No Ha Claudicado

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No ha claudicado

Mario Benedetti

Muchas noches haba cumplido en sueos esto que ahora haca: apretar el
botn del timbre en la vieja casa de Milln. Siempre se despertaba rencoroso,
fastidioso consigo mismo por esa debilidad del subconsciente, dispuesto a
reintegrarse cuanto antes al odio de veinticinco aos, a la rabia con que, sin
poderlo evitar, sola murmurar el nombre de su hermano. Cierto que haba evitado
las explicaciones -de qu sirven en un caso as?- para no enturbiar el recuerdo de
la madre con tanta sordidez. Tal vez alguien creyese que l haba hecho nmeros
sobre el probable valor del anillo todo brillantes, el collar de perlas legtimas, las
caravanas de topacios. Mentira. A Pascual slo le importaba que hubieran
pertenecido a la madre, saber que efectivamente la haban acompaado en su poca
buena, cuando viva el padre y ella tena an color en las mejillas Hubiera ofrecido
en cambio la chacra de Treinta y Tres que le haba tocado en el reparto y a la que ni
siquiera visitaba.
No haba querido pedir explicaciones. Simplemente haba cortado el dilogo
con Matas. Que se las guardara. Que las vendiese si quera. Y que entregase su
alma al diablo tambin. Haba sido una decisin relativamente fcil, no hablar ms
del asunto; despus de todo se senta cmodo, casi complacido en su silencio.
Y Matas? Matas, por supuesto, haba aceptado la situacin sin buscar la
oportunidad de aclararla. Pascual no recordaba quin haba evitado a quin.
Sencillamente, no se haban hablado ms y ninguno de ellos haba buscado al otro.
Pascual crea entenderlo: "Hace bien, se cura en salud".
Desde muy temprano se haba preparado para esto. Pascual se acordaba con
nitidez de la poca de la glorieta. Matas tena entonces catorce y l doce aos. A la
hora de la siesta, mientras los padres descansaban y llegaba de la cocina el ruido de
platos y de ollas y el runrn de las negras que durante el fregado intercambiaban
los chismes del da, mientras el aire desidioso y caliente empujaba las hojas y de
vez en cuando desprenda de ellas un bichopeludo repugnante y sedoso, Matas y l
se tendan sobre los bancos de la glorieta a leer sus libros de vacaciones. Matas
-arrollado, menudo, nervioso- miraba con desprecio las lecturas de Pascual
(preferentemente, Buffalo Bill y Sandokan).
Pascual, por su parte diriga algn vistazo reprobatorio a los ttulos de
ominosa sensiblera que exhiban los libros de su hermano (La hija del vi zconde,
Madre y destino, La ltima lgrima).
Entonces no coincidan en las lecturas; tampoco coincidieron luego en los
amigos. Los compaeros de Pascual, que haban llegado trabajosamente hasta
segundo de medicina, eran bromistas, enrgicos, desaforados. Los de Matas, que

se aburrieron durante aos en la misma mesa de caf, eran desocupados de


vagarosa abulia, tirando flojamente a intelectuales.
Tambin Susana, la parienta pobre, los haba separado. Matas fue el primero
en enamorarse, y Pascual, que hasta ese momento se haba fijado poco o nada en la
primita, decidi impresionarla con sus torpes requiebros. Despus de todo, un
doble fracaso, ya que sorpresivamente Susana atrap a un vejestorio adinerado y
decidi confinarse en un hogar respetable, con razonables miras a una holgada
viudez.
En una oportunidad, es cierto, los hermanos se haban unido y hasta
regodeado en el asombro de sentirse solidarios: militaron en el mismo partido
poltico y hasta figuraron en la lista del club. A menudo se encontraron discutiendo,
hombro a hombro, contra algn descredo, contra algn candidato a trnsfuga que
registraba las promesas incumplidas, las fallas individuales de los pronombres.
Pascual haba pensado que, pese a sus disensiones, acaso no fuera demasiado tarde
para sentir un arranque fraterno.
El padre ya haba buscado y encontrado su sncope, de modo que noche a
noche se quedaban a acompaar a la madre para distraera en lo posible de ese
farragoso quebranto que iba a oprimir sin remedio sus ltimos aos. Despus
Matas se cas, y Pascual, que todava hoy se aferraba a su paz de soltero, haba
dejado que se extinguiera esa modesta camaradera de la que, sin embargo,
conservaron ambos un recuerdo agridulce.
Pero lleg la muerte de la madre, el nico afecto estable que haban
sostenido y del que Pascual no convalecera tan fcilmente. No hubo, en ninguno
de sus frecuentes sueos, pesadilla ms oprimente que esa visin de la pobre vieja
queriendo desesperadamente irse de este mundo, con los gastados ojos llenos de
zozobra cada vez que un bienintencionado le inventaba esperanzas. Pascual
hubiera
preferido una enfermedad con un sndrome y un foco precisos; no poda
sobreponerse a la idea de que ella se hubiera muerto pura y exclusivamente de
ganas de morir, de enrarecido hasto, de no querer aferrarse a noa. Sin embargo, a
la compungiva sensacin de no haberse hecho indispensable, de no haber
conseguido que la madre desease, por lo menos, vivir por l, Pascual no poda,
empero, rodearla de vergenza. En l pesaba ms la piedad, forzosamente
deslumbrada por aquellos labios que no queran hablar, por aquellos ojos que no
tenan ni siquiera tristeza.
Cuando ella termin de morir, Matas y Susana tuvieron que ocuparse de
todo, porque l estaba desquiciado, en un estado de semipostracin y de sorpresa
que no le dejaba mirarse a s mismo sin compadecerse. Durante muchos das tuvo
horror de que le hablaran de cifras, de intereses, de ttulos. Una sola pregunta
esperaba con ansia. Si Matas le hubiera ofrecido las joyas, las habra aceptado.

