Sesma. Boda RRCC
Sesma. Boda RRCC
Sesma. Boda RRCC
S E P A R A T A
Mapa del Reino de Navarra. G. Cantinelli, 1690. Archivo Real y General de Navarra.
* Este trabajo se inscribe en las líneas de investigación del Grupo de Investigación CEMA
(cfr. www.unizar.es/cema), de la Universidad de Zaragoza, reconocido por el Gobierno de Ara-
gón, del que el autor es investigador principal.
1. En ningún caso creo necesario entrar en discusiones, simplemente expongo mi punto
de vista y el uso que hago en este trabajo.
2. Una de las últimas conmemoraciones fue la muerte de Isabel en 1504, lo que provocó
una avalancha de reediciones (como la vetusta en todos los sentidos obra de D. de Clemencín,
Elogio de la Reina Católica Doña Isabel, publicada en 1821 y reeditada en Granada, 2004),
nuevas ediciones de estudios históricos y novelas, jornadas monográficas como las celebradas
en Valladolid, Méjico, Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima organizadas por el Instituto Uni-
versitario de Historia Simancas de la Universidad de Valladolid, cuyos textos fueron publicados
por la editorial Ámbito: Isabel la Católica y la política ( Valladolid, 2001), Sociedad y econo-
mía en tiempos de Isabel la Católica ( Valladolid, 2002); La cultura y el arte en la época de
Isabel la Católica ( Valladolid, 2003) y Visión del reinado de Isabel la Católica ( Valladolid,
2004) y el congreso internacional Isabel la Católica y su época, reunido en Valladolid, Bar-
celona y Granada (15 a 20 de noviembre de 2004) cuyas actas en dos volúmenes se editaron
igualmente por el Instituto Universitario de Historia Simancas, Valladolid, 2007. Entre estas dos
últimas iniciativas se aportaron más de 130 trabajos de especialistas.
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3. Por ejemplo, Andrés Bernáldez y sus niños castellanos cantando «Flores de Aragón
dentro en Castilla son» (Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, BAE,
LXX, Madrid, 1953, p. 574) o los versos de Juan Barba «Juntólos el alto Dios poderoso... para
descanso de nuestras Españas» (P. M. Cátedra [ed.], La historiografía en verso en la época de
los Reyes Católicos, Salamanca, 1989, p. 191).
4. Quizá sea Luis Suárez Fernández, el más destacado historiador moderno de la reina,
quien ha mantenido y transmitido esta idea en su extensa obra.
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5. H. del Pulgar (Crónica de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel de
Castilla y de Aragón, BAE, Madrid, 1953, cap. LXXXVI, p. 342), narra que tras el triunfo en la
guerra de sucesión, los miembros del consejo real trataron la posibilidad de adoptar el título
de «reyes e señores de España», lo que los reyes no consideraron oportuno. También Miquel
Carbonell, llama a Fernando «rey e principe de las Spanyas» en la carta escrita inmediatamente
después de la muerte de Juan II (CODOIN ACA, t. XXVII, pp. 51-52) y los consellers de Bar-
celona, muestran su alegría ante el nacimiento del infante Juan y su esperanza de que a partir
de entonces «Spanya» estaría reunida «ab la dita cassa serenisima de Aragò» (la cita en M. Gual
Camarena, «Valencia ante la muerte de Juan II de Aragón», Saitabi, IX, n. 20 (1949), pp. 271-
272). Cfr. J. M. Nieto Soria, «Conceptos de España en la época de los Reyes Católicos», Norba.
Revista de Historia, 19 (2006), pp. 105-123.
6. La idea de España en la Edad Media ha sido objeto de múltiples reflexiones por parte
de prestigiosos medievalistas. Por citar algunos que están en la mente de todos, se puede men-
cionar a José Antonio Maravall, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Ramón Menendez
Pidal, Julio Valdeón, Miguel Ángel Ladero o José Manuel Nieto. En general, los eruditos de los
siglos modernos han abordado la idea con una visión castellana, partiendo de los extremos
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cronológicos, es decir, la Hispania Romana y la España de los siglos XVI y XVII, como exponen-
tes de épocas gloriosas.
7. Por «político puro» entiendo lo que Ortega («Mirabeau o el político», en Obras com-
pletas, t. IV, Taurus, 2005, pp. 195-223), es decir, lo contrario a un ideólogo y con la principal
virtud de la intuición histórica.
8. La escribe a Pedro de Quintana, su embajador, en la carta que le envía desde Madrid el
primero de enero de 1514 y la publica J. M. Doussinague, El testamento político de Fernando
el Católico, Madrid, s.a., doc. núm 7, pp. 212-213.
