Los Tipos Duros No Bailan PDF

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Esta

brillante novela, tenebrosa y de fuerza sorprendente, narra la historia de Tim


Madden, escritor fracasado adicto al bourbon, los cigarrillos y las rubias casquivanas
y adineradas en el escenario de arbustos y dunas de Provincetown, cargado de la
crudeza y melancolía de la población fuera de temporada. Cuando se cumplen 24 días
del abandono de su esposa, Tim Madden amanece con resaca, una acentuada
excitación sexual y un nombre del pasado tatuado en rojo en el brazo. Apenas
recuerda nada de la noche anterior. De pronto descubre que el asiento del
acompañante de su Porsche está empapado de sangre y que, en un bosquecillo
cercano, en un rincón semioculto de su escondrijo de marihuana, hay una cabeza
rubia cercenada por el cuello.
¿Será Madden un asesino? La narración se centra en la violencia física, sexual y
emocional mientras asistimos a los esfuerzos de Madden por reconstruir aquella
espantosa noche. A raíz de la investigación, se perfilará retratada con fuerza una
galería de personajes estrafalarios: ex boxeadores profesionales, adictos al sexo,
médiums, timadores, policías, una antigua novia desencantada y el mismísimo padre
de Madden, baluarte de la más estricta moral.
En esta novela, un Normal Mailer en su mejor momento emprende una búsqueda
implacable entre los recovecos y virtudes ocultas del americano moderno: rara vez se
han explorado tan a fondo las paradojas del machismo y la homosexualidad.

ebookelo.com - Página 2
Norman Mailer

Los tipos duros no bailan


ePub r1.3
Titivillus 29.04.2019

ebookelo.com - Página 3
Título original: Tough Guys Don’t Dance
Norman Mailer, 1985
Traducción: Francesc Roca

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Epílogo
Apéndice y agradecimientos
Sobre el autor

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¿Será la niebla? ¿Serán las hojas muertas? ¿Serán los difuntos? ¿Serán los
atardeceres de noviembre?

James Elroy Flecker

Hay errores tan monstruosos, que no es posible arrepentirse de ellos…

Edwin Arlington Robinson

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Al amanecer, si la marea no había cubierto los bajíos, me despertaba a veces el


griterío de las gaviotas. Cierta mañana particularmente mala, me sentí como si
hubiera muerto y aquellas aves devoraran mi corazón. Más tarde, mientras yo
dormitaba un poco, la marea subiría y cubriría la arena con la misma rapidez con que
se extienden las sombras por la montaña al ponerse el sol. Muy pronto las olas
chocarían contra el terraplén, debajo de la ventana de mi dormitorio, y su vibración se
transmitiría en un santiamén del muro de cemento hasta lo más íntimo de mi ser.
«¡Pías, pías…!», harían las olas al golpear el terraplén; era como estar solo en un
carguero, en alta mar.
Ciertamente, estaba solo, pero en mi cama, y me despertaba en la triste mañana
del día que hacía veinticuatro desde que mi mujer me dejó. Aquella tarde, todavía
solo, empezaría a celebrar la vigésima cuarta noche. Y, al parecer, lo hice por todo lo
alto. En los días que siguieron, cuando buscaba una pista que me permitiera
comprender las cosas horribles que me habían sucedido, intenté en vano perforar los
bancos de niebla que envolvían mi memoria a fin de recordar qué había hecho
durante la noche de aquel vigésimo cuarto día.
A decir verdad, casi no podía recordar nada de lo que sucedió después que salté
de la cama. Debió de ser un día como tantos otros. Hace tiempo me contaron un
chiste: un hombre va por primera vez al médico y éste le pide que le describa sus
actividades diarias. El paciente empieza: «Me levanto, me lavo los dientes, vomito,
me lavo la cara…». «¿Vomita cada día?», le interrumpe el médico. «¡Claro, doctor!»,
responde el paciente. «¿Usted no?».
Pues ese hombre era yo. Por la mañana, después del desayuno, no podía encender
un cigarrillo. Así que encendía uno y le daba la primera calada, empezaba a vomitar.
Las sórdidas consecuencias de haber perdido a una esposa se iban adueñando de mí.
Hacía doce años que intentaba dejar de fumar. Como dijo Mark Twain —¿quién
no lo había oído alguna vez?—: «Dejar el tabaco no cuesta nada: lo he hecho cientos
de veces». Llegué a pensar que era yo el autor de la frase, porque lo cierto es que lo
había intentado infinidad de veces; en una ocasión aguanté un año, en otra, nueve
meses, en una tercera, cuatro meses. Una y otra vez dejaba el tabaco, lo hice en
cientos de ocasiones a lo largo de los años, pero siempre volvía a fumar. Más pronto
o más tarde, soñaba que estaba encendiendo una cerilla, que acercaba la llama a la
punta del cigarrillo, que aspiraba ansiosamente la primera calada, como si en ello me
fuera la vida. Sentía que el deseo —un ser diabólico atrapado dentro de mi pecho que
pedía a gritos un poco de humo— se había apoderado nuevamente de mí. ¡Al diablo
los buenos propósitos!

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¡Qué bien sé lo que es estar dominado por un vicio! Una bestia me tenía agarrado
por el cuello, y sus órganos vitales se habían instalado dentro de mis pulmones.
Luché contra aquel demonio doce años, y a veces logré derrotarlo. Pero por lo
general las victorias eran terribles para mí, y también para quienes me rodeaban.
Porque cuando no fumaba, tenía un humor de perros. Mis reflejos parecían
concentrarse en el lugar donde solían encenderse las cerillas, y mi mente perdía ese
barniz de sensatez que hace que nos mantengamos serenos (por lo menos, si somos
americanos). Cegado por la angustia que me causaba no fumar, era capaz de alquilar
un coche y no darme cuenta de si era un Ford o un Chrysler. En cierta ocasión,
durante uno de los períodos en que había dejado de fumar, hice un largo viaje en
coche con una chica, de la que estaba enamorado, llamada Madeleine, para pasar un
fin de semana en casa de un matrimonio que deseaba cambiar de pareja. Los dejamos
muy contentos. De vuelta a casa, Madeleine y yo nos peleamos, y el coche se estrelló.
Madeleine sufrió graves lesiones internas. Yo volví a fumar.
Yo solía decir que es más fácil renunciar al amor de tu vida que dejar de fumar, y
lo cierto es que estaba convencido de la verdad de esta afirmación. Pero un buen día
del mes pasado, hacía de eso veinticuatro días, mi mujer me dejó. Hacía veinticuatro
días. Y aprendí algo más acerca de lo que es estar dominado por un vicio. Tal vez sea
más fácil renunciar al amor que al humo, pero cuando se trata de decir adiós a una
relación de amor-odio… ¡eh, qué adecuado resulta este concepto, tan caro a los
psiquiatras, la relación de amor-odio!, diantre, que se acabe tu matrimonio puede ser
tan duro como dejar la nicotina, e incluso provoca una sensación muy semejante,
porque puedo asegurar que al cabo de doce años había llegado a odiar el tabaco casi
tanto como a una esposa amargada. Incluso la primera calada de la mañana (que por
el extático placer que me daba me había parecido en otro tiempo la prueba más
patente de la imposibilidad de dejar de fumar) se había convertido en una serie de
toses convulsivas. Únicamente quedaba el hábito, pero éste es siempre una firma
estampada bajo la última línea de tu alma.
Y esto, justamente, es lo que ocurrió con mi matrimonio ahora que Patty Lareine
se había ido. Aunque en otro tiempo la había amado a pesar de conocer todos sus
horribles defectos —incluso cuando fumábamos como demonios felices y
despreciábamos con un encogimiento de hombros el pensamiento de que el cáncer de
pulmón podía estar aguardándonos al cabo de unas décadas—, nunca había dejado de
intuir que Patty Lareine podría muy bien ser la causa de mi ruina al doblar la curva de
cualquier tarde traicionera; la verdad es que la adoraba. ¡Vete a saber por qué! Tal vez
el amor nos hace salir de nosotros mismos. Pero de eso hacía años. Para ser franco,
los dos llevábamos más de un año tratando de librarnos del otro. Odios cada vez más
íntimos habían renunciado al fin. Tras doce años de lucha, me sentía libre del hábito
más arraigado que había tenido en mi vida. Pero esta sensación sólo duró hasta la
noche en que me dejó. Aquella noche descubrí que perder a mi esposa era un trago
mucho más amargo.

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Yo no había fumado en todo el año que precedió a su marcha. En consecuencia,
nos peleábamos como el perro y el gato, pero me consolaba pensando que al menos
había derrotado al tabaco. ¡Vana esperanza! Dos horas después de la marcha de Patty
saqué un acortador de vida de un paquete que se había dejado olvidado, y al cabo de
un par de días de dura batalla volvía a fumar como un carretero. Desde que se fue,
mis días se iniciaban con una tremenda convulsión espiritual. ¡Santo Cielo, qué
miserable me sentía! Y es que el hecho de volver a fumar había despertado en mí con
fuerza incontenible la antigua ansia por Patty Lareine. Cada cigarrillo olía en mi boca
como un cenicero, pero no era el alquitrán lo que inhalaba, sino más bien mi propia
carne chamuscada. Ése es el aroma del pesar y la añoranza.
Bien, como ya he dicho, no recuerdo lo que hice durante el día vigésimo cuarto.
Lo único que recuerdo es lo mucho que tosí tratando de tragarme el humo del primer
cigarrillo. Luego, cuando ya me había fumado cuatro o cinco, solía tranquilizarme,
como si se hubiera aplicado un cauterio a lo que (con muy poco respeto hacia mi
persona) había llegado a considerar la herida más terrible de mi vida. Deseaba a Patty
Lareine de un modo que nunca hubiera podido imaginar. Durante aquellos
veinticuatro días hice todo lo posible por no ver a nadie, no salí de casa, apenas me
aseé, bebí muchísimo, como si el whisky, y no el agua, fuera el motor del gran río de
nuestra sangre. Estaba, en fin, confundido y destrozado.
En verano el trance por el que pasaba hubiera resultado más evidente para el resto
de los mortales, pero estábamos a finales de otoño, los días eran grises, el pueblo se
hallaba desierto, y muchas de aquellas tardes cada vez más cortas de noviembre una
pelota lanzada en un extremo de nuestra calle Mayor (una típica y estrecha calle
Mayor de Nueva Inglaterra) hubiera podido recorrerla en toda su longitud sin
tropezar con nada, ni una persona, ni un vehículo. El pueblo se había recogido sobre
sí mismo, y el frío, que medido con un termómetro no puede decirse que resultara
intenso (pues la costa de Massachusetts es, según el mercurio, menos gélida que las
graníticas colinas del oeste de Boston), era, no obstante, un húmedo frío marino
impregnado de esa escalofriante sensación de vacío que acompaña a las historias de
fantasmas. O a las sesiones de espiritismo. Por cierto, Patty y yo asistimos a una de
estas sesiones a finales de septiembre, y sus consecuencias fueron desconcertantes:
corta y ominosa, terminó con un alarido. Sospecho que una de las causas de la
marcha de Patty fue que algo intangible, pero evidentemente repulsivo, se introdujo
en nuestro matrimonio a partir de entonces.
Después que se fue, el tiempo permaneció invariable durante una semana. Los
fríos y monótonos cielos de noviembre se sucedían uno tras otro. El pueblo se iba
volviendo gris a ojos vistas. En verano había allí treinta mil personas, cifra que se
doblaba los fines de semana. Se diría que todos los vehículos de la zona de Cape Cod
se habían dado cita en la carretera de cuatro carriles que llevaba hasta nuestra playa.
Provincetown era entonces tan variopinto como Saint-Tropez, y al llegar la tarde del
domingo estaba tan sucio como Coney Island. Pero en otoño, cuando todos se habían

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ido, nuestro pueblo mostraba la otra faceta de su ser. Ahora la población no pasaba de
treinta mil a sesenta mil almas de un día para otro, sino que se reducía a su honesto
sedimento, tres mil personas, y en las vacías tardes de los días laborables cualquiera
hubiera dicho que el número de sus habitantes no pasaba de treinta, entre hombres y
mujeres, y que todos estaban escondidos.
No creo que haya otro pueblo como el nuestro. Si os resultan insoportables las
multitudes, la marea humana que lo invade en verano podría acabar con vosotros. Por
otra parte, si sois incapaces de soportar la soledad, vuestra alma podría llenarse de
pavor durante el largo invierno. Martha’s Vineyard, a menos de setenta kilómetros al
sudoeste, ha presenciado la formación de montañas y su erosión, el crecimiento y la
retirada de océanos, la vida y la muerte de pantanos y grandes bosques. Los
dinosaurios vivieron en Martha’s Vineyard, y sus huesos se fundieron con las rocas.
Los glaciares también hicieron acto de presencia: primero empujaron la isla hacia el
norte, y luego, como si fuera un transbordador, tiraron de ella de nuevo hacia el sur.
En Martha’s Vineyard hay fósiles que tienen más de un millón de siglos. Sin
embargo, el extremo norte de Cape Cod, donde se levanta mi casa, la tierra en que
vivía —ese prolongado arenal curvilíneo lleno de arbustos y dunas que se retuerce
sobre sí mismo formando una espiral en la punta del cabo—, había sido formado por
el viento y el mar tan sólo durante los últimos diez mil años. Poco más de una noche
en tiempo geológico.
Tal vez por eso Provincetown es tan hermoso. Concebido en una noche (incluso
juraría que fue engendrado en el curso de una oscura tormenta), sus bajíos todavía
brillaban al amanecer con la húmeda y profunda inocencia de la tierra que recibe la
caricia del sol por primera vez. Década tras década llegaban artistas a pintar la luz de
Provincetown, y se comparaba a nuestro pueblo con las lagunas de Venecia y los
marjales de Holanda, pero el verano se acababa y casi todos los pintores nos dejaban,
y el largo invierno de Nueva Inglaterra, gris y pesado como la ropa interior de lana,
gris como mi estado de ánimo, venía a visitarnos. Recordaba entonces que aquellas
tierras sólo tenían diez mil años de antigüedad, y que nuestros fantasmas carecían de
raíces. No teníamos los viejos fósiles de Martha’s Vineyard para apaciguar a cada
espíritu; no, no había lugar donde domiciliar a nuestros espectros, que vagaban
arrastrados por el viento a lo largo de las dos largas calles de nuestro pueblo, las
cuales se curvaban siguiendo la bahía como dos solteronas cogidas del brazo
paseando camino de la iglesia.
Si esto es una muestra sincera de mis pensamientos durante aquel día, el que
hacía veinticuatro, es evidente que me sentía introspectivo, destrozado, dolorido y
atormentado. Veinticuatro días pasados sin una esposa a la que amas y odias y —por
qué negarlo— temes, son suficientes para que la desees con toda la fuerza ciega del
hábito. ¡Cómo aborrecía el sabor del tabaco, ahora que había vuelto a fumar!
Creo que aquel día fui andando hasta la otra punta del pueblo y luego volví a
casa… a su casa… Patty Lareine la había comprado con su dinero. Anduve cinco

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kilómetros siguiendo la calle del Comercio, y otros tantos de vuelta, mientras caía
aquella tarde gris, pero no recuerdo con quién hablé, ni si fueron muchos o pocos los
que pasaron en coche y se ofrecieron a llevarme. No, sólo recuerdo que caminé hasta
el extremo más alejado del pueblo, hasta donde se alza la última casa, justo en el
lugar de la playa donde los Padres Peregrinos desembarcaron en América. Sí, porque
no fue en Plymouth, no, donde lo hicieron, sino aquí. ¡Cuántas veces me he
imaginado la escena! Tras cruzar el Atlántico, la primera tierra que vieron los
Peregrinos fueron los farallones de Cape Cod. En esta costa el oleaje, al romper,
alcanza con facilidad una altura de tres metros. En los días que no sopla el viento hay
un peligro todavía peor, los veleros pueden ser arrastrados por la fuerza de las mareas
hasta encallar en los bajíos. En la costa de Cape Cod la causa de los naufragios no
son las rocas, sino las arenas movedizas. ¡Qué profundo terror debió de invadir a los
Padres Peregrinos al oír el incesante golpeteo del oleaje al romper! ¿Quién osaría
acercarse a aquella costa con barcos como los suyos? Viraron al sur, pero el blanco
arenal desierto se mostraba implacable: ni señal de una rada. Sólo playa y más playa.
Así que pusieron rumbo al norte y, tras un día de navegación, advirtieron que la costa
giraba hacia el oeste y seguía curvándose hasta tomar la dirección del sur. ¿Qué
sorpresas les depararía aquella tierra? Navegaban hacia el este y habían recorrido ya
las tres cuartas partes del camino que siguieron antes hacia el norte. ¿Estarían
circunnavegando una oreja del mar? Doblaron la punta, y echaron ancla a su abrigo.
Era un puerto natural, tan protegido, ciertamente, como el interior de una oreja
humana. Bajaron los botes y remaron hacia la playa. Una placa conmemora el
desembarco. Está en el lugar donde empieza el rompeolas que protege los marjales
del otro lado del pueblo de las acometidas del mar. Allí termina la carretera, de modo
que los turistas que quieren llegar hasta la punta del cabo acaban su viaje en coche en
el lugar donde desembarcaron los Padres Peregrinos. Unas semanas más tarde,
después de soportar un tiempo muy malo y llegar a la convicción de que en aquellos
arenales había poco que cazar y menos que cultivar, levaron anclas y cruzaron la
bahía hacia el oeste, rumbo a Plymouth.
Sin embargo, aquí es donde desembarcaron, llenos del terror y la exaltación de
encontrarse en una nueva tierra. Y era nueva, ciertamente: ni siquiera tenía diez mil
años. Un arenal, ¿cuántos fantasmas indios turbarían su sueño durante las primeras
noches de su acampada?
Siempre que voy paseando hasta esos marjales de un verde esmeralda al otro
extremo del pueblo, me acuerdo de los Peregrinos. Más allá, las dunas son tan bajas
que los barcos se recortan contra el horizonte incluso antes de que pueda verse el
agua. Los esbeltos puentes de las embarcaciones dedicadas a la pesca deportiva
parecen viajar en caravana por encima de la arena. Si estoy un poco achispado, me
echo a reír, porque al otro lado de la placa, a unos cincuenta metros, en el lugar donde
nacieron los Estados Unidos, se abre la entrada de un enorme motel. No es más feo
que cualquier otro establecimiento de sus características, pero tampoco más hermoso,

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y su único homenaje a los Peregrinos es que se denomina «posada». Su aparcamiento
asfaltado es tan grande como un campo de fútbol. ¡Rindamos homenaje a los Padres
Peregrinos!
Por mucho que me exprima la memoria, esto es todo lo que puedo recordar de
mis actividades durante la tarde del día vigésimo cuarto. Salí, crucé el pueblo
paseando, me sumí en profundas consideraciones acerca de la geología de nuestras
costas, tuve un recuerdo para los Padres Peregrinos y me eché a reír ante la Posada de
Provincetown. Supongo que luego volví a casa andando. La tristeza que me envolvía
mientras yacía en el sofá era intemporal. Durante aquellos veinticuatro días había
matado infinidad de horas mirando la pared, pero recuerdo bien que ya muy entrada
la tarde cogí mi Porsche y conduje muy despacio por la calle del Comercio, como si
temiera atropellar a algún crío —había mucha niebla—, fui directamente al Mirador.
Allí, no muy lejos de la Posada de Provincetown, hay un bar a media luz con las
paredes forradas de madera de pino, y a sus pies se estrella suavemente el oleaje. Me
doy cuenta ahora de que olvidé mencionar que uno de los mayores encantos de
Provincetown es que no sólo mi casa… —¡su casa…!—, sino la mayor parte de los
edificios de la calle del Comercio que dan a la bahía, semejan barcos en medio del
mar cuando los terraplenes sobre los que están construidos quedan cubiertos a medias
por la marea alta.
Aquella noche había marea alta. Las aguas subían lánguidas, como si nos
halláramos en el trópico, pero sabía muy bien lo frías que estaban. Tras las
acogedoras ventanas de aquel bar a media luz serpenteaba el fuego de una amplia
chimenea, algo digno de una postal, y la silla de madera en la que solía sentarme
parecía presagiar el cada vez más cercano invierno, en buena parte porque estaba
provista de un artilugio característico de las aulas de los colegios de hace un siglo: se
trata de una amplia repisa de madera de roble unida con bisagras al brazo de la silla,
que se levanta para permitir que te sientes y una vez abatida sirve de reposo al brazo
y de bandeja para las bebidas.
El Mirador podría muy bien haber sido creado expresamente para mí. En las
tardes solitarias del otoño solía recrearme soñando que era una especie de moderno
magnate-pirata prodigiosamente rico que mantenía abierto aquel local sólo para su
disfrute personal. Rara vez entraba en el amplio restaurante que se abría al otro
extremo del establecimiento, pero aquel pequeño bar de paredes forradas de pino y su
camarera eran mi reino. Tenía la secreta convicción de que nadie más que yo podía
entrar allí. En noviembre esta ilusión parecía de lo más razonable. La mayor parte de
los clientes que iban a cenar allí en las tranquilas noches de los días entre semana
eran personas maduras y acomodadas —blancas, anglosajonas y protestantes— de
Brewster, o de Dennis, o de Orleans, que habían salido de casa en busca de un poco
de diversión y en su fuero interno estaban muy excitadas por la audacia que
representaba haber conducido durante cincuenta o sesenta kilómetros nada más y
nada menos que hasta Provincetown. El eco del verano conservaba intacta nuestra

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mala reputación. Aquellos elegantes caballeros de plateadas sienes —era evidente
que se trataba de profesores eméritos o de altos ejecutivos retirados— no tenían la
menor intención de detenerse en un bar. Además, una sola mirada a mi cazadora
tejana bastaba para que se decidieran por el restaurante. «No, querido», les decían sus
esposas, «pediremos que nos sirvan el aperitivo en la mesa. ¡Estoy hambrienta!».
«Sí, guapa», decía para mí, «¡seguro que pasas hambre!».
Al cabo de aquellos veinticuatro días, el bar del Mirador había terminado
convirtiéndose en la torre del homenaje de mi castillo. Me sentaba junto a una
ventana, contemplaba el fuego y observaba el movimiento de la marea; tras cuatro
vasos de whisky, una docena de cigarrillos y otra docena de galletitas de queso (¡que
eran toda mi cena!), me sentía, al fin, como un dolorido señor de los mares.
La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse
llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a
trabajar con una energía insospechada. No importa lo debilitada que parezca estar por
semejante sucesión de desgracias: muy pronto funcionará a toda máquina. En aquel
bar la bebida era gentilmente servida por una sumisa camarera que, indudablemente,
me tenía miedo, y eso que nunca le dije nada más provocativo que: «Otro whisky, por
favor». Sin embargo, dado que trabajaba en un bar, comprendía su miedo. Yo había
sido camarero durante varios años. No me parecía extraño que me considerara
peligroso. Era una reacción que provocaban mis esfuerzos por conservar las buenas
maneras. Durante mi época de camarero había estado pendiente de unos cuantos
clientes como yo. No pasaba nada hasta que estallaban. Entonces el local podía
quedar hecho añicos.
No me considero de esa clase de personas, francamente. Pero he de reconocer que
los temores de la camarera me iban a las mil maravillas. No recibía más atención de
la que deseaba, pero siempre estaba pendiente de mí. El gerente, un individuo joven y
agradable, muy interesado en mantener la buena reputación del establecimiento, me
conocía desde hacía años, y mientras acudí al Mirador acompañado de mi rica esposa
me consideró uno de los más destacados representantes de la aristocracia local, no
obstante lo pesada que podía ponerse Patty cuando bebía demasiado. ¡De algo tiene
que servir ser rico! Ahora que iba allí solo, me saludaba al llegar y me decía adiós
cuando me iba, y era evidente que había tomado la muy gerencial decisión de no
molestarme para nada. Como corolario, muy pocos clientes eran invitados a entrar en
el bar. Así pues, noche tras noche, podía emborracharme a mi aire.
Hasta ahora no me veía con ánimos para confesar que soy escritor. Sin embargo,
desde que Patty me dejó no he escrito nada, ni una línea en más de tres semanas. Creo
que todos estaremos de acuerdo en que tomarse las cosas por el lado irónico no es
ninguna alegría, pues la ironía se convierte en un calabozo cuando se cierra el círculo.
Dejar de fumar supuso un grave quebranto de mi capacidad creadora, pero mi
reciente sumisión, una vez más, al yugo de la nicotina —porque es un yugo—
representó una merma aún mayor de mis facultades. Ni un párrafo. Cuando dejé de

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fumar, tuve que aprender a escribir de nuevo, desde el principio. Una vez lo hube
logrado, lo cual no dejaba de ser una proeza, mi recaída en el hábito de la nicotina
pareció apagar hasta la última chispa literaria que había en mí. ¿O fue la marcha de
Patty Lareine?
Aquellos días me había acostumbrado a llevar mis cuadernos de notas al Mirador,
y, cuando estaba lo bastante borracho, a veces conseguía añadir una frase o dos a
algún texto que había redactado en horas menos desesperadas. Ocurría esto en muy
contadas ocasiones, pero si por casualidad compartía entonces el bar conmigo algún
cliente que tomaba el aperitivo antes de cenar, los grititos de alegría que daba cuando
alguna frase me salía redonda, o mis gruñidos al enfrentarme con una serie de
palabras que me parecían tan carentes de sentido como la conversación de un
compañero de borrachera, por fuerza tenían que resultarle extraños, salvajes, tan
fuera de lugar en la elegante atmósfera de aquel bar de paredes de madera como los
ladridos de un perro que no hiciera el menor caso de aquella cercana presencia
humana.
No negaré que cargaba adrede las tintas cuando gruñía contemplando un texto
incomprensible tan borracho como yo o cuando manifestaba mi alborozo al ser capaz
de leer alguna frase pergeñada en plena alucinación etílica. «¡Eso es!», murmuré para
mí, «¡estudios!».
Acababa de ocurrírseme parte de un título, un título estupendo, un título muy
adecuado para un libro: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, de Timothy
Madden.
Se me ocurrió introducir una serie de variaciones en mi nombre. En nuestra selva.
Estudios entre los cuerdos, ¿de Mac Madden?, ¿de Tim Mac Madden?, ¿de Mac
Madden Dos? Me eché a reír tontamente. La camarera, pobre ratoncito vigilante, sólo
se atrevía a mirarme de reojo.
Sí, la verdad es que me reía como un tonto. Me venían a la memoria viejas
bromas acerca de mi nombre. Sentí que me invadía una ola de amor filial. ¡Ah, el
dulce pesar de amar al padre! Tan puro como el sabor de una gaseosa cuando tienes
cinco años. Douglas «Douggy» Madden, el Gran Madden para sus amigos y para mí,
su único hijo, a quien primero llamaron el Pequeño Mac o Mac-Mac, luego Mac Dos
y Toomey, y, por fin, Tim. Mientras seguía la morfología de mi nombre por la espiral
de la incoherencia alcohólica, no paraba de reírme sin ton ni son. Cada cambio de
nombre representaba un hito de mi vida; ¡ojalá pudiera recordarlos!
Trataba de redactar mentalmente las primeras frases del ensayo inicial. (¡Vaya
título!: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, de Tim Madden). Tal vez
debiera tratar de los irlandeses, y de las razones para que beban tanto. ¿Sería a causa
de la testosterona? Mi padre aseguraba que tenían más que el resto de los hombres, y
por eso no había quien pudiera con ellos. Tal vez esa hormona necesitara el alcohol
como excipiente.

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Estaba sentado con el lápiz en ristre y el vaso de whisky a punto para abrasarme la
lengua. Sin embargo, no me decidía a beber. Aquel título era todo lo que se me había
ocurrido desde que Patty me dejó. En mi cabeza sólo había olas. Por alguna
misteriosa razón, las olas que se estrellaban al otro lado de la amplia ventana del bar
parecían romper al mismo tiempo dentro de mi cerebro. Mi mente quedó en blanco, y
sentí el profundo desasosiego que te invade cuando tus ojos son incapaces de enfocar
los objetos con claridad. Te crees capaz de explicar las verdaderas relaciones del
cosmos, pero de tu boca sólo salen sonidos incoherentes.
Fue entonces cuando, poco a poco, me fui dando cuenta de que ya no era el único
cliente del bar del Mirador. Una rubia extraordinariamente parecida a Patty Lareine y
su acompañante se habían sentado a menos de dos metros de mí. De no haber tenido
ya una idea bastante clara de lo obnubilada que estaba mi mente, aquello habría
bastado para que lo advirtiera. En efecto, aquella mujer había entrado con su
acompañante, un hombre elegantemente vestido con ropa informal de tweed y
franela, de abundante cabello plateado y muy bronceado, al que clasifiqué como
abogado, sin que yo me diera cuenta, y dado que la dama y su caballero tenían ante
ellos sendas bebidas, debía de hacer bastante rato que se encontraban en el local,
sentados y hablando (y no en voz baja precisamente, sobre todo ella). ¿Cinco
minutos? ¿Tal vez diez? Tuve la certeza de que me habían mirado de arriba abajo y
de que —con una desfachatez cuyas causas sólo ellos podían saber— habían decidido
comportarse como si yo no existiera. Tal vez la decisión de ignorarme se debiera a
que el tipo fuera un experto en artes marciales —lo que no parecía probable, pues el
hombre aquél tenía más aspecto de jugador de tenis que de cinturón negro—, aunque
la causa también podía ser que, dada su inmensa riqueza, estuvieran convencidos de
que ningún desconocido que se cruzara en su camino podría causarles nunca el menor
daño (a menos que fuera un desvalijador de pisos), o incluso que la visión de aquel
torso hundido y aquella cabeza y aquellos miembros tan cerca de ellos no les diera ni
frío ni calor. No lo sé. Pero la mujer, sobre todo, hablaba en voz muy alta, como si yo
no existiera. ¡Qué insultante me resultó su actitud en aquella hora de dolor!
Pronto lo comprendí. De su conversación deduje que eran californianos, y, claro,
su comportamiento era tan libre y desenfadado como el de unos turistas de Nueva
Jersey refocilándose en un bar de Munich. ¿Cómo iba a pasárseles por la imaginación
que pudiera sentirme ofendido?
A medida que mi atención realizaba esas portentosas maniobras de las que sólo es
capaz el ser humano sumido en la más negra depresión —mi cerebro se enderezaba
como un elefante que se pusiera de pie sobre las patas traseras en un pequeño taburete
—, fui saliendo del calabozo en que me había encerrado mi propio ensimismamiento
y los miré de hito en hito, lo cual me permitió comprender que su indiferencia hacia
mí no era fruto de la arrogancia, ni de la confianza en sí mismos, ni de la inocencia;
por el contrario, era algo rebuscado y teatral. Una serie de poses. El hombre estaba
más que convencido de que un tipejo tan evidentemente ebrio como yo era siempre

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una fuente potencial de disgustos, mientras que la mujer, confirmando mi premisa de
que las rubias consideran indecente no comportarse como ángeles o como zorras —
pero debe haber siempre las mismas posibilidades de inclinarse por una u otra opción
—, se había desmelenado.
Deseaba provocarme. Quería poner a prueba el valor de su amigo. Aquella señora
no tenía nada que envidiarle a mi querida Patty Lareine.
Permítanme que les describa a aquella mujer. Valía la pena mirarla. Sería unos
quince años mayor que Patty, o sea que rondaría los cincuenta, pero ¡qué bien los
llevaba! Su aspecto me recordó a una estrella del porno llamada Jennifer Welles.
Tenía la tal Jennifer pechos voluminosos, bien formados y promiscuos —un pezón
miraba a Oriente, el otro tenía la vista fija en Occidente—, ombligo profundo, vientre
redondeado, muy femenino, un espléndido par de nalgas, suavemente turgentes, y
vello púbico oscuro. Esto último era lo que más excitaba la lujuria de quienes
pagaban entrada por verla. Cuando una mujer decide convertirse en rubia, es que es
una rubia con todas las de la ley.
La cara de mi nueva vecina era, como la de Jennifer Welles, la estrella del porno,
realmente atractiva. Tenía una encantadora nariz respingona y labios prominentes,
malcriados e imperiosos como el hálito de la lujuria. Las aletas de su nariz
flameaban, y sus uñas —¡al diablo el movimiento de liberación de la mujer!—
escandalosamente bien cuidadas, pintadas con laca plateada, hacían juego con la
pintura de un tono azul metálico que sombreaba sus ojos. ¡Qué hembra! Un
anacronismo. La quintaesencia de lo que podía conseguir el dinero de la Costa Oeste.
¿Santa Bárbara? ¿Pasadena? ¿La Jolla? Lo único evidente era que procedía de un
lugar donde abundaban los jugadores de bridge. Las rubias exageradamente
emperifolladas son tan esenciales a esos lugares como la mostaza a las salchichas de
Frankfurt. La California de la distinción social acababa de tocar las fibras más
sensibles de mi alma.
Casi no puedo expresar lo indignante que me pareció aquello. Era como pintar
una cruz gamada en la puerta de una sinagoga. Aquella rubia me recordaba tanto a
Patty Lareine, que sentía la necesidad de vengarme. Pero ¿cómo? No se me ocurría
nada. Lo menos que podía hacer era aguarles la fiesta.
De momento, pues, escuché. Aquella dama de formas rotundas vestida de
veintiún botones no era abstemia, ni mucho menos. Absorbía el alcohol como una
esponja. Whisky escocés, por descontado. Chivas Regal. «Chiwies», como lo llamaba
ella. «Señorita», le decía a la camarera, «póngame otro Chiwies. ¡Con muchos
diamantes!». Para ella los cubitos eran diamantes. ¡Ja, ja, ja!
«Ya veo que te aburres conmigo», le decía a su acompañante en voz alta, muy
segura de sí misma, como si pudiera medir hasta la última gota la intensidad de su
potencia sexual. Era una central térmica. Hay voces que penetran hasta lo más
recóndito de nuestro ser, como los sones que el campanólogo arranca de las copas. Y
la suya era una de ellas. No quisiera parecer grosero, pero esas voces despiertan mi

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lujuria. Me hacen confiar esperanzado que el húmedo pariente de la boquita que las
emite que se abre un poco más abajo ofrecerá sensaciones no menos inefables a una
parte muy íntima de mi cuerpo.
La voz de Patty Lareine también era así. Cuando sus labios se curvaban alrededor
de un martini muy seco (ella lo llamaba siempre «marty seco», en recuerdo de sus
tiempos de azafata), podía llegar a ser diabólica. «¡La ginebra, la ginebra!», solía
bramar ronca de entusiasmo su laringe, siempre presta a la jarana, «¡la ginebra pone
cachonda a la perra! ¡Sí, tonto del culo!», y me incluía tiernamente en su jocosa
cancioncilla, como insinuando que aun sin merecerlo en absoluto podía gozar del
placer de estar a su lado. No obstante, la fortuna de Patty Lareine tenía otro origen,
pues procedía de un divorcio. Su segundo marido, Meeks Wardley Hilby III (a quien
—palabra de honor— trató de convencerme para que asesinara) era de una de las
familias más antiguas y ricas de Tamps, y ella consiguió pegarle un buen bocado a su
capital, aunque no gracias a un disparo entre ceja y ceja, sino merced a la
extraordinaria habilidad del abogado que le tramitó el divorcio, un verdadero mago (y
que, para terrible disgusto mío, durante una buena temporada se dedicó, casi con toda
seguridad, a darle vigorosos masajes en el interior de la parte inferior de su abdomen,
aunque tal vez no pueda esperarse menos de un abogado realmente entregado a su
tarea de divorciar a la gente, pues eso le da un conocimiento fundamental de los
testigos que ha de llamar a declarar). Aunque Patty Lareine tenía un cuerpo
asombrosamente turgente y, por aquella época, un lenguaje más picante que la
pimienta, el abogado consiguió moldear su personalidad hasta hacerla parecer
delicada y comedida. Mediante un intenso entrenamiento (fue uno de los primeros
que utilizaron el vídeo para ensayar) le enseñó a mostrarse trémula en el estrado de
tal modo que el juez, un hombre gordo y viejo, perdió el juicio (¡y perdónenme la
expresión!). Los pecadillos amatorios de Patty (y eso que el marido tenía testigos)
fueron presentados como errores causados por la inexperiencia de una pobre mujer
desesperada, insultada y maltratada. Cada uno de sus ex amantes que subía al estrado
para declarar contra ella era mostrado como un nuevo intento fallido de curar las
heridas que su marido había abierto en su corazón. Aunque Patty había empezado su
carrera como animadora de un equipo universitario de fútbol y era un tanto
pueblerina, cosa nada rara teniendo en cuenta que procedía de una pequeña ciudad de
Carolina del Norte, en la época en que estaba a punto de divorciarse de Wardley (y de
casarse conmigo) se había refinado mucho. El modo como tergiversaban las cosas
ella y su abogado mientras la interrogaba era realmente digno de verse. El resultado
fue que el distinguido vástago de una de las principales familias de la costa de Florida
que da al Golfo perdió una sustanciosa porción de su capital. Y que Patty se convirtió
en una mujer rica.
A medida que escuchaba a la señora del Mirador me fui dando cuenta de lo
distintas que eran Patty y ella. Las agudezas de Patty eran realmente ingeniosas, y es
que sin tener verdadero ingenio nunca hubiera podido dejar atrás la vulgaridad de sus

