ArthurConanDoyle Historiadelespiritismo
ArthurConanDoyle Historiadelespiritismo
ArthurConanDoyle Historiadelespiritismo
• PREFACIO
• CAPÍTULO PRIMERO
• CAPITULO II
• CAPÍTULO III
• CAPITULO IV
• CAPITULO V
• CAPITULO VI
• CAPITULO VII
• CAPITULO VIII
• CAPITULO IX
• CAPITULO X
• CAPITULO XI
• CAPITULO XII
• CAPITULO XIII
• CAPÍTULO XIV
• CAPITULO XV
• CAPITULO XVI
• CAPITULO XVII
• CAPITULO XVIII
• CAPITULO XIX
• CAPITULO XX
• CAPITULO XXI
• CAPITULO XXII
• CAPITULO XXIII
• CAPÍTULO XXIV
• CAPÍTULO XXV
• ◦ I
◦ II
◦ III
◦ IV
◦ V
◦ VI
◦ Un ensayo por Borges acerca de
Swedenborg
• Fotos
• notes
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Sir Arthur Conan Doyle
Historia del espiritismo
Traducción de Diaz Regt
SUS HECHOS Y SUS DOCTRINAS
FIN
APENDICES
I
NOTAS AL CAPITULO IV
TESTIMONIOS DE QUE LA CASA DE
HYDESVILLE ERA FRECUENTADA POR LOS
ESPÍRITUS ANTES DE QUE LA OCUPARA LA
FAMILIA FOX
EXTRACTO DE UN ARTÍCULO DE
HORACIO GREELEY EN EL «NEW YORK
TRIBUNE» DANDO SU OPINIÓN SOBRE
LAS HERMANAS FOX Y SU MEDIUNIDAD
«La señora Fox y sus tres hijas salieron ayer
de esta ciudad de regreso a Rochester, después
de permanecer aquí varias semanas, durante las
cuales sometieron la misteriosa influencia que
parece las acompaña, a toda clase de pruebas y
fiscalizaciones por parte de los centenares de per-
sonas que las visitaron. Las habitaciones que ocu-
paban en el hotel fueron registradas y vigiladas;
se las llevó a casas de las cuales no tenían la men-
or noticia; se las colocó en estado inconsciente
sobre un cristal disimulado debajo de la alfombra
a guisa de aislador contra las vibraciones eléc-
tricas; se las desnudó por un comité de señor-
as elegidas sin previo aviso, tomándose todas las
precauciones imaginables. Y, a pesar de eso, los
golpes y ruidos siguieron produciéndose, sin que
nadie se explique cómo pueden producirse.
»A los diez o doce días abandonaron las
habitaciones del hotel, visitando en sus propias
moradas a varias familias interesadas en la mater-
ia y entre las cuales su singular influencia pudo
ser examinada de una manera más tranquila y
más de cerca que en el hotel donde todas las per-
sonas que acudían eran extrañas y sólo las guiaba
una curiosidad malsana, cuando no preconcebida
hostilidad.
»Consagramos tres días a operar con ellas,
y sería la mayor de las cobardías no declarar que
estamos convencidos, sin la menor duda, de la in-
tegridad y buena fe que resplandeció en los ex-
perimentos. Cualquiera que sea el origen de los
ruidos, afirmamos que no eran el fruto de fraude
cometido por las señoritas en cuya presencia se
produjeron.
»Su conducta y manera de comportarse no
son las de unas embaucadoras, y nadie que las
conozca a fondo puede creerlas capaces de
trampa tan torpe, impía y peligrosa. Y además,
no es posible que semejante engaño hubiera po-
dido durar tanto tiempo. Un escamoteador realiza
un truco y pasa rápidamente a otro sin dar tiempo
al público para estudiarlo. No está semanas y se-
manas haciendo el mismo experimento a la vista
de los espectadores que acuden allí casi exclu-
sivamente para ver si descubren la trampa. Si lo
que estas señoritas hacen y cuentan que ocurrió
en su casa, con todos los detalles y explicaciones
que acerca del particular suministran a unos y
a otros, fuera falso, no tardarían en enredarse
en un laberinto de contradicciones. Es probable
que los que hayan asistido a las sesiones una
sola vez en compañía de tanta mezcla de gente y
hayan oído las preguntas dirigidas a la inteligen-
cia invisible, y las contestaciones dadas por me-
dio de golpes o ruidos interpretados con un alfa-
beto, queden confundidos, muy poco satisfechos
y muy raramente convencidos. Difícilmente una
materia de tanta gravedad puede presentarse en
condiciones menos favorables para convencer a
la gente. Pero los que se hayan parado a estudiar
el fenómeno, creemos estarán tan convencidos
como lo estamos nosotros de que los ruidos y las
manifestaciones no son producto de las hermanas
Fox ni de ser alguno humano con ellas relacion-
ado.
»Cómo son producidos y de dónde pro-
ceden, son cuestiones que pertenecen al campo
de la investigación y que escapan al conocimi-
ento de quienes no estamos bien familiarizados
con ellas. Las señoritas Fox dicen que tales mani-
festaciones se han visto ya en otras varias fa-
milias y que están destinadas a ser cada vez más
claras y más frecuentes, hasta llegar a un punto
en que todos los que quieran puedan comunicarse
libremente con sus parientes y amigos desapare-
cidos de este mundo. De esto nada sabemos noso-
tros ni nada podemos colegir. No queremos ni
siquiera reproducir las preguntas que dirigimos
y las respuestas recibidas durante dos horas de
conferencia ininterrumpida que tuvimos con los
«golpeadores». Si lo hiciéramos, seríamos acus-
ados de hacerlo exprofeso para sostener la teoría
que considera estos fenómenos como manifesta-
ciones de los espíritus. H. G.»
