Amor, Sexo y Otras Movidas - Raquel Antunez-1 PDF

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AMOR,

SEXO Y OTRAS MOVIDAS


RAQUEL ANTÚNEZ









Edición en formato digital: junio de 2018.
Título original: Amor, sexo y otras movidas
Copyright @ Raquel Antúnez, 2018
rqantunez@gmail.com
Diseño de portada: Raquel Antúnez.
Correctoras: M. Jesús Casas y Yanira García.
Sinopsis: Yanira García
Maquetación: Raquel Antúnez
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en
cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por ley.
Para todos aquellos que me han cedido un trocito de su locura personal para poder moldearlo a mi
antojo.
Indice

Solo con tu luz se ilumina mi oscuridad
Amor Al Primer Whatsapp
Cómo dejé de odiar los lunes
Todo acabó con la última campanada
Capuchino, por favor
Nota de la autora
Biografía
SOLO CON TU LUZ SE ILUMINA MI
OSCURIDAD

La misma rutina de cada mañana: una ducha rápida, el uniforme blanco de
trabajo, una cola de caballo para recoger mi larga melena y despertar a la
pequeña Daniela. Su padre está a punto de llegar para recogerla y llevarla al
colegio.
¿Qué día es hoy? Me pregunto mentalmente mientras doy vueltas a mi
café con leche. Tengo que empezar a plantearme organizar mi semana en una
agenda. El problema radica principalmente en que no tengo tiempo ni para ir a
comprar una y mucho menos rellenarla… bufff, qué pereza.
¿Miércoles? Doy un respingo, ¿hoy es miércoles? Incrédula voy hasta el
calendario y compruebo que sí… ¿pero es «ese» miércoles? Calculo
mentalmente y sí, lo es.
Sonrío, porque de pronto tengo motivos para hacerlo. Apuro los restos de
mi taza al tiempo que miro el reloj.
Me dirijo al cuarto de baño, en uno de los cajones tengo guardado un
neceser con maquillaje que no suelo utilizar nunca y menos entre semana. Lo
desempolvo (es una manera de hablar, que mi casa está limpia como una patena).
Sombra de ojos, delineador y máscara de pestañas. Un poco de brillo de labios y
voilá… suficiente.
Mi sonrisa se volatiliza al escuchar el timbre de la puerta.
—Papi, papi, papi… —Daniela, aún en pijama, corretea alrededor del
salón dando palmas.
¿Qué me deparará hoy la mañana? Me encojo de hombros antes de abrir,
Bruno es un ser de lo más imprevisible.
—Buenos días —murmuro sin mirarlo siquiera. Compruebo la hora en mi
reloj, aún es temprano, pero con tal de no estar demasiado tiempo en la misma
habitación que él, agarro mi bolso dispuesta a poner pies en polvorosa— Me voy
ya. Daniela, mi vida, dame un beso que me tengo que ir al trabajo.
Daniela corretea, me escala y me abraza cual koala, llenándome de besos.
Mi sonrisa vuelve a renacer, mi pequeña es mi razón de existir, la adoro con toda
mi alma y es capaz de hacerme feliz en los momentos más delicados. Mi
princesa es lo único bueno que salió de mi relación con el cenutrio ese que tengo
delante.
No le doy la oportunidad a Bruno de fastidiarme el día, el cual parece no
haber amanecido de muy buen humor y está allí, apostado en mi salón, con cara
de pocos amigos. Simplemente me largo y lo dejo plantado como cada mañana
en la que viene a buscar a nuestra hija para llevarla al colegio.
Según me subo al coche me viene esa sensación que ya conozco. Un
pequeño nudo que constriñe mi estómago, sacudo la cabeza. Me quedan unos
veinte minutos de camino así que subo el volumen de la radio a ver si así me
entretengo y pienso en otra cosa.
He salido de casa realmente temprano, así que llegaré antes de lo
habitual… ¿y si de pronto llego a su casa y está saliendo de la ducha? Tal vez
con el pelo mojado aún cayéndole sobre la frente. ¿Y si lo pillo tan solo con una
toalla alrededor de la cintura? Con ese olor tan característico a champú y loción
de afeitado… Mmmm…. Y si… siiii… ¿Si me abre la puerta de esa guisa qué
hago para controlar las ganas de tirarme a su pescuezo?
Empiezo a carcajearme y me doy cuenta de que el chico que está parado
con su coche en el semáforo, justo a mi lado, me mira como si estuviera loca.
Abochornada noto el calor subiendo por mis mejillas.
—Idiota, entrometido… —murmuro mosqueada, pero no dejo que me
amargue el día.
Acelero un poco. Igual aún lo pillo en pijama, si es que usa, porque igual
me abre la puerta en boxers y camiseta ajustada. Mi ropa interior se moja
mientras divago.
Para cuando llego a la puerta de su casa un sudor frío envuelve mis manos
y el nudo de mi estómago se ha intensificado. Mis bragas están a punto de
volatilizarse por combustión espontánea. Llamo a la puerta… un minuto… llamo
de nuevo… cinco minutos, diez minutos, quince minutos… llamo unas tres o
cuatro veces más.
Busco su número en mi agenda y marco. Suena y suena sin recibir ningún
tipo de respuesta. Es extraño. Muy extraño. ¿Le habrá pasado algo? Quizás se ha
quedado dormido o se ha caído en la ducha. ¿Se habrá desmayado y necesita que
entre a rescatarlo?
Vuelvo a tocar de forma insistente y cinco minutos más tarde cuando,
desesperada, busco la forma de colarme en aquella casa sin que los vecinos
llamen a la policía, escucho una voz a mi espalda.
—¡Silvia! —Me giro y observo que la madre de Tomás corre en mi
dirección. Aggggg…. Como odio a aquella bruja. ¿Qué hace aquí?
No sé decir con exactitud qué me hace aborrecerla tanto: quizás su metro
ochenta, sus medidas perfectas, su ropa de marca o aquellos zapatos que deben
costar más que todo mi fondo de armario junto. Igual es por su tez perfectamente
maquillada, su cabello rubio siempre con aspecto sedoso, como si acabara de
salir de la peluquería, su manicura perfecta. Pero no, en el fondo simplemente es
porque me mira con aires de superioridad, por encima de su hombro. Que ella
está en otro nivel social está claro, pero no soporto a las personas que se creen
mejor que otras solo por tener más dinero.
—Disculpa, mi hijo ha salido a primera hora, tenía que recoger unas
piezas que le llegaban hoy antes de ir al taller. Me ha pedido que viniera a
abrirte.
—¿En serio? —No me doy cuenta de que lo he preguntado en alto hasta
que me mira con esa expresión que aún no soy capaz de descifrar; mezcla de
asco, altanería, chulería… no sé, pero me dan ganas de borrársela de un sopapo.
—Limpia los baños y la cocina. No te olvides de que este fin de semana
viene Isabel, así que limpia su cuarto y friega los pisos con lejía, ya sabes cómo
es, todo el día jugando tirada por el suelo. Vamos a intentar que no le dé una
infección.
Me siento como si faltaran cuatro ratones cantando a mi alrededor:
«Cenicienta. Cenicienta. Pronto, pronto, Cenicienta». Pero no, gracias al cielo,
esa bruja no es mi madrastra. No trabajo de gratis tampoco, que me pagan una
pasta. Mi problema es… sí, ya sé lo que piensas. Cierto, mi problema es que mi
hija me obliga a ver demasiadas películas de princesas.
La bruja se marcha por fin y una vez con los pies en la tierra, me encajo
los auriculares, activo Spotify y subo el volumen a tope. La música me ayuda a
hacer mi trabajo más llevadero y me acompaña cada día. Entonces pasa lo de
siempre, corro, corro, corro… y acabo con la lengua fuera.
Antes de dar por finalizado el servicio le envío un WhatsApp a Tomás
para avisarlo de que ya me voy. Lo busco en la lista entre mis contactos y como
cada vez que lo hago, miro su foto de perfil. Allí está, en una divertida imagen
en la que se ríe mucho mientras brinda, cerveza en mano, con otros dos amigos.
Su sonrisa me provoca un pellizco en el estómago, me vuelve loca. Miro su
estado por cotillear un poco, porque es habitual en él cambiarlo con frecuencia:

«Mi día se nubla cuando no puedo verte».

Me quedo observando el texto, dándole vueltas a la cabeza. ¿Y si es por
mí? Es una estupidez, lo sé… pero de ilusiones se vive.

SILVIA
«Buenos días. Hoy he acabado un poco antes. ¿Necesitas que haga algo más antes de
irme?»

¿La colada? ¿Limpiar ventanas? ¿La comida? ¿Una… comida? Río por lo
bajini.
TOMÁS
«No. Muchas gracias. Descansa. Te pago ahora mismo por
transferencia, que hoy llegaré tarde a casa y no te veo. Hasta dentro de
15 días».
SILVIA
«Ok. Gracias».

Suspiro resignada. Tenía la esperanza de verlo aunque fuera solo cuando
viniera a pagarme. El taller está muy cerca de su casa y suele pasarse cuando
estoy aquí limpiando. Normalmente tomamos un café, me da conversación unos
minutos y me paga.
En los últimos meses hemos profundizado más con el tema de la
separación, enseguida se dio cuenta de que me sentía mal y cuando le conté lo
que pasaba en mi vida, supuso un gran apoyo, pues al fin y al cabo, hacía menos
de un año que él había pasado por lo mismo. Isabel apenas era un bebé entonces
y no lo pasó bien.
Cuando empecé a limpiar su casa era un ser taciturno y prácticamente
solo lo veía sonreír cuando Isabel correteaba por aquella casa. Poco a poco, he
ido viendo cómo ha mejorado y espero con toda la paciencia que me es posible
guardar, que a mí me pase igual, porque me siento mustia, triste, confusa y los
días en los que apenas veo a Daniela es como si me arrancaran un trozo de alma.
En definitiva, que para mí, ese momento en el que veo a Tomás, en el cual
fantaseo, desvarío y mantenemos un rato de conversación agradable, es para mí
un ungüento que alivia una vida soporífera, como se ha vuelto la mía.
En los ajustes del WhatsApp cambio mi estado:

«Si la vida te da limones, haz limonada».

En fin… aquí se acaba lo divertido de mi trabajo. Limpiar casas no es la
panacea, pero el ser autónoma me permite cuadrar bien la vida laboral con mi
pequeña. Me busco mis propias diversiones, como encoñarme de este hombre
que me vuelve tarumba y que llevo deseando que me empotre desde hace meses.
Abro mi bolso de camino al coche y encuentro una chocolatina, no debe
llevar mucho tiempo allí. El chocolate no es una cosa que se caduque bajo mi
posesión. La devoro pues no dejé nada preparado para almorzar y ya no me da
tiempo. Voy a recoger a la pequeña al cole y después de pasar por el
supermercado y la farmacia, vamos hasta un parque cercano.
Me acomodo en un banco mientras Daniela merienda. Bueno, lo de
merendar es un decir porque viene hasta mí se come una galleta, da veinte
vueltas, tres abrazos, dos saltos, bebe un sorbo de zumo, corre hasta el tobogán,
se tira dos veces y viene a por otra galleta... agotador, lo sé. Media hora más
tarde se ha acabado la merienda (por no hablar de mi energía y mi paciencia) y
juega tranquilamente con dos niñas que andan por allí, así que me quedo
embobada mientras la vigilo, absorta en mis propios pensamientos.
Debo admitir que me ha fastidiado mucho el no coincidir con Tomás,
tendré que esperar quince largos días antes de volver a verlo. No me juzgues, mi
vida es un puto asco, con algo me tengo que entretener.
Me quedo rumiando en esa frase de su perfil. ¿Con qué clase de pendón
verbenero se habrá liado esta vez? Por lo que me ha contado su madre, Tomás no
es muy afortunado en eso del amor. Trabaja mucho, rebosa dinero por todas
partes y le sobran amigos y vida social, pero el tema novias no es lo suyo. Su
relación más duradera fue con la madre de su hija Isabel. Pues sí, su madre es
muy pija, pero una maruja de cuidado, larga por esa boquita lo que no está
escrito.
Daniela está sentada en el suelo jugando a las muñecas, sigue tranquila (a
su manera claro, que solo tiene tres años). Busco en mi teléfono móvil su perfil
de nuevo. Me encanta esa foto, está tremendamente guapo. Babeo. Babeo un
poco más. Ya lo sé, sano no es, ni de estar muy cuerdo…, pero es lo que hay.
Compruebo de nuevo que la pequeña está fuera de todo peligro tras lo cual miro
su estado…
—¡Hostia puta! —Grito. Unas madres que parlotean a mi lado me miran
escandalizadas—. Perdón —murmuro.

«Si la vida te da limones, pide sal y tequila».

¿En serio? Esto tiene que ser por mí, ¿verdad? No estoy loca, ¿verdad? Lo
dudo unos instantes, hasta el punto de ir a comprobar que realmente he cambiado
mi frase y sí, efectivamente, allí está:

«Si la vida te da limones, haz limonada».

Se me seca la garganta y hasta tiemblo.
Guardo el teléfono y voy a por la niña para volver a casa, ya es tarde.
La dejo viendo dibujos en lo que preparo la cena, dándole vueltas a la
cabeza. No puede ser, estoy obsesionada con el tema. Tiene que ser casualidad,
pero joder con la puta casualidad que me tiene temblando desde las siete de la
tarde.
Daniela y yo nos bañamos antes de cenar juntas, tras lo cual la acuesto y
recojo. Vamos, lo de todos los días. Me tiro delante de la tele a pasar canales sin
sentido, pero no le presto la más mínima atención a aquella caja tonta. Estoy
pensando en él, no puedo evitarlo. Esta obsesión no es buena, lo sé. Mierda,
tengo que hacer algo de vida social y dejar de pensar en Tomás.

SILVIA
«Hola guapa. ¿Tienes planes para mañana? ¿Nos tomamos algo? Le toca a Daniela
estar con su padre y salgo de trabajar a las seis».
MARTINA
«Hola. Ok. Le digo a Elio que se quede con los peques y nos
tomamos una cerveza».

Respiro aliviada. Necesito salir. Quedarme en casa sola no es bueno.
Martina es mi mejor amiga, casi como una hermana para mí. Nos conocimos
trabajando en una cafetería hace unos ocho años y estamos muy unidas. Nos
quedamos embarazadas al mismo tiempo, aunque eso fue casualidad. Ella
llevaba más de un año buscando el embarazo, pero en mi caso, Daniela vino por
accidente… bueno, accidente… calentón… llámalo como quieras. El caso es que
vivimos el embarazo al mismo tiempo y si ya estábamos unidas, vivir juntas ese
momento tan importante, nos unió aún más.
Daniela nació dos semanas más tarde que Lucas, su pequeño, y la muy
loca de las narices dos años más tarde volvió a quedarse embarazada, porque sí,
porque lo estaba buscando. ¿Por qué? No me lo explico, yo aún no logro dormir
más de cinco horas seguidas, ya que Daniela todavía se despierta de noche y se
cuela en mi cama y es agotadora a más no poder. No me imagino con otro hijo,
la verdad. Pero Martina, que está loca, aunque yo la quiera mucho, había dado a
luz hacía unos siete meses a la pequeña Irene. Agradezco que pueda escaparse de
vez en cuando para pasar un rato conmigo a solas y hablar de nuestras cosas.
Antes de caer rendida en la cama cambio el estado de mi WhatsApp:

«Tómame como al tequila: de un golpe y sin pensarlo».

Río por lo bajini…
Me duermo prácticamente sobre la marcha.
Los días que no me toca estar con la niña, como hoy, suelo ponerme
jornadas interminables en las que empato un servicio con otro. Normalmente
trabajo como doce horas seguidas, pero hoy tengo turno solo hasta las seis, a
cuya hora salgo disparada a casa para devorar un sándwich de pie en la cocina,
darme una ducha y ponerme ropa sexy, que estoy del uniforme holgado hasta la
coronilla.
Hablamos sin parar durante horas, reímos, nos tomamos una cerveza,
luego dos y cuando vacío la mitad de la tercera ya soy lo suficiente valiente para
contarle lo de Tomás. Como es obvio, me dice que desvarío, que tengo tanta
necesidad de emoción en mi vida que la estoy buscando en el lugar equivocado.
En fin… que me llevo un palo bastante grande porque tenía la esperanza de que
me diera la razón. Pero bueno, para eso están las amigas a veces, para evitar que
metamos la pata y encoñarnos de quién no debemos. Bueno, en realidad están
para decirnos que no lo hagamos, pero la mayor parte de las veces no les
hacemos maldito caso.
Después de la conversación con mi amiga me prometo a mí misma que no
voy a andar todo el día mirando el perfil de Tomás y dos días completos con sus
noches aguanto, hasta hoy, que es domingo y no tengo nada que hacer. La niña
se ha ido con su padre al cumpleaños de un familiar y mi casa está como una
patena, he visto un par de pelis y acabado con buena parte del alijo de chocolate
de mi despensa.
Llevo con el móvil en la mano un buen rato, intentando evitar la tentación
pero con ganas de caer, así que al final simplemente cedo. Ha cambiado la foto
de perfil, ahora sale más sonriente aún abrazado a su niña. Dudo unos instantes
antes de darle al botón que me lleva a leer su perfil:

«Motivos sobran, lo que falta es valor».

Joder, no entiendo nada de todo esto. ¿Es un juego? ¿Me he convertido en
su entretenimiento? Me tiemblan las manos, tengo ganas de mandarle un
mensaje directamente y decirle que nos dejemos de juegos, pero no puedo. ¿Y si
esos mensajes no tienen nada que ver conmigo? Igual me lo estoy imaginando
todo.
Escribo a mi amiga:

SILVIA
«Me ha vuelto a pasar, después de mi frase del otro día. Creo que me ha vuelto a
contestar»
MARTINA
«En serio, Silvia. Necesitas salir de fiesta y yo no tengo cuerpo, ni
aguante para eso. Date de alta en Tinder o en Meetic, pero tienes que
dejar esa obsesión que tienes con Tomás. Trabajas para él».

Resoplo, resoplo más… tiene razón. ¿Qué se hace en estos casos de
sobrecalentamiento frustrado? Me refiero a después de masturbarse, porque eso
está claro. Vale y después de la ducha. ¿Frustrarse más? ¿Seguir jugando? Lo
malo es que no sé si esto es un juego de dos o llevo una semana echándome un
solitario, no sé si pillas el símil.
No tengo nada que perder. Me masturbo, obvio… me ducho y me como
una tableta de chocolate (otra más) y ninguna de las anteriores cosas calman mi
ansiedad. Así que vuelvo al móvil y tecleo una nueva frase para mi perfil:

«Los límites los pones tú. Ten el valor de seguir tus instintos».

Y pongo eso porque escribir: por favor hazme tuya y fóllame como si no
hubiera un mañana, está un poco feo.
¿Qué imaginas que pasó en los siguientes días? Probablemente eres tan
perra o perro que piensas que vinieron los del psiquiátrico a buscarme, pero no,
al menos de momento. Lo único que ha ocurrido es que mi obsesión ha
empeorado.
No le digo nada a Martina, porque me puede echar el sermón del siglo e
incluso es capaz de presentarse en casa y no despegarse de mí hasta que entre en
razón y lo cierto es, que en estos momentos, me apetece vivir mi fantasía aunque
sea hasta absurda y quede en nada.
Tomás se ha convertido en mi pasatiempo favorito y me paso horas
pensando en cómo responder a su siguiente estado de WhatsApp, porque en mi
mente está claro… son para mí.

Él: «Quiero besarte hasta perder el sentido».
Yo: «Te has convertido en el sentido de mis días».
Él: «No soporto más estar sin ti».
Yo: «Ven a buscarme. Te espero».

Espero que todo esto sirva para algo porque Bruno se está cabreando
sobremanera porque yo vigilo a Tomás, pero mi ex me vigila a mí porque no
tiene vida y no tiene nada mejor que hacer que fastidiarme la mía. Me estoy
divirtiendo sí, pero ya me empieza a tocar los ovarios un poco tanto rodeo y mi
paciencia se está acercando al límite.
Deseo con todas mis fuerzas que Tomás tenga el valor de venir a mi casa.
Sabe perfectamente dónde vivo, porque en las facturas que le hago cada mes
aparece la dirección. Joder, Tomás, deja ya de jugar y ven a buscarme.
Al día siguiente rozando la noche, Bruno me trae a la niña y bajo hasta el
portal para recogerla. Unos minutos más tarde para, se baja del coche y me echa
un rezado de media hora porque la niña le ha dicho que la tarde anterior ha
comido chuches. Chiquilla entrometida y chivata.
Empieza a echarme una retahíla sobre prevención de la obesidad desde la
infancia, sobre dientes picados arrancados con alicates, solitarias kilométricas
que se comen los intestinos, lombrices que se multiplican y salen por el culo…
¡Vamos! Que pongo el salvapantallas y paso del plasta este que lo único que
quiere es tocarme la moral, como hace siempre.
Escucho una bocina, pero tengo la vista fija en la niña, que está saltando
de un escalón a abajo, vuelve a subir y repite, mientras con hastío espero a que
aquel hombre se le seque la boca y se largue de una puta vez. La bocina insiste.
Levanto la cabeza y me quedo completamente pálida.
Tomás, dentro de un coche, espera en el semáforo en rojo justo frente a mí
y me saluda con efusividad, como si no lo hubiera visto ya y como si no se me
hubieran volatilizado las bragas.
Alzo la mano y saludo. Tomás me guiña un ojo y el semáforo se pone en
verde. Me dice adiós de nuevo y tiemblo. Me cago en la leche, ¿y si ha venido a
buscarme y me ha visto hablando con el gilipollas de mi ex?
—Tengo que irme —suelto interrumpiendo al pesado de Bruno. Me he
perdido hace rato, no sé ni de qué me está hablando—. Daniela, dale un beso a
papá que tenemos que ir a la ducha.
Aquel me mira con cara de malas pulgas porque le he cortado, pero
gracias al cielo no dice nada más. Daniela le da un abrazo, tras lo cual me da la
mano. Me giro con un escueto adiós.
¿Y si lo llamo? ¿Si le mando un mensaje? Mierda… me quedan dos días
para volver a su casa. Tendré que esperar. No ha cambiado su frase de perfil
desde hace unos días y no sé qué otro paso puedo dar sin hacer el ridículo de mi
vida.
Me he hecho una película en mi cabeza, lo reconozco, pero tengo la
cordura suficiente de no dar un paso en falso porque si todo esto es para otra
persona y yo estoy aquí en mi mundo de unicornios que cagan cupcakes, llueven
caramelos de colores y lucen arcoíris de regaliz y voy a buscarlo, confieso mis
ganas de comérmelo entero a lametazos y me llevo un palo, voy a pasar más
vergüenza que en toda mi vida.
Cuando llega el miércoles tiemblo desde que paro el despertador y me
levanto. Miro con resignación mi uniforme blanco, que sexy no es, pero luego lo
pienso mejor. Lo meto en una mochila y me pongo vaqueros y top ajustado con
escote. Me suelto el pelo y me maquillo ligeramente. Siempre puedo decir que
tengo reunión de padres en el colegio después del trabajo o algo igual de creíble.
Cuando le abro a Bruno parece sentarle bastante mal que en lugar de mi
uniforme blanco de limpiadora me haya vestido de calle, pero sabe que no me
puede hacer preguntas, porque lo mando a cagar, así que como siempre me voy
sin apenas cruzar palabra con él.
No quiero pensar demasiado ni hacerme ilusiones, porque si llego y
vuelve a abrirme la bruja de su madre puede darme un síncope. Pero no. Llego,
llamo al timbre y me abre él. Él y su sonrisa. Entonces sí que tiemblo y me
quedo hasta sin habla.
—Buenos días —balbuceo.
—Hola. Pasa —contesta apartándose de la puerta—. Ahora mismo tengo
que irme, pero he preparado café.
Por supuesto no menciona mi ropa de calle, a decir verdad ni mira hacia
abajo a pesar de mi escote. Joder. Ni puto caso, vamos.
Hablamos un buen rato, la verdad es que nos llevamos bien y solemos
contarnos cosas cotidianas. Le comento que tengo que pasar por la ITV esta
semana y que precisamente esta mañana se me ha encendido una luz en el
tablero, que yo no entiendo de mecánica, nada, cero… pero las luces en los
tableros me dan pánico. Se echa a reír.
—Anda, déjame las llaves. Te lo reviso en un momento ahora en el taller
y te lo traigo luego, cuando venga a pagarte —me ve dudar. No se lo he contado
para que me hiciera el favor, pero mi puta manía de no poder estar callada y
hablar de todo lo que se me ocurre, y claro, mi vida no es muy emocionante y
mis temas de conversación están limitados—. Venga, no seas tonta, no me cuesta
nada.
Al final acepto y le tiendo las llaves. En cuanto se marcha empiezo mi
rutina con mis auriculares a ritmo de reggaetón. Necesito música, que la casa de
Tomás es muy grande y me cuesta una intensa jornada dejarla limpia, porque
para ser sincera, Tomás es guapo, sexi, simpático, ¿he dicho ya que me pone
perraca? Pero también es pelín guarro y en los quince días que no paso por allí
está todo hecho un asco, excepto la cocina. Ese hombre no ha cocinado en su
vida.
Suena una de mis canciones favoritas de Juan Magán mientras meneo las
caderas cuando por el rabillo del ojo veo a Tomás descoyuntándose de la risa
entrando en el baño de su dormitorio. Me quito los auriculares completamente
abochornada.
—Perdón, no quería cortarte el rollo —se disculpa entre risas.
—No pasa nada, es que a veces me emociono —es lo menos estúpido que
se me ocurre decir.
Son las doce de la mañana, ¿qué narices hace aquí? ¿Y si ha venido a
buscarme? Lo veo todo en mi cabeza: cómo viene hacia mí y me quita el trapo
de las manos. Supongo que esa bañera de hidromasaje da mucho juego y que no
dudará en desnudarme y arrastrarme hasta allí, devorándome a besos mientras el
agua caliente nos va cubriendo poco a poco.
—Vine a traerte las llaves. Ya está arreglado —contesta sacándome de mi
ensoñación.
—Ah gracias. ¿Cuánto te debo?
—Nada mujer, si era una tontería. No te preocupes. ¿Quieres un café? —
me ofrece.
—No, por favor, tienes que cobrarme.
—Voy preparando la cafetera.
Sale y me deja allí hablando sola. Cuando llego a la cocina ya tiene el
café servido.
—Oye, en serio, tienes que cobrarme. El trabajo es trabajo.
—Qué pesada eres, que no, que no me ha costado nada arreglarlo y no te
voy a cobrar —insiste.
—Pues déjame que te compense de alguna forma.
Lo suelto así sin pensar. Tomás levanta una ceja y se enciende ruborizado.
Debí reaccionar rápido y decirle que le invitaría a un café, que me quedaba un
rato más y le limpiaba los cristales o le hacía la colada, o yo qué sé, que le
cobraba menos. Todo, menos quedarme allí callada más roja aún que él que de
pronto se levanta.
—Tengo que irme. Tienes el dinero del servicio encima de la mesa. Nos
vemos —se despide rápidamente.
—Chao.
Y se va… en serio, se pira y me deja allí con toda mi vergüenza.
Y vuelta a empezar. Cambio mi estado de WhatsApp porque no se me
ocurre nada mejor que hacer:

«Cobarde»

Él también lo cambia unos quince minutos más tarde:

«Solo con tu luz se ilumina mi oscuridad».

Qué oscuridad ni que ocho cuartos… no sé cómo ponértelo más claro.
Tomáááás, joder, ve hacia la luz.
Al día siguiente la bruja (su madre) me llama para decirme que quieren
darle una limpieza a fondo a la casa y que por favor, necesita que me planifique
para ir una vez a la semana. ¿Por qué no me lo ha dicho él? ¿No puede coger el
puñetero teléfono y decírmelo? En fin… nunca lo voy a entender.
Por una vez me siento cansada del juego del WhatsApp y elimino mi
estado sin poner uno nuevo.
Durante las siguientes semanas me abre la puerta con su sonrisa
despampanante y su culo prieto, que no creas que no me fijo… la madre que lo
parió menudo culo respingón tiene el jodido, para soltarle un mordisco en mitad
de la nalga… ñam…
Es amable, simpático, me gasta alguna broma.
Me pregunta por mi hija y por cómo llevo la separación, como ya te conté
es uno de los temas de los que más hablamos, pues sabe por propia experiencia
que una ruptura con niños de por medio no es plato de buen gusto para nadie.
Apenas llevo dos meses separada y aunque ha sido una liberación, porque
Bruno y yo no nos soportábamos desde hacía años, me costó tomar la decisión
de romper y a pesar de que ahora intenta amargarme la existencia y la mayor
parte del tiempo lo consigue, al menos vivo más tranquila y a gusto en mi casa.
Me guiña un ojo, me sonríe y me da conversación un buen rato más, así
que al final tengo que meterme el turbo y correr literalmente para acabar mi
trabajo en hora, que yo otra cosa no, pero profesional sí soy.
Me doy cuenta de algo, cada miércoles pone la misma frase en su estado.
Sí, lo sigo mirando:

«Solo con tu luz se ilumina mi oscuridad».

