3-El Pequeño Heidelberg

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EL PEQUEO HEIDELBERG

Tantos aos bailaron juntos El Capitn y la Nia Elosa, que alcanzaron la perfeccin.
Cada uno poda intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de la
prxima vuelta, interpretar la ms sutil presin de la mano o desviacin de un pie.
No haban perdido el paso ni una sola vez en cuarenta aos, se movan con la precisin de
una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso resultaba tan
difcil imaginar que nunca haban cruzado ni una sola palabra.
El Pequeo Heidelberg es un saln de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en un
cerro rodeado de plantaciones de pltanos, donde adems de buena msica y de un aire
menos bochornoso, ofrecen un inslito guiso afrodisaco aromatizado con toda suerte de
especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta regin, pero en perfecto
acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes de la crisis del
petrleo, cuando se viva an en la ilusin de la abundancia y se importaban frutas de otras
latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero despus que del
petrleo qued slo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores,
hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas en un amplio crculo que
deja al centro un espacio libre para el baile, estn cubiertas con manteles a cuadros verdes y
blancos y las paredes lucen escenas buclicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con
trenzas amarillas, fornidos mocetones y vacas impolutas. Los msicos -vestidos con
pantalones cortos, calcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el
sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas- se sitan sobre una
plataforma coronada por un guila embalsamada, a la cual, segn dice don Rupert, de vez en
cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acorden, el otro un saxo y el tercero se las
arregla con pies y manos para hacer sonar simultneamente la batera y los platillos. El del
acorden es un maestro de su instrumento y tambin canta con clida voz de tenor y un vago
acento de Andaluca. A pesar de su disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de
las seoras asiduas al saln y varias de ellas acarician la secreta fantasa de quedar
atrapadas con l en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo,
donde exhalaran contentas el ltimo aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces
de arrancar tan desgarradores lamentos al acorden. El hecho de que la edad promedio de
esas damas alcance los setenta aos, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, ms
bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo despus de la
puesta del sol y termina a medianoche, excepto los sbados y los domingos, cuando el local
se llena de turistas y deben continuar hasta que el ltimo cliente se retire, en la madrugada.
Slo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en vez de
hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeo Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin.
En la cocina reina doa Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a quienes
pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada
en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella invent el struddel de frutas
tropicales y ese guiso afrodisaco capaz de devolverle el vigor al ms apabullado. Las mesas
son atendidas por las hijas de los dueos, un par de slidas mujeres, perfumadas a canela,
clavo de olor, vainilla y limn, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas
rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al pas
escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores, artesanos, gentes
amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha
nivelado en esa benvola cortesa de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de
mariposa y chaquetas, pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de
cerveza les calienta el alma, van despojndose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las
mujeres visten de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido
rescatados del bal de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de
adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus motos

y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el nico propsito de burlarse de los
viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el msico de la batera y el
saxofonista estn siempre dispuestos a arremangarse e imponer orden.
Los sbados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado su
racin del guiso afrodisaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La Mexicana y se
sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galen - quilla alta, barrigona,
amplia de popa, rostro de mascarn de proa- que luce un escote maduro, pero an turgente, y
una flor en la oreja. No es la nica vestida de bailadora flamenca, por supuesto, pero en ella
resulta ms natural que en las otras seoras de pelo blanco y cintura triste que ni siquiera
hablan un espaol decente. La Mexicana bailando la polca es una nave a la deriva en olas
abruptas, pero al ritmo del vals parece deslizarse en aguas dulces. As la vislumbraba a veces
en sueos El Capitn y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen
que El Capitn provena de una flota nrdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto
en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacan sepultados en lo
profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser tiles en el paisaje caliente de esta
regin, donde el mar es un plcido acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la
navegacin de los intrpidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un rbol sin
hojas, la espalda tiesa y los msculos del cuello todava firmes, vestido con su chaqueta de
botones dorados y envuelto en esa aura trgica de los marinos retirados. No se le escuch
nunca ni una palabra en espaol o en algn otro idioma conocido. Treinta aos atrs don
Rupert dijo que El Capitn era seguramente finlands, por el color de hielo de sus pupilas y la
justicia irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo.
Por lo dems, en el Pequeo Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va all a
conversar.
Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y conveniencia de
todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres
tambin toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si as lo desean. Es una solucin
justa para las viudas sin compaa. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque se entiende
que ella lo considerara ofensivo, y los caballeros deben aguardar, temblorosos de
anticipacin, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en el cenicero, descruza las
feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpio, avanza hasta el escogido y se le
planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo
menos cuatro piezas para El Capitn. l la coga por la cintura con su firme mano de timonel y
la guiaba por la pista sin permitir que sus muchos aos le cortaran la inspiracin.
La ms antigua parroquiana del saln, que en medio siglo no falt ni un sbado al Pequeo
Heidelberg, era la Nia Elosa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz
y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se gan la vida fabricando
bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregn totalmente y ola a fiesta de
cumpleaos. A pesar de su edad, an guardaba algunos gestos de la primera juventud y era
capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile sin descalabrarse los rizos del
moo ni perder el ritmo del corazn. Haba llegado al pas a comienzos del siglo, proveniente
de una aldea al sur de Rusia, con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante.
Vivieron juntas fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y
de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin ms diversin que El
Pequeo Heidelberg cada fin de semana. Desde que muri su madre, la Nia Elosa acuda
sola. Don Rupert la reciba en la puerta con gran deferencia y la acompaaba hasta su mesa,
mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En
algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona ms
anciana y sin duda la ms querida. Era tmida, nunca se atrevi a invitar a un hombre a bailar,
pero en todos esos aos no tuvo necesidad de hacerlo, porque para cualquiera constitua un
privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con delicadeza para no descomponerle algn

huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una bailarina graciosa y tena esa fragancia dulce
capaz de devolverle a quien la oliera los mejores recuerdos de su infancia.
El Capitn se sentaba solo, siempre en la misma mesa, beba con moderacin y no demostr
jams ningn entusiasmo por el guiso afrodisaco de doa Burgel. Segua el ritmo de la
msica con un pie y cuando la Nia Elosa estaba libre la invitaba, cuadrndosele al frente con
un discreto chocar de talones y una leve inclinacin. No hablaban nunca, slo se miraban y
sonrean entre los galopes, escapes y diagonales de alguna aeja danza.
Un sbado de diciembre, menos hmedo que otros, lleg al Pequeo Heidelberg un par de
turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los ltimos tiempos, sino unos
escandinavos altos, de piel tostada y cabellos plidos, que se instalaron en una mesa a
observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los jarros de cerveza,
se rean con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitn
en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le lleg el sonido de su
propia lengua, entero y fresco, como recin inventado, palabras que no haba odo desde
haca varias dcadas, pero que permanecan intactas en su memoria. Una expresin suaviz
su rostro de viejo navegante, hacindolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta
donde se senta cmodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversacin. Por
ltimo se puso de pie y se acerc a los desconocidos. Detrs del bar, don Rupert observ al
Capitn, que estaba diciendo algo a los recin llegados, ligeramente inclinado, con las manos
en la espalda. Pronto los dems clientes, las mozas y los msicos se dieron cuenta de que ese
hombre hablaba por primera vez desde que lo conocan y tambin se quedaron quietos para
escucharlo mejor. Tena una voz de bisabuelo, cascada y lenta, pero pona una gran
determinacin en cada frase. Cuando termin de sacar todo el contenido de su pecho, hubo
tal silencio en el saln que doa Burgel sali de la cocina para enterarse si alguien haba
muerto. Por fin, despus de una pausa larga, uno de los turistas se sacudi el asombro y
llam a don Rupert para decirle en un ingls primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso
del Capitn. Los nrdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Nia Elosa
aguardaba y don Rupert se aproxim tambin, quitndose por el camino el delantal, con la
intuicin de un acontecimiento solemne. El Capitn dijo unas palabras en su idioma, uno de
los extranjeros lo interpret en ingls y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque,
lo repiti en su espaol torcido.
-Nia Elosa, pregunta El Capitn si quiere casarse con l. La frgil anciana se qued sentada
con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pauelo de batista, y todos
esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logr sacar la voz.
-No le parece que esto es un poco precipitado?-musit. Sus palabras pasaron por el
tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.
-El Capitn dice que ha esperado cuarenta aos para decrselo y que no podra esperar hasta
que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le conteste ahora.
-Est bien -susurr apenas la Nia Elosa y no fue necesario traducir la respuesta, porque
todos la entendieron.
Don Rupert, eufrico, levant ambos brazos y anunci el compromiso, El Capitn bes las
mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los msicos
batieron sus instrumentos en una algaraba de marcha triunfal y los asistentes hicieron una
rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lgrimas, los hombres brindaban
emocionados, don Rupert se sent ante el bar y escondi la cabeza entre los brazos, sacudido
por la emocin, mientras doa Burgel y sus dos hijas destapaban botellas del mejor ron.
Enseguida los msicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la pista.
El Capitn tom de la mano a esa suave mujer que haba amado sin palabras por tanto
tiempo y la llev hasta el centro del saln, donde bailaron con la gracia de dos garzas en su
danza de bodas. El Capitn la sostena con el mismo amoroso cuidado con que en su juventud
atrapaba el viento en las velas de alguna nave etrea, conducindola por la pista como si se
mecieran en el tranquilo oleaje de una baha, mientras le deca en su idioma de ventiscas y

bosques todo lo que su corazn haba callado hasta ese momento. Bailando y bailando El
Capitn sinti que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso estaban ms alegres y
livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la msica ms vibrantes, los pies ms, rpidos,
la cintura de ella ms delgada, el peso de su pequea mano en la suya ms ligero, su
presencia ms incorprea. Entonces vio que la Nia Elosa iba tornndose de encaje, de
espuma, de niebla, hasta hacerse imperceptible y por ltimo desaparecer del todo y l se
encontr girando y girando con los brazos vacos, sin ms compaa que un tenue aroma de
chocolate.
El tenor le indic a los msicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para
siempre, porque comprendi que con la ltima nota El Capitn despertara de su ensueo y el
recuerdo de la Nia Elosa se esfumara definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos
del Pequeo Heidelberg permanecieron inmviles en sus sillas, hasta que por fin La Mexicana,
con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levant y avanz discretamente
hacia las manos temblorosas del Capitn, para bailar con l.

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