Llibre Poesia PDF
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Dep. Legal:
7 Prólogo.
9 Nota preliminar.
77 Bibliografía.
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Prólogo
Hasta tener el libro en mis manos nunca pensé que hubiera tanta y tan variada poe-
sía dedicada a la función pulmonar en su sentido más amplio. ¡Y seguro que alguna
más se ha quedado en la recámara del Dr. Sauret! Por eso, este es un libro curioso,
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ameno y divertido de leer ya que las poesías recopiladas recorren y reflejan los más
variados estados de ánimos.
Gracias, amigo Jesús, por compartir con nosotros esta pequeña, pero delicada joya.
Nota preliminar
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Quede finalmente constancia de que el autor, quizá dejándose llevar por un roman-
ticismo trasnochado, es de los que piensan que la manera como fueron conseguidas
algunas de las grandes gestas de la Medicina puede ser considerada como pura y
simple poesía.
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Canto al jardín azul
de tus pulmones
A lo largo de todos los tiempos los poetas se han ocupado en sus obras de los más di-
versos temas relacionados con la Naturaleza, así como de las más íntimas emociones
y de los más hondos sufrimientos del ser humano y entre ellos no podía faltar, como
es lógico, la enfermedad y la muerte.
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También, por supuesto, el cerebro, sede de la razón y las ideas, y especialmente su
envoltura, es decir, el cráneo o calavera, estructura ósea venerada por místicos y ro-
mánticos para la meditación y recogimiento interior, y fuente inagotable de estudio
para los médicos en épocas pretéritas. La simbiosis de ambas tendencias la encontra-
mos en el soneto “A la calavera de mi estudio” del médico y poeta Cristóbal Jiménez
Encinas (1886-1956).
¿Y los órganos respiratorios...? ¿Han sido objeto de una atención similar? Pues no
lo parece a la vista de las escasas referencias que existen al respecto. Claro que si
consideramos que la función respiratoria comienza en las fosas nasales, podríamos
comenzar evocando el famoso soneto de Francisco de Quevedo “Érase un hombre a
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una nariz pegado”, pero lo cierto es que la composición tiene más de escarnio y burla
que de admirativo elogio. Posiblemente la más antigua cita poética de nuestro país
“al tórax” (aunque en este caso nada tiene que ver con esa zona corporal) sea el epi-
tafio del joven Licinio Thorax encontrado en una tumba romana cerca de Cartagena
(siglo I a de J.C). Puede parecer extraño que alguien se apellidara así, pero convie-
ne recordar que el vocablo latino deriva del griego (θὼραṦ)) que significa coraza,
y posteriormente se utilizó para denominar la parte del cuerpo cubierta por ella.
El epitafio es una amarga reflexión sobre la muerte en plena juventud:
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Pero no nos desviemos del tema, vayamos a lo que nos interesa. Y como hay gustos
para todo, el poeta argentino Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) tuvo la
osadía de idealizar a su amada no por el encanto de sus facciones ni por su maravi-
lloso cuerpo de afrodita, como ocurre habitualmente, sino por la belleza irresistible
de sus vísceras:
Así pues, animado por el hecho de que a alguien no relacionado con la Neumología
pueda parecerle hermoso el aparato respiratorio, comienzo mi recorrido por la poe-
sía en busca de citas concretas sobre la patología pulmonar comenzando por la parte
general, es decir, los síntomas, y de ellos, en primer lugar la tos.
La tos, veremos más adelante que suele encontrarse con cierta frecuencia en la litera-
tura de los siglos XIX y XX como manifestación característica de algunas enfermeda-
des, en especial la tuberculosis, pero ahora nos interesa analizarla aisladamente. Suele
ser un síntoma penoso y molesto para quien lo sufre y para quienes le acompañan,
pero cuando el amor está de por medio cambia la cosa: ya no se ven imperfecciones.
Vaya, que al enamorado/a le cautiva la persona querida hasta cuando estornuda. Al
menos así lo proclama Luís Rosales (1910-1992), uno de los máximos representan-
tes de la denominada Generación del 36, en: “A mí me gusta tu tos”:
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…Y ríes como tosiendo,
un poco, nada más que un poco: a mí me gusta
tu tos, es lo más tuyo, y me parece ahora
que he vuelto a oír en la alameda última,
igual que un trapo atado se rasga con el viento
su estrangulada y ronca iniciación de lluvia.
El escritor argentino Germán Berdiales (1896-1975) conocido como “el poeta de los
niños” y “el maestro poeta” por su especial dedicación a la literatura infantil, nos ha
dejado una ingenua y bella poesía titulada: “La tos de la muñeca”, que encaja bien
en este apartado:
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-Esa tos sólo se cura
con un caramelo o dos.
