El Intelectual y La Sociedad en Que Vive 928934 PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 20

PEDRO L.

41N ENTRALGO

EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE

Desde que en el mundo existen "intelectuales" propiamente


dichos —desde la Grecia antigua— hasta el minuto mismo en que
vivimos, la tensión entre el intelectual y la sociedad a que él
pertenece nunca ha dejado de ser problema vivo. Jenófanes
de Colofón, hace ahora dos mil quinientos años, contraponía
jactanciosa y polémicamente su saber de filósofo, su sophia,
al tosco, pero fuerte poder social de quienes con sus potros
triunfaban en el estadio: “Mejor que la fuerza de los hombres
y de los caballos es nuestra sabiduría", escribió. Hace muy
pocas semanas, J. L. L. Aranguren, más sereno y mesurado
que el filósofo eleata, pero acaso no menos polémico que él,
ha sostenido que el intelectual debe ser solidariamente solitario
o solitariamente solidario respecto de la sociedad que le rodea.
Frente a ella y para ella debe “alumbrar nuevos proyectos de
existencia, tanto personal como colectiva, nuevos modos de ser
y de vivir"; y a la vez “ejercitar la tarea, menos brillante,
menos creadora, pero no menos necesaria, de recordar el deber
y de decir no a la injusticia"; mas debe hacer una y otra cosa
desvinculado y solitario, ajeno a las fuerzas reales y a los grupos
de acción inmediata —políticos, en suma— que en la sociedad
operan.1 Expresamente unas veces, tácitamente otras, nunca
este problema ha dejado de existir a lo largo de los veinticinco
siglos que separan uno y otro testimonio.
¿Por qué acontece esto? ¿Qué tiene, qué es la sociedad
para que el cultivador del pensar tenga que vivir en tensión

i ‘'El oficio del moralista en la sociedad actual", en Papeles tle Son


Arinadatis, XIV, 1959. 11-22.
54 PEDRO LAIN ENTRALGO

con ella? ¿Qué formas ha adoptado esa tensión, desde las clara­
mente “interven tivas” (Platón en Siracusa, Fichte en la Prusia
de 1808, Ortega en la España de 1930), hasta la casi “insoli­
darias" de Descartes en Holanda y Kierkegaard en Copenhague?
Complementaria de la “sociología del saber”, la “sociología
del pensar y el decir” tiene todavía no transitados muchos de
sus caminos incitantes. No he de seguirlos ahora. Quiero tan
sólo —desde mi personal experiencia, en mi persoual situación—
atisbar y describir algunos de los principales relieves de ese
magno problema histórico y moral que constituye la relación
entre el intelectual y la sociedad.

Decir la verdad

Procedamos para ello ab ]ove, virtud o vicio de intelectual,


y preguntémonos al galope lo que el intelectual sea. He aquí
mi definición: es el hombre que profesional o vocacionalmente
se consagra a la tarea de buscar, conquistar y expresar la verdad.
Que para ello tenga que hacerse cuestión de la realidad y
“convertir las presuntas cosas en problemas”, como tan certe­
ramente dice Ortega,’ no parece sentencia contestable. Ante
el mundo y ante sí mismo, el intelectual vive —o se desvive—
esforzándose por enriquecer el ser de la realidad con la verdad
que en ella ha descubierto o inventado.
Basta este sumarísimo apuntamiento para advertir que se
puede ser intelectual de muy varios modos. Es intelectual quien

2 El tema de la realidad y la función del intelectual es muy fre­


cuente en la obla de Onega. Ofreceré aquí una breve y esquemática anto­
logía de sus asertos. El intelectual vive haciéndose cuestión de las cosas
(Obrat completas, V, 510) ; anda siempre, en cuanto profesional de la razón
puta, “entre bastidores revolucionarios” (111, 227): siente, frente al seudo-
inteleciual, la voluptuosidad de los problemas teóricos (111. 511); no vive
la necesidad de la acción, a diferencia del político tlll, (lió): se siente
sobrecogido por el don de la mentira que posee el político y acaso secre­
tamente lo envidia (III. 619); se halla condenado a la impopularidad,
porque a las convenciones de la común opinión pública (.leva) opone
novedad, y por tanto paradoxa (V, 437); no siempre es inteligente, pero
lo es con más frecuencia que el no intelectual (VI. 143). Véase, sobre todo,
el articulo "El intelectual y el otro" (V. 504-512), al cual pertenece el
texto xrrib?. transcrito.
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 35

se afana por describir e interpretar científicamente la realidad


presente o pretérita, bajo forma de ciencia natural, historia,
sociología o psicología; con otras palabras, el hombre de ciencia.
Lo es también, y por modo más puro, el filósofo, cuyo oficio
consiste en desvelar y declarar teoréticamente lo que la reali­
dad es. La definición anterior envuelve asimismo al poeta
Utico, porque su alquitarada creación verbal no es sino un
modo sublime y metafórico de conocer y poseer espirituaJ-
mente la realidad de las cosas. Si no fuese esto la poesía,
¿habría podido Heidegger —valga su ejemplo— explorar e inter­
pretar como lo ha hecho la obra de Hólderlin y la de Rilke?
lis intelectual, por fin, el creador literario de vidas humanas,
sea novelista o dramaturgo. La novela y el teatro han sido
siempre vías de acceso a la realidad del hombre, y a veces —como
en Unamuno, Pirandello, Sartre y Camus— de manera bien
consciente y deliberada.8 En la medida en que se acerquen a
uno cualquiera de estos tipos puros, el profesor, el ensayista
y el periodista —¿qué es el periodista sino, el historiador del
presente fugaz?— son también, en el sentido más funcional del
término, intelectuales.
Complícame las cosas cuando la atención se detiene en
el objeto propio de la actividad del intelectual: en la verdad.
¿Qué es la verdad? ¿Qué es decir verdad? Y, sobre todo, ¿qué
es “ser conforme a la verdad”, “verdadear” o “verdadecer”,
aletheuin, según la perdurable fórmula de San Pablo (Ef. IV,
15)? Tremenda, permanente, abrumadora cuestión, llámese
uno Pilato, Jaspers o Pero Grullo.
¿Qué es la verdad? La fina sensibilidad histórica del pensa­
miento contemporáneo ha deslindado hasta tres modos cardi­
nales de entender el sentido humano de la verdad: el griego,
el hebreo y el romano. Fue verdad para el griego (alétheia)
aquello que nos descubre o manifiesta lo que las cosas real­
mente son; y para el hebreo (emunah), lo que nos permite
confiar en ellas; y para el romano (veritas), lo que está dicho
con exactitud y rigor. No deja de ser curiosa la receptividad
del más reciente pensamiento español para estas sutiles preci-
8 Véase el ensayo de J. Marías "La novela como método de cono­
cimiento”. Para el lema general de esle ensayo, véanse también los libros
del mismo autor Et intelectual y su intuido (Buenos Aires. 1956) y El
t./icio tlel l>ti>Sfiiniento (Madrid. 1958).
56 PEDRO LAlN EXTRAIDO

