Carlos Surghi
Universidad Nacional de Córdoba CONICET – Argentina
Literatura: teoría, historia, crítica · Vol. 14, n.º 2, jul. - dic. 2012 · 0123-5931 (impreso) · 2256-5450 (en línea) · páginas 153-174
carlossurghi@yahoo.com.ar
El presente trabajo analiza las figuraciones autobiográficas del escritor Thomas
Bernhard a través de sus Relatos autobiográficos. Para ello, apunta a señalar de
qué modo, en dichos textos, diversas experiencias son narradas como formas
de autoconocimiento. Los relatos fueron publicados entre 1976 y 1982, periodo
que aparece en la vida de Bernhard como un instante de reflexión, recogimiento
e intimidad que busca dar cuenta del pasado como instancia formadora del
artista. Sin embargo, la preponderancia literaria de cada relato relaciona de
un modo evidente las aparentes confesiones del escritor con los espacios, las
circunstancias y los personajes tematizados en sus ficciones. Así, la escritura
autobiográfica inicialmente testimonial termina siendo en realidad una invención biográfica.
Palabras clave: autobiografía; relato; testimonio; intimidad; ficción; subjetividad.
VISITING THOMAS BERNHARD: INVENTION
AND AUTOBIOGRAPHY
This paper analyzes the autobiographical configurations of the writer Thomas
Bernhard through his Autobiographical Stories. Thus, our reading aims to show
how, in these texts, different experiences are narrated as forms of self-knowledge. The tales were published between 1976 and 1982; this period appears in the
life of our writer as a moment of reflection, contemplation and intimacy which
seeks to explain the past as a formative element for every artist. However, the
literary dimension which each story assumes establishes obvious connections
between the writer’s apparent confessions and the spaces, circumstances and
characters evoked throughout his fiction. Thus, purportedly testimonial autobiographical writing ends up being really a biographical invention.
Keywords: autobiography, narrative, testimony, intimacy, fiction, subjectivity.
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Artículo de reflexión. Recibido: 27/08/12; aceptado: 22/10/12
VISITA A THOMAS BERNHARD: INVENCIÓN
Y AUTOBIOGRAFÍA
Carlos Surghi
Yo mismo pude esconder siempre mi desgracia bajo la superficie, pude
hacerla invisible.
Thomas Bernhard, El origen, 24
L
o más extraño que puede ocurrirnos al leer cualquier
texto es visitar la intimidad que todo escritor lleva dentro
de sí. Pero tal vez el tiempo de la literatura —la felicidad de
sus momentos, ciertas respuestas a preguntas que vienen sin saber
por qué— sea solo eso: una suerte de inmersión en la oscuridad del
cuarto propio, una visita inesperada a los papeles perdidos del día
a día, una contemplación morbosa del hundimiento que la obra le
pide a quien se cree destinado a ella. Ocurre que en las alturas de la
distancia que lo protege detrás de la ficción, en el anonimato practicado como una manía solitaria en la que no hay nada más que las
propias experiencias, o hasta en la exhibición bochornosa de cada
una de esas máscaras que se reducen a una sola, hay una abierta
intranquilidad en el escritor por aquello que no debería dejar ver,
por lo imposible de averiguar, por lo que el lector nunca debería
intuir como cierto: que todo se trata de una voz débil, indiferente y
al mismo tiempo sin un más allá del tiempo que le toca vivir.
¿Sobrevivirá en sus papeles transformando esa debilidad en
fortaleza? ¿Podrá ser más literatura al ser menos hombre entre los
hombres y convertirse así en una poderosa forma que dicta su capricho sobre el mundo? La literatura es una y otra vez el resultado
de ese escritor fantasma que, sin poder escapar de sí mismo, termina transformándose en la imagen de una huida. Ahora bien, ¿hacia
dónde?, ¿en busca de qué?, ¿escapando de quién? Una presunción
un tanto desacreditada —la literatura es más que las circunstancias
subjetivas de un momento— se ha encargado de hacernos creer que
la escritura tiene que ver poco con la preocupación, un tanto fantasmal, de negar y al mismo tiempo desear el limbo del anonimato.
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Los pasos perdidos del escritor
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Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía
Si nos atenemos a esta reducción, que justifica la existencia de un
pensamiento académico excluido de las urgencias que hacen posible
la literatura, las historias, los episodios, la ejecución precisa de un
diálogo o la visión de un mundo que se cristaliza en las palabras nos
entregarían una clara imagen de la literatura como un ejercicio de
estilo que, paradójicamente, negaría lo que más importa al estilo:
la voz que habla, la experiencia malograda, la obra imperfecta, es
decir: el destino de todo escritor que tiende a desaparecer1.
Thomas Bernhard es un caso singular de esta huida emprendida
por el escritor fantasma. La prohibición de reeditar durante ochenta
años su obra en Austria una vez muerto, su negativa a dar entrevistas
y sus escándalos políticos que lo prefiguraban como un autor de culto han contribuido a concebir su escritura como una aventura en la
cual se crea la propia vida luego de que la literatura se ha encargado
de destruirla. Radical en sus apreciaciones culturales sobre un mundo que se empecina en disimular los trastornos que lo desencantan,
fóbico a las excesivas atenciones tributadas por los intelectuales que
pretenden alimentar una esperanza incierta, cuando no iconoclasta
ante la apreciación de la literatura como un arte en el que es imposible
pensar más allá de la soledad, la muerte o el fracaso, el autor de Helada
ha elaborado, desde el comienzo de su carrera literaria, un testamento
cifrado en la afirmación paradójica que nos confiesa que lo biográfico
solo puede ser cierto si previamente es un último acto novelesco.
