Hoyle, Fred - La Nube Negra PDF
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La nube
negra
in octavo
2015
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In Octavo
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Fred Hoyle
La nube
negra
in octavo
2015
La nube negra
Noticia
5
La nube negra
Índice
Prefacio
Prólogo
I Escenas preliminares
II Encuentro en Londres
III Paisaje californiano
IV Actividades surtidas
V Nortonstowe
VI Se acerca la Nube
VII Llegada
VIII Cambios para bien
IX Razonamiento riguroso
X Comunicados
XI Los cohetes de hidrógeno
XII Nota de despedida
Conclusión
Epílogo
6
Prefacio
F.H.
Prólogo
Mi estimado Blythe:
John McNeil
9
Capítulo I
Escenas preliminares
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La nube negra
Todavía tenía que revelar las placas que se habían
acumulado durante la noche. Esto requería una cui-
dadosa atención. Un error en esta etapa malograría
horas de trabajo duro, y era algo impensable.
Normalmente habría postergado este paso últi-
mo y exigente. Normalmente se habría retirado al
dormitorio, se habría echado unas cinco o seis horas
de sueño, habría desayunado al mediodía, y sólo en-
tonces habría emprendido la tarea del revelado. Pe-
ro estaba al final de una “tanda”. La luna se levan-
taba ahora al anochecer, y eso imponía el cese de las
observaciones durante una quincena, ya que la bús-
queda de supernovas no podía hacerse durante la
primera mitad del mes, cuando la luna estaba pre-
sente en el cielo nocturno: ocurría simplemente que
la luna reflejaba tanta luz que las sensibles placas
que utilizaba se habrían velado sin remedio.
De modo que este día en particular debía regre-
sar a las oficinas del Observatorio en Pasadena, a
unos 200 kilómetros. El transporte a Pasadena par-
tía a las once y media, de modo que el revelado de-
bía ser completado antes de esa hora. Jensen decidió
que lo mejor era hacerlo de inmediato. Entonces po-
dría dormir cuatro horas, tomar un desayuno rápi-
do, y estar listo para el viaje de regreso a la ciudad.
***
Todo resultó como lo había planeado, pero era un
joven muy cansado el que ese día viajaba hacia el
norte en el vehículo del Observatorio. Iban tres per-
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La nube negra
sonas: el conductor, Rogers y Jensen. A Emerson to-
davía le quedaban dos noches de trabajo. A los ami-
gos de Jensen en Noruega, cruzada por los vientos y
cubierta de nieve, les habría sorprendido saber que
pasó durmiendo todo el trayecto entre los kilómetros
de naranjales que flanqueaban el camino.
Al día siguiente Jensen durmió hasta tarde, y
cuando llegó a las oficinas del Observatorio ya eran
las once. Tenía por delante más o menos una sema-
na de trabajo, para examinar las placas tomadas du-
rante la última quincena. Lo que debía hacer era
comparar sus últimas observaciones con otras pla-
cas que había tomado el mes anterior. Y hacerlo se-
paradamente para cada pedacito de cielo.
De modo que a esa hora avanzada de la mañana
del 8 de enero de 1964, Jensen se encontraba en el
subsuelo del edificio del Observatorio instalando un
instrumento conocido como el “parpadeante”. Como
su nombre lo indica, el parpadeante era un aparato
que le permitía observar primero una placa, luego
otra, luego vuelta a la primera, y así en rápida suce-
sión. De este modo, cualquier estrella que hubiese
cambiado de manera notable durante el intervalo
que mediaba entre la toma de las dos placas se des-
tacaba como un punto luminoso intermitente o par-
padeante, mientras que por otro lado la vasta mayo-
ría de estrellas que no habían cambiado permane-
cían perfectamente estables. Así era posible detectar
con comparativa facilidad la única estrella que ha-
bía cambiado entre una decena de miles. Se ahorra-
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La nube negra
ba un enorme trabajo porque no era necesario exa-
minar cada estrella por separado.
La preparación de las placas que se iban a usar
en el parpadeante exigía un cuidado extremo. No só-
lo debían ser tomadas con el mismo instrumento,
sino en la medida de lo posible en condiciones idén-
ticas. Debían tener el mismo tiempo de exposición y
su revelado debía ser tan parejo como el astrónomo
que realizaba la observación pudiese lograrlo. Esto
explica por qué Jensen había sido tan cuidadoso con
las exposiciones y el revelado.
Ahora la mayor dificultad consistía en que las
estrellas en explosión no son las únicas que mues-
tras cambios; hay varias clases de estrellas intermi-
tentes, todas las cuales “parpadean” de la manera
que acaba de ser descripta. Esas intermitencias co-
rrientes debían ser verificadas por separado y elimi-
nadas de la búsqueda. Jensen había estimado que
probablemente tendría que verificar y eliminar gran
parte de las diez mil intermitentes habituales antes
de encontrar una supernova. La mayoría de las ve-
ces, bastaba un breve examen para eliminar a una
de esas intermitentes, pero a veces había casos du-
dosos. Entonces debía recurrir a un catálogo de es-
trellas, y esto implicaba determinar la posición
exacta de la estrella en cuestión. En resumidas
cuentas tenía mucho trabajo que hacer antes de aca-
bar con su pila de placas, trabajo bastante tedioso
por cierto.
***
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La nube negra
Para el 14 de enero ya casi había terminado con
toda la pila. Al anochecer decidió volver al Observa-
torio. Había pasado la tarde en el Instituto de Tec-
nología de California (Caltech) donde se dictaba un
interesante seminario sobre la cuestión de los bra-
zos en espiral de las galaxias. Se había armado toda
una discusión después del seminario. En verdad, él
y sus amigos habían debatido el tema durante la co-
mida y luego en el viaje de regreso al Observatorio.
Pensó que tendría que ocuparse del último grupo de
placas, las que había tomado en la noche del 7 de
enero.
Terminó con la primera de la tanda. Resultó un
trabajo complicado. Otra vez, cada una de las
“posibilidades” se resolvía en una intermitencia co-
mún y corriente. Se iba a sentir aliviado cuando ter-
minara el trabajo. Era mejor estar en la montaña al
pie de un telescopio que forzando la vista con ese
maldito instrumento, pensó, mientras se inclinaba
sobre el ocular. Pulsó el interruptor y el segundo par
se iluminó en el campo visual.
Un instante después Jensen estaba manoteando
las placas, sacándolas de sus bastidores. Las llevó a
la luz, las examinó durante largo rato, volvió a colo-
carlas en el parpadeante, y volvió a pulsar el inte-
rruptor. En medio de un nutrido campo de estrellas
había una enorme mancha oscura, casi exactamente
circular. Pero era el anillo de estrellas que rodeaba
esa mancha lo que le resultó más asombroso. Allí es-
taban, parpadeando, intermitentes, todas. ¿Por qué?
No pudo encontrar una respuesta satisfactoria para
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La nube negra
esa pregunta, porque nunca jamás había visto u oí-
do nada semejante.
Jensen se dio cuenta de que no podía continuar
con el trabajo. Estaba demasiado excitado con ese
descubrimiento singular. Sentía que debía comen-
tarlo con alguien. La persona indicada, naturalmen-
te, era el doctor Marlowe, uno de los más veteranos
miembros del grupo. La mayoría de los astrónomos
se especializa en tal o cual de las muchas facetas
que ofrece su ocupación. Marlowe también tenía su
especialidad, pero era sobre todo un hombre de in-
mensos conocimientos generales. Tal vez debido a
ello cometía menos errores que la mayoría. Estaba
dispuesto a conversar de astronomía a cualquier ho-
ra del día o de la noche, y hablaba con el mismo en-
tusiasmo a cualquiera, fuese un científico distingui-
do como él mismo o un joven en los primeros pelda-
ños de su carrera. Era natural, por lo tanto, que
Jensen quisiera comentar con Marlowe su extraño
hallazgo.
Colocó cuidadosamente en una caja las dos pla-
cas en cuestión, apagó los equipos eléctricos y las lu-
ces del subsuelo, y se encaminó hacia la cartelera
que estaba frente a la biblioteca. El siguiente paso
fue consultar la lista de observaciones. Descubrió
con satisfacción que Marlowe no había ido a Monte
Palomar ni a Monte Wilson. Pero, por supuesto,
quedaba la posibilidad de que hubiese salido. Jen-
sen andaba con suerte, sin embargo, porque una lla-
mada telefónica bastó para comprobar que Marlowe
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La nube negra
estaba en su casa. Cuando le explicó que quería co-
mentarle algo extraño que se había presentado,
Marlowe dijo:
—Ven enseguida, Knut, estaré esperándote...
No..., está bien... No estaba ocupado con nada en
particular.
***
Dice mucho sobre el estado de ánimo de Jensen
el hecho de que pidiera un taxi para ir hasta la casa
de Marlowe. Un estudiante con una asignación
anual de dos mil dólares no viaja normalmente en
taxi. Y esto era particularmente así en el caso de
Jensen. Para él las economías eran importantes por-
que quería recorrer los diferentes observatorios de
los Estados Unidos antes de regresar a Noruega, y
además tenía que comprar algunos regalos. Pero en
esta ocasión la cuestión del dinero ni se le cruzó por
la cabeza. Viajó hacia Altadena aferrando su caja de
placas y preguntándose si existía la posibilidad de
que se estuviera poniendo en ridículo. ¿Habría co-
metido algún error estúpido?
Marlowe lo esperaba.
—Pasa —dijo—. Sírvete una bebida. Las toman
fuertes en Noruega, ¿verdad?
Knut sonrió.
—No tanto como usted cree, doctor Marlowe.
Marlowe condujo a Jensen hasta una mecedora
que estaba junto al hogar de leños (tan añorado por
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La nube negra
muchos que viven en casas con calefacción central),
y después de retirar un enorme gato de un segundo
asiento, se sentó también.
—Suerte que llamaste, Knut. Mi esposa salió es-
ta noche, y no sabía qué hacer con mi tiempo.
Entonces, como era típico en él, fue derecho al
grano; la diplomacia y las sutilezas políticas le eran
desconocidas.
—Bueno, ¿qué tienes allí? —dijo señalando la ca-
ja amarilla que Jensen traía consigo.
Con cierta timidez, Knut extrajo la primera de
sus dos fotografías, que había sido tomada el 9 de
diciembre de 1963, y se la entregó sin comentarios.
Pronto se sintió gratificado por la reacción.
—¡Dios mío! —exclamó Marlowe—. Tomada con
el de 18 pulgadas, supongo. Sí, veo que lo anotaste
en un costado de la placa.
—¿Le parece que hay algún error?
—Ninguno, por lo que veo —Marlowe extrajo
una lupa del bolsillo y revisó cuidadosamente toda
la placa.
—Se la ve perfectamente bien. Sin defectos.
—Dígame qué es lo que lo ha sorprendido tanto,
doctor Marlowe.
—Bueno, ¿no era esto lo que querías que viera?
—No en sí mismo. Es la comparación con una se-
gunda placa que tomé un mes después lo que me re-
sulta extraño.
22
La nube negra
—Pero esta primera es bastante curiosa —dijo
Marlowe—. ¡Y la tuviste guardada durante un mes
en tu cajón! Lástima que no me la mostraste de in-
mediato. Pero, claro, no tenías por qué saberlo.
—No entiendo sin embargo qué es lo que le sor-
prende tanto en esta placa.
—Bueno, mira esta mancha circular. Evidente-
mente se trata de una nube obscura que oculta la
luz de las estrellas que se encuentran detrás. Estos
glóbulos no son raros en la Vía Láctea, pero por lo
general se trata de cosas pequeñas. ¡Dios mío, mira
lo que es esto! ¡Es enorme, debe tener casi dos gra-
dos y medio de lado a lado!
—Pero, doctor Marlowe, hay montones de nubes
más grandes que ésta, especialmente en la región de
Sagitario.
—Si observas con cuidado lo que parecen ser nu-
bes muy grandes, verás que se encuentran formadas
por cantidades de nubes mucho más pequeñas. Esto
que tienes aquí, por el contrario, parece ser una única
nube esférica. Lo que de veras me sorprende es cómo
pude haber pasado por alto una cosa tan grande.
Marlowe volvió a mirar las marcas en la placa.
—Es cierto que se encuentra en el sur, y no nos
preocupa demasiado el cielo en invierno. Aun así, no
sé cómo se me pudo haber escapado cuando trabaja-
ba en el Trapecio de Orión. Eso fue apenas hace tres
o cuatro años, y yo no me habría olvidado de algo co-
mo esto.
23
La nube negra
El hecho de que Marlowe no pudiera identificar
la nube, pues de eso indudablemente se trataba, re-
sultó una sorpresa para Jensen. Marlowe conocía el
cielo y todos los objetos extraños que podían encon-
trarse en él tan bien como conocía las calles y aveni-
das de Pasadena.
Marlowe se dirigió hacia el aparador y sirvió
más bebidas. Cuando regresó, Jensen dijo:
—Era esta segunda placa la que me intrigaba.
Marlowe no alcanzó a mirarla diez segundos
cuando ya estaba de vuelta con la primera placa. Su
ojo experto no necesitaba de ningún parpadeante
para ver que en la primera placa la nube estaba ro-
deada por un anillo de estrellas que no se veían, o
casi no se veían en la segunda placa. Continuó ob-
servándolas pensativamente.
—¿No hubo nada desusado en la manera como
tomaste estas fotografías?
—No que yo sepa.
—Parecen buenas, pero nunca se puede estar se-
guro.
Marlowe se interrumpió abruptamente y se in-
corporó. Como solía hacer cuando estaba excitado o
agitado, se dedicó a expulsar enormes nubles de hu-
mo de tabaco anisado, una variedad sudafricana.
Jensen se sorprendió de que el cazo de su pipa no
estallara en llamas.
—Algo raro debe haber ocurrido. Lo mejor que
podemos hacer es tomar otra placa de inmediato.
24
La nube negra
Me gustaría saber quién está en la montaña esta
noche.
—¿En Monte Wilson o en Palomar?
—Monte Wilson. Palomar está muy lejos.
—Bueno, por lo que recuerdo uno de los astróno-
mos visitantes está usando el de 100 pulgadas. Y
creo que Harvey Smith está en el de 60.
—Mira, creo que probablemente sea mejor que
vaya yo mismo. Harvey no va a tener problemas en
cederme unos minutos. Por supuesto, no voy a poder
captar la nubosidad entera, pero sí algunos de los
campos estelares del borde. ¿Recuerdas las coorde-
nadas exactas?
—No. Llamé apenas vi las placas en el “parpa-
deante”. No me detuve a hacer las mediciones.
—Bueno, no te preocupes, las podemos hacer en
el viaje. Pero en realidad no hay motivos para qui-
tarte el sueño, Knut. ¿Qué te parece si te alcanzo
hasta tu departamento? Le dejaré una nota a Mary
para decirle que no volveré hasta mañana.
***
Jensen estaba excitado cuando Marlowe lo dejó
en su albergue. Antes de dormir, escribió cartas a su
casa, una a sus padres para contarles brevemente
sobre el extraño descubrimiento, y otra a Greta en
la que le decía que creía haber tropezado con algo
importante.
25
La nube negra
Marlowe condujo hasta las oficinas del Observa-
torio. Lo primero que hizo fue llamar a Monte Wil-
son y pedir por Harvey Smith. Cuando oyó el suave
acento sureño de Smith, le dijo:
—Habla Geoff Marlowe... Mira, Harvey, se pre-
sentó algo muy raro, tan raro que me pregunto si
me dejarías usar esta noche el de 60 pulgadas...
¿Qué es? No sé qué es. Eso es lo que quiero averi-
guar. Tiene que ver con el trabajo del joven Jensen.
Date una vuelta por aquí mañana a las diez y podré
contarte más. Si te aburre, te regalo una botella de
whisky. ¿Está bien? ¡Perfecto! Avísale por favor al
asistente nocturno que voy a aparecer por ahí arriba
alrededor de la una.
A continuación Marlowe llamó a Bill Barnett, de
Caltech.
—Bill, habla Geoff Marlowe desde la oficina...
Quería decirte que mañana a las diez tendremos
aquí una reunión muy importante. Me gustaría que
vinieras, y que trajeras contigo a unos cuantos teóri-
cos. No es necesario que sean astrónomos. Trae al-
gunos muchachos brillantes... No, no puedo expli-
carte ahora. Mañana sabré algo más. Esta noche iré
al de 60 pulgadas. Pero te diré una cosa, si para ma-
ñana al mediodía piensas que te embarqué en una
misión imposible, te compensaré con un cajón de
whisky... ¡Perfecto!
Canturreaba de entusiasmo mientras se dirigía
al subsuelo donde Jensen había estaba trabajando
esa misma noche. Pasó unos tres cuartos de hora
26
La nube negra
midiendo las placas de Jensen. Cuando por fin estu-
vo seguro de que sabría exactamente hacia dónde
apuntar el telescopio, salió, se metió en su auto, y
partió hacia Monte Wilson.
***
El doctor Herrick, director del Observatorio, que-
dó atónito al encontrar que Marlowe lo estaba espe-
rando cuando llegó a su oficina a las siete de la ma-
ñana del día siguiente. Era su costumbre comenzar
el día unas dos horas antes que el conjunto de su
personal, “a fin de adelantar trabajo”, como solía de-
cir. En el otro extremo, Marlowe por lo general no
aparecía hasta las diez y media, y a veces incluso
más tarde. Ese día, sin embargo, Marlowe estaba
sentado frente a su escritorio, examinando cuidado-
samente una docena de fotografías. La sorpresa de
Herrick no se redujo en lo más mínimo cuando escu-
chó lo que Marlowe tenía para decirle. Los dos hom-
bres pasaron la siguiente hora y media trabados en
una seria conversación. Alrededor de las nueve sa-
lieron en procura de un rápido desayuno, y volvieron
a tiempo para preparar la reunión que se iba a cele-
brar a las diez en la biblioteca.
Cuando llegaron Bill Barnett y sus cinco acom-
pañantes se encontraron con una decena de miem-
bros del Observatorio ya reunidos, entre los que fi-
guraban Jensen, Rogers, Emerson y Harvey Smith.
Habían instalado una pizarra, y un proyector de
diapositivas con su pantalla. El único miembro del
grupo de Barnett que debió ser presentado al resto
27
La nube negra
fue Dave Weichart. Marlowe, que había oído varios
informes sobre la capacidad de este brillante físico
de veintisiete años, notó que Barnett evidentemente
había hecho lo posible para traer consigo a un mu-
chacho brillante.
—Lo mejor que puedo hacer —comenzó Mar-
lowe—, es exponer las cosas cronológicamente, em-
pezando por las placas que Knut Jansen trajo ano-
che a mi casa. Tan pronto se las haya mostrado
comprenderán por qué se llamó a esta reunión de
emergencia.
Emerson, que se ocupaba del proyector, colocó
una diapositiva que Marlowe había preparado a
partir de la primera placa de Jensen, la que había
sido tomada en la noche del 9 de diciembre de 1963.
—El centro de la mancha obscura —prosiguió
Marlowe— se ubica en Ascensión recta 5 horas 49
minutos, Declinación menos 30 grados 16 minutos,
según mis mejores cálculos.
—Magnífico ejemplo de un glóbulo de Bok —dijo
Barnett.
—¿Qué tamaño tiene?
—Unos dos grados y medio de lado a lado.
Se oyeron murmullos entre varios de los astróno-
mos.
—Geoff, puedes guardar tu botella de whisky —
dijo Harvey Smith.
—Y también mi cajón —agregó Bill Barnett en-
tre las risas de todos.
28
La nube negra
—Me parece que van a necesitar el whisky cuan-
do vean la próxima placa. Bert, proyéctalas en suce-
sión, ida y vuelta, para que podamos formarnos una
idea de la comparación —pidió Marlowe.
—¡Es fantástico! —reaccionó Rogers—. Parece
que hubiera todo un anillo de estrellas parpadean-
tes rodeando la nube. Pero ¿cómo puede ser?
—No puede —respondió Marlowe—. Eso es lo
que percibí de entrada. Aunque admitiéramos la im-
probable hipótesis de que esta nube está rodeada
por un halo de estrellas variables, resulta por cierto
del todo inconcebible que parpadeen todas en fase
unas con otras, todas encendidas como en la prime-
ra diapositiva, todas apagadas como en la segunda.
—No, eso es inadmisible —irrumpió Barnett—.
Si aceptamos que no hubo errores en la fotografía,
entonces no hay más que una explicación posible. La
nube se mueve hacia nosotros. En la segunda diapo-
sitiva se encuentra más cerca, y por lo tanto oculta
mayor número de estrellas lejanas. ¿Con qué inter-
valo se tomaron las dos placas?
—Algo menos de un mes.
—Entonces debe haber algo mal en la fotografía.
—Ése fue exactamente mi razonamiento de ano-
che. Pero como no pude encontrar ninguna falla en
las placas, la cosa más obvia para hacer era tomar
nuevas fotografías. Si un mes había bastado para
crear semejante diferencia entre la primera y la se-
gunda placa de Jensen, entonces el efecto debería
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La nube negra
ser fácilmente detectable en el término de una se-
mana. Jensen tomó su última placa el 7 de enero.
Ayer era 14 de enero. Entonces salí volando para
Monte Wilson, lo corrí a Harvey del 60 pulgadas, y
pasé la noche fotografiando los bordes de la nube.
Tengo aquí una colección de nuevas diapositivas.
Por supuesto no tienen la misma escala que las pla-
cas de Jensen, pero van a poder apreciar con toda
claridad lo que está pasando. Muéstralas una por
una, Bert, y continúa refiriéndolas a la placa de
Jensen del 7 de enero.
Durante el siguiente cuarto de hora hubo un si-
lencio casi mortal, mientras la reunión de astróno-
mos comparaba cuidadosamente los campos estela-
res contiguos a la nube. Finalmente, Barnett dijo:
—Me rindo. En lo que a mí concierne, no existe
ni una sombra de duda de que esta nube se desplaza
hacia nosotros.
Resultó claro que había expresado la convicción
de todos los presentes. Las estrellas cercanas al bor-
de de la nube iban desapareciendo sostenidamente a
medida que avanzaba hacia el sistema solar.
—En realidad, no existe la menor duda al res-
pecto —prosiguió Marlowe—. Cuando esta mañana
discutimos el asunto con el doctor Herrick, éste me
hizo notar que contamos con una fotografía de esa
parte del cielo tomada hace veinte años.
Herrick mostró la fotografía.
—No tuvimos tiempo de hacer una diapositiva —
dijo—, de modo que tendrán que pasarla alrededor
30
La nube negra
de la mesa. Van a ver la nube negra, pero en esta
foto es algo pequeño, no más que un globulito. La
marqué con una flecha.
Le entregó la foto a Emerson quien, luego de pa-
sársela a Harvey Smith, dijo:
—En verdad, ha crecido enormemente en estos
veinte años. Tengo cierta aprensión al pensar en lo
que va a ocurrir en los próximos veinte. Parece como
si pudiera cubrir toda la constelación de Orión. Muy
pronto los astrónomos se van a quedar sin trabajo.
Fue entonces cuando Dave Weichart habló por
primera vez.
—Hay dos preguntas que me gustaría formular.
La primera se refiere a la posición de la nube. Tal co-
mo yo entendí sus dichos, la nube aumenta su tama-
ño aparente porque se está acercando a nosotros. Eso
es claro. Pero lo que me gustaría saber es si el centro
de la nube se mantiene en la misma posición, o pare-
cería moverse contra el trasfondo de las estrellas?
—Muy buena pregunta. Parecería que en los úl-
timos veinte años, el centro se ha movido muy poco
en relación con el campo estelar —respondió He-
rrick.
—Entonces eso significa que la nube viene direc-
tamente hacia el sistema solar.
Weichart estaba acostumbrado a pensar más rá-
pidamente que los demás, por eso cuando advirtió
que se dudaba en aceptar su conclusión, fue al piza-
rrón.
31
La nube negra
32
La nube negra
se habrá desplazado. Y lo habrá hecho dentro del
ángulo ATB, que debe ser del orden de unos 30 gra-
dos.
—No creo que el centro se haya desplazado a un
ángulo de más de un cuarto de grado —subrayó
Marlowe.
—Entonces el movimiento lateral no puede ser
mayor al uno por ciento del movimiento hacia noso-
tros. Parece que la nube se dirige hacia el sistema
solar como una bala hacia su blanco.
—¿Quieres decir, Dave, que no hay posibilidades
de que la nube esquive el sistema solar, o le pase
raspando, por así decir?
—A partir de los datos tal como nos han sido pre-
sentados, esa nube va a dar en el blanco, exacta-
mente en el centro. Recuerden que ya tiene un diá-
metro de dos grados y medio. La velocidad transver-
sal tendría que ser hasta un diez por ciento de la ve-
locidad radial para que nos pase de largo. Y eso im-
plicaría un movimiento angular del centro mucho
más amplio que el que refiere el doctor Marlowe. La
otra pregunta que me gustaría plantear es por qué
la nube no fue detectada con anterioridad. No quiero
ser grosero al respecto, pero resulta muy llamativo
que no se la haya notado hace mucho, digamos hace
una década.
—Por cierto, eso fue lo primero que me vino a la
mente —repuso Marlowe—. Parecía algo tan sor-
prendente que apenas si podía dar crédito al trabajo
33
La nube negra
de Jensen. Pero entonces se me ocurrieron varias
razones. Si una nova brillante o una supernova des-
tellara en el cielo, inmediatamente sería detectada
por miles de personas comunes, aparte de los astró-
nomos. Pero esto no es algo brillante, es algo obscu-
ro, y eso no es tan fácil de detectar, una mancha
obscura se confunde muy bien en el cielo. Por su-
puesto, si una de las estrellas ocultas por la nube
hubiese sido cualquiera de las brillantes habría sal-
tado a la vista. La desaparición de una estrella bri-
llante no es tan fácil de detectar como la aparición
de una nueva, pero no obstante habría sido adverti-
da por miles de astrónomos profesionales y aficiona-
dos. Ocurrió, sin embargo, que todas las estrellas
cercanas a la nube son telescópicas, ninguna posee
un brillo de magnitud superior a ocho. Esa fue la
primera desgracia. Después, deben saber ustedes
que para obtener buenas condiciones visuales prefe-
rimos trabajar con objetos cercanos al cenit, mien-
tras que esta nube se encuentra más bien baja en
nuestro cielo. De modo que naturalmente tendería-
mos a evitar esa parte de la bóveda a menos que
contuviera algún material particularmente intere-
sante, cosa que, segunda desgracia, no ocurre... si
excluimos por supuesto el caso de la nube. Es cierto
que para los observatorios ubicados en el hemisferio
sur la nube habría estado alta en el cielo, pero los
observatorios del hemisferio sur, con sus pequeñas
dotaciones, están muy exigidos atendiendo una can-
tidad de problemas importantes relacionados con las
Nubes Magallánicas y el núcleo de la Galaxia. La
34
La nube negra
nube iba a ser detectada, antes o después. Sucedió
después, pero pudo haber ocurrido antes. Es todo lo
que puedo decir.
—Ahora ya es tarde para preocuparse por eso —
dijo el director—. Nuestro paso siguiente debe ser
medir la velocidad con que la nube se acerca a noso-
tros. Marlowe y yo hemos mantenido una larga
charla al respecto, y creemos que es posible. Las es-
trellas próximas al borde de la nube aparecen par-
cialmente obscurecidas, como muestran las placas
tomadas anoche por Marlowe. Sus espectros debe-
rían mostrar líneas de absorción debidas a la nube,
y el efecto Doppler nos proporcionará la velocidad.
—Entonces sería posible calcular cuánto tardará
la nube en llegar hasta nosotros —intervino Bar-
nett—. Debo decir que no me gusta el aspecto de las
cosas. La forma como la nube ha incrementado su
diámetro angular durante los últimos veinte años
hace pensar que la tendremos encima dentro de cin-
cuenta o sesenta años. ¿Cuánto tiempo cree que de-
mandará obtener la desviación Doppler?
—Una semana, tal vez. No debería ser difícil.
—Lo siento, pero no entiendo todo esto —inter—
vino Weichart—. No veo para qué necesitan la velo-
cidad de la nube. Es posible calcular de inmediato
cuánto va a tardar la nube en llegar hasta nosotros.
A ver, permítanme. Tengo la impresión de que la
respuesta va a estar muy por debajo de los cincuen-
ta años.
35
La nube negra
Por segunda vez Weichart dejó su asiento, fue al
pizarrón y borró sus anteriores dibujos.
—¿Podemos ver nuevamente las dos diapositivas
de Jensen, por favor?
Luego de que Emerson las proyectara, una des-
pués de la otra, Weichart preguntó:
—¿Podrían estimar cuánto más grande es la nu-
be en la segunda imagen?
—Diría que un cinco por ciento más grande. Tal
vez un poco más o menos, pero con toda seguridad
no muy lejos de allí —respondió Marlowe.
—Muy bien —continuó Weichart—, comencemos
por definir algunos símbolos. Escribamos α para el
diámetro angular presente de la nube, medido en
radianes, d para el diámetro lineal de la nube, D pa-
ra la distancia que la separa de nosotros, V para su
velocidad de aproximación, y T para el tiempo re-
querido para llegar al sistema solar.
»Para empezar, obviamente tenemos que
α = d/D
»Diferenciamos esta ecuación con respecto al
tiempo t y obtenemos
dα/dt = − (d/dD2) * (dD/dt)
»Pero V = − dD/dt, de manera que podemos escri-
bir
(dα/dt) = dV/dD2
36
La nube negra
»También tenemos que D/V = T. Entonces pode-
mos eliminar V para llegar a
dα/dt = (d/dT)
»Esto es más fácil de lo que yo pensaba. Aquí es-
tá la respuesta
T= α * dt/dα
»El último paso es aproximar dt/dα a intervalos
finitos, Δt/Δα, donde Δt = 1 mes, correspondiente al
lapso que separa las dos placas del doctor Jensen;
tenemos además que, según lo estimado por el doc-
tor Marlowe, Δα es alrededor del 5 por ciento de α,
esto es α/Δα = 20. Por lo tanto
T = 20 * Δt = 20 meses
»Y de este modo pueden ver ustedes que la nube
negra estará aquí para agosto de 1965, o tal vez an-
tes si algunas de las estimaciones actuales debieran
ser corregidas.»
Se alejó un poco del pizarrón, para revisar su ar-
gumentación matemática.
—Ciertamente parece correcta; muy directa, a
decir verdad —comentó Marlowe, expulsando gran-
des volúmenes de humo.
—Sí, parece inobjetablemente correcta —repuso
Weichart.
Al término del sorprendente cálculo de Weichart,
el director consideró prudente recomendar a todos los
presentes guardar el secreto. Estuvieran acertados o
37
La nube negra
equivocados, nada bueno se obtendría con hablar fue-
ra del Observatorio, ni siquiera en casa. Una vez en-
cendida la chispa, la noticia correría como fuego en el
rastrojo, y llegaría a los diarios en un santiamén. El
director nunca había encontrado razones para tener
a los periodistas en alta estima, particularmente en
lo que a rigor científico se refiere.
Desde el mediodía hasta las dos de la tarde estu-
vo sentado solo en su oficina, lidiando con la situa-
ción más difícil que le había tocado enfrentar jamás.
Era decididamente contrario a su naturaleza anun-
ciar cualquier resultado o tomar decisiones sobre la
base de un resultado antes de que hubiera sido
reiteradamente comprobado y cotejado. Y sin em-
bargo, ¿sería correcto que guardara silencio durante
una quincena o más? Pasarían por lo menos dos o
tres semanas antes de que cada faceta de la cues-
tión pudiera ser cabalmente investigada. ¿Podría
contar con ese tiempo? Revisó el argumento de Wei-
chart quizás por enésima vez. No pudo encontrarle
fallas.
Al final llamó a su secretario.
—¿Puede pedir por favor a Caltech que me reser-
ve un asiento en el vuelo nocturno a Washington, el
que sale aproximadamente a las nueve? Después co-
muníqueme con el doctor Ferguson.
***
James Ferguson era un pez gordo del Fondo Na-
cional de la Ciencia, que controlaba todas las activi-
38
La nube negra
dades del Fondo en materia de física, astronomía y
matemáticas. Le había sorprendido mucho el llama-
do de Herrick el día anterior. No era propio de él
concertar citas de un día para el otro.
—No sé qué bicho le picó a Herrick —le comentó
a su esposa durante el desayuno— para venirse co-
rriendo a Washington de este modo. Fue muy insis-
tente, y parecía agitado, así que le dije que lo iba a
recoger en el aeropuerto.
—Bueno, un misterio de vez en cuando es bueno
para el sistema —repuso la mujer—. Pronto te vas a
enterar.
***
En el trayecto desde el aeropuerto a la ciudad,
Herrick se limitó a hablar de trivialidades conven-
cionales. Sólo cuando se encontró en el despacho de
Ferguson abordó la cuestión.
—No hay peligro de que nos escuchen, supongo...
—Caramba, hombre, ¿tan seria es la cosa? Espe-
ra un minuto.
Ferguson levantó el teléfono.
—Amy, por favor, asegúrate de que no nos inte-
rrumpan... No, llamadas telefónicas tampoco...
Bueno, tal vez una hora, tal vez dos, no sé.
Con serenidad y de manera lógica, Herrick expuso
entonces la situación. Luego de que Ferguson pasara
un rato examinando las fotografías, Herrick dijo:
39
La nube negra
—Comprendes en qué aprieto nos encontramos.
Si anunciamos el asunto y resulta que estábamos
equivocados, quedaremos como perfectos tontos. Si
nos tomamos un mes para verificar todos los detalles
y resulta que teníamos razón, entonces nos acusarán
de demorar las cosas y echarlas para adelante.
—Eso es lo que les espera, sin duda, como una
gallina vieja que empolla un huevo podrido.
—Bien, James, creo que tienes mucha experien-
cia en tratar con la gente. Me pareces alguien a
quien puedo pedir consejo. ¿Qué sugieres que haga-
mos?
Ferguson permaneció un rato en silencio. Des-
pués dijo:
—Veo que esto se puede convertir en un asunto
serio. Y, como a ti, no me gusta tomar decisiones se-
rias, mucho menos aguijoneado por las circunstan-
cias. Lo que yo sugeriría es esto. Vuelve a tu hotel y
échate una siesta... no creo que hayas podido dormir
mucho anoche. Podemos volver a reunirnos para co-
mer, y para entonces creo que habré tenido la opor-
tunidad de repensar las cosas. Trataré de llegar a
alguna conclusión.
***
Ferguson cumplió su palabra. Tan pronto él y
Herrik comenzaron a dar cuenta de la cena en un
tranquilo restaurante de su elección, Ferguson co-
menzó:
40
La nube negra
—Creo que tengo las cosas bastante bien resuel-
tas. No me parece sensato emplear otro mes para
estar seguro de tu posición. El caso se presenta bas-
tante sólido tal como está, y nunca se puede estar
seguro del todo: en definitiva se trataría de conver-
tir un noventa y nueve por ciento de certeza en un
noventa y nueve coma nueve por ciento. Y eso no
justifica la pérdida de tiempo. Por otro lado, en este
momento no estás todavía bien preparado como pa-
ra presentarte en la Casa Blanca. Según tu propio
relato, hasta ahora tú y tus hombres han dedicado a
este asunto menos de un día. Estoy seguro de que
hay muchas otras cosas sobre las cuales podrán for-
marse ideas más claras. Más precisamente, ¿cuánto
tiempo tardará la nube en llegar aquí? ¿Cuáles se-
rán sus efectos cuando lo haga? Esa clase de cosas.
»Mi consejo es que vuelvas directamente a Pasa-
dena, reúnas a tu equipo, y le propongas escribir un
informe en el plazo de una semana, exponiendo la
situación tal como ustedes la ven. Haz que todos tus
hombres la firmen, para que no haya lugar a habla-
durías sobre un director loco. Y entonces vuelve a
Washington.
»Entretanto, voy a empezar a mover las cosas
aquí. En un caso como este no sirve para nada em-
pezar desde abajo susurrando en el auto de algún
congresista. Lo único que conviene hacer es ir direc-
to al presidente. Voy a tratar de allanarte el camino
por ese lado.»
41
Capítulo II
Encuentro en Londres
50
La nube negra
piter, ha invadido el sistema solar. La segunda hipó-
tesis sostiene que el Astrónomo Real ha perdido sus
cabales. No quiero ser ofensivo, pero francamente la
segunda alternativa me parece menos increíble que
la primera.
—Lo que admiro en usted, Kingsley, es la mane-
ra como se niega a ponderar las cosas… frase curio-
sa ésta. —El Astrónomo Real permaneció pensativo
por un momento—. Algún día debería dedicarse a la
política.
Kingsley hizo una mueca.
—¿Puedo tener esas tablas por un par de días?
—¿Para qué las quiere?
—Bueno, para dos cosas. Para verificar la cohe-
rencia de todo el asunto y también para descubrir el
lugar exacto donde está ubicado ese cuerpo intruso.
—¿Y eso lo va a hacer cómo?
—Primero, voy a trabajar hacia atrás sobre las
observaciones de uno de los planetas: Saturno debe-
ría ser la mejor opción. Esto determinará la distri-
bución del cuerpo intruso, o del material intruso si
es que no se presenta bajo la forma de un cuerpo
discreto. Esto va a ser más o menos lo mismo que la
determinación de la posición de Neptuno por J.C.
Adams-Le Verrier. Entonces, una vez que tenga ubi-
cado el material intruso haré los cálculos hacia ade-
lante. Estableceré las perturbaciones de los otros
planetas, Júpiter, Urano, Neptuno, Marte, etcétera.
Y una vez hecho esto, compararé mis resultados con
51
La nube negra
sus observaciones de estos otros planetas. Si mis re-
sultados concuerdan con las observaciones sabré
que no se trata de una patraña. Pero si no concuer-
dan, ¡bueno!
—Todo eso está muy bien —dijo el Astrónomo
Real— ¿pero cómo pretende lograrlo en un par de
días?
—Oh, utilizando una computadora electrónica.
Afortunadamente, cuento con un programa ya escri-
to para la computadora de Cambridge. Necesitaré
todo el día de mañana para modificarlo ligeramente,
y para escribir algunas subrutinas específicamente
dedicadas a manejar este problema. Pero debería es-
tar listo para empezar los cálculos mañana por la
noche. Mire, A.R., ¿por qué no se viene por el labora-
torio después de su banquete? Si trabajamos hasta
mañana por la noche deberíamos tener el asunto re-
suelto muy rápidamente.
***
El día siguiente fue muy desagradable: hacía
frío, llovía y una leve neblina cubría la ciudad de
Cambridge. Kingsley trabajó durante toda la maña-
na y parte de la tarde ante un fuego brillante en sus
aposentos del Colegio. Trabajó sostenidamente, ga-
rabateando una sorprendente cantidad de símbolos,
de los cuales hay a continuación una breve muestra,
un ejemplo del código que instruía a la computadora
sobre cómo realizar sus cálculos y operaciones:
52
La nube negra
T Z
0 A 23 0
1 U 11 0
2 A 2 F
3 U 13 0
56
La nube negra
dad se mueve. De modo que la máquina todavía no
va a empezar a trabajar.
Kingsley estaba en lo cierto. La máquina se de-
tuvo tan pronto llegó al fin del largo rollo de cinta de
papel. Kingsley señaló una lucecita roja.
—Eso quiere decir que la máquina se detuvo por-
que todavía no tiene todas las instrucciones. ¿Dónde
quedó ese trozo de cinta que obtuvimos al principio?
Allí está, sobre la mesa junto a usted.
El Astrónomo Real le alcanzó la larga tira de pa-
pel.
—Y esto le suministra la información faltante.
Cuando haya ingresado, la máquina sabrá también
todo sobre el intruso.
Kingsley oprimió un botón, y el segundo trozo de
cinta comenzó a correr. En cuanto pasó por el lector,
tal como lo había hecho el primer trozo, empezaron
a parpadear luces en una serie de pantallas de rayos
catódicos.
—Ahí va. Desde ahora y durante una hora, la
máquina va a multiplicar cien mil números de diez
cifras por minuto. Y mientras lo hace, vayamos a
prepararnos un café. Tengo ganas de picar algo, no
he comido nada desde las cuatro de la tarde de ayer.
Los dos hombres siguieron trabajando de este
modo durante toda la noche. Amanecía en gris una
triste mañana de enero cuando Kingsley dijo:
—Bueno, terminamos. Aquí tenemos todos los
resultados, pero necesitan un poco de conversión an-
57
La nube negra
tes de que podamos abocarnos a una comparación
con sus observaciones. Veré que una de las chicas se
ocupe hoy de eso. Vea, A.R., le sugiero que comamos
juntos esta noche, y después revisaremos las cosas
con peine fino. Tal vez prefiera escaparse ahora y
dormir un poco. Yo me quedaré hasta que llegue el
personal del laboratorio.
***
Esa noche después de comer, el Astrónomo Real
y Kingsley se encontraban nuevamente reunidos en
los aposentos de este último en el Erasmus College.
La cena había sido particularmente buena, y ambos
hombres se sentían muy distendidos cuando se aco-
modaron junto al hogar.
—Cuántas tonterías se dicen en estos días res-
pecto de esas salamandras —comentó el Astrónomo
Real señalando el fuego—. Se supone que son muy
científicas, pero no tienen nada de científico. La me-
jor forma de calefacción es la radiación de un hogar
abierto. Las salamandras solo producen un montón
de aire caliente extremadamente desagradable de
respirar. Sofocan sin calentar.