.«ones semánticas, desde que Zubiri las expuso entre nosotros.*


Diríase que el intelectual hispánico vive más conmovida y
problemáticamente que otros el tema de la integridad huma­
na de la verdad.
Pero la verdad no reviste modos distintos sólo por su
diverso sentido último en la vida de quien la posee y expresa;
también, y esto no importa menos, por lo que a su consisten­
cia propia atañe. Nadie, por ejemplo, confundirá la verdad del
que afirma ser verde la acacia en primavera, y la de quien
sostiene que Fernando el Católico fue un buen monarca. Me
atrevería a distinguir, desde este punto de vista, hasta seis
diferentes modos de la verdad: la verdad bruta —bien de com­
probación, bien de hallazgo— propia de los hechos de obser­
vación; verdor de la hoja vegetal o frialdad del mármol; la
verdad estadística de las medidas y, por lo tanto, de las leyes
físicas que a medidas se refieren; la verdad conjetural o hipo­
tética de las "icoilas" con que el hombre de ciencia interpreta
la realidad: el evolucionismo o la expansión del universo; la
verdad metafísica de las proposiciones relativas a la constitu­
ción última de la realidad, los principios o axiomas verdade­
ramente radicales; la verdad moral de las creencias y estima­
ciones: la de quien frente al pasado o ante el presente procede
estando “moralmente cierto” de algo; y, por fin, la verdad
sobrenatural o religiosa que para el creyente tienen ciertas rea­
lidades trascender)íes a la naturaleza humana. Perdónese esta
farragosa enumeración. Sin ella a la vista, ¿podría acaso enten­
derse la multiplicidad de sentidos que puede poseer y ostentar
el acto de "decir la verdad”, y la diversa responsabilidad moral
que a cada uno de sus modos corresponde?

Primer deber: ¡a obra personal

El oficio propio del intelectual, decía yo antes, consiste


en buscar, conquistar y expresar la verdad. ¿Cómo habrá de
< “Sobre el problema de la filosofía", en Kn’hla de. Occidente.
XXXIX y XL, 193$. lílicrionncnte. con mayor aparato lingüístico, en
Naturaleza, Historia, Dios (Madrid, 1944), págs. 29 y -50. Se han hecho
ero de ellas Ortega, Marías. Amílico Casrro, reiraieï Mora, Alvarcz de
Miranda y acaso algún otro.
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 37

cumplir esta varia y principal faena suya? Por lo pronto, a


través de su propia obra. El deber de solidaridad del intelec­
tual para con la sociedad a que pertenece puede y aun debe
adoptar formas distintas: pero ninguna de ellas alcanzaría vali­
dez última sin un firme apoyo en la obra personal del solida­
rio. Ella es la que en definitiva justifica socialmente —y no
sólo socialmente— al intelectual. Y puesto que la creación exi­
ge por modo ineludible la soledad, nos vemos abocados a la
paradoja de afirmar que la solidaridad del intelectual consiste
ante lodo en estar solo. Solo y quieto en la calmosa Góttingen
y el plácido Friburgo de los primeros decenios del siglo, Hus-
serl crea y elabora la fenomenología; solo y nómada por la
Europa de su tiempo. Rilke regala al mundo su obra poética.
No creo que en los escritos de uno y otro haya muchas lineas
de denuncia o de exigencia concretas —subrayo el adjetivo-
frente a la sociedad, sin duda injusta, en que ambos vivieron.
Ellos se limitaron a quedarse solos consigo mismos, tensa y
dolorosamente solos, y a crear en esa soledad su filosofía y sus
poemas. ¿Dejaron por eso de justificarse ante la sociedad? ¿No
cumplieron asi, y con colmo, su deber de solidaridad para con
los hombres de su tiempo y de todos los tiempos ulteriores al
suyo?
Conviene declarar con cierto énfasis esta obvia verdad, por­
que en la Europa de nuestros días —hablo ahora de Europa
en su sentido más estricto: la que geográficamente se halla
entre América y Ja URSS— parece haberse embotado un poco
el sentimiento del deber de creación, tan vivo y espontáneo
basta pocos años antes de la segunda guerra mundial. Pese al
gravísimo trauma físico y moral de esa guerra, las gentes de
Europa viven, en la acepción biológica del verbo “vivir”, consi­
derablemente mejor que antes de ella: ha crecido el nivel de
vida de los más; es mayor la seguridad social de la existencia;
y si la seguridad histórica no es grande, tampoco lo era, hoy
lo vemos bien, en 1910 y en 1930. Pero es forzoso reconocer
que la tensión creadora de los intelectuales y artistas europeos
es hoy harto más baja que cuando Einstein y De Broglie,
Scheler y Heidcgger. Unamuno y Ortega, Proust y Picasso se
hallaban en el cénit de sus vidas.
¿Por qué este descaecimiento? Hablaba antes del relativo
bienestar de la Europa actual, después de la tremenda herida
38 PEDRO LAÍN ENTRALGO

