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J.

ÁNGEL SESMA MUÑOZ


El matrimonio de Fernando e Isabel y
la unión de las coronas de Castilla y
Aragón

S E P A R A T A

Mapa del Reino de Navarra. G. Cantinelli, 1690. Archivo Real y General de Navarra.

EN LOS UMBRALES DE ESPAÑA


La incorporación del Reino de Navarra
a la monarquía hispana
El matrimonio de Fernando
e Isabel y la unión de las
coronas de Castilla y Aragón*
J. Ángel Sesma Muñoz

Antes de entrar en el desarrollo de la ponencia, quiero advertir de algu-


nas cuestiones que conscientemente han estado presentes en el proceso
de su preparación, así como del contenido dado a ciertos conceptos em-
pleados en la misma y que pueden ser objeto de distintas interpretaciones 1.
En primer lugar, recuerdo que el tema abordado es poliédrico y ha sido
objeto de una larga, profunda e interesada atención por la historiografía
de los últimos siglos para cada una de sus múltiples caras, soportando, por
tanto, una pesada carga bibliográfica que se ha visto incrementada a raíz
de las conmemoraciones del medio milenio de casi todo lo acaecido en-
tonces (matrimonios, nacimientos, muertes, conquistas, descubrimientos,
tratados, establecimiento de la Inquisición, expulsión de los judíos, etc.)
celebradas de cuarenta años acá 2. Por esta razón, para atender el encargo

*  Este trabajo se inscribe en las líneas de investigación del Grupo de Investigación CEMA
(cfr. www.unizar.es/cema), de la Universidad de Zaragoza, reconocido por el Gobierno de Ara-
gón, del que el autor es investigador principal.
1.  En ningún caso creo necesario entrar en discusiones, simplemente expongo mi punto
de vista y el uso que hago en este trabajo.
2.  Una de las últimas conmemoraciones fue la muerte de Isabel en 1504, lo que provocó
una avalancha de reediciones (como la vetusta en todos los sentidos obra de D. de Clemencín,
Elogio de la Reina Católica Doña Isabel, publicada en 1821 y reeditada en Granada, 2004),
nuevas ediciones de estudios históricos y novelas, jornadas monográficas como las celebradas
en Valladolid, Méjico, Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima organizadas por el Instituto Uni-
versitario de Historia Simancas de la Universidad de Valladolid, cuyos textos fueron publicados
por la editorial Ámbito: Isabel la Católica y la política ( Valladolid, 2001), Sociedad y econo-
mía en tiempos de Isabel la Católica ( Valladolid, 2002); La cultura y el arte en la época de
Isabel la Católica ( Valladolid, 2003) y Visión del reinado de Isabel la Católica ( Valladolid,
2004) y el congreso internacional Isabel la Católica y su época, reunido en Valladolid, Bar-
celona y Granada (15 a 20 de noviembre de 2004) cuyas actas en dos volúmenes se editaron
igualmente por el Instituto Universitario de Historia Simancas, Valladolid, 2007. Entre estas dos
últimas iniciativas se aportaron más de 130 trabajos de especialistas.

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de los organizadores de la Semana, he optado por plantear una relectura


de los hechos y de los principales documentos que los apoyan, sin intentar
revisiones historiográficas ni, por supuesto, lanzarme a una renovación de
la investigación de base.
Asimismo, creo necesario indicar que me aproximo al tema de la unión
de las Coronas desde el borde final de la Edad Media y, por lo tanto, pienso
en ella más como culminación de un proceso que como arranque de una
nueva situación, y que lo hago desde Aragón, lo que favorece una visión
bastante diferente a como se ve desde Castilla y desde Cataluña, sirviendo
por ello de contrapeso a las opuestas miradas centralizadoras castellanas y
catalanas que han sido siempre las habituales.
Confieso, igualmente, que me resisto, en virtud de lo anterior, a otorgar
al matrimonio la consideración de hecho con especial relevancia histórica
a priori, lo que muy frecuentemente se le ha atribuido, tanto por los cro-
nistas cortesanos de los reyes, que vieron señales sobrenaturales que lo
anunciaban 3, como por el carácter iniciático atribuido por algunos autores
posteriores respecto a la formación de España 4. Es más, no creo que se
pueda establecer de manera casi automática la secuencia matrimonio de
Isabel y Fernando, unión de las Coronas y nacimiento de España, ni plan-
tearla como algo que debía de suceder, que era históricamente necesaria
y estaba predeterminada desde mucho tiempo antes de producirse. Las
cosas no fueron tan sencillas, pudieron haberse desarrollado de muchas
maneras y el hecho de que al final se produjeran de una forma concreta, tal
como creemos que sucedieron, no las justifica históricamente.
En otro orden de cosas, como un simple intento de acotar el campo de
juego y evitar dispersar los contenidos, conviene aclarar que al hablar de
unión de las Coronas, me refiero a unión matrimonial, es decir la afinidad
que se instituye entre unidades políticas independientes como consecuen-
cia de la relación establecida por sus respectivos monarcas y que puede
pasar a ser dinástica en el caso de unificarse la monarquía al recaer ambos
dominios en un único heredero, o bien romperse si se anula el contrato de
matrimonio o se decide el reparto entre varios sucesores. De todas formas,

3.  Por ejemplo, Andrés Bernáldez y sus niños castellanos cantando «Flores de Aragón
dentro en Castilla son» (Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, BAE,
LXX, Madrid, 1953, p. 574) o los versos de Juan Barba «Juntólos el alto Dios poderoso... para
descanso de nuestras Españas» (P. M. Cátedra [ed.], La historiografía en verso en la época de
los Reyes Católicos, Salamanca, 1989, p. 191).
4.  Quizá sea Luis Suárez Fernández, el más destacado historiador moderno de la reina,
quien ha mantenido y transmitido esta idea en su extensa obra.

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cada una de las partes mantiene su propio territorio, leyes e instituciones


de gobierno, conserva la historia, la lengua y cultura, moneda, pesos y me-
didas y el resto de rasgos que identifican a sus gentes.
Formalmente, el vínculo establecido entre las piezas es de igualdad, no
existe supremacía de ninguna respecto a las demás, aunque sí diferente
nivel de participación en la actividad conjunta de los monarcas, sobre todo
si la relación se establece entre sujetos dispares en tamaño, población,
riqueza y desarrollo cultural. En el caso que se produzca entre unidades
equiparables, las diferencias se mantendrán con mayor intensidad, pueden
suavizarse con el tiempo si existe una circulación fluida de personas y un
intercambio de intereses, hasta alcanzar una unión total con eliminación
de barreras; si no es así, puede deshacerse la unión sin más, o, por el con-
trario, si se fuerza la unidad y se impone la voluntad de una de las partes, el
resultado llegará a ser, tarde o temprano, catastrófico. La Corona de Aragón
es un modelo magnífico de una unión dinástica mantenida durante siglos;
la Corona de Castilla lo puede ser de una unión completa igualmente bien
gestionada. Navarra, por su parte, es un buen ejemplo de reino que sale y
entra de uniones dinásticas sin perder nunca su identidad.
Más complicado resulta intentar precisar el contenido de la denomina-
ción de monarquía hispánica, de España o de las Españas (Hispaniarum
rex), utilizada en este momento 5, para resumir la compleja formula deri-
vada de la acumulación de territorios dominados por Isabel y Fernando
a través de distintos mecanismos. Resulta arriesgado emplear este hecho
para argumentar el origen de España y su nacimiento como nación. Hablar
de Hispania o España en la Edad Media 6 no deja de ser una licencia para

5. H. del Pulgar (Crónica de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel de
Castilla y de Aragón, BAE, Madrid, 1953, cap. LXXXVI, p. 342), narra que tras el triunfo en la
guerra de sucesión, los miembros del consejo real trataron la posibilidad de adoptar el título
de «reyes e señores de España», lo que los reyes no consideraron oportuno. También Miquel
Carbonell, llama a Fernando «rey e principe de las Spanyas» en la carta escrita inmediatamente
después de la muerte de Juan II (CODOIN ACA, t. XXVII, pp. 51-52) y los consellers de Bar-
celona, muestran su alegría ante el nacimiento del infante Juan y su esperanza de que a partir
de entonces «Spanya» estaría reunida «ab la dita cassa serenisima de Aragò» (la cita en M. Gual
Camarena, «Valencia ante la muerte de Juan II de Aragón», Saitabi, IX, n. 20 (1949), pp. 271-
272). Cfr. J. M. Nieto Soria, «Conceptos de España en la época de los Reyes Católicos», Norba.
Revista de Historia, 19 (2006), pp. 105-123.
6.  La idea de España en la Edad Media ha sido objeto de múltiples reflexiones por parte
de prestigiosos medievalistas. Por citar algunos que están en la mente de todos, se puede men-
cionar a José Antonio Maravall, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Ramón Menendez
Pidal, Julio Valdeón, Miguel Ángel Ladero o José Manuel Nieto. En general, los eruditos de los
siglos modernos han abordado la idea con una visión castellana, partiendo de los extremos

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referirnos a un espacio articulado políticamente por unidades indepen-


dientes, relacionadas por el parentesco de sus dinastías reinantes y que de
forma cambiante a lo largo de un milenio establecen alianzas más o menos
estables. Hacer de dicho espacio casi una unidad de destino en lo universal
es tan inútil como negar absolutamente su existencia como ideal, sin dise-
ño real predeterminado, que es lo que late en el fondo del pensamiento de
algunos eruditos, así como constituye la referencia manejada por políticos
puros en su proyecto de superar las relaciones familiares para introducir
relaciones políticas estatales. Este es el caso de Fernando de Aragón 7, cuan-
do ya en su primer testamento de 1475 plantea la utilidad de la unión de
las Coronas y los beneficios conjuntos que produciría, y cuando al final de
su vida hace balance de su actuación como rey y la resume en esa repetida
frase de que hacía setecientos años que la Corona de España no estaba
«tan acrecentada y tan grande» como en ese momento, y todo gracias a
la ayuda divina y a su trabajo 8.
España es en los siglos medievales un horizonte teórico que no puede
ignorarse, pero esta concebida como una deseable unión dinástica que re-
produce una imaginada situación inicial, perdida, a la que se quiere llegar,
pero sin constituir una meta inminente. Llamar a la monarquía de Isabel
y Fernando monarquía hispánica o de España, aunque en el exterior se le
denomine así como referencia por su destacada posición pólitica en ese
espacio identificado, no responde a la realidad posterior o, al menos, no
más de lo que significaba cuando Alfonso el Batallador y Urraca se titula-
ban a comienzos del siglo xii «totius Hispanie imperator et totius Hispanie
imperatrix» 9. No tiene ninguna precisión y sirve sobre todo para manifestar
el anhelo nostálgico de que sólo una monarquía logre reunir la larga serie
de títulos surgidos en los siglos precedentes.
En el marco así perfilado y sin aspirar a eliminar incertidumbres, sólo
añadiré que no seré yo quien niegue trascendencia al matrimonio de Isabel

cronológicos, es decir, la Hispania Romana y la España de los siglos XVI y XVII, como exponen-
tes de épocas gloriosas.
7.  Por «político puro» entiendo lo que Ortega («Mirabeau o el político», en Obras com-
pletas, t. IV, Taurus, 2005, pp. 195-223), es decir, lo contrario a un ideólogo y con la principal
virtud de la intuición histórica.
8.  La escribe a Pedro de Quintana, su embajador, en la carta que le envía desde Madrid el
primero de enero de 1514 y la publica J. M. Doussinague, El testamento político de Fernando
el Católico, Madrid, s.a., doc. núm 7, pp. 212-213.
9.  Planteo la idea en «La Corona de Aragón y la Monarquía Hispánica», en V. Palacio Atard
(ed.), De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos, Madrid, Colegio
Libre de Eméritos, 2005, pp. 121-135.

