Relaciones sexuales
Hortensia Moreno
Lo sexual es lo corpóreo; tal vez por eso es profundamente misterioso. Lo
sexual es íntimo, secreto. Se realiza en la oscuridad, a puertas cerradas, al
abrigo de los ojos de otros; es peligroso, culpígeno, clandestino, prohibido.
Se prescribe y se proscribe; se persigue. Es intenso, obsesivo, urgente,
compulsivo. Lo sexual es abarcador; no deja asunto sin afectar, incluso
desde la ausencia, desde la carencia, desde la represión. Es escandaloso,
vergonzoso, obsceno: de lo que se habla en voz baja, en clave, sólo en
determinados espacios, sólo con determinadas personas.
Lo sexual nos viene a preocupar desde muy pronto en la vida; desde
muy pronto aprendemos a conocerlo y desconocerlo, a mostrarlo y
esconderlo, a desearlo y a temerlo. Lo sexual es inquietante, desesperante:
algo interno, escondido en lo más hondo de nosotros mismos pugnando
por salir, algo manifestado en metáforas, desquiciante. Perturbador,
inevitable, arrasador.
Hay una dificultad en la tarea de poner en palabras un asunto tan
corporal y tan secreto. En lo personal, las relaciones sexuales siempre me
han parecido más bien intrigantes, difíciles de definir, de ubicar, de
desprender del conjunto en el que se hallan entretejidas: nuestro mundo
simbólico.
Uno de los principales sentidos de la sexualidad, tal vez el más
simbólico, es la conciencia de la diferencia sexual. La evidencia de la
diferencia, sin embargo, no es el principio de un conocimiento, sino
precisamente un abismo de ignorancia para nosotros. Abusando de mi
Este texto apareció en debate feminista, año 6, vol. 11, abril de 1995, pp.
5-17, y más adelante en Sexualidad y derechos ciudadanos, Programa de
Estudios de Género de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Centro de
la mujer Flora Tristán, Lima, 2001, pp. 11-22.
1
licencia poética: veo la diferencia sexual como una desgarradura, como
una cortada en el cuerpo entero de la humanidad. Se puede decir de forma
mítica, como lo hizo Platón en El Banquete: es la herida que nos infligieron
los dioses al separar al andrógino. La herida sangra; ¿no es ése un signo
de herida abierta? La diferencia sexual nos corta a los seres humanos en
dos partes, y sólo una de ellas sangra.
Me llama mucho la atención que Amelia Valcárcel y Agustín García
Calvo coincidan al decir que el “sexo” es el sexo femenino Dice Amelia
Valcárcel:
En su sentido más antiguo y venerable, el término “sexo” denota al sexo
femenino porque es el único, de los frecuentemente dos reconocidos, al que
se le atribuye sobreintencionadamente la característica de tal.1
Y Agustín García Calvo dice:
Vengamos, pues, a ver qué diablos es esto a lo que suele llamarse en
nuestros días sexo [...] En la época moderna, la palabra, pienso que a
mediados del XVIII [...] empieza a usarse para aludir precisamente a una de
las dos clases, como si una de las dos clases fundamentales de la Sociedad
fuera el sexo por antonomasia, el sexo por excelencia. En autores de fines
del XVIII y todavía en el XIX, franceses especialmente, podréis encontrar que
“le sexe” es el femenino, naturalmente [...] Evidentemente, este significado
de “sexo”, “sexualidad” [...] es una derivación de ese estadio intermedio en
que sexo quiere decir el sexo femenino: el sexo, la sexualidad, son,
naturalmente [...] las mujeres.2
Hay dos sentidos diferentes en los extremos de esta separación. La
diferencia sexual es una atribución que transforma a una de las dos partes
de la humanidad en la encargada directa de las funciones de reproducción,
1
Amelia Valcárcel, Sexo y filosofía: sobre “mujer”' y “poder”, Anthropos,
Barcelona, 1991, p. 12.