física y moral que fue la última guerra. Como el convaleciente


de una enfermedad grave, el europeo de estos últimos años ha
vivido —y vive— degustando al día el gozo antitrágico de ir
existiendo biológicamente con cierta seguridad. Más que en
crear ha pensado —y piensa— en vivir, y el intelectual ha caí­
do a veces en esa cómoda trampa adoptando un peligroso pa­
pel de niño mimado.
Contemplemos, en efecto, el doble juego del niño mima­
do. Por un lado, ese niño se beneficia de la seguridad, el orden
y la abundancia del pequeño mundo en que vive; por otro,
aunque sin amenazar de veras una seguridad, un orden y una
abundancia que le soportan y miman, protesta más o menos
irrítadamente contra ellos. En la Europa continental de nues­
tros días —la Europa de los Seis y del Mercado Común—, el
intelectual, beneficiario de la comodidad general a través de
los no escasos cauces que la sociedad le ofrece (cátedras y cur­
sos, pensiones y becas, radio y televisión, revistas y conferen­
cias, asesoraraientos diversos), vive con relativa facilidad y
relativa holgura. Pero vive así, observémoslo, en cuanto se
halla económicamente implicado en y con la sociedad a que
pertenece, lo cual no es para él íntimamente satisfactorio. Y
como esa sociedad suele concederle libertad suficiente en or­
den a la expresión de su propio pensamiento, más de una vez
el intelectual practica el segundo juego del niño mimado, le­
vanta su voz contra la técnica, critica con ingenio mordaz o
con ingenio lúcido la empresa del Mercado Común y contra­
pone la alada y creadora “Europa de los intelectuales” a la
pedestre y administrativa “Europa de los técnicos”. Desde un
país en que las libertades públicas y las hazañas técnicas son
mucho menos floridas que en la “Europa de los Seis”, permí­
taseme desvelar esta bifronte y frecuente actividad del inte­
lectual.
Hubo en la Europa del siglo XIX, entre otros, un genial
niño mimado: Carlos Baudelaire. Cómodamente apoyado sobre
Ja sociedad burguesa, muy tecnificada ya, de] Segundo Imperio,
Baudelaire, intelectual e inconforme, lanzaba sus agudos dar­
dos literarios contra la Tres Puissante Dame Industrie. Junto
a él vivía y escribía otro gran poeta, otro intelectual: Víctor
Hugo; el cual —ahí está para demostrarlo la Légende des sié-
eles— veía en la naciente técnica industrial una vigorosa expre­
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 89

sión del genio y el poder del hombre. ¿De quién de los dos era
la razón? Como lector de poesía, no puedo ocultar mi preferen­
cia por Baudelaire; pero en la discrepancia ahora apuntada,
debo reconocer la ingente superioridad del grave y épico Hugo,
cuyos versos grandilocuentes se movían en la gran tradición
europea de Roger Bacon, Bossuet, Condorcet, Hegel, Augusto
Comte y, avant la lettre, Teilhard de Chardin.
Frente a la "Europa de los técnicos” —por tanto, frente
a la técnica—, la mimada irritación de los intelectuales da
expresión a una actitud anímica del orden de las que los psi­
coanalistas suelen llamar “ambivalentes”. Por una parte, el
desdén del creador ante el organizador; por otra, el temor del
débil ante el fuerte, del imaginativo ante el racíonalizador, del
embriagado o entusiasta —no hay un intelectual genuino sin
cierto enthousiasmós, en el sentido primario del vocablo— ante
el frío desacralizador. Diríase que no pocos intelectuales de
nuestro tiempo piensan no poder ser supercivilizados sin dis­
frazarse un poquito de primitivos. Pero lo cierto es que la téc­
nica sólo embota el espíritu de aquellos que no saben o no
quieren emplearlo con denuedo y osadía, y sólo desacraliza
el mundo en la mente de quienes viven cerrando sus ojos a la
sacralidad y a la maravilla. Apartándome resueltamente de
Max Weber, y sin mengua de mi admiración por sus enormes
talentos y saberes, debo decir que ni la ciencia ni la técnica
han borrado del mundo lo sacro y lo maravilloso, al menos
para los hombres capaces de ir con sus almas más allá de la
apariencia y la superstición.
Oponer la “Europa de los intelectuales" a la “Europa de
los técnicos” es empeño semejante al de Pascal, cuando oponía
el “Dios de Abraham y de Jacob” al “Dios de los filósofos y
los sabios”. Hay un solo Dios, vivo para Abraham y fundamen­
tante para los filósofos, y —en el orden de su entidad propia—
hay una sola Europa; tanto más cuanto que Europa, como todas
las realidades de carácter proyectivo o histórico, es a la vez lo
que ella actualmente es y lo que ella en el futuro puede ser.
La Europa de los políticos y de los técnicos es la Europa del
presente, y por tanto la del pasado, porque en su parte más
densa y tangible el presente histórico no consiste en otra cosa
que en pasado “realizado”. La Europa ideal o proyectada, la
Europa de la posibilidad y el ensueño, es, en cambio, la de los
40 PEDRO LAÍN ENTRALGO

intelectuales, sean éstos pensadores, poetas, sabios o políticos


—los políticos para los cuales su oficio sea más bien tarea de
creación, obra poética, que ocasión de mandar o tradición admi­
nistrativa.
Mientras ella no rechace la crítica responsable y la libre
creación espiritual, aceptemos en cuanto intelectuales la "Eu­
ropa de los técnicos’’. Mas no para uncimos pasivamente a sus
cuadros y a sus posibles ventajas materiales, ni para adoptar
,en su regazo ambivalentes actitudes de niño mimado, sino, ante
todo, para trocarla en suelo y marco de la creación personal.
Sobre tal suelo, en esforzada y fecunda soledad —esa soledad del
creador, en que el hombre, como dice Zubiri, se siente acompa­
ñado por todo lo que le falta—, el intelectual europeo debe salir
de su actual depresión y regalar a los otros obras dignas de la
tradición de Europa. Este es su gran deber íntimo y su primer
deber social, Lo cual vale tanto como decir que sobre el intelec­
tual pesan otros deberes públicos. No, no es una torre de marfil
creadora y desvinculada del ideal ético lo que ahora propongo.
Mas para llegar a la formulación de esos deberes adjetivos del
intelectual, es necesaria una distinción previa.

