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ISBN: 978-84-937553-7-9

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Editado y coordinado por Editorial Respira.


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escrito del titular del copyright.
La patología respiratoria en
la poesía iberoamericana
Jesús Sauret Valet
Índice

7 Prólogo.

9 Nota preliminar.

11 Canto al jardín azul de tus pulmones.

24 Poetas, escupid poesía.

34 Respirar, respirar, la mayor aventura.

40 ¿Qué es esto? - dijo - ¿usted fuma?

48 Me ocultaste las rosas de tu pecho.

69 ¿Y qué es morir? Dejarnos las pasiones.

77 Bibliografía.

5
Prólogo

Juan Ruíz Manzano


Presidente de SEPAR

Es un ejercicio necesario, interesante y, a menudo, provechoso aproximarse a la rea-


lidad más cercana desde un ángulo distinto, para descubrir nuevos matices. La co-
lección SeparMiradas de la Editorial Respira nos ofrece esta oportunidad. En cada
nuevo libro nos descubre una mirada paralela sobre diversos aspectos, generalmente
de carácter humanista, ligados a nuestra profesión.

El Dr. Jesús Sauret es un magnífico neumólogo, pero también un excelente historia-


dor de la neumología que es capaz de ofrecernos esta nueva mirada sobre algo tan
cotidiano para nosotros como son las enfermedades respiratorias. Desde su vocación
de historiador son bien conocidos sus estudios sobre la tuberculosis. Pero en este
libro, que tengo el honor de presentar, se nos descubre en una nueva faceta: el de
erudito literato capaz de investigar, localizar y clasificar las poesías que tienen como
protagonista la patología respiratoria.

Hasta tener el libro en mis manos nunca pensé que hubiera tanta y tan variada poe-
sía dedicada a la función pulmonar en su sentido más amplio. ¡Y seguro que alguna
más se ha quedado en la recámara del Dr. Sauret! Por eso, este es un libro curioso,

7
ameno y divertido de leer ya que las poesías recopiladas recorren y reflejan los más
variados estados de ánimos.

De la nariz a la tos, de la respiración al suspiro, del resfriado invernal a la temida tu-


berculosis, nada escapa a la mirada y el sentimiento del poeta. Poetas de reconocido
renombre junto a médicos-poetas que publicaban sus obras en las revistas médicas
de antaño, nos sorprenderán de igual modo en esta antología, con un elogio a la
tos o una crítica a las pastillas-milagro que lo curan todo, con un tierno recuerdo al
anciano que se calienta ante la lumbre o con la pasión desesperada ante la muerte
que acecha a la amada.

Gracias, amigo Jesús, por compartir con nosotros esta pequeña, pero delicada joya.
Nota preliminar

El conjunto de poemas, en versión completa o fragmentaria, que se presenta en este


trabajo, no pretende ser una antología de todas las obras en verso en las que, de una
manera u otra, se hace mención a los órganos respiratorios y a su patología, pues tal
empresa escapa de mis posibilidades. El objetivo es mucho más modesto; se trata tan
sólo de ofrecer al lector una visión panorámica de algunas composiciones de poetas
iberoamericanos, conocidos, desconocidos u olvidados, en las que, por diversas cau-
sas, sintieron la necesidad de referirse a aspectos concretos de la Neumología.

En ciertos casos la alusión es clara y directa, pero en otros no tanto. Es necesario en


estos últimos intuir el significado, la relación con el tema que nos ocupa, porque
suele tratarse de escritores que al padecer, ellos mismos o sus seres más queridos,
enfermedades pulmonares graves, este hecho doloroso les marcó para siempre en lo
personal y en lo literario.

9
Quede finalmente constancia de que el autor, quizá dejándose llevar por un roman-
ticismo trasnochado, es de los que piensan que la manera como fueron conseguidas
algunas de las grandes gestas de la Medicina puede ser considerada como pura y
simple poesía.

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Canto al jardín azul
de tus pulmones

A lo largo de todos los tiempos los poetas se han ocupado en sus obras de los más di-
versos temas relacionados con la Naturaleza, así como de las más íntimas emociones
y de los más hondos sufrimientos del ser humano y entre ellos no podía faltar, como
es lógico, la enfermedad y la muerte.

En cuanto a localización anatómica de los males físicos y psíquicos que atormentan


al hombre, el corazón, favorito de vates y escritores para radicar los sentimientos, ha
sido y es probablemente el órgano más ampliamente utilizado. Un poema de Salva-
dor Rueda (1857-1933) servirá para justificar esta aseveración:

Si quieres darme la muerte


tira donde más te agrade,
pero no en el corazón
porque allí llevo tu imagen.

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También, por supuesto, el cerebro, sede de la razón y las ideas, y especialmente su
envoltura, es decir, el cráneo o calavera, estructura ósea venerada por místicos y ro-
mánticos para la meditación y recogimiento interior, y fuente inagotable de estudio
para los médicos en épocas pretéritas. La simbiosis de ambas tendencias la encontra-
mos en el soneto “A la calavera de mi estudio” del médico y poeta Cristóbal Jiménez
Encinas (1886-1956).

Calavera en que estudio Anatomía,


bruñidos huesos que en ensamble unidos
encerraron potencias y sentidos
en la oquedad del cráneo ya vacía.
Desmanteladas órbitas que un día
albergaron miríficos tejidos
para mirar y ver, ya fenecidos.
Hoy contemplando tu espaciosa frente
parece que me dices: “Un momento,
mírame de manera diferente,
con piadoso y cordial recogimiento.
Piensa y medita reverentemente
que noble alcázar fui del pensamiento”.

¿Y los órganos respiratorios...? ¿Han sido objeto de una atención similar? Pues no
lo parece a la vista de las escasas referencias que existen al respecto. Claro que si
consideramos que la función respiratoria comienza en las fosas nasales, podríamos
comenzar evocando el famoso soneto de Francisco de Quevedo “Érase un hombre a

12
una nariz pegado”, pero lo cierto es que la composición tiene más de escarnio y burla
que de admirativo elogio. Posiblemente la más antigua cita poética de nuestro país
“al tórax” (aunque en este caso nada tiene que ver con esa zona corporal) sea el epi-
tafio del joven Licinio Thorax encontrado en una tumba romana cerca de Cartagena
(siglo I a de J.C). Puede parecer extraño que alguien se apellidara así, pero convie-
ne recordar que el vocablo latino deriva del griego (θὼραṦ)) que significa coraza,
y posteriormente se utilizó para denominar la parte del cuerpo cubierta por ella.
El epitafio es una amarga reflexión sobre la muerte en plena juventud:

Hospes consiste et Thoracis perlege nomen.


Immatura iacent ossa relata mea.
Saeva parentibus eripuit Fortuna meis me
nec iurenem passat ulteriora frui.
Nihl simile aspicias; timeant ventura parentes,
neu nimium matres concupiant parere

“Viajero, detente y lee el nombre de Thorax.


Prematuramente yacen recogidos mis huesos.
La cruel Fortuna me arrancó de mis padres
y no me permitió disfrutar de lo que, joven
como era, me quedaba por vivir.
Ojalá tu no veas nada parecido;
teman el porvenir los padres,
que no deseen demasiado las madres parir”.

13
Pero no nos desviemos del tema, vayamos a lo que nos interesa. Y como hay gustos
para todo, el poeta argentino Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) tuvo la
osadía de idealizar a su amada no por el encanto de sus facciones ni por su maravi-
lloso cuerpo de afrodita, como ocurre habitualmente, sino por la belleza irresistible
de sus vísceras:

Harto ya de alabar tu piel dorada


tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.

Así pues, animado por el hecho de que a alguien no relacionado con la Neumología
pueda parecerle hermoso el aparato respiratorio, comienzo mi recorrido por la poe-
sía en busca de citas concretas sobre la patología pulmonar comenzando por la parte
general, es decir, los síntomas, y de ellos, en primer lugar la tos.

La tos, veremos más adelante que suele encontrarse con cierta frecuencia en la litera-
tura de los siglos XIX y XX como manifestación característica de algunas enfermeda-
des, en especial la tuberculosis, pero ahora nos interesa analizarla aisladamente. Suele
ser un síntoma penoso y molesto para quien lo sufre y para quienes le acompañan,
pero cuando el amor está de por medio cambia la cosa: ya no se ven imperfecciones.
Vaya, que al enamorado/a le cautiva la persona querida hasta cuando estornuda. Al
menos así lo proclama Luís Rosales (1910-1992), uno de los máximos representan-
tes de la denominada Generación del 36, en: “A mí me gusta tu tos”:

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…Y ríes como tosiendo,
un poco, nada más que un poco: a mí me gusta
tu tos, es lo más tuyo, y me parece ahora
que he vuelto a oír en la alameda última,
igual que un trapo atado se rasga con el viento
su estrangulada y ronca iniciación de lluvia.

