Metáforas y Comparaciones Doctrinales
Metáforas y Comparaciones Doctrinales
Metáforas y Comparaciones Doctrinales
DE C.S. LEWIS
1. LA CREACIÓN Y LA CAÍDA
«Pero esperaría encontrar –continúa Lewis– que había, por así decir-
lo, un remitente de las cartas en ambos casos, un Poder detrás de los he-
chos, un Director, un Guía» (MC 43).
Así pues, con estas dos metáforas (los barcos en formación y la or-
questa), Lewis explica en qué consisten las tres partes de las que se
encarga la Moral.
«La moral, pues, parece ocuparse de tres cosas. La primera, de la justi-
cia y la armonía entre los individuos. La segunda, de lo que podríamos lla-
mar ordenar o armonizar lo que acontece en el interior de cada individuo.
Y la tercera, del fin general de la vida humana como un todo: aquello para
lo que el hombre ha sido creado; el rumbo que debería seguir la flota; la
canción que el director de la orquesta quiere que ésta toque» (MC 88).
EL «MITO VERDADERO» Y LAS METÁFORAS DOCTRINALES DE C.S. LEWIS 359
Sin embargo, aún cuando las criaturas –tanto las angélicas como
la primera pareja humana– fueron creadas en un estado de armonía
interior y Dios les hizo conocer Su querer, es decir, cuál era la melo-
día que Él quería que tocasen, algunos ángeles y nuestros primeros
padres se rebelaron.
En este apartado, como se advierte por el título, trataremos del
non serviam de los espíritus puros llamados demonios; y en el si-
guiente, de la infidelidad de los hombres.
Lewis compara la presencia del mal en el mundo con una situa-
ción bélica y acepta lo afirmado por el cristianismo sobre la rebelión
de algunos ángeles contra Dios por preferirse a sí mismos en vez de
reconocer su dependencia del Creador y de amarle por encima de
todo. A estos ángeles infieles o demonios, Lewis los denomina tam-
bién como: el Enemigo o Poder Oscuro.
«El cristianismo piensa que este Poder Oscuro fue creado por Dios, y
que era bueno cuando fue creado, y que fue por mal camino. El cristia-
nismo está de acuerdo con el dualismo en que este universo está en gue-
rra. Pero no cree que sea una guerra entre poderes independientes. Cree
que es una guerra civil, una rebelión, y que estamos viviendo en una
parte del universo ocupada por los rebeldes.
Un territorio ocupado por el Enemigo: eso es lo que es este mundo»
(MC 62).
Ahora bien, así las cosas, hay que encontrar respuesta a cómo esta
situación puede estar de acuerdo con la voluntad de Dios. Lewis lo
hace mediante una situación análoga tomada del ámbito familiar:
«Puede ser muy sensato por parte de una madre decirle a sus hijos:
“no voy a pediros que ordenéis el cuarto de jugar todas las noches. Te-
néis que aprender a mantenerlo ordenado por vuestra cuenta”. Pero una
noche entra en el cuarto de jugar y se encuentra el oso de juguete y la
tinta del tintero y el libro de gramática tirados por el suelo. Eso va en
contra de su voluntad. Ella preferiría que los niños fueran ordenados.
Pero, por otro lado, es su voluntad la que ha permitido a los niños ser
desordenados» (MC 64).
«Aquí, sin duda, hacemos una pregunta a la que los seres humanos
no pueden responder con ninguna certeza. Podemos, sin embargo,
aventurar una suposición razonable (y tradicional), basada en nuestra
propia experiencia. En el momento en que tenemos un ego, existe la po-
sibilidad de poner a ese ego por encima de todo –de querer ser el centro–
de querer, de hecho, ser Dios. Ese fue el pecado de Satán: y ese fue el pe-
cado que él enseñó a la raza humana» (MC 66).
«En primer lugar, nos dejó la conciencia, el sentido del bien y del
mal: y a lo largo de la historia ha habido individuos que han intentado
(algunos de ellos con gran empeño) obedecerlo. Ninguno de ellos lo
consiguió del todo. En segundo lugar, Dios envió a la raza humana lo
que yo llamo sueños felices: me refiero a esas extrañas historias esparci-
das por todas las religiones paganas acerca de un Dios que muere y vuel-
ve después a la vida y que, por medio de su muerte, ha dado de algún
modo nueva vida a los hombres. En tercer lugar, escogió a un pueblo en
particular y pasó varios siglos metiéndoles en la cabeza la clase de Dios
que era –que sólo había uno como Él y que le interesaba la buena con-
ducta–. Ese pueblo era el pueblo judío, y el Antiguo Testamento nos re-
lata todo ese proceso» (MC 67).