“Espedalistfis” y " lolnlistns”

Creo que. desde el punto de vista del objeto de su trabajo,


conviene clasificar a los intelectuales en dos grandes grupos com­
plementarios: Jos "especialistas” y los que llamaré —acéptese
el vocablo— "totalistas". Llamo "especialistas", como es obvio,
a ios intelectuales que consagran Ja actividad de su mente al
cultivo de una bien circunscrita parcela de la realidad (los as­
tros, los entes matemáticos, la historia de la Antigüedad, el alma
humana) o a un determinado modo de acceder al conocimiento
de lo real (el científico-natural, el histórico, el filosófico, el
poético). No afirmo con ello que ciertos hombres sean sólo as­
trónomos, historiadores, filósofos o poetas. Por mucho que alqui­
taren su actividad personal, tales sujetos no dejarán de vivir
en su país, en su tiempo y con sus prójimos. Aquello de Platón
en el Tcetelo, según lo cual los filósofos no saben si sus veci­
nos "son hombres u otros engendros cualesquiera", no pasa de
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE -U

ser graciosa y jactanciosa hipérbole. Quiero decir, eso si, que en


cuanto intelectuales —al margen, por tanto, del empleo común
y cotidiano de su inteligencia— ellos no se ocupan sino en ver
astros, leer textos antiguos, especular en torno al ser o com­
poner poemas.
Mas no se entenderá con pleno rigor lo que en verdad es
el intelectual especialista, si no se le deslinda muy pulcramente
de quienes, siendo como él especialistas, no son "intelectuales”,,
sino meros “técnicos”. En este sentido estricto, es "técnico espe­
cialista” el hombre que cultiva operativa e intelectualmente una
parcela de la realidad, sin que sus saberes lleguen en profundi­
dad hasta el fondo por donde esa singular parcela arraiga en
el todo de lo real. Diagnosticando correctamente una estrechez
mitral, tal médico ha buscado, conquistado y expresado una ver­
dad; pero si ese médico no se pregunta por la relación entre la
verdad de la estrechez mitral y la realidad de la enfermedad y
del hombre, entonces queda en ser “técnico” del conocimiento
médico y no llega a ser "intelectual especialista”. Lo mismo ha­
bría que decir, mutatis mutandis, del matemático despreocupa­
do de lo que es el número, del químico ciego para lo que la afi­
nidad y la materia sean, del historiador ajeno a los problemas
teoréticos de la historia y el historiar.
Bien distinto es el caso del “intelectual especialista”. Alié­
nese éste, por supuesto, al conocimiento de su particular provin­
cia de la realidad; pero lo hace tratando de llevar ese conoci­
miento suyo —y no de un modo turbio, sino tan clara y dis­
tintamente como le sea posible— hasta la hondura en que
su ciencia nace como tal especialidad; por tanto, hasta la
viviente inserción de tal ciencia en el todo de la reali­
dad y del saber. El paso de la ciencia del “técnico” al saber
del "intelectual" es sobremanera grave. El técnico vive de resul­
tados y seguridades. £1, en principio, no es creador, como pue­
den serlo, cada uno a su modo, el sabio original, el poeta y
el ensayista. Suponiendo que la técnica por él poseída sea en
sí misma lícita, sus responsabilidades sociales se limitan a las
dimanantes de su variable rendimiento personal y de su posi­
ble colisión con una sociedad que no admita o coarte excesi­
vamente el público ejercicio de esa técnica suya. Tal seria el
caso de un técnico en sondeos sociales, residente en un país
temeroso de conocerse a si mismo o carente de todo interés por
42 PEDRO LAIN ENTRALGO

la sociología.5 Cambian radicalmente las cosas cuando del inte­


lectual se trata, aunque éste lo sea de un modo especializado
y parcelario. Tan pronto como su inteligencia se asoma seria­
mente al fondo de su especialidad, y por tanto al todo de la
realidad y del saber, muy luego descubre que la zona de inser­
ción de su ciencia en ese todo posee una estructura a la vez
histórica, filosófica —más precisamente: lógica y metafísica— y
moral. Hácesele histórico su saber porque su mente descubre
y contempla cómo eso que él sabe ha nacido y se ha configu­
rado en una determinada situación histórica y social del espí­
ritu humano, y cómo, por añadidura, pese a la firmeza de su
aparente verdad, puede cambiar muy sustancialmente en el
presente y el futuro. Adquiere su ciencia, por otra parte, cariz
filosófico, porque sólo la filosofía puede dar razón —siempre
precaria razón— del nexo teorético y real entre una ciencia
particular y lo que en realidad sea la zona del mundo sobre
que esa ciencia versa. El médico "intelectual” se verá siempre
conducido volens nolens a una filosofía de la enfermedad y
de la medicina; y así el químico “intelectual” a una filosofía
de la química, y el sociólogo a una filosofía de la sociedad.
■Cobra en fin el saber condición moral, porque entonces se
problcmatiza de algún modo la verdad a él inherente, y el
intelectual se ve obligado a decidir, tanto acerca de su personal
asentimiento a lo sabido, como acerca de la pública expresión
de eso que él sólo problemáticamente sabe. El saber del inte­
lectual genuino es, pues, un saber en libertad, aunque esta
libertad, en cuanto humana, no sea ni pueda ser libertad abso­
luta. Hállase en libertad el saber: n), desde el punto de vista
de su génesis, que como acabamos de ver es siempre histórica
y contingente; b), desde el punto de vista de su validez y su
verdad; la capacidad de la mente humana para descubrir y
poseer verdades absolutas no excluye la fuerte relatividad de
lo que en concreto se sabe; y c), en orden a su expresión pú­
blica, porque ésta tiene que ser siempre objeto de cuidadosa
discriminación ocasional. La responsabilidad social del intelec­
tual especialista exige, en suma, un intimo y delicado debate
° Hablo, por supuesto, de la responsabilidad social del técnico en
■cuanto técnico. Lo que yo ahora digo no es óbice para que esa persona
se halle gravemente obligada en cuanto hombre y en cuanto ciudadano
a la sociedad en que vive y a que de algún modo pertenece.
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 43