Una invención sobre el vacío
Una de las principales dificultades de su narrativa, que en realidad es la prueba de su fehaciente virtuosismo, radica en que las
1
Paradójicamente, la desaparición del escritor como autor de todo relato
coincide con la creciente exposición de la intimidad como “autofiguración
biográfica”, según lo expresado por José Amícola en su libro Autobiografía
como autofiguración (2007). Al mismo tiempo hay que destacar que dicho
borramiento de la figura de autor coincide también con la “exhibición de la
intimidad a través del yo en el espacio público”, como lo señala Paula Sibilia
en su libro La intimidad como espectáculo (2008).
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novelas de nuestro autor carecen de argumentos2. Para Bernhard, la
acción no es más que una contemplación del infierno que aqueja a
sus personajes. Así, una obra en construcción —como en el caso de
su novela Sí—, un informe médico de los estragos de la enfermedad
—como Helada— y una minuciosa descripción de lo que el arte ya
no puede decir —como El malogrado— bastan para dar a entender
que la literatura es el lenguaje más apropiado para hablar del padecimiento humano en el que el mundo se resuelve tras las últimas
fronteras de la vida.
En verdad, los paisajes mentales en los cuales se internan sus
personajes parecen estar ahí para hablarnos de cierta escuela del dolor que condiciona el aprendizaje emprendido hacia la única certeza
que el arte otorga: el fracaso. Ahora bien, ¿qué es lo que hace sospechar que en esta invención fabulosa todo tiene su correlato inmediato en la existencia de quien escribe? El mismo Bernhard, falsamente
reacio a que lo visitemos como esa celebridad que habla de lo que
otros no pueden hablar, se ha encargado de obligarnos a leer sus
novelas como veladas alusiones a esa vida privada, excluida de la
literatura pero presente como lo único que nos pertenece. Aunque
también se ha encargado de que una y otra vez, tras la dificultad de
su seducción, lo entendamos como alguien que está condenado a inventar su propia existencia, que solo será posible cuando la muerte
lo gane para siempre.
2
En realidad deberíamos afirmar que los argumentos de Bernhard, a fuerza
de insistencia, se han reducido a una fórmula sucinta. Por lo general, los alcances de su narrativa pueden visualizarse como excursiones de una obsesión
alrededor de un hecho puntual, que se ve desplazado por los recorridos de la
prosa que el autor despliega gracias a imágenes, recuerdos, impresiones subjetivas y descripciones pormenorizadas que el ritmo y la música entretejen
una y otra vez como movimientos que vuelven al punto de partida de un
viaje sin retorno. Sin embargo, detrás de los pasos de esta danza macabra
que se baila en un cuarto cerrado, su invención alcanza a lamentar por la
condición deleznable de lo humano. Solo así, siendo nada, los argumentos de
Bernhard pueden nombrar la locura, el desequilibrio producto del esfuerzo
intelectual, la orientación al desastre y las limitaciones del hombre, lo inútil
de todo intento por transmitir el alcance y la profundidad de esta parálisis
que obsesiona y moviliza.
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Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía
Entre 1976 y 1982, la publicación de sus relatos autobiográficos
—El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño3— parecía acercarnos una confesión ordenada de quien, hasta el momento, había
evitado este ejercicio de exposición subjetiva detrás de un silencio
inapelable, que intuíamos interrumpido por lo que su extraña obra
le debía a una vida prácticamente desconocida. Indefectiblemente,
Bernhard había hablado de él mismo, salvo que de otro modo,
exagerándolo todo, pues la ficción literaria le resultaba mucho más
cercana que la confesión abierta. Sin embargo, lo más asombroso de
esta última palabra es que la vida de Bernhard no sirve como una
clave de lectura del texto ni se justifica en él. Los recuerdos, los padecimientos y la soledad de nuestro autor tan solo buscan inventar a
Thomas Bernhard de una vez y para siempre; pues la literatura, siempre expuesta a las necesidades de la vida y dispuesta a disolverlas en
la medida de sus posibilidades, se ha vuelto una última oportunidad
para convencernos de que existir es aceptar ese fracaso, más aun si
intentamos hablar de nosotros mismos y solo nos queda la traición
de inventarnos al querer ser verdaderos.
Lo paradójico de la invención de Bernhard es la respuesta que
ha tenido en virtud de la supuesta distancia que pretendía marcar;
tanto es así que el desprecio, la actitud hiriente e insidiosa frente a la
estupidez, tanto para consigo mismo como para con los otros, ha generado una manía que parece salida de sus argumentos novelescos.
La propia vida se ha vuelto una escena similar a las inventadas para
sus personajes, que en determinado momento deciden aislarse del
mundo porque este les resulta insoportable. De este modo, cualquier
declaración de Bernhard sobre su propia vida muchas veces parece
un extracto novelesco en el cual él es uno de sus tantos personajes:
Apenas puedo seguir viviendo en Ohlsdorf, mi lugar de residencia.
Los atropellos por todas partes se me hacen insoportables. Por lo
demás, las alabanzas son tan siniestras, falsas, hipócritas y egoístas
3
Actualmente estos relatos se han publicado bajo el título Relatos autobiográficos.
