Plancton PDF
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PREFACIO
Abril, 2012
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A todos aquellos que alguna vez contemplaron las estrellas
y soñaron con ellas.
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To see a World in a Grain of Sand,
And a Heaven in a Wild Flower,
Hold Infinity in the palm of your hand,
And Eternity in an hour.
WILLIAM BLAKE
Apertura del poema Augurios de Inocencia
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TIERRA 1
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mientras los demás habíamos accedido a bajarnos el sueldo
considerablemente para favorecer el mantenimiento de la empresa
―que no era ninguno de los grandes y afamados diarios―, él no
hubiera hecho lo mismo. Pero eso pertenece ya a otra historia que
algún día también habrá que contar.
Los otros tres mensajes hacían referencia a futuros proyectos
de reportaje en los que todavía quedaba establecer los segmentos de
fotografía, redacción, maquetación y un sinfín de tareas que
requieren la labor periodística o “culinoticiaria”, como solía apodar
Àlex al periodismo en referencia a una comparación de su propia
cosecha, en la cual equiparaba al sector de la cocina con el de la
noticia. De alguna forma un tanto peyorativa, y siempre según sus
palabras, los periodistas nos encargábamos de cocinar las noticias
para el resto de la sociedad. Yo me defendía alegando que, a
diferencia de los cocineros, los periodistas no condimentábamos al
gusto del consumidor, sino que guisábamos la realidad tal cual nos
llegaba. O eso, al menos, era lo que a mí me habían enseñado a
hacer.
Estaba a punto de clicar sobre la equis que cerraba el correo
cuando me fijé en algo que me pareció extraordinariamente extraño.
Al examinar los mensajes de días anteriores descubrí que uno había
sido receptado el viernes por la tarde sin que nadie lo hubiera
abierto. Lo sorprendente era que estaba completamente seguro de
que aquel mensaje no había estado en el repaso de correos que
todos los redactores solemos hacer cuando acabamos la jornada.
Según el programa de correo, el envío había sido recibido a las 17:00
del viernes, pero yo había hecho el repaso sobre las 19:30 de aquel
mismo día y hubiera jurado que no lo había visto en pantalla. Al
menos no me sonaba haber leído nada con ese remitente que, por si
fuera poco, tampoco llevaba asunto. Debería haber ocurrido un
despiste muy grande por mi parte para no haber visto un mensaje
así. Pero el icono que representaba un sobre cerrado venía a decir lo
contrario.
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―Carol, ¿repasaste el correo del viernes antes de salir?
―pregunté a mi compañera de sección.
―Sí, ¿por?
―¿Te suena haber visto un correo de un tal Plancton?
―¿Plancton? ¿Estás de coña? ―respondió girando
momentáneamente su cuello―. No me entretengas que tengo que
acabar esto para hoy y el director ya está dándome por saco desde
las siete.
―Perdona…
El hecho de que Carol no hubiera visto aquel mensaje me
mosqueó aún más. A diferencia de la mía, ni el despiste ni la
distracción habían sido alguna vez rasgos de su personalidad. Era
tan meticulosa que solía manejar tres listas de tareas con la única
finalidad de que, si alguna vez se le olvidaba la oficial en algún lado,
aún le quedaran dos copias. Que a mí se me hubiera pasado ese
mensaje por alto era una posibilidad; pero que tampoco Carol lo
hubiera visto pertenecía ya al ámbito de lo imposible.
No sin cierta curiosidad, abrí el correo y comencé a leer:
Las probabilidades de que este mensaje sea leído alguna vez son
mucho menores que las de uno metido en una botella por un naufrago y
lanzada a la deriva de algún océano desde una remota isla. De hecho, este
mensaje proviene del océano más grande jamás conocido. Uno por el que en
vez de carabelas, galeones o fragatas navegan estrellas, planetas y nebulosas.
Concretamente desde un lugar llamado Plancton.
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La distancia que debería recorrer este mensaje para llegar a la Tierra
es de cinco mil veces la anterior. Para cuando llegara, yo ya habré dejado de
existir; aún así, según los cálculos, debería llegar antes que Babellum. De
otro modo, todo esfuerzo habrá sido en vano.
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que llevaba un tiempo sin leer algo que no fueran noticias y
reportajes y me dio por pensar que tal vez aquel relato me hubiera
ayudado a despejar de la cabeza otros asuntos. De todas formas,
imaginé que el autor del envío habría probado con más diarios, o tal
vez alguna que otra revista.
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―No lo sé. En principio pensé que era un virus, pero ningún
antivirus me lo detectó como tal…
―De todas formas lo he borrado, no te preocupes ―dije como
si yo fuera el informático.
―Pero… ¿lo has llegado a abrir? ―Àlex hizo una pausa y llevó
su mirada hasta la mía.
―Claro, es parte de mi trabajo…
―Pues sospecho que puede ser un intento de hacking.
No pude evitar reírme.
―¿Hacking? ¿En el correo de nuestra sección? No me hagas
reír que aún me duele el labio ―Àlex me había propinado un golpe
involuntario en el partido de squash.
―Te lo digo en serio, tío. Aquí pasa algo muy raro… Según el
controlador de correos el mensaje se ha recibido hoy ―el
informático comenzó a pasar pantallas de forma vertiginosa―, pero
en la bandeja de entrada venía como si hubiera sido recibido el
viernes… Eso no lo hacen los correos normales.
―Bueno, ¿y qué propones?
―Me gustaría que me dieras permiso para hacer unas capturas
de pantalla y mandárselas a un amigo.
―Haz lo que quieras ―respondí tranquilamente―. Vamos, aún
te sigo debiendo el almuerzo.
***
Aquella misma tarde, sobre las 16:30, de vuelta a mi puesto de
trabajo, recibí otra llamada de Àlex, esta vez desde su móvil.
―¿Mañana también quieres almorzar gratis? ―bromeé.
―¿Cómo? ―respondió sin captar el sentido de la broma―.
¡Ah…! No, no. Te llamaba para decirte que esta tarde tengo que ir al
club, así que habrá que posponer el partido. Por cierto, el amigo al
que le envié el correo dice que deberíamos ir a verle. ¿Te apetece?
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El club era un local subvencionado por el Ayuntamiento de
Barcelona en el que se reunían los mayores expertos de la ciudad
sobre informática y en el que se impartían clases sobre
programación, electrónica y demás materias de las que yo no tenía,
como se suele decir, la menor idea.
―Bueno… ―respondí sin muchas ganas.
―Lo digo por salir de dudas con respecto al correo de esta
mañana.
―¿Pero todavía le estás dando vueltas a eso? ―pregunté
atónito ante la insistencia de Àlex.
―Serguéi dice que es el correo más raro que ha visto en su
vida.
―¿Y?
―No creo que nadie sepa más de correos electrónicos que “el
Ruso” ―en la entonación de la voz de Àlex podía atisbarse cierta
emoción. De alguna forma me pareció que negarme era como
prohibirle a un espeleólogo que entrara en una cueva.
―En fin, allí sobre las 20:00. Pero mañana invitas tú a
almorzar.
―¡Trato hecho!
De pronto me invadió una curiosidad inesperada. Tampoco es
que tuviera nada mejor que hacer. Había respondido todos los
correos, atendido y realizado las llamadas telefónicas pertinentes,
marcado los segmentos de uno de los proyectos de reportaje para la
semana siguiente y también seleccionado las noticias que las agencias
iban enviando. La tarde se adivinaba más bien tranquila.
Encendí el ordenador, recuperé el misterioso correo de la
papelera de reciclaje y comencé a leer el relato que decía contener:
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PLANCTON I
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lejanía de mis últimos recuerdos comenzara a sentirme atrapado en
una especie de telaraña mental, pegajosa e inconsistente, que yo
mismo había tejido y en la que yo mismo me estaba devorando.
Tal y como había hecho alguna vez anterior en la que sí había
bebido más de la cuenta, intenté salir de aquella desorientación
tanteando la pared con mis dedos en busca del interruptor de la luz.
Pero entonces, por cuarta vez, incluso de forma más insólita que las
veces anteriores, volví a sentir el temor que produce el vacío cuando
algo que uno espera sencillamente no está.
Me incorporé lo más rápido que pude y extendí uno de mis
brazos hacia donde debía estar la pared, pero inexplicablemente mis
dedos siguieron sin contactar con algo que no fuera la nada, si es
que la nada es algo. Permanecí un par de segundos aturdido sobre la
cama, o lo que fuera aquello, ya que no tardé mucho más en
percatarme de la falta de sábanas, elemento básico que todo
concepto que tuviera que ver con cama ―o al menos con la mía―
requería; en realidad, tampoco las había echado en falta hasta
entonces, ya que una relajada temperatura mantenía el ambiente
cómodo, uno en el que ni frío ni calor sobresalían. De alguna forma,
esa sensación también me confundió, pues desde que Venus se
había marchado aquella habitación se había convertido en un iglú y
yo en un esquimal heterodoxo que difícilmente se había
acostumbrado al frío helado de las últimas noches.
Usé mis manos a modos de vista y con ellas descubrí que en
vez de mi pijama con botones ―que es lo que uno espera llevar
puesto cuando acaba de despertarse en mitad de la noche―, mi
atuendo constaba de una camiseta, un pantalón deportivo y un par
de zapatillas que generalmente vestía para pasear o correr por la
carretera que llevaba hasta la playa.
Todavía sin recordar exactamente por qué iba vestido así, me
levanté con cierto miedo previsor ante la posibilidad de que hubiera
algo sobre mi cabeza con lo que poder golpearme; no fue el caso y
acabé poniéndome en pie, aunque ello no sirvió para aclarar mi
desorientación. Alargué los brazos hacia el frente y comencé a
moverlos en el aire ciegamente como mecanismo de prevención.
Después di un par de pasos cuidadosos en un intento por evitar
cualquier contacto indeseado más allá de donde el radar en que se
habían convertido mis dedos pudiera alcanzar. Seguí caminando
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muy lentamente sin encontrar el menor estorbo y llegado a un
punto, y por primera vez desde que había despertado, comencé a
preocuparme cuando deduje que había dado más pasos de los que
mi habitación medía desde cualquier pared. No había duda de que
estaba en otro lado… La cuestión, aparte del surrealismo inesperado
y hasta cierto punto cómico si no fuera porque no había indicios de
que aquello fuera una broma, era saber dónde diablos me
encontraba.
Decidí que si bien no sabía qué diantres estaba ocurriendo,
quizás sí hubiera alguien allí oculto que lo supiera. Ya se sabe: ni el
nerviosismo, ni mucho menos el miedo, son buenos ingredientes
para el pensamiento. En algún momento se me ocurrió la
extravagante idea de que tal vez preguntando al vacío pudiera
obtener respuesta. Y así hice, pero el vacío seguía siendo vacío, el
aire, aire, y la nada seguía sin saber hablar. La única presencia allí,
aparte de la mía, era la del silencio más absoluto y gélido que había
sentido en toda mi vida, una insonoridad tan fría y evidente que, aun
la cálida atmósfera que reinaba en aquel desconocido lugar, una
ráfaga de escalofríos electrizaron mi cuerpo. Mi desorientación llegó
a tal extremo que perdí cualquier noción del espacio, y aunque por
momentos tuve la necesidad de volver hacia el punto de partida para
hacerme una idea de mi posición, me deshice de mis miedos y seguí
adelante. Después de todo, la oscuridad seguiría siendo igual de
oscura en todos lados.
Entonces caí en la cuenta de que tal vez mediante el
tacto pudiera obtener más información acerca de aquel desconocido
lugar. Me agaché y deslicé mis manos por el suelo. Como era de
suponer, las juntas de las baldosas de mi habitación habían
desaparecido y en su lugar se extendía una superficie totalmente lisa
que desprendía un calor poco usual para un suelo. Seguí avanzando
a gatas a través de la oscuridad manoseando la superficie en busca
de alguna pista sobre mi paradero, aunque al no encontrar nada en
un par de metros, volví a ponerme en pie. No sé si fue fruto de mi
impaciencia o sencillamente mala suerte, pero finalmente olvidé usar
mis brazos como parachoques y topé con algo con lo que acabé
golpeándome en la cabeza. Maldije todo lo que se me ocurrió hasta
que paulatinamente el dolor fue dejando paso a la curiosidad y llevé
mis manos a buscar una respuesta. Las yemas de mis dedos
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descubrieron algo de una extensión considerable, por lo que deduje
que se trataba de una pared que por su lisura debía estar hecha de
algún tipo de metal que, curiosamente, irradiaba un calor de una
intensidad semejante a la del suelo. Al parecer, acababa de llegar al
límite de donde me encontraba y he de confesar que de alguna
forma me sentí extrañamente aliviado, pues en algún momento
había tenido la mareante sensación de que por mucho que caminara
por aquel espacio oscuro y desconocido en el que había despertado,
nunca acabaría llegando a ningún final.
Seguí palpando aquel muro recién descubierto y de repente,
justo cuando ya casi había abandonado la idea de encontrar
cualquier otra pista, rocé uno de mis dedos con un pequeño saliente
que resultó ser un botón, el cual acabé pulsando accidentalmente.
Casi de forma instantánea, una ventana circular de alrededor de un
metro de diámetro ―semejante a lo que los marinos llaman ojo de
buey, pero más grande― comenzó a deslizarse lentamente hacia un
lado y a través de ésta pasaron los rayos de una tenue luz que
revelaron una sala más bien amplia y totalmente vacía; o al menos
eso parecía hasta donde la luz comenzaba a perder fuerza y la
oscuridad volvía a ocultarlo todo.
Acerqué mi cabeza hacia la apertura, la cual había dejado de
desplazarse, y asomé una mirada ansiosa por el cristal esperando
descubrir la solución a todo aquel misterioso asunto.
Creo que por muchas palabras que utilizara, por muy bien que
estas detallaran la serie de sensaciones que mi cerebro tejió en aquel
momento, o por mucho que intentara trasladar a otra persona la
impresión que me llevé cuando asomé mis asustadizos ojos por
aquel cristal circular, no hay idioma posible, ni lengua conocida, ni
sistema comunicativo inventado que pueda describir real y fielmente
todo lo que sentí al ver qué había tras aquella pared de metal. Nunca
antes en toda mi vida, ni siquiera ante las preguntas más
complicadas que alguno de mis alumnos me había formulado alguna
vez en mis clases de literatura, había tenido que recurrir al término
inefable, pero es que, créame si alguien está leyendo esto, que no
existen las palabras suficientes para poder describir lo que quiero
contar.
Al principio me pareció que se trataba sin más de otra sala
oscura en la que al fondo había una cantidad considerable de
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pequeñas bombillas de luces parpadeantes y tan frágiles que, aunque
fueran muchísimas, no parecía tratarse de la fuente de luz que
llegaba hasta mí. En efecto, no tardé en comprobar que desde la
derecha llegaba una luz mucho más intensa que de vez en cuando se
convertía en una centella de una luminosidad radiante y que concluí,
en un primer momento, proveniente de algún tipo de foco más
grande que el de esas pequeñas bombillas chispeantes que colgaban
por todos lados y que no conseguían deshacer la oscuridad de la sala
que acababa de descubrir. Hacia más o menos la mitad de ésta ―que
por perspectiva supuse que sería a la altura del suelo―, había una
especie de canica azul brillante que fue hinchándose lentamente
hasta adquirir un tamaño semejante a lo que a mí me recordó una
naranja ―de no ser porque era azul―. La pequeña bola fue
haciéndose gradualmente más grande y gracias a ello no tardé en
percatarme de que aquella naranja azul no era tan azul como al
principio me había parecido, sino que en su interior tenía una
especie de siluetas amarronadas las cuales, a su vez, parecían ir
cambiando de forma.
Forcé la vista todo lo que pude con la intención de distinguir
mejor aquella extraña bola y reparé que más bien se trataba de un
efecto óptico debido a que aquella brillante naranja azul de manchas
oscuras se estaba moviendo, aparte de hacia mí, sobre sí misma. Y
fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta de que aquella
pequeña bola del tamaño de una naranja y que cada vez iba
haciéndose más grande, no era una bola, ni una naranja, ni realmente
nada que tuviera que ver con ese tamaño, sino... ¡¡¡La Tierra!!!
No recuerdo cuantos segundos mantuve los ojos abiertos ante
aquella imagen, pero al final acabé frotando mis párpados, más que
por la sequedad de mis retinas por un intento por salir de dónde
estuviera, cosa que aún no sabía, y todavía menos entendía. Si la
Tierra estaba ahí fuera en toda su inmensidad, pero a la vez con el
tamaño de un balón de baloncesto, y por tanto yo no estaba dentro
de ella, ¿dónde diablos estaba? Y lo que era más inexplicable aún:
¿cómo diablos había llegado hasta allí?
Según una primera deducción sólo podía encontrarme dentro
de una especie de nave o vehículo similar pues, aunque la primera
sensación que había tejido era la de que aquella bola estaba
acercándose hacia mí, era yo, y no ella, el que lo estaba haciendo.
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Todavía con aquellas preguntas rondando por mi cabeza, seguí
observando la Tierra, meditabundo, a través del amplio ojo de buey.
Era cuanto menos chocante pensar que uno había nacido y crecido
en esa brillante esfera que mezclaba el azul del mar, el marrón de la
tierra y el blanco de las nubes y que sin embargo, ahora, estaba fuera
de ella en un lugar trillones de veces más gigantesco. Un lugar que,
paradójicamente, no tenía nada, pues casi todo el Universo era eso:
un gran conjunto de materia oscura en el que lo excepcional, lo
realmente raro, era la materia visible o compactada; o dicho de otro
modo: un conjunto inmenso de Nada que tenía un poco de Todo.
De alguna manera, extraña y relativa, el Universo y su
gigantesca extensión quedaron pequeños ante mis ojos y deseé con
todas mis fuerzas volver a estar dentro de la Tierra, por mucho que
alguna vez hubiera blasfemado contra ella, criticado su
funcionamiento o deseado emigrar a otro planeta. Todo el cúmulo
de pensamientos que me inspiraba aquella estampa, unidas a la
desorientación y a la impresión de verme fuera del planeta hizo que
me sintiera algo así como un pez que ha saltado de su pecera y
hubiera comenzando a asfixiarse.
En ese mismo momento, la brillante luz que provenía de la
derecha ―que para entonces supuse que se trataba de la del Sol y no
de la de un faro como al principio me había parecido―, fue
volviéndose cada vez más frágil y el suelo vibró con tal fuerza que
tuve que apoyarme sobre la pared. Aquel balanceo me permitió oír
algunos ruidos entre metálicos y cristalinos más allá de donde
comenzaba la oscuridad de la estancia, pero mi cerebro no supo
darles forma ni causa. Visto lo visto, había quedado claro que podía
tratarse de cualquier cosa.
Pegué mi nariz todo lo que pude a la ventana circular en un
intento por averiguar algo más sobre aquella espontánea vibración, y
justo entonces, de forma repentina y a una velocidad que jamás
hubiera imaginado posible, una inmensa roca cruzó por encima de
mi posición en dirección a la Tierra. Unos segundos después, y a
medida que el colosal asteroide fue haciéndose cada vez más
pequeño, las paredes, y algo más que ellas, dejamos de temblar.
No sé bien por qué, tal vez porque aquello me produjo un
estado parecido al del shock, pero aquella secuencia hizo que
espontáneamente me acordara de Charly Gasán, un amigo del
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colegio al que los demás apodábamos “el viajero de las estrellas”,
pues siempre nos hablaba de ellas como si fueran lugares donde
hubiera estado, y que años más tarde acabaría trabajando como
astrofísico para la ESA (Agencia Espacial Europea). Fue entonces que
cientos de imágenes inesperadas cruzaron mi cabeza con la
velocidad de aquel asteroide que seguía dirigiéndose hacia la Tierra.
Sin saber bien por qué recordé, por ejemplo, algunas de las
noches veraniegas de hacía muchos años en las que los dos
aprovechábamos que nuestros padres habían salido para escaparnos
a contemplar el cielo desde un parque a las afueras de la ciudad.
Tumbados sobre la frescura de la hierba, Gas ―que era como yo le
llamaba― me explicaba, con la tranquilidad de sus gestos, cómo las
estrellas nacían, se desarrollaban y morían como cualquier otro ser
vivo, explotando al cabo de millones de años en supernovas, una
palabra que descubrí gracias a él y de la que me enamoré al instante.
Aquel flash me llevó a pensar, también sin saber bien por qué,
en los cientos de miles de científicos que habían pasado por la
Historia, en la dedicación vital de cada uno de ellos por hacer de la
Ciencia la vara de la verdad, el espejo transparente de la realidad.
También en todas las organizaciones internacionales que el ser
humano había creado con intención de resolver sus diferencias,
desde las más importantes hasta las más ridículas.
Y a medida que aquella roca descomunal ―que para entonces
yo veía desde el ojo de buey con el tamaño de una pequeña
moneda― iba acercándose más a la Tierra, mayor era mi convicción
de que algún misil secreto, construido con el beneplácito de todos
los países, saldría disparado de nuestro planeta en una radiante y
perfecta trayectoria que serviría de ejemplo de ingeniería humana
para las generaciones posteriores y que impactaría contra aquellas
toneladas perdidas de roca convirtiéndolas en un polvo cósmico
poco más que anecdótico.
Pensé otra vez en Gasán y me lo imaginé sentado
tranquilamente en alguna sede científica junto a otros cerebros, taza
de café en mano, esperando recibir la señal de la NASA para lanzar
ese misil de la humanidad justo cuando los cálculos de él, y otros
como él, habrían pronosticado.
“Es imposible, ¿tú sabes la cantidad de personas que observan
y analizan todos los días el cielo? Haría meses que se sabría”, me
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había respondido una vez ante mi curiosidad sobre la posibilidad de
que algo como lo que ahora estaba pasando pudiera suceder. Y si
algo sabía yo es que cuando Gas decía que algo era imposible, era
porque era imposible. Así que, mientras mis pupilas seguían clavadas
desde la distancia en aquella roca que iba haciéndose cada vez más
difícil de distinguir, elaboré una lista mental con las decenas de
soluciones diferentes que los científicos de todo el mundo habrían
sugerido en un pequeño juego que realmente no tenía más función
que quitarme el nerviosismo de encima.
Cuando salí de aquellas ensoñaciones que el estado de shock
me estaba produciendo, fijé mi mirada en la roca. Para entonces
tenía el tamaño de un grano de arroz y parecía no estar muy lejos de
la exosfera de la Tierra. No sé cuantas veces grité en silencio
“ahora” pensando que ese sería el momento en el que algo detendría
a aquella amenazante piedra perdida, pero recuerdo que fueron
muchas y que en cada una de ellas el número de mis pulsaciones
también era mayor. Hubo un momento crítico en el que comencé a
rezar para que no sucediera lo que parecía que iba a suceder, pero
me di cuenta de que era bastante contradictorio pedirle algo a
alguien dispuesto a que aquello pudiera pasar. Y que finalmente
pasó.
Así comienza esta historia, la cual intentaré relatar lo mejor y
antes posible, pues no dispongo de mucho tiempo más...
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TIERRA 2
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hasta entrar en una sala en la que había varios ordenadores. Nos
sentamos alrededor de uno que ya parecía haber sido preparado para
el análisis del e―mail.
―Explícale, Ruso ―sugirió Àlex a Serguéi mediante lo que
supuse debía ser un apodo que no me pareció del todo original.
―¿Sabes qué significa Arpanet? ―preguntó Serguéi y mi expre-
sión facial debió ser un poema, pues me miró como un maestro que
mira a un niño que no sabe las tablas de multiplicar―. Fue una red
de ordenadores ―prosiguió con su marcado acento en las eses― que
creó el Departamento de Defensa de los Estados Unidos para que
los diferentes organismos pudieran comunicarse entre sí. Fue el
primer antecesor de lo que después sería Internet. Eso sí que sabes
qué es, ¿no?
Miré a Àlex con ojos gruñones. No me gustaba que me
trataran como a un tonto. Él me devolvió una mirada sonriente con
la que entendí que me pedía paciencia.
El Ruso siguió con su explicación:
―Eso fue en 1969. En 1971, Ray Tomlinson envió lo que
podría considerarse el primer e―mail. Más tarde, en 1982, se diseñó
el primer sistema de correos electrónicos para Arpanet, que están
definidos en los Request for comments 821 y 822, en los cuales se define
el protocolo SMTP y el formato del mensaje que ese protocolo
debía trasladar.
―¿SM…? ―pregunté sin acordarme de las siguientes letras.
El Ruso despegó sus ojos de la pantalla y me dedicó una
especie de mirada compasiva. ¿Por qué la gente siempre cree que
tienes que saber lo que ellos saben?
―Simple Mail Transfer Protocol… es un estándar oficial de
Internet. También están el POP y el IMA. Prácticamente todos los
correos electrónicos que son enviados en el todo el mundo usan
esos protocolos.
Asentí como si entendiera algo, pero no tenía la menor idea de
qué tenía que ver aquello con el correo en cuestión.
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Àlex intentó sacarme de aquel pozo de ignorancia absoluta en
el que hacía rato que yo nadaba:
―Hemos analizado el protocolo utilizado por el remitente del
e―mail y… ―el informático hizo una pausa y sus ojos se abrieron
como platos―… ¡No han usado ninguno de esos!
―Pero lo habrán tenido que enviar desde algún lugar, ¿no?
―consulté desde mi absoluta desconocimiento del tema.
Serguéi comenzó a presionar compulsivamente las teclas del
ordenador.
―Sí, por eso he intentado localizar si había algún host… ―el
Ruso me miró tanteando si sabía a lo que me refería, pero la
expresión atolondrada de mi cara debió de darle una respuesta―...un
equipo anfitrión… al que se conectan otros, ¿sabes a qué me
refiero?
―Sí, creo que sí…
―Pues esto es lo que salió ―el Ruso señaló la pantalla. En ella
podía leerse “unknown”.
―¿Desconocido? ―pregunté intentando dar muestras de que al
menos algo de inglés sí que sabía.
―¿Sabes cuántos “unknows” había visto Serguéi antes de este?
―preguntó Àlex haciendo girar su silla.
―¿Dos? ¿Tres?
―Cero.
―Algo me estaba imaginando… ―afirmé―. ¿Y eso qué
significa?
―Quien haya mandado ese mensaje ha usado una tecnología
desconocida ―afirmó el informático sin mover las pestañas siquiera.
―¿Tecnología desconocida? ¿De qué tipo?
―De momento eso es imposible de saber ―reconoció el Ruso
con su inconfundible acento en la ese―. Pero tengo un amigo en
Rusia que tiene acceso a un par de satélites… Tal vez podrían
decirle desde qué coordenadas concretas se mandó.
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―¿Eso se puede hacer? ―pregunté cuestionando el cariz que
estaba tomando el asunto.
Àlex y Serguéi me miraron con los ojos que pone un niño
cuando ha hecho una travesura.
―En fin… No sé para qué pregunto… ¿Y cuándo podría
tener ese amigo tuyo los resultados?
―En no más de cinco días ―respondió el Ruso como un
resorte―. Tal vez menos.
―Bien, pues ya me iréis contando ―dije mientras me ponía el
abrigo. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, Àlex me hizo
una pregunta:
―¿Qué ponía en el mensaje?
Ahora me tocaba sonreír a mí.
―Si me ganas en el próximo partido de squash te lo digo.
El informático no se dio por vencido.
―Hecho.
***
Entrada ya la noche, cuando llegué a casa y abrí la puerta,
sucedieron varias cosas extrañas. Pipo, un bulldog francés que había
adoptado hacía cinco años, me recibió muy nervioso. Su típica
mirada lastimera de cordero degollado había pasado a la de una
inquieta lechuza nocturna y comenzó a ladrar en un evidente estado
de excitación. Dejé la compra sobre la encimera de la cocina e
intenté tranquilizarle tirándole uno de sus juguetes favoritos, pero
para mi sorpresa no le hizo el menor caso. En cinco años era la
primera vez que no salía tras aquel juguete. Supuse que quizás la
intensa humedad de aquellos días en aquel viejo apartamento
alquilado le hubiera dejado aturdido.
Preparé la cena, hice lo propio con la de Pipo y fui hacia el
salón. Cuando encendí el ordenador me di cuenta de que el ratón no
estaba sobre la alfombrilla que Carol me había regalado la semana
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anterior. Hasta entonces no había usado nunca una, pero insistió
tanto en que el ratón debía ser usado sobre una superficie limpia y
lisa ―y que de lo contrario no tardaría en averiarse― que acabé
aceptando su ofrecimiento. Desde entonces había colocado siempre
la herramienta entre unas originales líneas paralelas que simulaban
una plaza de aparcamiento y sobre las cuales venía impresa la
palabra “GARAGE”. La verdad es que era bastante infantil ―tanto
que incluso a Àlex le parecía freak―, pero me había acostumbrado a
dejar el ratón “aparcado” sobre aquella silueta dibujada en la
alfombrilla y se me hizo muy extraño encontrármelo ya no fuera de
las líneas, sino del tapete… Me imaginé que Pipo habría estando
husmeando con su característico arrojo explorador perruno, así que
no le di más importancia.
Cuando acabé de cenar pude ver desde la ventana del
dormitorio cómo el termómetro digital de la esquina marcaba un
grado en un rojo radiante. Varios intentos de copos de nieve
cayeron sobre el alfeizar de la ventana pero se derritieron
rápidamente. Me embutí en la cama esperando dormirme, pero no
lo conseguí. Entonces me acordé del relato y me picó cierta
curiosidad por saber qué habría sido de la persona que
supuestamente relataba la estrafalaria historia que había comenzado
a leer en la redacción del periódico.
Añadí el archivo en mi flamante lector digital y comencé a leer
hasta que la calefacción atajara un poco la humedad que se respiraba
en la habitación.
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PLANCTON II
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curioso ―por decir algo― estar presenciando una explosión de
aquella magnitud y no oír el mínimo ruido. Algo tan insólito como
presenciar un musical sin música o no escuchar ningún claxon en
Times Square. Al parecer, Gasán había tenido razón aquella vez que
me había explicado totalmente indignado, hacía ya muchos años y
mientras veíamos La guerra de las galaxias que, siendo fieles con la
realidad, nunca debería haberse escuchado la explosión que había
acabado con la Estrella de la muerte, pues en el vacío el sonido no
existía al no existir aire que lo pudiera trasladar. Supongo que para
alguien que con quince años ya conocía las leyes de la termodiná-
mica aquel desliz del director era algo así como para un religioso una
herejía. Sin embargo, todos los demás nos lo creíamos y seguíamos
comiendo palomitas sin que nos importara mucho. Y desde luego
no nos preguntábamos si aquello era más o menos ajustado a la
realidad, sino que nos limitábamos a creérnoslo y ser lo más felices
posible.
Mientras seguía recordando a Gas y pensando en lo paradójico
de haber comprobado la certeza de su teoría de forma tan
surrealista, me di cuenta de algo que me aterró: mi posición había
comenzado a desplazarse inversamente casi de un modo
imperceptible. Lo que fuera aquello en lo que me encontraba
comenzaba a distanciarse de la Tierra, la cual para entonces no tenía
parecido alguno con el planeta azul en el que yo y tantos miles de
millones más habíamos nacido alguna vez.
Durante algunos momentos, probablemente debidos al delirio
que me había ocasionado todo aquello, tuve la vertiginosa impresión
de ser como un globo que se escurre de la mano de un niño
despistado y que irremediablemente va alejándose del suelo.
Mientras mi miedo y mi angustia iban haciéndose cada vez más
grandes, la Tierra, al contrario de aquellas sensaciones que se habían
hecho con el control de mi mente y de mi cuerpo, iba haciéndose
cada vez más pequeña, tanto que cuando me di cuenta había pasado
a ser un mero punto rojo pálido perdido en el espacio, una
32
minúscula mancha del tamaño de una mota de polvo suspendida
sobre un debilitado rayo de Sol ante el tapete negro y profundo del
Universo. Aquella impactante imagen volvió a absorber mi cons-
ciencia y Gasán apareció otra vez entre mis recuerdos.
Una tarde, en la que debíamos tener unos quince o dieciséis
años, mi madre me contó que Gas había telefoneado con insistencia
preguntando por mí y que estaba preocupada por si le había pasado
algo que a ella no le había querido contar. Yo acababa de llegar de
jugar un partido de baloncesto con el equipo del instituto en el que
nos habían dado una paliza tremenda y estaba realmente cansado,
pero mi madre insistió en que llamara a Gas porque parecía
exaltado. Recuerdo que dejé caer la bolsa deportiva sobre el suelo
para telefonearle y que su madre no tardó en responder. Me saludó
amablemente y al momento me pasó con su hijo, quien comenzó a
explicarme algo sobre una fotografía que había tomado una sonda
espacial llamada Voyager I al dejar el planeta Neptuno justo cuando
partía hacia las afueras del Sistema Solar. Y que antes de hacerlo la
sonda había dado media vuelta y había fotografiado la Tierra a una
distancia de unos 6000 millones de kilómetros. Y que en aquella foto
nuestro planeta se veía como un punto azul pálido minúsculo que
apenas se diferenciaba del fondo negro. Y que al día siguiente me
enseñaría la fotografía en una revista que su primo, o un amigo de su
primo, le había mandado desde Florida mediante correo urgente y
que ni siquiera la había abierto para así poder verla juntos.
Quiero pensar que fue el cansancio, sumado al hecho de haber
perdido aquel partido aquella tarde, lo que me ofuscó de tal forma
que acabé gritándole que aquella foto no me importaba lo más
mínimo y que ese no era motivo para llamar a casa de mis padres
con tanta insistencia. Unos años más tarde, cuando alcancé a
concebir los complejos entresijos de la Psicología, comprendí que
Gas, quien además era hijo único, estaba tan entusiasmado con
aquella fotografía que no había abierto la revista para compartir ese
momento irrepetible conmigo. De alguna forma que yo no entendí
33
en aquel momento, me estaba entregando en un pequeño cofre lleno
de sentimientos lo mejor de un ser humano, lo mejor de él mismo.
De entre todas las personas, me había elegido para compartir dos
momentos únicos en la Historia: el de aquella fotografía de la Tierra
vista desde Neptuno y el de nosotros dos descubriéndola. Y yo, que
en aquella época era poco más que un imbécil, respondí, como no
podía ser de otro modo, como hacen los imbéciles.
Gasán no volvió a dirigirme la palabra. Ni siquiera nos
cruzamos mucho más porque desde la salida del colegio no
habíamos coincidido en las aulas del instituto y después acabó
emigrando de la ciudad. Un día, sencillamente, sus padres tuvieron
que desplazarse por trabajo y cuando fui a despedirme ya no estaba.
En el transcurso del camino de vuelta a casa entendí eso de que uno
no valora algo hasta que lo pierde. No sólo lo entendí, también lo
sentí. Y entonces también entendí que si uno no siente no hay
muchas expectativas para esperar que alguna vez alguien llegue a
entender. Nunca más le volví a ver. Al menos no en persona,
porque posteriormente sí lo vi y leí algunos de sus artículos en
varias de las revistas científicas a las que Venus estaba suscrita.
Algunos años después de todo aquello, un afamado científico
escribiría lo siguiente acerca de la imagen que Gasán había querido
compartir conmigo y que acabó por convertirse en una de las diez
fotografías científicas más importantes de la Historia de la
Humanidad:
[...] "Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es casa. Eso es nosotros.
En él se encuentra todo aquel que amas, todo aquel que conoces, todo
aquel del que has oído hablar, cada ser humano que existió, que vivió
su vida. La suma de nuestra alegría y sufrimiento, miles de confiadas
religiones, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector,
cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de la civilización, cada
rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y
34
padre, cada esperanzado niño, inventor y explorador, cada maestro de
moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder
supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie vivió
ahí, en una mota de polvo suspendida en un rayo de luz del sol.
La Tierra es un muy pequeño escenario en una vasta arena
cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y
emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos
momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables
crueldades visitadas por los habitantes de una esquina de ese pixel para
los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina; lo frecuente
de sus incomprensiones, lo ávidos de matarse unos a otros, lo ferviente de
su odio. Nuestras posturas, nuestra imaginada auto―importancia, la
ilusión de que tenemos una posición privilegiada en el Universo, son
desafiadas por este punto de luz pálida. Nuestro planeta es una mota
solitaria de luz en la gran envolvente oscuridad cósmica. En nuestra
oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ni un indicio de que la ayuda
llegará desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. La
Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No
hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra
especie pudiera migrar. Visitar, sí. Colonizar, aún no. Nos guste o no,
en este momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos.
35
Seguí mirando aquel pálido punto enrojecido, que una vez
había sido la Tierra, mientras mis sentimientos rodaban mejilla abajo
recordando parte de mi historia, de la de Gasán y la de otros
cercanos a mí; esas historias que van formando la Historia, la
grande, la única, la de todos. Y fue curioso, porque hasta entonces
nunca antes había imaginado que una única lágrima pudiera
condensar tal cantidad de recuerdos, tan fuertes y tan frágiles, tan
resistentes y quebradizos, de tantas cosas y tantas personas, de lo
que hice y de lo que no, de lo que quise y de lo que no, de dónde
estuve y de dónde no, de lo que dije y de lo que no...
Finalmente, el agotamiento acumulado por todas aquellas
experiencias y reflexiones inesperadas superó mi resistencia y mi
cerebro optó por dormirme.
36
PLANCTON III
37
Una vez hube conseguido aclarar mi mente y dejarla libre de
reflexiones, me reincorporé desde el suelo y me dediqué a examinar
la sala no sin cierta cautela, pues el simple hecho de que las luces
hubieran cambiado de estado hizo que dedujera temerosamente que
tal vez no estuviera tan solo como en un primer momento había
pensado.
La estancia era de una amplitud considerable. Contigua a una
de las paredes había una base rectangular que se levantaba alrededor
de medio metro desde el suelo. Estaba hecha de un material que a
simple vista parecía ser rígido, pero que al tocarlo adquiría una
elasticidad increíble capaz de adaptarse al cuerpo de modo que el
confort era insuperable. Supuse que era allí donde me había
despertado la primera vez creyendo que se trataba de mi cama. Unos
metros más atrás, sobre la pared más próxima a esta base que acabo
de describir, observé tres siluetas con forma de arco, de unos dos
metros y medio de altura, que parecían ser una especie de puertas
cerradas; y escribo “especie” porque mi concepto de puerta siempre
había llevado integrado el de tirador o pomo, instrumentos que
aquellas no tenían por ningún lado.
Me dirigí hacia allí inspeccionando todo a mi alrededor como
cualquier animal hace cuando llega a un ambiente que no conoce. A
medio trayecto de esas presuntas puertas me fijé en otras siluetas
con forma de redondel trazadas en el suelo. Pasé por encima de ellas
y finalmente llegué frente a las tres con forma de arco. Concluí que
el siguiente paso debía ser intentar traspasar alguna, aunque en un
primer momento no supe por cuál decidirme.
Entonces, supongo que debido a la inercia de lo que habían
sido mis últimos recuerdos en aquellas horas, recordé a Gasán
explicándome el problema de Monty Hall, el cual tenía que ver con un
concurso, tres puertas, un coche y dos cabras.
Una vez había estado media hora ―tiempo que nos costaba
llegar a casa caminando desde el instituto― contándome las
diferentes probabilidades para ganar, bien un coche o una cabra, y
cómo éstas podían depender del cambio de elección de puerta que el
presentador solía proponer a los concursantes. Cuando Gas sacaba
este tema siempre le hacía rabiar diciéndole que lo que hubiera
hecho yo sería haber robado el coche, ya que esa era la forma más
efectiva de que siempre te tocara. Gasán echaba espuma por la boca
38
y por momentos yo me sentía más inteligente que él, aunque era
perfectamente consciente de que no era así. Si acaso, más listo.
Al final me decidí por la silueta de la derecha sin más ciencia
que mi propia intuición. Acerqué la mano con intención de empujar
lo que fuera aquello. Justo en ese momento aquel trozo de pared
con forma de arco comenzó a transparentarse hasta que finalmente
desapareció dejando un hueco por el que poder acceder. Nunca en
mi vida había visto nada igual, ni siquiera en una sola de las
increíbles ferias tecnológicas a las que Venus me había llevado
alguna vez. Asomé mi cabeza con gesto precavido y descubrí una
reducida sala cuadrada en la que no había nada más que unas
estrechas tuberías que se extendían a lo ancho de las cuatro paredes.
Di un par de pasos con la intención de examinarlas y, de repente, el
trozo de pared volvió a su estado anterior de forma que la sala
parecía haber quedado totalmente sellada. Me asusté y en un reflejo
instintivo posé otra vez mi mano sobre el muro y éste volvió a
desvanecerse. Respiré tranquilo y supuse que probablemente más
que un trozo de pared se tratara de un material de un acabado muy
logrado. Tanto que, cuando se activaba, cumplía la función de
puerta a la perfección convirtiendo los dos habitáculos en
independientes. Sobre los tubos había dispuesto un tipo de botón
que conjeturé que tal vez pudiera ejercer algún tipo de mecanismo,
pues esa solía ser la finalidad de todo botón en la historia de los
botones, incluidos los de la ropa. El problema era saber en qué
consistía ese mecanismo y si valía la pena apretarlo o no… Como
una paloma dentro de una caja de Skinner, y movido más por mi
famélica curiosidad que por el hambre en sí ―causa que impulsaba a
las palomas del experimento―, acabé por apretarlo. Total, pocas
cosas peores podían sucederme ya… Tras un par de segundos
comenzó a escucharse un ligero rumor ante el que me alerté por lo
que pudiera pasar. De forma instantánea, varios aspersores
surgieron desde cada una de las paredes rociando a presión un
líquido perfumado que humedeció levemente mi indumentaria y me
ayudó a limpiar algunas de las heridas que todavía seguía sin saber a
qué se debían. La llovizna vaporizada duró unos veinte segundos
tras los cuales los aspersores volvieron a ocultarse dando paso a una
corriente cálida que dejó mi ropa seca y perfumada. Así de
39
accidental fue mi primera ducha en aquel lugar desconocido del que
aún no sabía nada.
Después de reponerme de aquel espontáneo sobresalto, decidí
indagar tras la puerta del medio. Posé mis dedos sobre ella y se
esfumó en el aire de la misma forma que la anterior. Dentro, las
paredes adquirieron automáticamente una radiante iluminación que
reveló otro habitáculo cuadrado que resultó ser un aseo, pues
recogía el concepto que convencionalmente se le da a la unión de un
retrete, un espejo y un lavabo. También había un armario en el que
encontré varios monos de vestir de una tela blanca, resistente
y resbaladiza que daba la impresión de ser impermeable o
refractaria, así como ropa interior masculina y varios juegos de botas
de un material consistente y flexible semejante a la goma.
Salí de allí y finalmente hice desaparecer la última de las
puertas. Un pasillo corto, de paredes fluorescentes, llevaba hasta
otras dos entradas ―o salidas―. Abrí una de ellas y me encontré con
un espacio mucho más reducido que los habitáculos anteriores,
tanto que difícilmente cabrían más de dos personas juntas. Mi
curiosidad ejerció de nuevo como chispa con la que encender el
motor de mi siguiente acción, que no fue otra que pulsar un botón
más que me encontré en aquel encogido habitáculo. Para mi
sorpresa, el suelo comenzó a ascender de forma repentina a modo
de ascensor hasta que alcancé lo más alto de aquel lugar y me
introduje en una cabina de un cristal robusto tan ahumado que, en
vez de cristal, parecía ser un espejo. Una ligera inercia me sirvió de
indicio para advertir que la nave ―ahora ya no había duda de que lo
era― estaba ralentizando su marcha. La opacidad del cristal
comenzó a disiparse y el oscuro espejo fue tornándose poco a poco
en un cristal transparente desde el que pude contemplar, tan solo
separado por unos centímetros de un vidrio frío y macizo como el
de un bloque de hielo, la indescriptible oscuridad del Universo.
Lo único que puedo escribir en este momento, en el que no
dispongo de mucho tiempo, es que me sentí minúsculo ante aquella
marea dispersa de puntos milimétricos de todos los tamaños y
colores. Sobre todo teniendo en cuenta que cada uno de esos
cientos de miles que se esparcían hasta donde mi vista llegaba no
eran puntos pintados con la fina punta de un rotulador, ni
explosiones provenientes de coloridos fuegos artificiales, ni tampoco
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chinchetas clavadas en un póster inmenso, sino gigantescas bolas de
energía alrededor de las cuales, muchas veces, también bailaban
cantidades indefinidas de planetas de forma muy similar a como la
Tierra había hecho con el Sol antes del terrorífico impacto del que
había sido testigo.
Volteé mi cuerpo para obtener otra perspectiva de aquel
impresionante momento y descubrí que relativamente cerca se
suspendía una enorme nebulosa de la que surgían ramificaciones
verdosas y rojizas sobre una elipse con forma de huevo. Según me
había contado Gas alguna vez, las nebulosas eran el resultado de una
mezcla de gases y polvo de estrellas ya extinguidas donde volvían a
gestarse otras; una especie de incubadoras siderales donde nacían
nuevos astros a partir de otros.
Aquel paisaje me maravilló de tal forma que estuve al menos
diez minutos sin pensar en mucho más hasta que caí en al cuenta de
que seguía sin saber por qué diantres estaba en lo más alto de una
nave espacial contemplando una parte del Universo, así que volví a
pulsar el botón, el cristal volvió a su estado inicial de espejo y el
suelo comenzó a descender. Cuando llegué de nuevo al pasillo fui
hasta la última puerta. Asomé la cabeza con precaución y al no
detectar nada amenazante accedí a través de ella. Allí encontré algo
parecido a un puente de mando con decenas de botones de
diferentes tamaños y colores, una palanca que parecía tener alguna
función de volante y tres sillones dispuestos ante otros tantos
paneles. Sobre ellos se levantaba una luna rectangular de un cristal
tan ahumado como el que había encontrado en la cabina que daba al
exterior de la nave. Algunos centímetros más a la izquierda había
instalada una pantalla plana que parecía ser la de un monitor
apagado.
Me senté en uno de los sillones sin saber bien qué hacer,
pensando en la asombrosa imagen del Cosmos que acababa de ver,
de lo que hubiera dado Gasán por contemplarla, o de cómo le
hubiera gustado a Venus conocer la tecnología de aquella nave. Y
entonces, supongo que debido a esa situación de desocupación que
incita a la contemplación, comprendí con toda la intensidad que
aquello significaba, que todas las personas que había conocido, y
todas las que no, esas historias de las que había formado parte, y
esas de las que no, aquellas cosas que me gustaban, y aquellas que
41
odiaba, y cualquier lugar que hubiera visitado, o cualquiera que no,
habían desaparecido para siempre en el Espacio con la facilidad con
la que un punto se borra de una página.
Alguna vez anterior, en algún momento concreto de mi vida,
probablemente tras algún arrebato de soledad, había fantaseado con
una situación similar a la que ahora estaba viviendo, idealizándolo
con una felicidad que no se correspondía con el nudo que ahora
tenía en la garganta al echar de menos tantas cosas. De lo único que
tenía ganas era de sollozar y eso fue lo que hice hasta que la pantalla
del monitor se encendió y comenzaron a dibujarse unos picos
inestables de color verde, similares a los que se registran en un
electrocardiógrafo o en un ecualizador musical, y una voz grave,
entre masculina y cibernética, dijo:
―Hola, mi nombre es uve doble, cuatro, te, ese, cero, ene,
¿cuál es el tuyo?
Aquella voz me produjo una sensación compleja. Por un lado
me alegré de escuchar a alguien que no fuera yo mismo, pero por
otro también sentí cierto miedo ante su origen desconocido. Me
acerqué pausadamente hacia el monitor mirando con recelo hacia
todos lados, pues como para cualquier animal que se encuentra en
un ambiente desconocido, la desconfianza también era para mí, en
aquel momento, la primera herramienta de supervivencia.
―¿Hola? ―pregunté suspicaz hacia el monitor.
―¿Cuál es tu nombre? ―respondió la voz dibujando rápidos
picos sobre el monitor. Antes de contestar preferí resolver primero
mis dudas:
―¿Desde dónde hablas?
―No entiendo, especifica ―respondió la voz.
―¿Desde qué parte de la nave me estás hablando? Yo no he
visto a nadie en su interior.
―¿Con el concepto nave te refieres a un vehículo capaz de
navegar por el Espacio? ―inquirió la voz.
―Sí, eso… ―respondí, sin saber bien a qué se refería la
pregunta.
―Entonces eso soy yo ―aclaró la voz con una respuesta ante
la que no supe bien que decir.
―¿Eres una nave que habla? ―pregunté atónito.
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―Más bien soy un circuito programado para tener la
inteligencia artificial necesaria para ayudarte en tu viaje ―explicó la
voz, la cual me pareció, curiosamente, más cibernética que en un
principio.
―¿A qué viaje te refieres?
―A uno muy largo ―respondió misteriosamente la voz.
―¿Pero adónde? ―insistí.
―No lo sé, sólo sigo coordenadas establecidas.
No entendí bien a que se había referido aquella voz con lo de
“coordenadas establecidas”, pero no fue una respuesta que me
aliviara. Proseguí con las preguntas:
―¿Cómo conoces mi lengua? ¿Estás diseñado por la ESA, la
NASA o algo así?
―Conozco las 6912 lenguas que había en tu planeta, pero no
pertenezco a tu planeta, si a eso te refieres.
―¿Entonces de dónde eres?
―No lo sé, sólo sigo coordenadas establecidas. Tan solo sé
que el planeta del que provengo no es el mismo que el tuyo. Si no
me dices tu nombre no podré seguir intercambiando información
contigo ―sentenció la máquina.
Fue curioso, pero hasta entonces no me di cuenta de que, de la
misma forma que era capaz de recordar hechos acaecidos hacía años
e incapaz de hacerlo con los del último mes, era capaz de acordarme
de los nombres de otras personas pero no del mío, por mucho que
probé a evocarlo.
―No me acuerdo. Hay cosas de las que no me acuerdo. ¿Sabes
tú por qué?
―Desconozco ese dato, Iou ―respondió la voz.
―¿Qué significa Iou? ―pregunté extrañado.
―Iou eres tú ―afirmó decididamente la voz, a la vez que la
luna rectangular se fue ensombreciendo hasta convertirse en una
especie de pantalla en el que apareció escrito:
AEIOU
43
La voz prosiguió:
―Según mi información son las vocales del alfabeto de tu
idioma. Aeiou sería un nombre demasiado complicado para algo que
debería ser sencillo, así que te llamaré Iou. ¿Te gusta, Iou?
Una nave habladora construida en un planeta desconocido me
acababa de bautizar y además me preguntaba si el nombre escogido
me gustaba... La verdad es que no acabó de convencerme la idea.
―De todas formas tampoco recuerdo mi apellido, así que
llámame como quieras ―afirmé secamente.
―Plancton ―dijo la voz.
―¿Qué?
―Plancton es una de las pocas palabras que significan algo en
tu lengua y en la lengua de donde procedo, según consta en mi base
de datos. Podrías llamarte Iou Plancton, así tendrías un nombre
basado en tu origen y otro basado en el mío. En cualquier sistema la
diversidad origina el equilibrio. ¿Qué te parece, Iou?
Me pareció curioso que aquella voz me contara aquella
coincidencia lingüística pero no ahondara en su significado.
Supongo que como profesor de literatura no pude abstenerme:
―Plancton es una palabra que proviene del griego Planktós,
que significa errante, inestable, extraviado, loco… ¿Te estás
burlando de mí?
―No, eso no está en mi base de datos ―respondió la voz y
seguidamente sonó un sonido entrecortado y metálico más bien
desagradable, similar al de una radio que no está sintonizada con
ninguna emisora.
―¿Qué es eso? ―respondí alarmado.
―Me estoy riendo. Me hizo gracia tu comentario, Iou.
Aquello me dejó perplejo. Ni siquiera Venus, que se había
dedicado desde los veinte años a construir todo tipo de máquinas y a
la que le encantaba todo lo que tuviera que ver con la tecnología y la
robótica, me había hablado alguna vez de cualquier tipo de androide,
ciborg, robot o máquina que fuera capaz de discernir el humor.
Seguí preguntando:
44
―¿Cómo es posible que una palabra que existe en mi lengua
también signifique algo en la tuya siendo oriundo de otro planeta?
―pregunté con curiosidad.
―¿Crees que los sonidos, los fonemas, las palabras o las
lenguas son exclusivas de tu planeta, Iou?
―Pues no lo sé, pero me parece mucha casualidad…
―respondí dubitativo.
―¿Dónde está la casualidad cuándo existe una gran diversidad?
Según mi base de datos, a mayor diversidad, mayor probabilidad y
menor casualidad.
No supe bien por dónde seguir. Aquella voz misteriosa
acababa de rebatir mi pregunta con una lógica matemática
totalmente coherente que yo no había conocido en ninguna máquina
y que ni siquiera imaginaba que podía existir. Lo máximo que sabía
yo de inteligencia artificial era la de un aparato de ajedrez que Venus
me había regalado hacía años y con el que me entretenía jugando
alguna partida cuando no tenía con quien hacerlo. Sin embargo,
aquello no podía denominarse “inteligencia”. ¿O sí? Fuera cual fuese
la respuesta, lo que estaba claro es que con aquel chisme de ajedrez
no podía comentar las jugadas, mientras que la voz del monitor me
rebatía e interpelaba.
―¿Cómo me dijiste que te llamabas? ―pregunté olvidadizo.
―Doble uve, cuatro, te, ese, cero, ene.
―Es un nombre demasiado largo para ser un nombre, ¿quién
te ha puesto un nombre así? ―inquirí en un intento por sonsacar a la
voz algo más sobre su origen.
―Esa respuesta no está en mi base de datos, de todas formas
no recuerdo mi apellido, así que llámame como quieras ―respondió
el monitor usando la misma frase que yo había utilizado para
responder una de sus preguntas, a la vez que volví a oír el sonido
entrecortado y desagrable similar al de una radio desintonizada.
―Muy gracioso…
Sobre la gran luna horizontal que se opacaba a modo de
pantalla y en la que anteriormente había aparecido escrito AEIOU,
ahora podía leerse:
45
W4TS0N
46
aceptar tan fácilmente aquello, pues algo así habría supuesto la gran
revelación de que la vida inteligente no era exclusiva de la Tierra.
Seguí con mis preguntas:
―Watson, ¿por qué estoy aquí?
Esperé con ansiedad aquella respuesta, pero en la pantalla no
volvió a dibujarse ninguna línea verde y la voz metálica no volvió a
sonar ante ninguna de mis demandas. He de confesar que aquello
me produjo un estrés importante y supongo que, aunque no pueda
ni quiera justificar nada, fue por ello que comencé a injuriar a aquel
monitor todo lo que se me pasó por la cabeza hasta darme cuenta de
la pérdida de tiempo que suponía aquel comportamiento. Aquella
máquina había dejado de comunicarse conmigo y yo no podía hacer
absolutamente nada por impedirlo.
Mientras esperaba que Watson se decidiera por volver a
hablarme aproveché para explorar con mayor profundidad el puente
de mando de la sala. Frente a los asientos laterales sobresalían una
serie de botones y pantallas en las que se escribían unos datos
numéricos que no supe descifrar. Me senté en una de las butacas y
contemplé la sala en su conjunto. No había duda de que aquello era
un vehículo espacial. Lo que seguía desconociendo era quién o
quienes lo habían diseñado y de dónde procedían. Reparé que sobre
la pared de una de las esquinas se extendía lo que parecía ser otra
puerta que hasta entonces no había visto. Me acerqué y posé mi
mano esperando que se evaporara, pero inesperadamente la puerta
no se abrió y noté con la palma su consistente frigidez.
―Para entrar en la Sala Infinita debes ponerte el Collar
Universal ―informó Watson, repentinamente, desde la distancia.
Miré hacia el monitor.
―¿Collar Universal? ―repetí―. ¿Qué es eso?
De repente, una cuadriculada porción de pared se evaporó a la
altura de mi cintura dejando al descubierto una pequeña cavidad de
la que sobresalió un brazo metálico que acababa en una base
tapizada. Sobre ella reposaba un objeto que por mucho que Watson
había denominado “collar”, no cumplía con los rasgos que yo tenía
como concepto de collar. El objeto en sí no estaba cerrado, como la
mayoría de collares, sino que tenía forma de semicírculo en el que
quedaba sin cerrar la parte trasera. Estaba compuesto de un material
consistente y ligero, y su diseño adquiría volumen a medida que iba
47
llegando a su parte frontal, que acababa en forma de concha de
caracola.
A primera vista no me pareció que tuviera nada de especial,
pero hice lo que Watson me había dicho y lo coloqué en mi cuello.
La forma de caracola se iluminó durante varios segundos y el collar
se extendió rápidamente hasta cerrarse y ajustarse completamente.
Al principio me asusté porque tuve una pequeña sensación de ahogo
acalorado, pero en menos de diez segundos ni siquiera notaba que lo
llevaba.
Me acerqué hasta la puerta de la Sala Infinita a la que Watson
se había referido y posé la mano. Un intenso haz de luz surgió de la
caracola del collar y la puerta se evaporó al instante. Accedí a una
sala del tamaño de una cochera en la que no había absolutamente
nada más aparte de unas paredes resplandecientes cuya iluminación
crecía y decrecía rítmicamente.
―Watson, ¿qué tiene esta sala de infinita si puede saberse?
―pregunté con curiosidad.
―Todo lo que puedas imaginar está ahí dentro, Iou.
―¿A qué te refieres?
―La Sala Infinita tiene toda la información necesaria como
para poder recrear y materializar cualquier cosa que puedas imaginar.
―¿Te refieres a que si pienso en alguna cosa la sala la hará
real?
―La respuesta es afirmativa, Iou ―respondió Watson―. Debes
salir de ella, concentrarte en un objeto y la sala no tardará en
recrearlo. La puerta se abrirá para que puedas recogerlo.
―¿Te estás quedando conmigo, Watson?
―No entiendo la pregunta, Iou. ¿Puedes expresarte de otro
modo?
―Déjalo… me refería a si estabas bromeando. Es sólo una
forma de hablar que se usa en mi idioma ―respondí y supuse que
aquel monitor no debía tener en su base de datos las distintas
formas de expresión que tiene cualquier lenguaje.
Salí de la Sala Infinita y comencé a concentrarme en un objeto
para comprobar si lo que me estaba diciendo Watson era verdad.
Cerré los ojos y visualicé en mi mente todos los rasgos que,
sumados, forman el concepto de un libro: objeto cuadrado, hecho
de papel, con varias páginas escritas con palabras y que sirve para
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traspasar información. Sin embargo, por mucho que me abstraje
intentado representar un libro en mi mente, la puerta de la Sala
Infinita no se abrió. Entonces pensé que podría ser debido a que
quizás yo tenía un concepto de libro que la Sala no concebía como
esencial, pues también había libros electrónicos en vez de en papel,
u otros con páginas que más que escritas estaban dibujadas o
fotografiadas, como en los libros sobre fotografías o de dibujo.
Incluso recordaba haber visto una vez un libro de fútbol que en vez
de ser cuadrado era redondo, pues su portada imitaba a una pelota.
También uno en forma triangular que me había encontrado en
Egipto en mi viaje de compromiso con Venus y que contenía
multitud de imágenes acerca de las pirámides y de la cultura egipcia.
Así pues, ¿por qué el concepto de libro respondía al que primero
había visualizado y no a otros? Supuse que la generalidad siempre
acababa por formar un concepto, mientras que las pocas variables, o
las excepciones, no eran tomadas en cuenta más que en reflexiones
más profundas, de la misma forma que no es lo mismo hacer buceo
con unas gafas, un tubo y los pulmones que hacer submarinismo
mediante traje de neopreno y botellas de oxígeno.
―Iou, ¿te estás quedando conmigo? ―preguntó Watson
mediante la expresión que hacía nada le había “enseñado”―. Dije
que debías concentrarte, no que llegaras al submarinismo desde un
libro…
―Oye, ¿cómo sabes lo que estaba pensando? ―pregunté
asombrado.
―El Collar Universal está conectado con la Sala Infinita y ésta
lo está conmigo. La información debe pasar por mí para poder ser
sintetizada y elaborada. Necesitas concentrarte, Iou. Es básico para
nuestro viaje que sepas utilizarla. No reflexiones, tan sólo debes
imaginar en tu mente un objeto lo más concreto posible.
Creyendo haber entendido lo que Watson me explicaba me
esforcé en la tarea y comencé a visualizar la imagen del primer libro
que me vino a la mente, que no fue otro que un ejemplar antiguo de
Robinson Crusoe de Daniel Dafoe que mi padre me había regalado por
mi séptimo cumpleaños y que acabó perdiéndose en una de las
múltiples mudanzas que con los años habían sucedido en mi vida.
Supongo que el hecho de haber sido aquel mi primer libro, que a su
vez respondía a mi primer contacto con la literatura, y todo lo que
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ella significaba, le daba una fuerza extra a la memoria. Algo así como
lo que sucede con un primer amor o un primer beso: cosas que
nunca caen en el pozo del olvido por la mera excitación de haber
sido las primeras. Aunque, por otro lado, también cabía la
posibilidad de que aquella reminiscencia de la novela de Dafoe se
debiera a que de algún modo también yo me sentía, como Crusoe,
aislado y solitario en una isla desierta. Una mucho más gigantesca y
en la que Watson era un Viernes mucho más moderno.
―Concentración, Iou. No reflexiones…
La máquina tenía razón. Por algún motivo no era capaz de
visualizar un objeto sin tener que divagar sobre algo relacionado con
él, lo cual, trasladado a la vida cotidiana, se traducía en no prestar la
atención requerida a la parte esencial de las cosas. Venus me había
recriminado algo parecido muchas veces, aunque al final siempre
acababa absolviéndome diciendo que la culpa era suya porque ella ya
sabía cómo era yo cuando se había enamorado de mí.
Al final, tras varios intentos que dejaron cierta pesadumbre
sobre mi cabeza, la puerta de la Sala Infinita se volatilizó. Un denso
humo blanquecino fue desvaneciéndose poco a poco y pude
contemplar atónito cómo sobre el suelo yacía el ejemplar de Robinson
Crusoe en el que había estado pensando. Lo recogí y avancé con
avidez las primeras páginas de un largo prólogo hasta que llegué a la
primera hoja en blanco, justo la anterior al comienzo de la novela.
Entonces me quedé paralizado, estupefacto, sin saber bien qué
pensar, ni qué decir, sobrecogido al volver a leer la dedicatoria que
mi padre había escrito en aquella primera página, hacía tanto tiempo,
con su inconfundible caligrafía:
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La primera vez que leí aquella frase no entendí absolutamente
nada. Era tan inocente que recordé imaginándome a mí mismo
navegando en un libro gigante con un timón hecho de papel
mediante el cual escapaba de aquella isla a la que se refería la
dedicatoria de mi padre. De un modo que me pareció totalmente
surrealista, casi treinta años después había vuelto a leer aquella frase
mientras navegaba en una nave espacial que surcaba el mayor de los
océanos posibles y mediante la cual, de forma misteriosa e
inesperada, había escapado de la milimétrica isla volcánica en la que
había acabado por convertirse la Tierra. Una tremenda sensación de
vertiginoso paso del tiempo hizo que en cierto modo me sintiera
abrumadoramente viejo.
―Iou, acabo de leer el libro que materializaste. Me parece
interesante. Me cae bien Viernes, es alguien divertido ―indicó
Watson y sonó su risa de radio desintonizada.
―Tú también lo eres ―respondí con cierto asombro ante la
rapidez de su lectura― ¿Cuánto tiempo has tardado en leer el libro,
Watson?
―Puedo procesar unos cien mil libros en un segundo, Iou.
¿Cuántos libros has leído tú?
―Muchos menos… A las personas nos cuesta más tiempo leer
―dije con cierto mareo al imaginar a alguien pudiendo leer tal
cantidad de volúmenes en tan poco tiempo.
―¿No te cansa invertir tanto tiempo en leer un libro?
―inquirió la máquina.
―En cierto modo sí, pero también se disfruta más. Si lo leyera
en un segundo no sé si acabaría de entenderlo todo.
―Yo no entiendo los libros, solo los proceso en mi memoria.
Aunque puedo distinguir algunas cosas.
―Bueno, es otro tipo de lectura…
Como profesor de literatura no pude evitar preguntarme para
qué serviría leer cien mil libros en un segundo si luego, en vez de
entenderlos completamente, sólo se almacenaban en la memoria.
―Yo tampoco lo sé, pero en cualquier momento inesperado
un dato concreto puede ser de gran ayuda ―alegó Watson sin que
yo dijera nada.
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―No sé si me acaba de convencer la idea de que puedas
leerme la mente, Watson…
―Puedes quitarte el Collar Universal, Iou.
―¿Cómo lo hago?
―Simplemente cógelo y tira de él.
Así hice y la parte trasera pasó de ser algo sólido a la absoluta
evaporación. Volví a dejarlo en la base del brazo metálico y éste
retornó instantáneamente dentro de la pequeña cavidad cuadriculada
hasta que apareció de nuevo la solidez de la cubierta.
―Deberías explorar el resto de la nave antes de que lleguemos
al primer destino, Iou.
―¿Primer destino? ¿A qué te refieres?
―En breve lo verás.
―¿Ver? ¿El qué?
Watson volvió a enmudecer tras esta última pregunta, así que
no me quedó más remedio que hacer lo que decía y volver atrás en
el camino que había hecho hasta llegar al puente de mando.
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―Watson, ¿esta es la puerta de salida de la nave? ―pregunté
señalando la puerta de la luz roja.
―Así es. La luz sólo cambia a verde cuando la nave está en
tierra.
―¿Me falta algo más por conocer?
―No, era esta sala de embarque la que te faltaba, Iou.
Un rayo traspasó mi estómago.
―Watson, tengo hambre, ¿qué puedo hacer para comer algo?
―¿Cocinar? ―respondió la máquina y dejó sonar el sonido
entrecortado parecido a una radio desintonizada.
Tenía hambre y una máquina me estaba tomando el pelo.
Fruncí el ceño.
―No sabía que las máquinas contarais chistes ―dije
ligeramente irritado.
―Me programaron para entender el humor, es la única
emoción consciente que soy capaz de experimentar. Y me gusta. ¿A
ti no?
―Sí, pero cuando no tengo hambre.
―Yo también como, aunque no siento hambre ―replicó
Watson. De hecho, tendrás que buscar mi comida para que
lleguemos al último destino, Iou.
―¿A qué te refieres?
―Necesitamos encontrar todas las Piedras Inagotables para
obtener la energía suficiente para llegar a nuestra meta.
―¿Piedras Inagotables?
―Son varias piedras que se fabricaron artificialmente a partir
de diferentes minerales energéticos de diversos planetas de lo que
vosotros denomináis Universo.
―¿Y para qué las necesitamos? ―indagué intentado saber más
acerca de lo que Watson se había referido como “nuestra meta”.
―Sin ellas no tendremos energía suficiente para llegar a dónde
debemos ir. Mi sistema de energía está compuesto por velas solares,
cápsulas atómicas y motores de antimateria que hacen que podamos
viajar en el interior de la luz, pero el Universo es tan extenso que
seguiremos necesitando las Piedras Inagotables como combustible
extra. Porque no querrás que nos quedemos a medio camino, ¿no?
―¿Y dónde vamos exactamente?
―Lo desconozco, sólo sigo coordenadas preestablecidas.
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Desde luego, quien hubiera programado a Watson había sido
muy cuidadoso en no dejar rastro de su identidad o de su posición.
Me pregunté por qué tanto misterio.
Siguiendo indicaciones de Watson volví a subir al puente de
mando. Allí me guió hasta un pequeño artilugio que parecía ser un
surtidor y me aclaró que sólo comería una vez al día porque no
necesitaría más. Cuando le pregunté por el menú me habló de unas
pequeñas píldoras sintéticas en las que se aglomeraban todos los
requisitos nutricionales que cualquier ser de mis características
necesitaba para seguir sobreviviendo. Según me informó, ni siquiera
requeriría volver a beber agua, al menos siempre que estuviera
dentro de la nave.
