Hamilton Steve - La Segunda Vida de Nick Mason
Hamilton Steve - La Segunda Vida de Nick Mason
Hamilton Steve - La Segunda Vida de Nick Mason
Para shane,
que veíía una vida mejor,
incluso cuando yo no podíía hacerlo
Ninguí n hombre, durante un perííodo prolongado, es capaz de mostrar para síí un rostro
y otro distinto a los demaí s, sin acabar por no saber muy bien cuaí l de los dos es el
verdadero.
NATHANIEL HAWTHORNE,
La letra escarlata
BRUCE SPRINGSTEEN,
Darkness on the Edge of Town
1
La libertad de Nick Mason duroí menos de un minuto.
EÉ l no se dio cuenta en aquel momento, pero al recordar ese díía se fijaríía especialmente
en esos tres primeros pasos con los que franqueoí la puerta, al cabo de cinco anñ os y
veintiocho díías dentro. No habíía nadie a su lado, nadie lo vigilaba, nadie le ordenaba
adoí nde ir ni cuaí ndo. En ese momento podríía haberse dirigido a cualquier sitio. Podríía
haber elegido cualquier direccioí n y seguirla. Pero el Escalade negro lo estaba
esperando fuera, y, en cuanto recorrioí los treinta pasos que lo separaban de eí l y abrioí
la puerta del copiloto, ya habíía vuelto a perder la libertad.
A efectos praí cticos, Mason habíía firmado un contrato. Cuando la mayoríía de los
hombres hacen algo asíí, saben lo que se espera de ellos. Pueden leer las condiciones
del acuerdo, entienden en queí consiste el trabajo, estaí n perfectamente al tanto de lo
que se les pediraí . Pero Mason no pudo leer nada, porque este contrato no figuraba en
ninguí n papel, y, en vez de firmar, eí l se habíía limitado a dar su palabra, sin tener la
menor idea de lo que sucederíía a continuacioí n.
Estaba a punto de acabar la tarde; la mayor parte del díía la habíía dedicado a preparar
la salida del centro por la que diariamente se liberaba a presos de esa Institucioí n
Penitenciaria de Terre Haute. Una de esas tíípicas operaciones de las caí rceles en las que
hay que hacerlo todo deprisa y, despueí s, esperar a que los carceleros concluyan con
suma lentitud su parte. A Mason lo acompanñ aban otros dos reclusos, ambos muy
impacientes por salir. A uno de ellos nunca lo habíía visto, algo que no era infrecuente
en una prisioí n con tantos moí dulos separados. El segundo le sonaba vagamente. Era
alguien del primer moí dulo en el que habíía estado antes de su traslado.
«Ah, vas a salir hoy», le dijo el uí ltimo individuo con gesto de sorpresa. En aquel sitio no
comentabas con casi nadie cuaí nto duraba tu condena, pero tampoco hacíía ninguna
falta abordar aquel tema como si fuera un gran secreto. Era evidente que aquel tipo
habíía supuesto que Mason iba a cumplir una pena larga. O, a lo mejor, se lo habíía
contado otro. A eí l le daba igual. Sin decir nada, le dirigioí un gesto de indiferencia y
siguioí rellenando los uí ltimos formularios para poder salir.
Cuando terminoí , el empleado le pasoí una bandeja de plaí stico desde el otro lado del
mostrador; en ella estaba la ropa con la que habíía ingresado en la caí rcel. Le daba la
sensacioí n de que hubiera transcurrido toda una vida desde entonces. Al entrar, habíía
llegado a la misma sala y le habíían pedido que dejara sus prendas en la bandeja. Los
vaqueros negros y la camisa blanca. Ahora se le hacíía raro quitarse el pantaloí n caqui,
como si ese color ya formara parte de eí l. Pero las prendas antiguas todavíía eran de su
talla.
Los tres hombres salieron juntos. Las paredes de hormigoí n, las puertas de acero, las
dos hileras de vallas metaí licas coronadas por un alambre de cuchillas, todo aquello
quedoí atraí s cuando pisaron el pavimento caliente y esperaron a que la verja se abriera.
Al otro lado habíía dos familias. Dos esposas, cinco ninñ os; todos ellos con aspecto de
haber pasado varias horas de pie. Los crííos sujetaban unos carteles hechos a mano con
letras coloreadas para dar la bienvenida a sus padres.
Ninguna familia esperaba a Nick Mason. Tampoco ninguí n cartel.
Se quedoí parpadeando unos segundos, sintiendo en la nuca el sol caliente de Indiana.
Nick no llevaba barba y era de piel clara; medíía poco maí s de un metro ochenta. Estaba
en forma y teníía el cuerpo musculado pero esbelto, como un boxeador de peso medio.
Una antigua cicatriz le recorríía toda la ceja derecha.
Vio el Escalade negro con el motor al ralentíí cerca de la acera. El vehíículo no se movioí ,
asíí que se acercoí a eí l.
Las ventanillas eran de cristales tintados. No distinguioí quieí n ocupaba el interior hasta
que abrioí la puerta del copiloto. Cuando lo hizo, comproboí que el conductor era
hispano y que unas gafas de sol oscuras le tapaban los ojos. Apoyaba un brazo en el
volante, mientras el otro lo manteníía inmoí vil sobre la palanca de cambios. Llevaba una
sencilla camiseta blanca sin mangas, vaqueros y botas de trabajo, y una gruesa cadena
de oro al cuello; el cabello oscuro, peinado hacia atraí s, recogido con una cinta negra.
Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Mason le vio algunas canas y
tambieí n arrugas en el rostro. Ese hombre le sacaba al menos diez anñ os, quizaí s algunos
maí s. Pero era un tipo recio. Llevaba los brazos completamente tatuados hasta los
dedos y tres pendientes en la oreja derecha. Mason no pudo fijarse en el otro loí bulo
porque el desconocido no se dio la vuelta al hablar con eí l.
—Mason —le dijo. Una afirmacioí n, no una pregunta.
—Síí.
—Suba.
«Llevo cinco minutos en libertad —se dijo Mason— y ya estoy a punto de romper mis
reglas. La nuí mero uno: “Nunca trabajes con desconocidos. Por su culpa, acabas en
chirona o bajo tierra”. Por culpa de un extranñ o acabeí en la caí rcel. No necesito ahora que
otro me empuje a la segunda posibilidad».
Ese díía Mason no teníía otra opcioí n. Subioí y cerroí la puerta. El hispano todavíía no se
habíía dado la vuelta para encararlo cuando arrancoí el coche, aceleroí suavemente y
salioí del aparcamiento de la caí rcel.
Mason recorrioí el vehíículo con la mirada. El interior estaba limpio. Los asientos de
piel, la moqueta, las ventanillas. Eso debíía reconocerlo: daba la impresioí n de que
acabaran de sacar el coche del concesionario.
Volvioí a fijarse en los tatuajes del conductor. No se los habíía hecho en la caí rcel. No se
habíía dibujado telaranñ as ni relojes sin manecillas. Aquel tipo le habíía dedicado mucho
tiempo y dinero a la actividad de sentarse en la silla de un verdadero profesional, pese
a que ciertos colores se habíían apagado con el paso del tiempo. Por el brazo derecho le
subíían unos dibujos geomeí tricos aztecas en los que pudo distinguir una serpiente, un
jaguar, una laí pida y unas palabras garabateadas en espanñ ol que a saber queí diablos
significaban. Lo que resultaba inconfundible eran las tres letras en verde, blanco y rojo
del hombro: lrz, La Raza, la banda mexicana que dominaba el West Side de Chicago.
«Otra regla que rompo», pensoí Nick. La nuí mero nueve era la siguiente: «Nunca
trabajes con los miembros de una banda». «Han hecho un juramento de sangre que los
obliga a ser leales. Pero no contigo».
Transcurrioí una hora en silencio. El conductor ni siquiera lo miroí de refiloí n. Mason no
pudo evitar plantearse queí pasaríía si encendíía la radio. O si pronunciaba una palabra
en voz alta. Algo le hizo permanecer callado. Regla nuí mero tres: «Ante la duda, manteí n
la boca cerrada».
Tras ignorar todas las salidas de la autopista Cuarenta y uno, finalmente se detuvieron.
Durante unos instantes, Mason pensoí que quizaí todo aquello habíía sido una trampa, lo
que suponíía un acto reflejo inevitable que adquirioí en la caí rcel: estar siempre
preparado para lo peor. A dos horas en coche de la prisioí n, en alguí n lugar ubicado en
medio del oeste de Indiana, el conductor podíía coger la salida maí s abandonada que
encontrase, internarse unos cuantos kiloí metros por entre las tierras de cultivo y
pegarle un tiro en la cabeza. Dejar su cuerpo ahíí mismo, tirado en la cuneta. Pero no
teníía sentido que se tomarse tantas molestias para hacer algo que, a estas alturas, ya
podíía haber llevado a cabo, incluso un díía cualquiera en el patio de la caí rcel. Asíí las
cosas, Mason notoí coí mo se le tensaba el cuerpo cuando el vehíículo redujo la marcha.
El conductor entroí en una gasolinera. Bajoí y llenoí el depoí sito. Mason se quedoí en el
asiento del copiloto, observando un pequenñ o supermercado. Una joven salioí por la
puerta de cristal. Unos veinte anñ os. Pantalones cortos y camiseta sin mangas, con
chancletas. Mason llevaba cinco anñ os sin ver a una mujer de carne y hueso vestida de
ese modo.
El conductor regresoí y arrancoí el motor. Salioí y volvioí a la autopista. Mientras se
dirigíía al norte, puso el cuentakiloí metros a ciento diez por hora. Unas nubes oscuras
empezaban a formarse en el cielo. Cuando llegaron a la frontera con Illinois, ya llovíía.
El hispano puso en marcha el limpiaparabrisas. El traí fico se hizo maí s denso; los faros
de los demaí s coches se reflejaban en la carretera resbaladiza por la lluvia.
Los edificios altos se perdíían entre las nubes, pero Mason habríía reconocido aquel
lugar por muy oscuro que estuviera el cielo y por muy bajas que planearan las nubes
sobre las calles de la ciudad.
Ya casi habíía llegado a casa.
Aunque antes habíía que atravesar el extenso paso que cruzaba el ríío Calumet, avanzar
por donde estaban las gruí as, los puentes levadizos y los cables de alta tensioí n. El
puerto se encontraba en esa zona. El puerto y el espacio en que tuvo lugar la noche de
su vida que lo habíía cambiado todo. La noche que lo acaboí llevando a Terre Haute ante
un hombre llamado Cole. Y despueí s, de un modo u otro, Mason habíía regresado al
punto de partida mucho antes de lo que eí l esperaba.
Fue contando las calles. La calle Ochenta y siete. La Setenta y uno. Ya habíían llegado al
South Side. No dejaba de llover. El conductor seguíía avanzando. Garfield Boulevard.
Calle Cincuenta y uno. Si uno teníía ganas de pelea, bastaba con entrar en cualquier bar
de los alrededores y preguntar a los clientes habituales si Canaryville empezaba en la
Cincuenta y uno o, maí s bien, en la Cuarenta y nueve. Luego podíía dar un paso atraí s y
limitarse a contemplar coí mo las palabras salíían disparadas, despueí s los punñ os,
siempre que fuera lo bastante tarde.
Pasaron junto a las grandes cocheras del ferrocarril, donde mil vagones aguardaban un
motor. Luego aparecieron las víías elevadas que discurríían por el líímite oriental de su
antiguo barrio. Mason respiroí profundamente cuando pasaron junto a la calle Cuarenta
y tres. De repente, le vino a la cabeza su vida entera, un torrente de recuerdos casi
aleatorios, buenos y malos, entremezclados: cuando el padre de Eddie los llevoí al viejo
estadio de Comiskey Park, el uí nico partido en el que vio jugar en persona a Michael
Jordan, el primer coche que roboí en su vida, la primera vez que pasoí la noche en la
caí rcel, la fiesta en la que conocioí a una chica de Canaryville que se llamaba Gina
Sullivan, el díía en que comproí la casa de ambos, el uí nico sitio que llegoí a considerar
como su hogar... Todo aquello lo teníía asociado a la ciudad de Chicago. Corríían por su
interior las calles y las callejuelas de aquel lugar, al igual que las venas del cuerpo.
Los focos estaban encendidos en el nuevo estadio de los Sox, pero todavíía llovíía
demasiado para que se pudiera jugar. El Escalade llegoí al centro de la ciudad tras
cruzar el ríío Chicago. La Torre Sears (que seríía la Torre Sears por siempre, con
independencia del nombre que quisieran darle) dominaba el perfil urbano y los
contemplaba desde lo alto a traveí s de un repentino claro que se habíía abierto en las
nubes, con sus dos antenas erguidas como cuernos de diablo.
Al fin el conductor salioí de la autopista, entroí en North Avenue y la recorrioí hasta el
North Side; entonces, Nick pudo distinguir la orilla del lago Michigan. El agua se
extendíía hasta el infinito con tonalidades azules y grises mientras se fundíía con las
nubes de lluvia. Cuando giraron y se metieron por Clark Street, Mason estuvo a punto
de hablar. «Colega, ¿para queí me traes hasta el North Side? ¿Para un partido de los
Cubs? Pues queí idea tan tonta».
Mason odiaba a los Cubs. Odiaba todo lo relacionado con el North Side. Todo cuanto
representaba. Durante su infancia y adolescencia, esta zona significoí todo lo que eí l no
teníía. Lo que nunca tendríía.
El conductor giroí por uí ltima vez y se adentraron por la uí ltima calle que Mason
pensaba que iba a ver ese díía. Lincoln Park West: cuatro manzanas de edificios con
apartamentos de lujo desde los que se veíía los jardines, el jardíín botaí nico y, detraí s, el
lago. Entre los inmuebles habíía algunas casas independientes, todavíía lo bastante altas
como para alzarse sobre la calle y sobre todo aquel que transitara por allíí. El conductor
redujo la velocidad y se detuvo delante de una de las casas que se encontraban al final
de la manzana; tres pisos se erigíían por encima de la maciza puerta de entrada y de la
puerta automaí tica del garaje; una celosíía de hierro cubríía todas las ventanas del piso
superior. En uno de los lados habíían construido otra planta, en cuya parte superior se
extendíía una terraza desde la que se divisaba la calle de enfrente, el parque y el lago de
atraí s. ¿Costaríía aquel edificio unos cinco millones de doí lares? Buf, seguramente maí s.
El conductor rompioí el silencio.
—Me llamo Quintero.
Lo dijo como si el nombre emergiera de las profundidades de una botella de tequila.
—¿Trabajas para Cole?
—Escuí chame —le pidioí el hispano—, porque todo lo que te voy a decir es importante.
Mason lo miroí .
—Si necesitas algo —anñ adioí el hombre—, me llamas. Si te metes en un apuro, me
llamas. Que no te deí por ponerte creativo. No intentes arreglar nada por ti mismo. Me
llamas. ¿Lo has entendido?
Mason asintioí con la cabeza.
—Aparte de eso, me suda la polla lo que hagas con tu tiempo. Has pasado cinco anñ os
encerrado en la caí rcel, asíí que sal por ahíí a tomarte una copa o a echar un polvo, me da
igual. Pero ten en cuenta que no deberaí s meterte en lííos. Si te arrestan por cualquier
cosa, tienes dos problemas. Aquel por el que te han pillado... y yo.
Mason se volvioí y miroí por la ventanilla.
—¿Por queí estamos aquíí?
—Ahora vives en esta casa.
—Los tipos como yo no viven en Lincoln Park.
—Te voy a dar un moí vil. Cuando te llame, lo coges. Sea cuando sea. De díía o de noche.
No puedes estar ocupado. Siempre te encontraraí s disponible. Solo tuí lo coges. Y
despueí s, haces exactamente lo que yo te pida.
Mason se quedoí pensando en esto uí ltimo sin moverse.
—El moí vil estaí aquíí —anñ adioí Quintero, mientras metíía la mano detraí s del asiento y
sacaba un sobre de grandes dimensiones—. Junto con las llaves de la puerta principal y
de la trasera. Y el coí digo de seguridad.
Nick lo cogioí . Pesaba maí s de lo que esperaba.
—Diez mil doí lares en efectivo y la llave de una caja fuerte que estaí en el First Chicago
de Western. Te llegaraí n otros diez mil el primer díía de cada mes.
Mason volvioí a fijarse en el hombre.
—Eso es todo —dijo Quintero—. No apagues nunca el moí vil.
Nick abrioí la puerta del copiloto. Antes de que pudiera salir, el tipo lo agarroí por el
brazo. Mason se puso tenso, otro acto reflejo de la eí poca en la caí rcel: cuando alguien te
coge, tu primera reaccioí n consiste en decidir queí dedo le vas a romper primero.
—Otra cosa —dijo el tipo asieí ndolo con fuerza—. Ahora ya no eres libre, tan solo
tienes libertad de movimientos. No lo confundas.
Lo soltoí . Mason salioí y cerroí la puerta. Habíía dejado de llover.
Nick se quedoí en la acera y contemploí coí mo el vehíículo se alejaba del bordillo y
despueí s se perdíía en la noche. Sacoí la llave del sobre. Luego abrioí la puerta y entroí .
El vestííbulo de la casa teníía techos altos; la laí mpara que colgaba encima de su cabeza
era una pieza de arte moderno con mil laí grimas de cristal. El suelo aparecíía cubierto
de baldosas enormes, dispuestas en diagonal y formando diamantes. Las escaleras
estaban pulidas y eran de color cereza. Se quedoí inmoí vil unos instantes hasta que
percibioí un silbido. Vio el panel de seguridad en la pared, sacoí el coí digo del sobre y lo
tecleoí . El pitido cesoí .
La puerta de la derecha daba a un garaje para dos coches. En una plaza vio un Mustang.
Supo exactamente cuaí l. Un 390 GT Fastback de 1968, una versioí n negríísima del mismo
que conducíía Steve McQueen en Bullitt. Jamaí s habíía robado un vehíículo semejante,
porque no se roba una obra maestra para llevarla despueí s al desguace. No se roba un
coche como ese para salir despueí s con eí l de paseo, por muchas ganas que tengas. Asíí
es como pillan a los aficionados.
La otra plaza estaba vacíía. Distinguioí el leve dibujo de unas huellas de neumaí tico. Ahíí
se aparcaba otro coche.
Abrioí otra puerta y vio un gimnasio completo. Una hilera de mancuernas, bien
ordenadas en parejas, que empezaban por un peso íínfimo y acababan en otras
enormes de veinte kilos por extremo. Un banco con soporte, una cinta de correr, una
elííptica. En lo alto de una esquina de la sala habíía un televisor fijado a la pared. Un saco
pesado colgaba de otra esquina. Cubríía toda la pared del fondo un espejo. Mason se fijoí
en su cara a cinco metros de distancia. Cole le habíía dicho que con ese rostro podríía
llegar a cualquier parte, pero eí l nunca pensoí que acabaríía en una casa de Lincoln Park.
Subioí una escalera larga que llevaba a lo que evidentemente era la planta principal. La
cocina moderna y de lííneas depuradas teníía encimeras de granito pulido y una isla con
unos fogones de la marca Viking sobre la que pendíía un extractor de humos. Desde la
barra se veíía una gran zona abierta, dominada por la mayor pantalla de televisioí n que
Mason hubiera visto en su vida. Estaba seguro de que teníía maí s centíímetros cuadrados
que la celda en la que eí l se habíía despertado esa manñ ana. Delante del televisor habíía
una extensioí n de piel en forma de U, en cuyo centro destacaba una mesita baja de
roble. Allíí podíían sentarse faí cilmente doce personas. Por eso, la soledad y el silencio de
la vivienda le parecieron ofensivos.
El comedor formal contaba con una mesa lo bastante grande como para acoger a las
doce personas que podríían ver la televisioí n en el cuarto de estar. Mason salioí de esa
estancia y entroí en lo que resultoí ser la sala de billar, para jugar de verdad, con una
mesa de fieltro rojo y una red tejida debajo de cada agujero. En las paredes habíía
paneles de madera. Sobre la mesa colgaba un par de laí mparas de cristal en varios
colores. La esquina maí s alejada estaba dispuesta para jugar a los dardos; en otra habíía
dos butacas de piel, demasiado mullidas, con un humidificador de un metro de altura
entre ambas. Al revisar la seleccioí n de puros desde el otro lado del cristal, recordoí que
por un solo cigarrillo llegaba a pagarse diez doí lares en Terre Haute. Por un cartoí n se
podríía matar a alguien.
Subioí otras escaleras por las que se accedíía al uí ltimo piso. Habíía dormitorios a ambos
lados de un largo pasillo. Cuando llegoí a la uí ltima puerta, tratoí de girar el pomo. Estaba
cerrada.
Volvioí al piso inferior y distinguioí una puerta al otro lado de la cocina. La cruzoí y
descubrioí otro dormitorio con banñ o. Habíía una cama con estructura de hierro y
saí banas de lino negro, encima de la cual reconocioí varias bolsas de distintas tiendas,
que repasoí raí pidamente. Pantalones, camisas, zapatos, calcetines, ropa interior,
cinturones, una cartera: todo lo que un hombre podíía necesitar. Las bolsas eran casi
por entero de Nordstrom y Armani. Habíía otra de Balani, un establecimiento de ropa a
medida en Monroe Street. Se fijoí unos instantes en las etiquetas. Eran de su talla.
«No me imagino a Quintero, mi nuevo amigo, comprando esto», pensoí .
Mason regresoí a la cocina y abrioí la nevera. Despueí s de haber estado cinco anñ os
comiendo en la caí rcel, se quedoí absorto contemplando el salmoí n, la langosta cocida y
enfriada, los filetes anñ ejos. No sabíía por doí nde empezar. Luego distinguioí unas botellas
de cerveza en el estante inferior. Les echoí un vistazo: eran sobre todo de faí bricas muy
pequenñ as de las que nunca habíía oíído hablar. Entonces encontroí una botella de Goose
Island.
La abrioí y dio un largo trago, que le recordoí las lejanas noches de verano transcurridas
en el porche, mientras escuchaba la retransmisioí n de un partido de beí isbol con Eddie y
Finn. O cuando oíía hablar a su mujer y miraba coí mo la hija de ambos trataba de
atrapar lucieí rnagas.
Encontroí una bandeja de comida preparada en la que habíía un solomillo de ternera
con una salsa de shiitake y pasta finíísima. Rebuscoí en los cajones hasta encontrar los
cubiertos, cogioí un tenedor y se lo comioí todo sin calentar y de pie, en medio de la
cocina. Se preguntoí queí cenaríían aquella noche los reclusos de Terre Haute.
Recordoí que era mieí rcoles; normalmente ese díía tocaba hamburguesas. O, al menos,
algo a lo que le daban ese nombre.
Cuando acaboí de comer se dirigioí al sofaí de piel negra, encontroí el mando a distancia y
encendioí el televisor. Se recostoí , apoyoí los pies en la mesa, le dio otro trago largo a la
cerveza, encontroí el partido de los Sox que la lluvia habíía retrasado y vio la uí ltima
entrada. Ganaron los Sox. Luego se dedicoí varios minutos a zapear solo porque podíía
hacerlo. Si intentas hacer algo asíí en el televisor de la sala comuí n, se arma una buena.
Apagoí el aparato.
Volvioí a la nevera y sacoí otra Goose Island; despueí s salioí al exterior por la cocina, a
traveí s de una enorme puerta corredera de cristal. Seguíía estando muy por encima del
nivel de la calle; habíía una piscina dentro del enorme bloque de hormigoí n que se
extendíía a lo largo del patio; el agua quedaba rodeada por basalto azul, iluminada por
unos faros sumergidos que lanzaban destellos de color esmeralda en la oscuridad. Al
lado se veíía una mesa, unas sillas y una barbacoa con un mueble bar, listas para
celebrar una fiesta al aire libre.
Mason se acercoí a la barandilla, contemploí el parque y, por detraí s de eí l, el horizonte
infinito del lago Michigan. Distinguioí las luces de media docena de barcos en el agua.
Oyoí el ruido sordo de un coche que avanzaba por la calle. Una perfecta noche estival
para dar una vuelta por el centro, aunque fuera sin rumbo fijo.
Del lago llegoí una brisa que le produjo un leve escalofríío. Dieciseí is horas antes, se
habíía despertado en la celda de una caí rcel de maí xima seguridad. Ahora estaba en una
casa adosada de Lincoln Park, bebieí ndose una botella de Goose Island mientras
divisaba el lago.
«Ya sabíía que este hombre teníía poder —pensoí —, pero ¡joder!, es que hoy he salido de
una caí rcel federal. ¿Coí mo puede alguien lograr algo asíí?».
«A menos que haya cosas de eí l que ignore...».
Cuando estaba a punto de darse la vuelta, alzoí la vista y vio la caí mara de seguridad,
con un pequenñ o piloto rojo que parpadeaba. Habíía una igual en los tres postes de las
esquinas. Alguien, en alguí n sitio, lo vigilaba.
Ahora esta era su vida. Le daba la impresioí n de estar conteniendo la respiracioí n, a la
espera de descubrir lo que todo aquello le costaríía de veras. ¿Cuaí nto tiempo iba a
emplear en averiguarlo?
¿Cuaí nto tardaríía en sonar el teleí fono?
Cuando al fin volvioí a su dormitorio y se tumboí en la cama, permanecioí un buen rato
contemplando el techo. Estaba cansado. Pero su cuerpo parecíía esperar a que el
guardia ordenase que apagaran las luces. Y despueí s, a oíír la sirena, ese zumbido lejano
y solitario con el que se habíía ido a la cama todas las noches durante los uí ltimos cinco
anñ os.
Se quedoí despierto, a la espera. Esos sonidos no llegaron.
2
La primera vez que Nick Mason oyoí hablar de Darius Cole ya habíía cumplido cuatro
anñ os en la caí rcel de Terre Haute de una condena cuya duracioí n podíía oscilar entre los
veinticinco y la cadena perpetua.
Era un centro de maí xima seguridad, con seis moí dulos de alojamiento estrictamente
separados, pabellones laberíínticos que se sucedíían uno tras otro, y muros grises y
anodinos que daban la impresioí n de extenderse hasta el infinito. Todo el complejo lo
rodeaba una valla alta coronada por un alambre de cuchillas. Maí s allaí , tierra de nadie.
Y luego, otra valla con maí s alambre de cuchillas. En cada esquina habíía un torreoí n de
vigilancia.
En aquel sitio vivíían otros mil quinientos hombres, entre ellos algunos de los presos
maí s ceí lebres del paíís. Asesinos en serie, terroristas islaí micos. Un hombre que habíía
violado y asesinado a cuatro ninñ os. A todos los habíían enviado a aquel lugar; estaba
previsto que los hombres que ocupaban uno de los moí dulos murieran en eí l, como lo
habíía hecho Timothy McVeigh, atados a una camilla y tras recibir una inyeccioí n de
cloruro de potasio, porque Terre Haute era ahora el uí nico centro donde se llevaban a
cabo las ejecuciones federales.
Los guardias te ordenaban cuaí ndo debíías levantarte y cuaí ndo acostarte. Te decíían en
queí momento podíías salir de tu celda o en cuaí l disponíías de treinta segundos para
volver a ella. Teníían derecho a cachearte en cualquier instante. Podíían registrarte la
celda, entrar, darle la vuelta a tu cama y revisar todo cuanto poseíías, mientras tuí
esperabas afuera, en el pasillo, con la cara contra la pared.
Asíí era la vida de Nick Mason.
Aquel díía estaba en el exterior (el díía en que conocioí a Darius Cole), sentado sobre una
mesa de píícnic y viendo coí mo unos latinos jugaban al beí isbol. Una de esas jornadas
perfectas de verano que te podíían machacar de verdad si se lo permitíías. Mason
siempre habíía observado una serie de reglas cuidadosamente creadas, perfeccionadas
a lo largo de los anñ os para que le sirviesen en cualquier situacioí n, con las que poder
mantenerse con vida, a salvo de la caí rcel. Pero ahora estaba encerrado, y esas reglas
habíían quedado reducidas a la míínima expresioí n. El uí nico objetivo de Nick era la
supervivencia, superar cada díía, no perder la cordura, no pensar en lo estupenda que
seríía la vida al otro lado de la valla. No acordarse del pasado ni de la gente que habíía
dejado atraí s. Ni tampoco de aquella noche en el puerto, ni de coí mo lo habíía conducido
a donde estaba. No pensar siquiera en el futuro, en la cantidad de díías infinitos como
aquel que le quedaban por delante.
De hecho, ahora esa era la regla nuí mero uno (en la versioí n carcelaria): «Ocuí pate del
ahora. El manñ ana no existe».
Llevaban a cabo el recuento a las seis de la manñ ana. Se oíía un sonoro zumbido al final
del pasillo y entonces aparecíían los guardias para cerciorarse de que habíía dos
hombres por celda. Teníías hasta las siete para levantarte y vestirte. A continuacioí n, se
abríía la puerta.
Ibas en fila a desayunar. Si te encontrabas hacia el final de la hilera, teníías que comer
raí pido porque la asignacioí n de tareas se realizaba a las ocho. A Mason le tocoí la
lavanderíía. Teoí ricamente era uno de los trabajos maí s sencillos, aunque eí l odiaba
hurgar la ropa sucia de otros reclusos. El perííodo de trabajo de la manñ ana duraba
cuatro horas. Despueí s comíían a mediodíía, de nuevo a toda prisa si te tocaba marchar
al final de la cola. A continuacioí n, habíía una hora de clase, de sesiones de terapia o de
estar solo en la celda. A las dos te dejaban salir por fin.
Ese era el momento por el que diariamente se desvivíía Mason, en que podíía huir de las
paredes grises y de la luz artificial, salir y sentir el sol en la cara. Ver los aí rboles a lo
lejos, detraí s de la valla. Era entonces cuando teníía ocasioí n de estirar las piernas y
pasear por el ceí sped, recordar esas cosas sencillas que antes habíía dado por
supuestas, o sentarse a una de las mesas y respirar.
A menudo, otros presos sacaban su correspondencia al exterior. Se sentaban a leer las
cartas de los suyos; a veces incluso se las leíían a otros hombres que los rodeaban. Solo
era otra forma maí s de pasar el rato.
Nick no sacaba su correspondencia al exterior ni tampoco le interesaba conocer la de
los demaí s. Despueí s de haber estado observando durante cuatro anñ os coí mo llegaba la
furgoneta de correos, seis díías por semana, habíía aprendido a no esperar nada. A no
sentir nada en absoluto cuando los otros recogíían sus cartas y las abríían.
Esa era otra de las duras lecciones de la vida en la caí rcel. Si no albergas ninguna
esperanza, tampoco van a poder defraudarte.
Aquella tarde oyoí que un hombre leíía algo en voz alta, una aneí cdota graciosa que le
contaba su mujer. Mason estaba lo bastante cerca de la cancha para ver el partido de
beí isbol, pero no lo bastante lejos del resto de hombres blancos de las mesas que habíía
detraí s de eí l. Era algo en lo que ya no teníía que pensar, el patio siempre se dividíía en
tres mundos distintos: a esa hora del díía, los blancos ocupaban las mesas; los negros, la
zona de ejercicios; los latinos, la cancha; y cada cual se juntaba con los suyos. La
primera vez que te saltabas esos líímites, recibíías un aviso. La segunda, te merecíías
cuanto te pasara, fuera lo que fuera.
Un guardia se le acercoí . Era uno de esos tipos que se paseaban por ahíí esforzaí ndose
demasiado por aparentar ser los duenñ os del lugar. Quizaí porque medíía en torno a un
metro sesenta y cinco, se viera obligado a adoptar esa actitud justo despueí s de vestirse
el uniforme.
—Mason —dijo el guardia.
Nick lo miroí .
—Vamos, preso. En pie.
—Díígame a quieí n vamos a ver.
El hombre dio un paso hacia eí l, con los brazos cruzados sobre el pecho. Como Nick
estaba sentado encima de la mesa de píícnic, ambos podíían mirarse a los ojos.
—Vamos a ver al senñ or Cole —le anuncioí el empleado—. Levaí ntese y poí ngase en
marcha.
—¿El senñ or Cole trabaja aquíí?
—No, es otro recluso.
Fuera lo que fuese lo que estuviera pasando, aquello no teníía nada que ver con los
asuntos oficiales de la caí rcel.
—Prefiero no ir —contestoí Mason—. Díígale que no pretendo faltarle al respeto.
El guardia se quedoí donde estaba, daí ndole vueltas al asunto. Era evidente que no teníía
un plan alternativo para el no.
—No le conviene actuar de esta manera —aseguroí mientras se subíía los pantalones.
Luego se marchoí .
Mason sabíía que seguramente la cosa no iba a quedar asíí. Por eso no le sorprendioí
distinguir una sombra en el pasillo ese mismo díía, justo delante de la puerta de su
celda. Lo que síí le sorprendioí fue que tras la sombra no apareciera el mismo tipo que
medíía poco maí s de metro sesenta, sino dos reclusos a los que no habíía visto hasta
entonces. Ambos eran negros y parecíían defensas interiores de los Chicago Bears:
entre los dos, casi trescientos kilos de carne vestidos con ropa carcelaria de color caqui
ocupaban toda la puerta y tapaban la luz como si fueran un puto eclipse de sol.
Mason estaba decidido a no perder los nervios. Era su regla nuí mero dos (en la versioí n
carcelaria): «No les muestres debilidad. No les muestres miedo. No les muestres ni una
mierda».
—Queí , tííos, ¿os puedo ayudar en algo? —Estaba sentado en su cama y no se levantoí —.
Parece que os habeí is perdido.
—Mason —dijo el de la izquierda—, el senñ or Cole quiere hablar contigo. No es una
peticioí n.
Nick se puso en pie. Los dos hombres mantuvieron la educacioí n y la compostura.
Cuando echaron a andar, uno se situoí a su izquierda y otro a su derecha; todos los
reclusos por delante de los que pasaron se quedaron miraí ndolos. Cuando los tres
llegaron al final del moí dulo, el guardia les echoí un vistazo y los dejoí acceder al pasillo
de conexioí n. Mason se sintioí vulnerable durante los pocos segundos que estuvieron
solos en eí l. Los dos se podíían haber detenido en cualquier momento y haberlo
destrozado. Pero siguieron avanzando, y Mason continuoí su marcha entre ellos, sin
abrir la boca. Era la uí nica de sus reglas del exterior que tambieí n le servíía aquíí dentro,
la nuí mero tres: «Ante la duda, no digas nada».
Se cruzaron con otro guardia. Mason se hallaba ahora en el moí dulo de seguridad, un
pabelloí n separado para aquellos que denominaban delincuentes de perfil alto.
Hombres a los que conveníía no mezclar con el grupo general, pero a quienes no hacíía
falta aislar una vez que ya estaban allíí. En ese sitio, todo ofrecíía un aspecto algo maí s
nuevo: en las celdas habíía cristales en vez de barrotes, y una garita central de
vigilancia en la segunda planta desde la que se divisaba toda la zona comuí n. En las
mesas, algunos hombres jugaban a las cartas. Otros veíían la televisioí n. A Mason le
parecioí raro que allíí los reclusos no fueran segregados automaí ticamente por razas.
Vio a tipos blancos, negros y latinos sentados juntos, algo que jamaí s sucedíía en el
grupo general.
Lo llevaron a una celda situada al fondo del segundo piso. Cuando estuvo lo bastante
cerca, lo primero que le llamoí la atencioí n fue la cantidad de libros que habíía en ese
calabozo. En una de las camas sobresalíían montones de ellos; la otra estaba bien
hecha, cubierta con una manta roja maí s agradable al tacto que cualquiera de las que
habíía visto en la caí rcel.
Primero distinguioí la cabeza calva. El tipo se encontraba de espaldas a la puerta,
miraí ndose al espejo. Era uno de esos hombres que podíía tener tanto cincuenta como
sesenta y cinco anñ os. En la cabeza no se le veíía ninguí n cabello que diese pista alguna
de su edad; su rostro era igual de lampinñ o. Ni una arruga. Pero eso mismo les pasaba a
unos cuantos de entre los que cumplíían cadena perpetua. Tantos anñ os en el interior,
sin que les diera la luz... Solo sus ojos mostraban el paso del tiempo. Llevaba unas
gafitas sin montura para la vista cansada, apoyadas en la punta de la nariz.
Es posible que la edad de Darius Cole no quedase muy clara, pero una cosa síí resultaba
evidente: que era negro. Negríísimo, a decir verdad; tan oscuro como un gancho
izquierdo de Mohamed Ali o un riff de Muddy Waters que sonara en el Checkerboard
Lounge en una caí lida noche estival.
—Nick Mason —dijo; su voz era tranquila, sin estridencias. En cualquier otro sitio,
habríía sido la de un hombre de paz.
Mason siguioí recorriendo con la mirada aquella celda, encontrando cada vez maí s
infracciones. Una laí mpara con cable y una bombilla incandescente. Un ordenador
portaí til. Una tetera en un hornillo.
—Me llamo Darius Cole —anñ adioí —. ¿Me conoces?
Mason contestoí que no con la cabeza.
—Eres de Chicago, ¿verdad?
Nick asintioí .
—¿Y mi nombre sigue sin sonarte?
Volvioí a contestar que no con un ademaí n.
—En teoríía, no sabes coí mo me llamo —dijo Cole—. No sabes nada de míí. Esa es tu
primera leccioí n, Nick. El ego de un hombre lo mata mucho antes que cualquier bala.
—No quiero faltarte al respeto —intervino Mason—, pero no recuerdo haberme
apuntado hoy a ninguna clase para que me dieran lecciones.
Mason esperaba que los dos hombres lo agarraran. Ya estaba imaginando lo que
sentiríía, dos brazos rodeaí ndole de pronto los hombros. Pero Cole se limitoí a esbozar
una sonrisa y a alzar la mano.
—Aquíí dentro tienes que actuar de esa manera —continuoí —. Lo entiendo. Pero
conmigo no hace falta.
Cole apartoí la silla de la mesa y la colocoí en medio de la sala. Se sentoí y escudrinñ oí
largo rato a Mason.
—A ese guardia le pago todas las semanas, solo tiene que cumplir con su cometido.
Ahora, por tu culpa parece gilipollas. ¿Crees que se le va a olvidar eso?
—A los guardias nunca se les olvida nada —contestoí Mason con un gesto de
indiferencia.
—La situacioí n te ha debido de parecer rara. A lo mejor por eso te has negado a venir.
¿No te ha picado ni un poco la curiosidad?
Mason respiroí profundamente mientras ordenaba en su interior las palabras.
—Si accedíía a reunirme contigo —respondioí —, habíía grandes posibilidades de que me
pidieras algo. Si no me muestro dispuesto a ayudarte, no solo te habreí ofendido, sino
que te habreí dicho que no ante tus propias narices, convirtieí ndote de golpe en mi
enemigo.
Cole se inclinoí en la silla hacia delante, escuchando con atencioí n.
—Si accedo a lo que pides, es muy probable que sea algo malo, algo que yo no quisiera
hacer. Aunque es posible que crea que deba hacerlo de todos modos, granjeaí ndome asíí
nuevos enemigos. Muchos, a lo mejor.
Cole empezoí a asentir con la cabeza.
—Por eso, en mi caso —anñ adioí Mason—, la uí nica respuesta correcta cuando me
ofrecen una reunioí n contigo...
—La uí nica respuesta correcta —lo interrumpioí Cole— es no acceder a reunirte
conmigo. —Siguioí asintiendo con la cabeza—. Teoí ricamente ibas a ir a Marion, pero yo
pedíí que te trajeran aquíí.
Mason se quedoí inmoí vil, tratando de entender lo que le comunicaba aquel hombre.
Marion era otra caí rcel federal. Si la justicia te impone una condena, la cumples en
Marion o en Terre Haute.
—Ya os lo podeí is llevar —ordenoí mientras les dirigíía un gesto a los dos hombres—. Ya
no lo necesito. Por ahora.
Cole seguíía sonriendo mientras sacaban a Nick de allíí.
3
Despueí s de estar cinco anñ os sin recibir una sola visita, ni tampoco una llamada de
teleí fono, Nick Mason no sabíía si la vida que habíía dejado atraí s seguíía existiendo, pero
debíía averiguarlo.
Revisoí la ropa de su dormitorio y se puso una cazadora negra por encima de los
vaqueros y la camisa blanca. Al bajar al garaje, vio que las llaves del Mustang estaban
puestas en el contacto. Llevaba cinco anñ os sin conducir un coche. Abrioí el garaje, metioí
la marcha atraí s y salioí a la calle. Entonces se dirigioí al sur.
Si te críías en Chicago, sabes que se trata de una ciudad obtenida de la suma de los
barrios, un gran rompecabezas de comunidades separadas que se extienden en tres
direcciones distintas desde la orilla del lago Michigan. Cada barrio posee un ritmo
propio, un estilo de vida que le es caracteríístico, su particular comida: desde las pizzas
de base gruesa de Streeterville hasta las empanadillas polacas de Avondale, pasando
por las serpientes de cascabel fritas de La Villita.
Si creces en lo que oficialmente se denomina New City, como lo habíía hecho Nick
Mason, sabes que en realidad se trata de dos vecindarios distintos amalgamados en
uno solo: Back of the Yards y Canaryville. En Back of the Yards viven los chavales de
apellido polaco, los nietos de los hombres que trabajaron en las faí bricas de
empaquetado de productos caí rnicos en los Union Stock Yards. Al otro lado se
encuentra Canaryville. Ahíí es donde estaí n los irlandeses. Como Eddie Callahan. O Finn
O’Malley. O un chico —medio irlandeí s, medio de cualquier parte— llamado Nick
Mason.
De los tres, Eddie era el maí s inteligente. Un chaval bajo, pelirrojo y pecoso, de
constitucioí n tan recia como la de un zaguero. Increííblemente raí pido cuando teníía que
serlo. No siempre hablaba como los de Canaryville. A decir verdad, ya se tratara de su
padre o de su madre, la mayor parte de las veces habíía alguno en casa.
Finn era alto y estaba algo desnutrido; lucíía una mirada atormentada que lo hacíía
irresistible para algunas chicas e inquietante para todos los demaí s. Su madre trabajaba
en la tienda de alimentacioí n de la esquina, y su padre solíía estar desaparecido o en
uno de los bares de Halsted Street.
Por su parte, la madre de Nick habíía ido sobreviviendo en una serie de minuí sculos
apartamentos y, a veces, recurríía a la beneficencia de la iglesia de Saint Gabriel. EÉ l se
acordaba vagamente de ciertos hombres que pasaban por casa a verla, pero no
recordaba que ninguno de ellos fuera el padre, por mucho que lo intentase. Esto le
molestaba a veces, pero luego pensaba: «¡Queí demonios!, seguramente se tratoí de
alguí n fracasado de la zona que a lo mejor sigue por ahíí vivito y coleando». A veces
incluso se preguntaba queí pasaríía si conociera a un hombre maduro en un bar y le
encontrara en el rostro el parecido fíísico suficiente como para establecer un víínculo.
La verdad es que no sabíía queí podríía suceder entonces, pero seguramente nada bueno.
Un anñ o mayor, Finn fue el primero de los tres en emborracharse, el primero en echar
un polvo, en robar un coche. El primero tambieí n en ser arrestado por la policíía,
ocasioí n aquella en la que tuvo que quedarse en una celda hasta que su madre pudo
salir del trabajo e ir a buscarlo.
Cuando Nick y Eddie siguieron los pasos de Finn y empezaron a dedicarse al robo de
coches, ambos descubrieron que contaban con un talento natural para dicha actividad.
Cosa que Finn jamaí s tendríía. Los dos se mostraban mucho maí s cuidadosos, para
empezar. Eran maí s pacientes. Sabíían que debíían marcharse si alguí n detalle fallaba. En
cuanto lo entendieron, el resto fue faí cil. Aquello no era como entrar por la fuerza en
casa de la gente. No se producíía ninguí n allanamiento de morada semejante. Solo se
trataba de fríío metal sobre ruedas.
A Eddie, en particular, se le empezoí a dar muy bien el aspecto teí cnico en el robo de
coches. Estudioí los diagramas eleí ctricos de ciertos modelos para saber doí nde se
hallaban los cables conectados con el fusible principal, el circuito de ignicioí n y el
motor de arranque. Cuando sacabas esos tres cables del haz general y los cortabas, ya
estaba todo hecho.
Nick y Eddie no tardaron mucho en encontrar a personas que les compraran los
coches. Si trabajabas bien, y te mostrabas dispuesto a salir a la calle a encontrar justo
lo que queríían, siempre habíía gente dispuesta a pagar.
A eso se dedicoí Mason en vez de cursar los dos uí ltimos anñ os de instituto. Y tambieí n fue
lo que hizo en lugar de ir a la universidad. Seríía su ocupacioí n durante seis anñ os. Bien
es cierto que lo detuvieron unas cuantas veces, pero nunca lo denunciaron. Le
inspiraba orgullo contar que jamaí s habíía pasado dos noches seguidas entre rejas. La
primera vez que a Mason y a Eddie los arrestaron juntos, los padres de este lo
convencieron para que ingresara en el Ejeí rcito. A Nick le sorprendioí que su amigo
accediera. Pero no que regresara al cabo tan solo de dos anñ os.
—Pues resulta que seí disparar un arma —le contoí Eddie la primera vez que Mason lo
volvioí a ver—. Me refiero a que se me da bien de verdad. Y me encantaba. Pero lo
demaí s era insufrible, como que un gilipollas se dedicara a golpear la tapa de un cubo
de basura mientras ordenaba que me levantase de la cama.
—Entonces, dos anñ os de tu vida... —dijo Mason.
—Síí, dos anñ os y ya me he hartado. Pero sigo siendo capaz de darle a un blanco en un
radio de mil metros.
Hasta entonces, Nick nunca habíía recurrido a un arma para realizar sus apanñ os. No
hace falta cuando robas coches. Pero ahora que Eddie habíía vuelto, idearon un nuevo
plan.
Robarles a los narcotraficantes.