Estaba dispuesto a entregar todo en cambio; se le haba convertido en una estril


obsesin el guardar para s aquel tesoro que caba en una mano. No saba
exactamente por qu, pero le pareca lo ms cercano a la madre, lo nico que poda
contenerla con mayor propiedad que aquel pobre cuerpo de los ltimos meses. Ese
collar, ese anillo, esos pendientes, eran an la madre que sonrea, que todava iba a
fiestas, que daba el brazo al padre y lo invitaba a recorrer el jardn en remotas
tardes de sombra vacilante.
Pero Matas no tocaba el tema. Intent hablar de acciones; de tierras, de
depsitos. Nada de las joyas. Pascual asenta: "Arreglalo corno quieras. Me da lo
mismo". Un pudor infrangible le vedaba extorsionar a Matas con su propio
desamparo. Se senta toscamente un pobre hurfano, tan desvalido como si hubiera
tenido siete aos, pero con la tediosa sensacin de su chocante madurez, de que en
adelante el llanto slo iba a valer como un dbil con uro de la piedad ajena.
Un da el hermano no vino a la entrevista concertada. "No quiere hablar.
Mejor. Todo est claro." En la conciencia de Pascual qued definitivarnente
confirmada la trampa de Matas, y cuando, dos meses ms tarde, se cruz con l en
Mercedes y Piedad, ignor provocativamente el pasito corto, la galera impecable,
el habano legtimo, detalles que conoca tan bien como sus propios tics, como sus
opacos y metdicos vicios.
No obstante, algo haba que admitir. Gracias a la tenacidad de ese odio
flamante, lleno en verdad de posibilidades, Pascual haba logrado sobreponerse a la
parlisis en que tendi a sumirle su autolstima. El odio a Matas lo haba revivido,
haba dado pbulo a su diaria cavilacin, creado el impulso til para reintegrarle a
su mundo de pocos estallidos, de esperadas y lentas repeticiones. Las joyas y su
anhelada posesin terminaron por retroceder, por hacerse recuerdo, por
conformarse con exaltar la bilis y apuntalar aquel ritual de abominacin y de
desprecio.
El collar, el anillo, los pendientes, que constituan el ltimo nexo con la
madre, y que, de todos modos, parecan afirmar su recuerdo, haban pasado a ser la
imagen prcer que sostena una oscura tradicin, tan slo eso.
Pascual soportaba la integridad de sus rencores. Reconoca que eran cuenta
pendiente entre l y su hermano, nada ms. No tena por qu hablarlo con sienta, el
abogado de Matas, ni con Sus cada vez menos amigos personales, ni siquiera con
Susana, que una o dos veces por mes vena a tomar el t a, su apartamento de
soltero (l la dejaba invitarse) y soltaba siempre, como al descuido, alguna
preguntita destinada a averiguar qu misteriosa afrenta haba ocasionado la ruptura.
La confianza de tantos aos autorizaba a Pascua a contener la arremetedora
curiosidad de la prima con un qu te importa", que, sin llegar a molestarla, estaba
visto que tampoco la saciaba, ya que en el t siguiente volva a la carga con
renovados bros.