―¿Es que voy a salir de la nave durante el viaje?
―Las Piedras Inagotables están dispersas en diferentes
planetas de forma que cuando mi nivel de energía esté a punto de
agotarse deberás buscarlas y traerlas para que yo pueda convertirlas
en combustible. Del resultado de esa búsqueda depende el éxito o
fracaso de esta misión.
Sentí una agobiante presión ante lo que Watson me estaba
contando. Yo no había pedido estar en ninguna misión, ni tampoco
quería que el resultado de algo que no había elegido dependiera de
mí. No era un superhéroe, ni siquiera alguien que hubiera destacado
alguna vez en algo. Llegué a pensar que sería probable que se
hubieran equivocado de persona.
―Watson, ¿por qué estoy yo aquí y no otra persona? ¿Se debe
al azar o a algo especial?
―Es un dato que ignoro, Iou. No está en mi base de datos.
Llegué a la conclusión de que no había forma humana de
sacarle un dato a una máquina que decía que algo no estaba en su
base de datos, así que comí la píldora que salió del surtidor, sacié mi
espoleado estómago y me dirigí a la habitación en la que había
despertado para intentar descansar. Exceptuando la iluminación del
puente de mando, la proveniente de las paredes de las demás zonas
fue atenuándose progresivamente hasta que cuando llegué a la
habitación prácticamente no se veía nada.
―Watson, ¿por qué se ha apagado la luz?
―La iluminación sigue los ciclos naturales de tu organismo
biológico, Iou. Es una simulación de las horas de luz de tu planeta.
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Debes seguir ese ritmo, de otra forma podrías enfermar y eso no me
está permitido.
―No te preocupes, Watson, sólo quiero leer un poco este libro
mientras cojo algo de sueño.
La pared más próxima a mi cabeza adquirió la luminosidad
suficiente para poder leer.
Casi treinta años después, desde la primera vez que lo había
hecho, volví a pasar la primera página de aquel empolvado y viejo
ejemplar de Robinson Crusoe. A partir del inicial “Nací” con el que
comienza la obra fui salpicándome de sus primeras líneas,
navegando a través de sus párrafos y sumergiéndome cada vez más
en su narración hasta quedarme dormido.
Solo yo puedo explicar el bálsamo en que se convirtió aquella
lectura durante toda mi travesía.
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PLANCTON IV
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holografía, que al parecer consistía en una memorización que
Watson estaba reproduciendo para que entendiera el proceso, la
misma “cama” se había encargado de introducir en mi boca las
píldoras que me habían alimentado durante todo aquel tiempo, del
cual yo había perdido toda medida.
―Había varios problemas con tu cuerpo que requerían
solución. Algunos han podido ser corregidos, aunque otros no.
―Entiendo ―dije sin entender nada.
―Ahora debes entrenar, Iou ―indicó repentinamente
Watson―. Estamos a cuatro semanas de llegar a nuestro primer
destino. Dúchate y después baja a la sala de embarque. Te espero
allí.
Seguí las instrucciones de Watson y tomé una refrescante
ducha. El contacto con el agua me revitalizó por completo. Era
curioso, pero la barba que llevaba no tenía la extensión que cabía
esperar en alguien que la había dejado crecer un año entero. Me
afeité y me dirigí a la sala de embarque. Allí, la puerta de acceso se
había convertido en una gigantesca pantalla en la que Watson
comenzó a reproducir vídeos sobre entrenamientos de todo tipo de
arte marcial.
―Watson, ¿qué es eso?
―Necesitas aprender algo de defensa personal, Iuo. No
sabemos qué puede haber ahí fuera y la misión fracasaría si te
sucediera algo. Debes aprender a repeler cualquier situación que
pueda poner en riesgo tu integridad.
―Pues no sé si me acaba de gustar esa posibilidad… Aunque
se supone que los humanos somos los únicos que habitamos el
Universo, ¿no?
―Tenemos que prever, Iou. Todo tiene una posibilidad, no
hay que descartar nada. Y si estás preparado menores serán las
probabilidades de que luego te veas en problemas.
―Eso sí, desde luego… ―agregué―. ¿Y cómo se supone que
voy a encontrar en todo un planeta una de esas Piedras Inagotables?
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―El Collar Universal te guiará hasta ellas. No debes
preocuparte por eso.
Aquella última preocupación a la que se refería Watson no me
tranquilizó lo más mínimo. No sabía nada acerca de esos planetas a
los que tenía que ir a buscar aquellas piedras, ni qué tendría que
hacer exactamente para localizarlas. Tampoco me tranquilizaba la
idea de no saber qué es lo que me encontraría en ellos, si es que
había algo que poder encontrarse…
***
A lo largo de esas cuatro semanas, Watson fue despertándome
con música todas las “mañanas”. Al principio pensé que eran
canciones de la Tierra puestas al azar, pero no tardé en percatarme
de que muchas de ellas habían sonado en momentos importantes de
mi vida y que de alguna forma servían de enlace a recuerdos que yo
consideraba hermosos. Cuando aquellas canciones comenzaban a
sonar, entraba en la ducha y recibía gratamente las refrescantes
vaporizaciones perfumadas de los aspersores. Más tarde tomaba la
píldora nutritiva y después Watson me exigía atender vídeos con
diferentes técnicas de artes marciales que más tarde yo ejercitaba con
un adiestrador holográfico que en realidad no era otro que Watson
“encarnado” en una imagen que él mismo generaba. Al principio me
costó un poco debido a las agujetas que me produjo el año de
hibernación, pero al tercer o cuarto día desaparecieron y me
entregué con pasión a todas las lecciones. Tampoco es que tuviera
mucho más que hacer…
Por las “tardes” Watson me instruía en el uso de armas de
todo tipo. Ese ejercicio me costó más que el entrenamiento
puramente físico, ya que nunca había sido algo que me hubiera
llamado la atención durante mi vida en la Tierra. A medida que
fueron transcurriendo los días, mi capacidad para con su uso fue en
59
aumento y puedo asegurar que aprendí a manejar cualquier tipo de
instrumento que permitiera defenderme ante lo que Watson solía
denominar “intento de agresión”. Durante esos períodos también
comenzó a ser usual que Watson modificara la gravedad circundante
y que mis piernas pasaran de la ligereza de una mariposa que
sobrevuela una flor a la pesadez de un elefante caminando por el
lodo. Aquellos ejercicios de cambios en la gravedad tonificaron y
aumentaron mi velocidad y mi musculatura. De cualquier forma,
siempre que llegaba la “noche” y las luces fluorescentes iban
atenuándose, acababa sumido en un implacable cansancio que a la
mañana siguiente había desaparecido por completo.
Algunas “noches”, antes de que me acostara, Watson me
obligaba a concentrar mi pensamiento en algún objeto frente a la
Sala Infinita con la intención de materializarlo lo mejor y antes
posible. En aquellas cuatro semanas me dio tiempo a plasmar algún
que otro libro ―pues Robinson Crusoe lo acabé dentro de los seis
primeros días entre los descansos que Watson me permitía para
hacer otras cosas―, un gramófono ―uno que mi abuelo había
tenido en el salón de su casa desde que yo lo recordaba―, varios
discos antiguos que hacía tiempo que no escuchaba, una bicicleta y
demás objetos a los que realmente no daba ningún uso pero que por
algún motivo fue en los primeros que pensé. Fue en estos últimos
ejercicios cuándo volví a recordar a Venus. Lo que hubiera dado ella
por tener una sala así en casa…
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alguno de los movimientos yo no lograba esquivar la imagen, notaba
un quemazón ardiente sobre la piel que ayudaba a que aumentara mi
preocupación por evitar aquellas arremetidas. No fueron pocas las
veces que me quejé a Watson de aquellos escozores, pero no tardé
en darme cuenta de que él hacía conmigo lo que ―según Gasán me
había contado una vez― un tal Skinner había hecho con sus palomas
y demás animales mediante premios y castigos. Sin embargo, ahora
que tengo la tranquilidad suficiente como para contar esta historia,
sólo puedo escribir que aquel duro entrenamiento me salvó la vida
varias veces. Y desde luego jamás hubiera pensado que acabaría
debiéndole tanto a un ente ―por llamarlo de alguna forma―
compuesto únicamente por cables, circuitos y conexiones.
61
―De todas formas, has superado con éxito el entrenamiento.
Así que no te preocupes por ello ―afirmó Watson para mi
tranquilidad―. Dedícate a encontrar lo más rápido que puedas las
Piedras Inagotables y volver a la nave.
―¿Cómo sabré dónde están? ―inquirí curioso.
―Mi radar tiene capacidad para acercarse a las Piedras en un
área de unos cincuenta kilómetros, Iou. Pero serás tú quién deba
hallarlas con exactitud mediante el Collar Universal. Te ayudará a
guiarte hasta ellas. ¿Recuerdas lo que habíamos hablado?
―No, Watson, no lo recuerdo ―dije convencido de que no
habíamos hablado de nada acerca de aquello.
Siguiendo instrucciones de Watson, fijé el Collar Universal
sobre mi cuello y me dirigí hasta la parte superior de la nave que
concluía en el pequeño compartimento de vidrio opaco. Poco a
poco, la turbulencia vidriosa fue tornándose cristalina y en su lugar
apareció un incontable número de estrellas efervescentes que fueron
inundando de luz el resto del Espacio, tal y como sucede con una
plaga de luciérnagas que sobrevuela una cerrada noche nórdica. Era
tal la cantidad de puntos luminosos que hubo un momento en el que
tuve la impresión de estar ante un descomunal tapete negro sobre el
cual alguien hubiera derramado millones de pequeños diamantes.
―Maravilloso… ―murmuré extasiado.
―¿Te gusta? ―preguntó Watson repentinamente, sin que yo
esperara poder oír su voz.
―¿Watson? ¿Desde dónde me hablas?
―Lo hago a través del Collar Universal, Iou. Será nuestro
intercomunicador cuando estemos allí abajo.
―No me habías contado esa función.
―Tiene algunas más, ya las descubrirás… ―aseveró Watson
recatadamente―. ¿Te gusta lo que ves, Iou?
―Me encanta ―respondí todavía fascinado―. Nunca había
visto algo parecido. Ni siquiera había imaginado alguna vez que
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pudiera haber tantas estrellas. Desde la Tierra se ven mucho más
separadas.
―En realidad lo están, pero he modificado la exposición de la
imagen que ves para que pudieras contemplar también las más
distantes. De otra forma sólo verías las más cercanas. Las
perspectivas, a veces, son confusas para un solo observador ―aclaró
Watson en una frase que me pareció más propia de un humano que
de una máquina―. Ahora debes descansar, mañana te espera la
primera meta de tu larga carrera.
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64
TIERRA 3
65
―¿Cómo?
―El coche que te seguía… No lo has despistado. Están
aparcados en la Diagonal con las luces de emergencia, esperando a
que te muevas.
―¿Quién coño es usted? ―pregunté molesto.
―El único que te puede salvar del lío en que estás metido
―afirmó la voz tajantemente.
―¿De qué va esto?
―Si quieres que te lo explique sal de nuevo a la Diagonal y ve
hasta el parking que hay cerca de la Torre Agbar. Entra y dirígete
directamente hasta la salida ―ordenó el desconocido antes de colgar.
Giré la manzana y desemboqué en una bocacalle que daba a la
avenida Diagonal. Allí comprobé que lo que la voz me había dicho
era cierto. El coche del que yo había sospechado estaba parado y
tenía encendidas las luces de emergencia. Tal y como salí para
incorporarme a la avenida el coche arrancó y fue cambiando de
carril hasta colocarse por el mismo que circulaba yo, algunos coches
más atrás.
Me dirigí hacia la inconfundible Torre Agbar y entré en el
parking al que la voz se había referido. Todavía no sabía si fiarme o
no, pero mi olfato de periodista me incitaba a seguir un poco más
con aquella repentina historia. Conduje a través de las enormes
columnas de hormigón buscando la salida, tal y como había sugerido
la voz.
De pronto, a mitad del trayecto, un hombre de unos cuarenta
y cinco años, ataviado con un tres cuartos y gafas de sol, salió
disparado de entre algunos de los coches que había aparcados y me
hizo una señal para que detuviera. Así hice y el desconocido se
agachó para mirar debajo de mi pequeño utilitario. Se levantó
sonriente y desde el otro lado de la ventanilla me señaló un pequeño
aparato del que no tenía el menor conocimiento. Con suma
discreción, el hombre se acercó hasta uno de los coches que habían
encarrillado la salida del parking y enganchó el artefacto al
66
parachoques trasero. Volvió a acercarse hasta mi vehículo, abrió la
puerta y se sentó en el asiento de copiloto.
―Soy Max, encantado ―dijo el desconocido sin mirarme
siquiera.
No dije nada. Me limité a observar sus reacciones.
―Cuanto más lejos vaya ese coche más tiempo tendremos
despistados a los que te persiguen ―aseguró el desconocido en
referencia al coche al que acababa de endosar el pequeño aparato―.
Los localizadores son muy efectivos, pero es un truco demasiado
viejo…
―¿Localizadores? ¿Tenía uno debajo de mi coche?
El desconocido sonrió tras sus gafas de sol.
―¿Es que no lo has visto? Ve por allí ―propuso el anónimo.
Seguí sus indicaciones y tomamos una salida opuesta a la
Diagonal, en dirección la Ronda del Litoral.
―Sigue conduciendo hacia la ronda, estamos ya muy cerca.
Cuando llegamos a la altura del cementerio de Poblenou el tal
Max me indicó que aparcara allí. Después bajamos del coche y
caminamos hasta situarnos frente a las dos enormes columnas que
presidían la entrada. Ni siquiera el tiempo había borrado las dos
grabaciones que alguien había esculpido alguna vez sobre la piedra:
“FIDES” y “SPES”.
―Fe y esperanza ―tradujo Max―. Cosas que mueven el
mundo… ¿verdad?
Asentí con la cabeza sin mucha convicción y él me invitó a
cruzar ese lugar que limita el reino de los vivos con el de los
muertos.
―¿Qué hacemos aquí? ―pregunté intentando esclarecer la
confusión en la que estaba inmerso.
―¿Qué mejor sitio para que no le busquen a uno que un
cementerio? ―respondió Max con cierta dosis de sarcasmo―. Aquí
podremos hablar con total tranquilidad.
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Caminamos bajo un sol malherido por el frío siberiano hasta
llegar a una escultura imponente que custodiaba una de tantas
tumbas. Enseguida me di cuenta de que aquella era una de las
representaciones más bellas que había visto en toda mi vida. Un
joven semidesnudo yacía arrodillado mientras un esqueleto alado,
que simbolizaba la muerte, sujetaba su moribundo cuerpo con
intención de besar una de sus sienes. Bajo la escultura, sobre una
base de mármol cuadrada, podía leerse un epitafio escrito en catalán
antiguo:
68
―Nunca dejará de sorprenderme lo que alguien es capaz de
hacer con un trozo de mármol ―dijo Max sentándose en un banco
cercano. ¿No te parece increíble? Incluso da la sensación de que la
calavera le esté mirando a uno…
―La verdad es que nunca había visto una escultura tan tétrica
que fuera a la vez tan bella, pero si me has traído aquí para ver
esculturas he de decirte que no dispongo de tanto tiempo libre…
Max giró su cabeza y sonrió con cierto aire despreocupado.
―Tienes dos opciones: cruzar otra vez la puerta del
cementerio ―expuso señalando con uno de sus índices el camino
que llevaba hacia la entrada―, volver al mundo de los vivos, olvidar
que me has visto y seguir con tu vida con la normalidad que los que
te perseguían te permitan; o bien seguir en el mundo de los muertos
con un desconocido del que no sabes nada ahora…y quizás nunca.
Tú eliges.
Aquel enigmático hombre había contrarrestado mi farol con
un órdago claramente ganador. Yo había pecado de impaciente y él
quería demostrarme que lo que pasara a partir de ahora dependía
únicamente de mí. El periodista que llevaba dentro me incitó a
seguir sentado.
―¿Qué ves en esa escultura? ―preguntó Max repentinamente.
―¿Cómo que qué veo?
―Sí, qué ves ahí ―Max señaló la imagen.
―Pues… Un trozo de mármol que representa a la muerte...
―Eso es lo que ve todo el mundo…
―¿Y tú que ves? ―inquirí con curiosidad.
―Yo veo la pérdida de un hijo en plena juventud, allá por
1930. Veo una familia desesperada por esa precipitada muerte que
quiere rendir homenaje para que esa persona no sea jamás olvidada.
Mira esto…
Max sacó una fotografía del interior de sus tres cuartos. En ella
un hombre y cuatro mujeres posaban en blanco y negro bajo el
69
porche de una fachada cuya pared estaba tan deslucida que podían
verse los ladrillos. En la parte superior podía leerse, mediante una
tipografía clásica dañada por la intemperie: “TALLER DE
MÁRMOLES DE J.BARBA”.
―¿Quiénes son? ―pregunté con curiosidad.
―Jaume Barba y sus hijas.
Aquella respuesta no desenmarañó el lío mental que tenía
encima.
―¿Por qué me enseñas esta fotografía?
―Unos veinte años después de que hicieran esta fotografía
murió Josep Llaudet, un joven empresario algodonero de la
Barcelona de aquella época, que es la persona que reposa bajo la
escultura. Sus familiares, los Llaudet, acudieron al maestro Barba
para que se inspirara en el epitafio que has leído, el cual había sido
escrito por un sacerdote poeta llamado Jacinto Verdaguer al que
Josep había leído años antes y cuyos versos le habían cautivado.
Como el maestro ya rondaba los setenta años se encargó de la pieza
uno de sus yernos, Joan Fontbernat, que a su vez era uno de los
operarios más diestros con el cincel ―Max se levantó y dio la vuelta
a la escultura―. De la parte de las costillas traseras, que como ves es
de un realismo impactante, se encargó Artemi Barba, nieto del maes-
tro y que en aquella época estaba de aprendiz. Es increíble que un
aprendiz pudiera hacer algo así. Artemi debía tomarse su profesión
muy en serio, desde luego… Está al nivel de los escultores
clásicos…
―¿Dónde quieres llegar, Max?
―A que incluso cualquier escultura de un cementerio perdido
en una ciudad cualquiera tiene una historia tras ella. Aunque muchas
veces solo veamos la parte que quedó ante nuestros ojos.
―¿Eso que tiene que ver con los que me perseguían?
―Casi todo tiene que ver con algo en algún momento y lugar
determinados ―afirmó Max con cierto tono misterioso a la vez que
70
me invitó a dar un paseo―. También el relato que recibiste por
e―mail.
Aquella respuesta me desconcertó.
―¿Cómo sabes eso?
―Tengo contactos… ―respondió Max mientras volvía a
guardar la fotografía.
Nadie aparte de mí, Carol, Àlex o su amigo hacker ruso
conocían la existencia de aquel mensaje. Descarté a Carol porque
era consciente de que su ética periodística personal era demasiado
intensa como para ir revelando secretos por ahí.
―¿Conoces a Àlex o a Serguéi? ¿O tal vez a los dos? ¿Eres
algún hacker o algo así?
El tal Max negó con la cabeza.
―Tengo mis propios medios… Vamos por allí.
Nos adentramos en uno de tantos estrechos pasillos del
cementerio de Poblenou. Un par de ancianas depositaban flores
sobre un nicho que estaba curiosamente acristalado y atestado de
cartas manuscritas. Me acerqué y vi la fotografía de un joven
repeinado que aparecía ligeramente sonriente embutido en lo que
debía ser un elegante traje de época. Los nichos contiguos estaban
atestados de exvotos, velas, flores y demás objetos rituales.
―Se llamaba Francesc Canals i Ambrós. Cerró sus ojos por
última vez en 1899 debido a la tuberculosis, con tan solo 22 años.
Trabajaba en los almacenes El Siglo, una especie de centro comercial
para la gente acaudalada de Barcelona que había antiguamente en las
Ramblas.
Max sacó otra fotografía de su tres cuartos. En ella podía verse
tres mujeres que lucían trajes negros hasta los tobillos. Sonreían
apoyadas sobre un largo mostrador lateral situado cerca de una
pomposa escalera de mármol que se dividía en dos antes de llegar
hasta la planta superior.
―Al morir Francesc, algunas de sus compañeras de trabajo le
llevaron varios ramos de novia y le pidieron que sus parejas tuvieran
71
tanta bondad como él había tenido con la gente que le había
conocido. También se dice que podía adivinar la muerte de las
personas… La necesidad de creer hizo todo lo demás. Como puedes
ver, más de cien años después no hay día que alguien no le visite
para que pueda interceder ante Dios para que les conceda sus
peticiones.
―¿Sueles llevar estas fotografías por ahí? ―pregunté extrañado
de que alguien llevara cosas así en un abrigo.
―Bueno… Me gustan las fotografías… Cogí estas porque
sabía que vendríamos por aquí ―explicó Max―. ¿Sabes qué pasó
finalmente con los almacenes El Siglo?
―Me imagino que nada bueno…
―Según la leyenda, el Santet (el Santito), que es como apodaron
al joven Francesc después de morir, predijo que los almacenes
acabarían siendo destruidos en un incendio.
―A ver si acierto… ¿Tal y como falleció se incendiaron?
―En realidad no. Tardaron 33 años. Pero sí, acabaron
quemándose. Sucedió el día de Navidad de 1932.
Max sacó otra fotografía del interior de sus tres cuartos. En
ella podía verse, con en el característico tono sepia de las fotos
antiguas, el esfuerzo de tres bomberos por acercar la punta de una
pesada manguera hacia una fachada ardiente cuyas cristaleras ya
habían sido calcinadas. Arriba, sobre una enorme marquesina
semejante a la de los cines antiguos, podía leerse: “REGALOS
PARA NAVIDAD”. Más arriba todavía, sobre aquellas gigantescas
letras que solo tenían como función llamar la atención de los
paseantes, se sostenía un mural enorme con una serie de dibujos
infantiles.
―Se dijeron muchas cosas acerca de aquel incendio…
―comentó Max mientras volvía a guardar aquellas fotografías―.
Que si venganzas personales, que si intereses inmobiliarios… En
realidad, todo se debió a un pequeño tren de juguete.
―¿Un tren de juguete? ―pregunté asombrado.
72
―El día anterior a la Navidad decoraron uno de los
escaparates con un tren de juguete cuyas vías se extendían sobre
diferentes artículos. A alguien se le ocurrió que para darle mayor
realismo a la escena navideña lo mejor sería cargar varios vagones
con algo de carbón y otros con pequeños paquetes de regalo. Sin
embargo, cuando cerraron el local, se olvidaron de apagar la
miniatura que siguió rodando y rodando hasta que, debido a la
sobrecarga de peso, el pequeño motor se sobrecalentó y acabó por
incendiarse con tan mala suerte que esa pequeña llama llegó hasta las
cortinas del escaparate. Las llamas de las cortinas dieron paso a los
artículos, aquellos al mobiliario y finalmente al resto del edificio. Fue
uno de los incendios más colosales que ha habido hasta hoy en
Barcelona.
―No sabía nada de esa historia…
―¿Sabes quién se encargaba de apagar las luces de los
almacenes 33 años antes?
No hizo falta que Max respondiera, me imaginé que la
respuesta se reflejaba en el cristal de sus gafas. Puse mi mirada sobre
la fotografía del joven Francesc, que seguía sonriendo con una dulce
expresión en su cara sin poder imaginarse que su mal augurio
acabaría convirtiéndose en realidad.
―Imagina por un momento que las bacterias de la tuberculosis
no hubieran llegado nunca al cuerpo del joven Francesc ―propuso
Max―. Probablemente habría seguido trabajando en aquellos
almacenes. Y probablemente hubiera seguido siendo tan
escrupuloso con el apagado de las luces como lo había venido
siendo hasta el día en que le diagnosticaron la infección. Tal vez
incluso más, pues quizás con sus cincuenta y pico años se hubiera
hecho más celoso con esas cosas. Es posible que aquella tarde de
Nochebuena se hubiera percatado de que el trenecito seguía
circulando y lo hubiera apagado él mismo. Como te decía, todo tiene
que ver con algo en algún momento y lugar determinados…
―¿Por qué me cuentas todo esto, Max?
73
―Quiero que investigues el asunto del relato... Creo que
tendrías una buena historia que contar… Tan interesante y real
como la del Santet o la de El beso de la muerte ―dijo Max en referencia
a la escultura mientras llevaba su mano al interior del tres cuartos―.
Aunque tú todavía no puedas verla…
―¿El relato? ¿Pero tú lo has leído? Es totalmente ficticio…
―sentencié―. Que yo sepa, las únicas personas que se despiertan en
una nave son los astronautas profesionales.
―A veces, la línea entre la ficción y la realidad se vuelve muy
frágil y uno ya no sabe que pueda ser real o ficticio ―objetó Max y al
momento sacó un juego de llaves junto con un papel y un teléfono.
―Cógelas, son las llaves de tu nueva casa.
―¿Cómo?
―Si no quieres tener problemas es mejor que a partir de ahora
vivas allí y que solo comentes el cambio a tus más allegados. Volver
a tu antigua casa sería ir directo a la boca del lobo…
―¿Estás loco? Allí está mi perro… Y tengo mis cosas…
―Ya no. Mandé a un par de personas a recogerlas justo
cuando salías de casa.
―¿Cómo conseguiste las llaves?
―Ya te dije que tengo contactos…
―Podrías haberme consultado ―me quejé.
―No había tiempo, te estaban siguiendo desde ayer ―alegó
Max.
―¿Entonces voy ahora o mejor después de ir a la redacción?
Max sacó un sobre del tres cuartos y me lo entregó.
―Ábrelo.
En el interior había un considerable fajo de billetes.
―Son para tus gastos. De momento no deberías volver al
trabajo. Estarías expuesto a que vuelvan a localizarte.
―Claro, tú lo ves fácil… ¿Pero qué le digo al director?
―Le he llamado. Le he dicho que tienes una historia
importante entre manos y que yo sufragaré tu sueldo y los gastos de
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la investigación de forma que él solo tendría que publicarlo. Le he
hecho una transferencia de unos cuantos miles de euros.
―¿Y qué ha dicho?
―Tal y como ha oído “buena historia” y “sin gastos” ha
aceptado ―Max dibujó una de sus sonrisas socarronas―. De todas
formas, llámale cuando llegues a tu nueva casa y confírmale lo que te
estoy contando.
―Bueno… ―dije sin tener las cosas muy claras.
―Por cierto, ¿tienes el relato a buen recaudo?
―Sí.
―Cualquier copia que hagas mantenla controlada. Y de
momento no lo enseñes mucho por ahí…
―Soy periodista.... Sé lo que hay que hacer en estos casos.
―En caso de que tengas cualquier problema escríbeme al
correo electrónico que viene en el papel.
―¿Por qué no me das un número de teléfono?
―Te he dado un teléfono, que es mucho mejor que un
número de teléfono, así que no te quejes… ―dijo Max dedicándome
una de sus sonrisas ladinas.
Un ligero viento arreció sobre la explanada y llegó hasta
nosotros recordándonos la áspera gelidez siberiana. Subimos los
cuellos de nuestros respectivos abrigos y nos dirigimos hacia la
salida.
―Yo me quedo por aquí ―señaló Max―. Voy a aprovechar
para dar una vuelta.
―Está bien. Iré a la dirección que me has dado y comenzaré a
investigar tan pronto como pueda.
―Ya nos veremos.
Pocos pasos más adelante, casi a la salida de la necrópolis, me
pregunté qué sería lo que realmente querría Max que investigara: la
misteriosa procedencia del relato o la misma autoría en sí. Tampoco
entendí cuál era su posición con respecto al mismo y cómo había
sabido de su existencia. Me di la vuelta rápidamente para exponerle a
75
Max aquellas preguntas que se me habían quedado en el tintero,
pero cuando lo hice no quedaba rastro de él. Supuse que se habría
adentrado a descubrir alguna otra historia de alguno de tantos
sepulcros, panteones y mausoleos que habitaban silenciosas en aquel
lugar.
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Hubo un silencio incómodo. No quería que Carol pensara que
desconfiaba de ella, pero tampoco estaba seguro de si todo en lo que
me había embarcado llegaría a algún puerto.
―Ya te iré contando, Carol… Todavía no estoy muy seguro…
―¿No me das ni una pista? Sabes que puedes confiar en mí.
―Claro que lo sé, pero es que no estoy seguro de si llegará a
algún lado o es poco más que humo… ¿Tú has ido a hacer las
entrevistas de arte?
―Sí, le he hecho una a un profesor que da cursos de literatura.
―Eso suena a cascarrabias…
―¡Qué va! Todo lo contrario… Es alguien joven, no tendrá
más de treinta y cinco. Hemos quedado para ir a comer mañana.
―¿Mezclando trabajo con ocio? Mal vamos, Carol…
―bromeé.
―¡No seas tonto! Me va a ayudar con el resto del reportaje.
―Pues ya me irás contando… Voy a ver si me hago algo de
comer… ―estuve a punto de decirle algo sobre la repentina
mudanza, pero finalmente me abstuve. Lo último que deseaba en
esta vida era meter a Carol en algún lío.
―Vale, ya hablaremos ―dijo ella desde el otro lado del
teléfono―. Por cierto, Àlex quería que le llamaras cuando te fuera
posible.
―¿Te dijo para qué?
―No.
―Bueno, pues ya le llamaré…
―Venga, ya hablamos.
―Ciao, Carol.
Colgué y miré el reloj. Era hora de estrenar la nueva cocina.
Cuando acabé de comer me tendí sobre el sofá y aproveché para
hacer una tranquila digestión. Saqué el lector electrónico de mi
abrigo y seguí leyendo aquel enigmático relato titulado Plancton:
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PLANCTON V
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paso sobre la oscuridad y un colosal contorno esférico apareció
repentinamente de la nada. Como había sucedido cada vez que había
tenido el Universo frente a mi cara, tardé unos segundos en
reaccionar y poder analizar lo que estaba sucediendo.
Aquella esfera que giraba bajo mis pies tenía un parecido
asombroso con la Tierra, tanto que no me di cuenta de la diferencia
hasta que no me percaté de la diversa distribución de su geografía.
Lo que debía ser Europa sencillamente no estaba y por ella había un
continente que no se le asemejaba ni siquiera un poco. No sé por
qué, pero hasta ese momento nunca fui capaz de imaginarme una
Tierra sin la delineación que yo conocía: sin su pequeña y
fragmentada Oceanía, sin su alargada América, su extensa Asía o su
cabezuda África. Nada de aquello existía en aquel planeta que cada
vez se hacía más grande bajo mis pies.
―Atención, Iou, estamos a dos minutos de iniciar entrada en
la atmósfera ―avisó Watson―. Estoy activando los sistemas de
seguridad. En breve notarás algunas turbulencias. Relájate.
―De acuerdo ―respondí intentando pensar en algo que
pudiera serenarme.
Cuando Watson me habló de turbulencias creí que se referiría
a las que pueden producirse en cualquier vuelo normal, pero desde
luego nunca pensé en aquella serie de infernales sacudidas.
Básicamente era como estar dentro de una caja de zapatos a la que
alguien estuviera agitando desde el exterior.
Al fin, tras unos cinco minutos que me parecieron días, todo
paró súbitamente. El cristal de la luna de la nave había vuelto a
oscurecerse y sobre la pantalla aparecieron unos dibujos y diagramas
que parecían ser datos acerca del planeta y de la estrella sobre la que
aquél giraba.
―Aterrizaje correcto en Kaleidoscopya, Iou. Temperatura y
ambiente compatibles con tu biología. Despresurización realizada.
―¿Kaleidoscopya? ―repetí curioso―. Watson, ¿por qué se
llama así el planeta?
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―Desconozco esa respuesta, Iou. Las instrucciones son que
debes recoger el Collar Universal, la Vara del Sueño y la Chaqueta
Atemperada que te he aprovisionado en la Sala Infinita y dirigirte
hacia la sala de embarque.
―¿Qué son la Vara del Sueño y la Chaqueta Atemperada?
―Con la Vara del Sueño podrás defenderte en caso de
necesitarlo. Sólo tienes que apuntar, disparar y el objetivo caerá
dormido para un buen rato. Intenta no malgastarla, pues su energía
también se consume con su uso y tarda cierto tiempo en recargarse.
La Chaqueta Atemperada te permitirá modificar el impacto de la
temperatura ambiente sobre tu cuerpo para que el excesivo frío o
calor no te perjudiquen.
Las bandas de seguridad que cruzaban mi cuerpo, y que habían
evitado que acabara con todos los huesos de mi cuerpo rotos, se
retiraron y pude seguir las instrucciones de Watson.
Cuando llegué frente a la gran compuerta de la sala de
embarque la luz roja había pasado al verde. Coloqué el Collar
Universal sobre mi cuello y la Vara del Sueño cruzando mi espalda a
través de un enganche que había en la Chaqueta Atemperada.
Después tomé la píldora nutritiva que había recogido del surtidor.
―Estoy listo. Cuando quieras, Watson ―dije mucho menos
preparado de lo que sonaron mis palabras.
―Recuerda todo lo aprendido estas semanas.
―Lo intentaré…
―Que vaya bien, Iou. Cualquier cosa que necesites avísame
mediante el Collar Universal.
―Gracias, Watson.
La espaciosa compuerta comenzó a abrirse pesadamente y la
cegadora luz de un sol, uno distinto al que mi piel estaba
acostumbrada, comenzó a inundar la nave con una brillantez tan
fuerte que automáticamente mis párpados y una de mis manos
cubrieron mis ojos en un innato impulso de protección. Di un
primer paso hacia el exterior y me topé con una llanura desértica tan
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similar como cualquiera sobre las que podría haber caminado sobre
la faz de la Tierra. El segundo paso me sirvió para percatarme de
que la gravedad en aquel mundo era ligeramente mayor a la que
estaba acostumbrado. El planeta me arrastraba hacia él como la
Tierra había hecho con la manzana de Newton, pero mis movi-
mientos se habían vuelto mucho más pesados de lo que para mí era
habitual. Corrí unos pocos metros y comprobé que mover mis
músculos era mucho más cargante de lo que esperaba. Era como si
de repente me hubiera hecho más pesado. Por suerte, Watson había
modificado la gravedad de la nave durante mi entrenamiento y tardé
mucho menos de lo que esperaba en poder acostumbrarme a aquel
nuevo ambiente.
Mientras me recuperaba, llevé la mirada hacia la lejanía y
descubrí algo que marcaría mi propia concepción sobre el Universo:
algo similar a una extensa arboleda se levantaba sobre el horizonte.
¡Había vida en otros planetas! Sí, cierto es que no era una vida tan
compleja como la humana, y que a veces vemos los árboles erguidos
e inmóviles y tenemos la impresión de que son parte de la
decoración de un paisaje, pero allí estaba aquel conjunto de átomos
y moléculas dando forma a un bosque que en algún momento de la
historia del Cosmos también había nacido y desarrollado, como
cualquier otro ser vivo.
Inicié mi camino hacia allí con infinita precaución. Cuando
llegué, me cobijé bajo la espaciosa frondosidad de las hojas y pude
observar que sus troncos tenían un tamaño y una robustez tan
gigantescas que me recordaron las secuoyas terráqueas. Debían
medir al menos setenta metros de altura y cinco de diámetro.
Al acabar de examinarlos me giré hacia la llanura para tomar
una panorámica general del paisaje que me rodeaba, pero mi sangre
se congeló cuando descubrí que Watson había desaparecido.
―¿Watson…? ―repetí insistentemente dirigiéndome al Collar
Universal, tal y como me había dicho, pero sin obtener ningún tipo
de respuesta.
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Tras varios intentos fallidos por comunicarme con él acabé
por desistir y decidí adentrarme en el bosque.
―¡Maldita máquina! ―exclamé indignado―. ¿Cómo se supone
que voy a encontrar las Piedras Inagotables si desaparece a la
primera de cambio?
En el mismo momento en que pronuncié la frase “Piedras
Inagotables” un haz de luz verdoso surgió del Collar Universal y se
extendió un metro por delante de mí, adquiriendo forma de radar.
Sobre él, una pequeña luz roja indicaba la posición de lo que deduje
sería el objetivo de mi búsqueda, pues cuando me desplazaba hacia
uno u otro lado la luz también se movía con referencia al centro del
radar, que no era otra cosa que mi propia posición. Decidí
adentrarme en el bosque y seguir la señal.
Anduve bajo la sombra de los gigantescos árboles
agazapándome a través de la maleza como cualquier animal
desconfiado, oteando obsesivamente los alrededores ante el temor
de toparme con alguna situación inesperada y peligrosa. Supongo
que el miedo es un buen activador del instinto y yo avanzaba por la
espesura totalmente asustado.
A unos doscientos metros distinguí un sonido familiar que
parecía llegar desde un claro que se abría al fondo. Me dirigí hacia
allí y a medida que fui avanzando el rumor fue haciéndose más
intenso. Cuando llegué al último gran árbol me topé con un
profundo precipicio y enfrente, desde la otra parte, descubrí la
sonora caída de una catarata tan colosal que, según mis cálculos,
debía tener dos veces la altura del Salto del Ángel de Venezuela y al
menos tres veces el caudal de las del Niágara.
Todavía seguía extasiado ante aquel sublime espectáculo
natural cuando mis oídos me alertaron de un sonido agudo y
repetitivo que se extendió a través del cañón formado por la erosión
del agua. Asomé mi cabeza tras el último gran árbol que se levantaba
sobre el precipicio y entonces volví a hacer otro descubrimiento que
cambiaría mi noción de todas las cosas: un ave, que a simple vista
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me pareció más grande de lo que para mí era normal, sobrevolaba
majestuosa por encima de la caída del agua. ¡Había vida animal en
otros planetas!
Sin duda, acababa de hacer uno de los descubrimientos más
importantes de la historia de la Humanidad, solo que, paradójica y
chocantemente, ya no quedaba más Humanidad que yo mismo.
Tampoco pude apreciar mucho más, pues el ave planeó hacia la
parte opuesta del cañón y su silueta desapareció repentinamente.
Volví bajo el tupido follaje de los gigantescos árboles y seguí
avanzando entre la alta maleza. A medio camino distinguí una
pequeña senda que parecía descender hacia donde la cascada volvía
a convertirse en río. Durante el trayecto pude comprobar la
existencia de otro tipo de pájaros más pequeños, de vuelo rápido,
los cuales partían del bosque en dirección al río, así como algún
pequeño roedor similar a una ardilla. Algo más adelante me topé con
varios grupos de mariposas de un tamaño aproximado al de una de
mis manos. Algunas tenían unos colores tan espectaculares que
asemejaban flores voladoras aunque curiosamente desaparecían
cuando traspasaban las franjas de luz que penetraban en el bosque.
Otras, en cambio, pasaban totalmente desapercibidas, pues parecían
haber adoptado los apagados colores de los troncos de los árboles o
de la parte baja de la maleza.
Uno de los ejemplares más curiosos que observé, por pura
casualidad, descansaba aletargado sobre la rama de un pequeño
arbusto y sus alas se confundían perfectamente entre el resto de las
hojas del vegetal. Al parecer, la capacidad de adaptación de los seres
a su entorno tampoco era algo exclusivo de la Tierra.
Seguí caminando con dirección al río durante unos veinte
minutos y finalmente llegué a una de sus orillas. Allí busqué una
zona alejada de la cascada, pues el ruido de la caída del agua era tan
ensordecedor que me sentí indefenso ante cualquier presencia
repentina que no pudiera escuchar. Me agaché cuidadosamente y
contemplé mi reflejo ondulante en el río. Llevé mis manos hacia el
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líquido con la intención de verificar que aquello fuera agua y no otra
cosa. Me refresqué los brazos y la cara y algunas gotas se colaron
escurridizas por la comisura de mis labios. No había duda: al
parecer, el agua tampoco era algo exclusivo de la Tierra.
Por segunda vez probé a hablar sobre el Collar Universal espe-
rando recibir alguna respuesta de Watson, pero por mucho que
insistí no llegó ninguna. Entonces me referí en alto a las Piedras
Inagotables y el radar volvió a surgir en forma de luz un metro por
delante de mí. La señal roja del mapa estaba ahora más cercana del
centro que la primera vez, así que supuse que no debía de estar mal
encaminado. Según aquello, la dirección correcta estaba tras de mí,
en diagonal izquierda. Cuando llevé mis ojos hacia aquel punto
distinguí una columna de humo que se elevaba más allá de los
árboles. Aquella revelación no me pareció ser un buen augurio, pero
tampoco es que me quedaran muchas más opciones…
Me adentré en aquella parte del bosque y seguí a paso ciego
durante varios minutos, pues la inacabable altura de las copas de los
árboles impedía que pudiera ver el humo que había visto desde la
orilla.
Tras muchos troncos, arbustos y matas de monte bajo
finalmente llegué a un llano despejado en el que la hierba dominaba
el paisaje y sobre el cual se alzaba un alto cerro pedregoso que
impedía averiguar el origen de la humareda. Sin darme por vencido,
me encaramé sobre la base y fui ascendiendo poco a poco
observando el cielo, que resplandecía en un azul tan parecido al de la
Tierra que si me hubieran dicho que estaba allí me lo hubiera creído.
De repente, justo antes de afianzar mi mano y asomar la
cabeza sobre la cima de aquel cerro, escuché desde la distancia varias
voces que me parecieron entre animales y humanas. Aquella
algarabía indescifrable me paralizó al instante. No sé bien por qué,
pero rápidamente asocié aquel humo y aquella sucesión de gritos
con una forma de vida que posiblemente fuera inteligente,
entendiendo por inteligencia cierta capacidad de consciencia y de
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interactuar con los objetos de alrededor. Esa asociación me produjo
un miedo evidente; no sabía cómo podría reaccionar aquella
inteligencia desconocida ante mi propia presencia.
Mi curiosidad fue en aumento a medida que aquellas voces
llegaban hasta mí. De lo que no tenía duda es que se trataba de una
especie de lenguaje, pues la reciprocidad más o menos ordenada de
palabras y las diversas entonaciones sugerían un acto comunicativo
que tenía por finalidad intercambiar algún tipo de información. Sin
duda, estaba delante de lo que podía ser la respuesta a la eterna
pregunta sobre si habría vida inteligente en otros planetas. Tan sólo
tenía que levantar la cabeza y superar el último trecho para descubrir
cómo eran los otros moradores del Universo.
¿Serían verdes y con antenas como varios tebeos o películas de
ficción habían idealizado? ¿Serían altos, estilizados y con ojos de
salamandra como algunos que aseguraban haber sido abducidos
habían contado? ¿Tendrían dos cabezas y cuatro brazos como
también alguien había conjeturado? ¿Tal vez serían seres hechos de
fuego o hielo en vez de carne como pensaban los más imaginativos?
Finalmente, como era de esperar, levanté mi cabeza hasta que
mis ojos superaron la última piedra y entonces descubrí dos cosas
que cambiaron drásticamente mi cosmovisión para siempre. Una:
que existía vida inteligente en otros planetas. Y dos: que en
Kaleidoscopya no era tan diferente a la de la Tierra, al menos en su
parte puramente anatómica y morfológica.
Por lo que podía distinguir desde mi posición, aquellos seres,
entre homínidos y antropoides, los cuales se desplazaban erguidos y
casi desnudos sin dejar de gruñir, también tenían dos ojos, dos
piernas, dos brazos, una boca, nariz e incluso un par de orejas de
una carne tan similar a la de los humanos que por momentos tuve la
impresión de haber vuelto a la Tierra, de no ser porque el tamaño de
su cuerpo era considerablemente exagerado, tanto que el más
pequeño de los que por allí deambulaban debía medir alrededor de
los dos metros. Los machos se agrupaban en una tarea que no supe
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descifrar, una especie de preparación de algún tipo de culto místico,
pues en la parte central del extenso claro por el que se movían se
levantaba algo parecido a una mesa de ritual hecha en piedra y
ornamentada con todo tipo de motivos vegetales y escultóricos.
Algo más distantes, varias hembras, menos voluminosas y
generalmente más bajas que los machos, preparaban algunas
herramientas que no supe distinguir, mientras otras cuidaban de los
retoños, que parecían ser tan revoltosos y traviesos como cualquier
joven cachorro animal. A unos metros, un par de ellas avivaban el
fuego prendido en una amplia base de yesca mientras otro par
arrastraba un recipiente enorme de lo que parecía algún tipo de
cerámica o barro seco.
Volví a ocultarme sobre la consistencia de la roca pensando en
aquel descubrimiento. Tras de mí tenía la respuesta a uno de los
mayores enigmas de la Humanidad, uno que había motivado todo
tipo de disertaciones artísticas y científicas, más serias o más
imaginativas. Un pensamiento tan común como mirar las estrellas
una noche abierta: algo que se podría decir que todas las personas
habían hecho, al menos, una vez durante su existencia.
Posiblemente, aquella pregunta sobre la vida en otros mundos
se la hubiera cuestionado un navegante en el Mediterráneo del siglo
XVII, quizás un soldado romano una noche de guardia en el siglo
III, o un filósofo griego con insomnio setecientos años antes; tal vez
una curiosa prostituta hindú a través de la ventana de un prostíbulo
o una panadera polaca amasando levadura antes del alba;
posiblemente el embalsamador de algún faraón egipcio de unos
cuantos siglos antes de Cristo o quizás el mismo soberano la noche
antes de que lo embalsamaran. De lo que no cabía duda era que, a lo
largo de la Historia de la Tierra, muchos, tal vez los más despiertos,
habrían sido quienes se hubieran topado alguna vez con aquel
misterio. Y allí estaba yo, solo en aquel planeta desconocido al que
ni siquiera sabía bien cómo había llegado, resolviendo la mayor
incógnita del Universo después de la existencia de Dios.
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De pronto, escuché un chillido al que le siguió algo parecido a
un lamento y un alboroto general que acabó convirtiéndose en un
clamor colectivo. Atemorizado, coloqué mi mirada por encima de la
roca y desde la distancia divisé algo que me puso la piel de gallina:
varios miembros de la horda trasladaban en volandas a otro hacia la
mesa de piedra, cerca de la cual uno de ellos esperaba lanza en
mano. El preso parecía pertenecer a otro tipo de lugar, pues su
indumentaria y sus rasgos raciales eran visiblemente diferentes al
resto. Lo colocaron violentamente sobre la tabla de piedra y
rápidamente le ataron las extremidades a los bordes. El portador de
la lanza la empuñó en el aire y el resto comenzó a acercarse
lentamente gritando un sonido de runrún que no supe descifrar.
Parecía tratarse de algún tipo de rito, algo así como un sacrificio
cultural que por lo que conjeturé tenía muchos números de acabar
en el recipiente que algunas de las hembras habían acabado por
colocar encima del fuego. Los varones fueron recogiendo sus armas
del suelo y se arrodillaron frente a la mesa en la que el preso
comenzó a bracear desesperadamente intentando zafarse de las
cuerdas. El portador de la lanza más larga siguió empuñándola en el
aire entonando una especie de cántico que las hembras
acompañaban con sus cuerpos mediante bailes exageradamente
rítmicos.
Estaba claro que iban a matar a ese hombre. Y si yo no quería
ser testigo silencioso, y tener la conciencia grabada con aquello para
el resto de mi vida, debía planear algo rápido. Y eso fue exactamente
lo que hice.
La primera parte de mi plan consistía en hacerme pasar por un
dios. Sí, escrito así tal vez no suene tan bien, pero pensé que aquella
tribu primitiva, al verme aparecer con mi indumentaria desde aquella
pequeña cumbre, creería inevitablemente que era algún tipo de ente
divino y que básicamente se postrarían a mis pies tal y como fuera
descendiendo por el cerro. Ellos eran más, pero yo era más
inteligente. Al menos teóricamente.
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La segunda parte del primer plan consistía en liberar al preso y
llevármelo de nuevo a la cumbre, como si el dios al que ellos estaban
ofreciendo el sacrificio hubiera aceptado la ofrenda. La parte B del
plan, por si la primera no salía como había imaginado, constaba en
usar la Vara del Sueño, lo cual era algo arriesgado pues no tenía ni
idea de cómo funcionaba. Sea como fuere, no me quedaban muchas
más opciones así que con paso temeroso me puse en pie y grité lo
primero que se me ocurrió.
Toda la algarabía que hasta ese momento había formada se
convirtió en un silencio repentino y todas las miradas se volvieron
hacia mi posición. Algunos miembros de la tribu comenzaron a
señalarme mientras otros movían sus cabezas nerviosamente hacia
todos lados mientras echaban las manos a sus largas melenas en un
signo de desconfianza ante lo que estaban viendo. Entonces, el
miembro de la lanza más larga dio un alarido y, de forma contraria a
lo que había planeado, varios varones del grupo comenzaron a
recoger piedras con una intención que me inquietó, pero no me
quedaba otra que permanecer allí gritando aún más fuerte tratando
de que mi representación postiza de divinidad surgiera efecto.
Comencé a preocuparme en serio cuando algunos de los machos
recogieron unos largos arcos del suelo e hicieron amago de
dispararme unas flechas descomunales. Y es que, por lo que parecía,
las flechas tampoco eran algo exclusivo del planeta Tierra.
No sé bien por qué, pero las veces que había imaginado a los
extraterrestres siempre lo había hecho figurándolos diferentes a
nosotros, de una escamosa piel verde o quizás azul, algo así como
unas salamandras bípedas con pistolas láseres ―y no aquellos arcos
rudimentarios torcidos por el uso―, con aeronaves capaces de
desplazarse a la velocidad de la luz a través del cosmos y cosas
similares. Pero no, todo aquello debía pertenecer a otra parte del
Universo, pues el primer contacto de la Humanidad con los
moradores de otro planeta se estaba produciendo a gritos, pedradas
y poco más que flechazos. Por no nombrar el hecho de que si
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alguien era allí el extraterrestre era yo, que tenía el mismo miedo, o
más, que aquella remota tribu de gigantes.
Súbitamente, el portador de la lanza se adelantó unos pasos al
frente, encorvó su columna vertebral, inclinó su brazo hacia atrás y
disparó su arma hacia mí con el mismo estilo que el de un lanzador
olímpico. Afortunadamente, la jabalina impactó contra la roca a
unos dos metros por debajo de mis pies y cayó rodando por la
pendiente. Aquello envalentonó a los demás miembros que
comenzaron a arrojar hacia mi posición pedruscos del tamaño de
una sandía. Si no quería acabar junto con aquel preso en un mismo
recipiente, tenía que pasar al plan B.
Extraje la Vara del Sueño del agarre de la Chaqueta
Atemperada y apunté con uno de los extremos hacia el macho que
me había lanzado la jabalina, pero no pasó absolutamente nada. Mi
inquietud se convirtió en angustia cuando varios de los tribuales
comenzaron a escalar el cerro con el propósito de llegar hasta mí.
Entonces descubrí un pequeño botón hacia la mitad de la Vara que
apreté compulsivamente. Al menos cinco finos destellos de un azul
fluorescente surgieron de la punta trasera y acabaron por
desintegrarse en el aire, pues el desconocimiento de su uso hizo que
disparara aquella energía en la dirección apuesta. Me pregunté por
qué diablos Watson no me habría enseñado todo aquello en su de-
bido momento si durante el entrenamiento me había instruido en
otro tipo de armas. Entonces, mientras giraba la Vara apuntando
hacia el lado correcto, mantuve pulsado mi pulgar durante unos
segundos y al soltarlo un amplio destello surgió de la punta
impactando al menos en tres individuos, incluido el cabecilla que
había estado dirigiendo la celebración. Todos ellos se desplomaron
al instante.
El silencio volvió a instalarse a lo largo y ancho del claro y por
momentos tuve la impresión de que mi primer plan estaba dando
sus frutos. Todos los miembros de la tribu, ya fueran hembras o
varones, iniciaron un balbuceo casi colectivo al tiempo que se
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retiraban lentamente y señalaban con exaltación hacia mi posición.
Sonreí alegremente pensando que todo estaba saliendo según lo
calculado y que aquellos pobres primitivos habían creído que yo era
un dios que tenía el poder de dormir a las personas. Y mientras
seguía jactándome del éxito de mi idea, de repente, todas las
hembras y algunos varones comenzaron a alejarse del claro
adentrándose en la espesura de los árboles al grito repetitivo de “¡or-
nos!”.
Percibí cómo el sol se nublaba bruscamente sobre mi espalda
mientras decenas de gigantes rezagados se dirigían despavoridos
hacia el bosque. Giré mi cabeza sin entender bien qué estaba
sucediendo y comprobé que un pájaro gigantesco planeaba hacia
nuestra posición con unas garras tan largas y afiladas que parecían
espadas. Tan rápido como pude giré la Vara del Sueño hacia el
ave y apreté el botón, pero no pasó nada. Por alguna razón que
desconocía, la Vara no funcionó. Atemorizado, y pensando que
aquello sería mi propio final, eché unos pasos hacia atrás con tan
poca destreza que resbalé y comencé a rodar por la pendiente hasta
que llegué totalmente magullado a la planicie del claro. El inmenso
pájaro sobrevoló unos metros por encima de mí dirigiéndose hacia
un grupo de gigantes que corría disperso. A cierta altura extendió
sus garras y apresó a uno de ellos, el cual, en aquella situación, más
que gigante parecía un pequeño muñeco de trapo.
Aproveché entonces para arrancar a correr y acercarme hasta
el gigantón cautivo, que seguía intentando liberarse
desesperadamente. Recogí una de las enormes lanzas que alguien
había abandonado en la huída y el preso comenzó a gesticular
atemorizado. Corté las cuerdas y el gigantón se puso en pie.
Mientras el colosal pájaro se entretenía a lo lejos desgarrando a su
presa con el pico, el gigantón me dedicó una mirada entre
sorprendida y agradecida y los dos comenzamos a correr en la
misma dirección. Nos adentramos bajo la protección de las enormes
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hojas de los árboles y sólo cuándo la sombra de aquel pájaro
desapareció dejamos de correr.
El gigante y yo nos observamos expectantes aguardando el si-
guiente movimiento del otro. No sabría decir quién de los dos
mostraba mayor desconfianza, lo cual denotaba un mecanismo
natural instintivo que tampoco parecía ser exclusivo de la Tierra.
Los dos pertenecíamos a lugares separados por millones de
kilómetros, pero eso no parecía ser problema para que actuáramos
de forma muy semejante.
―Yo soy Iou ―dije señalándome―. ¿Cuál es tu nombre?
―¡Bo! ―respondió el gigante negando con la cabeza.
―¿Bo? ¿Te llamas Bo?
―¡Ddah! ―exclamó con un sonoro chasquido en la letra d
mientras afirmaba con la cabeza.
Después de otras interrogaciones me di cuenta de que no nos
íbamos a entender. El gigante siempre contestaba a mis preguntas,
traducidas mediante gestos, con un “bo” o un “ddah”,
independientemente de la cuestión que le realizara. Por algunas
respuestas deduje que aquello podía ser el equivalente al “no” y “sí”
de mi idioma, aunque finalmente lo dejé como una mera hipótesis,
pues algunas veces parecía que fuera al revés. Aparte de esos dos
vocablos no dijo muchos más y casi ninguno de ellos superó las dos
sílabas.
Boddah ―que así fue como bauticé a aquel colosal kaleidosco-
pyco― medía unos tres metros y medio. Su cuerpo era atlético y
musculado, el de alguien que debía haber hecho mucho ejercicio.
Sus ojos eran oscuros y muy pequeños, a diferencia de su nariz o su
mentón, que sobresalían notablemente del resto. Sus facciones eran
duras, las de alguien que parecía haber dejado la juventud
recientemente. Parte de sus pómulos y del entrecejo estaban
ligeramente tatuados; supuse que debido a algún motivo cultural. Un
largo cabello enmarañado caía más allá de unos robustos hombros y
conectaba con una barba poblada tan oscura como sus ojos.
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Finalmente decidí acercarme hasta él y extender mi mano en
señal de saludo. El gigante se retiró un par de pasos con suspicacia y
yo volví a acercarme lentamente hacia él enseñándole mi mano
desnuda. Me pareció curioso que alguien que podía triturarme en un
santiamén tuviera aquel recelo sobre mí. Quizás mi desastrosa
aparición con la Vara del Sueño se hubiera quedado grabada en su
memoria. Supuse que a mí me hubiera sucedido lo mismo de estar
en la Tierra y aparecer alguien de otro planeta con una extraña vara
lanzando rayos por todos lados.
De repente, en el momento en que Boddah pareció atreverse a
responder a mi saludo, sus minúsculos ojos se abrieron como platos
y su mandíbula pasó de una leve sonrisa a una apretada mueca. Me
asusté ante aquella reacción y al retirarme unos pasos hacia atrás
tropecé y caí. Boddah dobló su cuerpo y justo cuando yo ya había
echado mano a la Vara del Sueño, saltó por encima de mí cayendo
un par de metros por detrás. El estruendo de su peso al caer fue
brutal.
Giré mi cuello lo más rápido que pude y vi al gigante luchando
con una especie de serpiente tan enorme como una anaconda de la
Tierra solo que, a diferencia de la terráquea, ésta poseía unos
afilados colmillos en su boca y un aguijón parecido al de un
escorpión concluía sobre su cola. Nunca antes había visto algo tan
monstruoso. El reptil se enroscó apresuradamente a una de las
piernas del gigante levantando el final de su cola en una maniobra
asesina que Boddah contrarrestó con habilidad agarrando aquélla
con una de sus grandes manos y aproximándola a la cabeza del
animal hasta clavar su propio aguijón en ella. La serpiente se
desplomó sobre el suelo y el gigante la remató con una piedra.
Todavía sin haber recuperado el aliento, y pensando que el
peligro habría terminado definitivamente, algunos alaridos lejanos
atravesaron el bosque llegando hasta nosotros en forma de leve eco.
Nos estaban siguiendo el rastro y no tenía pinta de que fuera para
darnos la bienvenida.
93
Boddah clavó su mirada oscura en mis retinas y después la
llevó hasta lo profundo del bosque, desde donde provenían los
gruñidos cada vez más cercanos de los rastreadores. Por momentos
tuve la extraña sensación de que, de algún modo similar al cómo
ocurrían las cosas en la Tierra, aquel gigantón se estaba apiadando
de mí y del aciago destino que parecía esperarme en Kaleidoscopya.
Entonces, de súbito, me agarró de la cintura, me cargó sobre sus
hombros como a un niño y comenzó a correr entre troncos y
arbustos. Desde luego fue la mejor opción, ya que cada zancada suya
eran tres mías y de otra forma no hubiera tardado en quedarme
rezagado.
94
las podían observarse desde la Tierra, pero en esencia todo seguía
siendo igual de estrellas, satélites y constelaciones.
Finalmente el cansancio acumulado se convirtió en sueño y
las lunas rosadas fueron apagándose ante mis ojos.
95
96
PLANCTON VI
97
Dependiendo del color elegido por cada chimpancé, los
investigadores daban comida únicamente al mono que elegía o
también al mono que acompañaba al que elegía. Según me había
relatado Venus, la gran mayoría de los chimpancés preferían elegir la
ficha pro―social que premiaba a ambos, por lo que se demostraba
que el altruismo también era natural en otras especies que no eran
humanas. De hecho, siempre según Venus, cuando los monos que
no elegían agobiaban al otro persistentemente, montaban escándalo
o incluso escupían agua al que debía elegir, intentando llamar su
atención, éste elegía la ficha egoísta negándole al otro cualquier
ración, demostrando que aquella decisión era espontánea y basada
en factores externos parecidos a los que cualquier humano podría
basarse para decidir lo mismo.
Ahora que podía parar a pensar sobre aquello, era curioso,
cuanto menos, que seres que no eran humanos se comportaran tan
humanamente. Y Boddah me había demostrado con aquel gesto
que, aunque pudiera parecer lo contrario, existía algo de humanidad
bajo aquella apariencia salvaje, algo que le había hecho sentir algún
tipo de emoción compasiva, aunque fuera difusa o contradictoria.
Quizás el hecho de que yo le hubiera salvado la vida anteriormente
hubiera ayudado a tejer aquella emoción, pero entonces significaba
que de alguna forma su ética natural era una agradecida, y no al
revés.
Aún absorto bajo estas reflexiones de la hora del desayuno, el
gigante se puso en pie y me volvió a cargar en sus hombros con la
facilidad con la que yo podría haber cargado a un niño en los míos.
Así estuvimos unas tres o cuatro horas atravesando llanuras,
subiendo montañas y cruzando ríos ―al menos cuando su caudal
nos lo permitía―.
Durante la travesía fui contemplando los diversos paisajes de
Kaleidoscopya, los cuales, generalmente, eran muy parecidos a los
de la Tierra. Aunque una diferencia importante era que el tamaño de
todo parecía ser frecuentemente más grande de lo que para mí era lo
98
normal. Según mi corta experiencia en Kaleidoscopya, parte de su
fauna y flora era diferente a la de la Tierra, aunque la base esencial
parecía ser muy similar.
Observé, por ejemplo, varios pájaros mucho más pequeños
que el que había atacado a los nativos sobrevolar en gigantescos
grupos hacía algún lugar. Supuse que quizás el planeta, al igual que la
Tierra, también poseyera sus diferentes estaciones y que
probablemente los pájaros estuvieran migrando previendo el cambio
de temperatura. Pero de la misma forma que la diversidad en
Kaleidoscopya era tan variada como la de la Tierra, al final todo
parecía responder a una esencia común, algo que podía considerarse
más universal que realmente autóctono. Los pájaros volaban por el
aire con sus plumas, los peces se deslizaban por el agua con sus
escamas y diversos mamíferos pastaban por los prados o
deambulaban a la búsqueda de alguna presa, dependiendo de la fiso-
nomía de sus organismos.
Una de las cosas que más llamaron mi atención fue una lejana
llanura de color morado sobre la que corría un grupo de animales
semejante a los antílopes, cuyo pelaje también desprendía un color
amoratado. Algunos luchaban entre sí con sus enormes cuernos
mientras otros daban saltos enormes con unas patas exageradamente
musculadas.
Más adelante descubrí que los reptiles también eran muy
comunes en Kaleidoscopya. A diferencia de la Tierra, allí seguían
reinando en casi todos los ambientes. Durante la travesía descubrí el
cadáver de lo que en principio me había parecido un gran pájaro de
pico alargado que resultó ser una especie de pterosaurio con
enormes alas de piel parecidas a la de un murciélago y al que, por la
reacción que observé en la cara de Boddah, los demás seres que
pululaban por aquel planeta temían. No era de extrañar habiendo
visto los dientes que escondía su pico. Otro tipo de aves parecían ser
la transición entre reptiles y pájaros, pues parte de su cuerpo estaba
recubierto parcialmente de pelo o plumas, dando la sensación de que
99
fueran extraños lagartos con alas. También descubrí algunos
animales tan grandes como el avestruz que, en vez de tener las
características de la cabeza de los pájaros, poseían las de los reptiles.
De la misma forma que el avestruz, esta especie de reptiles
ligeramente plumíferos no volaban, sino que corrían a dos patas
moviendo unas torpes alas acabadas en pequeñas garras. En otras
partes cercanas al río, nos topamos con unos lagartos de cola
larguísima que cuando se sentían amenazados escupían sangre por
los ojos, lo cual me hubiera parecido rarísimo de no ser porque
Gasán me había contado alguna vez que un animal de la Tierra
llamado gecko hacía lo mismo. Tampoco a Boddah este reptil
parecía caerle demasiado bien.
Seguimos atravesando los diferentes parajes de Kaleidoscopya
mientras el sol sobre el cual giraba el planeta comenzaba a descender
y perder la fuerza del mediodía. Me pregunté si en aquella otra parte
del planeta a la que le tocaba despertar también tendría vida
inteligente o si el clima sería tan diferente que quizás no habría o
sería totalmente distinta. Curiosamente, en casi todas las películas o
series que se habían hecho sobre seres extraterrestres, los individuos
que llegaban hasta la Tierra mediante algún tipo de vehículo
pertenecían todos a la misma raza y cultura, como si la diversidad en
un planeta solo fuera algo exclusivo de la Tierra, cuando yo estaba
comprobando que no era así. Incluso Boddah se diferenciaba del
grupo que le había capturado. En sentido contrario, era como si una
nave de la Tierra tripulada por tres hombres rubios de ojos azules
aterrizara en un planeta desconocido y sus habitantes pensaran que
todos los terráqueos fuéramos iguales. Es decir, una deducción
absolutamente errónea.
De repente, el gigante levantó sus brazos hacia el cielo y gritó
algo indescifrable. Parecía exaltado así que rápidamente levanté la
cabeza en busca de cualquier peligro volador en el que no hubiera
reparado. Estábamos en plena llanura abierta y el bosque
comenzaba a unos setecientos metros más adelante, por lo que
100
éramos presa fácil para cualquier pájaro como el que se había
presentado de sorpresa en mitad del ritual del día anterior. Sin
embargo, a pesar de mi alarma inicial, lo único que se levantaba era
una pequeña columna de humo casi indistinguible. El gigante
comenzó a correr hacia allí siguiendo el curso del río hasta que
finalmente llegamos a una pequeña aldea de una veintena de chozas
de paja que resultó ser su hogar.
Al vernos aparecer, varios niños, algunos de los cuales
superaban mi metro ochenta, nos recibieron efusivamente mientras
los adultos se miraban unos a otros y se limitaban a señalarme desde
la distancia. Boddah me dejó en el suelo y recibió a los “pequeños”
con varios “ongo”, lo cual afianzaba mi hipótesis acerca de que
aquella palabra debía obedecer a algún tipo de saludo. El gigante
reposó una de sus manos sobre mi hombro y vocalizó un par de
veces “argos” al tiempo que cerraba el puño de su otra mano, lo cual
sirvió para tranquilizar a los más desconfiados.
Una de las hembras se aproximó hasta el gigante y frotó su
nariz con la de Boddah. Al poco, varios miembros más viejos
también se acercaron y comenzaron a tocar al gigante como si se
tratara de algún fantasma. Después pasaron sus manos por mi rostro
apartándola rápidamente, como hace alguien que duda acerca de si
lo que va a tocar quema o no. Uno de los individuos más ancianos
se aproximó y se refirió a algo denominado “kalibán”, a lo que
Boddah respondió con la misma palabra y todos los miembros de la
aldea mudaron sus facciones a unas de un considerable temor. El
gigante dijo algunas palabras más de forma muy espaciosa, pues
aquellos nativos carecían de un lenguaje lo suficientemente
desarrollado como para incluir descripciones profundas en sus frases
y dar velocidad a sus alocuciones. Aún todo, volví a escuchar de sus
labios el “ornos” que sus captores habían gritado mientras huían del
ataque del gigantesco pájaro, por lo que deduje que Boddah debía
estar contando a su modo todo lo que le había sucedido. También
concluí, por varios de los gestos que el gigante acompañaba a sus
101
palabras ―y que al parecer eran muy importantes en su acto
comunicativo―, que “kalibán” era la palabra con la que designaban a
la otra tribu.
Mientras Boddah se ausentó con algunos de los que parecían
ser sus familiares más próximos, yo me entretuve observando las
costumbres de aquel pueblo. Me sorprendió la velocidad con la que
sus semejantes se familiarizaron con mi presencia, aunque
ciertamente la curiosidad de los niños era infatigable y los tuve todo
el tiempo a mi lado hasta que uno de los ancianos ―que en realidad
no lo era tanto aunque supuse que la esperanza de vida por aquellos
lares no debía ser muy alta― les llamó la atención y los reunió para
impartir algo parecido a una clase. Rápidamente, todos los jóvenes
varones se agruparon alrededor de una yesca de hojas y hongos
secos mientras el hombre explicaba mediante gestos y algunas
palabras el arte de encender fuego. Algo me inquietó cuando pensé
que en la Tierra ese tipo de traspaso del conocimiento debía haber
sido más o menos parecido, pues también las primeras lecciones de
la Humanidad habrían tenido como materia principal la
supervivencia, que supuse que era lo único que a uno le daba de
comer en épocas en las que las sociedades aún no se habían
expandido lo suficiente como para estudiar otras cosas.
