Apache Extracto Antonio Gil y Sangría Editora

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ANTONIO GIL nació en la viña El Rincón, a
orillas de Santiago, en 1954. Estudió en el Ins-
tituto de Humanidades Luis Campino y en la
Universidad de Chile. Ha publicado los libros
de poesía Los lugares habidos (1982), Cancha
rayada (1985) y Mocha Dick (2006). Escribe
semanalmente en algunos medios de prensa chi-
lenos.
Su obra novelística comenzó con Hijo de mí
(1994), Cosa mentale (1996) y Mezquina memo-
ria (1999), reunidos en el volumen Tres pasos
en la oscuridad (2009) de la Reserva de narra-
tiva chilena de Sangría Editora, y luego siguió
con Circo de pulgas (2003), Las playas del otro
mundo (2004), Cielo de serpientes (2008), Car-
ne y Jacintos (Sangría, 2010), además de Retra-
to del diablo (Sangría, 2012, Premio Altazor a
la Mejor Obra Literaria en Narrativa 2013).

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APACHE

Narrativas contemporáneas, 11

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ANTONIO GIL

APACHE

7

© Antonio Gil Íñiguez


Nº 236.161
del Registro de Propiedad Intelectual de Chile
International Standard Book Number: 978-956-8681-37-1

© Derechos reservados para esta edición:


2014, Sangría Editora
Las Torcazas 103, departamento 604, Las Condes, Santiago de Chile
www.sangriaeditora.com
sangriaeditora@gmail.com

Aunque adopta la mayoría de los usos editoriales del ámbito hispanoamericano,


Sangría Editora no necesariamente se rige por las convenciones de las
instituciones normativas, pues considera que –con su debida coherencia
y fundamentos– la edición es una labor de creación cuyos criterios deben
intentar comprender la vida y pluralidad de la lengua.

Edición al cuidado de Carlos Labbé, Mónica Ríos y Martín Centeno.


Diagramó el libro Carlos Labbé.
El diseño de colección y de la portada fue realizado por Joaquín Cociña.

Impreso en Chile.

Permitimos la reproducción parcial de este libro sin fines de lucro, para uso
privado o colectivo, en cualquier medio impreso o electrónico. Si necesitas
una reproducción íntegra por favor comunícate con los editores.

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A Fernando Lara Quintino.

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I

La noche del nueve de junio de 1925 esa fantasmada


sin trazas de valle ni edén a la que sin embargo nos
hemos empecinado en llamar Valparaíso, con sus cerros
Esperanza, Placeres, Barón, Lecheros, Larraín, Rodeli-
llo, Rodríguez, Polanco, Molino, Ramaditas, Rocuant,
San Roque, O’Higgins, Santa Elena, Merced, Pajonal,
Litre, Virgen, Las Cañas, La Cruz, Monjas, Mariposas,
San Juan de Dios, Florida, Jiménez, Bellavista, Yungay,
La Loma, Cárcel, Panteón, San Francisco, Alegre, Con-
cepción, Cordillera, Delicias, Toro, Santo Domingo,
Carretas, Arrayán, Perdices, Artillería y Playa Ancha,
bien pudo comenzar a aparecer lentamente ante los
ojos de los viajeros y tripulantes como una gran mare-
jada o un congelado maremoto titilante de noctilucas,
ese protozoo marino que produce fosforescencias mor-
tuorias. O como un largo listín de empresas británicas
y norteamericanas, la Phoenix Fire, la Yorkshire Fire y
la Norwick Union Life Insurance, la Asiatic Petroleum

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Co Ltd, la Mirrlees, la Bickerton & Day, la Curtis’s &


Harvey Ltd, la Columbia Refining Co, la Wm Bennet
& Son, la D Anderson & Son, la Storry Smithson &
Co Ltd, la H Wilson Young & Co, la J Dewar & Son,
la Buffalo Pitts Manufacturing Co, la Champion Har-
vester Co y, naturalmente, las omnipresentes Duncan
Fox y Williamson Balfour, entre otras muchas que alza-
ban en el amanecer sus casas matrices, silos y galpones
hacia un cielo arenoso.
Con un largo lamento que bien podía ser el llanto
salido de una boca abocinada con las manos, rompió
el silencio nocturno la sirena del Oriana, buscando su
sitio de fondeo.
Buenaventura Durruti cruzó la caseta de inmigra-
ción con un cigarrillo entre los labios, bajo el nombre
de Ramón Carcaño Caballero, mientras que Francisco
Ascaso lo hizo como Teodoro Pichardo Ramos, y Manuel
Labrada Pontón era en realidad Alejandro Ascaso, de
Almudévar, Huesca, nacido el 17 de octubre de 1889,
y Manuel Serrano García era Gregorio Jover Cortés,
nacido en Valencia en 1892. Ninguno podía saber to-
davía que cuatro días antes, en el Norte Grande, más
específicamente en la oficina salitrera La Coruña, se había
iniciado una de las más despiadadas matanzas obreras de
las muchas y muchas que todavía coagulan en el fondo
de la Historia de Chile.

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Luego de trasegar en mesas distintas cada uno de los
viajeros un cargado y apurado café en el Riquet de la
plaza Aníbal Pinto, se montaron en el primer tren de la
mañana con destino a Santiago.
Ya nunca volverían a ver la Perla del Pacífico con sus
bodegas de acopio, sus almacenes generales, sus Siete
Espejos que en realidad eran tres, sus cuarentidós cerros
ni sus suplicantes iglesias anglicanas y luteranas arrodilla-
das en angulosas cuestas flanqueadas por casas en chapa
colgada, rogando a algún dios sordo y galáctico.

Once años más tarde se produciría en una ciudad dis-


tinta otro desembarco de Durruti, esta vez algo más
definitivo:

El cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche. En


la Casa de los Anarquistas, que antes de la revolu-
ción había sido la sede de la Cámara de Industria
y Comercio, los preparativos ya habían comenzado
el día anterior. La ornamentación era simple, sin
pompa ni detalles artísticos. De las paredes colgaban
paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color,
algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo.

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Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había


convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy
querido, y de corazón. Todos los allí presentes en esa
hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto.
Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa,
sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había
trabajado en esa casa cuando todavía iban y venían
por allí los industriales, y que probablemente nunca
lo había conocido personalmente. Los demás sentían
su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero
expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse,
quitarse la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos
tan extraordinario como santiguarse o echar agua
bendita. Miles de personas desfilaron ante el ataúd de
Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en
largas filas. Su amigo y su líder había muerto.
El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la
mañana. Desde el principio fue evidente que la bala
que había matado a Durruti había alcanzado también
el corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada
cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su
féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles,
miraban por las ventanas y ocupaban los tejados e
incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos
y organizaciones sindicales sin distinción habían con-
vocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los

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anarquistas flameaban sobre la multitud los colores
de todos los grupos antifascistas de España. Era un
espectáculo grandioso, imponente y extravagante;
nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas
masas. Nada salía de acuerdo a lo planeado. Reinaba
un caos inaudito. El comienzo del funeral había sido
fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible
acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista.
Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se
habían congregado, se entreveraban y se impedían
mutuamente el paso. A las diez y media el ataúd de
Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de
la casa de los anarquistas llevado en hombros por los
milicianos de su columna. Las masas dieron el últi-
mo saludo con el puño en alto. Entonaron el himno
anarquista «Hijos del pueblo». Se despertó una gran
emoción. Las motocicletas rugían, los coches tocaban
la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales
con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían
avanzar. Los puños seguían en alto. Por último cesó la
música, descendieron los puños y se volvió a escuchar
el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre
los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti.
Pasó por lo menos media hora antes de que se des-
pejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su
marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a

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la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de


metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron
paso, cada uno por su lado. Los coches cargados de
coronas dieron un rodeo por las calles laterales para
incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre.
Todos gritaban a más no poder. No, no eran las
exequias de un rey; era un sepelio organizado por el
pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontá-
neamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente
un funeral anarquista, y allí residía su majestad.
Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su
grandeza extraña y lúgubre. Los discursos fúnebres se
pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy
lejos del sitio donde una vez había luchado y caído
a su lado el mejor amigo de Durruti. García Oliver,
el único sobreviviente de los tres compañeros, habló
como amigo, como anarquista y como Ministro de
Justicia de la República Española.
Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se di-
solviera después de los discursos. Sólo algunos amigos
de Durruti debían acompañar el coche fúnebre al
cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse.
Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocu-
pado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba
bloqueado. Era difícil avanzar pues, para colmo, miles
de coronas habían vuelto intransitables las alamedas

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del cementerio. Caía la noche. Comenzó a llover otra
vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio
se convirtió en un pantano donde se ahogaban las
coronas. A último momento se decidió postergar el
sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la
tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente.
Durruti fue enterrado al día siguiente.

