HF Jp-II Enc 30111980 Dives-In-misericordia
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LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA
ÍNDICE
Prólogo
Introducción general
1. Introducción
2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su
pueblo por medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible y
llama a la conversión
2.3. Los Salmos
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión
4. Conclusión
1. Introducción
4. Conclusión
1. Introducción
2. Primer desafío: Problemas históricos
4. Conclusión
Conclusión General
Prólogo
22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro
«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después
de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no
volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo»
(Is 55,10-11).
INTRODUCCIÓN GENERAL
3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios
en la liturgia de la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística,
podemos afirmar que nosotros la escuchamos en un contexto teológico,
cristológico, soteriológico y eclesiológico. Dios ofrece la salvación, de modo
definitivo y perfecto en su Cristo, realizando la comunión entre Él mismo y
sus criaturas humanas, que son representadas por su Iglesia. Este lugar, que es
el más apropiado para la proclamación de la Sagrada Escritura, constituye
también el contexto más adecuado para estudiar la inspiración y la verdad.
Como hemos dicho, después de la proclamación de los correspondientes
textos bíblicos se afirma siempre que son «Palabra de Dios» (o «Palabra del
Señor»). Esta expresión puede ser entendida en un doble sentido: ante todo,
como palabra que proviene de Dios, pero también como palabra que habla de
Dios. Estos dos significados están íntimamente relacionados. Solo Dios
conoce a Dios; en consecuencia, solo Dios puede hablar de Dios de un modo
adecuado y fiable. Por ello solo una palabra que proviene de Dios puede
hablar justamente de Dios. La expresión «Palabra de Dios» invita a los fieles a
tomar conciencia de lo que están escuchando y a prestarle una atención
correspondiente. Los fieles deben tener la reverencia y la gratitud debidas a la
Palabra que proviene de Dios, y deben estar atentos para entender y
comprender lo que esta Palabra comunica sobre Dios, y entrar así en una
unión cada vez más viva con Él.
La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos
plantea la misma Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir
su calidad de Palabra de Dios. Señalamos aquí en concreto dos de los retos
que se plantean al lector: el primero procede del enorme progreso que se ha
producido en los dos últimos siglos en los conocimientos relativos a la
historia, la cultura y las lenguas de los pueblos del Próximo Oriente Antiguo,
que era el ambiente de Israel y de sus sagradas Escrituras. No es raro que se
presenten fuertes contrastes entre los datos de estas ciencias y lo que
encontramos en el relato bíblico, cuando se lee este último según el modelo de
una crónica que refiriera puntualmente los acontecimientos, incluso en un
orden escrupulosamente cronológico. Tales contrastes constituyen una
primera dificultad y suscitan interrogantes sobre la fiabilidad histórica de los
relatos bíblicos. Otro reto lo plantea el hecho de que no pocos textos bíblicos
están marcados por la violencia. Podemos citar, como ejemplo, los salmos de
imprecación y también el que Dios da a Israel de exterminar poblaciones
enteras. Los lectores cristianos se sienten incómodos y desorientados ante esos
textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a los cristianos el hecho
de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles, acusándolos
además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia. La tercera
parte del documento quiere afrontar estos y otros retos de interpretación,
mostrando, por un lado, cómo superar el fundamentalismo (cf. PCB, La
interpretación de la Biblia en la Iglesia, LEV, Città del Vaticano 1993: cf. EB
1381-1390), y, por otro, cómo evitar el escepticismo. Albergamos la
esperanza de que, eliminando tales obstáculos, quede expedito el acceso a una
recepción madura y adecuada de la Palabra de Dios.
Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que,
profundizando la comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la
Palabra de Dios sea acogida por todos en la asamblea litúrgica y en cualquier
otro lugar, de un modo cada vez más acorde con este singular don de Dios, en
el que Él se comunica a Sí mismo e invita a los hombres a la comunión con
Él.
PRIMERA PARTE
1. Introducción
6. Hemos visto que Dios es el autor único de la revelación y que los libros de
la Sagrada Escritura, que están al servicio de la transmisión de la revelación
divina, han sido inspirados por Él. Dios es «autor» de estos libros (DV, n. 16),
pero por medio de hombres que Él ha escogido. Éstos no escriben al dictado,
sino que son «verdaderos autores» (DV, n. 11), que emplean sus propias
facultades y capacidades. La Dei Verbum, n. 11 no especifica en los
particulares cuál sea esta relación entre los hombres y Dios, aunque en las
notas (18-20) remite a una explicación tradicional basada en la causalidad
principal e instrumental.
8. Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una
situación específica: la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en
ellos mediante la persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el
mismo Jesús de modo muy preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6),
afirmación esta que se funda en el conocimiento singular que el Hijo tiene del
Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).
2.1. El Pentateuco
La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos
del Pentateuco sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así,
en momentos especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo
de poner por escrito, por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex
24,4) o el texto de su renovación (Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece
realizar el significado de esas instrucciones poniendo por escrito otras cosas
importantes (Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la
Torah (cf. Dt 27,3.8; 31,9). El libro del Deuteronomio valora en particular el
papel específico de Moisés, presentándolo como mediador inspirado de la
revelación e intérprete autorizado de la Palabra divina. Sobre esta base se ha
desarrollado armónicamente la idea tradicional de que Moisés es el autor del
Pentateuco, de modo que los libros de Moisés no sólo hablan de él, sino que
además son considerados obra suya.
13. Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las
partes del Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen
divino de su contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes
mediante seres humanos: Moisés, el arquetipo de los profetas (Dt 18,18-22),
en el Pentateuco; los profetas, en los libros proféticos y en los libros
históricos. Ahora se trata de mostrar cómo los libros proféticos y los libros
históricos afirman el origen divino de su contenido.
Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que
éstos son de origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de
la palabra del Señor». Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula
puede resumirse en la afirmación: «la palabra del Señor vino a …», seguida
del nombre del profeta, receptor de la palabra (como en los libros de Jeremías,
Ezequiel, Oseas, Joel, Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces también del
nombre de sus destinatarios (como en Ageo y Malaquías). Estos títulos
declaran además que el contenido de los libros en cuestión, sea puesto en boca
de Dios o en la de los profetas, es todo él palabra de Dios. Los demás títulos
de los libros proféticos informan de que éstos refieren el contenido de visiones
tenidas por personajes, cuyos nombres son Isaías, Amós, Abdías,
Nahún y Habacuc. El título del libro de Miqueas yuxtapone la «fórmula del
acontecimiento de la palabra del Señor» a la mención de la visión. Aunque no
se diga explícitamente, en el contexto de los libros proféticos, la causa de las
visiones no puede ser sino el Señor mismo. Éste es por lo tanto el autor de los
libros en cuestión.
Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son
Palabra de Dios. Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto
hacen otro tanto. La expresión más frecuente, la «fórmula profética» por
excelencia, es «así dice el Señor». Al abrir el discurso con esta fórmula, el
profeta se presenta como mensajero del Señor. Informa así a sus oyentes de
que el discurso que les dirige no se debe a él, sino que tiene al Señor como
autor.
Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los
libros proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el
Señor». A diferencia de la primera de estas expresiones, llamada «fórmula del
mensajero», que introduce los discursos, las dos últimas los cierran. Sirviendo
de firma puesta al final de un escrito, atestiguan que el Señor es el autor del
discurso que precede.
b. Los profetas, mensajeros del Señor
14. De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que
los autores de los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13),
Jeremías (1,4-10), Ezequiel (1,3-3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías
y de Ezequiel tienen por marco una visión. Probablemente lo mismo vale para
Jeremías. El relato de la misión de Isaías es una buena muestra del género,
porque está bastante desarrollado, aunque al mismo tiempo es muy conciso.
En el consejo divino, al que Isaías asiste en la visión, el Señor, buscando un
voluntario, pregunta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?», e Isaías
responde: «Heme aquí, envíame». Aceptando la oferta de Isaías, el Señor
concluye: «Ve y tú dirás a este pueblo…». Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-
10). Estructurado por los verbos «enviar, ir, decir», el relato concluye en el
discurso del Señor que Isaías tiene la tarea de trasmitir al pueblo. Lo mismo
vale para los otros tres «relatos de envío profético» arriba citados, que
concluyen, también ellos, con la orden que da el Señor a su enviado de
trasmitir el mensaje que le comunica (Ez 2,3-4; 3,4-11; Am 7,15). En el relato
del envío de Jeremías el Señor insiste en el carácter perentorio de su mandato
(cf. también Am 3,8) y contemporáneamente en la exactitud que debe
caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor me dijo: No digas:
“soy joven” porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y dirás todo
aquello que te ordene…» (Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos relatos
fundan el papel de mensajeros del Señor que los libros proféticos reconocen a
sus respectivos autores y, consiguientemente, fundan también el origen divino
de su mensaje.
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia
infalible, y llama a la conversión
16. Como en Josué–Reyes, también en las Crónicas abundan los discursos del
Señor. Él habla directamente a Salomón (2 Crón 1,7.11-12; 7,12-22). En
general el Señor se dirige al rey o al pueblo por medio de intermediarios: la
mayor parte de ellos recibe un título «profético», pero los hay también sin
título. El primer puesto corresponde a profetas como Natán (cf. 1 Crón 17,1-
15) y muchos otros. El Señor se sirve también de videntes como Gad (cf. 1
Crón 21,9-12) y de personas que tienen diversos oficios y hasta de reyes
extranjeros como Necó (cf. 2 Crón 35,21) y Ciro (cf. 2 Crón 36,23). Los jefes
de familia de los músicos del Templo profetizan (cf. 1 Crón 25,1-3).
Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como
respuesta a su clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas
de Dios.
Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a
todo el pueblo mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación
y en la historia de Israel. El Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y
describe el modo en que hablan: «El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la
noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe
su lenguaje». Corresponde al que ora comprender este lenguaje que habla de
la «gloria de Dios» (cf. Sal 147,15-20), y expresarlo con palabras propias.
18. Tomemos como ejemplos los Sal 17 y Sal 50. En el primer texto la
experiencia de Dios inspira a un justo acusado falsamente, a elevar una
plegaria de confianza incondicional en Dios; en el segundo esta experiencia
hace oír la voz de Dios que denuncia el comportamiento equivocado del
pueblo.
19. La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5;
147,5). Es Él quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal
51,8), volviendo al hombre sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como
las ve Dios. David poseía esta sabiduría e inteligencia desde el momento en
que Dios lo llamó para ser rey de Israel (cf. Sal 78,72).