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como los insultos. Se da el caso, que la gente, si no abro en seguida la
puerta, se enfada y me rompe los cristales. Primero llaman, después
pican, después gritan, y acaban rompiéndome las ventanas. Después
se oye el rugido de un motor que se aleja. Porque fui lo suficientemente estúpido, hace veintidós años, de dar mi dirección, ahora ya
no puedo seguir viviendo en Ohlsdorf. La gente se sube al muro que
rodea mi casa. Cuando por la mañana bajo hasta el portal, ya hay
gente encaramada. Dicen que quieren hablar conmigo. O, los fines
de semana, la gente va a ver al escritor, como antes iban al parque
a ver los monos. Esto es más divertido. Se acercan hasta Ohlsdorf
y asedian mi casa. Yo los observo escondido detrás de las cortinas
como un preso o como un loco. (Hoffmann 1991, 16)
¿Qué vida podría inventar el adulto que ya ha perdido de vista
al niño que fue cuando intenta buscar en sí mismo la posibilidad
de esa invención? Si la escritura de Bernhard tiene algo claro es
que está ahí para hablarnos de una ética de la supervivencia. Una
y otra vez vemos cómo la opción del suicidio es desplazada por
la felicidad de la escritura, cómo a las sucesivas crisis les sigue la
narración de lo más personal de una experiencia, que tiene que
ver básicamente con ser un escritor. Lo biográfico no se reduce,
entonces, a ser la última palabra escrita por necesidad o, menos
aún, para convencerse de que efectivamente algo se podría salvar
en ella; más bien Bernhard escribe sobre sí mismo para corroborar,
de un modo sorprendente e irritante, que toda experiencia solo es
posible como una falsificación.
Con la indolencia propia de quien sobrevive al infierno en vida,
a bombardeos durante el fin de la Segunda Guerra Mundial, a reclusiones en hospitales públicos o a pérdidas irreparables, como el
suicidio de su primera mujer, nuestro autor se inmiscuye en una
suerte de forma literaria que nos obliga a creer en la predisposición por la verdad que toda confesión debe tener para ser aceptada.
Sin embargo, y he aquí lo más importante, en la autobiografía, la
verdad de Bernhard es su traición a la verdad; es más, su interés es
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Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía
saber que cuenta con la falsedad de quien desesperadamente intenta ocultar el fracaso, pero que al hacerlo, indudablemente, solo
puede fracasar.
Ahora bien, quien escribe no fracasa por carencia de medios, por
equivocaciones o por parálisis de espíritu frente a la presunta verdad
de la época que por desgracia le ha tocado testificar. En realidad,
fracasa simplemente porque todo está destinado a esa resolución.
Todo intento de escribir sobre los avatares de quien pierde en ellos
la propia vida no es más que un “intento de comunicar la verdad”
(Bernhard 2009, 18). Pero este intento es igual a la imposibilidad
del narrador, que sabe que todo es un fracaso, que su aventura debe
aceptarse como un esfuerzo sin frutos, como algo que nada torcerá,
y que por ello es un trabajo inútil: “Tendríamos que ver la existencia
como el estado de cosas que queremos describir, pero, por mucho
que nos esforcemos, no vemos jamás, por lo que hemos descrito, el
estado de cosas” (29).
Como podemos apreciar, en la escritura de la propia experiencia,
solo al mentirnos Bernhard nos es sincero; solo cuando la literatura le enseña al mundo su procedimiento parece ser más verdadera
la experiencia intransmisible. Así, escribir sobre una época, sobre
lo que en ella puede haber resultado cierto para el escritor que la
observa en una fingida distancia, “es una acumulación de cientos
y miles y millones de falsificaciones y falseamientos, que al que
los describe y escribe le son familiares todos como verdades” (39).
Además, son verdades en las que “la memoria se atiene exactamente
a los acontecimientos y se atiene a la cronología exacta, pero lo que
resulta es algo muy distinto de lo que fue realmente” (34). Tal vez a
esta especie de apología de la impunidad de la escritura solo falta
atribuirle un aspecto secreto en su funcionamiento: no se trata de
recuerdos que permitan a un individuo hablar de las circunstancias
que lo trascienden, por el contrario, se trata de mis recuerdos, tan inútiles y tan profundamente válidos como inciertos. Por último, esos
recuerdos son una invención sobre el vacío, son la más clara prueba
de que el pasado se puede inventar cuando se trata de la propia vida.
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¿Qué han sido, entonces, la guerra, la muerte de su madre y el
descubrimiento de los hombres en la miseria que los define para
siempre sino excusas de una soledad hecha de palabras, y por cierto,
de mentiras insustituibles? En estos hechos puntuales de la vida de
Bernhard, se forma el carácter del escritor, adquiere una conciencia a la que nada se le podrá privar; también gracias a estos hechos
aparece la condición propia del escritor que debe sobrevivir y que
para hacerlo debe escribir, que debe fabular una invención negativa
que lo lleve a aceptar la escritura en toda su dimensión, aun cuando
acepte que en ella verdad y mentira sean una misma cosa. Es por eso
que, decepcionado por lo que ya no puede eludirse, Bernhard nos es
brutalmente sincero:
Durante toda mi vida he querido decir la verdad, aunque ahora sé
que estaba mintiendo. En fin de cuentas, lo que importa es sólo el
contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido
decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice
y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad
vital, y por eso, por esa razón escribo, aunque todo lo que escribo
no sea sin embargo más que una mentira que se transporta a través
de mí como verdad. (45)
Por cierto —y al margen de sentirnos decepcionados por quien
debía mostrarnos lo que sabíamos imposible de ver—, en este último párrafo, lo que parece un juego de palabras, una distancia sorteada por los acercamientos de una prosa que avanza y mientras
tanto define, reordena y acomoda el tiempo pasado sobre el vacío
en el que se debate por volverse o no creíble, no es más que una
ilusión propia del ritmo encadenado en las palabras. Este ritmo,
acaso como última forma, como simple reflejo de lo que dice y no
puede decir, es en sí lo que aguarda en cada página, en cada acontecimiento que despierta la atención de quien escribe sin posibilidad
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Falso testigo
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Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía
más cierta que la de dejarse llevar por acontecimientos sin tiempo
ni lugar. Esos acontecimientos, que solo siguen el vano movimiento
del recuerdo, que no evocan una perdida, que no celebran la dicha
de un sobreviviente, sino que llaman a los fantasmas que el escritor
no puede dejar de lado, resultan tan ciertos como increíbles, porque
en ellos lo que menos importa es la verdad. Así, lo que singulariza
la escritura de nuestro autor es esa especie de marcada sinceridad:
a los hechos reales de la propia vida solo puede nombrarlos la falsedad de la escritura.