II
NOTA AL CAPITULO VI
Retrato a la pluma de Lake Harris, por Lorenzo
Oliphant
«Mucho fué lo que se discutió acerca de los
raros cambios de Mr. Masollam. Su voz parecía
tener dos tonos, y al pasar de uno a otro, causaba el
efecto de un eco repitiéndose a distancia, una es-
pecie de fenómeno de ventriloquía poco agradable
al oído. Cuando hablaba con la que podría llamarse
su voz «cercana», era generalmente rápido y vivo;
cuando pasaba de ella a la voz —lejana» era sol-
emne e impresionante. Su cabello, que un día fué
negro corvino, estaba ahora surcado por hilillos
blancos, pero era aún abundante y caía en melena
sobre sus orejas y hasta cerca de los hombros, dán-
dole aspecto leonino. Sus cejas eran pobladas y
los ojos parecían luces llameantes en el fondo de
obscuras cuencas. Como su voz, tenían también
una doble expresión, lejana o cercana, enfocando
los objetos como un telescopio, y aumentaban
desmesuradamente de tal modo que parecían
querer lanzar la visión más allá de sus límites
naturales. A veces parecía que perdían la sensa-
ción de la realidad, dando impresión de ceguera,
pero de súbito las pupilas se ensanchaban y lan-
zaban como rayos en medio de la tempestad, im-
primiendo al rostro un aspecto extraordinaria-
mente brillante. La boca aparecía medio oculta
por un poblado bigote y por una larga barba algo
gris. Sería querer penetrar en los secretos de la
Naturaleza o por lo menos en los de Mr. Masol-
lam, investigar si aquellos cambios bruscos en su
expresión eran voluntarios o no. En menor es-
cala esos cambios son naturales en todos; según
la clase de emociones que sentimos, así es nuestra
expresión. La particularidad de Mr. Masollam
consistía en que sus cambios de expresión eran
tan rápidos y tan intensos, que cabía la sospecha
de que fueran debidos a una rara facultad. Tenía
un poder de cambiar de aspecto, que en las demás
personas, especialmente en las del bello sexo, se
ejerce siempre contra la voluntad... En una hora
se transformaba en un hombre anciano. Y ese
cambio se operaba con tal naturalidad, de una
manera tan franca en la expresión y en las man-
eras, que dejaba perpleja a la gente. Diríase que
tenía dos caracteres en uno solo, lo cual entrañaba
un curioso problema moral y fisiológico, atract-
ivo y solamente molesto por el hecho de ser in-
soluble: aquel hombre podía ser el mejor de los
malos hombres.»
III
NOTA AL CAPÍTULO VII
Testimonios del profesor y la señora de Mor-
gan
El profesor Morgan dice:
«Di una reseña de todo ello a un amigo,
hombre de ologías y ómetros, que no estaba dis-
puesto a dejarse convencer, pues pensaba que todo
era una hábil impostura. «Pero —dijo— lo que us-
ted me cuenta es muy singular: iré a ver a la señora
Hayden, solo y sin darle mi nombre. No creo que
oiré a ningún «espíritu», pero si lo oyera, espero
descubrir la trampa». Y fué, en efecto, viniendo
luego a contarme lo que presenció. Díjome que
en cuanto a precauciones, había ido más lejos que
yo, pues exigió tener el alfabeto consigo detrás
de un biombo plegable, dirigiendo las preguntas y
recibiendo las respuestas con aquel alfabeto. En la
habitación no había nadie más que él y la señora
Hayden. El «espíritu» que se presentó explicó con
todo detalle cómo había muerto. Mi amigo dí-
jome que quedó absorto al extremo de olvidar to-
dos sus recelos.
»Este fué el principio de una serie de experi-
mentos, algunos de ellos tan notables como el que
ha citado; otros, menos importantes en sí, pero
también de gran peso en conjunto, por las deci-
sivas garantías de que estaban rodeados.
»Es preciso que el asunto sea estudiado at-
entamente, con toda perseverancia, hasta llegar
a un esclarecimiento indudable; de lo contrario,
quizá vaya perdiendo terreno, hablándose de él
sólo por casualidad; pero una nueva era de fenó-
menos volverá a ponerlo sobre el tapete. Hace
doce o trece años el tema despertó el mayor in-
terés en todas partes, y durante ese tiempo varias
veces se anunció la extinción de la «espiritu-
manía». Pero los que querían extinguirla son pre-
cisamente los que en ella se han quemado.
Aunque fuera un absurdo como se pretende, su
acción habría resultado útil por haber llamado la
atención sobre las «manifestaciones» de otro ab-
surdo, o sea la filosofía de las posibilidades e
imposibilidades. Como los extremos se tocan, el
«encuentro» ha servido para que ambos contrari-
os se pongan en evidencia y todos veamos que si
el espiritismo es una impostura o un engaño, está
al mismo nivel de la filosofía que se le opone.»
Al aparecer el libro de la señora de Morgan,
el «Publisher Circular» publicó un juicio sobre
las facultades críticas del profesor Morgan, del
que copiamos lo siguiente:
«Los novelistas y literatos merecen ser per-
donados por su tendencia a lo irreal y visionario;
pero que un autor tan célebre que ha escrito obras
tan fundamentales como la «Lógica», el «Cálculo
diferencial» y «La teoría de las probabilidades»,
pueda figurar con su esposa al lado de los crey-
entes en los «espíritus golpeadores» y en los
movimientos de mesas, es cosa que sorprenderá
a muchas personas. Tal vez no hay entre nuestros
escritores quien mejor que Mr. Morgan sepa com-
batir una falacia o ridiculizar a los ignaros que
pretenden pasar por hombres de ciencia. Y son
muchos y muy interesantes los artículos que a él
se deben con tal fin. Por eso es difícil compren-
der que un hombre así pueda figurar al lado de los
Mr. Home. Y, sin embargo, ahí está el hecho: Mr.
Morgan se declara «perfectamente convencido de
haber visto y oído, de una manera que obliga a
creerlas, cosas llamadas espirituales, y que nadie
puede atribuir a impostura, coincidencia o error.»