Se tardaba menos tiempo que en pillar un coche, se ganaba el doble y a ninguno de los
implicados en la transaccioí n le interesaba llamar a la policíía. La rutina baí sica consistíía
en encontrar a un camello, observar sus costumbres y atraparlo cuando llevara encima
la mayor cantidad de dinero. Hacerlo raí pido, con decisioí n, y enseguida salir por patas.
El riesgo era mucho mayor, lo que implicaba adoptar nuevas reglas. En lo referente a
las armas, debíían instaurar una norma muy pensada, para cerciorarse de que no
muriera nadie, ni siquiera los camellos. A un verdadero forajido como Finn se le habríía
ocurrido algo sencillo y claro como «No saques las pistolas si no vas a usarlas». Pero
eso era una gilipollez. Una gilipollez absoluta, ademaí s de un suicidio. Porque no te
conviene en absoluto usar el arma. Solamente pretendes que el otro crea que lo vas a
hacer. La regla que se les ocurrioí , entonces, fue la siguiente: «Actuí a como si quisieras
pegarle un tiro al otro. Actuí a como si fuera lo que maí s te apetece en esta vida».
Era una norma que funcionaba, porque si eras capaz de creeí rtelo por dentro, aquel a
quien robabas tambieí n se lo creíía. Ninguí n traficante queríía morir por unos pocos
miles de doí lares. Era una cantidad que podíía volver a ganar al díía siguiente.
Evidentemente, un atraco de este tipo solo se podíía hacer con una determinada
frecuencia. No era como lo de robar coches, donde todos los díías te suministraban
material nuevo, perfectamente alineado en las calles. Si desplumabas a traficantes,
estos empezaban a colocar a un mayor nuí mero de hombres en las esquinas. Asíí que te
retirabas y dejabas que las aguas volvieran a su cauce. Luego volvíías al ataque.
El negocio fue provechoso durante dos anñ os. Entonces, una noche, identificaron una
casa que habíía en Roseland. Llevaba meses abandonada y era un sitio en el que los
adictos iban a meterse, aunque al cabo de un par de díías trasladaran todo el tinglado a
otro sitio. Les bastaba con esperar el momento adecuado, entrar por la puerta
delantera y trasera, llevarse la pasta y despedirse.
Estaban a punto de ponerse en marcha cuando otro vehíículo se detuvo al otro lado de
la calle. Un Ford Bronco grande. De eí l salieron tres hombres blancos. Uno de ellos se
dirigioí a la parte posterior. Los otros dos, a la de delante. Sacaron las pistolas antes
incluso de llegar a la puerta. Parecíía que les hubieran copiado el plan y que lo
estuviesen ejecutando justo como lo habríían hecho Nick, Eddie y Finn.
Volvieron a salir por detraí s al cabo de dos minutos. Uno de ellos llevaba una bolsa de la
compra. Subieron al Bronco y se marcharon.
—¿Sabeí is quieí nes eran? —preguntoí Eddie.
Ninguno contestoí . El aspecto que teníían, coí mo se movíían, el hecho de que no les
importase ser reconocidos... Esa fue la primera vez que Nick vio a unos polis corruptos.
No seríía la uí ltima. Sin embargo, por el momento, aquello implicaba una cosa: cuando la
poli te pisa el negocio, es hora de buscarse otro.
Despueí s de estar seis anñ os robando coches y otros dos asaltando a traficantes de
droga, Nick Mason ascendioí de categoríía y pasoí a dedicarse a los robos de altos vuelos.
Dio su primer golpe a traveí s de uno de sus antiguos contactos en un desguace ilegal,
quien le habloí de un negocio que consistíía en el suministro y el mantenimiento de
unos videojuegos de poí quer que se instalaban en los bares. En teoríía, los clientes del
establecimiento no debíían apostar dinero de verdad, pero habíía oíído que el duenñ o se
quejaba de que ese dinero «irreal» se le estaba acumulando, pues el tipo no queríía
meterlo en el banco ni tampoco incluirlo en los libros de contabilidad. Asíí que teníía
fajos de billetes que apenas le cabíían repartidos en varios escondites por todo el local.
El hombre ni siquiera se habíía gastado una parte en comprarse una caja fuerte.
En cuanto Mason se lo contoí a Eddie y a Finn, este uí ltimo quiso irrumpir directamente
en el establecimiento, ponerle una pistola en la cabeza al duenñ o y preguntarle doí nde
teníía escondida la pasta. Pero Mason supo que se le habíía presentado la ocasioí n para
aprender coí mo dar bien un golpe de este tipo. Como un profesional.
Nick pasoí varios díías vigilando el lugar. Allíí no solo habíía videojuegos de poí quer; era
una «empresa de suministros de maí quinas expendedoras y de entretenimiento» que
tambieí n ofrecíía maí quinas de tabaco, pinballs, otros videojuegos, de todo. En el edificio
siempre habíía alguien, de las ocho de la manñ ana a las seis de la tarde, momento en el
cual echaban el cierre y poníían la alarma. Habíía una ventana lateral con unos gruesos
barrotes de hierro, pero Nick pudo distinguir, al otro lado, la zona de trabajo en la
parte posterior. Tomoí notas muy precisas para cerciorarse de contar con un buen plan
despueí s de haber entrado, pertrechado de las herramientas oportunas.
Entretanto, Eddie aprendíía todo lo que podíía sobre el sistema de alarma. EÉ l sabíía bien
coí mo hacer un puente en un coche, de modo que era loí gico que se ocupara de este
asunto. Gracias a la pegatina del escaparate, el joven supo de queí sistema se trataba.
Solo tuvo que averiguar coí mo desactivarlo durante el lapso de treinta segundos
disponibles despueí s de que se abriera la puerta principal.
Cuando se hizo de noche, los tres hombres rompieron el cristal de la puerta de atraí s y
al cabo de unos segundos ya estaban dentro. Eddie se dirigioí enseguida al panel de
seguridad situado en la parte delantera y lo desactivoí , lo que en ese modelo en
concreto implicaba cogerlo y arrancar de cuajo de la pared todo el viejo trasto, junto
con la líínea telefoí nica. Mason empezoí a registrar los armarios de metal que estaban
cerrados, utilizando una cizalla enorme que habíía traíído. En ninguno encontroí nada.
Eddie se puso a ayudarlo y a revisar las consolas vacíías de las maí quinas expendedoras,
asíí como de los videojuegos. Finn se limitoí a deambular por allíí, angustiaí ndose cada
vez maí s.
—Ya te habíía dicho coí mo tenííamos que haber hecho esto —soltoí justo cuando Mason
movíía las placas del techo y sacaba un fardo de billetes.
Los tres pasaron los siguientes minutos empujando hacia arriba todas las placas del
techo del almaceí n. Al terminar, teníían una bolsa de basura llena de efectivo, maí s de
doce mil doí lares por una noche de trabajo. Una semana si se contaba los preparativos.
Habíían aprendido ciertas lecciones de provecho que les fueron uí tiles en el siguiente
golpe. Y en el de despueí s. El objetivo ideal era asaltar cualquier sitio en el que se
guardase de noche una gran cantidad de dinero en efectivo. Despueí s de cada golpe,
Eddie iba conociendo cada vez maí s detalles sobre los sistemas de alarma. Mason, sobre
las cajas fuertes baratas y acerca de coí mo abrirlas con un taladro.
El uí ltimo robo que llevaron a cabo los tres juntos, anñ os antes de volverse a juntar de
nuevo en el puerto, fue con otra caja fuerte que podíía taladrarse. A esas alturas, Mason
ya no dejaba la organizacioí n en manos de nadie maí s. Sabíía coí mo reconocer los blancos
faí ciles. En este caso, se trataba de una tienda de equipos de muí sica para coches; desde
el mostrador pudo distinguir la caja en la trastienda, un modelo que Nick sabíía que
podíía abrir en diez minutos; casi estaba rogando que alguien lo hiciera.
Mason pasoí una hora observando a los clientes. La mitad llevaba cadenas de oro
colgadas al cuello y todos queríían que sus bugas tuvieran los mayores subwoofers de
la carretera. Entraba mucha pasta en la caja registradora. No, en cambio, demasiados
recibos de tarjetas de creí dito.
Siguioí vigilando el lugar. Empleoí varios díías maí s para conocer las rutinas, para
descubrir cada cuaí ndo metíían el dinero en bolsas y lo llevaban al banco. Eddie se
enteroí de coí mo funcionaba la alarma, y una noche de saí bado entraron forzando la
puerta de atraí s. Eddie desactivoí la alarma, Mason enchufoí su taladro industrial de
punta de diamante, y Finn se quedoí en el escaparate para vigilar la calle.
Nick traspasoí la superficie de la cerradura hasta llegar al mecanismo de leva y
seguidor. Luego empleoí una barra maciza para quitarlo. Abrioí la caja y lo metioí todo en
una bolsa de basura.
Mientras se levantaba, vio que Finn se acercaba. «La poli», anuncioí , aunque su gesto ya
lo habíía dejado claríísimo, por no hablar de los destellos de las luces rojas que de
pronto se reflejaron en el escaparate.
Mason les dijo que se agacharan y que no hicieran ruido. Se acercoí lo bastante al
vestííbulo de la tienda para poder ver a traveí s del escaparate y distinguioí la mitad
posterior de un coche patrulla, que estaba aparcado a cinco metros de la puerta.
—Tenemos que salir de aquíí a toda leche —dijo Eddie detraí s de eí l. Solo habíía otro
camino, el de la puerta de atraí s.
Mason calculoí mentalmente las probabilidades. Salir por detraí s, subir al coche, rodear
el otro lado del edificio, llegar a la calle...
En ese momento sintioí que toda su vida se le escapaba. La alarma se encontraba
desactivada; la caja fuerte, taladrada; el dinero, metido en una bolsa. Esa iba a ser la
redada maí s faí cil del anñ o para aquellos tipos. El uí nico interrogante consistíía en
averiguar queí clase de trato podríían llegar a acordar tres hombres con ciertos
antecedentes aunque nunca fueran condenados por ninguí n delito, y que ahora se
enfrentaban a una acusacioí n de allanamiento y seguramente a un robo de clase 3, en
funcioí n de la cantidad de dinero que hubiera en la bolsa.
—Ya os dije que tendrííamos que haber venido con pistolas —dijo Finn, mientras le
temblaban las manos, con los ojos tan abiertos como los de un yonqui—. ¡Os lo habíía
dicho, conñ o!
A Mason le entraron ganas de darle una bofetada. A pesar de todas sus reglas, Nick
teníía un punto deí bil: Finn, que habíía sido para eí l como un hermano desde que teníía
uso de razoí n. Verlo asíí lo llevoí , no obstante, a replantearse la situacioí n. A lo mejor le
hacíía falta otra norma: la de no trabajar con tipos que se pongan histeí ricos y que
empiecen a hablar de armas cuando se ven reducidos contra la espada y la pared.
Respiroí profundamente y se acercoí a la pequenñ a ventana lateral, desde la que se
divisaba el aparcamiento. Vio la parte delantera del coche patrulla. Despueí s, otro
vehíículo. Una tartana del anñ o de la polca ocupada por cuatro hombres, que habíían
metido en el aparcamiento y estacionado justo delante del coche patrulla.
Aquello era un control de traí fico.
Mason siguioí viendo por la ventana coí mo obligaban a salir a los cuatro pardillos
estudiantes de secundaria, coí mo les pedíían el carneí y les quitaban las botellas de
cerveza mientras alineaban las vacíías en el techo del vehíículo. Al cabo, suspiroí y les
anuncioí a Eddie y a Finn, entre susurros, que despueí s de todo no los iban a arrestar ni
de conñ a.
Pero ahora teníían que esperar para poder salir.
Llamaron a los padres de los estudiantes, que acudieron al lugar de los hechos. Llegoí
otro coche patrulla para echar una mano. Pasaron treinta minutos; los tres hombres
seguíían atrapados en el interior del establecimiento. Luego pasoí una hora. Finn
empezoí a angustiarse otra vez.
En un determinado momento, uno de los patrulleros decidioí acercarse a la tienda y
atisbar el interior a traveí s del escaparate. Proyectoí una sombra alargada que llegaba
hasta el mostrador y la trastienda. Mason, Eddie y Finn contuvieron la respiracioí n y se
cercioraron de no ser vistos. La sombra se marchoí y los vehíículos empezaron a salir
del aparcamiento.
Menos el coche patrulla.
Mason podíía imaginar a los dos polis hablando por radio y pidiendo refuerzos. Pensoí
que, despueí s de tanto esperar, a lo mejor les bastaríía con huir por la puerta trasera y
tratar de alejarse de los agentes.
El coche al fin salioí a la calle y se marchoí .
En cuanto dejaron de verlo, franquearon la puerta trasera y subieron a su coche. Eddie
llevaba la bolsa de basura.
—Vaí monos de aquíí de una vez, joder —dijo Eddie mientras Mason arrancaba el motor
y pisaba el acelerador.
Cuando contaron el dinero al cabo de una hora, resultoí que solo habíía un poco maí s de
nueve mil doí lares. Tres mil por barba. Ni de lejos ascendíía a lo suficiente por todos los
riesgos que habíían corrido.
Habíía llegado la hora de hacer un paroí n. Y despueí s, cuando volvieran a reunirse, tomar
una decisioí n. Actuar a mayor escala o bien dejarlo.
Pero entonces Finn cometioí una estupidez, maí s gorda incluso que las habituales. Llevoí
a una chica a un bar de McKinley Park y se metioí en una pelea con uno de los clientes,
que le soltoí a la joven algo que no debíía. Ya habíía sido un error lo bastante grande salir
con ella de Canaryville, con la cantidad de bares estupendos de los que ya disponíía
Finn en su propio territorio, donde nadie va a llamar a la poli siempre que la pelea sea
justa. Pero en McKinley Park nadie lo conocíía, asíí que, efectivamente, se presentoí un
coche patrulla y Finn acaboí soltaí ndole un punñ etazo al primer agente que le puso la
mano encima. Este salioí contusionado de la refriega y Finn, con dieciocho meses de
condena por agresioí n con agravantes y obstruccioí n a la justicia. Cuando lo soltaron, ni
siquiera se molestoí en volver a Canaryville para no encontrarse con Mason o con
Eddie, sino que se instaloí en Florida.
Aquello parecíía ser otra senñ al. Entonces, Eddie conocioí a Sandra. Mason volvioí con
Gina, y, si quedaba alguna duda en el aire, ella se la resolvioí .
Habíía llegado el momento de irse.
Mason cumplioí treinta anñ os; intentoí sentar la cabeza y no meterse en lííos. Para
entonces, ya estaba casado con Gina. Adriana teníía cuatro anñ os. Finn llevaba varios en
Florida y acababa de volver a Chicago. En su primera noche en la ciudad lo volvieron a
detener. Dos díías despueí s encontroí a Nick Mason.
—Tengo un golpe para nosotros —le dijo.
—Yo ya no me dedico a estas cosas, Finn. Ni de conñ a.
Nick habíía comprado una casa en la calle Cuarenta y tres y se dedicaba a cualquier
ocupacioí n legal que le fuera saliendo al paso. Como mano de obra, en el sector de la
construccioí n, conduciendo una furgoneta de reparto. El mismo tipo de empleos poco
interesantes que teníían todos los habitantes del barrio.
—A míí no me parece que lo hayas dejado. Estaí s maí s ocupado que nunca, madrugas
todas las manñ anas para llevar esa furgoneta.
—A eso se le llama trabajar para ganarse la vida. Deberíías probarlo. Por una vez.
—Deja que te lo explique —insistioí Finn—. Es una oportunidad uí nica y, despueí s, no
tendríías que hacer nada maí s.
—No.
—Cuidas a tu familia. Te compras una casa mejor. Cambias tu vida de arriba abajo.
—He dicho que no.
—Nickie, ¿es que no lo pillas? Seríía pan comido. Medio milloí n de doí lares por un díía de
trabajo.
Eso hizo que Mason se quedara helado.
—Medio milloí n que se divide en cuatro —anñ adioí Finn—. Va a llegar un cargamento al
puerto.
—¿Un cargamento de queí ?
—No lo seí , ni me importa. Esa no es la cuestioí n. La cuestioí n es que alguien necesita a
cuatro hombres que lo descarguen y que despueí s lo lleven en dos camiones a Detroit.
Es lo uí nico que vamos a hacer, y nos llevamos medio milloí n por las molestias. Cogemos
un autobuí s, volvemos a casa y montamos una fiesta de tres pares de cojones.
—¿Quieí nes son los cuatro?
—Tuí , Eddie y yo. Y otro tíío.
—¿Queí otro tíío?
—Uno al que conocíí cuando estaba detenido.
—Un antiguo preso.
—No estuvo preso. No lo llegaron a meter en la caí rcel. Se hallaba en la celda de prisioí n
preventiva cuando me arrestaron de nuevo. A la manñ ana siguiente nos tuvieron que
soltar a los dos. Pero nos pusimos a hablar y me preguntoí si conocíía a otros dos
hombres de confianza.
—La respuesta sigue siendo no —insistioí Mason—. Tengo demasiado que perder.
—Ya lo seí , Nickie. Hazlo por ellos. Por tu familia. Piensa en lo que esa pasta podríía
significar para vosotros.
—Buí scate a otro.
—Reuí nete con eí l, nada maí s —dijo Finn—. Eso no tiene nada de malo. Conoce al tíío y
escucha lo que te cuente. Si no te convence, te vas.
Mason se lo pensoí y anñ adioí :
—Y el tipo, ¿coí mo se llama?
—McManus. Jimmy McManus.
El puto Jimmy McManus. Ese fue el momento. Hacíía cinco anñ os. Mason podríía haberse
desentendido justo entonces. Ni siquiera habríía conocido a aquel tipo. Se habríía
librado de cometer el mayor error de su vida.
No habríía acabado en la caí rcel. Y Finn no habríía terminado dentro de un atauí d barato
de madera de pino.
Mientras atravesaba su antiguo barrio, Mason iba recordando ese díía y otros mil.
Reconocíía cada aí rbol y cada boca de riego. Todas las estrechas parcelas donde las
casas cabíían a duras penas, a escasos centíímetros unas de otras. En aquel sitio todos
vivíían amontonados, no habíía secretos, los desconocidos llamaban la atencioí n
enseguida y eran vigilados hasta que se iban.
Mason avanzoí por una manzana entre los coches que bordeaban ambos lados de la
calle. Vio una senñ al de stop, luego avanzoí junto a otro bloque de edificios. Ya habíía
llegado.
Cinco anñ os despueí s de marcharse de esa casa, Nick Mason habíía vuelto al volante de
un Mustang de 1968 restaurado: un coche maí s caro que cualquiera de los que habíía
robado. Su precio era maí s elevado que la suma de lo que costaban todos los que habíía
tenido. Conñ o, a lo mejor incluso mucho maí s de lo que habíía pagado por aquella casa
cuando auí n vivíía en ella.
Mason se quedoí sentado observando coí mo transcurríía ese díía de verano en su antigua
manzana. Una mujer paseaba un perro. Al otro lado de la calle, una ninñ a montaba en
bicicleta; debíía de tener unos cinco o seis anñ os. Lo hacíía bien. Eso le llevoí a acordarse
de la semana en que Adriana habíía aprendido a montar sin ruedines. Divisoí por la
ventanilla del coche el sitio exacto en que su hija se habíía caíído. «Justo ahíí», pensoí . La
pequenñ a se levantoí y volvioí a caerse en el mismo punto. Despueí s se levantoí de nuevo y
en esa ocasioí n logroí seguir avanzando.
Teníía el fantasma de su vida anterior justo delante de eí l y lo veíía desplegarse a lo largo
de las cuatro estaciones del anñ o. El díía en que colgaban las luces navidenñ as, o cuando
fabricaron un munñ eco de nieve. Ese porche de entrada, casi al mismo nivel que la calle,
que eí l habíía construido con sus propias manos.
Bueno, el porche no formaba parte de su ensonñ acioí n. Antes teníía un tono natural,
ahora lo habíían pintado de un blanco brillante.
La puerta principal de la casa se abrioí . Salioí un hombre al porche. Un desconocido.
Durante unos instantes, Mason estuvo a punto de abrir la puerta del vehíículo y de
encararse con eí l. «¿Queí demonios hace usted en mi casa? ¿Doí nde estaí n mi mujer y mi
hija?».
Pero entonces el hombre llamoí a la ninñ a que montaba en bici. El tipo que habíía
reparado su porche y luego lo habíía pintado. A saber queí otras cosas habríía hecho en
la vivienda. «Pero tiene todo el derecho —se dijo Mason—, porque vive aquíí. Esta es su
casa».
A Nick lo sobresaltaron unos golpecitos repentinos en la ventanilla. Alzoí la vista y vio a
un hombre detraí s de la puerta del copiloto. Mason bajoí la ventanilla con la manivela de
1968, de las de antes. Entonces distinguioí un rostro conocido.
Quintero.
—¿Queí conñ o haces tuí aquíí? —le preguntoí Mason—. ¿Me estaí s siguiendo?
Quintero no contestoí . Le tendioí un papel. Nick lo cogioí y preguntoí :
—Y esto, ¿queí es?
—Lo que estaí s buscando.
Detraí s de ellos, un coche empezoí a tocar el claxon. El Escalade de Quintero estaba
aparcado en doble fila y bloqueaba toda la calle. Este le dirigioí una mirada al conductor
y los bocinazos cesaron. Solo entonces volvioí a su vehíículo. Subioí a eí l y se marchoí .
Mason desdobloí el papel en el que habíía una direccioí n escrita. En Elmhurst,
precisamente.
¿Elmhurst?
Luego distinguioí por el parabrisas las luces de freno del Escalade cuando el coche
redujo la velocidad en una senñ al de stop, y despueí s desaparecioí calle abajo.
«Sabeí is doí nde viven —pensoí —. No deberíía sorprenderme tanto, pero sabeí is doí nde
vive Gina. Sabeí is doí nde vive mi hija».
El hombre que estaba en su porche ahora lo observaba. Mason no podíía culparle por
ello. Un extranñ o en un coche desconocido habíía aparcado en su calle. Luego va un
pandillero y se situí a detraí s de eí l en un Escalade propio de un delincuente, bloqueando
toda la calle. Si Mason hubiera estado en ese mismo porche, ya habríía bajado a la calle
a mantener una pequenñ a charla. «Amigo, ¿te puedo ayudar en algo? ¿Tal vez te has
perdido, colega?».
Mason arrancoí y se alejoí del bordillo. Al llegar a la senñ al de stop, vio que dos chavales
que iban en un coche destartalado reducíían la velocidad en el cruce para fijarse en el
Mustang negro y vintage. Andaríían por los dieciocho o los diecinueve anñ os. Chicos
duros irlandeses, como tantíísimos otros con los que Mason habíía crecido. Como Eddie,
como Finn. Como eí l mismo. Mason notoí que recorríían con la vista las lííneas depuradas
del vehíículo; despueí s alzaron la mirada y se encontraron con la suya.
Sabíía lo que estaban pensando. «Este tíío ha debido de equivocarse al salir de la autovíía
y ha acabado en una calle que no le conviene. “A usted no se le ha perdido nada en esta
calle —le decíían esos ojos—. Este es nuestro barrio. No es su lugar”».
Mientras los observaba, Nick se preguntoí cuaí l de los dos se joderíía la vida tanto como
eí l se habíía jodido la suya. A lo mejor, ambos.
Pisoí el acelerador y se dirigioí a Elmhurst.
5
El agente Frank Sandoval habíía investigado cien brutales homicidios junto a su antiguo
companñ ero Gary Higgins, pero jamaí s habíía visto el miedo dibujado en el rostro de la
vííctima. Ni una sola vez.
Hasta hoy.
Sandoval se habíía dirigido a un pequenñ o lago interior situado al oeste de la localidad
de Kenosha, en Wisconsin, sin saber si habíía llegado al sitio indicado, hasta que se
situoí al lado de la casa que daba al lago, y se encontroí con el viejo Crown Vic aparcado
en la parte de atraí s para no ser visto desde la carretera. El sol ya se estaba poniendo.
Sandoval levantoí la mano para que le hiciera de visera y distinguioí la silueta en el
muelle. Recorrioí raí pidamente el sendero. Era un hombre bajo y recio, de rasgos
latinos, con una mirada oscura y penetrante que captaba los detalles de todo cuanto lo
rodeaba. Se dedicaba al uí nico trabajo del mundo que podíía consumir toda su energíía.
Cuando estuvo lo bastante cerca, la silueta resultoí ser la de un hombre al que habríía
reconocido en cualquier sitio. De cincuenta y muchos anñ os, espaldas anchas y poco
pelo en la cabeza. Uno de los agentes de Homicidios maí s condecorados de la ciudad,
con una lista de detenciones de criminales destacados casi inabarcable.
Sandoval se acordoí de la primera vez en que lo habíía visto: en su primer díía como
agente en el Departamento de Homicidios del AÉ rea Central. El comandante le habíía
asignado como companñ ero a Gary Higgins. Lo primero que este le dijo fue que se
dedicara a mantener la boca cerrada y a observar. «Ten los ojos bien abiertos y fííjate en
míí. Aprende coí mo funciona esto de verdad antes de creer que sabes algo».
El equipo lo componíían seis hombres, dirigidos por un sargento. Sandoval no tardoí
mucho en darse cuenta de que los otros tipos seguíían el ejemplo de Higgins. Era
siempre el primero en cruzar la puerta. Sabíía cuaí ndo presionar a la gente y cuaí ndo dar
un paso atraí s. Sabíía queí preguntas necesitaba hacer y cuaí ndo. Si Higgins no hubiera
sido poli, seguramente habríía sido profesor universitario de Psicologíía.
Trabajaba con ganas. Trabajaba bien. Pero, sobre todo, lo hacíía de forma legal.
Todo lo que Sandoval sabíía de coí mo ser un buen agente de Homicidios, un buen poli, lo
habíía aprendido de Gary Higgins. Pero ahora, mientras miraba el muelle, vio a su
antiguo companñ ero sentado e inmoí vil en una silla plegable, entre los dos uí ltimos
pilotes. El agua estaba lisa y quieta como un espejo. Cuando Sandoval pisoí el muelle,
Higgins se dio la vuelta enseguida. Su gesto de sorpresa se convirtioí en otro de rabia.
—En relacioí n con las respuestas que pensabas obtener mientras veníías aquíí... —le dijo
Higgins—, ya te puedes olvidar de ellas. No te pienso contar nada.
—Gary, tenemos que hablar.
Higgins se levantoí y avanzoí por el muelle en direccioí n a Sandoval. Habíía visto a aquel
hombre semanas antes. ¿Coí mo podíía haber adelgazado tanto? Daba la impresioí n de
que habíía envejecido diez anñ os.
—¿Con quieí n estoy hablando? —preguntoí Higgins mientras cogíía a Sandoval por los
hombros y empezaba a cachearle el cuerpo—. ¿Quieí n maí s estaí escuchando?
—¡Quíítame las manos de encima, conñ o! —dijo Sandoval apartaí ndose—. ¿Crees que iba
a venir con microí fonos ocultos?
Escudrinñ oí el rostro de Higgins. Las arrugas en torno a la boca, las ojeras. A medio
metro de distancia, le olíía el aliento a alcohol.
—Levanta los brazos —le pidioí Higgins.
—Que te den. No llevo microí fono.
—¿Coí mo me has encontrado?
—Recordeí que me habíías hablado de este sitio —respondioí Sandoval—. Sigue a
nombre de tu suegro, asíí que decidíí acercarme por si acaso.
—¿Quieí n maí s sabe que estaí s aquíí?
—Nadie. He venido solo.
—Tendríías que haberte quedado en Chicago, Frank. Es posible que te hayan seguido;
tambieí n, que ahora nos esteí n vigilando.
Sandoval recorrioí el lago vacíío con la mirada. Habíía otras casas a lo largo de la orilla,
pero no se veíía ni un alma.
—¡Por Dios! —soltoí —, ¿se puede saber queí te pasa?
Sandoval observoí a Higgins, mientras esperaba que su antiguo companñ ero volviera a
ser el de antes. El hombre que nunca dejaba de hablar mientras estaban de servicio.
—Trabajamos juntos durante seis anñ os —anñ adioí Sandoval al fin—. Tuí nunca aceptaste
dinero, jamaí s cruzaste la líínea. Seí que no se te olvidan las cosas, asíí que dime a queí
trato llegaste para que Nick Mason saliera de la caí rcel.
—No te voy a contar nada, Frank. Aquíí pierdes el tiempo.
—Treinta anñ os —insistioí Sandoval—. ¡Joder! ¿Esperas que me quede mirando coí mo
los tiras a la basura sin que diga nada? Dame un nombre, deja que empiece a ayudarte.
—No me puedes ayudar.
—Un nombre.
—No puedo.
—Vale, pues te lo doy yo. Darius Cole.
Higgins apartoí la mirada, solo durante una mileí sima de segundo, pero era todo lo que
Sandoval necesitaba ver.
—Vale, veo que vamos llegando a alguí n sitio. Darius Cole, que casualmente estaba en el
mismo pabelloí n que Nick Mason en Terre Haute. Aunque eso tuí ya lo sabíías, ¿no? Y a
Mason, ¿cuaí nto le cayeron?: ¿veinte anñ os antes de la primera vista judicial para
considerar su libertad condicional? Al cabo, dos deí cadas antes de eso ya estaí en la
calle, Gary. ¿Sabes doí nde se encuentra ahora?
Higgins no contestoí .
—En una casa de cinco millones de doí lares, situada en Lincoln Park. A cuyo duenñ o
seguramente conozco. Eso todavíía no lo he investigado, pero no me hace falta, porque
estaraí s al corriente de que tiene una empresa pantalla con la que protege a las demaí s:
una para el restaurante, otra para la casa, y quieí n sabe cuaí ntas otras. Sin embargo, si
sigues el rastro del dinero, todo acaba desembocando en Darius Cole. Asíí que Nick
Mason ha salido de la caí rcel y anda remojaí ndose en un jacuzzi y preparaí ndose para
hacer... ¿queí ? Cole lo sabe. A lo mejor tuí tambieí n. Gary, ha salido para cometer algo
terrible, pero ¿queí ? Sea lo que sea, tambieí n tuí podraí s considerarte responsable. ¿Coí mo
vas a asumir eso?
Higgins lo miroí .
—Matoí a un agente federal, Gary. Y ahora estaí en la calle.
—No nos llegamos a enterar de si la pistola la llevaba eí l.
—Y eso, ¿queí conñ o importa? —repuso Sandoval—. Si estaba presente, hubo delito de
asesinato. ¿Queí maí s da quieí n apretara el gatillo?
Higgins puso la mano en el pecho de Sandoval y lo empujoí hacia atraí s, hacia los pilotes.
Este notoí coí mo la tosca madera se le clavaba en la espalda.
—¿Crees que no soy consciente de ello? —le preguntoí Higgins con su rostro a tan solo
cinco centíímetros de distancia—. ¿De todo? Seí lo que hice, Frank. Lo seí , joder. Todas las
noches debo emborracharme para dormir, para no pegarme un tiro en la cabeza.
—Podemos salir de esta. Juntos.
—No conoces a esos tipos. No sabes de lo que son capaces. ¿Merece la pena que
arriesgues la vida por esto, Frank? ¿La de tu familia? Ese es el peligro que corres si no
te olvidas de esto. Aseguras que quieres respuestas, pero no es asíí. Creí eme, conñ o, es
mejor que no las descubras.
Sandoval habíía presenciado bastante dolor a lo largo de su vida. ¿Cuaí ntas veces habíía
atendido una llamada por homicidio, habíía conocido a la esposa o a los padres, habíía
visto todos los detalles, maí s de los que se le podíía exigir a una persona que
contemplase? Nadie se insensibiliza ante una cosa asíí. Siempre resulta algo nuevo.
Ahora distinguíía lo mismo, esa clase de dolor, en la mirada que su companñ ero clavaba
en eí l.
—Yo me desentiendo —dijo Higgins—. Estoy acabado. A ti no tiene por queí pasarte lo
mismo. Vuelve a Chicago y olvida que me has visto.
Higgins soltoí a su amigo. Se dio la vuelta y regresoí sobre sus pasos al extremo del
muelle.
—No voy a olvidarme del asunto —afirmoí Sandoval dirigieí ndose a la espalda del otro.
Higgins no se inmutoí . Continuoí alejaí ndose.
—Digas lo que digas, Gary, no pienso abandonar.
6
Nick Mason contemplaba la casa en la que estaban su mujer, su hija y otro hombre que,
por lo visto, desempenñ aba el papel de padre y marido.
Estaba en Elmhurst, un barrio residencial situado al oeste de Chicago. Habíía aparcado
en la calle y ahora observaba una gran vivienda de estilo colonial, de un tono beis,
marroí n topo, arena del desierto o lo que pusiera en la punñ etera tapa de la lata de
pintura. Contraventanas negras, molduras blancas. Todo de aspecto perfecto.
Seguramente de unos doscientos ochenta metros cuadrados, con dormitorios grandes.
El tipo de casa que le habríía dado risa cuando eí l buscaba una para comprar. Una
residencia tan ostentosa. Sin embargo, si en esa eí poca alguien le hubiera administrado
el suero de la verdad, habríía terminado confesando su anhelo secreto por vivir en un
lugar semejante. Ver coí mo su hija crecíía en eí l.
El gran jardíín de entrada, en cuesta, lo formaban dos mil metros de ceí sped perfecto. Se
tardaríía una hora en arreglarlo con un cortaceí sped de empuje, pero Mason sabíía que el
tipo aquel tendríía uno de asiento, con un quitanieves que se podíía poner en la parte
delantera durante los frííos inviernos de Chicago.
La puerta del garaje con capacidad para tres coches estaba abierta. En el interior
distinguioí una bicicleta. Tambieí n una porteríía de fuí tbol y un baloí n. En la esquina maí s
lejana de la casa, en el jardíín trasero, asomaban unos columpios. No de metal barato,
sino de cedro, y, al lado, una casita de juegos, en cuyo techo se alzaban unas banderas
verdes y de cuya pared salíía un tobogaí n.
Mason desdobloí el papel y revisoí la direccioí n. No pudo evitar preguntarse si Quintero
habríía acudido allíí en persona. Si se habríía quedado en el Escalade, en el mismo sitio
que eí l, vigilando coí mo la hija de Mason cruzaba el jardíín de entrada. Con los ojos
ocultos tras las gafas de sol, un fantasma sentado tras los cristales tintados de su
enorme vehíículo negro.
Entonces, como si lo hubiera invocado con su imaginacioí n, vio que el susodicho coche
pasaba de largo por su lado. Quintero lo habíía seguido hasta allíí. El Escalade no se
detuvo, siguioí avanzando por las calles tranquilas de Elmhurst y, despueí s, desaparecioí
tras un giro a la izquierda en la siguiente esquina.
Mason se agarroí con maí s fuerza al volante. Cerroí los ojos unos instantes. Se dijo que
todo aquello era un error. Que todos los motivos por los que habíía salido de la caí rcel,
por los que habíía firmado ese contrato invisible con Darius Cole, estaban quedando
hechos anñ icos ante eí l en aquel preciso momento.
Esperoí a que el corazoí n le latiera con menor fuerza. Entonces salioí del Mustang y
recorrioí a pie el camino que llevaba hasta la casa. Se acercoí a la puerta de entrada y se
detuvo delante de ella por unos instantes. A continuacioí n, tocoí el timbre. Sonaron
cuatro notas en alguí n lugar de las profundidades de la casa.
Cuando la conocioí , ella se llamaba Gina Sullivan. Teníía el pelo de color rubio oscuro y
los ojos verdes. En esa eí poca eran apenas unos ninñ os. Gina, de dieciocho anñ os, acababa
de terminar el instituto. Nick, de diecinueve, ya pasaba solo la mayor parte del tiempo,
a veces dormíía en casa de Eddie, otras en la de Finn. A menudo, donde lo pillara el
momento.
Hubo una fiesta a la que todos fueron, a la que habíía acudido una docena de chicas, y
esta en concreto. La joven Gina le preguntoí al joven Nick que a queí se dedicaba; ya
adivinaba que no formaba parte de ninguna asociacioí n de estudiantes universitarios
como la Sigma Phi Epsilon. Mason le contoí que se dedicaba a robar coches. Ella creyoí
que lo decíía en broma, asíí que eí l le pidioí que eligiera uno, pues eí l se lo robaríía. Ella lo
hizo, y eí l tambieí n. Acabaron en el asiento de atraí s al cabo de unas horas. Poco despueí s,
Gina le confesoí que el coche que habíía sustraíído era el de su padre.
Ese invierno, ella se marchoí para ingresar en la Universidad de Purdue. Cuando volvioí ,
lo retomaron justo donde lo habíían dejado. Ella volvioí a irse al otonñ o siguiente, pero
solo aguantoí un semestre; regresoí al hogar familiar, ubicado en el extremo
septentrional de Canaryville. Despueí s de que la echaran de casa, estuvo una
temporada viviendo con unos parientes y, en medio de todo aquello, rompioí con Nick;
maí s tarde volvieron; a continuacioí n lo dejaron de nuevo. EÉ l ya habíía superado la etapa
del robo de coches y habíía ido tirando a base de dar golpes de altos vuelos. Nick
escribioí sus reglas, toda una serie de ellas, que fue perfeccionando mediante la
experiencia y al ir aprendiendo de los errores de Finn.
Gina le impuso una norma. La uí nica que necesitaba de eí l. «Una vida conmigo dentro de
la legalidad, o la que quieras llevar sin míí».
Nick eligioí la vida al lado de Gina Sullivan. Porque no habíía nadie maí s en el mundo que
lo conmoviera como esa mujer. Nadie podíía hacerlo maí s feliz. Nadie conseguíía
enloquecerlo maí s. Incluso mientras Mason trataba de sentar la cabeza, de ser un tíío
normal y trabajador. Es posible que ya entonces hubiera entre ellos maí s locura que
normalidad la mayor parte del tiempo.
Pero cuando la cosa iba bien..., era una puta pasada.
Se casaron. Se compraron la casa de la calle Cuarenta y tres. Tuvieron una hija. Nick
cumplioí su promesa.
Hasta que llegoí el golpe del puerto.
Cinco anñ os y un mes despueí s, Nick estaba ante la puerta de Gina, esperando a que
alguien la abriera. Empezoí a pensar que no habíía nadie en casa.
Entonces se abrioí y ella lo escudrinñ oí desde el interior.
Gina no habíía cambiado realmente. El mismo cabello rubio oscuro, aunque se lo
hubiera cortado en una peluqueríía cara. Los mismos ojos verdes. Mason detectoí en
ellos un destello de reconocimiento durante un segundo. Esa antigua llama que con
tanta intensidad habíía ardido entre ambos. Pero luego se apagoí con la misma rapidez.
—¿Se puede saber queí estaí s haciendo aquíí?
Ella salioí al porche y recorrioí la calle con la mirada, como si los vecinos hubieran salido
al jardíín y los estuvieran observando.
Mason tendríía siete u ocho preguntas que plantearle; no sabíía muy bien por cuaí l
empezar.
—Deberíías estar en la caí rcel —anñ adioí Gina. En cuanto la mencionoí , se tapoí la boca—.
¡Dios míío, te has escapado! ¿Y luego vienes precisamente aquíí?
—No —dijo Mason acercaí ndole una mano.
—Aleí jate de míí —le pidioí ella, mientras daba un paso atraí s.
—No me he escapado —intentoí explicar eí l—. ¡Escuí chame, joder! Salíí ayer.
—Eso es imposible. Tienes una condena de veinte anñ os por lo menos.
—Han anulado mi sentencia y me han tenido que soltar. Te lo juro, Gina. Es la verdad.
Nick la iba observando mientras hablaba. Le miraba los movimientos de la boca.
Praí cticamente le notaba el calor del cuerpo. Quiso agarrarla, abrazarla.
Por Dios, queí ganas teníía de hacerlo.
—Eso no te lo crees ni tuí , Nick. Nadie me ha contado que fueran a dejarte en libertad.
—No teníían por queí hacerlo. No me han concedido la condicional. Salíí de allíí como
hombre libre. Me aseguraron que, si alguna persona necesitaba saber lo ocurrido, que
dependíía de míí contaí rselo o no.
—Entonces ¿a míí por queí no me lo has dicho?
—Aquíí estoy. Ahora ya lo sabes.
Ella apartoí la vista mientras se frotaba la frente y anñ adioí :
—No lo entiendo. Un segundo, a ver. Esto no estaí pasando. Es imposible que hayan
anulado tu condena.
—Ya no tengo antecedentes —afirmoí Nick—. Es como si nunca hubiera pasado nada.
Incluso tengo una carta de disculpa del fiscal. ¿La quieres ver?
Ella volvioí a clavar la mirada en eí l.
—Nick, si esto es cierto de veras...
—Tuí no viniste. Ni una sola vez.
—Nick...
«Cinco anñ os —pensoí —. He tardado cinco putos anñ os en decíírselo».
A un recluso de Terre Haute le permiten siete visitas al mes. Le conceden trescientos
minutos para hablar por teleí fono. Es decir: de unas cuatrocientas veinte visitas
posibles, Gina no habíía aprovechado ni una sola. De los dieciocho mil minutos posibles,
ninguno.
Mason habíía intentado llamarla. Le habíía escrito. A ella no le habríía costado tanto
acercarse en coche. Traerle a Adriana, pasar un rato juntos en la sala de visitas. Dejar
que eí l les viera la cara, decirles algunas palabras.
Por lo menos, una llamada raí pida. Cinco putos minutos.
Para eí l habríía sido muy importante. Pero eso no llegoí a suceder.
—Ni una sola vez, Gina. Ni visitas, ni llamadas, ni cartas. Nada de nada. Como si yo ya
no existiera.
—Hice lo que me parecíía que teníía que hacer, Nick. Por Adriana.
—¿Doí nde estaí ?
—En un ensayo. Con Brad.
Mason se detuvo mentalmente en el nombre unos segundos. Brad. Bradley. No sabíía
cuaí l de los dos sonaba peor.
—¿Y estaí is...?
—Síí, nos casamos.
Mason notoí que esas palabras lo dejaban noqueado. Sabíía que Gina se habíía divorciado
de eí l. El uí nico contacto mantenido con ella (maí s bien, a traveí s de su abogado) fue el
momento en que le habíían llegado los documentos, cuando Nick tuvo que firmarlos
desde su celda en la caí rcel.
«Pero ahora —se dijo— ella vive en este edificio. Y se ha vuelto a casar, coí mo no.
Acudioí ante un juez y pronuncioí aquellas palabras y ahora vive aquíí con su nuevo
marido y se acuesta con eí l todas las putas noches».
Por alguí n motivo, esa situacioí n no se habíía vuelto real hasta ese instante. Cuando ella
le soltoí aquello.
«Cole teníía que saberlo —pensoí —. Cerroí el acuerdo conmigo mientras sabíía que yo
trataríía de recuperar esta parte de mi vida. Algo que nunca iba a conseguir».
—Vale —dijo Mason midiendo las palabras—, asíí que mi hija estaí en un ensayo con tu
nuevo marido, Brad. Pero un ensayo, ¿de queí ?
—Nick...
—¿Cuaí ndo va a volver?
—¿Por queí me lo preguntas?
—Porque quiero verla.
—Escuí chame —le espetoí ella—. Piensa en lo que me estaí s pidiendo. Por favor, Nick,
reflexiona sobre ello. Tu hija atraviesa un buen momento. Va a un colegio estupendo.
Tiene una vida maravillosa. La que los dos querííamos que llevase, ¿no te acuerdas? Ya
la ha conseguido. Y ¿vas a venir tuí ahora, recieí n salido de la caí rcel, a estropear todo
eso?
—Uno no elige a sus padres, Gina. Yo soy el suyo. Y no me voy a ir hasta que la haya
visto.
—Y ¿coí mo crees que va a funcionar exactamente la cosa? ¿Vas a venir de visita todos
los fines de semana? ¿A hacer barbacoas con nosotros en el jardíín de atraí s? ¿Tienes
pensado acompanñ arnos a las reuniones de padres y alumnos? ¿O tal vez a las jornadas
de orientacioí n laboral? «Hola, este es mi padre. Te va a contar coí mo se roba un coche».
¿Crees que asíí va a ir la cosa, Nick?
Mason la estuvo escuchando mientras se conteníía, tratando de no perder los nervios.
Sabíía que montar una escena tremenda no iba a servir de nada. Pero ella todavíía era
capaz de sacarlo de quicio, por Dios.
—No me la trajiste para que la viera. A mi propia hija. Ni una sola vez en cinco anñ os.
—Porque rompiste tu promesa —contestoí ella en voz baja, casi entre susurros—.
Porque eres un delincuente y siempre lo seraí s. Diga lo que diga tu documento.
Calloí brevemente para enjugarse las laí grimas.
—Aposteí por ti —anñ adioí —. Aposteí por ti todo lo que teníía. Y mira lo que conseguíí a
cambio. Lo mejor que puedes hacer por míí, y por tu hija, es no acercarte a nosotras.
Le dolioí oíír eso. Notoí que a ella tambieí n le dolíía decirlo. Nick tratoí de que se le
ocurriera una reí plica en ese momento, algo para convencerla de que se equivocaba de
medio a medio. De que eí l era inocente de verdad, de que ni siquiera tendríía que haber
acabado en la caí rcel. Pero la verdad era que otro hombre habíía logrado que su condena
se esfumase, y, sin eí l, Mason auí n seguiríía encarcelado.
Asíí que no habíía nada que Mason pudiera decirle. Ni una sola palabra.
Gina lloraba. Ya ni siquiera podíía mirarlo.
Ella extendioí un brazo para tocarle el pecho. Solo un roce. Un segundo. Todos los anñ os
que habíían pasado juntos, las peleas, las reconciliaciones, cuando se sentaban en el
porche por la noche... Todos aquellos anñ os en que habíían tratado de construir una vida.
Despueí s de todo eso, aquel roce era lo uí nico que ella podíía darle.
Gina se apartoí de eí l, volvioí a entrar en la casa y cerroí la puerta.