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y Fernando para el futuro de la llamada monarquía hispánica. Al fin y al cabo


bodas y funerales jalonan la evolución política medieval. Ésta, en concre-
to, puede considerarse como un paso fundamental para el arranque de la
unión dinástica de las coronas más potentes en el espacio peninsular, que
permitió incorporar al reino moro de Granada y al reino navarro, así como
proyectar un imperio de dimensión mundial, cuyas consecuencias se han
prolongado los quinientos años siguientes. En todo caso, de lo que dudo
es de que ambas cosas, la monarquía única y la unión, se lograran durante
su reinado y que el matrimonio formara parte de un plan dirigido hacia el
destino al que luego parece que se llegó. En la época de los llamados Re-
yes Católicos, difícilmente se puede hablar de una nueva monarquía y de
un gobierno compartido en Castilla y en Aragón 10 y el proyecto de futuro
emprendido, cualquiera que fuese el grado de relación establecida entre las
dos Coronas, no llegó a funcionar por entero, fracasó tras el fallecimiento
de Isabel y sólo se reemprendió por la imposibilidad de tomar otro camino
a la muerte de Fernando, utilizando, eso sí, las bases creadas con la boda.

I. El matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla tuvo lugar


en 1469 y sólo contemplado desde un tiempo posterior puede reconocerse
como el factor iniciador de la unión de las dos Coronas para constituir un
único reino y monarquía, aunque en ningún momento se puede considerar
el definitivo, pues para llegar a tal resultado, además de la boda debieron
de darse otros acontecimientos, al menos tan significativos como ella, que
se produjeron en los años siguientes, hasta la muerte de Fernando en 1516.
En primer lugar, el casamiento en sí difícilmente puede considerarse
como parte de un proyecto a largo o medio plazo, sino como una impro-
visada decisión diseñada unos pocos meses antes para salvar situaciones
inmediatas 11, tanto en el entorno de la novia, Castilla, como del novio, Ara-

10.  J. A. Sesma Muñoz, «¿Nueva monarquía de los Reyes Católicos?», en Isabel la Católica
y su época. Actas del congreso internacional 2004, cit, vol. I, pp. 685-694.
11.  Una exposición circunstanciada de los hechos que coincidieron en Castilla con los
prolegómenos de la boda en L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono,
Madrid, Ed. Rialp, 1989, pp. 30-36. En lo que respecta a Aragón, la posibilidad del matrimonio
no comenzó a vislumbrarse hasta enero de 1468, pues hasta entonces los intentos de estable-
cer enlaces iban a otro nivel: el príncipe (rey) Álfonso con Juana, hija de Juan II y Fernando
con la hija del marqués de Villena; es más, el monarca aragonés buscaba desesperadamente
casar a su hijo con «cualquier mujer, ya descendiente de estirpe real, ya no descendiente del
mismo» que propiciara una alianza con Castilla ( J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1474):
monarquía y revolución en la España del siglo XV, Barcelona, 1953, reed. Zaragoza, Institu-
ción Fernando el Católico, 2003, p. 323).

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gón. Es cierto que en 1469, cuando se consumó, el matrimonio encerraba


una ambiciosa jugada política y constituía una arriesgada apuesta de fu-
turo, en la que la unión definitiva de las Coronas no constituía ni mucho
menos el principal objetivo buscado, aunque estaba implícito, sino que
la meta fijada era que ambos contrayentes se ayudaran para ocupar sus
tronos respectivos, cuyas posibilidades de llegar a buen término se presen-
taban problemáticas.
Isabel, tras la muerte de su hermano menor Alfonso 12 ( julio de 1468), se
convirtió en la alternativa sucesoria propuesta por una parte de la nobleza
castellana, e incluso en la necesaria referencia para una forzada sustitución
del rey, su hermano mayor (por parte de padre) Enrique iv. Al parecer, la
postura de la princesa en ese momento fue contraria a cualquier golpe de
fuerza que significara una sucesión real anticipada, sin consentir su utiliza-
ción por el grupo de nobles que buscaba el destronamiento del monarca 13,
pero si estuvo plenamente dispuesta a intervenir en la preparación de la
transmisión natural que hiciese recaer en su persona el trono castellano 14.
A pesar de interpretaciones justificativas, su actuación en esta operación
de forzar la sucesión en su beneficio, lo que cuanto menos puede conside-
rarse una dirección discutible, parece contraria al perfil moral con el que
se la presenta, pero resulta legítima en el plano familiar en que se dirimían
las herencias reales en Castilla. Sin entrar en más detalles, Isabel admitió y
fomentó todo lo que se decía del rey, de la reina y de su hija Juana 15, optó
al trono por ambición personal y se prestó a jugar el papel principal que
le ofrecieron los grupos de poder opuestos al rey para llegar a ser reina 16.

12. J. Torres Fontes, El príncipe don Alfonso y su itinerario. La contratación de Guisan-


do (1465-1468), 2ª ed., Murcia, 1985.
13.  Sin embargo, sí había estado al lado de Alfonso desde 1465, cuando las acciones de
los sublevados propiciaron el derrocamiento del rey, la proclamación del joven príncipe y la
guerra civil; en ningún momento se opuso a la rebeldía de Alfonso, sino que lo consideró rey
legítimo, le dio el título real y se reconoció a sí misma como su «heredera» (D. C. Morales Mu-
ñiz, Alfonso de Ávila, rey de Castilla, Ávila, Inst. Gran Duque de Alba, 1988).
14.  Mª I. del Val Valdivieso, Isabel la Católica princesa, 1468-1474, Valladolid, Instituto
Isabel la Católica de Historia Eclesiástica, 1974.
15.  Sobre la figura de Juana y la defensa de sus derechos, T. de Azcona, Juana de Castilla,
mal llamada la Beltraneja, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1998.
16.  Isabel del Val concluye por reconocer que la princesa, aunque proclama la defensa de la
legitimidad y continuidad de la línea dinástica como argumentos de sus derechos, no se coloca
al lado de esa legitimidad y continuidad que representan el rey y su hija; a pesar de que en reite-
radas ocasiones afirma que siempre ha estado guiada «por el amor al reino», pone, sin embargo,
por delante su propio interés al afirmar que está obrando «al servicio de Dios e mio» (Mª I. del Val
Valdivieso, «Isabel, princesa de Asturias», en Isabel la Católica y su época, cit., vol. I, pp. 69-85).

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Entre las maniobras previstas para fortalecer su posición y para evitar los
movimientos de Enrique iv y su partido 17, era preciso que Isabel contrajera
un matrimonio que complaciera a sus partidarios y fuera estratégicamente
ventajoso, y la princesa contribuyó a ello sin objeciones.
El elegido fue Fernando de Aragón, que recientemente ( junio 1468)
había recibido de su padre el título real de Sicilia, y era el primer varón
tras el rey Enrique en la línea de sucesión de la familia Trastámara. Era
descendiente directo de Juan I, nieto de Fernando de Antequera, el in-
fante castellano que había sido proclamado en 1412 rey de Aragón por los
compromisarios de Caspe; hijo de Juan de Trastamara y Juana Enríquez,
estaba emparentado, por tanto, con familias muy poderosas de la nobleza
castellana, y era el heredero de la Corona de Aragón, que desde hacía seis
años padecía una violenta guerra civil por la sublevación de Cataluña. En
el contexto peninsular era el mejor candidato posible frente al portugués
Alfonso v, de mucha más edad y desmarcado de los asuntos europeos,
mientras que en este ámbito las opciones oscilaban entre el duque de Be-
rri, hermano de Luis xi de Francia y Ricardo de Gloucester, hermano de
Eduardo iv de Inglaterra.
No cabe duda que para los opositores del rey, la figura del príncipe
aragonés era mucho más interesante que los otros, y no tanto por la apor-
tación de fuerzas que pudieran llegar de Aragón, que siempre serían esca-
sas, sino por el valor simbólico que tenía, ya que era heredero de una de
las acciones nobiliarias más activas desplegadas en Castilla en los últimos
tiempos, la protagonizada por su padre y sus tíos, los infantes de Aragón,
y que todavía se mantenía viva. Bien es verdad que traía consigo claras
aspiraciones a la sucesión y podía disputar el trono en perjuicio de Isabel,
lo que se podía conjurar con el matrimonio, aunque la situación vivida por
la monarquía aragonesa no hacía viable la reivindicación de esos derechos
por Fernando, porque suponía abrir un frente nuevo de conflicto que el
rey de Aragón y su hijo no tenían posibilidad de atender.
Para Juan ii de Aragón conseguir que su hijo diera un paso hacia el trono
de Castilla suponía avanzar en una vieja aspiración, pero, sobre todo, en sus
circunstancias, el matrimonio con la princesa castellana significaba contra-
rrestar el apoyo del rey de Castilla a la revuelta catalana, que estaba en una

17.  Al parecer, el pacto firmado entre Enrique IV de Castilla y Luis XI de Francia pasaba
por un reparto de la Corona de Aragón, quedando Cataluña para el duque de Berri, hermano
del rey francés, que casaría con la princesa Isabel. Aragón y Valencia se entregarían al monarca
castellano ( J. Vicens Vives, Juan II de Aragón [1398-1474], cit., pp. 284-285).