9. Planteo la idea en «La Corona de Aragón y la Monarquía Hispánica», en V. Palacio Atard
(ed.), De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos, Madrid, Colegio
Libre de Eméritos, 2005, pp. 121-135.
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10. J. A. Sesma Muñoz, «¿Nueva monarquía de los Reyes Católicos?», en Isabel la Católica
y su época. Actas del congreso internacional 2004, cit, vol. I, pp. 685-694.
11. Una exposición circunstanciada de los hechos que coincidieron en Castilla con los
prolegómenos de la boda en L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono,
Madrid, Ed. Rialp, 1989, pp. 30-36. En lo que respecta a Aragón, la posibilidad del matrimonio
no comenzó a vislumbrarse hasta enero de 1468, pues hasta entonces los intentos de estable-
cer enlaces iban a otro nivel: el príncipe (rey) Álfonso con Juana, hija de Juan II y Fernando
con la hija del marqués de Villena; es más, el monarca aragonés buscaba desesperadamente
casar a su hijo con «cualquier mujer, ya descendiente de estirpe real, ya no descendiente del
mismo» que propiciara una alianza con Castilla ( J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1474):
monarquía y revolución en la España del siglo XV, Barcelona, 1953, reed. Zaragoza, Institu-
ción Fernando el Católico, 2003, p. 323).
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Entre las maniobras previstas para fortalecer su posición y para evitar los
movimientos de Enrique iv y su partido 17, era preciso que Isabel contrajera
un matrimonio que complaciera a sus partidarios y fuera estratégicamente
ventajoso, y la princesa contribuyó a ello sin objeciones.
El elegido fue Fernando de Aragón, que recientemente ( junio 1468)
había recibido de su padre el título real de Sicilia, y era el primer varón
tras el rey Enrique en la línea de sucesión de la familia Trastámara. Era
descendiente directo de Juan I, nieto de Fernando de Antequera, el in-
fante castellano que había sido proclamado en 1412 rey de Aragón por los
compromisarios de Caspe; hijo de Juan de Trastamara y Juana Enríquez,
estaba emparentado, por tanto, con familias muy poderosas de la nobleza
castellana, y era el heredero de la Corona de Aragón, que desde hacía seis
años padecía una violenta guerra civil por la sublevación de Cataluña. En
el contexto peninsular era el mejor candidato posible frente al portugués
Alfonso v, de mucha más edad y desmarcado de los asuntos europeos,
mientras que en este ámbito las opciones oscilaban entre el duque de Be-
rri, hermano de Luis xi de Francia y Ricardo de Gloucester, hermano de
Eduardo iv de Inglaterra.
No cabe duda que para los opositores del rey, la figura del príncipe
aragonés era mucho más interesante que los otros, y no tanto por la apor-
tación de fuerzas que pudieran llegar de Aragón, que siempre serían esca-
sas, sino por el valor simbólico que tenía, ya que era heredero de una de
las acciones nobiliarias más activas desplegadas en Castilla en los últimos
tiempos, la protagonizada por su padre y sus tíos, los infantes de Aragón,
y que todavía se mantenía viva. Bien es verdad que traía consigo claras
aspiraciones a la sucesión y podía disputar el trono en perjuicio de Isabel,
lo que se podía conjurar con el matrimonio, aunque la situación vivida por
la monarquía aragonesa no hacía viable la reivindicación de esos derechos
por Fernando, porque suponía abrir un frente nuevo de conflicto que el
rey de Aragón y su hijo no tenían posibilidad de atender.
Para Juan ii de Aragón conseguir que su hijo diera un paso hacia el trono
de Castilla suponía avanzar en una vieja aspiración, pero, sobre todo, en sus
circunstancias, el matrimonio con la princesa castellana significaba contra-
rrestar el apoyo del rey de Castilla a la revuelta catalana, que estaba en una
17. Al parecer, el pacto firmado entre Enrique IV de Castilla y Luis XI de Francia pasaba
por un reparto de la Corona de Aragón, quedando Cataluña para el duque de Berri, hermano
del rey francés, que casaría con la princesa Isabel. Aragón y Valencia se entregarían al monarca
castellano ( J. Vicens Vives, Juan II de Aragón [1398-1474], cit., pp. 284-285).
