Sociedad y Cultura - I

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sociedad y cultura 1

5. Naturaleza y concepto de cultura


Todos los días hacemos uso de la palabra cultura de manera tan
común y ligera, tan naturalmente asumida, que nos impresiona de algún
modo cuando nos enteramos de lo complejo que resulta para los
antropólogos formular un concepto racional, científico y sobre todo
epistemológico que logre integrar todos los aspectos y contenidos que
encierra el término.
Por su importancia explicativa y por el significado que conlleva, la
noción de cultura —como lo han expresado Kluckhon y Kroeber
“es para la antropología como la noción de gravedad para la física, de
enfermedad para la medicina o de evolución para la biología; es decir,
la piedra fundamental alrededor de la cual se estructura el contenido de
todo una ciencia, y en este caso no sólo de la antropología sino de las
ciencias sociales en general. Malinowski se refiere a la cultura como “ the
most central problem of all social science”.
El término cultura deriva de la palabra latina cultura que significa
originalmente agricultura; agriculturae son las diversas formas de
culti- var el campo, y culto quiere decir cultivado. Pero el término se
volvió metafórico cuando se comparó el espíritu de un hombre basto
con un campo sin cultivar y su educación y formación espiritual con el
cultivo de ese campo. Uno de los primeros que tenemos noticia
empleó el tér- mino en este sentido fue Cicerón (106-43 a.C.) en sus
Tusculanae dis- putationes (Disputaciones Tusculanas, 2, 5, 13).
célebre tratado filosófi- co moral del famoso político, orador y
pensador romano. Así, pues, la palabra cultura deriva de una metáfora,
y pasó con este carácter a casi todas las lenguas europeas.
Este concepto clásico de cultura, como proceso de formación espi-
ritual, excluía las actividades utilitarias, las artes y el trabajo manual,
al que despreciativamente se aplicaba el término banausía, juzgado
pro- pio de esclavos. En la Edad Media la cultura conservó el carácter
aris- tocrático y contemplativo, propio del ideal clásico, pero se
convirtió en instrumento principal en la preparación del hombre para
sus deberes religiosos y para la vida ultramundana. El Renacimiento
modificó el carácter contemplativo del ideal clásico, destacando el
carácter activo de la sabiduría. Pico della Mirandola y Carlo Bovillo
insistieron en que a través de la sabiduría el hombre llega a su
realización total. La cultura fue entonces sabiduría, pero como tal
estuvo reservada a unos cuantos, ya que el sabio se separaba del resto
de la humanidad, tenía un carác- ter metafísico y moral propio y
diferente de los demás hombres. La
Ilustración trató de eliminar el carácter aristocrático de la cultura, al pro-
poner su máxima difusión por considerarla instrumento de renovación
de la vida social e individual y no patrimonio de los doctos. Incluso, en
España, quienes escribían con un estilo rebuscado y metafórico fueron
bautizados como “culteranos” y Quevedo les llamó “culteros”.
Luego será la Enciclopedia la máxima expresión de esta tendencia.
Después la cultura pasó a significar actividades intelectuales recrea-
tivas, con las que entretenían sus ocios las personas bien educadas y de
buen gusto, con el deleite del arte, de la conversación exquisita, la críti-
ca erudita, etc., readquiriendo de alguna manera su carácter elitista, el
que aún conserva. Así, es común referirse a la cultura como sinónimo de
desarrollo o cualidad intelectual cultivada mediante la educación, la
lectura y la preocupación especial por ciertos campos más o menos
especializados del conocimiento, generalmente del arte, la historia, la
literatura, los idiomas, etc., calificándose de hombre “culto” a quien los
posee y que además ostenta buenos modales y urbanidad. En contrapo-
sición a ello, a la persona poco instruida y cuyos modales son rudos o
vulgares se le denomina “inculto”. Lo mismo sucede con los pueblos o
los grupos humanos, a los cuales según su progreso o desarrollo se los
califica de “cultos” o “incultos”. Ningún antropólogo empleará tales ca-
lificativos porque esta distinción, aunque de uso tan frecuente, sólo re-
presenta una diferencia en las formas de comportamiento o en la asimi-
lación de determinados aspectos del conocimiento, mas no la presencia
o ausencia de cultura, ya que todos los hombres poseen un tipo de cul-
tura, cualquiera que sea la sociedad a la que pertenecen. No obstante,
como observa Mosterín, la concepción romántica, vulgar y superficial de
la cultura “aún colea en las ‘secciones de cultura’ de los periódicos y
en los ministerios y consejerías ‘de cultura’”, o en el Instituto Nacional
de Cultura, como sucede entre nosotros.
En el campo de las ciencias sociales y particularmente en antropo-
logía, el término cultura se refiere a una realidad mucho más amplia,