Aun así, antes que la falsedad de toda verdad, lo que moviliza
a Bernhard en sus ficciones y en sus relatos autobiográficos —que
deberíamos llamar “movimientos espectrales”— es la profundidad
del odio. Tanto el niño sin padre que debe resguardarse en la tutela
sentimental de su abuelo o el tuberculoso que comparte esa aguda
visión del mundo otorgada por la enfermedad, como el melancólico
que en determinado momento debe optar por la salida de ese círculo, solo pueden odiar para volver ciertas cada una de las formas que
asumen; y solo pueden odiar como acaso la literatura —ya sea en un
ensueño o en una pesadilla— pueda exagerar la realidad porque esta
no merece el alcance de su fracaso.
Al igual que toda autobiografía, los relatos de Bernhard entretejen las aspiraciones artísticas de un joven que evoluciona a través de
la música, la pintura y la literatura. Y el jovencito de esas aventuras
es susceptible de adoptar estas formas de arte como fugas, figuraciones personales o simples ejercicios impuestos por un deseo totalmente ajeno. Sin embargo, las experiencias sensibles que podrían
apartarlo del mundo se ven reducidas ante la condición del hombre,
que se transformará para este personaje en la verdadera experiencia formadora. Ser un hombre entre otros hombres antes que un
músico o un pintor huyendo de los hombres es la dirección única
para orientar la propia existencia. Ya sea lejos de los hombres en la
identificación o el padecimiento del dolor, o rodeado por los malabarismos de quienes deben sobrevivir entre sus semejantes, lo humano es la experiencia que explica el carácter negativo del hombre,
161
la reticencia a no querer ser uno más y la necesidad de tener que ser
uno entre todos para poder sobrevivir. Además, vivir en la Austria
nacional-socialista y católica es algo así como encarnar el mal desde
los primeros momentos: contemplar la destrucción de la sociedad
indiferente es en verdad asistir a la necesidad del crimen como acto
elemental; pero ser uno más entre los hombres es apenas asistir a la
forma del testigo que se verá forzado a hablar. He aquí por qué este
testigo del horror completa su formación abandonando la importancia de las otras artes, pues él puede entregar la última palabra que
a la vez es la primera por escuchar.
Por cierto, Bernhard no es un buen testigo de su época: el amor
por ella procede del momento en el cual todo lo que ella fue agoniza
a punto de desmoronarse; es más, el presente de nuestro autor es un
volver a vivir lo que ya nadie quiere recordar, es un constante estado
de vergüenza inducido por la crueldad que nos recuerda la ausencia
del bien y nos sitúa como parte de ella. Por lo tanto, cualquier visión
que nos ofrezca se encontrará teñida del pesimismo propio de quien
no ve más allá del desánimo.
Así, el desánimo es lo único cercano para que esta bête noir se
vuelva interesante a nuestra lectura, para que su escritura pueda
dialogar en algún punto con nuestra soledad. Bernhard, convencido por el entusiasmo del desánimo, inicia su viaje sentimental a las
sensaciones de la juventud, no para traernos el recuerdo de impresiones a primera vista, sino más bien para enseñarnos que nada hay
más allá del individuo acongojado que transita la vida sorteando las
catástrofes con las que se encuentra. La escritura de estos recuerdos
parecería afrontar entonces dos urgencias inmediatas que son producto de lo único que el escritor puede hacer frente a toda catástrofe:
escribir en busca de sí mismo. La primera tiene que ver con el adulto
que piensa como niño y que en ese mismo acto sustrae al niño del
pasado aniquilándolo en el presente. Al querer comunicarnos sus
padecimientos, Bernhard no tiene más remedio que comunicar su
renuncia al niño que jamás volverá a encontrar:
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Anoto o incluso sólo esbozo o indico sólo cómo sentía entonces,
no cómo pienso hoy, porque el sentimiento de entonces fue distinto
de mi pensamiento de hoy, y la dificultad es, en estas notas e indicaciones, convertir el sentimiento de entonces y el pensamiento de
ahora en notas e indicaciones que correspondan a los hechos de
entonces. (75)
Sin poder ir más allá de esta renuncia impuesta a la infancia, no
deja de ser extraña la obstinación por querer hablar una y otra vez
de ese fantasma que ya parece no poder delinearse claramente. He
aquí la segunda urgencia a la que nuestro autor responde cuando su
escritura se orienta sobre la sombra que él mismo proyecta:
No hay nada más difícil, pero tampoco más útil, que describirse a
sí mismo. Hay que ponerse a prueba, darse órdenes a sí mismo y
situarse en el lugar exacto. A eso estoy siempre dispuesto, porque
me describo siempre, y no describo mis actos sino mi ser. (80)
Es como si el mismo individuo, en un preciso instante y bajo un
mismo hecho, preso y absuelto por similares sentimientos, fuese a la
vez opaco y transparente en el único reflejo que lo ilumina. Ser testigo, entonces, es la sensación de contemplar lo que llega a su final, es
asistir al mundo como quien despide aquello que pudo ver y sentir
en la infancia. Pero también es una suerte de prosa objetiva, que
habla sobre el vacío de todo lo posible donde ni siquiera la identidad
propia es cierta; y es justamente ese vacío el que le otorga a su vida
el carácter dramático que lo lleva a interrogarla.