entre su personal libertad y la libertad que objetivamente con­


ceda la sociedad a que él pertenece. Recurriré a un solo ejem­
plo. Un historiador que no sea simple técnico de la historio­
grafía o mero proveedor de cualquier propaganda oficial, un
historiador que pretenda ser mínimamente “intelectual", ¿po­
drá vivir sin graves problemas morales al servicio de un país
totalitario?
Junto al intelectual “especialista” hállase el que antes me
he atrevido a llamar “totalista”; aquel cuya inteligencia —por
su nativa peculiaridad, por su educación o por la condición
del mundo en que vive y actúa— recibe la constante e instante
solicitud de muchas de las provincias que integran el totum
de la realidad, o acaso de todas ellas. Más radical que el homo
humanus de Terencio, el intelectual “totalista" dice para sí:
Realitas sum, el nihil realis a me alienum puto. Toda socie­
dad intelectualmente poco “hecha” —así la hispánica— es propi­
cia a la aparición de este género de intelectuales: recuérdese
la forma egregia con que entre nosotros lo han sido Feijóo,
Balmes, Unamuno, Ortega y Ors. Pero es lo cierto que en
todos los climas pueden surgir intelectuales totalistas, y ahí
están para demostrarlo Nietzsche y Scheler, Emerson y William
James, Sartre y Camus. "Mejor que la fuerza de los caballos
y de los hombres es nuestra sabiduría”, hemos oído decir a
Jenófanes de Colofón. Con ello el sabio de Elea parece decla­
rarse intelectual especialista, filósofo desdeñosamente aparta­
do de todo lo que no sea el saber teorético. Pero no tarda en
confesar que con su esfuerzo intelectual él no aspira sólo al
gozo de saber, mas también a la eunomla púleos, al “buen or­
den de la ciudad”. Como casi todos los filósofos griegos, Jenó­
fanes quiso ser y fue intelectual totalista.
El intelectual totalista no cultiva de un modo indiferente
■o ecléctico todas las provincias de la realidad, ni todos los mo­
dos de acercarse intelectualmente a ella. Unas veces, las más,
será filósofo de vocación y profesión, como Ortega: mas tam­
bién podrá ser médico, sociólogo, historiador y hasta físico,
como Einstein, nada insensible en cuanto intelectual a los
problemas morales de la sociedad en que vivió. Pero lo deci­
sivo ahora no es la eminencia en el cultivo de una determi­
nada disciplina, sino la sensibilidad de la mente para los más
diversos estímulos del mundo en torno; estímulos teoréticos,
44 I'EORO LAÍN ENTRAl.CO

estéticos, religiosos, políticos y —acaso en primer término-


morales. Instalado en el prestigio de su obra de especialista o
sin otro piestigio ni otro escabel que su insobornable amor
a la verdad, el intelectual habla o intenta hablar a la sociedad
en verdad y en justicia; y asi actuante, asume en su persona,
como con razón dice Áranguren, el oficio social de los que en
otros tiempos fueron llamados ■‘moralistas". Pero esta función
del intelectual, ¿no está proclamando a voces la existencia de
un nuevo deber suyo?

Segundo deber: la exigencia

Dije antes que la obra personal constituye el deber prime­


ro del intelectual frente a la sociedad; sin cumplirlo, toda ulte­
rior actuación suya —salvo que de intelectual pase a ser polí­
tico— carecería de última justificación. Más aun: al intelectual
que no sea un malhechor, su obra personal puede justificarle
socialmcnte. “£$ ciudadano siinpliiiler —decía Santo Tomás
de Aquino— quien actúa en aquellas cosas que de los ciuda­
danos son, como el dar consejo o juicio en el pueblo” (Summa
Theol. 1-2, q. 305, a, 3). ¿Y qué otra cosa sino un buen consejo
—el consejo y la ocasión de ensalzar o completar la propia vi­
da— es socialmente una creación filosófica, científica o litera­
ria? Todo lo cual no impide que junto a ese deber principal
exista otro, también importante, que llamaré de exigencia.
Hablo ahora ante todo de la que el intelectual puede y
debe proclamar frente a la sociedad, si es que él ha comen­
zado por exigirse a sí mismo. El intelectual especialista se verá
obligado a exigir la libertad y la justicia que requiera un culti­
vo a fondo —ya sabemos lo que esto significa— de su particu­
lar disciplina. Reclamar, por ejemplo, que las obras de Descar­
tes y Kant puedan ser leídas sin trabas, constituirá un deber,
a Ja vez intelectual, moral y social, para el filósofo en cuyo
país eso no acontezca. El intelectual totalista, por su paite, y
a riesgo de que filisteos y satisfechos le llamen “métome-en-
todo”, exigirá con la única arma a su alcance —la leal expre­
sión de la verdad— bienes espirituales y sociales muy ajenos a
Jos dominios del saber o del crear por ¿1 más intensamente
EI. IXIELECTUAL Y LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 45