No estamos de acuerdo con lo afirmado por Lewis de que ningún
hombre consiguió del todo obedecer al sentido del bien y del mal, a la
ley moral natural expresada por la voz de la conciencia como juicio pró-
ximo de moralidad, porque sí que hay una persona que lo ha consegui-
do. Ciertamente no lo ha hecho por sus propias fuerzas sino con la fuer-
za de la gracia de Cristo, en previsión de ser Su propia Madre, es decir, la
Madre del Redentor. La Virgen María fue preservada del pecado original
y no cometió mal alguno, no tuvo pecados personales. O sea que, una
criatura humana no cometió ningún pecado por su perfecta identifica-
ción con Cristo, Hombre perfecto y Dios verdadero, al mismo tiempo.
Ahora bien, luego de esa pedagogía divina con el pueblo elegido
durante muchos siglos, viene lo más chocante –dice Lewis–, tanto
para los compatriotas de Jesús como para el hombre contemporáneo
que accede a la historia de Cristo teniendo presente las creencias y
costumbres religiosas del pueblo judío.
«Entre estos judíos aparece de pronto un hombre que va por ahí ha-
blando como si Él fuera Dios. Sostiene que Él perdona los pecados.
Dice que Él siempre ha existido. Dice que vendrá a juzgar al mundo al
final de los tiempos. Pero aclaremos una cosa. Entre los panteístas, como
los hindúes, cualquiera podría decir que él es parte de Dios, o uno con
Dios: no habría nada de extraño en ello. Pero este hombre, dado que era
un judío, no podía referirse a esa clase de Dios. Dios, en el lenguaje de
los judíos, significaba el Ser aparte del mundo que Él había creado y que
era infinitamente diferente de todo lo demás. Y cuando hayáis caído en
la cuenta de ello veréis que lo que ese hombre decía era, sencillamente,
lo más impresionante que jamás haya sido pronunciado por ningún ser
humano» (MC 67 s.).
Para advertir la divinidad de Jesús, Lewis reflexiona despacio sobre
el hecho de que Cristo perdona los pecados.
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3. LA T RINIDAD
jaritos. Pero cuando uno hace, hace algo de una clase diferente que uno.
Un pájaro hace un nido, un castor construye un dique, un hombre fa-
brica una radio; o puede fabricar algo que se parezca más a él que una
radio: una estatua, por ejemplo. Si es un escultor muy hábil puede es-
culpir una estatua que se parezca muchísimo a él. Pero, por supuesto,
esa estatua no será un hombre real; sólo parece serlo. La estatua no pue-
de respirar ni pensar. No está viva» (MC 169).
«Lo que Dios engendra es Dios, del mismo modo que lo que engen-
dra un hombre es un hombre. Lo que Dios crea no es Dios, del mismo
modo que lo que el hombre crea no es un hombre. Por eso los hombres
no son Hijos de Dios en el sentido en que lo es Cristo. Pueden parecer-
se a Dios en algunos aspectos, pero no son cosas de la misma clase. Son
más como estatuas o cuadros de Dios» (MC 169).
«Lo que Dios Padre engendra es Dios, algo de la misma clase que Él.
En ese sentido es como un padre humano engendrando un hijo huma-
no. Pero no exactamente. Así que debo intentar explicarlo un poco más»
(MC 172).
pero nos servirá de ilustración– que los dos libros han estado en esa po-
sición eternamente. En ese caso, la posición de B siempre habría resulta-
do de la posición de A. Pero de todos modos, la posición de A no podría
haber existido antes de la posición de B. En otras palabras, el efecto no
ha venido después de la causa. Por supuesto, los efectos suelen venir des-
pués de las causas: uno se come un pepino primero y luego sufre de in-
digestión. Pero esto no ocurre con todas las causas y todos los efectos»
(MC 183).
Pasa ahora, Lewis, a explicar que las palabras Padre e Hijo con que
llamamos a la Primera y Segunda Personas de la Trinidad, respectiva-
mente, son adecuadas para significar la consustancialidad que tienen
entre sí.
«La Primera Persona se llama el Padre y la Segunda el Hijo. Decimos
que la primera engendra la segunda: lo llamamos engendrar y no crear,
porque lo que la primera Persona produce es de la misma clase que Ella.