—Tiene mucho sentido lo que usted dice —coin-
cidió Kingsley—. Nunca les vi la utilidad a esos ar-
tefactos. Ahora, ¿qué tal un traguito de oporto antes
de ponernos a trabajar? ¿O madeira, clarete o borgo-
ña?
—Excelente, creo que preferiría el borgoña, si le
place.
58
La nube negra
—Bien, tengo un muy recomendable Pommard
’57.
Kingsley sirvió dos vasos más bien grandes, re-
gresó a su asiento, y prosiguió:
—Bueno, aquí está todo. Tengo mis valores cal-
culados para Marte, Júpiter, Urano y Neptuno. La
correspondencia con sus observaciones es extraordi-
nariamente buena. Preparé una especie de sinopsis
de los principales resultados en estas cuatro hojas,
una para cada planeta. Véalas usted mismo.
El Astrónomo Real dedicó varios minutos a exa-
minar las hojas.
—Esto es muy impresionante, Kingsley. Esa
computadora suya es una herramienta realmente
fantástica, por cierto. Bueno, ¿está conforme ahora?
Todo coincide. Todo encaja en la hipótesis de un
cuerpo externo que invade el sistema solar. De paso,
¿tiene los detalles de su masa, posición y movimien-
to? Aquí no aparecen.
—Sí, también los tengo —respondió Kingsley, to-
mando otra hoja de un grueso legajo—. Y aquí es
exactamente donde empiezan los problemas. La ma-
sa parece equivalente a casi dos tercios de la de Jú-
piter.
El Astrónomo Real hizo una mueca.
—Creo que en la reunión de la BAA usted estimó
que por lo menos sería igual a la de Júpiter.
Kingsley rezongó.
59
La nube negra
—Considerando las distracciones, no fue una es-
timación mala, A.R. Pero mire la distancia heliocén-
trica: 21,3 unidades astronómicas, sólo 21,3 veces la
distancia desde la Tierra al Sol. Es imposible.
—No veo por qué.
—A esa distancia debería ser fácilmente percep-
tible a simple vista. Miles de personas tendrían que
haberlo visto.
El Astrónomo Real movió la cabeza.
—Nada dice que la cosa deba ser un planeta co-
mo Júpiter o Saturno. Puede tener una densidad
mucho mayor, y un albedo menor. Eso lo convertiría
en algo muy difícil de percibir a simple vista.
—Aun así, A.R., alguna observación telescópica
del cielo lo habría descubierto. Puede ver que apare-
ce en el cielo nocturno, en algún lugar al sur de
Orion. Aquí están las coordenadas: Ascensión recta
5 horas 46 minutos, Declinación menos 30 grados 12
minutos. No conozco muy bien los detalles del cielo,
pero eso queda al sur de Orión, ¿no es así?
El Astrónomo Real hizo otra mueca.
—¿Cuánto hace que no mira por un telescopio,
Kingsley?
—Oh, unos quince años, supongo.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Tuve que guiar a unos visitantes por el Obser-
vatorio.
60
La nube negra
—Bueno, ¿no le parece que deberíamos subir al
Observatorio ahora y averiguar qué es lo que pode-
mos ver, en lugar de discutir sobre eso? A mí me pa-
rece que este intruso, como seguimos llamándolo, no
es un cuerpo sólido en absoluto.
—¿Quiere decir que podría ser una nube de gas?
Bueno, en cierto modo sería preferible. No se lo ve-
ría tan fácilmente como un cuerpo condensado. Pero
la nube tendría que estar muy bien localizada, con
un diámetro no mucho mayor que el de la órbita de
la Tierra. Debería ser también una especie de nube
bastante densa, de unos 10-10 g por cm3. ¿Una estre-
lla diminuta en proceso de formación, tal vez?
El Astrónomo Real asintió.
—Sabemos que las nubes gaseosas muy grandes,
como la nebulosa de Orión, tienen densidades pro-
medios de tal vez 10-21 g por cm3. Por otro lado, en el
seno de las grandes nubes gaseosas se forman cons-
tantemente estrellas como el Sol, con densidades de
1 g por cm3. Esto significa que seguramente debe
haber zonas gaseosas de cualquier tipo de densidad,
desde digamos 10-21 g por cm3 en un extremo hasta
densidades estelares en el otro extremo. Su estima-
ción de 10-10 g por cm3 se ubica en el medio de este
rango, y me resulta muy plausible.
—Es muy cierto lo que dice, A.R. Supongo que
debe haber nubes con esa clase de densidad. Pero
creo que tenía mucha razón al sugerir que subamos
al Observatorio. Mientras termina su vino llamaré
por teléfono a Adams, y pediré un taxi.
61
La nube negra
***
Cuando los dos hombres llegaron al Observatorio
Universitario el cielo estaba encapotado, y aunque
esperaron varias horas húmedas y frías, esa noche
no hubo forma de ver las estrellas. Y lo mismo ocu-
rrió la noche siguiente, y la que vino después. Así
fue como Cambridge perdió el honor del descubri-
miento de la Nube Negra, tal como había perdido el
honor del descubrimiento del planeta Neptuno más
de un siglo antes.
El 17 de enero, al día siguiente de la visita de
Herrick a Washington, Kingsley y el Astrónomo
Real volvieron a comer juntos en el Erasmus. Y otra
vez se dirigieron a los aposentos de Kingsley des-
pués de la cena. Y otra vez se sentaron junto al fue-
go, a beber Pommard ’57.
—Gracias a Dios no tenemos que pasar otra vez
toda la noche despiertos. Creo que podemos confiar
en que Adams telefonee si el cielo despeja.
—En realidad, debería regresar mañana a Herst-
monceux —dijo el Astrónomo Real—. Al fin y al cabo
también tenemos telescopios allí.
—Evidentemente, este maldito clima le ha des-
animado tanto como a mí. Vea, A.R., me inclino por
mostrar las cartas. Preparé un cable para enviar a
Marlowe a Pasadena. Aquí está. Allá no tienen el
problema de los cielos nublados.
El Astrónomo Real miró la hoja de papel que
Kingsley tenía en sus manos.
62
La nube negra
Por favor, informen si aparece algún objeto
inusual en Ascensión recta cinco horas cua-
renta y seis minutos, Declinación menos trein-
ta grados doce minutos. Masa del objeto dos
tercios de Júpiter, velocidad setenta kilóme-
tros por segundo directamente hacia la Tie-
rra. Distancia heliocéntrica 21,3 unidades as-
tronómicas.
—¿Lo envío? —preguntó Kingsley con ansiedad.
—Envíelo, tengo sueño —respondió el Astrónomo
Real, conteniendo educadamente un bostezo.
***
Kingsley tenía que dar clase a las nueve de la
mañana del día siguiente, de modo que se bañó, se
vistió y se afeitó antes de las ocho. Su asistente ha-
bía tendido la mesa para el desayuno.
—Telegrama para usted —dijo.
Un rápido vistazo le indicó que el “telegrama”
era un cable. Increíble, pensó Kingsley, que Mar-
lowe haya respondido con tal rapidez. Quedó toda-
vía más sorprendido cuando lo abrió.
Imperioso usted y Astrónomo Real vengan in-
mediatamente repito inmediatamente a Pasa-
dena. Tomen vuelo 15:00 a Nueva York. Pasa-
jes en Pan American, Terminal Aérea Victo-
ria. Visas en Embajada estadounidense. Auto
espera aeropuerto Los Angeles. HERRICK
***
63
La nube negra
El avión ascendió lentamente, y tomó rumbo ha-
cia el oeste. Kingsley y el Astrónomo Real se acomo-
daron en sus asientos. Fue el primer momento de
distensión desde que Kingsley abriera el cablegra-
ma esa mañana. Primero debió postergar su clase,
después discutió todo el asunto con el secretario aca-
démico. No era fácil abandonar la universidad con
tal urgencia, pero eventualmente se encontró un
arreglo. Para entonces ya eran las once de la maña-
na. Le quedaban tres horas para llegar a Londres,
obtener su visa, recoger los pasajes, y abordar el au-
tobús desde Victoria al aeropuerto de Londres. Ha-
bía sido toda una carrera. Las cosas fueron un poco
más sencillas para el Astrónomo Real, que viajaba
tanto al exterior que siempre tenía pasaportes y vi-
sas listos para emergencias semejantes.
Los dos extrajeron sendos libros para leer en el
viaje. Kingsley miró el libro del Astrónomo Real y se
encontró con una colorida cubierta que mostraba un
duelo a pistola entre vaqueros. «Sólo Dios sabe qué
va a leer después», pensó Kingsley. El Astrónomo
Real miró el libro de Kingsley, y vio que se trataba
de las Historias de Herodoto. «Dios mío», pensó el
Astrónomo Real, «después va a leer a Tucídides».
64
Capítulo III
Paisaje californiano
***
Cuando Marlowe regresó del almuerzo, el secre-
tario lo abordó.
—Cablegrama para usted, doctor Marlowe.
Las palabras escritas en el trozo de papel pare-
cieron adquirir dimensiones gigantescas:
Por favor, informen si aparece algún objeto
inusual en Ascensión recta cinco horas cua-
renta y seis minutos, Declinación menos trein-
ta grados doce minutos. Masa del objeto dos
tercios de Júpiter, velocidad setenta kilóme-
tros por segundo directamente hacia la Tie-
rra. Distancia heliocéntrica 21,3 unidades as-
tronómicas.
Con un grito de sorpresa, Marlowe salió corrien-
do hacia el despacho de Herrick, donde irrumpió sin
la formalidad de golpear a la puerta.
—¡Aquí lo tengo! —exclamó—. ¡Todo lo que que-
ríamos saber!
Herrick estudió el cable. Después sonrió con cier-
ta ironía y dijo:
—Esto cambia un poquito las cosas. Parece que
vamos a tener que consultar con Kingsley y con el
Astrónomo Real.
Marlowe seguía entusiasmado.
—Es fácil darse cuenta de cómo han sido las co-
sas. El Astrónomo Real suministró material de ob-
68
La nube negra
servación sobre los movimientos planetarios y
Kingsley hizo los cálculos. Si conozco bien a estos
dos tipos, aquí no hay mucha posibilidad de error.
—Bueno, también es muy fácil hacer una rápida
verificación. Si el objeto se encuentra a una distan-
cia de 21,3 unidades astronómicas y avanza hacia
nosotros a 70 kilómetros por segundo, entonces po-
demos calcular rápidamente cuánto tardaría en lle-
gar hasta nosotros, y podemos comparar la respues-
ta con los dieciocho meses que estimó Weichart.
—Tienes razón —dijo Marlowe. Anotó entonces
las siguientes observaciones y cifras en una hoja de
papel:
Distancia 21,3 unidades astr. = 3 x 1014 cm
aproximadamente. Tiempo requerido para re-
correr esta distancia a una velocidad de 70
km por seg. = 3 x 1014 / 7 x 1014 = 4,3 x 107
segundos = 1,4 años = 17 meses aprox.
—¡La concordancia es perfecta! —exclamó Marlo-
we—. Y lo que es más, la posición que ellos dan es ca-
si exactamente la misma que la nuestra. Todo encaja.
—Esto hace que mi informe se vuelva un asunto
mucho más difícil —dijo Herrick frunciendo el ce-
ño—. En rigor de verdad, debería ser redactado en
consulta con el Astrónomo Real. Creo que debería-
mos traerlos, a él y a Kingsley, lo antes posible.
—Absolutamente de acuerdo —coincidió Mar-
lowe—. Que el secretario se ponga a trabajar en eso
de inmediato. Deberíamos poder tenerlos acá en
69
La nube negra
unas treinta y seis horas, pasado mañana por la ma-
ñana. Mejor aún, que tus amigos en Washington ha-
gan los arreglos. Y respecto del informe, ¿no sería
buena idea redactarlo en tres partes? La primera
parte podría tratar de nuestros descubrimientos
aquí en el Observatorio. La parte segunda sería
aportada por Kingsley y el Astrónomo Real. Y la ter-
cera sería una exposición de nuestras conclusiones,
especialmente de las conclusiones a las que arribe-
mos cuando lleguen los ingleses.
—Tiene mucho sentido lo que dices, Geoff. Yo
puedo tener la primera parte lista para cuando lle-
guen nuestros amigos. Podemos dejarle la segunda
parte a ellos, y al final podemos volcar nuestras con-
clusiones.
—Excelente. Sospecho que mañana ya lo habrás
terminado. ¿Qué te parece invitar a Alison a comer
mañana por la noche?
—Me gustaría, me encantaría, siempre que haya
terminado mañana por la tarde. ¿Podemos dejarlo
hasta entonces?
—Por supuesto, está muy bien. Avísame mañana
—dijo Marlowe poniéndose de pie.
Cuando Marlowe se disponía a salir, Herrick di-
jo:
—Esto es algo muy serio, ¿verdad?
—Por cierto que sí. Tuve una suerte de premoni-
ción cuando vi las fotos de Knut Jensen por primera
70
La nube negra
vez. No me di cuenta de lo grave que era hasta que
llegó este cable. La densidad se ubica en el orden de
109 a 1010 g por cm3. Eso significa que la luz del sol
quedará bloqueada por completo.
***
Kingsley y el Astrónomo Real llegaron a Los Án-
geles a primeras horas de la mañana del 20 de
enero. Marlowe los esperaba en el aeropuerto. Tras
un rápido desayuno en un bar, salieron por la auto-
pista hacia Pasadena.
—Bendito sea, qué diferencia con Cambridge —
rezongó Kingsley—. Cien kilómetros por hora en lu-
gar de veinticinco, cielo azul en lugar de lluvias y
lloviznas interminables, temperatura superior a los
quince grados incluso a esta hora del día.
Estaba muy fatigado después de un largo vuelo,
primero a través del Atlántico, luego unas horas de
espera en Nueva York —escasas para poder hacer al-
go interesante, suficientes para resultar cansadoras:
el epítome del viaje en avión—, y por último el viaje a
través de los Estados Unidos durante la noche. Con
todo, era mucho mejor que un año de viaje por mar
rodeando el Cabo de Hornos, que era lo que debían
hacer los hombres un siglo atrás. Le habría gustado
disfrutar de una larga siesta, pero si el Astrónomo
Real estaba dispuesto a ir directamente al Observa-
torio, supuestamente él no podía hacer menos.
Luego de que Kingsley y el Astrónomo Real fue-
ran presentados a los integrantes del Observatorio
71
La nube negra
que aún no conocían, y después de los saludos entre
viejos amigos, comenzó la reunión en la biblioteca.
Se trataba del mismo grupo que la semana anterior
se había reunido para discutir el descubrimiento de
Jensen, al que se sumaban ahora los visitantes bri-
tánicos.
Marlowe proporcionó un breve relato del descu-
brimiento, de sus propias observaciones, del razona-
miento de Weichart y de su sorprendente conclusión.
—Pueden comprender entonces —concluyó— por
qué estábamos tan interesados en recibir su cable-
grama.
—Ya lo creo que lo comprendemos —repuso el
Astrónomo Real—. Estas fotografías son especial-
mente notables. Ustedes establecen la posición del
centro de la nube en Ascensión recta 5 horas 49 mi-
nutos, Declinación menos 30 grados 16 minutos. Es-
to parece coincidir perfectamente con los cálculos de
Kingsley.
—Ahora, ¿les molestaría a ustedes dos hacernos
un breve relato de sus investigaciones? —preguntó
Herrick—. Tal vez el Astrónomo Real pueda hablar-
nos sobre el aspecto de las observaciones, y luego el
doctor Kingsley comentarnos un poco acerca de sus
cálculos.
El Astrónomo Real hizo una descripción de los
desplazamientos que se habían descubierto en las
posiciones de los planetas, particularmente de los
planetas exteriores. Explicó cómo esas observacio-
nes habían sido cuidadosamente verificadas para
72
La nube negra
asegurarse de que no contenían errores. No omitió
dar crédito al trabajo del señor George Green.
«Santo cielo, otra vez con eso», pensó Kingsley.
El resto de los asistentes, sin embargo, escucha-
ba con interés al Astrónomo Real.
—Y así —concluyó—, le cedo la palabra al doctor
Kingsley, quien les va a delinear los fundamentos
de sus cálculos.
—No hay gran cosa que decir —comenzó King-
sley—. Admitida la exactitud de las observaciones
que acaba de comentarnos el Astrónomo Real —y
debo reconocer que al principio fui algo renuente a
admitirla—, era claro que los planetas estaban per-
turbados por la influencia gravitatoria de algún
cuerpo, o materia, que se estaba introduciendo en el
sistema solar. El problema era aprovechar las per-
turbaciones observadas para calcular la posición,
masa y velocidad del material intruso.
—¿Trabajó usted sobre la base de que el material
se comportaba como una masa puntual? —preguntó
Weichart.
—Sí, me pareció lo mejor que podía hacer, al me-
nos para empezar. El Astrónomo Real mencionó la
posibilidad de una nube extensa. Pero debo confesar
que íntimamente siempre pensé en términos de un
cuerpo condensado de tamaño comparativamente
pequeño. Sólo ahora que he visto esas fotografías
empiezo a asimilar la idea de la nube.
73
La nube negra
—¿En qué medida cree usted que esa suposición
errónea pudo haber afectado los cálculos? —le pre-
guntó alguien a Kingsley.
—Difícil de decir. En lo que se refiere exclusiva-
mente a la inducción de perturbaciones planetarias,
la diferencia entre su nube y un cuerpo mucho más
condensado sería muy pequeña. Quizás las ligeras
diferencias entre mis resultados y sus observaciones
respondan a esa causa.
—Sí, eso está muy claro —intervino Marlowe en
medio de una nube de tabaco anisado—. ¿Cuánta in-
formación necesitaron para obtener sus resultados?
¿Utilizaron las perturbaciones de todos los plane-
tas?
—Con un planeta bastaba. Utilicé las observacio-
nes de Saturno para realizar los cálculos sobre la
Nube, si me permiten llamarla así. Luego de haber
determinado la posición, masa, etcétera, de la Nube,
invertí el cálculo para los otros planetas y así deduje
cuáles debían ser las perturbaciones para Júpiter,
Marte, Urano y Neptuno.
—Y así pudo comparar sus resultados con las ob-
servaciones...
—Exactamente. La comparación aparece en es-
tas tablas que tengo aquí. Las haré circular entre
ustedes. Podrán ver que la concordancia es bastante
alta. Por eso nos sentimos razonablemente seguros
de nuestras deducciones, y por eso nos sentimos au-
torizados a enviarles nuestro cable.
74
La nube negra
—Ahora me gustaría saber cómo se comparan
sus estimaciones con las mías —dijo Weichart—. Me
pareció que la Nube tardaría unos dieciocho meses
en llegar a la Tierra. ¿Qué respuesta obtuvo usted?
—Ya las cotejé, Dave —señaló Marlowe—. Coin-
ciden bastante bien. Los valores del doctor Kingsley
arrojan unos diecisiete meses.
—Tal vez un poco menos que eso —observó
Kingsley—. Son diecisiete meses si no se computa la
aceleración de la Nube a medida que se acerca al
Sol. Por el momento se mueve a unos setenta kiló-
metros por segundo, pero para cuando llegue a la
Tierra habrá acelerado a unos ochenta. El tiempo
requerido para que la Nube llegue a la Tierra se re-
duce así a casi dieciséis meses.
Discretamente, Herrick tomó las riendas del de-
bate.
—Bueno, ahora que tenemos en claro nuestros
respectivos puntos de vista, ¿qué conclusiones pode-
mos extraer? Tengo la impresión de que ambos he-
mos estado trabajando sobre ciertas nociones equi-
vocadas. De nuestro lado, pensamos en una nube
mucho más grande que se encontraba considerable-
mente alejada del sistema solar, mientras que, como
dijo el doctor Kingsley, él imaginaba un cuerpo con-
densado dentro del sistema solar. La verdad se en-
cuentra en algún lugar intermedio entre ambas opi-
niones. Tenemos que vérnoslas con una nube relati-
vamente pequeña que ya se encuentra dentro del
sistema solar. ¿Qué podemos decir al respecto?
75
La nube negra
—Muchas cosas —respondió Marlowe—. Nues-
tra medición del diámetro angular de la Nube como
de dos grados y medio, combinada con la distancia
del doctor Kingsley de unas 21 unidades astronómi-
cas, muestra que la Nube tiene un diámetro más o
menos equivalente a la distancia entre el Sol y la
Tierra.
—Sí, y con esta medida podemos obtener inme-
diatamente una estimación de la densidad de la ma-
teria que compone la nube —prosiguió Kingsley—.
Me parece a mí que el volumen es de aproximada-
mente 1040 cm3. Su masa es de alrededor de 1,3 x
1030 gramos, lo que arroja entonces una densidad de
1,3 x 10-10 g por cm3.
Se hizo silencio en la pequeña reunión. Fue
Emerson el que lo interrumpió.
—Semejante densidad es pavorosamente alta. Si
ese gas se interpone entre nosotros y el Sol va a blo-
quear por completo la luz solar. ¡Me parece que las
cosas se van a poner extremadamente frías acá en la
Tierra!
—No necesariamente —interrumpió Barnett—.
El propio gas puede calentarse, y el calor puede
atravesarlo.
—Eso depende de cuánta energía se necesite pa-
ra calentar la Nube —hizo notar Weichart.
—Y de su opacidad, y de cien otros factores —
agregó Kingsley—. Debo decir que considero alta-
mente improbable que ese gas deje pasar mucho ca-
76
La nube negra
lor. Calculemos la energía necesaria para calentarlo
a una temperatura corriente.
Fue al pizarrón y escribió:
79
La nube negra
—¿Tenemos algo que decir respecto de si la Nube
viene directo al Sol o no? —preguntó Herrick.
—No desde el lado de las observaciones —repuso
Marlowe—. Miren el dibujo de Kingsley sobre la si-
tuación actual. Una mínima diferencia de velocidad
produce una gran diferencia, la diferencia que existe
entre que la Nube impacte o pase de largo. Todavía
no podemos predecir lo que habrá de ocurrir, pero lo
descubriremos cuando la Nube se acerque.
—Entonces ésa es una de las cosas importantes
que quedan por hacer —concluyó Herrick.
—¿Puede decir algo más desde el punto de vista
teórico?
—No, no creo que se pueda; los cálculos no son
todavía lo suficientemente rigurosos.
—Me sorprende escucharlo desconfiar de los
cálculos, Kingsley —subrayó el Astrónomo Real.
—¡Mis cálculos se basaron en sus observaciones,
A.R.! De todos modos, estoy de acuerdo con Mar-
lowe. Lo que hay que hacer es seguir observando
atentamente la Nube. Debería ser posible anticipar
sin demasiados problemas si la Nube nos va a tocar
o no. Supongo que dentro de uno o dos meses debe-
ríamos saberlo.
—¡Exacto! —respondió Marlowe—. Pueden con-
fiar en que de ahora en más vamos a vigilar a este
tipo con tanto cuidado como si fuera de oro.
***
80
La nube negra
Después del almuerzo, Marlowe, Kingsley y el
Astrónomo Real se encontraban reunidos en el des-
pacho de Herrick. Éste les había expuesto el plan de
redactar un informe conjunto.
—Y creo que nuestras conclusiones son muy cla-
ras. ¿Me permiten enumerarlas? 1. Una nube de gas
ha invadido el sistema solar desde el espacio exte-
rior. 2. Se desplaza más o menos directamente hacia
nosotros. 3. Llegará a las proximidades de la Tierra
dentro de unos dieciséis meses. 4. Permanecerá en
nuestros alrededores durante un lapso de más o me-
nos un mes.
»De este modo, si la materia de la Nube se inter-
pone entre el Sol y la Tierra, la Tierra quedará su-
mida en la obscuridad. Las observaciones todavía no
permiten decidir si esto habrá de ocurrir o no, pero
ulteriores observaciones deberían permitir resolver
esta cuestión.
»Y creo que podemos ir un poco más lejos en lo
concerniente a las futuras observaciones —prosiguió
Herrick—. Aquí continuaremos realizando observa-
ciones ópticas con todo el empeño necesario. Y en-
tendemos que el trabajo de los radioastrónomos aus-
tralianos complementará el nuestro, particularmen-
te en lo que se refiere a vigilar el desplazamiento la-
teral de la Nube.
—Eso parece resumir admirablemente la situa-
ción —reconoció el Astrónomo Real.
—Propongo que procedamos con el informe a to-
da velocidad, que lo firmemos nosotros cuatro, y que
81
La nube negra
lo elevemos de inmediato a nuestros respectivos go-
biernos. No necesito decir que todo el asunto es alta-
mente secreto, o por lo menos que deberíamos consi-
derarlo de ese modo. Es desafortunado que haya
tantas personas enteradas de la situación, pero creo
que podemos confiar en que todos se manejarán con
la mayor discreción.
Kingsley no estuvo de acuerdo con Herrick en es-
te punto. Se sentía muy cansado, y eso sin duda lo
llevaba a manifestar sus opiniones con mayor énfa-
sis que el que hubiese empleado normalmente.
—Lo siento, doctor Herrick, pero en esto no coin-
cido con usted. No veo razón para que científicos co-
mo nosotros debamos acudir a los políticos moviendo
la cola como perros, y diciendo “Por favor, señor,
aquí está nuestro informe. Por favor, denos una pal-
mada en el lomo, y tal vez incluso un bizcocho si le
viene bien.” No encuentro el menor propósito en
abrir el juego a un montón de gente incapaz de con-
ducir la sociedad ni siquiera en tiempos normales,
cuando no hay tensiones severas. ¿Qué van a hacer
los políticos para evitar que venga la Nube, dictar
una ley? ¿Van a poder impedir que bloquee la luz
del Sol? Si es que pueden hacerlo, entonces no dude-
mos un segundo en consultarlos, pero si no pueden,
dejémoslos absolutamente al margen del asunto.
El doctor Herrick se mantuvo serenamente firme.
—Lo siento, Kingsley, pero tal como yo veo las
cosas el gobierno de los Estados Unidos y el go-
bierno británico son los representantes democrática-
82
La nube negra
mente electos de nuestros respectivos pueblos. Con-
sidero que es nuestro deber evidente preparar este
informe, y guardar silencio hasta que nuestros go-
biernos se hayan pronunciado al respecto.
Kingsley se puso de pie.
—Lamento haber parecido brusco. Estoy cansa-
do. Quiero irme a dormir. Envíe su informe si lo
desea, pero comprenda por favor que, si resuelvo no
decir nada en público por el momento, será porque
no quiero decir nada, no porque me sienta constreñi-
do por algún tipo de obligación o deber. Y ahora si
me disculpan, quisiera ir directamente a mi hotel.
Una vez que Kingsley se hubo retirado, Herrick
se dirigió al Astrónomo Real.
—El doctor Kingsley parece un poquito... hmm...
—¿Un poquito inestable? —completó el Astróno-
mo Real. Se sonrió y prosiguió—: No es fácil decirlo.
Cuando uno puede seguir su razonamiento, las de-
ducciones de Kingsley son siempre muy sólidas y a
menudo brillantes. Y me inclinaría a creer que esto
es siempre así. Pienso que si ahora pareció un poco
extravagante fue porque su argumentación se apo-
yaba en premisas poco usuales, y no porque su lógi-
ca tuviese fallas. Kingsley probablemente concibe la
sociedad de una manera completamente distinta de
la nuestra.
—De todos modos, me parecería una buena idea
que mientras nosotros trabajamos en este informe
Marlowe se ocupara de él —subrayó Herrick.
83
La nube negra
—Estupendo —asintió Marlowe, lidiando todavía
con su pipa—, tenemos mucho para hablar de astro-
nomía.
***
Cuando Kingsley bajó a desayunar a la mañana
siguiente, se encontró con que Marlowe lo estaba es-
perando.
—Pensé que tal vez le gustaría dar una vuelta
en auto hoy por el desierto.
—¡Espléndido, nada me gustaría más! En un mi-
nuto estaré listo.
Salieron de Pasadena; en La Cañada giraron a la
derecha para salir de la autopista 118, y se interna-
ron en las sierras, pasaron por el camino secundario
a Monte Wilson, y siguieron hasta el desierto de Mo-
jave. Tres horas más de manejo y estuvieron al pie
de la Sierra Nevada, donde por fin pudieron ver el
monte Whitney cubierto de nieve. El lejano desierto
que se extendía hacia el Valle de la Muerte aparecía
velado por una neblina azulada.
—Hay mil y una historias —comentó Kingsley—
sobre lo que siente un hombre cuando le dicen que
sólo le queda un año de vida, enfermedades incura-
bles y esas cosas. Bueno, es extraño pensar que to-
dos y cada uno de nosotros probablemente tengamos
poco más de un año de vida. Dentro de un par de
años, las montañas y el desierto serán prácticamen-
te iguales a como son hoy, pero no estaremos usted
ni yo, ni nadie que los recorra.
84
La nube negra
—Oh, Dios, usted es demasiado pesimista —pro-
testó Marlowe—. Como usted mismo dijo, existen to-
das las posibilidades de que la Nube pase a un lado
o al otro del Sol y nos esquive por completo.
—Mire, Marlowe, yo no quise presionarlo mucho
ayer, pero si usted tiene una fotografía de hace va-
rios años, debe haberse formado una idea bastante
acertada acerca del movimiento. ¿Encontró alguna
posibilidad?
—No como para poder darla por segura.
—Entonces esa es una buena prueba de que la
Nube viene directamente hacia nosotros, o en todo
caso directamente hacia el Sol.
—Usted puede decirlo así, pero a mí no me cons-
ta.
—Entonces lo que usted quiere decir es que la
Nube probablemente va a alcanzarnos, pero que to-
davía existe una posibilidad de que tal vez no lo ha-
ga.
—Yo creo es que usted es injustificadamente pe-
simista. Hay que ver qué podemos averiguar en el
plazo de uno o dos meses. Y de todos modos, aunque
el Sol quede bloqueado, ¿no le parece que podremos
superar el trance? Después de todo, sólo durará
aproximadamente un mes.
—Bueno, examinemos la cuestión desde el prin-
cipio —comenzó Kingsley—. Después de una puesta
de sol normal, la temperatura baja. Pero ese descen-
so se ve limitado por dos factores. Uno es el calor
85
La nube negra
acumulado en la atmósfera, que actúa como una re-
serva que nos mantiene calientes. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, que esa reserva se agotaría rá-
pidamente, en menos de una semana, calculo yo.
Basta recordar qué frío hace a la noche aquí en el
desierto.
—¿Cómo compatibiliza lo dicho con la noche árti-
ca, cuando el Sol puede desaparecer durante un mes
o más? Supongo que el argumento es que el Ártico
recibe constantemente aire de latitudes más bajas, y
que ese aire ya ha sido calentado por el Sol.
—Efectivamente. El Ártico es permanentemente
calentado por el aire que fluye desde las regiones
tropicales y templadas.
—¿Cuál era el otro factor?
—Bueno, el vapor de agua de la atmósfera tiende
a retener el calor de la Tierra. En el desierto, donde
hay muy poco vapor de agua, la temperatura baja
mucho a la noche. Pero los lugares con mucha hu-
medad, como Nueva York en verano, no se enfrían
mucho durante la noche.
—¿Y a dónde lo conduce esto?
—Verá usted lo que va a ocurrir —prosiguió
Kingsley—. Durante uno o dos días después del
ocultamiento del Sol —si queda oculto, quiero de-
cir— el enfriamiento no será muy grande, en parte
porque el aire seguirá estando cálido y en parte por
el vapor de agua. Pero en cuanto el aire se enfríe, el
agua se convertirá gradualmente primero en lluvia,
86
La nube negra
y luego en nieve, que precipitarán al suelo. Así el ai-
re se quedará sin vapor de agua. Para que esto ocu-
rra se necesitarán cuatro o cinco días, tal vez inclu-
so una semana o diez días. Pero a partir de entonces
la temperatura empezará a car en picada. En quince
días tendremos un frío de 75 grados bajo cero, y en
el plazo de un mes llegará a 150 o más.
—¿Quiere decir que hará tanto frío aquí como en
la Luna?
—Sí, sabemos que al atardecer la temperatura
de la Luna desciende más de 150 grados en apenas
una hora. Bueno, aquí va a ocurrir más o menos lo
mismo, excepto que tomará más tiempo debido a
nuestra atmósfera. Pero al final va a ser lo mismo.
No, Marlowe, no creo que podamos aguantar un
mes, aunque no parezca mucho.
—Usted rechaza la posibilidad de que podamos
abrigarnos del frío tal como lo hacen en invierno en
las praderas canadienses, mediante un sistema efi-
ciente de calefacción central.
—Es posible, supongo, que algunos edificios es-
tén lo suficientemente bien aislados como para so-
portar los tremendos desniveles de temperatura que
se producirán. Tendrán que ser verdaderamente ex-
cepcionales, porque cuando construimos casas, ofici-
nas, y esas cosas, no lo hacemos pensando en esas
condiciones térmicas. Con todo, le concedo que algu-
nas personas podrán sobrevivir, personas que ten-
gan edificios especialmente bien diseñados en regio-
nes frías. Pero creo que el resto no tiene posibilidad
87
La nube negra
alguna. Las poblaciones del trópico, con sus cabañas
endebles, estarán en pésimas condiciones.
—Suena muy sombrío, ¿no le parece?
—Supongo que lo mejor sería encontrar una cue-
va donde podamos meternos bien bajo tierra.
—Pero necesitamos aire para respirar. ¿Qué de-
beríamos hacer cuando llegue el frío intenso?
—Tener una planta de calefacción. Eso no sería
muy difícil. Calentar el aire que ingrese a una cueva
profunda. Eso es lo que van a hacer todos esos go-
biernos a los que Herrick y el A.R. son tan afectos.
Van a contar con lindas cuevas calentitas, mientras
que usted y yo, mi querido Marlowe, vamos a ser so-
metidos al tratamiento del témpano.
—No creo que sean tan malos —rió Marlowe.
Kingsley siguió adelante muy serio:
—Oh, admito que no van a ser tan descarados.
Siempre encuentran buenas razones para todo lo
que hacen. Cuando sea evidente que sólo se podrá
salvar a un pequeño grupo de personas, entonces se
argumentará que los afortunados serán quienes re-
sulten más importantes para la sociedad, o sea, una
vez que todo haya sido hervido y decantado, la con-
fraternidad política, los militares, reyes, arzobispos,
y así. ¿Quiénes hay más importantes que ellos?
Marlowe comprendió que había llegado el mo-
mento de cambiar ligeramente de tema.
—Olvidémonos de los humanos por el momento.
¿Qué será de los animales y las plantas?
88
La nube negra
—Todas las plantas morirán sin duda. Pero pro-
bablemente las semillas se conserven. Pueden so-
portar fríos intensos y son capaces de germinar en
cuanto se restablecen las temperaturas normales.
Es probable que haya semillas suficientes como pa-
ra asegurar que la flora del planeta se mantenga
esencialmente ilesa. Es muy diferente el caso de los
animales. No creo que haya algún animal terrestre
grande con posibilidades de sobrevivir, excepto un
pequeño número de hombres, y tal vez unos cuantos
animales que los hombres lleven consigo a sus refu-
gios. Los animales pequeños, de piel, que excavan
sus madrigueras en la tierra tal vez puedan meterse
lo bastante hondo como para soportar el frío, y sal-
varse hibernando de morir por falta de alimento.
Los animales marinos tendrán mejor suerte. Así co-
mo la atmósfera es una reserva de calor, el mar es
una reserva todavía mayor. La temperatura de los
mares no descenderá demasiado, de modo que los
peces probablemente no tengan problemas.
—Pero, ¿no hay una falacia en todo su argumen-
to? —exclamó Marlowe bastante agitado—. Si los
mares se mantienen templados, entonces el aire que
cubre los mares se mantendrá templado. ¡Y así ha-
brá siempre una reserva de aire templado para re-
emplazar al que se enfríe sobre la tierra!
—No estoy de acuerdo —repuso Kingsley—. Ni
siquiera es seguro que el aire que cubre los mares se
mantendrá templado. Los mares se enfriarán lo su-
ficiente como para congelarse en la superficie, aun-
89
La nube negra
que en lo profundo el agua permanezca bastante
templada. Y una vez que la superficie de los mares
se congele no va a haber mucha diferencia entre el
aire que cubre la tierra y el que cubre el mar. Todo
se va a poner muy frío.
—Lamentablemente, lo que usted dice tiene sen-
tido. ¡Lo mejor, entonces, sería estar dentro de un
submarino!
—Bueno, un submarino no podría salir a la su-
perficie debido al hielo, de modo que necesitaría una
provisión de aire suficiente y eso no sería sencillo.
Los barcos tampoco servirían de nada debido al hie-
lo. Y hay otra objeción para su argumento. Aunque
el aire se mantuviera sobre el mar comparativamen-
te templado, no podría suministrar calor al aire que
cubre la tierra, que al ser frío y denso formaría tre-
mendos anticiclones estables. El aire frío permane-
cería sobre la tierra y el aire templado sobre el mar.
—¡Sepa una cosa, Kingsley —rió Marlowe—, yo
no voy a permitir que su pesimismo apague mi opti-
mismo! ¿Acaso se le ocurrió pensar en esto? Podría
haber una considerable temperatura por radiación
dentro de la Nube misma. ¡La Nube podría traer
consigo un calor apreciable, y esto podría compen-
sarnos por la pérdida de luz solar, siempre y cuan-
do, e insisto en esto, quedemos dentro de la Nube!
—Pero yo pensaba que la temperatura en las nu-
bes interestelares era siempre muy baja, ¿no es así?
—Es así en las nubes corrientes, pero esta es
tanto más densa y tanto más pequeña que su tem-
90
La nube negra
peratura podría ser cualquiera, hasta donde sabe-
mos. Por supuesto, no puede ser muy alta, porque
de lo contrario la nube resplandecería de brillo, pero
puede ser lo bastante alta como para proporcionar-
nos el calor que necesitemos.
—¿Optimista, dijo? Entonces, ¿qué impediría a la
Nube ser tan caliente que nos ponga a todos a her-
vir? No sabía que había tanta incertidumbre sobre
la temperatura. Francamente, esa posibilidad me
gusta todavía menos. Sería completamente desas-
troso que la Nube fuera muy caliente.
—¡Tendríamos que refugiarnos en cuevas y refri-
gerar nuestra provisión de aire!
—Pero eso no es nada bueno. La semillas de las
plantas pueden soportar el frío, peor no el calor ex-
cesivo. No le serviría de gran cosa al hombre sobre-
vivir si toda la flora resultara destruida.
—Se podría guardar semillas en las cuevas, jun-
to con hombres, animales y sistemas de refrigera-
ción. Mi Dios, esto deja al viejo Noé a la altura de
un poroto, ¿no?
—Sí, tal vez algún futuro Saint-Saëns le ponga
música.
—Bueno, Kingsley, aunque esta charla no haya
servido precisamente de consuelo, por lo menos puso
sobre la mesa un asunto altamente importante. De-
bemos averiguar la temperatura de esa Nube, y ha-
cerlo sin demora. Evidentemente, se trata de otra
misión para los muchachos del radiotelescopio.
91
La nube negra
—¿Veintiún centímetros? —preguntó Kingsley.
—¡Exactamente! En Cambridge tienen un equipo
que podría hacerlo, ¿no?
—Se iniciaron hace poco con el de veintiún centí-
metros, pero creo que rápidamente podrían acercar-
nos una respuesta sobre este punto. Me pondré en
contacto con ellos tan pronto regrese.
—Sí, y póngame al tanto de los resultados en
cuanto pueda. Usted sabe, Kingsley, aunque yo no
necesariamente comparto todo lo que usted dice en
materia de política, tampoco me gusta mucho la idea
de que todo escape a nuestro control. Pero nada pue-
do hacer por mí mismo. Herrick ha pedido que todo
se mantenga en secreto, y él es mi jefe, y yo no puedo
pasarle por encima. Pero usted está libre de compro-
misos, especialmente después de lo que le dijo ayer.
De modo que puede ocuparse de este asunto. Yo lo
llevaría adelante con la misma rapidez que usted.
—No se preocupe, lo haré.
***
El viaje era largo, y ya era de noche cuando lle-
garon a San Bernardino por el paso del Cajón. Se
detuvieron y disfrutaron de una comida excelente en
un restaurante elegido por Marlowe en la parte occi-
dental de la ciudad de Arcadia.
—Normalmente no me gustan las fiestas —dijo
Marlowe—, pero me parece que una fiesta lejos de
los científicos nos vendría bien a los dos esta noche.
92
La nube negra
Uno de mis amigos, un poderoso empresario que es-
tá en el camino de San Marino, me invitó a pasar un
rato por su casa.
—Pero no puedo aparecerme por ahí, y forzar mi
presencia.
—Tonterías, por supuesto que puede. ¡Un invita-
do inglés! Va a ser la atracción de la fiesta. Proba-
blemente media docena de magnates del cine de Ho-
llywood van a querer contratarlo de inmediato.
—Razón de más para no ir —respondió Kingsley.
Pero fue.
***
La casa de Silas U. Crookshank, un exitoso
agente de bienes raíces, era grande, espaciosa, bien
decorada. Marlowe había acertado sobre la recep-
ción que se le daría a Kingsley. Le pusieron en las
manos un vaso enorme de bebida fuerte, que
Kingsley supuso sería whisky bourbon.