2
Agustín García Calvo, “Los dos sexos y el sexo: las razones de la
irracionalidad”, en Fernando Savater (ed.), Filosofía y sexualidad, Anagrama,
Barcelona, 1988, p. 35.
2
atención y cuidado de los demás (¿acaso porque se consideran las más
naturales, las más biológicas?), mientras que la otra se entrega a la
construcción de la cultura.
Se ha vuelto un poco necio discutir si esta atribución tiene o no un
claro amarre anatómico —aunque no falta quien sostiene aún que el
cerebro funciona deficientemente en los cuerpos con útero—; y sin
embargo, la diferencia sexual parece estar ligada de manera inflexible a la
anatomía: somos seres seres sexuados. Nuestra primera y más inmediata
identidad tiene que ver precisamente con la exclamación del partero (o la
partera) en el momento en que nuestra madre nos arroja de su seno al
mundo y él (o ella) nos toma, me imagino que de los pies, y mira me
imagino que con alguna atención la configuración de nuestros genitales
antes de decirle a nuestra madre ciertamente expectante —y al mundo,
que ya desde ese momento nos habrá de tratar diferencialmente en
función del resultado de esa mirada primera a nuestra genitalidad—: “¡es
una mujercita!”, o bien “¡es un varoncito!” Como seres sexuados, nos
relacionamos de cieras maneras con “el otro sexo”.
Por ejemplo, formamos parejas. Esta manera de relacionarnos no
por obvia deja de ser inquietante; el amor y la pareja, a primera vista, son
los modelos culturales que nos corresponden para resolver el problema
individual que está implícito en la diferencia sexual, porque la pareja
heterosexual es la unidad biológica de la que depende la reproducción de
la especie. Y sin embargo, el discurso del amor, esa normatividad que
organiza a partir más o menos del siglo
XVIII
el acceso a la sexualidad de
las parejas heterosexuales “normales”, pareciera ignorar precisamente el
imperativo biológico de las relaciones sexuales.
El amor parece más bien un discurso capaz de imaginar las
relaciones entre las parejas como un asunto que no tiene nada que ver con
la reproducción de la especie. Una lectura rápida de la poesía de este siglo
nos puede mostrar un ciertamente estratificado catálogo de emociones.
Aquellas que atañen al amor entre amantes muy raras veces se refieren al
3
hecho de que las relaciones sexuales suelen acarrear conscuencias tales
como el embarazo, el parto, la maternidad y todos los problemas que trae
consigo la llegada de un nuevo ser humano al mundo.
Por el contrario, la poesía quiere entender las relaciones entre dos
seres humanos enamorados como un asunto directamente personal,
individual, sin resonancias comunitarias. No como un problema que tenga
que ver con el conjunto de la vida social, no como una incumbencia del
grupo, sino como algo que atañe de manera estricta a sólo dos personas, y
que no debe tener repercusiones hacia el mundo exterior ni efectos de ese
mundo hacia el interior infranqueable de la pareja. Incluso la envoltura
anatómica de las relaciones sexuales parece difuminarse y convertirse en
una serie de imágenes un poco vagas, un poco etéreas, donde hasta la
palabra “placer” resulta escamoteada.
En esa forma de poesía que es la canción popular podemos verificar
ese extraño fenómeno: todos sabemos que el tema principal de una
proporción muy considerable de las canciones transmitidas por la radio es
el cortejo: ese conjunto de discursos y prácticas cuya intención explícita es
convencer a una persona —por lo general, a una persona del sexo opuesto,
y en abrumadora proporción, a una mujer— de que quien canta “está
enamorado” (o enamorada) y desea ser amado (o amada) en la misma
medida. Pero este discurso cantado del cortejo muy raras veces menciona
de manera directa su meta más obvia e inmediata: las relaciones sexuales.