El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la
sabiduría. En la parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la
instrucción del Señor («Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus
sendas: haz que camine con lealtad; enséñame»: vv. 4-5), basándose en la
disponibilidad de Dios para donarla (vv. 8-9). El temor de Dios es la actitud
indispensable para ser beneficiarios de la enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay
alguien que tema al Señor? Él le enseñará el camino escogido» (25,12). A los
que temen a Dios no sólo se les indica el camino recto a seguir, sino que,
como explicita el Sal 25, también reciben una iluminación más amplia y
profunda: «El Señor se confía a los que lo temen, y les da a conocer su
alianza» (v. 14); en otros términos, Él les otorga una relación de amistad
íntima y un conocimiento penetrante del pacto que ha estipulado con Israel en
el Sinaí. Vemos por tanto que la relación con Dios expresada con la
terminología del «temor de Dios» es la fuente inspiradora de la que provienen
muchos salmos sapienciales.
2.5 Conclusión
22. Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo
Testamento, que estos manifiestan la relación de sus autores con Dios
solamente a través de la persona de Jesús. En este sentido ocupan un lugar
especial los cuatro evangelios. La Dei Verbum habla, en efecto, de su
«merecida superioridad, pues son el principal testimonio acerca de la vida y
doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador» (n. 18). Así, pues, tenemos
en cuenta el papel privilegiado de los evangelios; por ello después de una
introducción que expone lo que tienen en común, se explicitará en primer
término el acercamiento de los evangelios sinópticos y luego el que
caracteriza al evangelio de Juan. De los otros escritos neotestamentarios
seleccionamos los más importantes, y nos ocuparemos, en consecuencia, de
los Hechos de los Apóstoles, de las cartas del apóstol Pablo, de la carta a los
Hebreos y del Apocalipsis.
23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada
Escritura porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó»
(Hch 1,1), y, al propio tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros
que debían propagar la Palabra de Dios revelada por él. Los evangelios, al
presentar la persona de Jesús y su relación con Dios, y a los apóstoles con la
formación y la autoridad que confirió Jesús, atestiguan la manera específica en
que su texto proviene de Dios.
Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en
determinadas líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran
convergencia a la hora de presentar la persona de Jesús y su mensaje. Aquí
ofrecemos cierta una síntesis que resalta los puntos principales.
Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo
de Dios, que entienden no sólo como título mesiánico, sino además como
expresión de una relación –única y sin precedentes– con el Padre celestial, con
lo que supera el papel salvífico y revelador de todos los demás seres humanos.
Ello se expone de la forma más explícita en el evangelio de Juan, tanto al
comienzo, en el prólogo (1,1-18), como en los capítulos sobre el Señor
resucitado, primero en el encuentro con Tomás (20,28) y luego en la última
afirmación sobre el significado inagotable de la vida y de la enseñanza de
Jesús (21,25). Este mismo mensaje se encuentra también en el evangelio de
Marcos en la forma de una inclusión literaria: al comienzo se declara que
Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (1,1) y al final se cita el testimonio del
centurión romano sobre Jesús crucificado: «Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios» (15,39). El mismo contenido lo atestiguan los otros evangelios
sinópticos, en términos fuertes y explícitos, en una oración de júbilo que Jesús
dirige a su Padre (Mt 11,25-27; Lc 10,21-22). Usando expresiones
francamente únicas, Jesús no declara únicamente la perfecta igualdad
existente entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino que afirma también
que esta relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de
revelación: solo el Hijo puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al
Hijo.
25. Los evangelios sinópticos presentan la historia de Jesús de tal modo que
no dejan espacio entre la perspectiva del autor de la narración y el retrato de la
persona y de la vida y misión de Jesús que él ofrece. Al describir las múltiples
relaciones de Jesús con Dios, los evangelios muestran, implícitamente, su
relación con Dios y su proveniencia de Dios, siempre mediante la persona y el
papel revelador y salvador de Jesús.
Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc
1,1-4; Hch 1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la
tradición apostólica. De ese modo considera su obra en el marco del proceso
del testimonio apostólico sobre Jesús y sobre la historia de la salvación,
testimonio iniciado con los primeros seguidores de Jesús («testigos oculares»),
proclamado en la primera predicación apostólica («ministros de la palabra») y
continuado ahora de una forma nueva mediante el evangelio de Lucas. De este
modo Lucas muestra explícitamente la relación de su evangelio con Jesús
revelador de Dios y afirma la autoridad reveladora de su obra.
26. Los evangelios ilustran de varios modos la relación singular de Jesús con
Dios. Lo presentan como: a) el Cristo, el Hijo de Dios en su relación,
privilegiada y única con el Padre; b) alguien que está lleno del Espíritu Santo;
c) que actúa con el poder de Dios; d) que enseña con la autoridad de Dios; e)
alguien cuya relación con el Padre se revela y confirma definitivamente
mediante su muerte y resurrección.
Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el
Espíritu de Dios descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y
corroboran la actuación del Espíritu Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc
3,28-30). Lucas, en particular, menciona repetidamente al Espíritu que anima
a Jesús en su misión de enseñar y curar (cf. Lc 4,1.14.18-21). Este mismo
evangelista afirma que, en un momento de gran conmoción, Jesús «se llenó de
alegría en el Espíritu Santo» (10,21) y dijo: «Todo me ha sido entregado por
mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre
sino el Hijo» (Lc 10,21-22; cf. también Mt 11,25-27).
Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular.
En la transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo,
el amado; escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de
Cafarnaún, los testigos de la primera enseñanza y del primer exorcismo de
Jesús, exclaman: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con
autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1,27).
En Mt 5,21-48 Jesús establece autoritativamente un contraste entre su
enseñanza y puntos clave de la ley: «Habéis oído que se dijo a los antiguos
[…], pero yo os digo…». Él declara además que es «Señor del sábado» (Mt
12,8; Mc 2,28; Lc 6.5). La autoridad que ha recibido de Dios se extiende al
perdón de los pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc 5,24).
29. Las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son consideradas como relato
de la historia de Dios con este pueblo y como Palabra de Dios. Los evangelios
sinópticos muestran también la relación de Jesús con Dios cuando cualifican
su historia como cumplimiento de las Escrituras. La relación particular de
Jesús con Dios se muestra también en su manifestación al fin de los tiempos.
c. Conclusión
30. Los evangelios sinópticos muestran la relación singular de Jesús con Dios
en toda su vida y actividad; muestran igualmente el significado singular de
Jesús para la consumación de la historia de Dios con el pueblo de Israel y para
la consumación definitiva de toda la historia. Es en Jesús en quien Dios se
revela a sí mismo y su proyecto de salvación para toda la humanidad; es en
Jesús en quien Dios habla a las personas humanas, a través de Jesús son
conducidas a Dios y unidas a Él; a través de Jesús obtienen la salvación.
Presentando a Jesús, que es Palabra de Dios, los propios evangelios se
convierten en palabra de Dios. Es propio de las Sagradas Escrituras de Israel
hablar de Dios con autoridad y conducir a Dios con seguridad. Ese mismo
carácter se manifiesta en los evangelios, y conduce a la creación de un canon
de escritos cristianos que enlaza con el canon de las Sagradas Escrituras
hebreas.
33. El testimonio del discípulo resulta posible por el don del Espíritu Santo.
En su discurso de adiós (Jn 14,16) Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga
el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que
procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis
testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (15,26-27). Los
discípulos son los testigos oculares de toda actividad de Jesús «desde el
principio». Pero el testimonio de fe, que conduce a creer en Jesús como Cristo
e Hijo de Dios (cf. 20,31), se da por el poder del Espíritu, que al proceder del
Padre y ser enviado por Jesús, crea en los discípulos la unión más viva con
Dios. El mundo no puede recibir al Espíritu (14,17), pero los discípulos lo
reciben para su misión en el mundo (17,18). Jesús precisa que el Espíritu da
testimonio de él: «Será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo
que os he dicho» (14,26) y «os guiará hasta la verdad plena» (16,13). La obra
del Espíritu queda referida enteramente a la actividad de Jesús y se orienta a
conducir a una comprensión cada vez más profunda de la verdad, es decir, de
la revelación de Dios Padre aportada por Jesús (cf. 1,17-18). El testimonio de
cada discípulo en favor de Jesús resulta eficaz únicamente por la acción del
Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir en relación con el cuarto evangelio, que
se presenta como el testimonio escrito por el discípulo amado de Jesús.
El libro de los Hechos refiere la proclamación del Evangelio por parte de los
apóstoles, especialmente a través de Pedro y Pablo. Al principio del libro
Lucas ofrece la lista de los apóstoles, que incluye a Pedro y a los otros diez
(Hch 1,13). Estos Once forman el núcleo de la comunidad a la que se
manifiesta el Señor resucitado (cf. Lc 24, 9.33) y constituyen un puente
esencial entre el evangelio de Lucas y el libro de los Hechos (cf. Hch 1,13.26).
35. La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta
la múltiple relación de aquellos con Jesús.
También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los
milagros de Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22;
10,38). Él ha confiado esa tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos
habla genéricamente de “signos y prodigios” (2,43; 5,12; 14,3) cuando se
refiere a las obras de los apóstoles. Narra también milagros particulares como
curaciones (3,1-10; 5,14-16; 14,8-10), exorcismos (5,16; 8,7; 19,12),
resurrección de los muertos (9,36-42; 20,9-10). Los apóstoles realizan estas
acciones en el nombre de Jesús, con su poder y autoridad (3,1-10; 9,32-35).
El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc
24,49), el bautismo «con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu
Santo» (Hch 1,8). El día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos
y «se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2,4), Espíritu prometido por el
Padre e infundido por Jesús tras haber sido exaltado a la diestra de Dios (Hch
2,33). Con este Espíritu «Pedro con los Once» (Hch 2,14) da valientemente el
primer testimonio público de la obra y la resurrección de Jesús (Hch 2,14-41).
e. Conclusión
38. Una de las características del libro de los Hechos es que se refiere a la
actividad de los «los testigos oculares y ministros de la Palabra», los cuales
tienen una relación múltiple con Jesús. Ellos son ante todo testigos de la
resurrección de Jesús, que dan testimonio fundados en los encuentros con el
Señor resucitado y por la fuerza del Espíritu Santo. Presentan la historia de
Jesús como cumplimiento del designio salvífico de Dios, refiriéndose al
Antiguo Testamento y viendo su propia actividad desde esa misma
perspectiva. Todo lo que se cuenta proviene de Jesús y de Dios. En razón de
esta clara cualidad del contenido del libro de los Hechos, también el texto
proviene de Jesús y de Dios.
Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la
tradición judía de lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su
inspiración. Al ser un hebreo creyente, los recibe como testimonio de la
voluntad y del plan salvífico de Dios para la humanidad. Con sus
correligionarios, cree en su verdad, en su santidad y en su unidad. Por medio
de ellos Dios se nos comunica, nos interpela y nos manifiesta su voluntad
(Rom 4,23-25; 15,4; 1 Cor 9,10; 10,4.11).
Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías
de Cristo y de nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos,
como profecía de la salvación ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello
mismo, como profecías del Evangelio (Rom 1,2): las Escrituras están
orientadas cristológicamente y deben ser leídas como tales (2 Cor 3).
¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la
circuncisión– es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración
del Evangelio no puede proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se
había opuesto a ello ferozmente, y porque, si ahora anuncia lo contrario de lo
que antes pensaba, no es por incoherencia intelectual: de hecho todos sus
correligionarios conocían bien la firmeza de sus convicciones (Gál 1,13-14).
Pablo muestra luego que su Evangelio no puede proceder de los otros
apóstoles, no solo porque él los visitó mucho tiempo después del encuentro
con Cristo, sino además porque no vaciló en enfrentarse con Pedro, el más
conocido de los apóstoles, cuando este mantuvo una postura que convertía de
hecho la circuncisión en un factor de discriminación entre cristianos (Gál
2,11-14). En conclusión: que, puesto que su Evangelio le había sido revelado,
también él había tenido que obedecer lo que Dios le había dado a conocer. Es
por esta razón por lo que puede decir, al comienzo de la misma carta a los
Gálatas: «Pues bien, aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara
un evangelio distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema!» (Gál 1,8;
cf.1,9).
Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago,
Pedro y Juan, los más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron
que Dios lo había constituido apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el
único en afirmar el origen divino de su vocación, ya que esta última fue
reconocida por las autoridades eclesiales de entonces.
Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco
común: Dios habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice
«por medio de» (Mt 1,22; 2,15; etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista
la presencia activa de Dios mismo en sus mensajeros. Es el único sentido
adecuado a la segunda expresión: «por el Hijo». A los profetas en sentido
amplio, es decir, a todos aquellos cuyas intervenciones nos cuenta la Biblia,
sucede un último mensajero que es «Hijo». La posición escogida para
nombrarlo, al final de la frase, concentra la atención en él. Una vez
mencionado, no se hablará sino de él (1,2-4). El encuentro de Dios con el
hombre se efectúa solo en él. Anteriormente Dios envió a «sus siervos los
profetas» (Jer 7,25; 25,4; 35,15; 44,4); ahora, su mensajero no es ya un simple
siervo, es «el Hijo». Al hablar por medio de los profetas, Dios se dio a
conocer, pero indirectamente, por persona interpuesta; ahora el encuentro con
la Palabra de Dios se realiza en el Hijo. El que nos habla ahora no es ya un
hombre distinto de Dios, sino una persona divina, cuya unidad con el Padre
queda expresada con las fórmulas más fuertes que el autor pudo encontrar:
«reflejo de su gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios volverse a
nosotros asumiendo nuestro lenguaje; viene En la persona de Jesucristo vino
Él mismo a compartir realmente nuestra existencia y a hablar no sólo el
lenguaje de las palabras, sino también el de la vida ofrecida y la sangre
derramada.
3.7. El Apocalipsis
Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación,
interesante y detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del
Apocalipsis, del puro nivel de Dios al nivel concreto de un libro legible en la
asamblea litúrgica.
Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos
encontramos con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra
en él, la «Palabra de Dios» viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres,
se presentará ante ellos, consiguientemente, como un testigo totalmente fiable,
que, en cuanto Hijo a nivel trinitario, es capaz de acoger plenamente el
contenido del Padre, de quien todo deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede
comunicarlo adecuadamente a los hombres.
La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una
modalidad particular: el Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa
la revelación «con signos» simbólicos que son percibidos, «vistos» por Juan y
comprendidos por él adecuadamente gracias a la mediación de un ángel que
los explica. A su vez, la revelación que ha llegado a adquirir la expresa Juan
en un mensaje suyo a las iglesias, y, llegada a este punto, la revelación se
convierte en un texto escrito. El contacto con el Padre y con el Hijo encarnado
que ha dado origen al texto sigue manteniéndose posteriormente y se
convierte en una cualificación permanente de la misma. Cuando, como último
paso de su acontecer, la revelación escrita se anuncie en la asamblea litúrgica,
asumirá la forma de profecía.
Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10),
con referencia a toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y
con el corazón en su comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día
del Señor”, propio de la asamblea litúrgica, una acción del Espíritu que se
hace presente de un modo nuevo: «El día del Señor fui arrebatado en
Espíritu». El «ser arrebatado» por medio del Espíritu y en contacto con él,
implica para Juan una transformación interior que, aun sin alcanzar
necesariamente un nivel extático, lo habilita para captar e interpretar el signo
simbólico complejo que le será presentado de inmediato. Ello producirá en
Juan una nueva experiencia existencial, cognoscitiva y afectiva, de Jesucristo
resucitado, de quien recibirá luego el encargo de enviar un mensaje escrito a
las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).
4. Conclusión
51. Era nuestra intención individuar en algunos libros bíblicos los indicios de
la relación entre quienes los han escrito y Dios, evidenciando así cómo se
atestigua su proveniencia de Dios. De este modo ha resultado así una especie
de fenomenología bíblica de la relación «Dios–autor humano». Ahora, tras
señalar breve y ordenadamente cuanto hemos tratado ya, resaltamos algunos
rasgos característicos de la inspiración, y ofrecemos finalmente una
conclusión sobre el modo apropiado con el que deben ser acogidos los libros
inspirados.
a. Breve síntesis
En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y
Dios se expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el
personaje instituido por Dios como único mediador de su revelación. En esta
parte de la Escritura encontramos la afirmación singular de que el mismo Dios
ha escrito el texto de los diez mandamientos y lo ha entregado a Moisés (Éx
24,12); lo cual atestigua la proveniencia directa de este escrito de Dios. Luego
Moisés es encargado de escribir otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27),
pasando a ser, en definitiva, mediador del Señor para toda la Torá (cf. Dt
31,9). Los libros proféticos, por su parte, conocen diversas fórmulas para
expresar el hecho de que Dios comunica su Palabra a mensajeros inspirados
que deben trasmitirla al pueblo. Mientras que en el Pentateuco y en los libros
proféticos la Palabra de Dios es recibida directamente por los mediadores
escogidos por Dios, en los Salmos y en los libros diversos encontramos una
situación diversa. En los Salmos el orante escucha la voz de Dios percibida
sobre todo en los grandes acontecimientos de la creación y de la historia
salvífica de Israel, pero también en algunas experiencias personales
peculiares. De forma análoga, en los libros sapienciales el estudio meditativo
de la ley y de los profetas, inspirado por el temor de Dios, hace de las diversas
instrucciones una enseñanza de la sabiduría divina.
a. Algunos ejemplos
Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del
cumplimiento de las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta
(escribiendo: «Como dice [ha dicho] el profeta»), sino que, explícita o
implícitamente, las asigna a Dios mismo, utilizando el pasivo teológico:
«Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho [por el
Señor] por medio del profeta» (Mt 1,22: 2.15: 2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4);
el profeta es sólo el instrumento de Dios. Al presentar lo sucedido con Jesús
como cumplimiento de la antigua promesa da una interpretación cristológica
de la misma.
En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace
enfrentándose a sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para
obtener la vida eterna (Jn 5,39).
55. En estas dos cartas (2 Tim y 2 Pe) encontramos los únicos testimonios
explícitos de la naturaleza inspirada del Antiguo Testamento.
Pablo recuerda a Timoteo su formación en la fe, diciendo: «Desde niño
conoces las Sagradas Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la
salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura, inspirada por
Dios, es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tim 3,15-16). Las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento,
leídas desde la fe en Cristo Jesús, constituían la base de la enseñanza religiosa
de Timoteo (cf. Hch 16,1-3: 2 Tim 1,5) y contribuían a afianzar su fe en Cristo
Jesús. Al cualificar todas estas Escrituras como «inspiradas», dice que su
autor es el Espíritu de Dios.
Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas
relecturas y de múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre
igualmente dentro de ciertas reagrupaciones literarias: así, en el caso de la
Torá, las recopilaciones legislativas más recientes proponen un desarrollo y
una interpretación de las leyes preexílicas; más todavía, en el libro de Isaías
encontramos huellas de desarrollos sucesivos y de una tarea literaria de
unificación.
Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos
antiguos; es lo que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que
identifica la Torá con la Sabiduría.
El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos
han integrado tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y
las expresiones litúrgicas de la primitiva comunidad cristiana: la carta a los
Corintios, por ejemplo, cita una antigua confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por
otra parte, los libros recogidos en el Canon del Nuevo Testamento reflejan un
desarrollo y una evolución en la elaboración teológica e institucional de las
primeras comunidades: así las cartas de Tito y a Timoteo atestiguan funciones
ministeriales y procedimientos de discernimiento más elaborados respecto a
los de las primeras cartas escritas por Pablo.
Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura
sincrónica: en la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado
entre el libro del Génesis y el Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a
comprenderlas como un todo, como un único relato que se desarrolla, desde la
creación hasta la nueva creación inaugurada por Cristo.
La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los
textos que la constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un
libro bíblico está inspirado significa reconocer que el mismo constituye un
vector específico y privilegiado de la revelación de Dios a los hombres, y que
sus autores humanos fueron impulsados por el Espíritu a expresar verdades de
fe, en un texto situado históricamente y recibido como normativo por las
comunidades creyentes.
Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores
respectivos. Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a
rememorar y aplicar la enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el
pasado (cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14; 3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en
que se refieren con insistencia a la muerte de los autores, funcionan
efectivamente como conclusión de la colección de las cartas respectivas.
Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo
cultural de un determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje
de aquella sociedad, y se impone como modelo para los futuros escritores. Un
libro se convierte en clásico no porque lo decrete una autoridad, sino porque
es reconocido como tal por los más cultos del pueblo. También muchas
religiones tienen, por decirlo así, sus clásicos. En este caso se escogen los
escritos que reflejan las creencias de los seguidores de esas religiones, los
cuales encuentran en aquellos las fuentes de sus prácticas religiosas. Esto
ocurre en el Próximo Oriente Antiguo, en Mesopotamia, y también en Egipto.