—Fantástico —dijo Crookshank—. Ahora esta-
mos todos.
Kingsley nunca descubrió por qué estaban todos.
Después de departir cortésmente con el vicepre-
sidente de una aerolínea, el director de una gran
empresa de fruticultura, y otros dos hombres de pro,
Kingsley por fin logró entrar en conversación con
una hermosa morenita. Los interrumpió una rubia
elegante que les puso una mano en el brazo a cada
uno.
93
La nube negra
—Vengan, ustedes dos —dijo en voz baja, ronca,
muy educada—. Nos vamos a lo de Jim Halliday.
Cuando vio que la morena iba a aceptar el plan
de Voz Ronca, Kingsley decidió que también él podía
ir. No tenía sentido molestar a Marlowe, pensó. Ya
se las arreglaría para volver al hotel.
La casa de Jim era bastante más chica que la de
S.U. Crookshank, pero sin embargo habían logrado
despejar un espacio en el que dos o tres parejas co-
menzaron a bailar al sonido algo áspero de un gra-
mófono. Hubo una nueva ronda de bebidas. Kingsley
agradeció la suya porque no era ninguna maravilla
en la pista de baile. La morena había sido abordada
por dos hombres, hacia los que Kingsley, a pesar del
whisky, experimentó un profundo desagrado. Deci-
dió meditar sobre el estado del mundo hasta que pu-
diese librar a la chica de sus dos perseguidores. Pero
no pudo ser. Voz Ronca vino hacia él.
—Bailemos, querido —dijo.
Kingsley hizo lo posible por acompañar ese ritmo
lánguido, pero aparentemente no logró la aproba-
ción de su pareja.
—¿Por qué no te relajas, cariño? —susurró la
voz.
Ninguna otra observación habría podido ser me-
jor calculada para descolocar a Kingsley, porque no
veía posibilidad alguna de relajarse en ese espacio
superpoblado. ¿Que debía hacer, aflojarse y dejar
que Voz Ronca cargara con su peso muerto?
94
La nube negra
Decidió replicar con un absurdo de parejo calibre.
—Nunca siento demasiado frío, ¿y tú?
—Caray, eso estuvo muy agudo —dijo la mujer
en una especie de murmullo amplificado.
En estado de pronunciada desesperación,
Kingsley la arrastró a un costado y, recuperando su
vaso, bebió un largo trago. Mascullando con violen-
cia, corrió hacia el vestíbulo donde recordaba haber
visto un teléfono. A sus espaldas, una voz dijo:
—Hola, ¿buscando algo?
Era la morena.
—Estoy llamando un taxi. Como dice la canción,
“estoy cansado y quiero irme a la cama”.
—¿Le parece correcto decir eso a una joven respe-
table? Hablando en serio, yo también me voy. Tengo
auto, así que puedo alcanzarlo. Olvídese del taxi.
La muchacha condujo con destreza hacia las
afueras de Pasadena.
—Es peligroso manejar muy despacio —explicó—.
A esta hora de la noche la policía anda a la pesca de
borrachos y de gente que regresa a su casa de algu-
na fiesta. Y no paran a los autos que van rápido. Ir
despacio los vuelve sospechosos, además.
Encendió la luz del tablero para controlar la ve-
locidad. Entonces vio el indicador de combustible.
—Demonios, estoy casi sin nafta. Mejor paremos
en la próxima estación.
95
La nube negra
Fue cuando quiso pagar al playero que se dio
cuenta de que su cartera de mano no estaba en el
auto. Kingsley pagó el combustible.
—No puedo recordar dónde quedó —dijo—. Pen-
sé que estaba en el asiento de atrás.
—¿Tenía mucho dinero?
—No mucho. Pero el problema es que no sé cómo
voy a entrar a mi departamento. Ahí tenía las llaves.
—Eso sí que es molesto. Lamentablemente no
soy muy hábil para forzar cerraduras. Pero, ¿es po-
sible trepar de algún modo?
—Bueno, creo que sí, si contara con ayuda. Hay
una ventana alta que siempre dejo abierta. No po-
dría llegar hasta ella sola, pero creo que podría al-
canzarla si usted me alza. ¿Le molestaría? No es
muy lejos de aquí.
—En absoluto —dijo Kingsley—. Me imagino
mejor en el papel de atracador.
La chica había dicho la verdad sobre la altura de
la ventana. Sólo podría ser alcanzada por una perso-
na parada sobre los hombros de otra. La maniobra
no iba a ser para nada sencilla.
—Mejor me trepo yo —dijo la chica—. Soy más
liviana que usted.
—De modo que en vez de ser el audaz asaltante
me tocará el papel de alfombra.
—Así es —respondió la chica mientras se sacaba
los zapatos—. Ahora agáchese, así me puedo parar
96
La nube negra
en sus hombros. No tan abajo, que no se va a poder
incorporar nunca.
La chica estuvo a punto de resbalar, pero recupe-
ró el equilibrio clavando los dedos en la cabellera de
Kingsley.
—No me arranque la cabeza —protestó.
—Disculpe, sabía que no debía beber tanta gine-
bra.
Por fin lo lograron. Se abrió la ventana, y la chi-
ca desapareció en el interior, cabeza y hombros pri-
mero, pies al final. Kingsley recogió los zapatos y se
dirigió hacia la puerta. La chica abrió.
—Entre —dijo—. Ya se me corrieron las medias.
Espero que no le moleste entrar.
—No me molesta en absoluto. Quiero que me de-
vuelva la cabellera, por favor, si es que ya terminó
con ella.
***
Al día siguiente, Kingsley llegó al Observatorio
casi a la hora del almuerzo. Fue derecho a la oficina
del director, donde encontró a Herrick, Marlowe y el
Astrónomo Real.
«Dios mío, qué aspecto disoluto tan chocante»,
pensó el Astrónomo Real.
«Dios mío, parece que el tratamiento con whisky
lo compuso», pensó Marlowe.
«Parece más desequilibrado que antes», pensó
Herrick.
97
La nube negra
—Bien, bien, ¿están listos todos esos informes?
—preguntó Kingsley.
—Todos listos y a la espera de su firma —repuso
el Astrónomo Real—. Nos preguntábamos a dónde
había ido. Tenemos el pasaje de regreso reservado
para esta noche.
—¿Pasaje de regreso? Tonterías. Primero atrave-
samos a la carrera la mitad del mundo por todos
esos malditos aeropuertos, y ahora que estamos
aquí, disfrutando del sol, quiere que regresemos
también a la carrera. Es ridículo, A.R. ¿Por qué no
afloja un poco?
—Usted parece olvidar que tenemos asuntos
muy importantes que atender.
—El asunto es muy importante. En eso coincido
con usted, A.R. Pero le digo con toda seriedad que es
un asunto que ni usted ni ningún otro puede aten-
der. La Nube Negra se acerca y ni usted, ni toda la
caballería real, ni toda la infantería real, ni el rey
en persona pueden detenerla. Mi consejo es olvidar-
se de toda esta tontería del informe. Salgamos al
sol, que todavía brilla.
—Cuando el Astrónomo Real y yo decidimos vo-
lar esta noche a la costa este ya conocíamos sus opi-
niones, doctor Kingsley —intervino Herrick en tono
mesurado.
—¿Debo entender, doctor Herrick, que ustedes
van a Washington?
98
La nube negra
—Ya he concertado una cita con la secretaria del
presidente.
—En ese caso, creo que lo mejor sería que el As-
trónomo Real y yo viajásemos a Inglaterra sin de-
mora.
—Kingsley, eso es exactamente lo que hemos es-
tado tratando de decirle —gruñó el Astrónomo Real,
pensando que en cierto modo Kingsley era la perso-
na más obtusa que le había tocado conocer.
—No fue exactamente eso lo que usted me dijo,
A.R., aunque a usted le haya parecido que lo fuera.
Ahora veamos esas firmas. ¿Por triplicado, supongo?
—No, hay sólo dos copias, una para mí y otra pa-
ra el Astrónomo Real —repuso Herrick—. ¿Quiere
firmar aquí?
Kingsley extrajo su lapicera, garabateó su nom-
bre dos veces, y dijo:
—¿Usted está absolutamente seguro, A.R., que
tenemos pasajes reservados para el vuelo a Lon-
dres?
—Sí, por supuesto.
—Entonces todo parece estar en orden. Bueno,
caballeros, estaré en mi hotel a disposición de uste-
des desde las cinco de la tarde. Pero entretanto hay
varios asuntos importantes que debo atender.
Y dicho esto, Kingsley abandonó el Observatorio.
Los astrónomos reunidos en el despacho de He-
rrick se miraron sorprendidos.
99
La nube negra
—¿Qué asuntos importantes? —preguntó Mar-
lowe.
—Dios sabe —respondió el Astrónomo Real—. La
manera de pensar y de actuar de Kingsley es algo
que excede mi capacidad de comprensión.
***
Herrick descendió del avión en Washington.
Kingsley y el Astrónomo Real siguieron viaje a Nue-
va York, donde soportaron una espera de tres horas
antes de abordar el vuelo hacia Londres. Hubo algu-
nas dudas sobre si podrían despegar debido a la nie-
bla. Kingsley estuvo tremendamente inquieto hasta
que anunciaron que podían dirigirse hacia la puerta
13 con sus tarjetas de embarque en la mano. Media
hora más tarde estaban en el aire.
—Gracias a Dios por todo —dijo Kingsley, mien-
tras el avión avanzaba tenazmente hacia el noreste.
—Admito que hay varias cosas que usted debería
agradecer a Dios, pero no creo que ésta sea una de
ellas —subrayó el Astrónomo Real.
—Con gusto estaría dispuesto a explicarle, A.R.,
si creyera que la explicación sería aceptable para
usted. Pero como temo que no lo será, mejor nos to-
mamos un trago. ¿Qué le gustaría?
100
Capítulo IV
Actividades surtidas
107
La nube negra
exhaustivo de todo el asunto. La única otra línea de
acción que para mí se recomienda por sí sola es un
contacto directo con el gobierno de los Estados Uni-
dos, que seguramente debe estar tan preocupado por
la veracidad, o tal vez deba decir mejor, la exactitud,
del profesor Kingsley y los otros.
Después de varias horas de discusión, se decidió
comunicarse inmediatamente con el gobierno de los
Estados Unidos. Se llegó a esa decisión en gran me-
dida gracias al poderoso respaldo del ministro de
Relaciones Exteriores, al que no le faltaron argu-
mentos para respaldar una alternativa que colocaría
la cuestión en manos de su propia cartera.
—El argumento decisivo —dijo— es que un re-
querimiento a la Royal Society, si bien deseable des-
de otros puntos de vista, necesariamente pondría a
numerosas personas en conocimiento de hechos que
en la presente instancia resulta preferible mantener
en secreto. Creo que en esto podemos estar todos de
acuerdo.
Todos lo estuvieron. El ministro de Defensa qui-
so saber incluso:
—¿Qué medidas se pueden adoptar para asegu-
rarse de que ni el Astrónomo Real ni el doctor
Kingsley puedan diseminar su interpretación alar-
mista de los presuntos hechos?
—Este es un punto delicado e importante —repu-
so el primer ministro—. Es algo que ya estuve consi-
derando. En realidad, es la razón por la que pedí al
108
La nube negra
ministro del Interior que participara de esta
reunión. Tenía previsto tratar este asunto con él
posteriormente.
Se acordó que la cuestión quedara en manos del
primer ministro y el ministro del Interior, y se dio
por terminada la reunión. El ministro de Hacienda
parecía pensativo mientras volvía a su despacho. De
todos los asistentes a la reunión era el único muy
seriamente preocupado, porque sólo él sabía real-
mente lo desvencijada que estaba la economía del
país, y qué poco se necesitaba para que cayera en
ruinas. El ministro de Relaciones Exteriores, por el
contrario, se sentía satisfecho contigo mismo. Creía
haber tenido un buen desempeño. El ministro de
Defensa pensaba que todo no era más que una tor-
menta en un vaso de agua, y que en todo caso nada
tenía que ver con su cartera. Se preguntaba para
qué lo habían convocado a la reunión.
El ministro del Interior, por su parte, estaba
muy complacido por haber sido citado al encuentro,
y estaba más complacido todavía por que se le hu-
biera pedido quedarse para discutir otros asuntos
con el primer ministro.
—Estoy absolutamente seguro —dijo— de que
podemos encontrar alguna reglamentación que nos
permita detenerlos a ambos, al Astrónomo Real y al
hombre de Cambridge.
—También yo estoy seguro —respondió el primer
ministro—. El Compendio Legal no se remonta tan-
tos siglos atrás en vano. Pero sería mucho mejor si
109
La nube negra
pudiéramos manejar las cosas con tacto. Ya he teni-
do la oportunidad de conversar con el Astrónomo
Real. Le planteé la cuestión y por lo que dijo entien-
do que podemos estar totalmente seguros de su dis-
creción. Pero a partir de ciertos indicios que dejó
caer, se me ocurre que las cosas podrían ser diferen-
tes con el doctor Kingsley. En cualquier caso, es evi-
dente que necesitamos contactar al doctor Kingsley
sin demora.
—Enviaré a alguien a Cambridge de inmediato.
—Alguien no, debe ir usted mismo. El doctor
Kingsley se sentirá, mmm..., casi diría halagado si
usted lo visita en persona. Llámelo y dígale que va a
estar en Cambridge mañana por la mañana y que le
gustaría consultarlo sobre un asunto importante.
Me parece que eso daría resultado, y sería más sen-
cillo.
***
Kingsley estuvo extremadamente atareado desde
su regreso a Cambridge. Aprovechó los pocos días
transcurridos antes de que las ruedas de la política
comenzaran a girar. Envió al exterior varias cartas,
todas cuidadosamente registradas. Un observador
probablemente habría tomado nota especialmente
de las dos dirigidas a Greta Johannsen, de Oslo, y a
Mlle. Yvette Hedelfort, de la Universidad de Cler-
mont-Ferrand, las únicas corresponsales femeninas
de Kingsley. Tampoco habría pasado desapercibida
una carta a Alexis Ivan Alexandrov. Kingsley espe-
110
La nube negra
raba que llegase a manos de su destinatario, pero
uno no podía estar seguro de nada de lo que se en-
viara a Rusia. Es cierto que los científicos rusos y
occidentales, cuando se encontraban en conferencias
internacionales, elaboraban esquemas para poder
intercambiar correspondencia. Es cierto que el se-
creto de esos esquemas estaba extremadamente
bien guardado aunque era conocido por varias per-
sonas. Es cierto que muchas cartas lograban pasar
por todas las censuras. Pero uno nunca podía estar
seguro. Kingsley sólo podía esperar lo mejor.
Su principal preocupación sin embargo tenía que
ver con el departamento de radioastronomía. Apuró
a John Marlborough y sus colegas para que realiza-
ran intensas observaciones de la Nube que se apro-
ximaba, al sur de Orión. Necesitó un importante es-
fuerzo de persuasión para lograr que se pusieran en
marcha. El equipo de Cambridge (para trabajos de
21 cm.) había entrado en operaciones hacía poco, y
Marlborough tenía previsto hacer muchas otras ob-
servaciones. Pero al final Kingsley logró su objetivo
sin necesidad de revelar su verdadero propósito. Y
una vez que los radioastrónomos se pusieron a tra-
bajar en serio con la Nube, los resultados obtenidos
fueron tan sorprendentes que Marlborough no nece-
sito de otros incentivos para continuar. Pronto su
equipo estuvo trabajando las veinticuatro horas sin
parar. Kingsley se vio en apuros para mantener el
ritmo, reduciendo los resultados y destilando de
ellos todo su significado.
111
La nube negra
Marlborough estaba entusiasmado y ansioso
cuando almorzó con Kingsley al cuarto día. Conside-
rando que era el momento adecuado para hacerlo,
Kingsley señaló:
—Es evidente que deberíamos tratar de publicar
este nuevo asunto cuanto antes. Pero me parece que
sería deseable contar con la confirmación de al-
guien. Estuve pensando que alguno de nosotros de-
bería escribir a Leicester.
Marlborough mordió el anzuelo.
—Buena idea —dijo—. Le escribiré yo. Le debo
una carta, y hay además otras cosas que quiero co-
mentarle.
Lo que Marlborough pensaba realmente, como
Kingsley bien sabía, era que Leicester se le había
adelantado recientemente en una o dos cuestiones, y
que ahora se le presentaba la oportunidad de de-
mostrarle a Leicester que él no era el único pez en el
mar.
***
Marlborough efectivamente le escribió a Leices-
ter, a la Universidad de Sídney, en Australia, y lo
mismo hizo Kingsley (sin que Marlborough lo supie-
ra). Las dos cartas contenían prácticamente el mis-
mo material fáctico, pero la de Kingsley incluía tam-
bién varias referencias oblicuas, referencias que ha-
brían significado mucho para cualquiera que estu-
viese enterado de la amenaza de la Nube Negra, que
por supuesto no era el caso de Leicester.
112
La nube negra
Cuando Kingsley volvió al colegio después de su
cátedra a la mañana siguiente, un agitado ordenan-
za lo llamó a los gritos:
—¡Doctor Kingsley, señor, hay un mensaje im-
portante para usted!
Procedía del ministro del Interior y decía que se-
ría para él un placer que el profesor Kingsley le con-
cediera una entrevista para las tres de la tarde.
«Muy tarde para almorzar, muy temprano para el
té, pero probablemente espera sacar tajada de todo
esto», pensó Kingsley.
El ministro del Interior fue puntual, extremada-
mente puntual. El reloj del Trinity daba las tres
cuando el mismo ordenanza, todavía agitado, lo hizo
pasar a las habitaciones de Kingsley.
—El ministro del Interior, señor —anunció con
un toque de grandeur.
El ministro del Interior fue a la vez brusco y cui-
dadosamente sutil. Fue derecho al grano. El go-
bierno naturalmente estaba sorprendido y tal vez
un tanto alarmado por el informe que habían recibi-
do de manos del Astrónomo Real. Era ampliamente
reconocido cuánto ese informe le debía al refinado
poder deductivo de Kingsley. Él, el ministro del In-
terior, había venido especialmente a Cambridge con
un doble propósito: felicitar al profesor Kingsley por
la diligencia de su análisis sobre los extraños fenó-
menos que habían sido sometidos a su considera-
ción, y decirle que el gobierno apreciaría enorme-
mente mantenerse en contacto constante con el pro-
113
La nube negra
fesor Kingsley para poder beneficiarse plenamente
de su consejo.
Kingsley entendió que no le quedaba otra opción
más que oponer reparos a los elogios y ratificar, con
la mejor sonrisa que fuera capaz de componer, su
disposición a brindar toda la ayuda posible.
El ministro del Interior le manifestó su agrado y
agregó, casi como si reflexionara en voz alta, que el
propio primer ministro había considerado con sumo
cuidado lo que para el profesor Kingsley tal vez fue-
ra una tontería, pero que él, el ministro del Interior,
entendía era un punto delicado: que en lo inmediato
el conocimiento de la situación debía quedar celosa-
mente confinado a un grupito muy selecto, a saber
al profesor Kingsley, el Astrónomo Real, el primer
ministro y el gabinete reducido, que, para éste único
propósito, lo tenía a él como miembro.
«Astuto demonio», pensó Kingsley, «me llevó jus-
tamente a donde no quiero estar. Sólo puedo salir de
allí siendo absolutamente rudo, y en mi propia casa
para peor. Lo mejor que puedo hacer es levantar la
temperatura poco a poco».
Dijo en voz alta:
—Puede estar seguro que comprendo y aprecio
plenamente la naturalidad de su deseo de secreto.
Pero existen dificultades que pienso deberían ser to-
madas en consideración. Primero, el tiempo es corto:
dieciséis meses no es mucho tiempo. Segundo, hay
muchas cosas sobre la Nube que necesitamos cono-
cer urgentemente. Tercero, esas cosas no las vamos
114
La nube negra
a descubrir manteniendo el secreto. El Astrónomo
Real y yo probablemente no podremos hacer todo so-
los. Cuarto, el secreto en todo caso sólo puede ser
temporal. Otros pueden seguir las líneas de razona-
miento que están contenidas en el informe del Astró-
nomo Real. A lo sumo podrá esperar uno o dos meses
de gracia, nada más. Como quiera que sea, para fines
de otoño la situación será evidente para cualquiera
que se tome la molestia del mirar el cielo.
—Usted me ha entendido mal, profesor Kingsley.
Me referí expresamente al presente inmediato, aho-
ra mismo. Una vez que hayamos definido nuestra
política nos proponemos ir adelante a toda máquina.
Todo aquel a quien sea necesario informarle sobre la
Nube será informado. No habrá un silencio innece-
sario. Todo lo que pedimos es una estricta seguridad
durante el período intermedio hasta que tengamos
listos nuestros planes. Naturalmente, no queremos
que el tema se vuelva la comidilla del público antes
de que hayamos podido alistar nuestras fuerzas, si
se me permite emplear un término militar en rela-
ción con esto.
—Lamento mucho, señor, que todo esto no me
parezca muy bien pensado. Usted habla de definir
una política y luego avanzar rápidamente. Esto es
casi lo mismo que poner el carro delante del caballo.
Es imposible, se lo aseguro, definir ninguna política
razonable antes de contar con más datos. Ni siquie-
ra sabemos, por ejemplo, si la Nube va a hacer im-
pacto en la Tierra o no. No sabemos si el material de
la Nube es venenoso. La tendencia inmediata es
115
La nube negra
pensar que el clima se volverá muy frío cuando lle-
gue la Nube, pero también es posible que ocurra lo
contrario. Puede volverse tórrido. Hasta que todos
esos factores se conozcan, carece de sentido hablar
de política en cualquier sentido social. La única polí-
tica posible es recoger todos los datos relevantes con
la menor demora, y esto, repito, no se puede hacer
manteniendo un estricto secreto.
Kingsley se preguntaba cuánto más se extende-
ría esa conversación décimonónica. ¿Sería hora de
calentar el agua para el té?
Sin embargo, las cosas se iban acercando rápida-
mente a su clímax. Esos dos hombres eran mental-
mente demasiado distintos como para poder mante-
ner una conversación durante más de media hora.
Cuando el ministro del Interior hablaba, su inten-
ción era lograr que aquéllos a quienes se dirigía
reaccionaran de acuerdo a algún plan preestablecido.
Para él era irrelevante cómo lograba su propósito,
mientras lo lograra. Cualquier instrumento le venía
bien: la adulación, la psicología del sentido común, la
presión social, el acicate de la ambición, o la amena-
za lisa y llana. Aunque por lo general, al igual que
otras personalidades del poder, encontraba que los
argumentos que contenían alguna apelación emocio-
nal profundamente arraigada, pero acomodados en
términos aparentemente lógicos, solían buenos re-
sultados. La lógica, en su sentido estricto, no le ser-
vía para nada. Para Kingsley, por el contrario, la ló-
gica rigurosa lo era todo, o casi todo.
116
La nube negra
En ese momento el ministro del Interior cometió
un error.
—Mi estimado profesor Kingsley, me temo que
usted nos subestima. Puede tener la seguridad de
que cuando diseñemos nuestros planes estaremos
preparados para las peores contingencias.
Kingsley saltó.
—Entonces me temo que se estén preparando
para una situación en la que cada hombre, mujer y
niño va a encontrar la muerte, en la que ni animales
ni plantas seguirán con vida. ¿Puedo preguntarle
qué forma va a adoptar esa política?
El ministro del Interior no era hombre de embar-
carse en la terca defensa de un argumento fallido.
Cuando una discusión lo llevaba a una impasse incó-
moda, simplemente cambiaba de tema y nunca vol-
vía a referirse al asunto anterior. Consideró que era
el momento oportuno para cambiar de tono, y al ha-
cerlo cometió su segundo y más serio error.
—Profesor Kingsley, he intentado plantearle las
cosas con ecuanimidad, pero advierto que me lo está
haciendo difícil. De modo que es necesario hablar
claro. No necesito decirle que si esto que usted afir-
ma se hace público habrá repercusiones verdadera-
mente graves.
Kingsley gruñó.
—¡Qué terrible, mi querido amigo! —repuso—.
¡Repercusiones verdaderamente graves! Yo diría
que va a haber repercusiones graves especialmente
117
La nube negra
el día en que el Sol quede tapado. ¿Cuál es el plan
de su gobierno para evitarlo?
El ministro del Interior hizo lo posible por con-
servar la calma.
—Usted se mueve bajo el supuesto de que el Sol
quedará tapado, para usar sus términos. Permítame
decirle con toda franqueza que el gobierno ha hecho
averiguaciones y que no estamos para nada confor-
mes con la exactitud de su informe.
Kingsley dio un paso en falso.
—¡Qué!
El ministro del Interior aprovechó esa ventaja.
—Tal vez esa posibilidad no se le haya ocurrido,
profesor Kingsley. Supongamos, y digo supongamos,
que todo el asunto queda en la nada, que se reduce a
una tormenta en un vaso de agua, una quimera.
¿Puede imaginar en qué posición se encontraría si
fuera responsable de la alarma pública por algo que
resultara ser como el parto de los montes? Le puedo
asegurar solemnemente que sólo le quedaría una sa-
lida, una salida muy seria.
Kingsley alcanzó a recuperarse levemente. Sen-
tía que el estallido crecía en su interior.
—No puedo decir cuánto le agradezco su preocu-
pación por mí. No poca sorpresa me causa, además,
la evidente penetración del gobierno al considerar
nuestro informe. A decir verdad, para ser franco, es-
toy atónito. Me parece una lástima que no puedan
exhibir similar penetración al considerar asuntos
118
La nube negra
sobre los cuales podrían reivindicar un conocimiento
más solvente.
El ministro del Interior no encontró razones para
aplacar los ánimos. Se levantó de su silla, tomó su
sombrero y su bastón, y dijo:
—Cualquier revelación que usted haga, profesor
Kingsley, será considerada por el gobierno como una
seria violación de la ley de Secretos Oficiales. En los
últimos años hemos tenido varios casos de científi-
cos que se colocaron por encima de la ley y por enci-
ma del interés público. Ya se va a enterar de lo que
ocurrió con ellos. Que tenga un buen día.
Por primera vez, el tono de Kingsley se volvió do-
minante y cortante.
—¿Puedo hacerle notar, señor ministro del Inte-
rior, que cualquier intento del gobierno de interferir
en mi libertad de movimientos habrá de destruir sin
la menor duda cualquier posibilidad de mantener el
secreto? Mientras este asunto no sea de conocimien-
to del público en general, usted está en mis manos.
Cuando el ministro del Interior se hubo retirado,
Kingsley se sonrió a sí mismo en el espejo.
«Estuve bien al final, creo, pero habría preferido
que no ocurriera en mi propia casa.»
***
Desde ese momento, los acontecimientos empe-
zaron a precipitarse. Al caer la noche un grupo de
hombres del M.I.5 llegó a Cambridge. Allanaron las
119
La nube negra
habitaciones de Kingsley mientras comía en el Co-
llege Hall. Encontraron y copiaron una larga lista
de corresponsales. En la oficina de correos obtuvie-
ron datos de las cartas enviadas por Kingsley desde
su regreso de los Estados Unidos. Eso fue sencillo
porque las cartas habían sido certificadas. Descu-
brieron que por lo menos una, dirigida al doctor
H.C. Leicester de la Universidad de Sídney, proba-
blemente estaba todavía en tránsito. Desde Londres
se enviaron cables urgentes. Esto permitió que a las
pocas horas la carta fuera interceptada en Darwin,
Australia. Su contenido fue telegrafiado a Londres,
en clave.
***
A las diez en punto de la mañana siguiente se ce-
lebró una reunión en la calle Downing número 10.
Asistieron el ministro del Interior, el jefe del M.I.5
sir Harold Standard, Francis Parkinson y el primer
ministro.
—Bien, caballeros —comenzó el primer minis-
tro—, todos ustedes han tenido amplia oportunidad
para estudiar los pormenores del caso, y creo que to-
dos estaremos de acuerdo en que algo hay que hacer
con este señor Kingsley. La carta que envió a la
URSS y el contenido de la carta interceptada no nos
dejan otra alternativa que la de actuar con presteza.
Todos asintieron sin hacer comentarios.
—Lo que tenemos que decidir aquí —prosiguió el
primer ministro— es la forma que adoptará tal ac-
ción.
120
La nube negra
El ministro del Interior no tenía dudas sobre su
opinión. Apoyó su inmediato encarcelamiento.
—No creo que debamos tomar muy seriamente la
amenaza de Kingsley de exponer públicamente las
cosas. Podemos sellar todas las grietas más noto-
rias. Y aunque podamos sufrir algún daño, el daño
será limitado y probablemente mucho menor que si
intentáramos alguna forma de entendimiento.
—Estoy de acuerdo en que podemos sellar las
grietas evidentes —dijo Parkinson—. De lo que no
estoy convencido es de que podamos sellar las grie-
tas que no son evidentes. ¿Puedo hablar con fran-
queza, señor?
—¿Por qué no? —preguntó el primer ministro.
—Bueno, en nuestra última reunión me sentí un
poco incómodo con mi informe sobre Kingsley. Dije
que muchos científicos lo consideran inteligente pe-
ro no del todo sensato, y en eso mi versión fue co-
rrecta. Lo que no dije es que ninguna profesión apa-
rece más consumida por los celos que la profesión
científica, y los celos no van a permitir que alguien
pueda ser a la vez brillante y sensato. Francamente,
señor, no creo que haya grandes posibilidades de
que el informe del Astrónomo Real esté equivocado
en algún aspecto sustantivo.
—¿Y a dónde nos conduce esto?
—Bueno, señor, estudié el informe bastante de-
tenidamente y creo haberme formado alguna idea
sobre las personalidades y las capacidades de los
121
La nube negra
hombres que lo firmaron. Y sencillamente no creo
que cualquiera con la inteligencia de Kingsley tenga
la menor dificultad para sacar la situación a la luz
si verdaderamente se lo propusiera. Si pudiéramos
tender una red a su alrededor, muy lentamente, a lo
largo de varias semanas, tan lentamente que no pu-
diera sospechar nada, entonces tal vez podríamos
tener éxito. Pero seguramente debe haber previsto
que podríamos hacer algo así. Me gustaría pregun-
tarle a sir Harold al respecto. ¿Sería posible que
Kingsley activara una filtración si lo arrestáramos
de improviso?
—Me temo que lo que dice Parkinson es absolu-
tamente correcto —comenzó sir Harold—. Podría-
mos parar todas las cosas habituales, filtraciones a
la prensa, a la radio, a nuestra radio. Pero, ¿po-
dríamos detener una filtración a Radio Luxembur-
go, o a cualquiera de los centenares de otras posibili-
dades? Indudablemente que sí, si tuviéramos tiem-
po, pero no de un día para otro, me tempo.
»Y otro punto —prosiguió— es que este asunto se
propagaría como fuego en el rastrojo si saliera a la
luz, aun sin la ayuda de los diarios o la radio. Sería
como una de esas reacciones en cadena de las que
hoy se habla tanto. Sería muy difícil protegernos
contra esas filtraciones corrientes, porque pueden
aparecer en cualquier parte. Kingsley pudo haber
depositado algún documento en un millar de lugares
posibles, con la previsión de que el documento sea
leído en determinada fecha a menos que él diera
instrucciones en contrario. Ustedes saben: lo usual.
122
La nube negra
O, por supuesto, también es posible que haya hecho
algo totalmente distinto de lo usual.
—Lo que parece coincidir con la opinión de Par-
kinson —intervino el primer ministro—. Ahora,
Francis, puedo ver que tienes alguna idea entre ma-
nos. Escuchémosla.
***
Parkinson expuso un plan que a su juicio podría
funcionar. Después de alguna deliberación se con-
vino en darle una oportunidad, dado que si llegaba a
funcionar lo haría muy rápidamente. Y si no, siem-
pre quedaba el plan del ministro del Interior como
reaseguro. La reunión se disolvió. De inmediato hu-
bo un llamado a Cambridge. ¿El profesor Kingsley
podría recibir al señor Francis Parkinson, secretario
del primer ministro, a las tres de la tarde? El profe-
sor Kingsley podría. De modo que Parkinson viajó a
Cambridge. Llegó puntualmente, y fue introducido
en los aposentos de Kingsley cuando el reloj de Tri-
nity daba las tres.
—Ah —murmuró Kingsley mientras se estrecha-
ban las manos—, demasiado tarde para el almuerzo
y demasiado temprano para el té.
—Estoy seguro de que no me va a despachar con
tanta rapidez, ¿no es así, profesor Kingsley? —
replicó Parkinson con una sonrisa.
Kingsley era mucho más joven que lo que Par-
kinson esperaba, tal vez treinta y siete o treinta y
ocho años. Parkinson lo había imaginado como un
123
La nube negra
hombre más bien alto y delgado, y en esto había
acertado. Lo que Parkinson no se esperaba era esa
notable combinación de abundante pelo oscuro y
ojos sorprendentemente azules, sorprendentes inclu-
so en una mujer. Kingsley era una de esas personas
de las que es difícil olvidarse.
Parkinson acercó una silla al fuego, se acomodó,
y dijo:
—Me he enterado de todo acerca de su conversa-
ción de ayer con el ministro del Interior, y permí-
taseme decir que desapruebo absolutamente el com-
portamiento de ambos.
—No podía terminar de otro modo —respondió
Kingsley.
—Tal vez haya sido así, pero lo deploro de todos
modos. Desapruebo cualquier discusión en que las
partes adoptan posiciones intransigentes.
—No resultaría difícil adivinar su profesión, se-
ñor Parkinson.
—Es posible. Pero con toda franqueza me sor-
prende que una persona de su nivel haya podido
adoptar una actitud tan cerrada.
—Me habría encantado saber qué opciones tenía
abiertas.
—Eso es exactamente lo que he venido a decirle.
Déjeme transigir primero, simplemente a modo de
demostración. De paso, hace un rato mencionó el té.
¿Qué le parece si ponemos la pava al fuego? Esto me
hace acordar a mis tiempos en Oxford, y me pone
124
La nube negra
nostálgico. Ustedes los académicos no saben lo afor-
tunados que son.
—¿Se refiere al apoyo financiero concedido por el
gobierno a las universidades? —masculló Kingsley
mientras volvía a su asiento.
—Lejos de mí una insinuación tan poco delicada,
aunque de hecho el ministro del Interior lo mencio-
nó esta mañana.
—No me cabe duda. Pero todavía estoy esperan-
do oír cómo debería haber transigido. ¿Está seguro
de que transigir y capitular no son sinónimos en su
vocabulario?
—De ningún modo. Permítame demostrarlo mos-
trándole de qué manera estamos nosotros dispues-
tos a transigir.
—¿Usted, o el ministro del Interior?
—El primer ministro.
—Entiendo.
Kingsley se dedicó a preparar el té. Cuando hubo
terminado, Parkinson comenzó:
—Bien, en primer lugar le pido disculpas por
cualquier reflexión que el ministro del Interior pue-
da haber formulado acerca de su informe. En segun-
do lugar, admito que nuestro primer paso debería
ser la acumulación de datos científicos. Admito que
deberíamos avanzar lo más rápidamente posible, y
que todos los científicos cuya colaboración se necesi-
te deberían ser puestos plenamente al tanto de la
125
La nube negra
situación. Lo que no admito es que, en esta etapa,
esa información sea confiada a cualquier otra perso-
na. Éste es el compromiso que le estoy pidiendo.
—Señor Parkinson, admiro su franqueza pero no
su lógica. Lo desafío a que me presente una sola per-
sona que se haya enterado de mi boca sobre la ame-
naza en ciernes de la Nube Negra. ¿Cuántas perso-
nas se han enterado gracias a usted, señor Parkin-
son, y gracias al primer ministro? Siempre me opuse
al deseo del Astrónomo Real de informarlos a uste-
des, porque sé que ustedes no pueden mantener na-
da realmente en secreto. A esta altura desearía de
todo corazón habérselo impedido.
Parkinson había dado un traspié.
—Pero seguramente usted no va a negar que le
escribió una carta extremadamente reveladora al
doctor Leicester, de la Universidad de Sídney.
—Por supuesto que no lo niego. ¿Por qué iba a
hacerlo? Leicester nada sabe sobre la Nube.
—Pero lo habría sabido si la carta hubiese llega-
do a sus manos.
—De los “pero” y de los “si” se ocupa la política,
señor Parkinson. Como científico, me ocupo de los
hechos, no de los motivos, las presunciones, o las va-
cuidades. El hecho es, debo subrayarlo, que nadie se
ha enterado de mi boca de algo importante en este
asunto. El verdadero chismoso ha sido el primer mi-
nistro. Le dije al Astrónomo Real que así iban a ocu-
rrir las cosas, pero no quiso creerme.
126
La nube negra
—Usted no tiene mucho respeto por nuestra pro-
fesión, ¿no es así, profesor Kingsley?
—Dado que es usted quien aboga por la franque-
za, debo decirle que no. Para mí los políticos cum-
plen la misma función que el tablero de mi auto. Me
dicen qué pasa con el motor del Estado, pero no lo
controlan.
En ese instante Parkinson se dio cuenta de que
Kingsley le estaba tomando el pelo, y con bastante
fuerza por cierto. Estalló en una carcajada. Kingsley
se le sumó. De ahí en más, las relaciones entre am-
bos hombres nunca fueron difíciles.
***
Después de una segunda taza de té y alguna que
otra conversación sobre temas más generales, Par-
kinson regresó al tema que los ocupaba.
—Permítame exponer mi argumento, y esta vez
no quiero que me responda con evasivas. La manera
en que usted está recolectando información científi-
ca no es la más rápida, ni tampoco es la que nos da
mayor seguridad, interpretando la seguridad en un
sentido amplio.
—No tengo mejores opciones, señor Parkinson, y
el tiempo, no necesito recordárselo, es precioso.
—Tal vez no tenga mejores opciones en este mo-
mento, pero se las puede encontrar.
—No comprendo.
—Lo que el gobierno pretende es reunir a todos
los científicos que debieran tener pleno conocimiento
127
La nube negra
de los hechos. Entiendo que últimamente usted ha
estado trabajando aquí con un señor Marlborough
del grupo de radioastronomía. Acepto su ratificación
de que no le ha suministrado información esencial
al señor Marlborough, pero ¿no sería mucho mejor si
se pudieran disponer las condiciones como para dar-
le esa información?
Kingsley recordó sus dificultades iniciales con el
grupo de radioastrónomos.
—Indudablemente.
—Entonces estamos de acuerdo. Nuestro segun-
do punto es que Cambridge, o cualquier universi-
dad, para el caso, no parece el mejor lugar para rea-
lizar estas investigaciones. Usted forma parte aquí
de una comunidad integrada, y no puede esperar
combinar simultáneamente el secreto y la libertad
de expresión. No puede formar un grupo dentro de
un grupo. El procedimiento correcto es formar un
estamento completamente nuevo, una nueva comu-
nidad especialmente destinada a enfrentar la emer-
gencia, a la que se le darían todas las facilidades.
—Como Los Álamos, por ejemplo.
—Exactamente. Si lo piensa desapasionadamen-
te, creo que debe estar de acuerdo en que no existe
otro modo realmente factible.
—Quizás deba recordarle que Los Álamos está
situado en el desierto.
—A nadie se le ocurriría ponerlos en un desierto.
128
La nube negra
—¿Y dónde nos pondrían? Poner es un verbo en-
cantador, sabe usted.
—Creo que no tendrían motivos para quejarse.
El gobierno está finalizando la conversión de una re-
sidencia dieciochesca extremadamente agradable en
Nortonstowe.
—¿Dónde queda eso?
—En Costwolds, en las tierras altas al noroeste
de Cirencester.
—¿Por qué y cómo se la está convirtiendo?
—Iba a ser una Facultad de Investigación Agríco-
la. A un kilómetro y medio de la casa hemos construi-
do una finca totalmente nueva para albergar al per-
sonal: jardineros, trabajadores, mecanógrafos, y eso.
Le dije que tendrían todas las facilidades y le puedo
asegurar con toda sinceridad que lo dije en serio.
—¿La gente de Agricultura no tendrá nada que
decir, si a ellos los sacan y entramos nosotros?
—No hay problemas con eso. No todos ven al go-
bierno con el mismo desdén que usted.
—No, compasión más bien. Supongo que la pró-
xima lista de honores se encargará de eso. Pero hay
dificultades en las que no han pensado. Se necesita-
rán instrumentos científicos, un radiotelescopio, por
ejemplo. Nos tomó un año instalar el que tenemos
aquí. ¿Cuánto les demandaría mudarlo?
—¿Cuántos hombres emplearon para instalarlo?
—Unos veinte, quizás.
129
La nube negra
—Podríamos emplear mil, diez mil si fuera nece-
sario. Podríamos garantizar la mudanza y reinstala-
ción de todos los instrumentos que consideren nece-
sarios dentro de un período razonable y acordado,
digamos dentro de una quincena. ¿Hay algún otro
instrumento de gran tamaño?
—Necesitaríamos un buen telescopio óptico, aun-
que no necesariamente uno muy grande. El nuevo
Schmidt que tenemos acá en Cambridge sería el
más adecuado, aunque no se me ocurre cómo po-
drían persuadir a Adams de que lo cediera. Le ha
llevado años conseguirlo.
—No creo que haya dificultades. No le molestará
esperar seis meses por un telescopio más grande y
mejor.
Kingsley agregó leños al fuego, y volvió a acomo-
darse en su silla.