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fase crítica a raíz del fallecimiento de la reina Juana, y cerrar el paso al fortale-
cimiento de la monarquía francesa en la Península, que constituía un peligro
muy grave tras la ruptura de su alianza con Luis xi. De hecho, el primero en
plantear el matrimonio de Fernando e Isabel fue el monarca aragonés, que,
inmediatamente después de la muerte del joven Alfonso, inició las gestiones
diplomáticas y los contactos con sus partidarios castellanos dirigidos por el
arzobispo Carrillo, antes incluso de que Isabel fuera declarada heredera 18.
La improvisación de todo el proceso queda reflejada en la documentación
emanada, en los documentos manipulados y en los que se da por supuesto
que existieron, pero que no se han localizado. Destaca en primer lugar, las
no halladas actas originales del acuerdo de Guisando (septiembre 1468), que
no fue más que un acuerdo de familia, nunca ratificado por las Cortes, entre
Enrique iv y su hermana Isabel, únicos firmantes, para garantizarse mutua-
mente la paz y proceder a regular la sucesión tras el fallecimiento del rey,
que, según se recoge, recaería en la infanta por lo que la designa heredera,
posponiendo para más adelante el acto del juramento, y le concede el título
de princesa de Asturias. Enrique se ve obligado a apartar de la sucesión a su
hija, la princesa Juana, hasta entonces heredera jurada por las Cortes, por
ser, reconoce, fruto de un matrimonio no válido en origen 19, aunque, como
paradoja, se incluye la imposición al rey de obtener el divorcio y devolver
a la reina Juana a Portugal. Se intercambian cautelas de seguridad entre los
hermanos para permitir a Enrique la conclusión tranquila del reinado, y la
princesa Isabel se compromete a casarse con quien le propusiera el rey y a
ella le pareciera oportuno «y no con otra persona alguna».
De la fidelidad del texto conservado se ha escrito mucho 20, habien-
do dudas sobre la versión que conocemos y su interpretación; se da por
18. J. Vicens Vives, Juan II de Aragón (1398-1474), cit., pp. 324-325, recoge la noticia de
que el rey estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de conseguir el matrimonio; de
hecho, envió a sus mensajeros papeles en blanco con la firma del príncipe Fernando, para que
pudieran escribir los acuerdos alcanzados con los negociadores castellanos sin necesidad de
consultar con la corte.
19. Se argüía que no había existido pleno divorcio con la primera esposa del rey, Blanca
de Navarra, lo que no era cierto constando el acta de divorcio extendida por el obispo de
Segovia. Este asunto y el resto de cuestiones relativas al tema de la impotencia del rey, infi-
delidad de la reina e ilegitimidad del nacimiento de Juana han vuelto a ser tratados por T. de
Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica, agentes de la sucesión de Isabel I de Castilla,
la Católica (1451-1479)», en Isabel la Católica y su época. Actas del Congreso Internacional
2004, vol. I, pp. 90-93.
20. Según la interpretación de J. Torres Fontes (El príncipe don Alfonso, cit., pp. 179-
202), en Guisando se culminó un acuerdo de la nobleza para poner fin a la guerra civil que
se arrastraba desde 1465 y que tras la muerte de Alfonso no tenía salida posible. En paralelo,
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unos días antes y después, se produjeron las conversaciones y acuerdos entre Enrique IV y su
hermana Isabel, que no fueron reflejadas en un documento oficial, pero si en particulares, que
es lo que ha permitido incorporar versiones y falsificaciones, provocando el desconcierto y
disparidad generalizada. Como advierte el propio Torres Fontes (ibid., p. 15) la complejidad de
explicar los acontecimientos de este momento radica en «el contradictorio panorama que se
nos ofrece de la lectura de unas crónicas faltas de objetividad y de unos documentos oficiales
en los que no resulta fácil desentrañar la veracidad de cuanto en ellos se expone».
21. Un resumen y comentario del pacto o «contratación» de Guisando en L. Suárez Fer-
nández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 25-26 y nota 46 del cap. I, que cita,
sin admitirlas, la opinión de T. de Azcona sobre la falta de crédito de la versión conocida y la de
Vicens Vices considerando tal documento como un mero intento de justificar la ilegitimidad de
la princesa Juana. El texto utilizado por los historiadores corresponde a una copia de mediados
del siglo XVIII, existen fragmentos coetáneos y algún documento que lo glosa, el principal de
ellos el que publica J. Torres Fontes (El príncipe don Alfonso, cit, doc. núm. 3, pp. 207-231).
22. Confirma esta idea T. de Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica ibérica»,
cit., pp. 98-99.