El mismo fenómeno se ha dado también entre los judíos hebreos, quienes, por
su conciencia especial de ser el pueblo elegido por Dios, se identifican
substancialmente con su tradición religiosa. Entre los diversos escritos
conservados en sus archivos los escribas eligieron, por tanto, aquellos que
contenían las leyes sagradas, el relato de su historia nacional, los oráculos
proféticos y la recopilación de los dichos sapienciales en los que el pueblo
hebreo podía verse reflejado y reconocer el origen de su fe. Y lo mismo
ocurrió entre los cristianos de los primeros siglos, con los escritos apostólicos
ahora contenidos en el Nuevo Testamento.
La época preexílica
La época postexílica
Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los
comienzos de la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los
Profetas y los Escritos (de naturaleza predominantemente sapiencial). Los que
habían vuelto de Babilonia necesitaban reencontrar su identidad como pueblo
de la alianza. Se hacía, pues, necesario codificar leyes, que reclamaban
también los persas dominadores. La recopilación de los recuerdos históricos
los conectaba con la Judea preexílica; los libros proféticos servían para
explicar las causas de la deportación, en tanto que los Salmos eran
indispensables para el culto en el Templo reconstruido. Y, puesto que se creía
que la profecía había cesado desde el reinado de Artajerjes (465-423 a.C.) y
que el espíritu había pasado a los sabios (cf. Flavio Josefo, Contr.
Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-313), comenzaron a producirse varios libros
sapienciales compuestos por escribas cultos. Estos se encargaron de recoger
los libros que, en virtud de su antigüedad, veneración religiosa y autoridad,
podían proveer una identidad precisa a los regresados, también frente a sus
nuevos dominadores. Por lo tanto no se excluyen motivos políticos y sociales
en la formación inicial del Canon. Podemos entonces considerar el gobierno
de Nehemías como el terminus a quo de la formación del Canon. De hecho, 2
Mac 2,13-15 nos informa de que Nehemías fundó una biblioteca, recogiendo
todos los libros sobre los reyes y los profetas y los escritos de David, así como
las cartas de los reyes sobre ofrendas votivas. Además, lo mismo que en
tiempos de Josías, el escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad el libro de la
Ley de Moisés (Neh 8).
En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros
reconocidos por los judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43),
los cuales contenían leyes, tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha
cifra se explica porque muchos libros que van separados en nuestras ediciones
de la Biblia (p.ej. los Doce Profetas), cuentan como uno solo. El número 22
puede indicar totalidad, porque corresponde a las letras del alfabeto hebreo.
Hoy se tiende a datar la conclusión del Canon rabínico en el siglo II d.c., o
aún más tarde, bien por razones internas al judaísmo, o bien para hacer frente
a los libros del Nuevo Testamento, considerados por los cristianos como
Sagradas Escrituras. Actualmente, sobre todo tras los descubrimientos de
Qumrán, no se acepta la distinción, habitual hasta ahora, entre un Canon
palestino de 22 libros y otro más amplio en la diáspora.
Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la
forma de rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según
resulta habitual hoy para un libro); ello contribuyó notablemente a la
formación de pequeños conjuntos literarios que podían ser recogidos en un
solo tomo, como ocurrió ante todo con los evangelios y las cartas de Pablo.
Más tardías son las alusiones a la constitución de un corpus johanneum y el de
las cartas católicas.
Desde finales del siglo II en adelante comienzan a aparecer listas de libros del
Nuevo Testamento. Aceptación universal tuvieron los cuatro evangelios, los
Hechos y trece epístolas paulinas, mientras que hubo vacilaciones sobre la
Carta a los Hebreos, las cartas católicas y también sobre el Apocalipsis. En
algunas listas se incluían también la primera Carta de Clemente, el Pastor de
Hermas y algún otro escrito. Sin embargo éstos, al no ser leídos en todas las
iglesias, no fueron asumidos en el Canon. Sobre la base de un consenso
general de las Iglesias, expresado en numerosas declaraciones del Magisterio
y atestiguado en pronunciamientos importantes de varios sínodos locales, el
Concilio de Hipona (a finales del siglo IV) fijó el Canon del Nuevo
Testamento, confirmado por la definición dogmática del Concilio de Trento.
SEGUNDA PARTE
62. En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los
escritos bíblicos atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción,
en una primera sección señalaremos cómo algunos libros del Antiguo
Testamento, presentan las verdad revelada por Dios, preparando la revelación
evangélica (cf. Dei Verbum [DV], n. 3); en una segunda sección mostraremos
lo que algunos escritos del Nuevo Testamento exponen sobre la verdad
revelada por medio de Jesucristo, que lleva a cumplimiento la revelación
divina (cf. DV, n. 4).
1. Introducción
Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17,
cita en la nota 21 el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San
Agustín, quien excluye de la enseñanza bíblica todo aquello que no es útil
para nuestra salvación; y Santo Tomás, basándose en la primera cita de San
Agustín, dice en el De veritate q. 12, a. 2: Illa vero, quae ad salutem pertinere
non possunt, sunt extranea a materia prophetiae, («Sin embargo las cosas que
no pueden concernir a la salvación son extrañas a la materia de la profecía»).
67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la
creación (Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de
todo. En cuanto «relatos de la creación» no informan sobre «cómo» ha
comenzado el mundo y el hombre, sino que hablan del Creador y de su
relación con la creación y con la criatura. Cuando estos textos de la
antigüedad se leen según la perspectiva moderna, se producen siempre
grandes malentendidos, pues se considera que son afirmaciones sobre «cómo»
se han producido el mundo y el hombre. Para responder más adecuadamente a
la intención de los textos bíblicos se hace necesario contrastar tal lectura, sin
establecer una oposición entre sus asertos con los conocimientos de las
ciencias naturales de nuestra época. Estas no eliminan la pretensión de la
Biblia de comunicar la verdad, ya que la verdad de los relatos bíblicos sobre la
creación atañe a la coherencia, llena de sentido, del mundo como obra creada
por Dios.
Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el
conjunto canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia
cristiana. Pese a usar imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma
verdad: el mundo creado es un don de Dios y el proyecto divino se orienta al
el bien del hombre (cf. Gén 2,18), como se deduce, entre otras cosas, del
recurso frecuente al adjetivo «bueno» (cf. Gén 1,4-31). De este modo, la
humanidad es situada en una «relación de creación» frente a Dios: el don
originario y gratuito del Creador requiere la respuesta del hombre.
a. El Dios fiel
Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-
4; etc.), son la voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del
verdadero Dios en la complicada historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11):
ellos proclaman: “Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abraham tu bondad,
como antaño prometiste a nuestros padres” (Miq 7,20).
La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4),
enteramente fiable (Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se
podrán mantener firmes (Is 7,9) sin temor de perderse (Os 4,10).
b. El Dios justo
72. Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien
entra en su alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a
cada uno que recorra el camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los
profetas, en el curso de la historia, son los heraldos de la justicia perfecta, la
que Dios realiza (Is 30,18; 45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof 3,5) y la que Él pide a los
hombres (Is 1,17; 5,7; 26,2; Ez 18,5-18; Am 5,24); aquellos no sólo recuerdan
las directivas del Señor, explicitando su sentido, sino que denuncian con
valentía cualquier desviación de la vía del bien por parte de los individuos y
de las naciones. De este modo llaman a la conversión, amenazando con el
castigo justo por los crímenes cometidos, y anuncian la catástrofe inevitable
sobre aquellos que, en su perversión, no quieren escuchar la amonestación
divina (Is 30,12-14; Jer 6,19; 7,13-15).
c. El Dios misericordioso
Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer
30,3.18; 31,23; Ez 16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del
mundo, pues anuncian nuevos cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer
31,22). El acontecimiento del perdón divino, que va acompañado de una
inaudita riqueza de dones espirituales (Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-22; Jl
3,1-2) y se hace visible en el florecimiento extraordinario del pueblo
restaurado en formas institucionales perfectas (Is 54,1-3; 62,1-3; Jer 30,18-21;
Os 14,5-9), lo cual ocurre de hecho en el acontecimiento definitivo de la
historia, no podía ser previsto ni imaginado por la mente humana: «Desde
ahora –dice el Señor por medio de Isaías– te hago oír cosas nuevas, secretos
que no conocías. Solo ahora son creadas, no desde antiguo ni antes de hoy; no
las habías oído y no puedes decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es el Señor, por
medio de los profetas, quien revela sus proyectos, infinitamente superiores a
cuanto las criaturas pueden concebir (Is 55,8-9); y es en la manifestación
eficaz de la gracia como Dios da a conocer la perfección de su verdad,
llevando a cumplimiento el sentido de la historia.
Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la
promesa (Hch 3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la
salvación (Hch 13,26): en la Pascua del Señor Jesús verán, con actitud
adorante, la manifestación plena del Dios fiel, justo y misericordioso.
74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial
sobre Dios y sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal,
sino una persona que escucha y responde. Cada israelita sabe que puede
volverse a Él en cualquier circunstancia de la vida: en la alegría y en el dolor.
Dios se ha revelado como el Dios presente (cf. Éx 3,14), que conoce a la
persona que ora y siente hacia ella el interés más vivo y benévolo.
La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como
respuesta al grito angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a
socorrernos!» (Sal 44,27). Dios es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2),
«alcázar» (vv. 8.12) para indicar el poder con el que protege a sus fieles
reunidos en Sión. Todos son invitados a reconocerlo: «Venid a ver las obras
del Señor» (v. 9). Luego el Salmo precisa cuáles son estas obras: «Pone fin a
la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende
fuego a los escudos» (v. 10). El Señor mismo se vuelve a los fieles, diciendo:
«Rendíos, reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que
la tierra» (v. 11). Los adversarios deben dejar de presentar batalla, deben
reconocer al Señor y su majestad universal, que alcanza a todas las gentes y
toda la tierra. La intervención poderosa de Dios en favor de Sión tiene un
significado universal: Él trae la paz no sólo a la ciudad de Dios (cf. v. 5), sino
a todas las naciones, a toda la tierra (cf. v. 11).
La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)
76. Volviéndose hacia el pecador, Dios instaura con él una relación dinámica
y profunda, inspirada en la justicia. Este proceso se desarrolla en varias
etapas:
- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios,
crea en mí un corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante
suplica por tres veces recibir el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de
«tu santo espíritu», «un espíritu generoso» (vv. 12.13.14). Pide una
renovación interior y permanente, para la cual es decisiva la presencia del
Espíritu de Dios, de quien proviene «la alegría de la salvación» (v. 14).
