Singleton Sarah - Hechizo
Singleton Sarah - Hechizo
Singleton Sarah - Hechizo
Hechizo
Sarah Singleton
ARGUMENTO
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Sarah Singleton Hechizo
PRÓLOGO
El libro estaba oculto en un cajón de embalaje de madera, en el desván situado encima del
ala oeste de la casa. El lugar se hallaba en proceso de renovación tras permanecer vacío
durante décadas. Quedaban unos pocos muebles deteriorados, pero los inquilinos hacía
tiempo que se habían marchado. Las viejas tejas del tejado se habían desprendido y era
necesario renovarlas. Desde el desván, los obreros bajaban arcones repletos de harapos
enmohecidos, cajas de hojalata llenas de papeles, viejas pantallas de lámpara y montones de
cortinas de terciopelo. Cubiertos de polvo, aquellos objetos olvidados se apelotonaban en el
gran salón, y la mayor parte acabaría en el vertedero.
Un experto hurgaba entre aquellos cachivaches con la esperanza de efectuar algún
descubrimiento valioso. Una pintura al óleo, tal vez. Un traje antiguo a salvo de los estragos
de las larvas de polilla y del moho. Un jarrón, una colección de joyas. Pero no conseguía
encontrar nada; incluso los documentos eran cosas aburridas: recibos descoloridos
relacionados con el gobierno de la casa en los que se detallaban las libras, chelines y
peniques pagados por entregas de comestibles.
El hombre abrió el cajón de embalaje. Estaba repleto de arañas, y dejó escapar una
bocanada de polvo irritante.
El experto extrajo unos restos de ropas infantiles, mordisqueadas hasta haber quedado
convertidas en un nido de ratones.
—Nada —dijo—. No tienen ningún valor.
Luego, escarbando más hondo, encontró algo.
—Un momento —dijo, tosiendo—. ¿Qué es esto?
Sacó un libro con una cubierta de descolorido cuero rojo y los bordes desgastados. Estaba
atado con un trozo de cordel grueso, como si fuera un paquete, anudado una y otra vez.
El experto sacó un cortaplumas del bolsillo y cortó el cordel. Abrió el libro y pasó las
páginas, contemplándolas con detenimiento. Leyó brevemente, luego cerró el volumen con
un chasquido.
—Es una novela —dijo—. Una especie de novela romántica. No tiene demasiado valor,
pero a lo mejor la historia le resulta interesante. El nombre del autor está escrito en la tapa.
Tome, eche una mirada.
Y me lo entregó.
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CENTURY
Una novela
1890
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La casa se llamaba Century y se alzaba por encima de la cerca hundida, en realidad una
zanja para impedir que el ganado entrara en el jardín. La casa tenía vistas a los jardines, los
prados y, más allá, a un lago enorme que era como una cinta de mercurio.
Mercy subió corriendo los peldaños que conducían al jardín, cruzó el portalón abierto en el
alto muro que rodeaba la rosaleda y empujó con fuerza la puerta que conducía a las cocinas,
donde Aurelia estaba agachada avivando el fuego. La mujer se volvió al oír el portazo.
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— ¡Mercy! —la regañó—. ¿Por qué tienes que hacer siempre tanto ruido?
Aurelia era delgada, llevaba un ajustado vestido negro y tenía los blancos cabellos
recogidos en un moño. Al advertir lo alterada y jadeante que estaba Mercy, su expresión
pasó del enfado a la preocupación.
—Mercy —volvió a decir, pero ahora con más suavidad—, ¿qué ha sucedido? Mercy
querida, siéntate. Estás helada... ¡tienes la cara azulada! Mírate las manos..., los brazos. La
sangre no te circula por los dedos. Siéntate junto al fuego.
Escoltó a la niña hasta la pequeña silla de madera situada junto al fuego, le desató las botas
y le frotó los pies para calentárselos. Mercy recuperó el aliento e intentó hablar, pero tenía
los labios y la lengua demasiado fríos. Aurelia calentó leche, la vertió en una taza con
canela, y se la dio a la niña para que se la bebiera. Poco a poco, Mercy se fue recuperando;
sintió un hormigueo y una vibración en las manos a medida que se le calentaban.
—Bien, ¿qué ha pasado? —preguntó la mujer, frotando pacientemente las plantas de los
diminutos pies de la niña.
—He visto uno nuevo —respondió ella—. He visto un fantasma. Bajo el hielo, en el
estanque pequeño que hay al final del prado de la Destilería.
— ¿Por qué has ido allí? —inquirió Aurelia, enderezándose muy tiesa—. ¿Por qué has ido
al prado?
Aurelia estaba alarmada, porque los días de Century eran interminables e inmutables; nada
nuevo o extraño debía suceder jamás. Puede que incluso las insinuaciones de amanecer y
atardecer fueran una ilusión y la casa estuviera envuelta eternamente en oscuridad.
Pero la mujer sabía que Mercy podía ver otras cosas, y la creyó. Al principio, cuando
Mercy había hablado de los fantasmas, todo el mundo asumió que lo inventaba.
Muchísimos niños tienen amigos invisibles, pero los amigos invisibles de Mercy no se
desvanecían y, en cualquier caso, tales aptitudes no eran algo insólito en la familia. Trajan,
su padre, hacía ya mucho tiempo que le había contado a Mercy que su tía abuela materna
también veía fantasmas; finalmente, todos acabaron por aceptarlo. Cada día, Mercy veía el
fantasma de un gato de color rojizo en la cocina. El animal saltaba encima del aparador, se
enroscaba allí y se quedaba dormido. En ocasiones veía a un hombre vestido de jardinero
que recogía manzanas en el huerto. La mayoría de ellos eran como papel pintado; figuras
desvaídas en un segundo plano, algo que no llamaba la atención.
A Aurelia, ama de llaves y niñera, no le gustaban aquellas visiones de fantasmas, y fruncía
los labios y meneaba la cabeza. En realidad, pensaba Mercy, actuaba como si fuera una
mala costumbre, igual que morderse las uñas o silbar, que la niña debería tener la firmeza
de carácter necesaria para abandonar. ¡Como si pudiera hacerlo!
— ¿Has pasado miedo? —preguntó Aurelia.
—No miedo, exactamente. Ha sido como... como si te dejaran caer un pez helado por la
espalda. O un estornudo repentino. ¡Un sobresalto!
— ¡Hum! —repuso Aurelia—. No deberías estar fuera cuando falta tan poco para que sea
de día. ¡Y nunca vas al prado! ¿En qué pensabas? No eres lo bastante fuerte como para
alejarte tanto. ¿Por qué no te has quedado en el jardín? Quizá la imaginación te ha jugado
una mala pasada.
Mercy frunció el entrecejo. Sabía lo que había visto. Y ¿qué la había impulsado a tomar un
camino distinto? Al fin y al cabo, era algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.
¿Meses? ¿Cuánto hacía? Resultaba difícil saberlo. Un día se parecía tanto al otro en la
enorme casa. Desayunaba con su hermana menor Charity, y luego estudiaban con la
institutriz. Después del almuerzo, las niñas ayudaban en la cocina, y luego Mercy daba un
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paseo por el jardín. Era un momento de disfrute, su acostumbrado vagar por entre los
rosales pelados, bajo las estrellas.
Aquel día, no obstante, había sido extraordinario. Unos sueños curiosos durante la noche y,
al despertar, una campanilla de invierno sobre su almohada. La flor blanca, fresca y vital
estaba justo a unos centímetros de su rostro. ¿De dónde había salido? En los jardines y
terrenos de Century no crecía nada. La tierra estaba helada, dura como el hierro. La niña
había levantado la flor de la almohada y se había maravillado, tocando los delicados pétalos
blancos con las yemas de los dedos mientras intentaba aspirar cualquier perfume tenue que
pudiera poseer. La campanilla de invierno era un misterio. Su visión la impresionó mucho.
Había pensado en la flor durante todo el largo y oscuro día; manteniéndola en secreto
mientras cavilaba sobre su origen.
¿La había colocado allí Charity, Aurelia o su padre, junto a su cabeza dormida, a modo de
sorpresa? Aguardó a que el culpable se delatara.
Luego, al salir a dar su acostumbrado paseo por el jardín, había recordado que las
campanillas de invierno solían crecer junto al estanque del prado de la Destilería, así que
había dado media vuelta y encaminado sus pasos hacia allí, rompiendo de este modo su
acostumbrada pauta de comportamiento.
Mercy no recordaba la última vez que había visto el pequeño estanque. Hacía tanto, tanto
tiempo; en la primavera que nunca regresó, cuando el estanque era una fresca joya verde
sobre la que flotaba la gelatina fantasmagórica de los huevos de rana. La flor le recordó el
enero anterior a esa última primavera, cuando el pequeño lago estaba bordeado de una
multitud de campanillas de invierno. Heraldos de la primavera en los días más oscuros.
¿Habrían vuelto a florecer? No había encontrado ninguna campanilla de invierno, pero
ahora sabía que el estanque guardaba su propio secreto.
Pensamientos curiosos arañaron el interior de su mente como un sueño que no podía
atrapar. Se friccionó la cabeza. Le dolían los pies. Aurelia la contemplaba con fijeza.
—Acuéstate ya —dijo—. Pareces cansada.
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sonámbula; sin embargo, algo la había impulsado a ir en busca del estanque olvidado. La
pauta de los días se había roto.
Mercy despertó entrada la tarde. Inusitadamente, descorrió las cortinas. La luna se curvaba
como una bandeja de plata por encima de los árboles. Se quitó el camisón. Un moretón
florecía en su rodilla, en el punto sobre el que había caído, pétalos color malva y rojo sobre
la piel blanca. Estaba muy delgada, con brazos que parecían palillos de marfil, pero los
cabellos eran de un negro intenso y muy largos, descendiendo hasta la cintura. Una túnica
en la que ocultarse.
Se puso la ropa interior, y se abrochó el corsé y el vestido rosa, cuya suave seda estaba
arrugada como los pétalos secos de una rosa.
Charity estaba sentada a la mesa en la antigua habitación de los niños, jugueteando con una
deslustrada huevera de plata. Tres pedazos de pan blanco tostado descansaban sobre un
plato decorado con rosas azules. La niña sumergió uno de los trozos en la yema, y le
arrancó un pedazo de un mordisco; luego depositó el pan en el plato.
— ¿Es eso todo lo que comes? —dijo Mercy sentándose al otro extremo de la mesa.
La mayor parte de la enorme casa había sido abandonada al polvo y los ratones, pero allí,
en la chimenea, las llamas chisporroteaban sobre troncos de cedro.
—Bueno, pues tú no has comido nada todavía —respondió Charity encogiéndose de
hombros.
Charity, una frágil muñequita, estaba envuelta en una bata enorme color rojo granate, con
las mangas dobladas. Tenía el pelo largo y rizado, del color de la mantequilla y la miel;
pero el rostro era delgado y ojeroso, y sus ojos azules parecían demasiado grandes.
—Algo pasa —dijo Charity, y se recostó en su silla. — ¿Qué es lo que pasa?
—No lo sé exactamente. Algo sobre ti y el fantasma de una chica en el estanque. He oído a
Aurelia hablando con padre y Galatea de ello, justo antes del desayuno. Han dicho que algo
estaba sucediendo.
— ¿Qué quieres decir, Charity? No pasa nada. ¿Qué podría pasar?
Galatea, la institutriz, era un personaje formidable y Mercy temía su enojo. Y se hizo
preguntas respecto a su padre; no lo había visto en mucho tiempo, aunque siempre sabía
que estaba cerca, probablemente trabajando en su estudio, pero sin formar parte de las
pautas regulares del día. Era un ser distante y en un segundo plano.
—La voz de padre sonaba preocupada —siguió Charity—. ¿Qué hiciste? Aurelia hablaba
de ti.
—No lo sé —repitió Mercy—. ¿Qué han dicho exactamente?
« ¿A qué venía tanto alboroto? Ya estaban acostumbrados a que viera fantasmas. Pero no
un fantasma nuevo. Ése era el motivo de la preocupación.» Se dio cuenta de ello con un
escalofrío que la recorrió desde la coronilla a las plantas de los pies.
Charity, que era una experta en escuchar disimuladamente, enarcó las cejas y sonrió con
afectación. Resultaba exasperante. Abrió la boca para hablar, pero entonces entró Aurelia,
con una bandeja y un servicio de té, adornado también con rosas azules. En un plato había
unas rebanadas de pan tostado. Saludó a Mercy y sirvió a cada una de las niñas una taza de
té de jazmín; luego se dio la vuelta para atizar el fuego y Charity contempló con fijeza el
hilillo de vapor que se alzaba de su taza.
—Sólo espera y verás —susurró Charity, alzando los ojos hacia Mercy—. Es todo culpa
tuya.
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Tomó una cuchara y dio unos suaves golpecitos rítmicos a la huevera, luciendo de nuevo su
sonrisa maliciosa. Mercy, haciendo como que no le importaba, tomó una tostada caliente y
la mordisqueó. « ¿Por qué tenía su hermana que fingir que lo sabía todo?»
Charity tomó la otra rebanada, le dio un pequeño mordisco, y volvió a dejarla en el plato.
Más tarde, las niñas fueron a la biblioteca con sus libros, a esperar a que llegara Galatea
para darles clase. La habitación estaba helada, sin un fuego que ardiera en la chimenea.
Mercy estaba inquieta, esperando alguna clase de reprimenda por parte de la institutriz. La
puerta se abrió.
— ¡Padre!
Mercy se puso en pie de un salto. Trajan estaba en el umbral, y ella hacía tanto tiempo que
no lo veía.
Charity alzó los ojos y le dedicó una sonrisa cautivadora.
—Buenos días, niñas —saludó él con aire vacilante—. Espero que estéis bien.
Parecía un tanto zarrapastroso y mayor; la camisa blanca y el corbatín estaban sucios y
manchados, y tenía marcas oscuras, como de huellas de dedos, en la chaqueta. Los cabellos
le colgaban en desaliñadas guedejas negras y entrecanas. Se sentó y se quedó mirando a las
niñas como si fueran desconocidas, esforzándose por recordar sus nombres.
—Mercy. Charity —dijo por fin.
Galatea entró y fue a colocarse a su lado. Era una mujer de aspecto extraño. Fea, tal vez;
aunque bien mirado, tal vez no. A lo mejor era simplemente el punto de vista de Mercy
porque la institutriz era tan estricta e inflexible. Tenía un rostro aguileño. Su piel se veía
reseca y estirada, con una nariz prominente, una frente amplia y cabellos castaños
fuertemente sujetos en la nuca.
Mientras esperaba la regañina, Mercy clavó los ojos en las afiladas puntas de las botas de
Galatea; luego alzó los ojos despacio hasta el dobladillo del sencillo vestido negro de la
institutriz. A continuación pasó a la falda, a la diminuta cintura, a los hombros estrechos y
huesudos y, finalmente, al rostro.
—Di buenos días a tu institutriz, Mercy —le indicó Trajan.
—Buenos días —dijo ella con voz chillona.
—Buenos días, Galatea —saludó Charity con dulzura, luego inclinó la cabeza a un lado, y
sonrió.
Mercy se removió sobre los pies, ansiosa por hablarle a su padre pero sin saber qué decir.
Sentía una gran timidez, en especial con Galatea allí delante. Sin embargo anhelaba hablar,
averiguar dónde había estado su padre y qué hacía. Y ¿por qué había ido a verlas ese día?
También Galatea miraba a Trajan expectante. Éste carraspeó.
—Mercy, Charity —dijo—. Estoy preocupado. Inquieto. Temo que la casa vaya a
enfrentarse a algún trastorno, ¿sabéis? Podría ser un problema para nosotros. —Hablaba
con torpeza.
— ¿Qué quieres decir, padre? —preguntó Charity alegremente.
—Un trastorno —repitió él, esforzándose por hallar la palabra correcta—. Quiero que
tengáis cuidado. Que estéis en guardia.
— ¿En guardia para qué? —quiso saber Mercy.
—Para cualquier cosa... extraña. Para lo inesperado.
Mercy frunció el entrecejo, y recordó la campanilla de invierno y el fantasma.
Probablemente ésas eran las cosas inesperadas a las que se refería su padre. ¿Cómo podían
ser peligrosas?
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La institutriz y las dos niñas aguardaron a que Trajan volviera a hablar, pero él se limitó a
toser y a hundir las manos en los bolsillos, dando media vuelta ya para marcharse.
—Recordad lo que os he dicho —dijo—. Y si os inquieta alguna cosa, venid a decírmelo.
Su mano se dirigía ya a la puerta.
— ¿Dónde te encontraremos? —inquirió Mercy.
—Bueno, aquí y allí —respondió Trajan, frunciendo el cejo a la vez que efectuaba un vago
ademán con la mano—. En la casa.
Dicho eso, salió.
Las niñas y la institutriz permanecieron inmóviles y en silencio por un momento. La
advertencia dejó a Mercy desconcertada.
—Bien —dijo por fin Galatea—, hace mucho frío aquí hoy. ¿Qué tal si buscamos un lugar
más cálido para trabajar?
—El cuarto de los niños —gorjeó Charity—. O la cocina.
—El cuarto de los niños resultará adecuado —indicó Galatea—. Dejaremos la cocina a
Aurelia, me parece. Charity, ¿quieres ir delante?
Estudiaron verbos latinos y, luego, Galatea les dio clase de italiano, que Mercy leía bien
pero hablaba con dificultad. Más tarde comieron pastel de carne de venado con puerros y
col, y pan recién horneado que todavía estaba caliente. Charity comió copiosamente por
una vez, pero Mercy se sentía perseguida por pensamientos extraños sobre su padre, la
campanilla de invierno y el fantasma del estanque, y deseaba que la vida volviera a ser tal
como había sido, antes de la intrusión.
En cuanto finalizó la comida, Mercy salió a dar su acostumbrado paseo por los jardines y
luego leyó con Charity junto al fuego. A continuación, cenaron con Galatea y Aurelia en la
cocina, y cuando terminaron, Mercy fue a su habitación, corrió las cortinas y cerró la
puerta. Se acurrucó en la cama con su libro favorito, un cuento de hadas llamado La hija del
mago. En la portada estaba inscrito su nombre debajo de otro nombre, el de su madre.
Thecla Arcadius Berga. Arcadius era el nombre de soltera de su madre. Su padre decía que
habían elegido nombres ingleses para sus hijas para que no se sintieran fuera de lugar.
Aquella consideración parecía un poco extraña en aquellos momentos.
La hija del mago estaba en un balcón elevado, por encima de la nieve, en una página con un
ribete dorado. Mercy se puso a meditar mientras acariciaba el dibujo con el dedo. El pasado
quedaba tan lejos. Y de repente las cosas se habían vuelto muy extrañas. El invierno había
continuado indefinidamente. Las semanas habían discurrido veloces, una igual que otra,
pero en aquellos momentos todo estaba cambiando. Un paseo, un fantasma, un padre.
Justo antes del amanecer, Aurelia la ayudó a desvestirse para acostarse y Mercy durmió
hasta la llegada de la mañana invertida de Century, cuando Aurelia volvió a despertarla.
—Mercy, cariño, levanta —llamó Aurelia—. Vamos. Galatea quiere empezar temprano
hoy.
Mercy balanceó las piernas fuera del lecho y se apartó los cabellos de los ojos. Tenía la
cabeza plagada de sueños de lugares más luminosos. Se vistió y tomó su desayuno
compuesto por un huevo cocido y tostadas junto con Charity. Luego llevó su taza a la
cocina, donde Aurelia estaba horneando pan, y miró a su alrededor, las guirnaldas de
hierbas secas atadas en manojos a las vigas. Las cacerolas de cobre brillaban. El aparador
con el frontal de cristal estaba ocupado por una vajilla inmensa que ahora nunca se
utilizaba. La familiar estancia parecía curiosamente nueva, aunque sólo fuera porque ella se
tomaba el tiempo de contemplarla. ¿Cuándo había dejado de reparar en las cosas?
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ardía bajo una ventana en la pared este, haciendo que un pequeño círculo de cálida luz
amarilla parpadeara sobre las paredes, y la niña vio la cabeza inclinada de un hombre
sentado al final de un banco.
Mercy no sabía qué hacer, de modo que se limitó a esperar y observar. La llama de la vela
se balanceaba con la corriente de aire y la niña no conseguía distinguir la pintura de la
vidriera, ya que la luz sólo arrancaba reflejos de fragmentos plateados y grises. Entonces el
hombre se volvió.
—Mercy —dijo.
La parte lateral de su rostro quedaba en sombras, de modo que ella no pudo distinguir bien
sus facciones. La voz era la de un hombre joven. Se estremeció.
—Mercy —repitió él.
Lentamente, la niña avanzó, pasando la mano del respaldo de un banco a otro.
—Te esperaba —prosiguió el hombre.
El rostro del desconocido era pálido, con cabellos oscuros que le caían sobre la frente.
Resultaba muy extraño y apuesto, como un príncipe de uno de sus antiguos tomos de
cuentos de hadas.
— ¿Eres...? —preguntó—. ¿Eres...?
— ¿Un fantasma? No.
—Entonces ¿quién eres?
Su voz temblaba. Había olvidado cómo hablar con los desconocidos. Se irguió haciendo
acopio de dignidad.
—Viste a la mujer del hielo, ¿verdad? —preguntó él.
— ¿Cómo conoces su existencia?
Los dos habían hecho preguntas, y los dos aguardaban ahora una respuesta.
— ¿Quién eres? —repitió ella.
El joven bajó los ojos y sonrió. Se apartó los cabellos del rostro.
—Claudius —respondió.
— ¿Eres... de la familia?
—También yo vengo de la madre patria —dijo él—. Soy un Berga. Ahora, responde tú a mi
pregunta. Creo que viste a la mujer bajo el hielo. A un fantasma.
—Sí —respondió Mercy—; ¿por qué no vienes a la casa?
—Te envié un mensaje, Mercy. ¿Lo encontraste? La campanilla de invierno sobre tu
almohada. Yo te envié a ver a la mujer. Es hora de que comprendas.
— ¿Fuiste tú? ¿Entraste en mi habitación? —El corazón de Mercy latió con violencia—.
¿Hora de que comprenda qué?
Al recordar la advertencia de su padre, sintió miedo.
—Ahora he venido a verte —respondió él—. A ayudarte.
— ¿A ayudarme? ¿A ayudarme a qué? ¿Dónde encontraste la flor? Aquí no crecen. —
Mercy hablaba a gritos; todo aquello era demasiado para ella.
—Galatea te oirá —la avisó Claudius llevándose un dedo a los labios—. No tenemos
mucho tiempo.
— ¿Sabes quién era ella, el fantasma?
Claudius respondió con otra pregunta.
— ¿Sabes qué le sucedió a tu madre, Mercy?
—Murió —respondió la niña—. Cuando yo era más pequeña.
Pero en cuanto las palabras salieron de su boca, se hizo preguntas al respecto. Su madre
había muerto hacía mucho tiempo; aunque, curiosamente, no recordaba ningún funeral, y
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ahora que lo pensaba, no sabía dónde estaba su tumba. Sin duda estaría allí, en la iglesia de
la familia. ¿Debía buscarla? ¿Quién le había hablado de la muerte de Thecla? ¿La había
inventado ella misma, una explicación infantil a una ausencia? En los cuentos de hadas que
leía, las madres siempre morían. Intentó recordar, y un dolor del que había hecho caso
omiso durante mucho tiempo volvió a despertarse bajo sus costillas.
—Puedes volver a verla, Mercy —dijo Claudius con dulzura.
— ¿Cómo? —quiso saber ella—. ¿Dónde está?
En ese momento les interrumpió el sonido de pasos en el pórtico. La puerta empezó a
abrirse.
—Ten cuidado, Mercy —susurró Claudius—. ¿Lo comprendes? No confíes en lo que ellos
te digan, ni tu padre ni Galatea. No les creas.
Dicho eso, se escabulló, perdiéndose en las sombras del fondo de la iglesia, y desapareció.
— ¿Mercy? —Galatea estaba de pie en el umbral—. ¿Quién está ahí?
—Soy yo —respondió ella—. La vela estaba encendida. Pero no hay nadie.
La niña se encontraba demasiado alejada de la institutriz para poder distinguir su expresión
en la oscuridad, pero la voz de Galatea sonó severa, puede que asustada.
—Vamos, Mercy —dijo—. Regresamos a la casa. Espero que hayas hecho algunas buenas
observaciones para tu boceto.
A continuación, paseó una mirada escrutadora por la iglesia con expresión dura antes de
cerrar la puerta detrás de ellas.
Regresaron a casa, con las niñas apretando el paso para poder seguir a la institutriz. Más
tarde, en el cuarto de los niños, Charity empezó a componer un boceto de la iglesia y los
tejos. La niña tenía un gran talento; era mucho mejor que Mercy, a pesar de ser más joven.
Mercy intentó dibujar la lechuza, pero los pensamientos se agolpaban en su cabeza. ¿Quién
era Claudius? ¿Por qué intentaba ayudarla? ¿Por qué no debía confiar ella en su propio
padre? Además, Claudius la desconcertaba. No le gustaba pensar que se había introducido
furtivamente en su habitación mientras ella dormía. Su aparición en la iglesia la había
sorprendido, pero no podía por menos que sentir que existía algo familiar en él. Había
sabido quién era ella, y dónde encontrarla. ¿Se habían conocido antes, hacía mucho tiempo,
cuando era una niña pequeña? A lo mejor él volvería a encontrarla.
A Galatea no le complació el poco entusiasta intento de Mercy de dibujar la lechuza. Indicó
a las niñas que ya era suficiente, y se retiró a su habitación. Las hermanas se sentaron
juntas, cerca del fuego, agotadas por las clases y el paseo. Mercy estaba ansiosa por contar
lo sucedido.
—Charity —dijo—, tengo algo que contarte; un secreto. — ¿Un secreto? —Los ojos de la
niña se iluminaron—. ¿Qué es?
Mercy se mordió el labio. Tal vez no era prudente contar a su hermana lo sucedido. Charity
era la favorita de Galatea, y era impulsiva; puede que le hablase de Claudius a la institutriz.
Pero el secreto le pesaba demasiado para guardarlo ella sola.
—Vi a alguien..., en la iglesia. Un hombre —explicó. — ¿Otro fantasma?
—No, no era un fantasma. Pero Charity, me resultó familiar, y cuanto más lo pienso, más
familiar me parece. Dijo que se llamaba Claudius. Y que nos iba a ayudar.
— ¿Ayudarnos a qué? —Preguntó Charity, frunciendo el entrecejo—. ¿Adonde fue?
Galatea no dijo nada sobre que hubiera nadie en la iglesia, tonta. Nunca vemos a nadie.
—Desapareció, justo cuando ella entraba. Charity agitó los pies, dando pataditas en el aire.
—Me parece que suena como uno de tus fantasmas. Si fuiste la única que lo vio, ¿cómo
sabes que no lo era?
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—Dijo que no lo era. De todos modos, no daba la sensación de ser un fantasma. Sé cuando
lo son. Y la vela estaba encendida. Galatea la vio. Hay otra cosa extraña: Claudius sabía lo
de la señora bajo el hielo. Dijo que me envió a verla.
Charity no respondió. Alargó los pies, enfundados en medias, y los movió frente al fuego.
—Mercy, la vida se ha vuelto mucho más emocionante, ¿no es cierto? —observó—. Padre
viniendo a hablar con nosotras y ahora ese hombre tuyo. ¿Qué nos está sucediendo? Siento
como si hubiera dormido durante una eternidad. ¡Y ahora me siento realmente hambrienta!
—No me gusta —indicó Mercy—. No me gusta nada. Quiero que las cosas sigan tal como
eran.
Charity se encogió de hombros, luego se puso en pie y abandonó la habitación
tranquilamente. Pero Mercy no consiguió relajarse. Los pensamientos se agolpaban en su
mente, y no podía explicarse lo sucedido. Y ¿por qué no había mencionado a Charity lo que
Claudius había dicho sobre su madre?
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II
Totalmente despierta ya, Mercy suspiró. Tantos de los pormenores de la vida se habían
desvanecido de su conciencia. Sólo ahora empezaba a advertir cosas otra vez. Junto a la
cabecera del lecho, la campanilla de invierno se marchitaba ya dentro de una copa con
agua. Mercy se levantó de la cama, abrió la puerta con cuidado y se asomó al exterior. Allí
estaba ella: el fantasma. Parecía tener unos diez años y llevaba un vestido precioso,
adornado con perlas. A lo mejor asistía a una boda o a una fiesta especial, y tal vez ése era
el motivo de que su momento de felicidad hubiera quedado atrapado allí, en el pasillo, un
momento en que había sido más ella que nunca.
Mercy sonrió, pero sabía que el fantasma no podía verla. La niña dio unos saltitos. Parecía
jugar con alguien a quien Mercy no veía, y reía nerviosamente. El fantasma se cubrió los
ojos con las manos y empezó a contar. Jugaba al escondite, pero miraba a hurtadillas; abría
los dedos para espiar entre ellos.
El compañero invisible del fantasma evidentemente había desaparecido de la vista en
aquellos momentos, porque el fantasma bajó las manos y giró sobre sus pies, mirando a un
lado y a otro, para decidir qué dirección tomar. Luego se alejó correteando, perdiéndose en
la oscuridad. Mercy había visto a la niña tantas veces. El fantasma efectuaba exactamente
los mismos movimientos, y emitía los mismos sonidos. Sólo que ahora fue Mercy la que
actuó fuera de lo acostumbrado y siguió al fantasma por el pasillo.
La niña fantasma atisbo por encima del hombro, buscando a alguien; luego echó a correr y,
a continuación, volvió a andar. Lo hacía como a saltitos. Se divertía, conducía a alguien en
un alegre baile, jugueteando. Mercy apresuró el paso para no perderla. El pasillo era amplio
y discurría por la zona principal de la casa, en la parte delantera. Altas ventanas se alzaban
a su izquierda, llenas de estrellas. Mercy no iba a menudo por allí, ya que la mayor parte de
la casa estaba cerrada, habitada por el polvo y las arañas. El fantasma de la niña
desapareció momentáneamente cuando un haz de luz de luna brilló a través de ella,
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extinguiéndola. Luego Mercy volvió a verla, más adelante, una vez pasadas las ventanas.
La siguió.
La niñita se detuvo junto a un tapiz de la pared derecha, y miró a través de Mercy, que se
encontraba ya justo a su lado. Qué bonita era aquella niña. Tenía la piel muy pálida y las
pestañas de un tono dorado claro. El fantasma pareció vacilar ante el tapiz. Giró
rápidamente, alzando una mano y luego desapareció. La casa pareció contener el aliento
por un instante. Mercy se estremeció, atrapada en una fría corriente de aire. Detrás de los
paneles de madera de la pared se oyó arañar a un ratón. Mercy se frotó la parte superior de
los brazos con las manos. En el tapiz, un ciervo y un unicornio danzaban sobre los cuartos
traseros a ambos lados de un escudo azul y dorado. Estaba cubierto de polvo, y entre él y la
pared había gruesas telarañas. Con cautela, Mercy alargó la mano para limpiarlo.
— ¿Mercy? ¡Mercy!
La severa voz le hizo dar un respingo, y retiró a toda prisa la mano.
—Llegas tarde al desayuno, y Charity ya ha empezado sus clases. —Era Galatea, que
avanzaba por el pasillo; la mujer se detuvo junto a Mercy—. ¿Qué haces aquí?
La institutriz frunció el entrecejo, mostrando una expresión llena de suspicacia.
Mercy tragó saliva nerviosamente. Galatea andaba siempre regañándola, y la niña sabía que
irritaba a la institutriz con sus fantasías y falta de atención. No quería darle más motivos
para quejarse.
—Nada —murmuró—. Nada; yo sólo..., sólo... —No supo qué decir.
Galatea contempló el tapiz y luego volvió de nuevo la mirada hacia Mercy.
— ¿Buscabas algo? —preguntó.
Mercy negó con la cabeza.
—Lamento haberme retrasado —dijo—. Me vestiré en seguida.
Y sin decir nada más, regresó a su habitación.
Mientras se introducía en el vestido, Mercy empezó a repasar con inquietud los
acontecimientos del día anterior, y la insinuación que había hecho Claudius sobre que
podría volver a ver a su madre. ¿Cómo podía ser eso, si su madre estaba muerta? Tras
abotonarse el vestido, se irguió muy tiesa. ¿Cuándo había dejado de pensar en Thecla?
¿Cuándo había dejado de echarla de menos? Intentó recordar qué había sucedido, pero ni
siquiera pudo evocar el rostro de su madre. El nudo de dolor que sentía bajo las costillas la
oprimió con más fuerza. Cerró las manos con fiereza, hundiendo las uñas en las palmas. La
hija del mago yacía en el suelo, junto a la cama, con el nombre inscrito en la primera
página. Sin el libro, ¿habría olvidado el nombre de su madre, también? Tenía que
averiguarlo. Llevada por un impulso arrancó un pedazo de papel de su diario y garabateó
una nota dirigida a Claudius. A lo mejor podría dejarla en la iglesia.
Galatea volvió a llamarla y Mercy se dirigió a toda prisa a la sala, para reanudar sus
estudios de latín. Charity mostraba una expresión de autocomplacencia, ya que se
encontraba en plena tarea cuando llegó su hermana, con retraso y aturullada. Mercy abrió
sus libros.
—Galatea ha dicho que debíamos traducir el poema de la página ciento tres —indicó
Charity—. Yo ya he completado el primer verso. Tendrás que ir de prisa para atraparme.
La institutriz entró brevemente, para asegurarse de que trabajaban, pero luego volvió a
desaparecer.
—Está hablando con padre—dijo Charity.
— ¿Cómo lo sabes?
—Pasan mucho rato juntos —respondió su hermana—. Hablando.
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— ¿Cómo lo sabes? —repitió Mercy, en voz más alta; cuando su hermana estaba en
posesión de un secreto resultaba exasperante.
—La seguí —replicó ella—. Ayer, después de nuestras clases, cuando tú te fuiste a tu
habitación. Tenía hambre, de modo que fui a la cocina y la vi encaminarse a toda prisa en
dirección al estudio de nuestro padre.
—Supongo que quería hablar con él sobre nuestros progresos —repuso Mercy, intentando
no dar muestras de curiosidad.
—Pasó dos horas con él —indicó Charity—. Era casi hora de irse a dormir cuando
abandonó la habitación.
— ¿Esperaste todo ese tiempo?
—No —repuso ella, negando con la cabeza—, dejé la puerta de mi dormitorio abierta, y
estuve atenta para oírla cuando regresara. Salí fuera y la sobresalté. «Galatea, le dije, no
puedo dormir. ¿Quieres leerme un cuento?»
Los ojos de Mercy se abrieron de par en par.
— ¿Y qué dijo?
—Bueno, parecía muy agitada. Me sonrió, pero dijo que yo era demasiado mayor para que
me leyeran cuentos a la hora de dormir. ¿No supondrás —inquirió Charity maliciosamente
que se está enamorando de nuestro padre?
Mercy sintió una opresión curiosa en la garganta. La idea la llenaba de repugnancia.
— ¿Un romance? —cuchicheó—. ¿Padre y Galatea? —Luego en voz más alta añadió—:
¡No, por supuesto que no, estúpida! ¡Cómo eres capaz de sugerirlo! Es lo más ridículo que
he oído jamás. ¡Cómo puedes imaginar ni por un momento que padre pudiera enamorarse
de esa mujer horrible!
Tuvo que sofocar la última palabra porque la mujer en cuestión entró en la habitación. El
rostro de Mercy enrojeció violentamente.
Galatea las contempló a ambas.
— ¿Qué tal va la traducción? —preguntó—. ¿Mercy? Ni siquiera has empezado. ¡Vamos!
Hoy estás holgazana.
La aludida clavó los ojos en la hoja en blanco de su cuaderno.
—Sí, Galatea, lo siento —farfulló.
