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El escritor y la lengua
Homenaje a Elías Canetti
Por Pere Bonnín
Cuando Elías Canetti tomó por primera vez la pluma de escritor profesional, tuvo
que hacerse esta pregunta: ¿En qué idioma escribo? Es una cuestión que conocemos bien los
autores de habla catalana, o gallega, o euskera, aunque por motivos diferentes.
Los Reyes Católicos son los culpables de que el lugar de nacimiento de Canetti fuera
Rutschuk, en el bajo Danubio, y no Cañete, en la Serranía de Cuenca. Rutschuk «era una
ciudad maravillosa y si digo que está en Bulgaria, daré una imagen exigua, pues vivía allí
gente de la más variada procedencia; en un sólo día se podían escuchar siete u ocho
idiomas», escribe Canetti1.
El bajo Danubio fue una encrucijada de civilizaciones antes de la Primera Guerra
Mundial. Tal vez decir civilizaciones es exagerado. Había allí griegos, albaneses, armenios,
cíngaros, además de turcos, rusos, rumanos y judíos tanto asquenazíes (de Askenas,
Alemania en hebreo) como sefarditas (de Sefarad, España en hebreo), estos últimos llamados
también Spaniolen, de Ispania, ya que en la época de los Reyes Católicos el castellano aún
no había incorporado oficialmente la letra ñ.
«Aparte de los búlgaros, con frecuencia campesinos del entorno, había muchos
turcos viviendo en un barrio específico, frente al cual estaba el barrio de los Spaniolen
(sefarditas), el nuestro.»
Quizá no sea necesario aclarar que los judíos sefarditas son descendientes de los
españoles expulsados por los Reyes Católicos de todos sus dominios con el propósito de
unificar sus reinos bajo una sola religión, el cristianismo, y una sola soberanía, la suya,
consolidada como la síntesis las diversas coronas a través del matrimonio canónico y del el
lema político “tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. Aquellos españoles de
religión hebrea que no quisieron convertirse al cristianismo, de acuerdo con el edicto de
1492, fueron desterrados.
Unos exiliados se dirigieron a Flandes y a los Países Bajos; de allí atravesaron el
Atlántico y llegaron a las costas de América del Norte. Se cuenta que fueron ellos,
establecidos en el Nuevo Mundo como holandeses, quienes compraron por un dólar a la isla
de Manhattan los indios. El gobernador que firmó el trato se llamaba Peter Minuit. Su
apellido parece más judío que holandés. La sinagoga sefardí, de estilo gótico, es uno de los
edificios más antiguos de la Gran Manzana (Big Apple), que así es como los neoyorquinos
apodan la ciudad de Nueva York.
Otros expulsados se refugiaron en Galicia y en Portugal. Más tarde consiguieron
embarcar rumbo a América Central y del Sur sin necesidad de bautismo previo. También los
hubo que marcharon con los árabes derrotados y se extendieron por toda la costa sur del
Mediterráneo, penetrando en el Imperio turco-otomano, donde fueron acogidos casi con
alborozo por Mehmet II, conquistador de Constantinopla a los bizantinos.
Cuando Mehmet II se enteró del edicto de expulsión de los judíos, firmado por Isabel
y Fernando, exclamó refiriéndose a este último, al que Maquiavelo había presentado como
paradigma de buen gobernante: «¡A ése llamáis rey prudente, que empobrece sus tierras y
enriquece las mías!» Con llegada a Turquía de doña Gracia Méndez o Mendes con sus
riquezas y de su sobrino José Míguez o Joao Migues, que fue visir de Selim II con el nombre
de Yusef Nasí, se inició el poderío y la expansión del Imperio Otomano que determinarían la
1
ELIAS CANETTI, Die gerettete Zunge, Fischer, Frankfurt a. M., 1979, p. 8.
2
historia del Próximo Oriente. Nasí fue quien decidió la ocupación de Chipre por Turquía, lo
que generó la guerra contra la cristiandad. Los turcos vieron frenada su expansión al norte
del Mediterráneo al perder la famosa batalla de Lepanto, en la que participó Miguel de
Cervantes, pero Chipre continuó en manos turcas hasta que, en el siglo XIX, otro español de
religión judía, Benjamín Disraelí, primer ministro del Imperio Británico, recuperó la isla para
la cristiandad.