susceptible de ser racionalmente comprendida y sistemáticamente ana-
lizada. No obstante, desde que se introdujo el término en el campo de
la antropología para significar prácticamente todas las formas de la vida
social, ha adquirido diversos significados que reflejan las diversas con-
cepciones sobre la evolución humana, los diferentes focos de interés (la
información, la sociedad, el conocimiento, el comportamiento, etc.), así
como distintos supuestos epistemológicos. Kroeber y Kluckhon han
hecho un recuento histórico y un análisis crítico de 161 definiciones a
cual más válida de lo que antropólogos, sociólogos, filósofos e historia-
dores han designado con la palabra cultura.
Ya a mediados del siglo pasado el historiador alemán Gustav Klemm
enunció el concepto moderno de cultura en los siguientes términos:
“Todas las costumbres, información, oficios, vida doméstica y
pública, en la paz y en la guerra, religión, ciencia y arte… según se
manifiestan en la transmisión de las experiencias de las épocas pasadas y
en las nuevas generaciones”. En 1871, sir Edward Burnett Tylor,
fundador de la antropología académica, contribuyó a establecer la
importancia de este concepto con su definición de cultura como:
“las aptitudes y los hábitos adquiridos por el hombre como miembro de
la sociedad. La condición de la cultura en las diversas sociedades de la
humanidad, en la medida en que puede ser investigada según principios
generales, constituye un tema apto para el estudio de las leyes del
pensamiento y la acción humanas”.
Melville Herkovits ha caracterizado la cultura como algo que puede
ser aprendido, estructurado, que es divisible en diversos aspectos, que
es algo dinámico y variable y que emerge de todos los componentes de
la existencia humana. Clyde Kluckhon define la cultura como:
“todos los modelos de vida históricamente creados, explícitos e
implícitos, racio- nales, irracionales y no racionales, que existen en
cualquier tiempo deter- minado como guías potenciales del
comportamiento de los hombres”.
Y así como estos conceptos de tan insignes representantes de la
ciencia antropológica, pese al énfasis que pueden poner en determina-
dos aspectos o instituciones fundamentales de la vida social humana,
para los antropólogos, sociólogos, psicólogos, historiadores y otros
científicos sociales, la palabra cultura comprende todas las formas de
comportamiento social creadas o adquiridas, que incluye los modelos
pautados de pensar, de sentir, de actuar y de creer de los grupos
humanos, es decir, la manera total de vivir de las sociedades y de
cómo éstas se adaptan al medio en que viven y de alguna manera
logran transformarlo. En todo caso, y cualesquiera que sean las
definiciones, en todas ellas se mencionará necesariamente que la
cultura es un fenó- meno social, es decir, algo más que un fenómeno
biológico que no se transmite genéticamente sino que se aprende a
través de los mecanis- mos sociales de información y aprendizaje.
Estas características han llevado a algunos antropólogos a afirmar
que la cultura es un fenómeno exclusivamente humano, cuya existen-
cia es ajena a las demás especies animales, aun sociales. Esto, sin
embargo, puede ser desvirtuado por la observación de modelos de
comportamiento transmitidos socialmente, aunque en forma
rudimenta- ria, entre diversas especies de animales, sobre todo entre
los primates no humanos. La cuestión, como en el caso de la sociedad,
embarga un problema de separación de orden cuantitativo menos
tajante que el deslinde cualitativo al que nos ha inclinado nuestra
natural antropía.
Por otra parte, llama la atención que el concepto de cultura haya
sido generalmente ignorado por la antropología social británica. Si bien
es cierto que existen, como lo advierte Singer, un número de coinci-
dencias y semejanzas entre la teoría de las pautas —tal como la
han desarrollado otros antropólogos, en particular en los Estados
Unidos— y la conceptualización de integración estructural de los
británicos, y pese a que Malinowski, una de las figuras más influyentes
en el desarrollo de la antropología moderna, formuló Una teoría
científica de la cultura (1944), éstos raramente se han preocupado del
concepto de cultura. Algunos antropólogos británicos han considerado
explícitamente que el concepto de cultura resulta demasiado extensivo
para designar prove- chosamente un campo específico que tenga que ser
sistemáticamente estudiado y correspondería más bien a lo que
denominan el proceso de la vida social, que consiste en una inmensa
multitud de acciones e inter- acciones de los seres humanos, actuando
individualmente o en grupos. Al respecto manifiesta Radcliffe-Brown:
“Los antropólogos entienden la palabra cultura en muchos sentidos
diferentes. Creo que algunos la uti- lizan como equivalente a lo que yo
llamo forma de vida social”.