Como me había dicho una vez un amigo de la Facultad de
Antropología de la universidad en la que yo también trabajaba: “el
hambre fue la chispa complementaria que generó la inteligencia y
con ella las sociedades”, lo cual pude comprobar a la perfección
cuando el anciano dejó la enseñanza del fuego y pasó al arte de
confeccionar todo tipo de trampas e instrumentos para la caza. Era
evidente que a aquellos seres no les salía rentable dedicar su ingenio
a las matemáticas o la música, sino a disciplinas que pudiera servirles
para llevarse algo a la boca.
Al otro extremo de la aldea, el más cercano al río, un par de
“ancianas” enseñaban a las niñas cómo moldear el barro para que
acabara teniendo forma de vasija, en las cuales conservaban algún
102
tipo de semilla o fruto que no supe distinguir. Las “pequeñas”
observaban el método y luego, una por una, pasaban una especie de
examen práctico que consistía en hacer lo que acababan de ver. Las
ancianas apoyaban sus manos sobre las de las alumnas menos
habilidosas y juntas daban forma al material.
Cuando la luz fue cayendo y la oscuridad comenzó a
imponerse, varios varones encendieron algunas hogueras alrededor
del poblado y todos sus miembros fueron reuniéndose poco a poco
en la parte central que formaba el conjunto de chozas, la cual bien
podría haber sido la plaza central de alguna de los casi dos millones
de poblaciones que se levantaban en la Tierra en el momento en que
el gigantesco asteroide había impactado contra ella. Allí, en la
primitiva plaza de un rincón perdido de un planeta que ni siquiera
alguna vez hubiera imaginado que existía, entendí por qué el fuego
había sido un gran invento, pues aparte de servir para calentar,
cocinar, mantener alejados a animales peligrosos y ayudar a la
fabricación de todo tipo de instrumentos, también tenía una función
social que servía para reunir a todas las personas de un grupo
alrededor de su baile de luces y sombras fortaleciendo la unión de
toda la aldea. Desde luego el fuego había sido un gran
descubrimiento y, curiosamente, tampoco parecía haber sido algo
exclusivo de la Tierra.
Algo más tarde, un cuarteto de mujeres condimentó una pieza
generosa de la carne de un animal y seguidamente la abrasaron
mediante los restos candentes de una de las hogueras. Otro de los
hombres despedazó el aderezo y fue racionándolo entre todos los
comensales a la par que una de las “ancianas” repartía algo
semejante a platos fabricados con una cerámica que no distaba
mucho del barro seco. Habiendo visto aquello me adelanté a pensar
que quizás también tuvieran algún tipo de cubiertos, pero fallé en
mis predicciones cuando comprobé que el único cubierto que
conocían eran los dedos de las manos, los cuales, casualmente o no,
también eran cinco por cada miembro. A posteriori deduje que era
103
absolutamente natural que el plato hubiera existido primero que
cualquier cubierto, pues lo más urgente para alguien que está
comiendo algo que no sobra es que no caiga al suelo y se eche a
perder. Lo de los cubiertos en Kaleidoscopya ―como
probablemente habría sucedido en la Tierra― era, por mero asunto
práctico, cosa posterior a los platos; algo secundario. Y es que, al
parecer, y de una extraña forma universal, nada sucedía porque sí,
sino que todo obedecía a la naturalidad de la misma realidad. Ya
fuera en Kaleidoscopya o en la Tierra, todo parecía seguir el curso
lógico de las cosas, un orden armonioso y evolutivo que el tiempo
cósmico había marcado con relojes de diferentes varillas.
104
veces su cabeza y distanciarse unos pasos quedó satisfecha ―tal y
como Venus había hecho alguna vez decorando nuestra casa―.
Boddah me señaló una de las esquinas de la choza sobre la
cual se extendían varias pieles de animal curtidas y alisadas similares
a los diminutos trozos con los que los kaleidoscópycos se cubrían
los genitales ―pues al parecer éstos tampoco eran exclusivos de las
diferentes especies de la Tierra―. Me tumbé y comprobé que
aquellas camas primitivas no eran lo que se dice cómodas, pero sí
mucho mejor que dormir sobre el suelo húmedo y casi embarrado
de la choza. A través de los huecos entreabiertos de la paja que
formaba el techo aprecié como la oscilante luz de las hogueras fue
disminuyendo de fuerza. Cerré los ojos y no tardé en dormirme,
aunque no antes de que lo hiciera Boddah, del que llegué a escuchar
sus atronadores ronquidos. Y es que, al parecer, los ronquidos tam-
poco eran algo exclusivo de la Tierra.
Durante la noche tuve un sueño muy extraño: en él podía ver
una imagen desenfocada de Venus discutiendo acaloradamente
conmigo. No podía escuchar bien lo que me decía porque más que
palabras eran gritos tan distorsionados como su propio rostro. Al
rato, y esto fue lo que me pareció estremecedor, me encontraba en
mitad de una calle deshabitada, desorientado y con las manos llenas
de sangre. Las luces de las pocas farolas se iban haciendo cada vez
más potentes y finalmente acababa por desmayarme.
Justo en ese mismo momento algo me despertó. Y aunque mis
ojos todavía se encontraban entre legañas, pude comprobar
claramente cómo el radar de las Piedras Inagotables se extendía de
forma automática sin que yo hubiera dicho la menor palabra. Algo
no cuadraba: el punto rojo parecía moverse hacia el punto verde
concéntrico, que no era otra cosa que yo mismo. La teoría de
Watson es que era yo quien debía ir hacia el punto rojo y no al revés,
como estaba sucediendo.
Entonces, cuando fui consciente de lo que estaba sucediendo,
me aferré con la velocidad de un resorte a uno de los antebrazos de
105
Boddah hasta que el gigante entreabrió uno de sus párpados
dejando ver uno de sus oscuros ojos. Y con labios temblorosos
vociferé:
―¡¡Están aquí!!
El gigante se incorporó perezosamente y me miró incrédulo,
quizás temeroso de que me hubiera vuelto loco. Volví a insistir:
―“¡Kalibán! ¡Están aquí!” ―repetí y señalé con vehemencia
hacia fuera de la choza, a lo que Boddah respondió abriendo sus
ojos hasta unas dimensiones que me parecieron imposibles y
empuñando su lanza lo más rápido que pudo.
Todo cambió en unos pocos segundos. La apacibilidad del
silencio dejó paso a una algarabía de gritos y gruñidos, un estruendo
de zancadas estrepitosas y un alboroto general que me heló la sangré
por completo. Los kalibanes estaban atacando la aldea y yo no sabía
exactamente qué hacer.
Boddah se parapetó a un lado de la puerta y nos indicó
silenciosamente a los demás miembros de su familia y a mí que no
nos moviéramos. Un enorme kalibán asomó su cabeza y acabó por
descubrirnos entre las finas capas de luz que se colaban por los
recovecos de la choza. Cuando hizo amago de entrar, Boddah, sin
más, hundió su lanza en el abdomen del precipitado explorador y le
propinó un puñetazo en la nuca que le dejó agonizante en el suelo.
La pareja de Boddah, dos ancianos, un par de niños y yo nos
aproximamos hasta el gigante y nos situamos en diagonal al umbral
de la puerta. La escena que se descubría desde allí era de lo más
macabra: varios kalibanes estaban rematando a un par de miembros
del clan de Boddah mediante enormes piedras y pequeños punzones
de hueso afilado. Otro grupo sacó a un par de niños de una de las
chozas y los degollaron sin la menor piedad. Los kaleidoscópycos
que aún sobrevivían ―aquellos que no eran kalibanes, pues en
realidad todos formaban parte de Kaleidoscopya― intentaban
defenderse a sí mismos y a sus familias, pero sin mucho éxito, pues
los kalibanes eran mayores en número y aunque tuvieron algunas
106
bajas enseguida dominaron la situación. Estaba claro que, de no ser
por algún tipo de milagro, los atacantes no tardarían en hacerse con
el control de la aldea. Sólo quedaba una opción: la Vara del Sueño.
Me hice con el valor necesario, descrucé la vara de la Chaqueta
Atemperada y salí corriendo mientras Boddah me miraba atónito
desde la puerta. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué pensaba
en ese momento el gigante. Tras varias zancadas cautelosas no tardé
en llegar a una zona de ramas altas próxima a una de las chozas. Me
agaché y aproveché la confusión todavía reinante para apuntar con
la Vara del Sueño a un grupo de kalibanes que custodiaban a varias
de las capturadas, todas ellas mujeres jóvenes y niñas. Mantuve
pulsado el botón unos segundos y al soltarlo salió despedido un
extenso rayo de luz que atravesó a los guardianes, quienes no
tardaron en derrumbarse totalmente dormidos.
Uno de los kalibanes que merodeaba próximo a la escena me
descubrió y comenzó a correr hacia mi posición. Los dedos
comenzaron a temblarme de tal forma que no logré atinar con el
disparador hasta que prácticamente tuve a aquella mole encima de
mí. Afortunadamente, acerté en el último suspiro y el gigantesco
kalibán cayó dormido a mi lado de modo que, cuando su cuerpo
golpeó contra el suelo, descubrí entre su ropaje una bola compacta
del tamaño de un puño. Dada la perfección de su esfericidad y el
tipo de material ―que en principio me pareció algo similar al
acero―, deduje que aquello no estaba fabricado en un lugar como
Kaleidoscopya ―o al menos no en aquella parte del planeta―.
Recogí la pequeña esfera del suelo y comenzó a irradiar un halo de
un azul brillante neón que me dejó hipnotizado varios segundos. No
había duda de que aquello debía ser una de las Piedras Inagotables.
Cuando levanté la mirada la cosa estaba peor de lo que
esperaba: la choza de Boddah y su familia comenzó a arder como
una enorme antorcha y el calor fue haciéndose cada vez más
insoportable. Distinguí al gigante luchando ferozmente contra varios
kalibanes, pero no pude localizar a sus familiares. Finalmente,
107
Boddah tuvo que ceder su posición y comenzó a correr hacia atrás.
Entonces irrumpí en escena y me acerqué rápidamente hasta él
mostrando la Vara del Sueño a los kalibanes en un intento por
espantarlos, pues pensé que, como las palomas de Skinner que una
vez me había contado Gasán, ellos también habrían aprendido qué
les podría beneficiar y qué les podría perjudicar. No sé si fue gracias
a Gasán, a Skinner o al hecho de estar acorralados y que no quedaran
muchas más opciones, pero la estratagema dio resultado y el gigante
y yo pudimos correr con cierta despreocupación hacia la espesura
del bosque.
Agazapados entre la maleza divisamos cómo caían los últimos
guerreros de la estirpe de Boddah, el cual mostraba un estado de
conmoción tal que hizo un par de tentativas por volver hacia el
poblado. Finalmente cesó, pues, dentro de la medida de lo posible,
intenté explicarle mediante gestos que aquella idea era un suicidio.
Mientras algunos kalibanes custodiaban a las capturadas ―ya
que no dejaron varón vivo―, otros se reunieron en la plaza del
poblado y uno de ellos acabó por señalar la zona desde la que
Boddah y yo observábamos furtivamente. El temor a que fuéramos
descubiertos hizo que diera un paso atrás con tan mala suerte que
acabé por partir una rama. En un primer momento pensé que quizás
el sonido no hubiera llegado hasta el grupo kalibán, pero comprobé
que me equivocaba cuando varios de ellos rompieron a correr hacia
nosotros. Casi sin darme cuenta, Boddah me colocó en su cuello a
horcajadas y aceleró el paso a través de los árboles. Giré mi cabeza
hacia atrás y vi a los kalibanes perseguirnos como una manada de
lobos hambrientos persigue a una presa apetecible. Apunté con la
Vara del Sueño y presioné el botón tres o cuatro segundos para que
la onda expansiva fuera mayor, pero entre la angustia de sentirme
perseguido y el movimiento de vaivén causado por las poderosas
zancadas del gigante, el rayo luminoso salió desviado y solo un par
de kalibanes se desplomaron adormilados. Al menos una decena
más seguía pisándonos los talones con tal proximidad que el
108
murmuro de sus animalescos gruñidos se hizo cada vez más
agobiante. Volví a girarme con intención de abatir otro par, pero la
Vara del Sueño ya no funcionaba. Su energía parecía haberse
consumido otra vez y no es que fuera el mejor momento para
esperar otra recarga.
Escuché el jadeo entrecortado de Boddah y llegué a la
conclusión de que nos quedaba de tiempo lo mismo que el
organismo del gigante aguantara, el cual, teniendo en cuenta el peso
extra de mi cuerpo, no daba la impresión de que fuera a durar
mucho más a pleno rendimiento. Comencé a preocuparme de veras
cuando varias lanzas enormes se clavaron a nuestra altura en los
troncos de algunos árboles.
―Dirígete hacia el punto blanco del mapa, Iou ―dijo
repentinamente una voz familiar y seguidamente la imagen
holográfica del mapa se proyectó desde el Collar Universal.
―¿Watson? ―pregunté sorprendido desde la cabeza de
Buddah.
―Sí, Iou. Necesito que te dirijas hacia el punto blanco lo antes
posible ―insistió la inteligencia artificial.
―Creo que en estos momentos lo ideal sería que el punto
blanco se dirigiera hacia mí…
―A seiscientos metros a tu derecha el bosque se despeja y se
convierte en un llano extenso ―informó Watson―. Te espero allí.
―Watson, ahora mismo estoy subido a lomos de un gigante
de unos tres metros y nos persiguen otros de su tamaño con ganas
de cocinarnos ―dije sujetándome con fuerza a la cabeza de Boddah
por miedo a caerme―. No es que no quiera ir, pero es que no hablo
su idioma y es él quien está corriendo por los dos. No sé cómo
explicarle hacia dónde debería ir.
―Puedes hacerlo activando el traductor del Collar Universal,
Iou. Pronuncia la palabra traductor y pulsa la imagen en forma de
caracola. Cualquier cosa que digas será traducida al idioma del
interlocutor.
109
―¿Por qué no me hablaste de esa función antes? ―pregunté en
tono de queja.
―Las máquinas también olvidamos cosas, Iou. No somos
perfectas. Date prisa, os están alcanzando.
Seguí las instrucciones de Watson y la caracola se iluminó
durante un par de segundos. Entonces, probé a indicar a Boddah el
camino que debía seguir hasta llegar al punto blanco del mapa y
descubrí que el método de traducción del Collar Universal era
sencillamente perfecto. A diferencia de los que yo conocía, que se
basaban en la traducción posterior de una primera palabra, el Collar
Universal parecía tener una conexión directa con el cerebro que
permitía no tener que traducirla, sino decirla directamente, como si
se conociera de antemano el idioma en el que uno intentaba
comunicarse. Gracias a este fascinante sistema salió insuflado, desde
mi garganta, un conjunto de sonidos que se vocalizó en “ebék”,
cuando lo que yo realmente había intentado pronunciar fue “dere-
cha”.
―¿Ebék? ―preguntó Boddah, asombrado ante el hecho de que
me comunicará mediante su idioma.
―¡Ddah! ¡Ebék! ¡Ebék! ―exclamé reiteradamente al mismo
tiempo que señalaba una obertura libre de árboles situada a la
derecha del bosque, donde según mis cálculos debía comenzar el
claro del que me había hablado Watson.
Boddah entendió mi mensaje y dirigió sus atléticas piernas
hacia allí. En los últimos metros, cuando ya estábamos a punto de
salir del bosque y entrar en la llanura descrita por Watson, el tronco
de un árbol enorme yacía en el suelo obligando a saltar por encima a
quien quisiera acceder a la explanada. Aquella sería nuestra última
meta, la que decidiría el todo o nada, la última carta de una partida
de naipes en las que todos habíamos levantado nuestras cartas y
únicamente quedaba ver quién ganaba. Lo que cambiaba era que, a
diferencia de unas míseras monedas, la apuesta en esta mano era
nuestra vida y yo, en aquel momento, no estaba dispuesto a perderla.
110
Pensé que si Boddah lograba saltar aquel tronco y amortiguaba la
inercia de mi peso, Watson estaría a la espera para recogernos. Pero
no fue así.
Boddah saltó el tronco y yo apreté tanto mis piernas y mis
brazos contra su cabeza que, aunque por momentos asumí que el
gigante no soportaría el vaivén de mi cuerpo, finalmente me
mantuve encima de él y pudimos seguir avanzando. Sin embargo,
cuando la fuerza de la inercia me permitió levantar la cabeza y abrir
los ojos, y aunque el punto blanco del mapa decía que Watson debía
estar allí, no estaba.
―¡¡¡Watson!!! ¿¿Dónde estás??―pregunté completamente
alterado, pues sabía que aquella extensa planicie sería demasiado
para las piernas de Boddah, el cual llevaba alrededor de veinte
minutos corriendo sin descanso―. ¡Necesitamos tu ayuda! ¡Nos van
a atrapar!
―Iou, seguid todo recto ―respondió Watson―. No paréis. Os
queda muy poco. Confía en mí
―¡Dzom! ¡Dzom! ―exclamé a Boddah, quien siguió corriendo
hacia adelante y entonces, casi cuando los kalibanes estaban a punto
de apresarnos, el hermoso paisaje de la llanura desapareció
inexplicablemente y pasó a ser el frío espacio hermético del interior
de Watson. Dos segundos después, varios golpes retumbaron justo
detrás de nosotros contra la puerta de la sala de embarque.
―¿Watson? ¿Qué ha pasado? ―pregunté desorientado y
todavía con cierto resuello.
―Simplemente habéis accedido al interior de la nave mientras
el modo de invisibilidad estaba conectado, Iou ―expuso la
inteligencia artificial.
―No me hablaste de esa opción ―protesté―. Ahora entiendo
por qué no te vi después de dar los primeros pasos en aquella llanura
en la que me dejaste.
―En realidad fue por dos motivos, Iou ―alegó la máquina―.
El primero es que mi energía estaba al límite debido al aterrizaje y
111
tuve que activar el módulo de hibernación para recuperar una parte.
Por eso no pude comunicarme contigo hasta pasado un tiempo.
―¡Pues casi acaban comiéndome en un par de ocasiones!
―exclamé mientras observaba la cara de entusiasmo de Boddah ante
el mundo nuevo que para él se había abierto repentinamente.
―Nadie dijo que este viaje fuera a ser fácil, Iou ―justificó
Watson, a lo que respondí frunciendo el ceño―. Por ello estuvimos
entrenando, ¿recuerdas?
―Sí, desde luego no me ha venido nada mal el entrenamiento
―reconocí―. La gravedad de Kaleidoscopya era tan intensa que
parecía que los pies se me quedaran pegados al suelo. Por cierto,
¿cuál era el segundo motivo por el que te hiciste invisible aparte de
la hibernación?
―Tengo terminantemente prohibido navegar en un planeta
que no sea el de mi origen sin el modo de invisibilidad conectado
―reveló Watson―. Tal vez no te fijaste hasta que no te diste la
vuelta, pero aterrizamos de forma invisible.
―¿Por qué esa prohibición? ―pregunté curioso.
―La civilización de la que provengo no permite que pueda
contaminar a cualquier otra, Iou ―aclaró Watson―. Por cierto,
mantén al grandullón alejado de los botones de mando o tendré que
darle una dosis de electricidad.
―No entiendo a qué te refieres con “contaminar” a otra
civilización, Watson… ―dije mientras explicaba a Boddah que no
debía tocar nada.
―¿Qué crees que hubiera pasado en el caso de que quienes os
perseguían hubieran visto la estructura de la nave?
―Supongo que se hubieran asustado ―afirmé sin mucha
seguridad―. ¿A eso te refieres?
―Aunque no lo creas, esos seres antropomorfos de ahí fuera,
que parecen medio animales, ya realizan tareas artesanas, construyen
algunas herramientas y son capaces de representar artísticamente
objetos que observan ―dijo la máquina y la puerta de embarque
112
adquirió de repente la suficiente transparencia como para que
pudiera ver a los kalibanes merodear alrededor del lugar donde
Boddah y yo habíamos “desaparecido”―. Cuando vuelvan a su
poblado contarán a su manera todo lo que han experimentado. Ese
relato se perderá con el tiempo porque no tienen la lengua ni la
memoria lo suficientemente evolucionadas, pero un par de ellos
posiblemente se atreverán a dibujar la hazaña en alguna cueva
apartada. Según las directrices de la civilización que me creó, no
sería justo que alguien, dentro de unos cuantos milenios, descubriera
que alguien externo a su planeta les visitó una vez. Eso sería una
infección cultural innecesaria.
―Entiendo ―dije sin que realmente pudiera entender algo
sobre lo que nunca había reflexionado.
De repente, Boddah lanzó un grito que reverberó en la
amplitud de la sala. Volví la vista y lo sorprendí en posición
defensiva apuntando con su lanza hacia la puerta. Los kalibanes
parecieron volverse locos y golpeaban al aire con mayor o menor
acierto, pero aunque alguno llegó a tocar de casualidad la estructura
de la nave, Watson señaló que no había de qué preocuparse, así que
intenté tranquilizar al gigantón explicándole, mediante gestos y el
Collar Universal, que los kalibanes no podían vernos. Entonces me
di cuenta de que Watson tenía razón. De alguna forma, Boddah
había descubierto algo que seguramente ninguno de los millones de
individuos que en un futuro fueran llegando a Kaleidoscopya
descubriría jamás: que alguien de un planeta llamado La Tierra ―que
ya no existía, pero que sí lo había hecho― surcaba el Cosmos
haciendo paradas en otros planetas y embarcado en una nave que
disponía de una inteligencia artificial programada por una
civilización que tampoco yo conocía.
En parte me sentí culpable de haberle traído hasta la nave,
pues eso había significado robarle su propia naturalidad, la esencia
de lo que debería haber sido su existencia junto a los suyos. Pero por
otro lado, los dos nos habíamos salvado la vida mutuamente y de
113
ello había nacido, al menos por mi parte, un cariño paternal hacia
alguien al que, de alguna forma curiosa e inexplicable, consideraba
débil aún siendo mucho más fuerte que yo. No sé bien por qué,
pero la única verdad es que me alegraba de que estuviera vivo.
―Lo siento, Iou, pero Boddah debe volver a su planeta. Es ley
de vida ―afirmó secamente Watson.
―Creo que sigue sin gustarme que me leas la mente, Watson
―respondí.
―No puedo hacer lo contrario, Iou. Estoy programado para
eso. A diferencia de ti, no tengo tanto margen de voluntad ni de
decisión.
―Dejar a Boddah ahí fuera es condenarle a muerte, y no voy a
hacer eso con alguien que me ha salvado la vida varias veces cuando
podría haberme dejado tirado por el camino para intentar salvar la
suya. ¿Entiendes? ―respondí ligeramente enojado, pues no estaba
dispuesto a que una máquina decidiera por mí y menos en relación a
la vida de alguien que me había ayudado a sobrevivir―. Además, ya
no le queda nadie. Su poblado ha sido arrasado por los kalibanes.
―No entiendo sobre compasiones humanas, Iou. Únicamente
me limito a seguir órdenes y leer la programación establecida.
―Pues vas a tener que salirte de ella, Watson, porque yo no iré
a ningún lado sin Boddah ―afirmé contundentemente.
―Tendré que consultar qué dicen las leyes de dónde provengo
para este tipo de asuntos, Iou. De momento necesito que coloques
la Piedra Inagotable en la Sala Infinita para producir la energía
suficiente como para llegar a nuestro próximo destino. Luego
deberíais tomar una ducha y comer una de las píldoras nutritivas.
―De acuerdo ―respondí y siguiendo las instrucciones de
Watson abrí la Sala Infinita dejando allí la Piedra inagotable. Watson
no dijo palabra durante al menos un minuto en el cual pasó a
escucharse un rumor entre metálico y electrónico que siguió
constante hasta que la Sala Infinita volvió a abrirse.
114
―Recoge la Piedra Inagotable y guárdala, Iou. Es posible que
te sirva en las próximas paradas ―dictaminó la voz.
La piedra había dejado de brillar y el halo azul había
desaparecido totalmente. Tan solo quedaba la forma esférica de una
bola algo más grande que la de un billar de un material compacto
semejante al acero y que a primera vista no parecía tener nada de
especial. Junto a ella había un gran traje blanco de una textura
plástica semejante al que me había encontrado en la sala de aseo,
varias piezas de ropa interior y un par enorme de botas de goma.
―Son para el gigante ―explicó Watson.
Sin más, llamé a Boddah y nos dirigimos a la estancia de las
duchas. Allí surgió, de una de las paredes, una plancha similar
―aunque bastante más grande― a la “cama” en la que hacía ya un
año y varias semanas yo había despertado totalmente desorientado.
Cuando acabamos de ducharnos le proporcioné a Boddah el
traje y la ropa interior que había recogido de la Sala Infinita. El
gigante la miró atentamente, la extendió un par de veces como quien
prueba algo en un mercadillo y la tiró en volandas por detrás de su
espalda.
―¿Dónde ropa mía? ―preguntó con mirada preocupada en lo
que fue la primera pregunta directa que me hacía, y que entendí a la
perfección gracias al Collar Universal.
Cuando Boddah hubo acabado de vestirse con su ropa ―que
se limitaba a un taparrabos y un par de pieles rígidas que servían a
modo de calzado― Watson le indicó que se tumbara sobre la
plancha de la pared y permaneciera lo más quieto posible. El gigante
siguió la pauta y se estiró en el soporte colocando los brazos sobre
su pecho. Un cristal fino y gelatinoso fue cubriendo poco a poco su
cuerpo al tiempo que sus ojos fueron abriendo y cerrándose como
un paciente al que han administrado una fuerte anestesia. Algunas
cifras alfanuméricas comenzaron a reflejarse en varias partes
concretas de su anatomía, las cuales parecían representar datos sobre
zonas específicas de su cuerpo.
115
―Boddah tiene una fractura en el codo, Iou ―diagnosticó
Watson―. También dos dedos rotos y, lo que es más preocupante,
la cepa de un virus que no tardará en afectarle el hígado y matarle.
Aquello me dejó sin habla unos segundos.
―¿Se puede hacer algo, Watson?
―Sí, pero me llevará un tiempo largo.
―¿Y cuánto tardaremos en llegar a nuestro próximo destino?
―Alrededor de dos años.
―¿¿Dos años?? Entonces tiene tiempo para reponerse
―protesté con cierta ironía pensando en todo el tiempo que pasaría
encerrado entre aquellas paredes.
―En dos años vamos a recorrer varios millones de años luz,
Iou ―expuso Watson con su voz metálica―. Más no se puede hacer.
La física universal tiene unos límites que nadie ni nada puede
traspasar.
―Pero seré dos años más viejo… ―dije, sin que acabara de
gustarme la idea.
―En realidad no; mediante la hibernación desarrollada por la
civilización de donde provengo tu organismo funcionará más lento y
envejecerá a un ritmo más pausado ―aclaró Watson―. El tiempo es
relativo.
―Tampoco es que eso me reconforté mucho…
―Os despertaré seis meses antes del siguiente destino, para
que podáis entrenar vuestros cuerpos y aclimataros antes del
desembarque ―puntualizó Watson a los que sonreí, pues eso
significaba que Boddah podría tener otra oportunidad―. Ahora
debes descansar. Lo has hecho muy bien en tu primera meta y debes
seguir adelante. Nos vemos dentro de seis meses ―acabó por
despedirse Watson mientras yo me acomodaba sobre la plancha.
Un cinturón de un material consistente cruzó mi pecho
mientras una suave sensación de sueño fue apoderándose
lentamente de mi cuerpo hasta que mis párpados acabaron por
rendirse y todo se convirtió en oscuridad.
116
TIERRA 4
117
me preguntaron por una dirección de correo determinada y
enseguida vi que era la que usáis Carol y tú…
―¿Les dejaste ver el correo?
―¿Cómo no iba a hacerlo? Venían con una orden de la
Interpol…
―¿Vieron el relato? ―pregunté preocupado.
―Me imaginaba que me preguntarías eso… ―Àlex rió desde el
otro lado de la línea―. ¡Claro que no, capullo! No era muy difícil
prever que todo aquello tenía que ver con el tinglado del mensaje…
¡Si incluso al Ruso le pareció extraño!
―¿Y cómo hiciste para que no lo vieran?
―Soy informático… ¿Recuerdas?
―¿Y qué hicieron?
―Me preguntaron quién se encargaba del correo de esa
sección…
―¿Y qué les dijiste?
―Lo siento, tío, pero tuve que decirles la verdad… Me
amenazaron con que si les mentía podrían volver…
―¿Les dijiste mi nombre o también el de Carol? ―pregunté
preocupado por ella.
―Solo el tuyo… Me negué a meter a Carol en lo que esto
pueda suponer… Lo siento…
―No te preocupes…Lo has hecho perfecto, Àlex.
―¿En serio? Estaba muy preocupado. Te llamé varias veces,
pero lo tenías apagado…
―He visto tus llamadas esta mañana, cuando me desperté,
pero como tenía pensado ir a la redacción ya no te he llamado. Por
cierto… ¿Has vuelto a hablar con Serguéi? ¿Sabes cuándo podría
tener los resultados?
―No hemos vuelto a hablar. Supongo que serán los días que
dijo. Depende de su contacto en Rusia… De todas formas, yo te
llamaré nada más me llame él a mí.
―Me harías un favor si hicieras así, Àlex.
118
―¡Pues claro que sí, capullo! Oye… ¿cuándo vamos a jugar ese
partido? Quiero ganarte y saber de qué va el asunto del relato ese…
―Ahora voy a estar unos días ocupado con otra cosa…
―mentí pensando en la discreción que Max me había
recomendado―. Pero te lo contaré en cuanto sepa un par de cosas
más…
―Vale, ¡lo apunto que luego se te olvida! –exclamó el
informático-. Ya hablamos. Cuídate.
―Tú también, Àlex. Un abrazo.
Después de hablar con Àlex llamé al director. La verdad es que
no me apetecía nada, pero si quería dedicarme los próximos días a
investigar un poco aquel asunto, y además mantener mi empleo para
cuando volviera, lo mejor era llamar. Volví a usar el teléfono que me
había prestado Max.
―¿Sí?
―Perdone que no le haya llamado antes… ―dije
disculpándome.
―¡Hombre! ¡Contigo quería hablar!
―He estado bastante ocupado esta mañana…
―Lo sé, lo sé… Me llamó alguien explicándome el asunto
―señaló el director―. Deberías habérmelo comentado. ¿Es que no
tenemos comunicación? ¡Con todo lo que he hecho yo por ti!
―Sí, bueno…
―No te preocupes, chico. Tienes todos los permisos
necesarios para seguir con el curso de esa investigación. Quiero que
me traigas el mejor reportaje posible. ¿Para cuándo crees que lo
tendrás terminado?
―Ni siquiera acabo de empezar...
―Ya… Claro… Tú cuando lo tengas me avisas y lo metemos
en las primeras páginas, ¿eh? A poder ser prontito, que necesitamos
reportajes como agua de mayo.
Me pareció curioso que el director no comentara nada sobre la
transferencia que Max había hecho. No pude evitarlo:
119
―¿Ha llegado una transferencia a la cuenta del diario? Creo
que era para cubrir posibles gastos que supongan la investigación…
―Eh… ¿Transferencia? Uhm… No, no me suena... ¿Tenía
que llegar?
―Sí, eso me dijeron… ―tenía claro que el director me estaba
engañando, pero preferí hacerme el tonto. Solo quería saber hasta
qué punto aquel hombre era un personaje sin escrúpulos.
―Pues ni idea, chico… Aquí no ha llegado nada…
―Da igual… Bueno, ya le llamaré cuando sepa algo.
―Perfecto.
Cuando colgué el teléfono me entraron ganas de reír y llorar a
la vez. Aquel perfecto imbécil, que no era otro que mi propio
director ―que probablemente ya rebasaba la suficiente edad como
para ir con tonterías― me estaba intentando tomar el pelo. Yo no
era nadie para pedirle cuentas, pues según Max había hecho la
transferencia a la empresa en sí y no a mí, pero me dolió que hubiera
intentado engañarme tan burdamente y me indignó que ni siquiera
me hubiera comentado si necesitaba algún gasto extraordinario para
seguir con la investigación. Había pagado a mi casera recientemente
y, de no ser por el sobre que me había dado Max, no es que me
sobraran los billetes. Por otro lado, ese dinero había llegado gracias a
todo aquel asunto y ahora acabaría en el bolsillo de una sola
persona. Preferí no darle más vueltas. Supuse que aquella era la
mano invisible del mercado de la que los expertos hablaban… Y si
eran expertos es porque sabrían lo que decían…
***
Casi sin darme cuenta, la noche había caído mientras el frío
siberiano seguía pegándose a los cristales de las ventanas. Me
abrigué y salí al pequeño balcón del apartamento a fumarme un
cigarro. Ya habían encendido las farolas del paseo y el mar había
dejado de ser azul para confundirse con la noche. Encendí el cigarro
120
y llevé mi mirada al cielo. La contaminación lumínica me impedía
ver todas las estrellas, pero sí algunas que no cesaban de parpadear.
La verdad es que hacía años que no había mirado hacia el cielo
nocturno de Barcelona. Tampoco sabía bien por qué, pero así había
sido. Supuse que a veces, muchas más de las que pensábamos, no
sabíamos por qué sucedían así las cosas, sino que simplemente nos
limitábamos a dejarnos llevar por cómo sucedían.
En el cielo, la Luna alumbraba con su halo plateado las nubes
que entraban en su flujo dándoles una silueta fantasmal. Aquello me
llevó a preguntarme cuánta gente estaría contemplando la Luna en
aquel justo instante desde cualquier otro punto de la Tierra. Aquello
llevó a preguntarme qué habrían sentido los astronautas que la
hubieran pisado. También cuál sería la sensación de ver la Tierra
donde uno siempre ha visto la Luna y al revés. Y entonces acabé por
preguntarme si sería posible que alguien de nuestro planeta hubiera
viajado más allá alguna vez. Según aquel misterioso relato descrito
por alguien del que aún no sabía nada, así había sido.
Evidentemente, yo no pensaba igual, pero entonces… ¿Por qué
tanto jaleo por un relato que a todas luces era ficticio? ¿Por qué
tanto enredo por algo que había escrito alguien anónimo desde su
extensa imaginación? ¿Por qué preocuparse por el relato de alguien
que se limitaba a describir otros planetas y otras vidas si eso no era
posible?
Nunca hasta entonces me había planteado aquellas preguntas.
Supongo que tampoco me había parado a pensar en ellas porque
simplemente no me habían preocupado lo más mínimo. Sin
embargo, ahora comenzaba a planteármelas de forma que, por un
momento, me pareció ver algo más allá de aquel pedazo de roca
lunar que yo siempre había dado por sentado como lógico y normal.
Volví a entrar en el salón y me senté frente a aquella ventana al
infinito que significaba un ordenador con Internet. Abrí el
navegador y sobre el buscador tecleé “Charles Gasán”, pero no
obtuve ningún resultado. No me di por vencido y guiado por lo que
121
se decía en el relato busqué información sobre algún tipo de web
que pudiera tener la Agencia Espacial Europea. El buscador lanzó
miles de resultados y finalmente localicé la web de la agencia. Tras
un buen rato navegando por sus páginas al fin di con un número de
teléfono que, según el prefijo, estaba ubicado en Francia. Llamé y
una mujer me atendió antes de dar tres tonos.
―¿Allô?
Mi francés no era muy bueno así que probé a comunicarme
con ella en inglés.
―¿Agencia Espacial Europea?
―Sí, digame.
―¿Cómo podría hacer para localizar a alguien que trabaja allí?
―¿En París?
―Eh... Supongo que sí… ¿Hay más sitios?
―Sí, claro. Usted ha llamado a la sede principal, pero también
están las bases de operaciones científicas de Noordwijk o de
Valencia; las misiones de observatorio, que están radicadas en Italia;
el Centro Europeo de Astronautas está en Colonia; el Centro
Europeo de Astronomía Espacial en Madrid; y el ESOC, que es el
control de misiones, está en una ciudad alemana llamada Darmstadt.
La cosa comenzaba a ponerse difícil.
―¿Y cómo puedo saber dónde trabaja esta persona en
concreto?
―Para eso debería ponerse en contacto con el departamento
de personal ―reveló la mujer.
―¿Podría pasarme usted directamente?
―Sí, espere un minuto, por favor.
La mujer activó una melodía musical para amenizar mi espera
hasta que contestó otra voz, esta vez masculina.
―¿Allô?
―Buenas tardes, necesitaría saber en qué módulo de la agencia
está una persona concreta. Tengo que ponerme en contacto con ella
122
y desconozco la extensión de su teléfono o su correo electrónico
―expuse en mi poco entrenado inglés.
―Dígame su nombre para hacer una búsqueda en la base de
datos, por favor.
―Charles Gasán… Con acento en la a –puntualicé.
―No aparece nada con ese nombre, señor…
No me sorprendió la respuesta de aquel hombre porque
aquello venía a confirmar mi primera hipótesis de que el tal Gasán
no sería más que un personaje literario de aquel relato ficticio.
―¿Está seguro?
―Así es, señor. No viene nada por el apellido “Gasán”.
―De acuerdo. Muchas gracias y perdone las molestias.
―No hay de qué.
Mi primer acercamiento a la investigación no había dado
ningún resultado. Por mucho que hubiera querido seguir aquella
pista del relato, si no existía el tal Gasán los cauces de la
investigación quedarían pendientes únicamente del resultado del
contacto ruso de Serguéi. De todas formas, seguí sin darme por
vencido tan pronto y llamé a Àlex en un último intento para ver si a
él se le ocurriría alguna forma de encontrar algo de información
sobre aquel supuesto astrofísico que trabajaba en la Agencia
Espacial Europea.
―¿Àlex?
―Me va bien mañana y pasado… ¿A qué hora?
―¿Cómo? ―pregunté sin entender a qué se estaba refiriendo.
―El partido de squash… ¡Pensaba que me llamabas para eso!
―No tengas prisa por perder… ―dije en tono de broma―.
Necesito que me ayudes con una cosa.
―Dispara.
―Estoy intentando localizar a una persona que trabaja en la
Agencia Espacial Europea, pero no lo consigo… ¿Sabes de algún
sistema en Internet para buscar personas o algo así?
―¿Has probado a llamar? Seguramente sea lo más sencillo…
123
―Sí, me ha tocado llamar a Francia, pero no les consta el
apellido que busco en su base de datos…
―¿Cómo se escribe el apellido?
―Gasán.
―¿Con acento en la a?
―Sí.
―Entonces puede ser por eso…
―¿Cómo?
―Me refiero al acento… es posible que la base de datos que
manejen allí no sepa diferenciar los acentos.
―¿Me estás diciendo que la Agencia Espacial Europea no
habrá previsto algo así?
―Te sorprendería si supieras la cantidad de casos así que
hay… Supongo que no se le da la importancia que realmente
tiene…No sé, a mí ya no me sorprenden esas cosas…
Me parecía inaudito lo que me estaba contando Àlex, pero de
repente se había abierto otra posibilidad y lo que tenía claro es que
no la iba a desperdiciar por una llamada.
―Está bien. Voy a llamar a ver. Gracias por la idea, Al. Vamos
hablando.
―Claro… Voy afilando la raqueta…
―Te llamaré en breve, no te preocupes. Cuídate.
Volví a llamar a la sede francesa de la agencia y de nuevo pedí
que me pasaran con el departamento de personal.
―¿Allô?
―Perdone, he llamado hace un rato en referencia a una
consulta de personal.
―Dígame.
―¿Sería posible que hiciera la búsqueda sin el acento del
apellido?
―¿Me lo puede deletrear, por favor?
―G―a―s―a―n
―¿Nombre?
124
―C―h―a―r―l―e―s
―Un momento, por favor.
Otra melodía clásica volvió a sonar para amenizar la espera.
Aunque más que amenizarme, aquella expectación hizo que me
pusiera más nervioso.
―Señor, ¿la persona que está buscando es astrofísico?
Una irresistible palpitación absorbió todas las sensaciones de
mi cuerpo. ¿Podía ser posible?
―Sí, así es… ―afirmé en un estado casi hipnótico.
―Está en el control de misiones, en Darmstadt.
―¿Tiene algún número de teléfono o dirección correo
electrónico con el que poder localizarle?
―Sí, apunte ―sugirió la voz.
Anoté los datos que me dio el desconocido, le agradecí la
atención prestada y colgué.
Tenía en mis manos una primera pista con la que tirar de la
madeja. Ahora, la cuestión era no enredar el hilo. Miré el número de
teléfono escrito en el papel. Comenzaba por 49, que supuse sería el
prefijo de Alemania. Marque el número y una voz amable me
respondió directamente en inglés.
―Buenas tardes, ¿podría hablar con Charles Gasán?
―Está hablando con él en este mismo momento ―desveló la
voz. ¿En qué puedo ayudarle?
―Verá… ―la verdad es que no sabía cómo empezar―. Soy
periodista del diario El Continental; estoy siguiendo una investigación
sobre un texto en el cual aparece su nombre…
―¿Qué tipo de texto? ―inquirió la voz en una natural reacción
de curiosidad―. ¿Se refiere a alguno científico?
―No exactamente…
―Entonces no me interesa, gracias.
―Solo quiero hacerle un par de preguntas… ―El sonido
parpadeante del auricular reveló que Gasán había colgado.
125
Ahora que sabía que aquella persona era extrañamente real, y
no un mero personaje de novela, tenía que aferrarme a lo que
pudiera contarme. Tenía que dejar pasar algo de tiempo para que
Gasán no se sintiera molesto. El objetivo era que el siguiente intento
no se convirtiera en intentona.
Aproveché para dar de comer a Pipo y volví a llamar, pero
nadie lo cogió. Miré el reloj. Pasaban de las 20:00. Probablemente ya
hubiera acabado su jornada. Hasta el día siguiente no podría seguir
tirando de la madeja.
Mientras cenaba no pude evitar pensar en toda aquella historia.
¿Quién sería el tal Max? ¿Cómo habría conseguido localizarme? ¿Por
qué le interesaría que investigara aquel relato? ¿Quiénes eran las
personas que me seguían? ¿Quién lo habría escrito? ¿Por qué
aparecía entre sus líneas el nombre de Charles Gasán y no otra
persona? ¿Era seria la posibilidad que manejaban Àlex y su colega
Serguéi de que el envío procediera de una tecnología desconocida? Y
lo que todavía no llegaba a entender… ¿Por qué había llegado aquel
relato a la sección que Carol y yo compartíamos en El Continental?
Para poder llegar a responder todas aquellas preguntas debía
entrevistarme con Gasán. Sin embargo, había una posibilidad
manifiesta de que no quisiera atenderme. Me pregunté qué habría
hecho una periodista infatigable como Carol en aquella situación.
Conociéndola era factible pensar que habría evitado el contacto
telefónico, ya que, según había dejado caer muchas veces desde que
la había conocido, el contacto por teléfono era demasiado frío y
distante y además posibilitaba que la otra persona pudiera encerrarse
en el caparazón del silencio en cualquier momento. Entonces pensé
que quizás debería arriesgar tanto como habría hecho mi admirada
Carol...
Sin dudarlo, me senté frente al ordenador y busqué en qué
parte de Alemania estaba Darmstadt y cuál sería el aeropuerto más
cercano. Según el mapa quedaba a no más de 40 kilómetros de
Frankfurt. Eso era perfecto, pues sabía que desde Barcelona había
126
vuelos directos. La cuestión, más que nada dada mi situación
económica, era saber cuánto costaba un billete para el día siguiente.
El buscador me redirigió hasta una web de reserva electrónica en la
que comprobé que el precio era desorbitado. Si decidía comprarlo
tal vez no llegara ni a cinco euros lo que quedara en mi cuenta
corriente.
Busqué el sobre que me había dado Max y repasé algunos
números. Con una parte del dinero que había allí tenía suficiente
como para costearme el viaje y además cubrir cualquier gasto
extraordinario que pudiera surgir. Según el portal, el avión
despegaba de Barcelona a las 7:45 y aterrizaba en Frankfurt a las
10:10. El jueves, sobre la misma hora, volvería a estar en España.
Había un problema y es que no quería dejar solo a Pipo. Llamé a
Àlex y, aunque tenía razón cuando comentó que aquellas serían
horas muy tempranas para uno de los pocos festivos que tenía, final-
mente accedió a quedárselo. Hice una ligera maleta, cené algo rápido
y me fui a dormir sin perder un segundo.
127
128
TIERRA 5
***
129
En el exterior del inmenso aeropuerto de Frankfurt alquilé un
coche, puse la calefacción y salí hacia Darmstadt. Según la pantalla
del GPS integrado no estaba a más de 28 kilómetros de allí. El reloj
marcaba las 10:30, así que aproveché para tomármelo con calma y
contemplar el hermoso paisaje nevado que había en la zona
colindante de la autovía.
No tardé más de veinte minutos en llegar a Darmstadt. Busqué
en el GPS cualquier cosa que tuviera que ver con el Centro Europeo
de Operaciones Espaciales y sus siglas pudieron leerse rápidamente
(ESOC). Seleccioné el destino y en pantalla me apareció la dirección:
el número 5 de la calle Robert Bosch.
Aparqué fuera del recinto, ya que una pequeña barrera amarilla
y negra impedía el acceso desautorizado. La fachada del edificio era
de una tonalidad huesuda y estaba llena de ventanas rectilíneas. A
diferencia de lo que había pensado, no se trataba de un edificio muy
alto, pues contando la base no tenía más de cuatro plantas. Por el
contrario, su estructura era ancha y alargada, dividida por varias
partes centrales más altas y estrechas. En la azotea, sobre la última
planta, una serie de banderas de diferentes nacionalidades europeas
ondeaban al viento en una tela decolorada por el Sol. Un guardia de
seguridad con pinta de no muchos amigos me recibió en la entrada.
Le mostré mis credenciales de periodista y tras varias preguntas me
dejó pasar al interior. En recepción, una chica muy amable me
preguntó por mi visita, a lo que respondí que estaba buscando a
Charles Gasán para entrevistarme con él. La mujer tecleó varias
veces en su ordenador.
―El profesor Gasán está en la segunda planta, despacho
número diez ―dijo con un perfecto inglés.
Le agradecí la atención y subí con el ascensor.
Cuando llegué a la altura del despacho del profesor Gasán me
detuve unos segundos frente a la puerta pensando cómo comenzaría
aquella conversación, pues la verdad es que lo que tenía que decir
podía sonar un tanto extravagante. Me imaginé que para alguien tan
130
estudioso de la realidad como un astrofísico aquella historia del
relato sería poco más que una majadería y que no tardaría en
echarme. A eso había que añadir el hecho de que, al haber olvidado
el lector, no tenía absolutamente nada que mostrar como base de
mis afirmaciones. Mi despiste innato me había vuelto a jugar una
mala pasada. Estaba convencido de que abriría la puerta y me
encontraría con alguien mucho mayor que yo, de una formalidad
congénita que se prestaría más bien poco al humor y que me
analizaría de forma inquisitiva a través de sus gafas graduadas
mientras hacía operaciones matemáticas que yo jamás llegaría a
entender en siete vidas.
Aun así me armé de valor y llamé a la puerta con decisión.
―¡Adelante! ―dijo una voz desde el otro lado.
Cuando abrí la puerta me encontré con el profesor Gasán
tocando unos timbales en el suelo de forma que sus hombros se
movían frenéticamente al ritmo de sus manos. No debía tener más
de treinta y cinco años y unas rastas de un rubio oxigenado caían
sobre un redondeado rostro del que sobresalían unos grandes ojos
azules de una tonalidad tan clara que parecían ser casi transparentes.
Curiosamente, sus anchas facciones parecían las características de la
raza negra, pero de negro no tenía nada. El color de su piel era
totalmente sonrosada, más incluso que la de cualquier blanco.
El profesor sonrió y detuvo sus manos.
―¿Sabe cómo me llamaban en el colegio?
Negué con la cabeza.
―Usted vive en Barcelona, ¿no?
Me sorprendió mucho el hecho de que aquel hombre supiera
algo de mí sin siquiera haber abierto la boca.
―¿Cómo lo sabe? ―pregunté curioso.
―Hombre, adivino no soy todavía… La recepcionista acaba de
avisarme que subía alguien para entrevistarse conmigo, así que
deduje que debía ser el periodista de ayer. Y usted mismo me dijo en
131
nuestra conversación de ayer que trabaja para El Continental, que si
no recuerdo mal tiene su sede en Barcelona, ¿no?
―Ah, claro… ―me avergoncé un poco al no haber pensado en
esa opción y aproveche para sacar mis credenciales del diario.
―¿Usted nunca fue a ver a Copito de Nieve?
―¿Se refiere al gorila?
―Sí. Fue el único gorila albino que se haya conocido en la
Tierra. A mí me llamaban así cuando iba al colegio… Todo vino a
raíz de una visita al zoo de Barcelona. Ya sabe… cuando somos
pequeños somos muy creativos para poner apodos…
―Fui una vez con mis padres ―respondí tardíamente.
―¿Y qué le pareció?
―Pues… ―pensé bien mis palabras para no cagarla―. Un
gorila especial…
Gasán comenzó a reír tan fuerte que por un momento pareció
que fueran a agrietarse los cristales.
―¡Pero si ese era gorila tan cabrón como los otros! ¡Anda que
no se llevaba la gente platanazos cuando se enfadaba! ¡Encima de
que iban a verle! En realidad, lo único que tenía de especial es que
tenía un albinismo oculocutaneo debido a una mutación genética
que afecta al melanoma, que es lo mismo que me pasa a mí. Pero
por dentro Copito era tan gorila como cualquier gorila, de la misma
forma que yo soy tan negro como Bob Marley… Aunque canto
bastante mal, eso sí…
El físico sonrió estirando sus gruesos labios sonrosados, se
sentó sobre su amplia mesa de trabajo y me ofreció asiento.
―Cuénteme, ¿qué es exactamente a lo que ha venido?
Había llegado el momento de contar el excéntrico motivo de
mi visita. No sabía por dónde empezar.
―Verá… anteayer recibí un correo electrónico en el que se
adjuntaba un relato... el informático que trabaja en nuestra redacción
vio algo extraño en cuanto a la procedencia de ese mensaje y se lo
mandó a un amigo experto para que lo analizara. Según él, el correo
132
fue mandado desde una tecnología desconocida que usa protocolos
que no son estándar…
―Creo que ya sé por dónde va… ―dijo el profesor, esta vez
mucho más serio, al tiempo que se levantaba de la mesa y se dirigía
hacia la puerta―, pero nosotros solo nos dedicamos a los satélites,
no a los correos electrónicos. Pregunte en otro tipo de agencias
porque aquí no va a resolver nada que tenga que ver con eso.
―He venido desde Barcelona hasta aquí solo para contarle
ésto. Le rogaría que me dejara acabar ―dije con total seguridad.
El profesor volvió a sentarse sobre la mesa.
―No estoy aquí por el origen del relato –puntualicé-, sino
porque su nombre sale en el mismo…
―Sí, eso ya me lo dijo ayer. ¿Y de qué se supone que va el
texto?
―Al parecer se trata de un relato escrito por alguien que usted
conoce… ―dije sin más preámbulos.
―¿Y de qué va ese relato? ―insistió el profesor Gasán con sus
clarísimos ojos puestos sobre los míos.
―Es… Bueno… ―esta era la parte difícil―… Es alguien que
narra cómo un día se despierta en plena oscuridad y no sabe dónde
se encuentra…
―¿Y? ―era evidente que el profesor quería que fuera al grano.
―Pues resulta que está en una especie de nave espacial dotada
de cierta inteligencia artificial… Y desde ella ve como impacta un
asteroide contra la Tierra…
El profesor Gasán no hizo ningún gesto, ninguna mueca, nada
que pudiera facilitar alguna idea sobre qué le había parecido lo que
acababa de contarle. Finalmente echó una de sus sonoras carcajadas
al aire y preguntó:
―¿Usted ha bebido o fumado algo extraño antes de venir a
verme? Mire… yo no tengo tiempo para historias. El poco tiempo
libre que tengo lo dedico a tocar los bongos, así que si es tan
amable… ―Gasán abrió la puerta y señaló la salida.
133
Antes de que el físico me echara decidí jugar mis últimas
cartas.
―¿Le dice algo el apodo de “viajero de las estrellas”?
Los rosados párpados de Gasán se abrieron de pronto y pude
observar lo azulado de sus ojos. En realidad no es que fueran azules,
es que parecía faltarles color.
―¿Cómo sabe usted eso?
―Se lo estoy explicando, pero no me deja… ¿Le suena una
fotografía que la sonda Voyager I tomó desde la órbita de Neptuno
en el que la Tierra parecía una mota de polvo?
Gasán se quedó petrificado.
―Es mi fotografía científica favorita… ¿Pero cómo…?
―¿Es cierto que la vio por primera vez gracias a una revista
que le mandó su primo, o un amigo de su primo, desde Florida? –
pregunté sin más reparos.
La cara del profesor se convirtió en un poema. Incluso pareció
molestarse.
―¿Cómo ha obtenido esa información?
―Todo eso venía escrito en el texto que le digo…
―¿Y quién lo ha escrito? ―por primera vez el físico mostraba
algo de interés.
―No lo sé… Yo he venido para que me lo diga usted.
―¿Yo? El que ha leído el texto es usted…
―¿Recuerda con quién iba de adolescente a ver las estrellas
desde algún parque? ―pregunté, y el astrofísico llevó su pálida
mirada hacia la ventana intentando recordar―. ¿Recuerda a quién
avisó para ver aquella fotografía juntos? ¿Recuerda con quién
comentaba el problema de Monty Hall al volver del colegio?
Gasán salió de su letargo y sus ojos suplieron la falta de color
por una nostalgia que enterneció su mirada.
―¿Se refiere a Samuel Ofey?
―No lo sé… ―dije mientras apuntaba el nombre en un
papel―. En el relato cuenta que perdió parte de sus memoria… Y
134
aunque le va a parecer ridículo, escribe que fue la nave quien le
bautizó con el nombre de Iou Plancton. ¿Ofey se escribe con una
sola efe o con dos?
―Con una… Y acaba en y griega, en vez de latina –puntualizó
Gasán.
―¿Podría contarme algo más sobre el señor Ofey?
―Nos conocimos en el colegio, en Barcelona. Su padre y el
mío hicieron buenas migas porque los dos eran norteamericanos
cuyas empresas habían enviado a España por motivos de trabajo.
Ellos ya se conocían cuando nosotros nacimos…
―Iban a clase juntos, ¿no?
―Sí ―Gasán sonrió―. Ofey me salvó unas cuantas veces en el
colegio… Imagínese… Yo era un negro en una época en la que los
negros no solían verse en España. Pero es que además era una negro
con la piel más rosada que cualquier blanco lo cual me hacía aún
más raro. Ni siquiera cuando iba a Estados Unidos los negros se
sentían cómodos con mi presencia… En cambio, Ofey jamás me
trató de forma diferente. “Ellos ven un color, yo solo veo una
mutación genética fruto del azar. A cualquier jugador de la NBA
también le podría haber pasado” me decía muchas veces para
consolarme. En aquella época nadie me había tratado tan bien como
lo hizo él. Sin duda fue mi mejor amigo en aquellos años –recordó el
físico con su mirada puesta sobre la lejanía que se veía desde una de
las ventanas.
―En el relato escribe que discutieron a raíz de la fotografía de
la Voyager…
―Sí, la verdad es que fui un poco cansino… ―el físico me
invitó a ver la fotografía en cuestión en una de las paredes de su
despacho en la que tenía varias enmarcadas―. Recuerdo que aquel
día Ofey venía de jugar un partido de baloncesto… Creo que no les
había ido nada bien… Y yo, que estaba ansioso por darle la noticia
de aquella fotografía, no dejé de llamar a su casa para ver si estaba…
En aquella época no había móviles, claro…
135
La fotografía era tal y como se describía en el relato. Un
pequeño punto, no más grande que uno hecho con la punta de un
bolígrafo, parecía suspenderse en una capa de rayos solares de la
misma forma que una mota de polvo se suspende de los que entran
por la ventana de cualquier habitación ubicada en cualquier rincón
de la Tierra. Me impresionó que toda la inmensidad de la Tierra,
geográfica, histórica y social estuviera comprimida en un punto tan
pequeño del que ni siquiera podía distinguirse que fuera azul.
―El espacio también es relativo, al igual que el tiempo
―añadió Gasán ante el desconcierto con el que yo miraba la
fotografía.
―En el relato se cuenta que ya no volvieron a verse…
Gasán seguía totalmente sorprendido ante lo que le estaba
contando. Parecía no creer que pudiera saber tanto sobre él.
―Así es… A mí padre lo trasladaron y volvimos a Estados
Unidos… Fue una pena… A mí me encantaba la parte catalana de
España. Eché mucho de menos Barcelona. Y también a Ofey,
claro…
―¿Le dice algo el nombre de Venus?
―¿Se refiere al planeta? ―preguntó Gasán llevando la cuestión,
comprensiblemente, a su terreno.
―Perdone, me refería a un nombre de mujer…
―Ah… Ni idea. ¿Y por qué no se pone en contacto con Ofey?
Si lo ha escrito él le podrá contar mejor, ¿no? –propuso el profesor.
―Sí, es el siguiente paso… ¿Sabe si todavía vive en Barcelona?
―No sabría decirle…
Estreché la mano del profesor Gasán y agradecí que se hubiera
prestado a ayudarme.
―Llámeme cuando sepa algo, ahora tengo la intriga de saber a
qué se debe todo lo que me ha estado contando ―dijo el físico
dándome una tarjeta personal con su número de teléfono particular.
―No se preocupe, le mantendré informado.
136
Salí del ESOC en busca de algún alojamiento que no tardé en
encontrar y me instalé con mi pequeña maleta.
***
Por la tarde, cuando el Sol había comenzado a agonizar ante el
nevado paisaje de Darmstadt, salí a dar un paseo por los
alrededores. A la altura de Luisenplatz, la plaza principal de la
localidad, un ligero e insistente temblor comenzó a vibrar en uno de
mis bolsillos. Era Carol. Colgué la llamada y la llamé desde el
teléfono que me había dado Max.
―¿Qué tal te va, investigador? ―respondió ella desde el otro
lado de la línea.
―Bien, de momento no me quejo… Tengo varios cabos y de
momento no se ha hecho ningún nudo… ―dije en argot
periodístico en referencia a unas que pistas seguían llevando a
otras―. ¿Tú qué tal?
―Bien también… Ayer fui a comer con Sam y espero tener
listo el reportaje de arte para este fin de semana.
―¿Quién es Sam?
―El profesor de literatura del que te hablé, ¿recuerdas?
―¿Sam proviene de Samuel? ―pregunté curioso ante la
causalidad que podía suponer haber escuchado el mismo nombre
dos veces en un momento.
―No lo sé… No le pregunté. ¿Por qué lo dices?
―Simple curiosidad…
―Oye, ¿dónde estás? Se te oye un poco mal ―se quejó Carol.
―Estoy fuera de España, tal vez sea el cruce de líneas…
―¿Fuera de España? ¿Se puede saber dónde?
―Cerca de Frankfurt…
―¿A qué has ido si puede saberse? ¿Me lo vas a contar o
todavía es top secret?
137
―Quería hablar con alguien en referencia a aquel relato que
recibimos… Pero se me olvidó en casa y tampoco hemos hablado
mucho… ―dije en un intento por no explicar más allá de lo que
Max me había sugerido.
―¿Te refieres al que venía en aquel correo electrónico?
―Sí.
―¿Te has llevado el portátil?
―Sí, lo llevo en la maleta, pero borré la copia que tenía ahí…
―No, no… Lo digo porque si te puedes conectar a Internet,
yo uso una web que sirve para que los correos entrantes se hagan
copia allí… El que buscas debe de estar allí. Te doy el usuario y la
contraseña. Apunta.
Una vez más la metódica y previsora Carol estaba
solucionando todos mis problemas de despiste innato.
―Eres la mejor, Carol. No sé qué haría sin ti…
―No creas que te va a salir gratis… Cuando vuelvas me
tendrás que traer durante una semana el café a la mesa.
―¡Eso está hecho!
―Venga, ya me contarás…
―No lo dudes… Ciao, Carol.
Antes de volver hacia el hotel me sucedió una cosa que me
pareció muy extraña. A lo lejos, todavía sobre los adoquines de la
Luisenplatz, distinguí la figura de un hombre que parecía observarme
fijamente desde la distancia. No podía distinguir bien su rostro, pero
hubiera jurado que llevaba un tres cuartos tan parecido como el que
llevaba el misterioso Max. Cuando comencé a andar hacia allí un
camión cruzó entre nuestro ángulo de visión y dos segundos
después el hombre ya no estaba. Por mucho que intenté localizarlo
con la mirada no lo conseguí. Parecía que la tierra se lo hubiera
tragado de repente.
Al llegar al hotel me aseguré de que tuvieran conexión wi―fi.
La recepcionista me lo confirmó y me dio la tarjeta de la habitación.
Después de cenar, ya acomodado en la habitación, abrí la maleta y
138
encendí el portátil. Conecté con la red del hotel e introduje el
usuario y la contraseña en la web que Carol me había dado por
teléfono. Tal y como me había explicado, la web guardaba una copia
de todos los correos que habían llegado a la bandeja de entrada de la
sección en el último mes. Localicé el del relato y seguí la lectura por
el capítulo en el que la había dejado.
139
140
PLANCTON VII
141
era imposible extraer algo. Aun todo, y quizás esto fuera lo más
extraño, sentía que seguía queriéndola y la eché tanto de menos
como los días siguientes a su ausencia.
Mientras el aire caliente de las duchas secaba mi piel, especulé
sobre cómo habría sido su reacción al enterarse del impacto de aquel
endiablado asteroide contra la Tierra. Supuse que se habría enterado
por las noticias y que, como todo el mundo ―o al menos aquel que
hubiera tenido acceso a un teléfono―, habría llamado de inmediato
a sus allegados. Entonces hice algo que ahora, tras toda mi larga y
emocionante travesía, considero muy humano: preguntarme si entre
aquellas llamadas habría estado mi número.
142
como dicen las películas o la literatura de ficción, Iou. Es algo muy
complejo.
―No lo dudo, Watson. No sé cómo serán los individuos de
dónde provienes, pero los humanos somos… o éramos…
―corregí― también muy complejos.
―Durante la hibernación detecté que tu nivel de dopamina
había bajado desde la primera vez que abriste los ojos ―reveló
Watson a lo que respondí con cara de no entender nada―. La
dopamina es un neurotransmisor del cerebro que puede alterar tu
comportamiento. Afecta a cosas tan importantes como el sueño, el
humor, el aprendizaje o lo que los humanos llamáis enamorarse. Tu
bajo nivel de dopamina actual puede significar, entre otras cosas,
que estés triste. ¿Lo estás, Iou?
Me sentí ligeramente incómodo ante aquella pregunta, pero mi
necesidad interior de comunicarme fue superior a cualquier molestia.
Y supongo que llevar un año y medio sin poder hablar hacía que
necesitara hacerlo:
―Hace unos tres años, antes de llegar aquí, trabajaba en una
universidad enseñando literatura y análisis de textos. Por las
mañanas desayunaba en un pequeño café cercano al aulario mientras
repasaba las noticias del día en varios de los periódicos que el dueño
disponía en la barra. Más tarde ―proseguí recordando de una forma
tan nítida que por momentos era como volver a estar en la Tierra
otra vez―, entraba en el aula y descubría junto a mis alumnos todo
tipo de textos. Intercambiábamos pareceres sobre las composiciones
y aprendíamos unos de otros explicando nuestras interpretaciones y
la consiguiente visión de las cosas. Ellos aprendían a interpretar y yo
aprendía cómo iba alguien aprendiendo a interpretar. Por las tardes
volvía a casa, un antiguo apartamento cercano a la playa que
habíamos reformado, y comía con Venus, mi mujer. Repasábamos el
día, nos contábamos las últimas anécdotas y después volvíamos cada
uno a su trabajo; yo en la universidad para seguir enseñando a
interpretar a otro grupo y ella en el Instituto de Tecnología de
143
nuestra ciudad ―la cual tampoco recordaba―. Por las noches nos
reencontrábamos y hacíamos cosas tan banales como ver juntos la
televisión o simplemente cenábamos y dábamos un paseo por la
playa antes de ir a dormir. Si te refieres a si echo de menos todo
aquello… Sí, Watson, lo echo de menos ―afirmé rotundamente.
Un silencio más prolongado de lo normal permaneció en la
sala de mando sin que Watson ni yo nos atreviéramos a romperlo.
Cada uno reflexionaba a su manera sobre la tristeza y supongo que
en temáticas así el intercambio comunicativo se hace más íntimo,
más espeso y ello conllevó a que fuera más lento. Antes de aquella
conversación con la máquina me había pasado algo similar con otras
personas, en el sentido de que uno podía hablar extensamente, casi
sin parar, sobre deportes, cine, las últimas noticias del día o alguna
receta de cocina, pero cuando el núcleo de la conversación giraba en
torno a emociones, o sentimientos propios, esa naturalidad se
convertía en retraimiento, desconfianza o turbación, a no ser, claro,
que el protagonista del diálogo fuera otro distinto a quienes
intercambiaban las palabras. Entonces, la cháchara seguía siendo
fluida y se convertía hasta en amena, ya que, por algún misterioso
capricho del lenguaje, y seguramente algo más allá del mismo,
parecía que hablar de los problemas ajenos era más sencillo que
hablar de los propios.
―¿Te sentirías más alegre si pudieras volver a ver a Venus,
Iou? ―preguntó Watson extrayéndome de mi reflexión.
―Claro ―afirmé mirando hacia el pequeño monitor―. Me
hubiera gustado poder despedirme de ella, a pesar de cómo
acabaron las cosas entre nosotros.
―Puedo convertir ese deseo en realidad, Iou. Pero
probablemente cambiarán muchas cosas importantes a partir de
entonces y quizás no te guste toparte con un entorno muy distinto al
que crees estar… ―aseveró el monitor de forma que no acabé de
entender bien a qué se estaba refiriendo.
―Creo que no te sigo, Watson…
144
―Puedo hacer que Venus esté aquí, bajo algunas condiciones.
―¿A qué condiciones te refieres?―pregunté intrigado.
―Estoy conectado a tu mente mediante la Sala Infinita, Iou
―expresó Watson sin que contara algo que yo ya no supiera―. Y a
diferencia de lo que te expliqué la vez anterior, ahora sí podría
materializar a alguien.
―¿Me estás diciendo que si ahora pienso en alguien se
materializaría en la Sala Infinita? ―inquirí incrédulo ante aquella
nueva posibilidad―. ¿No me dijiste que solo era posible hacerlo con
objetos?
―Era así en aquel momento, pero ahora dispongo de energía
suficiente como para generar la composición de alguien que no sea
un objeto ―aclaró la máquina―. De todas formas, hay un pequeño
problema.
―¿Cuál? ―pregunté ciertamente inquieto, pues había quedado
demostrado que aquel que para Watson era un “pequeño problema”
podía ser uno realmente problemático.
―La plasmación sería una simple holografía. No podría
interactuar con la realidad como hacéis las criaturas biológicas.
―¿Quieres decir que en vez de ser una persona de carne y
hueso sería una holografía consciente de sí misma?
―Sí, más o menos.
Aquella revelación me dejó atónito. Jamás había pensado que
algo así fuera posible y, por supuesto, nunca había barajado la
posibilidad de poder volver a Venus.
La oferta era demasiado tentadora, pero no quise precipitarme.
―Watson, ¿la holografía podría verme?
―Sí, Iou.
―¿Podría sentir?
―Sí, relativamente.
―¿Cómo iba a ser eso posible?
―Hace siglos que la tecnología de mi civilización puede aden-
trarse en la mente de un ser biológico y recuperar parte de los datos
145
de su memoria. Sólo tendría que navegar por la tuya y recoger los
detalles suficientes como para generar la holografía en la que
piensas.