Esto nos lo describe la voz de Hans Erich Kaminski,


testigo presencial en el relato con que Hans Magnus
Enzensberger abre su embriagante Corto verano de la
anarquía, pese a las advertencias de Ilya Ehrenburg,
quien respecto a Durruti afirmó lo siguiente:

Ningún escritor se hubiera propuesto escribir la


historia de su vida: se parecía demasiado a una
novela de aventuras. Este obrero metalúrgico había
luchado por la revolución desde muy joven. Había
participado en luchas de barricada, asaltado bancos,
arrojado bombas y secuestrado jueces. Había sido
condenado a muerte tres veces: en España, en Chile
y en la Argentina. Había pasado por innumerables
cárceles y había sido expulsado de ocho países.

Sería muy fácil perderse, por ejemplo, en el laberinto


de las circunstancias de su muerte, acaecida el 20 de

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noviembre de 1936.¿Fue asesinado por orden de la URSS


y de los comunistas españoles? ¿Lo bajó un francotirador
de la zona rebelde? ¿Le ocurrió un accidente fatal con un
subfusil Schmeisser MP28 II, pese a que siempre cargaba
sólo con una Colt 45? ¿Recibió la reacción de uno de los
dos desertores sorprendidos? ¿Lo asesinó alguno de sus
propios compañeros, acaso el sargento José Manzana?
Agua pasada no mueve molinos.
Enzensberger, sabiamente, creó a partir de un vitró
quebrado de citas ajenas su caleidoscopio, y lo apuntó
hacia lo que llamó El corto verano de la anarquía. Otros
han hecho lo que han podido, con mayor o menor fortu-
na. En lo personal hemos concluido que más vale hacer
caso a la advertencia del autor de El deshielo y centrar el
relato sólo en una esquirla de esta vida insondable; un
fragmento que inevitablemente nos hará pasar, a ratos
cortos y a la carrera –en punta y codo, como sea–, por
el gran estallido de esa máquina infernal, esa auténtica
bomba de relojería que fue la vida del leonés Buenaven-
tura Durruti Dumange.

Saliendo de Valparaíso en la estación Puerto, como


flotando en una niebla sulfúrica, Los Errantes cruzaron
ensimismados por las estaciones Barón, Viña del Mar,
El Salto, Quilpué, Villa Alemana, Peñablanca –mientras

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el acero de las Colt se les entibiaban bajo las axilas hasta
alcanzar la temperatura de un animal vivo, cachorro de
fiera que se hubiese dormido pegado a sus cuerpos–,
Limache, San Pedro, Quillota, La Cruz, La Calera, Pa-
chacama, Ocoa, Los Andes, Llay Llay, Enrique Meiggs,
La Cumbre, Montenegro, Rungue, Til Til, Polpaico,
Batuco, Colina, Quilicura, Renca, que pasaron por las
ventanillas como evanescentes escenas de un zoótro-
po, hasta llegar al cabo de un siglo serpenteante a su
destino final en la estación Mapocho de Santiago, que
parecía proyectar sobre todo el barrio circundante algo
del espíritu del puerto que habían dejado atrás, con sus
cantinas y sus olores y sus callejas desiertas, una sensación
que pervive hasta ahora en la atmósfera que rodea ese
barrio, esencialmente en su languidez y su melancolía,
mucho más el alma de Valparaíso que la de este Santiago
del Nuevo Extremo. Eso ya lo habrán notado quienes
conocen esos andurriales.
Un misterioso soplo del hado quiso ese día hacer
pasar a esos hombres como en sueños sobre los valles
hundidos en la neblina, y cruzar pueblos fugaces que
parecían levitar, apenas existiendo tras los cristales;
villorrios y aldeas techadas de greda con sus muros en-
calados, y sus viejos árboles, y esas estaciones escarchadas
del amanecer otoñal. El viaje será siempre una buena
metáfora del destino, pensamos al imaginar a ese grupo

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silencioso y alerta que mira pasar por la ventanilla los


campos chilenos como algo ilusorio y distante. La vida,
ese viaje inútil hacia un final siempre enigmático y sin
vuelta. Durruti se miró detenidamente las manos antes
de descender y, entrecerrando los ojos, las escondió en
los hondos bolsillos de su gabardina. Levantó el men-
tón y descendió por la escalerilla para perderse entre la
muchedumbre de viajeros, a muchos de los cuales los
esperaban amigos y parientes, como era la costumbre en
esos días esfumados.
Como todavía es posible que en alguna de las inex-
tricables dimensiones del tiempo los sabuesos y mastines
del gran capital sigan tras la huella de Los Errantes,
conocidos también como Nosotros, Los Justicieros, Los
Hijos de la Noche o Los Metalúrgicos, nos guardaremos
muy bien aquí de entregar información acerca del lugar
exacto en que se hospedaron. Señalaremos sólo que se
trató de una modesta pensión perdida en ese ancho cua-
drante que se abre al sur de la vieja avenida Matta, con
su olor a braseros, a ropa hervida con azul y a cebollas en
escabeche. Hasta allí fueron llevados por Félix López y
Pedro Nolasco Arratia, dirigentes ambos de la anarquista
IWW (Industrial Workers of the World), a cuya sede
situada en Alameda y San Antonio –pleno centro de
Santiago– después llegaron nuestros viajeros a golpear
discretamente la puerta, ya de anochecida.

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Se hizo servir por sus criadas sor Encarna y sor Dolores


medio lechón asado a la segoviana y algo de bacalao al
pilpil, para concluir la merienda con un gran plato de
natillas glaseadas.
Tras beber tan pausadamente como Dios manda una
copa de Conde de Garvei, el cardenal de Zaragoza, reve-
rendísimo señor don Juan Soldevila y Romero bajó con
parsimonia, peldaño a peldaño, hasta la primera planta
del Palacio Arzobispal y recibió en su despacho privado a
ocho personajes misteriosos, los mismos que por turnos
besaron la amatista que el dueño de casa llevaba engar-
zada en su sortija. La sala era un amplio espacio neoclá-
sico primorosamente abigarrado de policromías y óleos
renacentistas con motivos sacros discretamente sádicos.
Los visitantes eran los mismos que, cada sábado, desde
hacía ya un buen tiempo, se presentaban en el palacete
de este príncipe de la Iglesia con puntualidad idéntica
a la que el propio cardenal en persona había impuesto
entre los campaneros de la basílica de la Virgen del Pilar,

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las mismas que repicaron no bien entró en su gabinete


acompañado de la inquietante cuadrilla.
Las cataduras y las indumentarias de los visitantes
no dejaban mucho a la imaginación. Todo el mundo
sabía por esos días quiénes eran, de modo que para no
perder el tiempo en acertijos, ya que los relojes de oro
palpitaban con taquicardia en el bolsillo de todos los allí
presentes, digamos sin más preámbulos que se trataba
de una banda de bien conocidos sicarios o «pistoleros
blancos» antisindicales llegados de Barcelona, a los que el
purpurado había dado asilo y contratado hacía ocho me-
ses, o algo así, para dar caza y matar tal fueran alimañas,
y donde fuera que se hallasen, a los elementos disolventes
que comenzaban a apestar a la sociedad española como
termitas. Entregó el clérigo a cada uno su grueso fajo
de pesetas ligadas con un elástico, les bendijo, soltó un
pedo, encendió un habano y, acompañado de un joven
sacerdote como casi todas las tardes, salió a la puerta,
montó en el automóvil y tomó la ruta a su finca de recreo
El Terminillo, donde había fundado unas escuelas-asilo
para niños desamparados, actividad que por motivos
que desconocemos es especialmente gusto de esa caridad
refinadísima, tan profusamente cultivada por los miem-
bros de la prelatura romana. Como dato anecdótico
consignaremos aquí que el fundador del Opus Dei, san
José María Escrivá de Balaguer, según todas las notas