El artista malogrado
Si poco sabemos de las relaciones afectivas que Bernhard establece con el arte es porque estas poco importan para los años y los
hechos que efectivamente se quieren evocar. Tal vez lo que sí importe
163
es el ambiente en el que se lleva adelante ese vínculo. Más allá de
una descripción pormenorizada de las lecciones de violín y canto que
alientan el suspenso ante la idea del suicidio dentro de una habitación
llena de zapatos pertenecientes a los alumnos del internado, o de la
lectura de partituras compradas especialmente por su abuelo para
hacer más llevaderos los días del internado para tuberculosos, en ese
concierto de voces rotas por la enfermedad, poco y nada sabemos
respecto a qué siente el joven Bernhard ante esas formas sensibles de
administrar el tiempo. Y es porque en esos años y en esos hechos hay
una experiencia más poderosa que la que puede otorgar el arte. En
todo caso, hay algo más significativo que desempolvar las escenas de
iniciación del futuro escritor. Si los recuerdos, las sensaciones del comienzo y las primeras impresiones son fundamentales para cualquier
individuo, porque son el río subterráneo que impulsa cada acto, en
Bernhard ese movimiento está situado en su primer desvío hacia un
callejón sin salida y poco iluminado.
Concluida la guerra, superados los abusos del nacionalismo y
el fanatismo de la brutalidad, nuestro jovencito bueno para nada
decide acertadamente, cuando sale al mundo, que “quería ir en la
dirección opuesta, no sólo en otra dirección, sino sólo en la opuesta”
(122). Aquí la dirección opuesta no representa únicamente las afueras de Salzburgo, adonde marcha detrás de un primer trabajo en el
desolado panorama de la posguerra. La dirección opuesta sirve para
abandonar la vida normal hasta hundirse en “la antesala del infierno”. Convivir, entonces, con los extremos de la sociedad austriaca,
con las “manchas” y las “lacras” de esa sociedad, con seres condenados a una espera interminable o con las sombras de la propia
condición humana es lo que da sentido a la educación sentimental
de los primeros años. Se trata, en rigor de verdad, de un cuadro
de ultratumba mucho más atractivo que los festivales de música o
las celebraciones a la memoria de Mozart, ciertamente más aceptables para el espíritu centroeuropeo que nuestro autor detesta. Una
vez más, Bernhard interpreta, desde el pasado, la música que nadie
quiere oír en el presente. Una vez más, prefiere las disonancias y sus
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estridencias antes que las melodías y su armonía. Por ello, Bernhard
se conmueve ante lo que proviene del fondo de la oscuridad, como
un reflejo de lo más íntimo o del trastorno que no puede olvidar en
ese cuadro infernal que, desde el pasado, se superpone a la insípida
postal del presente, descrito de la siguiente manera:
Para todas aquellas gentes no había salvación, y yo las veía perecer
día tras día, viejos y jóvenes, tenían enfermedades de las que no
había oído hablar jamás y que eran todas enfermedades mortales,
y habían cometido crímenes que son los crímenes más horribles.
La mayoría nacía en harapos y moría en harapos. Su traje, durante
toda la vida, era el mono de mecánico. Hacían niños, en su locura,
y mataban a esos niños en su embrutecimiento avanzado, como
consecuencia de su desesperación latente. Muchos días no respiraba
más que el olor de los que, en el poblado de Scherzhauserfeld, se
pudrían en carne viva. (125)
Estas lecciones, en las que se busca “la mayor realidad posible” o lo
que Bernhard llama “la realidad absoluta”, que la atención está pronta
a capturar para otorgar el espacio y el clima a sus novelas, ahora se
convierten en la principal enseñanza de un mundo desconocido y excitante. Este mundo es el único posible para nuestro autor, un mundo
que, como tal y para existir más allá de sí, le debe todo a la escritura
y al momento en el que el autor elije qué recordar y qué no, pues no
todo recuerdo puede encarnar el poder de lo narrativo.
Renuncia al pasado
La atención exasperada y meditativa de un alma extraña es lo que
puebla los cinco relatos autobiográficos de una vida que se caracterizó por el mayor extremo de la reclusión a la cual una sensibilidad
artística puede llegar. Sin embargo, lo que a simple vista sería una
acongojada forma de aceptar el aislamiento, se puede entender como
un espejo en el cual se ven los detalles que hacen posible la escritura.
