Le Clezio Jean Marie El Pez Dorado

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J.M.G.

Le Clzio EL PEZ DORADO

J.M.G. LE CLEZIO EL PEZ DORADO

Traduccin de Mercedes Corral

Quem vel ximimati In ti teucucuitla michin. Oh, pez, pececillo dorado, ten mucho cuidado! Son muchas las redes y trampas que te tiende este mundo.

Cuando tena seis o siete aos, me raptaron. En realidad no me acuerdo muy bien de cmo fue, porque era demasiado pequea y todo lo que he vivido despus ha borrado ese recuerdo. Es ms bien como un sueo, como una pesadilla lejana, terrible, que se me repite algunas noches y me deja alterada durante todo el da. Hay una calle blanca por el resplandor del sol, polvorienta y vaca, el cielo azul, el grito desgarrador de un pjaro negro y, de pronto, unas manos de hombre me arrojan al fondo de un gran saco y me ahogo. Lalla Asma fue quien me compr.

Por eso no s cul es mi verdadero nombre, el que mi madre me puso al nacer, tampoco el de mi padre ni el del lugar donde nac. Lo nico que s es lo que me cont Lalla Asma: que llegu a su casa una noche y que por eso me llam Laila, la Noche. Soy del sur, de muy lejos, tal vez de un pueblo que ya no exista. Antes de eso no recuerdo nada, slo esa calle polvorienta, el pjaro negro y el saco. Despus me qued sorda de un odo. Fue mientras jugaba en la calle, delante de casa: una camioneta me dio un golpe y me rompi un hueso del odo izquierdo. Me daba miedo la oscuridad, la noche. Recuerdo que algunas veces me despertaba y senta que el miedo se deslizaba dentro de m como una serpiente fra. Ni siquiera me atreva a respirar. Entonces me meta en la cama de mi seora y me acurrucaba contra su espalda, para no ver ni or nada. Estoy segura de que Lalla Asma se despertaba, pero no me ech de su lado ni una sola vez; por eso para m era como si fuera mi abuela. Durante mucho tiempo me dio miedo la calle. No me atreva a salir del patio. Ni siquiera quera cruzar la gran puerta azul que daba a la calle, y, si trataban de sacarme afuera, gritaba y lloraba agarrndome a las paredes o corra a esconderme debajo de un mueble. Tena unas migraas terribles: la luz del cielo me desollaba los ojos y se me meta hasta dentro. Incluso los ruidos de fuera me daban miedo. Me echaba a temblar cada vez que, en el barrio judo, el Mellah, oa un rumor de pasos en la callejuela, o una voz fuerte de hombre al otro lado de la pared. Pero me gustaban mucho los gritos de los pjaros al amanecer y los chirridos de los vencejos en primavera volando al ras de los tejados. En esta zona de la ciudad no hay cuervos, slo palomos y palomas. Y a veces, en primavera, algunas cigeas de paso que se posan encima de una tapia y hacen tabletear su pico. Durante aos no conoc otra cosa que el pequeo patio de la casa y la voz de Lalla Asma gritando mi nombre: Laila!. Como he dicho antes, no s cul es mi verdadero nombre, pero me he acostumbrado al que me puso mi seora, como si fuera el que mi madre eligi para m. Pero tambin pienso que algn da alguien me llamar por mi verdadero nombre y que entonces me estremecer y lo reconocer. Lalla Asma tampoco era el verdadero nombre de mi seora. Se llamaba Azzema y era juda espaola. Cuando estall la guerra entre los judos y los rabes, en el otro extremo del mundo, fue la nica que no abandon el Mellah. Se encerr detrs de la gran puerta azul y renunci a salir. Hasta que una noche llegu yo y todo cambi en su vida. Yo la llamaba unas veces seora y otras abuela, porque ella fue quien me ense a leer y a escribir en francs y en espaol, me inici en el clculo y la geometra y me transmiti las bases de la religin de la suya, en la que Dios no tiene nombre, y de la ma, en la que se llama Al. Me lea pasajes de sus libros sagrados y me enseaba todo lo que no haba que hacer, como soplar sobre lo que uno va a comer, poner el pan al revs o limpiarse las partes ntimas con la mano

derecha. Me deca que haba que decir siempre la verdad y lavarse todos los das de pies a cabeza. A cambio, yo trabajaba para ella de la maana a la noche en el patio, barriendo, cortando lea para el brasero o haciendo la colada. Me gustaba mucho subir a la azotea a tender la ropa: desde all vea la calle, las azoteas de las casas vecinas, la gente que pasaba, los coches, e incluso, entre pared y pared, un trozo del gran ro azul. Desde all arriba los ruidos me resultaban menos terribles. Me pareca estar fuera del alcance de todos. Cuando me quedaba demasiado tiempo en la azotea, Lalla Asma gritaba mi nombre desde la gran habitacin llena de almohadones de cuero en la que permaneca todo el da. Me daba un libro para que leyera o bien me haca dictados y me preguntaba cosas de las lecciones anteriores. Como recompensa, me dejaba quedarme con ella en la sala y me pona los discos de sus cantantes preferidos: Um Kalsum, Said Darwich, Hbiba Misika, y sobre todo Fayruz, con su voz grave y ronca, y la hermosa Fayruz Al Halabiyya, que canta Ya Kudsu, y, cada vez que oa el nombre de Jerusaln, Lalla Asma se echaba a llorar. Una vez al da, la gran puerta azul se abra y entraba una mujer morena y flaca que se llamaba Zohra y no tena hijos. Era la nuera de Lalla Asma, que vena a cocinar un poco para su suegra y sobre todo a inspeccionar la casa. Lalla Asma deca que la inspeccionaba como si fuera un bien que heredara algn da. El hijo de Lalla Asma, Abel, vena con mucha menos frecuencia. Era un hombre alto y fuerte y siempre iba vestido con un elegante traje gris. Era rico, diriga una empresa de obras pblicas, trabajaba incluso en el extranjero, en Espaa y en Francia. Pero, por lo que contaba Lalla Asma, su mujer le obligaba a vivir con sus suegros, una gente insoportable y vanidosa que prefera la ciudad nueva, en la otra orilla del ro. Siempre desconfi de l. Cuando era pequea, me esconda detrs de las cortinas en cuanto lo vea llegar. l se rea y deca: Qu salvaje! Cuando me hice mayor, todava me daba ms miedo. Tena una forma muy especial de mirarme, como si fuera un objeto que le perteneciera. Zohra tambin me daba miedo, pero de otra manera. Un da, al ver que no haba barrido el polvo del patio, me pellizc hasta hacerme sangre. Pordiosera, hurfana, ni siquiera sirves para barrer! No soy ninguna hurfana grit, Lalla Asma es mi abuela! Se burl de m, pero no se atrevi a perseguirme. Lalla Asma siempre se pona de mi parte. Pero estaba vieja y cansada. Tena las piernas enormes y llenas de varices. Cuando estaba fatigada o se quejaba y yo le preguntaba: Est usted enferma, abuela?, me haca mantenerme muy recta delante de ella y, mientras me miraba, repeta un proverbio rabe que le gustaba mucho y que pronunciaba de una forma un poco solemne, como si tratara de traducirlo lo mejor posible al francs: La salud es una corona que llevan en la cabeza las personas sanas y que slo ven los enfermos. Ahora ya casi no me obligaba a leer ni a estudiar, ya no se le ocurran ideas para los dictados. Se pasaba casi todo el da en la sala vaca viendo la televisin, o bien me peda que le trajera su cofre de joyas y sus cubiertos de plata. Una vez me ense un par de pendientes de oro y me dijo: Mira, Laila, estos pendientes sern para ti cuando yo me muera. Y me los puso en los agujeros de las orejas. Eran unos pendientes viejos y desgastados en forma de media luna. Y cuando Lalla Asma me dijo que se llamaban Hilal, me pareci or mi

nombre, me imagin que eran los pendientes que yo llevaba cuando haba llegado al Mellah. Te sientan muy bien. Te pareces a Balkis, la reina de Saba. Puse los pendientes en su mano y, tras cerrrsela, se la bes. Gracias, abuela. Es usted muy buena conmigo. Vamos, vamos me dijo con aspereza, que todava no me he muerto. Yo no conoc al marido de Lalla Asma, slo saba de l por una foto que ella conservaba encima de una cmoda de la sala, junto a un despertador parado. Tena un aspecto muy severo e iba vestido de negro. Era abogado y posea mucho dinero, pero era muy infiel y, cuando se muri, lo nico que le dej a su mujer fue la casa del Mellah y un poco de dinero en el notario. Cuando llegu a la casa, l todava viva, pero no le recuerdo, porque era demasiado pequea.

Yo tena motivos para desconfiar de Abel. Un da, cuando yo contaba once o doce aos, Zohra, cosa rara, llev a su suegra a que la viera un mdico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entr en la casa sin que yo me diera cuenta; debi de buscarme primero dentro; al final me encontr en el cuartito del fondo del patio, donde estaban las letrinas y el lavadero. Era tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acerc y empez a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo haba vuelto la cabeza del lado del odo izquierdo para no orle. Era alto y ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a la luz. Se arrodill delante de m y empez a palparme la ropa y a tocarme los muslos y el sexo con sus manos endurecidas por el cemento. Eran como dos animales fros y secos que se hubieran escondido debajo de mi ropa. Tena tanto miedo, que oa el corazn latirme en la garganta. De pronto volv a revivirlo todo: la calle blanca, el saco, los golpes en la cabeza. Y luego unas manos que me tocaban, que se apoyaban en mi vientre, que me hacan dao. No s cmo lo hice, creo que me orin de miedo, como una perra, entonces me quit las manos de encima y se apart de m, y yo consegu deslizarme igual que un animal por detrs de l, atraves el patio gritando y me encerr en el cuarto de bao, porque era el nico sitio que se cerraba con llave. Esper con el corazn latindome desbocado y el odo bueno pegado a la puerta. Le o llegar y llamar a la puerta, primero suavemente, con las yemas de los dedos, despus ms fuerte, a base de puetazos: Laila! breme! Qu ests haciendo? Abre, no te har nada! Luego debi de irse. Y yo me sent en el suelo, con la espalda apoyada en la baera de mrmol que l haba construido para su madre. Despus de mucho tiempo, o voces detrs de la puerta, pero no entenda qu estaban diciendo. Volvieron a llamar, y esta vez reconoc la mano de Lalla Asma. Cuan-do abr, debi de verme tan asustada que me estrech entre sus brazos: Pero qu, te han hecho? Qu te ha pasado? Yo me apret contra ella al pasar por delante de Zohra, pero no dije nada. Lo que la ocurre es que se ha vuelto loca! grit Zohra. Lalla Asma no me hizo ms preguntas, pero, a partir de ese da, no volvi a dejarme sola cuando Abel vena a casa. Un da que estaba lavando unas legumbres en la cocina para la sopa de Lalla Asma o de pronto un ruido muy fuerte dentro de la casa, como si algo muy pesado se hubiera cado al suelo

y, a su paso, hubiera volcado una silla. Acud corriendo y vi a la anciana tirada en el terrazo a todo lo largo. Pens que estaba muerta, y ya iba a salir corriendo para esconderme en algn sitio cuando de pronto la o gemir y gruir. Slo se haba desmayado. Al caer, se haba golpeado la cabeza contra la esquina de una silla y de su sien manaba un poco de sangre negra. Temblaba de forma convulsiva y tena los ojos en blanco. Yo no saba qu hacer. Al cabo de un momento me acerqu a ella y le toqu la cara. Su mejilla estaba flcida y fra. Pero ella respiraba con fuerza alzando su pecho, y el aire, al salir, haca temblequear sus labios con un extrao gorgoteo, como si roncara. Lalla Asma! Lalla Asma! le murmur al odo. Estaba segura de que poda orme desde donde estaba, aunque no pudiera hablar. Vea el ligero temblor de sus prpados entreabiertos sobre sus ojos blancos, y saba que me estaba oyendo. Lalla Asma, no se muera! En esto vino Zohra, pero yo estaba tan concentrada en or la lenta respiracin de Lalla Asma que no la sent llegar. Idiota, bruja, qu haces aqu? Me tir tan violentamente de la manga que me rompi el vestido. Ve a buscar al doctor! No ves que mi madre est en las ltimas? Era la primera vez que se refera a Lalla Asma llamndole madre. Al ver que yo permaneca petrificada en el umbral de la puerta, se quit una zapatilla y me la tir. Vete de una vez! A qu esperas? Entonces atraves el patio, empuj la pesada puerta azul y me ech a correr por la calle sin saber adnde iba. Era la primera vez que sala afuera. No tena ni idea de dnde podra encontrar un doctor. Lo nico que saba es que Lalla Asma iba a morirse por culpa ma, porque no iba a encontrar a nadie que la salvara. Continu corriendo a lo largo de las callejuelas silenciosas. Haca mucho calor, el cielo estaba despejado y las paredes de las casas muy blancas. Fui de una calle a otra, hasta que al final llegu a un lugar desde donde se vea el ro y, ms lejos todava, el mar y las velas de los barcos. Era tan bonito que se me quit todo el miedo. Me detuve a la sombra de un muro y mir todo lo que pude. Era el mismo panorama que se vea desde la azotea de Lalla Asma, pero mucho ms vasto. Abajo, en la carretera, haba muchos coches, camiones y autocares. Deba de ser la hora en que los nios volvan a la escuela por la tarde; caminaban por la carretera con sus carteras o sus libros sujetos con una goma; las nias con las faldas azules y las camisas muy blancas, los nios un poco peor vestidos y con la cabeza rapada. Era como si me hubiera despertado de un sueo muy largo. Cuando pasaban cerca de m, me pareca orles rer y bromear. Pensndolo bien, deba de tener un aspecto muy raro con mi vestido con la manga desgarrada y mis cabellos demasiado largos y rizados, como si viniera de otro mundo. A la sombra del muro, deba de tener mucho ms aspecto de bruja. Tom una calle al azar, siguiendo la misma direccin que los colegiales, y despus otra llena de gente en la que haba un mercado con unas lonas extendidas al sol. En la entrada de una casa haba un anciano trabajando en un puesto de tablones de madera; estaba sentado en el suelo, junto a una especie de mesa baja, completamente rodeado de babuchas. Con un martillito de cobre introduca unos clavos muy finos en una suela. Me qued mirndole y l me pregunt: Quieres una belra? Vea perfectamente que yo iba descalza. Qu quieres? Acaso eres muda? Al final, consegu decir: Estoy buscando un doctor para mi abuela. Primero se lo dije en francs, pero despus, al ver que no me entenda, se lo repet en rabe.

Qu le pasa? Se ha cado. Se va a morir. Yo misma me asombraba de estar tan tranquila. Aqu no hay ningn doctor. Pero puedes ir a buscar a la seora Jamila al fondac, all. Es partera, tal vez pueda hacer algo. Sal corriendo en la direccin que me sealaba. El zapatero se qued inmvil, con su martillito de cobre levantado. Me grit algo que no entend, pero que hizo rer a la gente. La seora Jamila viva en una casa inimaginable. Era un hotel en ruinas con los muros de adobe y una puerta cuyos batientes llevaban abiertos tanto tiempo que ya no podan cerrarse, bloqueados por el fango y los escombros. De la fachada, unos trozos de revoque mostraban que la casa haba sido rosa en otra poca. En ella sobresalan unas ventanas de madera y unos balcones carcomidos. A pesar de mi aprensin, entr en el patio. El interior de la casa de Lalla Asma era un mundo organizado, riguroso, de una limpieza excesiva, y yo haba pensado que todos los patios eran as. Pero all, dentro del fondac, haba un caos enorme. Se vea a gente dormitando por todas partes, a la sombra de los tejadillos o debajo de unas acacias secas. Haba cabras, perros, nios, braseros que se consuman completamente solos, y, aqu y all, montones de basura en la que escarbaban unas cuantas gallinas viejas que parecan buitres. Junto a los muros, todo alrededor del patio, los vendedores ambulantes haban amontonado sus fardos al abrigo de los tejadillos y, para vigilarlos mejor, se haban tumbado encima. Yo ni siquiera saba lo que era un hotel. Mientras atravesaba lentamente el patio, sin saber qu direccin tomar, alguien me llam con grandes gestos desde lo alto de la galera interior. Deslumbrada por el sol, escrut en la sombra de la galera y o que alguien me deca: Qu ests buscando? Al final vi a una mujer algo mayor vestida con una larga tnica de color turquesa. Fumaba apoyada en la barandilla y me miraba. Cuando le contest que estaba buscando a la seora Jamila, me hizo un gesto con la mano y me dijo: Sube, la escalera est al fondo del patio, delante de ti. Al ver que no la haba entendido, me grit: Esprame. Me condujo a travs de una gran habitacin oscura donde haba ms fardos y gente descansando. Unos viejos jugaban al domin en una mesa baja, con un gran narguil a su lado. Nadie pareca prestarme atencin. En lo alto de la escalera, la galera estaba iluminada por los rayos de sol que entraban por las ventanas sin postigos. En el piso de arriba vivan unas mujeres muy raras. Algunas parecan jvenes y otras eran de la edad de Zohra o mayores que ella. Eran gordas, tenan la tez clara, los cabellos enrojecidos por la henna, los labios maquillados y muy oscuros, y los ojos pintados con khol. Fumaban sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, delante de las puertas de las habitaciones. El humo de sus cigarrillos sala de la galera en sombra y bailaba al sol. Voy a buscar a la seora Jamila. Yo me qued en lo alto de la escalera, con un pie apoyado en el suelo del primer piso. Creo que slo el miedo de volver sin el doctor a casa de Lalla Asma me impidi salir corriendo. Las mujeres me rodearon. Hablaban muy alto y se rean. El humo de los cigarrillos llenaba el aire de un olor dulzn y embriagador. Me acariciaban los cabellos, me los tocaban como si nunca hubieran visto nada parecido. Una de ellas, una mujer con las manos largas y finas y el cuello lleno de collares, empez a hacerme trenzas entrelazando mis cabellos con un hilo rojo. No me atreva a moverme.

Mirad qu guapa est, i parece una verdadera princesa! Yo no entenda lo que deca. Me preguntaba si esas mujeres tan hermosas, con todas sus joyas y sus maquillajes, no estaran burlndose de m, si no iran a pellizcarme y a tirarme del pelo de un momento a otro. Hablaban muy deprisa, en voz baja, y debido a mi odo enfermo yo no captaba todas sus palabras. Luego lleg la seora Jamila. Me la haba imaginado alta y fuerte y con cara de pocos amigos, pero no, era una mujer bajita y endeble con los cabellos cortos y vestida a la europea. Me observ un instante. Apart a las mujeres y, como si se hubiera dado cuenta de mi problema de odo, se me acerc a la cara y me dijo lentamente: Qu quieres? Mi abuela se est muriendo. Tiene que venir a verla a su casa. Dud durante un momento y luego dijo: Tienes razn, yo estoy aqu para eso, para ocuparme de los nios y de las abuelas que se estn muriendo. Caminaba a grandes pasos y yo la segua casi corriendo por las callejuelas. Sin la seora Jamila jams hubiera conseguido encontrar el camino de vuelta, pero ella saba dnde viva Lalla Asma. Cuando llegamos a casa, yo tena el corazn en un puo. Pensaba que durante todo ese tiempo Lalla Asma se habra muerto y que oira los chillidos de su nuera. Pero Lalla Asma segua viva. Estaba sentada como siempre en su silln, con los pies apoyados en una silla. Slo tena un poco de sangre seca en la sien, en la zona donde se haba golpeado al caer . Al verme, la mirada de Lalla Asma se ilumin. Todava temblaba un poco. Me apret con fuerza las manos. Yo vea que quera hablar y que no lo consegua. No saba que me quisiera tanto, y de pronto me entraron ganas de llorar. No se mueva, abuela. Voy a prepararle un t como a usted le gusta. Despus vi a la seora Jamila en el umbral de la sala. Lalla Asma no estaba murindose, as que ya no necesitaba a nadie. Adems, yo saba que no le gustaba que hubiera gente extraa en su casa. De modo que le dije a la seora Jamila: Ahora ya est mejor. Ya no la necesita. La acompa hasta la puerta y quise pagarle la visita con los dirhams que me daban por hacer las tareas de la casa, pero ella se neg. Luego, mirndome fijamente a los ojos, me dijo: Tal vez tengas que ir a buscar a un doctor de verdad. Se le ha roto algo dentro de la cabeza, por eso se ha cado. Volver a hablar? le pregunt La seora Jamila mene la cabeza y dijo: Nunca volver a ser la misma de antes. Algn da se caer otra vez y ya no se recuperar. Pero t debers quedarte con ella hasta que exhale su ltimo suspiro. Luego repiti esa misma frase en rabe: Kherjat er rohe... Zorha regres un poco despus. Pero no le dije nada de la seora Jamila. Si se hubiera enterado de que slo haba podido traer a una partera de un viejo fondac, me habra abofeteado. Le ment: El doctor dice que se pondr mejor y que la semana prxima volver a visitarla. Y las medicinas? No le ha dado ninguna medicina? Sacud la cabeza. Dice que no es nada, que volver a ser la de antes. Zohra le grit a Lalla Asma en el odo,

como si estuviera hablando con una sorda: Lo ha odo, madre? El doctor ha dicho que se pondr bien. Pero como Lalla Asma a veces no le diriga la palabra durante meses, Zorha no se dio cuenta de nada. Cuando se fue, ayud a Lalla Asma a ir caminando hasta su cama. Tena una forma muy graciosa de andar, daba saltitos como un mirlo. Y su mirada verde se haba vuelto transparente, triste, lejana. De pronto, me dio miedo de lo que un da pasara. Hasta entonces nunca me haba planteado qu sera de m cuando Lalla Asma ya no estuviera. Haba pensado que al estar en esa casa, rodeada por esos muros tan altos, tras la puerta azul, adivinando tan slo la ciudad desde la azotea en la que tenda la ropa, nunca podra ocurrirme nada malo. Mir el rostro viejo y abotargado de mi seora, donde los ojos eran dos hendiduras sin color, y sus escasos cabellos, blancos bajo la henna, y le dije: Abuela, abuela, verdad que nunca me abandonar? Las lgrimas me caan por las mejillas, ya no poda detenerlas. Verdad que nunca me dejar, abuela? Estoy segura de que me oy, porque vi sus prpados moverse y sus labios temblar. Entonces puse mis manos entre las suyas para que me las apretara muy fuerte y aad: Yo me ocupar de usted, abuela, no dejar que nadie se le acerque, y menos Zohra. Yo le preparar su t y le dar de comer, ir a buscarle su pan y sus legumbres. Ahora ya no me da miedo salir fuera, ya no necesitaremos para nada a Zohra. Mientras hablaba, seguan cayndome las lgrimas. Puedo decir que era la primera vez que lloraba, yo que nunca haba llorado por nada, ni siquiera cuando Zohra me pellizcaba hasta hacerme sangre. Pero Lalla Asma no volvi a ser la misma de antes. Al contrario, cada da que pasaba estaba ms desmejorada. Ya no coma. Cuando trataba de hacerle beber, el t fro le chorreaba por las comisuras de la boca y le empapaba la ropa. Tena los labios agrietados, resquebrajados. Su piel, de color arena, estaba cada vez ms seca. Y debo decir que se haca sus necesidades encima, ella que haba sido siempre tan limpia y meticulosa. Pero yo la cambiaba de ropa enseguida para que Zohra y Abel no la vieran en ese estado. Estoy segura de que ella se avergonzaba, de que se daba cuenta de todo. Cuando Zohra entraba en la sala, frunca la nariz y preguntaba: Por qu huele tan mal? Yo le deca que estaban haciendo obras en la casa de al lado, que estaban vaciando el pozo negro. Zohra miraba con un gesto de perplejidad a Lalla Asma y me grua: Eso es porque no limpias bien, mira qu desordenado lo tienes todo. Y yo, para que no se diera cuenta de nada, peinaba a Lalla Asma por la maana, le daba colorete en las mejillas y le pona manteca de cacao en los labios. Despus colocaba la bandeja de cobre junto a ella, encima de la mesa, con la tetera y los vasos, y echaba un poco de t azucarado en los vasos para que pareciera que Lalla Asma se lo haba bebido. No me separaba de ella. Por las noches me tumbaba a los pies de su cama, envuelta en una colcha. Me acuerdo de que haba mosquitos y que me pasaba toda la noche oyndoles zumbar al lado de mi oreja. Por la maana, me daba la vuelta para dormir un poco. Olvidaba la respiracin dolorosa de Lalla Asma, soaba que nos bamos, que tombamos por fin el famoso barco del que ella me hablaba siempre y que pasbamos de Melilla a Mlaga, e incluso ms lejos, hasta Francia. Una noche, la cosa empeor. De pronto me di cuenta de que Lalla Asma estaba ahogndose. Su respiracin sonaba como un fuelle y, al final de cada espiracin, se oa como un ruido de burbujas. Yo permaneca inmvil en el suelo, sin atreverme a hacer un solo movimiento. La habitacin estaba completamente a oscuras; fuera, en el patio, haba una luna muy pequea.

Esperaba, quera que se hiciera de da. Pensaba: en cuanto salga el sol, Lalla Asma se despertar y dejar de roncar y de ahogarse con su ruido de burbujas. Pero, al amanecer, la que me qued dormida por el cansancio fui yo. Quiz Lalla se muriera en ese momento y por eso pudiera por fin dormirme. Cuando me despert, ya era de da. Zohra estaba al lado de la cama llorando. De pronto me vio y su boca se torci en un gesto de ira. Me golpe con todo lo que encontr a mano, con una toalla, con unas revistas; despus se quit la zapatilla para pegarme con ella y yo hu al patio. Me gritaba: Miserable, bruja! Mi madre ha muerto y t sigues durmiendo tranquilamente! Eres una asesina! Me escond en la cocina, debajo de una mesa, como cuando era pequea. Temblaba de miedo. Por suerte, en ese momento lleg una vecina que haba odo los gritos. Despus lleg Abel y los dos calmaron a Zohra, que blanda un cuchillo en la mano como si quisiera matarme y segua gritando: Bruja! Asesina! La hicieron sentarse en el patio y le dieron un vaso de agua. Me deslic fuera de la cocina y atraves el patio a cuatro patas, a lo largo de la sombra muro. Desgreada y descalza como estaba, y con el vestido con el que haba dormido arrugado de arriba abajo, en verdad deba de tener el aspecto de una asesina. Consegu escabullirme por la gran puerta azul que se haba quedado entreabierta y me ech a correr por la calle, como el da que haba ido a buscar a la partera. Tena mucho miedo de que me atraparan y me metieran en la crcel por haber dejado morir a Lalla Asma. Y as fue como abandon definitivamente la casa del Mellah. No tena ni un real, iba descalza y vestida con mi ropa vieja, y ni siquiera tena el par de pendientes de oro en forma de media luna que Lalla Asma me haba prometido que me dejara al morir. Me senta todava ms desposeda que el da en que los ladrones de nios me haban vendido a Lalla Asma. El fondac era muy diferente a todo lo que haba conocido hasta entonces. Era una casa abierta a todo el mundo y situada en una calle muy concurrida llena de camionetas, de coches y de motocicletas. El mercado, un gran edificio de cemento, estaba a dos pasos; en l poda encontrarse de todo, desde carne y legumbres hasta babuchas, alfombras y cubos de plstico. Despus de dejar la casa de Lalla Asma no saba adnde ir. Lo nico que saba es que tena que esconderme en algn sitio donde Zohra y Abel nunca pudieran encontrarme, ni aunque mandaran a la polica a buscarme. Correteaba por las calles en sombra, iba pegada a las paredes como un gato perdido. En mi cabeza resonaban los gritos de Zohra: Bruja! Asesina!. Estaba segura de que, si me atrapaba, hara que me metieran en la crcel. Sin darme cuenta, llegu hasta la calle donde haba buscado un doctor para Lalla Asma. Cuando reconoc el edificio del fondac, con su gran puerta de dos batientes abierta de par en par, el corazn me dio un brinco de alegra. Estaba segura de que Zohra nunca me encontrara all. La seora Jamila no estaba. La haban llamado para que fuera a atender una urgencia. Me sent prudentemente en la galera, con la espalda apoyada en la pared, y la esper junto a su puerta. La primera vez que haba estado all iba con mucha prisa y no haba tenido tiempo de ver lo que pasaba en el edificio. Ahora me fijaba en todo: en la gente que entraba y sala sin cesar del patio, en los vendedores ambulantes vestidos con harapos y cargados como mulos, en los mercaderes que depositaban sus fardos bajo las arcadas. Haba vendedores de legumbres,

vendedores de dtiles y muchachos que llevaban extraos cargamentos en sus bicicletas, como cajas de cartn llenas de juguetes de plstico, casetes de msica, relojes y gas de sol. Yo conoca todas sus mercancas, porque muchas veces venan a llamar a la puerta de Lalla Asma, y como ella no poda salir de compras, les haca desembalar sus artculos en el patio y les compraba cosas que no necesitaba para nada, como, por ejemplo, plumas estilogrficas y jaboncillos, lo que haca enfurecer a su nuera: Madre, para qu quieres eso? Lalla Asma mova la cabeza: Tal vez algn da me alegre de haberlo comprado. Nunca pens que fuera a encontrar a los vendedores callejeros en ese patio. En el primer piso vivan las jvenes que haba visto la primera vez. Eran tan guapas y tan elegantes que yo, en mi ingenuidad, pensaba que eran princesas. Como era muy temprano, todava estaban durmiendo en sus habitaciones, tras las grandes puertas entornadas. Escudriando a travs de la rendija de una de las puertas, vi a una de las princesas acostada en una cama muy grande. Al cabo de un momento la distingu: estaba completamente desnuda encima de las sbanas y los cabellos le cubran el rostro; me asombr ver su vientre tan blanco y su pubis depilado. Era la primera vez que vea algo as. Lalla Asma no me llevaba nunca a los baos y, salvo en los ltimos tiempos, nunca haba querido que la viera desnuda. Por otra parte, mi cuerpo delgado y negro no se pareca en absoluto a esa carne tan blanca y a ese sexo dormido. Creo que retroced un poco asustada y con las palmas de las manos llenas de sudor. Esper durante mucho tiempo en la galera, observando el ir y venir de los vendedores por el patio. No haba comido nada desde la vspera, estaba hambrienta y muerta de sed. Abajo, en el patio, haba un pozo, y bajo las arcadas haba visto un fardo de frutos secos que los gorriones se acercaban a picotear. Baj por las escaleras hasta el fardo. Me avergonzaba un poco de m misma, porque Lalla Asma siempre me haba dicho que no haba nada peor que robar a otra persona, no tanto por lo que pudieras quitarle, sino por el engao que supona. Pero yo tena mucha hambre y las hermosas lecciones de Lalla Asma ya quedaban muy lejos. Me acuclill junto al saco abierto y me puse a comer dtiles, higos secos y pasas que saqu de un embalaje de plstico. Creo que me hubiera comido casi todo lo que haba en el fardo si el propietario de la mercanca no hubiera llegado silenciosamente por detrs y me hubiera atrapado. Con la mano derecha me agarraba por los cabellos y con la otra me daba correazos: Negra, ladrona! Te vas a enterar de cmo me las gasto yo con la gente de tu calaa!. Recuerdo que lo que ms me mortificaba no era el hecho de que me hubiera pillado con las manos en la masa, sino la forma en que me agarraba de los cabellos y me llamaba Sauda!. Porque era algo que nunca me haban llamado, ni siquiera Zohra cuando se enfureca conmigo, pues saba que Lalla Asma no lo hubiera permitido. Me debat y, para que me soltara, le mord hasta hacerle sangre. Le plant cara y le grit: No soy ninguna ladrona! Le pagar lo que me he comido! Justo en ese momento lleg la seora Jamila; las princesas se asomaron al balcn y empezaron a meterse con el vendedor ambulante y a dirigirle unos insultos que yo nunca haba odo hasta entonces. Incluso una de ellas, al no encontrar un proyectil mejor, iba lanzndole moneditas de diez o veinte cntimos a la vez que le gritaba: Toma, ah tienes tu dinero, ladrn, hijo de perra! Y l, completamente alelado, retroceda bajo las burlas de las mujeres y la lluvia de moneditas; hasta que la seora Jamila me asi de un brazo y me llev con ella al primer piso.

Creo que yo todava llevaba pasas en las manos, que no haba soltado ni siquiera cuando el vendedor me haba agarrado por los cabellos y me haba azotado con su correa. No s si fue por la acumulacin de todo lo que me haba pasado en los ltimos tiempos, con Lalla Asma que se haba cado al suelo y Zohra que me haba echado de la casa robndome los pendientes que me pertenecan, el caso es que de pronto me entr mucho miedo y me puse a llorar tan fuerte que no consegua subir los peldaos de la escalera. Y la seora Jamila, que slo era un poco ms alta que yo, me tom en sus brazos como si fuera un beb y me subi hasta arriba repitindome al odo: Mi nia, mi nia, y yo lloraba todava ms por haber perdido a mi abuela y haber encontrado una madre, todo en el mismo da. En lo alto de la escalera, las princesas (porque as era como las llamaba yo para mis adentros, incluso cuando comprend que no eran precisamente unas princesas) me esperaban con miles de caricias y demostraciones de afecto. Me preguntaron cmo me llamaba y se repitieron mi nombre unas a otras: Laila, Laila. Me trajeron un t muy cargado y unas pastas con miel y me com todas las que pude. Despus me llevaron a una habitacin grande y sombra y me prepararon una cama en el suelo con unos almohadones. A pesar del guirigay que haba en el hotel me qued dormida enseguida, acunada por la msica de un aparato de radio que sonaba en el patio. As fue como entr en la vida de la seora Jamila, la partera, y de sus seis princesas. Mi vida en el fondac se organiz de una forma muy tranquila; puedo decir sin exagerar que fue el periodo ms feliz de mi existencia. No tena ninguna obligacin, ningn problema, y encontraba en la seora Jamila y sus princesas todo el beneplcito y el afecto que hasta entonces me haban faltado. Cuando tena hambre, coma, cuando tena sueo, dorma, y cuando quera salir (cosa que me suceda constantemente), sala, sin tener que pedir permiso a nadie. La total libertad de la que gozaba en el fondac era la misma que la de las mujeres con las que comparta mi existencia. Ellas no tenan horarios, por lo tanto eran felices. Me haban adoptado como si fuera su hija, o ms bien como si fuera su mueca o su hermana pequea; la seora Jamila me llamaba Hijita y Ftima, Zubeida, Aicha, Selima, Huriya y Tagadirt me llamaban Hermanita. Pero Tagadirt a veces tambin me llamaba Hijita; a decir verdad, por la edad que tena hubiera podido ser perfectamente mi madre. Yo dorma por turno en cada una de las habitaciones que las princesas ocupaban de dos en dos, salvo Tagadirt, que tena para ella sola la gran habitacin sin ventanas en la que yo haba dormido la primera vez. La seora Jamila tena su apartamento en el otro extremo de la galera, con una ventana que daba a la calle. A veces, dorma tambin all, pero con menos frecuencia, porque la seora Jamila alojaba a menudo en su consultorio a las mujeres que tenan algn problema con el hijo que esperaban. Cuando reciba a alguna paciente, yo saba que no deba llamar a su puerta. Esos das, la seora Jamila cerraba la puerta con pestillo y yo vea a travs de las cortinas el candil que dejaba encendido en el gabinete. Era una seal que yo haba comprendido enseguida. Las princesas me queran mucho. Me mandaban a hacer recados, me encargaban sus asuntos. Iba a buscarles t al patio, les compraba pasteles e cigarrillos en el mercado y les llevaba las cartas a la oficina de correos. Algunas veces me pedan que las acompaara de compras a la ciudad, no para que les llevara las bolsas (para eso siempre tenan algn chiquillo), sino para que las ayudara a comprar, para que discutiera el precio. Lalla Asma me haba enseado a comprar y a regatear con los vendedores ambulantes que llamaban a su puerta, y yo haba aprendido muy bien sus lecciones. A Zubeida le encantaba ir conmigo al mercado de las telas. Era alta y delgada, tena la piel

blanca como la leche y los cabellos negros como el jade. Escoga una tela de algodn para un vestido o una colcha, se envolva con ella, se paseaba a la luz del sol y me preguntaba: Qu tal me sienta? Yo, despus de reflexionar un poco, le responda muy seria: Bien, pero estaras mejor con una tela azul oscuro. Los mercaderes me conocan. Saban que siempre les discuta el precio, como si fuera yo la que pagaba. No podan engaarme sobre la calidad de sus artculos. Era algo que tambin haba aprendido de Lalla Asma. Un da imped que Ftima se comprara un colgante de oro con una piedra turquesa. Mira, Ftima, no es una piedra autntica, es un trozo de metal pintado le dije hacindola tintinear contra mis dientes. Lo ves? Est hueca. El vendedor se enfureci, pero Ftima le puso en su sitio: Cllate. Mi hermanita siempre dice la verdad. Y da gracias de que no te denuncie al juez. A partir de ese da, las princesas redoblaron sus atenciones conmigo. Contaban mis hazaas a todo el mundo, ahora incluso los vendedores ambulantes del fondac me saludaban con respeto. A veces me pedan que interviniera ante Fulana o Mengana e intentaban comprarme hacindome regalos, pero yo no era ninguna tonta. Aceptaba los caramelos y los pasteles y les deca a Ftima o a Zubeida: No te fes de l. No es una persona honrada. La seora Jamila estaba al tanto de todo lo que ocurra. No hablaba nunca de ello, pero yo vea perfectamente que no estaba nada contenta. Cuando sala a hacer algn recado, o cuando alguna de las princesas me llevaba a la calle con ella, Jamila me segua con la mirada. Le deca a Ftima: Te la llevas por ah?, como un reproche. A veces intentaba retenerme ponindome deberes de caligrafa, de clculo y de ciencias naturales. Quera ensearme a escribir en rabe para que llegara a ser alguien en la vida. Pero yo no prestaba demasiada atencin a lo que ella trataba de decirme. Me senta ebria de libertad, haba vivido encerrada demasiado tiempo. Estaba dispuesta a escaparme si alguien intentaba retenerme. Todava hoy me cuesta creer que las princesas no fueran princesas. Me lo pasaba muy bien con ellas, sobre todo con Zubeida y Selima, que eran las ms jvenes. No tenan ninguna preocupacin, siempre estaban rindose. Provenan de pueblos de la montaa, de los que se haban escapado. Vivan rodeadas de un torbellino de hombres, se suban en los bonitos coches americanos con los que venan a buscarlas a la puerta del fondac. Me acuerdo que una noche vino un hombre en un coche negro muy grande con los cristales ahumados y dos banderas de color verde, blanco, rojo y negro en las aletas. Tagadirt me dijo: Es un hombre rico y poderoso. Yo intent ver el interior del coche, pero los cristales oscuros no dejaban transparentar nada. Es un rey? le pregunt. Es alguien tan importante como un rey me respondi Tagadirt muy seria. Me gustaba mucho el rostro de Tagadirt. Ya no era joven, tena unas arrugas muy marcadas en los rabillos de los ojos, como si siempre estuviera sonriendo, la piel tan oscura como la ma, casi negra, y unos pequeos tatuajes en la frente. Iba con ella dos veces a la semana a los baos, que estaban en la orilla del estuario, cerca de un embarcadero. Tagadirt me daba una toalla muy grande, meta sus cosas en una bolsa y nos marchbamos juntas. En la poca en que viva con Lalla Asma jams hubiera podido imaginarme que existiera un lugar as, ni tampoco que algn da me desnudara delante de otras mujeres.

Tagadirt no tena ningn pudor. Se paseaba por delante de m completamente en cueros, se frotaba el cuerpo con piedra pmez y se friccionaba con unos guantes de crin. Tena los pechos grandes y los pezones violeta, y, en el vientre y las caderas, la piel le formaba pliegues. Se depilaba con cuidado el pubis, las axilas y las piernas. A su lado yo pareca una negrita enclenque, pero, aun as, me tapaba con una toalla mis partes ntimas. Tagadirt me peda que le masajeara la espalda y la nuca con el aceite de coco que compraba en el mercado y que despeda un empalagoso olor a vainilla. En los grandes baos comunes, las nubes de vapor se deslizaban sobre los cuerpos y haba un gran alboroto de voces, gritos y exclamaciones. Unos chiquillos completamente desnudos corran chillando junto a la baera de agua caliente. Todo aquello me mareaba, me revolva el estmago. Contina, Laila. Tienes las manos fuertes, me sienta muy bien. Yo no saba si me gustaba todo aquello, pero continuaba haciendo penetrar el aceite en la piel de la espalda de Tagadirt y respirando el olor a vainilla y a sudor. Despus, para despabilarme, Tagadirt me salpicaba con agua fra y se rea al verme escapar con todos los pelos de mi cuerpo erizados. Me haba convertido en la mascota del fondac. Tal vez sa fuera la razn por la que la seora Jamila no estaba contenta. Deba de pensar que las princesas me mimaban y me adulaban demasiado y que quizs eso me estropeara el carcter. A fuerza de or a aquellas mujeres extasiarse conmigo a lo largo del da: Ah, qu guapa es!, y de disfrazarme a su antojo, yo acababa creyndomelo. Me prestaba vanidosamente a sus caprichos. Me emperifollaban con vestidos largos, me pintaban las uas de rojo, me ponan carmn en los labios y me maquillaban los ojos con khol. Selima, que era de origen sudans, se encargaba de peinarme. Me divida los cabellos en pequeos mechones y me los trenzaba con hilo rojo o con perlas de colores. O bien me los lavaba con jabn de coco para que se me quedaran tan secos e hinchados como la melena de un len. Me deca que lo mejor que yo tena eran la frente y las cejas, maravillosamente largas y arqueadas, y mi ojos almendrados. Tal vez me lo dijera porque me pareca a ella. Tagadirt me haca dibujos en las manos con henna, o bien trazaba sobre mi frente y mejillas los mismos signos que ella llevaba, utilizando una pajita mojada en holln. Me enseaba a tocar la darbuka y a bailar en su habitacin. En cuanto las dems mujeres oan el sonido de los bongos, acudan corriendo y yo bailaba para ellas, con los pies desnudos y girando sobre m misma hasta el vrtigo. Con estas chiquilladas se me pasaba la mayor parte de la tarde. Por la noche, las princesas me despedan para recibir a sus visitas, o bien me iba a la habitacin de las princesas que salan en coche. La seora Jamila me lavaba con la punta de una toalla mojada: Hay que ver cmo te han puesto! Estn locas. Con mis cabellos hirsutos, el khol emborronado y el carmn corrido, deba de parecer una mueca mal hecha, y la seora Jamila no poda por menos de rerse de m. Me quedaba dormida acunada por el torbellino de recuerdos de esos das tan largos, tan largos que no consegua acordarme de cmo haban empezado.

Huriya era mi preferida. Era la ms joven y la ltima que haba venido al fondac. Haba llegado slo unos das antes que yo. Era de un pueblo berber del sur. Haba estado casada con un hombre muy rico de Tnger que le pegaba y la posea a la fuerza. Un da haba metido sus cosas en una maletita y se haba escapado. Tagadirt la haba recogido en una calle de los

alrededores de la estacin y la haba trado al fondac para que pudiera esconderse y escapar de los enviados de su marido. La seora Jamila no se fiaba. La haba aceptado, pero a condicin de que se fuera en cuanto el peligro hubiera pasado. No quera problemas con la polica. Huriya era bajita y delgada, casi pareca una nia. Nos hicimos amigas enseguida, me llevaba con ella a todas partes, incluso a los restaurantes y a los locales nocturnos. Me presentaba a sus amigos como su hermana pequea. Es Ukhti, mi hermana. A qu se parece a m? Tena un rostro bello y armonioso, unas cejas perfectamente delineadas y los ojos verdes ms bonitos que he visto en mi vida. Yo nunca le preguntaba de dnde sacaba el dinero. Pensaba que le hacan regalos porque saba bailar y cantar, porque era guapa. No saba nada de lo que en realidad era slo un oficio, de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Viva como un animalito domstico, me pareca bien todo lo que me gustaba y halagaba, y mal todo lo que era peligroso y me daba miedo, como Abel, que me miraba como si quisiera comerme, o como Zohra, que haca que la polica me buscara diciendo que yo haba robado a su suegra. Lo que ms miedo me daba era la soledad. A veces reviva en sueos lo que me haba sucedido haca mucho tiempo, cuando me haban raptado. Vea una calle muy blanca y oa el chillido del pjaro negro. O bien oa el ruido del hueso que me haba crujido en la cabeza cuando el camin me haba golpeado. Entonces me meta en la cama de Huriya y me apretaba muy fuerte contra ella; me agarraba a su espalda como si fuera a desmayarme. Ella fue la primera que me habl de mis orgenes. Cuando le expliqu cmo eran los pendientes que Zohra me haba robado, me dijo que mi tribu, los hilal, las gentes de la media luna, vivan al otro lado de las montaas, en la orilla de un gran ro desecado. Y yo soaba que iba a ese pueblo, que entraba en la calle, y que al final de ella estaba mi madre esperndome. Pero Huriya no se qued mucho tiempo en el fondac. Una maana se march. No fue por culpa de su marido, sino por culpa ma. La noche anterior yo haba ido con Huriya y sus amigos a un restaurante que haba junto al mar. Habamos viajado durante mucho tiempo en medio de la oscuridad hasta llegar a una playa grande y vaca. Yo iba sentada en la parte de atrs del Mercedes, al lado de la puerta, y Huriya en el medio, con un hombre. En los asientos de delante iban dos hombres y una mujer rubia. Hablaban muy fuerte en un idioma que yo no comprenda, creo que era ruso. Me acuerdo perfectamente del hombre que conduca: era alto y fuerte como Abel, con una abundante cabellera y una barba negra. Me acuerdo tambin de que tena un ojo azul y otro negro. Llegamos a un restaurante de lujo, con una especie de antorchas que iluminaban la arena de la playa, y unos camareros vestidos de blanco. Me pas toda la velada mirando el mar de color negro, las luces de los barcos de pesca que regresaban a puerto y los destellos de un faro a lo lejos. La mujer rubia hablaba y se rea muy alto, y los hombres rodeaban a Huriya. El viento entraba por la ventanilla abierta y se llevaba el humo de los cigarrillos. Yo haba bebido vino a escondidas, pues el chfer del Mercedes me haba hecho beber de su copa un vino muy dulce y azucarado que quemaba la garganta. Me hablaba en francs con un acento extrao y algo pesado. Estaba tan cansada que me qued dormida en una banqueta, cerca de la ventana. Me despert en el asiento de atrs del coche. El chfer estaba inclinado sobre m, vea sus rizados cabellos iluminados por la luz del restaurante. Al principio no me di demasiada cuenta de lo que pasaba, pero cuando me meti la mano por debajo del vestido reaccion. Estaba borracha, tena ganas de vomitar. Aun as, me puse a gritar de miedo, y cuando el chfer intent taparme la boca, le mord la mano. Gritaba, le araaba y le morda.