Añadamos a lo que precede el siguiente
testimonio de la señora de Morgan: «Hace diez
años que empecé a estudiar atentamente los fenó-
menos del Espiritismo. Debí la primera exper-
iencia a la medium, señora Hayden, de Nueva
York. Todos mis informes coincidían en que no
era posible dudar de la honradez de la señora
Hayden; por lo demás, el resultado de nuestra
primera sesión, cuando mi nombre era perfecta-
mente desconocido para ella, fué suficiente para
demostrarme que en aquella ocasión no era víc-
tima de sus engaños ni de mi credulidad.»
Después de describir los preliminares de la
sesión con la señora Hayden, para quien ninguna
de las personas presentes era conocida, añade:
«Hacía un cuarto de hora que estábamos
sentados y comenzábamos a creer en un fracaso,
cuando se oyó un ligerísimo ruido, al parecer en
el centro de la mesa. Grande fué nuestro contento
cuando la señora Hayden, que hasta entonces era
presa de la mayor ansiedad, dijo: «¡ya vienen!»
¿Quiénes venían? Ni ella ni nosotros podíamos
decirlo. Pero los ruidos se hacían más fuertes,
al parecer para afirmar nuestra convicción en su
autenticidad. La señora Hayden, dijo: Hay un es-
píritu que desea hablar con uno de ustedes, pero
como no conozco los nombres de los caballeros
ni de las señoras presentes, los iré indicando y
pediré al espíritu que golpee cuando oiga el de las
personas que busca. A ello accedió el compañero
invisible dando un golpe. Seguidamente la señora
Hayden fué dando nuestros nombres.
»Con gran sorpresa mía y hasta con disgusto
(pues yo no lo deseaba), ningún ruido se oyó
hasta que la medium dió el mío. Yo era la última
del círculo, pues estaba sentada a su derecha y
ella había comenzado por la izquierda. Se me
invitó a que hiciese alguna pregunta indicando
las letras en un alfabeto de tipos grandes, pero
como ningún deseo tenía de lograr el nombre de
ningún pariente o amigos muertos, no me detuve
en ninguna letra. No obstante, con gran sorpresa
mía, fué pronunciado el nombre nada vulgar de
un querido pariente que había desaparecido de
este mundo hacía diez y siete años, y cuyo apel-
lido era el de mi familia, no el de mi marido.
Luego pronunció la frase: Soy feliz con F. y G.,
nombres que expresó con todas sus letras. A con-
tinuación recibí la promesa de una futura comu-
nicación con los tres espíritus; los dos últimos
de parientes que habían fallecido veinte y doce
años antes, respectivamente. Otras personas de
las allí presentes, recibieron después comunica-
ciones por medio de ruidos, algunas tan verdader-
as y satisfactorias como las recibidas por mí, y
otras falsas y hasta malévolas.»
La señora de Morgan observa que en otras
sesiones con la señora Hayden, ella y sus amigos
presenciaron nuevos experimentos comprobados
más tarde y resultó que varias personas, tanto de
su familia como extrañas a ella, poseían la fac-
ultad medianímica en mayor o menor grado.
IV
NOTA AL CAPITULO X
¿Fueron los Davenport escamoteadores o espir-
itistas?
Como Mr. Houdini ha llegado a poner en
duda si los mismos Davenport se declararon es-
piritistas, para aclarar definitivamente este punto
copiamos el siguiente párrafo de una carta escrita
por ellos en 1868 a La Bandera de Luz, importante
periódico espiritista de los Estados Unidos.
«Es chocante pueda creerse que no somos es-
piritistas después de catorce años de la más en-
conada persecución y de la oposición más viol-
enta, que culminaron con los atropellos de Liver-
pool en que nuestras vidas estuvieron en peligro,
expuestas a la furia de turbas brutales, y nuestros
bienes destruidos, con pérdida de setenta y cinco
mil dólares, todo porque no quisimos renunciar
al espiritismo, y declaramos escamoteadores bajo
la, amenaza y el acoso de la multitud. Lo único
que diremos es que semejante especie constituye
la más baja de las falsedades.»
V
NOTA AL CAPÍTULO XVI
La mediunidad del Rev. W. Stainton Moses
Describiendo un fenómeno de levitación,
Stainton Moses escribe:
«Estaba sentado en un ángulo de la habitación
cuando mi silla fué arrastrada hasta el rincón y
luego levantada del suelo cosa de un pie, descen-
diendo de nuevo a él. En presencia del doctor y la
señora S. volví a elevarme, sacando entonces de
mi bolsillo un trozo de tiza y señalando con ella
la pared situada a mi espalda, a la altura de unos
seis pies del suelo. Sin que, al parecer, mi posición
sufriera cambio alguno, fuí bajando suavemente,
hasta que me vi de nuevo en la silla. Tuve la sensa-
ción de ser menos pesado que el aire. No percibí
presión en parte alguna del cuerpo; tampoco me
hallaba en trance ni en estado inconsciente. Por la
señal que había trazado en la pared deduje que mi
cabeza llegó cerca del techo. Mi voz, según me
dijo el Dr. S., tenía un sonido extraño. Me di per-
fecta cuenta de la ascensión, que fué gradual y se-
gura, pero sin otra sensación que la de creerme
más ligero que la atmósfera. Mi posición, como
he dicho, no cambió: fuí sencillamente levantado
y descendido a mi silla.»
Acerca del paso de la materia a través de
la materia, gracias a la mediunidad de Stainton
Moses, tenemos el siguiente relato:
«El 28 de agosto de 1872 fueron aportados
al salón en que tenía lugar la sesión, siete objetos
situados en otras tantas habitaciones, y el día 30
lo fueron cuatro, entre ellos una campanilla del
comedor inmediato. Dicha habitación y el
vestíbulo adjunto estaban iluminados por la luz
del gas, de manera, que al abrirse las puertas, por
poco que esto fuera, hubiera entrado un chorro
de luz en el salón obscuro donde nos hallábamos.
