervios, natural
y el señorito Iván,
natural, natural, no busques excusas, ¿de veras te parece natural, Paco, con
las horas de vuelo que y o tengo, errar una zurita atravesada, de aquí al geranio?
¿eh? habla, Paco, ¿es que me has visto errar alguna vez un palomo atravesado de
aquí al geranio?,
y el Quirce tras él, ausente, aburrido, el ramo de palomos en una mano y la
escopeta enfundada en la otra, taciturno, silencioso, y, en éstas, apareció en la
puerta de la casa, bajo el emparrado, el Azarías, descalzo, los pies mugrientos, el
pantalón en las corvas, sonriendo con las encías, rutando como un cachorro, y
Paco, levemente azorado, le señaló con un dedo formulariamente,
aquí, mi cuñado,
dijo,
y el señorito Iván analizó atentamente al Azarías,
sí que tienes una familia apañada,
comentó,
pero el Azarías, como atraído por una fuerza magnética, se iba aproximando a la
percha y miraba engolosinado hacia los palomos muertos y de pronto, los echó
mano, y los examinaba uno por uno, los hurgaba en las patas y en el pico, para
comprobar si eran nuevos, o viejos, machos o hembras, y, al cabo de un rato,
levantó sus ojos adormilados y los posó en los del señorito Iván,
¿se los desplumo?
inquirió expectante,
y el señorito Iván,
¿es que sabes desplumar palomos?
y terció Paco, el Bajo,
anda, que si no fuera a saber, en la vida hizo otra cosa,
y, sin más explicaciones, el señorito Iván, tomó la percha de manos del Quirce y
se la entregó al Azarías
ten,
dijo,
y, cuando los desplumes, se los llevas a doña Purita, de mi parte, ¿te
recordarás?, en cuanto a ti, Paco, avíate, nos vamos a Cordovilla, donde el
médico, no me gusta esa pierna y el 22 tenemos batida,
y entre el señorito Iván, el Quirce y la Régula, acomodaron a Paco, el Bajo, en
el Land Rover y, una vez en Cordovilla, don Manuel, el doctor, le palpó el tobillo
intentó moverlo, le hizo dos radiografías y, al acabar, enarcó las cejas,
ni necesito verlas, el peroné,
dijo,
y el señorito Iván,
¿qué?,
está tronzado,
pero el señorito Iván, se resistía a admitir las palabras del doctor,
no me jodas, Manolo, el 22 tenemos batida en la finca, y o no puedo
prescindir de él,
y don Manuel, que tenía los ojos muy negros, muy juntos y muy penetrantes,
como los de un inquisidor, y el cogote recto, como si lo hubieran alisado con una
llana, levantó los hombros,
y o te digo lo que hay, Iván, luego tú haces lo que te dé la gana, tú eres el amo
de la burra
y el señorito Iván torció la boca, contrariado,
no es eso, Manolo,
y el doctor,
de momento no puedo hacer otra cosa que ponerle una férula, esto está muy
inflamado y escay olando no adelantaríamos nada, dentro de una semana le
vuelves a traer por aquí,
y Paco, el Bajo, callaba y miraba ladinamente a uno y a otro,
estas fracturas de maléolo no son graves, pero dan guerra, lo siento, Vancito,
pero tendrás que agenciarte otro secretario,
y el señorito Iván, tras unos instantes de perplejidad,
menuda mariconada, oy e, y el caso es que todavía estoy de suerte, cay ó tal
que ahí,
indicaba el borde de la alfombra,
el maricón no me ha desnucado de milagro,
y, al cabo de unos minutos de conversación, regresaron al cortijo y, transcurrida
una semana, el señorito Iván pasó a recoger a Paco, el Bajo, en el Land Rover y
volvieron a Cordovilla, y antes de que el doctor le quitase la férula, el señorito
Iván le encareció,
¿no podrías ingeniártelas, Manolo, para que el 22 pudiera valerse?,
pero el doctor movía enérgicamente su aplanado cogote, denegando,
pero si el 22 es pasado mañana como quien dice, Iván, y este hombre debe
estar cuarenta y cinco días con el y eso, eso sí, puedes mercarle un par de
bastones para que dentro de una semana empiece a moverse dentro de casa,
y una vez concluy ó de eny esarle, Paco, el Bajo, y el señorito Iván iniciaron el
regreso al cortijo e iban en silencio, distanciados, como si algún lazo fundamental
acabara de romperse entre ellos, y de cuando en cuando, Paco, el Bajo,
suspiraba, sintiéndose responsable de aquella quiebra e intentaba diluir la tensión,
créame, que más lo siento y o, señorito Iván,
pero el señorito Iván, los ojos fijos más allá del cristal del parabrisas, conducía
con el ceño fruncido, sin decir palabra, y Paco, el Bajo, sonreía, y hacía un
esfuerzo por mover la pierna,
y a pesa este chisme, y a,
añadía,
mas el señorito Iván seguía inmóvil, pensativo, sorteando los baches, hasta que a
la cuarta tentativa de Paco, el Bajo, se disparó,
mira, Paco, los médicos pueden decir misa, pero lo que tú tienes que hacer,
es no dejarte, esforzarte, andar, mi abuela, que gloria hay a, se dejó, y tú lo
sabes, coja para los restos, en estos casos, con bastones o sin bastones, hay que
moverse, salir al campo, aunque duela, si te dejas y a estás sentenciado, te lo digo
y o,
y, al franquear el portón del cortijo, se toparon en el patio con el Azarías, la
grajera al hombro, y el Azarías, al sentir el motor, se volvió hacia ellos y se
aproximó a la ventanilla delantera del Land Rover y reía mostrando las encías,
babeando,
no quiso irse con las milanas, ¿verdad, Quirce?
decía, acariciando a la grajeta,
pero el Quirce callaba, mirando al señorito Iván con sus pupilas oscuras,
redondas y taciturnas, como las de una pitorra, y el señorito Iván se apeó del
coche fascinado por el pájaro negro posado sobre el hombro del Azarías,
¿es que también sabes amaestrar pájaros?
Preguntó,
y extendió el brazo con el propósito de atrapar a la grajilla, pero el ave emitió un
« quiá» atemorizado y voló hasta el alero de la capilla y el Azarías reía,
moviendo hacia los lados la mandíbula,
se acobarda,
dijo,
y el señorito Iván,
natural, me extraña, no me conoce,
y elevaba los ojos hasta el pájaro,
y ¿y a no baja de ahí?
inquirió,
y el Azarías,
qué hacer no bajar, atienda,
y su garganta moduló un « quiá» aterciopelado, untuoso, y la grajera penduleó
unos instantes, inquieta, sobre sus patas, oteó la corralada ladeando la cabeza y,
finalmente, se lanzó al vacío, las alas abiertas, planeando, describió dos círculos
en torno al automóvil, se posó sobre el hombro del Azarías, y se puso a escarbar
en su cogote, metiendo el pico entre su pelo cano, como si le despiojase, y el
señorito Iván, asombrado,
está chusco eso, vuela y no se larga,
y Paco, el Bajo se aproximó lentamente al grupo, descansando en las cachabas
el peso de su cuerpo y dijo, dirigiéndose al señorito Iván,
a ver, la ha criado él y está enseñada, usted verá,
y el señorito Iván, cada vez más interesado
y ¿qué hace este bicho durante el día?