cultivados. Cuando en 1930 pedia la "redención de las provin­


cias”, el filósofo Ortega no hablaba en cuanto filósofo "profe­
sional” o profesor de filosofía, mas no por eso dejaba de ha­
blar como intelectual; quiero decir, como intelectual totalista.
Y como él entonces, los filósofos, físicos, historiadores o poetas
que hoy, sin otra fuerza que la proclamación de la verdad,
exigen aquí y allí que no se aplique a los presos tortura alguna
para obtener de ellos declaración.
Pensemos con cierta calma acerca de lo que el intelectual
totalista debe socialmente exigir, y consideremos luego cómo
debe plantear ante la sociedad esa personal exigencia suya.
■ Puesto que el alimento propio de la inteligencia es la
verdad —si se quiere más precisión, la realidad hecha verdad,
"verificada”—, el intelectual exigirá ante todo una vida públi­
ca verdadera, es decir, basada en k verdad.4 Su lema tácito
o expreso será éste: la verdad es un bien social; un bien que
comienza a realizarse en la modesta operación de dar a las
cosas su verdadero nombre. Llamando "mentira" y “robo” al
acto de mentir y al acto de robar —valga este trivial ejemplo—,
se procede intelectualmentc y se concede vigencia social al bien
de la verdad. ¿Quién tro recuerda las vibrantes consignas una-
munianas del prólogo a Vida de Don Quijote y Sancho? Aun­
que a don Miguel de Unanruno le cargase esta etiqueta, he
ahí una típica proclama de "intelectual”.
Sabe el intelectual —o debe saber - que la verdad es a
veces ¡religiosa. No me refiero ahora a ios peligros que pueda
implicar el acto de decir o intentar decir públicamente la ver­
dad social, que esto es sobremanera obvio, sino a la acción de
la verdad misma sobre la vida del que la recibe. "Crece de tal
modo —escribió San Agustín—, que desde la leche puedas lle­
gar al pan." Es cierto. Hay estados de la mente, por jnfanti-
lidad o por apasionamiento, en que sólo las verdades "lácteas”
son alimento tolerable; las verdades "paniegas” no podrían ser
en ellos convenientemente digeridas. Lo que haya de verdad
en la doctrina del "complejo de Edipo", verdad paniega, y aun
0 No quiero con esto decir que el ¡urelcciual sea siempre muy
inteligente. A veces lo será puco. Pero con la inteligencia que tenga —esto
es lo decisivo, y en esto se distinguirá de los •'inteligentes’’ no intelectua­
les— buscará ante iodo la verdad, y la Intsuirá io más hondamente que
pueda.
46 PEDRO LAÍN ENTRALGO

cárnea, ¿podría ser rectamente digerido por un niño de diez


años? Es cierto también que el ejercicio del poder social y
político requerirá siempre, por muy democrático que ese ejerci­
cio sea, la existencia de ciertos arcana impertí, llámense “se­
cretos de Estado" o como se quiera. Pero siendo cierto todo
esto, no menos lo es que la verdad, bien intelectual, es y debe
ser al mismo tiempo un bien social. De ahí el deber de exigir
para ella, en orden a la vida pública, un nivel mínimo y una
constante actitud. El nivel mínimo: que el poder público no
falsee la verdad, ni imponga bajo especie de consigna su fal­
seamiento. Exempli gratia, que no blasone de amor a la liber­
tad cuando con su conducta la niega. La actitud constante:
que el poder público, político o social, se emplee en educar
a sus regidos de modo que la tolerancia de éstos para la verdad
sea cada vez mayor; de lacle ad panem, como diría San Agus­
tín. Mantener a una sociedad entera en aislamiento intelec­
tual y cultivar en ella un temor infantil a las verdades “panie­
gas” y "cárneas” —que muy principalmente serán verdades acer­
ca de ella misma— constituye a la vez, como la ejecución del
Duque de Enghien, un desafuero y una torpeza.
La exigencia de verdad lleva como esencial complemento
una exigencia de libertad. También la libertad es —ct potir
cause— un bien social; no tanto por sí misma, sino en cuanto
vía de acceso a la verdad y la felicidad. Libertad para la ver­
dad, esto es lo decisivo. Bien sé que los fanáticos y seudofaná-
ticos suelen hacer de esa fórmula rudo instrumento de tiranía,
porque “verdad”, para ellos, es sólo lo que ellos creen o dicen
creer. Pero frente al criterio fanático o seudofanático de la
verdad, el intelectual genuino pensará, como ha dicho Julián
Marías, que “nadie debe estar seguro sino de lo que se puede
estar seguro”, y exigirá que públicamente se proceda en conse­
cuencia. La expresión evangélica “la verdad os hará libres”
tiene ante todo un sentido religioso y sobrenatural; mas tam­
bién tiene un sentido natural, a un tiempo social y psicológico,
del cual es inexorable reverso esta otra sentencia: “La libertad
os hará verdaderos". Por lo cual, aquellos dos deberes del poder
público respecto de la verdad —nivel mínimo y actitud cons­
tante— son no menos fuertes y obligantes en el caso de la liber­
tad. Nadie lo sabe mejor que el intelectual, y de ahí su deber
de proclamarlo.
EL INTELECTUAL Y LA 5OCIEDAD EN QUE VIVE 47