—Dejémonos de esgrimas con esta propuesta —
dijo—. Usted pretende que me deje encerrar en una
jaula, aunque sea dorada. Ése es el compromiso que
esperan de mí, un compromiso bastante grande por
cierto. Ahora corresponde que pensemos un poco en
el compromiso que yo espero de ustedes.
—Pero yo pensé que eso fue exactamente lo que
estuvimos haciendo.
—Lo fue, pero sólo en un sentido amplio. Ahora
quiero todo precisamente definido. Primero, que yo
sea el encargado de reclutar el personal para este
lugar en Nortonstowe, que tenga el poder de ofrecer
130
La nube negra
los salarios que me parezcan razonables, y la capaci-
dad de utilizar los argumentos que me parezcan
adecuados, ¡aparte de divulgar la verdad de las co-
sas! Segundo, que no haya, repito, que no haya re-
presentantes del gobierno en Nortonstowe, y que no
exista ninguna vinculación política como no sea a
través de usted.
—¿A qué debo esta distinción excepcional?
—Al hecho de que, aunque pensemos diferente y
sirvamos a diferentes amos, tenemos suficiente te-
rreno común como para poder conversar entre noso-
tros. Esto es una rareza que difícilmente vaya a re-
petirse.
—En verdad me siento halagado.
—Me malinterpreta entonces. Estoy siendo todo
lo serio que puedo ser. Le digo solemnemente que si
yo y mi gente encontramos en Nortonstowe algún
caballero de la especie proscripta literalmente lo va-
mos a echar por la fuerza. Si esto fuera impedido
por la acción policial, o si la especie proscripta fuese
tan numerosa que no podamos expulsarla, entonces
le advierto con la misma solemnidad que no va a ob-
tener de nosotros ni un centavo de colaboración. Si
le parece que estoy exagerando este punto, debo de-
cirle que lo hago simplemente porque sé lo extrema-
damente estúpidos que pueden ser los políticos.
—Gracias.
—De nada. Tal vez podamos pasar ahora a la
tercera etapa. Para esto vamos a necesitar lápiz y
131
La nube negra
papel. Quiero que anote con todo detalle, para que
no exista la menor posibilidad de error, cada artícu-
lo del equipo que debe estar en el lugar antes de que
me mude a Nortonstowe. No voy a aceptar la excusa
de que hubo una demora inevitable y que tal cosa o
tal otra llegará dentro de algunos días. Vamos, tome
este papel y escriba.
***
Parkinson regresó a Londres llevando largas lis-
tas consigo. A la mañana siguiente mantuvo una
importante reunión con el primer ministro.
—¿Todo bien? —dijo el primer ministro.
—Sí, y no —fue la respuesta de Parkinson—. Tu-
ve que prometerle equipar el lugar como un estable-
cimiento científico completo.
—Eso no está mal. Kingsley estaba en lo cierto al
decir que necesitamos más datos, y que cuanto más
pronto los consigamos mejor.
—No lo dudo, señor. Pero habría preferido que
Kingsley no se convirtiera en una figura tan promi-
nente en el nuevo establecimiento.
—¿Acaso no es un hombre valioso? ¿Podríamos
haber conseguido alguien mejor?
—Oh, como científico es muy bueno. No es eso lo
que me preocupa.
—Sé que habría sido preferible trabajar con un
tipo de persona más dócil. Pero sus intereses pare-
cen ser bastante similares a los nuestros. Mientras
132
La nube negra
no se enfurruñe cuando descubra que no puede salir
de Nortonstowe...
—Oh, eso lo tiene bien claro. Lo utilizó al máxi-
mo como pieza de negociación.
—¿Cuáles fueron las condiciones?
—Principalmente que no haya personas del go-
bierno, ni otro enlace político que no sea yo.
El primer ministro se rió.
—Pobre Francis. Ahora veo cuál es el problema.
Pero, bueno, lo de las personas del gobierno no es
tan serio, y en cuanto al enlace, ya veremos lo que
veremos. ¿Alguna tendencia a llevar los salarios a
niveles, mmm, astronómicos?
—En absoluto, excepto que Kingsley quiere usar
los salarios como pieza de negociación para traer
gente a Nortonstowe hasta que pueda explicarles la
verdadera razón.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Nada que yo pueda señalar específicamente
con el dedo, pero tengo una especie de sensación ge-
neral de incomodidad. Hay muchos pequeños deta-
lles, insignificantes en forma aislada, pero preocu-
pantes cuando se los agrupa.
—¡Vamos, Francis, dígalo de una vez!
—Dicho en términos generales, tengo la sensa-
ción de que nos están manejando a nosotros, en vez
de ser nosotros los que manejamos.
—No comprendo.
133
La nube negra
—Ni yo mismo, realmente. En la superficie todo
parece bien, pero ¿lo está? Considerando el nivel de
la inteligencia de Kingsley, ¿no resulta un poquito
demasiado conveniente que se haya tomado el tra-
bajo de certificar esas cartas?
—Pudo haber sido un ordenanza del colegio
quien las despachó para él.
—Pudo haber sido, pero si lo fue, Kingsley segu-
ramente sabía que el ordenanza las certificaría. Y la
carta a Leicester. Me pareció como si Kingsley espe-
rase que la interceptáramos, como si quisiera forzar-
nos a hacer algo. ¿Y no lo maltrató un poquito de
más al pobre viejo Harry, el ministro del Interior? Y
mire esas listas. Son increíblemente detalladas, co-
mo si todo hubiese sido pensado de antemano. Pue-
do entender los requerimientos de alimentos y com-
bustibles, pero ¿para qué esa enorme cantidad de
equipos para movimiento de suelos?
—No tengo la menor idea.
—Pero Kingsley sí la tiene, porque es evidente
que la ha meditado en profundidad.
—Mi querido Francis, ¿qué importancia tiene
cuánto la ha meditado? Lo que queremos es reunir
un equipo de científicos altamente competentes, ais-
larlos y tenerlos contentos. Si Kingsley se conforma
con esas listas, démosle lo que pide. ¿Por qué preo-
cuparse?
—Bueno, aquí hay un montón de equipos electró-
nicos, un montón enorme. Podría ser empleado para
transmisiones radiales.
134
La nube negra
—Entonces táchelo ya mismo. ¡Eso no lo puede
tener!
—Un momento, señor, que eso no es todo. Tenía
mis sospechas sobre estas cosas, por lo que pedí ase-
soramiento, buen asesoramiento, creo. La cuestión
es ésta. Toda transmisión radial se produce codifica-
da de alguna manera, que tiene que ser decodificada
en el lugar de recepción. En el país, la forma normal
de codificación es conocida por el nombre técnico de
modulación de amplitud, aunque la BBC reciente-
mente ha comenzado a usar una forma distinta de
codificación conocida como modulación de frecuen-
cia.
—Ah, esa es la famosa frecuencia modulada,
¿no? Oí hablar de ella.
—Sí, señor. Bueno, la cuestión es ésta. El tipo de
transmisión que este equipo de Kingsley podría emi-
tir sería en una codificación completamente nueva,
una codificación que sólo podría ser decodificada por
un aparato receptor especialmente diseñado. De mo-
do que aunque él quisiera enviar un mensaje, nadie
podría recibirlo.
—¿A menos que tuviera ese receptor especial?
—Exactamente. Bueno, ¿entonces le autorizamos
a Kingsley sus equipos electrónicos o no?
—¿Qué razones da para pedirlo?
—Para radioastronomía. Para observar a esta
nube por radio.
135
La nube negra
—¿Se lo podría usar para eso?
—Oh, sí.
—Entonces ¿cuál es el problema, Francis?
—Es que se trata de una cantidad enorme. Es
cierto que no soy científico, pero no puedo tragarme
que toda esta cantidad de cosas sea realmente nece-
saria. Bueno, ¿dejamos que la tenga o no?
El primer ministro reflexionó durante unos mi-
nutos.
—Verifique cuidadosamente ese asesoramiento
que le dieron. Si lo que dijo sobre la codificación es
correcto, que tenga los equipos. En realidad, este
asunto de la transmisión podría resultar una ventaja.
Francis, ¿hasta ahora usted ha venido pensando todo
este asunto desde un punto de vista nacional? Nacio-
nal por oposición a internacional, quiero decir...
—Sí, señor...
—Yo le he prestado cierta atención a los aspectos
más amplios. Los norteamericanos deben encontrar-
se seguramente en el mismo bote que nosotros. Casi
con seguridad estarán pensando en crear un esta-
blecimiento similar a Nortonstowe. Creo que debe-
ría tratar de convencerlos sobre la ventaja de un
único esfuerzo cooperativo.
—¿Pero eso no significará que debamos ir noso-
tros allá, en lugar de venir ellos aquí? —dijo Parkin-
son—. Considerarán que sus hombres son mejores
que los nuestros.
136
La nube negra
—Tal vez no en este campo de la, mmm, radioas-
tronomía, en el que entiendo nosotros y los austra-
lianos ocupamos un lugar muy alto. Dado que la ra-
dioastronomía parece ser de importancia más bien
decisiva en este asunto, yo utilizaría la radioastro-
nomía como argumento central de negociación.
—Seguridad —gruñó Parkinson—. Los norte-
americanos piensan que no tenemos seguridad, y en
ocasiones creo que no andan tan errados.
—Superado por la consideración de que nuestra
población es más flemática que la de ellos. Sospecho
que el gobierno norteamericano puede ver una ven-
taja en tener a todos los científicos que trabajan en
este asunto lo más lejos de ellos que les sea posible.
De otro modo estarían sentados todo el tiempo sobre
un polvorín. Las comunicaciones eran mi preocupa-
ción hasta hace un minuto. Pero si pudiéramos pro-
veerles un enlace radial directamente desde Nor-
tonstowe a Washington, usando esa nueva codifica-
ción de la que usted habla, eso podría resolver el
problema. No podría asignarle mayor urgencia a es-
te asunto.
—Hace un momento usted habló de aspectos in-
ternacionales. ¿Verdaderamente quiso decir inter-
nacionales, o anglo norteamericanos?
—Quise decir internacionales, pensando aunque
más no fuera en los radioastrónomos internaciona-
les. Y no me imagino que las cosas van a quedar en-
tre nosotros y los norteamericanos por mucho tiem-
po. Habrá que avisar a los jefes de otros gobiernos,
137
La nube negra
incluidos los soviéticos. Entonces veré que se dejen
caer algunas insinuaciones en el sentido de que el
doctor Tal y el doctor Cual han recibido cartas de un
tal Kingsley con detalles del asunto, y que desde en-
tonces nos vimos obligados a confinar a Kingsley en
un lugar llamado Nortonstowe. También diré que si
el doctor Tal y el doctor Cual son enviados a Nor-
tonstowe, estaremos encantados de asegurarnos de
que no causen problemas a sus respectivos gobier-
nos.
—¡Pero los soviéticos no van a aceptar eso!
—¿Por qué no? Nosotros mismos hemos visto lo
terriblemente embarazoso que puede ser el conoci-
miento fuera de los confines del gobierno. ¿Qué no
habríamos dado ayer por librarnos de Kingsley? Tal
vez usted mismo todavía quiera librarse de él. Van a
mandar su gente aquí tan rápidamente como pue-
dan volar los aviones.
—Posiblemente. Pero, ¿por qué tomarse todo este
trabajo, señor?
—Bueno, ¿no se le ha ocurrido que Kingsley pue-
de haber estado eligiendo el equipo desde el princi-
pio? ¿Que todas esas cartas registradas fueron su
manera de hacerlo? Creo que va a ser importante
para nosotros tener el equipo más competente posi-
ble. Tengo la corazonada de que en los próximos
días Nortonstowe puede llegar a convertirse en más
importante que las Naciones Unidas.
138
Capítulo V
Nortonstowe
143
La nube negra
—Vamos a tocar algo de Schoenberg —dijo Ha-
rry—. Sólo para limarles un poco los tímpanos.
¿Quiénes son, ya que estamos?
—Una fiesta en una casa de campo, por lo que
pude entender.
—Deben ser muy ricos, a juzgar por los honora-
rios que están dispuestos a pagar.
El viaje de Bristol a Nortonstowe resultó muy
agradable. Ya había señales de una primavera tem-
prana. El chofer los introdujo en la residencia, los
condujo por largos corredores, y abrió una puerta.
—¡Los visitantes de Bristol, señor!
Kingsley no esperaba a nadie, pero se recuperó
rápidamente.
—¡Hola, Ann! ¡Hola, Harry! ¡Qué bien!
—¡Qué gusto verte, Chris! Pero ¿qué es todo esto?
¿Cómo es que te convertiste en un terrateniente? O
en un lord, mejor dicho, a juzgar por la magnificencia
de este lugar, las tierras onduladas, y todo eso.
—Bueno, estamos haciendo un trabajo especial
para el gobierno. Aparentemente piensan que esta-
mos necesitados de algún estímulo cultural. Por eso
su presencia —explicó Kingsley.
La velada resultó todo un éxito, tanto la comida
como el concierto, y fue con gran pena que a la maña-
na siguiente los músicos se prepararon para partir.
—Bueno, adiós Chris, y gracias por esta agrada-
ble estadía —dijo Ann.
144
La nube negra
—El auto los estará esperándolos. Es una lásti-
ma que tengan que irse tan pronto.
Pero no había ni chofer ni auto esperándolos.
—No importa —dijo Kingsley—, estoy seguro de
que Dave Weichart estará dispuesto a llevarlos en
su auto, aunque van a tener que ir apretados, con
todos esos instrumentos.
Sí, Dave Weichart iba a llevarlos a Bristol, y sí
debieron apretarse, pero después de un cuarto de
hora y muchas risas se pusieron en marcha
A la media hora la compañía estaba de vuelta.
Los músicos no entendían qué pasaba. Weichart es-
taba que echaba chispas. Se dirigió con todo el gru-
po a la oficina de Kingsley.
—¿Qué es lo que está pasando aquí, Kingsley?
Cuando llegamos al lugar de los guardias, no nos de-
jaron cruzar la barrera. Dijeron que tenían órdenes
de no dejar salir a nadie.
—Todos tenemos compromisos en Londres esta
noche —dijo Ann—, y si no salimos ya, vamos a per-
der el tren.
—Bueno, si no pueden salir por la puerta princi-
pal, hay muchas otras salidas —repuso Kingsley—.
Permítanme hacer algunas averiguaciones.
Pasó diez minutos en el teléfono, mientras los de-
más bufaban y rezongaban. Al final colgó el receptor.
—Ustedes no son los únicos enojados. La gente
de la finca trató de ir a la aldea, y a todos se lo han
145
La nube negra
impedido. Parece que hay custodia todo alrededor
del perímetro. Creo que será mejor que hable a Lon-
dres.
Kingsley pulsó un conmutador.
—Hola, ¿es la oficina de la guardia del portón
principal? Sí, sí, acepto que usted simplemente cum-
ple órdenes del Comisario General. Eso lo entiendo.
Lo que quiero que haga es esto. Escúcheme bien,
quiero que llame a Whitehall 9700. Cuando consiga
ese número suministre el código de tres letras QUE
y pida por el señor Francis Parkinson, secretario del
primer ministro. Cuando el señor Parkinson atien-
da, dígale que el profesor Kingsley quiere hablar con
él. Entonces me pasa la llamada. Por favor repítame
estas instrucciones.
A los pocos minutos apareció Parkinson. King-
sley empezó:
—Hola, Parkinson. Me enteré de que esta maña-
na cerró su trampa... No, no me quejo. Lo esperaba.
Usted puede poner todos los guardias que quiera al-
rededor de Nortonstowe, pero no toleraré ninguno
adentro. Lo llamo ahora para decirle que las comu-
nicaciones con Nortonstowe se harán de ahora en
adelante sobre otras bases. No habrá más llamadas
telefónicas. Vamos a cortar todos los cables que co-
necten con los puestos de guardia. Si quiere comuni-
carse con nosotros va a tener que usar la radio... Si
todavía no terminaron el transmisor es problema de
ustedes. No debería insistir en que el ministro del
Interior le haga todo el cableado... ¿No entiende?
146
La nube negra
Debería entender. Si ustedes muchachos son lo bas-
tante competentes como para conducir este país en
tiempos de crisis, también deberían serlo como para
construir un transmisor, especialmente cuando les
hemos dado el plano. Hay otra cosa de la que quisie-
ra que tomara debida nota. Si usted no permite salir
a nadie de Nortonstown, nosotros no vamos a permi-
tir entrar a nadie. O, pensándolo mejor, Parkinson,
usted mismo puede venir cuando quiera, pero no le
permitiremos salir. Eso es todo.
—Pero toda esta situación es absurda —dijo Wei-
chart—. Caramba, es casi lo mismo que estar preso.
No sabía que esto podía ocurrir en Inglaterra.
—En Inglaterra puede ocurrir cualquier cosa —
respondió Kingsley—, sólo las razones que se esgri-
men pueden ser un poco raras. Si usted quiere man-
tener un grupo de hombres y mujeres prisioneros en
una casa de campo de algún lugar de Inglaterra, no
les dice a los guardias que están custodiando una
prisión. Les dice que los que están adentro necesi-
tan protección contra unos forajidos que tratan de
introducirse desde afuera. Aquí la consigna es pro-
tección, no confinamiento.
Y en verdad el Comisario General estaba conven-
cido de que Nortonstowe guardaba secretos atómi-
cos que revolucionarían la aplicación de la energía
nuclear a la industria. También estaba convencido
de que los espías extranjeros iban a hacer lo posible
para apoderarse de esos secretos. Sabía que la fil-
tración más probable provendría de alguien que es-
147
La nube negra
tuviese trabajando efectivamente en Nortonstowe.
Por lo tanto, la deducción más simple era que la me-
jor forma de seguridad sería impedir todo ingreso o
egreso del lugar. Esas convicciones se las había ratifi-
cado el propio ministro del Interior. Incluso estaba
dispuesto a admitir que tal vez fuese necesario incre-
mentar su custodia policial llamando a los militares.
—Pero, sea lo que fuere, ¿qué tiene que ver esto
con nosotros? —preguntó Ann Halsey.
—Sería fácil para mí pretender que ustedes están
aquí por accidente —dijo Kingsley—, pero no pienso
hacerlo. Están aquí como parte de un plan. Hay otros
que también están aquí. Pueden ver a George Fisher,
el pintor, que fue comisionado por el gobierno para
hacer algunos dibujos de Nortonstowe. También es-
tán John McNeil, un joven médico, y Bill Price, el his-
toriador, trabajando en la vieja biblioteca. Creo que
lo mejor sería reunirlos a todos, y entonces trataré de
explicarles lo mejor que pueda.
Cuando Fisher, McNeil y Price se sumaron al
grupo, Kingsley brindó a los no científicos congrega-
dos una versión general pero bastante detallada del
descubrimiento de la Nube Negra y de los aconteci-
mientos que habían conducido al establecimiento de
Nortonstowe.
—Puedo entender que esto explique lo de los
guardias y todo eso. Pero no explica por qué estamos
aquí. Dijiste que no había sido por accidente. ¿Por
qué nosotros y no alguna otra persona? —insistió
Ann Halsey.
148
La nube negra
—Es mi culpa —respondió Kingsley—. Creo que
esto es lo que ocurrió. Agentes del gobierno encon-
traron mi libreta de direcciones. En esa libreta esta-
ban los nombres de los científicos que consulté acer-
ca de la Nube Negra. Lo que pudo haber ocurrido es
que cuando descubrieron algunos de mis contactos,
el gobierno decidió no correr riesgos. Simplemente
trajeron a todos los que estaban en la libreta. Lo
siento.
—Un descuido imperdonable de tu parte, Chris
—exclamó Fisher.
—Bueno, francamente, tuve mucho de qué preo-
cuparme durante las últimas seis semanas. Y al fin
y al cabo, la situación de ustedes es realmente muy
buena. Todos ustedes han comentado, sin excepción,
qué lindo es este lugar. Y cuando llegue la crisis van
a tener muchísimas más posibilidades de sobrevivir
que las que pudieron haber tenido de otro modo. Si
la supervivencia resulta posible, aquí vamos a so-
brevivir. Así que en resumidas cuentas pueden pen-
sar que han sido bastante afortunados.
—Eso de la libreta de direcciones, Kingsley —
intervino McNeil—, no parece aplicarse para nada a
mi caso. Hasta donde yo se, nunca nos hemos visto
hasta hace unos días.
—A propósito, McNeil, ¿por qué se encuentra us-
ted aquí, si me permite la pregunta?
—Cuento chino, evidentemente. Estaba interesa-
do en encontrar un lugar para un nuevo sanatorio, y
149
La nube negra
me recomendaron Nortonstowe. El Ministerio de Sa-
lud sugirió que tal vez me gustaría visitar personal-
mente el lugar. Pero no puedo imaginar por qué yo.
—Tal vez para que tuviéramos un médico en el
lugar.
Kingsley se levantó y caminó hacia la ventana.
Las sombras de las nubes se perseguían unas a
otras sobre los prados.
***
Una tarde a mediados de abril, Kingsley regresó
a la casa después de una intensa caminata en torno
de la residencia Nortonstowe y se encontró con que
un humo anisado invadía su cuarto.
—¡Qué demonios...! —exclamó—. Pero esto es
formidable, Geoff Marlowe. Ya había perdido la es-
peranza de que vinieras. ¿Cómo lo lograste?
—Mediante engaños y traiciones —repuso Mar-
lowe entre grandes bocados de tostadas—. Lindo lu-
gar tienen aquí. ¿Quieres un poco de té?
—Gracias, es muy amable de tu parte.
—De nada. Después de que te fuiste nos movie-
ron a Palomar, donde pude hacer algunos trabajos.
Luego nos trasladaron a todos al desierto, con ex-
cepción de Emerson, que creo fue enviado aquí.
—Sí, tenemos a Emerson, Barnett y Weichart.
Me temía que los iban a someter al tratamiento del
desierto. Por eso me fui tan rápido en cuanto He-
150
La nube negra
rrick dijo que salía para Washington. ¿Le tiraron de
las orejas por haberme dejado salir del país?
—Me parece que sí, pero no dijo mucho al respec-
to.
—Ya que estamos, ¿estoy en lo cierto al suponer
que el A.R. fue asignado a ustedes?
—¡Sí, señor! El Astrónomo Real es el Oficial Prin-
cipal de Enlace británico para todo el proyecto esta-
dounidense.
—Bien por él. Se trata de una tarea a su medida,
espero. Pero no me dijiste cómo lograste zafar del
desierto, y por qué decidiste irte.
—El por qué es sencillo. Por la manera como es-
tábamos organizados a muerte.
Marlowe tomó un puñado de terrones de la azu-
carera. Puso uno sobre la mesa.
—Este es el tipo que hace el trabajo.
—¿Cómo le llaman?
—Que yo sepa no le damos ningún nombre en
particular.
—Por aquí lo llamamos “laburante”.
—¿“Laburante”?
—Así es. El que hace el laburo, el trabajo.
—Bueno, aunque no lo llamemos “laburante”, es
un “laburante” con todas las de la ley —prosiguó
Marlowe—. A decir verdad, es un condenado “labu-
rante”, como verás enseguida.
151
La nube negra
A continuación extendió una fila de terrones.
—Por encima del “laburante” viene su Jefe de
Sección. En reconocimiento de mi nivel, yo soy Jefe
de Sección. Luego viene el Director Delegado. He-
rrick se convirtió el Director Delegado a pesar de es-
tar en la perrera. Después tenemos aquí a nuestro
viejo amigo el Director mismo. Por encima de él está
el Contralor Adjunto, y luego ¿quién otro que el
Contralor? Estos por supuesto son los militares.
Después viene el Coordinador de Proyecto. Éste es
un político. Y así gradualmente llegamos al Delega-
do del Presidente. Después supongo que viene el
Presidente, aunque no puedo estar seguro porque
nunca llegué a esas alturas.
—Me imagino que eso no te gustó nada.
—No, señor, no me gustó —continuó Marlowe
mientras masticaba otro trozo de tostada—. Estaba
demasiado cerca del fondo de la jerarquía como para
que me gustara. Además, nunca pude enterarme de
lo que pasaba fuera de mi propia sección. La política
era mantener todo en compartimentos estancos. En
beneficio de la seguridad, decían, pero probablemen-
te en beneficio de la ineficiencia, creo yo. Bueno, co-
mo te puedes imaginar, la cosa no me gustó. No es
mi manera de encarar un problema. De modo que
empecé a mover las aguas en busca de una transfe-
rencia, una transferencia al tinglado éste que tienen
montado aquí. Me imaginaba que aquí las cosas se
harían mucho mejor. Y veo que es así —agregó, al
tiempo que tomaba otra tostada—. Además de pron-
152
La nube negra
to me asaltó el deseo de ver pasto verde. Cuando eso
le pasa a uno, no hay que rehusarse.
—Todo eso está muy bien, Geoff, pero no explica
cómo te libraste de esa formidable organización.
—Pura suerte —respondió Marlowe—. La gente
de Washington tenía la idea de que tal vez ustedes
no les decían todo lo que sabían. Y como yo les había
hecho saber que deseaba ser transferido, me manda-
ron aquí como espía. Ahí es donde encaja la traición.
—¿Quiere decir que se supone que tú les vas a
informar de cualquier cosa que podamos estar ocul-
tando?
—Ésa es exactamente la situación. Y ahora que
sabes por qué estoy aquí, ¿me vas a permitir que-
darme, o me vas a echar?
—Aquí la regla es que todo el que entra a Nor-
tonstowe se queda. No dejamos salir a nadie.
—¿Entonces no habrá problema si viene Mary?
Se quedó en Londres haciendo compras, pero llegará
mañana en algún momento.
—Ningún problema. Este lugar es grande. Tene-
mos mucho espacio. Estaremos encantados de tener
a la señora Marlowe por aquí. Francamente, hay un
tremendo montón de trabajo para hacer, y muy poca
gente para hacerlo.
—¿Y tal vez de tanto en tanto pueda enviarles
algunas miguitas de información a Washington, pa-
ra tenerlos contentos?
153
La nube negra
—Puedes contarles lo que quieras. Yo veo que
cuanto más le cuento a los políticos, más se depri-
men. De modo que nuestra política es contarles to-
do. Aquí no hay secretos de ninguna especie. Puedes
enviar lo que te parezca por el enlace radial directo
con Washington. Estamos trabajando en eso desde
hace una semana.
—En ese caso tal vez me puedas proporcionar un
resumen de lo que está ocurriendo por este lado.
Personalmente, no sé mucho más que el día cuando
conversamos en el desierto del Mojave. Hice algunas
cosas, pero no son trabajos ópticos lo que necesita-
mos en este momento. Para el otoño podremos tener
algo. Pero este es un trabajo para los muchachos del
radio, como creo que coincidimos.
—Lo hicimos. Y yo puse en movimiento a John
Marlborough en cuanto regresé a Cambridge en
enero. Necesité emplear cierta persuasión para que
empezara a trabajar, en principio porque no le conté
la verdadera razón, aunque por supuesto ahora ya
la sabe. Bueno, conseguimos la temperatura de la
Nube. Está un poco por encima de los doscientos
grados, doscientos grados absolutos por supuesto.
—Eso es muy bueno. Más o menos lo que esperá-
bamos. Un poco fría, pero manejable.
—Realmente, es mejor de lo que parece. Porque,
a medida de que la Nube se acerque al Sol, en su in-
terior deberán ponerse en marcha movimientos in-
ternos. Mis primeros cálculos muestran que el au-
mento de temperatura resultante podría ubicarse
154
La nube negra
entre un cincuenta y un cien por ciento, lo que en
definitiva llevaría la temperatura más o menos al
punto de congelación. De modo que, por lo que pare-
ce, nos espera una temporada gélida y nada más.
—No podría ser mejor.
—Eso pensé en el momento. Pero en realidad no
soy un experto en dinámica de gases, así que le es-
cribí a Alexandrov.
—Dios mío, corriste tus riesgos al escribirle a
Moscú.
—No lo creo. El problema se podía plantear en
términos puramente académicos. Y no hay nadie en
mejores condiciones que Alexandrov para tratarlo.
Como quiera que sea, eso nos indujo a traerlo aquí.
Dice que este lugar es el mejor campo de concentra-
ción del mundo.
—Veo que hay todavía muchas cosas que no co-
nozco. Continúa.
—En ese momento, todavía en enero, yo me sen-
tía muy listo. Entonces decidí colocar a las autorida-
des políticas en un brete. Me di cuenta de que hay
dos cosas que los políticos quieren tener a cualquier
costo: información científica y secreto. Decidí darles
esas dos cosas, pero en mis propios términos: los tér-
minos que puedes ver a tu alrededor aquí en Nor-
tonstowe.
—Ya veo: un lindo lugar para vivir, sin militares
que molesten, sin secretos. ¿Y cómo se reclutó el
equipo?
155
La nube negra
—Simplemente, mediante infidencias en los lu-
gares adecuados, como la carta a Alexandrov. ¿Qué
podría resultar más natural que el hecho de traer
aquí a todos los que pudieron haberse enterado de
algo a través de mí? Jugué sucio una vez, y todavía
pesa en mi conciencia. Más tarde o más temprano
vas a conocer a una muchacha encantadora que toca
el piano extremadamente bien. Vas a conocer a un
pintor, un historiador, otros músicos. Me pareció
que estar encarcelado en Nortonstowe durante más
de un año iba a ser absolutamente intolerable si sólo
hubiera aquí científicos. De modo que dispuse las
infidencias convenientemente. No digas una palabra
de esto, Geoff. Dadas las circunstancias creo que tal
vez estaba justificado. Pero es mejor que no sepan
que yo fui deliberadamente responsable de que los
hayan enviado aquí. Ojos que no ven, corazón que
no siente.
—¿Y qué pasó con esa cueva de la que hablabas
cuando estábamos en el Mojave? Supongo que tam-
bién tendrás eso bien arreglado.
—Por supuesto. Probablemente no lo hayas vis-
to, pero allá —justo debajo de esa lomada— tenemos
una gran cantidad de máquinas para movimiento de
suelos trabajando.
—¿Quién se encarga de eso?
—Los tipos que viven en el sector de residencias.
—¿Y quién maneja esta casa, prepara la comida,
y esas cosas?
156
La nube negra
—Las mujeres de las residencias, y las hijas tra-
bajan como secretarias.
—¿Qué va a pasar con ellos cuando las cosas se
pongan feas?
—Vendrán al refugio, por supuesto. Esto signifi-
ca que el refugio deberá ser mucho más grande que
lo que yo pensaba originalmente. Por eso empeza-
mos los trabajos con tanta anticipación.
—Bueno, Chris, me parece que acomodaste las
cosas a tu gusto y placer. Pero no veo cómo los polí-
ticos quedaron metidos en un brete. Al fin y al cabo,
nos tienen aquí encerrados, y de acuerdo con lo que
acabas de decirme hace un rato, consiguen toda la
información que puedes darles. De modo que todo se
presenta bastante cómodo también para ellos.
—Permíteme plantear las cosas como las veía en
enero y febrero. En febrero yo tenía planeado asu-
mir el control de los asuntos mundiales.
Marlowe se rió.
—Oh, ya sé que suena ridículamente melodramá-
tico. Pero hablo en serio. Y tampoco sufro de megalo-
manía. Por lo menos eso creo. Sólo iba a ser por uno o
dos meses, luego de los cuales iba a retirarme gracio-
samente de vuelta a mi tarea científica. Yo no estoy
hecho con la misma madera de los dictadores. Sólo
me siento verdaderamente cómodo en el lugar del
segundón. Pero ésta era una oportunidad caída del
cielo para que el segundón le disputara el bocado
más grande a los figurones que solían llevárselo por
delante.
157
La nube negra
—Como morador de esta residencia me das la vi-
va imagen del segundón —dijo Marlowe, mientras
se ocupaba de su pipa y continuaba riéndose.
—Hubo que pelear por todo esto. De otro modo
habríamos tenido el mismo tipo de arreglo que tú
objetabas. Hablemos un poco de filosofía y de socio-
logía. ¿Alguna vez se te ocurrió, Geoff, que a pesar
de todos los cambios forjados por la ciencia —por
nuestro control de la energía inanimada, quiero de-
cir— todavía conservamos el mismo viejo orden so-
cial de precedencia? Primero los políticos, luego los
militares, y los verdaderos cerebros abajo. No hay
diferencia entre este estado de cosas y el de la anti-
gua Roma, o el de las primeras civilizaciones meso-
potámicas, para el caso. Vivimos en una sociedad
que alberga una contradicción monstruosa, moderna
en su tecnología pero arcaica en su organización so-
cial. Durante años los políticos han venido cacarean-
do sobre la necesidad de formar más científicos, más
ingenieros, y así. Y no se dan cuenta de que el nú-
mero de tontos es limitado.
—¿Tontos?
—Sí. Personas como tú y yo, Geoff. Nosotros so-
mos los tontos. Nosotros nos tomamos el trabajo de
pensar para una turba arcaica de imbéciles, y per-
mitimos que nos usen para cualquier cosa.
—¡Científicos del mundo, uníos! ¿Es ésa la idea?
—No del todo. No se trata simplemente de los
científicos contra todos los demás. La cuestión va
más hondo. Se trata de un choque entre dos modos
158
La nube negra
de pensar totalmente distintos. La sociedad actual
basa su tecnología en un pensamiento de naturaleza
numérica. Pero basa su organización social en un
pensamiento de naturaleza verbal. Allí es donde re-
side el verdadero conflicto, entre la mente literaria y
la mente matemática. Deberías conocer al ministro
del Interior. Entenderías en seguida lo que quiero
decir.
—Y a ti se te ha ocurrido alguna idea para cam-
biar las cosas...
—Se me ocurrió la manera de dar un golpe en fa-
vor de la mentalidad matemática. Pero no soy tan
burro como para creer que cualquier cosa que yo pu-
diera hacer tendría una importancia decisiva. Con
suerte creo que podría ofrecer un buen ejemplo, una
especie de locus classicus, para citar a los literatos,
de cómo deberíamos hacer para torcerles el rabo a
los políticos.
—Dios mío, Chris, hablas de números versus pa-
labras, pero nunca conocí un hombre que usara tan-
tas palabras. ¿Podrías explicar en términos sencillos
qué es lo que te propones?
—Entiendo que quieres decir en términos numé-
ricos. Bueno, lo intentaré. Supongamos que sea posi-
ble la supervivencia cuando llegue la Nube. Aunque
digo supervivencia, es sumamente probable que las
condiciones no van a ser agradables. Vamos a estar
congelándonos o derritiéndonos. Es harto improba-
ble, obviamente, que la gente pueda desenvolverse
con normalidad. Lo más que podemos esperar es que
159
La nube negra
plantándonos firmes, excavando nuestras cuevas o
nuestros sótanos y quedándonos en ellos, podremos
resistir. En otras palabras, todo traslado normal de
personas de un lugar a otro va a cesar. De modo que
las comunicaciones y el control de los asuntos huma-
nos va a depender de información eléctrica. Las se-
ñales tendrán que viajar por radio.
—¿Quieres decir que la cohesión social —cohe-
sión en el sentido de que no nos disgreguemos en un
montón de individuos desconectados— dependerá de
las comunicaciones radiales?
—Correcto. No habrá diarios, porque los perio-
distas estarán en los refugios.
—¿Aquí es donde entras tú, Chris? ¿Nortonstowe
se va a convertir en una radioemisora pirata? Oh,
muchacho ¿dónde dejé la barba postiza?
—Escúchame. Cuando las comunicaciones radia-
les adquieran una importancia dominante, la canti-
dad de información se convertirá en una cuestión vi-
tal. El control irá pasando gradualmente a las per-
sonas con capacidad para manejar el mayor volu-
men de información, y yo planeé que Nortonstowe
sea capaz de manejar por lo menos cien veces más
información que todos los otros emisores de la Tie-
rra juntos.
—¡Eso es pura fantasía, Chris! Sin ir más lejos,
¿qué pasa con la provisión de energía?
—Tenemos nuestros propios generadores diésel,
y combustible de sobra.
160
La nube negra
—Pero seguramente no podrás generar la tre-
menda cantidad de potencia que se va a necesitar...
—No necesitamos una tremenda cantidad de po-
tencia. Yo no dije que tendríamos cien veces más po-
tencia que todos los demás transmisores juntos. Dije
que tendríamos cien veces la capacidad de transmi-
tir información, que es una cosa muy distinta. No
vamos a transmitir programas para la gente indivi-
dualmente. Vamos a transmitir en muy baja poten-
cia para los gobiernos de todo el mundo. Vamos a
convertirnos en una suerte de cámara de compensa-
ción de información internacional. Los gobiernos in-
tercambiarán mensajes a través de nosotros. En una
palabra, nos convertiremos en el centro nervioso de
las comunicaciones mundiales, y es en ese sentido
que vamos a controlar los asuntos mundiales. Si es-
to parece un poco anticlimático después de mi pero-
rata, bueno, recuerda que no soy una persona melo-
dramática.
—Estoy empezando a darme cuenta. Pero, ¿cómo
diablos tienes pensado equiparte con toda esa capa-
cidad de transmisión de información?
—Permíteme empezar por la teoría. En verdad,
es muy conocida. La razón por la que no ha sido
puesta en práctica todavía es en parte por inercia,
intereses creados en el equipamiento existente, y en
parte por incomodidad: todos los mensajes deberían
grabarse antes de ser transmitidos.
Kingsley se arrellanó confortablemente en su si-
llón.
161
La nube negra
—Como seguramente sabes, en lugar de trans-
mitir ondas radiales de manera continua, como se
hace habitualmente, es posible transmitirlas en rá-
fagas, en pulsaciones. Supongamos que se puedan
transmitir tres clases de pulsaciones: una pulsación
breve, una mediana y una larga. En la práctica, la
pulsación larga podría durar tal vez el doble que la
pulsación corta, y la pulsación mediana, una vez y
media. Con un transmisor que opere en la franja de
siete a diez metros —que es lo habitual para la lar-
ga distancia— y con el ancho de banda habitual, se-
ría posible transmitir unas diez mil pulsaciones por
segundo. Las tres clases de pulsaciones podrían dis-
ponerse en cualquier orden convencional: diez mil
por segundo. Ahora, supongamos que usamos las
pulsaciones medianas para indicar el fin de letras,
palabras y oraciones. Una pulsación mediana indica
el fin de una letra, dos pulsaciones medianas segui-
das indican el fin de una palabra, y tres el fin de
una oración. Esto deja las pulsaciones largas y cor-
tas libres para transmitir letras. Supongamos, por
ejemplo, que decidimos usar el código Morse. Enton-
ces se necesitaría un promedio de tres pulsaciones
por letra. Partiendo de un promedio de cinco letras
por palabra, esto significa que se necesitan unas
quince pulsaciones largas y cortas por palabra. O, si
incluimos las pulsaciones medianas para marcar las
letras, se necesitan unas veinte pulsaciones por pa-
labra. De modo que a un ritmo de diez mil pulsacio-
nes por segundo, esto nos da un ritmo de transmi-
sión de unas quinientas palabras por segundo, en
162
La nube negra
comparación con un transmisor corriente que mane-
ja menos de tres palabras por segundo. De modo que
seríamos por lo menos cien veces más rápidos.
—Quinientas palabras por segundo. ¡Dios mío,
qué parloteo!
—En realidad, es muy probable que ampliemos
el ancho de banda para poder emitir más de un mi-
llón de pulsos por segundo. Consideramos posible
llegar a unas cien mil palabras por segundo. El lími-
te reside en la compresión y expansión de los men-
sajes. Obviamente, nadie puede pronunciar cien mil
palabras por segundo, ni siquiera los políticos, a
Dios gracias. De modo que habrá que grabar los
mensajes en cinta magnética. La cinta será entonces
leída electrónicamente a gran velocidad. Pero la ve-
locidad de la lectura es limitada, por lo menos con
los equipos actuales.
—¿No hay un gran equívoco en todo esto? ¿Qué
impediría a los diversos gobiernos del mundo cons-
truir un equipo similar?
—La estupidez y la inercia. Como de costumbre,
nadie hará nada hasta que no tengamos la crisis en-
cima. Mi único temor es que los políticos sean tan
letárgicos que no consigan construir un solo juego de
transmisores y receptores, y ni hablar de baterías
enteras de equipos. Los presionamos todo lo que po-
demos. Por ejemplo, ellos demandan de nosotros in-
formación, y nosotros nos negamos a dársela excepto
por enlace radial. Otra cosa es que toda la ionosfera
se altere al punto de que haya que emplear longitu-
163
La nube negra
des de onda más breves. Aquí nos estamos prepa-
rando para longitudes de hasta un centímetro. Este
es un punto sobre el que los estamos alertando con-
tinuamente, pero son imposiblemente lentos, lentos
de acción y lentos de entendederas.
—¿Quién se ocupa de todo eso aquí, dicho sea de
paso?
—Los radioastrónomos. Probablemente sepas que
vinieron en tropel desde Manchester, Cambridge y
Sídney. Eran más que suficientes para hacer el tra-
bajo de radioastronomía, y se lo pasaban pisándose
los talones. Eso fue hasta que nos encerraron. Todos
se volvieron locos, los muy estúpidos, como si no hu-
biese sido obvio que debíamos estar encerrados. En-
tonces, con mi tacto habitual, les dije que la bronca
no nos serviría de nada, y que lo mejor que podíamos
hacer era darles su merecido a los políticos y conver-
tir algunos de nuestro aparatos de radioastronomía
en equipos de comunicaciones. Descubrimos, natural-
mente, que teníamos más equipos electrónicos que
los que se necesitaban a los fines de la radioastrono-
mía. De modo que muy pronto tuvimos trabajando un
verdadero ejército de ingenieros en comunicaciones.