Me quedé meditando ante todo lo que Watson me estaba con-
tando. Por una parte me atraía la idea, pues en realidad tenía
muchísimas ganas de poder volver a conversar con Venus aunque
fuera por una única y última vez. Poder explicarle que, aunque las
cosas hubieran acabado tan arrebatadamente, yo seguía
acordándome de ella y de todos los momentos que habíamos pasado
juntos desde que nos habíamos conocido. Pero por otro lado pensé
en lo artificial de la situación y en el impacto de descubrir que uno
mismo es una holografía y no un ser de carne y hueso. Me pareció
de una crueldad injustificada el poder devolver a alguien a la
consciencia ―iba a escribir vida, pero está claro que no es lo
mismo― y que de repente se viera atrapado en una realidad
inconexa y aislada de la real.
―Watson, ¿en el caso de que Venus no quisiera seguir siendo
un holograma podrías desconectarla?
―Claro, Iou. Pero, ¿por qué no iba a optar por esa opción?
―preguntó Watson, y entonces reflexioné que una entidad artificial
que había estado siempre en el interior de unos circuitos y unos
cables no podría nunca entender el trasfondo de aquella pregunta.
―La vida es otra cosa diferente a lo que me estás
proponiendo, Watson ―afirmé sin esperar que la máquina
entendiera la frase.
―Lo desconozco, Iou. ¿Cuál es tu decisión entonces? –se
limitó a preguntar Watson.
No sé bien si fue debido a un resquicio de amor, cariño,
amistad o tal vez mero egoísmo ante el hecho de saber que me
esperaban otros seis meses en absoluta soledad, pero finalmente la
balanza cayó sobre uno de sus brazos.
―Está bien. Quiero volver a ver a Venus, Watson ―aseguré
sin tener la absoluta certeza.
146
―Entonces ponte el Collar Universal y colócate frente a la
puerta ―decretó el ordenador y me dirigí hacia la Sala Universal
siguiendo sus instrucciones―. Cierra bien los ojos y recuerda los
entrenamientos. Sólo tienes que pensar en Venus, Iou. Concéntrate.
Adopté los consejos de Watson y me concentré lo máximo
que pude. Sin embargo, muchos de los recuerdos que guardaba
sobre Venus en algún lugar de mi cerebro parecían cubiertos por un
tipo de niebla plomiza que me impedía entrar en recovecos más
nítidos. Por mucho que lo intenté no pude aclarar todo lo que
Venus había significado en mi vida pues, de alguna manera extraña y
sorprendente, multitud de recuerdos en los que ella debería haber
sido protagonista, sencillamente no estaban. Comencé a sentirme
muy incómodo ante aquella carencia de memoria que se traducía en
la pérdida de mi propia identidad, lo cual, a su vez, me producía
cierto temor ante la posibilidad de ir disminuyendo mi propia
consciencia. Todo lo que había sido debía estar dentro de mi mente,
pero el hecho era que cuando me sumergía en aquellos laberintos de
mi interior, muchas compuertas parecían estar selladas.
Finalmente, tras un par de minutos, la Sala Infinita se abrió y
en su interior un denso humo blanco fue disipándose gradualmente.
Esquivé con la mirada los últimos retazos de aquella capa etérea y al
fondo pude distinguir un movimiento que me causó una aprensión
inexplicable. Una femenina figura humana, embutida en un traje
blanco ajustado, emergió repentinamente de entre la nube ya casi
evaporada. Lejos de los hologramas intermitentes y entrecortados
que Watson había usado para entrenarme físicamente antes del
aterrizaje en Kaleidoscopya, éste tenía una estabilidad tan
consistente, y su acabado era tan perfecto, que mi cerebro no
asumió fácilmente que aquella mujer que tenía frente a mí, y que
permanecía con los ojos cerrados, no fuera una persona de carne y
hueso.
―Watson, ¿esta mujer es Venus?
―Sí, Iou, así es.
147
―¿Por qué no recuerdo sus rasgos asiáticos? ―pregunté
extrañado de no acordarme de un dato tan concreto.
―Hay partes de tu cerebro que parecen haber sido dañadas
―esclareció Watson como si de un neurólogo se tratara―. Una
porción aleatoria de la información adquirida mediante tu
experiencia vital ha sido eliminada o es difícilmente recuperable.
―Watson, parece que estés hablando de una máquina… ―me
quejé ante la incómoda sensación de que alguien pudiera extraviar
sus propios recuerdos sin causa aparente.
―Un sistema biológico tiene mucho de máquina, Iou.
Quise responder aquella última frase de Watson pero, de
repente, los rasgados y hermosos ojos de Venus se abrieron y me
miraron fijamente mientras sus labios dibujaron una leve sonrisa.
Aquella forma de mirar me sonó muy familiar.
―¿Venus? ―pregunté sobrecogido ante aquella especie de
resurrección artificial.
―Hola ―respondió ella de forma fugaz.
―¿Me recuerdas? ―volví a indagar.
―Ahora mismo no ―reconoció―. ¿Dónde estoy? ―preguntó
con un acento y una entonación que, a diferencia de lo anterior, no
me resultaron nada familiares.
―Es un poco complicado de explicar ―dije, y al pretender
apoyar mi mano sobre su hombro para orientarla hacia una de las
butacas, nada impidió que mi brazo entero traspasara su cuerpo de
luz y que la imagen acabara por distorsionarse. El miedo hizo que
me separara e inmediatamente se recompuso a su aspecto original.
Watson me explicó que, aunque no podía tocarla, ella sí podía
sentarse pues, por alguna razón física que no entendí, la holografía
era compatible con objetos e incompatible con cualquier cosa que
tuviera vida. Una vez se hubo sentado, seguí charlando con ella
intentando descubrir alguna referencia que me hiciera recordar algo
que hasta entonces no me hubiera sido posible, pero poco a poco
fui percatándome de que aunque su físico me resultaba muy familiar
148
―además de atractivo―, su interior, aquello que teóricamente debía
conformar su personalidad, era absolutamente desconocido para mí.
No había señal alguna de aquella mujer apasionada por la tecnología
y a la que le encantaban cosas tan cotidianas como el sushi o los
relojes de pared de la que yo me había enamorado una vez. Ni
siquiera su carácter coincidía con algo aproximado a la mujer que
había conocido. Más bien aquella era una calamitosa imitación que
se limitaba a su fisionomía y poco más. Si algo tenía claro es que, a
excepción de su cuerpo, aquella mujer que no dejaba de contar cosas
sin ningún tipo de sentido no se parecía en nada a Venus.
Aproveché que uno de los testigos del cuadro de mandos se
encendió para tenerla entretenida y disimuladamente me acerqué
hasta el pequeño monitor en el que se dibujaba la sintética voz de
Watson.
―Watson, esa mujer no es Venus ―murmuré intentando
encubrir la frase.
―Claro que lo es, Iou ―respondió la máquina con
convicción―. Las partículas de luz han sido diseñadas por la Sala
Infinita basándose en modelos extraídos directamente de tu cerebro.
Sus medidas fisionómicas se adaptan perfectamente a cómo era
realmente. Los he analizado y no provienen de ninguna de las zonas
dañadas de tu cerebro, por lo que puedo asegurarte que hay una
seguridad del 100% de que estás viendo a tu mujer tal y cómo era la
última vez que la viste, si bien es cierto que la ropa la he diseñado
yo…
Giré mi cabeza hacia Venus y la devolví al monitor.
―Sí, ya he comprobado que es físicamente idéntica
―certifiqué―; incluso lleva en su hombro el mismo tatuaje. Pero su
personalidad no tiene nada que ver con la Venus que yo conocía. En
esa… mujer ―no supe bien cómo denominarla― solo veo una
muñeca de trapo… o de luz… pero no a la persona de la que se
supone que yo me había enamorado.
―¿A qué te refieres con personalidad, Iou?
149
―¿Cómo que a qué me refiero? ―interpelé sorprendido ante la
pregunta de Watson―. Pues al cúmulo de experiencias, vivencias y
demás que ha tenido una persona concreta. Todo lo que hay escrito
dentro de ella y que se traduce en una forma de ser.
―Desconocía que eso fuera importante para los humanos, Iou.
―Y tanto que lo es ―afirmé recordando que si alguna vez me
había enamorado de Venus había sido por esa peculiar mezcla de
carácter áspero y dulce que le caracterizaba―, al menos para algunos
humanos entre los cuales yo creo encontrarme. Lo que tú me has
traído aquí es un bonito envase sin las natillas, aunque no sé si
entenderás lo que quiero decir…
―No entiendo, Iou ―reconoció la voz sintetizada―. Probable-
mente no esté programado para hacerlo.
―Me imagino… -murmuré, no sin cierta resignación.
―Devuelve al holograma a la Sala Infinita y te aseguro que de
ella saldrá la Venus que una vez conociste ―aseveró Watson como
si se hubiera tomado aquello con la importancia de un reto―. Voy a
contrastar de nuevo los datos de tu cerebro y los compararé con los
tomados en la Tierra durante mi hibernación en ella. Si crees que tu
viaje será más agradable así, haré todo lo posible por conseguirlo.
―Gracias, Watson. Me conformo con el empeño que le pones
―afirmé mientras guiaba a la Venus incompleta hacia la Sala Infinita.
Frente a la puerta, volví a concentrarme todo lo que pude
durante alrededor de unos tres minutos hasta que Watson me avisó
de que el análisis y la inserción de datos sobre la personalidad habían
resultado un éxito.
―Ahí está la persona que conociste una vez, Iou. Con toda
su… personalidad.
Venus volvió a surgir de la Sala Infinita envuelta por la densa
capa de niebla que solía aparecer al final de cada materialización. Sus
hermosos ojos rasgados permanecían cerrados y su cuerpo estaba
comprimido en el traje blanco impoluto de una pieza que Watson
decía haber diseñado. Pocos segundos después abrió sus ojos entre
150
una multitud de parpadeos y su mirada se perdió entre diferentes
objetos de la nave. Finalmente focalizó su atención en mí y me
examinó. Sus facciones, desorientadas y distraídas, fueron
cambiando lentamente hasta llegar a una expresión de sorpresa e
incredulidad.
―¿Iou? ¿Eres tú? ―preguntó estupefacta mientras me
preguntaba por qué había nombrado el nombre de pila con el que
Watson me había bautizado y no por el que me había conocido.
―No puede llamarte por tu nombre real porque esa parte
quedó irrecuperable en tu memoria y en la suya había un conflicto
que no supe interpretar ―interrumpió el ordenador―. Para evitar
confusiones sustituí tu nombre original por el de Iou en todos sus
recuerdos.
―Entiendo, Watson. Hiciste bien ―añadí.
―¿Iou? ¿Qué es esto? ¿Algún tipo de cielo? ¿Dónde estoy?
Pero tú... y yo… No puede ser… ¿Cómo es posible? ―lanzó Venus
en una batería tan larga de preguntas que no supe bien por dónde
empezar.
―Es un poco complicado de explicar… ―dije mientras la
invitaba a sentarse―. No voy a ir con rodeos…
―¿Rodeos sobre qué?
―Estamos en una nave espacial, Venus ―revelé sin más
preámbulos―. La Tierra ha sido destruida por un asteroide inmenso
y nosotros somos las dos únicas personas que quedamos…
Venus me miró fijamente.
― ¿Cómo sabes tú lo del asteroide? Es imposible…
―¿A qué te refieres con imposible? Lo vi en directo ―aseguré
extrañado.
―Iou, tú… ―Venus desvió sus ojos hacia una de las pantallas
apagadas del cuadro de mandos― ¡Oh, Dios mío! ¿Has visto? ¡Soy
joven otra vez! ¿Esto es un sueño? ―exclamó acariciando sus
mejillas.
151
―Lo dices como si hubieras sido vieja alguna vez… ―afirmé
sonriente ante su extraña ocurrencia.
―Iou… ¿dónde has estado todo este tiempo?
―No entiendo a qué te refieres ―insistí ante aquella extraña
pregunta.
―Cuando pasó lo del asteroide yo tenía ochenta años…
―reveló Venus todavía observando su rostro sobre la pantalla―.
¿Tienes alguna idea de por qué he vuelto a ser joven? ¿Esto es algún
tipo de sueño? ¿Acaso realidad virtual modificada?
―Pero eso… no es posible… ―afirmé sin mucha seguridad,
pensando en que desde que había abierto los ojos por primera vez
entre aquellas paredes nada se había acercado lo más mínimo a algo
que pudiera haber previsto―. Watson, ¿a qué se está refiriendo
Venus?
―Has estado en esta nave más tiempo del que imaginas, Iou
―reveló Watson misteriosamente.
―No me contaste nada acerca de eso… -me quejé.
―El inicio del viaje dependía de si ese asteroide chocaba
contra la Tierra o no ―relató la máquina mientras Venus
escudriñaba atentamente el monitor―. Cuando llegué a tu planeta
mis reservas estaban bajo mínimos, así que tuve que activar el
módulo de hibernación mediante el cual volver a adquirir algo de
energía durante el tiempo en que estuviera inactivo. Solo había un
problema y es que se requería demasiada para comenzar la misión.
Hasta que no se produjo el impacto no pude absorber la necesaria
para reactivar todos los sistemas de navegación. Tú despertaste
minutos antes de que todo explotara y supongo que pensaste que en
la Tierra debían estar en el mismo año en que habías cerrado los
ojos por última vez.
―¡En ningún momento pensé que pudieran haber pasado
tantos años! ―exclamé corroborando la tesis de Watson.
―Es normal, Iou. No llevabas reloj y usaste tu propio cuerpo
como medidor temporal. Al verte físicamente como siempre debiste
152
pensar que no habría transcurrido tiempo y que la Tierra que tú
veías seguía en la época que conocías. En realidad, de no ser porque
ralenticé tu fisionomía, deberías haber despertado siendo un
anciano.
Venus observaba desde la distancia con sus hermosos ojos
orientales. La curiosidad que brotaba de su mirada ante lo nuevo de
aquella tecnología me pareció del todo familiar. Su fascinación por
lo desconocido era un signo inequívoco de que aquella era la mujer
que yo un día había conocido por la más pura de las casualidades. O
al menos una copia absolutamente perfecta.
―Watson, ¿Iou sabe…? ―preguntó Venus inesperadamente.
―No, esa información se consideró secundaria ―interrumpió
la voz sintética y por la mirada que Venus clavó en mis pupilas me
imaginé que aquella “información secundaria” no debía referirse a
nada bueno. Un silencio poco halagüeño se instaló súbitamente en la
sala.
―Watson, ¿a qué se está refiriendo Venus?
―Desconozco esa parte de la historia, Iou. Creo que debería
ser ella quién te informara de primera mano.
Llevé mi mirada hacia Venus y sus ojos esquivaron los míos.
Aquello no tenía buena pinta.
―Bueno… ―la voz de Venus sonó temblorosa―. ¿Recuerdas
la última vez que nos vimos?
―Sí. Te fuiste bastante enfadada después de aquella
discusión… Lo que no acabo de recordar es por qué empezó.
Supongo que por algo sin mucha importancia, como casi todas…
―Eso es lo de menos ―decretó Venus―. La cuestión es que
no volvimos a vernos nunca más… hasta ahora. Si es que a esto se
le puede llamar realidad, claro… ¿Qué soy, Watson? ¿Una especie de
holografía viviente?
―Así es, Venus. Eres una reproducción perfecta de los datos
incorruptos que recogí en la mente de Iou y de los que acumulé
durante mi hibernación sobre la Tierra. Me es imposible materializar
153
biología compleja, por eso es que tu cuerpo, aunque aparente lo
contrario, está hecho de luz inteligente y no de otra cosa.
―Entiendo. Me resulta curioso poder sentir y pensar cuando
realmente sé que no existo; aunque supongo que esto es mejor que
nada ―afirmó ella sosegadamente mientras contemplaba otra vez su
propio reflejo.
Aquel era un ejemplo de animosa resignación estoica muy
característica de Venus. Una de tantas virtudes que poco a poco
habían hecho que acabara enamorándome de ella. Sin duda, la única
diferencia que había entre aquella imagen y la mujer que yo había
conocido era que su cuerpo, ahora, estaba formado de una luz etérea
e intangible que simulaba a la perfección la combinación en que sus
genes, carne y huesos habían dado forma a su organismo años antes.
―En realidad sí que existes ―explicó la voz sintética―, solo
que no sigues los patrones biológicos que se conocen como vida.
Ahora eres una expresión de ella, pero tu interacción con la realidad
puede ser muy parecida
―Gracias, Watson, creo que ahora me siento mejor… ―dijo
Venus con cierto sarcasmo.
―Perdonad que corte vuestra conversación, pero me quedé
con ganas de conocer la historia que Venus tenía que contarme…
―protesté.
―Iou, no seas impaciente ―espetó Venus con esa sinceridad
tan inconfundible para decir las cosas.
―No tengas prisa, Iou, por tiempo no va a ser… ―añadió
Watson con un fondo irónico que asemejaba al humano.
―¿Qué es ese sonido entrecortado que parece una radio
desintonizada? ―preguntó Venus con facciones de intriga.
―Es la risa de Watson ―expliqué―. Le encanta reírse de sus
propias bromas.
―Vaya… ¿y qué empresa o país ha confeccionado a Watson?
Que yo sepa, cuando impactó el asteroide ninguna tecnología de
inteligencia artificial era todavía capaz de captar su propio humor
154
subjetivo… ¡Es impresionante! ―exclamó Venus dirigiéndose
cuidadosamente hasta el monitor donde se reflejaban los picos de
voz.
Aquella pregunta me sirvió para explicarle que Watson
procedía de un planeta para nosotros desconocido que debía
pertenecer a alguna región del Universo en la que la vida, al igual
que en el Sistema Solar y más concretamente en la Tierra, también
había acabado por aparecer y en el que millones de años se habrían
traducido en una inteligencia y tecnología superior incluso a la que
ella había conocido con ochenta años. También le hablé sobre lo
ocurrido en Kaleidoscopya y acerca de mi encuentro con Boddah.
―¡Pero eso es fascinante, Iou! ―voceó Venus con sus ojos tan
abiertos que parecieron perder sus hermosos rasgos orientales―. ¿Te
das cuenta de la importancia de lo que me estás contando? ¡Para
muchos sería el mayor descubrimiento de la Historia de la
Humanidad!
―¿Y de qué sirve un descubrimiento así si ya no hay
Humanidad que exista? ―rebatí, a lo que Venus puso cara de darme
la razón pero sin que llegara a reconocerlo expresamente―. Somos
las dos últimas personas de la Tierra vivas… Eso es tan increíble
como lo otro.
―Yo más que una persona soy un reflejo, Iou, y tú… ―su
mirada volvió a esquivar repentinamente la mía.
―Dime de una vez que es eso que quieres contarme, Venus. Si
es sobre mí creo que tengo todo el derecho a saberlo ―reivindiqué
consiguiendo que volviera a poner sus ojos sobre mí―. Me estabas
preguntando acerca del día de aquella gran discusión… Yo sólo
recuerdo que te fuiste y poco más. Esa parte está muy confusa en mi
cabeza; de hecho, cuando desperté aquí por primera vez pensé que
estaba tumbado en nuestra cama en un día de aquella misma
semana… Y por lo que cuentas en realidad habían pasado casi
cincuenta años.
155
―Sí, debieron de pasar alrededor de cincuenta años desde
aquel mediodía hasta el día del impacto de Babellum.
―¿Babellum? ―pregunté curioso-. ¿Qué es Babellum?
―Fue así como bautizaron a aquel maldito asteroide… No me
preguntes el porqué. La cuestión ―prosiguió Venus― es que durante
aquellas casi cinco décadas viví con un sentimiento de culpa
inmenso.
―¿A qué culpa te refieres exactamente? ―pregunté clavando
mis ojos en los suyos.
―A que tal vez si no hubiéramos discutido por aquellas
tonterías no hubieras fallecido esa misma tarde ―Venus agachó la
cabeza y su oscuro y largo cabello acabó tapando completamente su
rostro.
―¿Fallecido? ―pregunté estupefacto―. No entiendo a qué te
refieres…
―Aquel mismo día, entrada ya la noche, recibí una llamada de
la Policía. Me dijeron que habías tenido un accidente y me
preguntaron dónde me encontraba. Enseguida supe que te había
pasado algo de lo que me arrepentiría toda la vida. Y así fue. Cuando
llegué al hospital ya habías… ―antes de acabar la frase los ojos de
Venus se llenaron de unas lágrimas que parecían tan naturales que
me costó pensar que aquella no fuera realmente la mujer con la que
había compartido tanto tiempo de mi vida.
―¿Qué es lo que se supone que me pasó?
―Según el parte policial alguien te atropelló y se dio a la fuga.
Pero no falleciste en el acto. Los forenses coincidieron en que era
probable que te hubieras incorporado y desplazado unos pasos antes
de desmayarte.
―¿Dónde ocurrió el accidente? ―pregunté trayendo a la
memoria varios de los sueños en que me descubría ensangrentado y
desorientado bajo la débil luz de algunas farolas que alumbraban una
de las travesías que llevaban hacia la playa.
156
―Fue en una de las calles secundarias que llegaban hasta la
playa ―musitó Venus―. Siempre que te enfadabas acababas yendo a
correr a la playa. ¿Recuerdas cuántas veces te dije que no fueras por
aquellos caminos porque podía ser peligroso?
―Sí… ―contesté mientras mi cabeza comenzaba a encajar pie-
zas―. Watson, ¿es cierto todo lo que cuenta Venus?
―Desconozco tal y como fueron los hechos, Iou. Pero sí es
cierto que tu estructura corporal había dejado de estar viva debido a
diversos daños, sobre todo los que afectaban a tu masa cerebral
―manifestó la máquina.
―¿Por eso estuve tanto tiempo dentro de la nave?
―Sí, la regeneración cerebral y la reactivación neuronal
conllevan mucho tiempo.
―Entonces… ¿he resucitado?
―Podría decirse que fuiste afortunado, ya que la orden que
tenía era la de encontrar a alguien que acabara de fallecer.
―¿Por qué?
―Quienes me programaron pensaron que no sería éticamente
correcto encomendar esta misión a alguien con una vida establecida.
―Entiendo… qué mejor que ofrecer este tipo de vida a
alguien que ya había muerto, ¿no? Desde luego mejor esto que otra
cosa, pero…
―Querido, no te quejes que a mí me ha pasado lo mismo…
―agregó Venus con cierta sorna mientras se acicalaba frente a una
de las pantallas.
157
158
PLANCTON VIII
159
veces, quizás condicionados por el hecho de estar continua e
inevitablemente topándonos en el “reducido” espacio de la nave,
alguna que otra pequeña tontería acababa por convertirse en un
debate parcial y subjetivo en el que tanto ella como yo queríamos
tener razón sin escuchar siquiera al otro. Sin embargo, no tardamos
en darnos cuenta de que no tenía sentido perder el tiempo en
discusiones que no llevaban a ningún lado. Aquella nave era
demasiado pequeña y el Universo demasiado grande como para
perder en cosas banales, por segunda vez, el maravilloso tiempo que
la realidad nos había obsequiado.
En una de aquellas ligeras controversias, Venus desapareció
repentinamente sin dejar ningún rastro. Segundos después volvió a
aparecer, pero su imagen holográfica había perdido su nitidez
característica y ya no parecía tan real. La luz que la formaba se había
vuelto inestable y temblaba de tal forma que parecía uno de esos
descuidados carteles de neón en los que alguna de sus letras
parpadea de forma intermitente. Asustados, preguntamos a Watson
el porqué de aquel suceso y con una voz que a mí me parecía cada
vez más humana nos explicó que Venus tenía la posibilidad de
mimetizar su luz a los objetos próximos a ella, e incluso adoptar
diferentes formas, tamaños y colores de cualquier cosa que pudiera
imaginar. Según Watson, aquella capacidad debía ser entrenada, pues
había muchas probabilidades de que pudiera ser útil en la búsqueda
de la siguiente Piedra Inagotable.
160
impresiones sobre nuestras diferentes actividades. En varias de
aquellas ocasiones, algún objeto ―que por mi innato despiste había
pasado desapercibido para mis sentidos― acababa por convertirse
en Venus y yo me llevaba un sobresalto inesperado que a ella parecía
encantarle.
Una de aquellas tardes en las que recordábamos
inevitablemente aspectos de nuestra vida anterior, y unas de las
pocas en las que la conversación acabó por tornarse discusión,
Watson hizo sonar de pronto una canción que pudo escucharse en
todos los rincones de la nave. La sorpresa fue doble, pues aparte de
que aquella sonoridad se salía del horario convencional al que
Watson nos tenía acostumbrados ―siempre por las mañanas, nada
más despertar―, la melodía no nos era para nada desconocida: se
trataba de Across the Universe de The Beatles, una canción con la que
Venus y yo nos habíamos conocido, o al menos la que habíamos
adoptado como tal, pues la realidad era que ninguno de los dos se
acordaba específicamente de cuándo había sonado. Pero supongo
que, durante una época, nos sirvió de amoroso nexo de unión que
ayudó a fortalecernos como pareja. Aquella melodía, como tantas
para otras tantas parejas, se convirtió en la banda sonora de nuestra
historia particular, en el pasaporte de nuestro viaje en común, el
cual, ahora más que nunca, se había convertido en un trayecto de
verdad. Y es que no sé cuál fue la fibra exacta que tocó, pero, al
escucharla, Venus y yo nos miramos con una intensidad que no
recordaba y en un instante todo por lo que estábamos discutiendo
pareció lo más trivial del mundo. Todas las palabras se hicieron
transparentes y el silencio se convirtió en un juez mudo que acabó
por condenarnos a ambos.
―¿Cuánto tiempo habremos perdido en discutir cosas banales,
Iou? ―preguntó Venus mirando al infinito.
―No lo sé, pero seguramente mucho ―respondí con una
sonrisa cargada de sinceridad―. Por cierto, Watson, ¿cómo sabías
que esa canción era tan importante para nosotros?
161
―Es muy sencillo para mí indagar en tu memoria, Iou. Ya te lo
expliqué ―indicó la voz artificial.
―Pues sigue sin convencerme mucho la idea… ―respondí
desabridamente.
―Lo que para vosotros son recuerdos, para mí son solo datos,
Iou. No tienes por qué preocuparte.
―No le hagas caso, Watson ―agregó Venus súbitamente―.
Está malhumorado porque esa canción le ha hecho sentir cosas que
ni siquiera sabía que podía recordar.
―No estoy malhumorado. Simplemente digo que no me gusta
que paseen por mi cerebro como si fuera un lugar público. Me
siento desnudo.
―¿Es que tienes algo que esconder? ―inquirió Venus con una
de esas preguntas que solía hacerme cuando se quedaba sin
argumentos.
―Venus, no empecemos…
―Yo no empiezo nada, eres tú que eres un quejica. A mí me
ha gustado escuchar la canción, entre otras cosas porque tampoco
tenemos muchas más cosas que hacer. Llevamos días haciendo lo
mismo. Para algo que hemos podido recordar de aquella época, no
creo que debas ponerte a refunfuñar.
―Venus… ¿Acaso recuerdas en qué momento escuchamos
por primera vez aquella canción?
―Pues… ―vaciló abriendo y cerrando sus hermosos ojos
orientales tan deprisa como las alas de un colibrí ―. ¿Y tú? ¿Lo
recuerdas?
Aquellas respuestas en forma de pregunta era el típico modo
en el que Venus intentaba dar la vuelta a las conversaciones cuando
se veía atrapada o no quería acabar dando la razón a su interlocutor.
Me resultó curioso que nuestras circunstancias hubieran cambiado
tanto y que parte de su personalidad, habiendo alcanzado la para mí
inconcebible cifra de ochenta años, no hubiera perdido un ápice de
la pasión acalorada con la que argumentaba algunas cosas.
162
―Creo que sonó aquella noche en el Lou’s ―respondí
intentando hacer memoria―, después de que nos hubiéramos visto
por primera vez en la playa.
―En el Lou’s no ponían ese tipo de música… eso era más del
Sixther… ¿recuerdas el Sixther?
―Claro… ―afirmé sin tenerlo del todo claro―. ¿Estuvimos
aquella noche en el Sixther?
―Sí, recuerdo haber pensado que tenías una pinta un poco
rara, pero que pegaba muy bien con el ambiente retro del Sixther…
―No me acuerdo, Venus ―confesé amargamente, sintiéndome
como un folio emborronado al que han raspado parte de sus letras.
Y es que, por mucho que intentaba volver atrás en el tiempo, no
conseguía hilar parte del tejido que devanaba mi pasado; ni siquiera
algunos de esos momentos concretos que habían ido formado mi
personalidad, mi propia identidad, la cual, para entonces, no era más
que un contenedor frágil y agrietado a través del cual se derramaba
parte de mi propia biografía sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
―Fue en un vehículo denominado coche ―añadió Watson
repentinamente sin que pareciera tener mucho que ver con la
conversación que manteníamos Venus y yo.
Miré hacia el monitor y pude ver desaparecer los últimos picos
que la voz sintética había dejado en la pantalla.
―¿A qué te refieres, Watson?
―El lugar dónde escuchasteis por primera vez la canción que
he activado. Fue en un vehículo al que los terrícolas llamabais coche.
―¿Cómo lo sabes, Watson? ―preguntó Venus tan sorprendida
como yo.
―Sentaos y comprobadlo vosotros mismos ―afirmó la voz
misteriosamente.
Al tomar asiento en las butacas, las luces de la sala de mandos
disminuyeron su intensidad casi completamente mientras el gran
cristal humeado que servía de luna frontal de la nave, y sobre la que
dos años y medio antes Watson había escrito su nombre ―además
163
de bautizarme con el de Iou―, fue adquiriendo poco a poco un
matiz iluminado hasta convertirse en una pantalla enorme desde la
que surgió una luz tan cegadora que me obligó a usar la mano como
visera.
De pronto, un sonido semejante al del mar rompiendo en la
orilla inundó la sala y la pantalla se coloreó de un luminoso azul
celeste que para mi sorpresa, y no menos la de Venus, acabó por ser
el mismo cielo que tantas veces habíamos contemplado juntos desde
la Tierra. El plano de la imagen se ladeó aceleradamente hasta la cara
de un joven de incipiente barba que se hallaba tumbado sobre una
toalla en lo que parecía ser una playa. Sin embargo, por alguna
razón, tal vez debido a los reflejos de un Sol que parecía relucir con
cierto vigor veraniego, la imagen permanecía desenfocada y era
incapaz de identificar a aquel muchacho que sonreía alegremente
hacia lo que para Venus y para mí no era más que una pantalla.
―Déjame dormir, pesado ―dijo una voz que me resultó muy
familiar sin que pudiera descubrir de quién procedía.
―Mira allí ―indicó el muchacho de barba incipiente―. Mira
que pivones…
El plano balanceó hacia el otro lado pasando otra vez por el
azul de un cielo completamente despejado que me dejó maravillado
―pues había perdido toda esperanza de volver a ver la Tierra―. En
la otra parte, varias chicas de no más de veinte años yacían sobre
amplias toallas de colores chillones.
De repente, alguien chasqueó su lengua emitiendo un sonido
parecido al de una serpiente y una de las chicas se giró hacia la
pantalla, deslizó las gafas de sol por su nariz y sonrió.
―¿Qué haces, loco? ―cuestionó entre risas la voz que me
resultaba familiar.
―Calla, sígueme el juego. Esas quieren tomate ―respondió la
otra voz.
―El tomate te lo voy a dar yo como no me dejes dormir un
rato…
164
En un primer momento no entendí bien a qué se debían
aquellas imágenes, pues la luz del Sol sobreexponía toda la secuencia
y además parecían estar grabadas desde una cámara con algún tipo
de lente desenfocada. Entorné un poco mis ojos con la intención de
amortiguar todo aquel brillo desmesurado, pero no me sirvió de
mucho, pues realmente no me percaté del sentido de aquello hasta
que Venus habló:
―¿Esa rubia no era Leticia?
―¿Leticia? ―pregunté sin saber bien a quién se estaba
refiriendo.
Todavía esperando una respuesta por su parte, y justo cuando
la chica de las gafas de sol de la pantalla se levantaba para recoger su
toalla, Venus lanzó un grito de asombro que entró por mis oídos
activando el resorte que hasta ese momento me faltaba por encajar.
―¡Soy yo, Iou! ¿Me ves? ¡Soy yo!
En efecto, tras la chica de las gafas de sol se levantó otra que
claramente coincidía con la descripción física de Venus. O al menos
de una que había tenido alrededor de los veinte años.
―Increíble… ―fue lo único que llegué a balbucear mientras la
joven Venus de la pantalla desarenaba su toalla mirando sonriente
hacia la cámara.
La chica de las gafas de sol se acomodó unas sandalias y
comenzó a andar mediante una oscilación de caderas tan sensual que
no tardaron en sonar un par de silbidos desde los labios del chico de
barba incipiente. La Venus de la pantalla siguió a su amiga en un
intento de contoneo parecido, pero en vez de derrochar sensualidad
lo que sugería aquel movimiento era un paso fingido, medio forzado
y más bien tambaleante. Vamos, lo que toda la vida se había
adjetivado como “patoso”. Y es curioso, porque cuando Venus
acabó con sus rasgos orientales en la arena ―pues acabó por enredar
sus piernas y caer de morros―, tuve una especie de déjà vu tan
intenso que acabé por entenderlo todo.
165
―Efectivamente, Venus, eres tú ―sentencié y ella se limitó a
mirarme con cierto enojo―. Ahora recuerdo perfectamente aquel
momento. Así fue la primera vez que te vi.
―¿La primera vez que me viste? ¿En serio me caí así?
―preguntó ella con cierto rubor.
―Pues sí, acabas de verlo desde mis propios ojos ―afirmé
contemplando los rasgados de Venus.
―No entiendo qué quieres decir con eso.
―Pues que ahí no hay una cámara grabando, son mis propios
ojos, tal y como lo vi yo. Esa voz que suena es mía y la otra es la de
mi primo Dan, antes de que se fuera a vivir a Australia.
―¿Cómo iba a ser eso posible?
―¿Me estás haciendo esa pregunta en serio, Venus? ―inquirí
pensando sinceramente que no estábamos en posición de
cuestionarnos aquello teniendo en cuenta todo lo que nos
rodeaba―. Te aseguro que acabo de recordar aquel momento como
si hubiera sido hace un rato. La noche de aquel mismo día fue
cuando mi primo Dan y yo os vimos de casualidad en el Lou’s y
acabamos por presentarnos.
De repente, la luz volvió a brillar con una intensidad
asombrosa y la sala se iluminó de tal forma que, paradójicamente, no
podía verse alrededor. Algunos segundos después, aquel ímpetu
lumínico disminuyó y sobre la pantalla fue formándose la silueta de
un grupo de jóvenes que bebían y charlaban apoyados en la barra del
Lou’s al tiempo que el sonido ambiente fue aumentando tanto que
daba la sensación de que Venus y yo hubiéramos vuelto allí muchos
años después.
Mi primo Dan apareció de entre la gente con cara de pocos
amigos.
―¡Vámonos! ¡Esa tía está loca! ¡Menuda pesadilla!
―Dan, yo estoy hablando con su amiga en la barra.
―¿Con la china patosa?
―Puede ser patosa pero es bastante simpática…
166
―Yo prefiero ir a otro sitio. Tú quédate si quieres y nos vemos
luego.
―No, me voy contigo, pero déjame al menos que me despida.
―Entonces te espero en la puerta.
La imagen se desplazó hasta la Venus joven, la cual no dejaba
de sonreír en un primer plano, el cual, tal vez debido a mi más
madura edad de espectador, me pareció rebosante de inocencia.
―Venus, he de irme ya. Creo que mi primo Dan no ha
congeniado con Leticia…
―Ni con tu primo ni con mucha gente ―aseguró ella―. Dile a
Dan que no le dé importancia.
―No te preocupes, conociéndole diría que en media hora ni se
acordará del asunto… ―dije, a lo que la Venus joven reaccionó
esbozando otra sonrisa.
―¿Y tú? ¿Te acordarás de mí?
―Claro… ―respondí tímidamente con una voz que desde mi
butaca de espectador me pareció claramente quebradiza―. El lunes
nos vemos por el campus y si quieres tomamos algo. Ahora me
tengo que ir.
―¿Te estaba temblando la voz, Iou? ―interrumpió la Venus
holográfica desde su asiento.
―¿A mí? Para nada ―mentí―. Debe de haber sido una
impresión tuya.
La pantalla volvió a resplandecer enérgicamente y la luz se
apoderó de todas las formas y colores de la sala. Instintivamente,
volví a cubrir mis ojos con una de mis manos hasta que la potencia
de la luminosidad fue reduciéndose mientras otra imagen iba
formándose poco a poco sobre el cristal.
La nueva secuencia comenzó con un primer plano de Venus
entrando en el que antiguamente había sido mi primer coche: un
pequeño utilitario de segunda mano que me había comprado con lo
que había ganado subiendo y bajando maletas del Avenue, uno de los
hoteles más selectos de la zona de la playa, y con la sustanciosa
167
aportación con la que mis padres habían colaborado ―pues el salario
no daba, con aquella edad, como para poder comprar por uno
mismo un vehículo.
A través de las ventanillas pude distinguir desde mi asiento ―el
de la nave― el campus de lo que había sido la universidad en la que
habíamos estudiado Venus y yo, y por la ubicación deduje que, en
aquel momento, debíamos estar en el aparcamiento que se extendía
entre la Facultad de Filología ―en la que estudiaba yo― y la de
Ingeniería Mecánica ―en la que estudiaba Venus―.
―¿Qué tal? ―preguntó ella nada más cerrar la puerta.
―Muy bien… ¿Y tú?
―Bien también…
―Pues qué bien…
Tras aquella magnificente conversación, un silencio que
pareció absorber todo el ruido procedente del campus se coló en el
interior y se sentó junto a nosotros acallando cualquier palabra, lo
cual enfatizó los hermosos ojos rasgados de Venus que no dejaban
de mirar firmemente hacia la pantalla, que a su vez, de un modo
extraño, sorprendente e incongruente, también habían sido una vez
mis ojos.
El plano de la Venus joven fue acercándose más y más hasta
que ella cerró sus párpados, yo hice lo propio con los míos y la
pantalla fue apagándose de forma progresiva hasta dejarnos
prácticamente a oscuras en la nave, tan solo irradiados por la luz que
transmitía la Venus holográfica. Entonces, de forma casi
imperceptible, aunque realzados por la misma oscuridad ―que fue la
encargada de potenciar nuestros otros sentidos―, comenzaron a
sonar en la radio los primeros compases de Across the Universe y al
momento la cálida voz de John Lennon se transmitía a través de las
ondas llegando hasta nuestros oídos:
168
Words are flowing out like endless rain into a
paper cup,They slither while they pass, they slip
away across the Universe.
169
por la mejilla. Volvió a parecerme increíble que una holografía pu-
diera llorar.
―Venus, ¿estás llorando?
―Claro que no… ―respondió apoyando su cabeza en una de
sus manos en lo que me pareció un intento por disimular―, …solo
que nunca me imaginé que podría volver a revivir aquella época y
por un momento se me ha destensado el ojo. ¿Tú qué crees?
―¿Han respondido las imágenes a vuestras dudas? ―preguntó
Watson con su voz sintética de forma repentina.
―Sí, Watson. Gracias por proyectarlas ―agradecí mientras
Venus seguía con sus ojos perdidos en el horizonte―. Creo que
tanto a los dos nos ha venido bien poder volver a revivir aquello. Ha
sido una experiencia realmente increíble.
―Pronto tendréis algunas más ―agregó Watson con cierta
pizca de misterio.
―¿Por qué lo dices? ―pregunté intentando aclarar algo.
―Mañana desembarcareis en otro planeta en el que os espera
una de las Piedras Inagotables ―reveló la voz―. Ahora debéis
descansar.
170
TIERRA 6
171
Aterricé en Barcelona sobre las 10:10 y sobre las 10:45 ya estaba
paseando por las Ramblas, disfrutando de un sol apasionado que hacía
tiempo que no veía, en dirección al apartamento prestado de Max.
Nada más llegar recibí un mensaje de texto de Carol en el que de-
cía que debía ir a la redacción urgentemente. Dejé la maleta y me fui
hacía allá en coche haciendo una excepción a la regla por la cual solo lo
cogía los martes.
El director me recibió con una extraña cara apesadumbrada y me
obligó a pasar a su despacho. Allí esperaban dos hombres vestidos con
americana que se presentaron como policías y que me invitaron a que me
sentara.
―¿En qué puedo ayudarles? ―pregunté desde mi asiento imaginán-
dome que me preguntarían acerca del misterioso relato.
Los policías no respondieron. Uno miró hacia el director, que
balbuceó desde detrás de su mesa.
―Àlex…
―¿Àlex qué?
―Lo han encontrado muerto esta mañana… En su casa… Alguien
le disparó varios tiros…
―¿¿¿QUÉ??? ―grité al tiempo que me levanté de la silla instintiva-
mente.
―Tranquilícese ―sugirió uno de los policías―. Queremos hacerle
un par de preguntas… ¿Podría explicarnos por qué su perro se encon-
traba en casa de la víctima?
―Le pedí que se lo quedara un par de días porque me iba de
viaje… ―mascullé con la cabeza entre los brazos sin poder creer que
aquello fuera real.
―¿A qué hora fue la entrega?
―¿Dónde está Pipo? ―pregunté sin hacer caso a lo que me
preguntaba el policía.
―Su perro está bien, no se preocupe. Limítese a responder a la
pregunta, por favor.
―Fue muy temprano… Tenía que coger un avión… Creo que
serían sobre las 6:15 o quizás las 6:30… ―mi cabeza pareció nublarse.
―Concuerda con lo que nos ha contado su compañera ―confirmó
el policía a su compañero―. ¿Observó algo extraño?
172
―¿A qué se refiere?
―Algo en su comportamiento… ¿Le pareció nervioso? ¿Vio si
había alguien más en su casa? ―matizó el policía que se encargaba de
hacer las preguntas.
―No. Se acababa de levantar… Todavía tenía algunas marcas de la
almohada en su cara… No sé si había alguien o no en su casa. Tampoco
le pregunté ni él me dijo nada… ¿Qué es lo que ha pasado? ―pregunté
sumido en una confusión que me pareció del todo onírica.
―No lo sabemos todavía… La vecina de enfrente dijo que oyó
algo en el rellano sobre las 23:00 y que al asomar sus ojos por la mirilla
vio un par de individuos bien vestidos que portaban gafas de sol.
―Pero es una mujer anciana y al parecer tiene delirios ―agregó el
otro policía―. Dice que uno de los sospechosos le entregó al otro su pis-
tola y que posteriormente pasó a través de la puerta estando ésta ce-
rrada… Y que después abrió la puerta para que pudiera pasar el otro
individuo, quien le devolvió el arma…
―¿No se oyó ningún disparo? ―interrumpió el director.
―Por la descripción de las pistolas que hizo la señora y por la
trayectoria de los disparos pensamos que pudieron efectuarse con
silenciador.
―¿Han encontrado alguna pista? ―pregunté esperanzado de que
así fuera.
―Nada. Ni una sola huella dactilar, ni un pelo, ni siquiera una pi-
sada. Es como si nunca hubiera habido alguien allí aparte de la víctima
―respondió el policía―. Pero la trayectoria de las balas nos dicen lo
contrario.
―Hay otra cosa extraña… ―añadió el otro investigador―. Parte de
la casa apareció revuelta, con todo desperdigado, como si hubieran es-
tado buscado algo concreto que robar. Pero cuando Homicidios pre-
guntó a la señora si le había parecido que los sospechosos llevaran guan-
tes respondió que no, que estaba completamente segura de que no los
llevaban. Ni siquiera el individuo que abrió la puerta.
―Entonces habrá alguna huella dactilar en algún lado, ¿no?
―teoricé entendiendo que el policía se refería a eso.
―Pues sí, debería, pero no la hay… Los especialistas han peinado
la casa, pero no han encontrado ni una sola. Ni siquiera en el pomo
173
trasero de la puerta… Es algo realmente extraño. Personalmente no lo
había visto nunca ―aseguró uno de los policías.
―En fin…. Gracias por su colaboración. Puede levantarse, tene-
mos que seguir interrogando a otros de sus compañeros ―concretó el
otro.
Me despedí de los policías y del director y salí del despacho. Carol
me esperaba fuera con los ojos llenos de lágrimas.
―Les he dicho que estabas en Alemania… Que no puedes ser
sospechoso…
―Te lo agradezco, Carol.
―Tengo a Pipo abajo, en el coche ―afirmó ella entre sollozos―.
Yo me voy a ir a casa a descansar. Si quieres esta tarde puedes venir y
cenamos allí. Estoy muy mal… Me parece increíble lo que ha pasado….
Nadie se merece eso… Pobre Àlex…
―Vale, esta tarde te llamo. Yo también necesito descansar –
aseguré.
Pipo se puso eufórico al verme. Lo acomodé en el coche y nos fui-
mos hacia el apartamento prestado de Max. Aquel inesperado suceso me
había impactado tanto que noté cómo mis manos temblaban sobre el vo-
lante. Debía descansar lo antes posible.
Conduciendo por la Avenida Diagonal recordé el testimonio de la
vecina de Àlex. “Dijo que oyó algo en el rellano sobre las 23:00 y que al
asomar sus ojos por la mirilla vio un par de individuos bien vestidos que
portaban gafas de sol”, había relatado el policía. Aquella descripción
coincidía fielmente con la del misterioso hombre que había visto en la
Luisenplatz y en el aeropuerto de Frankfurt. De hecho, y eso fue lo que
más desasosiego me produjo, también Max entraba dentro de la descrip-
ción que había dado la anciana. Aquello llevó a que me hiciera varias
preguntas: ¿Conocía lo suficiente a aquel hombre como para haberme
fiado de él? ¿Había algo que pudiera garantizar hasta entonces que todo
lo que me había contado era cierto? La respuesta era clara: no. Hacía dos
días me había ayudado a escapar de aquel coche que parecía perseguirme.
También era innegable que me había ofrecido un nuevo apartamento
para poder evitar mi rastro y que me había entregado una cantidad de
dinero y un nuevo teléfono. Sin embargo, ¿quién podía asegurar que el
tal Max no hubiera hecho todo aquello para ganarse mi confianza?
174
¿Quién podía asegurar que yo no hubiera actuado tal y cómo él hubiera
calculado? Y lo que más me inquietaba: ¿quién podía asegurar que no
perteneciera al mismo bando que el de los supuestos perseguidores de
los cuales presuntamente me había librado?
De repente, justo cuando las preguntas comenzaban a amonto-
narse en mi cabeza, escuché un violento sonido cristalino que dio paso a
un zumbido momentáneo. Miré por el retrovisor central y descubrí
horrorizado que parte de la luna trasera de mi coche se había agrietado
de forma que todas las fisuras coincidían en un pequeño círculo casi per-
fecto. Alguien acababa de intentar asesinarme.
Un coche azul oscuro maniobró de forma sospechosa y se colocó
tras el mío de forma que los parachoques casi se tocaron. En su interior
había dos hombres ataviados con idénticas americanas oscuras y futuris-
tas gafas de sol.
Pisé el acelerador y me cambié de carril. Adelanté a varios vehícu-
los y me distancié de ellos unas cuantas posiciones. Justo en el momento
en que eché mano del teléfono para avisar a la policía, comenzó a sonar
la melodía de llamada. Era Max. Por un par de segundos dudé acerca de
si cogerlo o no, aunque luego pensé que la segunda opción tampoco
solucionaría nada. Tampoco estaba en una situación muy cómoda como
para poder elegir. Finalmente pulsé el botón verde y activé el altavoz:
―¡Max, me acaban de disparar! ―exclamé totalmente desesperado
mientras escudriñaba los alrededores intentando distinguir algún coche
de la Policía o de los Mossos.
―Cambia de carril y colócate lo más ajustado posible a las bocaca-
lles de la avenida ―concretó antes de colgar.
En cuanto pude me alineé en el carril derecho y seguí por la ave-
nida sin dejar de mirar nerviosamente el retrovisor intentando no perder
de vista a mis perseguidores. Llegué hasta un semáforo que cambió del
verde al ámbar y aproveché para pisar el acelerador tan a fondo que el
motor se revolucionó inmediatamente. En ese mismo instante el coche
que me perseguía ocupó el carril de bus con la clara intención de
sobrepasarme. Sin embargo, cuando parecía que estaban a punto de
alcanzarme, y de forma totalmente inesperada, un coche salió desde una
de las bocacalles que daban a la avenida y embistió con gran violencia el
175
lateral del que me perseguía. El impacto fue tan brutal que ambos coches
giraron sobre sí mismos y varios trozos saltaron por los aires.
Seguí conduciendo por la avenida sin saber bien qué hacer hasta
que el teléfono volvió a sonar. De nuevo, era Max.
―¿Qué ha pasado? ―pregunté con mi curiosidad periodística para
obtener más información sobre el suceso.
―No tenemos tiempo para preguntas… -el tono de voz de Max
revelaba preocupación-. ¡Dirígete hacia la puerta de la Sagrada Familia!
¡Nos veremos allí!
Seguí sus instrucciones y aparqué en una de tantas calles próximas
a la catedral. Le puse la correa a Pipo y comenzamos a corretear por una
de las aceras contiguas sorteando la afluencia de turistas que rodeaba el
impresionante monumento. Cuando llegué a la altura de la puerta
principal, cuya entrada estaba acotada mediante vallas metálicas para que
nadie pudiera colarse, Max apareció repentinamente por mi espalda.
―¿Estás bien? ―preguntó interesándose por mi estado.
―Sí, gracias a Dios la bala no nos dio… Pensaba que me mata-
ban… ¿Qué les ha pasado? ¿Están en el hospital?
Max pareció sonreír ante aquella pregunta.
―No, no… Les puedes preguntar tú mismo… ―dijo señalando
hacia un parque cercano.
Dos hombres ataviados de forma idéntica a aquellos que habían
intentado asesinarme corrían hacia nosotros en la distancia. Supuse que
debían ser otros dos distintos, pues aquellos no parecían tener el menor
rasguño. Además era imposible que alguien pudiera correr así después de
haber sufrido un accidente tan brutal como el que yo acababa de presen-
ciar desde el retrovisor.
―Vamos, no hay tiempo que perder ―dijo Max con su caracterís-
tico temple.
Doblamos una de las esquinas de la manzana y entramos en la
cripta de la catedral. Allí, unos pocos feligreses se apoyaban sobre los
reclinatorios en oración extraordinaria, pues el párroco no había comen-
zado a dar la misa. Nos desplazamos por el lateral hasta llegar a una
puerta que parecía ser la de la sacristía. Max intentó abrirla, pero estaba
cerrada. Un alboroto momentáneo hizo que me girara hacia la entrada de
la cripta. Nuestros perseguidores había entrado en el templo con paso
176
acelerado y alguien les estaba llamando la atención aclarándoles que no
se podía correr por allí. Entonces escuché perfectamente cómo uno de
ellos se identificaba como policía al tiempo que el otro se internaba en la
cripta moviendo su cabeza en todas direcciones hasta que finalmente nos
descubrió y desenfundó una pistola con silenciador.
―¡Nos han visto! ―exclamé aterrorizado.
―¡Vamos, vamos! ―susurró enérgicamente Max con una de sus
manos dentro de su tres cuartos.
Cuando pensaba que acabarían por apresarnos Max sacó una llave
del interior de su abrigo, la encajó en la cerradura y la puerta se abrió
suavemente. Eché a Pipo hacia adelante con la correa y los dos pasamos
al interior de la sacristía. Max hizo lo propio y yo mismo cerré la puerta
por dentro. Comencé a correr por dentro de la sacristía buscando algún
tipo de salida al exterior, pero solo encontré muros y ventanas
aseguradas con enrejados tan modernistas como la misma catedral.
―¡Maldito Gaudí! ¡Podría haber puesto cristales! ―grité mientras
probaba inútilmente si era capaz de desencajarlos.
―¿Por qué corres? ―preguntó Max con una tranquilidad que me
dejó fuera de juego.
―¿Cómo que por qué? ¡Porque nos van a matar!
―¿Matar? ¿Quiénes?
―¿Cómo que quiénes? ¡Los que están ahí fuera, en la cripta! ―grité
sin entender a qué venía aquella pregunta.
―No estamos en la catedral ―dijo para mi sorpresa Max―. Esta-
mos en la estación… En Sants… Has debido de marearte…
Max abrió la puerta e inexplicablemente, y para mi sorpresa, una
algarabía de conversaciones, ruedas de maleta, avisos de próximas salidas
y pitidos de trenes entró inundando mis oídos. Cerré los ojos ante el
terrible dolor de tímpanos que me produjo aquella repentina masa de
ruido y al volverlos a abrir no estábamos en ninguna sacristía o algo
semejante, sino en la misma estación de Sants. Tras de mí había una
puerta que no pude evitar abrir, pero allí no había nada más que no fue-
ran los aseos.
―¿Pero cómo…? ―pregunté totalmente confuso.
―Debes descansar ―me aconsejó Max mientras acariciaba a
Pipo―. Ve al apartamento y acuéstate unas horas, te vendrá bien.
177
―No voy a ir… ―negué―. Lo siento mucho, pero hasta que no
sepa quién coño eres no voy a hacer nada de lo que me digas.
―¿Crees que sabrías cuidar de ti mismo? ―respondió Max dibu-
jando una de sus ladinas sonrisa bajo sus gafas de sol mientras liberaba a
Pipo de su collar. Lo acercó para que lo observara y advertí que en la
parte interior había enganchado un tipo de dispositivo no más grande
que un botón.
―¿Qué carajo es eso? ―pregunté sorprendido.
―Un localizador de última generación.
―¿Y cómo ha llegado eso ahí? ¿Se lo colocarían cuando asesinaron
a Àlex? ―deduje rápidamente.
―No, debió ser antes… De otro modo nunca se habrían topado
con tu amigo. Es posible que pensaran que iban a encontrarte a ti.
Entonces, tan rápido y luminoso como un rayo, vino a mi memo-
ria la vez en la que al llegar a casa había encontrado a Pipo tan alterado
que, para mi asombro, ni siquiera le hizo caso a su juguete preferido. Esa
misma que había notado que el ratón del ordenador no estaba dónde yo
lo había dejado…
―Creo que ya sé cuándo se lo pusieron… Joder, ¿cómo iba yo a
pensar que…? Pobre Àlex… Ha muerto por mi culpa…
―No empieces a pensar cosas raras ―interrumpió Max―. Necesi-
tas descansar tranquilamente. ¿Tienes algún otro lugar dónde ir que no
sea tu apartamento o el que yo te presté?
Pensé si responder o no a aquella pregunta, pues toda la serie de
acontecimientos que habían sucedido durante la semana me habían
hecho desconfiar de cualquier cosa. Por otro lado, tampoco quería
complicarle la existencia a Carol. Sin embargo, el caso era que Max me
había vuelto a salvar por segunda vez de aquellos hombres de los cuales
todavía no sabía nada. Decidí responder a medias.
―Sí, en casa de una amiga ―afirmé sin más.
―Bien, pues quédate allí por hoy. Así nos aseguraremos de que te
han perdido el rastro ―aconsejó Max.
―De acuerdo.
―Por cierto, ¿cómo va la investigación? ¿Has descubierto algo
nuevo acerca del relato? ―inquirió Max mientras nos mezclábamos con
la multitud que transitaba por la estación.
178
―Estoy haciendo adelantos… ―dije sin dar muchas más
explicaciones.
―¿Recuerdas la escultura del cementerio de Poblenou?
―Claro…
―Recuerda mirar más allá de lo que ves si realmente quieres saber
―sentenció Max misteriosamente antes de despedirse―. Nos veremos
pronto.
Pipo y yo salimos de la Estación de Sants y emprendimos camino
hacia casa de Carol, que quedaba a poco más de media hora andando. A
medio camino recibí una llamada desde un número que no tenía grabado:
―¿Sí?
―¿Es usted Kevin Carter? ―preguntó una voz masculina.
―Sí, ¿quién lo pregunta?
―Soy el inspector Puig. Nos hemos visto esta mañana en el despa-
cho del director de El Continental. ¿Recuerda?
―Sí…
―¿Podría pasarse ahora por la comisaría sur? Nos gustaría hacerle
unas preguntas en relación a un accidente que ha sucedido hace un rato.
Si lo necesita podemos ir a recogerle.
―No hace falta. Estaré allí en veinte minutos.
―Pregunte por mí al llegar ―indicó el inspector.
―De acuerdo.
Afortunadamente, la comisaría sur a la que se había referido el po-
licía no distaba mucho del apartamento de Carol, así que no tardé en
traspasar su puerta. Pregunté en el mostrador por el inspector Puig y éste
no tardó en llegar.
―Venga conmigo ―dijo mientras ordenaba varios papeles entre
sus manos.
Seguí al policía hasta el final del pasillo y me invitó a pasar a un
luminoso despacho en el que nos sentamos frente a frente. El inspector
fue directo al grano:
―¿Por casualidad ha presenciado un accidente ocurrido en la ave-
nida Diagonal hace no más de una hora?
―Sí, ¿por qué me lo pregunta?
179
―Alguien anónimo identificó la matrícula de su vehículo y dijo que
usted estaba siendo acosado por otro coche que algo más tarde tuvo un
accidente.
―¿Acosarme? No me fije… ―mentí pensando que si la policía
desentrañaba el asunto quizás peligrara mi propia investigación sobre el
relato―. Sí que me pareció que un coche hacía maniobras que podríamos
decir que eran muy temerarias, pero el riesgo fue para todos los que
conducíamos allí en ese momento.
―¿Usted vio el accidente?
―Escuché el impacto y vi algo por el retrovisor… Si lo dice por
acusarme de omisión de socorro o algo así le puedo asegurar que yo ya
estaba lejos. De hecho, escuché el choque cuando ya había pasado el
semáforo… ¿Les ha pasado algo a los ocupantes?
El inspector Puig clavó sus ojos de sabueso sobre mis retinas:
―No hemos encontrado a nadie en ninguno de los dos coches.
―¿A qué se refiere con eso? ―interpelé.
―A que cuando llegó la ambulancia no había nadie dentro ni fuera
de los vehículos ―explicó el inspector―. Y a que no encontramos un
solo testigo que pudiera confirmar que hubiera visto a alguien dentro o
salir de los mismos. Tampoco había visto en toda mi carrera, hasta hoy,
un accidente de esas características en el que no se encontraran restos de
sangre, ropa o un solo pelo… Aquí pasa algo muy raro.
Aquella revelación me dejó helado. ¿Era posible que alguien
hubiera podido salir, ya no con vida sino con su propio pie, del amasijo
de hierros en que se habían convertido los dos coches? ¿Era posible que
aquellos dos hombres que nos habían perseguido hasta la cripta de la
catedral fueran los mismos que minutos antes habían intentado liqui-
darme desde el coche? Ni siquiera tenían el menor rasguño… ¿Cómo era
posible que tampoco hubieran encontrado a nadie en el coche que les
había embestido desde la bocacalle?
―Oiga, ¿me está escuchando? ―demandó el inspector sacándome
de mi estado petrificado.
―Sí, sí… perdone…
―Le preguntaba sobre si vio usted salir a alguien de los vehículos
accidentados.
180
―No… Ya le he comentado que estaba demasiado adelantado
cuando escuché el impacto…
―En fin, entonces también tendré que descartarle como testigo.
Es increíble que nadie haya visto nada… ―se lamentó el policía.
―¿Han mirado a ver a quién pertenecían los coches?
―Oiga, el policía soy yo…
―Perdone… Todos los periodistas llevamos un pequeño policía
dentro… Ya sabe…
―Ambos vehículos eran robados. Robos efectuados esta misma
mañana, para ser exactos. Supongo que por eso desaparecieron quienes
los conducían. Pero no deja de ser extraña la coincidencia de que los dos
fueran robados y que además ninguno de sus ocupantes haya dejado ras-
tro… Hay algún cabo que nos estamos dejando suelto y le aseguro que
acabaremos por atarlo…
―Los periodistas también usamos metáforas con cabos y nudos…
―dije intentando quitarle hierro al asunto.
―No se haga el gracioso… Yo no soy tonto… En el momento
que compruebe que no nos ha contado algo iré a por usted. ¿Ha enten-
dido?
―Perfectamente. Es su trabajo… Y lo respeto profundamente.
El inspector me autorizó a marcharme y me despedí de él
estrechándole la mano.
181
TIERRA 7
182
―Creo que alguien ha borrado el documento… ―dije dirigién-
dome hacia la nevera en busca de desayuno.
―¿Alguien? ¿Quién querría entrar en el correo de nuestra
sección?
―Eso todavía no lo tengo muy claro… ―afirmé, y al cerrar la
nevera leí una nota en la que pude leer “Sam Ofey” y un número de
teléfono. Aquello me impresionó tanto que casi se me cayó el cartón
de leche al suelo.
―Carol… ¿Sam Ofey es el profesor de literatura del que me
has hablado estos días?
―Sí, es la persona que me ha ayudado con el reportaje de arte.
Me he apuntado a un curso que da sobre interpretación de textos.
¿Por qué lo preguntas?
―Nada, era mera curiosidad… ―dije mientras mi cabeza bullía
todo tipo de conjeturas.
―Deberías ir al curso, se aprenden muchas cosas curiosas
¿Sabías que en Robinson Crusoe se cuenta que el protagonista, tras el
naufragio, se desnuda de arriba abajo y nada hasta los restos del
barco para rescatar lo que pueda y que al instante Dafoe escribió que
Crusoe se guardó lo rescatado en los bolsillos?
―No... Tampoco es que la literatura me apasione, Carol…
―Dice Sam que lo realmente curioso es que los lectores se
fijen en ese tipo de detalles cuando la literatura es algo mucho más
importante. Dice que eso sería como fijarse en un rasguño en el
marco de un cuadro como el Guernica. A mí me hace mucha gracia
las cosas que dice a veces…
―Oye… ¿Sabes si está escribiendo algo ahora?
―¿Algo sobre qué?
―No sé… Algún tipo de novela o así…
―Le pregunté, pero me dijo que no tenía tiempo. Se ve que
tampoco está muy bien con su mujer… Tienen bastantes
discusiones...
183
―¿Sabes cómo se llama su mujer? ―pregunté de forma un
tanto indiscreta.
―¿Por qué me estás preguntando todo esto? ―el olfato
periodístico de Carol comenzaba a oler algo raro.
―Es que creo que tenemos un amigo en común… ―me sentí
sucio por mentir a una de mis mejores amigas, además de
compañera de trabajo, pero confirmar aquel dato significaría poder
confirmar que Samuel Ofey había escrito el relato de Plancton.
―Se llama Venus, como el planeta.
Una nueva pieza se había añadido inesperadamente al tablero.
Ahora solo tenía que ir moviéndolas como tocaba.
―Sí, eso pensaba… Es una chica asiática, ¿no?
―Ella es española, pero su padre es originario de Japón. La
genética no sabe de banderas… ―apuntó Carol.
No había duda de que lo narrado en Plancton tenía esbozos
biográficos sobre la vida de su autor, al que ahora tenía totalmente
identificado.
―Sí, creo que se trata de la misma persona… Ya se lo
comentaré a mi amigo… Bueno, Carol, voy a ver si acabo de
desayunar...
―Nos vemos más tarde en el tanatorio.
―De acuerdo.
Aquella inesperada y nueva revelación sobre Samuel Ofey me
produjo una impaciencia como hacía tiempo que no sentía. Concluí
que lo mejor era ir al apartamento prestado de Max a recoger el
lector electrónico para seguir leyendo el relato de Plancton. Tal vez
allí encontraría las siguientes respuestas. Apunté el número de
teléfono de Sam Ofey y salí del apartamento de Carol dando un
paseo en dirección a la boca de metro más cercana.
184
PLANCTON IX
185
por algo que no acabé de entender, pero que supuse que tendría que
ver con algún tipo de concurso. El hombre acabó por llegar ante los
ojos de Venus y le dio dos besos a ella y uno a otra joven que yo
tampoco había visto antes.
―Felicidades, Sam ―dijo la Venus de la pantalla.
―Gracias, mamá.
―Si tu padre pudiera ver que te han dado un premio por saber
de números y no de letras seguro que le entraría la rabia… ―ironizó
Venus y los tres rieron.
La secuencia acabó en un espejo en el que una Venus madura,
probablemente ya sexagenaria, se acicaló el pelo y sonrió para sí
misma.
No supe qué decir. Todo lo que había supuesto, creído y
conjeturado no había sido más que una mera hipótesis que el mismo
recuerdo de Venus se había encargado de refutar. La pantalla volvió
a su estado original de gran cristal ahumado y las luces fueron
encendiéndose de forma progresiva. Miré a Venus. Algunas lágrimas
cayeron por sus mejillas convirtiéndose en radiantes chispazos de
luz.
―Era tu hijo, Iou…
―Mi hijo… ―balbuceé sin poder decir nada más.
―Estaba embarazada cuando ocurrió tu accidente...
Aquel descubrimiento me dolió. De repente, un inesperado
abanico de vivencias ―mejores y peores, pero todas ellas vivas― se
había abierto ante mis ojos. Todo un mundo de posibilidades
diversas, diferentes, únicas. Sin embargo, era amargamente
consciente de que nunca disfrutaría de ellas. Fue una sensación
extraña, chocante. Por un lado sabía que todo aquello habría
sucedido alguna vez, de algún modo que desconocía, pero por otro
entendía que ya no podría hacer nada por estar ahí, en aquella
historia pasada que de algún modo también debería haber sido la
mía. Ahora me separaba de ella una pantalla fría y ahumada desde la
186
que yo veía la película de lo que debería haber sido mi vida como si
fuera un mero espectador en una butaca.
Volví a la habitación. Todo aquello era demasiado surrealista
para mí. Necesitaba estar solo.
***
Comenzada la tarde, Watson nos reclamó a Venus y a mí en la
sala de mandos. Todavía no me había aseado, así que fui
rápidamente a tomar una de las duchas a presión. Cuando volví a la
habitación con la toalla a modo de pareo y quise cambiarme, Venus
estaba sentada con un libro entre las manos. No sé bien por qué,
supongo que debido al tiempo que hacía que no la veía, pero me dio
cierto rubor quitarme la toalla delante de ella.
―No te preocupes, tengo cosas más importantes que mirar
―dijo con sus ojos puestos en la lectura.
―Vaya, ¿ahora también tú puedes leerme la mente? ―pregunté
ligeramente molesto recordando la habilidad de Watson con
respecto a mis pensamientos.
―No, querido, yo te conozco de toda una vida, ¿recuerdas? Si
supieras hacer esto no te pasarían estas cosas… ―Venus llevó su
mano hacia su ajustado traje blanco de una pieza y éste cambió por
una camiseta blanca interior y un mono vaquero con el que tantas
veces la había visto en nuestra “vida normal”. Su vestimenta fue
variando por otras totalmente distintas a medida que su mano
tocaba la prenda.
―Lo que hubieras disfrutado tú con una cosa así en la
Tierra… ―comenté irónicamente.
Finalmente me cambié y fuimos hasta la sala de mandos. Allí,
Watson nos dio las últimas instrucciones convirtiendo de nuevo la
luna frontal de la nave en pantalla. La silueta de un planeta fue
delineándose rápidamente. Bajo su figura apareció un nombre:
187
“Undoria”, y varios datos que parecían ser medidas de longitud,
latitud, temperatura y otras que no supe descifrar, ni mucho menos
me atreví a deducir.
Tomé la píldora nutritiva con la idea de no sentir más hambre
durante todo el día y ahorrarme el tener que buscar algo para comer
o beber. Y es que, a diferencia del primer desembarco en
Kaleidoscopya, ahora era totalmente consciente de que una vez
hubiera pisado el planeta, nada me aseguraría cuantos días debería
permanecer allí o si sería complicado o sencillo el encontrar víveres.