En ese aspecto la palabra Padre es la única que podemos utilizar. Pero
desgraciadamente ésta sugiere que Ella estuvo ahí primero, del mismo
modo que un padre humano existe antes que su hijo. Pero esto no es así.
Aquí no hay un antes y un después. Y por eso he dedicado algún tiempo
al intento de aclarar cómo una cosa puede ser la fuente, o la causa, o el
origen de otra sin haber estado allí antes. El Hijo existe porque el Padre
existe, pero nunca hubo un momento antes de que el Padre produjera al
Hijo» (MC 184).
«La unión entre el Padre y el Hijo es algo tan vivo y concreto que
esta unión misma es en sí una Persona. Sé que esto es casi inconcebible,
pero consideradlo de esta manera. Sabréis que los seres humanos, cuan-
do se reúnen en familia, o en un club, o en un gremio, hablan del “espí-
ritu” de esa familia, de ese club o de ese gremio. Hablan de su “espíritu”
porque los miembros individuales, cuando están juntos, realmente desa-
rrollan maneras particulares de hablar y de comportarse que no adopta-
rían si estuviesen separados. Es como si se crease una suerte de persona-
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lidad común. No se trata, por supuesto, de una persona real; es más bien
algo parecido a una persona. Pero esa es justamente una de las diferen-
cias entre Dios y nosotros. Lo que surge de la vida conjunta del Padre y
el Hijo es una auténtica Persona; es, de hecho, la Tercera de las tres Per-
sonas que son Dios» (MC 186).
Con las palabras precedentes, Lewis quiere decir que en los niveles
más reales y complejos siguen existiendo las cosas que encontramos
en los niveles inferiores. Así, en un mundo bidimensional siguen
existiendo las líneas rectas –que corresponden a una sola dimensión–
pero combinadas de tal modo que juntas forman una figura; y en un
mundo tridimensional –como en el que vivimos– hay cuerpos for-
mados por las figuras planas, unidas según la tercera dimensión.
«La visión cristiana de Dios implica el mismo principio. El nivel hu-
mano es un nivel simple y bastante vacío. En el nivel humano una per-
sona es un ser, y dos personas son dos seres separados, del mismo modo
que, en dos dimensiones (digamos en una lisa hoja de papel), un cua-
drado es una figura y dos cuadrados son dos figuras separadas. En el ni-
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4. LA IGLESIA
«Si puedo hacer que alguien entre en ese vestíbulo habré conseguido
lo que intentaba. Pero es en las habitaciones, no en el vestíbulo, donde
hay chimeneas encendidas, y sillones, y comidas. El vestíbulo es un lu-
gar donde se espera, un lugar desde el cual pasar a las diferentes puertas,
no un lugar para vivir en él. (...) Debéis seguir rezando para pedir luz y,
por supuesto, incluso en el vestíbulo, debéis empezar a obedecer las re-
glas que son comunes a la casa entera. Y sobre todo debéis preguntar
cuál de las puertas es la verdadera, no la que más os gusta por sus pane-
les o su pintura. En lenguaje común, la pregunta nunca debería ser:
“¿Me gusta esa clase de servicio [litúrgico]?” sino “¿Son verdaderas estas
doctrinas? ¿Está aquí la santidad? ¿Me mueve hacia esto mi conciencia?
¿Mi resistencia a llamar a esta puerta se debe a mi orgullo, a mis simples
gustos, o a mi desagrado personal por este guardián de la puerta en par-
ticular?”» (MC 17).
«Quiero dejar bien claro que cuando los cristianos dicen que la vida
de Cristo está en ellos, no se refieren simplemente a algo mental o mo-
ral. Cuando hablan de estar “en Cristo”, o de que Cristo está “en ellos”,
esto no es sólo un modo de decir que están pensando en Cristo o imi-
tando a Cristo. Lo que quieren decir es que Cristo está de hecho obran-
do a través de ellos; que la masa entera de cristianos es el organismo físi-
co a través del cual actúa Cristo; que somos Sus dedos y Sus músculos,
las células de Su cuerpo. Y tal vez eso explique un par de cosas. Explica
por qué esta vida nueva se propaga no sólo por medio de actos mentales
como la creencia [la fe], sino por actos corporales como el bautismo o la
comunión. No es solamente la propagación de una idea; se parece más a
la evolución: un hecho biológico o super-biológico. No sirve de nada in-
tentar ser más espiritual que Dios. Dios nunca tuvo intención de que el
hombre fuese una criatura puramente espiritual. Por eso precisamente
utiliza sustancias materiales, como el pan y el vino, para infundirnos esa
vida nueva. Tal vez esto nos parezca burdo o poco espiritual, pero a Dios
no. Él inventó la comida. Le gusta la materia. Él la inventó» (MC 80 s.).