77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido
entre los libros de la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su
contenido es muy singular. Reconocido como texto inspirado e integrado en el
Canon cristiano, ha dado lugar a una original interpretación cristológica. El
Cantar es un poema que celebra el amor conyugal como plenitud de la
experiencia humana, es decir, como amor que consiste en la búsqueda
reciproca y en la comunión personal entre el hombre y la mujer. Esta
búsqueda y comunión contienen un dinamismo fascinante e infinito que
transfigura a dos criaturas humanas –un pastor y una joven– en un rey y una
reina, en una pareja real.
a. El libro de la Sabiduría
Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación
a los enemigos de su pueblo, el autor explica las razones de tal
comportamiento. Aun reconociendo que “bien podía tu mano omnipotente,
que había creado el mundo de materia informe, enviar contra ellos manadas de
osos” (Sab 11,17), añade: “Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y
pasas por alto los pecados de los humanos para que se arrepientan” (Sab
11,23; cf. Sal 103,8-12; 130,3-4; Ex 34,6-7). La moderación con respecto a
Egipto (Sab 11,15-12,2) no es un signo de debilidad; todo lo contrario, Dios
actuó así porque se compadece “de todos” y porque quiere llevar los hombres
a la conversión, de modo que, renunciando a la maldad, alcancen la fe en él:
“Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les recuerdas su
pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sab 12,2). La
omnipotencia de Dios no se manifiesta en su fuerza, sino, todo lo contrario, en
su misericordia. La potencia divina no es fuente de juicio, sino de perdón (cf.
Eclo 18,7-12; Rm 2,4). Lo que motiva la compasión de Dios es precisamente
su omnipotencia. La misericordia de Dios se manifiesta también en el modo
en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab 12,8): los trata con
benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal 78,39). Si
Dios se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo ha
hecho por impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).
El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de
todo el Antiguo Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de
lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres
indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida”
(Sab 11,24.26). Dios no puede no amar lo que Él mismo ha formado, porque
su espíritu incorruptible está en todas las cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha
creado todas las cosas para salvarlas, se compadece de todos en orden a la
conversión y no quiere destruir nada de lo que ha creado (Sab 11,26).
80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como
omnipotencia y misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración
emocionados. Dios es omnipotente y en su providencia concede al escriba la
sabiduría (Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue de ella (Eclo 10,5); además
da al pobre la riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede igualmente el decreto
sobre la muerte de cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de Dios
resalta su misericordia: “¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién
conseguirá narrar sus misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de
la criatura, hecha de carne y de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha
mostrado magnánimo con el hombre, volcando su misericordia (Eclo 18,10)
sobre “todo ser viviente” (Eclo 18,13; cf. Sab 11,21–12,18; Sal 145,9). Esta
indulgencia de Dios no debe servir para quitar responsabilidad al hombre, sino
que es más bien una invitación a la conversión: “Retorna al Señor y abandona
el pecado, reza ante su rostro y elimina los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y
apártate de la injusticia” (Eclo 17,25-26).
a. El libro de Job
Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al
final entiende que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que
hace en el mundo (Job 42,5). Mirando el universo y la humanidad con los ojos
de Dios, puede confesar su error de perspectiva y el hecho de haber ido
demasiado lejos; por ello dice: “Yo me retracto” (Job 42,6a). Para Job la
sabiduría consiste ahora en confesar que es posible reconocer que Dios es
justo sin necesidad de comprenderlo totalmente; y el hombre puede
comprometerse en la fidelidad a Él sin conocer “de principio a fin” (Ecl 3,11)
el sentido de lo que Dios ha hecho. Dios sigue siendo un misterio insondable
para los humanos.
Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la
Sabiduría y del Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por
otra, son muy diferentes. De acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser
alcanzada mediante la razón y/o mediante el conocimiento de la Torá; el libro
de Job y del Eclesiastés insisten, por su parte, en la incapacidad humana para
comprender el misterio de Dios y de su actividad: sólo resta la confianza que
los creyentes tienen en el mismo Dios, pese a no comprender la lógica de los
acontecimientos y del mundo. El Nuevo Testamento cambia el horizonte de la
reflexión y muestra que la verdad va más allá de la comprensión que de ella
tiene la sabiduría de Israel y se manifiesta de forma plena y definitiva en la
persona de Cristo.
Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre,
y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo,
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús afirma una relación
exclusiva de conocimiento recíproco entre él y Dios. Dios conoce a Jesús
como a su propio Hijo (Mt 3,17; 17,5; Lc 3,22; 9,35) y Jesús conoce a Dios
como a su propio Padre, con el cual mantiene una relación absolutamente
única. Este conocimiento del Padre es la base de la capacidad singular de
Jesús para revelar a Dios, para dar a conocer su verdadero rostro. Por otra
parte, la revelación que hace Jesús de Dios como Padre implica siempre la
revelación de sí mismo como Hijo. De esta capacidad singular de Jesús se
deriva que el objetivo principal de su misión es la revelación de Dios. No sólo
las palabras, sino también las obras y todo el camino de Jesús revelan a Dios y
requieren una atención continuada y vigilante a dicha revelación.
La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se
explicita de un modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra
particularmente en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a
conocer a sus oyentes que su Padre conoce sus necesidades antes de que se las
pidan (6,8), y les enseña a dirigirse a Dios llamándolo “Padre nuestro que
estás en el cielo” (6,9). Los instruye sobre la solicitud que Dios tiene por ellos
y, consiguientemente, sobre lo superfluas que resultan las preocupaciones
humanas (6,25-34). El Padre bueno con los buenos y con los malos (5,45)
constituye el modelo de su actuación: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro
Padre celestial es perfecto” (5,48). Sólo “el que cumple la voluntad de mi
Padre que está en los cielos” (7,21) –dice Jesús– se halla en el camino
adecuado y se libra del castigo final (cf. 7,24-27). Los oyentes de Jesús son
“la luz del mundo” (5,14) y tienen la tarea de dar a conocer al Padre por
medio de sus buenas obras, de modo que los hombres “den gloria a vuestro
Padre que está en los cielos” (5,16). Revelando al Padre, Jesús encomienda
también la tarea de dar a conocer al Padre.
86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios,
constituye un modelo siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las
relaciones con Dios Padre, que es la fuente de toda salvación.
Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen
el objetivo del ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le
explica a José el significado del nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre
Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). La mayor
miseria de los humanos no son las enfermedades, sino los pecados, es decir, la
alteración y la ruptura de la relación con Dios y con el prójimo. Los hombres
son incapaces de salir de esta mísera condición y tienen necesidad de un
salvador poderoso que los reconcilie con Dios. El nombre “Jesús” significa “el
Señor salva”; en la persona de su Hijo Jesús Dios ha mandado el Salvador de
Israel y de toda la humanidad. Jesús se acerca a los pecadores no como juez,
sino como médico lleno de misericordia, para sanarlos, y los llama a la
conversión (Mt 9,12-13). El da “su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28;
Mc 10,45). Su sangre es “la sangre de la alianza, que es derramada por
muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). El sacrificio de su vida
sella la alianza nueva y definitiva de Dios con Israel y con la humanidad, la
reconciliación de Dios con los humanos. Esta es un don gratuito de Dios.
Depende de la libre decisión de los hombres aceptar la invitación a salvarse o
bien rechazarla y perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).
87. En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad
sobre Dios y la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn
3,16: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo
el que cree en él, no perezca sino que tenga vida eterna”. Dios manda a su
Hijo para salvar a los hombres, pero precisamente con este envío se da a
conocer a sí mismo, revelando su relación con el Hijo y su amor al mundo. Se
determina de este modo para los humanos una correlación intrínseca entre su
conocimiento de Dios y su salvación. De hecho, sobre la vida eterna en que
consiste la salvación plena afirma Jesús: “Esta es la vida eterna:que te
conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”(17,3). El
mediador es Jesús, Verbo de Dios e Hijo de Dios hecho carne (1,14). Él revela
al Padre (1,18) y trae la salvación de los hombres; mejor dicho, revelando al
Padre, revela la salvación.
Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo
con el Padre; la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los
hombres a la salvación.
Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre,
Jesús revela el significado salvífico de su persona especialmente en las frases
que comienzan con la afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe
entenderse a la luz de la revelación de Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex
3,14)–, Jesús expresa que Dios Padre está presente en su persona y, al mismo
tiempo, concreta el efecto salvador de dicha presencia. La locución “Yo soy”
sin ningún complemento la usa Jesús en tres ocasiones: cuando camina sobre
las aguas (6,20), respecto de sí mismo elevado sobre la cruz (8,28) y en el
aserto solemne: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán
existiera, yo soy” (8,58); en estos casos afirma siempre su presencia salvífica
fundada en su perfecta unión con el Padre. En otros siete casos la expresión
“Yo soy” va seguida de un complemento que introduce la referencia a
realidades fundamentales de la vida humana. Sólo podemos aludir brevemente
al significado de las afirmaciones correspondientes.
Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se
estructuran de forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con
ella en cuanto a su significado salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno
de los signos de Jesús y/o se encuentran en el marco de una instrucción
extensa; el contexto aclara el significado.
La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no
camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35).
Caminar en tinieblas, sin luz es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera
meta (cf. 8,14), el Padre; él busca el camino justo y lo muestra a los
discípulos. Con la frase siguiente, “Yo soy la puerta” (10,7.9), Jesús dice que
Él es el verdadero acceso hacia las ovejas (10,7): los verdaderos y auténticos
pastores del pueblo de Dios son solo las personas a las que Jesús ha encargado
de serlo y que vienen en su nombre (cf. 21,15-17). Jesús es además la
puerta para las ovejas: solo por medio de él encuentran los fieles un alimento
bueno y abundante para tener vida en plenitud (10,10). Al mismo ámbito
parabólico pertenece la otra afirmación de Jesús: “Yo soy el buen pastor”
(10,11.14); en ella se resalta el cuidado solícito de Jesús por los suyos, el cual
llega hasta entregar la propia vida y se caracteriza por una familiaridad
recíproca (10,14-18).
90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él
(sus palabras y su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen
en vosotros…” (15,7), y: “Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de
Jesús comprenden toda la revelación que él ha traído. Tienen su origen en el
Padre (cf. 14,10; 17,8) y permanecen en el que las acepta creyendo en Jesús
(cf. 12,44-50). Éste es el núcleo de la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y el
Padre en mí”(14,11). Por otra parte, en el amor de Jesús se permanece
acogiéndolo con gratitud viva y teniendo confianza total en él; pero también,
observando su mandamiento: “Que os améis unos a otros como yo os he
amado” (15,12; cf. 13,34). Creer en Jesús, en sus palabras y en su amor, y
amar a los otros son la forma de permanecer en él, de mantener la unión con
él, que es la vid, es decir, la fuente de toda vida y salvación (cf. 1 Jn 3,23).