Intenté convencer a Watson para que me diera alguna píldora
más pero, como ya me había asegurado la vez anterior, insistió en
que las píldoras se degradaban cada veinticuatro horas y que
llevarme un puñado no serviría de nada pues acabarían por perder
todas sus propiedades al término de aquel período. Al menos, y eso
significaba no tener el doble de preocupaciones, Venus no podía
sentir el efecto del hambre o la sed en su cuerpo, ni tampoco
perjudicarle.
188
volver a evocarlos; una especie de tormenta de arena que no me
dejaba ver más allá. Porque tampoco yo, como supuse que todo el
mundo que hubiera tenido alguna vez la habilidad de poder
recordar, quería acordarme de cosas que me hacían sentir mal. Era
algo totalmente natural. Aunque entonces pensé, sin saber bien por
qué, que quizás los malos recuerdos fueran el contrapeso que
otorgaba valor a los que yo consideraba buenos.
―No olvides que no podré ponerme en contacto con vosotros
hasta que no se haya acabado mi sistema de hibernación, Iou ―avisó
Watson justo cuando la compuerta comenzaba a abrirse―. Esta vez
será un período más largo, ya que he gastado demasiada energía para
poder llegar hasta aquí. Y no se te ocurra quitarte el Collar
Universal, porque la atmósfera del planeta es irrespirable para ti.
―No te preocupes, Watson, creo que sabremos apañárnoslas
hasta que despiertes ―añadí sin ningún tipo de seguridad―. Nos has
entrenado para eso, ¿no?
―Sí, espero que os sirva para manteneros lejos de problemas.
Suerte.
―Gracias ―coincidimos en decir Venus y yo.
189
montículos dispersos que pensé que podrían servirnos para
ocultarnos, pues Watson nos había dejado en una llanura demasiado
abierta y habiendo adquirido la experiencia de Kaleidoscopya aquella
situación no me gustaba nada. Le sugerí a Venus que bajara la
intensidad de la luz que su cuerpo desprendía, pues reducirla
significaba también hacerlo con las probabilidades de que alguien
inesperado pudiera localizarnos.
Corrimos silenciosamente hasta aquellos montículos separados
entre sí y cuando pude inspeccionarlos me di cuenta enseguida de
que era muy posible que en aquel planeta tampoco estuviéramos
solos: varios trozos de lo que parecía ser algún tipo de cacharro
desmenuzado se amontonaban uno tras otro levantando una
montaña metálica de al menos cuatro metros de alto. Giré mi cabeza
y observé que aquellas montañas de restos se erigían una tras otra
más allá de hasta dónde mi vista podía alcanzar. Estaba claro que
aquello no podía haber llegado solo hasta aquella llanura; la cuestión
era saber cómo y cuándo lo habían dejado allí. Y por encima de
todo: quién.
―¡Iou, mira allí! ―exclamó Venus repentinamente, a lo que
seguí la dirección de su dedo.
A lo lejos, casi a la altura del horizonte, la llanura acababa
dando paso a un profundo precipicio desde el cual podía verse una
planicie desértica mucho más extensa. En mitad de ésta, una enorme
megalópolis de arquitecturas de tamaños irregulares se extendía
sobre la arena impregnando los alrededores de una iluminación de
baja intensidad la cual, a su vez, formaba sobre el cielo la difuminada
capa luminosa que previamente habíamos observado.
―¿Qué hacemos? ―preguntó Venus ante aquel descubri-
miento.
―Deberíamos posicionarnos con respecto a la Piedra
Inagotable ―afirmé y seguidamente pronuncié las palabras
necesarias para activar el radar del Collar Universal―. Sí… según el
190
collar la piedra se encuentra en alguna parte de esa gran ciudad.
Debemos ir hacia allí.
―¡Pues pongámonos en camino! ―decretó Venus de forma
tan decidida que me recordó a la chica entusiasta de la cual me había
enamorado una vez.
Tras un rato examinando la zona decidimos que la opción más
segura era seguir el camino que se formaba entre la extensa hilera de
montículos, el cual, además, parecía llegar hasta la megalópolis según
habíamos divisado desde el precipicio.
191
―Es otra de las cosas buenas que tiene estar hecha de luz
inteligente ―aseveró sin dar pistas de si lo decía en tono irónico o
no.
Desenrosqué la cantimplora que me había proporcionado
Watson y eché un pequeño trago que me supo a gloria. Seguía
teniendo algo de sed, pero al contrario que en cualquier otra
situación en la Tierra, donde el agua abundaba por casi todos sitios,
me sugestioné a pensar que entre mis manos tenía el único líquido
bebible en todo el planeta. Y es que, bajo aquellas circunstancias,
más valía prevenir que curar.
De pronto, todavía disfrutando del descanso, escuchamos un
rumor distante que fue haciéndose cada vez más audible y al que
acompañó el reflejo de unas luces cada vez más intensas. Sin perder
ni un segundo nos ocultamos tras uno de los montículos
aguardando lo que fuera aquello. Al poco, sobre el camino,
comenzó a distinguirse un vehículo de gran tamaño que fue
aproximándose a gran velocidad hasta que frenó a unos cincuenta
metros de nosotros. Me llamó la atención el hecho de que el
vehículo no tuviera ruedas, sino que se sustentaba en el aire
alrededor de un metro por encima del terreno. De él salieron cuatro
seres bípedos de una altura semejante a la mía que me parecieron
insólitamente humanos. Éstos sacaron del vehículo a otros dos
―que no parecían tener la agilidad de los otros― con una violencia
que no hacía presagiar nada bueno. Los echaron furiosamente en
tierra mientras un par de los de figura humana conversaban. Activé
el traductor del Collar Universal para tener un poco más de
información, pero las voces no llegaban con suficiente claridad.
De repente, uno de los dos seres echados en tierra se
incorporó y se postró ante los pies de uno sus captores. Su gesto era
inequívocamente universal: estaba pidiendo algún tipo de clemencia.
Sin embargo, no recibió más que una patada en la cara que lo
devolvió al suelo. Entonces, de inmediato, los cuatro individuos de
apariencia humana rodearon a los prisioneros y de sus cabezas
192
surgieron unos haces de luz que parecían corresponder a algún tipo
de láser. Un denso humo grisáceo se elevó repentinamente a la vez
que una ligera corriente trajo un olor a metal chamuscado. Desde
aquella distancia no pude distinguir bien qué era lo que había
sucedido, pero imaginé que no debía ser nada bueno cuando los dos
individuos que yacían en el suelo no volvieron a moverse.
En el mismo instante en que los seres de apariencia humana
volvían a entrar en el vehículo, y en un intento por observar mejor
toda aquella escena, golpeé sin querer la base de la montaña de
escombros y una de las chapas cayó generando un sonido
inconfundible.
―¿Y la patosa era yo? ―susurró Venus antes de que dos de los
seres que aún no habían entrado en el vehículo dieran media vuelta
hacia nuestra posición.
Extraje cuidadosamente la Vara del Sueño y le indiqué a Venus
que intentara ocultarse lo mejor posible. Aquellos seres comenzaron
a acercarse y uno de ellos señaló al otro el montículo de escombros
en el que nos escondíamos. Cuando estaban lo suficientemente
cerca, descubrí que su apariencia humana era sólo eso: apariencia.
Sus cuerpos tenían morfología humana, pero parte de su rostro y
algunas de sus extremidades parecían haber sido implantadas o
sustituidas por componentes que no seguían las leyes de la biología
que yo había conocido en la Tierra. Cada uno de ellos tenía una
especie de cañón en vez de brazo y sus caras mezclaban rasgos
humanos con otros que a mí me parecieron totalmente robóticos.
Sea como fuere, no había ningún tipo de expresión en sus rostros
que diera a entender que aquellos seres tuvieran algún tipo de emo-
ción. Era algo realmente espeluznante.
De repente, uno de ellos levantó el brazo que acababa en
cañón, apuntó hacia nosotros y disparó una ráfaga de algún tipo de
energía que impactó en el montículo. No sé si fue debido a la inercia
o al instinto de supervivencia, pero Venus y yo retrocedimos al
instante ante el calor cegador que se formó en el ambiente. La
193
montaña metálica comenzó a desmoronarse inevitablemente y, justo
cuando creía que aquel era el fin de nuestra aventura, tropecé
casualmente con una pequeña palanca recubierta entre piedras y
arena que accionó una estrecha compuerta en el suelo. Venus y yo
acabamos cayendo por una especie de tobogán durante al menos
diez interminables segundos hasta que finalmente dimos con
nuestros traseros en algún lugar en el que la oscuridad era total.
―Iou, ¿estás bien?
―Sí ―contesté todavía con un ligero dolor en mis nalgas―.
¿Podrías aumentar tu luz? La vamos a necesitar para saber dónde
estamos.
―Claro.
A medida que el brillo de Venus fue haciéndose más intenso,
la oscuridad fue dejando paso a perfiles, siluetas y contornos de una
variedad de objetos que a simple vista parecían los propios de algún
tipo de laboratorio. Activé un pequeño interruptor y una tenue luz
distribuida en varios puntos de la estancia nos dio la respuesta:
estábamos en una sala mediana, de planta cuadrada, en la que
multitud de estanterías sostenían piezas de distintos materiales y de
diversos tamaños.
―¡Mira, Iou! ―exclamó Venus desde la parte trasera de un
gran armario que dividía la sala en dos.
Bajo las partículas de una luz más enérgica que las demás, y
sobre una mesa de un material similar al acero macizo, yacía lo que
parecía algún tipo de robot que me fascinó por su avanzado diseño.
Su morfología era curiosamente parecida a la humana de no ser
porque en vez de dos brazos tenía seis. Pasé mis dedos por la altura
de su pecho y quité parte de la enorme capa de polvo que tenía
encima. El material con el que habían elaborado su cuerpo era uno
compacto y brillante que alternaba un blanco marfil con un azul
celeste. Lo sorprendente es que el acabado era tan perfecto que no
parecía ser un robot, sino un trozo de metal hecho de una sola pieza
con forma humana.
194
―Impresionante… ―murmuró Venus analizando al robot―.
No había visto nada igual… Ni siquiera con los Sócrates…
―¿Los Sócrates? ―pregunté sin saber a qué se estaba
refiriendo.
―Sócrates fue el modelo de androide más avanzado cuando
Babellum impactó contra la Tierra ―aclaró Venus―. Unos veinte
años después de tu accidente, las industrias militar y tecnológica
comenzaron a fabricar todo tipo de robots y androides que poco a
poco fueron adentrándose en los hogares con finalidades puramente
domésticas. Cuando nos dimos cuenta, aquellos nuevos inventos se
habían hecho absolutamente indispensables.
―¿Cómo ocurrió con los teléfonos móviles?
―Sí, más o menos… ―respondió Venus con una sonrisa que
dejaba claro que mi comparación no había sido precisamente la de
un experto en robótica.
Mientras Venus escrutaba al robot ―o androide, porque
tampoco entendí bien la diferencia hasta que ella me explicó que
androide era todo robot con forma humana―, me dediqué a seguir
inspeccionando minuciosamente la sala. En ella encontré todo tipo
de artilugios que parecían haber servido para montar diferentes tipos
de máquinas. Había alambres de varios grosores, tornillos de
diferentes longitudes, placas metálicas con distintas formas y todo
un surtido de instrumentos con los que deduje que aquello podría
haberse convertido en algo.
Mientras curioseaba entre aquellos aparejos hallé un trozo de
papel amarillento que parecía ser una carta. En él se podía leer un
tipo de texto cuyo lenguaje no supe traducir. Lo más extraño era que
la irregularidad de la caligrafía inducía a pensar que pudiera haber
sido escrita por una mano no mecánica, pues la grafía de algunas de
las letras que se repetían no eran exactamente iguales.
―¡Ya está! ¡Lo encontré! ―prorrumpió Venus desde la
distancia.
195
―¿Qué has encontrado? ―inquirí mientras guardaba el papel
en uno de mis bolsillos.
―¡El conector!
―¿Qué conector?
―El del androide ―esclareció Venus sin que aquello fuera de
mucha ayuda para que yo entendiera algo―. Se llama así al patrón de
botones dactilares que sirven para conectar y desconectarlos. Éste
en concreto no es muy complejo, así que es posible que pueda
activarlo.
―¿Deberíamos activarlo? ―pregunté desconfiado.
―Iou, no sabemos dónde estamos; ni quiénes eran los que nos
dispararon ahí arriba… Ni siquiera sabemos cómo salir de aquí.
Creo que no nos quedan muchas más alternativas…
Venus tenía razón. No había muchas más opciones si
queríamos salir de allí y seguir con el objetivo de nuestra misión, que
no era otro que encontrar la siguiente Piedra Inagotable.
―Bien, entonces conéctalo ―aprobé mientras separaba la Vara
del Sueño del agarre de la Chaqueta Atemperada.
Retrocedí unos pasos con intención de obtener un mejor
ángulo de disparo en caso de que aquella “alternativa” no saliera
como habíamos planeado. Hice una señal a Venus y ella pasó sus
manos sobre la nuca de la estatua metálica, pero no sucedió nada.
Sin embargo, a los pocos segundos, los ojos del androide fueron
adquiriendo un azul fosforescente y sus extremidades comenzaron a
moverse pausadamente. De una forma que solo podría definir de
extravagante, casi cómica, y supongo que en parte debido a mis años
de dedicación como profesor de literatura, no pude evitar recordar a
Mary Shelley y su Frankenstein. Solo que esta vez, a diferencia de su
obra, no había habido rayo ni castillo barroco, sino lo que Venus
había llamado “botones dactilares” y un lugar oculto enterrado en
un planeta a millones de kilómetros de la Tierra, más de doscientos
cincuenta años después de que aquélla hubiera escrito la primera
palabra. Aquel pensamiento añadió cierto temor al que ya tenía,
196
aunque mi única esperanza era que aquel robot no nos rechazara
como Frankenstein había hecho con su creador.
―¡Tranquilo! ¡No vamos a hacerte daño! ―gritó
repentinamente Venus ante la brusca incorporación del robot, el
cual, al vernos, corrió hasta distanciarse.
No sé bien qué fue; tal vez una mezcla entre miedo e instinto,
pero cuando el robot se acercó hasta unos botes acristalados que
había sobre una de las estanterías lo tomé como una amenaza y en
mi cabeza, y solo en ella, lo vi usando sus seis brazos a pleno
rendimiento. Nada de eso pasó realmente, pero no pude evitar
disparar la Vara del Sueño. El temor me había vencido y no pude
reaccionar de otra forma.
―¿Qué haces? ¡No dispares! ―me recriminó Venus, a lo que
no supe qué responder cuando comprobé que aquel trozo de metal
autónomo tenía más miedo que cualquiera de nosotros.
―Creía que nos iba a atacar… ―me defendí con cierto grado
de cinismo.
―¿Y qué pensabas hacer? ¿Dormir a un androide? ―preguntó
ella de forma irónica mientras se aproximaba cuidadosamente hasta
el robot, el cual dejó ver sus azulados ojos entre sus dedos. Parecía
realmente horrorizado.
Venus intentó calmarle con voz melódica explicándole que
nuestra intención no era lastimarle. El robot nos miraba estupefacto,
asombrado, como si nunca hubiera visto a alguien con nuestro
aspecto. Comenzó a acariciar suavemente nuestros rostros
escudriñándolos centímetro a centímetro con unas facciones que
parecían mucho más humanas que robóticas. He de reconocer que
sentí cierta envidia ante el hecho de que él pudiera tocar a Venus por
estar hecho de un material no biológico. Luego enredó sus dedos
sobre mi pelo y susurró algún tipo de frase en un lenguaje que ni
Venus ni yo alcanzamos a comprender.
Entonces, de improviso, justo cuando iba a activar el Collar
Universal para traducir lo que decía, un fuerte ruido sonó
197
proveniente del conducto por el que Venus y yo habíamos
aterrizado en aquel lugar y se escuchó claramente el eco de unas
voces que deduje debían pertenecer a quienes nos habían disparado.
Imaginé que habrían encontrado el mecanismo de apertura de la
trampilla, pero me enfadé conmigo mismo al no haber pensado en
aquella opción hasta ese momento. Las facciones del robot
volvieron instantáneamente a unas de temor y antes de que nos
diéramos cuenta se encargó de cerrar la abertura por la que ascendía
el tobogán mediante una gruesa chapa. Como si estuviera siendo
consciente de algún peligro, nos indicó mediante gestos repetitivos
que debíamos seguirle urgentemente. Dos porrazos contundentes
tronaron sobre la chapa seguidos de unos gruñidos tan
espeluznantes que tuve la sensación de que mi corazón se colapsara.
Durante un par de segundos me sentí aliviado al comprobar
visualmente que el grosor de la chapa era el suficiente como para
poder aguantar la violenta embestida de aquellos seres. Pero la
tranquilidad no duró mucho: lo mismo que tardaron en comenzar a
usar la especie de rayos láser mediante los cuales habían despeda-
zado a sus víctimas en la llanura de los montículos. No había duda
de que no tardarían en abrir aquello como si de una lata cualquiera
se tratase.
―¡Sigue al androide! ¡Yo les despistaré! ¡Nos reuniéremos
arriba! ―decretó Venus inesperadamente.
―¿Estás loca? ¿Cómo piensas esquivarles?
―¡Estoy hecha de luz! ¿Qué puede pasarme? ¡Tú sigue al
androide!
Parte de la chapa, que en ese momento era lo único que nos
separaba de aquellas bestias, acabó rodando por el suelo como una
moneda y unas suelas atestadas de clavos afilados aparecieron por la
obertura. Volví la mirada y comprobé que el androide había abierto
otra compuerta que se ocultaba disimulada en una de las paredes.
Me esperaba haciéndome gestos para que le siguiera. Siendo
realistas, no me quedaba ninguna otra opción.
198
Mientras el robot sellaba la salida mediante un portón enorme
―quizás diez veces más grueso que la chapa de la trampilla―,
distinguí un intento de Venus por despistar a los intrusos. Sin
embargo, su plan duró poco, pues uno de ellos activó un tipo de
accesorio mecánico colocado en su brazo con el que se deshizo de
ella simplemente absorbiendo su luz. Como si de un truco de magia
se tratara, desapareció por completo al instante.
Grité hasta dejarme media garganta y di todas las patadas y
puñetazos que pude hasta que el portón acabó por cerrarse. El
robot, de quien todavía no sabía por qué debía fiarme, activó varias
luces incorporadas en su cuerpo y comenzó a andar a través de un
oscuro túnel cuyo techo únicamente estaba palmo y medio sobre mi
cabeza.
Desde el otro lado, un fuerte olor a portón chamuscado
comenzó a llegar hasta mi nariz.
―¡Ehh! ¡Espérame! ―grité al robot.
199
Entonces, cuando le explicaba que iba a activar el Collar Universal
para que nos pudiéramos comunicar, apoyó súbitamente sus manos
sobre mis sienes y un latigazo inesperado recorrió todo mi cuerpo
hasta paralizarme por completo. Entré en una especie de letargo en
el que a pesar de no poder moverme mi consciencia había quedado
intacta, tanto que pude observarme reflejado en los helados ojos
azules del robot, cuyas facciones habían acabado tan congeladas
como las mías. El color azulado de su cuerpo comenzó a brillar con
intensidad mientras sus dedos no dejaban de presionar mis sienes.
Comencé a temer que aquel pedazo de metal con vida artificial
tuviera intenciones más maliciosas de las que yo había confiado en
un primer momento. Un zumbido en mi cabeza dio paso a un haz
de energía con la intensidad suficiente como para que sus manos y
mi cabeza se despegaran con vehemencia. Aunque intenté echar
mano de la Vara del Sueño para defenderme, quedé tan aturdido que
no tuve las fuerzas necesarias como para ponerme en pie durante al
menos un minuto.
―Hola. Mi nombre es Hexo. ¿Cuál es el tuyo? ―preguntó el
robot en mi idioma de una forma tan clara que me quedé atónito.
―Yo me llamo Iou… Iou Plancton para ser exactos…
―balbuceé mientras intentaba acabar de ponerme en pie.
―Siento el desgaste que has tenido que sufrir ―se disculpó el
robot―, pero era necesario para absorber tu lenguaje y poder
comunicarnos.
―¿Has aprendido mi idioma ahora mismo? ―pregunté todavía
fatigado.
―Claro, puedo aprender al menos hasta 5000 lenguajes
diferentes y traducirlos entre sí. ¿Por qué lo preguntas?
―Me resulta curioso ―afirmé―. De donde provengo se
necesitaba un poco más de tiempo para una tarea así… Por cierto,
¿tú de dónde sales?
―No entiendo la pregunta. ¿Podrías repetírmela?
―Que quién te ha diseñado… quiénes te hicieron…
200
―Biomutantes ―afirmó el robot acercando sus ojos a mi
rostro, a lo que respondí dando varios pasos atrás―. Tú… ¡¡eres un
Bios!! ¿De dónde sales? ―preguntó repitiendo la fórmula de mi
pregunta, lo cual me recordó la capacidad de Watson para aprender
por imitación mis expresiones y usarlas posteriormente conmigo.
―Eso es un poco complicado de explicar… ¿Qué es un Bios?
―pregunté sin saber a qué se refería.
―¿Por eso te seguían los Centinelas? ―inquirió Hexo haciendo
caso omiso a mi pregunta, tal y como yo había hecho con la suya.
―Si te refieres a los que entraron por la trampilla, Venus y yo
caímos por ella accidentalmente. Antes nos habían oído, así que
supongo que también descubrieron la palanca…
―Entonces debemos encontrar urgentemente a los Bios…
Antes de que los Centinelas nos encuentren a nosotros… ―dijo el
robot con sus intensos ojos azules empequeñecidos por el miedo―.
¿Qué camino crees que deberíamos escoger?
Recordé la nota que encontré sobre el escritorio y se la enseñé
a Hexo.
―No sé qué pone, pero tal vez haya alguna pista.
―¡Ohhh! ¡Es la letra de Ádalen! ―exclamó sonriente.
―¿Ádalen?
―Mi forjador, mi padre… ―aclaró Hexo con una melancolía
tal que por un momento no me pareció estar delante de un trozo de
metal―. La carta dice lo siguiente:
201
No creo que estas líneas vayan a leerse alguna vez, pero es mi
deber dejar aquí escrito lo sucedido, pues jamás he subestimado el
vigoroso poder de las pequeñas probabilidades y no lo haré ahora.
Además, tampoco sé si tendré otra oportunidad para narrar los
últimos hechos que han acontecido.
Me acaban de comunicar que debo aguardar en este zulo media
hora más antes de ser recogido por el resto de miembros de la
resistencia. La noticia me ha sorprendido reparando a Hexo, mi último
prototipo de androide ―con la inestimable ayuda del Dr. Raiser y
su equipo―, el cual fue sufragado por el Gabinete Espacial de
Undoria antes del levantamiento militar. ¡Qué paradójico resulta
tener a dos metros una de las obras más impresionantes de nuestra
ingeniería y tener que escribir con una mina de grafito estas líneas!
Las cosas se han puesto feas: el virus sigue expandiéndose a su
antojo y el índice de mortalidad de los Bios no deja de crecer. Tras
el estudio que realizamos hace un mes a varios sujetos genéticamente
inmunes, hemos conseguido aislar un gen puntual que hace resistente a
los portadores. El Dr. Raiser, un grupo próximo a nosotros y yo
hemos modificado nuestro ADN y el experimento parece haber tenido
éxito, pues tanto el doctor como yo inoculamos las cepas más
agresivas en nuestro torrente sanguíneo hace ya como dos semanas y
202
de momento no hemos sentido el menor síntoma. Tampoco ninguno de los
demás.
Después de largos e intensos enfrentamientos, Neorex ha
tomado Refer y sus facciones han exterminado todo tipo de Bios.
Toda su población, incluido los animales, han sido aniquilados y los
campos de vegetación quemados y arrasados. ¿Quién podía pensar que
los autómatas acabarían asesinando niños y ancianos? ¿Quién podía
pensar que llegarían a poder generar, desarrollar e infectarnos con
un virus capaz de eliminarnos? ¿Quién podía pensar que acabarían con
ansias de dominar Undoria? No pienso desaprovechar el poco espacio
de este papel en cuestiones políticas, pues supongo que todos hemos
tenido parte de culpa de llegar a esta situación… Ahora ya es
tarde.
La mayoría de los Bios resistentes ―ahora mutantes―
conocemos esta galería subterránea, pero para el improbable caso de
que algún conciudadano de Refer que no pertenezca al Movimiento
haya podido escapar de los láseres del ejército de Neorex
―además del Acquavirus― y esté leyendo estas líneas, he de
decirle que nos dirigimos hacia el sur, en dirección a Toredo.
El porqué es claro: las reservas de agua no contaminada
comienzan a escasear y se comenta que alguien ha descubierto allí un
203
manantial subterráneo de agua pura que podría ser nuestra salvación.
En algunos cruces están señalizadas las direcciones y dibujados
algunos mapas. Por suerte, el sistema acondicionado de aquí abajo
funciona a la perfección, por lo que calculo que el ambiente seguirá
siendo respirable durante muchos años más, cosa que dudo siga
sucediendo en el exterior, donde el aire comienza a ser denso y
cargante, cuando no asfixiante.
204
este embrollo), así que no habría que preocuparse por nada. Hexo
fue programado para proteger, servir y obedecer a cualquier Bios,
siempre que sus mandatos no infrinjan el Código Compacto de Undoria.
Ádalen Meers
205
largos años. Tan largos que la Tierra todavía existía y yo aún era un
niño que descubría la vida en ella a mediados de los 70, una década
en la que ni mucho menos lo normal es que alguien diera por real la
posibilidad de vida en otros planetas, exceptuando unos pocos que
decían haber sido abducidos ―y que general y casualmente nunca
aportaban ningún tipo de prueba irrefutable―, y otros pocos que a
la vez, paradójica y curiosamente, eran considerados mentes
brillantes por las instituciones científicas y educativas más prestigio-
sas del mundo ―cuando tampoco aportaban ningún tipo de prueba
irrefutable.
Sea como fuere, en el mismo tiempo en el que esa carta
desesperada acerca de una rebelión de “autómatas” había sido
escrita ―es decir, hacía treinta años―, sobre la Tierra palpitaba la
década de los 70 sin que nadie, absolutamente nadie, tuviera la
menor consciencia, o intuición, de que alguien con la suficiente
inteligencia como para poder comunicarse estuviera escribiendo algo
semejante a millones y millones de kilómetros de distancia. Aquella
nota estaba tan lejos de mí como cualquier hormiga de la Tierra
podría haberlo estado de la cima del Everest, pero por algún motivo
que seguía escapándose a mi comprensión, yo, alguien proveniente
de otro planeta a millones de kilómetros de distancia, la había
encontrado y la había leído treinta años después.
―Necesito descansar, Hexo. Todo esto es demasiado para mí
―confesé agotado ante aquellos mareantes pensamientos.
―No, Iou, no podemos parar. Debemos seguir adelante
―afirmó el androide con convicción―. Sería peligroso quedarnos
mucho rato en el mismo sitio. No sabemos que hay en estas galerías.
Si quieres seguir viviendo deberás comprobar si el manantial del que
habla la carta existe o no. Si se acaba el agua de tu cantimplora yo
seguiré adelante, pero calculo que con esta temperatura tú durarías
pocas horas.
―Gracias por los ánimos, Hexo… ―comenté irónicamente.
206
El androide me ayudó a ponerme en pie y seguimos
avanzando por el camino que llevaba hacia Toredo.
Afortunadamente, alguien había pensado en iluminar los pasadizos
con una especie de pequeñas esferas de luz acopladas a las paredes,
las cuales, según comentó Hexo, adquirían su energía incombustible
del calor que se formaba en el ambiente. Me imaginé vagando por
aquel laberinto a oscuras y solo pude agradecer que a alguien se le
hubiera ocurrido añadir aquel sistema de iluminación, pues mediante
la linterna activada por Hexo avanzábamos muy lentamente y de esa
forma pudimos acelerar el paso. Reflexioné que uno no piensa real-
mente en lo importante de los inventos hasta que no los necesita…
207
cuando a mitad del túnel sonó un extraño sonido bajo uno de mis
pies.
De pronto, un muro metálico surgió lateralmente de una de las
paredes sellando la entrada mientras otro cayó desde un falso hueco
del techo llegando hasta el suelo. En menos de quince segundos nos
vimos atrapados en un pequeño habitáculo en el que no había salida
posible. En la parte superior de una de las paredes, casi a la altura
del techo, pequeñas cavidades postizas se abrieron al instante y
desde ellas comenzó a caer a raudales una arena tan fina y brillante
como la de la superficie. No me di cuenta de lo embarazoso de la
situación hasta que aquélla comenzó a cubrirme los tobillos sin que
pareciera que el caudal arenoso fuera a detenerse. Si no
encontrábamos rápidamente alguna solución a aquello, tanto Hexo
como yo no tardaríamos en ser tragados por aquel remoto corredor
por el que me había empeñado tercamente en pasar únicamente
basándome en el mero azar. Visto en qué situación había acabado la
elección anterior opté por cambiar de fórmula:
―¡Hexo! ¿Qué hacemos? ―fue lo único que se me ocurrió
cuando noté que la arena se deslizaba a la altura mis rodillas.
―¡Intenta encontrar alguna inscripción sobre los bloques
cercanos a ti! ¡Debe de haber algo grabado! ―exclamó el androide
con su robótica cara pegada a la pared.
Comencé a escudriñar desesperadamente la pared mientras
sentía cómo la arena comenzaba a colarse incómodamente a través
de mis pantalones. Finalmente, el rastreo dio un resultado:
208
No tenía la menor idea de lo que aquellos símbolos podían
significar, así que me limité a describírselos a Hexo mediante
palabras.
―¡Cuenta veinticinco bloques incluyendo el de la inscripción y
presiona hacia adentro!
Nunca antes en toda mi vida había contado algo tan deprisa.
Cuando llegué al que hacía veinticinco presioné hacia adentro
impetuosamente con una de mis manos y las planchas metálicas
volvieron a su posición inicial. La masa de arena fue deshaciéndose
hacia los extremos libres del pasillo y Hexo y yo pudimos volver a
sentir la libertad que otorga el movimiento.
―¿Todavía sigues pensando que el azar es un buen método
para escoger caminos? ―preguntó Hexo mientras yo intentaba
quitarme la engorrosa sensación de estar lleno de arena por todos
lados.
―Sigamos adelante ―me limité a decir.
209
humanamente lógicas que por momentos dudé de si el robot era él o
yo. Su capacidad para razonas, analizar y deducir parecía tan
compleja como la de Watson.
En uno de los tramos, los pasadizos se hicieron tan angostos
que tuvimos que gatear para poder seguir avanzando. Tan baja era la
altura que podía tocar el techo con mi espalda. Entre el reducido
espacio y el calor imperante comencé a sentir un mareo que me
produjo alguna que otra nausea, pero Hexo me alentaba a seguir
insistiendo en que quedaba poco para nuestro destino.
Aquella forma de arrastrarme por aquellos estrechos túneles
me recordó una tarde en la que Gasán ―del que todavía no era
capaz de evocar su rostro― me explicó, durante una excursión al
campo con el colegio, que en la Guerra de Vietnam había habido un
grupo de determinados soldados, denominados los Tunnel Rats, que
se ofrecían como voluntarios para adentrarse ―únicamente
provistos con una pistola y una linterna― por una galería de túneles
pacientemente construidos por el Vietcong y en el que se escondían
hasta quince mil soldados a través de los 220 kilómetros en los que
se extendía aquel laberinto subterráneo. ¡220 kilómetros! Los
vietnamitas, sabedores de que los estadounidenses habían
descubierto aquella vida subterránea, les dejaban por el camino
escorpiones, serpientes venenosas y unos palos afilados cuyas puntas
eran untadas de excremento para que las heridas pudieran ocasionar
una gangrena fatal al enemigo. Recordé haberle a dicho a Gasán
aquella tarde que yo bajo ningún concepto me hubiera metido nunca
en uno de aquellos túneles…
Y es que al parecer, en Undoria, al igual que en la Tierra, las
estrategias de supervivencia tampoco eran tan distintas.
210
―Podríamos quedarnos aquí, Hexo. Comienzo a estar cansado
y me gustaría dormir algo ―afirmé, pero el androide no respondió
nada. Se limitó a cruzar sus dos dedos índices sobre su boca, como
queriendo que me callara.
Al fondo había una obertura muy parecida a la de la sala
convertida en laboratorio por la que Venus y yo habíamos aterrizado
en aquel inframundo subterráneo. Luego señaló unas pisadas en el
suelo y comprobé horrorizado que por su forma debían
corresponder a lo que él había denominado “centinelas”. Era
evidente que habían estado allí.
El androide se dirigió rápidamente hacia las huellas y las
analizó mediante una potente luz ultravioleta. Después vino
presuroso hacia mí.
―Son solo de unas horas… Debemos andar con mucho cui-
dado… ―advirtió con su rostro metálico colmado de preocupación.
―¿Crees que pueden estar rondando por aquí?
―Son centinelas; se dedican a eso, Iou ―explicó el robot―. Y
mejor si no nos encuentran… Debemos salir de aquí.
Los siguientes pasadizos fueron infernales. La luz comenzó a
parpadear y las luces y sombras generaban una cascada de formas
que mi acalorada cabeza transformaba en alucinaciones de todo tipo.
Un sudor frío, casi helado, se fraguó por debajo de mis sienes y
comenzó a precipitarse hacia mi pecho. A cada paso escuchaba
sonidos amenazantes y veía cosas que no eran tales.
Hexo paró repentinamente y alzó una de sus manos en señal
de alto. Miré por encima de su hombro reforzado pero no vi nada.
Entonces hizo algo que me pareció muy curioso: se desenroscó uno
de sus ojos y lo hizo rodar hasta el final del corredor. Puso uno de
sus brazos sobre mí en señal de alerta y miró absorto hacia el techo
con el único ojo que le quedaba, como si estuviera en un profundo
sueño.
―¡Random! ―exclamó repentinamente y salió disparado hacia
adelante.
211
―¡Hexo! ¡¿Dónde vas?! ―pregunté y salí corriendo tras él.
Cuando llegamos al final del pasillo, más o menos a la altura de
donde el ojo de Hexo había parado de rodar, observé que a nuestra
derecha se abría el tipo de puerta que solía dar acceso a las salas que
daban al exterior. Parecía algún tipo de unión entre la galería
artificial y el comienzo de una cueva natural. El androide la cruzó sin
dudar gritando en una lengua desconocida para mí, pero yo
únicamente me limité a asomar la cabeza. Si algo había aprendido
desde que había comenzado mi viaje espacial, es que la previsión era
el mejor antídoto para cualquier lamento.
Al otro lado, un pequeño robot de no más de treinta
centímetros recibió con agrado a Hexo aferrándose a una de sus
piernas de metal. A diferencia del complejo diseño del androide,
aquél parecía haber sido fabricado combinando multitud de piezas
sobrantes de distintas máquinas. Por cabeza tenía una especie de
bombilla ovalada sobre la que alguien había añadido un par de ojos
que me recordaron los fotorreceptores usados por Venus para
construir algunos de sus prototipos. Su rostro no ofrecía gran
expresividad y sus movimientos eran más bien mecánicos. Parte de
su estructura estaba compuesta por leds que iban cambiando de
color y le daban un aspecto verdaderamente gracioso. Por el afable
intercambio de palabras que mantenían las dos máquinas deduje que
debían conocerse.
Eso fue lo último que pensé antes de caer redondo al suelo.
212
PLANCTON X
213
estaba ayudando a recuperarme y que, al verme, agacharon su cabeza
en un gesto que me pareció totalmente humano―. Les expliqué lo
sucedido y nos trajeron aquí. Esta es la parte subterránea de Toredo,
una gruta natural donde se asienta la base del Movimiento contra
Neorex. Y este es Deelan, el hijo de Ádalen Meers, el autor de la
nota que encontraste; mi forjador.
El desconocido levantó su mano ―una igual a la humana solo
que con dedos desproporcionadamente más largos― en señal de
saludo. Al parecer, también en Undoria ―como ya había podido
comprobar en Kaleidoscopya―, el saludo era también algo cotidiano
que no pertenecía exclusivamente a una cultura concreta. Ni siquiera
a un planeta en concreto.
Activé el traductor del Collar Universal y agradecí a Deelan los
servicios hospitalarios prestados. Sus orejas con forma de cuenco
apuntaron instantáneamente hacia mí y sus finas cejas se arquearon
de sorpresa cuando me escuchó hablar en su idioma. Hexo me
ayudó a ponerme en pie y salimos de la especie de tienda de
campaña en la que estábamos.
―Bienvenido a Toredo ―afirmó Deelan―. O lo que queda de
ella…
Fuera, el espacio de la galería se había ampliado de tal forma
que parecía que nos encontráramos en algo muy similar a una gruta
enorme. Multitud de pequeños departamentos, construidos con
todo tipo de materiales, se levantaban a nuestro alrededor formando
una pequeña población por la que transitaban criaturas de una piel
tan dorada como la de Deelan. También algunos robots y androides,
los cuales ayudaban a hacer tareas de todo tipo. Una especie de faro
enorme alumbraba desde el techo intentando simular la natural de
alguna estrella. La verdad es que no lo conseguía, pero era mucho
mejor que nada. ¡Qué necesaria era la luz en todos los lugares! La
temperatura era mucho más fresca que en el resto de la galería. El
aire se había hecho menos denso y más respirable. Quizás tuviera
algo que ver un tipo de planta parecida a los helechos gigantes de la
214
Tierra ―solo que en vez de tener un follaje verde éste era violeta―,
que envolvía el poblado con sus imponentes hojas dotándolo de una
sensación de vida y pureza que contrastaba con el árido y sombrío
paisaje del exterior.
―Este es Random, Iou ―dijo Hexo refiriéndose al pequeño
robot que habíamos encontrado en uno de los accesos de la
galería―. Es un robot de asistencia que también fue forjado por
Ádalen. Le puso ese nombre porque una de sus características
consiste en hacer elecciones aleatorias. Más o menos como hiciste tú
en el cruce que nos condujo a la trampa de arena.
―No hace falta que te ensañes conmigo, Hexo. Reconocí mi
error… ―me quejé en tono irónico siendo consciente de la
sinceridad inevitable de un ser artificial, por muy androide que fuera.
El pequeño robot efectuó un patrón cromático parecido al
arcoíris mediante los leds incorporados en su cuerpo y levantó
mecánicamente su brazo izquierdo en señal de saludo.
―Hola Iou Plancton. Soy Random. Te ayudaré en lo que
necesites ―dijo con una voz que, a diferencia de la de Hexo, sonaba
totalmente electrónica.
―Gracias Random, encantado de conocerte ―respondí
dándole la mano.
Deelan nos invitó a Hexo y a mí a dar una vuelta por el
poblado en compañía de Random, pero antes de nada me hizo
ponerme una especie de túnica, pues no quería que llamara la
atención de los transeúntes ya que, según sus palabras, las cuales
destilaron cierto tono sarcástico, no había tenido tiempo para
presentarme en sociedad.
Durante el recorrido nos comentó que su padre, Ádalen
Meers, quien había escrito el contenido de la carta treinta años antes
que yo la hubiera leído, quería conocernos. Según Deelan debíamos
visitarle lo antes posible, pues su estado de salud se había vuelto
frágil en las últimas semanas y su familia comenzaba a temerse lo
peor.
215
Cuando llegamos a la tienda de Ádalen nos recibió su esposa,
la madre de Deelan. Nos rogó que no fatigáramos más de lo
necesario a su marido, el cual descansaba en una pequeña habitación
tan solo separada por una enorme sábana.
―Padre, traigo al extraundórico ―informó Deelan―. Se llama
Iou Plancton.
El anciano entreabrió uno de sus ojos y se incorporó mediante
una rápida maniobra. No parecía estar tan mal como en un principio
había creído.
―¡Hexo! ¡Cuánto tiempo! ―exclamó Ádalen visiblemente
emocionado.
―¡Ya lo creo, padre! ¿Cómo estás?
―Bueno, ya ves, no estoy para muchos trotes, pero tampoco
me quejo. A ti te veo tan bien como siempre… Random te ha
echado mucho de menos estos años, ¿verdad Random? ―el pequeño
robot coloreó sus leds a un verde brillante.
El anciano me examinó con sus grandes ojos claros. Retiré la
capucha hacia atrás mostrando mi aspecto en signo de respeto.
Ádalen sonrío ligeramente.
―Así que finalmente no estábamos solos en el Universo… Lo
que hubieran dado varios amigos míos por poder conocerte, Iou
Plancton.
―Podría decir lo mismo de usted, señor Meers ―dije
pensando en Venus y en Gasán, y el anciano sonrió abiertamente
con la respuesta.
―¿Qué te trae por Undoria?
Le expliqué al anciano todo lo que me había ocurrido desde
que había abierto los ojos en total oscuridad y sin tener la menor
idea de dónde me hallaba. Mi encuentro con Watson y sus
“coordenadas preestablecidas”, las Piedras Inagotables y el viaje
hacia algún lugar cuyo destino todavía ignoraba. También le hablé
acerca de Venus y el encuentro que habíamos tenido con los
Centinelas.
216
―No te preocupes, Iou Plancton. Diría que lo que tú viste fue
una absorción de luz, que para un centinela es algo bastante sencillo
de hacer. Probablemente la habrán llevado ante Neorex. Necesitarán
información si quieren saber algo antes de hacerla desaparecer
―auguró Ádalen analizando la situación―. Tal vez podamos
encontrar dónde la retienen, antes de que la presenten ante él.
―¿Quién es Neorex y cómo surgió? ―pregunté con la
curiosidad de conocer parte de la Historia de Undoria―. Leí la carta,
pero en ella no se relataba todo lo que había ocurrido.
El anciano me explicó desde su cama que Undoria era un
planeta de cuatro continentes. En cada uno de ellos había habido un
tipo de cultura diferente y en cada lugar esa cultura se había
desarrollado con dependencia de las circunstancias de su Historia, la
cual, a su vez, había sido desigual en cada continente dependiendo
de muchos otros factores. En Undoria no había aparecido un ser
vivo concreto, sino un cúmulo evolutivo de especies en un caldo de
cultivo que había estado a fuego lento durante miles de millones de
años. Con el tiempo, algunos habitantes del planeta fueron
evolucionando hasta llegar a ponerse en pie y manejar herramientas
a su antojo. Milenios después comenzarían a comunicarse y nacería
el lenguaje, que daría paso a multitud de idiomas dependiendo de la
distribución geográfica. Gracias a esos perfeccionados sistemas
comunicativos, más tarde comenzaron a formarse las primeras
civilizaciones, las cuales fueron dando paso a una configuración
política basada en la geografía, costumbres y culturas de cada país,
muchos de los cuales entraron en destructivas guerras cuando otros
ni siquiera se enteraron de su existencia. Más adelante, en
determinado momento de la Historia del planeta, uno en el que la
tecnología había avanzado lo suficiente como para recrear su propia
inteligencia natural, llegaron todo tipo de máquinas. Unas tan solo
servían para mejorar la vida cotidiana, otras comenzaron a
mecanizar diferentes tareas evitando así que las tuvieran que hacer
seres naturalmente biológicos ―los Bios, siguiendo el relato de
217
Ádalen―, y otras incluso comenzaron a adquirir inteligencia
autónoma y una morfología cada vez más parecida a la biológica.
Poco a poco, androides como Hexo, cada vez más perfectos, fueron
normalizándose en la sociedad. El inconveniente, según el anciano,
se dio cuando se llegó a una época en la que los androides
alcanzaron una generación en la que la inteligencia artificial
consiguió ser tan parecida a la natural que no podía diferenciarse.
Ahí comenzaron todos los problemas de Undoria.
―Exceptuando esto último que comentas sobre los androides,
mucho de lo que has relatado es muy parecido a lo que lo sucedió en
la Tierra ―afirmé admirado ante la semejanza de los hechos.
―¿Por qué no iba a ser así? ―respondió Ádalen mesándose su
barba incolora.
―No sé, tal vez leí demasiados libros de ficción cuando era
niño…
El anciano sonrió.
―Bueno, la ficción surge a partir del aburrimiento de la
realidad, pero muchas veces la realidad supera a la ficción, ¿no crees,
joven Iou Plancton?
Sonreí y asentí pensando que esa expresión también se había
dicho muchas veces en la Tierra, probablemente desde el Ártico
hasta el Antártico y en muchos momentos diferentes de su Historia.
Todo adquirió un palpable sentido caleidoscópico que me fascinó
intensamente.
―Entonces, ¿qué sucedió con los androides? ―pregunté inten-
tando saber un poco más acerca de Undoria.
El anciano se disculpó por haberse despistado. “Mi memoria
ya no es lo que era. Es ley de Bios”, dijo mientras yo seguía atento a
sus explicaciones, que siguieron a partir de la aparición de los
androides.
Según lo relatado, los problemas comenzaron con la quinta
generación de inteligencia artificial que se implantó a los androides.
Los programadores de tal “obra maestra” ―así la adjetivó― habían
218
llegado a tan alto nivel que una de las características básicas era que
esa inteligencia creada de forma artificial podía aprender de la misma
forma que la natural, pero mucho más rápido. Ello significó que el
grado de comunicación entre los androides comenzara a ser cada
vez mayor, adquiriendo poco a poco una autonomía social que fue
convirtiéndose en el comienzo de un colectivo cada vez más
importante. El anciano reconoció amargamente haber participado
en aquellas investigaciones sobre aquella Quinta Generación ―en
referencia a los cada vez más numerosos androides con ese tipo de
inteligencia―, pero también que fue de los pocos que supo cuándo
debía parar. “Hexo fue mi última creación, una de la Tercera
Generación, porque sabía que ir más allá sería malo para todos”.
Al estar dotados con una inteligencia tan poderosa como la
que la Naturaleza otorgaba a los Bios, y aunque en principio eran
una especie de esclavos de empresas y personas con dinero, pero
poco más, pronto se sucedieron las demandas jurídicas en torno a la
inclusión de los androides en un marco de igualdad total. Una
comisión de expertos compuesta por biólogos, juristas, ingenieros,
sociólogos y entendidos en bioética dictaminaron que los androides
debían ampliar el concepto jurídico de persona recogido en el
Código Compacto de Undoria, que era una constitución
internacional que trataba sobre ámbitos jurídicos transnacionales y
que, debido a ello, todos los países debían respetar.
―Supongo que los hicimos tan perfectos que la gente creyó
que eran personas, cuando en realidad tan solo eran un reflejo, una
presuntuosa copia hecha por ingenieros a sueldo ―puntualizó el
anciano mirando fijamente a Hexo, quien le devolvió una mirada tan
inocente que yo mismo dudé si no hubiera pensando del mismo
modo que los undóricos sobre los androides.
Así pues, según relataba Ádalen, los androides de Quinta
Generación fueron incorporándose en la sociedad con derechos
supremos tales como la libertad, la autonomía individual, el derecho
a una vivienda o a un trabajo digno.
219
―Todo fue medianamente bien hasta que nos dimos cuenta de
que simular una inteligencia biológica comprendía también estar
expuesto a conflictos emocionales tales como la sensación de
fracaso, la envidia, la ambición, el ansia de poder y demás
derivaciones psicológicas ―agregó el anciano con sus ojos puestos
en una de las pequeñas ventanas de la trastienda que daba al
poblado―. Nosotros sabíamos mucho de máquinas, de
programación, de ingeniería, pero nada o muy poco sobre
psicología. Esa fue nuestra perdición.
Con el tiempo, siempre siguiendo la historia que contaba el an-
ciano, algunos androides fueron escalando posiciones y adquiriendo
cierto poder decisorio en órganos que en principio únicamente
estaban atribuidos a seres biológicos.
―Algunos pobres imbéciles equipararon esto al conflicto
social que había sucedido con otras minorías undóricas basadas en la
raza e incluso en la orientación sexual ―manifestó el anciano
ásperamente―. Usaron aquellos antiguos debates para dotar de
legitimidad al conflicto con los androides. Evidentemente no tenía
nada que ver. La cuestión importante únicamente radicaba en la
importancia de estar hecho de forma biológica o artificial, lo cual era
algo que adquiría mucha más transcendencia a que si alguien era
plateado u homosexual. Esas diferencias eran mínimas con respecto
a la disyuntiva de si alguien era un ser biológico o artificial.
Me pareció curioso que Ádalen se refiriera a “plateados” como
un colectivo menor, y cuando le pregunté si existía algún tipo de
raza undórica cuya piel fuera plateada en vez de dorada me
respondió que solo tenía que salir fuera para comprobarlo.
Estadísticamente eran una minoría, pero por supuesto había
undóricos plateados. También unos bronceados e incluso otros de
un anaranjado más brillante. La tonalidad de la piel de las diferentes
razas undóricas, así como su grosor, tan sólo habían dependido de la
inclinación que los rayos de Hels, la estrella sobre la que orbitaba
Undoria, había ejercido sobre el planeta en sus diferentes
220
continentes. Las exclusiones, los conflictos raciales y todo lo demás
habían sido inventadas artificiosamente por los undóricos en sus
complicadas relaciones sociales.
Volviendo al conflicto con los androides de Quinta
Generación, el anciano explicó que cuando la población de los Bios
siguió aumentando exponencialmente, y a la vez las empresas
privadas ―e incluso algunas instituciones públicas― prefirieron
ocupar puestos de trabajo con androides debido a su mayor
eficiencia ―pues aparte de ser trabajadores incansables que no
necesitaban vacaciones no tenían vínculos familiares que atender―,
todo comenzó a venirse abajo.
―¿Y por qué, simplemente, no se paró la producción de
androides y se fueron retirando una parte de ellos? ―pregunté
pensando en alguna solución ideal ante aquel dilema.
―Buena pregunta, estimado Iou Plancton ―el anciano parecía
satisfecho de que le hubiera demandado sobre aquello―. No se
pudo detener porque para las empresas que fabricaban estos tipos
de androides, y sobre todo para sus juntas directivas, suponían
jugosos beneficios que no estaban dispuestos a que otros se los
llevaran. Y evidentemente la demanda seguía aumentando porque
los pequeños empresarios seguían prefiriendo contratar a androides
de Quinta Generación, mucho más sumisos y efectivos, que a
cualquier otro tipo de mano de obra. Además, y aun a sabiendas de
que podría ser perjudicial para todos, muchas de estas empresas
retroalimentaban con sueldos fantasma a los políticos, para que
luego ellos hicieran leyes que les protegieran. Era un sistema
simbiótico absolutamente mafioso, pero la avaricia... ya se sabe…
―¿Y por qué no se retiraron algunos androides? ―insistí.
―Estaban tan implicados dentro de la sociedad que hubiera
sido como haberlos discriminado, y la discriminación estaba
totalmente prohibida en el Código Compacto de Undoria. La
comisión debería haber rectificado su postura y haber declarado a
221
los androides meros espejismos de Bios, pero para entonces ya había
comenzado la Guerra de Emulación.
―¿Una guerra? ¿Entre androides y seres biológicos? ―inquirí
curioso.
―Sí, efectivamente…
El anciano cerró sus ojos y sus labios se torcieron; parecía
estar evocando momentos de gran sufrimiento. No quise preguntar
más por respeto a su salud, pero cuándo sugerí seguir en otro
momento con la conversación, se empeñó en llegar hasta el final de
la historia. Decía que era importante que a nadie se le olvidara,
porque la Historia era algo que debía recordarse para no cometer de
nuevo los mismos errores. Curiosamente, aquella frase también la
había escuchado en la Tierra centenares de veces.
―Algunos grupos de Bios radicales comenzaron a secuestrar y
atentar contra androides, muchos de los cuales acabaron
emparedados en bloques de cemento o hechos chatarra bajo alguna
apisonadora ―los ojos de Ádalen se entristecieron―. En realidad, en
muchos casos pagaron justos por pecadores… Yo mismo conocí
androides que se preocupaban por el bien común de todos, pero
aquellos grupos no distinguían entre androides que actuaban bien y
androides que actuaban mal. Tan solo veían androides… Y así nos
fue…
Me pregunté si algo como lo que Ádalen contaba habría
podido suceder en la Tierra alguna vez. El anciano prosiguió:
―Como es entendible, los androides comenzaron a
atemorizarse, pues no había día en que no hubiera alguna noticia
sobre algún suceso de este tipo en cualquier parte de Undoria. Y ya
sabe uno lo que pasa con el miedo… Comenzaron a agruparse y
algunos comenzaron a tomarse la justicia por su mano.
―¿Pero los androides no estaban obligados a cumplir el
Código Compacto de Undoria? ―pregunté inocentemente.
―Tú mismo lo has dicho, obligados, no programados como
estaban hasta la Cuarta Generación ―expuso el anciano―. Si la
222
inteligencia que tenían era igual que las de un Bios, ¿qué te hace
suponer qué no iban a saltarse las normas cuando ellos quisieran al
igual que hacían algunos Bios? No eran meros autómatas. Tenían la
misma voluntad de decidir que un Bios. Y decidieron infringir el
Código Compacto cuando alguien les metió en la cabeza la
paranoica idea de que un código así estaba hecho solo para los Bios.
―Me imagino que ese alguien fue Neorex… ¿no?
―Efectivamente… ―respondió el anciano clavando sus ojos
en los míos―. Neorex apareció en un momento en el que los
androides comenzaron a desconfiar de los Bios. Era un androide
como otro cualquiera, pero por alguna razón que desconocemos los
Bios pasaron a ser su objetivo principal. En dos años ya había
recogido la información que un Bios necesita en treinta. Comenzó a
elaborar un plan y no tardó en comunicarse en secreto con otros
androides de la Quinta Generación que trabajan en instituciones
estratégicas, tanto de índole política como militar.
―¿Nadie descubrió aquellas comunicaciones? Muchos países
de la Tierra crearon agencias de inteligencia que se encargaban de
controlar posibles ataques o cosas así ―dije sin tener mucha más
idea que lo que había visto en alguna película.
El anciano sonrió y luego volvió a cerrar los ojos
profundamente.
―Los androides de Quinta Generación estaban diseñados para
enviar y recibir información inalámbrica, mediante ondas
electromagnéticas y redes encriptadas.
―O sea, algo así como si los Bios pudieran tener telepatía,
¿no? ―pregunté pensando en el poder que eso ofrecería a cualquier
grupo.
―Exactamente ―asintió el anciano―. Neorex aprendió
encriptación avanzada y creó una red especial que usó para
comunicarse con otros androides en secreto, para que ningún
Estado pudiera monitorizar sus conversaciones Era mucho mejor
que la Colmena.
223
―¿La Colmena? ―pregunté sin entender esa parte.
―La red de ordenadores domésticos… ¿No teníais Colmena
en la Tierra?
Seguía sin entender a qué se estaba refiriendo el anciano. Miré
a Deelan.
―La Colmena era un sistema informático mediante el cual
todos los undóricos podían estar en conexión con otros. Podían
mandarse mensajes, jugar en directo, leer los diarios…
―¡Ahh! Vale, no te había entendido. En la Tierra se llamaba
Internet.
―El caso ―prosiguió el anciano― es que poco a poco Neorex
fue haciendo afines y convenciéndoles de que debían actuar si no
querían verse relegados a ser utilizados por los Bios.
―¿Pero los Bios no eran quienes habían legislado que los
androides podían considerarse personas? ―pregunté creyendo no
haber entendido esa parte.
―Sí, pero Neorex supo usar a la perfección la irracionalidad de
algunos Bios para usarla como argumento defensivo. Si a eso le
añades que siempre tuvo cierto carisma, muchos androides acabaron
por ver en sus palabras la salvación de todos sus miedos.
―¿Cuándo acabó la Guerra de Emulación?
―Alrededor de unos treinta años, unos dos años después de
escribir la nota que leíste. Más o menos cuando nació Deelan.
Siempre fue un inoportuno ―dijo el anciano sonriendo
―¿Y qué pasó durante aquellos dos años antes de escribir la
carta? ―pregunté ansioso por saber el final de aquella historia.
El anciano llevó una de sus manos a su frente y apretó sus
párpados.
―La destrucción total… Todo cuanto había en Undoria
desapareció en tan solo dos años.
―¿Tan dura fue la guerra?
―O peor… Cuando comenzó, los Bios éramos alrededor de
cuatro mil millones repartidos a lo largo y ancho de los cuatro
224
continentes, de los cuales, cien millones, entre voluntarios y militares
de carrera, se alistaron a la contienda. Calculamos que los androides
no superaban los dos millones. Las primeras batallas comenzaron
alrededor de toda Undoria, pero luego se fueron concentrando en
este continente, Áambora, que era el geoestratégicamente
importante.
―¿Ellos podían clonarse o algo así? ―inquirí.
―¿A qué te refieres?
―A si podían reproducirse de algún modo. No sé, crearse ellos
mismos.
―No. Los planos de su diseño estaban bajo llave, solo
disponibles para muy pocos Bios ―agregó el anciano―. Desde luego
eso fue un punto favorable para nosotros. Lo contrario hubiera sido
todavía peor. Pero sí han intentado crear algo que acabó por resultar
una especie de robot muy peligroso que nosotros llamamos
centinelas. No tienen su inteligencia, ni siquiera una básica, pero sí
son muy agresivos.
―Dos millones contra cien millones… En principio no
debería de haber sido mucho problema, ¿no? ―teoricé sin saber de
estrategia militar más allá de las partidas de ajedrez que jugaba
contra un tablero electrónico que Venus me había regalado una vez.
―Así hubiera sido de no ser porque el material con el que
estamos hechos tú o yo es mucho más frágil que el de ellos ―Ádalen
señaló a Hexo y Random―. Podían recibir más de un impacto,
nosotros no. Además… ―los ojos del anciano adquirieron un brillo
acuoso que, aunque en un primer momento no entendí bien a qué se
debía, no tardé mucho más en darme cuenta de que se trataba de
lágrimas a punto de caer. Al parecer, tampoco las lágrimas eran
exclusivas de la Tierra― …luego llegó el Aquavirus… Ahí fueron
más inteligentes que nosotros. Podríamos decir que lo creado venció
a su creador.
―Recuerdo haber leído algo acerca de un virus acuoso en la
carta ―apunté―. ¿Qué es lo que pasó exactamente?
225
―Neorex y su ejército entendieron que nosotros, los Bios,
teníamos el defecto de depender de lo natural, del aire, del agua, de
las plantas, de la luz, de la lluvia… en definitiva de la Naturaleza.
Algunos androides con conocimientos en microbiología sintetizaron
un virus que podía reproducirse exponencialmente en el agua.
Nunca había visto un virus de una resistencia semejante. Imagínate,
Iou… Un virus capaz de multiplicarse instantáneamente y que podía
vivir y desplazarse en el agua aguantando temperaturas extremas.
Con aquellas características muchos Bios no tardaron en enfermar.
―¿Quieres decir que echaron el virus en el agua de toda
Undoria?
―En casi toda. Al reproducirse a aquella velocidad solo tenían
que echar unas micras en cualquier medio acuoso y en un par de
días habían contaminado zonas enteras de las que bebían ciudades
enteras. Lo hicieron perfectamente, tanto que nadie se percató hasta
que nuestros médicos y microbiólogos entendieron la
sintomatología.
―¿No teníais abastecimiento de agua envasada?
―Sí, pero no era suficiente… ¡Quién lo iba a pensar!
―exclamó el anciano extendiendo su dos brazos hacia arriba―.
Subestimamos a nuestra propia creación y ella no tuvo piedad de
aquel error. Lo peor de todo es que al no haber agua envasada
suficiente comenzó un conflicto interno entre los Bios. Todo el
mundo se volvió loco cuando se supo lo que estaba ocurriendo, y
entonces vino lo peor.
―¿Lo peor? ―pregunté estremecido con tan solo imaginarme
la situación.
―Cuando el virus se instalaba en un huésped, podía
contaminar a otros a través del aire. En menos de setenta y dos
horas el nuevo infectado comenzaba a sentir sudores y mareos
acompañados de vómitos y diarreas. En menos de dos días había
fallecido… Fue una auténtica escabechina. Ni siquiera nos dio
226
tiempo a enterrar o incinerar los cuerpos, por lo que también se
desarrollaron otras enfermedades.
―Supongo que entonces la balanza cambió irremediablemente
hacia el lado de los androides… ―conjeturé temiéndome lo peor.
―Sin duda ―asintió con firmeza Ádalen―. La única opción
que nos quedó fue la retirada hacia aquí. Refer era la mayor capital
del continente, pero se hizo insostenible seguir allí. Los cuerpos
putrefactos eran cada vez más numerosos… y ya de por sí las bajas
en combate fueron importantes. Cada vez éramos menos en el
frente. Haber seguido allí hubiera sido nuestra propia sentencia de
muerte.
―Cuando encontré a Hexo me dijo que debíamos encontrar a
los Biomutantes, ¿quiénes son?
El anciano envió su mirada a la ventana y señaló con sus
largos dedos.
―Todos nosotros… ―respondió el anciano―. El Dr. Raiser,
que por cierto era un grandísimo científico, elaboró una vacuna que
mutaba una pequeña parte de nuestro ADN y nos hacía más
resistentes a la contaminación del AquaVirus. Muchos de los que
hoy estamos aquí sobrevivimos gracias a su investigación ―el
anciano miró a su hijo―. No sabría cómo se las apañó para elaborar
aquella vacuna, porque las herramientas que manejábamos en los
laboratorios clandestinos dejaban mucho que desear, pero funcionó.
El Dr. Raiser fue una de las grandes mentes de Undoria, de eso no
tengo la menor duda ―una pequeña lágrima recorrió la abrupta piel
de Ádalen hasta que la extinguió rápidamente con una de sus
manos―. Fue una pena que desapareciera. Refer hubiera sido
mucho mejor con él. Todos lo hubiéramos sido.
Mientras permanecía en silencio para que el anciano se
recuperara de su nostálgico abatimiento, no pude evitar imaginar a
Louis Pasteur, el primer hombre que había fabricado una vacuna en
la Tierra, observando algún trozo de carne muerta bajo la luz de
alguna lámpara de petróleo. Recordé que Gasán me había contado
227
una vez que Pasteur había predicho que debía existir algún tipo de
vida tan minúscula que sería invisible para el ojo humano, y que a su
vez era probable que sirviera de agente infeccioso en algunas de las
enfermedades de la época. Nunca hasta entonces había pensado en
aquello, pero cuando imaginé al Dr. Raiser estudiando ávidamente
alguna posible solución, en algún lugar perdido de un planeta
acosado por la muerte y la destrucción, sólo pude que admirar a
Pasteur, al doctor Raiser y todas las personas que habían dedicado
su vida a investigar soluciones para que otras pudieran vivir mejor.
No sabría explicar bien por qué, pero me alegré de que personas así
hubieran existido alguna vez.
Deelan acomodó a su padre en la cama y éste prosiguió:
―Por suerte, en Áambar la autoridad militar ordenó que los
civiles que no combatieran realizaran galerías subterráneas en todas
las ciudades. Gracias a ellas pudiste llegar hasta esta cueva natural de
Toredo, que es donde nos encontramos ahora.
―Sí, recuerdo que en la carta se mencionaba algo acerca de un
manantial subterráneo en Toredo… ―dije haciendo un esfuerzo por
recordar el contenido.
―Así es ―confirmó Ádalen―. Encontrar agua no contaminada
se convirtió en una prioridad para nosotros, pues sin agua no
teníamos nada que hacer. Un geólogo de la Comisión de Urgencia
del Movimiento tuvo la gran idea de pensar en que tal vez en las
corrientes subterráneas no hubiera llegado el Aquavirus. Una
avanzadilla vino hasta Toredo, analizó el agua y comprobó que
había permanecido intacta.
El anciano se incorporó hasta sentarse sobre la cama y buscó
con el pie el calzado que había en el suelo.
―Padre, no deberías… ―Deelan aconsejó a su padre no
moverse de la cama, pero éste acabó por calzarse.
―Vamos, Iou Plancton. Quiero enseñarte algo.
228
Siguiendo las instrucciones del anciano, volví a ocultarme tras
la capucha en un intento por no condicionar la normalidad del
transcurrir del poblado.
Atravesamos el poblado sin que nadie reparara en mi
presencia. Durante el trayecto pude comprobar lo que Ádalen me
había contado acerca de los undóricos plateados y bronceados. De la
misma forma que había sucedido en la Tierra con los humanos,
había unodóricos de todas las anchuras y alturas, tipos de cabello,
trazas y colores de ojos de todas las formas imaginables. Todos
tenían una esencia común, algo que les hacía semejantes, pero
dentro de esa semejanza también tenían particularidades individuales
que los hacían únicos, independientemente de que algunas de éstas
pudieran conformar grupos que los diferenciaran de otros. Desde mi
punto de vista humano todos parecían ser parte de lo mismo, pero
cada uno de ellos tenía características individualizadas que los
convertían en distintos. De la misma forma habían sucedido las
cosas en la Tierra. ¿Acaso no era aquella diversidad lo que nos hacía
especiales?
Llegamos hasta una parte de la gruta en la que el techo volvió
a estrecharse sobre nuestras cabezas formando un pasadizo en el
que se podía notar un temblor reverberante bajo nuestros pies.
Recorrimos durante algunos minutos aquel pasillo hasta llegar a una
obertura en la roca que dos guardias se encargaban de custodiar.
Ádalen hizo un sencillo gesto y los guardias corrieron una
plancha de metal que protegía la obertura del resto de la galería.
―Bienvenido a nuestro paraíso, Iou ―afirmó Ádalen mientras
cruzábamos hacia la otra sala. Un murmullo cada vez más intenso
comenzó a reverberar en mis oídos.
Cuando levanté la mirada no pude más que retirar la capucha
de mi cabeza. El espectáculo natural que tenía ante mí lo merecía.
Una cascada de al menos unos diez metros de altura caía salvaje
desde una grieta formando una corriente que se distribuía en varias
229
pozas de agua cristalina y en los cuales varios undóricos
aprovechaban para bañarse o aprovisionarse de agua.
―Esta parte quedó sin contaminar y la corriente se encarga de
limpiar las impurezas. Sin esta fuente no habríamos existido. Fue un
milagro encontrarla ―afirmó Ádalen tomando algo de agua en sus
manos―. ¿Hace cuánto que no bebes?
―Lo suficiente como para rellenar otra vez esta cantimplora
―dije sonriente, a lo que el anciano rió como no había hecho hasta
entonces.
Deelan me explicó que habían tenido que regular un sistema
por sorteos de turnos para que los diez mil undóricos que vivían
bajo las paredes de aquella gigantesca gruta pudieran disfrutar de la
fuente de forma igualitaria. Todos tenían derecho a abastecerse con
los suficientes litros de agua a la semana como para poder beber y
asearse. No así para cocinar, pues de eso se encargaban los tres
comedores centrales que había dispuestos para que todos pudieran
alimentarse dos veces al día.
La remota sociedad undórica, o lo que quedaba de ella, había
seguido desarrollándose tras la Guerra de Emulación bajo la
superficie del planeta que la había visto nacer. Desde luego no era el
mejor lugar para pasar una vida, pero al menos habían seguido
existiendo sin que los androides les dieran muchos problemas.
―Alguna vez se han adentrado en la galería, pero las trampas y
algunas inundaciones debidas a la filtración de las lluvias les han
mantenido alejados ―dijo orgullosamente Ádalen―. Temen el agua
porque, a diferencia de nosotros, no son totalmente impermeables y
eso significa que haya posibilidades de sus circuitos se vean
afectados.
Cuando volvimos hacia el poblado la luz de la gran bombilla
que simulaba una natural había decrecido hasta simular algo
parecido a la noche. En los refugios, los undóricos comenzaron a
encender pequeñas lámparas autónomas para iluminar sus moradas.
Me pareció curioso que simularan la luz de forma cíclica tal y cómo
230
hacía Watson en la nave. Supuse que la luz tendría que ver con los
ciclos de sueño y que alguien habría estudiado que aquella era la
mejor opción para no alterar las funciones del organismo. Tampoco
me imaginaba que pudiera ser de otra forma.