El escritor argentino Germán Berdiales (1896-1975) conocido como “el poeta de los
niños” y “el maestro poeta” por su especial dedicación a la literatura infantil, nos ha
dejado una ingenua y bella poesía titulada: “La tos de la muñeca”, que encaja bien
en este apartado:

Como mi linda muñeca


tiene un poquito de tos
yo, que enseguida me aflijo,
hice llamar al doctor.
Serio y callado, a la enferma
largo tiempo examinó,
ya poniéndole el termómetro,
ya mirando su reloj.
La muñeca estaba pálida,
yo temblaba de emoción,
y al fin el médico dijo,
bajando mucho la voz:

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-Esa tos sólo se cura
con un caramelo o dos.

Una interesante fuente de información la podemos obtener indagando en la obra de


los médicos poetas o, si se prefiere, de los poetas médicos. La mayoría de ellos son
grandes desconocidos porque la dedicación fundamental de su vida fue la medicina
mientras que las aficiones literarias, ya sea en prosa o en verso, las orientaron como
actividad secundaria en el contexto del humanismo inherente a nuestra práctica
profesional. No es fácil, por tanto, conseguir los resultados apetecidos utilizando este
recurso; pero, por suerte, durante la segunda mitad del siglo XIX se puso de moda en
las grandes revistas médicas de la época publicar con cierta periodicidad poemas de
sus colaboradores relacionados, en general, con aspectos y problemas profesionales
de ese momento histórico. Como ejemplo, una poesía del médico valenciano José
Pallarés, publicada en el Siglo Médico, el año 1857, con el título: ¡NO MÁS TOS!
En la que el autor proponía un original tratamiento de la tos masculina, satirizando
de paso, según el comentario editorial:

“El escandaloso tráfico que unos cuantos charlatanes están ejerciendo con la salud
pública, y pues las leyes que rigen en la materia son tan escarnecidas como aquí lo
son todas las leyes, fuerza es que busquemos algún medio de conjurar esa pestilencia
profesional que se llama charlatanismo, entre los cuales se cuenta el de apelar al ri-
dículo, el de formar asociaciones para anonadarle, y varios otros que no es cuestión
de referir aquí.”

16
Yo, el licenciado Chiripa
Guta-gamba y coscorrón,
Afarfante jubilado
y Cañabaldo español;
bachiller en Comsilógia,
Proto-pincho y director
de la Escuela Ceretana
de caballeros del Dos.
CERTIFICO: que el arcano
del doctor Popouleon,
cura la tos masculina
en el acto y sin dolor.
Y como prueba inconcusa
citaré un ejemplo ad hoc,
y atestiguado…por yo.
De resultas de un eclipse
que sufrió mi corazón
por culpa de una morena,
¡Ay qué morena, gran Dios!
se secaron en mi pecho
las vertientes del amor,
y atacóme incontinenti
una tos… ¡pero qué tos!
Tosiendo, pues, noche y día

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iba de mal en peor,
hasta que vino el momento
en que la mina estalló.
Un martes por la mañana
que a la salida del sol
estaba yo muy alegre
cantando el Kyrie eleison,
tuve un ataque tan brusco
tan horrible y tan atroz,
que a los primeros esfuerzos
se me partió el esternón,
me saltaron siete muelas,
y con acerbo dolor,
arrojé el peritoneo,
tres costillas y un pulmón.
¡Yo pensé que la entregaba!...
Más, por la gracia de Dios,
vino a calmar mis angustias
el doctor Popouleon.
Púsome el hombre la mano
en el sitio del dolor,
y con tono grave dijo:
“Ya conozco la afección:
Esto es un muermo rebelde

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nacido del interior,
que oblitera los conductos
y que el vulgo llama tos.”
Me pidió papel y pluma,
el cogote se rascó
y estendióme en el momento
la siguiente prescripción:
“RECIPE: De una modista
ojos negros, buen color
lindo talle, mucha gracia
y sensible corazón,
Quod suficiat, ana et misce,
según Pinel y Trussó,
Et fiat secundum artem
un ecligma o lamedor.”
Dióme al punto la mistura:
Eran las doce: a las dos
me encontraba ya tan listo…
como el gallo de Morón,
Y desde entonces pregono
con sonora y alta voz,
“Nadie tosa ya en España.
Españoles: ¡NO MÁS TOS!”

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En esta misma línea satírica cabe incluir la composición, un tanto desvergonzada
e incluso escandalosa para la época en que fue escrita: “El Dominus-Tecum” o “La
beata y el fraile” de Bartolomé José Gallardo (1776-1852) ilustrado y liberal, autor
del Diccionario Satírico Burlesco, obra que le ocasionó muchos sinsabores. Por este
y otros motivos tuvo que emigrar a Inglaterra tras la instauración de la monarquía
absolutista de Fernando VII. El argumento de la poesía indicada se centra en los to-
camientos libidinosos, con el pretexto de domarle la carne, de un fraile a la susodicha
beata, la cual ante la ardorosa acometida, deja escapar un inoportuno ruidillo aéreo
de etiología dudosa. Pero veamos el divertido desenlace de la situación:

“¡Hola! ¿quién tose?” (dijo el Padre Nuestro)


“Nadie, Padre Maestro.”
(Respondió la beata remilgada).
“Siga la santa obra, no fue nada,
sino que ya el influjo de la gracia
obra con eficacia.
Prosiga sin cuidado:
Nadie tose, soy yo que he estornudado.”
(Cada cual estornuda
por donde Dios le ayuda).
Y diciendo y haciendo
replicó el Reverendo:
“Si esto es estornudar, ¡Dominus-tecum!
Y la volvió a trastear el vade-mecum.

20
Juan de Iriarte y Cisneros (1702-1771) compuso una extensa serie de epigramas que,
en su opinión, para ser de calidad, han de tener mucho parecido con las abejas:

A la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante.

Según esa teoría, dulce y agradable al paladar debe de ser también el tratamiento de
la tos:

Para ablandaros las fauces,


que aflige una tos continúa,
el médico te receta
las más suaves medicinas.
Mándate que tomes miel,
tortas de dulce, pastillas,
y todo lo que a los niños
lágrimas y enojos quita.
Pero por eso no cesas
de toser todos los días.
Dime pues, Partenopeo,
¿Esa es tos ó es golosina?

Pero la tos no siempre es, por desgracia, tan banal y golosa como nos la presenta

21
Iriarte. Está también la tos rebelde, exasperante, agotadora, de la coqueluche o tosfe-
rina infantil que le sirvió a Antonio Machado (1875-1939) para realizar una original
metáfora comparándola con el cansino traqueteo de una vieja locomotora, en su
conocida poesía “El tren”.

El tren camina y camina


y la máquina resuella,
y tose con tosferina
¡Vamos en una centella!

Un recurso similar utiliza el periodista, escritor (y neumopata crónico) César Gon-


zález-Ruano (1903-1965), en “Explicación”, aunque en este caso no vaya referido a
un ferrocarril sino a un avión.

¡Dios mío he visto tantas cosas


que me da miedo contarlas con detalle
sin conocer vuestro corazón que puede ser cardiaco!
Recuerdo una que me hace temblar
como a un ahorcado friolero. Figuraos
que vi a un biplano subirse la media de la bruma
por debajo de la falda de la tarde.
Escupió por la hélice, tosió de mala gana,
y dejó a su jinete sobre el Mediterráneo.

De nuevo Machado, en “Campos de Soria”, nos describe con dos trazos magistrales
las duras condiciones de vida de los pueblos castellanos en las primeras décadas del

22
siglo XX, y hace un apunte exacto de la tos típica de la bronquitis del anciano, agra-
vada por los fríos invernales:

La nieve sobre el campo y los caminos,


cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.

23
Poetas, escupid poesía

De la tos productiva trata “El expectorador y la saliva” de Gerardo Diego (1896-


1987), que en realidad es una aguda crítica dirigida contra un comentario despectivo
de Ortega y Gasset (los poetas que salivan su poemilla) aunque, eso sí, confundiendo
la secreción bronquial con el flujo salival. Este es el comienzo:

Dice el expectorador
que carraspeos y flemas
pueden dar a los poemas
el líquido fijador.
Frase egregia: sí señor.
Todo el que versos escriba
¿con qué los hará mejor?
con saliva.
Y así termina:

24
Poetas, escupid poesía.
Y que nadie os prohíba
untar bien el borrador
con saliva.

La expectoración de sangre, la hemoptisis, la comentaremos más adelante en rela-


ción fundamentalmente con la tuberculosis pulmonar, ya que como síntoma aislado
en raras ocasiones está presente en la poesía. En la primera estrofa de la décima
”Baile agitado”, del cubano José Martí (1853-1895) encontramos una interesante
observación sobre el excesivo ejercicio físico como causa de hemoptisis en las enfer-
medades cardio-respiratorias.