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orígenes. En cambio, la rubia dama que había dado un giro insospechado a aquella
tarde no era demasiado aguda, ni falta que le hacía. Tenía toda la gracia que
acompaña al dinero. Si no andaba errado, lo más probable era que al abrirte la puerta
de su habitación del hotel te recibiera sin más vestimenta que guantes blancos hasta
los codos (y zapatos de tacón alto).
—Venga, dilo, di que te aburres —la oí decir claramente—, es lo que suele ocurrir
cuando un hombre y una mujer atractivos deciden hacer un viaje juntos. La
convivencia durante algunos días hace surgir el fantasma del desencanto. Dime si me
equivoco.
Era evidente que no le interesaba tanto la respuesta de su elegante amigo como el
placer de hacerme saber que no sólo no estaban casados sino que, como había
insinuado, lo único que los unía era una aventurilla fugaz. Tan fugaz, que podía
terminar en cualquier momento. El hombre del tweed y la franela, al menos en su
función de semental, podía ser sustituido sin dificultad cualquier noche. El lenguaje
corporal de aquella dama daba a entender que la primera noche recibirías una
bienvenida realmente apoteósica; los problemas vendrían después. Pero la primera
noche te resultaría inolvidable.
Su acompañante le contestó, en voz baja, que no, que no se aburría, ni muchísimo
menos; le hablaba con un tono semejante al de esa música que dan por el hilo musical
a fin de inducirnos al sueño. Fue entonces cuando tuve la certeza de que era abogado.
Lo revelaban sus modales llenos de confianzuda moderación. Se estaba dirigiendo al
tribunal a fin de dilucidar una cuestión de procedimiento porque no estaba dispuesto a
que el juez le hiciera perder el caso por algo tan nimio. ¡Trataba de apaciguarla!
Ella, sin embargo, no estaba para monsergas.
—No, no y no —le dijo mientras agitaba levemente sus cubitos—, fue idea mía
venir aquí. Como tus negocios te llevaban a Boston, te pregunté si te importaría que
te acompañara. Un capricho. Claro que no, me contestaste. Papaíto está loco por su
nueva mamaíta. Etcétera. —Hizo una pausa para beber un sorbo de Chiwies—. Pero,
cariño, tengo un grave defecto. Me resulta imposible estar contenta mucho rato. Así
que cuando me siento satisfecha, algo dentro de mí dice: «¡Al carajo, joder!».
Además, y como ya debes de haber observado, Lonnie, soy una ávida lectora de
mapas. Dicen que las mujeres son incapaces de entenderlos, pero yo puedo. En
Kansas City, en el… espera, lo tengo en la punta de la lengua… en 1976, era la única
mujer en nuestra delegación a la convención republicana capaz de entender un mapa
y encontrar el camino para ir en coche desde el hotel hasta el cuartel general de Jerry
Ford.
»Ese fue tu error. Enseñarme un mapa de Boston y sus alrededores. Siempre que
me oigas decir “Querido, me gustaría ver un mapa de esta zona” con ese tono de voz
que tú ya sabes, prepárate. Seguro que los dedos de mis pies se mueren de ganas de
echar a andar. Lonnie, desde que en la escuela empecé a estudiar geografía, siendo
una cría, me ha atraído Cape Cod en los mapas de Nueva Inglaterra. —Miró de

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soslayo los cubitos de hielo que se deshacían en su vaso—. Se proyecta como un
dedo meñique curvado. ¿Sabes la fascinación que tienen los niños por sus dedos
meñiques? Es su dedo pequeño el que sienten más suyo. Así que siempre he tenido
ganas de visitar el extremo de Cape Cod.
Debo reconocer que su amigo no acababa de caerme bien. Tenía ese aspecto
excesivamente relamido de los hombres cuyo dinero sigue creando dinero mientras
ellos duermen. No, mujer, estás equivocada, le decía, intentando echar chorritos de
bálsamo para aminorar la irritación de la dama, los dos quisimos venir, todo va bien.
Etcétera. Etcétera.
—No, Lonnie, no te di elección. Me mostré tiránica. «Quiero ir a este lugar, a
Provincetown», te dije. No toleré que me contradijeras. Así que aquí estamos. Soy
una caprichosa, y tú te aburres como una ostra. Supongo que querrás volver a Boston
esta misma noche. Esto es un desierto, ésa es la verdad.
Al llegar aquí —estoy absolutamente seguro de que así fue— me miró de hito en
hito: si aceptaba la invitación y terciaba en la conversación, me esperaba una calurosa
bienvenida, pero si no lo hacía, su desprecio no tendría límites.
Le hablé.
—Le está bien empleado por fiarse de los mapas.
La cosa funcionó, al parecer. Porque mi siguiente recuerdo es que estaba sentado
con ellos. Debo reconocer que tengo muy mala memoria. Por lo general, veo con
claridad lo que recuerdo, pero con demasiada frecuencia no soy capaz de ordenar los
acontecimientos de una noche. Así, pues, mi siguiente recuerdo es que estaba sentado
con ellos. Por tanto, debieron de invitarme a hacerlo. Mi compañía les resultó
divertida, sin duda, porque incluso el hombre se reía. Se llamaba Leonard Pangborn,
Lonnie Pangborn; una familia bien conocida en los círculos republicanos de
California, sin duda. El nombre de la mujer no era Jennifer Welles, sino Jessica Pond.
Pond y Pangborn: ¿comprenden ahora el porqué de mi animosidad? Dos apellidos
con tanto relumbrón como los de los personajes de un serial televisivo.
Lo cierto es que la mujer estaba encantada conmigo. Mis bromas la divertían.
Supongo que la causa de mi agudeza era que llevaba muchos días sin hablar con
nadie. No obstante mi depresión, conseguí que afloraran todos los recursos de mi
buen humor. Conté unas cuantas historias acerca del cabo, y lo hice con un estilo
vigoroso. Debí de parecerles tan decidido como un presidiario que ha salido de la
cárcel con un día de permiso. Por otra parte, la compañía de Jessica Pond había
tenido la virtud de sacarme de mis negros pensamientos. Pronto deduje de nuestra
conversación que era dueña de importantes propiedades. Hablaba de grandes
mansiones rodeadas de espléndidos jardines con el mismo entusiasmo con que un
agente de la propiedad se las mostraría a un cliente potencial, y no tardé en
comprender la razón. Jessica había sabido aumentar considerablemente la fortuna de
su familia. Su profesión, allá en California, era, ni más ni menos, la de agente de la
propiedad. Y el éxito la acompañaba, al parecer.

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Provincetown tuvo que representar un gran desengaño para ella. Ofrecemos
nuestra arquitectura tradicional, pero no es nada del otro mundo: viejas casitas de
pescadores con escaleras exteriores de madera a las que se adhiere la sal de Cape
Cod. Alquilamos habitaciones a los turistas. Cientos de habitaciones, todas con su
escalera exterior. Para alguien que busque un estilo de vida elegante y refinado,
Provincetown resulta tan atractivo como una docena de postes del teléfono agrupados
en un cruce de carreteras.
Probablemente, la engañó lo encantador de nuestra posición en el mapa: la
delgada punta afiligranada del cabo se curva sobre sí misma como la puntera de
cierto calzado medieval. Probablemente, Jessica esperaba grandes extensiones de
césped. En vez de ello, tuvo que conformarse con tenduchos de mala muerte llenos de
toda clase de género y una calle Mayor de un solo sentido, tan estrecha que si había
un camión aparcado sobre la acera, tragabas saliva y rezabas para que tu coche
alquilado no sufriera ningún rasguño mientras pasabas.
Como es natural, me preguntó por la mansión más imponente de que puede
enorgullecerse nuestro pueblo. Es un palacio de cinco pisos —el único en
Provincetown— que se alza en lo alto de una colina, en medio de un extenso parque
circundado por una verja de hierro. No supe decirle quién vivía entonces allí, ni si era
el propietario o lo había alquilado. Alguien me dijo su nombre, pero lo había
olvidado. No es fácil explicárselo a los forasteros, pero aquí, en Provincetown,
durante el invierno la gente se recluye en su madriguera. Y lo hace voluntariamente.
Conocer a los recién llegados puede ser tan difícil como viajar de una isla a otra.
Además, ninguno de mis conocidos, teniendo en cuenta nuestra habitual indumentaria
invernal (tejanos, botas, chaquetones), habría franqueado nunca el portón de aquella
verja. Era evidente que el actual propietario de la más imponente mansión de nuestro
pueblo tenía que ser alguien muy rico. Así que traté de recordar quién era el hombre
más rico que había conocido (resultó ser, por cierto, el ex marido de Patty Lareine, el
de Tampa), lo trasladé al norte, a Provincetown, y le hice señor del palacio. No quería
que mi conversación con Jessica languideciera ni por un instante.
—¡Ah, sí! La mansión esa pertenece —le dije— a Meeks Wardley Hilby III. Vive
solo en ella. —Hice una pausa—. Le conozco. Fuimos juntos a Exeter.
—¡Vaya! —exclamó Jessica después de una pausa bastante larga—. ¿Podríamos
hacerle una visita?
—No está aquí. Actualmente viene raras veces a Provincetown. Visitas de
médico.
—¡Lástima! —dijo Jessica.
—No creo que le cayera bien —le expliqué—. Es un hombre muy raro. En Exeter
volvía locos a los profesores. Quebrantaba las normas acerca del vestir. En clase
debíamos llevar chaqueta y corbata, pero el amigo Wardley se presentaba vestido
como un príncipe del Ejército de Salvación.

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Aquella historia debía de parecer muy prometedora, porque Jessica se echó a reír
la mar de contenta, pero recuerdo que cuando me disponía a seguir contándosela tuve
la fortísima sensación de que no debía proseguir, algo tan irracional como un
misterioso olor a humo que llegara hasta mis narices. ¿Saben una cosa? A veces
pienso que las personas somos como estaciones de radio, y que algunas
informaciones no deberían difundirse. Bien, como decía, algo intangible me conminó
a no continuar (como es natural, no hice caso: ¡no podía defraudar a aquella rubia tan
atractiva!), y un instante después, mientras buscaba las palabras para proseguir mi
relato, apareció ante mí una imagen que no había visto desde hacía años, nítida como
una moneda recién acuñada: Era Meeks Wardley Hilby III, Wardley, alto y
desgarbado, con su habitual atuendo de pantalones tejanos, escarpines de charol y
esmoquin con las solapas de satén deslucidas y arrugadas, el que llevaba siempre para
ir a clase (con gran disgusto de buena parte de sus profesores); sus calcetines púrpura
y su corbata de lazo heliotropo brillaban como rótulos de neón de Las Vegas.
—¡Dios mío! —le dije a Jessica—, ¡le llamábamos «el gilipollas de Wardley»!
—Explíquemelo todo acerca de él —me dijo—. Por favor.
—No sé si debo —le contesté—. Esta historia tiene algunas escenas bastante
sórdidas.
—¡Venga, cuéntenoslo! —terció Pangborn. No necesitaba que me animaran.
—Para mí, buena parte de culpa la tuvo su padre —les dije.
—Su padre debió de ejercer gran influencia sobre él. Está muerto. Meeks Wardely
Hilby II.
—¿Cómo sabían a cuál de los dos se referían? —preguntó Pangborn.
—Bueno, la gente llamaba Meeks al padre y Wardley al hijo. Así no había
confusión posible.
—¡Vaya! —dijo Pangborn—. ¿Se parecían mucho?
—No, en nada. Meeks era un deportista y Wardley era Wardley. Cuando era niño,
sus niñeras le ataban las manos a la cama. Órdenes de Meeks. Para impedir que se
masturbara continuamente.
Miré a Jessica como diciéndole: «Este es uno de los detalles que me causaba
reparo explicar». Ella me contestó con una sonrisa que podía traducirse como: «Estoy
sobre ascuas. Explícalo todo de una vez».
Lo hice. Hilvané una historia sobre la marcha y les expliqué con todo detalle la
adolescencia de Meeks Wardley Hilby III, sin ningún remordimiento por haber
cambiado el escenario de mi relato del palacio en la costa del Golfo a la gran mansión
de lo alto de la colina, pues, al fin y al cabo, sólo se lo contaba a Pond y Pangborn.
¿Qué podía importarles, dije para mí, el lugar donde ocurrió?
Así pues, proseguí. La esposa de Meeks y madre de Wardley murió cuando él
estaba en el primer curso en Exeter, y poco después su padre se casó con su amante.
A ninguno de los dos le gustaba Wardley, que les pagaba con la misma moneda. En el
tercer piso de la mansión había una habitación que siempre tenía la puerta cerrada, y

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Wardley se moría de ganas de saber por qué. Sin embargo, hasta que le expulsaron de
Exeter, en el último curso, no estuvo en casa el tiempo suficiente para que su padre y
su madrastra pasaran una noche fuera de la mansión. El día que se quedó solo,
armándose de valor, avanzó paso a paso por una cornisa exterior del tercer piso y se
metió en la habitación por la ventana.
—¡Esto me gusta! —exclamó Jessica—. ¿Qué encontró en la habitación?
Le dije que había encontrado una gran cámara fotográfica de aspecto anticuado,
cubierta con un trapo negro y montada sobre un pesado trípode en uno de los
rincones, y, en una mesita con estantes, cinco álbumes fotográficos de pergamino
rojo. Era una colección de pornografía muy especial. Los cinco álbumes contenían
grandes fotografías de color sepia de Meeks haciendo el amor con su amante.
—¿La que se había convertido en su esposa? —preguntó Pangborn.
Asentí con la cabeza. Según Wardley, las primeras fotos debieron de ser tomadas
el año en que él nació. Los diversos álbumes mostraban el progresivo envejecimiento
de Meeks y su amante. Un año o dos después de la muerte de la madre de Wardley,
cuando el nuevo matrimonio de Meeks aún era relativamente reciente, otro hombre
empezó a aparecer en las fotografías.
—Era el administrador de la propiedad —les expliqué—. Wardley me dijo que
cenaba con la familia cada día. —Al llegar aquí, Lonnie juntó las manos.
—Increíble —dijo.
Las fotografías más recientes mostraban al administrador haciendo el amor con la
esposa de Meeks mientras éste permanecía sentado a poca distancia leyendo el diario.
Los amantes adoptaban diversas posiciones, pero Meeks seguía enfrascado en su
periódico sin hacerles caso.
—¿Quién era el fotógrafo? —preguntó Jessica.
—Según Wardley, el mayordomo.
—¡Vaya casa! —exclamó Jessica—. ¡Una cosa así sólo podría pasar en Nueva
Inglaterra!
Esta salida nos hizo reír un buen rato.
No les dije que el mayordomo sedujo a Wardley cuando éste tenía catorce años.
Tampoco les repetí su comentario acerca de aquel hecho: «Desde entonces estoy
tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi recto». Probablemente,
existía el medio para que Jessica cediera sus derechos de propiedad, pero como no lo
había encontrado, obraba con cautela.
—A los diecinueve años —continué—, Wardley se casó. Creo que lo hizo para
confundir a su padre. Meeks era profundamente antisemita, y Wardley le dio como
nuera una chica judía. Que además tenía la nariz grande.
Esto último les hizo tanta gracia, que sentí deseos de echarme atrás, pero la cosa
ya no tenía remedio; además, gozaba narrando aquella historia y lo que venía a
continuación era crucial para su desarrollo.

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—Su nariz —dije—, según la describió Wardley, se curvaba sobre su labio
superior de tal modo que parecía que la chica estuviera oliendo su propio aliento. Por
algún motivo, tal vez porque Wardley es un gourmet, este detalle excitaba su
concupiscencia de un modo extraordinario.
—¡Vaya! Espero que el matrimonio fuera feliz —dijo Jessica con retintín.
—Verá… no del todo —le respondí—. La esposa de Wardley era una mujer de
principios. De modo que no le hizo ninguna gracia descubrir que su marido también
tenía su propia colección de pornografía. La destruyó. Y luego hizo algo todavía
peor: se ganó la voluntad de su suegro. Al cabo de cinco años de matrimonio había
conseguido que Meeks estuviera tan contento de ella, que el viejo dio una cena en su
honor y el de su hijo. Wardley cogió una pítima fenomenal, y en el transcurso de la
velada le partió la cabeza a su esposa con un candelabro. Murió a consecuencia del
golpe.
—¡Diantre! —exclamó Jessica—. ¿Todas estas cosas ocurrieron en esa casa de la
colina?
—Sí.
—Y ¿qué ocurrió desde el punto de vista legal? —preguntó Pangborn.
—No sé si se lo creerá, pero el defensor no alegó enajenación mental transitoria.
—En tal caso, tuvo que ir a la cárcel.
—Así es.
No consideré oportuno informarles de que, además de haber ido juntos a Exeter,
cumplimos condena en la misma cárcel y durante un período similar.
—Me parece que Meeks organizó la defensa de su hijo —dijo Lonnie.
—Eso me parece también.
—¡Claro! Si hubiera alegado enajenación mental transitoria, el defensor habría
tenido que presentar los álbumes de fotografías ante el tribunal. —Lonnie cruzó los
dedos de ambas manos y los flexionó varias veces—. De modo que Wardley no tuvo
más remedio que ir a la cárcel. ¿Qué recibió a cambio?
—Un millón de dólares al año —le contesté—. Lo ingresaban en una cuenta a su
nombre al cumplir cada año de condena. Y además se repartiría con su madrastra los
bienes de Meeks a la muerte de éste.
—¿Sabe a ciencia cierta si se lo pagaron? —preguntó Lonnie.
Jessica dijo que no con la cabeza.
—No creo que esa clase de gente cumpla semejante acuerdo —comentó.
Me encogí de hombros.
—Meeks pagó —les aseguré—. Porque Wardley se había hecho con los álbumes.
Y les aseguro que cuando murió Meeks la madrastra cumplió el acuerdo. Al salir de
la cárcel, Meeks Wardley Hilby III era un hombre rico.
—Me gusta su estilo para contar historias —dijo Jessica.
Pangborn asintió con la cabeza.
—Ciertamente inimitable —dijo.

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Jessica estaba contenta. Después de todo, aquel viaje a un pueblo desierto le había
permitido pasar un buen rato.
—¿Sabe si Wardley tiene la intención de volver a vivir en esa mansión? —me
preguntó.
Mientras estaba considerando cuál sería la mejor respuesta a esta pregunta,
Pangborn se me adelantó.
—¡Claro que no! Nuestro nuevo amigo acaba de inventárselo todo.
—Bien, Pangborn —dije—, si alguna vez necesito un abogado, recurriré a sus
servicios.
—¿De veras se lo ha inventado todo? —me preguntó Jessica.
No tenía el menor deseo de dirigirle una sonrisita de conejo y decirle que algunas
cosas eran ciertas, así que reconocí haberlo inventado todo y vacié mi vaso de un
trago. Era evidente que Pangborn se había informado de quién era el propietario de la
mansión.
Mi siguiente recuerdo es que volvía a estar solo. Se habían ido al comedor.
Me acuerdo de que bebí, escribí y contemplé el mar. Algunas de las cosas que
escribía las guardaba en el bolsillo, pero otras las rompía. El sonido del papel al
rasgarse pareció reverberar en mi interior. Me puse a reír entre dientes. Se me ocurrió
que los cirujanos tenían que ser los seres más felices de la tierra. Rajar a la gente y
cobrar por ello debía de ser el colmo de la felicidad, me dije. Sentí que Jessica Pond
no estuviera junto a mí. Aquella idea probablemente le habría hecho gracia.
Tengo la intuición que fue entonces cuando escribí una nota bastante larga que
encontré en mi bolsillo a la mañana siguiente. No sé por qué, le puse título:
RECONOCIMIENTO.
La percepción de las posibilidades de grandeza que hay en mí siempre ha ido
seguida por el deseo de asesinar al ser indigno que tuviera más cerca. Había
subrayado la siguiente frase: «Es mejor tener una opinión modesta de uno mismo».
Cuanto más leía esta nota, sin embargo, tanto más parecía encastillarme en esa
inexpugnable torre de marfil que es, tal vez, el aspecto más satisfactorio de
emborracharse a solas. Saber que Jessica Pond y Leonard Pangborn estaban sentados
a una mesa a menos de treinta metros de allí, ignorantes del peligro —tal vez
considerable— que corrían, tuvo un efecto intoxicante sobre mí, y me puse a
considerar —debo reconocer que sin verdadera pasión, sino más bien como
pasatiempo, para ayudarme a matar el rato una noche más— lo fácil que resultaría
deshacerse de ellos. ¡Hay que ver en qué clase de hombre me había convertido
después de veinticuatro días sin Patty Lareine!
He aquí mi razonamiento. Dos personas, cada una de las cuales está,
evidentemente, bien situada en su grupo social, sea el que sea, en California, deciden
irse a Boston de tapadillo. Son discretos acerca de sus planes. Tal vez se lo digan a un
amigo íntimo o dos, tal vez a nadie, pero dado que van a Provincetown por puro
capricho, y en un coche alquilado, el asesino —de cometerse el asesinato— sólo

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tendría que conducir el vehículo durante doscientos kilómetros, llegar a Boston y
dejarlo abandonado en cualquier calle. Suponiendo que los cuerpos hubieran sido
enterrados en lugar seguro, pasarían semanas, por lo menos, antes de que la prensa de
esta zona del país informara de su desaparición, y eso suponiendo que lo hiciera. Para
entonces, ¿quién del Mirador recordaría sus caras? Aun en el caso de que alguien se
acordara de ellos, dada la situación del coche, la policía pensaría que volvieron a
Boston y allí desaparecieron. Me recreé considerando lo lógica que parecía esta
trama, disfruté un poco más de mi bebida, gocé al pensar en el poder que estos
pensamientos me daban sobre ellos, y entonces… precisamente entonces… el resto
de la velada quedó en blanco. A la mañana siguiente me era imposible recordar de un
modo satisfactorio lo ocurrido.
No recuerdo si volví a beber con Pond y Pengborn. También es posible, diría yo,
que después de emborracharme a conciencia cogiera el coche y me fuera a casa. De
haberlo hecho, me habría ido directamente a la cama. Pero esto no parece probable,
dado lo que me encontré al despertarme.
Me vienen a la memoria otras imágenes, ciertamente más claras que un sueño,
aunque eso no quiere decir que no las hubiera soñado. Patty Lareine había vuelto a
casa, y teníamos una terrible discusión. Veo su boca. Sin embargo, no recuerdo ni una
palabra. ¿Es posible que sólo fuera un sueño?
También tengo la impresión muy clara de que Jessica y Leonard se reunieron
conmigo después de cenar, y de que les invité a venir a casa (a la casa de Patty
Lareine). Estábamos sentados en la sala de estar y el hombre y la mujer me
escuchaban con atención. Eso creo recordarlo. Luego dimos una vuelta en coche.
Pero si fue en mi Porsche, no pude llevarlos a los dos. Tal vez fuimos en dos coches.
También recuerdo que volví a casa solo. El perro se asustó al verme. Es un
labrador grande, pero se arrastraba hacia atrás cuando me acercaba. Me senté en el
borde de mi cama y garabateé una nota más antes de tumbarme. De eso sí me
acuerdo. Me quedé dormido sentado y con la vista fija en el cuaderno de notas.
Al cabo de unos segundos (¿o había pasado una hora?) me desperté y leí lo que
había escrito: «La desesperación es el sentimiento que nos embarga cuando mueren
los seres que hay dentro de nosotros».
Ese fue mi último pensamiento antes de dormirme. Sin embargo, ninguna de esas
imágenes tiene la menor probabilidad de ser cierta, porque al despertarme a la
mañana siguiente vi en mi brazo un tatuaje que antes no estaba allí.

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2

El día siguiente estuvo lleno de acontecimientos que voy a relatar; sin embargo,
cuando me desperté no tenía ninguna prisa por levantarme. Me quedé largo tiempo en
la cama, sin atreverme a abrir los ojos. En aquella voluntaria oscuridad, me esforcé
por averiguar qué podía recordar de la noche anterior después que me fui del Mirador.
Obrar de aquel modo era habitual en mí. Por mucho que hubiera bebido, siempre
conseguía conducir hasta mi casa. Había llegado a ella sin la menor dificultad en
noches en las que otros que hubieran bebido tanto como yo estarían dormidos en el
fondo del mar. Entraba en casa, me metía en la cama, y a la mañana siguiente me
despertaba con la sensación de que me habían partido la cabeza por la mitad con un
hacha. No recordaba nada. Sin embargo, si éste era el único síntoma y no tenía más
inquietud que los efectos de la borrachera sobre mi hígado, no tenía ninguna
preocupación. Otras personas me contarían lo que había hecho. No sentía temor, y en
consecuencia no creía haber cometido delito alguno. Un poco de amnesia no es la
peor de las afecciones cuando bebes como un irlandés.
Sin embargo, desde que Patty Lareine se fue me hube de enfrentar a hechos
nuevos y muy curiosos. ¿Acaso la bebida me inducía a hurgar en la raíz de mi herida?
Sólo puedo decir que por la mañana mi memoria era clara, pero fragmentaria, hecha
añicos. Los fragmentos eran claros, pero no encajaban, como si pertenecieran a varios
rompecabezas diferentes tirados en una misma caja. Supongo que esto equivale a
decir que mis sueños eran tan razonables como mi memoria, o que ésta era tan poco
digna de crédito como mis sueños. Tanto en un caso como en el otro, no podía
separar los recuerdos de los sueños. Es un estado de ánimo realmente espantoso. Al
despertar estás hecho un mar de dudas acerca de tu conducta. Es como penetrar en un
laberinto de cavernas. En algún punto del trayecto se rompe el delgado hilo que vas
dejando atrás para poder regresar. Y ahora cada vez que doblas una esquina tienes la
duda de si has pasado antes por allí o es la primera vez que la ves.
Digo esto porque, al despertarme el día vigésimo quinto, permanecí inmóvil
durante una hora antes de decidirme a abrir los ojos. Tenía un miedo terrible, un
miedo que no había sentido desde que salí de la cárcel. Cuando estuve en prisión,
había mañanas en que me despertaba con la certeza de que alguien perverso, de una
perversión mayor que todas las conocidas, me acechaba. Éstas eran las peores
mañanas de la cárcel.
Estaba convencido de que algo me ocurriría antes de que el día terminara, y era
esta premonición lo que me llenaba de pavor. Con todo, me llevé una sorpresa,
mientras estaba tumbado con la cabeza a punto de estallarme, procurando, con los
ojos cerrados, fijar mi vista en los recuerdos, que eran como una película con muchos

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saltos y roturas, mientras un peso de aprensión, como de plomo, me oprimía el
estómago: tenía una erección con todas las de la ley, tremenda. Hubiera querido
follarme a Jessica Pond.
En días venideros recordaré a menudo este detalle intrascendente. Pero vayamos
por orden. Cuando la mente se transforma en un libro del que faltan páginas, o,
mucho peor, en dos libros, cada cual con sus lagunas, el orden se vuelve algo tan
indispensable como la limpieza en un monasterio. De modo que gracias a esa
erección recordé mi tatuaje y no me llevé la sorpresa de verlo al abrir los ojos.
(Aunque en aquel instante no podía recordar dónde me lo hicieron, ni la cara de quien
lo hizo). No sabía cómo, pero el hecho había quedado registrado en mi mente. A
pesar de lo desdichado que me sentía, no por ello dejaba de experimentar curiosidad.
¡Cuántas facetas puede tener la memoria! Recordar que algo ha sucedido, a pesar de
que es imposible tener una imagen clara de cómo se ha llevado a cabo, viene a ser lo
mismo que leer una noticia acerca de alguien en un periódico. Fulano de Tal se ha
apropiado indebidamente de ochenta mil dólares. El título es lo único que se percibe,
a pesar de lo cual el acto queda registrado en la mente. Así pues, advertía un hecho
relativo a mí mismo. Tim Madden tenía un tatuaje. Lo sabía a pesar de tener los ojos
cerrados. La erección me lo recordaba.
En la cárcel siempre me había resistido a que me tatuaran. Bastante presidiario
me sentía sin tatuaje. De todas maneras, no puedes pasarte tres años entre rejas sin
adquirir una considerable cultura en lo referente a tatuajes. Y por eso había oído
hablar del ramalazo de la lujuria. De cada cuatro o cinco hombres que se hacen tatuar,
uno sufre un verdadero ataque de lujuria mientras le van pinchando con la aguja.
Recordé lo cachondo que me puso la Pond. ¿Había estado presente mientras me
marcaba el artista? ¿Acaso esperaba en mi automóvil? ¿Nos habíamos despedido de
Lonnie Pangborn?
Abrí los ojos. Mi tatuaje tenía costras y estaba pegajoso. Durante la noche debía
de haberse desprendido el esparadrapo que me colocaron para proteger las heridas.
De todas formas, el tatuaje se podía leer. Decía LAUREL, en una caligrafía algo
retorcida, con tinta azul, y también había un pequeño corazón rojo. No creo que nadie
pueda decir que tengo buen gusto en cuestiones de arte.
Mi mal genio estalló como un huevo podrido. Patty Lareine también había visto
el tatuaje. ¡Anoche! De repente, tuve una visión clarísima de Patty. Estaba en nuestra
sala de estar, y me gritaba: «¿Laurel? ¡Qué cara tienes! ¿Cómo te atreves a
recordármela?».
Sí, pero ¿todo esto había ocurrido realmente? Sabía muy bien que era capaz de
inventar conversaciones con la misma facilidad con que las sostenía. A fin de cuentas,
yo era escritor. Patty Lareine había desaparecido hacía veinticinco días en compañía
de un semental negro, un tipo alto, ceñudo, de cuerpo bien formado, que había
revoloteado a su alrededor durante el pasado verano, aprovechando esa propensión
carnal hacia los negros que anida en el corazón de ciertas señoras rubias, tan

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inherente a ellas como el rayo al trueno. Diría que arde sin llama en su corazón como
harapos sebosos detrás de la puerta de un granero a la espera de la corriente de aire
que avive el fuego. Bueno, sintiera Patty lo que sintiera, los resultados siempre eran
los mismos. Una vez al año, estación más, estación menos, Patty se liaba con algún
negro. Un negro corpulento. El tipo podía ser patoso y pesado, o ágil como un
jugador de baloncesto, pero siempre era corpulento. El tamaño los ponía fuera de mi
alcance físico. Me parece que el desprecio que Patty sentía hacia mí alcanzaba su
paroxismo cuando veía que no era capaz, no obstante lo evidente de mis excrecencias
córneas, de coger la pistola y defender mi honra. «¿Como hubiera hecho tu padre, allá
en Carolina del Norte?», le preguntaba. Y ella contestaba, sarcástica: «¡Para esos
trotes estás tú…!», y lo decía con el mismo salero, desprecio y descaro con que una
muchachita de dieciocho años con pantalones cortos deshilachados rechaza las
atenciones de un viejo verde en una cafetería de gasolinera. ¡Santo Dios, qué poco
respeto me tenía Patty! Me aterrorizaba pensar que algún día pudiera decidirme a
coger la pistola, aunque jamás lo haría para atacar a los amigos negros de mi mujer.
Aquellos tipos sólo se apropiaban de lo que yo también me hubiera apropiado de
tener sus atributos masculinos y pensar con su negra lógica. No, temía coger el arma
y vaciarla en la cara de Patty, en aquella expresión de superioridad con que parecía
decirme: «¡jódete, cabrón!».
De todas maneras, ¿cómo se me había ocurrido tatuarme el nombre de Laurel
sabiendo cuánto lo odiaba mi esposa? Me constaba que Laurel era la única mujer a
quien Patty jamás perdonaría. A fin de cuentas, yo iba con Laurel cuando conocí a
Patty, aunque debo hacer constar que no se llamaba Laurel, sino Madeleine,
Madeleine Falco. Fue Patty quien se empeñó en llamarla Laurel así que la conoció.
Más tarde supe que era una especie de abreviatura de Lorelei. A Patty no le cayó nada
bien Madeleine Falco. ¿Había yo elegido el nombre para castigar a Patty? ¿Habría
estado de verdad en casa? ¿Sería todo aquello un fragmento de algún sueño de la
noche pasada?
Pensé que si mi mujer realmente me había visitado y luego se había ido, habría
dejado algún rastro. Patty siempre dejaba tras de sí objetos a medio consumir.
Posiblemente habría dejado huellas de pintalabios en algún vaso. Esto bastó para
inducirme a ponerme una camisa y unos pantalones y bajar la escalera dando saltos,
pero en la sala de estar no vi rastro de Patty. Los ceniceros estaban limpios. ¿Por qué,
sin embargo, estaba ahora doblemente seguro de que había hablado con ella? ¿De qué
me servían los indicios cuando mi mente se empeñaba en creer todo lo contrario de lo
que las pruebas indicaban? Se me ocurrió que la única demostración verdadera de mi
cordura, o, por decirlo con otras palabras, del tono muscular de mi mente, era la
capacidad de formularme pregunta tras pregunta sin que vislumbrara ninguna
contestación.
Fue una suerte que se me ocurriera esa idea, porque muy pronto iba a necesitarla.
Por la noche, en la cocina, el perro se había sentido mal. El rico contenido de sus

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intestinos ensuciaba el linóleo. Además, la cazadora que llevaba la noche anterior
colgaba del respaldo de una silla, y estaba llena de sangre coagulada. Me palpé las
narices. Soy propenso a las hemorragias nasales. Sin embargo, mis conductos nasales
parecían despejados. El terror que me invadió al despertar se hizo más intenso.
Cuando inhalé aire, un silbido de temor estremeció mis pulmones.
¿Cómo iba a limpiar la mierda de la cocina? Di media vuelta, crucé la casa y salí.
Hasta que llegué a la calle y sentí el húmedo aire de noviembre traspasar mi camisa,
no me di cuenta de que aún iba en zapatillas. Tampoco importaba. Di cuatro zancadas
por la calle del Comercio y miré a través de las ventanillas de mi Porsche (el Porsche
de Patty). El asiento del acompañante estaba lleno de sangre.
¡Todo aquello parecía obedecer a una extraña lógica! Por raro que parezca, me
quedé inmóvil, sin pensar en nada. Claro que cuando se tiene una resaca tan fuerte
como la mía aquella mañana, es habitual que la mente se te quede en blanco. Así
pues, se disiparon mis temores y me sentí eufórico como si nada de lo ocurrido
tuviera que ver conmigo. La oleada de lujuria del tatuaje volvió a invadirme.
Además, sentía frío. Regresé a casa y me preparé una taza de café. El perro,
avergonzado de su guarrada de la noche anterior, andaba torpemente de un lado para
otro, amenazando con llenarlo todo de porquería, así que le dejé salir a pasear.
Mi buen humor (que me complacía por lo insólito, de la misma manera que un
enfermo deshauciado agradece cada instante en que no padece dolor) duró todo el
tiempo que tardé en limpiar la mierda del perro. La resaca hacía que tuviera unas
náuseas terribles, pero al mismo tiempo experimenté la más concienzuda y
satisfactoria expiación del pecado de beber. Sólo soy católico a medias, y además
autodidacta, porque el Gran Mac, mi padre, jamás se acercó a ninguna iglesia, y Julia,
mi madre (medio protestante y medio judía, razón por la cual no me gustan los
chistes antisemitas), tenía tendencia a llevarme a tantas y tan diferentes catedrales,
sinagogas, reuniones cuáqueras y conferencias sobre ética, que jamás llegó a ser una
guía religiosa para mí. En consecuencia, no podía pretender ser realmente católico.
Pero lo hacía. Sólo necesitaba una tremenda resaca y arrodillarme a limpiar la mierda
del perro para sentirme virtuoso. (Incluso casi había conseguido olvidar la gran
cantidad de sangre derramada sobre el asiento derecho de mi automóvil). Y de pronto
sonó el teléfono. Era Regency, Alvin Luther Regency, nuestro jefe de policía interino,
o, mejor dicho, su secretaria, quien me pidió que esperase al teléfono hasta que su
jefe cogiera el aparato, el tiempo suficiente para quitarme el buen humor.
—Hola, Tim, ¿cómo estás? —preguntó Regency.
—Muy bien. Con resaca, pero bien.
—Hombre, me alegro. Esto es bueno. Esta mañana, al despertarme, me he sentido
un poco preocupado por ti.
Bueno, no cabía duda de que Regency estaba dispuesto a ser un jefe de policía al
estilo moderno.
—Pues no tienes por qué. Estoy bien.