No tengo ni la más remota idea de cómo avanzar, porque en mi cabeza
estoy muy segura de que todo aquello es por mí. Cuanto más tiempo pasa, más
me prendo de él y me frustra que él pueda sentir lo mismo y estemos perdiendo
el tiempo.
Eso lo pienso a veces. Otras, creo que él es de otra posición social y que
jamás se fijaría en una persona como yo, que ni se le pasaría por la cabeza, ni tan
siquiera como diversión y que en el caso de que por un milagro divino ocurriera,
no se dejaría llevar, su familia jamás lo permitiría. Su madre lo mataría, desde
luego, esa arpía que me mira con cara de asco no aceptaría ningún tipo de
acercamiento entre nosotros. Su padre no es muy simpático tampoco. Las pocas
veces que lo he visto en casa de Tomás, en una época en la que estaban haciendo
obras en el piso superior, me daba órdenes directas, como si yo fuera un perro de
caza o algo y no lo mandé a la mierda porque soy muy profesional, porque me
hacía falta el dinero y lo principal, porque si me despedían no volvería a ver a
Tomas.
Con este juego/tortura ha ido pasando el tiempo y dos meses más tarde
estoy completamente loca por él, religiosamente cada miércoles aparece la frase
misteriosa.
Martina, que no es imbécil, sabe que me pasa algo. Nos vemos bastante a
menudo y ella me conoce, me tiene calada la muy perra.
—¿No me vas a contar lo que te pasa? Llevas un tiempo la mar de rara —
Martina directa a la yugular, una de esas tardes en la que logra escaparse sin los
peques y nos tomamos un café tranquilamente.
—Es que… —resoplo—. Estoy colada hasta el tuétano por Tomás.
—Qué desastre.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué está tan mal? —Pregunto frustrada.
—Porque trabajas para él. Imagínate que salís juntos y luego sale mal.
Primero si salís juntos no estaría bien que le cobraras por limpiarle la casa y
Tomás es el cliente que más te paga.
En eso tengo que darle la razón a la arpía de mi amiga. Tomás me paga
mucho más que el resto de mis clientes. Cuando le dije el precio de mis servicios
me respondió «de eso nada» y decidió de forma unilateral cuánto me iba a pagar,
y era más, bastante más.
—Pero yo no quiero salir con él, Martina. No me apetece nada sumirse en
una relación. Lo único que quiero es un polvazo en su cama gigante y en su
bañera de hidromasaje. En la encimera de la cocina molaría. En la terraza. Su
sofá es bastante mullidito… —desvarío.
—No te lo crees ni tú. Ya estás enamorada de él. Si esto va a más no lo
vas a pasar bien.
Me enfurruño, porque mi amiga está mucho más cuerda que yo y eso me
toca la moral.
—Desde luego no me ayudas nada, solo vas a conseguir que deje de
contarte las cosas —contesto malhumorada.
—Está bien… pues lánzate —dice tras meditar unos segundos.
—¿Quéé? —Definitivamente Martina se ha vuelto loca.
—Lánzate de una vez y déjate de perder el tiempo. Si sale estupendo y si
no sale dejarás de darle vueltas al asunto.
—Es que no me atrevo —confieso—. Tenía la esperanza de que dejara de
ser tan cobarde y diera el primera paso él.
—Silvia, de verdad te lo digo. Toda esa movida del estado del WhatsApp
que se te ha metido en la cabeza no es real, no es por ti, estoy segura de ello.
Nadie en el pleno uso de sus facultades ligaría así. Es estúpido e infantil.
—Es un hombre Martina, es estúpido por naturaleza —bromeo—. Te voy
a hacer caso —suspiro—. Llevo demasiado tiempo con esta tontería.
Miércoles. La misma rutina de cada mañana. Bueno, la misma, pero más
nerviosa, más repeinada y más maquillada. Hasta con esmalte de uñas. Hecha un
flan.
En cuanto el pesado de Bruno llama al timbre me despido de Daniela
antes de abrir, para no tener que coincidir con él ni medio segundo en el mismo
espacio. Cojo mi bolso y rezongo un «Buenos días. Adiós» y ni le dejo que me
conteste. Me voy. Es mi día.
Hoy voy a ser valiente.
Hoy va a ser la primera vez en mi vida que voy a ser lanzada.
Voy a conseguirlo. Estoy segura y luego se las haré pagar por hacerme
sufrir tanto. ¿Cómo besará? Me muero por comprobar su sabor, la calidez de sus
labios, el tacto de sus manos en mi piel.
Cuando llego a su casa, lo veo hablando por teléfono en la puerta. Me
saluda con la mano y sonríe.
—Buenos días —murmura tapando el auricular—. Entra.
Respondo a su sonrisa con otra y le hago caso. Respiro hondo. Estoy
cagada. Acojonada. Me tiemblan las piernas. Suelto el bolso y voy directa a la
cocina. Me dispongo a preparar la cafetera en lo que Tomás termina su
conversación. Supongo que tomaremos el café juntos, como cada semana.
Siento unos pasos acercarse a la cocina.
—¿Lo quieres con leche? —Pregunto, la verdad es que siempre me sirve
el café él a mí y no sé cómo lo toma.
—Hola —saluda una voz detrás de mí. Me giro extrañada—. ¿Puedo
apuntarme al café? Me muero de sueño.
Una chica de apenas metro sesenta, cabello violeta y cuerpo delgado entra
en la cocina. Perdón, he omitido lo más importante. Una chica en camiseta,
bragas y descalza, entra en la cocina. Se me cae el mundo a los pies.
—Buenos días. Claro. Sí, ahora mismo sale —respondo, porque «muérete
perra» no me parece apropiado.
Salgo hasta el salón en busca de mi bolso. Escribo rápidamente antes de
que él vuelva.

SILVIA
«Martina, ¿estás ahí?».
MARTINA
«Hola. Sí. ¿Ya? Joder, eres la Speedy González de las declaraciones
amorosas».
SILVIA
«No. Joder, no. Está con una tía. Hay una tía en bragas en su cocina y quiero llorar.
No puedo. Si me ve llorar será el ridículo más grande que haya hecho en mi vida».
MARTINA
«Ostras… espera».

Un segundo después suena el teléfono. ¿Qué se piensa? ¿Qué me voy a
poner a despotricar de él o la chica en bragas allí adentro?
—Buenos días —contesto con un nudo en la garganta. Veo que Tomás
entra en casa, aún habla, parece que se está despidiendo.
—¿Está cerca? —pregunta mi amiga.
—Sí, efectivamente. Al lado —contesto disimulando.
—No puedes llorar —evidentemente, Martina, cariño, que no soy imbécil.
Pienso al escucharla.
—Ya, sí. Vale.
—Invéntate algo. Soy la profe de tu hija y acaba de vomitar. Tienes que
venir al cole a buscarla. Sal por patas de ahí —¿Te he dicho alguna vez que
quiero mucho a Martina? Me quedo callada unos segundos. No puedo ser tan
irresponsable, no puedo marcharme del trabajo.
—¿En serio? ¿Y se sigue encontrando mal? —respondo al fin. Igual sí
puedo por una vez en mi vida ser pelín irresponsable. ¿Podré ir directamente al
psiquiátrico, llamar a la puerta y decir que estoy como una jodida regadera?
Tomás me mira extrañado.
—Bien. Bien —dice mi amiga.
—Vale, pues… bueno, ahora voy a buscarla. Gracias por su llamada.
—Vente a casa. Hasta ahora —contesta Martina antes de colgar el
teléfono.
—Hasta ahora.
Corto la comunicación y aún me tiembla el pulso.
—¿Qué pasa? ¿Todo bien? —Pregunta preocupado, supongo que mi cara
es un poema porque yo no sé disimular el malestar y me siento como si me
hubieran pegado una patada en la barriga.
—Me hija se acaba de vomitar en el cole. Me han llamado para que vaya
a buscarla. Lo siento, tengo que irme —digo de carrerilla, porque si hay algo en
la vida que no sé hacer es mentir, se me da fatal. Sin embargo tengo que
intentarlo.
—Tranquila, no te pongas nerviosa, seguro que no es nada —me pone una
mano en el brazo y mi puto instinto de supervivencia me hace apartarlo. Ojo que
tengo la cordura suficiente para no darle una patada en los huevos. Tomás me
mira atónito.
—Me voy. Tienes el café al fuego. Gracias. Ya nos vemos.
Estoy cabreada. Muy cabreada. Vale. No tengo motivos. Pero lo estoy.
¿Me he montado una película digna de Hollywood? Sí.
Tampoco es que vaya a casa de Martina a llorar. Estoy mosqueada, sí.
Más conmigo misma por no elegir una serie de Netflix como entretenimiento, en
vez de esa mierda que me he montado con él. Y lo cierto, es que estoy encoñada.
No lo has notado nada de nada, ¿verdad? Colada hasta el tuétano por ese chico
moreno, de ojos oscuros, cabello rebelde, cuerpo de escándalo y culo respingón.
Babeo. Babeo… no me estoy ayudando en nada a mí misma.
Pronto llego a casa de Martina que ya tiene preparado el café.
Lógicamente no nos sentamos a llorar las penas. Coño, que ese tío no es nadie y
yo he sufrido desamores de verdad (como el de Bruno, ese sí fue jodido). Pero
Tomás solo es un tío bueno que moja mis bragas, mucho, demasiado, con el que
me he encaprichado.
Reímos juntas, acompañamos el café con donuts de chocolate. Mi amiga
sí que sabe hacerme feliz, por eso la quiero tanto. Almorzamos juntas en su casa
y después de comer voy camino a la mía. Bruno recoge hoy a Daniela del cole,
así que aprovecho la tarde para enviciarme a alguna nueva serie, peli o lo que
sea, que me entretenga lo suficiente para no pensar en hombres, en concreto en
ese hombre que me ha roto el orgullo en pedazos.
Según pasan las horas me siento más culpable por haberme marchado del
trabajo. Es la primera vez en mi vida que soy tan irresponsable. Tendré que
recuperar esas horas. El viernes no tengo a la niña y acabo a las tres en la última
casa. Puedo ir después a casa de Tomás hasta las ocho o nueve y listo. Resoplo.
Adiós a mi idea de echar una siesta.
Voy al WhatsApp y busco el contacto de Tomás, lleva algunas semanas
con la misma foto y cuando entro a ver su estado me extraña no ver ninguna
frase, porque desde que lo conozco siempre tiene algo escrito. En fin… tampoco
le voy a dar más vueltas al asunto. Le escribo rápidamente.

SILVIA
«Hola. Disculpa haberme ido hoy. ¿Puedo recuperar las horas el viernes sobre las
tres?».
TOMÁS
«No te preocupes. El viernes mejor no. Ya vienes el próximo miércoles,
no pasa nada. ¿Cómo está tu hija?».
SILVIA
«Mucho mejor. Esta tarde le toca al padre así que se la ha llevado».
TOMÁS
«Me alegro. Nos vemos».
SILVIA
«Hasta el miércoles».

Lo de mentir no es lo mío, no, pero al menos por WhatsApp no se nota.
Bueno, ya está, se acabó la bobería. Me ha costado una pasta haberme pirado del
trabajo ese día, pero ya está hecho así que esta semana me toca apretarme un
poco el cinturón y ya.
Me tiro en el sofá con una cerveza y pasando canales veo que están
poniendo un programa de crímenes que me encanta, así que ahí me quedo.
Sobre media tarde llaman al timbre. ¿Ha venido Martina a hacerme
compañía? ¿Mi madre? ¿El del butano? No tengo butano, así que ese no es, fijo.
Arrastro los pies hasta la entrada y abro la puerta y me quedo helada,
atónita, estupefacta, circunspecta… ¿Lo pillas, no?
Tomás. Está aquí. Que sí, que está aquí, no lo estoy soñando.
—Hola. ¿Qué haces aquí? —Pregunto, sí, así de directa. Para qué
andarme con rodeos.
—Hola —sonríe, esa sonrisa de volatilizar bragas, sí. La misma—. Venía
a traerte algo.
Me tiende una bolsa y lo miro extrañada, me cuesta unos segundos
reaccionar y cogerla de su mano.
—Pasa —me aparto de la puerta para dejarlo entrar. Cierro una vez dentro
y damos unos pasos hasta llegar al salón (tres exactamente, que mi casa es
minúscula). Abro la bolsa, tras lo cual miro el contenido y luego a Tomás con las
cejas levantadas.
Dentro de la bolsa hay una botella de tequila y un salero… ¿esto qué es?
—Esto… ¿Tequila? —Pregunto.
—No sabía si te quedaban limones. Si no me equivoco tenías de sobra —
explica brevemente y he de decir que parece que lo está pasando bien con mi
cara de pasmo.
—¿Eh? —Vale, me estoy haciendo la tonta, pero es que trato de entender
las cosas. O sea… no estoy loca. Los mensajes eran para mí. No era un montaje
de mi cerebro. Pues ya no me hace feliz. No al menos hoy que he visto a una tipa
medio en pelotas en su cocina. No. Ya no me apetece. Bueno sí, pero mi orgullo
no me lo permite—. Casi que prefiero un café. ¿Quieres? —Disimulo. Lo sé. Se
me da mal. Disimular es como mentir, no es lo mío.
—Silvia —llama mi atención porque me he girado para ir a la cocina (a
otros tres pasos, no es que esté muy lejos del salón). Me giro para mirarlo—.
Solo con tu luz se ilumina mi oscuridad—. La madre que lo parió. Me deja
noqueada, lo admito. Pero no digo nada y espero que no note el temblor
repentino de mis piernas—. Oye, Silvia, te debo una disculpa.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Se me olvidó advertirte que Alba, mi sobrina, iba a estar por mi casa.
Ese pendón desorejado que se pasea por mi cocina en bragas es la hija de mi
hermano mayor. Vive a dos casas de la mía y está de obras en su baño, así que
viene a ducharse al mío estos días.
Me está tomando el pelo. Esa tía no puede ser su sobrina. Debe tener
como mínimo veinticinco o veintiséis. Tres o cuatro años menos que nosotros a
lo sumo.
—Ah, vale —respondo, aún me tiemblan las piernas, no puedo formar
frases coherentes y controlar el tembleque al mismo tiempo.
Tomás se acerca a mí, me quita la bolsa de la mano y la pone en el suelo,
a un lado. Me agarra por los brazos con firmeza y sin más miramientos ni espera,
devora mi boca con la suya, que encaja a la perfección batiéndose en una lucha
por encontrar mi lengua. Allí está su sabor. Sabe a él, a Tomás. Nunca en la vida
he probado nada igual de delicioso. Cierro los ojos y me dejo llevar. En mi casa
hay muchas menos posibilidades que en la suya, pero mi sofá tampoco está mal.
Le quito la camiseta y acaricio la piel suave de su espalda. Tira hacia
arriba de la mía, que vuela a alguna parte de la habitación.
—Eres un capullo —murmuro cuando se aparta de mí para desabrochar
mis pantalones.
—No soy un capullo. Solo soy un cobarde —se encoge de hombros con
una sonrisa.
—El día que te vi por aquí con el coche… ¿venías… —Me lo había
preguntado tantas veces que necesitaba saber la respuesta.
—No —suelta una carcajada—. Ahí aún estaba jugando y me lo estaba
pasando bien.
—Capullo.
Tomás se tumba en mi sofá y me coloco a horcajadas encima de él,
cubriendo sus labios con los míos de nuevo, moviendo mis caderas en busca del
roce que necesito. Estoy lista para él. Bueno, supongo que eso no hace falta que
te lo diga, porque estoy mojada desde que abrí la puerta y lo vi al otro lado y
seguro que ya lo intuías.
De un movimiento se deshace de mi sujetador y pierdo la cordura cuando
clava los dientes con suavidad en mi pezón derecho, pellizcando con los dedos el
izquierdo. Suelto un gemido. Hace tanto tiempo que no estoy con un hombre en
la cama que casi he olvidado lo que se siente. Aprieta mis nalgas sin dejar de
devorar mi pecho desnudo, atrayéndome hasta su erección, que a través de la
ropa interior puedo notarla en todo su esplendor.
Cuando vuelvo a gemir Tomás se incorpora, me agarra por las nalgas y
me hace girar hasta quedarme debajo. Desliza las bragas por mis piernas y tiro
de sus calzoncillos hacia abajo.
Tomás vuelve a besarme. Su sexo se roza contra el mío, provocándome
oleadas de descargas eléctricas desde mi columna hasta el centro de mi deseo.
Se aparta un poco y se levanta en busca de sus pantalones en el suelo para
sacar un condón de su bolsillo trasero, se lo coloca con rapidez y vuelve a la
misma postura, devorando de nuevo mi boca justo en el instante en el que cuela
la punta dentro de mí.
Me contraigo alrededor de su capullo, acostumbrándome a él y muevo las
caderas para exigirle que me dé más. Sale de mi cuerpo y vuelve a repetir. Se
incorpora un poco hasta quedar de rodillas y acaricia mi clítoris hinchado con la
yema de sus dedos sin llegar a penetrarme del todo.
Me está volviendo loca. Quiero rogarle que me folle, fuerte, duro, hasta el
fondo… pero él vuelve a salir de mi interior, agarrando su polla con las manos la
pasea por todos los pliegues de mi sexo, hasta llegar a mi clítoris donde se
entretiene un rato y vuelve a bajar hasta mi entrada. Esta vez, sí, me penetra de
una estocada haciéndome soltar un quejido. Agarra mis muslos en alto y se
mueve con agilidad.
Sus dedos regresan a esa zona hinchada que está a punto de explotar. Un
calambre se extiende por mi cuerpo avisándome del final. Debe notar las
contracciones pues acelera más el ritmo tumbándose encima de mí, mordiendo
mis labios y mi cuello me corro, sin que él tenga piedad alguna mientras sigue
arremetiendo contra mí, clavándose entre mis muslos una y otra vez.
Abandona el interior de mi sexo, haciéndome sentir un vacío desagradable
que no dura demasiado tiempo. Se sienta en el sofá y me invita a subir encima de
él para cabalgarlo a mi antojo, tal como hago. Devoro sus labios, entrelaza sus
dedos con mi cabello y tira hacia atrás, muerde mi cuello, lo chupa y me muevo
con mayor celeridad.
La otra mano se aferra a mis caderas ayudándome a agilizar el ritmo, tira
de mi cabello de nuevo y noto su polla más dura, más gorda, invadiéndome de
él. Para cuando vuelve a tirar me corro de nuevo, notando como él también lo
hace.
Nos besamos, despacio, con mimo, recuperando el aliento, sin querer
dejar que abandone mi interior aún, disfrutando de cada contracción de mi sexo
alrededor del suyo mientras muevo muy despacio las caderas.
Al fin lo dejo salir y nos trasladamos a la cama, donde minutos después,
sin mediar palabras, volvimos a empezar. Pierdo la cuenta de las veces que me
dejo ir entre sus brazos, invadida por su miembro.
Nos abrazamos. No hablo. No sé qué decir. No tengo ni puñetera idea de
lo que busca Tomás, simplemente me dedico a disfrutar lo que me sirve en
bandeja. Demasiados meses deseándolo. Demasiado tiempo queriendo que me
besara y me poseyera como lo hace ahora. Sobran las palabras. Sonreímos. Nos
besamos con ternura y Tomás acaricia mi cabello mientras me mira a los ojos.
—¿No dices nada? —Pregunta tras mucho tiempo en silencio.
—Solo con tu luz iluminas mi oscuridad.
ES lo único que se me ocurre soltar, tras lo cual vino otro beso tierno, y
otro más intenso y otro más… nos trasladamos a la ducha, donde aferrada a sus
caderas y apoyada en las frías baldosas de dentro de la bañera, me vuelve a follar
una vez más dejando que el agua caliente caiga encima de nosotros.
Nos secamos rápidamente antes de ir a la cama, donde lo empujo para que
se siente, le insto a abrir las piernas y tirando un cojín al suelo me arrodillo ante
él con la intención de devorarlo.
Beso su capullo brillante tras lo cual paso la lengua saboreándolo antes de
metérmela por completo en la boca. Me agarra del pelo mientras empuja con
fuerza hasta rozar mi garganta y casi provocarme una arcada, vuelve a repetir y
lo hace de nuevo y siento que puedo correrme así, a su merced, notando el efecto
de mi boca en su cuerpo.
Se corre en mis tetas minutos después y de un movimiento me hace subir
a la cama, abrir las piernas y entierra su boca entre mis pliegues, que están ya
algo sensibles e hinchados y no tardan mucho en responder a sus caricias.
Cuando pienso que él no podrá más (ni yo tampoco, que no me voy a hacer la
fuerte ahora), vuelve a penetrarme, me folla de nuevo, mientras mis piernas
tiemblan. Cada estocada me duele, me quema y al mismo tiempo noto que el
placer se ha multiplicado por cien. Me dejo ir de nuevo y esta vez se corre sobre
mi ombligo (hace mucho que se nos han acabado los preservativos).
Pasamos por la ducha nuevamente, pero esta vez con la única intención de
limpiarnos y esa noche me duermo abrazada a él, no sé a qué hora, porque hace
demasiado que ha oscurecido. Caigo en un sueño profundo. Mi despertador
suena temprano, lo paro de un golpe. Me duelen hasta las pestañas, pero sonrío
al notar el brazo de Tomás alrededor de mi cintura.
Me giro en la cama para mirarlo de frente, sonríe con los ojos
prácticamente pegados aún y roza sus labios con los míos, los abre esta vez un
poco más antes de hablar:
—Solo con tu luz se ilumina mi oscuridad.

AMOR AL PRIMER WHATSAPP


—Otra vez tú ahí —pensé sin más mientras masticaba despacio mi cena,
señalando con el tenedor aquella maleta que llevaba semanas mirándome desde
aquel rincón del salón en donde se había emperrado en afincarse— ¡Eres muy
pesada, que lo sepas!
Había tenido un día agotador y la semana al completo no había sido
mejor, al fin era viernes. Me había premiado con un solomillo a la pimienta, una
ensalada templada y una copa de vino blanco espumoso. Las horas de trabajo en
la cocina habían merecido la pena, sin duda, pensé poniendo los ojos en blanco
deleitándome de la explosión de sabores en mi boca. Me había dedicado a
mimarme, un baño caliente, sesión de maquillaje, peinado y me había vestido
con uno de mis vestidos favoritos, como si fuera a salir. Hacía meses que cada
viernes repetía lo mismo, por si un día me animaba a hacer lo que rondaba por
mi cabeza.
La maleta roja lucía brillante, tan nueva como cuando Estrella, mi mejor
amiga, me la había regalado hacía siglos con la esperanza de que en algún
momento tomara unas vacaciones, unas muy necesitadas vacaciones, todo sea
dicho de paso. Se fue directa al ajado altillo de mi armario, donde había vivido
los últimos tiempos, hacía unas semanas había viajado de allí a detrás de la
puerta del dormitorio. Luego un día me decidí a preparar el equipaje y la maleta
viajó de mi habitación al rellano de la escalera, unas semanas más tarde de allí a
mi salón. Tenía un plan, había un plan magnífico que Estrella y yo habíamos
elaborado en aquellas pocas ocasiones en las que podíamos coincidir un par de
horas frente a una copa, solo me faltaba el valor para llevarlo a cabo.
Cada día la veía y cada día me recordaba que llevaba más de cinco años
sin tomarme unas vacaciones. Ya era hora de delegar, de desconectar de todo y
dedicarme algo de tiempo. Había llegado el momento de hacerlo y el verano era
la ocasión ideal. Un WhatsApp en el móvil me sacó de mis ensoñaciones.

ULISES
«Descansa amore, me voy a la cama, he tenido un horrible turno de doce horas y no
puedo con mi alma. No tengo fuerzas. ¿Hablamos mañana?».
ELSA
«Claro, descansa cielo».

Aquel cosquilleo volvió, llevaba semanas ahí cada vez que un mensaje de
Ulises aparecía en mi móvil, desde el mismo momento en que había sacado la
maleta del armario planteándome por primera vez seguir el plan.
Llené de nuevo la copa, intentando llenarme también yo, pero de valor.
Tenía cuarenta años, llevaba veinte trabajando sin parar, dedicándome en cuerpo
y alma a la compañía farmacéutica de mi padre, una de las más importantes de
Madrid. Tras una muerte joven e inesperada, no tuve tiempo de lamentaciones,
tuve que ponerme al frente y terminar mis estudios a trompicones en mis horas
libres. Los tres años siguientes apenas pude dormir más de cuatro horas al día
para poder abarcar cuanto necesitaba. El despacho era mi vida, no tenía otra
cosa, tras una media de doce horas diarias entre aquellas paredes, no había
tenido tiempo para conocer mundo, ni para amigos, ni novios. Solo tenía a
Estrella, la había conocido en el instituto y desde entonces nos habíamos vuelto
uña y carne. Jugueteé con mi móvil entre las manos y finalmente sonreí.
ELSA
«Voy a hacerlo».
ESTRELLA
«¿El qué?».

Contestó Estrella rápidamente.

ELSA
«Lentejas con chorizo. ¡¿Qué va a ser?! El plan».
ESTRELLA
«¿En serio? No me lo creo».
ELSA
«Ya. Ni yo. Igual necesito una más».

Vacié lo que quedaba de la botella en mi copa y di un sorbo, notando un
ligero mareo que me llenó de valentía.

ELSA
«Sí, mucho mejor ahora. Estoy decidida».
ESTRELLA
«No lo pienses más. Hazlo. Ahora. Coge la maleta y tu bolso y sal de
casa de una vez».

Me animó Estrella, como solo ella sabía hacer y hacía cada vez que
flaqueaba en fuerzas para tomar una decisión.

ELSA
«Soy demasiado cobarde. Debería planearlo con tiempo».

Recapacité durante unos instantes. Yo era una persona cuerda, no podía
hacer esas cosas.
ESTRELLA
«No conozco a nadie más valiente que tú. Deberías irte ya».

Insistió y sonreí.

ELSA
«¿Te das cuenta de que ya no tengo edad para hacer locuras?».
ESTRELLA
«Nunca has hecho lo que correspondía a tu edad, ¿vas a empezar a
hacerlo ahora?».

Asentí. Estrella tenía razón. Apuré el resto de mi copa y respiré hondo
antes de ponerme frente a mi maleta roja.
—¿Nos vamos? —dije antes de cogerla.
ULISES
«¿No vas a contarme nada hoy?».

Ulises acababa de escribirme. Sonreí antes de contestarle
ELSA
«¡Duerme!».
ULISES
«No puedo, te echo de menos. Ven de una vez. ¿Te metes en mi cama un rato?».

Un calor repentino inundó todo mi cuerpo, no me apetecía otra cosa que
llamarlo y hacer el amor con él a través de la línea telefónica, como hacíamos
desde hacía meses cada vez que nos apetecía, pero si me metía en la cama con él,
luego me iba a quedar dormida y no me iría.
ELSA
«Lo siento, hoy no puedo, pero te aseguro que me encantaría».

El taxi apenas tardó dos minutos en recogerme en la puerta de casa y me
negué a darle más vueltas. Abrí el bolso y comprobé que tenía todo lo que podía
necesitar mientras me concentraba en respirar profundamente para controlar la
ansiedad y los latidos de mi corazón, que estaba disparado y aún no sabía
interpretar si estaba saltando de felicidad porque por primera vez en mi vida le
dejaba mandar a él o es que se había acojonado en el último minuto y estaba
intentando convencerme para que diera la vuelta y regresara a casa. Miré mis
manos temblorosas y decidí que durante la siguiente media hora tararearía una
de mis canciones favoritas para no pensar en nada.
ELSA
«Mañana mismo estoy allí, en el hotel. ¿Te apetece?».

Bromeé una vez en camino, bueno, no era una broma, pero él no lo sabía.
ULISES
«Me parece el mejor plan del mundo. Sobre todo porque mañana libro y
seré solo para ti».

Sonreí al leer su respuesta. Lo había olvidado, al menos mi consciente,
porque mi subconsciente sabía que Ulises libraría justo el fin de semana que no
podía tener a sus hijas. El verano había comenzado y su ex se iba de viaje con las
niñas. Aun así, dudé que fuera realmente cierto que le pareciera lo mejor del
mundo, pero me obligué a creerle.
Así que cuando quise darme cuenta ya estaba en la cola del mostrador de
la aerolínea y se me oprimió un nudo en el pecho. No podía irme, tenía un
montón de trabajo, a la mañana siguiente tenía una reunión importante con uno
de los clientes y a medio día tenía que estar en la otra punta de Madrid, teníamos
una exposición sobre uno de los nuevos medicamentos en los que la compañía
estaba trabajando. Agité la cabeza y respiré hondo
—Pasito a pasito, suave, suavecito. Nos vamos pegando, poquito a
poquito—, empecé a cantar, mientras el hombre que estaba justo delante de mí
se giró y se me quedó mirando como si estuviera loca. Me disculpé y busqué mi
móvil.
ELSA
«¿Duermes?».
ULISES
«Sí».
ELSA
«Mentiroso. ¿Me haces un hueco en tu cama?».
ULISES
«Amore, ya sabes que sí, mi cama está abierta para ti. Ven, no sabes
cuánto lo deseo».

Leí con una amplia sonrisa. Me encantaba que me hablara así, siempre lo
hacía, como si pudiera coger mi coche y estar en su casa en cinco minutos.
ELSA
“Vale. Duerme un rato. Te despertaré en cuanto llegue”.

Ulises contestó con un guiño y me di cuenta de que la chica del mostrador
me miraba esperando a que le dijera qué quería.
Había llegado al aeropuerto pasada la media noche y hasta las seis de la
mañana no había vuelo, además había tenido suerte de que hubieran plazas, así
que, tal y como había visto en las películas un millón de veces, me tumbé en los
sillones del aeropuerto con el móvil aferrado a mi mano, la maleta como
almohada y dormité durante toda la noche, que contrario a lo que pensé, se me
había pasado volando. Así que estaba decidido, justo el día en que se cumplía un
año desde la primera vez que habíamos hablado me pondría rumbo a Gran
Canaria para conocer a Ulises.
NÚMERO DESCONOCIDO
«Ojitos esmeralda, me encantó conocerte anoche, lo pasé muy bien. Laura me dio tu
número de teléfono. ¿Te apetece que quedemos a cenar?».

Recordé aquel mensaje en mi móvil. Me había quedado pasmada mirando
el aparato releyéndolo mil veces con los mofletes colorados. ¿Dónde demonios
había estado yo la noche anterior? Repasé mentalmente, trabajo, trabajo, más
trabajo, reunión de trabajo, cena de trabajo, casa, ducha, yogur, pijama y caer en
coma profundo. ¿Quién era Laura? ¿Alguna de mis empleadas? Repasé
mentalmente, no, no teníamos ninguna Laura. ¿Y por qué diantres me llamaba
ojitos esmeralda? Si yo tenía los ojos marrones más vulgares del universo.
Finalmente resoplé resignada a que se habían equivocado.
ELSA
«Lo siento, pero creo que Laura te la ha jugado, no tengo ni la más
remota idea de quién eres, pero siempre está bien pensar por un minuto
que se lo has hecho pasar bien a alguien».