Fijó su atención en el poema, aunque había tantos otros pensamientos que no dejaban de
borbotear en su cabeza que le resultaba difícil concentrarse. De todos modos, el poema era
bastante sencillo, y lo terminó antes que Charity. La institutriz se sentó con ellas,
supervisando la tarea y efectuando sugerencias.
Tras el almuerzo salieron a pasear juntas, bajando hasta el lago. Las aguas estaban muy
quietas y negras, y los márgenes se encontraban atestados de aneas marrones que mostraban
un reborde helado. A lo lejos, se oía el sonido de los patos.
La institutriz no hablaba, pero Charity se dedicó a charlar con ella alegremente.
— ¿No es hermoso? —dijo—. Estoy segura de que hay un viejo templo en algún lugar, al
otro lado, y una caseta de los botes. Hacía tanto tiempo que no veníamos hasta aquí. En
verano, creo que teníamos por costumbre sacar los botes.
Charity se alejó dando vueltas sobre sí misma, efectuando cabriolas sobre la hierba cubierta
de escarcha.
Mercy permaneció rezagada unos diez pasos, contemplando la espalda erguida de Galatea
con expresión enfurruñada. Resultaba extraño oír a Charity hablar del pasado. Los
recuerdos despertaban para ambas. Sus pensamientos habían seguido una rutina durante
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Sarah Singleton Hechizo
demasiado tiempo, pensando las mismas cosas una y otra vez, hasta conseguir que sus
mentes se estrecharan y cerraran. La llegada de Claudius lo había cambiado todo; había
desbaratado sus existencias. A lo lejos, sobre las aguas iluminadas por la luz de la luna, un
fantasma familiar saludó desde una embarcación de remos. Saludó y volvió a saludar.
Mercy quería escaparse a solas a la capilla, pero Galatea parecía decidida a no volver a
acercarse por allí. La niña se aferraba a la esperanza de poder ver a Claudius para
preguntarle qué había querido decir. Y si Galatea no quería llevarlas a la capilla, entonces
le dejaría la nota en algún otro lugar; en algún lugar privado, lejos de los ojos fisgones de la
institutriz. Recordaba vagamente que la caseta de los botes estaba justo detrás de un
bosquecillo de castaños de Indias, no muy lejos.
Mientras Charity charlaba con Galatea, Mercy se alejó por su cuenta. Por supuesto, era una
estupidez pensar que Claudius, como por arte de magia, iba a estar allí esperándola, pero de
todos modos apresuró el paso. Los castaños de Indias estaban sobre un montículo
ajardinado, y eran mucho más altos y espléndidos de lo que recordaba. Al otro lado, la
caseta de los botes estaba posada sobre las aguas, sostenida por pilotes. Ascendió por la
rampa del lado de tierra y probó a abrir la puerta en forma de arco; estaba cerrada con llave.
Suspiró y dio un paso atrás. La caseta necesitaba una capa de pintura. Los pilotes estaban
oscuros y corroídos. Aquí y allí había tablas combadas y carcomidas.
Mercy sacó la nota del bolsillo. Había doblado el papel y escrito un nombre en él. Era una
locura dejarla allí, pero Galatea desconfiaba ya de la iglesia. Y si Claudius las espiaba,
encontraría la carta.
— ¡Mercy! ¿Dónde estás?
Era Charity quien gritaba. A toda prisa, Mercy deslizó la carta por debajo de la puerta del
cobertizo, de modo que sobresaliera la mitad. Luego regresó corriendo a través de los
castaños de Indias y encontró a Charity, que la esperaba.
— ¿Dónde está Galatea? —preguntó.
—Se ha adelantado, de vuelta a la casa. ¡Te está buscando! ¿Dónde te habías metido?
—En ninguna parte —respondió Mercy, encogiéndose de hombros—. Simplemente
contemplaba el lago.
—Vamos —instó su hermana—. La alcanzaremos; antes de que se enfade.
Echaron a correr en dirección a la casa, pero Charity se cansó en seguida y no tardaron en
aflojar el paso.
—Galatea ha dicho que cenaríamos todos juntos esta noche incluido padre —dijo Charity.
— ¿En la cocina?
—No, tonta, en el comedor.
—El comedor —musitó Mercy, recordando multitud de velas, la vajilla—. ¿Por qué?
—A lo mejor padre quiere cenar con ella —respondió Charity.
—No lo creo. ¿Por qué está cambiando las cosas? Pensaba que no quería ninguna
interrupción en la rutina.
—Galatea dice que también padre quiere vigilarnos; averiguar qué sucede. A lo mejor,
simplemente desea hablar con nosotras. Y con Galatea. Como una familia.
Mercy se mordisqueó la parte interior de la mejilla. ¿Por qué no podía Charity hablar en
serio, en lugar de importunarla con respecto a Trajan y Galatea? ¿Es que no le preocupaban
los cambios que acaecían, las advertencias de su padre?
Por supuesto que Galatea y Aurelia formaban parte de la familia. Ambas venían de Italia y
llevaban el nombre Berga, pero eran parientes más pobres, obligadas a actuar de sirvientas.
Aurelia, aunque quería a las dos jóvenes hijas de la casa, estaba obligada a obedecer las
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Sarah Singleton Hechizo
órdenes del señor, y lo mismo le sucedía a Galatea. Puede que fuera hora de que Mercy
librara a su hermana de la irritante distracción de un romance entre Trajan y la institutriz y
reclutara su ayuda para descubrir más cosas sobre su madre. Era un riesgo, porque Charity
era impetuosa, pero Mercy anhelaba tener a alguien con quien compartir sus pensamientos.
Aspiró con fuerza.
— ¿Qué hay de madre? —preguntó, y la palabra pareció flotar en el aire.
— ¿Madre? —Repitió Charity—. ¿Qué pasa con ella?
— ¿Sabes dónde está?
—Murió. Cuando éramos pequeñas. ¿Qué quieres decir?
—Entonces ¿dónde está enterrada? ¿En la capilla? ¿Recuerdas el funeral? Sin duda nos
habrían llevado al funeral de nuestra madre, incluso aunque fuéramos pequeñas. Y ¿cómo
murió? No era mayor.
—No lo recuerdo —respondió su hermana, frunciendo el entrecejo.
Valientemente, Mercy siguió adelante, dispuesta a ir a por todas.
—Claudius me dijo que podría volver a verla.
— ¿Claudius? ¿Tu fantasma de la iglesia?
Andaban la una junto a la otra, muy pegadas.
— ¿Recuerdas su rostro? —Preguntó Mercy, llena de ansiedad—. ¿Puedes rememorarlo,
mentalmente?
—No —dijo Charity, negando con la cabeza—; recuerdo un sentimiento. Eso es todo.
—Tampoco puedo yo. ¿No te parece extraño?
Charity pareció aturdida. Siguieron andando juntas en silencio y Charity volvió la cara para
que su hermana no se la viera, encerrándose en sí misma. Cuando volvió a hablar, minutos
más tarde, la voz de la niña sonó ahogada por la emoción.
— ¿Por qué me has hecho pensar en madre? —inquirió—. No he pensado en ella desde
hace tanto tiempo. Ni siquiera recordaba que la echaba de menos.
Mercy siguió insistiendo.
— ¿Recuerdas un funeral? —repitió.
Con el rostro fijo en el suelo, Charity negó con la cabeza.
—No recuerdo nada sobre ella —dijo—. Eso no está bien, ¿verdad? Es nuestra madre. ¿Por
qué no pensamos en ella o hablamos de ella?
— ¿Y si no estuviera muerta? —porfió Mercy.
—Hemos de averiguarlo —respondió su hermana—. Necesitamos saberlo. Durante la cena
de esta noche... con padre. No podrá escabullirse. Se lo preguntaré. Quiero saberlo.
Antes de que Mercy pudiera responder, Charity echó a correr otra vez. Mercy la llamó, pero
ella no le hizo caso.
De vuelta en la casa, Charity se encerró en su habitación, y no quiso contestar cuando
Mercy llamó e intentó persuadirla de que abriera.
Mercy se sentó en su propia cama y se sintió inquieta. ¿Qué diría Charity? Qué estúpida
había sido al contárselo, al remover aquello. Llena de agitación, se tiró de los cabellos.
Temía la respuesta de Trajan.
No cenaron hasta tarde. Galatea fue a buscar a Mercy. Había llamado a Aurelia para que le
abrochara el traje de fiesta y le recogiera el pelo con horquillas. Charity aguardó bajo el ala
de Galatea, eludiendo deliberadamente las súplicas silenciosas de su hermana, a la vez que
se mantenía bien pegada a la institutriz.
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Sarah Singleton Hechizo
Qué pálida estaba Charity, y tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
Mercy sintió una molesta punzada de remordimiento por haber trastornado a su hermana
con preguntas sobre su madre.
Aurelia había colocado cuatro servicios en un extremo de la larga mesa del comedor.
Trajan aguardaba, vestido con una americana larga, menos desgastada pero más polvorienta
de lo acostumbrado, y se había peinado los cabellos hacia atrás. Las manos, que sobresalían
de los deshilachados puños de seda, eran muy delgadas y estaban escrupulosamente
limpias. Unos gemelos rojos, rubíes tal vez, centelleaban a la luz de las velas.
—Sentaos, sentaos —dijo, y Mercy pensó que parecía nervioso e incómodo.
Cenaron rosbif y patatas asadas, y a las muchachas se les permitió tomar un sorbo de vino,
para probarlo. Reinaba una atmósfera alicaída. Galatea conversó con Trajan sobre la vida
en la madre patria y Mercy no entendió nada en absoluto de lo que decían; era como si
hablaran sobre otro mundo. Entonces Charity se puso a charlar sobre las clases que recibían
y Mercy rumió en silencio, picoteando la comida mientras estudiaba a Galatea. La situación
parecía totalmente inapropiada. Había resultado fácil dejar transcurrir los días en una
especie de duermevela, sin todos aquellos pensamientos raros que enardecían su mente.
Ahora tenía tantas preguntas. El cuerpo le dolía, como si viejas contusiones olvidadas
empezaran a aflorar a sus huesos. Sintió el impulso de ponerse en pie de un salto y gritar,
pero en lugar de eso, aspiró una bocanada de aire y se lo tragó todo. Depositó los cubiertos
sobre el plato.
Aurelia sirvió una tarta de melaza como postre, con un aromático flan de almendras, pero
Mercy fue incapaz de comerlo. —Padre —dijo Charity, depositando finalmente su cuchillo
sobre el plato—, querría preguntarte algo.
Había estado ejerciendo su fascinación sobre él en preparación para aquel momento. Mercy
se puso tensa, previendo problemas, pero Trajan no estaba en absoluto preparado para la
pregunta que siguió a continuación. — ¿Qué le sucedió a nuestra madre? Galatea sufrió un
súbito ataque de tos. —Apenas la recuerdo —prosiguió Charity—. Siempre imaginé que
había muerto, pero Mercy dice que no fue al funeral. Realmente murió, ¿verdad?
Mercy contempló fijamente a su padre. Su rostro se había alterado sutilmente, y un curioso
tinte amarillento se iba apoderando de sus mejillas. Vio que sus dedos se tornaban blancos
mientras sujetaba con fuerza su copa. La institutriz volvió a toser.
Mercy contempló fijamente la mano de Trajan. Éste la cerraba con tanta fuerza, que la copa
se rompió. Abrió los dedos y aparecieron sangre, vino y fragmentos afilados en la piel de la
palma.
—Charity —dijo Galatea—. No preguntes a tu padre sobre estas cosas. ¿No te das cuenta
de que lo altera? Ya hablaré contigo más tarde.
Trajan se puso en pie repentinamente.
—Gracias por acompañarme —dijo a sus hijas—. Ha pasado demasiado tiempo.
Volveremos a comer juntos pronto. Debo..., debo limpiarme la mano.
Abandonó la habitación con paso rígido, derribando una mesita auxiliar como si no viera.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, Charity volvió a coger su tenedor y empezó
a canturrear.
— ¡Charity! —gritó Galatea con voz áspera—. Cállate y estate quieta. ¿No te das cuenta de
lo mucho que has entristecido a tu padre?
—Sólo he preguntado —respondió ella, mirando a lo alto por entre sus largas pestañas—.
Era mi madre. ¿Sin duda se me permitirá saber qué le sucedió? ¿Me lo dirás?
La institutriz frunció los labios y calló durante unos instantes para reflexionar.
19
Sarah Singleton Hechizo
Sentada junto a un fuego acogedor, Mercy bordó los pétalos de una flor blanca a la luz de
las velas, y la minuciosa tarea tranquilizó su mente. Charity, al otro lado de la chimenea,
colocó los pies sobre un taburete y contempló con fijeza las llamas, suspirando de vez en
cuando. Galatea, colocada entre ambas, sucumbió a las demandas de Charity pidiendo un
cuento y leyó un relato popular sobre una muchacha oca que no proyectaba ninguna
sombra.
Cuando el relato finalizó, Mercy les dio las buenas noches, y se fue a su dormitorio. Antes
de desvestirse, volvió sobre sus pasos más allá de las altas ventanas, hasta el tapiz del
ciervo y el unicornio. Había algo raro en él, pero no conseguía descifrar qué era. Buscó a
tientas detrás de las colgaduras, pero no encontró más que telarañas. Regresó entonces a su
habitación, confusa y desalentada; allí se sentó ante su escritorio y escribió en su diario
largas páginas sobre el enojo que le producía Galatea, las preguntas sobre su madre y la
incertidumbre respecto a su propia edad. A continuación ocultó el diario bajo una tabla del
suelo, debajo de la cama. Cuando acabó de desvestirse, el cielo empezaba a clarear por el
este. «Las enaguas de la noche que se alejan», pensó. Corrió las cortinas, y se acostó.
Alguien lanzó un grito. Un chillido...
Mercy se despertó sobresaltada. Había anochecido.
Saltó de la cama y corrió a la puerta. ¿Quién era? La voz resultaba tan familiar. No era
Charity, no; era otra persona...
Abrió la puerta. El fantasma, la niña del pasillo. Ésta había interrumpido el eterno juego del
escondite y ahora se mostraba asustada, de pie muy quieta, con los ojos fijos en algo.
Mercy se le acercó rápidamente.
— ¿Qué sucede? —preguntó.
El fantasma no la veía, pero parecía mirarla justo a los ojos. La niña volvió a chillar. Luego
giró sobre sus talones y echó a correr, los pequeños pies volando casi sobre el suelo, la
melena ondeando a su espalda. Mercy fue tras ella. El fantasma tomó el acostumbrado
camino hasta el tapiz; luego pareció desaparecer atravesando la pared. Mercy casi le pisaba
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Sarah Singleton Hechizo
los talones. Quería seguirla; deseaba tanto hacerlo. Alargó la mano y ésta pasó junto al
unicornio y se hundió en el vacío. Una entrada, que en aquellos momentos no tenía puerta.
Aprovechando la oportunidad, Mercy pasó al otro lado.
Durante un buen rato, fue incapaz de ver nada. Se sintió engullida. Notó un frío intenso y
que el suelo desaparecía bajo sus pies. ¿Cuánto tiempo transcurría entre un latido del
corazón y el siguiente? ¿Qué distancia recorre la sangre en el espacio que media entre los
martilleos del corazón? Las estrellas repiquetearon. La noche se devanó...
¡La luz!
Un estallido de luz solar. La fuerza implacable de aquella luz cayó violentamente sobre ella
haciendo que perdiera el equilibrio.
Se tambaleó hacia atrás, chocando contra estanterías, y se quedó apoyada contra ellas
mientras se cubría el rostro con las manos. No estaba acostumbrada a aquello, al resplandor
de la luz del sol y al calor.
Poco a poco se fue adaptando, y atisbo por entre los dedos, como había hecho el fantasma
cuando hacía trampas jugando al escondite. Eran unos colores tan chillones y le hacían
tanto daño a la vista. Estaba en la biblioteca, cerca de los tratados de geografía y los mapas.
La habitación le era conocida. Bajó las manos y contempló con atención sus dedos. La
cruel iluminación resaltaba cada uno de los diminutos pelos, la tracería de delicadas venas.
El sol golpeaba con la fuerza de un martillo. No podía mirar directamente a la ventana, así
que se fue deslizando alrededor de la habitación hasta alcanzar la puerta.
La biblioteca realmente parecía distinta. Los libros eran brillantes y nuevos, las tablas del
suelo estaban enceradas; había libros abiertos sobre una mesa, junto con cartas y papeles. El
lugar tenía aspecto de ser utilizado..., de estar vivo.
Aquello no era lo que había esperado. Tal vez un pasadizo secreto que condujera a un
escondite donde la niña fantasma habría esperado a su amigo o amiga. O donde se había
ocultado de su perseguidor aquella última vez en que había gritado y salido huyendo.
Mercy abrió la puerta de la biblioteca y salió con sigilo. Avanzó por el pasillo, tomando
nota de los rostros de sus antepasados colgados en las paredes, los retratos alterados por la
luz. Un espejo apareció ante ella inesperadamente, ofreciéndole un veloz vislumbre de un
extraño rostro blanco en medio de una avalancha de cabellos negros alborotados.
Llegó al cuarto de los niños de Century iluminado por la luz del sol. Alguien salía por la
puerta y la niña dio un paso atrás, apartándose.
Una mujer alta, de larga melena dorada, curvas marcadas, y un vestido de seda roja pasó
justo por su lado. Mercy se encogió, pero la mujer no pareció verla. La niña captó el aroma
de su perfume, que dejaba una estela tras ella como si fuera una cinta. La fragancia, que
recordaba a especias y flores, despertó recuerdos guardados en lugares olvidados. Mercy
permaneció pegada a la pared del pasillo con el corazón latiendo violentamente. Volvió a
tomar aire, en un intento por capturar los últimos hilillos de perfume que se desvanecían.
¿Era ella? ¿Era aquélla su madre, Thecla, la mujer que Galatea le había dicho que estaba
muerta? Y si era su madre, ¿por qué no conseguía recordarla? ¿Por qué no estaba segura?
La mujer no tardó en desaparecer de su vista. Mercy puso en orden sus ideas y la siguió,
ascendiendo por una escalera hasta el piso siguiente, y al interior de un dormitorio.
Tal vez, en aquella versión alterada de Century, bajo la extraña luz, Mercy era un fantasma,
ya que la mujer miraba directamente a través de ella y actuaba con la tranquilidad de
alguien que se cree a solas por completo. La luz no era demasiado fuerte allí, con cortinas
de muselina corridas parcialmente ante las ventanas. La cama era amplia, tallada en madera
gruesa y oscura, con guirnaldas de hojas de roble y bellotas rematando la cabecera. La
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Sarah Singleton Hechizo
mujer estaba sentada ante un tocador abarrotado de tarros de cristal, pinceles y bonitas cajas
de cartón. Rebuscaba en los cajones, en los que se amontonaban docenas de cartas. Más
envalentonada entonces, Mercy se acercó más, hasta colocarse justo detrás de ella.
La mujer revolvió entre las cartas, pero no encontró lo que buscaba. Mercy revoloteó a su
alrededor, absorbiendo los detalles del vestido, la cadena de plata alrededor del cuello. Sin
duda tenía que ser Thecla. Mercy ansió poder hablar con ella, oír su voz, pero la mujer se
levantó con un suspiro, volvió a salir de la habitación y bajó la escalera. Mercy intentó
seguirla, pero la casa le gastaba jugarretas y los pasillos parecían alejarse y perderse de
vista. No consiguió alcanzarla.
La niña regresó al cuarto de los niños, donde había dos niñas sentadas a la mesa. Entró
furtivamente en la habitación. El sonido de la puerta al abrirse hizo que la niña de cabellos
oscuros alzara la vista. Las niñas bebían té, leían y charlaban. Había libros abiertos sobre la
mesa, y las tazas de té estaban decoradas con rosas azules. La chimenea estaba ocupada por
un arreglo de flores secas y pinas, pero la atmósfera era todavía cálida... y fragante. La
ventana de la sala estaba abierta de par en par, y el aire transportaba el olor a hierba y hojas
tiernas, el perfume de flores del jardín, la fragancia de las rosas. Verano. Un verano lejano,
de hacía mucho tiempo.
Pero el sol seguía haciéndole daño, así que se apartó de la ventana y se acomodó en la
sillita situada en la esquina de la habitación. Era una silla de criatura, demasiado pequeña
para ella. Su propio cuarto de los niños tenía una idéntica, aunque un poco más raída.
Cuando se movió, la niña de cabellos oscuros volvió a alzar la vista, como si hubiera
advertido un cambio en la luz, y frunció el entrecejo.
— ¿Tienes frío? —preguntó.
—No, en absoluto. En realidad tengo bastante calor —respondió la niña rubia mientras
tiraba del cuello de su vestido.
—He sentido un escalofrío —comentó la niña morena, y efectuó un convincente
estremecimiento como para demostrarlo.
Mercy las estudió fascinada. Las niñas eran Charity y ella misma, con ocho y diez años
aproximadamente aquellas niñas pequeñas tenían un saludable rostro sonrosado y advirtió
que los brazos de la pequeña Charity estaban torneados y rellenitos. Las dos conversaban y
reían. Mercy se dio cuenta, con una dolorosa punzada, que no recordaba la última vez que
se había reído. Y las pequeñas prestaban tan poca atención al contacto cálido y delicioso del
sol, que realzaba el dorado de los cabellos de Charity. ¡Cómo las envidiaba! ¿Por que le
habían arrebatado aquello? En una ocasión, en una ocasión Mercy había vivido así, bajo la
luz dorada y el calor.
Las niñas reanudaron sus estudios, y la pequeña Charity empezó a dar pataditas en el aire
despreocupadamente mientras Mercy leía en voz alta un poema que había escrito sobre una
ninfa acuática de un río enamorada de un demonio que estaba en una roca negra. La
pequeña Charity soltó una carcajada, luego leyó su propia composición sobre un vestido
hechizado que transportaba a quien lo llevaba a un baile en el reino de las hadas, donde
obligaban a aquella persona a bailar durante cien años, ya que una noche en aquel otro
mundo equivalía a un siglo en el suyo. Mercy advirtió que su yo mas joven se sentía
conmovido por el poema de su hermana…y también celoso.
—Es hermoso —comentó la pequeña Mercy, con mirada ceñuda—. Hermoso y triste. La
imagino regresando a casa con los pies hechos trizas, el vestido andrajoso, y encontrándose
con que todos los que conocía habían muerto hacía tiempo.
22
Sarah Singleton Hechizo
—Píntalo —pidió la pequeña Charity, bajando los ojos a la vez que aceptaba la alabanza—.
Píntalo para mí.
Luego empezaron a recoger sus cosas. Mercy se sintió un tanto aturdida. Las sombras
cambiaban sobre la pared y se alargaban. Finalmente, las dos niñas se marcharon. Las tazas
de té también habían desaparecido, aunque Mercy no había visto que entrara nadie a
recogerlas.
Entonces abandonó la sala y se encontró con una versión veraniega de su propia habitación.
Allí no había nadie. Inspeccionó brevemente los objetos colocados sobre el tocador: cepillo
para el cabello, botella de perfume, el plato del jabón, y la toalla. La jarra y la palangana del
suelo eran las mismas.
— ¿Mercy? —llamó una voz lejana—. ¿Dónde estás?
Era Galatea, llamando sin duda a la pequeña Mercy para regañarla. El tono irritante de su
voz no había cambiado. Pero la niña empezó a preocuparse, pues a lo mejor en su propio
Century oscuro Galatea también la buscaba. ¿Cómo regresaría?
Mercy corrió a la biblioteca. En aquellos momentos, Trajan estaba sentado ante un
escritorio, con un libro. Parecía mucho más joven; con la piel tersa y los cabellos
totalmente negros. Avanzó hacia él, vacilante, sin apenas poder creer que no la vería. Pero
Trajan estaba absorto en su libro y pasó una hoja sin advertir su presencia. Mercy lo
observó con fijeza. Parecía un hombre distinto, con las manos fuertes y limpias; con la
determinación y la vitalidad escritas en todas las líneas del cuerpo.
Junto al libro que leía, Trajan tenía otro tomo: una especie de relato romántico; una novela
encuadernada en magnífica piel roja, repujada con pan de oro. Mercy observó que el libro
se llamaba Century. Lo levantó con manos temblorosas, pero Trajan no pareció darse
cuenta. Volvió la primera página, un dibujo, un bosquejo en blanco y negro de una casa en
medio de la nieve, con luz iluminando las ventanas, mientras un hombre a caballo se
alejaba al galope.
El nombre del autor, escrito en la primera página, era Trajan Quintus Berga, y la fecha
1790.
Su padre había escrito un libro sobre la casa.
La niña percibió algo curioso respecto a aquel libro Al igual que ella, no pertenecía
exactamente a aquel lugar veraniego, del pasado. Vibró ligeramente en sus manos, cargado
de energía, y las palabras parecieron hormiguear sobre el papel.
Pasó de prisa las páginas, con una sensación de apremio. Las palabras discurrieron ante ella
borrosamente Reconoció la letra de su padre, pero no consiguió captar el sentido del relato.
Una página hizo que se detuviera en seco, y la contempló con fijeza. Era otro dibujo. Un
boceto magnífico de un hombre joven que, aunque el estilo alargaba y estrechaba las
facciones era sin duda alguna Claudius. Así que, al menos eso era cierto formaba parte de la
familia; y a lo mejor ella lo había conocido, en una ocasión.
Volvió a echar una ojeada al dibujo. ¿Podía llevarse el libro?
Transportó el volumen de tapas rojas hasta las estanterías donde se amontonaban los mapas.
Sí, aquel era el lugar al que había llegado; pero ¿como regresar?
Aclaró sus ideas, y deseó estar de vuelta. Entonces algo tiró de ella. Sintió que la
arrastraban hacia atrás y hacia arriba, al interior de un espacio alargado y oscuro. Un pozo
de una mina, un pozo mágico. Arriba y arriba, con los cabellos agitándose en el aire.
Aterrizó con un golpe sordo.
23
Sarah Singleton Hechizo
Mercy abrió los ojos con cautela. Todavía era de noche, y estaba sentada en el suelo del
pasillo, junto al tapiz; Galatea se encontraba algo más allá, frente a su habitación.
-Sólo un momento -gritó Mercy-. Me has despertado, sólo un momento.
Seguía con los brazos firmemente cruzados sobre el pecho, pero el libro había
desaparecido.
Galatea fue hacia ella con paso decidido.
— ¿Que te he despertado? ¿Qué hacías durmiendo en el suelo?
—No lo sé —respondió ella, alzándose trabajosamente; se sentía aturdida, su mente no se
había recuperado aún del viaje y las inesperadas imágenes del pasado.
La institutriz posó una mano dura y fría sobre la frente de Mercy, y apretó los labios. La
piel se arrugó alrededor de su boca y aparecieron líneas diminutas sobre ella. Por un
instante, Galatea pareció muy vieja.
—Parece que tienes un poco de fiebre —dijo por fin—. Esta mañana quedas exenta de
asistir a tus clases. Permanece aquí, en tu habitación. Pediré a Aurelia que te traiga algo de
desayunar.
—Estoy bien —protestó ella—; no me siento nada enferma.
No quería quedarse encerrada a solas aquella mañana; tenía que hablar con Charity.
Pero Galatea acompañó a la niña a su habitación y le prohibió abandonar la cama. Luego se
alejó a toda prisa por el pasillo. Mercy se esforzó por poner orden en sus pensamientos.
Más preguntas, y cada vez más. Sintió como si se estuviera desmoronando. El
descubrimiento de la pequeña familia era un rayo de sol en la prisión del día invernal.
¿Cuánto hacía de aquello? ¿En qué año estaban? Y había visto a Thecla, estaba segura.
Mercy se sentía tan lejos de su madre, en aquel lugar invernal, y ansiaba tanto volver a
verla.
Y el libro llamado Century. Percibía su importancia, su poder. ¿Qué era? ¿Y por qué
contenía un dibujo de Claudius? ¿Cuándo volvería a verle?
24
Sarah Singleton Hechizo
III
Mercy se deslizó sigilosamente por el pasillo, más allá de la puerta. En el interior oyó la
voz clara de Charity que leía un poema en latín. De vez en cuando, la voz más profunda de
Galatea la interrumpía. Mercy estaba nerviosa. Por supuesto que no estaba enferma. La
institutriz sencillamente quería impedir que hablara con Charity, pero Mercy se había
armado de valor para desobedecerla. Tendría que ir en busca de su hermana más tarde.
Siguió pasillo adelante a toda prisa, bajó la escalera de puntillas y alzó el pestillo de la
puerta de la cocina con cuidado; tampoco quería que la viera Aurelia.
El fuego que ardía mantenía la cocina caliente, pero al ama de llaves no se la veía; a lo
mejor había ido a buscar carbón. El gato incorpóreo dormitaba en lo alto del aparador. Un
montón de pasta de amasar aguardaba sobre la mesa, cubierta de harina. Mercy volvió a
escudriñar la habitación; luego atravesó corriendo las losas hasta la puerta trasera, y salió
fuera, al jardín sumido en la noche.
El aire frío la engulló y la dejó sin aliento. La hierba estaba cubierta de escarcha, los
árboles desnudos, envueltos en hielo. Las hojas secas brillaban. Mercy se levantó las faldas,
echó una última mirada a la casa, donde la luz de las velas ardía tan acogedoramente en la
ventana de la cocina, y volvió a correr, abandonando el jardín para descender por la larga
ladera hasta el lago. Jadeaba cuando se detuvo a la orilla del agua. El hielo se había
extendido y formado una capa blanca y plateada sobre el lago. A lo lejos, aparecían
tristemente posadas las figuras oscuras de los patos. La luna se alzó por encima de los
árboles, más allá del estanque.
Mercy se protegió los ojos del resplandor de la luna para escrutar las orillas del agua en
busca de movimiento. El fantasma del bote de remos saludó, y volvió a saludar. La niña
marchó en dirección a la caseta de los botes. Su carta había desaparecido.
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Sarah Singleton Hechizo
Una vez en lo alto de la colina, Mercy atravesó el jardín a toda prisa y volvió a salir por el
otro lado, donde el prado descendía en suave pendiente. Tenía el rostro húmedo y
acalorado, y se quitó el sombrero, dejando la cabeza expuesta al frío aire.
El estanque: la negra cavidad del prado. Era un agujero pequeño y profundo al que iba a
parar el agua que desaguaban los campos. En primavera, recordó vagamente, había flores y
polluelos de pollas de agua negros como el carbón. ¿Cuánto tiempo había transcurrido
desde la primavera?
Mercy se aflojó la bufanda y se sentó sobre las frías raíces de un espino, junto al estanque.
Se preguntó si el fantasma volvería a aparecer. La primera vez, la mujer se había deslizado
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Sarah Singleton Hechizo
por debajo del hielo justo antes del amanecer; pero en aquellos momentos faltaban aún
muchas horas para el alba. Mercy aguardó. Volvió a calarse el sombrero hasta las orejas, y
paseó alrededor del estanque pateando el suelo con impaciencia. Imaginaba el revuelo que
debía de reinar en la casa, con Aurelia y Galatea buscándola.
—Vamos —masculló por lo bajo—. Ven a verme.
La luna estaba ya más alta. A lo lejos, un zorro aulló bajo un seto descuidado. Mercy
descendió más cerca del estanque y dio golpecitos al hielo con la punta del pie. La
superficie estaba llena de hoyos y burbujas, repleta de venas de algas congeladas.
Resultaría difícil ver a través de ella. Se inclinó y limpió la escarcha con la mano
enguantada.
El rostro miró a lo alto con fijeza.
Fue una visión tan repentina y cercana que la niña dio un salto atrás. El rostro blanco estaba
a apenas unos centímetros del suyo, con los ojos sin vida mirando al vacío. Mercy aspiró
con fuerza una vez, luego otra, haciendo acopio de valor para volver a mirar aquellos ojos
vacíos. Luego avanzó lentamente de nuevo y se tumbó sobre el estómago en el duro suelo,
inclinándose sobre el estanque. El fantasma seguía allí: una hermosa mujer joven, con los
cabellos de un oscuro verde apagado por el agua. Los labios se veían blancos. Abrió la boca
y la cerró, como si hablara, pero Mercy no consiguió oír lo que decía.
—Claudius me envió —dijo—. Tienes que decirme algo. Tienes que explicarte.
La boca del fantasma se movió otra vez, pero las palabras quedaban atascadas bajo el hielo.
—No te oigo —indicó Mercy, golpeando el hielo con el puño—. Tal vez no tenga otra
oportunidad.
La mujer fantasma pareció entristecida entonces. Los ojos sin expresión reflejaron algo: un
destello de azul mar, un destello de vida alzándose. Luego el espectro se alejó veloz en el
agua, el rostro desapareció y el vestido se arremolinó atrapado en las corrientes
subterráneas. La mujer se desplazó a través del estanque.
— ¡No te vayas! —Gritó Mercy—. No te vayas todavía. Tienes que ayudarme.
El fantasma no la escuchó. La ondulación del vestido se desvaneció también, y el estanque
quedó inmóvil. La desilusión fue insoportable, después de haberse armado de valor para
hablar con el espectro. No tenía ni idea de quién era la joven. ¿Por qué vagaba por el
estanque? ¿Se había ahogado? Mercy se estremeció al imaginar la frialdad del agua, la
cubierta de hielo precintándola. Tal vez Claudius le diría el nombre de aquella muchacha.
La niña se puso en pie, desvaneciéndose la carga emocional. Todas sus energías parecieron
desaparecer de improviso y el frío penetró en sus dedos. Pensó en la larga caminata de
regreso a casa. A lo mejor no habían advertido que se había marchado; pero era una
esperanza vana.
Entonces, en las orillas heladas del estanque, advirtió algo que relucía. Llena de curiosidad,
rodeó el agua y atisbo a través del hielo empañado; luego se quitó los guantes y frotó la
superficie con los dedos, intentando ver de qué se trataba. Allí —debajo del hielo— había
un destello plateado. Probó a perforar la superficie del estanque, pero el hielo era grueso y
duro, así pues lo pateó con energía con el tacón de la bota. El hielo se agrietó con un sonido
parecido al de un disparo. Volvió a golpear con el pie y consiguió romperlo hasta alcanzar
las aguas someras cercanas a la orilla. El agua penetró a través de la bota de piel,
espantosamente fría. Mercy hundió la mano en ella, arañándose los dedos con los
fragmentos rotos del hielo. El lodo se arremolinó, oscureciendo el agua.
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Sarah Singleton Hechizo
Eran tres llaves oxidadas metidas en un aro. Las cogió con aire triunfal. Una era más grande
que el resto: la llave de una puerta, tal vez. Mercy sonrió.
—Gracias —dijo en voz alta al fantasma—. Muchas gracias.
Escondió las llaves en un bolsillo debajo del abrigo. Tendría problemas; pero ahora al
menos había conseguido algo.
Galatea aguardaba a Mercy con cara de pocos amigos. La institutriz apenas fue capaz de
dirigirle la palabra a su pupila. Sosteniendo una única vela, condujo a Mercy a través de la
casa, lejos de la cocina y las habitaciones familiares en las que la niña y Charity pasaban
sus innumerables días. Recorrieron pasillos que olían a humedad que Mercy había olvidado
que existían, cruzaron puertas para penetrar en estancias que a lo mejor había visitado en
una ocasión, hacía muchísimo tiempo. Ante ella aparecieron cuadros con paisajes y rostros
que recordaba vagamente. La niña estaba inquieta, pero la momentánea desesperación
experimentada junto al estanque se había disipado. Las llaves eran una esperanza a la que
aferrarse.
Galatea abrió una puerta en una pared con paneles de madera y entraron en un salón, con
una araña de luces rodeada de telarañas.
Mercy se quedó atrás, con los ojos fijos en los andrajos grises de las telarañas y el tenue
destello de las lágrimas de cristal bajo la luz de las velas.
—Vamos —la apremió Galatea, y a continuación retiró una cortina y abrió otra puerta.