Finalmente, hubo judeoespañoles que pudieron contactar con las comunidades judías
de Italia y Grecia. A este grupo pertenecían los antepasados de Elías Canetti. Procedían de la
aljama de Cañete, situada en la provincia castellana de Cuenca. Cañete es un antiguo
asentamiento romano fortificado, dotado de defensas naturales, donde don Álvaro de Luna
levantó su castillo. Los parientes de Canetti, igual que otros muchos españoles, italianizaron
el nombre familiar durante su permanencia en Italia en un intento de integrarse en la
sociedad de acogida. Es típico de muchos judíos. Así encontramos el apellido castellano
Montañés, en catalán Muntaner y en alemán Bergmann. De modo que la familia de Elías
decidió cambiar Cañete por Canetti. Sin embargo, a pesar del camuflaje que les permitía
pasar desapercibidos y escapar de sus antiguos perseguidores, los descendientes de los judíos
siempre fueron patriotas vivísimos de una España que a través de los siglos se fue
transformando para ellos en el mito del paraíso perdido. He podido comprobar cómo muchos
descendientes de aquellos judíos expulsados llevan España en el idioma, en la mente y en el
corazón.
Tras haber perdido la guerra civil, algunos republicanos españoles exiliados a
Estados Unidos, entre ellos el doctor Juan Negrín, ex presidente de la República, se reunían
en una tertulia de Nueva York. Un contertulio llevó al fotoperiodista Víctor Laredo, judío y
una de las personas que más ha trabajado en la recuperación del patrimonio artístico
judeoespañol. Fue recibido con frialdad. Incluso un contertulio, con la grosería típica de los
antisemitas, refunfuñó: «¿Qué pinta aquí ese judío?» Víctor Laredo, que había oído el
comentario, replicó: «Ustedes y yo estamos viviendo la misma tragedia, con la única
diferencia de que mi exilio empezó casi cinco siglos antes.» Me explicó la anécdota el propio
Laredo, a quien conocí en 1983 en Nueva York.
José M. Estrugo, sefardí norteamericano que visitó Mallorca durante la II República,
explica en su libro que un sefardí «aún siendo natural de Salónica, de Sarajevo o de
Estambul, continua siendo español. No conoce el español del siglo XX, pero sí a la España
antigua, y por consiguiente se puede justificar hasta cierto punto su amor a la tierra en la que
sus mayores tuvieron su siglo de oro y su esplendor. Tendrán simpatías o antipatías hacia
ciertos españoles individualmente. Algunas veces se sintieron heridos en su amor propio por
representantes poco cuerdos, que ora les daban un abrazo, ora un mordisco. Muchos sienten
un amor despechado, pero todos son tan altivos como los que más en la Península»2. Estrugo
cita las palabras que dijo Isaac Alché Saporta al finalizar su conferencia en el Ateneo de
Madrid el 2 de diciembre de 1916: «Españoles fuimos, españoles somos y españoles
seremos.» ¿Qué tendrá España, esa madrastra, a la que los hijos rechazados adoran, mientras
que los predilectos la secuestran?
«Las lealtades de los sefarditas –escribe Canetti– eran algo complicadas. Eran judíos
creyentes, que consideraban muy importante su vida comunitaria, que constituía, sin
exagerar, el centro de su existencia. Pero también creían ser unos judíos un poco especiales,
lo cual estaba relacionado con su tradición española.»3
Esa tradición es muy importante y los sefarditas tienen motivos para sentirse
orgullosos de ella. Sabemos que tanto los hebreos como los musulmanes vivieron en España
2
JOSÉ M. ESTRUGO, El retorno a Sefarad, cien años después de la Inquisición, prólogo de Gabriel Alomar,
Madrid 1933, p. 24 s.
3
CANETTI. ob. cit. p. 9.
3
su edad de oro científica, artística y literaria bajo el Califato de Córdoba. No obstante,
Fitzmaurice Kelly, en su Historia de la Literatura Española, afina algo más, asegurando que
el renacimiento intelectual aparece, no entre los árabes, sino entre los judíos de Córdoba y de
Toledo. Kelly cita, entre otros autores judíos de aquella época, a figuras tan eminentes como
Gabirol o Avicebrón, poeta y filósofo, a quien Duns Escoto veneraba como su maestro, y
Judah hijo de Samuel el Levita (Jehuda ben Samuel ha-Levi), que acostumbraba a cerrar una
estancia escrita en hebreo con un verso escrito en romance, con lo que puede ser considerado
el versificador más antiguo en lengua castellana. Córdoba celebró en 1985 el 850 aniversario
del nacimiento de Moisés ben Maimón (Maimónides), filósofo, médico y talmudista, sin
duda el judío europeo más importante, padre intelectual de Alberto Magno y de Tomás de
Aquino. En Girona se conservan los restos arqueológicos de la escuela talmúdica de Isaac el
Cec, que produjo y difundió la Cábala, doctrina mística que todavía sigue enseñándose en las
escuelas talmúdicas judías.