“El escandaloso tráfico que unos cuantos charlatanes están ejerciendo con la salud
pública, y pues las leyes que rigen en la materia son tan escarnecidas como aquí lo
son todas las leyes, fuerza es que busquemos algún medio de conjurar esa pestilencia
profesional que se llama charlatanismo, entre los cuales se cuenta el de apelar al ri-
dículo, el de formar asociaciones para anonadarle, y varios otros que no es cuestión
de referir aquí.”
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Yo, el licenciado Chiripa
Guta-gamba y coscorrón,
Afarfante jubilado
y Cañabaldo español;
bachiller en Comsilógia,
Proto-pincho y director
de la Escuela Ceretana
de caballeros del Dos.
CERTIFICO: que el arcano
del doctor Popouleon,
cura la tos masculina
en el acto y sin dolor.
Y como prueba inconcusa
citaré un ejemplo ad hoc,
y atestiguado…por yo.
De resultas de un eclipse
que sufrió mi corazón
por culpa de una morena,
¡Ay qué morena, gran Dios!
se secaron en mi pecho
las vertientes del amor,
y atacóme incontinenti
una tos… ¡pero qué tos!
Tosiendo, pues, noche y día
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iba de mal en peor,
hasta que vino el momento
en que la mina estalló.
Un martes por la mañana
que a la salida del sol
estaba yo muy alegre
cantando el Kyrie eleison,
tuve un ataque tan brusco
tan horrible y tan atroz,
que a los primeros esfuerzos
se me partió el esternón,
me saltaron siete muelas,
y con acerbo dolor,
arrojé el peritoneo,
tres costillas y un pulmón.
¡Yo pensé que la entregaba!...
Más, por la gracia de Dios,
vino a calmar mis angustias
el doctor Popouleon.
Púsome el hombre la mano
en el sitio del dolor,
y con tono grave dijo:
“Ya conozco la afección:
Esto es un muermo rebelde
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nacido del interior,
que oblitera los conductos
y que el vulgo llama tos.”
Me pidió papel y pluma,
el cogote se rascó
y estendióme en el momento
la siguiente prescripción:
“RECIPE: De una modista
ojos negros, buen color
lindo talle, mucha gracia
y sensible corazón,
Quod suficiat, ana et misce,
según Pinel y Trussó,
Et fiat secundum artem
un ecligma o lamedor.”
Dióme al punto la mistura:
Eran las doce: a las dos
me encontraba ya tan listo…
como el gallo de Morón,
Y desde entonces pregono
con sonora y alta voz,
“Nadie tosa ya en España.
Españoles: ¡NO MÁS TOS!”
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En esta misma línea satírica cabe incluir la composición, un tanto desvergonzada
e incluso escandalosa para la época en que fue escrita: “El Dominus-Tecum” o “La
beata y el fraile” de Bartolomé José Gallardo (1776-1852) ilustrado y liberal, autor
del Diccionario Satírico Burlesco, obra que le ocasionó muchos sinsabores. Por este
y otros motivos tuvo que emigrar a Inglaterra tras la instauración de la monarquía
absolutista de Fernando VII. El argumento de la poesía indicada se centra en los to-
camientos libidinosos, con el pretexto de domarle la carne, de un fraile a la susodicha
beata, la cual ante la ardorosa acometida, deja escapar un inoportuno ruidillo aéreo
de etiología dudosa. Pero veamos el divertido desenlace de la situación:
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Juan de Iriarte y Cisneros (1702-1771) compuso una extensa serie de epigramas que,
en su opinión, para ser de calidad, han de tener mucho parecido con las abejas:
A la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante.
Según esa teoría, dulce y agradable al paladar debe de ser también el tratamiento de
la tos:
Pero la tos no siempre es, por desgracia, tan banal y golosa como nos la presenta
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Iriarte. Está también la tos rebelde, exasperante, agotadora, de la coqueluche o tosfe-
rina infantil que le sirvió a Antonio Machado (1875-1939) para realizar una original
metáfora comparándola con el cansino traqueteo de una vieja locomotora, en su
conocida poesía “El tren”.
De nuevo Machado, en “Campos de Soria”, nos describe con dos trazos magistrales
las duras condiciones de vida de los pueblos castellanos en las primeras décadas del
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siglo XX, y hace un apunte exacto de la tos típica de la bronquitis del anciano, agra-
vada por los fríos invernales:
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Poetas, escupid poesía
Dice el expectorador
que carraspeos y flemas
pueden dar a los poemas
el líquido fijador.
Frase egregia: sí señor.
Todo el que versos escriba
¿con qué los hará mejor?
con saliva.
Y así termina:
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Poetas, escupid poesía.