En verdad, podríamos inundar la BBC con la canti-
dad de información que seríamos capaces de transmi-
tir si nos lo propusiéramos.
—Sabes, Kingsley, todavía estoy sorprendido por
este asunto de los pulsos. Todavía me parece increí-
ble que nuestros sistemas de radiodifusión emitan
dos o tres palabras por segundo, cuando podrían es-
tar enviando quinientas.
164
La nube negra
—Es muy sencillo, Geoff. La boca humana trasmi-
te información a unas dos palabras por segundo. El
oído humano sólo puede recibir información a un rit-
mo inferior a tres palabras por segundo. Los grandes
cerebros que controlan nuestros destinos diseñaron
consecuentemente sus equipos electrónicos ajustán-
dolos a esas limitaciones aun cuando electrónicamen-
te esas limitaciones no existen. ¿Acaso no digo todo el
tiempo a todo el mundo que nuestro sistema social es
enteramente arcaico, con el conocimiento verdadero
en el fondo y una banda de sinvergüenzas en la cima?
—Frase que viene muy bien para cerrar el argu-
mento —se rió Marlowe—. ¡Hablando por mí mismo,
tengo la sensación de que corres el riesgo de simpli-
ficar un poquito demasiado las cosas!
165
Capítulo VI
Se acerca la Nube
168
La nube negra
Los editores quedaron sorprendidos por el tono
de los artículos que recibieron. Ordenaron un trata-
miento más liviano y más frívolo, de modo que a fi-
nes de noviembre las primeras noticias llegaron al
público bajo titulares tan banales como
APARECE UNA APARICIÓN EN EL CIELO
DESCUBREN EN EL NORTE DE ÁFRICA UN APAGÓN CELESTIAL
NAVIDAD SIN ESTRELLAS, DICEN LOS ASTRÓNOMOS
169
La nube negra
les acumulaciones ya era conocido por los astróno-
mos desde hacía algún tiempo. En realidad, encuen-
tros de ese tipo constituían la base de una muy co-
nocida teoría sobre el origen de los cometas. Tam-
bién se mostraron fotografías de cometas.
Los círculos científicos no quedaron del todo
tranquilos con esa información. La Nube se convir-
tió en tema frecuente de conversación y especula-
ción en laboratorios de todas partes. Alguien redes-
cubrió el argumento planteado por Weichart un año
antes. Pronto se advirtió que la densidad del mate-
rial de la Nube era un factor crítico. En general se
tendía a fijarla en un nivel muy bajo, pero algunos
científicos recordaron las afirmaciones de Kingsley
en la reunión de la British Astronomical Associa-
tion. También se atribuyó significado al hecho de
que el grupo congregado en Nortonstowe hubiese
desaparecido de las universidades. En general se
entendía que las circunstancias justificaban un cier-
to grado de alarma. Sin duda esa aprehensión se ha-
bría multiplicado en rapidez e intensidad si no hu-
biese sido por el creciente llamamiento de los gobier-
nos, en Gran Bretaña y otras partes, a los científicos
en general. Se les pidió que participaran en la orga-
nización de los preparativos de emergencia que para
entonces iban cobrando urgencia, preparativos prin-
cipalmente relacionados con el alimento, el combus-
tible y el alojamiento.
A pesar de todo, la alarma se extendió en cierta
medida al público. Durante la primera quincena de
diciembre hubo indicios de intranquilidad creciente.
170
La nube negra
Afamados columnistas reclamaron del gobierno una
declaración informada, usando casi los mismos tér-
minos mordaces que habían empleado años atrás en
relación con el episodio Burgess-Maclean 1. Pero es-
ta primera oleada de aprensión se evaporó de una
manera curiosa. La tercera semana de diciembre fue
fría y clara. A pesar de la baja temperatura, la gente
fluía fuera de las ciudades en coche o autobús para
poder observar el cielo nocturno. Pero no encontraba
ninguna aparición, ningún agujero en el cielo. En
realidad, se veían pocas estrellas debido al brillo de
la luna. En vano señaló la prensa que la Nube era
invisible excepto si se la proyectaba contra un tras-
fondo de estrellas. En cuanto a interés noticioso, el
tema de la Nube, al menos por el momento, estaba
agotado. Y en todo caso, faltaban pocos días para la
Navidad.
El gobierno tenía buenas razones para estar ínti-
mamente agradecido de este pronto desinterés por
la Nube, porque en diciembre recibió un alarmante
informe de Nortonstowe. Vale la pena mencionar las
circunstancias en que se produjo ese informe.
Durante el verano la organización de Nortons-
towe se acomodó finalmente siguiendo un esquema
ordenado. Los científicos se dividieron en dos gru-
pos: los que se ocupaban de las “investigaciones so-
1 Resonante escándalo de espionaje que estalló en Gran Bretaña
en la década de 1950. Guy Burgess y Donald Maclean, funciona-
rios del Servicio Exterior, desaparecieron en 1951 tras ser descu-
biertos. Cinco años después se confirmó que habían desertado a la
Unión Soviética. (N. del E.)
171
La nube negra
bre la Nube” y los que se encargaban de los proble-
mas de comunicación que Kingsley había explicado a
Marlowe. Los no científicos se encargaban de la ad-
ministración del complejo y de la construcción del re-
fugio. Era rutina de cada una de las tres secciones ce-
lebrar una reunión semanal a la que cualquiera po-
día asistir. De esta manera era posible saber cómo
andaban todas las cosas sin necesidad de entrar en
detalles concernientes a los problemas de los otros
grupos.
Marlowe trabajó en las “investigaciones sobre la
Nube” usando el telescopio Schmidt traído de Cam-
bridge. Para octubre, él y Roger Emerson habían re-
suelto el problema de la dirección del movimiento de
la Nube. En la reunión convocada para conocer los
últimos resultados, Marlowe explicó el asunto con
mayor detalle que el necesario. Dijo al finalizar:
—De modo que parece como si la Nube tuviera
un momento angular cero en relación con el Sol.
—¿Y eso en términos prácticos qué significa? —
preguntó McNeil.
—Significa que seguramente tanto el Sol como la
Tierra quedarán envueltos. Si existiera algún mo-
mento angular apreciable, la Nube podría desviarse
hacia un lado a último momento. Pero ahora está
absolutamente claro que eso no va a pasar. La Nube
se desplaza directamente hacia el Sol.
—¿No es un poco extraño eso, que resulte estar
tan exactamente alineada en dirección al Sol? —
insistió McNeil.
172
La nube negra
—Bueno, de algún modo tiene que moverse —
repuso Bill Barnett—. Y tanto da que se mueva en
una dirección como en otra.
—Pero no puedo dejar de sentir que es raro que
la Nube resulte estar avanzando directamente hacia
el Sol —repitió el tozudo irlandés.
Alexandrov abandonó el intento de convencer a
una de las secretarias de que se sentara sobre sus
rodillas, y exclamó:
—Podridamente raro. Pero muchas cosas podri-
damente raras. Podridamente raro que Luna parez-
ca mismo tamaño que Sol. Podridamente raro que
yo estoy aquí, ¿no?
—Podridamente lamentable —murmuró la secre-
taria.
Después de unos minutos de discusiones incon-
ducentes, Yvette Hedelfort se puso de pie y se diri-
gió a los presentes.
—Tengo un problema —anunció.
Hubo algunas risas, y se oyó una voz que decía:
—Podridamente raro, ¿no?
—No me refiero a esa clase de problemas —pro-
siguió la joven—. Me refiero a un problema verdade-
ro. El doctor Marlowe dice que la Nube está hecha
de hidrógeno. Las mediciones arrojan una densidad
interior a la nube algo mayor que 10-10 g por cm3.
Estimo que si la Tierra se desplaza por el interior de
semejante nube durante más o menos un mes, la
173
La nube negra
cantidad de hidrógeno que se agregará a nuestra at-
mósfera excederá los cien gramos por centímetro
cuadrado de superficie terrestre. ¿Es correcto esto,
por favor?
Se hizo un silencio mientras las implicaciones de
esa estimación se abrían paso en la mente de los
asistentes a la reunión, o por lo menos de algunos de
los científicos.
—Será mejor que lo verifiquemos de inmediato
—murmuró Weichart. Garabateó cifras en un anota-
dor durante quizás cinco minutos—. Es correcto, me
parece —anunció.
Casi sin comentarios la reunión se dio por termi-
nada. Parkinson se acercó a Marlowe.
—Pero, doctor Marlowe, ¿qué significa todo esto?
—Dios mío, ¿no es obvio? Significa que a la at-
mósfera de la Tierra va a ingresar hidrógeno sufi-
ciente como para combinarse con todo el oxígeno.
Hidrógeno y oxígeno constituyen una mezcla quími-
ca violentamente inestable. La atmósfera entera va
a estallar. Créalo, tuvo que ser una mujer la que se
diera cuenta.
Kingsley, Alexandrov y Weichart pasaron la tar-
de discutiendo. A la noche, recogieron a Marlowe y a
Yvette Hedelfort, y fueron al cuarto de Parkinson.
—Mire, Parkinson —comenzó Kingsley una vez
que se sirvieron las bebidas—, creo que le corres-
ponde a usted decidir qué les vamos a decir a Lon-
174
La nube negra
dres, Washington y todas las demás capitales del
pecado. Las cosas no son tan simples como parecían
esta mañana. Me temo que el hidrógeno no es real-
mente tan importante como pensabas, Yvette.
—Yo no dije que fuera importante, Chris. Yo
simplemente planteé una pregunta.
—E hizo muy bien en plantearla, señorita Hedel-
fort —intervino Weichart—. Le estuvimos prestando
demasiada atención al problema de la temperatura,
descuidando el efecto de la Nube sobre la atmósfera
de la Tierra.
—Hasta que doctor Marlowe terminó trabajo no
claro que Tierra estaría en Nube —gruñó Alexan-
drov.
—De eso no hay duda —coincidió Weichart—.
Pero ahora que el terreno está despejado podemos
entrar en acción. El primer punto tiene que ver con
la energía. Cada gramo de hidrógeno que ingresa a
la atmósfera puede liberar energía de dos maneras:
primero, por su impacto con la atmósfera y segundo
por su combinación con el oxígeno. De estas dos ma-
neras, la primera es la que entrega más energía, y
es por lo tanto la más importante.
—Dios mío, esto no hace sino empeorar las cosas
—exclamó Marlowe.
—No necesariamente. Piensa lo que ocurrirá
cuando el gas de la Nube impacte en la atmósfera.
El exterior de la atmósfera se volverá extremada-
mente caliente, porque es en el exterior donde se
175
La nube negra
producirá el impacto. Hemos calculado que la tem-
peratura de las capas exteriores de atmósfera se re-
calentarán hasta los centenares de miles de grados,
tal vez incluso a millones de grados. El siguiente
punto es que la Tierra y la atmósfera giran en re-
dondo y que la nube impactará en la atmósfera de
un solo lado.
—¿De qué lado? —preguntó Parkinson.
—La posición de la Tierra en su órbita será tal
que la Nube vendrá hacia nosotros aproximadamen-
te desde la dirección del Sol —explicó Yvette Hedel-
fort.
—Aunque el propio Sol no será visible —agregó
Marlowe.
—¿De modo que la Nube impactará en la atmós-
fera durante lo que normalmente serían las horas
del día?
—Exactamente. Y no impactará en la atmósfera
durante la noche.
—Y ése es el nudo de la cuestión —prosiguió
Weichart—. Porque debido a las altísimas tempera-
turas de las que hablaba, las partes exteriores de la
atmósfera tenderán a estallar hacia fuera. Esto no
va a ocurrir durante las horas del día porque el im-
pacto de la Nube las va a contener, pero por la no-
che la atmósfera superior escapará hacia el espacio.
—Oh, ya entiendo lo que quiere decir —intervino
Yvette—. El hidrógeno ingresará a la atmósfera du-
rante las horas del día, pero volverá a escaparse du-
176
La nube negra
rante la noche. De modo que no habrá ninguna su-
ma acumulativa de hidrógeno de un día para el otro.
—Exactamente.
—Pero, Dave, ¿podemos estar seguros de que to-
do el hidrógeno se evaporará de esa manera? —
preguntó Marlowe—. Si quedara retenida incluso
una pequeña proporción, digamos un uno por ciento,
o un diez por ciento, el efecto sería desastroso. No
debemos olvidar que la más pequeña perturbación
—pequeña desde el punto de vista de la astrono-
mía— podría borrarnos de la existencia.
—Me siento confiado al predecir que efectiva-
mente todo el hidrógeno se evaporará. El peligro es
más bien el opuesto, que una proporción muy gran-
de de los otros gases de la atmósfera también se
evapore en el espacio.
—¿De qué manera? Dijiste que sólo las capas ex-
teriores de la atmósfera se recalentarían.
Kingsley se hizo cargo de la discusión.
—La situación es así. Para empezar, la parte su-
perior de la atmósfera estará caliente, muy caliente.
En la parte inferior de la atmósfera, la parte donde
vivimos, estará fría en un primer momento. Pero
habrá una gradual transferencia de energía hacia
abajo, que tenderá a calentar las capas inferiores.
Kingsley depositó su vaso de whisky.
—De lo que se trata es de decidir cuán rápida se-
rá la transferencia de energía hacia abajo. Como tú
dices, Geoff, la más leve perturbación podría resul-
177
La nube negra
tar absolutamente desastrosa. La atmósfera inferior
podría calentarse lo suficiente como para cocinarnos
a todos, literalmente cocinarnos lentamente a todos,
¡políticos incluidos, Parkinson!
—Se olvida de que vamos a sobrevivir más tiem-
po, porque tenemos la piel más curtida.
—¡Excelente, punto para usted! Por supuesto, la
transferencia de energía hacia abajo podría ser lo
bastante rápida como para hacer que toda la atmós-
fera vuele por el espacio.
—¿Eso puede regularse?
—Bueno, hay tres maneras de transferir energía,
nuestras viejas conocidas: conducción, convección y
radiación. Desde ya podemos estar seguros de que la
conducción no va a ser importante.
—Ni tampoco la convección —intervino Wei-
chart—. Tendremos una atmósfera estable con una
temperatura en aumento a medida que se asciende
hacia el exterior. De modo que no puede haber con-
vección.
—Con lo que nos queda la radiación —concluyó
Marlowe.
—¿Y cuál será el efecto de la radiación?
—No lo sabemos —dijo Weichart—. Habrá que
calcularlo.
—¿Usted puede hacerlo? —preguntó el persisten-
te Parkinson.
Kingsley asintió.
178
La nube negra
—Poder calcular —afirmó Alexandrov—. Cálculo
muy grande. Monumental.
***
Tres semanas después Kingsley le pidió a Par-
kinson que fuera a verlo.
—Aquí están los resultados de la computadora
electrónica —dijo—. Gran cosa haber insistido en
que tengamos esa computadora. Parece que hasta
ahora estamos bien en lo que concierne a la radia-
ción. Tenemos a mano un factor de alrededor de
diez, y eso debería ser lo suficientemente seguro. Si
embargo, va a haber un montón de cosas letales pre-
cipitándose desde la parte superior de la atmósfera:
rayos X y luz ultravioleta. Pero parece que no llega-
rán al fondo de la atmósfera. Al nivel del mar debe-
ríamos estar bastante bien protegidos. Pero la situa-
ción no va a ser tan buena en la alta montaña. Creo
que habrá que bajar a la gente. Lugares como el Ti-
bet se van a volver imposibles.
—Pero, en general, ¿le parece que estaremos se-
guros?
—No lo sé. Francamente, Parkinson, estoy preo-
cupado. No es este asunto de la radiación, creo que
en eso estamos bien. Pero no coincido con Dave Wei-
chart en cuanto a la convección, y no creo que siga
tan confiado como antes. Recuerda usted su argu-
mento acerca de que no puede haber convección por-
que la temperatura aumenta hacia fuera. Eso está
muy bien en condiciones normales. La inversión tér-
179
La nube negra
mica, como se le llama, es bien conocida, particular-
mente en el sur de California, de donde proviene
Weichart. Y es cierto que no hay movimiento verti-
cal del aire en una situación de inversión térmica.
—Bueno, ¿y entonces qué es lo que le preocupa?
—La parte superior de la atmósfera, la parte con-
tra la que hará impacto la Nube. Debe haber convec-
ción en la parte superior, debido al impacto desde el
exterior. Esta convección seguramente no va a pene-
trar hasta el fondo de la atmósfera. En eso Weichart
tiene razón. Pero algo va a penetrar. Y allí donde lo
haga habrá una gran transferencia de calor.
—Pero mientras el calor no llegue hasta el fondo,
¿qué importa?
—Puede llegar. Consideremos las cosas tal como
van a ocurrir día tras día. El primer día habrá una
pequeña penetración de las corrientes. Luego a la
noche perderemos no sólo el hidrógeno que ingresó
durante el día sino también esa parte de la atmósfe-
ra hasta donde penetraron las corrientes. De modo
que al cabo del primer día con su noche perderemos
la capa exterior de nuestra atmósfera además del
hidrógeno. Al día siguiente con su noche perderemos
otra capa. Y así sucesivamente. Día tras día, la at-
mósfera irá siendo despojada de una serie de capas.
—¿Podrá durar un mes?
—Ése es exactamente el problema. Y yo no estoy
en condiciones de darle la respuesta. Tal vez no du-
180
La nube negra
re diez días. Tal vez dure cómodamente todo un
mes. No lo sé.
—¿No puede averiguarlo?
—Puedo intentarlo, pero es terriblemente difícil
asegurarse de que todos los factores importantes es-
tén incluidos en el cálculo. Es mucho peor que el
problema de la radiación. Indudablemente, podemos
obtener algún tipo de respuesta pero no sé si le da-
ría mucho crédito. Puedo decirle desde ya que va a
ser un asunto escurridizo. Una vez más, con toda
franqueza, no creo que dentro de seis meses vaya-
mos a saber mucho más que ahora. Probablemente,
ésta sea una de esas cosas demasiado complicadas
para el cálculo directo. Me temo que debamos limi-
tarnos a ver qué pasa.
—¿Y qué le digo a Londres?
—Eso es cuestión suya. Seguramente tiene que
decirles que evacuen las zonas de alta montaña,
aunque en Gran Bretaña no las hay. Pero dejo a su
criterio cuánto decirle del resto.
—No es muy halagüeño, ¿verdad?
—No. Si descubre que se está deprimiendo, le re-
comiendo una charla con uno de los jardineros, Stod-
dard se llama. Es tan lento que nada lo preocuparía,
ni siquiera la vaporización de la atmósfera.
***
Hacia la tercera semana de enero el destino del
Hombre podía leerse en los cielos. La estrella Rigel
181
La nube negra
de Orión se había oscurecido. La espada y el cintu-
rón de Orión y la brillante estrella Sirio le siguieron
en las semanas siguientes. La Nube podía haber bo-
rrado casi cualquier otra constelación, excepto, qui-
zás, el Arado, sin que sus efectos hubiesen sido tan
evidentes.
La prensa reavivó su interés en la Nube. A diario
se publicaban artículos sobre la marcha de las cosas.
Las empresas de autobuses descubrieron que sus
Excursiones al Misterio de la Noche eran cada vez
más populares. “Estudios de audiencia” mostró que
se había triplicado el público de una serie de charlas
sobre astronomía difundidas por la BBC.
A fines de enero probablemente una persona de
cada cuatro había observado efectivamente la Nube.
No era una proporción suficiente como para contro-
lar la opinión pública, pero sí lo era para persuadir
a la mayoría de que era hora de mirar las cosas por
sí mismos. Dado que no era muy práctico que la ma-
yoría de los habitantes de la ciudad se trasladara
por la noche al campo, se sugirió apagar los siste-
mas de iluminación urbana. Esto fue resistido en un
primer momento por las autoridades municipales,
pero esa resistencia sólo sirvió para que aquellas
corteses sugerencias se convirtieran en demandas
estridentes. Wolverhampton fue la primera ciudad
británica en imponer un apagón nocturno. Otras la
siguieron rápidamente, y para fines de la segunda
semana de febrero las autoridades de Londres capi-
tularon.
182
La nube negra
Ahora por fin la mayoría de la población era ple-
namente consciente de la Nube Negra, en momentos
en que aferraba a Orión, el Cazador de los Cielos,
como una mano tenaz.
Prácticamente la misma situación se repetía en
los Estados Unidos, y a decir verdad en todo país in-
dustrializado. Los Estados Unidos tenían el problema
adicional de evacuar a buena parte de los estados del
oeste, dado que allí una considerable porción del te-
rritorio poblado se encuentra por encima de los 1.500
metros, el límite de seguridad establecido en el infor-
me de Nortonstowe. Naturalmente, el gobierno esta-
dounidense había referido el asunto a sus propios ex-
pertos, pero sus conclusiones no difirieron significati-
vamente de las de Nortonstowe. Los Estados Unidos
se abocaron también a la tarea de evacuar las repú-
blicas andinas de América del sur.
Los países agrícolas de Asia permanecieron extra-
ñamente impasibles ante la información que les pro-
porcionaron las Naciones Unidas. Adoptaron la polí-
tica de “esperar a ver qué pasa”, que bien podría de-
cirse era la más sabia de todas. Durante miles de
años, los campesinos asiáticos se habían acostumbra-
do a los desastres naturales, “actos de Dios” como los
llaman los abogados occidentales. Para la mente
oriental, sequías e inundaciones, tribus depredado-
ras, plagas de langostas, enfermedades, debían ser
soportadas pasivamente, y así debía ser con esa cosa
nueva en el cielo. En cualquier caso, la vida les ofre-
cía poco y en consecuencia no le asignaban un valor
exagerado.
183
La nube negra
La evacuación del Tibet, Xinjiang y la Mongolia
exterior fue confiada a los chinos. Con cínica indife-
rencia no hicieron nada. Los rusos, en cambio, fueron
puntillosos y diligentes en su evacuación de Pamir y
sus otras regiones elevadas. Hicieron verdaderos es-
fuerzos para desplazar a los afganos, pero los emisa-
rios rusos fueron expulsados de Afganistán a punta
de pistola. La India y Pakistán no ahorraron esfuer-
zos para asegurar la evacuación de la parte del Hi-
malaya ubicada al sur de la divisoria de aguas.
Con la llegada de la primavera al hemisferio nor-
te, la Nube fue pasando paulatinamente del cielo noc-
turno al cielo diurno. De este modo, aunque se expan-
día rápidamente más allá de la constelación de
Orión, que a esta altura estaba completamente opa-
cada, su presencia resultaba menos evidente para el
observador casual. Los ingleses seguían jugando al
cricket y cuidando sus jardines, y más o menos lo
mismo hacían los norteamericanos.
Ese generalizado interés por la jardinería se vio
favorecido por un verano excepcionalmente tem-
prano, que comenzó a mediados de mayo. Hubo por
cierto un temor generalizado, que se fue desdibujan-
do con el correr de las semanas gracias a un clima
maravillosamente despejado y soleado. Para fines de
mayo la cosecha de hortalizas ya estaba lista para el
consumo.
El gobierno no estaba para nada contento con el
clima excelente. Las razones que lo justificaban eran
ominosas. Desde que fuera detectada, la Nube ya ha-
184
La nube negra
bía completado a esta altura casi un noventa por
ciento de su viaje hacia el Sol. Se había advertido, en
efecto, que la Nube iba a reflejar más y más radia-
ción a medida de que se acercara al Sol, y que conse-
cuentemente aumentaría la temperatura en la Tie-
rra. Las observaciones de Marlowe sugerían que ha-
bría escaso o ningún aumento en la cantidad de luz
visible, predicción que resultó acertada. A lo largo de
toda esa primavera brillante y del comienzo del ve-
rano no hubo un aumento perceptible de la luminosi-
dad del cielo. Lo que ocurría era que la luz del Sol
chocaba contra la Nube, desde donde era nuevamen-
te irradiada como calor invisible. Afortunadamente,
no toda la luz que impactaba en la Nube era irradia-
da de ese modo, porque de lo contrario la Tierra se
habría vuelto un lugar completamente inhabitable. Y
afortunadamente también una gran proporción de
ese calor nunca llegaba a penetrar en nuestra atmós-
fera, sino que era reflejada y devuelta al espacio.
Para junio ya era evidente que la temperatura
de la Tierra probablemente aumentaría en todas
partes en unos quince grados centígrados. Por lo ge-
neral no se advierte lo cerca de una temperatura le-
tal que vive gran parte de la especie humana. En
condiciones atmosféricas muy secas, un hombre
puede sobrevivir bajo una temperatura del aire de
unos 60 grados. Tales temperaturas se alcanzan de
hecho durante un verano normal en las regiones ba-
jas del desierto del oeste norteamericano y en el nor-
te de África. Pero en condiciones muy húmedas, la
temperatura letal es de apenas unos 45 grados cen-
185
La nube negra
tígrados. Temperaturas de hasta 40 grados con ele-
vada humedad se alcanzan en un verano normal en
la costa este de los Estados Unidos y a veces en lo
que se llama el Medio Oeste. Curiosamente, en el
ecuador las temperaturas generalmente no superan
los 35 grados, aunque en condiciones de alta hume-
dad. Esta rareza se debe que en la zona del ecuador
hay una cobertura de nubes más densa, que refleja
hacia el espacio una mayor cantidad de rayos solares.
Se advertirá en consecuencia que el margen de
seguridad sobre buena parte de la Tierra no excede
los 12 grados, y que en algunas partes es notoria-
mente inferior. Un aumento de temperatura supe-
rior a los 15 grados sólo podía ser recibido con la
mayor aprensión.
Puede agregarse que la muerte resulta de la in-
capacidad del cuerpo para librarse del calor que ge-
nera continuamente. Esto es necesario para que el
organismo mantenga su temperatura operativa nor-
mal de unos 37 grados. Un aumento de la tempera-
tura corporal a 38 grados causa enfermedad, a 40
causa delirio y a 42 más o menos, causa la muerte.
Es posible preguntarse cómo hace el cuerpo para li-
brarse de calor cuando está inmerso en una atmós-
fera más cálida, digamos en una atmósfera de 45
grados. La respuesta se encuentra en la evaporación
de sudor a través de la piel. Esto funciona mejor
cuando la humedad es baja, lo que explica por qué el
hombre puede sobrevivir a altas temperaturas con
baja humedad, y también por qué un clima cálido es
siempre más agradable cuando la humedad es baja.
186
La nube negra
Evidentemente, mucho dependería en los días
venideros del comportamiento de la humedad. En
esto había terreno para la esperanza. Las radiacio-
nes cálidas desde la Nube elevarían la superficie de
la tierra más rápidamente que la del mar, y la tem-
peratura del aire aumentaría con la de la tierra,
mientras que la humedad del aire se calentaría más
lentamente al igual que la del mar. Por lo tanto, al
menos en un principio, la humedad debería descen-
der a medida que la temperatura aumenta. Fue jus-
tamente ese descenso inicial de la humedad lo que
produjo la claridad sin precedentes de la primavera
y los comienzos del verano en Gran Bretaña.
Las primeras estimaciones sobre la radiación ca-
lórica de la Nube subestimaron su importancia. De
otro modo, el gobierno norteamericano jamás habría
situado su organismo de asesoramiento científico en
el desierto del oeste. Ahora se veía obligado a evacuar
hombres y equipos. Esto los volvió más dependientes
de la información procedente de Nortonstowe, que
por lo tanto creció en importancia. Pero Nortonstowe
experimentaba sus propias dificultades.
Alexandrov resumió la opinión generalizada du-
rante una reunión del grupo investigador de la Nube.
—Resultado imposible —dijo—. Experimento
equivocado.
Pero John Marlborough protestó que él no estaba
equivocado. Para evitar un conflicto interminable se
decidió que el trabajo fuera repetido por Harry Lei-
cester, quien por su parte estaba abocado a los pro-
187
La nube negra
blemas de comunicaciones. El trabajo se hizo de
nuevo, y diez días después Leicester brindó su infor-
me ante un auditorio colmado.
—Volvamos a las fases iniciales. Cuando se la
descubrió por primera vez, se encontró que la Nube
se aproximaba en dirección al Sol a una velocidad
ligeramente inferior a los setenta kilómetros por se-
gundo. Se estimó que la velocidad aumentaría gra-
dualmente a medida que se acercara al Sol, y que el
promedio finalmente alcanzado rondaría los ochenta
kilómetros por segundo. De las observaciones infor-
madas por Marlborough hace dos semanas surge
que la Nube no se comporta como esperábamos. En
lugar de acelerar al acercarse al Sol está frenando.
Como ustedes saben, se resolvió repetir la observa-
ción de Marlborough. Lo mejor será remitirse a al-
gunas diapositivas.
Sólo una persona quedó contenta con las imáge-
nes: Marlborough. Confirmaban su trabajo.
—Pero, maldito sea —exclamó Weichart—, la
Nube debería acelerar al caer dentro del campo gra-
vitatorio del Sol.
—A menos que de alguna manera pierda impul-
so —replicó Leicester—. Veamos nuevamente esa
última diapositiva. Pueden ver aquí estos puntitos
diminutos. Son tan pequeños que podría tratarse de
un error, lo reconozco. Pero si son reales, indican
movimientos de unos quinientos kilómetros por se-
gundo.
188
La nube negra
—Eso es muy interesante —gruñó Kingsley—.
¿Quiere decir usted que la Nube está expulsando pe-
queñas cantidades de material a muy alta velocidad,
y que eso provoca su desaceleración?
—Podría interpretar los resultados de esa mane-
ra —respondió Leicester—. Al menos es una inter-
pretación que se ajusta a las leyes de la mecánica, y
que en cierto modo preserva la cordura.
—Pero, ¿por qué la Nube se comporta de manera
tan endiablada? —preguntó Weichart.
—Porque bastardo adentro, quién sabe —sugirió
Alexandrov.
***
Parkinson se sumó a Marlowe y Kingsley esa
tarde mientras caminaban por el parque.
—Me pregunto si las cosas se van a ver alteradas
de alguna manera significativa por estos nuevos
descubrimientos —dijo.
—Es difícil decirlo —respondió Marlowe, echan-
do humo de tabaco—. Demasiado temprano para de-
cirlo. A partir de ahora debemos mantener los ojos
bien abiertos.
—Nuestro cronograma puede verse modificado
—hizo notar Kingsley—. Dábamos por supuesto que
la Nube llegaría al Sol a comienzos de julio, pero si
esta desaceleración continúa, va a demorar más en
acercarse. Tal vez lleguemos a fines de julio e inclu-
so agosto antes de que las cosas empiecen a ocurrir.
189
La nube negra
Y no doy gran cosa tampoco por nuestras estimacio-
nes sobre el calentamiento en el interior de la Nube.
Los cambios de velocidad van a modificar todo eso.
—¿Debo entender que la Nube se desacelera de
la misma manera en que podría hacerlo un cohete,
expulsando trocitos de material a alta velocidad? —
preguntó Parkinson.
—Así parece. Justamente estábamos consideran-
do posibles razones para que eso ocurra.
—¿Qué cosas tienen en mente?
—Bueno —prosiguió Marlowe—, es muy proba-
ble que haya un campo magnético muy fuerte den-
tro de esta Nube. Ya estamos percibiendo perturba-
ciones muy grandes en el campo magnético de la
Tierra. Podría tratarse por supuesto de corpúsculos
del Sol, el tipo habitual de tormenta magnética. Pe-
ro tengo la impresión de que es el campo magnético
de la Nube lo que estamos comenzando a detectar.
—¿Y creen que este asunto podría estar ligado
con el magnetismo?
—Podría ser. Procesos causados por una interac-
ción del campo magnético del Sol con el de la Nube.
No resulta del todo claro lo que está ocurriendo, pe-
ro de todas las explicaciones que se nos ocurrieron
ésta parece la menos improbable.
Cuando los tres hombres giraron por un recodo,
un hombre corpulento se llevó la mano a la gorra.
—Buenas, caballeros.
190
La nube negra
—Lindo tiempo, Stoddard. ¿Cómo anda el jardín?
—Sí, señor, lindo tiempo. Los tomates ya están
madurando. Nunca vi algo así, señor.
Una vez que lo dejaron atrás, Kingsley dijo:
—Para ser franco, si me dieran la oportunidad
de intercambiar lugares con ese mozo durante los
próximos tres meses, se imaginan que no dudaría.
¡Qué alivio no tener otra preocupación que la madu-
ración del tomate!
***
A lo largo del resto de junio y julio las tempera-
turas aumentaron sostenidamente en toda la Tierra.
En las islas británicas, la marca llegó a los 25 gra-
dos, luego a los 30, y avanzó hacia los 35. La gente
protestaba, pero no hubo trastornos severos.
En los Estados Unidos los índices de mortalidad
se mantuvieron muy bajos, en buena medida gracias
a los equipos de aire acondicionado instalados du-
rante los años y meses previos. Las temperaturas
alcanzaron el límite letal en todo el país, y las perso-
nas se vieron obligadas a permanecer bajo techo du-
rante semanas. Ocasionalmente fallaba algún equi-
po de aire acondicionado, y entonces se producían
las fatalidades.
Las condiciones eran extremadamente desespe-
radas en los trópicos a juzgar por el hecho de que
7.943 especies de plantas y animales se extinguie-
ron definitivamente. La supervivencia del hombre
sólo fue posible gracias a las cuevas y sótanos que
191
La nube negra
pudo excavar. Nada podía hacerse para mitigar la
sofocante temperatura del aire. Se desconoce el nú-
mero de los que perecieron durante esta fase. Sólo
puede decirse que en todas las fases juntas, por lo
que se sabe, más de setecientos millones de perso-
nas perdieron la vida. Y si no hubiese sido por va-
rias circunstancias afortunadas que todavía no han
sido relatadas, la cifra pudo haber sido mucho más
grande.
Llegado el momento, la temperatura superficial
del agua de mar subió, no tan rápidamente como la
temperatura del aire, pero lo bastante rápidamente
como para producir un peligroso aumento de la hu-
medad. Fue en realidad ese aumento el que produjo
las desgraciadas condiciones recién mencionadas.
Miles de millones de personas entre las latitudes de
El Cairo y Cabo de Buena Esperanza se vieron so-
metidas a una atmósfera asfixiante que inexorable-
mente se volvía más húmeda y más cálida día tras
día. Todo movimiento humano cesó. No había otra
cosa que hacer que yacer jadeando, como jadea un
perro cuando hace calor.
Hacia la cuarta semana de julio, las condiciones
en los trópicos oscilaban entre la vida y la muerte
total. Entonces, sin aviso, nubes de lluvia se conden-
saron sobre todo el planeta. En un plazo de tres días
quedó todo encapotado, sin resquicio alguno. La Tie-
rra estaba completamente envuelta en nubes, como
normalmente está el planeta Venus. La temperatu-
ra bajó un poco, debido sin duda a que las nubes re-
flejaban de vuelta hacia el espacio una porción ma-
192
La nube negra
yor de radiación solar. Pero no podía decirse que las
condiciones hubiesen mejorado. Una lluvia caliente
caía por todas partes, hasta llegar a Islandia en el
norte. La población de insectos creció enormemente,
dado que la atmósfera tórridamente cálida era tan
favorable para ellos como desfavorable para el Hom-
bre y los demás mamíferos.
La vida vegetal floreció a niveles fantásticos. Los
desiertos florecieron como no lo habían hecho nunca
desde que el Hombre comenzara a caminar sobre la
tierra. Irónicamente, no había manera de aprove-
char la repentina fertilidad de suelos hasta ahora
baldíos. No se plantó nada. Excepto en el noroeste
de Europa y en el norte remoto, era todo lo que po-
día hacer el Hombre para existir. No se podía tomar
iniciativa alguna. El señor de la creación había sido
puesto de rodillas por su ambiente, el ambiente que
durante los cincuenta años previos se había jactado
de controlar.
Pero aunque no hubo mejorías, las condiciones
tampoco empeoraron. Con poco o nada de alimentos,
pero ahora con agua en abundancia, muchos de los
expuestos a calores extremos lograron sobrevivir. La
tasa de mortalidad había trepado a niveles absolu-
tamente grotescos, pero no siguió creciendo.
En Nortonstowe se hizo un descubrimiento de re-
lativo interés astronómico una semana antes de que
el gran banco de nubes se extendiera sobre la Tie-
rra. La existencia de vastos remolinos de polvo en la
Luna se confirmó de manera impresionante.
193
La nube negra
El aumento de la temperatura en julio cambió el
generalmente fresco verano inglés en un calor tropi-
cal, pero nada peor. El pasto pronto se secó y murie-
ron las flores. En comparación con lo que ocurría en
la mayor parte de la Tierra, podía considerarse que
Gran Bretaña había resultado poco afectada, aun
cuando de día la temperatura subiera hasta los 37
grados y durante la noche bajara a unos 30. Los bal-
nearios marítimos estaban atestados, y se veían ca-
sas rodantes a todo lo largo de la costa.
Nortonstowe tenía ahora el privilegio de poseer
un gran refugio con aire acondicionado que cada vez
más gente del equipo consideraba preferible para
dormir de noche. Por lo demás, la vida continuaba
normalmente, excepto que las caminatas por el par-
que se hacían de noche y no bajo el calor del Sol.
***
Una noche de luna Marlowe, Emerson y Knut
Jensen estaban paseando al aire libre cuando la luz
pareció cambiar gradualmente. Mirando hacia arri-
ba, Emerson dijo:
—Sabes, Geoff, esto es muy raro. No veo nube al-
guna.
—Probablemente sean partículas de hielo de
muy alto nivel.
—¡Con este calor, no creo!
—No, supongo que no puede ser.
—Y hay un extraño tono amarillento que no se-
ría de cristales de hielo —agregó Jensen.
194
La nube negra
—Bueno, sólo se puede hacer una cosa. En caso de
duda, lo mejor es mirar. Vamos hacia el telescopio.
Se dirigieron hacia el domo que albergaba el
Schmidt. Marlowe dirigió el visor del telescopio de
seis pulgadas hacia la Luna.
—Dios mío —exclamó—, ¡está hirviendo!
Emerson y Jensen echaron un vistazo. Entonces
Marlowe dijo:
—Mejor vayamos a la casa y llamemos a todos.
Esta vista es única en la vida. Voy a tomar fotogra-
fías en el propio Schmidt.
***
Ann Halsey acompañó al grupo que corrió al te-
lescopio en respuesta al urgente llamado de Emer-
son y Jensen. Cuando le tocó el turno de mirar por
el visor, Ann no tenía idea de lo que podía encon-
trar. Tenía, es cierto, una idea general de la superfi-
cie lunar, gris, estéril y surcada de cicatrices, pero
no conocía en detalle su topografía. Ni comprendía
el significado de las excitadas observaciones que in-
tercambiaban los astrónomos. Se acercó al telesco-
pio más bien con la sensación de cumplir con un de-
ber. Al ajustar la perilla de enfoque, un mundo com-
pletamente fantástico se ofreció a sus ojos. La Luna
mostraba un color amarillo limón. Los detalles gene-
ralmente nítidos aparecían borroneados por una nu-
be gigantesca que parecía extenderse por encima y
más allá de su perímetro circular. La nube era ali-
mentada por chorros que brotaban de las áreas más
195
La nube negra
oscuras. Cada tanto emergían nuevos chorros de
esas zonas, que continuamente se mecían y brilla-
ban de manera asombrosa.
—Vamos, Ann, no lo acapares. Nos gustaría echar
un vistazo antes de que se acabe la noche —dijo al-
guien. A regañadientes, cedió su lugar.
***
—¿Qué significa, Chris? —preguntó Ann a
Kingsley cuando regresaban al refugio.
—¿Recuerdas lo que decíamos el otro día acerca
de que la Nube se estaba frenando? ¿Qué se estaba
desacelerando al acercarse al Sol en lugar de cobrar
velocidad?
—Recuerdo que todos estaban preocupados por
eso.
—Bueno, la Nube se desacelera al disparar bur-
bujas de gas a muy alta velocidad. No sabemos por
qué lo hace, ni cómo. Pero el trabajo que realizan
Marlborough y Leicester demuestra bien a las cla-
ras que es así.
—¿No querrás decir que una de esas burbujas hi-
zo impacto en la Luna?
—Eso es exactamente lo que creo que pasa. Esas
áreas oscuras son gigantescos remolinos de polvo,
tal vez de cuatro o cinco kilómetros de profundidad.
Lo que ocurre es que el impacto del gas de alta velo-
cidad está provocando que el polvo se levante cente-
nares de millas por encima de la superficie de la Lu-
na.
196
La nube negra
—¿Existe alguna posibilidad de que una de esas
burbujas pueda impactarnos?
—No diría que las posibilidades sean muy gran-
des. La Tierra debe ser un blanco muy pequeño. Pe-
ro, bueno, la Luna es un blanco todavía más pequeño,
¡y uno de ellos acaba de hacer impacto en la Luna!
—¿Qué pasaría si…?
—¿Si uno nos alcanzara? No quiero ni pensarlo.
