El Talento Anton Chejov

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El talento

Antón Chéjov

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¡Esperamos que lo disfrutéis!

EL TALENTO

El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un


oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancol-

ía matutina.

Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el


firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas
hojas amarillas. ¡Adiós, estío!

Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía;
pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para
mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar
que al día siguiente no estará ya en la quinta.

La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de
sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya
los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes
veraniegos de la quinta e trasla-darán a la ciudad.

La viuda del oficial no está en casa. Ha sali-do en busca de carruajes para la


mudanza.

Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado


en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de
cosas. Habla por los codos; pero no en-cuentra palabras para expresar sus
sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa
cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de
Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el
cuello, en las narices, en das orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le
tapan los ojos.

Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos


dar idea, se perdería para siempre.

Yegar Savich escucha a Katia, bostezando.

Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la


mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de
bajo:

-No puedo casarme.

-¿Pero por qué? -suspira ella.

-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas
debemos ser libres.

-¿Y no lo sería usted conmigo?

-No me refiero precisamente a este caso...

Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no
se casan.

-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación
es terrible!... Cuan-do mamá se entere de que usted no quiere casarse, me
hará la vida imposible. Tiene un genio tan arre-batado... Hace tiempo que me
aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado
usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!

-¡Que se vaya al diablo su mamá de usted!

Piensa que no voy a pagarle?


Yegor Savich se levanta y empieza a pase-arse por la habitación.

-¡Yo debía irme al extranjero! -dice.

Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más


fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...

-¡Naturalmente! -contesta Katia-. Es lástima que no haya usted pintado nada


este verano.

-¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga?

-grita, indignado, el pintor-. Además, ¿dónde hubie-ra encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba
la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda
solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los
objetos esparci-dos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los
mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar.

Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde
guarda una botellita de vodka.

-¡Puerca! -le grita a Katia la viuda del oficial-

¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!

El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma
se van disipando.

Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.

Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la


Prensa, sus retratos se venden a millares. Hállase en un rico salón, ro-deado
de bellas admiradoras... El cuadro es seduc-tor, pero un poco vago, porque
Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que
Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero
hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
-¡Ese maldito samovar! -vocifera la viuda-.

Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!

Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con
alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en
una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.

-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la
gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pája-ro!
Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso,
por el bien de la huma-nidad.

Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito.


Generalmente, el ratito se prolonga hasta el obscurecer; pero esta tarde la
siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de
una pierna y le llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su
camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías,
dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.

-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama-
¿Cómo te va, mucha-cho?

Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...

-Habrás pintado cuadros muy interesantes -

dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.

-Sí, he pintado algo... ¿y tú?

Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido,


aún, cubierto de polvo y telarañas.

-Mira -contesta-. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el


novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibuja-da, sentada junto a una ventana,
por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.

Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.

-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese
jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.

No tarda en aparecer sobre la mesa la bote-lla de vodka.

Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en
una casa próxima.

Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es


principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakes-
peare. Sus actitudes y sus gestos son de un empa-que majestuoso. Ante la
copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al
fin se la bebe.

-¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! -dice-. Quiero pintar a


Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüe-dad, y
oponerle la idea cristiana. ¿Comprendéis? A un lado, Roma; al otro, el
cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del
espíritu, del nuevo espíritu cristiano.

Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la
habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso,
entusiasmo. Se les creería, oyéndo-les, en vísperas de conquistar la fama, la
riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores
años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la
gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que
aspiran al título de genio, los ver-daderos talentos son excepciones muy
escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas les
sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley
implacable suspendi-da sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de
esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a
dormir con el pintor de género.

Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina.
En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas,
con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...

-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?

-¡Pienso en los días gloriosos de su celebri-dad de usted! -susurra ella-. Será


usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y
estoy orgullosa.

Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de


Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.

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