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fase crítica a raíz del fallecimiento de la reina Juana, y cerrar el paso al fortale-
cimiento de la monarquía francesa en la Península, que constituía un peligro
muy grave tras la ruptura de su alianza con Luis xi. De hecho, el primero en
plantear el matrimonio de Fernando e Isabel fue el monarca aragonés, que,
inmediatamente después de la muerte del joven Alfonso, inició las gestiones
diplomáticas y los contactos con sus partidarios castellanos dirigidos por el
arzobispo Carrillo, antes incluso de que Isabel fuera declarada heredera 18.
La improvisación de todo el proceso queda reflejada en la documentación
emanada, en los documentos manipulados y en los que se da por supuesto
que existieron, pero que no se han localizado. Destaca en primer lugar, las
no halladas actas originales del acuerdo de Guisando (septiembre 1468), que
no fue más que un acuerdo de familia, nunca ratificado por las Cortes, entre
Enrique iv y su hermana Isabel, únicos firmantes, para garantizarse mutua-
mente la paz y proceder a regular la sucesión tras el fallecimiento del rey,
que, según se recoge, recaería en la infanta por lo que la designa heredera,
posponiendo para más adelante el acto del juramento, y le concede el título
de princesa de Asturias. Enrique se ve obligado a apartar de la sucesión a su
hija, la princesa Juana, hasta entonces heredera jurada por las Cortes, por
ser, reconoce, fruto de un matrimonio no válido en origen 19, aunque, como
paradoja, se incluye la imposición al rey de obtener el divorcio y devolver
a la reina Juana a Portugal. Se intercambian cautelas de seguridad entre los
hermanos para permitir a Enrique la conclusión tranquila del reinado, y la
princesa Isabel se compromete a casarse con quien le propusiera el rey y a
ella le pareciera oportuno «y no con otra persona alguna».
De la fidelidad del texto conservado se ha escrito mucho 20, habien-
do dudas sobre la versión que conocemos y su interpretación; se da por

18. J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1474), cit., pp. 324-325, recoge la noticia de
que el rey estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de conseguir el matrimonio; de
hecho, envió a sus mensajeros papeles en blanco con la firma del príncipe Fernando, para que
pudieran escribir los acuerdos alcanzados con los negociadores castellanos sin necesidad de
consultar con la corte.
19.  Se argüía que no había existido pleno divorcio con la primera esposa del rey, Blanca
de Navarra, lo que no era cierto constando el acta de divorcio extendida por el obispo de
Segovia. Este asunto y el resto de cuestiones relativas al tema de la impotencia del rey, infi-
delidad de la reina e ilegitimidad del nacimiento de Juana han vuelto a ser tratados por T. de
Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica, agentes de la sucesión de Isabel I de Castilla,
la Católica (1451-1479)», en Isabel la Católica y su época. Actas del Congreso Internacional
2004, vol. I, pp. 90-93.
20.  Según la interpretación de J. Torres Fontes (El príncipe don Alfonso, cit., pp. 179-
202), en Guisando se culminó un acuerdo de la nobleza para poner fin a la guerra civil que
se arrastraba desde 1465 y que tras la muerte de Alfonso no tenía salida posible. En paralelo,

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hecho la manipulación y tergiversación realizadas inmediatamente por el


propio Enrique, lo que permite suponer que también lo sería por los parti-
darios de Isabel en los años siguientes 21.
En segundo lugar, las conocidas como capitulaciones matrimoniales
acordadas en Cervera (enero, 1469), que no son verdaderas capitulaciones
sino un acuerdo que recogía las cautelas exigidas por Isabel y sus partida-
rios, tanto para garantizar el matrimonio que se negociaba, como el papel
que se esperaba del esposo en el juego político desarrollado en Castilla 22.
En el acuerdo de Cervera 23 destaca, sobre todo, la desconfianza castella-
na respecto a las intenciones de los aragoneses, como demuestra la insis-
tencia en limitar la capacidad de intervención política de Fernando en los
asuntos castellanos, en los que sólo actuará con el consentimiento de su
esposa, cuya voluntad predominará sobre la suya, mostrando claramente
la intención de convertirlo en un rey (de momento príncipe) consorte; se
le exige fidelidad al rey Enrique, los nobles y los órganos castellanos, evi-
tando así algún tipo de veleidad revolucionaria que significara adelantarse
y tomar la iniciativa en el proceso marcado por los partidarios de Isabel.
Pero también se pone en evidencia la necesidad que tiene ésta y su partido
de contar con una autoridad real que eleve el rango de la princesa, por lo
que en adelante se les denominará como rey y reina de Sicilia, y que sirva
también de referencia en aquellos aspectos en que Isabel, como mujer, no
podía actuar; por eso se estipula que Fernando deberá residir en Castilla,

unos días antes y después, se produjeron las conversaciones y acuerdos entre Enrique IV y su
hermana Isabel, que no fueron reflejadas en un documento oficial, pero si en particulares, que
es lo que ha permitido incorporar versiones y falsificaciones, provocando el desconcierto y
disparidad generalizada. Como advierte el propio Torres Fontes (ibid., p. 15) la complejidad de
explicar los acontecimientos de este momento radica en «el contradictorio panorama que se
nos ofrece de la lectura de unas crónicas faltas de objetividad y de unos documentos oficiales
en los que no resulta fácil desentrañar la veracidad de cuanto en ellos se expone».
21.  Un resumen y comentario del pacto o «contratación» de Guisando en L. Suárez Fer-
nández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 25-26 y nota 46 del cap. I, que cita,
sin admitirlas, la opinión de T. de Azcona sobre la falta de crédito de la versión conocida y la de
Vicens Vices considerando tal documento como un mero intento de justificar la ilegitimidad de
la princesa Juana. El texto utilizado por los historiadores corresponde a una copia de mediados
del siglo XVIII, existen fragmentos coetáneos y algún documento que lo glosa, el principal de
ellos el que publica J. Torres Fontes (El príncipe don Alfonso, cit, doc. núm. 3, pp. 207-231).
22.  Confirma esta idea T. de Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica ibérica»,
cit., pp. 98-99.
23.  El documento fue publicado por D. de Clemencín, Elogio de la Reina Católica, cit.,
pp. 579-583, lo incluí en mi libro Fernando de Aragón hispaniarum rex (Zaragoza, Gobierno
de Aragón, 1992, doc. 5, pp. 242-247) y ha sido comentado, entre otros, por J. Vicens Vives,
Luis Suárez, T. de Azcona, Isabel del Val, en los estudios citados en notas anteriores.

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se compromete a defender militarmente, si fuera necesario, con las tropas


que aportará y pagará –4000 lanzas– la causa de la princesa y, bajo la guía
de la propia Isabel, proseguir la guerra contra los moros de Granada. En
realidad se buscaba, además de un esposo para procrear y apartar a la prin-
cesa de los matrimonios no deseados, un varón real asociado al trono que
actuara como gobernador militar de confianza.
Como he indicado, Juan ii y Fernando no estaban en disposición de
discutir los términos jurídicos de unas capitulaciones más formales y am-
plias, por lo que aceptaron como tales el acuerdo básico alcanzado según
lo exigido por los negociadores castellanos a sus propios enviados, sin im-
portar mucho las consecuencias futuras y sin imponer ninguna cláusula
que interesara al propio Fernando y a la corona aragonesa 24. Pero también
hay que contar con alguna otra clave, que desconocemos, que explique
porqué el contenido y la forma de gestarse este acuerdo por los embaja-
dores aragoneses siguiendo las instrucciones de su corte, se prolongan en
el comportamiento mantenido por Fernando durante toda su vida, tanto
en lo que respecta a su esposa, como a su postura en el gobierno del reino
castellano, razón que deberá relacionarse con los motivos, más allá de los
inmediatos, que impulsaron a Juan y a su hijo a buscar por todos los me-
dios la boda con Isabel.
En tercer lugar, el grupo documental relacionado con la ceremonia ma-
trimonial y la decisión de celebrar rápidamente el enlace ante la Iglesia,
con misa y bendición, así como la consumación ante testigos, para com-
pensar la falta de la dispensa papal de consanguinidad y afinidad entre los
novios, que tuvo que falsificarse, lo que implica que los príncipes objetiva-
mente no vivieron en matrimonio regular y canónico hasta diciembre de
1471, en que el papa Sixto iv, a solicitud de Juan ii de Aragón, concedió tal
dispensa 25.

24.  Además de aceptar las condiciones económicas a pesar de que la corona aragonesa
estaba totalmente arruinada, se transigió con que Fernando no pudiese abandonar Castilla sin li-
cencia de la reina, aunque su presencia en Aragón era necesaria para la continuación de la guerra,
lo mismo que la aceptación de no separar a los hijos, especialmente al primogénito, de su madre
y sacarlos de territorio castellano, que contradecía la tradición aragonesa respecto a los herederos
del trono. A este respecto hay que recordar el consejo, que no fue seguido por Fernando, que le
hizo su padre tras el nacimiento del príncipe Juan de que lo llevase a educar a Aragón. Fernando
respetó fielmente durante toda su vida todos los acuerdos firmados en Cervera.
25.  El problema de la dispensa papal ha preocupado mucho a los impulsores de la santifi-
cación de la reina. L. Suárez quiere quitar importancia a tal carencia aduciendo la habitual falta
del documento en los matrimonios reales castellanos, al hecho de que el arzobispo de Toledo
bendijera tal unión y que la presencia del legado pontificio aportaba la corrección canónica

36
J. Ángel Sesma Muñoz

Pero aparte de esta irregularidad, que era posible de subsanar si se


conseguía concluir favorablemente el proceso, Isabel contrajo consciente-
mente un matrimonio que incumplía el acuerdo cerrado con su hermano
en Guisando, lo que políticamente era un reto y modificaba de raíz el pacto
sucesorio. Isabel no comunicó su decisión ni el nombre del elegido para
recibir el asentimiento del rey, lo que era uno de los puntos más impor-
tantes de todo lo acordado, pero es que tampoco respetó la legislación
castellana, según la cual las doncellas menores de 25 años (Isabel tenía 18
años) no podían casarse sin recibir antes el permiso de sus padres o, en
su defecto, de los hermanos, que en caso contrario podían desheredarla.
Enrique iv se apoyó en ambos incumplimientos para proceder a des-
decirse de su compromiso de Guisando y por la conocida como Carta
patente, extendida en Valdelozoya (octubre de 1470), apartar a Isabel de
la herencia, retirarle su reconocimiento de princesa de Asturias y volver
a poner en la línea sucesoria a su hija Juana, a la que con ayuda de los
Mendoza quiso casar con el hermano del rey de Francia, Carlos de Berri
o Guyena, que había sido uno de los pretendientes de Isabel. La reacción
de ésta a las medidas tomadas por su hermano se plasmó en una espe-
cie de carta abierta cursada al reino (marzo de 1471) como autodefensa,
en la que reconstruye según su propio interés todo el proceso anterior,
introduce los argumentos, que luego serán los más utilizados, de los pro-
blemas de Enrique con su mujer e hija, le acusa de haber tenido una
actuación perversa contra ella (maltratos, amenazas, etc.), defiende su
buena conducta y el cumplimiento de las leyes 26. A estos documentos (la
Carta patente de Enrique y la Carta de autodefensa de Isabel) se une el
Manifiesto de Juana (mayo de 1475), constituyendo las tres versiones de
un mismo episodio, cada una redactada para justificar las actuaciones de

necesaria, pero lo cierto es que resulta difícil explicar esta situación mientras los derechos de
Isabel están apoyados en la nulidad del matrimonio de Enrique y la madre de Juana. Por su
parte, T. de Azcona es muy crítico con la actuación de Isabel y sus partidarios, a los que acusa
de falsificar la dispensa de consanguinidad por la rapidez con que se organizó el matrimonio,
el alto coste económico que conllevaba obtenerla y porque el papa, seguramente, la hubiera
negado o dilatado su concesión («La revolución castellana y la geopolítica», cit., pp. 98-100).
26.  Isabel del Val, en su artículo «Isabel, princesa de Asturias», en Isabel la Católica y su
época, cit, pp. 82-83, copia los fragmentos más elocuentes. Destacan expresiones tan rebusca-
das como que defiende su derecho como heredera legítima para evitar que al reino «den cobre
por oro y hierro por plata y agena heredera por legítima sucesora», aunque también escribe
que su matrimonio con Fernando aseguraba una sucesión, pues «si Dios de mi dispusiese
alguna cosa, a él de derecho petenescía la subcesión», lo que ya no recuerda al redactar su
testamento. Comenta el documento T.de Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica»,
cit., pp. 102-104.