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biográficas referidas a los años que pasó como seminarista
en Zaragoza coinciden, al señalar del que fue superior
del Seminario y uno de sus biógrafos oficiales, Carlos
Escartín, fue nombrado «para este cargo nada menos el
arzobispo de Zaragoza, Cardenal Soldevila.»
Cuando el Ford, haciendo roncar como un tigrillo sus
9.425 centímetros cúbicos y tragando con glotonería la
brea del asfaltado, llegaba ya casi a la puerta de su destino
final en Terminillo, en el momento que bramó tres veces
el claxon para que viniesen a abrir la verja de hierro, unos
quince o veinte tiros dieron muerte instantánea el Carde-
nal, dejando malheridos a su acompañante y a Santiago
Castanera, el chofer de aquel automóvil negro, matrícula
Z-135, cuyo interior contaba con tiradores de marfil,
cortinillas automáticas, marcos de caoba, asientos de fino
tapizado amortiguado, perfumeros y floreros, bolsas por-
taobjetos y un sinfín de detalles mullidos y suntuosidades
que no viene al caso detallar, porque el tictac de los relojes
ferroviarios, de acero, hundidos esta vez en los bolsillos
de los mamelucos azules de los gatillantes habían entrado
también en un traqueteo apurado y arrítmico.
Junto a la gruesa suela del zapato derecho de uno de
los pistoleros llegó rodando lo que quedaba del habano a
medio consumir; un puro torcido en la vieja casa situada
en el número 520 de la calle Industria, justo detrás del
Capitolio habanero, en pleno centro de la capital cubana.

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No hacía falta ser Sherlock Holmes para saberlo, ya que


en la vitola del cigarro se leía, con grandes letras doradas,
la palabra Partagás.

En su libro El cabo de las tormentas Pío Baroja nos lo


cuenta:

El cardenal-arzobispo de Zaragoza era un reaccio-


nario de influencia. La ejercía no sólo en su sede
sino en Barcelona, y recomendaba a las autoridades
de allí medidas fuertes y duras contra los obreros y
los agitadores. Los anarquistas sabían que el arzo-
bispo conferenciaba en Reus con los jefes de la Pa-
tronal de Barcelona y daba consejos para atacar a la
organización sindicalista obrera. La banda marchó
a Zaragoza; se entendieron los directores con una
vieja anarquista catalana que vivía allí hacía algún
tiempo, la ciudadana Teresa, y entre todos prepa-
raron una emboscada y mataron al arzobispo una
tarde que iba a una posesión suya llamada El Ter-
minillo.

El arma fue una pistola Alkar, calibre nueve milímetros,


fabricada en Guernica.

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3

Los Errantes, también llamados Los Solidarios, habían


alcanzado otra vez su objetivo con éxito. Y se marcha-
ron en silencio a beber un chato de Macabeo-Viura a
casa de Joan García.

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No mucho más tarde en Barcelona, en el número 80


del paseo de Gracia, haciendo esquina con la calle Ma-
llorca, dirección donde funcionaba el cuartel general
del falso barón de Köenig, jefe de los pistoleros de la
patronal, las malas nuevas acerca del taladrado cardenal
Soldevila cayó como una fría lluvia. Pero de oro. Pese
a los gestos de estupor y pesadumbre y furor y qué sé
yo qué más, en los ojos gélidos del austriaco titilaba la
inconfundible lucecilla piloto de la codicia. Su nego-
cio era el odio, el contragolpe, el miedo y la venganza.
Este oscuro personaje había arribado a la ciudad condal
durante la guerra de 1914 para formar un servicio de
espionaje encargado de vigilar muy de cerca a la in-
dustria catalana. Bravo Portillo, a quien pondremos a
su izquierda en esta escena, arrellanado en un sillón
mientras bebe limonada, era inspector de la policía y
figuraba sin recato alguno en la plantilla como uno de
los subalternos del falso barón, a cargo de dirigir a un
grupo de hampones cuya misión era sembrar el terror

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y la extorsión entre los industriales que abastecían a los
aliados. Se sabe a ciencia cierta, dado que existen po-
cos misterios y a la larga casi todo se sabe, que el in-
geniero José Alberto Barret, presidente de la Sociedad
de Industriales Mecánicos y Metalarios, gerente de una
importante usina de obuses, fue asesinado por la banda
de Koenig, quien según hemos averiguado en realidad
se llamó Rudolf Stallman. Era un aventurero interna-
cional nacido en Hannover que, antes de desembarcar
en Barcelona, se había entregado profesionalmente al
juego según diferentes nombres y apellidos en Caracas,
Bruselas, Berlín y Buenos Aires.

Terminada aquella gran cadena de desmontaje, esa in-


dustria de la muerte a la manera de los mataderos de
Chicago, y esparcido ya por los alisios el gas mostaza de
la Primera Guerra Mundial, el piso signado con el nú-
mero 80 del paseo de Gracia se mantuvo intacto, plan-
tilla incluida, aunque su giro había cambiado. Ahora la
misión del austríaco era crear sindicatos manejados por
la patronal. El principal de ellos fue el Sindicats Lliures
o Unió de Sindicats Lliures, organizaciones creadas por
militantes carlistas en el Ateneo Obrero Legitimista de
1919. Los miembros de los llamados Sindicatos Libres
fueron el brazo ejecutor de los atentados y, la función

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de la oficina, una sola: eliminar a los dirigentes de la


Central Nacional de Trabajadores hasta «um alle lös-
chen», como habitualmente musitaba el barón: hasta
limpiarlo todo; irónica expresión, si consideramos que
sus tareas comienzan con el asesinato a mansalva del
obrero tintorero Pablo Sabater, alias el Tero.

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5

Los Errantes bebieron en silencio y con una modera-


ción ascética, casi litúrgica.
El grupo de desarrapados, con varios días sin rasurar
azulándoles las quijadas, los ojos enrojecidos y el pelo
revuelto, daban pequeños sorbos como quien toma el
primer aire del amanecer, quizá como cortos resuellos
de una aurora que veían emergiendo allá al fondo, tras
los nubarrones tenebrosos de la Historia.
Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Juan Gar-
cía Oliver, Eusebio Brau, Aurelio Fernández, Miguel
García Vivancos, Alfonso Miguel, Ricardo Sanz, Gre-
gorio Suberviola, Rafael Torres Escartín, Juliana López
y Antonio «El Toto». Tal era el exiguo ejército de ese
sueño: duros todos como una bigornia.

–Nosotros renunciamos a todo menos a la victoria


–musitó melodramáticamente Durruti, secándose los
labios con el dorso de la mano.

29

En su fuero interno y, tras la seguidilla de ajusticia-


mientos llevados a cabo por Los Errantes, entre los que
se amontonaban esbirros, patronos, señoritos despóticos,
ese cardenal de los huevos, aquellos traidores, el teniente
coronel Regueral con sus chulerías y otros innumerables
cabrones de toda laya, sin contar el asalto al Banco de
Gijón, la intuición felina de Durruti le decía casi en voz
alta que el dogal se estrechaba minuto a minuto. Y él sabía
muy bien que una cosa era tener cojones y otra, harto dis-
tinta, ser un tonto de los cojones. De tal modo que estaba
totalmente persuadido ya de que había sonado la hora de
poner algo de mar entre Los Errantes y las huestes del Ru-
dolf Stallman, falso barón de Köenig. Debían marchar a
recaudar fondos para la causa allá, en la salvaje América.

Se conoce como La Cacería Salvaje a un mito del fol-


clore europeo que se presentó de distintas formas en
la zona norte, occidental y central del continente. La
premisa fundamental en todos los casos era siempre la
misma: un grupo fantasmal de exploradores ataviados
con indumentaria de caza, acompañados de caballos y
perros de rastreo, en una desenfrenada persecución a
través de los cielos, a lo largo de la tierra o por encima
de ella. Frecuentemente era una forma de explicar las
tormentas.