Cultura y sociedad

Cultura y sociedad, como quiera que se las entiende o defina, son


categorías indesligables. La cultura no puede ser comprendida sin el
entendimiento de la estructura socioeconómica con la que forma
unidad. El binomio cultura-sociedad expresa la relación entre contenido
y continente de los fenómenos humanos. Es un hecho que todos los
seres humanos pertenecemos a una especie animal, y el hombre como
organismo debe existir bajo condiciones tales que no solamente le ase-
guren su supervivencia sino que le permitan un metabolismo normal y
saludable. El hombre, como individuo y por su propia evolución, no
puede satisfacer él solo estas necesidades, y como ya lo dijimos al
hablar de la sociedad, tiene que hacerlo junto con los demás individuos
de su especie, es imposible que pueda sobrevivir aislado de los demás,
y para ello todos se valen tanto de los mecanismos de interacción como
del conjunto de recursos acumulados que constituyen la cultura. Es por
eso que, como afirma Malinowski, la naturaleza biológica del hombre
impone un cierto determinismo sobre todas las formas de conducta,
hasta la más organizada y compleja. La cultura como resultado de la
interacción entre los hombres, o entre los grupos sociales y la natu-
raleza exterior, es también el conjunto de los productos de la actividad
social que denota la especificidad de un grupo humano. Es entonces
cuando se objetiva y nos referimos a “una cultura” concreta que existe
o que ha existido en determinado tiempo y en determinado espacio. No
obstante y pese a ser categorías indesligables los conceptos de cultura
y sociedad son diferentes.
Al respecto resulta interesante la opinión del antropólogo británico
Raymond Firth, quien ha hecho numerosos aportes en el campo de la
antropología social. “Para mí —dice Firth— los conceptos de cultura
y sociedad son absolutamente distintos. Si bien se acepta la sociedad
como un agregado de relaciones sociales, entonces la cultura es el con-
tenido de dichas relaciones. El término ‘sociedad’ hace hincapié en
el agregado de individuos y las relaciones entre ellos. El término
‘cultura’ hace hincapié en el componente de los recursos acumulados,
materia- les, así como inmateriales, que las personas heredan utilizan,
transfor- man, aumentan y transmiten”.
Así, la existencia humana en comparación con las condiciones de la
existencia animal —en las que, como hemos dicho, se reconocen formas
rudimentarias de cultura— se distingue por su carácter histórico y social:
la particularidad del modo de vida humano es su actividad consciente-
mente laboriosa. La diferencia esencial entre las relaciones del organis-
mo animal con el medio y las del hombre con el mundo exterior, radi-
ca en que el ser humano no sólo se adapta al medio sino que, sobre la
base del conocimiento de las leyes objetivas que determinan el desa-
rrollo del medio ambiente, lo modifica con arreglo a sus necesidades.
Es cierto que también el animal modifica la naturaleza exterior y los
cambios —debido a la interacción de su organismo con el medio— reper-
cuten sobre ellos mismos; pero se trata de modificaciones limitadas,
muy restringidas y con resultados fortuitos.

¿Qué clase de realidad es la cultura?

Al especificar que es algo más que un fenómeno biológico, que no


se transmite genéticamente sino que se aprende socialmente y se con-
figura históricamente, los antropólogos y demás científicos sociales han
190 fernando silva santisteban

circunscrito las características cualitativas de la especie humana a la cul-


tura como a un todo observable, muy amplio, es cierto, pero suscepti-
ble de ser analizado en su integridad o en sus diversos aspectos. No
obstante, en el plano epistemológico, acerca de la naturaleza de la cul-
tura se plantea una pregunta fundamental: ¿Qué clase de realidad posee
la cultura? A esta pregunta se han ofrecido algunas respuestas que
pueden agruparse en tres enfoques distintos: uno denominado super-
orgánico, otro conceptualista y otro realista.
Según el enfoque superorgánico, la cultura es una superrealidad
que existe por encima y más allá de sus portadores individuales y
establece sus propias leyes. Según el criterio conceptualista, la
cultura no es una entidad per se sino un concepto que usan los
científicos sociales para unificar conceptualmente una gran variedad
de hechos que de otro modo permanecerían separados y no podrían ser
relacionados y discernibles. Y según el criterio realista la cultura es
tanto un concepto como una realidad empírica; es un concepto porque
es la principal teoría explicativa del objeto fundamental de la ciencia
antropológica, y es una entidad empírica porque el concepto está
reflejando la forma en que realmente están organizados ciertos
fenómenos que se agrupan bajo su contenido. Partiendo del hecho de
que la cultura es algo obser- vable, comprensible y analizable, es
decir, una abstracción construida sobre la base de la observación de
la conducta, el historiador Philip Bagby eliminó de una vez por todas
la cuestión de la realidad de la cul- tura.
Pero no se debe confundir la teoría sostenida por algunos antropó-
logos sobre que la cultura es superorgánica, o sea una superrealidad,
con el hecho universalmente aceptado de que la cultura es supra-
orgánica, es decir, que no está directa e inmediatamente sujeta,
como tal, a las leyes biológicas. Tampoco esto quiere decir que no esté
referi- da ni afectada por la naturaleza biológica de nuestra especie, ni
por la herencia genética de los individuos. Los fenómenos culturales
no son consecuencias de la sola y caprichosa inventiva de los seres
humanos o del simple aprendizaje, sino que están determinados, en
última instan- cia, por las necesidades biológicas, sociales y
espirituales del hombre y por las posibilidades de satisfacerlas.
¿Existe cultura animal?