Como esto no ocurrió nunca, tenemos la plena se-
guridad, con apoyo del que el Dr. Carpenter con-
sidera la autoridad suma, o sea el Sentido Común
de que las puertas permanecieron cerradas. En
el comedor había una campanilla que comenzó
a sonar, marcando con su sonido la trayectoria
que iba recorriendo a medida que se aproxim-
aba a la puerta que de nosotros la separaba.¡Y
cuál no sería nuestro asombro cuando nos dimos
cuenta de que, a pesar de estar la puerta cerrada,
el sonido se oía cada vez más cerca! Evidente-
mente la campanilla sonaba en nuestro propio
salón, alrededor del mismo y con toda su fuerza.
Cuando dió la vuelta completa descendió, pasó
debajo de la mesa, junto a mi codo derecho, sonó
muy cerca de mis narices, giró en torno a mi
cabeza, cruzó entre los presentes, sonando con
fuerza junto a sus rostros y, finalmente, se posó
en la mesa.»
El Dr. Speer describe en los siguientes
términos la aparición de una luz espiritual y la
materialización de una mano, en sesión celebrada
con Stainton Moses el 10de agosto de 1873:
«Un amplio globo de luz salió del lado de
la mesa opuesto al mío, se elevó a la altura de
nuestros rostros y se desvaneció. Fué seguido de
otros varios, todos los cuales salieron del lado op-
uesto al que yo me encontraba y tan pronto de
la derecha como de la izquierda del medium. A
petición nuestra, la más cercana de las luces se
colocó despacio en el centro de la mesa. Parecía
envuelta en una vestidura. En aquel momento el
medium estaba en trance, y su espíritu guía me
indicó que colocara la luz en la mano del medi-
um. No habiéndolo podido conseguir porque se
desvaneció, dijo que golpearía en la mesa junto
a mí. Inmediatamente apareció la luz, la cual se
posó en la mesa, a mi lado. «¡Atención, escuche,
voy a golpear». Suavemente la luz se elevó y dió
tres golpes muy distintos sobre la mesa. «Ahora
voy a mostrarle a usted mi mano». Apareció
entonces una luz grande y muy brillante, en cuya
parte interior vióse la mano materializada del es-
píritu, cuyos dedos movíanse junto a mi rostro,
todo ello de la manera más clara y distinta que
pueda concebirse.»
Stainton Moses registra el siguiente caso de
fuerza física:
«En cierta ocasión nos aventuramos a acept-
ar en nuestro círculo, contra todo lo aconsejado,
a un extraño. Ocurrieron algunos fenómenos sin
importancia, sin que apareciera el espíritu guía
ordinario. Pero en cuanto nos sentamos, se
presentó dando sobre la mesa tales golpes a modo
de martinete, que no es fácil los olvidemos. El
ruido se oyó en la habitación situada arriba,
dando la impresión de que la mesa iba a caer
hecha pedazos. En vano nos separamos de la
mesa para evitar las consecuencias. Los terribles
golpes aumentaron en intensidad retemblando
toda la habitación, seguidos de la amenaza de un
castigo, si otra vez traíamos extraños a las se-
siones. No lo hicimos más, y es difícil que nos
expongamos a una reprimenda tan seria.»
VI
NOTA AL CAPÍTULO XXV
Escritura automática de Mr. Wales
Mr. Wales escribe al autor:
«No creo que en mis precedentes lecturas
haya nada que pueda explicar semejante coincid-
encia. En todo caso nada he leído sobre ello en
cuanto usted ha publicado, e intencionadamente
no he querido leer «Raimundo» y libros parecidos
para que no viciaran mis propios resultados, y las
«Actas» de la Sociedad de Investigaciones
Psíquicas no tratan, como usted sabe, de la vida
en el Más Allá. Como quiera que sea, en distintas
ocasiones he obtenido declaraciones de los espírit-
us sobre su vida en aquellas regiones. Sus cuerpos,
aun cuando imperceptibles para nuestros sentidos,
son tan sólidos como los nuestros, presentando las
mismas características, si bien son más bellos. No
tienen edad ni dolor; no son ricos ni pobres; se
visten y se alimentan; no duermen, aunque hablan
de pasar en ocasiones a un estado semiconsci-
ente al que llaman «sueño reposado» —condi-
ción en la que a veces yo me encuentro y que
parece corresponder aproximadamente al estado
«hipnótico»—. En un período de tiempo regular-
mente más corto que el promedio de la vida ter-
renal, pasan a un estado superior de existencia:
los seres de ideas, gustos y sentimientos pare-
cidos moran juntos; los casados no están
forzosamente unidos, pero el amor del hombre y
la mujer continúa aunque libre de los elementos
que con frecuencia impiden aquí su realización
perfecta. Inmediatamente después de la muerte el
ser queda en un estado de reposo semiconsciente
que puede durar varios períodos. No pueden su-
frir dolores corporales, pero sí sentir ansias men-
tales; la muerte dolorosa es «absolutamente
desconocida»; las creencias religiosas no estable-
cen la menor diferencia de estados después de la
muerte, y, en fin, su vida es intensamente feliz y
quien la disfrutara una vez no desearía ya volver
aquí. No he encontrado una acepción propia para
la palabra «trabajo». Este para nosotros signi-
fica «trabajar para vivir», pero según me han de-
clarada en varias ocasiones, no es ese el caso
de aquellos seres, cuyas necesidades están todas
misteriosamente satisfechas. Tampoco obtuve
ningún informe acerca del «estado penal tem-
poral», pero colegí que allí los seres empiezan
su evolución moral e intelectual en el punto que
tenían al abandonar la tierra, y como su estado
de felicidad se basa sobre todo en la perfección y
progreso moral, los que pasan a un más bajo nivel
moral están durante largos períodos de tiempo in-
capacitados para apreciar y disfrutar ese estado.»