37
J. Ángel Sesma Muñoz

su autor y menoscabar las de los contrarios y que han sido selectivamen-


te aprovechadas por los historiadores para defender con ellas posturas
preestablecidas.
De lo que caben pocas interpretaciones es que, como concluye T. de
Azcona, se trató de «un matrimonio de estado, ya que ambas partes vivían
con el agua al cuello», que se decidió con muchas urgencias y se realizó
con prisas y sin ninguna de las formalidades que acompañaban habitual-
mente a las bodas de las familias reales. No hubo matrimonio por poderes
y procurador, se celebró en Valladolid, adonde había acudido el novio tras
un viaje legendario; los contrayentes no se conocían, se vieron unos mo-
mentos antes de la firma del contrato que tuvo lugar el 18 de octubre en
las casas de Juan de Vivero; al día siguiente oyeron la misa de velaciones
y recibieron la bendición nupcial en la iglesia de San Yuste y esa misma
noche consumaron el matrimonio ante testigos. Después, tras comunicar
a los reinos el acontecimiento, hubieron de salir de Valladolid con precipi-
tación, perseguidos por los enviados del rey.

II. El período hasta la muerte de Enrique iv en 1474, transcurrió en


una nebulosa de pactos y contra-pactos (sorpresas los llama Tarsicio de
Azcona) en donde Isabel, Fernando, Juana de Castilla, a la que ya llaman
abiertamente la Beltraneja, y el propio Enrique iv, fueron peones de una
lucha por el poder, en la cual unas veces era Fernando el candidato pre-
ferido defendiendo su ascendencia castellana y su situación al frente de
la casa de Trastámara, otras veces lo era Juana, a la que su padre volvió a
reconocer en Valdelozoya; mientras Isabel, alternativamente rechazada y
admitida por su hermano como sucesora, no reblaba en sus aspiraciones al
trono 27. Un verdadero cruce de intereses, personales y de la nobleza, vistos
a corto plazo, que consumió un tiempo en el que el matrimonio consiguió
fortalecer su posición en el entramado de fuerzas de Castilla, hacerse con
el control de la situación en la Corona de Aragón tras la victoria militar de
Juan ii y Fernando, el marido aragonés, confirmarse como firme sucesor
del trono aragonés, a la vez que un elemento importante en el futuro de la
monarquía castellana. Pero además, en estos años, los tres protagonistas
principales se hicieron adultos y adquirieron mayor capacidad para inter-
venir por sí mismos.

27.  Los acontecimientos son narrados con prolijidad por L. Suárez Fernández, Los Reyes
Católicos. La conquista del trono, cit., e interpretados, de manera que no siempre coinciden,
por I. del Val, Isabel la Católica princesa, cit. y T. de Azcona, Isabel la Católica. Historia crí-
tica de la vida y reinado, Madrid, BAC, 1993.

38
J. Ángel Sesma Muñoz

Por eso, cuando se produjo el fallecimiento de Enrique iv se van a pro-


ducir dos circunstancias decisivas para el porvenir de la Corona de Castilla
y el futuro del matrimonio de Fernando e Isabel. Por un lado, la rapidez y
la orientación dada a la proclamación y coronación de Isabel y sus reper-
cusiones inmediatas; por otro, a renglón seguido, el arranque de la guerra
por la sucesión y sus consecuencias en las relaciones de la pareja real.
El primero de los episodios, la precipitada coronación de Isabel como
reina en ausencia de su marido que se hallaba en Aragón, se llevó a cabo
pocos días después de fallecer Enrique y a pesar, como afirma Isabel del
Val, de estar en esos momento desheredada por el rey. Tiene lugar en una
ceremonia tan convincente en su puesta en escena como en su significado;
la reina acude sola a la coronación, se hace preceder de un caballero con
la espada desnuda cogida por la punta y con la empuñadura en alto, como
símbolo de que estaba dispuesta a administrar la justicia a pesar de ser un
poder que tradicionalmente quedaba reservado al varón, y los heraldos gri-
taban «Castilla, Castilla, Castilla por la reyna y señora nuestra doña Ysabel,
e por el rey don Fernando, como legítimo marido» 28.
Es difícil interpretar esta actuación, y puede pensarse que todo estaba
previsto por la pareja para paralizar la acción de Juana, o lo contrario, que
fuera una maniobra más de Isabel y su bando para anular no tanto a Juana,
como la posibilidad de que Fernando pudiera convertirse en rey 29 y quedar
ella como reina consorte. No cabe duda de que Isabel y sus partidarios
tenían todo dispuesto para adelantarse a cualquier iniciativa que impidiera
la llegada de la princesa al trono, pero resulta complicado explicar por qué
comunicó inmediatamente su sucesión y coronación a todos los nobles y
ciudades del reino, poniéndose ella como única «reyna y señora» y dejando
a Fernando «como a mi legítimo marido» y que ese legítimo marido se en-
terase de la muerte de su primo y cuñado Enrique por el arzobispo Carrillo
y el cardenal Mendoza, que le instaron a trasladarse con urgencia a Segovia,

28.  Son detalles transmitidos por los cronistas de los Reyes Católicos que han pasado a
la historiografía tradicional castellana. Cfr. A. I. Carrasco Manchado, «‘Por mi palabra y mi fe
real...’; el papel del juramento regio en el conflicto sucesorio (1468-1480)», en Isabel la Cató-
lica y su época, cit., pp. 401-418.
29.  No cabe duda de que esta posibilidad estaba en la mente de muchos. En la Cancillería
aragonesa se hablaba de la «nova successio del regne de Castella» en la persona del príncipe de
Aragón y las exequias de Enrique IV se hicieron «per fer honor al illustrissimo senyor primo-
genit d’Arago, succesor del regne de Castella» (M. Gual Camarena, «Fernando el Católico, pri-
mogénito de Aragón, rey de Sicilia y príncipe de Castilla», Saitabi, VIII [1951-52], pp. 182-223).
Igualmente, Luis XI de Francia le dirigió a Fernando, llamándole rey de Castilla, su condolencia
por la muerte de Enrique.

39
J. Ángel Sesma Muñoz

exactamente el primero le dice «sin ningún detenimiento y a más andar»,


mientras que su esposa tardó dos días a darle la noticia, sin aludir a su
proclamación, y simplemente le sugirió que «no sería inútil» su presencia
en Segovia, por lo que le rogaba que «obrara como mejor le pareciera» y le
permitieran los asuntos aragoneses 30.
La actuación de Isabel no parece reflejar una buena relación entre
los esposos y en el plano político no deja muy clara su conducta. Para
suavizar la situación que había sido conscientemente provocada, la rei-
na amplió la información a su esposo en otra carta posterior, que éste
recibió en Calatayud, camino ya de Segovia, y le justificó su decisión por
el peligro de que Juana y sus partidarios se adelantasen, explicación in-
necesaria si hubiese obrado de acuerdo con él y que, por eso mismo, no
tuvo los efectos deseados. Los consejeros aragoneses que acompañaban
a Fernando en el viaje buscaron la intercesión de su padre, el rey Juan,
para conseguir, «enamorandolos de la unión y concordia», que entraran
en razón, porque, le dicen, existen en Castilla muchos caballeros que es-
tán «con la orejas alzadas» dispuestos a entrometerse para empeorar las
cosas entre ellos 31.
Lo cierto es que en la Corona de Aragón las reinas transmitían el poder
real, pero no lo ejercían. Fernando se consideraba con derecho a suceder
a Enrique iv y no por su matrimonio con Isabel, sino como heredero de la
casa Trastámara. La reacción de Fernando a las cartas llegadas de Castilla
fue fulminante. Anuló la expedición militar que tenía preparada para so-
correr las tierras del Rosellón, dejó a su hermana Juana en Zaragoza para
que concluyera las Cortes que se estaban celebrando y el 19 de diciem-
bre emprendió el camino a Segovia. El viaje repetía en parte el que había
emprendido unos años antes como novio, aunque esta vez no lo hizo de
incógnito, sino que se hizo preceder de un pendón real, a pesar de lo cual

30.  La carta del arzobispo Carrillo la copia Zurita (Anales, lib. XIX, cap. XIII) e iba dirigida
a «mi senyor el rey de Castilla, de León y de Sicilia, príncipe de Aragón». Palencia recoge la
extrañeza de Fernando al recibir la carta del arzobispo «por no haber recibido carta alguna de
doña Isabel sobre asunto tan importante» (Crónica de Enrique IV, BAE, núm. 258, Madrid,
1975, t. II, p. 161).
31.  Así lo recoge la carta de Alfonso de la Cavallería, el jurista zaragozano que acompa-
ñaba a Fernando en el viaje, escrita tres días después de los hechos, dirigida al rey Juan ( J. A.
Sesma Muñoz, Fernando de Aragón Hispaniarum rex, cit., pp. 92-93). Sin duda hace referencia
a lo que Suárez Fernández (Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 80-81) llama
«verdadero golpe de Estado», que apartó al arzobispo Carrillo y sus parientes, que estaban
más próximos a Fernando y la tradición de los infantes de Aragón, en beneficio del cardenal
Mendoza y sus partidarios, más cercanos a Isabel.