En esta sala vacía


hubo fiesta y gala anoche,
y en la puerta, mucho coche
y en todo grande, grande alegría.
¿Qué es esto? De encajería
fina todo está bordado:
es un pañuelo manchado
de sangre con gruesas gotas:
¡cuando así a los labios brotas,
corazón, cuán lastimado!

Pero, quizás la forma más bella en que jamás se ha descrito la hemoptisis fulminante
por herida torácica de arma blanca, se encuentra en el famoso “Romance a la muerte

25
de Antoñito el Camborio”, de Federico García Lorca (1899-1936):

Tres golpes de sangre tuvo


y se murió de perfil.

Sin embargo, el poeta no siempre busca la belleza etérea, los vocablos líquidos y
armoniosos, la métrica exquisita. En muchas ocasiones lo que quiere es golpearnos
con sus versos, utilizando expresiones vulgares y groseras, para inquietarnos, para
provocar la náusea, para transmitir su angustia. De manera que, si queremos seguir
adelante, no podemos limitarnos a indagar en las palabras técnicas: expectoración,
secreción bronquial, hemoptisis… El pueblo llano no lo llama así, el pueblo y sus
cantores lo llaman gargajo. En un fragmento de un romance de Quevedo, burla y sá-
tira inmisericorde de la poesía culta de su tiempo y al mismo tiempo reivindicación
del lenguaje vulgar, tenemos un magnífico ejemplo:

¿En qué pecaron los codos,


que ninguno los requiebra?
De sienes y de quijadas
nadie que escribe se acuerda,
las lágrimas son de aljófar
aunque una roma las vierta
y no hay un culto que saque
de gargajos a las flemas.

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En épocas más recientes, Rafael Alberti (1902-1999), al igual que Quevedo, se vale
del recurso de la procacidad en algunos poemas surrealistas, echando mano de pa-
labras soeces, como: caspa, gargajo, pedo, mierda etc., para zaherir e insultar a ene-
migos o rivales ideológicos. Podemos apreciarlo en el soneto: “A ciertos poetas con-
gregantes” en el que ataca sin piedad a los, a su juicio, imitadores de Pablo Neruda.

Son los Kosta, los Bergman, los Gonzaga,


son también la perenne mano fija
sobre la nunca acompañada pija,
la pera triste matinal y vaga.

Son el estreñimiento, que no caga;


La bilis de una muerta sabandija,
La retesaca envidia más canija
el santo virgo que sin ver se apaga.

Son la recopia, el repapel secante,


el remedo, el residuo, el renacuajo
que emperocha la charca remimética.

No han nacido y ya son un consonante,


no han abierto la boca y son gargajo,
tocan el arpa y se les vuelve herpética.

Siguiendo con el mismo razonamiento, la poesía no sólo se encuentra en las reco-


pilaciones antológicas, en la obra escrita de los grandes maestros con nombres y

27
apellidos inmortales. No. La poesía está también en la calle, en las letrillas y coplas
de geniales desconocidos que por transmisión oral van repitiéndose de generación
en generación. Letrillas y estribillos satíricos, mordaces, tiernos o crueles con los que
el pueblo expresa, con lenguaje vulgar, su rabia, sus penas y sus miedos, y mediante
los cuales, a veces, en un gesto magnífico, llega incluso a reírse de los mayores su-
frimientos. Como muestra, una divertida anécdota. Siendo gobernador de Madrid
Don José Osorio de Silva, excelentísimo duque de Sesto (1825-1909) se impuso la
tarea de acabar con la práctica, habitual en los ciudadanos de la época, de orinar en
muros, portales o en cualquier rincón de la vía pública, penándolo, como acto de-
lictivo con fuertes multas. La reacción popular no se hizo esperar por medio de una
cuarteta anónima que rápidamente se hizo famosa:

¡Cinco duros por mear!


¡Caramba qué caro es esto!
¿Cuánto querrá por cagar
el señor duque de Sesto?

Mas de acorde con el tema que nos ocupa, pero con idéntico sentido, voy a trans-
cribir ahora la letra de una sevillana barriobajera de la década de los sesenta del siglo
pasado, que a los espíritus sensibles puede parecerles repugnante, pero tras la riso-
tada zafia que parece querer provocar se adivinan el dolor, la miseria y las lágrimas,
las lágrimas…

Tengo un hermano minero que echa sangre por la boca,


y el otro día comiendo tiró un gargajo en la sopa

28
¡Con qué alegría
cogía la cuchara y la sorbía!

Y si de dolor hablamos, inmenso dolor, como un hierro candente clavado en el pe-


cho, el de Miguel Hernández (1910-1942) ese enorme poeta muerto a los 31 años
de edad de tuberculosis pulmonar y de pena, en la prisión de Alicante.

Como el toro he nacido para el luto


y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.

El dolor en punta de costado, típico de neumonías y pleuresías agudas, aparece en


una redondilla de Alonso de Ledesma (1562-1623), padre del conceptismo literario
tan imitado luego por otros poetas, haciendo burla del supuesto mal de amores que,
en realidad, suele ser tan sólo la manifestación de una enfermedad orgánica:

Un galán enamorado
de mal de amores ha muerto,
y el efecto ha descubierto
que era dolor de costado.

De neumonía muere don Guido, el típico caballero-señorito andaluz satirizado por


Antonio Machado en “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”:

29
Al fin, una pulmonía
mató a don Guido, y están
las campanas todo el día
doblando por él ¡din-dan!
Murió don Guido, un señor
de mozo muy jaranero,
muy galán y algo torero;
de viejo gran rezador.

Burla burlando, Luís de Góngora y Argote (1561-1627) arremetió, como tantos


otros contemporáneos, contra los médicos y de paso nos muestra cual era el trata-
miento habitual de las pulmonías en su época: ventosas y sangrías:

Que el médico laureado


en sus curas salga cierto,
más por los hombres que ha muerto
que no por los que ha sanado;
que de un dolor de costado
con ventosas y sangrías
despache un hombre en tres días
y que le paguen la cura,
¡Válgame Dios qué ventura!

Esta es la realidad de nuestra profesión, se puede pasar en un santiamén de ser un


héroe a un villano ¡qué le vamos a hacer! El polifacético escritor Vital Aza (1851-

30
1912) médico, comediógrafo, humorista y autor de letras de zarzuelas tan conocidas
como “El rey que rabió”, nos ha dejado una visión muy acertada de este hecho en
“Las facetas del médico”.

El argumento consiste en la llamada urgente de una señora al doctor para que asista
a su esposo víctima de un síncope con pérdida de conciencia. En la primera fase,
cuando el médico llega al domicilio y comienza a tratar al paciente, es un dios.
Luego, en los días siguientes, el enfermo va recuperándose gracias al tratamiento
instaurado, y se transforma en un ángel al que se le ríen todas las gracias. Más tarde,
en la convalecencia, el matrimonio se lo encuentra por la calle y le saludan protoco-
lariamente como a un hombre vulgar. Por último, a la hora de cobrar los honorarios
¡es un demonio que no ha hecho nada! Veamos el desarrollo de la fase final de la
metamorfosis.

¡Vaya una cuenta! ¡Qué horror!


¿Qué pasa? ¿Por qué te irritas?
¡Veinte duros diez visitas!
¡El demonio del doctor!
No te enfades ¡Qué bobada!
¿Qué hizo él con todo su Arte?
Tomarte el pulso y mandarte
unas píldoras… de nada.
¡No tiene mala prebenda!
-Paga y calla
¿Pagar yo?

31
Comprende que me salvó
de una congestión tremenda.
¿Qué te había de salvar?
¡Lo que te ha curado fue
la salve que yo recé
a la Virgen del Pilar!

Con no menos ironía y bastante más retranca, se expresa Pablo Neruda (1904-1973)
en “Sin embargo me muevo”, a la vista del apocalíptico dictamen que recibe de un
sabio doctor:

¡De cuando en cuando soy feliz!,


opiné delante de un sabio
que me examinó sin pasión
y me demostró mis errores.
Tal vez no había salvación
para mis dientes averiados,
uno por uno se extraviaron
los pelos de mi cabellera;
mejor era no discutir
sobre mi tráquea cavernosa;
en cuanto al cauce coronario
estaba lleno de advertencias
como el hígado tenebroso
que no me servía de escudo

32
o este riñón conspirativo.
Y con mi próstata melancólica
y los caprichos de mi uretra
me conducían sin apuro
a un analítico final.

Y es que ante tan deprimente panorama, el poeta no sabe si obedecer al médico y


morirse, o seguir viviendo tranquilamente como si nada:

Y en esta duda yo no sé
si dedicarme a meditar
o alimentarme de claveles.