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Regency hizo una pausa bastante larga, y luego me preguntó:
—Tim, ¿por qué no vienes a mi oficina esta tarde, cuando te vaya bien?
Mi padre siempre decía que, en caso de duda, es casi seguro que se avecina algo
desagradable. Lo mejor es enfrentarse a lo que sea sin dilación. En consecuencia,
dije:
—Bueno, si quieres voy ahora mismo.
—Es que ya es hora de comer —me contestó en tono de reproche.
Regency tenía en poco a las personas que no sabían la hora que era.
—Bueno, pues comamos juntos —le propuse.
—Es que he quedado con uno de los concejales.
—Ah, bueno.
—¿Tim?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien?
—Eso creo.
—Una cosa, ¿no crees que deberías limpiar tu automóvil?
—¡Oh, Dios mío! Anoche tuve una terrible hemorragia nasal.
—Bueno, el caso es que algunos de tus vecinos deberían pertenecer a la Sociedad
de Chismosos Bienintencionados. Por la manera como me han hablado por teléfono,
se diría que le habías arrancado un brazo a alguien.
—Si tienes alguna duda, ¿por qué no vienes, te llevas una muestra de sangre y
compruebas si es de mi grupo sanguíneo?
—¡Venga, hombre!
Regency se rió. Soltó una auténtica risa de policía. Era una especie de agudo
relincho de soprano que nada tenía que ver con el resto de su persona. Su cara, puedo
asegurarlo, parecía de granito.
—Sí, ya sé que resulta divertido —le dije—. Pero ¿te gustaría ser un tío con toda
la barba al que todavía te sangra la nariz?
—Bueno, en ese caso, procuraría cuidarme. Después de diez vasos de whisky,
tendría por norma beberme puntualmente un vaso de agua.
La palabra «puntualmente» pareció recordarle que era hora de comer. Soltó otro
agudo relincho y colgó.
Limpié el automóvil. No me sentí tan virtuoso como al limpiar la mierda del
perro. Además, mi estómago no había aceptado bien el café. No sabía si irritarme por
la ofensa infligida por mis vecinos, o por su paranoia, o por ambas cosas a la vez —
por otra parte, ¿qué vecino me había denunciado?—, o aceptar la posibilidad de que
había llegado a estar lo bastante fuera de mí para partirle las narices a alguna señora
rubia, aunque no sabía cuál de las dos. O algo peor. ¿Cómo se arranca un brazo?
El problema era que mi lado sardónico, que probablemente tenía la finalidad de
ayudarme a superar mis malos momentos, no era algo verdadero, sino una mera
faceta. Y en mí, como en todo diamante, había muchísimas más. No contribuyó a

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tranquilizarme mi creciente convicción de que la sangre en el asiento del automóvil
no podía provenir de las narices de nadie. Había demasiada. Así pues, la tarea de
limpiarla me revolvió las tripas. La sangre, como cualquier otra fuerza de la
naturaleza, pugna por expresarse. Y su mensaje es siempre el mismo. «Todo lo vivo»,
oí que me decía, «exige volver a vivir».
Omitiré detalles tales como escurrir los trapos con que limpiaba la sangre, e ir y
venir con cubos de agua. Tuve amistosas conversaciones acerca de las hemorragias
nasales con un par de vecinos que pasaron mientras estaba en plena faena, y cuando
terminé había tomado la decisión de ir a pie a la comisaría de policía. La verdad es
que, si iba en el automóvil, Regency podía sentir tentaciones de quedárselo para
investigar.
Durante los tres años que pasé en presidio, a veces me desperté, en mitad de la
noche, sin saber dónde estaba. Esto, en sí mismo, no habría sido anormal si no
hubiera concurrido la circunstancia de que, como es natural, sabía exactamente el
lugar en que me encontraba, en tal galería, en la celda número tantos, y, sin embargo,
era incapaz de aceptar estos hechos. Al parecer, no me era permitido aceptar la
realidad como algo real. Tumbado en la cama, hacía planes para almorzar con una
chica o alquilar un bote y salir a navegar. De nada me servia decirme que «no estaba
en mi casa, sino en una celda de una cárcel para presos no peligrosos, en el estado de
Florida». Veía estos hechos reales como parte de un sueño, y, en consecuencia, muy
alejados de mí. De no ser por la persistencia del sueño de que estaba en la cárcel, me
creía capaz de realizar mis proyectos para aquel día. Me decía para mis adentros:
«Muchacho, arráncate las telarañas». A veces, me costaba una mañana entera volver a
la realidad. Y sólo entonces me daba cuenta de que no me estaba permitido invitar a
almorzar a ninguna muchacha.
Algo muy parecido a esto me ocurría el día vigésimo quinto. Llevaba un tatuaje
que no podía explicarme, un perro fiel se asustaba al verme, acababa de limpiar mi
coche de la sangre que lo ensuciaba, mi esposa me había abandonado y no estaba
seguro de haberla visto la noche anterior, y gocé de una erección realmente
espléndida en honor de una señora de mediana edad dedicada al negocio inmobiliario
en California. Con todo, mi único pensamiento mientras me dirigía al centro de la
ciudad era que Alvin Luther Regency debía de tener algún motivo importante para
interrumpir la jornada de trabajo de un escritor.
El hecho de llevar veinticinco días sin escribir nada me pareció tan baladí que lo
deseché. Más bien, como en aquellas mañanas en presidio en las que no podía volver
a la realidad, me sentía como un bolsillo vacío vuelto del revés, tan fuera de mi
mismo como el actor que abandona a su esposa y a sus hijos, se olvida de sus deudas,
de sus errores e incluso de su vanidad a fin de meterse en la piel de un personaje de
una obra teatral.
De hecho me concentraba en la observación de la nueva personalidad que entró
en el despacho de Regency, en la planta baja del Ayuntamiento, pues al cruzar la

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puerta lo hice como si fuera un periodista, es decir, traté de dar la impresión de que la
indumentaria del jefe de policía, la expresión de su rostro, los muebles de su oficina y
las palabras que dijera me resultaban tan indiferentes como las frases que debería
redactar para confeccionar mi artículo diario de ocho buenos párrafos de
aproximadamente la misma extensión. Como decía, entré plenamente concentrado en
la interpretación de este papel, y, en consecuencia, como buen periodista, advertí que
Regency aún no estaba acostumbrado a su nueva oficina. No, aún no. Sí,
evidentemente, sus fotos personales, las menciones enmarcadas que atestiguaban su
valor, sus títulos profesionales, sus pisapapeles y sus recuerdos estaban sobre la mesa
o clavados en la pared, dos archivadores flanqueaban su escritorio como columnas
rectangulares a uno y otro lado de la puerta de un templo antiguo, y él estaba sentado
muy erguido, como corresponde a un antiguo militar, un veterano boina verde, según
se desprendía de su cabello cortado al cepillo; a pesar de todo ello, era evidente que
no se encontraba a sus anchas en su despacho. Claro que ¿en qué oficina habría
podido encontrarse a sus anchas? Tenía facciones que parecían obra de un escultor
que las hubiera tallado rígidamente en piedra, una cara que era toda ella
promontorios, salientes y mesetas. Los motes que en la ciudad se le daban eran
abundantes: Cara de Piedra, Blanco de Tiro, Ojos de Chispa, o el que se les ocurrió a
los pescadores portugueses, Pies Inquietos. Evidentemente, la gente de la ciudad
todavía no estaba dispuesta a aceptarle. Todavía dominaba la sombra de su antecesor,
a pesar de que llevaba seis meses en el cargo de jefe de policía. Ahí estaba el
problema. El anterior jefe de policía, cargo que había ocupado durante diez años, era
un portugués de la localidad que se licenció en leyes estudiando por la noche y
trabajaba ahora en la oficina del fiscal general del estado de Massachusetts. Teniendo
en cuenta que Provincetown no es una comunidad sentimental, se hablaba realmente
bien del anterior jefe de policía.
No conocía bien a Regency. Con todo, si en los viejos tiempos hubiera entrado en
mi bar, habría imaginado sin la menor duda la clase de tipo que era. Tenía la
corpulencia suficiente para ser un profesional del fútbol americano, y las chispas de
desafío que lanzaban sus ojos no podían engañarme: en él se habían juntado el
espíritu de emulación y un deseo maníaco de imponer su voluntad. Regency parecía
un atleta cristiano que no podía aceptar la posibilidad de ser derrotado.
Si he trazado este retrato de Regency es porque la primera impresión que me
causó, la de que era un hombre que no tenía secretos para mí, resultó falsa. La verdad
es que nunca llegué a comprenderle. De la misma manera que yo a veces no me
adaptaba al día que me esperaba, Regency no siempre coincidía con la personalidad
que le había atribuido. A su debido tiempo iré dando detalles.
Regency echó hacia atrás su silla con precisión militar y rodeó su escritorio para
acercarme una silla. Luego me miró a los ojos, pensativo. Como un general. Le
hubiera considerado completamente imbécil de no haber sido porque a lo largo de su

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carrera había adquirido, al parecer, la vaga idea de que un policía debía estar dotado
de la virtud de la compasión. Por ejemplo, lo primero que me dijo fue:
—¿Cómo está Patty Lareine? ¿Has tenido noticias suyas?
—No.
Con esta simple pregunta me había hecho olvidar el papel de periodista que con
tanto ahínco trataba de representar.
—No quiero meterme en lo que no me importa, pero juraría que anoche la vi.
—¿Dónde?
—En el lado oeste del pueblo. Cerca del rompeolas. El lugar no estaba lejos del
Mirador.
—Es interesante saber que ha regresado a la ciudad, pero, realmente, lo ignoraba.
Encendí un cigarrillo. El pulso se me había acelerado enloquecidamente.
—Fue sólo la breve visión de una señora rubia a lo lejos, hasta el punto que
alcanzaban los faros de mi automóvil. Unos trescientos metros.
Su tono indicaba que estaba en lo cierto. Sacó un puro, lo encendió y exhaló el
humo con gesto de estar interpretando un anuncio en televisión.
—Tu esposa es una mujer tremendamente atractiva.
—Gracias.
En una de nuestras orgías del pasado agosto, durante una semana en que cada día
nos bañábamos en pelotas al amanecer (el último negro de Patty ya andaba por casa
al acecho), conocimos a Regency. Alguien llamó a la policía para quejarse del ruido.
El propio Alvin vino a avisarnos. Estoy seguro de que le habían hablado de nuestras
fiestas.
Patty le cautivó desde la coronilla hasta las punteras de las botas. Patty dijo a
todos, a los borrachos, a los chalados, a los modelos masculinos y femeninos, a los
medio desnudos y a los tipejos carnavalescos prematuramente disfrazados, que iba a
bajar el volumen del equipo de alta fidelidad en honor del jefe de policía, Regency.
Luego se burló un poco de aquel estricto sentido del cumplimiento del deber que
impedía a Regency tomarse una copa con nosotros.
—Alvin Luther Regency —dijo Patty.
—Es un nombre tremendo. Estás obligado a hacer honor a semejante nombre,
muchacho.
Regency sonrió igual que un premiado con la medalla de honor del Congreso al
ser solemnemente besado por Elizabeth Taylor.
—¿Y cómo es que te pusieron Alvin Luther aquí, en Massachusetts? —preguntó
Patty—. Estos nombres son propios de Minnesota.
—Bueno, la verdad es que mi abuelo paterno era de Minnesota.
—¿Lo ves? Nunca discutas con Patty Lareine.
Patty aprovechó la ocasión para invitarle a la fiesta que íbamos a dar a la noche
siguiente. Regency acudió al terminar su jornada de trabajo. Al despedirse, me dio las
gracias y comentó que se lo había pasado muy bien.

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Conversamos un poco. Regency dijo que vivía en Barnstable, y, por encontrarse
este lugar a ochenta kilómetros de Provincetown, le pregunté si no se sentía un poco
desplazado al trabajar aquí, con todo el barullo propio del verano. Provincetown es el
único lugar que conozco en que se puede formular una pregunta así al jefe de policía.
—No, yo mismo pedí este puesto —me respondió Regency—. Me gusta.
—¿Por qué? —le pregunté. Corría el rumor de que pertenecía a narcóticos.
—Bueno, a Provincetown le llaman el Salvaje Oeste del Este —dijo Regency, que
soltó su relincho. Era una forma muy elegante de no contestarme.
A partir de entonces, siempre que celebrábamos una fiesta Regency acudía a ella
para pasar unos minutos. Si la fiesta era ininterrumpida, de manera que
empalmábamos un par de noches, veíamos a Regency dos noches consecutivas. Si
venía después de su jornada de trabajo, se tomaba una copa, charlaba tranquilamente
con dos o tres personas y se largaba. Sólo una vez —fue a principios de septiembre—
se emborrachó, aunque no demasiado. En la puerta se despidió con un beso de Patty
Lareine, y me estrechó solemnemente la mano. Entonces, Regency me dijo:
—Me tienes preocupado.
—¿Por qué?
No me gustaban los ojos de Regency. Aunque te mostrara simpatía, había en él
ese calor que te recuerda al granito cuando ha sido calentado por el sol: hay calor, sin
duda, la roca siente simpatía por ti, pero sus ojos eran como dos pernos de acero
clavados en la piedra.
—Me han dicho que tienes un gran potencial oculto —dijo Regency.
En Provincetown no hay nadie capaz de decir una frase así.
—Sí, jodo con las mejores —le contesté.
—Tengo la impresión de que no te achicas por grandes que sean las dificultades
—observó Regency.
—¿Grandes?
—Cuando todo se viene abajo.
Por fin, en sus ojos apareció un poco de luz.
—Efectivamente —le respondí.
—Muy bien. Ya sabes a qué me refiero. No, no, no me he equivocado.
Y se fue. Si Regency hubiera sido de esos hombres capaces de hacer eses, aquella
noche le habría visto hacerlas.
Sin embargo, Regency estaba mucho más seguro de sí mismo cuando bebía en el
bar de la Asociación de Veteranos de Guerra. Incluso le vi echar un pulso con
«Barriles» Costa, quien se había ganado el apodo porque lanzaba los barriles de
pescado desde la bodega a la cubierta y, cuando la marea estaba baja, desde la
cubierta a lo alto del muelle. En lo tocante a pulsos, el Barriles derrotaba a todos los
portugueses de la ciudad, pero Regency aceptó el reto y una noche echó un pulso con
el Barriles, lo que le valió el respeto de todos por no esconderse detrás del uniforme.
El Barriles ganó, pero tuvo que sudar el tiempo suficiente para comprender con

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amargura que había dejado de ser joven, en tanto que Regency echaba chispas. Me
pareció que no estaba habituado a perder.
—Madden, eres un comemierda —me dijo aquella noche—. Pura basura.
Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando me disponía a comprar el periódico,
Regency detuvo el coche patrulla y me dijo:
—Me temo que anoche me pasé de rosca.
—Olvídalo.
Empezaba a irritarme. Intuía el final de todo aquello: una madre con grandes tetas
y un enorme falo. Ahora, en su despacho, le dije:
—Si la única razón por la que me has invitado a venir ha sido decirme que viste a
Patty Lareine podías haberlo dicho por teléfono.
—Quiero hablar contigo.
—Rara vez sigo los consejos que me dan.
—Quizá sea yo quien necesite tu consejo. —Lo que añadió a continuación lo dijo
con un orgullo que no podía ocultar, como si la verdadera esencia de la virilidad, la
marca propia del hombre que realmente lo es, radicara en la fuerza con que
proclamaba su ignorancia—: Por ejemplo, no entiendo a las mujeres.
—Si recurres a mí para que te oriente, es evidente que no las conoces.
—Mac, una de estas noches cogeremos una trompa de miedo.
—Sí, hombre.
—No sé si lo sabes, pero tú y yo somos los únicos filósofos que hay en esta
ciudad.
—En este caso, Alvin, eres el único filósofo que las derechas han parido en
muchos años.
—Mira, no gastemos la pólvora en salvas. —Cuando me dirigía a la puerta, me
dijo—: Te acompaño hasta tu coche.
—No he venido en coche.
—¿Tenías miedo de que lo inspeccionara?
Esta idea le pareció tan graciosa que fue lanzando relinchos de risa mientras me
acompañaba por el pasillo hasta la calle. Allí, antes de separarnos, Regency me
preguntó:
—¿Sigues teniendo tu plantación de marihuana en Truro?
—¿Cómo te has enterado de eso?
Pareció contrariado.
—Bueno, es un secreto a voces. En tus fiestas todos hablan de lo buena que es tu
marihuana casera. Yo mismo la probé. Patty Lareine me metió un par de cigarrillos en
el bolsillo en el momento en que me iba. Tu marihuana es tan buena como la que
fumaba en Vietnam. —Hizo un par de movimientos afirmativos con la cabeza, y
añadió—: Oye, me importa un comino que seas de derechas o de izquierdas. Tus
jodidas tendencias políticas no me dan ni frío ni calor. Pero la marihuana me gusta. Y
te voy a decir otra cosa. Los conservadores no están en lo cierto en todo. Se

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equivocan en lo referente a la marihuana. Imaginan que destruye el alma, pero a mi
juicio no es así. Creo que el Señor usa de todo su poder y vence al Diablo.
—Oye, si no hablaras tanto podríamos tener una conversación —le dije.
—Una de estas noches nos emborracharemos.
—Bueno.
—Ahora bien, entretanto, si yo tuviera una provisión de marihuana en Truro…
Hizo una pausa. Dije:
—No tengo provisión alguna.
—Tampoco digo que la tengas. No quiero saberlo. Me limito a decir que si yo
tuviera algo allí, comenzaría a pensar en sacarlo. Y pronto.
—¿Por qué?
—No puedo decírtelo todo.
—¿Es que quieres tocarme los huevos?
Se tomó su tiempo antes de contestar.
—Oye, he sido miembro de la policía estatal. Lo sabes muy bien. Y he sido uno
de los mejores. La mayoría de los muchachos de la policía estatal son buenos chicos.
No destacan por su sentido del humor y nunca serán como tú, pero son buenos
chicos.
Asentí con la cabeza. Esperé. Pensaba que Regency seguiría hablando. Como no
lo hizo, dije:
—Nunca les ha gustado la marihuana.
—La odian. Ándate con cuidado —me previno.
Me atizó una tremenda palmada en la espalda y desapareció en las oficinas del
Ayuntamiento.
Me pareció un poco difícil creer que la policía estatal, cuyos miembros
consideran que parte de sus deberes consiste en holgar en otoño, invierno y
primavera, a fin de estar en forma durante los tres prodigiosos meses de sufrimientos
en medio del tránsito veraniego y sus anejas locuras en Cape Cod, estuvieran
abandonando en masa sus acuartelamientos en pleno noviembre a fin de peinar la
zona del cabo buscando pequeñas plantaciones de marihuana en Orleans, Eastham,
Wellfleet y Truro. Por otra parte, era posible que conocieran la existencia de mi
plantación. Y siempre cabía la posibilidad de que se aburrieran. A veces, había
pensado que en Cape Cod había un policía de narcóticos por cada drogadicto. No
cabía duda de que en Provincetown el negocio de la información y desinformación
sobre la droga, con los correspondientes tratos, engaños y estafas, era la cuarta
industria, después del turismo, la pesca y todo lo relacionado con la homosexualidad.
Si los policías estatales estaban al corriente de la existencia de mi plantación, y tal
vez fuera más adecuado preguntarse si era posible que no lo estuvieran, no había
razón alguna para presumir que nos tuvieran especial cariño a mi esposa y a mí.
Nuestras fiestas veraniegas eran demasiado famosas. Patty Lareine tenía grandes
defectos —un corazón loco y una falta absoluta de lealtad son los primeros que se me

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ocurren—, pero también tenía la agradable virtud de no tener fingidos remilgos
sociales, es decir, no era una esnob, ni mucho menos. Podría decirse que no podía
permitirse el lujo de serlo, si tenemos en consideración lo pueblerina que era al
principio de su carrera; claro que esto se puede superar. Si Patty Lareine se hubiera
quedado en Tampa, o hubiera osado trasladarse a Palm Beach, se habría visto
obligada a seguir la táctica que habían perfeccionado sus más ambiciosas antecesoras,
o sea, abrirse camino con garras y colmillos, pero con suavidad y ternura, hasta
casarse con un hombre todavía más respetable que Wardley, ya que éste es el único
juego interesante al que puede dedicarse una rica divorciada en la Costa de Oro, y el
que más altas recompensas ofrece a su vanidad. Es una vida interesante para la mujer
que tiene el talento adecuado.
Jamás intenté comprender a Patty, por descontado. Incluso cabe la posibilidad de
que me quisiera. Es difícil encontrar una explicación más clara. Creo firmemente en
el principio de Occam, según el cual la explicación más sencilla de un hecho suele ser
también la más correcta. Dado que yo no era más que el chófer de Patty Lareine
durante el año que precedió a nuestra boda, teniendo en cuenta que me «cagué» (ésas
fueron sus palabras) y decidí que, a fin de cuentas, no tenía el menor interés en
intentar asesinar a su marido, y dado que yo era un ex presidiario que no podía
ayudarla a subir escalinatas de mármol en las mansiones de Palm Beach, jamás supe
con claridad a santo de qué Patty Lareine quiso gozar en matrimonio de mi
medianamente atractiva presencia, al menos por una temporada, a no ser que su
corazón se hubiera derretido realmente por mí. ¿Quién sabe? Durante un tiempo,
hubo algo entre nosotros dos en la cama, pero esto es algo que se da por supuesto.
¿Por qué otra razón puede casarse una mujer con alguien de clase social inferior?
Más tarde, cuando las cosas fueron mal, empecé a preguntarme si lo que realmente
apasionaba a Patty no sería mostrar que detrás de mi vanidad no había nada. Una
tarea diabólica, ciertamente.
Da igual. Lo que quería decir es que al decidir ir a Provincetown, Patty Lareine
demostró que no era esnob. Es inútil que vayas a Provincetown si eres un esnob y tu
meta es la ascensión social. Me gustaría que algún día un sociólogo se ocupara del
singular sistema de clases de nuestra sociedad local. La ciudad, como hubiera
explicado a Jessica Pond de haber tenido ocasión, fue, en otros tiempos, hace de ello
unos ciento cincuenta años, un puerto de balleneros. Los capitanes yanquis de Cape
Cod constituían la capa social superior, y trajeron pescadores portugueses de las
Azores para formar las tripulaciones de sus barcos. Luego los yanquis y los
portugueses se mezclaron (de la misma manera que lo hicieron escoto-irlandeses con
indios, caballeros de Carolina con esclavas, judíos con protestantes). Ahora, la mitad
de los portugueses tenían apellidos tales como Cook y Snow, y, fuera cual fuese su
apellido, se habían convertido en los dueños de la ciudad. En invierno la dominaban
en su totalidad: la flota pesquera, el Ayuntamiento, la iglesia de San Pedro, los grados
inferiores de la policía municipal y la mayoría de los maestros y alumnos de la

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enseñanza primaria y secundaria. En verano, los portugueses resultaban ser dueños de
nueve de cada diez pensiones, y de más de la mitad de los bares y cabarets. A pesar
de todo, seguían formando una comunidad muy unida y vivían con gran sencillez. No
hacían ostentación de su riqueza y no tenían casas en lo alto de las colinas. Por lo que
yo sabía, los portugueses más ricos de la ciudad vivían en casas contiguas a las de los
más pobres, de manera que, con la salvedad de una nueva mano de pintura, no cabía
distinguir las casas de los unos de las de los otros. Que yo sepa, ningún hijo de
familia portuguesa fue jamás a una universidad prestigiosa. Quizá sentían un
respetuoso temor de las iras del mar.
En consecuencia, para ver una demostración de riqueza, por pequeña que fuera,
había que esperar la llegada del verano, cuando venían de Nueva York grupos de
psicoanalistas y de opulentos miembros de las profesiones liberales con aficiones
artísticas, que formaban cotos cerrados, así como una amplia gama de homosexuales
y unos cuantos drogadictos, con sus correspondientes traficantes en drogas, y la mitad
de la fauna del Greenwich Village y del Soho. Llegaban pintores, aspirantes a
pintores, pandillas de motoristas, vividores, hippies y beatniks con sus hijos, más
decenas de millares de turistas de un día venidos de todos los estados de la Unión con
la sola finalidad de ver cómo era Provincetown, simplemente porque está en el último
extremo del mapa. La gente siente una especial predilección por llegar al final del
camino.
En semejante caldo de cultivo, en un lugar en el que las distinciones de clase no
eran evidentes, y en el que las mejores casas de veraneo, salvo una o dos
excepciones, eran modestas casitas de playa, casitas de categoría media en un lugar
en el que no había grandes mansiones (excepto la que ya conocemos), ni hermosos
hoteles, ni paseos —en Provincetown sólo había dos calles largas (las demás no
pasaban de callejuelas)—, en un lugar en el que la principal avenida era el muelle, y
en el que ningún yate de placer de cierto calado podía atracar durante la marea baja,
en un lugar en el que el valor de las prendas que vestía la gente se medía por la
inscripción que lucían sus camisetas de manga corta, ¿quién hubiera podido medrar
desde el punto de vista social? En consecuencia, nadie daba grandes fiestas con la
finalidad de destacar. Si alguien las daba —y si ese alguien era Patty Lareine—, era
solamente porque cien personas de aspecto interesante, es decir, cien forasteros
pintorescos, presentes en su veraniega sala de estar, era el mínimo que necesitaba
para compensar las amarguras y penas de su corazón. Patty Lareine había leído una
docena de libros en su vida, pero uno de ellos era El Gran Gatsby. ¿Y saben cómo se
veía Patty Lareine a sí misma? Pues tan cautivadora como Gatsby. Cuando las fiestas
se prolongaban lo suficiente, y en caso de que hubiera luna llena y clara, Patty
Lareine sacaba su viejo cornetín de animadora del equipo de su colegio y, en medio
de la noche, le dedicaba a la luna el toque de retreta; más valía no decirle que ya
había pasado la hora de tocarlo.

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Evidentemente, la policía estatal no nos tenía simpatía. Los policías eran unos
tacaños, y nadie derrochaba su dinero en fiestas inútiles como nosotros. Tanto
derroche irritaba a la policía. Además, durante los dos últimos veranos, en nuestra
mesa había un cuenco con cocaína a disposición de todos, y Patty Lareine, a quien le
gustaba permanecer junto a la puerta, brazos en jarras, en compañía del matón que
había contratado (casi siempre algún muchacho del pueblo que tenía los hombros tan
anchos que parecía que eran dos), nunca rechazó la oportunidad de dar la bienvenida
a una cara nueva. Todo dios entraba cuando quería en nuestra casa. Los policías de
narcóticos esnifaban nuestra cocaína tan libremente como cualquier drogadicto.
La verdad es que no me hacía ninguna gracia el cuenco de marras. Patty y yo
discutimos cuando decidió dejarlo al alcance de todos. Intuía que mi mujer era mucho
más adicta de lo que quería reconocer, y a mí, por aquel entonces, la cocaína me daba
asco. Pasé uno de los peores años de mi vida comprándola y vendiéndola, y había
sido la causa de que fuera a la cárcel.
No, la policía estatal no podía tenerme demasiada simpatía. Sin embargo, me
resultaba difícil creer que, llevados por una espiritual venganza, estuvieran dispuestos
a formar y arremeter contra mi pequeña plantación de marihuana en aquella fría tarde
de noviembre. En el frenesí del verano, sí. El verano anterior al pasado, llevado por la
frenética locura provocada por un soplo de que se estaba preparando una incursión
policial, me fui corriendo a Truro, a pleno sol (precisamente cuando se estima que es
una brutalidad recolectar la planta, ya que la daña espiritualmente), y coseché la
marihuana. Luego pasé una noche terrible (y además tuve que explicar mi ausencia
de un montón de fiestas), dedicado a envolver en papeles de periódico los tallos
recién cortados y a guardarlos. No hice bien ninguna de estas operaciones, y, en
consecuencia, no creí en absoluto la calurosa afirmación de Regency, en el sentido de
que apreciaba en gran manera la calidad de mi marihuana. (Cabe la posibilidad de
que Patty Lareine le metiera en el bolsillo un par de bien liados pitillos tailandeses y
le dijera que la marihuana era de cosecha propia). De todas maneras, mi última
cosecha, recogida el pasado mes de septiembre, tenía cierto bouquet, digamos cierta
psíquica distinción. A pesar de que su aroma era un tanto agreste, por culpa de los
bosques y del monte bajo de Truro, sigo creyendo que estaba impregnada, hasta
cierto punto, de las neblinas endémicas en nuestras costas. Puedes haberte fumado
mil cigarros de marihuana y, a pesar de ello, no comprender lo que estoy diciendo,
porque yo cultivaba la marihuana con un propósito espiritual. Si deseabas acariciar la
ilusión de que es posible comunicarse con los muertos, o por lo menos buscar la
posibilidad de que te hicieran llegar algún susurro, mi marihuana era la mejor. La mía
era la más fantasmal que había fumado jamás. Lo atribuyo a muchos factores, y no es
el menos importante de ellos el que los bosques de Truro estén habitados por
fantasmas. Hace años, más de diez, un joven portugués de Provincetown mató a
cuatro muchachas, descuartizó los cadáveres y enterró los trozos en diversos lugares
del bosque. Siempre tuve tremenda conciencia de esas muchachas, y de su mutilada,

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acusadora y muda presencia. Recuerdo que cuando coseché la marihuana este año, lo
hice una vez más con grandes prisas, ya que anunciaron que un huracán iba a abatirse
sobre nosotros (huracán que, a fin de cuentas, fue a descargar en el mar), y realmente
las ráfagas de viento tenían fuerza de galerna. Bueno, pues en aquel día bochornoso,
nublado y ventoso de mediados de septiembre, mientras un tremendo oleaje se
estrellaba contra la costa de Provincetown y la gente de la ciudad corría de un lado
para otro asegurando con clavos las ventanas a fin de protegerse de la tormenta, yo
sudaba como una rata de los pantanos, temeroso de encontrarme con alguna
sabandija, entre las frondas del bosque de Truro, a unos doce kilómetros de distancia.
¡El aire parecía ansioso de venganza!
Recuerdo que corté los tallos de las plantas con ceremoniosa paciencia,
procurando percibir el instante en que la vida de la planta pasaba por la hoja del
cuchillo a mi brazo, y la planta quedaba reducida a una existencia pasiva que era todo
su futuro. Ahora su vida espiritual dependería de su capacidad para comunicarse con
el ser humano —diabólico, perverso, contemplativo, cómico, sensual, inspirado o
destructor— que la fumara. Realmente, intenté meditar mientras llevaba a cabo la
recolección, pero (quizá fuera debido al terrible asco que me dan las sabandijas, o a la
ominosa inminencia del huracán) lo cierto es que me precipité en la tarea que estaba
llevando a cabo. En contra de mi voluntad, comencé a cortar aquellas raíces con
excesiva premura. Como compensación, hice madurar mi cosecha con gran cuidado:
transformé un cuartito que teníamos en el sótano y no usábamos en improvisada sala
de secado, y en aquel ambiente oscuro (había colocado recipientes con bicarbonato de
sosa para mantener la hierba seca) mi marihuana descansó tranquila durante unas
cuantas semanas. Después la convertí en picadura y la guardé en botes vacíos de café,
cerrados a presión con tapaderas provistas de arandelas de goma roja (las bolsas de
plástico me parecían indignas de una hierba tan fina); cuando comencé a fumar la
marihuana en cuestión, advertí que en cada chupada quedaba algo de la esencia del
momento en que tan violentamente la coseché. Patty y yo nos peleábamos cada vez
más, y de los ataques de aborrecimiento pasábamos a los accesos de rabia con ganas
de saltarnos mutuamente al cuello.
Además, aquella cosecha de marihuana (a la que bauticé como hierba del
huracán) comenzó a provocar tremendos efectos en la cabeza de Patty. Conviene
tener en cuenta que mi esposa creía que tenía poderes psíquicos, lo cual, volviendo al
principio de Occam, explica por qué prefirió Provincetown a Palm Beach: aseguraba
que la espiral de nuestra playa y la línea curva de nuestro mar contenían una
resonancia a la que era sensible.
En cierta ocasión, después de haber tomado unas cuantas copas, me dijo:
—Siempre me ha gustado la jarana. Cuando era animadora del equipo de fútbol,
ya sabía lo que me esperaba. Hubiera sido una vergüenza que no me follara a la mitad
de los jugadores.
—¿Cuál de las dos mitades? —le pregunté.