Por si esto fuera poco para alimentar el orgullo «nacional» de los sefarditas,
numerosos judíos españoles consiguieron fama en el exilio, en lo que ellos llaman la segunda
diáspora. Nombraré sólo a Isaac Rufus, virrey de la India; Cardoso, juez de la Corte Suprema
de Estados Unidos; lord Disraelí, primer ministro británico; el ya citado duque Nasí de
Naxos, visir de Turquía; el filósofo Espinoza, el humanista valenciano Lluís Vives y tantos
otros cuya lista sería interminable.
De modo que no resulta extraño que la familia de Canetti, consciente de su tradición
de grandeza, arrugase altivamente la nariz al encontrarse con judíos asquenazíes, llamados
despectivamente «tudescos». Escribe el premio Nobel que «habría sido impensable casarse
con una “tudesca”, y me resulta imposible recordar siquiera un caso de mestizaje
matrimonial entre las familias que conocí o de las que tuve noticia durante mi infancia en
Rutschuk. Aún no contaba yo seis años, cuando mi abuelo me previno de tan desigual enlace
en el futuro. Pero no todo se limitaba a esta discriminación generalizada. Entre los mismos
sefarditas existían las “buenas familias”, que llevaban mucho tiempo siendo ricas. El
calificativo más ufano que se podía escuchar sobre una persona era “es de buena familia”.
¡Cuántas veces lo escuché hasta el hastío de boca de mi madre! Hablando con entusiasmo
del Burgtheater o leyendo a Shakespeare conmigo, incluso más tarde, hablando de
Strindberg, que se convirtió en su autor preferido, no se recataba de decir de sí misma que
venía de buena familia, no había otra mejor»4.
Canetti, perteneciente a una generación más joven, descubrió muy pronto la
contradicción entre el orgullo de un pasado glorioso y el raquitismo espiritual de un presente
sin ambiciones. Si el origen español era un fundamento del orgullo que manifestaban las
familias sefarditas, no lo era menos su riqueza material. Bruno Kreisky, el único judío que
fue jefe del Gobierno de un país antisemita, me dijo un día que los mallorquines somos gente
bajita que siempre habla de dinero. Eso mismo escribió Canetti de las familias sefarditas de
Rutschuk y mutatis mutandi la descripción podría ser aplicada a todos los españoles,
exceptuando la nobleza y el alto clero, que vivían de rentas y consideraban de muy mal gusto
hablar de dinero.
Canetti pudo observar en el seno de su propia familia y en la familia de su madre el
efecto que causa el dinero en las personas. «Las peores a mi entender eran las que se
entregaban al dinero con mayor fruición. Conocí todos los pasos de la codicia hasta la manía
persecutoria. Vi hermanos que por su mezquindad se destruían unos a otros mediante largos
pleitos y seguían litigando aún después de haber agotado el dinero. Pertenecían a la misma
“buena familia”, de la que mi madre se sentía tan orgullosa.»5 El escritor confiesa que él
mismo se comportó exactamente igual que su madre. Ella se sentía orgullosa de la familia a
4
5
Íbid., p. 10.
Loc. cit.
4
pesar de las manchas evidentes que descubría en ella, en tanto que Canetti, después de haber
observado y experimentado los horrores en las relaciones humanas, declaró sentirse
orgulloso de la humanidad y sólo manifestó su odio a la muerte, el enemigo real de los seres
humanos. Esta actitud tremendamente vitalista coincide con la de otros judíos que he
conocido a lo largo de mi vida, en particular los supervivientes o familiares de supervivientes
del Holocausto. Es la actitud que honra al Estado de Israel, acusado injustamente de los
crímenes que cometen sus propios enemigos. Existe una incompatibilidad casi genética entre
el pensamiento judío y las filosofías o religiones que ensalzan la muerte, la ponen en un
pedestal y la adoran como a una divinidad. Los judíos suelen tener una Weltanschauung que
honra la vida, entre otras razones porque históricamente fueron acosados hasta tal extremo
que sólo les quedó la vida como tesoro más preciado. Precisamente al brindar exclaman
Lejaim!, que significa ¡Por la vida!