Susana se haba convertido en una cincuentona costosamente vestida, pero el


buen pasar de su viudez no haba alcanzado para aligerarla de grasas ni menos an
para postergar una vejatorio y hombruna calvicie que, fuera de toda duda y bajo
cualquier peluca, constitua el infranqueable martirio, la compensacin abyecta de
su buena vida. A veces Pascual, hombre de pocas y olvidadas pasiones, la
contemplaba atento, como si no pudiera dar crdito a sus ojos, que inevitablemente
tendan a compararla con la agradable coqueta de otrora, aquella buena pieza que
en bailes y paseos, en carnavales de carruajes y flores, los haba hecho suspirar a
Matas y a l, por la posesin de su adorable cuerpecito.
Pero, francamente, por qu iba a hablar con ella? Susana visitaba tambin a
Matas y a su mujer. Los domingos generalmente almorzaba con ellos, despus
iban al Parque Rod, a caminar por el borde del lago, a soportar sin comentarios el
escndalo de los chicos en la calesita, para volver a eso de las siete, llenos de buen
aire, sobre el vaivn del mismo tranva. Susana no hallaba palabras para
encarecerle a Pascual los deliciosos platos de Isoldita, la mujer de Matas, que
hasta los cincuenta y tres aos se haba indignado puntualmente cada vez que
alguien la llamaba con el diminutivo, pero que luego, cansada de su propia
defensa, se haba resignado -ya con dentadura postiza y reumatismo- a sentirse
Isoldita.
Pascual no se conoca demasiado a s mismo; en cambio conoca por
experiencia los sorpresivos arranques de su prima. Una sola vez que hubiera
hablado con ella de las joyas, habra bastado para asegurar la inmediata trasmisin
a Matas de la equvoca, casi hedionda querella. En resumidas cuentas, Pascual
haba cortado el dilogo con su hermano y no tena intencin de renovarlo.
No tena esa intencin? Muchas. veces haba cumplido en sueos esto que
ahora haca: apretar el botn del timbre en la vieja casa de Milln. Siempre se
haba despertado rencoroso, pero ahora... ahora estaba implacablemente despierto,
ahora no claudicaba slo en el subconsciente, ahora estaba creando, en la realidad
y con sus manos, su propia y necesaria humillacin.
Todava no poda creerlo. No lo haba credo la tarde en que, al regresar del
sepelio de Susana, se encontr con la notita de Sienta. No lo haba credo una
semana ms tarde, cuando decidi llamar al abogado y ste le dijo que Matas
quera hablarle, que palabras de Matas) se trataba de algo impostergable, que fuera
en seguida por la casa de Milln, porque l no poda salir, estaba enfermo. No lo
haba credo en el momento en que Sienta le arranc la promesa y ahora, sin
embargo, estaba aqu, desorientado, todava indeciso, cuando en rigor ya de nada
serva la indecisin. Haba cedido, el timbre sonaba adentro y su corazn estaba
viejo. Susana, la pobre y cargante Susana, se haba ido, con peluca y todo, al fondo
de la tierra. A Pascual le pareca sentir que en toda existencia, como en la diaria
jornada, tambin llegaba una hora del Angelus, y que l estaba viviendo esa hora.

Susana era ya un recuerdo inescrutable, que l no amaba ni nunca hubiera podido


amar, pero que haba dejado un mdico vaco circundante.
Tante la puerta de hierro, sabiendo lo que haca, y comprob que estaba
abierta. La empuj suavemente para que no rechinara, y penetr, despus de
veinticinco aos, en el jardn de siempre. A la derecha, el cantero de malvones
blancos y la estatua con los tres angelitos que seguan orinando. Despus la piedra
larga, donde en las maanas de verano haba jugado interminables solitarios de
payana. Luego el abeto del Cucaso, que haba llegado en su cajoncito de
procedencia europea, aunque no precisamente del Cucaso, y que todos anunciaron
que se iba a secar. All atrs, medio oculta por la casa, la glorieta; uno de los
bancos se haba roto, y las hojas -quin sabe- parecan ms dbiles y oscuras.
Entonces la puerta se abri y Pascual vio algo as como la madre de Isoldita,
o la ta, o acaso una parienta vieja, que no saba exactamente qu decir. Pero la
sonrisa conservaba su nombre. "Cmo le va, Isoldita?", dijo con cierta vergenza.
Ella le tendi la mano y l sinti la obligacin de entrar, la horrible curiosidad de
introducirse en la sala y enfrentarse al gran retrato al leo de la madre, hecho por
aquel pintor vasco que haba cobrado trescientos pesos por olvidar el tiempo y las
arrugas. No se detuvo all, pas rpidamente siguiendo a Isoldita, pero la ojeada le
bast para comprobar qu poco recordaba de aquel rostro. La cuada llevaba luto,
por Susana, claro, y toda la casa estaba a oscuras, las persianas cerradas y hasta un
toldo corrido. Matas est arriba", dijo ella, como
disculpndose. Pascual se sinti levemente mareado. En rigor le vino una bocanada
de asco al sentir un dolor agudo en las coyunturas por el esfuerzo de subir esa
misma escalera que antes haba trepado en cuatro saltos.
Isoldita abri la puerta y con las cejas le indic que entrara. Era el antiguo
dormitorio de la madre pero estaba l -era "eso" Matas?- en el lado izquierdo de
la cama con una bufanda griscea, los ojos abotagados y el cabello en mechones.
Pascual se acerc, cada paso costndole una,vida, y Matas dijo, sin esfuerzo
aparente: "Sentate all, por favor. " Se sent, no haba abierto la boca y el otro ya
agregaba: "Mir, tena que hablarte. Ha habido un mal entendido sabs?" Pascual
sinti un repentino calor en las sienes y movi los labios: " Te parece?" Matas
estaba nervioso, con las manos estrujaba la colcha y no hallaba acomodo.
De pronto empez a hablar, lo dijo todo casi de un tirn. Ms tarde Pascual
iba a recordar confusamente que l haba querido interrumpir la explicacin, pero
que de nada haba servido. Matas, aflebrado, incrustando las palabras en su propia
tos, gritando a veces, acomodando maquinalmente la almohada que siempre tenda
a resbalrsele detrs de la cabeza, pareca afanoso por llegar al final, por
convencerse de que el otro entenda: "Voy a serte franco. Claro, quizs ya no sea
tiempo de ser franco. Pensars as y tendrs razn, toda la razn del mundo. Lo
cierto es que cuando muri mam... el quince hizo veinticinco aos, parece