7
Darius Cole habíía nacido en las calles de Englewood. En los barrios residenciales
heredas riqueza. En Englewood, en funcioí n de la manzana en la que vivas, y en queí
lado de la calle, heredas los colores de una banda. Con trece anñ os, eí l ya ocupaba una
esquina. Corríía la deí cada de 1970, cuando en la ciudad se producíían mil homicidios al
anñ o.
Un díía, al joven Darius le entregaron una bolsa de dinero. Le dijeron que habíía que
lavarlo. Que si faltaba un doí lar, se enteraríían al cabo de dos minutos. Y que eí l estaríía
muerto al cabo de tres.
Llevoí el dinero donde se iba a realizar la operacioí n de lavado (que resultoí ser en un
autoservicio de lavanderíía, precisamente), y fue ahíí donde conocioí a un hombre que
ocupaba una pequenñ a oficina al fondo del local: se trataba de uno de entre varios
negocios en los que se pagaba en efectivo y que el hombre teníía repartidos por toda la
ciudad. Lavanderíías, tuí neles de lavado de coches, restaurantes. Cualquier sitio por el
que pasaran muchos billetes, incluso calderilla. El tipo cogíía el dinero que le
entregaban personajes como Darius Cole, lo mezclaba con el efectivo que se obteníía en
el negocio y, como si aquello fuera un truco de magia, lograba que saliera de allíí limpio.
Un hombre de la lavanderíía le contoí a Cole que ese truco se lo habíía inventado Al
Capone en Chicago, en la eí poca de la Ley Seca. Despueí s, Cole supo quieí n era Meyer
Lansky, el cabecilla criminal y genio de los nuí meros que era muchíísimo maí s inteligente
que Capone. Lansky financiaba el Sindicato Nacional del Crimen, teníía delegaciones en
todos los casinos, de Las Vegas a Londres, y transferíía cada doí lar que ganaba a su
cuenta de banco personal en Suiza. No habíía pasado ni un solo díía en la caí rcel.
Cole no queríía limitarse a ser otro maí s de los chavales que operaba en una esquina.
Queríía ser el Meyer Lansky negro. Se habíía cansado de los drogadictos, de los tiroteos
en las calles. Si te dedicas a lavar dinero, tuí mismo acabas limpio. Llevas traje, como un
hombre de negocios de verdad. Queí conñ o, es que eres un hombre de negocios de
verdad.
Con veinte anñ os, Cole ya teníía una participacioí n minoritaria en varios restaurantes. En
peluqueríías masculinas. En tuí neles de lavado. Incluso en algunos autoservicios de
lavanderíía. En cualquier negocio en que se manejase efectivo con una contabilidad
muy escasa, Cole queríía estar presente. Mezclaba el dinero de la droga con lo recogido
en la caja registradora y lo ingresaba todo como si aquello fueran ingresos legíítimos.
Durante esa eí poca se hizo muy poco de notar. Nada de ostentaciones. Pagaba a los
agentes federales para que no lo incluyeran en los archivos. El FBI, la DEA, la ATF,
Hacienda, incluso la Interpol. Cole logroí mantenerse invisible.
Comproí maí s negocios por todo el paíís. Mejores restaurantes, locales nocturnos. Si el
camarero aceptaba un billete de cien doí lares sin pestanñ ear, Cole le pedíía conocer al
duenñ o.
Aquello se le daba tan bien que empezoí a gestionar el dinero de otras personas. No de
bandas rivales, desde luego. Hay lííneas que no se cruzan. Pero habíía otras muchas
actividades delictivas cuyo dinero necesitaba lavarse. A eí l no le poníía nervioso
obtenerlo de hombres blancos trajeados y luego devolveí rselo casi todo. De hecho,
aprovechoí la oportunidad para aprender todo lo posible sobre esas operaciones, todos
los detalles, hasta que pudiera asumir el control desde dentro, como un soldado griego
en un caballo de Troya, y eliminar a todo aquel que se interpusiera en su camino.
Cuando llegoí a los treinta anñ os, Cole habíía adquirido mayor inteligencia y un poder
auí n mayor. Expandioí el negocio al extranjero, primero a las islas Caimaí n, despueí s a
Meí xico, Brasil, Rusia, Bielorrusia: cualquier paíís en el que hubiera leyes bancarias poco
exigentes. No dejaba de mover el dinero, en cantidades cada vez mayores, a una
velocidad cada vez maí s elevada, primero en cuantíías pequenñ as para evitar sospechas,
pero de cien pasoí despueí s a mil, recurriendo a cuentas a nombre de otras personas.
Personas en las que podíía confiar. Que sabíían cuaí l era el castigo si lo traicionaban. El
dinero iba pasando de una cuenta opaca a otra, de Cracovia a Ríío y despueí s a Yakarta,
para despueí s volver a Chicago.
Cuando el momento fue propicio, volvioí a dedicarse al narcotraí fico, pero con
inteligencia, al por mayor. Ya existíía una líínea directa entre los caí rteles mexicanos y
Chicago; Cole se hizo cargo de ella y les hizo la vida maí s faí cil a los mexicanos al darles
un uí nico contacto con el que trabajar. Luego les pasaba el producto a los traficantes
importantes, que lo movíían por todo el Medio Oeste. Por eso, en vez de tener mil
clientes, contaba con veinte o treinta, todos ellos hombres de confianza. Asíí gestionaba
el riesgo y maximizaba los ingresos. Despueí s iba traspasando ese dinero a negocios
cada vez maí s legales.
Contratoí a los mejores contables. A los mejores abogados. Y pagaba a los polis maí s
corruptos. Su negocio se convirtioí en un imperio.
La mayoríía de los agentes de la ley sabe coí mo seguir a un delincuente. Pero a
poquíísimos de ellos se les da bien seguir el rastro del dinero. Cole siempre fue un paso
por delante, hasta que al fin lo atraparon por culpa de un caso federal basado en la Ley
RICO. Llevaba en Terre Haute desde entonces.
Aquella era una historia que Mason no esperaba oíír. Ni tampoco que se la contase el
propio Darius Cole. Jamaí s pensoí que fuese a visitar por segunda vez el moí dulo de
seguridad. Ni que la tercera visita la haríía para quedarse.
Aquel díía fueron a buscarlo los mismos hombres. Mason hizo caso omiso de sus
miradas y los siguioí hacia el exterior de la celda. Mientras avanzaba, con cada uno de
ellos a ambos lados, tuvo tiempo de replantearse la situacioí n. La primera conversacioí n
teníía que haber sido todo un eí xito; de lo contrario, no se habríía producido una
segunda. Pero ¿queí queríía Cole de eí l realmente? Si pretendíía que se lo cargasen, eso ya
habríía podido suceder. En el patio o en la cantina. No era necesario llevar al tipo en
cuestioí n hasta tu celda.
Cuando llegoí , Cole estaba sentado ante la mesa daí ndole la espalda. Se dio la vuelta y
dirigioí a Mason un ademaí n de cabeza. Llevaba las mismas gafas sin montura de vista
cansada que le daban el aspecto de un bibliotecario de la caí rcel.
—¿Por queí he vuelto? —preguntoí Mason.
Cole giroí la silla y se quitoí las gafas. Ya no parecíía un bibliotecario.
—Has vuelto —contestoí — porque posees algo de lo que quiero conocer maí s detalles.
—Senñ or Cole...
—Me he informado sobre ti. Tengo algunas preguntas.
Cole extendioí el brazo hacia atraí s y cogioí una carpeta de la mesa. Cuando la abrioí , Nick
distinguioí su foto policial de cuatro anñ os antes en la primera paí gina. Aquello era su
historial delictivo.
—Usted puede acceder a los ordenadores —dijo Mason—, y cuenta con microí fonos
por todas partes. ¿Hay algo que los guardias no le concedan?
—Procedes de Canaryville —anñ adioí Cole, mientras se volvíía a poner las gafas y
empezaba a pasar las paí ginas—. «Padre desconocido».
Mason no reaccionoí a esas palabras. No le gustaba ver coí mo aquel hombre leíía su
carpeta, pero tambieí n pensoí que seguramente era un buen momento para mantener la
boca cerrada.
—Una forma complicada de empezar en la vida —prosiguioí Cole—. A veces no
aprendes a ser un hombre hasta que resulta demasiado tarde. Has estado trabajando
en las calles durante maí s de quince anñ os, pero no has pasado maí s de una noche entre
rejas.
Mason observoí coí mo Cole volvíía a la primera paí gina.
—«Posesioí n de vehíículo robado» —prosiguioí mientras leíía el papel—. Tenemos a unos
cuantos de esos por aquíí. ¿Trabajabas en un taller? ¿Por tu cuenta? ¿Coí mo lo hacíías?
—Con quien me pagase. Me iba moviendo.
—¿«Posesioí n de herramientas de robo»? Mira por doí nde, ampliaste el negocio. Pero
tambieí n te retiraron esta acusacioí n. Siempre te libras de todo.
Cole siguioí leyendo el archivo.
—A veces trabajas solo —comentoí mientras pasaba a la paí gina siguiente—. A veces, en
grupo. Por toda la ciudad. En algunas ocasiones, con meí todos agresivos. En otras, algo
maí s solapados.
Volvioí a la primera hoja.
—Treinta anñ os sin que te pillen. Pero entonces va y lo haces y no solo te pillan, sino que
te cae una gorda. Hay hombres que lo llevaríían mucho peor.
—Esto empieza a parecer una entrevista de trabajo —replicoí Mason.
—Eso es justo lo que es.
Los dos hombres se miraron a los ojos. Cole esperoí a que el otro dijera algo.
—Lo sobrelleveí —adujo Mason—. No teníía otra eleccioí n.
—Nick, siempre hay otra eleccioí n. Incluso aquíí, siempre puedes elegir. Por ejemplo,
cuando quise conocerte.
—Oiga, si vamos a empezar con lo mismo...
—¿Coí mo es que no los delataste? Te enfrentas a una pena de entre veinticinco anñ os y
cadena perpetua. Mucho tiempo en una caí rcel federal, Nick. Pero no contaste nada.
Se produjo un largo silencio, que finalmente se rompioí cuando dos reclusos pasaron
por el pasillo, por delante de la celda de Cole. La conversacioí n terminoí en seco cuando
esos hombres vieron el gesto de los guardaespaldas, y ambos se alejaron con rapidez.
—A uno de tus hombres lo mataron esa noche —prosiguioí Cole, fijaí ndose de nuevo en
los documentos—. Finn O’Malley. ¿Era amigo tuyo?
—Síí.
—Los otros dos se escaparon. ¿Tambieí n amigos tuyos?
—Uno, síí. El otro era gilipollas.
—Pero no delataste a ninguno de los dos.
—Si hubiera incriminado al gilipollas, eí l habríía hecho lo mismo con mi amigo. Yo iba a
acabar aquíí en cualquier caso. Hiciera lo que hiciera.
—Teníías mujer —observoí Cole fijaí ndose de nuevo en el papel—. Y una hija.
—Me voy.
—No quieres hablar de ellas. Este no es su sitio, ¿eh? —Cole se inclinoí y escudrinñ oí
largo rato el rostro de Mason—. ¿Queí pasa cuando vienen a verte?
Nick apartoí la mirada sin contestar. Cole revisoí de nuevo los documentos y encontroí
algo interesante en una de las uí ltimas paí ginas.
—Ah, no vienen. Nunca. Por eso no hablas de ellas. Es una regla que has creado, o algo
asíí. Para no volverte loco.
Mason miroí a Cole de hito en hito. Allíí dentro nunca le habíía comentado a nadie lo de
sus reglas. Era una parte esencial de eí l que nadie maí s habíía visto.
—Eso es, Nick. Sabes de lo que hablo. ¿Quieres conocer una de las míías?
Mason no contestoí .
—A míí me impusieron dos cadenas perpetuas. Pero solo porque coma y duerma aquíí,
¿quiere eso decir que tambieí n vivo aquíí? Ni de conñ a. Sigo en Chicago, que es mi sitio.
Casi todos los tííos a los que les digo esto creen que estoy loco. Pero a lo mejor tuí síí me
entiendes.
Mason contemploí a un guardaespaldas, despueí s al otro, mientras se preguntaba si
teníían que escuchar esas chorradas todos los díías.
—Es un estado mental —anñ adioí Cole daí ndose unos golpecitos en la sien con el dedo
ííndice—. Si lo piensas bien, solo es un problema de geografíía.
«Un problema de geografíía —pensoí Nick—. El tíío ha soltado eso en serio».
—Esa es una de mis reglas —continuoí Cole. Cogioí la carpeta y la volvioí a abrir—. Ya
conozco un par de las tuyas. No vendas a tus amigos. Ten las cosas separadas. No
olvides a tu familia. Empiezo a distinguir una imagen.
—Le hablan de míí. Ahora lee un dosier. ¿Y cree que ya me conoce?
—Quiero conocer lo que no estaí en estos documentos.
—Cumplo mi condena —dijo Mason—. Voy a lo míío. No hago putadas a los demaí s y
ellos no me las hacen a míí. No necesito amigos aquíí dentro. Cuando tienes uno, el
enemigo de ese hombre pasa a ser el tuyo. Eso no me hace falta.
Cole lo escuchoí atentamente, asintiendo lentamente con la cabeza.
—Eso no quiere decir que no cuide de otras personas —anñ adioí Mason—. Yo miro por
ellas, ellas por míí. Asíí es como sobrevives. Pero no les debo nada. Y en esta caí rcel no
soy de nadie, senñ or Cole. Y, aunque vea que aquíí tiene usted mucho poder y que me
puede traer aquíí a rastras siempre que quiera, tampoco voy a ser suyo. No tengo amo.
Cole siguioí observaí ndolo y asintiendo.
—No siempre tienes por queí vivir asíí —aseguroí al fin—. La gente de mi barrio, cuando
tiene un problema, no llama al nuí mero de Emergencias. Me llama a míí. Yo soy la
policíía, los bomberos, el juez.
—Muy bien, pero eso pasa en su barrio. No en el míío.
Al oíír esas palabras, Cole esbozoí una sonrisa.
—¿Cuaí nto llevas aquíí dentro, Nick?
—Ya ha visto la carpeta. Cuatro anñ os.
—Ya has cumplido cuatro, con suerte te quedan veintiuno. Asíí que tenemos tiempo
para conocernos. Mis hombres te ayudaraí n a guardar tus cosas.
—¿Coí mo?
—Te vienes al moí dulo de alta seguridad, Nick. Comida mejor, equipos mejores... Esto te
gustaraí .
—¿Y si digo que no?
—Ya estaí hecho —dijo Cole.
8
Mason salioí de Elmhurst y con el Mustang entroí a toda velocidad por North Avenue,
conduciendo como un hombre sin una familia por la que vivir.
Se pasoí todos los semaí foros en aí mbar, fue girando el volante sin tener ni idea de
adoí nde iba. Al fin se detuvo en un bar de una calle que no conocíía. En una parte del
West Side que nunca habíía visto hasta entonces. Era un edificio de hormigoí n, con
cuadrados de cristal rodeando las esquinas. Ninguí n cartel. Ninguí n nombre. Un sitio
anoí nimo para los clientes habituales de la zona, que conocíían al camarero y tambieí n se
conocíían entre ellos. Mason abrioí la puerta y entroí en la oscuridad, mientras notaba el
chorro fríío del aire acondicionado.
Se dirigioí a la barra, depositoí un billete de veinte y le dijo al hombre que empezara a
ponerle una copa tras otra. Otro tipo bebíía en el extremo opuesto de la barra. Y otros
dos, en uno de los reservados. Sobre el mostrador habíía un televisor con el sonido
apagado. Enfrente, media docena de carteles de cerveza retroiluminados brillaba en las
paredes.
Mason se echoí al coleto el primer trago de whisky barato sin ni siquiera paladearlo. Le
quemoí mientras le bajaba por la garganta. Bebioí el segundo antes de relajarse y
respirar profundamente.
—¿Queí esperabas? —dijo lo bastante fuerte para que el hombre del otro lado de la
barra alzara la vista y lo mirara—. ¿Queí creíías que iba a pasar de veras?
Mason cogioí el tercer vaso y lo sopesoí en la mano. Miroí el whisky aguado de baja
calidad y se lo bebioí de un trago.
Nick se acordoí de todos los tipos que habíía conocido en la caí rcel, de hombres que
llevaban ahíí dentro una parte importante de sus vidas. Oíía coí mo hablaban entre ellos,
de coí mo iba a ser la vida cuando salieran, de que ahíí fuera les esperaba una mujer, su
antigua novia del instituto, la tíía que en aquella eí poca estaba maí s buena. Iban a salir,
pensaban buscarla, divertirse una temporada y, luego, sentar la cabeza. Esas cosas:
casarse, formar una familia. Recuperar el tiempo perdido. Creaban una imagen entera
mientras estaban tumbados en sus celdas por la noche, con la vista fija en el techo.
Mason tambieí n oíía coí mo comentaban el asunto mientras comíían, en los turnos de
trabajo, siempre que contaban con unos minutos y con un oyente comprensivo, y eí l
pensaba que algunos de aquellos pobres cabrones de ahíí dentro no teníían la menor
idea de coí mo funcionaba de veras la vida. ¿La chica esa del instituto? Seguramente se
habríía casado y ya tendríía tres hijos. O algo mucho peor, en funcioí n del barrio. Igual
estaba muerta y enterrada. O, a lo mejor, en una caí rcel de mujeres. En todo caso, lo que
era evidente es que esa chica no se iba a acordar de alguí n novio del instituto, joder, al
que habíían encerrado tantos anñ os antes. Hala, pues vete a buscarla, colega, suponiendo
que siga viva. A ver queí tal sale el reencuentro de marras.
Pero Mason se veíía ahora obligado a replantearse si sus expectativas no seríían en el
fondo muy distintas. A lo mejor solo habíían pasado cinco anñ os, pero ¿acaso salíía mejor
parado? Lo de haberse casado y haber tenido una hija, al final, no importaba una
mierda. La Tierra continuí a girando y todo el mundo sigue con su vida.
Todo el mundo te olvida.
«Ni siquiera la veo —pensoí —. Ni siquiera seí el aspecto que ahora tiene mi hija».
—Vuelve a ponerme unos cuantos —le pidioí al camarero.
—Espero que no esteí conduciendo.
—Igual tendríía alguí n problema si me estuvieras poniendo alcohol de verdad.
—En serio, amigo...
—No soy tu amigo —le espetoí Mason.
Ya estaba calibrando mentalmente la situacioí n: dos tipos detraí s de eí l, otro a la
izquierda, este payaso delante. Si todos queríían meterse en lííos con eí l a la vez, la cosa
podíía ponerse interesante.
—Igual deberíías irte —le propuso el camarero—. Aquíí no queremos problemas.
Mason recordoí lo que le habíía dicho Quintero sobre lo que pasaríía si se metíía en un
apuro. Ni siquiera habíían transcurrido veinticuatro horas.
Nick esperoí unos instantes. Luego se levantoí y se marchoí .
Se quedoí en la acera unos segundos, cegado por el sol poniente. El mundo volvioí a
cobrar nitidez y se dirigioí al aparcamiento. Subioí al Mustang, lo arrancoí , dio marcha
atraí s y asomoí con eí l a la bocacalle. Un hombre que andaba cerca eligioí ese momento
para detenerse justo delante del vehíículo, tapaí ndole la salida. Iba vestido de negro, de
pies a cabeza, con la camisa lo bastante ajustada para que se le marcaran los bííceps.
Llevaba unas cadenas de oro al cuello y gafas de sol de cristal de espejo, de las que
lleva un chulo, lo que remataba su imagen.
—Muy bien, ya basta de pavonearse —dijo Mason en voz alta, sin molestarse en bajar
la ventanilla—. Ya te he visto, ahora quita de en medio, conñ o.
El hombre no se movioí . Mason aumentoí las revoluciones del motor mientras anñ adíía:
—Te pienso atropellar, en serio. Hoy no es el mejor díía para tocarme los huevos.
Al fin, el tipo se hizo a un lado. Mientras salíía disparado a toda pastilla del
aparcamiento, Mason alzoí la mirada y vio que el hombre se quitaba las gafas de sol; le
vio el rostro durante una mileí sima de segundo. Labios carnosos, nariz torcida, una
coronilla algo calva pero, por alguí n motivo, con el resto del pelo recogido en una coleta.
Sus miradas se cruzaron. Un fogonazo de reconocimiento.
Mason ya habíía recorrido cien metros cuando cayoí en la cuenta. Era Jimmy McManus.
Dio marcha atraí s con el Mustang negro para regresar al mismo aparcamiento. Llegoí
incluso a bajarse del coche y a entrar en el bar, con la esperanza de que McManus fuera
cliente habitual.
El camarero se puso a gritarle algo en cuanto accedioí de nuevo al local, pero Nick no
oyoí nada de lo que le decíía. Recorrioí la sala con la mirada en busca de McManus.
No estaba.
Mason volvioí al coche y cruzoí la ciudad. Al menos, ver a ese hombre habíía sido un
toque de atencioí n. No teníía tiempo para autocompadecerse. Le aguardaban problemas
maí s importantes.
No iba a recuperar a Gina. Eso debíía aceptarlo. Incluso ver a su hija podíía resultar
mucho maí s complicado de lo que jamaí s hubiera imaginado. Aun asíí, habíía muchas
cosas por las que luchar. Teníía una misioí n que cumplir, debíía estar preparado para
cuando sonase el teleí fono, aunque no supiera en absoluto lo que pasaríía despueí s.
Sacoí el moí vil y lo dejoí en el asiento de al lado. «Ni siquiera seí coí mo suena el tono de
llamada», pensoí .
A la manñ ana siguiente lo descubriríía.
9
La buí squeda emprendida por el agente Sandoval para encontrar a Nick Mason lo habíía
conducido a una de las calles maí s caras de Chicago. Aparcoí a varios portales de
distancia de la casa y comproboí de nuevo la direccioí n. «Lincoln Park West, hay que
joderse —pensoí —. Con el parque justo al otro lado de la calle. Los jardines, el
invernadero, el zoo. Una vista estupenda del lago Michigan. Aquíí es. Aquíí es donde vive
ahora Nick Mason».
Sandoval recordaba la uí ltima direccioí n de Mason. Maí s bien, la uí ltima antes de que
ingresase en la caí rcel de Terre Haute. Era un cuchitril en mitad de Canaryville, una de
esas casas que construyen muy pegadas unas a otras, casi sin espacio para caminar
entre ellas. La calle Cuarenta y tres, si la memoria no le fallaba. La habíía visto unos díías
despueí s de aquella noche en el puerto. En aquel entonces formaba pareja con Higgins
desde hacíía poco, y todavíía le estaba pillando el punto. Higgins se encontraba en el
punto aí lgido de su carrera, tras concluir con eí xito una serie de redadas que habríía
vuelto engreíídos a casi todos los agentes. Pero eí l asimilaba bien sus triunfos, con la
dosis justa de confianza para creer que podríía resolver cualquier asesinato de la
ciudad. Por eso habíían acabado encargaí ndose del caso de Sean Wright. Un «caso
candente», con una orden judicial procedente de la oficina del comisario. Habíían
matado a un agente federal. Teníían que resolverlo, y hacerlo raí pido.
Empezaron por el uí nico sospechoso muerto, un hombre de Canaryville llamado Finn
O’Malley. A Sandoval le parecioí un nombre perfecto para un tipo de esa parte de la
ciudad. O’Malley teníía muchos antecedentes por incidentes menores, algunas
detenciones por temas maí s graves que no habíían llegado a ninguí n sitio, hasta que
acaboí pasando dieciocho meses en chirona por un asalto con agravantes. Acudieron a
su uí ltimo domicilio conocido e hicieron algunas preguntas. No consiguieron nada.
Sandoval estaba dispuesto a tomaí rselo como algo personal; todos los locales cerraban
filas para enfrentarse a eí l. Pero Higgins no perdioí la calma, lo llevoí a rastras a la
comisaríía y pasaron un díía entero revisando viejos registros de detenciones. Si no
encontraban a ninguí n compinche conocido que tambieí n hubiera pasado por la caí rcel,
al menos podríían dar con algunos hombres que hubieran sido detenidos junto con
O’Malley en otra ocasioí n anterior, aunque al fin todos hubieran quedado libres.
Asíí fue como descubrieron dos nombres maí s: Eddie Callahan y Nick Mason. Los habíían
arrestado juntos y luego los habíían soltado, en dos ocasiones distintas, con varios anñ os
de diferencia. Se trataba de una relacioí n duradera.
Sandoval y Higgins salieron a buscar a ambos hombres. Los hallaron en Canaryville: a
Eddie Callahan en el apartamento de su prometida, a Nick Mason en la casa que
compartíía con su mujer y su hija pequenñ a. Los dos negaron cualquier participacioí n en
el golpe del puerto. Los dos afirmaron que llevaban anñ os sin delinquir. Los dos
reconocieron que habíían visto a Finn O’Malley en el bar de Murphy la noche de marras,
pero que este se habíía marchado de allíí mucho antes de que Callahan y Mason se
fueran a sus casas.
Los agentes comprobaron la historia en el bar. El camarero que trabajaba esa noche
confirmoí que O’Malley habíía estado allíí, que se habíía ido temprano y que Callahan y
Mason se habíían quedado.
—¿Confíías en ese tipo? —le preguntoí Sandoval a Higgins mientras volvíían al coche—.
¿Quieí n es el tíío que matoí a Lincoln? ¿John Wilkes Booth? Si hubiera sido de
Canaryville, el abuelo de este camarero habríía jurado que Booth se habíía pasado la
noche en el bar. Que jamaí s se acercoí a aquel teatro.
—Vaya comparacioí n se te ha ocurrido.
—Pero ¿me equivoco?
—No, no te equivocas.
Al díía siguiente, encontraron un coche robado en un aparcamiento que quedaba a un
kiloí metro y medio, en la misma calle. Analizaron la sangre y vieron que coincidíía con la
de Finn O’Malley.
—Alguien acaboí con esa sangre en su casa —dijo Higgins.
—Solo han pasado unos díías —anñ adioí Sandoval—. Si cualquiera de esos dos estuvo en
su coche esa noche...
Higgins miroí a su companñ ero. Ambos sabíían queí iba a suceder a continuacioí n. Se
consiguioí las oí rdenes de registro. Se incautaron los coches. En el de Mason, acabaron
hallando rastros de la sangre de Finn O’Malley en el reposabrazos derecho del asiento
del conductor. El vehíículo de Callahan estaba limpio.
Cuando detuvieron a Mason, Sandoval y Higgins se quedaron un rato en la sala de
interrogatorios. Higgins ya le habíía pedido a Sandoval que hablase eí l. Intuíía que Mason
no les iba a contar nada especial a ninguno de los dos, pero al menos Sandoval era de
su misma edad, por lo que quizaí s este tuviera mayores posibilidades.
Sandoval no dejoí de escudrinñ ar a Mason, esperando a que la tensioí n fuera en aumento.
La mayoríía de los hombres no tarda en llegar a ese punto. Solo hay que sentarse a
esperar y dejar que el otro se deí cuenta de que la situacioí n es real.
«Estoy encerrado en una sala con dos polis —suele pensar el tipo—. Eso solo puede
explicarse de una manera. Me han pillado».
Pero Sandoval auí n no reconocíía esa actitud en Mason. Las senñ ales que uno busca. La
forma en que los ojos empiezan a moverse con rapidez. En direccioí n a la puerta.
Cuando los tipos comienzan a pensar en queí decir para lograr salir de ese cuarto. «Me
da igual adoí nde me lleven, solo quiero salir de aquíí, conñ o».
Las manos que se entrelazan. El hombre que se protege de forma instintiva. Que se va
haciendo un ovillo.
O las piernas, que empiezan a temblar por debajo de la mesa. Toda esa tensioí n debe
salir por alguí n sitio. Pero no, en este tipo no. No les iba a dar nada.
Auí n no.
—Eres de Canaryville —comentoí Sandoval finalmente, rompiendo el silencio—. ¿Ibas a
Saint Gabriel?
Mason no contestoí .
—Seguro que tambieí n eres hincha de los Sox. Yo vengo de Avondale, he sido hincha de
los Cubs toda la vida.
Mason se quedoí contemplando un punto en la pared, por detraí s de ellos.
—¿Fuiste al Instituto Tilden? Nosotros jugaí bamos ahíí al baloncesto.
Nick siguioí con la vista clavada en la pared.
—Hemos visto la casa que tienes en la calle Cuarenta y tres. ¿La has reformado mucho?
En la míía, siempre soy yo quien se encarga de pintarla.
El agente auí n vivíía con su mujer e hijos en esa eí poca, y era cierto que de la pintura
siempre se ocupaba eí l. En eso no mentíía.
—Pasa una cosa —anñ adioí Sandoval—. Procuro ser limpio, pero al pintar, todo se pone
hecho un puto desastre, la verdad. Tu casa, ¿la pintas tuí ?
Mason siguioí callado.
—Cuando termino —anñ adioí Sandoval— estoy embadurnado de arriba abajo. Por la
cabeza, por el pelo. La cara. Asíí que voy al fregadero, me lavo y creo que me he
quedado limpíísimo. Hasta que mi mujer me ve y me suelta: «Eh, lumbreras, eso de ahíí,
¿queí es?». Y me senñ ala los codos.
Sandoval se levantoí y se acercoí al lado de la mesa en que estaba Mason. Se inclinoí y le
mostroí el codo derecho.
—Aquíí mismo —prosiguioí —. Yo no lo veo cuando me estoy limpiando. Lo entiendes,
¿no? Siempre se me olvida, Nick. Joder, siempre. A estas alturas ya deberíía acordarme.
«Laí vate los codos, Frank». Y si soy lo bastante tonto para subir al coche a continuacioí n,
¿queí pasa entonces?
Sandoval bajoí el hombro como si lo apoyara en un reposabrazos.
—Si es de piel, cabe la posibilidad de que pueda quitarla. Pero mis asientos no son de
piel, Nick. No me lo puedo permitir. Son de tela.
Ahora se acercoí mucho. A escasos centíímetros del oíído de Mason.
—A ti te pasa lo mismo —anñ adioí .
Trataron de convencer a Mason para que delatase a Eddie Callahan; sabíían que este
habíía participado. Confirmarlo no seríía maí s que una formalidad. Tambieí n intentaron
que Mason les revelase la identidad del cuarto hombre. Le aseguraron que todo seríía
mucho maí s faí cil si cooperaba. De lo contrario, el fiscal pediríía la pena maí xima. Habíía
muerto un agente de la DEA, con lo que andaban buscando sangre. Mason no deberíía
asumir todo aquello eí l solo.
Pero Mason no abrioí la boca.
Aunque la detencioí n la llevaron a cabo Sandoval y Higgins, los federales acabaron
asumiendo el caso porque el agente fallecido era de la DEA. A ambos les dio igual. Lo
que importaba era que a Nick Mason le habíían caíído entre veinticinco anñ os y cadena
perpetua, y que acaboí en Terre Haute.
Pero en ese momento, cinco anñ os despueí s, ¡al cabo de sesenta putos meses!, el agente
Sandoval estaba en su coche esperando a que apareciera Nick Mason, un hombre que
uí nicamente estaba libre porque su antiguo companñ ero le habíía asegurado a un juez
que habíía cogido una muestra de sangre del escenario del crimen, se la habíía llevado,
la habíía tenido encima durante horas, ¡horas!, y que despueí s habíía encontrado el modo
de ponerla en el coche de Nick Mason.
Asíí habíía quedado escrito. Esa era la puta versioí n oficial. Y la vida de su companñ ero
habíía quedado destrozada.
Notoí que el moí vil le vibraba en el bolsillo. Lo sacoí y leyoí el texto. Era de la mujer de
Sean Wright, Elizabeth, viuda de un agente federal muerto y madre soltera que trataba
de criar sola a dos hijos, que le preguntaba si las dos familias todavíía iban a juntarse
ese fin de semana.
Sandoval contestoí con otro mensaje. «Síí, me apetece mucho». Lo cual era cierto. Era su
uí nica ocasioí n de ver a sus hijos en aquella semana. La uí nica posibilidad de fingir que el
trabajo no le exigíía sacrificar todo lo demaí s en su vida.
Le echoí otro vistazo a la nueva direccioí n de Nick Mason. Luego se alejoí con el coche.
10
Cuando la llamada que Mason temíía finalmente se produjo, supo que su vida jamaí s
volveríía a ser la misma. Lo que no sabíía exactamente era queí le teníía preparado Darius
Cole.
El sol empezaba a salir cuando Nick dejoí el coche en Columbus Drive y se dirigioí a
Grant Park. Nunca habíía visto tan vacíío aquel lugar.
Distinguioí a Quintero, que estaba en el lado de la fuente maí s proí ximo al lago. Por
detraí s de eí l se extendíía Lake Shore Drive y, maí s allaí , un sinfíín de veleros cubiertos con
lonas y anclados en el agua abierta. El espigoí n formaba una líínea recta por la parte
trasera de las embarcaciones y, al fondo, se alzaba el rumor del lago Michigan, que
desaparecíía en medio de la neblina de la manñ ana. El sol naciente empezaba a atisbarse
y pintaba la ciudad con brillantes matices de azul y oro.
Mason titubeoí unos instantes mientras divisaba esos edificios, cuyos reflejos eran tan
intensos que por su culpa le dolíían los ojos. Recordoí la manñ ana en que Gina y eí l
volvieron de su luna de miel en Las Vegas, en un vuelo nocturno que circundoí la ciudad
y que entroí por el este, justo cuando el sol se alzaba por detraí s de ellos. Gina ocupaba
el asiento de ventanilla y agarroí con fuerza el brazo de Nick mientras el avioí n
descendíía. EÉ l supuso que era por el miedo que solíía sentir en esos casos, pero ella le
pidioí con un ademaí n que mirase por la ventanilla. EÉ l pegoí su cara contra la de ella y vio
que la ciudad de Chicago quedaba completamente tapada por las nubes de la manñ ana,
pero que, de alguí n modo, el reflejo seguíía distinguieí ndose perfectamente en la
superficie del lago.
Era una visioí n asombrosa, la imagen de esa ciudad al reveí s que ambos conocíían tan
bien, en la que habíían intentado construir juntos una vida auteí ntica. Hacíía tanto
tiempo de ello, o eso le parecíía, aunque apenas hubiera transcurrido una deí cada desde
entonces. Ahora Mason caminaba por la orilla del mismo lago, con la misma ciudad a la
espalda, que resplandecíía con los mismos colores, y, sin embargo, todo lo demaí s habíía
cambiado para siempre.
Era su vida lo que estaba al reveí s.
A medida que fue acercaí ndose, pudo apreciar que esa manñ ana Quintero llevaba una
sudadera negra. No se le veíía ninguí n tatuaje. Unas gafas de sol le tapaban los ojos. Miroí
el reloj.
—Habíía dicho a las cinco y media —protestoí .
—En el míío pone que son y treinta y dos.
—Eso no es y media.
Mason contemploí los barcos y preguntoí :
—¿Cuaí l de esos es el de Cole?
—¿Queí tal si aplicamos una regla? No pronuncies su nombre en voz alta mientras
estemos en la calle.
—Vale —contestoí Mason—. Se me dan bien las reglas.
—Los dos sabemos de quieí n hablamos. Acostuí mbrate, y no la cagues en un momento
importante.
—Hablando de costumbres —anñ adioí Mason—, ¿cuaí nto tiempo vas a dedicar a
seguirme?
—Sabíía que ibas a ir en busca de tu exmujer e hija.
—Vamos a dejar esto muy clarito. Mi exmujer y mi hija no tienen nada que ver en todo
esto. Nada de nada. Para ti, ni existen.
—El asunto no funciona asíí, Mason. Accediste a cumplir con este trato. ¿Ahora crees
que vas a imponer tuí las reglas? Si es necesario, me instalareí en su cuarto de invitados,
conñ o.
Mason se quedoí inmoí vil unos instantes, mirando al hombre de pies a cabeza. Entonces,
Quintero le tendioí la llave de un motel, con un llavero de los de antes. El nombre y la
direccioí n del establecimiento aparecíían inscritos en uno de los lados, junto al nuí mero
de habitacioí n: 102. Por el otro podíía leerse la advertencia de que si alguien dejaba la
llave en un buzoí n de correos cualquiera, el destinatario pagaríía el importe.
—La habitacioí n estaraí vacíía —le anuncioí Quintero—. Te diriges allíí y aparcas delante
de ella. En ninguí n otro sitio. Llega a las once y media de la noche. Ni antes, ni despueí s.
Entras; ahíí mismo, en el primer cajoí n de la mesita de noche, encontraraí s todo lo que te
hace falta. Luego te vas al otro lado y subes a la habitacioí n 215. Ahíí estaraí tu hombre.
Llaí mame cuando hayas terminado.
Mason tardoí unos instantes en asimilarlo.
—Terminar ¿el queí ? —preguntoí .
—De ayudarle a que haga la maleta, ya te digo. Pero ¿a queí conñ o crees que te dedicas?
«Es cierto —pensoí Mason—. He cerrado el trato. No especifiqueí ninguna excepcioí n. No
dije en su momento que hubiera cosas que no estaba dispuesto a hacer».
Me limiteí a decir que síí.
Mason se dio la vuelta para contemplar su ciudad una vez maí s. Luego miroí de nuevo al
hombre que le estaba ordenando que hiciera lo uí nico que pensaba que nunca llegaríía a
hacer.
—Y ¿por queí no te ocupas tuí ? —inquirioí Nick—. Algo me dice que para ti no seríía la
primera vez.
—No lo hago porque no me corresponde a míí, sino a ti. Vamos a ver si eres capaz de
gestionar ciertas situaciones.
Mason se quedoí observando la llave. El sol seguíía traspasando la neblina de la manñ ana,
haciendo que el cristal de los edificios brillara con una intensidad cada vez mayor.
Aquel díía iba a ser caluroso.
—Es algo que no he hecho —anuncioí Mason al fin— en toda mi vida.
Quintero lo miroí de arriba abajo. Sacudioí la cabeza; en la cara casi asomaba una
sonrisa.
—No seas mamoí n. Seí que estaí s aquíí por algo. Cole no comete errores. Asíí que maí s te
vale irte preparando, cuate.1
Mason se guardoí la llave en el bolsillo y se alejoí .
—La primera vez es una putada —le dijo Quintero desde atraí s—. Luego se vuelve faí cil.
11
Ante un sargento de los SSI, los Servicios Secretos de Inteligencia, asesinado cuarenta y
ocho horas despueí s de que hubieran excarcelado a Nick Mason, el agente Frank
Sandoval creyoí oportuno echarle un vistazo al escenario del crimen.
Mientras se metíía por debajo de la cinta policial, un oficial de uniforme avanzoí para
detenerlo. Sandoval le mostroí su estrella y el otro se hizo a un lado para que pasara.
Subioí las escaleras, recorrioí el pasillo exterior y llegoí a la habitacioí n 215. Lo primero
que vio fue la sangre en las paredes. Despueí s, el cadaí ver en el suelo. Entroí en el cuarto
y se fijoí en el orificio de salida por la espalda del hombre. Una bala entra limpiamente,
pero despueí s topa con resistencia. Se aplana, su velocidad disminuye, desgarra el
tejido que se encuentra por delante como una maí quina quitanieves. De modo que
cuando sale, ya no es un proyectil perfecto. Es una maldita bala de mosquetoí n.
Dirigioí la vista al techo, en donde habíía maí s sangre que empezaba a gotear sobre la
cama.
Le echoí un vistazo al banñ o. Contoí tres toallas, todas limpias. Sandoval sabíía que
seguramente antes hubo una cuarta.
Volvioí al dormitorio y salioí de nuevo al balcoí n. Ya era maí s de medianoche. Por debajo
distinguioí una furgoneta de los servicios informativos que se habíía adelantado a las
otras cadenas, y media docena de coches patrulla, cuyas luces azules y rojas se
reflejaban en todas las superficies. Detraí s del aparcamiento solo habíía oscuridad y
calles vacíías.
Otro vehíículo entroí en el aparcamiento. Un Audi negro. Observoí coí mo el conductor
salíía y pasaba por delante de los uniformes, que no hicieron ninguí n ademaí n por
frenarlo. Al cabo de unos segundos, lo oyoí en las escaleras, y despueí s vio que avanzaba
por el pasillo, con actitud eneí rgica. Era un hombre alto, de rasgos marcados, pelo muy
corto y tan rubio que casi parecíía blanco. Sus ojos eran paí lidos, de un matiz gris
metaí lico. Sandoval solo lo conocíía de nombre. Se trataba del comisario Bloome,
miembro fundador de los SSI, uno de los tipos que pudo verse detraí s del alcalde
cuando anunciaron una nueva e importante iniciativa dentro de la lucha contra las
drogas que se libraba en Chicago.
Cuando formaron este equipo, en una primera etapa lo habíían llamado «Seccioí n de
Investigaciones Especiales: la SIE». Un cuerpo de eí lite integrado por los mejores
agentes de narcoí ticos de la ciudad, elegidos personalmente por el comisario. Les
asignaron una planta propia en Homan Square, junto con sus propios fiscales y
empleados, cuanto quisieran. Su aí mbito de jurisdiccioí n era toda la ciudad de Chicago.
Podíían ir donde se les antojara, hablar con quien desearan en cualquier momento,
asumir cualquier investigacioí n. En una ciudad atestada de droga, las maí s altas
instancias les habíían entregado un cheque en blanco con vistas a que hiciesen lo que
fuera necesario para detener a los traficantes. Ellos no teníían casos. Teníían objetivos.
Se distinguíían del resto de polis del cuerpo. A un miembro de los SSI se le reconocíía a
tres manzanas de distancia; siempre iban con traje oscuro de corte perfecto, muy bien
planchado. Zapatos de piel caros. Podíía elegir cualquier coche confiscado durante una
redada por drogas, asíí que siempre conducíía el mejor. Nada que ver con el Ford Fusion
de la seccioí n de Homicidios que llevaba Sandoval.
Tras dos anñ os de operaciones, empezaron a circular rumores sobre estos tipos.
Incautaciones ilegales, hombres poco importantes que sufríían atracos y palizas en las
calles. Nada que pudiera quitarle el suenñ o a nadie, pues estaban arrestando a gente
todos los díías, logrando cifras altas con las que un poli de Homicidios solo podíía sonñ ar.
La tasa de delincuencia bajoí . El alcalde parecíía satisfecho. Los mandamases, tambieí n.
Por tanto, se hizo caso omiso de estos rumores, y todos los agentes uniformados (como
los que estaban en el aparcamiento cuando dejaron pasar a Bloome con un simple
gesto de la cabeza, en ademaí n afirmativo) les doraban la pííldora a lo bestia a los
Servicios Secretos de Inteligencia, porque todos los polis de Chicago queríían formar
parte de dicho departamento. Eran estrellas. Celebridades policiales.
Bloome pasoí junto a Sandoval sin siquiera mirarlo. Entroí en la habitacioí n. Sandoval se
quedoí esperando. Al cabo de un minuto, el otro volvioí a salir y se apoyoí en la
barandilla mientras aspiraba el aire de la noche. Entonces, al fin alzoí la vista y vio que
Sandoval estaba ahíí.
—Y tuí , ¿quieí n eres?
—El agente Sandoval. Departamento de Homicidios del AÉ rea Central. Tengo una
pregunta para ti.
—¿Para míí?
—Tuí eres de los Servicios Secretos; Jameson tambieí n lo era.
—Vaya, menudo investigador estaí s hecho —replicoí Bloome—. ¿A quieí n le comiste la
polla para llegar a ser agente?
—¿Por queí estaba aquíí solo ese hombre?
Bloome apartoí los brazos de la barandilla, se enderezoí y dijo:
—Un tíío con el que he colaborado veinte putos anñ os estaí ahíí muerto en el suelo. Un
amigo. Asíí que no estoy de humor para contestar a tus gilipolleces.
—¿Ves alguna maleta? No iba a alojarse aquíí. ¿Queí iba a hacer, verse con alguí n
confidente?
—Da igual lo que estuviera haciendo, conñ o —le espetoí Bloome—; alguien le ha pegado
un tiro. Este caso lo asumimos nosotros, por cierto, asíí que puedes largarte.
—Míío nunca ha sido —contestoí Sandoval—. Ryan estaí abajo, lo ha asumido eí l.
Bloome sopesoí esta idea unos instantes y preguntoí :
—Entonces, tuí , ¿queí conñ o haces aquíí? Hay un poli muerto tumbado en el suelo. ¿No
respetas nada?
—Yo estoy investigando otra cosa, pero he creíído que estaba relacionada.
—¿Relacionada con queí ? —preguntoí Bloome—. Pero ¿queí conñ o te pasa? ¿Vosotros
dejaí is que cualquiera que cruce la calle se meta en el escenario de un crimen que es
vuestro?
Se detuvo y se fijoí de nuevo en la estrella de Sandoval.
—Un segundo —anñ adioí —. ¿Eres Sandoval? ¿El companñ ero de Gary Higgins?
Este asintioí con la cabeza.
El otro lo miroí de arriba abajo.
—Mira, agente, esto es lo que vamos a hacer. Vas a desaparecer de aquíí echando leches
y no te voy a volver a ver el careto nunca. En ninguí n escenario de un crimen. En ninguí n
otro sitio que tenga que ver conmigo, con mis hombres, con el servicio secreto. No te
acerques jamaí s, conñ o, para que los polis de verdad puedan hacer su trabajo.
Sandoval movioí la cabeza y contestoí :
—Esa es una opcioí n. La otra, que te diga que te vayas a tomar por culo, y seguir
haciendo mi trabajo.
Sandoval se dio la vuelta y echoí a andar por el pasillo. Al llegar al aparcamiento, miroí
el balcoí n desde abajo y vio que Bloome lo observaba. Despueí s, cruzoí por delante del
resplandor de las luces de las caí maras de los informativos, se metioí en su coche y se
alejoí .
15
Dos horas despueí s de haber cometido su primer crimen, Nick Mason buscaba
desesperadamente un motivo que lo justificase.
Teníía que ver a su hija.
Se dirigioí a la misma casa, aquella en la que Adriana se despertaba todas las manñ anas.
A la que volvíía del colegio, donde hacíía los deberes, delante de la cual jugaba. Donde
dormíía. ¿Seguíía teniendo pesadillas? Con cuatro anñ os, las sufríía dos o tres veces por
semana. ¿Cuaí ntas tuvo cuando se llevaron a su padre?