Mercy alzó la vista mientras algo despertaba en su memoria. Tenía un recuerdo vago de
aquel lugar. ¿Adonde conducía? Una imagen centelleó en su mente; un tejado de cristal,
una jungla de hojas color esmeralda. Sí, el gran invernadero que en una ocasión había sido
el orgullo y la alegría de Trajan. — ¡Mercy! —llamó Galatea con voz cortante. Trotó tras la
pulcra y severa figura de la institutriz, que sostenía la cortina apartada de la puerta para que
la niña pasara al otro lado. Luego Galatea la siguió.
El jardín de invierno se extendía ante ella. La luz era muy brillante, pues la luna refulgía en
lo alto como una antorcha. El invernadero discurría a lo largo del lado sur de Century y
tenía el suelo cubierto de baldosas blancas y negras. Marcos de madera blanca sujetaban
amplios paneles de cristal, pero éstos estaban mugrientos por culpa de los líquenes, las
motas de moho verde y los excrementos de las aves.
En el pasado, enormes helechos se habían apretado contra aquellas paredes de cristal.
Enredaderas y arbustos procedentes de las selvas tropicales habían crecido exuberantes,
abriéndose en flores que parecían de papel, de seda, calentados por las estufas del
invernadero. En la actualidad, todo estaba muerto.
Mercy descendió los tres escalones despacio, abriéndose paso por entre las ramas secas y
ennegrecidas que colgaban sobre el sendero. El jardín de invierno parecía mucho mayor
debido a que las plantas se habían marchitado y desaparecido. Aquí y allí, un puñado de
hojas momificadas cubría todavía el suelo. Macetas gigantes contenían enormes cantidades
de tierra, sin vida y polvorienta.
Recordó que... en una ocasión, ¿no había habido mariposas en el invernadero? Mariposas
tan grandes como cuervos, y colibríes tan diminutos como su dedo meñique.
Trajan estaba sentado ante una ornamentada mesa de hierro, absurdamente civilizado en
medio de los restos sin vida de sus plantas. Mostraba un aspecto endeble, como si fuera un
anciano. Alzó el rostro cuando Mercy estuvo más cerca.
—Mercy —dijo con dulzura—. Siéntate.
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— ¿Mercy? —la llamó, mientras ella se alejaba—. Me alegra saber que no estás enferma,
después de todo.
Mercy regresó al salón, donde Galatea estaba sentada a 1a mesa con su vela.
—Lo siento —dijo, y la institutriz se puso en pie y lanzó un resoplido.
Comieron juntas, y luego, a solas en el cuarto de los niños Mercy repitió a Charity lo que
Trajan le había dicho.
— ¿Cuántos años tienes, Charity?
Los ojos de su hermana se entrecerraron, y ésta vaciló.
—Diez, creo —respondió.
—Pero no estás segura. ¿No te parece extraño?
—No lo sé —repuso Charity—. En realidad no había pensado en ello hasta ahora.
— ¿No te preguntas por qué no vemos nunca el día?
—No.
—Pero antes lo hacíamos, estoy segura —insistió ella—. Lo recuerdo. Creo que lo
recuerdo.
El pasado se removió, desvelando lugares olvidados en su mente. Igual que un libro que
hubiera abandonado en la estantería, las páginas de su memoria revolotearon al azar y
sacaron a la luz fragmentos de una historia olvidada.
Una vez que se retiraron los platos y Aurelia se fue apresuradamente a realizar sus tareas,
Charity sacó unos libros.
—Tenemos que escribir un relato sobre la invasión de Wessex por los daneses en el siglo
IX —anunció—. Galatea nos ha dejado libros para que los leamos.
—Qué aburrido —dijo Mercy, bostezando.
En aquellos momentos se sentía muy cansada, pues empezaba a notar los efectos de todo el
ejercicio anterior. ¿Cómo podía pensar en los daneses en aquellos momentos?
—No es tan aburrido —replicó Charity—. Ya he empezado, ¿sabes?, mientras a ti te
regañaba padre. Va del rey Alfredo, que vivía en las marismas en los llanos de Somerset.
Alzó su cuaderno para mostrar todo lo que había escrito ya. Luego adoptó una expresión
muy seria.
— ¿Adonde has ido esta mañana?
—He ido al lago —respondió Mercy.
— ¿Por qué has huido?
—No he huido. Sólo quería un poco de aire fresco, para despejarme la cabeza.
—Galatea cree que tramas algo. Ella y Aurelia se fueron a ver a padre mientras se suponía
que yo estaba estudiando, pero me escabullí fuera y escuché lo que hablaban. No eres la
única que está interesada en desentrañar misterios.
— ¿Qué dijeron?
—Tú cuéntame... y yo te contaré.
Era del todo posible en Charity mostrarse dulce como un pastelito con respecto a la
institutriz en un momento dado, y espiarla al siguiente.
—Volví a ver a Claudius —explicó Mercy—. En el cobertizo de los botes. Pero ¡no debes
decírselo a nadie! Dijo que quiere ayudarnos, y que ellos intentarán impedírselo. Bien, ¿qué
dijo Galatea?
—Galatea cree que has caído bajo una influencia malévola —respondió su hermana—. Eso
fue lo que dijo. Malévola; algo malo. Y creo que eso debe de ser Claudius, ¿no te parece?
—Sé lo que significa malévola —replicó Mercy, irritada—. ¿Qué más dijo? ¿Qué dijo
padre?
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—Bueno, creen que Claudius hace que sucedan los cambios en la casa. No sé cómo.
Estamos despertando, eso es lo que dijo padre. Se refirió a nuestras preguntas sobre nuestra
madre, a que recordemos el pasado. Le preocupa que Claudius se haya aprovechado de tus
talentos especiales e intente hacernos daño. Ahora cuéntame tú el resto —prosiguió
Charity, y contempló con fijeza a su hermana—. ¿Por qué te dijo Galatea que te quedaras
en tu habitación?
Pero Mercy oyó entonces pasos en el pasillo.
—Después de que nos vayamos a la cama —susurró—. Ven a mi habitación.
Cuando se suponía que estaban leyendo y disponiéndose a dormir, fue Mercy la que fue a la
habitación de Charity en lugar de al revés. Una vez allí, sacó las llaves del bolsillo.
—Llaves —observó Charity—. ¿Para qué son?
—Creo que abren la habitación de nuestra madre.
El rostro de Charity se quedó muy quieto. La pequeña desvió la mirada de Mercy por un
instante, y fijó los ojos en la pared; luego dijo:
— ¿De dónde las sacaste?
Mercy se sentó en el borde de la cama de su hermana y le describió rápidamente el portal al
pasado, la luz del sol, la mujer vestida de rojo.
— ¿Puedo ir yo también? —preguntó Charity, muy pálida entonces—. Quiero verla.
—No lo sé. No he averiguado cómo funciona la entrada.
—Quiero intentarlo. Llévame ahora —insistió Charity.
Recorrieron el pasillo apresuradamente hasta llegar al tapiz y Charity presionó y golpeó los
paneles de madera, pero el acceso permaneció cerrado. Los ojos de la niña se llenaron de
lágrimas pero las reprimió. Sacudió la cabeza y juntó las manos.
— ¿Podemos encontrar la habitación de madre? —preguntó con rapidez.
Mercy había frotado las llaves con un trapo, y las había rascado con las uñas; pero seguían
cubiertas de herrumbre. Se preguntó cuánto tiempo habían permanecido en el barro del
fondo del estanque.
—Tenemos que averiguar quién es el fantasma del estanque —indicó Charity.
—A lo mejor Claudius me lo dirá —dijo Mercy, y empezó a andar hacia la escalera.
— ¿Sabes dónde está la habitación? —preguntó su hermana.
—Intentaré encontrarla. Todo parecía ligeramente distinto en el otro lugar, debido a la luz.
En el lado sur, creo, en el segundo piso. El que se encuentra aquí encima.
No disponían de luz pero las dos niñas poseían una asombrosa visión nocturna. Mercy fue
delante, mientras intentaba imaginar el camino que había tomado a través de la casa cuando
seguía a la mujer del vestido de seda roja. Cerró los ojos y descubrió que veía igual de bien;
como si la casa fuera un laberinto impreso en su cerebro.
—Aquí —dijo.
La barandilla era suave y fría bajo su mano. Charity apresuró el paso para mantenerse a su
altura. La escalera daba a un amplio rellano, con una ventana alta desde la que se veía el
jardín de invierno, el jardín con sus leones de piedra y el prado de la Destilería más allá.
—Hace frío aquí arriba —dijo Charity con un estremecimiento.
Mercy volvió a cerrar los ojos, intentando recordar..., intentando percibir cuál era el camino
hasta el dormitorio.
—Por aquí —indicó. Siguieron adelante. La casa crujió a su alrededor.
—Creo que nos sigue alguien —susurró Charity, tirando a su hermana del brazo.
—No oigo a nadie.
Algo le cosquilleó en la nariz. ¿El perfume, quizá?
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IV
Mercy escudriñó el pasillo y luego cerró con llave la puerta de su dormitorio. Un amanecer
invernal y gris se alzaba ya por encima de los árboles pero la niña corrió las cortinas y
encendió una vela, para que pudieran mirar las cartas. Se le ocurrió que jamás se había
preguntado el motivo de que se quedaran dormidas al amanecer; era simplemente otra parte
del hipnotizado ritual del día. ¿Era posible resistirse? ¿Podían mantenerse despiertas y ver
salir el sol? Todos los de la casa se hallaban bajo una especie de hechizo, una pauta
repetida, que les privaba de la luz del día. A lo mejor ellas podían oponerse a él.
—Charity, ¿crees que podemos mantenernos despiertas? No falta mucho para que sea de
día, ¿no es cierto? ¿Y si nos obligamos a permanecer despiertas? —preguntó.
Pero Charity bostezaba ya. La niña miró a su hermana.
—Podríamos intentarlo —respondió en tono dubitativo—. Pero estoy tan cansada ya.
Estaba sentada en la cama de Mercy y esparcía las cartas guardadas en su chal sobre la
colcha. Las dos hermanas las recogieron una tras otra.
—Están escritas en italiano —dijo Mercy.
—Ésta está en latín. —Charity alzó el papel, intentando leer la tinta descolorida—. Es
demasiado difícil para mí.
—La escritura es muy extraña —observó Mercy, recogiendo otra; el papel que sostenía era
blando, como si fuera tela, de color rojizo y marrón en los bordes.
—Mira —siguió.
Entre el montón de cartas, había un fajo claramente diferenciado, tal vez una docena de
ellas, bien sujeto con un trozo de raso polvoriento de color rosa.
—Cartas de amor —dijo Charity con una sonrisa—. ¿Para quién son, y de quién?
Su hermana desató la cinta y desdobló la primera.
—Es difícil descifrar la escritura. Están en italiano.
Mercy entrecerró los ojos, intentando desentrañar los trazos y las florituras. Alzó la vela y
la sostuvo cerca del papel.
—Cuidado no vayas a quemarla —la advirtió Charity.
Su hermana bajó el papel y volvió a dejar la vela sobre la mesita de noche. Miró a su
hermana.
— ¿Qué sucede?
—Por lo que puedo descifrar —empezó a decir Mercy— parece que iban dirigidas a
Thecla, y que las escribió Trajan. Son cartas de nuestro padre a nuestra madre. La fecha es
1689.
Se miraron sorprendidas por un instante mientras pensaban a toda velocidad.
—Así pues, era indudablemente Thecla a quien vi, porque éstas son sus cartas. Y aquélla
debía de ser su habitación —observó Mercy.
— ¿Qué año es ahora?
—No lo sé. ¿No es eso curioso? Tengo la sensación de que 1689 fue hace muchísimo
tiempo.
—A lo mejor estos Trajan y Thecla son antepasados de nuestros padres con los mismos
nombres —indicó Charity, agarrándose a un clavo ardiendo.
—Quizá.
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Clasificaron las cartas en montones. El fajo de viejas cartas de amor en uno, las otras cartas
en italiano en un segundo montón y las escritas en latín en un tercero. A primera vista, las
cartas en italiano las habían escrito parientes que residían en la madre patria, a Thecla y
Trajan en Inglaterra. La mayoría estaban fechadas entre 1780 y 1790. Curiosamente, Mercy
tuvo la impresión de que las cartas en latín también las habían escrito por la misma época.
Estaban dirigidas a Thecla, pero la niña no reconoció el nombre escrito al pie.
Al alzar la vista, vio que Charity se dormía, con la cabeza desplomada sobre la almohada.
La misma Mercy tenía que esforzarse para permanecer despierta. Zarandeó a su hermana.
—Tienes que intentar luchar contra ello —dijo—. Prueba a hacerlo. No te duermas.
Pero Charity negó con la cabeza y apartó la mano de Mercy.
—No puedo. Me cuesta demasiado.
Entre bostezos, la niña se puso en pie con dificultad y se fue pesadamente a su propio
cuarto situado justo al lado.
Oponiendo resistencia a su propia fatiga, Mercy volvió a amontonar las cartas dentro del
espacio situado bajo la tabla del suelo y luego se sentó ante el escritorio, decidida a luchar
contra el manto del sueño. Pero le fue imposible. El sopor la venció y engulló. No tuvo
elección y ninguna fuerza de voluntad consiguió mantenerlo a raya.
Mercy se terminó el bollo rápidamente, y saltó de la cama para volver a mirar las cartas.
Las viejas cartas de amor resultaban demasiado difíciles de leer, de modo que volvió a
enroscarse bajo los cobertores y se concentró en las escritas en latín. Asimismo eran
también cartas difíciles de traducir, ya que no se parecían a los textos y poesías de sus
libros de lectura. Poco a poco, empezó a entenderlas.
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Una vez más, Galatea estaba ocupada con Trajan, y a las niñas se les permitió tomarse un
tiempo de asueto de las tareas escolares. Aurelia, sin duda siguiendo órdenes de su padre,
no les concedió ninguna oportunidad de poder escuchar sin ser vistas. Las mantuvo
ocupadas preparando pan, y luego, mientras la masa fermentaba, las echó al exterior a
tomar el aire y hacer un poco de ejercicio, con una orden estricta de no alejarse del jardín.
Fuera, en el jardín helado, Mercy explicó a Charity lo que había leído.
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— ¿Así que Claudius hizo algo malo? —se sorprendió Charity—. No consigo comprender
qué podría significar. ¿Y quién era Marietta?
—No sé qué pensar respecto a Claudius —dijo Mercy—. Las cartas sencillamente me han
desconcertado.
Pero las hermanas no tuvieron mucho tiempo para hablar, porque a los pocos minutos
Galatea salió apresuradamente de la casa, en su busca.
En la cocina, Aurelia volvía a amasar la masa de pan, de espaldas a Galatea y con una
expresión avinagrada. Mercy supuso que las dos mujeres habían discrepado sobre el
cuidado de las niñas y que Aurelia no debería haber dejado que salieran solas, ni siquiera al
jardín. El ama de llaves era más bondadosa que Galatea, pero las dos sirvientas estaban
obligadas a seguir las órdenes de Trajan. Mercy se sacó las botas.
Galatea no habló en un principio, sino que se limitó a mirar con fijeza a Mercy, con un
rictus enojado en el rostro. La niña se sintió incapaz de sostenerle la mirada. Era evidente
que la habían descubierto. ¿Qué diría su padre ahora? Se le hizo un nudo en la garganta
mientras contenía las lágrimas.
—Mercy, eres una niña mala —dijo Galatea—. No sé qué decir. Debes ir a la biblioteca y
hablar con tu padre. Es un asunto muy serio. Charity se quedará aquí con Aurelia.
Mercy fue hacia la biblioteca con pasos lentos y pesados. « ¿Estaban enterados del robo de
las cartas?» Le horrorizaba la idea de la entrevista. « ¿Por qué la regañaban a ella cuando
Charity había sido su cómplice voluntario?» Era una caminata corta, pero se lo tomó con
calma. No se sentía capaz de enfrentarse a su padre. Finalmente, de pie ante la puerta, con
el corazón en un puño, aspiró con fuerza y llamó.
—Adelante.
La voz sonó apagada. Mercy abrió la puerta y entró. El fuego ardía en la chimenea, y la luz
titilaba en los lomos de los libros de las estanterías, sobre hileras de tomos sobre plantas,
que en el pasado habían constituido la obsesión de Trajan. Mercy le recordó enfrascado en
diagramas de flores y tratados que hablaban sobre las plantas nuevas y exóticas
descubiertas en el Nuevo Mundo.
El reloj tintineó sobre la repisa de la chimenea, dando un cuarto. Trajan estaba de pie, con
la espalda vuelta hacia su hija, en el otro extremo de la estancia, cerca de la estantería
donde ella había emergido a la otra Century, más soleada. La niña vaciló unos momentos
antes de hablar.
—Padre —dijo—, Galatea me ha dicho que deseabas verme.
Trajan se volvió y cruzó la habitación en dirección a ella. Mercy creyó que estaba
enfadado, pero él alargó una mano y le palmeó el hombro.
—Parece como si hubieras visto a un fantasma —dijo, y a continuación añadió con una
sonrisa—: Pero claro, tú sí los ves.
En la otra mano Trajan sostenía una pequeña cartera de cuero. La niña intentó relajarse.
Separó las manos, y dejó que colgaran a los costados.
Su padre alzó la cartera, abrió con un chasquido el cierre de la parte superior, y vació poco
a poco el contenido sobre la mesa. Mercy observó horrorizada cómo su alijo secreto de
cartas rodaban unas sobre otras por encima del mantel de color verde. Boquiabierta, alzó
los ojos hacia Trajan. La última de todas las cartas, situada en la parte superior del montón,
era distinta del resto. El papel era nuevo e impoluto, y la escritura que aparecía en él era la
suya propia: era la carta que había escrito a Claudius y que había dejado en la caseta de los
botes.
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Mercy cerró la boca, y volvió a abrirla. Trajan le acercó una silla e hizo una seña para que
se sentara.
— ¿Estás enfadado conmigo? —preguntó con voz queda.
Su padre se sentó junto a ella y colocó las palmas de las manos sobre la mesa. Parecía
tranquilo.
—No —respondió—; pero debes contarme todo lo que sabes. Estamos todos en gran
peligro. La familia. Las cosas han escapado a mi control. Galatea y Aurelia se han
mantenido alerta pero Claudius es más astuto de lo que había sospechado.
— ¿Claudius? —se le escapó a Mercy, y a continuación—: ¿Nos seguisteis anoche? ¿Es así
como sabíais que habíamos cogido las cartas?
—Galatea os siguió, Mercy. Le pedí que os vigilara. Me ha servido fielmente. Ahora
cuéntame todo lo que sabes sobre Claudius.
—Dijo que podíamos ser libres —dijo ella, mordiéndose el labio—. Que podríamos ver el
sol.
Los sentimientos empezaban a dominarla y unas lágrimas inesperadas afloraron a sus ojos.
Tragó saliva con fuerza.
Trajan la contempló, y suspiró. Alargó una mano y le acarició la mejilla. El afecto en aquel
gesto fue a la vez tan placentero y tan inesperado, que Mercy empezó a llorar sin tapujos.
—Nunca nos liberamos de quienes somos —repuso él con suavidad—. Sé que es duro.
— ¿Qué significa eso? ¿Quiénes somos? ¿Quién es Claudius? ¿Por qué despertamos sólo
de noche?
Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Mercy dejó caer el rostro sobre los brazos, encima
de la mesa, y sollozó. Trajan se inclinó hacia ella y le acarició los cabellos.
—Vamos —dijo—, no llores, Mercy. Seremos tal como éramos antes de que Claudius
apareciera. Os mantendré a salvo.
Sacó un pañuelo de grandes dimensiones del bolsillo y, cuando ella alzó la cabeza,
sorbiendo por la nariz, le secó los ojos con ternura.
Mercy sintió que su corazón se henchía, y se imaginó corriendo a los brazos de Trajan. ¿La
había alzado en otros tiempos del suelo y llevado en brazos? ¿Habían jugado juntos?
Parecía al mismo tiempo tan dulce y poderoso. Y destrozado también. Un hombre hecho
pedazos, al que faltaba la parte central. En un arrebato de compasión, la niña le contó el
encuentro en la iglesia y, más tarde, en la caseta de los botes. Le contó lo que Claudius
había dicho sobre el fantasma del estanque, y le habló de las llaves de la habitación de su
madre.
—Leíste las cartas, naturalmente —dijo él.
—Algunas.
— ¿Y qué deduces, de todo lo que has averiguado?
—Sucedió algo... que tuvo que ver con Claudius, y ahora nos ocultamos en la casa.
—Como La bella durmiente —repuso Trajan—. Tienes razón, desde luego. La casa se cerró
herméticamente para protegernos. Para proteger a la familia. Claudius quiere romper
nuestras defensas. Pero no creas que es tu bienestar lo que le preocupa, Mercy. Quiere
escapar y destruirnos. Nos considera responsables de su propio aprieto y quiere vengarse, a
pesar de ser él quien nos condujo a esta situación. Tu vida aquí, recluida, es culpa suya.
— ¿Cómo nos escondemos? ¿Dónde está mi madre? —quiso saber ella—. ¿Es esto
realmente un hechizo? ¿Por qué tenemos que ocultarnos?
Pero él no contestó, e hizo caso omiso de las preguntas.
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Más tarde, cenaron con Trajan a la luz de las velas, y a continuación Galatea les leyó en el
cuarto de los niños hasta el amanecer. La institutriz no dio a las niñas ninguna oportunidad
de hablar entre ellas, y las desterró a sus habitaciones respectivas cuando estuvieron
demasiado cansadas para discutir.
Mercy se tumbó en la cama con el pañuelo de Trajan bajo la almohada. Tras aquellos
últimos días de agitación, sentía una sensación de alivio. Podía confiar en su padre para que
cuidara de ella. A lo mejor sí hacía lo que él decía, los cambios cesarían y el dolor de
recordar se desvanecería.
Después del anochecer, la niña pequeña chilló; el fantasma que jugaba al escondite.
Mercy se despertó, angustiada, de un sueño sobre la mujer del estanque. El sueño estaba
pintado de colores brillantes, con los colores del día, y en él Mercy atravesaba corriendo el
prado con un hacha cuya hoja clavaba profundamente en la superficie helada del estanque,
haciendo añicos fragmentos enormes y vítreos. Pero la superficie del estanque era dura
como el hierro, hasta su mismo centro.
La niña volvió a chillar. Mercy saltó de la cama y salió corriendo al pasillo. Aquélla era su
oportunidad de escabullirse otra vez a través de la puerta hasta el otro lugar.
No. ¡No! Haría caso omiso del fantasma. Lo que debía hacer era regresar a la cama. La voz
de su padre resonó en su mente. Sus palabras de consuelo.
La niña fantasma se dirigió al tapiz, mostrándole el camino a la luz del sol y a las dos
hermanitas felices. Mercy hizo ademán de avanzar, pero luego se contuvo. Se sentía
dividida entre dos caminos a tomar. La oscuridad y la luz. El frío y el calor. La cómoda
familiaridad... o el doloroso cambio.
Trajan había sido tan bueno que no deseaba trastornarlo otra vez. Sin duda, él sabía mejor
que ella lo que había que hacer. En ese caso, ¿por qué la atraía tanto aquel otro lugar? La
luz del sol seducía, y la mujer que era su madre.
¿Lo sabría él si ella lo visitaba una última vez, para verla? Era demasiado para poderse
resistir. La rebelión lidió con la culpa, y Mercy siguió al fantasma.
Cerró los ojos, deslizó la mano detrás del tapiz y penetró en el vacío. En aquella ocasión,
estaba preparada para la sensación de descenso, pero la impresión de la fría caída en picado
en el espacio no fue menor.
Cuando aterrizó, tenía los dedos apretados contra los ojos, para protegerlos del aguijonazo
de la luz solar. La sintió en los dorsos de las manos y en la frente, y cuando atisbo por entre
los dedos vio, en el suelo, el libro rojo de Trajan. Se inclinó y lo recogió, abrió la tapa,
contemplando el frontispicio, la casa y el jinete. El libro repiqueteaba, cargado con una
energía peculiar.
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Pero sabía que no podía llevárselo con ella, de modo que lo dejó en la biblioteca y recorrió
el pasillo a toda prisa. Cuando pasaba ante el cuarto de jugar de los niños, Thecla salió de
él, igual que la primera vez, con su larga melena rubia y el rastro de perfume. El corazón de
Mercy pareció henchirse cuando la vio. ¿Había llegado en el mismo momento que la vez
anterior? A lo mejor Thecla subiría a su habitación y rebuscaría otra vez en el cajón.
En la sala las dos niñas tomaban té en tazas decoradas con rosas azules.
— ¿Tienes frío? —preguntó la pequeña Mercy a su hermana.
—No, en absoluto. En realidad tengo bastante calor.
—He sentido un escalofrío —indicó la primera, tiritando.
Mercy se acercó más. Tal vez su segundo yo había detectado su presencia de algún modo.
Mercy dejó a las niñas y deambuló por la casa. Los suelos de madera relucían. Las
alfombras eran nuevas y de colores brillantes. Pasó junto a una sirvienta que quitaba el
polvo a una estatua colocada sobre un pedestal y a unas espadas cruzadas colgadas de una
pared. Los jarrones estaban rebosantes de flores que inundaban de perfume la suave
atmósfera cálida. Cera, flores, el calor del verano... lo aspiró todo.
La escena cambió. Se acercaba el crepúsculo y la luz se tornaba difusa. Las puertas de la
entrada principal estaban abiertas y conducían a unos escalones. Mercy salió tímidamente
al exterior.
El cielo era un horno de rojos y dorados, justo después de la puesta de sol. Qué hermoso
era. La niña se protegió los ojos con la mano y lo contempló fijamente.
Siguió el sonido de voces hasta el huerto. La hierba era alta y blanda. En los árboles crecían
pequeñas manzanas, peras y ciruelas. Se alejó de los frutales dejando atrás los invernaderos,
donde las alas de las mariposas revoloteaban detrás del cristal, hasta llegar a la rosaleda.
Allí vio el origen del sonido: cerca de una docena de niños jugaban en la hierba, y había
una mesa, repleta de bandejas, bajo un dosel blanco.
Unas golondrinas descendieron en picado pasando sobre el último piso de la casa, en una
bandada, y casi rozaron el suelo. Mercy contempló cómo volvían a alzar el vuelo y
describían un nuevo círculo sobre la casa. El sonido de sus gritos pulsó las cuerdas de su
memoria, devolviéndole una emoción asociada con el verano, con la luz del sol alargándose
más y más en la noche, la calidez del aire, el perfume de la hierba y las flores. La emoción
se convirtió en una extraña clase de dolor, justo bajo sus costillas.
Uno de los niños corrió hacia ella. La chiquilla tendría nueve o diez años, y llevaba un
vestido largo de color azul. Pasó brincando junto a Mercy, gritó algo a los demás, y
reanudó la carrera. Otras dos niñas la siguieron. Ninguna dio la menor muestra de haber
visto a Mercy, que estaba encogida contra la pared; de modo que ésta se apartó para unirse
al grupo congregado en la hierba.
Cinco niñas con vestidos blancos, igual que flores de manzano, estaban sentadas sobre una
alfombra color burdeos, a la sombra de los rosales. Vio a Thecla en una silla, bajo el dosel
blanco, y vestida de terciopelo verde ahora, con los cabellos color rubio oscuro recogidos
en un moño. El vestido tenía un escote bajo y mostraba una extensión de piel cremosa.
¡Qué exquisiteces comestibles había ordenado Thecla que prepararan en la cocina para el
picnic! Flores confitadas dispuestas en una bandeja de plata: auténticos capullos, rosa,
azules y blancos, bajo un envoltorio de azúcar quebradizo. Castillos en miniatura de
bizcocho, pastelitos en forma de peces, dulces de azúcar transparente dispuestos igual que
piedras preciosas en guirnaldas de merengue. Los niños se mostraban maravillados ante tal
banquete y se llenaban hasta rebosar las húmedas bocas con aquella colección de tesoros
comestibles. La niña miró fijamente a Thecla. A pesar de que creía que la mujer rubia era
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su madre, seguía faltando algo. No experimentaba ningún sentimiento por ella. Se le había
despertado una emoción respecto a la tarde de verano, pero nada en absoluto en lo referente
a Thecla, más allá de una simple curiosidad. Aun así, Mercy era incapaz de dejar de
mirarla, de deleitarse en la forma del rostro de la mujer, el frunce de los labios, los tonos de
trigo y miel de sus cabellos, las perlas que colgaban de sus orejas. Se fue acercando,
intentando aspirar otra vez el perfume de su madre.
—Mercy —dijo Thecla, en una voz fuerte y clara—. Mercy, ven aquí.
Mercy se quedó paralizada en un instante de terror... hasta que se dio cuenta de que Thecla
no la miraba a ella. En su lugar, una niña pequeña sentada en la alfombra volvió la cabeza.
— ¿Madre? —dijo.
Thecla dio una palmada a la silla situada junto a ella. —Ven a charlar conmigo —la instó.
La pequeña Mercy suspiró. Había estado enfrascada en una conversación con una amiga,
pero se levantó obedientemente y fue hacia su madre. La amiga se inclinó al frente para
observar. Tenía el cabello castaño rojizo, muy rizado, y un rostro que Mercy conocía muy
bien. Era el fantasma del pasillo situado frente a su dormitorio, que jugaba, y en ocasiones
chillaba. Mercy se llevó la mano a la boca, sintiendo que brotaban palabras tras sus labios.
La pequeña Mercy, de unos diez años, se sentó en la silla junto a su madre y balanceó las
piernas. Tomó una rosa azucarada de la bandeja y se la introdujo en la boca.
—Estate quieta —indicó Thecla—. Ya empiezas a ser mayor. —La voz era severa, pero la
mujer sonreía—. ¿Disfrutas de tu cumpleaños? ¿Eres feliz? —preguntó.
—Muy feliz —respondió la pequeña Mercy, asintiendo. —Ve a jugar con tus amigos pues.
La niña se puso en pie, rodeó con los brazos el cuello de su madre y la besó en la mejilla.
Luego regresó corriendo junto a la niña de cabellos rojizos de la alfombra.
Mercy se acercó más. ¿Deseaba también ella besar a aquella mujer, a su madre? Unos
pocos cristales diminutos de azúcar procedentes de los labios de la pequeña Mercy
permanecían pegados a la piel de Thecla. La mujer suspiró.
Mercy abandonó el toldo y se sentó sobre la hierba, intrigada por el grupo de niños. Las tres
jóvenes aventureras que habían corrido alrededor de la casa regresaron y se dejaron caer,
sin aliento, en la hierba. Eran once en total, tres chicos y ocho chicas. Mercy descubrió a la
pequeña Charity en un extremo del grupo, tejiendo una cadena de margaritas hasta que
empezó a discutir con su compañera, hizo pedazos la cadena y se enfurruñó. Una vez que
los chicos acabaron de comer se levantaron, saltaron la zanja y corrieron en dirección al
lago. Mercy se dedicó a escuchar sin ser vista, era un fantasma en su propia fiesta de
cumpleaños.
— ¿Vamos a pasear nosotras también? —Preguntó la pequeña Mercy—. Te mostraré el
templo. Quizá nos lleven en bote por el lago —añadió, y se incorporó de un salto.
—Madre —dijo a continuación—, ¿podemos seguir a los chicos? Chloe quiere ir en bote
por el lago. ¿Puedes pedir a uno de los criados que nos lleve?
Chloe. Chloe. Sí, recordó. Su mejor y más querida amiga. Mercy se quedó paralizada.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Se habían cerrado tantas estancias de su corazón. No era
extraño pues que siempre sintiera frío. Pero sí, ahora lo recordaba. Chloe la había querido a
pesar de su timidez y sus modales torpes, y sus curiosos e impetuosos arrebatos. Chloe
había comprendido exactamente lo que la pequeña Mercy quería decir y por qué reía, y
comprendía también los terrenos por los que vagaba su imaginación. Mercy contempló
fijamente a la niña y sintió el vacío del tiempo perdido que las separaba.
Thecla se puso en pie y se sacudió las faldas.
—Vamos —anunció—. Niñas, ¿estáis listas?
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Hizo una seña con la cabeza a un lacayo de peluca blanca, que permanecía discretamente de
pie junto al toldo, y éste siguió al grupo por el sendero de grava hasta la verja del jardín.
Las largas faldas impidieron a las niñas saltar la zanja.
Las ovejas pastaban en el terreno que descendía hasta el lago. Esquiladas, parecían mucho
más pequeñas, como si fueran cabras. Los animales se apartaron dando saltos cuando el
grupo se acercó. El suelo estaba salpicado de excrementos.
Mercy se preguntó dónde estarían los demás adultos; probablemente en la casa, disfrutando
de sus propios entretenimientos. Thecla había asumido la responsabilidad de cuidar de los
miembros más jóvenes del grupo. La niña se sintió tentada de correr de vuelta a la casa para
averiguar qué sucedía y quiénes podían ser los otros visitantes. Sin embargo, el atardecer
era hermoso... y no deseaba perderse ni un minuto de él.
El lacayo llevó a Chloe y a la pequeña Mercy a la caseta de los botes, que en aquellos
momentos estaba recién pintada y en perfecto estado. De hecho, la casa y los terrenos
poseían el mismo aire de frescura y tosquedad de algo recién acabado, y que todavía no ha
arraigado en la campiña circundante. Por supuesto, la familia Berga había encargado la
construcción de la casa, los jardines y los terrenos. ¿Cuánto tiempo hacía que vivían allí en
aquella época?
Las niñas bajaron a saltitos los escalones de madera hasta llegar al bote. Mercy subió a él
con cautela tras ellas y se sentó en la proa, acomodándose en el exiguo espacio como pudo.
A continuación, el sirviente entró en la embarcación y tomó los remos.
— ¿Quién se ha llevado el otro bote? —preguntó la pequeña Mercy.
—Los chicos —respondió Chloe—. ¿No los oyes?
En cuanto su propia embarcación abandonó la cada vez más oscura caseta de los botes,
Mercy distinguió a tres chicos en una nave pequeña de remos, que hacían chapotear
infructuosamente sus remos en el agua. Los patos graznaron alarmados, y se desperdigaron
por el interior de los cercanos juncos.
—No —dijo Mercy—; hay un tercer bote. El más bonito de todos, con un toldo. Alguien
más debe de haberlo cogido.
La superficie del lago estaba muy quieta y tenía un color negro azulado, con ondulaciones
color cobalto y franjas doradas allí donde el agua reflejaba los últimos destellos refulgentes
de luz solar en las nubes.
—No tardéis —les gritó Thecla—. No tardará en oscurecer.
—Llévanos a la isla —ordenó la pequeña Mercy—. Chloe quiere ver el templo.
El lacayo hizo girar la embarcación con destreza. El lago tenía la forma de la pisada de un
gigante, con largas curvas, y la isla se alzaba en el centro, visible desde Century, un punto
focal en el diseño global. Desde el exterior de la casa, el templo, construido muy
ingeniosamente para dar la apariencia de unas ruinas, tenía un aspecto magnífico e
imponente; pero más de cerca, recordó Mercy, resultaba menos impresionante.
Tardaron sólo unos minutos en alcanzar la isla, y el lacayo detuvo el bote en un
embarcadero diminuto a sotavento, donde el tercer bote, de mayor tamaño, estaba ya
amarrado. Las niñas gatearon fuera de la embarcación, y Mercy marchó rápidamente tras
ellas. Tenía la impresión de saber ya quién se había llevado el tercer bote a la pequeña isla.
Chloe y la pequeña Mercy reían mientras caminaban, la una junto a la otra, con las cabezas
muy pegadas, como si compartieran un secreto. Charlaban por los codos. La isla no era un
elemento natural, desde luego. Al igual que la cercana cascada del río, y la gruta, era
artificial, justo lo bastante grande para dar cabida al templo cuidadosamente convertido en
una ruina, y a media docena de árboles. A medida que se acercaban, las niñas empezaron a
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cuchichear, ocultando las bocas tras las manos. Avanzaron de puntillas. Mercy oyó
entonces una voz masculina que surgía del templo, y que confirmó sus sospechas. La
pequeña Mercy y Chloe treparon al terraplén de tierra situado detrás de él y se tumbaron
sobre sus estómagos, atisbando por encima del borde para contemplar a las personas
situadas abajo. Mercy las imitó.