33
Respirar, respirar,
la mayor aventura

Bien. No divaguemos más y volvamos a la Neumología, término que como todo el


mundo sabe deriva del vocablo pneuma, aire. Ese aire imprescindible y vital aunque
sólo seamos conscientes de ello cuando nos falta, es reivindicado por Blas de Otero
(1916-1979) en el poema “Al aire libre” que termina así:

Todo lo que sea salir de casa,


estornudar de tarde en tarde,
escupir contra el cielo de los tundras
y las medallas de los similares,
salir de esta espaciosa y triste cárcel,
aligerar los ríos y los soles,
salir, salir al aire libre, al aire.

Más atrevido aún en sus planteamientos, Jorge Guillén (1893-1984) uno de los más
ilustres representantes de la llamada Generación del 27, nos propone nada menos

34
que cambiar el cartesiano planteamiento del pienso luego existo, por la atractiva y
“neumológica” idea de, respiro luego soy.

Soy, más, estoy. Respiro.


Lo profundo es el aire.
La realidad me inventa,
soy su leyenda ¡salve!

La luz, el aire y la respiración son una constante en la poesía de Jorge Guillén. Son,
según él, los elementos esenciales para captar la Naturaleza, para sentir y disfrutar la
vida. Lo vemos en “Subida” donde relata la ascensión a un lejano castillo en la cima
de una montaña, quizá como analogía a la gozosa ascensión espiritual de los místicos:

Y por fin, asomándose a la altura


del almenado viento, ¡qué claridades traga
la ansiedad del pulmón! Recompensa y no vaga:
Respirar, respirar, la mayor aventura.

En “Aire nuestro”, compilación de tres libros de poesía, publicado en 1968, tenemos


otro magnífico ejemplo:

Respiro,
y el aire en mis pulmones
ya es saber, ya es amor, ya es alegría,
alegría extrañada
que no se me revela

35
sino como un apego
jamás interrumpido
-de tan elemental-
a la gran sucesión de los instantes
en que voy respirando,
abrazándome un poco
de la aireada claridad enorme.

El aire. El precioso elemento tan ansiosamente requerido por los enfermos en las
crisis de broncoespasmo del asma bronquial y de la EPOC. ¡Qué angustia sentir que
falta el aire! Parece que este podría ser un buen argumento literario, y de hecho lo ha
sido para algunos escritores que lo sufrieron; pero el poeta chileno Gonzalo Rojas,
Premio Cervantes de literatura en 2003, le da un enfoque totalmente distinto. Para
él: “Asma es Amor”.

A Hilda mi centaura.
Más que por la A de amor estoy por la A
de asma, y me ahogo
de tu no aire, ábreme
alta mía, única anclada ahí, no es bueno
el avión de palo en el que yaces con
vidrio y todo en esas tablas precipias, adentro
de las que ya no estás, tu esbeltez
ya no está, tus grandes
pies hermosos, tu espinazo

36
de yegua de Faraón, y es tan difícil
este resuello, tu
me entiendes: asma
es amor.

Una visión más adecuada de la realidad, la encontramos en “Nota necrológica” de


Ángel González (1925-2008), integrante de la llamada Generación de los 50. En
dicha composición hace la elegía, o mejor el epitafio, de un anónimo funcionario
honesto y gris afecto de bronquitis crónica. Sin duda conocía bien los síntomas,
porque él sufrió desde la juventud problemas respiratorios. Veamos un fragmento.

De su bronquitis y de su miopía
-mañanas frías, documentos largos-
preferible es no hablar
en atención a su modestia. Sólo
recordaremos su presencia de ánimo,
su indiferencia frente a los elogios
cuando
-con ocasión de no sé qué acto público-
alguien habló del brillo
de la virtud
y él trató de ocultar contra un pupitre
los codos grises de su americana
resplandecientes y delgados como
el plumaje de plata de un arcángel.

37
Y en fin, para qué más. Su biografía
-es decir su expediente-
se cerró un día de brumoso Enero. El asma
pudo con el tesón y la costumbre
y logró sujetar ya para siempre
aquel cuerpo que iba y que tosía
cada mañana en punto hacia una mesa,
cada jornada entera hasta muy tarde.

El galardonado poeta cántabro José Hierro (1922-2002) que padeció, como es sabi-
do, una EPOC en los últimos años de su vida, hace referencia a la disnea del enfermo
terminal en un pasaje de “El rey Lear en los claustros”, poesía basada en los persona-
jes de la conocida obra de Shakespeare:

Y aquí está al fin, delante de mis ojos.


Oigo como jadea
con la disnea del agonizante, del sobremuriente.
Espera a que tú llegues
Y me digas “te amo”.

Más sobre el asma. En el primer número de enero de 1888 de la revista El Siglo


Médico se publicó, en verso, un extenso folletín titulado “Juicio del año” cuyo autor,
Eleuterio Barcos Sessa, auto apodado como “El Lugareño”, realizaba, en tono satíri-
co, una especie de predicción de cuales iban a ser en nuestro país los acontecimientos
más importantes en el ámbito de la Medicina. Vaticinaba, entre otras cosas, el fin

38
de las fórmulas magistrales y el desarrollo imparable de la industria farmacéutica
(lo cual le parecía una tomadura de pelo) con pócimas, elixires y píldoras fabricadas
para abastecer el mercado terapéutico de múltiples enfermedades, entre ellas el asma
bronquial.

El flamante industrialismo
mal llamado terapéutico,
con su cínico descaro
maravillas prometiendo,
seguirá en su explotación
de ignorantes y de necios
y no pocos que presumen
de listos y hombres de ingenio
y son casi los que antes
suelen tragarse el anzuelo;
y tendremos elixires
de plantas celestes hechos;
y las pastillas que usaba
Moisés en el desierto;
y píldoras austro-húngaras
para el asma y el histérico.

39
¿Qué es esto? - dijo - ¿usted fuma?

Sobre el tabaco hay abundante material, pero, como hasta las primeras décadas del si-
glo XX no fue reconocido su pernicioso efecto en las vías respiratorias, la mayoría de las
citas se dedican a ensalzar las supuestas propiedades relajantes, voluptuosas e incluso
medicinales de la planta. Ya lo dice un antiguo refrán: “Al que no fuma ni bebe vino,
el diablo se lo lleva por otro camino”, y la letra de un conocido cuplé: “Fumar es un
placer”… No obstante, a algunos el hábito de fumar de sus conciudadanos no les gus-
taba como, por ejemplo, a Bretón de los Herreros (1796-1873), aunque, en realidad,
lo que le escocía a él no era que la gente fumase, sino que lo hiciera utilizando la petaca
de los otros, en vez de la propia.

Esta turba famélica y bellaca


nunca se cansa de fumar de gorra;
como al hebreo en tiempo de Gomorra
yo os maldigo y mi furia no se aplaca.

40
En una anónima letrilla satírica de las últimas décadas del siglo XIX titulada: “De lo
que falta y sobra en España” encontramos una alusión más directa.

Falta completa salud;


falta a la muerte un estorbo,
falta la paz y quietud
y sobra el cólera morbo.

Faltan remedios seguros


para reumas y catarros;
faltan también vinos puros,
y sobran los malos cigarros.

Y es que en el siglo XIX ya había personas que detestaban el vicio de fumar. Pode-
mos apreciarlo fácilmente en: “El tabaco”, del poeta cubano José Jacinto Milanés y
Fuertes (1814-1863):

Un joven norteamericano, de Nueva York, visita la isla de Cuba y enseguida queda


prendado de la gracia y juventud de una linda muchacha –Petrica Quiñones- La
requiebra, la corteja y conciertan un encuentro al que ambos acuden luciendo sus
mejores galas. Se inicia el juego amoroso y en un momento determinado ella, para
halagarlo, mete una manita en el escote, saca de las profundidades dos magníficos
puros habanos y le ofrece compartirlos. El galán se queda de una pieza:

“¿Qué es esto? dijo -¿usted fuma?


Usted que es la nata y espuma

41
y flor de beldad y amor,
¿es posible que consuma
su pulmón en tal horror?

Petra sin poder pensar
que lo que al joven le choca
es solamente fumar,
dijo: “No me puedo hallar
sin el tabaco en la boca”.

“Cuando coso y cuando lavo,


cuando me acuesto o acabo
de comer, como prefiero
un cabo a un tabaco entero,
cojo al instante mi cabo”.

Pintósele allá en el fondo


del alma al americano
un lindo labio cubano
soltando el fuerte y hediondo
humo del fornido habano.

Y el infeliz concibió
tan grande asquerosidad,
que todo se removió

42
y al ver tanta humanidad
su amor se le evaporó.

Guardó el puro sin embargo


y llenando de reproches
desengaño tan amargo,
se la dejó en buenas noches
yéndose a paso muy largo.