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6

¿Quién buscaría a una panda de fusileros anarquistas


en las cabinas de primera clase de El Aquitania, el galgo
del Atlántico? Pese a que su decoración era algo más
sobria que la de sus hermanos de la compañía Cunard,
el Mauritania y al Berengaria, sus nada despreciables
45.647 toneladas brutas, su eslora de 274,6 y su man-
ga de 29,6, sumadas al oneroso coste del pasaje, con-
vertían esos alojamientos de lujo en la guarida perfecta
para que Los Errantes iniciaran su partida con rumbo
a las playas del Nuevo Mundo; lejos del barón de Köe-
nig y dejando a sus espaldas todo el hedor a sangre, a
mierda, a ropa azumagada y a pólvora negra que los
había envuelto como el manto sacro en la lucha por la
emancipación de los explotados, los hambrientos, los
ignorantes, los oprimidos y los humillados del mundo,
incierta guerra a la que consagrarían sus vidas por com-
pleto. Días de paz que habían olvidado, o que nunca
tuvieron, acunaron ese viaje sobre un azul rizado de
blanco y coronado de petreles, más ávidos de curiosi-

31

dad que de sobras, como algunos, quizá pensando en sí


mismos, imaginan.
–Nosotros renunciamos a todo menos a la victoria
–dijo a Paco Ascaso en voz muy baja y ronca Buena-
ventura Durruti cuando casualmente se cruzaron en
cubierta una tarde cualquiera, a la altura de las Azores.
Simulaban no conocerse mientras improvisaban sus
papeles de serios indianos de último minuto, ensimis-
mados en sus lecturas técnicas. Vinateros en viaje de
exploración. Hombres interesados en el negocio de la
lana o en la venta de maquinaria para fabricar papel, tal
vez para hilar el yute.
Tras un libro empastado cuya portada rezaba Cor-
dillera de los Andes se ocultaba un escrito de Bakunin en
el que Durruti se hundía con infinita atención leyendo
la siguiente sentencia:

La religión ha trasladado a un cielo ficticio la hu-


manidad, la justicia y la fraternidad, para dejar en
la tierra el reino de la iniquidad y de la brutalidad.
Ha bendecido a los bandidos felices. Y para hacer-
los más felices aún ha predicado la resignación y
la obediencia entre sus innumerables víctimas: los
pueblos. Y, cuanto más sublime parecía el ideal que
adoraba en el cielo, más horrible se volvía la reali-
dad en la tierra.

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Convengamos que las falsas portadas no son un invento
muy ingenioso, pero por alguna razón han sido siempre
un gran aliado para mucha gente. Sin ir más allá del
portalón de proa podríamos ver a Francisco Ascaso, en-
frascado en un folletín llamado Cría y cuidado del perro
pekinés, leyendo este fragmento de Enrico Malatesta:

O ser oprimido, represor, o cooperar voluntaria-


mente para el mayor bien de todos. No hay otra
alternativa posible; y los anarquistas están natural-
mente, y no pueden no estarlo, a favor de la coope-
ración deliberada y libre. Que no nos vengan con
filosofías y hablarnos de egoísmo, altruismo u otros
rompecabezas. Estamos de acuerdo: somos todos
egoístas, todos buscamos nuestra satisfacción. Pero
es anarquista aquel cuya máxima satisfacción es la
de luchar para el bien de todos, para la realización
de una sociedad en la que él pueda encontrarse,
hermano entre hermanos, en medio de hombres sa-
nos, inteligentes cultos y felices. El que, en cambio,
puede adaptarse, contento, a vivir entre esclavos y a
sacar provecho del trabajo de los esclavos, no es, no
puede ser anarquista.

33

Sobre las diez con quince salía Regueral del Teatro Prin-
cipal y, en el tramo entre la calle Cervantes con López
Castrillón y Dámaso Merino, dos hombres le sorpren-
dieron por la espalda.
–¡Regueral! –gritaron los desconocidos.
Al voltearse éste, cuando oyó que voceaban su nom-
bre, le sujetaron por las solapas y le dispararon una ca-
libre 45 por encima de la clavícula, destrozándole la
aorta. El mal herido llegó a gritar:
–¡Sereno, que me matan!
En vano. El hermano mayor de Buenaventura, San-
tiago, y otros anarquistas locales fueron detenidos y
puestos en libertad a las pocas horas. La autoría todavía
es un enigma.

34
8

–Quants putos gañanes val un cardenal? A quants anem


a portar a donar el paseíllo perquè els frares s’aplaquin?
–preguntaba el presidente de La Canadiense en el piso
de Gracia 80, sede de la patronal.
Mientras, Bravo Portillo sacaba cuentas con un lá-
piz rojo que cada cierto rato se mojaba en la lengua.
Respondió también en catalán:
–No pot ser qualsevol taujà senyor Ripoll. Han de ser
figures conegudes i moltes. Al menys cent cinquanta.
–La Seva Santedat el Papa exigeix una reparació im-
mediata d’aquest crim infame ocorregut a Saragossa per
pistolers de Barcelona –replicó el de La Canadiense sa-
cando del bolsillo de la chaqueta un talón de cheques
del banco Canadiense.
Al fondo de la sala el falso barón de Köenig aceitaba
un fusil Browning sin prestar mayor interés a la conver-
sación de los contertulios. Bravo Portillo añadió:
–Tres milions de pessetes val tancar-li la boca al Papa,
senyor Ripoll, ni un cèntim menys.

35

Se escuchó el vuelo de una mosca. El escurrir de una


gota de aceite por el cerrojo del Browning automático
M1918. El murmullo lejano del mercado de pescado
de La Boquería, un serrucho yendo y viniendo sobre
un tablón algo húmedo, quizá por Pueblo Nuevo o más
lejos, vaya cualquiera a saberlo.
La rabiosa Mont Blanc del presidente de La Cana-
diense raspó el papel del pagaré. El sol se iba mundo
abajo y los primeros faroles iluminaron las calle desier-
tas mientras en los ojos del austríaco se encendió otra
vez la lucecita aquella, ahora con más intensidad que
nunca.
Lejos, la condesa de Comillas repartía escapularios
a los muchachos que no tenían las doscientas pesetas
requeridas por la legislatura para librarse de la guerra
contra el moro, de una muerte casi garantizada cruzan-
do al Estrecho allá, a tiro de colilla en el desierto africa-
no; eran muchachos del campo o de las barriadas pobres
a quienes Alfonso XIII, eterno adolescente caprichoso y
primera escopeta de la península, iba sacando como a
soldaditos de plomo de su caja para poner en el canden-
te tablero de ese inhóspito Sahara español.

36
9

Desde el reloj de la Puerta del Sol de Madrid hasta el


mismísimo Big Ben, pasando por el Astronómico de
Praga, los engranajes del tiempo sufrieron de pronto
lo que un cardiólogo diagnosticaría como una ligera
bradicardia, una casi imperceptible baja en el palpitar
de sus inexorables marchas justo cuando Buenaventura
Durruti, echado en el camarote de primera clase del
Aquitania, se miró larga, detenida, minuciosamente las
manos y las vio manchadas de sangre. Muchas sangres
distintas. Y su boca se torció en un gesto indescifrable,
algo a medio andar entre una sonrisa de triunfo y una
mueca de asco, entre un torvo signo de resignación y
un leve mohín de mecánico satisfecho que tras largos
afanes hubiese logrado poner en marcha un motor ave-
riado. Pero el tiempo, el tiempo universal y la frenética
carrera que ha de correr el hombre en su contra a como
dé lugar, no daba cabida alguna a elucubraciones ni ca-
rantoñas.

37

10

Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, llegó a Chi-


le cruzando la cordillera en un tren especial el 10 de
septiembre de 1925 con una comitiva de unas treinta
personas, entre ellas dos médicos, un camarógrafo, dos
detectives que velaban por su seguridad física y un ca-
pellán anglicano. La visita se supone que duraría tres
días, pero a causa de las nevazones en la cordillera el
príncipe se vio forzado a permanecer en el país hasta el
19 de septiembre.
Los chilenos, que por esos mismos días asistían a la
promulgación de la Constitución de 1925, la del régi-
men presidencial autoritario, presenciaron las esmera-
das preparaciones de una comisión de destacadas per-
sonalidades especialmente designada para los festejos
de este visitante. El maratónico programa oficial con-
templaba reuniones con el presidente Arturo Alessandri
Palma, carreras en el Club Hípico de Santiago, función
de gala en el Teatro Municipal capitalino, cena y baile
en el Club de la Unión, colocación de primeras piedras

38
en Santiago y Valparaíso, revista militar en el Parque
Cousiño, banquetes varios, revista a la Escuela de Ca-
ballería de Quillota, visita a la Escuela Naval, almuerzo
a bordo del acorazado Almirante Latorre, revista a la
reserva británica de Valparaíso, partido de polo en el
Sporting –donde el príncipe perdió 9 por 3–, recepción
de la colonia británica en el Gran Hotel de Viña del
Mar y baile en el Club de Viña, entre otras actividades
privadas y oficiales. El príncipe se alojó en la residencia
viñamarina de Gustavo Ross Santa María tras su visita
a Santiago. Eso reseñó la prensa.
Raras coincidencias hacen que en ocasiones hom-
bres diametralmente opuestos crucen sus destinos en un
confín cualquiera del Mundo.