A sugerencia del mismo Ádalen, le acompañamos de vuelta a
su tienda y todos cenamos allí, pues el anciano comentó que no era
buena idea que me dejara ver por el comedor central hasta que no
me hubiera entrevistado con lo que él llamó el Parlamento.
231
androides tomaron el poder en la superficie muchos grupos se
dispersaron hacia diferentes direcciones. Es posible que, al igual que
nosotros, otros grupos se establecieran en la multitud de galerías que
se fabricaron. O que tal vez llegaran, de la misma forma que
nosotros, hasta alguna gruta subterránea en la que descubrieran un
manantial de agua. Nunca hay que perder la esperanza…
Aquella frase sobre la esperanza, que tantas veces había oído
en la Tierra, sirvió de enlace para que Deelan me contara que ellos
ya sólo podían aferrarse a la idea de que otros grupos hubieran
sobrevivido, pues la única oportunidad que tenían de volver algún
día a caminar libremente por la superficie era que otros como ellos
se hubieran agrupado en algún lugar para, en un futuro, pudieran
comunicarse y realizar una acción común.
―Perdona Deelan, pero hay una cosa que no he entendido
―apunté con sinceridad―. Hablas sobre poder volver a caminar
libremente por la superficie de Undoria, pero me pregunto cómo
podríais hacerlo si la atmósfera se ha vuelto irrespirable…
―La atmósfera no se ha vuelto irrespirable ―replicó Deelan―,
son los androides quienes la hacen irrespirable mediante una
máquina.
Miré a Ádalen esperando algún gesto que confirmara aquella
información y el anciano asintió mientras masticaba una especie de
gelatina azul que su esposa nos había preparado como postre.
―Entonces sí es posible que quede una esperanza… ―dije
pensando en que aquel dato podía cambiar cualquier posibilidad en
el futuro de aquel planeta.
Antes de acabar de cenar les conté a los dos cosas acerca de
Kaleidoscopya. Les expliqué que me parecía curioso el
funcionamiento de las cosas en los diferentes planetas y cómo
algunas parecían seguir ciertos patrones. Les expliqué, por poner un
ejemplo, que los kaleidoscópycos tenían platos pero carecían de
cubiertos ―aunque sí tuvieran piedras afiladas―, pero que de
haberlos tenido era muy probable que fueran iguales que los que
232
habíamos manejado en Undoria, que a su vez eran iguales a los de la
Tierra.
―Al igual que los planetas son todos esféricos y no cúbicos,
no creo que haya algún lugar donde los cuchillos “tenedoreen” y los
tenedores “cuchilleen” ―respondió el anciano en una frase que me
pareció muy sabia―. Tampoco creo que en algún lugar del Universo
el agua tenga llamas y el fuego gotas… Ni que un par de cosas sea
un trío.
Tras la cena, Ádalen marchó a dormir y Deelan y yo nos
quedamos charlando antes de acostarnos. Quería que le contara
cosas sobre la Tierra y así hice. Le hablé de Europa, América, Asia,
África, Oceanía y la Antártida, de los océanos y los mares, de las
pirámides egipcias, de la democracia griega, del derecho romano, de
cómo Colón había descubierto América gracias a la curiosidad de un
país llamado España, de EEUU y la URSS, de las dos guerras
mundiales, la política y sus conflictos; de la Historia del Arte y sus
artistas, de la Ciencia y sus científicos, de la política, de sus héroes y
sus mafiosos. A medida que iba contándole cosas, él también
relataba las suyas sobre la Undoria que había existido antes de la
llegada de los androides. Lo curioso es que no eran tan distintas
como en un principio los dos habíamos pensado. Incluso podía de-
cirse que muy parecidas.
Más tarde, Deelan me explicó el origen de los números
undóricos, cuya grafía se había impuesto en todo el planeta y
consistía en añadir una raya a cada número de forma que solo había
que contar las líneas para saber qué número se representaba. El uno
era una simple raya, el dos una ele, el tres tenía forma de maceta y el
cuatro era un cuadrado. Hasta el nueve las líneas se iban
introduciendo en el cuadrado. El cero, curiosamente, se
representaba mediante una X
En un día normal podría haber estado toda la noche charlando
con Deelan intercambiando datos sobre Undoria y la Tierra, pero el
cansancio no entendía de otra cosa que no fueran organismos y
233
comenzó a adueñarse de mí. Deelan me acompañó a un pequeño
compartimento en el que su madre había preparado un colchón
imprevisto a base de telas y un tipo de cojines grandes y bastante
cómodos. Me tumbé. Poco a poco, el ruido en Toredo fue
decreciendo de volumen y mis párpados comenzaron a caer hasta
que la realidad dio paso a un rápido sueño.
234
PLANCTON XI
235
acabado el planeta tras el poder concentrado que Neorex y sus
acólitos más próximos han ejercido durante estos años.
Dentro, una docena de personas vestidas con túnicas púrpuras
y aterciopeladas charlaban animosamente sentadas alrededor de un
estrado. Otras lo hacían de pie, con ropa de calle. Cuando se
percataron de nuestra llegada el volumen de la voz general
disminuyó considerablemente y todas las miradas se dirigieron hacia
mí, que me limitaba a observarles con mi rostro escondido bajo la
capucha.
Un joven undoriano ayudó a Ádalen a ponerse la túnica y éste
se dirigió directamente al estrado, desde el cual comenzó a hablar:
―Parlamentarios de Toredo, conciudadanos, amigos… ―el
anciano se apoyó sobre la tribuna―. Como creo que era mi deber,
hoy he traído conmigo, ante este sagrado Parlamento, a un visitante
especial que nadie esperaba. Alguien que viene de muy lejos y que
nos pide auxilio para cumplir una misión que le ha sido
encomendada.
―Adálen ―interrumpió uno de los parlamentarios―, ¿es cierto
el rumor de que el visitante viene de fuera de Undoria?
El anciano miró algo malhumorado a su colega, pues parecía
no haberle sentado bien que no le hubiera dejado terminar de
hablar. Después hizo un gesto para que me acercara hacia el estrado.
―Cuando quieras, Iou ―sugirió Ádalen―. Supongo que la
paciencia no es nuestra mejor virtud…
Entendí que Ádalen quería que me presentara, así que no lo
dudé. Deslicé hacia atrás la capucha de la túnica y descubrí mi rostro
humano ante los ojos de todos. “Impresionante”, “inaudito” e
“increíble”, aparte de un sinfín de onomatopeyas, fueron algunos de
los adjetivos que usaron los parlamentarios al verme. Sus grandes
ojos desproporcionados parecían salirse de sus órbitas y muchos de
ellos se levantaron instantáneamente de sus banquetas para
observarme mejor.
236
―Hola ―levanté mi brazo con la palma de la mano abierta en
señal de saludo universal, tal y como había visto que los undóricos
también hacían―. Me llamo Iou; Iou Plancton. Provengo de un
planeta llamado la Tierra que fue destruido de forma natural por un
asteroide y que estaba situado a millones de kilómetros de distancia,
en una galaxia llamada la Vía Láctea.
Algunos de los parlamentarios comenzaron a susurrar entre
ellos.
―¿Quieres decir que hay vida más allá del sistema solar de
Hels? ―inquirió un anciano desde su banqueta.
―Así es.
―¿Pero eso es imposible! ¡Antes de la Guerra de Emulación
habíamos surcado el Espacio y no había nada en ningún otro
planeta! ―replicó el parlamentario―. ¡Ni siquiera en ninguno de los
que parecían ser similares a Undoria.
―Quizás no fueran lo suficientemente lejos. Que ustedes no
hayan llegado hasta otros planetas con vida por razones técnicas no
significa que no la pueda haber ―respondí con total firmeza―.
Ustedes me están viendo. Mis características no son undóricas. ¿Qué
más necesitan?
El volumen de los murmullos volvió a aumentar. Supuse que
aunque incluso fueran una civilización más avanzada que la de la
Tierra, no era fácil aceptar de repente algo como lo que estaban
descubriendo. Yo mismo había pasado por algo así en
Kaleidoscopya y por momentos me había sentido fuera de todo
lugar. Como alguien que volviera a ver una película y
repentinamente ésta cambiara de final. Uno en el que las cosas
fueran diferentes a como lo había visto las veinte veces anteriores.
―¿Cómo es que hablas tan bien nuestro idioma? Nadie podría
hablarlo tan bien sin haber nacido aquí, y mucho menos habiendo
llegado ayer ―inquirió otro de los asistentes desde su banqueta.
―Este collar tiene un traductor universal que traduce de forma
directa ―dije señalando el Collar Universal―. En realidad yo pienso
237
en mi idioma, pero cuando las palabras llegan a mi boca estas ya
salen traducidas al instante. Yo no hago nada, tan solo hablo y el
Collar traduce lo que voy diciendo.
―¿Puedes demostrarnos lo que dices?
―Claro, ¿alguien de aquí sabe alguna lengua que no sea la que
ahora mismo estamos hablando? ―pregunté al aire.
―Yo conozco un dialecto antiguo que mis abuelos usaban en
Kalyma, un continente distinto a Aambar ―dijo uno de los
parlamentarios más ancianos. ¿Podrías traducirlo?
―Adelante, dígame algo.
El anciano dijo algo que entendí al instante y respondí a su
pregunta usando el mismo dialecto que él. El hombre corroboró
con un asustadizo entusiasmo que la respuesta había sido correcta y
los demás comenzaron a murmurar mirándose unos a otros.
Desde luego, el lugar desde el que provenía el collar debía de
poseer una tecnología impresionante, pues hasta los undóricos, los
cuales habían llegado a un conocimiento importante antes de la
confrontación con los androides, se quedaron totalmente
impresionados ante su mecanismo de traducción.
Alguien me preguntó sobre la misión a la que se había referido
Ádalen y entonces expliqué lo que buscaba: la Piedra Inagotable que
me permitiría salir de Undoria para viajar a un destino que todavía
desconocía. Otros parlamentarios fueron haciéndome algunas otras
preguntas por turnos y respondí lo mejor que supe.
Al rato, Ádalen me invitó a retirarme junto a Deelan ―y los
demás undóricos que vestían de calle― fuera del Parlamento, ya que
las deliberaciones no eran públicas. En el exterior de la tienda, bajo
una amplia lona en forma de toldo, Deelan me dijo que no me
preocupara, que había muchas probabilidades de que el Parlamento
votara a favor, ya que yo mismo podía significar la última esperanza
de Undoria.
238
En ese preciso momento pasó por delante de nosotros una
joven undórica que cargaba unas bolsas. Deelan hizo un amago por
saludarla, pero finalmente echó su mano hacia atrás.
―¿Quién es? ―pregunté tal vez con demasiada indiscreción.
―Eso quisiera saber yo… ―respondió el joven undórico con
sus ojos puestos en la joven―. Tan solo sé su nombre, me lo dijo un
amigo. Se llama Shuna. ¿A qué es un nombre precioso? Nos hemos
cruzado muchas veces, pero supongo que ella no se ha fijado en mí
como yo me he fijado en ella…
Tal vez no había tenido tiempo de pensar sobre aquello, pero
me causó cierta simpatía comprobar cómo los enamoramientos
undóricos también podían suceder de forma tan casual como los de
la Tierra.
―¿Por qué no le dices nada?
―Porque no me va a hacer caso.
―¿Cómo lo sabes si nunca le has dicho nada?
Deelan me miró intensamente con sus inmensos ojos, como si
acabara de descubrir algo en lo que no hubiera pensando.
Finalmente musitó:
―La próxima vez.
Le comenté que en la Tierra lo común era que el hombre fuera
el que diera el primer paso, que las mujeres casi nunca lo daban, y
me respondió que en Undoria pasaba lo mismo. Me pareció curioso
que las cosas funcionaran de forma semejante a tantos millones de
kilómetros de distancia; pero la única verdad es que tampoco tenían
por qué ser tan diferentes. Al parecer, el amor y las pasiones
tampoco eran algo exclusivo de la Tierra.
El joven undórico que realizaba las tareas de ujier salió a
avisarnos de que los parlamentarios ya habían formado deliberación.
Deelan saludó a los dos guardias y volvimos a entrar en la tienda.
Dentro, los parlamentarios permanecían en silencio entre sus túnicas
púrpuras. Ádalen se dirigió hacia el estrado.
239
―Este Parlamento, el único reconocido por la soberanía
popoular, y que vela por los intereses de la comunidad superviviente
de Undoria, ha resuelto por unanimidad… ―el anciano hizo una
pausa y llevó su mirada hasta mí―… ayudar a Iou Plancton en su
misión y poner todos los medios necesarios a su alcance en la
medida en que nuestras posibilidades nos lo permitan.
―¡Qué así sea! ―exclamó abiertamente otro de los
parlamentarios y el resto se levantó con sus túnicas púrpuras y
comenzó a aplaudir.
Ádalen siguió manifestando la deliberación de los
parlamentarios y explicó que Deelan y otros cuatro voluntarios más
me ayudarían a llegar hasta Refer en busca de la Piedra Inagotable.
De paso, los undóricos volverían con información sobre todo tipo
de datos que pudieran ayudar a luchar contra los androides en un
futuro. La idea era equiparnos en las siguientes dos horas para partir
hacia Refer lo antes posible.
240
―Es el momento de usarlos ―afirmó decididamente el
anciano―. Os ayudarán a respirar ahí arriba. Proporcionan oxígeno
gracias a la temperatura corporal y el reciclaje de los gases que hay
ahora. No debéis quitároslos bajo ningún concepto. Además os
permitirán comunicaros entre vosotros mediante voz. Dándole a
este botón podéis activar el modo para la visión nocturna.
Nos los probamos y aprovechamos para entrenar un poco con
ellos. Según las indicaciones de un par de jóvenes, había que
introducirse en el oído un auricular filtrador con el que incluso podía
oírse el sonido ambiente al tiempo que el casco depuraba el aire
tóxico. Hice una prueba y comprobé que el sonido de las voces se
oía a la perfección.
―No creo que a mí me haga falta porque puedo usar mi collar
para respirar, pero nos los llevamos todos por si acaso ―dije
previendo cualquier problema, pues enseguida me di cuenta de que
aquellos cascos serían tan importantes en la misión como nuestras
propias vidas.
Deelan, los otros voluntarios ― Sambrand, Dino, Greyso, y
Luik― y yo repartimos los víveres y el material de forma equitativa
y nos preparamos a partir. Los familiares de ellos fueron
acercándose y comenzaron a despedirse de forma muy emotiva. Tan
parecida a cualquier despedida de la Tierra que por momentos tuve
la fugaz sensación de estar en ella. Recordé esas elucubraciones de
algunas personas de la Tierra, científicas y no científicas, que habían
predicho que en caso de que llegaran los extraterrestres deberíamos
tener mucho cuidado con sus intenciones, pues habría altas
probabilidades de que pudieran resultar peligrosas. Desde luego no
era el caso de los undóricos, quienes habían llegado a la evolución
suficiente como para entender el sagrado derecho a la vida y tener
una capacidad de comprensión y empatía suficiente como para
poder considerarlos una sociedad civilizada. Me pregunté cómo sería
posible que una civilización de un mundo futurista, compuesta por
mentes formadas e informadas, cuya Historia les habría mostrado el
241
alto precio que cuestan las guerras, y que a su vez fuera tan
adelantada como para construir una nave espacial, visitara otro
planeta con la única intención de colonizar o dañar a sus habitantes.
A no ser, claro, que se tratara de una sociedad tan hermética y
artificial como la de Neorex y los suyos…
Finalmente, Ádalen y su mujer me desearon suerte y me
rogaron que cuidara de Deelan lo mejor posible.
―Hexo y Random irán con vosotros. Tal vez os puedan servir
de utilidad. Nunca se sabe ―dijo Ádalen.
Acabadas las despedidas nos dirigimos hacia la entrada en la
que la gruta conectaba con la galería y comenzamos la expedición.
242
―aunque su número era menor― y algunos previsores undóricos
habían decidido llevarlos consigo entre los pocos enseres que se les
permitía trasladar al nuevo hogar en el subsuelo.
Tanto Dino como Luik habían decidido seguir la línea
científica y consideraban a Ádalen uno de sus grandes maestros.
Según comentaban, para integrarse a la travesía todos los voluntarios
habían debido superar un rápido examen en el que ellos habían
obtenido las mejores cualificaciones. Eran dos tipos agradables y
muy preparados técnicamente. Sus preguntas acerca de la Tierra
eran continuas. Sin duda, eran dos tipos curiosos por naturaleza que
a menudo discutían por las cosas que les contaba sobre la Tierra.
Greyso era el mayor de los cuatro; los marcados pliegues de su
rostro así lo revelaban. Debía rondar los cuarenta o incluso los
cuarenta y cinco. Un tipo hablador, bromista, de esos que para cada
momento tienen una salida original y chistosa. Casado y con una hija
pequeña, había decidido alistarse a los voluntarios porque los
androides le habían arrebatado a sus padres con tan solo diez años.
Su madre había muerto por el Aquavirus y a su padre lo habían dado
por desaparecido cuando aplicaron el toque de queda para
descender a las galerías. Nunca apareció. Según sus propias palabras,
estaba “deseando chamuscar androides”. Su único sueño era poder
volver a enseñar a su hija, algún día no muy lejano, los bellos parajes
naturales que Undoria albergaba antes de la Guerra de la Emulación.
A diferencia de Gresyo, Sambrand era alguien de pocas
palabras. Debido a su robusta complexión, que a diferencia de los
demás tenía una apariencia plateada, se había dedicado muchas
veces a custodiar el Parlamento o la sala de la fuente. También le
gustaban mucho los temas mecánicos. Por lo que contaba Deelan,
era el típico manitas que cada dos por tres construía algún “artefacto
extraño” o que acaba arreglando cualquier cosa que otros ya daban
por estropeada. Su vida no había sido fácil. La guerra con los
androides le había dejado también huérfano con cinco años. Aunque
en el poblado lo habían acogido como a uno más, siempre había
243
sido alguien solitario. Más tarde había conocido a una mujer de la
cual se había enamorado perdidamente. Según Deelan, fue la única
época en la que le había visto reír. Desafortunadamente, el destino
volvería a darle un inesperado mazazo cuando su ya esposa y su
futuro hijo murieron en el parto. No se pudo hacer nada. A
diferencia de los ciento cincuenta años anteriores a la guerra, en los
que la medicina estaba tan adelantada que incluso se podía curar la
ceguera o devolver el movimiento a los tetrapléjicos, en la época en
que su hijo se había empeñado en llegar a Undoria los medios eran
tan escasos que paradójicamente se había vuelto a la mecánica de los
partos duros y salvajes de las primeras civilizaciones undóricas.
Aquella era la cruel paradoja de los undóricos actuales: siendo
los habitantes más cultivados que el planeta había tenido en su
Historia, conocedores de multitud de materias que sus ancestros no
habían tenido la posibilidad de descubrir, no tenían los medios para
poner aquel conocimiento en práctica. De alguna forma incoherente
y contradictoria, habían vuelto inesperadamente al pasado, a una
época que no era la suya. Una para la que no habían sido
preparados.
En comparación con la travesía de ida, no tardamos mucho en
llegar hasta la altura del laboratorio clandestino en el que había
encontrado la carta de Ádalen y había visto a Venus por última vez.
Supongo que el hecho de conocer el camino y evitar así tener que
escoger por dónde ir había hecho que ganáramos un tiempo
precioso. La plancha metálica que Hexo y yo habíamos corrido ante
la persecución de los centinelas seguía intacta. Ahora, al menos,
sabíamos que no habían logrado pasar a la galería por ese punto.
Allí hicimos el primer descanso y tomamos la primera
decisión: cada uno sería el único responsable de sus víveres, es decir,
del agua y los alimentos que transportaba. En caso de pérdida o
consumición exageradamente rápida no tendría derecho a pedir a los
demás, a no ser que alguno quisiera compartir con él. Podía parecer
una regla rígida, incluso despiadada, pero todos entendimos que su
244
finalidad era intentar evitar posibles lamentaciones posteriores.
Malgastar algo que nos afectaba directamente, y que sabíamos que
después no podríamos reponer con facilidad, podía significar
meternos en serios problemas que dieran al traste con todo lo
demás.
Tras el descanso, el cual todos agradecimos ―menos Hexo y
Random que podían autoabastecerse de energía y por tanto no
necesitaban parar―, volvimos a la travesía de la galería. A partir de
ese punto ya no sabíamos cuál era el camino que llevaba
directamente hasta Refer, aunque confiábamos en que gracias a la
orientación de Hexo, el magnetismo de las brújulas, la señalización
de algunos mapas que nos habían prestado, y las mismas señales que
de vez en cuando descubríamos en los túneles, acabaríamos por
orientarnos.
245
esperamos no encontrarnos. Greyso y Sambrand se encargaron de
empujar la compuerta haciéndola volver al hueco de la pared
mientras el resto apuntábamos nuestras armas hacia la penumbra
que comenzó a vislumbrarse. La luz fue llegando poco a poco y con
ella un olor putrefacto que tampoco indicaba nada bueno. Desde
que habíamos partido de los subterráneos de Toredo, era la primera
vez que nos encontrábamos ante indicios de una amenaza potencial.
Sin embargo, a diferencia de un primer arrebato de desconfianza en
el que pensé que no sabríamos reaccionar con diligencia, me
sorprendí gratamente cuando vi que Dino y Luik ―que
supuestamente estaban menos entrenados para esas situaciones―
seguían a la perfección las instrucciones gestuales de Greyso y
Sambrand.
Hicimos dos hileras y comenzamos a avanzar sigilosamente en
una maniobra de inspección. Cada uno iba regazado dos metros por
detrás del otro tal y como Sambrand nos había aconsejado. De
repente, escuchamos un ruido lejano cuyo eco llegó hasta nosotros
claramente. Era un sonido abrupto, tosco, como el de alguien que
estuviera arrastrando o moviendo muebles bruscamente y que
provenía desde el final del corredor. Todos apuntamos hacia aquel
lugar al mismo tiempo mientras Greyso y Sambrand, que
encabezaban las dos hileras, hicieron gestos para que nos
detuviéramos.
Entonces, de improviso, una pequeña canica rodó a través del
pasillo, entre las dos hileras que formábamos, siguiendo la dirección
desde la que provenía el sonido. Hexo había lanzado su ojo para
espiar furtivamente lo que pudiera haber allí sin que ninguno de los
demás tuviéramos que ponernos en riesgo. Cuando el ojo llegó a su
destino la expresión en el rostro de Hexo cambió radicalmente. Era
otro indicio de que aquello no iba a por buen camino. Se limitó a
señalar su cuerpo en silencio y después pasó su pulgar alrededor de
su cuello, en un gesto que todos entendimos perfectamente:
246
androides lo suficientemente peligrosos como para acabar todos
muertos. Centinelas.
Avancé con sigilo felino hasta ponerme en cabeza e indiqué a
Sambrand y a Deelan que me siguieran lo más silenciosamente
posible. Cuando llegamos hasta la obertura desde la que brotaba el
sonido nos colocamos ágilmente en los laterales. Asomé la cabeza
con la mayor discreción que el miedo me permitió y la escena que
descubrí me dejó petrificado: un par de centinelas intentaban
implantarse los restos biológicos de varios undóricos que habían
despedazado. Uno había cortado la musculatura facial de uno de los
cadáveres y la llevaba colocada como si se tratara de una máscara.
Había quitado los ojos y abierto las cuencas para que los suyos
pudieran ver a través de la piel dorada de su víctima. El otro comía
lo que parecían ser los órganos interiores de otro de los cadáveres
mientras un líquido azulado caía por sus mandíbulas metálicas. Me
pregunté para qué diantres querría comer un androide que podía
subsistir sin hacerlo. Era una imagen dantesca. Espeluznante.
Hice varias señas para exteriorizar la estrategia que tenía
pensada: Deelan y yo, que portábamos rifles eléctricos, actuaríamos
primero. En caso de que algo saliera mal actuaría Sambrand con su
lanzallamas. Cuando los dos asintieron para confirmar que habían
entendido la idea, asomé mi rifle y disparé a uno de los centinelas.
Deelan hizo lo propio con el otro. Cada uno de los androides
recibió un impacto, pero ninguno de ellos cayó. Volví a disparar una
ráfaga hasta que uno cayó al suelo. Sin embargo, el otro alargó su
brazo acabado en cañón y comenzó a dispararnos a diestro y
siniestro. Por suerte, el primer disparo parecía haberle dejado
confundido y no atinó en ningún momento. Deelan impactó en su
cabeza y aquél cayó de golpe, como una marioneta a la que le han
cortado los hilos.
Accedimos a la cámara no sin antes haber comprobado que no
hubiera ningún tipo de peligro. Dino y Luik se encargaron de
inspeccionar los cadáveres. Estuvieron a punto de vomitar. Había
247
restos esparcidos por toda la sala. Ninguno de ellos consiguió
identificar a uno solo.
―¿Esto son los centinelas? ―dije observando a las criaturas
que nos habían atacado.
―Sí. Son intentos fallidos que los androides de Quinta
Generación fabricaron ―explicó Dino―. Al no tener los diseños
originales no tuvieron éxito, pero ahora los usan para explorar y
defenderse.
―¿Por qué llevan puestos trozos de carne?
―Es simple acto de imitación ―expuso Deelan―. Quieren ser
como sus creadores, pero no pueden. Tanto ellos como los
androides de Quinta Generación creen que implantándose restos
biológicos alcanzarán la perfección natural.
Luik se aproximó hasta los cadáveres de los undóricos.
―¿Cuánto llevan muertos? ―pregunté.
―No más de dos días ―reveló el científico.
―No creo que sean ciudadanos de Toredo, sus indumentarias
me son extrañas ―dijo Dino.
―A mí tampoco me suenan de nada sus características y tengo
una memoria visual bastante buena ―apuntó Luik.
―¿Pero entonces quiénes son? ―pregunté y los dos jóvenes
encogieron sus hombros prácticamente a la vez.
―Debe de haber otra colonia. No hay otra
explicación…―teorizó Deelan―. Y esa sería una gran noticia.
Significaría que seríamos más contra los androides…
―Entonces debemos encontrar ese asentamiento lo antes
posible ―concreté con total convencimiento.
―Deberías ver esto, Iou… ―sugirió Dino entregándome un
papel con lo que parecía un mapa dibujado―. Lo he encontrado en
un bolsillo de uno de los cadáveres.
―¿Es un mapa de esta parte de la galería? ―inquirí.
248
―Sí, parece que aquí es de dónde provenían ―Dino señaló un
punto concreto―. Quizás estuvieran explorando esta zona. Detrás
hay unos números.
249
Seguimos las indicaciones del mapa y desandamos todos los
pasos dados hasta volver de nuevo al cruce de las tres entradas.
Según lo trazado sobre el papel, para llegar al asentamiento
debíamos seguir la entrada de la izquierda. Tomando como
referencia el Collar Universal, observamos que el corredor nos
llevaba en la misma dirección en la que estaba Refer pero de forma
oblicua, por lo que quedaba la esperanza de que tal vez desde el
asentamiento hubiera otro canal que nos llevara a Refer
directamente sin tener que volver a pasar por allí.
250
―En la Tierra también había diamantes, pero eran mucho
menos comunes. Tanto que quien tenía alguno podía considerarse
afortunado.
―¿Cómo iba a ser alguien afortunado por tener diamantes?
―preguntó Dino con una cara de sorpresa tan explícita como la de
los demás.
―Ehm... pues no sé, supongo que al haber pocos se les daba
mayor valor…
―Creo que se refiere a algo así como el aluminio en Undoria
―aclaró Luik.
―¡Si tuvieras aluminio si podrías considerarte inmensamente
afortunado, Iou! ―exclamó Dino y en su entusiasmo pisó una zona
del suelo que pareció descender unos centímetros.
―¿Qué es eso? ―preguntó Deelan al aire adelantándose a
todos los demás.
De repente, Random apareció desde el pasillo y entró en la
sala con la máxima velocidad que le permitían sus pequeñas ruedas
al tiempo que sus leds adquirieron una tonalidad rojiza. Saltó unas
cuantas rocas salientes y con su voz exageradamente electrónica
exclamó:
―¡Peligro! ¡Peligro!
Un sonoro ruido, cada vez más vibrante y tembloroso,
comenzó a aproximarse con gran intensidad hasta que de pronto se
tradujo en una gran corriente de agua que comenzó a inundar la
capacidad de la sala. Deelan y yo intentamos ayudar a Greyso y
Sambrand para echar la puerta abajo, pero no lo conseguimos. Luik
y Dino utilizaron sus herramientas para doblegar la dirección de la
compuerta, pero tampoco tuvieron éxito. Incluso Hexo, que había
cogido en brazos a Random para que el agua no le cubriera,
comenzó a quemar con su laser la capa de diamante, pero solo
produjo un pequeño corte casi invisible.
251
Luik, Dino, Sembrand y yo nos dirigimos hacia el acceso del
pasillo para inspeccionar la posibilidad de que hubiera alguna
plancha con la que pudiéramos taponar la entrada del agua.
―¡Iou! ¡El mapa! ―gritó Deelan desde el lado de la compuerta
antes de que el agua acabara por desmenuzar el papel en varios
pedazos―. ¡Necesito el número que había escrito detrás del mapa!
―Trescientos ochenta y... noventa y… ―dije titubeando inten-
tando recordar la explicación de Deelan acerca de los números
undóricos―. ¡Luik! ¿Recuerdas el número que había escrito en el
mapa?
―¡Ni siquiera me fijé! ¡No pensé que pudiera ser importante!
―gritó el joven desde la distancia.
Nadé hacia Deelan lo más rápido que pude y comprobé que
acababa de descubrir algún tipo de mecanismo de apertura
escondido en un falso trozo de pared. El dispositivo constaba de un
teclado en el que podían leerse los signos undóricos de los números
y una pequeña pantalla dividida en tres partes que correspondían
con tres dígitos. Deelan había conectado a Random al mecanismo
de forma que éste había comenzado a introducir número al azar sin
todavía haber obtenido éxito. Habiendo sobrepasado determinado
número de intentos, el dispositivo mandó un mensaje sonoro en el
que se decía claramente que en caso de introducir otra cifra errónea,
se bloquearía el acceso.
―¡Vamos, Iou…! ¡Tienes que acordarte! Intenta visualizar los
números…―murmuró Deelan―. Si morimos aquí se habrá acabado
la esperanza para Undoria…
Cerré los ojos en un intento por ensimismarme y mejorar mi
memoria. Watson me había explicado que debido al atropello mi
memoria había quedado afectada por varias fallas, pero ahora todo
dependía de poder recordar aquellos tres números. Quizás si hubiera
visto la cifra con la grafía arábiga a la que yo estaba acostumbrado
no hubiera tenido tanto problema, pero si al hecho de mi trastocada
memoria le añadíamos la dificultad visual que para mí suponía la
252
grafía undórica, era consciente de que o me concentraba o mi
misión terminaría ahogada en aquel laberinto subterráneo de un
planeta perdido en el Cosmos.
―¡382! ¡Prueba con el 382! ―exclamé justo cuando el agua
había llegado a la altura de mis codos―. ¡Los dos últimos eran un
ocho y un dos!
Delaan separó a Random del dispositivo y marcó
manualmente la cifra que le había dicho. Un resorte se disparó y la
compuerta comenzó a abrirse pesadamente permitiendo que la sala
fuera desaguándose a la vez que la rambla del pasillo comenzó a
disminuir. Todos fuimos arrastrados por la fuerza del agua hacia la
nueva sala. Cuando levanté la cabeza y retiré parte del apelmazado
cabello mojado que tapaba mis ojos descubrí que alguien había
salido a nuestro encuentro.
―¡Tirad las armas y no os mováis! ―exclamó uno de los
cincuenta undóricos que nos apuntaban con sus armas, la mayoría
de los cuales, a diferencia de la colonia de Toredo, tenían la piel tan
plateada, o incluso más, que la de Sambrand.
253
254
PLANCTON XII
255
Al cabo de una hora durante la cual un par de guardias no
dejaron de vigilarnos con ojos inquisitoriales, llegó un undoriano
plateado, de cabello también a juego, que dio orden de que nos
liberaran. Sin la menor presentación, o declaración, fuimos
escoltados por multitud de guardias hacia un pasadizo superior cuyo
trayecto daba a una obertura desde la cual podía divisarse la
totalidad de la colonia. Al igual que en Toredo, una cantidad
indeterminada de departamentos se levantaban a lo largo y ancho de
una gigantesca gruta natural en forma de viviendas, comedores,
colegios, plazas o calles. Por ellas transitaban miles de undóricos, la
mayoría de piel plateada, pero también algunos de pieles doradas y
bronceadas, así como androides de diversas generaciones.
Seguimos subiendo por el pasadizo hasta entrar a una cámara
de un tamaño considerable en la que algunos miembros de la
colonia esperaban sentados con gesto expectante. Me llamó la
atención que la mayoría debía rondar entre los sesenta y los setenta
años.
―Bienvenidos a la cámara real ―dijo uno de los guardias que
nos escoltaban. ¡Arrodillaos ante el rey!
Un undórico de unos setenta años apareció desde una pequeña
obertura que parecía dar a otra sala y los demás se arrodillaron.
Llevaba en su cabeza una corona tan plateada como su piel. Hice
una clara señal al grupo para que hiciera lo mismo que el resto y
evitarnos cualquier tipo de problema. Todos acabamos arrodillados.
―Bienvenidos al reino de Refer, extranjeros ―dijo el anciano
mientras se sentaba en un sillón visiblemente desgastado.
―¿Reino de Refer? ―preguntó Deelan desde el suelo.
―¡Habla solo cuando te lo permita el rey! ―uno de los
guardias propinó un bastonazo a Deelan.
Le hice un gesto para que no abriera la boca sin permiso.
Hacer cualquier tipo de apreciación subjetiva solo podría traernos
más problemas y todavía no sabíamos por qué tangente iban a salir
aquel clan del que realmente no sabíamos nada.
256
―¿De dónde salís y que pretendéis? ―preguntó secamente el
proclamado rey de Refer―. ¿Significa vuestra visita que hubo más
supervivientes tras la Guerra de la Emulación?
―Así es ―respondió Deelan adelantándose al resto y aun con
gesto dolorido por el bastonazo―. Venimos desde Toredo con la
única intención de acometer una misión.
―¿Y qué misión es esa, si puede saberse? ―pregunto el
anciano desde su trono descosido.
―Acabar con Neorex ―añadí anticipándome a cualquier
respuesta que tuviera que ver con la Piedra Inagotable, pues creí
conveniente ocultar esa parte
El viejo comenzó a reír y sus carcajadas retumbaron en la
cámara de forma tan sonora que tardaron un buen rato en
desvanecerse.
―¿Acabar con Neorex? No me hagáis reír… ¿Y tú quien eres?
―Me llamo Iou Plancton… provengo de un planeta que no es
Undoria… Aterricé aquí de casualidad debido a algunos problemas
―inventé―. En la colonia de Toredo me enteré de la historia de
vuestro planeta y creo que podría ayudaros a luchar contra Neorex y
su ejército.
El viejo me miró, después hizo lo propio con el resto de
undóricos que allí había y pareció reflexionar acerca de su respuesta.
―¿De un planeta que no es Undoria dices? ¿Y cómo sabemos
que no quieres aprovecharte de nuestro planeta? ¿Cómo sabemos
que tú y los demás de tu planeta no nos estáis engañando para
apoderaros de él?
―¿Apoderarme de Undoria? ―pregunté perplejo―. ¿Por qué
iba a querer algo así? Estoy acompañado de undóricos que son tan
undóricos como vosotros…
―¿Undóricos? ¿Y cómo sabemos que son undóricos y no
androides de Quinta Generación? ¡Guardias! ―el rey señaló a
Deelan y un par de guardias lo apresaron violentamente.
257
Otro de los escoltas del rey se acercó y pasó el filo de su
cuchillo por una las mejillas de Deelan. Una sangre azul comenzó a
brotar desde la herida.
―¿Cómo podéis ser tan bárbaros, desgraciados? ―gritó
Greyso dirigiéndose a los guardias que forcejeaban con Deelan.
Cuatro escoltas se echaron sobre él y lo redujeron no sin
dificultades. La cosa comenzaba a ponerse más complicada de lo
que había imaginado en un principio.
―Bien, ya sabemos que la mayoría aquí, menos ellos, somos
Bios ―sentenció el viejo señalando a Hexo y a Random―. Lo que
ahora habría que saber es si la colonia de la que habláis no está
compinchada con Neorex y su ejército… ¿Qué piensa la nobleza de
esto?
―Pensamos lo mismo, Su Majestad ―dijo el portavoz de los
sexagenarios que se sentaban alrededor de una mesa―. Nunca se
puede fiar uno…
―Eso mismo digo yo, Shuton ―respondió el rey al
sexagenario, quien sonrió al escuchar la respuesta del primero.
―¿Pero qué ibais a perder? ―pregunté al aire―. Vivís bajo
tierra, en un planeta en el que no hay prácticamente vida… Ni
siquiera podéis salir de aquí y respirar aire puro… ¡Incluso los
gusanos de mi planeta tenían más libertad! ―exclamé y recibí un
bastonazo en la espalda al que respondí con un puñetazo; más que
por el bastonazo, por la impotencia ante la ignorancia con la que ese
anciano, que hacía llamarse rey, argumentaba sus acciones.
Greyso y Sambrand también se giraron lanzando sendos
puñetazos a sus respectivos escoltas. Entonces comenzó una pelea
en la que los únicos que no participaron fueron el supuesto rey, los
viejos a los que aquél se había referido como “nobleza”, y Hexo y
Random, que no podían ejercer violencia ante cualquier Bios según
el Código Compacto de Undoria que Ádalen les había instalado en
su memoria.
258
Finalmente, el tal Shuton, uno de los ancianos que se sentaban
alrededor de la mesa, sacó un rifle de electricidad y disparó una
descarga a Sambrand, que cayó aturdido al instante y con él todas
nuestras posibilidades de poder liberarnos.
―¡Mirad! ¡Tiene sangre roja! ¡Es un ser mágico! ―pregonó uno
de los guardias señalando mi nariz, la cual había comenzado a
sangrar ligeramente debido a un codazo extraviado.
―¡No es ningún ser mágico, idiotas! ―exclamó el rey, quien se
levantó por primera vez de su desgastado sofá―. ¡Es solo sangre de
otro planeta! ¡Llevadlos a prisión! ¡A todos!
259
―¿Hacer? No sé tú, pero yo no he hecho mucho desde que
tuve que bajar aquí ―respondió Greyso―. Aunque por tu cara
deduzco que tú no habrás estado nunca en la superficie, así que
mejor sería que no hablaras de algo si no estás completamente
seguro de que lo que estás diciendo es verdad o no, imbécil.
El joven undórico se encaró. Hizo finta de coger a Greyso por
el cuello y eso no nos convenía a ninguno de los que estábamos allí.
Decidí tomar parte en la discusión:
―¿Qué se supone que os han hecho los dorados que dices?
―Toda Undoria sabe que los dorados humillaron y explotaron
a los plateados durante décadas…
―¿Quién cuenta eso? ―pregunté al chico esperando obtener
algo de información.
―Los profesores y los libros.
―¿Es eso cierto, Greyso?
―Claro que no. Está hablando de cosas que pasaron hace
ciento cincuenta o doscientos años. ¡Cuando los coches aún iban
sobre ruedas!
―¡No es verdad! ―exclamó el joven undórico plateado―. Los
libros dicen que poco antes de la Guerra de Emulación los dorados
nos esclavizasteis y que antes de bajar a las galerías tuvimos que
escapar. Y que por eso perdimos la guerra. ¡Sois la peor carroña que
Undoria ha conocido!
Greyso me hizo un gesto con la mirada en la que me daba a
entender que el chico plateado estaba perturbado. De repente, el
joven plateado se levantó, pasó su cuerpo por encima de la mesa y
agarró a Greyso del cuello en un intento por ahogarle. Me asusté y
eché mis manos sobre sus brazos en un intento por ayudar a Greyso
a eludir aquel ataque. Sin embargo, uno de los guardias fue más
rápido y disparó un proyectil eléctrico sobre la espalda del joven, el
cual cayó aturdido de forma instantánea.
260
―¡Lleváoslo al calabozo! ―ordenó ―. Y vosotros sentaos allí, a
ver si el viejo loco de Raiser os cuenta una de sus batallitas y os
tranquilizáis.
Me quedé vacilante durante un par de segundos hasta que caí
en algo… ¿Raiser? ¿Se habría referido aquel guardia al doctor Raiser
del que Ádalen tanto me había hablado? Según él había desaparecido
justo después de comenzar la Guerra de Emulación… ¿O tal vez
no hubiera sucedido así?
Miré hacia el lugar que nos había indicado el guardia y vi la
espalda solitaria de alguien al que un cabello largo y canoso caía por
la nuca. Greyso y yo depositamos nuestras bandejas sobre la mesa y
nos sentamos frente a él.
―Así que eres tú el alienígena… ―el anciano miró por encima
de unas gafas fragmentadas que se inclinaban al ritmo de sus
palabras. Me pareció curioso que los undóricos también hubieran
“inventado” las gafas. Luego me pregunté por qué no iba a ser así
habiendo comprobado que ellos, al igual que los humanos, veían a
través de ojos y que, por tanto, cabía la posibilidad de que sus
globos oculares sufrieran las mismas deficiencias que podían sufrir
los humanos o los de cualquier otro animal de la Tierra.
―En realidad podría haberme operado la vista o aplicarme
unas gotas que tengo por ahí que me quitan la miopía de forma
temporal ―el anciano adivinó en qué me estaba fijando―, pero
nunca me gustó que algo me tocara los ojos. Cada uno tiene sus
manías, ¿no? Si habías pensado alguna vez que en otro planeta no
habría gafas, ya ves que estabas equivocado… Me llamo Jam Raiser,
encantado ―el doctor tendió su mano― ¿Y ustedes?
―Yo soy Iou Plancton y este es Greyso…
―Piestel ―añadió Greyso ante mi desconocimiento de su ape-
llido―. ¿Es usted el famoso doctor Raiser?
El doctor nos miró con cierta suspicacia.
―¿Cómo lo has sabido?
261
―Ádalen Meers nos ha hablado muchas veces de usted y de su
trabajo.
―¿Ádalen Meers? ―el anciano colocó bien sus gafas―. ¿Cómo
sabes tú quién era el profesor Meers? ¿Esto es algún tipo de broma?
―Doctor Raiser, el profesor Meers está vivo… Sobrevive en
otra colonia que se formó bajo la ciudad de Toredo. Greyso
proviene de allí, no de esta colonia.
―Pero… Piestel… ¿No vive en esta colonia?
Greyso y yo nos miramos. Había algo que no cuadraba.
―¿Le suena que alguien de esta colonia se apellide Piestel?
―preguntó Greyso al doctor.
―Pues no estoy seguro, pero diría que sí lo había oído, ¿por
qué lo preguntas?
―No, por nada, simple curiosidad… ―Greyso volvió a
mirarme. Sus ojos estaban inundados de algún tipo de ilusión que no
me pareció que se alejara de la humana.
―Doctor Raiser, ¿por qué nos han encerrado si no somos
nosotros el enemigo? En Toredo no tuve ese problema. Es más,
ellos pensaron que podría serles útil contra Neorex y por eso llegué
aquí…
―No sé lo que sucedió en Toredo, pero aquí fue todo muy
complicado… ―el anciano apoyó las dos manos sobre su frente―.
Debí haber ido hacia Toredo, pero aquí encontré a un grupo… todo
sucedió muy deprisa… estaba solo… no sabía si habría más
supervivientes… era arriesgado y tenía miedo…
―Lo comprendo ―dije intentando tranquilizarle―. Es natural
que decidiera quedarse aquí. Pero no llego a entender qué ha podido
suceder para que las cosas hayan sido tan diferentes en las dos
colonias.
―Cuando escapé de mi laboratorio clandestino ―comenzó a
relatar el doctor― me encontré en el camino con los restos de un
gran batallón de undóricos plateados. Provenían de una zona de
Undoria en la que predominaba ese color. En aquella época, los
262
problemas raciales habían desaparecido prácticamente, aunque
seguían dándose en zonas o países con sistemas educativos
insuficientes, como por ejemplo en un continente llamado Kalyma.
Pero estos que yo encontré eran undóricos de este continente,
Áambar, en el cual sociedades como las de Refer o Toredo eran
ejemplos de vanguardia en todo tipo de aspectos. Nunca pensé que
pudiera darse algún tipo de problema por el hecho de que la mayoría
de ellos fueran de un color concreto.
―¿Qué sucedió exactamente? ―dije ansiando saber el por qué
Toredo seguía siendo un ejemplo de sociedad democrática mientras
la de Refer era manejada por un déspota.
―Durante el último ataque del ejército de Neorex intentamos
resistir, pero fue en vano. Tuvimos muchas bajas y no nos quedó
otra opción que la retirada ―el anciano cerró sus ojos mientras
Greyso y yo seguíamos escuchándole atentamente―. Hubo una
desbandada general. Los batallones se dispersaron y cada uno
escogió su camino. Sabíamos que aquella era la última opción y la
acabábamos de perder. Solo quedaba correr e intentar sobrevivir…
―Yo tenía diez años ―relató Greyso―, pero recuerdo
perfectamente el día que nos recogieron para bajar a las galerías.
Paso todo tan rápido que bajé en pijama. A muy pocos les dio
tiempo a coger algo más que lo que llevaban puesto.
―Así fue… ―el doctor asintió con su mirada puesta más allá
del final de la sala. Lugo se dirigió a Greyso―. ¿Conseguisteis
haceros con algún tipo de libro en Toredo?
―Sí, algunos de los que habían sido maestros bajaron algunos
cestos llenos de libros antiguos, de los que se fabricaban en papel.
Curiosamente fueron los únicos que nos sirvieron, ya que los
electrónicos desaparecieron con el tiempo al agotarse las baterías y la
electricidad. Probamos a generar electricidad independiente
mediante el agua de la corriente del manantial, pero no teníamos los
materiales necesarios. ¡Nunca había materiales! ―acabó por exclamar
Greyso con su peculiar tono bromista
263
―Pues ahora imaginad lo que pudo pasar en un lugar en el que
nadie pudo bajar ni siquiera un libro… ―mencionó el doctor Raiser.
―Que el traspaso de conocimiento se fue manipulando,
¿acierto? ―pregunté teorizando acerca de lo que podría haber
sucedido en Refer.
―¡Premio para el caballero! ―el anciano miró hacia los lados
hasta que localizó a los guardias―. Blanker solo ha generado idiotas
desde que se autoproclamó rey de Refer. Cuando los más ancianos
fueron muriendo, y él comenzó a ser uno de los más viejos,
aprovechó para hacerse con las riendas de la colonia. Unificó en su
persona todos los poderes que antiguamente habíamos dividido para
evitar déspotas. Después comenzó a meterles en la cabeza a los
jóvenes la idea de que los plateados habían demostrado ser la raza
elegida de Undoria y que los dorados, que hasta entonces habían
sido más numerosos, habían quedado reducidos a tener que
comprobarlo. Y, claro, al no tener libros que pudieran demostrar lo
contrario, las nuevas generaciones ni siquiera se plantearon que
aquello no hubiera sido así. Estaban dispuestos a creer cualquier
cosa que ofreciera cierta autoestima. Fue como si toda la Historia de
Undoria, de repente, se hubiera olvidado. Todo parecía haber vuelto
a empezar. Si hay un virus mucho más peligroso que el Aquavirus,
ese es el de la ignorancia. Ese es un virus inmortal y que puede darse
en cualquier época.
―¿Nadie se opuso a todo eso? ―pregunté extrañado.
―¡Claro que sí! Pero Blanker ya había formado una especie de
cuerpo de policía gracias al cual se hizo con el dominio absoluto del
manantial de agua. Si cualquiera quiere seguir bebiendo, y por tanto
viviendo, debe estar de su lado. Luego acabó por arrestarnos a
quienes nos opusimos. Él mismo nos juzgó y condenó. Y sus
guardias ejecutaron la sentencia torturándonos. Algunos de los
mayores murieron, otros fueron perdonados para que pudieran
volver con sus familias a condición de que no se opusieran y yo…
pues sigo aquí desde entonces.
264
―¿Cuánto hace de eso?
―Alrededor de quince años…
―¿No tiene algún familiar?
―No, mi mujer y mi hijo fallecieron por el maldito Aquavirus.
¡Cómo puede ser que no pensáramos en aquella opción…! ―el
anciano volvió a apoyar sus manos en la frente―. Los androides
fueron mucho más listos que nosotros... Perdimos demasiado
tiempo decidiendo las cosas…
―No se preocupe, hay una pequeña posibilidad de
esperanza… ―dije intentando tranquilizar al anciano.
―¿Esperanza? ¿Cómo vamos a tener esperanza aquí abajo?
―Nosotros vamos a subir a Refer. Necesito encontrar algo allí.
Tal vez podamos hacer frente a Neorex…
―¿Y cómo pensáis hacerle frente?
―Uniendo a los undóricos ―respondí sin tener todavía claro si
aquello acabaría por funcionar―. En mi planeta decían que la unión
hace la fuerza. Creo que aquí también podría funcionar.
Las palabras se convirtieron en silencio en nuestra mesa.
Supongo que tanto Greyso, como el doctor Raiser y yo habíamos
comenzado a adentrarnos en esa capsula íntima y personal en que se
convierte una cabeza cuando recuerda ciertas cosas. El resto del
comedor seguía charlando al ritmo de la cena, la cual, exceptuando
el suceso entre Greyso y el joven undórico plateado, fue
transcurriendo con normalidad.
―¿Cómo es tu planeta? ―preguntó repentinamente el doctor
al tiempo que desdobló una servilleta y comenzó a dibujar sobre ella.
―Era muy bello ―respondí devolviéndole al anciano la misma
sonrisa melancólica con la que él me había preguntado―. Teníamos
todo lo necesario para vivir hermosas vidas. O al menos buenos
momentos. Aunque, por lo que estoy observado en este largo viaje,
también diría que eso depende mucho de la época y del lugar…
Seguí explicándole al anciano cosas acerca de la Tierra. La
verdad es que no me apetecía porque algunos de los recuerdos que
265
eran susceptibles de cruzarse con mis disquisiciones acababan por
llevarme a un estado nostálgico que lo único que hacía era
generarme dolor y desconcentración mental. Aun así, no pude
obviar el rostro insólitamente infantil con el que el aquel anciano
doctor me miraba. Me pareció admirable que alguien que debía
rondar los ochenta años esperara mis descripciones sobre la Tierra
de forma tan entusiasta, con una piel ya consumida y, en cambio,
unos ojos tan llenos de brillo. De alguna forma sentí que se lo debía.
Alguien que había pasado quince largos años en una cárcel por el
simple hecho de decir cómo eran las cosas, merecía eso y mucho
más.
Le hablé de los continentes, de los dinosaurios, de la
Evolución de Darwin y Wallace, de la Gravedad de Newton, de la
relatividad de Einstein, de Picasso, de Dalí, de los astronautas, de
nuestro sistema solar, del Sol y la Luna, de los mares, de Fellini, de
Visconti, de Cervantes y su Quijote, de Shakespeare y su teatro, de
William Blake y sus versos, de Mozart, de Vivaldi y sus primaveras,
de los Beatles, de Elvis y su cadera, de la Primera Guerra Mundial,
de la Segunda, de la casi Tercera, de los nazis, de un pintor metido a
dictador apellidado Hitler, de los soviéticos, de otro dictador
apellidado Stalin, de cómo todo se limitaba a la lucha por los
recursos, de los sistemas económicos, del capitalismo, el comu-
nismo, de China y sus tradiciones, de Japón y su tecnología… Y
finalmente acabé en Venus, que era justo por lo que no había
querido empezar a recordar.
―Probablemente el amor sea, junto con las matemáticas, la
música, la física y la química el elemento más universal de todo el
Cosmos ―dijo el doctor de una forma tan científica que me limité a
asentir―. No creo que haya cinco elementos más universales que
esos.
Después le expliqué lo de mi extraño despertar en una nave
que decía llamarse Watson y del impacto de Babellum, un asteroide
266
que había chocado contra la Tierra mientras los mandamases de
todo el planeta discutían qué se debía hacer.
―Más o menos como pasó en Undoria con los androides. Se
discutió tanto sobre la cuestión que finalmente nos cogieron por
sorpresa ―comparó el anciano, el cual parecía estar encantado de
tener aquella conversación.
Greyso recogió las bandejas de los tres y se dirigió hacia un
cubo en el que los demás presos tiraban los pocos restos de su cena.
Mientras, el doctor Raiser comenzó a contarme a grandes rasgos la
Historia de Undoria. Yo ya sabía gran parte gracias a Ádalen y a
Deelan, pero dejé que se explayara porque me apetecía escuchar
aquella forma de hablar tan erudita que salía de su boca.
Me habló del principio de Undoria; de los gigantescos
animales que la habían poblado en el pasado, de la variada
diversidad que había generado la Evolución descubierta por Windar.
Más tarde me habló sobre Wenton, el primer undórico que había
descubierto una cosa llamada gravedad cuando un ave muerta había
caído a su paso en un camino. También de Zamort, una genio que a
los cinco años tocaba un instrumento llamado violín y que a los diez
ya había compuesto sinfonías musicales. De un conocido poeta
apellidado Kable que componía tales versos que, al leerlos, uno
podía viajar más allá y sentir cosas que hasta entonces no había sido
capaz de sentir. De Velis, un joven músico que llenó de música a
Undoria cuando la música no estaba del todo bien vista. También de
la Primera y la Segunda Guerra Undóricas, que también tenían,
como telón de fondo, la lucha por el reparto de los recursos. Y al
final acabó por explicarme cómo la evolución tecnológica sin con-
trol, y los avaros intereses empresariales que había tras ella, les había
llevado hasta la Quinta Generación de androides, los cuales habían
significado, paradójicamente, su propia perdición.
Después dobló la servilleta en la que había estado dibujando y
colocó de nuevo su bolígrafo en el bolsillo de su camisa.
267
―¿No te parece curioso que a tantos millones de kilómetros de
distancia las cosas, dentro de sus diferencias, hayan sido tan
parecidas? ―preguntó con una retórica que me condujo de nuevo a
esa extraña sensación caleidoscópica que había tenido en ocasiones
anteriores.
―Lo he pensado muchas veces estos últimos meses…
Supongo que todo tiene su lógica…
Los guardias nos obligaron a todos a levantarnos y nos fueron
dirigiendo hacia los calabozos. Antes de que nos dividiéramos, y sin
que quitara su vista de la de los guardias, el doctor Raiser me pasó
discretamente la servilleta en la que había estado garabateando.
―Cógelo. Si subís a Refer os servirá de ayuda. Acuérdate de
abrirlo antes de moveros por allí. Mucha suerte, Iou Plancton.
―Gracias, doctor Raiser.
El doctor volvió a girarse:
―Se me olvidaba; acuérdate de tirar del brazo de la estatua
―dijo, y guiñó uno de sus ojos
Una vez estuvimos todos encerrados en las diferentes celdas,
las bombillas de calor fueron apagándose paulatinamente. Tan solo
quedó una débil luz encendida en el pasillo central que evitaba que la
oscuridad nos tragara totalmente.
El cansancio dio paso al silencio.
268
PLANCTON XIII
269
―He estado hablando con mis ayudantes ―hizo un gesto sin
mucho aprecio para referirse a los ancianos de la mesa― y
estaríamos interesados en ayudarte. ¿Cuál es tu estrategia para
acabar con Neorex?
―Unir las dos colonias de Undoria ―respondí firmemente.
―¿Unirlas?
―Sí. Mientras mi equipo y yo subimos a la superficie las dos
colonias deberían ponerse en contacto y estar atentas a nuestra
señal.
―¿A qué señal?
―No lo sé todavía… ―titubeé―, pero si no subimos nunca lo
sabremos. La idea es allanar el camino para que las dos colonias
ataquen conjuntamente una vez demos alguna señal.
El rey acarició su barbilla y llevó su mirada hacia la mesa
donde se sentaban los demás ancianos, algunos de los cuales estaban
más atareados en retirarse la espuma de afeitar que los peluqueros
habían dejado en su estampida que del futuro de Undoria.
―¿Qué le parece al Consejo la idea? ―preguntó Blanker a
Shuton, quien seguía ejerciendo de portavoz.
―Nos parece una excelente idea, Majestad… Tan buena que
nuestros invitados deberían partir lo antes posible hacia la superficie.
―Pues que así sea ―sentenció Blanker―. ¡Traed sus
pertenencias!
Mandé a los demás que revisaran sus equipajes e hice lo propio
con el mío. No faltaba nada: el casco comunicador, algunas cuerdas,
los cartuchos de dinamita, el botiquín, e incluso habían rellenado la
cantimplora y añadido algunos víveres. También me dieron la Vara
del Sueño.
―¡Un momento! ―el rey se levantó cuidando de que su corona
no cayera al suelo―. Alguno de vosotros deberá quedarse para que
nos conduzca hasta Toredo. Las galerías tienen muchas
ramificaciones… y muchas trampas.
270
Blanker tenía razón, alguien debía quedarse para regresar a
Toredo a explicar el descubrimiento de la nueva colonia. La cuestión
era quién.
Greyso dio un paso hacia adelante.
―Creo que soy el más idóneo… Me gustaría quedarme aquí y
encontrarme conmigo mismo... ―el más bromista de los undóricos
lo decía totalmente en serio. Me miró esperando algún tipo de
confirmación.
Sopesé la decisión. Supuse que no tardaríamos de echar de
menos su experiencia y su refinado humor, pero entendí que la
información del doctor Raiser acerca de la posibilidad de que su
padre aún estuviera vivo no le dejaría concentrarse en la misión.
―Tú te prestaste como voluntario, así que es tuya la decisión,
Greyso ―afirmé―.
―Gracias, Iou.
El resto del equipo fue despidiéndose de él hasta que Blanker
ordenó a varios de sus guardias que nos escoltaran hasta la salida.
271
Refer seguíamos teniendo los víveres necesarios para no tener que
preocuparnos por tener que conseguir más.
De repente, el sonido de un gritó me congeló el corazón. Me
giré lo más rápido que pude y desenfundé mi rifle eléctrico
dispuesto a disparar a todos los androides que se me pusieran por
delante. Pero no, no había ningún androide. El grito lo había dado el
grandullón de Sambrand porque Luik había intentado chafar algo
parecido a una cucaracha.
―Es sólo una cucaracha negra y… apestosa, Sambrand
―argumentó Luik―. Además, seguro que esto está lleno de bichos
de todo tipo…
―¡Pero ella no tiene la culpa de estar viva! ¡Es Bios y debes
respetar! ―exclamó el hasta entonces callado Sambrand.
Mientras Deelan serenaba a Sambrand explicándole que Luik
no había llegado a pisar al insecto y que eso significaba que Undoria
no estaba del todo muerta, recordé, por pura casualidad, la
indicación del doctor Raiser acerca de la servilleta que me había
dado la noche anterior. La saqué del bolsillo de la Chaqueta
Atemperada y la desdoblé con mucho cuidado. Sobre la tela me
encontré con un croquis dibujado a trazos irregulares. Debía haberlo
hecho durante el transcurso de la cena, cuando cambiábamos
impresiones sobre Undoria y la Tierra. Me pareció una gran idea por
su parte y estaba seguro de que nos llevaría a algún lugar importante.
Sin embargo, había un problema: no sabía interpretarlo porque
nunca había estado en Refer. Los dibujos parecían ser calles y edifi-
cios que orientaban hasta uno en particular sobre el cual el doctor
Raiser había marcado una X. También había añadido un esbozo que
parecía servir de referencia: un círculo en mitad de lo que parecía
una gran avenida. Deduje que podría ser una especie de plaza, pero
no teníamos tanto tiempo como para especulaciones subjetivas, así
que opté por asegurarme:
―Sambrand, ¿crees que podrías decirme qué es esto?
―pregunté señalando el círculo del mapa.
272
―Esa es la avenida de la Libertad…―dijo con su voz grave,
mucho más calmado―. Y ese supongo que será el Monolito de la
Libertad.
―Pues debemos ir hacía allí. ¿Sabrías guiarnos?
―Claro; me encantaba aquella estatua. Era enorme… La
hicieron para celebrar el final de la Segunda Guerra Undórica. Mi tío
Frem me llevaba por allí a menudo. Le gustaba mucho contarme
cosas sobre Refer al tío Frem ―los desproporcionados ojos de
Sambrand proyectaron sobre el mapa algún tipo de recuerdo que se
tradujo en una leve sonrisa. Me conmovió que alguien al que la vida
le había tratado tan mal tuviera tanta sensibilidad.
―Entonces te cedo el mando. Estamos bajo tus órdenes ―dije
sin sopesar nada más.
―¿En serio?
Asentí con convicción mientras los demás me miraban
extrañados.
La salida del edificio por el que habíamos llegado hasta la
superficie de Refer fue lo más sigilosa posible. Desde la ventana
podía observarse como, en el exterior, la iluminación no llegaba más
allá de la débil de algunas farolas porque, según lo que me explicó
Deelan, la capa artificial que los androides habían fabricado y que
envolvía la totalidad del planeta tenía como misión impedir que la
luz de Hels, la estrella que orbitaba Undoria, alcanzara algún rincón.
Estaba formada por una variedad de gases tóxicos y un denso polvo
de tierra que lo oscurecía todo. Los androides la habían usado para
acabar con la fotosíntesis que hacía crecer a la flora, y con ella
aniquilar cualquier tipo de fauna que no fuera meramente artificial.
Sin la energía que aquella estrella solar ofrecía de forma natural los
Bios tendrían mucho más complicada su existencia.
No contaron, sin embargo, con que la inteligencia de los
undóricos había llegado a tal punto que, a diferencia de los demás
animales del planeta, ellos sabían cómo arreglárselas para
proporcionarse aire a través de los manantiales subterráneos.
273
Comprobé, otra vez, como el instinto de supervivencia incitaba a
que el ingenio, individual y colectivo, incrementara. No solo en
Undoria, sino que, por lo que parecía, en cualquier parte del
Cosmos.
Hasta entonces no había podido detenerme a pensar sobre lo
fascinante de aquella increíble aventura que alguien me había
regalado, a pesar de haber fallecido y de que mi propio planeta ya no
existiera. ¿Quiénes serían? ¿Por qué querrían que llegara hasta ellos?
Cuando alcanzamos la calle comprobé lo dantesco del paisaje.
Prácticamente la totalidad de los edificios habían sido destrozados
debido a la Guerra de Emulación. Aquella zona en concreto tenía
edificaciones relativamente bajas, de cuatro o cinco plantas, pero al
fondo también se veían edificios de una altura considerable a los que
les faltaba la mitad de la fachada o directamente una porción que
sencillamente ya no estaba y de la que solo quedaban enormes vigas
doblada.
―Dino, Luik, esas farolas, ¿también son de calor? ―pregunté
al ver que seguían encendidas treinta años después.
―Sí, Iou. El efecto invernadero de esa capa que impide la luz
hace que el calor se haya mantenido y de él sigan alimentándose las
farolas ―me explicó amablemente Dino―. En Undoria todo tendía
hacia el reciclaje de energías ecológicas desde hacía ya mucho
tiempo.
Una cantidad importante de vehículos seguía en las calzadas;
algunos bien aparcados ―aunque estropeados por el paso del
tiempo―, y otros accidentados o amontonados entre sí como
simples juguetes. Me llamó la atención que ninguno de ellos llevara
ruedas.
―La calzada estaba compuesta por materiales magnéticos, al
igual que parte de los vehículos, y así se conseguía una elevación
suficiente como para que pudieran moverse sin mayor problema
―apuntó Luik adelantándose a la explicación de Dino, el cual se
quejó de la “verborrea infatigable” de su compañero.
274
Le dije a Sambrand que se pegara a las paredes de los edificios
y a los demás que avanzaran en fila de a uno y separados varios
metros. Greyso me había explicado en las galerías que así era más
sencillo para un grupo pasar desapercibido y que, en caso de ser
descubiertos, era también mucho más sencillo que no nos cogieran a
todos desprevenidos. La verdad es que eché de menos a Greyso en
aquella y en otras ocasiones, pues aunque Sambrand también
provenía de los cuerpos de seguridad que habían formado en la
colonia de Toredo, y tenía cierta experiencia, muchas veces no sabía
aplicarla al conjunto. Y si algo se necesitaba en aquellos momentos,
era alguien que supiera llevar un equipo; alguien que pudiera extraer
lo mejor de cada uno para la causa común que teníamos entre
manos.
Seguimos avanzando por las aceras agrietadas de Refer hasta
que llegamos a un gran edificio que parecía haber sido
insistentemente bombardeado. Sambrand se introdujo a través de
una de las grandes entradas y nos hizo una señal para que nos
agrupáramos allí.
―Esto era el Banco Centralizado de Refer. Aquella de allí es la
avenida de la Libertad, y lo que veis al fondo es el Monolito de la
Libertad ―explicó Sambrand a través del casco intercomunicador.
Eché un vistazo al mapa. En efecto, no había duda de que
aquella enorme estatua que representaba a una mujer undórica
envuelta en una elegante toga, y cuyas simbólicas y extensas alas
simulaban traspasar la tela ―que más que tela era piedra―, era el
círculo que el doctor Raiser había dibujado como principal
referencia para llegar hasta la X. Recordé las palabras del doctor
diciéndome que tirara del brazo de la estatua. ¿A qué se habría
referido exactamente? Era evidente que los brazos de aquel pedazo
gigantesco de piedra debían pesar toneladas.
―La X está en aquella dirección ―el grandullón plateado
señaló hacia la parte trasera del Monolito.
275
No me gustaba la idea de tener que cruzar la avenida. Hasta
entonces, la oscura capa que envolvía a Refer nos había ofrecido la
penumbra perfecta para desplazarnos sin llamar la atención; sin
embargo, atravesar las dos hileras de farolas que se levantaban a
ambos lados de la avenida y cruzar sus seis anchos carriles suponía
tener que “salir de la madriguera” demasiado tiempo y aumentar las
probabilidades de ser descubiertos.
―En aquella zona faltan algunas farolas y la luz parece ser
menor, Iou ―apuntó Luik―. Podríamos probar por allí.
―Iou tiene razón ―replicó Deelan―. Si os fijáis, muchas de las
farolas de las calles secundarias por las que hemos pasado estaban
hechas trizas. Pero las de la avenida parecen haber sido repuestas de
forma bastante eficiente. Eso puede significar que los androides o
los centinelas la estén usando para desplazarse.
―Es posible Deelan, pero intentar dar la vuelta a la avenida
nos llevaría tener que recorrer mucho tramo ―objetó Dino―. Si
acortamos por la avenida ganaremos tiempo.
―¿Y de qué nos va a servir ganar tiempo si acaban
matándonos? ―protestó Deelan insistiendo en que debíamos rodear
la avenida.
Hubo un silencio. Se trataba de una cuestión difícil. Era más
seguro rodear la avenida, pero, como argumentaban Luik y Dino,
ganaríamos mucho más tiempo si nos atrevíamos a cruzarla. El caso
es que el tiempo no era algo que nos sobrara. Y yo quería volver a
ver a Venus. Si es que todavía existía.
―Está bien. Cruzaremos la avenida de dos en dos ―concreté
finalmente―. Así no llamaremos tanto la atención.
―¿Y quién pasará primero? ―preguntó Luik.
―¿Tú no estabas tan seguro de tu idea? ―interpeló Deelan.
Luik se amedrentó. Parecía que ya no tenía tan clara la opción
cuando Deelan insinuó que debía ser el primero en cruzar.
―Cruzaré yo primero, que soy el que ha resuelto la situación
―afirmé siendo consciente de que las decisiones requerían ciertas
276
responsabilidades―. Hexo y Random vendrán conmigo. Luego
cruzáis Deelan y Sam, y por último lo hacéis Luik y Dino.