Tercer objeto de la exigencia social del intelectual —esen­


cialmente conexo, apenas hay que decirlo, con los dos anterio­
res— es la justicia. Tan pronto como deja de ser especialista, y
a veces sin dejar de serlo, el intelectual se siente obligado a
ser voz pública de la lucha contra la injusticia; o contra el
mal, si, como mi amigo el poeta Pierre Emmanuel, se prefiere
usar un lenguaje más radical y preciso. Incontables son las for­
mas sociales y políticas de la injusticia: el asesinato, la crueldad,
la opresión del débil, la desigualdad abusiva, la corrupción,
la depredación, el monopolio y el privilegio en el disfrute de
los bienes públicos o comunales, y a todas debe llegar la expre­
sión de la verdad. No es infrecuente el juego sucio de quienes
para negar la libertad de los demás se proclaman a sí mismos
paladines de la justicia. El primer paso de estas gentes consiste
por lo general en gritar que los ‘‘liberales" —o quienes así adje­
tivan— son indiferentes a la injusticia social; el segundo, en
mostrarse con su conducta tan enemigos de la libertad que dis­
cuten como de la justicia de que alardean. Frente a ellos, el
verdadero intelectual sabe muy bien que el disfrute de libertad
es parte integrante de la justicia; y complementariamente, que
sólo orientado hacia la justicia se legitima plenamente el ejer­
cicio público de la libertad. Una justicia que haga a los hom­
bres más libres y una libertad que les haga más justos serán
siempre la meta principal de la operación del intelectual entre
sus conciudadanos. Poco importa que los otros —los beneficia­
rios del poder político y del poder social, los perezosos, los “téc­
nicos” resueltos a no pasar dé serlo— no se cansen de llamar
"utopía’’ a esa meta permanente. ¿Acaso los hombres se han
movido eficazmente en la historia por algo que en el fondo
no fuese utopia, modo de vivir sólo parcialmente realizable
de tejas abajo?
La pasión por la verdad, la libertad y la justicia componen
juntas lo que solemos llamar dignidad del hombre o de Ja per­
sona. Exigiéndolas, el intelectual exige a la vez dignidad; y tam­
bién felicidad, en la medida en que la existencia terrena la
permita. ¿Cómo, sin mengua de su dignidad, antes con incre­
mento de ella, puede el hombre vivir más feliz? Constantemen­
te deberían sonar tales palabras en el alma de aquellos inte­
lectuales a quienes nada en su mundo sea ajeno. Máxima feli­
cidad de los más, supuesta la dignidad de todos. A la hora de
48 PEDRO LAÍN ENTRALGO

elegir consignas para la vida pública, no debiera ser ésta la


última de ellas.
La exigencia del intelectual frente a la sociedad y respecto
de ella tiene el contenido que sumaria y acaso incompletamen­
te acabo de exponer. ¿Cuál habrá de ser su forma propia? Más
de una vez he dado ya mi respuesta: esa forma será y deberá
ser siempre la expresión de la verdad. Como solía decir Euge­
nio d’Ors, los estamentos intelectuales de ía sociedad son sus
“jerarquías inermes”. La verdad expresada pertenecerá unas
veces al'orden de los hechos observables —las verdades que más
arriba llamé “brutas”— y otras al orden de los principios; pero
ni siquiera en este último caso dejará de apoyarse tácitamente
en hechos de observación, y esto es lo que a la postre distingue
al verdadero intelectual del arbitrista y del ideólogo. Contra
lo que en España e Hispanoamérica suele pensarse,7 nada com­
place tanto al intelectual genuino como contar con los hechos
y hasta topar con ellos, bien como punto de partida en su aven­
tura hacia los principios, bien como piedra de toque para la
comprobación de éstos. La actividad de la inteligencia es pri­
mariamente “impresión de realidad”, enseña Zubiri, y en todo
momento lo percibe y demuestra quien de veras es intelectual.
Asi entendida, no como la entendieron aquellos ingenuos y so­
ñadores protagonistas de los "pronunciamientos” españoles del
siglo XIX, la expresión social de la verdad nunca será histórica
y socialmente infecunda.
Claro está que la pública expresión de la verdad acarrea
algunos deberes. Por lo menos, tres, que yo llamaré de inte­
gridad, de discernimiento y de autenticidad. Sin integridad, la
verdad deja de serlo, porque, como es tópico afirmar, no hay
peor mentira que una verdad a medias. Nada más frecuente
que esas "verdades oficiales" a las que táctica y astutamente
falta su mitad sombría; nada más cómodo que dejar previa­
mente muda a la crítica y jactarse luego de lo que se ha hecho,
callando sin resquicio lo que ha dejado de hacerse y lo que
se hizo mal. Pues bien: sólo cuidando con exquisita cautela de
no incurrir en ese común e initante vicio del decir político,

7 Acaso porque en España e Hispanoamérica sude desearse que el


intelectual no salga del orden de los "principios" y quede siempre ajeno
■al orden de los "hechos”: por lo menos, tle los hechos políticos y sociales.
EL INTELECTUAL Y LA SOCIEDAD ’iN QUE VIVE 49

sólo procurando ser íntegro en la personal expresión dé la ver­


dad —y más cuando ésta se refiera a la realidad social—, sólo
así gozará de autoridad el intelectual para hablar a los demás
de aquello que no es su particular disciplina científica o lite­
raria. Más concisamente: sólo así obrará como verdadero inte­
lectual. Llamo ahora discernimiento al que de consuno requie­
ren los diversos modos de la verdad antes apuntados y la varia
disposición mental de las gentes a quienes la verdad se dice.
No se hablará con la misma firmeza cuando se mencione un
hecho notorio y grave, que cuando se aventure una interpre­
tación histórica, por verdadera que ésta patezca ser; y sin delii-
mento de la veracidad, no será idéntico lo que se diga al
común de los hombres y a la minoiía de ios que sin quebranto
de sus almas puedan digerir el más crudo y negro pan espiri­
tual. Grave deber, que a los intelectuales nos gusta tan a menu­
do sortear. Justamente en el modo de cumplirlo se distinguirá
el verdadero intelectual del panfletista y el demagogo. Auten­
ticidad, en fin; solidaridad personal con lo que públicamente
se dice. "La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su por­
quero", escribió Antonio Machado. Sin duda. Más aun: la ver­
dad es la verdad, aunque la digan ei cobarde o el indigno.
Pero la autoridad para decirla y la eficacia de haberla dicho
no serán iguales en el caso del inauténtico y en el de aquel que
con entera autenticidad personal denuncia y exige. Piénsese
por vía de ejemplo en lo que ha sido o es la prestancia moral
de Péguy, Bernanos, Oppenheimer, Camus, Pasternak y el l)r.
Schweitzer.
Algo más puede y debe hacer el intelectual frente a la
sociedatl en que vive. Además de decir la verdad latente, decla­
rando lo que es, puede y debe ofrecer la posibilidad sugestiva,
brindar lo que puede ser. Él es por oficio inventor de proyectos
de existencia, desde los pertinentes a eso que ahora suelen pe­
dregosamente llamar “cambio de estructuras” hasta los que
atañen al empleo diversivo o festival del tiempo libre. Sin la
previa invención de un intelectual, en el ancho sentido con
que ahora empleo esta palabra, ¿serían le que hoy son la con­
templación estética de un paisaje o la relación amorosa entre
el varón y la hembra? Y junto a la exigencia y al proyecto, a
veces, el silencio. Sí. Hay ocasiones y situaciones en que el
intelectual no puede hablar como debe. ¿Qué hará entonces?
50 PEDRO LAIN ENTRALGO