La noción de cultura ha sido tradicionalmente el criterio por exce-


lencia para especificar y deslindar la condición humana, pero la obser-
vación de determinadas formas de comportamiento aprendidas por
diversas especies de animales, sobre todo entre los primates no
humanos, amplía efectivamente las fronteras de la cultura más allá de
nuestra antropía. El aprendizaje es la adquisición de nuevas capaci-
dades e información no proporcionadas por el genotipo o, como expli-
ca W.H. Thorpe, “el proceso que se manifiesta por el cambio adaptati-
vo en el comportamiento individual como resultado de la experiencia”,
y en el comportamiento manipulativo, constructivo, de arreglo, de bie-
nestar y hasta de complementación homeostática de los animales, se
entremezclan constituyentes innatos con actos aprendidos. Por lo cual,
antropólogos, biólogos, etólogos y otros científicos e incluso filósofos,
están de acuerdo en la existencia de la cultura entre animales no
humanos.
Aparte del uso de herramientas por muchas especies de animales
(aves y mamíferos), la existencia de cultura está bien documentada en
muchos animales superiores. Uno de los casos de comunicación cultu-
ral más espectaculares es el de las ballenas yubartas (Megaptera
novaeangliae), estudiado por Guinee y Payne. Estos mamíferos,
durante la época de apareamiento, entonan cantos largos y complejos
con dife- rentes temas que riman entre sí para atraer a las hembras.
Los cantos varían de año en año, sin embargo, si la mayoría de los
machos de una población oceánica de yubartas introducen
modificaciones o si un macho agrega nuevas florituras, los demás
aprenden las nuevas varia- ciones y cantan el canto de moda; lo que
resulta asombroso es cómo aprenden el canto de moda a través de tan
grandes distancias.
Como dice el filósofo español Jesús Mosterín, los animales mejor
dotados para la cultura somos los primates, especialmente los catarri-
nos. De él tomamos los siguientes ejemplos: Los langures de la India
han tenido que adaptarse a la progresiva desaparición de sus hábitats
originales, cambiando sus hábitos alimenticios y modificando sus
recur- sos, han aprendido a cavar con las manos en los terrenos recién
culti- vados para sacar las patatas y coliflores. Los macacos (Macaca
fuscata) de las islas del sudeste del Japón han sido cuidadosamente
observados por los etólogos japoneses durante varias generaciones y
han observa- do muchas costumbres aprendidas, que evidentemente
son culturales. Por ejemplo, los macacos de Jigokunani, al caerse uno
de ellos a una
poza de agua termal, descubrió, adquirió y transmitió el gusto por los
baños termales, estableciéndose desde entonces la costumbre social del
baño colectivo.
En la isla de Koshima vivía una población de macacos a quienes los
investigadores les echaban batatas a la playa, las que se llenaban de
arena y resultaban trabajosamente comestibles. A una hembra se le
ocurrió lavar las batatas en un arroyo de agua dulce, lo cual pronto fue
imitado por los otros monos. Esta misma hembra, llamada Imo, probó
lavar las batatas en agua salada del mar, encontrándolas así más sabro-
sas, también en esto la imitaron, poco a poco, sus demás conespecíme-
nes. Después los etólogos empezaron a echarles trigo a la arena de la
playa, que algunos macacos trataban de recoger grano a grano, pero el
procedimiento resultaba lento y muy trabajoso; otra vez Imo tuvo la ge-
nial idea de recoger puñados de arena con trigo para llevarlos al agua
de mar y soltarlos, dejando así flotar el trigo cuyos granos recogía y co-
mía fácilmente. También la actitud de Imo fue pronto imitada por los
otros macacos.
Después los etólogos redujeron considerablemente la cantidad de
alimento que les arrojaban a los monos: las pocas batatas y trigo dispo-
nibles fueron monopolizadas por el clan dominante de macacos al que
había pertenecido Imo. Sólo los jóvenes aprendieron la cultura técnica
de Imo. Al reanudar los etólogos sus entregas más abundantes, sólo los
macacos del clan de Imo sabían cómo aprovecharse de ellas, según las
investigaciones realizadas por Toshisada Nishida y otros etólogos de la
Universidad de Boston.