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—La delantera.
Esta conversación era habitual entre nosotros. Tenía la virtud de tranquilizar los
ánimos. Patty soltaba una gran carcajada, y yo, a veces, mostraba una sonrisita de
conejo.
—¿Por qué sonríes con tanta mala leche? —me preguntó Patty.
—Pienso que quizá hubieras debido follarte también a la otra mitad.
Esto le gustó. Dijo:
—¡Oh, Timmy Mac, a veces resultas encantador!
Y tomó una buena chupada de hierba del huracán. Nunca se manifestaban tan
claramente los efectos de su hambre (no sé de qué estaba hambrienta, ¡ojalá hubiera
podido saberlo!) como en los momentos en que sorbía humo. Entonces se le
ondulaban los labios, mostraba los dientes y el humo hervía como las aguas
embravecidas al salvar un estrecho paso entre las rocas.
—Sí, comencé haciendo de animadora, pero cuando me divorcié la primera vez
decidí convertirme en hechicera. Y desde entonces lo he sido. ¿Qué puedes hacer
contra eso?
—Rezar —le dije.
Esto no le gustó.
—Voy a tocar el cornetín —dijo—. Hay una luna espléndida.
—Vas a despertar a toda la Ciudad del Infierno.
—Es lo que quiero. No hay que permitir que esos hijos de puta duerman, ya que
de lo contrario se despiertan con demasiadas fuerzas. Alguien tiene que desvelarlos.
—Hablas como una buena hechicera.
—Bueno, querido, soy una hechicera blanca. Todas las rubias lo somos.
—¿Rubia, tú? Y una mierda. Los pelos de tu coño dicen que eres morena.
—Se me chamuscaron de tanto follar. Por eso los tengo oscuros. Los pelos de mi
coño eran rubios como el oro hasta el momento en que me lancé y el equipo de fútbol
los chamuscó.
Si Patty se hubiera portado siempre así, nos habríamos pasado la vida bebiendo.
Pero otro cigarrillo de mi marihuana le indujo a tocar su cornetín de animadora. Y la
Ciudad del Infierno comenzó a agitarse.
No pretendo haber sido inmune a las pretensiones brujescas de Patty. Yo no había
conseguido llegar a una paz filosófica con la idea de los espíritus y tampoco había
llegado a ninguna conclusión al respecto. El hecho de que después de la muerte sigas
vivo en alguna parte de nuestra atmósfera no me parecía más absurdo que la idea de
que la totalidad de la persona deje de existir al morir. En realidad, y teniendo en
cuenta las diferencias que hay en el género humano, estoy dispuesto a aceptar que
algunos muertos zascandilean cerca de nosotros, mientras que otros se van muy lejos
o incluso desaparecen.
Sin embargo, la Ciudad del Infierno era un fenómeno. Y cuando fumabas hierba
del huracán se convertía en una presencia. Ciento cincuenta años atrás, cuando la

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pesca de la ballena todavía era activa en estas aguas, toda una ciudad de burdeles
surgió en el otro brazo que cierra el puerto natural de Provincetown, donde ahora no
hay más que una larga extensión de arena desierta. En los años que siguieron a la
desaparición de la pesca de ballenas, las casuchas utilizadas como prostíbulo fueron
montadas en balsas y trasladadas al otro lado de la bahía. La mitad de la casas
antiguas de Provincetown tenían uno de esos cobertizos unido a ellas. Así pues,
aunque buena parte de la locura que nos invadía al fumar cabeza de huracán podía
deberse a los hechizos de Patty Lareine, otra parte no menos importante de aquellas
manifestaciones procedía, creo yo, de nuestra propia casa. La mitad de nuestra
provisión de techos, paredes, vigas, montantes, alféizares y soleras había venido
flotando desde la Ciudad del Infierno hacía más de un siglo, y, por consiguiente,
físicamente formábamos parte de aquel lugar desaparecido. En nuestras paredes
pervivía una parte de aquella abigarrada mezcolanza de prostitutas, contrabandistas y
balleneros con los bolsillos llenos de dinero caliente. Incluso había habido seres tan
despreciables, que encendían hogueras en las noches sin luna a lo largo de las playas
para hacer creer a los barcos que se dirigían a puerto. La embarcación que se confiaba
acababa embarrancando en los bajíos, y entonces los piratas la abordaban para
saquearla. Patty Lareine aseguraba que podía oír los gritos de los marineros
asesinados, tratando de defender su nave de los salteadores que se acercaban en sus
largos esquifes. ¡El espectáculo que ofrecía la Ciudad del Infierno, con sus
pederastas, sus sodomitas y sus prostitutas transmitiendo de generación en generación
las mismas enfermedades infecciosas a los mismos piratas con la barba manchada de
sangre, debió de ser realmente bíblico! Provincetown estaba entonces lo bastante
lejos para conservar impoluta la dignidad yanqui de sus miradores y sus blancas
iglesias. Por consiguiente, la mezcla de espíritus que tuvo lugar cuando se acabó la
pesca de la ballena y llegaron remolcados hasta allí los cobertizos de la Ciudad del
Infierno, debió de ser tremenda.
Parte de esta excitación carnal se incorporó a nuestro matrimonio el primer año
que vivimos en aquella casa. Nos invadía una fuerza lujuriosa que parecía emanar de
las prostitutas y los marineros que habían fornicado allí cien años atrás. Tal como dije
antes, no entraré en polémicas acerca de que la posibilidad de que siguieran viviendo
en nuestras paredes fuera real o irreal, pero sí puedo decir que nuestra vida amorosa
no resultó perjudicada por ello, fuera cierto o no. A decir verdad, adquiría mayor
ímpetu cuando pensábamos que despertábamos la lujuria del invisible público que
nos contemplaba. Es agradable que un matrimonio pueda sentir que cada noche es
una orgía sin tener que pagar por ello; es decir, sin tener que mirar a la cara al vecino
que se folla a tu mujer.
Sin embargo, si la más sabia norma de conducta es que no se puede engañar a la
vida, cabe la posibilidad de que la más vigorosa ley del espíritu sea que no se debe
explotar a la muerte. Desde que Patty Lareine me dejó, eran muchas las mañanas en
que tenía que convivir con buena parte de la población de la Ciudad del Infierno,

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invisible, pero presente. Al marcharse, mi esposa parecía haber traspasado a mi alma
aquella sensibilidad de la que tanto se vanagloriaba. Una de las razones de que no
pudiera abrir los ojos por la mañana eran las voces que oía. Que nadie se atreva a
decir que las prostitutas centenarias de Nueva Inglaterra no son capaces de reírse
sardónicamente en los fríos amaneceres de noviembre. Hubo noches en que el perro y
yo dormimos juntos, acurrucados como niños ante un fuego apagado. De vez en
cuando fumaba hierba del huracán, pero sus resultados carecían de claridad. Esta
observación, claro está, sólo puede entenderla quien haya tomado a la marihuana
como guía. Estaba convencido de que era el único remedio que se podía tomar
cuando navegabas por los mares de una obsesión; tal vez volvieras a puerto con las
respuestas a preguntas que llevabas veinte años haciéndote.
Sin embargo, desde que vivía solo, la hierba del huracán no estimulaba mis
pensamientos. En cambio, hacía surgir en mí deseos que creo mejor no mencionar.
Las serpientes se movían en la oscuridad. En consecuencia, hacía diez días que no
había echado mano de mi provisión.
¿Explica esto tal vez por qué reaccioné con tanta desgana ante el generoso
consejo del jefe de la policía?
Sin embargo, reaccioné, y así que llegué a casa subí al coche; conduje por la
carretera en dirección a Truro. No sabía si debí llevarme mi provisión de hierba del
huracán, porque no convenía que la molestaran. Pero de algo sí estaba seguro: no
quería volver a la cárcel.
¡Qué olfato demostró tener Regency para adivinar mis costumbres! No podía
decir por qué razón había decidido guardar la marihuana tan cerca del lugar en que la
cultivaba, pero lo cierto es que así lo hacía. Veinte botes de café, llenos de marihuana
cuidadosamente cosechada, estaban guardados en una caja de acero, barnizada y
untada de aceite para que no se oxidara, escondida en un hoyo en el suelo, bajo un
árbol muy característico que se alzaba al lado de un sendero medio oculto por la
hierba, que conducía hasta un estrecho camino sin asfaltar, situado a unos doscientos
metros.
Sí, con tantos escondrijos como ofrecía el bosque de Truro, había ocultado mi
provisión de marihuana cerca de mi pequeña plantación. No podía haber un lugar
peor. Cualquier cazador que se aventurara por aquellos andurriales podría reconocer
sin dificultad las características de la agricultura que allí se practicaba y, en
consecuencia, tal vez se dedicara a inspeccionar los alrededores. Sobre la piedra que
tapaba el hoyo en que guardaba la caja con la hierba del huracán sólo había una
delgada capa de tierra cubierta de musgo bastante mustio.
Sin embargo, aquel lugar era importante para mí. Quería que la hierba del huracán
estuviera cerca del campo donde había nacido. En la cárcel, la comida que
consumíamos procedía de las entrañas de las más importantes empresas alimentarias
de América, y no había un solo bocado que no viniera envuelto en plástico, cartón o
lata. Si tenemos en cuenta el viaje desde la granja a la fábrica, y de la fábrica hasta la

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cárcel, aquella comida había viajado unos tres mil kilómetros, por término medio. De
ahí que se me ocurriera una solución a todos los males del mundo: nadie debería
comer jamás alimentos cultivados a una distancia del propio hogar superior a la que
pudiera recorrer, llevando los alimentos cargados a la espalda, en el curso de una
jornada. Idea ciertamente interesante. Aunque pronto dejé de buscar los medios de
llevarla a la práctica. Sin embargo, esa idea me indujo a respetar los orígenes de mi
marihuana. Al igual que el vino que envejece a la sombra de los viñedos que le dieron
el ser, mi marihuana estaba cerca de la tierra de la que había brotado.
Por eso me daba cierto miedo trasladar la marihuana, un temor muy parecido al
que había sentido al despertarme aquella mañana. Sentí el impulso de dejarlo todo
como estaba. Sin embargo, salí de la carretera general y tomé la secundaria que (con
un par de desvíos) conducía hasta el camino sin asfaltar que llevaba a mi campo en
medio del bosque. Conducía despacio, y de repente se me ocurrió que mis reservas de
energía habían de ser realmente grandes para permitirme soportar sin desfallecer todo
lo que me estaba ocurriendo. Considerando las circunstancias, ¿de dónde, si no,
procedía el aplomo que había mostrado durante mi entrevista con Alvin Luther? Y,
por cierto, ¿dónde me había hecho el tatuaje?
No pude menos que parar el coche. ¿Dónde me había hecho el tatuaje? Era la
primera vez que me detenía a pensarlo, y poco faltó para que me pasara lo mismo que
a mi perro.
Les aseguro que cuando me rehíce lo bastante para volver a poner en marcha el
coche, avancé con la cautela con que lo hace un conductor novel después de estar a
punto de chocar. Avancé a paso de tortuga.
Así recorrí las carreteras secundarias de los alrededores de Truro aquella fría tarde
—¿volvería a salir el sol?—; escruté los líquenes que crecían en los árboles como si
sus amarillentas esporas pudieran explicarme muchas cosas, miré los azules buzones
de correos que jalonaban la carretera como si fueran garantía de seguridad, e incluso
me detuve ante una verdosa placa de bronce, en una encrucijada que recordaba la
muerte de un soldado de la localidad en alguna guerra olvidada. Pasé frente a muchos
setos, detrás de los cuales se alzaban casitas con grises tejados de madera y blancos
senderos de conchas trituradas que olían a mar. Aquella tarde el viento soplaba con
fuerza, y siempre que detenía el coche su ulular llegaba a mis oídos como si un mar
embravecido azotara las copas de los árboles. Luego salí del bosque; seguí adelante,
subiendo y bajando pequeñas colinas, y pasé junto a tierras pantanosas entre
tremedales y torcas. Llegué a un pozo situado junto a la carretera, bajé del coche y
miré el fondo, en donde el verde musgo que tan bien conocía lanzaba destellos que
parecían devolver mi mirada. Pronto volví a meterme en el bosque, donde terminaba
la carretera. Conduje despacio por el arenoso camino; las matas y las zarzas arañaban
alternativamente los laterales del Porsche cuando sorteaba los obstáculos, pues en el
centro del camino se había formado una especie de caballón muy ancho y alto y no
me atrevía a meter el coche por las roderas.

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Llegó un momento en que temí que no podría proseguir la marcha. El camino
estaba cruzado por arroyuelos y tuve que vadear varias charcas relativamente poco
profundas alrededor de las cuales las copas de los árboles se unían formando túneles
de follaje. En las tardes sin sol, siempre me había gustado recorrer en coche el triste y
modesto paisaje de las colinas y los bosques de Truro. Provincetown, incluso en
invierno, parecía un activo pueblo minero en comparación con aquel sobrio paisaje.
Desde lo alto de cualquiera de aquellas colinas, si soplaba viento fuerte, como ocurría
aquel día, podías contemplar el mar a lo lejos, convertido en un bullicio de luces y de
blancas crestas de olas, mientras las aguas de las charcas, a tus pies, seguían siendo
oscuras, del color del bronce sucio. Y entre el mar y las charcas se te ofrecía toda la
gama de colores del bosque. Me encantaba el apagado verde de la hierba de las dunas
y el dorado pálido de los secos hierbajos. En aquel paisaje de fines de otoño, en el
que las hojas ya no estaban teñidas por el rojo sangre de buey y el naranja tostado, los
colores se reducían al gris, el verde y el castaño, pero era tal la variedad de tonos, que
mi vista percibía una verdadera danza de matices entre el gris tierra y el gris tórtola,
el gris lila y el gris humo, el castaño de la maleza y el castaño de las bellotas, el
castaño del zorro y el leonado, el gris de la rata y el gris de la alondra, el verde botella
del musgo y el verde de los pinos, el verde de los acebos y el verde del agua marina
allá a lo lejos. Mi vista saltaba de los líquenes en el tronco de un árbol a la maleza del
campo, se apartaba de las hierbas de las charcas para fijarse en los arces rojos (que ya
no eran rojos, sino castaños), y el aroma de los pinos y los robles se mezclaba, en el
silencio del bosque, con el rumor del oleaje, traído por el viento que pasaba y volvía a
pasar entre las hojas, allá en lo alto, un rumor que parecía decirme: «Todo lo que ha
vivido ansia volver a vivir».
Aparqué el coche en un lugar desde el cual mi vista podía saltar de las charcas al
mar, y procuré que la belleza de aquellos colores tan conocidos me serenara, pero lo
cierto es que el corazón me latía violentamente. Volví a subir al coche, llegué a la
altura del sendero que llevaba a mi campo y bajé, tratando de recuperar aquella
inmaculada sensación que estar solo en el bosque me había proporcionado en otras
ocasiones. Pero no pude. En los últimos días había pasado gente por allí.
En cuanto empecé a avanzar por mi sendero, que la hierba ocultaba a medias del
camino, aquella sensación se hizo más aguda. No me detuve en busca de indicios y
rastros, pero no me cabía duda de que los había. Hay sutiles indicios de una presencia
ajena que sólo el bosque puede reflejar, y mientras recorría los cien pasos que
mediaban entre el sendero y mi escondite, volví a sudar como aquella ardiente tarde
de septiembre, cuando el avance del huracán se cernía sobre nosotros.
Pasé junto a la plantación de marihuana y vi que la lluvia había hundido en la
tierra los rastrojos. Una especie de vergüenza, motivada por las prisas con que había
segado las plantas, me hizo sentir tan acharado como si acabara de encontrarme con
un amigo al que hubiera tratado mal, por lo que me detuve como si quisiera presentar
mis excusas; realmente, mi pequeña plantación parecía un cementerio. Pero sólo me

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detuve un instante, pues el pánico me invadía; avancé por el sendero, rebasé un claro,
salí de la espesura y volví a entrar en ella, pasé junto a silenciosos pinos y, después de
avanzar unos pasos más, me encontré junto al más curioso de los árboles. Un pino
enano surgía de la parte alta de una duna que se había formado en medio del bosque,
un arbolillo que se retorcía sobre sí mismo con una fuerza tremenda apoyándose en
sus raíces, hincadas en el poco seguro soporte de la arena; sus ramas se retorcían
hacia un lado, dominadas por el impulso del viento, para, por fin, en última instancia,
alzarse hacia el cielo, como un pecador dirigiéndole una plegaria. Éste era mi árbol, y
a sus pies, debajo de sus raíces, allí donde la arena terminaba y comenzaba la tierra
del bosque, había un hoyo pequeño, en el que no habría cabido ni un osezno; la
puerta de entrada a este hoyo era una piedra cubierta de musgo, muchas veces
levantada y devuelta amorosamente a su lugar. Entonces vi que la piedra no estaba
como yo la había dejado, sino que se había levantado del suelo igual que un sucio
vendaje al hincharse a causa del pus de la herida que cubre. Aparté la piedra, metí el
brazo en el hoyo, delante de la caja, y mis dedos arañaron la tierra ansiosos como
ratas de campo en busca de comida; entonces encontré algo, algo que podía ser carne,
o pelo, o una esponja húmeda, no sabía qué, y mis manos, más valerosas que yo,
apartaron la tierra lo suficiente para extraer una bolsa de basura de plástico cuyo
contenido se transparentaba a medias, y lo que vi me hizo dar un alarido tan agudo
como si me envolviera el vértigo de una larga caída en el vacío. Ante mí tenía la parte
trasera de una cabeza. El color del cabello, a pesar de las manchas de tierra, era rubio.
Intenté ver la cara, pero cuando la cabeza, con mi consiguiente horror, giró dentro de
la bolsa sin ofrecer resistencia —¡había sido cortada!—, me sentí incapaz de mirar
sus facciones, por lo que dejé la bolsa con la cabeza donde la había encontrado y
luego puse la piedra, coloqué el musgo encima de cualquier manera y salí volando del
bosque en busca del automóvil, que conduje por el camino con una velocidad que
contrastaba con la cautela con que había llegado hasta allá. Y únicamente después de
llegar a mi casa y dejarme caer en un sillón, mientras intentaba calmar mis temblores
con whisky, como si me dieran un mazazo, pensé que ni siquiera sabía si la cabeza
enterrada en aquel hoyo era la de Patty Lareine o la de Jessica Pond. Por descontado,
tampoco sabía si debía sentir horror de mí o de otra persona, y esto último, tan pronto
como llegó la noche e intenté dormir, se convirtió en algo tan aterrador que superó
todas las proporciones.

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3

Las voces me hablaron al alba. Escuché las voces de la Ciudad del Infierno en ese
espacio de tiempo en que no estás dormido pero no acabas de despertarte.
Las voces decían: «Oh, Tim, eres como una vela que se ha consumido por los dos
extremos: por los cojones y por los sesos, por el cipote y por la lengua, por el ojete y
por la boca. ¿Te queda algo más que quemar? Pero, claro, el quemado no puede
saberlo…».
Las voces decían: «Oh, Tim, no lamas los muslos de las prostitutas. Te corres
demasiado deprisa al saborear el viejo esperma de la ballena. Danos las sales de la
muerta. Haz que vuelva con nosotros la hez de los derrotados. Adiós, dulce amigo.
Maldecimos tu casa. Maldecimos tu casa».
Permítanme que les explique lo poco que yo alcanzaba a comprender. Las
películas de terror no nos preparan para las horas perdidas tratando de aclarar
nuestros pensamientos. Al despertar de mis pesadillas y de un sueño agitado por el
pavor, sólo pude llegar a una conclusión. Suponiendo que yo no hubiera tenido arte ni
parte en aquel hecho —¿y cómo podía saberlo con certeza?—, no quedaba otro
remedio que preguntarse: ¿quién lo hizo? Tuvo que ser alguien que conociera la
existencia del escondite de mi marihuana. Esto apuntaba directamente a mi esposa, a
no ser que el pelo que había tocado fuera el suyo. Así que sólo había una conclusión:
volver al bosque e investigar detenidamente. Sin embargo, la imagen de aquel cabello
rubio lleno de porquería había quedado tan grabada en mi memoria como el
relámpago de luz seguido por el trueno de dolor que sientes cuando te dislocas un
hombro. No podía volver. Sólo de pensarlo temblaba como un flan. Prefería asarme a
fuego lento en el horno de mi propia cobardía.
¿Resulta evidente por qué prefiero no hablar de aquella noche? ¿Y por qué me
costó tanto dar los pasos que parecían más lógicos? Ahora comprendo por qué se
vuelven majaras los cobayos cuando los hacen pasar por un laberinto. Hay
demasiadas sorpresas esperándolos a la vuelta de una esquina. ¿Y si era la cabeza de
Jessica? ¿Sabría entonces que había sido yo?
Por otra parte —y el tiempo que me llevó llegar a esta alternativa hubiera sido
suficiente para recorrer doscientos kilómetros en automóvil—, si Pond y Pangborn
habían regresado a Boston, o estaban de vuelta en Santa Bárbara, o bien se habían
dirigido a cualquier lugar al que su aventurilla los hubiera llevado, era la cabeza de
Patty. Esto me produjo un dolor insoportable, sí, dolor, y una repugnante sensación de
alivio que pronto quedó ahogada por el principio de un nuevo temor. ¿Quién pudo
matar a Patty, sino su nuevo amiguito negro? Y, de ser eso cierto, ¿estaba yo a salvo?

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¿No se sienten un poco inquietos, cuando invitan a sus fiestas a negros
desconocidos? Trate de pensar en ello la noche en que haya llegado a la conclusión
de que el invitado de marras podría estar al acecho. Cada ola que rompía en la arena,
cada gaviota que pasaba, se convertía en un intruso. Me parecía oír el ruido de
ventanas abiertas desde fuera y de puertas reventadas.
Era degradante. Jamás me había considerado un héroe. Mi padre, con la mejor
voluntad del mundo, se había encargado de ello. Pero, por lo general, había
conseguido tener una imagen de mí mismo que no era, ni mucho menos, la de un
hombre absolutamente carente de virilidad. Era capaz de defender a mis amigos, y de
perdonar una ofensa, aunque la procesión fuera por dentro. Trataba de ser fiel a mí
mismo. Sin embargo, ahora, cada vez que mi mente estaba lo bastante lúcida para
pensar, me cagaba de miedo. Era como un cachorrillo en una casa desconocida.
Comencé a temer a mis amigos.
Tuvo que ser alguien que conocía el escondrijo. Por lo menos, parecía lógico. En
consecuencia, a la incierta luz del alba, me di cuenta de que, cuando me encontrara
con mis amigos en la calle, en sus casas, mañana o al cabo de unos días, desconfiaría
de la expresión de sus ojos. Me sentía como un hombre que resbala por una pendiente
de hielo y encuentra un saliente; se agarra a él, pero su peso lo arranca. Advertí que si
era incapaz de hallar la respuesta a la primera pregunta —¡venga, adelante!—: «¿Soy
yo el asesino?», no me quedaría más remedio que seguir resbalando y, al final de la
pendiente, me esperaría la locura.
Sin embargo, mientras el alba clareaba y me llegaban las voces de la Ciudad del
Infierno —¿por qué sonaban siempre más altas durante el período que media entre el
sueño y la vigilia, como si entre un estado y otro transcurriera un siglo?—, percibí
también los gritos y gruñidos de las gaviotas, y su griterío tuvo la virtud de ahuyentar
las larvas de la noche. Cuando pensé en la palabra larvae, sentí un agradable placer.
¡Qué alegría recordar algo de latín en medio de tanta confusión! ¡Sí, larvae,
fantasmas! En Exeter enseñaban bien el latín.
Me agarré a este pensamiento como a un clavo ardiendo. En la cárcel aprendí que
cuando estás enemistado con otro presidiario, y el miedo se convierte en algo tan
pesado como el plúmbeo aliento de la eternidad, cualquier alegría que sienta tu
corazón en tales circunstancias es tan valiosa como la cuerda que te lanzan cuando
has caído en un precipicio. Concéntrate en esa alegría, por pequeña que sea, y podrás
trepar hasta el borde. Por eso, en aquellos momentos, procuré concentrarme en cosas
lejanas, y pensé en Exeter, y en el latín, y por este medio llegué, si no a calmar mi
miedo, sí a aislarlo, con lo que conseguí seguir pensando en la pequeña habitación de
una pensión, en la Décima Avenida esquina con la calle Cuarenta y Siete, en la que
ahora vivía mi padre, que ya tenía setenta años. Me concentré hasta que volví a ver el
papel que mi padre había pegado al espejo, y pude leer las palabras que
cuidadosamente había escrito en él. Decían: «inter faeces et urinam nascimur».
Debajo de la frase mi padre había escrito, rubricado, el nombre del autor: san Odón

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de Cluny. El apodo de mi padre (que quiero hacer constar aquí) seguía siendo el de
Gran Mac, como desafiando a las hamburguesas MacDonald.
—Oye, ¿qué quieres decir con eso? —le pregunté cuando vi la nota en el espejo.
—Es un recordatorio —me respondió.
—No me habías dicho que sabías latín.
—Nos lo enseñaban en la escuela parroquial. Sólo cosas sueltas.
—Y ¿quién te dijo esta frase?
—Un cura amigo mío, el padre Steve. Siempre está discutiendo con el cardenal.
El Gran Mac dijo esta última frase en tono amable, como si fuera la principal
virtud que puede tener un cura.
Bueno, yo sabía suficiente latín para traducir la frase, «inter faeces et urinam
nascimur» significa «Entre heces y orina hemos nacido». A pesar de haberse pasado
la vida detrás de la barra de un bar, a mi padre no le faltaba cierta erudición.
Entonces sonó el teléfono que tenía sobre la mesilla de noche, junto a mi cama, y
antes de levantar el auricular sabía casi con toda certeza que era mi padre quien me
llamaba. Hacía bastante tiempo que no nos habíamos telefoneado, pero, aun así,
presumí que sería su voz la que oiría cuando levantara el auricular. Tenía la facultad
de pensar en la persona que iba a llamarme incluso antes de que marcara mi número.
Me ocurría tan a menudo que ya había dejado de sorprenderme. Sin embargo, aquella
mañana lo interpreté como un augurio.
—¿Tim?
—Hola, Dougy —saludé—, ¿por qué no hablamos del Diablo?
—Bueno.
Esta respuesta me reveló que mi padre conservaba su resaca crónica. Aquel
«bueno» hacía patentes los efectos que causan en un cerebro humano sesenta años de
bebida. (Esto, claro, si mi padre hubiera comenzado a beber a los diez años).
—Tim, estoy en Hyannis —me dijo mi padre.
—¿Qué haces en Cape Cod? Creí que no te gustaba viajar.
—Hace tres días que llegué. Frankie, el Gorrón, vino a vivir aquí cuando se retiró.
¿No te lo había dicho?
—No, ¿cómo está Frankie?
—Murió. Vine al entierro.
Para mi padre, la muerte de un viejo amigo era tan ominosa como el hundimiento
del acantilado junto a tu casa.
—Vaya, hombre… ¿Por qué no vienes a Provincetown? —le pregunté.
—Sí, lo había pensado.
—¿Tienes coche? Puedo alquilar uno.
—No, iré a buscarte.
Hubo una larga pausa; no podía saber si mi padre pensaba en sí mismo o en mí.
—Esperemos un día o dos. La viuda tiene algunos problemas —dijo al fin.
—Bueno, ven cuando quieras.

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Creía que no había dado muestras de mi desastroso estado de ánimo, pero el Gran
Mac preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—Patty se fue. Me dejó. Pero en fin, eso es lo de menos.
—Bueno… Ya nos veremos —dijo mi padre tras una larga pausa. Y colgó.
De todas maneras, su llamada me había proporcionado, en parte, las fuerzas
precisas para levantarme de la cama y enfrentarme al día.
Hablando de resacas, tenía la impresión de estar al borde de un ataque epiléptico.
Si vigilaba todos mis movimientos, si no me golpeaba el dedo gordo del pie contra
algo, si no daba un paso en falso, si no giraba la cabeza bruscamente, si no hacía
ningún gesto que no estuviera cuidadosamente planeado, quizá pudiera enfrentarme
con el paso de las horas sin padecer un ataque. El peligro no provenía del estado de
mi cuerpo, sino de las palabras de las brujas, que aún resonaban en mi cerebro y yo
trataba de desechar esforzándome por pensar en otras cosas.
Dado que mis problemas inmediatos eran tan intocables como una herida abierta,
e incluso el tatuaje volvía a escocerme si me acordaba de él, el recordar a mi padre
aquella mañana fue como una especie de lenitivo. No necesitaba pensar en cosas
agradables. Podía recordar antiguos pesares, que no me entristecían, porque eran agua
pasada, y en cambio evitaban que me obsesionara con mi actual situación.
Por ejemplo, volví a pensar en Meeks Wardley Hilby III, y a pesar de que fue el
segundo marido de Patty Lareine, y de que durante un mes entero de mi vida me
desperté cada día enfrentándome con el problema de cómo podíamos asesinarle Patty
y yo sin dejar huellas, estos recuerdos no me producían dolor e incluso más bien me
ayudaban a concentrarme por dos buenas razones que me servían como otros tantos
contrapesos que me permitían conservar el equilibrio. La primera razón era que no
sólo no había matado a Wardley, sino que había comprendido que no tenía madera de
asesino, lo cual no era el peor pensamiento que podía ocurrírseme aquella mañana. La
otra razón era que no pensaba en Hilby tal como le había conocido en Tampa, cuando
era el marido de Patty, sino que recordaba el curioso vínculo que nos unió con Exeter,
algo muy relacionado con mi padre y que incluso me traía a la memoria el mejor día
que pasé con él.
Meeks Wardley Hilby III era el único recluso, entre los que cumplían condena en
la cárcel de Florida, que había ido a clase conmigo en Exeter. Pero no era esto lo más
curioso de nuestra relación, sino que los dos fuimos expulsados de la escuela la
misma mañana, cuando faltaba un mes para graduarnos. Antes de encontrarnos en la
oficina del director, apenas si había tratado a Hilby. Éste cursó estudios en Exeter
durante cuatro años, lo mismo que había hecho antes su padre, Meeks, y yo pasé allí
un otoño y una primavera, en calidad de posgraduado, gracias a una beca por mis
méritos deportivos, tras haber cursado el último año en la escuela de Long Island. (Mi
madre quería que fuera a Harvard). Hilby era un excéntrico y yo un irlandés cabezota
y aficionado al deporte. Había hecho todo lo posible para convertir en realidad mis

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promesas como jugador de fútbol americano, pero el equipo de Exeter no sabía jugar.
(¿Han visto jugar alguna vez a los equipos de las escuelas del Este?). Salimos juntos
del despacho del director, el día en que nos dieron la patada, y Meeks Wardley Hilby
III lloraba. Su esmoquin con solapas de satén y su corbata de lazo color heliotropo
parecían la indumentaria con que lo llevaban ante el pelotón de ejecución. Yo estaba
triste. Incluso ahora, al recordar aquel momento, puedo sentir la tristeza que me
invadía. Me habían pillado fumando marihuana, lo que, hace veinte años, no era ni
mucho menos una tontería. El director quedó sinceramente escandalizado. Y el caso
de Hilby era peor. Resultaba difícil creerlo, teniendo en cuenta su aspecto amanerado,
pero lo cierto es que Meeks Wardley Hilby III había intentado violar a una muchacha
con la que se había citado para salir.
No lo supe aquel día, porque ninguno de los implicados quería hablar de ello (y
los padres de la chica pronto cobraron por su silencio), pero Hilby me contó la
historia once años después. En la cárcel había tiempo de sobra para contar historias.
El caso es que aquella mañana en Provincetown, cuando deseaba apartar de mí
tantos pensamientos sombríos, me resultó agradable, como he dicho, regresar al
doloroso día en que dejé Exeter. Recuerdo que me despedí para siempre de la escuela
una hermosa tarde del mes de mayo. Metí mis trastos en dos bolsas de lona, las
cargué en el autobús y luego subí yo; mi padre (a quien ya había llamado, aunque no
me atrevía a hablar con mi madre) fue a recibirme a Boston. Mi padre y yo nos
emborrachamos. Sólo por el modo como se portó conmigo aquella noche ya merecía
todo mi cariño. Tal como pueden haber colegido por la conversación telefónica que
mi padre y yo tuvimos, no era un hombre dado a hablar más de lo que las exigencias
de comunicarse con el prójimo reclaman, pero tenía la virtud de tranquilizar a los
demás con su silencio. En aquel entonces, cuando tenía cincuenta años, medía metro
noventa y pesaba ciento veinte kilos. Hubiera podido prescindir de veinte, por lo
menos. Estos veinte kilos los llevaba por delante como los parachoques de los autos
de choque de las ferias, y le hacían respirar con dificultad. Con el cabello
prematuramente blanco, la cara roja, como recién hervida, y los ojos azules, parecía
el más corpulento, el más astuto y el más corrupto policía de la ciudad, pero lo cierto
era que no le caían nada bien los policías. Su hermano mayor, por el que nunca sintió
la menor simpatía, fue policía hasta que murió.
Aquella tarde, mientras estábamos el uno al lado del otro en un bar irlandés
(estrecho, oscuro y tremendamente largo, tanto que mi padre comentó que allí
podrían disputarse carreras de galgos), dejó su cuarto vaso de whisky, que, como los
anteriores, había vaciado de un trago, y me dijo:
—Conque marihuana, ¿eh?
Asentí con un ligero movimiento de cabeza. Mi padre me preguntó:
—Y ¿cómo es que te pillaron?
Quería decir: «¿Cómo es que fuiste tan tonto para permitir que un hatajo de
anglosajones protestantes te atrapara?». Sabía la opinión que le merecía la

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inteligencia de los anglosajones protestantes. En cierta ocasión, en el curso de una
discusión con mi madre, mi padre dijo: «Lo malo de cierta clase de gente es que
espera que Dios compre su ropa en la misma tienda en que la compran ellos». Por
eso, he reaccionado ante los anglosajones protestantes de acuerdo con la visión que
mi padre tenía de ellos. El Gran Mac siempre estimó que los ingleses protestantes
eran gente bien parecida, que tenían el cabello plateado y vestían trajes grises, y tan
bien hablados que forzosamente debían de creer que Dios se servía de ellos para
mostrar su dignidad.
—Bueno, me descuidé. Quizá reía demasiado —le contesté.
Y le conté lo ocurrido la mañana anterior a la noche en que me pillaron. Participé
en una regata a vela, en un lago cerca de Exeter, cuyo nombre no recuerdo (¡gajes de
fumar marihuana!), y las embarcaciones no podían navegar por falta de viento. Poco
faltó para que suspendieran la regata. Yo no sabía nada sobre navegación a vela, pero
el chico con quien compartía la habitación era muy aficionado a este deporte y me
pidió que formara parte de la tripulación en una embarcación patroneada por un viejo
profesor de historia que era sin lugar a dudas la encarnación de la idea que se había
hecho mi padre de los anglosajones protestantes. Era un buen patrón, quizá el mejor
de la escuela, por lo que despreciaba tanto aquella regata que se atrevió a incluir en la
tripulación a un lego como yo. Sin embargo, tuvimos vientos flojos y mala suerte. El
viento dejaba de soplar, volvía a hacerlo muy levemente, y se apagaba otra vez. Por
fin, nos quedamos inmóviles, con la vela lacia, y vimos cómo otra embarcación, muy
despacio, nos adelantaba. Al timón iba una señora anciana. Su embarcación estaba
mucho más cerca de la orilla que la nuestra; la señora seguramente pensó que aquella
mañana habría poco viento, pero que se podía contar con que hubiera una leve
corriente en las aguas próximas a la orilla, porque el lago desaguaba en un riachuelo.
Y no erró. Primero nos sacó tres largos de ventaja y luego ocho, en tanto que
nosotros, ya en segundo lugar, y unos quinientos metros más alejados de la orilla
permanecíamos inmóviles. La anciana señora había sido más avispada que nuestro
patrón, el viejo zorro.
Al cabo de un rato, empecé a aburrirme, así que me puse a bromear con mi
compañero de habitación. El patrón toleró nuestra cháchara durante un rato, pero, por
fin, la vela inerte pudo más que su buena voluntad. Se volvió hacia mí y, con tono
magistral, me dijo: «En tu lugar, no hablaría tanto. Le quitas el viento a la vela».
Cuando terminé esta historia, mi padre y yo nos reíamos tanto que tuvimos que
abrazarnos y bailotear para conservar el equilibrio.
—Bueno… con gente así, casi es una suerte que te echen —dijo el Gran Mac.
Así que no tuve necesidad de contarle que había regresado a mi aposento
partiéndome de risa pero muy enfadado. Tuve que aguantar muchas bromas pesadas.
Un curso en Exeter no había sido suficiente para enseñarme las costumbres de los que
mandaban allí.
—Trataré de explicárselo a tu madre —me dijo el Gran Mac.

