Apache Extracto Antonio Gil y Sangría Editora
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ANTONIO GIL nació en la viña El Rincón, a
orillas de Santiago, en 1954. Estudió en el Ins-
tituto de Humanidades Luis Campino y en la
Universidad de Chile. Ha publicado los libros
de poesía Los lugares habidos (1982), Cancha
rayada (1985) y Mocha Dick (2006). Escribe
semanalmente en algunos medios de prensa chi-
lenos.
Su obra novelística comenzó con Hijo de mí
(1994), Cosa mentale (1996) y Mezquina memo-
ria (1999), reunidos en el volumen Tres pasos
en la oscuridad (2009) de la Reserva de narra-
tiva chilena de Sangría Editora, y luego siguió
con Circo de pulgas (2003), Las playas del otro
mundo (2004), Cielo de serpientes (2008), Car-
ne y Jacintos (Sangría, 2010), además de Retra-
to del diablo (Sangría, 2012, Premio Altazor a
la Mejor Obra Literaria en Narrativa 2013).
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APACHE
Narrativas contemporáneas, 11
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ANTONIO GIL
APACHE
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Impreso en Chile.
Permitimos la reproducción parcial de este libro sin fines de lucro, para uso
privado o colectivo, en cualquier medio impreso o electrónico. Si necesitas
una reproducción íntegra por favor comunícate con los editores.
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A Fernando Lara Quintino.
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Luego de trasegar en mesas distintas cada uno de los
viajeros un cargado y apurado café en el Riquet de la
plaza Aníbal Pinto, se montaron en el primer tren de la
mañana con destino a Santiago.
Ya nunca volverían a ver la Perla del Pacífico con sus
bodegas de acopio, sus almacenes generales, sus Siete
Espejos que en realidad eran tres, sus cuarentidós cerros
ni sus suplicantes iglesias anglicanas y luteranas arrodilla-
das en angulosas cuestas flanqueadas por casas en chapa
colgada, rogando a algún dios sordo y galáctico.
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anarquistas flameaban sobre la multitud los colores
de todos los grupos antifascistas de España. Era un
espectáculo grandioso, imponente y extravagante;
nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas
masas. Nada salía de acuerdo a lo planeado. Reinaba
un caos inaudito. El comienzo del funeral había sido
fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible
acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista.
Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se
habían congregado, se entreveraban y se impedían
mutuamente el paso. A las diez y media el ataúd de
Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de
la casa de los anarquistas llevado en hombros por los
milicianos de su columna. Las masas dieron el últi-
mo saludo con el puño en alto. Entonaron el himno
anarquista «Hijos del pueblo». Se despertó una gran
emoción. Las motocicletas rugían, los coches tocaban
la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales
con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían
avanzar. Los puños seguían en alto. Por último cesó la
música, descendieron los puños y se volvió a escuchar
el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre
los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti.
Pasó por lo menos media hora antes de que se des-
pejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su
marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a
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del cementerio. Caía la noche. Comenzó a llover otra
vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio
se convirtió en un pantano donde se ahogaban las
coronas. A último momento se decidió postergar el
sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la
tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente.
Durruti fue enterrado al día siguiente.
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el acero de las Colt se les entibiaban bajo las axilas hasta
alcanzar la temperatura de un animal vivo, cachorro de
fiera que se hubiese dormido pegado a sus cuerpos–,
Limache, San Pedro, Quillota, La Cruz, La Calera, Pa-
chacama, Ocoa, Los Andes, Llay Llay, Enrique Meiggs,
La Cumbre, Montenegro, Rungue, Til Til, Polpaico,
Batuco, Colina, Quilicura, Renca, que pasaron por las
ventanillas como evanescentes escenas de un zoótro-
po, hasta llegar al cabo de un siglo serpenteante a su
destino final en la estación Mapocho de Santiago, que
parecía proyectar sobre todo el barrio circundante algo
del espíritu del puerto que habían dejado atrás, con sus
cantinas y sus olores y sus callejas desiertas, una sensación
que pervive hasta ahora en la atmósfera que rodea ese
barrio, esencialmente en su languidez y su melancolía,
mucho más el alma de Valparaíso que la de este Santiago
del Nuevo Extremo. Eso ya lo habrán notado quienes
conocen esos andurriales.