Tiene mérito que en Cuba, la cuna del tabaco, este hombre, hace ciento cincuenta
años, tuviera tan claras las ideas. Por desgracia, todavía a muchos fumadores del
siglo XXI dejar de fumar les parece un sueño inalcanzable. Para el escritor asturiano
Víctor Botas (1945-1994) era algo sencillamente “Imposible”:

Sería
muchísimo mejor que no fumara
tanto,
me dicen
ceñudos los doctores.
Imposible
seguir tan buen consejo:
este humo
que vuela entre mis dedos (no comprenden
nada) es la

43
contestación de un conformista,
la sola valentía que aun me queda.

La imposibilidad de abandonar tan nocivo hábito, aun a sabiendas de los riesgos


que comporta, suele ocasionar una gran ansiedad al enfermo, que alcanza su cenit
cuando es preciso practicar una endoscopia ante la sospecha de un cáncer laríngeo
o bronquial. Pablo Neruda, habitual fumador de pipa, lo expone magistralmente en
“Laringe”:

Ahora va de verás dijo


la Muerte y a mí me parece
que me miraba, me miraba.
Esto pasa en hospitales
en corredores agobiados
y el médico me averiguaba
con pupilas de periscopio.
Entró su cabeza en mi boca
me rasguñaba la laringe:
allí tal vez había caído
una semilla de la muerte.

Acto seguido, el poeta se rebela contra el infortunio, reacción típica de muchos pa-
cientes. Se pregunta por qué ha de pasarle a él mientras que los asesinos, los tiranos,
los tristes, los infieles y otros semejantes parecen gozar siempre de buena salud. Y
continúa describiendo sus sensaciones:

44
Contra estas vociferaciones
mentales me sostenía
mientras el doctor intranquilo
se paseaba por mis pulmones:
iba de bronquio en bronquio
como pajarillo de rama en rama:
yo me sentía mi garganta,
mi boca se abría como
el hocico de una armadura
y entraba y salía el doctor
por mi laringe en bicicleta
me miró con su telescopio
y me separó de la muerte.

En cuanto a las neumopatías por inhalación de productos tóxicos, la más antigua


posiblemente sea la antracosis, puesto que en pulmones de momias de más de 3000
años de antigüedad se han encontrado partículas de carbón. Hasta el auge del petró-
leo y sus derivados, hacia la mitad del siglo pasado, el carbón fue esencial para usos
industriales y domésticos; artículo totalmente necesario en los hogares españoles
para cocinar y calentarse un poco en invierno en los socorridos braseros. Seguro que
los hombres y mujeres de mi generación conservan aún el recuerdo infantil de las
carbonerías de los barrios; aquellos antros oscuros, sucios y llenos de hollín dónde
los carboneros, tiznados de pies a cabeza, despachaban su mercancía tosiendo y es-
cupiendo continuamente por efecto de la polución y del eterno cigarro humeante

45
en la comisura de los labios. El aspecto ennegrecido de estos humildes trabajadores,
como de luto perenne, era inquietante y producía un cierto rechazo inconsciente
que Rafael Alberti supo plasmar de forma magistral en su oda a un barco carbonero.

Barco carbonero,
negro el marinero.
Negra en el viento la vela,
negra, por el mar, la estela
¡Qué negro su navegar!
La sirena no le quiere.
El pez espada le hiere
¡Negra su vida en el mar!

No menos negra la vida de los mineros, sea cual sea el mineral a extraer de las en-
trañas de la tierra. Expuestos siempre a múltiples peligros, y de ellos uno de los más
terribles, la silicosis. El poeta de los mineros, el boliviano Héctor Borda Leaño lo
manifiesta con toda su crudeza.

Caminas todavía entre sílice y cal,


entre martillos
con lacerado pulmón que te acompaña
en la tos terminal de tu apellido
¿Subes acaso desgastando sueños
que en cachorro de ruido y polvareda
encorajinan puños y adjetivos?

46
Atento ante la muerte
drásticamente amortajado un hueso
reseco en sus raíces
enumeras tu pan y las heridas
de tu famoso grito,
de tu rabia inconclusa
y la prédica inmemorial de tu andadura.

Breve y sorprendente el “Epitafio a mi padre muerto en 1973” del escritor chileno


Hernán Rivera Letelier; pero no olvidemos que en aquellas fechas, en Chile, bajo la
dictadura militar, cualquier muerte era sospechosa.

No levantéis así las cejas:


El viejo murió de silicosis.

47
Me ocultaste las rosas
de tu pecho

Y llegamos por fin a la enfermedad literaria por antonomasia, argumento principal


de innumerables novelas, folletines, relatos cortos, poesías, ópera: la tisis pulmonar,
la tuberculosis. El mal incurable que ejerció tan poderosa fascinación en los inte-
lectuales y artistas de toda una época pretérita, que la hizo merecedora de pasar a la
historia como la enfermedad romántica.

Diversas causas se han invocado para explicar este fenómeno sin precedentes y sin
continuidad (no ha ocurrido algo similar con el cáncer, por ejemplo). Una de ellas, la
ardorosa defensa de las causas perdidas por parte de los máximos representantes del
pensamiento romántico, la lucha contra la injusticia y la desdicha en todas sus formas
¿y qué mayor desdicha e injusticia que una enfermedad maldita que se ceba en los
más jóvenes destruyéndolos lentamente? Pero, además, muchos grandes escritores la
sufrieron en sus propias carnes o en la de sus seres más queridos, y esta tragedia perso-
nal quedó reflejada en sus obras. Algunos la intuyeron, la presentían, eran conscientes

48
de iba a acabar con sus vida, aunque no se atrevieran a nombrarla. Tal es el caso de
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) muerto prematuramente por tuberculosis.

Al ver mis horas de fiebre


e insomnio lentas pasar,
a la orilla de mi lecho,
¿quién se sentará?
Cuando la trémula mano
tienda próximo a expirar,
buscando una mano amiga,
¿quién la estrechará?...

Un siglo más tarde, el médico y escritor catalán Màrius Torres Perenya (1910-1942),
expresa idéntica desesperanza en sus versos. Al Dr. Torres le podemos aplicar el viejo
refrán: “de casta le viene al galgo”, pues tuvo un abuelo médico y otro catedrático
de Literatura en Lérida. Murió víctima de la tuberculosis después de pasar por el
calvario de largas temporadas ingresado en sanatorios. En tales condiciones, se ansía
la muerte porque supone la liberación de los sufrimientos:

Morir deu ésser bell, com lliscar sense esforç


en una nau sense timó, ni rems, ni vela,
ni llast de records!
I tot el meu futur està sembrat de sal!
Tinc peresa de viure demà encara…
Més que el dolor sofert, el dolor que es prepara,

49
el dolor que m’espera em fa mal…
I gairebé donaria, per morir ara
-morir per sempre-, una ànima immortal.

No era tan sólo el miedo a pronunciar el nombre terrible, sinónimo de segura sen-
tencia de muerte, es que en muchas ocasiones la tuberculosis “no daba la cara” con
síntomas respiratorios inconfundibles hasta fases avanzadas de su evolución, ma-
nifestándose durante cierto tiempo como síndrome tóxico: inapetencia, adelgaza-
miento, fiebre de causa desconocida y, por tanto, muy difícil de diagnosticar con los
escasos recursos de la Medicina en aquella época. Lo podemos apreciar en el lamento
de José Cadalso (1741-1782) “A la peligrosa enfermedad de Filis”, de la que sólo
sabemos que al final la llevó a la tumba:

Si el cielo está sin luces,


el campo está sin flores,
los pájaros no cantan,
los arroyos no corren,
no saltan los corderos,
no bailan los pastores,
los troncos no dan frutos,
los ecos no responden…
es que enfermó mi Filis
y está suspenso el Orbe.

Palidez, violáceas ojeras, nariz afilada, caquexia, aspecto enfermizo… Estas eran las

50
características fundamentales del llamado “hábito tísico”. Si ampliamos el ámbito
de nuestra investigación a la literatura del país hermano: Portugal, encontraremos
una descripción perfecta de dicho hábito, que no era otra cosa que la consunción
extrema, en “Pobre thysica!” de António Nobre (1867-1900) el poeta viajero. Otra
ilustre víctima de la tuberculosis en plena juventud:

Sarar? Magrita como o junco,


o seu nariz (que é egrego e adanco)
começa aos poucos de afilar,
seus olhos lançam igneas chammas…
ó pobre màe, que tanto a amas,
cautella! O outomno está a chegar…

Lo podemos apreciar también en un poema de Emilio Carrere (1881-1947) dedica-


do a Mimí. Recordemos que Mimí, costurera parisina y personaje real que sucumbió
en plena juventud afecta de tuberculosis, es la protagonista de las Escenas de la vida
bohemia de Henry Murger (1822-1861), novela en la que se inspiró Puccini para su
ópera La Bohéme. Comienza así:

Es la pálida coqueta.
La que pasa tristemente
por el libro de Murger.
Es la novia del poeta;
alma equívoca, incoherente
de mujer.