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—Te lo agradezco.
Me constaba que mis padres no se habían hablado en un año, pero la verdad era
que me sentía incapaz de explicarle a mi madre aquel asunto. Desde que tuve once
años hasta que cumplí los trece, y comencé a salir, mi madre se las arregló para
sentarse en el borde de mi cama todas las noches y leerme un poema de la obra de
Louis Untermeyer Tesoro de grandes poemas. Debo decir en honor a mi madre (y de
Untermeyer) que a pesar de ello no llegué a odiar la poesía. Razón de más para que
no me atreviera a contarle a mi madre lo ocurrido.
Como era de prever, tuve que aguantar que mi padre repitiera una y otra vez «¡Le
quitas el viento a la vela!», ya que, al igual que muchos buenos bebedores, no podía
evitar repetirse cuando empinaba un poco el codo. El teléfono sonó por segunda vez
aquella mañana. Levanté el auricular convencido de que aquella llamada no
presagiaba nada bueno.
Era el gerente del Mirador:
—Señor Madden, siento tener que molestarle, pero anteanoche no pude dejar de
darme cuenta, dada la poca gente que había en el local, de que parecía conocer a la
pareja que entró en el bar mientras usted estaba allí.
—Ah, sí, tomé una copa con ellos, gente muy agradable. Eran del Oeste, ¿verdad?
—Durante la cena, me dijeron que venían de California —me explicó el
propietario.
—Sí, sí, creo recordar que así era.
—La razón por la que le llamo es que el automóvil de esa pareja se encuentra
todavía en el aparcamiento.
—Me parece muy raro. ¿Está seguro de que se trata de su automóvil?
—Bueno, el coche está cerrado, por lo que no puedo saberlo con absoluta certeza,
pero creo que es el de la pareja. Me fijé en él, cuando llegaron.
—Qué raro, ¿no?
El tatuaje comenzó a escocerme.
—Francamente, tenía esperanzas de que supiera por dónde anda esa pareja. —
Hizo una pausa y añadió—: Pero, al parecer, no lo sabe.
—No, no lo sé —le dije.
—El nombre que figura en su tarjeta de crédito es Leonard Pangborn. Si no
aparecen en uno o dos días me pondré en contacto con VISA.
—Sí, es una buena idea.
—¿Recuerda el nombre de la señora?
—Me lo dijo, pero se me ha olvidado. ¿Quiere que le llame si me viene a la
memoria? El apellido del hombre era Pangborn, seguro.
—Siento haberle molestado, señor Madden, pero todo esto es incomprensible.
Después de esta llamada no pude recuperar mi concentración. Mi mente estaba
obsesionada por el bosque. ¡Tenía que saber la verdad! Pero no podía vencer el miedo
que me dominaba. Me sentía como un hombre al que le diagnostican una enfermedad

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mortal, de la que sólo puede curarse tirándose al mar desde un acantilado. Un salto de
unos quince metros. «No», dice, «prefiero quedarme en la cama. Antes la muerte».
¿De qué se protege ese hombre? ¿De qué me protegía yo? Pero el pánico me tenía
dominado. Era como si mientras dormía me hubieran dicho que los más malignos
espíritus de la Ciudad del Infierno se habían congregado debajo de mi árbol del
bosque de Truro. Si volvía allí, ¿se apoderarían de mí? ¿Era lógico que pensara así?
Sentado junto al teléfono, dominado por un miedo tan tangible como un dolor
físico —tenía las aletas de la nariz más frías que los pies, y los pulmones me ardían
—, comencé el trabajo, doloroso como un parto, de recomponerme. Muchas
mañanas, después de pelearme con Patty Lareine durante el desayuno, había subido a
mi cuartito, en el último piso de la casa, para contemplar la bahía e intentar escribir, y
en esas mañanas había aprendido a desechar los restos del naufragio de mi vida que
entorpecían mi tarea como escritor en aquel día concreto. Quiero decir que estaba
habituado a concentrarme; era un hábito que había comenzado a adquirir en la cárcel
y que había perfeccionado mediante aquellos esfuerzos matutinos para poder iniciar
mi trabajo, de modo que, por irritante que hubiera estado mi esposa, mi cabeza era
capaz de ponerse a trabajar. Y si el mar por el que ahora navegaba era el más
turbulento de cuantos había conocido, no por ello dejaba de tener a mi disposición
aquellos medios. Por lo menos, en aquel momento podía pensar en mi padre y rehuir
las preguntas a las que no podía responder. Durante mucho tiempo había seguido esta
norma: no intentes recordar lo que no puedes. La memoria era como la potencia
sexual. Intentar recordar lo que la memoria no puede evocar —por necesario que sea
— era muy parecido a querer follar con una muchacha que se te abre de piernas
cuando tu pene —¡mal bicho!— se niega a erguirse de una forma decidida, tozuda,
definitiva. Hay que renunciar. Recordarla, o no, lo ocurrido dos noches atrás —para
saberlo, tendría que esperar—, pero, entretanto, debía esforzarme por construir un
muro alrededor de mi miedo. Para ello, cualquier recuerdo de mi padre podía servir
como piedra a fin de ir levantándolo.
Así pues, rememoré aquellos recuerdos y comencé a sentir la paz que nace al
pensar en el amor, por marchito que sea, que sientes hacia tu padre. Me había servido
una copa, como el único sedante al que podía recurrir aquella mañana, y siguiendo un
impulso había subido al estudio situado en la última planta de mi casa, en el que solía
trabajar mirando la bahía, ambiente propicio para recordar las leyendas del Gran Mac
y meditar sobre el alto precio que habíamos tenido que pagar por ellas tanto él como
mi madre, y yo. Y es que a pesar de la talla y la corpulencia de mi padre, parecía que
no acababa de estar del todo con nosotros. Creo no equivocarme al decir que buena
parte de mi padre se perdió antes de que conociera a mi madre. Lo supe siendo
todavía niño, al escuchar lo que de él decían sus viejos amigos.
Recuerdo que solían venir a nuestra casa de Long Island, por la tarde, y luego
iban todos al bar de mi padre, y como resulta que eran estibadores del puerto, viejos
estibadores como había sido el Gran Mac y la mayoría casi tan corpulentos como él,

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la modesta sala de estar de mi madre parecía, cuando se ponían en pie, un barco con
sobrecarga a punto de zozobrar. Me gustaban mucho aquellas escenas, sobre todo
porque, invariablemente, alguno de los presentes introducía en la conversación el
relato del gran momento de mi padre.
Años después, un abogado me dijo que si las declaraciones de dos testigos
diferentes coinciden en todos los detalles, se puede tener la seguridad de que son
falsas y de que se han puesto de acuerdo. Si esto es cierto, la leyenda de mi padre
forzosamente tuvo que ser verdad en gran medida. Todas las versiones variaban. Pero
coincidían bastante. Un día de la última década de los treinta, época en que los
italianos estaban echando de la dirección del sindicato de estibadores a los irlandeses,
mi padre, que era uno de sus dirigentes, aparcaba su coche en una calle lateral del
Greenwich Village cuando un hombre salió de un portal y le disparó seis tiros con un
45. (También oí decir que era un 38). No sé cuántos tiros le acertaron. Aunque resulte
increíble, la mayoría de los relatos aseguraban que los seis, y lo cierto es que en su
torso había cuatro cicatrices de bala.
En aquellos tiempos, mi padre era famoso por su fortaleza. Un hombre
considerado fuerte entre los estibadores, que no tienen nada de enclenques, debía de
ser un fenómeno, y lo cierto es que entonces demostró tener la fortaleza de un oso,
pues avanzó hacia el pistolero. Éste (cuyo 45 supongo que ya estaría vacío) vio que
su víctima no caía al suelo. En consecuencia, puso pies en polvorosa. Me cuesta
creerlo, pero mi padre corrió tras él. A lo largo de seis manzanas de la Séptima
Avenida, en Greenwich Village, mi padre persiguió al pistolero (algunos decían que
fueron ocho manzanas, otros cinco y otros cuatro), pero se detuvo al darse cuenta de
que no podía atrapar a su agresor. Entonces vio que la sangre le resbalaba por los
zapatos y se empezó a marear. Se volvió instantes antes de que la calle comenzara a
dar vueltas a su alrededor, y advirtió que se hallaba ante la entrada de urgencias del
Hospital de San Vicente. Estaba malherido. Odiaba a los médicos y a los hospitales,
pero entró.
El recepcionista probablemente pensó que el recién llegado estaba borracho.
Aquel hombre corpulento, con mucha sangre en las ropas, se apoyó vacilante en el
mostrador de recepción.
—Haga el favor de sentarse y espere su turno —le dijo.
Por lo general, mientras sus amigos contaban esta historia, mi padre se limitaba a
efectuar movimientos afirmativos con la cabeza o a fruncir las cejas, pero al llegar a
este punto tomaba el hilo de la narración. Cuando yo era niño, la implacable
expresión de odio que aparecía en sus ojos en tales ocasiones me afectaba de tal
manera que una o dos veces me meé —poco, todo sea dicho— en los pantalones.
(Evidentemente, dada la compañía tan masculina que me rodeaba, lo mantuve en el
más absoluto secreto).
Al contarlo, mi padre cogía a un imaginario recepcionista por la camisa, el brazo
rígidamente extendido al frente, engarriados sus dedos en el cuello de la camisa,

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como si aunque sus fuerzas se estuvieran acabando, aún le quedaran las suficientes
para estampar contra la pared a cualquier individuo carente de sentimientos
humanitarios.
En la sala de estar de mi madre, Dougy Madden decía en voz baja y
amenazadora:
—¡Atendedme! ¡Estoy herido!
Lo estaba. Se pasó tres meses en el Hospital de San Vicente. Cuando salió, con el
cabello prematuramente cano, dejó de tener tratos con el sindicato. Ignoro si pasarse
tanto tiempo en cama minó su formidable temple, o si los dirigentes irlandeses ya
habían sido desbancados. Cabía también la posibilidad de que sus pensamientos
estuvieran en otro lugar, aquel lugar lejano, rebosante de una indecible tristeza, en el
que vivió el resto de sus días. En este sentido, se había jubilado antes que yo naciera.
Quizá le entristecía haber perdido su posición, porque ya no era dirigente sindical,
sino tan sólo un hombre corpulento. El caso es que pidió dinero prestado a unos
parientes, abrió un bar en la autopista del Sunrise, a unos sesenta y cinco kilómetros
de Nueva York, y durante dieciocho años fue el propietario de un establecimiento que
no prosperó pero que tampoco quebró.
La mayoría de los bares de esas características se sostienen gracias a una estricta
economía, ya que suelen estar vacíos. Si embargo, mi padre tenía un bar que se
parecía a él, pues es grande y generoso, y lo que menos le importaba era ganar dinero,
a pesar de que el Gran Mac parecía el arquetipo de la imagen de dueño de bar.
Allí estuvo durante dieciocho años, con su delantal blanco, su cabello
prematuramente cano y sus ojos azules, midiendo a los bebedores cuando
comenzaban a ponerse pesados, y con la cara muy roja por la constante ingestión de
alcohol. («Es la única medicina», le decía el Gran Mac a mi madre). Aquella cara
hacía que le tomaran por un hombre mucho más iracundo de lo que era en realidad;
parecía tan feroz como una langosta haciendo el postrer esfuerzo por salir del agua
hirviendo.
Tenía una decente parroquia diaria, una buena clientela de fines de semana,
aunque había bastantes bebedores de cerveza, y una gran afluencia veraniega, sobre
todo parejas de enamorados que pasaban el fin de semana en Long Island, más los
pescadores que iban o venían. El Gran Mac hubiera podido ser un hombre próspero,
pero se bebía una porción considerable de sus beneficios, tenía que devolver otra
todavía mayor, perdía enormes cantidades de ellos invitando a todos los clientes que
hubiera en el establecimiento, permitía que los clientes tuvieran unas cuentas tan
largas que hubieran podido pagar con ellas los entierros de toda su parentela, prestaba
dinero sin interés, y no siempre recobraba lo prestado, y regalaba el dinero o se lo
jugaba, de manera que, tal como dicen los irlandeses (¿o son los judíos?): «Sacaba
para ir tirando».
Todos querían a mi padre, menos mi madre. Con el paso de los años su cariño fue
disminuyendo. Siempre me he preguntado cómo fue posible que aquella pareja se

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casara, y la única conclusión razonable es que mi madre forzosamente tenía que ser
virgen cuando se conocieron. Me atrevería a decir, o, mejor dicho, sospecho, que su
breve pero sumamente apasionada historia de amor (mucho tiempo después de
haberse divorciado, la voz de mi madre todavía mostraba emoción al hablar de las
primeras semanas que pasaron juntos) fue espoleada no sólo por lo muy diferentes
que eran entre sí, sino también porque ella era una liberal que deseaba desafiar los
prejuicios de sus padres contra los irlandeses, las clases trabajadoras y el hedor a
cerveza de los bares. Por eso se casaron. Mi madre era maestra de escuela, una mujer
menuda, de aspecto agradablemente modesto, natural de una encantadora ciudad de
Connecticut. Al contrario que mi padre, era pequeña y delicada, y tenía buenos
modales; en fin, que para él era toda una dama. Creo que siempre la consideró eso,
una dama, y, a pesar de que la adoraba, nunca dejó de reprocharle, de un modo
inconsciente, su pertenencia a una clase superior. Mi padre estaba terriblemente
impresionado por haberse casado con una mujer como ella. Por desgracia, no fueron
felices. En palabras de mi padre, ninguno de los dos fue capaz de cambiarle al otro ni
la posición de un pelo del culo. Si no hubiera sido por mi presencia, se habrían
hundido muy pronto en la frustración y el aburrimiento. Sin embargo, allí estaba yo, y
su matrimonio duró hasta que tuve quince años.
Quizá hubiera podido durar mucho más, pero mi madre cometió un error. Logró
convencer a mi padre de que abandonáramos el piso, que ocupaba toda la planta,
encima del bar, para irnos a un pueblo de reciente fundación llamado Calles
Atlánticas, lo cual fue una catástrofe. Ese traslado representó para mi padre, sin duda,
un desarraigo equivalente al que sintió su abuelo al irse de Irlanda. La única
concesión importante que mi padre hizo a mi madre fue la que no hubiera debido
hacerle nunca, la única que no hubiera debido hacerle. Así que vio Calles Atlánticas,
mi padre desconfió de aquel pueblo tan nuevo. Ya sé que el nombre suena a pista
deportiva, pero lo cierto es que los planificadores que urbanizaron los terrenos
bautizaron así al pueblo porque se encontraba a menos de tres kilómetros del océano,
y dieron a sus calles forma ondulante. La sinuosidad de nuestras calles nació en las
mesas de trabajo de diseñadores que pensaban en curvas francesas. Dado que el suelo
del lugar era tan llano como el de un aparcamiento, todas aquellas curvas no tenían, al
mi parecer, otra función que evitar que vieras directamente las casas de tus vecinos,
pues todos los edificios, de estilo supuestamente ranchero, eran idénticos. Parece un
chiste, pero Dougy, cuando estaba borracho, no encontraba su casa. No resultaba
nada divertido. A todos los que crecimos allí nos quitaron algo. No sabría decir qué,
aunque en opinión de mi padre, los chavales de aquella ciudad éramos demasiado
civilizados. No holgazaneábamos en las esquinas —en Calles Atlánticas no había
ángulos rectos—, no formábamos pandillas (sólo teníamos algún que otro amigo
íntimo), y en cierta ocasión en que me lié a puñetazos con otro muchacho, en plena
pelea me dijo: «Vale, abandono». Dejamos de pelearnos y nos estrechamos la mano.
A mi madre esto la complació, en primer lugar porque fui el vencedor —con el

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transcurso de los años había llegado a comprender que eso llenaría de orgullo a mi
padre—, y en segundo lugar porque me comporté como un caballero. Había
estrechado cortésmente la mano de mi contrincante. Pero mi padre no podía
entenderlo. Calles Atlánticas era un pueblo demasiado blando para su gusto. Podías
liarte a puñetazos y decir «abandono», sin que el vencedor celebrara su triunfo
golpeando la cabeza del vencido contra la acera. El Gran Mac, que había pasado su
niñez y adolescencia en la calle Cuarenta y Ocho al oeste de la Décima Avenida, me
dijo: «Muchacho, donde yo crecí, nunca abandonabas. Abandonar era lo mismo que
decir “mátame”».
Un día, pocos años antes de que mis padres se separaran, los oí hablar en la sala
de estar, en una de las raras noches en que mi padre cerró temprano el bar. Yo
procuraba no escuchar, pero no podía evitarlo, porque estaba en la cocina haciendo
mis deberes escolares. En las raras ocasiones en que los dos se encontraban a solas, se
pasaban horas y horas sentados sin decirse nada, y su taciturnidad a menudo era tan
intensa que incluso el sonido de la televisión parecía apagarse. Sin embargo, en la
noche a la que me refiero, probablemente había entre ellos algo más de calor, ya que
oí decir a mi madre.
—Douglas, nunca dices que me quieres.
Y era una gran verdad. Durante años y años, apenas vi a mi padre darle un beso, y
en las escasísimas ocasiones en que fui testigo de ello, lo hizo como el avaro que se
saca de la bolsa el único ducado que está dispuesto a gastarse ese año. ¡Pobre mamá!
Era tan afectuosa que no paraba de besarme. Cuando mi padre no la veía, claro,
porque no quería que pensara que estaba haciendo de mí un blandengue.
—Nunca, nunca dices que me quieres, Douglas —repitió mi madre.
Mi padre guardó silencio durante un minuto, pero luego, con su barriobajero
acento irlandés, dijo unas palabras que, viniendo de él, eran toda una declaración de
amor:
—Pero estoy aquí, ¿no?
Como podía esperarse, mi padre era famoso entre sus amigos por ese
comportamiento tan ascético. En sus tiempos de descargador del muelle, mi padre se
había hecho legendario por el gran número de mujeres a las que era capaz de atraer, y
por su extraordinaria potencia sexual. Con todo, aseguraba con viril orgullo que
nunca había besado a una chica si no quería. Tal vez mi delgaducha abuela irlandesa
tuviera el corazón de hielo, y así salió él. Mi padre nunca besaba. En cierta ocasión,
no mucho después que me dieran la patada en Exeter, fui de copas con él y sus más
viejos amigos, que le hicieron el blanco de sus bromas tomando como pretexto su
repugnancia a besar. Sus amigos eran unos cincuentones desdentados y llenos de
cicatrices, y, como yo tenía veinte años, me parecían vejestorios; sin embargo, eran
todos unos rijosos de miedo. Cuando hablaban, se regodeaban en la sexualidad como
si la llevaran cosida a los pantalones.

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En aquellos tiempos, mi padre no sólo se había divorciado ya de mi madre, sino
que, en el caos subsiguiente, también había perdido su bar. Vivía en una habitación
alquilada, salía de vez en cuando con alguna amiga, trabajaba como camarero en un
bar y trataba mucho a sus viejos amigos.
Tardé poco en descubrir que cada uno de los viejos amigos de mi padre tenía su
punto flaco, y los demás gozaban pinchándole donde más le dolía. Algunos eran
tacaños, otros tenían costumbres excéntricas, como, por ejemplo, apostar a caballos
que no tenían la menor posibilidad de ganar, y había uno que vomitaba siempre que
se emborrachaba —en tono de queja, decía: «Es que tengo el estómago delicado», y
los otros le respondían: «Sí, claro, pero nosotros tenemos el olfato delicado»—. Mi
padre siempre era objeto de burlas por el asunto de los besos.
Su viejo camarada Dinamita Heffernon abrió el juego:
—Dougy, anoche estuve con una chavala de diecinueve años que tenía la boca
más carnosa, húmeda, dulce y adorable que hayas conocido en toda tu vida. ¡Joder,
cómo besaba! ¡Oh, el húmedo aliento de sus preciosos labios! ¿No te das cuenta de lo
que te pierdes?
—Sí, Dougy, debes probarlo —gritó otro—. Sé transigente. Tienes que besar a las
chavalas.
Mi padre aguantaba el chaparrón impertérrito. Así era el juego, y tenía que hacer
de tripas corazón, pero no sonreía siquiera.
Francis Frelagh, más conocido por Frankie el Gorrón, aprovechó la ocasión para
decir:
—La semana pasada estuve con una viuda de lengua milagrosa. Me metió la
lengua en las orejas, en la boca, me lamió las amígdalas. Y si la hubiera dejado, me
habría limpiado los mocos con la lengua.
Al ver la expresión de asco en la cara de mi padre, todos se reían como niños de
coro, unas risas estridentes, agudas. Eran tenores irlandeses atacando el punto flaco
de Dougy Madden.
Mi padre tragaba bilis. Cuando cesaron sus burlas, movió tristemente la cabeza.
No le gustaba que se metieran con él estando yo presente —no quería que viera lo
bajo que había caído—, así que les dijo:
—¡Mira que sois burros! Ninguno de vosotros ha follado en los diez últimos años.
La ira de mi padre despertó aún más la hilaridad, pero él levantó la mano, con la
palma orientada hacia ellos, y les dijo:
—Bueno, de acuerdo, os concedo el beneficio de la duda. Quizá conozcáis a
alguna mujer. De acuerdo. A las mujeres les gusta besar. Y, a veces, hasta es posible
que os besen. Muy bien. No sería la primera vez. Pero reflexionad. La chavala en
cuestión os morrea, pero ¿a quién morreó la noche anterior? ¿Por qué lugares viajó su
lengua? Haceos estas preguntas, hatajo de mamones. Sí, porque la tía capaz de besar
a uno de vosotros es capaz de comer zurullos de perro.

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Esas palabras pusieron contentísimos a los viejos amigotes de mi padre, que no
paraban de decir:
—¡Me pregunto quién la estará besando ahora!
Mi padre ni siquiera sonrió. Sabía que estaba en lo cierto. Seguía su lógica. Me
constaba, pues por algo la conocía desde pequeño.
Sin embargo, tuve que dejar de pensar en mi padre, porque el escozor que me
causaba el tatuaje comenzó a molestarme de una manera indecible. Una ojeada al
reloj me dijo que era más de mediodía —tanto era el tiempo que había estado
pensando en mi padre—, por lo que me levanté con la intención de salir a dar una
vuelta, pero inmediatamente volví a sentarme, presa del pánico que me inspiraba
cruzar la puerta.
Sentía que todo mi ser se desintegraba, una verdadera regresión del hombre al
perro. Tenía que salir de allí. Así pues, me puse una chaqueta y, tratando de borrar de
mi mente cualquier pensamiento, salí de casa y me encontré al aire libre, al húmedo
aire de nuestro noviembre, lleno de la extraña sensación de haber llevado a cabo un
acto heroico. Así son las bromas que gasta el miedo. Una astracanada.
De todas maneras, una vez en la calle, comencé a vislumbrar una posible
explicación del nuevo miedo que me invadía. Ante mí, a poco menos de dos
kilómetros de distancia, se alzaba el monumento de Provincetown, una torre de
piedra, de más de sesenta metros de altura, bastante parecida a la torre de los Uffizi
de Florencia. Es lo primero que se ve de nuestra ciudad cuando se llega a ella por
carretera o se enfila la bocana del puerto. Se alza en una pequeña colina, detrás de los
muelles, y forma parte de nuestra existencia porque la vemos por fuerza cada día,
tanto si queremos como si no. No hay otra construcción humana tan alta hasta
Boston.
Como es natural, los habitantes de la ciudad ven la torre sin darse cuenta, por pura
rutina, y era muy probable que no me hubiera fijado en ella de un modo consciente
desde hacía meses, pero aquella mañana, tan pronto comencé a encaminarme hacia el
centro de la ciudad, mi tatuaje, que ya estaba muy agitado, pareció arrastrarse por mi
piel hasta causarme una intolerable picazón que subía y bajaba siguiendo las
palpitaciones de mi angustia, de modo que, si bien por lo general miraba el
monumento sin verlo, aquella mañana lo vi. Yo había intentado trepar hasta el
puntiagudo extremo de aquella torre una noche en que estaba borracho, hacía de ello
casi veinte años, y tan poco me faltó para cumplir mis propósitos, que llegué al
voladizo que corre a lo largo del parapeto, a menos de diez metros de la punta del
chapitel que corona la estructura. Había trepado en línea vertical, sujetándome con
pies y manos a los resaltes que formaba el cemento entre los sillares, suficiente para
dar apoyo a los dedos de mis pies y de mis manos. Fue una escalada que tuvo la
virtud de despertarme en plena noche durante muchos años, porque en más de una
ocasión tuve que elevarme gracias a la fuerza de mis brazos, y en ciertos puntos sólo
encontraba apoyo para las puntas de mis pies, de modo que lo único que podía hacer

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con las manos era apoyar las palmas en el muro. Es increíble, pero estaba tan
borracho que escalé hasta llegar al voladizo.
Después he hablado con varios escaladores, e incluso uno o dos examinaron el
monumento junto a mí y cuando les pregunté si se consideraban capaces de rebasar el
voladizo contestaron, con toda seriedad: «Eso es cosa de coser y cantar». Uno incluso
me explicó la técnica que utilizaría, pero no comprendí nada. Al fin y al cabo, no soy
escalador. Aquélla fue la única vez en mi vida en que he estado en un muro a sesenta
metros del suelo, pero el final fue tan poco alentador que se me quitaron las ganas de
volver a intentarlo.
Quedé atrapado, por decirlo así, en el voladizo. Al parecer, debía haber confiado
en los apoyos que tenía, e inclinarme hacia atrás hasta hacer presa con una mano en el
parapeto —¡el voladizo era muy estrecho!—, pero no vi la manera de superar aquel
obstáculo, por lo que me limité a acurrucarme en uno de los pequeños arcos de
soporte que había debajo del voladizo, con la espalda contra una columna y las suelas
de los zapatos contra otra, y así estuve hasta que comenzaron a faltarme las fuerzas y
empecé a comprender que me caería más pronto o más tarde. Considerando la
situación en que me hallaba, estimé que el descenso era imposible, y en esto no me
equivoqué. Más tarde me dijeron que, si no se dispone de cuerdas, es mucho más
fácil trepar por un muro que descender por él. Quedé atrapado, asiéndome con todas
mis fuerzas, en espera de que se me ocurriera una idea salvadora, mientras mis
energías y el valor que me hablan infundido el alcohol y la marihuana comenzaron a
desvanecerse. Al desaparecer los efectos del alcohol y serenarme, empecé a sentir
frío y el temor hizo que me pusiera a gritar, lo cual tuvo como resultado que me
rescatara el cuerpo de bomberos voluntarios en plena noche. La persona que me sacó
de allí fue un corpulento bombero vistosamente ataviado (se trataba nada menos que
del mismísimo Barriles), que bajó atado a una cuerda (después de subir al parapeto
por la escalera interior) y me cogió en brazos, lo que permitió que nos izaran a los
dos: resulta que yo me encontraba en el estado de ánimo propio del gato que ha
permanecido seis días atrapado en la copa de un árbol —había estado a punto de
morir— y dicen que me resistí físicamente a que el Barriles me tocara, e incluso
intenté morderle. Sospecho que me dijeron la verdad, ya que al día siguiente tenía un
chichón en la parte lateral de la cabeza, donde el Barriles la golpeó contra el muro a
fin de anestesiarme.
Bueno, el caso es que a la mañana siguiente pensé que lo mejor sería irse de
Provincetown, y cuando estaba haciendo el equipaje llegaron unos amigos y me
trataron como si hubiera mostrado mucho valor. Al parecer, no me consideraban un
insensato. Me quedé, y llegué a darme cuenta de que Provincetown era un lugar
adecuado para mí, ya que nadie pensó jamás que había hecho una locura, ni siquiera
una excentricidad. Todos tenemos alguna cualidad sobresaliente, eso es todo. Y lo
demostramos de un modo u otro.

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De todas maneras, guardé mi saco de lona debajo de la cama durante todo aquel
invierno, y creo que no hubo instante en que no estuviera dispuesto a tocar el dos;
hubiera bastado una burla en un momento inoportuno. A fin de cuentas, por primera
vez en mi vida me había visto obligado a reconocer que no había obrado con cordura.
Claro está que, hasta cierto punto, intuía qué podía haberme inducido a obrar de
aquel modo. Años más tarde, leyendo la biografía de Freud que escribió Jones,
encontré una referencia de Freud a lo que había sido, «sin duda alguna, un turbulento
ataque de miedo latente a ser homosexual que había sacudido las fibras más
profundas de mi ser», y tuve que dejar el libro, porque mi pensamiento se concentró
en la noche en que intenté escalar el monumento. El tatuaje palpitaba ahora
frenéticamente. ¿Estaría aún bajo los efectos del «turbulento ataque»?
¿Por qué será que en todos los lugares renombrados por su colonia de
homosexuales hay siempre un monumento como el nuestro? Pensé en los hombres y
los muchachos que merodean alrededor del obelisco de Central Park de Nueva York,
y pensé en las invitaciones, con medidas fálicas y números de teléfono, escritas en las
paredes de los retretes públicos al pie del monumento a Washington. ¿Qué era lo que
había querido echar fuera de mí con aquella escalada de lunático? En nuestra selva.
Estudios entre los cuerdos, por Timothy Madden.
En la ciudad había un hombre que podía considerarse mi compañero, porque
también había intentado escalar el monumento de Provincetown. También fracasó en
su intento de salvar el voladizo, y también fue rescatado por los bomberos
voluntarios, aunque en esa ocasión (la simetría tiene sus límites) no fue el Barriles
quien lo hizo.
El intento de ese hombre tuvo lugar hace sólo cuatro años, pero es tal el número
de locos y excéntricos que giran y giran en la gran lavadora automática que es
Provincetown en verano, que nadie se acuerda de nada. La leyenda de mi padre le
acompañará toda su vida, pero aquí, en Provincetown, cuando Nissen efectuó su
intento, todos se habían olvidado del mío —¡va y viene tanta gente!—, y a veces
pienso que Nissen es el único que recuerda que también yo lo intenté.
Sin embargo, lamentaba que nuestros intentos estuvieran emparejados, y todavía
lamentaba más que estuvieran emparejados casi en secreto, porque no podía tragar a
Nissen. Tal vez no estará de más recordar que el apodo de Nissen era el Araña.
Nissen el Araña. Henry Nissen, conocido también por Hank Nissen, y también por
Nissen el Araña; este apodo flotaba a su alrededor como una nube de mal olor.
Además, también tenía algo de hiena, había en él esa intimidad que procede de haber
comido carroña juntos que parecen reflejar los ojos de las hienas, entre los barrotes de
la jaula, cuando nos miran. Así me miraba Nissen el Araña, y soltaba una risita, como
si hubiéramos violado juntos a una chica y nos hubiéramos turnado sentándonos
sobre su cabeza.
Nissen el Araña me repugnaba de una manera prodigiosa. No sé si se debía a la
gloria y la vergüenza que compartíamos por nuestras fallidas ascensiones al

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monumento, pero lo cierto era que no podía saludarlo por la calle sin que mi humor
quedara alterado para el resto del día. Me causaba una inquietud física semejante a la
que hubiera sentido si Nissen llevara una navaja en el bolsillo y estuviera dispuesto a
clavármela en las costillas. Y lo cierto era que llevaba una navaja. Estaba seguro de
que sería capaz de venderme marihuana mezclada con hierbajos venenosos si
necesitaba dinero para comprarse cocaína. Era una mala persona, pero a pesar de ello
también era, durante el invierno, invierno tras invierno, uno de mis amigos en la
ciudad. En invierno todos pagábamos un tributo que supongo que también deben de
pagar los habitantes de Alaska: consideramos amigo a todo aquel con quien matamos
el rato olvidándonos del abominable hombre de hielo del norte. En el silencio de
nuestro invierno, los simples conocidos, los borrachos, los perdularios y los latosos
podían ser elevados a una categoría que quedaba más o menos englobada en la
palabra «amigo». A pesar de lo mucho que el Araña me desagradaba, éramos dos
personas más o menos próximas, pues habíamos compartido una experiencia que
nadie más podría comprender, aunque entre la mía y la suya hubieran pasado
dieciséis años.
Además, el Araña era escritor. En invierno nos necesitábamos mutuamente,
aunque sólo fuera para criticar a nuestros colegas contemporáneos. Y si una noche
despellejábamos a McGuane, a la noche siguiente hacíamos lo mismo con DeLillo.
Reservábamos a Robert Stone y Harry Crews para las grandes ocasiones. La rabia
que nos daba el talento de los escritores de nuestra edad que habían alcanzado la fama
era la sustancia de muchas de nuestras conversaciones, y eso que sospechaba que el
Araña tenía en muy poco lo que yo había escrito. De lo que estaba seguro era de que
no me gustaba nada su estilo como escritor. Sin embargo, mantenía la boca cerrada.
El Araña era mi salaz, traicionero y mezquino vecino y amigo. Además, su
imaginación era digna de admiración, hasta cierto punto. Intentaba lanzar una serie de
novelas centradas en un detective privado que jamás salía de su habitación; era un
parapléjico en silla de ruedas que se las arreglaba para solucionar todos los crímenes
que se le planteaban gracias a un ordenador. El detective de marras conseguía
introducirse en las redes informáticas de las más importantes organizaciones, tenía
acceso a las comunicaciones internas de la CIA y era capaz de desbaratar las
operaciones mejor montadas de los rusos, pero también era conocedor de los actos
más íntimos gracias a su habilidad para introducirse en los ordenadores personales.
Descubría a los asesinos gracias a sus listas de la compra. El protagonista del Araña
era una verdadera araña. En cierta ocasión, le comenté al Araña: «Nos hemos
desarrollado pasando de invertebrados a vertebrados, y tú nos elevarás a la categoría
de cerebrados». Al decir estas palabras, veía en mi imaginación cabezas con antenas
en vez de extremidades y tronco, pero los ojos del Araña brillaban como si yo
acabara de cometer un asesinato en un videoclub.
Voy a describir el aspecto físico del Araña. Por cierto, me dirigía hacia su casa.
Era un tipo alto y delgado, de brazos y piernas muy flacos y largos, cabello rubio,

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sucio, ralo y largo, que gracias a la mugre había adquirido un tono verdiazul, del
mismo modo que la porquería acumulada había dado una tonalidad suciamente
amarilla a sus desteñidos tejanos azules. Tenía una larga nariz que no iba a ninguna
parte, quiero decir que carecía de personalidad, ya que la remataban dos funcionales
orificios y una punta anodina. Tenía la boca ancha y plana, como de cangrejo, y ojos
de un color gris. El techo de su casa era demasiado bajo para él. Las vigas se
encontraban solamente a dos metros y medio del suelo —¡otra casucha traída desde la
Ciudad el Infierno!—. Formaban su casa cuatro pequeñas habitaciones, a las que se
llegaba por una estrecha escalera del estilo propio de Cape Cod, situadas sobre cuatro
habitaciones inferiores igualmente pequeñas. Todo el edificio desprendía un triste y
rancio hedor a coles, vino agrio, sudor de diabético —me parece que la mujer del
Araña era diabética—, huesos viejos, perro viejo y mayonesa pasada. Aquello era tan
triste como el dormitorio de una anciana señora.
Como he dicho, en invierno nos recogíamos en nuestras casas, como si
perteneciéramos al siglo pasado. La casa del Araña se encontraba en una estrecha
calleja situada entre las dos calles largas de la ciudad y no era visible hasta que
cruzabas un portal en el seto, extraordinariamente alto, que la rodeaba. La puerta de
la casa estaba frente a él, pues no había jardín, solamente el seto que rodeaba el
edificio. Desde la planta baja, si mirabas por las ventanas, sólo veías el seto.
Recuerdo que mientras me dirigía a casa del Araña, me pregunté el porqué de
aquella visita, y no tardé en recordar que la última vez que estuve en su casa, el Araña
cortó unas tajadas de melón, les echó vodka y luego nos las ofreció con pastelitos de
hachís. Hubo algo en la manera como cortó el melón, una alta precisión quirúrgica al
esgrimir el cuchillo, que suscitó en mí el deseo de aprender a utilizarlo como él, del
mismo modo que contemplar un hombre que se relame al comer puede abrirte el
apetito.
El caso es que mientras caminaba por la calle, contemplando el monumento y mi
tatuaje, no sólo pensaba en Nissen el Araña sino también en el horrible grito que soltó
la noche de la sesión de espiritismo, hacía de eso un mes, más o menos, y en el hecho
tan insólito que ocurrió acto seguido: Patty Lareine tuvo un ataque de histeria, algo
absolutamente impropio de ella. El simple recuerdo de la manera como Nissen el
Araña había utilizado el cuchillo, y la certeza repentina, pero absoluta, total (como un
don traído por un ángel), de que podía decirme dónde me hicieron el tatuaje, me
llevaron a la convicción de que fueron su mano y su cuchillo los instrumentos que
cercenaron una cabeza rubia de su cuerpo.
Todo ocurrió en el mismo instante. Y me sentí libre de la intolerable presión que
oprimía mi cabeza. Es angustioso no tener ni una pista cuando te enfrentas a un
peligro cuya profundidad no puedes medir. Ahora, ya tenía una premisa. Debía
observar a mi amigo el Araña. A pesar de los comentarios adversos que sobre él he
hecho, lo cierto es que había sido lo bastante generoso para llevarle conmigo más de

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una vez a mi plantación de marihuana. Tal como he dicho, una soledad invernal
parecida a la que se sufre en Alaska era el origen de la mitad de nuestros actos.
Golpeé la puerta con el picaporte, y me abrió Beth, la mujer de Nissen. Ya he
explicado que en Provincetown no había pretensiones sociales o esnobismo, y en casa
de Nissen menos que en cualquier otro lugar. Con todo, cabía encontrar en nuestra
ciudad a muchas personas que podían sentirse ofendidas por muy variadas razones.
Por ejemplo, la mayoría de mis amigos escritores jamás cerraban la puerta de su casa
cuando se encontraban en ella. No tocabas el timbre ni llamabas; simplemente,
entrabas. Si la puerta estaba cerrada, sólo podía significar una cosa: los amigos a los
que habías ido a visitar estaban follando. De todas maneras, a algunos amigos míos
les gustaba follar con la puerta abierta. Si entrabas cuando se encontraban en plena
faena, podías elegir entre mirar o unirte a ellos, lo que te apeteciera. Durante el
invierno, en Provincetown, pocas cosas más se pueden hacer.
Sin embargo, Patty estimaba que esa costumbre era poco fina. Jamás llegué a
comprender ciertas actitudes de Patty Lareine, pues creo que hubiera sido muy capaz
de follar con un elefante, por lo menos con el fin de ganar una apuesta, una apuesta
importante. La clase social de la que procedía Patty, los blancos pobres del Sur, no
hacía más que ir saltando de catre en catre. En cambio, aunque mi fiel esposa no
hacía ascos, ni mucho menos, a la mayoría de las propuestas amatorias que recibía,
procuraba que no les faltase un toque de distinción. La costumbre de Provincetown
de que el primero que llegaba se uniera a la pareja que estaba follando bajo una
pringosa manta, asqueaba a Patty Lareine. Lo hacían porque procedían de buenos
hogares de clase media e intentaban, dicho con palabras de Patty, «vengarse de sus
padres por haberles legado el cáncer». Patty nunca hubiera hecho algo así. Estaba
muy orgullosa de ser dueña de su cuerpo. Le gustaban las fiestas nudistas en alguna
playa apartada, y disfrutaba caminando por la arena (con su castaño vello púbico
dorado por el sol) hasta colocarse a pocos centímetros de distancia de los ojos de
algún amante potencial sentado en la arena comiéndose un bocadillo de salchicha;
más de uno había corrido el peligro de quedarse bizco al mirar con un ojo la roja
carne cubierta con mostaza que acercaba a sus labios mientras no apartaba el otro de
la mata de pelo entre los muslos de Patty.
A veces jugueteaba en el agua, con el culo al aire, abrazada a dos mujeres
desnudas, mientras sus perversos dedos sureños, tan amigos de pellizcar, retorcían los
pezones de sus compañeras. Pellizcar pezones, acariciar tetas, dar palmadas en el
culo, eran diversiones propias de una buena chica en las charcas en que tanto retozó
Patty en su juventud, charcas en las que siempre había un viejo árbol junto a la orilla
del que colgaba una cuerda para saltar al agua.
A Patty también le gustaba andar por casa mostrando todo su carnal esplendor, es
decir, con zapatos de tacón alto y nada más, y se le ponían los pelos de punta, en sus
zonas más sensibles, cuando algún viejo chaquetón, del tipo llamado parca, con un
hombre dentro, abría la puerta y preguntaba: «¿Está Tim?».