39

11

Durante al menos dos años, digan lo que digan, sir


Thomas Hohler, embajador designado por la Gran Bre-
taña, gobernó Chile a su antojo.
Desasosegado e insomne, perdida toda flema a cau-
sa de un sentimiento de creciente inestabilidad política
donde él adivinaba una seria amenaza para los intereses
británicos, este «virrey» detalló en sus misivas a la Can-
cillería Británica la enorme similitud que él apreciaba
entre lo que estaba presenciando en Chile y lo que ha-
bía visto durante su destino en México a comienzos de
1911, cuando estalló la revolución.
Entre un gin tonic y otro informó también al Fo-
reign Office que la Industrial Workers of the World, la
IWW, tenía agitadores en el norte de Chile. Hohler re-
cibió instrucciones secretas del Foreign Office para ac-
tuar en Chile, documentación que curiosamente nunca
ha sido encontrada.
El investigador Alejandro Soto nos dice:

40
No sabemos la naturaleza de esas instrucciones, lo
que constituye una seria limitación para la recons-
trucción histórica de la participación que tuvo la
diplomacia británica en el desarrollo de las huelgas
salitreras de 1925 y 1926. Ignoramos la naturale-
za de las instrucciones porque parte importante de
la correspondencia intercambiada entre el Foreign
Office y el ministro británico en Santiago en 1925
y 1926 ha desaparecido del Public Record Office de
Londres, que es el archivo nacional de Gran Bre-
taña. Se sabe de su existencia porque hay un índi-
ce que registra caso por caso que los documentos
mencionados fueron realmente despachados. Este
registro nos cuenta del contenido, destino, fecha y
número de toda la correspondencia intercambiada.
Los funcionarios del Public Record Office llegaron
a la conclusión de que éstos habían sido arrancados
del lugar en que debían estar. Uno tiene que con-
cluir que se trató de ocultar algo que no podría ser
muy favorable para la diplomacia británica.

Entre ginebras Hohler habrá gobernado los destinos


del pueblo chileno. La masacre de la oficina salitrera La
Coruña debe llevar su sello y su firma, existan o no los
papeles que así lo acrediten.

41

12

A ese mundo raro, a ese Chile vuelto una colonia in-


formal pero oficiosa de la Gran Bretaña, llegaba Buena-
ventura Durruti Dumange ahora desde Buenos Aires, a
bordo del Oriana, despatarrado sobre un fino y absurdo
edredón irlandés.
Seguía mirando sus manos rojas de una sangre que
nada más él podía ver y que, seca ya, formaba una grue-
sa costra negra entre la línea de la vida y la línea del
destino, escondiéndolas.

42
13

Cuando el Oriana entró en aguas chilenas por la boca


oriental del Estrecho de Magallanes comenzó a caer
una lluvia triste y muda, una lluvia que condensaba
todo el dolor del planeta o, cuando menos, de esa parte
inmensa del mundo que pueblan los desheredados y los
mansos, en medio de los lobos y las parvadas de buitres
que mondan los deshechos que las jaurías abandonan.
–Nosotros renunciamos a todo menos a la victoria
–se dijo Durruti, mientras apagaba con rabia su cigarri-
llo en el parquet de caoba taraceada.
Y fue con ese gesto que su ánimo sombrío cambió
de golpe y comenzó a silbar «A las barricadas», mientras
repetía mentalmente la letra de ese himno que tantas
veces cantara marchando por los campos:

Negras tormentas agitan los aires,


nubes oscuras nos impiden ver,
aunque nos espera el dolor y la muerte,
contra el enemigo nos llama el deber.

43

El bien más preciado es la libertad,


Luchemos por ella con fe y con valor.

Alza la bandera revolucionaria,


que llevará al pueblo a la emancipación.

En pie pueblo obrero, a la batalla,


Hay que derrocar a la reacción.
A las barricadas, a las barricadas,
Por el triunfo de la confederación.

¡A las barricadas! ¡A las barricadas,


Por el triunfo de la confederación!

Fue hasta el baño y meó largamente sin parar de silbar.


Afuera una lluvia de hielo barría la cubierta y los
petreles habían abandonado sin motivo aparente la per-
secución de El Oriana. Empapado, Paco Ascaso se man-
tenía oteando las lejanas tundras de la Tierra del Fuego,
donde no hacía más de dos años había sido aplastada
brutalmente la huelga de los trabajadores anarquistas
de las estancias ovejeras bajo las fusilerías de las tropas
de línea del ejército argentino. Esa tierra ignota donde
fue confinado el camarada Simón Radowitzky, ese ju-
dío indómito como una fiera que a los dieciocho años, y

44
recién llegado de Ucrania, en pleno corazón de Buenos
Aires le metió, y bien metida en el culo, una bomba al
jefe de la policía de Capital Federal, el coronel Ramón
Lorenzo Falcón, y lo tronó mandándolo a la grandísima
puta que lo parió.
El agua que le corría a Ascaso por la cara escondía
un llanto largamente guardado. Un lloro por su familia,
por su pueblo de Almudévar, por los miserables de Es-
paña y por los expoliados del mundo entero. Un llanto
que nadie podía ver. Agradeció la complicidad del agua
que azotaba el puente: un libertario no llora jamás. Ni
de coña.

45

14

–Todas las religiones, con sus dioses, semi dioses, pro-


fetas, mesías y santos, son el producto de la fantasía y
la credulidad de los hombres que no han alcanzado to-
davía el pleno desarrollo y la posesión completa de sus
facultades intelectuales.
El Errante Durruti leía en voz alta la página de Ba-
kunin en la soledad de su lujoso camarote, como si qui-
siera memorizarlo.
No nos queda duda alguna del mal rato que habrá
pasado su camarada, la ciudadana Teresa, al leer ese mis-
mo día en El Heraldo sobre la imponente manifestación
de duelo que tuvo lugar en Zaragoza con motivo del
entierro del cardenal Soldevila, en el mismísimo tem-
plo Del Pilar, cuyas obras había impulsado con ahínco,
logrando incluso –cosa nada fácil– que fuera declarado
monumento nacional. José Escrivá, perdón, san Jose-
maría Escrivá de Balaguer y Albás, marqués de Peral-
ta, fue uno de los miembros del clero zaragozano que
planificó esas exequias, auténtico festín para la España

46
lúgubre, necrófila y supersticiosa de donde el Creador
de la Obra bebió sus primeras leches.
Cuentan los diarios de la época que miles de perso-
nas asistieron a rendir homenaje al difunto. El cuerpo
embalsamado estuvo expuesto tres días en la Plaza Del
Pilar. Una anciana nos relataba no hace mucho, con
una leve sonrisa en los labios:
–Me llevó mi madre de la mano y fuimos a com-
probar que estaba muerto y bien muerto.

47

15

Y nos cuenta Diego X de otra rara coincidencia:

El veinte de noviembre de 1936 el compositor Ma-


nuel Font de Anta es detenido y asesinado en Ma-
drid por brigadistas republicanos, en desquite por
habérseles escapado otro preso que llevaban.
También ese día fallecía en el hotel Ritz de la
capital el líder anarquista Buenaventura Durruti, a
consecuencia de un disparo recibido en el pecho el
día anterior, en circunstancias aún hoy sin aclarar.
El cuerpo de Font de Anta es rescatado de la
fosa común por su hermano José y trasladado a Se-
villa, su ciudad natal, donde será enterrado.
El de Durruti es embalsamado, llevado a Bar-
celona y –como sabemos– enterrado con todos los
honores en el cementerio de Montjuic, tras un des-
file multitudinario presidido por el gobierno de la
Generalitat en pleno. Su féretro será procesionado a
hombros, acompañado por carrozas y andas llenas

48
de flores con los distintivos y estandartes de todos
los sindicatos y fuerzas políticas de Barcelona.
Durante el recorrido la banda de música inter-
pretará una de las piezas favoritas de Durruti: Amar-
guras, compuesta por Manuel Font de Anta dieci-
siete años antes para la Virgen de la Amargura de
Sevilla, considerada hoy como el himno oficioso de
la Semana Santa sevillana y una de las piezas de mú-
sica española más bellas de todos los tiempos.

49

16

Dos hermanos de Durruti, Manuel y Pedro, fueron mi-


licianos falangistas. Se sabe que el primero se afilió a
Falange en León y que murió por «haberse negado a
prestar un servicio que probase su lealtad a la causa na-
cionalsindicalista». Pedro, antiguo militante de Falange,
fue fusilado por los republicanos.