Nick se quitoí las gafas de sol y torcioí el retrovisor para mirarse. El aranñ azo de encima
del ojo izquierdo seguíía siendo de un rojo rabioso, auí n estaban hinchadas ambas
mejillas, y los cardenales iban adquiriendo todas las tonalidades de negro, azul y verde,
incluso un poco de amarillo. Mason ya habíía participado en diversas peleas, maí s de las
que pudiera recordar, perdiendo algunas cuantas. Pero llevaba mucho tiempo sin
ofrecer un aspecto tan lamentable.
Cuando Diana lo vio esa manñ ana, le habíía preparado otra bolsa de hielo, y se quedoí
unos instantes delante de eí l, escudrinñ aí ndolo.
—A ver si lo adivino —dijo al fin casi con una sonrisa—; el otro tipo estaí mucho peor,
¿verdad?
—Síí, algo asíí.
La forma en que Nick pronuncioí esas palabras hizo que ella dejara de sonreíír.
—No anñ adas nada maí s.
Le dio ibuprofeno para la hinchazoí n; luego se marchoí al trabajo. Mason subioí a su
nuevo Camaro y se dirigioí a Elmhurst; cada vez era maí s obvio que la casa estaba vacíía.
Volvioí a colocar en su sitio el retrovisor y arrancoí el motor.
Mientras se marchaba, asocioí mentalmente un par de datos. Gina le habíía contado que
Adriana y su marido estaban en un entrenamiento. Tambieí n recordoí haber visto una
porteríía de fuí tbol dentro del garaje. Ese díía de julio era saí bado por la manñ ana. A lo
mejor, tocaba partido.
Ya habíía visto un instituto durante el trayecto, asíí que volvioí hacia atraí s y buscoí las
instalaciones de fuí tbol, pero solo vio las de americano y, en cualquier caso, el lugar
estaba desierto. Subioí un par de manzanas y encontroí el Elmhurst College, y en eí l un
campo con algunos jugadores, pero todos eran mayores. Pasoí otros minutos dando
vueltas en coche y estaba a punto de desistir cuando distinguioí la pegatina de un baloí n
en la parte posterior de una furgoneta. La siguioí en direccioí n al sur, hasta que llegaron
a Oak Park y a un aparcamiento enorme con media docena de ninñ os, todos maí s o
menos de la edad de Adriana y con ropa deportiva, formando un grupo compacto.
Mason bajoí del coche y echoí a andar hacia los campos. Habíía tres, por los que corríían
unos veintitantos chavales, en partidos con jugadores de ambos sexos; unos cien
adultos estaban de pie y alrededor de ellos, vieí ndolos y animaí ndolos. O solo hablando
entre síí, disfrutando del díía de verano. Mientras Nick observaba coí mo los chicos
perseguíían el baloí n, se preguntoí cuaí l seríía el períímetro del primer campo.
No estaba seguro de que fuera a reconocer a su hija inmediatamente. No al cabo de
cinco anñ os. Maí s de la mitad de la vida de la pequenñ a. Siguioí escrutando un rostro
infantil tras otro.
Entonces distinguioí a Gina.
Se encontraba en el otro extremo del campo al lado de una mujer, solo siguiendo a
medias el partido. Al otro lado, unas gradas bajas parecíían medio llenas de
espectadores. Mason estaba a punto de sentarse, pero se detuvo.
«Tengo todo el derecho de estar aquíí —pensoí —, diga lo que diga Gina». Aunque a lo
mejor era preferible que no lo vieran.
Dio varios pasos hacia atraí s hasta que quedoí apoyado en la valla de la cancha de
softball. Con las gafas de sol puestas, casi resultaba invisible, pero aun asíí podíía
abarcar bien con la vista todo el campo.
Siguioí recorriendo las bandas con la mirada. No vio a ninguí n hombre cerca de ella. O el
marido era de los que trabajan los saí bados, o uno de los entrenadores.
Nick se fijoí en dos hombres que estaban en el lado maí s cercano, junto a los ninñ os que
auí n no participaban en el partido. Uno de ellos parecíía demasiado mayor. El otro iba
bronceado y el polo le quedaba ajustado, como un hombre que come bien y que se
cuida. Ese debíía de ser el dichoso Brad.
Mason se fijoí de nuevo en los ninñ os del campo. Para eso habíía ido, no para contemplar
a su exmujer ni a su triunfador y nuevo marido, que todas las manñ anas se hace unos
largos en el club. Acababa de empezar a fijarse en los futbolistas cuando una ninñ a del
centro del campo volvioí el cuerpo hacia donde estaba eí l.
Era ella.
Su hija. Adriana.
«Nueve anñ os —pensoí —. Maldita sea, míírala. Es una versioí n en pequenñ o de su madre».
El mismo pelo rubio oscuro, la misma constitucioí n. Alta y delgada, con un gesto muy
serio de determinacioí n. Y era raí pida, ademaí s. Lograba regatear a casi todos los chicos.
Recordoí el díía en que habíía nacido. Cuando llevoí a toda prisa a Gina al hospital de la
calle Cincuenta y uno; despueí s, cuando esperoí a su lado dieciocho horas hasta que
aparecioí Adriana.
O el díía en que la llevaron a casa. La habitacioí n que Mason le habíía preparado,
pintaí ndola de verde, el pacto al que habíían llegado cuando Gina se opuso al rosa.
Las primeras Navidades en casa. El aí rbol en la esquina. La primera vez en que ella lo
habíía mirado. Observado de veras. La primera vez en que habíía dicho «papaí ».
O cuando se le acercoí desde el otro lado de la sala, con los brazos extendidos.
Nick notoí un nudo en el pecho. Ese era justo el momento que habíía estado esperando,
poder verla al fin de nuevo, al cabo de cinco anñ os.
Llevaba sesenta meses sin ver a su hija. Maí s de cuarenta mil horas.
Pero no podíía hablar con ella. No podíía explicarle las cosas. Auí n no.
Un chico intentoí quitarle el baloí n y la derriboí . Mason ya estaba echaí ndose hacia
delante, como si fuera a acercarse, a hacer algo al respecto, cuando el aí rbitro tocoí el
silbato y le concedioí un saque de esquina al equipo de la ninñ a.
—¡Sigue adelante, Aid!
Eso lo gritoí el entrenador, que seguramente era Brad. La llamaba «Aid». Nick ya odiaba
todo lo relacionado con aquel tipo.
Vio coí mo su hija jugaba durante la media hora siguiente. Solo apartoí la mirada de ella
en las pocas ocasiones en que se fijoí en Gina, cuando vio que hablaba con su amiga,
prestaí ndole apenas atencioí n al milagro que se estaba desarrollando en el campo. Esa
ninñ a de nueve anñ os que habíían creado juntos y que era mucho maí s veloz, mucho maí s
elegante, que todos los otros jugadores.
En un determinado momento, la pelota cruzoí la líínea para quedar en el lado en que
estaba eí l. Adriana se acercoí a recogerla y dio la impresioí n de que lo miraba
directamente. Todavíía habíía maí s de veinte metros entre ellos, pero eí l estuvo a punto
de levantar la mano para saludar. Entonces ella cogioí el baloí n y lo devolvioí al campo.
Cuando quedaba poco para el fin del partido, Nick echoí a andar en direccioí n al coche.
Pasoí junto a un papel pegado en el otro extremo de la verja. El calendario de la liga.
Habíía partido todos los mieí rcoles y los saí bados.
Ya se habíía metido en el vehíículo antes de que el resto de ninñ os y padres empezara a
llegar a raudales al aparcamiento. EÉ l se quedoí en el Camaro observando, mientras su
exmujer y el entrenador, que sin ninguí n geí nero de duda se confirmoí como Brad,
entraban en su SUV de la marca Volvo. Adriana los iba siguiendo y subioí al asiento
posterior. Mason se quedoí miraí ndolos mientras desaparecíían. Viendo coí mo volvíían a
su casa perfecta, a su vida perfecta.
Permanecioí allíí varios minutos, pensando en lo que habíía hecho la noche anterior. Se
dijo que no podíía ser solo por un momento asíí, por esa uí nica ocasioí n de ver a su hija
unos instantes. Para despueí s quedarse viendo coí mo se iba a la casa de otro hombre.
«Jameson eligioí su destino —pensoí —. Yo he elegido el míío. Ahora no debo mezclar las
cosas. Esa parte de mi vida tiene que estar lo maí s separada posible de ella. Debo seguir
haciendo mi trabajo. Seguir viviendo para experimentar momentos como este. Porque
ahora mismo es lo uí nico de lo que dispongo.
»Es probable que alguí n díía tenga maí s. Mucho maí s. Sea lo que sea lo que deba hacer
para llegar a ese punto, es lo que quiero. Una vida de verdad con mi hija. Puede que
entonces, quizaí , merezca completamente la pena el precio que he pagado».
16
Cinco anñ os en la caí rcel le habíían dejado a Nick Mason mirada de preso: cierto modo de
contemplar el mundo, la forma en que tu cerebro reptiliano vigila todos los
movimientos, todos los cambios, para detectar peligros. El lenguaje corporal de un
hombre que se te acerca por el pasillo. O el modo en que te sigue con la mirada en el
patio. Despueí s de cierto tiempo, ni siquiera piensas en ello, forma parte de tu estado
normal de consciencia. De tu supervivencia.
Habíía visto a Sandoval sentado en su coche media hora antes, en la acera opuesta a la
de la casa. Luego lo volvioí a distinguir en el aparcamiento del restaurante; sabíía que
cruzaríía esa puerta. Nick escogioí una mesa al fondo, se colocoí de cara a la puerta de
entrada y pidioí una Goose Island.
Echoí un vistazo al local mientras esperaba; era el restaurante en el que trabajaba
oficialmente. Antes habíía sido un bar ilegal, despueí s lo habíían desmontado y
reconstruido, dejando el ladrillo visto en una pared. La estanteríía de vinos ocupaba
otra; todo era un contraste entre lo viejo y lo nuevo: los suelos de cerezo natural frente
a las placas metaí licas, de tono apagado, de la barra. Habíía un alto techo catedralicio,
con luces que colgaban de largos cables trenzados. Tapiceríía de terciopelo rojo en las
sillas y en los reservados, manteles blancos y velas de decoracioí n. Las ventanas daban
a Rush Street, y sus farolas empezaban a encenderse.
Mason sabíía que ese restaurante debíía de ofrecer un aspecto completamente distinto a
la hora de la comida, con corredores de la bolsa de Chicago y ejecutivos de los bancos
del centro que habíían cruzado el puente DuSable para sentarse a esas mesas,
dispuestos a utilizar las tarjetas de creí dito de la empresa sin pensar jamaí s en el precio.
Ahora mismo, sin embargo, parecíía que habíía parejas que celebraban ocasiones
especiales y algunos turistas que habíían salido a divertirse esa noche, quizaí despueí s
de ver alguna obra en uno de los teatros cercanos. A pocas manzanas habíía una docena
de hoteles de categoríía alta. Seguramente el Antonia’s ocupara una de las primeras
posiciones en la lista de lugares recomendados por los porteros.
La cocina daba directamente al comedor, asíí que Mason alcanzoí a ver las mesas donde
se preparaba los alimentos, los fogones, los hornos y la sala de congelacioí n. Los
camareros y los chefs se movíían al uníísono, en una especie de coreografíía perfecta.
Entonces, al fin, en el centro de todo, atisboí el rostro de Diana, de esa mujer que tan
reservada e independiente parecíía en la casa. En cambio, en la cocina estaba mucho
maí s suelta, llevaba completamente el control y dirigíía todo cuanto sucedíía a su
alrededor.
A Mason le llegoí el olor de los filetes que se preparaba en la parrilla. Volvioí a consultar
el menuí , vio que teníían cuatro formas distintas de hacer los entrecots, tras pasar por
un proceso de maduracioí n de entre veintiocho y setenta y cinco díías en el soí tano, con
sal de roca del Himalaya. Recordoí lo uí ltimo que habíía comido en Terre Haute. Un
amasijo gris que hacíía las veces de carne, con un arroz, verduras y pan que, de alguí n
modo, lograban tener el mismo sabor. Junto a un vaso de agua para regar todo aquello.
De ese mundo a este.
Los cardenales le recordaban a Mason lo que habíía hecho en esa habitacioí n de motel.
Incluso a lo largo del segundo díía, cuando empezaban a desaparecer, reproducíía
mentalmente la escena siempre que se miraba al espejo. Se preguntoí si eso seguiríía
pasando cuando las magulladuras hubieran desaparecido.
Se dirigioí al gimnasio del piso de abajo, se puso unos guantes y comenzoí a asestar
golpes al saco macizo. Llevaba un anñ o con la mejor forma fíísica que hubiera tenido en
su vida, tras llegar al moí dulo de seguridad con Cole. Sin embargo, sus sesiones de
entrenamiento habíían sido apresuradas, mientras realizaba las repeticiones que podíía
durante la hora en que el equipo estaba disponible. Ahora le parecíía raro hacerlo con
calma y tener tantas opciones para elegir. No utilizoí la cinta de correr, ni siquiera se fijoí
en la elííptica, pero cuando terminoí con el saco síí llevoí a cabo un entrenamiento de
todo el cuerpo con las pesas, sin olvidar el equilibrio, con movimientos en ambas
direcciones (espalda, pecho, brazos, piernas), con una buena combinacioí n de
ejercicios. Plenamente concentrado mientras hacíía cada repeticioí n, Mason se olvidaba
por completo de resto del mundo.
«No dejes de moverte —se decíía—. No pienses. Mueí vete».
Al terminar, salioí al exterior. Era algo que podíía elegir, despueí s de haber estado cinco
anñ os sin tener opcioí n a ello. Una leve brisa soplaba desde el lago. Recorrioí el camino,
cruzoí por delante de los jardines y de la puerta de acceso al zoo. Notoí una punzada
repentina al ver a un padre con una ninñ a sentada en los hombros; el tipo estaba
comprando las entradas para el zoo, y, mientras Nick los observaba, no pudo evitar
imaginar lo que sentiríía al pasar allíí el díía con su hija. A lo mejor ya pesaríía demasiado
para cargarla a hombros, pero síí podríían recorrer los caminos y observar todos los
animales. Ella le haríía algunas preguntas, que eí l contestaríía como mejor pudiera, al
igual que cualquier padre. «Síí, las jirafas tienen el cuello largo para llegar a las hojas de
las ramas superiores». Nick se entregaríía al maí ximo. Incluso estaríía dispuesto a
plantearse en serio la posibilidad de volver a la caí rcel para cumplir el resto de la
condena si pudiera pasar un díía parecido con su hija. Seríía algo que podríía llevarse
consigo a la caí rcel. Algo que nadie le quitaríía jamaí s.
Eso le recordoí la visita de Sandoval la noche anterior. Lo que le habíía contado sobre
Sean Wright y sus hijos pequenñ os. Y la promesa de que iba a estar pegado a eí l cuando
se acostara por las noches y para despertarlo por las manñ anas. Miroí hacia atraí s,
esperando ver al tipo a cinco metros de distancia. Pero nadie lo seguíía.
Mason fue avanzando hacia el sur por el sendero de arena de la orilla, con el parque a
un lado y, por detraí s, los altíísimos edificios del centro. Enfrente de eí l habíía agua y maí s
arena. La gente se metíía hasta la cintura y chillaba diciendo que estaba helada. A
algunos valientes, el agua les llegaba al cuello. Una mujer salioí del lago, empapada. Iba
en bikini. «Llevo cinco anñ os sin tocar a una mujer —pensoí Nick—. Eso es asíí».
Llegoí al extremo sur, donde unos hombres jugaban a voí ley playa. Dio la vuelta por Lake
Shore, por delante de los campos de beí isbol. Se detuvo para ver un partido de softball
sin guantes: era el deporte que maí s de moda habíía estado en Chicago durante cierta
eí poca, pero creíía que ya nadie lo jugaba. Cuando terminoí , reanudoí la marcha.
«No seí queí conñ o se supone que debo hacer en un díía asíí —se dijo—. O cuaí ntos díías
como este va a haber. Yo solo, esperando a que el teleí fono vuelva a sonar...».
Mientras se iba acercando a su casa, llegoí a otra hilera de tiendas, que teníían toldos
azules en el exterior. Caras peluqueríías, cafeteríías, vinotecas. Luego se acercoí a un
establecimiento de mascotas, en cuyo escaparate habíía un perro. A Mason le parecioí
una mezcla de boí xer, pitbull y dinosaurio. Estaba a punto de seguir caminando cuando
el animal lo miroí a los ojos y se puso a menear el rabo ridíículamente pequenñ o que
teníía. Nick se detuvo y el perro se sentoí , sin dejar de mirarlo.
Entroí en la tienda y sintioí al instante el fríío del aire acondicionado. Habíía una zona
vallada junto al escaparate, con secciones distintas para media docena de gatos y el
uí nico perro de la tienda, que ahora se acercoí a Mason e hizo todo lo posible por
derribar la puerta para salir.
—¡Eh, Max, tranquilo!
La voz salioí del fondo de la tienda. Enseguida aparecioí una mujer del almaceí n con una
gran bolsa de comida para perros; la dejoí en el mostrador y se acercoí a Nick.
—Parece que le caes bien —dijo.
Teníía el pelo castanñ o y corto, los ojos del mismo color, y las mejillas encarnadas por el
sol del verano. Llevaba unos vaqueros y un polo azul con el nombre de la tienda en un
lado del pecho. En el otro se leíía su nombre: «Lauren».
Nick se inclinoí por encima de la puerta y acaricioí la cabeza del animal, que meneoí la
cola con una fuerza auí n mayor.
—¿Queí tipo de perro es?
—Creo que un mastíín italiano, mezclado con otra raza. Normalmente no vendemos
perros, pero a este nos lo han traíído despueí s de rescatarlo.
—¿Mastíín italiano? Es la primera vez que lo oigo.
—Son perros inteligentes, obedientes, amantes del ejercicio.
—Si yo quisiera este perro... —dijo Nick.
—Estoy convencida de que a Max le encantaríía. Cuesta trescientos doí lares.
Mason observoí al animal. Max se habíía sentado en actitud paciente, como si esperara a
que empezase el siguiente capíítulo de su vida.
—Muy bien —dijo Mason tratando de convencerse.
—Hay un perííodo de espera de veinticuatro horas. Despueí s, podremos hacer el
papeleo.
EÉ l ya notaba coí mo el perro iba desapareciendo de su vida. Los papeleos conllevaban
antecedentes personales. Pensoí que aquello podíía no ser una buena idea.
—Le caes bien —aseguroí ella—. Ven aquíí y empezamos.
Nick le echoí otro vistazo al perro y luego siguioí a Lauren hasta el mostrador.
—Bueno, necesito tu nombre y tu direccioí n —dijo la dependienta, mientras cogíía una
tablilla sujetapapeles con unos formularios.
—Nick Mason.
Le dio la direccioí n de Lincoln Park West.
—Huy, ¡madre míía! Debe de ser una senñ ora casa.
—Me acabo de instalar.
—¿Doí nde estabas antes?
Tras titubear un poco, Mason contestoí :
—Soy de Canaryville.
—De Canaryville a Lincoln Park —comentoí ella moviendo la cabeza—. Menudo
cambio de aires.
—En ambos sitios hay muchos animales. Con la diferencia de que aquíí los tienen
metidos en el zoo.
—Eso ha tenido gracia —dijo ella con otro movimiento de cabeza.
—Me llamo Nick, encantado.
—Yo, Lauren. ¿Queí te ha pasado en la cara?
La pregunta lo pilloí por sorpresa; era directa y sincera, reflexionoí sobre coí mo
contestar. Le gustaban el pelo corto y el color de ojos de la mujer. Sobre todo, le
gustaba que no cediese, que esperase a que eí l le diera una explicacioí n.
—Me metíí en una pelea —contestoí .
—¿Por queí motivo?
—Es una larga historia. Pero el otro era un tipo poco recomendable. Si es que eso
importa.
Ella lo miroí y sopesoí la respuesta.
—Síí importa.
—¿Importa lo bastante para que te olvides de este detalle y me permitas invitarte a
cenar?
—No has entrado aquíí por el perro, ¿no?
—Síí; me lo voy a llevar.
—Max.
—Me voy a llevar a Max, que en adelante va a tener un hogar estupendo. Es que,
cuando te he visto, no he querido que esta fuera una de esas cosas que no he llevado a
cabo, pero que despueí s he lamentado durante mucho tiempo no haber hecho.
Ella lo escudrinñ oí como si fuera un poli examinando una coartada.
—Puedes pasar manñ ana a recoger a Max.
—Vale.
Se dio la vuelta y echoí a andar en direccioí n a la puerta.
—Y puedes venir a buscarme a las siete —anñ adioí Lauren—; estareí aquíí, cerrando la
tienda, si todavíía quieres que vayamos a cenar algo.
—Me encantaríía. Te veo a las siete.
Mason volvioí al exterior, bajo el sol caluroso. A eí l le sorprendíía tanto como a Lauren
haberle pedido una cita. Pero le gustaba tener algo que le hiciera ilusioí n esa tarde, la
oportunidad de conectar con alguien.
Se preguntoí coí mo se apellidaríía, si habíía estado casada, si teníía hijos. Ya habríía tiempo
para averiguarlo. Se sentíía abierto a cualquier cosa.
Todavíía se estaba acostumbrando a ello, a eso que todos los demaí s transeuí ntes daban
por sentado. A elegir. Podíía dirigirse a cualquier sitio de Chicago, hacer lo que se le
antojara. Hasta que Quintero volviera a llamarlo.
«No pienses en eí l —se dijo—, ni en la posibilidad de que llame en cualquier instante.
Cuando suceda, sucederaí ». Por el momento, disponíía del resto de aquella tarde de
verano para matar el tiempo y no queríía volver a la casa y quedarse solo. Tampoco
pensaba regresar a Elmhurst. Todavíía, no. El siguiente partido de fuí tbol estaba
esperaí ndolo en el calendario. Otra nueva oportunidad para ver a su hija.
Por hoy, ya habíía tenido bastante, tras suceder una de las uí ltimas cosas que hubiera
considerado posibles: su cita para cenar con una mujer que no se llamaba Gina.
18
Mientras Nick Mason se vestíía nervioso para su primera cita, suplicoí en voz baja que
Quintero no lo llamara durante la cena. Sabíía que, si se veíía obligado a levantarse y a
marcharse abruptamente, no habríía una segunda oportunidad.
Se presentoí en la tienda de mascotas a las siete en punto. Llevaba un traje de Armani
con una sola hilera de botones. Camisa blanca, sin corbata. Lauren estaba cerrando el
establecimiento, pero ya habíía logrado cambiarse. Lucíía un vestido sin mangas.
—Estaí s guapíísima —le dijo Nick al verla.
—Gracias. ¿Adoí nde vamos?
—Igual podemos aparcar en Halsted y dar un paseo.
Durante todo ese rato, Max no dejaba de darle golpes a la puerta con las patas. Mason
se acercoí y le acaricioí la cabeza; Lauren le dio un beso al animal en el hocico. Se
levantoí y se quedoí muy cerca de Nick; la chica sonrioí para rebajar la tensioí n. Entonces
salieron de la tienda y subieron al Camaro. Ella sabíía lo bastante de coches para que
ese la impresionara, y dijo:
—No puedo ni imaginarme lo que debe de costar reparar este trasto.
—La verdad es que yo tampoco —contestoí eí l dejando en el aire maí s preguntas que
respuestas.
Ella lo miroí con un gesto que denotaba que auí n no entendíía del todo a aquel tipo.
Mason arrancoí y empezaron a avanzar por la avenida. Cuando estacionaron en un
aparcamiento, salieron a la calle y echaron a caminar en direccioí n al norte por Halsted
Street. Los altos edificios de ladrillo teníían tiendas y restaurantes en la planta baja, y
apartamentos por encima. Aquello le produjo una sensacioí n extranñ a a Mason, porque,
aunque esa misma calle atravesara toda la ciudad, cruzara el ríío y Bridgeport,
extendieí ndose por la parte occidental de Canaryville, en aquel tramo solo era una víía
ancha con solares vacííos, llenos de maleza, a un lado, y con edificios impersonales al
otro. Le parecíía encontrarse ahora en una ciudad distinta, en una calle cuyo nombre le
recordara vagamente la suya.
Pasaron por debajo de la líínea E1 justo cuando un tren elevado avanzaba a toda
velocidad sobre sus cabezas; encontraron un restaurante en el lado oriental de la calle
y entraron. Daba la impresioí n de ser el sitio indicado: una barra y algunas mesas, lo
bastante elegante pero sin pasarse, y praí cticamente lleno. El encargado les prometioí
una mesa si no les importaba esperar unos minutos en la barra.
Mason pidioí una Goose Island; Lauren, lo mismo. Chocaron las botellas y luego se
produjo otro silencio incoí modo. Nick era incapaz de recordar cuaí ndo habíía sido la
uí ltima vez que estuvo junto a una mujer en una barra y tratoí de entablar conversacioí n.
Eso le recordoí tambieí n todas las noches en las que habíía salido con Gina, coí mo se
rozaban sus cuerpos, coí mo no era necesario que se dijeran nada. Y despueí s, cuando
volvíían a casa... «No —se dijo—, no vayas por ahíí».
—Entonces ¿Max se queda solo en la tienda? —le preguntoí a Lauren buscando algo de
lo que hablar, cualquier asunto posible—. ¿Todas las noches?
—No le pasa nada. Los gatos le hacen companñ íía. Y asíí vigila el sitio por la noche.
—Y si se viene a vivir conmigo, ¿queí haraí s? ¿Quieí n va a vigilar la tienda?
—Seraí un poco raro que eí l no esteí —contestoí Lauren—, pero tendraí una nueva casa,
que es lo que necesita.
—La míía le gustaraí .
Entonces se acordoí de Diana, y pensoí que seguramente tendríía que haberle
comentado algo.
—A lo mejor puedo pasarme a verle ahíí... O, si quieres, me lo traes tuí ...
Lauren esbozoí una sonrisita tíímida; Nick estaba a punto de decir algo cuando llegoí el
camarero y los llevoí a su mesa.
Tras entregarles los menuí s y encender la vela, el empleado se alejoí mientras volvíía a
crearse ese silencio incoí modo.
—Bueno, he estado tratando de no preguntaí rtelo —dijo ella—, pero vives en Lincoln
Park y tienes un Camaro vintage. ¿A queí te dedicas exactamente?
—Soy el ayudante de la encargada de un restaurante.
—¿De cuaí l? —preguntoí Lauren con gesto de sorpresa.
EÉ l titubeoí unos instantes, el nombre no le veníía a la cabeza. Esa no seríía la mejor de las
respuestas que pudiera darle. «Pues tiene gracia, pero no me acuerdo».
—Antonia’s. En Rush Street.
—Y ¿coí mo va el negocio uí ltimamente? Imagino que la cosa estaraí complicada para un
sitio de tanto postíín.
—Vamos tirando.
Ella asintioí con la cabeza y le dio un sorbo a la cerveza; eí l, uno muy largo a la suya.
—Bueno, mira —anñ adioí Nick mientras dejaba el vaso—, te tengo que contar una cosa.
Ella apoyoí los brazos en la mesa y se inclinoí hacia delante para escucharlo.
—Lo voy a soltar de una vez. Acabo de cumplir una condena en una caí rcel federal. He
salido hace poco. Lo de que soy ayudante de la gerente es verdad. Pero acabo de
empezar a trabajar ahíí.
—Vale —dijo ella reflexionando—. Asíí que ¿sales de la caí rcel y accedes directamente a
uno de los mejores restaurantes de la ciudad?
—Me anularon la condena.
—¡Ah! —exclamoí Lauren mientras se le iluminaba el rostro—. En los perioí dicos se
leen cosas asíí, que alguien ha sido encarcelado por un delito que no cometioí . Que al fin
sale al cabo de varios anñ os.
—Síí, eso ocurre tanto en las prisiones federales como en las estatales.
—Bueno, en cualquiera de las dos; eso da igual.
—Síí, siempre que no pases mucho tiempo en una de ellas.
—¿Cuaí nto estuviste tuí ?
—Cinco anñ os.
—¿Me estaí s contando que te encerraron cinco anñ os por un delito que no cometiste?
¿No te van a compensar? ¿No van a pagarte algo?
—No.
—Pues deberíían —afirmoí —. Has perdido cinco anñ os de tu vida. Tienen que hacer algo
al respecto.
—No lo haraí n.
—¿Y de queí te acusaron?
Nick vaciloí .
—De un robo.
—Creyeron que estabas en el lugar de los hechos, te confundieron con otro.
—Algo asíí.
—Debiste de quedarte hecho polvo al ir a la caí rcel por algo que no habíías hecho. Es
que no puedo ni imaginaí rmelo.
—Te limitas a cumplir condena. Si no, esa misma condena acaba contigo.
«Esto es un error —pensoí Mason—. No puedo quedarme aquíí sentado y mentirle a
esta mujer. Una falsedad hoy da paso a otra manñ ana. ¿Hasta doí nde soy capaz de
seguirle el juego?
»¿En queí diablos estaríía pensando? ¿En que puedo mantener una relacioí n normal,
como si fuera un hombre normal?».
—Y ¿coí mo es de verdad? La gente cuenta cosas acerca de la vida en la caí rcel...
—En una prisioí n hay tres tipos de personas. Las que quieren salir, las que no quieren
salir jamaí s, y las que saben que nunca van a hacerlo. No puedes dedicarte a contar los
díías. Antes bien, te dedicas a no llamar la atencioí n, a no relacionarte mucho con los
demaí s. A estar solo, a no deberle nada a nadie. Ahíí dentro solo te tienes a ti. Eres lo
uí nico en lo que puedes apoyarte.
Lauren habíía vuelto a inclinarse sobre la mesa. Todo su lenguaje corporal habíía
cambiado. Mason se acordoí de una cosa que le habíía contado Gina tiempo atraí s. «Un
chico quiere a una chica buena que solo sea mala con eí l, pero una chica quiere a un
chico malo que solo sea bueno con ella». EÉ l no era expresidiario (no oficialmente al
menos, pues no habíía documentos al respecto), pero quizaí s eso lo mejorara todo auí n
maí s. Que fuera malo, pero no demasiado.
«Si ella supiera...», pensoí .
Pidieron la cena. Tomaron unas cuantas copas. Al terminar, volvieron a salir a la noche
caí lida a pasear por Halsted Street.
Al cabo de unas manzanas, eí l oyoí que una banda interpretaba una versioí n de Bruce
Springsteen en un bar y aflojoí el paso. Lauren lo advirtioí .
—¿Queí pasa?
—Me gusta esta muí sica —contestoí eí l.
—Y a míí tambieí n.
—¿De veras? ¿Quieres que entremos?
—¡Claro!
Bebieron algo maí s. Mantuvieron los cuerpos muy pegados mientras el grupo repasaba
todas las viejas canciones preferidas de Mason. Born to Run, Thunder Road; luego
pasaron a otras maí s lentas, como Meeting Across the River. Le gustaba sentir a Lauren
tan cerca.
Despueí s de medianoche, volvieron al sitio donde eí l habíía aparcado. Notaba coí mo el
hombro de ella le rozaba el suyo al caminar.
—¿Te llevo otra vez a la tienda?
Ella titubeoí unos instantes y contestoí :
—No, no tengo ahíí el coche. Casi siempre cojo el tren.
—Vale, pues te llevo a casa.
Subieron al vehíículo y Nick le preguntoí doí nde vivíía.
—Justo al lado del estadio.
—¿De Wrigley?
—Síí, a dos manzanas.
—Eres hincha de los Cubs...
—¿Y eso va a ser un problema?
—Con lo bien que nos estaí bamos llevando —contestoí eí l mientras arrancaba el motor.
Avanzoí por Lakeview hasta Wrigleyville; pero agitoí la cabeza al divisar coí mo el estadio
se alzaba ante ellos. Lauren se echoí a reíír.
Tras estacionar, ella lo condujo a un viejo edificio de ladrillo y por unas escaleras
estrechas que llevaban a su apartamento. EÉ l le dio la vuelta y la besoí en la puerta. Ella
le echoí los brazos por el cuello y le devolvioí el beso.
—¿Cuaí nto tiempo llevabas sin hacerlo? —le susurroí Lauren al oíído.
—Mucho.
—¿Cuaí nto? Díímelo.
—Cinco anñ os.
—Repíítelo. ¿Cuaí nto tiempo?
—Cinco anñ os.
—Enseí nñame queí se siente al cabo de cinco anñ os, demueí stramelo —le pidioí ella.
EÉ l la cogioí en brazos y la llevoí al dormitorio. Se desnudaron mutuamente y juntaron
sus cuerpos mientras un ventilador refrescaba la estancia y le enfriaba la espalda a
Nick.
Mason no se apresuroí ; la tendioí en la cama y la acaricioí , recordando asíí lo que se
siente al tocar a una mujer. Su cuello. Sus pechos. Su vientre. Sus largas piernas. Las
curvas anchas de sus caderas.
Se impregnoí de su olor, de su sabor. Luego ella le gimioí al oíído mientras eí l entraba en
ella, mientras los cinco anñ os de espera al fin comenzaban a deshacerse dentro de eí l.
Nick le cogioí las manos y se las sostuvo sobre la almohada, por encima de la cabeza, al
mismo tiempo que la pasioí n le recorríía el cuerpo y pasaba al de Lauren, de uno a otro,
hasta que aquello fue demasiado para aguantarlo. Cinco anñ os de deseo. De ansia. Listos
para ser liberados.
Mason la abrazoí con fuerza, tratando de olvidar todo lo demaí s, lo que habíía en el
mundo maí s allaí de la ventana.
«El hombre que mata a polis no estaí aquíí. Su pasado tampoco estaí , ni las cosas que ha
hecho, ni lo que quizaí deba hacer manñ ana.
»Esta noche eres otro —se dijo Nick—. Durante estas horas puedes vivir otra vida». La
volvioí a abrazar y entroí en ella de nuevo, en esa desconocida que estaba justo debajo
de eí l.
A la manñ ana siguiente, cuando despertoí , Lauren notoí que habíía un hueco vacíío a su
lado. Pero entonces le llegoí el olor del cafeí recieí n hecho y, dos segundos despueí s, Nick
Mason aparecioí por la puerta con dos tazas. Iba vestido.
—Con leche y azuí car —le dijo—. Espero que lo tomes asíí.
Ella se incorporoí y se subioí la saí bana para taparse.
—Gracias.
—Oye, me acaban de llamar —anuncioí eí l—. Me tengo que marchar.
El mensaje habíía sido sencillo. En el mismo sitio. A las ocho y media.
—¿Estaí s casado?
—No —contestoí eí l mientras le daba un sorbo a su cafeí solo.
—No conozco a muchos solteros que se molesten en preparar cafeí antes de salir por
una emergencia.
—No estoy casado, Lauren. Lo estaba antes de que me encerraran. Ahora, ya no.
—Vale.
—La proí xima vez hareí el desayuno.
—¿Va a haber una proí xima vez?
—Síí —contestoí eí l mientras se agachaba para besarla.
Mason salioí de la estancia y dejoí la taza en el fregadero. Cruzoí la puerta, la cerroí , bajoí
las escaleras y salioí a la calle. La manñ ana era calurosa, y el díía amenazaba con serlo
auí n maí s.
«Ya he contado otra mentira —pensoí —. Y habraí maí s, siempre que suene el teleí fono».
Estaba buscando el coche, entrecerrando los ojos por el sol, cuando notoí una mano
recia en la espalda.
—Nickie, chaval.
Mason se dio la vuelta y vio a Jimmy McManus.
20
Nick Mason no queríía hablar con el hombre que lo habíía metido en la caí rcel, el tipo
por culpa del cual habíía muerto su amigo, pero Jimmy McManus no le dejaba otra
opcioí n.
Hoy, McManus no iba de negro, de chico malo, sino que se habíía puesto una camiseta
gris acanalada y sin mangas, y unos vaqueros ajustados. Pero lucíía la misma cara de
imbeí cil, el mismo pelo que le empezaba a clarear recogido en una coleta. Las gafas de
cristal de espejo las llevaba apoyadas en lo alto de la cabeza.
—Ya me parecioí el otro díía que eras tuí .
—No me toques.
Mason notoí la tensioí n nerviosa del tipo, coí mo manaba de eí l en sucesivas oleadas de
calor. La misma susceptibilidad extrema que lo habíía llevado a salir del camioí n
pegando tiros.
—Eh, que no pasa nada —dijo McManus levantando los brazos—. Solo queríía que
charlaí semos un poco. Estamos de buen rollo, ¿no?
—Oye, McManus, ¿me estaí s siguiendo o queí , conñ o?
—Pasaba por el barrio —contestoí el otro mientras se volvíía para situarse delante de
Nick—. Digamos que esto ha sido un golpe de suerte.
Mason no contestoí , se quedoí esperando a que el tíío se apartara de su puto camino.
—No olvides —prosiguioí McManus— que la uí ltima vez que te vi estabas a punto de
entrar en la caí rcel. Para la condicional te quedaba muchíísimo, el tiempo se te agotaba.
Pero te comiste el marroí n y cumpliste condena con la boca cerrada. Eso siempre me ha
inspirado respeto, Nickie. Yo habríía hecho lo mismo.
Mason renuncioí a seguir caminando por un lado.
—Tienes dos putos segundos para dejarme pasar.
—Tranquilo, Nickie. Vamos.
Alargoí una mano hacia el pecho de Mason, pero la detuvo antes de tocarlo.
—Uno...
—Nickie, sigo teniendo conexiones. —Bajoí la voz y recorrioí la calle con la mirada,
como si estuviera revelando un gran secreto—. Conozco a las personas que manejan el
cotarro, joder.
—Dos...
McManus dio un paso atraí s.
—Solo queríía conocer tu versioí n de lo sucedido. ¿Coí mo has salido? ¿Queí haces en la
calle?
—¿Te pongo nervioso?
—Pues a lo mejor síí, Nickie. Esto no es bueno. No me viene bien tener cabos sueltos en
mi vida. Son esos cabos sueltos los que te acaban ahorcando.
Mason lo miroí de arriba abajo. Si fuera un tipo importante de veras, no iríía vestido
como un puto mazado de Jersey Shore. Iríía pulcro, correcto, no andaríía por ahíí
alardeando de su posicioí n.
—Te lo voy a decir solo una vez —le avisoí Mason—. No quiero volver a verte el careto.
He cumplido cinco anñ os. No te delateí entonces y no voy a hacerlo ahora. Y, mientras
Eddie continuí e vivo, tampoco voy a intentar nada que lo meta en un apuro. Asíí que
maí s te vale que tenga una vida larga.
—Sigo nervioso. ¿Por queí no me tranquilizas un poco maí s?
—Tu tranquilidad me la suda —contestoí Mason mientras lo empujaba para continuar
avanzando.
—Hasta otra —dijo McManus desde atraí s.
Nick Mason era consciente de que Frank Sandoval lo seguíía porque este queríía que lo
supiese. Al menos ese díía, el agente no hacíía el menor esfuerzo por ocultar su
vigilancia, con la esperanza de que eso alterase a Nick y lo llevase a cometer un error.
Mason observoí la berlina azul por el espejo retrovisor. Tratoí de cruzar un semaí foro en
aí mbar para dejarlo atraí s. Creyoí haberse liberado, pero luego lo volvioí a ver. O al menos
le parecioí que era el mismo coche. Sucedioí a uí ltima hora de la manñ ana, habíía mucho
traí fico y los vehíículos azules abundaban.
Intentoí dar una vuelta a una manzana, mirando hacia atraí s de forma minuciosa, pero
habíía demasiados coches y no los distinguíía bien.
Fue entonces cuando se le ocurrioí la idea.
Se dirigioí a Antonia’s tras pasar por Rush Street. Un coche estaba justo a punto de salir
de la plaza de aparcamiento de la entrada. El conductor tardoí un rato en meterse en el
coche y arrancar el motor; es posible que se pusiera a hablar por el moí vil. Mason se
quedoí en la calle esperaí ndolo, haciendo caso omiso del ruido de los claí xones que le
llegaba por detraí s.
Cuando el vehíículo al fin salioí , Nick ocupoí la plaza. Ahíí, en medio de la calle, donde
cualquiera pudiera verlo. Si alguien buscaba a Mason y casualmente lo seguíía hasta
aquel lugar, no le cabríía la menor duda de que ese era su coche y de que debíía
encontrarse en el interior del edificio.
Mason franqueoí la puerta y preguntoí por Diana. Los primeros comensales empezaban
a sentarse, asíí que todavíía no habíía mucho ajetreo. Diana salioí de su despacho, con
cierto gesto de sorpresa al verlo. Llevaba traje oscuro y blusa de color lavanda, un tono
que le sentaba bien.
—¿Queí pasa? —le preguntoí —. ¿Ha surgido alguí n problema?
—¿Doí nde has dejado tu coche?
—En el aparcamiento lateral, como siempre.
—Necesito que lo muevas —le pidioí eí l—. Sal y conduce por la calle como si fueras a
alguí n sitio. Despueí s vuelve por el otro lado, en direccioí n contraria a Rush Street, y
aparca detraí s del restaurante.
—Estoy un poco ocupada. Tengo entre manos un negocio que gestionar.
—Hazlo y te dejo que vuelvas a tus ocupaciones.
Cuando Diana se marchoí , eí l se sentoí junto a la barra y esperoí . El camarero le preguntoí
si queríía algo. Contestoí que no, pues sabíía que aquel díía le conveníía tener los sentidos
aguzados. Llevaba el sobre doblado en el bolsillo trasero; asíí pues, lo sacoí , desplegoí los
papeles y volvioí a memorizar el rostro del hombre. Despueí s leyoí la lista de negocios y
de direcciones, mientras trataba de localizarlos en un mapa mental de la ciudad.
Diana tardoí unos minutos maí s de lo que eí l supuso, lo cual seguramente era bueno. Una
senñ al de que la mujer sabíía hacer las cosas a fondo, sin coger atajos; volvioí a entrar en
el comedor a traveí s de la cocina.
—¿Me vas a contar de queí va todo este rollo?
—Me hacen falta tus llaves —contestoí Nick—. Y si viene alguien preguntando por míí,
llaí mame al moí vil. No le digas que estoy fuera.
Ella le dirigioí una mirada penetrante y repuso:
—Vale, pues muy bien. Le direí que estaí s haciendo algo en la trastienda, o hablando por
teleí fono en la oficina con una llamada que te va tener un rato ocupado. Le dareí largas
mientras te aviso. Tuí decides si necesitas volver.
—Y yo que creíía que era una idea original...
Le cogioí las llaves y salioí por la puerta trasera al callejoí n que habíía detraí s del
restaurante. El BMW negro de Diana aguardaba en eí l. «Cole debe de sentir predileccioí n
por los coches negros —pensoí —. O a lo mejor se lo ha comprado ella. Quieí n sabe».
Subioí al vehíículo y lo arrancoí . Entroí por la calle lateral y se dirigioí al oeste, alejaí ndose
de Rush Street. Pasoí cierto rato en calles poco importantes, luego se encaminoí al sur.
La mayoríía de las direcciones de la lista eran del South Side, asíí que sabíía que no le
costaríía encontrarlas.
Teníía el papel a un lado, en el coche. Mientras esperaba en la barra, habíía anotado
nuí meros junto a cada direccioí n. Primero esta, despueí s la otra, luego la de maí s allaí .
Para ser listo y recorrer todo el South Side en cíírculo, sin repetir el mismo tramo, sin
malgastar esfuerzos.
Empezoí por Avalon Park. La direccioí n resultoí ser la de un restaurante. One Heart no
teníía nada que ver con Antonia’s, era el local pequenñ o de una esquina que parecíía
especializado en comida raí pida caribenñ a. Bullicioso, en el momento aí lgido de la hora
punta: la gente hacíía cola delante de la puerta. Debíían de servir un pollo adobado
bueníísimo. A Mason le estaba entrando hambre. Pero no iba a salir del coche ni en
suenñ os. A un hombre blanco en un BMW podíían verlo y recordarlo.
Contemploí a la gente que entraba y salíía del local. Observoí los coches que pasaban por
la calle. Luego se alejoí del bordillo y se dirigioí a la siguiente direccioí n.
Era una peluqueríía masculina que quedaba a pocas calles: uno de esos
establecimientos que se convierten en el centro del barrio. Dos sillas, ambas ocupadas;
dos peluqueros con camisas blancas, dando tijeretazos, charlando, escuchando. Otra
media docena de sillas bordeaba la pared y el escaparate. Habíía hombres esperando,
hojeando revistas, hablando de lo divino y de lo humano. Otros se pasaban a saludar y
luego proseguíían su camino. Mason se quedoí un rato mirando aquel lugar.
Despueí s pasoí a una licoreríía situada en Roseland. En ella se observaba el mismo
ajetreo que siempre se produce en este tipo de locales. Aparcoí delante y empezoí a
preguntarse si estaríía hacieí ndolo bien. Pero no le parecíía que pudiera entrar en
ninguno de esos sitios y empezar a hacer preguntas sin maí s.
Se dirigioí a Washington Heights y encontroí un pequenñ o supermercado, uno de esos
establecimientos en los que se puede comprar de todo, hasta papel higieí nico a un
precio demasiado caro, cuando no tienes coche y no te apetece cargar con un montoí n
de bolsas de la compra en el autobuí s. Ni se molestoí en aparcar y vigilarlo. Vio un
McDonald’s en la misma calle y pasoí por el mostrador en que atendíían a los
conductores.
Decidioí ir primero a la uí ltima direccioí n, que, en todo caso, quedaba en el camino de
vuelta al norte. Al atravesar Englewood, se puso a pensar en Darius Cole y en las
historias que este le habíía contado acerca de su infancia y adolescencia en aquel lugar,
de coí mo habíía iniciado sus actividades en una esquina.
Encontroí la lavanderíía automaí tica. Un territorio sacado de la propia biografíía de Cole,
el primer sitio al que habíía llevado dinero procedente del narcotraí fico para lavarlo.