Un ensayo por Borges acerca de
Swedenborg
En su admirable conferencia de 1845 Ralph
Waldo Emerson eligió a Emanuel Swedenborg
como prototipo del místico. Esta palabra, aunque
justísima, corre el albur de sugerir un hombre lat-
eral, un hombre que instintivamente se aparta de
las circunstancias y urgencias que llamamos,
nunca sabré por qué, la realidad. Nadie menos
parecido a esa imagen que Emanuel Swedenborg,
que recorrió este mundo y los otros, lúcido y la-
borioso. Nadie aceptó la vida con mayor plenitud,
nadie la investigó con igual pasión, con idéntico
amor intelectual y con tanta impaciencia de cono-
cerla. Nadie más distinto de un monje que ese es-
candinavo sanguíneo, que fue mucho más lejos
que Enrico el Rojo.
Como el Buddha, Swedenborg reprueba el
ascetismo, que empobrece y puede anular a los
hombres. En el confín del Cielo vio a un eremita
que se había propuesto ganarlo y que, durante
su vida mortal, había buscado la soledad y el
desierto. Alcanzada la meta, el bienaventurado
descubre que no puede seguir la conversación
de los ángeles ni penetrar las complejidades del
Paraíso. Finalmente le permiten proyectar a su
alrededor una alucinadora imagen del yermo. Ahí
está ahora, como estuvo en la tierra, mortificán-
dose y rezando, pero sin la esperanza del cielo.
Gaspar Svedborg, su padre, fue un eminente
obispo luterano, y en él se dio una rara conjun-
ción de fervor y tolerancia. Emanuel nació en
Estocolmo a principios del año 1688. Desde niño
pensaba en Dios y buscaba el diálogo de los cléri-
gos que frecuentaban la casa de su padre. No
deja de ser significativo que a la salvación por
la fe, piedra angular de la reforma que predicó
Lutero, antepusiera la salvación por las obras,
que es prueba fehaciente de aquélla. Ese hombre
impar y solitario fue muchos hombres. No des-
deñó la artesanía; en Londres, cuando joven, se
ejercitó en las artes manuales del encuadernador,
del ebanista, del óptico, del relojero y del fabric-
ante de instrumentos científicos. También grabó
los mapas requeridos para globos terráqueos.
Todo esto sin descuidar la disciplina de las diver-
sas ciencias naturales, del álgebra y de la nueva
astronomía de Newton, con el cual hubiera
querido conversar, y que no conoció. Su aplica-
ción fue siempre inventiva. Se anticipó a la teoría
nebular de Laplace y de Kant y proyectó una nave
que pudiera andar por el aire y otra, con fines mil-
itares, que pudiera andar bajo el mar. Le debemos
un método personal para fijar las longitudes y un
tratado sobre el diámetro de la luna. Hacia 1716
inició en Upsala la publicación de un periódico
de carácter científico que hermosamente tituló
Daedalus Hiperborius y que duraría dos años. En
1717, su aversión a lo puramente especulativo le
hizo rehusar la cátedra de astronomía que el rey
le había ofrecido. En el decurso de las temerarias
y casi míticas guerras de Carlos XII, actuó como
ingeniero militar. Ideó y ejecutó un artificio para
trasladar barcos por tierra durante un trecho que
abarcaba más de catorce millas. En 1734 apare-
cieron en Sajonia los tres volúmenes de su Opera
philosophica et mineralia. Dejó buenos hexámet-
ros latinos y la literatura inglesa —Spencer,
Shakespeare, Cowley, Milton y Dryden— le in-
teresó por su poder imaginativo. Aunque no se
hubiera consagrado a la mística, su nombre sería
ilustre en la ciencia. Le interesó, como a Des-
cartes, el problema del preciso lugar en que se
comunica el alma con el cuerpo. La anatomía,
la física, el álgebra y la química le inspiraron
muchas y laboriosas obras que redactó, como era
de usanza, en latín. En Holanda atrajeron su aten-
ción la fe y el bienestar de los habitantes; los
atribuyó al hecho de que el país fuera una
república, ya que en los reinos la gente, acos-
tumbrada a la adulación de su rey, suele adular a
Dios; rasgo servil que no puede ser de Su agrado.
Anotemos, de paso, que durante los viajes que
realizó, visitaba las escuelas, las universidades,
los barrios pobres y las fábricas, y que era afi-
cionado a la música y, particularmente, a la ópera.
Fue asesor del Real Negociado de Minas y tuvo
asiento en la Cámara de los Nobles. Al estudio
de la teología dogmática prefirió siempre el de la
Sagrada Escritura. No le bastaron las versiones
latinas; investigó los textos originales en hebreo
y en griego. En un diario íntimo se acusa de de-
saforada soberbia; hojeando los volúmenes alin-
eados en una librería, pensó que sin mayor es-
fuerzo podía superarlos, y luego comprendió que
el Señor tiene mil modos de tocar el corazón hu-
mano y que no hay libro que sea inútil. Ya Plinio
el Joven había escrito que no hay libro tan malo
que no encierre algo bueno, dictamen que Cer-
vantes recordaría.
El hecho cardinal de su vida humana ocurrió
en Londres, en una de las noches de abril de
1745. Swedenborg mismo lo ha denominado el
grado discreto o grado de separación. Lo precedi-
eron sueños, plegarias, períodos de incertidumbre
y de ayuno y, lo que es harto más singular, de ap-
licada labor científica y filosófica. Un descono-
cido, que silenciosamente le había seguido por
las calles de Londres, y de cuyo aspecto nada
sabemos, apareció de pronto en su cuarto y le dijo
que era el Señor. Directamente le encomendó la
misión de revelar a los hombres, ahora sumidos
en el ateísmo, en el error y en el pecado, la ver-
dadera y perdida fe de Jesús. Le anunció que su
espíritu recorrería cielos e infiernos y que podía
conversar con los muertos, con los demonios y
con los ángeles.