—Es tu hermana —susurró la pequeña Mercy a su amiga.
Las dos niñas permanecían hombro con hombro.
Entre las estriadas columnas de mármol y los bloques caídos, bajo el tejado todavía lo
bastante grande como para proporcionar refugio y sombra a los visitantes, se desarrollaba
una romántica escena. Mantas y cojines, y una cesta de comida. Claudius, parcialmente
recostado, y una mujer joven que yacía con la cabeza apoyada en su hombro. No hablaban,
pero Claudius le acariciaba la mano, y a continuación la mejilla. Sin duda oyó acercarse a
las niñas, porque miró a su alrededor.
—Han enviado espías —dijo—. No estamos solos, Marietta.
La mujer lanzó una carcajada, y se sentó muy tiesa, arreglándose el vestido.
—Vamos, Mercy y Chloe —llamó Claudius en voz alta—. De nada sirve esconderse.
Hemos visto cómo el bote se acercaba por el lago. Y os hemos oído cuchichear.
Se mostraba de buen humor y bromeaba con ellas. Se puso en pie.
— ¿Voy yo a buscaros? —inquirió—. ¿Me obligaréis a moverme? ¡Vamos! Si salís ahora,
podríamos compartir con vosotras este delicioso pudín de ciruelas y miel. De lo contrario,
puede que me lo coma todo yo.
Las niñas intercambiaron una mirada, llegaron a una especie de acuerdo tácito y, a
continuación, se incorporaron y descendieron corriendo por el terraplén hasta el templo.
Mercy las siguió, lentamente. Temía que Claudius la viera, de modo que permaneció fuera
del edificio, oculta por el muro.
Desde aquella posición poco satisfactoria estudió a Marietta lo mejor que pudo. Al igual
que Chloe, tenía una piel muy clara y cabellos color castaño rojizo, si bien los de Marietta
eran más oscuros, más parecidos al clarete, y lisos, mientras que los de Chloe eran rizados.
La joven era muy esbelta, con manos largas y elegantes.
Era el fantasma que había visto bajo el hielo.
Naturalmente. ¡Naturalmente!
Todo era conocido. La dificultad radicaba en recordar.
Mercy apretó los puños con fuerza y volvió a mirar a Marietta, evocando la capa de hielo,
como un velo, y el verde color apagado de sus cabellos bajo el agua.
El grupo destilaba felicidad. Marietta cortó en trozos el pudín y se dedicó a bromear con su
hermana, en tanto que la pequeña Mercy permanecía sentada en un peldaño de mármol,
junto a Claudius.
— ¿Cómo está la chica del cumpleaños? —preguntó él—. ¿Has disfrutado con tu fiesta?
—Sí, muchas gracias —respondió la pequeña, abrazándose al brazo de Claudius.
—Y tú, Chloe, ¿has comido muchos pasteles?
—Muchísimos —respondió ella, asintiendo.
—Bueno, pues aquí estamos —siguió Claudius—. ¿No es esto agradable? Y tengo un
regalo para ti, Mercy. Está en la cesta. Mira.
La niña retiró una tela del fondo de la cesta y sacó una caja pequeña de terciopelo. Era roja,
adornada con un pespunte dorado.
—Ábrela —la instó Chloe.
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Mercy se abrazó las piernas y miró fijamente al otro extremo del lago.
— ¿Qué año es? —preguntó.
—Una buena pregunta —respondió Claudius—. ¿Ahora o en el lugar del que tú vienes?
—Ambas cosas.
—Éste es el verano de 1789. Ya sabes la fecha, naturalmente.
—Mi cumpleaños —dijo, luego frunció el cejo, esforzándose por recordar—. ¿El primero
de junio? Ahora dime qué año es en el otro lugar del que he venido.
Claudius la miró con atención.
—Es 1890 —dijo—. Han transcurrido poco más de cien años.
Mercy apretó las uñas contra las palmas de las manos. No le creía. Pero recordó las cartas,
las curiosas fechas de un pasado remoto.
— ¿Cómo puede ser cierto? —exigió—. Eso significa que tengo más de cien años, y tú
también. Es imposible.
— ¿Trajan no te ha hablado nunca sobre la familia? —preguntó Claudius suspirando.
— ¿La familia? ¿Qué sucede con ella? Venimos de Italia, lo sé. La madre patria.
—Los Berga no son como los demás —repuso él—. Vivimos durante cientos de años,
Mercy. Por lo que yo sé, vivimos eternamente. Nos convertimos en adultos, y luego nos
quedamos tal como estamos. Desde luego, si tuviera un accidente moriría; si me asesinaran,
si me arrojara de lo alto de un campanario. De lo contrario no se muere. La muerte no es
algo natural para nosotros.
A Mercy empezó a darle vueltas la cabeza. ¿Podía ser cierto aquello?
—Pero Trajan parece viejo —replicó—. ¿Y por qué yo sigo siendo una niña después de
cien años? Nada de lo que me cuentas tiene sentido.
—Como adultos, nuestro aspecto externo refleja el estado de nuestros corazones —explicó
Claudius—. Tu padre es viejo porque ha perdido el deseo de vivir. Si experimentara un
cambio de actitud, Trajan volvería a ser joven. La aflicción nos envejece. La felicidad trae
la juventud. Y en cuanto a ti, Mercy, no has crecido porque, como ya empiezas a
comprender por ti misma, Trajan te tiene encerrada en un profundo hechizo. Te ha ocultado
y atrapado en un reducido espacio de tiempo, que se representa una y otra vez. —Se detuvo
y la contempló con atención.
—Tienes un aspecto muy delgado y cansado —siguió—. El clima invernal no te sienta
bien.
— ¿Cómo es que tú puedes verme, y los demás no?
—Son marionetas de un espectáculo que recitan sus papeles. Sus mentes no registran tu
presencia. Son el pasado y tú no formas parte de su tiempo, de su capítulo en el relato.
— ¿Qué hay de ti?
—Yo me he escapado del relato. Yo te traje aquí. He dejado de tomar parte en el juego.
— ¿Por qué? Padre dice que quieres destruir la casa.
Claudius no respondió durante unos instantes; luego aspiró profundamente.
—Cuéntame cómo eran tus días, Mercy —dijo—. Antes de que vieras al fantasma del
estanque y todo empezara a deshacerse.
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—La noche —respondió ella—. El frío invierno. Escarcha en el jardín, un paseo por el
exterior. Aurelia en la cocina, clases con Galatea. Cuentos con Charity en la habitación de
los niños.
— ¿Sabes cuánto tiempo ha durado esa noche?
—Tú me induces a creer que han sido cien años —respondió ella.
—Has estado enterrada en vida. Eres incapaz de recordar qué edad tienes ni cuánto tiempo
has vivido en la casa. Te han apartado de la luz del día, de la vida misma. Te limitas a
existir. No tienes noción de la historia del pasado ni expectativa de futuro. Quiero que
tengas todas estas cosas, Mercy. ¿Suena eso a destrucción?
— ¿Por qué tendría que mentirme mi padre? —inquirió ella—. ¿Acaso no quiere lo mejor
para nosotras?
—Tu padre está asustado. Ya no tiene valor para vivir.
Mercy suspiró. Resultaba tan reconfortante recibir respuestas por fin —como agua que
saciaba una sed—, incluso aunque procedieran de Claudius, el enemigo de su padre. Quizá
fuera desleal escuchar la versión de los acontecimientos que Claudius había expuesto ante
ella, pero Trajan se negaba a contarle nada. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Pero fuiste tú —dijo, frunciendo el entrecejo—. Tú y Marietta los que nos condujisteis a
esto, ¿no es cierto?
—Sí —respondió él, y su voz era muy serena—. Esta... situación... es una consecuencia de
la reacción de tus padres a mi boda con Marietta.
— ¿Dónde está Thecla ahora... en mi tiempo?
—Puedes encontrarla.
— ¿Sigue... sigue viva?
La esperanza despertó, convertida en un aleteo en su pecho.
Claudius meneó la cabeza. Fue una respuesta curiosa. ¿Significaba sí... o no?
— ¿Por qué no me das una respuesta clara? —Le increpó, enojada—. ¿Dónde está mi
madre?
—Primero tienes que buscarla —respondió Claudius—. Y antes de eso, tienes que
encontrar la llave que abre la jaula: la tiranía de los días.
—El día que querías que durara eternamente —dijo Mercy.
—Sí, pero ahora quiero que ese día finalice también.
Claudius se apartó los cabellos del rostro. Por un instante, el ruiseñor se quedó silencioso,
pero en seguida empezó a cantar otra vez; largas notas vibrantes.
—Fue un momento perfecto —prosiguió él—. Cómo deseamos atraparlos y sujetarlos con
fuerza. Pero debemos dejarlos marchar..., besar la felicidad mientras se aleja volando,
porque sin cambios es lo mismo que si estuviéramos muertos y enterrados.
Mercy aspiró el perfume de la madreselva y las rosas.
— ¿Cómo conseguiste escapar para ir en mi busca? —Quiso saber—. ¿Por qué ahora,
después de tanto tiempo?
—Mi matrimonio terminó en muerte y pesar —dijo Claudius—. He necesitado todo este
tiempo para resignarme a lo acontecido en el pasado.
Mercy recordó al fantasma bajo el hielo, y el rostro ahogado de Marietta.
— ¿Cómo sucedió? —preguntó—. ¿Por qué murió Marietta?
Pero Claudius hizo caso omiso de las preguntas y siguió con su relato.
—Durante muchísimos años he revivido los acontecimientos del pasado, hasta que los
sentimientos se desgastaron y murieron. Incluso este día se tornó vacío al final; las
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—Visítalos todos, Mercy —le aconsejó—. Recuérdalo todo. Vuelve a unir la historia.
Tienes que escribir el relato de nuevo. Resuelve el rompecabezas. Entonces seremos libres.
Introdujo la mano en el interior de la chaqueta y sacó un papel doblado y un libro,
encuadernado en cuero rojo. Abrió el papel.
—Mira —dijo—. Fíjate en cómo los cinco días encajan unos dentro de los otros.
Mercy tomó el papel y lo miró fijamente.
—Existen entradas que van de un día al siguiente —explicó él—. Las descubrí una a una.
Averigüé dónde se las podía encontrar. Utilicé una de las puertas, la que está junto al tapiz,
para venir y visitarte. En una ocasión, usé las otras para alcanzar el centro. Allí recogí una
campanilla de invierno y te la traje. Pero no me resulta fácil moverme. Trajan me dejó
atrapado aquí y necesito cada onza de la energía que poseo para deslizarme de un lugar a
otro. Para ti es más fácil.
— ¿Por qué es más fácil para mí? ¿Por qué tengo que escribir la historia? ¿Por qué no
puedes hacerlo tú? —preguntó Mercy.
—Sencillamente, porque tú eres más poderosa que yo —respondió él con una sonrisa—.
Has heredado el don de tu padre, Mercy. Por eso debes reescribir el libro. Eres capaz de ver
fantasmas, y creo que puedes usar palabras para dar nueva forma a la realidad. Y puedes
usar las puertas. Una vez que sepas dónde están las puertas, sólo necesitas fuerza de
voluntad y el estado de ánimo adecuado. Ya lo has hecho en dos ocasiones, sin siquiera
saber cómo. Creo que puedes volver a hacerlo.
Finalmente, le entregó el libro rojo. El nombre Century estaba grabado en la tapa.
—Esto es para ti —dijo.
La niña tomó el libro. Era idéntico al que Trajan había escrito, sólo que las páginas estaban
en blanco.
—Es como el libro de mi padre —comentó.
—Es tu libro —repuso él—. Escribe tu relato. Rompe la jaula.
— ¿Dónde están las puertas?
—En la biblioteca, en cada día, localiza La geografía exacta del archipiélago de
Lermantas, y metido en la cubierta encontrarás un mapa que muestra la posición de la
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puerta que conduce al capítulo siguiente. Tendrás que actuar con rapidez, porque cada vez
que vuelvas a retroceder a tu propio tiempo tu padre intentará detenerte. ¿Comprendes?
La sujetó con fuerza, clavando los dedos en el enjunto brazo.
—Sí — respondió ella desasiéndose—. Si
Claudius asintió; luego se llevo ambas manos a las sienes e hizo una mueca. La prolongada
nota del ruiseñor se interrumpió.
Claudius se libero momentáneamente de cualquiera que fuera el ataque que lo había
dominado, y le dedico una sonrisa maníaca e inquietante. Acto seguido desapareció.
Era el final del capitulo. No era necesario regresar a la biblioteca en busca de una puerta de
su propio tiempo. El lago, el templo, la casa sobre la colina, todo se plegó sobre si mismo
desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Mercy salió disparada...
… a su frío y oscuro hogar. Al pasillo situado ante su dormitorio.
¡Qué helado estaba el aire, qué opresiva la noche! Aun sujetaba el libro rojo vacío y el
diagrama donde aparecían los cinco días en circulo, así que los llevo a su habitación, cerro
la puerta con llave y los oculto bajo la tabla del suelo de debajo de la cama. Luego se
acostó, agotada. En la chimenea ardía un fuego. Sentía en sus extremidades todo el peso del
viaje realizado. Y a pesar de que se esforzada por dormir, sus pensamientos vagaron. Paseo
al mirada por al familiar habitación. También parecía extraña en aquellos momentos, y
observo lo sucia que estaba, con telarañas polvorientas colgando del techo. Por supuesto, la
habitación no había cambiado…pero ella si.
Alargo la mano y escribió su nombre en el polvo. Mercy Galliena Berga. Y el año: 1890.
Una araña correteo por un hilo de seda hasta la telaraña tejida entre el espejo y la superficie
de la mesa. Escudriñó el espejo y examinó su rostro mientras intentaba imaginar qué
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aspecto tendría si el vestido no estuviera viejo y sucio. ¿Cómo la vería la gente en aquellos
momentos, si pudiera, la gente corriente que vivía bajo la luz, en exterior de la oculta casa?
Se sintió muy pequeña y cansada, como un hilo estirado en exceso y que está a punto de
partirse.
volvió a depositar con cuidado la caja y el cepillo para el pelo sobre las marcas que habían
dejado en el polvo. Fue hasta el armario e hizo girar la diminuta llave de la puerta. En el
interior colgaban una hilera de vestidos, rojos, azules y dorados, algunos bordados y con
joyas, como princesas que aguardarán el momento de ir a un baile. Aquellas princesas
cansadas y encanecidas, habían perdurado durante cien años bajo Un hechizo, destinadas,
tal vez, a aguardar eternamente. El paso del tiempo había acabado con ellas. Cuando Mercy
saco el primero, en su percha, la manga se desprendió del vestido. Las larvas de polilla
habían mordisqueado la seda. La niña suspiro, y volvió a colocarlo con cuidado junto a
sus compañeros.
Es inútil— dijo para sí— Esto no Puede continuar.
Los dedos le temblaban cuando cerró el armario con llave. No dejaría que continuara. Un
espíritu de rebelión llameó en su pecho; la rabia repiqueteó en una caja cerrada con llave.
Charity estaba sentada a la mesa, en el antiguo cuarto de los niños. Jugueteaba con una
deslustrada huevera de plata.
Mercy se sentó al otro extremo de la mesa.
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el estado de ánimo de su padre. Él le había tendido la mano el día anterior, y ella lo había
traicionado.
Parecía más cansado que enfadado. Cruzaron el prado de la Destilería. Trajan señaló el
destello de la escarcha sobre la hierba, y a Venus ascendiendo en el cielo, igual que una
rechoncha col verde. Cuando llegaron al estanque, Mercy se mantuvo atrás en un principio,
temerosa de lo que pudiera ver. Pero Trajan le indicó con un gesto que se adelantara y fuera
a colocarse junto a él. El hielo estaba blanco bajo una capa de escarcha.
Ambos se quedaron mirando el estanque. Trajan se sumió en sus reflexiones mientras
Mercy empezaba a quedarse helada. La niña frotó las manos enguantadas entre sí. Las
mejillas le escocían.
—Lo has vuelto a ver —dijo su padre—. Me desobedeciste.
— ¿Ver a quién? No he visto a nadie —se apresuró a responder ella.
—Mercy, no me mientas.
La niña no sabía qué decir, ni tampoco sabía en quién confiar y qué creer. Amaba a su
padre; pero recordaba el olor a madreselva y rosas, y el aire veraniego, y también las
golondrinas. Pensó en su habitación llena de polvo y en los vestidos enmohecidos. Si
Claudius decía la verdad, era Trajan quien insistía en que vivieran de aquel modo.
—No creo a Claudius —indicó—. Me cuenta mentiras. No le escucho.
Era una pésima mentirosa. Se frotó el rostro con las manos, tenía las mejillas encendidas.
—Mercy —repitió él—, fuiste al otro lugar.
—No lo hice. ¡No lo hice!
— ¡Mercy! —Ahora estaba enojado—. ¿Es que tengo que pegarte? ¿O encerrarte? Eso es
lo que haré si es necesario.
La niña se mordió el labio inferior.
—Te lo ha contado, ¿verdad? ¿Te ha hablado del manto que cubre Century, de nuestras
largas vidas?
Mercy asintió.
— ¿No te das cuenta? —siguió él—. Pequeña idiota, ¿es que no eres capaz de sumar dos y
dos? Cada vez que te trasladas de un lugar a otro, ambos empiezan a desmoronarse. Sólo un
poquito la primera vez, luego un poco más y a continuación más; hasta que finalmente
estemos totalmente perdidos. Éste es mi hechizo, Mercy. Mi astucia y poder le dieron
forma. Y cada vez que pasas de tu lugar a uno de los otros, todos ellos empiezan a
deshacerse. Lo percibo en los huesos. Claudius ya ha provocado daños con su interferencia
y vagabundeos, y ahora tú lo empeoras. Finalmente todo el edificio se desmoronará y
quedaremos al descubierto y volveremos a ser vulnerables. ¡Quiero protegeros, pero tú
estás decidida a ayudarle, a destruirnos a todos!
Mercy sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos e intentó hacerlas retroceder
bajando la mirada hacia sus pies.
—No lo sabía —dijo.
Pero naturalmente a un cierto nivel sí lo había sabido. El tiempo había dañado a Century.
Todos los pequeños cambios: el polvo y las telarañas, y el deterioro de la casa, no eran más
que el resultado de cien años de abandono, y ahora, a medida que el hechizo empezaba a
deshacerse, se daba cuenta realmente por primera vez. Le habían arrancado el velo de los
ojos. Así pues, ¿qué era lo que les hacía a los otros días? ¿Cuanto más se entrometía, al
estilo de Claudius, más se iban deshaciendo las costuras?
—Me dijo que había heredado tus poderes —dijo con voz débil—. ¿Es cierto?
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—Creo que así es, Mercy, porque puedes ver fuera de nuestro propio lugar —repuso él, con
más dulzura entonces—. Tus fantasmas. ¿Comprendes? Ecos de otros tiempos. Eres capaz
de ver a través de las paredes de los días.
—Quiero averiguar qué le sucedió a mi madre; dónde está. ¡Y no quiero estar retenida aquí
eternamente! —exclamó—. Quiero ver a Thecla. Quiero que venga el verano y la luz del
día. ¿Quién podría hacernos daño ahora, si han transcurrido cien años? ¿No habrán
olvidado las personas del exterior lo que fuera que sucedió? ¿Por qué no quieres decirme
quiénes somos?
—Necesitamos ocultarnos de algo más que de los acontecimientos del pasado —respondió
él—. Nos ocultamos porque somos diferentes. Pensé que podríamos vivir como la gente
normal, pero me equivoqué. Vivimos durante tanto tiempo. Eso lo cambia todo. Tenemos
que encerrarnos para siempre... Para mantenernos a salvo, y para mantener a otros a salvo.
Debido a quienes somos.
Se apartó del estanque y regresaron andando junto al seto gigante que crecía en el límite del
prado. Con aire taciturno, Trajan se dedicó a golpear los tallos secos y las ramas desnudas
con su bastón negro. Mercy no se atrevió a hacerle más preguntas y se limitó a andar a su
lado en silencio de vuelta a la casa, intentando tragarse su sensación de injusticia. Al llegar
ante la puerta, su padre se volvió de nuevo hacia ella.
—No vayas —dijo—. Recuerda a tu hermana. ¿No quieres protegerla?
Mercy asintió. Estaba demasiado alterada para hablar, de modo que pasó junto a él y entró
en la casa, donde Aurelia cocía pan. Trajan se fue, desapareciendo en las profundidades de
la casa y dejando a Mercy ante la mesa de la cocina, dedicada a reprimir el dolor de su
propia confusión. ¿Cómo era capaz de manipularla de aquel modo, sugiriendo que había
puesto en peligro a Charity? Con lo que ella le quería, y ahora él había hecho que se sintiera
tan furiosa y desdichada. Se abrazó con fuerza, como si así pudiera mantenerlo todo unido,
y contempló fijamente, sin verla, la pared de la cocina.
Espontáneamente, Aurelia depositó una taza de chocolate sobre la mesa, junto a ella.
—Gracias —dijo Mercy maquinalmente.
—Me gustan tus pendientes —observó Aurelia—. No te he visto llevarlos antes de ahora.
—Creo que iré a mi habitación —repuso la niña bruscamente, tomando su bebida—. Estoy
cansada.
Mercy cerró con llave la puerta del dormitorio, y sacó el libro rojo de su escondite. Se sentó
ante el escritorio y, al abrir los cajoncitos, descubrió que sus propias viejas cartas y
cuadernos empezaban a enmohecer y resultaban difíciles de leer. Sacó su diario, en el que
había garabateado sus relatos y poemas. Aquel pasatiempo había sido un gran consuelo
para ella, pero en aquellos momentos, al releer las historias y versos, no consiguió
encontrar sentido a las palabras. Lo dejó todo a un lado.
Localizó a continuación una pluma, la mojó en tinta, aspiró con fuerza y abrió el libro rojo.
En la tapa escribió: Century: Una novela. Luego anotó su nombre. Mercy Galliena Berga.
Y el año: 1890.
Fue a la primera página y escribió el número del capítulo en números romanos. Aquello no
sería otro diario, sino un relato. Claudius le había dicho que escribiera su propia historia de
Century, que efectuara una nueva narración de aquellos cien años y de todo lo sucedido en
la enorme y vieja mansión. Sólo que en esa ocasión tendría un final feliz.
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Sarah Singleton Hechizo
Una vez escrita la primera frase, Mercy se detuvo y miró por la ventana. ¿Comprendía lo
que hacía? ¿Podía confiar en Claudius? A decir verdad, no confiaba en él. Sin embargo, él
tenía razón respecto a una cosa. Charity y ella estaban enterradas en vida, en una existencia
interminable e inmutable que ya no se podía soportar. Trajan los había encerrado a todos en
una larga noche de frío, polvo y escarcha. ¿Qué bondad había en ello?
Mordió el extremo de la pluma. Sabía qué aspecto debía tener el libro... y éste necesitaba
dibujos. Necesitaría la ayuda de Charity si quería que el hechizo funcionara; tendría que
convencerla.
La vela derramaba un foco de luz amarilla sobre el buró, sobre el libro, y también sobre sus
manos y rostro. Sólo disponía de una hora, de modo que empezó a escribir otra vez.
Un fantasma. Mercy puede ver fantasmas…
Galatea las llevó a dar otro paseo después del almuerzo. Descendieron hasta el lago y
pasearon a lo largo de la orilla. Mercy estaba absorta en sus pensamientos, meditando en su
relato. Incluso Charity se mostraba apagada. La oscuridad era opresiva. Estaban cansadas
del frío. La escarcha centelleante había perdido su magia. Más tarde, Galatea se fue a hablar
con Trajan, mientras Aurelia avivaba los fuegos y preparaba pudines calientes de fruta. La
mujer estaba curiosamente animada, e intentaba alegrarlas con su conversación. Mercy se
preguntó cuántos años tendría realmente Aurelia. Ésta pertenecía al clan Berga, igual que
Claudius y Galatea, Thecla y Charity, y, si Claudius tenía razón, viviría cientos de años.
¿Estaba Aurelia cansada de la oscuridad también? Pero Mercy no podía dirigirse a Aurelia
en busca de ayuda. No obstante lo mucho que quería al ama de llaves, la niña sabía que ésta
le debía lealtad a Trajan, que seguiría fielmente sus órdenes. Aurelia y Galatea, a diferencia
de Mercy, tendrían una fe absoluta en el criterio de su señor.
Mercy se fue a su habitación, pero cuando intentó cerrar con llave la puerta, descubrió que
ésta había desaparecido. Alguien había rebuscado en su escritorio, pues los papeles no
estaban en su sitio. Por suerte, el libro rojo se hallaba a buen recaudo en su escondite de
debajo de la cama, bajo la tabla del suelo. Se sintió irritada pero nada sorprendida.
Probablemente Galatea o su padre habían registrado su habitación. Descorrió las cortinas y
miró al otro lado del jardín, a los campos situados más allá. Por un momento, su energía y
decisión parecieron abandonarla. Mientras miraba la oscuridad se sintió invadida por un
sentimiento de monotonía. No sabía qué hacer. Los problemas a los que se enfrentaba
parecían tan complejos, tan difíciles de superar. Una parte de ella todavía deseaba
acurrucarse en la cama y dormir, regresar a las interminables rotaciones del sueño que
había perdido: el día que jamás finalizaba. Pero era demasiado tarde para eso; ya había
hecho pedazos el sueño. Igual que la princesa de La bella durmiente, había despertado por
fin. Claudius había echado abajo el seto de espinos y la había encontrado en la torre.
Apretó el rostro contra el frío cristal. No se podía evitar; tenía que continuar. Tenía más
cosas que escribir, y Charity, que era mejor artista que ella, tenía que realizar los dibujos.
¿Cómo dibujaría su hermana a Claudius? De niña lo había visto sin duda. ¿Sería capaz de
recordarle?
Mercy cerró la puerta y empujó una alfombra frente a ella, para obstaculizar el paso a
visitantes entrometidos. Recuperó el libro rojo de su escondite y buscó las últimas frases
que había escrito. Resultaba difícil proseguir. Mordisqueó la parte superior de la pluma
mientras pensaba en las muchas más cosas que tendría que averiguar para poder finalizar el
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Sarah Singleton Hechizo
libro. La narración de toda la historia requería otro viaje más largo al pasado. Sumergió la
pluma en la tinta y empezó a escribir sobre la fiesta de cumpleaños celebrada en verano y el
encuentro con Claudius y Marietta en la isla. La escritura acaparó por completo su atención,
absorbiéndola a su interior.
De improviso, la puerta se abrió violentamente y la alfombra salió despedida a un lado.
Antes de que Mercy tuviera tiempo de esconder lo que estaba haciendo, una garra la sujetó
por el cogote. Un doloroso apretón férreo; como una tenaza. Mercy intentó desasirse.
— ¿Qué estás haciendo? —siseó Galatea. Mercy olió el aliento de la institutriz pegado a su
mejilla: una extraña mezcla de polvo rancio y menta.
— ¿Es que no te lo ha explicado tu padre, niña estúpida y desobediente? ¿Qué será
necesario para que aprendas y comprendas? ¿Acaso estás decidida a traernos la perdición a
todos?
Galatea estaba blanca de rabia, con las facciones totalmente contraídas. Hizo una mueca
que dejó al descubierto sus dientes. Luego obligó a Mercy a ponerse en pie y la arrastró
fuera del dormitorio, pasillo adelante. Mercy gritó, pateó y aulló. Arrastró los pies.
— ¡Charity, ayúdame! ¡Charity! ¡Suéltame! Peleó como un demonio, pateando nubes de
polvo; pero los dedos de Galatea rodeaban ya sus muñecas y, aunque la institutriz era
menuda, era imposible resistirse a ella.
— ¡Charity! —Gritó Mercy—. ¡Padre! ¡Detente! ¡Suéltame!
Detrás de ella, mientras gemía, a la niña le pareció que oía abrirse una puerta. Intentó mirar
a su alrededor. Nadie fue en su rescate y Galatea era inmune a sus súplicas. La institutriz la
hizo subir a rastras otro tramo de escalera, la obligó a cruzar una puerta situada en una
pared revestida con madera y luego ascender por una escalera estrecha hasta el último piso.
Empujo a Mercy al interior de una habitación pequeña y oscura y cerro la puerta de un
portazo. La niña oyó girar una llave en la cerradura y también el sonido de un pasador al
encajarse en lo alto de la puerta. En el exterior, Galatea lanzó un profundo suspiro. El
sonido de pasos se alejó a medida que la mujer descendía despacio por la pequeña escalera.
Mercy permaneció sentada en las desnudas tablas del suelo durante unos cuantos minutos,
recuperando el aliento. Se seco las lágrimas de los ojos con la manga. Estaba horrorizada.
¿Como podía haberle sucedido aquello? ¡Era una prisionera! Se retorció las manos mientras
por su rostro caían aún lágrimas ardientes. ¿Qué sucedería ahora? Transcurrieron los
minutos aguardo, esperando que Galatea regresara en cualquier momento, o su padre. No
podía creer que fueran a dejarla encerrada mucho tiempo, incluso a pesar de que su padre
había amenazado con ello, incluso a pesar de que ella le había desobedecido. Pero los
minutos se alargaron y nadie apareció. Mercy mantuvo los ojos fijos en la puerta, esperando
que la pusieran en libertad. Cinco minutos, diez.
—Vamos —refunfuñó. Dejadme salir. Dejadme salir.
Luego se puso en pie de un salto y golpeó la puerta con los puños.
-¡Socorro! -chilló-. ¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! El ruido resonó por toda la casa, y aun
así nadie acudió. Llena de indignación, tiró del picaporte y pateó la puerta con fuerza, una
vez, dos veces. El golpear sordo de las botas no hizo demasiada mella en la gruesa madera.
La ira la abandonó, dejando una oleada creciente de desesperanza. Mercy se dejó caer de
rodillas y hundió el rostro en las manos.
Tal vez transcurrió una hora, resultaba difícil saberlo, y nadie acudía en su rescate. Trajan,
o bien no lo sabía o no le importaba. Totalmente sola, la niña se sentó en el suelo y paseó la
mirada por la habitación.
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Sarah Singleton Hechizo
Adivinó que había servido como alojamiento de sirvientes al principio, pues había dos
camas estrechas pegadas a la pared, con innumerables cajas encima. La habitación estaba
muy oscura, no tenía ninguna luz, y dos ventanas bajas y poco generosas dejaban pasar un
leve rayo de luna. En el lugar había cajones de madera amontonados sin orden ni concierto;
era de suponer que se había convertido en una habitación para trastos después de que se
despidiera a la servidumbre.
Mercy se puso en pie y volvió a probar la puerta sin el menor resultado. Las ventanas eran
diminutas, atravesadas por dos barrotes de metal, y de todos modos, estaban demasiado
altas para permitir la huida. Además, la puerta estaba cerrada por el exterior con dos
cerrojos. Era la prisión perfecta.
Apartó las cajas de la primera cama y se acurrucó sobre el duro colchón de paja. Tenía
mucho frío. Por los aleros se filtraba una helada corriente de aire, y oía los arañazos de los
ratones en el techo. Introdujo las manos en las mangas e intentó mantenerse caliente. ¿Qué
haría Galatea con el libro rojo? Probablemente se lo llevaría directamente a Trajan y él lo
arrojaría al fuego; Mercy habría perdido entonces su oportunidad de escapar de la larga
noche invernal. En lugar de eso, se quedaría atrapada allí para siempre, sin poder ver el sol
y la luz del día, ni el paso de las estaciones.
Hacía muchísimo frío. Empezó a llorar otra vez, con sollozos silenciosos, sintiendo el gusto
salobre de las lágrimas en las mejillas. Quería estar caliente. Quería que su madre la
rodeara con sus brazos y la besara. Recordó la merienda sobre la hierba, la imagen de
Thecla y de la niña Mercy que corría para que la abrazaran y mimaran. Rememoró el
recuerdo de la madreselva y del ruiseñor. Poco a poco, los recuerdos se adueñaron de ella, y
se sumió en un sueño helado y paralizado sobre la incómoda cama.
54
Sarah Singleton Hechizo
VI
Los ratones correteaban ruidosamente por las vigas del techo. Mercy soñó que estaba en
una habitación llena de animales disecados, donde Claudius estudiaba documentos ante un
escritorio. La colección de animales disecados —zorros, ardillas, un tejón- no permanecía
quieta ni un momento. Los animales intentaban escapar, pero tenían los pies sujetos. Oyó
un gruñido y un balido. En el sueño, Claudius alzó el rostro de la página que estudiaba con
tanta atención y dijo- No os preocupéis. Puedo liberaros. Parpadeó y sonrió pero Mercy
sintió miedo, porque a su alrededor las criaturas se tornaban frenéticas y se desgarraban a
sí mismas
—Mercy —dijo Claudius en su sueño— Mercy, despierta.
La niña abrió los ojos.
—Mercy, ¿estás ahí? ¿Te puedes mover?
La puerta dio una sacudida.
— ¿Charity? —dijo Mercy.
Abandonó la cama con movimientos rígidos. Tenia tanto frío que sus dedos estaban
entumecidos. Cojeó hasta la puerta
—Charity, ¿eres tú?
— ¡Sí! —respondió su hermana.
—Creo que Galatea tiene la llave en el bolsillo. Podrías robársela y sacarme. Puedes
conquistarla. Ella te adora.
—Ya no confía en mí —respondió Charity.
— ¿Por qué no?
—Porque he cogido tu libro. —La niña bajó la voz—. Oí cuando te sacaba a rastras, y
cómo gritabas, de modo que me escabullí dentro de tu habitación, cogí el libro y lo escondí.
Galatea se enfureció mucho cuando regresó y el libro había desaparecido. Me amenazó con
azotarme si no le decía dónde estaba. Le juré y perjuré que no lo había cogido. Me llevó
ante padre y volví a repetir mi actuación. No creo que me creyeran, pero no están seguros
ni de una cosa ni de la otra. —Charity tomó aire—. Mercy, no puedo quedarme —prosiguió
—. Se preguntarán dónde estoy. Pero no te preocupes, ya pensaré un modo de sacarte de
aquí.
— ¡Charity, espera! ¡Charity! Tengo tanto frío —gritó Mercy.
Oyó los pasos de su hermana que brincaban escaleras abajo, y de nuevo quedó atrapada, a
solas, en la miserable y pequeña habitación.
Se irguió y se frotó los brazos. No dejarían que se muriera de hambre. Dio por sentado que
Galatea regresaría con comida antes de que pasara demasiado tiempo. Seguramente, Trajan
no permitiría que la institutriz la mantuviera encerrada en aquella habitación helada. Se
sentó en la cama, mirando sin ver durante unos instantes, y luego empezó a dar golpecitos a
las cajas y cajones apilados por toda la habitación. A lo mejor uno de ellos contenía una
alfombra o alguna prenda que pudiera usar para mantenerse caliente.
Revolvió en la primera caja, y no encontró más que documentos relativos a la
administración de la casa. Estaba demasiado oscuro para leer, pero distinguió que los
gruesos libros eran libros de contabilidad que contenían listas de números. Otras cajas
guardaban cubiertos y utensilios oxidados. Una, que estaba sobre la otra cama, estaba
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Sarah Singleton Hechizo
ocupada por un gran pedazo de tela gruesa. Mercy extrajo el mohoso tejido de la caja; eran
unas viejas cortinas. La mantendrían caliente... aunque estuvieran perfumadas por los
ratones.
Volvió a dormir a intervalos, y cuando despertó, la llave giraba en la cerradura. Galatea
entró en la habitación con una lámpara, seguida por Aurelia. Mercy corrió hacia el ama de
llaves y le rodeó la cintura con los brazos.
—Vamos —dijo Aurelia—. Pobrecita mía.