23. El documento fue publicado por D. de Clemencín, Elogio de la Reina Católica, cit.,
pp. 579-583, lo incluí en mi libro Fernando de Aragón hispaniarum rex (Zaragoza, Gobierno
de Aragón, 1992, doc. 5, pp. 242-247) y ha sido comentado, entre otros, por J. Vicens Vives,
Luis Suárez, T. de Azcona, Isabel del Val, en los estudios citados en notas anteriores.
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24. Además de aceptar las condiciones económicas a pesar de que la corona aragonesa
estaba totalmente arruinada, se transigió con que Fernando no pudiese abandonar Castilla sin li-
cencia de la reina, aunque su presencia en Aragón era necesaria para la continuación de la guerra,
lo mismo que la aceptación de no separar a los hijos, especialmente al primogénito, de su madre
y sacarlos de territorio castellano, que contradecía la tradición aragonesa respecto a los herederos
del trono. A este respecto hay que recordar el consejo, que no fue seguido por Fernando, que le
hizo su padre tras el nacimiento del príncipe Juan de que lo llevase a educar a Aragón. Fernando
respetó fielmente durante toda su vida todos los acuerdos firmados en Cervera.
25. El problema de la dispensa papal ha preocupado mucho a los impulsores de la santifi-
cación de la reina. L. Suárez quiere quitar importancia a tal carencia aduciendo la habitual falta
del documento en los matrimonios reales castellanos, al hecho de que el arzobispo de Toledo
bendijera tal unión y que la presencia del legado pontificio aportaba la corrección canónica
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necesaria, pero lo cierto es que resulta difícil explicar esta situación mientras los derechos de
Isabel están apoyados en la nulidad del matrimonio de Enrique y la madre de Juana. Por su
parte, T. de Azcona es muy crítico con la actuación de Isabel y sus partidarios, a los que acusa
de falsificar la dispensa de consanguinidad por la rapidez con que se organizó el matrimonio,
el alto coste económico que conllevaba obtenerla y porque el papa, seguramente, la hubiera
negado o dilatado su concesión («La revolución castellana y la geopolítica», cit., pp. 98-100).
26. Isabel del Val, en su artículo «Isabel, princesa de Asturias», en Isabel la Católica y su
época, cit, pp. 82-83, copia los fragmentos más elocuentes. Destacan expresiones tan rebusca-
das como que defiende su derecho como heredera legítima para evitar que al reino «den cobre
por oro y hierro por plata y agena heredera por legítima sucesora», aunque también escribe
que su matrimonio con Fernando aseguraba una sucesión, pues «si Dios de mi dispusiese
alguna cosa, a él de derecho petenescía la subcesión», lo que ya no recuerda al redactar su
testamento. Comenta el documento T.de Azcona, «La revolución castellana y la geopolítica»,
cit., pp. 102-104.
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27. Los acontecimientos son narrados con prolijidad por L. Suárez Fernández, Los Reyes
Católicos. La conquista del trono, cit., e interpretados, de manera que no siempre coinciden,
por I. del Val, Isabel la Católica princesa, cit. y T. de Azcona, Isabel la Católica. Historia crí-
tica de la vida y reinado, Madrid, BAC, 1993.
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28. Son detalles transmitidos por los cronistas de los Reyes Católicos que han pasado a
la historiografía tradicional castellana. Cfr. A. I. Carrasco Manchado, «‘Por mi palabra y mi fe
real...’; el papel del juramento regio en el conflicto sucesorio (1468-1480)», en Isabel la Cató-
lica y su época, cit., pp. 401-418.
29. No cabe duda de que esta posibilidad estaba en la mente de muchos. En la Cancillería
aragonesa se hablaba de la «nova successio del regne de Castella» en la persona del príncipe de
Aragón y las exequias de Enrique IV se hicieron «per fer honor al illustrissimo senyor primo-
genit d’Arago, succesor del regne de Castella» (M. Gual Camarena, «Fernando el Católico, pri-
mogénito de Aragón, rey de Sicilia y príncipe de Castilla», Saitabi, VIII [1951-52], pp. 182-223).
Igualmente, Luis XI de Francia le dirigió a Fernando, llamándole rey de Castilla, su condolencia
por la muerte de Enrique.
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30. La carta del arzobispo Carrillo la copia Zurita (Anales, lib. XIX, cap. XIII) e iba dirigida
a «mi senyor el rey de Castilla, de León y de Sicilia, príncipe de Aragón». Palencia recoge la
extrañeza de Fernando al recibir la carta del arzobispo «por no haber recibido carta alguna de
doña Isabel sobre asunto tan importante» (Crónica de Enrique IV, BAE, núm. 258, Madrid,
1975, t. II, p. 161).