Sin embargo, es obvio que los ardientes amores no reclaman
solamente miradas y suspiros y uno que otro besito, sino algo mucho
menos “platónico y honesto”. No se trata tan solo de platicar con la
muchacha (o el muchacho) —aunque hay, por supuesto, contraejemplos:
unas cuantas canciones en que la metáfora alude casi sin tapujos al
encuentro amoroso de los cuerpos. Pero en nuestros medios sigue
considerándose de muy mal gusto hablar de relaciones sexuales así,
descarnadamente. Lo normal es hablar del amor, y de la infelicidad que su
ausencia provoca, o referirse a la sexualidad con eufemismos.
4
Este olvido debe tener varias causas. Una de ellas es la aspiración
del amor a individualizar. El enamorado ve a su amada precisamente como
un ser humano en totalidad: la encuentra perfecta y única, insustituible.
En ese movimiento hacia adentro de la breve comunidad de dos hay
admiración, aprecio, reconocimiento del otro yo, valoración de la persona
en sí misma. Tal vez por eso las mujeres vivimos para el amor, tal vez por
eso nos causa tal desolación su agotamiento; porque pudiera ser el único
momento de nuestra vida en que somos reconocidas en nuestra
personalidad plena y como fines, no como medios.
Afuera del amor, las mujeres hemos sido llamadas a asumir, a causa
de nuestra anatomía, el grave compromiso de la reproducción de la especie
humana, mientras que los varones se pueden dedicar a todo aquello que
convierte en humana a la especie. La maternidad, lo biológico, aquello
para lo cual no hace falta sino la posesión de un útero en buenas
condiciones —y que a pesar de esa condición tan material ha sido valorado
como el hecho más sublime de la vida—, nos corresponde a las mujeres.
Como los varones no pueden ser madres entonces tienen que ocuparse de
otros hechos trascendentes. Las mujeres se encargan de reproducir el
cuerpo y los varones se encargan de reproducir el espíritu.
En esta inmemorial división del trabajo hay una asignación de
condiciones morales. Según el discurso en cuestión, los dos lados del
problema
son
igualmente
importantes,
y
son
sólo
nuestras
determinaciones biológicas las que no sólo encaminan nuestro destino,
sino que inclusive impiden que vislumbremos siquiera uno distinto. He ahí
por qué para los varones es tan sencillo olvidar las consecuencias de las
relaciones sexuales. He ahí por qué las mujeres somos tan reacias en
general a prodigarnos sexualmente. He ahí por qué el juego del amor se
traduce tan fácilmente en un regateo en el cual se intercambian besos por
promesas de colaboración y seguridad.
He ahí por qué las mujeres son tan aficionadas al matrimonio. Esta
afición no debe entenderse como una ingenuidad que identifica ese estado
5
con la “felicidad”; ¿quién no ha sido testigo, a la edad de veinte años, de la
casi inevitable guerra conyugal que se escenifica en prácticamente todos
los hogares donde las personas intentan organizarse en pareja? Sin
embargo, casi todas las muchachas quieren casarse. Y casi todos los
muchachos preferirían establecer otras formas de relación. Porque para los
muchachos el matrimonio es ese recordatorio que les impide seguir
olvidando placenteramente las consecuencias de las relaciones sexuales.
Para las muchachas, en cambio, el matrimonio es casi la única posibilidad
social legalmente sancionada de compartir las responsabilidades de esas
consecuencias.
En todo caso, la asignación de valores morales diferenciales implica
cierta permisividad para los individuos del sexo masculino respecto del
deber de propagar la especie. Para ellos, entonces, las relaciones sexuales
vienen siendo, sobre todo, un asunto relacionado con el amor o con el
placer. Para las mujers, en contraste, las relaciones sexuales siempre
tienen alguna resonancia reproductiva —exceptuando, claro está, a las
lesbianas.
Las formas en que nuestra cultura codifica las relaciones sexuales
no convierten esta actividad en una fuente de individuación para las
mujeres. Como lo ha mostrado Celia Amorós,3 a diferencia del ámbito
práctico simbólico que corresponde al genérico masculino y que se
denomina el “espacio de los iguales o de los pares”, el ámbito práctico
simbólico para el genérico femenino es el “espacio de las idénticas”. Se dice
que dos cosas son idénticas cuando se dan en ambas unívocamente las
mismas características y cualidades, de tal manera que son indiscernibles
como sujetos.