Luego, recuperando la compostura, se zafó de mala gana de los brazos de la niña.
—Deberías haberte comportado como es debido, jovencita. Aunque parece terriblemente
severo encerrarte de este modo.
—Silencio —espetó Galatea—. Seguimos las órdenes del señor. Estará más segura aquí
dentro, donde no tiene posibilidad de escapar. Podemos hacer que resulte más cómodo. Es
por su propio bien.
Llevaban ropas de cama adecuadas, y Galatea depositó la lámpara en el suelo. Despejaron
una mesita, y Aurelia entró una bandeja con una chuleta de cerdo en un plato, bajo una
tapadera de plata, una jarra de chocolate y otras varias cosas de comer. Galatea había
pensado incluso en llevar a Mercy sus libros preferidos.
—Toma —indicó Aurelia, empujando un orinal bajo la cama—. Ahora tienes todo lo que
necesitas. Ya pasaré a verte con el desayuno.
Mercy asintió tristemente. Sabía que Aurelia no desobedecería a Trajan, de modo que sólo
podía esperar que Charity hallara un modo de sacarla.
Volvió a dormirse, y luego leyó sus libros. Las horas se hicieron interminables. Permaneció
tumbada en la cama, dejando volar los pensamientos, mientras intentaba extraer recuerdos
del pasado de los oscuros recovecos de su mente. Empezaba a perder la noción del tiempo.
En algún momento, mientras dormía, le vaciaron el orinal, y apareció otra bandeja de
comida, a pesar de que no había probado la anterior. Aguardó pacientemente a Charity,
ansiando que su hermana pequeña regresara.
Tal vez transcurrió un día. Mercy se sumió en un estado de apatía. Soñó y dormitó, y volvió
a soñar; y dormir y despertar acabaron por confundirse. Gritó en sueños y el sonido de su
voz la despertó, aunque no supo qué era lo que decía. A menudo despertaba llorando,
emergiendo de lagos de olvido y desdicha en largos sueños sombríos al frío confort de la
habitación de los criados y al sonido del corretear de los ratones.
No comió. En una ocasión, se despertó y encontró a Aurelia inclinada sobre ella, con la
institutriz al fondo. El ama de llaves le lavó la cara con una toallita caliente, con la
preocupación pintada en el rostro. Galatea permaneció tiesa como un palo en segundo
plano, a modo de ominosa presencia, y, aunque ansiaba rodear con sus brazos el cuello del
ama de llaves, Mercy se contuvo, reprimiendo las lágrimas hasta que la puerta volvió a
cerrarse y oyó girar la llave en la cerradura.
No durmió profundamente, pues tuvo que librar batalla con el azote de los sueños. Su
propia mente era un laberinto de habitaciones cerradas con llave y, en sueños, corría por los
pasillos oscuros de su memoria en un esfuerzo por hallar un camino hacia la luz.
Despertó con un sobresalto. Alguien llamaba a la puerta, muy quedamente. Oyó un susurro.
— ¡Mercy! ¡Mercy! ¿Me oyes?
Saltó de la cama y apretó la oreja contra el ojo de la cerradura.
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Sarah Singleton Hechizo
La luna se alzó en la diminuta ventana, espolvoreando la habitación con una luz gris. Mercy
se frotó el rostro. «Piensa —se dijo—. Piensa.» Transcurrieron los segundos... y entonces
algo pasó por su mente y, decidida, alargó la mano para coger el pedazo roto de papel que
acompañaba a la llave y que seguía en el suelo. Alisó la hoja, eliminando las arrugas.
Dibujado en el papel, con veloces líneas negras, había un mapa. El pulso de Mercy se
aceleró, y forzó la vista para intentar descifrar lo que significaba. Estaba claro que Charity
había garabateado el mapa a toda prisa y resultaba difícil comprenderlo. Mercy giró el
papel en una y otra dirección.
La palabra «Mercy» estaba garabateada en el interior de un cuadrado; evidentemente la
habitación en la que estaba atrapada. La conexión del cuadrado con las otras habitaciones
era el problema, pues el mapa indicaba que la habitación tenía otra salida, aunque a Mercy
no se le ocurría dónde podía estar. Al parecer, ascendía a partir de la pared situada frente a
la puerta. Mercy estudió la pared, luego se puso en pie y le dio golpecitos. La contempló
fijamente, mordiéndose el labio inferior.
Entonces, la solución apareció ante ella de un modo más bien horrible. La respuesta era
evidente. Desde luego que la habitación tenía otra salida; simplemente, no se le había
ocurrido considerarla como tal. Aspirando con fuerza, Mercy se inclinó y miró con atención
el interior de la chimenea.
Era una chimenea diminuta, sin las proporciones generosas del hogar situado en el
comedor, ni las bonitas baldosas que decoraban la chimenea del cuarto de los niños. Era
sencilla y humilde: apropiada únicamente para una habitación del servicio. ¿Cabría en ella
una niña flacucha?
Mercy volvió a mirar el mapa. Charity había indicado peldaños, así que introdujo la cabeza
en la chimenea y miró hacia arriba. Al principio tuvo una sensación de mareo. El túnel se
perdía de vista hacia las alturas. Arriba del todo, un disco azul oscuro era una porción
diminuta del cielo nocturno. Desde luego, se encontraba cerca de la parte superior de la
casa, y el tejado no estaba tan lejos. Retiró la cabeza y alzó la lámpara, para escudriñar la
pared de la chimenea justo por encima del hogar. El dibujo era correcto. Peldaños... si se
los podía llamar así. De trecho en trecho, sobresalían unos ladrillos que proporcionaban
precarios puntos de apoyo.
Era terriblemente estrecha, ennegrecida por el hollín incrustado, y sin duda habitada por
arañas y escarabajos. Mercy se estremeció. Los peldaños de ladrillo los habían construido
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Sarah Singleton Hechizo
para los deshollinadores. Los recordó vagamente. Un hombre y tres chicos menudos que
venían a la casa, criaturas exóticas vestidas con sucios harapos. Habían trepado por el
interior de las chimeneas igual que monos, y a las niñas les había resultado extraño y
excitante, como si los deshollinadores llevaran a cabo un truco. En aquellos momentos, al
considerar la ascensión, Mercy se sintió consternada.
No había más remedio. Si aquellos pobres niños podían hacerlo, ella también podía. Mercy
volvió a estudiar el mapa. Se quitó el vestido y se envolvió los cabellos hacia arriba, usando
un trozo de tela arrancado de las viejas cortinas. Guardó el mapa y la llave en el interior de
las medias, aspiró con fuerza y se introdujo a duras penas en la estrecha chimenea; a
continuación empezó a ascender por el hueco.
Era una suerte que estuviera delgada, pero incluso así, al meter el cuerpo por la estrecha
abertura, se arañó rodillas y codos. La chimenea la engulló como si fuera una boca negra, y
sus movimientos desplazaron nubes asfixiantes de blando hollín. Volvió a pensar en los
pobres deshollinadores.
En cuanto consiguió dejar atrás la zona más próxima al hogar, cuando el tiro se unía al de la
chimenea principal que ascendía desde la planta baja hasta el tejado, el cañón de la
chimenea se ensanchó un poco. Mercy localizó los estrechos ladrillos que servían de punto
de apoyo, e inició la ascensión.
Era la cosa más difícil y más aterradora que había hecho jamás. Bajo sus pies, la chimenea
descendía en picado hasta el suelo, situado a una distancia vertiginosa. En lo alto, las
estrellas horadaban el pequeño círculo de firmamento nocturno. El frío era terrible, y tenía
las manos entumecidas y doloridas. El hollín y el polvo descendía en círculos desde las
paredes a sus ojos, nariz y boca, y le costaba ver por dónde iba.
Ascendió con pasos cautelosos, sujetándose bien con los dedos para izarse cada vez más
alto. El estrambótico mapa de Charity sugería que ascendiera un piso hasta lo que Mercy
suponía debían de ser los largos desvanes, para salir por otra abertura de la chimenea.
La ascensión tal vez no fue de más de tres metros y medio, pero a Mercy le pareció eterna.
Finalmente, al alargar la mano hacia el siguiente peldaño de ladrillo, encontró en su lugar
una puerta pequeña de madera, justo por encima de su cabeza. ¿Una puerta? La empujó,
pero la hoja no se movió. Ascendió un poco más, de modo que la puerta quedó frente a su
rostro. Volvió a intentarlo, golpeando en cada esquina, sin embargo la puerta siguió sin
ceder. Palpó por toda la superficie en busca de un pestillo o cerrojo, pero la superficie era
lisa. Era evidente que sólo se podía abrir desde el otro lado.
Se sintió anonadada. No lo podía creer. ¿Por qué no la había abierto Charity? ¿Qué haría
ahora, suspendida en la chimenea muy por encima del suelo? Era incapaz de enfrentarse a
la idea de volver a descender, de deslizarse a través de la diminuta chimenea de vuelta a su
prisión. Las lágrimas afloraron a sus ojos.
— ¡Charity! —chilló—. ¡Charity! ¡Ayúdame!
Silencio. Estaba atrapada. ¿Qué hacer a continuación? ¿Debía reptar hacia abajo otra vez,
más allá de su habitación y seguir adelante, hasta un piso inferior? Los brazos y las piernas
le temblaban. Inspiró profundamente, luego trepó un poco más y apoyó la espalda contra la
pared del cañón de la chimenea situada frente a la puerta, con los pies a ambos lados de la
diminuta entrada. A continuación, echó una pierna hacia atrás... y pateó la puerta con todas
sus fuerzas.
La hoja resistió. Mercy volvió a asestarle una patada. Dos, tres, cuatro. El estruendo resonó
en el limitado espacio, pero la niña no se dio por vencida y siguió pateándola con todas sus
fuerzas y frustración.
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Sarah Singleton Hechizo
¡Cinco, seis! La puerta se abrió de golpe, con un repiqueteo y una nube de polvo. Mercy
aspiró con fuerza. Se sentía acalorada... y triunfante. Penetró en aquel espacio, y se
desplomó sobre el suelo desnudo del desván.
Poco a poco recuperó el aliento. Se sentó en el suelo y se limpió el rostro. El sudor se
mezclaba con el hollín y hacía que le escocieran los ojos. Estaba cubierta de mugre y sentía
una quemazón en piernas y brazos producida por los pequeños cortes y moretones sufridos.
Mercy no tenía tiempo para compadecerse a sí misma. Cerró la pequeña puerta, pero no
colocó el pasador; por si acaso. Sin duda habían instalado aquel acceso y los asideros de
ladrillo para permitir que los desdichados niños deshollinadores limpiaran los cañones de
las chimeneas. Miró a su alrededor. Incluso con su visión nocturna resultaba difícil ver gran
cosa. El desván carecía de ventanas, de modo que no podía beneficiarse de una útil
filtración de luz de luna. Era un lugar enorme, desde luego, que discurría a lo largo de toda
la parte superior de la gran casa. Aquí y allá aparecían pedazos sólidos de oscuridad,
mobiliario superfluo y cajones de embalaje. Una corriente de aire helada soplaba a través
de las tejas, y Mercy se estremeció, vestida únicamente con su ropa interior.
Empezó a buscar un modo de salir. Utilizó los ojos y las manos; palpó el camino con los
pies. Hasta que no visitó aquel Century soleado e iluminado por la luz del día no
comprendió lo mucho que había llegado a depender de aquellos otros sentidos para
moverse por la casa. Se había convertido en algo parecido a una persona parcialmente
ciega; aprendiéndose la forma de la casa y confiando en la luz de su memoria. Era capaz de
ver la mar de bien en la oscuridad —igual que una criatura nocturna, un búho o un zorro—,
pero un siglo de deambular por allí le había agudizado además otros sentidos. Lo que no
veía, la memoria lo dibujaba en el lugar donde debía estar. Sin embargo, no había estado
nunca antes en el desván, y no tenía por tanto recuerdos que la ayudaran a salir de allí.
Pasando por entre unas vigas gigantes entró en un segundo desván. Allí los montones de
trastos estaban más apiñados, y tuvo que andar con cuidado. Algo correteó por su lado, y
oyó el traqueteo de zarpas sobre los tablones del suelo. ¿Demasiado grande para ser un
ratón? Se sujetó los brazos y siguió adelante.
En el revoltijo de zonas oscuras, una forma plana y cubierta con una tela se alzó en su
camino. ¿Podría apartarla? Una sábana apolillada se enredó en sus dedos cuando lo intentó.
Lo que cubría eran un montón de cosas apiladas, difíciles de mover. Eran tres o cuatro
cosas juntas. No, había media docena, apoyadas contra un cajón de embalaje de madera.
Cuadros; tenían que ser cuadros. Descifró con los dedos los intrincados marcos y acarició
las suaves telas pintadas al óleo. ¿Sería posible que se tratase de los cuadros de Thecla y
Claudius, de las pinturas que su padre ya no soportaba ver? Naturalmente las habría
almacenado en el desván; era el lugar lógico. Rozó la tela con las yemas de los dedos. A lo
mejor tocaba el rostro de su madre. Un tesoro sin duda, si aquello era realmente lo que
sospechaba. Se sintió más animada. Tal vez su misión no era imposible, después de todo.
En lo alto del montón había un bulto más pequeño, envuelto en tela y atado con bramante.
Mercy lo cogió y se lo llevó con ella. Esperaba que fuera otro cuadro. Una oportunidad de
mostrarle a Charity las caras de sus parientes desaparecidos hacía tanto tiempo. Volvió a
sentirse animada. Había llegado tan lejos. Había vencido lo que parecían obstáculos
insuperables confiando en sus propias reservas de energía y valor; y con la ayuda de la
ingenuidad de Charity, desde luego. ¡Había vencido a la aterradora chimenea! Sonrió para
sí en la oscuridad, a pesar del polvo que tenía en ojos y boca, sin soltar el bulto. Era hora de
irse.
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Sarah Singleton Hechizo
Se abrió paso más allá del montón de cuadros y ascendió un tramo corto y empinado de
escalones de madera hasta una tercera habitación. En el otro extremo, encontró una
puertecilla. Sacó la llave de Charity de la media y la introdujo en el ojo de la cerradura. El
mecanismo chirrió, pero la cerradura giró. Mercy se aseguró de volver a cerrar tras ella y
puso a buen recaudo la llave; luego descendió presurosa una escalera larga y estrecha hasta
el vestíbulo. Ahora tenía que encontrar a Charity.
Su hermana no estaba en su habitación, pero Mercy se deslizó dentro y aguardó. Estaba
totalmente negra de hollín y también helada. Se agachó en una esquina, y se acurrucó allí.
Había dejado unas leves huellas de pisadas en la alfombra. ¿Cuánto tiempo transcurriría
antes de que Galatea descubriera que su prisionera había huido? Manoseó nerviosamente
los nudos que ataban el paquete sacado del desván, y el cordel, deteriorado por el tiempo,
se hizo pedazos bajo sus dedos. Retiró la tela y contempló con asombro un retrato realizado
con gran delicadeza, un rostro blanco en un diminuto marco dorado. Era necesario que
corriera a penetrar en el pasado de Century antes de que Trajan o las sirvientas volvieran a
encontrarla. A lo mejor habían descubierto que Charity la ayudaba, y también la habían
encerrado. Deseó que Charity se diera prisa y regresara.
La puerta se abrió de par en par.
— ¡Charity!
Mercy se puso en pie de un salto y Charity se sobresaltó. La miró atónita.
— ¿Mercy? —dijo—. Mira qué aspecto tienes. Pobrecita. Estás asquerosa. ¿Qué le has
hecho a tu pelo?
—No te preocupes. Me lo he envuelto para la ascensión. ¿Lo ves? ¿Cómo supiste lo de la
chimenea y las habitaciones del desván?
—No fue fácil —respondió su hermana—. Busqué en la biblioteca los planos de la casa, y
la trampilla estaba indicada, aunque me preocupó que no pudieras encontrarla. Robé la
llave del desván de la alacena pequeña de la salita de Aurelia.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Mercy—. Ayúdame. Dame el libro.
Charity seguía mirándola fijamente.
—Sencillamente no pareces tú —observó dubitativa.
— ¿Tienes un poco de agua para que pueda lavarme? —inquirió Mercy, suspirando—. Y
necesito que me prestes algo de ropa. Entonces podré escapar.
Charity asintió despacio.
—Eres tan diferente —dijo—. No es sólo tu aspecto. Ni siquiera suenas ya como mi
hermana.
Mercy aspiró con fuerza.
—Lo sé —contestó—. Tampoco me siento la misma. Todo está cambiando. Simplemente,
no puede seguir siendo como era. Tú también lo crees, ¿no es cierto?
Charity vaciló, luego asintió.
Tenía una jarra de agua y un cuenco sobre el pequeño lavabo con la parte superior de
mármol situado en el otro extremo de la habitación. Vertió agua en el cuenco, mientras
Mercy se desprendía de su sucia ropa interior y la ocultaba en el fondo del armario de
Charity.
Se lavó lo mejor que pudo, pero el agua estaba fría y había muy poca, y el polvo y el hollín
estaban profundamente fijados. A pesar de habérselos envuelto, sus cabellos estaban
cubiertos de polvo. Charity revolvió en busca de un vestido, pero sus ropas estaban
demasiado viejas y deterioradas, además de ser demasiado pequeñas. Mercy cogió uno,
aunque una manga se desprendió cuando se lo puso.
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Sarah Singleton Hechizo
—El libro —dijo mientras se abrochaba los botones que conseguía que encajaran—. Dame
el libro.
Charity recuperó el libro rojo, que había envuelto en un chal y escondido bajo su armario.
—Escucha con atención —indicó Mercy—. Padre escribió un libro mágico sobre Century
que nos mantiene inmovilizados en el interior de una noche larga y fría. Cree que eso nos
protegerá, pero yo no quiero seguir así, viviendo el mismo día una y otra vez, y voy a
reescribir la historia en el libro rojo para romper el hechizo. Su libro tenía dibujos y creo
que el libro nuevo también debería tenerlos. Necesito que me ayudes, porque tú dibujas
muy bien. ¿Puedes dibujar la casa en medio de la nieve con un jinete alejándose al galope?
Necesitamos un retrato de Claudius y Marietta también, y de nuestros padres. Y retratos de
nosotras.
Charity seguía contemplando fijamente a su hermana mayor, como si se esforzara por
comprender lo que Mercy le contaba. Luego asintió.
—No he visto nunca a Claudius o a Marietta; no que yo recuerde. Y tampoco recuerdo a
madre. No hay retratos.
—Creo que están en el desván —dijo Mercy—. Padre dijo que los guardó, y hay tantas
cosas ahí arriba. Encontré un montón de cuadros cuando entré por la chimenea. Es el lugar
lógico, ¿no es cierto? Y mira. —Levantó el retrato en miniatura, sosteniéndolo en la palma
de la mano—. ¿Ves? Es Marietta. Pertenecía a Claudius. Está grabado en la parte posterior.
Charity tomó aliento. La pintura parecía resplandecer. Marietta, con la cabeza vuelta, las
contemplaba desde el diminuto retrato. Su juventud y belleza relucían, el pequeño cuadro
era una ventana a otro mundo más brillante.
—Es preciosa —musitó Charity—. Como un hada. ¿Es real?
—Sí —respondió Mercy—; era real. Claudius la amaba. Guárdalo. Escóndelo de padre y de
Galatea. Y lleva un farol al desván para poder localizar el resto. Aquí tienes la llave.
Dibújalos para mí, y regresaré a buscarlos. Dibújalos lo mejor que puedas, y hazlo rápido.
Haz que sean dibujos felices, Charity.
La niña alargó las manos y sujetó los brazos de su hermana.
—Tengo miedo, Mercy —dijo.
—Yo también.
Mercy rodeó a Charity con los brazos y las dos se estrecharon mutuamente con fuerza.
—Buena suerte —dijo Charity—. Espero que tengas razón.
—No podemos vivir así —repuso Mercy—. Espera. Simplemente espera hasta que veas el
día. Entonces lo sabrás.
Volvieron a abrazarse, reacias a soltarse. Luego Mercy se apartó.
—Oigo a alguien —susurró—. Pisadas. Alguien viene.
—Escóndete —dijo Charity—. Rápido...
La puerta se abrió de golpe.
— ¡Charity! —Galatea estaba de pie en el umbral.
Por un momento, la mujer fue incapaz de reaccionar al encontrarse con las dos niñas: una
de ellas manchada de hollín y vestida con el vestido de Charity.
Mercy no aguardó a que la institutriz se recuperara y echó a correr en dirección a la puerta,
agarrando el libro rojo. La niña era más baja y ligera que Galatea, pero tenía la ventaja de la
velocidad y la sorpresa. Empujó a la institutriz a un lado, y ésta profirió un chillido agudo,
enojada y alterada a la vez. Mercy no se detuvo. Salió disparada por el pasillo y se perdió
en la oscuridad antes de que la mujer recuperara el equilibrio. Detrás de ella, Galatea gritó
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Sarah Singleton Hechizo
pidiendo ayuda. Mercy pasó corriendo ante las ventanas altas hasta llegar al tapiz del
unicornio; sus dedos buscaron a tientas en los paneles de madera situados detrás.
—Déjame pasar, por favor —rogó.
¿Cómo lo había hecho en las otras ocasiones? Era una cuestión de fuerza de voluntad, había
dicho Claudius. Mercy se imaginó en el otro lugar, en la biblioteca, bajo la luz del sol.
Galatea se acercaba corriendo, sin dejar de gritar. Estaba más cerca. Mercy apartó a un lado
el tapiz y apretó todo el cuerpo contra la madera. Por un momento, la entrada oculta se le
resistió, y ella deseó que la puerta se abriera. Galatea alargó una mano para agarrarla. La
niña olía ya su aliento a menta... cuando los paneles de madera cedieron de repente.
Empezó a descender en el tiempo intermedio. El espacio que separaba un día del siguiente.
Un capítulo de otro.
A lo lejos, Galatea lanzó un gritó y golpeó el suelo con el pie.
Y Mercy dio una voltereta. ¿Dónde estaba aquel espacio?, se preguntó. ¿Iba con la cabeza
por delante o con los pies por delante? No tenía modo de saberlo. ¿Dónde estaba cualquier
espacio, bien mirado? Uno sólo sabe dónde está un lugar en relación con algún otro.
Aterrizó en la biblioteca, con las manos apretadas sobre los ojos para protegérselos de la luz
del sol. El libro lo llevaba sujeto bajo el brazo. Aquella versión —la suya— se podía
transportar de una esfera a otra. Tal vez se debía a que en buena parte estaba en blanco. No
había nada fijado. No aún.
Permaneció quieta durante un minuto o dos, aflojando gradualmente los dedos a medida
que los ojos se le acostumbraban a la claridad. Todavía seguía sin resuello debido a la
persecución. Su corazón latía atropelladamente. Fue hacia los estantes de narraciones de
viajes y mapas para buscar La geografía exacta del archipiélago de Lermantas. En el
interior de la portada había un plano manchado de tinta de la casa, un documento frágil y
difícil de manejar que se rasgó en cuanto lo desdobló. Había una cruz azul dibujada junto al
tapiz del pasillo al que daba su dormitorio, y una cruz roja en la biblioteca a la que había
ido a parar. Y una segunda cruz azul dibujada en el primer piso, en un descansillo junto a
una ventana que daba al huerto.
Dobló el plano y volvió a colocar el libro en el estante. Era hora de irse. ¿Podría seguirla
Galatea? ¿O Trajan, el autor de la historia de Century?
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Sarah Singleton Hechizo
VII
Mercy recorrió la casa a toda prisa. Igual que una puerta, el día de verano se abrió ante ella.
La fiesta de cumpleaños no tardaría en empezar, mientras Claudius y Marietta celebraban
su romántico encuentro en la isla situada en el centro del lago. Era un día perfecto, pero
Mercy no tenía tiempo para saborearlo. Tenía que pasar al tercero de los cinco días.
Localizó el rellano que daba al huerto. En el exterior, un jardinero cortaba la hierba con una
larga guadaña. Mercy se encaramó al alféizar de la ventana y apretó el cuerpo contra el
cristal. Vació su mente y deseó que la puerta le permitiera pasar. El sol se apagó.
Suspendida en el espacio se puso a ordenar sus pensamientos. ¿Era sólo su imaginación o
las brechas crecían? La ausencia de luz y lugar no la alarmó sino que, en vez de eso, el
espacio oscuro resultó un consuelo, como el sueño. Como la muerte, tal vez.
A lo mejor las brechas se ensanchaban porque había alterado la cuidadosa estructura de
Trajan. ¿Era aquello a lo que él se refería al decir que el movimiento de la niña estaba
deshaciendo su hechizo? Los capítulos se estaban desuniendo. Eso tendría sentido. ¿Qué
pasaba con Trajan? ¿Daba volteretas en aquel vacío sofocante y sin estrellas? Lo imaginó
como un fantasma, vagando por los días del pasado, incapaz de alterar lo que había
sucedido mientras observaba cómo los acontecimientos se repetían una y otra vez.
Resultaba una imagen melancólica, tal vez incluso lastimera. Trajan, no obstante sus
poderes, no tenía la energía para enfrentarse a los desafíos de una vida nueva, y la
compasión de Mercy estaba atenuada por la impaciencia, por un deseo de que su padre
rompiera con el dolor del pasado.
Se puso a reflexionar... y chocó contra el suelo, torpemente y sin resuello, convertida en un
montón de moretones. Estaba en una habitación lúgubre, con el leve perfume de un fuego
encendido. Mercy había ido a aterrizar frente a una chimenea, tendida cuan larga era sobre
una alfombra. Percibió la sedosa masa bajo los dedos. Una araña de luces brillaba sobre su
cabeza. Reconoció la habitación como la salita que conducía al invernadero, con sus
mariposas tropicales y sus peces. Se estremeció. El aire era helado. Ya no era verano. Se
puso en pie y recogió el libro rojo de la alfombra. Un espejo de marco dorado reflejó
oscuramente su rostro embadurnado de hollín y la andrajosa tela que envolvía sus cabellos.
Se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Date prisa —instó a su imagen—. No debemos perder tiempo.
Pero aguardó un momento o dos más, contemplando fijamente su cara en el espejo; un
rostro que ya no le resultaba familiar.
Abrió la puerta, situada tras las cortinas, que daba al invernadero. La larga habitación
acristalada estaba repleta de plantas y flores, sumergidas en un crepúsculo gris. Entre los
pálidos marcos de madera, se veían pedazos de cielo nublado, y el aire era húmedo y
caliente. Trajan hacía que se mantuvieran encendidas las estufas para sus amadas plantas,
mientras los criados tiritaban en sus habitaciones en la buhardilla. Volvió a cerrar la puerta.
Allí no había nadie. Estaba claro que la historia de aquel día se desarrollaba en otra parte.
Una entrega para Claudius, decía el pequeño diagrama que éste había dibujado para aquel
helado día de otoño. Mercy tendría que encontrarla.
Una sirvienta llegó por el pasillo transportando una bandeja con una cafetera de plata, así
que Mercy la siguió. Las altas ventanas desvelaron una mañana desapacible, muy
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Sarah Singleton Hechizo
temprano, con el sol bajo en el horizonte y cubierto por una masa de cirros. El viento
agitaba las copas de los gigantescos castaños de Indias que crecían a ambos lados de la
larga calzada que conducía a la casa y les arrancaba hojas de un rojo cobrizo. Las ventanas
vibraban.
Mercy apresuró el paso. La mujer, con su vestido oscuro y su delantal, llamó a una puerta y
entró. Mercy se quedó atrás, escuchando las voces. Eran dos hombres. Reñían. Se figuró
que el que hablaba en tono más quedo era su padre. La sirvienta dejó la bandeja y volvió a
salir a toda prisa, alejándose de las voces enojadas. Mercy se deslizó al interior.
Probablemente los que reñían no la verían, sería un fantasma en la casa, pero se mostró
cautelosa. Sí, era Trajan, muy distinto; antes de que los años cayeran sobre él. Sus cabellos
eran totalmente negros, como los de ella. La tez era suave, el cuerpo delgado. Sus ojos
brillaban mientras gesticulaba ante el otro hombre.
—No puede ser —dijo Trajan—. Tú, precisamente, de entre todos nosotros, deberías
comprenderlo. Tienes que dejar de lado este asunto, por tu propio bien..., por el de la
familia. Por el de ella también.
Mercy avanzó despacio por el otro lado de la habitación, donde el segundo hombre estaba
sentado detrás de su escritorio. Era Claudius. Y Claudius, curiosamente, parecía mayor. Un
hombre joven, no un jovencito. Llevaba el cabello largo, sujeto en la nuca con una cinta
negra, y un rígido delantal marrón sobre la camisa blanca. La habitación era una especie de
oficina y laboratorio, un espacio largo y estrecho con mesas repletas de libros, tarros,
material químico... y animales disecados.
—Puedo vencer los obstáculos —argumentó Claudius, que tenía un aspecto pálido y febril
—. Cuando estemos casados, me llevaré a Marietta lejos de Century, lejos de todos los ojos
suspicaces, lejos de su familia, a un lugar donde nadie nos conozca..., como tú has hecho al
traer a tu familia a Inglaterra.
—No se pueden vencer los obstáculos —repuso Trajan—. ¿Qué clase de vida sería para
Marietta, si ya no pudiera ver a su familia? ¿Y cómo podría soportar envejecer y morir
mientras tú sigues tal como estás ahora? No puede ser.
—Espera —instó Claudius—. Espera a ver lo que he planeado. ¡Ten paciencia! No soy tan
estúpido como crees; ni tampoco me han dominado hasta tal punto mis emociones que no
haya pensado en una solución al problema. Te satisfará, Trajan. Dame dos meses. Si mi
idea no ha dado fruto para entonces, haré lo que dices. Partiré de vuelta a Roma y dejaré a
Marietta con su familia.
Trajan no pareció convencido. Las manos le temblaban. Apretó el puño, volvió a abrirlo.
Parecía singularmente desvalido.
—Claudius —dijo, con más suavidad entonces, apelando a él—, ¿crees que no comprendo
lo que es amar a alguien? Cuando me enamoré de Thecla supe que sería la estrella de mi
vida, que nada tendría el menor significado sin ella.
Alargó el brazo, para palmear a su hermano en el hombro, para darle consuelo, pero
Claudius se apartó.
— ¿Si lo comprendes, por qué no quieres ayudarme? —inquirió.
— ¡Porque pienso en Marietta! ¿Qué plan puedes tener que sea capaz de superar esta
dificultad? ¡No se puede hacer nada! —replicó Trajan. Y contempló a Claudius, enojado y
asustado al tiempo.
Mercy percibió su desaliento; su incapacidad para obligar al hombre más joven a
obedecerle. ¿Era él, a pesar de sus extraordinarios poderes mágicos, el más débil de los
dos?
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—No se puede hacer nada —volvió a decir con voz quebrada—. Piénsalo. Piensa en ella.
A continuación, abandonó la habitación y cerró la puerta a su espalda con un fuerte golpe.
Mercy se estremeció, de pie junto a la pared.
Claudius suspiró. Se desperezó, se puso en pie y dio unos cuantos pasos por la estancia,
inquieto, sacudiéndose de encima la discusión. Había libros apilados de cualquier modo en
los estantes, y montones de notas aparecían desordenadas sobre la mesa. Cubetas de
laboratorio, tubos y retortas se apiñaban en un banco, al fondo de la habitación, manchados
de curiosos residuos y costras de cristales de colores. Y los animales. Algunos estaban
colocados en cajas de cristal, otros en pedestales de madera. Un zorro, un tejón, un ciervo
diminuto. Un cárabo, un faisán. Una trucha alargada, como una espada. Sus tristes ojos de
vidrio miraban fijamente a Mercy, como si las criaturas sin vida pudieran verla, mientras
que las vivas no podían. Alargó una mano para tocar el pelaje del zorro, de un rojo violento,
como las hojas de los castaños de Indias del exterior, y acarició su lomo suave y duro. En el
otro extremo de la habitación, Claudius miraba fijamente por la ventana, absorto en sus
pensamientos. Súbitamente se volvió y se puso a revolver entre los papeles de su escritorio.
Empezó a escribir notas.
Consecuencia de la caricia de Mercy, una nube de polvo se había alzado del zorro y sus
motas giraban en el aire. La niña sintió un cosquilleo en la nariz. Contuvo el aliento, pero la
sensación aumentó. Iba a estornudar.
El repentino sonido rompió el silencio de la habitación. Mercy se llevó las manos al rostro
y clavó la mirada en Claudius, alarmada. Éste seguía escribiendo, sentado ante su
escritorio, sin dar la menor muestra de haber oído nada. El momento pasó. Poco a poco, la
niña se tranquilizó y avanzó hasta detenerse junto al escritorio. Miró con atención los
papeles. Claudius escribía una carta... dirigida a Marietta. Fórmulas químicas, hileras de
letras griegas y dibujos de huesos y articulaciones cubrían otras páginas esparcidas sobre la
mesa. Claudius siguió escribiendo.
— ¿Puedes verme ahora, Claudius? —susurró Mercy.
El alzó la cabeza y asintió.
—Sí —dijo—. Has venido del futuro para liberarme.
A continuación prosiguió con su escritura, sin prestarle atención. Tal vez significaba un
esfuerzo para él advertir su presencia. El joven estaba atrapado en la estructura de la
historia, y ya le había explicado que necesitaba de todas sus energías para cruzar de un día a
otro, para ir en su busca. Mercy dio media vuelta, atravesó la habitación y abrió la puerta.
Deambuló por la casa. Todo estaba en silencio. Encontró a las hermanas en la cocina,
comiendo gachas y miel, y después las siguió hasta el magnífico jardín botánico, donde
dieron vueltas corriendo bajo el viento.
Recordó a su padre plantando los árboles. La escena brotó ante ella. La ávida acumulación
de especies foráneas, los hombres que encajaban los jóvenes árboles en la fría tierra inglesa,
Trajan gritándoles instrucciones con gran nerviosismo. Entusiasmado como un niño, su
padre le había enseñado los nombres de los árboles. Cedros del Líbano, nogales negros del
Nuevo Mundo. Más tarde, procedentes de Australia, plantaron árboles de té y calistémones,
y en el centro, donde se unían los senderos concéntricos, una arboleda de magnolios en la
que las blancas flores se abrían igual que cálices cerosos durante la primavera. En aquellos
momentos, los árboles eran todavía jóvenes. Recordó que en casa, en su propio Century, el
jardín botánico era inmenso, aunque con los árboles demasiado húmedos y descuidados.
Las niñas volvieron a entrar. Mercy se sentó en la escalinata de piedra situada en la parte
delantera de la casa. ¿Qué iba a suceder? Abrió su libro rojo y leyó las primeras páginas de
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Sarah Singleton Hechizo
su narración. Había tantos cabos sueltos. ¿Por qué se oponían Trajan y Thecla al
matrimonio de Claudius con Marietta? Porque la familia era diferente. Su experiencia de la
vida humana era, la niña lo comprendía demasiado bien, muy limitada. Había leído gran
número de libros; había vivido, por lo que parecía, más de cien años. La bella durmiente
había dormido cien años, aunque la Biblia sugería que un hombre podría vivir sólo hasta los
setenta años. ¿Qué historias podía creer? Trajan había advertido a Claudius que Marietta
envejecería y moriría, mientras que él seguiría igual.
¿Cómo sería vivir durante cientos de años? Puso a prueba la idea en su mente. Jamás había
pensado en morir. Y si bien podía haber vivido ya un siglo, debido al hechizo de Trajan
había parecido como si fuera sólo un día. Si se rompía el conjuro y empezaba a vivir otra
vez en un mundo en permanente cambio, entonces siglos enteros se abrirían ante ella.
Largos años con tan sólo su familia inmortal como compañeros permanentes, mientras
otros, personas corrientes, entrarían y saldrían constantemente de su vida a medida que
crecieran, envejecieran y muriesen. En el pasado, había querido a Chloe y,
presumiblemente, en el mundo exterior, Chloe había crecido. Tal vez se había casado y
convertido en una dama anciana y luego fallecido; de modo que sin duda descansaba en una
tumba en aquellos momentos. Mercy sintió una insoportable punzada de soledad al pensar
en ello. Ya había perdido tantas cosas.