Huriya acudi de inmediato. Estaba todava ms furiosa que yo, tir del hombre hacia atrs y empez a darle puetazos y a insultarle. l trataba de responderle al mismo tiempo que retroceda. Entonces Huriya tom del suelo una piedra muy grande y, si los dems no hubieran venido en ese momento, estoy segura de que lo habra matado. Sigui llorando, y yo con ella. El chfer se refugi al otro lado del coche y se encendi un cigarrillo, como si no hubiera pasado nada. Al cabo de un momento, Huriya se tranquiliz y pudimos regresar en el coche. El chfer conduca sin mirarnos, con su cigarrillo en la boca, y ya nadie deca nada, ni siquiera la rusa. El Mercedes nos dej en Suikha y regresamos caminando hasta el fondac. En la calle todava haba mucha gente, creo que era un sbado por la noche. El paseo de los enamorados deba de estar abarrotado, con una pareja debajo de cada magnolio. Huriya compr dos vasos de t y unos pasteles. Las dos estbamos muy dbiles y temblbamos, como si hubiramos tenido un accidente. No me habl de lo que haba pasado, slo coment una vez: Ese hijo de perra me dijo: "Djala dormir, la cuidar como un padre". La seora Jamila se enter de lo que haba pasado en la playa, pero no necesit decirle a Huriya que se fuera, porque, a la maana siguiente, ella misma tom su maleta, la que llevaba cuando Tagadirt se la haba encontrado vagando cerca de la estacin, y se fue sin dar ninguna explicacin. Quiz regresara a Tnger, junto a su marido. No volv a saber nada de ella durante meses; me entristeci mucho que se fuera, porque realmente era como una hermana para m.

Despus de eso, la seora Jamila trat de impedir que saliera con las dems princesas, pero con Huriya me haba acostumbrado a la libertad y a hacer lo que me viniera en gana. Con Aicha y Selima adquir otra costumbre, la de robar.

Empec a hacerlo con Selima. Cuando reciba a su amigo en el fondac o iba con l a los restaurantes, yo siempre la acompaaba. Me quedaba en un rincn, agazapada junto a la puerta como un animal, y esperaba el momento oportuno. El amigo de Selima era francs y creo que daba clases de geografa en un liceo, o por lo menos algo igual de serio. Era un seor muy elegante, vesta un traje de franela gris con chaleco y unos relucientes zapatos negros. Siempre haca lo mismo con Selima: primero la llevaba a comer a un restaurante de la ciudad vieja y luego volvan al fondac y se instalaban en la habitacin sin ventana. Me traa caramelos y a veces me daba algunas monedas. Yo me quedaba sentada delante de la puerta, como un perro guardin. Esperaba a que estuvieran ocupados y luego entraba a cuatro patas en la habitacin. No me interesaba lo que Selima haca con el francs. Me deslizaba en la penumbra hasta la cama y rebuscaba en las ropas del profesor. Era un hombre muy cuidadoso; siempre dejaba su pantaln doblado y su chaqueta colgada en el respaldo de una silla. Deslizaba mis dedos en los bolsillos, como unos animalitos giles, y tomaba todo lo que encontraba: un reloj de bolsillo, una alianza de oro, un monedero repleto de billetes de banco y de monedas, o una bonita pluma estilogrfica con incrustaciones de oro. Despus me llevaba el botn a la galera para examinarlo a la luz del da y escoga algunos billetes y algunas monedas; de vez en cuando, si me gustaba algn objeto me lo quedaba, como, por ejemplo, unos gemelos de ncar o una pluma estilogrfica. Creo que el profesor acab sospechando algo, porque un da me regal una pulsera de plata

dentro de una cajita y, al drmela, me dijo: Esto es realmente tuyo. Era un hombre muy amable; me avergonzaba de lo que haba hecho y al mismo tiempo no poda dejar de volver a las andadas. No lo haca por maldad, sino por juego. Excepto para comprar regalos a Selima, a Aicha, o a las dems princesas, no necesitaba el dinero para nada. Despus segu robando con Aicha. La acompaaba al centro de la ciudad, entrbamos juntas en las tiendas y, mientras ella compraba golosinas, yo me llenaba los bolsillos con todo lo que pillaba: bombones, latas de sardinas, galletas o pasas. En cuanto sala a la calle, estaba atenta a la menor oportunidad que se me presentara. Ya ni siquiera necesitaba ir con ella. Yo era bajita y negra, saba que la gente no se fijaba en m. Era invisible. Pero en el mercado no tena nada que hacer. Los vendedores me haban descubierto, senta sus ojos acechando cada uno de mis gestos. Entonces me iba con Aicha muy lejos, hasta el barrio del Ocean, donde haba bonitas casas con jardn, edificios nuevos y parques. Mientras Aicha se paseaba por los centros comerciales, yo me iba al cementerio a ver el mar. All me senta segura. Era un lugar tranquilo y silencioso, en l no haba el bullicio de la ciudad. Pareca como si desde siempre me hubiese pertenecido. Me sentaba encima de las losas, respiraba el olor a miel de los cactus con flores rosas y tocaba con la palma de la mano la tierra de alrededor de las tumbas. En ese lugar poda hablar con Lalla Asma. No saba dnde la haban enterrado. Era juda, por lo tanto era imposible que hubiera acabado en medio de los musulmanes. Sin embargo, yo senta que en el cementerio estaba muy cerca de ella, que poda orme. Le contaba mi vida. No todo, slo algunas partes, no quera entrar en detalles. Abuela, no estar orgullosa de m. Usted que siempre me dijo que haba que respetar los bienes ajenos y decir la verdad, aqu me tiene, convertida en la ladrona y en la mentirosa ms grande del mundo. Me entristeca tener que decirle esas cosas a Lalla Asma. Derramaba alguna que otra lgrima, pero el viento me las secaba enseguida. Era todo tan bonito en ese lugar: los montculos cubiertos de florecillas rosas, las losas blancas de las tumbas sin nombre con los versculos del Corn medio borrados y el mar azul a lo lejos. Recuerdo las gaviotas suspendidas en el cielo, deslizndose en el viento, clavndome sus ojos rojos y malignos. En el cementerio haba muchas ardillas. Parecan salir de las tumbas. Vivan con los muertos, tal vez royeran los dientes de stos como si fueran nueces. La muerte no me daba ningn miedo. El hecho de haber visto a Lalla Asma tirada en el suelo de la sala, roncando y gorgoteando, me haba ahecho pensar que la muerte era como un sueo profundo. No era precisamente a los muertos a quienes haba que temer en el cementerio. Un da apareci por all un distinguido anciano con una barba blanca. Deba de llevar espindome desde haca un buen rato: estaba de pie delante de una tumba, como si acabara de salir de ella. Al ver que lo miraba, se meti la mano por debajo de la tnica, se la levant y me ense su sexo, con un glande brillante y violceo como una berenjena. Tal vez pensara que yo me iba a asustar y que iba a salir gritando. Pero en el fondac yo vea a hombres desnudos casi todos los das, y oa las bromas de las princesas a propsito del sexo de los hombres, que, por lo general, consideraban ms bien mediocre. As que me limit a tirarle una piedra y a huir entre las tumbas, mientras l me insultaba y tropezaba con sus babuchas tratando de seguirme. Bruja! Viejo verde! Aquel da aprend que no haba que fiarse de las apariencias, y que un anciano con una tnica blanca y una bonita barba puede que slo fuera un viejo verde.

El barrio del Ocean era perfecto para robar. Tena unas tiendas muy bonitas para la gente rica en las que vendan cosas imposibles de encontrar en la zona del mercado de la ciudad vieja. En Suikha slo haba un tipo de galletas y de chicles, y las nicas bebidas que se podan comprar eran Fanta de naranja o Pepsi-cola. En cambio, en las tiendas del Ocean haba botellas de zumo con las marcas escritas en japons, en chino o en alemn, zumos con sabores nuevos, desconocidos, a tamarindo, a tangerina, a fruta de la pasin o a guayaba. Vendan cigarrillos de todos los pases, incluso unos negros con la boquilla dorada que yo compraba para Aicha, y chocolate suizo que birlaba de los muestrarios. Entraba en las tiendas detrs de Aicha, me daba una vuelta por ellas y volva a salir con los bolsillos llenos. Los dependientes no me conocan, no desconfiaban de m. Con mi vestido azul de cuello blanco, una cinta blanca en el cabello y mis ojos cndidos, pareca una nia de lo ms formal. Pensaban que era nueva en el barrio y que acompaaba a mi madre, que trabajaba en las casas con jardn. Me daba cuenta de que haba mucha gente que no haba aprendido la leccin tan deprisa como yo, se crean de buenas a primeras lo que vean, lo que les decan, lo que les hacan creer. Yo, en cambio, a los catorce aos era ms lista que un demonio, segn me deca Tagadirt. Quiz tuviera razn. Tagadirt se pasaba la vida pelendose con Selima y Aicha y llamndoles alcahuetas. Yo no tena sentido alguno de la medida o de la autoridad. Durante esa poca de mi vida fue cuando se form mi carcter, cuando me volv incapaz de someterme a cualquier tipo de disciplina, me acostumbr a hacer slo lo que me vena en gana y mi mirada se endureci. La seora Jamila se daba cuenta de todo, pero no estaba acostumbrada a tratar con nios; aunque, de alguna manera, las princesas eran un poco como sus hijas. Para evitar que siguiera por el mal camino, intent matricularme en una escuela. Pero yo no hablaba lo suficientemente bien el rabe como para poder entrar en una escuela municipal, y era demasiado mayor para entrar en una escuela extranjera. Adems, no tena ningn papel que acreditara mi identidad. Al final decidi matricularme en una academia, una especie de pensionado donde una mujer enjuta y spera que se llamaba seorita Rosa tena bajo su tutela a una docena de chicas difciles. En realidad, era ms bien un correccional. La seorita Rosa era una ex monja francesa que viva con un hombre ms joven que ella que se ocupaba de la gestin y de las cuentas. La mayora de las chicas tenan un pasado mucho ms difcil que el mo. Algunas se haban escapado de sus casas o haban tenido amantes, y a otras las haban prometido en matrimonio y sus familias las haban encerrado para estar seguras del desenlace. En comparacin con ellas, yo era libre y despreocupada, no le tema a nada. Slo estuve algunos meses con la seorita Rosa.

La base de la educacin en el pensionado consista en tener ocupadas a las chicas cosiendo o planchando y en leer libros de moral. La seorita Rosa imparta algunas clases de francs, y su guapo gestor, ms avaricioso todava, de aritmtica y de geometra. Cuando les describa a las princesas la esclavitud en la que vivan aquellas chicas, obligadas a barrer y a fregar el suelo del pensionado o a quemarse los dedos con las planchas y las asas de las cacerolas, se indignaban. En cuanto a m, no estaba dispuesta a hacer ningn bordado ni ningn trabajo de la casa. Si lo haba hecho en otra poca para Lalla Asma, era porque era mi abuela y le deba la vida. Me negaba a agradar a una solterona a la que, adems, haba que pagar.

Me limitaba a quedarme sentada en mi silla, escuchar las lecciones de la seorita Rosa, que lea con su voz ronca La Cigarra y la Hormiga o el Sueo del jaguar. No aprend casi nada con ella, pero empec a valorar mi libertad y me promet a m misma que, pasara lo que pasara, jams dejara que nadie me la quitara. Al final de aquel semestre en el pensionado, la seorita Rosa vino en persona al fondac, probablemente para ver el ambiente que haba creado a un monstruo como yo. La seora Jamila estaba fuera, de modo que Selima, Aicha y Zubeida fueron quienes la recibieron en la galera, ataviadas con sus largas batas de muselina color pastel y los ojos pintados con khol. Somos sus tas, le dijeron. Y, ante el asombro de la seorita Rosa, que no poda dar crdito a lo que vea ni a lo que oa, empezaron a hablarle muy mal de m: yo era una mentirosa, una ladrona, una respondona y una perezosa y, si me quedaba con ella, sera capaz de hacer huir a todas sus alumnas o de prender fuego al pensionado con una plancha. As fue como consiguieron que me echaran del pensionado. Debo confesar que me dio un poco de pena, sobre todo porque la seora Jamila haba invertido mucho dinero en mi educacin, pero yo no poda quedarme encerrada en aquella crcel slo para agradarle.

De esa forma, interrumpida durante unos meses, volv a recuperar mi libertad, los paseos por el Suikha, el barrio rico del Ocean y el gran cementerio junto al mar. Pero mi felicidad dur muy poco. Una maana que volva de una de mis correras con los bolsillos llenos de bagatelas para mis princesas, dos hombres vestidos con traje gris me atraparon a la entrada del fondac. No me dio tiempo de gritar ni de pedir socorro. Me agarraron cada uno por un brazo, me levantaron y me metieron en una camioneta azul con las ventanillas enrejadas. Era como si todo volviera a empezar, de nuevo me senta paralizada por el miedo. Vea la calle blanca cerrarse de nuevo y el cielo desaparecer. Hecha un ovillo en el fondo de la camioneta, las manos en las orejas y los ojos cerrados, me hallaba otra vez en el gran saco negro que me engulla. No saba qu me estaba pasando, pero ms tarde lo comprend. La polica de Zohra me haba tendido una trampa: me haba seguido por todas las tiendas en las que yo haba robado y luego me haba detenido. Comparec ante un juez de menores, un hombre muy tranquilo que hablaba en un tono demasiado bajo para m. Yo contest que s a todas sus preguntas y le parec sumisa. Pero luego, cuando empez a interrogarme sobre lo que hacan la seora Jamila y las princesas en el fondac y ver que no le contestaba, se encoleriz, aunque siempre con mucha suavidad. Rompa el lpiz que sujetaba entre los dedos y me miraba, como si quisiera hacerme comprender que a m tambin poda romperme con un solo gesto. Me interrog durante varios das y luego volvi a enviarme a la habitacin con las ventanas enrejadas. Era una especie de internado o de anejo de hospital. Despus me entreg a Zohra. Si me hubiera dejado escoger entre Zohra y la prisin, hubiera elegido la prisin, pero no me dej elegir. Zohra y Abel Azzema vivan ahora en un edificio nuevo situado en las afueras de la ciudad, en medio de unos jardines muy grandes. Haban vendido la casa del Mellah y Zohra haba aceptado dejar a sus padres para irse a vivir a aquel barrio de lujo. Al principio fueron muy amables conmigo. Era como si hubieran decidido olvidar todos sus reproches, todo el pasado, y empezar de cero. Quiz tambin tuvieran miedo de la seora Jamila y se sintieran observados. Pero muy pronto las cosas volvieron a ser como antes. Despus de algn tiempo, Zohra

volvi a portarse mal conmigo. Me pegaba y me gritaba que no serva para nada. Se enfureca con el menor pretexto: porque yo haba roto una taza azul, porque no haba lavado las lentejas, porque haba dejado mis huellas en el suelo de la cocina. No me dejaba salir de casa. Deca que el juez haba dictado una orden que me prohiba frecuentar malas compaas. Cuando tena que salir, me encerraba con llave dentro de casa, con un montn de ropa para planchar. Un da, chamusqu ligeramente el cuello de una camisa de Abel, y, para castigarme, me quem la mano con la plancha. Yo tena los ojos llenos de lgrimas, pero apretaba los dientes con todas mis fuerzas para no gritar. Era como si alguien me apretara con las manos la garganta y no me dejara respirar; estuve a punto de desmayarme. Todava hoy conservo en el dorso de la mano un pequeo tringulo blanco que nunca desaparecer. Pensaba que iba a morirme. Apenas me daban de comer. Zohra coca arroz para su perrito, un shi-tzu de pelo largo y blanco tirando a amarillento, y me pona un poco de ese arroz regado con caldo de gallina. Me daba de comer menos que a su perrito. De vez en cuando birlaba alguna fruta de la cocina. Me mora de miedo pensando en lo que podra pasar si llegaba a enterarse. Tena las piernas y los brazos llenos de moretones a causa de sus correazos. Pero pasaba tanta hambre que segua robando azcar, galletas y fruta de la alacena de la cocina. Un da, Zohra haba invitado a comer a unos franceses que se apellidaban Delahaye. Haba comprado para ellos un hermoso racimo de uvas negras en el supermercado del Ocean. Mientras coman los entremeses, yo esperaba en la cocina picoteando las uvas. De pronto me di cuenta de que haba acabado con todas las uvas de la parte de abajo del racimo. Entonces, para que no descubrieran mi delito, coloqu unas cuantas bolitas de papel debajo del racimo de forma que pareciera bien grueso en el plato. Saba que antes o despus se daran cuenta, pero me daba igual. Las uvas eran suaves y azucaradas y saban como a miel. Al final de la comida llev el racimo a la mesa, y los invitados pidieron a Zohra que me permitiera quedarme. Le decan: Su pequea protegida. Zohra pona caritas. Me haba obligado a quitarme mis harapos y a ponerme el vestido azul de cuello blanco que llevaba en casa de Lalla Asma. Me vena un poco corto y estrecho, pero Zohra me haba dejado la cremallera abierta y me haba puesto un delantal encima. Adems, haba adelgazado mucho. Es encantadora, es preciosa! Enhorabuena. Los franceses parecan muy amables. El seor Delahaye tena unos ojos azules muy luminosos, que resaltaban en su rostro bronceado. Su mujer era rubia y tena la piel un poco roja, pero todava bastante lozana. Me hubiera gustado pedirles que me llevaran con ellos, que me adoptaran, pero no saba cmo decrselo. Quera que leyeran la desesperacin en mi mirada, que se dieran cuenta de todo. Sobra decir que, en el momento de tomar el postre, Zohra descubri la parte de abajo del racimo, que me haba comido completamente, y las bolitas de papel. Grit mi nombre. Los extremos de los tallos sin granos parecan pelos erizados. Incluso el racimo pareca avergonzado. No la regae, es slo una nia. Quin de nosotros no ha hecho algo as cuando era pequeo? dijo la seora Delahaye. Mientras tanto, su marido rea abiertamente, y Abel esbozaba una vaga sonrisa. Zohra no hizo el parip de rerse, se limit a dirigir me una mirada penetrante y, cuando los franceses se marcharon, fue a buscar el cinturn de cuero con la gran hebilla: Un correazo por cada uva! Chuma! Me azot hasta hacerme sangre. Gracias a los Delahaye, pude salir de casa. La seora Delahaye llam por telfono a Zohra y le dijo:

Querida, prsteme un poco a su protegida, usted sabe que necesito a alguien que me ayude con la casa; de esa forma podra ganarse un poco de dinero para sus gastos. Al principio Zohra se neg poniendo varios pretextos, pero la seora Delahaye le amonest riendo: Espero que no la est secuestrando! Zohra tuvo miedo, le pareci percibir una amenaza en aquella broma y me dej ir. Al principio una vez a la semana y luego dos. Los Delahaye vivan en el barrio del Ocean en una casa de alquiler muy bonita. Se la haba pintado y restaurado la empresa de Abel. Era un sitio muy tranquilo, con un jardn en el que haba naranjos, limoneros, setos de adelfas y pjaros. En la casa de los Delahaye me senta muy bien. Me pareca recuperar la paz que haba conocido de pequea en el Mellah, cuando el mundo se reduca al patio blanco de la casa de Lalla Asma. Juliette Delahaye era muy amable conmigo. Cuando llegaba a su casa, hacia las dos de la tarde, me serva un t y unas galletitas que sacaba de una caja de metal roja muy bonita. Deba de intuir que yo no coma lo suficiente en casa de Zohra por la forma en que me abalanzaba sobre los dulces. Creo que estaba al tanto de mi pasado, pero no haca ningn comentario. Cada vez que yo tena que pasar el trapo del polvo por su cuarto, dejaba todas sus joyas encima de la cmoda, y tambin unas co-pitas de plata llenas de monedas. Pero yo saba que lo haca para ponerme a prueba y me guardaba mucho de tocarlas. Despus, ella contaba las monedas y, por la alegra de su voz, se notaba que estaba muy contenta de que no faltara ninguna. Pero mientras ella haca eso, yo aprovechaba para meter la mano en los bolsillos de la chaqueta de su marido, colgada en el perchero del vestbulo. El seor Delahaye era un hombre algo mayor, con una gran nariz y unas gafas que hacan que sus ojos azules parecieran ms grandes. Siempre iba muy elegante, con su traje gris oscuro y sus zapatos de cuero negro resplandecientes. En otros tiempos haba sido alguien muy importante, creo que embajador o ministro. A m me impresionaba mucho, sobre todo cuando me llamaba pequea o seorita. Nadie me haba hablado antes as. Me tuteaba, pero nunca me daba caramelos ni dinero. Le apasionaba la fotografa. Tena fotos por toda la casa, en los pasillos, en la sala, en los dormitorios e incluso en los cuartos de bao. Un da me invit a su estudio. Era un casern sin ventanas situado al fondo del jardn, que antes de que l lo habilitara deba de haber hecho las veces de garaje. All era donde haca sus fotos y las revelaba. Lo que ms me llam la atencin fueron las fotos de su mujer que tena puestas en las paredes. Deban de ser unas fotos antiguas, pues se la vea muy joven. En unas apareca desnuda, con unas flores prendidas en los cabellos rubios, y, en otras, con un baador en la playa. Deba de habrselas hecho en otro pas, en una isla lejana, pues se vean unas palmeras, una arena muy blanca y un mar de color turquesa. Me dijo cmo se llamaba el sitio, creo que Manureva o algo as. En la pared tambin haba colgada una cosa muy rara de cuero negro con unos clavos de cobre. Al principio pens que era un arma, una especie de honda o un bozal, pero al mirar las fotos comprob con asombro que era el taparrabos de la seora Delahaye y que su marido lo haba colgado all como si fuera un trofeo. Yo estaba acostumbrada a ver mujeres desnudas de cuando iba a los baos con Tagadirt o de cuando Aicha o Ftima se paseaban por el dormitorio. Sin embargo, me dio vergenza ver esas fotos en las que la seora Delahaye apareca sin nada de ropa. En una de ellas se la vea tumbada completamente desnuda en una terraza, tomando el sol, y, en su bajo vientre, su pubis tena la forma de una mancha triangular grande y negra que contrastaba con el color de sus

cabellos. El seor Delahaye me observaba por detrs de sus gafas con una ligera sonrisa. Pens que aquello tambin era una prueba y disimul mi vergenza. Tanto era mi deseo de gustarle. Volv varias veces al estudio. El seor Delahaye me enseaba la tcnica del revelado, a asir la copia con unas pinzas y colgarla de un hilo para dejarla secar. Me gustaba mucho ver cmo iban apareciendo los rostros en las cubetas, poco a poco, volvindose cada vez ms oscuros. Haba rostros de mujeres y de nios y escenas callejeras. Y tambin chicas en extraas poses, con los vestidos abiertos, los hombros desnudos y los cabellos alborotados. El seor Delahaye me deca que yo era muy inteligente, que estaba muy dotada para la fotografa. Le hablaba de m con entusiasmo a la seora Delahaye, le comentaba que tenan que matricularme en alguna academia de fotografa, que se podra ser mi oficio. Yo miraba a esa mujer tan distinguida y trataba de borrar de mi cabeza el trozo de cuero negro claveteado colgado en la pared del estudio. Me deca a m misma que eso no tena ninguna importancia, que seguramente ni se acordaban, que para ellos deba de ser lo mismo que tener un sombrero colgado de un clavo. Una tarde muy calurosa de principios de verano, despus de acabar mis tareas, fui como de costumbre al estudio para revelar algunas copias. El seor Delahaye haba colgado su chaqueta en una percha y estaba en mangas de camisa. No haba encendido la luz roja. Me mir de una forma muy rara y me dijo como dndolo por hecho: Hoy me apetece fotografiarte. Yo no quera que me fotografiara. Nunca me ha gustado. Recuerdo que Lalla Asma deca que no haba que dejarse fotografiar porque desgastaba el rostro. Pero al mismo tiempo me senta halagada de que un hombre como el seor Delahaye quisiera hacerme fotos a m, a una nia negra. Encendi sus lamparillas y coloc un taburete delante de una gran sbana blanca que haba clavado en la pared. Estaba todo preparado, deba de tenerlo pensado desde haca mucho tiempo. Tena una expresin muy seria y su frente brillaba de sudor al calor de las lmparas. Me hizo sentarme en el taburete, con el cuerpo bien erguido. Despus empez a hacerme fotos con una mquina apoyada en un trpode en la que brillaba una lucecita roja. Oa el ruido del obturador. Y tambin me pareca or el sonido de su respiracin de asmtico. Me suceda algo muy extrao. l no me daba ningn miedo, y, sin embargo, el corazn me lata muy deprisa, como si estuviera haciendo algo prohibido, peligroso. Se detuvo. Le pareca que yo no estaba bien peinada. O mejor dicho, le pareca que no tena los cabellos lo bastante despeinados. Me hizo quitarme la cinta que Zohra me obligaba a ponerme, me moj los cabellos con agua fra y me los ahuec con un secador de pelo Babyliss. Notaba el aire caliente en mi nuca y, al mismo tiempo, el agua fra que me caa por el cuello y me mojaba el vestido. Ahora el seor Delahaye estaba realmente muy extrao, se pareca a Abel cuando me haba arrinconado en el lavadero del patio de Lalla Asma. Sudaba, tena la mirada brillante, escudriadora, y el blanco de sus ojos un poco rojo. Yo pensaba que su mujer poda llegar de un momento a otro y que era eso lo que le preocupaba. En un determinado momento abri la puerta, se asom fuera y luego volvi a cerrarla con llave. Era curioso que todos, desde la seora Jamila hasta la seorita Rosa y Zohra, quisieran encerrarme con llave. A partir de ese momento empec a sentirme mal. El corazn me lata demasiado deprisa y tena toda la espalda llena de sudor. El seor Delahaye empez otra vez a hacerme fotos. Me dijo algo a propsito de mi vestido, algo as como que no me pegaba. Quera algo que estuviera ms acorde con mi rostro, algo ms salvaje, ms brbaro, ms animal. Me desabroch el vestido y me lo escot. Notaba sus manos en mi cuello, en mis hombros. Senta su respiracin y trataba de apartarme de l. Sin

embargo, l segua movindome el torso, como si buscara un gesto, una pose. Yo deba de tener los ojos llenos de ira, porque de pronto retrocedi y me hizo una serie de fotos repitiendo: As, qudate as, i as ests magnfica!. De vez en cuando se me acercaba por detrs para desabrocharme otro botn y bajarme un poco ms el vestido por la zona de los hombros. Pero apenas me tocaba, slo senta el soplo de su respiracin contra mi nuca. En un determinado momento ya no pude soportarlo ms. Tena nuseas. Me levant y, sin ni siquiera colocarme bien el vestido, corr hasta la puerta. Al ver que la llave no estaba en la cerradura, me volv a mirarle. El seor Delahaye estaba de pie junto a su mquina, pareca reflexionar. Tena una extraa expresin en el rostro, como si sufriera mucho. Creo que le dije llena de rabia: Si no me deja salir, gritar. Me abri la puerta y, apartndose de m como si yo fuera un escorpin, me dijo: Pero qu te pasa? Qu te he hecho? No quera asustarte, slo quera hacerte una foto. No le escuch. Sal corriendo. Me fui de la casa sin despedirme siquiera de la seora Delahaye. El corazn me lata muy fuerte y las mejillas y el cuello me ardan, justo donde ese hombre me haba tocado con las yemas de sus dedos. Al final volv a casa de Zohra. No haba nadie. La esper en el rellano de la escalera. Cosa rara, no me peg ni me pregunt nada. Simplemente ya no volv a ver a los Delahaye. Creo que ese da fue cuando decid marcharme lo ms lejos posible, al fin del mundo, y no volver nunca ms. En esa poca fue tambin cuando Zohra decidi desposarme.

Al principio ignoraba que Zohra tuviese ese proyecto, pero notaba que, desde que haba dejado de ir a casa de los Delahaye, se mostraba ms simptica conmigo. Segua encerrndome en el apartamento, pero ya no me pegaba. Incluso me daba ms de comer: adems de la comida que sola compartir con el shi-tzu, de vez en cuando tena derecho a un pltano, a una manzana o a dtiles rellenos. Un da incluso me devolvi solemnemente la cajita con los pendientes de oro, las medias lunas que se llamaban de la misma forma que mi tribu y que los ladrones de nios me haban dejado cuando me haban vendido a Lalla Asma: Son tuyos. Te los guard para que no los perdieras. Cmo no voy a respetar la voluntad de mi madre?. Nunca he sabido por qu lo hizo; la nica explicacin que le encuentro es que Lalla Asma se le debi de aparecer en sueos dicindole que me los devolviera. Zohra era tan supersticiosa como mala persona. La seora Delahaye vino varias veces a preguntar por m. Pero Zohra no le permiti verme, lo que, por otra parte, le agradec. De pronto haba aprendido a detestar a esas personas tan guapas y tan refinadas, con todos sus taparrabos y sus extraas fotos. Y adems, estaba ese hombre que ahora vena a casa. Era bastante joven, creo que era empleado de banca o algo as. Se comportaba muy ceremonioso. Zohra deba de haberle dicho que yo no hablaba bien el rabe y se diriga a m en un francs tan arcaico y tan solemne que me entraba la risa. Zohra le serva el t en la sala y le traa un cenicero para que no manchara la alfombra con la ceniza de sus cigarrillos. Sujetaba su cigarrillo muy recto, como si fuera un lpiz, con un gesto torpe y sincero. Cuando iba a venir, Zohra me obligaba a ponerme mi vestido azul con el cuello de encaje, el mismo que el seor Delahaye detestaba y que me haba intentado quitar el da de las fotos. Yo llevaba a la sala la bandeja con los vasitos dorados y el azucarero, y el seor Jamah (al que yo enseguida haba apodado el seor Jams) me miraba amorosamente. Su rostro fino y blanco expresaba una gran emocin, y cuando me sentaba en los almohadones delante de l, sorprenda de vez en cuando las miradas furtivas que diriga a mis piernas. Aquello dur varios meses, y yo

acab divirtindome con esos encuentros. Me haca la coqueta y le hablaba con segundas, lo justo para que se dejara atrapar un poco ms. Mientras tanto, Abel estaba cada vez ms celoso, ms mezquino, lo cual tambin era como un juego para m: era mi forma de vengarme de todo lo que me haba hecho en otros tiempos. Jugaba a hacerle creer que me senta feliz por esos esponsales anunciados. Cada vez que Abel estaba delante, yo le preguntaba a Zohra sobre el seor Jams, sobre su fortuna, la casa de su familia, la posicin de sus hermanos, etctera. Un da, Abel me dirigi al pasar una mirada llena de veneno: De todas formas, ya no te queda mucho tiempo de estar aqu. Me dijo que la presentacin con vistas a los esponsales estaba prevista para el mes de octubre. Y aadi: Ya que te gustan los hoteles, ser en un hotel junto al mar. Ya hemos reservado el saln. No hice las maletas para no ponerles sobre aviso. Me met todos los ahorros en la ropa, todo lo que haba robado y todo lo que haba ganado trabajando en la casa de los Delahaye y que haba escondido tras el zcalo de la habitacin en la que dorma. Me guard las monedas en los bolsillos, me cos los billetes a la blusa, a la altura del estmago, y me prend los pendientes Hilal debajo de la cinta del pelo. Para poder salir, esper a que Zohra volviera de la compra y, mientras tenda la colada, dej caer por la ventana del lavadero algunas prendas. Le dije que iba a buscarlas. El corazn me lata a toda velocidad, no quera que sospechara algo por el sonido de mi voz. Era despus de comer y Zohra tena sueo. Al principio dud, pero, como estaba demasiado cansada, al final me dio la llave dicindome: No aproveches la ocasin para irte a callejear por ah! No poda crermelo, era demasiado fcil. No, ta, volver enseguida. Ella bostezaba. Cierra bien la puerta. Cuando subas tendrs que volver a lavarlo todo. Sal al rellano de la escalera. Para vengarme, me llev al perro y cerr la puerta con llave desde fuera. Saba que Abel tena la otra llave y que no volvera hasta la noche. Una vez abajo me deshice del shi-tzu dndole un puntapi y tir la llave al cubo de la basura. La hund bien dentro de los desperdicios para que nadie pudiera encontrarla. Despus me march por las calles vacas, al sol, sin apresurarme. Como es de suponer, mi primer pensamiento fue dirigirme al fondac para ver a la seora Jamila y a las princesas. Haba pasado casi un ao desde que la polica de Zohra y de Abel me haba detenido. Y cuando llegu al fondac no reconoc nada. Era como si hubiera habido un terremoto. La tapia del recinto y la puerta de doble batiente haban desaparecido, y donde antes estaba el patio en el que se quedaban los vendedores ambulantes haban asfaltado el suelo y habilitado un aparcamiento para los coches y las camionetas que iban al mercado. Las habitaciones de la parte de abajo estaban tapiadas o cerradas con unas puertas metlicas. Slo el primer piso segua estando ms o menos idntico, pero en l no pareca vivir nadie, estaba deteriorado, abandonado. El revoque se desprenda de la fachada, los postigos de las ventanas estaban rotos. Incluso en el techo de la galera haban anidado unas golondrinas. No entenda nada, estaba aterrada. Tena la sensacin de haber sido vctima de una traicin. En la entrada del aparcamiento, un vigilante montaba guardia. Era un hombre alto y enjuto, con el rostro quemado como el de un soldado; llevaba un largo guardapolvo gris y una especie de turbante en la cabeza. Detrs de l, en el patio, unos chiquillos lavaban los cristales de los coches

con unos cubos llenos de agua y jabn y un trapo viejo. El vigilante me observaba con desconfianza. No me atreva a preguntarle nada por miedo a que me denunciara a la polica. Pero qu poda saber l? Lo que ms me desesperaba era pensar que yo tena la culpa de que el fondac ya no existiera. El propietario haba cumplido sus amenazas, haba conseguido que expulsaran a las princesas por atentar contra la moral y haba vendido la casa a los bancos. El viejo Rommana, al que siempre compraba los cigarrillos americanos para Tagadirt, fue quien me lo cont todo. La seora Jamila haba sido detenida y encarcelada, y todas las princesas se haban marchado; pero saba que Tagadirt se haba ido a vivir a la otra orilla del ro, a un campamento llamado Tabriket. Huriya viva con ella. Le compr unos cigarrillos en recuerdo de otros tiempos. Pero no poda quedarme ms tiempo all, porque el primer sitio donde Zohra ira a buscarme sera a la zona del fondac. Tom la barca para cruzar el ro. Estaba atardeciendo, el estuario pareca inmenso. Los barcos de pesca empezaban a regresar a puerto rodeados de gaviotas. La lnea de la ciudad se difuminaba en la bruma. En el otro lado, la orilla ya estaba en sombra y se vean brillar algunas luces. Por primera vez me sent libre. Ya no tena ataduras, el futuro se extenda ante m. Ya no me daba miedo la calle blanca ni el grito del pjaro, nadie ms volvera a meterme en un saco ni a pegarme. Dejaba mi infancia al otro lado del ro.

Me cost mucho encontrar la casa de Tagadirt. El campamento Tabriket se encontraba muy lejos del ro, en un barrio situado en un alto y rodeado por una gran carretera en construccin por la que circulaban algunos camiones. Era un lugar muy pobre, slo haba chabolas cubiertas con lminas de chapa o de fibrocemento sujetas con piedras para que no se las llevara el viento. Todas las calles eran muy parecidas, avenidas de tierra completamente rectas en las que se arremolinaba el polvo. Camin por las callejuelas, al azar. Los perros me ladraban a causa de mi pelambrera y de mi vestido harapiento. Un grupo de mujeres y de nios llenaba unos bidones de plstico en un grifo y algunos chicos circulaban en bicicletas todo terreno llevando en equilibrio sobre los manillares bidones de agua o haces de lea. Una mujer me mostr la casa de Tagadirt. Dej su bidn llenndose bajo el hilillo de agua y, despus de acompaarme durante un trecho, me seal una casita pintada de verde que haba al final de una calle. Era all. Yo tena el corazn en un puo, porque no saba cmo me recibiran Tagadirt y Huriya despus de todo lo que haba pasado. Pensaba que quiz no quisieran alojarme, que me tiraran piedras. No necesit llamar a la puerta. Alguien deba de haberles dicho que las estaba buscando y Huriya sali de la casa en cuanto me vio llegar. Me dio un beso y me abraz muy fuerte sin dejar de repetir: Laila! Laila!. Tena lgrimas en los ojos. Haba cambiado. Estaba ms plida y tena muchas ojeras. Su vestido estaba manchado de barro y en los pies slo llevaba unas sandalias de plstico desabrochadas. Tagadirt sali de debajo de una especie de tejadillo de plstico verde y ondulado que haba en el patio y se acerc a saludarme. No haba cambiado demasiado. Slo tena un poco ms marcadas las arruguitas de los ojos y de las comisuras de la boca que a m me gustaban tanto. Vi que cojeaba un poco y que llevaba una pierna vendada. Nos abrazamos. Yo estaba feliz de volver a verla, de respirar su olor. Me pareca que volva a reunirme con mi familia despus de largos aos de ausencia. Tagadirt prepar un t con el

famoso gunpowder que tanto le gustaba y con unas hojas de menta que cultivaba en unos tiestos al lado de la cocina. Yo tena tantas preguntas que hacerle que no saba por dnde empezar. Huriya me habl de la seora Jamila. Despus de pasar una breve temporada en la crcel, se haba ido a vivir a otra ciudad. Tal vez a Melilla o a Francia. Cada una de las princesas se haba marchado por su lado. Zubeida y Ftima se haban casado, Selima se haba ido a vivir con su profesor de geografa y Aicha haca la carrera. El fondac haba estado cerrado durante mucho tiempo y luego la tapia haba sido derribada. Cuando dije que la culpa de todo la tena yo por haber dejado que me detuvieran, Tagadirt me tranquiliz: Antes o despus tena que pasar. Haca mucho que la seora Jamila no pagaba el alquiler, y los vendedores tampoco. Era un caos de casa, antes o despus tena que pasar. Me senta aliviada y al mismo tiempo no consegua quitarme de la cabeza que la maldad de Zohra haba sido la culpable de todo. Qu te ha pasado? le pregunt a Tagadirt sealando su pierna. Alz los hombros como si mi pregunta le hubiera molestado. No es nada. Creo que me ha picado una araa. Pero Huriya me dijo la verdad un poco ms tarde: Tagadirt tena diabetes. El mdico le haba examinado la pierna en el hospital y le haba dicho a Huriya: Est muy enferma, tiene la pierna gangrenada, habr que amputrsela. Pero ella no haba querido decirle nada a Tagadirt. Sigue pensando que es una picadura de araa y se pone cataplasmas de hierbas; dice que la tiene mejor, pero ya no le duele porque se le est muriendo. Era terrible, pero tal vez fuera mejor que no supiera la verdad, pues estaba condenada. La vida en el campamento Tabriket no era demasiado fcil, sobre todo para m, que nunca haba conocido realmente la pobreza. Incluso en casa de Zorha coma todos los das y tena agua y luz. All, en Tabriket, se pasaba hambre todo el tiempo y no se disfrutaba incluso de las cosas ms elementales, como el poder lavarse todos los das o tener algunas astillas para poder hervir el agua del t. Algunos nios vendan lea que traan de muy lejos, del otro lado de la carretera, de las colinas. Unas nias harapientas llevaban a la espalda, atados con una cuerda, unos haces de lea ms grandes que ellas. Sin embargo, nuestra casa estaba lejos de ser la ms pobre. Tagadirt estaba orgullosa de ella, porque la haba construido su hijo Issa totalmente solo, trayendo las tablas de conglomerado de una en una. Issa era albail, trabajaba en Alemania. Tagadirt haba colgado su foto, una foto muy grande y un poco manchada, en la habitacin que haca las veces de sala. Se pareca mucho a ella, sobre todo en los ojos algo rasgados, como de chino. Tagadirt fue quien haba decidido pintar la casa de verde. Era su color preferido. Haba pintado de verde las macetas donde cultivaba la menta y la salvia, y tambin las sillas y la mesa, e incluso haba encontrado una tetera inglesa de color turquesa con el asa de junco y una tapaderita con una bolita verde. En la casa haba espacio suficiente para todos. Tena un patio de tierra, el cobertizo de la cocina, la habitacin de Tagadirt y la sala en la que yo dorma con Huriya, sobre unos almohadones puestos en el suelo. Tena incluso una habitacin para Issa, con su cama y su armario, siempre preparada para el caso de que volviera sin avisar. Tagadirt haba construido con unos tablones una especie de cuarto de bao al lado de la cocina: nos lavbamos en un cubo de zinc y luego utilizbamos esa misma agua para hacer la colada. Huriya y yo bamos a llenar el cubo al grifo de la calle y nos regbamos por turno la una a la otra dando gritos. En el campamento no haba baos pblicos, la gente era demasiado pobre y el agua demasiado escasa.