Escribí orgullosa por tener vida social. ¿Aquella conversación con un
desconocido se podía considerar vida social?
NÚMERO DESCONOCIDO
«Seguro que se lo has hecho pasar bien a mucha gente antes. Disculpa el error, ya
conoces a Laura, es una bromista».

Solté una carcajada.
ELSA
«No, no la conozco, acabo de decírtelo».
NÚMERO DESCONOCIDO
«No me has dicho eso exactamente. Soy Ulises, por cierto».
ELSA
«Elsa».
ULISES
«Precioso nombre. Déjame adivinar, eres rubia, cabello trenzado, ojos azules, boquita
de piñón y te encanta el frío y los vestidos azules».
ELSA
«¿Eh?».
¿De qué hablaba? No me enteraba un pimiento.

ULISES
«Perdón, es que tengo dos niñas que adoran Frozen, si se enteran de que he conocido a
la mismísima protagonista seré su padre favorito por el resto de los días».

Tecleé en mi portátil abriendo una página de Google: Elsa Frozen y me
salieron medio millón de imágenes de un preciosa princesa Disney.
ELSA
«Ups, me has descubierto».

Aquella conversación se alargó durante horas, fue la primera vez que
estuve ocupada un domingo completo sin pegarme el día trabajando en mi
ordenador portátil, tirada en mi sofá, dormitando cuando mis ojos no aguantaban
más y continuando cuando lograba espabilarme, sin quitarme el pijama en todo
el día.
Ulises vivía en Gran Canaria, se había mudado al hotel donde trabajaba de
recepcionista, que pertenecía a su hermano, el cual, después del divorcio, le
insistió para que se trasladara, sobre todo porque tenía que seguir pagando la
hipoteca y cubriendo los gastos de las niñas, además podría ahorrarse el dinero
de su propio alojamiento.
Sus hijas tenían cinco y siete años y se había divorciado hacía dos, una
separación de mutuo acuerdo, muy buen rollo, su exmujer seguía siendo su
mejor amiga. Sin embargo, tras una relación de quince años no había vuelto a
salir con nadie y Laura, la famosa Laura, le había insistido para que quedara con
su grupo de amigos, donde había conocido a aquella chica que osaba tener mi
mismo número de teléfono.

ELSA
«En serio, deberías escribirle a Laura y pedirle que te dé de nuevo el número de esa
chica».
ULISES
«No es necesario, me alegro de que estuviera mal. Lo he pasado mejor
hoy de lo que lo he pasado en los últimos dos años de mi vida».

Ulises era así, muy cursi y ñoño.

ELSA
«Iba a contestarte que este es el día más divertido de mi vida, pero también cuenta
aquel en el cual fui al McDonald’s con mis compañeros de octavo de EGB a celebrar
el cumple de Rubén Rodríguez, el chico más guapo de toda la clase».
ULISES
«Jajajaja… exagerada».

Entonces me tocó a mí contarle un poco de mi vida, que nunca me había
pegado una juerga de esas de amanecida, que había tenido algún ligue sin
importancia que me mandaban al carajo cuando me ensimismaba tanto en mi
trabajo que podían pasar semanas sin que contestara sus mensajes o llamadas.
ELSA
«En fin… creo que la última vez que fui al cine un hombre tenía que darle a una
manivela para proyectar la película».
ULISES
«Exagerada. Compuesta, sin casarte y sin tener hijos, a tus años, qué
vergüenza».
ELSA
«Jaja. Pues no te creas, no andas tan lejos. Tengo cuarenta años y llevo toda la vida
esperando a que aparezca el príncipe azul, alguien romántico que me haga sentir
especial, pero entiendo que es complicado sino imposible en mi situación. No pido un
caballero en armadura sobre un caballo blanco. Pero estoy un poco harta de esos que
se acuestan contigo una vez y ya se piensan que está todo hecho».

ULISES
«Vente a Canarias. Yo me postraré frente a ti y te pediré matrimonio».

Su contestación me arrancó una carcajada. Sonreí con malicia y ataqué:

ELSA
«Jaja, ¡Qué cursi! Aagg, hueles a viejo. No me lo digas dos veces que igual me
presento allí».

Según fueron pasando los días después de aquel trece de julio me
sorprendí mirando mi móvil cada pocos minutos y me sorprendía aún más ver
siempre algún mensaje de Ulises que yo contestaba. En cuanto llegaba a casa y
pasaba por la ducha tecleábamos durante horas. Hasta que un día Ulises me pidió
permiso para llamarme por teléfono y yo solté el móvil como si quemara.
¿Llamarme? ¿Por teléfono? Hasta ahora nuestra comunicación se había limitado
a un sinfín de texto y más texto, pero le contesté que sí y hablamos durante
horas. Su voz me hacía recordar a los locutores de radio, suave, preciosa, su
acento canario me encantaba, tan dulce, tan cariñoso. Era más divertido aún que
a través de sus mensajes.
Hablaba y hablaba sin parar, me llamaba para contarme una anécdota con
algún cliente del hotel, para desearme buenas noches o para contarme un chiste
que acababan de contarle con el que se había partido de risa, se reía tanto que
tardaba alrededor de diez minutos en contarlo y al final tenía que cortar antes de
que acabase para poder continuar con lo que había dejado a medias para atender
su llamada.
A medida que fueron pasando los meses Ulises se convirtió en mi mejor
amigo. Siempre me insistía en que me tomara unas vacaciones y fuera a
visitarlo, podría quedarme en el hotel de su hermano, al sur de la isla, en el
municipio de Mogán. Me había hablado tanto del hotel y la zona, que casi podía
verlo si cerraba los ojos. El precioso muelle, las coquetas calles con sus casas
pintadas de blanco y cubiertas de flores, las terrazas llenas de turistas con sus
jarras de cerveza, la pequeña playa de arena caliente, el puente. Me había
hablado tantas veces de aquellas calles que había deseado de verdad estar allí
con él para pasear cogidos de la mano, mientras el sol tostaba nuestra piel y el
agua del mar nos acariciaba los pies.
Pero yo nunca tenía tiempo para cogerme vacaciones, nunca me había
tomado más de una semana y hacía años que no me dedicaba ni dos días
seguidos para el descanso, no podía, tenía un millón de cosas que hacer. Sin
embargo allí estaba, al final me había decidido, el avión había despegado y en
menos de tres horas estaría en Gran Canaria.
Cuando apenas quedaba media hora para que el avión aterrizase pensé que
aquello era la estupidez más grande que hubiera hecho nunca. Ni tan siquiera
había avisado a Ulises, ¿y qué esperaba de él? Éramos amigos sí, bueno, al
menos eso creía, pero no lo conocía de nada, nunca nos habíamos visto, ni en
fotos, no habíamos tenido necesidad de hacerlo, alguna vez me picó la
curiosidad, pero al principio no me apetecía pedirle una foto, siempre esperé a
que él lo hiciera primero y nunca lo hizo, hasta que un día dejó de ser
importante. En aquel momento me pareció bueno pensar que igual no me
gustaba, que igual era un cardo borriquero tan feo que hacía llorar a las cebollas.
Las taquicardias volvieron, el temblor de manos también y las inseguridades que
habían ido desapareciendo se afincaron de nuevo en mi pecho.
Me obligué a recordar el millón de cosas bonitas que Ulises me decía cada
día con su meloso acento, que él era un hombre serio, que se sentía tan solo
como yo y que no le apetecía nada un lío de cama con el primero que pasase.
Tampoco es que pretendiera casarme con él, pero esperaba que fuera especial. Al
menos nuestra amistad lo era, ya sentía algo muy bonito por él. Y en el cómputo
de horas, había hablado más con Ulises que con ningún otro hombre sobre la faz
de la tierra.
Justo en el instante en que el avión aterrizó, ese momento en que la
azafata ha recordado tres veces que no debes encender el móvil hasta que se
apaguen los indicadores luminosos una vez el avión haya parado por completo,
ese momento en que todo el pasaje pasa de las órdenes de la azafata y enciende
el móvil, en ese justo instante decidí ser rebelde y encender el mío también.
Me pudo el deber y escribí un WhatsApp a Roberto, mi segundo de
abordo, diciéndole que estaba enferma y que estaría unos días en casa
descansando por lo que debía hacer frente él a mis compromisos y que Bibian,
mi secretaria, le echaría una mano en todo lo que necesitase. Le reenvié un par
de emails y la avisé también a ella, les pedí a los dos que me dejaran descansar
que me encontraba muy mal. Era la primera vez en mi vida que faltaba al trabajo
por un supuesto virus inexistente, así que esperaba que se lo creyesen y me
dejaran en paz el tiempo necesario para cumplir con el plan. Ulises estaba
informado del plan, claro, esperaba que se lo hubiera aprendido tan bien como
yo, de tantas veces que lo habíamos imaginado.
Los pasajeros comenzaban a apearse del avión, odiaba ese momento en
que todo el mundo quiere bajarse al mismo tiempo y se apelotonan intentando
coger el equipaje de mano, así que permanecí sentada un rato más, intentando
además calmar el tembleque de mis piernas.

ELSA
«Toc toc. Buenos días. ¿Estás despierto?».

Temblaba tanto que solo era capaz de rogar al cielo y a la Tierra para que
todo saliera bien.

ULISES
«Sí. Me acabo de despertar y me estoy tomando un café».

ELSA
«Café, qué rico. Lo necesito en vena. ¿Has dormido bien?».

ULISES
«Como un tronco ¿y tú?».
ELSA
«No demasiado bien».
ULISES
«¿Y eso por qué?».
ELSA
«No sé, había ruido, estaba incómoda… no sabes lo mal que se duerme en el
aeropuerto».
ULISES
«Jajaja, claro, claro… ¿otra vez dándole vueltas al trabajo toda la
noche? Te he dicho mil veces que tienes que desconectar.
De verdad Elsa, tienes que hacer algo divertido, sé que hoy tienes una
reunión importante, ya me contaste que ese cliente te estaba dando
mucho la lata, pero intenta hacer algo diferente.
Llama a Estrella, ve al cine, tómate una copa… no sé, algo divertido».
ELSA
«¿Al cine? ¿Siguen dando El sexto sentido? Me encanta Bruce Willis, me casaría con
él sin pensarlo.
Te prometo que hoy voy a hacer algo divertido».
ULISES
«Jaja… ¿El sexto sentido? Mira que eres exagerada, seguro que no hace
tantos años que fuiste al cine. Bueno, pasa buen día amore, te llamaré a
la hora del almuerzo para recordarte tu promesa».
ELSA
«Me parece perfecto. Un beso».

El corazón seguía latiendo sin control en mi pecho, respiré hondo, tenía
que salir ya, solo quedábamos dos o tres rezagados y la azafata empezaba a
mirarme raro, así que cogí mi maleta roja.
—Esto no te lo esperabas, ¿eh? ¿a que no? —dije dándole un par de
golpecitos.
Unos minutos más tarde, tras pasar por el baño donde retoqué maquillaje
y perfume, estaba subida en un taxi a punto del infarto.

ELSA
«Ulises, ¿confías en mí?».
ULISES
«Claro».

—Disculpe —pregunté al taxista— ¿Puede decirme cuánto tardaremos en
llegar a la dirección que le he dado?
—Pues en unos cuarenta minutos como mucho estaremos allí —me
contestó amablemente.
ELSA
«Dime número de habitación, en cuarenta minutos comienza el plan».
ULISES
«215».

Sonreí y sonreí de verdad, notando como los latidos se iban calmando. La
temperatura de la isla era espectacular, hacía calor, pero bastante más soportable
que en Madrid. El cielo estaba completamente azul, una brisa de aire fresco me
reconfortaba en la trasera del vehículo. Se veía el mar desde la carretera, en
completa calma, con un color precioso.
Olía bien, muy bien. Me olía a mi infancia, había venido a Gran Canaria
cuando apenas era una cría de diez años con mis padres, habíamos pasado unas
vacaciones increíbles, fue un verano fantástico en el que visitamos la mayor
parte de las playas de la isla y también caminamos senderos completamente
verdes. No recordaba Mogán, aunque estaba segura de haberlo visitado con mis
padres, sería un placer descubrirlo ahora, distinguiendo cada detalle con los que
Ulises me había enamorado de aquella tierra, en aquel lugar remoto.
Los nervios golpeaban mi sien constantemente. A cada tímido taconazo a
través del largo pasillo, sentía que el ruido lo hacía mi corazón y que podrían
escucharlo todos los huéspedes de la planta, a punto de salirse del pecho para
siempre. Me sudaban las palmas de las manos, aunque las notaba heladas. Tenía
la sensación de que no iba a llegar jamás, pero allí estaba: 215, rezaba en una
placa metálica al lado de la elegante puerta negra. No se oía nada en todo el
pasillo, ni siquiera un ruido lejano en todo el edificio.
Miré nerviosa la tarjeta que acababa de darme una simpática recepcionista
con ganas de hablar. Eso formaba parte del plan, Ulises dejaría las llaves a mi
nombre en la recepción. No recordaba exactamente su conversación, algo sobre
el buen tiempo, alguna broma sobre el mar y los madrileños. Sonreí
amablemente sin contestar nada, con la esperanza de que cerrara el pico y me
diera de una vez lo que me esperaba en la casilla correspondiente. Allí lo tenía
en la mano, una de esas modernas tarjetas que ni siquiera tenías que introducir
en una ranura, sino que al pasarla cerca de la cerradura hacía que una lucecita
verde se encendiera, dándote campo abierto a atravesarla.
Me detuve un minuto en el que todos mis miedos se agolpaban en algún
lugar entre mi garganta y mi estómago sin dejarme respirar. Sacudí la cabeza, no
quería pensar en nada, no en ese instante. Siguiendo con el procedimiento que
habíamos acordado llamé a la puerta, acto seguido pasé la tarjeta y la luz verde
se encendió. El mismo silencio, ni siquiera un pequeño clic que confirmase que
ya podía pasar. Empujé la puerta y entonces sí, un suave chasquido… necesitaba
concentrarme, controlar la adrenalina y grabar en mi mente todo lo que estaba
pasando, para que no se borrara jamás en la vida: Oscuridad, se escuchaba una
ligera melodía muy suave que no lograba distinguir y un olor, un perfume nuevo
para mí, delicioso: él, solo podía ser él.
Pasé y cerré tras de mí, apretando los ojos sin saber muy bien por qué, la
habitación estaba completamente a oscuras, no veía nada igualmente con los ojos
abiertos o cerrados. Los abrí poco a poco e intenté acostumbrarme a la
oscuridad. Él estaba allí, lo sabía, igual que él sabía quién acababa de entrar.
Apoyé mi espalda en la puerta y me mantuve ahí, quieta, expectante,
absorbiéndome de todas las emociones del momento, mientras notaba que mi
ropa interior se iba humedeciendo, tan solo con escuchar su respiración.
Noté unos pasos que se acercaban por la moqueta de la habitación, pero
no me moví. Se paró cerca de mí, aunque era imposible calcular la distancia en
esa oscuridad, podía sentir su calor y el olor de su piel mezclado con su perfume
se hacían más fuertes.
—Hola —susurró Ulises después de un buen rato, creo que él intentaba
concienciarse de que estaba pasando de verdad.
—Hola —contesté en el mismo tono de voz.
Dio un par de pasos más y sentí un roce en mi brazo. Agarré su mano y lo
atraje a mí, hasta que su pecho estaba pegado al mío, notaba sus latidos a través
de la ropa y la temperatura de su cuerpo me reconfortaba.
—No puedo creer que estés aquí —me dijo.
Yo no podía decir nada, estaba alucinada porque me encontraba
completamente excitada, mojada, caliente y muy, muy nerviosa.
Acarició mi costado, subió despacio por mis brazos hasta llegar a la altura
de mi cuello donde entrelazó sus dedos con mi cabello y se acercó aún más hasta
encontrar mis labios. Entonces nos devoramos, primero despacio, luego con
urgencia, intentando recuperar todo el tiempo perdido, intentando vivir todo
aquello que habíamos fantaseado juntos. Su lengua recorría la mía, sus dedos
acariciaban mis mejillas y sabía tan condenadamente bien que estaría toda la
vida bebiendo de sus labios.
Agarró fuerte mi cintura, aproximándome hasta él para que pudiera notar
lo que tenía preparado para mí. Nunca hubiera imaginado que nos lanzaríamos
así una vez juntos, pensé que estaríamos tímidos, nerviosos, torpes pero la
ausencia de luz facilitaba todo el proceso. Primero fue su voz, luego su olor, más
tarde su tacto y finalmente su sabor… disfrutaba con cada conocimiento de él.
Lo último sería verlo, por ahora no, ahora quería deleitarme sin preocuparme de
lo que él mirara en mí.
Sus manos recorrieron mi espalda hasta que de casualidad chocaron con la
cremallera de mi vestido…
—Oh… mmm —devoró mis labios un momento más antes de seguir
hablando sin soltar la cremallera en ningún momento—. ¿Puedo?
—Por favor —rogué desesperada, deseando despojarme de todo lo que
me apartaba de su piel.
En unos segundos mi vestido cayó al suelo, entonces volvió a recorrer mi
espalda con sus manos, cuando notó que no llevaba sostén se atrevió a
deslizarlas hasta mis pechos para acariciarlos con suavidad. Se me escapó un
jadeo.
—¿Todo bien? —Se acercó a mi oído para murmurar—. ¿Quieres que
pare?
—Ni se te ocurra —respondí tajante, desabotonando los botones de su
camisa para quitársela.
Él mismo se desabrochó los pantalones y noté el ruido del cinturón contra
la moqueta cuando estos cayeron al suelo.
Sin dejar de besarme me arrastró a suaves empujones, supuse camino a la
cama, y no me equivoqué.
Se sentó frente a mí y me acercó a él para poder devorar mis pezones.
Acarició mi culo y noté que se aceleraba cuando notó la piel desnuda de mis
nalgas. Introdujo un dedo dentro del hilo del tanga, me hizo abrir las piernas con
la otra mano y buscó desesperado mi sexo entre la suave tela. Cuando me notó
empapada gimió de nuevo antes de introducir el dedo en el centro de mi calor,
haciéndome suspirar a mí también.
Noté que sacaba el dedo y al instante supe que lo había metido en su boca,
probándome, probando el sabor de mi sexo.
—Lo quiero… lo quiero para mí —dijo, antes de tirar de mi mano y hacer
que me subiera rápidamente a la cama, apoyara la espalda en las sábanas,
colocara una almohada bajo mi trasero y con ansia hundiera su lengua en mi
sexo haciendo que cualquier mínimo atisbo de timidez que quedara en mí se
fuera a paseo.
Ya no controlé más mis jadeos, me dejé llevar notando su lengua por mi
abultado clítoris y sus dedos expertos buscando mi placer. Necesitaba sentirlo
dentro de mí de una vez y casi le supliqué.
—Por favor, sube. Ven, te quiero dentro de mí.
Pero no me hizo caso hasta que me fundí en su boca, tan solo en ese
momento se separó de mí, me besó haciéndome probar mi propio sabor y se
acercó para penetrarme suavemente.
Habíamos hablado tantas veces de este momento que sabíamos a la
perfección lo que anhelaba el otro, con lo que más disfrutábamos y ambos
trazamos un mapa a través de nuestros cuerpos en busca del tesoro: el placer más
absoluto.
Noté una ligera luz que me sacó de mi ensoñación y abrí los ojos, por un
instante me sentí perdida y entonces lo vi a él, sentado en una butaca frente a mí,
mirándome con detenimiento. No lo reconocía; sabía quién era, claro, no podía
ser otra persona, pero su físico era nuevo, me costaba vincular esa imagen a la
voz de Ulises. Me quedé completamente avergonzada y ruborizada cuando fui
consciente de mi desnudez y busqué a tientas las sábanas para cubrirme.
—No te tapes, por favor.
Cejé en mi empeño y sonreí, su voz calmaba mi repentina timidez.
—Hola —no supe qué otra cosa decir.
—Eres preciosa, amore.
Me sonrojé de nuevo mientras él me devorada con la mirada, no parecía
tener la más mínima intención de moverse de donde estaba, apoyado
relajadamente tomando una copa de algo que parecía vino. Me dediqué a
disfrutar de lo único que me quedaba por saborear de Ulises, su imagen.
Pelo cortado a cepillo en color castaño, ojos grandes de color verde,
barbilla prominente, recién afeitado. Tenía el torso desnudo en el que unos
brazos lucían una musculación marcada y un tono bronceado.
Se había puesto los vaqueros pero no se había molestado en abrocharlos y
estaba descalzo. Parecía alto, aunque no podía averiguar su estatura exacta. Era
guapo, muy guapo.
Me costaba desprenderme de la vergüenza que sentía en aquel momento
después de todo, mirándonos cara a cara, cuerpo a cuerpo y con la luz al cien por
cien mostrando cada recoveco de mi cuerpo desnudo. Supongo que averiguó
cómo me sentía y se levantó, sirvió una copa y me la trajo junto con una rosa
roja.
—Encantado de conocerte por fin, Elsa. Esto es para ti —dijo
tendiéndome la flor.
—Gracias, cielo.
Me dio un beso fugaz en los labios.
—¿Puedo sentarme a tu lado? —preguntó.
—¡Ulises! —Reí— ¿en serio? Acabamos de acostarnos —me carcajeé—.
¿De verdad me estás pidiendo permiso para acercarte a mí después de lo que
acaba de pasar?
Hizo ademán de quitarme la copa de la mano, pero como aún no la había
probado, se la arrebaté antes de que pudiera tocarla y aunque sabía que no era
buena idea que aquello fuera lo primero que cayera en mi estómago en todo el
día, bebí un buen trago, casi media copa del tirón, esperaba que me subiera
rápido sin sentarme mal.
Coloqué la copa en la mesa de noche y Ulises se tumbó a mi lado, frente a
frente, nos miramos a los ojos, me gustó tanto lo que vi en ellos.
—¿Cómo pudimos dejar pasar tanto tiempo? —preguntó.
—Porque fuimos estúpidos —contesté sin apartar la mirada.
—Tú más que yo — bromeó.
—Tienes razón —afirmé. Acarició mi cabello y me besó
—Me gusta esto, me gusta la complicidad, la conexión que tenemos. Es
real, estás aquí, eres perfecta, eres preciosa, por dentro y por fuera —susurró
mientras yo me derretía.
—Y a mí. Sabes que… —me quedé callada. Era difícil decirlo en persona,
aunque lo sentía más que nunca.
—¿Qué? —no respondí y aparté la mirada. Ulises agarró mi barbilla y me
instó a mirarle a los ojos—. Venga, di… ¿qué he de saber?
—Hay algo vivo aquí dentro —dije señalando el lado de mi pecho donde
se escondía mi corazón—. No sé cómo ha pasado, cómo es posible, pero ha
sucedido. Ulises. Te quiero.
Sonrió, y con su sonrisa se me llenó el corazón de un calor indescriptible.
Había intentado protegerlo, acorazarlo, que nada de toda esa locura me afectara,
que quedara en una loca experiencia, por todas aquellas que no pude vivir en mi
juventud. Después de tanto tiempo, de conocernos poco a poco, de apoyarnos, de
hablar cada día hasta quedarnos dormidos, de enfadarnos con el otro por no
hacer nada por vernos, de decepcionarnos porque el tiempo pasara sin que
ocurriera nada, después de amarnos a través de la línea del teléfono, al fin,
después de un año, era real. La voz de Ulises se había materializado en mis
narices en un hombre atractivo que me miraba con adoración y era complicado
ser inmune a todo eso.
Me besó de nuevo, con calma, con paciencia, disfrutando del momento.
Podía saborear el vino que acababa de probar en los labios de Ulises y aún me
parecía más delicioso.
—Deberíamos salir a almorzar, me muero de hambre y apuesto a que tú
también. Luego te llevaré a dar un paseo por el muelle, te va a encantar. Mogán
es precioso y hoy hace un día espectacular, no hace demasiado calor,
disfrutaremos del paseo —dijo, incorporándose en la cama.
Tras una ducha rápida tomamos algo en el restaurante del hotel, mientras
le explicaba a Ulises la aventura de viajar sin planear y él sonreía, me miraba,
observaba un brillo en sus ojos que me templaba el corazón. Estuvimos todo el
día fuera, la temperatura veraniega de la isla era deliciosa, sobre todo con el mar
tan cerca, cuya brisa era refrescante. De vuelta a la habitación, Ulises me besó
fugazmente antes de hablar.
—¿Te apetece tomar un baño de burbujitas? La bañera tiene hidromasaje
y tienes sales y espuma en el armario. Tómate tu tiempo. Voy a llamar a las
niñas, luego tengo que salir un momento a hacer unas comprobaciones y reservar
mesa en el restaurante. Relájate un ratito.
—Pues me apetece mucho, aunque me gustaría aún más contigo —sonreí
y me desnudé antes de entrar al cuarto de baño, provocándolo con mis
movimientos, él sonreía sin parar de mirarme. Sus ojos cargados de deseo fueron
suficientes para que me calentara.
Perdí la noción del tiempo mientras las burbujas de la bañera masajeaban
mi cuerpo, tenía que comprarme una cosa de esas para mi casa, sin duda. Me
sequé el pelo envuelta en la toalla, peinándolo con mimo. Me maquillé
sutilmente y seguía sin escuchar ruido fuera, así que salí con intención de
vestirme y esperar a Ulises.
Me fijé en que había unos papelitos amarillos dispuestos en el suelo que
desde la puerta del baño hacían un camino hasta la cama. Me agaché para
recoger el primero. Acaricié su letra y leí con una sonrisa en los labios:

«Sé que esto ha sido y es una locura».

Un poco más adelante estaba el siguiente:

«No he dejado de pensar en ti en el último año».

Di un par de pasos antes de alcanzar el siguiente post-it:

«Hemos perdido demasiado tiempo».

Cerca de la cama había otro:

«Me ha encantado amarte, ¿te gusta jugar? Resuelve el enigma».

Levanté las cejas sin que se me borrara la sonrisa. Ya no veía más notas
por el suelo, a decir verdad no había nada allí. ¿Mi maleta? ¿Dónde estaba mi
ropa? Solté una carcajada. ¿La había escondido? Miré debajo de la cama y no
estaba, abrí una de las mesas de noche y había un post-it que ponía:
«Frío, frío».

Solté otra carcajada, me estaba divirtiendo. Fui hasta el otro lado de la
cama y abrí el cajón de la otra mesa de noche, otro post-it:

«Frío, frío».

Me acerqué hasta el escritorio que había cerca de la cama, pero había una
carpeta con un montón de papeles de trabajo, su portátil y otras cosas que me
hicieron pensar que ahí no encontraría nada.
Me acerqué al ropero, lo abrí, su ropa y la mía estaba perfectamente
colocada, en la parte inferior mi maleta, había colgado uno de mis vestidos en un
extremo, lo cogí de la percha y vi que tenía pegado un post it:

«Te estás helando».

—Pues un poco sí, ahora que lo dices —me reí despegando la nota y me
puse el vestido. En la parte de abajo, en la estantería del ropero estaba mi tanga
con otra nota:

«Frío, frío… por cierto, me encanta. ¿Me lo regalas?».

Sonreí, ya le contestaría después que seguro que a mí me quedaba mejor
que a él. Rebusqué en la maleta hasta dar con unas preciosas braguitas rojas que
me puse mordiéndome el labio inferior, imaginando como él me las quitaría.
Cerré la puerta del ropero y mis tacones estaban a un lado, cerca de la puerta del
baño, dentro había otro pos-it:

«Frío, frío».

—¡Me rindo! —dije en alto, pero no pensaba rendirme. Lo estaba pasando
bien, era agradable ver el trabajo que se había tomado para entretenerme un rato
en lo que él se ocupaba de sus cosas. Me preguntaba cómo había puesto todas
esas notas tan rápidamente.
Fui hasta la butaca desde donde él antes me había observado, me senté.
Justo al lado estaban las copas vacías, ¿se había bebido mi copa? Yo no me la
había acabado. Agarré la botella para servirme un poco y debajo había un post-it:

«Templado… bébete una a mi salud tranquilamente».

Le hice caso, me serví la copa, subí mis pies descalzos a la butaca y
disfruté sorbo a sorbo del sabor delicioso que me bajaba por el esófago
calentándome el estómago. Me quedé un ratito ahí, mirando en todas direcciones
para ver si encontraba otra nota y haciendo tiempo a ver si llegaba Ulises.
Busqué el mando del televisor, pero a simple vista no se veía. Me acabé el vino y
refunfuñando me levanté de la butaca, estaba cómoda y un poco mareada ya. Fui
hasta la cama que estaba perfectamente hecha. ¡Pero este hombre es Don
Perfecto! ¿Para qué había hecho la cama si no íbamos a tardar mucho en
deshacerla?
Bajé el edredón y en la almohada había una nota que ponía:

«Caliente, caliente».

Sonreí y bajé la sábana con cuidado.
—¡Ostras! —exclamé sorprendida, había un montón de notas pegadas en
una cartulina gigante:

«Te quiero».
«Te amo».
«Eres preciosa».
«Adoro tu sonrisa».
«Adoro tu olor».
«Adoro tu pelo».
«Adoro cada centímetro de tu cuerpo».
«Te quiero».
«Te quiero».
«Te amo».
«Adoro hacerte el amor».

Entonces fue cuando me fijé, en el centro, muy bien alineadas una encima
de otra había siete notas, en cada una había una palabra dentro. Las demás notas
estaban dispersas alrededor, como estrellas girando alrededor de una órbita.

«¿Quieres»
«amarme»
«el»
«resto»
«de»
«mi»
«vida?».