La cultura como información

Para Mosterín “la cultura es la información transmitida entre animales


de la misma especie por aprendizaje social”. Luego explica: “La cultura
no es un fenómeno exclusivamente humano, sino que está bien docu-
mentada en muchas especies de animales superiores no humanos. Y el
criterio para decidir hasta qué punto cierta pauta de comportamiento es
natural o cultural no tiene nada que ver con el nivel de complejidad o
de importancia de dicha conducta, sino sólo con el modo como se transmite
la información pertinente a su ejecución”. En cuanto a las
correspondencias y diferencias entre natura y cultura dice Mosterín
que tanto la natura como la cultura son información recibida de los
demás, pero la cultura se opone a la natura como lo aprendido o adquirido
de los otros se opone a lo genéticamente heredado. “Por na-
turaleza —explica— tenemos pelo y nuestro pelo es de tal color. Por cul-
tura nos lo cortamos, peinamos o teñimos. Quien se queda calvo
pierde el pelo por naturaleza. El monje budista o el punk o el
skinhead que se tonsuran la cabeza pierden su pelo culturalmente. Por
naturaleza somos capaces de hablar (en general) y por cultura somos
capaces de hablar (precisamente) en francés”. De esta manera,
hablando de seres vivos, natura es información transmitida
genéticamente, cultura es información transmitida no genéticamente
sino por aprendizaje social.
Uno de los más notables representantes de esta posición conceptual
que pone énfasis en la información como condición esencial de la
cul- tura, es seguramente John Bonner, quien escribe: “Por cultura
entiendo la transferencia de información por medios conductuales,
especialmente por el proceso de enseñar y aprender. Se usa en un
sentido que con- trasta con la transmisión de información genética
pasada de una gene- ración a la siguiente por la herencia directa de los
genes. La informa- ción pasada de un modo cultural se acumula en
forma de conocimien- to y tradición, pero el énfasis de la definición
estriba en el modo de transmisión de la información más bien que en
su resultado”.
Ahora bien, si la cultura no es un fenómeno exclusivamente huma-
no, puesto que es también facultad de los animales superiores, en par-
ticular de los primates no humanos, queda siempre la pregunta primor-
dial: ¿Qué atributo o atributos culturales distinguen específicamente
nuestra especie de las demás especies animales? Para Bonner como para
Mosterín, es el carácter acumulativo de la cultura humana lo que cons-
tituye la diferencia principal, y es gracias al lenguaje que los “humanes”
—como llama Mosterín a los miembros de nuestra especie— pueden
transmitir la casi totalidad de la información que adquieren, que es tanta
que ningún individuo sería capaz de asimilarla en su totalidad. En efec-
to, nadie podrá negar que es en el lenguaje donde radica la diferencia
fundamental entre la “humanidad” y la “animalidad”, sólo que para
nosotros esta diferencia se explicita más claramente en un producto del
lenguaje, sin el cual no tendría sentido la condición humana misma, y
ese producto del lenguaje es la capacidad de abstracción a la que nos
hemos referido ya al hablar del lenguaje como de las diferencias que
existen entre las sociedades animales y la sociedad humana.
Así, pues, el concepto de cultura, otra vez, resulta afectado por los
más diversos y contradictorios enfoques. La cultura es entendida por los
sociobiólogos Wilson y Lumsden como un proceso que se desarrolla en
la evolución biológica y que caracteriza en su forma más acabada a la
especie humana. Para ambos autores, ya en el panorama de la zoología,
se revelan los fenómenos culturales en forma incipiente y progresiva a
través de las especies que designan como “protoculturales” en los gra-
dos I y II (el humano es el III).
Para el filósofo español Carlos París, sólo el análisis de la
evolución biológica permite comprender el concepto de cultura como
desarrollo y desembocadura de la vida. La cultura es un proceso que
culmina en la realidad humana.

6. La cultura y “las” culturas


También se emplea el término cultura para referirse a determinados
grupos humanos separándolos en el tiempo o en el espacio, es perfec-
tamente válido decir que cada sociedad humana tiene su propia cultura,
diferente en su totalidad, o en parte, a la de cualquier otra sociedad. Así
podemos referirnos a la cultura griega como a la cultura incaica y, ge-
neralizando un tanto más, a la cultura del Renacimiento. En los dos
primeros ejemplos se aplica el concepto a las formas de vida y expre-
siones peculiares de sociedades que han existido en distintas épocas de
la historia y en diferentes lugares, en el último a las manifestaciones cul-
turales de diversas sociedades de Occidente que en una época determi-
nada estuvieron caracterizadas por notorias tendencias o patrones co-
munes. También podemos referirnos a grupos pequeños que compar-
ten determinados modelos dentro de una cultura más amplia, como por
ejemplo la cultura de los estibadores de los muelles de Nueva York o la
cultura de los camioneros interprovinciales del Perú, aunque algunos
autores prefieren usar para estos casos el término subcultura. La diver-
sidad de las culturas de los pueblos, grupos o individuos es, como dice
Ruth Benedict, no solamente el resultado de la facilidad con que las
sociedades elaboran o rechazan posibles aspectos de existencia, sino
que se debe también a una integración compleja, es decir, al entrecruza-
miento de rasgos culturales.
Las formas finales de los modos de vida o de las instituciones se
constituyen mucho más allá del impulso humano que les dio origen. De
allí que, por ejemplo, las últimas formas de cultura que hemos men-
cionado dependen, en gran medida, del modo en que los rasgos se han
ligado con otros de diferentes campos de experiencia. Esta combinación
o integración de rasgos se estructura de tal manera que se convierte en
una entidad a la cual se adaptan los individuos como al medio que los
rodea y condiciona. Por eso, como dice Hulse: “En cierto sentido la cul-
tura no es sólo nuestra creación sino también nuestra creadora”.
De tal manera, pues, que el término cultura, usado por los científi-
cos sociales puede aplicarse válidamente a: 1) todo lo que es social-
mente transmitido, incluyendo los modelos de vida o patrones de
con- ducta, sistema de valores, conocimientos, creaciones y
expresiones artísticas, ideológicas, instituciones, realizaciones
materiales, etc., entre ellas naturalmente las técnicas para dominar el
medio. Este es el con- cepto más general; 2) los modos de vida
peculiares de una sociedad, de un grupo, o de dos o más sociedades o
grupos concretos, en una o en diferentes épocas, en uno o en diferentes
lugares, y 3) a formas espe- ciales de comportamiento características
de los diversos agregados, seg- mentos o estratos de una sociedad
vasta y de organización compleja. Como ya dijimos, en este último
caso, algunos prefieren emplear el tér- mino subcultura, pero éste se
presta a veces a confusiones.