«Anda que no tendríía gracia —pensoí Mason— si el local fuera el mismo».
Vio toda la actividad a traveí s del escaparate, ligeramente empanñ ado por el calor que
brotaba de los aparatos; una docena de madres joí venes, algunas abuelas, esperaban
sentadas a que terminase su colada, mientras sus hijos pequenñ os correteaban en
cíírculos por el interior.
Entonces distinguioí el coche.
El Chrysler 300 (negro, inmaculado) era una de esas voluminosas berlinas de lujo que
recuerdan un Cadillac antiguo. Estaba aparcado a media manzana de distancia. Nick no
veíía el interior; el vehíículo quedaba demasiado lejos y las ventanillas eran demasiado
oscuras, pero le parecioí atisbar la sombra imprecisa de un conductor sentado tras el
volante.
«Ese es su coche —se dijo Nick—. Tiene que serlo. Asíí que Tyron Harris no puede
andar muy lejos».
El agente Frank Sandoval ocupaba su vehíículo, al otro lado de Rush Street, vigilando a
traveí s del traí fico el Camaro negro estacionado delante del restaurante. Se fijoí en el
cuaderno de notas que descansaba en el asiento de al lado, en donde teníía anotado el
nuí mero de matríícula del Escalade que habíía visto en el parque. Habíía observado coí mo
el hombre que se reunioí con Mason en la fuente regresaba, y auí n le habíía dado tiempo
a escribir el nuí mero de matríícula antes de ponerse a seguir a Nick.
Cogioí la radio y pidioí que identificaran dicho nuí mero. Le comunicaron que el duenñ o se
llamaba Marcos Quintero. Un hombre sobre el que no pesaba ninguna orden judicial,
sin detenciones recientes. En sus antecedentes quedaba registrado que muchos anñ os
antes habíía sido miembro de la banda La Raza del West Side, pero no habíía tenido
ninguí n contacto con la policíía uí ltimamente.
Sandoval cortoí la comunicacioí n y se quedoí un rato inmoí vil, pensando en coí mo era
posible que un integrante de una banda hubiera pasado tanto tiempo sin que lo
arrestaran. «De una pandilla no se sale —se dijo el agente—. La Raza es algo para toda
la vida».
Vio coí mo discurríía el traí fico, y tambieí n coí mo el Camaro seguíía vacíío y coí mo su díía
entero se iba a la mierda. Pero entonces lo llamaron por radio.
Cogioí el transmisor mientras torcíía el gesto con perplejidad. Sabíía que le faltaba poco
para que lo trasladaran al turno de díía, lo cual suponíía un nuevo comienzo para eí l
despueí s de lo que habíía pasado con su companñ ero, pero por el momento de forma
oficial seguíía por las tardes. Asíí que no teníía ni idea de quieí n podíía estar buscaí ndolo.
—Agente Sandoval, debe presentarse usted en Homan —le anunciaron desde la
centralita—, y reunirse con el comisario Bloome, de los SSI.
Mason esperoí unos diez minutos, despueí s de los cuales salieron tres hombres de la
lavanderíía. Los de la izquierda y la derecha eran lo bastante corpulentos como para
recordarle a los guardaespaldas que Darius Cole teníía en la caí rcel. Ambos llevaban
camisetas negras. Uno vestíía unos pantalones de chaí ndal del mismo color; el otro,
unos amplios vaqueros azules.
El tipo de en medio era Tyron Harris. Nick se percatoí de ello enseguida, sin tener que
sacar la fotografíía policial. Mucho maí s bajo que los otros dos, llevaba una blanca
camisa veraniega, por fuera de los pantalones formales de color gris. Del hombro le
colgaba la bolsa de un ordenador portaí til.
«Este es el hombre al que voy a matar», pensoí Nick. Le sorprendioí la facilidad con que
podíía expresar esa idea en su fuero interno. Aunque era la verdad pura y dura. Tyron
Harris caminaba por la calle sin albergar la menor idea de que su vida ya se habíía
acabado.
«Estaríía bien saber por queí el objetivo es eí l —se dijo Nick—. Llevar a cabo ciertas
labores de buí squeda por mi cuenta, por mi bien, quizaí s empezar a averiguar cuaí ntos
otros hay en la lista».
Se acercaron al coche y uno de los hombres se montoí en la parte posterior, junto a
Harris. El otro tipo fornido ocupoí el asiento del copiloto. El vehíículo salioí a la calle.
Mason aguardoí unos segundos, despueí s hizo lo mismo y dio media vuelta. Mientras
iban avanzando hacia el sur, mantuvo media manzana de distancia respecto a ellos.
Cuando llegaron al pequenñ o supermercado de Washington Heights, supuso que estaba
a punto de presenciar la misma secuencia pero al reveí s. Esperoí y vio coí mo los dos
hombretones pasaban al interior con Harris, que auí n llevaba la bolsa del portaí til
colgada del hombro y caminaba con una actitud despreocupada y segura, como quien
es duenñ o de algo. Lo cual era seguramente cierto en este caso. Los otros estaban
entregados a su cometido, pues recorríían toda la calle con la mirada en busca de
cualquier detalle que oliese a amenaza.
Solo se quedaron unos minutos. Cuando salieron, Mason se fijoí bien en el primer
guardaespaldas, en coí mo se le ajustaba la camiseta al cuerpo, hasta perfilar un bulto
pequenñ o en el lado derecho. En el cinturoí n llevaba una automaí tica.
Nick no pudo observar bien al segundo, tendríía que esperar a la siguiente parada.
El coche se empezaba a internar en el traí fico y Mason estaba a punto de seguirlo
cuando vio que el gerente salíía del establecimiento. Negro, delgadíísimo, de cabello
cano y con entradas, sacoí un pitillo y se quedoí donde estaba, respirando el aire
caliente de la calle. Encendioí el cigarrillo; le temblaba la mano mientras daba la
primera calada.
El vehíículo puso rumbo a Roseland. Mason consideroí que se dirigíían a la tienda de
licores, pero fueron a otra lavanderíía. En esta ocasioí n, al salir del coche Nick pudo ver
bien por fin al segundo guardaespaldas, y el enorme pliegue que se le formaba a lo
largo de la camisa y la pernera izquierda.
«Joder —pensoí —. Eso es una escopeta recortada».
Los dos hombres seguíían a ambos lados de Harris, que por lo visto jamaí s se
desprendíía de la bolsa del portaí til. Era un empresario del siglo xxi, y, a tenor de todo
cuanto Cole le habíía contado a Mason sobre los antecedentes de Harris, Nick teníía
claro que el tipo estaba siguiendo exactamente el mismo esquema, incluidos los
guardaespaldas. El plan consistíía en entrar en un negocio legal en el que se moviera
mucho dinero. Formar luego una estructura. Empezar por los sitios conocidos, los
barrios donde eras bien recibido. Expandirte maí s tarde a partir de ahíí.
Empezaba a entender por queí aquel hombre suponíía un objetivo.
Lo uí nico que le sorprendíía era por queí motivo llevaban a Harris de un lado a otro y
hacíía eí l mismo gran parte de la recogida. Lo previsible seríía que de eso se encargaran
sus hombres. Tal vez no se fiara lo bastante de ellos. Acaso fuera de esos sujetos que no
delegan nada.
O quizaí s estuviera pasando otra cosa. A lo mejor Harris habíía vuelto a las calles para
tratar de descubrir queí rumores circulaban por ahíí.
Cuando volvioí a quedarse quieto en el coche, Mason llamoí a Quintero.
—Ya estabas tardando en llamarme —le espetoí este.
—Me ha llevado un poco de tiempo encontrarlo. Ahora lo estoy siguiendo.
—¿Ya sabes coí mo le vas a disparar?
—Lo diraí s de conñ a, ¿no? El tipo no se separa ni un segundo de dos gorilas, ambos
armados. Uno de ellos, con una recortada. En el coche va un tercero. Igual hasta lleva
un puto bazuca, queí seí yo.
—No dejes de vigilarlo.
Ahíí acaboí la llamada.
Mason lanzoí el moí vil al asiento de al lado y siguioí conduciendo.
Volvíía a un terreno conocido. Lo de estar sentado en un coche, con los ojos abiertos.
Dispuesto a esperar. A vigilar. Sin aburrirse porque el aburrimiento te distrae. Todo eso
formaba parte de los preparativos de cualquier encargo.
La uí nica diferencia era que ahora el cometido consistíía en liquidar a un hombre. La
espera y la observacioí n estaban relacionadas con los aí ngulos. Con los nuí meros. Sabíía
que tendríía que acabar primero con el de la escopeta. Despueí s quedaba el otro, el de la
automaí tica. Si teníía suerte suficiente para abatir a los dos, el tercero saldríía del coche.
Tambieí n era posible que el propio Harris estuviese armado. Con algo pequenñ o y ligero.
De lo contrario, seríía una gran sorpresa.
«Aquíí no le puedo disparar —se dijo Mason—. Solo cuando lo pille a solas».
Las instalaciones policiales de Homan Square, que todos los agentes de la ciudad
llamaban «Homan» a secas, habíían sido unos almacenes de la cadena Sears. Los habíían
renovado en los anñ os noventa, junto con el resto del antiguo edificio, y se habíían
convertido en las mayores dependencias de que disponíía la policíía en la ciudad, una
fortaleza de ladrillo rojo que albergaba todas las unidades de la Agencia del Crimen
Organizado: Narcoí ticos, Antivicio, Lucha contra las Bandas y Decomisos, asíí como los
departamentos de Ciencia Forense y Pruebas, y la seccioí n de Objetos Perdidos.
Sandoval habíía ido muchas veces, pero por lo general se pasaba para depositar allíí
alguna prueba, a fin de que quedase custodiada hasta la fecha del juicio, o para que la
enviasen al laboratorio de la Policíía Estatal de Illinois.
Teníía todo el sentido que los Servicios Secretos de Inteligencia estuvieran ubicados en
ese edificio, donde podíían consultar en cualquier momento a los mejores agentes de
narcoí ticos, situados justo en el piso de abajo, o incluso a otras unidades dedicadas al
crimen organizado, si daban con un candidato lo bastante soí lido. Los SSI ocupaban una
oficina del piso superior, loí gicamente, con unos ventanales en el lado oriental desde los
que podíía contemplarse el centro de la ciudad.
Pocos polis de Chicago llegaban a ver ese sitio. Aquel díía se le habíía presentado la
oportunidad a Sandoval, pero eso no hizo que se sintiera afortunado.
Cogioí el ascensor y encontroí la puerta al final de un largo pasillo. En el cartel del
exterior se leíía: «Seccioí n de Investigaciones Especiales». Pasoí a la salita de espera y le
dijo a la recepcionista que queríía ver a Bloome. Esta era una atractiva pelirroja;
tambieí n teníía sentido que los de los SSI contaran con la oficinista maí s atractiva tras el
mostrador. La mujer le pidioí que esperara en uno de los bancos.
Se encontraba en un edificio policial con grandes medidas de seguridad: nadie podíía
acceder a esa planta si no era agente o si no iba acompanñ ado por alguien. Aun asíí,
Sandoval se vio obligado a sentarse en un duro banco de madera, en esa salita, como si
fuera un soploí n callejero dispuesto a recibir una pequenñ a cantidad de dinero. Desde
allíí distinguíía, por encima de una pared de media altura, la oficina abierta donde
estaban las mesas de los empleados, distribuidas en grupos que no seguíían un patroí n
definido. Una docena de agentes iba de una mesa a otra, o hablaba por teleí fono. Daba
la impresioí n de que el uniforme de los SSI consistíía en un traje a medida, cuyas
chaquetas colgaban en los respaldos de las sillas: todos llevaban camisa y corbata, y
algunos, tirantes.
Sandoval no pudo evitar percibir la energíía de la estancia; parecíía que flotara en el
ambiente cierta tensioí n cargada de testosterona, como la electricidad estaí tica anterior
a una tormenta.
Entonces Sandoval se fijoí en el uí nico hombre que estaba quieto en medio de todos los
demaí s; llevaba puesta la chaqueta y se encontraba junto al enorme ventanal del
almaceí n, contemplando el díía veraniego.
Obligaí ndolo a esperar. A que se impregnara del ambiente que imperaba en aquel
espacio donde trabajaban los mejores policíías de la ciudad.
Notoí que se le aceleraban las pulsaciones hasta que al fin el hombre se dio la vuelta y
se acercoí a eí l. El comisario Bloome seguíía caminando con pasos regios, teniendo los
mismos ojos grises con los que contemplaba el mundo desde una posicioí n de
superioridad. A medida que se fue acercando, Sandoval vio una pequenñ a cinta negra
que se extendíía entre las dos puntas inferiores de la estrella plateada que lucíía en el
cinturoí n.
Sandoval pensoí que seguramente todos los miembros de la unidad llevaban una, en
recuerdo del sargento Jameson.
—Agente Sandoval —le dijo Bloome abriendo la puerta de la pared baja mientras la
sosteníía—. Pasa.
El interpelado lo siguioí a la oficina abierta, que recorrioí raí pidamente con la mirada;
vio tres tablones distintos en los que habíía imaí genes pegadas. Algunas, fotografíías
policiales; otras, por supuesto, tomadas mediante caí maras de vigilancia de largo
alcance. Todos los agentes de los SSI le dieron a Sandoval un buen repaso visual
mientras este avanzaba por entre las mesas, estudiaí ndolo, formaí ndose una opinioí n de
aquel tipo extranñ o a quien el jefe habíía pedido que se presentase.
—Hablemos aquíí —dijo Bloome mientras lo conducíía a una sala de entrevistas.
Al igual que todo lo demaí s, era maí s nueva y estaba maí s limpia que cualquier otra sala
equivalente del Departamento Central. Bloome cerroí la puerta tras de síí y esperoí a que
Sandoval se sentase a un lado de la mesa. Entonces, eí l hizo lo mismo en el otro
extremo.
—No te voy a hacer perder maí s el tiempo —anñ adioí Bloome en un tono que daba a
entender que era justo a eí l a quien se lo hacíían perder—. Uno de mis hombres se ha
enterado de que hoy has pedido que identificaran una matríícula.
—Bueno, tampoco es tan raro que un policíía lo haga, ¿no?
Incluso sentado, daba la impresioí n de que el comisario mirara a Sandoval desde arriba.
Su gesto no cambioí .
—Dime por queí te interesa ese conductor —le pidioí .
«Este tíío tiene oíídos por todas partes —pensoí Sandoval—. Una conversacioí n de
apenas un minuto por radio y se ha enterado de todo. Lo que me lleva a preguntarme
coí mo me habríía planteado actuar si hubiera sabido que se iba a formar tanto jaleo.
»Queí conñ o, seguramente igual».
—Queí pasa, ¿que no teneí is nada mejor que hacer que dedicaros todo el díía a
supervisar lo que se dice por radio?
Bloome lo escudrinñ oí atentamente y contestoí :
—¿Sabes a queí nos dedicamos aquíí? —Senñ aloí la puerta con la cabeza—. Este anñ o
hemos pillado en las calles doscientos kilos de heroíína. Y, ademaí s, no seí cuantíísimas
putas armas de fuego. ¿Quieres venir a la sala de pruebas para verlo?
—Te creo.
—Informamos de forma directa al superintendente, y podemos asumir cualquier caso
que queramos. En cualquier momento.
Eso ya lo habíía visto Sandoval en la habitacioí n del motel, cuando Bloome le habíía
comunicado que los Servicios Secretos se iban a hacer cargo de la investigacioí n en
curso del asesinato de Jameson. Esa era la norma, dictada por el superintendente en
persona: si los de los SSI asumen un caso, tuí te quitas de en medio. Sin protestar, sin
replicar, sin discutir. Si los SSI quieren tu caso, es suyo.
«Pero ni de conñ a voy a cederles a Mason —pensoí Sandoval—. Bueno, es que ni siquiera
es un caso, es algo maí s».
—Quien conducíía ese Escalade —dijo el agente mirando a Bloome a los ojos— es
Marcos Quintero. Creeí is que forma parte de un caso del que me estoy ocupando, y lo
quereí is vosotros.
—No tengo la menor idea sobre los casos de que te ocupas —replicoí Bloome—. Pero síí
seí que normalmente los de Homicidios andaí is muy atareados. Y resulta que a Quintero
ya lo estaba vigilando yo.
—¿De queí lo conoces?
Sandoval observoí coí mo el otro sopesaba la pregunta.
—Es un posible sospechoso —declaroí el comisario al fin—. No puedo contar nada maí s.
El agente se mantuvo callado unos instantes. Teníía que decidir coí mo abordar aquello.
—Yo estoy vigilando a otro —le dijo—, y ha aparecido Quintero. Me interesaba saber
quieí n era. Eso es todo.
Bloome se recostoí en la silla y no anñ adioí nada.
«Ahora es cuando conviene no abrir la boca —pensoí Sandoval—. A ver queí pasa a
continuacioí n. Porque eso puede revelarte cuanto necesites saber».
—Voy a traer a dos de mis hombres —anuncioí el comisario—. Entonces podremos
seguir hablando.
«Le acabo de contar que estoy vigilando a otra persona —se dijo Sandoval—. Pero no
me pregunta quieí n es.
»¡Porque ya lo sabe!».
Bloome se sobresaltoí cuando el agente se puso en pie. Resultaba evidente que aquello
no le pasaba. Nunca.
Nadie se levanta y se marcha de esa sala hasta que le dan la orden de hacerlo.
—Agente —dijo Bloome—, ¿adoí nde conñ o crees que vas?
—Vuelvo al trabajo —contestoí este mientras abríía la puerta y la franqueaba sin mirar
atraí s.
Notoí coí mo una docena de personas lo atravesaban con la mirada mientras cruzaba la
oficina y salíía por la puerta.
Ya era uí ltima hora de la tarde. Mason seguíía el Chrysler 300 mientras el vehíículo volvíía
en direccioí n al norte a traveí s de Englewood; el coche se detuvo en una calle de
Woodlawn, delante de uno de esos establecimientos de alquiler con opcioí n de compra,
en los que se puede obtener muebles y electrodomeí sticos a cambio de una pequenñ a
mensualidad.
Mason observoí coí mo visitaban al gerente; despueí s regresaron al coche y
emprendieron la marcha, pero en esta ocasioí n entraron en la autopista y se dirigieron
al centro. Salieron por el Loop y desaparecieron en medio del traí fico de uí ltima hora de
la tarde. Dos veces pensoí Mason que habíía perdido el coche, pero en ambas volvioí a
localizarlo, hasta que vio coí mo se deteníía frente al asador Morton’s Steakhouse.
Un segundo Chrysler 300 del mismo color ya estaba estacionado delante. Se abrieron
las puertas y bajoí una mujer de la parte trasera. A cuarenta metros de distancia, Mason
pudo notar por queí la media docena de hombres que habíía en la calle ya la miraba
fijamente. Era una rubia perfecta, de cuerpo tambieí n perfecto, que parecíía sacada de
una pasarela de Estocolmo; el tipo de mujer que solo un hombre como Tyron Harris
podíía permitirse.
Este la recibioí con un beso. Entonces los cuatro (Harris, la mujer y los dos
guardaespaldas) pasaron al interior y dejaron a los conductores fuera, esperando en
los coches.
Mason aparcoí , salioí y engulloí una salchicha polaca en un establecimiento que habíía al
otro lado de la calle, desde el que auí n divisaba los coches. Sin saber muy bien si volver
a llamar a Quintero o no, decidioí acabar antes el díía con Harris. Mientras lo esperaba,
de nuevo en el BMW, podíía imaginar la escena en el restaurante: botellas de vino y
camareros maí s que aduladores.
Cuando la velada hubo terminado, Harris y la mujer salieron a la calle, seguidos por los
escoltas; en esta ocasioí n, los dos choí feres bajaron del vehíículo y se reunieron con los
demaí s. Todos se quedaron quietos, saludaí ndose con la cabeza y chocando las manos.
La situacioí n todavíía era profesional, si bien algo maí s relajada. Seguíían la pauta que
marcaba el jefe.
La mujer subioí al vehíículo con Harris y los guardaespaldas. El coche avanzoí en una
direccioí n, mientras que el otro lo hacíía en la opuesta. Mason no perdioí de vista el de
Harris y lo siguioí otra vez hasta la autopista. El sol se estaba poniendo. Se fijoí en el
nivel de gasolina y vio que ya no le quedaban muchos kiloí metros.
Pero no tuvo que avanzar mucho. No se apartaron del carril de la derecha y salieron
por la calle Cuarenta y tres. Al cabo de pocas manzanas, se detuvieron frente a un viejo
edificio de ladrillo, de tres plantas, que rodeaban dos solares vacííos. Harris, la mujer y
los escoltas entraron. El conductor se quedoí en el coche.
«Asíí que aquíí es donde vive Harris», pensoí Mason. El edificio no ofrecíía un gran
aspecto desde el exterior, pero seguramente esa era la idea. En el interior habíía mucho
espacio, y con un poco de dinero aquello se podíía haber convertido en algo
confortable.
Lo mejor de todo era que Nick sabíía perfectamente doí nde estaba: en Fuller Park, lo
que implicaba que podríía haber salido, haber pasado por delante de las paredes de
mamposteríía que llevaban al tuí nel de la calle Cuarenta y cinco, por donde llegaríía, a
traveí s del terrapleí n, a las víías del tren. Al otro lado de esas víías estaba Canaryville.
Unas manzanas maí s, y se encontraríía delante de su antigua casa.
Mientras pasaba en esa zona su infancia y adolescencia, a ese terrapleí n lo llamaban «el
Muro de Berlíín». Seguramente auí n lo seguíían haciendo, porque ese tipo de detalles no
cambian. Nunca cruzabas el tuí nel que corríía por debajo del Muro de Berlíín. Te
quedabas en tu sitio, a salvo con los tuyos.
Cogioí el moí vil y llamoí a Quintero. Oyoí una voz de mujer al fondo, unas palabras
pronunciadas en espanñ ol. Mason le contoí las novedades. Habíía descubierto doí nde
vivíía Harris, pero este siempre estaba rodeado de guardaespaldas. En ese momento, en
la casa habíía dos hombres junto a Harris y la mujer. Otro maí s en el coche de la calle y,
de hecho, a Nick no le habríía sorprendido en absoluto que este pasara toda la noche en
el vehíículo.
—Va a costar abatirlo —aseguroí Mason—. Nunca estaí solo.
—No dejes de vigilarlo. Encuentra el modo de hacerlo.
—Pieí nsalo un poco —replicoí Mason—. Ni Wyatt Earp podríía disparar a este tipo.
—Voy a ver si puedo conseguirte ayuda para manñ ana.
—Pero ¿queí dices? ¿Queí tipo de ayuda?
—Ya lo sabraí s cuando la veas. Entonces podraí s cargaí rtelo.
El hispano colgoí el teleí fono.
Mientras la oscuridad se iba aduenñ ando de la calle, Mason se quedoí con el teleí fono en
la mano, contemplando la casa de un muerto.
22
Mason se habíía quedado sin tiempo. Ese díía no iba a poderlo matar.
Era medianoche. El hombre que ocupaba en solitario el coche de la calle seguíía ahíí. A
una manzana de distancia, Nick vio que la ventanilla se bajaba, junto con el ascua roja e
incandescente de un cigarrillo. Durante unos instantes brilloí un resplandor azul en una
de las ventanas del piso superior, despueí s se apagoí . Harris y la mujer se habíían ido a la
cama. Mason imaginoí que los escoltas se habíían quedado en el piso inferior y
seguramente dormíían por turnos.
Se alejoí del bordillo y puso rumbo al norte. No sabíía muy bien si Diana seguiríía en el
restaurante a esas horas, pero al llegar a Rush Street vio que el Camaro estaba
aparcado en la puerta. No creíía que nadie se hubiera dedicado a vigilar el coche todo el
díía, pero dio la vuelta a la manzana y se encontroí a Diana sola en la oficina, repasando
las facturas del díía que habíían cobrado los empleados. Teníía los ojos cerrados y
apoyaba la cabeza en la mano derecha.
—Ya estoy aquíí —anuncioí Mason.
Ella se despertoí sobresaltada.
—No queríía asustarte —se disculpoí eí l—. Deberíías haberte ido a casa.
—Teníía que acabar esto.
—¿Siempre dejas la puerta de atraí s abierta?
—Todos se han ido ya. A veces se les olvida.
Mason paseoí la mirada por la sala, luego se fijoí en la puerta y despueí s en el comedor
en penumbra.
—No te conviene estar aquíí sola —aseguroí —. Podríía entrar cualquiera.
—Por míí no tienes que preocuparte, Nick.
Mason apoyoí la espalda en el marco de la puerta. Ese díía uí nicamente se habíía
dedicado a seguir a un hombre en un coche, tambieí n a vigilarlo. Nada maí s. Entonces
¿por queí diablos estaba tan cansado?
—Auí n no me has dicho por queí estaí s aquíí —dijo Mason.
—Trabajo aquíí —contestoí ella miraí ndolo.
—No me referíía a eso.
Esperoí a que contestara. Al cabo de unos instantes, Diana habloí por fin:
—Ya te he contado que mi padre trabajaba con Cole, un hombre que me fascinaba
desde siempre, desde la primera vez en que lo vi. Teníía... algo especial. Una presencia.
Despueí s de que mataran a mi padre, me pidioí que me instalara en su casa del centro. A
esas alturas ya empezaba a sentirme atraíída por eí l, asíí que no me costoí tomar la
decisioí n. Tampoco habíía ninguí n otro sitio al que quisiera ir. Pero entonces empeceí a
advertir coí mo era su vida de verdad.
Guardoí silencio unos instantes.
—Nunca tratoí de ocultarme ninguí n detalle —prosiguioí —. No habíía secretos, porque la
posibilidad de que yo me marchara ni se planteoí . Jamaí s. Cuando lo detuvieron, me
pidioí que me quedara, me dijo que me estaríía vigilando en todo momento, y que alguí n
díía volveríía.
—Pues anda que no le queda tiempo para eso —intervino Nick—. Cadena perpetua sin
posibilidad de libertad condicional.
—Ya te digo yo que encontraraí la manera de salir.
Mason no quiso discutir con ella. En cierto sentido, era posible que eí l mismo tambieí n
lo creyera.
—Entretanto, lo que tengo es esto —anñ adioí Diana senñ alando la puerta abierta con la
cabeza—. Gestiono este negocio, lo cual me consume toda la energíía. No es la mejor
vida del mundo. Lo seí . Pero es la míía.
Alzoí la vista y lo miroí . Mason hizo un gesto de asentimiento; la comprendíía. Quizaí s eí l
fuera la uí nica persona del mundo que podíía hacerlo.
—Vamos —anñ adioí ella mientras se levantaba—, que se ha hecho tarde.
EÉ l la siguioí hasta la puerta de atraí s y observoí coí mo la cerraba. Ella subioí a su BMW y lo
dejoí en la calle. Nick dio la vuelta hasta la puerta principal del restaurante, entroí en el
Camaro y estuvo sin moverse unos instantes. Cuando eí l llegase a la casa, ella ya estaríía
en el piso superior. EÉ l se quedaríía solo un rato; a lo mejor, junto a la piscina. No podríía
dormir. Esa noche, no.
Especialmente ahora, despueí s de hablar con Diana, tras haberse enterado de coí mo
habíía cambiado su vida por entero, algo que habíía sucedido de un díía para otro y de
modo irreversible.
En el caso de Diana, eso habíía sucedido tras conocer al socio de su padre, al hombre
llamado Darius Cole.
En el caso de Mason, se trataba de algo completamente distinto.
Puso rumbo al sur, por calles silenciosas y vacíías, hasta los líímites de la ciudad.
Despueí s de cruzar el puente de la calle Noventa y cinco, aparcoí delante de la verja,
apagoí el motor y abrioí las ventanillas para que entrase el aire de la noche.
Cinco anñ os despueí s, Nick Mason habíía regresado al puerto.
Ese era el punto al que llegaban las víías de la líínea estatal, en el que se uníían al gran
oí valo que recorríía todo el distrito del puerto. Los vagones de carga formaban hileras
ordenadas en el interior, todo iluminado con luz artificial. Al otro lado, las aguas
oscuras del ríío Calumet desembocaban en el lago Michigan. Allíí era donde arribaban
los grandes barcos de descarga; en el quinto pino, muy cerca de Indiana.
En una ciudad ya de por síí poco dada a los adornos, ese representaba el sitio donde el
paisaje ofrecíía un aspecto maí s duro. Todo era suciedad y hierro y, a un lado de la orilla,
habíía un tremendo montoí n de coches viejos; parecíía que los barcos hubieran pasado
por allíí para dejarlos tirados, como si fueran basura, en la cuneta.
«Aquíí fue donde sucedioí todo —pensoí Mason—. Aquíí fue donde te jodiste la vida para
siempre».
El golpe se habíía ideado bajo la apariencia de un enganñ o, como algo que se pudiera
llevar a cabo ante las mismas narices de alguien, porque esta persona se muestra
atenta a otra cosa. Cuando te fijas en el distrito del puerto y en todas las descargas que
se producen, piensas: «Esto solo se puede hacer de una manera. Uno de esos vagones
llevaraí algo en el interior; nosotros lo meteremos en dos camiones y despueí s lo
llevaremos a Detroit. Donde nos pagaraí n maí s de cien mil doí lares por barba».
Un gran beneficio por una sola noche de trabajo, si es que eso realmente era posible.
Aunque, por supuesto, no lo fuera. Ni por asomo. Estaba lo del nivel de seguridad en
ese puerto internacional: la zona de cuarentena, las caí maras, los guardias en turnos de
veinticuatro horas... Aun cuando contaras con un compinche en el interior, ¿coí mo ibas
a transportar todo ese peso a los camiones sin que nadie se diera cuenta antes de que
pasaran dos minutos? Esa fue la primera objecioí n que puso Mason el díía en que los
cuatro estaban sentados en torno a esa mesa de Murphy’s. El díía despueí s de conocer a
Jimmy McManus.
Este lucíía ropa cara, llevaba un pendiente de oro en una oreja y hablaba como si lo
supiera todo. Pero Mason lo caloí en cuanto se puso a hablar. Era de esa clase de ninñ os
que, cuando tienen apenas ocho anñ os y su madre los reganñ a en el jardíín, lo primero
que sueltan es: «¡Yo no he sido!». Un puto desastre de pequenñ o, un puto desastre de
adolescente y, ahora, un puto desastre de adulto. Sin ninguna duda, el uí ltimo tipo con
el que te interesaríía contar para un golpe. A estas alturas, Mason ya habíía roto media
docena de sus reglas para estar ante aquella mesa, escuchaí ndolo.
—Jamaí s sacaraí s una carga tan grande del distrito del puerto —le aseguroí Nick—. Es
imposible.
—Pero ¿queí clase de gilipollas te crees que soy? —le preguntoí McManus.
Mason le podíía haber contestado un par de cosas, pero entonces el otro les expuso el
plan.
Justo detraí s del distrito, tras una curva del ríío, habíía una zona que servíía de dique seco
para veleros y otros navííos de menor tamanñ o. Ahíí era donde encontraríían el barco.
Todos estaríían fijaí ndose en el puerto, mientras los camiones salíían de ese dique seco y
pasaban por delante de la gente.
—Y ¿por queí tuí ? —quiso saber Nick—. A estas personas les va a llegar un envíío
importante, ¿por queí te encargan a ti que lo transportes a Detroit?
—Necesitan a cuatro habitantes de la zona. Cuatro chicos blancos de Chicago que no
desentonen en el dique seco. Que puedan meter y sacar los camiones sin tener que
parar para que alguien los oriente.
—Has dicho que son cien mil. ¿Para cada uno?
—Yo me llevo doscientos por organizarlo. Vosotros, cien por persona.
—Entonces, olvíídate —dijo Mason—. A igual riesgo, igual precio. Ciento veinticinco
por barba.
Al recordarlo, advierte que en ese momento tendríía que haberse levantado e ido en vez
de andar discutiendo sobre cantidades de dinero. Cuando McManus cedioí , Mason miroí
a Eddie y se dio cuenta de que su amigo se lo estaba pensando. Habíía permanecido
apoyado en el respaldo escuchando con atencioí n, tal como hacíía siempre. Fijaí ndose en
cada palabra y retenieí ndolas mentalmente.
Mason arrastroí a su amigo al exterior.
—Ese tíío es un payaso —afirmoí Eddie—. Pero me gusta la idea. Lo de evitar el punto
peligroso sin esforzarte demasiado por ocultarte.
—No lo hagas porque quieras comprarte una casa —le pidioí Mason—. Hazlo porque
piensas en serio que podemos lograrlo y escapar.
—Tuí tambieí n lograríías muchas cosas con ese dinero. Piensa en Gina. Y en Adriana.
—Yo esto ni me lo plantearíía si tuí no formaras parte de ello. Si te lanzas, me lanzo.
—Ya sabes que te protegereí —aseguroí Eddie—. ¿No lo hago siempre?
—Entonces, aceptas.
Eddie lo contemploí . No hacíía falta que contestase nada. Habíía aceptado.
Dos díías despueí s, los cuatro hombres llegaban al dique seco con las dos furgonetas.
McManus las habíía sacado de no se sabe doí nde; tras recorrer ambas muchos
kiloí metros, teníían los neumaí ticos hechos polvo. Se habíían quedado sin parachoques.
Pero no teníían fichas ni nadie se fijaríía en ellas; era todo lo que necesitaban.
Mason condujo uno de los vehíículos. Lo acompanñ aba Finn, porque Nick era el uí nico
hombre capaz de calmarlo si las cosas se torcíían. Por eso, Eddie llevaba la furgoneta de
McManus. Llegaron a la zona del dique seco justo cuando el sol se poníía. Llevaban
monos de trabajo de color gris y gorras de beí isbol. La idea consistíía en parecer
atareados, como si lo normal fuera que estuvieran allíí. Si ves a cuatro hombres
cargando unos camiones, haciendo lo que parece ser a todas luces un trabajo aburrido
y productivo, los dejas en paz.
Mason se sorprendioí cuando se acercaron al barco, que habíía llegado en alguí n
momento anterior del díía y estaba amarrado al borde del dique; era mayor de lo que
esperaba, un transbordador para pasajeros, que se encontraba en el momento final
tras un largo trayecto desde Canadaí , donde se habíía utilizado durante muchos anñ os en
el Inner Harbour de Toronto. De al menos treinta metros de eslora, lo habíían
construido de forma que recordase los antiguos barcos de ruedas, con el largo toldo
doble y dos docenas de filas con bancos acolchados.
Los cuatro hombres bajaron de las furgonetas y subieron a la embarcacioí n. Empezaron
a coger las almohadillas de los bancos y a transportarlas a las furgonetas. Ya era lo
bastante tarde como para que no hubiera nadie maí s en el dique, pero no tanto para
que no pudieran ver lo que hacíían. Habíía sido Eddie quien se habíía tomado la molestia
de inventarse una historia como tapadera, seguí n la cual estaba previsto que a la
manñ ana siguiente empezaran a reparar el barco, y que a los tres hombres y a eí l los
habíían contratado para arrancar toda la tapiceríía sobrante. Una tarea dura, aburrida y
llena de suciedad que nadie maí s queríía hacer. Y síí, se habíían puesto a ello muy tarde.
Tuvieron un díía horrible. Costoí Dios y ayuda reunir al equipo indicado. Luego una de
las furgonetas se estropeoí , y todo asíí. Eddie incluso habíía logrado un contrato de
arrendamiento de servicios, para ensenñ arlo si por un casual alguien se pasaba por allíí
y lo pedíía.
A Eddie se le daban bien esas historias enganñ osas y resultaba un actor nato. Finn podíía
seguirle el juego, pero no era capaz de estar mucho rato sin salirse del personaje.
Cuando se rompíía el hechizo, se rompíía del todo y ya no podíía seguir actuando.
Mason iba vigilando a Finn mientras arrancaban el relleno de un banco tras otro. No
parecíía haber ninguí n problema, ni daba la impresioí n de que fueran a necesitar
recurrir a la historieta de Eddie, ni tampoco mostrar el contrato a ninguí n estibador
curioso que pudiera aparecer por allíí. Les llegaba el zumbido de una actividad
constante en el puerto, pero el dique estaba desierto.
En el aire flotaba un olor penetrante. Dieí sel, gasolina, peces muertos. La uí ltima luz del
díía creaba un reflejo multicolor en la superficie del agua.
Estuvieron trabajando maí s de una hora. Quitar el acolchado era una tarea dura. Ese
revestimiento pesaba maí s de lo que Mason habríía imaginado, y teníía que rodear cada
pieza con ambos brazos para bajarlas del barco y subirlas a la furgoneta, mientras
notaba en los antebrazos la madera basta de la parte posterior, e inhalaba el polvo de
ese relleno que teníía que llevar tan cerca de la cara. Cuando terminaron con dicho
material, pasaron a los chalecos salvavidas, que formaban montones muy apretados
debajo de los bancos y tambieí n estaban guardados en los compartimentos laterales de
ambas bordas.
—Ciento veinticinco mil —le comentoí Finn a Mason mientras saltaban del barco por
uí ltima vez—. No estaí mal por una noche de trabajo.
—Todavíía no hemos acabado —le dijo Mason—. No pierdas la calma.
—Ya te habíía dicho yo que este tíío era serio —anñ adioí Finn—. Hay que reconocer que la
idea es bueníísima.
Nick teníía muchíísimas ganas de que su amigo cerrase la puta boca. Pero sabíía que a
este le gustaba parlotear mientras llevaban a cabo un golpe, que eso lo ayudaba a
sentirse mejor. Era como una vaí lvula de escape. Asíí que dejoí que siguiera hablando del
dinero y de lo que iba a hacer con eí l, como si ya lo tuviera en el bolsillo.
Mason sabíía que no era tan faí cil. Todavíía no. Auí n teníían que cerrar las furgonetas y
salir de ahíí por patas. Despueí s, conducir durante cuatro horas y media, por un sinuoso
trayecto hacia el sur, maí s abajo del lago y a traveí s de Indiana; maí s tarde aun, cruzar la
ancha y llana meseta del sur de Michigan hasta llegar a Detroit. Teníían una direccioí n a
la que acudir. Un viejo edificio situado en las profundidades de la ciudad, del que nadie
sabíía nada. Esa era la parte del viaje que menos ganas teníía Nick de acometer. Pero
Finn y McManus estaban convencidos de que por ahíí andaríía alguí n pez gordo al que no
le importaba en absoluto pagarles una cantidad de dinero tan elevada, en concreto por
dos camiones cargados del viejo material de relleno de un barco, y de unos chalecos
salvavidas, que en realidad valíían unos diez millones de doí lares. Si era cocaíína lo que
fundamentalmente Mason sospechaba que llevaban en los vehíículos, implicaba que
habríía unos doscientos veinticinco kilos de sustancia. Un cuarto de tonelada. Costaba
creer que todo eso cupiese en el relleno de una serie de viejos cojines de unos bancos y
en unos chalecos salvavidas, pero tambieí n era cierto que habíía costado lo que no
estaba escrito sacar esos elementos de la embarcacioí n. Mason sabíía que a la manñ ana
siguiente iba a tener unas agujetas tremendas, aun cuando fuera capaz de
sobrellevarlas gracias al dinero.
Una casa mejor para Gina. Quizaí s, incluso el acceso a la universidad para Adriana. En
eso estaba pensando.
Empezaba a oscurecer cuando cerraron las puertas de las furgonetas y subieron a las
cabinas. Finn volvíía a acompanñ ar a Mason, que casi notaba coí mo el tipo temblaba en el
asiento del copiloto. McManus sacoí el vehíículo del aparcamiento y Nick lo siguioí . La
carretera los condujo por encima de las víías del tren, a traveí s de un viejo barrio de
edificios de ladrillo de dos plantas.
No advirtieron que habíía un coche detraí s de ellos. No sabíían que en eí l iban dos
agentes de la DEA, de la media docena que habíía estado vigilando esa noche el distrito
del puerto en una operacioí n organizada, tras recibir el soplo de que estaba por llegar
un cargamento importante. Habíían supuesto lo mismo que Mason cuando le hablaron
del encargo. Si va a llegar al puerto, seraí en uno de los cargueros.
Los agentes se habíían preparado para una larga noche de vigilancia. Teníían que cubrir
un terreno muy extenso; su amplitud podíía apreciarse si te fijabas en la carretera, en la
larga valla que discurríía junto a las víías del tren, incluso en la orilla. Nada impedíía que
se acercara una embarcacioí n raí pida a la desembocadura del ríío, cargara el material y
luego se internara en el lago.
Nadie se fijoí en las dos furgonetas que salíían del dique seco. Hasta que Sean Wright y
su companñ ero, que vigilaban la parte meridional del períímetro del puerto,
casualmente vieron que estos vehíículos pasaban zumbando a su lado. Conducíía el
companñ ero de Sean; arrancoí el motor y los siguioí . Era poco probable que aquello
produjese alguí n resultado, dos camionetas que salíían del dique, pero maí s valíía
cerciorarse y que su jefe no les echara un rapapolvo si al final resultaba que las
furgonetas eran algo cuya pista no debíían de haber perdido.
Mason no dejoí de seguir a McManus mientras este condujo por Ewing Avenue. Faltaba
poco para que apareciera una serie de tres puentes. Iban a cruzar por debajo de ellos:
dos eran para las víías de tren, uno para la autopista. Nick notoí coí mo Finn empezaba a
ponerse tenso y, por una vez, estuvo a punto de pedirle que se calmara de una puta vez.
Tuvo estas palabras en la punta de la lengua.
Fue entonces cuando se fijoí en el coche que los seguíía de cerca. Una de esas berlinas
oscuras de aspecto vulgar, aburrido y sospechoso. Miroí por el gran retrovisor durante
unos segundos, pero estaba demasiado oscuro para distinguir queí habíía detraí s del
parabrisas.
Llegaron al primer puente, cuya parte frontal era una franja de hormigoí n, baja y en mal
estado, que quedaba a pocos centíímetros de sus cabezas. El espacio bajo el puente era
muy angosto; los camiones casi rozaron las oxidadas vigas de acero. Las tenues
laí mparas de sodio le daban a todo aquello el aspecto de un suenñ o febril. Mason volvioí a
fijarse en el coche que iba por detraí s. Estaba demasiado cerca. Si pisaba levemente el
freno, chocaríían.
Por delante, McManus redujo la velocidad. El tramo era demasiado estrecho para ir
deprisa. Un leve error, y podíías acabar con aranñ azos en el hierro o en el hormigoí n, o
bien rebotando entre uno y otro. Salieron de debajo del primer puente y Mason vio el
abierto firmamento nocturno. Ese respiro duroí poco, porque se avecinaba el segundo
puente, todavíía en peor estado que el anterior, en el que una fina hilera de maleza
bordeaba la calzada. La primera camioneta se sumioí en la oscuridad; ahora, las
laí mparas de sodio titilaban y se apagaban. Mason entroí un segundo despueí s. Otro
pasadizo largo y estrecho; Nick contuvo el aliento mientras esperaba a que los
vehíículos cruzaran y llegaran de nuevo al cielo abierto, ansioso por ver la luz del
exterior y, maí s allaí , el paso elevado de la autopista. Una carretera sin traí fico ante ellos;
el semaí foro del uí ltimo puente ya se estaba poniendo en verde. Vio todo eso en un
instante y se permitioí creer que ya habíían pisado terreno seguro.
Entonces, un coche aparecioí delante del primer camioí n.
Habíía una víía de servicio que salíía de Indianapolis Avenue, que describíía una
trayectoria abrupta y desembocaba en Ewing. Un coche de policíía sin distintivos
avanzoí y se detuvo, con las luces encendidas, y todo lo que sucedioí a continuacioí n fue
el resultado de lo que dictan las leyes maí s baí sicas de la fíísica cuando dos camionetas
con neumaí ticos desgastados y frenos en el mismo estado tratan de detenerse de forma
repentina.
La primera camioneta chocoí contra el coche. La furgoneta de Mason, contra la primera.
El coche de detraí s, contra el vehíículo de Nick. Una algarabíía perforoí sus oíídos, y
despueí s se produjo un numerito a caí mara lenta que habríía resultado coí mico si en eí l
no hubiera intervenido una fuerza tan repentina y letal: otros tres coches de incoí gnito
aparecieron detraí s del primero, cuando unos agentes de paisano, con chalecos
antibalas, abrieron las puertas y salieron en tropel hacia ellos. Mason vio que, por
delante de eí l, McManus ya habíía abierto tambieí n la puerta de su furgoneta, y que
corríía torpemente, con la cabeza gacha, por una acera situada al otro lado de la
barandilla de hierro. Al cabo de un momento, Eddie se puso a correr tras eí l. Nick vio
asimismo que las vigas le bloqueaban la puerta, y que en todo caso no tendríía adoí nde
ir si lograba salir por ese lado. Debíía abandonar el vehíículo por la otra puerta.
Entonces fue cuando empezaron los disparos.
Echoí un vistazo por la ventanilla del copiloto justo a tiempo de ver coí mo McManus
disparaba a los dos hombres que lo perseguíían. A uno lo alcanzoí . El que conducíía se
tiroí al suelo del otro lado del coche.
Un hombre agonizante chillaba, el parabrisas de la camioneta estalloí de pronto en
torno a eí l en mil pedazos cuando los agentes de delante abrieron fuego contra ellos.
Mason se agachoí y tratoí de que Finn hiciera lo mismo. Le bajoí la cabeza y distinguioí el
punto por encima del ojo izquierdo por el que la bala le habíía perforado el craí neo.
Abrioí la puerta y Finn se desplomoí sobre la calzada. Nick tratoí de cogerlo, pero su
amigo ya habíía caíído.
Gritos de los agentes de delante, que ahora se resguardaban tras la primera camioneta.
El conductor del coche de detraí s aulloí : «¡Dejad de disparar!». Habíían alcanzado a su
companñ ero. En esos escasos segundos en que nadie disparoí , Mason vio ante síí la uí nica
oportunidad que teníía de escapar. Volvioí al aire libre de entre los puentes por un hueco
del muro de hormigoí n, cruzoí varios arbustos y basura, y llegoí a una fina franja de
tierra en la que unos altos postes sosteníían las lííneas de alta tensioí n. Eddie y McManus
ya habíían pisado esa vegetacioí n. Mason fue siguiendo su rastro hasta la hierba crecida
que habíía entre las torres, pero en medio de la oscuridad no distinguioí a ninguno de
los dos.