En las relaciones sexuales nos encontramos precisamente esta
posibilidad de identificar unívocamente a las mujeres: tanto respecto de su
6
capacidad reproductiva —y de su obligación genérica de participar con el
cuerpo en la perpetuación de la especie— como respecto de su posición
como “medios para el placer” de los varones, las relaciones sexuales
uniforman a las mujeres: todas sirven exactamente para lo mismo y da lo
mismo una que otra.
Y si bien las relaciones sexuales no le dan a las mujeres esa
importante posición individualizada que le da sentido a las personas como
seres únicos —antes al contrario: es precisamente en las relaciones
sexuales donde la individualidad de las mujeres es negada más
tajantemente a causa por cierto de su finalidad reproductiva— sus
consecuencias sí se la dan: la maternidad individualiza prácticamente en
la misma medida que el amor, sobre todo porque en nuestra cultura está
identificada íntimamente con una de las formas más codificadas del amor,
¿o acaso se sabe de que Edipo y Yocasta hayan tenido alguna dificultad
entre ellos? Y no porque a los griegos no les interesara poner en escenala
infidelidad, el odio entre esposos o la guerra conyugal. En la maternidad,
las mujeres adquieren esa posición privilegiada que las convierte en seres
insustituibles: madre sólo hay una.
Dice Agustín García Calvo: “El pecado contra el amor sin mayúscula
ni minúscula es justamente la separación; y en este pecado estamos
incurriendo todos los días: esta insistencia en la separación entre lo que es
Amor de veras y lo que es sexo es justamente el fundamento de todas las
nuevas y más poderosas formas de represión”.4 Aquí, lo que debemos
retener es la posibilidad de separar amor y sexo, o sea, de entender las
relaciones sexuales no como relaciones personales, y esa posibilidad la
realizamos mujeres y hombres: cada sexo jala agua para su molino: se dice
que para las mujeres no es comprensible el sexo sin amor y, en contraste,
3
Véase Hacia una crítica de la razón patriarcal, Anthropos, Barcelona,
1991.
7
es perfectamente entendible el amor sin sexo. Se dice que para los
hombres es inconcebible el amor sin sexo, pero pueden muy bien disfrutar
del sexo sin amor.
Detengámonos en las relaciones sexuales que se establecen
mediante el contrato de la prostitución. Por lo general, se trata de
relaciones entre un hombre que paga cierta mercancía —algo ciertamente
vago pues no sabemos exactamente de qué se trata—5 y una mujer que va
a proporcionar esa mercancía. Muchas veces el contrato se establece entre
el hombre que paga y otro hombre, el “dueño” de la “fuerza de trabajo” de
esa mujer con quien el primero va a irse a la cama. Vale la pena llamar la
atención sobre la escasez de relaciones sexuales en que una mujer compre
la mercancía cuerpo o sexo o placer o lo que sea.
¿Significa esto que la sexualidad femenina y la masculina tienen
valores diferenciales? Tal parece que la sexualidad femenina “vale más” y
por lo tanto se escamotea. Mientras tanto, la sexualidad masculina “vale
menos” y por lo tanto se prodiga. Las mujeres se entregan, se dan; y los
hombres las toman. A los hombres les cuesta (dinero o algún otro valor)
acceder a la sexualidad de las mujeres. Los hombres ruegan y las mujeres
se hacen del rogar.
A partir de esa diferencia en el valor de las sexualidades, las
posiciones de los sexos en las relaciones heterosexuales se vuelven
antagónicas. El encuentro de los cuerpos se ve mediado entonces por una
negociación de valores; hombres y mujeres suelen tener diferentes
intereses involucrados en ese encuentro que funciona, en última instancia,
como un intercambio donde los cuerpos son medios.
4
García Calvo, op. cit.
5
¿Tiempo, “carne”, atención, desahogo fisiológico, prestigio, reafirmación
de identidad? Paradójicamente, lo que una mujer vende en el contrato de la
prostitución no es algo de lo que pueda disfrutar para sí misma, pero sin duda es
algo con un valor en el mercado.