Los sefarditas residentes en Turquía y en los Balcanes antes de la Segunda Guerra
Mundial hablaban el castellano de los siglos XVI y XVII, más o menos arcaico y adulterado,
según la región en que vivían. Muchos de ellos tenían origen catalán, mallorquín, valenciano
o procedían de Galicia, Asturias y Portugal. Pero todos hablaban castellano. Así que las
respectivas lenguas maternas quedaron disueltas en el habla sefardí, llamada ladino, que
conserva palabras y expresiones gallegas, asturianas o catalanas mezcladas con locuciones
hebreas, turcas, griegas o búlgaras. La fonética ladina se parece al español de América
Latina, con excepción de la j, la g y la x. Pronuncian la j como en gallego, la g como en
catalán y la x como en Asturias y Portugal. Distinguen, como en catalán, la s sonora de la
sorda, y dan un uso peculiar a la z castellana.
Para que nos hiciéramos una idea del ladino, José M. Estrugo reprodujo en su libro
dos cartas, una de su padre y otra de su madre. Las transcribo:
Carta del padre
Rodes, 12 agosto 1919. – A mi querido ijo Jusep. – Los Ángeles, California.
Reciví tu preciada del 27 junio de la cuala retirí un chek de francos 1.000. Querido
ijo, yo no puedo pagar lo que tu estás haziendo. Dio te va a recompensar, lodo toques oro se
te haga, amén. Las hijas ya te escrivieron. Recive los abrasos yenos de querensia, de tu
padre. M. estrugo.
Carta de la madre
Rodes, 10 junio, 1917.
Mi querido ijo Jusep:
Hoy me desperto muy demañana con el corasón muy estrecho, soñándome toda la
noche contí, con el corasón batiendo por una ora, caminando de arriva abaixo como una
desesperada, rogando y avlando con el Dió a que me allegue a verte bivo i sano i como mi
corasón dezea antes de mi morir. Yo no quero nada, al menos recibir notisias buenas tuyas.
Es mi única consolasión en toda mi mansevéz perdida sin ver ayinda denguna alegría. Ayer
yegó el vapor que alegró a toda la judería, y ¡ni dos letras tuyas recivimos! Mi amiga la
señora Graciani ya no está en Rodes. Quen bien te querrá o te se irá o te se morirá. Escrive
presto. Te abrasa tu mamá que se le arranca el alma por verte i no tiene esperansa.- Rosa
Estrugo.6
La relación familiar entre los judíos suele ser muy intensa, ya que la familia es
también el núcleo religioso. Las fiestas familiares son también fiestas religiosas, el altar es la
mesa familiar, lo que adquiere un significado especial, porque los judíos siempre fueron
minoría entre gente de otras creencias. La solidaridad familiar, lingüística y religiosa es la
base de la supervivencia de los judíos. El idioma, a veces, puede servir de barrera para
guardar la intimidad de los interlocutores. Canetti lo experimentó, de pequeño, cuando sus
6
ESTRUGO, ob. cit. p. 97 s.
5
padres hablaban entre ellos en alemán, indicando así que estaban tratando asuntos que el
niño no tenía porqué saber.
«Mis padres hablaban entre ellos en alemán, impidiendo que me enterase de nada. A
los niños y a otros parientes nos hablaban en español, el idioma familiar propiamente dicho,
si bien era un español antiguo, que más tarde escuché con frecuencia y nunca he olvidado.
Las campesinas y las chicas de servir que teníamos en casa sólo conocían el búlgaro, y con
ellas lo aprendí. Pero como nunca frecuenté la escuela búlgara y abandoné Rutschuk a los
seis años, pronto lo olvidé por completo. Todos los acontecimientos de aquellos primeros
años se desarrollaron en español o en búlgaro. Más tarde se me fueron traduciendo al
alemán. Sólo algunos sucesos especialmente dramáticos, como el asesinato y la muerte, por
así decirlo, y los sustos más graves permanecieron en versión española. Es una versión muy
exacta e imborrable. El resto, es decir, la mayor parte y muy especialmente todo lo búlgaro,
quedó almacenado en alemán en mi mente.