31. Así lo recoge la carta de Alfonso de la Cavallería, el jurista zaragozano que acompa-
ñaba a Fernando en el viaje, escrita tres días después de los hechos, dirigida al rey Juan ( J. A.
Sesma Muñoz, Fernando de Aragón Hispaniarum rex, cit., pp. 92-93). Sin duda hace referencia
a lo que Suárez Fernández (Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 80-81) llama
«verdadero golpe de Estado», que apartó al arzobispo Carrillo y sus parientes, que estaban
más próximos a Fernando y la tradición de los infantes de Aragón, en beneficio del cardenal
Mendoza y sus partidarios, más cercanos a Isabel.
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32. Así lo describe la Crónica incompleta de los Reyes Católicos (1469-1476), ed. J. Pujol,
Madrid, 1934, pp. 133-134.
33. Se conserva la remitida a Barcelona, que servía también de motivo de reafirmación
de su persona tras la derrota de la sublevación ( J. Vicens Vives, Historia crítica de la vida y
reinado de Fernando II de Aragón, Zaragoza, 1962, p. 394).
34. Crónica de Enrique IV, cit., vol. II, pp. 165-166.
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35. Zurita (lib. XIX, cap. XXI) reproduce el texto. Palencia, siempre crítico con las actua-
ciones de Isabel y su partido, califica la llamada concordia de «enteramente inicua y desatenta-
da» (L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., p. 85), conseguida
por la pérdida de poder de Carillo frente a Mendoza.
36. Cronicón de Valladolid, CODOIN H.E, t. XIII, p. 94.
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37. Publica el texto D. Dormer, Discursos varios de Historia, con muchas escrituras
reales antiguas y notas de algunas de ellas, Zaragoza, 1693, pp. 302-305.
38. J. A. Sesma Muñoz, Fernando de Aragón Hispaniarum rex, cit., p. 99.
39. O. Gil Farrés, Historia de la moneda española, Madrid, 1976, 2ª ed., pp. 374-376.
40. J. A. Sesma Muñoz, «Carteles de batalla cruzados entre Alfonso V de Portugal y Fernan-
do V de Castilla (1475)», Revista Portuguesa de Historia, XVI (1978), pp. 277-295.
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41. Duque de Berwick y Alba, Noticias históricas y genealógicas sobre los estados de
Montijo y Teba, Madrid, 1915, pp. 232-235. Esta incluido en el apéndice de mi libro Fernando
de Aragón Hispaniarum rex, cit., pp. 260-263.
42. Como simple referencia, recordar que la monarquía aragonesa, surgida de la pamplo-
nesa de Sancho III el Mayor, unió el título navarro en 1076 hasta 1134, aceptó el vínculo con la
castellana con el matrimonio de Urraca y Alfonso I y el acuerdo que dejaba al hijo de la reina, el
futuro Alfonso VII, ambos reinos si no tenían hijos; en 1137 se produjo la alianza matrimonial
con el condado de Barcelona y en sucesivas etapas la incorporación de los reinos de Mallorca
y Valencia, sin olvidar la de los de Sicilia y Cerdeña. La propuesta de Fernando, siendo todavía
príncipe, está, por tanto, en la línea de pensamiento de la Casa Real de Aragón desde los orígi-
nes ( J. A. Sesma Muñoz, «La concepción política de la Corona de Aragón: unidad y diversidad»,
en Fundamentos medievales de los particularismos hispánicos, Fundación Sánchez Albor-
noz, Ávila, 2005, pp. 205-219).
43. Son conocidas las malas relaciones mantenidas por la reina con las Cortes en todas las
ocasiones en que las presidió o estuvo presente y que quedan resumidas en su comentario en
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voz alta, recogido por Guicciardini, de que «sería preciso volver a conquistar estos reinos» ( J.
A. Sesma Muñoz, «¿Nueva monarquía de los Reyes Católicos», cit, p. 688.
44. J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón en la época de Fernando II,
Zaragoza, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1977.
45. La opinión tradicional expuesta por A. de la Torre («Isabel la Católica corregente
en la Corona de Aragón», Anuario de Historia del Derecho Español, XXIII (1953), pp. 423-
238) y mantenida por la historiografía castellana, no corresponde con las conclusiones a que
conducen los estudios de E. Salvador Esteban («La precaria monarquía hispánica de los Reyes
Católicos: reflexiones sobre la participación de Isabel I en el gobierno aragonés», Homenaje
a José Antonio Maravall, t. III, Madrid, 1986, pp. 315-327) y míos («¿Nueva monarquía de los
Reyes...?», cit.).