Empezó a comprender cómo una vida tan larga podía mantenerlos aparte, si el resto de
personas decaían y morían en el transcurso de unas pocas décadas. Qué solitario podía
resultar. Mercy se frotó los brazos. El vestido, demasiado pequeño para ella, le rozaba la
piel. Sus manos estaban frías y blancas. Tenía tan poco sentido del paso del tiempo. Había
repetido las mismas acciones una y otra vez durante cien años, y eso no era gran cosa como
vida, a pesar de su duración.
¿De qué modo formaba parte de la historia de los amantes la desaparición de Thecla?
¿Cómo creía Claudius que podía vencer a su destino, y casarse con Marietta? ¿Y por qué
fracasó? Aquel día tormentoso y desapacible de otoño contenía un capítulo vital del relato.
¿Cuál era?
A lo lejos, por la calzada principal que discurría a través del túnel de árboles, una figura
oscura se movió junto a la casa del guarda. Mercy entrecerró los ojos, esforzándose para
ver. Un carromato que viajaba veloz. Tuvieron que transcurrir unos minutos antes de que el
carro estuviera lo bastante cerca como para poder distinguir al carretero, que iba sentado en
la parte delantera ataviado con un enorme abrigo marrón. El caballo era un grueso animal
zaino, con una lista blanca en el rostro y cuatro plumosos calcetines blancos. El carro
llevaba un toldo. Detrás de la niña, la puerta principal se abrió. Mercy se volvió y vio a
Claudius que salía apresuradamente y descendía la escalinata para saludar al recién llegado.
Sus botas taconearon sobre la piedra. Todavía llevaba puesto el delantal marrón. Mercy se
puso en pie y lo siguió.
Justo delante de la casa, el carretero frenó bruscamente el caballo, y los enormes cascos
amarillentos levantaron una lluvia de grava. El cuello del animal estaba cubierto de sudor, y
un resoplido surgió de sus ollares. El conductor volvió a dar un tirón a las riendas y el
caballo sacudió la cabeza.
—Ve al otro lado de la casa, al patio del establo —ordenó Claudius—. Uno de los hombres
te ayudará a descargar. ¿Lo has traído todo?
El carretero asintió, era un hombre fornido de cara colorada y mediana edad. El caballo se
puso nervioso y cerró con fuerza los dientes sobre el bocado. El látigo chasqueó y el carro
dio la vuelta. Claudius entró de nuevo en la casa, con Mercy pegada a él. Recorrió a
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grandes zancadas el vestíbulo, llamó a uno de los sirvientes, y atajó por una puerta lateral
para ir al patio del establo, donde los recaderos dejaban las provisiones para la cocina. El
carro se detenía en aquellos momentos sobre el suelo de adoquines.
— ¡Aquí!
Claudius tomó carrerilla para ir hacia el carro, con el lacayo apresurando el paso para
mantenerse a su altura. El carretero echó hacia atrás la gruesa lona que cubría la carga,
media docena de cajones de madera, y luego saltó del elevado asiento y bajó la parte
posterior del carromato. Claudius y el lacayo trasladaron las cajas, una a una, hasta la
entrada.
—Llévalas al segundo piso y déjalas frente a mi habitación —indicó Claudius—. Que no se
te caigan.
El lacayo, con una chaqueta azul cobalto y peluca blanca, asintió nervioso. A pesar de ser
un joven de aspecto fuerte, el hombre tuvo dificultades para moverse bajo el peso de la
primera caja. Claudius se volvió hacia el carretero y sacó unas monedas de oro del bolsillo.
—Tal como acordamos —dijo.
— ¿Y qué hay de las molestias sufridas?
El hombre tenía un aspecto rudo, y su voz era ronca. Se acercó más a Claudius. El caballo
movió nerviosamente los cascos detrás de ambos. Claudius le dedicó una mueca despectiva.
Aunque era el más bajo de los dos, se irguió en toda su estatura y pareció alzarse por
encima del carretero. El tosco rostro del hombre enrojeció aún más, y éste dio un paso
atrás. Claudius volvió a introducir la mano en el bolsillo y sacó más oro; las monedas
pasaron de su mano larga y blanca al puño regordete y rojo del otro.
—Gracias, señor —dijo el carretero, levantándose ligeramente la parte delantera del
sombrero con la mano a modo de saludo.
El hombre se esforzaba por recuperar la compostura, pero su sonrisa era descortés. Se
apartó de Claudius y trepó a la parte delantera del carro.
—Si me necesita otra vez, señor, ya sabe dónde encontrarme.
Levantó el látigo y lo hizo chasquear por encima de la cabeza del caballo. El carro
traqueteó sobre los adoquines y abandonó el patio.
Claudius levantó la segunda caja y la llevó al interior.
Mercy lo siguió por una estrecha escalera de servicio que ascendía al segundo piso. No
estaba familiarizada con aquel sector de la casa, ya que había muchas partes de ella que
habían quedado cerradas antes de que se iniciara su eterno día invernal. Pasaron ante los
dormitorios de los lacayos y el cochero. Las tablas del suelo del estrecho pasillo estaban
desnudas. Vislumbró una habitación pequeña y sin adornos con dos camas colocadas una al
lado de la otra. El criado acababa de depositar la primera caja frente a una puerta situada al
final del pasillo y aguardaba a Claudius.
—Yo la llevaré dentro —indicó éste—. Trae la siguiente caja.
Transpirando visiblemente, el joven asintió y se alejó a toda prisa. Claudius desabrochó un
bolsillo de sus pantalones y sacó una llave muy trabajada. Abrió la puerta con ella y llevó
las cajas al interior. Mercy se deslizó a su lado y contempló un segundo, y secreto,
laboratorio.
Era una habitación larga y sin adornos, con una puerta cerrada en el otro extremo. Dos
ventanas pequeñas facilitaban una exigua cantidad de luz. Había hileras de velas colocadas
a cada extremo de una mesa enorme, en candelabros de hierro forjado, y también sujetas a
cualquier superficie apropiada; como la caja de cristal en la que se conservaba un lucio
color gris oscuro y una caja de mariposas clavadas en cuidadosas hileras. Mercy avanzó
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hacia la mesa. Claudius había dispuesto sus herramientas sobre una serie de bandejas de
madera. En el otro extremo, un libro grueso, encuadernado en desgastado cuero, reposaba
sobre un montón de notas. Aquí y allá había dibujos clavados en las paredes desnudas:
estudios anatómicos de animales. La formación de las articulaciones. La telaraña de
músculo en un muslo humano. Mercy sintió intriga y repugnancia.
Claudius seguía ocupado con las cajas, así que la niña colocó su libro rojo en el suelo,
debajo de la mesa, y abrió rápidamente la cubierta del libro de Claudius. Echó un vistazo a
la primera página, y se le cayó el alma a los pies. Claudius, un científico totalmente
entregado, había escrito sus notas en latín. ¡Aquello dificultaría aún más las cosas! Tomó
aire con energía, puso en orden sus ideas, y se esforzó por encontrar el estado de ánimo
correcto para enfrentarse a aquella escritura descuidada y a la enrevesada lengua.
Las primeras páginas se remontaban a 1660. Diagramas de plantas, dibujos curiosos de
símbolos. En un principio, Claudius había elegido la alquimia para comprender la
naturaleza de la vida; la fuerza vivificante que diferenciaba una brizna de hierba en
crecimiento de una brizna de paja. O un tablón de madera de un árbol vivo. Las páginas
estaban repletas de anotaciones. Algunas simplemente contenían listas de letras. Volvió las
páginas. A finales del siglo, la época en que pensaba que sus padres se habían trasladado a
Inglaterra, Claudius, al parecer, había viajado a Oriente Medio. Sus notas mencionaban
Marruecos, Egipto y Persia. Había escrito en algunas ciudades: Argel, El Cairo, Luxor.
Notas en árabe se intercalaban con el latín, así como jeroglíficos copiados de las paredes de
tumbas egipcias y bocetos del resucitado dios Osiris. Claudius había aprendido el arte de la
momificación, algo que quedaba demostrado por dibujos detallados y notas que ocupaban
docenas de páginas. Dos años más tarde, viajó a Praga para investigar la historia del rabino
Low Ben Bazalel, que había creado un golem en 1590: un hombre hecho de arcilla al que el
rabino dio vida al colocar un pedazo de papel bajo su lengua en el que estaba escrita la
palabra sagrada Shem.
Las notas habían ido desapareciendo en el transcurso de los años intermedios del siglo
XVIII. A lo mejor Claudius se había cansado de sus estudios, o puede que pasara una
década o dos dedicado a la poesía, la caza o la indolencia. Resultaba extraño que un hombre
dotado de tal longevidad hubiera dedicado tanto tiempo a batallar con el problema de la
muerte y el renacimiento. Aunque, por otro lado, los estudios eran también la búsqueda de
un origen. Claudius intentaba comprender cómo era posible que él —y por consiguiente la
familia Berga en su totalidad— hubiera conseguido burlar el destino impuesto a todas las
plantas, criaturas y seres humanos de la faz de la tierra. ¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué
poseía la familia tal tesoro de talentos especiales?
Mercy siguió adelante trabajosamente. Las notas volvían a empezar en serio en la última
parte del año 1788, justo un año antes. Antes de que pudiera leer más, Claudius cerró la
puerta de un portazo y corrió dos gruesos cerrojos negros. Las seis cajas lo rodeaban, con
las tapas fijadas con clavos. Sellos de puertos del extranjero aparecían pintarrajeados sobre
la madera sin pulir. Claudius los examinó, uno a uno; las pacientes cajas aguardando a que
les dedicara su atención. Tomó una palanca de hierro de la mesa y la introdujo bajo la tapa
de la primera, que procedía de Venecia. La madera se partió y los clavos chirriaron al
arrancarlos. Dentro, empaquetado cuidadosamente en paja, descansaba un liso huevo de
cristal. Claudius arrojó puñados de paja al suelo, y alzó el objeto con veneración; un largo
tubo proporcionaba el único acceso al interior de la delicada burbuja de cristal. El hombre
sostuvo el recipiente en dirección a la luz, lleno de admiración, y utilizó una regla de
madera para medirlo.
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mesa y utilizó esa poción como tinta para dibujar símbolos en su superficie llena de hoyos.
Un círculo, los puntos cardinales, intervalos marcados con jeroglíficos. Cambió de posición
la red de tubos que conducían al interior del huevo veneciano sacado de la primera caja, y
finalmente se apartó. Al parecer, todo estaba listo.
« ¿Y ahora qué?» Mercy se removió en su sitio, tenía la espalda rígida y le había dado un
calambre en las piernas. Estiró las extremidades y se puso en pie con dificultad. « ¿Y ahora
qué?» La niña aguardó en las sombras, fascinada.
Claudius paseó la mirada por todo el montaje una vez más, y luego inspiró profundamente,
aspiró y exhaló. Su rostro estaba muy pálido, con toques febriles de color en los pómulos.
Tenía los labios casi blancos. Se apartó los cabellos del rostro y, tomando alguna decisión
íntima, dio la espalda a la mesa y volvió a desaparecer en la habitación contigua. Regresó
con un cesto cerrado en cuyo interior una criatura se removía y emitía un curioso sonido
sollozante.
Claudius colocó el cesto sobre la mesa y le dijo unas cuantas palabras reconfortantes al
animal de su interior. Un gato atigrado y blanco apretó el rostro lastimeramente contra el
mimbre y maulló. Mercy se hundió las uñas en la palma de la mano con repentina
aprensión: ¿qué iba a hacer Claudius? El gato siguió maullando sin dejar de describir
círculos en los confines del cesto, mientras el hombre efectuaba un último viaje a la otra
habitación y regresaba con un animal disecado en las manos. Lo depositó en el extremo de
la mesa. Mercy se acercó más, para echarle una ojeada.
No, no se trataba de otra obra de taxidermia; aunque la ciencia era algo afín a ello. Claudius
había construido una réplica del gato. Una compleja obra de ingeniería. La réplica estaba
recubierta en parte con tela negra; rostro, cuerpo y dos patas. La otra mitad permanecía
despellejada y dejaba al descubierto el ingenioso funcionamiento de la estructura:
construida a partir de madera y marfil, alambres de cobre, bolsas rellenas (tal vez de
aserrín) para proporcionar masa y llorosos ojos de color ambarino, igual que los animales
disecados metidos en cajas.
Mercy apenas podía respirar, y su corazón tamborileaba, aparentemente en su garganta.
Claudius colocó el gato metido dentro del cesto en el centro del círculo dibujado sobre la
superficie de la mesa. Abrió uno de los libros nuevos y extrajo una hoja de pergamino,
oscurecida por el tiempo y las manchas de agua. Retrocedió, se irguió muy tieso y empezó
a leer en voz alta.
Mercy no consiguió comprender las palabras ni averiguar el origen de la lengua. No
obstante, el sonido pareció enroscarse a través de sus cabellos y penetrar en su cerebro.
Palabras sagradas. Palabras de poder, igual que Shem, escrito en un pedazo de papel bajo la
lengua del golem. ¿No invocó Dios al universo del vacío con el poder de sus palabras?
Claudius siguió leyendo. El mundo exterior desapareció, el espacio se contrajo hasta
convertirse en las cuatro paredes, la mesa y el gato que maullaba dentro del cesto. Las velas
llamearon como una sola, y se apagaron, inundando la estancia de humo. En su lugar, una
fría luz azul brilló desde el círculo dibujado con tinta e iluminó la habitación. Las
herramientas colocadas sobre la mesa tintinearon. Un libro salió despedido por los aires
mientras sus páginas giraban sin cesar. Mercy sintió cómo los huesos de su cráneo
rechinaban entre sí. Pero Claudius siguió adelante.
El gato chilló una última vez y luego se quedó callado. La luz azul llameó, y una esfera más
pequeña, de color cobalto y un brillo intenso, emergió del fondo de la garganta del gato,
pasó por encima de su lengua y quedó atrapada en un embudo de cristal, que dirigió la
resplandeciente luz líquida a lo largo del tubo. Poco a poco la luz se fue arrastrando por el
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Sarah Singleton Hechizo
tubo, aparentemente reacia a moverse. Pero centímetro a centímetro fue avanzando hasta
caer como una piedra en el vientre del huevo veneciano.
En las paredes, las mariposas clavadas en cajas agitaron las alas, y el lucio de la caja de
cristal chasqueó las mandíbulas y curvó el largo cuello de un lado al otro. Las tablas del
suelo gimieron mientras los clavos salían despedidos por el aire.
Claudius empezaba a debilitarse. La magia lo había llevado al límite y un hilillo de sangre
le caía sobre el labio desde el orificio nasal izquierdo. El cristal de una ventana se agrietó, y
luego otro. La luz color cobalto nadó por el recipiente de cristal, adoptando la forma
diminuta de un gato.
La retahíla de palabras finalizó. En un instante, Claudius retiró el tubo de cristal e introdujo
un tapón de madera en el conducto para retener allí el espíritu del gato. Tenía una expresión
alborozada. Se limpió la sangre de la nariz mientras moretones violáceos empezaban a
aparecer alrededor de sus ojos y boca. ¿Sentía dolor? No dio ninguna señal de ello cuando
arrojó el cesto y el cuerpo sin vida del gato al suelo sin la menor consideración. El
resplandor azul se desvanecía, y volvió a encender una docena de velas. Las mariposas
seguían aleteando. El lucio se movía débilmente, mostrando hileras de dientes puntiagudos.
Claudius trasladó el gato artificial al interior del círculo, y ajustó el aparato, reemplazando
el tubo de cristal por otro, dirigido directamente al interior de la garganta del gato de trapo.
Se agachó, para contemplar fijamente el luminoso espíritu azul del recipiente; el diminuto
gato que saltaba y se tumbaba sobre el lomo y golpeaba motitas invisibles con las patas
delanteras.
—El espíritu animador —musitó—. Los egipcios lo llamaban el ka. Los esquimales lo
llamaban el Inua. El alma inmortal. ¿Tiene un gato un ka más pequeño que el de un
hombre?
Se movió de un lado a otro, mirando detenidamente el espíritu del gato. Comprobó la
disposición de los tubos y tapones una vez más y tomó un segundo trozo de pergamino del
viejo libro.
Mercy se apuntaló, preparándose para que las palabras quebraran y desgarraran, y se
introdujo los dedos en los oídos. Claudius giró una ingeniosa compuerta en el nuevo tubo
de cristal y empezó a hablar.
En esa ocasión, para efectuar la reconstrucción, las palabras eran dulces. La tirante tensión
de la estancia se relajó. Las mariposas y el pez se quedaron quietos en sus cajas y perdieron
su media vida. El sonido era tranquilizador. En el exterior, un último destello de luz solar se
filtró por la ventana y espolvoreó de oro los variopintos objetos de la habitación. La
pequeña alma, con un sonido parecido a un suspiro, fue aspirada fuera del recipiente a lo
largo del tubo descendente y de allí pasó al interior de la garganta del gato de trapo. El
último destello azulado se apagó. Claudius dejó el pergamino sobre la mesa. El lugar quedó
totalmente silencioso.
Mercy empezó a respirar con tranquilidad otra vez. Claudius se secó el rostro con la manga,
con sangre goteando todavía de su nariz. Tenía un aspecto horrible, con los moretones cada
vez más grandes; una guedeja de pelo de su sien izquierda se había vuelto blanca.
El hombre volvió su atención al gato de trapo. Cerró herméticamente el agujero del cuello
con un pedazo de pergamino, y cosió encima una tapa de tela. —Despierta —dijo—.
Despierta.
El gato siguió inmóvil; un simple conjunto de madera, tela y aserrín. Claudius le acarició el
rostro; lo zarandeó. —Despierta —repitió, intentándolo otra vez. Dio un paso atrás. La
expectación y la ansiedad libraron batalla en su rostro. El gato de trapo no se movió.
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Sarah Singleton Hechizo
Transcurrió un minuto, y otro más. Entonces el gato meneó la cola. Mercy no podía creer lo
que veía. Claudius abrió los ojos de par en par. La cola volvió a moverse. El gato pareció
estornudar y sus piernas experimentaron una veloz convulsión. El animal alzó la cabeza y
miró a su alrededor. Somnoliento, se incorporó con dificultad, manteniendo a duras penas
el equilibrio y con el cuerpo ladeado. Se balanceó sobre las cuatro patas, luego saltó de la
mesa cayendo torpemente sobre un costado al golpear el suelo. El gato de trapo se
incorporó de nuevo con dificultad, y deambuló, como un borracho, por la habitación. Los
movimientos, no obstante, eran increíblemente felinos. Formado de dos mitades, cubierto
en parte con tela, con un esqueleto medio articulado y con el relleno a la vista, resultaba
una visión horrible.
Claudius echó la cabeza hacia atrás y profirió una carcajada. También él resultaba horrible,
con el rostro lastimado y la manga manchada de sangre. El hombre se puso a danzar por la
estancia y a lanzar los puños al aire. Abandonó el gato a su cautelosa exploración, y corrió
a la habitación contigua. Mercy lo siguió.
Un largo arcón de madera reforzado con hierro descansaba contra una pared bajo una
ventana. Estaba cerrado con un candado del tamaño del puño de un hombre. Claudius se
arrodilló e introdujo una llave en la cerradura, luego alzó la tapa con veneración. Mercy fue
a colocarse junto a él y miró por encima de su hombro. La tapa cayó hacia atrás contra la
pared, Claudius levantó una pieza de magnífica seda... y dejó al descubierto el objeto más
hermoso y extraordinario que la niña había visto o vería jamás.
El plan se hizo evidente al momento.
Dentro del cofre descansaba una muñeca de seda de largos cabellos color caoba. Marietta
perfeccionada. Una criatura sublime y cautivadora, de miembros delgados y flexibles, y con
una piel artificial que poseía un resplandor húmedo. Los labios, un capullo de rosa, estaban
levemente entreabiertos, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho.
« ¿Cómo había creado Claudius un ser así? Su belleza era sobrehumana. Era un ángel. Una
diosa.»
Sin duda, en el interior de la piel sedosa había carne hecha de aserrín y crin que recubría un
esqueleto de marfil y madera, como el del gato de trapo. Costaba imaginar que el envoltorio
de seda de la angelical muñeca, con sus uñas de nácar y párpados como pétalos, cerrados
sobre ojos de zafiro y cristal, contuviera materiales tan corrientes.
Claudius la contempló con fijeza y sonrió. Alargó la mano para acariciarle el rostro, pero
recordando la mugre de que estaba cubierto, la retiró.
—Pronto —dijo—. Pronto, Marietta, estaremos juntos para siempre.
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VIII
La oscura noche de octubre empezaba a caer. Una muchacha con un cesto lleno de astillas y
carbón entró en la biblioteca y se arrodilló ante el hogar para encender el fuego. El reloj de
la repisa de la chimenea dio la media hora.
Mercy estaba allí sentada, ante el escritorio de su padre. Un libro rojo grabado en oro
descansaba sobre la mesa, delante de ella. Era el Century de Trajan, igual que el que había
visto en la biblioteca durante el día veraniego, el que contaba la historia que mantenía unido
el hechizo. Y, al igual que el otro, poseía un brillo sobrenatural. Cuando volvió las hojas,
una sensación peculiar chisporroteó por sus dedos y por toda su piel. Se dijo que era el
mismo libro singular; no un duplicado. Como una puntada mágica, el libro discurría por la
jaula de días de Trajan manteniéndolos unidos.
Los primeros capítulos adquirieron entonces sentido para ella. Miró las páginas por encima,
y leyó la llegada de los Berga a Inglaterra. En 1700, Trajan y Thecla enviaron a un
representante desde Italia para adquirir el terreno de su nueva casa, y bautizaron la finca
haciendo referencia al cambio de siglo1. Más tarde, se construyó la casa, y la pareja se
trasladó a Inglaterra. Nacieron las niñas. A continuación, la historia relataba el encuentro de
Claudius con Marietta, el desacuerdo entre los hermanos, y el arcano plan concebido por
Claudius para conceder vida eterna a Marietta. Más adelante, no obstante, la escritura dejó
de tener sentido, ya que las líneas se negaban a descomponerse en palabras. Tal vez el
hechizo se protegía a sí mismo y ella no conseguiría leer la historia hasta haber descubierto
por ella misma el modo en que se desarrollarían los acontecimientos.
Mercy tomó su propio libro rojo y lo colocó sobre la mesa, al lado del que su padre había
escrito. Una pluma y tinta aguardaban junto a su mano derecha, pero la niña no conseguía
obligarse a escribir. No tenía tiempo que perder. Recordó que, al finalizar el día de verano,
mientras hablaba con Claudius en la isla, se había visto succionada de vuelta a su propio
tiempo sin que lo hubiera deseado... y sin necesidad de una puerta. El día de otoño no
tardaría en finalizar y probablemente se vería devuelta al día de verano, o tal vez a su hogar
en pleno invierno. Y si, en contra de su voluntad, era devuelta a su propio tiempo, Trajan
sin duda la encerraría de tal modo que nunca dispondría de otra oportunidad de completar
aquel viaje al pasado. No tenía tiempo que perder. Pero no obstante aquella sensación de
apremio, Mercy siguió con la mirada fija en el libro.
La pesadilla que habían sido los acontecimientos de aquel día aprisionaba su mente y
corazón de un modo implacable. Los maullidos del gato atigrado. El modo en que su
blando cuerpecillo se había desplomado inerte en la cesta cuando le arrebataron el ka. La
visión de la creación animada de trapo y aserrín tambaleándose por la habitación. El rostro
enloquecido de Claudius cubierto de sangre y moretones, el lucio muerto que se debatía en
su caja, y también la muñeca. Sí, la muñeca angelical con su belleza impía y fascinadora. El
recuerdo estaba grabado a fuego en su mente.
Era demasiado, y no sabía qué pensar. Era incapaz de pensar. Los senderos de su mente se
habían atascado. Los latidos de su corazón resonaron en sus oídos. Estaba totalmente sola y
1
Century significa siglo en inglés. (N. de la t.)
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no tenía a nadie a quien recurrir. Se sintió muy pequeña, enfrentándose a una cuestión
demasiado grande y demasiado difícil de manejar.
El reloj dio un cuarto más. Debía irse. Debía pasar al día siguiente. Siguió con la vista fija
en el libro.
Trajan tenía razón.
Claudius era un monstruo. Un hombre así era justo que estuviera encerrado en la espiral de
los días pasados. Sería una idiota si lo liberaba; incluso aunque al hacerlo ella recuperara su
propia vida, y la de su hermana. ¿Por qué no había confiado en su padre? A lo mejor su
propio encierro nocturno era un precio que merecía la pena pagar para mantener a Claudius
alejado del mundo. Carecía de conciencia y era capaz de cualquier cosa.
Quedaban aún dos días, y Mercy no sabía si proseguir con su viaje a través del turbulento
pasado de la familia Berga. Quizá debería regresar a casa, entregar el libro rojo, y confiar
en que Trajan fuera capaz de coser las junturas que ella había desgarrado en su telaraña de
días. Por otra parte, todavía la acosaban preguntas. Ansiaba averiguar la verdad sobre su
madre. ¿De qué modo estaba involucrada Thecla en aquello? ¿Había muerto, tal como le
había dicho Trajan? ¿Cómo se había hecho pedazos el cuidadoso y diabólico plan de
Claudius? Y ¿podía estar segura de que la reclusión de Claudius valía realmente las vidas
interminables y sin salida de Charity, Trajan y ella misma? ¿Acaso no le estaría juzgando
mal? Había actuado impulsado por el amor. Un amor inmenso por Marietta. Mercy recordó
el rostro del hombre cuando acarició el vestido. Loco de amor. Tal vez un sentimiento
como aquél no era más que una manifestación de egoísmo y obsesión. Claudius debería
haber dejado que Marietta disfrutara de una vida normal. O, si la había querido realmente,
habría valorado un matrimonio mortal, y amado a Marietta incluso cuando envejeciera y
muriera.
No servía de nada. Por mucho que diera vueltas a los hechos, por mucho que considerara y
sopesara la información que disponía, no surgía ninguna respuesta fácil. No conseguía ver
una salida. Sólo podía proceder de un modo. Tendría que descubrir el giro que habían
tomado los acontecimientos en los dos días siguientes. Tal vez entonces, armada con una
mayor información, podría llegar a una conclusión bien fundada.
Mercy se puso en pie, tomó su libro rojo, y localizó La geografía exacta del archipiélago
de Lermantas entre las narraciones de viajes y los libros de mapas. El plano plegado en el
interior de la cubierta indicaba la puerta por la que había entrado en la sala situada junto al
invernadero... y la puerta siguiente en una habitación de invitados del primer piso, no muy
lejos de los aposentos de Thecla. De nuevo seguía sin indicar a qué lugar saldría. Temió
entonces haber apurado demasiado el día, y que todo pudiera cerrarse y expulsarla, así que
devolvió precipitadamente La geografía exacta al estante y corrió por los pasillos y
escaleras arriba.
74
Sarah Singleton Hechizo
Aterrizó en el pasillo, junto al tapiz del ciervo y el unicornio. Todo estaba oscuro y frío.
Mercy se incorporó de rodillas, encorvada aún, y recogió el libro rojo del suelo, junto a ella.
Hacía tanto frío. Una corriente de aire recorría el pasillo y le producía escozor en los
brazos. El sabor del aire invernal era demasiado familiar. Olió la escarcha... presa del
pánico. No había sido lo bastante rápida. El día había finalizado, se había cerrado de golpe
antes de que alcanzara el capítulo siguiente. Sin duda volvía a estar en casa, en su propio
tiempo.
Se puso en pie, consternada. Se sentía apesadumbrada. ¿Cómo había podido suceder? ¿Es
que se había entretenido demasiado?
Trajan y Galatea no volverían a dejarla escapar, y jamás descubriría lo que había sucedido
al final de la historia. Se sentía muy desdichada. Tras haber decidido seguir adelante, le
resultaba insoportable ver cómo le arrebataban la búsqueda. Lentamente, recorrió el pasillo
hacia su habitación. Las ventanas mostraban un cielo inundado por una avalancha de
estrellas relucientes.
Miró fijamente por una de ellas a la vez que oía pasos en el pasillo. Resignada, Mercy
aguardó la llegada de Galatea. Los pasos se acercaron más y Mercy se dio la vuelta,
encontrándose no con una, sino con dos figuras delgadas que avanzaban hacia ella. La más
alta de las dos sostenía una vela.
—El sol saldrá pronto. —La que portaba la palmatoria era una mujer vestida de sirvienta y
con un gorro blanco—. Estaremos muy ocupadas. Hay que encender el fuego en cada
habitación. Tenemos mucho que hacer.
Las dos mujeres pasaron junto a Mercy sin verla, y la niña se permitió una sonrisita.
Aquellas criadas no pertenecían a su tiempo. Aquello no era 1890 después de todo, sino un
invierno del pasado. El viaje proseguía. Todo un nuevo día se extendía ante ella.
La familia dormía aún. Una de las criadas llamó a la puerta del dormitorio de Thecla para
encender la chimenea, de modo que la habitación estuviera caldeada cuando ella se vistiera.
Mercy miró a hurtadillas al interior, y vio a sus padres que yacían juntos en la artesonada
cama. Una parte de la dorada melena de Thecla descansaba sobre la almohada, y su madre
tenía la cabeza apoyada en el pecho de su esposo. Qué serenos se les veía. El rostro de
Trajan tenía una expresión dulce y adormecida. Thecla le murmuró algo, y él rió y la besó
en la cabeza, alzando su mano en la de él, con los dedos entrelazados.
Mercy los contempló fijamente. Estaban tan cerca, pero tan lejos. Podía colocarse junto a
ellos y chillar y ellos no la oirían. Estaba totalmente sola. Se apartó de allí con un esfuerzo
y abandonó la habitación.
Inició la búsqueda de Claudius, pero las habitaciones donde tenía el laboratorio estaban
cerradas con llave, y no halló ninguna prueba de que durmiera en ninguno de los
innumerables aposentos para invitados. Miró también en la biblioteca para buscar La
geografía exacta y la localización de la entrada al día central y último, y descubrió que —
curiosamente— ésta se encontraba en su propio dormitorio, detrás del tocador. Memorizó el
plano.
El reloj de la chimenea dio las ocho. Fuera, el cielo se aclaró, con el sol a punto de alzarse
por encima de los árboles desnudos y los campos de escarcha. A lo lejos, un ciervo solitario
levantó la cabeza de los pastos helados y pareció mirar con atención la ventana ante la que
se encontraba Mercy.
La niña bajó a la cocina, que incluso a una hora tan temprana bullía de vida y actividad.
Aurelia y media docena de ayudantes trabajaban con ahínco en la preparación de una gran
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Sarah Singleton Hechizo
Mercy revoloteó por aquel hervidero de actividad escuchando las conversaciones. Los
criados, aunque bajo presión, estaban entusiasmados. Estaba a punto de tener lugar un gran
acontecimiento y la casa no tardaría en llenarse de gente. Los Berga iban a ofrecer una gran
fiesta de invierno a la que asistirían todas las familias de la zona. Mientras el señor y la
señora de la casa se preparaban, la tribu de sirvientes, el puntal del reino de Century,
limpiaría, cocinaría, decoraría y adornaría, serviría a los invitados, y después lo recogerían
todo. Algunos de aquellos manjares llegarían de todos modos hasta ellos; los sirvientes
también disfrutarían de una buena cena aquel día. Podrían echar una fugaz mirada a los
hermosos vestidos de los visitantes; habría un grupo de músicos y, a lo mejor, los criados
podrían oírles tocar. Sí, no obstante todo el trabajo, la fiesta proporcionaría algo de
diversión y color al largo y oscuro día de invierno.
Mercy se retiró al familiar entorno de la biblioteca, donde el Century de Trajan descansaba
sobre un escritorio. Acarició la roja cubierta con las yemas de los dedos. El libro parecía un
poco desgastado ahora, con las páginas amarillentas en los bordes. Tal vez ella absorbía su
poder para traspasárselo a su propio libro, deshaciendo el hechizo de Trajan, página a
página, concienzudamente.
Alargó la mano hacia la pluma y el tintero, se sentó en la silla, abrió su propio libro rojo y
empezó a escribir los acontecimientos del día anterior. Relató todo lo que sabía,
intercalando sus propios pensamientos y dudas; cuando finalizó, un brillante cielo azul
ocupaba toda la ventana. La escarcha de las ramas empezó a fundirse y a resbalar al suelo.
Algo más avanzada la mañana, la pequeña Mercy y Charity entraron en tropel en la estancia
para devorar una comida a base de pan y queso, con rodajas de albaricoques procedentes
del invernadero. Las niñas parlotearon y disputaron, esperando la llegada de amigos.
Galatea, severa como siempre, entró en la habitación y las regañó por el alboroto. Los
cabellos de Charity estaban rizados con tiras de tela, para convertirlos en tirabuzones.
Mercy escuchó su parloteo con añoranza. Los vestidos que llevaban eran tan elegantes y
estaban tan limpios. Las niñas se mostraban muy ilusionadas. ¡Qué emocionante era asistir
a una fiesta, dar la bienvenida a los invitados, bailar y escuchar música! A pesar de sus
recelos, Mercy no pudo evitar compartir su nerviosismo.
Los invitados llegarían en carruaje a la casa a primeras horas de la tarde y la fiesta
proseguiría durante la larga noche del solsticio invernal hasta la madrugada del día
siguiente. Century no había contemplado nunca nada parecido a aquella celebración. Nadie
mencionó a Claudius ni a Marietta, aunque la pequeña Mercy habló largo y tendido sobre
Chloe.
76
Sarah Singleton Hechizo
A las niñas las condujeron del cuarto de los niños a sus propias habitaciones para que se
prepararan. Mercy guardó su libro rojo bajo la silla, y se fue en busca de su madre.
Thecla estaba en su dormitorio. En la chimenea, las llamas danzaban sobre troncos
perfumados con manzanas. La doncella peinaba los cabellos de Thecla mientras ésta se
estudiaba en el espejo. Mercy se sentó en el borde del gran lecho, vislumbrando su propio
aspecto de golfillo: el rostro manchado de hollín, el vestido roto y la masa de cabellos
enmarañados. La doncella sostuvo en alto los brillantes cabellos de Thecla y los sujetó con
perlas y adornos de bayas de acebo y hojas de hiedra diminutas. Thecla se aclaró el rostro
con polvos, se pintó los labios y pegó un diminuto corazón de terciopelo en su mejilla
derecha. Luego permaneció en pie, vestida sólo con la ropa interior y una enagua con
miriñaque, mientras la doncella sacaba un enorme vestido verde acebo del armario. Con
sumo cuidado, la criada pasó la prenda por la cabeza de Thecla, abrochó la multitud de
minúsculos botones de la espalda del ajustado corpiño, y se entretuvo arreglando la caída
del vuelo de faldas desplegado sobre las enaguas.
Thecla se contempló en el espejo, girando para estudiar el conjunto desde todos los
ángulos.
—Estás bellísima.
Trajan entró en la habitación, alargando los brazos para abrazar a su esposa. La doncella se
apartó y abandonó la estancia.
—Mira —siguió él, con voz llena de orgullo, abriendo una caja de cuero—. ¿Quieres
lucirlas esta noche?
Sobre un cojín de terciopelo plateado descansaban un puñado de gruesas gemas rojas.
Mercy había visto esa joya en cuadros que colgaban todavía en la casa, alrededor de
gargantas de miembros de la familia Berga del pasado, de antepasadas suyas. Trajan sujetó
entonces el collar alrededor del cuello empolvado de su esposa, donde las joyas parecieron
arder.
— ¿Qué te parece? —Preguntó Thecla, acariciando las gemas con las yemas de los dedos
¿Crees que todo saldrá bien?