Y que nadie os prohíba
untar bien el borrador
con saliva.
Pero, quizás la forma más bella en que jamás se ha descrito la hemoptisis fulminante
por herida torácica de arma blanca, se encuentra en el famoso “Romance a la muerte
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de Antoñito el Camborio”, de Federico García Lorca (1899-1936):
Sin embargo, el poeta no siempre busca la belleza etérea, los vocablos líquidos y
armoniosos, la métrica exquisita. En muchas ocasiones lo que quiere es golpearnos
con sus versos, utilizando expresiones vulgares y groseras, para inquietarnos, para
provocar la náusea, para transmitir su angustia. De manera que, si queremos seguir
adelante, no podemos limitarnos a indagar en las palabras técnicas: expectoración,
secreción bronquial, hemoptisis… El pueblo llano no lo llama así, el pueblo y sus
cantores lo llaman gargajo. En un fragmento de un romance de Quevedo, burla y sá-
tira inmisericorde de la poesía culta de su tiempo y al mismo tiempo reivindicación
del lenguaje vulgar, tenemos un magnífico ejemplo:
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En épocas más recientes, Rafael Alberti (1902-1999), al igual que Quevedo, se vale
del recurso de la procacidad en algunos poemas surrealistas, echando mano de pa-
labras soeces, como: caspa, gargajo, pedo, mierda etc., para zaherir e insultar a ene-
migos o rivales ideológicos. Podemos apreciarlo en el soneto: “A ciertos poetas con-
gregantes” en el que ataca sin piedad a los, a su juicio, imitadores de Pablo Neruda.
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apellidos inmortales. No. La poesía está también en la calle, en las letrillas y coplas
de geniales desconocidos que por transmisión oral van repitiéndose de generación
en generación. Letrillas y estribillos satíricos, mordaces, tiernos o crueles con los que
el pueblo expresa, con lenguaje vulgar, su rabia, sus penas y sus miedos, y mediante
los cuales, a veces, en un gesto magnífico, llega incluso a reírse de los mayores su-
frimientos. Como muestra, una divertida anécdota. Siendo gobernador de Madrid
Don José Osorio de Silva, excelentísimo duque de Sesto (1825-1909) se impuso la
tarea de acabar con la práctica, habitual en los ciudadanos de la época, de orinar en
muros, portales o en cualquier rincón de la vía pública, penándolo, como acto de-
lictivo con fuertes multas. La reacción popular no se hizo esperar por medio de una
cuarteta anónima que rápidamente se hizo famosa:
Mas de acorde con el tema que nos ocupa, pero con idéntico sentido, voy a trans-
cribir ahora la letra de una sevillana barriobajera de la década de los sesenta del siglo
pasado, que a los espíritus sensibles puede parecerles repugnante, pero tras la riso-
tada zafia que parece querer provocar se adivinan el dolor, la miseria y las lágrimas,
las lágrimas…
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¡Con qué alegría
cogía la cuchara y la sorbía!
Un galán enamorado
de mal de amores ha muerto,
y el efecto ha descubierto
que era dolor de costado.
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Al fin, una pulmonía
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él ¡din-dan!
Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo gran rezador.
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1912) médico, comediógrafo, humorista y autor de letras de zarzuelas tan conocidas
como “El rey que rabió”, nos ha dejado una visión muy acertada de este hecho en
“Las facetas del médico”.
El argumento consiste en la llamada urgente de una señora al doctor para que asista
a su esposo víctima de un síncope con pérdida de conciencia. En la primera fase,
cuando el médico llega al domicilio y comienza a tratar al paciente, es un dios.
Luego, en los días siguientes, el enfermo va recuperándose gracias al tratamiento
instaurado, y se transforma en un ángel al que se le ríen todas las gracias. Más tarde,
en la convalecencia, el matrimonio se lo encuentra por la calle y le saludan protoco-
lariamente como a un hombre vulgar. Por último, a la hora de cobrar los honorarios
¡es un demonio que no ha hecho nada! Veamos el desarrollo de la fase final de la
metamorfosis.
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Comprende que me salvó
de una congestión tremenda.
¿Qué te había de salvar?
¡Lo que te ha curado fue
la salve que yo recé
a la Virgen del Pilar!
Con no menos ironía y bastante más retranca, se expresa Pablo Neruda (1904-1973)
en “Sin embargo me muevo”, a la vista del apocalíptico dictamen que recibe de un
sabio doctor:
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o este riñón conspirativo.
Y con mi próstata melancólica
y los caprichos de mi uretra
me conducían sin apuro
a un analítico final.
Y en esta duda yo no sé
si dedicarme a meditar
o alimentarme de claveles.