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En estos casos, Patty respondía: «Estúpido y grosero hijo de puta, ¿es que no
sabes llamar a la puerta?».
En consecuencia, impusimos una norma a nuestros amigos: «Llamad antes de
entrar». Y nosotros —es decir, Patty— la hacíamos cumplir. Muchos nos
despreciaban por ser tan remilgados, pero como he dicho, lo contrario del esnobismo
era lo habitual en nuestro pueblo en invierno.
En consecuencia, como siempre, llamé a la puerta del Araña, y saludé con un
movimiento de cabeza a Beth, su mujer, cuando me abrió. Vivía tan servilmente
sometida a los menores caprichos del Araña, que incluso las más ardientes feministas
de Provincetown la consideraban un caso perdido. Lo paradójico era que Beth
mantenía a Nissen, y que había comprado la casita en que vivían con dinero de sus
padres (me dijeron que eran personas acomodadas de Wisconsin), pero el Araña se
comportaba como si aquella especie de barraca fuera su feudo. El hecho de que fue
Beth, con su dinero, quien compró la Honda 1200 del Araña, su televisión Triniton,
su cámara de vídeo Sony, su grabadora Betamax y su ordenador Apple, sólo servía, al
parecer, para reforzar el poder del Araña. El poco aprecio que Beth sentía por sí
misma se avivaba mortecinamente cuando le daba dinero. Era una mujer callada,
huidiza, de piel grisácea, que hablaba con voz apagada y llevaba gafas. Siempre tuve
la impresión, incluso cuando Beth y yo nos saludábamos con una inclinación de
cabeza y una sonrisa tímida, de que había rechazado deliberadamente cualquier
encanto, por pequeño que fuera, que hubiera intentado posarse en ella. Parecía un
jamelgo. Y, sin embargo, escribía unas poesías extraordinarias. Al leer lo poco que
me enseñó, descubrí que era cruel como un violador en un ghetto por la brutalidad de
sus conceptos, ágil como un acróbata en sus metáforas, y capaz de llegarte al corazón
con una ocasional vena sentimental tan tierna como una ramita de madreselva en la
boca de un niño. Sin embargo, aunque me sorprendió, no me dejó pasmado. Beth era
un jamelgo que había sido alimentado con radio.
Debo advertir, sin embargo, que la vida sexual de aquella pareja —vida que para
nadie constituía un misterio— era sórdida incluso para nosotros. En un momento
indeterminado, en el curso de los últimos dos años, Nissen había sufrido una lesión
en la espalda, así que padecía una grave hernia discal. Cada dos o tres meses tenía
que pasarse unas semanas tumbado en el suelo, y allí escribía, comía y follaba. Creo
que cuando más le dolía la espalda, más follaba, lo que, a su vez, empeoraba su
dolencia. Primero trituraba la carne de la atracción que sentían el uno por el otro,
luego los huesos, y por fin las tripas y los despojos, como si durante el período de su
encarcelamiento en el suelo —¡por algo dicen que el tiempo es plano!— tuviera que
hacer vibrar incesantemente la única cuerda que le quedaba a su banjo, hasta que o
bien se le partiera la espina dorsal, o bien su mente volara aullando de dolor hasta el
espacio exterior, o bien Beth se cortara las venas de las muñecas. Solía filmar en
vídeo estos paroxismos amatorios. Y había mostrado las cintas a quizá veinte de
nosotros. Beth se sentaba entre nosotros, como una monja, en silencio, mientras

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Nissen nos mostraba las técnicas amatorias propias de un hombre con hernia discal.
Estas técnicas consistían principalmente en que él se tumbaba de espaldas en tanto
que Beth (y el Araña estaba orgulloso del cuerpo flaco, de muchacho, de su mujer,
cuando se ondulaba sobre el suyo) efectuaba toda clase de piruetas. Por lo general, el
número terminaba cuando Beth metía en su boca el cipote del Araña y la espalda de
éste vibraba como la cola de un perro, mientras lo mostraba todo a la cámara de
vídeo, hasta que por fin se corría en un solo espasmo, sólo uno, con el que entregaba
la última gota de semen que podía quedarle a un hombre que, a falta de otra
diversión, se había pasado el día follando. Era horroroso contemplarlo. El Araña solía
mearse encima de su mujer, para que todos lo viéramos en la pantalla del televisor. Se
había dejado un bigote a lo D’Artagnan, que se retorcía como un villano mientras
orinaba encima de Beth. Quizá se pregunten por qué razón contemplaba yo estas
cintas, y se lo voy a decir. Sabía que las grandes bóvedas del cielo están destinadas a
los ángeles, y que en el cielo hay otros caminos, y también que hay trenes
subterráneos para los demonios, y pensaba que la casa de Nissen (a pesar de que el
nombre de su propietario era White, Beth Dietrich White) era una estación más de la
línea. Por eso me quedaba y contemplaba las escenas, sin saber si actuaba como
acólito o como espía, y así lo hice hasta que por fin, a Dios gracias, la espalda del
Araña mejoró con el paso de los meses y se olvidó un poco de aquella loca sucesión
de polvos llena de cables cruzados y de cortocircuitos. Como era de temer, a modo de
compensación se dedicó a escribir detalladas descripciones de sus relaciones
amorosas con Beth, descripciones que me pasaba y que yo tenía que leer para discutir
luego con él sus posibles méritos. Era lo último en talleres literarios.
Hubiera podido soportar al Araña, aquel monstruo que compartía conmigo la
gloria de haber escalado casi hasta el voladizo el monumento más alto entre nuestra
ciudad y Washington, D. C., si por lo menos él hubiera creído en Dios, o en el diablo,
o en los dos, o si hubiera sido un alma atormentada, o si hubiera deseado asesinar a
Dios, o si hubiera besado el ojete del diablo y ahora fuera su esclavo. Habría tolerado
la herejía, la falacia, el perjurio, el antinomismo o el catarismo, pero no podía
soportar aquel maldito ateísmo que creía en los espíritus llegados por medio de las
corrientes electrónicas. Creo que la doctrina teológica del Araña podía resumirse así:
quizá en otros tiempos hubo un dios, pero ahora, por ignoradas razones, este dios se
ha ido, dejándonos en una especie de grandes almacenes cósmicos por los que
podemos pasearnos parloteando y metiendo el dedo en las mercancías y
entrometiéndonos en todos los sistemas. Sí, el Araña pertenecía a la vanguardia de los
cerebrados.
Aquel día, cuando entré, la sala de estar de los Nissen estaba a oscuras, con las
persianas bajadas. El Araña y dos hombres más, cuyas caras, al principio, no pude
distinguir, contemplaban cómo los Patriots intentaban marcar un tanto desde la línea
de diez yardas. Deduje de ello que tenía que ser domingo, lo que demuestra lo
ensimismado que estaba. Ni me había enterado. En cualquier otro domingo de

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noviembre habría hecho mis apuestas, sopesando los pros y los contras, y me habría
instalado en aquella casa desde el momento del saque inicial, pues he de confesar
que, a pesar de la antipatía que sentía por Nissen y de que pasarme muchas horas ante
el televisor me causaba el mismo efecto que un purgante, si querías ver la televisión
no había mejor lugar para hacerlo que la pequeña sala de estar de Nissen. El hedor a
calcetines sucios y a restos de cerveza se mezclaban con los sutiles olores del equipo
de vídeo: cables quemados, plástico. Tenía la impresión de encontrarme en una cueva
en el mismísimo borde de la futura civilización en compañía de los nuevos
cavernícolas cerebrados, un anticipo de los siglos venideros. Si se pasaban las tardes
del domingo en la profunda, aunque deprimente, paz que da perder el tiempo, las
estaciones del año se podían tolerar e iban transcurriendo sin altibajos; me causaba
una especie de aburrida felicidad contemplar a los Patriots, los Celtics, los Bruins y
luego, en abril, los Red Sox. En mayo había otro ambiente. El invierno había
terminado, pensábamos en el verano, y la sala de estar de Nissen ya no parecía una
cueva, sino una madriguera poco aireada. Sin embargo, estábamos en los inicios del
período de hibernación, y si aquel invierno no hubiera empezado dando señales de
que iba a ser completamente distinto de todos los anteriores, me habría gustado ir allá
en una especie de trance con una botella de whisky o un cartón de cervezas, a modo
de aportación a la cueva, y me hubiera hundido, con la mente en paz, en uno de los
dos sofás de Nissen o en cualquiera de sus tres sillones despanzurrados —¡que se
apretujaban en un cuarto de estar de tres metros y medio por cinco!—, hubiera
estirado las piernas, apoyando los tacones de mis camperas en su alfombra, y me
habría fundido con las paredes, la alfombra y los muebles; descoloridos por el paso
del tiempo, llenos de churretones, salpicaduras y manchas, habían ido adquiriendo un
color indefinible que no era gris ceniza, ni púrpura desteñido, ni verde marchito, ni
castaño desvaído, sino una mezcla de todos ellos. Pero ¿qué importaba el color? La
pantalla del televisor era nuestro luminoso altar y la contemplábamos soltando un
gruñido de vez en cuando o tomando un sorbo de cerveza.
No puedo expresar cuánto me tranquilizó encontrarme de nuevo en aquel
ambiente. Para una persona que había vivido los últimos días de un modo tan agitado,
era un honesto alivio estar sentado entre los visitantes del Araña, dos individuos de
los que podía prescindir en mejores momentos, pero que entonces por lo menos
representaban compañía. Uno de ellos se llamaba Pete el Polaco, era nuestro corredor
de apuestas y tenía un apellido que nadie, ni siquiera él, podía pronunciar dos veces
de la misma forma. Me parece que se llamaba Peter Petrarcievsisz. Yo le tenía
antipatía por ser un malparido de la peor ralea, rebosante de codicia, que cobraba una
comisión del veinte por ciento en vez del diez por ciento que hacían pagar los
corredores de Boston —«Pues llamad por teléfono a Boston», decía. ¡Claro, sabía
muy bien que allí sus clientes no tenían crédito!— y que además procuraba
engatusarte a la hora de apostar, si sabía cuáles eran tus preferencias, para que
perdieras. Era un tío corpulento y tristón, con cara de pocos amigos, que pertenecía a

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todos los grupos étnicos y a ninguno: podías tomarlo por italiano, irlandés, polaco,
húngaro, alemán o ucraniano, según lo que te dijeran. Tampoco yo le caía bien: era
uno de los pocos que tenía crédito en Boston.
Que Pete el Polaco estuviera presente sólo podía significar que Nissen había
apostado mucho a favor de los Patriots. Esto era inquietante. Nissen podía carecer de
sentimientos hasta el punto de mearse encima de su esclava, pero hubiera lamido los
cordones de los zapatos de cualquier deportista lo bastante bueno para jugar con los
Patriots. Su parapléjico detective podía introducirse en los ordenadores de la CIA y
liquidar con la misma sangre fría a un amigo que a un enemigo, pero la fidelidad de
Nissen a los Patriots era tan metafísica que Pete podía colocarle apuestas
asegurándole que eran favoritos por seis a uno cuando a mí me las daban por tres a
uno en Boston. ¡Cuántas veces debía de haber caído el Araña en esas trampas!
Presumí que esta vez la apuesta era tan importante que Pete estaba presente con la
finalidad de cobrar, en el caso de que ganara, y al cabo de cinco minutos comprobé
que mi suposición era acertada: el Araña le gritaba al televisor. No me habría
extrañado que hubiera apostado su motocicleta y por eso estuviera allí Pete, dispuesto
a llevársela en el caso de que Nissen perdiera.
Hay algo importante que debo decir: creo muy posible que el Araña le pidiera a
Pete una moratoria en el pago de sus deudas a cambio de ciertas promesas. Promesas
como: «Espera otra semana y te diré dónde guarda Madden su provisión». Mi reserva
de marihuana bien podía valer dos mil dólares, y Nissen lo sabía. Era muy capaz de
ofrecer mi marihuana como garantía.
Al otro hombre que estaba en el cuarto apenas le conocía. Hubiera podido pasar
por mexicano. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes que representaban águilas y
sirenas, tenía el cabello liso y negro, la frente baja, la nariz partida, llevaba bigote y le
faltaban un par de dientes. Le llamaban Stude porque, según decía su leyenda, cuando
era adolescente se dedicaba a robar todos los coches de la marca Studebaker que
podía encontrar por la zona de Cape Cod. Sólo Studebaker. Pero esta leyenda era
falsa, ya que Stude robaba coches de todas las marcas; lo que sí era cierto es que le
cogieron cuando conducía un Studebaker robado. Se dedicaba a cobrar, por cuenta de
Pete, las deudas de juego; según decían, era mecánico ajustador y metalúrgico
(oficios ambos aprendidos en el penal de Walpole), lo bastante experto para cambiar
los números de serie de los motores de los coches robados por otros. Pero no creía
que Stude conociera la existencia de mi depósito en el bosque de Truro.
Si digo esto es porque, al igual que John Foster Dulles, que —cualesquiera que
fueran sus pecados— nos legó esta frase, yo estaba llevando a cabo una dolorosa
reconstrucción mental. Me tenía por un escritor que buscaba una visión más amplia,
de lo común del ser humano. No me gustaba clasificar a todas las personas con que
me cruzaba en dos categorías: la de los que sabían dónde escondía la marihuana y la
de las que lo ignoraban.

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Sin embargo, mi mente estaba obsesionada por esa lista. Nissen lo sabía, y por
extensión también Beth. Patty lo sabía. El negro lo sabía. Era posible que hubiera
llevado a Jessica y al señor Pangborn hasta allí. Regency debía de tener una idea
bastante clara, por lo menos. Y había más gente. Incluso pensé en mi padre. Llevaba
años tratando sin éxito de sustituir el alcohol por la marihuana. En cierta ocasión,
haría cosa de un año, en el curso de la última visita que nos hizo, le llevé a mi
plantación y traté de que se interesara por ese cultivo. Pensé que si veía la planta,
llegaría a respetarla tanto como al lúpulo. Sí, tenía que añadir mi padre a la lista.
Pero eso era como mearse encima de Beth. De repente, me di cuenta de la
monstruosidad de mi nueva preocupación. En mi mente la gente era como una lista de
nombres en la pantalla de un ordenador. ¿Me estaría convirtiendo en un cerebrado?
Tanto se había obsesionado mi mente con esta actividad, que me sentía como un
ordenador temblando sobre su base. El nombre de mi padre entraba y salía
alternativamente de la lista. Hubiera preferido capear una galerna en alta mar.
Estuve mirando el partido de fútbol americano durante un buen rato. Por fin hubo
un tiempo muerto, y Nissen fue a la nevera en busca de más cervezas. Le acompañé.
Sólo había un modo de tratar a Nissen: con decisión y sin ceremonias. Como era
capaz de mostrar videos en los que aparecían él y su mujer envueltos en una nube de
confeti formado por manchitas electrónicas, o de preguntarte, cuando estabas a punto
de pegarle un mordisco a un bocadillo, si padecías de estreñimiento, le espeté, sin el
menor remordimiento:
—Araña, ¿te acuerdas de la sesión de espiritismo?
—Olvídala tú, si puedes. A mí me es imposible —me respondió.
—Fue lúgubre.
—Fue horrorosa. —Se llenó la boca de cerveza por el hueco dejado por una
muela que le faltaba, se la tragó, y añadió—: Oye, si a tu mujer y a ti os gusta esa
mierda, allá vosotros. Yo no puedo soportarla. Me altera.
—¿Qué viste?
—Lo mismo que tu mujer.
—Bueno, te he preguntado qué viste.
—Oye, no me des la lata. Supongo que no ocurre nada malo, ¿verdad?
—No, todo va perfectamente.
—Como era de esperar —dijo.
—En ese caso, ¿por qué no me contestas?
—No quiero volver a pensar en aquello.
—Escucha una cosa: hoy tienes que ser puro. Has hecho una apuesta gorda.
—Y ¿qué?
—Te pido un favor. Si eres puro con tus amigos, tu equipo te hará ganar la
apuesta.
—No me vengas con salsas metafísicas. Esto se acabó junto con el LSD. No veo
que decirte lo que quieres saber me haga ser más puro. Esta es una forma desesperada

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de apostar, hombre, es una degeneración. Aposté por los Patriots por sus propios
méritos.
Mirándole fijamente a los ojos, como si me dispusiera a ser implacable, le dije:
—Hoy necesitas mi ayuda.
—Estás loco. No sé cuántos centenares de miles de personas han apostado en este
partido, quizá sean dos millones, y yo tengo que ser puro contigo para que mi equipo
gane, ¿no es eso? Madden, todos los que le dais a la marihuana estáis sonados. Sería
mejor que te pasaras a la coca.
Cerró violentamente la puerta de la nevera. Se disponía a volver al partido.
—Te equivocas —le dije—. Tú y yo podemos ayudar a los jugadores a que
ganen, si soy capaz de sintonizar mi mente con la tuya.
—Pues no recibo ningún impulso procedente de ti.
—Bueno, lamento tener que referirme a ello, pero la verdad es que tú y yo
tenemos una cosa en común que esos dos millones de apostantes no tienen.
—Sí, sí, de acuerdo.
—Hemos estado juntos en un lugar especial.
Cuando dije esto, ocurrió un fenómeno de lo más curioso. Nunca se lo había
comentado a nadie, y había tratado de no pensar en ello, pero durante el tiempo que
estuve acurrucado bajo aquel voladizo llegó a mis narices el más terrible de los
hedores; quizá surgía de las piedras, quizá de mi propio sudor, no lo sé; aquel hedor
tan espantoso me hizo pensar en un campo de batalla cubierto de cadáveres, aunque
su causa también podía ser, y esto era lo que más miedo me daba, que el diablo
rondara por allí esperando el momento de apoderarse de mí. Tan terrible era aquel
hedor, que durante los días que siguieron a mi escalada a la torre seguía oliéndolo, lo
que me llenaba de pavor, hasta que me dije a mí mismo que, considerando los pros y
los contras, aquel hedor sólo podía provenir de la acumulación de excrementos de
gaviota, y que era mi mente atemorizada la que lo había convertido en el pestilente
hedor de la Bestia Satánica. Pero ahora, mientras pronunciaba aquellas palabras que
no debiera haber dicho —«Hemos estado juntos en un lugar especial»—, el cuerpo de
Nissen desprendió el mismo increíble hedor, y creo que los dos comprendimos que
habíamos compartido una misma experiencia.
—¿Qué viste en la sesión de espiritismo? —le pregunté nuevamente.
Vi que Nissen estaba a punto de decírmelo, por lo que tuve la sensatez de no
insistir. Se disponía a decirme la verdad, a juzgar por el modo como se lamía los
labios.
En la sesión de espiritismo fuimos seis los que nos sentamos alrededor de una
mesa circular de roble con las palmas de las manos sobre el tablero; juntamos los
pulgares de nuestras manos, mientras que con los dedos meñiques estábamos en
contacto con los vecinos de la derecha y la izquierda. Nuestra intención era que la
mesa diera golpes como respuesta a las preguntas que se le formularan. No voy a
analizar la firmeza de nuestras convicciones espiritistas, pero lo cierto es que cada

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vez que se le hacía una pregunta a la mesa en aquella habitación, sumida en
penumbras y próxima al mar (estábamos en casa de un amigo rico, en Truro, y las
olas rompían a menos de doscientos metros de nosotros), sentía que el tablero
temblaba un poco más. De repente, un horrible chillido proferido por Nissen hizo
trizas los sentimientos comunitarios que habían surgido entre nosotros. Lo más
probable es que el Araña hubiera recordado al mismo tiempo que yo lo ocurrido,
porque dijo:
—La vi muerta. Vi a tu mujer muerta y con la cabeza cortada. Y en ese jodido
instante ella también lo vio. Los dos lo vimos al mismo tiempo.
En aquel momento, el hedor que desprendía Nissen era avasallador, y sentí de
nuevo en toda su intensidad el miedo cerval que se apoderó de mí cuando estaba
debajo del voladizo; así pues, no había alternativa: tenía que volver al arbolillo que
crecía sobre la duna y averiguar de quién era la cabeza que había en el hoyo que se
abría a sus pies.
De pronto, el rostro de Nissen mostró una intensa expresión de rencoroso
despecho. Alargó una mano y me oprimió el brazo derecho, justamente por debajo
del hombro; sus dedos se hundieron en mi carne como garfios.
Cuando me erguí sobresaltado, Nissen se rió y dijo:
—Sí, llevas un tatuaje. El Arpón dijo la verdad.
—¿Cómo se enteró?
—¿Tú preguntas cómo se enteró? Muchacho, la marihuana te sienta mal.
Necesitas a tu esposa. Lo mejor que podría hacer sería volver.
Nissen resopló, como si algunos restos de cocaína se estuvieran deslizando por su
nariz, y dijo:
—Sí, yo soy puro. Ahora tendrás que serlo tú.
—¿Cómo se enteró el Arpón? —repetí.
El Arpón era un amigo de Nissen que le acompañaba en sus correrías en moto. El
Araña contestó:
—Muchacho, él fue quien te hizo el tatuaje.
Sven Veriakis, el Arpón, era un hombre bajito y rubio, greco-noruego por parte de
padre y portugués por parte de madre, que por su complexión recordaba una boca de
incendios. Era uno de los tres hombres más bajos que habían jugado en la Liga
Nacional de Fútbol Americano en toda su historia (aunque sólo duró una temporada).
Se había trasladado a vivir a Wellfleet y le veíamos poco, pero fue quien dirigió la
ominosa sesión de espiritismo.
—¿Comentó algo? —pregunté.
—¿Quién sabe? No hay quien entienda lo que dice. Es un viajero del espacio,
igual que tú.
En ese instante se oyeron gritos e imprecaciones procedentes del cuarto de estar.
Los Patriots habían marcado otro tanto. El Araña echó a correr y me dejó plantado.

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Durante el intermedio, mientras mirábamos la publicidad, Stude se puso a hablar.
Nunca le había visto tan locuaz. Dirigiéndose a Beth, dijo:
—Me gusta estar despierto en la cama por la noche, y escuchar los ruidos de la
calle. Están llenos de significado. Sólo tienes que adoptar la disposición mental
adecuada, y todo se llena de espacio. —Stude enmendó su última frase—: Se llena de
gracia.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y tomó un sorbito de cerveza. Y yo
recordé algo que me habían dicho acerca de él. Tenía la costumbre de colgar a su
mujer por los tobillos de unos ganchos que había puesto en una viga del techo de su
casa. Luego la acariciaba. A su manera, claro.
—Admiro la situación natural de Cape Cod —le decía a Beth—. Un veranillo de
San Martín me dedicaré a recorrerlo. Paseando por entre nuestras dunas, he tenido el
privilegio de ver a otro ser, una persona masculina o femenina, en otra duna, a cosa
de un kilómetro, pero la luz del sol estaba sobre ellos. Se sienten tan llenos de
gratitud por esta dorada gracia como nosotros en nuestros propios sentimientos. Ésa
es la bendición de Dios que ha descendido sobre este lugar. No hay modo de escapar
de ella. Es una belleza inexorable. —Hizo una pausa—: Quiero decir que es una
belleza inenarrable.
Decidí incluir a Stude en mi lista.

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4

No me enteré aquella tarde de quién ganó el partido, porque me fui de casa de Nissen
antes de empezar la segunda parte (entonces llevaban ventaja los Patriots), y recorrí
en automóvil los veinticuatro kilómetros que me separaban de Wellfleet para ver al
Arpón, que vivía en una buhardilla encima de una mercería situada en una calle
secundaria. He dicho una calle secundaria, pero lo cierto es que en Wellfleet la
distinción entre calles principales y secundarias resulta difícil de establecer. Se diría
que el día de la fundación de la ciudad, hace algo más de doscientos años, cinco
marineros, cada uno de ellos empinando su botella de ron, fueron vagando desde la
playa, bordeando los arroyos y rodeando las zonas pantanosas, y la gente que los
seguía trazó las calles de acuerdo con las eses que hacían al andar. A consecuencia de
ello, ninguna de mis amistades de Provincetown era capaz de encontrar la casa de
alguien que viviera en Wellfleet, aunque, la verdad sea dicha, tampoco lo
intentábamos a menudo. Wellfleet se había convertido en una ciudad muy puritana, y
cuando alguno de nosotros se dejaba caer por allí, sus cristianos habitantes lo miraban
con ojos que no rebosaban de contento precisamente. En consecuencia, no pudimos
menos que preguntarle al Arpón cómo se le ocurrió dejar Provincetown para irse a
vivir a Wellfleet. «Demasiada perversión. Tanta perversión me asfixiaba. Tuve que
irme», era su respuesta habitual.
El Arpón tenía una mata de rizado pelo rubio que casi le cubría la frente, tan
densa como la del gran cómico Harpo Marx (sin embargo, tenía el cuero cabelludo
lleno de cicatrices, ya que después de ser profesional de fútbol americano fue
semiprofesional y como tal jugaba sin casco).
Quizá convenga aclarar que el apodo del Arpón no tenía nada que ver con el arpa
que tanto le gustaba tañer a Harpo Marx. Sven Veriakis, el Arpón, se había hecho
famoso por una frase que repetía muy a menudo: «¡Qué tía tan buena! ¡Ojalá fuera lo
bastante hombre para clavarle mi arpón!». Incluso había quien le llamaba Pon, para
abreviar. Explico todo eso para indicar cuán difícil era encontrar el lugar en que vivía.
En Cape Cod, en invierno, no era posible aclarar nada.
Bueno, el caso es que encontré su paradero y estaba en casa, dos verdaderas
sorpresas. De todas maneras, todavía no estaba seguro de que fuera él quien me había
hecho el tatuaje, ya que ni siquiera sabía que practicara ese arte, y, además, no
alcanzaba a comprender cómo había sabido encontrar su casa en la oscuridad y
estando borracho, pero tan pronto subí la escalera exterior que llevaba a su casa y
entré, mis dudas quedaron disipadas. El Arpón estaba dando de comer a sus gatos
(como compensación por no tener mujer, tenía cinco gatos). Levantó la vista, y lo
primero que dijo fue:

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—¿Se te ha infectado el brazo?
—Me escuece —le respondí.
No me dirigió ni media palabra más hasta que terminó de dar la última cucharada
de comida a los gatos, aunque dirigió la palabra a alguno de los que se restregaban
contra sus tobillos, como conyugales bolitas de pelo, pero tan pronto hubo terminado
se lavó las manos, me quitó el vendaje, cogió una botella de plástico que contenía
algún desinfectante y me echó el líquido en el brazo.
—La infección no tiene importancia. ¡Estupendo! Estaba preocupado. No me
gusta utilizar las agujas cuando el ambiente es hostil.
—¿Qué ocurrió? —le pregunté.
—Estabas como una cuba.
—Bueno, suele pasarme siempre que bebo. ¿Te parece raro?
—Mac, querías pelearte conmigo.
—¡Pues sí que estaba borracho!
El Arpón tenía fuerza suficiente para coger un automóvil por el parachoques
trasero y levantarlo.
—¿De veras quería pelearme contigo? —le pregunté.
—Si no, fingías muy bien.
—¿Iba solo, o me acompañaba una mujer?
—No lo sé. Quizá la mujer estaba abajo, en el automóvil. No hacías más que
chillar por la ventana.
—¿Qué decía?
—Gritabas: «¡Vas a perder la apuesta!».
—¿Oíste alguna contestación?
Una de las virtudes de mis conciudadanos es que nadie se sorprende cuando un
amigo no puede recordar algo que ocurrió hace sólo unos días.
—Bueno, hacía mucho viento —contestó el Arpón—. Y si era una mujer, se reía
como el ángel exterminador.
—Pero ¿crees que había una mujer en mi automóvil?
Sepulcral, el Arpón contestó:
—No lo sé. A veces, el bosque se ríe de mí. Oigo montones de cosas.
Apartó la botella de desinfectante y movió la cabeza. Dijo:
—Mac, te supliqué que no te hicieras un tatuaje. El ambiente que nos rodeaba no
podía tener peor aspecto. Antes que llegaras poco faltó para que subiera al tejado. Si
hubiera habido rayos, habría tenido que subir.
Hay quien dice que el Arpón tiene poderes extrasensoriales, y otros que está
sonado de tanto jugar al fútbol americano sin casco; yo siempre he pensado que en él
concurrían ambas circunstancias, y que se reforzaban mutuamente. Estuvo en
Vietnam y, según dice la leyenda, vio cómo su mejor amigo saltaba por los aires,
destrozado por una mina, a menos de veinte pasos de él.

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«Aquello me descentró», había confesado a algunos amigos. Ahora el Arpón
vivía en los cielos, y las palabras de los ángeles y los demonios eran acontecimientos
importantes para él. Varias veces al año, cuando los clanes que amenazan nuestra
existencia se congregan entre las nubes como ejércitos medievales, y cuando los
rayos llegan acompañados de densas lluvias, el Arpón subía al tejado de su casa y se
enfrentaba a los elementos. «Si los elementos saben que estoy allí, se muestran
comedidos. Temen que tenga poder para conjurarlos. Pero me pongo a llorar como un
niño. Es algo terrible, Mac», me había confesado.
—Creía que sólo subías al tejado cuando llovía.
—Jamás sigas una norma al pie de la letra —me contestó con voz ronca.
Rara vez podías saber con certeza de qué hablaba. Su voz era profunda, y
resonaban en ella tales ecos (como si su cabeza todavía vibrara a consecuencia de
unas colisiones que nadie más hubiera podido aguantar), que te pedía un simple
cigarrillo y esa petición parecía estar llena de insondables arcanos. También era capaz
de hacer las más extraordinarias confesiones. Se parecía a esos deportistas que hablan
de sí mismos en tercera persona. («Sí, Hugo Blacktower vale un millón de dólares si
ficha por cualquier equipo de la NBA», dice Hugo Blacktower). El Arpón, cuando
hablaba en primera persona, sonaba como si lo hiciera en tercera. En una de nuestras
fiestas veraniegas, me dijo: «Tu esposa es muy atractiva, pero me da miedo. No creo
que llegara a empalmarme estando con ella. Mereces todo mi respeto por ser capaz de
follártela». Soltaba cosas tan extraordinarias como el cubilete de los dados.
—El día del huracán estuve tres horas en el tejado. Gracias a eso no llegó —dijo
entonces.
—¿Lo contuviste?
—Sé que esto acabará conmigo. Tuve que hacer una promesa.
—¿Pero contuviste al huracán?
—Hasta cierto punto.
Cualquier otra persona habría pensado que me burlaba de ella cuando formulé la
siguiente pregunta. Pero él sabía que no era así.
—Oye, ¿van a ganar los Patriots hoy?
—Sí.
—¿Es tu opinión profesional?
—Tengo la impresión. Me lo ha dicho el viento —respondió tras negar con la
cabeza.
—¿Nunca se equivoca?
—En asuntos ordinarios, una vez de cada siete.
—¿Y en asuntos extraordinarios?
—Una de cada mil. Es que se concentra en el problema.
Me agarró por la muñeca y me preguntó:
—¿Por qué segaste la marihuana antes de la tormenta?
—¿Quién te lo dijo?

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—Patty Lareine.
—¿Qué le dijiste?
El Arpón era como un niño. Si estaba dispuesto a explicarlo, no me ocultaría
nada.
—Le dije que te advirtiera —me respondió con toda gravedad— de que era mejor
perder la cosecha que recolectarla aprisa y corriendo.
—Y ¿qué te contestó?
—Que no le harías caso. La creí. Por eso no me ofendí cuando, hace un par de
noches, viniste a verme con aquella cogorza. Supuse que habías fumado tu
marihuana. Esa marihuana está poseída por el diablo.
El Arpón pronunció esta última palabra como si el Maligno fuera un cable de alta
tensión que hubiera caído al suelo y anduviera soltando chispas.
—¿Vine para que me hicieras un tatuaje?
Negó con vehemencia:
—No. La gente ignora que sé tatuar. Sólo se los hago a personas que respeto
mucho. —Me dirigió una sombría mirada y añadió—: Te respeto porque eres lo
bastante hombre para follarte a tu esposa. Las mujeres hermosas despiertan mi
timidez.
—Me has dicho que no vine para que me hicieras un tatuaje.
—No —me aseguró—, te hubiera echado con cajas destempladas.
—¿Qué quería, pues?
—Me pediste que organizara una sesión de espiritismo. Querías averiguar por qué
se puso tan histérica tu mujer durante la última que tuvimos.
—Y ¿no podías ayudarme?
—¡Oh, no! —me dijo—. No podías haber escogido una noche peor.
—Así que me dijiste que no.
—Te dije que no. Entonces me llamaste embustero. Cosas terribles. Fue cuando
viste mi estuche. Las agujas estaban encima de la mesa. Y dijiste que querías un
tatuaje. «No me voy a ir con las manos vacías», dijiste.
—Y tú accediste.
—Al principio, no. Te dije que un tatuaje debe ser respetado. Pero no parabas de
ir a la ventana y gritar: «¡Espera un momento!». Pensé que estabas hablando con
ellos, aunque también podía tratarse de una persona. Entonces te echaste a llorar.
—¡Mierda! —exclamé.
—Me dijiste que si no podía organizar una sesión, forzosamente tenía que hacerte
un tatuaje. «Se lo debo a ella», dijiste, «me porté mal con ella. Debo llevar su
nombre». —Asintió con la cabeza y prosiguió—: Lo comprendí. Querías el perdón de
alguien. Así que dije que te lo haría. Entonces corriste a la ventana y gritaste: «¡Vas a
perder la apuesta!». Eso me enfureció. Dudé de tu sinceridad. Pero no pareciste darte
cuenta de mi enfado. Me dijiste que te grabara el nombre que me habías dicho en la
sesión de Truro. «¿Qué nombre es ése?», te pregunté. Tim, tú lo recordabas.

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—¿No te dije en la sesión que quería entrar en contacto con Mary Hardwood, una
prima de mi madre?
—Eso lo dijiste de cara a los otros. Pero, dirigiéndote a mí, murmuraste: «El
verdadero nombre es Laurel. Háblales de Mary Hardwood, pero piensa en Laurel».
—¿Es eso todo lo que te dije?
—No. También dijiste que Laurel había muerto, que querías ponerte en contacto
con ella, pero estaba muerta.
—No pude decir tal cosa —le repliqué—, porque quería saber dónde está.
—Si creías que está viva, hiciste mal uso de la sesión.
—Me temo que así es.
—Tal vez sea la explicación de todo este caos. —Suspiró, abrumado por el peso
de la maldad humana—. Hace dos noches, cuando empecé a hacerte el tatuaje, me
dijiste: «No puedo engañarte más. El nombre de la chica no es Laurel, sino
Madeleine». Eso me alteró mucho. Trato de estar en contacto con las fuerzas que me
rodean cuando clavo la primera aguja. Es una protección básica para todos. Hiciste
añicos mi concentración. Y al cabo de un momento me dijiste: «He cambiado de
opinión. Pon Laurel, después de todo». Confundiste a tu propio tatuaje. Lo
confundiste dos veces.
Guardé silencio, como si considerara sus palabras. Al cabo le pregunté:
—¿Qué más dije?
—Nada. Te dormiste. Despertaste cuando ya había terminado de tatuarte.
Entonces bajaste la escalera, subiste al coche y te fuiste.
—¿Me acompañaste?
—No.
—¿Miraste por la ventana?
—No. Pero tengo la impresión de que ibas acompañado. Tan pronto saliste
comenzaste a hablar a gritos. Me pareció oír las voces de un hombre y una joven que
trataban de calmarte. Luego os fuisteis todos.
—¿Los tres en mi Porsche?
El Arpón distinguía el sonido de los motores.
—Sí, sólo había un coche —afirmó.
—Oye, ¿cómo conseguí meter a dos personas en un asiento tan bajo?
El Arpón se encogió de hombros. Me disponía a irme, cuando dijo:
—La muchacha a la que llamas Laurel tal vez siga viva.
—¿Estás seguro?
—Tengo la impresión de que se encuentra en Cape Cod. Está enferma, pero sigue
viva.
—Bueno, si te lo ha dicho el viento, hay seis posibilidades contra una de que estés
en lo cierto.
Fuera estaba oscuro, y la carretera de Provincetown era barrida por las últimas
hojas muertas, que caían sobre mi coche revoloteando desde los árboles. El viento

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soplaba con furia, como si realmente le hubiera molestado que engañase al Arpón, y
ráfagas capaces de hacer zozobrar a una barca de vela azotaban los laterales de mi
coche.
En cierta ocasión, un par de años atrás, asistí a otra sesión de espiritismo. Un
amigo del Arpón había muerto en accidente automovilístico en aquella misma
carretera, y él me invitó. Había además dos hombres y una mujer a quienes no
conocía. Nos sentamos, formando un círculo en la penumbra, alrededor de una
mesilla auxiliar de delgadas patas. Teníamos las palmas de las manos sobre la mesita
y nuestros dedos meñiques se tocaban. El Arpón dio instrucciones a la mesa; con un
tono que parecía dar por sentado que le entendía, le dijo que se inclinara hacia un
lado para volverse a asentar después haciendo un ruido con las patas que significaría
«sí». Si la mesa quería decir «no», debía dar dos golpes.
—¿Me has comprendido? —le preguntó.
La mesa levantó dos patas, obediente como un perro al que se le ordena que dé la
patita. Luego dio un solo golpe en el suelo. Y comenzó la sesión. El Arpón le enseñó
a la mesa un lenguaje muy sencillo. Un golpe representaría la letra A, dos, la B, y
veintiocho golpes, la Z. Acto seguido, empezó a hacerle preguntas.
Primero quiso asegurarse de que realmente estaba hablando con su amigo muerto
la semana anterior y preguntó:
—¿Eres tú, Fred?
Al cabo de una pausa, la mesa dio un golpe. Para comprobar la veracidad de lo
anterior, el Arpón preguntó:
—¿Cuál es la primera letra de tu nombre de pila?
La mesa dio siete golpes, los propios de la letra F.
Y seguimos. También era una noche de noviembre, y estuvimos sentados en el
pisito del Arpón, sin abandonar la mesa, desde las nueve de la noche hasta las dos de
la madrugada. Nadie conocía a los demás, excepto el Arpón, claro. Como es natural,
tuvimos tiempo sobrado para comprobar si había gato encerrado, pero no advertí ni
un leve indicio de ello. Nuestras manos reposaban de tal modo sobre el tablero de la
mesa que no hubieran podido inclinarla a un lado, y, además, veíamos nuestras
rodillas. Como estábamos tan juntos, por fuerza hubiéramos visto el menor esfuerzo
para mover la mesa hecho por cualquiera de los otros. Realmente, la mesa se
inclinaba a uno y otro lado por sí misma en contestación a nuestras preguntas, y de
una forma tan natural como se vierte el agua de una jarra a un vaso. No resultaba
fascinante, sino más bien un tanto aburrido, ya que la mesa tardaba mucho en formar
una palabra.
—¿Cómo es el lugar en que te encuentras? —le preguntó el Arpón.
La mesa contestó con siete golpes. Ya teníamos una F. Hubo una pausa y la mesa
volvió a levantar, lenta, muy lentamente, dos de sus patas, como un puente levadizo,
para luego dejarlas caer con igual desmadejamiento y dar el golpe. Esta vez la cosa se
paró aquí. Teníamos una A, es decir «fa».