40
J. Ángel Sesma Muñoz

estuvo lleno de dificultades y obstáculos; entró en la ciudad el día 2 de


enero sin la compañía de la reina, acompañado de un grupo de nobles y
vistiendo una «rica ropa roçagante [llamativa] de hilo de oro, aforrada en
martas» 32, mostrando la distinción de un rey; se dirigió, ya de noche, a la
catedral, donde, sin la presencia de Isabel, a la luz de antorchas, prestó el
juramento, hecho que inmediatamente también comunicó a su padre, a las
ciudades y nobles aragoneses, haciendo especial mención de que lo había
hecho «ab gran concordia e uniformidat», por lo que no esperaba «a Deu
gracies, contradiccio alguna» 33.
En realidad la situación no debió ser tan tranquila como Fernando
quiere transmitir, y el cronista Palencia es muy elocuente al narrar es-
tos momentos, pues dice que cuando el rey entró en el palacio «se vio
secuestrado por hombres intemperantisimos, fomentadores de la causa
injusta de la reina» y que la entrevista con su mujer fue muy tensa, ame-
nazándola con «retirarse al reino paterno» antes de aguantar las ofensas
que le inflingía 34.
La ruptura matrimonial que se presentía hubiera dado al traste con la
unión de las Coronas y seguramente con el reinado de Isabel. Para solucio-
narla, se alcanzó, un par de semanas después, el 15 de enero, un acuerdo,
la llamada Concordia de Segovia, que seguía la línea de lo establecido en
Cervera, salvo algunos matices, fijando las atribuciones que dispondrían
cada uno de los esposos en lo sucesivo. No hay ninguna alusión a la unión
de las Coronas y muy poco del espíritu que debería acompañar a la con-
siderada monarquía compartida. El principal acuerdo alcanzado era el re-
conocimiento de Fernando como rey, y no regente como quería Isabel, y
que en la intitulación común su nombre iría por delante del de la reina,
mientras en lo demás quedaba supeditado a su esposa, que recibiría los
homenajes de las fortalezas, administraría las rentas, concedería las mer-
cedes y oficios y sólo sería de responsabilidad más o menos conjunta, la
administración de la justicia y la provisión de beneficios eclesiásticos. La
reina salía triunfante en su pugna por el control político y su esposo, aun-
que reconocida su dignidad, quedaba casi relegado al papel de consorte

32.  Así lo describe la Crónica incompleta de los Reyes Católicos (1469-1476), ed. J. Pujol,
Madrid, 1934, pp. 133-134.
33.  Se conserva la remitida a Barcelona, que servía también de motivo de reafirmación
de su persona tras la derrota de la sublevación ( J. Vicens Vives, Historia crítica de la vida y
reinado de Fernando II de Aragón, Zaragoza, 1962, p. 394).
34.  Crónica de Enrique IV, cit., vol. II, pp. 165-166.

41
J. Ángel Sesma Muñoz

gobernador, como consecuencia del desequilibrio de las fuerzas de la no-


bleza que prefería una reina que un rey 35.
Fernando y su padre, que ya no padecían tantos agobios en sus rei-
nos, admitían una situación que si al presente no era halagüeña, e inclu-
so preocupante, seguramente ellos veían abierta a un futuro prometedor,
algo que ni Isabel ni sus partidarios parecían capaces de imaginar.
Para mostrar su estado de ánimo, asumido sin capacidad de reacción,
Fernando se presentó en la justa celebrada en Valladolid, a comienzos del
mes de abril de ese año, portando como divisa un yunque (la Y de Isabel,
que luego pasaría a representarse con un yugo) acompañado de la leyenda:
«como yunque sufro y callo, por el tiempo en que me hallo» 36.
En este estado estaban las relaciones de los esposos y reyes, cuando se
produjo el segundo de los asuntos, la guerra por la sucesión. No puede de-
cirse que las reclamaciones de Juana y el recurso a las armas fueran impensa-
bles, aunque las posibilidades de su triunfo parecieran muy reducidas, sobre
todo porque tras el pacto de Segovia Isabel y Fernando habían aprovechado
bien la ventaja adquirida y atraído a la inmensa mayoría de la nobleza y las
ciudades. No obstante, las primeras amenazas de guerra con intervención
del rey de Portugal a favor de Juana, dispararon las alarmas y a finales de abril
propiciaron un cambio radical en las relaciones de los esposos.
En la situación que se anunciaba, Fernando pasaba a ser un elemento
imprescindible en la gestión de la guerra y en el gobierno de los recursos
del reino. Isabel, resistiéndose a renunciar a la superioridad que en todo
momento quería mostrar sobre su marido, se vio obligada a declarar, el 29
de abril de 1475, la transferencia a Fernando de «toda aquella potestad e
aun suprema, alta e baja, que yo tengo e a mi pertenesce, como heredera
e legitima subcesora que so de los dichos reynos e señorios», para que
pueda «por si, aunque yo no sea ende, proveer, mandar, fazer e ordenar
todo lo que le fuera visto e lo que por bien toviese e lo que le paresciere
cumplir al servicio suyo e mio e al bien, guarda e defension de los reynos
e señorios nuestros». En concreto y mencionado especialmente, le reco-
noce capacidad de decisión en la organización de las ciudades, fortalezas,
tenencias y alcaldías y en la concesión de mercedes, provisión de cargos

35.  Zurita (lib. XIX, cap. XXI) reproduce el texto. Palencia, siempre crítico con las actua-
ciones de Isabel y su partido, califica la llamada concordia de «enteramente inicua y desatenta-
da» (L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., p. 85), conseguida
por la pérdida de poder de Carillo frente a Mendoza.
36.  Cronicón de Valladolid, CODOIN H.E, t. XIII, p. 94.

42
J. Ángel Sesma Muñoz

y beneficios 37, precisamente los puntos que la concordia de Segovia le


reservaba a la reina en exclusiva.
Es la primera manifestación de monarquía compartida, si bien como
sucederá a lo largo de todo el reinado, Isabel quería mantener la prioridad
y mostrar que Fernando recibía su parte en el ejercicio del poder real por
concesión graciosa suya, la reina legítima y heredera.
La guerra de sucesión provocó la participación decisiva de Fernando
no sólo en las acciones militares, también en la toma de decisiones. El ma-
nejo de la propaganda y el uso de gestos y mensajes entraron de lleno en
la política. Ante la intervención del monarca portugués, los reyes respon-
dieron titulándose reyes de Portugal, reclamando la situación anterior a la
batalla de Aljubarrota, con lo que no sólo desprestigiaban a su enemigo,
sino que se atraían la voluntad de la nobleza castellana, cuyos antepasados
habían sido derrotados en esa ocasión, lo que todavía era motivo de burla
y escarnio por los portugueses 38.
La idea de la unidad y de la fuerza que la unión tenía era, sin embargo,
la gran baza. Y ahí estaba la idea de Fernando, frente a la de Isabel. La emi-
sión de monedas de oro y plata acuñadas en Toledo y Sevilla con un diseño
muy preciso: Fernando e Isabel, coronados, mirándose, rodeados de las
armas de Castilla, León, Aragón y Sicilia, bajo la protección del águila de
San Juan, con la leyenda: «bajo la sombra de tus alas protégenos, Señor»,
o la Y y la F, iniciales de los nombres, entrelazadas bajo una corona y la
leyenda «el Señor es mi ayuda y no temo lo que me hagan los hombres» 39.
Es en este momento cuando se muestra un proyecto de unidad, aun-
que la reina no estaba todavía segura de querer compartir la dignidad real
con su esposo. El rey, como heredero de Aragón, sí que era consciente
de la necesidad de forzar la unión y eso explica, quizá, la aceptación de la
concordia de Segovia y las «ofensas», que en opinión de Alonso de Palencia
había sufrido durante todo el proceso anterior. Ahora, convertido en el
paladín de la reina y en el imprescindible capitán del ejército que podía lle-
varla definitivamente al trono, no dudaba en exponerse a la muerte, con 23
años, en una batalla 40, mientras pensaba en el futuro con una visión amplia.

37.  Publica el texto D. Dormer, Discursos varios de Historia, con muchas escrituras
reales antiguas y notas de algunas de ellas, Zaragoza, 1693, pp. 302-305.
38.  J. A. Sesma Muñoz, Fernando de Aragón Hispaniarum rex, cit., p. 99.
39. O. Gil Farrés, Historia de la moneda española, Madrid, 1976, 2ª ed., pp. 374-376.
40.  J. A. Sesma Muñoz, «Carteles de batalla cruzados entre Alfonso V de Portugal y Fernan-
do V de Castilla (1475)», Revista Portuguesa de Historia, XVI (1978), pp. 277-295.

43
J. Ángel Sesma Muñoz

Su testamento, otorgado en Tordesillas el 12 de julio de 1475 41, constituye


la primera prueba indiscutible de que el pensamiento del rey se dirigía
hacia la unión de las dos coronas. Tenía una hija, Isabel, y la reina acababa
de sufrir un aborto y su sucesión en Aragón podía verse muy amenazada,
porque no podía reinar una mujer. En este momento, suplica a su padre
que si fuera necesario lograse que se aceptase en el reino a su hija como
sucesora suya, para garantizar así «el gran provecho que a los dichos reinos
resulta y se sigue de ser asy unidos con estos de Castilla y de Leon».
El proyecto de unión y de lo que podía representar en el futuro, no era
cosa de Castilla, sino que surgía de la visión integradora que siempre había
manifestado la monarquía aragonesa 42.

III. La victoria en la guerra de sucesión, la estabilidad alcanzada por


los monarcas en el trono castellano y el nacimiento del príncipe Juan, que
tranquilizaba la sucesión en Aragón, coincidieron en unos pocos meses,
con lo que se abrieron perspectivas favorables para que la monarquía única
pudiera llegar a establecerse. Durante la década de 1480 hubo intentos de
plantear una política real en el interior más coordinada, si bien con muy
escaso éxito. La estructura estatal que se buscaba debía seguir el modelo
aragonés, es decir, identidad de los componentes reunidos bajo una mo-
narquía que constituía la viga maestra que sostenía el gran edificio. Resul-
taba muy difícil establecer los mecanismos que hicieran factible la con-
vivencia de sociedades distintas, dotadas de fórmulas muy diferentes de
entender las relaciones con el monarca y la gestión del poder. Para la reina
de Castilla era impensable trasladar al reino los métodos de gobierno de
la Corona de su marido 43 y para los estados aragoneses, era de todo punto

