Herejes, Beatas y Beujas Ne
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Presencia y transparencia
SOLANGE ALBERRO
Dirección de Estudios Históricos
Instituto Nacional de Antropología e Historia
83
La hereje judaizante
El primer tipo de mujer enjuiciada por el Santo Oficio que nos toca aho-
ra describir es el de la hereje.
No se trata de una discípula de Lutero o de Calvino, ya que los pro-
testantes que pisaron el suelo novohispano eran corsarios ingleses, fran-
ceses u holandeses arrojados por los azares de la navegación y, más
raramente, alguno que otro artesano borgoñón o flamenco, sin que se re-
gistrara ningún caso de mujer que profesara la religión reformada. Se tra-
ta más bien de la judaizante, también llamada conversa, cristiana nueva
o cripto judía -para mayor facilidad, utilizaremos aquí estos términos de
la misma manera aunque no sean exactamente sinónimos- es decir, la
mujer que pertenece a una familia de origen judío pero que se vio com-
pelida, varias generaciones atrás, a recibir el bautismo para permanecer
en España. A fines del siglo XVI y durante la primera mitad del siglo xvn,
gozando de la relativa tolerancia que marcó la privanza del conde-duque
de Olivares y mientras las coronas de Castilla y de Portugal estuvieron
unidas -desde 1580 a 1640- algunas decenas de esas familias se trasla-
daron a América, esperando encontrar allí no solamente condiciones me-
jores de existencia sino, sobre todo, más favorables a la práctica -
clandestina, pero siempre viva entre ellas, de la fe mosaica, en un medio
ciertamente menos controlado que el de la metrópoli. Muchos judaizan-
tes fueron entonces llamados "portugueses", porque provenían efectiva-
mente de Portugal, donde sus familias se habían asentado a fines del
siglo VI, al salir de la España de los Reyes Católicos.
Ésta es la razón por la que durante los dos grandes periodos de per-
secución de los judaizantes en Nueva España, en la última década del si-
glo XVI y en la de 1640 a 1650, encontramos entre los herejes arrestados
por la Inquisición la misma proporción de mujeres que de hombres. Am-
bos sexos recibieron las mismas penas: la reconciliación y la abjuración,
acompañadas de sanciones físicas, espirituales y monetarias la primera
vez y la hoguera en caso de reincidencia en la herejía y segundo proceso.
La mujer judaizante se yergue con fuerza y nitidez sobre todas las
que sufrieron los rigores inquisitoriales. La familia conversa siguió en
Nueva España los patrones occidentales -más precisamente mediterrá-
La hechicera
La falsa beata
El tercer tipo de mujer que aparece en los registros del Santo Oficio es
la falsa beata, que, fingiendo una virtud y una devoción singulares, dice
tener revelaciones y visiones en medio de arrobos espectaculares. Esos
éxtasis congregan a no pocos ingenuos que constituyen pronto un grupo
de admiradores atentos a los consejos, órdenes, amonestaciones y pro-
nósticos que la beata les prodiga con liberalidad. Esta mujer suele vestir
un hábito del Carmen o de terciaria franciscana, vive retirada en su pro-
pia casa y sus demostraciones excesivas de rehgiosidad junto con el es-
cándalo público le atraen invariablemente el mterés inquisitorial. Los
documentos dan cuenta de un buen número de denuncias contra falsas
beatas y de algunos procesos interesantes. Los personajes de falsas bea-
tas son a menudo picarescos, despiertan a veces la compasión y por en-
cima de sus rasgos particulares, admiten una caracterización común.
Las falsas beatas son casi siempre españolas, solteras o viudas, y
parece haber entre ellas cierta tendencia a padecer malestares de origen
psicosomático: "males de corazón", "desmayos", "hinchazones" que des-
embocan en partos verdaderos o nerviosos, etcétera.
Existe una notable diferencia entre ellas y las hechiceras con rela-
ción al manejo de la sexualidad. Si las hechiceras, viudas o de "mal vi-
vir", son conocedoras directas de sus secretos, y actúan en la sexualidad
de los demás, las beatas son teóricamente del todo ajenas a ella; la viuda
no recuerda nada al respecto, y la soltera no puede ser sino una virgen sin
mancilla. Sólo llegan a tocar tan escabrosos temas para condenarlos en
los términos más clásicos, aunque los discursos que pronuncian durante
sus numerosos arrobos están llenos de imágenes y de símbolos sexuales
nada ambiguos. Sin embargo, todo esto no es más que apariencia y la fría
celda se llena a veces de susurros que no siempre son los de las oracio-
nes mientras el hábito disimula con provecho extrañas redondeces ...