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Respirar, respirar,
la mayor aventura
Más atrevido aún en sus planteamientos, Jorge Guillén (1893-1984) uno de los más
ilustres representantes de la llamada Generación del 27, nos propone nada menos
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que cambiar el cartesiano planteamiento del pienso luego existo, por la atractiva y
“neumológica” idea de, respiro luego soy.
La luz, el aire y la respiración son una constante en la poesía de Jorge Guillén. Son,
según él, los elementos esenciales para captar la Naturaleza, para sentir y disfrutar la
vida. Lo vemos en “Subida” donde relata la ascensión a un lejano castillo en la cima
de una montaña, quizá como analogía a la gozosa ascensión espiritual de los místicos:
Respiro,
y el aire en mis pulmones
ya es saber, ya es amor, ya es alegría,
alegría extrañada
que no se me revela
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sino como un apego
jamás interrumpido
-de tan elemental-
a la gran sucesión de los instantes
en que voy respirando,
abrazándome un poco
de la aireada claridad enorme.
El aire. El precioso elemento tan ansiosamente requerido por los enfermos en las
crisis de broncoespasmo del asma bronquial y de la EPOC. ¡Qué angustia sentir que
falta el aire! Parece que este podría ser un buen argumento literario, y de hecho lo ha
sido para algunos escritores que lo sufrieron; pero el poeta chileno Gonzalo Rojas,
Premio Cervantes de literatura en 2003, le da un enfoque totalmente distinto. Para
él: “Asma es Amor”.
A Hilda mi centaura.
Más que por la A de amor estoy por la A
de asma, y me ahogo
de tu no aire, ábreme
alta mía, única anclada ahí, no es bueno
el avión de palo en el que yaces con
vidrio y todo en esas tablas precipias, adentro
de las que ya no estás, tu esbeltez
ya no está, tus grandes
pies hermosos, tu espinazo
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de yegua de Faraón, y es tan difícil
este resuello, tu
me entiendes: asma
es amor.
De su bronquitis y de su miopía
-mañanas frías, documentos largos-
preferible es no hablar
en atención a su modestia. Sólo
recordaremos su presencia de ánimo,
su indiferencia frente a los elogios
cuando
-con ocasión de no sé qué acto público-
alguien habló del brillo
de la virtud
y él trató de ocultar contra un pupitre
los codos grises de su americana
resplandecientes y delgados como
el plumaje de plata de un arcángel.
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Y en fin, para qué más. Su biografía
-es decir su expediente-
se cerró un día de brumoso Enero. El asma
pudo con el tesón y la costumbre
y logró sujetar ya para siempre
aquel cuerpo que iba y que tosía
cada mañana en punto hacia una mesa,
cada jornada entera hasta muy tarde.
El galardonado poeta cántabro José Hierro (1922-2002) que padeció, como es sabi-
do, una EPOC en los últimos años de su vida, hace referencia a la disnea del enfermo
terminal en un pasaje de “El rey Lear en los claustros”, poesía basada en los persona-
jes de la conocida obra de Shakespeare:
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de las fórmulas magistrales y el desarrollo imparable de la industria farmacéutica
(lo cual le parecía una tomadura de pelo) con pócimas, elixires y píldoras fabricadas
para abastecer el mercado terapéutico de múltiples enfermedades, entre ellas el asma
bronquial.
El flamante industrialismo
mal llamado terapéutico,
con su cínico descaro
maravillas prometiendo,
seguirá en su explotación
de ignorantes y de necios
y no pocos que presumen
de listos y hombres de ingenio
y son casi los que antes
suelen tragarse el anzuelo;
y tendremos elixires
de plantas celestes hechos;
y las pastillas que usaba
Moisés en el desierto;
y píldoras austro-húngaras
para el asma y el histérico.
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¿Qué es esto? - dijo - ¿usted fuma?
Sobre el tabaco hay abundante material, pero, como hasta las primeras décadas del si-
glo XX no fue reconocido su pernicioso efecto en las vías respiratorias, la mayoría de las
citas se dedican a ensalzar las supuestas propiedades relajantes, voluptuosas e incluso
medicinales de la planta. Ya lo dice un antiguo refrán: “Al que no fuma ni bebe vino,
el diablo se lo lleva por otro camino”, y la letra de un conocido cuplé: “Fumar es un
placer”… No obstante, a algunos el hábito de fumar de sus conciudadanos no les gus-
taba como, por ejemplo, a Bretón de los Herreros (1796-1873), aunque, en realidad,
lo que le escocía a él no era que la gente fumase, sino que lo hiciera utilizando la petaca
de los otros, en vez de la propia.
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En una anónima letrilla satírica de las últimas décadas del siglo XIX titulada: “De lo
que falta y sobra en España” encontramos una alusión más directa.