y Paco, el Bajo,
mire, lo de todos, descorteza alcornoques, busca cristales, se afila el pico en la
piedra del abrevadero, echa una siesta en el sauce, el animal pasa el tiempo
como puede,
y, conforme hablaba Paco, el señorito Iván observaba detenidamente al Azarías,
y, al cabo de un rato, miró a Paco, el Bajo, y dijo a media voz, dejando resbalar
las palabras por el hombro, como si hablara consigo mismo,
digo, Paco, que con estas mañas que se gasta, ¿no haría tu cuñado un buen
secretario?
pero Paco, el Bajo, negó con la cabeza, descansó el cuerpo sobre el pie izquierdo
para señalarse la frente con la mano derecha y dijo
con el palomo puede, para la perdiz es corto de entendederas,
y, a partir de ese día, el señorito Iván visitaba cada mañana a Paco, el Bajo y le
incitaba,
Paco, muévete, coño, no te dejes, que más pareces un paralítico, no olvides lo
que te dije,
pero Paco, el Bajo, le miraba con sus melancólicos ojos de perdiguero enfermo,
qué fácil se dice, señorito Iván,
y el señorito Iván,
mira que el 22 está encima,
y Paco, el Bajo,
y ¿qué vamos a hacerle?, más lo siento y o, señorito Iván,
y el señorito Iván,
más lo siento y o, más lo siento y o, mentira podrida, el hombre es voluntad,
Paco, coño, que no quieres entenderlo y, donde no hay voluntad, no hay hombre,
Paco, desengáñate, que has de esforzarte aunque te duela, si no, no harás nunca
vida de ti, te quedarás inútil para los restos, ¿oy es?,
y le instaba, le apremiaba, le urgía el señorito Iván, hasta que Paco, el Bajo,
farfullaba entre sollozos,
de que poso el pie es como si me lo rebanaran por el empeine con un
serrucho, no vea el dolor, señorito Iván,
y el señorito Iván,
aprensiones, Paco, aprensiones, ¿es que no puedes ay udarte con las muletas?
y Paco, el Bajo,
y a ve, a paso tardo y por lo llano,
pero amaneció el día 22 y el señorito Iván, erre que erre, se presentó con el alba
a la puerta de Paco, el Bajo, en el Land Rover marrón,
venga, arriba, Paco, y a andaremos con cuidado, tú no te preocupes,
y Paco, el Bajo, que se acercó a él con cierta reticencia, en cuanto olió el sebo
de las botas y el tomillo y el espliego de los bajos de los pantalones del señorito,
se olvidó de su pierna y se subió al coche mientras la Régula lloriqueaba,
a ver si esto nos va a dar que sentir, señorito Iván,
y el señorito Iván,
tranquila, Régula, te lo devolveré entero,
y en la Casa Grande, exultaban los señoritos de Madrid con los preparativos, y el
señor Ministro, y el señor Conde, y la señorita Miriam, que también gustaba del
tiro en batida, y todos, fumaban y levantaban la voz mientras desay unaban café
con migas y, conforme entró Paco en el comedor acreció la euforia, que Paco,
el Bajo, parecía polarizar el interés de la batida, y cada uno por su lado,
¡hombre, Paco!
¿cómo fue para caerte, Paco, coño? claro que peor hubiera sido romperte las
narices,
y el Embajador trataba de exponer a media voz al señor Ministro las virtudes
cinegéticas de Paco, el Bajo, y Paco procuraba atender a unos y a otros y
subray aba adelantando las muletas, como poniéndolas por testigos,
disculpen que no me descubra,
y ellos,
faltaría más, Paco,
y la señorita Miriam, sonriendo con aquella su sonrisa abierta y luminosa,
¿tendremos buen día, Paco?
y ante la inminencia del vaticinio, se abrió un silencio entre los invitados y Paco,
el Bajo, sentenció, dirigiéndose a todos
la mañana está rasa si las cosas no se tuercen y o me pienso que entrará
ganado,
y, en éstas, el señorito Iván, sacó de un cajoncito de la arqueta florentina el
estuche de cuero, ennegrecido por el manoseo y el tiempo, con las laminillas de
nácar, como si fuera una pitillera y alguien dijo,
ha sonado la hora de la verdad,
y, uno a uno, ceremoniosamente, como cumpliendo un viejo rito cogieron una
laminilla con el número oculto en el extremo,
rotaremos de dos en dos,
advirtió el señorito Iván,
y el señor Conde fue el primero en consultar su laminilla y exclamó a voz en
cuello,
¡el nueve!
y, sin dar explicaciones, tontamente, empezó a palmotear, y con tanto entusiasmo
se aplaudía y tanta satisfacción irradiaba su rostro, que el señor Ministro se llegó
a él,
¿tan bueno es el 9, Conde?
y el señor Conde,
¿bueno?, tú me dirás, Ministro, un canchal, a la caída de un cerro, en la
vaguada, se descuelgan como tontas y cuando se quieren ver ni tiempo las da de
repullarse; 43 colgué el año pasado en ese puesto,
y, mientras tanto, el señorito Iván, iba anotando en una agenda los nombres de las
escopetas con los números correspondientes, y una vez que apuntó el último,
guardó la agenda en el bolsillo alto del chaleco-canana,
andando, que se hace tarde
apremió,
y cada cual se encaramó en su Land Rover con los secretarios y el juego de
escopetas gemelas y los zurrones de los cartuchos, mientras Crespo, el Guarda
May or, acomodaba a los batidores, los cornetines, y los abanderados, en los
remolques de los tractores y, al fin, todos se pusieron en marcha, y el señorito
Iván mostraba con Paco, el Bajo, toda serie de miramientos, que no es un decir,
que le arrimaba a la pantalla en el jeep aunque no hubiera carril, a campo través,
incluso, si fuera preciso, vadeando los arroy os en estiaje, con todo cuidado,
tú, Paco, aguarda aquí, no te muevas, voy a esconder el coche tras esas
carrascas,
o sea, que todo iba bien, lo único la cobra, pues Paco se desenvolvía torpemente
con los bastones, se demoraba, y los secretarios de los puestos vecinos,
aprovechándose de su lentitud, le trincaban los pájaros muertos,
señorito Iván, el Ceferino se lleva dos pájaros perdices que no son suy os,
se lamentaba,
y el señorito Iván, enfurecido,
Ceferino, vengan esos dos pájaros, me cago en la madre que te parió, a ver si
el pie de Paco va a servir para que os burléis de un pobre inútil,
voceaba,
pero, otras veces, era Facundo y, otras, Ezequiel, el Porquero, y el señorito Iván
no podía contra todos, imposible luchar con eficacia en todos los frentes, y cada
vez más harto, de peor humor,
¿no puedes moverte un poquito más vivo, Paco, coño? pareces una
apisonadora, si te descuidas te van a robar hasta los calzones,
y Paco, el Bajo, procuraba hacer un esfuerzo, pero los cerros de los rastrojos
dificultaban sus movimientos, no le permitían poner plano el pie, y, en una de
éstas, ¡zas!, Paco, el Bajo, al suelo, como un sapo,
¡ay señorito Iván, que me se ha vuelto a tronzar el hueso, que le he sentido!,
y el señorito Iván, que por primera vez en la historia del cortijo, llevaba en la
tercera batida cinco pájaros menos que el señor Conde, se llegó a él fuera de sí,
echando pestes por la boca,
¿qué te pasa ahora, Paco, coño? y a es mucha mariconería esto, ¿no te
parece?