8
Esta notable asimetría también ocurre, de manera más o menos
atenuada, en las relaciones sexuales “normales” entre varones y mujeres:
muchos hombres están dispuestos a pagar el precio de esa peculiar
mercancía que se entrega en el lecho, en la desnudez, en la intimidad. El
precio puede ser alto o bajo, puede establecerse monetariamente u oscilar
de manera enigmática en diferentes modalidades. Pero ya se trate del
poquito dinero que se le entrega a una prostituta o a su padrote, o del
contrato matrimonial que las muchachas listas, decentes y bonitas (o sus
madres) consiguen negociar a cambio de su virginidad —y más adelante, a
cambio de su fidelidad—, lo cierto es que todas estas formas de
intercambio tienen una connotación económica, inclusive en el sentido de
casa y domesticidad que implica el mencionado contrato matrimonial.
El bien conocido discurso del honor de los varones que depende de
la castidad o la honestidad de las mujeres no es sino una manera de representar el mismo asunto en el escenario de la leyenda del seductor que
secuestra esa mercancía con artes engañosas, sin estar dispuesto a
pagarla.6 De lo que se trata es de una propiedad, de un bien que tiene
dueño. Al final del cuento, ya se trate de mujeres decentes o de “mujeres
de la calle”, estamos hablando de lo mismo: de una mercancía sujeta a las
leyes de la oferta y la demanda, que puede ser negociada, robada, vendida
o comprada. Los detalles que cambian son los que conciernen a cada
varón —¿su legítimo dueño?— en el momento de apropiarse de eso que
consigue a través de las relaciones sexuales ya sea para guardarlo bajo
6
Sobre el tema puede consultarse el artículo de Patricia Seed, “El discurso
de Don Juan: el lenguaje de la seducción en la literatura y la sociedad
hispánicas” en Gonzalbo y Rabell (comps.), La familia en el mundo iberoamericano,
IISUNAM-COLMEX, México, 1995, con las debidas reservas que el tiempo
histórico sugiere; y Cèlia Amorós, Sören Kierkegaard o la subjetividad del
caballero, Anthropos, Barcelona, 1987.
9
celoso cuidado, para ofrecerlo al mejor postor o para disfrutarlo con su
mujer en la cama.
El gran problema, por supuesto, es la atribución de la propiedad. La
legitimidad de esa apropiación. ¿Es legítimo establecer una relación de
propiedad respecto de una persona? Sobre todo cuando el concepto de
“mercancía” es tan vago, tan impreciso como el que hemos querido
describir más arriba. No decimos que la mujer “entregue algo” o “venda
algo” cuando se prodiga sexualmente; decimos que ella “se entrega” o “se
vende”. La posibilidad de posesión termina ubicada en la persona.
La idea dominante de relaciones sexuales “decentes” tiene pues un
contenido directo de apropiación. Quien se casa con una mujer espera de
ella fidelidad, es decir, acceso exclusivo a su sexualidad. Pero además de
la exclusividad, en la idea del propietario está el derecho a la
disponibilidad. El gran problema es que esta propiedad no se resuelve por
completo en la sexualidad —y conste que éste ya sería un problema
considerable—, sino en la totalidad de la persona: el marido no es sólo
propietario de la “mercancía” sexual, sino de todo lo que es una mujer, “su
mujer”, incluyendo su fuerza de trabajo y su capacidad reproductiva.
El conjunto de procesos sociales que están implicados en esta forma
de apropiación parecen resolverse de maneras voluntarias y, por tanto,
justas. Hay sin duda una forma de acuerdo, de comunicación consensual,
entre los hombres y las mujeres que establecen una relación matrimonial;
y una parte muy importante se construye sobre la base de que lo provee el
discurso del amor romántico.7
El nuevo feminismo de los años setenta trató de romper con buena
parte de estos significados de la sexualidad. En contraste con el
sufragismo de principios de siglo tuvo una marca esencialmente libertaria.