50
17

En su cimbreante carrera entre Buenos Aires y Valpa-


raíso, el Oriana recaló de amanecida en Punta Arenas.
De su vientre, desde sus invisible entrañas, comenzó a
borbotear por las pasarelas rumbo a los muelles toda su
inmensa tercera clase, hecha de croatas, húngaros, mu-
jeres con maletas de cartón y niños pálidos: un oscuro
rebaño de migrantes pobres que soñaban encontrar, en
ese remoto confín batido por un viento que nadie que-
ría, una mejor vida y quizá un futuro menos predecible
y menos implacable.
En su cabina Paco Ascaso fumaba un Bisonte mien-
tras leía en La batalla por el pan, editado en París, las
palabras del príncipe Kropotkin:

¿Pero qué derecho tenía yo a estos goces de un or-


den elevado, cuando todo lo que me rodeaba no
era más que miseria y lucha por un triste bocado de
pan, cuando por poco que fuese lo que yo gastase
para vivir en aquel mundo de agradables emociones

51

había por necesidad de quitarlo de la boca misma


de quienes cultivaban el trigo y no tenían suficien-
te pan para sus hijos? De la boca de alguien ha de
tomarse forzosamente, puesto que la agregada pro-
ducción de la humanidad permanece aún tan limi-
tada. Por eso contesté negativamente a la Sociedad
Geográfica.

Mientras Paco Ascaso leía en la penumbra de su cabina,


la oscura manada de abrigos negros salidos del lo más
hondo de la tercera clase pisaba esa orilla de promisión
que les habían prometido sus sueños y fantasías. Se olía
en el aire ese aliento inconfundible, portuario de la brea
caliente, el salitre del mar y el vago hálito a incertidum-
bre de los que bajaban lentamente y se quedaban mi-
rando, perplejos, la punta de los zapatos bajo el chillido
ensordecedor de las gaviotas.

52
18

La explosión demográfica, causada en la primera déca-


da del Siglo XX por la migración desde el campo a la
ciudad, expandió Santiago cada vez más hacia el sur. En
el medio de este nuevo arrabal hecho de conventillos
se encontraba la avenida Matta, que muy pronto co-
menzó a recibir el nombre de «avenida de los monos».
El intendente Benjamín Vicuña Mackenna marcó esa
avenida como linde o cordón sanitario para separar y
proteger de enfermedades a la llamada «ciudad ilustra-
da» de la «ciudad bárbara» constituida por la masa de
campesinos recién llegados que se asentaba hacia el sur
de avenida Matta. En ese raro mundo instalaron Los
Errantes su cuartel general. En la zona de los apestados
y los «monos», hombres y mujeres que vagaban con sus
tisis, sus sífilis y sus tifus por un mundo lechoso, fuera
de la realidad.

53

19

Con acento montañés Carlos Bravo Suárez, del Alto


Aragón, nos entrega aun otro dato:

Ahora que se están recordando hechos y episodios


referidos a la pasada Guerra Civil española me pa-
rece oportuno aludir aquí a uno paradójico, en
extremo sorprendente y no demasiado conocido:
entre las filas anarquistas de la columna Durruti
desfiló mosén Jesús Arnal, sacerdote altoaragonés
que además ejerció como secretario o escribiente
del mítico líder libertario. No podemos dejar de
recordar el famoso poema de Milton sobre Lucifer,
Estrella de la Mañana: «¿Queréis inclinar la cer-
viz? ¿Preferís doblar una rodilla dócil? No, no lo
preferiréis si es que os conozco, según creo o si es
que os tenéis por oriundos hijos del cielo que nadie
poseyó antes que nosotros. Aunque no todos sea-
mos iguales, somos sin embargo libres, igualmente
libres, porque las alcurnias y las categorías no son

54
contrarias a la libertad, sino que se armonizan con
ella. ¿Quién puede introducir leyes y decretos en-
tre nosotros cuando, aun sin leyes, no cometemos
nunca un error? Con mucha menos razón puede ser
aquél nuestro señor y pretender nuestra adoración
en detrimento de esos títulos imperiales, que atesti-
guan que nuestro estado se ha hecho para gobernar,
no para servir.»
En 1935 Jesús Arnal, que contaba entonces con
treintaiún años de edad, fue nombrado cura ecóno-
mo de la parroquia de Aguinalíu, pequeño pueblo
ribagorzano cuyas casas, hoy en parte derruidas y
casi del todo despobladas, se desparraman en racimo
desde un roquedo de la cara norte de la sierra de la
Carrodilla hasta un pequeño barranco de aguas sa-
ladas que ya desde la Edad Media fue explotado en
unas salinas de las que aún se conservan restos no
lejanos del lugar. La disposición del pueblo responde
a la perfección a su topónimo, formado a partir de la
metátesis de Aguilaniedo, es decir «nido de águilas».
Mosén Jesús Arnal era un cura moderno: llegó al
pueblo a lomos de una motocicleta que causó sen-
sación entre los vecinos, y vestido con un mono de
trabajo. Al cabo de poco tiempo se compró también
un coche, uno de los primeros que se vieron por la
zona. Además se hizo con un aparato de radio, a

55

través del cual le llegaban las preocupantes noticias


del deterioro de la situación política en España. Fue
así como se enteró del levantamiento militar del 18
de julio de 1936; enseguida se percató de la grave-
dad de la situación y del peligro que corría su vida.
El día 22 de ese caluroso julio se trasladó en su Peu-
geot al vecino pueblo de Torres del Obispo para en-
trevistarse con dos párrocos de Graus, a los que no
consiguió convencer de su preocupación, y quienes
luego pagaron con sus vidas su exceso de confianza.
Mosén Jesús se mantuvo muy alerta en su Aguina-
líu y, cuando el día 27 vio desde la iglesia parroquial
situada en lo más alto del pueblo acercarse por la
carretera un coche del que después salieron varios
hombres armados, le faltó tiempo para, tras avisar
a la señora María –su casera– del lugar donde se
encontraría, dirigirse a toda prisa a la sierra. Como
buen cazador que era, conocía esos rincones a la
perfección. Allí se encontró con el cura de Olvena,
que también había tenido que huir de su pueblo
y buscar cobijo en la misma sierra. Tras bajar de
nuevo a Agunalíu para informarse de la gravedad
del asunto, y de la casi segura vuelta al lugar de los
milicianos, decidieron volver a esconderse en los
montes que se extienden entre Aguinalíu y Esta-
dilla. Pasaron varios días refugiados en una cueva

56
hasta que la señora María les dijo que se sentía
vigilada y que ya no podría llevarles más víveres.
Entonces decidieron ir a Estada, donde el párroco
de Olvena tenía un sobrino miembro del Comité,
de quien esperaba recibir protección. No pudieron
dársela a mosén Jesús, quien para evitar compro-
meterlos, ya en un callejón sin salida, decidió ir al
vecino pueblo de Barbastro y enrolarse como mili-
ciano, única manera de salvar su vida.

¿Sería el cura aquel un genuino servidor de Crucifer?


¿Un adorador de esa luz refulgente del Lucifer-Cristo
que bajó, limpiando de mugre y de roñas y de sombras
el alma de los hombres?
Nunca llegaremos a saberlo. Nos inclinamos a creer
que sólo se trató de un hombre que, por no estar he-
cho de trémula y encendida substancia de mártir, sim-
plemente optó por salvar el pescuezo como pudo, lo
que nadie tiene derecho a criticarle a nadie. Sigue su
tosco relato el montañés de Aragón:

Llegado aquel fraile a la ciudad del Vero, adop-


tó un lenguaje y, al cabo de unos días, una vesti-
menta más apropiados para sus intenciones. Pero
varios avisos le hicieron ver el gran peligro que
corría y decidió escapar de la ciudad. Andando