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—¿Fabuloso? —preguntó el Arpón.
La mesa dio dos golpes: «No».
—Lo siento. Sigue, sigue —dijo el Arpón.
Después oímos dieciséis golpes. Teníamos, pues, una F, una A y una N.
Hasta que tuvimos las letras F, A, N, T y A, el Arpón no se atrevió a preguntar.
—¿Fantástico?
Y la mesa respondió con un solo golpe.
—¿Es realmente fantástico? —insistió el Arpón.
De nuevo la mesa se levantó y volvió a dejarse caer. Era muy parecido a hablar
con un ordenador.
Así estuvimos cinco horas, durante las cuales sostuvimos una corta conversación,
excepcionalmente lenta, acerca de la nueva situación de Fred en el más allá, aunque
no nos confió nada que pudiera estremecer los cimientos de la escatología o del
karma. Únicamente cuando, ya pasadas las dos, regresaba a casa en mi automóvil,
también en medio de un fuerte viento, me di cuenta de que una vulgar mesa auxiliar,
desafiando todas las leyes de la física, se había levantado y se había vuelto a posar
centenares de veces a fin de lanzar una palabra o dos cruzando un abismo que me
parecía insondable. Fue entonces, yendo por la carretera, cuando se me pusieron de
punta los pelos del cogote y comprendí que había asistido a unos hechos increíbles y
lo que había hecho posible que ocurrieran estaba aún presente en el aire a mi
alrededor. Aquello y yo estábamos solos en una carretera barrida por el viento, no
muy lejos del profundo mar. Nunca me había encontrado tan solo en mi vida, y me
invadió un terror que no había sentido cuando la mesa levantaba las patas.
Al día siguiente me sentía tan apático como si me hubiera aplastado el hígado
contra una pared de cemento, y quedé tan deprimido que no asistí a ninguna otra
sesión de espiritismo hasta la de aquella noche en Truro, de tan poco gratos
recuerdos. Estaba dispuesto a aceptar que es posible comunicarse con los muertos.
Pero no podía hacer las aportaciones espirituales que ello requería.
Regresé a casa, encendí el hogar, me serví una copa y cuando comenzaba a buscar
las razones que me habían inducido a ir a Wellfleet, con dos personas más, en mi
pequeño Porsche, para pedirle al Arpón que organizara una sesión de espiritismo, el
picaporte de mi puerta llamó sin que nadie lo tocara, o al menos eso me pareció, y la
puerta se abrió.
Ignoro qué entró en casa, y si se quedó dentro cuando volví a cerrar la puerta,
pero sentí que me emplazaban. Volví a notar el intolerable hedor de podredumbre que
había respirado cuando me encontraba debajo del voladizo y de buena gana hubiera
protestado a gritos contra la inexorable lógica de lo que se pedía: de mí. Y es que, con
todo el peso de un mandamiento judicial que no podía desobedecer, algo me ordenaba
volver al bosque de Truro.
Me resistí tanto como pude. Terminé la copa y me preparé otra, pero sabía que
tanto si tardaba una hora como si tardaba tres días, tanto si me mantenía sobrio como

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si me emborrachaba hasta el punto de tener la sensación de ir rodeado de llamas, iría
al hoyo. No quedaría liberado hasta que lo hiciera. La fuerza que movía las patas de
la mesa había tomado posesión de mí, estaba dentro de mis entrañas y de mi corazón.
No tenía alternativa. Nada podía ser peor que quedarme en casa y ver pasar las horas
de la noche.
No me cabía duda ninguna. En otra ocasión anterior ya había estado preso en las
redes de un imperativo más fuerte que yo. Así me había sentido veinte años atrás,
durante aquella semana en que cada día paseé hasta el monumento de Provincetown
con los pulmones fríos como el hielo y las tripas revueltas igual que si las tuviera
llenas de gusanos, y una vez ante él contemplaba aquella pared y me decía, con una
tristeza tan grande que parecía que me iba a hacer perder la razón, que se podía
escalar. Hasta donde alcanzaba mi vista, había un asidero tras otro, hendiduras en el
cemento y pequeños salientes en los bloques de granito. Podía hacerse, y yo lo podía
hacer. Miraba tan fijamente la base de la torre que, por increíble que parezca, nunca
me fijé en el voladizo. Sólo pensaba que debía escalar aquella pared. Si no lo
intentaba se apoderaría de mí algo mucho peor que el pánico. Los ataques de terror
que padecía en plena noche, cuando mi cuerpo se incorporaba en la cama como
movido por un resorte, sirvieron al menos para que sintiera un poco de compasión por
todos los seres a los que vence el impulso irrefrenable de hacer lo que nunca debería
hacerse —tanto si se trata de seducir niños de corta edad como de violar a muchachas
adolescentes—, y al menos conocí la pesadilla que arde llameante bajo la
estupefacción de aquellos que procuran alejarse de sí mismos porque saben que, de lo
contrario, ocurrirá una catástrofe. Los siete días y las siete noches de aquella semana
que me pasé luchando contra aquella extraña fuerza tan ajena a mí, tratando de
convencer a aquella presencia foránea de que no tenía ningún motivo para escalar el
monumento, sirvieron asimismo para que conociera las diversas variedades del
aislamiento humano. Para evitar enfrentarnos con el enemigo que vive en la dulce
médula de nuestra espina dorsal, bebemos, tomamos marihuana, cocaína, nicotina,
tranquilizantes y somníferos, aceptamos costumbres e iglesias, prejuicios e
hipocresías, nos dejamos llevar por las ideologías y, sobre todo, por nuestra propia
estupidez —¡el más vital de los aislamientos!—. Conocí todo eso durante la semana
que precedió a mi intento de escalar el monumento y conquistar mi indómito yo. En
consecuencia, con el cerebro inflamado por las anfetaminas, inclinado en una
dirección por la marihuana y en otra por el alcohol, gimiendo en mi fuero interno
como un niño nonato que teme morir ahogado antes de encontrar el camino hacia la
luz, sintiéndome tan sanguinario como un samurái, emprendí la escalada de la torre y
descubrí, por absurdas que parezcan mis conclusiones, que me encontraba mucho
mejor después de haberlo intentado, aunque sólo fuera porque las pesadillas que
agitaban mi sueño disminuyeron considerablemente.
Así pues, había valido la pena. Y sabía que ahora también sería así. Tenía que
volver a contemplar el rostro de la difunta rubia. Y tenía que hacerlo aunque no

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supiera si el causante de su muerte era yo o había sido obra de otro. Me
comprenderán si aseguro que este conocimiento, con ser indispensable para mí —
¿qué debía temer más, la ley o todo lo que estaba fuera de ella?—, no me empujaba
tanto a ir como el simple deseo de hacerlo, un deseo que nacía de una idea
profundamente arraigada en lo más intimo de mi ser: la importancia del viaje debía
medirse por el miedo que me causaba emprenderlo.
No hablaré de las horas que pasé dudando qué decisión tomar.
Sólo diré que cuando faltaba poco para la medianoche había conseguido vencer el
miedo que me paralizaba hasta el punto de iniciar el viaje mentalmente, así que
estaba preparado, al menos con la imaginación, para salir de casa, subir al coche y
enfilar una carretera barrida por un viento que a aquellas horas intempestivas haría
danzar las hojas de los árboles como si estuvieran poseídas por los espíritus. Cuando
hube previsto todos los detalles de mi viaje, y lo realicé con el pensamiento antes de
que me decidiera a emprenderlo, se había instalado en el núcleo de mi miedo la calma
que te da hacerte una composición de lugar. Por fin me había armado para salir, pero
cuando me dirigía a la puerta, dispuesto a enfrentarme al aire de la noche, volvió a
sonar el picaporte tan reciamente como un martillazo en mi tumba.
Algunas interrupciones son demasiado profundas para hacerte perder la
compostura. Tus miembros no han de temblar cuando te encuentras con el verdugo.
Descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
Entró Regency. Mi primera impresión al ver la tensión de su cara y el brillo de la
ira en sus ojos, fue que venía a detenerme. Se quedó largo rato en el vestíbulo,
mirando fijamente los muebles de la sala de estar y moviendo la cabeza de un lado a
otro, y al cabo comprendí que sólo trataba de librarse de la tensión que lo agobiaba.
—Amigo, no he venido a tomar una copa —dijo Regency al fin.
—De todos modos podemos tomar una.
—Luego, primero tenemos que hablar.
Clavó durante unos instantes sus ojos llenos de ira en los míos y luego,
sorprendido —ya que no creo que hubiera visto nunca en mí una expresión tan
resuelta—, los apartó. Regency no podía saber qué me proponía hacer cuando entró.
—¿Desde cuándo trabajas los domingos? —le pregunté.
—No has ido hoy al lado oeste del pueblo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Así pues, ¿no sabes lo ocurrido?
—No.
—Todos los policías del pueblo estaban en el Mirador. Todos. —Me miró sin
verme y dijo—: ¿Te importa que me siente?
Me importaba y no me importaba, así que le hice un gesto ambiguo.
Regency se sentó y dijo:
—Oye, Madden, ya sé que estás muy ocupado, pero quizá recuerdes que esta
mañana te llamó Merwyn Finney.

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—¿El gerente del Mirador?
—¿Te pasas la vida allí y no sabes su nombre?
Regency estaba terriblemente irritado.
—¡Bueno, tampoco hay para tanto!
—De acuerdo. ¿Por qué no te sientas?
—Porque estaba a punto de salir.
—Finney te llamó para hablarte de un coche, ¿verdad?
—¿Sigue allí?
—Le dijiste que no recordabas el nombre de la mujer que iba en compañía de
Pangborn.
—Sigo sin recordarlo, ¿es importante?
—No creo. A no ser que sea su esposa.
—Diría que no.
—¡Vaya, juzgas a la gente con mucha rapidez!
—Quizá, pero no soy lo bastante listo para adivinar qué diablos pasa.
—Bueno, podría decírtelo, pero no quiero influir en tus respuestas. —Volvió a
mirarme a los ojos—. ¿Qué opinas de Pangborn?
—Un abogado que trabaja para grandes empresas. Muy listo. Estaba de tapadillo
con una rubia.
—¿Viste algo raro en él?
—Simplemente, no me cayó bien.
—¿Por qué?
—Quería ligar con Jessica, y él no paraba de entrometerse. —Me callé. No cabía
duda de la profesionalidad de Regency como policía. Ejercía una constante presión. Y
acababas por cometer algún error—. ¡Oh! —dije—, ése es su nombre. Acabo de
recordarlo. Jessica.
—¿Apellido? —preguntó Regency tras anotar el nombre.
—No me acuerdo. Es posible que no me lo dijera.
—¿Qué te pareció la mujer?
—Una señora de la buena sociedad. Diría que de la buena sociedad del sur de
California. Pero tiene poca clase. Sólo dinero.
—Pero ¿te gustó?
—Me dio la impresión de que, en el retrete, se portaría como una estrella del
porno.
Dije estas palabras para escandalizar a Regency. Y tuve más éxito del que
esperaba.
—No me gustan las películas porno. No voy a ver ninguna. Incluso no me
importaría cargarme a media docena de estrellas de ésas.
—Esto es lo que más me gusta de los servidores de la ley —le contesté—. Le
pones uniforme a un asesino, y ya no vuelve a asesinar.
Regency levantó la cabeza.

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—Filosofía barata hippy —dijo.
—Jamás podrás sostener una discusión. Tienes el cerebro lleno de campos de
minas.
—Tal vez —dijo con aire taimado, y me guiñó un ojo—. Bueno, volvamos a
Pangborn. ¿Dirías que es un hombre de carácter inestable?
—No me lo pareció. Es más, aseguraría que no.
—Pues no lo asegures.
—¿Que no lo asegure?
—¿En algún instante te causó la impresión de ser amariconado?
—Bueno, quizá se lave las manos después de follar, pero no, no me pareció
amariconado.
—¿Estaba enamorado de Jessica?
—Yo diría que le atraía justamente por lo que podía ofrecerle, y que comenzaba a
cansarse de ella. Quizá fuera demasiada mujer para él.
—¿Te pareció que podía estar locamente enamorado de ella?
Estaba a punto de contestar «No, no me lo pareció», pero decidí preguntar.
—¿Qué entiendes por «locamente»?
—Diría que es amar a alguien hasta el punto de que ya no eres responsable de tus
actos.
De algún punto indeterminado de mi mente surgió una idea muy mezquina.
—Alvin, ¿adónde quieres ir a parar? —pregunté—. ¿Es que Pangborn la asesinó?
—No lo sé. Nadie la ha visto.
—Bien, ¿dónde está Pangborn?
—Esta tarde me ha llamado Merwyn Finney y me ha preguntado si podía retirar
el automóvil de su aparcamiento. Pero como estaba aparcado correctamente, le he
dicho que primero teníamos que poner un aviso en el parabrisas. Más tarde fui a dar
una vuelta por la ciudad y decidí ir al restaurante y echar una ojeada al coche.
Aquello me pareció muy raro. No sería la primera vez que un coche vacío encerrara
alguna sorpresa. Así que he tentado el maletero. No lo habían cerrado. Pangborn
estaba dentro.
—¿Asesinado?
—Interesante pregunta. No, amigo mío, se suicidó.
—¿Cómo?
—Se metió en el maletero y lo cerró. Luego se echó una manta encima, se metió
una pistola en la boca y oprimió el gatillo.
—Tomemos una copa —propuse.
—Sí.
Tenía los ojos llenos de rabia.
—Un asunto muy raro —comentó.
No pude servirme la copa. Alvin Luther Regency tenía sus poderes,
evidentemente. A pesar de que no veía que pudiera beneficiarme, le pregunté:

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—¿Estás seguro de que fue suicidio?
Peor aún. Nuestras miradas se encontraron directamente, con esa falta de disimulo
que resulta palpable: las dos personas recuerdan lo mismo. Yo veía sangre en el
asiento contiguo al del conductor, en mi automóvil.
—Sin la menor duda, se trata de un suicidio —dijo Regency—. Tiene señales de
pólvora en la boca y en el paladar. A no ser que, alguien le drogara antes… —Sacó un
bloc de notas y escribió algo—. Sólo que no veo claro cómo le puedes meter una
pistola en la boca a alguien, dispararla y colocar luego el cuerpo sin que la sangre
derramada te delate. La dispersión de la sangre por suelo y el lateral del maletero es
la que cabría esperar en un suicidio. —Asintió—. Pero tu perspicacia —dijo— no me
merece una opinión nada elevada. Al juzgar a Pangborn, te equivocaste de medio a
medio.
—La verdad es que no me pareció un suicida.
—Olvida eso. Era un maricón de mierda. Madden, no tenías idea de quién era el
que hacía guarradas en el retrete.
Regency paseó la mirada por mi cuarto de estar como si contara las puertas y
clasificara los muebles. No resultaba agradable ver mi casa a través de los ojos de
Regency. Casi todos los muebles habían sido escogidos por Patty, y sus gustos eran
recargados y estaban llenos de dinero de Tampa; es decir, muebles blancos y colores
chillones en los almohadones, los cortinajes y las alfombras, telas con grandes flores,
muchos taburetes de bar acolchados tapizados de skay —los de su tocador y la sala de
esta combinaban el rosa, el lima-limón, el naranja y el marfil—. Un gusto demasiado
chabacano para Provincetown, y más en invierno. ¿Se harán cargo de mi estado de
ánimo si les digo que mucho días no era capaz de advertir la diferencia entre los
colores de la casa de Nissen y los de la mía?
Regency seguía contemplando los muebles de mi casa. La palabras «maricón de
mierda» aún resonaban en sus labios, estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.
—¿Por qué estás tan seguro de que Pangborn era homosexual?
—Bueno, yo no usaría esa palabra. Yo le llamaría gay —¡Qué ofensiva resultaba
para él esta palabra!—. Deberían llamarlo «síndrome de Kaposi». —Sacó una carta
del bolsillo—. Se llaman a sí mismos gays y van por ahí infectándose los unos a los
otros sistemáticamente. Son como una plaga.
—Bueno, de acuerdo —concedí—. Tú ocúpate de tus plagas y yo me ocuparé de
las mías.
Regency era tan testarudo que me hubiera llenado de indudable placer combativo
discutir con él —la polución nuclear para ti, el herpes para mí—, pero no era el
momento.
—Mira lo que hay dentro de este sobre —me dijo—, dime si Pangborn era gay o
no. ¡Léetela!
—¿Estás seguro de que la escribió él?

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—Comparé la letra con la de su agenda. Sí, él escribió la carta. Hará cosa de un
mes. Está fechada. Pero no la envió. Creo que cometió el error de volverla a leer. Eso
sería suficiente para meterte el cañón en la boca y volarte la cabeza.
—¿A quién va dirigida?
—Bueno, ya sabes cómo son los maricas. Tienen tanta intimidad los unos con los
otros que ni siquiera se toman la molestia de llamarse por su nombre. Simplemente,
charlan de alma a alma. Quizá al final se dignen poner el nombre del destinatario,
para que la loca que recibe la epístola sepa que la mierda ha llegado al orinal al que
iba destinada.
Regency soltó su relincho.
Leí la carta. Estaba escrita en tinta azul púrpura, con letra redondeada y de trazo
firme.

Acabo de hojear tu volumen de poesías. No puedo presumir de apreciar la poesía y la


música clásica en toda su plenitud, pero sé muy bien lo que me gusta. Me gusta que las
sinfonías surjan de las partes íntimas. Me gustan Sibelius, Schubert, Saint-Saéns y todas las
eses, sí, sí, sí. Me consta que me gustan tus poesías porque tengo ganas de contestarte y
ponerte nervioso, hermoso. Ya sé que no te gusta la faceta vulgar de mi personalidad, pero
no olvidemos que tu Lonnie es un perro callejero, que tuvo que dar un salto muy grande a
fin de casarse con su heredera de una cadena de comercios. ¿Quién es el que lleva las
cadenas?
Me gustó tu poema «Quemado» porque me hizo añorarte. Allí estás tú, tenso como
siempre, nerviosamente preocupado por ti mismo, terriblemente aislado, claro, al fin y al
cabo estabas en la cárcel, en tanto que yo me encontraba en Vietnam, patrullando los mares
de China. ¿Sabes cómo son allí los ocasos? Describes con gran belleza el arco iris que
aparece ante ti cuando quedas «quemado», «agotado», pero no has vivido aquellos arcos
iris. ¡Con cuánta vividez me recuerdan tus líneas los lujuriosos meses, rebosantes de
sexualidad, que pasé quemándome en Saigón, sí, mi amor, «quemado» igual que tú!
Escribes acerca de ese hatajo de criminales que te rodea, y le dices al lector: «Parece que
lleven hornos en su interior, fuegos bien alimentados que resplandecen a través de su piel,
calentando el aire del verano». Pues escucha bien, muchachito: esto no es sólo aplicable a
esos delincuentes que te rodeaban. No, porque muchos de los marineros que conocí me
causaron esa misma impresión. Muchos han sido los fuegos ante los que he calentado mis
manos y mi cara. Casi te has vuelto loco negándote lo que más deseas, pero tú eres un
caballero o algo parecido. Ahora bien, yo he buscado y he encontrado, y he seducido sin
hacer distinciones, interpretando el papel de ramera masculina. He bebido glotonamente de
la gran botella con el largo pezón de goma. Lonnie no piensa volverse loco, ¡ni pensarlo!
Porque tiene la sabiduría suficiente para sacar el mejor partido posible de su sangre
afeminada.
No sabes lo que te perdiste en los mares de China. Recuerdo a Carmine, el de los
negros ojos, que acudía a la puerta de mi tienda, cerca de Danang, y con dulce voz me
decía: «Lonnie, pequeño, sal». Recuerdo muy bien al alto y flaco muchacho rubio de
Beaumont, Texas, que me mostraba siempre las cartas que escribía a su esposa. Quería
separarse de él y yo tenía el deber de leer sus cartas, yo era el censor, y me gusta, recordar
el ansia con que me esperaba rondando cerca del barracón de oficiales, mientras oscurecía,
y sigo pensando con amor en el modo como me hablaba de su granja avícola hasta que yo
alargaba la mano y le acariciaba, y entonces se abría de piernas y se relajaba, y, querido, no
volvía a pedirme nada a cambio de volverme a hablar de su granja avícola hasta la noche
siguiente; volvía a vagar por los alrededores del barracón de oficiales y yo, que estaba
hambriento, podía satisfacer su hambre. Y también recuerdo al adorable muchacho de
Ypsilanti, llamado Thorne, así como el sabor a cerezas de sus labios y sus adorables ojos,
sus silencios, y, por fin, la tierna y tartamudeante redacción de su carta, tan dulce, propia

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del sexto curso de primaria, el día que dejé el barco, que él mismo vino a entregarme en el
puente de mando.
Y aquel marinero del cuerpo de transmisiones natural de Marión, Illinois, que me
mandó su primera insinuación amorosa mediante señales ópticas sin saber que yo podía
seguirlas a pesar de la tremenda rapidez con que me las enviaba. «Hola, mi amor, ¿te
parece que tú y yo pasemos la noche juntos en mi barco?». Mi contestación fue: «¿A qué
hora, querido?». Todavía recuerdo su maravilloso aroma, mezcla de sudor y Aqua Velva, y
la cara de sorpresa que puso.
¡Cuántas cosas me recuerdan tus poemas! Aquellos eran días gloriosos. No había
documentos jurídicos que analizar. No había herederos de ricas familias —no te lo tomes
personalmente— a quienes sacarles el jugo. Sólo había almirantes y marineros rasos.
Lástima que no hayas conocido a ningún infante de marina, un marine o un boina verde.
Son verdaderamente templados, querido, y no disparan hasta que ves el color rosado de sus
cojones. No he tenido tiempo para pensar tranquilamente en esas cosas, desde hace mucho,
pero ahora voy a hacerlo. Tus poemas me refrescan la memoria. Recuerdo al suboficial del
cuerpo de sanidad, a quien conocí en el Elefante Azul en el bulevar de Saigón, y también
recuerdo la habitación a la que, poco después, le llevé, en un medio derruido hotel, y la
gloriosa forma en que bebió de mí, hasta el momento en que también yo tuve que beber,
para apagar la gran sed que su beber de mí me había provocado. Y después intentó saber mi
nombre mirando el forro de mi gorra, para volverme a ver. Pero yo no quería, y así se lo
dije. Pero al acercar mi nariz a su guerrera, su aroma me puso tan frenético que, una vez
más, perdí la cabeza.
Sí, ciertamente, esos muchachos llevaban en su interior un fuego que calentaba el aire
sensual de aquellas tierras. Legiones de grandes y suplicantes cipotes goteantes, de un color
airadamente rojo como las crestas de los pavos de Navidad, ¡oh, días adorables y
gloriosos!, mientras tú languidecías en la cárcel de Reading[1], pobre Wardley, luchando
contra una depresión, porque no querías hacer lo que tu cuerpo y tu corazón te pedían que
hicieras.
Quizá sea mejor que no siga leyendo tus espléndidos poemas. Ya ves que me hacen ser
mezquino. Jamás rechaces un amigo que te quiere tanto como yo, ya que si no estás al tanto
me perderás para siempre. Pero, no, no ¡ya me he perdido para siempre! ¡Te has quedado
sin mí para siempre! Esta vez no ha sido por culpa de un muchachote de las Fuerzas Aéreas
que, con destino en París, acaba de pasar un fin de semana de permiso, ni tampoco me he
liado discretamente con un cura tan cachondo que arde en deseos de ser indiscreto; no, no
querido Wardley, porque tengo que darte la grata sorpresa de tu vida: me he liado con una
hermosa criatura, una rubia. ¿Crees que estoy horrendamente borracho? Pues sí lo estoy.
No temas. Esta mujer tiene un aspecto tan femenino como Lana Turner, pero quizá no
lo sea, ni mucho menos. Tal vez haya cambiado de sexo. No lo sé, es posible. ¿Qué te
parece, crees que puede ser verdad? Un amigo común la vio conmigo y tuvo la desfachatez
de decir que era tan hermosa que forzosamente, tenía que ser mentira. Todos preguntaban:
«¿Ha sido ella, antes de ser ella, él?». Bueno, pues malas noticias para todos vosotros: dije
que no. ¡Es una verdadera mujer, tal como Dios manda, con una cara que te da ganas de
follar sólo de verla! Esto es lo que le dije a nuestro amigo común. En realidad, es la única
mujer con quien me he acostado desde que me casé con mi heredera de la cadena de
comercios de «todo a noventa y cinco». Soy un experto en cadenas. Llevo años entre
cadenas. Y permíteme decirte, querido Wardley, que es una gloria estar liberado de ellas.
Con esa mujer la relación es tan carnal como para mí solía serlo en el bulevar de Saigón,
follar con esta mujer es estar en el paraíso, es un desenfreno de lascivia, polvos y mamadas,
lo más glorioso de que haya gozado jamás un maricón —o quizá, digamos, un ex maricón
— como yo. ¡Qué embriaguez la de saltar el gran abismo! Wardley, para esta mujer yo soy
un hombre. Dice que nunca había visto nada igual. Muchacho, esta mujer ha despertado
unas energías que tú no habrías creído jamás que pudiera tener. Estar embriagado, de droga
o de lo que sea, es estar embriagado, pero ahora estoy enloquecidamente embriagado. Si
alguien intentara quitarme a mi rubia, podría llegar al asesinato.
¿Comprendes lo que intento decir? ¡Embriagado! Pero ¿por qué te alteras? Tú recorriste
ese mismo camino con P. L. Wardley, ¿o no? También tuviste a tu rubia. Bueno, no nos

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enfademos. Podemos ser ex compañeros de cama de todo corazón, pero sigamos siendo
queridos y viejos amigos. Este es el don que Dios otorga a las mujeres, y a tu Lonnie.
Posdata. ¿Has visto en televisión el anuncio de la máquina de afeitar eléctrica…? Dejo
la marca en blanco porque no puedo decirte cuál es, ya que, a fin de cuentas, soy el
abogado de la empresa. Pero tú ya me entiendes. Vale la pena mirarlo. En el anuncio en
cuestión sale un muchacho de veintiún años —¡el señor Cuerpo!— afeitándose, y al
hacerlo parece la quintaesencia de la concupiscencia. ¿Sabes cuál es el secreto? Él mismo
me lo dijo. Trata de pensar que la maquinilla eléctrica es un lindo y gordo cipote. El
muchacho piensa que su mejor amigo se lo pasa por la cara. Los publicistas están
absolutamente enloquecidos de entusiasmo al ver los maravillosos resultados que consigue
ese anuncio. Bueno, me he entusiasmado con la heterosexualidad, y creo que debo decir
adiós a todos esos otros entusiasmos.
Segunda posdata. Conozco bien a ese chaval de veintiún años. Y, tanto si lo crees como
si no, es hijo de mi rubia señora. Además, yo soy el amigo que se imagina que le pasa el
cipote por la cara. ¿Crees que estará un poco celoso de su mamá y de mí?
Tercera posdata. Todo lo anterior es de lo más secreto y confidencial.

Devolví la carta a Regency. Me parece que los dos hicimos un esfuerzo para que
nuestras miradas no se encontraran pero de todas formas, lo hicieron. En realidad,
fueron atraídas como si estuvieran imantadas. La homosexualidad estaba sentada allí
entre Regency y yo, de una manera tan perceptible físicamente como el sudor que
hueles cuando dos personas se disponen a pelearse.
—«La venganza es mía, dijo el Señor» —citó Regency. Se metió la carta en el
bolsillo de la pechera, respiró profundamente y, dijo—: Me gustaría matar a esos
maricones. Hasta el último de ellos.
—Toma otra copa.
Regency se golpeó el pecho y dijo:
—La podredumbre que destila esta carta deja un sabor que no hay bebida que
pueda quitar.
—Oye, no soy la persona más adecuada para echar sermones, sin embargo, ¿te
has preguntado alguna vez si realmente eres la persona adecuada para ser jefe de
policía?
—¿Por qué dices eso? —preguntó. Se había puesto en guardia.
—Deberías saberlo. Llevas cierto tiempo aquí. En verano, en este pueblo hay un
contingente muy alto de homosexuales. Y mientras los portugueses quieran su dinero,
tendrás que respetar sus costumbres.
—Quizá te interese saber que he dejado de ser el jefe de policía.
—¿Desde cuándo?
—Desde el momento en que he leído esa carta, esta tarde. Verás, yo no soy más
que un chico de pueblo. ¿Sabes qué significa para mí el bulevar de Saigón? Dos patas
cada noche durante diez noches. Eso es todo.
—¡Venga hombre!
—Vi matar a muchos hombres decentes. Y no conozco a ningún boina verde que
tenga los huevos de color de rosa. Celebro que Pangborn haya muerto. Me lo hubiera
cargado.
No mentía. El aire que le rodeaba parecía a punto de soltar rayos y centellas.

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—¿Has presentado formalmente la dimisión? —le pregunté.
Extendió las manos como si no le hubiera gustado mi pregunta, y dijo:
—No quiero entrar en el tema. En realidad, nunca fui jefe de policía. Mi
subordinado portugués es quien manda de verdad.
—¿Qué? ¿Ese cargo no es más que una tapadera para ocultar tu verdadera
función?
Sacó el pañuelo y se sonó. Mientras lo hacía movió la cabeza arriba y abajo. Era
su manera de contestar que sí. ¡Qué tipo! Seguramente pertenecía a la Oficina de
Represión de Narcotráfico.
—¿Crees en Dios? —me preguntó.
—Sí.
—Bien. Sabía que tú y yo podíamos tener una conversación. Deberíamos volver a
hacerlo un día de éstos. Emborrachémonos y hablemos.
—De acuerdo.
—Quiero servir a Dios. Lo que la gente no comprende es que para servir a Dios
es necesario tener las pelotas lo suficientemente grandes para asumir Sus atributos. Y
ello incluye la pesada responsabilidad de la venganza.
—Sí, hablaremos —dije.
—Muy bien. ¿Tienes alguna pista acerca de quién puede ser ese Wardley? —me
preguntó cuando se levantaba para marcharse.
—Supongo que será un ex amante de Pangborn. Algún rico señor rural de rígida
moralidad.
—Me gusta tu agudeza. ¡Ja, ja, ja…! Resulta que tengo la impresión de haber
oído ese nombre. Es insólito y no es fácil olvidarlo. Quiero decir que lo he oído en
esta casa, aquí. Alguien pronunció el nombre de pasada. ¿Pudo ser tu esposa?
—Pregúntaselo.
—Cuando la vea, lo haré.
Sacó el bloc de notas, anotó algo y me dijo:
—Y, a tu juicio, ¿dónde se encuentra esa señora, Jessica?
—Quizá haya regresado a California.
—Ahora lo estamos averiguando.
Me pasó el brazo sobre los hombros como si quisiera consolarme de alguna pena,
de algo, y así cruzamos la sala de estar camino de la puerta. Considerando
objetivamente mi talla, nunca he podido ser calificado de bajo, pero lo cierto es que
Regency era mucho más alto que yo. Todavía pensábamos en la carta. Al llegar a la
puerta, se volvió hacia mí y dijo:
—Tengo que darte recuerdos. De parte de mi esposa.
—¿La conozco? ¿Cómo se llama?
—Madeleine.
—¿Madeleine Falco?
—Justamente.

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¿Saben cuál es la primera máxima de la calle? Si quieres morir de un balazo en la
espalda, tontea con la mujer de un policía. ¿Qué sabía Regency de su pasado?
—Sí —dije—, de vez en cuando venía a tomarse una copa a un bar en el que
trabajaba como camarero. Hace muchos años de eso. Pero la recuerdo. Una chica
encantadora, toda una señora.
—Gracias. Tenemos dos hijos muy guapos.
—¡Qué sorpresa! No sabía que… tuvieras hijos.
Poco había faltado para que metiera la pata, pues estuve a punto de decir: «No
sabía que Madeleine pudiera tener hijos».
—Sí, hombre —dijo Regency echando mano de su cartera—. Mira, aquí tienes
una foto.
Miré, y vi a Regency y a Madeleine —era la misma Madeleine, aunque ocho años
mayor que el último día que la vi— y a dos muchachos cabezones, que se parecían un
poco a Regency y nada a Madeleine.
—Estupendo… Salúdala de mi parte.
—Sayonara —dijo Regency, y se fue.
Ya no podía ir al bosque de Truro. No me sentía capaz de volver a concentrarme
de aquel modo. A aquellas horas, ya no. Mi cerebro iba de un lado para otro como el
viento que soplaba en las colinas. No sabía si pensar en Lonnie Pangborn, en
Wardley, en Jessica o en Madeleine. Y entonces me invadió una pena muy honda. La
pena de pensar en una mujer a la que había amado, a la que luego dejé de amar y a la
que nunca debiera haber dejado de amar.
Pensé en Madeleine. Quizá pasó una hora hasta que subí a mi estudio, en el piso
superior, y abrí un archivador. Entre un montón de viejas páginas escritas por mí,
encontré las que buscaba y las volví a leer. Las había escrito hacía más de doce años
—¿qué edad tendría entonces?, ¿veintisiete años?—, y mi estilo era el propio de la
imagen de joven anticonvencional que pretendía dar en aquellos tiempos, pero esto
carecía de importancia. Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser
solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de
recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad
(incluso en el caso de que ésta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque
sólo sea durante un breve período, y así ocurrió mientras leí aquellas páginas, pero
tan pronto terminé de leerlas sentí las punzadas de un viejo dolor. Tiempo atrás,
cometí el error de dejarle leer aquel texto a Madeleine, y eso contribuyó a que
rompiéramos.
La mejor descripción de un coño que he leído en mi vida se debe a John Updike,
y figura en su narración «La mujer de tu vecino». Hela aquí:

Cada pelo es precioso e individual, y tiene una función definida en el conjunto: rubio
hasta resultar invisible donde muslo y vientre se unen, oscuro hasta hacerse opaco donde
los tiernos labios piden protección, robusto y vigoroso como las barbas de un
guardabosques bajo la curva de la barriga, oscuro y ralo como las patillas de un
Maquiavelo donde el perineo se repliega en busca del ano. Mi coño se transforma según la

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hora del día y la malla de mis bragas. Y tiene sus satélites: esa caprichosa línea de vello que
asciende hasta mi ombligo, y la que se introduce en mi ano, la suave pelambrera que tapiza
el interior de mis muslos, la brillante pelusa que adorna la hendidura de mi trasero. Ámbar,
ébano, pardo, rojizo, laurel, castaño, canela, avellana, gamuza, tabaco, alheña, bronce,
platino, melocotón, ceniza, fuego y gris ratón: éstos son algunos de los colores de mi coño.