51
Y más adelante:

Es una enferma camelia;


blanca y dulce como Ofelia;
su voz es sonora y cálida.
Haría eterno el instante
en que acaricia su amante
su breve manita pálida.

Las manos de las tísicas, pálidas y delicadas fueron objeto de veneración de mu-
chos poetas y escritores. Se aprecia bien en la siguiente composición del argentino
Evaristo Carriego (1883-1912) fallecido tempranamente, no se sabe seguro, si por
tuberculosis o por una peritonitis aguda:

Las románticas manos de las tísicas


que, en la voz moribunda de un arpegio,
como conjuro agónico angustiado,
llamaron a Chopin desfalleciendo.

¡Romanticismo en estado puro! No es de extrañar que Evaristo Carriego, admirado


por José Luís Borges, sea uno de los autores que más se haya dedicado al análisis
poético-social de la tuberculosis, porque su obra está en gran parte dedicada a re-
latar historias de los desfavorecidos por la fortuna, de los que sufren; y qué mayor
sufrimiento para una mujer que el de comprobar cómo la cruel enfermedad le va
arrebatando poco a poco su belleza:

52
Perdió en el lecho sus atractivos,
y así, destruida la antigua gracia,
ya no hubo triunfos, pues los deseos
para saciarse la hallaron flaca.
Por eso, a solas hoy en el cuarto,
donde se muere, donde la arranca
hondos gemidos la tos violenta,
la tos maldita que la desangra,
bajo la fiebre que la consume,
tiene rencores de sublevada,
¡tiene unas cosas!... ¡oh si pudiera
con los pulmones echar el alma!

En “Residuo de fábrica” desgrana en versos patéticos el drama de una humilde tra-


bajadora, enferma de tuberculosis y, para colmo, despreciada por su propia familia:

Hoy ha tosido mucho. Van dos noches


que no puede dormir, noches fatales,
en esa oscura pieza donde pasa
sus más amargos días, sin quejarse.
El taller la enfermó, y así vencida
en plena juventud, quizá no sabe
de una hermosa esperanza que acaricia
sus largos sufrimientos de incurable.

53
Abandonada siempre, son sus horas
como su enfermedad: interminables.
Sólo a ratos el padre se le acerca,
cuando llega borracho por la tarde.
Pero es para decirle lo de siempre,
el invariable insulto, el mismo ultraje.

¡Le reprocha el dinero que le cuesta,


y la llama haragana, el miserable!
Ha tosido de nuevo. El hermanito,
que a veces en la pieza se distrae
jugando, sin hablarla, se ha quedado
de pronto serio, como si pensase…
Después se ha levantado y, bruscamente,
se ha ido murmurando al alejarse:
“que la puerca otra vez escupe sangre…”

En una línea semejante, de denuncia de las calamidades de los más necesitados, en


este caso de los campesinos murcianos del siglo XIX, cabe incluir gran parte de la
obra poética costumbrista de Vicente Medina Tomás (1866-1937) escrita en pano-
cho, es decir, el dialecto regional de la Vega y de la Huerta murciana. En “Murria”,
que viene a ser sinónimo de la morriña gallega, describe el ansia de un pobre emi-
grante tuberculoso, en fase terminal, por volver a su amada tierra.

54
De fijo mi madre
las horas mortales llorando se pasa;
ya sabe la pobre
que naica en el mundo me salva,
que me encuentro malico del pecho,
que día por día las fuerzas me faltan.
que, lo mesmo que luz sin aceite,
poquico a poquico mi vida se apaga.
Yo pienso que el mal que me acosa,
más bien que en el pecho, lo llevo en el alma…
Por volver a mi tierra, tan sólo,
son toas mis ansias.
¡Y de hallarme tan lejos, la murria
me corca y me mata!

En “El tren expreso”, Ramón de Campoamor (1817-1901) relata el enamoramien-


to repentino, el típico “flechazo”, entre un caballero en viaje de regreso a Madrid,
tras una estancia en París, y una bella señora francesa, que coinciden casualmente
en el vagón de un tren. Entablan conversación, se sienten mutuamente atraídos el
uno por el otro, intercambian confidencias… Él marchó de España para olvidar un
desengaño amoroso. Ella, al parecer, abandona la Ciudad de la Luz por motivos si-
milares intentando mitigar el dolor producido por el impacto de saber que su aman-
te era un hombre casado. Al llegar a la frontera, la mujer se despide, allí acaba su
trayecto. Lógicamente él intenta retenerla, o al menos concertar una cita; ella accede

55
a un nuevo encuentro en el mismo lugar, un año más tarde, pero hay algo extraño,
algo misterioso, en su respuesta:

“Yo os juro, cual mujer honrada,


que el hombre que me dio con tanto celo
un poco de valor contra el engaño,
o aquí me encontrará dentro de un año,
o allí…” me dijo señalando el cielo.
Y enjugando después con el pañuelo
algo de espuma de color de rosa
que asomaba a sus labios amarillos…

¡Ahora tenemos la clave! La dama está tuberculosa y quiere darse un plazo de tiempo
para intentar la imposible curación. Sin embargo, el protagonista de la historia no se
da cuenta de lo que sucede e, ilusionado, acude puntualmente a la cita doce meses
después. Busca con ansiedad a lo largo y a lo ancho de la estación a la mujer deseada
que le prometió esperarle, no la encuentra, y cuando ya presa de la desesperación
está a punto de desistir:

Una tos de ataúd sonó a mi lado,


que salía del pecho de una anciana
con cara de dolor y negro traje.

La supuesta anciana no es otra que la antaño hermosa parisina, transformada ahora


en una patética sombra de sí misma por los estragos de la avanzada tisis pulmonar

56
que padece. Antes de que él tenga tiempo de reaccionar o de reconocerla, desliza
en su mano una amarga carta de despedida y huye precipitadamente. La tragedia
romántica está consumada.

Es curioso observar que el enfermo tuberculoso en estas poesías, escritas siempre


por hombres, acostumbra a ser una mujer. Ellas son las protagonistas. La angustia,
el desespero de asistir impotentes al irreversible proceso destructivo de las esposas,
las amantes, las madres o las hermanas, fue la fuente de inspiración de inolvidables
composiciones de grandes escritores. Pondremos algunos ejemplos; para empezar,
unos versos magníficos de Miguel de Unamuno (1864-1936):

Cuando te dio la tos, con el pañuelo


te tapaste la boca;
y yo leí en tus ojos, en mi cielo,
toda tu angustia loca.
Me ocultaste las rosas de tu pecho,
Flor de tu sangre pura.

La mujer enferma. Sí, pero también la mujer abnegada. La abnegación, esa extraor-
dinaria capacidad femenina de sufrir en silencio para no alarmar a los seres queridos,
o de entregarse en cuerpo y alma cuando quien padece es uno de ellos. El colmo de
dicha abnegación nos lo explica Francisco Villaespesa (1877-1936): ¡Nada menos
que alegrarse por haber sido contagiada por el compañero! para poder así afrontar
juntos el mismo azaroso destino.

57
Tosiste tanto aquel día,
que enrojeció tu pañuelo;
y, saltando de alegría,
dijiste, al dármelo: ¡Ven
y mira!... ¡Gracias al cielo
estoy tísica también!

Parece ser que Antonio Machado intentó algo semejante durante la enfermedad de
su amada esposa Leonor Izquierdo, fallecida el 1 de Agosto de 1912, a los 18 años
de edad, víctima de la tuberculosis. En Mayo de ese mismo año la situación era tan
desesperada que sólo un milagro podía salvarla; y el poeta, al observar con asombro,
en sus paseos solitarios, como reverdecía un decrépito olmo seco en los campos de
Castilla, se aferró a esta última posibilidad; actitud por otra parte habitual en las
familias del paciente desahuciado.

Olmo, quiero anotar en mi cartera


la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Pero el deseado milagro no se produce y el dolor profundo que le ocasiona la pérdida


se refleja en muchas de sus obras posteriores.

58
“¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!”
-Exclama desesperado-.

En “Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela”, una de sus composiciones más enig-


máticas en la que se entremezclan la realidad y los ensueños oníricos, hay otra posi-
ble alusión.

-Es ella…Triste y severa.


Di, más bien indiferente
como figura de cera.

-Es ella…Mira y no mira.


-Pon el oído en su pecho
y, luego, dile: respira.

-No alcanzo hasta el mirador.