Ya estamos bastante preocupados pensando en lo
que podría ocurrir si la Nube nos embiste a una ve-
locidad de digamos unos cincuenta kilómetros por
segundo. Sería espantoso si nos chocara a la veloci-
dad de una de esas burbujas, que debe rondar los
mil kilómetros por segundo. Supongo que toda la at-
mósfera de la tierra simplemente saldría proyectada
hacia el espacio, como el polvo de la Luna.
—Lo que no puedo entender de ti, Chris, es cómo
puedes ser consciente de todas esas cosas y al mis-
mo tiempo preocuparte tanto por la política y los po-
líticos. Parece tan poco importante y trivial.
—Ann, querida mía, si yo dedicara mi tiempo a
pensar sobre la situación tal como es en realidad,
perdería los cabales en un par de días. Algunos se
volverían locos. Otros se darían a la bebida. Mi for-
ma de escapismo es azuzar a los políticos. El viejo
Parkinson sabe perfectamente bien que se trata de
una especie de juego el que jugamos. Pero hablando
en serio, desde ahora en más la supervivencia debe-
rá medirse en horas.
197
La nube negra
Ella se le acercó.
—O tal vez deba decirlo más poéticamente —mur-
muró él—: “Ven y bésame, dulce y fresca: la vida no
es asunto duradero”. 1
198
Capítulo VII
Llegada
202
La nube negra
La temperatura descendió más y más. La lluvia
se convirtió en aguanieve y después en nieve. Los
campos inundados quedaron cubiertos por el hielo y,
al concluir septiembre, los ríos rugientes se fueron
llamando gradualmente a silencio al quedar conver-
tidos en inmutables cascadas de hielo. Los territo-
rios cubiertos de nieve se fueron extendiendo lenta-
mente hacia los trópicos. Y mientras la Tierra ente-
ra caía en la férrea garra del frio, la nieve y el hielo,
el cielo se despejó de nubes. Una vez más los hom-
bres pudieron alzar la mirada al espacio.
Quedó entonces en evidencia que la extraña luz
diurna rojiza no provenía del Sol. La luz se extendía
de manera casi uniforme, de horizonte a horizonte,
sin un foco puntual. Cada parcela del cielo diurno
exhibía un rojo débil y opaco. La radio y la televisión
le decían a la gente que la luz no venía del Sol sino
de la Nube. La luz era causada, decían los científi-
cos, por el calentamiento de la Nube mientras pasa-
ba alrededor del Sol.
A fines de septiembre las primeras avanzadas de
la Nube, delgadas como filamentos, llegaron a la
Tierra. El impacto calentó las capas superiores de la
atmósfera terrestre, tal como habían previsto los in-
formes de Nortonstowe. Pero hasta el momento, el
gas que ingresaba era demasiado difuso como para
provocar un calentamiento de centenares de miles o
de millones de grados. Aun así, las temperaturas
aumentaron en algunas decenas de miles de grados.
Esto bastó para que la atmósfera superior irradiara
una brillante luz azul, fácilmente visible por las no-
203
La nube negra
ches. En realidad, las noches se volvieron indescrip-
tiblemente hermosas, aunque cabe preguntarse si
mucha gente fue capaz de apreciar esa belleza, por-
que en verdad la belleza requiere de comodidad y
despreocupación para ser disfrutada adecuadamen-
te. Sin embargo, tal vez aquí y allá algunos curtidos
pastores septentrionales pudieron sentirse maravilla-
dos y asombrados al ver, mientras cuidaban de sus
rebaños, esos cielos nocturnos surcados de violeta.
Así, con el correr del tiempo se estableció un pa-
trón de días de rojo opaco y noches de azul brillante,
patrón en el que ni el Sol ni la Luna desempeñaban
papel alguno. Y la temperatura continuaba descen-
diendo más y más.
Excepto en los países fuertemente industrializa-
dos, legiones de personas perdieron la vida durante
este período. Durante semanas habían estado ex-
puestas a un calor casi insoportable. Después mu-
chos murieron por las inundaciones y las tormentas.
Con la llegada del frío intenso, la pulmonía se volvió
ferozmente letal. Entre comienzos de agosto y la pri-
mera semana de octubre murió aproximadamente
una cuarta parte de la población mundial. El volu-
men de tragedias personales fue indescriptiblemen-
te enorme.
La muerte se entrometía para separar a la espo-
sa del marido, al hijo del padre, al novio de la novia,
con irreversible determinación.
***
204
La nube negra
El primer ministro estaba enojado con los cientí-
ficos de Nortonstowe. Su irritación lo impulsó a via-
jar hasta allí, un viaje cruelmente frío y miserable, y
que no mejoró su estado de ánimo.
—Parece que el gobierno ha sido seriamente mal
informado —le dijo a Kingsley—. Primero usted dijo
que cabía esperar que la emergencia se prolongase
durante un mes y no más. Bueno, la emergencia lle-
va ya más de un mes y todavía no hay señales de
que termine. ¿Para cuándo podemos esperar que
termine este asunto?
—No tengo la menor idea —respondió Kingsley.
El primer ministro lanzó miradas fulminantes a
Parkinson, Marlowe, Leicester y, con mayor furia, a
Kingsley.
—¿Puedo preguntar cómo se explica este espan-
toso error de información? Me gustaría subrayar
que a Nortonstowe se le ha dotado de todas las faci-
lidades. Sin querer poner el acento en la cuestión, se
les ha consentido, se les ha colocado en un lecho de
rosas, como dirían algunos de mis colegas. Tenemos
todo el derecho del mundo a esperar a cambio un ni-
vel razonable de competencia. Me gustaría decir que
las condiciones de vida en este lugar son harto supe-
riores a las condiciones en que el propio gobierno se
ve obligado a trabajar.
—Por supuesto que las condiciones son aquí su-
periores. Son superiores porque tuvimos la capaci-
dad de prever lo que se venía.
205
La nube negra
—Y ésa parece haber sido la única previsión ex-
hibida por ustedes, previsión para su propia comodi-
dad y seguridad.
—En lo que hemos seguido un derrotero notable-
mente similar al del gobierno.
—No lo comprendo, señor.
—Permítame plantear las cosas de manera más
sencilla. Cuando este asunto de la Nube fue mencio-
nado por primera vez, la preocupación inmediata de
su gobierno, y en verdad de todos los demás gobier-
nos hasta donde yo sé, fue evitar que los datos rele-
vantes fueran conocidos por el pueblo. El verdadero
objeto de este presunto secreto era, por supuesto,
impedir que el pueblo eligiera un conjunto de repre-
sentantes más eficaz.
El primer ministro ya estaba totalmente fuera
de sí.
—Kingsley, permítame decirle sin reserva algu-
na que a mi regreso a Londres me veré obligado a
tomar medidas que difícilmente serán gratas para
usted.
Parkinson advirtió un repentino endurecimiento
en el tono insultante y desaprensivo de Kingsley.
—Me temo que usted no va a regresar a Londres,
usted se va a quedar aquí.
—¡No puedo creer que nada menos que usted,
profesor Kingsley, tenga la desfachatez de sugerir
que me van a retener como prisionero!
206
La nube negra
—No como prisionero, mi querido primer minis-
tro, nada de eso —repuso Kingsley con una sonri-
sa—. Pongámoslo de este modo. En la crisis que se
avecina usted va a estar mucho más seguro en Nor-
tonstowe que en Londres. Digamos en consecuencia
que consideramos preferible, en interés del público,
por supuesto, que usted permanezca en Norton-
stowe. Y ahora, como usted y Parkinson sin duda
tienen mucho de que hablar, me imagino que es su
deseo que Leicester, Marlowe y yo mismo nos retire-
mos.
***
Marlowe y Leicester estaban en cierto modo
aturdidos cuando siguieron a Kingsley fuera de la
sala.
—Pero no puedes hacer esto, Chris —dijo Mar-
lowe.
—Puedo hacerlo y lo haré. Si se le permite volver
a Londres hará cosas que pondrán en peligro las vi-
das de todos los que estamos aquí, desde tú mismo,
Geoff, hasta Joe Stoddard. Y eso es algo que simple-
mente no voy a permitir. El cielo sabe que ya tene-
mos poquitas posibilidades tal como están las cosas
como para correr el riesgo de empeorarlas.
—Pero si no vuelve a Londres, lo van a venir a
buscar.
—No lo harán. Enviaremos un mensaje radial
diciendo que aquí los caminos están momentánea-
mente intransitables, y que su regreso podría demo-
207
La nube negra
rarse un par de días. La temperatura está bajando
ahora con tanta rapidez —recuerdas lo que te dije
en el desierto del Mojave acerca de que la tempera-
tura se iba a desplomar, bueno, eso es lo que está
pasando ahora— que dentro de pocos días los cami-
nos van a estar verdaderamente intransitables.
—No lo veo así. No creo que siga nevando.
—Por supuesto que no. Pero pronto la tempera-
tura será demasiado baja como para que los motores
de combustión interna puedan funcionar. No habrá
transporte motorizado ni por tierra ni por aire. Sé
que es posible fabricar motores especiales, pero para
el momento en que se den cuenta de eso, las cosas
estarán tan mal que a nadie le importará mucho si
el primer ministro está en Londres o no.
—Admito que eso es correcto —dijo Leicester—.
Sólo tenemos que simular durante una semana, más
o menos, y después todo seguirá bien. Debo decir
que no me gustaría ser expulsado de nuestro coque-
to refugio después de todo el trabajo que nos dio
construirlo.
***
211
Capítulo VIII
Cambios para bien
221
La nube negra
Durante el mes de noviembre se aceleró el pulso
de la humanidad. Y a medida que los gobiernos co-
menzaron a entender lo que estaba pasando, au-
mentó el deseo de comunicación entre los diversos
núcleos humanos. Se repararon las líneas y los ca-
bles de teléfono. Pero los hombres se volcaron prin-
cipalmente a la radio. Pronto los transmisores de ra-
dio de onda larga estuvieron funcionando con nor-
malidad, pero naturalmente no servían para las co-
municaciones de larga distancia. Para eso se pusie-
ron en marcha transmisores de onda corta. Pero és-
tos no funcionaron y por una razón que no tardó en
ser descubierta. La ionización de los gases atmosfé-
ricos a una altura de unos ochenta kilómetros era
anormalmente elevada. Esto generaba una cantidad
excesiva de interferencia por colisión, como la llama-
ban los ingenieros en radio. La ionización excesiva
era provocada por la radiación de los estratos supe-
riores de la atmósfera, que alcanzaban temperatu-
ras tremendamente elevadas, las mismas que se-
guían produciendo brillantes noches azules. En una
palabra, estaban dadas las condiciones para una
pérdida gradual de las señales de radio.
Sólo era posible hacer una cosa: acortar la longi-
tud de onda de las transmisiones. Se probó hasta
con una longitud de onda de un metro, pero la pérdi-
da de señal continuaba. Y no había transmisores
disponibles para probar con longitudes de onda to-
davía menores, dado que nunca había sido necesario
emplear longitudes de onda tan bajas antes de la
llegada de la Nube. Entonces alguien recordó que
222
La nube negra
Nortonstowe poseía transmisores que podían traba-
jar con longitudes de onda desde un metro para aba-
jo, hasta llegar a un centímetro. Además, los trans-
misores de Nortonstowe eran capaces de manejar
una enorme cantidad de información, como Kingsley
no tardó en hacer notar. Se decidió por lo tanto ha-
cer de Nortonstowe una especie de cámara de com-
pensación de información mundial. El plan de King-
sley finalmente había dado sus frutos.
Había que hacer unos cálculos complicados y, co-
mo había que hacerlos rápido, se apeló a la compu-
tadora electrónica. El problema consistía en encon-
trar la longitud de onda más conveniente. Si era de-
masiado larga, el problema de la pérdida de señal
iba a continuar. Si era demasiado corta, las ondas
radiales escaparían de la atmósfera al espacio en lu-
gar de curvarse alrededor de la Tierra, como debían
hacerlo para viajar, digamos, de Londres a Austra-
lia. El problema estaba en encontrar el término me-
dio entre esos extremos. Finalmente, se optó por
una longitud de onda de veinticinco centímetros. Se
pensó que era lo suficientemente corta como para
superar la peor parte del problema de la pérdida de
señal, y no tan corta como para que buena parte de
su energía se escurriera hacia el espacio, admitien-
do que alguna pérdida iba a haber de todos modos.
Los transmisores de Nortonstowe comenzaron a
funcionar durante la primera semana de diciembre.
La capacidad de transmitir información resultó ser
prodigiosa como Kingsley había predicho. En la pri-
223
La nube negra
mera jornada, bastó menos de media hora para en-
viar toda la información acumulada hasta el mo-
mento. Al comienzo sólo unos pocos gobiernos po-
seían un transmisor y receptor, pero el sistema an-
duvo tan bien que muchos otros empezaron a produ-
cir equipos a toda marcha. En parte por esa razón el
volumen de tráfico a través de Nortonstowe fue re-
ducido al principio. También resultó difícil apreciar
inicialmente que una hora de conversación ocupaba
un tiempo de transmisión de apenas una fracción de
segundo. Pero a medida que transcurrió el tiempo la
conversación y los mensajes se hicieron más largos y
más gobiernos se unieron a ellos. De modo que las
transmisiones en Nortonstowe aumentaron gradual-
mente de unos pocos minutos por día a una hora o
más.
Leicester, que había organizado la construcción
del sistema, llamó una tarde a Kingsley y le pidió
que lo acompañara al laboratorio de transmisión.
—¿A qué se debe el pánico, Harry? —preguntó
Kingsley.
—¡Tenemos una pérdida!
—¿Qué?
—Sí, recién. Aquí la puede ver. Estaba entrando
un mensaje de Brasil. Fíjese cómo la señal ha desa-
parecido por completo.
—Es fantástico. Debe ser un brote extremada-
mente rápido de ionización.
—¿Qué se le ocurre que debiéramos hacer?
224
La nube negra
—Esperar, supongo. Puede ser un efecto transi-
torio. En realidad es lo que parece.
—Si sigue podríamos acortar la longitud de on-
da.
—Sí, podríamos, pero casi nadie más podría hacer-
lo. Los norteamericanos podrían elaborar una nueva
longitud de onda bastante pronto, y quizá también los
rusos. Pero dudo de que muchos de los otros puedan.
Ya tuvimos bastantes problemas para lograr que
construyeran los transmisores que tienen ahora.
—¿Entonces no hay nada que hacer más que es-
perar?
—Bueno, no creo que debamos intentar una
transmisión porque no podemos saber si el mensaje
llega o no. Yo dejaría el receptor en marcha. Enton-
ces tendremos grabado cualquier material que pue-
da entrar, es decir, si las condiciones mejoran.
***
Esa noche hubo un brillante espectáculo pareci-
do a una aurora, que los científicos de Nortonstowe
asociaron al repentino aumento de la ionización en
la alta atmósfera. Sin embargo, no tenían idea sobre
la causa de esa ionización. También se detectaron
perturbaciones muy intensas en el campo magnético
de la Tierra.
Marlowe y Bill Barnett conversaban sobre el te-
ma mientras paseaban admirando el fenómeno.
—Mi Dios, mira esas láminas de color naranja —
dijo Marlowe.
225
La nube negra
—Lo que me desconcierta, Geoff, es que éste es
obviamente un espectáculo a baja altura. Se lo reco-
noce por el color. Supongo que deberíamos obtener
un espectro, aunque lo juraría por lo que estoy vien-
do en este momento. Diría que esto no ocurre a más
de ochenta kilómetros, probablemente menos. Exac-
tamente en el sitio donde hemos advertido toda esa
ionización excesiva.
—Sé lo que estás pensando, Bill. Que es fácil
imaginar un brusco chorro de gas que choca contra
el límite exterior de la atmósfera. Pero eso produci-
ría una perturbación a mucho mayor altura. Es difí-
cil creer que esto se debe a un impacto.
—No, no creo que sea posible. Más bien me pare-
ce una descarga eléctrica.
—Las perturbaciones magnéticas serían compa-
tibles con eso.
—Pero ¿te das cuenta de lo que eso significa,
Geoff? Esto no proviene del Sol. Nunca ha venido
del Sol algo semejante. Si se trata de una perturba-
ción eléctrica tiene que originarse en la Nube.
***
Leicester y Kingsley acudieron presurosos al la-
boratorio de comunicaciones a la mañana siguiente
después del desayuno. Había entrado un breve men-
saje de Irlanda a las 6:20. A las 7:51 había comenza-
do una larga comunicación de los Estados Unidos
pero después de tres minutos la señal comenzó a de-
teriorarse y el resto se perdió. A mediodía entró un
226
La nube negra
corto mensaje de Suecia pero otro más largo de Chi-
na se interrumpió por pérdida de señal poco después
de las catorce.
Parkinson se unió a Leicester y Kingsley a la ho-
ra del té.
—Este asunto es muy incómodo —dijo.
—Ya lo creo —respondió Kingsley—. Y además
es raro.
—Bueno, por lo menos es inquietante. Creí que
este problema de las comunicaciones lo teníamos re-
suelto. ¿Por qué dice que es raro?
—Porque parece que estamos siempre en el lími-
te de la transmisión. A veces los mensajes llegan y a
veces no, como si la ionización oscilara permanente-
mente.
—Barnett cree que hay descargas eléctricas.
¿Eso no tiene que provocar oscilaciones?
—Usted se está convirtiendo en todo un científi-
co ¿no, Parkinson? —se rió Kingsley—. Pero no es
tan fácil la cosa —prosiguió—; oscilaciones sí, pero
difícilmente oscilaciones como las que hemos tenido.
¿No ve lo raro que es esto?
—No, no puedo afirmar que lo vea.
—¡Los mensajes de China y los Estados Unidos,
hombre! Sufrimos pérdida de señal en cada uno de
ellos. Eso parece demostrar que cuando la trasmi-
sión es posible es apenas posible. Las oscilaciones
parecen permitir que las trasmisiones sean posibles
227
La nube negra
pero por el mínimo margen. Eso podía haber ocurri-
do una vez por casualidad, pero es muy notable que
haya ocurrido dos veces.
—¿No hay una falla ahí, Chris? —Leicester mor-
dió su pipa y luego apuntó con ella—. Si hay descar-
gas, las oscilaciones podrían ser muy rápidas. Tanto
el mensaje de los Estados Unidos como el de China
eran largos, de más de tres minutos. Quizá las osci-
laciones duren alrededor de tres minutos. Entonces
se puede entender por qué recibimos completos los
mensajes cortos, como los de Brasil e Irlanda, mien-
tras nunca recibimos completo un mensaje largo.
—Ingenioso, Harry, pero no lo creo. Estuve exa-
minando la grabación del mensaje proveniente de los
Estados Unidos. Es muy firme hasta que comienza la
degradación de señal. Eso no parece una oscilación
intensa pues de otra manera la señal hubiera variado
aún antes de comenzar la pérdida. Luego, si las osci-
laciones se suceden cada tres minutos, ¿por qué no
recibimos más mensajes, o por lo menos fragmentos
de mensajes? Creo que esta objeción es definitiva.
Leicester volvió a morder su pipa.
—Así parece. Todo el asunto es muy extraño.
—¿Qué proponen hacer al respecto? —preguntó
Parkinson.
— Podría ser una buena idea, Parkinson, que us-
ted solicitara a Londres que envíe un cable a Wa-
shington y les pida que emitan mensajes de cinco
minutos cada hora comenzando a la hora en punto.
228
La nube negra
Entonces sabremos qué mensajes no se reciben y
cuáles son los que pasan. También puede ser conve-
niente que informe a otros gobiernos de la situación.
No se recibieron otras trasmisiones durante los
tres días siguientes. Si esto se debió a la pérdida de
señal o a que no se enviaron mensajes no pudo sa-
berse. En este poco satisfactorio estado de cosas se
decidió cambiar de planes. Como dijo Marlowe a
Parkinson:
—Hemos decidido estudiar este asunto como co-
rresponde en lugar de confiarnos en trasmisiones al
azar.
—¿Cómo esperan hacer eso?
—Estamos disponiendo todas nuestras antenas
para que apunten hacia arriba en lugar de hacerlo
más o menos hacia el horizonte. Entonces podremos
utilizar nuestras propias trasmisiones para investi-
gar esta desusada ionización. Captaremos el reflejo
de nuestra propia trasmisión, por decirlo así.
Durante los dos días que siguieron los radioas-
trónomos trabajaron intensamente con las antenas.
Al caer la tarde del 9 de diciembre ya habían termi-
nado todos los arreglos. En el laboratorio se reunió
una pequeña multitud para observar los resultados.
—O.K. Disparen —dijo alguien.
—¿Con qué longitud de onda empezamos?
—Mejor intentar primero con un metro —sugirió
Barnett—. Si Kingsley tiene razón en suponer que
veinticinco centímetros está en el límite de la tras-
229
La nube negra
misión y si nuestras ideas sobre la degradación por
colisión son correctas, esto debería ser crítico para
la propagación vertical.
Encendieron el transmisor de un metro.
—Pasa —señaló Barnett.
—¿Cómo lo saben? — preguntó Parkinson a Mar-
lowe.
—No hay más que señales muy débiles de re-
torno —respondió Marlowe—. Lo puede ver en esa
pantalla de ahí. La mayor parte de la potencia es
absorbida o atraviesa la atmósfera directamente ha-
cia el espacio.
Dedicaron la media hora siguiente a observar el
equipo eléctrico y hablar de cuestiones técnicas. De
pronto hubo un murmullo de excitación:
—La señal aumenta.
—¡Miren eso! —exclamó Marlowe—. ¡Dios mío,
aumenta muy rápido!
La señal de retorno continuó creciendo durante
unos diez minutos.
—Está saturada. Diría que ahora tenemos un
reflejo total —señaló Leicester.
—Parece que tenías razón, Chris. Debemos estar
muy cerca de la frecuencia crítica. El reflejo llega
desde una altura justo por debajo de los ochenta ki-
lómetros, más o menos lo que esperábamos. La ioni-
zación allí debe ser entre cien a mil veces la normal.
230
La nube negra
Prosiguieron con las mediciones durante otra
media hora.
—Veamos lo que sucede con diez centímetros —
dijo Marlowe.
Pulsaron algunos interruptores.
—Ahora estamos en diez centímetros. Pasa di-
rectamente como tenía que ocurrir, por supuesto —
anunció Barnett.
—Esto es insoportablemente científico —dijo Ann
Halsey—. Voy a preparar té. Ayúdame, Chris, si es
que puedes abandonar metros y diales por algunos
minutos.
***
234
La nube negra
Durante los veinte o treinta minutos siguientes
el equipo fue escrutado cuidadosamente, sin que na-
die dijera nada. Se repitió el patrón anterior. Al
principio se obtuvo muy poco reflejo. Luego, la señal
reflejada aumento rápidamente en intensidad.
—Bueno, ahí está. Al principio la señal penetra
en la ionosfera. Luego, después de algunos minutos
la ionización aumenta y queda completamente atra-
pada. ¿Qué significa esto, Chris? —preguntó Leices-
ter.
—Volvamos arriba y pensémoslo. Si Ann e Yvet-
te son tan buenas como para prepararnos otro poco
de café quizá podamos hacer algo para poner este
asunto en orden.
McNeil llegó cuando estaban preparando el café.
Había estado atendiendo a un chico enfermo mien-
tras se realizaba el experimento.
—¿A qué se debe el aspecto solemne? ¿Qué ha
ocurrido?
—Llegas justo a tiempo, John. Estamos por con-
siderar los hechos. Pero hemos prometido no empe-
zar hasta que llegue el café.
El café llegó, y Kingsley comenzó su resumen.
—En beneficio de John tendré que empezar des-
de el principio. Lo que ocurre con las ondas de radio
cuando se trasmiten depende de dos cosas: la longi-
tud de onda y la ionización de la atmósfera. Supon-
gamos que elegimos una determinada longitud de
onda para trasmitir y consideremos lo que ocurre a
235
La nube negra
medida que aumenta el grado de ionización. Para
empezar, con una ionización baja la energía de la
radio escapa de la atmósfera y se refleja muy poco.
Al aumentar la ionización hay cada vez más reflejo;
llega un momento en que éste crece de manera
abrupta hasta que se refleja toda la energía de la ra-
dio, sin que nada escape de la Tierra. Decimos que
la señal se satura. ¿Está claro, John?
—Hasta cierto punto. Lo que no veo es qué tiene
que ver la longitud de onda en todo esto.
—Bueno, cuanto menor es la longitud de onda
más ionización se necesita para producir saturación.
—De manera que mientras una longitud de onda
puede ser reflejada totalmente por la atmósfera,
otra más corta podría atravesarla casi en su totali-
dad hacia el espacio exterior.
—Esa es exactamente la situación. Pero déjenme
volver por un momento a mi particular longitud de
onda y al efecto de la ionización en aumento. Para
entendernos mejor voy a llamar a esto «esquema A
de los hechos».
—¿Lo va a llamar cómo? — preguntó Parkinson.
—Esto es lo que quiero decir: 1) Ionización baja
que permite una penetración casi completa. 2) Ioni-
zación en aumento que refleja una señal de potencia
creciente. 3) Ionización tan elevada que el reflejo es
completo. Esto es lo que llamo esquema A.
—¿Y cuál es el esquema B? —preguntó Ann Hal-
sey.
236
La nube negra
—No hay ningún esquema B.
—¿Entonces para qué queremos un esquema A?
—¡Líbrenme de la tontería femenina! Lo llamo
esquema A porque se me antoja. ¿No puedo acaso?
—Sigue, Chris. Te está tomando el pelo.
—Bueno, aquí hay una lista de lo ocurrido esta
tarde y esta noche. Permítanme presentarlo en for-
ma de cuadro:
Longitud de onda de Instante aproximado Episodio
la transmisión (LOT) de comienzo (IAC)
244
La nube negra
—Nos quedamos —dijo Barnett—. Y vemos cómo
sigue este argumento. Llegamos hasta algo como un
mecanismo de retroalimentación en la Nube. Un
mecanismo preparado para liberar una cantidad
enorme de energía tan pronto como reciba el peque-
ño estímulo de una emisión radial desde el exterior
de sí mismo. Supongo que el próximo paso es consi-
derar acerca de cómo trabaja el mecanismo de auto-
control y por qué lo hace de esa manera. ¿A alguien
se le ocurre algo?
Alexandrov se aclaró la garganta. Todos espera-
ron para escuchar uno de sus extraños comentarios.
—Bastardo en Nube. Ya dije antes.
Hubo muecas por todas partes y una risa ahoga-
da de Yvette Hedelfort. No obstante, Kingsley pre-
guntó con toda seriedad:
—Ya lo recuerdo. ¿Usted lo dijo en serio, Alexis?
—Siempre serio, maldito sea —dijo el ruso.
—Sin vueltas, Chris, ¿qué quiere decir exacta-
mente? —preguntó alguien.
—Quiero decir que la Nube contiene una inteli-
gencia. Antes que nadie empiece a criticar déjenme
decir que ya sé que es una idea absurda y yo no la
sugeriría ni por un instante si la alternativa no fue-
ra aún más intolerablemente absurda. ¿No les sor-
prende la cantidad de veces que nos hemos equivo-
cado acerca del comportamiento de la Nube?
Parkinson y Ann Halsey intercambiaron una mi-
rada divertida.
245
La nube negra
—Todos nuestros errores llevan un cierto sello.
Son exactamente la clase de errores que hubiera si-
do natural cometer si la Nube, en lugar de ser inani-
mada, estuviera viva.
246
Capítulo IX
Razonamiento riguroso
261
La nube negra
y los de las cuerdas vocales. Aun así nuestra traduc-
ción es muy incompleta. No nos va tan mal, es posi-
ble, cuando se trata de transmitir ideas simples, pero
la comunicación de emociones es muy difícil. Las bes-
tezuelas de Kingsley podrían, supongo, transmitir
también emociones, y esa es otra razón por la que re-
sulta más bien irrelevante hablar de individuos sepa-
rados. Es bastante aterrador darse cuenta de que to-
do lo que hemos estado hablando esta noche, y todo lo
que hemos estado transmitiendo tan inadecuada-
mente de uno a otro podría comunicarse con mucho
mayor precisión y entendimiento entre las bestezue-
las de Kingsley en una centésima de segundo.
—Me gustaría llevar la idea de individuos sepa-
rados un poco más allá —dijo Barnett, volviéndose
hacia Kingsley—. ¿Usted piensa que cada individuo
de la Nube construye alguna especie de transmisor
radiativo?
—Que construye un transmisor, no. Permítanme
describir cómo creo que ocurre la evolución biológica
dentro de la Nube. En una primera etapa, me pare-
ce, habría un montón de individuos más o menos
desconectados. Luego se desarrollaría la comunica-
ción, no mediante la construcción inorgánica delibe-
rada de un medio de transmisión radiativa, sino a
través de un lento desarrollo biológico. Los indivi-
duos desarrollarían un medio de transmisión radia-
tiva más bien como un órgano biológico, tal como no-
sotros hemos desarrollado boca, lengua, labios y
cuerdas vocales. La comunicación mejoraría a nive-
262
La nube negra
les que apenas podemos imaginar. No bien se acaba-
ra de concebir un pensamiento ya estaría comunica-
do. No bien se acabara de experimentar una emo-
ción ya habría sido compartida. De este modo se
produciría una sumersión del individuo y una evolu-
ción hacia un todo coherente. La bestia, tal como la
imagino, no necesita estar ubicada en algún lugar
particular de la Nube. Sus diferentes partes pueden
estar dispersas por toda la Nube, pero yo la conside-
ro como una unidad neurológica, vinculada por un
sistema de comunicación en el que las señales van y
vienen a una velocidad de 335.000 kilómetros por
segundo.
—Deberíamos abocarnos a considerar esas seña-
les más detenidamente. Supongo que deberían tener
una longitud de onda más bien larga. La luz corrien-
te presumiblemente sería inútil, ya que la Nube es
opaca a ella —dijo Leicester.
—Sospecho que las señales son ondas de radio —
prosiguió Kinglsey—. Existe una buena razón para
que así sea. Para ser verdaderamente eficiente en
un sistema de comunicación un debe tener un com-
pleto control de fase. Esto se puede hacer con las on-
das radiales, pero por lo que sabemos no con las lon-
gitudes de onda más cortas.
McNeil se iluminó.
—¡Nuestras transmisiones de radio! —exclamó—.
Interfirieron con el control neurológico de la bestia.
—Lo habrían hecho si se lo hubiesen permitido.
263
La nube negra
—¿Qué quieres decir, Chris?
—Bueno, la bestia no solo tiene que lidiar con
nuestras transmisiones sino con todo el maremag-
num de las ondas radiales cósmicas. Desde todos los
rincones del Universo fluyen ondas radiales que po-
drían interferir con su actividad neurológica a me-
nos que hubiese desarrollado alguna forma de pro-
tección.
—¿En qué clase de protección estás pensando?
—Descargas eléctricas en la capa exterior de la
Nube que causen una ionización suficiente como pa-
ra impedir el ingreso de ondas radiales externas.
Tal protección sería tan esencial como lo es el crá-
neo para el cerebro humano.
El humo anisado llenaba rápidamente el cuarto.
Marlowe descubrió de pronto que su pipa estaba de-
masiado caliente como para sostenerla en la mano, y
la depositó con cuidado.
—Santo cielo, ¿crees que esto explica el aumento
de la ionización de la atmósfera, el encendido de
nuestros transmisores?
—Esa es la idea en general. Hablábamos antes
de un mecanismo de retroalimentación. Me imagino
que eso es lo que posee la bestia. Si algunas ondas
externas penetran demasiado profundamente, subir
el voltaje y soltar las descargas hasta que las ondas
no puedan pasar.
—Pero la ionización ocurre en nuestra propia at-
mósfera.
264
La nube negra
—A este propósito creo que podemos considerar
nuestra atmósfera como parte de la Nube. Sabemos
por el resplandor del cielo nocturno que el gas se ex-
tiende ininterrumpidamente desde la Tierra hasta
las regiones más densas de la Nube, las partes en
forma de disco. En una palabra, que estamos dentro
de la Nube, electrónicamente hablando. Eso, creo,
explica nuestros problemas de comunicaciones. En
un primer momento, cuando todavía estábamos fue-
ra de la Nube, la bestia no se protegía ionizando
nuestra atmósfera, sino mediante su escudo electró-
nico exterior. Pero una vez que quedamos dentro del
escudo, las descargas comenzaron a producirse en
nuestra propia atmósfera. La bestia ha estado enca-
jonando nuestras transmisiones.
—Muy buen razonamiento, Chris —dijo Mar-
lowe.
—Infernalmente bueno — convino Alexandrov.
—¿Y qué hay de las transmisiones a un centíme-
tro? Esas pasaron sin problemas —objetó Weichart.
—Aunque la cadena de razonamientos se está
volviendo un poco larga, hay algo que se puede suge-
rir al respecto. Creo que vale la pena hacerlo porque
sugiere el próximo paso que podríamos dar. Me pa-
rece muy improbable que esta Nube sea única. La
Naturaleza no trabaja con ejemplos únicos. De modo
que supongamos que hay montones de bestias como
ésta habitando en la Galaxia. Entonces yo esperaría
que hubiese comunicaciones entre una nube y otra.
265
La nube negra
Esto implicaría que serían necesarias algunas longi-
tudes de onda a los fines de las comunicaciones ex-
ternas, longitudes de onda capaces de penetrar en la
Nube sin causarle daños neurológicos.
—¿Y piensas que tal longitud de onda podría ser
la de un centímetro?
—Esa es la idea en general.
—Pero entonces ¿por qué no hubo respuesta a
nuestra transmisión a un centímetro? —preguntó
Parkinson.
—Tal vez porque no enviamos mensaje alguno.
No tendría sentido responder a una transmisión
perfectamente en blanco.
—Entonces deberíamos comenzar a enviar men-
sajes pulsados en la banda de un centímetro —excla-
mó Leicester—. Pero ¿cómo podemos esperar que la
Nube los descifre?
—Por empezar, ése no es un problema urgente.
Va a ser obvio que nuestras transmisiones contie-
nen información, eso va a quedar claro por la fre-
cuente reiteración de determinados patrones. En
cuanto la Nube se de cuenta de que nuestras trans-
misiones tienen detrás un control inteligente creo
que podemos esperar alguna clase de respuesta.
¿Cuánto tardaríamos en ponerlo en marcha, Harry?
Todavía no estás en condiciones de modular la ban-
da de un centímetro, ¿no?
—No, pero podremos hacerlo en un par de días,
si trabajamos turnos nocturnos. Tuve un cierto pre-
266
La nube negra
sentimiento de que esta noche no me iba a encon-
trar con mi cama. Vamos, muchachos, manos a la
obra.
Leicester se incorporó, se estiró, y se fue tranqui-
lamente. La reunión se disolvió. Kingsley llevó a
Parkinson a un aparte.
—Mire, Parkinson —dijo—, no hay necesidad de
comentar estas cuestiones antes de que sepamos
más sobre ellas.
—Por supuesto que no. Ya con las cosas como es-
tán ahora, el primer ministro sospecha que estoy un
poco fuera de mis cabales.
—Sin embargo hay una cosa que usted puede
mencionar. Si Londres, Washington y el resto del
circo político lograran poner en marcha transmiso-
res de diez centímetros, es posible que puedan evi-
tar el problema de la degradación de la señal.
***
Cuando Kingsley y Ann Halsey estuvieron solos
más tarde esa noche, Ann preguntó:
—¿Cómo diablos se te ocurrió esa idea, Chris?
—Bueno, a decir verdad es bastante obvia. El
problema está en que todos estamos inhibidos con-
tra tales pensamientos. La idea de que la Tierra es
la única encarnación de vida posible cala muy hondo
a pesar de toda la ficción científica y las historietas
para chicos. Si hubiéramos podido mirar las cosas
con ojo imparcial, lo habríamos detectado hace mu-
267
La nube negra
cho tiempo. Desde un primer momento las cosas
marcharon mal, y han marchado mal según una
suerte de patrón sistemático. Una vez que superé el
bloqueo psicológico, advertí que todas las dificulta-
des podrían eliminarse mediante un paso simple y
enteramente plausible. Una por una, todas las pie-
zas del rompecabezas fueron encontrando su lugar.
Creo que Alexandrov probablemente tuvo la misma
idea, sólo que su inglés es un poco escueto.
—Escueto como el demonio, querrás decir. Pero,
en serio, ¿te parece que todo este asunto de la comu-
nicación va a funcionar?
—Espero sinceramente que sí. Es del todo cru-
cial que funcione.
—¿Por qué lo dices?
—Piensa en los desastres que la Tierra ha sufri-
do hasta ahora, sin que la Nube haya tomado ningu-
na actitud deliberada en contra de nosotros. Un pe-
queño reflejo de su superficie por poco nos achicha-
rra. Un breve ocultamiento del Sol por poco nos con-
gela. Si la más insignificante fracción de la energía
controlada por la Nube fuera dirigida contra noso-
tros, nos borraría del mapa, cada planta y cada ani-
mal.
—Pero ¿por qué podría ocurrir algo así?
—¿Cómo poder decirlo? ¿Acaso piensas en el pe-
queño escarabajo o en la hormiga que aplastas con
el pie cuando paseas al atardecer? Una de esas ba-
las de gas que hicieron impacto en la Luna hace tres
268
La nube negra
meses nos liquidaría. Más tarde o más temprano, la
Nube probablemente va a disparar algunas más. O
también podríamos caer electrocutados por alguna
descarga monstruosa.
—¿De veras la Nube podría hacer algo así?
—Con toda facilidad. La energía que controla es
simplemente monstruosa. Si pudiéramos hacerle lle-
gar algún tipo de mensaje, entonces tal vez la Nube
se tome la molestia de evitar aplastarnos con el pie.
—Pero ¿por qué se iba a molestar?
—Bueno, si un escarabajo te dijera “Por favor,
señorita Halsey, ¿podría evitar caminar por aquí,
porque podría morir aplastado?”, ¿no estarías dis-
puesta a mover un poquito el pie?
269
Capítulo X
Comunicados
277
La nube negra
una nueva transmisión mía dentro de unas cuarenta
y ocho horas a partir de ahora.»
Un patrón intrincado de luces brilló en la panta-
lla de televisión. Les siguió otro mensaje:
«Por favor confirmen que han recibido este código
y pueden usarlo.»
Leicester dictó la siguiente respuesta.
«Hemos grabado su código. Creemos que lo po-
dremos usar, pero no estamos seguros. Se lo confir-
maremos en su próxima transmisión.»
Hubo una demora de unos diez minutos. Enton-
ces llegó la respuesta:
«Muy bien. Adiós.»
Kingsley le explicó a Anne Halsey:
—La demora se debe al tiempo requerido para
que la transmisión llegue a la Nube y para que la
respuesta viaje hasta aquí. Estas demoras van a
volver más bien inútiles los discursos cortos.
Pero Ann Halsey estaba menos preocupada por
las demoras que por el tono de los mensajes de la
Nube.
—Sonaba como un humano —dijo, con los ojos
agrandados por el asombro.
—Por supuesto. ¿Cómo podría haber sido de otro
modo? Está empleando nuestro lenguaje y nuestras
frases, de modo que es inevitable que suene humana.
—Pero ese “adiós” fue algo amable.
278
La nube negra
—¡Tonterías! Para la Nube “adiós” es probable-
mente una señal para dar por terminada una trans-
misión. Recuerda que aprendió nuestra lengua des-
de cero en un par de semanas. A mí eso no me pare-
ce muy humano.
—Oh, Chris, eres exactamente lo que se dice un
insensible. ¿No te parece, Geoff?
—¿Qué, Chris un insensible? Yo diría, señora,
que es el tipo más absolutamente insensible de toda
la Cristiandad. ¡Sí, señor! Ahora en serio, Chris,
¿qué opinas de esto?
—Me pareció que haber enviado un código fue
una muy buena señal.
—A mí también. Muy bueno para nuestra moral.
Dios sabe que lo necesitábamos. Este año no ha sido
fácil. Creo que me siento mejor de lo que me he sen-
tido desde el día en que te recogí en el aeropuerto de
Los Ángeles, que es como decir desde hace toda una
vida.
Ann Halsey frunció la nariz.
—No entiendo por qué se quedan embobados con
un código, y por qué le echaron agua fría a mi
“adiós”.
—Porque, querida mía —respondió Kingsley—,
el envío del código fue una cosa racional y sensata.
Fue un punto de contacto, de entendimiento, total-
mente desvinculado del lenguaje, mientras que el
“adiós” fue solo una pátina lingüística superficial.
Leicester cruzó el salón y se unió a ellos.
279
La nube negra
—Esta demora de dos días es muy afortunada.
Creo que para entonces podremos tener el sistema
de sonido funcionando.
—¿Y qué hay del código?
—Estoy convencido de que está bien, pero me pa-
reció que lo mejor sería asegurarse.
***
Dos días después al anochecer, toda la compañía
se reunió en el laboratorio de transmisión. Leicester
y sus amigos se afanaban con los ajustes de último
momento. Eran casi las ocho cuando la pantalla
emitió sus primeros resplandores. Pronto empeza-
ron a aparecer palabras.
—Tengamos sonido —dijo Leicester.
Hubo amplias sonrisas y algunas carcajadas
cuando se oyó una voz por los parlantes, porque era
la voz de Joe Stoddard la que hablaba. Durante un
minuto más o menos, la mayoría creyó que se trata-
ba de una broma, hasta que se dieron cuenta de que
la voz y las palabras en la pantalla decían lo mismo.
Y decididamente los sentimientos no eran los de Joe
Stoddard.