Y es que en el siglo XIX ya había personas que detestaban el vicio de fumar. Pode-
mos apreciarlo fácilmente en: “El tabaco”, del poeta cubano José Jacinto Milanés y
Fuertes (1814-1863):
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y flor de beldad y amor,
¿es posible que consuma
su pulmón en tal horror?
Petra sin poder pensar
que lo que al joven le choca
es solamente fumar,
dijo: “No me puedo hallar
sin el tabaco en la boca”.
Y el infeliz concibió
tan grande asquerosidad,
que todo se removió
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y al ver tanta humanidad
su amor se le evaporó.
Tiene mérito que en Cuba, la cuna del tabaco, este hombre, hace ciento cincuenta
años, tuviera tan claras las ideas. Por desgracia, todavía a muchos fumadores del
siglo XXI dejar de fumar les parece un sueño inalcanzable. Para el escritor asturiano
Víctor Botas (1945-1994) era algo sencillamente “Imposible”:
Sería
muchísimo mejor que no fumara
tanto,
me dicen
ceñudos los doctores.
Imposible
seguir tan buen consejo:
este humo
que vuela entre mis dedos (no comprenden
nada) es la
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contestación de un conformista,
la sola valentía que aun me queda.
Acto seguido, el poeta se rebela contra el infortunio, reacción típica de muchos pa-
cientes. Se pregunta por qué ha de pasarle a él mientras que los asesinos, los tiranos,
los tristes, los infieles y otros semejantes parecen gozar siempre de buena salud. Y
continúa describiendo sus sensaciones:
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Contra estas vociferaciones
mentales me sostenía
mientras el doctor intranquilo
se paseaba por mis pulmones:
iba de bronquio en bronquio
como pajarillo de rama en rama:
yo me sentía mi garganta,
mi boca se abría como
el hocico de una armadura
y entraba y salía el doctor
por mi laringe en bicicleta
me miró con su telescopio
y me separó de la muerte.
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en la comisura de los labios. El aspecto ennegrecido de estos humildes trabajadores,
como de luto perenne, era inquietante y producía un cierto rechazo inconsciente
que Rafael Alberti supo plasmar de forma magistral en su oda a un barco carbonero.
Barco carbonero,
negro el marinero.
Negra en el viento la vela,
negra, por el mar, la estela
¡Qué negro su navegar!
La sirena no le quiere.
El pez espada le hiere
¡Negra su vida en el mar!
No menos negra la vida de los mineros, sea cual sea el mineral a extraer de las en-
trañas de la tierra. Expuestos siempre a múltiples peligros, y de ellos uno de los más
terribles, la silicosis. El poeta de los mineros, el boliviano Héctor Borda Leaño lo
manifiesta con toda su crudeza.
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Atento ante la muerte
drásticamente amortajado un hueso
reseco en sus raíces
enumeras tu pan y las heridas
de tu famoso grito,
de tu rabia inconclusa
y la prédica inmemorial de tu andadura.
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Me ocultaste las rosas
de tu pecho
Diversas causas se han invocado para explicar este fenómeno sin precedentes y sin
continuidad (no ha ocurrido algo similar con el cáncer, por ejemplo). Una de ellas, la
ardorosa defensa de las causas perdidas por parte de los máximos representantes del
pensamiento romántico, la lucha contra la injusticia y la desdicha en todas sus formas
¿y qué mayor desdicha e injusticia que una enfermedad maldita que se ceba en los
más jóvenes destruyéndolos lentamente? Pero, además, muchos grandes escritores la
sufrieron en sus propias carnes o en la de sus seres más queridos, y esta tragedia perso-
nal quedó reflejada en sus obras. Algunos la intuyeron, la presentían, eran conscientes
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de iba a acabar con sus vida, aunque no se atrevieran a nombrarla. Tal es el caso de
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) muerto prematuramente por tuberculosis.
Un siglo más tarde, el médico y escritor catalán Màrius Torres Perenya (1910-1942),
expresa idéntica desesperanza en sus versos. Al Dr. Torres le podemos aplicar el viejo
refrán: “de casta le viene al galgo”, pues tuvo un abuelo médico y otro catedrático
de Literatura en Lérida. Murió víctima de la tuberculosis después de pasar por el
calvario de largas temporadas ingresado en sanatorios. En tales condiciones, se ansía
la muerte porque supone la liberación de los sufrimientos:
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el dolor que m’espera em fa mal…
I gairebé donaria, per morir ara
-morir per sempre-, una ànima immortal.