A la sazón, el elegido contaba cincuenta y
siete años; durante casi treinta años más llevó
una vida visionaria, que fue registrando en densos
tratados de prosa clara e inequívoca. A diferencia
de otros místicos, prescindió de la metáfora, de la
exaltación y de la vaga y fogosa hipérbole.
La explicación es obvia. El empleo de cu-
alquier vocablo presupone una experiencia com-
partida, de la que el vocablo es el símbolo. Si
nos hablan ¿el sabor del café, es porque ya lo
hemos probado; si nos hablan del color amarillo,
es porque ya hemos visto limones, oro, trigo y
puestas del sol. Para sugerir la inefable unión del
alma del hombre con la divinidad, los sufíes del
Islam se vieron obligados a recurrir a analogías
prodigiosas, a imágenes de rosas, de embriaguez
o de amor carnal; Swedenborg pudo renunciar a
tales artificios retóricos porque su tema no era
el éxtasis del alma arrebatada y enajenada, sino
la puntual descripción de regiones ultraterrenas,
pero precisas. Con el fin de que imaginemos, o
empecemos a imaginar, la ínfima hondura del In-
fierno, Milton nos habla de No light, but rather
darkness visible; Swedenborg prefiere el rigor y
—¿por qué no decirlo?— las eventuales prolijid-
ades del explorador o del geógrafo que registra
reinos desconocidos.
Al dictar estas líneas, siento que me detiene
la incredulidad del lector como un alto muro de
bronce. Dos conjeturas la hacen fuerte: La delib-
erada impostura de quien ha escrito esas cosas
extrañas o el influjo de una demencia brusca o
gradual. La primera es inadmisible. Si Emanuel
Swedenborg se hubiera propuesto engañar, no
habría recurrido a la publicación anónima de
buena parte de su obra, como lo hizo en los nueve
volúmenes de su Arcana Caelestia, que renuncian
a la autoridad que confiere un nombre ya ilustre.
Nos consta que en el diálogo no procuraba hacer
prosélitos. A la manera de Emerson y de Walt
Whitman, creía que los argumentos no persuaden
a nadie y que basta enunciar una verdad para que
los interlocutores la acepten. Siempre rehuía la
polémica. En su obra entera no se descubrirá un
solo silogismo; no hay sino tersas y tranquilas
afirmaciones. Me refiero, claro está, a sus trata-
dos místicos.
La hipótesis de la locura no es menos vana.
Si el redactor del Daedalus Hiperboreus y del
Prodromus Principiorum Rerum naturalium se
hubiera enloquecido, no deberíamos a su pluma
tenaz la ulterior redacción de miles de metódicas
páginas, que representan una labor de casi treinta
años y que nada tienen que ver con el frenesí.
Consideremos ahora las coherentes y múl-
tiples visiones, que ciertamente encierran mucho
de milagroso. William White ha observado agu-
damente que otorgamos con docilidad nuestra fe
a las visiones de los antiguos y propendemos a
rechazar las de los modernos, o nos burlamos de
ellas. Creemos en Ezequiel porque lo enaltece lo
remoto en el tiempo y en el espacio, creemos en
San Juan de la Cruz porque es parte integral de
la literatura española, pero no en William Blake,
discípulo rebelde de Swedenborg, ni en su aún
cercano maestro. ¿En qué precisa fecha cesaron
las visiones verdaderas y fueron reemplazadas
por las apócrifas? Lo mismo dijo Gibbon de los
milagros.
Dos años consagró Swedenborg a estudiar el
hebreo, para el examen directo de la Escritura. Yo
tengo para mí conste que se trata del parecer, sin
duda heterodoxo, de un mero hombre de letras
y no de un investigador o de un teólogo— que
Swedenborg, como Spinoza o Francis Bacon, fue
un pensador por cuenta propia (in his own right)
que cometió un incómodo error cuando resolvió
ajustar sus ideas al marco (framework) de los dos
Testamentos. Lo propio les había ocurrido a los
cabalistas hebreos, que esencialmente eran neo-
platónicos cuando invocaron la autoridad de los
versículos, de las palabras, y aun de las letras y
trasposiciones de letras, del Génesis, para justifi-
car su sistema.
No es mi propósito exponer la doctrina de la
Nueva Jerusalén revelada por Swedenborg, pero
quiero demorarme en dos puntos. El primero es
el concepto originalísimo del cielo y del infierno.
Swedenborg lo explica largamente en este, el más
conocido y hermoso de sus tratados, De Cáelo et
inferno, publicado en Amsterdam en 1758. Blake
lo repite y Bernard Shaw lo ha resumido vivi-
damente en el tercer acto de Man and Superman
(1903) que narra el sueño de John Tanner. Shaw,
que yo sepa, no habló nunca de Swedenborg;
cabe suponer que escribió bajo el estímulo de
Blake, a quien menciona con frecuencia y re-
specto, o, lo que no es inverosímil, que arribó a
las mismas ideas por cuenta propia.
En una epístola famosa dirigida a Cangrande
Della Scala, Dante Alighieri advierte qué su
Commedia, como la Sagrada Escritura, puede
leerse de cuatro modos distintos y que el literal no
es más que Uno de ellos. Dominado por los ver-
sos preciosos, el lector, sin embargo, conserva la
indeleble impresión de que los nueve círculos del
Infierno, las nueve terrazas del Purgatorio y los
nueve cielos del Paraíso corresponden a tres es-
tablecimientos: uno de carácter penal, otro penit-
encial, y otro —si el neologismo es tolerable (al-
lowable)— premial. Pasajes como Lasciate ogni
speranza, voi ch'entrate (Abandona toda esper-
anza, tú que entras) fortalecen esa convicción to-
pográfica, realizada por el arte. Nada más diverso
de los destinos ultraterrenos de Swedenborg. El
cielo y el infierno de su doctrina no son lugares,
aunque las almas de los muertos que los habitan,
y de alguna manera los crean, los ven como situ-
ados en el espacio. Son condiciones de las almas,
determinadas por su vida anterior. A nadie le está
vedado el paraíso, a nadie le está impuesto el in-
fierno. Las puertas, por decirlo así, están abier-
tas. Quienes mueren no saben que están muertos,
durante un tiempo indefinido proyectan una im-
agen ilusoria de su ámbito habitual y de las per-
sonas que los rodeaban. Al cabo de ese tiempo
se les acerca gente desconocida. Si el muerto
es un malvado le agradan el aspecto y el trato
de los demonios y no tarda en unirse a ellos;
si es un justo, elige a los ángeles. Para el bi-
enaventurado, el orbe diabólico es una región de
pantanos, de cuevas, de chozas incendiadas, de
ruinas, de lupanares y de tabernas. Los réprobos
no tienen cara o tienen caras mutiladas y atroces
[a los ojos de los justos], pero se creen hermosos.