»No podría explicar exactamente cómo sucedió. Ignoro en qué momento, con qué
ocasión se tradujo esto o aquello. Tampoco lo he indagado, tal vez por temor a destruir los
recuerdos más preciados mediante una investigación efectuada siguiendo unos principios
metódicos y exactos. Sólo puedo decir que los acontecimientos de aquellos años están
presentes con todo su vigor y lozanía –me alimentaron durante más de sesenta años–, pero
unidos en gran parte a palabras que yo entonces desconocía. Me parece natural describirlos
ahora, no tengo conciencia de cambiar o deformar nada. No se trata de una traducción
literaria de un libro, que se transfiere de un idioma a otro, sino de una traducción que se ha
realizado por si sola en el subconsciente...»7
El pragmatismo indujo a Canetti a escribir profesionalmente en el idioma
menospreciado de los «tudescos». De nada sirvieron el orgullo familiar de la madre ni las
glorias históricas de los antepasados. El escritor necesita en primer lugar comunicarse con el
mayor número posible de personas. El español que se hablaba en el domicilio familiar era,
como dice Canetti, la Küchensprache, la lengua de la cocina, y carecía del prestigio
necesario para atraer una atención intelectual. Quedaba demasiado lejos la época en que el
nieto del rabino Azarías Ginillo, Lluis de Santàngel, proporcionó el dinero para el
descubrimiento de América, la época en que Cristòfol Colom acudió al profesor de
Salamanca, Abraham Zacuto, con el ruego de que le confeccionase los mapas y la carta de
navegar para aquel viaje tan trascendente. Entre los sefarditas residentes en Bulgaria, faltaba
la conciencia política y la voluntad de sacar el español de la cocina y entronizarlo en la sala
de estar. Otros judíos, como Isaac Bashevis Singer, lo hicieron con el yidisch o judeoalemán,
el idioma de los judíos asquenazíes. Y la labor más sorprendente de rescate y regeneración
de un idioma la efectuaron los judíos sionistas, que convirtieron el hebreo, una lengua casi
muerta, en el idioma oficial y natural del Estado de Israel.
Pero no era ésa la misión literaria que había de desempeñar Canetti, sino la de dar
testimonio vivo del último intelectual centroeuropeo, educado en el plurilingüismo, en la
libertad de la práctica religiosa y en el liberalismo humanista de aspiración universal. Todo
esto fue destruido por el nazismo, por la Segunda Guerra Mundial y por la guerra fría que
levantó un telón de acero en Europa, separando dos mundos que en el fondo se reducen a
uno solo. El liberalismo humanista tiene como enemigo perpetuo al totalitarismo más o
menos ilustrado, pero siempre avasallador, que paradójicamente seduce a muchos
intelectuales, incapaces de comprender que sin libertad no puede haber pensamiento ni
desarrollo mental. El nazismo, el comunismo y ahora el islamismo son cantos de sirena para
aquellas mentes que pierden toda referencia en el turbulento mar de las libertades y buscan
un asidero en los límites claramente acotados de la religión o de las ideologías totalitarias.
7
CANETTI, ob. cit. p. 15 ss.
6
En Bulgaria, país natal de Canetti, el idioma de prestigio no era el español, sino el
alemán, lengua oficial del Imperio Austro-Húngaro. Cualquiera que deseara progresar,
medrar, hacer carrera o triunfar debía dominar el alemán, a pesar de las gloriosas resonancias
históricas de su lengua materna. España, sometida al yugo totalitario de la espada y la cruz,
había ido disminuyendo su influjo en el mundo hasta perder las últimas colonias americanas,
mientras que el Imperio Austro-Húngaro vivía aún su último esplendor bajo el reinado de
Francisco José I (de 1848 a 1916). En España, la generación del 98 lloriqueaba por la
decadencia política y moral, en que había quedado sumido el país tras siglos de tiranía
inquisitorial y de absolutismo monárquico, en tanto que el hundimiento austriaco no se
produjo hasta después de la I Guerra Mundial (1914-1917).
Canetti tomó conciencia del prestigio de la lengua alemana, primero cuando sus
padres hablaban alemán para decir «cosas importantes» y luego al comprobar que en la
escuela la «lengua culta» era el alemán. Si quería ser escritor y vivir de la pluma, no tenía
otra alternativa que escribir en alemán. Pero además surgió una motivación afectiva.
Recuerda Canetti su juventud en Frankfurt:
«Quisiera hablar de un hombre callado y distinguido, a quien debo alguna cosa.