57

por la noche, escondiéndose durante el día, llegó


primero a Selgua y a Monzón, y se dirigió después
hacia Candasnos, lugar donde había nacido, donde
residía su familia y esperaba encontrar protección.
Entre el calor, la sed y el hambre, llegó hasta las
puertas de Pomar de Cinca y, atravesando por la
noche el barranco de la Clamor, desorientado a ra-
tos y con el cuerpo lleno de rasguños, logró alcan-
zar los alrededores de Estiche, donde encontró en el
campo a antiguos conocidos que le informaron de
la situación relativamente tranquila de Candasnos,
lugar en que Timoteo Callén, viejo amigo suyo, era
el jefe del comité local. Siguió mosén Jesús hasta
Ontiñena y finalmente alcanzó su pueblo natal. No
olvidaría el cura sus lecturas bíblicas y recordaría
bien aquello que viene en las últimas páginas del
Viejo Libro: «cuando Jesús abrió el segundo sello,
el caballo que apareció era rojo» [el énfasis es mío], y
«al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra
la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio
una espada grande» (Apocalipsis 6: 3-4).
Escondido entre un carro de leña, entró en su
pueblo y llegó hasta su casa. Consiguió hablar con
su amigo Timoteo, militante de la FAI, hombre
idealista y honesto, que se ofreció para ayudarlo.
Pero las cosas se pusieron difíciles cuando corrió la

58
noticia de su presencia en el pueblo. Aprovechando
una momentánea ausencia en la aldea de su pro-
tector, mosén Jesús es arrestado y encarcelado por
algunos elementos más radicales, pero cuando Ti-
moteo regresa se le libera. Nadie puede garantizar
por completo su seguridad, sin embargo. Ante las
amenazas que penden sobre su vida Timoteo Callén
somete al cura a un juicio popular, del que sale bien
parado. De ese hecho piden informes sobre él, tam-
bién favorables, en la antigua parroquia de Agui-
nalíu. Con estos argumentos de su lado y ante la
dificultad del problema, Timoteo Callén propone a
mosén Jesús una solución atrevida pero definitiva:
recomendarlo a Durruti, con quien le une una gran
amistad y cuya columna de milicianos se halla por
las inmediaciones del lugar, para que lo acepte en
sus filas y le otorgue su protección. Dada su situa-
ción, acepta el cura ese ofrecimiento. En compañía
de Timoteo se entrevistan con Durruti, quien ad-
mite al cura entre los suyos para que, a falta de ácre-
atas adecuados a los menesteres administrativos, se
encargue de la estadística y el papeleo del personal
de la columna.
Con toda seguridad conocería el buen cura Je-
sús Arnal la expresión hebrea Harmagedon o Arma-
gedón, aunque es mentada solamente una vez en la

59

Biblia, más específicamente en Apocalipsis 16:16.


Sabría entonces el mosén, por más moderno que
fuese, que Armagedón quiere decir «situación de
carácter terrible y catastrófico». No habrá dejado un
minuto de pensar en aquel término entre el tronar
de las bombas y el vuelo de los aviones de ambos
bandos, esos ángeles carroñeros que cruzaban sobre
La Piel de Toro, sus montañas y sus mesetas frías
como besos de buscona. ¿Sintió Arnal que alqui-
laba su alma al diablo por salvar el pellejo bajo las
banderas rojinegras de ese Armagedón desatado en
España?
La relación entre Durruti y mosén Arnal fue
siempre de gran respeto y lealtad mutua. Muy pron-
to se gana el cura la confianza del carismático anar-
quista, quien además de las burocráticas le encarga
otras tareas de importancia, como por ejemplo aca-
bar con la corrupción que se había apoderado de la
ciudad de Lérida, en la retaguardia, y hacia donde
parte Mosén Arnal en una misión especial que re-
suelve con discreción y eficacia. De cómo la resolvió
se sabe poca cosa; lo que se sabe más vale olvidarlo:
¿vagones de tren llenos de putas y maricones y ame-
tralladoras? Quién sabe. Siempre el cura habla con
respeto y admiración de Durruti. Desmiente con
argumentos sólidos, basados en su propia presencia

60
en los hechos, todas las noticias que le atribuyen
fechorías y desmanes, aunque entre sus seguidores
hubiera elementos incontrolados y fanáticos. Al me-
nos en el tiempo en que estuvo con él, Durruti se
mostró siempre como una persona íntegra y fiel a
creencias que predicaba con su ejemplo. El cura lo
ponía de manifiesto con algunos episodios de los
que fue testigo, entre los que destaca uno sorpren-
dente: un día Durruti entró en el despacho de Ar-
nal con un paquete en las manos que contenía un
regalo para su secretario; cuando éste desenvolvió el
paquete su sorpresa fue mayúscula al ver que conte-
nía una Biblia en latín.
Cuando Durruti con algunos de sus hombres
fue enviado a reforzar la defensa de Madrid, mo-
sén Jesús continuó en la columna en el frente de
Aragón y siguió disfrutando de la protección de los
nuevos mandos. Así pasó incluso tras la muerte del
líder anarquista, el 20 de noviembre de 1936, en
la capital de España. El cura sintió la pérdida del
libertario leonés y siempre, incluso después de ter-
minar la guerra, indagó sobre las causas de la mis-
ma. Después de oír muchos testimonios, algunos
de testigos presenciales del suceso, llegó a la con-
clusión de que se debió a un accidente producido
al dispararse el naranjero que portaba, cuando éste

61

golpeó el estribo del automóvil del cual estaba des-


montando. Aunque según otras versiones tal vez el
golpe se produjera ya sobre el firme de la acera de
la calle. La muerte de Durruti dejó a mosén Jesús
en una difícil situación, pero sus temores sobre la
pérdida de protección de los nuevos mandatarios
de la columna resultaron infundados y el cura de
Aguinalíu siguió entre las filas anarquistas hasta el
final de la contienda.
Aunque la columna miliciana fue militarizada a
comienzos del 37 y pasó a denominarse División 26,
continuó siendo predominantemente anarquista. El
cura Arnal mantuvo posiciones de confianza y de
mucha ingerencia dentro de la misma, aunque re-
chazó cualquier tipo de rango militar que pudiera
luego comprometerlo. Tras un periodo de estanca-
miento, las fuerzas republicanas fueron obligadas a
retirarse hacia el Este de manera ya irreversible. Des-
de Bujaraloz las fuerzas anarquistas se retiraron hacia
Fraga, lugar en el que sufrieron un severo bombar-
deo. Luego cruzaron el río Segre, situándose quienes
quedaban en la localidad de Artesa. Poco después
retrocedieron hasta la población de Suria, que fas-
cinó a Jesús Arnal. Ahí el cura pasó una temporada
inolvidable. Una de las mozas del pueblo, llamada
Neus, se enamoró de él; sin descubrir su verdadera

62
identidad tuvo que apagar sus ilusiones para evitar
falsas esperanzas y no traicionar su propia condición
sacerdotal. La desbandada final en la derrota mili-
tar los llevó hasta Puigcerdá y de allí a la frontera
francesa. Al pasar al país vecino hacia el campo de
Bourg-Madame, el cura Arnal llevaba consigo el na-
ranjero que había producido la muerte de Durruti;
se lo confiscaron las autoridades francesas. Mientras
la mayoría de sus compañeros empezaba un exilio
sin retorno, mosén Jesús Arnal decidió de inmediato
tramitar su regreso a España.
Mosén Jesús Arnal se reincorporó a sus labores
eclesiásticas y, aunque su deseo era ser reintegrado a
la parroquia de Aguinalíu, fue nombrado cura ecó-
nomo de Lascuarre –con las parroquias de Jagua-
res y Monte de Roda a su cargo–, cuya titularidad
había quedado vacante. Allí tuvo algún problema
por haber recibido la visita de varios maquis, hecho
sobre el que debió informar en los años siguientes
y que lo tuvo un tiempo bajo sospecha del obispo.
Posteriormente ejerció dos años como cura de To-
rrebeses y Sarroca en Lérida, y en 1947 fue enviado
a Ballobar, donde fue párroco hasta su muerte acae-
cida en 1971.

63

Nos quedamos mirando al vacío sin lograr que las cosas


encajen en su lugar. ¿Un cura era el secretario de aquel
hombre para el cual, según dijo, «la única iglesia que
ilumina es la que arde»? Es un acertijo que no logramos
desanudar y del que sólo nos queda la imagen límpida
de un hombre que respetó a cada uno de los suyos en lo
que eran, sin dogmatismos ni condiciones.