—Confieso... que me siento algo nervioso —dijo él—. Nos hemos mantenido tan aparte. Es
un riesgo, ¿no es cierto?, recibir a tanta gente. ¿Estás segura de que es una idea sensata?
—Exhibirnos —reflexionó ella—. En cualquier caso, en algún momento tendremos que
mudarnos otra vez, de vuelta a la madre patria. Cuando la gente empiece a advertir lo poco
que cambiamos.
—Tenemos mucho tiempo. Los años que tardarán las niñas en crecer —respondió Trajan,
tranquilizándose a sí mismo—. Es mejor para ellas permanecer aquí.
Thecla tomó un abanico de seda con rosas pintadas.
—Los invitados no tardarán en llegar —dijo Trajan.
— ¿Todavía no se sabe nada de Claudius?
Trajan negó con la cabeza.
—A lo mejor ha entrado en razón. El padre de Marietta me dijo que mantienen a la joven
confinada en sus aposentos.
—Lo que hiciste fue una crueldad —reflexionó Thecla—. Decirle a su familia que no se
podía confiar en Claudius. Que tenía otros... compromisos previos.
—Fue algo cruel, pero también necesario.
Mercy contempló cómo sus padres intercambiaban una mirada significativa.
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Sarah Singleton Hechizo
—Fue una bendición que tú y yo nos encontráramos el uno al otro —indicó Thecla—.
¿Recuerdas el día en que nuestros padres nos presentaron, cuando éramos niños, en la
mansión de la madre patria?
—Sin ti, yo no sería más que polvo arrastrado por el viento. Tú lo eres todo. Tú, y nuestras
hijas.
Permaneció uno frente al otro, cogidos de la mano. Trajan parecía escudriñar el rostro de su
esposa.
— ¿Te cansarás de mí algún día, con el incansable paso de los siglos? —preguntó ella,
sabiendo la respuesta.
—Ni en un millar de años, ni en diez mil —respondió él.
El corazón de Mercy pareció contraerse al ver el amor y la juventud que se reflejaban en el
rostro de su padre y recordar el ser tenso, enojado y decrépito en que se había convertido.
Abajo se oyó alboroto. Mercy pasó corriendo junto a sus padres y bajó la escalera, hasta el
vestíbulo. Un carruaje negro se había detenido al pie de la escalinata de piedra, ante la
espléndida puerta principal. Otro carruaje aguardaba tras él, y un tercero resultaba visible,
avanzando por la avenida. Llegaban los invitados.
Un día gris y deprimente de invierno, a finales de 1789. La casa relucía llena de velas
encendidas. Había un centenar de invitados, vestidos con sus mejores galas. Los hombres
habían empolvado sus cabellos con nuez moscada y polvo de oro. Las mujeres, igual que
flores exóticas, lucían vestidos de delicada seda y terciopelo bordado. Guirnaldas de
brillante hiedra adornaban la casa, y ramilletes de acebo y bolas de muérdago sujetos con
cintas doradas colgaban de las paredes. Aderezadas con rosas blancas, ramas cubiertas de
hojas verdes recorrían la mesa del comedor, sobre la que se desplegaba un banquete
fastuoso.
Pavo real asado con las plumas de la cola desplegadas. Bandejas de pichones rellenos.
Ternera en salsa, faisán asado, costillas de cerdo con especias. Pudines de trucha y lucio, un
taco de veteado queso Stilton. Pasteles imponentes, merengues y milhojas glaseados.
Una orquesta de cámara interpretaba a Mozart en la habitación contigua, donde la gente
podía bailar. Los invitados debatían sobre los horrores de la Revolución francesa.
Mercy, fuera de lugar con su suciedad y harapos, deambuló invisible entre los asistentes a
la fiesta, un fantasma andrajoso en el banquete. La pequeña Mercy, ataviada con su mejor
vestido bordado con rosas de color rubí, corría por la casa persiguiendo a la adorada Chloe,
que pasaba como una flecha por entre los invitados, riendo. La niña subió por la escalera
saltando. Las pequeñas jugaban al escondite. Intrigada, Mercy siguió a su yo más joven.
Contemplando cómo jugaban, rememoró de nuevo lo que era tener una amiga, y los
recuerdos despertaron, igual que una puerta oscura que se abre a un jardín soleado. Mercy
había querido a Chloe con pasión. Conversaban sin parar, reían juntas, inseparables.
Pasaban las largas tardes veraniegas explorando los jardines y el jardín botánico. Chloe era
la otra mitad de Mercy. Su opuesto chispeante y optimista. ¿Si tenía éxito, si la casa volvía
a ser libre, tendría alguna vez otra amiga?
Había llegado el turno de Mercy de esconderse. Echó a correr, mientras Chloe permanecía
fuera del dormitorio, contando y riendo. Chloe se cubría el rostro con los dedos, pero
miraba a hurtadillas y finalmente se fue en busca de su amiga. Mercy iba a seguirla cuando
oyó un golpe corto y seco en las enormes puertas de la parte delantera de la casa. Ya era
tarde, y oscuro para viajar. Corrió a las altas ventanas. Un carruaje pequeño, con faroles
delante, se alejaba de la casa. ¿Quién acababa de llegar?
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Abajo, el barullo de la fiesta se había apagado. Los músicos seguían tocando, pero las
mujeres se congregaban en el vestíbulo, murmurando tras sus abanicos, mientras se abrían
las puertas. Mercy consiguió llegar al frente. Claudius estaba en la entrada, con Marietta
junto a él. La joven llevaba el vestido blanco con perlas de la caja de embalaje rusa como si
fuera una princesa, y lucía un hermoso anillo de oro en el dedo.
Mercy lanzó una exclamación ahogada... y miró entre los reunidos en busca de sus padres.
Un camino se abrió entre los allí congregados cuando aparecieron Trajan y Thecla. Justo
detrás de ellos iba el padre de Marietta, un hombre enjuto y corriente, con las mejillas
picadas de viruela. Trajan intentaba sofocar la emoción que se reflejaba en su rostro.
Indignación, aprensión. Parecía capaz de estrangular a Claudius allí mismo. Thecla lanzó
una veloz mirada a su esposo y le oprimió el brazo.
—Trajan —dijo con suavidad—, tranquilízate. Más tarde. Ya lo solucionaremos más tarde.
Trajan se esforzó por dominar su cólera. Inspiró profundamente.
Resultaba evidente que Marietta estaba nerviosa. Claudius tenía mejor aspecto que en el
laboratorio, aunque sus cabellos todavía poseían el solitario mechón blanco; el daño
ocasionado por la magia terrible que había fraguado al arrancarle el ka al gato. Claudius se
adelantó y efectuó una inclinación.
—Deseo presentaros a mi esposa —anunció—. Marietta Emily Berga. Nos hemos casado
esta tarde en la parroquia de San Miguel y Todos los Ángeles de Middleton Marsh.
Marietta efectuó una aprensiva reverencia, aferrándose al brazo de su reciente esposo.
Mercy miró de soslayo a sus padres. El padre de Marietta enrojeció y luego dio un paso al
frente. Trajan alargó el brazo hacia él para sujetarlo.
—Aguarda, Frederick —dijo en voz baja—. Ahora es demasiado tarde para hacer nada.
Que la fiesta continúe. Discutiremos la situación mañana. ¿Acaso queremos airear nuestros
asuntos familiares más privados ante todo el mundo?
Thecla miró a su esposo y asintió, luego se volvió hacia Frederick. Éste apretó los labios en
una fina línea, enrojeció hasta la raíz de sus rojizos cabellos y se frotó las manos.
—Ten calma —aconsejó Trajan, con la mano todavía puesta en el codo del otro—. Ven y
toma un trago conmigo. Discutiremos juntos este asunto.
Mercy se dio cuenta de que su padre seguía enfurecido. Thecla permaneció junto a él,
contemplando ahora a la joven novia. Frederick asintió con un breve movimiento de cabeza
y se retiró con Trajan. Thecla intentó reavivar la atmósfera festiva.
—Los novios bailarán —anunció, con una excesiva vivacidad—. Vamos. Los músicos
tienen que tocar una marcha nupcial.
Claudius tomó a Marietta de la mano y la multitud se abrió ante ellos. Condujo a la joven a
través del comedor hasta la orquesta de cámara, y le rodeó la cintura con el brazo. La pareja
empezó a danzar, mirándose a los ojos, con los rostros sonrientes. Los invitados
aplaudieron. Incluso Thecla transigió un poco. Entregó a Marietta un manojo de llaves,
indicándole que eligiera un regalo de entre las joyas de la familia Berga. Mercy se fijó en
las llaves, las mismas que Marietta le había mostrado en el estanque helado, una guía al
escondite de las cartas de Thecla, la primera pista sobre la historia de los Berga.
La fiesta prosiguió hasta bien entrada la noche. Los músicos tocaron hasta casi el amanecer
y el banquete fue consumido en su totalidad. La pequeña Mercy y Chloe bajaron
ruidosamente a saludar a Claudius y a Marietta, encantadas con la noticia de la boda. Los
criados volvieron a servir la mesa, con chocolate caliente rociado con vino, tortas de
semillas aromáticas, pudín de ciruela, uvas y albaricoques, y jarritas de nata. Thecla cortó
un pastel decorado con pan de oro.
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que la gente corriente, Marietta. Una pena profunda o una pérdida pueden avejentarnos,
pero la felicidad vuelve a traernos la juventud. Somos inmortales. Tú envejecerás, y yo
permaneceré tal como estoy. Tú te marchitarás y morirás, mientras que yo conservaré mi
fortaleza física durante las vidas de nuestros tataranietos, y más allá. Nos quedan unos
cincuenta o sesenta años de estar juntos. Un estornudo. Una nadería. Nunca antes, en todos
los largos siglos de mi vida, he amado, y no quiero que se te lleven de mi lado como una
hoja seca que cae del árbol tras un breve verano.
Claudius desvió la mirada de Marietta con lágrimas brillando en los ojos. La joven se limitó
a mirarlo con fijeza. Lo más probable era que no pudiera dar crédito a lo que le había
contado. ¿Las palabras de un demente, sin duda?
—Me estás tomando el pelo —dijo en voz baja y triste—. Va en contra de las leyes de Dios
que ningún hombre viva durante un espacio de tiempo tan largo. No es posible. Dime que
es una broma. ¿Cómo puedes decirme que eres inmune a los años cuando veo esto?
Alargó su mano, en la que brillaba la alianza, y tocó el mechón blanco de los cabellos de él.
Claudius se puso en pie de un salto, y empezó a pasear a grandes zancadas de un lado a otro
de la habitación, muy agitado. Marietta empezó a llorar. ¿Le creía ella? ¿Pensaba que se
había casado con un lunático? La convicción que él mostraba era absoluta.
Claudius se frotó el rostro con las manos; luego hizo girar la llave de la segunda puerta y un
gato saltó fuera. Blanco y atigrado, el felino se abalanzó sobre el hombre y se restregó
contra sus piernas, ronroneando. ¿Había devuelto Claudius el ka al cuerpo de carne y hueso
del gato? Mercy contempló con atención a la criatura cuando ésta arqueó el lomo para que
la acariciaran. Un gato real. No el monstruo animado.
«No, no. Míralo con más atención.» Era la imitación. Sí. La tela cubría por completo ya las
entrañas de madera, el alambre de cobre, la crin de caballo y el aserrín. Aunque el
funcionamiento del gato de tela quedaba disimulado, eso no explicaba la perfecta ilusión de
que era un animal blanco y atigrado real. De no haber sabido la verdad, ¿habría advertido
Mercy que no era un gato auténtico? A lo mejor el ka había pasado a formar parte de él
ahora. El alma del felino creía que era realmente un gato, y proyectaba un hechizo sobre el
cuerpo fabricado con su propia voluntad felina, con su autoconvicción. Estaba claro que
Marietta no veía en él nada fuera de lo normal, pues contemplaba fijamente al gato,
perpleja.
Mercy se quedó desconcertada ante el realismo del gato artificial. ¿Había sabido Claudius
lo eficaz que sería la transformación? Si sucedía lo mismo cuando se transfiriera el ka de
Marietta a la muñeca, nadie sabría jamás que ésta no era un ser de carne y hueso como los
demás.
— ¿Ves mi gata? —Preguntó Claudius—. ¿No es preciosa?
Se inclinó para levantarla del suelo, y el animal apretó el rostro contra la palma de su mano.
Marietta asintió, no muy segura de adonde conducía aquella conversación.
—Acaríciala —dijo él—. Siente lo suave que es, su calidez. ¿Observas algo raro en ella?
—Nada —respondió Marietta—; y ahora me dirás que también es una Berga, y que a lo
mejor ha vivido mil años.
—Nació hace cuatro meses —repuso él—, pero tienes razón en parte: vivirá eternamente.
Si reparo su cuerpo, perdurará más allá de lo que pueda durar esta casa, mientras sus
hermanos y hermanas se convierten en polvo. Vivirá tanto tiempo porque ése es un don que
le he concedido. Y te lo puedo conceder a ti también, Marietta.
La joven lanzó una carcajada asustada. Las manos le temblaban.
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—Mira —prosiguió él, e introdujo los dedos bajo la barbilla del gato para levantar un poco
la tela que actuaba como piel del animal.
Marietta se echó hacia atrás y él empujó el gato hacia ella, alzándole la cabeza, para dejar al
descubierto tela, pespuntes, el trozo de pergamino que mantenía atrapado el ka en el interior
del cuerpo artificial.
— ¿Ves? —indicó—. Fabriqué un cuerpo para el gato, para alojar su alma eterna. Cuando
la carne mortal se desgasta, el cuerpo muere y el alma escapa. Cuando se rompan o
deterioren elementos del cuerpo del gato, sencillamente puedo reemplazarlos.
Claudius volvió a colocar bien la tela en la garganta de la criatura, y la depositó en el suelo,
donde ésta se sentó y empezó a lamerse la cola, prácticamente igual que si fuera un gato
corriente. Marietta lo contempló con fijeza, sin decir una palabra, totalmente
conmocionada. Mercy anheló poder tenderle la mano, apartarla de Claudius, sacarla de la
helada habitación. Claudius siguió adelante.
—Ven —dijo, alargando el brazo para tomarla de la mano—. Ven a ver lo que he hecho
para ti.
Levantó el candelabro y la condujo hasta la segunda habitación; allí la instó a arrodillarse
junto a él, ante el largo arcón de madera. Mercy contempló a los recién casados, el uno
junto al otro, en una parodia curiosa de la ceremonia nupcial que habían celebrado hacía tan
poco tiempo. Claudius alzó la tapa y levantó el velo de seda. Acercó las velas, para
proyectar la parpadeante luz sobre el contenido de la caja. Marietta lanzó un grito ahogado.
La muñeca no había perdido ni un ápice de su belleza sobrenatural y, como si de una
princesa dormida se tratara, descansaba en su lecho, con los labios entreabiertos, a la espera
del beso del príncipe que la devolvería a la vida. Bajo la luz cálida e irregular, casi podía
parecer que respiraba. Su piel angelical brillaba con luz trémula. ¿Cruzó acaso un leve
rubor por sus mejillas? Marietta no podía apartar los ojos de ella.
— ¿Es así como me ves? —preguntó—. ¿Soy así de hermosa?
—Más hermosa —respondió Claudius—. Y vivirás para siempre.
— ¿Deseas quitarme el alma del cuerpo y alojarla dentro de esto? —inquirió ella con
extrañeza.
— ¡Sí! —respondió Claudius, entusiasmado—. Si. ¡Esta noche! Todo está dispuesto.
—Y si no lo hago, envejeceré y moriré, mientras que tú seguirás joven y vigoroso.
Se sentó hacia atrás sobre los talones, y el vestido blanco y plateado se desplegó alrededor
de ella. Tenía los ojos fijos en el rostro de la muñeca. Claudius siguió hablando, explicando
cómo vivirían, los lugares que le mostraría. Las montañas de Grecia, las ciudades del
desierto del Rajasthan, los naranjales en flor de la madre patria.
Pero las palabras resbalaban sobre Marietta, que seguía contemplando la muñeca, con las
lágrimas corriendo por sus mejillas en un torrente interminable. ¿Es que Claudius no se
daba cuenta de su profunda pena? El hombre le dio la espalda, atareado con los utensilios
de la transformación.
Marietta se incorporó y, tambaleante, abandonó la habitación. Lejos de la luz del
candelabro avanzó con dificultad en la oscuridad hasta dejar atrás el laboratorio y salir
fuera, a los negros corredores de la noche invernal de Century. Claudius estaba absorto en
sus preparativos y no advirtió su marcha. Entonces se volvió para decir algo, aturullado, y
la llamó. Corrió tras ella.
—Marietta —llamó—. Marietta, regresa. Ya sé que estás asustada.
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Corrió tras su esposa, aguzando el oído para oír el sonido de sus zapatos en los pasadizos
vacíos. Alzó el candelabro, que llameó amarillo, hacia el este y el oeste, y luego cerró la
puerta de golpe y fue en su búsqueda.
—Marietta, no me dejes —gritó—. ¡Marietta! ¡Regresa! Habla conmigo.
Echó a correr. La casa quedó en silencio.
Dotada de visión retrospectiva, Mercy sabía con exactitud dónde encontrar a Marietta. Los
acontecimientos del pasado no podían alterarse, la niña no podía hacer más que observar.
No se apresuró.
El prado de la Destilería, con el estanque como una cavidad negra en la esquina. El hielo
era fino. Por el este, el sol lanzaba sus primeros rayos por encima del horizonte oriental.
Mientras Claudius y la familia registraban la casa, Marietta estaba sentada en la orilla del
estanque. Tenía una botella de coñac, y sorbía el ardiente líquido mientras lloraba. Un grajo
pasó volando sobre su cabeza con un grito ronco. Marietta pensó y lloró y pensó otra vez.
Mercy se sentó en la orilla opuesta, con el corazón apenado al contemplar el dolor de la
mujer y conocer su inevitable muerte. Finalmente, Marietta arrojó la botella vacía al
estanque. Ésta perforó un agujero en el hielo y se hundió en el agua. La joven recogió
piedras y las introdujo en el dobladillo de sus enormes faldas; aún tenía las llaves de
Thecla, y las tiró también al agua.
El hielo se quebró y crujió cuando Marietta se dejó caer en el estanque y vadeó en dirección
al centro. Tal vez el calor que le proporcionaba el coñac le impedía sentir el frío. El vestido
pareció tornarse negro; las algas del estanque se enredaron en sus brazos. Permaneció
inmóvil un momento, con el agua a la altura del pecho; luego dirigió una última mirada
angustiada al sol que se alzaba y se sumergió en las aguas transparentes y heladas. El
estanque la engulló.
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IX
Nadie consiguió encontrar a Marietta en la casa. Claudius dirigió su atención a los jardines
y el patio del establo. Llamó a los mozos para que registraran el jardín botánico, la caseta
de los botes y los alrededores del lago. Los primeros copos empezaron a caer, blandos y
rechonchos, como plumas. La nevada no tardó en intensificarse y los jardines se cubrieron
de un manto blanco.
Mercy deambuló desconsolada por la casa. Era sólo una cuestión de tiempo, pero de una u
otra manera tenía que sobrellevar aquello, la espera y el dolor, para poder comprender el
pasado y concederse un futuro. Se retiró al cuarto de los niños con el libro rojo; allí escribió
sobre la fiesta y el suicidio de Marietta. Luego permaneció de pie, frente a la ventana, y
contempló fijamente la nieve mientras los horribles acontecimientos se desarrollaban a su
alrededor. Deseaba ayudar y comunicarse con Claudius y sus padres, pues no le parecía
correcto estar allí, observando mientras ellos sufrían. Pero no sabía qué otra cosa podía
hacer. La tragedia se fue desarrollando.
Un grito estridente resonó en la casa. Mercy se metió el libro bajo el brazo y siguió el
sonido hasta su origen, en el vestíbulo. Las puertas principales se habían abierto a causa del
viento, y una ráfaga de nieve penetró en la casa. Claudius estaba de pie en la entrada, con
una figura sin vida descansando pesadamente en sus brazos. Una de las criadas había
chillado: la doncella de Thecla, cuyo rostro se veía fatigado tras la larga noche sin dormir.
La mujer permanecía junto a la puerta, contemplando a Claudius y su helada carga,
chorreando agua los dos. Los cabellos de Marietta, de un rojo anegado, colgaban en largos
mechones empapados a medio camino del suelo, entrelazados con algas del estanque.
Claudius entró.
Thecla corrió al vestíbulo.
— ¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Oh, Dios mío. Llévala dentro, Claudius. ¿Es demasiado
tarde? ¿Está muerta? Cierra la puerta. De prisa.
La doncella despertó de su trance y cerro las puertas, cortando el paso a la oleada de viento
y nieve.
Mercy no olvidaría jamás el rostro de Claudius mientras avanzaba por el vestíbulo con
Marietta en brazos. Quizá no era lo bastante mayor aún para comprender lo solitario que
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resultaría vivir durante siglos, recorrer el interminable camino, mientras otras personas
florecían y se marchitaban durante el trayecto; pero lo presintió entonces. Percibió la
sombra del dolor de Claudius. El pesar y la pérdida estaban grabados en su carne, y tenía
los ojos cegados por la rabia y el sufrimiento. Sin una palabra, el hombre pasó junto a
Thecla y subió con Marietta por la larga escalinata hasta el primer piso.
Una niña empezó a gritar. Thecla profirió un gritito sobresaltado, y corrió tras Claudius,
con Mercy justo detrás de ella. Chloe estaba de pie en el pasillo, frente a la habitación de la
pequeña Mercy, en el camino de Claudius, que se alzaba ante ella con sus ropas empapadas,
mientras el agua goteaba incesantemente de los cabellos y faldas de Marietta. Chloe no se
movía, y el hombre no podía seguir adelante por el pasillo con ella allí parada. Chloe
respiraba con jadeos cortos y superficiales. La niña se apretó las manos contra el rostro.
— ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?
La pequeña Mercy salió corriendo de su habitación, con los cabellos alborotados por el
sueño, y se vio delante de Claudius, su querido tío, con el cuerpo sin vida de su nueva
esposa apretado contra el pecho. No chilló.
—Ven, Chloe —dijo con suavidad—. Ven conmigo.
La pequeña Mercy hizo ademán de ir a tomar la mano de su amiga, pero Chloe salió
huyendo pasillo abajo y la niña se fue tras ella. Claudius siguió adelante sin decir una
palabra.
Llevó a Marietta a la habitación de invitados que tenía los paneles de madera en la pared,
donde Mercy había localizado la entrada. Apartó las mantas y depositó el cuerpo entre
sábanas limpias y blancas. Arregló la cabeza de la joven sobre la almohada, apartando
empapadas guedejas de pelo del blanco rostro, la piel casi transparente, los labios azules y
malva debido al frío, y a continuación se inclinó y la besó, una vez. Sus lágrimas ardientes
se derramaron y cayeron sobre el rostro de Marietta. ¿Si cincuenta años de matrimonio le
habían parecido un tiempo demasiado corto para soportarlo, cómo debía de sentirse
entonces, al perderla al cabo de un día?
Thecla apareció junto a él.
—Claudius —susurró—. Claudius, lo siento tanto. ¿Cómo ha sucedido? ¿Se cayó?
El hombre cogió la pálida mano de su esposa.
—La he encontrado en el estanque que hay al final del prado —dijo—. Le hablé sobre la
familia. Lastró su vestido con piedras.
Thecla parpadeó y sus manos temblaron. No habló durante un tiempo. Claudius frotó la
mano de Marietta en un intento vano de restituirle calor.
—Tú y Trajan teníais razón —prosiguió él lleno de amargura—. ¿Acaso no me lo
advertisteis? ¿No me rogasteis que rompiera con ella? Jamás he amado a nadie como a
Marietta. No hay nada que no hubiera hecho. Ahora es demasiado tarde.
—Lo siento tanto —repitió Thecla.
La puerta del dormitorio se abrió violentamente, golpeando la pared revestida de madera.
El padre de Marietta, Frederick, entró a grandes zancadas en la habitación, seguido de cerca
por Trajan. El rumor había corrido por la casa.
— ¿Dónde está? —Chilló, apartando a Claudius de la cama de un empujón—. Mi niña,
¿dónde está?
Las palabras murieron en su boca. Frederick cayó de rodillas y colocó la mano sobre la
frente helada de Marietta. No había error posible. Estaba total e irremediablemente muerta.
Aquel hombre feo y resuelto empezó a llorar como una criatura, impotente y vencido.
Thecla intentó consolarle, pero sus palabras no produjeron la menor impresión. Finalmente,
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Cabalgaban como alma que lleva el diablo, pero en vano. Ni Frederick ni Chloe escaparían
jamás a la devastación que la familia Berga había hecho caer sobre ellos. Aturdida, Mercy
se apartó de la ventana, de vuelta a la escena que se desarrollaba en el dormitorio.
Trajan estaba sentado en la cama, con la cabeza de Thecla recostada en su regazo. La
respiración de la mujer se tornó más superficial.
— ¿Recuerdas nuestra casa en la madre patria? —susurró ella—. ¿Me amarás durante mil
años?
El rostro de Trajan era como el de una calavera, lívido por la conmoción.
—Durante diez mil. —Su voz tembló—. Eternamente. Sin ti, la vida carece de significado
para mí. ¿Cómo puedo seguir adelante?
—Nunca he temido a la muerte —repuso Thecla; ¡qué serena estaba, qué tranquila!—.
Siempre ha parecido tan lejana. Ahora siento su aliento en mi rostro y no tengo miedo. ¿No
te gustaría saber adonde viaja el alma, cuando el cuerpo muere?
—Te seguiré —dijo él—. No debes dejarme aquí solo.
—No —replicó Thecla—. No, tienes que cuidar de las niñas. ¿Están aquí? Deja que las vea.
La pequeña Mercy y Charity habían entrado sigilosamente en la estancia, y fueron hacia
ella entonces, Charity llorosa, Mercy con el rostro carente de expresión por el horror que
sentía.
—Os quiero —dijo a ambas—. Os quiero tanto. Cuidaos mutuamente. —Tragó saliva, y se
esforzó por respirar.
—Tengo sed —musitó—. Y siento frío. —Su voz empezó a apagarse.
Aurelia se llevó a las pequeñas.
Mercy contempló morir a su madre, Trajan se inclinó sobre ella, acariciándole el rostro
como un niño. Se mostró tan lleno de ternura, apartando con suavidad mechones de pelo de
sus mejillas. La transportó al dormitorio de ambos, y cuando la hubo depositado sobre la
cama pidió una jofaina de agua y lavó la sangre de su piel. Los criados corrieron las
cortinas y cerraron los postigos en toda la casa, en un presagio de la oscuridad eterna que
tendría que soportar la mansión. La doncella de Thecla estaba sentada en la habitación de
su señora, sollozando. Pero Trajan no quiso permitir que nadie tocara a Thecla, ocupándose
él en todo momento de ella, quitándole los zapatos, peinándole los cabellos. La pequeña
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Trajan se irguió soltando a Claudius. Los dos se miraron mutuamente, hombre a hombre.
Trajan fue el primero en desviar los ojos y, con la cabeza gacha, abandonó la habitación.
Claudius se llevó las manos a la garganta, que los dedos de Trajan habían magullado. Fue
hacia la ventana para contemplar un mundo blanco, una extensión de nieve, el cielo
encapotado, el interminable caer de los copos. Suspiró, se apartó y arrancó una vela de su
nido de cera sobre un estante. La encendió, la llevó a la segunda habitación y la dejó caer
dentro del arcón que contenía la muñeca. Observó durante unos minutos cómo las llamas
prendían. El rostro blanco ardió con rapidez; la tela se ennegreció y despegó para dejar al
descubierto ojos de cristal y dientes de porcelana, y la estructura interna de madera y malla
de cobre. La larga melena roja se encendió. El arcón no tardó en estar en llamas, el humo
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olía acre por la crin de caballo al quemarse. Claudius retrocedió ante el calor que
desprendía.
El fuego se extendió al resto de la habitación, recorriendo las tablas del suelo hasta la
siguiente. Las llamas devoraron libros y pergaminos. El gato de trapo huyó, maullando, con
la piel de tela ardiendo. Mercy y Claudius abandonaron la habitación.
Mercy intentó correr y, como en una pesadilla, sus pies eran demasiado pesados para
alzarlos. Claudius pasó junto a ella por el pasillo, y Mercy se esforzó por moverse. El fuego
la perseguía. La luz pareció desvanecerse, las paredes se alargaron hacia arriba, cada vez
más altas. La niña cayó de rodillas. Las llamas no tardarían en alcanzarla. No sentía el
calor, pero el humo la hacía toser.
—Mercy, deja que te ayude.
Alzó los ojos. Sorprendida, vio a Trajan de pie, delante de ella, que le ofrecía la mano.
—Padre —dijo tosiendo—, has venido a buscarme.
Era más viejo ahora, el Trajan de su propio tiempo, con los cabellos grises y el rostro
cansino.
—Ven conmigo —dijo él—. Lejos de aquí. Deja todo esto atrás. Ya has visto suficiente. He
venido a llevarte a casa. Ahora todo ha terminado.
Su voz era tranquilizadora. Mercy se alegraba de verlo. Quería descansar y dormir. Alargó
la mano y Trajan la ayudó a ponerse en pie. Avanzaron por delante de las llamas, siguiendo
un corredor oscuro que ella no había visto nunca antes, que se alargaba y se comprimía en
la distancia.
—El camino es muy largo —dijo la niña—. Estoy cansada.
—Aguanta. No está lejos.
¿No está lejos? Días y noches, meses y años. Eso era un largo trecho.
Al final del pasillo, la puerta del dormitorio de Mercy se abrió. Ella penetró en su interior,
en su propia habitación polvorienta, y se tumbó en la mullida y familiar cama.
Tuvo sueños de corredores y gabinetes secretos, vestíbulos espléndidos y sótanos poco
iluminados. Escaleras que ascendían con centenares de peldaños. Torres y desvanes
cerrados con llave repletos de trastos. Mercy corrió a través de las mansiones de su mente,
probando puertas. En todas partes las habitaciones estaban vacías. ¿Qué buscaba? No lo
recordaba, excepto que debía buscar y no podía parar. Tenía que hallar el modo de salir.
Demonios indescriptibles la persiguieron. Con pies veloces descendió a toda velocidad la
última y larga escalinata hasta la única puerta que quedaba. Pero ésta retrocedía, cada vez
más distante. Los demonios se iban acercando.
Mercy despertó con un chillido agudo. El corazón le latía violentamente. Aspiró con fuerza,
como si se ahogara. Jadeó y volvió a aspirar. La habitación estaba oscura; el crepúsculo del
principio, o el final, de un día. Mercy se incorporó en la cama y vio su armario y su
tocador, y el escritorio junto a la cama. Había regresado a su propio y familiar dormitorio.
Los recuerdos dieron vueltas por su cabeza como una tormenta de imágenes y sueños, y se
esforzó por encontrarles algún sentido, por dilucidar visión de realidad. Trajan la había
conducido allí, ¿no era cierto? Desde la casa ardiendo. Resultaba difícil recordarlo.
Abandonó la cama. La puerta no se abría. Estaba cerrada con llave desde el exterior.
Descorrió las largas cortinas y se sobresaltó al ver tres barrotes de metal en la ventana. El
pasador estaba clavado para que no se pudiera abrir. Consternada, comprendió que la
habitación era una prisión. ¿Qué había sucedido? Presa del pánico, aporreó la puerta.
— ¡Dejadme salir! —chilló—. ¡Padre! ¡Charity! ¡Dejadme salir!
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La casa estaba en silencio. Luego, al cabo de un rato, oyó unas pisadas lejanas que
avanzaban presurosas hacia ella. Dos juegos de pisadas y voces. Mercy golpeó y volvió a
gritar. Un sonido metálico de llaves; la cerradura giró. Galatea, con un vestido de un gris
apagado, y Trajan en persona, entraron en la habitación.
— ¿Qué es todo este alboroto? —preguntó Galatea.
Llevaba una bandeja de gachas poco espesas y una taza de madera con agua. Trajan había
vuelto a envejecer, su espalda estaba encorvada y tenía el cabello totalmente gris.
— ¿Qué le habéis hecho a mi habitación? —Quiso saber Mercy—. Padre, ¿por qué hay
esos barrotes? Puedes dejarme libre ahora. Lo comprendo todo. No causaré más problemas.
Trajan sonrió y le palmeó la cabeza, aunque no quiso mirarla a los ojos. En su lugar, se
dirigió a Galatea.
—Pobre criatura —dijo—. Ya sabe que perdió a su madre. Vio su muerte. Eso la ha
trastornado.
Mercy escuchó, con la mente en blanco por el horror.
—Lo sé, señor —respondió Galatea—. Es una niña difícil y todavía padece delirios. Es
usted muy bueno al dedicar tiempo a visitarla. Imagina cosas; ve a personas que no están
aquí.
—Gente del pasado —repuso Trajan—. Sí; el pasado fue tan terrible que no puede soltarlo.
Tal vez algún día aceptará esos acontecimientos y será libre para retomar su vida auténtica
otra vez. Hasta entonces, es demasiado peligroso para ella permanecer libre.
—Sí, señor —respondió Galatea—. Se escapó de su habitación la semana pasada y empezó
un fuego en el ala este. Por fortuna, no se dañó nada de valor, pero no podremos volver a
usar esa zona.
—He dispuesto una compensación —indicó él—. ¿Cómo es que le permitieron deambular
por ahí de ese modo? Podría haberse hecho daño.
—En ocasiones pelea, señor, y forcejea y muerde. Como un gato salvaje.
— ¿Por qué me hacéis esto? —Intervino Mercy—. Padre, ¡soy yo! ¿Qué sucede? —Le
agarró de la manga, tirando de su brazo—. ¡No me dejes aquí! ¡No debes hacer esto!
Trajan se desasió nerviosamente.
—Lo siento, Mercy. Es por tu propio bien. Cuando estés mejor, te llevaré a casa. Debes
confiar en el personal para que se ocupe de ti y te ayude a curarte. —Se volvió hacia
Galatea—. Me parte el corazón verla así.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de su madre? —preguntó la mujer.
—Dos años ya. Mucho tiempo.
— ¿Y su hermana?
—Por suerte, Charity no quedó tan afectada. La envié a la escuela, aunque viene a verme
durante las vacaciones.
—Debe de ser un consuelo que la otra esté bien —indicó Galatea, bajando los ojos.
—Mercy ha sido siempre una niña fantasiosa, con una extraordinaria facilidad para inventar
cosas y una imaginación sumamente desarrollada.
Volvió a mirar a su hija, aunque sus ojos estaban velados y no veían correctamente.
—Sí, le gusta escribir. La animamos a hacerlo. Garabatea sin parar sus historias. No
consigo comprenderlas, tanto de ellas son disparates... Espero que la ayuden a ordenar sus
pensamientos.
Trajan asintió.
—Encárguese de que tenga un vestido nuevo —dijo—. Este es demasiado pequeño. La
manga se está descosiendo. ¿La saca a tomar el aire?
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—Sí, señor. Cada día paseamos por los jardines. Sólo lo hago después de anochecer, porque
la luz del sol parece trastornarla.
Trajan dio media vuelta para marchar, y Mercy se arrojó sobre él.
— ¡No me dejes aquí! —gritó—. ¡Llévame contigo! ¿Es que ya no me ves?
Él la apartó de sí alarmado, retrocediendo fuera de la habitación mientras Galatea sujetaba
la puerta con una mano y retenía a Mercy con la otra. Los adultos intercambiaron una
mirada. Galatea cerró la puerta y giró la llave, y Mercy volvió a quedarse sola. Golpeó la
puerta y la aporreó con los puños hasta que sus manos se tornaron grises por los moretones.
Tomó el cuenco de gachas y lo arrojó contra la pared con gran estrépito.
Mercy dispuso de largas horas para pensar en su situación. La casa estaba en silencio.