Gerber era nuestro profesor de alemán, a diferencia de los otros parecía casi tímido. A través
de las redacciones, cuyos temas él nos indicaba, se desarrolló una especie de amistad. Al
principio esas redacciones me aburrían, fueran de María Estuardo o de otro personaje
parecido, pero no me costaban ningún esfuerzo y yo quedaba satisfecho. Más tarde los
tiempos se volvieron más interesantes y yo expresaba mis verdaderas opiniones, que ya eran
bastante rebeldes como reacción a la escuela y sin duda coincidían con las suyas. Pero él las
pasaba por alto, escribía con tinta roja largas consideraciones al final, en las que me incitaba
a la reflexión, aún siendo tolerante y aceptando mi forma de decir las cosas. Yo no me
tomaba a mal sus objeciones, aunque no las admitiese, sino que me alegraba de que las
dijera. No era un maestro estimulante, pero sí muy comprensivo. Tenía las manos y los pies
diminutos y los movimientos leves; sin dar la impresión de lentitud, todo aquello que
emprendía parecía algo reducido, tampoco su voz poseía la impertinencia de los tonos
varoniles en que se expresaban los otros maestros.»8
Explica Canetti que Gerber le abrió la biblioteca de los profesores y le dio a leer
cuantos libros quiso. El propio maestro quedaba sorprendido viendo la voracidad lectora de
su alumno. Era un pozo sin fondo. El chico devoró casi todos los autores de la antigüedad
clásica, traducidos al alemán. Un día, maestro y discípulo se encontraron en la biblioteca.
Gerber le preguntó con suavidad qué quería ser cuando fuera mayor. Canetti respondió:
«Médico.» El maestro quedó decepcionado. «Entonces serás un segundo Carl Ludwig
Schleich», dijo Gerber, quien habría preferido que su alumno hubiese declarado
abiertamente su vocación de escritor.
Los italianos distinguen sabiamente entre la lingua del cuore y la lingua del pane. La
primera es la lengua íntima que guía y marca nuestra identidad; la segunda es la lengua con
la que nos ganamos el pan de cada día. Canetti llevó en su intimidad el español sefardí, que
pugnaba por aflorar al mínimo descuido. Su relación con Veza, «eine wunderschöne Person
mit einem spanischen Gesicht», una persona maravillosa con semblante español, no fue
casual, sino la respuesta a la necesidad de canalizar aquellas reservas espirituales que no
hallaban salida en el idioma alemán. Veza, además de sefardí como él (la madre de ella se
apellidaba Calderón), ya había leído a sus 26 años la literatura inglesa que Canetti había
conocido a través de su madre. De ahí que toda la energía latente de Canetti se abocase en
aquella chica vienesa.
8
CANETTI, Die Fackel im Ohr, Lebensgeschichte 1021-1931, Hanser, München/Wien 1980, p. 56 s.
7
La primera persona a quien Canetti confesó su vocación de escritor fue su primo
Bernhard, con quien mantuvo un encuentro durante su último viaje a Sofía. «Sólo cuando le
dije que quería escribir en alemán, en ningún otro idioma, él movió la cabeza molesto
diciendo: “¿Por qué? Aprende hebreo. Es nuestra lengua. ¿Crees que existe otra más
hermosa?”»9
Bernhard Arditti, cuyo apellido revela un origen catalán (Ardit, Bravo), había
abrazado la causa del sionismo y la propagaba con éxito entre la comunidad sefardí de Sofía.
Para los sionistas, Palestina era la tierra prometida y todos deseaban emigrar allí. «No les iba
mal en Bulgaria, no sufrían persecución de ningún tipo, no había guetos ni una pobreza
abrumadora, pero entre ellos surgieron oradores en quienes prendió la chispa y predicaban
sin cesar el regreso a la tierra prometida»10, escribe Canetti.
El primo Bernhard era un crisóstomo, un pico de oro. Arengaba a su auditorio en
español. Canetti descubrió entonces que aquel dialecto atrofiado de niños y de cocina
(«verkümmerten Kinder und Küchenidiom») servía para tratar cualquier tema y llenar de
fervor a la gente de tal modo, que decidieran abandonarlo todo para irse a una tierra que, aún
siendo la originaria de sus antepasados, desconocían totalmente.
La estancia en Viena, capital del Imperio, conectó a Canetti no sólo con el alemán
culto, Hochdeutsch, sino también con el dialecto vienés que magistralmente refleja en su
novela Die Blendung. En Viena se hizo adulto, se despegó de la empalagosa protección
materna y, como siempre ocurre, conoció la libertad y la independencia a través de otra
mujer, Veza, quien le enseñó el lugar que debe ocupar el escritor en la sociedad.