—¡Joder! —Chillé— ¿Qué me estás pidiendo? —pregunté en alto,
aunque la habitación estaba vacía. Nerviosa me dediqué a recoger una por una
todas las notas que orbitaban a través de la pregunta, las leí todas e hice un
montoncito con ellas. Las puse en la mesa de noche y miré nerviosa las que
habían quedado en la cama.
Ulises llevaba un montón de tiempo fuera, pero yo necesitaba hablar con
él. Mi bolso colgaba de un perchero a la entrada de la habitación. Demasiado
ordenado, tendría que hacérselo mirar, pensé. Agarré el móvil y empecé a
llamarlo, sonó una melodía muy cerca y me di cuenta de que el móvil de Ulises
estaba encima del escritorio. Quería que volviera ahora mismo y me explicara
qué quería decir con esa pregunta.
Suspiré y volví a dirigirme a la cama, me senté y levanté los post it que
quedaban, debajo del último había algo: ¿Un anillo? Lo cogí y empecé a
hiperventilar. Con él era todo siempre igual, súper intenso y al mismo tiempo
loco y divertido, estaba como una regadera, desde luego que sí. Me sentí
abrumada.
—¡Un anillo de compromiso! ¡Está loco! Si acabamos de conocernos —
dije en alto muerta de risa.
El anillo era bonito, tenía que admitirlo y había sido muy romántico,
cobarde, pero romántico. Estas cosas había que decirlas de cara y no con notitas
escondidas… aunque debía admitir que me había encantado. Suponía que todo
era una broma magnificada, por todas las veces que le decía que me faltaba
romanticismo en mi vida, pero se había pasado de madre.
El anillo quedaba perfecto en mi dedo, solo pretendía probármelo. Estaba
loco si se pensaba que iba a decirle que sí.
Empecé a impacientarme mirando la hora en mi móvil, hacía casi dos
horas que se había marchado, vale que tenía que dejar un tiempo prudencial para
que encontrara todas las notas, pero ya empezaba a aburrirme.
Me senté fastidiada en la butaca y me serví otra copa, llenándola casi
hasta el borde. La botella se había terminado. Me la fui bebiendo poco a poco,
esperando que Ulises llegara antes de que me diera un coma etílico. Miré el
anillo y lo remiré. ¿Casados? ¿Casada con Ulises? conectábamos, había una
química explosiva entre nosotros, pero ¿casarnos? ¡Ni loca!
Llamaron a la puerta de la habitación.
—¡Por fin! —dije en alto y me levanté corriendo para ir a abrir.
Al otro lado había un chico de uniforme. Menos mal que me había puesto
el vestido.
—Hola —dije esperando a ver si me decía qué quería. Era personal del
hotel o eso parecía.
—¿Señora Figueras? —De pronto me atraganté y empecé a toser como
una loca—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, más o menos —respondí, el muchacho me guiñó un ojo sonriente.
—¿Sería tan amable de acompañarme?
—¿Yo? ¿A dónde? Creo que está confundido. Yo no soy la señora
Figueras, soy Elsa Melilla. A lo mejor busca usted al señor Figueras pero se ha
ausentado un momento para hacer unas gestiones de negocios. ¿Puede venir
dentro de un rato?
—Elsa, disculpe, pero el señor Ulises Figueras me ha pedido que venga a
buscarla y me ha dicho que me asegure de que llegue usted al restaurante. La
espera allí.
—¡Ah! Vale.
Colocándome los tacones seguí al botones por todo el pasillo, bajamos en
silencio en el ascensor y lo seguí otro pasillo más hasta llegar al restaurante. Allí
estaba Ulises, sonriente, en una de las mesas. Me senté frente a él y esperé a que
se fuera el chico para hablar.
—Gracias —dijo tendiéndole un billete al botones.
—¡Vaya! ¿Qué eres ahora? ¿Una especie de Christian Grey que gobierna
al mundo a base de billetes?
Bromeé, pero él solo estaba pendiente al anillo en mi dedo, con los ojos
iluminados y una sonrisa grande, muy grande. ¡Mierda! Debía decirle que era un
malentendido.
—Bueno, tú no pareces tan tontita como la novia del pirado ese.
—¿Qué pirado? —me despisté en la conversación pensando cómo iba a
decirle que no pensaba casarme con él.
—El Grey ese de las narices.
—¡Ah! No, no. No soy tan tonta, que va. Ni tú tan gilipollas. Bueno, un
poco sí, pero no tanto —sonreí.
—No soy rico, pero la ocasión lo merece —dijo poniéndose muy serio.
Cenamos en un ambiente agradable, en una zona tranquila del restaurante,
donde pudimos hablar, reír, bromear.
—¿Dirás que sí? —sonrió señalando el anillo y solté una carcajada.
—Estás loco, ¿lo sabes? No te ofendas con lo que voy a decir, ¿vale? —él
asintió—. ¡Ni de coña! Pero no te pienso devolver el anillo. Es precioso, cursi y
muy moñas… voy a meterme mucho contigo los próximos años con la que me
has montado hoy.
—Y yo estaré encantado de recordarlo contigo y que nos riamos juntos de
ello, te merecías a tu príncipe en armadura sobre el caballo blanco declarándote
amor eterno.
Noté un ligero calor en el pecho que me subía hasta las mejillas al
comprobar cómo me observaba. Era bonito sentirse así. Querida. Especial.
De vuelta a casa, en el avión, mientras dormitaba con la cabeza apoyada
en la ventana, miraba mi precioso anillo, ahí estaba. No era el anuncio de un
compromiso, pero sí el de un comienzo, a mis cuarenta años, por primera vez en
la vida había descubierto lo que era el amor, amor al primer WhatsApp.

Cómo dejé de odiar los lunes

Odio los lunes con todo mi ser, en serio, no son lo mío. Me cuesta mucho
calentar motores, cuando escucho el despertador me entran ganas de llorar o
lanzarlo por la ventana, de verdad te lo digo. Pero lo bueno es que al final el día
solo tiene veinticuatro horas, pasa y uno se va metiendo en la rutina, ¿verdad?
Entro al trabajo como cada día a las ocho en punto, Nataniel, el
compañero de recepción, ya está en su sitio tecleando algo en el
ordenador. Siempre es de los primeros en llegar. Tras refunfuñarle un buenos
días (no esperes más de mí un lunes por la mañana) correspondido por él sin
levantar la cabeza de lo que está haciendo, paso a su lado y voy hasta el fondo
del pasillo, a mi despacho.
En lo que espero que arranque el equipo abro las persianas y una sola
ventana, pues ya a cuatro de diciembre se empieza a notar el aire fresco en la
isla. En el trabajo me paso media vida intentando solucionar los correos
electrónicos que me van entrando, así que con un suspiro y mi café, que acabo
de pedirme en la cafetería junto a la oficina, abro la página web y tomo un sorbo
antes de enfrentarme a los cuatrocientos treinta y un correos electrónicos que he
recibido desde el viernes a las tres de la tarde.
Trabajo en el área de reclamaciones de una conocida empresa que se
dedica a la venta, instalación y reparación de electrodomésticos. Soy la
encargada de derivar cada reclamación a su área específica. Llamar al cliente y
hacer el seguimiento. Trabajo por objetivos, y estos están basados en el tiempo
de resolución de cada incidencia, así que soy la primera interesada en que todo
se solvente lo antes posible.
En una empresa tan grande como la nuestra es normal que ocurran
errores, yo soy la que los soluciono o intento dejar al cliente lo suficientemente
satisfecho, o tranquilo, como para que no solo no nos interponga una demanda,
sino que el servicio post-venta sea tan bueno como para pensar en volver a
adquirir nuestros productos o contratar nuestros servicios.
El trabajo en sí no se me da mal, eso sí, hay tres cosas necesarias en mi
vida para poder soportar el estrés que supone mediar con personas enfadadas o
muy enfadadas durante ocho horas al día:
Primero: el nivel de cafeína en el cuerpo no puede ser inferior a cuatro
tazas al día.
Segundo: el yoga es fundamental e imprescindible. Cada día dedico entre
cuarenta y cinco minutos a hora y media a ello, según mi jornada y el tiempo
disponible.
Y por último: sexo. Sí, sexo. Lo malo es que acabo de divorciarme hace
tres meses, tres meses en los que no he tenido ningún tipo de contacto
masculino. Que sí, que el vibrador es útil y está muy bien para un apaño, pero ya
estoy necesitando carne, caliente, que responda a mis caricias, que satisfaga cada
rincón de mi cuerpo… seguro que entiendes lo que quiero decir.
Así que los últimos meses en el trabajo no han sido demasiado buenos,
me cuesta mantener la calma, ofrecer mi sonrisa y aunque, en general, me
considero una persona empática que conecta con las personas con facilidad, se
me está haciendo cuesta arriba.
La mañana transcurre veloz entre papeles, llamadas, correos. Casi
terminando la jornada antes de irme a almorzar, estoy tan metida en las tareas
que me he olvidado hasta del café de las doce, y la ventana del chat interno de la
empresa salta con un mensaje de Nataniel.
NATANIEL
«¿Eres humana?».
Río. Mi compañero es un poco payaso.
EVELYN
«Eso dice mi madre, pero yo empiezo a dudarlo. ¿Por?»
Me quito las gafas y estiro la espalda para aliviar la molestia de haber
estado tantas horas en la misma postura, mientras mi compañero escribe.
NATANIEL
«Llevas seis horas ahí sin moverte, no has ido ni al baño».
EVELYN
«¿Y tú cómo lo sabes?».
NATANIEL
«Porque hoy no ha sonado mucho el teléfono y no tenía nada mejor que hacer que
cronometrarte».
EVELYN
«¡Mira que eres tonto!».
NATANIEL
«Te invito a comer».
No soy capaz de contestar enseguida, no porque me incomode, solo trato
de asimilar si me está tomando el pelo o no.
Me lo suelta así, sin anestesia ni nada. Nataniel. El mismísimo Nataniel.
Que tú no sabes quién es, pero te puedo decir que es el hombre más deseado de
toda la planta de la oficina (diría que de todo el edificio, pero como no tengo
contacto con el resto del personal, tampoco puedo asegurarlo).
Guapo, moreno, follable, alto, cuerpo esculpido, muy follable, barba
cuidada, peinado despeinado, ¿he dicho ya que me lo follaría?, sonrisa Profident,
sexy, divertido… (y así estaría hasta mañana porque se me ocurren un montón de
adjetivos más). Él es ese hombre con el que todas las chicas de la empresa
bromeamos con revolcarnos en cualquier rincón del archivo general. Y aquí
ando… tratando de que no se me note que se me han volatilizado las bragas solo
con la idea de comérmelo enterito… digo, de comer junto a él… me pregunto
yo, ¿ya que me he saltado el café y probablemente me tendré que saltar el yoga
si como con él? ¿Hoy será al fin el día en el que…?
EVELYN
«Hecho».
Contesto tras unos minutos, a ver si resulta que se va a arrepentir.
Titiriiii… me desconecto del chat para no darle la posibilidad de recular y
comienzo a recoger todo y a apagar el equipo.
Mi gozo en un pozo. ¡La virgen de la estrangulación! ¿Eso existe? No
sé… Vamos, que mataría a alguien. ¿Mi día podría ser más desastroso?
A ver… ¿qué tan malo he hecho yo en la vida para que el karma me
castigue de esta manera?
Me levanto para ir al baño, por fin, y os aseguro que cuando te levantas de
tu asiento seis horas más tarde, de pronto la vejiga te aprieta tanto que sientes
que probablemente no vas a llegar al cuarto de baño. Pues eso, me levanto
rápidamente y voy dando saltitos y me encuentro a Soraya, mi jefa, hablando
con un señor que puede tener alrededor de doscientos treinta años…
—¡Evelyn! Pensaba que ya te habías ido a comer. ¿Podrías atender a don
Rufino? —me pide mi superiora.
Intento hacerle ver a mi jefa con gestos que el tal Rufino no detecte, que
estoy a punto de explotar y estoy segura de que no van a quedar nada bonitos los
restos de órganos internos, sangre y orina como decoración en las paredes.
Rufino tiene las cejas enfurruñadas. Dios, ese hombre tiene antenas en las cejas,
no es normal esos pelos tan largos y tiesos. ¿Antenas? Por un momento pienso
en llevármelo a casa para ponerlo al lado de mi radio, que no sintoniza bien mi
emisora favorita y además conjuntaría a la perfección con ella, que es más vieja
que yo. Doble pletina para casette, cd… sí, no me mires así, que le tengo cariño.
Al menos lee mp3. Bah, a mí me mola, no sé qué narices hago dándote
explicaciones.
—Don Rufino, encantada de conocerle —le extiendo la mano y estrecha
la mía, tras lo cual se limpia la palma en el pantalón. Sonrío para hacer que se
sienta cómodo. Jodido señor mayor (lo siento, me parece de mala educación la
palabra viejo) de las narices. Resoplo sin que él lo note—. Sígame por favor.
Decido llevarlo hasta mi despacho, noto las lágrimas agolparse en mis
ojos porque en serio, me estoy reventando. ¿Te has sentido así alguna vez? No se
lo deseo a nadie, se pasa mal.
Calculo mentalmente cuánto puede haberme costado el vestido que llevo
puesto y de qué dimensiones sería la catástrofe si se me escapa el pipí. No sería
bueno, ni barato tampoco.
El hombre se sienta y empieza a ladrar como un energúmeno que le ha
llegado a casa el horno HIKO Z87A y que él había pedido el HIKO R84D, que
lo repitió por activa y por pasiva, pero claro, la «monina» que le ha atendido en
tienda, que debe ser muy tonta, porque se notaba que el rubio era natural —
palabras textuales que no me estoy inventando nada— se piensa que puede
tomarle el pelo y venderle ese modelo que seguro que cuesta como trescientos
euros más porque por lo visto trae «pirolimierda» y no sé qué más y que él sabe
limpiar su horno solito.
Luego ha empezado a despotricar porque el jodido horno era más pequeño
que el que él quería y que las bandejas que tiene en casa no le sirven y que
aquella cosa no trae bandejas… ¡vamos!, un rollo macareno. Asiento, de vez en
cuando suelto un «entiendo», «por supuesto» y demás palabras de la gama.
—Me va a disculpar un minuto don Rufino, que voy a ir a coger los
documentos que hay que rellenar para proceder a la reclamación —me disculpo,
intentando huir.
—En serio. ¿Documentos? ¿No tiene usted ordenador? Si es que así va el
país. Las grandes empresas no se adaptan a los sistemas informáticos, a la
tecnología… —el señor de las narices sigue despotricando, sonrío.
—Será solo un minuto.
Salgo corriendo como alma que lleva el diablo y sí, llego, no me he
meado uno de mis vestidos favoritos y más caros de mi fondo de armario. Qué
alivio por Dios.
Cuando vuelvo a mi despacho me encuentro con Nataniel por el camino
que me está esperando en la puerta con cara de pocos amigos. No me había dado
cuenta de que hoy trae conjuntado hasta el reloj con el resto de vestimenta.
Intento no babear, porque queda feo básicamente.
—Oye, Eve, que te invito a comer, no a cenar. ¿Quieres darte prisa? —
protesta.
—Tengo un cliente, me lo acaba de colar la jefa —me disculpo—.
Intentaré darle carpetazo pronto.
—Vale, te espero abajo.
Asiento y Nataniel se da la vuelta… culo… culo prieto… culo
increíblemente pellizcable... babeo... joder, ¿qué estaba haciendo yo? Me quedo
traspuesta unos segundos. Ah sí, don Rodofredo.
—Ya estoy aquí, don Rodofredo. No se preocupe, vamos a solucionar su
problema —digo de forma casi cantarina (entendedme estoy feliz con la idea de
poder estrujar esas nalgas prietas en las que acabo de recrearme).
—Rodofredo su padre —protesta.
—Uy, perdón, Rufino —compruebo su nombre en la factura que tengo
delante. Viejo antipático (lo siento, se me ha pasado la buena educación.
Entiéndeme, café: 0, yoga: 0, sexo: 00000).
—Hay que ser más serios en esta vida, señorita, porque ¿qué quiere que le
diga? No se le puede tomar el pelo a uno, que ya no me quedan pelos para
regalar y seré calvo, y me sobrarán años, pero a mí no me vacila nadie. ¿Dónde
están los papeles? —me suelta una retahíla
—¿Qué papeles? —pregunto distraídamente mientras tecleo en el
ordenador el número del documento que tengo delante para buscar los datos de
la transacción.
Miro para el señor porque no me contesta y veo como sus ojos se van
inyectando en sangre. Ay Dios, que ahora mismo le salen cuernos y rabito.
—Disculpe, Rufino… aquí tengo su ficha. Vamos a ver, efectivamente se
le sirvió otro modelo, porque era más avanzado, estaba disponible en tienda y el
precio era el mismo que el que usted quería, que ese está descatalogado ya hace
años.
—¿Por qué? —ladra.
—Pues porque por el mismo coste hemos conseguido fabricar un modelo
mejor, más avanzado y con pirólisis, don Rufino. Que seguro que a usted no le
apetece pasarse horas limpiando el horno cuando, dándole a un botón, se limpia
solo.
—Claro, como si me fueran a pagar la factura de la luz ustedes. ¿Sabe por
qué tengo horno?
—¿Porque necesita comer cada día y es una forma sana y equilibrada de
cocinar sin grasas? porque me imagino que a su edad los fritos y esas cosas
quedan descartados… —joder, qué hambre me está entrando. Miro la hora de
soslayo en el reloj. Es tarde. Muy tarde. Nataniel debe estar cagándose en mis
muelas tanto como yo en las de Rufino.
—Es usted una entrometida y una malcriada. A ver si llega a mi edad,
porque como vive la juventud hoy en día, no le auguro muchos años —vale, me
ha incluido en el grupo de la juventud, así que no sé si molestarme o no por su
comentario.
—No se enfade, caballero. Seguro que nuestra compañera de tienda no se
explicó correctamente cuando le pidió el modelo desfasado —intento calmarlo.
—Ya le digo yo que era rubia natural.
—El otro modelo ya no se fabrica —continúo ignorando su puya—. El
precio es prácticamente igual y la pirolisis la puede usar o no. Tiene otras
funciones como ventilador.
—¿Usted se cree que soy tan tonto como para hacerme creer que puedo
usar el horno de ventilador? —está tan histérico el señor que se le mueve la
dentadura al hablar. Puaj… mira por donde, se me ha quitado el hambre.
—No, por Dios, Rufino. Digo que el horno dispone de una opción de
calentamiento que es con ventilador. Se utiliza mucho hoy en día para muchas
recetas —espero que no me pregunte cuáles porque no he usado un horno en mis
casi treinta y siete años… bueno, casi treinta y nueve… ¡bueeeno! Cuarenta, en
dos semanas.
—¿No puede servirme el modelo anterior? ¿No le queda alguno de
exposición aunque sea? ¿Tiene usted idea del dolor de cabeza que me va a
suponer a mí tener que explicarle a mi mujer todos esos botoncitos nuevos?
—Me hago una idea, sí —no sabe cuánto el señor, eso ya te lo digo yo—.
Mire, si quiere puedo pedirle a uno de los técnicos que irá a montárselo, que le
explique a su señora el funcionamiento. Una clase exprés para que pueda
empezar a usarlo según se lo instalen.
—¿Puede hacer eso? —me mira desconfiado. ¡Señor! ¡Madre mía! Que
son las cuatro menos veinte de la tarde, si se va a ir a su casa y me va a dejar ir a
almorzar tranquila, me aprendo las instrucciones y voy yo a explicárselo y le
hago una lasaña si hace falta.
—Por supuesto —contesto brevemente con una sonrisa—. Además, creo
que estaba disgustado porque el horno solo le trae la rejilla. Espere a ver qué
puedo hacer.
Tecleo en el ordenador y busco mis opciones.
—Perfecto. A ver qué le parece. Por el disgusto que se ha llevado y las
molestias que se ha tomado en venir hasta aquí, le vamos a regalar la bandeja del
horno —le informo con una sonrisa, con la esperanza de que quede contento y se
vaya.
—Bueno, vale.
—¿Puedo ayudarle en algo más? —pregunto cortésmente.
—Mi mujer siempre ha querido una cosa de esas que te prepara
sándwiches —¿Un camarero? Me pregunto interiormente.
—¿Se refiere a una sandwichera? –No, si bobo no es el tal Rufino.
—Sí. Mi hija tiene una en su casa y los sándwiches salen riquísimos,
¿sabe usted? Un sabor que con la sartén no se consigue. Hasta la textura y mi
señora siempre está diciendo: «¡Ay Rufino! yo quiero una de estas que esto está
muy rico». Porque mi mujer es adicta al queso.
—Ajá –Dios, que alguien venga y me mate, que me estoy digiriendo por
dentro y este hombre no quiere irse a su casa.
Tecleo, le doy a un botón e imprimo un bono de descuento del veinte por
ciento en nuestra tienda, con caducidad en veinticuatro horas. Se supone que
solo debo darlo en casos extremos. Si que me esté esperando hace una hora el ser
más deseado de toda la empresa no es una causa extrema, que baje Dios y lo vea.
—Señor Rufino, no puedo regalarle una sandwichera, se nos sale de
presupuesto, pero aquí tiene un descuento. Le recomiendo que vaya ahora
mismo a nuestra sección de pequeño electrodoméstico, porque esta semana han
rebajado una buenísima –todas las semanas había un modelo de cada pequeño
electrodoméstico rebajado, seguro que la de esta semana era tan buena como las
demás–. Si va ahora mismo, pues ya une un descuento con el otro y por una
porquería se la lleva a casa y además, puede mirar si necesita alguna que otra
cosa, ya que el bono de descuento lo puede usar para todos los productos que
compre en la tienda durante las próximas veinticuatro horas.
El señor se levanta de la silla como si fuera a correr la maratón, le ha
faltado solo calentar los tobillos.
—¿Cuándo vendrá el técnico a casa?
—Mañana lo tendrá allí —de eso me encargo yo, aunque me tenga que
poner de rodillas para rogarle a Enrique que le cuele en la lista y que don Rufino
no tenga que aparecer nunca jamás por mi sección.
—Muchas gracias por todo, es usted muy amable.
—De nada, que lo disfrute.
—Yo pensaba que la juventud de hoy estaba toda atontada. Pero aún
queda gente sensata en el mundo. Sabe usted, yo tengo un nieto de su edad, y
está muy perdido en la vida… con veintitrés aún no sabe qué quiere ser.
Válgame el señor, que yo a esa edad ya estaba casado y tenía el quinto chiquillo
de camino, pero la juventud de hoy en día está abobada.
Le perdono porque me ha comparado con su nieto de veintitrés, porque si
no le estaría echando a patadas ya del despacho. Solo asiento. Mi móvil vibra en
la mesa y lo miro de reojo. No puedo cogerlo ahora. En la pantalla aparece el
nombre de Nataniel. Va a matarme, lo sé. Bueno, igual matarme no, pero no me
va a volver a invitar a comer nunca más.
Suena el pitido característico que me avisa de que queda poca batería.
—Ya, hay de todo en la viña del señor. Pues nada, corra, no pierda el
tiempo, no se vayan a llevar todas las sandwicheras y le vaya a dar un disgusto a
su señora.
Al caballero se le suben las cejas hasta ponérseles de sombrero y sale
corriendo de mi despacho gritando un adiós.
Resoplo. Voy a coger el móvil para llamar a Nataniel pero se me ha
apagado, así que simplemente lo tiro dentro del bolso y salgo lo más aprisa
posible del despacho. Cuando llego a la calle no está, lógicamente. Es
condenadamente tarde.
Pongo un puchero y decido esperar un poco, igual ha tenido que moverse
a algo y viene enseguida a buscarme.
Pasa media hora y ya me duelen los pies de aguantar allí con mis tacones,
que bonitos son un rato, caros más, pero cómodos no mucho.
—Señora, ¿me compra un boleto? —miro hacia abajo y un ser de poco
más de un metro me mira con ojos de cordero degollado. Espantada me doy
cuenta que me habla a mí. ¿Señora? ¿Señora yo?
—¡Señora tu madre! Niño malcriado… —refunfuño por lo bajini sin que
me pueda escuchar—. No, no te puedo comprar un boleto. Tengo prisa.
—Pues lleva aquí media hora —me responde el pequeño Chucky.
—¿Y a ti qué te importa? —le respondo enfadada. Que ya sé que el niño
no tiene la culpa y que quizás es un angelito, pero que hoy no es mi día, no es un
buen momento para tocarme los ovarios.
—No se ponga así, señora, que es por una buena causa. Estamos
colaborando en mi cole para un proyecto con la intención de apadrinar a algunos
niños del tercer mundo. ¿Sabe a cuántos niños podríamos dar de comer con un
euro? —me explica.
—No, pero sé a cuántos niños puedo dar de comer con un puñado de
boletos arrugados— refunfuño. Saco una moneda de dos euros de la cartera
rápidamente. Mejor comprarle el boleto y que se largue de una vez—. Dame dos,
venga —le contesto.
El niño arranca con cuidado los dos boletos y me los tiende.
—Son diez euros.
—¿Quéééé?
—Los boletos cuestan cinco euros cada uno. Muchas gracias, señora. Va a
ayudar a una familia que lo está pasando mal.
—Ya —abro la cartera y saco un billete de diez que le tiendo—. Venga
bonito, hasta luego.
El niño demoniaco se va y me doy cuenta de que acabo de quedarme sin
blanca y el cajero más cerca está a unos cinco kilómetros. Gruño. Es tarde.
Nataniel no va a volver. Lo odio.
De camino a casa las tripas me suenan. Mucho. Demasiado. Hoy ni he
comido, ni he tomado demasiado café, por no hablar de follar… eso tampoco.
Así que estoy de una mala hostia que no me aguanto ni yo.
Me desvío del camino para llegar a un local de comidas preparadas en
donde suelo comprar el almuerzo cuando no he tenido tiempo de cocinar, lo que
suele ser de lunes a sábado y domingos si mi madre no me invita a comer ese fin
de semana.
Cuando llego la verja está echada y están limpiando dentro. Paro el coche.
—¿Gisela? —grito, pero bajito, que no note que estoy desesperada.
—Hola Eve, ¿Qué te ha pasado hoy? —contesta, está fregando los pisos.
—Ay Gisela, por favor, dime que me puedes vender algo, que me muero
de hambre.
—Lo siento, cariño, pero el sistema informático está apagado y ya no
puedo abrir la caja.
—Te lo pago mañana. Te lo pago al doble, pero dame algo de comer —
joder, sueno peor que el yonqui de mi calle.
Gisela se parte la caja a mi costa.
—Lo siento, cielo. No puedo —señala al despacho, allí está su jefe que
mira en mi dirección con cara de malas pulgas.
—Hasta mañana —murmullo y me voy por donde he venido.
Tengo haaambre, tengo mucha hambreeee. Llego a casa y me como un
yogur caducado, cuando el hambre aprieta no hay lugar para los remilgos. Pero
tengo más hambre. Al final me pido una pizza por teléfono, menos mal que esos
sitios de comida basura no cierran nunca.
La madre que los parió, debe haber partido de futbol o gandulería
generalizada, porque tarda casi una hora en llegar el pedido. Estoy en mi sofá,
tirada, desfallecida, desmayada. Tengo ganas de gritar «¡socorro!» a ver si el
repartidor tumba la puerta de casa y entra las pizzas sin que tenga que mover mi
culo del sofá.
Al final me levanto, porque el tipo me va a fundir el timbre. Se han
equivocado de pizza, vale, no me voy a quejar, tengo hambre, me importa poco.
La devoro, entera y me doy cuenta de que me quedan veinte minutos para llegar
a yoga.
Por un momento pienso en no ir, pero mi conciencia no me deja. Así que
agarro la mochila y bajo las escaleras de dos en dos.
¿Alguna vez has hecho yoga veinte minutos después de comerte una pizza
gigante de pollo al ajillo con bacon, salsa barbacoa y una Coca cola? No te lo
recomiendo, hazme caso. No puedo evitar los eructos que me suben sin querer y
la gente me mira, saben que soy yo, aunque disimulo y miro con cara de mal
humor a la señora que está a mi lado. No cuela. Lo sé.
Me empieza a doler la barriga, un retortijón, otro… venga, hoy no es mi
día. Aguanto el rapapolvo que me echa el monitor por levantarme en mitad de la
clase para irme, rompiendo la armonía que tanto le ha costado establecer.
Armonía dice… con lo que le pago como si quiero bailar la macarena.
Salgo y veo que hay un chico fuera mirando el móvil, tiene buen cuerpo.
Vale, solo distingo la silueta porque me he quitado las gafas para hacer yoga y he
pasado de buscarlas en mi bolso de dos metros. El chico levanta la cabeza y yo
sonrío cuando paso a su lado.
—Vale, no solo me dejas colgado, sino que encima ni me saludas —esa
voz es inconfundible para mí.
—¿Nataniel? —enfurruño los ojos. ¿En serio? Por qué las personas
hacemos ese gesto cuando no vemos bien. Es estúpido, seguimos sin ver un
carajo pero estamos más feos… en fin, era solo un inciso. Busco las gafas y me
las pongo–. ¿Qué haces aquí?
—Estaba esperando por aquí para ir a tomar una cerveza.
—Ya. Lo siento. Salí muy tarde de la oficina —me disculpo. ¿Ha
quedado? ¿Una cerveza? Se habrá buscando una sustituta que le haga compañía
hoy. «Puñetero Rufino», me quejo interiormente.
—¿Vamos? —¿Es a mí? ¿A dónde? ¿A la cerveza? No me entero. Ya me
he puesto las gafas y noto que Nataniel me mira raro, no le presto mucha
atención, igual sigue molesto porque no le he visto.
—Claro —respondo al fin.
Lo noto reírse disimuladamente, así que caminando a su lado desvío la
vista hacia un escaparate en el que veo mi reflejo. Madre del amor hermoso, qué
demonios le ha pasado a mi pelo. Está más revuelto que mi estómago, que por
cierto, me acaba de dar otro retortijón que disimulo. Dios, ahora no, déjame
disfrutar de este minuto de gloria.
Gracias al cielo, al karma o no sé a qué o quién, al rato se me pasa el
dolor de estómago y Nataniel y yo podemos tomarnos una cerveza a gusto.
Todavía flipo porque no sé exactamente qué espera de mí, pero la ilusión se me
va desvaneciendo cuando las horas pasan y nos acomodamos en un par de
taburetes con una charla agradable. Le cuento mi aventura con don Rufino y se
parte de risa, el muy capullo.
Me quedo descolocada, porque en mi imaginación, un almuerzo o una
cerveza con Nataniel tiene que terminar en empotramiento en el cuarto de baño
del restaurante/bar/pub… pero nada más lejos de la realidad.
Me cuenta que lleva una temporada estresado, se está preparando unas
oposiciones de auxilio judicial, lleva un año a tope, nadie lo sabe en la empresa,
solo yo (según él) y dice que su vida social es nula. Me halaga que solo me lo
cuente a mí, pero también pienso que esta cerveza solo es porque se siente solo y
no tiene con quién pasar el rato y a mí no me importa, lo que no estoy demasiado
de acuerdo es con la forma que ha elegido para pasarlo, en mi cama estaríamos
más cómodos, seguro.
Es un compañero de trabajo, así que no puedo decirle simplemente,
¿vamos a mi casa? ¿O sí? Que no Eve, que no… pero es que necesito sexo, jolín,
ya, tía, pero no… déjame, me quejo interiormente.
—Eve, ¿me estás escuchando? —me pregunta con una sonrisa divertida
como si pudiera escuchar mi batalla interior.
—Sí, claro. Oye, cielo, ¿vamos a mi casa? —filtro Eve, filtro, por Dios.
Nataniel suelta una carcajada.
—¿Tienes que hacer algo allí? —pregunta con curiosidad.
—Sí, claro. Vamos y te lo explico detalladamente —sonrío y bebo de mi
cerveza. Nataniel vuelve a reír. A lo mejor se piensa que le voy a poner a montar
un mueble de Ikea por la forma en que me observa.
—Eres la bomba, me meo de risa contigo —me dice.
—Ya, y yo, yo también, una cosa… —respondo desganada y veo como
mira la hora, yo no he querido hacerlo porque mañana hay que trabajar, es tarde
y si hay algo peor que los lunes, son los martes de resaca.
—Ostras, es súper tarde. Me voy a casa ya que me muero por meterme en
la cama —protesta poniéndose de pie y haciéndole un gesto al camarero para
que nos traiga la cuenta.
—Y yo —suspiro. Qué mal se me da esto de ligar.
Tristemente salimos del local, disimulando el puchero que pugna por salir
y mostrarle a Nataniel que no me quiero ir a dormir sin antes haberme revolcado
con él. Luego pienso que el que está a mi lado es él, ¡ÉL!, el que tiene loca a
todas las mujeres de la empresa. Tendría a quién quisiera y cuando quisiera, ¿Por
qué querría estar conmigo? Me encantaría que fuera medio tonto o antipático,
que solo fuera un cuerpazo, pero no puedo, lo tiene todo. Con una de sus
sonrisas me revolotean un montón de mariposas en el estómago (créeme, no es
un virus, me ha pasado muchas veces, en los últimos meses sobre todo), siempre
tiene una charla agradable, es un hombre interesante, le gusta leer y el cine,
tenemos más o menos el mismo gusto musical y me cago en todo, odio
reconocer que me hace suspirar.
Nataniel me acompaña al coche, va a hablando tranquilamente de no sé
qué, no lo escucho hace rato al pobre.
—¿Cómo llevas la separación? —oigo de repente. ¿Eso es a mí? Claro,
contesta, Eve, por Dios.
—La separación bien, lo que llevo mal son otras cosas —murmullo con
una sonrisa, Nataniel sonríe extrañado, espera que siga explicando, pero vamos,
paso de detallarle con pelos y señales mi falta de contacto humano—. Hemos
llegado. Nos vemos mañana —le doy dos besos y me subo al coche.