Entonces, ¿quién es la falsa beata que implora el perdón de los seño-
res inquisidores? ¿Es tan sólo la "embaucadora" que denuncian severa-
mente, acusándola con razón de comerciar y de medrar con las cosas de
la religión? Lo es, por supuesto, pero es también, como su hermana la
hechicera, víctima de unos tiempos que no le deparan mejor alternativa;
las sentencias inquisitoriales, de carácter esencialmente infamatorio, las
mismas para una y otra, declaran esta fraternidad profunda en la miseria
existencial. Ambas son mujeres que tratan de imponerse mediante el mie-
do, la admiración, o ambas cosas a la vez, de ser tal vez necesarias den-
tro de un grupo. Toman unas de las pocas vías libres que ven ante sí,
pues su estatus social mediocre o bajo, su pobreza, su edad, su soledad,
o el sector étnico al que pertenecen, no las dejan aspirar a lo que para
sus semejantes constituye el destino normal: el matrimonio o el conven-
to, con dote y buena fama. Esto explica por qué las falsas beatas suelen
ser españolas venidas a menos que se acogen a un remedo del patrón vi-
gente entre su grupo, la santidad del hábito, mientras buena parte de las
hechiceras son mujeres de las castas que instintivamente arrebatan el pa-
pel empírico e improvisado de intermediaria en un proceso un tanto tur-
bio, pero finalmente aceptado por necesario. Sus elecciones reflejan a la
vez sus aspiraciones profundas sociales e individuales, la voluntad de re-
conocimiento, de poder, o tal vez simplemente, de existencia, y el peso
de las contingencias que no pueden eludir del todo y que se les dictan.
flaqueza propias de su sexo. Este ardid propio de los débiles, sin embar-
go, se les vuelve trampa, pues si la debilidad puede servir de protección
a veces, es difícil escapar de sus garras.
En las cárceles, la Inquisición cuida de las mujeres cuando su esta-
do lo exige, de la misma manera que lo hace con los varones y tal vez
con mayor diligencia que otras instituciones represivas. Les proporciona
compañeras de cárcel, asistencia médica cuando enferman, el auxilio de
una partera si llegan a dar a luz en los calabozos inquisitoriales y el per-
miso de que el niño comparta la celda de su madre durante todo el perio-
do de lactancia. No pocos documentos revelan detalles sorprendentes y
algo que no se puede llamar sino conciencia profesional de los jueces,
que se ven cierta vez obligados a buscar una nodriza para un recién naci-
do, ¡porque su madre no puede amamantarlo debidamente!
Sin embargo, pese a la opinión despreciativa del tribunal y de cierta
tendencia a la indulgencia para con las mujeres, y pese también al cuida-
do innegable que se les da en algunas circunstancias, prevalece la noción
del delito. Si la humilde hechicera no suele recibir castigos rigurosos por
la nimiedad de su culpa, la judaizante sufre los mismos rigores que el
hombre, la hoguera, por ejemplo. Se puede por tanto afirmar que, aunque
el prejuicio negativo intervenga frecuentemente en favor de la mujer, es
la naturaleza del delito lo que determina la apreciación de su responsabi-
lidad y la ponderación del castigo.
En este sentido, el Santo Oficio reacciona como un tribunal someti-
do a la ideología vigente que ve en la mujer a un menor de edad parcial-
mente irresponsable, pero que no puede negar esta verdad fundamental
del cristianismo: el alma no tiene sexo y hombres y mujeres son iguales
ante la mirada de Dios y el juicio de sus representantes.
En conclusión, hemos visto que las mujeres que se perfilan a través
de los documentos inquisitoriales parecen transgredir las normas defini-
das por la ortodoxia religiosa, pues son objeto de menos denuncias y de
menos procesos aún. Aunque posiblemente hayan sido poco propensas a
algunos delitos -como es obvio en el caso de la bigamia, o de las decla-
raciones temerarias sobre las cosas de la fe- cabe preguntarse si su repre-
sentación relativamente débil, tanto entre los individuos denunciados
como entre los procesados se debe efectivamente a estas características o
más bien al hecho de que su vida más retirada las apartaba del peligro de
ser denunciadas. Pero, en la realidad, ¿qué acontecía en la cocina, cuan-
do advertían que la negra esclava había roto la loza de China o hurtado
los zarcillos de diamante?, ¿qué pasaba !;!n el aposento, cuando la coma-
dre les traía un chisme venenoso o les revelaba que una buena amiga les
había seducido al marido?, ¿no proferirían acaso los mismos reniegos y
blasfemias que los hombres? ¿No se atreverían, a veces, en la tertulia del
Comentario bibliográfico