Pero con el cuarto de bao de Tagadirt y su cubo de zinc nosotras vivamos como reinas. Tagadirt no trabajaba desde que tena la pierna enferma, y Huriya acuda en su lugar. Cosa y planchaba para una tintorera que trabajaba para los hoteles. Todas las maanas se marchaba antes de las seis y tomaba la barca para ir a la ciudad. Por qu no me buscas a m tambin un trabajo? le ped a Huriya. Pero ella mene la cabeza y me contest: No es bueno para ti. T tienes que hacer otra cosa, tienes que ir a la escuela. Me compr unos libros de francs, de espaol y de ingls, y unos cuadernos. Tagadirt era de la misma opinin: No debes ser como nosotras. Tienes que llegar a ser alguien importante, como el taleb, el doctor. No una khedima como nosotras. Yo no saba por qu decan eso. Era la primera vez que alguien no quera casarme. Era la primera vez que alguien no me vea como una criada, como alguien que slo serva para preparar la comida a su marido. Aquello me conmovi tanto que se me saltaron las lgrimas y las abrac, realmente para m eran unas princesas. Pero yo no poda estudiar en casa. Era superior a mis fuerzas. Entonces agarraba mis libros sujetos con un elstico, como los nios que van a la escuela, y buscaba un lugar donde poder leer tranquila. Al principio, como haca un mes de octubre muy bueno, me acercaba hasta el cementerio, desde donde se vea perfectamente la lnea del horizonte, y me pasaba toda la maana leyendo junto a las tumbas. A veces, las aves marinas flotaban delante de m, inmviles en una corriente de aire. O bien las simpticas ardillas rojizas salan de los montculos y me miraban con insolencia. Pero yo no me senta tranquila despus de lo que me haba pasado con el viejo hijo de perra. Tema que, para vengarse, avisara a la polica. As que busqu otro lugar y encontr una biblioteca de barrio por la zona del Museo de Arqueologa. Era una biblioteca muy pequea, slo tena unas mesas muy grandes de lectura y unas sillas muy viejas y muy pesadas. Estaba abierta todos los das, salvo el domingo y el lunes, y aparte de los estudiantes de liceo, que venan a hacer sus deberes a la salida de clase, no haba casi nadie. Durante unos meses, pude leer all todos los libros que quise, al azar, sin ningn orden, dejndome llevar por la fantasa. Le libros de geografa y de zoologa, pero sobre todo novelas, Nana y Germinal de Zola, Madame Bovary y Tres cuentos de Flaubert, Los Miserables de Victor Hugo, Una vida de Maupassant, El extranjero y La peste de Camus, El ltimo de los justos de Schwarz-Bart, El deber de la violencia de Yambo Uologuem, El nio de arena de Ben Jellun, Pierrot, amigo mo de Queneau, El clan Morembert de Exbrayat, La isla de las gaviotas de Bachellerie, La Billebaude de Vincenot y Moravagine de Cendrars. Tambin lea traducciones, como La cabaa del to Tom, El nacimiento de Jalna, Mon petit doigt m'a dit, Los Santos Inocentes o Primer amor de Turgueniev, que me gustaba mucho. Fuera todava apretaba el calor, pero dentro de la biblioteca haca fresco y estaba todo muy tranquilo, tena la impresin de que all nadie vendra a buscarme. En ella conoc al seor Ruchdi, que haba sido profesor de francs en un liceo. Cuando me cansaba de leer y sala al jardincito polvoriento que haba delante de la biblioteca, el seor Ruchdi vena a fumarse un cigarrillo y a charlar conmigo. No me pregunt nada, pero creo que le intrigaba verme leer tantos libros. Me dio algunas indicaciones, me dijo lo que debera leer primero, me habl de los grandes autores, de Voltaire, de Diderot, y tambin de los autores modernos como Colette y de la poesa de Rimbaud, que yo no entenda, pero que me pareca muy hermosa. El seor Ruchdi era pobre, pero elegante, con su traje marrn siempre muy bien planchado, su camisa blanca y su corbata azul oscuro. Fumaba demasiado, su bigote gris estaba

amarillento por el tabaco, pero me gustaba mucho su forma de sujetar el cigarrillo, entre el dedo pulgar y el dedo ndice, como si sealara algo con una regla. Cuando atardeca, volva al campamento Tabriket. Mientras la barca se deslizaba sobre l agua plida del estuario, yo segua pensando en lo que acababa de leer, en los personajes, en las aventuras que acababa de vivir. Caminaba por las calles del campamento como si viniera de otro mundo. Tagadirt haba preparado sopa y unos dtiles boukri, duros y secos como frutas escarchadas, y haba cocido un pan redondo en su horno de ladrillos cerrado con un trozo de chapa, y a m me pareca que nunca haba probado nada tan bueno, que nunca haba vivido de una forma tan despreocupada. Me haba olvidado de Zohra y de todo lo que me haba sucedido antes. Huriya no volva a casa hasta que era de noche. Llegaba agotada, con las mejillas quemadas por el vapor de las planchas y los ojos rojos de haber estado cosiendo durante todo el da. Se quejaba un poco, se tomaba varios vasos de t y se acostaba. Pero tardaba mucho en quedarse dormida. Hablbamos en la oscuridad de la noche, como antao en el fondac. Mejor dicho, hablaba yo sola, porque no oa lo que ella me deca y no poda leerlo en sus labios. Huriya sala de vez en cuando los sbados por la noche. Venan a buscarla en coche. Pero como no quera que sus amigos supieran dnde viva, les esperaba debajo de una acacia raqutica que haba a la entrada del campamento. El coche se la llevaba en medio de una nube de polvo, perseguido por algunos chiquillos que le tiraban piedras. Una noche que Tagadirt estaba haciendo algo en el patio, Huriya me susurr en el odo bueno lo que pensaba hacer: en cuanto reuniera suficiente dinero tomara el barco para ir a Espaa y, desde all, a Francia. Me ense sus ahorros, unos fajos de dlares enrollados y sujetos con un elstico, que guardaba dentro de un neceser escondido debajo de un almohadn. Me dijo que ya slo le faltaban algunos fajos para pagar el viaje. Hablaba en voz baja, febrilmente, como si hubiera bebido. A m se me encogi el corazn al ver todo aquel dinero, porque eso significaba que se marchara muy pronto. Qu te pasa? me pregunt irritada al verme hacer un mohn, como si fuera a echarme a llorar. Si te vas, qu ser de m? No quiero quedarme aqu con Tagadirt. Me abraz y trat de consolarme, pero yo me daba cuenta de que estaba decidida del todo, de que su corazn ya no estaba con nosotras. Bajo su aspecto de mueca se esconda una gran seguridad en s misma. Era menuda, tena unas manos muy pequeas y su rostro de frente abombada haba conservado la expresin testaruda de la infancia. Haba decidido escapar de todo aquello, de las calles polvorientas, de la carretera por la que pasaban rugiendo los camiones, de los techos de fibrocemento donde la lluvia sonaba como una avalancha y el sol quemaba como una plancha al rojo vivo, de los muros que desprendan el olor a orina del moho, de los pozos de agua negra y venenosa, de los nios desnudos que jugaban en los montones de basura, de las nias con el rostro embadurnado de holln y encorvadas como viejas bajo los haces de lea. De todo lo que le recordaba a su infancia, de la miseria del campamento, donde incluso el agua potable saba a pobreza. Pero de lo que ms quera huir era de las juergas con los seores de la alta sociedad dentro de las limusinas negras con los cristales opacos, donde tena que fingir que estaba alegre, feliz, porque la desgracia no le gusta a nadie. Y tambin quera huir para siempre de los enviados de aquel hombre brutal que, slo por el hecho de haberse casado con ella, crea tener plenos derechos sobre su cuerpo, hasta

llegar a la tortura. Una noche volvi borracha: al ver su mirada perdida, casi de demente, me dio miedo. A la luz de la lmpara de queroseno la vi rebuscar dentro de su almohadn y contar sus fajos de dlares de contrabando. Al darse cuenta de que yo no estaba dormida, de que la estaba mirando, se acerc a m y me dijo: No impedirs que me vaya! Ni t ni nadie!. Yo la observaba sin decir nada. Te matar, te matar si intentas retenerme, me matara a m misma si tuviera que quedarme aqu. Lo dijo acercndose a la garganta la navajita que llevaba siempre consigo para defenderse de los chulos. Despus de aquello no volvi a hablarme del tema, y yo tampoco le dije nada. Estaba segura de que iba a marcharse, de que haba encontrado a un traficante. Entonces se me ocurri la idea de irme yo tambin. Cruzara el mar para ir a Espaa, a Francia, a Alemania, incluso a Blgica. A Amrica. Pero no estaba preparada. Si me iba, tena que ser para siempre, para no volver. Pensaba en eso da y noche. Caminaba por el campamento Tabriket, pero ya no estaba all. Saltaba las zanjas, los charcos de barro, pasaba junto a los grupos de nios y llenaba los bidones de plstico en el grifo que haba al final de la calle principal, pero lo haca como en sueos. Empec a devorar algunos atlas para aprenderme las carreteras y los nombres de las ciudades y de los puertos. Me matricul en los cursos de ingls de la USIS y en los cursos de alemn del Instituto Goethe. Naturalmente haba que pagar las tasas y tener todo tipo de autorizaciones y de referencias. Pero yo me pona mi famoso vestido azul de cuello blanco, al que haba corrido los botones y alargado un poco con una cinta de pasamanera, me colocaba una cinta blanca impecable en mi pelambrera rojiza y les contaba mi historia: que era hurfana, que no tena dinero, que era un poco sorda de un odo y que estaba dispuesta a todo con tal de aprender, de viajar, de llegar a ser alguien. Podra pagarles haciendo la limpieza o escribiendo cartas, o clasificando los libros de la biblioteca, estaba dispuesta a trabajar en lo que fuera. En los servicios culturales americanos le ca en gracia a la secretaria, una seora negra y opulenta. La primera vez que entr en su despacho exclam: Oh, Dios mo, cmo me gustan tus cabellos!. Me pas la mano por los rizos y me matricul sin ms. En el instituto Goethe tena de profesor al seor Georg Schn, un joven alto y delgado con los cabellos rubios y rizados y una expresin seria y triste en sus ojos grises. Yo le diverta. Me pona a prueba en su clase. Yo repeta de corrido las listas de palabras, las declinaciones. Lo haca con una voz muy clara, como si entendiera lo que estaba diciendo, como si recitara una poesa. El seor Schn me deca que tena una memoria fuera de lo comn. Tal vez fuera por mi odo enfermo. Por las noches estudiaba en casa de Tagadirt. Lea a la luz de una vela y haca mis deberes. Un da, el seor Schn sac uno de mis deberes y se lo ense a toda la clase. Una gran mancha de grasa se extenda en la parte inferior de la hoja. Qu es esto? Ha comido mientras trabajaba? Los dems alumnos se rean. No, seor, es una mancha de cera. El seor Schn pareca no comprender. En mi casa no hay electricidad. Trabajo a la luz de una vela. Quiere que lo vuelva a copiar todo? Me mir perplejo. No, no hace falta. Pero despus de aquello empez a comportarse de una forma un poco extraa. Me miraba como si se acordara siempre de aquella mancha de cera sobre mi hoja. Yo no consegua comprender qu le preocupaba. Muchas veces me haca quedarme despus de clase y me

preguntaba sobre el lugar donde viva, sobre la gente que viva all. Yo no saba adnde quera llegar. Tema que me denunciara a la polica. Tena una mirada extraa, velada, siempre triste, y cuando me hablaba se apretaba los dedos de las manos. Me recordaba al seor Delahaye, pero en ms amable, ms dulce. Tena su misma forma de mirar un poco de soslayo, pestaeando. Deca que me conseguira una beca para ir a estudiar a Alemania, a Dusseldorf. Era su ciudad natal, quera que me reuniera all con l. Deca que yo hara grandes cosas, que me hara famosa y rica y mi foto saldra en los peridicos. El seor Ruchdi estaba al tanto de todo. Yo acuda menos a la biblioteca a causa de las clases de alemn y de ingls, pero cada vez que iba me lo encontraba all, leyendo sus libros de filosofa en el fondo de la sala. Al cabo de un rato sala a fumarse un cigarrillo y yo me reuna con l en el jardincito. Cuando le habl del seor Schn, alz los hombros y me dijo: Lo que le pasa es que est enamorado de usted, eso es todo. Luego, observndome con una expresin un poco severa, aadi: Y usted, seorita? Su pregunta me hizo rer. La decisin est en sus manos concluy el seor Ruchdi. Usted es joven, tiene toda la vida por delante. Luego me recomend que leyera La conciencia de Zeno, de Italo Svevo. Quien no haya ledo ese libro no ha ledo nada dijo enigmticamente. Despus de eso empez a hablarme de otra forma. Me lea la poesa de Schehad, de Adonis. Un da, para hacerle rabiar, le dije: Creo que voy a casarme con el seor Schn. De pronto se puso muy serio y me dijo: No se lo aconsejo. Yo lo haca slo por vanidad. Estaba segura de que el seor Ruchdi estaba enamorado de m, y me diverta ver cmo se le demudaba la cara cuando le hablaba de mi boda.

Mi vida de estudiante dur seis meses, hasta la primavera, en que decid no volver al Instituto. Tena problemas en casa. Tagadirt siempre estaba discutiendo con Huriya, la acusaba de aprovecharse, de no darle dinero y hasta de robarle. Huriya se encolerizaba, la insultaba de una forma muy grosera y se iba dando un portazo. Desapareca durante noches enteras, y yo me quedaba sin dormir, al acecho, como si de un momento a otro fuera a or el ruido de sus pasos en la callejuela. Adems, una tarde me haba ocurrido una cosa en el aula. Como estaba lloviendo, me haba quedado all despus de clase para repasar unas conjugaciones. El seor Schn estaba de pie detrs de m, mirndome por encima del hombro. Yo llevaba un vestido que Huriya me haba prestado, bastante escotado por la espalda. Era la primera vez que me lo pona, porque estbamos en primavera y ya estaba harta de los jersis y de los abrigos. De pronto, el seor Schn se inclin y me bes en el cuello, slo un poco, de manera muy leve. Fue algo tan rpido que casi no tuve tiempo de darme cuenta, podra haber sido perfectamente una mosca que se haba posado y luego se haba ido. Pero vi que el seor Schn estaba muy colorado y que resoplaba como si hubiera estado corriendo un buen rato. Si hubiera sido por m, hubiera hecho como que no haba pasado nada: la situacin me pareca un poco ridcula, pero al mismo tiempo me resultaba bastante divertido ver a ese hombre tan triste y tan fro comportndose de pronto como un nio. Pero l haba retrocedido. Estaba muy plido y pareca ms triste todava. Me miraba de lejos, a travs de sus iris grises, como si yo fuera un demonio. No s qu fue lo que mascull, no

le entend, pero comprend que deba irme rpidamente. Era increble que un hombre tan importante, un profesor de alemn de la universidad de Dusseldorf, se hubiera dejado llevar por sus impulsos y hubiera besado en el cuello a una nia negra del campamento Tabriket. Entonces recog mis cuadernos y mis libros y hu bajo la fina lluvia que me caa por la espalda, por el famoso escote que tanta impresin le haba causado al seor Schn. Unos das ms tarde, paseando por la zona de la Puerta del Viento, me encontr por casualidad con Aline Bossoutrot, una alumna del curso de alemn. Me dijo que el seor Schn senta mucho que yo hubiera dejado de asistir a su clase, que esperaba que volviera, que estaba en la lista de alumnas a las que iba a proponer para que les dieran una beca de estudios en Alemania. Yo no saba por qu esa chica me contaba todo aquello. Tal vez saliera con el seor Schn y estuviera en el secreto. Pareca amable e ingenua, no me caba en la cabeza que l le hubiera contado lo que haba pasado. Le dije que s, que volvera lo antes posible, pero que por el momento estaba muy ocupada. Quera librarme de ella, miraba hacia todas partes, me deca que si continuaba all los esbirros de Zohra vendran a por m. Aline adivin algo en mi mirada: desconfianza, miedo. Se acerc a m y me pregunt: Laila, tienes problemas?. Era hija de un importante empresario francs que tena el monopolio de las bicicletas chinas en frica. Cmo iba a poder comprender algo de mi vida? Lo que ms miedo me daba es que se fijaran en m por culpa de ella, tan rubia, tan elegante. Le dije: No, no, todo me va muy bien. Y luego me fui, me perd entre la muchedumbre; di un gran rodeo para llegar hasta la barca. Despus de ese incidente dej de cruzar el ro. Me senta segura en esta orilla. Interrump todas las clases, dej de ir a la biblioteca del museo y de ver al seor Ruchdi. Estuve varias semanas sin atreverme a salir del campamento Tabriket. Me quedaba en casa de Tagadirt, en el patio, debajo del tejadillo de plstico, escuchando el estruendo de la lluvia sobre el fibrocemento, viendo cmo las trombas de agua llenaban los bidones de hojalata. Fue un periodo largo y triste. Huriya esperaba un beb, por eso haba discutido con Tagadirt. No le pregunt nada, pero supuse que se haba quedado embarazada del hombre que vena a buscarla en coche. Tagadirt empeor bruscamente. Ahora le dola la ingle da y noche, y tena los ganglios duros como aceitunas. La pierna se le haba hinchado, de color gris, y ya no la notaba, como si fuera de madera. Se pasaba todo el da sentada en un silln, mirndose la pierna y maldiciendo a la araa que le haba picado. Deca que la culpa de todo la tenan las otras chicas, Selima, Ftima y Aicha, con las que haba discutido en otros tiempos. Deca que eran todas unas brujas y que le haban echado el mal de ojo. Utilizaba la misma palabra con la que Zohra me insultaba antao: Sahra. Deliraba, insinuaba que le haban puesto una espina en el zapato. Pens que, antes o despus, tambin me acusara a m. Por primera vez me entraron ganas de irme muy lejos, de partir en busca de mi madre, de mi tribu, a la regin de los Hilal, situada al otro lado de las montaas. Pero no estaba preparada. Pensaba que quiz todo aquello no existiera, que tal vez me lo hubiera inventado mientras contemplaba mis pendientes. Esa noche busqu refugio en Huriya; apoy la cabeza en su vientre, como si fuera a or el corazn del beb. Cundo nos vamos? le pregunt. No me respondi, pero le toqu la cara y me pareci que estaba llorando, o tal vez se estuviera riendo en silencio. Luego me dijo al odo: Dentro de muy poco. En cuanto haya dos plazas en el barco que va a Mlaga.

Ahora ramos cmplices. Por las tardes, mientras Tagadirt descansaba en su habitacin, mantenamos largos concilibulos en lugar de hacer las tareas de la casa. Huriya recitaba los nombres de las ciudades a las que iramos, de las personas a las que veramos. Yo slo me saba los nombres de algunos escritores y de algunos cantantes: Jos Cabanis, Claude Simon y tambin Serge Gainsbourg, por su cancin Elisa. Huriya me dijo: Si quieres, tambin iremos a verlos. Pensaba que eran gente como ella o como yo, a los que se poda ir a ver. Tagadirt sala de su habitacin cojeando y nos insultaba. Se haba dado cuenta de que pensbamos marcharnos. Gritaba: Iros a donde queris, a Francia, a Amrica, por m podis iros al infierno. Pero no volvis nunca ms!. Yo me haba comprado con mis ahorros un transistor en el mercado de contrabando, cerca del ro. Era un aparatito negro que deba de haber pertenecido a un pintor, porque estaba manchado de pintura blanca. Se llamaba Realistic. Por las noches oa a Jimi Hendrix en Radio Tnger. Y tambin el programa de Djemaa al atardecer; me gustaba or su voz, joven, fresca y un poco burlona. Me pareca que era mi amiga, que comparta mi vida. Pensaba: Me gustara ser como ella. Anotaba en un cuadernito los nombres de todos los cantantes que ella presentaba, trataba de transcribir las letras de las canciones en ingls, como, por ejemplo, la de Foxy Lady. Aquella primavera, mi ltima primavera en frica, fue muy extraa. Recuerdo la lluvia cayendo a cntaros sobre el tejadillo de plstico del patio y desbordndose de los bidones. Todo pareca formar parte de una larga espera: la voz de Djemaa resonndome en el odo, la msica del aparato de radio, Nina Simone, Paul McCartney, Simon y Garfunkel y Cat Stevens cantando Longer Boats. Y Huriya, que esperaba tambin, tumbada sobre los almohadones, con las manos apoyadas en el vientre y que ya caminaba contonendose como un pato cuando en realidad slo estaba embarazada de un mes. Y el campamento Tabriket a nuestro alrededor, que tambin pareca esperar indefinidamente algo que no llegara jams. Los nios sucios que vagaban entre los charcos, y las voces de las mujeres gritando. Por la noche, la llamada a la oracin resonaba sobre el ro, se mezclaba con los gritos de las gaviotas que escoltaban a los barcos que regresaban a puerto. Y detrs de nosotros, en la noche polvorienta, la carretera por la que avanzaban los camiones como si fueran insectos dainos.

Una noche, Tagadirt se puso muy mal. Huriya me dijo que fuera a llamar por telfono a su hijo, porque yo era la nica que hablaba alemn. Cuando volv, Tagadirt ya se haba ido al hospital, en el que le amputaran la pierna. Todo fue muy rpido. Al da siguiente, al caer la tarde, nos dispusimos a partir: un camin nos llevara hasta Melilla y esa misma noche el traficante nos ayudara a embarcar en el barco que iba a Mlaga. Contamos febrilmente el dinero. Huriya guard lo que necesitbamos para pagar al traficante y me dio el resto, un fajo de dos mil dlares atado con una goma. Cuando me dispona a meterme el fajo en el bolsillo, Huriya me dijo: No, ah te lo robarn! Tom uno de sus sujetadores, le acort los tirantes y rellen las copas con los fajos envueltos en pauelos. Despus me lo puso y me dijo: Ahora pareces una mujer de verdad! Todos los hombres se lanzarn sobre ti! Yo tena la sensacin de llevar dos enormes bolsas en el pecho, y los tirantes se me clavaban en los hombros. No podr llevarlo, halti. Me hace dao. Perder todo tu dinero.

Huriya mont en clera: Deja de lloriquear, tienes que acostumbrarte, t sers la que guardar el dinero, no te queda otro remedio. No deberamos ir a ver a Tagadirt al hospital? pregunt. Cuando pensaba en ella, me entraban remordimientos, estaba dispuesta a renunciar al viaje. Pero la mirada de Huriya era dura, inflexible. Tena la misma expresin que el da en que se haba acercado la navaja a la garganta. No, la veremos ms tarde. Cuando tengamos una casa, le escribiremos para que se venga con nosotras. Esperamos a la camioneta hasta medianoche en el borde de la carretera. Ya estbamos llenas de polvo y parecamos dos mendigas. En un determinado momento, la camioneta pas por delante de nosotras, redujo la velocidad y se par un poco ms all con los faros apagados. Yo tena miedo, pero Huriya tir de m casi brutalmente. El chfer se baj y, sealndome, le pregunt a Huriya: Es mayor de edad? No le ves el pecho? O es que ests ciego? respondi Huriya. Creo que sobre todo estaba sorprendido por mi color. Deba de pensar que yo era de Sudn, de Senegal. Huriya hizo que yo me montara en la parte de atrs de la camioneta y luego se subi ella. No llevbamos equipaje, slo una bolsa cada una con un poco de ropa interior y mi famoso transistor. Al ver que el chfer tardaba en arrancar, Huriya le dijo: A qu esperas, coo? El chfer mascull algo en espaol con algunas palabras en rabe. Huriya me dijo: En Melilla son as. Llegamos al puerto hacia las cuatro de la maana. En el momento de pasar la aduana, el chfer golpe con los nudillos en el cristal de atrs y nos hizo un gesto para que nos tumbramos. La plataforma estaba llena de cajas de lencera con unas etiquetas en las que deca: BLANCO. Resultaba muy gracioso, porque Huriya y yo ramos ms bien morenas. La camioneta pas lentamente por delante del edificio de la aduana. Por el cristal trasero vi deslizarse las farolas amarillas y luego todo volvi a ser negro. Me levant para mirar: era una ciudad moderna, sucia y con grandes edificios construidos sobre pilotes. Lloviznaba. En el muelle ya haba bastante gente esperando el barco. Sobre todo hombres, y tambin algunas mujeres envueltas en sus abrigos, muertas de fro. No haba ningn nio. Nos sentamos junto a la pared de los almacenes, al abrigo de la lluvia. Huriya se qued dormida con la cabeza apoyada en mi hombro. Con todo lo que haba esperado ese momento y ahora, de pronto, ya no poda resistir el cansancio. Trat de encender mi aparato de radio, pero a esas horas el programa de Djemaa ya se haba acabado. Slo oa una serie de interferencias que me sobresaltaban, como si fuera el sonido de unos insectos presagiando el fin del mundo. Poco antes de amanecer, el barco atrac en el muelle. Era una lancha grande y blanca, y el puente estaba cubierto con un toldo. La gente empez a subir muy deprisa para tratar de conseguir un sitio dentro del habitculo. Nosotras fuimos las ltimas en embarcar y nos sentamos en el puente, apoyadas contra la barandilla. El traficante extenda la mano sin decir nada y cada uno le daba el resto del dinero convenido. Se meta los billetes en el bolsillo muy deprisa y, de vez en cuando, deca con su voz nasal: OK, OK. Salvo l, nadie deca nada. Todos escuchaban la vibracin de la turbina, esperando el momento en que aumentara de potencia para partir. Pasados unos minutos todo estaba preparado. El marinero solt las amarras y el barco se

desliz poco a poco hacia el canal, balancendose sobre el oleaje. S, por fin partamos; no sabamos hacia dnde nos dirigamos ni cundo volveramos. Todo lo que habamos conocido hasta entonces se iba, desapareca; yo pensaba en la casa del Mellah, tan pequea entre todas las dems casas de la orilla del ro, tan lejana ya, sobre la que empezaba a salir el sol, y en el campamento Tabriket, en las mujeres que hacan cola delante del grifo de agua fra. Puede que muriramos all, al otro lado del mar, y aqu nadie se enterara jams. No sabra decir cmo fue el resto de nuestro viaje hasta Pars. Yo que, por as decirlo, nunca haba salido de casa, pues haba pasado toda mi infancia en el patio de Lalla Asma, y despus lo ms lejos que haba llegado haba sido hasta el final de una avenida del barrio del Ocean y, con la barca, hasta Sal y el campamento Tabriket, de pronto me suba a una lancha motora y atravesaba Espaa en autobs hasta el valle de Arn (un nombre que nunca podr olvidar), para cruzar despus a pie la montaa nevada, dando la mano a Huriya, que se ahogaba. Caminbamos vacilantes por el sendero sin saber hacia dnde nos dirigamos, sin saber cmo se llamaban las otras personas con las que bamos. Cada uno se preocupaba de lo suyo. El gua, un chico en vaqueros y zapatillas, era tan moreno como la gente a la que acompaaba. A pesar de las consignas que nos haban dado, algunos llevaban maletas o una bolsa de viaje colgada al hombro. Cruzamos el paso al anochecer. Una bruma lechosa, un humo sin fuego, cubra el fondo del valle. Le dije a Huriya: Mira, estamos en Francia. Qu bonito... Estaba muy plida. Le dola el vientre. El chico se acerc a nosotras, la mir y me pregunt en espaol: Est embarazada? Lo nico que s es que est cansada le contest. l entonces alz los hombros y continu caminando con los dems. Les dejamos irse. Vi cmo el pequeo grupo bajaba por el sendero serpenteante sin hablar, sin hacer ningn ruido. Era tan hermoso ese valle tan abierto, el ro de bruma... Pens que si nos moramos en ese momento no tendra ninguna importancia, porque habramos estado all, en lo alto de la montaa, y habramos visto ese valle tan inmenso, parecido a una puerta. No s por qu, pero por primera vez cens en mi pas, como si de donde realmente me estuviera marchando fuera de all, de ese valle, dejndolo todo detrs de m. Me quedaba atrs, me rezagaba. Me senta envuelta en una gran suavidad a causa de la bruma, de la noche que llegaba. Huriya se impacientaba: Vamos, date prisa. Si no, nos perderemos. El grupo esperaba en la falda de la montaa, en la linde de un bosquecillo. Se oa el rumor de un torrente oculto ya por la oscuridad de la noche. Nada ms vernos llegar, el espaol, como si me hubiera estado esperando para que se lo tradujera a los otros, me dijo: Dormiremos aqu. No podis hacer ruido ni encender fuego. Y nada de cigarrillos, de acuerdo? Repet en rabe lo que haba dicho, y l aadi: Maana un camin os llevar hasta Toulouse y all tomaris el tren. Se fue sin esperar respuesta. Nos quedamos solos en el bosque. Nunca podr olvidar aquella noche. Despus del calor que habamos pasado durante el da, mientras subamos la montaa, empez a hacer un fro terriblemente hmedo que se nos meta hasta en los huesos. Yo y Huriya intentamos tumbarnos sobre la pinocha, entre los pinos. Pero era tanto el fro que suba de la tierra que me castaeteaban los dientes. No tenamos nada para abrigarnos, ni siquiera una manta. Pasado un rato, nos sentamos la una pegada a la otra para no

sentir el fro de la tierra. Para no quedarnos dormidas, empezamos a hablar de lo primero que se nos pasaba por la cabeza y a contarnos cotilleos, calumnias o ancdotas inventadas. No recuerdo qu fue lo que nos contamos, lo nico que s es que hablbamos la una despus de la otra, susurrando, riendo, y que los dems se levantaban a veces para mandarnos callar: Ssss..! Ssss!. Los otros tampoco dorman. A la escasa luz de las estrellas vi que se haban levantado y que se apoyaban en los rboles. De vez en cuando se oa ruido de pasos sobre la pinocha y veamos a alguien que se pona en cuclillas para orinar. Pudimos dormir en la camioneta que nos llev a Toulouse. Al amanecer, estaba esperndonos en la carretera, al final del bosque. El espaol nos hizo subir rpidamente y luego, sin mirarnos ni dirigirnos un gesto de despedida siquiera, se volvi hacia la montaa. En la camioneta me qued dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Abdel, el chico argelino. Estaba tan cansada que hubiera podido dormir incluso caminando. La carretera torca una y otra vez. Por la abertura del toldo vi durante un rato los altos abetos negros, las calles de los pueblos, un puente... Finalmente llegamos a la estacin de Toulouse, al gran vestbulo y a los andenes donde la gente esperaba el tren para Pars. El chfer nos haba repartido los billetes y nos haba dado instrucciones: No se queden juntos. Vayan cada uno por su lado y traten de no llamar la atencin. Tom a Huriya de la mano y la arrastr hasta el final del andn, donde se acababa la bveda acristalada. Slo con ver el cielo azul me senta mejor. Sentadas en un banco, nos comimos unos dtiles y el poco pan que nos quedaba de Tagadirt. Por mucho que tratramos de no llamar la atencin, la gente nos miraba. Reconozco que Huriya con su larga tnica azul y su fonara blanco y yo con mi piel negra y mis cabellos enmaraados debamos de parecer dos autnticas salvajes. Incluso un nio con cara de insolente se plant delante de nosotras para observarnos mejor. Huriya bajaba la cabeza, pero yo mont en clera y le dije: Qu miras? y al ver que no se marchaba, hice como que iba por l y se larg. En los andenes haba otra gente igual de extraa que nosotras: hombres y mujeres con la piel oscura y los cabellos negro jade. Iban muy mal vestidos y hablaban un curioso idioma mezclando algunas palabras espaolas. Son gitanos me susurr Huriya. Viajan continuamente, no tienen casa. Yo nunca los haba visto antes. Eran pobres, pero tenan una especie de arrogancia en la mirada. Uno de ellos, un joven de rostro inteligente, empez a observarme con la mirada fija, como si no pudiera apartar sus ojos de m, y por primera vez sent latir mi corazn de miedo, de aprensin o de algo parecido. Huriya me tir del brazo: No le mires, nos meter en problemas. El gitano se acerc a nosotras y nos pregunt: De dnde vens? Vais a Pars? Sus dientes blancos brillaban en su rostro oscuro. Caminaba contonendose, como un golfo. Huriya me arrastr hacia el otro extremo del andn, repitiendo: Ests loca, Laila, ests loca. Es peligroso. Despus lleg el tren y el tropel de gente que se arremolinaba junto a las puertas nos rode. Encontramos sitio en un compartimento vaco; despus el tren se ech a andar lentamente y abandon la estacin. Vea las casas quedarse atrs, pensaba en todo lo que dejaba: las calles bulliciosas, las casitas apiadas de Tabriket, el patio de la casa de Lalla Asma y el fondac, con los vendedores que ocupaban con sus fardos y sus bolsas de frutos secos las habitaciones y las arcadas. Pensaba que tal vez algn da volvera y ya no quedara nada de mis recuerdos, de nadie. Tena el corazn encogido, me entraban ganas de llorar imaginando a Tagadirt con la pierna amputada en la habitacin del hospital. Me pareca que al irme perda a la ltima persona de mi

familia. Huriya se haba quedado dormida frente a m, apoyada en su bolsa. La luz del sol iluminaba a veces su rostro, sus ojos cerrados de largas pestaas y su boca, con sus brillantes incisivos blancos. Sal al pasillo a fumarme un cigarrillo. Haba comenzado a fumar en el barco, porque en Melilla vendan los cigarrillos americanos libres de impuestos. Me gustaba mucho fumar en la cubierta, ver cmo el humo se arremolinaba en el viento. Me hubiera dado vergenza que Huriya me viera, que me dijera: Has empezado a fumar?. El tren era muy largo y en los vagones no haba demasiada gente. Empec a pasar de un vagn a otro, atravesando los fuelles, y de pronto vi al gitano. Deba de haberme seguido, porque estaba solo al final del pasillo. Hice como que no lo haba reconocido e intent volver a mi compartimento. Me cort el paso con el brazo. Era alto, tena la piel oscura y unas cejas muy negras que se le juntaban en medio de la frente. Sonrea. Creo que me dijo: Cmo te llamas?. Hablaba el francs con un acento extrao, como si fuera sudamericano. Y luego aadi: Te doy miedo? Nunca me han gustado los presuntuosos, as que, mientras me agachaba para pasar por debajo de su brazo, le dije: Y por qu debera darme miedo? Me sigui. Yo no quera que supiera dnde estaba Huriya, de modo que me detuve en el pasillo, cerca de los servicios, y me encend otro cigarrillo. El gitano se qued a mi lado, mirando por la ventanilla de la puerta. Los traqueteos eran tan fuertes, que casi nos caamos; el ruido que sala del fuelle era ensordecedor. Medio en gritos, me dijo: Me llamo Albonico! Y t? El viento le haba alborotado los cabellos, un largo mechn negro le caa sobre el rostro. Vi que tena un diente de oro y un arito en la oreja. No pareca peligroso. Me puse un nombre imaginario, Daisy, creo, y empezamos a hablar un poco. Despus de todo, los dos bamos en el mismo tren, los dos nos dirigamos a Pars. Me servira pata matar el rato, lo mismo que mirar por la ventana o leer una revista. Adems, no tena sueo. Al contrario, me senta impaciente y llena de excitacin. Empez a hablarme de msica; se ganaba la vida tocando y cantando. En un determinado momento, me dijo: Esprame. Se dirigi a la parte delantera del tren y volvi con una guitarra. Apoy un pie en el reborde de la puerta y empez a tocar. Tocaba una msica extraa, como una especie de redoble que se mezclaba con el ruido del tren, y luego unas notas que estallaban, que hablaban muy deprisa. Yo nunca haba odo nada parecido, ni siquiera en mi viejo transistor. Tocaba y al mismo tiempo hablaba y cantaba, mejor dicho, murmuraba palabras en su idioma, o bien mascullaba, haca humm, ahumm, hem, o algo parecido. Despus se detuvo y dijo: Te gusta mi msica? Deban de brillarme los ojos, porque continu. Algunas personas se acercaban a vernos. Unos nios acudieron desde el otro extremo del vagn. Vino hasta un revisor con un uniforme azul oscuro y una gorra; se qued unos segundos y luego continu. Albonico se detuvo un momento y, entre acorde y acorde, dijo muy deprisa: Has visto? Cuando toco no me piden el billete. Como si hubiera trado su guitarra para eso. Me entraban ganas de ponerme a bailar, me acordaba de los primeros tiempos en el fondac, cuando bailaba para las princesas con los pies desnudos sobre el suelo fro de las habitaciones, mientras ellas cantaban y daban palmas. La msica del gitano se me meta por dentro y me daba nuevas fuerzas. En ese momento lleg Huriya. Como podrn imaginar, no le gust verme en esa compaa. Me dijo en rabe y con los dientes apretados: Ven conmigo! No debes quedarte con este hombre! Haba salido del compartimento

con nuestras bolsas y mi aparato de radio por miedo a que nos los robaran. Tena un aspecto tan patoso con su jersey marrn y su tnica azul demasiado larga y que acentuaba todava ms su embarazo, que me emocion. En verdad era mi nica familia, mi hermana. Me tiraba de la mano y el gitano nos miraba marchar rindose. Le odiaba por burlarse de nosotras, de Huriya. Era tan vanidoso! Huriya no haba tenido miedo de que yo me perdiera. Se haba despertado completamente sola en el compartimento y haba temido slo por ella. Era ella quien poda perderse sin m. La abrac para tranquilizarla: Ahora ests en Francia, no corres ningn peligro. Aqu nadie te encontrar. Las dos estbamos en la misma situacin, a ella la buscaba su marido y a m la nuera de mi seora. Y cada golpe de los ejes del tren sobre las secciones de los rales nos alejaba de nuestros verdugos, aumentaba la distancia que nos separaba de ellos. Cuando el tren se detuvo en Pars, yo estaba profundamente dormida. Huriya, que en ese momento me estaba velando, me dijo con suavidad: Despierta, Laila, ya hemos llegado. Era de noche. A travs del cristal de la ventanilla vi moverse unas luces, mientras el tren se bamboleaba crujiendo sobre las junturas. Llova. Incapaz de reaccionar, observaba las gotas deslizarse sobre el cristal. Deba de tener un aspecto tan cansado, que a Huriya le entr miedo y se enfureci: Pero qu te pasa? Despirtate, tenemos que bajarnos. Yo no poda creer que hubiramos llegado al final del viaje. A pesar del cansancio, hubiera dado cualquier cosa para que el tren volviera a arrancar y poder seguir durmiendo tranquilamente. Estbamos en Pars, caminbamos bajo la lluvia, encogidas bajo el paraguas de Huriya, con nuestras bolsas, un paquete de naranjas y el famoso aparato de radio Realistic. Llegamos hasta el final del andn y recorrimos los alrededores de la estacin buscando un alojamiento para pasar la noche. Dormimos en la Rue Jean-Bouton, en casa de la seorita Mayer, que creo que ya no existe. Al principio Pars me pareci magnfica. Me pasaba la vida callejeando. Huriya, en cambio, se quedaba encerrada en casa, cocinando y observando. Todo le daba miedo. Como antao en el fondac, yo era la que haca los recados, la que iba a todas partes. Sala hacia las siete o las ocho de la maana con unas bolsas de plstico e iba a comprar patatas (comamos sobre todo patatas cocidas), pan, tomates y leche. La carne era demasiado cara y, adems, Huriya no se fiaba, tena miedo de que le vendieran cerdo. Ahorraba. La habitacin nos costaba quinientos francos a la semana, ms la electricidad. Pero no encendamos los radiadores. Haba una cocina comn para todos los inquilinos. Todos ellos eran negros y la seorita Mayer los alojaba de cuatro en cuatro en cada habitacin. Ella viva en el mismo piso y vena cada dos por tres a controlar. Al cabo de algunos das conoc a MarieHlne, que era de Guadalupe y trabajaba en el hospital Boucicaut, a su amigo Jos, que tambin era antillano, y a todos los africanos, a Nembaye, Madi, Antoine y Nono, que era ms bajito que yo y muy negro y se dedicaba al boxeo. Me caan muy bien porque eran muy divertidos y se rean de todo, y cuando hablaban de la seorita Mayer, la propietaria, la llamaban la arpa o Chibania, porque se era el nombre que le haba puesto Ftima, la mujer que haba ocupado antes nuestra habitacin. La seorita Mayer nos haba dicho al vernos: En principio, nunca alquilo mis habitaciones a gente rabe. Pero haba hecho una excepcin, quizs a causa de mi color. Los primeros das me gustaba mucho la ciudad. Me daba un poco de miedo porque era muy grande, pero al mismo tiempo me pareca que estaba llena de cosas extraordinarias, de gente fuera de lo comn. O por lo menos as es como la vea yo.

De entrada me sorprendi que hubiera perros por todas partes. Los haba grandes, gordos, bajitos y retacos. Algunos tenan el pelo tan largo que no se saba dnde estaba la cabeza ni la cola, otros lo tenan tan rizado que parecan salir directamente de la peluquera y otros lo llevaban cortado al cero. Tenan forma de leones, de toros, de corderos y de focas. Algunos eran tan pequeos que parecan ratas: temblaban y su aspecto era igual de terrible que el de ellas. Otros eran grandes como terneros o como asnos, con los morros ensangrentados y los papos colgando, y, cuando sacudan la cabeza, lo salpicaban todo con su baba. Algunos vivan en las casas de los barrios elegantes y se paseaban en coches americanos, ingleses o italianos, y otros salan a la calle en brazos de sus amas, todos llenos de lazos y vestidos con chalequitos de cuadros. Incluso vi uno que se paseaba al final de una larga correa que su ama haba atado a su coche. Con esto no quiero decir que en nuestro pas no hubiera perros. Haba muchos, pero no se diferenciaban unos de otros: todos eran de color polvo y con los ojos amarillos, y tenan el vientre tan vaco que parecan avispas. All haba aprendido a mantenerlos a raya. Cuando vea que un perro se me acercaba demasiado o que no se apartaba lo bastante deprisa de mi camino, escoga una piedra bien puntiaguada y alzaba la mano por encima de mi cabeza. Por lo general eso bastaba para que se alejaran. Lo haca de una forma mecnica. Estaba tan acostumbrada, que la primera vez que, en el Jardn Botnico, un perro grande y flaco, atado a una larga correa que pareca provista de un resorte, se acerc a olerme los talones, hice ese mismo ademn pero sin piedra, porque en Pars no es tan fcil encontrar piedras en la calle. El perro me mir asombrado, debi de pensar que yo estaba jugando a la pelota. Pero su ama, en cambio, lo comprendi enseguida y me insult como si hubiera sido a ella a quien haba querido tirar la piedra. Nunca llegu a acostumbrarme a ellos del todo, pero con el tiempo empec a prestarles menos atencin. Todos pertenecan a alguien y adems iban atados, de modo que no eran peligrosos. Pero s sus cacas, con las que una poda resbalar y romperse la crisma. Me pareca que las calles de Pars no tenan fin. Y algunas realmente eran infinitas, avenidas, bulevares que se perdan en la marea de los coches, que desaparecan entre los edificios. A m, que hasta entonces slo haba conocido el Mellah y las chabolas de Tabriket, o las callecitas bordeadas de jazmines del barrio del Ocean, esa ciudad me resultaba inmensa, inagotable. Pensaba que aunque quisiera recorrer todas las calles, una despus de otra, no acabara en toda mi vida. Slo podra ver una pequea parte, un nmero limitado de rostros. En lo que ms me fijaba era en los rostros. Lo mismo que los perros, los haba de todos los tipos: gordos, viejos, jvenes, afilados, plidos, blancos terrosos, y muy oscuros, todava ms negros que el mo, con unos ojos que parecan iluminados por dentro. Al principio no haca otra cosa ms que observarlos. A veces tena la sensacin de que el otro apresaba mi mirada, me la succionaba, y que ya no poda soltarme. Entonces prob a ponerme unas gafas oscuras, como un antifaz, pero no haba demasiado sol y no me apeteca la idea de poder perderme algn detalle, alguna expresin, el brillo de una mirada. No tard en tener problemas. Algunos de los hombres a los que observaba me seguan. Pensaban que era una prostituta, una pobre inmigrante de barrio que iba a buscarse la vida a las calles del centro. Se acercaban a m, pero no se atrevan a abordarme por miedo a caer en una encerrona. Un da, un hombre algo mayor me tom del brazo y me dijo: Por qu no vienes a mi coche? Si quieres te llevo a tomar un buen trozo de tarta. Me apretaba muy fuerte el brazo, tena los mismos ojos que el hombre que me haba molestado aquella vez que haba ido al restaurante con Huriya. Yo, como supondrn, saba

perfectamente lo que aquel viejo pretenda. Primero le insult en rabe: Perro, alcahuete, maldita sea la religin de tu madre! Y luego en espaol: Cabrn, pendejo, maricn! Se qued tan sorprendido, que me solt el brazo y pude escaparme. Despus de eso, cuando me segua algn hombre me daba cuenta enseguida; era muy hbil para despistarlos. Pero tambin me seguan mujeres. Eran ms astutas. Siempre se las ingeniaban para abordarme en algn lugar de donde no pudiera escapar, en un paso subterrneo, en las escaleras mecnicas de unos grandes almacenes o en un vagn de metro. Me daban miedo. Eran altas y blancas, tenan los cabellos negros y llevaban trajes de cuero y botas. Tenan la voz ronca, un poco gastada. A ellas no poda insultarlas. Me iba con el corazn palpitante, cruzaba la calle entre los coches y luego me echaba a correr como una loca. Un da pas mucho miedo en los servicios de una cafetera. Eran muy grandes y muy lujosos, con un espejo y muchas lamparitas en las paredes. Estaba lavndome las manos y echndome un poco de agua en la frente para atusarme los cabellos rebeldes, cuando se puso a mi izquierda una mujer bastante joven y gorda, con una nariz muy grande, las mejillas llenas de pequeas grietas y los cabellos rubios recogidos en un moo. Empez a maquillarse, y yo la mir una o dos veces en el espejo muy rpidamente, justo el tiempo de ver que tena los ojos de un azul tirando a verde. Se estaba pintando las pestaas de negro con un pincelito. Y de pronto se enfureci. La o decir con un tono muy raro, maligno, metlico, el mismo que utilizaba Zohra cuando se enfadaba: Por qu me miras as? Qu tengo? Me volv hacia ella. No entenda lo que me deca. Contesta, zorra, por qu me miras as? Tena los ojos un poco saltones, y tan claros que yo vea la pupila en el centro dilatndose y contrayndose como la de un gato. Balbuce: Yo no la he mirado... Entonces se acerc a m llena de una rabia fra que me dio pavor, y me dijo: Claro que me has mirado, mentirosa, tenas la mirada fija en m, era como si me estuvieras comiendo con los ojos. Retroced hacia el otro extremo de los servicios al mismo tiempo que ella avanzaba hacia m. Me agarr de los cabellos y me oblig a bajar la cabeza encima del lavabo. Pens que me iba a golpear la cabeza contra el mrmol y me puse a gritar. Me solt dicindome: Vete de aqu, guarra, basura! Y antes de recoger sus cosas e irse, aadi: Te he dicho que no me mires! Baja los ojos! Te he dicho que bajes los ojos! i Como me sigas mirando te mato! Pas tanto miedo que me temblaban las piernas, el corazn me lata a toda velocidad y senta nuseas. Nunca ms volv a bajar a aquellos servicios. As es como iba descubriendo poco a poco mi nueva vida. Huriya no consegua seguirme, porque cada vez se senta ms pesada por el embarazo y casi no se mova; slo sala de su habitacin para ir a la cocina cuando Marie-Hlne no estaba. Los antillanos le daban miedo. Deca que eran unos brujos. Pero yo pensaba que lo deca porque eran negros como yo. Huriya contaba sus ahorros todas las noches. Slo haca tres meses que habamos salido de Melilla y ya slo nos quedaba la mitad del dinero. A ese paso, antes del otoo no nos quedara nada. Huriya tena un aspecto tan sombro que yo la consolaba como poda. La abrazaba y le deca: Ya vers como antes o despus todo se arreglar. Le prometa mil cosas, que encontraramos trabajo y un bonito apartamento junto al canal de l'Ourcq, y que podramos llevar una vida normal, lejos del cuchitril de la seorita Mayer. Gracias a Marie-Hlne salimos del hoyo. Al final del verano, cuando ya no tenamos con

qu pagar el alquiler y ya estaba pensando en volver a mi antiguo oficio de ladrona, la antillana me pregunt un da en la cocina: Qu os parecera trabajar en el hospital?. Lo pregunt como quien no quiere la cosa, pero por la forma en que nos mir comprend que lo haba adivinado todo y que se haba apiadado de nosotras. Era un trabajo de auxiliar de clnica. Me contrataron enseguida. Como yo era negra, me present como su sobrina, dijo que tena papeles y que era de Guadalupe. A los otros les extraaba que yo no entendiera el criollo, pero Marie-Hlne se lo explic: Naci all, pero su madre se vino muy pronto a la metrpolis y se le olvid todo. Ni siquiera tuve que cambiarme el nombre, porque Laila es un nombre de all. Me inscribi con su apellido: Mangin. Yo trabajaba desde las siete de la maana hasta la una de la tarde en Boucicaut, por lo cual ganaba la mitad del salario, pero eso me permita pagar el alquiler y algunos gastos. El dinero de Huriya podra durar todava un poco ms. Adems, poda comer en la cantina. Marie-Hlne me guardaba un sitio a su lado y llenaba su bandeja para m. Era muy dulce, me gustaba mucho su mirada un poco hmeda. Pero tambin poda enfadarse de una forma espantosa. Un da que la seorita Mayer estaba echndole algo en cara a Huriya, no recuerdo muy bien el qu, y la amenazaba con mandarla a la calle, Marie-Hlne agarr un cuchillo de carnicero de la cocina y, acercndose a ella, le dijo: Le aconsejo que no se le ocurra echar a nadie a la calle. Con todo el dinero que nos cobra, arpa viciosa!. Lo que ms me gustaba eran las fiestas. De vez en cuando, para celebrar un cumpleaos o alguna ocasin especial, los negros corran todas las cortinas y el apartamento se quedaba en penumbra. Los africanos tocaban sus tambores, unos grandes tambores de madera cubiertos de piel, muy suavemente, con las yemas de los dedos, y los chicos bailaban a la luz de las velas. Nono, el boxeador cameruns, bailaba medio desnudo, y a veces desnudo del todo; desde el pasillo se oan las risas dentro de las habitaciones y la voz resonante de Marie-Hlne cantando en su idioma-violn. Jos, el amigo de Mara, sacaba su saxo y tocaba un tema de jazz, un lento, soltando de vez en cuando alguna exclamacin. Esos das, la seorita Mayer se encerraba en su habitacin y no se atreva a salir hasta que no acababa la fiesta. Huriya tampoco sala, pero escuchaba la msica. Yo en cambio me pasaba todo el tiempo entrando y saliendo. Aspiraba el olor que despeda la cocina, me deslizaba entre la gente que bailaba, ayudaba a Mara a recoger los vasos y le llevaba a Huriya algunos platos con comida, arroz de coco, guisos de pescado y pltano frito. Tambin bailaba con los africanos, o con un negro antillano muy alto y con los ojos verdes que se llamaba Denys. Una vez, al ver que me apretaba demasiado, Marie-Hlne le dio un empujn: Ten cuidado con lo que le haces a mi sobrina! Cuando se acababa la fiesta, ayudaba a Marie-Hlne a limpiarlo todo. A ella le costaba mucho trabajo agacharse para recoger los platos y las servilletas de papel. En cierta ocasin, me dijo con sarcasmo: Bueno, al menos no ser la nica. Al ver que la miraba sin comprender, aadi: S, la nica que tendr un beb. No lo sospechabas? Me mir con conmiseracin: Qu ingenua eres. No sabes nada de la vida. No te ha enseado nada tu madre? Comprend que se refera a Huriya. Ella no es mi madre. Marie-Hlne se ech a rer. Bueno, sea quien sea, tendr a su hijo antes que yo. Era la primera vez que hablbamos de eso. Me hubiera gustado contarle algunas cosas,

confiarme a ella, pero no saba hacerlo, slo saba inventarme historias, porque desde que haba perdido a mi seora era lo nico que haba podido hacer. Una vez, empec: No te he dicho nunca que yo no tengo padres? Marie-Hlne me interrumpi bruscamente: Laila, ahora no. Algn da hablaremos de eso, pero ahora no. No tengo ganas de orlo y t tampoco tienes ganas de hablar. Tena razn, tal vez supiera que no iba a contarle la verdad. Segu explorando Pars durante todo el verano. Haca un tiempo magnfico, en el cielo azul no haba ni una sola nube, los rboles estaban todava muy verdes, brillantes. Las tormentas de agosto haban hecho aumentar el caudal del Sena. Por la tarde, al salir del hospital, me paseaba por la orilla del ro, iba hasta los puentes que unen las dos orillas delante de la gran iglesia. Todava no me haba cansado de andar por las calles, por las avenidas. Ahora llegaba hasta ms lejos. Y casi siempre tomaba el autobs, pues no consegua acostumbrarme al metro. MarieHlne se burlaba de m, me deca: Eres tonta, en el metro se est muy bien, en verano hace fresco y en invierno calor. Lo que tienes que hacer es sentarte en un rincn con un libro, as nadie se fijar en ti. Pero no era por la gente por lo que no me gustaba ir en metro, sino porque me daba vrtigo ir bajo tierra. Acechaba la luz del da, senta una opresin en el pecho. Slo soportaba la lnea area que pasaba cerca de la estacin de Austerlitz o por la zona de Cambronne. Tomaba un autobs al azar y llegaba hasta el final de su recorrido. No lea los nombres de las calles. Lo que ms me interesaba era la gente, las cosas, los edificios, los almacenes y las plazas. Y luego caminaba por todos los barrios: la Bastilla, Faidherbe-Chaligny, la Chaussed'Antin, Opra, la Madeleine, Sbastopol, la Contrescarpe, Denfert-Rochereau, Saint-Jacques, Saint-Antoine, Saint-Paul. Haba barrios burgueses, elegantes, desiertos a las tres de la tarde, barrios populares, bulliciosos, largos muros de ladrillo rojo que parecan las tapias de una crcel, escaleras, rampas, explanadas vacas, jardines polvorientos llenos de gente muy rara, plazas a la hora de la merienda de los nios, puentes de ferrocarril, hoteles de mala fama llenos de chicas vestidas de cuero negro, almacenes lujosos que exponan en sus escaparates relojes, joyas, bolsos y perfumes. Yo haba llegado a Pars con unas sandalias de cuero. En otoo se me caan a trozos. En una tienda de la zona de la porte d'Italie me compr unas zapatillas deportivas blancas de plstico muy feas, con las que poda recorrer kilmetros y kilmetros. Caminaba sin hablar con nadie. De vez en cuando, algunas personas me miraban y hacan ademn de abordarme. Despus de lo que me haba pasado en los servicios de la cafetera Regency, ya no miraba a la gente a los ojos. Caminaba con una expresin ausente, como si supiera perfectamente adnde iba. Y si alguien me segua, entraba en algn edificio o esperaba en la oscuridad, en el fondo de un pasaje, contaba hasta cien y volva a ponerme en marcha. Haba algunos lugares muy extraos, sobre todo en la zona de los muelles. En la calle JeanBouton, los chicos llevaban unas chamarras demasiado largas y las chicas, muy delgadas y vestidas con pantalones vaqueros o minifalda, tenan los cabellos de color rubio oxigenado, el rostro afilado y la mirada ausente, vaca. Un da, al volver a casa, vi una pelea. Fue algo terrorfico e incomprensible. Primero vi a unos hombres y mujeres corriendo, empujndose y dando gritos con voz ronca. Creo que eran turcos o rusos, no lo s. Y luego apareci un grupo de jvenes con chamarras de cuero y unos bates de bisbol en la mano. Me qued paralizada en el borde de la acera y uno de los chicos vestidos de cuero me empuj con la mano al pasar. Vi su rostro gesticulante, su boca, sus ojos, que me observaron durante un segundo, duros y secos como los ojos de un lagarto. Despus se fueron. Permanec de rodillas en la acera sin atreverme a moverme. De pronto o la sirena de la polica y corr hasta el portal de la casa de la seorita