Los textos de Carla Lonzi y la feroz crítica contra la imaginería sexual de
10
varios novelistas ingleses y norteamericanos en Kate Millet8 trataron de
desarmar un modelo de sexualidad donde los papeles masculino y
femenino estaban muy claramente diferenciados.
Lo que se inició entonces fue una discusión que no ha terminado
aún sobre ese problema al que llamaremos el de la “libertad sexual” —a
falta de una mejor denominación. Siempre me ha intrigado cuál es la clave
de la tan nombrada “revolución sexual” de los años setenta. Desde luego,
tiene que ver con el hecho de que hayamos podido ver en México El último
tango en París, o de que nos estén proyectando cuanta porquería
pornográfica tiene buena taquilla, aunque sea con veinte años de retraso.
Hasta hace poco había pensado que la revolución sexual era un asunto
que tenía que ver con el cine y la censura. ¿Conquistas de la revolución
sexual? ¡El maravilloso Santos y su nada complaciente Tetona Mendoza!
Dejarla ahí sólo hubiera demostrado una gran ingenuidad. Desde
luego, la revolución sexual tiene que ver, sobre todo, con la difusión
masiva de anticonceptivos casi infalibles: la invención de la píldora, las
campañas de control de la natalidad, la implantación gratuita de
dispositivos intrauterinos, en fin: la posibilidad de comprar condones
hasta en el súper. Anticonceptivos eficaces quiere decir: libertad sexual.
Primera vez en la historia de la humanidad en que una cantidad
impresionante de personas puede desligar las relaciones sexuales de la
procreación.
Aquí estamos hablando o bien de una libertad nueva, o bien de la
democratización de una libertad muy restringida. Por supuesto que no
estamos hablando de la libertad de los varones de coger e irse. No, porque
7
Véase Lea Melandri, “El éxtasis, la frialdad y la tristeza de la libertad” en
debate feminista, año 4, núm. 7, pp. 173-197.
8
Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel y otros escritos sobre liberación
femenina, La Pléyade, Buenos Aires, 1975; Kate Millet, Política sexual, Aguilar,
México, 1975.
11
esa libertad no ha estado nunca sujeta a discusión. Esa ya la tenían los
varones garantizada desde siempre por motivos obvios: las relaciones
sexuales no tienen que dejar marca en los cuerpos de las personas del
sexo masculino. En cambio, los cuerpos femeninos pueden quedar
perceptiblemente señalados, ya sea con la pérdida de la virginidad —pero
eso ocurre sólo una vez en la vida— o con el embarazo. Y claro, para las
mujeres que podían evitar un embarazo ahí estaba el cinturón de castidad.
Pero ya no hay cinturones de castidad. En cambio, el acceso a las
píldoras anticonceptivas es tan amplio como el acceso a las aspirinas. Eso
quiere decir que las mujeres tenemos la posibilidad de coger e irnos. Sin
marca. Sin embarazo.9
Creo que este es el verdadero sentido de la revolución sexual, y se
liga de manera natural con el tema de la libertad de las mujeres. La
posibilidad de que dejen de ver las relaciones sexuales como un asunto
sumamente peligroso, comprometedor, trascendente; en fin, como algo que
involucra su misión de propagadoras de la especie. Cuando hablamos de
“libertad sexual” de las mujeres, el calificativo (“sexual”) está de sobra.
Los dos efectos más inmediatos de este desligamiento entre lo sexual
y lo reproductivo son 1) que convierte las relaciones sexuales en un asunto
mucho menos grave y sagrado; la sexualidad se convierte en una actividad
ciertamente frívola y gozosa; y 2) que resignifica el campo semántico
dentro del cual entendemos el enunciado “mujer”: desata a las mujeres de
su sexualidad, porque al estar ligada a la reproducción, la sexualidad era
la característica definitoria del sexo femenino, el “sexo”. Entonces se vuelve
imposible seguir atribuyendo a las relaciones sexuales significados
unívocos, y aparecen múltiples posibilidades de interpretación de la vida
de las mujeres.