El ejercicio del poder y el odio recíproco son
su felicidad. Viven entregados a la política, en
el sentido más sudamericano de la palabra; es
decir, viven para conspirar, mentir e imponerse.
Swedenborg cuenta que un rayo de luz celestial
cayó en el fondo de los infiernos; los réprobos lo
percibieron como un hedor, una llaga ulcerante y
una tiniebla.
El Infierno es la otra cara del Cielo. Su re-
verso preciso es necesario para el equilibrio de la
creación. El Señor lo rige, como a los cielos. El
equilibrio de las dos esferas es requerido para el
libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el
bien, que mana del cielo, y el mal que mana del
infierno. Cada día, cada instante de cada día, el
hombre labra su perdición eterna o su salvación.
Seremos lo que somos. Los terrores o alarmas de
la agonía, que suelen darse cuando el moribundo
está acobardado y confuso, no tienen mayor im-
portancia. Podemos creer o no en la inmortalidad
de las almas, pero es indiscutible que la doctrina
revelada por Swedenborg es más moral y más
razonable que la de un misterioso don que se ob-
tiene, casi al azar, a última hora. Nos lleva, por lo
pronto, al ejercicio de una vida virtuosa.
Innumerables cielos constituyen el cielo que
vio Swedenborg, innumerables ángeles con-
stituyen cada uno de ellos y cada uno de esos
ángeles es, individualmente, un cielo. Los rige el
ardiente amor de Dios y del prójimo. La forma
general del Cielo (y la de los cielos) es la forma
de un hombre o, lo que viene a ser lo mismo, la
de un ángel, ya que los ángeles no son una es-
pecie distinta. Los ángeles, como los demonios,
son muertos que han pasado a la esfera angélica
o demoníaca. Rasgo curioso que sugiere la cuarta
dimensión que Henry More ya había prefigurado:
los ángeles, en cualquier sitio que estén, siempre
miran de frente al Señor. En el orbe espiritual el
sol es la visible imagen de Dios. El espacio y
el tiempo sólo existen de manera ilusoria; si una
persona piensa en otra, ya la tiene a su lado. Los
ángeles conversan como los hombres por medio
de palabras articuladas, que se pronuncian y que
se oyen, pero el lenguaje que usan es natural y
no exige un aprendizaje. Es común a todas las
esferas angélicas. El arte de la escritura no es
desconocido en el cielo; Swedenborg recibió más
de una vez comunicaciones divinas que parecían
manuscritas o impresas, pero que no logró desci-
frar del todo, porque el Señor prefiere la instruc-
ción oral y directa. Más allá del bautismo, más
allá de la religión profesada por sus padres, to-
dos los niños van al cielo, donde los instruyen
los ángeles. Ni la riqueza, ni la dicha, ni el lujo,
ni la vida mundana son barreras para entrar en
el cielo; ser pobre no es un mérito, una virtud,
como tampoco lo es ser desventurado. Lo esen-
cial es la buena voluntad y el amor de Dios, no las
circunstancias externas. Ya hemos visto el caso
del ermitaño que, a fuerza de mortificación y de
soledad, se incapacitó para el cielo y tuvo que re-
nunciar a su goce.
En el tratado del amor conyugal, que apare-
ció en 1768, Swedenborg dice que en la tierra
el matrimonio nunca es perfecto, porque en el
hombre prima el entendimiento, y en la mujer, la
voluntad. En el estado celestial, el hombre y la
mujer que se han querido formarán un solo ángel.
En el Apocalipsis, que es uno de los libros
canónicos del Nuevo Testamento, San Juan el
Teólogo habla de una Jerusalén celestial;
Swedenborg extiende esa idea a otras grandes
ciudades. Así, en Vera Christiana Religio (1771),
escribe que hay dos Londres ultraterrenas. Al
morir, los hombres no pierden sus caracteres. Los
ingleses conservan su íntima luz intelectual y su
respeto a la autoridad; los holandeses siguen ejer-
ciendo el comercio; los alemanes suelen andar
cargados de libros y, cuando les preguntan algo,
consultan el volumen correspondiente antes de
contestar. Los musulmanes nos ofrecen el caso
más curioso de todos. Ya que en sus almas los
conceptos de Mahoma y de religión están inex-
tricablemente trabados, Dios los dota de un ángel
que finge ser Mahoma y que les enseña la fe.
Ese ángel no siempre es el mismo. El verdadero
Mahoma surgió una vez ante la comunidad de
los fieles y pudo articular las palabras: "Yo soy
vuestro Mahoma". Inmediatamente se ennegreció
y volvió a hundirse en los infiernos.
En el orbe espiritual no hay hipócritas; cada
cual es lo que es. Un espíritu maligno le encargó
a Swedenborg que escribiera que el deleite de los
demonios está en el ejercicio del adulterio, del
robo, de la estafa y de la mentira, y que les deleit-
aba asimismo el hedor de los excrementos y de
los muertos. Abrevio el episodio, el curioso lector
puede consultar la página final del tratado Sapi-
entia Angélica de Divina Providentia (1764)
A diferencia de lo que otros visionarios re-
fieren, el cielo de Swedenborg es más preciso que
la tierra. Las formas, los objetos, las estructuras y
los colores son más complejos y más vividos.