Mayer. Huriya temblaba en el apartamento. Entr en la habitacin a oscuras y encend la luz: no reconoca su mirada, era igual que la de un animal acorralado. Me caus bastante impresin, porque siempre la haba visto despreocupada y alegre. Qu te pasa? No me respondi. Me miraba las piernas; me di cuenta de que lo que estaba observando era mi pantaln desgarrado por las rodillas y la mancha de sangre que se extenda sobre la tela. Me he cado, he debido de tropezarme le dije. Pero yo saba que ella no era tonta. Quiero irme de aqu, no puedo ms dijo con voz ahogada. Pero yo zanj la conversacin de la misma forma que ella lo haba hecho antes de partir: Eso es imposible. No puedes volver. Las dos iramos a la crcel. Adems, no podras ver a tu hijo, te lo quitaran. Me lo deca tambin a m misma. Para no olvidar lo que me haban hecho cuando era pequea. Me haban raptado, metido en un saco, pegado y vendido. Para no olvidar aquellas manos que me haban tocado ni la quemazn en el vientre. Aquel recuerdo me volva de pronto como un cido a la garganta. Antes morir. Se lo dije de la misma forma que ella me lo haba dicho a m en Tabriket, ponindose un cuchillo en la garganta. Al final del verano conoc a la doctora Fromaigeat. Deba de haberse fijado en m cuando yo empujaba por los pasillos el carro de la ropa sucia. La doctora Fromaigeat era neurloga y tena la consulta en la tercera planta, pero siempre estaba yendo y viniendo de un servicio a otro. Le haba preguntado mi nombre y algunos datos ms a Marie-Hlne. Un da, Marie-Hlne me habl a la hora de la comida. Su voz, lenta y encantadora, no sufri alteracin alguna, pero en la profundidad de sus grandes ojos dorados yo poda leer su enfado y una especie de irona o de desconfianza. Oye, Laila, t luego hars lo que quieras, pero quera avisarte que aqu hay alguien muy bien situado que se interesa por ti. Me dijo. Al ver que la miraba sin comprender, sigui: Se trata de la doctora Fromaigeat, dirige el servicio de neurologa, quiere ayudarte. Est dispuesta a buscarte un trabajo; si quieres, puedes ir a conocerla. Yo me mostraba reacia, porque no quera conocer a nadie, fuera quien fuera. Quera seguir deslizndome entre la gente, entre las cosas, como un pez que remonta un torrente. Marie-Hlne se irrit: Sea como sea tienes que pensar en tu futuro, no puedo seguir hacindote venir aqu sin papeles, es demasiado arriesgado, la que se juega el puesto soy yo. Era la primera vez que me haca notar que me estaba haciendo un favor. Si por m hubiera sido, habra dejado de ir por las buenas a trabajar al hospital, pero Huriya estaba deprimida y sola y necesitbamos desesperadamente el dinero. Le dije: Qu tengo que hacer? Marie-Hlne me dio un empujn: Qu es lo que te ests imaginando? Lo nico que esa seora te propone es que trabajes en su casa, que hagas la limpieza y la compra, eso es todo. Trabajars todos los das y podrs comer en su casa a medioda. Maana por la tarde te esperar en su casa y, si quieres, podrs empezar enseguida. No es lo que buscabas? Baj la cabeza. No quera contrariar a MarieHlne. Era verdad que ya haba hecho mucho por m. Seguramente porque le caa simptica, porque le gustaban mis cabellos, mi piel negra, mis ojos como los suyos, de garza, como deca mi seora. Me abraz: Oye, si quieres ir contigo para presentarte. Le pedir a Ccile que me sustituya maana. Y as lo hizo. No creo que tuviera malas intenciones. Pensaba que as me ayudaba, y tal vez en el fondo me tuviera un poco de envidia, le hubiera gustado que alguien se hubiera fijado

tambin en ella. Era tan sumisa, haba sido tan maltratada por la vida, con su hija y su marido, que la haba pegado todas las noches durante aos. Le faltaba un incisivo desde el da en que l la haba empujado de frente contra el espejo de un armario. No quera que me pasara lo que a ella. Me deca: Mrame a m, mi vida es un fracaso. Quera que abandonara a Huriya. Quera que llegara a ser alguien. La casa de la seora Fromaigeat estaba en Passy, en una calle muy tranquila. Tena una gran puerta de hierro con el nmero 8 en hierro forjado, la fachada blanca, un tejado puntiagudo y un ventanuco que enseguida me gust. Marie-Hlne me present a la doctora Fromaigeat. Haba odo hablar tanto de ella que me daba miedo conocerla, pensaba que iba a encontrarme con una de esas seoras de la alta sociedad, como la seora Delahaye en Rabat, con sus joyas de oro y su impecable traje de chaqueta gris, la cara plida y los ojos fros. Tena pensado irme a la primera palabra desagradable que me dijera. Pero la seora Fromaigeat result ser todo lo contrario. Era bajita, vivaz, muy morena, con los ojos chispeantes y maliciosos, e iba vestida de una forma muy extraa, con un pantaln caqui demasiado ancho y una especie de blusn azul claro que pareca un delantal. Nada ms verme, me abraz exclamando: Pero si es encantadora! Nos prepar un t con unos pastelillos; no paraba quieta, daba saltitos por todo el apartamento como un gorrin: Laila, tendrs que cuidar de m, quieres? No tengo hijos, t sers mi hija y lo organizars todo en esta casa. Marie-Hlne me ha dicho que durante una poca estuviste cuidando a una anciana enferma. Bueno, yo no soy tan anciana ni tampoco estoy enferma, pero necesito que me trates como si lo estuviera, comprendes? Yo me tomaba el t y asenta con la cabeza. Me dola orla hablar as de mi seora, como si realmente se hubiera sido mi trabajo, cuidar de una anciana enferma. Pero en el fondo comprenda que era verdad, que mi trabajo haba consistido realmente en eso desde que era muy pequea. Me gust mucho trabajar en casa de la seora Fromaigeat. Me pasaba todo el da all, limpiando. Me encontraba haciendo exactamente lo mismo que antao, en la casa de Lalla Asma, en el Mellah. Lo primero que haca era barrer el patio y el porche: recoga las hojas que caan de los castaos, las ramitas y las cosas que tiraban desde los edificios vecinos. Despus fregaba el suelo, sacuda la alfombra y barra la moqueta con una escoba de races que haba encontrado en el stano. Una maana vino la seora y, al verme con la escoba, se ech a rer: i Pero qu haces, Laila, tienes que limpiar con la aspiradora!. A m me daba miedo esa mquina que grua y silbaba y se lo tragaba todo, incluso las medias y los visillos de tul. Pero al final me acostumbr. Iba de compras por el barrio. Como las tiendas de la zona eran demasiado caras, tomaba el autobs y me iba hasta el mercado de Aligre, donde compraba las naranjas por paquetes de dos kilos, los tomates, los calabacines y los melones. La cocina rebosaba de fruta. La seora estaba encantada. Me dejaba un billete de cien francos en la mesita de la entrada, y luego yo le dejaba las vueltas en un platito. Trataba de gastar lo menos posible. Cada da le preparaba una ensalada diferente, con aceitunas de Tnez, pasas, higos, calabazas, kiwis, aguacates, okras y carambolas. Y grandes hojas de lechuga romana, de escarola, de batavia, de milamores, de diente de len, de calabaza, de chayote y de lombarda. Llenaba un gran bol blanco y se lo dejaba encima de la mesa, cubierta con un bonito mantel blanco, junto a la plata que brillaba y la jarra llena de agua fresca. Despus me iba. Volva al apartamento de la seorita Mayer, donde todo me pareca gris, triste, desgraciado. Me encontraba a Huriya tumbada en el sof, mordisqueando un trozo de pan. Estaba dolida: Me abandonas. Me dejas completamente sola, y me paso la vida llorando. Para

esto te he trado aqu?. Estaba celosa, senta envidia. Ahora que ya no me necesitas, ahora que has encontrado algo mejor que yo, te irs, te olvidars de m, y yo me morir en este agujero negro sin nadie que me ayude! Yo trataba de tranquilizarla, le prometa que, en cuanto tuviera ahorrado bastante dinero, nos iramos hacia el sur, a Marsella, a Niza. Le hablaba como a una nia. Quiz tuviera razn. Yo quera irme de all. Quera estar lo ms lejos posible de la calle Jean-Bouton, de los hoteles de mala muerte, de los traficantes de droga en las aceras y de las pandillas de jvenes que corran con sus bates para golpear a los rabes y a los negros. Slo me senta bien cuando empujaba la puerta de hierro del nmero 8 y entraba en la vieja y silenciosa casa, donde lo tena todo ordenado y arreglado, como si Lalla Asma estuviera todava all, como si ella fuera la verdadera seora de la casa. Pensaba que, desde que era nia, la gente siempre haba ido atrapndome en sus redes. Me cazaban, y para ello utilizaban las trampas de sus sentimientos, de sus debilidades. Primero haba sido Lalla Asma y luego su nuera Zohra, y la seora Jamila, y Tagadirt, y ahora Huriya. Tena la sensacin de ahogarme. Con ella nunca podra salir de aquella situacin. Tendra que volver, vivir de nuevo en el Campamento Tabriket, encerrada en casa de Tagadirt, teniendo como nico horizonte el final del callejn lleno de baches y el puente de la futura autova, y las ratas que chillaban en los tejados. Ya s que no era demasiado amable por mi parte, pero ya no poda ms. Cuando lleg la hora de volver a la calle Jean-Bouton, me qued en casa de la seora. Segu ordenando la cocina y sacando brillo a las cacerolas, a los azulejos y a los grifos. Lo haca para no reflexionar, para no pensar. La seora volvi un poco antes de lo acostumbrado. Cuando me vio, no dijo nada, enseguida lo comprendi todo. Incluso antes de quitarse el impermeable y de soltar las llaves, me abraz y me dijo: No sabes lo que me alegra, querida, esperaba este da, estaba segura de de que llegara. Yo no saba qu quera decir con eso. Ya me haba enseado la habitacin del fondo, al lado de la cocina, la que tena una salida al descansillo de la escalera de servicio. All fue donde dej mi bolsa con mi viejo transistor, que era lo nico que yo posea. La seora no me pregunt nada. Hizo como si ya estuviera todo decidido, como si yo llevara meses, aos, viviendo all. Despus de Huriya, era relajante. Incluso Marie-Hlne me resultaba cansina, quera saber, tomaba partido. siquiera me acordaba de Nono. l tambin me atrapaba en sus redes. Quera que saliramos juntos, quera que aceptara ser su novia. Era simptico, tena una risa bonita y yo me diverta mucho con l, pero siempre tema que le detuviera la polica, porque era cameruns y no tena papeles. Me daba la sensacin de que antes o despus le detendran, y yo no quera que me detuvieran con l. En casa de la seora me senta tranquila. Saba que all no me sucedera nada. Viva en un barrio bien, en una callecita llena de recodos, de casitas con jardn, de edificios elegantes y de nios rubios todos vestidos igual. La polica no vena a merodear por all. Al principio de instalarme en Passy dorma todo el tiempo. Me pareca que haca aos que no haba dormido, porque siempre viva bajo la amenaza de tener que irme de los sitios o porque tema que la polica de Zohra me detuviera. Y en la calle JeanBouton, por las discusiones de los negros con la seorita Mayer, por los punks que corran por el callejn armados de bates de bisbol para golpear a los rabes, y tambin por el aullido constante de las sirenas de la polica y de las ambulancias. Dorma hasta las nueve o las diez de la maana. Algunas veces, la seora se encargaba de despertarme. Corra las cortinas y la luz del sol me daba en los prpados. Vea por la ventana la

vid roja. Oa piar a los pjaros. Me quedaba hecha un ovillo en la cama, retrasando el momento de levantarme, y la seora se sentaba en el borde de mi cama y me pasaba suavemente su mano por la mejilla, como si yo fuera un gatito. Y tambin me acariciaba con su voz. Me deca cosas muy dulces, que me llegaban como en un sueo: Querida, no te muevas, qudate as, aqu ests en tu casa, djame acunarte, t eres mi nia, t eres la que yo esperaba, djame protegerte, conmigo no tendrs nada que temer, cuidar de ti. Eres mi hija, mi nia.... Me deca frases parecidas a stas, muy cerca, al odo, y otras muchas cosas con su voz ronca, grave y dulce, mientras su mano clida y delgada se deslizaba por mi rostro y por mi nuca y me acariciaba los cabellos, metindome los dedos entre los rizos. Yo no saba si aquello me gustaba. Era extrao, era un sueo que se prolongaba, me pareca flotar en una nube. Me estremeca, senta que una especie de oleada me recorra toda la espalda y me suba por el vientre, senta exactamente cada nervio de mi piel, desde mis pies hasta mis manos, y no poda moverme. Despus me quedaba dormida y, cuando volva a abrir los ojos, era completamente de da y la seora se haba ido a trabajar. Entonces me levantaba, iba al cuarto de bao y me daba una larga ducha de agua fresca para despejarme. Ya no iba tan lejos a hacer la compra. Ahora me daba miedo salir del barrio, alejarme de la calle tranquila, perder de vista la verja del nmero 8. Iba a la panadera que estaba al final de la calle y, cerca de la estacin del metro, compraba la fruta, las legumbres y los quesos. El dinero que me daba la seora Fromaigeat ya no me llegaba. Para no tener que pedrselo, me gastaba mis propios ahorros. Pensaba que la seora Fromaigeat me haba contratado porque yo era muy astuta, porque saba comprar, y no quera que supiera que me haba vuelto perezosa, que ya no le haca ahorrar. Y luego, varias veces que no tena suficiente dinero rob algunas cosas de comer, como paquetes de salmn y galletas, y cosas para la casa. Adems de que no haba perdido mi habilidad, los tenderos del barrio eran muy ingenuos y no desconfiaban de m. Slo una vez tuve problemas. En ese mismo momento no lo entend, pero me qued con una sensacin extraa, como si existiera un secreto, un significado oculto que yo no consegua captar. Fue en el supermercado: una de las cajeras, una chica huesuda con los cabellos rubios como la estopa, se me qued mirando fijamente en el momento de pagar. Pens que me haba descubierto, que me haba visto robando un cenicero. Ya iba a sacrmelo del bolsillo para pagarlo, cuando me dijo muy despacio, recalcando cada palabra: As que t eres la nueva? La nueva qu? balbuce. Sin dejar de mirarme con sus ojos plidos y fros, me dijo: S, s, bonita. Despus lo meti todo en una bolsa y me la tendi sin tomar mi dinero. Me fui corriendo, como si fuera a llamarme en el ltimo momento. Algunas veces telefoneaba a Huriya por la tarde. Para que la seorita Mayer se diera prisa en avisarla, le deca que llamaba desde muy lejos, desde Inglaterra o desde Amrica. Y ella con su voz de pito deca: Ah, s? Unos segundos despus oa la voz baja y ronca de Huriya. Ella me hablaba en rabe y yo le responda en francs. Dnde ests? No estoy en Amrica, estoy en Pars. Cundo vuelves? No lo s. Estoy muy liada con mi trabajo. Venga ya...

Te juro que no tengo tiempo. Y adems estoy muy lejos, en la otra punta de la ciudad. Venga ya. No me crees? Un silencio. Oye, ir a verte en cuanto est un poco ms libre. Necesitas algo? Te queda todava dinero? S, an me queda un poco. Tengo que dejarte. Volver a llamarte. Por qu me mientes? No vendrs nunca. No te estoy mintiendo. Ahora no puedo ir. Pero te prometo que te volver a llamar. Est bien. Hasta pronto. Salama, Laila. Salama, halti. Me senta avergonzada. Slo hubiera tardado media hora en ir en metro. Pero la sola idea de ir a la calle JeanBouton me produca nuseas. Era como si un muro me separara de ese lugar. Una maana vino a verme Nono. No s cmo se haba enterado de dnde viva, tal vez le hubiera tirado de la lengua a Marie-Hlne. No, ella no se fiaba de l, seguramente se habra informado en el hospital. Cuando sal a hacer la compra, me lo encontr esperando en la puerta. Deba de llevar un buen rato all, en medio del viento fro del otoo, protegido tan slo por su zamarra de cuero. Sorba. Estaba resfriado. Pareca tan contento de verme que no fui capaz de mandarle a paseo. Estaba intimidado: Has cambiado. Ah, s? A mejor? Ahora pareces una seora. Sonri. Era por la ropa que la seora Fromaigeat me haba comprado: un pantaln negro y estrecho, un jersey con escote de pico y un pauelo rojo que llevaba anudado al cuello. Haba pensado que me producira horror encontrar me con alguien de mi otra vida, pero, ante mi asombro, estaba bastante contenta de volver a ver a Nono. Me acompa a hacer la compra y me llev los paquetes. A pesar de sus anchos hombros y de su grueso cuello, tena cara de nio. Yo estaba asombrada con su tamao. Me pareca mucho ms pequeo de lo que aparentaba. A los vendedores les caa muy bien y bromeaban con l. Hubo uno que me pregunt: Es su hermano?. Por primera vez despus de muchas semanas me diverta. Era como si me despertara de un sueo. Nono me dio noticias de la calle Jean-Bouton. La seorita Mayer haba tenido problemas. La polica haba llevado a cabo una investigacin y haba descubierto que no declaraba a toda la gente que viva en su casa. La haban amenazado con ponerle una multa. La arpa lloraba y deca: Yo no tengo la culpa de que esos negros sean todos iguales! No los distingo!. Y mi ta qu dijo? As es como yo llamaba a Huriya. Ella no haba dicho nada. Haba entreabierto su puerta y la haba vuelto a cerrar enseguida. Le daba miedo la polica. Pensaba que haban venido a detenerla para enviarla con su marido. Pero los policas ya haban tenido bastante trabajo con los antillanos y los africanos. Nono se haba escapado por el tejado. Por eso haba venido. Dnde ests ahora? Hizo un gesto sealando el otro extremo de la ciudad, como si se pudiera ver desde donde estbamos. Duermo all, en un garaje que me ha prestado un amigo... Y dnde est? Reflexion. En una calle con un nombre muy raro, en la Rue Javelot. Me ense un pedazo de papel en el que haba garabateada una direccin: Rue Javelot, 28. Pens que era un nombre muy bonito para un guerrero del Camern.

Por la noche est bien, pero por el da es demasiado oscuro, voy a entrenarme al gimnasio. Tengo un combate el mes que viene, el jefe dice que puedo llegar a ser un profesional. Me ha dicho que me conseguir todos los papeles. Cuando regresamos al nmero 8, haca un fro que pelaba y le invit a tomar un caf. Se qued asombrado al ver la casa. Caminaba con mucho cuidado, como si tuviera miedo de romper el suelo. Cruzamos el saln para ir a la gran cocina blanca. Su asombro me diverta. Yo, en cambio, haca mucho tiempo que conoca las casas de los ricos: despus de haber estado en casa de la seora Delahaye, ya no me llamaba la atencin nada. Pero Nono estaba como un nio ante unos juguetes nuevos. Examinaba la cafetera elctrica, el tostador de pan, haca deslizarse los cajones sobre los cojinetes de bolas y estudiaba por un lado y por otro las paneras de acero inoxidable. Qu casa tan lujosa! Te gusta? Ri sonoramente. No tiene ni punto de comparacin con el garaje en el que estoy! Le pas el brazo por el cuello. Si algn da llegas a ser un boxeador famoso, podrs comprarte una casa as. Reflexion. En ese caso me casara contigo. Lo dijo con una cara tan seria que me ech a rer: No digas estupideces. Si llegas a ser un boxeador famoso, dejars de pensar en m y te casars con una mueca rubia! Nono me mir con un gesto de reproche. Por qu dices eso? Me casar contigo. Tom la costumbre de venir casi todas las maanas, salvo los fines de semana, porque la seora Fromaigeat se quedaba en casa. Me ayudaba a llevar las bolsas de la compra y yo le preparaba un buen desayuno, con huevos, tostadas y grandes tazas de leche caliente. La seora Fromaigeat no deca nada, pero alguien le debi de contar algo, porque un da cambi completamente de actitud. Se volvi brusca y mala y empez a gruirme por cualquier tontera. O bien volva a casa de improviso con cara de pocos amigos y haca que se le haba olvidado algo, un llavero, unos papeles, lo que fuera. Pero era para ver si yo estaba con Nono, para sorprendernos. Yo me percat enseguida y le dije a Nono que no volviera a entrar en la casa, que me esperara en la calle. l se burlaba de m: Tu seora est celosa!. Me fastidiaba mucho que ella se comportara as. Tena la sensacin de que iba a pasar algo. No saba con exactitud el qu. Mientras tanto, la seora Fromaigeat me haba dado una misteriosa carta con un membrete en el que deca: Polica Nacional. Comisara del distrito XVI. Era una convocatoria con miras a mi regularizacin. La seora Fromaigeat saba perfectamente de qu se trataba, porque era ella quien lo haba maquinado todo sirvindose de su amistad con el comisario. Ella misma haba presentado los certificados de residencia y las declaraciones juradas. Estaba todo preparado. Fingi que trataba de comprender la carta y luego me dijo: Creo que aceptarn tu solicitud. Te darn el permiso de residencia y luego podrs conseguir la nacionalidad. Yo estaba anonadada. Por poco no le dije: Pero si yo no he pedido nada!. Pero luego, al acordarme de Zohra y de su marido, y de todos los meses que me haban tenido encerrada en su casa, y tambin del campamento Tabriket, de las ratas que corran por los tejados haciendo chirriar sus uas sobre las lminas de chapa, le dije: Gracias. Y ella me abraz. Tal vez ya se hubiera arrepentido de haber hecho todo eso por m. Cuando volv de la

comisara, un poco roja por el calor y tambin porque el empleado haba estado demasiado amable conmigo, tuve que contrselo todo: los papeles que haba firmado, las huellas digitales que me haban tomado y el nombre que l me haba escogido: Lise Henriette. Le haba parecido que ese nombre me pegaba. La seora Fromaigeat se ri y aplaudi entusiasmada, como si todo aquello fuera para ella. Por supuesto, no le cont que el empleado se haba inclinado sobre m y me haba puesto la mano en la nuca, y que cuando me haba preguntado en voz baja: Cmo se dice "Te quiero" en rabe?. Yo le haba respondido: Saafi..., que era el peor insulto que me saba, porque era el que Huriya gritaba a los hombres que la molestaban en Tabriket. No lo hubiera entendido. No hubiera entendido que todo eso me daba lo mismo, que era demasiado tarde, que no era a m a quien haba que dar esos papeles, sino a Huriya. La seora se abland un poco y me dijo: Dime que no te irs de aqu, que no me dejars plantada. Hablaba como Huriya y como Tagadirt. Todas las personas se parecan. Me hubiera quedado mucho ms tiempo con ella, creo que incluso todava estara all si esa noche no hubiera pasado lo que pas. Todava no s cmo ocurri. Fue despus de cenar, antes habamos estado hablando, fumando cigarrillos americanos y mirando de reojo la televisin. Estbamos a finales de septiembre y todava haca mucho calor, las ventanas estaban abiertas de par en par y una ligera lluvia caa sobre las hojas. La calle de los castaos no poda estar ms tranquila. Nadie hubiera imaginado que en esa ciudad pasaban a veces cosas terribles. Esa noche, la seora Fromaigeat haba preparado el t con unas hojas y unas flores que tenan un gusto a pimienta y a vainilla un poco desagradable. Me qued dormida en el sof. Tena la sensacin de estar flotando. No, no estaba dormida, pero senta mi cuerpo muy ligero y ya no poda mover los brazos ni las piernas. Me pareca que el rostro de la seora brillaba como una estrella muy cerca de m, con una sonrisa extraa; vea sus ojos negros y alargados como los de una gata. Hablaba suavemente, repeta: Mi niita, mi niita, como si estuviera ronroneando. Y senta su mano delgada y clida deslizarse por mi piel, bajo mi blusa desabrochada, y jugar con los pezones de mis pechos. El corazn me lata a toda velocidad. Oa que murmuraba: Mi niita, y quera que se estuviera quieta, que se callara, que desapareciera, quera irme a algn sitio donde no hubiera nadie, quera estar en el cementerio de la costa al que sola ir en otros tiempos, con el sol que haca brillar las lpidas blancas encima de la hierba, las lpidas sin nombre, y las aves suspendidas en el viento, con sus alas afiladas como guadaas. Cuando me despert por la maana, tena la boca seca y me dola la garganta. No me acordaba muy bien de lo que haba pasado. Haba dormido en el sof del saln, pero estaba envuelta en la bata japonesa de seda de la seora. Lo primero que me choc fue aquel mareante olor a cuero. Vagu por la casa vaca, chocndome contra los muebles. No saba lo que buscaba, no poda pensar en nada. Puse a calentar agua para hacerme un caf. El sol entraba en la cocina, fuera haca una temperatura muy suave, la vid empezaba a enrojecer en el marco de la ventana y una bandada de gorriones parloteaba. Y de pronto, mientras me tomaba el caf, lo entend todo: tena que irme de all. El corazn me lata muy deprisa, la cabeza me estallaba de dolor. Giraba en redondo, volcaba las sillas y deca: i La arpa! La arpa!, como cuando Marie-Hlne hablaba de la seorita Mayer. Ahora comprenda por qu Lalla Asma me deca: Nunca aceptes un t de una persona que no conozcas, porque quiz te den de beber algo que no te guste. Me hablaba de un hombre que invitaba a las chicas a tomar caf y les haca beber un brebaje, y, cuando se quedaban dormidas, las llevaba a su casa para violarlas y degollarlas.

Y tambin me acordaba de las tazas de t que la seora me haba servido y de cmo le brillaban los ojos al verme dar cabezadas. La noche anterior deba de haberse pasado con el Rohypnol y yo haba perdido el conocimiento. La odiaba. Me haba engaado. No era mi amiga. Era como los otros, como Zohra, como la seora Delahaye, como el empleado de la comisara. La odiaba, la hubiera matado. La cretina, la vieja cretina!. Me vest. Volv a ponerme los vaqueros y el jersey que llevaba cuando haba llegado a aquella casa y tir todo lo que la seora me haba comprado. Arroj al retrete la cadenita de oro con la chapa en la que estaba grabado su nombre, y luego tir de la cadena, pero la tromba de agua no se la trag. No saba qu hacer para vengarme. No quera robarle, no quera quedarme con nada de lo que haba en su casa. Slo quera borrarla de mi memoria, a ella y todas sus artimaas. Fui a su despacho y empec a tirar al suelo todos los libros: los sacaba de la librera, miraba el ttulo y los arrojaba en medio de la habitacin. Luego se apoder de m una especie de frenes, empec a lanzar cada vez ms deprisa los libros por los aires; chocaban contra la pared y oa cmo se rasgaba el papel. Hice lo mismo con sus fotos, con sus cartas, con sus papeles. Creo que hablaba y gritaba al mismo tiempo, la insultaba en rabe y en francs, le llamaba todo lo que saba. Aquello me hizo mucho bien. Cuando acab, el despacho y el saln de la seora parecan un campo arrasado por un vendaval. Entonces tom mi bolsa y mi viejo aparato de radio y me fui. La Rue Javelot era el lugar ms extraordinario que haba visto en Pars. Al principio no poda creerme que existiera un lugar as. Cuando Nono vino a buscarme en su moto (mejor dicho, en la moto que haba tomado prestada) y nos metimos por debajo de tierra, pensaba que estaba tomando un atajo, que estbamos pasando por un tnel. Pero luego me di cuenta de que la calle torca por debajo de la tierra, por una galera de hormign en la que se vean varias puertas de garaje y el motor de la moto resonaba de una forma infernal. Tambin haba coches que circulaban con los faros encendidos y tocaban el claxon. Despus de todo lo que haba pasado me senta cansada; iba agarrada a la chamarra de Nono y tena la impresin de que nos habamos perdido; no saba adnde iba ni qu ocurrira. Creo que an estaba bajo los efectos del Rohypnol. Despus ca muy enferma. La casa de Nono, bajo tierra, era pequea y nunca entraba luz, salvo la poca que se filtraba por un conducto que bajaba hasta la cocina. De hecho, no era una casa, sino un garaje o un stano dividido en varias celdas de hormign con el techo abovedado y unas pesadas puertas de hierro llenas de araazos. Haban habilitado un retrete y una cocina para todo el stano. Pero no estaba mal, porque no se oa ningn ruido, salvo de vez en cuando el glug de una canalizacin o el ruido de los ventiladores. Yo no saba qu me pasaba. Me quedaba acostada casi todo el tiempo en el colchn que Nono me haba puesto para m sola en su habitacin. l dorma en la sala, que ms bien era un garaje, porque adems de tener el suelo de cemento gris y una puerta muy grande de doble batiente, Nono siempre guardaba all su moto. Dorma con unos cartones en el suelo, como un vagabundo. Haba sido muy amable al dejarme su habitacin. Estaba desesperado de verme as, inmvil en el colchn. Yo fumaba y tosa. Ni siguiera tena fuerzas para mover un brazo o girar la cabeza. Tampoco coma. Nunca tena hambre. Algunas veces se me llenaba la boca de saliva y tena que inclinarme un poco para escupir. Ya no tena la menstruacin. Era como si todo se hubiera detenido dentro de m. Nono deca que yo era vctima de un yanjuc, de un juju, de un maleficio. Pareca estar muy enterado del tema. Deca que para luchar contra el maleficio haba que arrojar sal al fuego, poner plumas o briznas de paja, dibujar signos en el suelo y soplar el humo. Yo le escuchaba. Estaba

pendiente de cada una de sus palabras, de cada una de sus risas. Era mi nico punto de contacto con el exterior. Cuando volva del entrenamiento, traa consigo el olor de la calle, del sudor, de los gases de los coches. Yo le tomaba su enorme mano cuadrada de fuertes dedos y con la piel de las palmas suave como un canto rodado, y le peda: Cuntame lo que has visto fuera, cuntame lo que pasa en la calle. Y l me contaba que haba visto cmo un autobs haba chocado contra un coche viejo como una tartana y le haba arrancado una aleta. Me contaba que haba visto a unos escoceses tocando la gaita y que haba estado con Marie-Hlne. Me daba noticias de la Rue Jean-Bouton. Y a mi ta Huriya la has visto? l meneaba la cabeza: No, no la he visto. Pero parece ser que la seora Fro... se rea, porque nunca consegua pronunciar su nombre . Parece ser que tu seora te est buscando. Est muy resentida contigo. Estoy seguro de que esa vieja arpa es la que te ha echado el juju. La matar! No le haba dicho a nadie que yo viva en su casa, ni siquiera a Marie-Hlne. Si la seora me encontraba, hara que me echaran de Francia como a una criminal. Sin embargo, yo no le haba robado nada, al contrario, era ella la que me haba robado algo a m, la que me haba mentido. Tena muchas pesadillas. Ya no saba si era de da o de noche. Me pareca estar en el vientre de un gran animal que me digera lentamente. Un da grit y Nono acudi enseguida a mi lado. Me acarici la cara y me habl con suavidad, como si fuera una nia pequea. Cuando quiso volver a sus cartones, lo retuve y le abrac con todas mis fuerzas. Senta los msculos de su espalda tirantes como cuerdas. Cuando se acost a mi lado y apag la luz, not que tena todo su cuerpo en tensin y que temblaba; no s por qu, pero me hizo gracia que fuera l, y no yo, quien tena miedo. Esa vez no hicimos nada, slo dorm a su lado; senta su respiracin en mi cuello. No se mova. Me haba rodeado con su brazo y respiraba junto a mi cuello. Una noche me hizo el amor, muy suavemente. Se disculpaba, me deca: Te hago dao?. Para m era la primera vez, pero no me impresion nada. Tena la sensacin de que era algo que conoca desde haca mucho tiempo. A partir de esa noche empec a encontrarme un poco mejor. Empec a moverme, a ir hasta la cocina. A la hora del desayuno, le preguntaba a Nono: Hace buen tiempo? Espera, voy a ver. Se suba a un taburete, abra el tragaluz y, contorsionndose, consegua sacar la mitad del cuerpo por el conducto por donde entraba la luz. Bajaba con la camiseta manchada de holln: El cielo est completamente azul! Estaba deseando que pudiera subirme con l en la moto para llevarme a dar una vuelta. La primera vez que sal, sub por la escalera que haba al lado de la puerta del garaje, tom el ascensor y fui hasta lo alto del edificio. Era por la maana, Nono se haba ido a entrenar al gimnasio. Todo estaba en silencio, slo se oa el ruido del ascensor al pasar por cada piso. Fui subiendo, hasta el piso catorce, donde haba una oficina, no s si de seguros, de abogados o de armadores. Entr en los despachos y me dirig directamente hacia una enorme cristalera. Las secretarias debieron de asustarse al ver a aquella chica negra con su masa de cabellos, sus vaqueros gastados y su mirada fija. Creo que fue la primera vez que comprob que yo tambin poda dar miedo a la gente. Me apoy en la cristalera y mir. Me qued paralizada durante un momento a causa del vrtigo. Nunca haba visto la ciudad desde un sitio tan elevado. Se vean las calles, los tejados, los edificios, los bulevares, las plazas, los jardines y, ms all todava, las colinas e incluso los

meandros del ro brillando al sol. Era como estar en lo alto del acantilado, en el cementerio de la costa, con las gaviotas planeando contra el cielo. Vea el humo de las chimeneas y la carrocera de los coches, que brillaban minsculos como escarabajos. Me daba vrtigo aquel estruendo sordo y continuo que suba por todos sitios a la vez, atravesado por los bocinazos, las sirenas de alarma de la polica y el aullido de las ambulancias. Tena las manos apoyadas en la gruesa cristalera y no poda apartar los ojos de lo que estaba viendo. Un gran nubarrn negro atravesaba el cielo, por un lado se vean los rayos del sol y por otro los rayos de la lluvia! Les juro que nunca haba visto nada tan bonito. O detrs de m un rumor de voces un poco quejumbrosas, y a una mujer que deca suavemente, aunque tard en comprenderla: Seorita! Seorita! Se encuentra mal? Me volv y le sonre con los ojos llenos de lgrimas, porque de pronto me senta feliz. No, estoy bien, muy bien, slo quera ver el panorama. Mi sonrisa no debi de tranquilizarla en absoluto, porque se apart de m. Era joven, plida, tena los cabellos largos y rubios y los ojos verdes. Con ella haba otras dos mujeres, una era un poco corpulenta y la otra se pareca a la seora Fromaigeat. Deban de haber llamado al servicio de seguridad, porque cuando sal de la oficina y me acerqu al ascensor, sus puertas metlicas se abrieron y sali de l un hombre vestido de azul con unas esposas en el cinturn que se me qued mirando. Entonces me met en el ascensor y las puertas se cerraron. Estaba muy cansada y como embriagada. Cuando regres al garaje, me tumb en el colchn y me qued durmiendo durante casi todo el da. Ni siquiera o a Nono cuando volvi de la sala de boxeo. Se qued velando mi sueo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, sin hacer ruido, como si fuera mi hermano mayor.

Despus de eso empec a salir. Hasta entonces no me di cuenta de todo el tiempo que haba estado encerrada. Fuera el cielo haba empalidecido, el sol estaba bajo y haca fro. Incluso los rboles de la orilla del Sena haban cambiado: el viento arrastraba sus hojas amarillas. Me acord de Huriya. En cuanto me sent con fuerzas para caminar, me dirig a pie hacia la estacin de Lyon. Tena fro. Nono me haba prestado su vieja chamarra de cuero. Me gustaba, ola a l, tena la sensacin de que me protega, era como llevar una armadura. La Rue Jean-Bouton segua igual. Era como si me hubiera marchado de all el da anterior: los mismos hoteles miserables, las bolsas de basura, los traficantes de droga. Al final del callejn sin salida estaba la puerta del edificio, de hierro negro y con los cristales sucios. Llam al timbre y me abri un negro al que no conoca. Era bajito y delgado, con perilla. Me mir sin decir nada y luego se meti en la cocina, donde estaba lavando unos cacharros. Marie-Hlne segua teniendo hombres a su servicio. La puerta de la habitacin de la seorita Mayer estaba entornada, vi que tena la luz encendida. Cruc el pasillo sin hacer ruido y llam a la puerta de la habitacin de Huriya. Cuando me abri, me cost mucho reconocerla. Estaba muy gorda y tena ojeras. Pero su rostro se ilumin al verme: Te esperaba, he soado que vendras hoy. Era lo mismo que me deca siempre. Lo ves como he venido? No me pregunt nada, ni siquiera dnde haba estado o qu haba hecho durante todo ese tiempo. Quiz para ella, encerrada en el apartamento, el tiempo no pasara tan deprisa.

Me aburra, me deca a m misma todos los das: Vendr hoy? Me llamar por telfono?.

Recog rpidamente todas sus cosas, su ropa, sus medicinas y sus cajas de avena, y los met en unas bolsas. A Huriya le daba mucho miedo salir, porque haca meses que no pagaba el alquiler. Pero yo no tema a la seorita Mayer ni a nadie. Al salir di un portazo tan fuerte que se cay un trozo de escayola del techo y rod por las escaleras. Estaba contenta, senta que una nueva vida empezaba para nosotras. Apoy mi mano en el vientre de Huriya y le pregunt: Se mueve? Ella caminaba lentamente, resoplando. S, no para, es un diablillo. Los primeros das en la Rue Javelot fueron una fiesta. Estaba tan contenta de haberme vuelto a reunir con Huriya que no me separaba de ella ni un momento. Nono haba trado un aparato de msica, estreo y todo lo dems, y un enorme televisor en color. Cuando le pregunt de dnde los haba sacado, evit la pregunta con su risa y la msica reson en todo el garaje. Haba invitado a unos amigos africanos y bailamos con la msica grabada en las casetes: africana, rai, reggae y rock. Luego sacaron sus tambores djun-djun y empezaron a tocar, y tambin un instrumento muy raro, una sanza, que Hakim, un amigo de Nono, haba llevado en un pequeo morral de cuero. Era una especie de arpa en miniatura que produca un sonido deslizante y suave que pareca salir de todas partes a la vez. Bebamos Coca-Cola con ron, vodka y cervezas. Huriya fumaba un cigarrillo tras otro tumbada lnguidamente en el sof. Despus intent bailar como ella saba, golpeando el suelo con la planta de los pies y contonendose, pero su grueso vientre y sus pechos hinchados se lo impedan. Por primera vez despus de su llegada se rea. Lo haba olvidado todo, la Rue JeanBouton y a la vieja arpa. La msica suba de la tierra, deba de hacer vibrar las paredes de todo el inmueble y resonar desde lo alto de los treinta y un pisos hasta las calles vecinas, la Rue du Chteau-des-Rentiers, Tolbiac, Jeanne-d'Arc, hasta la Salptrre y la estacin de Lyon. Cubra las paredes de arena roja, de tierra africana. Hakim, sentado con las piernas cruzadas, tocaba inclinado sobre la sanza, con el sudor corrindole por las mejilas y la perilla. Pareca un brujo. Nono, casi desnudo del todo y brillante de sudor, golpeaba los tambores con las yemas de los dedos, mientras Huriya haca resonar la planta de sus pies desnudos contra el cemento, en medio del tintineo de sus brazaletes de cobre. El ascensor estaba cerrado con cerrojo. Arrastr a Huriya por las escaleras hasta lo alto del edificio, a la puertecita que conduca a los tejados por la escalera de incendios. Era de noche. Pero en Pars nunca se hace completamente de noche. La ciudad estaba envuelta en un resplandor rojo, como dentro de una especie de burbuja. Hakim y Nono se reunieron con nosotras y nos instalamos sobre la grava del tejado, cerca de las rejillas de ventilacin. Nono empez a tocar el tambor y Hakim a hacer chirriar la lanza. Cantbamos, slo sonidos, ah, uh, eho, ehe, ahe, iau, ya. Muy suavemente. ramos jvenes. No tenamos dinero ni futuro. Fumbamos porros. Pero todo aquello, el tejado, el cielo rojo, el fragor de la ciudad, el hachs, no era de nadie, nos perteneca.

