El Talento Anton Chejov
El Talento Anton Chejov
El Talento Anton Chejov
Antón Chéjov
EL TALENTO
ía matutina.
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía;
pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para
mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo le consuela el pensar
que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de
sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya
los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes
veraniegos de la quinta e trasla-darán a la ciudad.
-Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas
debemos ser libres.
Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no
se casan.
-¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación
es terrible!... Cuan-do mamá se entere de que usted no quiere casarse, me
hará la vida imposible. Tiene un genio tan arre-batado... Hace tiempo que me
aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado
usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba
la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda
solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los
objetos esparci-dos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los
mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar.
Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde
guarda una botellita de vodka.
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma
se van disipando.
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con
alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en
una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
-Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la
gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pája-ro!
Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso,
por el bien de la huma-nidad.
-¡Tú por aquí! -exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama-
¿Cómo te va, mucha-cho?
-Sí, hay expresión -dice-. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese
jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en
una casa próxima.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la
habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso,
entusiasmo. Se les creería, oyéndo-les, en vísperas de conquistar la fama, la
riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores
años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la
gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que
aspiran al título de genio, los ver-daderos talentos son excepciones muy
escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas les
sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley
implacable suspendi-da sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de
esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a
dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina.
En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas,
con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...
-¿Qué haces ahí? -le pregunta, asombrado, el pintor- ¿En qué piensas?