La broma de Leicester tenía sus ventajas. Por
fuerza no había tenido suficiente tiempo como para
incluir inflexiones de voz: todas las palabras se pro-
nunciaban siempre de la misma manera, y se las
enunciaba con el mismo ritmo, excepto al terminar
las oraciones cuando siempre había una ligera pau-
280
La nube negra
sa. Estas desventajas de la reproducción sonora re-
sultaban en cierta medida compensadas por el he-
cho de que el habla normal de Joe Stoddard tampoco
tenía muchas inflexiones. Y Leicester había crono-
metrado astutamente el ritmo de enunciación de las
palabras de manera muy similar al del habla nor-
mal de Joe. De modo que aunque el discurso de la
Nube era evidentemente una imitación artificial de
Joe, la imitación resultaba muy buena. Nadie en
realidad se acostumbró nunca a que la Nube habla-
ra con el acento fácil, lento y ronroneante del oeste
del país, y nadie pudo superar del todo el indescrip-
tible efecto cómico de algunos de los errores de pro-
nunciación de Joe. A partir de entonces, la Nube pa-
só a ser conocida como Joe. Y el primer mensaje de
Joe fue más o menos el siguiente:
«Su primera trasmisión fue toda una sorpresa,
porque es muy poco usual encontrar animales con
habilidad técnica habitando planetas, cuya natura-
leza es la de ser avanzadas extremas de la vida.»
Se le preguntó a Joe por qué serían así las cosas.
«Por dos razones muy simples. Por vivir en la su-
perficie de un cuerpo sólido, ustedes están expuestos
a una intensa fuerza gravitacional. Esto limita enor-
memente el tamaño que pueden alcanzar sus anima-
les, y por lo tanto limita el alcance de su actividad
neurológica. Les obliga a poseer estructuras muscu-
lares para promover el movimiento, y también los
obliga a cargar con una coraza protectora contra los
golpes contundentes, como es el caso de los cráneos
281
La nube negra
que son una protección necesaria para el cerebro. El
peso adicional de los músculos y la coraza reduce to-
davía más el alcance de sus actividades neurológi-
cas. Efectivamente, sus animales más grandes han
sido principalmente hueso y músculo, con muy poco
cerebro. Como ya he dicho, el poderoso campo gravi-
tacional en el que viven es la causa de esta dificul-
tad. En términos generales, uno espera que exista vi-
da inteligente en un medio gaseoso difuso, para na-
da en los planetas.
»El segundo factor desfavorable es su escasez ex-
trema de alimentos químicos básicos. Para construir
alimentos químicos en gran escala se necesita luz es-
telar. Su planeta, sin embargo, absorbe apenas una
fracción diminuta de la luz solar. En este momento
yo mismo estoy construyendo sustancias químicas a
un ritmo 10.000.000.000 de veces superior al que se
producen en toda la superficie de su planeta.
»Esta escasez de alimentos químicos conduce a
una existencia sostenida con uñas y dientes en la que
resulta difícil que los primeros destellos de inteligen-
cia puedan hacer pie en competencia con huesos y
músculos. Por supuesto, una vez que la inteligencia
se consolida firmemente, la competencia con los sim-
ples huesos y músculos se vuelve fácil, pero los pri-
meros pasos en ese camino son excesivamente dificul-
tosos, tanto que el caso de ustedes es una rareza en-
tre las formas vivas planetarias.»
—Para que se enteren los entusiastas de los via-
jes espaciales —dijo Marlowe—. Pregúntale, Harry,
282
La nube negra
a qué debemos el surgimiento de la inteligencia aquí
en la Tierra.
Se formuló la pregunta, y al rato llegó la res-
puesta:
«Probablemente a la combinación de varias cir-
cunstancias, entre las cuales yo consideraría como la
más importante el desarrollo hace unos cincuenta
millones de años de un tipo de planta completamente
nuevo: la planta que ustedes llaman pasto. El surgi-
miento de esta planta provocó una drástica reorgani-
zación de todo el mundo animal, debido a la peculia-
ridad de que el pasto puede cortarse a ras del suelo,
a diferencia de todas las demás plantas. Al extender-
se las praderas sobre la Tierra, aquellos animales
que pudieron aprovechar esa peculiaridad sobrevi-
vieron y se desarrollaron. Otros animales declinaron
o se extinguieron. Parece haber sido en el marco de
esta enorme transformación que la inteligencia logró
hacer pie por primera vez en su planeta.
»Hay varios factores muy poco usuales que hicie-
ron que decodificar su método de comunicación se
convirtiera en asunto de cierta dificultad —prosiguió
la Nube—. Particularmente encuentro muy extraño
que sus símbolos de comunicación carezcan realmen-
te de cualquier conexión estrecha con la actividad
neurológica de sus cerebros.»
—Va a ser mejor que digamos algo al respecto —
intervino Kingsley.
—Sí, va a ser mejor. Nunca creí que podrías que-
darte callado durante tanto tiempo, Chris —ironizó
Ann Halsey.
283
La nube negra
Kingsley explicó su idea sobre la comunicación
CA y la comunicación CC, y preguntó si el propio
Joe operaba sobre una base AC. Joe confirmó que
así era, y agregó:
«Éste no es el único rasgo singular. Lo más extra-
ño entre ustedes es el gran parecido de un individuo
a otro. Esto les permite emplear un método muy ele-
mental de comunicación. Ustedes le asignan etique-
tas a sus estados neurológicos: ira, dolor de cabeza,
desconcertado, feliz, melancolía, son todas etiquetas.
Si el señor A le quiere decir al señor B que padece un
dolor de cabeza no intenta describir el desorden neu-
rológico en su cabeza. En cambio muestra su etique-
ta. Dice: ‘Me duele la cabeza’.
»Cuando el señor B oye eso toma la etiqueta
‘dolor de cabeza’ y la interpreta de acuerdo con su
propia experiencia. De este modo el señor A puede
poner al señor B al tanto de su indisposición aun
cuando ninguna de las partes tenga la más remota
idea de en qué consiste realmente un ‘dolor de cabe-
za’. Este método tan singular de comunicación sólo
es posible, por supuesto, entre individuos casi idénti-
cos.»
—¿Podría plantearlo así? —dijo Kingsley—. En-
tre dos individuos absolutamente idénticos, si tal co-
sa fuera posible, no se necesitaría comunicación al-
guna porque cada individuo conocería automática-
mente la experiencia del otro. Entre individuos casi
idénticos basta con un método de comunicación muy
elemental. Entre dos individuos muy diferentes se
284
La nube negra
necesita un sistema de comunicación mucho más
complejo.
«Eso es exactamente lo que estaba tratando de ex-
plicar. Las dificultades que tuve para decodificar su
lenguaje les van a resultar claras. Es un lenguaje
apto para individuos casi iguales, mientras que uste-
des y yo somos muy distintos, mucho más de lo que
probablemente se imaginan. Afortunadamente, sus
estados neurológicos son más bien simples. Una vez
que logré entenderlos en cierta medida fue posible la
decodificación.»
—¿Tenemos neurológicamente algo en común?
¿Tiene usted, por ejemplo, algo que se corresponda
con nuestro “dolor de cabeza”? —preguntó McNeil.
Llegó la respuesta:
«En un sentido amplio, compartimos emociones
de placer y dolor. Pero esto es esperable en cualquier
criatura que posea un complejo neurológico. Las
emociones dolorosas se corresponden con una brusca
perturbación de los patrones neurológicos, y esto me
puede ocurrir a mí tanto como a ustedes. La felici-
dad es un estado dinámico en el que los patrones
neurológicos se expanden, no se perturban, y esto
también me puede ocurrir a mi tanto como a ustedes.
Aunque estas similitudes existen, supongo que mis
experiencias subjetivas son muy distintas de las de
ustedes, excepto en un punto: al igual que ustedes,
considero que las emociones dolorosas son emociones
que prefiero evitar, y viceversa con las emociones feli-
ces.
285
La nube negra
«Más específicamente, sus dolores de cabeza se
producen como consecuencia de una provisión defi-
ciente de sangre que destruye la precisión de las se-
cuencias de descargas eléctricas en sus cerebros. Yo
experimento algo muy parecido a un dolor de cabeza
si material radiactivo ingresa en mi sistema nervio-
so. Causa descargas eléctricas de manera muy simi-
lar a lo que ocurre con sus contadores Geiger. Esas
descargas interfieren con mis secuencias temporales
y producen una experiencia subjetiva extremada-
mente desagradable.
»Ahora me gustaría preguntar sobre una cuestión
enteramente diferente. Estoy interesado en lo que us-
tedes llaman ‘las artes’. Puedo entender la literatura
como el arte de disponer ideas y emociones en pala-
bras. Las artes visuales evidentemente están relacio-
nadas con su percepción del mundo. Pero no com-
prendo para nada la naturaleza de la música. Mi ig-
norancia en este aspecto no debería sorprender, ya
que hasta donde yo sé ustedes no transmitieron mú-
sica. ¿Podrían reparar esa falta?»
—Es tu oportunidad, Ann —dijo Kingsley—. ¡Y
qué oportunidad! ¡Ningún músico tocó jamás ante
un auditorio semejante!
—¿Qué podría tocar?
—¿Qué tal eso de Beethoven que tocaste la otra
noche?
—¿El Opus 106? Es un poco fuerte para un prin-
cipiante.
286
La nube negra
—Vamos, Ann. Hazlo por el viejo Joe —la alentó
Barnett.
—No es necesario que toques si no quieres, Ann.
Yo lo grabé —dijo Leicester.
—¿Con qué calidad?
—La mejor que tenemos desde el punto de vista
técnico. Si estuviste conforme con la ejecución, pode-
mos comenzar a transmitir más o menos de inme-
diato si lo deseas.
—Creo que preferiría que usen la grabación. Pa-
rece ridículo, pero se me ocurre que podría ponerme
nerviosa si tocara para esa cosa, sea lo que fuere.
—No seas tonta. El viejo Joe no muerde.
—Posiblemente, pero preferiría usar la grabación.
Y entonces transmitieron la grabación. Al con-
cluir llegó el mensaje:
«Muy interesante. Por favor repitan la primera
parte a una velocidad aumentada en un treinta por
ciento.»
Una vez hecho esto, el siguiente mensaje fue:
«Mejor. Muy bien. Voy a pensarlo. Adios.»
—¡Dios mío, lo liquidaste, Ann! —exclamó Mar-
lowe.
—No comprendo cómo la música pueden intere-
sarle a Joe. Al fin y al cabo, la música es sonido, y
estuvimos de acuerdo en que el sonido no debería
significar nada para él —hizo notar Parkinson.
287
La nube negra
—En eso no estoy de acuerdo —dijo McNeil—.
Nuestra apreciación de la música en realidad no tie-
ne nada que ver con el sonido, aunque no se me es-
capa que a primera vista pudiera parecerlo. Lo que
apreciamos en el cerebro son señales eléctricas que
recibimos de los oídos. Nuestro empleo del sonido es
simplemente un recurso conveniente para generar
determinados patrones de actividad eléctrica. En
realidad hay una buena cantidad de evidencia de
que los ritmos musicales reflejan los principales rit-
mos eléctricos que ocurren en el cerebro.
—Eso es muy interesante, John —exclamó
Kingsley—. Podría decirse que la música proporcio-
na la expresión más directa de las actividades de
nuestros cerebros.
—No, no lo diría de manera tan contundente. Di-
ría que la música proporciona el mejor indicio de los
patrones cerebrales en gran escala. Pero las pala-
bras ofrecen un mejor indicio de los patrones en pe-
queña escala.
Y así continuó la conversación hasta bien entra-
da la noche. Se discutieron todos los aspectos de las
declaraciones de la Nube. Tal vez la observación
más notable provino de Ann Halsey.
—El primer movimiento de la sonata en Si bemol
mayor está marcado con un tiempo que exige una
velocidad absolutamente fantástica, mucho más rá-
pida que lo que puede lograr cualquier pianista nor-
mal, por cierto mucho más rápida que lo que yo pue-
do lograr. ¿Notaron ese pedido de un aumento de ve-
288
La nube negra
locidad? Me causa cierto escalofrío, aunque proba-
blemente no haya sido más que una rara coinciden-
cia, supongo.
En este punto todos estuvieron de acuerdo en
que la información concerniente a la verdadera na-
turaleza de la Nube debía ser trasladada a las auto-
ridades políticas. Varios gobiernos habían logrado
poner nuevamente en marcha las comunicaciones
radiales. Se descubrió que, siempre que la transmi-
sión en tres centímetros se propagara verticalmen-
te, se podía mantener la ionización de la atmósfera
en un valor favorable para la comunicación en una
longitud de onda de unos diez centímetros. Una vez
más Nortonstowe se convirtió en una cámara com-
pensadora de información.
En realidad, nadie estaba muy conforme con la
idea de diseminar información acerca de la Nube.
Todos tenían la sensación de que las comunicaciones
con la Nube iban a quedar fuera del control de Nor-
tonstowe. Y había tantas cosas que los científicos
querían aprender. Kingsley se oponía firmemente a
pasar información a las autoridades políticas, pero
en este punto se encontró superado por la opinión
general, que entendía que, por más penoso que fue-
se, no podía seguir manteniéndose el secreto.
Leicester había grabado las conversaciones con
la Nube y esas grabaciones fueron difundidas por
los canales de diez centímetros. Sin embargo, nin-
guno de los gobiernos mostró demasiados escrúpulos
por mantener el secreto. El hombre de la calle nun-
289
La nube negra
ca se enteró de la existencia de vida en la Nube, por-
que con el tiempo los acontecimientos tomarían un
rumbo que hizo del secreto algo absolutamente im-
perioso.
Ningún gobierno poseía por entonces un trans-
misor y receptor de un centímetro de diseño adecua-
do. En consecuencia, al menos por el momento, las
comunicaciones con la Nube debían hacerse desde
Nortonstowe. Los técnicos estadounidenses señala-
ron, sin embargo, que unas transmisiones de diez
centímetros hacia Nortonstowe y de un centímetro
de ahí en más, permitirían al gobierno norteameri-
cano y a otros establecer contacto con la Nube.
Se resolvió que Nortonstowe debería constituirse
en una cámara de compensación, no sólo para la
transmisión de información en la Tierra sino tam-
bién para las comunicaciones con la Nube. El perso-
nal de Nortonstowe se dividió en dos campos aproxi-
madamente iguales. Los que apoyaban a Kingsley y
Leicester querían vetar abierta y violentamente el
plan de los políticos, diciéndole a los diversos gobier-
nos que se fueran al diablo. Los otros, encabezados
por Marlowe y Parkinson, argumentaban que nada
se ganaría con tales desafíos ya que los políticos po-
drían llegado el caso salirse con la suya mediante la
fuerza. Pocas horas antes de una esperada comuni-
cación desde la Nube, el debate entre los dos grupos
se tornó acalorado. Hubo una solución de compromi-
so. Se decidió que una falla técnica impediría la re-
cepción en Nortonstowe de cualquier transmisión de
290
La nube negra
diez centímetros. De ese modo los gobiernos podrían
escuchar a la Nube, pero no podrían hablarle.
Y así ocurrieron las cosas. Ese día, las figuras
más encumbradas y más honradas de la especie hu-
mana escucharon a la Nube, pero no pudieron res-
ponderle. Resultó que la Nube causó una mala im-
presión en su augusta audiencia, porque Joe se puso
a hablar de sexo con toda franqueza.
«A ver si pueden resolver esta paradoja» —dijo—.
«Advierto que una parte muy amplia de su literatura
se ocupa de lo que ustedes llaman ‘amor’, ‘amor pro-
fano’ principalmente. En realidad, a partir de las
muestras que me proporcionaron estimo que casi el
cuarenta por ciento de la literatura tiene que ver con
ese tema. Sin embargo, en ninguna parte de esa lite-
ratura pude descubrir en qué consiste el ‘amor’, en
todos los casos la cuestión aparece cuidadosamente
evitada. Esto me indujo a creer que el ‘amor’ debía
ser algún proceso raro y notable. Podrán imaginar
mi sorpresa cuando llegué a enterarme en los libros
de medicina que el ‘amor’ no es más que un proceso
común y corriente compartido por una gran varie-
dad de otros animales.»
Estas observaciones arrancaron algunas protes-
tas de las figuras más encumbradas y más honradas
de la especie humana. Fueron acalladas por Leices-
ter que cortó su transmisión por los parlantes.
—Ufa, cállense —dijo. Acto seguido le entregó un
micrófono a McNeil—. Te tocó el turno, John. Trata
de ofrecerle una respuesta a Joe.
291
La nube negra
McNeil hizo lo que pudo:
—Visto desde un punto de vista enteramente ló-
gico, engendrar y criar niños es algo que carece de
todo atractivo. Para la mujer significa dolor y preo-
cupaciones sin fin. Para el hombre, trabajo adicional
a lo largo de muchos años para sostener a su fami-
lia. De modo que si fuéramos enteramente lógicos
acerca del sexo, probablemente ni nos molestaría-
mos en reproducirnos. La naturaleza resuelve esta
cuestión volviéndonos extremada y absolutamente
irracionales. Si no fuéramos irracionales simple-
mente no podríamos sobrevivir, por contradictorio
que esto pueda sonar. Probablemente ocurra lo mis-
mo también con los demás animales.
Joe volvió a hablar:
«Esta irracionalidad, que yo sospechaba y que me
alegra escuchar que ustedes reconocen, tiene un as-
pecto serio, más sombrío. Ya les advertí que la provi-
sión de alimentos químicos es lamentablemente limi-
tada en su planeta. Es del todo probable que una ac-
titud irracional hacia la reproducción conducirá al
nacimiento de mayor número de individuos de los
que razonablemente pueden sostenerse con tan esca-
sos recursos. Una situación así entraña grandes peli-
gros. En realidad es más que probable que la rareza
de la vida inteligente en los planetas en general sur-
ja de la existencia generalizada de tales irracionali-
dades en relación con la escasez de alimentos. Consi-
dero no improbable que su especie pueda extinguirse
en breve. Esta opinión se ve confirmada, me parece,
292
La nube negra
por la velocidad demasiado rápida a la que actual-
mente aumentan las poblaciones.»
Leicester señaló un grupo de luces que parpa-
deaban.
—Los políticos están tratando de meterse: Mos-
cú, Washington, Londres, París, Tombuctú, la Loma
del Diablo, todos. ¿Los dejamos pasar, Chris?
Alexandrov pronunció el primer discurso político
de su vida.
—Bueno escuchar bo…dos del Kremlin —dijo.
—Alexis, ésa no es la palabra apropiada —ob-
servó Kingsley—. En la sociedad bien educada les
decimos “buenudos”.
—Creo que deberíamos aconsejar a Alexis estu-
diar los escritos del celebrado Dr. Bowdler. 1 Pero es
hora de volver a Joe —dijo Marlowe.
—De ningún modo dejes pasar a los políticos,
Harry. Mantén sus gargantas mudas. John, pregún-
tale a Joe cómo hace para reproducirse.
—Eso es lo que iba a preguntarle —dijo McNeil.
—Entonces adelante. Vamos a ver si se pone de-
licado cuando le toca el turno.
—¡Chris!
293
La nube negra
McNeil le formuló su pregunta a la Nube:
—Sería de interés para nosotros saber cómo
nuestro sistema reproductivo se compara con su
propio caso.
«La reproducción, en el sentido de procrear un
nuevo individuo, se desarrolla en nuestro caso por
vías enteramente diferentes. De no mediar acciden-
tes, o un deseo arrollador de autodestrucción que
aparece a veces entre nosotros al igual que entre us-
tedes, yo puedo vivir indefinidamente, fíjense. Por lo
tanto, no tengo la necesidad, como ustedes, de gene-
rar un nuevo individuo que tome mi lugar luego de
mi muerte.»
—De hecho, ¿cuál es su edad?
«Algo más de quinientos millones de años.»
—¿Y fue su nacimiento, su origen, mejor dicho,
consecuencia de una acción química espontánea, co-
mo aquí en la Tierra creemos que empezó la vida?
«No, no lo fue. Mientras recorremos la Galaxia
vamos buscando agregados de materia adecuados,
nubes adecuadas en las que podamos implantar vi-
da. Lo hacemos de la misma forma en que ustedes
podrían plantar retoños de un árbol. Si yo, por ejem-
plo, encontrara una nube adecuada que todavía no
está dotada de vida, implantaría en ella una estruc-
tura neurológica comparativamente simple. Sería
una estructura construida por mí mismo, una parte
de mí mismo.
294
La nube negra
»La multitud de imprevistos a la que se enfrenta
el origen espontáneo de la vida inteligente queda su-
perada mediante esta práctica. Permítanme dar un
ejemplo. La materia radiactiva debe quedar riguro-
samente excluida de mi sistema nervioso por razones
que ya expliqué en una conversación anterior. Para
asegurarlo, poseo una elaborada pantalla electro-
magnética que sirve para impedir el ingreso de cual-
quier gas radiactivo en mis regiones neurológicas, en
mi cerebro, por decir así. Si esta pantalla dejara de
funcionar, yo experimentaría un dolor muy agudo y
pronto moriría. Un desperfecto de la pantalla es uno
de los accidentes que mencioné hace un rato. El pun-
to que quiero resaltar con este ejemplo es que noso-
tros podemos proveer a nuestros ‘infantes’ tanto de
pantallas como de la inteligencia para operarlas,
mientras que sería muy improbable que tales panta-
llas se desarrollaran en el curso de un origen espon-
táneo de la vida.»
—Pero así debe haber ocurrido cuando se originó
el primer miembro de su especie —sugirió McNeil.
«Yo no estaría de acuerdo en afirmar que hubo
alguna vez un ‘primer’ miembro» —dijo la Nube.
McNeil no comprendió esas palabras, pero King-
sley y Marlowe intercambiaron miradas como que-
riendo decir: “Ajá, aquí vamos. Un directo a los ojos
de los muchachos que defienden el estallido del uni-
verso”.
«Aparte de suministrarles esos elementos de pro-
tección» —prosiguió la Nube—, «dejamos a nuestros
295
La nube negra
‘infantes’ en libertad de desarrollarse como mejor les
parezca. En este punto debo explicar una diferencia
importante entre nosotros y ustedes. El número de
células de su cerebro queda más o menos establecido
en el nacimiento. Su desarrollo consiste entonces en
aprender a usar un cerebro de capacidad fija de la
mejor manera posible. Con nosotros la cuestión es
muy diferente. Tenemos libertad para aumentar la
capacidad de nuestro cerebro según nos convenga. Y
por supuesto, las partes gastadas o dañadas pueden
ser eliminadas o reemplazadas. Así para nosotros el
desarrollo consiste en extender el cerebro de la mejor
manera posible, tanto como en aprender a usarlo de
la mejor manera… y por mejor manera entiendo por
supuesto la manera más adecuada para la solución
de problemas a medida que se presenta. Advertirán
por lo tanto que como ‘infantes’ empezamos con cere-
bros comparativamente simples, y a medida que cre-
cemos nuestros cerebros se vuelven mucho más gran-
des y más complejos.»
—¿Podría describir, de algún modo comprensible
para nosotros, de qué manera construiría una parte
nueva para su cerebro? —preguntó McNeil.
«Creo que puedo hacerlo. Primero, transformo los
alimentos químicos en complejas moléculas del tipo
requerido. Siempre hay que tener a mano una reser-
va de ellas. Luego estas moléculas se ordenan cuida-
dosamente en una estructura neurológica adecuada
sobre la superficie de un cuerpo sólido. La materia
del cuerpo debe tener un punto de fusión que no sea
296
La nube negra
demasiado bajo —el hielo, por ejemplo, tendría un
punto de fusión peligrosamente bajo— y también de-
be ser un muy buen aislante eléctrico. La parte exte-
rior de este sólido tiene que ser también cuidadosa-
mente preparada de manera que pueda retener fir-
memente en su lugar el material neurológico, la ma-
teria cerebral, como dirían ustedes.
»El diseño de la estructura neurológica es por su-
puesto la parte verdaderamente difícil de este asun-
to. Se la ordena de tal modo que el nuevo cerebro ac-
túe como una unidad para alcanzar determinado
propósito específico. También se la ordena de modo
que la nueva unidad no entre en funcionamiento es-
pontáneamente, sino cuando reciba señales de la
parte de mi cerebro existente con anterioridad. Estas
señales cuentan con varios puntos de entrada en la
nueva estructura. Del mismo modo, la salida de la
nueva unidad tiene una cantidad de conexiones ha-
cia la parte vieja de mi cerebro. De esta manera su
actividad puede ser controlada, e integrada a la to-
talidad de mi actividad neurológica.»
—Hay otras dos cuestiones —dijo McNeil—.
¿Cómo recarga de energía su materia neurológica?
En el caso humano esto se hace mediante el torrente
sanguíneo. ¿Tiene usted algún equivalente a nues-
tro torrente sanguíneo? Y segundo, ¿cuál sería el ta-
maño aproximado de las unidades que usted cons-
truye?
Llegó la respuesta:
297
La nube negra
«El tamaño varía de acuerdo al propósito parti-
cular para el que se diseña la unidad. El sólido sub-
yacente puede variar desde, digamos, medio metro a
varios centenares de metros.
»Y sí, tengo un equivalente al torrente sanguíneo.
Un flujo de gas que recorre constantemente las uni-
dades que me componen mantiene la provisión de
sustancias adecuadas. Sin embargo, el flujo lo man-
tiene una bomba electromagnética en lugar de un
‘corazón’. Quiero decir que la bomba es de naturaleza
inorgánica. Éste es otro recurso que siempre suminis-
tramos cuando implantamos nueva vida. El gas fluye
desde la bomba a una reserva de alimentos químicos,
luego pasa por mi estructura neurológica que absorbe
los diversos materiales necesarios para el funciona-
miento de mi cerebro. Estos materiales también depo-
sitan los productos de desecho en el gas. El gas viaja
entonces de regreso a la bomba, pero antes pasa por
un filtro que quita los productos desechables, un fil-
tro bastante parecido a sus riñones.
»Existe una ventaja importante en el hecho de te-
ner corazón, riñones y sangre esencialmente inorgá-
nicos en su modo de operación. Los desperfectos se
pueden remediar fácilmente. Si mi ‘corazón’ funcio-
na mal, simplemente lo cambio por un ‘corazón’ de
repuesto que siempre tengo a disposición. Si mis
‘riñones’ no funcionan, no me muero como le pasó a
su músico Mozart. Nuevamente, uso ‘riñones’ de re-
puesto. Y puedo hacer ‘sangre’ nueva en grandes can-
tidades.»
298
La nube negra
Poco después Joe salió del aire.
—Lo que me sorprende es la asombrosa similitud
en los principios que mantienen la vida —hizo notar
McNeil—. Los detalles son por supuesto enorme-
mente diferentes: gas en lugar de sangre, corazón y
riñones electromagnéticos, y así. Pero la lógica del
diseño es la misma.
—Y la lógica de la construcción de cerebro parece
tener alguna relación con nuestra programación de
computadoras —dijo Leicester—. ¿Te diste cuenta,
Chris? Casi parecía el diseño de alguna nueva su-
brutina.
—Creo que las similitudes son genuinas. Oí decir
que la articulación de la rodilla de una mosca es
muy similar en su diseño a la nuestra. ¿Por qué?
Porque sólo hay una manera buena de construir una
articulación de rodilla. Del mismo modo, sólo hay
una lógica, y una manera de diseñar el esquema ge-
neral de la vida inteligente.
—Pero ¿por qué crees que debería existir esta
única lógica? —preguntó McNeil a Kingsley.
—Es un poco difícil de explicar, para mí, porque
me lleva al punto más cercano a la expresión de un
sentimiento religioso a que puedo llegar. Sabemos
que el Universo posee alguna estructura interna bá-
sica, esto es lo que nuestra ciencia encuentra o trata
de encontrar. Tendemos a darnos una suerte de pal-
madita moral en la espalda cuando contemplamos
nuestros éxitos en ese sentido, como si dijéramos
que el Universo está siguiendo nuestra lógica. Pero
299
La nube negra
esto es lo mismo que poner el carro delante del caba-
llo. No es el Universo el que sigue nuestra lógica, so-
mos nosotros los que estamos construidos de acuer-
do con la lógica del universo. Y esto nos lleva a los
que podría llamar una definición de la vida inteli-
gente: algo que refleja la estructura básica del Uni-
verso. Nosotros la reflejamos, y también Joe, y por
eso nos parece que tenemos tanto en común, por eso
podemos conversar sobre algo como una base co-
mún, aunque seamos tan ampliamente distintos en
el detalle de nuestra construcción. Los dos estamos
construidos de un modo que refleja el diseño interior
del Universo.
—Estos políticos de mierda todavía están tratan-
do de entrar. Maldito sea, voy a apagar esas luces —
dijo Leicester.
Fue hasta el banco de luces que monitoreaba las
diversas transmisiones recibidas. Un minuto des-
pués volvió a su asiento, muerto de risa.
—Esto sí que está bueno —dijo entre hipos—.
Me olvidé de cortar la salida de nuestra conversa-
ción en diez centímetros. Escucharon todo lo que di-
jimos: la referencia de Alexis al Kremlin, la frase de
Chris sobre enmudecer sus gargantas. ¡No me sor-
prende que estén furiosos! La cosa está que arde,
ahora.
Nadie sabía muy bien qué hacer. Al final
Kingsley caminó hacia la consola de control. Movió
una cantidad de interruptores, y dijo ante un micró-
fono:
300
La nube negra
—Aquí Nortonstowe, habla Christopher King-
sley. Si alguien tiene algún mensaje, adelante con
él.
—¡Así que ahí están, Nortonstowe, por fin! He-
mos tratado de comunicarnos con ustedes durante
las últimas tres horas.
—¿Quién habla?
—Grohmer, secretario de defensa de los Estados
Unidos. Debería saber, señor Kingsley, que está ha-
blando con un hombre muy enojado. Espero una ex-
plicación sobre la intolerable conducta de esta no-
che.
—Entonces me temo que va a seguir esperando.
Le voy a conceder otros treinta segundos, y si sus
expresiones no han adquirido para entonces alguna
forma razonablemente coherente, tendré que volver
a cortar la comunicación.
La voz se volvió más calma, y más amenazante:
—Señor Kingsley, ya he tenido noticia de su insu-
frible falta de colaboración, pero esta es la primera
vez que me encuentro personalmente con ella. Para
su información, tengo el propósito de que sea la últi-
ma vez. Esta no es una amenaza. Simplemente le es-
toy diciendo, aquí y ahora, que en breve usted será
removido de Nortonstowe. Cuál será su próximo des-
tino es algo que dejo librado a su imaginación.
—Espero sinceramente que en sus planes para
conmigo, señor Grohmer, haya dado la debida consi-
deración a un punto muy importante.
301
La nube negra
—¿Y cuál es ese punto, si puedo saber?
—Que está a mi alcance borrar del mapa todo el
continente americano. Si usted duda de esta afirma-
ción pregúntele a sus astrónomos qué pasó con la Lu-
na en la noche del 7 de agosto. También le conven-
dría tener en cuenta que puedo llevar a la práctica
esta amenaza en mucho menos de cinco minutos.
Kingsley manipuló un grupo de interruptores, y
las luces de la consola de control se apagaron. Mar-
lowe estaba pálido, y mostraba gotitas de sudor sobe
la frente y el labio superior.
—Chris, eso no estuvo bien, no estuvo bien —
decía.
Kingsley estaba verdaderamente alterado.
—Lo siento, Geoff. En ningún momento mientras
hablaba se me ocurrió que los Estados Unidos son
tu país. Repito que lo siento, pero a modo de excusa
deberías saber que lo mismo le habría dicho a Lon-
dres, o a Moscú, o a cualquiera.
Marlowe movió la cabeza.
—No me malinterpretes, Chris. No planteo obje-
ciones por el hecho de que los Estados Unidos sean
mi país. En todo caso, yo sé que sólo estabas fanfa-
rroneando. Lo que me preocupa es que la fanfarro-
nada pueda convertirse en algo desgraciadamente
peligroso.
—Tonterías. Le das demasiada importancia a
una tormenta en un vaso de agua. Todavía no te has
302
La nube negra
hecho a la idea de que los políticos son importantes
sólo porque los diarios así te lo dicen. Probablemen-
te se den cuenta de que puedo estar fanfarroneando,
pero mientras exista tan solo la posibilidad de que
logre cumplir mi amenaza van a terminar con los
aprietes. Ya vas a ver.
Pero en este punto Marlowe tenía razón y King-
sley estaba equivocado, como los acontecimientos
pronto iban a demostrar.
303
Capítulo XI
Los cohetes de hidrógeno
319
La nube negra
Los interrumpió la voz de Marlowe.
—Cuando hayan terminado de analizarse a sí
mismos, ¿no les parece que deberíamos prestarle
cierta consideración a lo que deberíamos hacer?
—Como maldita obra de Chejov —gruñó Alexan-
drov.
—Pero interesante, y no carente de agudeza —
comentó McNeil.
—Oh, no es nada difícil saber qué es lo que debe-
ríamos hacer, Geoff. Deberíamos llamar a la Nube y
contarle. Es lo único que corresponde hacer, desde
todo punto de vista.
—Estás absolutamente convencido de eso, ¿no,
Chris?
—No creo que haya posibilidad de duda. Voy a
plantear primero la razón más egoísta. Probable-
mente podamos evitar el peligro de ser aniquilados,
porque probablemente la Nube no se sienta del todo
furiosa si le avisamos. Pero a pesar de lo que Par-
kinson ha estado diciendo, creo sin embargo que ha-
ría lo mismo aunque no existiera ese motivo. Aun-
que suene raro, y la palabra no exprese lo que ver-
daderamente quiero decir, creo que es la respuesta
humana. Pero, para ser prácticos, me parece que es
algo que deberíamos resolver por consenso o, si no
logramos ponernos de acuerdo, entonces por el voto
de la mayoría. Probablemente podríamos debatir so-
bre el tema durante horas, pero me imagino que to-
dos lo estuvimos pensando durante la última hora.
320
La nube negra
¿Qué les parece si hacemos una rápida votación sim-
plemente por hacerla. ¿Leicester?
—A favor.
—¿Alexandrov?
—Avisen bastardo. Nos va degollar igual.
—¿Marlowe?
—De acuerdo.
—¿McNeil?
—Sí.
—¿Parkinson?
—De acuerdo.
—Por simple curiosidad, Parkinson, y aunque in-
curramos un poco más en Chejov, ¿podría decirnos
por qué está de acuerdo? Desde el día en que nos co-
nocimos hasta esta mañana tuve la impresión de
que nos mirábamos uno al otro desde los lados
opuestos de la cerca.
—Así era, porque yo tenía un trabajo que hacer,
y lo hice de la manera más leal que pude. Hoy, tal
como veo las cosas, quedé liberado de esa antigua
lealtad, que fue superada por una lealtad más am-
plia y más profunda. Tal vez estoy abriendo un flan-
co para la acusación de idealista soñador, pero ocu-
rre que estoy de acuerdo con todo lo que usted dijo e
implicó sobre nuestro deber hacia la especie huma-
na. Y coincido con lo que dijo sobre el curso de ac-
ción humano.
321
La nube negra
—¿Entonces está decidido que llamemos a la Nu-
be y la pongamos al tanto de la existencia de esos
cohetes?
—Deberíamos consultar a algunos de los demás,
¿no te parece? —sugirió Marlowe.
Kingsley repuso:
—Puede parecer muy dictatorial decir que no,
Geoff, pero yo me opondría a cualquier ampliación
de esta discusión. En principio creo que si consultá-
ramos a todos y se llegara a una decisión en contra-
rio, yo no la aceptaría: aquí apareció el dictador, ya
lo sé. Pero también está el punto mencionado por
Alexis, que todos podríamos terminar degollados con
toda facilidad. Hasta ahora, hemos desobedecido a
todas las autoridades reconocidas, pero lo hemos he-
cho de manera medio humorística. Cualquier inten-
to de acusarnos de alguna violación de la ley segura-
mente sería rechazado en la corte a carcajadas. Pero
éste es un guiso de otra clase. Si pasáramos a la Nu-
be lo que podría describir como información militar
estaríamos asumiendo una responsabilidad a todas
luces grave, y me opongo a que se convoque a mu-
chas personas a compartir esa responsabilidad. No
me gustaría que Ann, por ejemplo, tuviese algo que
ver en ello.
—¿Usted qué piensa, Parkinson? —preguntó
Marlowe.
—Estoy de acuerdo con Kingsley. Recuerden que
en definitiva nosotros carecemos de poder alguno.
322
La nube negra
No hay en verdad nada que pueda impedir a la poli-
cía venir y arrestarnos cuando se le ocurra. Por su-
puesto es cierto que la Nube podría querer apoyar-
nos, especialmente después de este episodio. Pero
también podría no quererlo, y cancelar totalmente
su comunicación con la Tierra. Corremos el riesgo
de quedarnos sin otra cosa que nuestra bravata. En
términos de bravatas, ha demostrado ser extrema-
damente buena, y no sorprende que se la hayan tra-
gado hasta ahora. Pero no podemos seguir con bra-
vatas el resto de nuestras vidas. Además, aunque
logremos enrolar a la Nube en calidad de aliado
nuestro, todavía hay una debilidad clave en nuestra
posición. Suena muy lindo decir “Puedo aniquilar el
continente americano”, pero ustedes saben perfecta-
mente bien que nunca lo harían. De modo que en to-
dos los casos no nos quedan más que bravatas.
Esta opinión tuvo un efecto ligeramente escalo-
friante en la compañía.
—Entonces es harto evidente que debemos man-
tener este asunto de avisar a la Nube en el mayor
secreto posible. Evidentemente, no debería salir de
esta reunión —hizo notar Leicester.
—El secreto no es tan sencillo como parece.
—¿Qué quiere decir?
—Se olvidan de la información que me proporcio-
nó Londres. En Londres darán por seguro que va-
mos a informar a la Nube. Esto está bien mientras
la bravata se sostenga, pero si deja de hacerlo…
323
La nube negra
—Entonces, si lo van a dar por seguro hagámos-
lo. No veo por qué no vamos a cometer el crimen si
tenemos la certeza de recibir el castigo —intervino
McNeil.
—Sí, hagámoslo. Ya hablamos demasiado —dijo
Kingsley—. Harry, podrías preparar una explicación
grabada de todo el asunto. Después transmítela con-
tinuamente. No debes temer que sea captada por
nadie que no sea la Nube
—Bueno, Chris, preferiría que hicieras tú la gra-
bación. Hablando eres mejor que yo.
—Muy bien, de acuerdo. Empecemos.
***
Al cabo de quince horas de transmisión se recibió
una respuesta de la Nube. Kingsley fue requerido
por Leicester.
—Quiere saber por qué hemos permitido que es-
to ocurriera. No le gusta nada.
Kingsley fue al laboratorio de transmisión, tomó
un micrófono, y dictó la siguiente respuesta.
—Este ataque nada tiene que ver con nosotros.
Pensé que mi mensaje anterior había dejado eso en
claro. Usted conoce los datos esenciales concernientes
a la organización de la sociedad humana, que está di-
vidida en una variedad de comunidades que se go-
biernan solas, que ningún grupo controla las activi-
dades de los demás. Por lo tanto no puede usted su-
poner que su llegada al sistema solar es vista por los
324
La nube negra
demás grupos de la misma manera que la vemos no-
sotros. Tal vez le interese saber que al enviar nuestro
aviso estamos arriesgando gravemente nuestra pro-
pia seguridad y tal vez incluso nuestras vidas.
—¡Jesús! No hay necesidad de empeorar las co-
sas, ¿no te parece, Chris? No vas a mejorar su esta-
do de ánimo con esa clase de discurso.
—No veo por qué no. En todo caso, si vamos a re-
cibir represalias podemos darlos el lujo de hablar
claramente.
Entraron Marlowe y Parkinson.
—Les encantará saber que Chris acaba de man-
dar a la Nube a paseo —les informó Leicester.
—Mi Dios, ¿qué necesidad tiene de meter la cu-
chara con el tratamiento de Ajax?
Parkinson dirigió a Marlowe una larga mirada.
—Ustedes saben que en cierto modo esto se pare-
ce mucho a algunas de las ideas de los griegos. Pen-
saban que Júpiter viajaba en una nube negra lan-
zando rayos. Y eso es casi casi lo que tenemos.
—Un poco raro, ¿no? Mientras no termine en tra-
gedia griega para nosotros…
Pero la tragedia estaba más cerca de lo que cual-
quiera podía suponer.
Llegó la respuesta a Kingsley:
«Mensaje y argumentos recibidos. De lo que dicen
se presume que estos cohetes no han sido lanzados
325
La nube negra
desde las cercanías de su lugar en la Tierra. A me-
nos que escuche argumentos de ustedes en contrario
en los próximos minutos, actuaré según la decisión
tomada. Puede interesarles saber que he decidido re-
vertir el desplazamiento de los cohetes en relación
con la Tierra. En cada caso se invertirá la dirección
del desplazamiento, pero la velocidad se mantendrá
sin cambios. Esto se hará en el momento en que el
cohete haya estado en vuelo un número exacto de
días. Finalmente, una vez hecho eso, se agregará
una ligera perturbación a los desplazamientos.»
Cuando la Nube terminó, Kingsley soltó un lige-
ro silbido.
—Dios mío, qué decisión —murmuró Marlowe.
—Lo siento. No comprendo —admitió Parkinson.