Volvimos a repetirlo todas las noches. Era nuestro cine. De da permanecamos ocultos bajo tierra como si furamos cucarachas. Pero por la noche salamos de los agujeros y nos

pasebamos por todas partes. Hakim, el amigo de Nono, venda cosas del frica negra, bisutera, collares y baratijas, en los pasillos del metro, en la estacin Tolbiac, o ms lejos, en la estacin de Austerlitz. Lo haca para pagarse sus estudios de historia en la facultad de Pars VII; viva en la Ciudad Universitaria de Antony. Me hablaba de su abuelo Yamba El Hadj Mafoba, que haba sido cazador en el ejrcito francs y haba luchado contra los alemanes. El tamtan resonaba todas las tardes en los pasillos del metro, en Place-d'Italie, en Austerlitz, en la Bastilla, en Htel-de-Ville. Su redoble, tan pronto amenazante como el rugido de una tempestad, tan pronto suave y rtmico como el latido de un corazn, invada los pasillos. Yo conoca a todos los msicos. Iba de estacin en estacin, me sentaba con la espalda apoyada en la pared y escuchaba. En la estacin de Austerlitz tocaba un grupo de wolofs, en la de Saint-Paul, tocaban los malianos y los cabo-verdianos, y en la de Tolbiac, los antillanos y los africanos. Ellos tambin me conocan y, en cuanto me vean llegar, me hacan gestos y dejaban de tocar para estrecharme la mano. Pensaban que yo era africana o antillana y que era la chica de Nono. Tal vez l alardeara de ello. As fue como empec a salir con Hakim. Cuando iba a verle a la estacin de Tolbiac o a la de Austerlitz, peda a sus amigos que le cuidaran su puesto de fetiches y se vena conmigo. Caminbamos en medio de la noche, sin rumbo fijo, en medio del viento fro. bamos a la zona del ro. Hakim me hablaba del gran ro Senegal. l nunca lo haba visto, pero, cuando era pequeo, su padre le haba contado que el agua flua con gran lentitud y que los barcos cargados de marfil bajaban por l hacia el mar. Tambin El Hadj, su abuelo, que ahora haba perdido la vista, le hablaba algunas veces del ro: lo haca con unas palabras tan concretas y tan reales que era como si el agua fangosa y amarilla discurriera delante de sus ojos con las piraguas cargadas de mujeres y de nios, y los airones blancos volando delante de las rodas. Yo le hablaba del estuario de Bou Regreg, como si se pudiera comparar con el Senegal. Pero era mi nico ro, el primero que haba visto cuando haba abandonado la casa de Lalla Asma y el que cruzaba todos los das para volver al campamento Tabriket. Nos sentbamos en los cafs y hablbamos. Hakim era alto y delgado, y siempre iba muy elegante con su traje negro. Me contaba unas cosas muy extraas. Un da me trajo un librito muy sobado; deba de haber pasado por muchas manos. Se titulaba Los condenados de la tierra, y el autor se llamaba Frantz Fanon. Me lo dio con mucho misterio: Lelo, entenders muchas cosas. No quiso decirme el qu. Slo puso el libro en la mesa del caf, delante de m y me dijo: Cuando lo acabes, podrs drselo a alguna otra persona. Yo me met el libro en el bolso, sin intentar saber nada ms. A Hakim no le gustaba Nono. Decir que lo nico que saba hacer era brincar, divertirse y fumar. Ni siquiera respetaba su oficio de boxeador, deca que estaba alienado, que era un juguete en manos de los blancos, y que cuando estuviera roto le tiraran a la basura. Le llamaba parsito, porque viva en casa de su amigo, de ese misterioso Yves que viajaba a Tahit, al otro extremo del mundo. Yo me enfadaba con l, porque Nono no se mereca que le criticaran. Hakim saba algo de la vida de Nono que no se atreva a contarme. Una vez me dijo: T sabes lo que significa estar alienado? Significa estar loco, no? le contest yo. Hakim me dirigi su sonrisa irnica de siempre: No, no significa eso, pero tal vez tambin pueda aplicrsele. No quiso continuar hablando. Un domingo que llova me llev a la puerta Dore para ensearme el Museo de Arte

Africano. Creo que era la primera vez que yo entraba en un museo. Hakim estaba entusiasmado, casi exaltado. Nunca le haba visto as. Me tom de la mano y me dijo: Mira, Laila, stas son las mscaras fon. Hablaba con una voz un poco sorda, estrangulada. Lo han copiado, lo han robado todo. Han robado las estatuas, las mscaras; han robado las almas y las han encerrado aqu, entre estas cuatro paredes, como si todas las cosas que hay aqu slo fueran baratijas, como si fueran los objetos que venden en la estacin de metro de Tolbiac, como si fueran caricaturas, sucedneos. Yo no entenda lo que me deca. Slo senta su mano apretando la ma, como si tuviera miedo de que me escapara. Laila, esas mscaras son como nosotros: estn prisioneras y no pueden expresarse. Han sido arrancadas de sus lugares de origen y, sin embargo, estn en el origen de todo lo que existe en el mundo. Ya existan cuando los hombres de aqu vivan en cuevas, con el rostro manchado de holln y los dientes destrozados por la avitaminosis. Se acercaba a las vitrinas y las golpeaba con el puo: Ah, Laila, habra que liberarlas. Habra que llevarlas lejos de aqu, a los lugares de donde fueron robadas, a Aro Chuku, a Abomey, a Borgose, a Kong, a las selvas, a los desiertos, a los ros! El vigilante, alarmado por las voces que daba Hakim y por la forma en que golpeaba los cristales, se acercaba a nosotros. Pero Hakim me llevaba ms lejos; se detena ante un armario en el que se encontraban expuestos unos trozos de cermica rota, unos bastones y una especie de piel de madera y me deca: Mira, Laila, el menor objeto de los que hay aqu es un tesoro, una joya magnfica. Vi la mscara dogona con su gesto furioso, la mscara songye, que, cubierta de pstulas, pareca la muerte, y las muecas ashanti, puestas de pie como un ejrcito de fantasmas, y el alargado rostro del dios fang, con los ojos cerrados en una expresin soadora. Yo miraba los cascotes, los trozos de madera ahumados, gastados por las manos, deformados por el tiempo. Ya no s lo que pona en el letrero. Creo que alguna frase ashanti. Y Hakim segua dicindome: Mira, stos son nuestros huesos y nuestros dientes, son trozos de nuestros cuerpos, tienen el mismo color que nuestra piel, brillan por la noche como lucirnagas. Pens que tal vez l tambin estuviera loco. Sin embargo, lo que me deca me haca estremecer, era tan profundo como la verdad. Seguimos recorriendo el museo, pasando por delante de los escudos, de los tambores y de los fetiches. Haba incluso una piragua de madera un poco carcomida por las termitas, como si todo aquello hubiera acabado all despus de un naufragio, cuando las aguas del ro desconocido se haban retirado. Pero el sonido de los pasos del vigilante irritaba cada vez ms a Hakim y al final nos marchamos del museo. Estaba furioso. Me dijo: Has visto? Me vigilaba para que no robara nada, para que no saliera corriendo llevndome los esqueletos de mis antepasados. Tena una expresin cansada, pareca ms viejo: Has visto los hierros forjados, los capiteles en forma de lanzas y de flechas, y el traje de Banania? Despus tomamos el tren hasta Evry-Courcouronnes para ir a visitar a su abuelo. El Hadj Mafoba viva completamente solo en un gran edificio blanco de la zona de Villab, cerca de la autopista. El ascensor no funcionaba. La puerta de la entrada estaba destrozada y el suelo de la escalera se caa a trozos. Haba nios por todas partes. Mientras subamos por la escalera, vimos a un nio muy gordo y muy blanco bajar los peldaos de cuatro en cuatro mientras una mujer le llamaba con voz chillona: Salvador! Adnde vas?* Despus vimos a un grupo de chicos rabes que fumaban sentados en los escalones, y, un poco ms arriba, a dos chicas que bajaban seguidas por un rubito con gafas que gritaba:

Mierda, esperadme! Que si no llega a ser por m, no sals. Y las chicas le decan: Pero qu dices, imbcil, por tu culpa slo nos han dejado salir hasta las seis! El anciano estaba sentado en una silla de hierro delante de la ventana de su habitacin, como si pudiera ver lo que haba fuera. Buenos das, abuelo. El Hadj puso sus manos sobre el rostro de su nieto. Sonri y luego hizo un gesto con la cabeza. Has venido con alguien? Hakim se ri: Qu odo tan fino tienes, abuelo, no se te escapa nada. Quin es? Hakim me llev hasta l. El Hadj puso sus manos en mi rostro y luego las desliz suavemente a lo largo de mis mejillas, y sus dedos abiertos rozaron mis prpados, mi nariz y mis labios. Se parece a Marima murmur. Quin es? Yo balbuce mi nombre. Tena un nudo en la garganta. Era la primera vez que conoca a un hombre tan impresionante. Era muy guapo, su rostro apergaminado era del mismo color que la piedra negra y sus cabellos blancos y rizados formaban una especie de aureola alrededor de su cabeza. Como no haba ms sillas, me sent en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, mientras Hakim herva agua para el t.
En espaol en el original. (N. de la E)

El Hadj hablaba suave, lentamente, con una voz un poco ronca, subrayando las palabras, que escoga con cuidado. No se diriga a m en particular, ni a su nieto. Pensaba en voz alta, como si estuviera desgranando sus recuerdos o inventndose un cuento. Y luego, mientras degustaba su vaso de t, empez a hablar sin ms de lo que yo esperaba, del gran ro Senegal que arrastra en sus aguas rojas rboles muertos y cocodrilos. Yo escuchaba su voz, tan pronto gutural como cantarina, mientras nos hablaba de su pueblo natal, que se llamaba Yamba, como l, un pueblo con las casas de barro donde las mujeres dibujaban mojando sus dedos en amaranto. Me hablaba de su padre y de su madre y de los diez hijos que haban tenido, de las voces que haba en su casa por las maanas, y de cmo l, que era el ms pequeo, deba caminar durante dos horas para llegar a la escuela del ro y recitar el Corn hasta que atardeca. Mientras hablaba, canturreaba y balanceaba la parte superior de su cuerpo, como cuando tena ocho aos, y su voz se volva aguda y clara como la de un nio. Calla, abuelo, vas a aburrir a Laila. Hakim permaneca de pie junto a la puerta, como si estuviera a punto de irse. Por qu dices eso? T eres el que no quiere orme. Se dirigi a m, con el rostro de lado, iluminado por la luz de la ventana. No quiere leer el libro santo. No quiere or hablar del Profeta. El nico que le interesa es su... , cmo se llama? Su Fano... Fanon. S, Fano, Fanon. Reconozco que las cosas que dice estn bien. Pero se olvida de lo ms importante. Hizo una pausa para que yo le preguntara: Qu es lo ms importante, El Hadj? Que incluso el hombre ms insignificante es un tesoro a los ojos de Dios. Hakim se irrit y el anciano dijo con malicia: Pero dejmoslo. El no lo cree. Y t, Laila, lo crees? No s.... Su Fanon tiene razn cuando dice que los ricos se comen la carne de los pobres. Cuando los franceses llegaron a nuestro pas, contrataron a muchos jvenes para que trabajaran en los

campos y a muchas chicas para que les sirvieran la mesa, les hicieran la comida y se acostaran con ellos en sus camas, porque haban dejado a sus mujeres en Francia. Y para meter miedo a los negritos, les hacan creer que se los comeran. Y luego los enviaron al matadero, a los campos de batalla, a Tripolitania. El Hadj se enfadaba. Pero eso era diferente, luchbamos contra el enemigo de la humanidad. Sabais por qu ibais a morir? Lo sabamos... Hubo un silencio mientras El Hadj fumaba con expresin soadora delante de la ventana abierta. La lluvia caa suavemente. El Hadj llevaba una gran tnica africana de color azul plido con bordados blancos, unos pantalones negros, unos grandes zapatos de cuero tambin negros y unos calcetines de lana. Permaneca inmvil, sentado muy recto en su silla, con el cigarrillo entre sus largos dedos. Cuando nos fuimos, me toc de nuevo el rostro, rozndome los ojos y los labios, y dijo despacio: Qu joven eres, Laila. T descubrirs el mundo, ya lo vers, en todas partes hay cosas bellas, y t viajars muy lejos para encontrarlas. Era como si me estuviera dando su bendicin. Sent un escalofro de respeto y de amor. Al salir del edificio, ya de noche, vi por primera vez el campamento de los gitanos en el terrapln embarrado, entre las vas de la autopista. Parecan nufragos en una isla. Y as fue como empec a ir a visitar a El Hadj. Acuda una vez a la semana ms o menos. Lo bueno era que no me esperaba, o al menos no dejaba que se le notara. Cuando entraba en el cuartito, saba enseguida que era yo y no Hakim. Volva la cabeza y deca: Laila?. Hakim deca que los ciegos son as, que tienen un sexto sentido y que perciben mejor los olores, como los perros. Un da, en el tren de Evry, iba una pandilla de andrajosos, deban de tener doce aos, como mucho trece. Eran insolentes y ruidosos, pero a m me gustaba mirarlos. Se divertan, se pasaban un cigarrillo, hacan muecas y decan groseras en voz alta sin dejar de mirar con el rabillo del ojo a los malhumorados habitantes de las afueras para ver qu efecto les produca. Un poco antes de llegar a Evry, dos revisores vinieron a detenerlos, pero la pandilla de chicos se escap por la ventanilla y salt al talud justo antes de llegar a la estacin. Se colgaban por fuera de las ventanillas y luego se tiraban del tren gritando. As es como conoc a Juanico. Ahora sala del garaje de Javelot muy temprano, porque despus de trabajar una o dos horas en el barrio, iba a limpiar a casa de Batrice, que trabajaba de redactora en un peridico y viva en el distrito V, y desde all me iba a la calle Jeanne-d'Arc, a casa de una pareja de jubilados. Huriya se quedaba cocinando y luego, hacia medioda, sala a pasearse sola, con su enorme tripa, por el jardn de los edificios que haba encima de nosotros. As es como conoci al seor Vu, un vietnamita que trabajaba de gerente en un restaurante de nuestro barrio. Yo no vea demasiado a Nono. Cuando sala de casa por la maana, l todava estaba durmiendo en la sala-garaje, sobre los cartones. Desde aquella vez que me haba abrazado, despus de mi llegada, no le haba vuelto a invitar a que se acostara a mi lado. No quera. Me daba miedo que aquello se convirtiera en algo ms, ya saben a qu me refiero. Creo que eso le haca sentirse desgraciado, pero segua siendo muy amable conmigo, como si no pasara nada. Por las tardes, me reuna con Hakim en un caf cerca de la Sorbona. El le llamaba el Caf

de la Desesperanza, porque deca que se pareca a la entrada del infierno. Me daba los libros y los cuadernos y yo me pona a trabajar. Hakim haba decidido que yo deba quemar etapas y presentarme por libre al BAC, o al primer ciclo de derecho. Con el francs, la historia y la filosofa no tena ningn problema. Las lecciones que me haba dado Lalla Asma haban sido excepcionales, me haba instruido a la edad en que otras nias jugaban a las muecas o se quedaban viendo los dibujos animados durante horas. Hakim me haca leer pasajes de Nietzsche, de Hume, de Locke o de La Botie. Me traa fotocopias. Se lo tomaba muy a pecho. Creo que para l era ms importante que aprobar sus propios exmenes. Le haba hecho partcipe del secreto a su abuelo y, cuando yo iba a Evry-Courcouronnes, El Hadj me preguntaba: Por qu parte de la filosofa vas? Discutamos problemas de moral, hablbamos de la violencia, de la educacin, de las ideas sociales, de la libertad, etctera. Y l siempre deca unas cosas muy bonitas, como si stas provinieran del principio de los tiempos y l las hubiera vuelto a encontrar intactas en su memoria. Deca: Dios rompe el grano y el hueso, hace surgir la vida de la muerte y la muerte de la vida, Sabes qu es el da de la conmocin? Es el da en que los hombres sern como polillas dispersas y las montaas como lana cardada, Me refugio en el Seor de la Aurora para protegerme del mal, del avance de la noche, del mal de los que meten el dedo en la llaga, del mal del envidioso dominado por la envidia. Volva la cabeza hacia la ventana y era como si las palabras salieran de lo ms profundo de l, suaves y sonoras. Hablaba del Profeta y de Bilal, su esclavo, que haba sido el primero en hacer un llamamiento a la oracin. Despus de la hgira, cuando el profeta haba exhalado su ltimo suspiro en los brazos de Aicha, Bilal haba regresado a frica y haba recorrido las selvas hasta llegar al gran ro que le haba conducido hasta la orilla del ocano. Lo contaba como si hubiera conocido a Bilal, como si fueran cosas que hubieran sucedido en su propia familia, y yo vea que Hakim, sentado en el suelo, beba sus palabras. Nunca he olvidado la historia de Bilal, pues era igual que la ma. Hakim quera que fuera a visitarle a la Ciudad Universitaria de Antony. Aquello era como estar en otro mundo, no se pareca en nada a la Rue Javelot ni a las estaciones de metro, y estbamos muy lejos de Courcouronnes. Era un lugar inmenso rodeado de bonitos jardines verdes con cotorras y merlos, como en el campo. Haba estudiantes de todo el mundo: americanos, italianos, griegos, japoneses, belgas... Haba incluso estudiantes turcos y mexicanos. Hakim me invitaba a comer en el restaurante de la universidad: pagaba mi almuerzo con tiquets. Yo tomaba raviolis, lasaas y otros platos que no conoca. De postre, probaba los Petits-Suisses, los profiteroles, los buuelos de manzana y el pastel de almendras. A Hakim pareca divertirle ver cmo me atiborraba. El ya estaba acostumbrado. Apenas coma, a veces mordisqueaba un trozo de biscote. Le pareca todo repugnante. Despus quera que subiera con l a su habitacin. Deca que quera ensearme sus libros. Pero yo no tena ganas de discutir con l. Saba que quera abrazarme y todo lo dems, y yo no tena ganas de llegar a eso con l. Yo quera que continuramos siendo amigos, que siguiramos yendo a visitar a El Hadj para orle hablar del Profeta. Yo saba muy bien que se senta molesto. Estaba celoso de Nono, porque pensaba que era mi novio. Pero no se atreva a decirme nada. bamos a sentarnos al sof del saln, yo sacaba de mi bolso Ms all del bien y del mal y le deca: Explcame por qu Nietzsche habla del contrato social. No me dijiste que l no haba inventado nada, que era Hume quien haba dicho que todas las sociedades se basan en un contrato?. Me miraba por detrs de sus gafas. Con su perilla y sus

gafas de metal, tena aspecto de duro. Supongo que quera parecerse a Malcolm X, y que tambin por eso nunca sala sin haberse planchado antes sus camisas blancas y elegido muy bien su corbata. No quera parecerse a los africanos de Nanterre ni a los antillanos de los Saules con sus coletas y sus trenzas. Detestaba todo eso y, al mismo tiempo, sufra por ellos. Un da me dijo: Sabes qu es lo que ms me duele cuando los veo? El pensar que ni siquiera la mitad de ellos llegar a adultos. Es como si estuvieran en el corredor de la muerte. Tambin me hablaba de frica, de los ajustes de cuentas, de los mercenarios de Biafra, de los nios que se moran de hambre, del sida, del clera. Le gustaba Nietzsche, pero en cualquier caso Fanon era su preferido. Tambin me lea pasajes de Amos y esclavos de Roberto Frayre. Pero no le gustaban las novelas ni las poesas, salvo Mahmud Darwich y Timagne Huat. Las novelas son basura. No tienen nada dentro, ninguna verdad ni ninguna mentira, slo aire. Como mucho aceptaba a Rimbaud y a John Donne, pero estaba resentido con Rimbaud por haber hablado mal de los negros y por haber estado metido en trficos deshonestos. Un da le dije: En el fondo, piensas lo mismo que tu abuelo, que todo est dicho en el Corn. Pensaba que se iba a enfurecer, pero despus de reflexionar, me contest: Es cierto, no puede haber una poesa ms grande que sa, es terrible que todo haya sido dicho hace ms de mil aos y que sepamos que nunca podremos hacerlo mejor. Entonces tal vez podamos hacerlo peor? dije. Me mir asombrado, creo que eso era algo que no le caba en la cabeza.

Yo tena una doble vida. Por el da estaba con Huriya, limpiaba la casa de mi redactora o haca recados en el barrio chino, y a todo el mundo le pareca muy amable. Incluso iba a ver a Nono a la sala de boxeo, en Barbs. Y tambin quedaba para estudiar con Hakim en la Sor-bona, o cerca de la Rue d'Assas; se senta muy orgulloso de presentarme a sus compaeros: sta es Laila, es autodidacta. Se presenta al BAC por libre, en la seccin de literatura. En cambio por la noche todo cambiaba. Me converta en una cucaracha. Iba a reunirme con las otras cucarachas a la estacin de Tolbiac, a la de Austerlitz, o a la de Raumur-Sbastopol. Cuando llegaba por la caera del pasillo y oa el redoble de los tambores, me daban escalofros. Era un sonido mgico. No poda resistirme a l. Hubiera atravesado el mar y el desierto atrada por esa msica. Los africanos se reunan sobre todo en la Bastilla o en Saint-Paul, y los antillanos en Raumur-Sbastopol. Pero algunas veces tambin estaba Simone. La conoc gracias a Nono. En los pasillos haba mucha gente, pero consegu colarme y ponerme en primera fila. Era alta y muy negra de piel; tena el rostro un poco alargado y los ojos arqueados, y llevaba un turbante hecho con unos trapos rojos y una tnica de color rojo oscuro. Pens que pareca una egipcia. Se llama Simone, es haitiana, me dijo Nono. Simone tena una voz grave, vibrante y clida, que se me meta por dentro, hasta el vientre. Cantaba en criollo, con algunas palabras africanas, cantaba el viaje de regreso a travs del mar que hace la gente de la isla despus de muerta. Cantaba de pie, casi sin moverse, y luego de pronto empezaba a girar meneando las caderas, y su gran tnica se desplegaba a su alrededor. Era tan hermosa que me senta sofocada. Un da habl conmigo. Se haba producido una operacin policial y todo el mundo se haba dispersado. Nos quedamos las dos solas en la estacin, al principio de un pasillo muy largo. Le di

un billete para entrar y tomamos el metro para ir a Place-d'Italie. Ella se sent en un trasportn y yo a su lado. Dentro de aquel vagn mugriento pareca una princesa, con sus gruesos prpados, su labio inferior que formaba una especie de pliegue y sus pmulos anchos y tersos. Me pregunt quin era y de dnde vena. No s por qu, pero le cont lo que nunca le haba contado a nadie, ni siquiera a Nono, a Marie-Hlne o a Hakim. Le dije que no saba quin era ni de dnde vena, que me haban vendido una noche con mis pendientes en forma de media luna. Se me qued mirando durante un momento muy largo y luego me sonri, creo que estaba emocionada. Tom mi mano entre las suyas, largas, clidas y llenas de fuerza, y me dijo: Laila, t eres como yo. Ninguna de las dos sabemos quines somos. Ya no somos dueas de nuestro cuerpo. Me resultaba extrao orla hablar as, con los traqueteos del vagn y los destellos de luz de las estaciones pasando sobre su rostro, iluminando sus iris marrones, transparentes como gemas. Me llev a su casa. Viva en una casita con jardn en una callecita que se llamaba de una forma muy curiosa, Butte-aux-Cailles. Viva con su amigo, un mdico haitiano alto y delgado, bastante elegante, y con otra gente, todos haitianos y dominicanos. Entre ellos hablaban en ese idioma dulce y rpido que yo no comprenda. Si no hubiera estado Simone, creo que me hubiera ido de all enseguida, porque esa gente me daba miedo, sobre todo Martial Joyeux, el amigo de Simone, que me miraba fijamente, como si quisiera leer en mi alma. Tambin haba algunos blancos, un hombre mayor que deca que era crtico de arte y que se pareca un poco al seor Delahaye, y unas mujeres vestidas al estilo africano que llevaban unos collares muy largos, parecidos a los que venda Hakim. El humo de los cigarrillos y del hachs formaba gruesas volutas que se enroscaban alrededor de los destellos de los anuncios luminosos, siguiendo las notas de una msica lenta que pareca salir de todas partes, incluso del suelo y de las ventanas. Nadie me prestaba atencin. Yo estaba de pie, delante de la puerta de la sala, con un cigarrillo en la mano, tratando de ver a Simone con su turbante rojo escarlata y sus pendientes de oro. El crtico de arte vino hacia m y me dijo algo en voz baja; al ver que no haba odo nada, se me acerc al odo y creo que me dijo: Esa mujer es sublime. Esa mujer es el alma del martirologio. Yo no le dije ni que s ni que no. Tal vez pensara que no le haba entendido. Le mir directamente a la cara y, en voz bien alta, para que me oyera, recit una poesa citada por Aim Csaire: Dadme mis danzas mis danzas de negro dadme mis danzas la danza rompecadenas la danza escapaprisin la danza es-hermoso-y-bueno-y-legtimo-ser-negro. El crtico me mir sin moverse y despus rompi en aplausos. Gritaba: Escuchad, escuchad a esta joven, tiene algo que deciros! Y Simone empez a cantar, slo para m. Supe que cantaba para m porque estaba de pie en el fondo de la sala y tenda la mano hacia donde yo me encontraba, y cantaba unas palabras muy dulces en francs que se deslizaban entre la msica de los tambores. Y luego fum cigarrillos de hachs. Ya haba estado en otros sitios donde lo hacan. En el fondac, las princesas se reunan de vez en cuando en una de las habitaciones y fumaban por turno, y haba un olor a hoja entre amargo y dulce, un olor que me embriagaba y me provocaba el sueo. Pero aquello no tena nada que ver. Un haitiano me pas el cigarrillo y, embargada por la

msica y la voz de Simone que se enroscaba en ella con suavidad, aspir el humo con fuerza, como si quisiera que me atravesara de parte a parte. Tambin tom alcohol, whisky, cerveza y ron. Recuerdo que ya no poda dejar de beber. Por supuesto, no tard en estar completamente borracha, no inconsciente, sino borracha de verdad, como se ve a veces en las pelculas. Yo permaneca de pie junto a Simone y cantaba con ella, repeta sus palabras y al mismo tiempo bailaba. Estaba borracha, pero no haba perdido la cabeza, al contrario. Ahora todo me pareca muy claro. Repeta la letra de una cancin siguiendo el ritmo de los tambores. Oigo la ciudad que late En mi corazn, en mi sangre Nosotros Lejos perdida la mar Manj t* pas Yich pou lesclavaj... El mundo temblaba como si hubiera un sesmo, vea ondear las paredes y las siluetas de la gente deshilacharse, y el color escarlata del turbante de Simone aumentaba, llenaba toda la sala. El doctor Joyeux se ocup de m. Me tumb en el sof y Simone me pas por el rostro una toalla empapada en agua fra. Me trataba de una forma muy dulce, muy maternal. Me hablaba tan suavemente que me pareca que segua cantando slo para m con su voz grave y un poco ronca, pero aquello no era el suave redoble de los tambores, sino el latido de mi corazn, que me retumbaba en los odos. La gente empez a irse. Tal vez temieran que yo pudiera buscarles algn lo. Eran gente importante, crticos de arte, cineastas y polticos. Siempre son los primeros en marcharse.
En criollo en el original. (N. de la T)

Simone y su amigo discutan un poco. Los oa a lo lejos, como si flotara por encima de mi cuerpo y estuvieran hablando delante de otra. Despus me dejaron en el sof y se fueron a su habitacin. Oa la voz grave del doctor y los gritos de Simone, como si la estuviera pegando o torturando; pero despus empez a gemir de una forma acompasada y comprend que estaban haciendo el amor. Yo temblaba de fiebre en el sof. En un determinado momento fui a vomitar a la cocina, me tambaleaba, tiraba las sillas. Todava quedaban dos haitianos bebiendo. Cuando me vieron en ese estado, fueron a buscar al doctor. Les o hablar de m en criollo, y Martial Joyeux dijo: Tal vez sea menor de edad, ms nos vale llevarla a su casa. Creo que llam por telfono a muchos sitios antes de dar con Hakim. As fue como consigui la direccin del garaje de la Rue Javelot. Yo empezaba a comprender que el mundo es muy pequeo y que cuando se tira del hilo adecuado, se arrastra todo, es decir, que todos los que son alguien estn unidos los unos a los otros y dirigen a todos los dems, es decir, a la gente que, como Nono y como yo, no somos nadie. Pensaba en todo esto mientras el amigo de Simone llamaba por telfono. Tena la cabeza en ebullicin. Al mismo tiempo vea el rostro de Simone, sus grandes ojos de vaca egipcia, que expresaban un profundo desamparo, y de pronto comprend por qu me haba dicho que nos parecamos, que ninguna de las dos ramos dueas de nuestro cuerpo, porque nosotras nunca habamos querido nada y siempre haban sido los dems los que haban decidido nuestra suerte. Ella se qued en la casa mientras Martial y uno de sus amigos me llevaban en coche. Fuera llova. Los charcos tiritaban en el pavimento negro de la calle. El coche circulaba por las calles silenciosas y vacas. Creo que buscaban una farmacia de guardia y que el matasanos se baj a

comprar una medicina para m, Primpern o algo parecido. Me dejaron en la calle, delante del garaje. Me hicieron bajar y me sentaron con la espalda apoyada en la puerta del garaje. Martial Joyeux me observ en silencio. Su amigo dijo algo en criollo. Para m era como si lo hubiera dicho en javans, me daba igual. Y despus se fueron, las dos luces rojas doblaron la esquina de la calle y desaparecieron. Despus lleg el invierno. Yo nunca haba pasado tanto fro. Tagadirt me haba contado antao cmo era Francia en invierno: el cielo gris-negro, las luces encendidas en las calles a las cuatro de la tarde, la nieve, el hielo y los rboles completamente desnudos, retorcidos como espectros. Pero era todava ms duro de lo que me haba dicho. La nia de Huriya vino al mundo en febrero. Cuando naci, pens que posiblemente fuera la primera vez que un nio naca debajo de la tierra; tan lejos de la luz del da, como en el fondo de una inmensa cueva. Quiz por eso empec a pensar en volver al sur, al sol. Para que a la nia le diera el sol en la piel, para que no continuara respirando el aire ftido de esa calle sin cielo. Haca planes con Nono. Cuando l ganara su combate de peso pluma, podra comprar un coche y bajaramos hacia el sur con Huriya y la nia, por la gran autopista que pasa por vryCourcouronnes, con sus ocho carriles que son como un ro. Iramos a Cannes, a Niza, a Montecarlo e incluso a Roma, en Italia. Esperaramos hasta abril o mayo para que la nia fuera bien grande y pudiera soportar el viaje. O incluso hasta junio, porque yo tena que presentarme al examen del BAC. Pero no lo retrasaramos ms, porque aparte de que se nos hara muy largo, luego sera demasiado tarde para partir. Nos iramos en junio. Porque, adems, el gran combate de seleccin sera precisamente el 8 de junio. Nono no paraba de entrenarse. Cuando no iba a la sala del Boulevard Barbs, boxeaba en su garaje. Se haba fabricado un punching ball con un saco de patatas relleno de trapos. En la Rue Javelot haca fro. Por suerte, Nono haba trado un radiador elctrico que resoplaba como si fuera un avin. Me ense cmo haba que hacer para manipular el contador de la luz y no gastar: consista en hacer un agujero en la tapadera con la taladradora para poder meter por l una aguja de punto y bloquear la ruedecilla. En el caso de que fuera a pasar el revisor de la luz, se quitaba la aguja y se disimulaba el agujerito con un poco de plastelina azul. No tenamos dinero. Nono se entrenaba y no le quedaba tiempo para trabajar; el fondo comn apenas nos llegaba. Por las noches, volva reventado de cansancio. Su diputado socialista le haba prometido un permiso de residencia si ganaba el combate: no quera dejar escapar esa oportunidad. En los ltimos tiempos, Huriya pareca cada vez ms una abeja reina. Se quedaba acostada en la cama, al lado del radiador enorme e intil, con el rostro totalmente abotargado por el embarazo. No quera que una asistente social se ocupara de ella. Y tampoco quera que la atendiera un mdico. Le daba miedo que la denunciaran a la polica, que la enviaran con su marido. Se senta segura bajo tierra, como una araa en su capullo, fabricando su beb. All nadie podra encontrarla. El nico peligro era el amigo de Nono, pero, segn las ltimas noticias, se encontraba muy a gusto en Bora Bora. Haba muy pocas probabilidades de que se presentara en Pars en medio de la lluvia y del granizo. Cuando le lleg el momento de dar a luz, Huriya se empe en que la atendiera una mujer, no un mdico. Nono estaba enloquecido. Corra de un lado para otro fuera de s. Sin saber adnde ir, tom el tren hasta vry-Courcouronnes y fui al campamento gitano. Juanico encontr a la mujer. Discutieron el precio en gitano y ella acept venir por quinientos francos. Se llamaba Josefa, era una mujer alta y un poco hombruna, con el rostro alargado y anguloso y unas manos

muy fuertes. Casi no hablaba francs, pero se abland cuando me oy hablar en espaol. Tena el acento duro de los gallegos. Volvimos en tren. Antes de ir a la Rue Javelot quiso hacer algunas compras para ella y para la futura mam. Compr algodn, esparadrapo, Betadine, compresas y cosas as, y tambin unas hierbas en el Chino, tomillo, salvia y un ungento que vena en una caja redonda decorada con un tigre. Tambin compr Coca-Cola, galletas y un paquete de cigarrillos. Se instal en el garaje; para que nadie la molestara colg una sbana en medio de la habitacin en la que estaba Huriya y se qued all tres das, casi sin salir y sin hablar. Le pareca que el garaje ola muy mal, quemaba varillas de incienso y fumaba sus cigarrillos. Durante esos das, no nos permiti a Nono ni a m quedarnos all, de modo que nos pasbamos todo el tiempo fuera. Despus de limpiar en casa de Batrice, me iba a buscarlo a la sala de entrenamiento, que estaba en Barbs. Boxeaba contra su sombra y saltaba a la cuerda. Yo me sentaba en un rincn y le miraba. Todo el mundo pensaba que yo era su novia. Incluso el diputado socialista se acerc a hablar conmigo. Cuando hablaba de l, no deca Nono o Len, sino que le llamaba por su apellido, Adidjo. Deca: Adidjo tiene que trabajar y dejar de hacer tonteras, dselo. Creo que se refera a la gente con la que Nono trataba, a los tipos que saqueaban los hotelitos y los coches, y a los aparatos de msica que traa de vez en cuando para luego venderlos. El diputado era un hombrecillo con el pelo cortado a cepillo y pinta de deportista, de polica. A m no me gustaba que se acercara a hablar conmigo. No me gustaba que dijera Adidjo como si tuviera algn derecho sobre l, como si fuera de su misma cuerda. En una o dos ocasiones trat de saber cul era mi situacin legal, si tena permiso de residencia. No me gustaba que me hiciera preguntas, no me gustaba que llamara de t a todo el mundo, como si no hubiera ninguna diferencia entre l y nosotros, pero tal vez lo hiciera simplemente para ser amigable. Le faltaba el brazo izquierdo, quiz fuera por eso. Se acercaba a la gente y les deca en voz alta: Oye, te importa ayudarme a ponerme el jersey?. Demostraba su amistad de una forma un poco agresiva. Casi todos los das le deca a Nono: No te preocupes, lo de tu permiso es cosa hecha. Como si pudiera haber algo que fuera cosa hecha. Y luego Huriya dio a luz a una nia. Cuando volv de casa de Batrice, la nia estaba all, agarrada al pecho de Huriya. La partera estaba agotada. Se haba bebido varios vasos de vino y luego se haba quedado profundamente dormida en el sof. Ni siquiera se despert con la luz de nen. Huriya tambin pareca dormitar. En la habitacin haba un olor muy fuerte a orina y a sudor. Si hubiera habido alguna ventana en algn sitio la habra abierto de par en par para que entrara el aire y el sol. Pens que la nia tena que salir de all lo antes posible, que no podra sobrevivir debajo de la tierra. En los das siguientes la agitacin disminuy. Estbamos todos agotados, era como si cada uno de nosotros hubiera fabricado a la nia. Dormamos por turno para adaptarnos a las tomas del beb. Huriya tena los pezones agrietados, le costaba mucho darle el pecho. Su cama estaba manchada de sangre. La comadrona volvi, le dio de beber leche y ans y le masaje las tetas con una pomada. Huriya temblaba por la fiebre y la nia gritaba. Al final, Batrice, la redactora, envi a una interna amiga suya que se llev a Huriya y a su nia al hospital. Huriya deba de estar muy enferma, porque se dej llevar en una camilla sin decir nada. Yo iba a verla todas las tardes. Estaba con otras madres en una habitacin muy bonita y muy blanca de la planta baja; por la ventana se vean unos cipreses, unas alheas y unos gorriones revoloteando. Hasta el cielo gris era precioso. Le llevaba bizcochos, pastas y un termo con t. Para entretenerla, le contaba lo primero que se me pasaba por la cabeza. Le deca que le

pondramos un nombre a la nia. La llamaramos Pascale, porque haba nacido antes de que entrara en vigor la nueva ley de familia. Huriya estaba de acuerdo, pero quera que adems se llamara Malika, como su madre. De esa forma, la nia se llam Pascale Malika. En el registro civil quiso ponerle el apellido del padre, Mohammed, para que la nia no fuera de padre desconocido. Hasta Hakim fue a verla. Mir esa cosita roja y viva, completamente dormida en la cuna, y dijo: Parece una francesita. A Huriya le entr de pronto la preocupacin: No me la quitarn si quiero volver a mi pas? Yo la tranquilic como pude: Nadie podr quitrtela. Es tuya y nada ms que tuya. Pensaba que era la primera vez que Huriya tena algo de ella, y que, a pesar de todo lo que haba padecido y de su futuro incierto, tena suerte. La llegada de Pascale Malika hizo que las cosas cambiaran por completo en la Rue Javelot. Comprend que ya nada sera como antes, lo que por otra parte era mejor. En primer lugar porque Huriya ya no quera volver a su pas. Ahora que tena a la nia se senta ms fuerte; la ciudad y la gente ya no le daban miedo. Todas las maanas envolva a su beb en una toquilla y sala a pasearse por los jardines y por las calles, o bien iba a visitar a su amigo, el seor Vu. Para que tuviera trabajo, ped a Batrice que la contratara a ella en lugar de a m. Batrice compr una cuna para la nia; y Huriya iba todas las maanas a trabajar a su casa. Como Batrice y su marido no podan tener hijos, les emocionaba ver a esa niita durmiendo en su casa. Luego Huriya tom la costumbre de dejarla all durante ms tiempo, mientras iba de compras o asista a sus cursos de alfabetizacin. Pascale Malika tena una habitacin muy bonita, Batrice y su marido haban sacado el escritorio y las estanteras llenas de libros y la haban empapelado de rosa; era muy tranquila y llena de sol. Cuando Huriya volva por la noche al agujero negro de la Rue Javelot, la nia lloraba y gritaba, no quera dormir. No lo dijeron, pero creo que, desde el principio, Batrice y su marido pensaron en adoptar a Pascale Malika.

Volv a ver a Simone. Una noche fui de nuevo a la estacin de Raumur-Sbastopol. Me pareca que haca aos que no iba por all. Cuando o el sonido del tambor resonando por los pasillos, me estremec. No saba hasta qu punto lo haba echado de menos. Y, al mismo tiempo, todo lo que haba pasado con el nacimiento de la nia me haba cambiado, tal vez envejecido. Como si ahora captara por completo lo que haba detrs de todos esos gestos, de todos esos actos, el sentido oculto de esa msica. Los msicos se haban sentado justo en el cruce de dos tneles, tocando sus tambores. Estaban los que yo conoca, los antillanos, los africanos, y otros a los que nunca haba visto, como, por ejemplo, un chico con el pelo largo y la piel de color mbar; creo que era de Santo Domingo. Simone no cantaba. Estaba sentada con la espalda apoyada en la pared y el rostro oculto tras unas gafas negras. Me sent a su lado y, al reconocerme, me sonri, pero vi que tena la mejilla derecha tumefacta. Qu te ha pasado? Se encogi de hombros y no me contest. La msica de los jumbs y de los djun-djuns resonaba suavemente, muy lenta, muy tranquila. Resonaba por debajo de la tierra, hasta el otro extremo del mundo, para despertar la msica del otro lado del ocano. Era como un canto, como una lengua. La necesitaba, me haca bien, se pareca a la voz del almuecn que sonaba por encima

de los tejados y entraba en el patio de Lalla Asma, y tambin a la voz de mis antepasados del pueblo de los Hilal. En un determinado momento, alguien debi de avisar de la llegada de la polica y todo el mundo se fue muy deprisa, desaparecieron los tambores y los espectadores, y me qued sola con Simone, como cuando haba ido a su casa. Pero esta vez me pregunt con una voz ahogada, angustiada: Laila, puedo ir a tu casa esta noche? Ella saba dnde viva desde la noche en que Martial me haba dejado delante de la puerta del garaje. No le pregunt por qu. Volvimos a casa cruzando Pars a pie, en medio de la llovizna. Se qued dos das con nosotros. No se mova del colchn que le haba trado Nono. Beba un poco de Coca-Cola y volva a dormirse. Estaba atiborrada de sedantes. Nos cont lo que le haba pasado: su amigo se haba vuelto loco, la acusaba de engaarle, la haba pegado y luego la haban violado entre dos. Simone no quera denunciarlo. Deca que no servira de nada, que nadie la creera, porque el doctor Joyeux era muy importante, trabajaba en el Hospital Dieu y tena amigos en todas partes. Una noche vino a buscarla. O que se paraba el coche detrs de la puerta del garaje. No s cmo se enter de que Simone estaba escondida en mi casa. Tena espas por todas partes. No organiz ningn escndalo, solamente dio unos golpecitos en la puerta, un ruido ligero que yo o entre sueos. Cuando encend la luz, vi a Simone sentada en su cama, con los ojos abiertos de par en par, como si ya supiera que iba a venir. l le hablaba suavemente por detrs de la puerta, en su criollo cantarn y meloso. Le dije a Simone: Quieres que le diga que se vaya? Tena una mirada extraa, entre asustada y fascinada. Yo vea su mejilla hinchada y la sangre seca en su ceja, y me senta llena de ira y de vergenza: No le escuches, no le respondas. Terminar yndose. Simone empez a hablarle a travs de la puerta. No quera despertar a la nia, le insultaba en voz baja, primero en francs y luego en criollo. Acab abriendo la puerta. El Mercedes estaba parado en medio de la oscuridad, con los faros encendidos. Slo se oa el zumbido de los aparatos de ventilacin, que poco a poco empezaban a ponerse en marcha. Se quedaron hablando toda la noche. En un determinado momento me despert. Tena fro. Por la puerta entreabierta del garaje se colaba una corriente hmeda. Vi el Mercedes, ahora con todas las luces apagadas, y a Simone y a su amigo, que seguan hablando sentados en el asiento de atrs. Y por la maana se haba ido con l, sin decir una sola palabra. Me costaba trabajo comprender cmo una mujer as poda estar tan unida a semejante hombre.