91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento;
refieren la verdad que Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de
Dios, Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento y anunciada más allá de los
límites del pueblo elegido, de modo que “no hay griego ni judío” (Gal 3,28).
A diferencia de los Evangelios, todos los cuales son posteriores a su
epistolario, Pablo no considera tanto el pasado cuanto la actuación y el futuro
de la vida en Cristo de las comunidades cristianas, fundadas por él o por otros,
pero unidas todas por la misma respuesta de fe y de amor.
Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante
escasos. Conviene señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los
títulos que atribuyen los evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta,
hijo de David, Hijo del hombre), mientras que prevalecen los que se refieren
directamente al Resucitado, tales como Señor (Fil 2,11), Cristo (con la
tendencia a emplearlo como nombre propio de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.), Hijo
de Dios (Rm 1,4; Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor 4,4) y otros. El interés
personal y pastoral de Pablo se concentran de forma casi exclusiva en la
muerte y la resurrección del Señor y en los efectos salvíficos que proceden de
ellas. El Apóstol vive “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí” (Gal 2,20). Por ello se enfrenta encarnecidamente con quienes deforman
esta “verdad del Evangelio” (Gal 2,5), y se opone incluso a “Cefas” (Gal
2,11). En cierto sentido Pablo comienza donde terminan los Evangelios.
Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las
otras Iglesias, y pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de
Dios de entre vosotros o ha llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta
Iglesia hay muchas divisiones: grupúsculos que, incluso polémicamente, se
remiten a diversas personalidades eclesiales (cap. 1–4); celebraciones de tinte
“clasista” de la misma Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones por los
carismas más aparentes (cap. 12–14). Tal situación de división explica el
amplio alcance del saludo inicial de Pablo: “A la Iglesia de Dios en Corinto, a
los… llamados santos, con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre
de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Precisamente a esta
comunidad, amenazada por tantos peligros de disgregación, la exhorta Pablo a
recordar los muchos importantes factores de unidad: Cristo indiviso (1,13); el
bautismo en un solo Espíritu (12,13); la eucaristía (10,14-17; 11,23-34); el
amor (8,1; 13; 16,24).
Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el
uso de dicha metáfora, Pablo había señalado ya la fuente originaria de esta
unidad: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad
de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se subraya
hasta qué punto las diferencias, armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan
la unidad divina originaria, en la que se hallan enraizadas. Lo da a entender
igualmente la preciosa bendición final de 2 Cor 13,13: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre
con todos vosotros”. Este augurio de Pablo no comienza hablando de Dios
Padre, sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha introducido en el misterio
trinitario (Rm 8,39). Finalmente, debemos notar así mismo el papel de crear
comunión que se atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a él realizar
la obra de la salvación a través de los siglos: “Para que la bendición de
Abrahán alcanzase a los gentiles en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por
la fe la promesa del Espíritu” (Gal 3,14). Así todos han sido embebidos del
mismo Espíritu (1 Cor 12,13), y forman una comunidad fraterna, diversificada
pero unánime. El don inestimable de esta unidad, que ha superado incluso la
antigua división entre “judío y griego” (Rm 10,12; 1 Cor 1,24; 12,13; Gal
3,28), obliga a caminar “en una vida nueva” (Rm 6, 4), “en la novedad del
Espíritu” (Rm 7,6) de modo que, “si alguno está en Cristo, es una criatura
nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).
95. La unión con Cristo, que se vive junto a los demás creyentes en el cuerpo
de Cristo que es la Iglesia, no se limita a la vida terrena; es más, Pablo afirma:
“Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más
desgraciados de toda la humanidad” (1 Cor 15,19). En el capítulo más extenso
de todas sus cartas (1 Cor 15,1-58), trata de fundar y de explicar la
resurrección de los cristianos, que deriva de la resurrección de Cristo. En
dicho contexto dice con fuerza: “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es
primicia de los que han muerto… En Cristo todos serán vivificados” (1 Cor
15,20.22). La fe en la resurrección con Cristo, en la comunión eterna con él y
con el Padre, constituye el fundamento y el horizonte de la predicación de
Pablo. Influye profundamente en su vida terrena actual, hace capaces de
soportar las dificultades y las penas, sabiendo que el “esfuerzo no será vano en
el Señor” (1 Cor 15,58). En su carta más antigua el Apóstol explica a los
tesalonicenses: “Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han
muerto” (1 Ts 4,14); y esto, “para que no os aflijáis como los que no tienen
esperanza” (1 Ts 4,13).
Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto
en general y, específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano
frente a las iniciativas hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar,
pensando en el Reino de Dios, la certeza de su plena actualización. El Reino
se realizará en la tierra, en la zona del hombre, con toda la plenitud con que
fue proyectado en el nivel altísimo de Dios.
Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el
conjunto de su contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su
formación concreta. Los dos aspectos, unidos, se suman, ofreciendo un
panorama cautivador y unitario del Reino de Dios y de su desarrollo. Esta es
la verdad revelada típica del Apocalipsis, que ahora pasamos a considerar en
detalle.
b. La verdad global: el Reino de Dios realizado por el proyecto creador y
salvífico
En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap
3,7), situándose así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían
gritado: “Santo y veraz” (Ap 6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el
Padre, la plenitud de la divinidad. Cuando el Padre y Jesús entran en la
historia de los humanos, son calificados de veraces, en el sentido, ya indicado,
de que existe una correspondencia perfecta entre su divinidad y su implicación
en la historia. Su contacto con los hombres, en el gran proyecto de Dios, no se
producirá a un nivel reducido.
100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9),
el Ángel intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas
palabras verdaderas son de Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos
en el Apocalipsis son todas, en su raíz, palabras propias de Dios, pasan y se
condensan en Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde Jesucristo y por
mediación del Espíritu se irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son
llamadas “verdaderas” porque son capaces de llevar y de aplicar al hombre
que las acoge toda la riqueza de Cristo y de Dios de la que son portadoras.
4. Conclusión
102. El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al
lector al encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y
manifestación última de la verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías
diversas.
Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al
vocabulario de la “necesidad” y al del “cumplimiento” (o del
“perfeccionamiento”) para expresar el modo en el que la vida y la obra de
Cristo se refieren a las tradiciones del Antiguo Testamento (cf. Mt 26,54; Lc
22,37; 24,44). El contenido de las Escrituras, para que sea verdadero, debe
cumplirse necesariamente, y este cumplimiento se ha realizado plenamente en
la vida, muerte y resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24; Hch 1,16). La
misma persona de Cristo otorga su sentido último a tradiciones muy distintas:
lo vemos, por ejemplo, en el relato del capítulo 24 del Evangelio de Lucas, en
el que Jesús en persona muestra cómo su historia individual ilumina las
tradiciones de la Torá, de los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es
así la respuesta a las esperanzas de Israel y cumple la revelación de Dios.
Cristo “recapitula” las principales figuras de la primera alianza y establece un
vínculo de unión entre ellas: Él es el Siervo, el Mesías, el mediador de la
nueva alianza, el Salvador.
Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que
se había revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el
contexto de la primera alianza. La verdad de Cristo se consigna en las
tradiciones neotestamentarias, que vinculan de manera inseparable el
testimonio ocular de los primeros discípulos con la recepción, en el Espíritu,
de aquel testimonio por parte de las primeras comunidades cristianas.
¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género
humano, que constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y
definitiva expresión en Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en
la actuación de Jesús. Él revela al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo
(Mt 28,19), al Dios que es y vive en sí mismo la comunión perfecta. Jesús
llama a sus discípulos a la comunión de vida consigo en el seguimiento (Mt
4,18-22) y les encomienda hacer discípulos suyos a gente de todos los pueblos
(Mt 28,19). Expresa, además, su mayor deseo cuando pide al Padre: “Que
también ellos estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria” (Jn
17,24). Esta es la verdad revelada por y en Jesús: Dios es comunión en sí
mismo y Dios ofrece la comunión con él por medio de su Hijo (cf. Dei
Verbum, n. 2). La inspiración, cuyo carácter trinitario hemos reconocido en
los autores del Nuevo Testamento, se presenta como el camino adecuado para
la comunicación de esta verdad. Entre la inspiración y la verdad de la Biblia
hay correspondencia.
TERCERA PARTE
1. Introducción
La misma Dei Verbum nos ofrece algunas pistas para responder a esta
pregunta. El texto conciliar afirma que la revelación de Dios en la historia de
la salvación acontece a través de hechos y palabras que se complementan
recíprocamente (n. 2), pero constata asimismo que en el Antiguo Testamento
encontramos “cosas imperfectas y provisionales” (n. 15). Hace suya la
doctrina de la “condescendencia de la Sabiduría eterna”, que procede de Juan
Cristóstomo (n. 13), aunque, sobre todo, se apela a los “géneros literarios”
usuales en la antigüedad, remitiendo a la Encíclica Divino afflante Spiritu de
Pío XII (EB 557-562).
El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista
de la tierra de Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los
Macabeos contienen ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una
crónica histórica del pueblo de Israel. En la historia de la salvación el
protagonista no es Israel ni los hombres, sino Dios. Los relatos bíblicos son
narraciones teologizadas. Su verdad –que en las secciones precedentes se ha
ilustrado con algunos textos– se deduce de los hechos narrados, pero sobre
todo de la finalidad didáctica, parenética y teológica buscada por el autor que
ha recopilado estas antiguas tradiciones o elaborado el material contenido en
los archivos de los escribas, con el fin de transmitir una intuición profética o
sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para su generación.
105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y
palabras intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la
salvación” no existe sin un núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la
inspiración abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento “con todas sus partes”
(n. 11), no podemos eliminar ningún pasaje de la narración; el exegeta debe
esforzarse por encontrar el valor que tiene cada inciso en el contexto de todo
el relato por medio de los distintos métodos enumerados en el documento de
la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Chiesa[4].
Si bien un estudio diacrónico de los textos es indispensable para captar las
diversas reinterpretaciones de un oráculo o de un relato original, el verdadero
sentido de un pasaje está unido a su forma última, aceptada en el Canon de la
Iglesia. La reinterpretación puede asumir también la forma de la alegorización
de textos más antiguos. En consecuencia, ciertos relatos o salmos que hablan
de exterminios y de odio hacia los enemigos, incluso teniendo en cuenta la
imperfección de la revelación en el Antiguo Testamento, pueden tener un
valor parenético para la generación a la que se dirigen.
Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas
(sobre el Éxodo y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo
pueblo siente, en efecto, la necesidad de conocer y de expresar, para sí mismo
o para otros, de dónde viene, su procedencia geográfica y temporal, en otras
palabras, su origen. Lo mismo que los pueblos de su entorno, los israelitas de
los siglos V-IV a.C. comenzaron a contar su pasado. Lo hacían en relatos que
retomaban tradiciones antiguas, no sólo para decir que tenían un pasado más o
menos rico, como lo tenían los otros pueblos, sino también para interpretarlo y
valorarlo con la ayuda de su fe.
108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte
esencial de las lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de
Pascua. Dicho relato se basa en una antigua tradición que recuerda la
liberación del pueblo reducido a esclavitud. Esa tradición oral, puesta por
escrito, fue objeto de múltiples “relecturas” y, por último, fue insertada en la
narración del Éxodo y en la Torá. En este marco la liberación de Israel es
presentada como una nueva creación. Lo mismo que Dios creó el mundo
separando el mar de la tierra seca, así “creó” al pueblo de Israel trazando para
él un camino por la tierra seca a través del mar. Así, pues, el relato une
estrechamente una antigua tradición narrativa a una interpretación teológica
basada en la teología de la creación.
Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad
didáctica y edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la
tradición sapiencial. Es una composición literaria con el conocido esquema –
redoblado por el paralelismo entre Tobit y Sara– del comportamiento del justo
que, afligido por las tribulaciones, ora al Señor, el cual le envía la salvación.
110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de
los Doce Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue
considerado muy pronto como un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que
habría que colocar históricamente en el contexto del dominio asirio, supuesto
por el relato, antes de que los babilonios y los medos destruyeran Nínive en el
año 612 a.C. Tal consideración parece confirmarla el hecho de que el mismo
Jesús remite al episodio más llamativo del relato sobre el profeta, los tres días
y las tres noches en el vientre del cetáceo, como signo “histórico” que
prefigura el acontecimiento de su propia resurrección (Mt 12,39-41; Lc 11,29-
30; Mt 16,4).
Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una
ciudad tan inmensa que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)–
pueden ser considerados hipérboles; entre los elementos estructurales son
inverosímiles, por el contrario, el pez que se traga a Jonás y lo mantiene vivo
tres días y tres noches en su vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así como la
pretendida conversión de todos los ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras
cosas, no hay ninguna huella en los documentos asirios.
a. Las diferencias
b. Las convergencias
112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de
Jesús, era prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David
(Mt 1,20; Lc 1,27). Los dos no viven juntos antes de la concepción de Jesús,
que ocurre por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el
padre natural de Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc 1,34). El nombre de Jesús lo
comunica un ángel (Mt 1,21; Lc 1,31), junto con su significado salvífico (Mt
1,21; Lc 2,11). Jesús nace en Belén en tiempos del rey Herodes (Mt 2,1; Lc
2,4-7; 1,5) y crece en Nazaret (Mt 2,22-23; Lc 2,39.51). Los dos evangelistas
tienen en común los datos fundamentales sobre las personas, los lugares y el
tiempo. Una importancia particular tiene su convergencia sobre la concepción
virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo, la cual excluye que José sea el
padre natural de Jesús.
c. El mensaje
Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente
y al que corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23).
Dios decide el nombre de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su
misión salvadora: “salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21). Jesús es el
Cristo de la casa de David (1,1.16.17.18; 2,4), “que será el pastor de mi
pueblo, Israel” (2,6; cf. Mi 5,1), el rey último y definitivo que Dios da a su
pueblo. La venida de los magos muestra que la misión de Jesús va más allá de
Israel y concierte a todos los pueblos (2,1-12). La amenaza mortal, que
proviene del rey de aquella época (2,1-18) y continúa con su sucesor (2,22),
hace presagiar la pasión y la muerte de Jesús. El enraizamiento de Jesús en el
pueblo de Israel está presente en todo el relato y se concentra en la genealogía
(1,1-17) y en las cuatro citas de cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-18.23; cf.
2,6).
114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del
Espíritu Santo y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la
acción de Dios, sin intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el
anuncio del nacimiento de Jesús va unido al de su misión salvadora: el que
salvará a su pueblo de sus pecados y lo reconciliará con Dios, el que es “Dios
con nosotros”, tiene origen divino. El Salvador y la salvación proceden
únicamente de Dios, son un don de su gracia. En Lc 1,35 se señala la
consecuencia de la concepción virginal de Jesús: “Por eso el Santo que va a
nacer será llamado Hijo de Dios”. En la concepción virginal de Jesús se revela
su relación con Dios. En cuanto “santo”, pertenece totalmente a Dios, de
modo que también según su existencia humana Dios es su único padre. La
concepción virginal de Jesús tiene un profundo significado tanto para su
relación con Dios como para su misión salvadora en favor de los humanos.
116. Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios
lo ha creado todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas
en la existencia y en la vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con
todas sus maravillas, como efecto de la acción puntual de Dios, tanto en lo que
se refiere a las realidades ordinarias, como en lo que se refiere a las realidades
extraordinarias: todo es un continuo y gran milagro. Todo es un mensaje de fe,
que se resume muy bien en estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes
maravillas: porque es eterna su misericordia” (Sal 136,4).
Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son
significativos. Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación
de Jesús (cf. Mt 9,33; Lc 9,43; 19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un
término que corresponda a nuestro “milagro” (que significa “obra que causa
admiración”. Los sinópticos hablan de “obras de poder” (dynameis), mientras
que el Evangelio de Juan usa el término “signos” (semeia). Esta diferencia
terminológica es muy significativa. En todas las acciones extraordinarias
realizadas por Jesús se constata inmediatamente la superación de una situación
de necesidad (enfermedad, peligro, etc.) Por otra parte, Jesús con su actuación
manifiesta que esta intervención extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere
que “Jesús se puso a recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor
parte de sus milagros, porque no se habían convertido”(cf. Lc 10,13). No basta
admirar y agradecer al taumaturgo; es preciso convertirse a su mensaje.
Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las
acciones extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un
sábado (5,1-18), Jesús explica (5,19-47) que su actuación depende de la de
Dios: “Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que
hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado” (5,36; cf. 10,25.37-
38; 12,37-43). El término “obras” acentúa otra característica de las acciones
de Jesús. Estas son “signos” para los hombres y además son “obras” que
corresponden a la actuación de Dios; por ello son un testimonio de que Jesús
ha sido enviado por Dios Padre.
118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los
signos y obras de Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la
obra de Dios Padre, porque “Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm
10,9; cf. Gal 1,1; etc.). La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, pero
fue dada a conocer a los discípulos, que son testigos de ella (cf. Hch 10,41), a
través de las apariciones de Cristo resucitado. La finalidad de los signos y de
las obras realizadas por Jesús era revelar su relación con Dios y mostrar su
misión salvadora, misión que se expresa como socorro a las miserias humanas
y comunicación de vida. Todo esto se cumple en su resurrección. Esta revela y
confirma la unión estrechísima de Dios con Jesús, significa la superación de la
muerte y de todas las enfermedades, realiza el paso a la vida perfecta en la
comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de Jesús con la
convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a
nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).
a. El terremoto
Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando
el terremoto, quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son
hechos ordinarios, sino acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios
actúa y realiza la salvación del género humano. El significado específico de la
acción divina debe deducirse del contexto del evangelio: la muerte de Jesús
lleva a plenitud el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios (cf. Mt
20,28; 26,28), y en su resurrección Jesús vence la muerte, entra en la vida de
Dios Padre y se le otorga el poder sobre todo (cf. 28,18-20). Así, pues, el
evangelista no habla de un terremoto cuya fuerza pudiera medirse de acuerdo
con los grados de una determinada escala, sino que quiere despertar la
atención de sus lectores y dirigirla a Dios, resaltando el dato más importante
de la muerte y resurrección de Jesús: su relación con la potencia salvífica de
Dios.
121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las
mujeres al mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron
huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada
a nadie, del miedo que tenían”. Los otros evangelistas no se refieren a un
comportamiento así. Lo mismo que el terremoto es uno de los fenómenos que
acompañan la manifestación del poder de Dios, el temor constituye la reacción
humana habitual a aquella manifestación. Una característica del evangelio de
Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para expresar la naturaleza y
la calidad de los hechos a los que aquellos han asistido. (cf. 1,22.27; 4,41;
5,42; ecc.). La reacción más fuerte y resaltada que nos refiere en su evangelio
es la de las mujeres después de haber escuchado el mensaje pascual que les
transmite el mensajero de Dios. Mediante la reacción de las mujeres el
evangelista subraya que la resurrección de Jesús crucificado es la mayor
manifestación del poder de Dios. El evangelista comunica no sólo el hecho en
cuanto tal, sino que muestra además el significado que tiene para los humanos
y el efecto que produce en ellos.
Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una
armonización histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias
constituyen para nosotros un verdadero estímulo para comprenderlas de modo
más adecuado. El estudio de sus tres diferencias principales –el terremoto, la
huida de las mujeres y el mensaje celestial– ha puesto de manifiesto un
significado común, es decir, dar testimonio de Dios y de la intervención
decisiva de su poder salvador en la resurrección de Jesús. Este resultado, si
bien nos libera, por una parte, del tener que descubrir en cada detalle del relato
–no sólo de los de Pascua, sino del conjunto de los evangelios–el dato preciso
de una crónica, por otro nos anima a estar abiertos y atentos al significado
teológico presente, no sólo en las diferencias, sino en todos los detalles del
relato.
123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son
esencialmente una crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan
una reseña puntual. Semejante idea se basa en la convicción adecuada de que
la fe cristiana no es una especulación ahistórica, sino que está fundada en
hechos realmente ocurridos. Dios actúa en la historia y se ha hecho presente
de forma eminente en la de su Hijo encarnado. Sin embargo, una concepción
que ve en los evangelios únicamente una especie de crónica puede perder de
vista su significado teológico y descuidar, por ello, toda su riqueza
precisamente en cuanto palabra que habla de Dios. La Pontificia Comisión
Bíblica, ya en su Instrucción Sancta Mater Ecclesia de 1964 sobre la verdad
histórica de los Evangelios, afirmaba:“Dado que las recientes investigaciones
han mostrado que la doctrina y la vida de Jesús no fueron simplemente
relatadas con el único fin de recordarlas, sino que fueron ‘predicadas’ de
modo que ofrecieran a la Iglesia el fundamento de su fe y sus costumbres, el
intérprete, escrutando incansablemente el testimonio de los evangelistas, será
capaz de iluminar con mayor profundidad el perenne valor teológico de los
Evangelios y de sacar a plena luz cuán necesaria y cuán importante es la
interpretación de la Iglesia” (EB 652).
Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo
crónicas de los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas
pretenden expresar también, según el módulo narrativo, el valor teológico de
aquellos acontecimientos. Esto significa que, en todo lo que nos cuentan, no
pretenden relatar únicamente datos de una crónica, sino que quieren hacer
además un “comentario” teológico a los hechos que narran y expresar su valor
teológico, es decir, poner de relieve la relación con Dios.
Dicho en otros términos, el objetivo de anunciar a Jesús, Hijo de Dios y
Salvador de los hombres, –un objetivo que se puede llamar “teológico”– es
prevalente y fundamental en los Evangelios. La referencia a los hechos
concretos que encontramos en los Evangelios se inserta en el marco de este
anuncio teológico. Esto implica que, mientras que las afirmaciones teológicas
sobre Jesús tienen un valor directo y normativo, los elementos puramente
históricos tienen una función subordinada.
125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra
inspirada lo constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de
manifestaciones repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos
por Dios, en otros muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en otros
atribuidas directamente a Él por el autor sagrado.
126. Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en la
sociedad humana (Gén 4,8.23-24; 6,11.13), siendo su matriz el rechazo de
Dios que se manifiesta en la idolatría (Rm 1,18-32). La Sagrada Escritura
denuncia y condena toda forma de abuso, desde la esclavitud a las guerras
fratricidas, desde las agresiones personales a los sistemas de opresión, bien
sea entre las naciones o bien dentro de Israel (Am 1,3–2,16). Poniendo ante
los hombres las terribles consecuencias de las perversiones del corazón (Gén
6,5; Jer 17,1), la Palabra de dios tiene función profética; y así invita a
reconocer el mal para evitarlo y combatirlo.
Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para
favorecer el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es
como el freno que evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no
indica solo la vía de la justicia que cada cual es llamado a seguir como un
deber, sino que prescribe también lo que hay que hacer frente al culpable, en
orden a extirpar el mal (Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir a las víctimas y
promover paz. Un sistema así no puede calificarse de violento. La sanción
punitiva es de hecho necesaria, porque no sólo pone en evidencia la iniquidad
y peligrosidad del crimen, sino que, además de constituir una justa retribución,
pretende que el culpable se enmiende y, al infundir el temor a la pena, ayuda a
la sociedad y al individuo a evitar el mal. Abolir completamente el castigo
equivaldría a tolerar el mal y hacerse cómplice del mismo. El sistema penal,
regulado por la llamada “ley del talión” (“ojo por ojo, diente por diente”: Ex
21,24; Lv 24,20; Dt 19,21), constituye de este modo una modalidad razonable
de realización del bien común. Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a
sus aspectos coercitivos y a algunas de sus modalidades sancionadoras, es
asumido de hecho, con ajustes oportunos, por los ordenamientos jurídicos de
cualquier época y país, porque idealmente se basa en la proporción equitativa
entre delito y sanción, entre daño provocado y daño sufrido. En lugar de la
venganza arbitraria se fija la medida de una justa reacción al acto malo.
131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación
de naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones
históricas habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la situación
descrita en los Samos (de lamentación) es por lo general estereotipada; el
lenguaje es convencional y frecuentemente voluntariamente metafórico, de
modo que pueda aplicarse a diversas circunstancias y a diferentes clases de
sujeto. Por ello es necesario un acto “profético”, de interpretación en el
Espíritu, para descubrir cómo las palabras del salmista se aplican a la vida
concreta de quien recita un Salmo de lamentación y reconocer en esta historia
concreta quien es el enemigo que amenaza (como en Hch 4,23-30).
En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5)
Pablo pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los
usos griegos y judíos, según los cuales las mujeres tenían un estatuto social
inferior al de los hombres. La exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se
declara que en la iglesia no debe haber discriminaciones, ni entre judíos y
griegos, ni entre libres y esclavos, ni entre hombres y mujeres.
Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo
cristológico y eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es
pertinente en la Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la misma
dignidad y tienen un solo y único Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo
haya podido comprometerse con valores mundanos. En realidad él no propone
nuevos modelos sociales, sino que, sin modificar materialmente los de su
época, invita a interiorizar relaciones o reglas sociales declaradas estables y
duraderas en una determinada época –la del siglo primero–, de modo que
pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.
Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya
afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en
el estatuto social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente
el único posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría podido
ser acusado de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a los
maridos no ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.
Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más
arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino
más bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una interpretación
problemática de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior
porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la
mujer en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn 3 se
encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como por ejemplo, en el
escrito judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en su
traducción griega. La mujer se dejó engañar por la serpiente, pecó y fue
responsable de la muerte de toda la especie humana; por ello debe
comportarse modestamente y no pretender dominar al hombre. Esta lectura
está influida claramente por el modo en el que se concebía y se justificaba
entonces el respectivo estatuto social del hombre y la mujer; por otra parte, no
es compatible con 1 Cor 15,21-22 e Rm 5,12-21; además refleja una situación
eclesial en la que era preciso encontrar argumentos de autoridad para
responder a las mujeres que se quejaban de no poder ejercer dichos papeles en
las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto que esta lectura de Gén 2–3
está condicionada por las circunstancias del siglo primero. Sin embargo, una
interpretación correcta de un pasaje bíblico –aquí, de Gn 2–3– debe asumir y
respetar la l’intentio textus.
4. Conclusión
a. Breve síntesis
Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas
(historiografía, filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la
comprensión de los textos bíblicos más compleja y parece proponer resultados
menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las exigencias de nuestra época
e interpretar los textos de la Biblia al margen de su contexto histórico:
debemos leer en nuestra época, con y para nuestros contemporáneos. La pista
seguida en este Documento muestra que la búsqueda del significado de los
textos que supera la preocupación por fijar exclusivamente los hechos
realmente ocurridos conduce a una comprensión más adecuada y profunda de
su sentido.
CONCLUSIÓN GENERAL
137. La Iglesia católica, con un pronunciamiento solemne y normativo (en el
Concilio de Trento, EB 58-60), ha recibido el Canon de los libros sagrados,
definiendo de ese modo los parámetros fundamentales de su creer. La Iglesia
ha explicitado qué textos deben ser considerados “escritos por inspiración del
Espíritu Santo” (Dei Verbum, n. 11), y, en consecuencia, indispensables para
la formación y edificación del creyente y de la entera comunidad cristiana (cf.
2 Tm 3,15-16). Si, por un lado, se tiene plena conciencia de que tales escritos
han sido compuestos por autores humanos, los cuales han dejado en ellos el
sello de su genio literario particular, por otro, se les reconoce igualmente una
cualidad divina del todo especial, atestiguada de diversos modos por los textos
sagrados y explicada también de diversos modos por los teólogos a lo largo de
la historia.
139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los
libros “con todas sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto
inspirado y tienen al mismo Dios “como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun
admitiendo que cada palabra del texto sagrado puede ser calificada de Palabra
de Dios, coherente con todas las demás, la Iglesia ha reconocido siempre el
aspecto múltiple de esas palabras, el cual podría oponerse aparentemente a su
origen divino único.
Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que,
según una venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como
enviados por Dios y dotados del carisma de la inspiración. Así, durante
muchos siglos y hasta la época moderna, no se cuestionó la paternidad
literaria, atribuido en bloque a Moisés, ni la de los diversos libros proféticos y
sapienciales, que, cuando no tenían un título específico, se atribuían a autores
bien conocidos (como David, Salomón, Jeremías, etc.).
142. Es este uno de los principales resultados obtenidos sobre la base del
análisis de distintos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento realizada en
este Documento. Junto a este aspecto de convergencia sustancial se ha
manifestado además, de forma evidente, la pluralidad de las experiencias
religiosas y de las formas de expresión que las han transmitido. No es posible
retomar aquí de manera detallada y exhaustiva las formas en las que los
distintos autores bíblicos ofrecen un testimonio del origen divino de su
locución; baste señalar algunos modelos que, con acentos diversos, se
encuentran en los distintos libros de la Sagrada Escritura.
144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la
fundamental de atestiguar la verdad, entendida no como una suma de
informaciones exactas sobre diversos aspectos del conocimiento humano, sino
como revelación de Dios mismo y de su plan de salvación. La Biblia da a
conocer, en efecto, el amor de Dios, manifestado en el Verbo hecho carne,
quien por medio del Espíritu conduce a la perfecta comunión de los hombres
con Dios (Dei Verbum, n. 2).
De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como
objetivo la salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el
pasado y recurrentes aún hoy– debido a inexactitudes, contradicciones de
orden geográfico, histórico, científico, más bien frecuentes en la Biblia,
objeciones que pretenden cuestionar la fiabilidad del texto sagrado y, en
consecuencia, su mismo origen divino, son rechazadas por la Iglesia con la
afirmación de “que los libros de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y
sin error, la verdad que Dios, por nuestra salvación, quiso que fuera
consignada en las sagradas letras” (Dei Verbum, n. 11). Esta es la verdad que
da plenitud de sentido a la existencia humana y esto es lo que Dios ha querido
dar a conocer a todas las gentes.
Verdad multiforme
Verdad canónica
De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas
sobre la tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus
filones literarios parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por
representar concepciones judías superadas, costumbres o prácticas jurídicas
discutibles o incluso reprobables, relatos que parecen carentes de fundamento
histórico. De ello se sigue un descrédito difuso del texto sagrado y una
desconfianza larvada sobre su utilidad pastoral, hasta el punto de cuestionar la
misma inspiración de ciertas partes de la Biblia y consiguientemente su
verdad. Por todo ello no basta afirmar, de modo genérico, que en el Antiguo
Testamento se encuentran “cosas imperfectas y adaptadas a su época” (Dei
Verbum, n. 15), o recordar que también los escritores del Nuevo Testamento
fueron deudores de la mentalidad de su tiempo; si es justo reafirmar el
principio de la encarnación, aplicándolo de forma análoga a la puesta por
escrito de la Revelación divina, también es obligado señalar que, en esa
debilidad humana resplandece en cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco
basta eliminar, en nombre de una prudente solicitud pastoral, suprimir de la
lectura pública en las asambleas litúrgicas los pasajes problemáticos; quien
conoce todo el texto podrá incluso recelar de una reducción del patrimonio
sagrado o acusar a los pastores de ocultar de forma indebida los aspectos
difíciles de la Biblia.
[2] Cf., sobre este punto, PCB, Biblia y moral. Raíces bíblicas del
comportamiento cristiano, BAC, Madrid 2009, n. 20.