7. Premisas básicas sobre los términos sociedad y


cultura
Antes de pasar al próximo tema y a riesgo de ser reiterativos debe-
mos dejar claramente establecidas algunas premisas básicas que deben
tenerse en cuenta en lo que se refiere a los conceptos de sociedad y
cultura:
1. La sociedad no es condición exclusiva de la especie humana,
puesto que existen sociedades de animales que tienen por obje-
to la misma función primordial: la supervivencia de los indivi-
duos de la especie.
2. Tampoco la cultura es exclusivamente humana, y las diferencias
entre la cultura humana y las formas de cultura animal no son
de orden cualitativo sino de grado, pero existe una enorme
distancia entre el psiquismo animal y el pensamiento humano
como resulta- do del lenguaje simbólico, es decir, de la
capacidad de abstracción.
3. La condición social es necesariamente previa a la existencia de
la cultura, ya que la cultura como resultado del aprendizaje y de
la acumulación de información es consecuencia de la interacción
social.
4. La antropía, esto es, la cualidad de ser humano, es aprendida.
Si bien el hombre, por evolución biológica está acondicionado
para ser humano, no nace humano. Aprende a serlo en el seno
de la sociedad y la familia.
5. Así, pues, sociedad y cultura no son sinónimos. En la esfera de
lo humano, una sociedad es un pueblo, un conjunto orgánico de
individuos, mientras que una cultura consiste no en el grupo
humano propiamente sino en sus modos de actuar, esto es, en el
comportamiento social. Una sociedad es un conjunto de indivi-
duos que obra de acuerdo con su cultura. Dice G.M. Foster: “Una
sociedad concreta es una cosa en marcha —funciona y se
per- petúa en sí misma— porque sus miembros, aunque no se lo
pro- pongan, actúan de acuerdo en cuanto a las normas básicas
para vivir juntos. La palabra ‘cultura’ es el resumen o síntesis de
estas reglas que orientan la forma de vida de los miembros del
grupo social”.
6. Son las necesidades humanas, individuales y sociales, las que
originan todo el dinamismo de la cultura.
7. La cultura es tanto el resultado de la interacción entre los indivi-
duos como entre los grupos humanos y la naturaleza exterior. En
última instancia, la cultura es el conjunto organizado de actitudes
mediante el cual las sociedades se enfrentan al medio para trans-
formarlo y asegurar así su adaptación y la supervivencia de la
especie. Adaptación, como en la evolución orgánica, es un con-
cepto clave en el estudio de las formas de vida social de los seres
humanos. La estabilidad de todo sistema de cultura depende, en
primer lugar, de su efectividad en la adaptación, y luego, de la efi-
cacia con que se realiza la transformación del medio que lo rodea.
En otras palabras, el desarrollo de la cultura, como una espiral
creadora, está señalado por una permanente dinámica de acción y
reacción entre la adaptación y la transformación de la naturaleza.