—Bueno, revertir la dirección del desplazamien-
to significa que los cohetes volverán sobre sus pasos.
Todo esto en relación con la Tierra, ya lo oyeron.
—¡Quieres decir que van a hacer impacto en la
Tierra!
—Por supuesto, pero ahí no acaba la cosa. Si se
los hace regresar después de un número exacto de
días, les va a llevar el número exacto de días volver
sobre sus pasos, de modo que cuando regresen a la
Tierra van a hacer impacto exactamente en el lugar
de donde partieron.
—¿Por qué eso es así, precisamente?
—Porque tras un número exacto de días, la Tie-
rra se encontrará en el mismo lugar de su rotación.
326
La nube negra
—¿Y a eso se refería el asunto ese de “en relación
con la Tierra”?
—Eso quiere decir que el movimiento de la Tie-
rra alrededor del Sol es tomado en cuenta —dijo
Leicester.
—Y también el movimiento del Sol alrededor de
la Galaxia —agregó Marlowe.
—De modo que esto quiere decir que los que lan-
zaron los cohetes los van a recibir de vuelta. Oh, dio-
ses, es el juicio de Salomón.
Kingsley había escuchado la conversación. En-
tonces dijo:
—Hay un detallecito adicional para usted, Par-
kinson: ese punto sobre el agregado de ligeras per-
turbaciones, que significa que no sabemos exacta-
mente dónde van a tocar tierra. Sólo lo sabemos
aproximadamente, dentro de un radio de algunos
centenares de kilómetros, o de mil kilómetros, tal
vez. Lo siento, Geoff.
Marlowe parecía más viejo de lo que Kingsley lo
recordaba.
—Pudo haber sido peor; supongo que podemos
consolarnos con eso. Gracias a Dios, los Estados
Unidos son un país grande.
—Bueno, aquí se termina nuestra idea del secre-
to —subrayó Kingsley—. Nunca creí en el secreto, y
ahora me lo arrojan a la cara. Éste es otro juicio sa-
lomónico.
327
La nube negra
—¿Qué quieres decir con que se termina el secre-
to?
—Bueno, Harry, tenemos que avisar a Washing-
ton. Si un centenar de bombas de hidrógeno van a
caer sobre los Estados Unidos dentro de un par de
días, por lo menos deberían poder dispersar la po-
blación de las grandes ciudades.
—¡Pero si lo hacemos, tendremos al mundo ente-
ro a nuestras espaldas!
—Lo sé. Aun así, debemos correr el riesgo. ¿Qué
le parece, Parkinson?
—Creo que tiene razón, Kingsley. Tenemos que
avisarles. Pero sin cometer errores: nuestra situa-
ción será en extremo desesperada. Tendremos que
trabajar con esa bravata porque si no…
—No tiene sentido preocuparnos por el embrollo
antes de que estemos metidos en él. Lo primero es
tomar contacto con Washington. Supongo que pode-
mos confiar en que ellos le pasen la información a
los rusos.
Kingsley encendió el transmisor de diez centíme-
tros. Marlowe se adelantó resueltamente hacia él.
—Esto no va a ser fácil, Chris. Si no te importa,
prefiero hacerlo yo. Y prefiero hacerlo solo. Podría
llegar a ser una situación un poquito indigna.
—Probablemente va a ser duro, Geoff, pero si te
sientes con ganas de hacerlo, adelante. Lo dejamos
en tus manos, pero recuerda que no estaremos lejos
en caso de que necesites ayuda.
328
La nube negra
Kingsley, Parkinson y Leicester dejaron solo a
Marlowe para que transmitiera el mensaje, un men-
saje que contendría la admisión de la mayor de las
traiciones, tal como cualquier tribunal terrestre in-
terpretaría la traición.
Marlowe estaba pálido y conmovido cuando tres
cuartos de hora más tarde se reunió con los demás.
—Por cierto que no les gustó para nada —fue to-
do lo que dijo.
***
A los gobiernos norteamericano y ruso les gustó
todavía menos que dos días después una bomba de
hidrógeno obliterara la ciudad de El Paso, y otras
cayeran, una al sudeste de Chicago y la otra en las
afueras de Kiev. Aunque en los Estados Unidos se
habían tomado urgentes medidas para dispersar to-
das las poblaciones aglomeradas, la dispersión re-
sultó necesariamente incompleta, y más de un cuar-
to de millón de personas perdieron la vida. El go-
bierno ruso no hizo el menor intento para advertir a
su gente, con la consecuencia de que las víctimas en
una ciudad rusa excedieron el total combinado de
las dos ciudades norteamericanas.
Las vidas que se pierden en un “acto de Dios”
son de lamentar, tal vez de lamentar profundamen-
te, pero no encienden nuestras pasiones más salva-
jes. Otra cosa sucede cuando las vidas se pierden
por una deliberada intervención humana. La pala-
bra “deliberada” es importante aquí. Un crimen de-
329
La nube negra
liberado puede producir una reacción más violenta
que diez mil accidentes de tránsito. Se comprenderá
entonces por qué el medio millón de fatalidades cau-
sadas por los cohetes de hidrógeno impresionaron
más profundamente a los gobiernos mundiales que
los desastres mucho más vastos ocurridos durante el
período de la gran canícula, y durante el siguiente
período de gran frío. Estos habían sido entendidos
como “actos de Dios”. Pero a los ojos particularmen-
te del gobierno de los Estados Unidos, la muertes
por las bombas de hidrógeno fueron asesinatos, ase-
sinatos en escala gigantesca, perpetrados por un
grupito de hombres desesperados, que para gratifi-
car insaciables ambiciones se habían aliado con esa
cosa en el cielo, hombres que eran culpables de trai-
ción contra toda la especie humana. A partir de ese
momento, los responsables de Nortonstowe fueron
hombres marcados.
330
Capítulo XII
Notas de despedida
332
La nube negra
—Tal vez sólo tres fueron guiados, o tal vez la
guía no era tan buena. No podría saberlo.
Se escuchó la risa burlona de Alexandrov.
—Podrido argumento —dijo.
—¿Qué quiere decir con “podrido argumento”?
—Inventar podrido argumento, como esto. Gol-
fista golpea pelota. Pelota cae en mata de pasto, así.
Probabilidad muy chica, muy muy chica. Millones
de matas para que caiga pelota. Así golfista no gol-
peó pelota, pelota deliberadamente guiada a mata.
Podrido argumento. ¿Sí? Como argumento de Wei-
chart.
Este fue el discurso más largo que cualquiera de
ellos había escuchado jamás de labios de Alexan-
drov.
Weichart no se amilanó Cuando las risas se apa-
garon, volvió a su tema.
—A mí me parece muy claro. Si las cosas fueran
guiadas, sería mucho más probable que alcanzaran
sus blancos que si se desplazaran al azar. Y dado
que alcanzaron sus blancos me parece igualmente
claro que hay más probabilidades de que fueran
guiadas que de que no lo fuera.
Alexandrov movió la mano en un gesto retórico.
—Podrido, ¿no?
—Lo que Alexis quiere decir, me parece —inter-
vino Kingsley—, es que no tenemos razones para su-
poner que hubo determinados objetivos. La falacia
333
La nube negra
en el argumento sobre el golfista reside en la elec-
ción de una particular mata de pasto como objetivo,
cuando obviamente el golfista no pensó las cosas en
esos términos antes de dar su golpe.
El ruso asintió.
—Debe decir qué podrido objetivo antes de golpe,
no después de golpe. Poner camisa antes, no des-
pués.
—¿Porque sólo la predicción es importante en la
ciencia?
—Podrida verdad. Weichart predijo cohetes guia-
dos. Bueno, pregunta Nube. Única manera decidir.
No puede decidir por argumento.
Esto atrajo la atención de todos a una circuns-
tancia deprimente. Desde el asunto de los cohetes,
todas las comunicaciones desde la Nube habían ce-
sado. Y nadie se había sentido con la confianza sufi-
ciente como para llamarla.
—No me parece que la Nube recibiría con agrado
esa pregunta. Parece como si se hubiera replegado,
molesta —comentó Marlowe.
***
Pero Marlowe estaba equivocado, como descu-
brieron dos o tres días después. Recibieron un ines-
perado mensaje que decía que la Nube iba a comen-
zar a alejarse del Sol en un plazo de diez días.
—Es increíble —dijo Leicester a Parkinson y
Kingsley—. Anteriormente la Nube parecía muy se-
334
La nube negra
gura de que iba a quedarse por lo menos cincuenta
años y tal vez más de cien.
Parkinson se mostró preocupado.
—Debo decir que ahora para nosotros la perspec-
tiva se ensombrece. Una vez que la Nube se haya
ido estamos acabados. No hay un tribunal en el
mundo que nos dé la razón. ¿Cuánto tiempo pode-
mos esperar mantener la comunicación con la Nube?
—Oh, en cuanto a la potencia de los transmiso-
res se refiere, podríamos seguir en contacto durante
veinte años o más, incluso aunque la Nube acelere a
toda velocidad. Pero según el último mensaje de la
Nube no podremos mantener contacto alguno mien-
tras esté acelerando. Parece que las condiciones
eléctricas podrían ser muy caóticas en sus capas ex-
teriores. Habrá demasiado “ruido” eléctrico para que
la comunicación sea posible. De modo que no podre-
mos hacerle llegar mensaje alguno antes que el pro-
ceso de aceleración se detenga, y eso podría llevar
varios años.
—Cielos, Leicester, ¿quiere decir que apenas nos
quedan diez días, y que después nada podremos ha-
cer durante varios años?
—Correcto.
Parkinson refunfuñó.
—Entonces estamos listos. ¿Qué podemos hacer?
Kingsley habló por primera vez.
—No mucho, probablemente. Pero por lo menos
podemos averiguar por qué la Nube ha decidido par-
335
La nube negra
tir. Parece haber cambiado de parecer de manera
muy drástica, y debe haber alguna razón de peso pa-
ra que lo haya hecho. Vale la pena tratar de averi-
guar cuál es. Veamos qué es lo que tiene para decir.
—Tal vez no recibamos respuesta alguna —
reflexionó Leicester con tono sombrío.
Pero recibieron una respuesta:
«La respuesta a su pregunta es difícil de explicar
para mí, dado que parece tener que ver con un ámbi-
to de experiencia del cual ni yo ni ustedes sabemos
nada. En anteriores ocasiones no hemos conversado
sobre la naturaleza de las creencias religiosas huma-
nas. Me parecieron altamente ilógicas, y como enten-
dí que ustedes las veían de la misma manera, creí
que no tenía sentido plantear el tema. En términos
generales, la religión convencional, tal como muchos
humanos la entienden, es ilógica en su intento de
concebir entidades que se colocan fuera del Universo.
Dado que el Universo lo comprende todo, es evidente
que nada puede haber fuera de él. La idea de un
‘dios’ creador del Universo es un absurdo mecanicis-
ta claramente derivado de la fabricación de máqui-
nas por el hombre. Supongo que en todo esto estamos
de acuerdo.
»Sin embargo, persisten muchas cuestiones miste-
riosas. Probablemente ustedes se habrán preguntado
si existe una inteligencia de mayor escala que la pro-
pia. Ahora ya saben que existe. De manera similar,
yo me preguntaba sobre la existencia de una inteli-
gencia de mayor escala que la mía. No hay ninguna
336
La nube negra
dentro de la Galaxia, y ninguna dentro de otras ga-
laxias por lo que puedo saber hasta ahora. Sin em-
bargo, hay evidencia firme, me parece, de que tal in-
teligencia desempeña un papel dominante en nues-
tra vida. De otro modo, ¿cómo se decide el comporta-
miento de la materia? ¿Cómo se determinan las leyes
de la física? ¿Por qué esas leyes y no otras.
»Estos problemas son de una dificultad notable,
tanto que no he sido capaz de resolverlos. Lo que es
claro, sin embargo, es que tal inteligencia, si existe,
no puede estar limitada espacial o temporalmente de
ningún modo.
»Aunque sostengo que estos problemas son de una
dificultad extrema, hay pruebas de que se los puede
resolver. Unos dos mil millones de años atrás uno de
nosotros sostuvo que había llegado a una solución.
»Se hizo una transmisión con esa pretensión, pe-
ro antes de que la solución misma pudiera ser difun-
dida, la transmisión se interrumpió abruptamente.
Se hicieron intentos para restablecer el contacto con
el individuo en cuestión, pero no tuvieron éxito. Ni se
pudo encontrar rastro físico alguno de ese individuo.
»El mismo esquema de cosas se repitió hace unos
cuatrocientos millones de años. Lo recuerdo bien,
porque se produjo poco después de mi propio naci-
miento, recuerdo haber recibido un mensaje triunfal
que decía que se había encontrado una solución para
los problemas profundos. Esperé esas soluciones
‘conteniendo el aliento’ como dicen ustedes, pero una
337
La nube negra
vez más nada llegó. Ni tampoco se encontró rastro
alguno del individuo en cuestión.
»Esta misma secuencia de acontecimientos acaba
de reiterarse por tercera vez. Sucede que el que se
atribuyó el gran descubrimiento estaba ubicado a
poco más de dos años luz de aquí. Soy su vecino más
cercano y por lo tanto es necesario que acuda a ese
lugar sin mayor demora. Esta es la razón de mi par-
tida.»
Kingsley tomó un micrófono.
—¿Qué espera descubrir cuando llegue a la esce-
na de lo que sea que haya ocurrido? Si no entendi-
mos mal, ¿tiene usted una gran reserva de alimen-
tos?
Llegó la respuesta:
«Gracias por su preocupación. Efectivamente po-
seo una reserva de alimentos químicos. No es gran-
de, pero debería alcanzar, siempre que viaje a la ma-
yor velocidad. He considerado la posibilidad de de-
morar la partida durante varios años, pero creo que
no se justifica, dadas las circunstancias. En cuanto
a lo que espero encontrar, espero poder resolver una
vieja controversia. Se ha sostenido, a mi juicio de
manera poco plausible, que estos episodios singula-
res nacen de una condición neurológica anormal se-
guida de suicidio. No es raro que un suicidio tome la
forma de una vasta explosión nuclear que causa la
entera desintegración del individuo. Si esto es lo que
ocurrió, entonces podría explicar la imposibilidad de
338
La nube negra
encontrar rastros materiales de los individuos invo-
lucrados en esos extraños casos.
»En el presente caso, podría tener la oportunidad
de someter esta teoría a una prueba decisiva, porque
el incidente, cualquiera haya sido, ha ocurrido tan
cerca que puedo llegar a la escena en apenas dos-
cientos o trescientos años. Este es un lapso tan breve
que los escombros de la explosión, si es que la hubo,
no deberían haberse dispersado por completo para
entonces.»
Al terminar el mensaje, Kingsley echó una mira-
da en torno del laboratorio.
—Bueno, muchachos, esta es probablemente una
de nuestras últimas oportunidades para hacer pre-
guntas. Qué les parece si hacemos una lista. ¿Algu-
na sugerencia?
—Bueno, qué le puede haber pasado a esos juan-
citos, si es que no se suicidaron. Pregúntale si tiene
alguna idea al respecto —dijo Leiceser.
—Y también nos gustaría saber si va a dejar el
sistema solar de modo tal de no dañar a la Tierra —
subrayó Parkinson.
Marlowe asintió.
—Está bien. Parece haber tres posibles proble-
mas: 1) Que recibamos la explosión de una de esas
balas de gas cuando la Nube empiece a acelerar; 2)
Que nos mezclemos con la Nube y terminemos sin
atmósfera porque nos la arrebató; 3) Que nos achi-
charremos de calor, sea por excesivo reflejo de luz
339
La nube negra
solar desde la superficie de la Nube, como ocurrió
durante el gran calor, o por la energía liberada en el
proceso de aceleración.
—Formidable. Planteemos estas preguntas.
La respuesta de la Nube a las preguntas de Mar-
lowe fue más tranquilizadora de lo esperado.
«Tengo estos puntos vivamente presentes» —dijo—.
«Me propongo proveer una pantalla para proteger a
la Tierra en las etapas iniciales de la aceleración,
que será mucho más violenta que la desaceleración
que se produjo cuando llegué. Sin esta pantalla, que-
darían ustedes tan severamente chamuscados que
indudablemente toda la vida en la Tierra resultaría
destruida. Será necesario sin embargo que el mate-
rial de pantalla se mueva a través del Sol, cuya luz
quedará cortada tal vez durante una quincena; pero
esto, supongo, no causará ningún daño permanente.
En las últimas etapas de mi retiro habrá una cierta
cantidad de luz solar reflejada, pero este calor adi-
cional seguramente no será tan grande como debe
haberlo sido en el momento de mi llegada.
»Es difícil dar a su otra pregunta una respuesta
que sea inteligible para ustedes en el nivel actual de
su ciencia. Dicho simplemente, parece que hubiera
limitaciones inherentes de naturaleza física a la cla-
se de información que pueden intercambiar las inte-
ligencias. Se presume que existe un impedimento ab-
soluto para la comunicación de información relacio-
nada con los problemas profundos. Parece que cual-
quier inteligencia que intente transmitir tal informa-
340
La nube negra
ción queda atrapada en el espacio, vale decir que el
espacio la envuelve de tal manera que le impide
cualquier otra comunicación de cualquier clase con
otros individuos de jerarquía similar.»
—¿Entiendes eso, Chris? —preguntó Leicester.
—No, no lo entiendo. Pero hay otra pregunta que
quiero hacer.
Kingsley formuló entonces su pregunta:
—Usted habrá notado que no hemos hecho inten-
to alguno de pedirle información concerniente a teo-
rías y datos físicos que nos son desconocidos. Esta
omisión no se debió a una falta de interés, sino a
que entendimos que en una etapa posterior se nos
presentarían amplias oportunidades para hacerlo.
Ahora parece que esas oportunidades no se presen-
tarán. ¿Tiene alguna sugerencia respecto de cómo
podemos aprovechar el poco tiempo que nos queda
de la mejor manera posible?
Llegó la respuesta:
«Esta es una cuestión a la que le he dedicado
cierta atención. Aquí hay una dificultad crucial. He-
mos mantenido nuestras conversaciones en su idio-
ma. Por lo tanto hemos debido limitarnos a ideas
que pueden ser comprendidas en términos de su len-
gua, lo que es lo mismo que decir que nos hemos li-
mitado esencialmente a hablar de las cosas que uste-
des ya conocen. No es posible una comunicación rá-
pida de conocimientos radicalmente nuevos a menos
que ustedes aprendan algo de mi lengua.
341
La nube negra
»Esto plantea dos cuestiones, una práctica y otra
la decisiva cuestión de si el cerebro humano posee
una adecuada capacidad neurológica. Para la últi-
ma cuestión no tengo una respuesta definitiva, pero
parece haber cierta evidencia que justifique un grado
de optimismo. Las explicaciones que por lo general se
ofrecen para explicar la incidencia de hombres de ge-
nio sobresaliente parecen ciertamente equivocadas.
El genio no es un fenómeno biológico. Un chico no
posee genio al nacer: el genio se aprende. Los biólo-
gos que sostienen lo contrario ignoran los datos de
su propia ciencia, a saber que la especie humana no
ha sido elegida por su genio, y que no hay pruebas
de que el genio se transmita de padres a hijos.
»La rareza del genio debe explicarse por simple
probabilidad. Un chico debe aprender muchas cosas
antes de llegar a la vida adulta. Procesos tales como
la multiplicación de números pueden aprenderse de
diversas maneras. Vale decir, que el cerebro puede
desarrollarse de varias maneras, todas las cuales le
permiten multiplicar números, pero no todas, en mo-
do alguno, con la misma facilidad. De quienes desa-
rrollan maneras favorables se dice que son ‘buenos’
en aritmética, mientras que de quienes desarrollan
maneras ineficientes se dice que son ‘malos’ o ‘len-
tos’. Ahora, ¿qué decide cómo se desarrolla una per-
sona en particular? La respuesta es: el azar. Y el
azar explica la diferencia entre el genio y el burro. El
genio es el que ha sido afortunado en todo su proceso
de aprendizaje. El burro es lo contrario, y la persona
342
La nube negra
ordinaria es la que no ha sido particularmente afor-
tunada ni especialmente desafortunada.»
—Me temo que soy muy burro para entender lo
que está diciendo. ¿Alguien puede explicar? —re-
clamó Parkinson durante una pausa en el mensaje.
—Bueno, admitiendo que el aprendizaje puede
darse de varias maneras, algunas mejores que otras,
supongo que se reduce a una cuestión de suerte —
repuso Kingsley—. Para trazar una analogía, es co-
mo en los pronósticos deportivos. Si el cerebro se va
a desarrollar de la manera más eficiente no sólo en
un proceso de aprendizaje sino en una docena o
más, bueno, es como acertar todos los resultados en
una tarjeta de apuestas.
—Ya veo. Y eso explica que el genio sea una ra-
reza, supongo —exclamó Parkinson.
—Sí, tan raro o más raro que los ganadores de
una apuesta completa. También explica por qué un
genio no puede transferir sus facultades a sus hijos.
La suerte no es bien heredable.
La Nube continuó con su mensaje:
«Todo esto sugiere que el cerebro humano es in-
trínsecamente capaz de un desempeño mucho mejor,
siempre que el aprendizaje sea inducido en todos los
casos de la mejor manera posible. Y esto es lo que
propondría hacer. Propondría que uno o más de us-
tedes traten de aprender mi método de pensamiento
y que éste sea inducido de la manera más provechosa
posible. Evidentemente, el proceso de aprendizaje de-
343
La nube negra
be darse al margen de su lenguaje, de modo que la
comunicación deberá seguir adelante de un modo
muy diferente. De todos sus órganos sensoriales, los
más adecuados para la recepción de información
compleja son los ojos. Es cierto que ustedes apenas si
emplean los ojos en el lenguaje ordinario, pero el
principalmente a través de los ojos que el niño cons-
truye la imagen del intrincado mundo que lo rodea.
Y es a través de los ojos que me propongo abrir un
mundo nuevo ara ustedes.
»Mis requisitos serán comparativamente simples.
Paso a describirlos.»
Siguieron a continuación unos detalles técnicos
que fueron cuidadosamente anotados por Leicester.
Cuando la Nube hubo terminado, Leicester señaló:
—Bueno, esto no va a ser muy difícil. Una canti-
dad de circuitos de filtro y todo un banco de panta-
llas de rayos catódicos.
—Pero ¿cómo vamos a recibir la información? —
preguntó Marlowe.
—Bueno, por supuesto principalmente por radio,
luego a través de los circuitos de discriminación que
filtran diferentes partes del mensaje a las diversas
pantallas.
—Hay códigos para los diversos filtros.
—Exactamente. De modo que se pueda poner en
las pantallas alguna especie de patrón ordenado,
aunque no puedo imaginar qué vamos a sacar en
limpio de ello.
344
La nube negra
—Mejor pongamos manos a la obra. Tenemos
muy poco tiempo —urgió Kingsley.
***
En las veinticuatro horas que siguieron se advir-
tió un notable aumento de la moral en Nortonstowe.
Un grupo comparativamente animado y expectante
se congregó la noche siguiente frente a los equipos
recién construidos.
—Está empezando a nevar —observó Barnett.
—Me parece que nos espera un invierno del de-
monio, aparte de otra quincena de noche ártica —
observó Weichart.
—¿Alguna idea acerca de toda esta pantomima?
—Ninguna. No me imagino qué se espera que
encontremos mirando esas pantallas.
—Ni yo.
El primer mensaje de la Nube causó cierta confu-
sión:
«Sería conveniente que hubiera una sola persona
involucrada, al menos para empezar. Más tarde tal
vez pueda ocuparme de instruir a otros.»
—Pero creí que todos íbamos a tener platea pre-
ferencial —subrayó alguien.
—No, está bien —dijo Leicester—. Si observan
con cuidado, verán que las pantallas están especial-
mente orientadas hacia quien ocupe esta silla en
particular, aquí. Teníamos instrucciones especiales
345
La nube negra
sobre la disposición de los asientos. No sé qué signi-
fica, pero espero que hayamos hecho las cosas bien.
—Bueno, parece que vamos a necesitar un volun-
tario —exclamó Marlowe—. ¿Quién se quiere sentar
primero?
Hubo una larga pausa que por poco se convirtió
en un silencio embarazoso. Al final Weichart dio un
paso adelante.
—Si todos los demás son demasiado tímidos, creo
que estoy dispuesto a ser el primer conejito de In-
dias.
McNeil le dirigió una larga mirada.
—Sólo un punto, Weichart. ¿Se da cuenta de que
este asunto puede comportar un elemento de peli-
gro? ¿Esto lo tiene claro, me supongo?
Weichart se rio.
—No se preocupe por eso. No va a ser la primera
vez que me paso horas mirando pantallas de rayos
catódicos.
—Muy bien, entonces. Si está dispuesto a inten-
tarlo, por favor ocupe la silla.
—Ten cuidado con la silla, Dave. Tal vez Harry
la cableó especialmente para ti —se burló Marlowe.
Poco después, algunas luces comenzaron a par-
padear en las pantallas.
—Joe está empezando —dijo Leicester.
Era difícil decir si las luces se ajustaban a algún
patrón.
346
La nube negra
—¿Qué dice, Dave? ¿Recibes el mensaje? —pre-
guntó Barnett.
—Nada que yo pueda comprender —repuso Wei-
chart, cruzando una pierna sobre la silla—. Parece
un revoltijo ininteligible bastante azaroso. Sin em-
bargo, seguiré tratando de encontrarle algún sentido.
El tiempo transcurrió en medio de la mayor indi-
ferencia. Buena parte del grupo perdió interés en
las luces parpadeantes. La gente se puso a charlar
entre sí y Weichart quedó bajo el cuidado de una so-
la persona. Al final Marlowe le preguntó:
—¿Cómo va eso, Dave?
No hubo respuesta.
—Eh, Dave, ¿qué pasa?
Sin respuesta.
—¡Dave!
Marlowe y McNeil se ubicaron a cada lado de la
silla de Weichart.
—Dave ¿por qué no respondes?
McNeil lo tocó en el hombro, pero tampoco obtu-
vo respuesta. Lo miraron a los ojos, que estaban fi-
jos en el primer grupo de pantallas y luego saltaron
rápidamente a otro.
—¿Qué pasa, John? —preguntó Kingsley.
—Creo que está en un estado hipnótico. No pare-
ce recibir ningún dato sensorial excepto a través de
los ojos, y estos parecen estar clavados en las panta-
llas.
347
La nube negra
—¿Cómo pudo haber ocurrido?
—Una condición hipnótica inducida por medios
visuales no es algo para nada desconocido.
—¿Crees que fue inducido deliberadamente?
—Parece más que probable. No puedo creer que
se haya producido por accidente. Y mira los ojos. Mi-
ra cómo se mueven. Esto no es nada casual. Parece
algo hecho a propósito, muy a propósito.
—No habría afirmado que Weichart fuese un su-
jeto probable para un hipnotizador.
—Ni yo. Parece algo extremadamente poderoso,
y muy singular.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Marlowe.
—Bueno, aunque un hipnotizador humano co-
mún podría usar algún método visual para inducir
un estado hipnótico, nunca emplearía un medio pu-
ramente visual para transmitir información. Un
hipnotizador le habla al sujeto, le transmite signifi-
cado mediante palabras. Pero aquí no hay palabras.
Por eso es tan endemoniadamente extraño.
—Es curioso que hayas advertido a Dave.
¿Tenías alguna idea de que esto podría ocurrir,
McNeil?
—No, no en detalle, por supuesto. Pero algunos
experimentos recientes en neurofisiología han mos-
trado algunos efectos extremadamente raros cuando
se hace parpadear luces ante los ojos a un ritmo que
acompaña estrechamente la velocidad de barrido en
348
La nube negra
el cerebro. Y además era obvio que la Nube no podía
hacer lo que dijo que haría a menos que ocurriera
algo particularmente notable.
Kingsley se acercó a la silla.
—¿Crees que debamos hacer algo? Apartarlo, tal
vez. Eso podríamos hacerlo fácilmente.
—No lo aconsejaría, Chris. Probablemente se re-
sistiría violentamente, y podría ser peligroso. Lo
mejor es dejarlo. Se metió en esto con los ojos abier-
tos, literal y figurativamente. Por su puesto me que-
daré con él. El resto de ustedes debería despejar el
lugar. Dejen a alguien que pueda llevar un mensaje
—Stoddard puede hacerlo— y entonces yo los llama-
ré si surge algo.
—De acuerdo. Estaremos prontos, en caso de que
nos necesites —coincidió Kingsley.
***
En realidad, nadie quería dejar el laboratorio,
pero se dieron cuenta de que la sugerencia de
McNeil lo aconsejaba plenamente.
—No serviría de nada hipnotizar a todo el grupo
—señaló Barnett—. Sólo espero que el viejo Dave
esté bien —agregó con evidente ansiedad.
—Supongo que podríamos haber apagado el
equipo. Pero McNeil parecía pensar que eso podría
causar problemas. Conmoción, creo —se oyó decir a
Leicester.
—No me imagino qué información puede estar
recibiendo Dave —dijo Marlowe.
349
La nube negra
—Bueno, pronto lo vamos a saber, espero. No
creo que la Nube siga por muchas horas. Nunca lo
ha hecho en el pasado —observó Parkinson.
Pero la transmisión resultó ser larga. Con el co-
rrer de las horas, varios miembros de grupo se fue-
ron a la cama.
Marlowe expresó la opinión de todos:
—Bueno, no le servimos para nada a Dave, y es-
tamos perdiendo horas de sueño. Creo que trataré
de dormir una o dos horas.
***
Kingsley fue despertado por Stoddard.
—El doctor lo necesita, doctor Kingsley.
Kingsley encontró que Stoddard y McNeil habían
logrado mover a Weichart a uno de los dormitorios,
de modo que todo el asunto había terminado, al me-
nos por el momento.
—¿Qué ocurre, John? —preguntó.
—No me gusta la situación, Chris. Le está su-
biendo rápidamente la temperatura. No tiene mu-
cho sentido que vayas a verlo. No está en un estado
coherente, y tampoco es de esperar que lo esté con
una temperatura de 40°.
—¿Tienes idea de qué es lo que anda mal?
—Obviamente no puedo estar seguro, porque
nunca me he encontrado ante un caso semejante.
Pero si no supiera lo que acaba de ocurrir, diría que
350
La nube negra
Weichart padece una inflamación del tejido cere-
bral.
—Eso es muy grave, ¿no?
—En extremo. Es muy poco lo que cualquiera de
nosotros puede hacer por él, pero pensé que querrías
saberlo.
—Sí, por supuesto. ¿Tienes alguna idea de qué
puede haberla causado?
—Bueno, diría que un nivel muy alto de trabajo,
una exigencia demasiado grande del sistema neuro-
lógico respecto de los tejidos de apoyo. Pero insisto
en que es sólo una opinión.
La temperatura de Weichart continuó subiendo
durante el día, y al caer la tarde murió.
***
Por razones profesionales, McNeil habría preferi-
do realizar una autopsia, pero en atención a los sen-
timientos de los demás cambió de idea. Se mantuvo
apartado, pensando sombríamente que debía haber
previsto la tragedia y tomado recaudos para evitar-
la. Pero no la había previsto, ni tampoco previó los
acontecimientos que se iban a suceder. La primera
advertencia le llegó de Ann Halsey. Estaba histérica
cuando se abalanzó sobre McNeil.
—John, tienes que hacer algo. Se trata de Chris.
Se va a matar.
—¡Qué!
351
La nube negra
—Va a hacer lo mismo que Dave Weichart. He
tratado durante horas de disuadirlo, pero no me es-
cucha. Dice que le va a decir a la Cosa que vaya más
despacio, que fue la velocidad lo que mató a Dave,
¿Es cierto eso?
—Podría ser. No lo sé con certeza, pero es muy
posible.
—Dímelo francamente, John, ¿hay alguna posi-
bilidad?
—Podría haberla. No sé lo bastante como para
ofrecer una opinión definida.
—¡Entonces debes detenerlo!
—Lo intentaré. Iré y le hablaré sin vueltas.
¿Dónde está?
—En el laboratorio. Hablar no sirve para nada.
Habrá que detenerlo por la fuerza. Es la única ma-
nera.
McNeil fue directamente al laboratorio. La puer-
ta estaba con llave, de modo que golpeó con fuerza.
Apenas si se oyó la voz de Kingsley.
—¿Quién es?
—McNeil. Déjame entrar ¿quieres?
La puerta se abrió y McNeil advirtió, apenas in-
gresó al salón, que el equipo estaba encendido.
—Ann vino a verme y me contó, Chris. ¿No te pa-
rece un poco chiflado, especialmente a pocas horas
de la muerte de Weichart?
352
La nube negra
—No creerás que me gusta esta idea, ¿verdad,
John? Te puedo asegurar que encuentro la vida tan
placentera como cualquier persona. Pero es algo que
debe hacerse, y que debe hacerse ahora. La posibili-
dad habrá desaparecido en poco más de una semana,
y es una oportunidad que los humanos no podemos
darnos el lujo de perder. Después de la experiencia
del pobre Weichart no era probable que alguien se
presentara, de modo que lo tuve que hacer yo. No soy
uno de esos tipos corajudos que pueden mirar el peli-
gro a la cara tranquilamente. Si tengo un trabajo
complicado para hacer, prefiero sacármelo de encima
cuanto antes: evita andar pensando en él.
—Todo eso está muy bien, Chris, pero no le vas a
hacer bien a nadie matándote.
—Eso es absurdo y tú lo sabes. Las apuestas en
este asunto son muy altas, son tan altas como para
que valga la pena arriesgar, aunque la posibilidad
de ganar no sea muy grande. Ese es el punto núme-
ro uno. El punto número dos es que tal vez tenga
muy buenas posibilidades. Ya estuve hablando con
la Nube, y le dije que vaya mucho más lentamente.
Aceptó hacerlo. Tú mismo dijiste que eso podría evi-
tar los peores problemas.
—Podría. Pero también podría no hacerlo. Ade-
más, si evitas los problemas que afectaron a Wei-
chart, podría haber otros peligros que desconocemos.
—Entonces los conocerás a partir de mi caso, lo
que le facilitará las cosas a otro, así como son más
fáciles para mí que lo que fueron para Weichart. No
353
La nube negra
hay caso, John. Estoy decidido, y voy a empezar
dentro de pocos minutos.
McNeil advirtió que Kingsley estaba más allá de
cualquier persuasión.
—Bueno, como sea —dijo—. Supongo que no ten-
drás objeciones a que me quede aquí. Fueron diez
horas con Reichart. Contigo va a llevar más tiempo.
Necesitarás alimentarte para asegurar una adecua-
da irrigación sanguínea a tu cerebro.
—¡Pero no puedo parar a comer, hombre! ¿Te das
cuenta de lo que esto significa? ¡Significa aprender
un campo del conocimiento enteramente nuevo,
aprenderlo en una sola lección!
—No quiero decir que pares para comer. Quiero
decir que te daré inyecciones de tiempo en tiempo. A
juzgar por el estado de Weichart, ni las vas a sentir.
—Oh, eso no me preocupa. Inyecta nomás, si eso
te deja contento. Pero, lo siento, John, tengo que
ocuparme de este asunto.
Es innecesario repetir en detalle los aconteci-
mientos que siguieron, porque en el caso de King-
sley repitieron el mismo esquema que habían pre-
sentado con Weichart. La condición hipnótica duró
mucho más, sin embargo, casi dos días. Al final fue
llevado a la cama bajo la dirección de McNeil. Du-
rante las horas siguientes aparecieron síntomas
alarmantemente similares a los de Weichart. La
temperatura de Kingsley subió a 38°… 39°… 40°…
Pero entonces se estabilizó, se detuvo, y con el co-
354
La nube negra
rrer de las horas fue descendiendo lentamente. Y al
descender, iban aumentando las esperanzas de los
que rodeaban su lecho, especialmente McNeil y Ann
Hasley, que nunca se apartó de su lado, y Marlowe,
Parkinson y Alexandrov.
La conciencia regresó unas treinta y seis horas
después de finalizada la transmisión de la Nube.
Durante algunos minutos, una rara serie de expre-
siones recorrió el rostro de Kingsley: algunas bien
conocidas por los observadores, otras enteramente
inusuales. El estado de Kingsley reveló súbitamente
la plenitud de su horror. Comenzó con muecas des-
controladas, y murmullos incoherentes. Esto se con-
virtió rápidamente en gritos y salvajes alaridos.
—Dios mío, sufre una especie de rapto —exclamó
Marlowe. Finalmente el ataque cedió luego de una
inyección de McNeil, quien entonces insistió en que
lo dejaran solo con el hombre enajenado. A lo largo
del día, los otros escucharon de tanto en tanto gritos
ahogados, que más tarde se apagaban después de
reiteradas inyecciones.
Marlowe logró convencer a Ann Halsey de acom-
pañarlo en una caminata por la tarde. Fue el paseo
más difícil de su experiencia.
A la noche se encontraba sentado en su cuarto,
sombríamente, cuando entró McNeil, un McNeil
agotado y ojeroso.
—Se ha ido —anunció el irlandés.
—Dios mío, qué tragedia terrible, una tragedia
innecesaria.
355
La nube negra
—Sí, hombre, una tragedia más honda de lo que
crees.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la posibilidad de su salvación
fue y vino. Por la tarde estuvo cuerdo durante casi
una hora. Me explicó cuál era el problema. Trató de
controlarlo, y con el correr de los minutos creí que
iba a lograrlo. Pero no debía ser. Sufrió un nuevo
ataque, y eso lo mató.
—¿Pero qué fue?
—Algo obvio, que debimos haber previsto. Lo que
no tuvimos en cuenta fue la tremenda cantidad de
nuevo material que la Nube parece capaz de impri-
mir en el cerebro. Esto por supuesto significa que
debe haber cambios generalizados en la estructura
de una masa de circuitos eléctricos cerebrales, cam-
bios de resistencias sinápticas en gran escala, cosas
así.
—¿Quieres decir que fue como un gigantesco la-
vado de cerebro?
—No, no lo fue. Justamente ese es el punto. No
hubo lavado. Los antiguos métodos de operación del
cerebro no fueron eliminados. Permanecieron sin to-
car. Lo nuevo se instaló junto a lo viejo, de modo que
los dos pudieran trabajar simultáneamente.
—Quieres decir que fue como si mi conocimiento
de la ciencia fuera incorporado súbitamente al cere-
bro de un griego de la antigüedad.
356
La nube negra
—Sí, pero tal vez de forma más extrema.
¿Puedes imaginar las feroces contradicciones que se
plantearían en el cerebro de tu pobre griego, acos-
tumbrado a nociones tales como que la Tierra es el
centro del Universo, y mil y un otros anacronismos
semejantes, expuesto repentinamente al estallido de
tu conocimiento superior?
—Supongo que serían tremendas. Al fin y al cabo
todos los sentimos muy incómodos cuando apenas
una de nuestras queridas ideas científicas resulta
estar equivocada.
—Sí, piensa en una persona religiosa que de
pronto pierde la fe, lo que significa por supuesto que
se vuelve consciente de una contradicción entre sus
creencias religiosas y sus creencias no religiosas.
Tal persona experimenta a menudo una severa cri-
sis nerviosa. Y el caso de Kignsley fue mil veces
peor. Lo mató la cruda violencia de su actividad ner-
viosa, para usar una expresión popular, una serie de
tormentas de ideas inimaginablemente violentas.
—Pero dijiste que casi lo había superado.
—Es cierto, lo hizo. Se dio cuenta de cuál era el
problema y concibió una especie de plan para mane-
jarlo. Probablemente decidió aceptar como regla que
lo nuevo debía siempre prevalecer sobre lo viejo
cuando surgiera un conflicto entre las dos cosas. Lo
observé durante una hora recorrer sistemáticamen-
te sus ideas siguiendo más o menos esas líneas. A
medida que pasaban los minutos, pensé que la bata-
lla estaba ganada. Entonces sucedió. Tal vez fue al-
357
La nube negra
guna conjunción inesperada de esquemas de pensa-
miento que lo agarró desprevenido. Al principio la
perturbación pareció pequeña, pero enseguida em-
pezó a crecer. Trató desesperadamente de reprimir-
la. Pero evidentemente cobró fuerza…, y ése fue el
fin. Murió bajo los efectos del sedante que me vi
obligado a darle. Me parece que fue una especie de
reacción en cadena de sus pensamientos que quedó
fuera de control.
—¿Querrías un whisky? Debí haberte pregunta-
do antes.
—Sí, creo que ahora sí, gracias.
Mientras Marlowe le alcanzaba un vaso, dijo:
—¿No te parece que Kingsley fue una mala elec-
ción para este asunto? ¿No habría sido más adecua-
do alguien de menor calibre intelectual? Si fueron
las contradicciones entre los viejos y los nuevos co-
nocimientos las que lo destruyeron, entonces al-
guien con menos conocimientos viejos habría funcio-
nado mejor.
McNeil miró por sobre su vaso.
—Es curioso, es curioso que digas eso. Durante
uno de sus momentos de cordura, Kingsley remarcó
—voy a tratar de recordar sus palabras exactas—:
“El colmo de la ironía”, dijo, “es que yo deba sufrir
este singular desastre, cuando alguien como Joe
Stoddard lo habría pasado perfectamente bien”.
358
Conclusión
361
Epílogo
363
La nube negra
por
Fred Hoyle
Título original:
The black cloud