pero Paco, el Bajo, insistía desde el suelo,
la pierna, señorito, se ha vuelto a tronzar el hueso,
y los juramentos del señorito Iván se oían en Cordovilla,
¿es que no puedes menearte? intenta, al menos, ponerte en pie, hombre,
pero Paco, el Bajo, ni lo intentaba, reclinado en el cembo, se sujetaba la pierna
enferma con ambas manos, ajeno a los juramentos del señorito Iván, por lo que,
al fin, el señorito Iván, claudicó,
de acuerdo, Paco, ahora te arrima Crespo a casa, te acuestas y, a la tarde,
cuando terminemos, te llevaré donde don Manuel,
y, horas más tarde, don Manuel, el médico, se incomodó al verlo,
podría usted poner más cuidado,
y Paco, el Bajo, intentó justificarse,
y o…
pero el señorito Iván tenía prisa, le interrumpió,
aviva Manolo, tengo solo al Ministro,
y el doctor enojado,
ha vuelto a fracturar, lógico, una soldadura de tallo verde, inmovilidad
absoluta,
y el señorito Iván,
¿y mañana? ¿qué voy a hacer mañana, Manolo? no es un capricho, te lo juro,
y el doctor, mientras se quitaba la bata,
haz lo que quieras, Vancito, si quieres desgraciar a este hombre para los
restos, allá tú,
y y a en el Land Rover marrón, el señorito Iván, taciturno y silencioso, encendía
cigarrillos todo el tiempo, sin mirarlo, tal que si Paco, el Bajo, lo hubiera hecho a
posta,
también es mariconada,
repetía solamente, entre dientes, de cuando en cuando y Paco, el Bajo, callaba, y
notaba la humedad de la nueva escay ola en la pantorrilla, y, al cruzar lo de las
Tapas, salieron aullando los mastines detrás del coche, y, con los ladridos, el
señorito Iván pareció salir de su ensimismamiento, sacudió la cabeza como si
quisiera expulsar un fantasma y le preguntó a Paco, el Bajo, de sopetón,
¿cuál de tus dos chicos es más espabilado?
y Paco,
allá se andan,
y el señorito Iván,
el que me acompañó con el palomo, ¿cómo se llama?,
el Quirce, señorito Iván, es más campero,
y el señorito Iván, tras una pausa,
tampoco se puede decir que sea muy hablador,
y Paco,
pues, no señor, así las gasta, cosas de la juventud,
y el señorito Iván, mientras prendía un nuevo cigarrillo,
¿puedes decirme, Paco, qué quiere la juventud actual que no está a gusto en
ninguna parte?
y, a la mañana siguiente, el señorito Iván, en la pantalla, se sentía incomodo ante
el tenso hermetismo del Quirce, ante su olímpica indiferencia,
¿es que te aburres?
le preguntaba,
y el Quirce
mire, ni me aburro ni me dejo de aburrir,
y tornaba a guardar silencio, ajeno a la batida, pero cargaba con presteza y
seguridad las escopetas gemelas y localizaba sabiamente, sin un error, las
perdices derribadas, mas, a la hora de la cobra, se mostraba débil,
condescendiente ante la avidez insaciable de los secretarios vecinos, y el señorito
Iván bramaba,
Ceferino, maricón, no te aproveches de que el chico es nuevo ¡venga, dale
ese pájaro!
y, arropados por la pantalla, que era una situación casi doméstica que invitaba a
la confidencia, el señorito Iván intentaba ganarse al Quirce, insuflarle un poquito
de entusiasmo, pero el muchacho, sí, no, puede, a lo mejor, mire, cada vez más
lejano y renuente, y el señorito Iván iba cargándose como de electricidad, y así
que concluy ó el cacerío, en el amplio comedor de la Casa Grande, se desahogó,
los jóvenes, digo, Ministro, no saben ni lo que quieren, que en esta bendita paz
que disfrutamos les ha resultado todo demasiado fácil, una guerra les daba y o, tú
me dirás, que nunca han vivido como viven hoy, que a nadie le faltan cinco duros
en el bolsillo, que es lo que y o pienso, que el tener les hace orgullosos, que ¿qué
diréis que me hizo el muchacho de Paco esta tarde?,
y el Ministro le miraba con el rabillo del ojo, mientras devoraba con apetito el
solomillo y se pasaba cuidadosamente la servilleta blanca por los labios,
tú dirás,
y el señorito Iván,
muy sencillo, al acabar el cacerío, le largo un billete de cien, veinte duritos,
¿no?, y él, deje, no se moleste, que y o, te tomas unas copas, hombre, y él,
gracias, le he dicho que no, bueno, pues no hubo manera, ¿qué te parece?, que y o
recuerdo antes, bueno, hace cuatro días, su mismo padre, Paco, digo, gracias,
señorito Iván, o por muchas veces, señorito Iván, otro respeto, que se diría que
hoy a los jóvenes les molesta aceptar una jerarquía, pero es lo que y o digo,
Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos
tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida,
¿no?
y la concurrencia quedó unos minutos en suspenso, mientras el Ministro asentía y
masticaba, sin poder hablar, y, una vez que tragó el bocado, se pasó
delicadamente la servilleta blanca por los labios y sentenció,
la crisis de autoridad afecta hoy a todos los niveles,
y los comensales aprobaron las palabras del Ministro con cabeza-das adulatorias
y frases de asentimiento, mientras la Nieves cambiaba los platos, retiraba el
sucio con la mano izquierda y ponía el limpio con la derecha, la mirada recogida,
los labios inmóviles, y el señorito Iván seguía las evoluciones de la chica con
atención, y, al llegar junto a él, la miró de plano, descaradamente, y la
muchacha se encendió toda y dijo, entonces, el señorito Iván,
tu hermano, digo, niña, el Quirce, ¿puedes decirme por qué es tan morugo?
y la Nieves, cada vez más sofocada, levantó los hombros y sonrió remotamente,
y, finalmente, le puso el plato limpio por el lado derecho con mano temblorosa, y
así anduvo sin dar pie con bola toda la cena y, a la noche, a la hora de acostarse,
el señorito Iván volvió a llamarla,
niña, tira de este boto, ¿quieres?, ahora le ha dado por decir que no y no hay
forma de ponerlo fuera,
y la niña tiró del boto, primero de la punta y, luego, del talón, punta-talón, puntatalón, basculando, hasta que el boto salió y entonces, el señorito Iván levantó
perezosamente la otra pierna hasta la descalzadora,
ahora el otro, niña, y a haz el favor completo,
y cuando la Nieves sacó el otro boto, el señorito Iván descansó los pies sobre la
alfombra, sonrió imperceptiblemente y dijo, mirando a la muchacha,
¿sabes, niña, que has empollinado de repente y se te ha puesto una bonita
figura?
y la Nieves turbada, con un hilo de voz,
si el señorito no necesita otra cosa…
pero el señorito Iván rompió a reír, con su risa franca, resplandeciente,
ninguno salís a tu padre, a Paco digo, niña, ¿es que también te molesta que
elogie tu figura?
y la Nieves,
no es eso, señorito Iván,
y, entonces, el señorito Iván sacó la pitillera del bolsillo, golpeó un cigarrillo
contra ella y lo encendió,
¿qué tiempo te tienes tú, niña?
y la Nieves,
voy para quince, señorito Iván,
y el señorito Iván recostó la nuca en el respaldo de la butaca y expulsó el humo
en tenues volutas, despacio, recreándose,
verdaderamente no son muchos, puedes retirarte,
admitió,
mas cuando la Nieves alcanzaba la puerta voceó,
¡ah! y dile a tu hermano que para la próxima no sea tan desabrido, niña,
y salió la Nieves, pero en la cocina, fregando los cacharros, no podía parar,
descabalaba los platos, hizo añicos una fuente, que la Leticia, la de Cordovilla,
que subía al cortijo con ocasión de las batidas, le preguntaba.