Estoy parada frente al espejo de mi dormitorio. Acaban de dar las siete y
media de la mañana. Me he cambiado tres veces el conjunto de ropa interior, así
que te puedes imaginar cuántas veces me he cambiado de ropa. Al final me
decido por una blusa de botones en color mostaza, una mini falda vaquera con
medias ligueras y botas de tacón altas en color marrón.
Hoy paso de mi recogido habitual y me plancho el pelo. Me rocío con mi
perfume favorito antes de salir. No sé por qué, si no me ligué a Nataniel ayer con
una cerveza de por medio, no lo voy a hacer en el trabajo, pero bueno, por lo
menos que vea que se ha perdido un polvazo, que esta blusa me hace tetorras
(bueno, la blusa y el sostén push up).
Entro a la oficina con dos cafés, uno se lo dejo a Nataniel en la mesa, que
ya está pegado al teléfono. Me responde con un guiño.
Cuando entro a mi despacho veo una chocolatina junto a mi teclado, tiene
pegado un post-it en el que pone:
«Que tengas buen día. N .».
Es la letra de Nataniel, es listo, sabe que necesito sustituir mi escasez de
sexo rápidamente. Diez minutos más tarde se me abre la ventana del chat interno
de la empresa.
NATANIEL
«Gracias por el café. ¿Sabes que me encanta la falda que llevas hoy?».
¿La falda o la ausencia de la misma?, porque mira que es corta la
condenada.
EVELYN
«Gracias a ti por el chocolate. Pues cuando quieras te la presto».
Contesto rauda y veloz. Oigo la carcajada desde mi sitio, mi despacho no
está lejos de la recepción y la oficina aún está en silencio, no ha llegado casi
nadie. Sonrío.
NATANIEL
«¿Te has maquillado?».
EVELYN
«Como todos los días, guapo».
NATANIEL
«No me había fijado. Siempre me pregunto cómo las tías aguantáis el lápiz labial, que
eso debe saber a rayos».
EVELYN
«¿Te gustan las cerezas?»
Tengo un montón de papeles en la mesa que tengo que organizar. Sonrío.
Ordeno sin mirar, firmo unos documentos, grapo. Sin quitar la vista de la
pantalla. Necesito disimular que me pone tontorrona.
NATANIEL
«Sí, ¿por qué? ¿Me vas a invitar a desayunar?»
EVELYN
«Mi pintura sabe a cerezas y si gustas, te la puedes desayunar».
Contesto con un guiño. Oigo una nueva carcajada al final del pasillo.
Vaya, Nataniel está de buen humor.
Se desconecta del chat y me pongo a trabajar, tengo un montón de curro
acumulado, así que no tengo mucho más tiempo para hacer el cafre. Tiro el vaso
de poliestireno a la papelera, cruzo las piernas y abro el correo electrónico,
dispuesta a que mis dedos echen humo contestando a los setenta y tres correos
electrónicos que han entrado desde ayer.
La oficina está tranquila, debe haber algún curso, seminario, reunión
general o algo por el estilo de la cual no me he enterado, porque no se oye nada,
solo algún tecleo lejano y a Nataniel al teléfono de la recepción, no puedo
distinguir lo que dice, pero el run run de su voz suave y agradable me gusta.
Sobre las diez de la mañana escucho unos pasos que se acercan, estoy en medio
de un trámite con el fabricante, porque hemos recibido muchas reclamaciones de
un modelo concreto de lavadora y necesitamos que se paren las ventas, se retire
el producto y se revise antes de vender ninguno más. Estoy al teléfono y me han
puesto una musiquita de espera.
Nataniel entra a mi despacho.
—¿Hablas?
—Lo intento, me han puesto una música pesada.
—Tengo hambre —me dice.
—¿Quieres cerezas? —sonrío.
—Pues la verdad es que ahora me ha entrado antojo —me responde
bajando la vista hasta mis piernas cruzadas. Trago con fuerza. Ya está, bragas
volatilizadas ¿Qué ha sido eso? Seguro que él habla de la fruta y yo me estoy
yendo por los Cerros de Úbeda, pero no puedo evitarlo.
Nataniel sonríe, quiere decirme algo, lo veo abrir la boca, igual me va a
pedir que vayamos a escondernos a algún lado, que necesita comer su desayuno,
pero tengo que dejar de prestarle atención porque por fin tengo a la responsable
de fábrica al otro lado.
Comienzo a hablar y Nataniel sonríe y se va.
Jodido Nataniel…
Son las doce, no se oye un alma en la oficina. ¿Será festivo y no me he
enterado? Me sudan las palmas de las manos, estoy nerviosa. Me retoco el lápiz
labial de color rojo antes de levantarme, cojo unas carpetas y documentos que
tengo que dejarle a Nataniel para que reparta, y otros para que prepare en el
envío de la valija.
Camino despacio para no tropezar con nada y me llevo un susto de la
leche cuando mi compañero sale de una puerta justo detrás de mí llamándome.
—¡Eve! —berrea. Jolín, menudo salto he pegado.
—¿Pretendes matarme, bonito? —pregunto enfurruñándome girándome
hacia él.
—No estaría mal —responde volviendo a recorrerme con la mirada. La
madre del cordero. Me quedo sin palabras. ¿Me está vacilando?
—Toma anda —le tiendo las cosas que había cogido para él—. Oye, ¿hoy
es festivo y no me he enterado? ¿No hay nadie?
—Hay fiesta en el despacho mayor —murmura señalando hacia atrás, al
despacho del Director General de la Compañía—. Solo con invitación —se
encoge de hombros.
—Ah, no… a mí nadie me ha dicho nada. ¿Quieres café? —me encojo de
hombros.
—Sí, pero no tengo tiempo, debo hacer un par de llamadas —contesta—.
Oye, Evelyn. Cuando tengas un minuto avísame, necesito que subas conmigo a
la primera planta. Soraya me ha dicho que tenemos que colocar los archivadores
del año pasado arriba, tenemos que rodar cosas y tirar los de hace cinco años.
Me ha pedido que lo hagamos hoy, que no hay mucho movimiento—sonríe y me
guiña un ojo.
Miro el reloj, Soraya siempre tan simpática, con todo lo que tengo
acumulado. Resoplo. Encima hoy, que vengo con tacones y falda. Resoplo de
nuevo.
—Vale, dame un rato, que estoy liada —respondo con fastidio.
Nataniel suelta una carcajada y a mí no me hace maldita gracia. Ahora por
simpático no le llevo el café, me lo tomo en el office, de pie. No sé por qué de
pronto me ha dado por imaginar que me sigue el recepcionista, ¿por qué está tan
condenadamente sola la oficina? Tanto silencio, tan desierto todo, a mí se me va
la pinza. Me imagino que viene, no queda café, me he tomado lo que quedaba en
el termo, me imagino sonriendo de forma maliciosa y él fulminándome con la
mirada… Dios qué calor me ha dado, me desabrocho un botón de la blusa… ese
office es un horno… me imagino como viene hacia mí y me roba un beso, de
esos como el título del último libro que leí, Besos con sabor a café… a mí me
importa un carajo a lo que sepan, la verdad, mientras me los de él.
Me estoy acariciando de forma distraída el canalillo, mirando al infinito,
en mi mundo, imaginando como Nataniel se quita la camiseta, cuando entra mi
compañero en el office y me sorprende con las mejillas sonrosadas,
mordiéndome el labio inferior, mis dedos en el canalillo, que queda al aire
después de desabrochar el botón de mi blusa… menos mal que no puede ver lo
que se ha humedecido mi ropa interior de repente.
—¿Qué haces? —me pregunta con una sonrisa.
—Beber café, qué voy a hacer. ¿Quieres? Se ha terminado —sonrío de
forma maliciosa, tal como en mi fantasía.
—Ah, no, no te preocupes. ¿Subimos? Acabo de desviar el teléfono a una
compañera de otra oficina que me puede cubrir un rato.
A tomar por saco toda mi fantasía. Suspiro. En fin…
—Venga, vamos.
Agradezco que Nataniel suba las escaleras por delante de mí, porque con
mi minifalda y las medias ligueras… no es plan de darle un espectáculo. Trago
con fuerza al comprobar que estamos los dos solos, en el archivo general… la
fantasía de cualquier compañera de trabajo.
Lo sigo hasta el pasillo, donde está la pequeña sala en la que se
encuentran almacenadas las reclamaciones y me habla, me está explicando las
carpetas que hay que mover. Ha subido las cajas con los archivadores del año
anterior él solo. Se lo agradezco, porque es mucho y seguro que pesa. Me llevará
al menos una hora colocar todo. Bufo. Tenía que haber cogido mi móvil, que lo
dejé en el despacho, para ponerme algo de música.
—Pues nada, gracias por subirme las cajas. En un rato lo hago —le digo
resignada.
—Yo te ayudo —se ofrece.
—Ah vale, gracias.
Nataniel va quitando los archivadores antiguos y empiezo a rodar lo más
viejo hacia arriba, me tengo que subir a un escalón, porque aún con mis tacones,
soy demasiado pequeña y no llego. Voy colocando uno tras otros agarrándolos
para que no se caigan, pero los archivadores pesan. Se me cae una carpeta al
suelo y la torre oscila y me tambaleo yo también en el escalón.
—¡Nataniel! ¡Ayuda!
Nataniel entra al pasillo con dos carpetas.
—Mierda, se me va a caer todo. Alcánzame esa carpeta que se me ha
caído que si suelto esto se me viene abajo —le pido y no me doy cuenta de que
para coger la carpeta que se me ha caído tiene que pasar detrás de mí y el
espacio es ínfimo y no cabe tan fácilmente.
Se agarra a mis caderas para poder pasar sin tirarme y cuando se pega
completamente a mí, no puedo evitarlo, suelto las carpetas que estoy agarrando
mientras se cae todo lo que tenía colocado y una de las carpetas se va por detrás
de la estantería.
—Mierda —refunfuño completamente abochornada.
Nataniel se ha quedado quieto, se han caído dos carpetas más, más vale
que se quede dónde está no le vaya a caer algo encima, ahí está perfecto, pegado
a mí. Nos da una risilla tonta.
—¿Estás bien? ¿Te has dado? —¿Por qué me lo pregunta murmurando?
Ay Dios.
Sigue aferrado a mis caderas y me giro, ¿por qué? Yo qué sé. Cosas que se
me ocurren así sin pensar.
Nataniel está más rojo que yo todavía, su vista se fija en el botón abierto
de mi blusa, más bien, en lo que el botón abierto deja entrever y traga con
fuerza. Joder, ¿eso que noto es una erección? El juego es divertido, ha sido súper
divertido hasta ahora, que pienso, porque sí, porque a las mujeres nos dan
calentones, pero también podemos pensar al mismo tiempo.
¿Si pasa esto que tanto deseo después qué?
—Estoo… Eve, es que… me apetece, pero…
—Ya, sí… —digo abochornada, muerta de vergüenza—. Tienes razón.
Nataniel mira mis labios y sigue agarrándome por las caderas como si
estuviera asomada a una azotea de cincuenta metros en lugar de subida a un
escalón.
—No sé si es buena idea… somos compañeros de trabajo y te acabas de
separar, no quiero joderte.
¿No? ¿Por qué? Pienso… pero no puedo vocalizar ni una sola palabra.
Nataniel, al ver que no digo nada desliza las manos de mis caderas a mis
muslos y las sube por debajo de mi falda hasta dar con mis nalgas, que como
llevo un tanga minúsculo están al aire. Suelto un pequeño gemido cuando aprieta
con sus manos, acercándome más a él y no aguanto más, necesito besarlo. Me
acerco hasta él, acariciando con mis dedos su incipiente barba, se aproxima
mirándome a los ojos.
—Evelyn, ¿estás arriba?
Mierda, es Soraya. Miramos a un lado y al otro, está todo lleno de
carpetas.
—¡Sí! —Grito rápidamente—¡Hostias! ¡Hostias! Sal de aquí —le digo a
Nataniel empujándole con suavidad.
—No puedo —Nataniel lleva su mano hasta mi centro, que arde
empapado en deseos de contacto. ¿Qué coño hace? Se oyen pasos. Aparta la tela
y cuela un dedo, acaricia suavemente mi clítoris e introduce el dedo en mi
abertura mojada y caliente. Gimo. Joder, joder. Voy a protestar, pero Nataniel me
besa y no es suave, con ansiedad, con deseo, con fuerza. Vuelve a penetrarme
con el dedo, aprovechando el impulso para introducir otro, la otra mano
abandona mi nalga y acude a mi pecho, pellizcando un pezón que hace que todo
mi cuerpo se contraiga alrededor de sus dedos, muevo las caderas.
Me falta el aire, Nataniel busca con su lengua la mía. Soraya se acerca,
acaba de llegar a la planta, oigo que me está hablando, pero soy incapaz de
descifrar lo que dice. Nataniel saca los dedos de mi interior y acaricia mi clítoris
en movimientos circulares, suaves y rápidos bebiéndose mis gemidos, vuelve a
pellizcarme el pezón y me tiemblan las piernas, mucho. Soraya está cerca, en un
minuto entrará en la sala.
Intento apartar a Nataniel, pero no logro separarlo. Necesito rogarle que
pare, que nos va a pillar, joder, Soraya nos va a pillar y me voy a morir de pura
vergüenza. Los pasos se escuchan más cerca y Nataniel mueve con mayor
rapidez los dedos alrededor de mi clítoris, me aferro a sus hombros cuando
vuelve a pellizcar mi pezón de nuevo. Siento un latigazo de placer en todo mi
cuerpo, me tenso y un pellizco en mi estómago que tira hacia abajo. Joder, joder,
joder… voy a correrme, me va pillar mi jefa en pleno orgasmo.
Suena el móvil de Soraya, vamos a ver, que tampoco es que sea mucha
casualidad. No es raro, su teléfono suena siempre cada dos minutos, no tengo
esperanza de que conteste porque me está hablando, aunque yo no lo responda
me está explicando algo que necesita que haga. No puedo, no puedo escucharla,
no puedo seguir, me voy a morir de un infarto pegada a los labios de Nataniel.
Soraya contesta, la escucho hablar, debe estar a menos de diez metros, los pasos
se paran mientras la escucho hablar.
Nataniel se aparta de mis labios y se acerca a mi oído.
—O me regalas un orgasmo antes de que llegue o no voy a parar —
susurra.
—Hostias, hostias… estás loco, para, nos va a pillar —ruego, controlando
los gemidos.
—No puedo, Eve, no puedo parar —musita. Soraya se ha ido acercando,
debe estar a diez pasos como mucho de la sala. Trago con fuerza. Con su mano
libre agarra una de las mías y la lleva a su erección, potente, enorme, dura como
una piedra. Cierro los ojos, no puedo más. Nataniel acelera el ritmo aún más. Me
besa cuando nota que no puedo controlar mis gemidos y cuando me penetra de
nuevo con dos dedos me dejo ir, los mueve con rapidez, mis caderas se agitan en
busca de profundidad y rapidez. Me corro, Dios, me corro como hacía siglos que
no lo hacía, noto el líquido saliendo de mí y mi cuerpo contraerse. Soraya sigue
acercándose, habla por el móvil.
Nataniel saca los dedos de mi interior y los lleva hasta su boca,
chupándolos, saboreándome y creo que me voy a correr de nuevo con ese simple
gesto.
Me coloca la falda, me agarra por las caderas con fuerza y me gira, se
aparta un lado y se agacha justo en el momento en que entra Soraya en el
archivo.
—¿Me estabas oyendo? —me pregunta Soraya, que de pronto se queda
parada observando el desastre que hay allí, con las carpetas esparramadas por el
suelo.
—No, lo siento. Se nos ha caído todo y Nataniel me está ayudando a
colocarlo.
—Espera, os ayudo —Soraya se acerca y coge un par de carpetas que se
han caído por el otro lado, es más alta que yo al menos un palmo, así que llega a
la estantería sin necesidad del escalón. Coloca la carpeta y me ayuda a sostener
el peso de las demás hasta que Nataniel nos da las tres que quedan, me pasa las
que faltaban por colocar y al llenar el estante se quedan quietas—. Estás roja —
me dice.
—Ya, es por el ajetreo —me justifico.
—Te voy a reenviar un correo, necesito que me pases un informe de lo
que te pido, ¿vale? Ya se les podía haber ocurrido antes. Me lo mandas en cuanto
lo tengas.
—Ok, ¿puedo comer algo primero? No he desayunado.
—Sí, claro, come lo que quieras y luego te pones. Me vuelvo a la reunión,
que me van a volver loca, en cinco minutos he recibido tres llamadas. Os juro
que un día lanzo el móvil por la ventana, por Dios. Oye, Nataniel, gracias por
ayudar a Eve.
—De nada, un placer —dice, mientras sigue moviendo carpetas de un
sitio a otro y yo estoy ahí de pie, quieta, rezando para que Soraya no note que me
tiemblan las piernas.
Al fin se marcha. Mi corazón se va a salir del pecho. Nataniel y yo nos
miramos y estallamos en risas y por fin se despega de la estantería, ahora
entiendo por qué estaba tan afanado colocando cosas, su erección es más que
evidente.
—Que me ha dicho la jefa que puedo comer lo que quiera —digo,
mientras me bajo del escalón y me pongo de cuclillas delante de él.
No hace falta que te cuente que lo devoré enterito, que lo engullí
saboreándolo, llenando mi garganta de su sabor. No hace falta que te diga
tampoco cómo disfruté degustando su orgasmo en mi boca, sus jadeos en mis
oídos y el contacto de sus manos aferradas a mi cabello. Creo que tampoco hace
falta que te cuente que fue bestial y que después de aquel día nos hicimos
asiduos al archivo, a los besos robados en el ascensor, a los revolcones rápidos
en el office, mientras escuchábamos a los compañeros trabajar.
Tampoco hace falta que te cuente que poco a poco me aficioné a
cabalgarlo en el parking de la oficina, o en mi propio despacho, escapándonos
algún día de una reunión general.
No hace falta, pero te lo cuento, porque quiero que sepas que recargué las
dosis de sexo para estar de buen humor durante muchos días, incluso aunque
fuera lunes. ¿Te imaginas? Después de un fin de semana tirada en pijama en tu
sofá, pasando canales sin sentido, hartándote a comer chuches, igual después de
alguna reunión familiar o cena con amigas… suena el despertador y ¡plin! Viene
a tu cabeza su imagen mientras te empotra contra cualquier parte del despacho.
Automático oye, me levanto de un salto y más feliz que una perdiz.
Y por último, lo que si hace falta que te cuente es que una cosa nos llevó a
otra y somos padres de dos hijos rubios guapísimos engendrados en el cuarto del
archivo.
¿Y tú? ¿Sigues odiando los lunes?