8. Cultura y civilización
La palabra civilización ha tenido un itinerario paralelo al de cultura.
También la palabra civilización (del latín civilis, propio del ciudadano)
tuvo en principio carácter elitista; significaba proceso de refinamiento
del individuo, con más énfasis en los convencionalismos sociales que la
de cultura. De acuerdo con Kant, “llegamos a ser cultos a través del arte
y de la ciencia, llegamos a ser civilizados por diversos convencionalis-
mos sociales y refinamientos”. Incluso, su utilización ha sido objeto de
mayor arbitrariedad, ya que al fundamentarse el concepto de civi-
lización en la preferencia que se otorga a ciertos valores, a determi-
nadas formas particulares de actividad, o de experiencia humana, se
privilegia a los pueblos que los poseen. De esta manera, encontramos
en algunos autores la afirmación de que la única verdadera y propia
forma de civilización es la del Occidente cristiano, porque sólo entre
los pueblos del Occidente cristiano han gozado la religión, el arte y la
cien- cia del favor más relevante, salvo etapas relativamente breves.
Además de esta arraigada conceptualización eurocéntrica, notables
historiadores y también sociólogos emplean el concepto de
civilización contra- poniéndolo en cierto modo al de cultura. Por
ejemplo, algunos autores alemanes identifican la civilización con el
progreso material y técnico, mientras que conciben la cultura como el
acervo espiritual; otros al con- trario, así Barth propone limitar el
término cultura a los aspectos tec- nológicos, “al dominio del hombre
sobre la naturaleza” y emplear el de civilización para hacer referencia
a la modificación de los instintos humanos por la sociedad, “al
dominio del hombre sobre sí mismo”. Tönies y Alfred Weber,
seguidos por los americanos McIber y Merton definían la civilización —
casi exactamente al contrario— como “un cuer- po de conocimientos
prácticos e intelectuales y de una colección de medios técnicos para
controlar la naturaleza”, mientras a la cultura le asignaban “la
configuración de valores y de principios ideales norma- tivos”. Así,
pues, la inexactitud y arbitrariedad en el empleo de ambos términos
han dado lugar a graves errores e imprecisiones en el estudio y la
concepción del desarrollo de las sociedades humanas, hasta en autores
tan conspicuos como Spengler, Toynbee, Alfred Weber, Merton,
McIber, entre otros. En el vocabulario de Spengler la palabra civiliza-
ción tiene sentido de consumación, es el epílogo de la cultura, la
rigidez que sucede a la capacidad creadora, la muerte que sigue a la
vida.
Si, como ya lo hemos expresado reiteradas veces, usamos
apropiadamente la noción de cultura para referirnos a todas las formas
de la vida social, civilización vendrá a ser entonces un aspecto, una
forma o un período de la cultura. En efecto, el empleo antropológico
del término civilización se refiere al estadio o etapa de la cultura que
alcanzan algunas sociedades en su desarrollo histórico con la aparición
de la ciudad. En términos muy concretos se define civilización como la
cultura urbanizada. El concepto se refiere, pues, a un grado complejo
de relaciones sociales y al adelanto que traen consigo la especialización
del trabajo, la organización social y política y demás condiciones de la
vida urbana, esto es, la cultura de las ciudades.
Todos sabemos lo que es una ciudad, y podríamos referirnos a la
ciudad como al lugar de considerables dimensiones donde se congrega
una población relativamente densa de modo más o menos permanente,
en donde se realiza la vida social y familiar usual, y se llevan a cabo
ocupaciones y actividades económicas. Pero una aldea grande podría
también acogerse a esta definición; sin embargo, son formas de asen-
tamiento substancialmente diferentes (véase capítulo VII: 8 Aldeas y
ciu- dades). Lo significativo de la ciudad no es tanto su tamaño o el
número de personas que habitan en ella, no se podría establecer el
límite para llamarla ciudad y no aldea. El carácter realmente urbano de
un asen- tamiento humano radica en dos condiciones esenciales: 1) En
la ciudad no se produce alimentos y 2) La ciudad es un asentamiento
planificado y ordenado en función del control social, económico,
ideológico y político de la colectividad.
El hecho de que en la ciudad no se produzcan alimentos significa
que sus habitantes dedican su tiempo a otras ocupaciones, es decir, a la
especialización en distintos campos de actividad social, como son el
gobierno, el culto y la religión, la producción de útiles y otros bienes,
el arte, el intercambio y la redistribución de bienes, etc., lo cual deter-
mina un mayor grado de complejidad de la cultura. Todo esto requiere,
naturalmente, de un soporte campesino de producción de alimentos
que garantice su estabilidad. Las ciudades, puesto que con ellas se ori-
gina la civilización, le confieren sus características: una producción de
excedentes capaz de sustentar a una población orgánicamente estable-
cida; un sistema de control y de redistribución de los excedentes; una
estructura social marcadamente estratificada y un sistema político
centralizado que no es otro que el Estado. Así, la ciudad es un fenó-
meno paralelo y concomitante al Estado: donde hay ciudad hay Estado,
y ambos caracterizan a la civilización. Pero, si bien la ciudad es condi-
ción necesaria para que una cultura alcance el nivel de civilización, hay
que aclarar que las civilizaciones tienen, de hecho, sus comienzos antes
de que aparezcan las ciudades (es así que se utiliza la denominación de
“civilizaciones primitivas”), pero las ciudades tienen que aparecer
en sus últimas etapas, de lo contrario no les podríamos llamar civiliza-
ciones.
Gordon Childe considera como características de la civilización,
además de las ciudades y las grandes poblaciones, la existencia de je-
rarquías y divisiones sociales internas, el conocimiento de la escritura,
el desarrollo de las matemáticas, las artes, las ciencias y la vida
política. Este es un ejemplo de cómo en el concepto de civilización
están implí- citos las instituciones, descubrimientos o modelos
culturales con los que un autor califica la cualidad de civilización.
Estamos de acuerdo con el insigne arqueólogo y prehistoriador inglés
en que las ciudades, las grandes poblaciones, la existencia de
jerarquías y divisiones sociales
internas y las instituciones caracterizan a la civilización, lo mismo puede
decirse de las manifestaciones artísticas y de la vida política, no así de
las matemáticas ni de la escritura, que son indudablemente creaciones
culturales de las más significativas y trascendentales de las civilizaciones
del Viejo Mundo. No obstante, ni la escritura ni las matemáticas, ni la
economía monetaria y de mercado fueron desarrolladas en América, al
menos en la forma que tuvieron en el Viejo Mundo, pese a que algunos
historiadores siguen empeñados en encontrarlas. Esto no significa, por
cierto, que las civilizaciones mesoamericana y andina no alcanzaron el
nivel de civilización. La verdad es que ni la escritura, ni la economía de
mercado, ni la moneda, ni las matemáticas, en la forma en que se desa-
rrollaron en el Viejo Mundo, son requisitos indispensables para el desa-
rrollo de toda civilización. Son sistemas sobre los que se ha desplega-
do la civilización occidental, tomándolos y adecuándolos de otras civi-
lizaciones, y es cierto que le han traído muchas ventajas, pero no se
agota en ellos la inventiva humana. Hay muchos otros mecanismos que
permiten alcanzar a las sociedades complejos grados de cultura, como
fueron las originales y eficaces formas de organización social andina. Su
preocupación y cuidado en la transmisión de ideas y conceptos combi-
nada o integrada a otros sistemas de cuenta y de registro, incluso sus
formas de ritual, les permitieron también el desarrollo de tecnologías
como la hidráulica, la agrícola, la textil o la metalúrgica, tan funciona-
les e ingeniosas que no tienen parangón en el mundo antiguo.
Comúnmente las ciudades se han desarrollado a partir de un núcleo
poblacional originario, determinado por las características ambientales
de la región donde están o han estado asentadas y configuradas por el
grado de progreso tecnológico de sus pobladores. Con el tiempo han
crecido y se han adecuado a las exigencias de su población y a la
inter- acción dialéctica con su entorno, tanto natural como humano. El
desa- rrollo de las ciudades tiende a ser una ampliación del esquema
inicial del poblamiento (villorrio o aldea) y, por lo general, el punto de
parti- da ha sido un centro religioso. Pero el desarrollo de la
civilización supone una ruptura con el pasado, en términos reales una
revolución. Y este fenómeno fue resultado de dos factores
determinantes: el aumen- to de la densidad poblacional y el cambio en
el modo de subsistencia. A este cambio trascendental y revolucionario
en el desarrollo de la humanidad se le ha denominado “revolución
neolítica”, la cual signifi- ca que de consumidor —cazador, pescador
o recolector— el hombre se convirtió en productor de sus propias
fuentes de alimentos, mediante el conocimiento y ejercicio de la
agricultura y la ganadería. Sin embargo,
200 fernando silva santisteban