Un misterioso soplo del hado quiso ese día hacer
pasar a esos hombres como en sueños sobre los valles
hundidos en la neblina, y cruzar pueblos fugaces que
parecían levitar, apenas existiendo tras los cristales;
villorrios y aldeas techadas de greda con sus muros en-
calados, y sus viejos árboles, y esas estaciones escarchadas
del amanecer otoñal. El viaje será siempre una buena
metáfora del destino, pensamos al imaginar a ese grupo
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biográficas referidas a los años que pasó como seminarista
en Zaragoza coinciden, al señalar del que fue superior
del Seminario y uno de sus biógrafos oficiales, Carlos
Escartín, fue nombrado «para este cargo nada menos el
arzobispo de Zaragoza, Cardenal Soldevila.»
Cuando el Ford, haciendo roncar como un tigrillo sus
9.425 centímetros cúbicos y tragando con glotonería la
brea del asfaltado, llegaba ya casi a la puerta de su destino
final en Terminillo, en el momento que bramó tres veces
el claxon para que viniesen a abrir la verja de hierro, unos
quince o veinte tiros dieron muerte instantánea el Carde-
nal, dejando malheridos a su acompañante y a Santiago
Castanera, el chofer de aquel automóvil negro, matrícula
Z-135, cuyo interior contaba con tiradores de marfil,
cortinillas automáticas, marcos de caoba, asientos de fino
tapizado amortiguado, perfumeros y floreros, bolsas por-
taobjetos y un sinfín de detalles mullidos y suntuosidades
que no viene al caso detallar, porque el tictac de los relojes
ferroviarios, de acero, hundidos esta vez en los bolsillos
de los mamelucos azules de los gatillantes habían entrado
también en un traqueteo apurado y arrítmico.
Junto a la gruesa suela del zapato derecho de uno de
los pistoleros llegó rodando lo que quedaba del habano a
medio consumir; un puro torcido en la vieja casa situada
en el número 520 de la calle Industria, justo detrás del
Capitolio habanero, en pleno centro de la capital cubana.
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y la extorsión entre los industriales que abastecían a los
aliados. Se sabe a ciencia cierta, dado que existen po-
cos misterios y a la larga casi todo se sabe, que el in-
geniero José Alberto Barret, presidente de la Sociedad
de Industriales Mecánicos y Metalarios, gerente de una
importante usina de obuses, fue asesinado por la banda
de Koenig, quien según hemos averiguado en realidad
se llamó Rudolf Stallman. Era un aventurero interna-
cional nacido en Hannover que, antes de desembarcar
en Barcelona, se había entregado profesionalmente al
juego según diferentes nombres y apellidos en Caracas,
Bruselas, Berlín y Buenos Aires.
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Convengamos que las falsas portadas no son un invento
muy ingenioso, pero por alguna razón han sido siempre
un gran aliado para mucha gente. Sin ir más allá del
portalón de proa podríamos ver a Francisco Ascaso, en-
frascado en un folletín llamado Cría y cuidado del perro
pekinés, leyendo este fragmento de Enrico Malatesta:
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Sobre las diez con quince salía Regueral del Teatro Prin-
cipal y, en el tramo entre la calle Cervantes con López
Castrillón y Dámaso Merino, dos hombres le sorpren-
dieron por la espalda.
–¡Regueral! –gritaron los desconocidos.
Al voltearse éste, cuando oyó que voceaban su nom-
bre, le sujetaron por las solapas y le dispararon una ca-
libre 45 por encima de la clavícula, destrozándole la
aorta. El mal herido llegó a gritar:
–¡Sereno, que me matan!
En vano. El hermano mayor de Buenaventura, San-
tiago, y otros anarquistas locales fueron detenidos y
puestos en libertad a las pocas horas. La autoría todavía
es un enigma.
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en Santiago y Valparaíso, revista militar en el Parque
Cousiño, banquetes varios, revista a la Escuela de Ca-
ballería de Quillota, visita a la Escuela Naval, almuerzo
a bordo del acorazado Almirante Latorre, revista a la
reserva británica de Valparaíso, partido de polo en el
Sporting –donde el príncipe perdió 9 por 3–, recepción
de la colonia británica en el Gran Hotel de Viña del
Mar y baile en el Club de Viña, entre otras actividades
privadas y oficiales. El príncipe se alojó en la residencia
viñamarina de Gustavo Ross Santa María tras su visita
a Santiago. Eso reseñó la prensa.