No era tan sólo el miedo a pronunciar el nombre terrible, sinónimo de segura sen-
tencia de muerte, es que en muchas ocasiones la tuberculosis “no daba la cara” con
síntomas respiratorios inconfundibles hasta fases avanzadas de su evolución, ma-
nifestándose durante cierto tiempo como síndrome tóxico: inapetencia, adelgaza-
miento, fiebre de causa desconocida y, por tanto, muy difícil de diagnosticar con los
escasos recursos de la Medicina en aquella época. Lo podemos apreciar en el lamento
de José Cadalso (1741-1782) “A la peligrosa enfermedad de Filis”, de la que sólo
sabemos que al final la llevó a la tumba:
Palidez, violáceas ojeras, nariz afilada, caquexia, aspecto enfermizo… Estas eran las
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características fundamentales del llamado “hábito tísico”. Si ampliamos el ámbito
de nuestra investigación a la literatura del país hermano: Portugal, encontraremos
una descripción perfecta de dicho hábito, que no era otra cosa que la consunción
extrema, en “Pobre thysica!” de António Nobre (1867-1900) el poeta viajero. Otra
ilustre víctima de la tuberculosis en plena juventud:
Es la pálida coqueta.
La que pasa tristemente
por el libro de Murger.
Es la novia del poeta;
alma equívoca, incoherente
de mujer.
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Y más adelante:
Las manos de las tísicas, pálidas y delicadas fueron objeto de veneración de mu-
chos poetas y escritores. Se aprecia bien en la siguiente composición del argentino
Evaristo Carriego (1883-1912) fallecido tempranamente, no se sabe seguro, si por
tuberculosis o por una peritonitis aguda:
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Perdió en el lecho sus atractivos,
y así, destruida la antigua gracia,
ya no hubo triunfos, pues los deseos
para saciarse la hallaron flaca.
Por eso, a solas hoy en el cuarto,
donde se muere, donde la arranca
hondos gemidos la tos violenta,
la tos maldita que la desangra,
bajo la fiebre que la consume,
tiene rencores de sublevada,
¡tiene unas cosas!... ¡oh si pudiera
con los pulmones echar el alma!
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Abandonada siempre, son sus horas
como su enfermedad: interminables.
Sólo a ratos el padre se le acerca,
cuando llega borracho por la tarde.
Pero es para decirle lo de siempre,
el invariable insulto, el mismo ultraje.
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De fijo mi madre
las horas mortales llorando se pasa;
ya sabe la pobre
que naica en el mundo me salva,
que me encuentro malico del pecho,
que día por día las fuerzas me faltan.
que, lo mesmo que luz sin aceite,
poquico a poquico mi vida se apaga.
Yo pienso que el mal que me acosa,
más bien que en el pecho, lo llevo en el alma…
Por volver a mi tierra, tan sólo,
son toas mis ansias.
¡Y de hallarme tan lejos, la murria
me corca y me mata!
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a un nuevo encuentro en el mismo lugar, un año más tarde, pero hay algo extraño,
algo misterioso, en su respuesta:
¡Ahora tenemos la clave! La dama está tuberculosa y quiere darse un plazo de tiempo
para intentar la imposible curación. Sin embargo, el protagonista de la historia no se
da cuenta de lo que sucede e, ilusionado, acude puntualmente a la cita doce meses
después. Busca con ansiedad a lo largo y a lo ancho de la estación a la mujer deseada
que le prometió esperarle, no la encuentra, y cuando ya presa de la desesperación
está a punto de desistir:
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que padece. Antes de que él tenga tiempo de reaccionar o de reconocerla, desliza
en su mano una amarga carta de despedida y huye precipitadamente. La tragedia
romántica está consumada.
La mujer enferma. Sí, pero también la mujer abnegada. La abnegación, esa extraor-
dinaria capacidad femenina de sufrir en silencio para no alarmar a los seres queridos,
o de entregarse en cuerpo y alma cuando quien padece es uno de ellos. El colmo de
dicha abnegación nos lo explica Francisco Villaespesa (1877-1936): ¡Nada menos
que alegrarse por haber sido contagiada por el compañero! para poder así afrontar
juntos el mismo azaroso destino.
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Tosiste tanto aquel día,
que enrojeció tu pañuelo;
y, saltando de alegría,
dijiste, al dármelo: ¡Ven
y mira!... ¡Gracias al cielo
estoy tísica también!
Parece ser que Antonio Machado intentó algo semejante durante la enfermedad de
su amada esposa Leonor Izquierdo, fallecida el 1 de Agosto de 1912, a los 18 años
de edad, víctima de la tuberculosis. En Mayo de ese mismo año la situación era tan
desesperada que sólo un milagro podía salvarla; y el poeta, al observar con asombro,
en sus paseos solitarios, como reverdecía un decrépito olmo seco en los campos de
Castilla, se aferró a esta última posibilidad; actitud por otra parte habitual en las
familias del paciente desahuciado.
