Becquer - Desde Mi Celda

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Gustavo Adolfo Bcquer: Cartas desde mi celda Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino

que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los peridicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abada se extiende una larga alameda de chopos tan altos, que cuando agita sus ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas races de los rboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fra como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas de manchas inquietas y luminosas, est a trechos cubierto de una hierba alta, espesa y finsima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que asemejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los rboles frutales en los templados das de abril. En los ribazos y entre los zarzales y los juncos del arroyo crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso perfume; y por ltimo, tambin cerca del agua, y formando como un segundo trmino, djase ver, por entre los huecos que quedan de tronco a tronco, una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras. Como a la mitad de esta alameda deliciosa, y en un punto en que varios olmos dibujan un crculo pequeo enlazando entre s sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la altura, la cpula de un santuario; sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos de las flores trepadoras, se levanta gentil, artstica y alta, casi como los rboles, una cruz de mrmol que, merced a su color, es conocida en estas cercanas por la Cruz negra de Veruela. Nada ms hermosamente sombro que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio, con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequea ermita se levantan al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. All, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una y dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el peridico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginacin, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abada, o una muchacha de la aldea que pasa por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilla un momento y deja un lirio azul sobre los peldaos. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas; despus..., qu s yo!, escenas sueltas de no s qu historias que yo he odo o que inventar algn da; personajes fantsticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea: idea y palabras que ms tarde germinarn en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir. La aproximacin del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo, que cada vez se percibe ms distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin, llega donde estoy, saca el peridico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega y, despus de cambiar algunas palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo. Como lo he visto nacer, como desde que vino al mundo he vivido con su vida febril y apasionada, El Contemporneo no es para m un papel como otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compaeros de esperanzas o desengaos, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. La primera impresin que siento, pues, al recibirle es siempre una impresin de alegra, como la que se experimenta al romper la cubierta de una carta en cuyo sobre hemos visto una letra querida, o como cuando en un pas extranjero se estrecha la mano de un compatriota y se oye hablar el idioma nativo. Hasta el olor particular del papel hmedo y la

tinta de imprenta, olor especialsimo que por un momento viene a sustituir al perfume de las flores que aqu se respira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraa y viva que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua vida: de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la mquina que multiplicaba por miles las palabras que acabbamos de escribir y que salan an palpitando de la pluma; recuerdo el afn de las ltimas horas de Redaccin, cuando la noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, las veces que nos ha sorprendido el da corrigiendo un artculo o escribiendo una noticia ltima, sin hacer ms caso de las poticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio. En Madrid, y para nosotros en particular, ni sale ni se pone el sol; se apaga o se enciende la luz, y es por la nica cosa que lo advertimos. Al fin, rompo la faja del peridico y comienzo a pasar la vista por sus renglones, hasta que gradualmente me voy engolfando en su lectura, y ya ni veo ni oigo nada de lo que se agita a mi alrededor. El viento sigue suspirando entre las copas de los rboles, el agua sonriendo a mis pies, y las golondrinas, lanzando chillidos agudos, pasan sobre mi cabeza; pero yo, cada vez ms absorto y embebecido con las nuevas ideas que comienzan a despertarse a medida que me hieren las frases del diario, me juzgo transportado a otros sitios y a otros das. Parceme asistir de nuevo a la Cmara, or los discursos ardientes, atravesar los pasillos del Congreso, donde entre el animado cuchicheo de los grupos se forman las futuras crisis, y luego veo las secretaras de los ministerios, en donde se hace la poltica oficial; las redacciones, donde hierven las ideas que han de caer al da siguiente como la piedra en el lago, y los crculos de la opinin pblica, que comienzan en el casino, siguen en las mesas de los cafs y acaban en los guardacantones de las calles. Vuelvo a seguir con inters las polmicas acaloradas, vuelvo a reanudar el roto hilo de las intrigas, y ciertas fibras embotadas aqu, las fibras de las pasiones violentas, la inquieta ambicin, el ansia de algo ms perfecto, el afn de hallar la verdad escondida a los ojos humanos, tornan a vibrar nuevamente y a encontrar en mi alma un eco profundo. El Diario Espaol, El Pensamiento o La Iberia hablan de esto, afirman aquello o niegan lo de ms all dice El Contemporneo; y yo, sin saber apenas dnde estoy, tiendo las manos para cogerlos, creyendo que estn all a mi alcance, como si me encontrara sentado a la mesa de la Redaccin. Pero esa tromba de pensamientos tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de tronada, se desvanecen apenas nacidos. An no he acabado de leer las primeras columnas del peridico, cuando el ltimo reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la ms alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un crculo de cristal que transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepsculo. Ya es imposible continuar leyendo. An se ven por una parte, y entre los huecos de las ramas, chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra, una claridad violada y fra. Poco a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armona confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo comps, vago y suave, vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con ms lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la msica, hasta que, por ltimo, se aguzan unas tras otras, como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeos nos entretenamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginacin entonces, ligera y difana, se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un nio. La campana del monasterio, la nica que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oracin, y una cerca, otra lejos, estas con una vibracin metlica y aguda, aquellas con un taido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeos lugares, unos estn en la punta de las rocas, colgados como el nido de un guila, y otros, medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo ms profundo de los valles. Parece una armona que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclndose al ltimo rumor del da que muere el primer suspiro de la noche que nace.

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