Cuando nada existía y no había cielo ni estrellas,


cuando no había universo y lo absoluto reposaba en
la nada eterna, un rayo de luz quebró las tinieblas.
Un fuego fulgurante nació y encendió los mundos.
A ese fuego primigenio se lo llamó Lucifer, que sig-
nifica «el que porta la luz» o «el que trae la luz».
Lucifer fue la primera manifestación de Dios sa-
liendo de su letargo. Es el primer ángel que tuvo
como misión encender la chispa primera que dio luz
al universo. Lucifer fue el primer ángel y querubín
en ser creado, y era además el más poderoso. Sólo
Dios lo superaba en inteligencia y poder. Irradiaba
más luz que cualquier otro ángel, y su belleza era
como ninguna antes vista en el cielo. Lucifer fue el
primer ángel que despertó a la Creación y fue la más
grande criatura de magnificente belleza en la aurora
cósmica. Este ángel tenía una hermosura increíble

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y no comparada a ninguna otra creación. Todos los
Ángeles que fueron creados después de él no tenían
la belleza ni la grandeza que poseía el primer ángel
de la mañana. El fue el encargado de encender las
primeras luces del universo, y en memoria a aquella
primera luz se llamó Lucero a la primera estrella de
la mañana.
Desafortunadamente Lucifer se convirtió en un
ser ambicioso, a tal nivel que un día decidió que iba
a demostrarle a todos cuán grande era su poder. Para
probar esto iba a elevar su trono a la altura de Dios.
Sin embargo otros ángeles no aprobaron las inten-
ciones de Lucifer, ya que no querían que un ser in-
ferior tratara de ser igual a Dios y Su poder. Aquella
rebelión de los ángeles contra Dios fue un complot
que no podemos imaginar. Cuando Lucifer trató de
llevar a cabo su plan reuniendo un ejército de án-
geles rebeldes a Dios, estalló la Primera Guerra en
el Cielo, pues se abalanzaron todos los Ángeles a las
órdenes de Miguel sobre los de Lucifer. Se libró una
gran batalla, Miguel y sus ángeles luchaban contra
Lucifer. Lucifer y sus ángeles combatieron, pero no
vencieron, y no quedó ya lugar para ellos ahí. Y fue
así como el Lucero de la Mañana fue arrojado del
cielo, y sus ángeles con él, derrotados y expulsados
por las huestes a las órdenes de Miguel. Esta guerra

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duró miles de millones de años. Tuvieron lugar du-


rante el segundo día de la Creación, para ser exac-
tos, hasta que las dos terceras partes de los ángeles
lograron vencer a los rebeldes que fueron arrojados
hacia los abismos, fuera del universo. Al caer sus
alas se tiñeron de negro, al cubrirse de sombras con
la derrota sus corazones esperanzados. Fue en ese
momento que la maldición se pronunció; eso no
significa que alguien haya dicho algo, sino que en el
universo se quebró la paz que existía hasta entonces,
y lo que se creara ya no tendría jamás el acuerdo
beneplácito de todos los ángeles, de toda la creación
del Señor.
Los Ángeles caídos vagaron por la tierra vacía
del no-mundo, lamentándose por su error. Pero Lu-
cifer no se lamentaba. Sentía el dolor del rechazo,
de la injusticia de Dios. Todo en el empezó a sufrir
cambios. Donde antes solo hubo amor incondi-
cional empezó a anidar ahora el odio más visceral,
transformando el dolor en deseos de venganza. Su
corazón se volvió frío y despiadado, su luz se apa-
gó, se hizo la oscuridad más profunda. Su belleza
abrumadora se fue retorciendo hasta que rechazó
su propia luminosidad. Ya no inspiraba ciega de-
voción entre sus hermanos caídos, sino un miedo
abismal a contradecirle. Continuaba siendo el más

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perfecto, el más bello, el más sabio, pero la pureza
fue destruida con la luz que le daba nombre. Cons-
truyó un reino de tinieblas, reverso del que había
sido su hogar, y se erigió como rey y amo absoluto,
con su propia legión de ángeles caídos y oscuros.
Desde allí juró venganza. Si no podía tener el reino
de los cielos y ser parte de la creación, como era
su cometido hasta la caída, sería el destructor de la
obra de Dios. Cuando terminara con ello desafiaría
a los cielos y reclamaría lo que le pertenecía como
derecho de nacimiento: usurparía el puesto de Dios
algún día. Se dijo a si mismo que no tenía prisa, así
que se sentó en su trono a cavilar sobre sus estrate-
gias. No por nada era también el ángel más paciente
de la creación.

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Pero ya dejamos atrás España, el país de san Isidoro y


de Felipe II –evangelizador de medio orbe, luz de Tren-
to, espada de Roma, martillo de herejes y cuna de San
Ignacio, como diría el diario ABC–, para ubicar nues-
tro relato en un barrio de cités, conventillos y sisear de
sopaipillas, allá en la apestada zona sur de Santiago de
Chile, once años antes.
En las sobaqueras y cintos de todos, las Colt y las
Smith & Wesson se adormecen, tibios los aceros ya hu-
manizados por el contacto con el cuerpo de sus por-
tadores. Martillos, cañones tambores y empuñaduras
flotan como nonatos letales, allá en la oscuridad tibia,
bajo los chaquetones y las chamarras de cuero.
Ascaso, Durruti y los suyos –nos cuentan Félix Ló-
pez y Pedro Nolasco Arratia, de la IWW– se comunican
entre sí básicamente con gestos, como en el juego del
Mus: si el azar te está dando una mano y te han tocado
un par de reyes, debes indicárselo a tu compañero mor-
diéndote el labio inferior. Si es un par de ases, enseña

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la punta de la lengua. Suponiendo que tengas medias,
deberás torcer los labios hacia un lado, y complementa
la seña con la anterior de tratarse de reyes o ases. Para
comunicarle a tu camarada que tienes un duples, levan-
ta las cejas nuevamente; de tratarse de reyes o ases de-
berás utilizar la señal correspondiente. Mostrar un sutil
beso también dará a entender que tienes duples. De ser
alto, puedes elevar las cejas. Si has llegado a treintaiuno
en tu juego, deberás guiñar un ojo. Pero esa habla silen-
ciosa de Durruti y Ascaso recordaba también la de los
pieles rojas de las praderas, que se inventaron un len-
guaje mímico común, el lenguaje gestual más ingenioso
jamás inventado según los que saben: así se hablaban
Los Errantes, mientras añorarían quizá sus pueblos de
piedra, sus encinares, las barricadas de Las Ramblas o
el café Pay Pay.

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Félix López y Pedro Nolasco Arratia, los wobblies, que


es como se conocía a los integrantes de la IWW, llegan
a primera hora con sus visitantes al taller del viejo Silva,
en la calle Copiapó 729. No tardan en aparecer Arman-
do Triviño, Juan Gandulfo y Teófilo Dúctil, el profesor
de esperanto. El grupo se pierde sin demora en unas
profundidades laberínticas, de las que no contamos con
detalles para narrar aquí. Es –eso lo sabemos– el mismo
lugar donde cinco años antes se quitara la vida el com-
pañero Julio Rebosio, allí mismo, enfrente del taller de
Manuel Silva.
El relato de las honras fúnebres de Rebosio tiene,
en pequeña escala, un cierto hálito profético de lo que
sería el entierro indescriptible de Durruti:

Los funerales de Rebosio fueron grandiosos. Su cuer-


po fue velado, cubierto de flores, en el local de la Fe-
deración de Obreros y Obreras del Calzado (FOOC,
ex FZYA). Junto al ataúd se había dispuesto una cor-

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tina en que figuraba un sol, cuyo centro estaba gra-
bado con la palabra «Lux». Y bajo él, una antorcha
tendida. A las 4 pm partió el cortejo hacia el cemen-
terio. 6.000 obreros, según Vicuña, acompañaron
al anarquista. Encabezaba la procesión una sencilla
carroza envuelta en una bandera roja. Seguían las
compañeritas con flores cantando y, tras de ellas, la
FOOC, el CPP, la Federación de Pintores, el Conse-
jo N° 2 de tranviarios, la FOCH, la IWW, la USOC
y otras organizaciones obreras. Una vez en el cemen-
terio, luego de entonar «Hijos del pueblo», fueron
sucediéndose los discursos. Miembros de la FOCH,
del Comité Pro Presos, de la Unión Femenina, y el
mismo Carlos Vicuña hablaron, uno tras otro. En
nombre de Verba Roja, Armando Triviño declaró
que «Rebosio dejaba a una hija huérfana, una hija
procesada, perseguida por los sicarios de la justicia
burguesa». Se hizo de noche. A las ocho y pico se
volvieron todos cantando.

–Bonvena kunulos –dijo Teófilo Dúctil a los recién lle-


gados que, inclinando las cabezas, se perdían en las pe-
numbras del taller.
–Danko –respondió alguno que conocía rudimen-
tos de la lengua universal. Seguramente era Jover, quien
sabemos había frecuentado grupos esperantistas.

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