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“¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!”
-Exclama desesperado-.
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En “Bajo la angustia”, de nuevo Evaristo Carriego nos introduce en el drama de la
mujer tísica. Pero esta vez no se trata de una esposa o de una amante, es todavía peor
si cabe asistir al cruel desenlace cuando la enferma es una niña, la hermana pequeña.
En realidad, todos estos gritos de dolor hechos poesía, no son más que el reflejo de
una época en la que la tuberculosis destruía implacablemente al género humano sin
hacer distingos por edad, sexo o clase social; y sin que nadie supiera a ciencia cierta
cuál era su origen ni cuál pudiera ser el tratamiento curativo. Este panorama desola-
dor comenzó a cambiar cuando en 1882 Robert Koch anunció al mundo la buena
nueva de haber podido identificar, sin ningún género de duda, el bacilo responsable.
Este y otro muchos espectaculares descubrimientos de la Microbiología en la se-
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gunda mitad del siglo XIX, crearon tal clima de expectación general que indujeron
a Theodor A.E. Klebs (1834-1913), descubridor del bacilo de Klebs-Loffler de la
difteria, a proclamar solemnemente que todas las enfermedades humanas eran de
origen infeccioso.
Sin embargo, asimilar tantas innovaciones en tan corto periodo de tiempo no fue ta-
rea fácil. Ante la avalancha de bacterias, protozoos y vírgulas que les venían encima,
algunos médicos se atrincheraron resistiéndose tozudamente a modificar las teorías
y saberes que durante décadas habían hecho servir en su práctica profesional. Lo po-
demos apreciar en un fragmento de la salutación al nuevo año, publicada en Enero
de 1885 en el Siglo Médico, y firmada por un desconocido médico rural: Ramón
Baena y Nevet.
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de las causas generales;
el cultivo de las vírgulas
de la epidemia reinante,
sin cultivar los remedios
más seguros y eficaces,
juzgo que con los microbios
va la Ciencia a desviarse
del camino que siguieron
los prácticos más sagaces,
encontrándose perdida
en los dominios del arte
por escabrosos senderos
entre breñas y jarales.
Hermana nube,
hermano pajarito,
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y tú, perro policía,
y tú policía armado
¡todos sois hermanos míos!
Pero dime tú, Francisco,
¿son los bacilos de Koch
también hermanitos míos?
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Mansión de noche larga y fiebre lenta. Sí, porque largas muy largas eran las noches y
los días de los sufridos pacientes sometidos a un estricto régimen de reposo absoluto,
cura de aire y dieta hipercalórica. Tantas horas de inmovilidad en la habitación, o en
una tumbona de las galerías exteriores, bien abrigados y protegidos del viento, lle-
gaban a desesperar hasta a los espíritus más serenos. Antonio Ramalho de Almeida,
en su libro: “O Porto e a tuberculose. História de 100 anos de luta”, presenta, entre
otros, este breve poema del médico portugués Passos Coelho quien, ingresado en el
sanatorio de Caramulo por una tuberculosis pulmonar, se declara tan aburrido, tan
harto de estar todo el día tumbado, que desearía ser enterrado de pie.
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y poeta onubense Rogelio Buendía (1891-1969), uno de los máximos representantes
del Ultraísmo, describe la técnica y sus avatares en el poema “Neumotórax”:
El nitrógeno entró.
El manómetro marcó
positivo.
Ella tumbada con el costado
perforado por la aguja.
Las gafas brillaban viviendo
su vida de sabio aburrido.
Una tos anestesiaba el aire.
Cloroformo, aceite gomenolado
C’est ça!
Pas bien du sommet gauche
la pantalla lo dijo.
Ella tosía y tosían todos.
C’est ça!
Dentro de aquel otro pecho
se oía y golpeaba las manos
la pectoriloquia áfona
trente deux, trente trois…
Tras de mi fonendoscopio
había un soplo que me decía
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que me callara.
La aguja se hundió en otra pleura.
De todas formas, el recurso del tango tiene su explicación porque muchas letras de la
edad de oro del tango argentino tratan de la tuberculosis. Evaristo Carriego, ya men-
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cionado en varias ocasiones, es uno de los compositores que podríamos citar a este
respecto. Algunos tienen títulos tan sugerentes como “El bacilo”, de Albérico Spátula.
“Mamita”, de Ángel Danesi y Francisco Bohigas, cantada por Carlos Gardel, son otros
ejemplos de este fenómeno y, sobre todo, “Costurerita” (1925), de Cátulo Castillo:
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¡Ay paloma!
Que bajas a las ramblas
de Barcelona
con la muerte en las alas
¡Sola!