Oyoí maí s sirenas a lo lejos. Seguro que todos los polis de la ciudad andaban
buscaí ndolos. No le parecíía que ninguno de ellos le hubiera visto bien la cara. Esa era su
uí nica esperanza. A su derecha se extendíía una hilera de aí rboles. Fue en esa direccioí n,
pues sabíía que ahíí estaba el este y que eso implicaba alejarse de su casa, del lugar
donde lo esperaba su coche en el aparcamiento de Murphy’s. Pero eso quedaba a
kiloí metros de distancia, y antes tendríía que hallar un modo de regresar lo maí s raí pido
posible. Lo que implicaba encontrar otro vehíículo.
No conocíía el barrio, asíí que tampoco sabíía si existíía alguna zona donde se pudiera
robar un coche faí cilmente; tampoco llevaba las herramientas encima, en cualquier
caso. Hacíía muchos anñ os que no las traíía consigo. Al salir del bosque y echar a andar
por la calle se sintioí desprotegido. Pasoí por delante del poí rtico de una iglesia y de una
licoreríía. Algunos de los carteles estaban en espanñ ol, y la gente a la que vio caminando
por la otra acera era de piel maí s oscura. Sabíía que destacaríía si alguien se fijaba un
poco en eí l. Las luces intermitentes de un coche de policíía iluminaron la calle. Mason
entroí en un aparcamiento y apretoí el cuerpo contra la pared mientras el vehíículo
seguíía avanzando.
Recorrioí media manzana, esperando la llegada de maí s coches de policíía, que un
helicoí ptero empezara a describir cíírculos por el cielo en torno a eí l, proyectando su
foco de un blanco incandescente.
Apartoí de síí la imagen del cuerpo muerto de Finn, tirado en el suelo, porque todavíía
seguíía en el presente y en ese momento lo importante era salir de allíí cuanto antes. Vio
que la puerta lateral de un edificio estaba abierta, y que la luz se esparcíía por la
abertura. Un hombre cruzaba el aparcamiento mientras se dirigíía a su coche
tambaleante. Sujetaba las llaves en la mano derecha y decíía algo en espanñ ol.
Mason lo abordoí directamente, haciendo las cosas igual que Finn por una vez. «Si
quieres algo, lo coges, sin pensar en nada maí s». El tipo puso los ojos como platos al ver
que Nick se dirigíía a eí l. «Sangre», dijo, senñ alaí ndole el pecho. Pero Mason se abalanzoí
sobre eí l antes de que el otro pudiera reaccionar; iba demasiado borracho para oponer
resistencia. Nick le quitoí las llaves y dejoí al hombre tumbado en el suelo.
Entroí en el coche, una tartana en un estado asqueroso, y salioí del aparcamiento.
Cuando al fin habíía avanzado por entre algunas manzanas, se miroí el pecho y vio la
sangre. Durante un segundo pensoí que le habíía alcanzado una bala. Pero entonces se
percatoí de que era la de Finn.
Varios coches policiales maí s pasaron a su lado, a toda velocidad y en la direccioí n
contraria, mientras eí l volvíía al centro del South Side. Dejoí el coche a un kiloí metro y
medio de Canaryville y se limpioí con una manta que encontroí en el asiento posterior.
Mientras caminaba por Halsted Street, recobroí hasta cierto punto la compostura;
parecíía un hombre tranquilo que diera un normal paseo vespertino; luego franqueoí la
puerta trasera de Murphy’s y se lavoí en el banñ o cuanto pudo.
Contemploí coí mo lo que quedaba de la sangre de Finn desaparecíía por el desaguü e.
Entonces cogioí su coche y volvioí a casa.
A Gina le sorprendioí verlo de vuelta tan temprano; suponíía que iba a quedarse en
Murphy’s hasta despueí s de la medianoche, bebiendo con los amigos.
—Prefiero estar contigo —le dijo Nick—. Aquíí es donde quiero estar.
Se dirigioí al cuarto de su hija, en el que pasoí un largo rato, observando coí mo dormíía.
Luego se metioí en la cama con su mujer e hizo el amor con ella. Esa noche fue la uí ltima
vez.
Ahora, cinco anñ os y pico despueí s, Mason se encontraba en su vehíículo, reviviendo
aquella larga noche.
Teníía el distrito del puerto justo enfrente, brillando en medio de la noche. Si giraba la
cabeza, divisaba el dique seco, casi sumido por completo en las tinieblas.
Los perioí dicos seguíían apilados en la caja del asiento de atraí s. Los cogioí , encendioí la
luz interior y los hojeoí . Estaban colocados en orden cronoloí gico inverso, asíí que vio su
cara en la primera portada. Mientras lo conducíían a la comisaríía, con las manos
esposadas a la espalda.
Fue pasando las hojas hasta llegar a otra foto de portada, la del superintendente de
policíía de Chicago, situado delante de un microí fono y contaí ndoles a los periodistas que
llenaban la sala que, aun cuando hubieran matado a un agente federal de la DEA, todas
las divisiones y las rivalidades habíían quedado olvidadas. Hoy, Sean Wright era uno de
ellos.
Otra primera plana. El díía despueí s de la redada, la imagen del trofeo: una hilera de
policíías en pie posaba detraí s de una mesa en la que habíían colocado una fila de bolsas
de polvo blanco. Se fijoí bien en la foto. Habíía algo en ella que fallaba.
«Tendríía que haber maí s —pensoí —. Pasamos un montoí n de horas sacando el material
del barco con gran esfuerzo, ¿y esta es la cantidad que llegoí a la comisaríía? Justo la
suficiente para una sesioí n fotograí fica».
Apagoí la luz y se quedoí sentado en la oscuridad de nuevo. Dejoí los perioí dicos y
empezoí a conducir, recorriendo otra vez la ruta por la que habíían huido. Llegoí a Ewing,
la calle tranquila, en la que todo estaba ya cerrado hasta el díía siguiente.
«¿Por queí vinimos por aquíí? ¿Por queí no nos metimos directamente por la autopista,
para emprender lo maí s raí pido posible el rumbo a Detroit?».
Cuando llegoí a los puentes, lo invadioí la misma sensacioí n de claustrofobia mientras el
hierro y el hormigoí n lo dejaban encajonado. Las mismas laí mparas de sodio baratas le
conferíían a todo un brillo espectral.
La calle estaba vacíía; y eí l, solo bajo el segundo puente. Redujo la velocidad al llegar al
punto exacto. Ahíí era donde Finn habíía recibido el disparo. Ahíí, donde Finn habíía
muerto, en el asiento de al lado.
Salioí de debajo del puente y llegoí al lugar donde los aguardaban los agentes. Ese sitio
preciso. Evidentemente. Ahíí era donde estaban esperando.
Detuvo el coche en medio de la calzada, abrioí la puerta y bajoí . Miroí hacia atraí s y se fijoí
en los puentes, en ese embudo perfecto gracias al cual cualquier persona que avanzara
por esa calle acabaríía daí ndose de bruces contigo si la estabas esperando precisamente
en ese punto.
«Asíí fue justo como pasoí —pensoí Mason—. A esos polis les bastoí quedarse aquíí
sentados y esperarnos, aguardar a que McManus condujera las furgonetas hasta la
trampa».
Recordoí una cosa que le habíía comentado Eddie: que McManus ya habíía salido de su
vehíículo antes incluso de que se pegaran los primeros tiros. Tambieí n se acordoí de lo
que habíía visto con sus propios ojos: a McManus abriendo fuego uí nicamente contra los
agentes que teníían detraí s, nunca a los que estaban delante; habíía entrado en paí nico al
ver que los policíías le impedíían escapar.
Esa noche todo estaba preparado contra ellos. Todos los implicados, empezando por el
tipo que habíía organizado el grupo.
Ni Mason, ni Eddie, ni Finn... habíían tenido nunca la menor posibilidad de huir.
«Todo lo demaí s que ha pasado —se dijo Mason—, comenzando por mi entrada en la
caí rcel, lo de perder a mi familia, conocer a Darius Cole y sellar este pacto para volver...,
y lo que me he visto obligado a hacer, matar a un hombre, planear el asesinato de otro...
Todo esto empezoí aquella noche. La noche en que nos traicionaron».
23
Entre los treinta padres que seguíían el partido de fuí tbol, Nick Mason estaba
seguríísimo de que eí l era el uí nico asesino doble.
Volvioí a situarse en la valla trasera, detraí s de las gradas, pero con la misma buena
posicioí n para ver el campo entero. Llevaba puestas las gafas de sol, aunque no le
hicieran falta; el díía estaba nublado y casi hacíía fríío, pero eí l no lo notaba. Se quedoí
inmoí vil, apoyado en la madera tosca, con los brazos cruzados sobre el pecho.
No dejaba de visualizar el rostro que habíía visto en el espejo del club de estriptis. Era
la cara de otro hombre, al que no conocíía.
Y al que no queríía conocer en absoluto.
«Pero lo volveríía a hacer sin dudarlo —pensoí fijaí ndose en el campo—. Me vale
cualquier cosa con tal de haber salido de la caí rcel para ver coí mo corre de un lado a
otro esa ninñ a de nueve anñ os que va siguiendo un baloí n, durante unos minutos a la
semana...
»Lo repetiríía. Una y otra vez».
El partido se iba desarrollando en el campo mientras Mason se centraba en una sola
jugadora. No apartaba la vista de su hija ni cuando la pelota quedaba quieta, ni cuando
ella salíía unos instantes y se quedaba en la líínea del fondo, animando a sus
companñ eros.
En el intermedio, algunos padres se levantaron para estirar las piernas, poder fumar
en alguí n sitio alejado o hablar por el moí vil. Mason se quedoí en el mismo lugar, con la
vista fija en su hija mientras esta se sentaba en el ceí sped y charlaba con otros dos
jugadores. Cuando el segundo tiempo estaba a punto de empezar, a Nick le vino una
idea a la cabeza que bastoí para que se moviera. Metioí la mano en el bolsillo y se sacoí el
moí vil. Llamoí a Lauren a la tienda, tratando de acordarse de si lo de pasarse por su
casa, la noche anterior, habíía sido una promesa en firme o solo una posibilidad. En
todo caso, queríía volverla a ver, pasear por la calle con ella y ser de nuevo la persona
de antes, aunque solo fuese durante unas horas.
Los futbolistas volvíían a correr por el terreno de juego. Mientras Mason oíía coí mo
sonaba el teleí fono, buscoí a su hija y por unos instantes no la encontroí . Luego la divisoí
en una esquina del campo, preparaí ndose para un saque de coí rner. La ninñ a lanzoí la
pelota al campo; no tardaron en despejarla y en enviarla al otro lado. Adriana se quedoí
donde estaba y se arrodilloí para anudarse la zapatilla. Todos los demaí s siguieron el
movimiento de la pelota hacia la otra porteríía, pero a Mason le daba exactamente igual
si alguien metíía un gol o no. Era el uí nico que seguíía mirando a su hija, al otro lado del
campo.
Fue entonces cuando distinguioí al tipo situado en el borde del aparcamiento, a unos
veinte metros de Adriana.
Jimmy McManus.
Llevaba sus vaqueros ajustados y la camiseta sin mangas, con las mismas cadenas de
oro al cuello. Nick tardoí unos instantes en procesar el hecho de que el hombre
estuviera allíí, en las mismas instalaciones. Entonces, mientras McManus recorríía con la
mirada todo el grupo de gente que seguíía el partido, sus ojos se toparon con Mason; le
hizo un ademaí n con la cabeza, despueí s senñ aloí a Adriana y a continuacioí n a Nick de
nuevo, como si quisiera comprobar que realmente era su hija. Llegoí a una conclusioí n y
miroí a Mason con los dedos pulgares hacia arriba.
Luego, McManus sacoí el moí vil y dio un silbido muy fuerte. Adriana, que auí n estaba de
rodillas sobre el ceí sped, alzoí la vista; Nick le vio el gesto de confusioí n. McManus
enfocoí a la ninñ a con el moí vil y pulsoí un botoí n; le estaba haciendo una foto.
Mason ya se habíía puesto en movimiento.
Salioí de la sombra de la pared y se puso a correr hacia el aparcamiento, en paralelo a
las gradas. McManus levantoí las manos, como si dijera «¿A queí viene esto?», pero luego
se dio la vuelta e inicioí su regreso al centro del aparcamiento. Caminaba con rapidez,
sin correr del todo, pero tampoco esperando a ver queí pensaba hacerle Mason.
Este lo alcanzoí y lo agarroí por el cuello. Notoí coí mo al menos una de las cadenas de oro
se partíía entre sus manos al mismo tiempo que McManus se zafaba de eí l y echaba a
correr.
Ya estaba varias filas de coches por delante, asíí que Nick pasoí por en medio de una
familia que salíía de una furgoneta y oyoí unos gritos detraí s de eí l. Alcanzoí a McManus
justo cuando este acababa de coger las llaves y trataba de abrir la puerta de su
Corvette rojo chilloí n. Mason le puso una mano en la nuca y le aplastoí la cara contra el
techo del vehíículo.
Una vez.
Dos.
Tres.
El ruido (de hueso o de metal) resonoí por todo el aparcamiento, mientras la sangre
manaba de la nariz destrozada de McManus. Mason le dio la vuelta y le propinoí unos
tremendos ganchos de izquierda en las costillas, punñ etazos de los que parten huesos y
danñ an oí rganos, de los que causan hemorragias visibles.
—¿Acaso no fue suficiente que nos traicionaras a todos en el puerto —le dijo mientras
lo agarraba por el cuello y lo enderezaba—, que ahora te dedicas a sacar fotos de mi
hija, joder?
El siguiente golpe dobloí a McManus por la mitad y este se fue deslizando hacia abajo,
apoyado en el Corvette. Nick lo estaba poniendo en pie de nuevo cuando oyoí una voz a
su espalda que le ordenaba que se quedara inmoí vil. No hizo caso y siguioí golpeando a
McManus hasta que notoí que un gran peso lo derribaba por detraí s, coí mo le doblaban
las munñ ecas y lo esposaban.
Mason permanecioí en el suelo unos minutos, recuperando el aliento; luego alzoí la vista
y distinguioí el rostro de Gina entre la muchedumbre que se habíía congregado en el
aparcamiento.
A Adriana no la vio. Solo a Gina, cuyo gesto expresaba en aquel momento todo cuanto
le hacíía falta saber sobre lo que sentíía.
Yo solo estaba protegieí ndola. Intentoí decirlo en voz alta: «Solo protegíía a nuestra hija».
Pero ella no lo oyoí .
Entonces lo levantaron del suelo, lo metieron en la parte posterior de un coche patrulla
y se lo llevaron.
26
Nick Mason solo habíía tardado una semana en volver a estar encerrado entre tres
paredes de hormigoí n y una serie de barrotes de metal.
Acababan de pintar las paredes del calabozo de la comisaríía de Elmhurst de un beis
verdoso. El lavabo y el inodoro de acero inoxidable lucíían inmaculados. El banco sobre
el que estaba teníía una colchoneta lo bastante gruesa como para dormir en ella.
Seguramente era la celda maí s agradable que Mason habíía visto en su vida.
Pero no dejaba de ser un calabozo.
Se miroí las manos, auí n rojas e hinchadas, sobre todo la derecha, con los nudillos
despellejados. Sabíía que habíía golpeado a McManus con ella al menos tres o cuatro
veces. A lo mejor, tambieí n el suelo y el coche.
Le dolíían las manos, pero tambieí n le pasaba otra cosa: albergaba la sensacioí n de que
quizaí propinarle esa tremenda paliza a McManus no habíía sido buena idea, pero al
menos era suya. Por primera vez desde la salida de la caí rcel, habíía cometido un acto de
violencia porque eí l habíía querido, no porque se lo hubieran mandado. Era
responsabilidad suya y de nadie maí s.
Ese era el presente. Sentado en esa celda miraí ndose las manos. Ahíí fue donde Nick
Mason comenzoí a plantearse la posibilidad de que quizaí podíía dejar de ser un puto
robot que funcionara por control remoto y empezar a recuperar el control de su vida.
Oyoí pisadas en el pasillo. Pero no era el agente de Elmhurst que veníía a soltarlo, sino el
agente Sandoval.
Nick se incorporoí en el banco pero no dijo nada.
—Me han contado que te habíían encerrado.
Sandoval arrastroí una silla plegable del estrecho corredor que habíía entre los
calabozos y la pared del exterior, se sentoí y contemploí a Nick.
—Habíía un agente que no estaba de servicio en ese partido —le dijo—. Te detuvo
antes de que mataras a ese tipo.
Mason no reaccionoí .
—Te van a dejar salir con un aviso, diciendo que la policíía ha tenido que intervenir.
Pero luego te soltaraí n. Aunque les he pedido que te retengan un poco para que
pudieí ramos hablar.
«Joder, justo lo que necesito», pensoí Mason.
—Un comisario muerto en la habitacioí n de un motel. Despueí s, anoche, Tyron Harris. Síí
que has estado ocupado.
Nick siguioí callado.
—Por ahora, seí que en esto estaí is metidos tuí , Cole y tu amigo Marcos Quintero,
exmiembro de La Raza. ¿Cuaí nto tiempo lleva eí l trabajando para Cole? Para salir de una
banda como esa, hay que tener proteccioí n. ¿O los comproí Cole a todos?
Mason apoyoí la espalda en la pared de hormigoí n.
—Tambieí n conozco a Diana Rivelli, con quien compartes casa y que lleva el restaurante
de Cole. Espero que andes con cuidado. Si Cole se entera de que te la estaí s tirando, no
le va a hacer ninguna gracia.
Al oíír esas palabras, Nick negoí con la cabeza.
«Este tíío quiere pillar a Cole —pensoí Mason—. Maí s que a míí, maí s que a Quintero, maí s
que a cualquier otra persona de entre todas las que trabajamos para eí l. O de entre las
que lo haraí n en un futuro. Cole ocupa lo alto de la piraí mide, y este agente estaí
dispuesto a dar la vida para pillarlo.
»A lo mejor arresta a otras diez personas a lo largo del proceso. Lo ascenderaí n, le
concederaí n una medalla y le haraí n una foto con el alcalde.
»Pero eí l no se daraí por satisfecho hasta que logre atrapar a Cole».
—Todo esto lo he averiguado yo solo —prosiguioí el agente—. ¿Queí crees que podríía
descubrir todo un cuerpo especial de eí lite de la policíía?
—¿Hemos acabado ya?
—¿No me estaí s escuchando? ¿Nunca has oíído hablar de un cuerpo denominado
«Servicios Secretos de Inteligencia»? Los crearon hace unos anñ os para que
persiguieran a los narcotraficantes. Pueden hacer lo que les deí la santa gana, Mason.
Obtienen grandes resultados, asíí que a los demaí s, el resto se la suda. Van por ahíí como
si fueran Dios, gracias al alcalde y al superintendente. Si sacan a un tíío de su coche, le
pegan una paliza de la leche, se quedan con su dinero y se llevan sus drogas, o bien a
alguien le echan la puerta abajo sin la correspondiente orden de registro..., a nadie le
importa.
—Estamos en Chicago. Cueí ntame algo que no sepa.
—Existen desde hace justo siete anñ os —anñ adioí el agente—. Eso, ¿queí crees que
significa?
Mason alzoí la vista.
—Fueron ellos quienes hicieron la redada en el puerto —afirmoí Sandoval—. Los SSI.
Nick agarroí con fuerza el borde del banco. Recordoí los coches que aparecieron delante
de los camiones. No eran coches patrulla normales; iban sin ninguí n distintivo.
—¿Tanto te sorprende? En cuanto formaron este grupo, ¿no crees que Cole fue lo
bastante listo como para comprarlos a todos? Aquello fue un acuerdo comercial,
Mason. Lo fue durante anñ os, hasta que acaboí yeí ndose a la mierda. Y ahíí fue cuando
entraste tuí en escena.
Mason no dejaba de coger con fuerza la colchoneta, pensando en lo que aquel hombre
le estaba contando.
—¿Sabes queí es lo maí s peligroso que hay en el mundo? Un poli corrupto. Nadie lo
vigila. Nadie puede tocarlo. Puede hacer lo que le salga de los huevos. Si en tu vida hay
uno de esos, tienes un gran problema. Pero ¿sabes queí es peor? Todo un puto grupo
formado por individuos asíí.
«Vi coí mo Harris se reuníía con ellos —pensoí Nick—. Eran los tííos trajeados del
segundo díía en que lo seguíí».
—Hay un comisario llamado Bloome —anñ adioí Sandoval—. Un tíío alto, paí lido, de ojos
grises, con pinta de puto guardia fronterizo de Rusia. Si va a por ti, estaí s perdido.
Mason lo recordoí plantado delante de la cafeteríía, pasaí ndole a Harris el brazo por el
hombro.
—¿Por queí me cuentas todo esto?
—Tuí mataste a su socio, Mason. Ahora mismo, eres el mayor problema que tiene.
Seguro que sabe que te envioí Cole. ¿Crees que Cole puede protegerte? ¿Las
veinticuatro horas del díía? ¿Crees que te puedes esconder en alguí n sitio? Estos tipos
llegan a donde quieren. Me sorprende que no hayan aparecido por aquíí todavíía. Un par
de agentes de los SSI se presenta, le dice al comisario de ahíí fuera que tienes que irte
con ellos..., y no llegaríías ni a la mitad del camino. Desapareceríías. Sin cadaí ver. Sin
dejar rastro.
Sandoval se levantoí y se acercoí a los barrotes.
—Mason, eres el enemigo puí blico nuí mero uno. Si me gustara apostar, organizaríía una
porra a ver cuaí nto tiempo sigues con vida. Luego iraí n a por tu familia. Contra cualquier
persona cercana a ti, la que sea. Haraí n lo que haga falta.
Nick cerroí los ojos unos instantes. Se obligoí a respirar una vez. Despueí s otra. Su hija
estaba ahíí fuera, montando en bici o viendo la tele o lo que fuese. Pero eí l seguíía
encerrado en el calabozo. Pensoí en que podríían llevaí rsela en ese mismo momento, sin
que eí l lograra impedirlo.
—Solo tienes una salida frente a todo esto, Mason. Yo.
Nick lo miroí .
—Los lobos andan sueltos —continuoí Sandoval—. Te quieren a ti. Te estoy lanzando
un salvavidas. Es la uí nica salida de que dispones para sobrevivir. Seí que no eres maí s
que un soldado. Que te llegan oí rdenes de arriba. Ayuí dame a desmontar todo este
tinglado y yo te ayudareí a ti. Cueí ntame todo lo que sepas y te mandareí a un sitio donde
no puedan alcanzarte. A ti y a tus seres queridos. Lo que haga falta. Pero la oferta
caduca en cuanto salgas de este calabozo. Si te marchas, no podreí ayudarte.
—En realidad, esa oferta ya habíía caducado en cuanto llegaste —replicoí Mason—. No
voy a reconocer nada de lo que, seguí n tuí , haya hecho. Y, aunque solo la mitad fuese
cierta, sabes perfectamente que me resulta imposible hablar contigo.
Sandoval se quedoí ante los barrotes largo rato, esperando a que Mason anñ adiera algo
maí s. Luego se dio la vuelta y se fue.
27
Los lobos andaban sueltos y Nick Mason los habíía acercado a las dos personas a las
que maí s queríía proteger.
Con el coche aparcado en una calle oscura, vigilaba la casa de Gina, adonde habíía
acudido tras ser liberado de la comisaríía de Elmhurst, despueí s de que un agente lo
sacara de allíí en coche. Durante todo el trayecto, las palabras de Sandoval le iban
resonando en la cabeza.
Bajoí del vehíículo y escudrinñ oí atentamente la calle en ambas direcciones. Luego se
dirigioí al camino de entrada. Un foco situado encima del garaje proyectaba un
semicíírculo de luz en el jardíín delantero. En el interior de la casa habíía maí s luces
encendidas.
La puerta se abrioí . Tras salir, el marido de Gina la cerroí .
—Largo de aquíí —le espetoí —. Ahora mismo.
Todavíía llevaba la camiseta de entrenador; echoí a andar eneí rgicamente por el jardíín.
Mason dio un paso al frente hasta que le pudo ver la cara al tipo.
—Brad —le dijo—. Te llamas asíí, ¿no?
El hombre medíía cinco centíímetros maí s que Mason, y pesaríía tambieí n unos diez kilos
maí s, pero sus muí sculos los habíía obtenido en el gimnasio, no en la calle. Aun asíí, Nick
no teníía el menor intereí s en pelearse con eí l; esa noche, no.
—Tengo que hablar contigo.
—¿De queí ? ¿De lo que hiciste el otro díía en el campo?
—Escuí chame —dijo Mason, pero entonces se calloí . ¿Queí demonios le iba a decir?
¿Coí mo podíía explicarle aquello?
—Nick, voy a llamar a la policíía. No puedes estar aquíí.
Le sorprendioí oíír su nombre. Era la primera vez que se veíían en persona, nunca habíían
hablado.
—Teneí is que marcharos —dijo Mason—. Los tres. Ya mismo.
Brad se quedoí miraí ndolo.
—A alguí n lugar seguro. No le digaí is a nadie adoí nde vais. Dame tu nuí mero de moí vil. Te
llamareí cuando cambie la situacioí n.
Brad escuchoí atentamente. Cuando Nick terminoí , contestoí que no con la cabeza.
—Pero... —dijo separando mucho las palabras—, ¿se puede saber a queí viene esto?
—No te lo puedo contar, pero debes creerme. Recoí gelas y marchaos.
Brad dio un paso atraí s, se frotoí la nuca y cabeceoí como si se estuviera despertando de
una pesadilla. Mientras se daba la vuelta y se alejaba de Mason, preguntoí :
—¿No has causado ya bastantes problemas?
—Síí. Pero ahora mismo solo intento que ni Gina ni Adriana corran peligro. Para
lograrlo me hace falta tu ayuda.
—Sabes que yo aspiro a lo mismo, ¿no? Trato de proteger... —Brad titubeoí y echoí un
breve vistazo a la casa—. Trato de proteger a tu hija. Es lo que quieres que haga, ¿no?
—Síí.
—Pues deí jame hacerlo. Lo que te acompanñ a, sea lo que sea, no es bueno para ella, ya lo
sabes, y tampoco forma parte de su vida, como no la formas tuí .
Mason se habíía pasado gran parte de los díías anteriores odiando a ese hombre, pero
sabíía que el tipo lo daríía todo por proteger a Adriana. Incluso la vida. Eso era lo que le
ofrecíía a Nick la oportunidad de que el otro lo entendiese; asíí que anñ adioí :
—Si yo fuera tuí , estaríía igual de cabreado. Pero tambieí n haríía caso a alguien como yo
que me advirtiera de la existencia de un peligro real.
—Entonces, llamemos a la policíía.
Ese tipo no se habíía criado donde lo habíía hecho Mason. No habíía vivido como eí l los
díías previos. Nick imaginoí que la uí ltima vez que habríía hablado con un agente
uniformado seríía en un control de velocidad para darle el nuí mero de carneí , la
matríícula y un recibo del seguro tras olvidarse de pisar el freno a tiempo.
—Una cosa asíí no se le puede contar a la policíía. Tienes que fiarte de míí.
Antes de que Brad pudiera anñ adir nada maí s, la puerta se abrioí . Un nuevo rectaí ngulo de
luz se proyectoí sobre el jardíín y, durante un momento, a Mason le parecioí ver en eí l la
sombra de Adriana.
Entonces distinguioí a Gina, que apartaba a la ninñ a de la puerta y la cerraba. Ese breve
instante fue para eí l un golpe maí s fuerte que cualquier punñ etazo recibido a lo largo de
su vida. Tuvo que cerrar los ojos y tragar saliva; a continuacioí n dijo:
—Tengo que hablar con ella.
Brad contestoí que no con la cabeza.
—Necesito hablar con mi hija —insistioí Nick—. Podemos hacerlo aquíí fuera, como tuí
quieras. Contigo, o con Gina y contigo. Solo necesito verla un segundo.
—Hoy ya ha vivido muchas emociones fuertes, Nick.
—Solo pido un instante.
Brad miroí a la casa y explicoí :
—Le ha afectado mucho lo que ha pasado en el campo, y ha creíído reconocerte. Ha
estado preguntando si eras tuí , aunque Gina le habíía asegurado que nunca volveríía a
verte.
Otro punñ etazo en el estoí mago. Mason lo recibioí y se preparoí para lo que viniera a
continuacioí n, fuera lo que fuese.
—Enseguida vuelvo —dijo Brad.
Se dio la vuelta y se dirigioí a la casa. Nick se quedoí solo en medio de la oscuridad.
Cuando volvioí a salir, cruzoí la mitad del jardíín hasta que Mason pudo verle la cara.
—Tienes un minuto —le dijo Brad.
Nick cerroí los ojos y suspiroí . Luego siguioí al otro hombre hasta la puerta.
Cuando Brad la abrioí , detraí s estaba Gina. Con Adriana.
La ninñ a iba en pijama, uno de pequenñ os elefantes en fila, que formaban una uí nica
hilera en torno a su cuerpo, cada uno de ellos agarrado con la trompa a la cola del
anterior. Cuando la habíía visto en el campo, llevaba el pelo recogido en trenzas; ahora,
mojado y suelto, le llegaba a los hombros.
—Hola —le dijo su hija.
Todas las palabras que eí l habíía imaginado que le diríía cuando al fin tuviera la
oportunidad se le olvidaron. Se le quedoí la mente en blanco.
—Hola —dijo Mason.
Se fijoí en Gina, que habíía apretado los labios y teníía un brazo encima del pecho; el
otro, sobre un hombro de Adriana.
—Juegas muy bien al fuí tbol —anñ adioí Nick—. Eres muy raí pida.
Ella asintioí con la cabeza.
—Maí s que cualquiera de los chicos.
—Menos uno —dijo ella—. Branden es maí s raí pido.
EÉ l esbozoí una sonrisa.
—Siento lo que ha pasado hoy —se disculpoí .
—He visto que perseguíías a ese hombre —le contoí Adriana—. Me estaba haciendo una
foto.
—Lo siento si te he asustado.
—Me daba miedo. Me alegro de que lo persiguieras.
Se produjo un silencio. Gina los observaba atentamente. Nick no sabíía muy bien coí mo
continuar.
—Adriana, ¿te acuerdas de míí?
—Creo que tambieí n te vi en otro partido.
—¿Recuerdas cuando vivííamos todos juntos, cuando teníías cuatro anñ os?
—Hasta que te metieron en la caí rcel.
—Síí —contestoí Nick, tras alzar la vista y mirar a Gina.
—Durante un tiempo estuvimos solas mamaí y yo —le contoí la ninñ a—. Luego vinimos a
esta casa.
—Seí que a ti te pareceraí que ha pasado mucho tiempo, pero para míí es como si
hubiera sido ayer. Espero que sepas lo poco que me gustoí separarme de mamaí y de ti.
—¿Queí hiciste?
Nick volvioí a mirar a Gina.
—Sabes que a veces cometemos errores, ¿no?
—Síí.
—Bueno, pues yo cometíí uno gordíísimo. Hice algo que no tendríía que haber hecho.
Ella movioí la cabeza y miroí a su madre.
—Quiero que sepas —anñ adioí eí l— que lo que maí s he deseado en esta vida ha sido estar
contigo todos los díías, ser tu padre.
Ella reflexionoí un instante tras oíír esas palabras.
—¿En la caí rcel habíía barrotes de metal?
Mason estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Durante los primeros cuatro anñ os, síí. Al anñ o siguiente, una pared de cristal.
—¿Un calabozo de cristal? ¿No les daba miedo que se rompiera?
—Era bastante grueso —contestoí eí l con otra sonrisa.
La ninñ a volvioí a mirar a su madre, despueí s a Mason.
—Seguro que te alegra haber salido de la caí rcel.
—Desde luego.
—Deberííamos irnos a la cama —intervino Gina.
Mason se pasoí la mano por la cara y preguntoí :
—¿Me puedes dar un abrazo antes de que me vaya?
Gina vaciloí , pero le soltoí el hombro a la ninñ a.
Su hija se acercoí a eí l y le rodeoí la cintura con los brazos. EÉ l cerroí los ojos y le acaricioí
la espalda.
Entonces la soltoí .
Observoí coí mo la pequenñ a se daba la vuelta y subíía las escaleras con su madre.
Siguioí miraí ndola hasta que desaparecioí . Los dos hombres se quedaron en la puerta,
sin necesidad de gastar palabras. Brad le dirigioí un ademaí n con la cabeza. A Nick no le
hizo falta nada maí s; volvioí a salir a la noche.
Permanecioí un rato sentado en el coche, auí n notando los brazos de su hija en torno a
eí l. Se volvioí a pasar la mano por la cara y arrancoí el coche.
«Ya estoy listo —se dijo—. Pase lo que pase ahora, estoy listo».
28
Abrazar a su hija por primera vez en cinco anñ os le habíía dado a Nick Mason maí s
determinacioí n que nunca para encontrar el modo de escapar de aquella pesadilla. Era
lo uí nico que le insuflaba fuerzas para continuar.
Cuando estaba a punto de salir de la ciudad, le sonoí el moí vil.
—Al restaurante —le ordenoí Quintero—. Ahora mismo.
Y colgoí .
Ir al restaurante implicaba una cosa: Diana y la posibilidad de que ella corriera tanto
peligro como eí l.
«Ella mantiene un víínculo con Cole, al igual que yo —pensoí Mason—. El propio
Sandoval lo ha dicho.
»Pero Diana no tiene la menor idea de quieí n podríía atacarla».
Entroí con el Camaro a toda velocidad en la autopista, cruzoí el puente de Kinzie Street y
se dirigioí a Rush Street.
El Escalade de Quintero aguardaba en el aparcamiento. La ventanilla del lado del
conductor bajoí mientras Mason deteníía el coche junto al SUV y salíía.
—¿Doí nde estaí Diana?
—A salvo —le aseguroí Quintero—. Dentro, trabajando. Por ella no te preocupes.
—¿Para queí me has llamado?
—Tienes que encontrar a la mujer que acompanñ aba a Harris.
Nick se acordoí del local de estriptis. La rubia que habíía frenado al guardaespaldas y le
brindoí la ocasioí n de quedarse a solas en el banñ o con Harris.
—¿Para queí ?
—Localíízala y entreí gale esto —anñ adioí Quintero.
Extendioí el brazo al asiento del copiloto, cogioí una bolsa de cuero con asas y se la
alargoí a Mason; no era grande, pero iba tan llena que debíía de pesar unos diez kilos.
Nick no le preguntoí cuaí nto dinero habíía en el interior.
—Esa mujer teníía que entregarme una cosa —le contoí Quintero—. Pero ahora ha
desaparecido. Si la encuentras, cercioí rate de conseguir lo que obra en su poder y de
traeí rmelo de vuelta enseguida. No pierdas ni un minuto, ¿entendido?
Mason pensoí en la rutina que les habíía visto adoptar durante los dos díías en que los
estuvo siguiendo.
—Solo se me ocurre un sitio en el que pueda encontrarse. Si no estaí ahíí, no tengo maí s
ideas.
—Pues maí s te vale que esteí . Se llama Angela.
—Ahora escuí chame tuí a míí. No seí queí conserva esta mujer que sea tan importante
para ti, pero tengo cosas mucho maí s importantes de las que preocuparme.
—De eso, nada —replicoí Quintero—. Deja de perder el tiempo, porque los mismos que
te buscan a ti tambieí n la buscan a ella.
Nick ni se molestoí en preguntarle nada maí s. El otro llevaba anñ os lidiando con la poli y
seguro que sabíía lo que iba a pasar cuando Mason empezase a cumplir sus encargos.
«Habríía estado bien que alguien me contara esto», pensoí Mason mientras se colgaba la
bolsa del hombro.
—Oye —anñ adioí Quintero—, antes de irte: ¿queí conñ o ha sido eso de que te hayan
detenido hoy?
Mason recordoí lo que este le habíía dicho el primer díía, mientras estaban sentados en
el coche delante de la casa del centro: «Si te arrestan por cualquier cosa, tienes dos
problemas. Aquel por el que te han pillado... y yo».
—Un tíío estaba vigilando a mi hija.
—Si hubieras pasado la noche en el calabozo, ahora mismo todo se habríía ido a tomar
por culo.
Mason puso una mano en el coche y se apoyoí en eí l.
—¿Es que no me has oíído? ¡Te hablo de mi hija!
—¿Coí mo se llama el tipo?
—¿Por queí quieres saberlo?
—Que coí mo se llama, conñ o.
—McManus. Jimmy McManus.
—Lo mejor que puedes hacer por tu familia es cumplir con tu trabajo —afirmoí
Quintero—. El míío consiste en gestionar todo lo que te impida hacerlo. Ahora,
McManus es problema míío.
Nick lo miroí a los ojos. No sabíía exactamente queí significaban esas palabras, pero
seguramente no auguraban nada bueno para McManus.
—Busca a esa mujer —anñ adioí Quintero.
Despueí s salioí dando marcha atraí s y desaparecioí .
Mientras volvíía a su coche, Mason vio coí mo un hombre y una mujer franqueaban la
puerta del restaurante para disfrutar de una cena agradable. Gente normal y feliz.
Diana estaba en el interior, trabajando.
«Tengo que decíírselo —pensoí —. Debe saber lo de los lobos. Esta noche. En cuanto
termine esto».
Regresoí a su vehíículo y enfiloí la calle. Respiroí unas cuantas veces, pensoí en el sitio al
que se dirigíía e intentoí imaginar queí podríía encontrarse al llegar a casa de Harris.
¿Queí teníía esa mujer que interesara tantíísimo a todos los polis corruptos de la ciudad?
Mientras accedíía a la autopista, Dan Ryan, un coche patrulla, se le acercoí por detraí s.
Mason se puso tenso y sopesoí cuaí les eran sus opciones. Pisar el acelerador a fondo y
tratar de desaparecer por la siguiente salida. O bien buscar un hueco en la mediana
para dar la vuelta y tomar la direccioí n contraria. Pero entonces el vehíículo lo adelantoí
a toda pastilla.
Nick suspiroí y siguioí conduciendo.
Al llegar a Fuller Park redujo la velocidad, que bajoí auí n maí s mientras se acercaba a la
casa. La calle estaba igual de vacíía que la uí ltima vez en que habíía estado allíí, cuando
iba tras la pista de Harris. En el edificio en síí no se veíían luces encendidas. Los dos
Chrysler 300 de color negro estaban aparcados en la entrada, pero nadie los ocupaba.
Ya no era necesario proteger a Tyron Harris, que seguramente seguíía tendido en una
mesa de metal, en alguí n punto del centro de la ciudad.
Mason observoí la casa un buen rato. Luego dio la vuelta y aparcoí en una de las calles
laterales, a una manzana de distancia. Apagoí la luz interior y aguardoí unos minutos.
«Deja que los ojos se te acostumbren a la oscuridad —se dijo—. Cuando salgas,
mueí vete deprisa, pero no demasiado. Que parezca que eres de aquíí».
Cogioí la linterna de la guantera. Despueí s abrioí la puerta, salioí y la cerroí con sigilo. Se
encaminoí a la casa: un largo minuto en que se sintioí desprotegido y vulnerable.
«Sus coches estaí n aquíí. Entonces ¿doí nde se han metido sus hombres? La casa parece
desierta».
Una valla metaí lica, medio desvencijada, bordeaba el jardíín trasero. Nick oteoí la calle a
derecha e izquierda y luego encontroí un sitio por donde podíía sortearla. Se acercoí a la
puerta de atraí s, volvioí a echar un vistazo en todas direcciones y giroí el pomo. Estaba
cerrada.
En la ventana de dicha puerta habíía nueve paneles de cristal. Le dio un golpe con la
parte inferior de la mano al que estaba maí s abajo y a la derecha, notoí que el vidrio se
rompíía y oyoí coí mo caíía al suelo del interior. A continuacioí n metioí la mano para abrir
el pestillo.
Empujoí la puerta un centíímetro y aguzoí el oíído. Nada.
Silencio absoluto.
Encendioí la linterna y tapoí la mayor parte de la lente con la mano, para que solo se
proyectara en la cocina un fino rayo de luz. Lo primero que vio fue el desorden. Las dos
puertas de la nevera estaban abiertas y su contenido, desparramado por el suelo.
Todos los armarios aparecíían abiertos; los platos, rotos.
Dio otro paso y advirtioí coí mo una esquirla de cristal se rompíía bajo su pie. Se detuvo y
se quedoí escuchando hasta que percibioí un ruido que llegaba de arriba. Un crujido.
Despueí s otro. «Pueden ser los tíípicos de las casas antiguas —pensoí —. Es probable que
en esta se oigan continuamente».
Se quedoí inmoí vil y esperoí . No le llegoí ninguí n otro sonido. Entonces, cuando movioí la
linterna, distinguioí la puerta que conducíía al soí tano. La abrioí y la iluminoí . Notoí coí mo
lo envolvíían oleadas de humedad y moho.
Y de otra cosa.
Los cuatro cuerpos formaban un montoí n al fondo. Todos, negros.
Mason sabíía perfectamente quieí nes eran aquellos hombres.
29
Mason tuvo que confirmar que Angela no se contaba entre las vííctimas. Bajoí la mitad
de los escalones, lo bastante para poder distinguir el cadaí ver de cada hombre, coí mo
habíía aterrizado, coí mo se habíía quedado enmaranñ ado con los otros. Entre ellos no
habíía ninguna mujer.
Quintero habíía afirmado que la andaban buscando. «Si ella estaba aquíí —se dijo Nick
—, se la habraí n llevado despueí s de matar a todos estos.
»Lo que significa que he llegado demasiado tarde. Y que ya va siendo hora de salir por
patas».
Mientras subíía las escaleras, repasoí mentalmente los sitios de la casa en que habíía
estado, pensoí en todas las superficies que pudo tocar. No creíía haberse rozado con
nada a excepcioí n de la puerta de atraí s. Limpiaríía el pomo al llegar a la salida, que era
hacia donde se dirigíía ahora. Cogioí un panñ o de la cocina.
Abrioí la puerta trasera y, justo cuando estaba a punto de pasar el trapo por el pomo,
oyoí la voz.
Hay otra cosa caracteríística de esos edificios antiguos: tienen sistemas de ventilacioí n
que forman unos conductos abiertos entre los diferentes pisos. EÉ l recordaba haber
vivido en viejas casas de mierda divididas en apartamentos, en Canaryville, durante su
infancia y adolescencia y, a veces, a traveí s de esos conductos se podíía ver la vivienda
de abajo. Algo interesante si la persona que habíía debajo merecíía ser observada. No
tanto si era un gilipollas borracho en ropa interior que le gritaba a su mujer.
Volvioí a oíír la voz. Ronca y forzada, casi ininteligible. Podríía haber sido el gemido de un
animal. En la mente de Mason ya se encendíía una alarma. Llevaba demasiado tiempo
metido ahíí dentro. Estar maí s de varios minutos en la misma casa en que se
encontraban cuatro cadaí veres amontonados se le antojaba, como míínimo, la violacioí n
de alguna de sus reglas. O, al menos, una peí sima idea.
Pero debíía descubrir de doí nde procedíía esa voz.
Se encaminoí a la parte principal de la vivienda y reparoí en las sombras espectrales y
en los muebles volcados. La mesa del comedor puesta en vertical, todas las sillas
desperdigadas y rotas. Un aparador con los cajones extraíídos.
Se incorporoí y aguzoí de nuevo el oíído. Entonces pasoí al saloí n y vio coí mo unos hilos de
sangre se entrecruzaban en el suelo, y varios orificios de bala en las paredes.
Subioí las escaleras.
Una telaranñ a de grietas se extendíía desde el centro hacia los extremos de una pantalla
de alta definicioí n, auí n mayor que la que teníía en su casa. Todo lo demaí s en la estancia
estaba abierto y tirado, pero ahíí arriba no habíía maí s sangre, ni agujeros de bala. Solo
rabia y destruccioí n.
En el tercer piso habíía dos dormitorios con banñ o y jacuzzi, duchas de baldosas,
grandes camas dobles y todo lo que una persona pudiera desear. Habíían vaciado todos
los cajones y los armarios.
Maí s rabia, maí s destruccioí n.
Pero tampoco se veíían orificios de bala ni sangre.
Se agachoí y miroí debajo de la cama del primer dormitorio. En el armario no quedaba
nada, pero tardoí unos instantes en revisar a patadas el montoí n de ropa esparcida por
el suelo. Lo mismo pasoí en el segundo.
Habíía una montanñ a de prendas auí n mayor en ese armario, pero nadie se ocultaba en
eí l. Levantoí la vista, se fijoí en el techo y empezoí a plantearse queí habríía en el desvaí n.
La voz volvioí a hablar y, en esta ocasioí n, Mason distinguioí una palabra. Hablaba una
mujer con cierto soniquete. Repetíía la misma palabra sin cesar. Parecíía ser... «Jordan».
Aguardoí .
No pasoí nada.
Pero entonces se fijoí maí s detenidamente en la pared de atraí s, donde habíía instalada
una estanteríía metaí lica, partida en dos. Se envolvioí la mano con el panñ o, agarroí el
estante y tiroí de eí l.
La mitad de la pared empezoí a moverse hacia delante. Detraí s de ella solo habíía
oscuridad, hasta que dirigioí la linterna en esa direccioí n y vio los ojos muy abiertos de
una mujer.
Y el canñ oí n de una pistola que le apuntaba al pecho.
Alguien que dispara por primera vez aprieta con fuerza el gatillo y dirige el tiro de
frente, con energíía. Eso fue lo uí nico que lo salvoí .
Mason se tiroí al suelo mientras el arma hacíía anñ icos el silencio de la estancia; notoí
coí mo la bala le pasaba por encima del hombro izquierdo.
Rodando, se alejoí del armario y se incorporoí apoyaí ndose en una rodilla.