Todo acabó con la última campanada


Como cada mañana, lo primero que hice al llegar a la comisaría fue servirme una
taza de café con una gota de leche, era esencial para despertarme y centrarme en
el trabajo. No había mucho movimiento aún, era temprano.
Mientras a sorbos tomaba el mejunje intentando no quemarme, observé
que una chica muy joven hablaba con un compañero que se dedicaba a responder
las dudas y derivar a las personas que accedían al edificio a la zona correcta.
La vi dirigirse a mí, parecía nerviosa e incómoda, se rascaba de forma
mecánica el brazo derecho.
—Buenos días, agente. Quisiera presentar una denuncia.
La muchacha se tiraba de las mangas del jersey, era mona, a pesar de
llevar ropa muy sencilla: bambas, vaqueros y jersey fino de color blanco, un
moño algo despeinado y nada de maquillaje, pero aún así era muy guapa. Lo
primero que acaparaba la atención eran unos enormes ojos muy expresivos, que
me trasmitían que estaba asustada, así que sonreí, tratando de ser simpático, y le
señalé la silla frente a mi mesa.
—¿Te encuentras bien? ¿Te gustaría hablar en un sitio más privado?
La muchacha miraba en todas direcciones y algo me hizo pensar que igual
había sufrido algún tipo de abuso sexual o físico. Parecía tener miedo e incluso
vergüenza. Lo pensó unos instantes y asintió, así que me levanté y fui delante de
ella hasta uno de los despachos del fondo, donde cogí una botella de agua de la
despensa que le tendí.
—Gracias —murmuró y se sentó en el sitio que le señalaba. Me coloqué
frente a ella y dejé que bebiera un sorbo antes de agobiarla a preguntas.
—¿Cómo te llamas? ¿Puedo tutearte? —pregunté, como era muy joven y
parecía tan nerviosa me parecía adecuado un trato más cercano.
—Maday —contestó escuetamente asintiendo con la cabeza.
—Bien, Maday. Yo soy el agente Salvador Baroja. No tienes que
preocuparte de nada, estoy aquí para ayudarte. —Sonreí, tratando de
tranquilizarla—. Si te sientes mal porque soy un hombre y prefieres hablar con
una mujer, puedo avisar a alguna compañera.
—No, no… está bien. Maday Alonso Alvarado —dijo, imaginando que
necesitaba más que su nombre de pila. Lo anoté en una pequeña libreta que
había en la mesa, ya que hasta que no me dijera qué tipo de denuncia quería
presentar no podía rellenar los datos en el ordenador.
La joven se pasaba las manos por la parte baja de los ojos tratando de
secar las lágrimas antes de que cayeran, y con paciencia esperé unos instantes a
que se recompusiera, antes de seguir hablando.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintitrés.
—¿Has venido sola? ¿Necesitas que llame a algún familiar? —Realmente
la notaba muy nerviosa, era mejor que la acompañara alguna amiga o alguien de
confianza con quien ella se sintiera más segura.
—No, gracias. —Tomó otro sorbo de la botella de agua—. Es que no sé
cómo contarle esto y no parecer que estoy loca.
Maday me miraba con miedo, como si yo fuera a atacarla o a echarla de
allí, y quería mostrarle que yo estaba de su parte, que podía estar en calma.
Supongo que le imponía estar frente a un agente de la ley si era la primera
vez en su vida que presentaba una denuncia, pero yo no solía provocar ese
efecto. Había cumplido veintiséis hacía unas semanas y ya había asumido que
tenía aspecto de crío. Aunque desde que me había dejado crecer la barba, que
mantenía siempre muy cuidada con la intención de que no me llamaran la
atención por llevarla, ya que en teoría estaba prohibido, había logrado añadir un
par de años a mi rostro.
—¿Qué tal si comienzas por el principio? —traté de animarla con una
sonrisa amable.
—Quiero denunciar una desaparición —dijo ella al fin llenándose de
valor.
—Oh, vaya. —Moví el ratón del ordenador para quitar el salvapantallas y
busqué rápidamente la ventana que necesitaba para introducir la información—.
¿Algún familiar cercano? —Tecleé su nombre.
—No, de una amiga. —Maday volvió a rascarse el brazo de forma
impulsiva, y se remangó las mangas del jersey. Las mejillas se le estaban
poniendo coloradas.
—¿Cómo se llama tu amiga?
—Es que… es que… no sé cómo se llama. —Levanté la vista del teclado
clavándola en la muchacha, no parecía que me estuviera tomando el pelo—.
Llevo cuatro meses trabajando en una cafetería en Agaete. Cada día, durante
estos cuatro meses, una mujer se sentaba en la terraza durante horas, venía a
desayunar y siempre terminaba tomando tres o cuatro cafés antes de marcharse.
Cuando no tenía mucho que hacer, me daba conversación y terminamos
haciéndonos amigas.
»No sé su nombre, porque nunca se lo pedí. Lo cierto es que no le
pregunté muchas cosas, hablaba mucho y le dejaba que me contara lo que
necesitaba. Parecía muy sola y me sorprendía, una mujer tan joven, quizás rozara
los treinta y cinco años, pero no mucho más. En fin… parecía que le gustaba mi
compañía, y mi tío, que es el dueño de la cafetería, no se molestaba porque me
sentara un rato con ella a charlar si no había otra cosa mejor que hacer. Al fin y
al cabo, estaba tratando con mimo a una clienta habitual.
»La cuestión es que la semana pasada me dijo que se sentía rara, como si
alguien la vigilara, pero por mucho que miraba no veía a nadie a su alrededor. La
notaba nerviosa, le temblaban las manos e intenté quitarle importancia, porque
yo tampoco veía a nadie cerca de la cafetería acechándola. El segundo día las
ojeras eran más que evidentes, me dijo que no había pegado ojo, que escuchaba
ruidos por la casa que no la dejaban descansar, y que le daba la sensación de que
había alguien.
»Vive sola. No tiene pareja ni hijos. Al tercer día, en lugar de su desayuno
y cafés habituales, pidió un par de tilas, y en un momento dado la descubrí
llorando. Entonces me senté con ella y pensé que era por lo mal que lo estaba
pasando con aquella psicosis que le había dado de que alguien la seguía, pero
entonces me contó una historia totalmente diferente.
»Me comentó que hasta hacía dos años salía con alguien, un hombre con
el cual había compartido media vida. Que fue por él que se trasladó de su país,
por su acento creo que es de Sudamérica, pero no sé exactamente de qué parte.
Estaba sola, no tenía familia y él tampoco, se conocieron a través de Internet y
esa circunstancia los unió más, hasta que ella vino a España para vivir con él. —
Le eché un vistazo rápido al reloj. No entendía nada aquella conversación y tenía
un montón de papeleo pendiente. Me daba la sensación de estar perdiendo el
tiempo. Sin embargo, no dije nada, no quería ser desagradable porque algo en
aquella chica me inquietaba y me llenaba de ternura, a partes iguales—.
Disculpe, de verdad, no quiero aburrirle, pero estoy muy preocupada por ella —
dijo, como si me hubiera leído el pensamiento.
—Continúa, Maday.
—Bueno, mi amiga salía con alguien y así había sido durante muchos
años, pero entonces decidió que no quería continuar la relación. Su pareja no
parecía asimilarlo. No es que estuviera enfadado, creo que más bien estaba
descolocado y no lo esperaba, y aunque mi amiga cambió la cerradura, durante
semanas su ex se colaba en casa y lo encontraba cada tarde cuando llegaba del
trabajo. Se llevaba unos sustos de muerte, porque de pronto oía ruidos en alguna
habitación.
»Por lo que me contó, su casa es muy grande, así que le provocaban aún
más miedo los ruidos extraños. Sumado a que nunca en la vida había vivido sola,
lo estaba pasando mal. De pronto lo encontraba durmiendo en una habitación, o
llorando en una de las salas de estar, en el sótano revisando fotos y recuerdos, en
su despacho mirando vídeos, o en la azotea observando las estrellas.
»Al principio ella intentó entenderlo, ponerse en su lugar, y dado que él
parecía triste y desconcertado y nunca le había faltado el respeto, ella tuvo
paciencia. Le daba tiempo y le pedía que se fuera, que necesitaba estar sola, y así
cada día durante semanas.
»Al final, como él no había cambiado su actitud, ella comenzó a
amenazarlo con llamar a la policía por forzar su cerradura y entrar en su casa,
sobre todo porque no tenía la menor idea de cómo se colaba. La cerradura no
parecía haber sido manipulada, no había ningún rasguño, así que para ella era un
total misterio qué se iba a encontrar al llegar a casa, pues nunca había el menor
indicio de que él estuviera allí y los sustos que se llevaba la dejaban sin poder
dormir durante días.
»Por lo que me dijo, ellos no tenían a nadie aquí. —Maday se había ido
soltando poco a poco y parecía mucho más cómoda al comprobar que la
escuchaba. No estaba muy seguro de a dónde llevaría esa conversación, pero
prestaba atención y ella lo notó. Así que se relajó, ya gesticulaba algo con las
manos y su mirada se había suavizado—. Se habían mudado hacía un par de
años a la isla, era huérfana y había roto con su vida anterior en cuanto pisó
España, cuando aún no había cumplido los veinte años. No tenía muchas amigas
con las que desahogarse, o que la cobijaran de manera temporal hasta que pasara
el bache de la separación.
»Eso hizo que la ruptura fuera tan dolorosa y su ex no se lo ponía fácil.
Intentó razonar con él, pedirle que se fuera a ver a sus amigos a León, donde
habían vivido muchos años de su relación. Dialogar con él era imposible, no se
abría a ella, lloraba y no se dejaba ayudar para superar la ruptura. Incluso le
ofreció buscar un servicio de algún buen psicólogo, pero no aceptó.
»Al final sucedió lo que ella trataba de evitar. Uno de esos días, nada más
entrar en su casa, oyó el llanto desesperado de su expareja. Frustrada, pensó en
que solo tenía dos opciones, pedirle que volviera a casa, aunque ella ya no lo
quisiera y no volviera a ser feliz en su vida, o echarlo de una vez. Entonces
escuchó golpes, gritos y más llanto. Al final, asustada, llamó a la policía para
denunciarlo.
—¿Puedes darme más datos? ¿Cuántos días llevas sin verla? ¿Cuándo
ocurrió todo eso? —«Al fin algo con lo que trabajar», pensé—. Quizás pueda
localizar la denuncia, si temes que él la haya atacado ahora, igual puedo saber
quién es. ¿En qué zona vive? ¿Puedes dar una descripción física de ella? Y un
dibujante hará un retrato. —Intentaba ayudar a la muchacha, que de pronto se
había quedado sin palabras.
—Agente… mi amiga llamó a la policía para denunciar que su ex se había
colado en su casa, para cuando llegaron ya no se escuchaba nada y la policía no
pudo encontrarlo. Pensaron que seguramente había salido por una ventana o por
la puerta trasera, así que fueron al domicilio de él para avisarle de que su ex iba a
solicitar una orden de alejamiento y ponerle una denuncia por allanamiento. Sin
embargo, en el piso al que se había mudado nadie contestaba. Los vecinos, al ver
a la policía, se aglomeraron para hablar con los agentes aliviados de que
estuvieran allí… te ahorraré detalles, solo te diré que cuando accedieron al fin al
piso, su ex estaba allí… muerto. —Levanté la cabeza, cada vez entendía menos
de todo aquello—. Se había suicidado, según lo que le dijo la policía, aquel
hombre llevaba muerto hacía al menos doce días.
Por primera vez pensé que aquella muchacha me estaba tomando el pelo.
Enfadado, me quedé observándola y me di cuenta de que lo cierto era que
alguien le había tomado el pelo a ella, porque sus lágrimas caían sin remedio. Su
expresión de pánico era suficiente para saber que se creía toda aquella patraña,
cuando no era más que una manada de embustes. La muchacha se dio cuenta de
que yo no iba a decir nada de momento, estaba a la expectativa, si ponía todo eso
en el informe mis compañeros se iban a tronchar de risa, mofándose de que me
había tocado la loca del pueblo.
Respiró hondo tranquilizándose y continuó con su historia.
—Después de encontrar el cadáver de su ex, mi amiga no volvió a
escuchar ruidos en su casa, no volvió a ver nada extraño y pensó que su cerebro
le había jugado una mala pasada. No quiso darle importancia, aunque en el
fondo de su corazón estaba segura de que lo que había sucedido era real.
—Maday… ¿me tomas el pelo? —Por fin hablé y no la eché de la
comisaría porque algo me decía que necesitaba soltar todo eso que llevaba
dentro, y aunque yo no era psiquiatra tampoco iba a pasar nada por dedicarle
media hora de mi jornada a aquella chica que necesitaba desahogar la porquería
que alguien con muy malas pulgas le había metido en el cerebro.
—No… no, de verdad, agente, no… —A la muchacha se le saltaron las
lágrimas y resoplé intentando calmarme—. De verdad que lo que le digo fue lo
que me dijo ella, cuando llegó a esa parte me di cuenta de por qué me lo estaba
contando. Escuchaba ruidos en su casa de nuevo. ¿Entiende lo que quiero
decirle? Durante cuatro días vi cómo cada vez estaba peor, el miedo la estaba
devorando. Y lleva una semana sin aparecer por la cafetería. En cuatro meses no
ha faltado ni un solo día y estoy preocupada.
—Lo siento, Maday, pero no puedo ayudarte. ¿Entiendes que no puedo
poner una denuncia de desaparición de una mujer que ni siquiera sabes su
nombre solo por no ir a la cafetería donde trabajas? ¿Te das cuenta de que te ha
comido la cabeza con sus fantasías?
—No me mire así. —La muchacha se cruzó de brazos con el ceño
fruncido—. No le digo que crea que todo eso sea cierto, solo le digo que mi
amiga creía que sí lo era. Estaba sumida en el pánico, necesitaba ayuda, sé que la
mente puede jugar muy malas pasadas. Quiero creer que está en su casa, bien,
tratando de quitarse el susto de encima, pero temo que el pavor haya hecho que
sufriera algún tipo de colapso, incluso un infarto. La vi tan mal…
—No puedo hacer nada, no tengo datos con los que trabajar.
—Hace casi seis meses que ocurrió esa pesadilla, aún lo está pasando mal.
Puedo darte su descripción física, además, llevaba un tatuaje muy vistoso en su
cuello, que comenzaba detrás de la oreja, de una clave de sol con notas
musicales con muchos colores alrededor. Su casa no debía quedar lejos de la
zona, pasaba buena parte del día allí y siempre venía caminando de alguna parte,
aunque tenemos aparcamiento muy cerca del local. Dudo que viniera en coche o
en transporte público. —Maday parecía frustrada, intentando convencerme, y me
hubiera encantado ayudarla, ir con ella hasta el domicilio de su amiga y
tranquilizarla cuando viera que simplemente había cambiado de bar, pero sin
siquiera un nombre ¿qué podía hacer?
—Necesitas tranquilizarte. ¿Por qué no me das el teléfono de tus padres o
de alguien que pueda venir a hacerte compañía?
Maday se levantó y se secó las lágrimas con rabia e impotencia, pero yo
no podía hacer nada más por ella.
—No, no se preocupe, ya me marcho. No pretendía importunarle ni
hacerle perder el tiempo.
—Espera. —La agarré de la mano antes de que avanzara en dirección a la
puerta. Por alguna extraña razón no podía dejarla marchar. La creía. Bueno, no
aquella historia surrealista, pero sí que aquella amiga suya le había contado todo
aquello y que realmente estaba preocupada.
—Necesito saber que está bien, es lo único que quiero. No sé a qué otro
medio acudir. Agente Baroja, no me he levantado esta mañana pensando, venga,
voy a hacer trabajar a este hombre, que ya estamos en Navidad y seguro que no
tiene nada mejor que hacer.
—Llámame Salva, por favor. Me encantaría ayudarte, de verdad que sí. —
Intenté sonar amable.
—Me voy al trabajo, ya llego tarde. —La muchacha se levantó y colocó la
silla en su sitio—. Muchas gracias por su tiempo.
Antes de que se fuera le di mi tarjeta y le pedí su número de teléfono. Si
recordaba cualquier cosa que me ayudara a localizar a aquella mujer debía
telefonearme.
Una semana más tarde, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza a
aquella chica de ojos grandes y mirada triste. Maday no había vuelto a telefonear
y, evidentemente, con la poca información que tenía no podía hacer nada.
El día antes de Nochebuena por fin comenzaban mis vacaciones, unos
días que todos los años por aquellas fechas me tomaba para ir a pasar el período
navideño a la casa de mis padres, que vivían en la isla de La Gomera desde que
se habían jubilado ya hacía algunos años. Sin embargo, este año mis padres
habían decidido pasar esas Navidades en Bilbao, con mi hermana pequeña y mis
sobrinos. Acababa de nacer Josune hacía apenas un mes y querían aprovechar
para conocer a la niña y echarle una mano en todo lo que pudieran.
A mí no me apetecía nada viajar hasta Bilbao, el gasto que eso suponía y
el agotamiento físico y emocional de un viaje así en pleno periodo invernal y con
el frío que hacía allí. Prefería aprovechar alguno de mis pocos días de descanso
para disfrutar el sol que apretaba cada día en la isla, a pesar de estar en invierno.
Celebraría la Navidad con un gorro de Papá Noel y mi mejor bañador si era
necesario.
Sin nada que hacer, según me levanté me tiré en el sofá a pasar canales sin
sentido mientras le daba vueltas a la cabeza. Recordé que Maday me había
escrito en un papel su teléfono y el nombre y dirección de la cafetería donde
trabajaba, que aún conservaba doblado en algún lugar de mi cartera.
A las diez de la mañana no se veía mucho movimiento, lógicamente, a un
día de Navidad la gente se agolpaba en los centros comerciales de la isla para las
compras de última hora. Agaete estaba más bien desierto. Aunque hacía un sol
espléndido, el aire soplaba frío, y me coloqué una sudadera antes de acercarme
caminando a la zona de la terraza. Vi a Maday limpiando algunas mesas y tomé
asiento.
La muchacha se acercó con celeridad, como si deseara que llegara algún
cliente. El uniforme del local era negro, con un pequeño delantal en forma de
falda del mismo color con unas letras moradas… «El café de Berto».
—¡Buenos días! ¿Qué desea tomar? —La chica era guapa, sin aquella
cara de susto con la que se había presentado en la comisaría la semana anterior
era preciosa. Tenía la tez morena y el pelo oscuro recogido en un moño
despeinado, que era hasta seductor.
—Buenos días, Maday. —Me quité las gafas de sol. Supuse que entre las
gafas y que no llevaba el uniforme no me había reconocido. Aún así, ella pareció
pensar durante un escaso periodo de tiempo.
—¿Agente?
—Llámame Salva, por favor. No estoy de servicio. —Sonreí y ella se
quedó como absorta mirándome. Se ruborizó unos instantes después, cuando se
dio cuenta de que era demasiado tiempo para mirarme sin hablar, aunque yo no
me sentía incómodo.
—Salva, encantada de volver a verle. ¿Quiere tomar algo?
—Café, por favor, manchado de leche y mucha azúcar. —La muchacha
tardó apenas un par de minutos en volver con mi taza.
—¿Puedes tomar asiento un momento? —le pedí.
—Bueno, hoy no hay mucho trabajo. —Miró hacia dentro del local y
cuando vio que nadie reclamaba sus servicios se sentó junto a mí.
—¿Has vuelto a ver a tu amiga?
—No —suspiró—, pero no he recordado nada de importancia.
—¿Quieres que demos una vuelta juntos por el pueblo y preguntemos a
los vecinos? Con la descripción física y su edad aproximada igual conseguimos
algo.
Maday pestañeó con fuerza un par de veces, como si se estuviera
recriminando interiormente por no haber pensado en eso ella misma.
—Vale, voy a hablar con mi tío. Creo que él podrá ocuparse de las masas
—bromeó. Desde luego, aquella joven era mucho más bonita, si es que eso era
posible, con aquella sonrisa.
Apareció unos instantes después sin el delantal. Se había soltado el
cabello, lo llevaba bastante largo, hasta media espalda quizás, y se movía al son
del viento de un lado a otro. Agaete no estaba precisamente concurrido, y las
pocas personas a las que nos acercábamos o eran turistas, o no tenían ni idea de
quién le hablábamos. La playa de Las Nieves estaba totalmente vacía, aunque
ofrecía un aspecto que invitaba a sentarse mirando el mar.
Maday hablaba con tono tímido con las pocas personas que nos
cruzábamos, explicando por encima la desaparición de su amiga y su descripción
física, centrándose en detallar el tatuaje del cuello. Sin embargo, durante esa
primera ronda no obtuvimos ningún resultado. Un par de horas más tarde era
evidente que estaba frustrada y agotada de dar vueltas por todo Agaete.
—Salva, supongo que tienes cosas que hacer. Compras navideñas o lo que
sea. Creo que hoy no vamos a sacar nada en claro, pero seguiré preguntando,
igual alguno de los clientes la recuerda. La verdad es que es muy guapa, dudo
que no se fijara nadie en ella, con ese tatuaje siempre por la zona. Era una mujer
muy habladora, muy simpática.
La tristeza había vuelto a inundar la mirada de la joven y me maldije por
ello, despidiéndome de ella una vez llegamos a la cafetería donde trabajaba.
A la mañana siguiente me levanté tarde, no tenía nada que hacer, así que
sin ninguna prisa, me duché y me tomé un café. No tenía planeado preparar nada
especial esa noche, pero luego pensé que hacía tiempo que no cocinaba. Me
gustaba mucho meterme durante horas en la cocina, pero trabajando en la
comisaría nunca tenía tiempo, terminaba comiendo siempre el menú en el bar de
la esquina. Así que decidí darme un capricho y cocinar algo decente. Ya que iba
a pasar la Nochebuena solo, al menos disfrutaría la cena.
Me acerqué a uno de los centros comerciales más céntricos y grandes de
la isla, y dentro del hipermercado me dediqué a elegir con mimo los ingredientes
para el plato que había elegido, rape alangostado. Lo había cocinado hacía
algunos años en casa de mi madre y me había quedado espectacular.
No había demasiada gente aún, aunque estaba seguro de que no tardaría
en llenarse por las compras de última hora. Lo mejor para acompañar ese
pescado era un vinito rosado, fresco y cítrico, así que una vez tuve todos los
ingredientes me acerqué al pasillo de las bebidas y me entretuve en elegir la
botella perfecta.
Sentí una exclamación de sorpresa y un carraspeo a mi lado y me giré.
—Maday, ¡qué casualidad!
—Hola, Salva. —La chica se acercó un poco más—. ¿Compras navideñas
de última hora?
—Sí, eso parece —contesté.
Le eché un vistazo rápido a la cesta que arrastraba ella, en la que llevaba
una pizza precocinada, natillas de chocolate, chuches, papas de bolsa y una
botella de Lambrusco.
—Veo que tú también —bromeé señalando a su compra. Ella soltó una
carcajada, consciente de que no había nada navideño en aquella compra, ni un
triste polvorón.
—Sí, esta noche me voy a dar un buen fiestón. —Mis cejas se levantaron
por la sorpresa.
—¿En serio piensas cenar eso esta noche? —Ella se encogió de hombros
como respuesta y no me pareció adecuado preguntar nada más, pues no tenía
tanta confianza.
—Mi tío se ha ido con mi tía y mis primos esta misma mañana a París,
tienen pensado pasar la Nochebuena en Disney y me han suplicado que vaya con
ellos, pero era lo último que me apetecía del mundo y a ellos les hacía mucha
ilusión. Llevan reuniendo años y lo tenían comprado desde antes de que mi
abuela falleciera, así que al final me han hecho caso y se han ido sin mí. Mi
padre debe andar en algún lugar de Sevilla con su última novia a la que no
soporto y no tengo muchas más personas con las que compartir este día. Mis
amigos están todos con sus familiares y no me parece apropiado acoplarme con
ellos. En fin… lo pasaré bien, pienso darme un buen atracón en Netflix de
películas de Johnny Depp.
—Entiendo. Pues no parece mal plan. ¿Te gusta el rape? —Metí otra
botella más de vino en el carro, intentando ganar el valor para pedirle que viniera
a casa para compartirla. Lo pensé un poco antes de añadir una tercera botella. La
muchacha se encogió de hombros como si no supiera de lo que hablaba—. ¿En
serio? ¿No has probado nunca el rape? Ni me molesto en preguntarte si te gusta
alangostado o lo prefieres de otra forma.
La chica soltó una carcajada.
—Mi pizza es de pepperoni, pero me gustan de cualquier tipo, incluso de
atún, que es pescado también —bromeó.
—Maday, no nos conocemos mucho, pero esta noche también estoy solo y
tengo Netflix. Johnny Depp me parece una buena elección. —se quedó pasmada,
con esa mirada expresiva que tanta gracia me hacía, no pude evitar reírme. No
contestaba y no sabía qué más decir, así que fui algo más directo—. ¿Te apetece
venir a mi casa?
—No te preocupes, si yo con la pizza voy bien, seguro que a las once ya
estoy dormida como un tronco —contestó tímidamente después de unos
segundos en silencio.
—Oh… vale. —No pude evitar decepcionarme un poco, sin entender muy
bien por qué, no era más que una desconocida que había visto dos veces en mi
vida—. Bueno, te dejo seguir con la compra. Hasta luego.
No dijo nada y se quedó parada en mitad del pasillo. Me sentía un poco
incómodo ignorando si era por timidez o porque no sabía qué contestar, o
simplemente que le importaba un pimiento. Así que me obligué a seguir mi
camino, un tanto avergonzado por el rechazo que no esperaba.
Diez minutos más tarde, mientras elegía manzanas para el strudel que
pensaba preparar, vi que Maday entraba por el pasillo y se dirigía directamente
hacia mí.
—Salva… que sí, que me apetece. Es que no sé si lo has dicho porque te
da pena que coma pizza, que a mí me encanta, eh, no tengo problema con eso,
pero no quiero importunarte.
—Te he invitado a casa porque me apetece y aún estás a tiempo, pero
tienes que decírmelo ya, porque pensaba hacer strudel, y si me avisas a última
hora soy capaz de compartir el rape sin problema, pero mi strudel es sagrado. —
Maday rio.
—Sí que me apetece —dijo al fin y sonreí satisfecho.
Llegué a casa mucho más animado, con más ganas aún de cocinar.
Beatriz, la chica que limpiaba, lo había dejado todo como una patena, así que
intenté no ensuciar nada e ir lavando sobre la marcha los utensilios de cocina que
iba utilizando. La cocina se me daba de miedo pero solía dejarlo todo hecho
unos zorros después, así que fui especialmente cuidadoso.
Puse las botellas a enfriar antes de meterme en la ducha. No me apetecía
vestirme demasiado formal, así que elegí una camisa blanca con tres botones
abiertos, tirantes, vaqueros y Vans negras. Me retoqué un poco la barba y me
peiné con esmero.
Para cuando Maday llegó, la casa estaba inundada del suave aroma de la
cena que nos esperaba. Parecía algo cortada y venía cargada de bolsas de
chuches.
—Perdón, no sabía qué traer, ya habías elegido las tres cosas principales:
comida, postre y bebida.
—Me encantan estas chuches —contesté apartándome de la puerta para
dejarla pasar a mi apartamento.
Una vez en el salón, serví un par de copas de vino para intentar romper un
poco el hielo lo antes posible. Al fin y al cabo apenas nos conocíamos, era
normal ese silencio incómodo que de pronto se había instalado.
Hablé un poco de banalidades, de la forma en que había cocinado el rape
y el strudel, truquillos de cocina que sabía que a mi acompañante le traían al
pairo pero que eran mejor que el silencio sepulcral que se había asentado.
—Cuando salía de casa me he encontrado a unos clientes habituales de la
cafetería. Les hablé de mi amiga y no se han percatado nunca de ella. Es tan
extraño, una mujer guapa y sola en una mesa durante horas, ¿no llama la
atención a nadie? He intentado estrujarme el cerebro para dar con algún dato,
que me dijera su nombre alguna vez, no sé si lo hizo. Igual sí, pero no logro
recordarlo. Ella sí que sabía el mío, se dirigía a mí siempre por mi nombre y yo
me siento culpable porque no puedo encontrarla, porque nunca me esforcé en
averiguar cómo se llamaba siquiera.
—No te agobies. Tengo que enseñarte algo. Ayer, cuando llamamos a mi
compañero para hacer el retrato robot de tu amiga, pudo hacerlo antes de acabar
el día y me lo mandó anoche. No quería dártelo hoy para no fastidiarte la
Nochebuena, pero bueno, ya que le estás dando vueltas al asunto…
—Sí, por favor, prefiero acelerarlo lo antes posible —contestó
interrumpiéndome—. Bueno, igual te apetece desconectar del trabajo, lo
podemos dejar para más tarde.
Si a ella le parecía bien para mí no suponía ninguna molestia, así que le
enseñé la imagen que mi compañero me había enviado por e-mail y fui
apuntando los cambios que Maday me sugirió. En lugar de consternada, como
pensaba que estaría, parecía aliviada.
—Será más fácil dar con ella con su retrato, me siento una estúpida
cuando la gente se me queda mirando como pasmarotes al darles la descripción
de mi amiga.
—¿Te apetece si dejamos esto para mañana y ahora nos dedicamos a
cenar y brindar? Ah, y a ver a Johnny Depp, ya tengo todas las películas en mi
lista de Netflix para que elijas cuál quieres ver.
Maday asintió con una sonrisa y supuse que se daría a sí misma una
tregua por esa noche, al menos esa era mi intención con mi propuesta. Esperaba
que lo pasara bien sin darle más vueltas a la cabeza con la desaparición de
aquella extraña clienta.
—La encontraré, lo sé, estoy segura. Así lo siento —dijo al fin con una
gran sonrisa, y yo asentí para reconfortarla antes de levantarnos para dirigirnos a
la mesa.
—Dios, no he comido nada tan bueno en la vida —dijo la joven
saboreando el pedazo que acababa de meterse en la boca—, está delicioso.
—Gracias, me alegra que lo disfrutes. —Reí encantado con aquella
expresividad suya tan simpática que le hacía parecer un dibujo animado.
Durante la velada hablamos un poco cada uno de nuestra vida, le expliqué
por qué este año pasaba las Navidades solo. Le hablé de mis amigos y también
alguna anécdota simpática de mi trabajo.
Ella también habló contándome que vivía sola en un estudio frente a la
playa de Las Nieves, al lado justo de la cafetería. Se había independizado hacía
unos meses cuando se fue a trabajar con su tío. Por lo que me contó, hasta el año
anterior había vivido con su abuela, y al fallecer esta, se trasladó a casa de su tío
durante un corto periodo de tiempo. Abrumada por pasar de la tranquilidad de la
vivienda de su abuela a aquella jauría, en aquella casa de familia numerosa,
empezó a sufrir insomnio y ansiedad. Los quería con toda su alma pero
apreciaba demasiado el silencio para continuar viviendo allí mucho más tiempo,
y finalmente se mudó al único sitio que podía permitirse. Se dedicaba a estudiar
Trabajo Social por las noches, y aunque iba despacio, esperaba en un futuro
cercano lograr sacar el título que tanto deseaba.
Me percaté de cómo poco a poco la muchacha se iba soltando. Estaba
cómoda, sonreía todo el tiempo, lo que hizo que me relajara yo también, a gusto
en su compañía. Maday me tenía obnubilado, tan tierna, tan expresiva y tan
solitaria como yo.
En un momento dado, noté que ambos nos habíamos quedado en silencio
simplemente observándonos. Me perdí en sus ojos, en esa mirada juguetona que
centelleaba al sonreír, me fijé en su amplia y bonita sonrisa. No iba
especialmente elegante, pero estaba perfecta con aquel vestido sencillo en color
negro que dejaba buena parte de sus piernas al aire, que cada vez que descruzaba
para cruzar la otra pierna hacía que desviara la mirada. Me volvía loco ver sus
pies morenos en aquellas sandalias plateadas de tacón alto.
Para cuando acabamos con el arsenal de chuches, ya había terminado la
película que había elegido, la última de Tim Burton, Alicia a través del espejo.
Noté que estaba muy cansada y me ofrecí a acercarla a su casa. Yo vivía en
Gáldar, así que no quedaba demasiado lejos. Sin embargo, ella insistió en que
prefería llamar a un taxi, y lo hizo tanto que al final preferí no incomodarla y
acepté, acompañándola al portal del edificio hasta que se subió al vehículo, que
tardó solos unos minutos en aparecer una vez llamé a la central.