la Revolución Neolítica no fue un solo acontecimiento sino todo un pro-


ceso a través del cual el hombre aprendió a domesticar plantas y ani-
males para adquirir el control de su propio abastecimiento alimentario
y desarrollar sobre la base de los excedentes su existencia y la civiliza-
ción. Tampoco fue un fenómeno que se desarrolló en un solo lugar del
planeta y que de allí se difundió al resto del mundo. Todo parece in-
dicar, como lo revelan los descubrimientos más recientes, que la
domes- ticación de plantas y animales se realizó en forma
independiente y de modo diferente en cuatro centros de eclosión
cultural. En la actualidad se admite como focos originarios de
civilización: 1) Anatolia, Irán, Afganistán y las tierras altas de Etiopía,
entre 8.000 y 4.000 años a.C.; 2) otra área menos claramente definida,
en el sur o en el sudeste de Asia, probablemente Tailandia, 3.000-
2.000 (?) a.C.; 3) Mesoamérica (México y América Central hasta la
frontera este de Panamá), entre 3.000 y 2.000 a.C., y 4) Perú (la
región de los Andes centrales), entre 6.000 y 2.000
a.C. Los términos en años comprenden aproximadamente desde los co-
mienzos de la agricultura hasta la aparición de los primeros estados en
cada área de civilización.

9. El medio ambiente y la cultura


Es idea antigua y muy difundida aquélla que postula que el medio
ambiente, o entorno natural, es determinante de las condiciones de
vida del hombre, de todas las formas de su cultura e, incluso, de sus
carac- terísticas biológicas. Es la tesis que se ha denominado
determinismo geográfico. En oposición a esta tesis surgió después el
determinismo cultural, tesis sustentada por algunos historiadores
que sostenían lo contrario, es decir, que es la cultura la que modifica el
medio ambiente. Pero entre la segunda y tercera década de este siglo
se impuso en la an- tropología otra interpretación según la cual el
entorno natural limita pe- ro no es causa del comportamiento humano,
ni determina su naturale- za biológica. Es la tesis del posibilismo, que
se debió en gran parte a la influencia del célebre antropólogo Franz
Boas, quien planteó que, en general, las características culturales
específicas dependían fundamen- talmente de las tradiciones históricas
y no tanto de la influencia del entorno natural.
Cada una de estas explicaciones únicamente aspiraba a determinar
las influencias o el impacto de una cosa sobre la otra, y el posibilismo
sólo asignaba al hábitat un papel limitante o selectivo. En la perspecti-
va actual del conocimiento, se entiende que tanto el entorno, como los

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