Raras coincidencias hacen que en ocasiones hom-
bres diametralmente opuestos crucen sus destinos en un
confín cualquiera del Mundo.
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No sabemos la naturaleza de esas instrucciones, lo
que constituye una seria limitación para la recons-
trucción histórica de la participación que tuvo la
diplomacia británica en el desarrollo de las huelgas
salitreras de 1925 y 1926. Ignoramos la naturale-
za de las instrucciones porque parte importante de
la correspondencia intercambiada entre el Foreign
Office y el ministro británico en Santiago en 1925
y 1926 ha desaparecido del Public Record Office de
Londres, que es el archivo nacional de Gran Bre-
taña. Se sabe de su existencia porque hay un índi-
ce que registra caso por caso que los documentos
mencionados fueron realmente despachados. Este
registro nos cuenta del contenido, destino, fecha y
número de toda la correspondencia intercambiada.
Los funcionarios del Public Record Office llegaron
a la conclusión de que éstos habían sido arrancados
del lugar en que debían estar. Uno tiene que con-
cluir que se trató de ocultar algo que no podría ser
muy favorable para la diplomacia británica.
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recién llegado de Ucrania, en pleno corazón de Buenos
Aires le metió, y bien metida en el culo, una bomba al
jefe de la policía de Capital Federal, el coronel Ramón
Lorenzo Falcón, y lo tronó mandándolo a la grandísima
puta que lo parió.
El agua que le corría a Ascaso por la cara escondía
un llanto largamente guardado. Un lloro por su familia,
por su pueblo de Almudévar, por los miserables de Es-
paña y por los expoliados del mundo entero. Un llanto
que nadie podía ver. Agradeció la complicidad del agua
que azotaba el puente: un libertario no llora jamás. Ni
de coña.
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lúgubre, necrófila y supersticiosa de donde el Creador
de la Obra bebió sus primeras leches.
Cuentan los diarios de la época que miles de perso-
nas asistieron a rendir homenaje al difunto. El cuerpo
embalsamado estuvo expuesto tres días en la Plaza Del
Pilar. Una anciana nos relataba no hace mucho, con
una leve sonrisa en los labios:
–Me llevó mi madre de la mano y fuimos a com-
probar que estaba muerto y bien muerto.
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de flores con los distintivos y estandartes de todos
los sindicatos y fuerzas políticas de Barcelona.
Durante el recorrido la banda de música inter-
pretará una de las piezas favoritas de Durruti: Amar-
guras, compuesta por Manuel Font de Anta dieci-
siete años antes para la Virgen de la Amargura de
Sevilla, considerada hoy como el himno oficioso de
la Semana Santa sevillana y una de las piezas de mú-
sica española más bellas de todos los tiempos.
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contrarias a la libertad, sino que se armonizan con
ella. ¿Quién puede introducir leyes y decretos en-
tre nosotros cuando, aun sin leyes, no cometemos
nunca un error? Con mucha menos razón puede ser
aquél nuestro señor y pretender nuestra adoración
en detrimento de esos títulos imperiales, que atesti-
guan que nuestro estado se ha hecho para gobernar,
no para servir.»
En 1935 Jesús Arnal, que contaba entonces con
treintaiún años de edad, fue nombrado cura ecóno-
mo de la parroquia de Aguinalíu, pequeño pueblo
ribagorzano cuyas casas, hoy en parte derruidas y
casi del todo despobladas, se desparraman en racimo
desde un roquedo de la cara norte de la sierra de la
Carrodilla hasta un pequeño barranco de aguas sa-
ladas que ya desde la Edad Media fue explotado en
unas salinas de las que aún se conservan restos no
lejanos del lugar. La disposición del pueblo responde
a la perfección a su topónimo, formado a partir de la
metátesis de Aguilaniedo, es decir «nido de águilas».
Mosén Jesús Arnal era un cura moderno: llegó al
pueblo a lomos de una motocicleta que causó sen-
sación entre los vecinos, y vestido con un mono de
trabajo. Al cabo de poco tiempo se compró también
un coche, uno de los primeros que se vieron por la
zona. Además se hizo con un aparato de radio, a
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hasta que la señora María les dijo que se sentía
vigilada y que ya no podría llevarles más víveres.