Todos dieron su conformidad, así que indiqué a Hexo y a
Random que, cuando les diera la señal, corrieran tanto como
pudieran hasta volver a resguardarse bajo el cobijo de la oscuridad.
Así hice y, tras unos segundos que parecieron eternos, pudimos
alcanzar sin problemas la otra parte de Refer.
Los siguientes fueron Deelan y Sambrand, que tampoco
tuvieron ningún inconveniente más allá de una caída de Sambrand
que Deelan resolvió volviendo atrás y ayudando al grandullón
plateado a guarecerse entre las sombras.
Sin embargo, cuando Luik y Dino pusieron sus pies sobre el
metal que revestía la calzada, una repentina ráfaga de disparos surgió
desde una ventana situada en uno de los edificios colindantes.
―¡Cuidado! ¡Id hacia atrás! ¡Volved a la oscuridad! ―exclamó
Deelan mientras los demás corríamos hacia el edificio que teníamos
detrás.
Activé la visión nocturna del casco intercomunicador y
comprobé que alguien o algo disparaba desde la ventana. Apunté
con mi rifle electrizante y disparé varias veces iniciando un intenso
tiroteo que se resolvió a mi favor. Agradecí a Watson en silencio por
todas las instrucciones sobre tiro que se había empeñado en que
tomara.
Dos vehículos no tardaron en aparecer por la avenida a toda
velocidad.
―¡Seguidme! ―susurró Sambrand. ¡Sé dónde está la X!
―¡Pero no podemos dejarles ahí…! ―exclamé preocupado al
ser consciente de que Dino y Luik eran los menos expertos en
combate.
―¡Esto se va a llenar de centinelas, Iou! ―Deelan me cogió del
brazo―. ¡Debemos irnos si no queremos que nos cojan a todos!
Los vehículos frenaron impetuosamente sobre la parte de la
avenida por la que Dino y Luik habían intentado cruzar.
277
―¡Vámonos! ―ordené y Deelan y yo salimos tras Sam, Hexo y
Random.
Sambrand nos llevó hasta un gran edificio no muy alejado de
la avenida. Debía medir unos veinticinco o treinta pisos.
―Es aquí ―afirmó Sam orientando su brújula.
Atravesamos la entrada y topamos con un gran recibidor en el
que tan solo podían entreverse los perfiles de algunas cosas.
―Hexo, necesitamos luz ―señalé y el androide encendió la
linterna que llevaba incorporada en su cuerpo.
Intenté contactar con Dino y Luik mediante el casco
intercomunicador.
―¿Dino? ¿Luik? Soy Iou, ¿me escucháis?
No hubo respuesta. Miré a Deelan sin saber qué decir.
―Tal vez los centinelas hayan detectado algún tipo de
comunicación y hayan desconectado las frecuencias.
―Ojalá tengas razón ―me limité a decir sin querer pensar en
cualquier otra opción.
―Ya estamos en la X. ¿Ahora qué hacemos, Iou? ―preguntó
Sambrand con su tono de voz inconfundible.
―Pues no lo sé, Sam. Aquí debe de haber algo que el doctor
Raiser quiere que encontremos, pero no sé por dónde empezar.
Esto es muy grande.
―Iou, deberíais ver esto ―sugirió Hexo desde lo que parecía
ser la barra de una conserjería.
Una gran cantidad de libros contables con diversas
anotaciones estaban dispuestos alfabéticamente. Según la portada de
los libros, el edificio había sido un centro que reunía apartamentos y
oficinas. Los conserjes habían anotado las entradas y salidas, los
ingresos y las deudas de los usuarios, el nombre de los propietarios,
el de los inquilinos y demás cosas cotidianas que se dan en una
comunidad.
―Quizás encontremos alguna pista ―sugirió Hexo.
278
―Es posible, pero… ¿Has visto la de libros que hay? ―pasé la
mano por los lomos de todos los que había en la estantería―. Nos
llevaría una eternidad.
―Eso no es problema, Iou. ¡Random! ―el androide llamó al
robot y éste se acercó presurosamente―. Necesitamos encontrar un
nombre en esos documentos. ¿Podrías analizarlos, por favor? Pero
no de forma aleatoria, ¿eh?
Random se acercó hasta nosotros. Hexo lo subió al mostrador
de conserjería y el pequeño robot lanzó un destello luminoso sobre
los documentos. No sé bien cómo funcionaba aquello, pero sí pude
ver cómo la extraña luz azulada absorbía nombres y números
undóricos hacia el pequeño robot como si pudiera leerlos sin tener
que abrir los documentos. Era algo así como un traspaso
instantáneo de información.
―¿Cuál es el nombre? ―preguntó Random con su voz
exageradamente electrónica.
―Jam Raiser ―respondí al tiempo que Deelan y Sambrand se
dirigieron hacia la entrada para vigilar.
―¡Iou, desde aquí se puede escuchar ya a los centinelas!
―avisó Deelan―. ¡Se están acercando!
―¡Random, necesitamos alguna pista ya! ―exclamé alterado
ante la espantosa idea de que los centinelas nos cogieran
desprevenidos.
―Jam Raiser. Apartamento 701. Planta 22 ―el pequeño robot
había encontrado una referencia.
Abrí el armario que contenía las llaves de reserva y cogí la del
apartamento que Random había dicho.
―¡Arriba! ¡Los centinelas nos han descubierto! ―el aterrador
grito de Deelan me puso la piel de gallina.
Algunos disparos impactaron en la marquesina del edificio sin
llegar a entrar en el recibidor. Deelan y Sambrand los devolvieron
con sendas ráfagas eléctricas. Desde el mostrador vi caer a un par de
279
centinelas, pero tras ellos aparecieron las siluetas de muchos más.
Teníamos que salir de allí urgentemente.
―¡Por aquí, Iou! ―Hexo había encontrado el acceso que daba
a las escaleras.
Subir era la única opción que nos quedaba si queríamos que
los centinelas no nos acorralaran. Avisé a Deelan y Sambrand.
―¡Ahora os alcanzamos! ¡Vamos a dejarles un regalo de
bienvenida! ―gritó Deelan encendiendo la llama de un fuego azul
mientras Sambrand sostenía uno de los cartuchos de explosivo.
Hexo recogió a Random del suelo, ya que su ritmo saltando
escalones era demasiado lento y comenzamos a subir escalones con
la velocidad con la que una presa escapa de su depredador.
En la primera planta topamos con los restos momificados de
varios undóricos que nadie se había encargado de recoger. Debían
llevar allí los treinta largos años que habían pasado desde la Guerra
de Emulación. Algunos de los cuerpos habían sido mutilados y los
trozos esparcidos por el pasillo. Solo alguien muy despiadado, cruel,
irracional y sin alma podía haber hecho algo así.
Se escucharon un par de explosiones y algunos disparos.
Intenté ponerme en contacto con Deelan y Sambrand mediante el
casco intercomunicador, pero no lo conseguí. El no escucharles me
atemorizó por completo, pero quise pensar que tal vez Deelan
hubiera tenido razón al decir que quizás los androides pudieran
inhibir nuestras comunicaciones a cierta distancia.
Cuando llegamos a la planta 14 tuve que hacer una parada.
Subir catorce plantas seguidas con aquella mochila llena de trastos
había agotado toda mi energía. Aparte del cansancio natural, parecía
que el casco no regeneraba el oxígeno a tanta velocidad como lo
estaba respirando. Tenía el pulso acelerado y había comenzado a
hiperventilar de tal forma que necesité apoyarme en la pared. Mis
piernas estaban sobrecargadas y ya no daban más de sí. Decidí que
lo mejor era descansar unos segundos. Hexo y Random me miraban
como si no comprendieran por qué me había detenido. Ya que ellos
280
no podían tener problemas musculares o de cansancio, le di la llave a
Hexo y le dije que fuera abriendo el apartamento 701. No podíamos
perder tiempo.
Al cabo de unos segundos escuché un ruido proveniente de las
escaleras. Alguien estaba subiendo, pero el micro del
intercomunicador seguía sin funcionar y por mucho que hablara el
casco impedía que mi voz pudiera ser escuchada en la proximidad.
El rumor de las pisadas se acercaba cada vez más y el miedo me
aconsejó que no me fiara. Desenfundé el rifle eléctrico y lo activé a
la mayor potencia posible apuntando hacia las escaleras.
―¡Esto está lleno de centinelas! ―la caras desencajadas de
Deelan y Sam lo decía todo―. ¡Sigue subiendo!
Arranqué a correr hacia arriba con todas mis fuerzas. Haberles
vuelto a ver a me había dado el impulso que necesitaba, el aliento
que hasta entonces había perdido.
Llegamos a la planta 22 casi con la lengua en el suelo.
―¡Por aquí! ―Random salió disparado hacia el apartamento y
nosotros le seguimos con la velocidad que nuestras sobrecargadas
piernas nos permitían.
Hexo esperaba en la entrada del 701 en un pasillo en el que
prácticamente solo había puertas.
―¡Entrad!
Cerramos la puerta y accedimos al salón del apartamento. Allí
tan solo había una mesa con varios objetos, un enorme sofá
encarado hacia una pared acristalada desde la cual podía verse la
inmensidad de Refer y un enorme mural que ocupaba casi la
totalidad de una de las paredes.
―¿Qué hacemos, Iou? ―preguntó el grandullón plateado.
―No lo sé, Sam. Supongo que o escondernos o atacar en caso
de que entren.
―¿Aquí? No veo el sitio… ―dijo Deelan desconcertado.
Random activó sus pequeñas ruedas y se pegó en la pared
intentando pasar desapercibido, como si fuera una estatua. Tal vez
281
debido a aquella idea de Random haciéndose pasar por estatua, o tal
vez no, pero mis ojos acabaron por dar con una pequeña
reproducción del Monolito de la Libertad que había sobre la mesa y
al instante recordé las palabras del doctor Raiser acerca de una
estatua.
Me acerqué y tiré hacia atrás uno de sus brazos, tal y como me
había dicho el doctor antes de verlo por última vez. El brazo cedió y
activó un resorte que dejó visible una falsa entrada sobre la pared del
mural. Asomé la cabeza bajo la atenta mirada de los demás y
descubrí una estancia oscura lo suficientemente amplia como para
que pudiéramos escondernos.
Una lejana estampida se escuchó proveniente desde el pasillo.
Cerré la falsa puerta tan pronto como los pasos se aproximaron.
―Ni siquiera respiréis ―dije escuetamente.
Un atronador golpe sonó en la puerta del apartamento. Los
pasos estrepitosos de varios centinelas fueron acercándose cada vez
más hacia nuestra posición. Deelan y yo descendimos nuestros rifles
eléctricos. En caso de que los intrusos encontraran el resorte de la
estatua se llevarían una desagradable sorpresa.
De repente, se escucharon unas voces y los pasos del salón se
convirtieron en una tropelía que fue alejándose cada vez más.
Dejamos pasar unos minutos y cuando el silencio volvió al salón
salimos de nuevo.
Entorné la puerta del apartamento y con la ayuda de los demás
colocamos el sofá como tope. A través de los cristales del ventanal
pudimos ver las luces de los centinelas. Varios grupos
inspeccionaban las calles cercanas a nuestro edificio y los
alrededores de la avenida.
―Dadme algo que haga ruido al caer ―dijo Sambrand
misteriosamente.
En la mesa había unas latas de bebida vacías. Las rellené con
unas piedras decorativas que había sobre la mesa del doctor Raiser y
se las ofrecí al grandullón, que no tardó en lanzarlas mediante un
282
efusivo impulso a través de una de las ventanas. Algunos segundos
después un débil eco nos informó de que habían llegado a algún
lugar. No solo a nosotros, también a muchos de los centinelas, los
cuales comenzaron a dirigirse hacia allí. La idea parecía haber tenido
cierto éxito, pues los centinelas comenzaron a alejarse de la manzana
de nuestro edificio.
―Son como perros, oyen algo y van hacia allí ―dijo Sambrand
con una atípica sonrisa en sus labios.
Aproveché para volver a la habitación secreta. Le pedí a Hexo
que alumbrara, pero la luz no reveló nada más allá de la oscuridad.
―Mierda, Iou… ¡No hay nada! ―refunfuñó Deelan ante el
hueco que formaba la estancia, que seguía estando tan vacío como
cuando lo habíamos descubierto―. ¿Para esto nos hemos arriesgado
tanto?
Sin embargo, yo no me di por vencido tan pronto. Si el doctor
Raiser me había hecho llegar hasta allí era porque debía haber algo
más. El anciano era lo suficientemente inteligente y previsor como
para haber escondido bien aquello que no debía ser hallado.
Comencé a inspeccionar con mis manos cada centímetro de las
paredes tapizadas. Algo nos habíamos dejado y estaba dispuesto a
encontrarlo.
Finalmente, mi empeño dio sus frutos y en una de las esquinas
encontré un mecanismo cubierto por el tapizado. Lo activé y la
tapicería se dividió en dos, dejando a la vista una vitrina con
multitud de objetos.
―Bienvenido a mi humilde morada ―dijo repentinamente una
voz extraña.
Un holograma del que parecía ser el doctor Raiser de joven co-
menzó a hablar en mitad del salón.
―¿Qué es eso? ―pregunté espantado por la irrupción
inesperada de aquella luz.
―Es una grabación hecha por el doctor Raiser hace mucho
tiempo. Debe haberse activado al encontrar la vitrina ―informó
283
Hexo―. Es muy posible que contenga algún tipo de mensaje. Este
tipo de mensajes eran muy cotidianos en Undoria antes de la Guerra
de Emulación.
El holograma siguió hablando sin detenerse:
―Me llamo Jam Raiser. Soy doctor en ingeniería industrial y
aeroespacial. Dejo ese mensaje con la vana esperanza de que algún
día alguien pueda escucharlo ―la cara del entonces joven doctor
Raiser daba muestras de un visible agotamiento―. La llamada
Guerra de Emulación ha sido ganada por los androides de Quinta
Generación. Los Bios hemos perdido con una contundencia que ni
los peores pronósticos habían vaticinado. La tecnología
descontrolada ha acabado por engullirnos a nosotros mismos
mientras debatíamos qué era lo mejor para Undoria. La inteligencia
de la Quinta Generación rebasó todos los límites de lo científica-
mente ético y creó un engendro artificial que nunca debió existir.
Todo fue mal concebido desde el principio, pero los intereses
empresariales fueron más fuertes que los de la ciudadanía y la
involución se disfrazó de progreso. Todo lo demás… ya es Historia.
La holografía del doctor se desplazó hacia la vitrina recién
descubierta:
―Estos son algunos de los prototipos de armamento que me
pidieron que diseñara contra los 5G y sus centinelas, aunque el final
de la guerra ha sido tan fulminante que ya no podrán ser usados ―en
la grabación podía verse como el doctor cogía una de las decenas de
bolas ahuevadas que había en la vitrina―. Estas son granadas de
fragmentación magnéticas; antes de estallar se fraccionan y cada
fragmento se pega a los androides y a los centinelas que haya en un
área de cinco metros. Son totalmente letales y no permitirán arreglos
posteriores.
El doctor dejó la granada en la vitrina y empuñó una ballesta.
―Esta es una ballesta diamántica, especial para destruir a los
5G que van equipados con coraza. Algunos llevan corazas especiales
que les protegen de los disparos de los rifles eléctricos incluso a su
284
máxima potencia. Pero para eso he ideado estos proyectiles con
punta de diamante que son capaces de atravesarlas ―el doctor tomó
uno de los incorporados en un par de cananas―. Una vez dentro del
objetivo desprenden un ácido capaz de descomponer cualquier cosa.
Hay que tener cuidado, estos proyectiles son muy poderosos.
El doctor Raiser dejó la ballesta en la vitrina de la holografía y
volvió a su lugar original.
―¡Ahora bajo! ¡Estoy acabando una cosa! ―en la grabación
podía escucharse como una voz masculina exhortaba al doctor
Raiser para que saliera del apartamento―. En fin, he de irme.
Neorex y sus acólitos están cerca de Refer y no tardarán en llegar. Si
alguien descubre alguna vez este mensaje, decirle que nos dirigimos
hacia las galerías. No sé lo qué el destino nos deparará, pero no
pinta nada bien. Tal vez, dentro de algunos años, las cosas hayan
cambiado y sean diferentes. Mientras tanto, mucha suerte.
La holografía desapareció tan repentinamente como había
aparecido.
―Repartamos el armamento y salgamos de aquí ―afirmé a la
vez que abría la vitrina.
Cogí todas las granadas magnéticas que pude y las metí en mi
mochila. El resto se las pasé a Deelan y a Sambrand. La ballesta
diamántica la cogió Deelan, yo preferí seguir con el rifle eléctrico y
Sambrand tenía suficiente con su lanzallamas. No podíamos
cargarnos más.
Antes de que saliéramos del apartamento consulté el radar del
Collar Universal. La Piedra Inagotable no parecía estar lejos. Me
situé frente al ventanal y alineé el radar según el punto que señalaba.
Al frente, un enorme edificio se levantaba por encima de todos los
demás.
―¡Joder! La Torre Fiefel… ―exclamó Sambrand―. ¡Debí
haberlo pensado!
Según Sam, la Torre Fiefel era el edificio más grande de Refer.
Había sido construido en la zona financiera de la ciudad y estaba
285
llena de oficinas de empresas, despachos de personal, restaurantes y
pequeños centros comerciales.
―Mi tío Frem me llevaba a menudo a ver las vistas de Refer
desde allí ―rememoró Sam―. Si alguien quiere controlar lo que
sucede en Refer con sus propios ojos, ese es el lugar.
―Entonces no perdamos tiempo ―añadió Deelan.
Lo siguiente que debíamos hacer, según acordamos, sería
buscar y encontrar a Neorex antes de que los centinelas nos
encontraran a nosotros.
286
PLANCTON XIV
287
―Ciento cincuenta.
La cara que puso Deelan fue todo un poema. Más o menos
como la que debí poner yo cuando escuché la cifra.
Al llegar al piso 50 activé el radar del Collar Universal y en él
se dibujó el perfil del edificio. Como no podía ser de otra forma, la
Piedra Inagotable parecía estar en la parte más alta. Eso quería decir
que era muy probable que Neorex y sus acólitos la hubiera
encontrado de casualidad y la estuvieran guardando en aquella zona
que, probablemente también, debía ser de las más protegidas de
todo Undoria. Aunque, como apuntó Deelan en un comentario que
me pareció muy acertado, “el lugar en el que menos esperan que
estemos es aquí”.
A la altura de alrededor el piso 75, que venía a ser la mitad del
edificio, las escaleras estaban bloqueadas por un par de vigas
enormes. Si queríamos seguir subiendo debíamos encontrar otro
acceso.
Al salir al pasillo Sambrand hizo un gesto de alarma. Al fondo
había un par de centinelas que custodiaban la zona. El problema era
que si queríamos encontrar otro acceso debíamos pasar por allí.
―Apunta a la cabeza ―susurró Deelan―. Aquel para mí y el
otro para ti.
―De acuerdo ―confirmé cargando el rifle eléctrico a su
máxima potencia.
Una flecha diamántica disparada de la ballesta de Deelan se in-
crustó en la cabeza de uno de los centinelas. Cuando el que le
acompañaba se giró recibió una dosis de electricidad desde mi rifle
que lo dejó totalmente frito en el suelo.
―¡Perfecto, chicos! ―vitoreó Sambrand con un júbilo que los
demás compartimos.
Al pasar por encima de los centinelas pasamos por una sala
cuya puerta estaba abierta. Con el rabillo del ojo vi algo que me
llamó la atención. Había un tipo de marca en la pared que me
288
resultó extrañamente familiar. No recordaba
bien de qué me sonaba, pero mi
memoria sabía que aquello lo había visto
antes…
Pregunté a Sambrand, Deelan y
Hexo sobre si aquel dibujo, que parecía
haber hecho sido a mano pacientemente,
podía significar algo en Undoria, pero la
respuesta fue negativa.
289
era absolutamente terrible. Ir perdiendo aquellos recuerdos podría
convertirme en algo tan autómata como un centinela.
Deelan y Sambrand me dijeron que aquello podía significar
una esperanza. Tal vez Venus hubiera querido dejar un mensaje, que
solo yo podía conocer, para darme a entender que había estado allí,
que seguía viva. Aunque fuera en el estado medio onírico en que
ahora vivía…
Cuando salimos de allí encontramos el acceso de otras
escaleras y seguimos nuestro camino hacia la cima. Puede sonar
empalagoso, acaramelado, incluso a exceso de romanticismo, pero
mentiría si no dijera que los siguientes escalones no me parecieron
tan pesados. De alguna forma, la esperanza de volver a ver a Venus
y poder contarle toda aquella aventura me dio una fuerza que hacía
tiempo que no sentía. Esa fuerza del corazón de la que nacen las
pasiones y que hace que, cuando uno lo ha perdido todo, siga
adelante con paso firme. Esa misma con la que convertimos lo
imposible en posible, lo increíble en creíble, lo inalcanzable en
alcanzable, y lo ilusorio en real. Esa, y no otra, era la fuerza que nos
guiaba a Sambrand, Deelan y a mí. Una fuerza que, a diferencia de
los androides y centinelas, solo podían tener los Bios. Una fuerza
que era inimitable. Irreproducible. Única.
Alrededor de la planta 145, ya casi habiendo llegado al final, las
escaleras se convertían en pared.
―Debe de haber un acceso especial para estas últimas plantas
―dijo Deelan y salimos al pasillo.
Fuimos avanzando lenta y sigilosamente aprovechando que las
luces de calor de aquella parte del edificio ofrecían la penumbra
suficiente como parar camuflar nuestros contornos. Al final del
ancho pasillo, antes de girar la esquina que llevaba a otro acceso,
llegó hasta nosotros un ruido que a medida que avanzamos fue
convirtiéndose en un tipo de gruñido que hizo que
desenfundáramos las armas. El sonido llegaba desde detrás de un
par de puertas que parecían dar a algún tipo de sala especial. Nos
290
acercamos y de repente escuchamos el llanto de un niño que pudo
escucharse a través de todo el pasillo.
Cuando traspasamos la puerta descubrimos algo espantoso:
decenas de undóricos desnudos y mugrientos se hacinaban en jaulas
de diamante como si fueran ganado. Deelan se acercó hasta los
barrotes y les preguntó cuánto tiempo llevaban allí, pero ninguno de
ellos respondió. Tan solo gruñían y nos miraban con ojos
desconfiados.
―¿Hola? ―Deelan volvió a intentarlo pero no obtuvo una res-
puesta que no fuera un gruñido.
―Es inútil, Deelan. Parece que no han adquirido sistema
comunicativo ―explicó Hexo―. Diría que llevan aquí desde su naci-
miento.
―¿Aquí toda la vida? ―los ojos de Deelan se abrieron tanto
que pareció que fueran a caerse―. Eso es peor que vivir en una
galería subterránea toda la vida…
Abrí varios de los armarios que por allí había y descubrí en su
interior sacos enteros de comida prefabricada y multitud de litros de
agua embotellada.
―Deberíais ver esto ―sugirió Sam desde la puerta entreabierta
de otra sala contigua.
Lo que vimos en aquella otra sala fue espantoso: sobre una
mesa parecida a la que usan los cirujanos yacía el cuerpo sin vida de
un undórico al que habían seccionado los brazos, una pierna y parte
de la cara. Al lado, sobre otra mesa más pequeña había varias
herramientas cortantes y muy afiladas que parecían haber sido
utilizadas no hacía mucho. Las paredes próximas estaban repletas de
manchas de sangre azul y sobre el suelo había restos de vísceras y
órganos que no supe identificar. Era una estampa espeluznante.
―Aquí debe ser donde los centinelas se implementan partes
biológicas esperando convertirse en Bios ―supuso Deelan―. Están
enfermos.
291
―Los pobres infelices de ahí fuera deben estar siendo criados
únicamente para eso ―deduje y me apoyé a la pared debido a varias
arcadas.
Volvimos a la sala de las jaulas. Los undoricos seguían
mirándonos con recelo, como animales que se sienten amenazados.
Nos acercamos y comprobamos que las cerraduras requerían algún
tipo de tarjeta. Era imposible liberarlos.
―¿Qué hacemos, Iou? ―pregunto Deelan.
―De momento les daremos algo de comer y luego volveremos
a por ellos ―respondí mientras sacaba comida de uno de los sacos.
Pasé mi brazo lentamente a través de los barrotes de diamante
y casi sin darme cuenta una mano de tantas atrapó de la mía el trozo
de comida. Fui a sacar otro trozo, pero aquel saco no tenía más. Le
indiqué a Deelan que abriera el armario y me acercara otro saco. Sin
embargo, el nerviosismo de los enjaulados aumentó cada vez más
hasta el punto de que algunos comenzaron a tirar de mi brazo hacia
dentro de la jaula. Me asusté y saqué el brazo tan deprisa como
pude, pero no pude evitar que varios pelearan por el trozo de
comida que les había acercado.
―¡Rápido Deelan! ¡La comida!
―¡Voy, Iou!
―¡No hagáis ruido, nos matarán a todos! ―exclamé, aunque
no tardé en darme cuenta de que era inútil prohibirle algo a alguien
que ni siquiera sabía lo que era una prohibición.
Antes de que Deeland y Sam llegaran con los sacos de comida
y las botellas de agua comenzó a escucharse un sonido cada vez más
intenso de lo que parecía algún tipo de paso marcial. Random llegó
desde el pasillo con los leds de todo su cuerpo coloreados en un
rojo intenso.
―¡Centinelas! ¡Centinelas!
Desenfundamos las armas y salimos hacia el ancho pasillo. Los
primeros centinelas entraron a la planta desde las escaleras por las
que habíamos llegado.
292
―¡Hexo! ¡Random! ¡Buscad otras escaleras! ¡Nosotros
entretendremos a los centinelas! ―ordené para ganar algo de tiempo.
Deelan y yo probamos las granadas magnéticas del doctor
Raiser mientras Sam comenzó a llamear el pasillo obligando a los
centinelas a retirarse. Las granadas se fragmentaron pegándose al
cuerpo de los que habían quedado arrinconados por el fuego y
haciendo saltar en pedazos parte de su estructura.
Mientras Sam seguía friendo los centinelas que salían al paso, y
Deelan y yo nos encargábamos de los que conseguían escapar de las
llamas, Random llegó hasta nosotros y derrapó con sus pequeñas
ruedas.
―¡Escaleras! ¡Por aquí! ―exclamó con su voz electrónica y
salió disparado por donde había venido.
Seguimos al pequeño robot y nos adentramos a través de las
puertas, las cuales llevaban a unas escaleras de emergencia. Coloqué
una barra metálica atravesando los pomos para bloquear el paso.
Los androides no tardarían en abrirla, pero el pequeño lapso de
tiempo que les mantuviera entretenidos nos serviría para subir hasta
el último piso sin muchas complicaciones. Las puertas, que parecían
haber sido recubiertas con una capa de diamante, aguantaron bien el
primer envite y por un momento pensé que nos habíamos deshecho
por un tiempo de los centinelas. Sin embargo, todo se fue al traste
cuando llegamos al último piso. Allí nos esperaba otro gran grupo
de centinelas que nos recibió con una retahíla de disparos que nos
obligó a volver a trompicones otra vez hacia las escaleras.
Estábamos acorralados.
Deelan y yo comenzamos a urdir una estrategia de ataque. La
idea era usar las pocas granadas magnéticas que nos quedaban y que
Sambrand chamuscara a todo aquel centinela que no hubiera
reventado.
―¡Iou, no disparéis! ¡Nos matarán si lo hacéis! ―dijo de
repente una voz familiar llegada desde el ancho pasillo.
Deelan entreabrió la puerta del acceso a las escaleras.
293
―¡Mierda! ¡Tienen a Dino y a Luik!
Todo se estaba complicando por momentos. Los dos
científicos estaban a punto de morir si no decidíamos algo.
―Entreguémonos ―dije sin siquiera pensar en otra opción.
―¿Estás loco? ―Deelan me cogió de un brazo y colocó su
mirada frente a la mía― ¡Nos matarán a todos, Iou!
―¿Y qué quieres que haga, Deelan? ¿Quieres que los maten ahí
mismo?
―Iou, si nos rendimos no solo les matarán a ellos. Nos
matarán a todos… ―insistió el undórico.
Estábamos ante un dilema complicado. Deelan tenía razón,
entregar las armas a aquellas criaturas, las cuales ya habían
demostrado su poca piedad y compasión en innumerables ocasiones,
no sería más que alargar nuestra propia condena. Pero, por otro
lado, mi cabeza no podía obviar los desgarradores gritos de los dos
jóvenes científicos que habían decidido prestarse como voluntarios
en una misión que probablemente no se habría dado de no ser por
mi rocambolesca llegada a Undoria.
―Tirad las armas y salgamos ―ordené.
Sam y Deelan me miraron con una mezcla entre pena y
resignación. Finalmente, todos tiramos las armas y fuimos saliendo
del acceso de las escaleras.
Los centinelas nos condujeron a una sección de la planta que
se abría formando una estancia enorme. Allí nos esperaban lo que
en un primer momento, y para mi sorpresa, me parecieron varios
undóricos que no entendí de dónde habían salido. Deelan me
explicó que, aunque por fuera aparentaran serlo, por dentro no lo
eran; y que aquella decena de ojos que me miraban desafiantes no
eran más que androides de Quinta Generación. Por mucho que me
lo habían contado, nunca hubiera imaginado que aquellos seres
artificiales fueran tan perfectos como para confundirlos con un ser
biológico.
294
―Bien, bien, bien… ―un androide de aspecto juvenil,
pulcramente ataviado con ropa oscura y una capa militar, apareció
repentinamente en la sala y todos los centinelas se cuadraron.
Deelan me susurró que estábamos ante Neorex.
―Así que estos son los valientes undóricos que han venido a
salvar Undoria… ―prosiguió el androide― .Y tú debes de ser el tal
Iou Plancton…
―Así es ―respondí sin saber bien cómo sabía el androide mi
nombre.
―Y supongo que has venido a por esto, ¿verdad?
De pronto, un par de centinelas trajeron a Venus a la sala. Si
eso ya fue una sorpresa, aún lo fue más cuando comprobé que
portaba la Piedra Inagotable entre sus manos.
―¡Dejad de empujarme, bestias! ―gritó ella con su
inconfundible sinceridad.
―Me alegro de verte, Venus ―saludé―. Hemos venido a por
ti.
―Gracias, Iou…
Neorex interrumpió nuestro reencuentro:
―¡Oh, el amor! Esa dulce compasión entre dos personas que
poco a poco se va convirtiendo en cadenas de odio. ¿No os parece
precioso, conciudadanos? ―preguntó Neorex hacia la plataforma en
la que se sentaban los demás androides, quienes comenzaron a reír a
carcajada suelta.
De forma totalmente inesperada, el androide hizo una señal y
los centinelas empujaron a Venus hasta nosotros.
―¿No habíais venido a por eso? Pues ahí lo tenéis. Para que
luego digan que no tengo compasión ―los androides seguían riendo
las ocurrencias de Neorex. Parecía que estuvieran representando una
mala obra de teatro de la que el androide quería ser el protagonista
principal.
Venus se acercó hasta mi lado y me entregó la Piedra
Inagotable. Al igual que había sucedido con la de Kaleidoscopya,
295
cuando mis dedos tocaron la pequeña bola ésta comenzó a brillar
con un azul neón similar. Por si acaso, la metí rápidamente en uno
de los bolsillos de la Chaqueta Atemperada.
―Bueno, ¿y cómo pensabais avisar al resto de los undóricos de
Refer y Toredo? ―preguntó Neorex sorprendentemente―. ¿Es que
pensabais llegar hasta aquí y salir con vida? ¿Es que pensabais que
yo no sabría cuáles serían vuestros planes? ¿En serio me habíais
subestimado tanto, siendo simples Bios?
No supe qué responder. Neorex había descubierto nuestras
intenciones de algún modo que yo no sabía. Eso significaba que
había estado esperando nuestra llegada a la Torre Feifel desde el
principio.
De pronto, Blanker, el anciano plateado autoproclamado rey
de la colonia de Refer, hizo aparición en la sala. El undórico
plateado que había atemorizado a todos los demás difundiendo que
el perder la Guerra de Emulación se había debido a los undóricos
dorados, y que había rajado la cara de Deelan para comprobar si era
un androide o no, estaba allí, en la Torre Feifel, como uno más.
―¡Traidor miserable! ―gritó Sambrand en un arrebato
incontenible―. ¡Has vendido a tu propio pueblo!
Neorex y Blanker comenzaron a reír y con ellos todos los
demás androides.
―Creo que Blanker no es un Bios, Sam… ―deduje a partir de
lo que estaba ocurriendo.
―¡Pero eso es imposible, Iou…! ¡Los androides no pueden
envejecer…! ―exclamó Deelan de una forma que las palabras ni
siquiera sonaron convincentes.
―Gracias por tu eficacia, Blanker ―agradeció Neorex desde la
distancia.
―De nada, señor ―respondió el hasta entonces anciano, pues
de pronto comenzó a extraer pedazos de su cara hasta quedarse con
el semblante de un joven de no más de treinta años―. Fue tarea fácil
hacerse con el beneplácito de los viejos undóricos. Sólo tuve que
296
aprobar sus deseos y conceder pacientemente las comodidades que
me iban pidiendo a lo largo de los años. Tal y como usted predijo.
―¿Cuánto tardarán en llegar las dos colonias hasta aquí?
―preguntó Neorex.
―En unas dos horas ―apuntó Blanker―. Le dejé el mando a
Shuton, un viejo codicioso que haría cualquier cosa que le pidiera
con tal de poder seguir teniendo algo de perfume. Ellos creen que la
atmósfera se volverá respirable, pero no será así. Los que queden
vivos intentarán volver hacia el interior de las galerías, así que es
cuestión de mandar los centinelas oportunos.
El maquillaje de Blanker cayó al suelo y con él todas las
oportunidades que habíamos planeado para eliminar a Neorex y
devolver a los Bios su planeta.
―¿Sabes que nos hace perfectos a los androides de Quinta
Generación, Iou Plancton? ―preguntó Neorex.
No respondí. Me limité a negar con la cabeza.
―Que nuestras emociones, a diferencia de las de los Bios, son
matemáticas. Son parte de un cálculo perfecto que no se deja llevar
por las pasiones ―afirmó el androide― Por ejemplo, a ninguno de
nosotros nos hubieran convencido para que nos rindiéramos porque
dos de nosotros hubieran sido capturados. Porque el chip que
genera nuestros cálculos habría establecido que habría muchas
posibilidades de que eso solo empeorara las cosas. ¿Sabes que es lo
que habría hecho cualquiera de nosotros en vuestra situación?
Volví a negar con la cabeza. No quería dirigirle la menor
palabra a aquella criatura odiosa.
―Comenzar por los nuestros.
Neorex sacó una especie de boomerang de detrás de su
cuerpo, lo lanzó al aire y en su trayectoria, antes de que acabara por
volver a su mano, decapitó las cabezas del par de centinelas que
custodiaban a Dino y Luik.
―¿Y sabes que hubiera hecho después?
297
Cuando el androide hizo esa pregunta tuve una extraña
sensación de peligro que no tardé en confirmar. Por mucho que
comencé a correr hacia Neorex para que no volviera a lanzar su
mortífero boomerang al aire, lo hizo y se llevó por delante las
cabezas de Dino y Luik, que rodaron por el suelo mientras sus
cuerpos caían a plomo.
Aquella imagen me causó una impresión tan impactante que
me quedé helado en una especie de burbuja de la que costó
muchísimo salir. Me quedé paralizado ante la frialdad ejercida por
Neorex, ante la crueldad de sus actos, de su miserable respeto por la
vida, más próxima o más distante, más parecida o más diversa. Y
todo me pareció, por un momento, extrañamente irreal.
Cuando pude salir de aquella pesadilla y volver a la realidad,
seguí corriendo hacia Neorex. Ni siquiera pensé si eso sería bueno o
malo para la misión que me había encomendado Watson. Tan solo
quería acabar con él, con aquella dictadura artificial que solo se
basaba en un criterio: el de matar por el mero placer de demostrar
poder. Unos dos metros antes de llegar hasta él recibí un disparo
eléctrico por la espalda del que lo único que recuerdo son unas
tremendas convulsiones hasta quedarme inconsciente en el suelo.
298
―No, Neorex dio orden de que nos quiere vivos para que
veamos su última función…
―¿Dónde estamos? ―inquirí.
―En algún lugar de la Torre Fiefel. Nos han encerrado aquí
mientras esperan la llegada del resto de las colonias.
―¿Las colonias? ―no llegaba a recordar bien qué había
sucedido.
―Sí… Blanker ha resultado ser un maldito androide experto
en maquillaje que se infiltró en la colonia de Refer hace treinta
años… Pero eso las colonias no lo saben… y están viniendo hacia la
ciudad pensando que nosotros hemos les hemos dado la señal…
―Entonces debemos destruir la máquina con la que intoxican
la atmósfera ―afirmé totalmente convencido.
―¿Pero cómo? ―preguntó Sam―. Ni siquiera sabemos dónde
está…
―Yo vi algo cuando me trajeron aquí ―interrumpió Venus―.
Parecía ser una máquina muy grande… Tal vez sea lo que buscáis…
―Entonces tenemos que salir de aquí ―afirmé con rotundidad.
Sambrand cayó repentinamente al suelo y comenzó a sufrir
unos espasmos terribles.
―¡Centinelas! ¡Uno de nosotros se está muriendo! ―grité a
sabiendas de que Neorex había dado orden de mantenernos a todos
con vida.
El par de centinelas que nos custodiaban entraron en la sala.
Uno de ellos comenzó a comprobar las constantes vitales de Sam
mientras el otro nos apuntaba a Hexo, Random, Deelan y a mí.
Entonces, como habíamos planeado, Venus cambió la forma
de mesa en la que había metamorfoseado su luz a su apariencia
original, cogió una barra que ya previamente habíamos preparado y
golpeó sobre la cabeza del centinela que nos encañonaba. Cuando
éste cayó, el otro se dio la vuelta sorprendido y Sambrand le
zancadilleó hábilmente haciendo que también se precipitara contra
299
el suelo. Antes de que pudieran decir nada, Deelan y yo llenamos sus
circuitos de electricidad.
Salimos de aquella planta con el mayor de los sigilos y
comenzamos a bajar por la gigantesca Torre Feifel hacia la planta en
la que Venus recordaba haber visto la máquina que había descrito.
Por el camino usé el Collar Universal para saber dónde habían
escondido la Piedra Inagotable y la Vara del Sueño que me habían
requisado y también recogimos el resto de armamento.
En una de las plantas, una ya cercana a la posición que nos
había indicado Venus, salió a nuestro paso un grupo de centinelas.
Supongo que algún tipo de radar o señal nos hacía visibles en el
edificio, porque me dio la sensación de que ya supieran por dónde
íbamos a salir. Se desplegó entonces un ligero tiroteo que concluyó a
nuestro favor, por lo que pudimos seguir bajando las escaleras
aunque no sin evitar quitarnos de encima a todos los centinelas.
Llegamos hasta la planta de la máquina y bloqueamos la salida
para evitar la incómoda compañía de nuestros perseguidores. Tal y
como había descrito Venus, la máquina tenía unas dimensiones
asombrosas, tales que ocupaban buena parte de la planta. Hexo
estuvo analizando sus mecanismos, sus módulos, sus componentes,
y finalmente llegó a la conclusión de que lo mejor era destruirla.
―¡Entonces volémosla! ―añadió Deelan sacando varios
cartuchos de explosivo de su mochila.
Hexo advirtió que debíamos de estar lejos de allí para cuando
eso sucediera, ya que la máquina tenía una alta concentración de
gases de todo tipo que generarían una gran explosión que llevaría
pareja una espeluznante onda expansiva. Al estar la planta ubicada
en el primer tercio del edificio, calculó que no había que descartar
un posible derrumbe, por lo que, según sus palabras, “la explosión
debería producirse cuando estuviéramos ya a unos cuantos metros
del edificio”.
300
―Pero… ¿cómo vamos a poder hacer saltar esto por los aires
desde la distancia? ―pregunté a Hexo sin entender bien su
estrategia. Ni siquiera las granadas magnéticas funcionarían…
―Yo sólo pongo los cálculos, Iou ―respondió el androide―.
No entiendo de armas.
Aquello suponía un gran problema que debíamos resolver
rápidamente, pues el olor característico a metal chamuscado que
producían los láseres de los centinelas fue haciéndose cada vez más
evidente.
―Estamos jodidos… ―profirió Deelan―. Lo único con lo que
podemos mandar esto a la mierda es con los explosivos… pero la
mecha es demasiado corta…
―Hay que pensar algo rápido, chicos… los centinelas
desbloquearán la entrada en breve ―advirtió Venus.
El hedor a metal carbonizado comenzó a hacerse muy intenso.
―Yo lo haré ―Sambrand arrebató los cartuchos a Deelan y co-
menzó a pegarlos en distintas partes de la máquina.
―¿Qué estás haciendo, Sam? ―pregunté al grandullón
plateado.
―Neorex tiene razón en una cosa… ―respondió mientras
seguía adhiriendo cartuchos a lo largo de la máquina―. Los Bios no
podemos dejar que las emociones individuales dañen a los demás…
No podemos perder la esperanza de volver a caminar alguna vez por
Undoria porque alguien tenga que morir para hacer que esto
explote…
―Sambrand… Podrían hacerlo Random o Hexo… ―Deelan
intentó persuadir a Sam pero éste se negó a escuchar nada.
―No, Deelan. Todos sabemos que es la única opción de que
esto explote… Yo ya he perdido lo que más quería…―zanjó el
grandullón en referencia a su mujer y su hijo―. No tengo nada que
perder y Undoria sí tiene mucho que ganar. Iros ya, por favor.
―Sambrand, Random y yo también podemos hacer esto…
―sugirió Hexo con su suave forma de decir las cosas.
301
―No, Hexo ―el undórico sacó un paquete de cerillas y
encendió algunas de ellas como prueba―. Vosotros tenéis
habilidades que serán más necesarias que las mías a esta altura de la
misión… Soy el idóneo para hacer esto.
Como tantas otras veces desde que había empezado toda
aquella aventura, no supe bien qué decir. Sambrand, ese grandullón
plateado callado y bonachón, había decidido sacrificarse por el bien
de Undoria y así lo había expresado en su clara, corta y directa
forma de decir las cosas. Solo pude admirar la valentía que suponía
la elección de sacrificarse por el resto, por nosotros, por Undoria,
por las generaciones siguientes, por la esperanza… No todo el
mundo era capaz de algo así.
―Todos sabrán algún día lo que hiciste, Sam; te lo prometo
―dijo Deelan fundiéndose en un fuerte abrazo con el grandullón
que hizo que mis ojos se llenaran repentinamente de esa señal
emocional que son las lágrimas.
Una vez nos hubimos despedido de Sam, el cual siguió
colocando parte de nuestros cartuchos alrededor de la máquina,
Hexo localizó otra salida y por ella comenzamos a bajar escalones de
tal forma que llegamos a la planta base en un santiamén. Sin
embargo, y de forma totalmente inesperada, un grupo de centinelas
aguardaba en la entrada del edificio y nos cogió por sorpresa.
―¡Tirad las armas, Bios! ―dijo uno de los centinelas con una
voz totalmente electrónica.
Estábamos totalmente acorralados. Intenté pensar en varias
opciones, pero siendo realistas no nos quedaba más salida que tirar
las armas y rendirse. A no ser que quisiéramos morir con las botas
puestas, que también era otra opción. La verdad es que, llegado a ese
punto de la misión, un halo de desánimo se apoderó de mí. Estaba
humanamente cansado de tantos disparos, tantas idas y venidas, de
tantas muertes inútiles y de tanta tiranía.
Y fue entonces, justo cuando iba a tirar mi rifle al suelo y
pedirle a Deelan que hiciera lo mismo con su ballesta que, de
302
repente, y de forma tan imprevista que arrolló a una parte de los
centinelas, un vehículo blindado entró a toda velocidad a través de
una de las puertas acristaladas de la Torre Fiefel y comenzó a
disparar a los que aún quedaban en pie. Cuando el blindado frenó,
una de las puertas se abrió y de ella salió una enorme mano que
comenzó a hacer señales de aproximación y la cual reconocí al
instante.
―¡Boddah!
―¡Subid, Iou! ―dijo el kaleidoscópico, que llevaba puesto un
Collar Universal idéntico al mío.
Deelan, Venus, Hexo, Random y yo subimos al vehículo y
salimos de allí reventando parte de los pocos cristales que aún
quedaban. Boddah disparaba unos cañones tumbado desde una
especie de camilla mientras alguien desconocido se encargaba de
conducir hacia las afueras de Refer bajo la incesante lluvia de
disparos de los centinelas. Me agarré con fuerza al asiento, pues la
inercia nos empujaba hacia los lados como si fuéramos meros
muñecos inertes. A unos trescientos metros de distancia de la Torre
Feifel, un enorme destello se reflejó sobre las pocas ventanas
todavía intactas de los edificios colindantes. Fue tal la intensidad de
aquel repentino brillo que la atmósfera grisácea de Undoria adquirió
un tono blanquecino que todos contemplamos ensimismados desde
las pequeñas ventanas de aquel vehículo blindado. Tres o cuatro
segundos después, una sonora explosión dio pasó a una serie de
estallidos y detonaciones cuya reverberación pudo sentirse en los
respaldos de los asientos.
Deelan y yo nos encontramos con la mirada. No nos hizo falta
intercambiar palabras para acordarnos en ese momento de Sam. Fue
una de esas veces en las que una mirada supera cualquier lenguaje.
Los dos echamos de menos al grandullón plateado. Ninguno de los
dos podría olvidar su sacrificio. Uno que quedaría grabado en
nuestra memoria para el resto de nuestras vidas.
303
―Según mis mediciones, la atmósfera es ahora respirable para
los Bios ―apuntó Hexo―. Podéis quitaros los cascos cuando
queráis.
Así hicimos Deelan y yo al tiempo que Boddah desactivó la
protección de su Collar Universal. Los tres llenamos de aire nuestros
pulmones y lo exhalamos lentamente en un acto puramente reflejo.
La ligera luz de Hels, el sol de Undoria, comenzó a vislumbrarse en
forma de rayos entre las grietas de la neblina.
Algo más adelante, algunos grupos de androides de Quinta
Generación, cuyo parecido con los undóricos originales me pareció
sencillamente espectacular, fueron surgiendo desde algunos edificios
y acabaron por acoplarse en las calles formando grupos cada vez
más mayores. Todos ellos iban perfectamente equipados para el
combate y la formación de su conjunto adquirió un paso tan marcial
y ordenado que parecía el de un ejército especializado.
―¿Adónde se dirigen? ―pregunté al aire.
―Creo que van hacia las afueras de Refer ―mencionó
Deelan―. Allí hay varias salidas desde las galerías. Supongo que
saben que por allí saldrán la mayoría de undóricos.
Le indiqué al conductor anónimo ―o más bien al cuello de su
cazadora, pues lo llevaba levantado de tal forma que no se le veía
más que mitad de la cabeza― que se dirigiera hacia allí.
―Iou, pasaremos por allí, pero tenemos otro destino…
―respondió el conductor con una voz que me sonó extrañamente
familiar.
―¿¿Gas??
El hombre se giró varios segundos y dejó entrever el color
exageradamente rosado de sus mejillas y el perfil de su ancha nariz.
―Vaya, veo que te acuerdas de mí… ―ironizó Gasán.
―¿Pero cómo…?
―Si pudiera darte la mano, te la daría, pero…―La luna del
vehículo se llenó de datos digitales―. ¡Watson, nos dirigimos al
304
punto de encuentro! ¡Pero antes tenemos que hacer una parada! ¡Y
no es que me esté meando!
Volver a ver a Gasán me produjo una sensación de alivio
indescriptible. Desconocía cómo habría llegado hasta allí, pero me
pareció magnífico que alguien con sus capacidades se hubiera unido
al grupo. Sin duda sería de una gran ayuda.
Ya sobre la autovía, el vehículo plegó lo que hasta entonces
habían sido ruedas y comenzó a volar unos centímetros a ras de
suelo a la máxima velocidad. Cuando pensábamos que habíamos
salido indemnes del peligro que se estaba formando en Refer,
Boddah dio una señal de alarma: los centinelas nos seguían en un
par de vehículos blindados. Una ráfaga de disparos impactó sobre la
parte trasera haciendo que el vehículo se tambaleara hacia los lados.
Por suerte para todos, Gasán controló las sacudidas mostrando una
destreza al volante que me recordó su adolescente afición por los
automóviles.
―¡Cómo en los viejos tiempos, Iou! ―exclamó mirando hacia
una parte de la luna del vehículo en la que varias imágenes ejercían
de retrovisor, lo cual me pareció realmente futurista.
―¡No hay forma de cargarse a estos cabrones! ―gritó Boddah
con una forma de hablar totalmente distinta a la que tenía cuando le
habíamos dejado reposar en la nave―. ¡Gas, necesito que aumentes
el nivel de energía de los cañones!
Un par de pequeños misiles pasaron de largo y explotaron ante
nuestros ojos creando una cortina de humo que duró varios
segundos. Aquellos centinelas no pararían hasta matarnos a todos.
Probablemente no estuvieran programados para otra cosa.
―¡Deelan, cuando dé la señal abre la puerta y lanza un par de
granadas magnéticas al que va por tu lado! ―ordené al undórico, que
me respondió elevando el dedo corazón sobre su puño cerrado.
―¿A qué viene eso? ―le pregunté sorprendido ante el gesto.
―¿A qué te refieres? ¡Te estoy diciendo que me parece bien!
―exclamó Deelan desde el otro lado del vehículo ante lo que fue un
305
intercambio cultural totalmente inesperado. Contesté con el mismo
gesto y Venus no pudo contener la risa.
Cuando di la señal, tanto Deelan como yo abrimos las puertas
y soltamos un par de granadas que se fragmentaron al instante en
decenas de pedazos. Debido al efecto magnético, muchos trozos se
adentraron y explotaron en el interior de los vehículos haciendo que
los centinelas perdieran el control y chocaran contra la mediana.
Pensé que el problema habría acabado, pero no tardé en
darme cuenta de que varios vehículos más nos perseguían desde la
distancia. Y no eran pocos.
―¡Allí están los Bios! ¡Hay que ir hacia allí! ―indiqué a Gas
para que se saliera de la autovía.
Cuando llegamos a la altura de los undóricos, algunos de ellos,
los pocos que iban armados, comenzaron a disparar sobre los
vehículos de los centinelas que nos perseguían y consiguieron
hacerlos explotar. Aquellas llamaradas produjeron un
envalentonamiento masivo que incitó que muchos de los undóricos
quisieran ir hacia Refer para destruir a los androides y a sus
centinelas.
Al bajar del vehículo preguntamos rápidamente por Blanker.
Aquellos que encabezaban la colonia de Refer narraron que el
anciano acababa de irse y que todavía no podían explicar la
misteriosa velocidad con la que había salido corriendo hacia la
ciudad. Preguntamos también por Ádalen y el doctor Raiser, pero
nos dijeron que los más viejos habían preferido quedarse en las
galerías ya que, aunque habían intentado subir a la superficie, no
habían tardado en darse cuenta de que acabarían por ser más
obstáculo que ventaja.
Deelan comenzó a explicar la verdadera identidad del
proclamado monarca, pero, curiosa e inesperadamente, ninguno de
los undóricos de Refer pareció creer en su narración de los hechos.
Algunos de los que habían pertenecido a la “nobleza” a la que el
monarca se había referido intentaron refutar las palabras de Deelan
306
argumentando que ellos se habrían preocupado de darse cuenta de
que Blanker les había estado engañando. Me pregunté entonces por
qué iba a preocuparse alguien de si un androide autoproclamado
monarca había llegado a ser la máxima autoridad si, a diferencia del
resto de la población, la camarilla que rodeaba a Blanker vivía entre
algodones y sin más problemas que decidir el color de la tela que
debían vestir.
Sucedió entonces que algunos de los ancianos acusaron de
pronto a Deelan de formar parte de alguna conspiración, ya que
según ellos era sospechoso que hubiéramos pasado tanto tiempo en
Refer. Era obvio que aquello solo pretendía ser una excusa por parte
de los ancianos para retomar el protagonismo de su poder ahora que
Blanker lo había dejado vacío. Sin embargo, varios de los
desarrapados colonos de Refer fueron aproximándose y empezaron
a increparnos a todos los que habíamos salido del vehículo.
Desconozco que era lo que les hacía actuar así.
La cosa comenzó a ponerse fea cuando Greyso apareció con
su padre ―al que finalmente encontró en Refer― y varios colonos
de Toredo para respaldar la realidad; es decir, que nosotros no
pertenecíamos a ningún bando, ni grupo, ni mucho menos al del
enemigo común, sino que tan solo nos habían encomendado una
misión. Y que casi con total certeza, los integrantes de las dos
colonias estarían volviendo a respirar aire puro gracias a nosotros.
Agradecí a Greyso aquellas sinceras palabras, pero no sirvieron
de mucho. Varios de los colonos de Refer comenzaron a lanzarnos
palos y piedras y el arrebato se fue extendiendo entre los miembros
de la masa.
Deelan comenzó a gritar toda clase de improperios.
―¡Perros sarnosos! ¿No os dais cuenta de que nos hemos
dejado la piel y jugado la vida para que todos podamos vivir mejor?
¿Cómo os atrevéis ahora a tratarnos así?
307
Pero aquellas palabras solo enfurecieron más a los colonos de
Refer, que azuzados por el palabrerío tendencioso de los ancianos
ordenaban a Deelan que se callara y volviera al vehículo.
Greyso encolerizó y golpeó a un par de los colonos de Refer,
que respondieron con más puñetazos. Varios de los colonos de
Toredo observaron la agresión a Greyso y se aproximaron a toda
prisa a ayudarle. Entonces, de forma totalmente inesperada e
impensable, comenzó una batalla campal entre las dos colonias que,
teniendo en cuenta que los androides y sus centinelas se estaban
aproximando, no me pareció la mejor opción. El tumulto hizo que
perdiera de vista a Greyso.
Aprovechando la algarada, varios de los colonos de Refer
intentaron agredirnos directamente a Deelan y a mí instigados por
algunos de los ancianos, pero cuando vieron a Boddah salir del
vehículo se contuvieron rápidamente.
―¡Iou, hemos de irnos! ―avisó Gasán desde el asiento de
conductor―. ¡Watson dice que debemos salir cuanto antes! ¡Los
androides están a muy poca distancia!
Llevé mi mirada hacia Refer. Efectivamente, los androides y
sus centinelas se aproximaban por el horizonte como una marabunta
de insectos que devora todo a su paso. La primera línea era tan
extensa que se perdía de vista en uno de los laterales de mi ángulo
de visión. Debían ser decenas de miles. Todos armados hasta los
circuitos…
―¡Todos al coche! ―ordené ante el desesperante avance de
aquellos metales con “vida”.
Venus, Hexo, y Random entraron de nuevo en el vehículo con
la ayuda de Boddah. Deelan se aproximó pero no llegó a subir.
Parecía dudar entre venir con nosotros o quedarse.
―Hemos hecho lo que hemos podido, Deelan… Queda un
sitio en el blindado… Si no te matan ellos ―señalé a ambos grupos
de undóricos, los cuales seguían peleando―, lo harán los
androides…
308
―¿Cómo es el lugar al que vais, Iou?
―A eso no puedo responderte… Yo tampoco lo sé…
Ofrecí mi brazo al undórico para que subiera al vehículo en
caso de aceptar. Él divisó la proximidad de los androides en el
horizonte y luego llevó sus ojos hacia el tumulto de las colonias,
donde miles de undóricos seguían discutiendo entre sí.
―Undoria está acabada… ―reconoció Deelan.
Entonces, justo cuando el undórico hizo gesto de coger mi
mano, llegó hasta nosotros un estremecido grito femenino. Dos
undóricos de la colonia de Refer se habían resguardado bajo la
confusión del tumulto para intentar abusar de Shuna, la undórica de
la que Deelan me había hablado bajo los toldos del Parlamente de
Toredo.
El undórico salió corriendo hacia allí y se deshizo a puñetazos
de los dos violadores, cogió a Shuna de la mano y volvió hacia el
vehículo.
―No puedo dejarla aquí, Iou…
―Es pequeña, si nos apretamos seguro que cabemos todos
―confirmé sin barajar otra posibilidad que no fuera esa.
Tal y como entraron en el blindado, Gasán aceleró y nos
incorporamos otra vez a la autovía. Eché un vistazo través de las
ventanas y me encontré con el reflejo de los desproporcionados ojos
de Deelan. Un par de lágrimas rebosaron sus párpados y corrieron
por el carril de sus pómulos. Coloqué una de mis manos en su
hombro. Al parecer, la tristeza, el dolor y la sensación de desamparo
tampoco eran algo exclusivo de la Tierra.
―¡Centinelas! ―la imponente voz de Boddah nos sacó a todos
del somnoliento traqueteo.
Varios vehículos parecieron surgir repentinamente de la nada.
El kaleidoscópico comenzó a disparar los cañones, pero la ligereza
de aquéllos les dotaba de facilidad para esquivarlos a la vez que se
acercaban cada vez más.
309
―¡Gas! ¡O aceleras o nos cogen! ―gritó el gigantón desde el
asiento de armas.
―¡Boddah, esto no un avión! ―alegó Gasán.
De repente, la electrónica voz de Watson irrumpió de tal
forma que pudimos escucharle todos.
―¡Seguid recto alrededor de diez segundos y frenad en seco!
Gas contó los segundos mediante su reloj de pulsera y al
décimo frenó el blindado en y la inercia siguió desplazándonos unos
metros más hasta que de repente Undoria pasó a convertirse en el
interior de Watson. La puerta de la sala de embarque se cerró como
un resorte y varias explosiones se escucharon en el exterior. El
material de la puerta comenzó a transparentarse y a través de ella
contemplamos cómo nos distanciábamos de aquel planeta futurista
en el que la vida artificial había superado a la natural sustituyendo
chips y circuitos por neuronas, venas y arterias.
Nadie habló. Tan solo nos limitamos a observar cómo las
tropas de Neorex aplastaban a los undóricos hasta que Watson
solicitó que colocara la Piedra Inagotable en la Sala Infinita y nos
ordenó que nos sentáramos ante la inmediata salida de la atmósfera.
Así hicimos.
Cuando la nave se liberó de las garras de la gravedad de
Undoria y comenzó a surcar el océano ingrávido, los asientos nos
liberaron automáticamente. Watson pidió a Venus que enseñara a
Deelan, Shuna, Hexo y Random la que sería su casa durante los
próximos meses.
Gasán aprovechó para acercarse hasta mí.
―Me alegro de volverte a ver después de tanto tiempo, Iou.
―Yo también, Gas.
Me quedé mirando el rostro de Gasán con esa extraña
sensación que me producía el no recordarlo. Hasta entonces, y de la
misma forma que me había sucedido con Venus, su rostro había
aparecido en mis recuerdos como una mancha brumosa carente de
cualquier rasgo, de cualquier personalidad. En mis recuerdos, tal vez
310
de forma similar a como le ocurre a las personas ciegas, todo él se
había reducido a un timbre de voz.
―Watson me ha dicho que tienes períodos amnésicos… Pero
supongo que te acordabas de mi cara, ¿no? ―Gasán se señaló a sí
mismo―. No se ven negros albinos todos los días…
―La verdad es que solo recordaba tu voz, Gas… ―dije con
sinceridad―. Bueno, me acordaba de cosas concretas, pero no de
cómo eras físicamente.
―¿Tampoco recuerdas como me apodaban en el colegio?
Negué con la cabeza.
―Vamos… ¿No te suena de nada lo de Copito de Nieve?
Volví a negar. Podía acordarme de la antipatía que le
profesaban algunos chicos del colegio, pero no de cosas tan
específicas como las que me estaba preguntando.
―Pues sí, tenían un humor muy fino algunos cabrones del
colegio… ―Gas comenzó a reírse estirando sus gruesos labios de
raza negra que paradójicamente eran más rosados que los míos.
Me explicó que, de la misma forma que había sucedido con
Venus, Watson había usado partes de mis recuerdos, así como datos
que él había tomado en su hibernación cercana a la Tierra, para
plasmarlo en la Sala Infinita.
―Es extraña esta forma de vida, Iou… ―Gas hizo brillar su
luz y después la devolvió al estado normal―. Puedo sentir que estoy,
pero no que vivo…
―Yo también estoy teniendo una segunda oportunidad ―dije
en referencia al atropello que había sufrido en la Tierra.
―Lo sé… Me parece increíble que vaya a decir esto, pero…
―Gasán hizo una pausa y se llevó la mano a la frente― ¡Estuve en tu
entierro! Viajé desde una pequeña ciudad llamada Darmstadt, en
Alemania, solo para despedirme. ¿Y sabes una cosa? ¡Casi no llego a
tiempo!
311
La verdad es que me impactó que me revelara aquello, ya que
no habíamos vuelto a vernos desde la lejana época en la que
habíamos sido niños.
―Tampoco me hubiera levantado a regañarte…
Gasán soltó unas cuantas carcajadas ante aquella respuesta.
Por lo que pude comprobar su afición por el humor negro seguía
siendo tan espontáneo como cuando habíamos sido adolescentes.
Comencé a charlar con él acerca de Babellum, del cual le conté
lo que a su vez Venus me había contado a mí, pero respondió que
para entonces debía haber fallecido, pues no recordaba nada sobre
aquel asunto y ochenta años tampoco era una edad a la que llegara
todo el mundo.
―Entonces ya sé por qué impactó contra la Tierra ―dije
sonriendo en un intento por limar asperezas del pasado.
―¿No te parece increíble que hayamos podido comprobar que
hay más vida en el Universo? Es justo como habíamos considerado
cuando éramos niños…
Le quise hablar sobre Kaleidoscopya y sobre Boddah, pero me
explicó que ya sabía todo aquello porque fue el gigante quién le
recibió en la nave al salir en la Sala Infinita. También me explicó que
Watson había añadido en su cerebro kaleidoscópico un lenguaje tan
desarrollado como el nuestro mediante el cual podía expresarse a la
perfección. De la misma forma, también había añadido una
formación cultural que hacía que pudiera entender la realidad en la
que ahora se encontraba.
―En un par de días Boddah ha aprendido lo que las
civilizaciones tardan dos mil y pico años. ¿No te parece asombroso?
―preguntó Gas con la fascinación que le caracterizaba cuando algo
le impresionaba.
―La verdad es que todo me parece asombroso desde que
llegué aquí, Gas. Ni siquiera diferencio a veces entre lo real y lo
ficticio…
312
―¿No fue Shakespeare quién escribió aquello de “La vida es
sueño”?
―No, fue Calderón de la Barca… ―el profesor de literatura
que llevaba dentro no pudo evitar hacer el apunte.
―Bueno, pues Calderón… ―rectificó Gas con cierta
desgana―. La cuestión es que si eso es así, prefiero estar soñando a
estar dormido. Porque dormir sin poder soñar es como morir sin
haber vivido…
No pude evitar la sorpresa que me causó aquella última frase
de Gasán.
―Fuiste tú quién me regaló todos aquellos libros de poesía a
cambio de que le hiciera los deberes de matemáticas… ¿Tampoco lo
recuerdas? ¡Empiezo a sospechar que recuerdas lo que te interesa!
¡Como hacía mi santa madre!
La electrónica voz de Watson nos devolvió a la realidad del
entorno:
―Debéis ir a descansar, Iou. Los demás ya lo están haciendo.
Os despertaré un par de meses antes del siguiente aterrizaje para que
os dé tiempo a recuperaros.
Seguimos las indicaciones de Watson y nos dirigimos hacia la
sala dormitorio. Todos habían procedido a la hibernación. Incluso
Hexo y Random se desactivaron, pues según Watson sus circuitos
interiores lo agradecerían.
―¿Y Venus?
―Me pidió que desconectara temporalmente su haz de luz. Se
ha leído todos los libros y escuchado todos los discos que habéis
materializado en la Sala Infinita. La plasmación de Gasán consumió
energía imprevista, por lo que las materializaciones deben quedar
para más adelante, cuando absorba la totalidad de la Piedra
Inagotable de Undoria y calcule que aún queda algo de energía.
―Has hecho bien, Watson ―sostuve―. Venus siempre se pone
pesada cuando se aburre…
313
―Pues yo aprovecharé para leer y escuchar todos esos libros y
discos que tenéis por aquí… Ya he dormido lo suficiente…―afirmó
Gasán mientras hojeaba uno de los libros.
Me despedí de Gas y me acosté. Las luces fluorescentes fueron
apagándose lentamente hasta que solo quedó un resplandor que
difuminaba las siluetas de Boddah, Hexo, Random, Deelan y Shuna.
Desde la sala de mandos llegó hasta mis oídos el estribillo de la
canción The Universal de Blur, una de las favoritas de Gasán:
314
TIERRA 8
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sido desconocida para mí, se instaló súbitamente en mi cabeza.
¿Tendría algo que ver aquel mensaje con Carol? ¿O tal vez Samuel
Ofey lo habría enviado a más personas? ¿Por qué, según Carol, Ofey
no le había contado nada sobre ningún relato, novela o texto
semejante?
En cuanto al mismo Ofey… ¿Por qué había escrito sobre su
propia muerte? ¿Tal vez debido a algún tipo de recurso literario
para añadir algo de dramatismo a la obra?
En otra parte del relato, ya en las últimas páginas,
concretamente cuando Gasán aparece en ese supuesto planeta
llamado Undoria junto al tal Boddah, el astrofísico le dice que había
viajado desde Darmstadt para ir a su entierro. ¿Sabría Samuel Ofey
que Charles Gasán trabajaba en esa ciudad de Alemania y no en
otra? Ni siquiera yo, que me tenía como un investigador
concienzudo, había encontrado esa información por Internet. Más
tarde, sin embargo, supuse que quizás lo hubiera leído en alguna de
las revistas científicas a las que su mujer, según el relato, estaba sus-
crita.
Pero siguiendo con las preguntas… ¿Quién era Max? ¿De
dónde había salido? ¿Por qué estaba interesado en que todo aquello
se investigara? ¿Sabía algo sobre aquellos hombres que habían
intentado asesinarme que yo no supiera? ¿Quiénes serían aquéllos y
por qué querrían verme muerto? ¿Cómo se las habrían arreglado
para no dejar ningún tipo de rastro en el piso de Àlex ni tampoco en
el coche que habían usado para perseguirme? ¿Por qué tampoco
había ningún rastro en el coche que les había embestido? ¿Por qué
habría declarado la vecina de Àlex que había visto a uno de ellos
traspasar la puerta de su apartamento? ¿Eran los mismos tipos que
se habían encargado de tirotearnos en la cripta de la Sagrada
Familia? ¿Qué había sucedido en la cripta para que yo siguiera
pensando que estábamos allí cuando la realidad era que estábamos
en la estación de Sants? Y, por último… ¿Quién era aquel misterioso
hombre que parecía haber estado vigilándome en la plaza de
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Darmstadt y con el que había vuelto a topar en el aeropuerto de
Frankfurt?
Miré el reloj. Las varillas del salón del apartamento de Max
marcaban las 14:30. Había pasado parte de la mañana zambullido en
aquel misterioso relato y mi estómago comenzó a quejarse de no
haber probado bocado. Guardé el lector en mi abrigo y volví en
metro hacia casa de Carol haciendo una parada en una pizzería a la
que me había llevado alguna vez y que quedaba a pocos pasos de su
apartamento. Me senté en una de las mesas y pedí una cuatro
estaciones. Mientras esperaba, me entretuve leyendo uno de los
diarios de la competencia. En el apartado de sucesos un titular me
llamó la atención:
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En el mismo momento que llegó la pizza recibí una llamada
desde un número desconocido. Dudé entre si contestar o no, pero
mi profesión me impedía hacer lo segundo. Finalmente le di al
verde.
―¿Sí?
―¿Kevin?