mentira... yo dej de verte, de hablarte... te juro que habas terminado para m... S,
ya s, no viniste a verme, me negaste el saludo, eso fue lo peor, porque yo crea
que no queras hablarme de las joyas... Claro, claro... Ya s que no, pero entonces
lo ignoraba todo. Slo comprenda que no queras-hablarme porque te habas
llevado el collar, los anillos, los pendientes... Para m eso era indiscutible, porque
haban desaparecido y vos no hablabas de ese tema prohibido. Yo no s qu habrn
representado para vos; para m, al menos, eran la presencia de mam. Por eso no
poda perdonarte, me entends? No poda perdonarte que no quisieras hablar del
asunto, y, a la vez (aqu est mi necedad), no quera hablarte yo. Comprend que
yo no poda pedirte nada. Esper que vinieras, no sabs con qu ansia esper que
vinieras. Pero cmo te odiaba! Durante veinticinco aos, da por
da, no te parece francamente horrible? Quin sabe hasta cundo se hubiera
estirado ese rencor si no muere Susana... Nos llam hace unos das, sabs?
Apenas poda hablar, pero nos dio las joyas. Era ella, la cretina. Se las haba
llevado cuando la muerte de mam. Ella, la inmunda Isoldita la miraba y no poda
creerlo. Veinticinco aos... te das cuenta? Y yo sin hablarte... yo sin verte ..."
Slo entonces parece aflojarse y relajar un poco msculos y nervios. Pero en
seguida recuerda lo dems y se apoya en la mesita de noche. Las manos le
tiemblan un poco, pero abre ruidosamente uno de los cajones y saca un paquete
verde y alargado. "Tom", dice, y lo tiende a Pascual. "Tom, te digo. Quiero
castigarme por mi necedad, por mi desconfianza. Ahora que al fin tengo las joyas,
quiero que te las lleves. Entends?"
Pascual no dice nada. Tiene sobre las rodillas el paquetito verde y se siente
como nunca ridculo. Trata de pensar: "De modo que Susana ... ", pero ya Matas
ha arrancado de nuevo y habla a los tirones: "Hay que recuperar el tiempo perdido.
Quiero tener otra vez un hermano. Quiero que vengas a vivir con nosotros, aqu, en
tu casa. Isoldita tambin te lo pide. "
Pascual balbucea que lo va a pensar, que ya habr tiempo para discutirlo con
calma. No puede ms, eso es lo grave. Quiere salir de la sorpresa, saber a ciencia
cierta qu piensa de esto, pero la voz del otro lo acorrala, le exige -como el ms
adecuado recibo de las joyas- el ftido perdn.
Matas tiene ahora otro acceso de tos, mucho ms violento que los
anteriores, y Pascual aprovecha la tregua para ponerse de pie, murmurar cualquier
evasiva, prometiendo volver, y estrechar el sudor de aquella mano que parece
gemela de la suya." cuada que ha asistido, sin pronunciarse, a todo el
arrepentimiento, lo acompaa otra vez hasta la puerta. "Adis, Isolda", dice, y ella,
agradecida, no le exige que vuelva.
Mira sin nostalgia la piedra larga y los angelitos, cierra la puerta de hierro de
modo que rechine, y de nuevo se encuentra en la calle. A decir verdad, no ha
claudicado. La mano izquierda sigue apretando el paquete y l siente de pronto

unas ganas irrefrenables de fumar. Entonces se detiene en la esquina, enciende un


cigarrillo, y al sentir en el paladar la vieja fruicin del humo, ve repentinamente
todo claro. Ahora las joyas ya no importan, el odio hacia Matas sigue intacto; la
prima Susana que en paz descanse.

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