9
Bueno, ahora tenemos la amenaza del sida, pero esa es un amenaza
general: le da a todos, hombres y mujeres por igual.
12
John Stuart Mill decía que “si las mujeres tuvieran libertad para
hacer cualquier otra cosa, si se les dejara la posibilidad de otras formas de
vivir o de ocupar su tiempo y sus facultades, tales que pudieran parecerles
deseables, no habría muchas que estuvieran dispuestas a aceptar la
condición que llaman natural”.10 Me imagino que esas opciones no se nos
entregarán de manera mecánica. Todavía tenemos que esperar muchos de
los cambios culturales que terminará por acarrear la revolución sexual.
Desde luego, todo esto es muy grave, muy peligroso. Creo que
nuestra mayor preocupación ética tiene que ver con todas esas cosas que
son indispensables para la preservación de la vida humana y de las cuales,
por fuerza, alguien se tiene que encargar. Alguien tiene que ocuparse de
alimentarnos y de limpiar nuestros desechos y de reproducirnos como
cuerpos. Alguien tiene que ocuparse de los inválidos y de los desvalidos.
Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
La razón de la normativización de la sexualidad de las mujeres tiene
que ver sobre todo con su obligación social de encargarse de una muy
importante porción de ese trabajo; porque las mujeres lo realizan gratis y
sin cuestionarse esa obligación: lo llevan a cabo por el amor que le tienen a
sus hijos, porque son mujeres, porque ni siquiera se detienen a pensar en
la libertad. Por eso la liberación de su sexualidad es tan peligrosa: las
mujeres desatadas de su sexualidad pueden elegir la autonomía, la
soledad, la libertad, la aventura...
Creo que la represión de la sexualidad se basa en el miedo a ese
peligro; un miedo compartido por todo el conjunto social: hombres y
mujeres. La reflexión es muy simple: si las mujeres dejan de ocuparse del
trabajo sucio, ¿quién lo va a hacer? ¿Quién se va a encargar de los niños?
¿Quién se va a encargar de tener niños? Si las mujeres nos volvemos como
los hombres, la humanidad está casi perdida.
10
“La sujeción de la mujer”, en John Stuart Mill y Harriet Taylor Mill,
13
Quisiera terminar con una mirada optimista. Por una parte, no veo
por dónde van a llegar los cambios; todavía no sabemos cuáles serán las
consecuencias de la democratización de la libertad sexual. Por otra parte,
sospecho que los significados de la feminidad están grabados de manera
muy profunda en el alma humana; ahora sólo hace falta que los seres
humanos, hombres y mujeres, tomemos la decisión de compartir entre los
dos sexos la responsabilidad del trabajo sucio. Creo, con los Mill, que los
seres
humanos
tenemos
una
importante
tendencia
altruista,
una
constante búsqueda de la trascendencia, de lo sagrado. No sé de dónde
provenga o en qué se base, porque no soy capaz de creer en ningún dios.
Confío en que seamos capaces de permitirnos todavía otra
reinvención de los valores de lo humano, ahora en una dirección nueva: la
de la reintegración. La búsqueda del andrógino, la curación de la herida de
lo femenino. El principio de esa cura tiene que ser una reinvención del
amor. Una reinvención de las relaciones sexuales. Una recuperación de la
persona, hombre o mujer, con la que establezcamos relaciones carnales.
Una renuncia a la propiedad del otro: amor con libertad, libertad con
amor.
Las relaciones sexuales tienen que ser un acontecimiento; tienen
que desplegar la portentosa presencia de las personas. Tienen que volverse
reconocimiento de la otredad, respeto, consideración. Un proceso de
comunicación en el que podamos escuchar la voz del otro, la voz de su
deseo. Un diálogo, una conversación que no nos deje olvidar ni por un
momento que esa persona desnuda ante nuestro cuerpo es un fin en sí
mismo, y ya nunca más un medio.
Ensayos sobre la igualdad sexual, Península, Barcelona, 1973, p 190.
14