Tom la costumbre de ir a casa de Simone por las tardes, cuando Martial Joyeux no estaba, para aprender a tocar y a cantar. Apenas se mova durante todo el da y siempre estaba sola en la casita de la Butte-aux-Cailles, con las contraventanas cerradas. En la sala de abajo colocaba unas velas encendidas formando un gran tringulo y dentro de l meta todo lo que le gustaba: las frutas del mercado, mangos, pias y papayas. No me atreva a preguntarle por qu lo haca. Nunca le preguntaba nada, por eso me quera bien. Era bruja y tambin drogadicta, fumaba crack en una pipa de barro negra. Era guapa, con esos grandes ojos de egipcia y esa frente abombada que brillaba como el mrmol negro. Tocaba un piano elctrico conectado a dos bafles. Pona el sonido muy bajo, muy grave,

para que la oyera mejor. Me dijo que yo debera dedicarme a la msica, porque no oa por un odo, y todos los grandes msicos tenan algn problema: eran sordos o ciegos, o simplemente estaban un poco chiflados. El doctor Joyeux se pasaba el da fuera de casa. Estaba todo el tiempo en la Salptrire, se ocupaba de los locos. l mismo estaba loco. No le gustaba lo que haca Simone. Si se hubiera enterado de lo de las velas y las ofrendas, se hubiera enfurecido. Pero ella lo haca desaparecer todo antes de que l llegara, guardaba las velas y el incienso y volva a poner en su sitio la alfombra, las sillas y los sillones. Se empe en ensearme a cantar. Se sentaba en el suelo con su larga tnica desplegada alrededor, como una corola escarlata, y yo me pona a su lado. Su mano ancha y ligera corra por el teclado, tocaba tres, cuatro, cinco compases, o un acorde prolongado, y yo deba seguirlos con la voz. Tocaba con la mano izquierda para poder cantar cerca de mi odo bueno. Yo no le haba dicho nada, pero ella saba que yo era medio sorda. Es increble que se le ocurriera ensearme msica, era como si hubiera comprendido que la msica formaba parte de m, que viva para ella. Pasamos muchas tardes juntas en la casa de la Butteaux-Cailles. Cantbamos, bebamos t, fumbamos y charlbamos. Nos reamos sin saber por qu. Me pareca que nunca haba tenido una amiga como Simone. Todo aquello me recordaba la poca del fondac, a las princesas para quienes bailaba, cuando me llevaban a los baos y a los cafs de la costa. Simone era exactamente igual que una princesa. Pero haba en ella algo trgico que yo no entenda bien, era como si tuviera una parte secreta, una parte de locura. Me enseaba a cantar con la msica de Jimi Hendrix, Burning in the midnight lamp, Foxy Lady, Purple haze, Rooom full of mirrors, Sunshine ofyour love, y Voodoo child; con la de Nina Simone, Black is the color of my true love's hair, I put a spell on you, la de Muddy Waters, y con la de Billie Holiday, Sophisticated Lady, pero yo no cantaba la letra, slo cantaba sonidos, y no slo con mis labios y mi garganta, sino tambin desde un lugar ms profundo, desde el fondo de mis pulmones, de mis entraas. Cantaba cuatro, seis compases y entonces ella me haca detenerme y repetirlos una y otra vez. Su mano bailaba por el teclado, y yo tena que hacer lo mismo una octava ms alto, o bien ella tocaba en un tono grave, y yo deba seguir y cantar: Babeliboo, baabelolali, lalilalola.... A veces me hablaba de su isla, que estaba en el otro extremo del mundo, y de la msica que atraviesa el mar hasta llegar al pas de donde sus antepasados fueron sacados y vendidos. Pronunciados por ella, los nombres de los distintos pueblos sonaban de una forma extraa, como si fueran la letra de una cancin: Ibo, Moko, Temne, Mandinka, Chamba, Ghana, Kiomanti, Ashanti, Fon... Como los nombres de mis propios padres, que yo haba olvidado. Me hablaba de la pobreza. Deca: El haitiano es el hombre que tiene el rostro ms glacial del mundo, El negro es quien traiciona al negro, como en los tiempos de Dessaline, Cuando uno tiene hambre, vuelve los ojos hacia dentro. Me hablaba de la Rue Csars, en Puerto Prncipe, del corazn que late en la muchedumbre, de su madre Rose Carole, que haca vud para atraer a los muertos, y tambin del ojo abierto situado en el centro de un gran tringulo que haba en el patio de su casa, como el que ella dibujaba con sus velas. Contaba, cantaba, hablaba con los tambores, vea venir a los espritus loas hasta all, hasta su calle. Me deca sus nombres y los de las plantas, lazam, lame veridica, los frutos del alma verdadera, los papayos, y me hablaba del gigante y oscuro zaman, que cubre la isla con su sombra. Yo escuchaba, era todo tan bonito que me quedaba dormida. Tocaba el piano para m, siempre las mismas notas graves, una y otra vez, o bien golpeaba con las yemas de los dedos el tambor que habla, el rada, el djundjun, y su sonido se me meta hasta dentro como en los pasillos de la estacin Sbastopol, ascenda en m y me

invada por entero, y yo, como la serpiente que baila ante el encantador de serpientes y como los Assaua de las fiestas, giraba y giraba hasta el vrtigo. Ya no hablbamos. Slo existamos ella y yo: ella, puesta de cuclillas en medio de su tnica, balanceando su busto al son de la msica y cantando su canto africano que llegaba hasta la otra orilla del mar, y yo repitiendo sus movimientos, sus frases, e incluso el movimiento de sus ojos y los gestos de sus manos, sin entender, como si estuviera unida a ella por una fuerza magntica. Seguamos as hasta que las llamas de las velas se ahogaban en la cera. Cuando todo se acababa, nos quedbamos agotadas. Dormamos en el suelo, sobre los cojines revueltos, en medio del olor a humo. Fuera, el mundo tal vez siguiera movindose frenticamente, los metros, los trenes, los coches, los hombres corriendo como insectos enloquecidos, y la gente que venda, contaba, multiplicaba, almacenaba, inverta. Yo me olvidaba de todo, de Huriya, de Pascale Malika, de Batrice y Raymond, de Marie-Hlne, de Nono, de la seorita Mayer y de la seora Fromaigeat. Todo aquello desapareca poco a poco, se deshaca. La nica imagen que me vena, que me inundaba, era la del gran ro Senegal y la desembocadura del Falm, en cuya orilla se encontraba el pueblo de El Hadj. La msica de Simone me haba transportado hasta all.

Una noche, Martial Joyeux volvi antes de lo previsto. Abri la puerta de la sala y se qued durante un momento en el umbral, mirando. Fuera estaba oscuro. Las velas moribundas deban de emitir un resplandor vacilante, y yo adivinaba la mirada del doctor escudriando la penumbra. No dijo nada. Cruz la sala tropezndose con los tambores de Simone y fue directo al bao. Deba de estar terriblemente encolerizado para pasar en silencio a travs de aquella leonera. Simone me hizo levantarme y me empuj hacia la puerta: Vete, vete inmediatamente, por favor. Pareca aterrorizada. Le dije: Ven t tambin. No te quedes aqu. Estaba segura de que si se iba en ese momento sera libre. Pero a ella ni siquiera se le pas por la cabeza. Me puso dinero en la mano. Vete, toma un taxi para volver, hace fro. No s por qu, pero en ese momento pens que no volvera a verla. No poda decidirse y por eso era una esclava. Si hubiera podido decidirse, aunque slo fuera una vez, no habra tenido miedo de Martial ni de estar sola; tampoco habra necesitado esnifar todas aquellas porqueras ni tomar su Temesta. Habra sido libre.

En cuanto a El Hadj, la cosa tampoco iba demasiado bien. El anciano soldado tema el invierno. Yo, cada vez que poda, iba en tren o en autobs a Courcouronnes, hasta la autopista de Villab. El campo estaba helado, los taludes, cubiertos de escarcha. En los grandes campos grises renqueaban unas cornejas. En el pequeo apartamento de la torre B, El Hadj permaneca sentado delante de la ventana. Se haba puesto un jersey grueso encima de su tnica azul y un gorro forrado de piel que no se quitaba ni siquiera para dormir. Soaba en voz alta con el gran ro que discurre lentamente a travs del desierto, donde la luz resplandece incluso de noche. Tal vez yo fuera a visitarlo por eso, para que me hablara del ro. Me hablaba tambin del ro Falm, y de las ciudades, Kayes, Medina, Matam, y de Yamba, su pueblo. Como si todava se deslizara por l en

una larga piragua rodeado de mujeres y de nios, viendo pasar las casas pegadas a las orillas y los vuelos de las grullas y los cormoranes. Fue la primera vez que me habl de Marima, su nieta, la hermana de Hakim. Haba muerto all un verano, al ir a visitar a su madre. Haba contrado la leucemia durante la estacin de las lluvias. El fro se le haba metido hasta dentro, la haba helado da tras da y la haba matado. El Hadj no me ense fotos de ella. No le hubiera servido de nada. Slo me ense su libro escolar, porque estaba orgulloso de sus notas. Marima estaba acabando el bachillerato en Sain-Louis. A veces se le olvidaba que su nieta estaba muerta. Me hablaba como si yo fuera ella, la nueva Marima. Dentro de l senta un profundo desgarro, como un hueso roto que no deja de doler. Nunca haba querido volver all abajo: Lo han demolido todo, hay carreteras por todas partes, puentes, aeropuertos, y todas las piraguas tienen la parte de atrs cortada para poder ponerles un motor. Qu puede hacer un viejo como yo all? Pero cuando muera, quiero que me lleves a mi pas, para que me entierren junto a mi padre y mi madre en Yamba, en la orilla del Falm. All es donde nac y all es donde debo volver. Yo le prometa que ira con l, aunque supiera que eso era prcticamente imposible. Yo tambin tena un cementerio donde quera que me enterraran. O tambin me contaba lo que haba visto en Arabia, cuando haba ido a besar la piedra negra del ngel Gabriel. Me hablaba del agua de la fuente Zem Zem, que haba trado en una botellita de plstico, y de la planicie de Arafat, donde el viento del desierto quema los ojos a los viajeros. Tena el rostro vuelto hacia la ventana, y yo vea la gran pared blanca de los edificios de los alrededores y oa el estruendo de la autopista no muy lejos de all, donde estaba la isla de los gitanos. Pero l no se encontraba all, estaba en otra parte, en su luz. Me qued con El Hadj hasta que anocheci. Le prepar su t, lav los platos y le orden todas sus cosas. Tal vez en el fondo intuyera que no volvera a verlo. Como cuando Lalla Asma haba empezado por caerse en la cocina y yo haba comprendido que antes o despus se ira. A El Hadj se lo estaba llevando el invierno. Siempre tena fro. Hakim le haba comprado un radiador de aceite que funcionaba da y noche, y en la habitacin haca tanto calor que el vapor de agua brillaba en los baldosines. El Hadj dejaba de hablar para toser, una tos fuerte y seca que sonaba como un fuelle en la caverna de sus pulmones y que me haca dao. Hakim me haba dicho que su abuelo padeca de edema pulmonar, una enfermedad que le impeda respirar. Pero yo pensaba que la culpa de todo la tenan el fro, el viento y la lluvia, y el cielo lleno de nubarrones grises, y el sol tan plido; estaba segura de que se consuma por eso. Cuando le notaba muy cansado, me iba. Le besaba la mano y l posaba un instante su palma sobre mi frente y despus me la pasaba por los ojos, la nariz, las mejillas y los labios. Me deca: Hasta pronto, hija ma, como si yo fuera realmente Marima. Tal vez pensara de verdad que yo era ella. Tal vez hubiera olvidado cmo era su nieta. Tal vez fuera yo quien haba acabado por parecerme a ella a fuerza de ir a visitar a su abuelo, a fuerza de escucharle contar lo que haba vivido all abajo, en la orilla del ro. Yo misma no saba quin era. Al volver hacia Courcouronnes, daba un rodeo para pasar por la isla de los gitanos y ver a Juanico. Una tarde se acerc a m como si hubiera estado esperndome. Pareca pasarle algo. Me pidi un cigarrillo y luego me dijo con la voz un poco ahogada: Brona vende un nio. Al ver que no le entenda, me repiti con cierta impaciencia: Es verdad lo que te digo, Brona vende a su nio. Anocheca. Las farolas se encendan como estrellas amarillas a lo largo de la carretera, y un poco ms all, al final del terrapln de cemento, el edificio del supermercado estaba iluminado

como un castillo de hadas. El corazn me lata muy fuerte. Segu a Juanico a lo largo del sendero por el que se llegaba directamente hasta el campamento de los gitanos. Caminaba muy deprisa. No poda creerme lo que Juanico me haba dicho. Me pareca que me haba contado mi propia historia, cuando unos desconocidos me haban metido en un gran saco y me haban vendido, pasando de mano en mano hasta llegar a casa de Lalla Asma. Juanico me condujo a una chabola con el tejado de chapa que estaba apoyada contra una roulotte blanca. Una lmpara de gas colocada en el suelo iluminaba la carita de unos nios. Alrededor de la chabola se vean montones de basura, cartones, latas oxidadas y un carrito de supermercado cojo. Dentro de la roulotte se encontraban unos hombres y unas mujeres comiendo y se oa un televisor. Fuera haba unos perros con el pelo erizado atados a unas cadenas. Juanico abri la puerta de la chabola. Brona estaba sentada en un catre de tijera, sobre un colchn de plstico. Junto a ella haba dos nios, una nia de unos seis aos y un nio de doce con la mirada despierta, inteligente. Hablaban en ni-mano. La mujer tena el rostro delgado, los cabellos rubios tirando a cobrizo y unos ojos verdes pequeos y vivos como los de un animal. Mientras Juanico le hablaba, su mirada iba de l a m, como si tratara de averiguar si lo que estaba dicindole era verdad. Luego se levant, se fue hacia el fondo y corri una cortina. En la alcoba haba un cochecito negro, y dentro de l un beb dormido. Es una nia me dijo Juanico. Y luego aadi en voz baja, de forma confidencial: Le he tenido que decir que conocas a gente rica, a mdicos, abogados, pues de lo contrario no te habra enseado a su hija. Me qued mirando al beb dormido, casi completamente oculto bajo la ropa de lana y las sbanas, y al final pregunt: Cmo se llama? Brona sacudi la cabeza. Ahora su gesto era duro y hermtico. No tiene nombre respondi Juanico despus de un largo silencio. Ya se encargarn de ponrselo quienes la compren. Pero cuando sal de la chabola, Juanico me dijo en voz baja: No es verdad. La nia ya tiene nombre. Se llama Magda. Pens en Batrice, la redactora, y en lo que haba dicho a propsito de la nia de Huriya, que si su madre no poda ocuparse de ella le gustara adoptarla. Oye le dije a Juanico, si esta mujer est realmente dispuesta a vender a su hija, yo conozco a alguien que se la comprar. Lo dije con un nudo en la garganta, porque pensaba que alguien deba de haber dicho esas mismas palabras antao, cuando me haban robado a m, y que Lalla Asma haba debido de responder: Yo puedo comprarla. Era una noche gris y oscura, los coches circulaban por ambos lados de la isla de los gitanos con un gran estruendo, parecido al de la crecida de un ro. Juanico me acompa hasta la parada del autobs y regres a Pars. El Hadj muri tres das despus. Hakim me lo hizo saber a travs de un amigo. Me enter de la noticia justo cuando me dispona a ir al Caf de la Desesperanza para seguir mi curso de filosofa. Cog de inmediato el tren para vry-Courcouronnes. El cielo segua gris y bajo, pareca como si no hubieran pasado los das. En la radio decan que iba a nevar. La puerta del apartamento estaba entreabierta. Entr sin hacer ruido, como si l siguiera todava all y no quisiera sobresaltarle. En la cocina donde sola estar no haba nadie, y en su dormitorio la persiana estaba medio bajada. Primero vi a Hakim de espaldas, cerca de la cama, y luego a otra gente que no conoca, probablemente vecinos, gente mayor, y a una mujer alta y

robusta. Al principio pens que quiz fuera la madre de Hakim, pero luego me di cuenta de que no, porque era demasiado joven y con aspecto de rabe; tena la piel blanca y los cabellos permanentados y teidos de henna. Quiz slo fuera la asistenta, o la portera del edificio. El Hadj estaba tumbado en su cama, completamente vestido, con su larga tnica azul sin cuello y su pantaln gris con la raya impecable. Incluso llevaba puestos sus grandes y brillantes zapatos negros, como si se dispusiera a partir de viaje. Nunca le haba visto as: el rostro contrado, los ojos con los prpados abotargados, la boca y la nariz apretados, con una expresin de dolor y de tristeza. Pens en las cosas que contaba del ro Senegal, de su pueblo, Yamba, y del ro Falm, que era lo que ms quera en este mundo, y haba muerto tan lejos, completamente solo en su habitacin, en el piso octavo de la torre B del complejo de viviendas de la autopista de Villab. Ahora nadie deca nada. Hakim me miraba mientras yo tocaba la frente de su abuelo, slo un segundo, justo el tiempo de rozar con la yema de los dedos su piel fra, granulosa. Haba demasiada tranquilidad, demasiado silencio. Me hubiera gustado que hubiera ruido como en las pelculas, que las mujeres lloraran con largos sollozos patticos y exagerados, que hubiera un guirigay de voces de hombres mientras beban el caf de los muertos, o un murmullo sordo de rezos, como hacen los cristianos. Un perro que aullara en el patio, o incluso un taido fnebre. Pero no se oa nada. Slo las voces de la televisin en alguna parte, en lo alto del inmueble. Los visitantes se retiraban consternados, evitando mirarme. Me hubiera gustado que los que tocaban el tamtan en el metro estuvieran all y que tocaran sin parar, que la msica retumbara como el fragor del trueno a travs de la selva, a lo largo de los ros, mientras Simone cantaba con su voz grave Black is the color of my true love's hair. La seora robusta con los cabellos teidos de henna sali muy despacio. Pens que se pareca a Lalla Asma. Tena la misma mirada, un poco perdida, como de miope. No s por qu, pero la as por la mueca y la llev hacia la cama: Por favor, qudese un poco ms, no se vaya. Ella mene la cabeza y, con una voz ronca, ahogada, dijo: Era muy amable. Lo dijo como si se disculpara mientras soltaba mis dedos, uno a uno, de su mueca. Tena una expresin de terror en sus ojos verdes, me pareca que sus pupilas negras nadaban en el centro de sus iris. Al final, fue Hakim quien la liber. Me sujetaba por los hombros como si fuera una histrica. Hakim era mi hermano. Yo era Marima. Senta sobre mi rostro los dedos cansados de El Hadj: pasaban lentamente sobre mis ojos, sobre mis labios. Ya no poda respirar. Haba algo que se hinchaba dentro de m, en mi pecho, y me taponaba la garganta: Era mi abuelo, qu va a ser de m ahora?. Balbuceaba incoherencias, me ahogaba al hablar. Hakim pensaba que estaba llorando, pero no eran lgrimas, era ira, hubiera querido romper todo lo que haba dentro del edificio, perforar el techo opaco que haba impedido a El Hadj ver, romper los cristales de las ventanas y las persianas, romper los vagones, las lunas de los autobuses, los rales del ferrocarril, el barco que tardaba tanto en llegar a las orillas del ro Senegal y a Yamba, en el ro Falm. Hakim me estrechaba tan fuerte que me desplom en el suelo, junto a la cama; vea todo lo que la vida haba quitado a El Hadj, el orinal, los frascos de cortisona, todo lo que estaba cado en el suelo y que nadie haba tenido tiempo de limpiar para la ceremonia funeraria. Me estuvo abrazando durante un buen rato, creo que tambin necesitaba que le consolaran. En un determinado momento me bes, y not sus mejillas llenas de lgrimas. Despus se acab todo. Me puse de pie y me fui. No mir el cuerpo del anciano, tumbado y completamente vestido en su cama. Saba que l no volvera a su pueblo a orillas del ro. Se quedara en Villab, en el

cementerio, donde le encontraran un sitio muy pequeo, y, a modo de ro, oira el fragor de los coches en la autopista. En el tren, desierto a esas horas, vi cmo llegaba la noche a travs de la ventanilla sucia. Creo que pensaba ms en MagMagda que en El Hadj. Estaba mareada. No haba comido ni bebido nada desde por la maana. Antes de llegar a Pars, los revisores me pillaron desprevenida. En general, siempre tena mucho cuidado y me bajaba en cuanto los vea subir al vagn. Pero ese da se me olvid hacerlo, estaba como en un sueo, embotada, como cuando se ha sufrido mucho. Tal vez ya me hubieran echado el ojo. Cuando los vi, ya los tena encima. Vinieron directamente hacia m, ignorando a los otros pasajeros. Unos gitanillos los que haba conocido la primera vez con Juanico salieron a escape sealndolos con el dedo, pero los revisores venan por m. Al principio estuvieron muy educados, casi ceremoniosos. Seorita, viaja usted sin billete. Por favor, ensenos algn documento de identidad. Cuando les dije que no tena ninguno y que aunque lo hubiera tenido no tenan ningn derecho a pedrmelo, se volvieron mucho menos educados. En ese caso, tendr que acompaarnos al cuartelillo... Formaban una extraa pareja, uno de ellos era alto y fuerte, con papada y un bigotito rubio, y el otro, bajito y moreno, tena pinta de nervioso y acento de Toulouse. Me agarraron cada uno por un brazo y me hicieron atravesar todo el tren hasta llegar a la locomotora. Me obligaron a sentarme en medio de los dos en una banqueta dura, al lado de la puerta. Les dije que estaban cometiendo un abuso, que no tenan ningn derecho a utilizar la violencia, pero les dio igual. El tren segua avanzando hacia Pars, se haba hecho de noche. Mis dos guardianes conversaban como si yo no existiera, hablaban de su trabajo, se contaban chismes. Hubiera podido ablandarlos contndoles que mi abuelo haba muerto y que por eso haban conseguido pillarme. Pero no tena ganas de que me compadecieran y, adems, no hubiera utilizado a El Hadj por nada del mundo para conseguir un favor de esos mercenarios. Al llegar a la estacin de Austerlitz, me llevaron a una pequea oficina que haba detrs de las taquillas. Me hicieron esperar una hora larga y, durante todo ese tiempo, se quedaron delante de la puerta fumando y contndose sus chismes. Yo pensaba que era un pececillo muy pequeo para unos hombres tan fuertes, con sus uniformes, sus esposas y sus pistolas automticas. Pero tal vez ellos pensaran que en la vida no hay nada insignificante; hay gente a quien le gusta creer eso. Cuando lleg su jefe, quiso interrogarme. Se me acercaba a la cara y me gritaba: Cmo se llama? Laila. Es usted mayor de edad? No lo s. S. No. Tal vez. Dnde viven sus padres? En frica. A partir de ese momento la cosa se puso muy fea. El jefe era un hombrecillo insignificante que se llamaba seor Castor, al menos se fue el nombre que pude descifrar al revs en un sobre que haba encima de la mesa. No tienes papeles? El tuteo era un signo de impaciencia. Se me ocurri una idea para tranquilizarlos. Pueden llamar a mi abogado. Quieres que te d una bofetada? Estaba claro que no era la mejor manera de calmarles. Admit: Bueno, no es realmente mi abogado. Es la seora que se ocupa de m. Una educadora, vaya.

La palabra les gust. Les di el nombre y el nmero de telfono de Batrice. Al fin y al cabo, entre redactora y educadora no haba demasiada diferencia. Sobre todo no quera que llegaran a saber que viva en la Rue Javelot. Nono y Huriya ya tenan bastantes problemas. Por suerte, nada ms llegar a Pars haba hecho lo mismo que los comandos en las pelculas de guerra: hacer desaparecer cualquier cosa que pudiera servir para identificarme. Batrice acudi enseguida en su utilitario ingls. Lo pag todo, el billete y la multa, e incluso tuvo que soportar un sermn. Lloviznaba. Las escobillas de los limpiaparabrisas rechinaban sobre el cristal como si estuviera lloviendo arena. Le dije a Batrice: No puedo volver a mi casa. Me mir un segundo sin saber qu decir. Si quieres, puedes venir a dormir a mi casa. Raymond no dir nada. Era lo mejor que poda haberme dicho. Apoy mi cabeza en su hombro. Esa noche necesitaba creer que tena a alguien, una amiga, una hermana mayor.

Me qued bastante tiempo en casa de Raymond y Batrice. Creo que estaba muy cansada. No me haba dado cuenta de que lo estaba porque no haba parado ni un momento. Se me juntaba todo, la nia de Huriya, Nono, los cursos, los recados, Simone, que viva en nuestra casa, y El Hadj, que haba muerto. Ahora, de pronto, ya no me restaban fuerzas, como cuando me haba ido de casa de la Seora y Nono me haba llevado a la Rue Javelot. Permanec all diez das, o quizs un mes, no recuerdo bien. Fuera haca fro y estaba oscuro, tal vez nevara. Me quedaba tumbada en el colchn, en la parte del saln que utilizaban como despacho, pero Batrice se haba llevado su ordenador y lo haba enchufado en su dormitorio. Haba libros por todas partes, en las estanteras y metidos en cajas. Y yo no haca otra cosa que leer novelas, libros de historia e incluso de poesa, al azar. Lea a Malaparte, a Camus, a Andr Gide, a Voltaire, a Dante, a Pirandello, a Julia Kristeva y a Ivan Illich. Eran todos iguales, todos utilizaban las mismas palabras y los mismos adjetivos. No eran punzantes, no hacan dao. Echaba de menos a Frantz Fanon. Trataba de imaginar lo que hubiera dicho l, lo que hubiera pensado de la religin, su risa irnica ante semejantes elucubraciones. La poesa me resultaba ajena. Era como si no tuviera nada que ver conmigo, no era para m. Sin embargo, me gustaba coleccionar las palabras. Para cantarlas, para lanzarlas en la habitacin, para orlas rebotar y romperse en mil pedazos, o por el contrario, para orlas caer en el suelo como una fruta madura. Tena un cuaderno en el que apuntaba las palabras o los comienzos de frases que me llamaban la atencin. Clima sombras ave lira calandria del alba difractar las olas rompen tablero celeste Aquello no significaba nada. Batrice volva hacia las seis de la tarde: cuando abra la puerta, entraba con ella una bocanada de la ciudad, de ruido, de humo. Raymond vena ms tarde. Traa

vino. Cenbamos los tres juntos en la cocina, pasta al pesto, queso. Me gustaba mucho estar con ellos. Me parecan tan seguros, tan previsibles, tan en-ternecedores. Retrasaba el momento de hablar de Magda. Me deca a m misma que, en cuanto pronunciara su nombre, no me quedara ms remedio que irme. Volvera a encontrarme en medio de la calle, con la gente empujndome, el estruendo de los coches y la entrada a la Rue Javelot como un corredor que conduca al centro de la tierra. Hablaban de su trabajo. Batrice contaba cosas del peridico: los gritos que daba su jefe, las llamadas de telfono y otras cosas de las que yo no entenda nada, como si todo ese mundo estuviera codificado. Raymond hablaba con monoslabos. Trabajaba como pasante en un despacho de abogados que estaba en Sarcelles, o en FleuryMrogis, no lo s, lejos, se encargaba de los asuntos de los dems abogados. Trataba de imaginarme a Magda en la habitacin pintada de rosa, con una cama muy blanca y esos mviles con msica que en Francia cuelgan encima de los bebs para ensearles a tener paciencia. A Magda corriendo hacia la cocina, tendiendo sus bracitos a Raymond y gritando: A caballito!. Y l: Julie!, o Romie!. En cualquier caso lo ms importante era que nunca llegaran a saber cul era su verdadero nombre. Un da, quiz, cuando fuera mayor, yo sera para ella como su ta y le contara la verdad: Hoy te dir cul es tu verdadero nombre, tu nombre de cuna. O tal vez se lo dira Juanico. Se cruzara con ella en los pasillos del metro, en RaumurSbastopol, y le dira: Magda, prima ma!.

Le pusieron Claire, porque as era como se llamaba la madre de Raymond. Y Johanna porque a Batrice le gustaba mucho ese nombre. Haba cantado Gimme hope, Johanna. Cuando la guerra de Vietnam, ella tena quince aos, como otras muchas. Nunca supe cunto pagaron por ella. Yo me qued fuera, en el viento, oyendo el ruido del ro de los coches alrededor de la isla. En el cielo revoloteaban unos cuervos, como el da en que nac yo, pero no gritaban de espanto.

En esa poca fue cuando pas todo. Tal vez porque Huriya se haba ido a vivir a casa del seor Vu. Ahora estaba sola. Para ganar un poco de dinero haba conseguido que me contratara una asociacin de sordomudos; mi trabajo consista en dejar un papel en las mesas de los restaurantes, junto con un llavero, y luego recoger los donativos. Cuando iba a dejar mis llaveros en los restaurantes del centro comercial o me acercaba hasta la estacin de Raumur para escuchar a la gente que tocaba, tena mucho cuidado. Nunca pasaba dos veces por el mismo lugar, evitaba los pasillos desiertos y las puertas cocheras, y no miraba a nadie a los ojos. Poda distinguir a los pandilleros de lejos. Iban en grupitos por la zona de Ivry o por la de la plaza Jeanne-d'Arc. En cuanto divisaba un grupo cruzaba a la acera de enfrente, pasando por en medio de los coches, y me perda por el otro lado. Era tan rpida y tan hbil que nadie hubiera podido seguirme. A veces tena la sensacin de que estaba en la selva, o en el desierto, y que las calles eran ros, grandes ros de agua turbulenta llenos de rocas, y que yo saltaba de una roca a otra, bailando. El ruido de las bocinas y los rugidos de los motores salan del suelo y me suban por las piernas, se me metan en el vientre. Sin embargo, a ese hombre no lo vi venir. Apareci de pronto en la gran explanada barrida por el viento e iluminada por las farolas; era un hombre normal y corriente, con una gabardina y un gorro de piel, las manos metidas en los bolsillos y un

rostro un poco gris. Yo estaba contando el dinero que haba recogido en los Vietnamitas, cien o quinientos francos en muy pocos minutos, slo con dejar mis llaveros en la esquina de cada mesa, junto a mi cartn de sordomuda. En el ltimo momento le vi los ojos y sent miedo, porque reconoc en ellos la misma mirada dura y penetrante que tena Abel cuando entr en el lavadero. Pero era demasiado tarde. Me agarr por las muecas y me abraz con una fuerza increble sin decir una sola palabra. Seguramente me haba seguido y luego haba debido de rodear los almacenes para volver sobre sus pasos y encontrarme justo donde l quera, en el recoveco, entre la pared de la torre de pisos y los almacenes cerrados. Intent gritar, pero me puso el puo sobre el vientre y apret de golpe, como si quisiera romperme en dos, y yo me qued sin respiracin y me derrumb, con los brazos y las piernas como las de un pelele. Era extrao, porque me daba cuenta de lo que me estaba pasando y, al mismo tiempo, me faltaban las fuerzas, como en una pesadilla. Me desabroch los botones del pantaln vaquero con una sola mano, era fuerte y hbil, mientras que con la otra me mantena tirada en el suelo, junto a la pared. Me acuerdo de que ola a orina, era un olor horrible que me invada por completo, que me produca nuseas; haba sacado su sexo y trataba de entrar en m dando unos golpes muy fuertes con los riones, y su spera respiracin resonaba en el recoveco del edificio. No s cunto tiempo dur, pero me pareci una eternidad: esa mano apoyada en mi pecho, esos golpes en mi vientre, y yo que no poda pensar, ni respirar siquiera. Me pareca que nunca acabara. Despus se retir. Creo que no lo consigui, no s si porque yo era demasiado estrecha para l o porque vio venir a alguien. El caso es que de pronto se fue, y yo me qued ah; estaba helada y dbil, sangraba sobre el cemento. Baj por la escalera hasta llegar a la Rue Javelot y entr en el stano; puse a calentar agua para lavarme en la baera de la nia de Huriya. Todo estaba en silencio, amortiguado. Me pareca que ya no oa de ninguno de los dos odos. No saba dnde me encontraba. Creo que vomit en el cuarto de bao, al final del pasillo. Creo que grit, abr la puerta de hierro y di un grito en el tnel, un rugido, para que subiera hasta lo alto de las torres, pero nadie me oy. Se oan los motores de los ventiladores ponindose en marcha uno tras otro, con una vibracin de avin. Aquello cubra todos los ruidos. Pens en Simone. Sent una terrible necesidad de verla, de estar a su lado mientras ella repeta el estribillo de una cancin. Pero saba que eso era imposible. Creo que esa noche me hice adulta.

Me encontraba bien al hallarme lejos de todo, en casa de Batrice. Haca mucho tiempo que no me senta tan protegida, sin pensar en el da de maana, sin preocupacin alguna. Slo haciendo lo que yo quera en el apartamento, ordenando tranquilamente las cosas, cuidando a la nia, como cuando Huriya haba vuelto del hospital, pero con la diferencia de que aqu entraba la luz, el sol, haba una temperatura muy agradable y no haba nada que temer. La ventana del saln daba a un pequeo patio interior donde creca la yedra y el follaje estaba lleno de gorriones. Una maana encontr uno en el alfizar de la ventana, desmayado, con las plumas revueltas. Le llam Harry. Saqu una caja de zapatos del armario y le constru con algodn un nido muy confortable que puse en la habitacin de la nia, al lado de la cuna. Todo aquello me resultaba dulce y agradable, era como si en el resto del mundo no hubiera nada malo, como si no hubiera pandilleros, polis, mujeres golpeadas, y tampoco viejos que se mueren de hambre en sus cuchitriles con las persianas bajadas. Despus prepar el bibern de Claire, o de Johanna (me gustaba ms este segundo nombre), y tom de l algunas gotas de leche caliente para mezclarlas

con un poco de miga de pan. En su caja de zapatos, Harry estaba hirsuto, pero las plumas ya empezaban a secrsele. Me mir colocar las bolas de miga de pan delante de l sin moverse. Despus le di el bibern a Magda (decididamente no poda olvidar su verdadero nombre) y acab de tomrselo, el gorrin empez a piar y a agitarse en la caja. No s si consigui comer alguna bolita, pero el suave calor de la habitacin le haba despertado, y al cabo de un momento se ech a volar gritando y empez a chocarse contra los cristales de la ventana, mientras al otro lado, en el follaje, sus amiguitos volaban de un lado para otro y le llamaban. Nada ms abrirle la ventana, Harry se escap, y en un segundo le vi unirse a los otros gorriones, que giraban como hojas en el viento. A los pocos segundos, Harry haba desaparecido con ellos. Mientras le daba el bibern a Johanna, vi a los inspectores abajo, en la calle. Iban vestidos como si fueran gente normal y corriente, con gabardina, anorak y zapatos de goma, pero yo los reconoc enseguida. Tengo un sexto sentido para ese tipo de gente. Miraban hacia las ventanas de la casa como si trataran de ver algo a travs de las cortinas. Despus entraron, debieron de preguntar por m al portero portugus que me tena tanta mana y empezaron a llamar al timbre una y otra vez; el ruido haca chillar a Johanna y resonaba en el fondo de mi cabeza como el grito de un insecto. No me mov hasta que se fueron. Estaba nerviossima. No poda quedarme ni un minuto ms en esa casa, y, sin embargo, no poda dejar a Johanna gritando sola en su cuna. Busqu el nmero de telfono de Batrice. Estaba tan ansiosa que me apoyaba el auricular del telfono en el odo sordo y no oa nada de lo que decan al otro lado. Repeta el mensaje como un papagayo: Por favor, Batrice, vuelva enseguida, es urgente, por favor, Batrice. Justo cuando me dispona a cerrar la puerta, son el telfono. Me acerqu el auricular al odo bueno y o la voz de Batrice: Laila, qu ocurre?. Le dije que volviera a casa enseguida, porque tena que irme. Ahora ya me senta tranquila. Colgu antes de que me hiciera ms preguntas. Por otra parte, Johanna se haba dormido. Entonces me ech a andar por las calles, hacia Austerlitz.

Volv a la Rue Javelot. Mientras caminaba a lo largo del tnel, hasta llegar al garaje con el nmero 28 pintado en la puerta, iba con el corazn en un puo. Me pareca que ya nunca podra vivir all, que mi vida estaba en otra parte, no importaba dnde, que tena que irme; Juanico deca cosas parecidas. Deca: Sabes, alguna vez tendr que irme. Es ms fuerte que yo. Despus, quiz vuelva; pero si me quedo, te matar, me matar. Ahora comprenda lo que quera decir. En el apartamento todo segua igual que antes. Te ahogabas por culpa del radiador, que consuma un montn de electricidad. Vi que Nono haba trado algunos aparatos nuevos: televisores, vdeos y un equipo de msica. Haba tambin otra moto, roja, con el silln de piel de cebra. No s por qu, pero tena la impresin de entrar en una casa de nios y eso haca que me entraran ganas de rer y de llorar al mismo tiempo. Encima de la cama, haba un sobre a mi nombre. No conoca la letra, elegante, arcaica. Slo deca: Para la seorita Laila. Pars. Lo abr y al principio no lo comprend, era simplemente un pasaporte francs a nombre de Marima Mafoba.

El stano estaba vaco. No haba ni rastro de Huriya ni de Pascale Malika. La cuna ya no

estaba. Comprend que se haban ido de verdad, que no volveran. Dentro del pasaporte haba una carta. Reconoc la letra minscula e incomprensible de Hakim. Siempre me costaba leer sus apuntes. Lo que deca en la carta era muy fcil de entender y, sin embargo, yo lo lea una y otra vez sin comprender. Querida Laila Antes de irse, mi abuelo dej este pasaporte para ti. Deca que t eras como su nieta y que tenas que ser t la que te quedaras con el pasaporte para poder ir a donde quisieras, como todos los franceses, porque Marima no tuvo tiempo de utilizarlo. Con l podrs hacer lo que quieras. En cuanto a la foto, ya sabes que para los franceses todos los negros son iguales. Me hubiera gustado verte antes de irme. Al final, he decidido llevar a El Hadj a su pas. El banco me ha concedido un prstamo para estudiar, pero lo utilizar para esto; lstima que no hayas podido venir con nosotros a la casa de mi abuelo en Yamba. Pero ahora que tienes el pasaporte, quiz vayas algn da y yo te explicar dnde est su tumba. Un beso, Hakim. Cuando lo comprend, se me llenaron los ojos de lgrimas, como no me haba vuelto a pasar desde la muerte de Lalla Asma. Nadie me haba hecho nunca un regalo as, un apellido y una identidad. Pero lloraba sobre todo pensando en l, en el anciano ciego que pasaba lentamente las yemas de sus dedos cansados sobre mi rostro, sobre mis prpados, sobre mis mejillas. El Hadj no se haba equivocado ni una sola vez. No me llamaba Marima porque hubiera perdido la cabeza, sino porque quera darme un nombre, un pasaporte, la libertad de ir y venir. Supe que la primavera estaba a punto de llegar cuando los rboles del centro comercial empezaron a florecer. Aquellos graciosos ciruelos, cerezos y melocotoneros enanos que se cubran de pelusilla blanca o rosa, haban sido plantados por los vietnamitas. El cielo segua gris y fro, pero los das eran ms largos, y el ver aquellas yemas tan frgiles me haca bien. Haca semanas que no saba nada de Nono ni de nadie. Ya no iba a la estacin RaumurSbastopol para or tocar el jumb. Llam por telfono a Simone, pero siempre saltaba el contestador con la voz del doctor Joyeux, una voz elegante y desdeosa que me daba escalofros. Nunca dije quin era. A veces, por la noche, cuando estaba completamente sola en el stano, oa el ruido de su coche delante de la puerta y el corazn me palpitaba de miedo. Pero slo eran imaginaciones mas. Nono volvi un medioda. Un poco ms y no lo reconozco. Llevaba la cabeza rapada. Tena una mirada extraa, inquieta, de soslayo, que nunca le haba visto. Le prepar de comer lo que ms le gustaba: unas crepes con queso, unas bolitas de pur y pan con Nutella. Pens que me contara qu haba hecho y dnde haba estado. Pero no deca nada. Coma muy deprisa y tomaba grandes tragos de Coca-Cola. Era la primera vez que le vea tan mal afeitado, con las mejillas, el mentn y el labio superior cubiertos de pelos. Has estado en la crcel? No contest. Despus dijo que s con la cabeza. Nada ms acabar de comer se acost en su colchn, con la cabeza entre los brazos. Se durmi de golpe. Yo necesitaba sentir su calor. Haca muchos das que estaba sola en el stano, sin hablar con nadie, oyendo tan slo un poco de msica en mi viejo transistor a pilas. Me acost junto a Nono y le rode con mis brazos, pero ni siquiera se despert. Nos quedamos

as durante horas, sin movernos, oa su respiracin, trataba de adivinar dnde haba estado durante todo ese tiempo aspirando el olor de su nuca, de su espalda. Cuando se despert, hicimos el amor suavemente, como la primera vez. Pero antes fue a buscar un condn al bolsillo de su cazadora, a por un sombrero, como l deca. La idea fue suya. A m ni siquiera se me haba ocurrido pensar en el futuro, en los nios y en la enfermedad. Luego fuimos juntos al tejado del edificio por el camino secreto: tomamos como siempre el ascensor hasta el piso treinta y uno y luego subimos por la escalera de incendios. Encima de nosotros, el cielo era un cuadrado azul de acero, una ventana que daba al infinito. En ese momento supe que tena que irme. Sobre el techo de la tierra, el viento silbaba en los obenques de los mstiles de la televisin. Resultaba extrao or ese ruido all, en medio de la ciudad, tan lejos del mar. Sin embargo, me llegaba entremezclado con el lejano fragor de los coches en la avenida de Ivry, en la Place d'Italie, ms all todava, en los muelles o en la carretera de circunvalacin, en oleadas, muy suave, como cuando sube la marea. De pronto sent un vaco, un deseo que se apoderaba de m, que me haca dao. Era por el sonido del mar, haca mucho tiempo que no lo oa, era algo vertiginoso. Me dirig hacia el borde del tejado, inclinada contra el viento, como si all abajo fuera a poder ver el mar. Nono me agarr: Qu haces? Ests loca? Quieres morir? Pens: Tal vez sea por eso por lo que la gente se tira por la ventana, porque cree que el mar est ah abajo. Me agarr a l. Abrzame, abrzame muy fuerte, Nono, me encuentro mal. Me hizo sentarme contra la caja del motor del ascensor, al abrigo de las rfagas de aire. Temblaba de fro, de cansancio. Nono se quit su cazadora de cuero y me la ech por los hombros. Puedes quedrtela, as te acordars siempre de m. dijo simplemente. Tena la cara tersa y la cabeza un poco grande, como la de un enano. Pero sus ojos eran dulces, muy negros y muy dulces. Pens que haba comprendido que yo quera irme de all. Tal vez lo haba sabido antes que yo y por eso haba vuelto. Ahora todo cambiara. Acababa una etapa de mi vida. Yo estaba en el tejado, encima del piso treinta y dos, en lo alto de la escalera de incendios, oa el viento y lloraba viendo aquel cielo tan azul, como cuando haba llegado por primera vez y Nono me haba llevado hasta all.

Encima de la mesa de caballete donde haba hecho mis deberes de filosofa para el profesor Hakim, haba una carta del presidente de la comunidad de vecinos en la que deca que haban detectado una estafa en el contador de la luz y en el del agua. Que abriran una investigacin de inmediato. Los culpables seran expulsados y castigados tal y como se merecan. Dej la carta bien a la vista para que Nono estuviera al corriente. Cerr la puerta de hierro del nmero 28 con tanta fuerza que el ruido debi de resonar por todo el edificio. Tomamos el tren para Niza. No s por qu digo tomamos, porque en realidad yo era la nica que viajaba con billete. Juanico se subi conmigo al vagn, como para decirme adis, y, en un momento dado, se escondi en el portaequipajes del compartimento. Lo hizo para divertirse, porque en realidad no tena ninguna necesidad de hacerlo, era un experto en burlar a los revisores. En el compartimento slo bamos tres personas. Dos en las literas de abajo y yo en una de

las literas de arriba. Me qued bastante tiempo en el pasillo fumando y viendo las luces que se deslizaban a toda velocidad hacia atrs. Juanico se baj de su palo. No dijo nada. La marca del golpe que le haban dado en la mejilla se le haba puesto de color morado. Nada ms saber que su padrastro le haba pegado, decid que se vendra conmigo. No s a quin de los dos se le ocurri primero la idea. Seguramente a l, a fuerza de repetir: Uno de estos das me las pirar. Y ese da ya haba llegado. Me haba hablado de un to suyo materno que viva en Niza, un tal Ramon Ursu. Slo necesitaba a alguien para poder subirse al tren, pensaba que conmigo sera ms fcil. De todas formas se hubiera ido. Habra buscado un camin de carga en Rungis o en una estacin de servicio. Me daba un poco de pena irme. Haca tanto tiempo que estaba en Pars que tena la sensacin de que llevaba all aos y aos, ya no me acordaba muy bien de cundo haba llegado a Austerlitz con Huriya. Haban pasado tantas cosas. Ahora me senta muy vieja, bueno, no exactamente vieja, sino diferente, ms pesada, con ms experiencia. Ahora ya no me daban miedo las mismas cosas. Poda mirar a la gente a los ojos y mentirles, e incluso enfrentarme a ellos. Poda leer en sus ojos lo que estaban pensando y adelantarme a sus preguntas. Incluso poda ladrar tan bien como ellos. Pero ya no hubiera podido hacer lo que haca antes, robar en unos grandes almacenes, deslizarme detrs de alguien e imaginar que era mi familia, o seguir a un tipo por la calle pensando que era el amor de mi vida. Haba comprendido que no eran Marcial, Abel, Zohra o el seor Delahaye los que eran peligrosos, sino sus vctimas, por consentirlo. Haba comprendido que si la gente tiene que decidir entre su felicidad y t, puedes estar segura de que no ser a ti a quien elijan. Al llegar a Lyon estaba muy cansada. Me sub a tientas a la litera de arriba. La seora de rosa ya estaba durmiendo en la de abajo, pero en la del medio vi la cara redonda de la espaola, que brillaba a la luz de la estacin. La llam as porque tena los cabellos y los ojos muy negros. Pens que iba a decirme algo, pero se limit a mirarme sin pestaear, sin sonrer. Juanico se haba instalado en la litera y casi roncaba. Ola a sudor y a ropa sucia. Era como estar acostada junto a un vagabundo. Le empuj hacia la pared, pero los traqueteos lo echaban contra m una y otra vez. Acab durmindome con un sueo pesado, entrecortado tan slo por los destellos de luz y los golpes de los ejes del tren contra los rales. Juanico fue quien me sac de mi torpor. Se haba bajado sin hacer ruido y, agarrado a la escalerilla como un mono, me deca al odo, para no tener que gritar: i Ven a ver, ta Laila, ven a ver!. Sal a tientas. El compartimento estaba en penumbra, haca calor y ola a aliento. En el pasillo, la ventanilla encuadraba un rectngulo deslumbrante. Abofeteado por las casas y los postes, el mar brillaba al sol. El tren serpenteaba a lo largo de la costa, pasaba por debajo de los tneles, volva a salir, y el mar segua siempre all, brillando al sol, con un color azul tan violento que se me llenaban los ojos de lgrimas. Juanico bailaba. Era la primera vez que vea el mar. Cuando haba venido de Rumana, el tren los haba trado, a l, a su madre y a sus hermanos, directamente desde Timisoara a travs de los campos sin pararse, salvo al pasar la frontera entre Alemania y Francia, hasta llegar a los campamentos de nmadas. De vez en cuando, se volva hacia m con una gran sonrisa que haca brillar sus dientes en su rostro oscuro y me deca: Has visto? Lo ves?.