-Háblale.
-Si tu quisieras…
-Más alto.
-Dame esa flor.
¿No me respondes bien mío?
¡Nada, nada!
Cuajadita con el frío
se quedó en la madrugada.

59
En “Bajo la angustia”, de nuevo Evaristo Carriego nos introduce en el drama de la
mujer tísica. Pero esta vez no se trata de una esposa o de una amante, es todavía peor
si cabe asistir al cruel desenlace cuando la enferma es una niña, la hermana pequeña.

Dijo anoche su canto de muerte


la canción de la tos en tu pecho,
y, al mojarse en las notas rojizas,
mostró flores de sangre el pañuelo.
¡Pobrecitas las carnes pacientes,
consumidas por fiebres de fuego;
para ellas las buenas, las tristes
tiene un blanco sudario el invierno!...
…Mira abrígate bien hermanita
mira abrígate bien, yo no quiero
ver que cierre tus ojos la Bruja
de los flacos y rígidos dedos…

En realidad, todos estos gritos de dolor hechos poesía, no son más que el reflejo de
una época en la que la tuberculosis destruía implacablemente al género humano sin
hacer distingos por edad, sexo o clase social; y sin que nadie supiera a ciencia cierta
cuál era su origen ni cuál pudiera ser el tratamiento curativo. Este panorama desola-
dor comenzó a cambiar cuando en 1882 Robert Koch anunció al mundo la buena
nueva de haber podido identificar, sin ningún género de duda, el bacilo responsable.
Este y otro muchos espectaculares descubrimientos de la Microbiología en la se-

60
gunda mitad del siglo XIX, crearon tal clima de expectación general que indujeron
a Theodor A.E. Klebs (1834-1913), descubridor del bacilo de Klebs-Loffler de la
difteria, a proclamar solemnemente que todas las enfermedades humanas eran de
origen infeccioso.

Sin embargo, asimilar tantas innovaciones en tan corto periodo de tiempo no fue ta-
rea fácil. Ante la avalancha de bacterias, protozoos y vírgulas que les venían encima,
algunos médicos se atrincheraron resistiéndose tozudamente a modificar las teorías
y saberes que durante décadas habían hecho servir en su práctica profesional. Lo po-
demos apreciar en un fragmento de la salutación al nuevo año, publicada en Enero
de 1885 en el Siglo Médico, y firmada por un desconocido médico rural: Ramón
Baena y Nevet.

Viendo por el microscopio


predominar en el arte
la afición a lo pequeño
con perjuicio de lo grande;
el estudio de las células
llamadas epiteliales
con preferencia a los síntomas
y al tratamiento del cáncer:
el examen del bacillus
en la tisis galopante,
olvidando la importancia

61
de las causas generales;
el cultivo de las vírgulas
de la epidemia reinante,
sin cultivar los remedios
más seguros y eficaces,
juzgo que con los microbios
va la Ciencia a desviarse
del camino que siguieron
los prácticos más sagaces,
encontrándose perdida
en los dominios del arte
por escabrosos senderos
entre breñas y jarales.

El asunto no era baladí, porque independientemente del protagonismo que se les


quisiera otorgar a los dichosos microbios en la etiología de las enfermedades, ¿había
que incluirlos en la escala animal, con todas sus consecuencias?... De hecho, Anton
van Leeuwenhoeck, el primero en observar en el siglo XVII protozoos y bacterias
en su rudimentario microscopio, los denominó animáculos. Esta cuestión es la que,
de alguna manera, plantea filosóficamente Gloria Fuertes (1917-1988) en su poema
“Franciscanismo”: Si animal es el bacilo de Koch ¿debemos considerarlo (siguiendo
a San Francisco de Asís) como hermano nuestro?...

Hermana nube,
hermano pajarito,

62
y tú, perro policía,
y tú policía armado
¡todos sois hermanos míos!
Pero dime tú, Francisco,
¿son los bacilos de Koch
también hermanitos míos?

Pese a la importancia del descubrimiento de Koch, el tratamiento farmacológico


efectivo de la tuberculosis no se conoció hasta ochenta años más tarde. Mientras
tanto, la única posibilidad de curación, con mucha suerte y siempre que la enfer-
medad no estuviera muy avanzada, consistía en largas estancias en sanatorios de alta
montaña. Antonio Machado describe de forma magistral en “Flor de verbasco” la
atmósfera de incertidumbre que se respiraba en los sanatorios:

Sanatorio del alto Guadarrama,


más allá de la roca cenicienta
donde el chivo barbudo se encarama,
mansión de noche larga y fiebre lenta.
¿Guardas mullida cama,
bajo seguro techo,
donde reposa el huésped dolorido
del labio exangüe y el angosto pecho,
amplio balcón al campo florecido?

63
Mansión de noche larga y fiebre lenta. Sí, porque largas muy largas eran las noches y
los días de los sufridos pacientes sometidos a un estricto régimen de reposo absoluto,
cura de aire y dieta hipercalórica. Tantas horas de inmovilidad en la habitación, o en
una tumbona de las galerías exteriores, bien abrigados y protegidos del viento, lle-
gaban a desesperar hasta a los espíritus más serenos. Antonio Ramalho de Almeida,
en su libro: “O Porto e a tuberculose. História de 100 anos de luta”, presenta, entre
otros, este breve poema del médico portugués Passos Coelho quien, ingresado en el
sanatorio de Caramulo por una tuberculosis pulmonar, se declara tan aburrido, tan
harto de estar todo el día tumbado, que desearía ser enterrado de pie.

Estou tào cansado,


de descansar
deitado,
de peito para o ar
que penso até
ser enterrado de pé!

No es de extrañar la atmósfera de escepticismo y desencanto que se transmite en la


mayoría de las novelas, relatos y poesías que tienen como argumento la vida en los
sanatorios, pues el porcentaje de curaciones completas, según las estadísticas más
optimistas, no llegaba al 15%. La cosa mejoró bastante gracias a la incorporación
de las técnicas de colapsoterapia, fundamentalmente el neumotórax terapéutico. El
popular “neumo” hizo posible el desarrollo de la Tisiología como especialidad y, en
combinación con la cura sanatorial, consiguió subir la tasa hasta el 33%. El médico

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y poeta onubense Rogelio Buendía (1891-1969), uno de los máximos representantes
del Ultraísmo, describe la técnica y sus avatares en el poema “Neumotórax”:

El nitrógeno entró.
El manómetro marcó
positivo.
Ella tumbada con el costado
perforado por la aguja.
Las gafas brillaban viviendo
su vida de sabio aburrido.
Una tos anestesiaba el aire.
Cloroformo, aceite gomenolado
C’est ça!
Pas bien du sommet gauche
la pantalla lo dijo.
Ella tosía y tosían todos.
C’est ça!
Dentro de aquel otro pecho
se oía y golpeaba las manos
la pectoriloquia áfona
trente deux, trente trois…
Tras de mi fonendoscopio
había un soplo que me decía

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que me callara.
La aguja se hundió en otra pleura.

El neumotórax terapéutico fue la gran esperanza de los enfermos en la época previa a


la quimioterapia. ¿Pero qué hacer si fracasaba esta estrategia o no tenía indicación...?
El escritor brasileño Manuel Bandeira (1881968) que pasó largas temporadas inter-
nado en sanatorios antituberculosos, plantea, en una poesía de su libro Libertinagem
(1930,) una alternativa surrealista: Tocar un tango. La traducción dice así:

Fiebre, hemoptisis, disnea y sudores nocturnos.


La vida entera que pudo haber sido y no fue.
Tose, tose, tose.
Mando llamar al médico:
-Diga treinta y tres.
-Treinta y tres… treinta y tres… treinta y tres…
-Respire.
El señor tiene una excavación en el pulmón izquierdo
e infiltrado el pulmón derecho.
-Entonces doctor ¿no es posible intentar el neumotórax?
-No. Lo único que resta por hacer es tocar un tango
argentino.

De todas formas, el recurso del tango tiene su explicación porque muchas letras de la
edad de oro del tango argentino tratan de la tuberculosis. Evaristo Carriego, ya men-

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cionado en varias ocasiones, es uno de los compositores que podríamos citar a este
respecto. Algunos tienen títulos tan sugerentes como “El bacilo”, de Albérico Spátula.
“Mamita”, de Ángel Danesi y Francisco Bohigas, cantada por Carlos Gardel, son otros
ejemplos de este fenómeno y, sobre todo, “Costurerita” (1925), de Cátulo Castillo:

¡Pobre costurerita! Ayer cuando pasaste


envuelta en una racha de tos seca y tenaz
como una hoja al viento la impresión me dejaste
de que aquella tu marcha no se acababa más.
Caminito al cochambo, caminito a la muerte
bajo el fardo de ropas que llevas a coser
quién sabe si otro día, como éste podré verte
pobre costurerita, camino del taller.