Por tanto, la redención obrada por Cristo no hace que los hom-
bres sean mejores personas –humanamente hablando– y nada más,
sino que los transforma en hombres nuevos, y por eso, con su corres-
pondencia a la fuerza de la gracia que proviene de la incorporación a
Cristo, pueden llegar a vivir todas las virtudes en grado heroico.
«Cristo fue “la primera muestra” del hombre nuevo. Pero, natural-
mente, Cristo fue mucho más que eso. Cristo no es meramente un
hombre nuevo, un individuo de la especie, sino que es el hombre nuevo.
Él es el origen, el centro y la vida de todos los hombres nuevos. Llegó al
universo creado, por Su propia voluntad, trayendo consigo el Zoe, la
nueva vida. (Y quiero decir nueva para nosotros, por supuesto; en su lu-
gar de origen Zoe ha existido desde la eternidad). Y Cristo la transmite
no por herencia sino por lo que hemos llamado la “buena infección”.
Todo el mundo que la adquiere lo hace por medio de un contacto per-
sonal con Él» (MC 228).
«Ya los nuevos hombres empiezan, diseminados aquí y allá, a poblar
la tierra. Algunos, como he admitido, aún son apenas reconocibles, pero
a otros puede reconocérseles. De vez en cuando nos encontramos con
alguno. Sus voces y sus rostros mismos son diferentes de los nuestros:
más fuertes, más tranquilos, más felices, más radiantes» (MC 229).
Estos hombres nuevos son los santos, o mejor dicho, quienes lu-
chan por ser santos, correspondiendo a la acción de la gracia. ¿Y qué
significa, según Lewis, convertirse en un hombre nuevo?
rán lo que nosotros llamamos visibles. ¿No es acaso posible que imagi-
nasen que, dado que todos estaban recibiendo la misma luz y todos
reaccionaban a ella de la misma manera (es decir, todos la reflejaban),
todos ellos se parecerían entre sí? Mientras que vosotros y yo sabemos
que la luz, de hecho, hará resaltar, o mostrará, lo diferentes que son entre
ellos. Pensemos ahora en una persona que no conoce la sal. Le dais una
pizca para que la pruebe y él experimenta un sabor particular, fuerte e
intenso. A continuación le decís que en vuestro país la gente utiliza la sal
en todo lo que cocina. ¿No es posible que él replique: “En ese caso, to-
dos vuestros platos tendrán exactamente el mismo sabor, porque el sa-
bor de eso que acabas de darme es tan fuerte que matará el sabor de
todo lo demás”. Pero vosotros y yo sabemos que el verdadero efecto de la
sal es exactamente el contrario. Lejos de matar el sabor del huevo, de la
carne o de la col, en realidad lo aumenta. Los alimentos no muestran su
verdadero sabor hasta que no les habéis puesto sal. (Como ya os he di-
cho, este no es, por supuesto, un ejemplo muy bueno, ya que se puede,
después de todo, matar el sabor de los alimentos si se les añade demasia-
da sal, mientras que no se puede matar el sabor de la personalidad hu-
mana añadiéndole “demasiado” Cristo. Estoy haciendo lo que puedo.)
Lo que ocurre con Cristo y nosotros es algo parecido. Cuanto más
nos liberemos de lo que llamamos “nosotros mismos” y le dejemos a Él
encargarse de nosotros, más nos convertiremos verdaderamente en no-
sotros mismos. Hay tanto de Él que millones y millones de “otros Cris-
tos”, todos diferentes, serán aún demasiado pocos para expresarlo total-
mente. Él los hizo a todos. Él inventó –como un autor inventa los
personajes de su novela– todos los hombres diferentes que vosotros y yo
estábamos destinados a ser. En ese sentido nuestros auténticos seres es-
tán todos esperándonos en Él. Es inútil intentar ser “nosotros mismos”
sin Él. (...) Cuando nos volvemos a Cristo, cuando nos entregamos a Su
Personalidad, es cuando empezamos a tener una auténtica personalidad
propia» (MC 230-232).