La gente se fue bajando en todas las ciudades de la costa, Agay, Saint-Raphal, Cannes, Antibes. Antes de llegar a Niza, bamos solos en el vagn. El tren corra a lo largo de una inmensa playa de piedras, junto a una carretera donde los coches circulaban a la misma velocidad. Vea las olas rompiendo oblicuamente y las gaviotas arremolinadas sobre las alcantarillas. El sol quemaba a travs del cristal. Me pareca que me despertaba, que sala de un largo sueo, como de una enfermedad. Sin movernos del pasillo, tomamos el desayuno que yo haba trado de Pars: unas naranjas de Marruecos y unas rebanadas de pan duro con una onza de chocolate. No hubiramos tomado jamn por nada del mundo: yo, porque estaba prohibido, l, porque deca que no era un alimento para personas. Una vez que habamos hablado de esto, l haba dicho, no s de dnde lo haba sacado, que podan darte de comer carne humana dicindote que era jamn. Y luego se haba dado una palmada en el muslo de una forma muy grfica.

Niza era tal y como me la haba imaginado. Una bonita ciudad blanca llena de cpulas, de palomas y de viejos, y unas grandes avenidas bordeadas de pltanos y atestadas de coches. Haba muchos rabes, pero no se pareca en nada a frica. Ni tampoco a Espaa. Era una ciudad para rer, para soar, una ciudad para pasearse, como hicimos Juanico y yo agarrados de la mano como dos hermanos. La gente nos miraba de una forma muy rara a causa de nuestro aspecto, de nuestra ropa, yo con la cazadora de Nono, mis vaqueros y mis botas texmex, y Juanico siempre con sus harapos demasiado grandes, sus tres camisetas de diferentes colores puestas una encima de otra la ms larga por debajo y la ms corta y ancha, de rayas azules, blancas, rojas y rosas, por encima, su pelambrera oscura y rizada, y su rostro cobrizo de indio. Nuestro nico equipaje era mi bolsa de playa, en la que llevaba mi viejo transistor, las tpicas menudencias femeninas y a mi querido Frantz Fanon. El clima era deliciosamente suave. Caminamos durante todo el da al azar: a lo largo del mar, por las calles de la ciudad vieja e incluso por las colinas llenas de jardines. Juanico no saba dnde viva su to Ramon. Slo tena su nombre y su direccin escritos en un sobre: Ramon Ursu Campamento de acogida de Crmat Al medioda, volvimos a comer pan y chocolate en la gran playa de piedras, rodeados de una bandada de gaviotas. Juanico pareca un cachorro, corra en zigzag a lo largo de la orilla, se tiraba sobre las piedras en medio de las gaviotas y otras muchas locuras de ese tipo. Nunca le haba visto as. De pronto pareca realmente un nio, era libre, el futuro ya no exista para l. Ni para m tampoco: ya no pensaba qu haramos, dnde dormiramos ni qu comeramos esa noche. Lanc a las gaviotas el ltimo trozo de pan, que por otra parte estaba demasiado duro. Si hubiera podido, tambin hubiera lanzado mi bolsa de playa azul al mar, con todo lo que contena. Si no lo hice, no fue por el transistor, ni por el libro de Frantz Fanon (al fin y al cabo, un aparato de radio no es ms que una caja de msica y un libro se sustituye por otro), sino por el sobre con el pasaporte de Marima y la carta que Hakim me haba escrito antes de llevar a su abuelo a Yamba, en la orilla del Falm.

Pasamos todo el mes de mayo en Niza, sin hacer otra cosa que ir por la maana al vertedero y, por la tarde, a la playa y a pasear por las calles de la ciudad vieja. Al principio, la vida en el campamento fue difcil. Estaba lejos de todo, al norte, en el valle, ms all del extrarradio, ms all de la autopista. Se pareca mucho al campamento Tabriket, salvo que estaba en las colinas, lejos del mar, en unas colinas speras, desnudas, donde el viento soplaba racheado y el polvo tena sabor a cemento. La ciudad, compuesta de una serie de casitas con las paredes de piedra sillar pintadas de rosa y los techos de teja, al estilo provenzal, haba sido construida un poco ms abajo del vertedero. En total haba unas cincuenta casitas, y me imagino que el da de la inauguracin, en presencia de los representantes del seor Prefecto y del seor Alcalde, y del director regional de la Caja de Viviendas de Renta Limitada, aquello deba de resultar muy bonito y fotognico, sobre todo si procuraban no encuadrar los silos del vertedero. Pero al cabo de algunos aos se haba convertido en una barriada de chabolas igual que las otras. El holln de las incineradoras se haba depositado sobre las paredes; los papeles y las bolsas de plstico cubran el cercado de alambre y las calles haban pasado a ser unos caminos llenos de baches y de barro. Lo que estaba bien eran las caravanas. Delante de cada casita, los nmadas tenan una o dos caravanas, algunas sin ruedas, apoyadas en ladrillos. Ramon Ursu nos aloj en una de esas caravanas junto a sus tres hijos, Malko, Georg y va. Uno tena la edad de Juanico y los otros dos eran ms pequeos. Por la noche desplegbamos los sacos de dormir y las mantas y dormamos directamente sobre el suelo de la caravana, apretados los unos contra los otros para no pasar fro. Ramon Ursu era un tipo alto y forzudo, con los cabellos y las cejas muy negras, que trabajaba como obrero a destajo en las obras de construccin. Hablaba muy mal el francs, pero Juanico me dijo que el rumano lo hablaba igual de mal. En realidad, casi no hablaba. Por las noches, cuando volva de trabajar, se sentaba en el borde de la cama, en el nico dormitorio de la casa, y se pona a ver la televisin mientras fumaba. Cuando vio llegar a Juanico, no pareci sorprenderse. Tal vez nos esperara, tal vez le hubieran avisado. Ramon Ursu viva en la casita con lna, una mujer alta y rubia con la cara roja. va era hija suya, pero Georg y Malko eran de otra mujer que haba abandonado a Ramon. Por la maana temprano bamos con los chicos al vertedero. Juanico lo llamaba ir a trabajar. Los volquetes iban llegando uno tras otro a la sala donde estaba la trituradora de basura. Los chicos del campo esperaban a ambos lados de la sala y, en cuanto el montn de basura estaba en el suelo, se abalanzaban sobre l como ratas antes de que la pala cargadora atrapara el cargamento y lo lanzara a las mandbulas de acero. Yo ya haba visto vertederos, por ejemplo en Tabriket, pero nunca haba visto uno como se. El aire estaba lleno de un polvo fino y acre que se te meta en los ojos y en la garganta, y ola a moho, a serrn, a muerte. En la penumbra, los camiones maniobraban con los faros encendidos y las luces de marcha atrs chillando, y del techo caan chorros de luz que parecan columnas en medio del polvo. Cuando las mandbulas se ponan en funcionamiento y empezaban a cortar las piezas de madera, las ramas, los somieres, el ruido era ensordecedor. Juanico, Malko y Georg rebuscaban en los escombros y traan sus hallazgos hasta donde yo estaba: sillas cojas, cacerolas abolladas, cojines despanzurrados, planchas cubiertas de clavos herrumbrosos, pero tambin ropa, zapatos, juguetes y libros. Juanico me traa sobre todo libros. No miraba los ttulos. Los dejaba en un murete, a mi lado, cerca de la entrada, y se volva a ir corriendo para recibir un nuevo volquete. Haba de todo: viejos Reader's Digest, libros de historia anticuados, libros de texto de antes

de la guerra, novelas policiacas, Masques, Bibliotecas verdes, rosas, colecciones Rojo y oro y Series negras. Yo me sentaba en el murete, al viento, y lea algunas pginas, por ejemplo de El arpa de hierba: Cundo o hablar por primera vez del arpa de hierba? Mucho antes del otoo en que nos fuimos a vivir al rbol; digamos que unos otoos antes, y como siempre, Dolly fue quien me habl de ella; slo ella poda inventarse un nombre as, "un arpa de hierba". Lea cualquier cosa: en esa especie de infierno que era el vertedero, me pareca que las palabras no tenan el mismo valor. Eran ms fuertes, resonaban de una forma ms duradera. Lo mismo que los ttulos de las novelas que volva a tirar despus de echarles un vistazo: La Mantis religiosa, La Puerta que se abre, La Puerta de oro, La Puerta estrecha. Sin embargo, a veces me llamaba la atencin alguna frase y se me quedaba grabada en la memoria, como por ejemplo sta: Por qu nos largamos un da?. O bien esta pgina arrancada de un libro viejo, milagrosamente intacta en medio de la montaa de escorias: La gran llanura est blanca Inmvil y sin voz. Ni un solo ruido, ni un solo sonido. Toda la vida est apagada. De vez en cuando, se oye el triste lamento De algn perro sin cobijo que alla en un rincn del bosque. Oh, qu terrible noche para los pajarillos! Un viento helado y estremecedor corre por las avenidas. No teniendo ya el refugio sombreado de los cenadores, No pueden dormir sobre sus patas heladas. En los grandes rboles desnudos que cubre el hielo, Tiemblan sin nada que los proteja. Con su mirada inquieta, observan la nieve, Esperando hasta el amanecer la noche que no llega. Despus, esta poesa se convirti en una especie de cantilena entre Juanico y yo. De vez en cuando, en la calle, o cuando estbamos dentro de nuestros sacos de dormir, sobre el suelo de la caravana, l empezaba con su gracioso acento: Qu terrible noche para los pajarillos!. O bien era yo la que deca: Ni un solo ruido! Ni un solo sonido!. Creo que era la primera vez en su vida que l recitaba una poesa. Todas las maanas me iba al vertedero con los chavales. Era como un juego. Me emocionaba imaginando lo que encontraramos. Los volquetes suban y bajaban por la colina como grandes insectos. Las toneladas de basura eran vertidas, rastrilladas, trituradas, molidas, y el polvo acre ascenda por todo el valle, ascenda hasta el centro del cielo, tejiendo una gran mancha oscura en el azul de la estratosfera. Cmo era posible que no lo oliera la gente de la ciudad? Arrojaban sus desechos y despus los olvidaban. Como sus heces. Pero el polvo, fino como el polen, volva a caer sobre ellos cada da, sobre sus cabellos, sobre sus manos, sobre sus parterres de rosas. Entre los escombros encontrbamos de todo. Una maana, Malko se acerc a m muy orgulloso. Llevaba en las manos un juguete, un camello de cuero montado por un meharista con un uniforme rojo, un turbante blanco y un sable en la cintura.

Tuvimos tambin una pelea con un grupo de espaoles, unos grandullones de veinte aos con camisas de flores y un pauelo indio atado a la cabeza. Nos insultaron porque Malko y Georg hablaban en rumano. Vinieron a ver qu habamos encontrado, una rueda de bicicleta, unas cacerolas, unas barras de cortina, un alambre herrumbroso, unos trozos de chapa, una mquina de escribir, un paraguas negro impecable y unas botas. Miraron mis libros: unas novelas de espionaje y un libro de poemas en italiano, de Leopardi o de D'Annunzio. Uno de ellos hojeaba los libros y despus los tiraba con desdn. En un arrebato, me agarr por la nuca y trat de besarme. Yo le rechac, y Juanico salt sobre l, se le tir al cuello y le hizo una llave. Se pegaron con una violencia bestial, rodando entre la basura, pero sin dar un solo grito, slo un Ah! cada vez que se asestaban un puetazo o un puntapi. Entonces los camiones dejaron de dar vueltas y la gente se api para ver la pelea. Malko y Georg se pegaban con un espaol y Juanico con otro. Mientras tanto, yo gritaba como una loca, con mi pelambrera revuelta por el viento, mi chaquetn lleno de polvo y, a mi lado, encima del murete, el par de botas que haba encontrado. Despus un empleado del vertedero, un viejo que siempre estaba diciendo cosas racistas contra los negros, los rabes y los gitanos, agarr la manga de riego que utilizaban para limpiar el aire del vertedero y nos reg con un chorro tan fuerte de agua helada que Juanico se cay de espaldas, como una cucaracha, y todos mis libros volaron hechos jirones. Eso fue lo que ms me fastidi, el chorro de agua helada, duro como un ltigo, que destrua todos mis libros. Odiaba a ese tipo. Le grit: i Canalla! i Cerdo! Hijo de perra!. Y despus continu con todo mi repertorio en rabe. Fue la ltima vez que fui al vertedero.

Y luego estaba Sara. La conoc por casualidad en el bar del hotel Concorde, que estaba en el paseo. Un da, al pasar por delante de l, me llam mucho la atencin una estatua de bronce que haba en la entrada: representaba a una mujer muy grande que trataba de escapar de los dos bloques de hormign en los que estaba atrapada. Entr en el vestbulo para preguntar quin la haba hecho, el conserje me dijo el nombre del escultor, Sosnovski, y me lo escribi en un papel. Estaba atardeciendo; haba entrado sin Juanico, porque con sus camisetas repugnantes puestas una encima de la otra y su pelambrera alborotada no estaba demasiado presentable, por no hablar de su olor. Y, de pronto, al fondo del vestbulo, o la msica. Es curioso, porque, en general, a causa de mi odo izquierdo no oigo la msica desde tan lejos. Pero en ese momento el sonido llegaba hasta m, pesado y bajo; senta sus vibraciones en mi piel, en mi vientre. Avanc a travs del vestbulo guiada por el sonido. Por un momento empez a latirme el corazn, porque pens que haba vuelto a encontrar a Simone, que estaba all, de pie en el fondo del bar, cantando Black is the color of my true love's hair. Para orla bien me sent muy cerca de ella, en el escaln del estrado, y, cuando me vio, me sonri como si me conociera; creo que, gracias a su sonrisa, no me ech de all el camarero, que seguramente no mirara con muy buenos ojos a esa extraa negrita de cabellos encrespados vestida con unos vaqueros y una chaqueta de cuero. Estuve escuchando todas las canciones hasta que se hizo de noche. En el bar, la gente charlaba y se tomaba sus whiskies; las parejas se hacan y se deshacan. Algunas de ellas incluso bailaron. Pero yo beba las letras de las canciones y la msica, miraba la alargada figura de la joven, su vestido de tubo que moldeaba su cuerpo, su rostro, sus cabellos cortos. Despus empez a hablarme. Me costaba mucho entenderla, trataba de leer en sus labios. En el bar, se tom una copa de Perrier y me dijo que se llamaba Sara y que era de Chicago. No s

por qu, me llamaba Sister Swallow. Y tambin me dijo: (<I loveyour hair. Me escribi su nombre y su direccin en un sobre, porque, segn me dijo, dentro de poco regresara a Chicago. Yo le escrib mi nombre, pero no saba qu direccin poner. Al final, escrib la direccin de Batrice. El pianista haba empezado a tocar otra vez. Sara volvi al estrado. Me qued hasta el final, hasta la madrugada. Un tipo alto y moreno vino a buscarla. Llevaba un traje de chaqueta, un abrigo verde y una bufanda blanca, como en el cine. Se llev a Sara, que se deslizaba ondulante hacia la salida y que, al pasar por delante de m, volvi a dirigirme una sonrisa que resplandeci en su cara negra. Pareca una estrella de cine, una diosa, un hada. A partir de entonces, regres cada da, de cinco a nueve de la noche. Nada ms llegar, me sentaba en mi rincn, al lado del estrado. En el caso de que algn camarero me dijera algo, yo tena preparada mi respuesta: Es mi hermana. Pero Sara deba de haberles avisado y nadie me pregunt nunca nada. Sara cant para m durante todo el mes de mayo. Haba tormentas, la lluvia era maravillosa. El mar estaba agitado, verde, magnfico. Juanico me acompaaba todos los das a la playa o al gran dique de bloques de hormign. Pero no era un buen sitio para una chica. Un da que estaba esperando a Juanico, vino un hombre y me ense su sexo circuncidado. Tena una mirada extraa, como ida, y yo ni siquiera me sent con fuerzas de gritarle Sir halatik, como le haba gritado antao al viejo del cementerio. Otro da, unos pescadores que estaban en una barca haciendo como si sacaran sus redes empezaron a hacerme gestos obscenos y a gritarme despropsitos que yo no entenda. Juanico estaba furioso: Hijos de puta, os matar!. Saltaba de roca en roca, gesticulaba, haca como si les tirara piedras. Ese tipo de cosas me sucedan demasiado a menudo, ya no poda ms. No haba ningn lugar tranquilo en ninguna parte. Cuando una encontraba un rincn aislado, un agujero, una gruta o una placita olvidada, siempre tena que haber un gesto obsceno, una mierda o un mirn. Como deca, todas las tardes acuda a escuchar la msica de Sara, que se deslizaba sobre m como una caricia. Y todas las tardes hablbamos en el intermedio. Bueno, no hablbamos realmente, porque ella no saba francs y yo no entenda bien lo que me deca. Me sonrea y siempre me deca: Sister Swallow, I love your hair. Era como una especie de cantilena. Me quedaba hasta el final. Su amigo vena a buscarla todas las noches, y ella pasaba por delante de m sin decirme nada, como si no nos conociramos, slo con la expresin divertida de sus ojos, aquella pequea sonrisa que iluminaba su rostro y su forma de caminar ondulante hacia la puerta del hotel, hacia la noche. Estuve enamorada de Sara durante todo ese mes. En esa misma poca empec a tener problemas con dos chicos del campamento Crmat que eran hermanos, Dany y Hugues; Dany tena los cabellos rizados y oscuros, y Hugues era alto y pelirrojo. Unos indios. As es como los llamaba yo por sus camisas de flores y los pauelos estampados que llevaban atados en la cabeza, y por su coche, un Chrysler con el que hacan barbaridades. A veces, Juanico, Malko y yo nos montbamos con ellos. Daban vueltas por las calles, al azar, haciendo chirriar las ruedas y empujando los chinchorros. Era una locura. Las calles desfilaban a toda velocidad y el viento fro se meta por las ventanillas abiertas. Creo que eso les embriagaba, y tambin el haber estado fumando durante toda la tarde, tenan los ojos rojos. Yo no les tema. Nunca me ha dado miedo la gente como Dany y Hugues, es como si siempre viera en ellos a los nios que han sido insolentes, graciosos y dbiles. Dany tena veinte aos recin cumplidos y su hermano dieciocho, como yo. Poco antes de que se hiciera de noche, aparcaron el Chrysler en el aparcamiento de un almacn de bricolage, tipo Bricoltou o Casa verde, no me acuerdo. Bajamos del coche y los dos hermanos empezaron a

recorrer las secciones del almacn como dos salvajes, con los cabellos hasta los hombros y sus camisas de flores desabrochadas a pesar del fro. La gente se quedaba paralizada al verlos, se quedaba mirndolos como si fueran dos lobos que corran por los pasillos. Hablaban muy fuerte, en espaol, se llamaban de un extremo a otro del almacn, rean, sus dientes brillaban en sus rostros oscuros. Despus nos fuimos y empezamos a circular sin rumbo fijo, a lo largo del ro, hasta la montaa, pasbamos por medio de suburbios dormidos, inmersos en una bruma a duras penas atravesada por el halo amarillo de las farolas. Hicimos muchas locuras. Fuimos a un cementerio y nos acercamos a las tumbas para or respirar a los muertos. Creo que Dany estaba un poco pirado. El to de Juanico nos lo haba advertido: No vayis con ellos, antes o despus os metern en algn lo. A m me gustaba mucho Hugues; iba sentada en la parte de delante del coche, entre los dos hermanos. De vez en cuando nos parbamos para beber, y yo coqueteaba un poco con Hugues, mientras Malko y Juanico fumaban fuera, sentados en el cap. Pero un da Dany intent besarme y, como le rechac, se puso furioso. En la frente le sobresala una vena y le brillaban los ojos. Sac de la guantera un frasquito de gasolina de los que se utilizan para cargar los mecheros y me prendi fuego. Sent un gran estallido, como una bofetada, y me encontr fuera chillando, con el pecho y las manos ardiendo. Hugues fue quien apag el fuego. Me envolvi en su chaquetn y me hizo rodar por el suelo al mismo tiempo que me daba puetazos. Yo estaba atontada, no entenda nada. Mientras tanto, Dany y Hugues se peleaban y se insultaban. Juanico y Malko los miraban sin hacer nada. Creo que no haban comprendido lo que pasaba. Cuando entend por qu se peleaban, me fui, cruc la carretera y los dej all. Casi enseguida me recogi un automovilista y me llev a urgencias. Pareca amable, quera quedarse, pero yo le di las gracias y le dije que no era nada, slo un pequeo accidente. El interno que estaba de servicio me hizo una cura, tena quemaduras en los pechos, en el cuello y en los brazos. Quin te ha hecho esto? me pregunt. Yo saba que luego informaban a la polica. Me dola, me senta dbil, pero le dije que estaba bien. Le dije: No ha sido nada, slo ha sido un accidente al querer encender un fuego. Pareci creerme. Me limit a pedirle que me llamara a un taxi para volver a Crmat. Despus de eso tuve que irme. Ramon Ursu no dijo nada, pero lna vino a la caravana, recogi mis cosas y me las meti en la bolsa. Me haba regalado un jersey rojo y negro de lana. Me miraba con severidad, como si me odiara. Malko y Juanico jugaban a la pelota en la calle llena de agujeros. Le dije a lna: Y Juanico?. Hizo un gesto de que se quedara all, con ellos. Creo que tena razn, que era yo quien tena la culpa de que las cosas no fueran bien. Era gafe. En la entrada, un grupo de gitanos discuta alrededor de unos armazones de metal, como unos cazadores despus de descuartizar a su presa. Era domingo por la maana, la trituradora no funcionaba. Me colgu la bolsa en el hombro izquierdo, a causa de las quemaduras. El cielo estaba muy azul, slo algunas golondrinas surcaban el espacio, oa claramente sus gritos. Tom un autobs hasta la estacin, an me quedaba dinero para comprar un billete en el primer tren que fuera a Pars. Ese ao hubo muchos cambios en mi vida antes del verano. En primer lugar, me present por libre al BAC literario y, como era de esperar, me suspendieron. En los exmenes de matemticas y de historia, entregu la hoja en blanco. En el oral de francs, la examinadora no poda creerse que yo fuera por libre. Examinaba mi pasaporte, miraba mi expediente y deca: Deje ya de mentirme. Dnde ha estudiado usted? Al final, como si se avergonzara de

haberse encolerizado, me dijo: Sobre qu tema quiere hacer su exposicin? Yo le contest sin vacilar: Sobre Aim Csaire. Eso no estaba en el programa, pero ella, muy asombrada, me dijo: De acuerdo, la escucho. Recit de memoria el pasaje de Cuadernos de un regreso al pas natal, citado por Frantz Fanon: Y al seor de los dientes blancos los hombres de cuello frgil recibe y siente la calma fatal y triangular y para m mis bailes, mis bailes de negro feo... hasta: tame, tame, amarga fraternidad y estranglame luego con tu lazo de estrellas sube, paloma sube sube sube Yo te sigo, impresa en mi ancestral. crnea blanca sube, vido de cielo y el gran agujero negro en el que quera ahogarme la otra luna All es donde quiero pescar ahora la malfica lengua de la noche en su inmvil vidricin! Ese ao, en el examen de filosofa pusieron como tema el hombre y la libertad, o algo parecido, y yo escrib febrilmente un deber interminable de veinte pginas, en el que citaba continuamente a Frantz Fanon y a Lenin, la frase en la que ste deca: Cuando en la tierra ya no exista ninguna posibilidad de explotar al otro, cuando desaparezcan los hacendados y los propietarios de fbricas, cuando no haya saciados por un lado y hambrientos por otro, cuando todo esto se haya vuelto imposible, slo entonces podremos llevar la maquinaria del Estado al desguace. Y as fue como suspend. Lo haba escrito todo de una tirada, sin volver a leerlo, a la desesperada, despus haba tirado el montn de hojas sobre la mesa del vigilante y me haba ido sin volverme. Ni siquiera busqu mi nombre en la lista, saba de antemano que no estara. En Pars todo segua igual y al mismo tiempo todo haba cambiado. En casa de Beatrice haca una temperatura muy agradable, la gran ventana del saln brillaba llena de luz y Johanna haba crecido y le haban salido cabellos. Segua teniendo los ojos como gatas y aquella mirada insistente, inquieta. Me quedaba con ella toda la maana, mientras Raymond iba a su bufete de abogados y Batrice a su peridico. La hiedra estaba llena de pjaros, y yo pona a Johanna cerca de la ventana abierta para que oyera sus gorjeos. Haba decidido irme. Gracias al profesor del Centro Cultural y a un coronel de la Usis que estaba colado por m, haba conseguido el visado y alojamiento en casa de Sara Libcap, en Boston. Incluso me apunt en la lotera que reparta los permisos de residencia en Estados Unidos, ya que ese ao el cupo de africanos era bueno. Slo me faltaba el dinero. Antes que

vender las medias lunas de mis antepasados, le ped prestados 25.000 francos a Batrice. Me daba un poco de vergenza, pero para m era una cuestin de vida o muerte, o casi. Tuve la impresin de que Batrice y Raymond me dieron ese dinero para que saliera de su vida de una vez por todas, para que ya no hubiera nada que uniera a Johanna con su verdadera madre. Ni siquiera tuve que despedirme. El stano de la Rue Javelot estaba cerrado. Al volver de Moorea, Yves, el amigo de Nono, haba dado instrucciones al presidente de la comunidad y ste haba mandado cambiar la cerradura. Una tarde pas por delante de all en taxi, y me produjo una impresin muy rara ver la puerta de metal de color verde y el nmero 28 escrito con pintura negra sobre la piedra, como si fuera un garaje o algo por el estilo y all jams hubiera vivido alguien, y tampoco hubiera existido jams la noche en que Pascale Malika haba nacido en ese lugar. Era extrao, todo pareca diferente. Nada ms salir del tnel, le dije al taxista: D marcha atrs. Me mir por el retrovisor. Le repet: Por favor, me gustara volver a pasar por ah. Circulbamos muy despacio, el taxista haba encendido las luces de poblacin. Mir el lugar donde el Mercedes de Martial Joyeux haba esperado a Simone durante casi toda la noche. En la calzada haba unas manchas de aceite que parecan manchas de sangre. Tal vez Simone estuviera muerta. l le gritaba siempre que la matara si intentaba dejarle. Pero ella era su prisionera. Nunca podra escapar. Por eso aspiraba el polvo por la nariz y se tomaba las pastillas. Era su forma de evadirse. El taxi me dej en el Boulevard Barbs, delante del gimnasio de Nono. Sub la escalera que haba entre la tienda de ropa usada y el vendedor de aparatos de msica. En el piso, la puerta del gimnasio estaba cerrada, pero haba un girigay de voces. Estuve un buen rato dando golpecitos en el cristal, hasta que alguien vino a abrir. Era un tipo muy alto vestido de chndal, un rabe al que yo no conoca. Le pregunt: Dnde est Nono? Me lo hizo repetir. Grit hacia el fondo del gimnasio: T conoces a Nono? Me cortaba el paso, me impeda mirar. Vino un hombre de unos cuarenta aos. Era alto, tena la tez mate, la nariz grande y los cabellos rizados y entrecanos, se pareca al seor Delahaye. No s por qu, pero enseguida supe que se trataba de Yves Le Guen, el amigo de Nono. Se me qued mirando sin decir nada. Seguramente l tambin me haba reconocido. Pero no expresaba nada, ni simpata ni desagrado, y sin embargo, yo haba compartido a Nono con l. Hizo un gesto con la mano para decir que se haba acabado, que todo se haba acabado. Lo le en sus labios, porque hablaba tan bajo que no le oa: Ya no est aqu. Nono ya no viene por aqu. Ha perdido el combate, est acabado, ya no boxea aqu, ya no volver a boxear nunca ms. Dnde est? Sabe usted dnde puedo encontrarlo? le pregunt casi gritando. El hombre se alz de hombros: No tengo ni idea. Tal vez haya vuelto a frica. Tal vez le hayan expulsado. Est acabado. No me lo poda creer. Me pona de puntillas, tontamente, para mirar por encima de sus hombros, como si estuvieran ocultndome algo. Vi la sala srdida, el ring provisional, a los chicos que golpeaban sus sacos de arena como si bailaran. Unos negros delgados y jvenes como Nono estaban entrenndose. Despus el hombre me dio la espalda, y el rabe me empuj con la mano para poder cerrar la puerta. Ola a cido, a sudor, a podrido, como Nono cuando volva del entrenamiento. De pronto me sent muy sola. Como si por fin hubiera comprendido que realmente me iba de all, porque todos se haban ido antes que yo.

Volv a la Place d'Italie para ver a Huriya. Saba que yo no le gustaba demasiado al seor Vu, pero me daba igual. Estaba decidida a ver a Huriya y a Pascale Malika, aunque slo fuera un minuto. En ese momento todava no estaba segura de lo que iba a hacer. El restaurante Vu Thai To ya estaba abierto para cenar, pero en el comedor no haba nadie. El seor Vu asom la cabeza por la puerta del office y dijo con su desagradable voz: Qu quiere? Intent entrar, pero me impidi el paso. Para ser tan bajito y tan delgado era bastante fuerte. Gritaba: Vyase de aqu! Vyase de aqu! Yo esperaba que sus gritos atrajeran a Huriya, pero no apareci. Tal vez la tuviera secuestrada. O tal vez ella no tuviera ningunas ganas de verme. Tal vez yo fuera una autntica gafe. Esa noche estuve dando muchas vueltas por el metro, por la zona de Raumur y de la Gare de Lyon, hasta Denfert-Rochereau. En los vagones y en los andenes se vea a gente muy extraa: soldados desmovilizados que cantaban y beban vino, vagabundos, mujeres con los ojos transparentes, turistas perdidos, y tambin gente de lo ms normal, con sus carteras, sus bufandas y sus sombreros. En la estacin d'Arts-et-Mtiers busqu a mi viejo soldado de Eritrea, con aspecto de guerrero issa, envuelto en su hopalanda y con los pies vendados con harapos. Busqu a mi Jesucristo, que mendigaba de rodillas y con los brazos en cruz, y a la Mara Magdalena, con los ojos verdes, los cabellos revueltos y la boca sangrante, como si acabara de morder. Era extrao, probablemente era la primera vez que los tambores se haban callado; el silencio resonaba por los pasillos de la estacin de Austerlitz como despus de una tormenta, como despus de una descarga de proyectiles. Lo interpret como un mal agero. El ltimo da antes de tomar el avin para Boston, vagu por la zona de la Rue JeanBouton como si fuera a encontrar algo all, entre aquellas chicas perdidas, los traficantes de droga de cuatro cuartos y la pensin de la seorita Mayer. Esperaba vagamente que Marie-Hlne saliera del edificio, que viniera hacia m y me abrazara muy fuerte, y que Nono estuviera en la cocina, tocando el jumb desnudo de arriba abajo. Llova, las gotas repiqueteaban sobre los charcos negros; todo segua igual y, sin embargo, todo aquello ya formaba parte de una vida ma anterior, muy lejana. Un coche de polica pas despacio, y yo me march a toda prisa de all, mirando hacia otro lado para que no vieran lo negra que era. A pesar del pasaporte de Marima y la carta del servicio de inmigracin de la embajada de Estados Unidos en la que me haban comunicado que mi nombre haba sido sacado a suertes, el corazn me lata como si me fueran a expulsar de all. Y pensaba que en el mundo no haba ningn lugar para m, que fuera a donde fuera me diran que se no era mi pas, que tendra que pensar en irme a otra parte. El verano en Boston era asfixiante. Por encima de la ciudad haba una nube de vapor en la que desaparecan los rascacielos. Sara Libcap viva en un apartamento de dos habitaciones, en un edificio de ladrillos rojos cerca del ro Charles, por la zona de B.U. Por la maana daba clases de msica en un colegio religioso y, por la noche, cantaba en un local de jazz con su amigo Jup, que era pianista. Al principio me senta muy bien, nunca haba tenido tanta sensacin de libertad. Era como en los tiempos del fondac y de las princesas, con la diferencia de que all no me buscaba nadie. Tomaba el tranva y me iba a donde quera; estaba todo el da fuera, en Back Bay, en Haymarket, en Arlington, en el puerto. Iba a Cambridge a pie, bordeando el ro y cruzando el puente. Mientras Sara acuda a dar sus clases, yo me ocupaba de la casa. Lavaba los platos y preparaba algo de comer para el medioda y la noche. Sara no me haba pedido que hiciera nada, pero a m me pareca natural hacerlo a cambio del alojamiento, como en casa de Batrice. Con la diferencia de que Sara y Jup nunca me daban dinero. Jams me preguntaban cunto me haba gastado en la comida, y yo no me atreva a exigirles nada. Pero vea cmo se me iban mis ahorros y, sin carta

verde, no tena posibilidad de trabajar. Miraba el buzn todos los das, con la esperanza de ver por fin un sobre del servicio de inmigracin. Y cada da estaba ms nerviosa, tena la sensacin de encontrarme en una trampa que se cerraba suavemente, sin que yo pudiera hacer nada. Sara y Jup vivan al da. No ahorraban ni un cntimo. Sara pagaba el alquiler del apartamento con su sueldo de profesora de msica, y todo lo dems, las salidas con los amigos, los restaurantes y los trapos, lo pagaba con el dinero que sacaba en el piano-bar. Creo que tambin se drogaban. De vez en cuando me invitaban. Me llevaban al club C.T. Wayo, en Back Bay; Jup lo llamaba Black Bay porque era donde se oa el mejor jazz. A Sara le gustaba mucho ensearme a sus amigos. Me disfrazaba como ella, con unas medias negras, una camisa negra y una boina, o bien me haca trencitas en el pelo, lo mismo que las princesas en el fondac. Estaba orgullosa de m, deca que no me pareca a nadie, que era una autntica africana. Les comentaba a sus amigos: Marima es de frica. La gente deca: Ah, s?. Y: Oh!. Me hacan preguntas estpidas del tipo: Qu idioma hablan en tu pas? Y yo responda: En mi pas? En mi pas no hablamos. Al principio me prestaba al juego de Sara, pero despus empezaron a aburrirme mortalmente todas esas preguntas y miradas y el desconocimiento que esa gente tena de todo. En el bar, la msica sonaba demasiado fuerte, con un ritmo pesado que me retumbaba en el vientre. Por ms que me tapara el odo bueno con la mano, el ruido del bajo se me meta en el cuerpo, me haca dao. Beba cerveza, Margaritas, Cuba libres, beba la luz y el humo. Estaba borracha, como cuando Huriya volva de alguna juerga. No saba si aquello me gustaba o no. Era algo nuevo, me senta como si me hubieran cambiado el cuerpo. Me haba vuelto muy delgada, casi flaca, tena los ojos febriles, senta la electricidad desde las yemas de mis dedos hasta la punta de los cabellos. Senta que el alcohol me hinchaba las articulaciones y las volva ms flexibles. Iba de grupo en grupo, Jup me llevaba de la cintura. Hablaba tan fuerte y tan deprisa que yo no entenda lo que deca. Y Sara se rea de una forma muy divertida, con una risa grave que se volva cada vez ms aguda, que sonaba como una cascada. A Sara Libcap le gustaba mucho contar cmo nos habamos conocido, en el hotel Excelsior, o en el Concorde, ya no me acordaba, donde estaba la estatua de la mujer desnuda atrapada entre dos bloques de piedra, como si hubiera habido un terremoto. Y cmo todas las noches me sentaba muy seria en el borde del estrado para orla cantar temas de Mahalia Jackson y Nina Simone. Ella era mi hermana mayor, ella me haba encontrado, a m, que no tena a nadie en el mundo, a m, que poda tocar el darbuka y cantar es mara-villosa, y me haba invitado a ir all, a Boston, a esa ciudad infecta, a esa ciudad llena de americanos estpidos, donde nadie, sobre todo nadie de talento, podra conseguir nunca hacer surgir nada de nada del lozadal en el que nos haba tocado en suerte vivir. Eso era al principio. Pero, al final del verano, se desat aquella tempestad, aquel cicln que lo trastoc todo. No s si lo que pas fue realmente a causa del cicln. Desde principios de agosto haca un calor bochornoso. A veces la bruma era tan espesa que ocultaba la parte de arriba de los edificios, sobre todo por la zona del puerto. Cuando el cicln lleg cerca del cabo Cod, hubo una llamada de alerta. La gente parapet sus puertas y sus ventanas, y sobre las altas torres de cristal pegaron bandas de papel. Pero Sara segua yendo al colegio a dar sus clases de piano. Jup haba tomado la costumbre de quedarse en casa por las maanas. Deca que se quedaba

para ayudarme a preparar la comida y a limpiar, pero en realidad lo nico que haca era tumbarse en el sof del cuarto de estar a beber cerveza y mirarme con el rabillo del ojo por encima de la pantalla del televisor encendido. Pues bien, una maana tuvo lugar una ridcula escena que me fastidi mucho. Jup se acerc a m sin decir nada, como si fuera a buscar algo de beber a la cocina. Haca mucho calor, estaba desnudo, slo llevaba puestos unos calzoncillos, su piel negra brillaba de sudor. Yo estaba pasando la fregona por el suelo y l, en lugar de saltar por encima de la fregona, pas por detrs y me agarr. Al principio, pens que estaba bromeando, porque me tena enlazada y trataba de besarme. Me pas una mano por la camiseta para tocarme los pechos, y al ver que me pona a gritar con todas mis fuerzas me solt. Yo pensaba que haba acabado, pero volvi a agarrarme y trat de arrastrarme hasta el dormitorio, hacia la cama. Jup no era demasiado alto, pero el alcohol haba debido de multiplicar sus fuerzas, me levantaba y me llevaba hacia el dormitorio. Yo segua gritando y pegndole puetazos. Entonces me golpe, primero en la cabeza y despus en la mejilla y en el cuello, al mismo tiempo que me gritaba Bitch! o Don't be bitchy!. Cuando vio que as no conseguira nada, o tal vez porque tuvo miedo de que los vecinos vinieran a llamar a la puerta para preguntar qu pasaba, me solt. Tom mi mano y me la puso sobre su sexo endurecido. Quera que le masturbara, deca que estaba enfermo. Creo que deca que si yo le dejaba en ese estado caera enfermo. Le grit Asshole! y que se fuera a tomar por culo, y despus me fui. Estuve caminando durante todo el da por las calles de Boston. Al final, el cicln no lleg. Choc contra el cabo Cod y despus arremeti contra las casas de madera de la gente rica de Martha's Vineyard. Por la tarde empez a llover; me dirig al otro lado del ro, a las callejuelas inglesas de Cambridge. La gente haba salido de sus casas; se vea a estudiantes y a parejas de enamorados en el csped, cobijados bajo sus paraguas de golf. La lluvia clida haca emerger el olor de la hierba, de la tierra. Me senta vaca, cansada. En un caf que haba junto a la parada del tranva me encontr con Jean Vilan. Me dijo que haba venido a seguir unos cursos en Harvard y que daba clases de francs en la Alianza Francesa de Chicago. Era un poco calvo y no demasiado alto, pero tena unos ojos verdes muy bonitos, un poco turbios, y una sonrisa agradable. Pasamos el resto del da hablando y caminando por las calles, yendo de caf en caf. Tena una voz grave que yo oa muy bien y unas manos grandes y bonitas. Creo que yo nunca haba hablado tanto con alguien, me pareca que haca aos que no hablaba as, como con el abuelo de Hakim. Nos cobijbamos bajo los rboles de los parques y, cuando la lluvia nos empapaba demasiado, nos sentbamos en un caf. Al final, cuando se hizo de noche, fuimos a su habitacin, que estaba en el ltimo piso del hotel The Inn y tena una ventana que daba a la Massachusetts Avenue. En realidad no hablbamos, por mi odo enfermo y porque el otro lo tena cansado. Era como si una especie de vaco me resonara en la cabeza, no quera pensar en lo que haba pasado en casa de Sara. Deca cosas al azar mientras Jean me hablaba. Me contaba cosas de su infancia, de cuando viva con sus hermanos en Bretaa y en Pars. De vez en cuando nos reamos, como si todo aquello fuera un chiste. Era demasiado tarde para volver. No hubiera regresado a casa de Sara por nada del mundo. Nos comimos las galletas saladas que haba en el frigorfico y nos bebimos las botellitas de alcohol, de ginebra y de vodka. No dorm en toda la noche. Cuando se hizo de da, vi a Jean tumbado en el sof: pareca plido y cansado y la barba formaba como una sombra en su rostro. Me deca a m misma que,

cuando saliramos, la gente del hotel pensara que yo era su amante, o tal vez una puta de paso. Desayunamos t, huevos y frjoles en la cafetera del hotel, en el patio interior. Jean tena que tomar el avin de Chicago a medioda. Volv a casa de Sara. No s qu le contara Jup, pero empez a tratarme de una forma brutal. Pens en decirle la verdad, pero para qu? No me hubiera credo. Las mujeres siempre se ponen de la parte de sus hombres, aunque se engaen, aunque las engaen. Entonces compr un billete de Greyhound, met mis cosas en una bolsa de playa, mi viejo transistor de siempre manchado de pintura y el libro de Frantz Fanon, recuerdo de Hakim, y part para Chicago.

Ya no me daba miedo nada. Era capaz de afrontar el mundo. A los dos das de llegar, consegu que me contrataran en un hotel de Canal Street regido por Mister Esteban, El Seor, un cubano exiliado, para recoger y lavar los vasos del bar en las horas de mayor ajetreo, la hora en que llegaban los pasajeros de los Greyhounds. Haba una cantante negra que no se pareca en nada a Sara y que desfiguraba los blues acompaada de un pianista agotado. Alquil una habitacin en una casa de South Robinson, que tena un letrero en una ventana del piso de abajo, como en el cine. Era una casa vieja y desvencijada de madera gris, con unos escalones en la puerta, un tejado de tablillas verdes y dos chimeneas muy altas de ladrillo. Al poco tiempo, el pianista cay enfermo y yo le sustitu. Haba aprovechado muy bien las clases de Simone y de Sara. Tocaba de memoria, no necesitaba leer la msica. Todo se haba vuelto muy sencillo: me daban cincuenta dlares por noche; con cuatro veladas ya haba pagado mi estudio. Antes de subir al estrado cenaba en el hotel, filetes y gambas, y poda aguantar hasta la noche del da siguiente con unos tazones de leche y de Shredded Wheat. Al dueo del hotel le gustaba mucho mi msica. Vena a sentarse en el saln cuando yo tocaba, me escuchaba tomndose una gaseosa. Y cuando la cantante tambin se fue, me contrat a m para que cantara y tocara el piano al mismo tiempo. Cantaba el mismo repertorio que Sara, es decir, canciones de Billie Holiday y de Nina Simone. A veces improvisaba, recuperaba la msica que tocbamos en los pasillos de la estacin de RaumurSbastopol o en el tejado de la Rue Javelot. Slo el redoble del piano, el fragor de una tormenta a lo lejos, el ruido de los coches en las avenidas, y los gritos, las llamadas y las voces de los cortadores de caa en los campos de Santo Domingo: Auha! Hua!. El Seor no me deca prcticamente nada, pero por la forma que tena de retreparse en su silla y de cerrar los ojos mientras daba una calada a su cigarrillo, vea que mi msica le gustaba bastante. Yo no prestaba atencin a la gente que beba en el bar, creo que sobre todo cantaba para l. Trataba de imaginarme cmo haba sido su vida antes de llegar all. Tal vez hubiera sido coronel en el ejrcito cubano o bien juez de paz, antes de Castro. Me pareca que tena bastante aspecto de juez de paz. nicamente lo vea durante las veladas en el bar, con su vaso de gaseosa delante. Viva solo en un anejo del hotel, al final de un camino de tierra. No se ocupaba de nada, ni siquiera de pagar a los empleados. Sambo, su hombre para todo, era quien me pagaba despus de cada velada Volv a ver a Jean Vilan. Viva con una mujer que se llamaba Angelina en un elegante edificio de Pine Grove, cerca de Lakeshore. De vez en cuando pasaba la tarde con l, para olvidarme de todo. bamos a un hotel del centro que haba en lo alto de una torre. Se estaba tan bien all con l, era una autntica suite de lujo. Desde la gran cristalera orientada al este yo vea la

noche azul, el lago, las luces de los coches que serpenteaban en la autopista, era como planear a treinta mil pies. Seguamos hablando de vez en cuando, pero no como lo habiamos hecho en la habitacin del hotel en Harvard. Hacamos el amor, comamos, y despus me quedaba profundamente dormida, hasta la noche. La mayora de las veces, cuando me despertaba, Jean ya se haba ido a dar sus clases. Trabajaba en una tesis de sociologa sobre los emigrantes mexicanos del extrarradio sur de Chicago. Una o dos veces me llev con l a los barrios de Roselle, Tinley, Naperville, Aurora, se colaba en las bodas, en los bautizos. Para l era como estar en otro planeta. A pesar de todos sus diplomas, no creo que comprendiera mejor que yo lo que vea. En Robinson haba una gente muy rara. Por la tarde, un poco antes de que se hiciera de noche, salan de sus casas con las ventanas tapiadas por planchas y vendan sus pequeas dosis de coca y sus pastillas de hachs. Yo haba aprendido a evitarlos. Pero justo enfrente de la ventana de mi habitacin, al otro lado de la calle, viva Alcidor. Era un gigante, grande como un oso negro y con cara de nio. Siempre iba vestido con un mono vaquero y una camiseta blanca y roja, incluso cuando soplaba el viento del norte. Viva en una casita muy pobre con su madre, una mu-jercita negra que trabajaba en un caf. Alcidor se haba encariado conmigo. Todos los das, cuando yo sala de compras, hacia las once de la maana, me encontraba a Alcidor sentado en las escaleras de su casa, hacindome grandes gestos. Pero no consegua hablar bien, le faltaba alguna cosa en la cabeza. Cuando le deca algo meneaba la cabeza, pareca un perro grande, monstruoso e inofensivo. Los chavales del barrio se burlaban de l, le lanzaban huesos de fruta, pero l nunca se enfadaba. Poda quedarse sentado durante horas en el umbral de la puerta, comiendo galletas mientras esperaba a su madre. Los traficantes de droga le dejaban tranquilo. A veces, para divertirse, le hacan fumar un cigarrillo de hachs para ver qu efecto le produca. Alcidor se fumaba el cigarrillo y despus se pona a comer tranquilamente sus galletas. Tal vez se riera un poco ms, pero slo eso. En verdad tena una fuerza increble. Un da, una camioneta conducida por un borracho se subi a la acera y derrumb la pared de un edificio que haba un poco ms all. Una viga se qued medio cada en la acera, en equilibrio sobre uno de los tirantes. Alcidor se acerc, se agarr a la viga que colgaba y, slo con su peso, la levant y la volvi a poner en su sitio. Parece ser que un organizador de combates haba querido contratarle, pero Alcidor era demasiado dulce, demasiado amable, y en absoluto tena ganas de pelearse. No tena demasiada conversacin. Lo ms que deca era qu tiempo hara en invierno: Maybe rain, maybe snow, I don't know. Su madre le protega. Un da que yo estaba sentada junto a l en las escaleras de su casa, empeada en ensearle a leer con un libro de historietas, lleg ella y, al verme, se enfad: Quin es esta negra? Qu quiere usted de mi hijo?. No volv a intentarlo. Y luego, una tarde, hubo esa historia terrible con la polica. El alcalde debi de dar instrucciones para que detuvieran a algunos traficantes de drogas, slo para conseguir que le hicieran una foto y hablaran de l en los peridicos, y, no s por qu, haban elegido la calle Robinson probablemente porque all nunca pasaba nada. De pronto, lleg un montn de coches de polica y bloquearon la calle. Los polis entraron al asalto en las casas, sobre todo en las del final de la calle, que tenan las ventanas cerradas con chapas. Debieron de detener a algunos nios, y de pronto vieron a Alcidor. El gigante acababa de despertarse de su siesta y haba salido al umbral de la puerta con su mono vaquero de siempre y su camiseta roja y blanca, y cuando vio las luces intermitentes, le llamaron la atencin y dio algunos pasos para ver qu pasaba. En lo alto de las escaleras de madera, se le vea todava ms grande y ms gordo, pareca un autntico oso que sala del bosque. Yo tena el corazn en un puo, porque saba que no se haba dado cuenta del peligro, de que a los policas les daba miedo. Hubiera querido gritarle: Alcidor! Vete, vuelve

a tu casa!. Los altavoces de la polica vociferaban rdenes, pero Alcidor, claro est, no entenda nada. Continuaba caminando hacia ellos, con las manos metidas en los bolsillos y contonendose con complacencia. Y luego tres polis se lanzaron sobre l y trataron de tirarle al suelo, pero l los rechaz de un empelln. Pensaba que era un juego. Miraba sus armas apuntadas hacia l sin comprender, y continuaba avanzando hacia el medio de la calle. Pero ya no llevaba las manos en los bolsillos. Cuando los polis vieron que no iba armado, se lo pasaron en grande con l, se le echaron encima y empezaron a apalearle la espalda, los brazos y la cabeza. Alcidor sangraba por la nariz y la cabeza, pero segua de pie, giraba sobre s mismo gruendo y con los brazos extendidos, como si tratara de agarrarse a algo. Despus los polis le golpearon en las piernas y se cay al suelo, donde continuaron pegndole con las porras, con tanta fuerza que me pareca or los golpes. Lo insultaban y le pegaban. Al final, Alcidor lloraba tumbado en el suelo, con los brazos encima de la cabeza para protegerse de los golpes. Daba gritos y gruidos y peda socorro a su madre. La anciana lleg justo en el momento en que estaban metindole en un furgn. Era tan enorme que no conseguan hacerle entrar de pie, as que le haban empujado la cabeza hacia delante y le golpeaban las piernas para que las encogiera dentro del coche. Y la anciana negra corra detrs de ellos gritando, tratando de retenerlos. Despus se fueron y ella regres a su casa y cerr la puerta. Estaba convencida de que todos los que vivamos en esa maldita calle habamos sido los que haban llamado a la polica para que vinieran a buscar a su hijo. Y dos das despus, cuando Alcidor volvi, algo haba cambiado. Ya no se sentaba fuera para ver pasar a la gente. Se quedaba encerrado dentro de su casa. Tena miedo. Poco tiempo despus vimos un letrero en la casa. La anciana se haba llevado a Alcidor a otro barri; no volv a saber nada de l.