Si en la casa de su infancia todas las ventanas daban a Viena, ahora debía ir a Berlín,
centro cultural y artístico del mundo germánico, para sorber hasta la embriaguez la gloria de
los demás. Canetti ya había dirigido sus pasos hacia el mundo literario alemán, del que era
un dignísimo exponente, pero la materia prima de sus libros la llevaba dentro. El dialecto de
niños y de cocina, transformado en lengua literaria del español actual, fue con frecuencia el
alimento de su estilo.
El librero vienés de Canetti me explicó que el premio Nobel le había ordenado que le
reservase todas las novedades que llegasen de autores iberoamericanos. Canetti los leía en
español, en su versión original. En uno de sus libros, Die Fackel im Ohr, Canetti cita al
Quijote y sin duda el estrafalario profesor Kien, personaje de Die Blendung, da la imagen
perfecta de un Quijote vienés. La lengua literaria de Canetti es un alemán con resonancias
hispano-judías, un batido en el que se puede identificar cada ingrediente. Los
acontecimientos posteriores que culminaron en la Segunda Guerra Mundial tal vez le
hicieron arrepentirse de haber elegido la lengua de los asesinos. Pero ya era tarde. La vida es
un río, por lo que uno no se puede bañar dos veces en las mismas aguas. Canetti tampoco
podía renunciar a una parte de su identidad. Si el alemán era el idioma de los asesinos,
también lo era de las víctimas y de las personas que amó porque le abrieron las puertas de la
vida intelectual.
Manuel Azaña, presidente de la II República Española, dijo que jamás confundiría la
Alemania de los salvajes con la Alemania de Beethoven, de Goethe, Schiller, de Hesse.
Azaña sabía bien de qué hablaba, pues había conocido la cultura alemana siendo alumno del
colegio alemán de Madrid. Canetti tampoco podía confundir las dos Alemanias, igual que
ningún sefardí confunde la España negra del crimen y de la Inquisición con la España alegre,
tolerante y abierta que llena de gozo a quienes la visitan.
El primer tren con 12.000 judíos recogidos en Tracia y Macedonia salió de Sofía
hacia Viena a finales de enero de 1943. Desde allí la carga humana fue remitida a las
cámaras de gas de Treblinka. El diario comunista clandestino Rabonitxenko Delo dio la
9
Íbid., p. 108.
Íbid., p. 104.
10
8
noticia en un artículo titulado «Los desalmados entraron en acción», calificando de «crimen
nunca visto» la deportación de los judíos, y animaba al pueblo búlgaro a resistir frente a la
invasión nazi.
Debido a la protección que daban a los judíos los partidos de izquierda, los
intelectuales y los campesinos búlgaros, el ministro plenipotenciario alemán en Sofia,
Beckerle, envió el 7 de junio de 1947 un informe al Ministerio de Asuntos Exteriores
alemán, en el que decía: «Estoy firmemente convencido de que el primer ministro y el
gobierno búlgaro desean y aspiran a la solución total y definitiva del problema judío. Sin
embargo, se ven obstaculizados por la mentalidad del pueblo búlgaro, que carece de nuestra
educación ideológica. Habiendo crecido junto con armenios, griegos, gitanos, el búlgaro no
ve en el judío ningún defecto que pudiera justificar medidas especiales...»11
La población judía de Bulgaria ascendía en aquella época a 48.000 personas, en su
mayoría sefarditas, pero unas treinta familias habían mantenido la nacionalidad española. La
ley de 24 de octubre de 1935, promulgada por la II República Española, permitía a los
sefarditas adquirir el pasaporte español, eximiéndoles del servicio militar si pagaban
determinadas cuotas. Esta ley fue aplicada en 1941 por el jefe de la legación española, Julio
Palencia y Tubau, para proteger a la colonia sefardita.
Palencia dio la imagen de un verdadero Quijote español al adoptar a la hija del
sefardita León Arie, ejecutado por instigación nazi, y convertir así a la viuda en miembro de
la familia del diplomático. De este modo pudo proveerlas de pasaporte diplomático y
alojarlas en la legación española. A León Arie, uno de los principales perfumistas de Sofia,
el gobierno búlgaro le aplicó las disposiciones nazis contra la especulación porque había
subido dos céntimos las pastillas de jabón. Fue condenado a muerte y ejecutado, a pesar de
las protestas del Ministerio español de Asuntos Exteriores, de las gestiones del papa Pío XII
ante el Rey de Italia, padre de la reina búlgara, y de la carta remitida por la esposa de
Palencia a la propia Reina de Bulgaria.