¿puede saberse qué te pasa esta noche, niña?
pero la Nieves callada, que no salía de su desconcierto, y cuando concluy ó,
dadas y a las doce, al atravesar el jardín, camino de su casa, descubrió al señorito
Iván y a doña Purita besándose ferozmente a la luz de la luna bajo la pérgola del
cenador.
Libro sexto
El crimen
Don Pedro, el Périto, se presentó en la casa de Paco, el Bajo, vacilante, inseguro,
pero con estudiada prosopopey a, aunque la comisura de la boca tiraba de la
mejilla hacia la oreja derecha, demostrando su inestabilidad,
así que no viste salir a la señora, a doña Purita, digo, Régula
y la Régula,
ae, no señor, don Pedro, por el portón no salió, y a se lo digo, anoche no
quitamos la tranca más que para que pasara el coche del señorito Iván,
y don Pedro, el Périto,
¿estás segura de lo que dices, Régula?
y la Régula,
ae, como que a estos ojos se los ha de comer la tierra, don Pedro,
y, a su lado, Paco, el Bajo, apoy ado en los bastones, refrendaba las palabras de la
Régula y Azarías sonreía bobamente con la grajeta sobre el hombro, y, en vista
de que no sacaba nada en limpio, don Pedro, el Périto, desistió, se separó del
grupo y se alejó corralada adelante, hacia la Casa Grande, la cabeza humillada,
replegados los hombros, golpeándose alternativamente los bolsillos del tabardo
como si, en lugar de la mujer, hubiera perdido la cartera, y, cuando desapareció
de su vista, la Nieves salió a la puerta con la Charito en los brazos y dijo de
sopetón,
padre, doña Purita andaba anoche abrazándose en el cenador con el señorito
Iván, ¡madre qué besos!
humilló la cabeza como excusándose y Paco, el Bajo, adelantó los bastones y,
apoy ándose en ellos, se llegó a la Nieves,
tú calla la boca, niña,
alarmado,
¿sabe alguien que los viste juntos?
y la Nieves,
¿quién lo iba a saber? eran y a más de las doce y en la Casa Grande no
quedaba alma,
y Paco, el Bajo, cuy a inquietud se desbordaba por los ojos, por los sensitivos
agujeros de su chata nariz, bajó aún más la voz,
de esto ni una palabra, ¿oy es?, en estos asuntos de los señoritos, tú, oír, ver y
callar,
mas no habían concluido la conversación, cuando regresó don Pedro, el Périto, el
chaquetón desabotonado, sin corbata, lívido, las grandes manos peludas caídas a
lo largo del cuerpo y con la mandíbula inferior como desarticulada,
decididamente doña Purita no está en la Casa,
dijo, tras breve vacilación,
no está en ninguna parte doña Purita, den razón al personal del cortijo, a lo
mejor han raptado a doña Purita y estamos aquí, cruzados de brazos, perdiendo
el tiempo,
pero él no estaba cruzado de brazos, sino que se frotaba una mano con otra y
levantaba hacia ellos sus ojos enloquecidos y Paco, el Bajo, fue dando razón,
casa por casa, alrededor de la corralada, una vez que todos estuvieron reunidos,
don Pedro, el Périto, se encaramó al abrevadero y comunicó la desaparición de
doña Purita,
quedó en la Casa Grande dirigiendo la recogida cuando y o me acosté,
después no la he vuelto a ver, ¿alguno de vosotros ha visto a doña Purita pasada la
medianoche?
y los hombres se miraban entre sí, con expresión indescifrable, y alguno
montaba el labio inferior sobre el superior para hacer más ostensible su
ignorancia, o negaban categóricamente con la cabeza, y Paco, el Bajo, miraba
fijo para la Nieves, pero la Nieves se dejaba mirar y mecía acompasadamente a
la Charito, sin decir que sí ni que no, impasible, pero, de pronto, don Pedro, el
Périto, se encaró con ella y la Nieves se arreboló toda, sobresaltada,
niña,
dijo,
tú estabas en la Casa Grande cuando nos retiramos y doña Purita andaba por
allí, trasteando, ¿es que no la viste luego?,
y la Nieves, aturdida, denegaba, acompasaba con la cabeza el vaivén de sus
brazos acunando a la Niña Chica, y, ante su negativa, don Pedro, el Périto, volvió
a palparse repetidamente, desoladamente, los grandes bolsillos de melle de su
chaquetón y a mover nerviosamente la comisura derecha de la boca,
mordiéndose la mejilla por dentro,
está bien,
dijo,
podéis marcharos,
se volvió a la Régula,
tú, Régula, aguarda un momento,
y, al quedar mano a mano con la Régula, el hombre se desarmó que
doña Purita ha tenido que salir con él, con el señorito Iván, digo, Régula,
simplemente por embromarme, no te pienses otra cosa, que eso no, pero
forzosamente ha tenido que salir por el portón, no cabe otra explicación,
y la Régula,
ae, pues con el señorito Iván bien fijo que no iba, don Pedro, que el señorito
Iván iba solo, tal que así, y nada más me dijo, me dijo, Régula, cuidame a ese
hombre, por el Paco, ¿sabe?, que, antes de fin de mes he de volver por el palomo
y me hace falta, eso me dijo, y y o le quité la tranca y él se marchó,
pero don Pedro, el Périto, se impacientaba,
el señorito Iván llevaba el Mercedes, ¿no es cierto Régula?
y a la Régula se le aplanó la mirada,
ae, don Pedro, y a sabe que y o de eso no entiendo, el coche azul traía, ¿le
basta?
el Mercedes,
ratificó don Pedro, e hizo unos visajes en cadena tan rápidos y pronunciados que
la Régula pensó que jamás de los jamases se le volvería a poner derecha la cara,
una cosa, Régula, ¿te fijaste… te fijaste si en el asiento trasero llevaba, por
casualidad, el señorito Iván la gabardina, ropa alguna, o la maleta?