—¿Cómo es posible que nadie más eche de menos a esa mujer? —
Paseaba junto a Maday por las calles de Agaete, mientras mostrábamos el retrato
robot a las personas con las que nos encontrábamos por la zona. También
habíamos pegado un cartel en la cafetería, aunque me seguía pareciendo ridículo
estar buscando a esa señora e intentaba que Maday se diera cuenta de lo absurdo
de la situación sin que se ofendiera. Llevábamos dos días haciendo el tonto,
tampoco tenía nada mejor que hacer, y me gustaba estar con ella, pero aún así, en
cuanto me incorporase al trabajo aquello tendría que acabarse, o al final me
llevaría una reprimenda de mis superiores—. No hemos recibido ninguna
denuncia en la comisaría. Igual solo ha dejado de ir a tu cafetería, ¿te has parado
a pensarlo?
—Ella no tiene a nadie más. Por lo poco que sé, estaba tan sola como su
pareja en el mundo. —Era inútil. Maday no se daba por vencida, estaba
convencida de que hacía lo correcto. Y decidí que encontraría a aquella mujer,
aunque fuera para que le dijera a esa muchacha que podía quedarse tranquila—.
No trabaja, cobra una pensión de invalidez por un problema en el corazón que le
detectaron hace unos años. Vive de eso y de la renta de unos pisos que tiene en
alquiler en León. Por eso se pasaba media vida en la cafetería, no tenía nada
mejor que hacer. Traía un libro a veces, o simplemente se sentaba a observar el
mar, a hablar conmigo, y a veces garabateaba cosas en una libreta. Por eso me
preocupa tanto no saber nada de ella desde hace tiempo, no tiene a nadie más.
Ese día, después de un buen rato, nos acercamos al quiosco de un señor de
unos cincuenta años que por fin pareció reconocer aquella imagen. Dijo que
creía recordar que se llamaba Susana. Solía pasarse cada día por allí durante los
periodos de vacaciones para comprar el periódico, alguna revista, un libro…
Hablaba mucho con ella, le parecía muy simpática, aunque hacía mucho tiempo
que no la veía, igual un par de años. No residía de forma habitual en Agaete, es
más, durante sus últimas visitas le comentó que su pareja y ella necesitaban
dinero, y que iban a vender el pequeño apartamento que tenían por la zona de
Agaete con todo el dolor de su alma, pues les encantaba pasar los días allí.
Era insólito que aquel señor pareciera saber tanto de ella y llevara tanto
tiempo sin verla, Agaete no era tan grande.
—Lo único que puedo suponer es que después de fallecer su pareja, donde
quiera que viviera no le traía muy buenos recuerdos, y decidió trasladarse a su
estudio de Agaete. Quizás nunca lo vendió o lo tenía en alquiler, o quién sabe,
igual alquiló otro si es cierto que tanto le gustaba la zona. Si de pronto empezó a
sentirse mal aquí también, con esa sensación de que alguien le perseguía y sin
poder descansar, quizás volviera a la que fuera su vivienda —reflexioné en alto.
—Puede ser, parece posible —contestó Maday pensativa.
—¿Sabría usted decirme el nombre de su pareja? —pregunté al tendero,
cualquier dato de más que pudiera conseguir era bien recibido.
—Claro, siempre iban juntos a todas partes. Se llama Alejandro. No he
vuelto a verlo tampoco.
—Ese hombre se suicidó hace un par de años —susurró Maday.
—Oh, vaya. No lo sabía. Alejandro Bencomo, eso sí lo sé. Porque casi
siempre pagaba él con tarjeta, y su apellido era igual que el mío y se me quedó
grabado. No conozco a nadie que se apellide así que no sea de mi familia, así
que ya nunca lo olvidé. Qué pena, por Dios, era un buen chico.
—¡Muchas gracias! —¡Al fin algo con lo que trabajar! Agarré de la mano
a Maday y tiré de ella para que me siguiera mientras le deseaba un buen día al
hombre, antes de que le diera por contarnos el origen de su apellido y
conservación durante generaciones.
La muchacha se dejó llevar hasta mi coche, se subió en el asiento del
copiloto y esperó paciente mientras yo telefoneaba directamente a Abián, un
amigo y compañero de la comisaría que no dudaría en buscar datos de Alejandro
Bencomo sin hacerme demasiadas preguntas.
Apenas una hora más tarde, en la cual permanecimos dentro de mi coche
hablando de nada en concreto, Abián me telefoneó y me dio la información que
había conseguido.
—El cadáver de Alejandro Bencomo fue hallado hace unos seis meses en
su piso donde residía hacía dos. Lo encontró la señora de la limpieza, en su
ronda semanal. Nadie reclamó el cuerpo. No había datos de contacto de
familiares. La señora de la limpieza dijo que en esos dos meses iba un par de
veces al mes a limpiar el piso, que el inquilino de la vivienda no hablaba nunca
con ella más que para mascullar un «buenos días». Parecía muy solitario, nunca
lo escuchó hablar por teléfono. Nunca recibió visitas, ni salía a la calle. Estaba
empadronado en ese edificio de la zona de Telde desde hacía poco. Al final un
juez autorizó que el Ayuntamiento se encargase de la sepultura de caridad.
»Se suicidó tomándose una tableta completa de antidepresivos y no había
ninguna carta ni nota. Intentaron localizar a algún compañero de su antiguo
trabajo, pero nadie parecía tener relación con él. Como conductor de taxi no
tenía demasiado contacto con sus compañeros y, además, comentaron que era
una persona tímida y reservada.
—Pero eso no puede ser. Mi amiga me dijo que la policía lo descubrió
porque ella había denunciado las intromisiones en su casa y que estuvo a punto
de tramitar una orden de alejamiento.
—Pues esa es la información de la cual dispongo. Tranquila, voy a
intentar investigar un poco y te daré más noticias pronto —intenté apaciguarla.
Los ojos se le aguaron, supuse que afrontando por fin lo evidente. Susana
le había estado tomando el pelo con un humor muy negro y simplemente había
dejado de pasarse por la cafetería. Estaba convencido de que estaba bien en
alguna parte.
Me fastidiaba mucho verla tan afectada por una simple clienta. Ni siquiera
sabía su nombre, no podían ser tan amigas, no tenía su número de teléfono, no
sabía nada de ella.
—Gracias por todo, Salva, me voy ya —dijo logrando controlar el nudo
de su garganta. Era tan sensible, un ser delicado que parecía que se iba a romper
en mil pedazos de un momento a otro, pero al mismo tiempo tan terca y
persistente, dura como una roca y tenaz en sus propósitos. Era completamente
incomprensible para mí verla sufrir de aquella forma y, sin embargo, no podía
dejar de estar a su lado para consolarla y ayudarla en todo lo que estuviera en mi
mano.
—¿Quieres venir a mi casa? El café me sale muy rico y así te hago
compañía para que te despejes un poco.
Maday asintió y sonreí satisfecho. Estaba dispuesto a hacerle olvidar todo
aquel altercado que la tenía tan agitada.
Conduje en silencio mientras ella permanecía sumida en sus propios
pensamientos, mirando a través de la ventanilla.
—Gracias —susurró ella al fin— por ayudarme tanto.
—De nada. Maday, me gustaría entender por qué te afecta tanto que una
clienta haya dejado de ir a tu cafetería. Porque parece que simplemente se ha
mudado, que te ha tomado el pelo. Su expareja se suicidó, pero ella se había
desvinculado de él tanto que ni reclamó su cuerpo para darle un entierro como se
merece cualquier persona, rodeado de seres queridos.
—No lo puedo explicar. —Se encogió de hombros y me dio la sensación
de que sabía que yo tenía razón, pero no quise insistir. Me sorprendía que una
persona tan sensible como ella se dedicara a estudiar Trabajo Social. Sin
embargo, no era yo el más adecuado para decirle que se estaba equivocando de
profesión, que igual iba a sufrir un pelín más de la cuenta en su vida profesional
cuando por fin pudiera dedicarse a ello.
Entramos en casa y hablé, intentando cambiar la expresión mustia de ella,
contándole cosas de mi vida, anécdotas de la comisaría, incluso situaciones
personales de lo más ridículas y estrafalarias con las que logré sacarle más de
una carcajada y muchas sonrisas. Mi mundo se iluminaba con cada carcajada de
Maday. Era preciosa, aquella chica menuda me tenía completamente
embelesado.
La vi tan a gusto, allí en mi salón, acurrucada en mi sofá mientras reía mis
payasadas, que al fin me acerqué a ella e hice lo que más me apetecía del mundo,
abrazarla durante largo rato. Ella se dejó hacer y parecía tan cómoda como yo.
Me gustaba la forma en que me observaba, con admiración, tal como
hacía en cuanto nos apartamos un poco. Así que sin pensarlo más, seguí mis
instintos más primarios y me acerqué a ella para besarla.
Sus labios estaban húmedos y calientes, apetecibles, y cuando supe que
ella no iba a apartarme, la devoré, saboreando aquel momento aferrado a ella,
que respondía con ansias a mi beso.
En cuanto mi erección fue más que evidente, Maday se apartó un poco y
se despojó de su camiseta y el sostén. Me apresuré a desabrochar sus pantalones
mientras ella hacía lo mismo con los míos.
Perdí el control y la cordura, arrastrándola hasta mi cama, sabiendo que
ella necesitaba tanto como yo aquel contacto que ambos habíamos evitado con la
sensación de que no era del todo correcto.
Me tumbé encima de ella, intentando no cargar demasiado mi peso sobre
su cuerpo. La escuché gemir mientras mi sexo duro acariciaba el suyo a través
de la ropa interior, abrazándose a mis caderas con las piernas. Sus pezones se
irguieron exigiéndome que los devorara y no dudé en hacerlo. Sus pechos eran
dos menudos y perfectos montículos morenos deliciosos, suaves y perfectos.
Maday gemía tímidamente y fue suficiente para hacerme enloquecer, colé
mis dedos a través de sus braguitas empapándome de ella. Estaba tan húmeda,
completamente mojada y caliente, lista para mí. Mis dedos juguetearon por su
abultado sexo, penetrándola y recorriéndolo, explorando el terreno en donde me
moría por entrar.
Por fin me deshice de su ropa interior, mientras observaba cómo ella yacía
con la boca semiabierta, gimiendo suavemente de anticipación en cuanto me vio
bajar mi ropa interior y colocarme un preservativo, que cogí de mi mesa de
noche. Reprimí las ganas de clavarme en su interior con rudeza por miedo a
hacerle daño. Me coloqué en su entrada y resbalé poco a poco en su interior,
todo lo profundo que pude, arrancándole, ahora sí, un gemido más sonoro que
me impulsó a moverme con celeridad y profundidad.
Me volvía loco escuchar los pequeños murmullos de placer que emitía
con aquel gesto inigualable. Si hubiera podido físicamente, me hubiera pasado la
noche entera observándola así. Pero fue imposible soportar demasiado tiempo.
En cuanto supe que ella estaba a punto alcanzar el clímax, por el ritmo de su
respiración y por cómo se contraía su cuerpo, levanté un poco sus muslos
intentando acceder más adentro, y aceleré aún más, notando cómo se deshacía en
mis brazos, penetrándola, ahora sí, con fuerza y toda la rudeza que necesitaba
hasta que por fin me dejé ir notando cómo su cuerpo se contraía y temblaba.
—Eres el ser más delicioso que he probado nunca —le susurré volviendo
a besarla—, me pasaría la noche haciéndote disfrutar.
Maday sonrió satisfecha. Sudorosa y temblando, se abrazó a mí. La
acaricié, repasando con suavidad sus curvas, notando que mi cuerpo respondía
más rápido de lo que yo esperaba a aquella perfección. No pude resistirme
demasiado tiempo antes de volver a la carga.
No sé qué diantres me pasó esa noche, que no lograba bajar mi erección.
Necesitaba más y más y la tuve buena parte de la noche gimiendo para mí.
Cuando noté que no podía más la dejé descansar.
Incapaz de quedarme dormido, aún con una evidente erección que no
quería bajar a pesar de haber eyaculado un par de veces, me escabullí de la cama
intentando evitar aquellas vistas para lograr que mi cuerpo volviera a su estado
natural.
Después de una ducha rápida me fui directo al ordenador. Eran las tres de
la madrugada pero estaba completamente espabilado. Sabía que no me iba a
poder dormir fácilmente, así que decidí que igual era un buen momento para
investigar un poco más sobre Susana.
Sobre las diez de la mañana no era capaz de creer lo que habían visto mis
ojos, con mi compañero Abián al otro lado del teléfono observando unas fotos
que me había enviado y que me hicieron temblar al menos durante media hora.
No creía nada y entendía aún menos. Me froté la cara con las manos mientras lo
escuchaba disculparse y despedirse. Fui incapaz de pronunciar una sola palabra.
Pero ¿qué demonios había pasado? Era imposible… aquello era completa
y absurdamente imposible.
Si de algo estaba seguro era de que Maday no había intentado tomarme el
pelo. Había visto tanto dolor en aquellos ojos y tanto cariño y admiración, que
no creía que simplemente me hubiera vacilado, pero ¿cómo podía saberlo, cómo
podía siquiera imaginarlo? Seguí tecleando, buscando información de aquella
mujer hasta que di con otro dato que me puso la piel de gallina y me secó la
garganta.
Al sentir ruido a mi espalda supe que Maday se había despertado, estaba
justo detrás de mí en el salón, pero no estaba preparado para girarme aún. Sentí
miedo, náuseas, mareo… todo a partes iguales. No lograba entenderlo.
—Salva —susurró Maday, y noté que le temblaba la voz, como si
estuviera a punto de llorar, pero aún así no pude girarme para mirarla—. ¿La has
encontrado, verdad? —Asentí, incapaz de hablar todavía—. Te prometo que no
sabía dónde estaba, ni qué le había pasado, pero estaba segura de que le había
pasado algo malo.
—El estudio donde tú vives era suyo… —la interrumpí, tratando de
encontrar coherencia a algo de todo aquello.
—Sí, eso imaginé… —La escuché suspirar aliviada al escuchar mi voz.
Supuse que no sabía cómo me lo había tomado y que no la hubiera echado de
casa era una buena señal.
—¿Pero cómo supiste…? Maday, ¿cómo? ¿Encontraste algún
documento? ¿Por qué me mentiste y me dijiste que hablabas con ella en la
cafetería?
—No te mentí —respondió completamente segura de sus palabras.
Me giré con el ceño fruncido, apretando mis puños, intentado decidir si
estaba enfadado, y entonces, en ese instante, ella vio las fotos que estaban en la
pantalla de mi ordenador. Se cubrió los ojos y lloró con intensidad.
Cerré la pantalla del portátil maldiciéndome por no haber minimizado
aquellas imágenes, pero todavía no fui capaz de acercarme a ella. Dejé que se
calmara poco a poco, esperé con paciencia hasta que entre hipidos pudo seguir
explicándose.
—Te juro que no te mentí. Te dije todo lo que sabía y podía decirte.
Seguía sin comprender, pero aún así no soportaba verla de aquella forma,
me levanté y la abracé. Ella no estaba bien, no estaba nada bien. Sufría.
—¿Cómo fue? ¿Qué ocurrió? Necesito saberlo —me pidió cuando se
hubo calmado.
—Aún no sabemos mucho, tan solo hace un par de horas que han
encontrado su cuerpo. No fue difícil dar con los datos de ella. Investigué un poco
sobre su ex, comprobé sus datos en el censo y dimos con una dirección en Guía
de una casona terrera algo apartada de todo. Y ella estaba allí, en el sótano.
—¿Qué le hizo?
—Creemos que la apuñaló, pero eso lo tendrá que dictaminar el forense.
Aún es pronto para saberlo.
Se abrazó de nuevo a mí y, aunque se había tranquilizado y ya no
sollozaba, noté cómo se iba mojando mi camiseta con sus lágrimas.
—Maday, ¿cómo? ¿Cómo puede ser? Su cadáver estaba consumido por
los insectos. No te puedes hacer una idea de lo que hallaron allí mis compañeros,
esa mujer llevaba allí al menos… —la voz me tembló antes de decirlo— seis
meses.
—La mató antes de suicidarse… —sentenció ella, tenía la carne
completamente de gallina—. Salva, en cuanto supe que nadie reconocía a una
mujer como ella imaginé que algo raro estaba sucediendo, empecé a sospechar,
pero no podía decirte… no podía, Salva.
»Ella estaba enfadada conmigo y no lograba comprender por qué, no
sabía cómo ayudarla. En cuanto me explicó cuál era su estudio de veraneo, supe
que era donde yo vivía y busqué allí por todos los rincones sin encontrar nada
que me facilitara sus datos. No me decía su nombre, ni el de su ex, solo que él la
había atacado y me torturaba cada día allí sentada mirando en mi dirección cada
puñetera jornada de trabajo, pero todo fue peor cuando desapareció.
»No te puedes imaginar lo mal que me he sentido, la mayoría de los días
soy incapaz de dormir, tengo pesadillas, mi conciencia buscaba la manera de dar
con ella. Salva, siento no habértelo contado todo en cuanto mi cabeza dio con la
pieza del puzle que faltaba para entender la situación, pero me hubieras dado por
loca y hubiera terminado ingresada en algún psiquiátrico.
—Todavía dudo de si realmente lo estás —dije antes de volver a abrazarla
mientras lloraba sin consuelo, desahogando por fin toda aquella basura que tenía
dentro y que no había podido soltar desde hacía meses—. Por lo que he podido
averiguar, cuando él se suicidó, no sé cómo, porque ellos no estaban casados ni
tenían ningún tipo de préstamo ni hipoteca conjunto, averiguaron que ella había
sido su pareja. Intentaron localizarla, pero no hubo forma, incluso mandaron una
patrulla a su dirección, pero nadie contestaba. Dieron por hecho que después de
la ruptura se había ido de la isla a su país de origen. Ella era mexicana y se salía
de la jurisdicción, así que no hicieron más.
Resoplé cuando me di cuenta de que Maday no me escuchaba, seguía
aferrada a mi pecho, como si necesitara estar justamente allí, no reaccionaba.
—¿Te había pasado esto antes alguna vez? —le pregunté al fin después de
darle unos minutos de respiro.
—Nunca. Jamás, y espero que no vuelva a pasarme. He vivido la peor
pesadilla de mi vida los últimos cuatro meses. No quería creerlo, te juro que he
rezado para que no fuera cierto… pero ya está, la han encontrado. Ella podrá
descansar y yo vivir en paz.
—Cuidaré de ti… nadie nunca volverá a molestarte. —Acaricié su pelo,
no demasiado convencido de lo que acababa de decir. Estaba dispuesto a
cuidarla, es más, me había hecho agente de policía porque quería salvaguardar la
seguridad de las personas, pero aquello estaba fuera de mi entendimiento y
control. ¿Cómo iba a defender a aquella muchacha de personas que ni siquiera
estaban vivas?
Resoplé y supe que no podría apartarme de ella, que estaría a su lado si no
para protegerla, al menos para apoyarla y abrazarla así, tal como ahora, siempre
que lo necesitara.
Ese día se lo pasó en mis brazos, logré que a media tarde tomara un caldo
y un calmante para el dolor de cabeza, y esa noche, mientras las campanadas
despedían el año dos mil diecisiete, hice que olvidara todo, consiguiendo que
gimiera de puro placer, sintiendo que todo el dolor se había ido al acabar la
última campanada.