41.  Duque de Berwick y Alba, Noticias históricas y genealógicas sobre los estados de
Montijo y Teba, Madrid, 1915, pp. 232-235. Esta incluido en el apéndice de mi libro Fernando
de Aragón Hispaniarum rex, cit., pp. 260-263.
42.  Como simple referencia, recordar que la monarquía aragonesa, surgida de la pamplo-
nesa de Sancho III el Mayor, unió el título navarro en 1076 hasta 1134, aceptó el vínculo con la
castellana con el matrimonio de Urraca y Alfonso I y el acuerdo que dejaba al hijo de la reina, el
futuro Alfonso VII, ambos reinos si no tenían hijos; en 1137 se produjo la alianza matrimonial
con el condado de Barcelona y en sucesivas etapas la incorporación de los reinos de Mallorca
y Valencia, sin olvidar la de los de Sicilia y Cerdeña. La propuesta de Fernando, siendo todavía
príncipe, está, por tanto, en la línea de pensamiento de la Casa Real de Aragón desde los orígi-
nes ( J. A. Sesma Muñoz, «La concepción política de la Corona de Aragón: unidad y diversidad»,
en Fundamentos medievales de los particularismos hispánicos, Fundación Sánchez Albor-
noz, Ávila, 2005, pp. 205-219).
43.  Son conocidas las malas relaciones mantenidas por la reina con las Cortes en todas las
ocasiones en que las presidió o estuvo presente y que quedan resumidas en su comentario en

44
J. Ángel Sesma Muñoz

imposible cambiar las reglas de tipo pactista introducidas durante siglos en


el juego político. La habilidad y el tiempo eran fundamentales para ir adap-
tando la convivencia de ambos mundos, pero lo cierto es que se carecía de
las dos cosas, pues el ímpetu dado a la dinámica política en Castilla con la
inmediata empresa de Granada y la necesidad de fijar una base sólida de la
monarquía de Isabel tras la larga época de turbulencias (nobleza, Iglesia,
ciudades), absorbieron la atención necesaria de Fernando para resolver
con sutileza las dificultades padecidas por las gentes de sus reinos y su-
perar los obstáculos, derivados de las identidades institucionales y de los
serios problemas de la economía y las finanzas reales. Era, sobre todo, la
sociedad civil, más que la nobleza, quien frenaba las novedades llegadas
por la influencia castellana, tendentes al fortalecimiento de la autoridad
monárquica a través de una mayor intervención en las instituciones repre-
sentativas y en los órganos de control social 44. Tampoco favorecía la unión,
el mantenimiento de una monarquía distinta en cada Corona.
Porque es difícil, en estas circunstancias, hablar de monarquía de los
Reyes Católicos o de ese viejo término de diarquía, fuera de Castilla. En
realidad, Isabel nunca llegó a participar en el gobierno de la Corona arago-
nesa más allá de actuar como reina consorte 45, y esto sólo durante los años
ochenta, cuando acompañó a su marido en varios viajes a sus reinos y llegó
a presidir reuniones de Cortes, en calidad de su lugarteniente, pero esa
misma consideración tuvieron también las intervenciones del arzobispo de
Zaragoza, hijo bastardo del rey y, más adelante, la reina Germana de Foix,
o a actuar de mediadora, a petición de las instituciones, entre el monarca
y sus reinos.
Las diferencias en los gobiernos de las coronas eran muy ostensibles.
Las dificultades encontradas en los reinos aragoneses frenaban todos los
intentos de cambio, mientras que en Castilla las cosas navegaban con ma-
yor fluidez. Las Cortes de Toledo de 1480 marcaron la diferencia, al apro-

voz alta, recogido por Guicciardini, de que «sería preciso volver a conquistar estos reinos» ( J.
A. Sesma Muñoz, «¿Nueva monarquía de los Reyes Católicos», cit, p. 688.
44.  J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón en la época de Fernando II,
Zaragoza, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1977.
45.  La opinión tradicional expuesta por A. de la Torre («Isabel la Católica corregente
en la Corona de Aragón», Anuario de Historia del Derecho Español, XXIII (1953), pp. 423-
238) y mantenida por la historiografía castellana, no corresponde con las conclusiones a que
conducen los estudios de E. Salvador Esteban («La precaria monarquía hispánica de los Reyes
Católicos: reflexiones sobre la participación de Isabel I en el gobierno aragonés», Homenaje
a José Antonio Maravall, t. III, Madrid, 1986, pp. 315-327) y míos («¿Nueva monarquía de los
Reyes...?», cit.).

45
J. Ángel Sesma Muñoz

bar todo lo solicitado por los reyes (un elevado subsidio, el acuerdo para
emprender la guerra de Granada) y sancionar el Ordenamiento de Toledo,
texto fundamental para el desarrollo de la monarquía de poder centraliza-
do y con dominio reconocido en todos los estamentos: autonomía econó-
mica debido al reconocimiento de las rentas reales, control de la justicia,
de los beneficios eclesiásticos, de la provisiones episcopales, de las rentas
del clero, y de los municipios a través de los corregidos de nombramiento
real 46.
Era la fórmula que sin duda Fernando hubiera deseado aplicar en sus
reinos. Nuevamente, en el discurso dirigido a las Cortes, declara, de mane-
ra más precisa, su voluntad de conseguir la unión: «pues por la gracia de
Dios los nuestros reynos de Castilla e de León e de Aragón son unidos e
tenemos la esperanza que por su piedad de aquí adelante estarán en unión
e permanescerán en nuestra corona real, que ansi es razón que todos los
naturales dellos se traten e comuniquen en sus tratos e fazimientos». No
obstante esta intención real, era casi imposible lograrla en esos momentos.
No se creó ninguna estructura que habilitara la unidad, ni en los inter-
cambios económicos, ni en las relaciones sociales ni en los planes políticos
o militares. Es más, los proyectos para introducir reformas en el funciona-
miento del poder real o para crear instituciones que englobaran para ser
operativas los espacios y las gentes de las dos Coronas, concluyeron en
fracaso o propiciaron un desgaste muy alto para Fernando en sus reinos. El
establecimiento de la Inquisición, provocó revueltas muy graves en Aragón
y Valencia 47, que el rey se vio obligado a refrenar con violencia hasta con-
seguir su funcionamiento tal como le interesaba, aunque tuvo que separar
los tribunales, al menos formalmente, creando una organización para Cas-
tilla y otra para Aragón, tanto frente al papa como a las instituciones de los
Estados aragoneses. Algo similar ocurrió con la expulsión de los judíos 48,

46. L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 368-384.
47. R. García Cárcel, Orígenes de la Inquisición Española. El tribunal de Valencia, 1478-
1530, Barcelona, 1976; J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón, cit., pp. 329-354;
El establecimiento de la Inquisición en Aragón (1484-1486). Documentos para su estudio,
Zaragoza, 1987 y «Violencia institucionalizada: el establecimiento de la Inquisición por los Re-
yes Católicos en la Corona de Aragón», Aragón en la Edad Media VIII (1989), pp. 659-673;
A. Rubio Vela, «Valencia y Torquemada. En torno a los comienzos de la Inquisición española
(1482-1489)», Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, LXXIV (1998), pp. 77-139.
48.  Es muy numerosa la bibliografía relativa a la expulsión de los judíos, aunque también
es muy repetitiva. Del conjunto, apunto como referencias: M. A. Motis Dolader, La expulsión
de los judíos del reino de Aragón, 2 vols., Zaragoza, 1990; R. Conde y Delgado de Molina, La
expulsión de los Judíos de la Corona de Aragón. Documentos para su estudio, Zaragoza,

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medida adoptada simultáneamente en Castilla y Aragón, pero que tuvo que


hacerse con edictos y condiciones diferentes. Y lo mismo puede decirse
en lo referente a la Hermandad que tras los buenos resultados que dio en
Castilla se quiso extender a Aragón, donde no fue tolerada, hasta el punto
que primero se dejó en suspenso y al final, en las Cortes de 1512, Fernando
tuvo que reconocer su fracaso y declararla extinguida tras muchos años
inoperante 49. La reforma del clero y la Iglesia 50, transitó igualmente por
cauces distintos en cada una de las Coronas, salvando los obstáculos parti-
culares que las resistencias oponían en ellas.
Por otra parte, la atención prestada por los monarcas a los asuntos de
los reinos fue también distinta. Fernando estuvo presente en sus Estados
aragoneses mucho menos tiempo que en Castilla 51, mientras que Isabel
sólo muy esporádicamente abandonó el territorio castellano para perma-
necer en la Corona de Aragón. Seguramente eran conscientes de esto, por
lo que cuando la victoria en Granada y los éxitos en Europa trajeron un
período de sosiego político y, sin duda, de tranquilidad doméstica, em-
prendieron un viaje, acompañados de la familia real al completo, por tie-
rras aragonesas en el verano de 1492. Parecía que se iniciaba una etapa de
mayor presencia real en Zaragoza, Barcelona y Valencia, quizá para dirigir
también la atención hacia el Mediterráneo. Pero esta apariencia se truncó
por el atentado sufrido por Fernando en Barcelona en diciembre de 1492
y el temor de la reina ante lo que le pareció un complot contra la monar-
quía 52; de hecho, tras los largos meses de convalecencia, el alejamiento de

1991; L. Suárez Fernández, La expulsión de los judíos de España, Madrid, Colección Mapfre
1492, 1991; J. Pérez, Historia de una tragedia. La expulsión de los judíos de España, Barce-
lona, ed. Crítica, 1993.
49.  Acta Curiarum Regni Aragonum, t. XVI, Cortes del reinado de Fernando II, Zarago-
za, 2011. Edición a cargo de C. Monterde Albiac.
50. M. Batllori, Alejandro VI y la Casa Real de Aragón, 1492-1498, Madrid, 1958; T. de
Azcona, La elección y reforma del episcopado español en tiempos de los Reyes Católicos,
Madrid, 1960; J. García Oro, Cisneros y la reforma del clero español en tiempos de los Reyes
Católicos, Madrid, 1971; J. M. Nieto Soria, «La política eclesiástica de los Reyes Católicos du-
rante el pontificado de Alejandro VI», en De València a Roma a través dels Borja, Valencia,
2006, pp. 91-112.
51.  De los 37 años de reinado, incluidos los doce que sobrevivió a Isabel, no llegó ni a
media docena los que transcurrió en territorio de la Corona y, además, muy irregularmente
repartidos, sobre todo en Cataluña, que después de dos estancias en los primeros meses, tardó
once años en volver (1492), momento en que sufrió el atentado, lo que contribuyó a que prác-
ticamente no volviera a Barcelona (sólo unas pocas semanas en 1503), y al territorio catalán
sólo de paso por Tortosa y Gerona, camino de Italia y del Rosellón.
52.  J. A. Sesma Muñoz, Los Idus de diciembre de Fernando II. El atentado del Rey de
Aragón en Barcelona, Zaragoza, Grupo CEMA, 2006.