y la Régula,
ae, ni reparé en ello, don Pedro, si quiere que le diga mi verdad,
y don Pedro trató de sonreír para restar importancia al asunto, pero le salió una
mueca helada y con ese gesto de dolor de estómago en los labios, se inclinó
confidencial sobre el oído de la Régula y puntualizó,
Régula, piénsatelo dos veces antes de contestar, ¿no iría… no iría doña Purita
dentro del coche, tumbada, pongo por caso, en el asiento posterior, cubierta con
un abrigo u otra prenda cualquiera?, entiéndeme, y o no es que desconfíe, tú y a
me comprendes, sino que tal vez andaba de broma y se me ha largado a Madrid
para darme achares,
y la Régula, cuy a mirada se afilaba por momentos, insistió en su negativa,
ae, y o no vi más que al señorito Iván, don Pedro, que el señorito Iván, cuando
y o me arrimé, me dijo, Régula, cuidame a ese hombre, por el Paco, ¿sabe?…
y a, y a, y a…
interrumpió don Pedro, colérico,
ese cuento y a me lo has contado, Régula,
y bruscamente dio media vuelta y se alejó, y, a partir de ese momento, se le vio
por el cortijo vagando de un sitio a otro, sin meta determinada, la barbilla en el
pecho, la espalda encorvada, los hombros encogidos, como si quisiera hacerse
invisible, batiendo, de cuando en cuando, con las palmas de sus manos en los
bolsones del chaquetón, desalentado, y así transcurrió una semana, y el sábado
siguiente, cuando sonó ante el portón del cortijo él claxon del Mercedes, don
Pedro, el Périto, se puso temblón y se sujetaba una mano con otra para que no se
le notase, pero acudió presuroso a la puerta y, en tanto la Régula retiraba la
tranca, él, don Pedro, trataba de serenarse y una vez que el coche se puso en
marcha y se deslizó suavemente hasta los arriates de geranios, todos pudieron
comprobar que el señorito Iván venía solo, con su cazadora de ante llena de
cremalleras, y su foulard al cuello y la visera de pana fina sombreándole el ojo
derecho, y, más abajo, resaltando sobre la piel dorada, su amplia sonrisa
blanquísima y don Pedro, el Périto, no pudo contener su ansiedad y allí mismo,
en el patio, ante la Régula y Paco, el Bajo, que había salido hasta la puerta, le
preguntó,
una cosa, Iván, ¿no viste por casualidad a Purita la otra noche después de la
comida? No sé qué ha podido sucederle, en el cortijo no está y …
y, a medida que hablaba, la sonrisa del señorito Iván se hacía más ancha y su
dentadura destellaba y, con estudiada frivolidad dio un papirotazo a la gorra con
un dedo y ésta se levantó dejando al descubierto la frente y el nacimiento de su
pelo negrísimo y
no me digas que has perdido a tu mujer, Pedro, está bueno eso, ¿no habréis
regañado como de costumbre y andará en casa de su madre esperando tu santo
advenimiento?,
y don Pedro movía arriba y abajo sus hombros huesudos, que en una semana se
había dado este hombre lo que otros en veinte años, virgen, que tenía las mejillas
estiradas y azules de puro pálidas y hacia constantes aspavientos con la boca y,
finalmente, reconoció,
regañar, sí regañamos, Iván, las cosas como son, como tantas noches, pero
dime, ¿por dónde ha salido del cortijo esta mujer, si la Régula jura y perjura que
no retiró la tranca más que para ti, eh?, hazte cuenta que de haber escapado a
campo través, por los encinares, los mastines la hubieran destrozado, tú sabes
cómo las gastan esos perros, Iván, que son peores que las fieras,
y el señorito Iván se ensortijaba un mechón de pelo en su índice derecho y
parecía reflexionar y, al cabo de un rato, dijo,
si habíais regañado, ella pudo meterse en la maleta de mi coche, Pedro, o en
el hueco del asiento trasero, el Mercedes es muy capaz, ¿comprendes?, meterse
en cualquier sitio, digo, Pedro, sin que y o me enterase y luego apearse en
Cordovilla, o en Fresno, que tomé gasolina, o, si me apuras, en el mismo Madrid,
¿no?, y o soy distraído, ni me hubiera dado cuenta…
y los ojos de don Pedro, el Périto, se iban llenando de luz y de lágrimas,
claro, Iván, naturalmente que pudo ser así,
dijo,
y el señorito Iván se ajustó la visera, abrió de nuevo su generosa sonrisa y le
propinó un amistoso golpe en el hombro a don Pedro, el Périto, a través de la
ventanilla,
otra cosa no te pienses, Pedro, que eres muy aficionado al melodrama, la
Purita te quiere, tú lo sabes, y además,
rió,
tu frente está lisa como la palma de la mano, puedes dormir tranquilo,
y tornó a reír, inclinado sobre el parabrisas, puso el coche en marcha y se dirigió
a la Casa Grande, pero, antes de la hora de la cena, estaba de nuevo en casa de
Paco, el Bajo,
¿cómo va esa pierna, Paco? que antes con el dichoso sofoco de don Pedro, ni
siquiera te pregunté,
y Paco, el Bajo,
y a ve, señorito Iván, poquito a poco,
y el señorito Iván se agachó, le miró fijamente a los ojos y le dijo en tono de
reto,
a que no tienes huevos, Paco, para salir mañana con el palomo,
y Paco, el Bajo, escrutó la cara del señorito Iván con estupor, tratando de
adivinar si hablaba en serio o bromeaba, pero ante la imposibilidad de resolverlo,
preguntó,
¿lo dice en serio o en broma, señorito Iván?
y el señorito Iván cruzó el dedo pulgar sobre el índice, lo besó, y puso cara de
circunstancias,
hablo en serio, Paco, te lo juro, tú me conoces y sabes que con estas cosas de
la caza y o no bromeo y con tu chico el Quirce, no me gusta, vay a, te voy a ser
franco, Paco, que parece como si le hiciese a uno un favor, ¿comprendes? y no
es eso, Paco, tú me conoces, que de no estar a gusto en el campo prefiero
quedarme en casa,
mas Paco, el Bajo, señaló con un dedo la pierna escay olada,
pero, señorito Iván, ¿dónde quiere que vay a con este engorro?
y el señorito Iván bajó la cabeza,
verdaderamente,
admitió,
pero, tras unos segundos de vacilación, levantó los ojos de golpe,
¿y qué me dices de tu cuñado, Paco, ese retrasado, el de la graja? tú me
dijiste una vez que con el palomo podía dar juego,
y Paco, el Bajo, ladeó la cabeza,
el Azarías es inocente, pero pruebe, mire, por probar nada se pierde,
volvió los ojos hacia la fila de casitas molineras, todas gemelas, con el
emparrado sobre cada una de las puertas, y voceó,
¡Azarías!
y, al cabo de un rato, se personó el Azarías, el pantalón por las corvas, la sonrisa
babeante, masticando la nada,
Azarías,
dijo Paco, el Bajo,
el señorito Iván te quiere llevar mañana al campo con el reclamo…
¿con la milana?,
atajó Azarías, transfigurado,
y Paco, el Bajo,
aguarda, Azarías, no se trata de la milana ahora, sino del cimbel, de los
palomos ciegos, ¿entiendes?, hay que amarrarlos a la copa de una encina,
moverles con un cordel y aguardar…
el Azarías asentía,
¿como en la Jara, con el señorito?
inquirió,
talmente como en la Jara, Azarías,
respondió Paco, el Bajo, y, al día siguiente, a las siete de la mañana, y a estaba el
señorito Iván a la puerta con el Land Rover marrón,
¡Azarías!,
¡Señorito!
se movían silenciosamente en la penumbra, como sombras, que sólo se oía el
húmedo entrechocar de las encías del Azarías, mientras en la línea más profunda
de la Sierra apuntaba y a la aurora,
pon ahí detrás los trebejos y la jaula con los palomos, ¿llevas la soga para
trepar?, ¿vas a subir descalzo a los árboles? ¿no te lastimarás los pies?
pero el Azarías atendía los preparativos sin escucharle y, antes de arrancar, sin
pedir permiso al señorito Iván, se llegó al cobertizo, cogió el bote de pienso
compuesto, salió a la corralada, levantó la cabeza, entreabrió los labios y
¡quiá!