—¡No dispares! —exclamoí —. Angela, debes confiar en míí. Te puedo sacar de aquíí.
—¿Doí nde estaí Jordan? —preguntoí ella con la voz rota.
—¿Cuaí nto tiempo llevas ahíí dentro?
—No seí . Horas. EÉ l me pidioí que me quedara ahíí, que disparase a cualquier otra
persona que intentase entrar en este espacio.
Nick recordoí haber visto a Angela salir del coche en el restaurante con el choí fer que,
por lo visto, tambieí n le hacíía de escolta. Imaginoí que ese era Jordan.
Y que tambieí n era uno de los hombres que estaban en el fondo del soí tano.
—Jordan ha muerto —le anuncioí .
Aguardoí unos instantes y oyoí coí mo ella lloraba quedamente. Luego se levantoí y
anñ adioí :
—Vamos, tenemos que salir de aquíí.
Ella salioí del armario con la pistola, y se la alargoí . Nick se la metioí bajo el cinturoí n.
Angela teníía la cara y el cabello hechos un desastre por haber llorado, y por haber
estado escondida en ese compartimento secreto a saber durante cuaí nto tiempo. Pero
seguíía siendo muy guapa.
—¿Adoí nde vamos? —preguntoí enjugaí ndose los ojos con las dos manos.
—A donde quieras.
—¿Estaí s seguro de que Jordan ha muerto?
Mason habíía supuesto que la mujer era una modelo sueca, o algo por el estilo, la
primera vez en que la habíía visto con Harris delante de Morton’s. Ahora la oíía hablar
con el acento tíípico de alguien procedente del South Side. La joven teníía maí s que ver
con el barrio de los Stockyards que con Estocolmo.
—Síí, han muerto todos —aseguroí Nick.
Le parecioí que la chica iba a echarse a llorar de nuevo, pero lo que hizo fue mirarlo con
algo que estaba muy cerca de un odio repentino.
—Te conozco —le dijo.
—Del club —confirmoí Mason; le vino a la mente el momento en que Harris se habíía
levantado de la mesa, cuando esta mujer retuvo al guardaespaldas que iba a
acompanñ arlo al banñ o.
—Síí —confirmoí ella apartando la mirada—. Yo estaba allíí. Ahora quieres comprarme
algo.
Regresoí al escondrijo, se agachoí en la oscuridad y cogioí algo. Cuando se levantoí de
nuevo, se lo tendioí a Mason. Era un objeto del tamanñ o de un libro de tapa dura, pero
hecho de plaí stico negro y brillante.
—No me ofreceríías nada —aseguroí la joven— si no tuviera esto. Y sacarme de aquíí te
la sudaríía.
«Si me la sudara —pensoí eí l—, te pegaríía un tiro y le quitaríía este objeto a tu cadaí ver».
—¿Queí es? —preguntoí mientras manoseaba la caja negra que sosteníía.
—Lo que buscaban esos polis.
—Vamos —dijo Nick agarraí ndole el brazo.
La llevoí al piso inferior, pero ella se detuvo en la cocina y exigioí saber doí nde estaba
Jordan. EÉ l la condujo por delante de las escaleras de la estancia y la sacoí por la puerta
trasera, sin olvidarse de limpiar el pomo de la puerta.
Mientras salíían, Nick se sintioí maí s vulnerable que nunca, durante los instantes en que
cruzaba el jardíín con la joven, pasaba por encima de la valla derribada y accedíía a la
calle.
—¿Se puede saber doí nde tienes el coche? —preguntoí ella.
—Aquíí mismo —contestoí eí l resistiendo el impulso suí bito de volver a llevarla a la casa.
Unos faros lo cegaron mientras abríía la puerta del copiloto y hacíía subir a la mujer.
Cuando llegoí a su puerta, un coche se acercaba a ellos por detraí s y a toda velocidad. Se
encendieron las luces intermitentes, unos faros azules y rojos que aparecíían y
desaparecíían entre los focos delanteros. Un coche de policíía camuflado.
Encontroí las llaves y arrancoí el Camaro de golpe. Los neumaí ticos chirriaron en la
calzada cuando pisoí el acelerador y salioí disparado a toda velocidad.
30
Mason seguíía sin entender por queí estaban llevando a cabo aquello en ese sitio. Un
lugar tranquilo, en el que no hubiera nadie maí s: eso síí lo captaba. Pero ese entorno lo
podríían haber encontrado casi en cualquier otra parte. Hasta en medio de Chicago hay
una casa abandonada en la que se sabe que se trafica con drogas. Como la de Fuller
Park. Podíían llevar a Mason a un escondrijo asíí, matarlo, tirarlo escaleras abajo, donde
estaban los traficantes. Hacer incluso lo mismo con Diana. Solo supondríían dos
personas maí s que habíían estado en el lugar y en el momento menos indicados. Como
si se hubieran visto involucrados en algo que no les concerníía. Que los uniformados
tratasen de comprenderlo.
Pero no, todo iba a suceder en este lugar. En una puta cantera de piedra caliza.
Mason giroí bruscamente entre otros dos vehíículos industriales y vio un haz de luz a lo
lejos. Podíía haber estado en torno a un kiloí metro de distancia, o suspendido en el
espacio exterior.
Siguioí acercaí ndose a eí l, levantando el agua de los charcos, despueí s pasando junto a un
camioí n tras otro. El cíírculo no dejaba de aumentar su tamanñ o y brillo. Hasta que se
acercoí lo suficiente. Detuvo el vehíículo y bajoí .
Estaba en la boca de un tuí nel.
El cíírculo teníía diez metros de altura. Un agujero perfecto y redondo practicado en un
lado del precipicio. Una barra de acero trenzado, gruesa como un aí rbol, reforzaba el
períímetro. Media docena de laí mparas haloí genas se habíía instalado en el borde, lo que
proyectaba un resplandor fantasmal sobre la entrada.
Mason se quedoí inmoí vil, mirando hacia arriba, asombrado al ver el tamanñ o del tuí nel.
—¿Doí nde estaí s? —preguntoí Eddie.
—Busca el tuí nel. No tiene peí rdida.
Ese era el llamado «Tuí nel Profundo» del que llevaba oyendo hablar desde que era ninñ o
en Canaryville. Como Chicago se habíía erigido sobre un terreno pantanoso, las
alcantarillas y los desaguü es se desbordaban siempre que llovíía con gran intensidad.
Llevaban cuarenta anñ os construyendo ese tuí nel, para que el agua de la lluvia, el pis, la
mierda y cualquier otro tipo de rollo saliera de la ciudad a traveí s de ese conducto
gigantesco y llegara, por lo visto, a esta cantera, que no tardaríía en quedar inundada.
Cualquier cadaí ver abandonado en aquel lugar no tardaríía mucho en quedar sumergido
bajo ciento veinte metros cuí bicos de agua, y nadie volveríía a verlo jamaí s.
«Ahora lo entiendo. Por eso han elegido este sitio». Nick sacoí una pistola del bolsillo.
Luego se internoí en el tuí nel.
A lo largo del conducto, el terreno estaba aplanado, lo bastante al menos para que se
pudiera caminar por eí l, para que un vehíículo pudiera avanzar. Las paredes se alzaban a
ambos lados y se juntaban en una boí veda muy por encima de su cabeza; las barras de
acero trenzado parecíían costillas de una ballena gigantesca. Unos gruesos cables se
extendíían por el suelo, a la derecha. Conductos de electricidad, de agua, incluso de aire.
Habíía maí s laí mparas colocadas cada pocos metros, pero solo algunas estaban
encendidas. Cada treinta metros se veíían dos bombillas en lo alto de la boí veda, una a la
izquierda y otra a la derecha, creando entre ambas un uí nico anillo de luz; estos aros
aparecíían uno tras otro, con un brillo cada vez maí s tenue a medida que se alejaban
hacia el infinito. Habíía la luz suficiente para poder distinguir el camino si se producíía
una emergencia nocturna. Durante el díía, los obreros estaríían pasando por allíí, con
vehíículos entrando y saliendo, ventiladores encendidos, al igual que todas las luces.
Una bulliciosa calle subterraí nea. Ahora aquello se hallaba sumido en una oscuridad
casi total.
No teníía ni la maí s míínima idea de cuaí nto debíía avanzar para encontrarse con alguien.
Ni tampoco de cuaí nto tiempo seguiríía con vida.
Pisoí maí s charcos enormes de agua estancada, que estaba fríía; a medida que se le
fueron empapando los zapatos, empezoí a perder la sensibilidad en los pies. Oíía coí mo
el agua iba goteando a su alrededor. Tambieí n la percibíía en el aire denso y huí medo.
«Vuelve —se dijo—. Regresa al coche, cruza con eí l toda la extensioí n del tuí nel. A la
mayor velocidad posible». Pero entonces vio que una sombra aparecíía maí s adelante y,
al aproximarse, advirtioí que era una gruí a pintada de naranja que habíían dejado allíí
durante la noche, y que ahora bloqueaba el paso a cualquier otro vehíículo.
Volvioí a meterse la pistola en el cinturoí n y subioí los escalones que llevaban a la cabina.
«Me cago en todo —pensoí —. A lo mejor se han dejado las llaves dentro». Pero no
estaban. Y eí l no teníía la menor idea de coí mo manejar aquello en cualquier caso. Bajoí al
suelo de un salto.
Al mirar atraí s, ya no distinguioí ninguna parte de la entrada. La tierra se lo habíía
tragado.
—¡Nick!
Fue lo uí nico que oyoí por el Bluetooth. Empezaba a perder la senñ al.
—Dime.
—No veo bien... La luz no es buena.
«Mierda —pensoí fijaí ndose en el tuí nel—. Un tenue anillo de luz, despueí s la oscuridad
total. Otro anillo, maí s oscuridad absoluta. Sea cual sea la punteríía de Eddie, es
imposible vislumbrar el otro extremo.
»Pero no voy a dejar que se acerque maí s. Esta es mi guerra, no la suya».
Mason cruzoí un nuevo charco de agua fríía, atisboí otra sombra, en esta ocasioí n en lo
alto del lado derecho del cíírculo. Al acercarse, vio que se habíía practicado una incisioí n
en la pared, y que en la roca habíía unas escaleras de metal; las subioí y avanzoí por una
pasarela hasta llegar a una puerta de metal grueso, con una rueda enorme en el centro,
como la de un submarino. Tratoí de girarla pero no se movíía.
Bajoí los escalones y regresoí al suelo. Respiroí profundamente varias veces seguidas
para recobrar el aliento; allíí, el aire era maí s denso auí n, tan huí medo e impregnado del
olor a piedra caliza que le parecioí estar bebiendo agua mineral.
—¿Doí nde conñ o estaí s? —preguntoí en voz alta.
Su voz desaparecioí en el vacíío y fue rebotando por las paredes de roca, creando un eco
en ambas direcciones.
Se quitoí el auricular y gritoí :
—¿Doí nde diablos te has metido?
No era una reaccioí n inteligente, pero ya le daba igual. Habíía llegado demasiado lejos;
ese sitio estaba demasiado oscuro y Eddie tendríía que acercarse mucho para poder
disparar. Ahora Mason ya no sentíía los pies y se ahogaba en medio de aquella densidad
ambiental. Sabíía que jamaí s obtendríía ventaja sobre aquellos hombres, hiciera lo que
hiciera. Ellos estaban convencidos de que eí l iba a acudir. Seguramente tambieí n
llevaran chalecos antibalas; seríían muy tontos en caso contrario.
El rifle de Eddie los habríía atravesado, pero cualquier disparo de la M9 de Mason
dirigida al cuerpo quedaríía detenido por el chaleco de Kevlar.
De modo que les bastaba esperarlo y despueí s abatirlo a tiros.
Si eso era lo que queríían.
Mason sopesoí la cuestioí n. «A lo mejor no lo hacen asíí. A lo mejor tengo una míínima
posibilidad».
—¡Estoy aquíí! —gritoí oyendo de nuevo el eco de sus palabras—. ¿A queí conñ o esperaí is?
Aguardoí . Escuchoí . Al fin le llegoí una voz.
—¡Por aquíí, Mason! ¡Camina lentamente! ¡Con las manos en la cabeza!
Esas oí rdenes reverberaban, y podíían haber llegado desde cualquier punto, pero eí l
sabíía que teníían que proceder de arriba.
«Ya habeí is cometido vuestro primer error —se dijo—. Me acabaí is de demostrar que
vas a llevar esto a cabo tal como lo haríía un poli».
Volvioí a ponerse el Bluetooth en el oíído y la pistola en el cinturoí n, en la cadera
izquierda, con el mango hacia delante. Echoí a andar de nuevo. Oyoí maí s agua
deslizaí ndose por las paredes, notoí coí mo una fina ducha de gotas le mojaba el rostro.
Sintioí un escalofríío en la espalda.
«Sois policíías», pensoí mientras se desplazaba de un semicíírculo de luz al siguiente.
«Corruptos o no..., lo sois.
»Y yo seí coí mo pensaí is».
Divisoí el leve atisbo de una sombra a lo lejos, delante de eí l. Era imposible saber a
cuaí nta distancia (¿tres luces, una docena?), pero ahíí estaba. Siguioí avanzando.
La sombra fue aumentando a medida que eí l se acercaba; se fue haciendo cada vez
mayor y luego se convirtioí en dos distintas. Nick volvioí a agitar las manos para liberar
la tensioí n del cuerpo. Inhaloí profundamente ese aire fríío y huí medo.
«Respira. Espira. Que te bajen las pulsaciones».
Mientras atravesaba otro tramo de oscuridad total, bajoí la mano derecha y se recolocoí
la pistola en la cadera.
«Aquíí. Justo aquíí».
Le sorprendioí que no lo hubieran detenido todavíía. No cabíía duda de que podíían verlo
cuando pasoí por debajo de la siguiente laí mpara. Pero nadie dijo nada. Nadie se movioí
a excepcioí n de Mason.
Hacia delante, siempre hacia delante. Los zapatos pisaron otro charco helado. EÉ l no
sentíía nada. Solo notaba el movimiento, las reacciones.
—¡He dicho que las manos sobre la cabeza!
El tono inconfundible de un poli, el que le habíían ensenñ ado a poner. Habíía actuado del
mismo modo mil veces. Aunque se encontrara a un puto kiloí metro bajo tierra,
preparaí ndose para abatir a tiros a un hombre, a sangre fríía, pensaba hacerlo de la
misma manera.
Para eí l, aquello era una rutina, casi lo llevaba ya inscrito en el ADN. Mason creyoí que a
continuacioí n le diríía que se diera la vuelta sin despegar las manos de la cabeza, que
caminara de espaldas hacia eí l, hasta que estuviera lo bastante cerca. Entonces, le
pediríía que se arrodillase.
«Ya los oigo —le dijo la voz que sonaba en su oíído, ya casi sin senñ al—. Me estoy
acercando...».
Pero Mason sabíía que ahora Eddie no podríía ayudarlo. Levantoí los brazos, entrelazoí
las manos en lo alto de la cabeza y siguioí caminando. Empezoí a advertir que la calidad
de la luz cambiaba a medida que las paredes de ambos lados del tuí nel parecíían
ensancharse. Aparecioí un tramo muy amplio, con otros escalones que se introducíían
en la roca y que llevaban a otra puerta alta. Todo esto lo vio mientras las dos sombras
de delante se definíían y revelaban a un hombre que llevaba un abrigo largo.
Y a Diana. Estaba de pie, pero medio doblada y hecha un ovillo. Mason se encontraba a
unos treinta metros de distancia; miroí raí pidamente los muros a derecha e izquierda, y
las cosas empezaron a cobrar sentido. Habíía una excavadora parada a ambos lados. El
ensanchamiento del tuí nel habíía creado un amplio espacio en el que las maí quinas
estuvieron arrancando trozos de pared. Nick vio que el terreno descendíía bruscamente
detraí s de la pala de la excavadora; no sabíía hasta doí nde, pero imaginaba que en el
fondo habríía un montoí n de rocas y desperdicios, que la maí quina habíía tirado por el
borde.
El sitio perfecto donde dejar dos cadaí veres.
Para enterrarlos, para cubrirlos con maí s desperdicios. A nadie se le ocurriríía remover
ese terreno. Y, al cabo de unos meses, todo el tuí nel estaríía lleno de agua.
«Por eso me habeí is hecho caminar hasta aquíí —pensoí Nick—. Me vas a colocar en el
borde del hoyo antes de matarme. No solo sois polis corruptos, sino que encima no
quereí is mancharos las manos de sangre».
—¡No te acerques maí s! —gritoí el hombre.
Mason siguioí andando. Ahora estaba a veinte metros de distancia. Teníía que haber otro
hombre. Un poli jamaí s haríía aquello solo. Mason debíía descubrir doí nde se encontraba
el segundo.
Ahíí. Vio que el otro habíía subido por las escaleras para disponer de un aí ngulo mejor.
Llevaba una escopeta Mossberg 500, de las que fabrican para la policíía, con la que
apuntaba directamente al cuerpo de Mason.
«Cuando me llegue el siguiente aviso —pensoí Mason—. No se puede hablar y disparar
al mismo tiempo. La proí xima vez en que abras la puta boca.
»Espera».
—¡Que te he dicho que...!
Nick sacoí la pistola y disparoí . El sonido estalloí en ese espacio cerrado y resonoí con
fuerza en los tíímpanos. Primero abrioí fuego contra el hombre de la escopeta, aunque
no albergara grandes esperanzas de alcanzarlo desde tan lejos. Pero teníía que eliminar
esa arma. Mason ya se habíía lanzado contra la pared cuando la explosioí n borroí todo lo
demaí s. Salioí un chorro de agua del sitio que eí l habíía ocupado hasta entonces. Volvioí a
pegarle un tiro al tipo de la escopeta, para que no se moviera, y despueí s otro a una de
las laí mparas de arriba. Necesitaba oscuridad. Un disparo, despueí s dos, y la luz se
apagoí . Mason ya habíía empezado a caminar (hacia delante, no hacia atraí s) cuando
volvioí a producirse otro tiro y oyoí coí mo la pared se derrumbaba detraí s de eí l. Se echoí
al suelo de espaldas y le dirigioí otro disparo a la segunda laí mpara, que tambieí n se
apagoí ; eí l ya estaba oculto, pero no podíía quedarse quieto. Siguioí hacia delante sin
ponerse en pie, levantaí ndose solo lo justo para pegarle dos tiros maí s al tipo de la
escopeta. El hombre junto a Diana vio que podíía alcanzarle y disparoí una bala que
entroí en la pared, a pocos centíímetros de la cabeza de Nick.
Este se incorporoí el tiempo justo para situarse al otro lado del tuí nel, con la esperanza
de que la oscuridad bastara para ocultarse en ella. Oyoí dos disparos de pistola
mientras se apretaba todo lo posible contra los cables que se extendíían a lo largo de la
pared.
Respiroí unos instantes, preguntaí ndose por queí el de la escopeta no seguíía atacaí ndolo.
Con esos trastos se podíían pegar seis tiros y eí l solo habíía oíído dos. Alzoí la vista y vio al
primer tipo en la pose habitual, agarrando la pistola con ambas manos, apuntando con
cuidado. Tras eí l, Diana se habíía desplomado.
Este abrioí fuego. Luego, otra vez. Pero una luz lo iluminaba por detraí s. Disparoí de
nuevo y ahora Mason pegoí un tiro a ciegas, que le dio al hombre en la cabeza.
Volvioí a pegar el cuerpo contra la pared mientras le llegaba el ruido del sujeto al caer al
suelo.
Esperoí . Tratoí de escuchar algo, pero le parecíía imposible volver a oíír nada en toda su
vida. Dejoí que pasara un minuto; luego llegoí el momento de incorporarse y de ponerse
en marcha. Sostuvo la pistola delante mientras iba dando un paso tras otro, con el
arma bien sujeta. El segundo hombre estaba sentado en las escaleras. Parecíía apoyado
en la pared, como recuperando el resuello. Sin embargo, al aproximarse, Nick vio que el
arma habíía resbalado hasta el primer escaloí n y que el tipo se habíía llevado las manos
al cuello, mientras la sangre le corríía por entre los dedos y le llegaba al chaleco; le
dirigioí a Mason una mirada suplicante.
Este le disparoí en la cabeza, volaí ndole la tapa de los sesos. Salioí sangre a borbotones,
con tanta fuerza que le salpicoí la cara a Diana, que soltoí un chillido.
Mason se acercoí a ella y tratoí de levantarla. Ella le dio varios punñ etazos y patadas, y no
dejoí de gritar hasta que eí l le soltoí una bofetada.
—Soy yo. Diana, que soy yo.
Las miradas de ambos se encontraron, pero ella seguíía con la vista desenfocada. Le
costaba respirar.
EÉ l la levantoí , pero ella se desplomoí contra eí l. La enderezoí y la sostuvo unos instantes,
rodeaí ndole fuertemente el cuerpo con los brazos.
—Todo se va a solucionar —le dijo al oíído sin estar muy seguro de si lo escuchaba. A eí l
apenas le llegaba el sonido de su propia voz—. Estaí s a salvo.
Ella asintioí con la cabeza, sin separarla del pecho de Nick; este le dijo:
—Un momento.
Mason le soltoí la mano y se aproximoí al agente que estaba tumbado en las escaleras.
Cogioí la escopeta y se fijoí una vez maí s en los ojos muertos del tipo. A continuacioí n,
subioí los escalones, cruzoí la pasarela y llegoí hasta la puerta que habíían practicado en
la pared. Al igual que la anterior que habíía intentado accionar, parecíía la de un
submarino. Pero esta síí se abrioí cuando giroí la rueda.
La empujoí lentamente, sin dejar de apuntar con el canñ oí n de la pistola lo que fuera que
estuviera al otro lado. Cuando accedioí al recinto, vio una escalera de caracol, rodeada
de barrotes, que subíía muy arriba. Pensoí que seguramente hasta el nivel del suelo. Por
ahíí habíían bajado con Diana.
«Pero es imposible que podamos salir por ahíí mismo —se dijo—. Con o sin Eddie.
»Podríía haber maí s polis ahíí arriba. Aunque el terreno estuviera despejado, no
disponemos de ninguí n vehíículo».
Cerroí la puerta y volvioí a bajar los escalones.
—Por aquíí —dijo mientras agarraba de nuevo la mano de Diana.
Echaron a andar. Nick sabíía que iban a tardar en volver; esperaba que ella contara con
fuerzas suficientes para lograrlo. Fueron pasando de un semicíírculo de luz al siguiente,
lo cual iba senñ alando su avance, aunque diera la impresioí n de que nada cambiaba en
torno a ellos. Mason intentoí que ella no pisara el agua estancada, pero era imposible.
Diana acaboí enseguida con los pies tan mojados como los de eí l, y comenzoí a
estremecerse.
—¡Eddie! —le dijo Mason al auricular, aunque no sabíía muy bien si habíía senñ al de
nuevo—. ¡Todo despejado!
—Aquíí...
—¡Sal ya!
—Voy...
Alcanzaron la gruí a junto a la que Nick habíía pasado al entrar. Supuso que estaban a
medio camino.
—Ya casi hemos llegado —le aseguroí a Diana.
Ella no contestoí . EÉ l la acercoí a síí unos instantes para mirarle a los ojos; estaba ida. Pero
al menos se movíía, con el cuerpo en modo piloto automaí tico, asíí que eí l le agarroí la
mano y continuoí avanzando con ella.
Maí s anillos de luz, hasta que vio doí nde terminaban, en un punto en que el firmamento
nocturno ya se divisaba detraí s del uí ltimo semicíírculo; el aire tambieí n era maí s fresco a
cada paso.
Le pasoí a Diana el brazo por la espalda y la sostuvo mientras avanzaban un poco maí s.
—Queí date aquíí —le pidioí .
Encontroí una franja seca en la pared curva y le ayudoí a sentarse. Ella se abrazoí las
rodillas con los brazos y agachoí la cabeza sin decir nada.
—Enseguida vuelvo —anñ adioí eí l—. No te muevas.
Colocoí la escopeta de modo que pudiera disparar y se acercoí con lentitud a la boca del
tuí nel. Al respirar el aire fresco de la noche recobroí fuerzas, una uí ltima dosis de energíía
para recorrer los pocos metros que le quedaban.
Ahora no queríía hablar por el auricular. No queríía emitir ninguí n sonido.
Llegoí al uí ltimo semicíírculo de luz con el cuerpo inclinado, dando cada paso con sumo
cuidado; al avanzar, obteníía una vista maí s aproximada de lo que podíía encontrar fuera.
Cruzoí al lado opuesto del tuí nel, luego regresoí . Primero un paso, luego otro. Hasta que
hubo llegado a la desembocadura del tuí nel y pudo contemplar toda la escena.
Ahíí estaba su coche. El camioí n sumido en penumbra, detraí s. Los enormes vehíículos
industriales seguíían inmoí viles en sus puestos, y el borde maí s alejado de la cantera,
muy por encima de todo lo demaí s.
Mason dio otro paso y salioí a la noche. Ante síí, toda la extensioí n del precipicio en
ambas direcciones. No habíía nadie.
No vio a Eddie ni el Jeep; eí l ya empezaba a alejarse de allíí.
«Estamos a salvo —se dijo Mason—. Toda esta puta locura ha funcionado. Lo cual
vuelve a confirmar por queí Cole me eligioí . EÉ l mismo lo dijo. Que a lo mejor no lo
entendíía hasta que no lo viera con mis propios ojos. Ahora me doy cuenta.
»Porque lo cierto es que no creo que haya muchos maí s hombres que pudieran haber
hecho esto».
No obstante, esa idea no le causoí la menor satisfaccioí n. Ni siquiera estaba seguro de lo
que implicaba (ser la clase de hombre que era); ya tendríía tiempo de pensar en ello
despueí s.
Regresoí al punto en el que Diana seguíía desplomada contra la pared. Cuando se agachoí
y se acercoí a ella, la mujer se puso a temblar y tratoí de apartarlo de un empujoí n.
—Vamos —le dijo eí l—, nos marchamos.
La levantoí , la sacoí del tuí nel y cruzaron el terreno abierto, esforzaí ndose por no perder
el equilibrio; finalmente llegoí con ella al coche y le abrioí la puerta del copiloto. Cuando
la dejoí en el asiento y cerroí dicha puerta, ella se recostoí , con la cabeza contra la
ventana y tapaí ndose la cara con ambas manos.
Mason rodeoí el vehíículo y se sentoí tras el volante. Arrancoí el motor y encendioí las
luces.
Otro poli estaba justo delante del vehíículo; con una pistola apuntaba a la cabeza de
Nick, pero fue lo bastante listo para colocarse a un lado, y apartarse de la parte
delantera del coche, de modo que fuera imposible que Mason lo arrollara.
Este habíía dejado la escopeta entre los dos asientos. Visualizoí mentalmente doí nde
estaba mientras el agente se acercoí a la ventana del lado del copiloto, sin dejar de
apuntarle con el arma. Si Nick se movíía para coger la escopeta, el tipo le dispararíía a
traveí s del cristal.
El poli le dijo algo, pero Mason no entendioí sus palabras. Seguramente «sal del coche,
conñ o», o una cosa parecida. O a lo mejor que ni se molestase en hacerlo.
Los dos hombres se quedaron inmoí viles en esa posicioí n durante un solo segundo, el
tiempo suficiente para que Nick albergase una uí ltima esperanza. Inmediatamente
despueí s, un rifle Magnum Lapua del calibre 338 atravesoí el cuerpo del tipo, como si el
chaleco de Kevlar que llevaba fuera de papel higieí nico. El agente se desplomoí sobre el
parabrisas, mientras la sangre le manaba en abundancia por la nariz y la boca.
Entonces, hubo un movimiento. A la izquierda de Mason. Vio un rostro, que le resultoí
vagamente familiar en esa mileí sima de segundo; luego tuvo una reaccioí n automaí tica al
coger la escopeta y abrir fuego. La explosioí n fue la maí s ruidosa de todas las que se
habíían producido hasta el momento, un estallido en cada oíído, mientras le lanzaba el
perdigoí n y fragmentos de cristal al hombre que habíía aparecido tras la ventanilla del
copiloto. Diana no dejoí de chillar cuando Mason pisoí el acelerador y los neumaí ticos
levantaron altas nubes de piedra caliza tras ellos. El muerto se deslizoí del parabrisas
en cuanto los neumaí ticos lograron agarrarse bien al suelo; el segundo hombre abatido
estaba desplomado en alguí n punto, tambieí n por detraí s; Mason fue esquivando los
vehíículos industriales a una velocidad de veí rtigo, atravesoí los charcos, cruzoí el
pasadizo que daba a la otra parte de la cantera y despueí s subioí por el saliente largo y
escarpado que desembocaba a la víía de acceso, sin dejar en ninguí n momento de hacer
todo lo posible por que el coche no cayese al abismo de abajo.
Para cuando Mason franqueoí la reja de acceso a la cantera a toda pastilla, Diana ya
habíía dejado de gritar; de hecho, ya no le quedaba aire para seguir chillando. Ni
tampoco fuerzas. No le quedaba nada.
Pero a Mason, síí.
32
Mason no sabíía adoí nde se dirigíía. Ni siquiera en queí direccioí n iba. Solo que se alejaba
de la cantera a la mayor velocidad posible. «Sal de aquíí, joder —se dijo—. No pares
hasta que esteí s en un sitio seguro».
A su lado, Diana yacíía desplomada en el asiento. Teníía los ojos abiertos, pero sin fijarse
en nada en absoluto. EÉ l le cogioí el brazo y se lo sacudioí .
—¡Diana!
Ella no reaccionoí .
—¡Diana! ¿Estaí s bien?
Cuando Nick hizo un giro brusco, ella se golpeoí contra un lado del vehíículo. Despueí s
volvioí a la posicioí n original, sin dejar de tener la mirada perdida.
—¡Que me contestes! ¿Estaí s bien?
Diana respiroí profundamente, de forma entrecortada, a trompicones, como lo haríía un
buzo que acabara de salir a la superficie.
—¡Deí jame salir!
—No.
—¡Quiero que me dejes salir ahora mismo! —La mujer le agarroí el brazo y le clavoí las
unñ as en la piel—. ¡Que pares el coche, maldita sea!
EÉ l pisoí el freno bruscamente y detuvo el coche, derrapando, a un lado de la calzada.
Diana salioí disparada hacia delante sin moverse del asiento, luego volvioí hacia atraí s
con fuerza y se agarroí a la manilla de la puerta.
—Escuí chame —le pidioí eí l mientras alargaba el brazo y trataba de que soltara la
manilla; miroí al exterior, no teníía ni idea de doí nde estaban. Un almaceí n en penumbra a
un lado de la carretera; un campo vacíío en el otro—. ¡Que me escuches un segundo,
joder!
Primero, Diana se encontraba en estado comatoso, pero de repente se puso a aranñ ar la
puerta como un animal que intentara escapar de su jaula.
—Tienes que tranquilizarte —anñ adioí Mason.
Ella jadeoí unas cuantas veces antes de poder seguir hablando.
—¿Quieres que me calme? —preguntoí —. Me acaban de raptar, Nick. Me han
secuestrado y me han llevado por un puto tuí nel. Y luego has aparecido tuí y..., tuí ... —Le
costaba encontrar las palabras precisas—. Y ¡has matado a cuatro personas delante de
míí! ¡Te has cargado a cuatro agentes, Nick! ¡Llevo su sangre encima!
Le ensenñ oí las mangas de la camisa. La tela blanca estaba moteada de puntos de un rojo
intenso. EÉ l no quiso indicarle que la misma sangre le cubríía la cara.
Y tampoco le apetecíía contarle que solo habíía matado a dos.
Al tercero lo habíía liquidado Eddie.
En lo que referíía al cuarto... Recordoí la mileí sima de segundo en que habíía visto al
agente al otro lado de su ventanilla. Habíía distinguido la cara del tipo y esos frííos ojos
grises; tambieí n el chaleco antibalas. Despueí s, la explosioí n de la escopeta, que
apuntaba directamente al pecho del hombre.
Lo maí s probable era que ese poli siguiera con vida.
Solo lo habíía visto una vez, desde lejos. Pero ahora sabíía exactamente quieí n era. El
comisario Bloome.
—¡Esta sangre es de ellos, Nick! ¿Y quieres que me calme?
—Muy bien —dijo eí l soltaí ndole el brazo—. Si quieres bajarte, hazlo. Te encontraraí n y
te mataraí n. Pero, al menos, habraí s salido del coche.
Ella seguíía respirando como si le faltara el aire. EÉ l volvioí a arrancar y siguioí
conduciendo.
—Ahora mismo solo existe un lugar seguro para ti —afirmoí intentando adoptar un
tono sereno—. A mi lado.
—¿Te has vuelto loco? Toda la policíía de la ciudad debe de estar buscaí ndote.
—No. Eso es lo uí ltimo que les conviene. Si me detienen, me empezaraí n a interrogar. Y
si se ponen a hacer preguntas, querraí n saber queí hacíía en ese sitio. Querraí n saber queí
diablos hacíías tuí ahíí. Y, sobre todo, por queí Bloome y sus hombres estaban allíí sin
refuerzos.
—Y ¿queí hacíía yo? ¿Queí queríían de míí?
—Algo que yo tengo —contestoí Mason—. Y despueí s, nos mataraí n.
Ella volvíía a respirar al fin a un ritmo normal, aunque las manos le seguíían temblando.
—¿Adoí nde vamos?
—Ni a casa, ni al restaurante. Allíí no estamos a salvo.
—¿Entonces?
—No lo seí . Eso es lo que estoy tratando de decidir.
Regresaban directamente a la ciudad, asíí que Mason dio un giro y se encaminoí al oeste,
hasta que llegaron al bosque que se extendíía a lo largo del canal. Se adentroí por un
camino de gravilla que se internaba entre los aí rboles, mientras las ramas raspaban
ambos lados del coche. Llegoí a un cruce y tomoí el sendero de la izquierda; luego
aparecioí otra bifurcacioí n y viroí hacia la derecha. Sin detenerse hasta alcanzar el centro
del bosque, donde el terreno se elevaba y el camino terminaba en un claro.
Apagoí el motor. Diana apoyaba la cabeza en el asiento, pero los ojos los teníía auí n
abiertos. «Me pregunto si podraí volver a cerrarlos —pensoí Mason— sin revivir esta
noche».
—¿Doí nde estamos? —preguntoí la mujer.
—En ninguna parte. Un buen sitio en el que estar.
—Todo esto ¿coí mo termina?
—No lo seí .
—¿En mi casa?
—Ya no podemos ir.
—¿Mi restaurante?
—Ni lo suenñ es.
—¿Y queí pasa con mi vida?
—La vida que teníías ya no existe —afirmoí Mason.
—Esto estaí relacionado con Darius. Esos polis...
—Se dedicaban a hacer negocios con eí l.
—Pero siempre ha tenido a agentes comprados —dijo ella—. No recuerdo ninguí n
momento en que eso no haya sido asíí. Los veíía con el coche aparcado en la calle,
delante de casa. Darius mandaba a Quintero a hablar con ellos, a darles dinero. EÉ l ha
odiado a la policíía toda su vida. Me contaba detalles de lo que les hacíían a ciertos ninñ os
de la calle cuando eí l era pequenñ o. Aunque tambieí n aseguraba que tienes que aprender
a utilizar lo que maí s odias. «Unirte al enemigo para aprovecharte de eí l», decíía.
—Pero hay uno que se le ha desmandado. Y Cole teníía que reaccionar. Por eso estoy yo
aquíí.
—Todo me iba bien hasta que apareciste. No era justo la vida que yo queríía, pero para
míí era suficiente.
—Esto no ha sido idea míía, Diana.
—Fuiste tuí quien me metioí en esto.
A Nick le parecioí que estaba a punto de decir algo que no debíía, asíí que salioí del coche
y se alejoí . Alzoí la vista y se fijoí en las estrellas, en la noche sin luna. Al este, percibioí
una gran mancha de luz en el cielo. La ciudad de la que procedíía. La ciudad en la que
nada volveríía a ser lo mismo jamaí s.
«Tenemos que ir a alguí n sitio —pensoí —. A un lugar seguro para decidir queí hacer a
continuacioí n.
»Lo que implica una cosa. Hay un hombre que me pidioí que acudiera a eí l si teníía
problemas. Recordaba las palabras exactas. “Si necesitas algo, me llamas. Si te metes en
un apuro, me llamas. Que no te deí por ponerte creativo. No intentes arreglar nada por
ti mismo. Me llamas”».
Ese era su trabajo. No lo podríía haber dejado maí s claro.
Nick sacoí el moí vil.
«Es el uí nico que puede ayudarnos —pensoí —. Entonces ¿por queí no lo llamo?».
Oyoí que la puerta del coche se abríía a su espalda. Luego, el chillido. Al darse la vuelta,
vio que Diana habíía sacado medio cuerpo del vehíículo y habíía apoyado un pie en el
suelo. Estaba miraí ndose en el retrovisor derecho, viendo la sangre que teníía en la cara.
EÉ l se acercoí y la sacoí del coche; la abrazoí con fuerza mientras ella sollozaba contra su
pecho.
—Todo se arreglaraí .
—¿Queí vamos a hacer? —preguntoí ella—. ¿Adoí nde vamos a ir?
—Conozco un sitio al que podemos acudir, en el que no correremos peligro.
Cogioí el moí vil de nuevo y marcoí el nuí mero de Eddie.
—Gracias por lo que has hecho —le dijo—. Nos has salvado la vida. Ahora vamos a ir a
tu casa.
Se produjo un largo silencio al otro lado de la líínea.
—No puedes traerte aquíí todo este líío —dijo Eddie al fin—. Me alegra haber podido
ayudarte. Eso lo sabes. Sin embargo, sea cual sea el problema, no puedes meteí rmelo en
casa.
—Puedes abrirme la puerta —replicoí Nick—, o tambieí n puedo echarla abajo yo.
33
El comisario Vince Bloome se encontraba delante del cadaí ver del otro agente de los
SSI, de su amigo, y trataba por todos los medios de pensar en coí mo demonios iba a
explicar todo aquello.
Recordoí la pregunta del agente Sandoval.
«¿Es que no te acuerdas de cuando tuí eras poli, conñ o?».
Llevaba veintinueve anñ os siendo agente en Chicago, incluidos dieciseí is en Narcoí ticos,
maí s siete en los SSI. Pero en ese instante desconocíía la respuesta a esa pregunta.
Se acercoí al sitio en que Jay Fowler yacíía desplomado, se apoyoí en una rodilla y le dio
la vuelta al tipo. Teníía los ojos abiertos. «Le han disparado por la espalda —pensoí
Bloome—. A uno de mis mejores amigos de esta unidad. A uno de los pocos a los que se
me pasoí por la cabeza pedirles que vinieran esta noche».
El comisario seguíía oyendo el eco de un pitido. Sentíía naí useas y estaba mareado, le
costaba mantener el equilibrio. Se palpoí el hombro derecho y el cuello; vio que teníía
sangre en la mano. Habíía recibido ciertas esquirlas del tiro por la espalda y tambieí n se
le habíían clavado algunos cristales; casi todo eso fue absorbido por el chaleco de
Kevlar.
Mientras entrecerraba los ojos en la oscuridad casi absoluta, recorrioí con la mirada los
vehíículos industriales, los precipicios, la carretera vacíía que se extendíía junto a la
parte superior. Luego se fijoí en el anillo del tuí nel, que proyectaba la uí nica luz que
habíía en aquel lugar. Detraí s de eí l, la puerta del remolcador seguíía abierta, pero con las
luces apagadas. Ahíí no habíía nadie maí s.
Volvioí a contemplar el rostro del muerto. Fowler formaba parte de los SSI desde hacíía
cinco anñ os. Procedíía del Departamento de Narcoí ticos, al igual que Bloome. Era joven,
ambicioso, queríía ser una estrella dentro del cuerpo de policíía. Lo que implicaba estar
en los SSI. Habíía visto a Bloome en Homan Square, lo habíía abordado directamente en
el pasillo y le habíía asegurado que alguí n díía formaríía parte del equipo. El comisario no
se olvidoí de eí l. Cuando les quedoí una vacante, Fowler fue el primero a quien llamoí .
Ahora estaba casado; su mujer se llamaba Joanne, aunque todos la llamaban «Jo». Jay y
Jo. Estaba embarazada de siete meses.
«Yo soy responsable de esto —se dijo Bloome—. Yo le hice venir. Jamaí s conoceraí a su
hijo».
El comisario se levantoí y tratoí de moverle el cuello; notoí coí mo los muí sculos se
tensaban, coí mo la piel se extendíía sobre algo duro, situado debajo de la superficie.
Dejoí de examinar al hombre.
—¡Reagan! —exclamoí —. ¡Koniczek!
Esos eran los dos hombres del interior del tuí nel. Bloome era consciente de que habíían
muerto. Lo sabíía gracias a un sencillo caí lculo: se habíía producido una docena de
disparos, y Mason y la mujer habíían logrado huir.
Estaban muertos.
Walter Reagan. John Koniczek. Conocíía a sus esposas tan bien como a la de Fowler. Y a
sus hijos.
Ninguno de aquellos hombres tendríía que haber estado ahíí.
Bloome vio su pistola en el suelo, volvioí y la cogioí . La limpioí antes de enfundaí rsela y,
mientras lo hacíía, recordoí el díía en que la habíía comprado. Los agentes de Chicago
deben adquirir sus propias armas; eí l habíía elegido una Sig P250, con una recaí mara
para casquillos ACP y del calibre 45. Era la uí nica pistola que habíía llevado en su vida,
incluso ahora, cuando ya no aparecíía en la lista de armas aprobadas. Si ya teníías una, te
dejaban que te la quedases.
Se acordoí tambieí n de la primera vez que habíía disparado con ella en la calle. Cuando
llevaba poco tiempo de agente, en una operacioí n en que fingieron comprar droga para
hacer una redada, un traficante de poca monta tratoí de abatirlos mientras se escapaba
por un callejoí n. Era en la eí poca en que no teníían la menor idea de lo que hacíían.
Cuando lo mejor que se les ocurríía para localizar el traí fico de droga consistíía en buscar
clientes blancos en barrios que no les correspondíían, o elegir yonquis y convertirlos en
chivatos. Intentaban llegar a la parte superior del escalafoí n empezando por abajo. Y no
obteníían ninguí n resultado.
Las cosas no mejoraron mucho cuando Bloome entroí en el Departamento de
Narcoí ticos con el rango de agente. Todavíía daba la impresioí n de que perdíían una
batalla diaria. Pero entonces a este le asignaron como companñ ero a otro agente
llamado Ray Jameson, exjugador de lucha libre en la universidad, al que siempre se le
veíían mordiscos en las orejas y que teníía una personalidad tan grande como su
cuerpo; en lo referente a las labores policiales, era una bola de demolicioí n humana, el
complemento perfecto para la precisioí n fríía, propia de una maí quina, de Vincent
Bloome. Eran dos hombres con muy pocas posibilidades de llevarse bien, ni siquiera
durante cinco minutos, pero en el sofaí de Bloome Jameson pasaba la noche cuando su
mujer lo echaba de casa. Desde que ambos empezaron a llevar casos juntos, quedoí
patente que los puntos fuertes de los dos formaban una combinacioí n perfecta para
lograr resultados en la calle.
Empezaron a conseguir unas cifras estimables, pero la situacioí n general de Chicago
empeoraba anñ o a anñ o. Maí s drogas, maí s violencia. Maí s presioí n por parte del alcalde
para hacer algo al respecto. Lo que fuera.
Asíí fue como nacieron los SSI. Bloome y Jameson fueron dos de los primeros hombres
en entrar en el espacio vacíío del piso superior de Homan, mientras ya hablaban del
modo en que iban a organizar la oficina. Aquíí las mesas, donde el sol pudiera entrar
por los ventanales. Las salas de entrevistas en esa pared. Habíía llegado el momento de
poner manos a la obra.
Desde el principio, todo fue distinto si eras miembro del nuevo equipo. Ibas mejor
vestido que otros polis. Trajes a medida, zapatos de piel, abrigos largos en los meses de
mayor fríío. Te esforzabas maí s. Sin horarios. Uno de los valores del equipo consistíía en
no llevar la cuenta del tiempo. Tampoco reclamabas las horas extra. No te quejabas si
currabas todo el fin de semana y no veíías a tu familia. El trabajo en síí era la
recompensa.
En cuanto que agentes de los SSI, Bloome y Jameson podíían investigar a la persona que
quisieran, a cualquier nivel. Los detallitos de mierda ya les daban igual. Los traficantes
de poca monta solo eran un instrumento para llegar a los proveedores que estaban por
encima de ellos. Al terminar su primer anñ o juntos, ya abordaban casos muy
importantes y se dedicaban a ellos durante varias semanas seguidas. Llevaban a cabo
detenciones gracias a las cuales te hacíían fotos con el alcalde y contaban quieí n eras en
el telediario de las seis.
Esa veníía a ser la recompensa. Por eso tipos joí venes como Fowler, Reagan o Koniczek
queríían formar parte de todo aquello.
Bloome se acordoí de la sensacioí n que teníía siempre que elegíían a su siguiente
objetivo. A lo mejor, a esas alturas uí nicamente contaban con un nombre y una
fotografíía en el tabloí n de anuncios, pero aquel hombre era su meta y eso implicaba que
iba a caer. Daba igual que acabara confesando o que mantuviera el pico cerrado.
Tampoco importaba que consiguieran un víídeo a todo color del delito cometido o un
uí nico testigo poco fiable. Bloome contemplaba el rostro del tabloí n y sabíía a ciencia
cierta que el tipo terminaríía en la caí rcel. Quizaí s al cabo de una hora, quizaí s al cabo de
una semana. Pero al tíío le esperaba una citacioí n judicial; queí maí s daba lo que ellos
tuvieran que hacer para lograrlo.
A veces eso conllevaba emplear atajos. Le vino a la mente la primera vez en que vio a
Jameson incluir informacioí n falsa en un informe policial. Habíían pillado a un traficante
justo antes de que este metiera una bolsa en su coche. En el informe, la bolsa ya estaba
en el maletero. Al principio, esto le creoí ciertos escruí pulos a Bloome. A lo largo de
todos los anñ os que habíía pasado en Narcoí ticos, nunca habíía mentido en ninguí n
documento. Ni una sola vez. Pero Jameson habloí en privado con eí l y le planteoí una
sencilla pregunta:
—Esa bolsa, ¿la estaba metiendo en el coche?