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bar todo lo solicitado por los reyes (un elevado subsidio, el acuerdo para
emprender la guerra de Granada) y sancionar el Ordenamiento de Toledo,
texto fundamental para el desarrollo de la monarquía de poder centraliza-
do y con dominio reconocido en todos los estamentos: autonomía econó-
mica debido al reconocimiento de las rentas reales, control de la justicia,
de los beneficios eclesiásticos, de la provisiones episcopales, de las rentas
del clero, y de los municipios a través de los corregidos de nombramiento
real 46.
Era la fórmula que sin duda Fernando hubiera deseado aplicar en sus
reinos. Nuevamente, en el discurso dirigido a las Cortes, declara, de mane-
ra más precisa, su voluntad de conseguir la unión: «pues por la gracia de
Dios los nuestros reynos de Castilla e de León e de Aragón son unidos e
tenemos la esperanza que por su piedad de aquí adelante estarán en unión
e permanescerán en nuestra corona real, que ansi es razón que todos los
naturales dellos se traten e comuniquen en sus tratos e fazimientos». No
obstante esta intención real, era casi imposible lograrla en esos momentos.
No se creó ninguna estructura que habilitara la unidad, ni en los inter-
cambios económicos, ni en las relaciones sociales ni en los planes políticos
o militares. Es más, los proyectos para introducir reformas en el funciona-
miento del poder real o para crear instituciones que englobaran para ser
operativas los espacios y las gentes de las dos Coronas, concluyeron en
fracaso o propiciaron un desgaste muy alto para Fernando en sus reinos. El
establecimiento de la Inquisición, provocó revueltas muy graves en Aragón
y Valencia 47, que el rey se vio obligado a refrenar con violencia hasta con-
seguir su funcionamiento tal como le interesaba, aunque tuvo que separar
los tribunales, al menos formalmente, creando una organización para Cas-
tilla y otra para Aragón, tanto frente al papa como a las instituciones de los
Estados aragoneses. Algo similar ocurrió con la expulsión de los judíos 48,
46. L. Suárez Fernández, Los Reyes Católicos. La conquista del trono, cit., pp. 368-384.
47. R. García Cárcel, Orígenes de la Inquisición Española. El tribunal de Valencia, 1478-
1530, Barcelona, 1976; J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón, cit., pp. 329-354;
El establecimiento de la Inquisición en Aragón (1484-1486). Documentos para su estudio,
Zaragoza, 1987 y «Violencia institucionalizada: el establecimiento de la Inquisición por los Re-
yes Católicos en la Corona de Aragón», Aragón en la Edad Media VIII (1989), pp. 659-673;
A. Rubio Vela, «Valencia y Torquemada. En torno a los comienzos de la Inquisición española
(1482-1489)», Boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, LXXIV (1998), pp. 77-139.
48. Es muy numerosa la bibliografía relativa a la expulsión de los judíos, aunque también
es muy repetitiva. Del conjunto, apunto como referencias: M. A. Motis Dolader, La expulsión
de los judíos del reino de Aragón, 2 vols., Zaragoza, 1990; R. Conde y Delgado de Molina, La
expulsión de los Judíos de la Corona de Aragón. Documentos para su estudio, Zaragoza,
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1991; L. Suárez Fernández, La expulsión de los judíos de España, Madrid, Colección Mapfre
1492, 1991; J. Pérez, Historia de una tragedia. La expulsión de los judíos de España, Barce-
lona, ed. Crítica, 1993.
49. Acta Curiarum Regni Aragonum, t. XVI, Cortes del reinado de Fernando II, Zarago-
za, 2011. Edición a cargo de C. Monterde Albiac.
50. M. Batllori, Alejandro VI y la Casa Real de Aragón, 1492-1498, Madrid, 1958; T. de
Azcona, La elección y reforma del episcopado español en tiempos de los Reyes Católicos,
Madrid, 1960; J. García Oro, Cisneros y la reforma del clero español en tiempos de los Reyes
Católicos, Madrid, 1971; J. M. Nieto Soria, «La política eclesiástica de los Reyes Católicos du-
rante el pontificado de Alejandro VI», en De València a Roma a través dels Borja, Valencia,
2006, pp. 91-112.