reclamó con la voz afelpada, acusadamente nasal, y, desde la punta de la veleta,
la grajilla respondió a su llamada,
¡quiá!
y el pájaro miró hacia abajo, hacia las sombras que se movían en torno al coche,
y aunque la corralada estaba aún entre dos luces, se inclinó hacia adelante y se
lanzó al vacío, describiendo círculos alrededor del grupo y, finalmente, se abatió
sobre el hombro derecho del Azarías, entreabriendo las alas para equilibrarse y,
luego, saltó al antebrazo y abrió el pico, y el Azarías, con la mano izquierda, iba
embutiendo en él pellas de pienso humedecido, mientras babeaba y musitaba con
ternura,
milana bonita, milana bonita,
y el señorito Iván,
es cojonudo, come más que vale el pájaro ese, ¿es que todavía no sabe
comer solo?
y el Azarías sonreía maliciosamente con las encías,
¿qué hacer si no saber?
y una vez que se sació, como el señorito Iván se aproximara, la grajeta se
arrancó a volar y, al topar con la portada de la Capilla, se repinó airosamente, la
sobrevoló y se posó en el alero, mirando hacia abajo, y, entonces, el Azarías la
sonrió e hizo un ademán de despedida con la mano y, y a dentro del coche, repitió
el ademán por el cristal trasero, mientras el señorito Iván enfilaba el carril de la
Sierra y trepaba hacia el encinar del Moro y, una vez allí, se apearon, el Azarías
se orinó las manos al amparo de un carrasco y, al concluir, se encaramó a pulso
a la encina más corpulenta, engarfiando las manos en el camal y pasando las
piernas flexionadas por el hueco entre los brazos, como los monos, y el señorito
Iván,
¿para qué te quieres la soga, Azarías?
y el Azarías,
¿qué falta hace, señorito? me alarga el chisme ese,
y el señorito Iván levantó el balancín con el palomo ciego amarrado y le
preguntó,
¿qué años te tienes tú, Azarías?
y el Azarías, en lo alto, con el balancín en la mano izquierda, papaba el viento,
un año más que el señorito,
respondió,
y el señorito Iván, perplejo,
¿de qué señorito me estás hablando, Azarías?
y el Azarías, mientras amarraba el balancín,
del señorito,
y el señorito Iván,
¿el de la Jara?,
y el Azarías, asentado en el camal, recostado en el tronco, sonreía bobamente al
azul sin responder, en tanto el señorito Iván pinaba unas ramas secas para perfilar
el tollo, bajo la encina, y, una vez rematado, atisbó el cielo hacia el sur un cielo
azul tenue, levemente empañado por la calima, y frunció el ceño,
no se ve rastro de vida, ¿no andaremos pasados de fecha?
pero el Azarías andaba enredando con el balancín, un-dos, un-dos, un-dos, tal que
si fuera un juguete, y el palomo ciego, amarrado al eje, aleteaba frenéticamente
para no caerse, y el Azarías sonreía con las encías rosadas y el señorito Iván,
para quieto, Azarías, no me lo malees, mientras no hay a pájaros arriba es
bobería amagar,
mas el Azarías continuaba tironeando, un-dos, un-dos, un-dos, a ver, por niñez,
por enredar, y el señorito Iván, entre que no se veía un palomo en el cielo y
barruntaba una mañana aciaga, se le iba agriando el carácter,
¡quieto he dicho, Azarías, coño! ¿es que no me oy es?
y, ante su arrebato, el Azarías se acobardó y quedó inmóvil, aculado en el camal,
sonriendo a los ángeles, con su sonrisa desdentada, como un niño de pecho, hasta
que, transcurridos unos minutos, surgieron cinco zuritas, como cinco puntos
negros sobre el azul pálido del firmamento y el señorito Iván, dentro del
escondedero, aprestó la escopeta y musitó con media boca,
ahí vienen, templa ahora, Azarías,
y el Azarías agarró el extremo del cordel y templó,
así, dale, dale,
pero las zuritas ignoraron el reclamo, giraron a la derecha y se perdieron en el
horizonte lo mismo que habían venido, mas, un cuarto de hora después, apareció
al suroeste un bando más denso y la escena se repitió, las palomas desdeñaron el
cimbel y doblaron hacia los encinares del Alcorque, con la consiguiente
desesperación del señorito Iván,
no lo quieren, ¡las hijas de la gran puta!, tira para abajo, Azarías, vámonos al
Alisón, las pocas que hay parece que se echan hoy a esa querencia,
y el Azarías descendió con el balancín a cuestas, tomaron el Land Rover, y,
sorteando canchales, se dirigieron al Alisón, y una vez en el mogote, el Azarías se
orinó las manos, trepó raudo a un alcornoque gigante, amarró el cimbel y a
aguardar, pero tampoco parecía que allí hubiera movimiento, aunque era pronto
para determinarlo, pero el señorito Iván en seguida perdía la paciencia,
abajo, Azarías, esto parece un cementerio, no me gusta, ¿sabes?, la cosa se
está poniendo fea,
y nuevamente cambiaron de puesto, pero las palomas, muy escasas y
desperdigadas, se mostraban difidentes, no doblaban al engaño y y a, a media
mañana, el señorito Iván, aburrido de tanto aguardo inútil, empezó a disparar a
diestro y siniestro, a los estorninos, y a los zorzales, y a los rabilargos, y a las
urracas, que más parecía loco, y entre tiro y tiro, voceaba como un enajenado,
¡si las zorras estas dicen que no, es que no!
y cuando se cansó de hacer barrabasadas y de decir incoherencias, regresó junto
al árbol y le dijo al Azarías,
desarma el balancín y baja, Azarías, esta mañana no hay nada que hacer,
veremos si a la tarde cambia la suerte,
y el Azarías recogió los bártulos y bajó y, conforme franqueaban la ladera
soleada, camino del Land Rover, apareció muy alto, por encima de sus cabezas,
un nutrido bando de grajetas y el Azarías levantó los ojos, hizo visera con la
mano, sonrió, masculló unas palabras ininteligibles, y, finalmente, dio un
golpecito en el antebrazo al señorito Iván,
atienda,
dijo,
y el señorito Iván, malhumorado
¿qué es lo que quieres que atienda, zascandil?
y el Azarías, babeaba y señalaba a lo alto, hacia los graznidos, dulcificados por la
distancia, de los pájaros,
muchas milanas, ¿no las ve?
y, sin aguardar respuesta, elevó al cielo su rostro transfigurado y gritó haciendo
bocina con las manos,
¡quiá!
y, repentinamente, ante el asombro del señorito Iván, una grajeta se desgajó del
enorme bando y picó en vertical, sobre ellos, en vuelo tan vertiginoso y tentador,
que el señorito Iván, se armó, aculató la escopeta y la tomó los puntos, de arriba
abajo como era lo procedente, y el Azarías al verlo, se le deformó la sonrisa, se
le crispó el rostro, el pánico asomó a sus ojos y voceó fuera de sí,
¡no tire, señorito, es la milana!
pero el señorito Iván notaba en la mejilla derecha la dura caricia de la culata, y
notaba, aguijoneándole, la represión de la mañana y notaba, asimismo
estimulándole, la dificultad del tiro de arriba abajo, en vertical y, aunque oy ó
claramente la voz implorante del Azarías,
¡señorito, por sus muertos, no tire!