165
Siguiendo el hilo de la novela familiar, llena de tensiones y mundos disímiles, el pequeño Bernhard de las afueras de Salzburgo o
de las obstinadas clases de canto sigue los pasos del abuelo, que
durante años escribe una novela inconclusa, o los saltos al vacío de
los artistas de sus futuras novelas, quienes una y otra vez fracasan
ante aquello que los supera. La mirada del recuerdo trae consigo
una larga atención puesta en el hundimiento en el que cae cualquier
intento de otorgarle una palabra al mundo. Como círculos concéntricos, las imágenes de la infancia son principalmente reflejos de los
límites del mundo, un mundo en el cual “nos pasamos toda la vida
explorándonos y llegamos una y otra vez hasta los límites de nuestros medios intelectuales, y renunciamos” (136). Y aquí habría que
señalar que la imposibilidad del relato autobiográfico, aquello que
le otorga su singular desagrado con el cual se niega su aspiración
literaria, es justamente esa transparencia de la renuncia, la cercanía
de su fracaso, que lo hace ser algo más que posibilidades ficcionales
de la literatura.
Así, las ensoñaciones de quien recuerda, el afán de quien atiende a
lo perdido, no pueden ser más que intimidad, no pueden ser más que
invención de una manía. Esta manía se repite en cada novela, como
una obstinación, para marcar la relación entre el afán intelectual y
su renuncia. Con solo echar un vistazo a las novelas de Bernhard, se
comprueba cómo esta reiteración ha sido una obsesión a lo largo de
su obra. Por ejemplo, en Helada, un pasante de medicina anota día
a día el progresivo hundimiento de un pintor que ya ha dejado atrás
cualquier tipo de vida en comunidad; en Trastorno, las visitas de un
médico y su hijo a los enfermos del valle son el pretexto para describir en detalle las verdaderas enfermedades morales y sociales que
parecen superadas por el príncipe Saurau, que vive en su castillo por
encima de los demás pobladores del valle, pero está inmerso en la
más profunda locura; en El malogrado, un estudiante de piano fracasa en su deseo de volverse artista al estar justamente en contacto con
la genialidad, que hace más evidente sus limitaciones. La obra más
representativa tal vez sea La calera, en la que nuestro autor aborda el
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Visita a Thomas Bernhard: invención y autobiografía
tema de la futilidad intelectual a través del personaje de Konrad, un
verdadero demente que emprende un estudio sobre el oído humano
experimentando con su mujer, postrada en una silla de ruedas, a
quien atormenta sin cesar repitiéndole sílabas, palabras o frases que
debe comentar, y que llega a asesinarla, porque en verdad comprueba
que su obra es imposible de escribir aunque esté desde el primer día,
palabra por palabra, escrita en su cabeza. A través de estas historias,
Bernhard demuestra la imposibilidad de dar cuenta del mundo, el
desvanecimiento de toda experiencia ante el aislamiento del artista,
que, en vez de reproducir las formas de ese mundo, las inventa de una
vez y para siempre, como si se tratara de visiones intransferibles que
nacen con su escritura y mueren con ella.
Lo paradójico es que, de tanto ahondar en la existencia, la existencia misma termina siendo lo que falta; termina siendo lo que se
debe inventar por sobre todo aquello que ya ha desaparecido. Poco
importa, entonces, al relato autobiográfico la verdad, pues él está
ahí para hacer hablar al escritor sobre el final de una última partida:
Si no hubiera pasado realmente por todo lo que, reunido, es hoy mi
existencia, lo habría inventado probablemente para mí, llegando al
mismo resultado. La necesidad me ha hecho avanzar a cada nuevo
día y a cada nuevo instante, las enfermedades y, finalmente, mucho
más tarde, las enfermedades mortales me han hecho bajar de las nubes al suelo de la seguridad y de la indiferencia. Hoy estoy bastante
seguro de mí, aunque sepa que todo es de lo más inseguro, que no
tengo nada entre las manos, que todo es sólo una fascinación, como
existencia remanente, aunque siempre renovada y, en cualquier
caso, ininterrumpida, y hoy me resulta todo bastante indiferente, en
esa medida, en un juego siempre perdido, he ganado realmente, en
cualquier caso, mi última partida. (139)
Aun así, lo que tenemos ante nosotros no es un testamento, sino
más bien la poética de una invención biográfica, que por momentos hace que la propia vida de Bernhard, tan celosamente guardada
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como secreto hasta la edición de sus Relatos autobiográficos, se parezca demasiado a sus ficciones. En todo caso, la literatura como
tutela de la experiencia no es más que una forma de ganar para sí el
mundo, aun cuando este solo sea posible en la singularidad de quien
afirma que por fuera de sus años nada puede seguir siendo cierto.
Debemos hacer una observación aparte sobre el tema de la enfermedad en esta serie de invenciones del recuerdo, pues supone el
punto máximo de la preparación de nuestro escritor. Postrado en
una cama junto a otros desgraciados, sin otra opción más que volverse sumamente receptivo a los estragos de la decadencia, lo que
aquí le importa es ese recorrido que hace de la distinción del enfermo
una preparación para la vida. Como Marcel Proust o Thomas Mann,
pacientes y fabuladores de las posibilidades de la enfermedad, quienes supieron hacerse fuertes dentro de ella, Bernhard pertenece a
esa tradición de artistas que paradójicamente en lo más inerte, en lo
desencantado y perdido, o en lo que ya parece extinto para siempre,
saben encontrar el poder de lo vital. La frase misma de Bernhard,
entrecortada y llena de vueltas, orientada a reiterar lo mismo como
una insistencia o como una recaída para comenzar nuevamente, parece ser producto de una visión afectada del mundo. Es decir, nada
hay en ella que no pertenezca a otro ritmo vital, a una fuerza sobrehumana producto del extremo trabajo, como cuando acaso respirar
es parte de ese esfuerzo sobrehumano que le otorga a todas las cosas
que nos rodean su perecedera y última forma.