Para los Evangelios, la salvación es un pro-
ceso ético. Ser justo es lo fundamental; también
se exalta la humildad, la miseria y la desventura.
Al requisito de ser justo, Swedenborg añade otro,
antes no mencionado por ningún teólogo: el de
ser inteligente. Volvamos a recordar el asceta, ob-
ligado a reconocer que era indigno de la con-
versación teológica de los ángeles. (Los incalcul-
ables cielos de Swedenborg están llenos de amor
y de teología.) Cuando Blake escribe El tonto no
entrará en la Gloria, por santo que sea, o Despo-
jáos de santidad y cubríos de inteligencia, no hace
otra cosa que amonedar en lacónicos epigramas
el discursivo pensamiento de Swedenborg. Blake
asimismo afirmará que no bastan la inteligencia
y la rectitud y que la salvación del hombre exige
un tercer requisito: ser un artista. Jesús Cristo lo
fue, ya que enseñaba por medio de parábolas y de
metáforas, no por razonamientos abstractos.
No sin vacilación (misgiving) trataré ahora
de bosquejar, siquiera de manera parcial y rudi-
mentaria, la doctrina de las correspondencias, que
constituye para muchos el centro del tema que
estudiamos. En la Edad Media se pensó que el
Señor había escrito dos libros, el que denomin-
amos la Biblia y el que denominamos el universo.
Interpretarlos era nuestro deber. Swedenborg, lo
sospecho, empezó por la exégesis del primero.
Conjeturó que cada palabra de la Escritura tiene
un sentido espiritual y llegó a elaborar un vasto
sistema de significaciones ocultas. Las piedras,
por ejemplo, representan las verdades naturales;
las piedras preciosas, las verdades espirituales;
los astros, el conocimiento divino; el caballo, la
recta comprensión de la Escritura, pero también
su tergiversación por obra de sofismas; la abom-
inación de la desolación, la Trinidad; el abismo,
Dios o el infierno; Etcétera. De la lectura sim-
bólica de la Biblia, Swedenborg habría pasado a
la lectura simbólica del universo y de nosotros.
El sol del cielo es una imagen del sol espiritual,
que a su vez es una imagen de Dios; no hay un
solo ser en la tierra que no perdure sino por el
influjo constante de la Divinidad. Las cosas más
ínfimas, escribirá De Quincy, que fue lector de
la obra de Swedenborg, son espejos secretos de
las mayores. La historia universal, dirá Carlyle,
es un texto que debemos continuamente leer y es-
cribir y en el que también nos escriben. Esa per-
turbadora sospecha de que somos cifras y símbo-
los de una criptografía divina, cuyo sentido ver-
dadero ignoramos, abunda en los volúmenes de
Léon Bloy, y los cabalistas judíos la conocieron.
La doctrina de las correspondencias me ha
llevado a la mención de la cabala. Que yo sepa
o recuerde, nadie ha investigado hasta ahora su
íntima afinidad. En el primer capítulo de la
Escritura se lee que Dios creó al hombre a su im-
agen y semejanza. Esta afirmación implica que
Dios tiene la forma de un hombre. Los cabalistas
que en la Edad Media compilaron el Libro del
Esplendor declaran que las diez emanaciones, o
sefíroth, cuya fuente es la inefable divinidad,
pueden ser concebidas bajo la especie de un Ár-
bol o de un Hombre; el Hombre Primordial, el
Adam Kadmon. Si en Dios están todas las cosas,
todas las cosas estarán en el hombre, que es su
reflejo terrenal. De tal manera, Swedenborg y la
cabala llegan al concepto del microcosmo, o sea
del hombre, como espejo o compendio del uni-
verso. Según Swedenborg, el infierno y el cielo
están en el hombre, que asimismo incluye
plantas, montañas, mares, continentes, minerales,
árboles, flores, abrojos, peces, herramientas,
ciudades y edificios.
En 1758, Swedenborg anunció que, en el
año anterior, había sido testigo del Juicio Univer-
sal, que tuvo lugar en el mundo de los espíritus
y que correspondió a la fecha precisa en que se
había apagado la fe en todas las iglesias. Esa de-
clinación comenzó cuando se fundó la Iglesia de
Roma. La reforma iniciada por Lutero y prefig-
urada por Wycliff era imperfecta y no pocas vec-
es herética. Otro Juicio Final ocurre también en
el instante de la muerte de cada hombre y es con-
secuencia de toda su vida anterior.
El día 29 de marzo de 1772, Emanuel
Swedenborg murió en Londres, la ciudad que
tanto quería, ciudad en que Dios le había en-
comendado una noche la misión que lo haría
único entre los hombres. Quedan algunos testi-
monios de sus últimos días, de su anticuado traje
negro de terciopelo y de una espada con una em-
puñadura de forma extraña.
Durante sus últimos años su régimen de vida
era austero; el café, la leche y pan eran su ali-
mento. A cualquier hora de la noche o del día los
sirvientes lo oían caminar por su habitación, hab-
lando con sus ángeles.
Hacia mil novecientos sesenta y tantos es-
cribí este soneto:
Emanuel Swedenborg
Más alto que los otros, caminaba
Aquel hombre lejano entre los
hombres;
Apenas si llamaba por sus
nombres
Secretos a los ángeles. Miraba
Lo que no ven los otros ter-
renales:
La ardiente geometría, el
cristalino
Laberinto de Dios y el remolino
Sórdido de los goces infernales.
Sabía que la Gloria y el Averno
En tu alma están, y sus mitolo-
gías;
Sabía, como el griego, que los
días
Del tiempo son espejos del Eter-
no.
En árido latín fue registrando
Ultimas cosas sin por qué ni
cuándo.
Jorge Luis Borges
Fotos
EMANUEL SWEDENBORG
(Reproducción de un grabado de Baltersby,
publicado en ,The European Magazine, 1787)