Por lo pronto, sin grandes gestos, cumplirá hasta donde pueda


su múltiple deber de crear obra personal, expresar la verdad
latente y proyectar la posibilidad sugestiva; y cuando ya no
pueda hablar, porque su palabra es imperativamente cercena­
da, callará, ofrecerá perceptiblemente a los demás su propio
silencio, que también el silencio puede ser perceptible, y se
esforzará por realizar sin alharaca en su propia vida el ideal
o la utopía de verdad, libertad y justicia que con su segada exi­
gencia hubiese él propuesto a los demás. Nunca como entonces
será urgente el cumplimiento de ese deber de autenticidad que
acabo de nombrar.

Aquí y ahora

Vengamos ahora a la más próxima circunstancia, a esta


España nuestra. Que no quede todo en poner el paño al pulpi­
to y hablar al oído anónimo de “Ja Humanidad”. En el seno
de la sociedad española, ¿qué puede, qué debe hacer el inte­
lectual? 8
Debe, en primer término, labrar con ambición y esfuerzo
su obra propia. Por encima de todas las diatribas, en España
hay una vida intelectual; por debajo de todos los ditirambos,
en la vida intelectual de España —como en la de Europa, y
más aun que en la del resto de Europa— es hoy deficiente la
tensión creadora. No discutiré yo la validez de las razones que
cada cual pueda dar como explicación de su propio caso, y de
buen grado aceptaré muchas de ellas; pero el común resultado
de todas será a la postre el que acabo de apuntar- La muerte
reciente de varios de nuestros “grandes viejos” —Ortega, Bato­
ja, Ors, Benavente, Juan Ramón— ha dejado entre nosotros
una rara y grave sensación de orfandad y vacío. Y esto, ¿no hace
todavía más fuerte ese íntimo deber de levantar con ahinco
la obra personal? Para que nadie me impute engolamiento ni
pedantería, y puesto que entre españoles e hispánicos estoy
ahora, déjeseme contar una anecdotilla toreril de mi adoles-

3 Signen siendo vigentes y punzan,< s las reflexiones de Ortega acerca


de la situación del intelectual en la vida española (Obn,f id.npirlus. ¡II.
EL INTELECTUAL V LA SOCIEDAD EN QUE VIVE 51

cencía. Cuando desde mi tierra de Aragón fui yo a Valencia,


era aún reciente la muerte dramática de Manuel Granero, Ido­
lo y prez de la afición levantina. El honor taurino de los valen­
cianos había quedado sin valedor, y asi lo sentía en su entraña
un pobre lotero casi viejo —"Paiporta*' le llamaban—, héroe
hasta entonces de tristes corridas nocturnas. El cual "Paipoi la”,
echando sobre sus hombros, nuevo Octavio, la áspera carga de
suceder y suplir al César difunto, recorría las tabernas subur­
banas diciendo muy seria y animosamente a sus contristados
habitadores: "¡Muerto Manolo, hay que arrimarse!". Al impe­
rativo de la propia vocación se añadía en "Paiporta** otro, que
el general menester lt dictaba. Sin grandes ademanes, con mu­
cha sencillez y hasta con un adarme de lúcida y mensurativa
autoironía, esa debían ser en España la disposición de todos
los intelectuales en quienes aún no se haya extinguido el áni­
mo creador.
Obra personal cieadora. Proyectos sugestivos y viables de
vida intelectual, estética, social y económica, política. Propues­
tas de convivencia inédita y superadora. Mas también, a la vez,
exigente expresión de la verdad, según los principios y las re­
glas anteriormente expuestos. ¿Acaso no es la verdad el primer
menester histórico de España? La más reciente historia nacio­
nal, ¿no es entre nosotros, y sobre todo entre los jóvenes, casi
desconocida, así en el orden de los hechos como en el de las
ideas? Y la verdad social de nuestro pueblo, lo que hoy España
realmente sea y pueda ser, ¿no nos es pábulo tan necesario y
urgente como la verdad del pasado próximo? Hace algunos
meses me ponderaba Américo Castro la grave y general obliga­
ción en que estamos de transmitir a los jóvenes, con íntegra y
bien discriminada veracidad, el contenido de nuestra personal
experiencia de españoles. Tenía razón. Sin un copioso mínimo
de verdad acerca del pasado inmediato, ¿podrá acaso hacerse
una historia fecunda? Y cuando se nos impida ofrecer a los
demás esa exigente y responsable verdad, ofrezcámosles nuestra
obra y nuestro silencio.
Hablo y tal vez no debiera hablar, porque me falta auto­
ridad para hacerlo. Aun cuando yo no haya vivido nunca del
todo ajeno al sentimiento y al cumplimiento del deber que
ahoia proclamo, examino con sinceridad mi propia vida y no
dejo de ver deficiencias y enores en mi modo de sentirlo y
52 PEDRO LAIN ENTRALGO

cumplirlo. A nadie lanzare, pues, piedra alguna; me contentaré


con pedir que cada cual explore con atención su propio ojo
antes de escudriñar lo que hay en el ojo del vecino. Pero la
verdad es la verdad, aunque sea, el porquero y no Agamenón
quien la declare. Y en este caso la verdad, la tiara y definitiva
verdad, es que los intelectuales españoles —acaso in spe contra
spem, como en otro orden de cosas decía San Pablo— debemos
poner nuestra obra personal y nuestra palabra o nuestro silen­
cio al servicio de aquello en que Jcnófanes de Colofón, rebelde
contra los hábitos sociales en torno a su persona, veía uno de
los más altos fines de su levantada sabiduría; “El buen orden
de la ciudad”.
(Enero - febrero, 19ó0)

También podría gustarte