Entonces decidieron ir a Estada, donde el párroco
de Olvena tenía un sobrino miembro del Comité,
de quien esperaba recibir protección. No pudieron
dársela a mosén Jesús, quien para evitar compro-
meterlos, ya en un callejón sin salida, decidió ir al
vecino pueblo de Barbastro y enrolarse como mili-
ciano, única manera de salvar su vida.
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noticia de su presencia en el pueblo. Aprovechando
una momentánea ausencia en la aldea de su pro-
tector, mosén Jesús es arrestado y encarcelado por
algunos elementos más radicales, pero cuando Ti-
moteo regresa se le libera. Nadie puede garantizar
por completo su seguridad, sin embargo. Ante las
amenazas que penden sobre su vida Timoteo Callén
somete al cura a un juicio popular, del que sale bien
parado. De ese hecho piden informes sobre él, tam-
bién favorables, en la antigua parroquia de Agui-
nalíu. Con estos argumentos de su lado y ante la
dificultad del problema, Timoteo Callén propone a
mosén Jesús una solución atrevida pero definitiva:
recomendarlo a Durruti, con quien le une una gran
amistad y cuya columna de milicianos se halla por
las inmediaciones del lugar, para que lo acepte en
sus filas y le otorgue su protección. Dada su situa-
ción, acepta el cura ese ofrecimiento. En compañía
de Timoteo se entrevistan con Durruti, quien ad-
mite al cura entre los suyos para que, a falta de ácre-
atas adecuados a los menesteres administrativos, se
encargue de la estadística y el papeleo del personal
de la columna.
Con toda seguridad conocería el buen cura Je-
sús Arnal la expresión hebrea Harmagedon o Arma-
gedón, aunque es mentada solamente una vez en la
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en los hechos, todas las noticias que le atribuyen
fechorías y desmanes, aunque entre sus seguidores
hubiera elementos incontrolados y fanáticos. Al me-
nos en el tiempo en que estuvo con él, Durruti se
mostró siempre como una persona íntegra y fiel a
creencias que predicaba con su ejemplo. El cura lo
ponía de manifiesto con algunos episodios de los
que fue testigo, entre los que destaca uno sorpren-
dente: un día Durruti entró en el despacho de Ar-
nal con un paquete en las manos que contenía un
regalo para su secretario; cuando éste desenvolvió el
paquete su sorpresa fue mayúscula al ver que conte-
nía una Biblia en latín.
Cuando Durruti con algunos de sus hombres
fue enviado a reforzar la defensa de Madrid, mo-
sén Jesús continuó en la columna en el frente de
Aragón y siguió disfrutando de la protección de los
nuevos mandos. Así pasó incluso tras la muerte del
líder anarquista, el 20 de noviembre de 1936, en
la capital de España. El cura sintió la pérdida del
libertario leonés y siempre, incluso después de ter-
minar la guerra, indagó sobre las causas de la mis-
ma. Después de oír muchos testimonios, algunos
de testigos presenciales del suceso, llegó a la con-
clusión de que se debió a un accidente producido
al dispararse el naranjero que portaba, cuando éste
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identidad tuvo que apagar sus ilusiones para evitar
falsas esperanzas y no traicionar su propia condición
sacerdotal. La desbandada final en la derrota mili-
tar los llevó hasta Puigcerdá y de allí a la frontera
francesa. Al pasar al país vecino hacia el campo de
Bourg-Madame, el cura Arnal llevaba consigo el na-
ranjero que había producido la muerte de Durruti;
se lo confiscaron las autoridades francesas. Mientras
la mayoría de sus compañeros empezaba un exilio
sin retorno, mosén Jesús Arnal decidió de inmediato
tramitar su regreso a España.
Mosén Jesús Arnal se reincorporó a sus labores
eclesiásticas y, aunque su deseo era ser reintegrado a
la parroquia de Aguinalíu, fue nombrado cura ecó-
nomo de Lascuarre –con las parroquias de Jagua-
res y Monte de Roda a su cargo–, cuya titularidad
había quedado vacante. Allí tuvo algún problema
por haber recibido la visita de varios maquis, hecho
sobre el que debió informar en los años siguientes
y que lo tuvo un tiempo bajo sospecha del obispo.
Posteriormente ejerció dos años como cura de To-
rrebeses y Sarroca en Lérida, y en 1947 fue enviado
a Ballobar, donde fue párroco hasta su muerte acae-
cida en 1971.