Así, reiterando los pasos de su abuelo enfermo, siguiendo esa
delgada línea de instantes en los cuales todo está a punto de extinguirse, Bernhard se sitúa para dar lugar a su visión más aguda en lo
que denomina “un circulo de pensamiento”, que en verdad es todo
“círculo de sufrimiento” (210). En ese círculo propio de la internación reservado a quien ha sido separado de la realidad —entre alientos que se cortan repentinamente a su lado marcando la presencia
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Enfermedades imaginarias
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de la muerte, junto a la voz de su abuelo que le dice “el enfermo
es un clarividente, para nadie es más clara la imagen del mundo”
(208)— surge justamente un mundo que lo devuelve a la realidad,
pues según el joven Bernhard “en ese círculo de pensar alcanzamos
lo que afuera jamás podríamos alcanzar: la conciencia de nosotros
mismos y la conciencia de todo lo que existe” (206).
Contradiciendo a Pascal, citado en el comienzo de este nuevo
episodio de su memoria, que señala que ante la muerte, la miseria
y la ignorancia los hombres han imaginado una felicidad a base de
no pensar en ellas, la escritura del recuerdo se orienta precisamente
hacia aquello que no se podría pensar: la omnipotencia de la muerte. ¿A qué responde esta obstinación? En cierto sentido, a la clarividencia analítica que parte de la propia experiencia, cuando lo oculto
aquí y allá se hace presente de un modo cierto y perdurable como lo
es amanecer cada día en la habitación de un hospital para entregarse
nuevamente a esa desgastante incertidumbre de tal vez ya no volver
a despertar. Bernhard entiende esto como una visión de la muerte
sin morir, es decir un padecimiento encubierto que solo unos pocos
pueden develar al ultimar cada instante de lucidez:
Al fin y al cabo, son los menos a quienes se concede una muerte
sin morir. Morimos a partir del instante en que nacemos, pero sólo
decimos que morimos cuando hemos llegado al final de ese proceso, y a veces ese final se prolonga aún un tiempo horriblemente
largo. Calificamos de morir la fase final del proceso de ir muriendo
durante toda nuestra vida (216).
Pero también este fatalismo y esta finitud responden a la necesaria e impostergable muerte de los otros, que supone un nacimiento,
apresurado y violento, a cierto vacío en el cual reconocerse. Así,
el hilo que a la sombra han venido tejiendo el nieto y el abuelo finalmente se corta en una convalecencia en común. Como si dos
espejos se reflejaran vacíos hacia el infinito en el extremo de una y
otra cama, y uno de ellos, oscurecido para siempre, obligara al otro
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a buscar las imágenes que lo circundan para poblar su superficie, así
se puede apreciar este acontecimiento en los días de reclusión: como
una larga noche que se inicia para siempre. Sin embargo, parecería
no haber tiempo para la congoja, pues sobre esa muerte se proyecta la fábula del niño protegido que se ha perdido para siempre y
la autofiguración del escritor que una y otra vez se abandona y se
continúa en las páginas de estos relatos, cual hitos de la educación
sentimental que debe sortear los obstáculos y las vicisitudes de la
muerte:
La escuela de mi abuelo, a la que, puedo decir, había ido desde que
nací, se había cerrado con su muerte. Al morir súbitamente, él había
puesto fin a sus lecciones. Había sido una escuela elemental, y finalmente una universidad. Ahora tenía yo, ésa era mi impresión, unos
cimientos sobre los que podía levantarse mi porvenir. Mi primera
existencia había terminado; había comenzado la segunda. (216)
Como podemos apreciar, el abuelo muerto no deja jamás un vacío en la existencia del nieto y nunca deja de acompañar al escritor
que lo busca; por el contrario, pareciera que con su ausencia ese
fantasma llenara la existencia de cada una de esas figuras. Bernhard
nos repite una y otra vez que es posible recordar, dado que una
pérdida insustituible abre una serie de imágenes, sensaciones y días
por reencontrar. Evocado una y otra vez, como el alcance cierto del
mundo que el joven escritor lleva adentro de sí, el abuelo Johannes
Freumbichler es el extremo de la imagen hacia la que se orienta la
experiencia que trama el recuerdo. Las palabras lo reencuentran
aquí y allá, no solo como una presencia tutelar consagrada a formar
el perfil de un niño que parece no tener a nadie en el mundo, sino
también como el fantasma de la escritura que alienta El valle de
las siete granjas, manuscrito inconcluso de mil quinientas páginas
proyectado en tres partes escrito por su nieto. Este fantasma, en el
recuerdo de Bernhard, vuelve al presente de la siguiente manera:
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Yo lo oía a las tres de la mañana en su habitación emprender la lucha
con lo imposible, con la total falta de esperanzas del oficio de escribir, yo lo seguía, con la atención de un nieto sensible y cariñoso,
todavía no familiarizado con todas las crueles inutilidades y faltas
de esperanzas, los ruidos, la nueva superación del miedo a la muerte
y la lucha desesperada, reanudada una y otra vez, de aquel ser al que
quería más que a ningún otro y que quería terminar su llamada obra
maestra. (221)
De este modo, quienes rodean al pequeño escritor en ciernes
surgen ante él en todo su esplendor cuando desaparecen de su vista,
cuando la escritura debe ir a buscarlos a esos momentos que se experimentaron como definitivos y finales. Tal vez por esto su sinceridad
pueda ser entendida como cínica y melodramática, pues las únicas
presencias sentimentales en la vida de Bernhard solo aparecen en la
habitación del enfermo, en las consideraciones convalecientes, o en
las palabras que traen a la vida los rostros queridos del pasado:
Aquí, en la habitación de morir, yo había podido tener de repente
la relación estrecha y cariñosa con mi madre que tan dolorosamente había echado en falta durante los dieciocho años anteriores. La
enfermedad tenía el poder de acercarnos y de unirnos otra vez después de un periodo tan largo de separación […]. (230)
Un retrato macabro para el final
Paradójicamente, aquello que los sentimientos separan, la muerte
y la enfermedad vuelven a reunirlo. Pero este mecanismo de vacíos
que se tornan plenos de ilusión en una forma escrita a la distancia
de todo lo sucedido, es siempre el revés del egotismo desenfadado.