El proceso continuó contra la viuda y la hija amenazando con otros dos crímenes. Sin
pensarlo dos veces, Palencia hizo la quijotada, por la que fue declarado «persona no grata» y
expulsado del país por el gobierno fascista búlgaro. El diplomático español abandonó
Bulgaria con su familia y la que había adoptado. El gobierno español se vio obligado a
castigar a Palencia por extralimitación de sus funciones, pero asimismo lo condecoró con la
gran cruz de Isabel Católica. El rey Boris en persona, que había firmado la orden de
expulsión, le remitió un mensaje de simpatía después de haber transcurrido un tiempo
prudencial. Cuando Palencia abandonó Sofia, muchos ministros y funcionarios de la
administración búlgara acudieron a despedirlo en la estación. La quijotada de Palencia
merece que se recuerde aquí, porque tratamos de un escritor hispano-búlgaro,
tremendamente vitalista, que sólo odió el crimen y la muerte.
«El hombre muerto, el que no se levantará jamás, tiene un efecto prodigioso. La
primera reacción de quien se halla frente a un muerto, sobre todo si le une algún lazo, y
aunque no sea así, es de incredulidad. Si el muerto era enemigo, desconfía; si era amigo, le
inunda una temblorosa esperanza. Uno está al acecho de cualquier movimiento del cuerpo.
Se movió, respira. No. No respira. No se mueve. Está bien muerto. Entonces surge la
consternación ante el hecho de la muerte, que, de tan horrible, uno quisiera ver como algo
único, que incluye a todos los demás. La confrontación con el hombre muerto es una
confrontación con la propia muerte, pues un hombre no muere en realidad, porque detrás de
él siempre viene otro. Incluso el asesino profesional, que confunde su propia insensibilidad
con la valentía y la virilidad, sufre esa confrontación y en alguna parte escondida de su
naturaleza también se espanta. Sobre la aprehensión del muerto por el observador, la más
11
Cfr. La salvación de la población hebrea en Bulgaria 1941-1944. Editorial Septembri, Sofia 1977.
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profunda y digna de todas las aprehensiones, se podría decir mucho; llenaríamos horas y
noches para describirla con precisión»12, escribe Canetti.
La reacción de Palencia ante tal confrontación fue vitalista, encaminada a salvar la
vida de la hija y de la esposa del ejecutado, sin contemplaciones egoistas de su propia
seguridad o de los obstáculos que pudiera sufrir en su carrera diplomática13. Es la reacción
del Quijote cuando arremete contra los molinos de viento creyendo que son gigantes o
cuando pretende salvar doncellas de un ejército de ovejas. El espíritu quijotesco nos da risa
en la ficción, pero nos causa admiración y envidia en la realidad.
Las circunstancias biográficas concentradas en la fascinación que ejercía Viena sobre
los habitantes del Imperio Austro-Húngaro hicieron que Canetti escribiese en alemán. Pero
un escritor no se define sólo por la lengua, sino por lo que dice y cómo lo dice. Si consigue
traspasar la barrera del provincianismo y de la mediocridad, si consigue decir cosas que
interesen a cualquier habitante del planeta, poco importará el idioma en que escriba el texto
original. Cuanta más difusión tenga una lengua, mayores posibilidades tendrá el escritor de
ser leído y comprendido. Si la lengua original tiene una difusión limitada, la traducción
franquea esos límites y puede llegar a lectores nunca imaginados.
Con todo, conviene tener presente que no es el idioma lo que enaltece al escritor, sino
el escritor que enaltece el idioma. Por ello los pueblos conscientes de este axioma,
interesados en tener una lengua honorable e influyente, ayudan a sus escritores abriéndoles
perspectivas de ganancia y reconocimiento. Quien tenga algo que decir lo dirá en cualquier
lengua que se le pueda entender. Quien no tenga tantas cosas que decir tal vez elegirá un
idioma que le permita una escalada rápida y alcanzar una posición desde la cual fustigar a
sus colegas. Dejemos que los escritores escriban en la lengua que quieran, pero exijámosles
que llamen las cosas por su nombre, particularmente en la época actual, en que los intereses
económicos y partidistas ocultan la verdad objetiva de los hechos bajo una gruesa capa de
charlatanería.
© Pere Bonnín
B – 26981-87
(Publicado por Ferrol Análisis, núm. 21, 2006)
12
13
CANETTI, “Macht und Überleben” en Das Gewissen der Worte, Fischer, Frankfurt a. M. 1982, p. 26.
Cfr. FEDERICO YSART, España y los judíos en la Segunda Guerra Mundial, Dopesa, Barcelona 1973.