La Danza de Isadora Duncan

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Isadora Duncan

El caso de Isadora Duncan (1878-1927) es distinto al de Delsarte, Loie Fuller o,


como veremos, Dalcroze, porque ella sí pretendió renovar la danza tanto en su ideo-
logía como en su técnica.
Nacida en San Francisco, desde un principio se rebeló contra la danza formal,
rehusando tomar lecciones de danza clásica, pues no aceptaba ni su disciplina ni sus
reglas estrictas. Contrastando con esta imagen aceptada de figura rebelde, su her-
mano Augustin aseguró en una entrevista que Isadora había estudiado ballet con
Marie Bonfanti y Katti Lanner, dos «figuras» de la época y que había estudiado asi-
mismo otros tipos de danza, además de utilizar, desde que era niña, ciertos ejerci-
cios para desarrollar su expresión corporal; su técnica había quedado sumergida en
su expresividad, pero no había que creer que no tuviese.
Desde que experimentó el deseo ardiente de bailar, declaraba su madre, Isadora
creó un nuevo sistema de bailar en armonía con los movimientos naturales que ella
observaba, el de la olas del mar, el de las nubes, el de las plantas movidas por el
viento. Isadora tuvo los estudios que le proporcionó su madre personalmente y tam-
bién los de Ina Donna Colbbrit, poetisa amiga de la familia, mujer muy avanzada,
emancipada, quien aconsejo a la niña que estudiase a los poetas y filósofos en la Bi-
blioteca Pública, en lugar de asistir a la vulgar enseñanza primaria de un colegio de
niños corrientes.
Isadora pensó pronto en la belleza de las formas, en la naturaleza, los ritmos de
la vida que percibía a su alrededor, no en los ritmos enseñados a bastonazos. Se in-
teresaba por los ritmos de la buena música, de los poemas: si no se oponía resisten-
cia a esos ritmos, se encontraba los del cuerpo humano y sus movimientos a través
de los siglos. Había que sáber escuchar el ritmo de la Tierra, el juego de las leyes de
la gravedad compuesto de atracción y resistencia. En 1899 salió con sus hermanos
Elizabeth y Raymond hacia Londres, en un barco de carga y sin un céntimo. En 1900
debutaba en París en el Teatro Sara Bernhardt, donde conoció a Rodin; era el año de
la Exposición Universal. Después viajaría por Europa alcanzando éxitos increíbles;
en Rusia causó sensación, dando una serie de representaciones y conferencias en
apoyo de sus teorías.
Las ideas de esta reformadora han llegado hasta nuestros días y están aún vivas,
especialmente en las escuelas plástico-rítmicas. He aquí unos fragmentos de sus pro-
pios escritos: «He estudiado mucho los documentos figurativos de todas las épocas
y de los grandes maestros; jamás he visto seres andar sobre las puntas de los pies o
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lsadora Duncan CO/l
UII grupo de jóvenes

alumnas.

levantar una pierna más alto que su cabeza. Estas posiciones son falsas y anticstéti-
cas, no expresan este estado de delirio dionisíaco inconsciente que es necesario pa-
ra los bailarines. Por otra parte, el movimiento no se inventa, se descubre al igual
que en la música, donde las armonías se han descubierto. no inventado.»
Estos ataques de la Duncan a la danza académica en general y a las puntas en
particular encontraron, por supuesto, oposición. Se le recriminó diciendo que las
técnicas, en todas las artes, son más o menos artificiales, pero ella se mantuvo fir-
me, sosteniendo que el gran principio en el cual ella creía era apoyarse en el ritmo
de las diversas manifestaciones de la naturaleza, las aguas, los vientos, los seres vi-
vos; las partículas de la materia misma obedecían a este ritmo soberano. caracteri-
zado por la ondulación. «La naturaleza no da saltos», declaraba. Se le contestó que
la mayoría de los animales los dan.
Siguiendo con sus palabras, decía: «Como el escultor, el bailarín debe inspirar-
se en la naturaleza.» Aquí pensaba concretamente en Rodin, cuyo criterio estético
era que. para crear esculturas, no debían copiarse las obras de la Antigüedad, sino
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las de la Naturaleza y no ver en las obras antiguas más que la forma en que sus ar-
tífices interpretaban a ésta. «[Rodin tiene razón!», exclamaba la Ouncan, «en mi ar-
te yo no he copiado las figuras de los vasos griegos como se cree, he aprendido a
través de ellos a observar la naturaleza.» Seguía declarando: «No basta con agitar
brazos y piernas, no importa cómo, para obtener una danza natural.. Y: «Todo mo-
vimiento que se baila a la orilla del mar sin estar en armonía con el ritmo de las olas,
todo movimiento que se baila en medio del bosque sin estar en armonía con el ba-
lanceo de las ramas y las hojas, todo movimiento que se baila desnudo a pleno sol
sin estar en armonía con la soledad del paisaje, todos estos movimientos son movi-
mientos falsos, porque desentonan en medio de las líneas naturales..
En estas explicaciones vemos cómo la Duncan es una poetisa de la danza. En
otra ocasión dijo: «No se toca el piano con guantes.» Había, por tanto, que liberar a
la bailarina de las mallas, de las zapatillas de raso, en fin, de todas las trabas tradi-
cionales. Ella bailaba siempre descalza, cubriéndose el cuerpo con algunos velos y
túnicas al estilo de la Grecia clásica, su gran objeto de admiración. Bailaba además
las partituras de todos los compositores en los que encontraba inspiración, no sólo
las compuestas específicamente para ballet. Sus danzas, siempre expresivas, llenas
de alma y de ese latido vital que despertaba el entusiasmo, tuvieron gran importan-
cia histórica al sacudir al ballet de su letargo. A pesar de sus detractores, la Ouncan
ocupa un lugar importante en la historia de la danza, tanto como Noverre o Fokine,
al que influyó muy particularmente.
Detractores Isadora tuvo también muchos, pero otros grandes artistas que la vie-
ron bailar coinciden en que ella era única, en que sus danzas, por simples que pare-

lsadora Duncan bailando la "Sinfonía Inacabado» de Schubert.

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ciesen, ya no eran lo mismo cuando caían en manos de sus múltiples imitadores.
Cuando actuaba, el único decorado que solía haber en la escena eran unas cortinas
azules y ella, con su sencilla túnica y helechos en las manos, llenaba por sí sola la
acción como si de todo un coro de bacantes se tratase. Envuelta en la música de
Gluck, por ejemplo, recreaba el espíritu de Grecia botando y lanzando al aire una
pelota invisible, jugando con imaginarios huesecillos a la orilla del inexistente mar
o dando grandes saltos guerreros de danza pírrica. Lo admirable era que el público
quedaba absorbido por este mundo de fantasía y participaba intensamente en espíri-
tu, como si él mismo bailase. Cuando Isadora danzaba la llegada de la primavera,
los que la observaban veían de verdad caer los pétalos de las flores suavemente al-
rededor de la artista.
La muerte de Isadora Duncan, estrangulada por su propia bufanda mientras via-
jaba en coche, no se necesita detallar más. Sus dos hijos habían fallecido previa-
mente, ahogados en el Sena. Era la tragedia unida al esplendor de una mujer cuya
concepción de la danza ha resultado inmortal. Coreógrafos como José Limón y Fre-
derick Ashton, con honestidad y admiración, quisieron posteriormente recrear su su-
blime simplicidad, pero en el caso de Isadora, como en tantos otros, lo intangible re-
sulta mucho más huidizo e irrepetible de lo que el arte a veces puede alcanzar.

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