Nadie la molestó. ¿Había otros lunáticos encerrados en habitaciones vecinas?
Le aterraba pensar que podía estar loca. ¿Realmente había pasado dos años en un estado de
delirio? ¿Qué había de la larga noche de Century, de la historia de Thecla, Trajan y
Marietta? Se esforzó por separar hechos de fantasía, pero le resultaba imposible saber qué
era qué. Un sueño de oscuridad y encarcelamiento en la casa, su resentimiento hacia
Galatea, el distanciamiento de Trajan, la maquinación de una historia para explicar la
muerte violenta de su madre. Probablemente también Aurelia era una celadora del
manicomio, puede que una más amable. Aquellas cosas cuadraban tan a la perfección con
lo que podían ser las fantasías de una lunática encerrada en una habitación... ¿Cómo podía
decidir qué era real?
Su libro rojo estaba debajo de la almohada, estropeado y con las esquinas dobladas, las
páginas manchadas y amarillentas. La tapa estaba arañada y quemada en parte. Galatea
había mencionado sus febriles garabatos. A lo mejor lo allí escrito la ayudaría.
La primera frase estaba muy clara: Una mujer bajo el hielo. La frase siguiente no tenía
sentido. Ni la siguiente. Pasó las páginas rápidamente —había escrito tanto— pero las
largas ristras de palabras resultaban incomprensibles. Tantas incoherencias. Mercy volvió a
dejar caer el libro sobre la cama, llena de desesperación. No era de extrañar que Trajan no
se lo hubiera quitado. La posesión del valioso libro rojo, a todas luces abarrotado de
tonterías, demostraba demasiado bien lo loca que estaba.
Paseó por la habitación. El armario estaba vacío. El tocador estaba desnudo, excepto por un
cepillo de pelo. Una única pluma y una botella de tinta descansaban sobre el escritorio.
De modo que habían transcurrido dos años desde la muerte de Thecla, según Trajan, no un
siglo. A lo mejor dos años encerrada en aquel lugar le habían parecido cien años. ¿Cuánto
tiempo permanecería allí? Su mente trabajó a toda velocidad. Podía disimular y fingir que
estaba mejor. Entonces Trajan se la llevaría.
Las horas fueron pasando y nadie vino. La niña pareció adaptarse a la nueva situación con
sorprendente rapidez. Un hechizo descendía sobre ella, como la especie de duermevela
hipnótica de la otra Century en la que los días se repetían. Le costaba pensar en escapar y
en cambio se hacía preguntas sobre el vestido nuevo. Deseó no haber desperdiciado las
gachas, porque estaba hambrienta. Curiosamente, el crepúsculo no vario; ni se aclaró para
convertirse en día ni se oscureció pasando a ser noche. Resultaría fácil rendirse; vivir era
difícil y dolía. Resultaría mucho más sencillo y menos doloroso dormir.
No. ¡No! Mercy negó con la cabeza. Se negó a sucumbir. No estaba loca. Ni tampoco era la
misma niñita a la que Trajan había hechizado hacía tantos años; había llegado muy lejos y
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visto muchas cosas. Era más fuerte de lo que él creía, y quería ser libre. Fuera, el sol
brillaba, y la gente tenía amigos y acudía a fiestas, y escuchaba los pájaros y veía crecer las
flores. Las personas se enamoraban, discutían, y jamás sabían lo que traería el día siguiente.
Mercy paseó de un lado a otro de la habitación, frotándose las manos. Se sentía inquieta; no
podía darse por vencida en aquellos momentos. No podía. ¿Y si aquello era otra
estratagema de Trajan para impedir que deshiciera el hechizo, para impedir que descubriera
la verdad? Sí, era un buen truco; pero no estaba dispuesta a ceder a la trampa final de
Trajan. Encontraría un modo de salir de allí. Tenía que existir una pista.
Existía un lugar más en el que mirar. Se arrastró bajo la cama, introdujo el dedo meñique en
un agujero de la tabla del suelo, y levantó el trozo de madera dejando al descubierto un
hueco. Metió la mano, tanteando, y encontró un fajo de papeles. Sus dedos temblaron. Salió
de debajo de la cama, desdobló el papel, y media docena de dibujos hechos a lápiz y a tinta
cayeron sobre las sábanas. Un retrato de Claudius. Otro de Trajan y Thecla. Marietta, con
un vestido blanco. La misma Mercy, y Charity. Otro de la casa, con un jinete que se alejaba
al galope.
Mercy casi lloró de alivio. Echó la cabeza hacia atrás dedicando a Charity una oración de
agradecimiento. Luego volvió su atención a la carta.
Querida Mercy:
Charity xx
Mercy apretó la carta contra su corazón y las lágrimas afloraron a sus ojos. « ¡Bien hecho,
Charity!» ¡Así pues no estaba loca! Los dibujos que Charity había escondido demostraban
la verdad que ella conocía en su corazón. Las aventuras pasadas no habían sido los
desvaríos de una lunática encerrada en una celda. Todo era cierto.
Pasó rápidamente las hojas del libro rojo e introdujo los dibujos entre ellas. Usando la
desgastada pluma, escribió sobre la fiesta, el modo en que se había ahogado Marietta, la
venganza de Frederick y el incendio del laboratorio. Incluso su experiencia en el falso
manicomio.
A continuación, tenía que escapar. Quedaba por descubrir el último de los cinco capítulos.
La entrada, recordó, se encontraba en su propia habitación, detrás del tocador. Lo apartó a
un lado con un tremendo esfuerzo, tomó el libro y se apretó contra la pared. ¿Se deslizaba
de nuevo en el reino del delirio o se acercaba más a la libertad? Deseó encontrar la verdad,
y cayó hacia delante, al espacio vacío, preguntándose qué traería la luz del día.
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La nieve se había derretido y el día invernal era húmedo y desapacible. Mercy caminaba
junto a su hermana, saliendo de la parte delantera de la casa. Dos caballos con penachos de
plumas negras se agitaban nerviosos en sus arneses, y un ataúd descansaba en el interior de
un carruaje con los costados de vidrio.
El trayecto hasta la capilla de los Berga fue corto. La familia —Trajan, Claudius, Charity y
Mercy— caminaron detrás del carruaje, siguiendo el camino de la capilla situada delante de
los árboles. Aurelia y Galatea, encabezando a los sirvientes, les siguieron. El viento
arrancaba lágrimas de los ojos de Mercy, que llevaba un vestido negro, mitones de piel y un
gorro.
Todo había cambiado. Ya no era Mercy la observadora; había pasado a ocupar el puesto de
su antiguo yo, de diez años, para seguir el coche fúnebre.
Nadie hablaba. El viento gemía. Los campos se extendían a lo lejos, descoloridos y
lóbregos. Los árboles se alzaban por detrás de la encorvada parte posterior de la capilla. De
vez en cuando, Mercy miraba de soslayo a Charity, que tenía el rostro pálido e inescrutable,
y sostenía un devocionario en la mano. Mercy no llevaba libro de oraciones; el libro que
sujetaba era rojo, repujado en oro, y lo agarraba con fuerza.
El coche fúnebre se detuvo frente a la capilla. La familia aguardó mientras los lacayos se
adelantaban para echarse el ataúd al hombro, con su corona de rosas blancas y azucenas de
pétalos carnosos. En el interior de la capilla, Mercy tiritó. Hacía tanto frío. El ataúd, abierto
entonces, descansaba sobre unas andas ante el altar. Ardían velas de un blanco níveo y el
aire olía a piedra antigua, al aroma tenue del incienso y al perfume de las azucenas.
Mercy, Charity y Trajan se sentaron en el primer banco de la fila a la derecha del pasillo.
Claudius ocupó el situado a la izquierda, con Aurelia y Galatea detrás de él, el resto de
sirvientes algo más atrás, dependiendo de su rango. Un sacerdote recitó el oficio religioso.
Mercy no oyó lo que decía. Paseó la mirada por la capilla, examinando las vidrieras. El
panel grande situado detrás del altar representaba a Cristo en la cruz, el cuerpo blanco como
el papel, el taparrabos de un rojo llameante. A derecha e izquierda de la vidriera se
curvaban las alas de ángeles de mármol. Dentro del ataúd, Thecla descansaba sobre un
forro de seda color marfil; tenía los ojos cerrados, los labios ligeramente entreabiertos.
Aurelia y la doncella habían vestido el cuerpo con un traje dorado pálido. Los cabellos de
su madre caían sueltos sobre sus hombros.
Mercy no había comido aquella mañana, incapaz de tragar nada, pero en aquellos
momentos su estómago gruñía y anhelaba que el oficio finalizara. Parecía tan irrelevante.
La cantinela del sacerdote no tenía ninguna conexión con su madre, ni con los sentimientos
de dolor y pérdida de la niña. La vida de la pequeña había dejado de tener sentido, y se
sentía destrozada y vacía. Habían transcurrido once días desde la muerte de Thecla, pero la
vida de Mercy se había detenido. La niña estaba inmovilizada en un lugar y parecía
imposible que la vida prosiguiera sin su madre. El sol salía y se ponía, colocaban comida
ante ella, pero los pensamientos de Mercy eran incapaces de ir más allá del momento en
que Thecla había muerto. No podía creer lo que había sucedido. Andando por la casa
esperaba oír el sonido de su voz, ver aparecer su adorado rostro, percibir el suave perfume
de su cuerpo. No dejaba de recordarse que su madre estaba muerta, pero su cuerpo, su
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corazón, no creían que aquello pudiera ser cierto. No podía ser. En cualquier momento
despertaría. Porque aquello no estaba bien. No era como se suponía que debía ser. Un
mundo que siempre había sido bueno con ella mostraba ahora su completa indiferencia a su
sufrimiento. La vida podía ser arrebatada, y el amor, no obstante sus súplicas a Dios, sus
plegarias desesperadas y deseos repetidos, no podía protegerla de la pérdida de un ser
querido.
Después del oficio religioso volvieron a cerrar el ataúd y lo llevaron al pequeño cementerio
en el que crecían los tejos. El cortejo siguió adelante y la condujo a un agujero marrón
abierto en la tierra. Bajaron el féretro de Thecla, lentamente, al interior de aquella boca
húmeda y fangosa, y el sacerdote volvió a hablar. Trajan recogió un puñado de tierra
mojada y la arrojó sobre el ataúd. Charity hizo lo mismo, luego Mercy. La niña era incapaz
de pensar en el rostro que había justo debajo de la tierra, y en su lugar se concentró en la
suciedad pegada a sus mitones.
Tres cuervos describieron círculos sobre la capilla, graznando. Uno se posó en el suelo, con
las alas dobladas, un circunspecto caballero de negro. Otro cuervo descendió sobre la lápida
junto a los tejos. El viento alborotó sus plumas.
El funeral finalizó. Todos se habían ido.
Mercy imaginó a su padre, regresando cansinamente a la casa por delante de ellos. Tras el
funeral, Trajan despediría a los criados y haría que se fueran, con excepción de Galatea y
Aurelia, que habían venido con ellos desde Roma. Ordenaría a Aurelia que corriera las
cortinas y cerrara los postigos. Ya habían descolgado los retratos de Thecla y Claudius,
listos para ser guardados en el desván.
Mercy se representó a su padre en la biblioteca, con un libro rojo, y escribiendo una historia
sobre la casa; un historia lo bastante poderosa como para remodelar la realidad. Palabras
mágicas, como Shem bajo la lengua de un golem. Porque las palabras definen lo que es real
—pensó—, y las historias son el modo en que comprendemos todo lo que sucede en
nuestras vidas. Forjó la forma de la casa con palabras. Describió cinco días, concediendo a
Claudius un día perfecto junto a Marietta, así como un último día en el límite del hechizo
por el que Trajan vagaría como un espectro junto con sus hijas. La escena surgió ante ella,
Trajan inclinado sobre su tarea, concentrado en su hechizo, mientras la casa se
transformaba a su alrededor, con líneas del pasado y del presente que se curvaban y
contraían hasta adquirir una forma nueva.
De ese modo ocultó Trajan el pasado y los hipnotizó para que revivieran un día oscuro, de
modo que la casa permaneciera oculta. En el exterior, el mundo había seguido su propio
camino, año tras año.
Mercy imaginó a su padre, un hombre que cargaba con un poder extraordinario y no
deseado, fijando sus vidas en su libro rojo. Él no había deseado ser diferente, y los había
llevado a Inglaterra para que tuvieran una vida normal. Raramente había utilizado su don
mágico, pero ahora lo usó para encerrar el pasado y llevarse el futuro, porque temía las
consecuencias de la muerte de Marietta, y porque no quería vivir sin su esposa. Con qué
fidelidad reflejaba su propio corazón, congelado por la pena, la noche oscura y helada y el
invierno interminable en el que no crecía nada.
Mercy, en el cementerio invernal, meneó la cabeza. La tumba de Thecla tenía ya una lápida
de mármol, y macizos de campanillas de invierno florecían en la tierra en la que estaba
enterrada. El viento hacía cosquillas a las flores bajas y blancas. Claudius había arrancado
una de aquellas flores y la había depositado sobre su almohada.
Mercy volvía a estar sola. Se irguió muy tiesa.
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—Le hace tanto bien a mi corazón verte —dijo—. Cuando el hechizo se anule, mi alma
será libre también... para dejar atrás el mundo. No sé adonde iré, excepto que la luz que
debo seguir es de un dorado candente, y ansio tanto estar allí.
Removió en su cojín de tierra y extrajo un libro rojo del suelo. El nombre Century estaba
grabado en oro en la tapa. Era el libro mágico de Trajan.
—Trajan es un hombre poderoso, incluso entre los Berga —explicó—. Usaba muy
raramente su don. No lo quería. Anhelaba ser humano, como la gente corriente. Por ese
motivo nos trasladamos a Inglaterra, para empezar una vida nueva, lejos de la familia. No
sirvió de nada. No es posible huir de uno mismo.
Trajan tejió un hechizo, hiló una telaraña de palabras para descomponer el pasado. Nos
inmovilizó a todos. El libro cuenta la historia de la casa, y explica en detalle su ocultación y
la incapacidad de tu padre para dejarme marchar. Vuelve a escribir el libro. Ya has juntado
las piezas, ahora añade las páginas finales. Escribe un final nuevo..., un final feliz. Escribe
cómo la luz del sol llegó a Century, cómo las niñas recordaron el pasado y salieron a un
nuevo mundo. Escribe que Trajan aprendió a vivir otra vez.
Mercy asintió, sosteniendo su propio libro. Se puso en pie.
—Me alegro tanto de volverte a ver —dijo—. No te perderé otra vez, ¿verdad? ¿Recordaré?
—Recordarás —respondió Thecla, asintiendo.
—Te quiero —dijo Mercy.
—Yo también te quiero.
Los cuervos graznaron y alzaron el vuelo por encima de la capilla. Durante un momento,
Mercy apartó la mirada para seguir su vuelo. Cuando se volvió otra vez hacia su madre,
Thecla también se había ido, con el primer libro, fundiéndose en el viento. El manto de
campanillas de invierno estaba intacto. Las flores se estremecieron.
Repleta de recuerdos, Mercy abrazó su propio libro y sonrió. Una sensación de calidez
fluyó de su pobre corazón encerrado, para recorrerle brazos y piernas, y calentarle la boca
del estómago y los dedos de manos y pies.
Los marrones y grises del invierno, el aroma de las flores primaverales, el calor del verano,
las frutas y fuegos del otoño; tendría todo eso. Y más cosas que vendrían. Muchas, muchas
más. Abandonó la tumba y entró en la iglesia. En el sombrío refugio de la capilla, donde la
luz del sol derramaba esquirlas de color a través de las vidrieras, Mercy escribió un final
feliz. El modo en que el pasado se barajó como si de cartas se tratara, y desapareció. El
modo en que la oscuridad se alzo de la enorme mansión y los jardines, el parque, los prados
y el lago. Cómo Trajan, Mercy y Charity salieron a una vida nueva, con ganas de
enfrentarse a un nuevo siglo y al atareado mundo de los hombres y las mujeres. Cómo
Thecla halló por fin la paz, y Claudius, humillado, regresó al seno de la familia en la madre
patria.
Mercy dejó la pluma y miró al ventanal, al Cristo blanco con su indumentaria roja, a los
dulces ángeles con las poderosas alas desplegadas. Cerró el libro, recorrió el pasillo y salió
por la puerta.
Se quedó inmóvil en el porche, mirando más allá de los tejos y las lápidas, colina abajo en
dirección a la casa. El mundo estaba quieto y en suspenso, como si se preparara una
tormenta. Mercy percibió el sabor del polvo y la estática en el aire.
El cielo parpadeó, oscuridad y luz otra vez. La noche regresó, un cuenco invertido que
sellaba la casa y los terrenos. Mercy se sintió mareada. La sangre pareció retirarse de su
cabeza y notó un nudo que se apretaba en la boca del estómago. Se apoyó en la pared de
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Fuera, el viento adquirió fuerza y nubes grises atravesaron el cielo, cada vez más veloces,
como un torrente. El sol recorrió la bóveda celeste a toda velocidad, como una cuadriga, y
se hundió, para volver a salir por el este tras sólo un instante de oscuridad. El día pasó en
un relámpago, otra noche, y otra más. La luna describió círculos, hinchándose para pasar de
hoz a círculo, y volver a encogerse a continuación. Los árboles se llenaron de hojas y
declinaron de nuevo hasta su esquelético aspecto invernal. Oleadas de verde amarillento se
extendieron por los campos, alzándose y desapareciendo a continuación. El tejo del
cementerio creció y gimió.
Mercy, de nuevo con doce años y con su vestido andrajoso, se apartó tambaleante y
encontró su sentido del equilibrio en los años cada vez más acelerados del pasado
recuperado de Century. Desató su cabellos cubiertos de hollín y se apartó de las sombras
danzantes que rodeaban la capilla. El suelo vibró bajo sus pies, y ella se quitó los zapatos
para sentir la hierba y el calor de los años que transcurrían. Corrió colina abajo mientras los
árboles extendían las ramas a su alrededor, retorciéndose mientras se esforzaban por alzarse
hacia el sol. Estaciones de pastos y flores aparecieron, florecieron y murieron en torno a
ella.
La oleada de vida la atrapó, embriagándola. Se detuvo bajo los castaños y alargó los brazos.
Las carcajadas surgieron y se derramaron. No podía evitarlo. No podía detenerse. Rió
mientras los años pasaban sobre ella, los veranos llegaban en una avalancha y la tierra
giraba y se renovaba. Y cuando la risa se serenó, volvió a correr, atrapada en la implacable
marea de generación y regeneración.
La aceleración de los años empezó a amainar. Century se alzó ante ella y Mercy bordeó la
casa, subiendo los peldaños hasta la rosaleda. Las ventanas estaban vacías y oscuras. Brincó
por el camino, con prisa entonces, deseando ver a su padre y a su hermana. ¿Dónde
estaban? El galope de las estaciones se convirtió en un paseo tranquilo, y luego, finalmente,
paso a paso, en el acostumbrado transcurrir de los días. El sol fue a detenerse sobre los
tejados, aproximadamente al mediodía de un soleado día de enero, con una brisa helada.
Las diminutas espigas de los bulbos se abrieron paso a través de la tierra. Mercy todavía
con la cabeza y los pies desnudos, seguía ardiendo, como si su corazón fuera un horno que
cargara sus extremidades con calor.
Corrió a la parte delantera de la casa.
— ¡Padre! ¡Charity! —gritó—. ¿Estáis ahí? ¿Aurelia? ¿Dónde estáis?
Las puertas principales estaban cerradas, pero oyó girar la llave en la cerradura. La puerta
izquierda se abrió y del oscuro interior de la casa salió Charity parpadeando bajo la luz del
sol.
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— ¿Mercy? —Preguntó, protegiéndose los ojos con la mano—. Mercy, ¿eres tú? Hay tanta
luz que no puedo ver.
—Soy yo —respondió ella.
Su voz era tranquila. Charity parecía tan frágil. Como una anciana con un antiguo vestido
de niña. Ni siquiera se movía como una niña. Mercy sintió un aguijonazo de dolor en el
corazón al verla de aquel modo. Charity salió cautelosamente al exterior, echándose el chal
sobre los hombros a la vez que mantenía el rostro apartado del sol. Mercy se acercó más a
ella extendiendo las manos.
— ¿Encontraste mis dibujos? —Preguntó Charity—. ¿Funcionó?
Mercy rodeó a su hermana pequeña con los brazos.
—Desde luego —respondió—. ¡Mira el sol! ¿No lo sientes? Nuestras vidas pueden volver a
empezar.
—Me deslumbra —dijo Charity, y atisbo con cautela el exterior, por encima del brazo de
su hermana—. Todo es tan verde.
Parpadeó y sus ojos se llenaron de lágrimas bajo la luz del sol mientras se adaptaban al
resplandor.
— ¿Cómo lo has conseguido, chica lista? —inquirió—. ¿Cómo has hecho que regresara el
sol?
—No sólo el sol. También el pasado. Puedes recordarla ahora. A nuestra madre.
Charity dio un paso atrás, frunciendo el entrecejo.
— ¿Puedo?
Apartó la mirada de Mercy para penetrar en una lejanía interior que su hermana no podía
ver. El momento se alargó. Mercy aguardó, sujetando aún los dedos de Charity. Un
petirrojo se posó en una rama desnuda y empezó a cantar. La brisa sopló, alzando
mechones de los cabellos de Mercy.
Entonces Charity lanzó una carcajada y se irguió muy tiesa, desapareciendo de ella toda
apariencia de dama anciana.
—Sí —declaró, y sus ojos brillaban—. Sí, lo recuerdo. ¿No éramos felices entonces? ¿No
era estupendo?
—Volverá a serlo. Podemos hacer que sea estupendo —respondió Mercy—. Somos libres.
La primavera llegará, y las flores y el verano.
— ¿Mercy? ¿Charity? —Galatea salió al exterior con rostro inquieto—. Chicas, ¿qué ha
sucedido? ¿Mercy? ¿Qué has hecho?
Aurelia la seguía, limpiándose las manos en el delantal. Se acercó a las dos niñas, mirando
a Mercy de arriba abajo.
—Has crecido —dijo—. Y Charity también. ¿Por qué llevas el vestido viejo de Charity?
¿Por qué estás tan sucia?
La batería de preguntas amainó y el rostro de Aurelia se suavizó. Tenía los ojos de un
curioso azul turquesa, muy brillante en aquellos momentos, como si hubieran retirado un
velo de ellos.
—Pero tienes tan buen aspecto y estás tan guapa —siguió, sorbiendo con rapidez por la
nariz—. Incluso con andrajos. Siento como si no te hubiera visto correctamente durante
muchísimo tiempo. Ha sido un día muy curioso. —Dio una palmadita a Charity en el
hombro y alargó el brazo para apartar un largo mechón de cabello negro del rostro de
Mercy—. Entrad y arreglaos —dijo—. Calentaré agua. Podéis tomar un baño.
Cuando cruzó el umbral, Charity miró hacia atrás por encima del hombro, el sol que
brillaba sobre el parque.
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A medida que recorrían el edificio, las niñas entraban excitadas en cada una de las
habitaciones para abrir los postigos de golpe y descorrer las gruesas cortinas. El polvo
giraba sobre sí mismo, mientras la luz del sol penetraba por las ventanas para posarse, por
primera vez en cien años, en muebles, cuadros y alfombras.
En la cocina, Aurelia empezó a avivar el fuego, y envió a Charity a bombear agua para
llenar una enorme olla de cobre.
—Tengo que encontrar a padre —dijo Mercy, mientras el ama de llaves se inclinaba para
alimentar el fuego.
Aurelia se irguió, limpiándose las manos en el delantal. La mujer volvía a mostrar una
expresión inquieta.
—No sé dónde lo encontrarás. —Vaciló un instante—. Ten cuidado, Mercy.
—No tardaré —repuso ella, asintiendo—. Estoy terriblemente hambrienta. Cuando
regrese... ¿podemos comer algo? ¿Todos nosotros juntos?
Dejó a Aurelia de pie junto al llameante fuego de la cocina. ¿Dónde estaría Trajan? ¿En la
habitación de Thecla, junto a la cabecera del lecho de la esposa que había perdido? ¿En las
ruinas quemadas de las antiguas dependencias del servicio donde Trajan había peleado con
su hermano?
Mercy temía verle y a la vez anhelaba hacerlo. Ahora recordaba los días en que había
paseado con él por el floreciente jardín botánico, mientras Trajan le enseñaba los nombres
de los árboles y arbustos, y cabalgado en el parque en otoño. Cómo se reía su padre cuando
ella inventaba historias divertidas sobre ninfas que vivían en el lago.
La casa parecía más pequeña. El laberinto de escaleras y corredores no era tan complicado.
El instinto condujo a la niña a la biblioteca. Empujó la puerta.
Trajan estaba sentado de espaldas a ella, ante el escritorio situado en el centro de la
habitación. Mercy pasó junto a él y abrió los postigos de madera de las altas ventanas
situadas en cada extremo. La luz entró a raudales, dibujando focos dorados bien definidos
en el suelo. Átomos de polvo relucieron en los rayos de sol y fueron a posarse sobre las
espaldas encorvadas y la cabeza inclinada de su padre. Mercy se colocó frente a él,
intentando ver su rostro.
— ¿Padre? —Llamó con suavidad—. Siento haber tenido que desobedecerte. Pero no
lamento lo que he hecho.
Trajan permaneció inmóvil.
—Me iré si quieres. Dejaré la casa. Sé que crees que os he puesto en peligro, pero apenas
hemos vivido. Hay tantas cosas que ver y hacer. Nos moríamos, encerradas en la noche.
Quiero crecer. Quiero salir fuera y conocer gente. Quiero averiguar cosas sobre nuestra
familia.
Trajan siguió sin responder, y por un momento Mercy temió que algo terrible hubiera
sucedido: que su corazón se hubiera detenido o que tal vez hubiera sufrido alguna clase de
ataque. Pero era una idea estúpida. La familia Berga vivía eternamente. Alargó la mano y le
acarició la parte superior de la cabeza con las yemas de los dedos.
— ¿Padre? —dijo con voz temblorosa.
Trajan alzó el rostro lentamente y la miró a los ojos.
—Mercy —dijo.
Su voz era débil y ronca. Aspiró con fuerza y tosió, como si tuviera la garganta llena de
polvo.
—Pensé... ¡pensé que estabas muerto! —dijo ella.
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El rostro tenso y blanco de Trajan se dulcificó, con el tenue atisbo de una sonrisa.
—No seas tonta —respondió—. No morimos tan fácilmente.
Mercy aguardó a que él volviera a hablar, intentando averiguar su estado de ánimo. Trajan
estiró brazos y dedos, relajando los músculos, y se frotó el rostro, como si acabara de
despertar de un sueño profundo. Sobre la mesa, frente a él, descansaban los restos de un
libro. La tapa roja estaba abierta. Las páginas enmohecidas y desprendidas.
—No tienes que abandonar la casa —dijo, esforzándose por encontrar las palabras—. Me
has vencido, Mercy. Nada de lo que arrojé en tu camino consiguió detenerte. —Parpadeó y
sus ojos se humedecieron—. Me recuerdas tanto a ella.
Mercy tragó saliva.
— ¿No me quieres también a mí? —preguntó con voz apagada.
Trajan le dirigió una veloz mirada.
—Mercy —respondió con dulzura—, no podía vivir sin tu madre. Fui un cobarde. No era
capaz de enfrentarme al mundo sin ella y tampoco podía soportar la pérdida de Frederick o
la desesperación de mi hermano. Mi mundo se había hecho pedazos. Parecía mucho más
fácil ocultarse y aferrarse al pasado.
—Así que... ¿no estás enojado conmigo? —dijo ella, y su carga de remordimiento empezó a
volverse más ligera.
Trajan se puso en pie y volvió a sonreír. En esa ocasión fue una sonrisa afectuosa. El color
afloró a sus mejillas.
—No, no estoy enojado —respondió—. Encerré la casa en una larga y oscura noche de
invierno. Me pareció apropiado entonces. Tenía el corazón helado. La vida parecía un
páramo en el que no podría volver a crecer nada jamás. Sin esperanza de renovación.
Deseaba un sueño eterno. Pero fui egoísta, Mercy. No pensé en ti y ni en Charity. Vuestra
necesidad de vida era mayor que mi deseo de que finalizara.
—Así que... ¿podemos vivir otra vez, en Century?
—Sí —dijo—. Sí, podemos.
Se apartó de Mercy para colocarse bajo la luz del sol junto a la ventana y contemplar el
parque. La niña le siguió.
— ¿Cómo te sientes ahora? —Preguntó Mercy, escudriñando su rostro—. ¿Todavía sientes
tanto la pérdida de madre?
—Desde luego —contestó Trajan, bajando los ojos hacia ella—. Viene en oleadas. No
siempre es tan malo. Y para compensarme su pérdida os tengo a ti y a Charity. Os he
echado de menos a ambas. Me siento asustado porque el mundo de ahí fuera en cien años
ha cambiado mucho. Y tengo miedo porque no sé cómo viviremos siendo diferentes de
todos los demás. Pero ése es un miedo muy antiguo, y estoy acostumbrado a él. Tengo
ganas de inspeccionar las plantas del jardín botánico y de los invernaderos, y estoy
terriblemente hambriento; de modo que sugiero que vayamos a la cocina y espero que
Aurelia nos pueda cocinar una enorme cantidad de comida. Hemos de ponernos al día en
muchísimas cosas.
Le tendió la mano y Mercy se la sujetó con firmeza.
—Vamos —prosiguió su padre—. Es hora de avanzar.
Aurelia tuvo que restregar bastante para eliminar el hollín de la piel y los cabellos de
Mercy. Llenó una bañera de estaño con agua caliente, junto al fuego, mientras Charity
permanecía sentada al otro lado de la mesa de la cocina, riendo y balanceando las piernas.
Mercy se quejó cuando el peine dio tirones a los nudos de sus cabellos gruesos y mojados.
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Cuando Aurelia la regañó, la niña rodeó con sus brazos a la fuerte y huesuda ama de llaves
y apretó con energía el rostro mojado contra el cuerpo de la mujer, hasta que ésta dejó de
regañarla y, en su lugar, empezó a sorber por la nariz, secándose los ojos con el dorso de la
mano.
Ni Charity ni Mercy disponían de ropa que les fuera bien, de modo que Galatea sacó
vestidos del armario de la madre de éstas y, si bien estaban igual de quebradizos y
descoloridos, al menos eran lo bastante anchos como para que los botones se pudieran
abrochar en la espalda. Charity se dobló las mangas y Mercy se puso sus pendientes de
perlas.
No vieron a Claudius. Tal vez estaba ya abandonando Inglaterra en dirección a la madre
patria. Mercy se sentía secretamente aliviada de que no hubiera aparecido, ya que había
ciertas cosas del pasado que no deseaba recordar con demasiada claridad después de todo.
Trajan se quedó anonadado al ver a las niñas con aquellas galas. Se sentaron juntos a la
mesa en la cocina, con Galatea y Aurelia. Había abierto una enorme botella de vino,
cubierta de una capa de polvo gris, y ya había bebido varios vasos. Se sentía feliz otra vez.
Los cabellos de Mercy brillaban, sueltos sobre sus hombros. Se dieron un banquete a base
de pollo asado con patatas, y montones de coles y chirivías. Todo estaba caliente y bueno,
suculento y sabroso.
Después, cuando el refulgente sol empezaba a ponerse, Trajan sacó a las niñas fuera para
contemplar cómo descendía por encima de los árboles, entre nubes que recordaban
banderas largas, rosadas y doradas.
— ¿Qué haremos esta noche? —preguntó—. ¿Tocamos algo? ¿Leemos juntos o jugamos a
las cartas?
Tenía el rostro sonrosado y Mercy sospechó que estaba un poco achispado. Parecía lleno de
jovialidad.
—Cartas —decidió Charity—. No recuerdo cómo se juega. Tendrás que volver a
enseñarme. Y primero tendrás que encontrar las cartas.
Trajan echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Compraremos unas nuevas —dijo—. ¿No es emocionante? ¿Cómo será el mundo ahí
fuera, después de un siglo?
El sol desapareció, con las últimas llamaradas de color apagándose bajo las nubes. Trajan
tomó a las niñas de la mano y las condujo de regreso a la casa.
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EPILOGO
Mercy y Charity estaban sentadas en el cuarto de los niños con su padre, que leía en voz
alta de las páginas de La hija del mago. Galatea estaba atareada con un bordado. Mercy
contempló el rostro de Trajan, en el que identificó rasgos repetidos en los suyos propios y
en el rostro de Charity; era como si las facciones no fueran nunca realmente de uno, sólo
tomadas en préstamo. Prestadas, transmitidas, reformadas. Un tesoro familiar repartido en
participaciones, de padre a hijo, una y otra vez.
Trajan dejó de leer para beber un sorbo de su taza de té. En la tapa del cuento, el nombre de
Mercy estaba anotado debajo del de su madre. Mercy Galliena Berga. Una herencia. Un
ciclo de generaciones.
— ¿Adonde crees que ha ido Claudius? —preguntó la niña.
—No lo sé —respondió su padre—. Supongo que habrá tomado su propio camino.
Localizará a la familia en Italia.
Aurelia, que parecía más joven, había encargado ropas nuevas para las niñas. Las modas
habían cambiado. Llenó la casa de flores y empezó a reclutar nuevos sirvientes. Fuera, en el
césped, azafranes malva y dorados alzaban sus cabezas.
Por la noche cenaron juntos, y Trajan alzó su copa para brindar por la nueva familia.
Charity rió tontamente y Galatea la regañó.
Mercy los estudió uno a uno. ¿Realmente creía Trajan en la renovación? ¿Igual que las
campanillas de invierno que alzaban las cabezas en lo más crudo del invierno, en el hielo y
en la nieve? Pero Mercy conocía su propia diferencia, el modo en que ella era distinta.
¿Cómo podía escapar al esquema cuando la cuestión de que tomaran decisiones y dejaran
hablar al corazón estaba condicionada? Era mejor no pensar demasiado en ello. Era mejor
no considerar la pasión y la pérdida, la muerte y la soledad. La comida era buena, y los
pasteles resultaban especialmente magníficos y dulces. La luz de las velas jugueteaba en
sus rostros.
Estaban allí, y entonces. El momento se cargó de emoción y los ojos de Mercy se
empañaron.
— ¿Qué le sucede a Mercy? —Preguntó Charity—. Está llorando.
—Deja a tu hermana —respondió Trajan, sonriendo dulcemente—. Deja que coma. Es duro
despertar después de tanto tiempo. El corazón se altera.
Mercy asintió, secándose el rostro, y Aurelia se llevó los platos.
Una oleada de narcisos creció, y murió. Los frutales del huerto se llenaron de flores. Mercy
observaba desde su lugar de costumbre, en la alta ventana del primer piso. Flores rígidas y
cerosas como velas florecían en los castaños de Indias, junto a la avenida. A menudo
paseaba durante horas bajo el sol, para volver a familiarizarse con los jardines. Hasta el
momento, no había ido más allá de la casa del guarda, aunque con frecuencia pasaban
carruajes por la carretera. El mundo la llamaba, pero ella no estaba lista para él todavía.
Una mañana, dos caminantes avanzaron por la avenida. Mercy vio que eran un hombre y
una mujer, y los observó mientras se encaminaban hacia la casa. El hombre llevaba una
chistera, una sorprendente moda moderna.
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Títulos de la colección
LA ISLA DEL TIEMPO
Cornelia Funke
El Señor de los Ladrones
Cornelia Funke
Igraín la valiente
Cliff McNish
El maleficio
Trilogía del Maleficio I
Cliff McNish
El olor de la magia
Trilogía del Maleficio II
Cliff McNish
La promesa del mago
Trilogía del Maleficio III
Terry Jones
El caballero y su escudero
Primera parte de las aventuras de Tom el escudero
Terry Jones
La dama y el escudero
Segunda parte de las aventuras de Tom el escudero
Nancy Farmer
La marca del escorpión
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