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y no comparada a ninguna otra creación. Todos los
Ángeles que fueron creados después de él no tenían
la belleza ni la grandeza que poseía el primer ángel
de la mañana. El fue el encargado de encender las
primeras luces del universo, y en memoria a aquella
primera luz se llamó Lucero a la primera estrella de
la mañana.
Desafortunadamente Lucifer se convirtió en un
ser ambicioso, a tal nivel que un día decidió que iba
a demostrarle a todos cuán grande era su poder. Para
probar esto iba a elevar su trono a la altura de Dios.
Sin embargo otros ángeles no aprobaron las inten-
ciones de Lucifer, ya que no querían que un ser in-
ferior tratara de ser igual a Dios y Su poder. Aquella
rebelión de los ángeles contra Dios fue un complot
que no podemos imaginar. Cuando Lucifer trató de
llevar a cabo su plan reuniendo un ejército de án-
geles rebeldes a Dios, estalló la Primera Guerra en
el Cielo, pues se abalanzaron todos los Ángeles a las
órdenes de Miguel sobre los de Lucifer. Se libró una
gran batalla, Miguel y sus ángeles luchaban contra
Lucifer. Lucifer y sus ángeles combatieron, pero no
vencieron, y no quedó ya lugar para ellos ahí. Y fue
así como el Lucero de la Mañana fue arrojado del
cielo, y sus ángeles con él, derrotados y expulsados
por las huestes a las órdenes de Miguel. Esta guerra
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perfecto, el más bello, el más sabio, pero la pureza
fue destruida con la luz que le daba nombre. Cons-
truyó un reino de tinieblas, reverso del que había
sido su hogar, y se erigió como rey y amo absoluto,
con su propia legión de ángeles caídos y oscuros.
Desde allí juró venganza. Si no podía tener el reino
de los cielos y ser parte de la creación, como era
su cometido hasta la caída, sería el destructor de la
obra de Dios. Cuando terminara con ello desafiaría
a los cielos y reclamaría lo que le pertenecía como
derecho de nacimiento: usurparía el puesto de Dios
algún día. Se dijo a si mismo que no tenía prisa, así
que se sentó en su trono a cavilar sobre sus estrate-
gias. No por nada era también el ángel más paciente
de la creación.
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la punta de la lengua. Suponiendo que tengas medias,
deberás torcer los labios hacia un lado, y complementa
la seña con la anterior de tratarse de reyes o ases. Para
comunicarle a tu camarada que tienes un duples, levan-
ta las cejas nuevamente; de tratarse de reyes o ases de-
berás utilizar la señal correspondiente. Mostrar un sutil
beso también dará a entender que tienes duples. De ser
alto, puedes elevar las cejas. Si has llegado a treintaiuno
en tu juego, deberás guiñar un ojo. Pero esa habla silen-
ciosa de Durruti y Ascaso recordaba también la de los
pieles rojas de las praderas, que se inventaron un len-
guaje mímico común, el lenguaje gestual más ingenioso
jamás inventado según los que saben: así se hablaban
Los Errantes, mientras añorarían quizá sus pueblos de
piedra, sus encinares, las barricadas de Las Ramblas o
el café Pay Pay.
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tina en que figuraba un sol, cuyo centro estaba gra-
bado con la palabra «Lux». Y bajo él, una antorcha
tendida. A las 4 pm partió el cortejo hacia el cemen-
terio. 6.000 obreros, según Vicuña, acompañaron
al anarquista. Encabezaba la procesión una sencilla
carroza envuelta en una bandera roja. Seguían las
compañeritas con flores cantando y, tras de ellas, la
FOOC, el CPP, la Federación de Pintores, el Conse-
jo N° 2 de tranviarios, la FOCH, la IWW, la USOC
y otras organizaciones obreras. Una vez en el cemen-
terio, luego de entonar «Hijos del pueblo», fueron
sucediéndose los discursos. Miembros de la FOCH,
del Comité Pro Presos, de la Unión Femenina, y el
mismo Carlos Vicuña hablaron, uno tras otro. En
nombre de Verba Roja, Armando Triviño declaró
que «Rebosio dejaba a una hija huérfana, una hija
procesada, perseguida por los sicarios de la justicia
burguesa». Se hizo de noche. A las ocho y pico se
volvieron todos cantando.
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