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Cataluña y Barcelona fue casi total y aunque menos extremado, también


lo fue de los demás territorios de la Corona. Los asuntos aragoneses si-
guieron contando con la atención del rey, pero en la distancia, quedando
su ejecución y puesta en vigor en manos de los virreyes o lugartenientes,
que serán los hombres de confianza de Fernando, que los resolvían sin la
presencia del monarca 53.
Sólo en política exterior se produjeron razones compartidas por ambas
Coronas. Como ha demostrado Emilia Salvador 54, la actitud emprendida
por los monarcas en Europa respondía a las necesidades castellanas, lo que
en muchos puntos coincidía con las tradicionales opciones seguidas por la
monarquía aragonesa, sobre todo con respecto a Francia, cuya actividad
expansionista obligaba a entrar en alianza con Inglaterra, Borgoña y demás
fuerzas que la aislaran. El papado se convirtió en un aliado de los reyes y la
intervención en Italia y el Mediterráneo venía marcada por las obligaciones
internacionales en el Atlántico. Quizá, uno de los más claros indicios de
acercamiento entre las dos Coronas se manifieste en la actuación coordi-
nada de las flotas de ambas, con sus respectivos almirantes al frente –los
Cardona y los Enríquez, que llegaron a establecer lazos familiares–, lo que
permitió a Fernando intervenir en las áreas más amenazadas de un mar
Mediterráneo más aragonés que nunca 55.
Perfil diferente se observa en las conquistas de las islas Canarias y de
Granada y la empresa de América, tres intervenciones que se llevaron a
cabo en momentos y circunstancias distintas, pero que concluyeron con la
incorporación de los territorios ganados a la Corona de Castilla, sin que se
concibiera la posibilidad de una acción conjunta de las dos Coronas 56 y sin
que pueda hallarse la mínima intención de que los nuevos territorios pasa-
sen a formar parte de una unidad superior a Castilla. En el mismo sentido,
andando el tiempo, aunque podría justificarse la decisión en estos casos
por producirse en la etapa final de la vida de Fernando, cuando las dos

53. J. Lalinde Abadía, «Virreyes y lugartenientes medievales en la Corona de Aragón», Cua-


dernos de Historia de España, Buenos Aires, 1960, pp. 97-172.
54.  «De la política exterior de la Corona de Aragón a la política exterior de la Monarquía
hispánica de los Reyes Católicos», Isabel la Católica y su época, cit., pp. 731-746.
55.  C. J. Hernando Sánchez, «La corona y la cruz: el Mediterráneo en la monarquía de los
Reyes Católicos», en Isabel la Católica y su época, cit., pp. 611-649 (p. 624).
56.  Para las Canarias, E. Aznar Vallejo, La integración de las islas Canarias en la Corona
de Castilla (1478-1526), La Laguna (Tenerife), 1983. De América, una síntesis M. Hernández
Sánchez-Barba, La Corona y el Descubrimiento de América, Valencia, 1989. Para la conquista
de Granada, M. A. Ladero Quesada, Castilla y la conquista del reino de Granada, Granada,
1987.

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J. Ángel Sesma Muñoz

Coronas estaban políticamente separadas, Nápoles se integró en la Corona


de Aragón y el reino de Navarra se incorporará a la castellana.
Sin duda existen razones técnicas para justificar estas soluciones y es
seguro que en todas ellas latía un problema de financiación, con el que
siempre se ha buscado resaltar la superioridad castellana 57, pero en un pro-
ceso de creación de la unidad española como el que se quiere mostrar,
limitar las decisiones políticas a cuestiones económicas, refleja un enfoque
muy limitado. En realidad, Castilla y Aragón existían de forma tan indepen-
diente y estaban tan lejos de constituir un proyecto único, que nada se
emprendió en nombre de la unidad.

IV. Pero si el arranque del proceso de unión fue un matrimonio, el giro


que mostró definitivamente la debilidad con que se había trazado y se man-
tenía la línea que conducía a dicha unión, vino de la mano de la muerte, de
las dos muertes que alteraron todo el panorama. Primero la del príncipe
Juan, único hijo varón, sin heredero, en 1497; después la de Isabel, en
1504, dejando un testamento que cuanto menos pone al descubierto los
comportamientos anteriores. Si la primera trastocó todos los proyectos y
las esperanzas de Fernando, con la segunda, a juzgar por el contenido de
este documento, se demostraba que Fernando nunca fue rey de Castilla,
sino que ejerció el poder real por concesión de la reina titular, Isabel sólo
había sido reina consorte en Aragón, sin preocuparse de la sucesión.
En esas condiciones, sin heredero varón y con la manifestación póstu-
ma de la reina de no apoyar la gestión de su esposo por la unión dinástica,
las posibilidades de mantener la unidad de las Coronas se reducían con-
siderablemente. Al designar a su marido como simple regente de la hija
de ambos en Castilla, separando de facto el futuro de esa Corona de la
aragonesa, en la que el hecho de no disponer de un sucesor varón condi-
cionaba mucho la transición, abría una posible vía para, una vez deshecha
la unión matrimonial, orientar el futuro de Aragón y Castilla en direcciones
distintas.
El espíritu reflejado en el testamento de Isabel puede ponerse en la
misma línea que la de su matrimonio y coronación. Actuó impulsada por
su propia consideración de reina y señora, demostrando la necesidad que
tenía de la actuación de su marido, en este caso además la confianza políti-
ca en él tras treinta y cinco años de convivencia, pero manteniéndole como

57.  M. A. Ladero Quesada, Ejércitos y armadas de los Reyes Católicos. Nápoles y El Rose-
llón (1494-1504), Madrid, Real Academia de la Historia, 2010.

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regente, igual que había hecho en Segovia. Ernest Belenguer 58 cree que
Isabel, de acuerdo con «su poder real absoluto», podía haber testado en
favor de Fernando si así lo hubiera querido, pero no lo hizo a pesar de ser
consciente de la situación mental de su hija y heredera y de la inestabilidad
que podría provocar su yerno Felipe, que había dado ya muestras de que-
rer alterar el orden castellano. No se comprende muy bien la disposición
de Isabel, salvo por el hecho de que nunca había considerado a Fernando
rey en plenitud de derechos.
Es impensable que Fernando desconociera el contenido del testamen-
to de Isabel, por lo que debe suponerse que admitió su voluntad, con el
mismo talante con que aceptó las condiciones impuestas en Cervera y en
Segovia, como también parece increíble que no hubiera previsto los acon-
tecimientos posteriores. Es cierto que en la corte existía un bando antiara-
gonés fuerte entre la nobleza 59 que se oponía a su continuidad al frente del
gobierno, cosa que se vio con claridad cuando prefirieron en las Cortes de
Toro de 1505 a Felipe como regente y gobernador en nombre de la reina
Juana, pero también existía otro grupo partidario del monarca aragonés, al
que de una u otra forma veían como su propio rey 60. Felipe había mostrado
ya una posición política contraria a sus suegros y muy cercana a la monar-
quía francesa; Juana había dado sobradas muestras de incapacidad mental
y para que se volviera a la situación privilegiada de la nobleza anterior a la
llegada de los reyes, se hacia necesario que, tras la muerte de la reina, des-
apareciera la figura de Fernando de la escena política castellana 61.
La evolución de los acontecimientos a la muerte de Isabel, tal como es-
taban redactadas las cláusulas testamenterias, no cogió por sorpresa a Fer-
nando. Su comportamiento en ese momento decisivo aparece sin apenas
vacilaciones y como siguiendo un plan ya trazado y asumido. Todo apunta
a que una vez más estaba dispuesto a soportar los agravios, en el sentido
que los denomina Alonso de Palencia, hasta que entró en escena el yerno,

58.  «La cima de las cimas: Isabel y Fernando entre la Corona de Aragón y la Monarquía
Hispánica», en Isabel la Católica y su época, cit., pp. 573-590 (p. 588).
59.  J. M. Carretero Zamora, Cortes, monarquía, ciudades. Las Cortes de Castilla a co-
mienzos de la época moderna, Madrid, Siglo XXI, 1988, pp. 196-204.
60.  Zurita (Historia del rey don Hernando el Católico. De las empresas y ligas de Italia,
ed. A. Canellas López, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1989, vol. 3, p. 332) recoge la
noticia de la «turbación y escándalo» causado por el hecho de que Fernando «quedase rey en
aquellos reinos como de prestado».
61. M. Fernández Álvarez, «La crisis sucesoria a finales del reinado de Isabel la Católica»,
en Sociedad y economía en tiempos de Isabel, cit., pp. 249-260, aporta textos y comentarios
bajo un prisma muy isabeliano que justifica la decisión y la imposibilidad de otra decisión.

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J. Ángel Sesma Muñoz

que reclamó en nombre de Juana el gobierno de Castilla, para lo que en-


contró apoyo entre los nobles. Y entonces Fernando se fue, manifestando
su voluntad de no provocar guerras y no torcer lo que dice estimar justo,
que el marido gestione el reino de la esposa reina (como él había hecho)
y proclamando que si ya había reyes, él estaba de más. Alguno de sus ges-
tos de última hora pueden juzgarse de arrogantes, como cuando declara
su determinación de abandonar los reinos castellanos, porque «habiendo
sido en ellos rey tan absoluto, no convenia a mi honra que yo estoviese en
ellos como procurador, estando en ello otro con el título de rey», aunque
en el fondo late un sentimiento de amargura, que le hace lamentarse por
la ingratitud de muchos, porque «como yo allané con la lanza y saqué de la
tiranía estos reino con mi persona, había pensado que después de treinta
años de tanta familiaridad y amor mostrarían más sentimiento de mi par-
tida de Castilla y del modo de ella, pero lo que falta en ellos sobra en mi
voluntad» 62.
No vaciló al tomar la decisión y como había advertido en Segovia en
1475, lo dejó todo y no volvió a llamarse rey de Castilla 63. Abandonó el
reino y se marchó a sus estados patrimoniales, comprometiéndose a no
intervenir en los asuntos castellanos 64. No se sabe que hubiera pasado de
no mediar una nueva muerte, la de Felipe, que sólo unos meses más tarde
volvió a cambiar el panorama.
El testamento y las circunstancias que rodeaban al rey y al reino, re-
cuerdan los acontecimientos vividos por Juan ii en Navarra y la Corona de
Aragón. Seguramente, la experiencia de su padre le sirvió a Fernando de
modelo para afrontar la situación de manera totalmente distinta a como
la resolvió. El testamento de su esposa, Blanca, reina de Navarra, le desig-

62.  Una exposición muy resumida de los hechos en M. A. Ladero Quesada, Los Reyes Ca-
tólicos: La Corona y la unidad de España, Valencia, Asociación Francisco López de Gomara,
1989, pp. 294-297, aunque desconfía de la sinceridad de las declaraciones de Fernando, man-
teniendo los recelos tradicionales de la historiografía castellana.
63.  Fernando no aceptó, sin embargo, la voluntad de Isabel respecto a las Indias y se negó
a perder sus derechos sobre las tierras descubiertas. Precisamente tras la muerte de la reina
comenzó a usar el título de Señor de las Indias por considerarse propietario de la mitad de ese
territorio y por el reconocimiento derivado de la bula de Alejandro VI de 1493 (M. Hernández
Sánchez-Barba, La Corona y el Descubrimiento, cit., p. 208).
64.  Unos cuantos años después, en 1511, todavía se pone como ejemplo ante el empe-
rador, el padre de Felipe, su acción en esta ocasión, para afirmar su comportamiento («no hay
principe con tanta conciencia y tan justo»), pues «una vez dio el reyno nunca mas ha contrave-
nido a ello pudiendolo muy bien fazer» ( J. Mª Doussinague, Fernando el Católico y el cisma
de Pisa, Madrid, 1946, apéndice núm. 23, p. 486).