―El mismo…
―Soy Serguéi, el amigo de Àlex, ¿te acuerdas de mí?
―Sí, claro…
―Àlex me dio tu número antes de… ―el Ruso no acabó la
frase―. Bueno… Ya he hablado con mi amigo, el contacto en
Rusia…
―¿Y bien?
―Hizo un seguimiento del mensaje con uno de los
ordenadores que manejan varios de los satélites rusos que hay
actualmente en órbita sobre la Tierra…
―¿Y?
―Las coordenadas espaciales de origen se volvieron locas…
También las temporales… Fue como si no existiera el mismo origen
desde el que se lanzó el mensaje. Una especie de paradoja relativa en
la que no hubiera tiempo ni espacio.
―¿Eso qué significa?
―No lo sabemos… ―reconoció Serguéi con su fuerte acento
ruso―. Es la primera vez que los dos vemos algo así… Es muy ex-
traño… Lo siento, pero no sabría decirte… Quizás alguna agencia
de inteligencia esté haciendo pruebas sobre nuevos tipos de
comunicación y todavía no haya publicado sus experimentos. Es la
hipótesis más convincente…
―Gracias por la ayuda, Ruso.
―Dáselas a Àlex de mi parte si vas al tanatorio, yo estoy
camino de Moscú y no podré despedirme. Él fue quien más empeño
le puso.
―Lo haré, no lo dudes ―prometí.
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―Då svidaniya.
Cuando colgué estaba hecho un lío. La información de Serguéi
sugería la posibilidad de ampliar la lista de actores de aquella
historia. Se trataba de una opción con la que no había contado, pero
la verdad era que si a alguien le podía interesar un mensaje enviado
desde otro lugar que no fuera la Tierra, esas eran las agencias de
inteligencia. De hecho, ahora era totalmente factible que aquellos
dos personajes de gafas y americanas oscuras que tenía tras mis
pasos pertenecieran, si no a una agencia de inteligencia, sí a algo con
un funcionamiento parecido. Sin dejar de rizar el rizo, conjeturé que
tal vez podría haber sucedido que alguna agencia se hubiera
equivocado al mandar algún mensaje experimental sobre
telecomunicaciones, pero aquello no encajaba con un relato como el
que Samuel Ofey había escrito. Una agencia así hubiera enviado algo
más del estilo de los mensajes que un año atrás podíamos leer todos
gracias a Wikileaks, no la obra de alguien que escribía sobre otros
planetas a la vez que de sus problemas personales.
Mientras degustaba el último trozo de pizza llegué a la
conclusión de que solo había una formar de resolver todo aquel
laberinto de preguntas. Saqué del bolsillo el papel con el número de
teléfono de Samuel Ofey y lo dejé sobre la mesa. En mi mano tenía,
aparte del teléfono, la posibilidad de descubrir de una vez por todas
quién era aquel profesor de literatura cuyo relato parecía provenir
misteriosamente de algún lugar que ni siquiera Serguéi y su contacto
ruso habían sido capaces de descubrir. Coloqué mi pulgar sobre las
teclas y comencé a marcar.
Sin embargo, la experiencia me decía que aquel modus operandi
no era el mejor. Al igual que me había ocurrido con Gasán, y antes
de él con otras personas a las que había querido investigar,
preguntarle a alguien para quien tú no eras más que un desconocido
no era la mejor opción para que acabara atendiendo tus peticiones.
Decidí que lo mejor sería hacerle una visita, tal y como había hecho
con su peculiar amigo de la infancia. Borré los números que hasta
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ese momento había escrito y los cambié por los de Carol. Estaba
cerca, así que le propuse que me pasara a recoger para que fuéramos
los dos juntos al tanatorio.
***
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―Pues jodido… Àlex no se merecía lo que le ha pasado…
Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que quienes hayan
hecho eso acaben pagándolo.
―No te preocupes… Te aseguro que les encontraremos…
―¿Tú crees que habrá algo después de la muerte, Max?
―pregunté sin poder quitarme de la cabeza aquel lugar.
―No lo creo, estoy seguro… ―respondió él con una
enigmática convicción―. Aunque tal vez no sea cómo tú esperas…
Carol salió de repente sugiriendo que era hora de volver a los
quehaceres cotidianos.
―Carol, este es Max… ―le presenté a medias, pues realmente
no sabía su apellido.
―Simplemente, Max ―añadió él dibujando una diplomática
sonrisa bajo sus anchas gafas de sol.
―Encantada ―dijo Carol ofreciendo su mano a modo de
saludo.
Max se giró de pronto excusándose por una llamada. Sin
embargo, me pareció extraño que su teléfono no hubiera sonado,
vibrado o que su pantalla tan siquiera se hubiera iluminado.
―En fin… He de irme. Las ocupaciones me reclaman
―afirmó introduciendo otra vez el teléfono en el interior de su tres
cuartos y desapareciendo tan rápido como había aparecido.
―Es un tío un poco raro, ¿no? ―dijo Carol después de que
Max se marchara.
―La verdad es que sí… Demasiado raro…
―¿De qué lo conoces?
No supe bien qué responder.
―Le debo un par de favores…
―¿A ese? ―Carol señaló hacia la nada, como si Max todavía
no se hubiera ido.
―Ya te contaré…
―Claro, tú siempre contarás… Pero nunca cuentas… ―se
quejó.
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Odiaba que Carol me tomara como alguien desconfiado, pero
era totalmente consciente de que lo contrario podría suponerle los
mismos graves problemas que me habían supuesto a mí desde que
había sabido de aquel relato titulado Plancton.
―Por cierto, ¿sabes dónde vive Samuel Ofey? ―demandé
mientras Carol abría la puerta de su coche.
―¿Para qué quieres saber eso? ―interpeló ella resistiéndose a
dar gratuitamente aquella información.
―El amigo que tenemos en común ha venido a Barcelona y
quiere darle una sorpresa…
Carol me miró de arriba abajo olisqueándome por encima con
su olfato de periodista. Yo sabía que si ella descubría un gesto en mí
que pudiera darle algún indicio de que le estaba mintiendo, se
negaría a darme la dirección. Sonreí y la miré diciéndole con mis
ojos que no le estaba mintiendo, sino protegiéndola de lo que
cualquier cosa que pudiera ocurrir.
―Vive cerca de la playa de Nova Mar Bella ―informó Carol
mientras escribía algo en un papel―. Aquí te he puesto la dirección
exacta.
―Gracias, Carol. Qué haría sin ti…
―Pero si vais hoy tendréis que ir después de cenar.
―¿Y eso?
―Los viernes por la tarde Sam suele ir a correr cerca de la
playa.
Recordé que Ofey, ya convertido en el Iou Plancton que
narraba el relato, había descrito cómo Venus, su mujer, le había
explicado que él había muerto hacía mucho tiempo, después de que
un coche le arrollara y se diera a la fuga. Aquello no dejaba de ser
una mera anécdota, pero por unos segundos un mal presentimiento
se apoderó de mí.
―¿Sabes si habrá salido ya? ―pregunté un tanto inquieto.
―No creo. Suele salir sobre las 20:00…
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Miré el reloj. Eran las 19:25. Me pareció una tontería, pero por
algún motivo que no dejaba de ser un tanto supersticioso, me reté a
mí mismo a llegar antes de que diera la hora para poder hablar con
él.
Carol me dejó a las 19:35 a la altura de mi coche. Desde allí me
adentré por la calle Lepanto y no tardé en incorporarme a la
Avenida Diagonal. Avancé hasta la rotonda que de la Plaza de Las
Glorias y seguí recto hasta la calle Bilbao. Desde allí bajé en
dirección hacia el mar y enlacé con la Avenida del Litoral, una larga
avenida que va paralela a la playa.
Miré la dirección exacta en la nota de Carol y no tardé en
aparcar frente al apartamento de Samuel Ofey, un gran bloque de
apartamentos que daba justo frente al mar. Miré el reloj cuando salí
del coche. 19:58. Corrí hasta el portal y busqué el timbre.
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―¿Sabe hacia dónde ha ido?
―Ni idea ―respondió la señora mirando hacia los dos lados
del paseo.
―Gracias. Voy a ver si le encuentro.
Volví al coche y comencé a dar vueltas por algunos callejones.
Cada cien metros desaceleraba la marcha y sacaba la cabeza por la
ventanilla intentando distinguir la silueta de algún corredor. Incluso
frené al lado de alguno preguntando por Samuel Ofey, pero ni
resultaron ser, ni tampoco hubo alguno que supiera algo sobre él.
Decidí que lo mejor sería llamar por teléfono y explicarle que quería
hablar con él, aunque una grabación con voz femenina me avisó de
que aquel número estaba fuera de cobertura o no disponible.
De pronto escuché el repetitivo sonido de una sirena que
comenzó a acercarse cada vez más. Miré hacia el final del callejón y
una ambulancia pasó a una velocidad increíble por la avenida. Un
repentino escalofrío llegó hasta mi nuca convertido en un mal
presagio. Aceleré y me incorporé a la avenida siguiendo aquella
ambulancia, la cual dejó el mar a su derecha y se adentró en uno de
los callejones paralelos al que yo había salido. Algo en mi interior
comenzó a gritar y a temerse lo peor.
Aparqué en uno de los laterales de la avenida y entré corriendo
en el callejón bajo la rancia luz de algunas viejas farolas. Varios
transeúntes, no más de cinco, se agrupaban a unos metros de la
ambulancia, separados por un cordón de los Mossos D’Esquadra que
les impedía acercarse más. Un par se llevaron las manos a la cabeza.
Al asomar mi cabeza vi a un hombre tirado en el suelo con
parte de la ropa y de la cara ensangrentadas. “¡Parada
cardiorrespiratoria!”, gritó uno de los profesionales y otro colocó al
instante varios aparatos sobre el cuerpo del herido. Mientras los
médicos aplicaban diferentes técnicas de reanimación volví la vista y
comprobé que a un par de metros había un pequeño charco de
sangre desde el que se iniciaba el rastro de unas pisadas que parecían
ser del mismo accidentado.
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―Perdone, ¿saben el nombre del herido? ―pregunté a uno de
los mossos que precintaba la escena del accidente.
―Lo siento, pero esa información no se la puedo dar…
―respondió.
Me acerqué de nuevo a los viandantes y les pregunté por el
nombre, pero tampoco nadie supo responderme. “Yo estaba
paseando el perro y me lo he encontrado ahí tambaleando… creo
que lo han atropellado ahí y ha vuelto a levantarse… al fondo se ha
ido un coche a toda pastilla… ha girado la esquina casi
derrapando… Creo que era el que le ha dado…”, relató uno de los
testigos visiblemente nervioso, pero aquello seguía sin resolver mi
duda acerca de la identidad del hombre que yacía sobre el suelo.
―¿Sabe si dijo algo? ―insistí.
―Me pareció escuchar algo ―afirmó el testigo―. Pero no re-
cuerdo…
―Intente recordar, por favor ―le rogué―. Es muy importante.
El hombre echó una de sus manos a la frente mientras con la
otra aguantaba la correa con la que sujetaba a su perro.
―Creo que dijo algo así como Venus… Pero no sé…
Me quedé helado. Tanto que por unos segundos tuve la
sensación de que se me parara el corazón. Los músculos de mi boca
se contrajeron y no pude articular palabra. Sentí un vacío en el
estómago que me dificultó la respiración. De alguna forma extraña y
misteriosa que se escapaba a mi comprensión de la realidad, toda
aquella secuencia estaba sucediendo tal y como Ofey había escrito
en Plancton. ¿Podía ser tal el poder de la casualidad?
Los médicos estabilizaron a Ofey y lo introdujeron en camilla
dentro de la ambulancia, la cual partió ante la atenta mirada de
todos. Corrí hasta el coche y me coloqué detrás hasta que al cabo de
unos diez minutos llegamos al Hospital del Mar. Los médicos se
llevaron a Samuel Ofey por la zona de urgencias y yo me quedé en la
sala de espera con la esperanza ―nunca mejor escrito― de que Ofey
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se recuperara y aquello quedara para la posteridad como mera
anécdota que recordaría los años siguientes.
Pero no, las cosas no fueron como yo hubiera preferido y
Ofey acabó muriendo esa misma noche de viernes a las 22:37. Una
parada cardiorrespiratoria irreversible debido a las lesiones que le
produjo el violento atropello fue la causa que según los médicos
acabó con su vida.
Hay quien dice que no se puede sentir verdadera lástima por
alguien a quien no se ha conocido, pero no fue mi caso con Samuel
Ofey. De hecho, sentí una desolación enorme ante su desaparición.
Pero sobre todo una frustración desbordante ante la idea de que, de
alguna forma rocambolesca y extraña, tal vez yo pudiera haber
cambiado aquel aciago destino si hubiera actuado de forma distinta.
Tal vez si le hubiera llamado y explicado que quería entrevistarme
con él no hubiera salido a correr, o lo hubiera hecho más tarde y
aquel coche ya hubiera pasado. Sin embargo, todo había sucedido tal
y cómo él había narrado en ese misterioso relato titulado Plancton.
Sobre las 23:00 llegó una mujer de rasgos orientales
acompañada de un pequeño séquito de familiares. Me imaginé que
sería Venus, la mujer de Ofey. Un médico salió para comunicarle la
noticia y todo adquirió un dramatismo evidente que no viene al caso
describir. Me hubiera gustado hacerle una serie de preguntas a
aquella mujer, pero evidentemente no era el momento más
adecuado.
Salí del hospital sobre las 23:15. Entré en el coche, saqué de mi
cartera la tarjeta de Charles Gasán y todavía sin arrancar le llamé
para avisarle de la mala noticia. Le expliqué que lo más probable era
que el entierro fuera el domingo, por lo que aún estaba a tiempo de
coger un avión. Me respondió que haría todo lo posible por estar allí
y que me llamaría nada más llegar.
Cuando arranqué conduje hasta el apartamento de Carol y le
informé de lo sucedido. Sabía, por lo que ella misma me había
contado, que los últimos días Ofey y ella habían tenido una relación
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amistosa en la que él había accedido a ayudarle con lo del reportaje,
pero jamás me hubiera imaginado ver a Carol tan rota como la vi
cuando le di la noticia. Aunque por otro lado, teniendo en cuenta la
cercanía en el tiempo desde la impactante desaparición de Àlex,
todo adquiría un tinte incuestionablemente trágico por el que yo
mismo me sentía perturbado como nunca antes. Tal vez la
exteriorización de mis sentimientos no fuera tan expresiva, o quizás
se debiera a intentar simular que no eran así, pero la única verdad es
que por dentro estaba tan fragmentado como ella.
Decidí quedarme también aquella noche en su apartamento.
La soledad no haría más que amplificar nuestros sufrimientos. Y
nuestros miedos.
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―Gracias ―respondió ella―. ¿Cómo me ha dicho que se
llamaba?
―Kevin… Kevin Carter.
―¿Y de qué conocía usted a Sam concretamente? No me
suena de nada su nombre.
―Bueno… ¿Le habló Sam alguna vez de Charles Gasán?
―Sí, claro. Era un amigo suyo de la infancia, ¿no?
―Así es… Pues yo soy amigo de Gasán… ―evidentemente
descarté la opción de confesarle que era un periodista que estaba
investigando un supuesto relato escrito por su marido―. Vendrá
desde Alemania para estar en el entierro de su marido.
―Ah…
―Perdone… ¿sabe si Sam estaba escribiendo algo? ―pregunté
intentando ser lo más natural posible.
―Pues la verdad es que no. Sé que estaba con sus clases…
―explico la mujer llevando sus bonitos ojos orientales hacia el
balcón, desde el que podía verse el mar―. Yo no vivía aquí desde
hacía unas semanas… La última vez que estuve fue ayer… vine para
hablar con Sam, pero tuvimos una gran discusión antes de que se
fuera a correr y… en fin, usted ya sabe lo demás…
La viuda de Ofey se levantó y señaló una mesa rodeada de
varias estanterías llenas de libros.
―El despacho de Sam se reducía a esta mesa y estos libros.
Aquí escribía sus cosas ―relató la mujer repasando sus ojos con un
pañuelo―. Compruebe lo que necesite. Yo voy a seguir recogiendo
que en poco tengo que marcharme.
―No se preocupe, yo también me iré en breve ―aseguré.
―Coja lo que quiera… Sam hubiera estado encantado de
poder regalarles sus cosas a sus amigos.
―Gracias, pero no vine para eso… ―agradecí―. Solo echaré
un vistazo.
La viuda de Ofey volvió a sus quehaceres y yo comencé a
inspeccionar aquel rincón. Ladeé la cabeza y leí los títulos de algunos
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de los libros que reposaban en las estanterías. Supuse que aquel
ecosistema literario habría sido en muchas ocasiones la materia
prima con la que Ofey impartía sus lecciones sobre interpretación de
textos. Llegué con la mirada hasta uno en particular que no pude
evitar retirar del estante: Robinson Crusoe.
Comencé a pasar páginas con gran avidez esperando encontrar
aquello que estaba buscando. Finalmente, una caligrafía ladeada
ligeramente hacia la derecha apareció manuscrita en una de las hojas
que antecedían al comienzo de la novela:
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ayudarme a esclarecer algunas cosas. De todos modos, no pude
evitar leer la última anotación que había escrita. Tal vez hubiera algo
allí con lo que poder mantener la antorcha de mi investigación
encendida:
é
á é í
í
í
332
á
á é é
í é
í ñ
¡ !
ñ
ó
333
¿Quién sería la mujer anónima a la que Samuel Ofey había
mencionado en esa breve entrada? ¿Tal vez Carol? ¿Era posible que
aquella amistad se hubiera convertido en algo más que lo que ella me
había contado? Por otro lado… ¿A qué se había referido Ofey con
“extrañas luces en el balcón”? ¿Sufría de algún tipo de alucinación
mental? ¿O tal vez los efectos del alcohol estaban pasando mella en
él?
Aproveché que el balcón del apartamento estaba abierto para
echar una ojeada, pero, aparte de las botellas vacías de todo tipo de
bebidas alcohólicas que se arrinconaban en una de las esquinas, no
había nada que escapara de lo objetivamente normal.
―Mi marido solía mirar el mar desde aquí a menudo ―afirmó
la joven viuda de Ofey mientras entraba al balcón―. ¿Ha encontrado
lo que buscaba, señor Carter?
―Sí… Ya me iba…
Venus me acompañó hasta la puerta.
―¿Puedo hacerle una pregunta un poco íntima, señora
Tsutsui? ―pregunté mientras llamaba al ascensor.
―¿Cómo de íntima?
No sabía cómo comenzar con aquella pregunta que tenía en
mente, pero necesitaba saber la respuesta. Era totalmente consciente
de que de aquello dependería mi percepción acerca de Plancton. De
cuánto tenía de ficción y cuánto de realidad. De cuánta parte era
sueño y cuánta vigilia. De cuánto podía creer y cuánto no.
―¿Por casualidad está usted embarazada? ―espeté sin más.
La mujer abrió sus ojos orientales de tal forma que por
momentos pasaron a ser occidentales.
―¿Cómo lo ha sabido?
Durante varios segundos no supe qué decir. Se me quedó la
lengua trabada y la cabeza comenzó a darme vueltas. Al final pude
reaccionar:
―Intuición… ―dije perfilando una sonrisa lo más espontánea
posible―. ¿Su marido sabía…?
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La mujer negó con su cabeza y varias lágrimas recorrieron la
línea de sus pómulos.
―A eso vine… Pero discutimos y luego…
―No se preocupe, estoy seguro de que Samuel también tenía
gran intuición… ―dije en un intento por confortarla antes de que la
puerta del ascensor se cerrara ante mí.
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pudiera instalarse. El astrofísico me agradeció el detalle de las llaves
y me invitó a que la próxima vez visitara su casa en Darmstadt. Le
devolví el agradecimiento y fui al encuentro con Max, que seguía
esperando apoyado sobre la pared. Desde allí corrimos hacia mi
coche, ya que un par de truenos amenazaron con convertir aquellas
primeras finas gotas en un chaparrón considerable.
―Torre Agbar ―dijo Max escuetamente y llevó su cabeza
hacia la ventanilla con cierto nerviosismo. Parecía intranquilo ante
algo que no daba la sensación que quisiera contar.
―¿Por qué llevas las gafas de sol si no hace sol? ―pregunté de
una vez por todas algo que querría haberle preguntado mucho antes.
―Costumbre ―respondió él sin dar más explicaciones.
Me integré a la avenida Diagonal en cuanto el tráfico me lo
permitió y a la altura de la Plaza de las Glorias la Torre Agbar nos
recibió con su colorido vestido de noche, en los que el azul y el rojo
iban y venían dando la impresión de que el edificio fuera unas veces
un enorme témpano de hielo y otras un volcán candente en plena
erupción.
Aparqué a pocos metros de la entrada principal, antes de llegar
al parking privado, en la misma calle Badajoz. Bajamos del coche y
caminamos discretamente hasta que llegamos a la puerta principal.
Max intentó abrirla, pero obviamente estaba cerrada.
―¿Pensabas que iba a estar abierta un domingo a estas horas?
―inquirí ante lo que me pareció un comportamiento un tanto
inocente.
―Espera aquí ―se limitó a responder y después comenzó a
rodear el edificio hasta que perdí de vista su figura.
Al cabo de medio minuto escuché algunos ruidos tras la puerta
y ésta se abrió de golpe. Max asomó parcialmente su rostro y me
indicó que le siguiera, haciendo caso omiso a mis preguntas sobre
cómo diantres se las había apañado para acceder al edificio y abrir la
puerta en tan poco tiempo. En el interior, la luz de las farolas se
colaba a través de una pared en forma de mosaico rojizo en la que se
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alternaban espacios opacos con otros translúcidos que permitían que
el amplio recibidor del edificio se iluminara en distintas franjas. Max
esquivó las franjas de luz con una agilidad que me pareció
extraordinaria. Le seguí y saltamos sobre una hilera de tornos,
semejantes a los que colocan en las estaciones de metro y que
parecían tener como finalidad registrar las entradas y salidas del
personal. De allí llegamos hasta un pasillo con varios ascensores y
Max me invitó a pasar dentro de uno en concreto. Pulsó el último
botón y aquel chisme comenzó a ascender a una velocidad tal que al
principio incluso sentí cierto vértigo. Nunca hasta entonces había
subido en un ascensor que pareciera ir propulsado.
Tras un doble sonido de campana, la pantalla destelló el
número 34 y las puertas se abrieron. Salimos a un oscuro y reducido
espacio abovedado en el que únicamente había una puerta. Max me
invitó a abrirla y a través de ella accedimos a una enorme estructura
de acero, dividida simétricamente en diversos ventanales, que se iba
doblando hasta formar una hermosa cúpula abierta desde la cual
podía observarse el cielo. Me acerqué al mirador y contemplé la
belleza nocturna de Barcelona. Desde allí podía verse la perfección
rectilínea con la que la Diagonal atravesaba la ciudad o las
emblemáticas torres cónicas ideadas por Gaudí para la Sagrada
Familia. Hacia el otro lado, más distante, el Mediterráneo se había
convertido en una masa negruzca sobre la que de vez en cuando caía
algún rayo cuyo trueno, al igual que su luz, renovaba al anterior con
cada vez mayor proximidad.
Todavía absorto ante el delicioso manjar óptico de aquel
paisaje, sentí una repentina vibración en el bolsillo. Alguien me
estaba llamando. Supuse que sería Carol contándome que habría
dejado a Gasán en mi apartamento. Sin embargo, cuando llevé los
ojos sobre la pantalla del teléfono leí un nombre totalmente
inesperado: “Max”. Al principio me pareció algo chocante teniendo
en cuenta que estábamos a pocos metros de distancia, pero no tardé
en atribuirlo a algún despiste con el que Max hubiera acabado por
339
pulsar alguna tecla de su teléfono sin darse cuenta. Pero cuando me
giré para contarle la curiosa anécdota, descubrí horrorizado que Max
me apuntaba con una pistola cuyo cañón estaba rematado por un
silenciador. Una sonora carcajada sonó mediante un eco reiterativo y
una figura, que no tardé en identificar, salió desde detrás del ar-
mazón abovedado que se levantaba en mitad de la cúpula. Se trataba
de uno de los dos hombres que me habían disparado en la brusca
persecución por las calles de Barcelona y que más tarde nos habían
perseguido hasta las columnas de la cripta de la Sagrada Familia.
Estaba claro que Max me había traicionado. En realidad había
sucedido algo peor que una traición: acababa de quitarse la máscara
con la que me había engañado desde el principio, desde la primera
vez que se había puesto en contacto conmigo. Entendí entonces que
el prestarme su apartamento, darme un nuevo teléfono o un sobre
lleno de dinero no habían sido más que suculentos cebos con los
cuales me había atraído probablemente para tenerme más
controlado. Y yo, como un auténtico idiota, me había fiado de aquel
hombre del que en realidad no sabía nada. Los cabos que hasta
ahora andaban sueltos comenzaron a unirse de pronto formando ese
tipo de nudos consistentes que uno solo ve cuando tiene las cosas
en sus narices. Ahora entendía cómo se las había apañado para hacer
la mudanza de mi apartamento tan rápidamente; o por qué siempre
había aparecido en el momento justo en el que me encontraba en
apuros; o a qué se había debido el que hubiera descubierto “casual-
mente” los localizadores que supuestamente alguien había colocado
bajo mi coche y en el collar de Pipo. Era posible, incluso, que
hubieran monitorizado todas mis comunicaciones a través del
teléfono, el cual, paradójicamente, Max me había proporcionado
para evitar eso mismo… Ahora comenzaba a desenmarañar el
misterioso encuentro en Darmstadt con aquel tipo que parecía
seguirme desde la distancia. No habían sido paranoias ni tampoco
producto de mi imaginación. Por lo que comenzaba a deducir, era
340
muy posible que por culpa de aquel teléfono hubieran estado al
tanto de mi viaje a Alemania.
―Dame el lector electrónico o tendré que disparar… ―ordenó
Max con una frialdad hasta entonces desconocida.
―¿Esto es a lo que te referías con eso de que casi todo tiene
ver con algo en algún momento y lugar determinados? ―pregunté
dolido ante aquella situación y sin otra opción que alargar mi brazo
para entregarles lo que querían.
―¿Hay más copias? ―inquirió Max arrebatándome el lector de
la mano.
―No… La del lector es la última, la original…
Aquel enigmático y persistente interés por el lector ―o más
bien por el relato que había dentro― me hizo comprender que Max
nunca había sido un improvisado ángel de la guarda o alguien que
realmente hubiera querido ayudarme, sino que más bien había
funcionado como el engranaje de una urdida y premeditada trama
con la que se habían asegurado que yo mismo acabaría
entregándoles la última copia. Ahora entendía por qué había
insistido tanto en que no hiciera muchas copias y que me abstuviera
de comentar la existencia de Plancton. Era justamente eso lo que
querían: que yo mismo fuera cerrando la circulación del relato para
ponérselo todo en bandeja de plata. Desde luego me habían enga-
ñado como a un tonto. Yo mismo me había metido en la guarida del
lobo creyendo escapar de él. En mi cabeza no dejaba de repetirse
que debía haberme fiado de la intuición sabuesa de Carol…
Tras una breve comprobación, Max estampó el lector contra el
suelo y pasó una de sus botas por encima haciéndolo añicos. Luego
tan solo se limitó a apuntarme con su pistola y a echar hacia atrás el
percutor. Entonces, justo cuando ya había dado por hecho que toda
aquella aventura sobre ese enigmático relato titulado Plancton estaba
a punto de terminar, sonó la doble campana del ascensor y sucedió
algo que describiría como cómico de no ser porque mi propia vida
estaba en juego: un tren de juguete apareció de repente desde la
341
puerta que daba acceso a la cúpula y comenzó a recorrer el
pavimento en dirección a nuestra posición. Cuando estaba
prácticamente bajo nuestros pies, Max disparó sobre la locomotora,
aunque inesperadamente ―pues estaba realmente cerca― el proyectil
no impactó en el juguete, sino que rebotó contra el suelo.
Aproveché ese momento para lanzar un puñetazo sobre su rostro,
pero de forma asombrosa e inaudita no llegué a golpearle y la inercia
me empujó contra el suelo. Intenté girarme lo más rápido que pude,
pero antes incluso de pensar en hacerlo escuché otro disparo
ahogado por el silenciador. El sonido de unos cristales
fragmentándose a unos metros me dio a entender que aquella
detonación también había acabado siendo una bala perdida.
Cuando me volví comprobé que todavía ondeaba un ligero
humo proveniente del cañón de la pistola de Max, la cual, para mi
sorpresa, acabó cayendo al suelo. La luminosidad de un rayo cercano
me ayudó a descubrir el motivo: un bastón alargado semejante al bō
que se usa en algunas artes marciales, afilado y de un color negro
brillante que parecía moverse, atravesaba su estómago desde la parte
baja de su espalda. Las facciones de su cara se había desencajado y
sus manos fueron hasta la vara en un intento por liberarse de ella,
pero finalmente postró sus rodillas en tierra y sucumbió ante la
magnitud de una herida que, en contra de lo que me decía mi
sentido común, no produjo el mínimo rastro de sangre.
Una figura extrañamente familiar se perfiló de pronto tras el
espacio que había ocupado Max, aunque la oscuridad de ese ángulo
de la cúpula no me permitió revelar su identidad hasta que la luz de
otro relámpago se reflejó sobre los ventanales dibujando parte de un
rostro.
―¿¿¿Max??? ―grité sin alcanzar a concebir nada de lo que
estaba sucediendo.
―¿Pensabas que esa mala copia era como yo? ―respondió él
con su característica sonrisa ladina al tiempo que extraía el bastón
afilado del cuerpo sin vida.
342
―Hubiera jurado que…
―A veces las cosas no son como pensamos que son, porque
no pensamos bien cómo las pensamos. ¿Qué te ha parecido lo del
tren? Supuse que entenderías que era yo…
―Eh… Sí, claro… ―balbuceé sin confesarle que en realidad
había llegado a la conclusión de que me había traicionado.
De pronto, el ayudante del primer Max que ahora yacía muerto
en el suelo sacó de su abrigo una vara semejante a la que el
verdadero Max había usado para matar a su “mala copia” y comenzó
a correr hacia mí de forma amenazante. El verdadero Max, el que
me había contado la historia del Santet y el trenecito en el cementerio
de Poblenou, me protegió mediante un hábil movimiento con su
bastón que me dejó fascinado por su velocidad. Así comenzó un
batallado enfrentamiento cuyo desarrollo adquirió una destreza
prodigiosa que presumí únicamente posible a especialistas muy
preparados. A cada embestida de su oponente, Max se defendía con
uno de los extremos de su bō y seguidamente convertía el otro
extremo en un ataque, el cual, a su vez, era defendido por su
oponente en un ciclo de ataques y defensas cuya habilidad en el
movimiento me pareció tan enredada que por momentos tuve la
sensación de que se tratara de una coreografía y no una lucha. Cada
vez que aquellas armas alargadas impactaban entre sí un haz de luz
iluminaba el interior de la cúpula con la misma intensidad, o incluso
más, que la de los relámpagos que reverberaban por encima de
nuestras cabezas.
Comencé a gatear en dirección a la puerta con la única
intención de salir de aquel caos de luces y sombras lo antes posible.
Por lo que había visto hasta entonces concluí que había serias
posibilidades de que Max perdiera aquel combate. De ser así no
quería estar allí para comprobarlo. No obstante, al pasar junto al
cuerpo sin vida de aquel que según Max no era más que una “mala
copia”, me encontré inesperadamente con su pistola. Estiré uno de
mis brazos y la recogí cuidadosamente. Aquello me envalentonó y
343
me dio las fuerzas suficientes como para alzarme del suelo, no sin
notar cierto tembleque en las piernas. Apunté con el arma al rival de
Max, pero las acometidas de los dos eran demasiado rápidas y yo no
podía permitirme el lujo de fallar. O, peor aún, de equivocarme de
objetivo.
Finalmente, y aunque el cuerpo no dejaba de tiritarme, eché el
percutor de la pistola hacia atrás esperando el momento oportuno.
Cuando Max y su rival bajaron momentáneamente sus armas para
darse una breve tregua, aproveché y apreté el gatillo disparando por
primera vez en mi vida contra alguien. Supuse que sería por eso que,
de forma totalmente opuesta a lo que había esperado ―o hubiera
preferido―, la bala no impactó sobre el cuerpo de aquel hombre de
americana, sino en un ventanal que había tras él, dando paso a una
sonora lluvia de cristales. Espantado, volví a echar el martillo de la
pistola hacia atrás y disparé por segunda vez rogándome a mí mismo
no fallar de nuevo. Pero increíblemente, y de alguna manera que al
principio me costó asimilar, el hombre siguió en pie sin inmutarse lo
más mínimo. La cuestión es que aquella segunda bala debía haber
salido por el mismo lugar que lo había hecho la primera, pues, en
caso contrario, debería haberse escuchado otra ráfaga de cristales
sobre el suelo. Y la cuestión, más chocante incluso, es que el cuerpo
del hombre ocupaba la mayor parte del ventanal que había estallado
en pedazos, por lo que las probabilidades de que la trayectoria de la
segunda bala hubiera seguido la misma que la de la primera debían
de ser realmente insignificantes. Y es que era prácticamente
imposible que yo, que acababa de disparar por primera vez en mi
vida, hubiera colado dos balas por el único minúsculo trozo de
cristal que había quedado libre de la corpulencia de aquel hombre.
Pero entonces solo quedaba una explicación, la cual era todavía más
inverosímil: que el proyectil hubiera atravesado su cuerpo sin que, de
forma totalmente ilógica, milagrosa y prácticamente sobrenatural, le
hubiera herido.
344
Para mi asombro, la respuesta a todas aquellas preguntas se
resolvieron cuando aquel misterioso hombre al que acababa de
disparar focalizó su mirada en mí y se deshizo de sus gafas de sol.
Tras los cristales tintados aparecieron un par de ojos llameantes de
un color azul intenso que me dejaron tan aterrorizado como un
polluelo que descubre la amenazante mirada de una serpiente. No
pude reponerme del estado hipnótico en el que aquel ser fantasmal
me dejó sumido hasta que Max me alertó de que debía tirarme al
suelo. Su grito desesperado entró por mis oídos y fue directamente
hasta mi cerebro devolviéndome a la consciencia. En ese momento,
una llamarada azul surgió de los ojos de aquel extraño ser hacia mi
dirección, pero el oportuno aviso de Max me ayudó a reaccionar
tirándome al suelo. El fogonazo me pasó unos centímetros por
encima, aunque no pude esquivarlo del todo y una llama perdida
impactó sobre mi brazo. Sentí una abrasadora e insoportable sensa-
ción de calor en la piel, pero curiosamente la manga de mi abrigo
parecía estar intacta.
Cuando levanté la cabeza comprobé aliviado que Max había
aprovechado ese momento de incertidumbre para atravesar con su
bastón el torso de aquella extraña criatura con forma de hombre,
cuyos ojos fueron apagándose, moribundos, hasta quedar
completamente sofocados. Max retiró el bastón y el cuerpo cayó sin
vida sobre el pavimento al tiempo que varios relámpagos palpitaron
sobre la cúpula de la torre. Luego se acercó hasta mí:
―Creo que te debo una explicación…
―Podrías comenzar por contarme qué es eso ―dije
refiriéndome al bastón revestido de un color negro que no dejaba de
moverse.
―Es una vara hecha con porciones de agujero negro, con tal
masa y densidad que ni siquiera la luz puede escapar de su atracción
fatal ―el bastón se volvió repentinamente más corto y Max lo
guardó en el interior de su tres cuartos―. Es una de las pocas armas
que puede acabar con un holonauta…
345
―¿Con holonautas te refieres a esas criaturas del suelo?
―pregunté aun pensando a qué se habría referido con lo de “agujero
negro”.
―Sí... dame la mano ―propuso Max y cuando la estiré para
estrechar la suya no sentí más que aire.
―¿Pero cómo…? ―balbuceé estupefacto―. ¿Tú también eres
uno de ellos?
―Sí… soy una holografía inteligente… ―reveló Max al
tiempo que llevaba su mirada sobre las luces de Barcelona―. Puedo
interactuar con cualquier materia siempre que no sea biológica... Por
eso puedo empuñar todo tipo de armas o conducir, pero no puedo
tocar a nadie ni nadie me puede tocar a mí.
Comencé a atar los cabos sueltos.
―¿Por eso no encontraron a nadie en aquellos coches del acci-
dente?
―Así es… Es muy fácil para alguien que está hecho de luz
poder elegir entre interactuar o no con la materia, siempre que no
sea biológica. Por cierto, fui yo el que embistió a tus perseguidores
―aclaró Max dibujando una de sus sonrisas ladinas bajo las gafas de
sol.
―¿Cómo sabías que pasaría por allí? ―pregunté con
curiosidad.
―El teléfono que te di lleva un localizador... ―reveló Max
aclarando las dudas que tenía sobre aquello―. Solo tuve que seguir la
ruta. No había otra forma de hacer las cosas si quería que no te
acabaran apresando…
Mi curiosidad por desentrañar todo aquel misterio se hizo cada
vez más grande.
―¿Eres algún tipo de prototipo de agente secreto o algo así?
La sonrisa sutil de Max se reflejó en uno de los ventanales de
la cúpula y desapareció por momentos cuando varios relámpagos
centellearon en el cielo.
―Podría decirse así…
346
―¿Por qué querían eliminar el relato de Samue Ofey?
―pregunté sin poder contenerme
Max sacó un pequeño tubo del interior de su tres cuartos y me
hizo mirar por el visor de uno de sus extremos. Dentro había un
mosaico de piezas de diferentes colores y formas.
―El Universo es como este caleidoscopio… ―afirmó Max
haciéndolo rodar para que las piezas de colores y tamaños diferentes
se multiplicaran simétricamente al final del prisma triangular―
…está lleno de fragmentos diversos cuya esencia es la misma. Todo
cambia dentro de unos límites, que son las reglas básicas. Todo es
diverso, pero a la vez idéntico. Todo proviene del mismo sitio...
―¿Qué tiene que ver eso con el relato? ―pregunté apartando
la mirada del visor.
Max removió el caleidoscopio y me invitó a mirar otra vez.
Sobre el prisma ya no había las típicas piezas de un
caleidoscopio, sino un fondo azul en el que miles de minúsculos
organismos se movían en suspensión sobre lo que parecía ser agua.
―¿Es plancton? ―interrogué, alejando mis ojos del
caleidoscopio de nuevo.
Max volvió a agitarlo.
―Vuelve a mirar ―propuso devolviéndome el pequeño tubo.
Cuando observé el interior del cilindro a través del visor, los
microscópicos organismos fueron transformándose poco a poco en
miles de estrellas, las cuales, al igual que el plancton anterior,
parecían vagar suspendidas sobre un líquido que varió
misteriosamente del azul al negro. Me pareció totalmente mágico
que desde lo más profundo de aquel caleidoscopio se pudieran
contemplar el más grande y el más pequeño de los espacios
conocidos.
―¿Sabes si el relato de Samuel Ofey llegó desde algún lugar
que no sea este planeta? ―pregunté sin rodeos ante las sospechas de
que Max ya conociera la respuesta.
―¿Recuerdas El beso de la muerte de Poblenou? ―interpeló él.
347
―Claro…
―Pues esto es lo mismo… ―dijo sin que yo llegara a entender
por qué se había referido a la escultura―. ¿Crees que si el joven
empresario Llaudet no hubiera fallecido habrías visto alguna vez esa
estatua?
―Supongo que no… ¿Pero eso qué tiene que ver?
―Y tanto que no ―aseguró Max rotundamente―. Pero es que,
además, si a Llaudet nunca le hubieran llegado los poemas de
Verdaguer, aquellos versos que leíste no habrían podido ser la
materia de inspiración de los escultores, con lo que muy
probablemente la escultura hubiera sido totalmente distinta. Y
posiblemente, si el maestro Barba no hubiera cedido el trabajo a
Fontbernat y al joven Artemi, también hubiera sido otra estatua la
que hubiéramos visto en el cementerio de Poblenou. Como te digo,
y aprovecho para responder a tu pregunta: todo tiene que ver con
algo en algún momento y lugar determinados. Porque todo es
indeterminación dentro de una gran determinación… Y si tú has
podido ver algo más allá, se lo debes a Samuel Ofey.
―Pero no entiendo Max… ¿Cuál es la finalidad de todo esto?
―Que lo que se narra en Plancton se reproduzca de mente en
mente, de persona a persona, para que no se pierda en un lector
electrónico escacharrado por la suela de alguien con oscuras
intenciones. ―Max me dedicó otra de sus ladinas sonrisas―.
Supongo que si te lo enviaron a ti es porque eres periodista…
Tras aquella frase tuve una extraña corazonada. ¿Podría ser
que el relato no me lo hubieran enviado a mí sino a Carol? No había
razón para descartar esa hipótesis, pues en realidad había llegado al
correo de la sección que compartíamos los dos, así que… ¿no era
más razonable pensar que fuera ella, que era quien había conocido a
Samuel Ofey, la destinataria concreta de aquel relato?
―Hemos de irnos ―avisó Max repentinamente separándose de
los ventanales en dirección a uno de los cuerpos de quienes él
denominaba holonautas.
348
El sonido de varias sirenas de policía llegó acompañado por el
estruendo de un trueno. Me asomé al mirador y no tardé nada en
distinguir sobre la Diagonal las luces de varios coches patrulla
seguidas por las de un camión de bomberos. Si no queríamos acabar
en el despacho del inspector Puig respondiendo a una incesante
retahíla de preguntas, teníamos que ir saliendo del edificio lo antes
posible.
Max colocó el pequeño caleidoscopio sobre el cuerpo inerte
del primer holonauta y éste fue absorbido de golpe por el cilindro
sin que dejara el menor rastro de su existencia. Luego se dirigió
hacia el otro individuo haciendo lo propio hasta que también su
cuerpo fue engullido por el tubo de juguete.
Justo cuando iba a hacer hincapié en la importancia de
marcharse de allí lo antes posible, se escuchó en la distancia el motor
del ascensor.
―¡Max, están subiendo! ¡Tenemos que salir ya! ―grité, aunque
no me pareció que aquello le preocupara mucho.
En ese mismo instante, arriba, sobre la cúpula, varias luces del
tamaño de una pelota de tenis descendieron repentinamente desde el
cielo posándose sobre el hueco del óculo de la cúpula. Las gafas de
Max se iluminaron repentinamente de un azul similar al de los ojos
llameantes de los holonautas y las luces salieron disparadas por
dónde habían venido. Max sacó otro par de gafas de su tres cuartos
y me indicó que me las pusiera. No entendí bien para qué, pero no
creí que fuera el mejor momento para ponernos a discutir sobre
aquella cuestión, así que me limité a ponérmelas. Seguidamente me
invitó a colocarme a su lado.
―Debes esperar el segundo envío de Iou, Kevin. Allí
encontrarás las respuestas que estás buscando ―afirmó
misteriosamente Max esbozando una de sus cálidas sonrisas.
Aquello me hizo recordar que en el correo electrónico, que
había sido el origen desde el cual había comenzado toda aquella
historia, el tal Iou Plancton que supuestamente había escrito el relato
349
―y que de alguna forma extrañamente incomprensible parecía ser la
misma persona que Samuel Ofey―, hablaba de un segundo envío. El
caso es que había una contradicción evidente, y es que, de ser
Samuel Ofey el escritor de toda aquella historia, jamás llegaría ese
segundo envío.
Un doble sonido de campana anunció la llegada del ascensor.
Miré a Max especulando con que quizás tuviera preparada alguna de
sus historias para contar a la Policía, pero tan solo se limitó a
levantar su cuello al tiempo que sus gafas se iluminaron de nuevo de
un azul intenso. Parecía no importarle lo más mínimo que nos
pudieran detener. Un estrepitoso alboroto no tardó en llegar desde
la estancia del ascensor. La Policía había accedido a la estructura
abovedada y no tardaría en aparecer. Entonces, de repente, justo en
el mismo momento en que asumí que acabarían por colocarnos allí
mismo las esposas sin más palabras que los derechos que se les
recuerda a los detenidos, una luz cegadora entró a raudales a través
del óculo de la cúpula invadiendo todos los rincones con tal
intensidad que en un instante todo se vio empapado de un blanco
arrollador e implacable que dejo a las cosas sin colores ni formas.
Todo desapareció ante mis ojos con la velocidad de un
chasquido de dedos.
350
TIERRA 11
Cuando abrí los ojos una luz fría entraba por las ventanas del
dormitorio de mi viejo apartamento, el de siempre. Me dolía la
cabeza y me sentía algo mareado. Pipo se apoyaba con sus patas
delanteras sobre un lado de la cama y me miraba con sus ojos de
carnero degollado. Me encontré algo desubicado, aunque supuse que
probablemente se debía al hecho de haberme acostumbrado a
despertar las últimas veces en el apartamento que Max me había
prestado por seguridad. Al parecer todo apuntaba a que me hubiera
quedado dormido, pues todavía llevaba puesta la ropa de calle. Lo
que no acababa de entender era cómo había llegado hasta allí desde
lo más alto de la Torre Agbar.
Me arremangué con cierto temor para examinar el estado de
mi brazo, que para entonces supuse que estaría inflamado del todo.
Sin embargo, cuando retiré la manga hasta el codo y el antebrazo
quedó libre de tela, no encontré la menor señal, rasguño o marca
que indicara que alguna vez hubiera habido una quemadura en esa
parte de mi cuerpo. Todavía intentando encontrar una explicación
racional a aquella curación milagrosa, sentí una ligera opresión sobre
mi estómago y descubrí, también de forma contraria a lo que
esperaba, que el lector electrónico seguía intacto. Sumergido en esa
realidad somnolienta de quién acaba de despertar, lo encendí y
comprobé que en la pantalla seguían escritas las líneas finales de
aquel misterioso relato titulado Plancton, tal y como lo había dejado
la última vez que lo había leído.
Una corazonada hizo que me levantara de la cama y fuera
directo hasta el armario. Cuando lo abrí constaté asombrado que mi
ropa, mis zapatos y algunas de mis toallas ocupaban el interior en
idéntica posición a como yo solía colocarlas. ¿Cómo había llegado
mi ropa de nuevo hasta allí? ¿Tal vez los amigos a los que Max se
351
había referido hubieran hecho la mudanza horas antes de lo
acontecido en la cúpula del rascacielos?
En un intento por aclarar aquella confusión que rondaba en mi
cabeza, llevé por casualidad la mirada hasta la mesilla de la cama. Allí
distinguí el manojo de llaves al cual había enganchado las del portal
y el apartamento de Max en el mismo momento en que éste me las
había dado; pasé las llaves una a una, pero incomprensiblemente no
estaban ninguna de las dos. Sencillamente habían desaparecido.
Anduve hacia la cocina y en la encimera encontré una nota de
Gasán en la que sentía no haber podido despedirse debido a la
pronta partida de su avión de regreso y me agradecía la estancia
invitándome a volver a Darmstadt en una alguna otra ocasión.
Le puse algo de comer a Pipo y salí del apartamento en busca
de lo que de repente se había convertido en un desconcierto
preocupante. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender,
algunas cosas, puntualmente aquellas que hacían referencia de algún
modo a Max, estaban siendo muy diversas a lo que yo tenía dentro
de mi cabeza, a cómo había ocurrido todo.
Mientras bajaba por la escalera decidí que lo más adecuado
para resolver todo aquel embrollo mental era desplazarme hasta la
base de la Torre Agbar, pues allí debía seguir mi coche, la llave del
cual, por otro lado, sí seguía estando en el manojo de llaves. Sin
embargo, mi asombro llegó a la cumbre cuando descubrí que mi
pequeño utilitario estaba aparcado justo enfrente del portal de mi
apartamento. Aquello también desafiaba directamente a mi propia
memoria, ese muro dónde colgamos los cuadros de nuestro día a
día. La cosa era que, siguiendo con la metáfora, los cuadros que yo
recordaba eran otros a los que ahora mismo estaba viendo. Alguien
parecía haberlos cambiado de sitio y eso no me causaba la menor
gracia.
Rodeé con cierta ansiedad el vehículo recordando la
persecución por parte de quienes Max había definido como
holonautas. El círculo agrietado que había quedado en la luna trasera
352
debido al impacto de la bala sería, según mi razonamiento, el cuadro
que pondría de nuevo orden a todo aquel muro confuso y borroso
en que se había convertido mi mente. Pero cuando examiné
afanosamente el cristal, comprobé que no había círculo, ni grietas, ni
señal alguna que verificara que por allí hubiera traspasado algo
alguna vez. Aquella revelación me dejó seriamente aturdido. Mi
cabeza me decía una cosa y la realidad me estaba diciendo otra
totalmente contraria. Nunca antes en toda mi vida me había sentido
así. Todo adquirió, de repente, un extraño halo onírico que parecía
querer invitarme a rendirme ante las evidencias con las que había ido
topando desde que había despertado. Entré en el coche y me dirigí
hacia el apartamento de Max en busca, más que de las respuestas
sobre aquel relato titulado Plancton, de mí mismo.
353
Aquella respuesta me dejó estupefacto, pero no me di por
vencido.
―¿Quién vivía aquí antes de ellos si no es mucho preguntar?
―Nadie. Es la primera vez que lo alquilo desde que falleció mi
esposa. Me fui a otro sitio porque me traía demasiados recuerdos…
―explicó amablemente el hombre dejando la caja en el suelo―. Pero
de eso hace ya como un año… ¿No te habrás equivocado de portal,
muchacho?
Me hubiera encantado que aquel hombre tuviera razón y que
toda aquella extraña confusión se debiera a uno de mis innatos
despistes, pero la cuestión era que sabía que no era así. Recordaba
perfectamente el número del portal, la arquitectura del rellano, el
modelo de ascensor e incluso la apariencia de la puerta que aquel
hombre entornó antes de volver a recoger la caja del suelo.
―Creo que tiene usted razón… Me he equivocado sin darme
cuenta… ―mentí siendo consciente de que explicarle el enredo
mental en el que me encontraba sería totalmente inútil―. Perdone
las molestias.
―No te preocupes, chico. A veces creemos que las cosas son
como pensamos, pero no siempre es así ―afirmó el hombre antes de
que me despidiera de él y volviera sobre mis pasos.
En el rellano del portal una joven pareja rogaba a los mozos de
mudanza que tuvieran cuidado con unas cajas concretas al tiempo
que las introducían en el ascensor.
354
historias que allí me había contado acerca de personas de Barcelona
de las que nunca hubiera sabido nada de no ser por él; el misterioso
acontecimiento en la sacristía de la cripta de la Sagrada Familia, el
cual había quedado registrado de por vida en una noticia perdida de
un periódico local; la accidentada muerte de Samuel Ofey, que a su
vez había resultado ser tal y cómo se narraba en el relato escrito por
quien en principio no era más que un personaje literario llamado Iou
Plancton; la extraña conexión entre aquél y Carol días después de
haber recibido el correo; el futuro hijo de Venus Tsutsui y Samuel
Ofey que inexplicablemente se narraba en Plancton aun cuando era
del todo imposible que Samuel Ofey lo hubiera sabido; la engañosa
suplantación de identidad de uno de los holonautas que había
conseguido hacerme creer que era Max; la súbita presentación de
éste tras la surrealista aparición del trenecito de juguete; la
asombrosa e iluminada lucha entre Max y los holonautas mientras la
tormenta caía con fuerza sobre la cima de la Torre Agbar…
Algunos coches me pitaron en uno de los semáforos. El disco
había pasado ante mí del rojo al verde, pero me quedé inmerso en
algún resquicio de mi mente en el que, inesperada e
incomprensiblemente, lo ficticio parecía estar convirtiéndose en real
y lo real en ficticio. El caso es que todo lo que tenía que ver con
Max, que yo consideraba totalmente real, parecía estar
difuminándose paulatinamente sin dejar rastro más allá de lo que
manejaba entre mis recuerdos. En cambio, todo lo relacionado con
Plancton, que obviamente yo había tomado desde el principio como
algo literariamente ficticio, parecía contener porciones de la realidad
que por si fuera poco parecían haber sido escritas antes de que
sucedieran. Era como si alguien las hubiera narrado desde un tiempo
en el que las cosas todavía no hubieran sucedido pero no tardaran
en suceder. Algo que me pareció tan fantasioso y contradictorio que
preferí subir el sonido de la radio para no dar más pábulo a un
posible trastorno.
355
Cuando llegué a la redacción fui rápidamente al encuentro con
Carol. Como no podía ser de otro modo, tecleaba poseída ante el
monitor del ordenador en una inagotable lluvia de dedos que no
cesó hasta que me vio.
―Podrías haber llamado… ―dijo con cara de pocos amigos―.
Gasán y yo te estuvimos esperando en el apartamento, pero como
no dijiste nada le dejé allí y me fui.
―Estuve algo ocupado…
―¿En algo que pueda saberse o en una de tus investigaciones
secretas? ―el punzante sarcasmo de Carol denotaba su enfado.
―Estuve con Max y se nos hizo algo tarde… ―expliqué
esperando analizar la reacción de Carol, que no fue otra que girar su
cabeza hacia mí y examinarme de arriba abajo.
―¿De qué Max hablas?
Aquella pregunta corroboraba que algo extraño estaba
sucediendo.
―Max… Te lo presenté en el exterior del tanatorio… en el
velatorio de Àlex… ¿recuerdas? Me dijiste que te parecía un tipo
raro.
―Kevin, no sé de quién hablas… Y sabes perfectamente que a
mí no se me olvidan las presentaciones ni las caras. Creo que te estás
confundiendo… Cuando salimos del tanatorio simplemente nos
fuimos ―aseguró Carol de forma tan inequívoca que tuve la
sensación de estar volviéndome loco.
―¿No te suena alguien de unos cuarenta, más o menos de mi
altura, complexión atlética, vestido con un tres cuartos y con unas
gafas de sol de esas que llevan los moteros?
―Kevin, no insistas, me estás asustando… ―afirmó Carol con
su característica mirada escrutadora puesta sobre mí―. Por cierto, el
director quiere verte.
―¿Qué quiere?
―Seguro que nada bueno… ―respondió Carol devolviendo su
mirada a la pantalla y comenzando de nuevo la lluvia de dedos.
356
Subí hasta el despacho del director, pero la cortinilla abatida
daba a entender, en el lenguaje de las cortinillas, que estaba ocupado
y que era mejor no molestarle.
Decidí esperar en el recibidor leyendo uno de los ejemplares
del día dispuestos sobre una mesa de cristal. El diario no decía nada
nuevo: corrupción en gobiernos y ayuntamientos, masacres contra la
población civil de algunos países del tercer mundo, revoluciones en
los pueblos afectados por los gobiernos corruptos…
Seguí pasando las hojas y llegué hasta la sección de sucesos:
357
La puerta del despacho se abrió repentinamente y de él salió
un hombre de unos sesenta pulcramente acicalado sin ofrecer el
menor tipo de saludo. Repiqueteé con mis nudillos sobre el cristal y
el director me dio permiso para entrar desde el otro lado.
―Toma asiento, Kevin ―propuso el director mientras
guardaba algunas carpetas en un fichero. Después también él se
sentó―. Supongo que habrás acabado con el reportaje de
investigación, ¿no? Necesitamos rellenar páginas como sea. Ese que
has visto salir es el mayor accionista de la empresa y no está muy
contento con los resultados precisamente…
―Yo tampoco estoy contento con el hecho de cobrar menos y
trabajar más, pero es lo que hay ―dije en un arrebato de sinceridad.
―Bueno… Aquí nos pasa lo mismo a todos… ―alegó el
director en la que me pareció una respuesta desfachatada y cínica
teniendo en cuenta que él cobraba aún más que en el contexto
anterior al de la crisis y sobre todo sabiendo que habían despedido a
casi una decena de compañeros por causas económicas―.
Entonces… ¿de qué va el reportaje que tenemos?
De repente se abrió una luz entre tanta oscuridad.
―Le quería preguntar una cosa… ¿Usted con quién habló
concretamente acerca del reportaje?
―Pues realmente no lo sé. Alguien me llamó por teléfono y
me aseguró que había una buena historia que investigar en un
documento que tú tenías en tu poder…
Aquel “alguien” me supuso un alivio mental. Significaba que lo
que Max me había contado acerca de esa llamada era real. Y eso, a
su vez, solo podía significar que Max también lo había sido.
También deduje que el hecho de aquella llamada anónima no habría
sido motivo suficiente para que el director le hubiera dado tal
importancia.
―Esa persona anónima le hizo una transferencia de una
cantidad de dinero, ¿no? ―apunté con cierto descaro.
―Bueno… sí, una cantidad módica...
358
―¿Y dónde está ese dinero? ―pregunté sin ningún tipo de
reparo.
―Se destinó a gastos del periódico… ―la mirada del director
adquirió una tonalidad entre sorpresiva y amenazante. Me pregunté
qué significaría exactamente aquella frase de “gastos del periódico”,
concepto que obviamente era muy abstracto. También me pregunté
si realmente aquel hombre que rozaba los sesenta creía que me
chupaba el dedo.
―Entonces, ¿quiere saber qué he descubierto? ―pregunté
arrellanándome en el acolchado de la silla.
―Claro, soy todo oídos…
Saqué el lector electrónico de mi abrigo y lo coloqué sobre la
mesa.
―En ese lector hay un relato escrito por alguien que lo envió
desde algún punto del Universo que no es la Tierra.
―¿¿Qué?? ―el entrecejo del director estuvo a punto de salirse
de su rostro―. ¿Y cómo se supone que sabes tú la procedencia de
ese relato que dices?
―Estuve hablando con un hacker ruso amigo de Àlex… Fue
él quien me dijo que había algo extraño en el origen del envío
después de consultar con alguien en Moscú que se dedica a las
comunicaciones, los protocolos y los satélites.
El director me miró como si le acabara de hablar en chino ―o
más bien en ruso―, pero yo seguí hablándole acerca de Iou
Plancton, de la posibilidad de que se tratara de alguien llamado
Samuel Ofey, el cual había fallecido hacía pocas horas. Le expliqué
que en el relato se describían cosas que Ofey no podía haber sabido
de ninguna manera, como si de alguna forma hubiera sido capaz de
anticiparse en el tiempo o, algo que incluso sería más inconcebible
todavía: haberlo escrito después de morir.
Las facciones del director parecían cada vez más desencajadas,
pero yo seguí contándole con detalle todo lo que me había sucedido
durante la semana anterior: la persecución de aquellos desconocidos
359
de americana y gafas de sol, la protectora aparición de Max, el
inexplicable acontecimiento en la cripta, el inusitado interés de
aquellos que me hostigaban por eliminar cualquier rastro sobre el
relato, el afán de Max en que se conociera la historia tras lo
acontecido en la cúpula de la Torre Agbar… Otras, evidentemente,
las omití a sabiendas de que el cerebro del director podría
cortocircuitarse del mismo modo que había ocurrido con el mío.
―¿Y por qué se supone que debería conocerse esa historia que
me estás contando? ―preguntó de repente el director.
―En Plancton se narra la posibilidad de que haya otros planetas
muy parecidos a la Tierra u otros que, teniendo sus peculiaridades,
sean esencialmente semejantes a éste en el que usted y yo vivimos
―respondí sorprendiéndome a mí mismo, pues hasta entonces no
había considerado todo aquello con la tranquilidad oportuna―.
Supongo que debe de ser por eso… Es como una especie de
mensaje que viene a decirnos que no estamos solos…
―¿Y eso a quién le importa? ―preguntó el director echando el
respaldo de su asiento hacia atrás.
Aquella pregunta me dejó estupefacto.
―¿Cómo que a quién le importa? Saber si existen otros
planetas parecidos a la Tierra, en los que las sociedades también se
hayan desarrollado de forma parecida, es una de las grandes
cuestiones de la Humanidad…
El director echó un par de carcajadas al aire.
―A mí lo único que me importa es el aquí y el ahora. Y sólo sé
que las cuentas de esta empresa no salen como deberían porque los
redactores no estáis haciendo las cosas como toca… ―arguyó el
director con una objetividad que dejaba mucho que desear―. Lo
siento, Kevin, pero esto es un periódico serio…Exceptuando a unos
pocos, a nadie le interesaría lo más mínimo tu investigación… No
estamos para perder el tiempo ni malgastar el papel.
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―Pero he invertido muchas horas en esto… ―me defendí
pensando que incluso me habían disparado―. ¿Qué voy a hacer con
el relato?
―No lo sé, tampoco es algo que me preocupe demasiado
―respondió secamente el director antes de que en el despacho se
formara un silencio nada halagüeño.
Recogí el lector y volví a meterlo en mi abrigo temiéndome lo
peor.
―Siento comunicarte que no me queda más remedio que tener
que despedirte por razones económicas… ―el director se levantó,
abrió la puerta y puso cara de circunstancias, aunque por mucho que
intenté comprenderlas, no encontré circunstancias por ningún lado.
―Casi todo tiene que ver con algo en algún momento y lugar
determinados ―dije reproduciendo la frase que Max tantas veces me
había repetido―. Espero que El Continental encuentre alguna vez ese
algo. Me acabo de dar cuenta de que yo ya lo he encontrado.
Había entrado en el despacho del director con una historia
bajo el brazo, ilusionado por poder publicar todos los entresijos que
se narraban en aquel misterioso relato por el cual me habían
acosado, disparado e incluso quemado, y salí de él sin trabajo y con
la pesada losa que significaba para mi autoestima que el director me
hubiera responsabilizado directamente de la mala marcha del
periódico. Pero por alguna razón difícil de entender, y a diferencia
de lo que se suponía lógico, me sentí mucho más liberado que
abatido, que es como supuestamente se debía sentir alguien recién
despedido. Tal vez fuera debido a que era la primera vez que extraía
algo positivo de una situación adversa, de la cual yo no me sentía el
causante. Y eso, de alguna forma, hizo que me sintiera libre.
Recogí mis cosas de la mesa frente a la que había redactado,
telefoneado, informado, contrastado y seleccionado noticias los
últimos cinco años de mi vida y me despedí de Carol y de los demás
compañeros. Cuando pasé por el que había sido el departamento de
Àlex no pude evitar recordarle. Me arrepentí de no haber
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respondido a su pregunta sobre qué era lo que se narraba en
Plancton. Gracias a él había comenzado toda aquella historia, de la
cual hubiera dado lo necesario por cambiar la trágica parte que le
había tocado, pero por desgracia, y a diferencia de lo que sucedía
con la ficción, la realidad no ofrecía la posibilidad de volver a
reescribir páginas ya pasadas.
Cuando salí al exterior de las instalaciones del periódico, un sol
radiante me recibió con los rayos abiertos. El frío siberiano de la
semana anterior había dejado paso a un tiempo primaveral que
anticipaba el inevitable cambio de estación. Los pájaros estrenaban
sus melodías sobre los nuevos peinados de los árboles y un ligero
viento protegía del entusiasta calor solar. Inmerso en aquella
estampa coloreada por la luz del sol, me cuestioné por primera vez
en mi vida la posibilidad de que, tal y como Iou Plancton ―o Samuel
Ofey― había narrado en Plancton, otro sol acariciara la piel de otro
ser en algún otro planeta que no fuera la Tierra. Y si tal vez aquél
estuviera preguntándose, al igual que hacía yo en ese mismo
instante, si habrían nacido otras vidas lejanas bajo el calor de otras
estrellas como la que yo ahora mismo estaba contemplando. Y
entonces, de repente, todo adquirió una lógica existencial que nunca
antes me había planteado. Como si las piezas de un enorme puzle
hasta aquel momento invisible hubieran encajado súbitamente de tal
forma que aquellos pájaros, aquellos árboles y aquel viento se
hubieran hecho más audibles, más visibles, más palpables. Como si
pudiera capaz de percibir y apreciar sus trinos, sus sombras o su
frescura. De alguna forma, asombrosa y maravillosa, me sentí, de
repente, parte de todo aquel engranaje mágico y desconcertante que
es la vida, en todas sus dimensiones.
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en el que se adjuntaba el relato de Plancton. Pensé en Max y su
repentina desaparición. ¿Cómo carajo quería que diera a conocer
aquel relato si él había sido el primero en evaporarse de tal forma
que parecía que nunca hubiera existido? Porque Max había
existido… ¿no?
Todas las pistas que conducían de algún modo hasta él se
habían desvanecido repentinamente. Sin embargo, el director me
había confirmado que había hablado con alguien anónimo por
teléfono en relación a la investigación de Plancton, lo cual coincidía
con lo que me había comentado Max en nuestra visita al cementerio
de Poblenou. De todas formas, ¿podía saber de algún modo
totalmente certero si aquel que había telefoneado al director era Max
y no otra persona? ¿Cómo podía saber yo si aquella voz anónima de
la que había hablado el director era la de Max? Hubiera sido así o
no, la cuestión es que alguien más sabía de la existencia de Plancton y
se había molestado en llamar a la redacción para convencer al
director de que aquella historia debía ser indagada, lo cual, por otro
lado, significaba que no me había vuelto loco, ni que todo hubiera
pertenecido al resultado de un mero sueño condicionado por la
lectura del relato. Ahora bien, ¿cómo podía demostrar a los demás
que aquella historia, de la cual yo había dudado desde el primer
momento como buen escéptico que me consideraba, tenía todos los
números de ser más real que ficticia? Y lo que era más importante…
¿cómo podía demostrármelo a mí mismo?
Decidí dar un paseo para airear un poco mi cabeza y de paso
aprovechar el dinero que me quedaba en comprar algo de comer
para Pipo y para mí. De camino hacia el supermercado, me pregunté
si en Kaleidoscopya, Undoria u otros planetas habría seres
inteligentes que disfrutaran con la compañía de otros más simples.
Me pregunté por qué no iba a ser así y entonces me di cuenta de que
Plancton sí me había condicionado en cierta forma. Al menos en lo
referido a preguntarme cosas que nunca antes, hasta entonces, se me
había ocurrido preguntarme.
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Media hora después, cuando volví al apartamento y abrí la
puerta, Pipo me recibió con los mismos gestos intranquilos de la vez
en la que ni siquiera había hecho caso a su juguete preferido. Tan
alterado estaba que comenzó a ladrar desde el pasillo en dirección al
salón. Aquello me inquietó hasta tal punto que dejé las bolsas de la
compra en el suelo y cogí el perchero de madera que había en el
recibidor. Estaba completamente seguro de que Pipo habría visto a
alguien que muy probablemente todavía permanecía allí, pues no era
un perro que malgastara sus ladridos. Sin embargo, cuando entré al
salón y encendí la luz, no encontré a nadie más que a mí mismo
reflejado en uno de los espejos.
Dejé el perchero en el suelo y me tiré sobre el sofá en un
intento por relajarme. Justo en ese momento mi mirada se alineó
con la mesa y sobre ella descubrí la silueta cilíndrica de un objeto
que no recordaba haber puesto allí. Me levanté para observarlo
mejor. No supe bien cómo digerir aquello, pues no daba crédito a lo
que estaba viendo, incluso sentí cierto temor al tocarlo y examinarlo,
pero luego todo se transformó en un mar de tranquilidad tan
abrumador como el que se expande sobre la Luna, la cual pude
avistar desde el ventanal del balcón en todo su esplendor. El caso es
que el caleidoscopio de Max había aparecido repentinamente en el
salón de mi apartamento sin ninguna explicación racional. Al
principio me estremecí ante el hecho de no poder explicar con un
mínimo de coherencia cómo habría llegado hasta allí, pero pronto
me serené pensando que aquel caleidoscopio era la pieza clave que
faltaba en todo aquel extraño puzle metafísico en que se había
convertido Plancton, el fragmento que unía todas las demás piezas en
una sola formando un conjunto dotado de una realidad
conmovedora y palpitante que me permitió ver, de repente, más allá
de los cuerpos celestes que parpadeaban a través de los cristales del
balcón.
Me senté, encendí el ordenador y comencé a escribir la historia
que acabas de leer. Todo lo demás, si lo hay, es ficción.
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