no pudo reportarse, cubrió al pájaro con el punto de mira, lo adelantó y oprimió
el gatillo y simultáneamente a la detonación, la grajilla dejó en el aire una estela
de plumas negras y azules, encogió las patas sobre si misma, dobló la cabeza, se
hizo un gurruño, y se desplomó, dando volteretas, y, antes de llegar al suelo, y a
corría el Azarías ladera abajo, los ojos desorbitados, regateando entre las jaras y
la montera, la jaula de los palomos ciegos bamboleándose ruidosamente en su
costado, chillando,
¡es la milana, me ha matado a la milana!
y el señorito Iván tras él, a largas zancadas, la escopeta abierta, humeante, reía,
será imbécil, el pobre,
como para sí y, luego elevando el tono de voz,
¡no te preocupes, Azarías, y o te regalaré otra!
pero el Azarías, sentado orilla una jara, en el rodapié, sostenía el pájaro
agonizante entre sus chatas manos, la sangre caliente y espesa escurriéndole
entre los dedos, sintiendo, al fondo de aquel cuerpecillo roto, los postreros,
espaciados, latidos de su corazón, e, inclinado sobre él, sollozaba mansamente,
milana bonita, milana bonita,
y, el señorito Iván, a su lado,
debes disculparme, Azarías, no acerté a reportarme ¡te lo juro!, estaba
quemado con la abstinencia de esta mañana, compréndelo,
mas el Azarías no le escuchaba, estrechó aún más el cuenco de sus manos sobre
la grajera agonizante, como si intentara retener su calor, y alzó hacia el señorito
Iván una mirada vacía
¡se ha muerto! ¡la milana se ha muerto, señorito!
dijo,
y de esta guisa, con la grajilla entre las manos se apeó minutos después en la
corralada y salió Paco, el Bajo, apoy ado en sus bastones, y el señorito Iván,
a ver si aciertas a consolar a tu cuñado, Paco, le he matado el pájaro y está
hecho un lloraduelos,
reía, y a renglón seguido, trataba de justificarse.
tú, Paco, que me conoces, sabes lo que es una mañana de aguardo sin ver
pájaro, ¿no? bueno, pues eso, cinco horas de plantón, y, en éstas, esa jodida graja
pica de arriba abajo, ¿te das cuenta?, ¿quién es el guapo que sujeta el dedo en
estas circunstancias, Paco? explícaselo a tu cuñado y que no se disguste, coño,
que no sea maricón, que y o le regalaré otra grajilla, carroña de ésa es lo que
sobra en el cortijo,
y Paco, el Bajo, miraba, alternativamente, al señorito Iván y al Azarías, aquél
con los pulgares en las axilas del chaleco-canana, sonriendo con su sonrisa
luminosa, éste, engurruñado, encogido sobre sí mismo, abrigando al pájaro
muerto con sus manos achatadas, hasta que el señorito Iván subió de nuevo al
Land Rover, lo puso en marcha y dijo desde la ventanilla,
no te lo tomes así, Azarías, carroña de ésa es lo que sobra, a las cuatro
volveré a por ti, a ver si pinta mejor a la tarde,
pero al Azarías le resbalaban los lagrimones por las mejillas,
milana bonita, milana bonita,
repetía,
mientras el pájaro se le iba quedando rígido entre los dedos y, cuando notó que
aquello y a no era un cuerpo sino un objeto inanimado, el Azarías se levantó del
tajuelo y se acercó al cajón de la Niña Chica y, en ese momento, la Charito
emitió uno de sus alaridos lastimeros y el Azarías le dijo a la Régula, frotándose
mecánicamente la nariz con el antebrazo,
¿oy es, Régula? la Niña Chica llora porque el señorito me ha matado la
milana,
mas, a la tarde, cuando el señorito Iván pasó a recogerle, el Azarías parecía otro,
más entero, que ni moquiteaba ni nada, y cargó la jaula con los palomos ciegos,
el hacha y el balancín y una soga doble grueso que la de la mañana en la trasera
del Land Rover, tranquilo, como si nada hubiera ocurrido, que el señorito Iván,
reía,
¿no será esa maroma para mover el balancín, verdad Azarías?
Y el Azarías,
para trepar la atalay a es,
y el señorito Iván,
andando, a ver si quiere cambiar la suerte y metió el coche en el carril, las
ruedas en los relejes profundos, y aceleró mientras silbaba alegremente,
el Ceferino asegura por sus muertos que en la linde de lo del Pollo se movían
anteay er unos bandos disformes,
pero el Azarías parecía ausente, la mirada perdida más allá del parabrisas, las
chatas manos inmóviles sobre la bragueta sin un botón y el señorito Iván, en vista
de su pasividad, comenzó a silbar una tonadilla más viva, pero así que se apearon
y divisó el bando, se puso loco,
apura, Azarías, coño, ¿es que no las ves? hay allí una junta de más de tres mil
zuritas, ¡la madre que las parió!, ¿no ves cómo negrea el cielo sobre el encinar?
y sacaba atropelladamente las escopetas, y el maletín de los cartuchos, y se
ceñía a la cintura las bolsas de cuero y completaba los huecos del chalecocanana,
aviva, Azarías, coño,
repetía,
pero el Azarías tranquilo, apiló los trebejos junto al Land Rover, depositó la jaula
de los palomos ciegos al pie del árbol y trepó tronco arriba, el hacha y la soga a
la cintura, y una vez en el primer camal, se inclinó hacia abajo, hacia el señorito
Iván,
¿me alarga la jaula, señorito?
y el señorito Iván alzó el brazo, con la jaula de los palomos en la mano, y,
simultáneamente, levantó la cabeza y, al hacerlo, el Azarías le echó al cuello la
soga con el nudo corredizo, a manera de corbata, y tiró del otro extremo,
ajustándola, y el señorito Iván, para evitar soltar la jaula y lastimar a los
palomos, trató de zafarse de la cuerda con la mano izquierda, porque aún no
comprendía,
¿pero qué demonios pretendes, Azarías? ¿es que no has visto la nube de zuritas
sobre los encinares del Pollo, cacho maricón?
y así que el Azarías pasó el cabo de la soga por el camal de encima de su cabeza
y tiró de él con todas sus fuerzas, gruñendo y babeando, el señorito Iván perdió
pie, se sintió repentinamente izado, soltó la jaula de los palomos y
¡Dios!… estás loco… tú,
dijo ronca, entrecortadamente,
de tal modo que apenas si se le oy ó y, en cambio, fue claramente perceptible el
áspero estertor que le siguió como un prolongado ronquido y, casi
inmediatamente, el señorito Iván sacó la lengua, una lengua larga, gruesa y
cárdena, pero el Azarías ni le miraba, tan sólo sostenía la cuerda, cuy o cabo
amarró ahora al camal en que se sentaba y se frotó una mano con otra y sus
labios esbozaron una bobalicona sonrisa, pero todavía el señorito Iván, o las
piernas del señorito Iván, experimentaron unas convulsiones extrañas, unos
espasmos electrizados, como si se arrancaran a bailar por su cuenta y su cuerpo
penduleó un rato en el vacío hasta que, al cabo, quedó inmóvil, la barbilla en lo
alto del pecho, los ojos desorbitados, los brazos desmay ados a lo largo del cuerpo,
mientras Azarías, arriba, mascaba salivilla y reía bobamente al cielo, a la nada,
milana bonita, milana bonita,
repetía mecánicamente,
y, en ese instante, un apretado bando de zuritas batió el aire rasando la copa de la
encina en que se ocultaba.