51. De los 37 años de reinado, incluidos los doce que sobrevivió a Isabel, no llegó ni a
media docena los que transcurrió en territorio de la Corona y, además, muy irregularmente
repartidos, sobre todo en Cataluña, que después de dos estancias en los primeros meses, tardó
once años en volver (1492), momento en que sufrió el atentado, lo que contribuyó a que prác-
ticamente no volviera a Barcelona (sólo unas pocas semanas en 1503), y al territorio catalán
sólo de paso por Tortosa y Gerona, camino de Italia y del Rosellón.
52. J. A. Sesma Muñoz, Los Idus de diciembre de Fernando II. El atentado del Rey de
Aragón en Barcelona, Zaragoza, Grupo CEMA, 2006.
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57. M. A. Ladero Quesada, Ejércitos y armadas de los Reyes Católicos. Nápoles y El Rose-
llón (1494-1504), Madrid, Real Academia de la Historia, 2010.
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regente, igual que había hecho en Segovia. Ernest Belenguer 58 cree que
Isabel, de acuerdo con «su poder real absoluto», podía haber testado en
favor de Fernando si así lo hubiera querido, pero no lo hizo a pesar de ser
consciente de la situación mental de su hija y heredera y de la inestabilidad
que podría provocar su yerno Felipe, que había dado ya muestras de que-
rer alterar el orden castellano. No se comprende muy bien la disposición
de Isabel, salvo por el hecho de que nunca había considerado a Fernando
rey en plenitud de derechos.
Es impensable que Fernando desconociera el contenido del testamen-
to de Isabel, por lo que debe suponerse que admitió su voluntad, con el
mismo talante con que aceptó las condiciones impuestas en Cervera y en
Segovia, como también parece increíble que no hubiera previsto los acon-
tecimientos posteriores. Es cierto que en la corte existía un bando antiara-
gonés fuerte entre la nobleza 59 que se oponía a su continuidad al frente del
gobierno, cosa que se vio con claridad cuando prefirieron en las Cortes de
Toro de 1505 a Felipe como regente y gobernador en nombre de la reina
Juana, pero también existía otro grupo partidario del monarca aragonés, al
que de una u otra forma veían como su propio rey 60. Felipe había mostrado
ya una posición política contraria a sus suegros y muy cercana a la monar-
quía francesa; Juana había dado sobradas muestras de incapacidad mental
y para que se volviera a la situación privilegiada de la nobleza anterior a la
llegada de los reyes, se hacia necesario que, tras la muerte de la reina, des-
apareciera la figura de Fernando de la escena política castellana 61.
La evolución de los acontecimientos a la muerte de Isabel, tal como es-
taban redactadas las cláusulas testamenterias, no cogió por sorpresa a Fer-
nando. Su comportamiento en ese momento decisivo aparece sin apenas
vacilaciones y como siguiendo un plan ya trazado y asumido. Todo apunta
a que una vez más estaba dispuesto a soportar los agravios, en el sentido
que los denomina Alonso de Palencia, hasta que entró en escena el yerno,
58. «La cima de las cimas: Isabel y Fernando entre la Corona de Aragón y la Monarquía
Hispánica», en Isabel la Católica y su época, cit., pp. 573-590 (p. 588).
59. J. M. Carretero Zamora, Cortes, monarquía, ciudades. Las Cortes de Castilla a co-
mienzos de la época moderna, Madrid, Siglo XXI, 1988, pp. 196-204.
60. Zurita (Historia del rey don Hernando el Católico. De las empresas y ligas de Italia,
ed. A. Canellas López, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1989, vol. 3, p. 332) recoge la
noticia de la «turbación y escándalo» causado por el hecho de que Fernando «quedase rey en
aquellos reinos como de prestado».
61. M. Fernández Álvarez, «La crisis sucesoria a finales del reinado de Isabel la Católica»,
en Sociedad y economía en tiempos de Isabel, cit., pp. 249-260, aporta textos y comentarios
bajo un prisma muy isabeliano que justifica la decisión y la imposibilidad de otra decisión.
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62. Una exposición muy resumida de los hechos en M. A. Ladero Quesada, Los Reyes Ca-
tólicos: La Corona y la unidad de España, Valencia, Asociación Francisco López de Gomara,
1989, pp. 294-297, aunque desconfía de la sinceridad de las declaraciones de Fernando, man-
teniendo los recelos tradicionales de la historiografía castellana.
63. Fernando no aceptó, sin embargo, la voluntad de Isabel respecto a las Indias y se negó
a perder sus derechos sobre las tierras descubiertas. Precisamente tras la muerte de la reina
comenzó a usar el título de Señor de las Indias por considerarse propietario de la mitad de ese
territorio y por el reconocimiento derivado de la bula de Alejandro VI de 1493 (M. Hernández
Sánchez-Barba, La Corona y el Descubrimiento, cit., p. 208).