CAPUCHINO, POR FAVOR

Apenas eran las siete cuando hacía mis estiramientos matutinos. La mañana
estaba algo fresca y subí la cremallera de mi cortavientos. Estiré como siempre,
frente al majestuoso edificio de la Comisaría de Las Palmas de Gran Canaria,
pero algo despistado por la novedad.
Mi día comenzaba así cada amanecer, recorriendo una parte importante de
la Avenida Marítima trotando a paso ligero, el corazón bombeando con fuerza en
mi pecho me hacía sentir vivo. Pocos entendían la magia que encontraba en ver
las estrellas apagarse poco a poco y la luna despedirse mientras el sol asomaba
tímidamente en el horizonte, tiñendo el cielo despejado de la isla en una paleta
de naranjas, rosas, amarillos y azules que me dejaban sin respiración. Pero yo no
encontraba una forma mejor de comenzar la jornada.
Esa zona de la isla solía estar atestada de personas haciendo deporte o
simplemente paseando, pero a esa hora solo había algún valiente que vencía al
sueño y la batalla con el despertador. Sin embargo, esa mañana era diferente, en
el muro justo frente a mí, bajo una de las farolas que alumbraban el camino,
había sentada una chica de unos veintipocos años que me tenía completamente
atontado, tuve que reírme por la imagen.
Una joven de complexión delgada y menuda, sentada de piernas cruzadas
observando alucinada la salida del sol. Vestía de forma muy sencilla: unas Vans,
unos vaqueros rajados a la altura de las rodillas y una camiseta oscura sin ningún
tipo de florituras. Llevaba un par de coletas pelirrojas a cada lado de su rostro,
las mejillas cubiertas de pecas y ojos y boca grandes de labios carnosos. Juraría
que no llevaba nada de maquillaje, más que unas cuantas manchas de chocolate
que se habían quedado impregnadas en sus labios.
Daba cuenta a una pequeña bolsa de churros, que tenían una pinta
deliciosa y que podía oler desde donde me encontraba. Desde luego se me
quitaban las ganas de hacer ejercicio. Me sentaría con ella a degustar aquel
increíble desayuno que mojaba en un vaso de poliestireno. Me quedé
hipnotizado con aquella estampa, lo más hermoso que había visto nunca.
Supongo que ella no esperaba ver cómo un tío se partía de risa mirándola
comer. Se encendió ruborizada y se limpió con una servilleta que guardaba en su
regazo. Sonreí y le guiñé un ojo, pero a ella no parecía haberle hecho maldita
gracia.
Aceleré los estiramientos y empecé a trotar algo avergonzado y con una
sonrisa estúpida en los labios. Como cada día, me dispuse a correr durante una
hora, a un ritmo suave, disfrutando de las vistas del tranquilo mar que destellaba
con los primeros rayos de sol.
Al llegar a la zona de San Cristóbal, justo a la altura del barrio pesquero,
di la vuelta acelerando el ritmo, dándolo todo. Corrí lo más rápido que mis
pulmones me permitieron con la esperanza de volver a ver a aquella graciosa
muchacha. Sin embargo, el muro donde había estado ella estaba vacío, una
punzada de decepción volatilizó mi sonrisa, se había marchado ya.
Me encogí de hombros, comencé a estirar y volví a casa, donde tras una
ducha rápida me vestí para ir a trabajar. Había corrido tan deprisa que tenía
tiempo para parar a desayunar antes, esa mañana me apetecían más que nunca
unos churros con chocolate.
Unos días más tarde mi corazón comenzó a latir como un loco cuando de
lejos, antes de cruzar el paso de peatones que me llevaba a la Avenida Marítima,
la vi allí sentada. Llevaba el cabello suelto, en preciosos bucles que bailaban al
son del viento de la mañana, lo cual a ella no parecía molestar demasiado.
Llevaba una sudadera blanca y unos shorts que dejaban sus piernas al aire, las
mismas Vans de la última vez. También tomaba algo de un vaso, café quizás.
Tenía un libro encima de sus piernas en el que parecía enfrascada hasta que notó
que la observaba y ya no me quitó ojo de encima, mirándome de forma
descarada mientras estiraba y calentaba los músculos antes de correr.
Intenté no prestarle demasiada atención, mientras trataba de averiguar por
qué sonreía como un estúpido. Un brazo, otro, arriba, a un lado, al otro, girando
la cintura, pie al glúteo, lo mismo con el otro… algo tan sencillo que solía
llevarme unos cinco minutos, esa mañana se alargó en un postureo tonto,
metiendo tripa, intentando marcar músculos, que no abundaban demasiado, pero
algo se marcaban.
Finalmente eché a correr obligándome a no variar el ritmo de siempre,
aquella desconocida no podía hacer que cambiara mis rutinas. Obviamente, una
hora después ella no seguía allí y me había demorado tanto con el calentamiento
inicial, que apenas me dio tiempo a estirar rápidamente, una ducha fugaz en casa
y tuve que apresurarme para no llegar tarde al trabajo.
Durante la siguiente semana cada día estaba allí, en el mismo sitio,
tomando un café, leyendo un libro o simplemente observando el sol salir. Era
ridículo haberme enganchado de aquella forma por ver a aquella muchacha cada
día, lo que más me gustaba era su aspecto tan natural, sobre todo aquella melena
salvaje en rizos pelirrojos al viento que le llegaban casi a la cintura, me moría
por acariciar esos tirabuzones entre mis dedos.
Cada día me quedaba como un tonto con la vista clavada en ella,
observando cada peca, cada gesto de su rostro y cada vez más loco por
acercarme y decirle algo, pero no me atrevía, nos habíamos afincado en un
cómodo baile de sonrisas y guiños y no sabía moverme de allí. A veces me
quedaba totalmente petrificado al ver su cabello volar al ritmo del viento, sin
disimular la miraba embobado, con aquellos excesivos estiramientos que se
habían alargado demasiado solo por quedarme allí un rato más, ella levantaba las
cejas en un gesto divertido, como queriendo decirme: «¿No ves que haces el
tonto?», y me daba exactamente igual, porque la realidad era que me moría por
acercarme y hablar con ella.
Después de dos semanas en las que los cinco minutos de estiramientos
previos se convirtieron en veinte, y en los que cada vez corría más y más
deprisa, sin disfrutar del paisaje, sin fijarme en los barcos que navegaban por la
zona, o en las gaviotas que sobrevolaban el horizonte, tan solo concentrado en
los latidos del corazón y en controlar el dolor que a veces se aferraba en mi
costado arrancándome el aliento, completamente empapado en sudor y con
calambres en las piernas, pude comprobar con satisfacción que el trayecto, el que
normalmente tardaba una hora en hacer, lograba acabarlo en treinta y cinco
minutos y que aquella chica seguía allí, enfrascada en un libro. Estiré
envalentonado, con la intención de invitarla a desayunar. Ella me sonrió cuando
se dio cuenta de que estaba de nuevo a su lado, mientras mis hombros subían y
bajaban de forma brutal, con mis pulmones intentando recobrar el ritmo normal
de respiración.
Me sentía algo más seguro y cómodo cuando ella me miraba, mi
musculatura se había desarrollado bastante en las últimas semanas en las que
corría a diario como si me siguiera una estampida de ñus enfurecidos en medio
de la selva.
Sin embargo, no me atreví a acercarme. Se me hacía tarde para volver al
trabajo, pero me resultaba complicado irme sin más y de pronto pensé que
sudaba demasiado, por lo tanto, no debía oler precisamente bien, y que no era el
mejor momento para presentarme, así que finalmente tuve que despedirme con
un movimiento de cabeza y una sonrisa, que fue correspondida y me encaminé,
como cada día, al trabajo.
La cafetería estaba aún bastante tranquila, me entretuve en colocar los
libros nuevos que nos habían llegado esa semana en las interminables estanterías
al fondo del local. Mi cafetería era un tanto peculiar, de ventanales inmensos y
paredes blancas, con una decoración elegante en tonos suaves, que hacía que la
luz se reflejara por todas partes. El espacio que más me gustaba era donde
estaban las estanterías infantiles, con pequeñas mesas y sillas de colores y
decenas de cuentos que cada tarde terminaban llenos de pequeñas huellas
pringosas que limpiaba con mimo, para que otros deditos vinieran a marcarlos al
día siguiente.
En el área de lectura, aparte de las típicas mesas rodeadas de sillas,
teníamos algunos sofás en los que la clientela podía relajarse durante un rato, los
cuales solían estar muy demandados. La parte de la tienda la había decorado mi
hermana, ella tenía su propio sistema de almacenamiento y exposición de libros,
y hasta ahora no había ido nada mal, así que la dejaba hacer y deshacer a su
antojo.
Sweet Coffee & Books, mi cafetería, la abrí tres años atrás. Tenía la
intención de emprender un negocio propio con los ahorros que llevaba
acumulando en mi cuenta durante media vida y, después de darle muchas
vueltas, decidí hacer realidad el sueño de mi hermana Andrea.
Desde que era pequeña fue una loca por los libros y había soñado con
tener una cafetería así: cómoda, acogedora y tranquila, que estuviera muy ligada
al mundo de la literatura, donde los clientes pudieran disfrutar de una lectura
entretenida mientras consumían algo en el local y, si les apetecía, pasar por la
tienda a llevarse un libro. Nos encargábamos de escoger con esmero los libros
que figuraban en nuestras repisas. No nos limitábamos a llenarlas con los
últimos best-sellers y novedades de la gran industria editorial. Vendíamos, sobre
todo, gran cantidad de novelas escritas por autores jóvenes de las islas que
trataban de hacerse notar, para ello me ayudaba Andrea, que leía y leía sin parar
y hacía un poco de filtro.
Desde hacía algunos meses, además, habíamos empezado a organizar
presentaciones y charlas literarias con las que mi hermana estaba entusiasmada y
que nos habían dejado bastantes beneficios.
Los comienzos no habían sido fáciles, por supuesto, pero la sonrisa de
Andrea cada día era suficiente para hacerme tener paciencia y superar el bache
de los primeros y duros meses desde la apertura del negocio. Teníamos una idea
clara de lo que queríamos ofrecer para comer, pocas cosas, sencillas y caseras:
magdalenas, bollos y tartas que cocinaba mi madre, y algún bocadillo y
sándwich sencillo. Los queques de mi madre eran famosos en toda la ciudad y
ese día, que no había demasiada clientela, me di el lujo de tomar un pedazo y un
café, mientras charlaba con ella y mi hermana, que me preguntaban qué me
sucedía, pues se habían percatado de que estaba absorto y sonriente, pero era tan
ridículo que no me atreví a confesar mi obsesión.
Sobre las once de la mañana la cafetería ofrecía una imagen idílica. Todas
las sillas estaban ocupadas. La zona de préstamo estaba bastante concurrida, los
queques habían volado y tenía a mi madre en la cocina horneando alguno más.
En la zona infantil había un par de críos de dos años entretenidos desordenando
las estanterías.
Teníamos un camarero del turno de día de baja y a esa hora, normalmente,
el único camarero que quedaba al servicio no daba abasto, así que salí del
mostrador, me puse el delantal y le eché una mano, mientras mi madre y mi
hermana, en un baile perfecto, iban sacando cafés, capuchinos y cacaos, zumos y
batidos de frutas a un ritmo trepidante.
Me acerqué al área de préstamo a tomar nota de las nuevas comandas y al
llegar a una de las mesas me quedé sin habla, me costó reconocer a mi pelirroja
de cabellos salvajes y aspecto natural en aquella chica de rizos perfectamente
domados, maquillaje impoluto y uniforme: blusa blanca a botones y minifalda
negra, medias y zapatos de tacón. Intenté convencerme de que estaba
obsesionado, que era imposible que aquella fuera la joven que cada mañana me
observaba estirar desde su sitio en la avenida con un libro en la mano, tal como
estaba ahora. Sus ojos me escrutaban con esa picardía de otras veces, no parecía
sorprendida, sonrió y habló en francés.
—Bonjour encore![1]
Por un instante interiormente salté de alegría celebrando los millones de
veces que mi madre me había repetido de pequeño que tenía que estudiar
idiomas o no sería nadie en medio de esta isla turística.
Sin contestar bajé la vista hasta el libro que tenía en las manos, leía algo
en español, así que me atreví a hablarle en mi idioma.
—Buenos días. Me alegro de verte por aquí. ¿Hablas español?
—Más o menos. Intento aprender —dijo levantando el libro y
enseñándome la portada. Era una novedad de género romántico de una autora
canaria que mi hermana había traído hacía unos días.
—Yo podría ayudarte con eso —susurré perdiéndome en su mirada de
ojos verdes, era la primera vez que podía verlos en la claridad de la mañana y
distinguir su color. Imaginé cómo le susurraba lo preciosa que era, cuánto me
gustaba verla cada día, cuánto deseaba acariciarla.
—¿Disculpa? —Sonrió. Abochornado, me auto-reprendí antes de seguir
hablando.
—Digo… ¿Puedo ayudarte en algo?
—Oh, sí, claro. Quisiera un trozo de queque, esa palabra sí que la he
aprendido bien, me encantan, y un capuchino, por favor.
Tuve que tomar un vaso de agua cuando llegué a la barra y mi hermana
miró en la dirección de donde venía y soltó una carcajada.
—¡Vaya! Veo que has conocido a Gabrielle —dijo Andrea sin parar de
reír—. Suele provocar ese efecto.
—¿Gabrielle? ¿Suele? ¿La conoces?
—Deja de preguntar y llévale ya la comanda, que al final llegará tarde y
con el café lleno de babas —siguió burlándose mi hermana.
—Voy… ostras, ¿la conoces? —Insistí.
—Lleva viniendo unos meses, sí, la conozco.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Me encantaría quedarme aquí charlando contigo, pero tengo cosas que
hacer. Venga, toma su capuchino y el pedazo de queque.
—¿Cómo sabes…? —Me interrumpió exasperada.
—¡Jonay! ¡Qué pesado!
—Perdón, perdón…
Cogí la comanda y fui hasta la chica pelirroja que me había robado el
sueño y el aliento durante las últimas semanas.
—Aquí tienes… Gabrielle. —Ella levantó la mirada hasta mis ojos y
sonrió de medio lado, alzando las cejas sorprendida por haber escuchado su
nombre—. Me lo ha chivado mi hermana.
—Gracias…
—¿Deseas algo más?
—¿Tu nombre? Quiero decir… ¿puedes decirme tu nombre, por favor?
—Sí, claro —sonreí al notar cómo se esforzaba por pronunciar
correctamente—. Jonay.
—Jonay. —Asentí y sonrió. Como no decía nada más y notaba la mirada
asesina de mi hermana en el cogote, la dejé tranquila y volví a la barra. Intenté
estar atento para que no se me escapara, pero cuando me di cuenta ya se había
marchado y estaba allí maldiciendo hasta que noté que mi hermana me miraba
de brazos cruzados y ceño fruncido al verme mirando hacia el sitio vacío donde
Gabrielle había estado unos minutos atrás— ¡Voy! ¡Voy! —Refunfuñé y seguí
atendiendo mesas.
La mañana se pasó volando e intenté evitar a Andrea, fantaseando
interiormente con Gabrielle. Era tan estúpido que ni siquiera me fijé de qué
negocio era el uniforme que llevaba y solo me quedaba esperar a verla a la
mañana siguiente y tener el suficiente valor como para acercarme a saludarla.
Esa noche me costó conciliar el sueño, tenía una pequeña molestia en la
boca del estómago que no se me pasaba. Hasta pasada la media noche no logré
caer rendido, por lo que cuando a las seis y media sonó el despertador me dieron
ganas de lanzarlo contra la pared. Sin embargo di un brinco y decidí pasarme por
la ducha antes de colocarme una camiseta, unos pantalones cortos negros y
calzarme mis deportivas.
Temblé todo el camino, como si tuviera miedo a que ya no estuviera más
allí, pero allí estaba Gabrielle, con su libro y su café.
—Buenos días —me atreví a decir cuando ella levantó la mirada de su
libro.
Estaba preciosa, llevaba un par de trenzas larguísimas, una camiseta de
tirantes roja y unos shorts. Además estaba descalza, a su lado había unas
sandalias y una mochila. Tenía un aspecto tan fresco, tan perfecto, que me
costaba contenerme. No sabía nada de aquella mujer, pero de una cosa estaba
seguro, estaba loco por ella.
—Ça va[2], Jonay?
—Ça va? —repetí en francés—. ¿Qué lees? —Pregunté por decir algo.
—Una comedia romántica. Tu hermana me permite llevarme los libros de
la cafetería. Así que creo que estoy leyendo un libro tuyo.
—No sabía que teníamos sistema de préstamo externo —sonreí—.
¿Conoces a Andrea?
—Sí. La conocí hace unos meses y nos hemos hecho amigas. No conozco
a mucha gente por aquí y me encanta leer. ¿Te parece mal que me lleve tus
libros?
—No, no… por supuesto que no, si eres amiga de Andrea me parece
perfecto. —Gabrielle sonrió y me quedé sin nada más que decirle—. Bueno…
voy a… a calentar.
Gabrielle asintió y bajó la cabeza, volviendo a su lectura. Estiré
rápidamente y comencé a correr, iba con el tiempo justo, me había entretenido
mucho hablando. Reduje el entrenamiento, fui más despacio y di la vuelta antes.
Estaba algo fatigado, había dormido mal y estaba algo descolocado, solo tenía
ganas de hablar con aquella misteriosa francesa de ojos verdes y labios carnosos.
Pero cuando volví ya no estaba y fui hasta casa con la certeza y la tranquilidad
de que la vería pronto.
Durante toda la mañana no le quité la vista de encima a la zona donde la
había visto el día anterior, evitando la mirada amenazadora de mi hermana
Andrea, que daba codazos a mi madre y refunfuñaba mirando en mi dirección.
Me hice el loco y cuando vi llegar a Gabrielle, a pesar de que el camarero de
baja ya se había incorporado, preparé un capuchino y un trozo de queque y fui
hasta Gabrielle.
—Buenos días de nuevo. ¿Capuchino y queque? —Pregunté.
—Oui, Si’l vous plait[3] —contestó con una sonrisa. Coloqué todo en la
mesita—. ¡Qué buen servicio! Gracias.
—A ti —le guiñé un ojo y volví a mi puesto tras la barra.
—¿Qué crees que haces? —Me regañó Andrea—. ¿Puedes dejar de
babear como un estúpido por esa muchacha?
—¿Por qué? ¿Está casada?
—No. ¡Porque es una clienta y la estás molestando!
—No parece molesta. —Miré en dirección a Gabrielle, que removía el
capuchino enfrascada en su lectura con una sonrisa en los labios. Estaba
preciosa, llevaba una cola de caballo y su cabello caía en rizos perfectos por la
espalda, eso dejaba al descubierto un cuello precioso. Debía admitir que el
maquillaje resaltaba toda esa belleza que ella poseía, aún así, me gustaba más al
natural.
—¡Jonay! Buff… eres un caso perdido, como me espantes a Gabrielle
tendremos una buena bronca.
—Déjame en paz, anda, bonita —dije sin mirar siquiera a mi hermana,
que volvió a refunfuñar volviendo al trabajo.
Esa tarde, cuando cerramos, ayudé a Andrea a colocar la mercancía nueva
que había llegado.
—Andrea, ¿puedo preguntarte algo? —Mi hermana estaba más relajada,
cuando colocaba la mercancía nueva siempre estaba de buen humor. Le
encantaba el olor a libro nuevo.
—No —respondió sin más.
—¿Por qué? —Respondí exasperado.
—Porque me vas a hacer una pregunta sobre Gabrielle.
Protesté por lo bajini y seguí colocando libros, nos había llegado un
ejemplar nuevo, una comedia romántica de una autora de la isla que había visto
un par de veces en presentaciones. Era simpática y divertida, así que supuse que
el libro también lo sería y su portada era bonita y llamativa, así que cogí uno y lo
guardé en mi mochila sin que Andrea se diera cuenta. Ya arreglaría la cuenta
cuando tuviera un hueco.
A la mañana siguiente me puse el despertador quince minutos antes, me
vestí rápidamente, tomé el libro de mi mochila y paré en una cafetería de camino
a la Avenida Marítima y pidiendo un par de cafés para llevar. Desde el paso de
peatones vi que Gabrielle estaba llegando, sonreí al ver que no llevaba ningún
vaso en su mano. La mañana estaba algo más fresca de lo habitual y llevaba un
fino jersey de pico y unos vaqueros desgastados con sus vans. Se sentó en su
sitio habitual y se dio cuenta de que iba en su dirección con los dos vasos.
—Hola. Buenos días —dije algo serio y nervioso—. ¿Te apetece un café?
—¡Ostras! Esto sí que es buen servicio —rio.
—Disculpa, me he tomado la libertad de traerte una bebida caliente y
un… regalo.
—¿Un regalo? —Preguntó extrañada frunciendo el ceño, casi como si
pensara que no sabía el significado de esa palabra.
Le tendí el libro que llevaba bajo mi brazo.
—Es nuevo. Nos llegó ayer a la cafetería. No puedo regalarte amigos,
pero puedo regalarte un libro —sonreí tímidamente.
—¡Vaya! Muchas gracias.
—¿Puedo sentarme contigo a tomar el café? —Me atreví a preguntar, ya
que ella parecía sorprendida y no decía nada.
—Sí. Sí, claro.
—¿Tú de Canarias no eres? ¿No? —Pregunté tratando de romper el hielo.
—Sí, del mismísimo Teror —bromeó y reímos ambos—. Soy de Niza. Me
encanta España y llevo años aprendiendo el idioma. Hace un par de años vine de
Erasmus a mi último curso de carrera y me quedé enamorada de Gran Canaria.
Así que cuando acabé me vine unos meses, para ver si encontraba trabajo y,
bueno, tuve suerte. Hablo inglés y un poquito de alemán, así que no me costó
demasiado conseguir un puesto en la recepción de un hotel. Estoy a jornada
parcial en el turno de tarde.
—Eres preciosa —se me escapó, no quería ser tan directo y temí haberla
ofendido. Me daba la sensación de que aquella muchacha era como un cervatillo
que a la mínima ocasión que se asustara saldría corriendo, pero no, allí siguió,
con las cejas levantadas y una sonrisa deliciosa—. Disculpa mi atrevimiento. —
Bajé la mirada hacia mi vaso de café.
—No tiene importancia. Ya he notado algo que no te soy indiferente. —
Me ruboricé. No podía culparla, no sabía disimularlo.
—Oh. Vaya —contesté tímido—. Discúlpame, no sé qué otra cosa decir.
—¿No vas a correr hoy? —¿Me estaba echando? ¡Idiota! ¡Te has pasado
de la raya y ahora te está echando! Me levanté con toda la dignidad que fui
capaz, dispuesto a dejarla tranquila.
—Perdona, no quería molestarte. No —miré la hora—, ya voy algo justo
de tiempo, vuelvo a casa a prepararme para ir al trabajo.
—No, no te vayas. —Gabrielle rio a carcajadas y yo tenía sentimientos
encontrados, estaba tan preciosa que la hubiera abrazado, pero no sabía
exactamente si se reía de mí o es que algo que yo no entendía le resultaba
gracioso—. No te estaba echando, era solo una pregunta. Me gusta tu compañía.
Unos minutos más tarde, emprendí el camino de vuelta al trabajo, donde
unas horas más tarde le serví a Gabrielle su comanda diaria.
—Me gustaría verte —me atreví a decirle al fin, de forma algo brusca y
supongo que inesperada para ella, que repitió aquel simpático gesto de cejas
levantadas.
—Me estás viendo —bromeó.
—Fuera del trabajo, digo. —La bandeja que llevaba en la mano resbaló y
se cayó al suelo armando un gran alboroto que dejó a media cafetería mirando en
mi dirección. Me agaché a recogerla completamente abochornado.
—¿Cómo, en una cita? —Preguntó ella hablando despacio, como si
tuviera que pensar bien las palabras. Oí unas risillas a mi alrededor de algunos
clientes que se habían quedado con la conversación y mi torpeza. Mi hermana
me miraba con cara de mala leche detrás de la barra y Hugo, el camarero, no
parecía muy contento de que le hubiera arrebatado una clienta tan guapa y
simpática.
—No he dicho nada —susurré y volví tras la barra deseando que me
tragara la tierra.
A la mañana siguiente, como cada día, me levanté de un salto y me vestí
para ir a correr, con la sensación de ridículo aún en la boca del estómago,
deseando correr un rato y dejar de hacer el tonto con aquella joven muchacha.
Cuando llegué a la Avenida Marítima tuve que soltar una carcajada,
Gabrielle estaba de pie, dando pequeños brincos y haciendo movimientos
circulares a modo de calentamiento.
—Buenos días —Gabrielle lucía una sonrisa preciosa—, como no espe…
espefici… especi… como no me dijiste un sitio para nuestra cita, supuse que este
era un buen lugar. Tiene unas vistas preciosas.
Reí, realmente me había sorprendido.
—¿Vas a correr? —Pregunté incrédulo, aquella muchacha que devoraba
churros con chocolate dudaba que aguantara mi ritmo.
—No, que va, me gusta calentar antes de leer —me guiñó un ojo.
Comencé a estirar con una sonrisa sin decir nada, estaba preciosa con
aquellas mallas y ese top ajustado que dejaba su ombligo al aire, donde llevaba
un pendiente que no podía dejar de mirar.
Unos minutos más tarde, cuando vio que yo no tenía pensado moverme de
su lado, comenzó a trotar despacio por la avenida y la seguí a su lado en silencio.
Pues sí, había una sensación mejor que correr mientras veía amanecer, y era
hacerlo en compañía de aquella pelirroja misteriosa.
—¿Por qué no corres más deprisa? —Me preguntó con la respiración
agitada.
—Porque no te voy a dejar sola en nuestra primera cita —le contesté con
una carcajada.
Gabrielle sonrió de medio lado y apretó el paso, reí yo también y continué
a su lado todo el tiempo, hasta que comenzó a correr más y más deprisa,
aguantando un ritmo que yo era incapaz de seguir durante demasiado tiempo.
Desde atrás tampoco había malas vistas, aquella melena salvaje moviéndose de
un lado a otro, su espalda empapada en sudor, sus nalgas redondas marcándose a
través de las mallas… no se estaba nada mal detrás, pero aún así aceleré.
Pronto llegamos a San Cristóbal y dejó de correr, agachándose, con las
manos apoyadas en las rodillas para recuperar el aliento. Intenté hacerme el
fuerte y contener la postura firme, pero me costaba disimular el dolor en el
costado. Gabrielle me miró y se empezó a reír a carcajadas.
—Esta es la cita más rara que he tenido en mi vida —sentenció al fin.
—Pues no ha hecho más que empezar. —Agarré su mano y tiré de ella
para que me siguiera. El sol apenas empezaba a asomar y aunque una ligera brisa
daba un respiro, el calor había apretado muy fuerte, así que no dudé en llevarla a
la playa de piedras, frente al castillo de San Cristóbal. Cuando vio que iba
directo al agua intentó frenar y escabullirse.
—¿Pero a dónde me llevas, loco? —Reía, mientras yo seguía tirando de
ella, venciendo su resistencia.
—Hace calor —dije encogiéndome de hombros. De un movimiento la
rodeé y le quité una pequeña riñonera que llevaba y que coloqué sobre las
piedras, me deshice de la mía también de un movimiento, lanzándola junto a la
suya. Me descalcé las deportivas y los calcetines y ella me miraba incrédula,
había dejado de poner resistencia y sonreía a mi lado, justo cuando me despojaba
del segundo calcetín hizo el amago de echar a correr, pero la agarré por la
cintura, aferrándome a ella. Reía a carcajadas a pocos centímetros de mi cara y
yo me estaba volviendo loco por aquella boca. Me arriesgué a hacer de macho
cabrío, y la cargué sobre mi hombro hasta llegar al agua, que estaba
completamente helada. Caminé hasta que me llegaba el agua por la cintura,
mientras ella pataleaba y se carcajeaba.
La coloqué en el agua frente a mí y soltó un grito.
—Il est gelé![4] —Gritó enganchándose a mi cuello, la abracé por la
cintura y seguí caminando hacia dentro del mar.
Gabrielle reía y daba pequeños gritos hasta que se acostumbró a la
temperatura del agua, no pude esconder mi excitación, pero ella no se apartó, ni
parecía incómoda. Hundió la cabeza en el agua y al salir volvió a abrazarse a mi
cuello pegándose completamente a mi cuerpo.
Sus pezones duros se transparentaban bajo la licra de su top deportivo, no
dejaba de sonreír y el sol, que ya comenzaba a brillar con fuerza, destellaba en
sus ojos verdes.
—Tu es belle[5] —susurré—, eres hermosa —dije en español, acariciando
su cabello. Apartándolo de su cara, me acerqué hasta probar sus labios,
devorándola como había deseado desde la primera vez que la vi. Ella se dejó
hacer, abrazándose aún más a mí, apretando su cuerpo contra el mío. Finalmente,
se aferró con sus piernas a mi cintura. Hubiera dado mi vida por hacerle el amor
allí, en mitad del mar, de aquella playa perdida, pero fui incapaz de ir a más, por
miedo a que alguien nos descubriera, y con más miedo aún de que ella me
rechazara.
Salimos un rato más tarde y nos sentamos en las escaleras de la avenida
de la playa, esperando que el sol secara pronto nuestra ropa. Seguramente era
bastante tarde, mi hermana iba a matarme, pero no pensaba irme y dejar allí a
Gabrielle. Me parecía más bonita a cada instante, con su mano entrelazada con la
mía, hablándome de ella, de su vida en Niza, de su familia, de sus cinco
hermanos y su madre, en un tono suave y embriagador, mezclando francés y
español a ratos. Me limité a escucharla, a acariciar su mano mientras me
hablaba, a disfrutar de su compañía.
No nos quedó más remedio que volver, sin demasiada prisa, dando un
paseo agarrados de la mano.
—Esta es la cita más bonita de mi vida —dije antes de despedirme de ella,
frente al gran edificio de la comisaría.
Ella no dijo nada, besó mis labios y se fue. Llegué cuatro horas tarde al
trabajo, en una nube, no escuchaba el sermón de Andrea por no avisarla de mi
retraso. Mi madre me miraba y reía por lo bajini, y más molesta parecía mi
hermana. Yo soltaba una carcajada de vez en cuando, sumido en mis propios
pensamientos, con una sonrisa perenne.
Noté que se me había olvidado pedirle su número de teléfono, cuando el
mediodía se acercaba Gabrielle no había aparecido por la cafetería, igual ella
también se había retrasado demasiado. Intenté armarme de paciencia, no me
quedaba más remedio.
A la mañana siguiente me levanté media hora antes de la hora, me di una
ducha y me vestí con vaqueros y camisa a botones, deseando ver a Gabrielle.
Llegué antes de lo normal y no me extrañó que ella no hubiera aparecido, pero
cuando a la media hora no dio señales por ninguna parte me quedé bastante
decepcionado y seguí allí apostado durante una hora más, sin tener suerte.
Gabrielle no había aparecido.
Llegué a la cafetería sin pasar por casa, a tiempo para abrir y de mal
humor. Desesperado y nervioso, vi cómo pasaban las horas y que Gabrielle
tampoco pasaba por allí. Mi hermana me miraba extrañada, pero supongo que mi
aspecto poco amigable fue suficiente para mantenerla callada y no hacerme
reproches ni preguntas.
Durante los siguientes días pasé una hora cada mañana sentado en el muro
de la Avenida Marítima, de brazos cruzados y desesperado por ver a Gabrielle,
que no había aparecido. No recordaba en qué hotel trabajaba y estuve a punto de
pensar en recorrerlos todos, uno a uno, en busca de la pelirroja pecosa que había
robado mi corazón. Pero era estúpido, la había espantado. No parecía disgustada
cuando estábamos juntos besándonos dentro del mar, pero igual es que lo hacía
de pena, o igual se le olvidó mencionar un marido o un novio. Quién sabe. No
me quedó más remedio que admitir que Gabrielle no estaba y con toda
probabilidad no volvería a estar.
Medio mustio, dejé de ir por allí, la falta de deporte tampoco ayudaba a
que me sintiera mejor y mi hermana, unos días más tarde, se acercó a hablar
conmigo.
—¿Me lo vas a contar? —Me preguntó interrumpiendo mi tarea de
limpiar los cuentos de la zona infantil.
—¿El qué?
—¿Cómo la has cagado? —Me preguntó acariciándome el brazo y una
sonrisa de medio lado.
—No lo sé —bufé y me encogí de hombros.
—Yo acabo aquí. Ve a colocar la estantería de préstamo, por favor, que
voy a pasar la fregona.
Asentí y fui a la estantería. Los libros estaban todos revueltos, así que fui
cogiendo cada uno y colocándolos en su sitio, sin concentrarme demasiado en lo
que estaba haciendo, solo pensando en por qué Gabrielle había desaparecido. Vi
algunas portadas de novelas que le había visto leer y otras que pensé que podían
gustarle y, entristecido, pensé que ya no podría regalarle más libros, que no
podría ver cómo degustaba su capuchino, pasando con delicadeza las páginas de
la novela de turno que la absorbía por completo durante horas. Resoplé cuando
vi una portada cuya autora se llamaba Gabrielle Bellerose.
—¡Joder! Ya es mala suerte —protesté.
—¿Qué pasa ahora? —Preguntó mi hermana mirándome de reojo.
—Nada —refunfuñé, colocando el libro de mala manera en la estantería.
Coloqué un par de libros más y eché un vistazo rápido al lomo «Gabrielle
Bellerose. ¿Bellerose no es francés?» Volví a coger el libro en mis manos…
«Capuchino, por favor», rezaba el título, y me quedé petrificado.
Me fijé en la editorial, era de una nueva editorial canaria que apenas
llevaba unos meses en el mercado, así que tenía que ser una novedad. Le di la
vuelta y leí la contraportada:

«Tras la barra de aquel bar se escondía aquel atractivo joven que siempre andaba
absorto en sus pensamientos. Giselle no podía evitar perderse en el negro de aquella risueña
mirada y en su sonrisa de perfectos dientes blancos.
Tras hablar con la camarera, que se desternillaba de risa por la peculiar situación,
consiguió una dirección garabateada en un papel y una promesa de encontrarlo a las siete de
la mañana cada día allí. Lo demás quedaba de su mano…
Así comienza Capuchino, por favor, una comedia romántica desternillante y
conmovedora, en la que Giselle nos cuenta sus peripecias para hacerse notar ante aquel
despistado muchacho que ha robado su corazón».

Me quedé clavado allí pensando que o aquellas eran demasiadas
coincidencias, o que me había perdido algo.
—Quédatelo, pero tienes que salir ya, que tengo prisa y tengo que fregar
—dijo mi hermana con paciencia y tono suave.
—¿Esto? ¿Esto? ¿Es?
—No tengo tiempo hermanito, tengo cosas que hacer. Llévatelo.
Me lo llevé a casa, estaba flipado mirando la portada y releyendo un
millón de veces la sinopsis, hasta que me dio por abrir la primera página y vi allí
su foto.
—Pues mi madre me obligó a aprender francés, pero eso no me ha
servido para entenderte —susurré.
Jamás en mi vida me había leído una novela romántica, jamás en mi vida
me había planteado ser el protagonista de una historia y jamás en mi vida me
había enamorado de una escritora. Así que, con ganas de entender un poco más
qué era lo que la había decepcionado tanto para desaparecer de repente, me
atreví a comenzar a leer aquel relato.
Lógicamente era una novela de ficción, un romance inventado, pero me
sentía reflejado en aquel chico tan imbécil que no notaba que una preciosidad se
había fijado en él. Era una historia bonita, bastante subida de tono, muy
romántica y decepcionante, porque no era mi historia, no era real, después de la
última página ella no estaba, yo no existía. Pensé en contactar con la editora, mi
hermana la conocía y seguro que si le lloraba un poco me pondría en contacto
con Gabrielle. Igual ella podría explicarme dónde encontrarla. Pero una vez más
pensé que era inútil creer que si la buscaba, ella me explicaría qué había ocurrido
y por qué había desaparecido. No merecía la pena darle más vueltas, era mejor
seguir mi camino y dejar aquellas semanas como una anécdota de la que me
reiría en algún momento.
Me guardé aquel libro para mí, recordando que ya debía pagar dos en la
cafetería, y volví a mi rutina diaria.
Unas semanas más tarde, llegando a la zona de San Cristóbal, me pareció
ver un cabello pelirrojo ondeando a capricho del viento. De pie, justo de frente,
me encontré con ella y me quedé sin aire. Tuve que parar de correr antes de
llegar a su altura, agachándome para recuperar el aliento. Me di cuenta de que no
respiraba así por el deporte, era por pánico.
Ella caminó en mi dirección. Preciosa como siempre. Llevaba un vestido
largo, vaporoso, de florecillas y unas sandalias amarradas al tobillo, parecía un
poco nerviosa.
—Tuve que volver a Niza, mi mamie [6]—fruncí el ceño sin entender—,
mi abuela… ella… se fue —dijo con un nudo en la garganta.
—Oh. Lo siento, Gabrielle.
—Estaba muy junto a ella —continuó, cruzándose de brazos —perdona,
me cuesta expresarme.
—Te he entendido perfectamente —dije, con ganas de acariciarla, de
abrazarla.
—He tenido que coger un permiso en el trabajo y cuidar a mamá, se ha
quedado muy triste —asentí, y me atreví a rozar su brazo. Se le escapó una
lágrima que limpió con el dorso de su mano y sonrió con tristeza—, he venido lo
antes posible. Quería verte.
—Y yo. He leído tu libro —susurré sin saber si le iba a molestar o no. Se
ruborizó, con las cejas levantadas, sorprendida—. No creo que por aquí vivan
muchas Gabrielle Bellerose que publiquen para una editorial canaria, tomen
capuchino y cada mañana observen a un idiota que no se da cuenta de nada. —
Gabrielle soltó una carcajada, despejando un poco aquella tristeza que se había
afincado en su mirada.
—Quel dommage![7]
—De eso nada, me ha encantado. Igual me hago lector asiduo de novelas
pastelosas —bromeé.
—¿Pastelosas? —preguntó sin entender.
—Ñoñas.
—¿Ñoñas?
—Déjalo —reí—, me gustó mucho, de verdad. —Y ella sonrió,
llenándolo todo de luz, despejando todo aquel malestar de semanas atrás,
disipando el temor de que su imagen se volvería para mí en una tortura, pues no
podía ni quería olvidar a aquella pelirroja de cabello salvaje y labios carnosos, de
dulce sabor y piel suave.
Agarró mi mano y tiró de ella, sin preguntar la seguí. Eran las siete y
media y el sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte, no es que hiciera
demasiado calor, pero sin protestar me quité el calzado y los calcetines, mientras
veía cómo ella se desabrochaba las sandalias a la orilla de aquella preciosa playa
de piedras. Se quitó el vestido de un movimiento, quedando cubierta por un
minúsculo bikini de color negro, que contrastaba con el blanco de su piel. Me
quité la camiseta y la seguí dentro del agua, evitando gritar por la temperatura
gélida del mar. Se abrazó a mí, me abracé a ella y buscó con desesperación mis
labios, saboreándola fui entrando en calor, mi cuerpo despertó rápidamente al
contacto de Gabrielle, que comenzó a mover las caderas buscando rozar su sexo
contra el mío.
No podía abandonar aquella boca deliciosa que había deseado y añorado
durante tantos días.
Me aparté un poco, para mirarle a la cara, sus labios estaban algo
hinchados y las mejillas sonrosadas, el cabello empapado. Moví las minúsculas
cortinas de su bikini, dejando al descubierto su menudo y precioso pecho, que
acaricié con suavidad, mientras volví a hundirme en sus labios, buscando con mi
lengua la suya. La sentía gemir con suavidad, ronronear casi, al tiempo que se
movía suave y rítmicamente rozándose contra la dureza de mi sexo, que ya no
sentía ningún pudor en mostrarse firme y erecto para ella.
—Je veux faire l’amour[8] —susurró tímidamente, y tragué con fuerza
cuando noté que ella se despegaba un poco de mí para bajarme los pantalones y
la ropa interior lo suficiente para dejar al descubierto mi sexo. Procuré no mirar
hacia la avenida, ni hacia las rocas, ni hacia ningún otro sitio que no fuera ella,
con su boca entreabierta pidiéndome que la amara.
Volvió a encaramarse a mi cintura, abrazándome con sus piernas y,
apartando a un lado el tanga de su bikini, me coloqué en su entrada, temblando
de puro deseo por ella. Movió las caderas, haciendo que me hundiera dentro de
ella, arrancándome un gruñido que la hizo gemir. Bailamos al son de las olas,
apretándola contra mí una y otra vez, aferrado a sus caderas. Le hice el amor en
las frías aguas de la playa de San Cristóbal, con el castillo tapándonos de
posibles miradas ajenas, amándonos como habíamos deseado desde la primera
vez que nos vimos, yo más tarde a ella, que ella a mí, pero enamorado hasta las
trancas de mi pelirroja de cabellos salvajes y mirada esmeralda.








NOTA DE LA AUTORA

Cinco relatos, cinco trocitos de mi corazón que he querido compartir
contigo, lector. Muy diferentes entre sí, pero espero que te enamoraras de todos
por igual y que hayas pasado un buen rato con ellos.
Algunos son un homenaje a historias que me contaron y nunca
sucedieron. Yo soy muy así, de regalar finales felices a las personas, aunque a
veces no es necesario, pues lo que en un momento dado de nuestra vida
pensamos que nos hace felices, en otro, nos damos cuenta de que simplemente
no estaba para nosotros y que hemos tenido que esperar con paciencia hasta que
llegase nuestro tren. Otros, sin embargo, son producto de mi fantasía al cien por
cien (sí, también de las más morbosas). Con unos y otros lo he pasado genial
tecleando, los he disfrutado muchísimo y ojalá tú los hayas disfrutado tanto
como yo.
Si te apetece comentar conmigo lo que te ha parecido me puedes contactar
por las redes sociales y en mi correo electrónico rqantunez@gmail.com.
Además, repito lo que siempre digo, si te apetece dejar una pequeña opinión en
Amazon ayudarás a otras personas a decidirse por este libro o no y a mí me
encantará saber lo que te ha parecido.
Quiero aprovechar este espacio también para agradecerte que estés
leyendo estas líneas, que hayas confiado en mí para ocupar tu valioso tiempo,
espero haberte compensado con estos relatos un pelín locos y llenos de romance
y que haya logrado mi objetivo: despertar tus emociones.

BIOGRAFÍA

Me llamo Raquel Antúnez,


nací en 1981 y vivo en Gran Canaria junto a mi marido y mis dos niños. Soy
madre y trabajadora dentro y fuera de casa y por encima de todo soy escritora,
básicamente porque lo necesito como respirar. Hay quién requiere horas de
gimnasio, una tarde de tele basura o una cerveza en una terraza para despejar la
mente, yo necesito teclear.
Escribir a formado parte de mí toda la vida, cuando intento recordar qué
fue lo primero que escribí, soy incapaz, porque siempre, siempre, tengo
recuerdos ligados a los libros, los bolis, las libretas, las cartas, los folios
garabateados, los archivos de ordenador en los que me explayaba tecleando.
Siempre. Es la mejor palabra que se me ocurre relacionada con mi relación con
la escritura y literatura en general.
Ha habido muchas historias, algunas de ellas las guardo con cariño (iba a
decir en un viejo cajón, porque suena muy romántico, pero la verdad es que lo
guardo en el ordenador y en cientos de copias de seguridad por ahí).
Un día me atreví a teclear una comedia romántica
muy cortita que autopubliqué y que fue el principio en esto de Amazon: Las
tarántulas venenosas no siempre devoran a los dioses griegos. 2011 fue el año de
mi despegue, sin saber a qué me enfrentaba y sin tener idea de nada. Esta novela
se ha publicado también en portugués unos años más tarde.

Siempre me ha gustado experimentar con las


letras, con los géneros, con los subgéneros y un día me vi tecleando una historia
en la que el misterio y el erotismo se entremezclaba en sus páginas, dando como
fruto Redes de Pasión, publicada con el sello Tombooktu de Ediciones Nowtilus,
con esta novela fui nominada a mejor autora revelación y mejor novela chick lit
en 2012 por la web Premios Chick Lit España.

En 2014 volví a la comedia romántica, esta vez de
la editorial Alentia Ediciones, con la novela ¡A otra con ese cuento! Que repitió
nominación a mejor novela chick lit en ese año. A la finalización del contrato de
edición autopubliqué la novela en Amazon. Esta novela está publicada también
en italiano.

En 2016 volví a la autopublicación con Besos


sabor a café, una novela romántico-erótica que se ha mantenido a lo largo del
tiempo en el top ventas dentro de su género en Amazon. La novela fue publicada
también en inglés e italiano en todas las plataformas digitales.



Más tarde me lancé de lleno al thriller romántico
con Te encontraré, novela que quedó finalista del I Premio de Novela Romántica
de la editorial Romantic Ediciones y fue publicada por la misma editorial en
abril de 2017.

En diciembre de 2017 publiqué Tropezando en el


amor, una novela romántica contemporánea con pinceladas eróticas, publicada
por Ediciones Besos de papel.

En junio de 2018, me atrevo con este reto: el libro de relatos Amor, sexo y
otras movidas. Una antología de relatos románticos que autopublico en Amazon.

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sociales:










[1]
¡Buenos días, de nuevo!
[2]
¿Qué tal?, es una forma de saludarse en francés que puede ser respondida de la misma forma.
[3]
Sí, por favor.
[4]
¡Está helada!
[5]
Eres bella.
[6]
Mi abuelita.
[7]
¡Qué vergüenza!
[8]
Quiero hacerte el amor.

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