Con la gracia del humor inglés, Lewis hace valorar el lenguaje me-
tafórico de la Sagrada Escritura, haciéndonos descubrir el sentido
profundo de esas imágenes materiales, capaces de expresar cualidades
del cielo, de modo indirecto.
Una buena prueba, según Lewis, a favor de la existencia del Cielo,
es el deseo que hay en cada hombre de una felicidad completa –sin
cansancio y sin término–; deseo que lleva implícito unas ganas de ver
a Dios, Sumo Bien de la criatura. Lewis se sirve del deseo de alimen-
tos que experimenta todo hombre, como señal que esclarece este otro
deseo más alto, este anhelo de una felicidad trascendente.
«“El hambre no prueba que vayamos a tener pan”. Esta afirmación
es, a mi juicio, básicamente errónea. El hambre física de un hombre no
garantiza que sea capaz de conseguir pan. Un hambriento puede morir
de inanición en una balsa a la deriva sobre el Atlántico. Sin embargo, el
hambre humana demuestra de modo inequívoco la pertenencia del
hombre a una raza que necesita comer para reponer sus fuerzas físicas,
su condición de habitante de un mundo en el que existen sustancias co-
mestibles. De igual modo, aun cuando no creo que mi deseo de alcanzar
el Paraíso pruebe que habré de gozar de él (aunque sí desearía hacerlo),
considero ese anhelo una indicación bastante buena de su existencia y
de la esperanza de algunos seres humanos de merecerlo» (SPT 120).
¿En qué consistirá el gozo de los bienaventurados? Lewis responde
que el gozo celestial de los salvados será el aprecio concedido por
Dios. Esto significa que cada bienaventurado es un ingrediente real
de la felicidad divina, que Dios se complace en ellos porque son hijos
en el Hijo.
«Cuando comencé a investigar este asunto, me sorprendió descubrir
que cristianos tan diferentes como Milton, Johnson y Tomás de Aquino
consideraban sinceramente la gloria celestial como fama o buena reputa-
ción. No se trata naturalmente de notoriedad otorgada por nuestros se-
mejantes, sino de reputación concedida por Dios, de su aprobación o
“aprecio”, si me permiten la expresión. Cuando posteriormente medité
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1. Aslan es el nombre del Hijo de Dios en las Crónicas de Narnia. En este mundo
ficticio existen animales parlantes y el Verbo, para redimirlos, tomó la forma de
un gran león. De hecho, Aslan significa león en turco, y Lewis eligió este nombre
pensando en el León de Judá. (cfr. Carta del 22.II.1952 en LTC, 30).
2. J. T ISCHNER, Il mistero della Creazione, «Il Nuovo Areopago» 23 (1987) 144.
3. Cfr. Mc 3,22-30.
4. Cfr. Mc 3, 21.
5. Cfr. 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1.
6. Cfr. Rom 8, 19.
7. CONCILIO DE CALCEDONIA, Quinta sesión (22-X-451); DH 302.
8. F. OCARIZ; L.F. MATEO SECO; J.A. RIESTRA, El Misterio de Jesucristo, Pamplona
3
2004, p. 273.
9. 1 Cor 15, 5-6.
10. C.S. LEWIS, God in The Dock, Glasgow 1979, p. 65: «A man really ought to say,
“The Resurrection happened two thousand years ago” in the same spirit in which he
says, “I saw a crocus yesterday”».
11. C.S. LEWIS, Mere Christianity, London 1955, p. 133.
12. Cfr. MC 185.
13. C.S. LEWIS, The Screwtape Letters, London 1942.
14. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar al mundo apasionadamente, Homilía pronunciada
en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967, en Conversaciones con
Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1968, p. 174.
15. Ibid., p. 174.
16. Ibid.
17. JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucaristía, 17-IV-2003, n. 37.
18. Cathecismus Ecclesiae Catholicae, n. 1385.
19. C.S. LEWIS, Surprised by Joy. The Shape of My Early Life, London 1955.
20. C.S. LEWIS, The Problem of Pain, London 1940.
21. La palabra del texto original es finality, que significa la cualidad que tiene algo
cuando se sabe que aquello está agotado o concluido y que no puede ser cam-
biado.
22. Como una historia personal que culmina, en el sentido de una narración o relato.
23. C.S. LEWIS, Letters to Malcolm. Chiefly on Prayer, London 1964.
24. 2 Cor 5, 1.
25. El término accolade, que aparece en francés en el original, significa el abrazo acom-
pañado de espaldarazo que se daba a quien era armado caballero. (Nota del tra-
ductor José Luis del Barco).