64. Unos cuantos años después, en 1511, todavía se pone como ejemplo ante el empe-
rador, el padre de Felipe, su acción en esta ocasión, para afirmar su comportamiento («no hay
principe con tanta conciencia y tan justo»), pues «una vez dio el reyno nunca mas ha contrave-
nido a ello pudiendolo muy bien fazer» ( J. Mª Doussinague, Fernando el Católico y el cisma
de Pisa, Madrid, 1946, apéndice núm. 23, p. 486).
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65. E. Ramírez Vaquero, Blanca, Juan II y el Príncipe de Viana, Pamplona, Ed. Mintzoa,
1987.
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saludaron el matrimonio e hicieron votos para que Dios le diera «fillos mas-
chos para que sean succesores en el dito regno» 69, porque el nacimiento
de un varón hubiera dado, legalmente, al traste con la sucesión de Juana.
Fernando no había mostrado gran entusiasmo por la orientación here-
ditaria que la muerte del príncipe Juan había provocado en Castilla. Una
primera solución, al parecer bien vista tanto por la reina como por él, ha-
bía sido la de su nieto portugués Miguel, que se truncó igualmente por
su fallecimiento en 1500, lo que dejaba a Carlos, hijo de Juana, al frente,
lo que no parece que le complaciera, pues de hecho intentó que fuera
su hermano Fernando, el segundo hijo de la princesa, quien recibiera la
herencia hispana de su madre, lo que no fue admitido; o, al menos, que el
joven Carlos se instalara en la corte castellana y aprendiera el idioma y las
costumbres, lo que tampoco fue permitido por su padre.
La muerte de Isabel y la decisión recogida en su testamento liberaban
en gran medida al rey consorte de los compromisos contraidos en sus do-
minios aragoneses y Fernando buscó un sucesor para su corona. En Ara-
gón las hijas transmitían los derechos, pero no reinaban, y habiendo hijos
varones estos tenían prioridad aunque no fueran primogénitos. Fernando
contrajo el segundo matrimonio con la intención de procrear un heredero.
De hecho, el nacimiento del príncipe Juan el 3 de mayo de 1509 y lo emble-
mático del nombre elegido, nos puede indicar el futuro que le quería adju-
dicar su padre 70, si bien su fallecimiento, unas pocas horas después, hace
inútil cualquier elucubración. No cabe duda que de haber vivido hubiera
tenido todas las opciones de ocupar el trono de Aragón y con ello la unión
dinástica con Castilla y la formulación de la monarquía hispana hubieran
tenido que esperar otra coyuntura histórica, que seguramente se hubiera
producido al cabo de un tiempo.
VI. Después, ya casi como epílogo, las Cortes aragonesas sólo consin-
tieron que Juana fuera transmisora de los derechos de su padre. No obs-
tante, el temor a que Fernando emprendiera a última hora alguna decisión
imprevista, se mantuvo en Europa. Desde la corte del emperador se rece-
laba que Fernando decidiera la sucesión de su Corona en la persona de su
hijo bastardo Alfonso, nacido en 1470, arzobispo de Zaragoza, al que su
69. Así lo recogen las instrucciones que en abril de 1506 entregan los diputados del reino
a los embajadores que han de acudir al rey y a la reina con motivo de su reciente matrimonio
( J. A. Sesma Muñoz, La Diputación del reino de Aragón, cit., Apéndice, doc. núm. 42, p. 473).
70. J. A. Sesma Muñoz, La Corona de Aragón. Una introducción crítica, Zaragoza, 2000,
pp. 174-175.
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71. En un largo informe de Pedro de Urrea, que está en Trento con el Emperador, al rey
(11 de septiembre de 1511) le comenta que ante las dudas planteadas para la sucesión de
Fernando, le había dejado muy claro que no tenía «intencion de heredar a bastardo» ni a hijo
de bastardo (su nieto Juan, también destinado al arzobispado) en Nápoles, y que ya habían
sido jurados la reina y sus legítimos sucesores tanto en Aragón como en Nápoles ( J. Mª Dous-
sinague, Fernando el Católico y el cisma de Pisa, cit., apéndice núm. 23, p. 486). El asunto
todavía incomodaba al rey francés, que lo utilizaba para desestabilizar al Emperador un año
más tarde (ibid., apéndice núm. 60, p. 549).
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