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¿Y qué es morir?
Dejarnos las pasiones
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…” nos dice Jorge
Manrique en las “Coplas a la muerte de mi padre”. Bien, pero casi todo el mundo
desea que su río sea ancho, caudaloso y, sobre todo, largo, muy largo. Tan sólo a los
dioses les es permitido el don de la inmortalidad, y tan sólo en la Mitología clásica
encontramos a algún ser humano capaz de renunciar, si se le ofrece, a semejante
dádiva. ¿Quién no recuerda a la seductora Silvana Mangano en el papel de la diosa
hechicera Circe en la película Ulises? Despechada por la negativa del héroe (interpre-
tado por Kirk Douglas) a permanecer a su lado convertido en un semi-dios inmortal,
le despide increpándole con furia mal contenida:
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le rodean. Para los místicos era un tránsito jubiloso y anhelado hacia una vida mejor.
Lo observamos en la conocida declaración de Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI
que comienza:
Muy espiritual, sí, pero para los que los que no son tan místicos la reacción más
corriente suele ser de aprensión, cuando no espanto, ante el trance fatídico. Lo po-
demos apreciar en “Anacreonte. Mis escasos cabellos” de Víctor Botas:
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Hay también, por supuesto, quien lo acepta con resignación como algo irremedia-
ble. Lo hemos visto en algunos poemas previos. Sin embargo, lo más interesante qui-
zás sea buscar la visión filosófica, pues permite, desde la pura razón, desdramatizar
el temido evento.
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Similar visión filosófica de la hora suprema se aprecia en el siguiente epigrama de
Francisco de la Torre y Sevil (1625-1681):
Otra posibilidad es enfrentarse a la muerte cara a cara, con gallardía, con insolencia.
En los últimos días de su vida Ramón del Valle-Inclán (1886-1936) indignado con
los periodistas que atisbaban como buitres el desenlace final para ofrecer la exclusiva,
les dedicó un durísimo “Testamento” que, entre otras cosas dice:
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para adornar su puerta, mi laurel.
Mis palmas al balcón de una vecina;
a una máscara loca, mi oropel.
Pablo Neruda va más lejos: increpa e insulta a la Muerte pese a saber que de nada le
iba a servir:
Con mayor audacia y osadía aun si cabe, se expresaba el poeta y cirujano oriundo de
Méjico, Elías Nandino (1900-1993) en “Conversación con mi muerte”, que termina
con un descarado desafío:
Ya me cansé de llevarte
asiduamente conmigo,
como mortal enemigo
que mi existencia comparte.
Como no puedo apartarte,
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mi venganza enardecida
hace que al fin me decida
a luchar hasta vencerte
porque he de matarte, muerte,
aunque me cueste la vida.
El fin de la vida planteado como lucha, porque se teme perderla, o bien como paso
intrascendente hacia otra nueva y quizás mejor. Son las dos posibilidades filosóficas:
mortalidad versus inmortalidad. Pero el concepto de inmortalidad puede tener múl-
tiples variantes, desde la deseada persistencia del individuo como ente inmutable
más allá de la muerte, hasta la transmutación en otras formas, no necesariamente
humanas, de existencia. Esta es la reflexión que nos propone otro médico y poeta
mejicano, Manuel Acuña (1849-1873) en “Ante un cadáver”:
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zada. Muchos escritores lo han planteado de esta manera en incontable número de
odas, himnos y poemas dedicados a ensalzar los muchos dones que nos regala la vida.
De ellos, de los que yo conozco, seleccionaré, para poner punto final y defender esta
idea, una composición magnífica del uruguayo Mario Benedetti (1920-2009). La
elijo por la grandeza de su mensaje, pero, sobre todo, porque el autor, que no tuvo
una existencia fácil, conocía bien los sufrimientos de los enfermos crónicos pues
padeció asma bronquial desde su juventud, y pese a ello nos exhorta con coraje, con
entusiasmo, como un objetivo fundamental, a la defensa de la alegría.
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Defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres.
Defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa patina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa.
Defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.
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Bibliografía
Alberti R.: El poeta en la calle. Obras completas. Ed. Aguilar. Madrid. 1988.
Bodini V.: Los poetas surrealista españoles. Ed. Tusquets. Barcelona. 1971.
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Orta Ruiz J.: El jardín de las espinelas. Las mejores décimas hispanoamericanas.
Siglos XIX y XX. Antología. Padilla Libros. Sevilla. 1990.
Poetas líricos del siglo XVIII. Antología I y II. Edición de H. Capote. Editorial Ebro.
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Sauret Valet J.: La tuberculosis a través de la historia. Ed. Rayma. Madrid. 1990.
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