A partir de 1960, con el advenimiento de la moderna quimioterapia de la tuberculo-


sis, y el eslogan tantas veces repetido de que la enfermedad puede y debe curarse en
el cien por cien de los casos, se generalizó la falsa impresión de que ya no era un pro-
blema médico y mucho menos una tragedia personal; con lo cual, rápidamente dejó
de ser un tema de interés literario. Y es curioso constatar que esta tendencia no se
ha modificado ni siquiera con la irrupción del binomio maldito SIDA-tuberculosis.
Sin embargo, ha sido mérito de José María de Mena, en su libro “Curiosidades y
leyendas de Barcelona”, encontrar una similitud del drama de la prostitución calle-
jera, que bien podríamos definir con el esquema: drogadicción-prostitución-SIDA-
tuberculosis, en la primera estrofa de un poema de la poetisa y escritora argentina
María Elena Walsh, cantado por Rosa León, que dice así:

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¡Ay paloma!
Que bajas a las ramblas
de Barcelona
con la muerte en las alas
¡Sola!

¡Con la muerte en las alas! Bellísima manera de describir el infortunio irremediable.


La muerte, el destino final de todos los seres vivos contra la cual luchamos fieramen-
te los médicos ganándole muchas batallas, pero sabiendo de antemano que la guerra
está perdida, merece que le dediquemos un apartado especial. En realidad, ya la
hemos visto aparecer de manera fugaz en algunas de las poesías presentadas, porque
la enfermedad, respiratoria o no respiratoria, no es más que es una sus múltiples
tarjetas de visita. Difícil es encontrar un poeta o un escritor, que no la haya glosado
en algún momento movido por la atracción morbosa ante el arcano.

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¿Y qué es morir?
Dejarnos las pasiones

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir…” nos dice Jorge
Manrique en las “Coplas a la muerte de mi padre”. Bien, pero casi todo el mundo
desea que su río sea ancho, caudaloso y, sobre todo, largo, muy largo. Tan sólo a los
dioses les es permitido el don de la inmortalidad, y tan sólo en la Mitología clásica
encontramos a algún ser humano capaz de renunciar, si se le ofrece, a semejante
dádiva. ¿Quién no recuerda a la seductora Silvana Mangano en el papel de la diosa
hechicera Circe en la película Ulises? Despechada por la negativa del héroe (interpre-
tado por Kirk Douglas) a permanecer a su lado convertido en un semi-dios inmortal,
le despide increpándole con furia mal contenida:

-¡Vete pues, mísero humano fascinado por la muerte!

Esta fascinación irresistible se plasma de muy diferentes formas en la poesía, depen-


diendo del estado de ánimo, de la idiosincrasia del autor y de las circunstancias que

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le rodean. Para los místicos era un tránsito jubiloso y anhelado hacia una vida mejor.
Lo observamos en la conocida declaración de Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI
que comienza:

Vivo sin vivir en mí,


y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Y concluye:

Quiero muriendo alcanzarle,


pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

Muy espiritual, sí, pero para los que los que no son tan místicos la reacción más
corriente suele ser de aprensión, cuando no espanto, ante el trance fatídico. Lo po-
demos apreciar en “Anacreonte. Mis escasos cabellos” de Víctor Botas:

Mis escasos cabellos ya son blancos.


Mi juventud se fue. También mis dientes. Lloro
e intento rebelarme: el más allá
es sombrío y me queda
ya tan poco de vida.
Triste juego
es este morir que nos arrastra
para siempre. Y yo tengo
tantísimo temor a dar el paso…

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Hay también, por supuesto, quien lo acepta con resignación como algo irremedia-
ble. Lo hemos visto en algunos poemas previos. Sin embargo, lo más interesante qui-
zás sea buscar la visión filosófica, pues permite, desde la pura razón, desdramatizar
el temido evento.

En el antiguo hospital sevillano de la Santa Caridad, grabado sobre una puerta,


hay un soneto que estaba a la vista de todos los pobres desamparados que allí eran
acogidos. Fue escrito por su fundador Miguel de Mañara (1627-1679) personaje
extraordinario, en el cual algunos opinan que se inspiró Zorrilla para dar vida a su
Don Juan. Dice así:

Vive el rico en cuidados anegado,


vive el pobre en miserias sumergido,
el monarca en lisonjas embebido
y a tristes penas el pastor atado.
El soldado en los triunfos congojado,
vive el letrado a lo civil unido,
el sabio en providencias oprimido,
vive el necio sin uso a lo criado.
El religioso vive con prisiones,
en el trabajo boga oficial fuerte
y de todos la muerte es acogida.
¿Y qué es morir? Dejarnos las pasiones.
Luego el vivir es una amarga muerte,
luego el morir es una dulce vida.

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Similar visión filosófica de la hora suprema se aprecia en el siguiente epigrama de
Francisco de la Torre y Sevil (1625-1681):

Del dolor todo el rigor


muere con la muerte fuerte;
luego la muerte es mejor,
porque el dolor de la muerte
es la muerte del dolor.

Otra posibilidad es enfrentarse a la muerte cara a cara, con gallardía, con insolencia.
En los últimos días de su vida Ramón del Valle-Inclán (1886-1936) indignado con
los periodistas que atisbaban como buitres el desenlace final para ofrecer la exclusiva,
les dedicó un durísimo “Testamento” que, entre otras cosas dice:

Para ti mi cadáver reportero,


mis anécdotas ¡todas para ti!
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.

Y lo acaba haciendo patente su desdén por la fama y las vanidades mundanas:

Caballeros ¡salud y buena suerte!


da sus últimas luces mi candil,
ha colgado la mano de la muerte
papeles en mi torre de marfil.
Le dejo al tabernero de la esquina,

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para adornar su puerta, mi laurel.
Mis palmas al balcón de una vecina;
a una máscara loca, mi oropel.

Pablo Neruda va más lejos: increpa e insulta a la Muerte pese a saber que de nada le
iba a servir:

Luego la ira me invadió


y dije, Muerte, hija de puta
¿Hasta cuándo nos interrumpes?
¿No te basta con tantos huesos?
Voy a decirte lo que pienso:
no discriminas, eres sorda
e inaceptablemente estúpida.

Con mayor audacia y osadía aun si cabe, se expresaba el poeta y cirujano oriundo de
Méjico, Elías Nandino (1900-1993) en “Conversación con mi muerte”, que termina
con un descarado desafío:

Ya me cansé de llevarte
asiduamente conmigo,
como mortal enemigo
que mi existencia comparte.
Como no puedo apartarte,

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mi venganza enardecida
hace que al fin me decida
a luchar hasta vencerte
porque he de matarte, muerte,
aunque me cueste la vida.

El fin de la vida planteado como lucha, porque se teme perderla, o bien como paso
intrascendente hacia otra nueva y quizás mejor. Son las dos posibilidades filosóficas:
mortalidad versus inmortalidad. Pero el concepto de inmortalidad puede tener múl-
tiples variantes, desde la deseada persistencia del individuo como ente inmutable
más allá de la muerte, hasta la transmutación en otras formas, no necesariamente
humanas, de existencia. Esta es la reflexión que nos propone otro médico y poeta
mejicano, Manuel Acuña (1849-1873) en “Ante un cadáver”:

Que al fin de esa existencia transitoria,


a la que tanto nuestro afán se adhiere,
lo material, inmortal como la gloria,
cambia de formas, pero nunca muere.

Con esto es suficiente. Ha llegado el momento de concluir el recorrido por la lite-


ratura iberoamericana en busca de referencias poéticas al mundo de la Neumología,
pero no quisiera hacerlo dejando en el lector una impresión negativa o triste indu-
cida por las últimas citas presentadas. No sería justo a la vista de los innumerables
logros conseguidos por la Medicina en las últimas décadas. La actitud, por tanto,
ante las enfermedades respiratorias y no respiratorias, ha de ser optimista y esperan-

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zada. Muchos escritores lo han planteado de esta manera en incontable número de
odas, himnos y poemas dedicados a ensalzar los muchos dones que nos regala la vida.
De ellos, de los que yo conozco, seleccionaré, para poner punto final y defender esta
idea, una composición magnífica del uruguayo Mario Benedetti (1920-2009). La
elijo por la grandeza de su mensaje, pero, sobre todo, porque el autor, que no tuvo
una existencia fácil, conocía bien los sufrimientos de los enfermos crónicos pues
padeció asma bronquial desde su juventud, y pese a ello nos exhorta con coraje, con
entusiasmo, como un objetivo fundamental, a la defensa de la alegría.

Defender la alegría como una trinchera


defenderla del escándalo y de la rutina
de la miseria y de los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas.
Defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y de las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos.
Defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y de la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y de las academias.

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Defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres.
Defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa patina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa.
Defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.

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