—Síí.
—¿Se complica el caso si lo detenemos antes de que eso haya sucedido?
—Síí.
—¿Existe una pequenñ a posibilidad de que por culpa de ello quede libre?
—Síí.
No hizo falta que anñ adiera nada maí s. Iban a conseguir el resultado deseado, aunque
eso les obligase a hacer la vista gorda.
No solo ganaron el caso, sino que ambos recibieron una mencioí n honoríífica.
Fue la primera demostracioí n que obtuvo Bloome de coí mo las reglas habituales ya no
se les aplicaban. No funcionaban en los SSI.
Tambieí n se acordoí de la primera vez que echoí abajo una puerta sin una orden de
registro. La primera vez que registroí un coche sin que hubiera pruebas suficientes para
hacerlo. Todo aquello formaba parte de un nuevo y eficiente enfoque de las labores
policiales, para que las calles fueran menos conflictivas y para lograr detenciones.
Nadie cuestionoí jamaí s esos atajos. Conseguíían grandes resultados y Chicago se estaba
convirtiendo en una ciudad maí s segura, con menos drogas. Eso era lo uí nico que
importaba.
Asimismo le vino a la mente la primera vez que Jameson le quitoí dinero a un traficante.
Dinero que este no iba a echar en falta, anñ adioí Ray. Dinero que volveríía a ganar en ocho
horas. Dinero que estaríía guardado en un cajoí n metaí lico del centro de la ciudad hasta
que quizaí se lo llevara otra persona.
Estaban haciendo un montoí n de horas extra que no les pagaban. Aquello solo era una
pequenñ a compensacioí n. Completamente justificada.
Esa noche, Bloome no durmioí . Pensoí que igual le iban a pedir explicaciones.
Nunca lo hicieron.
La vez siguiente, fue todo maí s faí cil. Y maí s todavíía cuando colaboraban dos o tres
agentes.
Teníías que quitarles dinero. Formabas parte del equipo; si no lo hacíías, los demaí s se
pondríían nerviosos.
Los trajes fueron encarecieí ndose. Se empezaron a ver manicuras y cortes de pelo de
cien doí lares. Tambieí n coches incautados a los traficantes y estacionados en el
aparcamiento de delante, lanzando destellos bajo el sol. Diversos modelos de
Mercedes, BMW, Audi, Porsche. Normalmente negros, siempre veloces.
Nadie decíía nada. De hecho, lo que habíía era maí s detenciones de personajes
destacados, maí s menciones honorííficas, maí s fotos con el alcalde, maí s agentes por toda
la ciudad que queríían ser miembros de los SSI.
Pero entonces aparecioí Darius Cole.
Fue Jameson el primero en mencionar el nombre, a raííz de una conversacioí n grabada
entre dos importantes traficantes. Bloome se acordaba de eí l, del primer anñ o que habíía
pasado en Narcoí ticos, por aquel caso tan soí lido basado en la Ley RICO, que habíían
creado los federales para encerrarlo con dos cadenas perpetuas consecutivas. Ahora
parecíía imposible que un hombre que llevaba unos cuantos anñ os en la caí rcel pudiera
influir tanto en Chicago, a trescientos veinte kiloí metros de distancia. Pero Jameson
colgoí el nombre de Darius Cole del tabloí n y los dos hombres se pusieron a trabajar.
Mientras Bloome y Jameson reuníían pruebas suficientes contra Cole y los hombres que
trabajaban para eí l, estos mismos tipos buscaban a su vez pruebas para danñ ar a Bloome
y Jameson. Lo sabíían todo sobre los agentes. Doí nde vivíían. A queí colegios iban sus
hijos. Los casos en que habíían intervenido. Los sobornos aceptados. Hasta que un díía
Cole los llamoí en persona por el moí vil de un guardia de la caí rcel y les ofrecioí una
alternativa. «Conseguireí que seaí is ricos o que os maten, joder. Vosotros escogeí is».
Se decidieron por el dinero. Lo recibíían todos los meses, en un sobre que les entregaba
uno de los hombres de Cole, exmiembro de una banda llamado Marcos Quintero. En un
primer momento, Cole tambieí n les pasaba soplos sobre integrantes de organizaciones
rivales, lo que produjo maí s detenciones si cabe, que su reputacioí n en el cuerpo
mejorase en mayor medida.
Los dos hombres se decíían a síí mismos que seguíían cumpliendo con las labores
policiales. Síí, ganaban bastante dinero extra. Todos salíían ganando.
Pero los soplos de Cole acabaron convirtieí ndose en peticiones de favores. Despueí s,
esas demandas empezaron a adquirir el tono de oí rdenes.
Cuando aparecioí Tyron Harris, el primer hombre que parecíía de veras lo bastante
inteligente como para hacerse con el territorio de Cole, Jameson intentoí llegar a un
nuevo acuerdo. Dar por concluida la relacioí n con el tipo encarcelado, empezar de cero
con el chaval nuevo, alguien al que pudieran manejar a su gusto. Que no exigiera tantas
cosas.
Cole no puede tocarnos. Eso pensaban.
Ahora Jameson y Harris habíían muerto. «Y aquíí estoy yo —se dijo Bloome—. Fííjate en
doí nde te encuentras. Fííjate en lo que estabas dispuesto a hacer para protegerte.
»Si Jameson estuviera aquíí —siguioí pensando—, analizarííamos la situacioí n, verííamos
si se nos presentaba alguna oportunidad de lograr que esto no tuviera tan mala pinta.
Tres agentes muertos en una cantera, tres miembros del cuerpo maí s selecto de la
ciudad... en mitad de la noche, sin refuerzos. Sin que nadie maí s conociera la operacioí n.
¿Coí mo se explicaba eso?».
Bloome ya se imaginaba dando su versioí n de la historia a los de Asuntos Internos.
Luego, al superintendente. A continuacioí n, al alcalde. Finalmente, a un fiscal federal en
un juicio puí blico.
«Asíí que maí s te vale que se trate de una historia de putíísima madre».
Volvioí a fijarse en Fowler.
«De lo contrario, tendraí que seguir siendo un completo misterio queí conñ o hacííais los
tres aquíí solos.
»No seí si soy capaz de hacer eso —pensoí Bloome—. Estos son los tres hombres en los
que maí s confiaba, ahora que Jameson ha muerto. Por eso habíían venido esta noche».
Pero el comisario sabíía que debíía traicionarlos para poder salvarse. Teníía que
limpiarse el cuello de sangre en alguí n sitio, desembarazarse del chaleco. Luego hacerse
el tonto sobre lo sucedido esa noche cuando le preguntaran por el asunto al díía
siguiente. Y seguir con esa actitud todos los díías, durante el resto de su vida.
La sensacioí n que se apoderaba de eí l cada vez que identificaban a un nuevo objetivo,
ese fríío estremecimiento en las entranñ as, conocer de antemano que iban a encerrar a
aquel tipo... Notoí lo mismo en ese momento. Pero, por primera vez, el objetivo era eí l.
Sabíía que Mason teníía pruebas suficientes para encerrarlo en la caí rcel de por vida.
Esas grabaciones, todas sus conversaciones con Harris... Nick se las llevaríía
directamente al hombre que lo habíía puesto en la calle. Y Darius Cole podríía entonces
destruir a Bloome.
La guerra habíía terminado.
«Si me deja vivir —pensoí el comisario—, Cole seraí mi amo. Durante el resto de mi
vida. Tendreí que hacer todo lo que me mande.
»Incluso si logro cargarme a Mason, o a Quintero, o a cualquier otro al que envííe...
Jamaí s podreí tocar a Darius Cole.
»Creííamos que la caí rcel nos iba a mantener a salvo. En realidad, lo protege a eí l».
Bloome se dirigioí al tuí nel. Teníía que ver a sus dos hombres una vez maí s. Se sentíía maí s
pequenñ o a medida que iba avanzando en direccioí n al siguiente semicíírculo gigante de
luz. Despueí s, cuando se metioí en el interior de la tierra, al pisar el primer charco, la
frase le vino a la cabeza de nuevo. Esa pregunta que le habíía hecho Sandoval.
«¿Es que no te acuerdas de cuando tuí eras poli, conñ o?».
34
Eddie Callahan le habíía prometido a Sandra que nunca iba a hacer nada por lo que
pudiera acabar preso, otra vez alejado de su familia. Se lo habíía jurado cuando le pidioí
matrimonio. Cuando la policíía fue a interrogarlo por lo sucedido en el puerto. Y, de
nuevo, tras el nacimiento de los gemelos.
Esa noche habíía roto las promesas y lo habíía puesto todo en peligro.
Ya habíía guardado el rifle de francotirador en el armario de las armas; un H-S Precision
Pro 2000 con una mira Leupold Mark 4 en el canñ oí n. Menos mal que ya habíía ajustado
la mira anteriormente en el campo de tiro, porque esa noche no iba a poder pegar
algunos disparos para practicar. Ahora esperaba a que Nick Mason se presentase en su
casa.
Habíía recogido algunos juguetes del suelo; estaba a punto de buscar un trapo y limpiar
la mesita baja cuando se dijo: «Pero ¿queí conñ o estoy haciendo?».
Ya eran maí s de las dos cuando al fin llegaron. Si Eddie albergaba la menor esperanza
de que Sandra estuviera dormida, esta se vio frustrada en el instante en que ella
aparecioí en el saloí n, ataviada con un albornoz blanco.
—¿Queí pasa? —le preguntoí .
Entonces vio coí mo Eddie abríía la puerta para que su viejo amigo Nick Mason entrara
seguido de una mujer con sangre en la cara.
Lo uí ltimo que Mason necesitaba era otro grito, pero eso fue lo que oyoí .
—Pero ¿queí ...? —anñ adioí Sandra cuando acaboí de chillar—. Eddie, ¿queí hacen aquíí?
—Pues entrar.
—¡De eso nada! ¿Queí conñ o...?
—Sandra, ¡tranquilíízate! Necesitan nuestra ayuda.
—Has sido tuí quien lo ha llamado antes —dijo ella mientras se acercaba a Mason, se
situaba frente a eí l y se anudaba el cinturoí n del albornoz—. Por eso ha salido Eddie.
Mason llevaba cinco anñ os sin ver a esa mujer. Habíía engordado algunos kilos, pero, por
lo demaí s, no habíía cambiado. Por muy amigos que fueran ambos hombres, por muchas
cosas que hubieran vivido juntos en su infancia y adolescencia, Sandra nunca dejaríía
de ver a Mason de una sola manera: como el uí nico tipo del que debíía mantener alejado
a su marido a toda costa.
Y esa noche, Eddie no teníía argumentos para poder rebatir esa idea.
—Necesitaba mi ayuda —repitioí .
—¿En mitad de la noche? ¿Adoí nde habeí is ido?
—Eso no importa, Sandra, por favor...
—Eddie me ha ayudado —intervino Mason—. Es todo lo que debes saber. Y ahora
necesito otra cosa. De los dos.
—Voy a llamar a la policíía —dijo Sandra mientras cruzaba la sala y cogíía el teleí fono.
—¡La poli, no! —exclamoí Eddie arrancaí ndole el aparato.
—Eddie, ¡dame el puto teleí fono!
—Escuí chame —le pidioí este—. Solo te lo voy a decir una vez. ¿Ves esta casa?
Con un ademaí n de cabeza, senñ aloí las cuatro paredes.
—No la tendrííamos si no fuera por eí l. No nos habrííamos casado. No habríían nacido los
ninñ os. Todo lo que hay aquíí, todo lo que ves, todo lo que tenemos en la puta vida se lo
debemos a este hombre. ¡Todo!
Ella se quedoí boquiabierta. Ni siquiera tratoí de contestar.
—Esta mujer tiene que lavarse —dijo Nick senñ alando a Diana—. Luego, dormir. Debes
cuidarla porque ha vivido momentos muy duros.
Diana le dirigioí una deí bil sonrisa; parecíía la persona maí s agotada sobre la faz de la
Tierra.
—Nadie puede enterarse de que estaí aquíí —anñ adioí Mason—. Con eso solo pondríías a
tu familia en peligro.
Sandra todavíía no habíía cerrado la boca.
—Nick —intervino Eddie—, no te preocupes. Nos encargamos de ello.
Mason miroí a su viejo amigo y le dijo:
—Promeí teme una cosa. Prometeí dmelo los dos. Diana debe quedarse aquíí, con
vosotros. Si en tres díías no recibíís noticias míías, teneí is que sacarla de esta ciudad. No
la lleveí is a un aeropuerto, ni a una puta estacioí n de tren; sacadla de Chicago en coche.
Conseguidle un vehíículo en alguí n sitio. Pagadlo en efectivo. Luego podeí is volver.
—No —dijo Sandra, que al fin habíía recuperado la voz—. No podemos hacerlo. No
tienes ninguí n derecho...
—Tuí no tienes ninguí n derecho a negarte —replicoí Nick—. Esta noche, no.
Se volvioí hacia su amigo y anñ adioí :
—Es necesario, Eddie.
Este fue mirando alternativamente a Mason y a su mujer.
—Claro —le contestoí —. Ya te dije que haríía cualquier cosa por ti.
Sandra se arrebujoí auí n maí s en el albornoz. Tragoí saliva y asintioí una vez con la cabeza,
pero sin mirarlo.
Los dos hijos de Eddie aparecieron en el pasillo; ambos iban en pijama, con un casco de
los Chicago Bears en el pecho. Se acercaron a Eddie y cada uno le abrazoí una pierna,
mirando a Mason como si este fuera un monstruo que habíía invadido su saloí n.
—Jeffrey y Gregory —dijo Nick—. ¿No?
—Eso es —le confirmoí Eddie.
Mason se agachoí , apoyaí ndose en una rodilla, y miroí a los ninñ os.
—Tengo una hija —les contoí — que se llama Adriana.
Los dos se ocultaron tras la pierna de Eddie.
—Perdonad si os he despertado —anñ adioí ; se incorporoí y abrazoí brevemente a Diana.
—No salgas de casa —le pidioí —. Te llamareí en cuanto pueda.
—¿Queí vas a hacer? —preguntoí ella.
EÉ l sacoí el moí vil y lo contemploí . Habíía recibido una docena de llamadas en las horas
anteriores, todas de Quintero. Y todas ellas, llamadas perdidas.
—Voy a ponerle fin a esto —declaroí .
35
Nick Mason esperaba a que llegase Frank Sandoval. Habíía llevado a cabo todo lo que le
habíían pedido. Ahora iba a hacer otra cosa. Por síí mismo.
Estaba tan cansado que no podíía dormir; tan agotado que era incapaz de cerrar los
ojos. Habíía visto demasiadas cosas desde el díía en que franqueoí la puerta de la caí rcel,
en que pasoí de una vida a la siguiente.
Los bancos de Grant Park formaban un gran cíírculo en torno a la fuente. Todavíía no
salíía agua. El aire era fríío, asíí que se rodeaba el cuerpo con los brazos. Llevaba la caja
negra firmemente sujeta entre los antebrazos y el pecho.
No teníía otro sitio al que acudir. Esperoí allíí durante las uí ltimas horas de la noche,
hasta que el horizonte oscuro del este del firmamento empezoí a iluminarse. Un cambio
casi imperceptible, a menos que se estuviera esperando. Del negro al casi negro, y
despueí s al casi violeta. Mason se quedoí inmoí vil mientras iba apareciendo otra
multitud de matices, hasta que al fin el sol comenzoí a salir.
Oyoí coí mo el traí fico empezaba a formar un murmullo en las carreteras que rodeaban el
parque. La ciudad recobraba la vida al amanecer. Tambieí n oyoí que alguien pasaba a
toda velocidad por el carril bici de atraí s.
Aguardoí otros tres minutos. El sol aparecioí y esparcioí su luz sobre la superficie del
lago. Todos los barcos estaban quietos, tapados y anclados. Nada se movíía delante de
eí l; pero entonces vio al hombre que se acercaba a la fuente. Una silueta negra que se
recortaba contra el alba azul.
Nick se puso en pie, se estiroí , desentumecioí el cuerpo dolorido. Se dirigioí al sitio en el
que lo esperaba Sandoval.
—¿A queí he venido? —le preguntoí el agente.
Llevaba un anorak azul oscuro, no la arrugada chaqueta de traje que solíía lucir.
Tampoco llevaba corbata; iba sin afeitar y, al verle los ojos, daba la impresioí n de que se
hubiera levantado cinco minutos antes.
—Al tíío de la comisaríía le dije que a las cinco y media —dijo Mason mirando el reloj—.
Te has retrasado dos minutos.
—Que te folle un pez.
—He pensado que a lo mejor esto te interesaba.
Le alargoí el disco duro. El agente lo cogioí y lo examinoí .
—No lo lleves a la comisaríía —anñ adioí Nick—. No lo dejes en el Departamento de
Pruebas, porque entonces no lo volveraí s a ver. Es muy importante. No le cuentes a
ninguí n otro poli que lo tienes.
—¿Queí es?
—Lleí vatelo a casa y haz una copia. Haz diez. Luego revíísalo todo. Tuí sabraí s coí mo
actuar a continuacioí n.
Sandoval paseoí la mirada por el parque vacíío en torno a ellos.
—Me has hecho venir hasta aquíí, cuando apenas estaí amaneciendo, ¿para darme un
disco duro?
—Tuí me dijiste que no habíía nada maí s peligroso que un agente corrupto. Ahora tienes
la oportunidad de trincar a una brigada entera de ellos.
Sandoval lo miroí de hito en hito.
—Seí que tu verdadero objetivo es Cole —anñ adioí Mason—, pero a eí l nunca vas a llegar
a traveí s de míí. Lo que tienes es esto.
El agente estudioí de nuevo la caja.
—¿De quieí n estamos hablando exactamente?
Nick no contestoí .
—Han encontrado a tres miembros de los SSI en la cantera de Thornton —anñ adioí
Sandoval—. Desde la carretera, alguien oyoí disparos y llamoí a la policíía. ¿Sabes algo al
respecto?
Mason negoí con la cabeza y contestoí :
—Hoy no he leíído la prensa.
—¿Estabas ahíí?
—Lee el informe oficial, agente. Al margen de lo que diga, estoy seguro de que eso ha
sido justo lo que ha pasado.
Sandoval no dejoí de escudrinñ arlo y anñ adioí :
—Esto, de donde sea que lo hayas sacado, no seí por queí me lo das a míí.
Mason no podíía revelarle el auteí ntico motivo. Quintero le habíía pedido que la caja
negra se la entregara a eí l. A nadie maí s. Cole la esperaba; la iba a utilizar para negociar.
Para tener reservada una amenaza. Para que los polis volvieran al puto redil.
Esa era la orden. Mason la habíía desobedecido.
Iba a trincar a esos agentes porque queríía. Teníía sus motivos. Aquello era algo
personal. Iba a terminar la guerra en sus propios teí rminos.
Y no albergaba la menor intencioí n de volver a recibir otra orden en su vida.
—Digamos que odio a los policíías corruptos tanto como tuí .
—¿Por queí no les entregas esto a los federales? —preguntoí Sandoval alzando la caja.
—¿Se puede saber coí mo podríía ponerme a buscarlos y encontrarlos, agente?
—Esto me va a convertir en un apestado —aseguroí Sandoval—. Eres consciente, ¿no?
Yo no estoy en Asuntos Internos, sino en el Departamento de Homicidios. Volvereí a
trabajar con un equipo de siete miembros, con los mismos tííos todos los díías. ¿Queí
crees que me va a pasar cuando se enteren de esto?
Mason ni se molestoí en tratar de convencerlo de que podíía hacerlo todo de forma
anoí nima. Sabíía que era mentira.
—Se enteraraí n —anñ adioí Sandoval, como si le estuviera leyendo el pensamiento a Nick
—. Los polis hablan entre ellos. Sereí el agente maí s odiado de Chicago.
—Es posible. Pero creo que por eso te dedicas a este oficio.
Sandoval apartoí la vista, se fijoí en el lago unos instantes y anñ adioí , auí n sin mirarlo:
—Una cosa tiene que quedarte clara.
—¿Queí ?
—Me refiero a que tiene que quedarte claro de verdad lo que te voy a decir.
—Soy todo oíídos.
—Esto no cambia nada entre nosotros —afirmoí Sandoval—. Absolutamente nada.
—¿Ni siquiera me daríías una ventaja de medio díía si en alguí n momento decidiera
huir?
—Nada de nada.
—Eso ya lo teníía previsto —declaroí Nick.
Los dos hombres se escudrinñ aron. Esperaron a que alguno dijera algo que sirviera para
terminar la conversacioí n. Sandoval teníía un disco repleto de informacioí n que debíía
revisar. Mason, una llamada maí s que hacer.
—A pesar de todo, lograreí que vuelvas a la caí rcel —afirmoí el agente.
—Lo que haraí s seraí seguir intentaí ndolo.
Sandoval le dirigioí un ademaí n con la cabeza y se marchoí .
36
Mason bajoí del coche. Intentaba respirar, que le entrara algo de aire en los pulmones,
solo respirar.
«No», pensoí . Entonces se repitioí esa palabra otras cien veces.
Avanzoí cien metros por la orilla hasta que se percatoí de que auí n llevaba el moí vil en la
mano.
Lo lanzoí al agua con todas sus fuerzas.
Siguioí caminando, hasta que el sendero describíía una gran curva en North Avenue
Beach y terminaba ahíí. Se dio la vuelta y contemploí los edificios que se alzaban sobre
el agua, sin llegar realmente a verlos.
—Pero ¿queí conñ o me esperaba? —se preguntoí en voz alta—. Joder, es que ¿de verdad
me llegueí a creer que...?
Entonces se puso en marcha de nuevo. Con rapidez. Regresoí por el sendero, llegoí a la
orilla del agua, cruzoí el parque y volvioí al coche.
Subioí al vehíículo y pisoí el acelerador a fondo. Atravesoí la ciudad hasta el West Side,
hasta la direccioí n de Spaulding, pasando por delante del almaceí n enorme, del patio de
asfalto y de las casas clausuradas. De díía se veíía mejor todo aquello, que estaba
praí cticamente a la sombra de la caí rcel del condado de Cook.
El taller de desguace ilegal.
Se detuvo delante de la puerta del garaje y tocoí el claxon hasta que al fin dicha puerta
empezoí a levantarse. Mason entroí en la nave, donde se encontraban los dos latinos,
observaí ndolo.
—¿Doí nde estaí ? —preguntoí mientras bajaba del coche.
El Honda Accord que estaban desmontando se hallaba medio desarmado. Toda la parte
delantera se habíía quitado del chasis, al igual que las puertas y el parabrisas. Despueí s
de extraer los asientos, habíían arrancado el salpicadero, dejando los airbags. A eso se
dedicaban todos los díías en aquel sitio, pero ahora se limitaban a contemplar a Nick.
Hasta que dirigieron la mirada a otro punto y Mason supo que habíía otra persona
detraí s de eí l.
Notoí la mano en el hombro derecho. Al darse la vuelta, Quintero le golpeoí en la boca.
Ya percibíía el sabor de la sangre mientras agarraba al tipo por el cuello y lo lanzaba
contra el coche.
Cuando Quintero volvioí a lanzarle un gancho, Mason se agachoí y hundioí la cabeza en el
pecho del otro, por lo que este se desplomoí sobre un banco. Algunas herramientas
cayeron al suelo levantando un gran estreí pito.
—¿Es eso todo lo que sabes hacer? —le preguntoí Mason—. He peleado contra tííos maí s
duros que tuí en el instituto, pandillero de mierda.
Quintero se abalanzoí contra eí l, amagoí otro gancho a la cabeza y despueí s le propinoí un
punñ etazo por sorpresa en el estoí mago. Quintero estaba a punto de golpearle de nuevo
en la cara, pero Mason levantoí un brazo para impedíírselo y lo empujoí hasta otra plaza
de aparcamiento, donde lo dejoí inmovilizado contra el coche que la ocupaba.
Los dos se quedaron allíí unos instantes, sin soltarse. A tan poca distancia, Mason le
veíía todas las canas, todas las arrugas del rostro, todos los anñ os que le sacaba Quintero,
anñ os de duro servicio a un uí nico hombre, haciendo vete a saber queí . En ese instante,
Nick no pudo evitar pensar si estaba contemplando su propio futuro.
—Guü ero imbeí cil —le espetoí el latino—. He estado aguantando todas tus pendejadas
desde el momento en que te traje aquíí. Tus preguntas. Tu descaro. Que te metieran en
la puta caí rcel. Pero ahora, hoy, has cruzado la uí nica líínea que no debíías cruzar.
Mason se zafoí de eí l y recuperoí el aliento.
—Si vuelves a desobedecer a Cole —anñ adioí Quintero—, si vuelves a llamarlo y a
faltarle al respeto, joder... Te juro por Dios que llevareí a cabo lo que me pida que te
haga, sea lo que sea, pero lograreí que dure el doble. ¿Me has oíído?
—Te he oíído perfectamente —replicoí Mason—. Lo uí nico que haces es hablar.
—Y tuí nunca escuchas, conñ o. Ya te dije que, si teníías un problema, acudieras a míí. Para
eso estoy. ¿Coí mo es posible que auí n no lo entiendas?
Mason lo miroí . «Joder —pensoí —, el tíío parece ofendido de verdad. Como si lo hubiera
traicionado».
—No te acerques a míí, Quintero. Ni a mi familia, joder. Me da igual queí te pida que
hagas. Te juro que, si te veo cerca de mi familia, te mato. No te hareí danñ o. Te matareí .
—No te conviene que empiece a joder a tu familia, no me des un motivo para hacerlo.
—No —replicoí Nick limpiaí ndose la sangre de la boca—. Con motivo o sin eí l; hoy,
manñ ana o cualquier otro díía de tu puta vida; si tocas a cualquiera de ellas, tu vida ha
terminado.
Quintero se quitoí la suciedad de la camisa y dijo:
—EÉ l es nuestro duenñ o, de los dos. ¿Es que no te das cuenta?
—No. No lo es.
—Tuí y yo somos hermanos —aseguroí Quintero.
Se quedaron inmoí viles en el garaje un rato mientras el otro retomaba el trabajo.
—Necesitas un nuevo coche —anuncioí Quintero al fin senñ alando con la cabeza la
ventana rota del Camaro.
El vehíículo en el que habíían estado apoyados mientras trataban de matarse entre síí
era uno de gran cilindrada, negríísimo y estadounidense.
—Es un Pontiac GTO de 1964 —prosiguioí Quintero—. Con el motor del Bobcat.
Le lanzoí las llaves a Mason.
38
Nick Mason estaba sentado en el borde de la cama, oyendo la lluvia del exterior,
esperando a ver si Cole cambiaba de idea y enviaba esa noche a su «hermano» para
que lo matase.
Habíía retado al uí nico hombre al que no se debíía desafiar. Pero no pensaba huir. No
pensaba ocultarse. Si Cole decidíía que la ampliacioí n de su contrato no era suficiente
castigo, Mason iba a estar preparado. Auí n teníía la M9, a la que le quedaban seis
disparos. Con eso bastaríía.
Siguioí esperando. La lluvia cesoí . Al fin, se levantoí y se dirigioí a la piscina. Al doblar la
esquina, notoí un impacto en la nuca. Soltoí la pistola mientras se desplomaba, y vio
coí mo esta recibíía una patada y quedaba fuera de su alcance.
Al alzar la vista, descubrioí a Jimmy McManus ante eí l; llevaba una pistola en la mano
derecha.
Lucíía los vaqueros ajustados y la camiseta sin mangas de siempre, con nuevas cadenas
de oro al cuello. Sujetaba el arma con una despreocupacioí n casi excesiva, como si fuera
un accesorio maí s de su aspecto externo, el de un hombre salido de una pelíícula al que
no le buscas las cosquillas. Pero los moratones que le rodeaban los ojos, la nariz que le
habíía roto Mason, revelaban que su actitud real era muy otra.
—Menuda cabanñ a tienes —dijo McManus senñ alando con el canñ oí n del arma la piscina y
todo cuanto lo rodeaba.
—¿Queí quieres? —le preguntoí Mason ponieí ndose en pie.
El otro se alejoí de eí l y contestoí :
—He venido a saldar cuentas. Ya te lo dije la uí ltima vez. Son los cabos sueltos los que te
acaban ahogando, querido Nickie. Y tuí eres un cabo suelto de tomo y lomo.
Mason se acercoí a eí l; McManus dio un paso atraí s y agarroí la pistola con maí s fuerza,
apuntando con el canñ oí n al pecho de Mason.
Este ya habíía visto a aquel hombre abrir fuego, presa del paí nico, mientras huíía del
camioí n en el puerto. Pero esta situacioí n era bien distinta.
Mirar a un tipo a la cara. Acabar con su vida. Algo que la mayoríía de los hombres no
puede hacer. Hay que estar hecho de otra pasta.
Hay que ser un asesino.
Ahora, Mason lo sabíía.
—Vamos. Hazlo si eres capaz.
Miroí a Jimmy McManus a los ojos y aguardoí .
Este tragoí saliva y volvioí a agarrar el arma con fuerza. Alzoí la pistola hasta el nivel de
los ojos y se fijoí en la mira del canñ oí n.
Mason siguioí esperando.
Dicen que nunca oyes el disparo que te mata, pero a Nick le resonoí en los oíídos.
McManus siguioí en pie unos instantes, con el cuello ladeado en un aí ngulo nuevo y
extranñ o. Le corríía la sangre por la cara, entre los ojos. Entonces cayoí boca abajo en la
piscina.
Nick observoí coí mo se formaba un remolino rosado en torno al cuerpo mientras este
giraba dentro del agua, en el sentido de las agujas del reloj. Entonces alzoí la vista.
Marcos Quintero estaba a cinco metros de distancia, con una pistola en la mano
derecha, y saludoí brevemente con la cabeza a Mason.
Este se le quedoí mirando largo rato y al final le devolvioí el mismo ademaí n con la
cabeza.
39
Chicago Sun-Times
DENNY KILMER,
Chicago
Mason caminaba por una acera mojada, una oscura silueta en medio de la lluvia,
mientras un milloí n de luces se reflejaba en las calles resbaladizas. Era una de esas
noches en que el aire se carga y se enfríía, y te cala hasta los huesos por muchas capas
de ropa que lleves encima.
La lluvia no dejaba de caer. Nick estaba solo. Mientras avanzaba, iba con la vista fija en
el suelo, con esa clase de mirada atormentada propia de un soldado que ha estado en la
guerra. La de un hombre que ha visto demasiado.
Un tipo que jamaí s volveraí a ser el mismo.
Le daba igual traer toda la ropa empapada. Esa noche no le importaba. Siguioí andando
hasta llegar a la tienda del final de la manzana, cuyas luces interiores hacíían que las
ventanas brillasen en la oscuridad.
Max lo vio primero; ya meneaba la cola cuando Nick entroí . Mason se quedoí en la
puerta, chorreando, con la camisa blanca pegada al pecho.
Desde el mostrador, Lauren alzoí la vista. Estaba a punto de cerrar el establecimiento y
ya teníía preparada una disculpa para el uí ltimo cliente del díía. Pero entonces vio el
rostro del visitante.
Contuvo el aliento. Mason mostraba otro cardenal en el ojo izquierdo. Un rasgunñ o en la
mandííbula. Los dos se quedaron callados unos instantes.
—He venido a recoger a Max —anuncioí eí l al fin; se acercoí a la puerta y acaricioí al
perro, que seguíía moviendo la cola.
—Lo has comprado —dijo Lauren—, es todo tuyo.
—Me alegro de que esteí s. Queríía...
—¿Queí es lo que estaí pasando? Dime solo eso, nada maí s.
Estas palabras hicieron que eí l se quedara inmoí vil.
—Cada vez que te veo —anñ adioí ella— estaí s lleno de moratones.
—Ojalaí pudiera contaí rtelo. Pero no puedo. Ahora, no.
—Entonces, coge a Max y vete.
—Lauren, escucha —dijo eí l acercaí ndose a ella—, tienes todo el derecho a no dejar que
forme parte de tu vida. Pero te estoy pidiendo que...
Hizo una pausa. Le habíía dado mucho miedo abrirse a ella. Pero ahora necesitaba las
palabras precisas para lograr que Lauren no se alejase, aunque estas no le vinieran a la
mente.
Mientras ella esperaba, no queríía mirarlo, no queríía recordar la uí nica noche que
habíían pasado juntos. Desde entonces, habíía pensado demasiado en eí l. ¿Cuaí ntas veces
se asomoí por el escaparate, preguntaí ndose si volveríía a verlo?
—Esto ha sido un error —afirmoí eí l al fin—. Deberíía...
—¿Vendes droga? ¿Es asíí como consigues el dinero?
EÉ l se obligoí a sonreíír y negoí con la cabeza. Pensoí que esa vida seríía maí s faí cil.
—Entonces, cueí ntame la verdad —le pidioí ella—. ¿Para quieí n trabajas?
—Eso no te lo puedo decir.
Ella se miroí las manos y se quedoí en silencio unos instantes; luego anñ adioí :
—Lo de tu arresto... Me entereí por la prensa. En el perioí dico decíían que te habíían
impuesto una condena de entre veinticinco anñ os y perpetua. Sin posibilidad de que
antes te concedieran la condicional. ¿Coí mo es posible que esteí s aquíí, Nick? ¿Coí mo es
que estaí s fuera?
—En la redada que hicieron, se equivocaron. Se vieron obligados a soltarme.
—Lo de que se equivocaran ¿quiere decir que esa noche no estabas ahíí? ¿O que síí
estabas y algo salioí mal?
—Yo no mateí a nadie, Lauren.
«Eso era verdad —pensoí Mason—. Al menos, en lo referente a aquella noche. No era
un asesino.
»No, en aquel momento.
»Ahora no cuentan los hombres a los que haya podido matar desde que soy un hombre
“libre”».
—El otro tipo que perdioí la vida esa noche —continuoí ella— mientras trataba de
escapar...
—Era amigo míío.
Ella le notoí en la mirada cuaí nto le seguíía doliendo eso.
—Solo trato de entenderlo —anñ adioí Lauren—. No seí nada de ti.
—Jamaí s te pondreí en peligro —aseguroí eí l; queríía creeí rselo.
—No creo que me puedas prometer eso, Nick. No, viviendo como vives.
Ese era el mayor miedo de la mujer, que eí l anduviese involucrado en algo terrible. Un
asunto que ella jamaí s pudiese comprender ni aceptar. Nick todavíía no habíía dicho
nada para evitar que ella lo pensara.
—La relacioí n que crees que podrííamos mantener, sea cual sea —afirmoí ella— no
funcionaraí . Lo sabes, ¿no?
—Quiero estar contigo, Lauren. No seí de queí otro modo decíírtelo. Ese otro aspecto de
mi vida... Estoy intentando librarme de eí l. Lo procuro todos los díías.
No sabíía si iba a ser capaz de lograrlo, pero no dejaríía de observar, de esperar y, de un
modo u otro, encontraríía el modo de recuperar su vida.
—¿Puedes conseguirlo? ¿Saldraí s de eso en lo que esteí s metido?
—No lo seí .
Esa era la verdad. No teníía la menor idea de cuaí nto tardaríía. Ni de cuaí nto le costaríía su
libertad, si es que llegaba a conquistarla.
—Porque si pudieras... —dijo ella—. Quiero decir, si pudieras de verdad...
Mason extendioí el brazo y le acaricioí la mano antes de que ella pudiera terminar. Era
consciente de que le estaba pidiendo demasiado. Estar con eí l equivalíía a firmar el
mismo contrato que lo ataba a Cole. No existíía la posibilidad de conocer los teí rminos.
Ni de contar con la menor idea de lo que pudiera pasar de un momento a otro.
EÉ l no teníía ninguí n derecho a pedirle que llevase una vida asíí. Como la suya.
Cogioí una correa de un estante y abrioí la verja. Max salioí de un salto al centro de la
tienda, el tiempo suficiente para que Mason le pusiera la correa. Abrioí la puerta y sacoí
al perro bajo la lluvia. Cuando estaba a media manzana de distancia, oyoí unos pasos
detraí s.
Se dio la vuelta y vio el rostro de Lauren, ya mojado por la lluvia.
La abrazoí y la besoí ahíí mismo, en la acera. Caminaron juntos por Grant Street, con Max
a su lado, con la correa puesta. Cuando llegaron a la casa adosada, los tres estaban
empapados.
Mason llevoí a Lauren a su dormitorio y se quitaron la ropa huí meda.
—Necesito que seas sincero conmigo —dijo ella mientras le rozaba el pecho—. No
tienes por queí contarme lo que no puedas. Pero se acabaron las mentiras.
EÉ l asintioí una vez con la cabeza. Luego la cogioí en brazos y la depositoí en la cama.
Entrelazaron sus cuerpos; aquello salioí mejor que la primera vez, porque ya no habíía
cinco anñ os de ansia que esperaran ser liberados, sino que se trataba de estar juntos, de
querer que la cosa durara.
Lauren se despertoí primero. La luz entraba por las ventanas del dormitorio. Las nubes
de tormenta habíían desaparecido. Se quedoí tumbada unos instantes, miraí ndolo
dormir. Entonces se levantoí y bajoí a la cocina a preparar el desayuno.
Diana bajoí por las escaleras; iba vestida para el trabajo. Ese díía, un traje oscuro y una
camisa blanca. El cabello, recogido.
—Buenos díías —le dijo a Lauren con el mismo matiz fríío y receloso en la voz que la
vez en que se habíían conocido. Cuando un sinfíín de cosas quedaron sin expresar.
Lauren observoí coí mo cogíía el bolso de piel negra y se encaminaba hacia los escalones.
No iban a desayunar, no iban a hablar. Ni siquiera a cruzarse otra palabra. Entonces oyoí
coí mo arrancaba el BMW de Diana, que la puerta del garaje se abríía y se cerraba,
mientras el vehíículo aceleraba calle abajo.
«Tampoco tenemos por queí ser amigas del alma —pensoí Lauren—, pero mientras
vivas aquíí... esto seraí otro problema. Otro detalle maí s que habraí que solucionar para
que la cosa funcione.
»A lo mejor me enganñ o, y todo esto resulta imposible».
Pero entonces Nick aparecioí en la cocina, a su lado. Se situoí detraí s de ella y la abrazoí
fuerte por la cintura.
«Tenemos que intentarlo —se dijo a síí misma—. En medio de toda esta locura, en
alguí n sitio tenemos que encontrar una vida real».
Compartieron el resto del díía, pasearon por North Avenue Beach, y llegaron al puesto
callejero de hamburguesas de Castaways, hasta el restaurante que habíían construido
en forma de un enorme y azul barco de vapor. Otro elemento claí sico de Chicago;
durante un instante fugaz, aquello llevoí a Nick a pensar que quizaí la ciudad fuera lo
bastante grande, lo suficiente buena, para hallar en ella otra vida posible.
E incluso, tal vez, para encontrar el modo de incluir a Adriana en ella. Llevar a su hija a
esa misma orilla, otro díía, tan perfecto como este. Ver coí mo nadaba y despueí s
envolverla en una toalla. Sentarse en la arena, contemplar la puesta del sol en el lago.
Nick auí n contaba con los partidos de fuí tbol dos veces por semana; auí n manteníía
separada esa parte de su existencia. A salvo. «Pero si consigo recuperar mi vida, podreí
alcanzar maí s cosas», reflexionoí .
«Podríía tenerlo todo».
Mientras regresaban a la casa adosada, Mason le echoí un raí pido vistazo a su moí vil
nuevo. El antiguo lo habíía tirado, pero, evidentemente, no iba a ser tan faí cil romper ese
víínculo. Al díía siguiente se lo habíían reemplazado por otro nuevo y ahora lo llevaba en
el bolsillo, recordaí ndole cuaí l era su situacioí n. Se dio cuenta de que podíía imaginar lo
que quisiera, pero que todo aquello iba a desaparecer con el simple sonido de una
llamada a ese moí vil.
Podíían pasar cinco semanas. O cinco díías. Y hasta tan solo cinco minutos.
«Este es el mundo de ensuenñ o —siguioí pensando—. La vida aparentemente normal,
pasear por la calle con esta mujer a mi lado. Cuando suene el teleí fono, abrireí los ojos y
volvereí a recuperar mi auteí ntica vida.
»Volvereí a verme metido hasta el cuello en esta pesadilla que supone mi vida real».
Guardoí el moí vil, pero Lauren notoí el gesto. Ninguno de los dos comentoí nada al
respecto, pero aquello quedoí flotando en el aire entre ambos durante el resto del díía.
Cenaron juntos esa noche y volvieron a hacer el amor en la cama. Vieron una pelíícula
en el televisor grande, arrebujados en el sofaí , fingiendo ser una pareja normal en una
noche normal.
El moí vil estaba en la mesa, a escasa distancia, sin emitir sonido alguno. Pero los dos
eran conscientes de su presencia.
Despueí s de medianoche, Nick se despertoí y alargoí el brazo para ver doí nde estaba
Lauren. No la encontroí .
Se levantoí , salioí y la halloí sentada junto a la piscina. Se habíía puesto el albornoz de eí l y,
hecha un ovillo en una silla, contemplaba el firmamento nocturno. Cogioí la mano de
Mason y se levantoí . EÉ l la besoí , se sentoí en la silla, la atrajo hacia síí y la abrazoí ; el calor
del cuerpo de Lauren contrarrestaba el fríío del aire nocturno.
EÉ l observoí las mismas estrellas hasta que ella dijo al fin:
—Y ahora, ¿queí va a pasar?
Nick no contestoí . Sabíía que alguí n díía tendríía que contaí rselo. Todo lo que habíía hecho.
Lo del hombre al que habíía matado con una pistola, lo de aquel otro al que habíía
asesinado con un cuchillo. A saber cuaí ntas cosas maí s se veríía obligado a llevar a cabo
entre ese díía y la llegada del futuro. No podríía callaí rselo eternamente.
Sin embargo, esa noche no le podíía decir nada maí s. Teníía que seguir cumpliendo con
su trabajo, fuera lo que fuese aquello que le ordenasen a continuacioí n. Debíía acatar
todas las oí rdenes hasta que descubriera por fin una forma de liberarse. Hasta
entonces, permitirle entrar en su mundo implicaba pasar a formar parte de eí l.
No estaba preparado para eso.
Todavíía, no.
Al díía siguiente estaban comiendo en una mesa de la calle en el local de Addison Street
cuando Mason distinguioí , estacionado en la otra acera, el Escalade negro. La ventanilla
del conductor se bajoí y reconocioí el rostro de Quintero.
—Ese tipo, ¿quieí n es? —le preguntoí Lauren siguiendo la mirada de Nick. La mujer vio
al hombre del interior del vehíículo, los tatuajes, las gafas de sol, y tambieí n esa
despreocupacioí n con la que apoyaba el brazo en el volante. Vigilaí ndolos sin importarle
lo maí s míínimo que ellos lo advirtieran.
Entonces, el tipo se quitoí las gafas de sol y la saludoí con un movimiento de la cabeza.
Ella tragoí saliva y apartoí la mirada. Mason observoí al hombre de hito en hito y caviloí
en lo que aquello podríía implicar para ambos. «Sabe que estamos juntos —pensoí —.
Nos ha seguido hasta el barrio de Lauren. Estaí al tanto de que ahora ella forma parte
de mi vida».
—EÉ l estaí implicado en este asunto —dijo ella y luego pensoí : «Mi primer atisbo de la
doble vida de Nick. De esa otra vida que nos afecta a los dos.
»De esa segunda vida que volveraí a empezar en cualquier momento».
—Síí —confirmoí Mason manteniendo asíí la promesa que le habíía hecho a Lauren. Se
habíían acabado las mentiras.
A la manñ ana siguiente, cuando Lauren despertoí , se quedoí tumbada al lado de Mason y
le pasoí el dedo por las arrugas de la cara, memorizaí ndolas. Pensando en la apuesta que
habíía hecho por ese hombre. Un buen tipo atrapado en una mala situacioí n. Le parecioí
que toda la incertidumbre y todas las dudas merecíían la pena por estar con eí l.
Entonces sonoí el teleí fono.
Nick abrioí los ojos. Primero la miroí a ella, luego se incorporoí y cogioí el moí vil de la
mesita. Se quedoí daí ndole la espalda a Lauren mientras escuchaba, sin decir nada.
Cuando la llamada terminoí , dejoí el aparato.
Ella tambieí n se incorporoí .
—Nick...
EÉ l se levantoí , auí n en silencio, y se vistioí .
Ella se tapoí con las saí banas y observoí todos los movimientos de Mason. Se dijo: «Este
es el momento que estaba temiendo. No puedo preguntarle adoí nde va ni queí tendraí
que hacer. UÉ nicamente puedo preguntarme durante cuaí nto tiempo estaraí fuera, queí
nuevas cicatrices traeraí consigo al volver».
Si es que regresa.
Mason se acercoí y la besoí . Se quedoí largo rato delante de ella, miraí ndola en la cama.
Consultoí el reloj y dijo:
—Tengo trabajo.
Y, con esas palabras, se marchoí .
AGRADECIMIENTOS
QUIERO darle las gracias a Shane Salerno por creer en míí, por hacer maí s de lo que se le
podríía pedir a cualquier persona para lograr que esta nueva serie sea una realidad.
Tambieí n a Edward Tsai, a Don Winslow y a todas las personas vinculadas a The Story
Factory.
Asimismo, quiero expresar mi gratitud hacia Ivan Held, Sara Minnich y todos los demaí s
miembros de G. P. Putnam’s Sons.
Gracias a John Campbell, agente de la policíía de Chicago, por toda la ayuda teí cnica que
me ha prestado. Y maí s gracias a Bill Keller y a Frank Hayes.
Como siempre, nada seríía posible sin Julia, mi mujer y mi mejor amiga, y sin Nicholas y
Antonia, quienes me sorprenden maí s cada díía que pasa.
notes
Notas a pie de paí gina