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J. Ángel Sesma Muñoz

naba gobernador y regente vitalicio en nombre del hijo de ambos, Carlos,


proclamado sucesor y nombrado Príncipe de Viana 65. Juan forzó su perma-
nencia en el trono desoyendo las reclamaciones del príncipe y no dando
importancia a la guerra civil que se estaba gestando. Contrajo un segundo
matrimonio con Juana Enríquez y tuvo un nuevo hijo varón, Fernando.
Juan pasó a ocupar el trono de Aragón a la muerte sin sucesión legítima
de su hermano Alfonso en 1458. No sólo no renunció a su función real en
Navarra, sino que mantuvo su negativa a entregar el gobierno del reino de
su madre a Carlos ya sobradamente mayor de edad, y, además, lo apartó de
la línea de sucesión en Aragón, que le correspondía con todos los derechos
por ser su primogénito, eligiendo para ello a Fernando.
La sublevación catalana iniciada con este pretexto, la muerte de Carlos
de Viana, la victoria militar de Juan en Cataluña, su longevidad y las con-
diciones políticas favorables dieron una solución al embrollo sucesorio,
porque a su muerte Navarra siguió la línea femenina del primer matrimo-
nio de Juan y la Corona de Aragón recayó en el hijo habido de su segundo
matrimonio, es decir, Fernando. Nadie en la Corona de Aragón se acordó
de los derechos de las hijas mayores de Juan ii, porque eran superiores los
del varón. Se renunciaba a la unión dinástica de Navarra y Aragón, pero
para entonces (1479) estaba asegurada la alianza con Castilla.
Fernando, ante el testamento de su esposa, la reina, y la perspectiva
de un contencioso con la heredera designada, que provocaría una guerra
civil, optó por apartarse de la escena castellana a esperar acontecimientos,
que su experiencia le anunciaban se iban a producir, porque como expresa
en una carta al secretario Miguel Pérez de Almazán: «después que seamos
idos, quando vieren que sea tiempo, los Grandes que agora la prenden,
a Juana, tomarán después la querella por ella contra el rey Felipe... que
si Dios no lo provee milagrosamente, Castilla se perderá e destroyra sin
remedio», aconsejando al secretario que asegure su hacienda para que en
la «revuelta e destruición del reino» no la pierda. No podemos saber como
se hubiera comportado de no mediar la muerte de Felipe.
Seguramente no contaba, cuando abandonó el gobierno y el territorio
de Castilla, con que el destino iba a intervenir muy pronto para obligarle
a volver. El fallecimiento inesperado de Felipe unos meses más tarde iba
a cambiar mucho las cosas, pero en ese poco tiempo Fernando ya había
trazado una línea de actuación política.

65. E. Ramírez Vaquero, Blanca, Juan II y el Príncipe de Viana, Pamplona, Ed. Mintzoa,
1987.

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V. Fernando, todavía en vida de su yerno adoptó dos decisiones que


dicen mucho de sus intenciones. Por un lado, tomó en sus propias manos
la conquista de Nápoles, actuando quizá por primera vez exclusivamente
como rey de Aragón. Se traslado a Italia para emprender las acciones pre-
cisas y permaneció en el reino italiano más de siete meses entre 1506 y
1507, por lo que hubo un momento en que los napolitanos creyeron que
el rey iba a instalarse en Nápoles, repitiendo la actuación de su tío Alfonso.
Apartó al Gran Capitán de la escena, porque había concebido demasiadas
ambiciones personales, y adoptó una serie de medidas políticas, como la
convocatoria de Cortes, concesión de privilegios y estatutos a los grupos
nobiliarios y a la ciudad que, en opinión de Guido d’Agostino, anunciaban
su intención de establecer un gobierno similar al existente en el resto de
los Estados de la Corona aragonesa 66. De hecho, integró plenamente el
reino a la Corona de Aragón y con ello la imposibilidad de segregarlo en
su sucesión.
No obstante, en medio de su estancia napolitana, la muerte de Felipe y
la notable incapacidad de Juana le hicieron volver a Castilla, pero no como
rey, ya que en ningún momento y circunstancia volvió a utilizar nunca el
título real de Castilla; en las cortes europeas fue tratado como rey de Ara-
gón, aunque negociara y actuara también para el reino castellano 67. A pesar
de la visible separación de las dos Coronas 68, estos años son los que con
mayor propiedad se podría hablar de Monarquía Hispánica.
La otra decisión, tomada antes que la anterior, fue el nuevo matrimonio
contraído, pocos meses después de quedar viudo, con Germana de Foix,
sobrina de Luís xii de Francia, en lo que era una estrategia para interrumpir
los acuerdos entre el monarca francés y Felipe de Habsburgo, frenando así
el poder de éste en Castilla, pero también encierra el propósito de procu-
rarse un heredero, oficialmente para el reino de Nápoles, pero sin duda
también para la Corona. Así lo entendieron en Aragón, cuyos diputados

66.  «Ferdinando il Cattolico e l’Italia mediterranea», en Fernando II de Aragón el Rey


Católico, Zaragoza, 1996, pp. 500-501. Otra visión, restando importancia a este episodio en M.
A. Ladero Quesada, Los Reyes Católicos: la Corona y la unidad de España, cit., p. 299.
67.  No deja de ser simbólico, pero muy expresivo, que al ratificar la liga de Cambray, 5
de febrero de 1509, firman el embajador del excelentísimo y poderosísimo rey de Aragón, el
emperado Maximiliano y el mismo Maximiliano como tutor de Carlos, príncipe de España ( J.
Mª Doussinague, Fernando el Católico y el cisma de Pisa, cit., apéndice núm. 8, p. 466).
68.  Un detalle elocuente es que la prestación de obediencia al papa Julio II, se celebró
separada por los aragoneses (1507) y los castellanos (1508), cuando anteriormente (Inocen-
cio VIII, 1486, y Alejando VI, 1493, se había hecho unidos (A. Fernández de Córdoba Millares,
«Imagen de los Reyes Católicos», En la España Medieval, 28 (2005), p. 279.

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J. Ángel Sesma Muñoz

saludaron el matrimonio e hicieron votos para que Dios le diera «fillos mas-
chos para que sean succesores en el dito regno» 69, porque el nacimiento
de un varón hubiera dado, legalmente, al traste con la sucesión de Juana.
Fernando no había mostrado gran entusiasmo por la orientación here-
ditaria que la muerte del príncipe Juan había provocado en Castilla. Una
primera solución, al parecer bien vista tanto por la reina como por él, ha-
bía sido la de su nieto portugués Miguel, que se truncó igualmente por
su fallecimiento en 1500, lo que dejaba a Carlos, hijo de Juana, al frente,
lo que no parece que le complaciera, pues de hecho intentó que fuera
su hermano Fernando, el segundo hijo de la princesa, quien recibiera la
herencia hispana de su madre, lo que no fue admitido; o, al menos, que el
joven Carlos se instalara en la corte castellana y aprendiera el idioma y las
costumbres, lo que tampoco fue permitido por su padre.
La muerte de Isabel y la decisión recogida en su testamento liberaban
en gran medida al rey consorte de los compromisos contraidos en sus do-
minios aragoneses y Fernando buscó un sucesor para su corona. En Ara-
gón las hijas transmitían los derechos, pero no reinaban, y habiendo hijos
varones estos tenían prioridad aunque no fueran primogénitos. Fernando
contrajo el segundo matrimonio con la intención de procrear un heredero.
De hecho, el nacimiento del príncipe Juan el 3 de mayo de 1509 y lo emble-
mático del nombre elegido, nos puede indicar el futuro que le quería adju-
dicar su padre 70, si bien su fallecimiento, unas pocas horas después, hace
inútil cualquier elucubración. No cabe duda que de haber vivido hubiera
tenido todas las opciones de ocupar el trono de Aragón y con ello la unión
dinástica con Castilla y la formulación de la monarquía hispana hubieran
tenido que esperar otra coyuntura histórica, que seguramente se hubiera
producido al cabo de un tiempo.

VI. Después, ya casi como epílogo, las Cortes aragonesas sólo consin-
tieron que Juana fuera transmisora de los derechos de su padre. No obs-
tante, el temor a que Fernando emprendiera a última hora alguna decisión
imprevista, se mantuvo en Europa. Desde la corte del emperador se rece-
laba que Fernando decidiera la sucesión de su Corona en la persona de su
hijo bastardo Alfonso, nacido en 1470, arzobispo de Zaragoza, al que su

69.  Así lo recogen las instrucciones que en abril de 1506 entregan los diputados del reino
a los embajadores que han de acudir al rey y a la reina con motivo de su reciente matrimonio
( J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón, cit., Apéndice, doc. núm. 42, p. 473).
70.  J. A. Sesma Muñoz, La Corona de Aragón. Una introducción crítica, Zaragoza, 2000,
pp. 174-175.

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padre desde muy joven había entregado responsabilidades de gobierno


(lugarteniente y gobernador) y depositado sus mayores esperanzas, y la de
Nápoles al hijo de éste, Juan 71. Posiblemente, esta posibilidad no pasó de
ser un rumor diplomático y no entró nunca en los planteamientos legales
del rey Fernando, que era, como antes ha señalado un «político puro».
La imposibilidad de disponer de un heredero legítimo hizo volver a
contar con los descendientes de las hijas de Isabel, y Carlos, hijo de Juana
y Felipe, nacido en 1500 y que había sido educado en la corte de su abuelo
Maximiliano, recibió las herencias de sus abuelos hispanos, alcanzando así
la auténtica unión dinástica de las dos Coronas.

71.  En un largo informe de Pedro de Urrea, que está en Trento con el Emperador, al rey
(11 de septiembre de 1511) le comenta que ante las dudas planteadas para la sucesión de
Fernando, le había dejado muy claro que no tenía «intencion de heredar a bastardo» ni a hijo
de bastardo (su nieto Juan, también destinado al arzobispado) en Nápoles, y que ya habían
sido jurados la reina y sus legítimos sucesores tanto en Aragón como en Nápoles ( J. Mª Dous-
sinague, Fernando el Católico y el cisma de Pisa, cit., apéndice núm. 23, p. 486). El asunto
todavía incomodaba al rey francés, que lo utilizaba para desestabilizar al Emperador un año
más tarde (ibid., apéndice núm. 60, p. 549).

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