Repasando esta invención del recuerdo, esta suerte de autobiografía
de Bernhard, vemos que ni la guerra, con todas sus calamidades, ni
la muerte, como una tentación al alcance de la voluntad, y menos
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aún la enfermedad y su visión transparente del padecimiento impostergable, logran ser más importantes que la propia historia que se
cuenta. Y es que ¿de qué otra cosa podría hablar la voz que despliega
una y otra serie de recuerdos provenientes del pasado, que se vuelven insustanciales en el mismo instante de la narración, salvo para el
interés obsesivo de quien una y otra vez los reitera a la espera de que
le devuelvan algo atinente a su propia historia de vida?
La autobiografía de Bernhard no vale tanto por lo que cuenta
respecto a detalles del artista, angustias irresueltas de un hombre solitario o manías irremplazables de una conciencia creadora, sino por
aquello que nunca podrá resolver, lo que siempre lleva consigo como
una necesidad de volver a contarlo todo de nuevo. Igual que en el mito
de Sísifo, para Bernhard las alturas de su invención biográfica no lo
salvan de volver una y otra vez a la ignorancia respecto a él mismo,
desde la cual una vez partió en el viaje emprendido por su escritura. Ni el fracaso ni la falsedad son, desde ya, eficaces al momento
de inventar una posibilidad de vida para lo que ya está perdido. Es
entonces cuando el relato pone en evidencia sus requerimientos: la
autenticidad sin límites y a la vez la simulación de esa autenticidad
a través de una ficción que pertenece a la manía del escritor. Como
respuesta al primer requerimiento, todo parece acortar la distancia
entre la vida y la escritura, como si ni la falsedad ni el fracaso pudiese
quitarse de encima la carga con la cual avanzan tras los años:
¿Cómo era todo aquello realmente, me pregunté, cronológicamente?, y desempaqueté otra vez todo lo empaquetado y bien atado,
poco a poco […] la guerra y sus consecuencias, la enfermedad de
mi abuelo, la muerte de mi abuelo, mi enfermedad, la enfermedad
de mi madre […] y lo volví a empaquetar todo y lo volví a atar. Pero
no podía abandonar aquel paquete bien atado, tenía que llevármelo
otra vez. Todavía hoy lo llevo y a veces lo abro y lo deshago, para
volver a hacerlo y atarlo. Luego no sé más que antes. Nunca lo sabré,
eso es lo que me oprime. Y cuando deshago además ese paquete
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ante testigos […] no siento vergüenza ni la más mínima. Si sintiera
vergüenza, por pequeña que fuera, no podría escribir en absoluto,
sólo el desvergonzado escribe, sólo el desvergonzado es capaz de
hacer y deshacer frases y, sencillamente, soltarlas, sólo el más desvergonzado es auténtico. (257)
Sin embargo, la autenticidad del desvergonzado no desanda la
valija de recuerdos con los cuales este atraviesa el tiempo de una
vida. También se requiere contar con la predisposición imaginaria
del escritor, que a esa autenticidad irreverente le inventa una lógica
especial para apoderarse de la realidad soportando aquello que se
ignora y aquello que oprime:
El teatro que inauguré con cuatro o con cinco y con seis años de
edad para toda la vida es ya un escenario encaprichado con cientos
de miles de personajes, las presentaciones han mejorado desde la
fecha del estreno, se han cambiado los accesorios, los comediantes
que no comprenden la comedia que se representa son despedidos,
así ha sido siempre. Cada uno de estos personajes soy yo, todos esos
accesorios soy yo, el director soy yo. ¿Y el público? Podemos ampliar el escenario hasta el infinito, o reducirlo al cajón de vistas de
nuestra propia mente. Es buena cosa que hayamos tenido siempre
una forma irónica de considerar las cosas, por serio que hay sido
siempre todo para nosotros. Nosotros soy yo. (289)
Como ya lo afirmara Shakespeare, los balbuceos de un idiota
son todo lo que podemos escuchar en medio de la tempestad que
repite el sonido de la furia. En este caso, la palabra de Bernhard, su
experiencia y su afección, a fuerza de querer mostrarlo todo, han
sabido volverse invisibles cuando ya todo lo posible de contar perdía
el encanto de una pesadilla. Sin embargo, extrañamente leemos en
ella el sueño común de un escritor que, queriendo ser invisible, no
pudo desaparecer del todo.
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Carlos Surghi
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