Despus de eso empec a ir a la deriva. Me hart de tener que compartir a Jean con Angelina. Sal con Bela, un ecuatoriano que viva en Joliet. Era alto, delgado, con los cabellos tan largos como los indios de las pelculas y un pequeo diamante incrustado en la oreja izquierda. Soaba con el reggae, con el raga, con hacerse famoso. Mientras tanto trapicheaba con chinas de hachs, anfetaminas y un poco de coca. l tambin se colocaba, pero yo no lo saba. Lo acompaaba a los bares, a los locales de blues, conoca a muchos msicos. Pasbamos toda la noche por ah. En esos sitios haba estrellas de baloncesto, jugadores retirados, disc-jockeys sin Technics, egerias que iban de Janet Jackson cuando canta Run away if you want to survive, jamaicanos que iban de Ziggy Marley, haitianos que se crean los Fugees. A m los que ms me gustaban eran los Roots: Razhel The Godfather of Noise, Black Thought, Hub, Question Mark y Kamel. Y tambin Common Sense, KRS one y Coed. Haba cambiado mi viejo transistor por un walkman, iba a todas partes con la msica metida en mi nico odo, como si el mundo estuviera mudo. Me vesta como ellos; caminaba, fumaba y hablaba como ellos, deca: You know what I'm saying?. Nadie poda creerse que yo fuera del otro extremo del mundo. Una vez que les habl de Marruecos entendieron Mnaco. No volv a hacerlo. Nadie saba lo que significaba ser de frica, y adems no me haban concedido todava el pedacito de plstico verde que daba todos los derechos. De vez en cuando vea a Jean, pero a l no le gustaba compartirme con alguien como Bela. Y como no tena demasiada barbilla, todava pareca ms triste. Gracias al Seor consegu un nmero de la seguridad social y un permiso de conducir. Una noche, sin decirme nada, invit a Mister Leroy a su bar para que me oyera cantar. Cuando acab mi actuacin, Mister Leroy me escribi en su tarjeta de visita una cita para el da siguiente. Fui

completamente sola al estudio de grabacin; no se lo cont a nadie, ni siquiera a Bela y a Jean. No comprenda muy bien para qu me quera Mister Leroy. Me puse un pantaln estrecho y un jersey negro muy grande de cuello alto, por si perteneca a la clase de los abusones. El estudio estaba en el stano de un edificio de Ohio, era una gran sala tapizada con un aislante negro y con un piano blanco en el centro. Era un poco terrorfico. Toqu como haba aprendido a hacerlo con Simone en su casa de la calle Butte-aux-Cailles, inclinada sobre el teclado para or bien el sonido de las notas graves. Cant dos canciones de Nina Simone, I put a spell onyou y Black is the color of my true love's hair. Y luego toqu mi cancin, sa en la que vociferaba como los cortadores de caa, en la que gritaba como hacan los vencejos en el cielo encima del patio de Lalla Asma, en la que cantaba como los esclavos que enviaban a sus abuelos loas en las plantaciones, o de pie en el mar. La titul On the mol; en recuerdo de la Rue Javelot y de la escalera de incendios que conduca al techo del mundo. El corazn me lata demasiado fuerte. Para darme valor, pens en la voz extraa y fresca de Djemaa que escuchaba antao en el campamento Tabriket, con el transistor pegado al odo, cuando anunciaba a Cat Stevens en Radio Tnger, The Voice of America. Ahora, despus de todos esos aos, saba lo que quera or, ese redoble ininterrumpido, sordo, grave, profundo, el ruido del mar sobre el zcalo de la tierra, el ruido de los ejes del tren sobre unos rales infinitos, el continuo rugido de la tormenta en el horizonte. Como un suspiro o un rumor que provenan de lo desconocido, como el ruido de la sangre en mis arterias cuando me despertaba por las noches y me senta sola. Ahora, mientras tocaba, ya no tena miedo a nada. Saba quin era. Ni siquiera me importaba el trocito de hueso que se me haba roto en el odo izquierdo. Ni el saco negro, ni la calle blanca, ni el grito cascado del pjaro de mal agero. Ni Zohra, ni Abel, ni la seora Delahaye, ni siquiera Jup, toda esa gente que acechaba por todas partes, cazaba, tenda sus redes. Cant durante mucho tiempo, casi sin retomar aliento; me dolan las yemas de los dedos. Senta un gran vaco, como el que se siente en los pasillos del metro cuando todo el mundo se va. El seor Leroy no dijo nada. Me march del estudio con el corazn encogido, tena la sensacin de haber fracasado para siempre. Fui a refugiarme al hotel, con Jean Vilan. Dorm durante dos das y dos noches, casi sin despertarme. Haba llegado al lmite de mis fuerzas. Despus de haber visto al gigante Alcidor tirado al suelo por los polis, golpeado y abandonado, llamando a su madre como un nio, no poda volver a la calle Robinson. Todava me pareca or el sonido de las sirenas de los coches de polica cuando haban acordonado la calle. All poda verse el cielo azul del otoo, los rboles rojos y todo lo dems, pero no era diferente de la calle Jean-Bouton, ni tampoco del patio de Lalla Asma, ni de la calle blanca donde me haban secuestrado cuando era pequea. En noviembre, justo antes de que empezara a nevar, recib al mismo tiempo una carta del Servicio de Inmigracin con mi permiso de residencia y una cita con Mis-ter Leroy para grabar On the roof. En el estudio de grabacin se hallaban el productor, los ayudantes y los tcnicos. Estuve tocando y cantando toda la maana, la grabacin avanzaba a pedacitos. Tena que ir hacia atrs una y otra vez, volver a empezar. Despus, cuando todo aquello acab, firm un contrato para un disco single y para todo lo que produjera durante cinco aos. Nunca haba tenido tanto dinero. No entenda bien lo que pasaba. Esa noche, Bela, yo, los msicos, Mister Leroy y los ayudantes de produccin nos fuimos a cenar todos juntos a un restaurante de Grand que perteneca a Magic Johnson. La cabeza me daba vueltas, me pareca que ya no tena lmites. Una periodista negra me haca preguntas y yo le contestaba lo primero que se me ocurra, unas veces le deca que era francesa y otras africana. Cuando me pregunt por el ttulo de mi prxima cancin, le dije sin vacilar: To Alcidor with love. Me invada una especie de ira reprimida, temblaba.

Tena la sensacin de que la msica de los tambores de Raumur-Sbastopol estaba en todas partes, en el aire, en el humo de los bares, en el resplandor rojo que permanece sobre Chicago hasta que amanece. Por la maana, los dej a todos. Camin a lo largo del lago. Haca mucho fro: slo llevaba mi chaquetn de cuero y mi boina negra metida hasta las orejas. Los lamos temblones estaban incendiados, el cielo tena un color azul intenso. El sol sala sobre el lago. Vi unas bandadas de grullas que se dirigan hacia Nuevo Mxico. Esper muy formal en los pasillos de la Alianza francesa. Jean Vilan tard en reconocerme a causa de mi chaquetn negro y de mi boina. Se disculp ante los estudiantes, les dijo que tena que hacer algo importante, algo urgente. Caminamos por las grandes avenidas y luego desayunamos, como en Harvard. Fuimos hasta el terrapln que rodea la planta depuradora, a la orilla del lago. Ya haba gente en el csped, personas que salan a correr arrastrados por sus elegantes caniches y viejos en chndal practicando tai-chi. Haca fro. Al pasar por delante de un edificio de Sheridan, alquil un estudio: pagu al contado un mes de fianza y un mes de adelanto. Quera hacer como si Jean y yo estuviramos casados, sin testigos, sin iglesia, sin papeles. Sin futuro. Creo que fue en ese momento cuando me qued embarazada. No s por qu demonios tuve que volver con Bela a su apartamento de La Plaza, en Joliet. Tal vez porque l mismo era un demonio. O tal vez lo fuera Jean Vilan, por todo lo que me haba hecho esperar de l, por todo lo que l esperaba de m. No creo que nadie se aburriera tanto como yo. En Sheridan, me hallaba encerrada en una jaula de cristal y de hierro encima de la ciudad y del lago helado, en un lugar tan hermtico que a veces me pareca haberme quedado sorda de los dos odos. Me pasaba todo el da esperando. Esperando a que Jean acabara de dar sus clases, a que acabara con sus alumnos, con sus profesores, con sus artculos. Y despus a que acabara con Angelina. Hacia las cuatro de la tarde llegaba a todo correr con unas flores, una botella de vino o unas naranjas, como si viniera a visitar a una enferma. Hacamos el amor incluso encima de la moqueta, delante del ventanal vaco, donde ya empezaba a anochecer. Me quedaba dormida abrazada a l, como antao, cuando me pegaba a la espalda de Lalla Asma. A medianoche se marchaba de puntillas. Un da le ped que me enseara una foto de su amiga. Se la vea sonriendo con cara de boba en un gran csped verde, delante de una piscina. Le pegaba mucho llamarse Angelina. Era alta, rubia, anglica, es decir, todo lo contrario a m. Era rusa o lituana, ya no me acuerdo. Era mdica. Bela tambin era todo lo contrario a Jean. Era delgado como una liana, dulce y violento, con una especie de ira reprimida. Elega con mucho cuidado su ropa, sus zapatos y sus camisas de seda negras. Todas las maanas sacaba brillo al diamante que llevaba incrustado en la oreja; deca que su hermana se lo haba dejado en herencia, que se lo haba dado antes de morir de una sobredosis en casa de sus padres, en Washington. Con l yo no senta tanto el vaco, el aburrimiento de tener que esperar. De hecho, ya no esperaba nada. Vivamos al da, escuchbamos msica, bamos a los bares y a las discotecas por la noche. A Mister Leroy no le gustaba Bela. Un da me llam por telfono, no s cmo consigui el nmero, y me dijo: Ese tipo no es bueno para ti, es demasiado dbil, te har fracasar. Yo me enfurec y decid no volver nunca ms al estudio. Era antes de primavera, Bela tena problemas de dinero, deba varios meses de alquiler. Tenamos pensado irnos a California en coche pero al final nunca nos decidamos. Por la noche nos quedbamos hasta las cuatro o las cinco de la maana en las discotecas, bebiendo y fumando,

y cuando nos despertbamos, ya era demasiado tarde. Yo ni siquiera saba en qu da de la semana viva. A Bela le echaron del apartamento de La Plaza. Una tarde que volv a casa con leche, pasta y algo para cenar, me encontr con que haban cambiado la cerradura de la puerta. Bela lleg furioso, nunca le haba visto as. Haban metido todas nuestras cosas en bolsas de basura y las haban dejado en la calle, bajo la lluvia. Bela daba patadas a la puerta y blasfemaba. El vigilante de los apartamentos vino con su porra elctrica y su telfono. Bela pareca dispuesto a pelearse con l, pero el vigilante le dio una descarga con su porra y luego llam a los polis. Yo gritaba, agarraba a Bela y gritaba. Le arrastr por los cabellos hasta el aparcamiento. Era una situacin ridcula, terrorfica. Metimos nuestras bolsas de basura en el coche y nos fuimos antes de que llegaran los polis. Para vengarse, Bela lanz una botella de zumo de tomate contra la fachada aullando como un lobo. Nos refugiamos en casa de uno de sus amigos, en el barrio chino, y despus decidimos partir hacia California. Cruzamos Estados Unidos casi sin pararnos, turnndonos para conducir y durmiendo en los aparcamientos. En algn sitio, no s si en Arkansas o en Oklahoma, haca tanto fro y haba tanta nieve que ca enferma. Temblaba, me dola la cabeza, tena nuseas. Bela me deca: No es nada, se te pasar, es un resfriado. Pero no se me pas. No era un resfriado, era una meningitis. Cuando llegamos a California, estaba moribunda. La espalda y la nuca se me haban quedado rgidas, un dolor punzante me lata en los odos, y tena la sensacin de que se me iba a parar el corazn. Ya no poda hablar, ya no entenda lo que Bela me deca. Tena los ojos abiertos da y noche, como si cayera a travs del espacio. En San Bernardino perd el nio, con mucha sangre, y a Bela le dio miedo que pudiera morirme en su coche. Me dej con mi bolsa en la puerta de un hospital. No s lo que les cont, creo que les dijo que me haba recogido en la carretera haciendo autoestop, o algo parecido, el caso es que no volv a verlo. Tal vez le detuviera la poli mientras trapicheaba con su coca y sus pastillas. As fue como perd uno de los pendientes de oro que Lalla Asma me haba dado, pero estaba demasiado enferma para preocuparme por ello.

Cuando ingres en el hospital de San Bernardino, estaba inconsciente, o casi. Me pasaba todo el tiempo hecha un ovillo, escondida debajo de las sbanas para huir de la luz. Debido a la fiebre y a la deshidratacin tena la lengua negra e hinchada y me sangraban los labios. Ni siquiera me daba cuenta de que estaba sorda. Me encontraba como dentro de un capullo, acurrucada en el fondo de una cueva, completamente metida en mi enfermedad. Mi vientre era mi alma, mi ser, lo tena tan raspado, tan legrado y tan vaciado, que slo viva para l. A veces me despertaban para hacerme orinar en la cua y luego me hacan una puncin lumbar. Cuando senta la aguja hundirse en mi espalda, entre las vrtebras, aullaba de dolor. Despus me volva a derrumbar en la cama. Fue entonces cuando vi a Nada por primera vez. La llam Nada para mis adentros, porque me puso su fresca mano sobre la frente y fue como el roco de la maana. Vi su hermoso rostro terso y oscuro, sus ojos almendrados y negros, sus cabellos peinados en una trenza tan espesa como un brazo. Se haba sentado junto a mi cama, yo miraba sus ojos, me hunda en su mirada. Me agarr a su mano, no quera que se fuera. Despus, por primera vez desde haca mucho tiempo, me qued dormida. So que no estaba dormida, que me deslizaba hacia atrs en una ola. Todas las maanas esperaba la llegada de Nada, su mano fresca, sus ojos. Era la nica que me guiaba hacia la superficie, hacia la luz. Empezaba a salir de mi cueva. Slo ella poda volver a llevarme hasta el umbral, hasta el lugar donde

se oa la msica de los nios, los gritos de los pjaros e incluso los rugidos de los coches en las calles. Coleccionaba los somnferos para ella. Los envolva en un pauelo que esconda debajo de la almohada y, por la maana, se los daba. Era lo nico que tena para ofrecerle. Una maana vino el jefe del servicio con sus estudiantes. Mientras l hablaba, los estudiantes tomaban notas en sus cuadernos. Me los qued mirando fijamente hasta que bajaron los ojos. Se rean burlonamente, pero a m me daba igual, porque antes o despus llegara Nada. Vena antes de que se hiciera de noche, antes de volver a su barrio, a la Misin de San Juan. No se llamaba Nada: en su bata blanca llevaba una chapita con su nombre: CHVEZ. Era una india juanera. Me hablaba a travs de gestos, expresaba con sus manos y su cara lo que quera decirme. Dibujaba letras con sus dedos. Y yo aprend a responderle, aprend a decir mujer, hombre, nio, animal, ver, hablar, saber, buscar. Saba lo del nio. En el hospital haban tenido que atenderme por ese problema, aparte de por todo lo dems. No me pregunt nada. Me ense las fotos de algunos hombres en una revista, Hugh Grant, Sammy Davis, Keanu Reeves, Bill Cosby, y comprend lo quera decirme. Nos remos mucho. Creo que tema que me hubiera quedado embarazada por una violacin. Entonces escrib el nombre de Jean Vilan en la revista y le dije que s, que era un nombre de hombre. Una maana le dije por gestos que quera irme de all. Nada reflexion durante un instante y despus me trajo mi ropa. Se ech hacia atrs y abri la puerta de mi habitacin. Fue curioso, porque hasta ese momento lo nico que haba visto de ella era su rostro con el valo muy marcado, parecido a una mscara de oro inca, sus cejas arqueadas, sus ojos como dos lgrimas de jade y su cabellera negra, lisa y brillante. Pero cuando la vi delante de la puerta abierta, me di cuenta de que era muy obesa. Debi de leer el asombro en mis ojos, porque sonri e hizo como si dibujara con sus manos sus enormes caderas. Me puse mis vaqueros negros, mi blusa escarlata y la boina, en la que llevaba prendido el nico pendiente Hilal que me quedaba. Me coloqu las famosas gafas negras que l me haba regalado antes de partir. Unas gafas en seal de luto, pero era yo la que me haba perdido. Quera dejarle algo de recuerdo a Nada, le regal mi ejemplar de Frantz Fanon, totalmente sobado y acartonado, como un prospecto sin ilustraciones sacado de un cubo de basura. Pero era lo ms valioso que tena. Cuando bes a Nada Chvez, me dio algunos dlares, unos billetes atados con una goma, lo mismo que Huriya cuando estbamos a punto de irnos de Tabriket. Baj por la escalera y pas por delante de la sala de guardia, muy recta, con la vista al frente. Llevaba tanto tiempo sin salir que la cabeza me daba vueltas y mis piernas se negaban a caminar; estuve a punto de regresar. Oa el sonido de mis pasos sobre la acera, el ruido de la sangre en mis venas y el rumor del viento en mis pulmones. Pero no oa nada ms. Camino durante das. Hasta el final de las calles, hasta el mar. Hasta el final del mundo, hasta la muerte. Me deslizo entre la gente, entre los coches, corro a menudo. Soy la ms rpida. Nada puede detenerme. Aprend a correr hace mucho tiempo, cuando sal del patio de Lalla Asma. Aprend a evitar las trampas, los peligros, a la polica de Zohra. Acecho con el rabillo del ojo, me lanzo, guardo el equilibrio como una funmbula en la mediana de la calzada. Los camiones, los autobuses y los trailers pasan casi rozndome. El viento me golpea el rostro, aspiro el polvo fino y negro que levantan sus diez neumticos. Camino en el sentido contrario al de los vehculos, es algo que s por instinto. Si caminas en el mismo sentido que ellos, no los ves venir. T eres la presa, la vctima. Los coches aminoran

la velocidad, se arrastran a lo largo de la acera con sus caps brillantes y sus vidrios ahumados. Se abren las puertas y unos brazos tratan de agarrarte, de hacerte subir. En cambio, si caminas en sentido contrario, la que ests loca eres t y ellos son los que te tienen miedo, dentro de sus carroceras, detrs de sus vidrios. Se echan a un lado, te dejan en paz. Seguramente dan bocinazos y allan como lobos. Pero en el atardecer tienes el sol de frente; el sol te quema el pecho y los cabellos, y no oyes nada. Me acuerdo de Nada Chvez, mi princesa del fondac de San Bernardino. Tan hermosa con sus caderas anchas, su rostro de india, sus ojos, en los que yo poda leer como en las corrientes que se deslizan por la superficie del agua, y su mano fresca como el roco de la maana. Fue la nica que no me hizo ninguna pregunta, que no me tendi ninguna trampa. Cuando llegaba por las maanas, se sentaba en la silla de plstico, a la cabecera de mi cama, y extenda su mano para que yo depositara en ella el pauelo de papel con las pldoras blancas y rojas que hacen dormir a los locos. Despus apoyaba su mano en mi frente y me daba fuerzas. Y un da, cuando supo que yo ya estaba preparada, me abri la puerta para que me fuera.

Para comer, para estar a la sombra, o al resguardo de las lloviznas matinales, voy a los grandes centros comerciales. Desde la estacin de Greyhounds, en la Sptima Avenida, hasta Santa Mnica, se tarda una hora en autobs, o media hora a pie. Cuando llego all, me encuentro a mis anchas. Desaparezco en medio de la muchedumbre, recorro los pasillos, cruzo las placitas, las terrazas, bajo por las escaleras mecnicas, me subo en los ascensores transparentes. Me paseo por todas partes, incluso por el stano, por los aparcamientos. Estoy muy ocupada. No camino al azar. Me conozco cada recoveco, cada pasaje. Como antao en el tejado de la Rue Javelot, pero esto es tan grande como una isla, tan grande como un continente. Conozco los nombres, los rostros, los diseos de los escaparates. Tengo fichados a los guardias. Y ellos me tienen fichada a m. Creo que han debido de verme en las pantallas de sus televisores y se han avisado unos a otros: Hay una chica extraa, una chica de color, con una camisa roja y una boina negra en la que lleva prendido algo parecido a una estrella o una luna. No la perdis de vista!. Unas sombras me siguen el rastro, como los lobos en los bosques de Canad, como los tiburones en la baha de Copacabana. Los llevo detrs de m, s exactamente dnde estn y lo que hacen. Puedo despistarles cuando quiera, pero me divierte saber que estn ah, que se pasan el relevo, que me siguen con los ojos. Entonces hago como que me escondo, escojo despacio unas chaquetas de cachemira, dudo, toco las telas, miro las etiquetas, con la cabeza un poco ladeada, como una gallina al acecho. Despus lo dejo todo y me voy rpidamente. Una vez me detuvieron. Una mujer brutal me meti en una cabina y me registr de arriba abajo. No saba con quin se las gastaba. No saba que yo tena ojos detrs de la cabeza. Desde que me qued sorda del segundo odo, puedo verlo todo a kilmetros, puedo percibir el movimiento de un guardia que se rasca la entrepierna en la otra punta del vestbulo. No iba a robar slo para darle el gusto de atraparme. Me limito a probarme la ropa. Es mi forma de ser otra, es decir, de ser yo. Faldas cortas de cuero negro o de rayn, vestidos blancos ajustados, pantalones a media pierna, vaqueros sper holgados. Chaquetones, camisas de seda, jersis de T. Ilfiger, de Nautica, polos Gap, R. Loren, C. Klein, Lee, y camisas blancas de L. Ashley. Voy al departamento de hombres, me pruebo los trajes, los abrigos, los monos Oshkosh, los chubasqueros The Men's Store y Sears. Despus me

vuelvo a poner mis vaqueros negros, mi camisa escarlata y mi boina, y me voy. Busco mi reflejo en los espejos. Me da miedo, me atrae. Soy yo y no soy yo. Giro sobre m misma, miro los colores vivos, las telas brillantes. Mis ojos ya no son mis ojos. Parecen dibujos: largos, arqueados, en forma de hoja como los de Nada o en forma de llama como los de Simone. Ya tengo las arruguitas que sonren en los rabillos de los ojos de la vieja Tagadirt. O las profundas ojeras de Huriya cuando su hijo estaba a punto de nacer bajo tierra. Quiero hablar con mi cuerpo. Camino hacia el espejo, a lo largo del pasillo, como una princesa en su balcn. Camino, giro, me contoneo, y siento las miradas sobre m, las lentes de las cmaras invisibles. Algunas veces, las dependientas se paran y me miran. O bien los nios y los adolescentes. En una ocasin se me acerc una chica con una agenda, quera que le firmara un autgrafo, como si fuera una estrella de Hollywood. Escrib NADA Mafoba. Tena catorce aos, una bella cara de gatita, unos grandes ojos oscuros y almendrados, los cabellos recogidos en un moo y un vaquero demasiado grande para ella, desgastado por las rodillas. Le dije que me escribiera su nombre en una hoja de su agenda. Se llamaba Anna. Para comer me compro bocadillos baratos. A veces voy a los restaurantes, a Wilshire, Halifax, La Cienega, y me esfumo antes del postre. Algunos hombres me invitan. Me siguen y yo los llevo hasta una cafetera. Se sientan a mi mesa, les dirijo una sonrisa y s que no tendr que pagar nada. Cuando descubren que soy sorda, les entra miedo. O bien se ponen como una furia. Yo como y bebo y, antes de que se den cuenta, ya estoy fuera, cruzo corriendo y tomo las calles de sentido nico. Una vez hubo uno que no lo aguant. Estuvo dando vueltas y vueltas en su coche hasta que me encontr. Era un tipo guapo, alto y bien vestido, pero era un canalla. Corri detrs de m y me tir de un puetazo al suelo, con mis gafas negras y mi bolsa. Nadie me ayud a levantarme. Deban de pensar: Mira, una puta a la que acaban de pegar!. Antes de que anochezca tomo el autobs para ir a la Sptima Avenida. Paso por delante del chfer sin pagar. A veces no me dicen nada, pero cuando se enfurecen, hago el gesto de que no oigo y les pago con mis quarts. El albergue es un gran edificio de ladrillos que est junto a Alameda. Siempre hay una cola de gente esperando, sobre todo de gente como yo, con la piel oscura y los cabellos negros. A las seis, reparten caf y bocadillos. El dormitorio de las mujeres est en la parte de atrs, en medio de un cuadrado de hierba amarillenta adornado con unas yucas muy grandes. Desde mi cama, veo las hojas de las yucas contra el cielo de color malva. Las mujeres se lavan en grupo en una sala de duchas de cemento gris. Nadie mira a nadie, pero yo observo de reojo sus espaldas cansadas, sus pechos, su piel amarilla, gris, chocolate, sus vientres cosidos de cicatrices moradas, sus piernas con varices. Es como es, no pienso en nada, slo existo a travs de mis ojos. Despus me pongo debajo del agua caliente que me escuece en la boca, donde aquel canalla me golpe. No duermo. O bien duermo con los ojos abiertos.

La msica fue lo que me salv. Haba visto un piano negro muy bonito en Beverley. Cada vez que pasaba por delante, no poda apartar los ojos de l. Esa tarde no haba demasiada gente y un hombre diferente vigilaba el piano. Era muy joven, rubio, con gafas y sin demasiada barbilla, se pareca a Jean Vilan. Lea un libro sentado en su silla. Me acerqu al piano; toqu la madera negra y el teclado de color marfil. Mir al vigilante: segua leyendo sin prestarme atencin. Pens: Estar sordo l tambin?. Me sent al piano y

empec a tocar. Al principio rozaba las teclas con los dedos tratando de volver a encontrar los sonidos en mi cabeza; canturreaba, susurraba. Inclinaba la cabeza de lado para captar bien los sonidos, como haca Simone cuando me enseaba. Y luego, de pronto, me empezaron a venir. Mis dedos se deslizaban sobre el teclado, volva a encontrar los acordes, las melodas, cambiaba los estribillos. Tocaba temas de Billie, de Jimi Hendrix, fragmentos que se interrumpan, que desaparecan. Tocaba todo lo que se me ocurra, sin orden, sin detenerme, improvisaba como en Chicago, como en la Butte-aux-Cailles, volva atrs, empezaba de nuevo, y los sonidos brotaban fuera de m, de mi boca, de mis manos, de mi vientre. No vea nada, estaba dentro de la caja del piano con la boca abierta, mi vientre que resonaba, mi garganta, incluso mis piernas, como si caminara al aire libre, al sol, como si corriera. Ahora oa la msica con todo mi cuerpo, me envolva un escalofro que se deslizaba sobre mi piel, que me haca dao incluso en los nervios, en los huesos. Los sonidos inaudibles suban por mis dedos, se mezclaban con mi sangre, con mi respiracin, con el sudor que me caa por el rostro y la espalda. El joven se haba acercado a m. Estaba de pie, un poco apartado, y yo no poda verle la cara. Pero vi que en el vestbulo, en la entrada de la tienda, haba mucha gente parada: nios sentados en el suelo, parejas enlazadas, viejos en chndal chupeteando sus botellas de soda. En un determinado momento vi a Anna, la chica que me haba pedido que le firmara un autgrafo. Se haba metido en la tienda y se haba sentado en el escaln de la tarima, como cuando yo escuch a Sara por primera vez en el hotel Concorde, en Niza. Yo tocaba para ella, para ellos, recuperaba mi msica, el redoble sordo de los tambores de Raumur-Sbastopol, de Tolbiac, de Austerlitz. La voz de Simone cantando el viaje de regreso a la costa africana, y las sirenas de los polis y los golpes que le daban a Alcidor en la calle Robinson, en Chicago. Comprenda que ya no tocaba slo para m, sino para todos los que me haban acompaado: para la gente que viva en los stanos de la Rue Javelot, para los emigrantes que iban conmigo en el barco y por la carretera del Valle de Arn, y tambin para los emigrantes de Suikha y del campamento Tabriket, que esperan en el estuario del ro, que miran interminablemente la lnea del horizonte como si fuera a cambiar algo en sus vidas. Tocaba para todos ellos y, de pronto, me acord del nio que la fiebre se haba llevado y toqu tambin para l, para que mi msica le llegara al secreto lugar en el que se encontraba. Me senta invadida por la msica, la oa pasar sobre la piel de mi rostro de la misma forma que un ciego puede or la crepitacin del sol y el sonido del mar. Sent que los ojos se me llenaban de lgrimas. Era la primera vez que lloraba desde haca mucho tiempo, desde que Yamba El Hadj Mafoba se haba quedado helado completamente solo en su cama, en vry-Courcouronnes. Hubiera podido seguir tocando as para siempre. Not que las manos de los guardias me levantaban con mucho cuidado. Volv a extender los dedos hacia el teclado, pero de pronto ya no haba nada, slo silencio. Muy poco a poco, como en una procesin, los guardias me llevaron a lo largo del vestbulo, mientras, a los lados, la gente me aplauda en silencio. Anna camin durante un momento a mi lado, no aplauda, no hablaba, slo tenda su mano hacia m, y su cara de gatita estaba muy triste; vi durante un instante sus ojos alargados y brillantes de lgrimas. Los guardias me metieron en un furgn blanco; dentro haba un hombre mayor que se pareca al seor Ruchdi, el profesor de mi biblioteca. Me estrech contra l, como si me conociera. Estaba tan cansada, que me abandon, apoy mi cabeza en su hombro y creo que me qued dormida.

Ahora estoy por fin a la sombra, sentada dentro de una pequea habitacin para m sola que, al estar orientada hacia el norte, se encuentra completamente protegida del sol. No hay ventana, slo un tragaluz enrejado en lo alto de la pared por el que slo se ve el cielo, azul en este momento. Junto a la cama hay una silla de plstico y una mesilla de noche. Dentro de ella hay un orinal y, en un cajn, la bolsa negra en la que tengo todas mis cosas, es decir, las gafas negras y la boina en la que prend mi ltimo pendiente Hilal. El profesor viene a visitarme todas las maanas. No s si realmente es profesor, pero yo le he llamado as en recuerdo del amable seor Ruchdi de mi biblioteca junto al museo. Le divierten los malabarismos que hago con el ingls, el francs y el espaol. l no habla slo me hace preguntas y escribe en grandes hojas de papel que arranca de su bloc. Escribe nerviosamente, en letras maysculas, cosas como sta: Cmo se encuentra de estado de nimo?, Cul es su postre preferido?. Pero le gustara saber de dnde soy, lo que me ha sucedido, si tengo familia y cmo se llamaba el hombre que me dej embarazada. Cuando me pregunta sobre mi familia, escribo nombres que l lee con atencin, como si fueran un enigma: Nada, Sara, Anna, Magda, Malika. Cree que soy mexicana, o haitiana, o quiz guayanesa. Hoy ha venido Chvez por primera vez. No s cmo me ha encontrado. Tal vez tengan un mismo fichero para los dos hospitales, o a lo mejor ha ledo en el peridico local un artculo con mi fotografa y este apetitoso titular: LA CONOCE USTED? No llevaba puesto su uniforme de enfermera; iba vestida con un pantaln muy grande y una blusa de flores de embarazada, me imagino que por solidaridad. Nos hemos dado un beso como si furamos viejas amigas, y luego ella se ha sentado en la silla y yo en la cama. Hemos hablado y redo, y despus me ha hecho salir al jardn. Esto no es San Bernardino, sino Mount Zion, en Beverley. Hay palmeras y hojas por todas partes, una hierba muy verde y dinero. No est vallado ni hay guardias. Podra irme sin ningn problema. Tal vez por eso mismo me haya quedado. Todas las maanas, Chvez viene a verme con el Profesor. Ha debido de pedir un permiso para poder faltar al trabajo. O quiz su trabajo sea yo. Nos montamos en el coche del profesor y damos vueltas por las calles, sin rumbo fijo. l me hace preguntas, siempre con su bloc de papel. Le gustara saber quin soy, qu he hecho y dnde he aprendido a tocar el piano. Volvimos juntos al centro comercial, delante del piano, pero no me inspir. El vigilante haba cambiado, ya no era el joven que me gustaba tanto. El piano era inmenso y estaba completamente solo en medio de la tienda, como un artilugio infernal. Entonces les llev a una librera para comprar unas revistas de moda y me puse a hojear unos libros, al azar. De pronto, reconoc la fotografa del profesor en la sobrecubierta de un libro de filosofa. El libro se titulaba Hypnos and Thanatos, o algo parecido. Debajo del ttulo, estaba escrito su nombre: Edward Klein. Yo estaba muy contenta de saber cmo se llamaba y l pareca un poco apurado, pero tambin contento. Me sonri ligeramente, como si dijera: S, se soy yo. Ms tarde me regal su libro con una dedicatoria: To my dearest unknown!. Cierta tarde, la puerta de mi habitacin del hospital Zion se ha abierto y he reconocido a Mister Leroy. Pero no me ha producido ningn asombro. He llegado a un punto en el que todo me resulta normal y al mismo tiempo absolutamente irracional.

Como todo tiene su explicacin, dir que ha venido por Nada Chvez. Dentro de mis Condenados de la tierra, haba olvidado una copia de mi contrato con Canal. Nada ha llamado por telfono a Chicago y Mister Leroy ha tomado el primer avin. Me trae una invitacin para el Festival de Jazz de Niza. Alli han visto de todo, incluso a una sorda tocando el piano. Con el mismo impulso sincero y torpe, Chvez ha pedido en informacin el nmero de telfono de Jean Vilan, quien seguramente va a tener problemas con Angelina, porque llega maana. Es posible que tenga que renunciar a la mdica lituana. Dios es testigo de que yo no he pedido nada a nadie. Volv a Niza con otro nombre y otro rostro. Haca mucho que esperaba ese momento, era mi revancha. Tal vez todo lo que he hecho ha sido para poder llegar a l. Simone, que de esto saba algo, deca siempre que el azar no existe. La organizacin del festival me aloj en el hotel de la orilla del mar donde la mujer de bronce segua tratando de escapar de los muros que la aprisionaban. Siempre haba un piano encima del estrado y alguien cantando temas de Billie Holiday. Yo tambin cant mi cancin encima del estrado, por la noche. En el increble bochorno, bajo un cielo plomizo, todos los das caminaba por las calles de Niza, como si pudiera reconocer algo. La gran playa de piedras pareca un hormiguero, las calles estaban atascadas de coches. Por todas partes se vea a la muchedumbre cansada, ociosa. Por all haba caminado con Juanico. Fui en autobs a lo largo del torrente desecado, hasta los pilares de la autopista, y busqu la entrada del campo. Realmente yo no deba de ser la misma, porque nada ms cruzar la puerta del campo, entre las alambradas, un hombre me cerr el paso con su camioneta. Tena una mirada brutal, malvada. Cuando le pregunt por Ramon Ursu, se burl de m. Grit a los dems algo que no entend, un nombre deformado: Russu! Russu!. En ese momento lleg otro hombre, alto, con bigote y muy elegante, a pesar de sus harapos. Me hizo un gesto dicindome que all no haba nadie, que todo el mundo se haba ido. Me volvi a acompaar hasta la entrada del campo. Trat de llamar por telfono a Jean para decirle que viniera enseguida. Para hablarle del nio que bamos a tener en cuanto yo volviera. Pero a causa del desfase horario, slo pude hablar con el contestador. No saba qu decir, dije que le volvera a llamar. Estaba mareada, me dola mucho el costado. Me acordaba de Huriya cuando caminaba por la montaa con su hijo dentro de su vientre. Por qu no tena yo el mismo coraje cuando adems ya no llevaba nada en mi vientre? De pronto la msica me ahogaba. Slo deseaba silencio, sol y silencio. Dej un mensaje para la organizacin del festival diciendo que lo anulaba todo. Me fui del hotel por la tarde y tom un tren nocturno para Cerbre, para Madrid, para Algeciras. Era verano, haba turistas por todas partes. Los hoteles estaban completos. En Algeciras pas dos das en un aparcamiento polvoriento, lleno de coches parados, de caravanas. Dorm en el suelo, envuelta en una manta. Una familia marroqu comparti conmigo su agua, su Fanta y su pan. Los nios jugaban entre los coches parados, bailaban con la msica de sus radiocasetes. De vez en cuando, unos guardias armados con fusiles ametralladores pasaban a lo lejos, al otro lado del recinto alambrado. El sol quemaba en el centro del cielo blanco. Pero las noches eran suaves y frescas. Hablbamos a travs de gestos, contbamos las horas y los das, en un calendario. Al principio los nios se burlaban de m porque era sorda, pero despus se acostumbraron. Para ellos, no era ms que un juego. Al tercer da, nos embarcamos en el ferry. Yo no saba muy bien por qu estaba all. Segua a la gente, sin entender. No iba en busca de ningn recuerdo ni a sentir el escalofro de la

nostalgia. Ni tampoco el regreso al pas natal, porque, adems, yo no tengo. Ni las dos orillas. Mi orilla, ahora, es la del gran lago azul bajo el viento fro de Canad. Era ms bien como un hilo que se tensaba hasta el centro de mi vientre y tiraba de m hacia un lugar que no conoca. Viaj en autocar hacia el sur. Haba turistas alemanas en pantaln corto, francesas con sombreros y americanas en chancletas. Hacamos una parte del viaje juntas y luego ellas se iban en otra direccin. En Marrakech yo tom un autobs para ir a la montaa y ellas se fueron hacia el mar, a Agadir, Essauira y Tan Tan Plage. En Tizin Tichka, mientras el conductor del autobs se tomaba un t, le compr a un alemn una enorme amonita para Jean. Como no me caba en la bolsa, el alemn me fabric una mochila con una vieja bolsa de rafia. Era un hombre alto y fuerte, con la piel roja como los indios americanos, e iba vestido con un sayal. Me ense una tarjeta postal que su hermano le haba enviado desde Amrica, desde un pueblo del bosque, en el estado de Washington. As es como llegu a Fum-Zguid. Por el sur, la carretera va hacia Tata, por el norte, hacia Zagora. De frente, slo las pistas abiertas por los camiones y los senderos para las cabras y los camellos. Atravieso la extensin spera, pelada, con sus pozos desecados y las chozas de barro y piedra que parecen nidos de avispas. Ya he llegado. No puedo ir ms lejos. Estoy como en el borde del mar, o en la orilla de un estuario infinito. He dejado mi bolsa y la amonita en una habitacin del pueblo. Al gua que he contratado en el hotel he estado a punto de hacerle por primera vez la pregunta que guardo en mi boca desde hace tanto tiempo: Sabe usted si aqu raptaron a una nia hace quince aos?. Pero no le he dicho nada. En cualquier caso saba que no tena respuesta. Desde que he vuelto, mi odo ha mejorado mucho, pero acaso es suficiente or las voces y las palabras para comprender? Las gentes de aqu, la gente que veo y la gente de las aldeas que no veo, pertenecen a esta tierra de la misma forma que yo nunca he pertenecido a ninguna. Hacen la guerra, algunos vienen a apoderarse de una tierra que no les pertenece, a cavar pozos en un lugar que no es suyo. La gente de aqu, la gente de Asaka, Alugum, los Ouled Aissa, los Uled Hilal, lo nico que pueden hacer es luchar. Hay heridos, muertos. Las mujeres lloran. Algunos nios desaparecen. Qu podemos hacer si las cosas son as? Es aqu, ahora estoy segura. En el cenit, la luz es igual de blanca, la calle est igual de desierta. La luz hace llorar los ojos. El ardiente viento arrastra el polvo a lo largo de los muros. Para protegerme del viento y la luz, me he comprado una gran almalafa azul, como las mujeres de aqu, y me he envuelto en ella, dejando tan slo una abertura para los ojos. En mi vientre ya me parece sentir los ligeros movimientos del nio que tendr, que vivir. Si he venido aqu, hasta el otro extremo del mundo, ha sido tambin por l. El gua se ha cansado de seguirme en mis idas y venidas a lo largo de la calle desierta. Est sentado en una piedra, a la sombra de una pared; fuma un cigarrillo ingls observndome de lejos. No es un Ouled Hilal, ni un Aissa, ni un Khriuiga invasor. Es demasiado alto, se ve perfectamente que es de la ciudad, de Zagora, o de Marrakech, tal vez incluso de Casa. Al final de la calle, delante de la ltima casa, justo donde empieza el desierto, hay una anciana vestida de negro sentada en un taburete, delante de la puerta de su patio. Su rostro no est oculto bajo un velo, es negro y arrugado, como un trozo de cuero viejo y quemado. Me mira acercarme, sin bajar los ojos. Su mirada, cortante como una piedra, parece tan vieja y dura como la amonita de Jean. Es una autntica Hilal, pertenece al pueblo de la media luna. Me he sentado junto a ella. Es bajita y delgada, apenas me llega al hombro, como una nia.

La calle est vaca, desollada por el sol del desierto. Mis labios estn secos y agrietados; hace un momento, al pasarme el dorso de la mano por ellos, he visto que me sangraban. La anciana no me habla. No se ha movido cuando me he sentado. Slo me ha mirado: en su rostro de cuero negro sus ojos son brillantes y tersos, muy jvenes. No necesito ir ms lejos. Ahora s que por fin he llegado al final de mi viaje. Es aqu y slo aqu. La calle blanca como la sal, los muros inmviles, el grito del cuervo. Aqu es donde hace quince aos, hace una eternidad, me rapt alguien del clan Khriuiga, un enemigo del clan de los Hilal, por un asunto de agua, de pozos, por venganza. Cuando tocas el mar, tocas la otra orilla. Aqu, posando mi mano en el polvo del desierto, toco la tierra en la que nac, toco la mano de mi madre. Jean llega maana, he recibido su telegrama en el hotel de Casa. Ahora estoy libre, todo puede empezar. Como mi ilustre antepasado (i otro ms!) Bilal, el esclavo que el Profeta liber y envi a recorrer el mundo, he salido finalmente de la edad de la familia para entrar en la del amor. Antes de irme, he tocado la mano de la anciana, lisa y dura como una piedra del fondo del mar, una sola vez, ligeramente, para no olvidar.

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