MIGUEL DELIBES SETIÉN nació en Valladolid (España), el 17 de octubre de
1920. El apellido Delibes proviene, no obstante, de Toulouse (Francia), y a que su
abuelo paterno, Frédéric Delibes Roux —emparentado lejanamente con el
compositor Léo Delibes— se asienta en España en 1860, adonde emigra para
participar en la construcción de una línea de ferrocarril en la provincia de
Santander. En uno de sus pueblos, Molledo-Portolín —escenario luego de una de
las primeras novelas delibeanas, « El camino» —, se casa con Saturnina Cortés, y
con los años traslada el matrimonio su residencia a Valladolid.
Miguel Delibes es el tercero de los ocho hijos del matrimonio Adolfo Delibes,
profesor y director de la Escuela de Comercio de Valladolid, y de María Setién,
burgalesa de origen.
El niño Miguel estudia en el colegio de La Salle y, en 1938, con 17 años, y
antes de que le movilicen como soldado en la guerra civil que asola España desde
1936, decide enrolarse como voluntario en la Marina. « Casi con seguridad iban a
destinarme a Infantería y me horrorizaba la idea del cuerpo a cuerpo, la guerra
en el mar era más despersonalizada, el blanco era un barco, un avión, nunca un
hombre. Yo lo veía como un mal menor» .
Delibes, sin embargo, queda profundamente marcado por el conflicto bélico.
« Si fuera posible —ha escrito— hacer un estudio médico de las personas que
participamos en aquella terrible guerra, resultaría que los mutilados síquicos
somos bastantes más que los mutilados físicos que airean sus muñones» .
Regresa a Valladolid recién terminada la guerra y estudia Comercio y
Derecho. Sin embargo, ninguna de estas carreras le complace. Y sólo el azar
quiere —él mismo lo ha reconocido así— que desemboque en el mundo del
periodismo y de la literatura. Un azar que comienza cuando, al estudiar el
Manual de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues, descubre la belleza del
lenguaje y la eficacia de la metáfora y el adjetivo oportunamente empleado.
Como también le gusta el dibujo —su padre le ha matriculado en la Escuela de
Artes y Oficios—, Miguel Delibes ingresa como caricaturista, en 1941, en « El
Norte de Castilla» , el periódico de su ciudad, y pasa luego a ser redactor.
Ya es por entonces novio de Ángeles de Castro y ésta —que luego será su
esposa— le anima a leer y a satisfacer el espontáneo deseo de ponerse a escribir.
De esta manera, casi por puro azar y con una formación eminentemente
autodidacta en lo que a lo literario se refiere, escribe su primera novela, « La
sombra del ciprés es alargada» , que consigue el prestigioso premio Nadal, en la
noche de Rey es de 1948.
Es el espaldarazo. Dos años antes se había casado con Ángeles de Castro y
había conseguido la cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de
su ciudad.
A partir de ahora compaginará la enseñanza, el periodismo y la literatura.
Miguel Delibes es nombrado subdirector de « El Norte de Castilla» en 1952 y
director en 1958. Emprende una serie de campañas en favor del medio rural
castellano y ello le lleva a enfrentarse con el régimen y la censura reinantes,
viéndose obligado a dimitir de su cargo en 1963. Pero no ceja por eso en su
denuncia de la postración de Castilla y, cuando no puede hacerlo desde el
periódico, lo hace desde la narrativa. Nace así su novela « Las ratas» (1962),
verdadera epopey a novelada de la tragedia del campo castellano.
Pero y a antes había publicado varios títulos más, en especial « El camino»
(1950), su tercera novela y arranque y confirmación de lo que habrá de ser su
auténtico estilo narrativo.
Junto a títulos señeros como « La hoja roja» (1959), « Cinco horas con
Mario» (1966), « Parábola del náufrago» (1968) —su novela más experimental
—, o « Las guerras de nuestros antepasados» (1975), Delibes publica también sus
primeros libros de caza y crónicas de viajes, principalmente « USA y y o»
(1966), consecuencia de su estancia de seis meses en Estados Unidos, como
Profesor visitante de la universidad de Mary land.
En 1973, con más de veinte libros publicados y varios premios en su haber,
Miguel Delibes es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua,
ocupando el sillón e minúscula. La toma de posesión tiene lugar el 25 de may o de
1975, y su discurso versa sobre « El sentido del progreso desde mi obra» .
Sólo unos meses antes, en noviembre de 1974, había muerto su esposa
Ángeles, a la que el novelista había calificado como su « equilibrio» y la « mejor
mitad de mí mismo» . En una novela que Delibes publicará diecisiete años más
tarde, « Señora de rojo sobre fondo gris» (1991), evocará la singular figura de
esta mujer.
La muerte de su esposa deja sumido al escritor en una profunda depresión, de
la que comienza a salir tres años más tarde con la publicación de su novela « El
disputado voto del señor Cay o» (1978). Siguen nuevas novelas, nuevos libros de
caza, alguna nueva crónica viajera y varios de sus relatos —doce en total— son
llevados al cine o al teatro. « Los santos inocentes» en la pantalla y « Cinco horas
con Mario» en los escenarios son los logros más notables en sendos géneros.
Llegan también para Miguel Delibes los reconocimientos y los premios: el
Príncipe de Asturias, en 1982; el premio de las Letras de Castilla y León, en
1984; el de las Letras Españolas, en 1991; y dos años más tarde, en 1993, el
premio Cervantes, el más prestigioso galardón para escritores de habla hispana.
Su discurso de aceptación del premio ha sido considerado como uno de los más
bellos y profundos de cuantos se hay an pronunciado en el Paraninfo de la
Universidad de Alcalá de Henares. Y aun cuando en él parece dar a entender
Miguel Delibes que da por clausurada su creación literaria, cinco años más tarde,
en 1998, publica la que puede considerarse su novela más ambiciosa: « El
hereje» , un alegato en favor de la libertad de conciencia. La novela se desarrolla
en el Valladolid del siglo XVI, y « a Valladolid, mi ciudad» dedica Delibes el
libro. Ciudad donde nació y donde ha vivido siempre porque, como él mismo ha
repetido, « soy como un árbol, que crece donde lo plantan» .
Tras la publicación de « El hereje» su carrera literaria prácticamente se
detuvo, principalmente por el cáncer de colon que padecía el escritor
precisamente desde la última fase de redacción de su última gran novela.
Recibió en 2007 el Premio Quijote de las Letras Españolas. El escritor trataría
aún de sacar adelante una nueva novela corta mediada la década del 2000. La
obra, que iba a llevar por título « Diario de un artrítico reumatoide» , fue
finalmente abandonada después de medio centenar de cuartillas manuscritas. Por
su incapacidad, tras ser galardonado con el Premio Vocento a los Valores
Humanos, Juan Carlos I y Sofía de Grecia, Rey es de España, visitaron
personalmente al escritor en su domicilio vallisoletano. La comunidad autónoma
de Castilla y León le entregó en noviembre de 2009 la Medalla de Oro de Castilla
y León como reconocimiento por « su defensa del castellano» , calificando al
autor como « maestro de narradores» . De igual modo, numerosas entidades
culturales e intelectuales españolas e internacionales propusieron en varias
ocasiones al escritor como candidato al Premio Nobel de Literatura.
Miguel Delibes murió en Valladolid el 12 de marzo de 2010, a los 89 años de
edad.