Es una bella descripción de un bosque, que me hace abstraer en la consideración


de los misterios de las proporciones. Leí en algún sitio que Cézanne había modificado
nuestra percepción de las magnitudes hasta convertir una toalla blanca encima de una
mesa en la nieve azulada de las hondonadas de una montaña, y un retazo de piel en
un valle desierto. Una idea interesante. Después de leer eso comprendí mejor a
Cézanne, del mismo modo que me di cuenta de que nunca había mirado como es
debido un coño en cuanto leí a Updike. Sólo por eso, John ya sería uno de mis
escritores favoritos.
Dicen que Updike ha sido pintor, y eso se nota en su estilo. Nadie estudia el
aspecto de las cosas tan de cerca como él, y emplea los adjetivos con más discreción
que ningún otro escritor actual en lengua inglesa. Hemingway decía que era mejor no
usarlos, y en eso tenía razón. El adjetivo no es más que la opinión del autor acerca de
lo que está ocurriendo. Si escribo: «Un hombre robusto entró en el bar», significa
solamente que es robusto en relación conmigo. A menos que haya explicado al lector
mis características físicas, puedo ser el único cliente del bar que se sienta
impresionado por el hombre que acaba de entrar. Es mejor decir «Entró un hombre.
Llevaba un bastón en la mano y, no sé a santo de qué, lo partió en dos como si fuera
una ramita». Pero narrando las cosas así se tarda más, por descontado. Y los adjetivos
te permiten describir de un modo tan rápido como la vida misma. De eso se
aprovecha la publicidad. «Un supereficiente, silencioso, sensual cambio de marchas
de cinco velocidades». Pon veinte adjetivos del nombre, y nadie sabrá que estás
describiendo un zurullo. Los adjetivos son el circunloquio.
En consecuencia, he de ahondar en el tema. Updike es uno de los pocos escritores
capaces de mejorar su obra con los adjetivos, en lugar de afearla. Tiene un talento
fuera de lo común. Y, sin embargo, me irrita. Incluso su descripción de un coño. Lo
mismo podría ser un árbol. (El aterciopelado musgo donde empiezan a separarse mis
miembros, las algas que revisten las terrazas de mi corteza, etcétera). Con una vez
que Updike me guíe por el interior de un coño, tengo más que suficiente.
Por ejemplo, en este instante mi mente considera las diferencias entre el coño
descrito por Updike y uno de verdad, es decir, el coño en que estoy pensando ahora
mismo. Es el coño de Madeleine Falco, y como está sentada a mi lado, sólo tengo que
extender el brazo derecho para tocarlo con las puntas de los dedos. Con todo,
preferiría seguir en el estado, mucho menos complicado, de escritor que deja vagar su
imaginación. Como soy muy amigo de competir —¿qué escritor novel no lo es?—,
trataré de expresar todo lo que manifiesta su coño mediante palabras bien escogidas,
a fin de que la elegancia de mi prosa me permita hacer una incursión en la gran
cabeza de playa de la literatura. En consecuencia, no voy a limitarme al vello de su

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coño. Es negro, tan negro que al contrastar con el blanco marmóreo de su piel hace
que mis tripas y mis pelotas resuenen como címbalos siempre que ella muestra su
vello púbico. ¡Y cómo le gusta mostrarlo! Dentro de su gran boca tiene otra, más
pequeña y rosada (como el gobernador Nelson Rockefeller), una suave flor que jadea
bañada por la escarcha de sus calores. No obstante, cuando se excita, el coño de
Madeleine parece surgir directamente de sus nalgas, y su pequeña boca siempre es de
color rosado, por mucho que alza las piernas mientras que el orificio exterior de su
vagina —la boca grande— se va engrasando lentamente y el perineo (al que de niños,
en Long Island, solíamos llamar el no es: no es coño, no es ojete, ¡ja, ja, ja!) deviene
una reluciente plantación. No sabes si comértela, devorarla, contemplarla con
reverencia o quedarte para siempre dentro de ella. «No te muevas», suelo decirle, «no
te muevas, o te mato; voy a correrme». ¡Y cómo se estremece al responderme!
Cuando penetro a Madeleine, la otra mujer que hay en ella, la adorable morenita
que se cuelga de mi brazo cuando paseamos por la calle, deja de existir. Toda ella se
convierte en un vientre y un útero: un hervidero de grasientas, saponáceas, sebáceas,
untuosas y oleosamente lúbricas delicias mundanas. No puedo presumir de que soy
capaz de prescindir de los adjetivos al meditar acerca de un coño. Al follármela, me
siento rodeado por todas las bailarinas de la danza del vientre y todas las prostitutas
morenas del mundo; siento dentro de mí su lujuria, su codicia, su ansia por alcanzar
las más oscuras ambiciones del cosmos. Sólo Dios sabe qué designios del karma
hacen que su vientre me impulse a correrme. El coño de Madeleine es para mí mucho
más real que su cara.
—¿Cómo has podido escribir esto de mí? —dijo Madeleine al llegar a este punto,
y se echó a llorar de un modo que me partió el corazón.
—No es más que literatura —le dije—. En realidad, no digo lo que siento por ti.
No soy un escritor lo bastante bueno para expresar mis verdaderos sentimientos.
Sin embargo, odié a Madeleine por obligarme a renegar de mi literatura. Por
aquel entonces, entre ella y yo las cosas no iban bien. Madeleine leyó esas páginas
una semana antes de que decidiéramos acudir a una moderada orgía con intercambio
de parejas (no se me ocurre un modo más rápido de describirla). Persuadí a
Madeleine para que viniera conmigo, a pesar de que teníamos que ir de Nueva York a
Carolina del Norte y no conocíamos a aquella gente. Sólo teníamos un anuncio en la
revista Screw con el número de un apartado de correos:

Joven pero maduro matrimonio blanco, el esposo ginecólogo, busca diversión para fines de
semana. Nada de deportes acuáticos, duchas doradas, sadomasoquismo ni bestialidad.
Enviar fotografía y señas para contestar. Sólo matrimonios.

Contesté al anuncio sin decírselo a Madeleine, y mandé una foto en la que


aparecíamos los dos, bien vestidos y en la calle. Ellos mandaron una foto Polaroid.
Iban en bañador. El hombre era alto, medio calvo, y tenía una larga y triste nariz, ojos
saltones, rodillas salientes, barriguita y mal color de pelo.

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—Debe de tener el cipote más largo de la cristiandad —comentó Madeleine
mientras contemplaba la fotografía.
—¿Por qué lo dices?
—Es la única explicación de su existencia.
La esposa era joven, llevaba un vistoso bañador, y parecía descarada. Nada más
ver la fotografía, algo me había atraído hacia ella. Llevado por un impulso, exclamé:
—¡Vayamos!
Madeleine asintió con la cabeza. Tenía los ojos grandes y negros, luminosos y
rebosantes de trágicos presentimientos, ya que su familia tenía cierta importancia en
la Mafia y había lanzado unas cuantas maldiciones sobre su cabeza cuando la chica,
decidió abandonar su hogar (que se encontraba en Queens) para irse a vivir a
Manhattan. Llevaba las heridas que le causó separarse de su familia como quien lleva
un manto de terciopelo. Era muy seria y para compensar esa seriedad me esforzaba
por hacerla reír, hasta el punto de andar con las manos por toda la habitación. Un
gesto de alegría que lograra arrancarle, me hacía estar contento durante horas. Por eso
me enamoré de ella. Había en su espíritu una vena de ternura que no encontré en
ninguna otra mujer.
Pero estábamos demasiado encima el uno del otro. Y empecé a aburrirla. ¡Qué
brusco e irlandés debía de parecerle! Tras dos años juntos, había llegado para
nosotros el momento en que las parejas se casan o se separan. Hablamos de salir con
otras personas. De vez en cuando la engañaba, y Madeleine tenía la noche entera si
quería hacerlo, ya que yo trabajaba en el bar cuatro veces por semana, de cinco de la
tarde a cinco de la mañana, y en doce horas se puede follar a destajo.
En consecuencia, cuando Madeleine dijo que sí con la cabeza a nuestro viaje al
Sur, puse manos a la obra. Uno de sus dones era la capacidad para decir que sí con un
seco movimiento de cabeza, no exento de cierto sentido del humor, que significaba:
«Bueno, ahora ya puedes darme la mala noticia».
Así pues fuimos a Carolina del Norte. Nos dijimos el uno al otro que la pareja
aquélla seguramente no nos gustaría, y que no tardaríamos en marcharnos. Podríamos
aprovecharlo para gozar de una noche o de dos de asueto camino de casa.
—Nos detendremos en Chincoteague —le dije—. A lo mejor podemos montar a
caballo.
Y le expliqué que los únicos caballos más o menos que quedaban al este del
Mississippi estaban allí.
—Chincoteague… Sí, me gustaría.
Madeleine tenía una voz rica y baja, cuyo timbre resonaba en mi pecho, y en esa
ocasión me permitió que me balanceara en cada una de las sílabas de Chincoteague.
De esa manera nos pusimos bálsamo, el uno al otro, sobre la profunda incisión que
habíamos efectuado en la naturaleza de nuestra propia carne. Y fuimos.
Y allí conocí a Patty Lareine. (Había de pasar bastante tiempo hasta que ella
conociera a Wardley). Era la esposa del Chepa, como ella le llamaba, quien resultó

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ser, en primer lugar, el feliz poseedor de un cipote largo de veras, y, en segundo lugar,
un mentiroso de tomo y lomo, pues no era el ginecólogo más famoso del condado,
sino un experto quiropractor. Los coños le gustaban con locura. Ya se pueden figurar
con qué ahínco se lanzó contra el cofre de los tesoros de Madeleine.
En el dormitorio contiguo (porque el Chepa era muy higiénico a la hora de
cambiar de pareja, ¡nada de tríos ni de cuartetos!), Patty Erleen —todavía no se hacía
llamar Patty Lareine— y yo comenzamos nuestro fin de semana. Podría contar lo que
ocurrió, pero de momento basta con decir que pensé en Patty durante todo el camino
de vuelta a Nueva York, y que Madeleine y yo no nos detuvimos en Chincoteague.
Yo no fumaba por aquel entonces. Era mi primer intento de dejar el tabaco. Así pues,
pasé por algunos abruptos descensos y elevaciones de mi vanidad, durante aquellos
dos días y una noche de cambio de parejas (el Chepa nunca llegó a saber que
Madeleine y yo no estábamos casados, aunque a decir verdad, teniendo en cuenta las
consecuencias de aquel viaje, bien hubiéramos podido estarlo), sin fumarme un
cigarrillo mientras me sentía empalado —creo que es la palabra adecuada para
expresar lo que sentía— al escuchar los gemidos de placer de mi mujer (¡qué poco
discreta era Madeleine!) mientras otro hombre se la follaba. Ninguna vanidad
masculina queda incólume después de comprobar que los chillidos de gusto que es
capaz de provocar pueden ser repetidos gracias al primer cipote desconocido (y de
considerables proporciones) que se introduce en su pareja. Durante aquellos dos días
me dije más de una vez que «más vale ser masoquista que maricón», pero también
hubo horas gloriosas para mí, ya que la esposa del médico, anteriormente su
enfermera, Patty Erleen, tenía un cuerpo tan turgente como el de una modelo de Play
Boy que se hubiera atravesado milagrosamente en mi camino, y entre nosotros hubo
un ardiente romance de adolescentes que se desarrolló a empujones, y digo a
empujones porque yo no paraba de empujar a Patty a que pusiera sus labios en
lugares donde ella aseguraba que no habían estado jamás, de manera que nos
enzarzamos el uno con el otro de un modo tan mezquino, íntimo y guarro que
precisamente por ser tan guarro nos llenaba de un inmenso placer. ¡Santo cielo, Patty
era una maravilla, podías follar con ella hasta morirte de gusto! Incluso ahora, al cabo
de doce años, recordaba aquella noche con una satisfacción que hubiera preferido no
sentir, como si el lujurioso recuerdo de Patty traicionara a Madeleine una vez más.
También sufrí al recordar el largo viaje de regreso a Nueva York que hicimos
Madeleine Falco y yo. Nos peleamos, y ella me gritó (lo que no era nada habitual)
cuando cogí algunas curvas a demasiada velocidad, hasta que —creo que fue culpa de
la tensión por no fumar— perdí el control del coche en una curva muy cerrada. Era
un automóvil grande, un Buick, o un Dodge, o un Mercury, ¿qué importa? Todos son
como esponjas de baño cuando han de tomar una curva cerrada, y después de recorrer
cien metros chirriando y patinando por el asfalto, nos estrellamos contra el tronco de
un árbol.

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Mi cuerpo se sentía como el coche: aplastado y lacerado, y en mis oídos sonaba
un ruido desagradable, como el que produce un tubo de escape suelto. Fuera reinaba
el silencio. Uno de esos silencios campestres en que el movimiento de los insectos
vibra entre los campos.
Madeleine estaba peor que yo. No me lo dijo, pero supe que se lesionó el útero. Y,
realmente, cuando salió del hospital tenía una terrible cicatriz en el vientre.
Todavía seguimos juntos un año, pero cada vez estábamos más lejos el uno del
otro. Nos aficionamos a la cocaína. La droga llenó la zanja que nos separaba. Pero
nos dominó el hábito, que volvió a agrietar la roca en que se basaba nuestra relación,
de modo que la zanja se ensanchó. Fue poco después de romper cuando me
detuvieron por vender cocaína.
Ahora estaba en mi casa de Provincetown, tomando sorbos de whisky. ¿Sería
posible que pensar en el pasado bebiendo whisky fuera un sedante que paliara los
efectos de aquellos últimos tres días de sobresaltos? Sentado en el sillón sentí que el
sueño iba invadiéndome como una bendición. El murmullo del pasado me empapaba
como una infusión mientras que sus colores se tornaban más intensos que los del
presente. ¿Sería el sueño algo parecido a entrar en una caverna?
Entonces me desperté de un salto. ¿Qué podía hacer, si incluso en mis metáforas
veía la entrada de una cueva? No era la imagen más adecuada para evitar que pensara
en el hoyo en el bosque de Truro.
Seguí bebiendo, y vinieron a mi mente ideas más placenteras. ¿Empezaba a
digerir los efectos del suicidio de Pangborn? Porque no me parecía imposible —¿o
acaso era probable?— que Pangborn hubiera sido el maníaco autor del asesinato.
Ciertamente, aquella carta podía interpretarse como los prolegómenos de un crimen:
«Si alguien intentara robarme a mi rubia, lo mataría». Pero ¿a quién? ¿Al nuevo
amante, o a la dama?
Esto, que ofrecía una premisa sobre la cual trabajar, en combinación con el
whisky, era el sedante que necesitaba, y, al fin, me sumí en un sueño profundo, tan
fatigado como la noche siguiente a haber jugado un partido de fútbol americano con
el equipo de Exeter, que no me pasaba ni una sola pelota, y tan profundo que ni
siquiera las voces de la Ciudad del Infierno lo acompañaban cuando desperté. Por el
contrario, recordé con toda claridad que hacía tres noches —¡sí, seguro!— Jessica,
Lonnie y yo salimos al mismo tiempo del Mirador, ellos procedentes del comedor y
yo del bar, y que en el aparcamiento reanudamos nuestra conversación —con gran
disgusto de Pangborn y notoria satisfacción por parte de Jessica—, que ella y yo
estábamos muy contentos y risueños y que enseguida decidimos ir a mi casa a tomar
«una última copa».
Entonces comenzó la discusión sobre el coche. ¿Iríamos en uno o en dos? Jessica
era partidaria de que fuéramos en dos: Lonnie iría en el coche alquilado por él, y ella
y yo en el Porsche, pero Lonnie era avispado y no estaba dispuesto a permitir que
Jessica le mandara a paseo, de modo que resolvió el problema sentándose en el

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asiento de mi Porsche contiguo al del conductor, de modo que a Jessica no le quedó
otro remedio que, ponerse encima y alrededor de Pangborn, lo cual tuvo como
consecuencia que pusiera sus piernas sobre mis muslos, con el cual yo tenía que
cambiar las marchas metiendo la mano entre las rodillas de Jessica y por debajo de
sus muslos, pero, a fin de cuentas, mi casa se encontraba solamente a cosa de algo
más de tres kilómetros. Una vez allí, tuvimos una larga conversación sobre el valor
de la propiedad inmobiliaria en Provincetown, y les expliqué las razones por las que
mi vieja casucha estaba tan altamente valorada, a pesar de que no era más que un par
de barracones y de cobertizos, más una torre que habíamos hecho construir para
servirme de estudio, y les dije que todo se debía a la fachada. Teníamos treinta metros
de fachada que daba a la bahía, y la casa era paralela a la playa, lo que no era
frecuente en Provincetown.
—Sí, esto es maravilloso —afirmó Jessica. Y juraría que separó un poco más las
rodillas.
Ahora bien, no podría decir a ciencia cierta sí todo esto era un recuerdo o un
sueño, ya que si bien parecía tener la claridad propia de los hechos reales, la lógica de
aquellos hechos resultaba más propia de este teatro de los sueños donde sólo tienen
lugar las acciones imposibles de realizar a la luz del día. Creí recordar que mientras
estábamos sentados en mi sala de estar, bebiendo, me di cuenta del aire afeminado de
los movimientos de Pangborn. Ése cuanto más bebía menos capaz parecía de
conservar su pose con masculinidad, y desperté en mi sillón, la tercera mañana
siguiente a su desaparición, dispuesto a jurar que mientras miraba a Jessica y a
Lonnie tuve una prodigiosa erección —una de esas escasas erecciones que merecen
ser recordadas con auténtico orgullo—, y tan perentorio fue aquel repentino impulso
sexual, que me abrí la bragueta, envuelto en la expectación de un largo, denso y, debo
reconocerlo, aprensivo silencio. Me saqué el cipote y se lo mostré, igual que un niño
de seis años o que un feliz lunático, y pregunté:
—¿Quién me lo chupa primero?
Comprometida pregunta, ya que muy bien hubiera podido representar el fin de la
velada sin que mi cipote recibiera las atenciones que para él solicitaba. Ahora bien,
mis recuerdos son ciertos, Jessica se levantó, se arrodilló ante mí, puso su rubia
cabeza en mi regazo y rodeó con sus rojos labios la extremidad de mi cipote. Al
verlo, Lonnie emitió un sonido que en parte era de gozo y en parte de sufrimiento.
Luego, parece que todos volvimos a subir a mi Porsche, y emprendimos una loca
excursión a Wellfleet. Detuve el automóvil en el bosque, antes de llegar a la casa del
Arpón, y me follé a Jessica sobre uno de los guardabarros delanteros. Sí, al
despertarme en mi estudio, tuve un vivo recuerdo de la presión de las paredes de su
vagina sobre mi monstruosa erección. ¡Tenía que follármela! ¡Al diablo Patty
Lareine! Parecía que los dos hubiéramos sido diseñados en un taller celestial, pieza a
pieza, para que nuestros genitales fueran inseparables, y Lonnie Pangborn no hacía
más que mirarnos. Si no recuerdo mal Lonnie lloraba, en tanto que yo jamás me había

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comportado de un modo más animal. La desdicha de Lonnie parecía afluir como
sangre a mi tejido eréctil. Ese era el estado de mis sentimientos, cuatro semanas
después de que mi esposa me abandonara.
Luego, los tres hablamos en el interior de mi automóvil. Lonnie dijo que tenía que
quedarse a solas con Jessica porque necesitaba hablarle, ¿quería dejarlos a solas? En
nombre de la decencia, ¿haría el favor de dejarles hablar?
—Sí, pero después hemos de tener una sesión de espiritismo. —No sé por qué, y
añadí—: Y me juego cualquier cosa a que Jessica se viene conmigo después que le
hayas hablado.
Recuerdo que subí la escalera de la casa del Arpón, y también recuerdo el tatuaje:
el Arpón tarareaba mientras iba clavando las agujas, y en su cara bondadosa y
señalada había la expresión propia de una costurera, y luego… no, no recuerdo que
nos detuviéramos en el bosque de Truro para mostrarles mi plantación, pero
forzosamente tuvimos que hacerlo, sí… sí, no veo cómo pude dejar de hacerlo.
Pero ¿qué ocurrió después? ¿La había dejado con él? Quizá ayude a expresar el
poco interés que tenía por el amor al despertar aquella mañana, y lo mucho que me
preocupaba mi propia seguridad, si digo que deseaba haberla dejado con él y que
fuera su cabeza —¡que me perdonara la marihuana mi infidelidad!—, sí, deseaba que
fuera su cabeza la que estaba en el hoyo. Porque si era su cabeza la que encontré allí,
y estaba convencido de que por fuerza tenía que ser el cabello de Jessica el que toqué,
podría hallar otras pistas. Si Pangborn la había asesinado en una habitación de motel
y había transportado su cuerpo (o quizá sólo su cabeza) a mi plantación,
forzosamente habría marcas de neumáticos en el arenoso camino. Sólo tenía que ir al
lugar donde habían guardado su coche y comprobar las marcas de los neumáticos.
Por fin pensaba como un policía, y pronto me di cuenta de que esa manera de pensar
era un buen ejercicio para inducir a mi ánimo a ascender por el alto y vertical muro
de mi miedo hasta reunir la energía suficiente para llevar a cabo mi segundo viaje
mental, de modo que fuera capaz de realizarlo por primera vez físicamente. Me
desperté en el sillón a las ocho de la mañana, estimulado por los atractivos carnales
de Jessica, y la abundante adrenalina que cada pensamiento lujurioso proporcionaba a
mi ser empezó a darme las fuerzas que necesitaba para salir de mi abatimiento. Pero
necesité el día entero, mañana y tarde. A pesar de que no quería ir después que
hubiera oscurecido, no tuve más remedio. Aquel día, durante largas horas mi
voluntad guardó silencio, y permanecí sentado en el sillón o anduve por la playa
durante la marea baja, y padecí como si tuviera que escalar otra vez el monumento.
Sin embargo, por la noche volví a sentir la disposición de ánimo que me invadía
cuando Regency llamó a la puerta de mi casa hacía casi veinticuatro horas, por lo que
me metí en el Porsche una vez más, pensando incluso que quizá Pangborn, después
de liquidar a Jessica, se había acercado a mi coche para embadurnar el asiento del
acompañante con sangre de la muerta —pero ¿cómo podría demostrarlo?—, y
conduje hasta el bosque, detuve el coche, seguí el sendero y, con el corazón

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latiéndome como un ariete golpeando las puertas de una catedral, y el sudor manando
de mi cara como si hubiera en ella fuentes de agua eterna, atravesé la niebla que
impregnaba el aire nocturno de Truro, quité la piedra, metí el brazo en el hueco, y no
encontré nada. No puedo expresar con cuánto ahínco busqué en el interior del hoyo.
Traté de horadar la tierra con mi linterna, pero después que saque la caja de hierro en
que guardaba la marihuana, allí no había nada. El hoyo estaba vacío. La cabeza había
desaparecido. Sólo quedaba la caja con los botes de marihuana. Logré huir del bosque
antes que los espíritus que se congregaban a mi alrededor pudieran cercarme.

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5

Sin embargo, cuando llegué a la carretera mi terror se había desvanecido. Y si bien


era cierto que muchas noches de borrachera me habían proporcionado horrorosas
mañanas en las que estuve a punto de cometer algún serio desliz (a causa de lo poco
que recordaba de la noche anterior), también es cierto que tenía la impresión de que a
partir del día siguiente a la velada en el Mirador no había vuelto a fallarme la
memoria, por grande que fuera mi agitación. Y si esto era cierto, yo no había sacado
ninguna cabeza rubia del hoyo, lo que indicaba que otra persona debía haberlo hecho.
Incluso cabía la posibilidad de que yo no fuera el asesino.
Desde luego, no podía jurar que hubiera dormido todas aquellas noches en mi
cama, aunque también era cierto que jamás he sido sonámbulo. Al igual que el
susurro que anuncia el comienzo de la marea (si tienes el oído lo bastante fino para
percibirlo), empezó a invadirme una especie de confianza, una fe (algún nombre hay
que darle) en que mi buena estrella no me había abandonado (más o menos, la misma
fe que hace que un jugador vuelva al casino).
Bueno, esta fe me dio fuerzas para volver a casa, mantenerme razonablemente
sobrio y dormir. Y al despertarme a la mañana siguiente después de pasar tan buena
noche me sentí maravillado. No negaré que me había acostado animado por un
propósito. Era éste debatir (sumido en el más profundo de los sueños) si debía hacer
lo posible por verme con Madeleine o no. La buena disposición con que me metí en
la cama, y la intensidad de mi sueño, confirmaron aquel propósito.
Por la mañana se habían disipado todas mis dudas. Aquel día, el vigésimo octavo
desde la partida de Patty, iría a ver a Madeleine. Todo lo demás podía esperar.
Desayuné, y cuando limpié el plato del perro comprobé que el temor que le inspiraba
se había convertido en un profundo recelo. Toda la semana se había mantenido
apartado de mí. Pensé que si me paraba a considerar las razones de su conducta se
resentiría mi estado de ánimo, así que cogí la guía de teléfonos de la comarca de Cape
Cod y busqué el número de teléfono de Regency en Barnstable.
Eran las nueve de la mañana, una hora adecuada para llamar. Regency
probablemente ya habría recorrido los ochenta kilómetros que separaban su casa de
Provincetown, o, en el caso de que no lo hubiera hecho, estaría en la carretera.
No me equivoqué. Me contestó la propia Madeleine. Sabía que estaba sola.
—Diga —dijo.
Sí, estaba sola. Me habló sin titubear. Cuando había alguien cerca de ella, siempre
parecía estar pensando en otra cosa.
Esperé un poco, como si quisiera dar mayor solemnidad a mi llamada, y dije:
—Me dieron recuerdos de tu parte.

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—¿Tim?
—Sí, soy Tim.
—Vaya, el hombre de mi vida.
Me habló con aquel tono de sorna tan suyo, que no había escuchado desde hacía
tanto tiempo. También hubiera podido decirme: «¿No eres el escritor aquél?». Sí, su
voz despertaba ecos que parecían dormidos.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
—Bien, pero no creo haberte mandado recuerdos.
—Pues te aseguro que me los dieron.
—Sí, eres Tim —dijo—. ¡Dios mío! —exclamó como si ahora, por segunda vez,
comprendiera con quién estaba hablando. Sí, al cabo de tantos años, Tim estaba al
teléfono—. No, chico —añadió—, te mandé recuerdos.
—Tengo entendido que te casaste.
—Sí, es verdad.
Nos quedamos callados. Hubo un momentito en el que sentí que Madeleine
luchaba con el impulso de colgar el auricular, y en mi cogote comenzaron a brotar
gotas de sudor. Las esperanzas que acariciaba se desvanecerían si Madeleine colgaba,
pero mi instinto me dijo que no era yo quien debía romper el silencio. Por fin, me
preguntó:
—¿Dónde vives?
—¿Es que no lo sabes?
—Oye, muchacho, ¿qué es esto, un concurso de preguntas de la tele? No lo sé.
—Bueno, mujer, no te sulfures.
—¡Venga, que te den por el culo! Estoy en casa, intentando aclararme un poco la
cabeza —lo de aclararse la cabeza significaba que se estaba fumando el primer porro
del día y la había interrumpido—, y tú llamas como si nos hubiéramos visto ayer.
—Escucha una cosa, ¿no sabías que vivo en Provincetown?
—No conozco a nadie de allí, y, por lo que me han dicho, no creo que valga la
pena.
—Tienes toda la razón.
—Cada vez que el reloj da las horas, mi marido mete en la cárcel a alguno de
aquellos viejos amigos tuyos que traficaban en drogas.
—¡No me digas!
—Es terrible, ¿no?
—¿Cómo pudiste casarte con un policía?
—Si no tienes con qué pagar el teléfono prueba a llamar con cobro revertido.
Y colgó.
Corrí al Porsche. Tenía que ver a Madeleine. Una cosa era reavivar los rescoldos
de un viejo amor, y otra muy distinta sospechar que ella podía darme algunas
respuestas. En aquellos momentos comencé a intuir con claridad cuáles son las raíces
de las obsesiones. No es extraño que nos desmoronemos al hacernos una y otra vez

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preguntas a las que no encontramos respuestas. Estas preguntas acaban por excavar
hoyos en tu cerebro, hoyos tan grandes como esos que se cavan para poner los
cimientos de edificios que luego no llegan a construirse. Todo lo repugnante, lo
podrido y lo muerto acaba yendo a parar a ellos. Las obsesiones que te llevan a la
bebida son como caries que corroen tus dientes. No cabían vacilaciones, pues. Tenía
que ver a Madeleine.
¡Qué deprisa se deslizaba el paisaje ante mí! Hacía un día perfecto para mi estado
de ánimo. Poco después de dejar atrás Provincetown salió un pálido sol de noviembre
que iluminó débilmente las dunas dándoles el aspecto de celestiales colinas. El viento
estaba cargado de polvillo de arena, que suavizaba los perfiles de las cosas
envolviéndolas en un etéreo resplandor mortecino, y al otro lado de la carretera, del
lado de la bahía, las pequeñas casitas blancas destinadas a los turistas veraniegos
alineadas ordenadamente, como las perreras en un criadero de perros de raza. Ahora,
con las ventanas cerradas, estaban silenciosas, como si se sintieran levemente
ofendidas, y la corteza de los desnudos árboles tenía el mismo aspecto deslucido que
la piel de los animales que pasan un largo invierno en una tierra donde no hay nada
que pastar.
Me arriesgué a conducir a una velocidad que me habría costado la cárcel si un
policía de tráfico me hubiera atrapado con su radar, pero a pesar de ello no llegué
pronto, pues mientras conducía se me ocurrió que Barnstable era una ciudad pequeña
y que sus habitantes forzosamente tendrían que fijarse en un hombre conduciendo un
Porsche que indagara el camino para ir a casa de Regency, y no quería que un vecino
bien intencionado le preguntara, aquella misma tarde, quién era el amigo que había
aparcado su coche deportivo a trescientos metros de la puerta de su casa.
Las personas que pasan el invierno en esa zona de Cape Cod son mal pensadas y
ordenadas como oficinistas, y tienen la vista tan aguda como los pájaros, y además
suelen anotar la matrícula de los automóviles que no le son familiares. No les gusta la
presencia de intrusos. En consecuencia, dejé el Porsche en Hyannis, alquilé un coche
vulgar, de color pardusco y línea anodina, no sé si era un Galaxy o un Cutlass; tal vez
fuera un Cutlass, ¿qué más da? Estaba tan contento, que incluso bromeé un poco
acerca de la falta de personalidad de los coches americanos con la rubia platino que
me atendió detrás del mostrador de la Hertz. Debió de pensar que había tomado una
buena dosis de LSD. Bien, el caso es que la muchacha examinó con sumo cuidado mi
tarjeta de crédito, y me hizo esperar unos diez minutos que te ponen en disposición de
cometer un asesinato antes de colgar el teléfono y devolvérmela. Esto me dio tiempo
suficiente para pensar en mi situación económica. Patty Lareine se llevó todo lo que
había en nuestra cuenta corriente, y además me dio de baja de las tarjetas de crédito
VISA, Master Card y American Express, como descubrí durante la primera semana.
Pero los maridos de mi calaña tienen recursos que ni siquiera las esposas como Patty
Lareine son capaces de descubrir: había conservado mi vieja tarjeta del Diners club,
que renovaba puntualmente y jamás utilizaba, y Patty se olvidó de ella. Gracias a esa

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tarjeta podía comer, beber, pagar la gasolina y alquilar coches. Como llevaba casi un
mes utilizándola, Patty Lareine no tardaría en recibir algunas facturas que le harían
saber de la existencia de aquel último reducto financiero. Lo cortaría de raíz, claro, y
entonces el dinero podría llegar a convertirse en un problema. No me preocupaba.
Vendería los muebles. Trato de evitar que los demás utilicen el dinero como arma
contra mí procurando tener el mínimo suficiente para no verme obligado a seguirles
el juego. Ya sé que nadie se toma en serio esta clase de afirmaciones, pero ¿saben una
cosa?: yo creo en mí.
La verdad es que me estoy desviando del hilo de mi narración. Cuando me
aproximaba a Barnstable empecé a pensar qué haría si Madeleine no me quería abrir
la puerta. Esta inquietud, sin embargo, pronto fue arrinconada por un problema
nuevo: cómo llegar a casa de Regency. No era algo que pudiera resolverse dejando
que mi sexto sentido me llevara allí de un modo automático. Durante los últimos diez
años, los bosques de pinos que cubrían el liso terreno que se extendía alrededor de
Barnstable habían sido sustituidos por una infinidad de nuevas urbanizaciones unidas
por una maraña de caminos y carreteras no menos nuevos. Muchas veces, ni siquiera
los más viejos de la localidad sabían los nombres de las nuevas calles, que a lo mejor
estaban a menos de un par de kilómetros de sus casas, por lo que tomé la precaución
de detenerme en una agencia de la propiedad inmobiliaria de Hyannis, en la que había
un gran mapa, puesto al día, del condado, y allí localicé la calle en que se encontraba
la casa de Alvin Luther. Como suponía, a juzgar por el mapa, la calle no temía más de
cien metros de largo, y formaba parte de un grupo de seis calles idénticas que iban a
dar a una calle más ancha. Me recordaron seis tetas alineadas en el vientre de una
cerda o —tal vez fuera un símil más adecuado— los seis cilindros en línea de un
motor de coche como el del que yo conducía. Para mayor comodidad, la corta calle
donde estaba la casa de Regency terminaba en una glorieta sin salida que me recordó
un pezón. A su alrededor se levantaban cinco casitas idénticas de madera que trataban
de remedar sin éxito el estilo tradicional de Cape Cod, todas con un pino en el
césped, todas con desagües de plástico gris y tejas de amianto en lugar de las clásicas
de madera, todas con sus buzones —cada uno de un color diferente—, sus cubos de
basura y sus bicicletas de tres ruedas sobre la hierba. Aparqué justo antes de entrar en
la glorieta.
Los cincuenta pasos que tenía que caminar para llegar a la puerta de la casa
llamarían por fuerza la atención del vecindario. Era imposible que anduviera hasta la
casa, llamara al timbre y al cabo de un rato desandara lo andado para volver a mi
coche sin que nadie me viera. Pero tampoco podía dejar el automóvil aparcado ante
otra casa, pues ello provocaría la lógica inquietud de sus habitantes. ¡Qué solitario era
aquel enclave entre los tristes pinos! No pude menos que recordar las tumbas indias
que en otro tiempo debió de haber por los alrededores, entre los arbustos y los pinos.
Sin duda, Madeleine aceptaba vivir en aquel lugar también lúgubre porque se avenía
con su estado de ánimo nada alegre pero llegaría el momento en que lograría

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sobreponerse y salir allí. En cambio, vivir en una casa como la de Patty Lareine
donde la abigarrada alegría de los colores habrían pasado como una losa de plomo
sobre su espíritu, hubiera sido algo terrible para Madeleine, una insufrible opresión.
Llamé al timbre.
Hasta que oí los pasos de Madeleine no di por seguro que estuviera en casa. Ella,
por su parte, se echó a temblar así que vio quién era. Percibí la intensidad de su
desasosiego tan claramente como si me hubiera hablado. Estaba complacida y
furiosa, pero sorprendida. Se había maquillado (por lo general no lo hacía hasta la
tarde), de lo que deduje que esperaba una visita. No podía ser nadie más que yo.
De todas formas, no puede decirse que me hiciera un gran recibimiento.
—Eres un pelma —me dijo—. Imaginaba que harías algo así.
—Madeleine, si no querías que viniese, no deberías haber colgado.
—Te llamé poco después, pero no contestaste.
—¿Encontraste mi nombre en la guía?
—Encontré el nombre de él. —Me miró de arriba abajo—, va con tu carácter que
te mantengan.
Durante años, Madeleine había trabajado como camarera en unos cuantos bares y
restaurantes de Nueva York, y no le hace ninguna gracia perder su aplomo. Logró
dominar su temblor pero su voz todavía daba muestras de ansiedad.
—Mira, hablemos claro —dijo—. No creo que puedas estar en esta casa más de
cinco minutos sin que los vecinos comiencen llamarse por teléfono entre sí para
averiguar quién eres. —Miró por la ventana—. ¿Has venido andando?
—He aparcado casi en la esquina.
—¡Brillante idea! Lo mejor sería que te fueras inmediatamente. Has entrado para
preguntarme unas señas, ¿comprendido?
—¿Y quiénes son tus vecinos que te inspiran tanto respeto?
—A la izquierda vive la familia de un policía del estado, y a la derecha un
matrimonio de jubilados, el señor y la señora Metomentodo.
—Pensé que serían viejos amigos de la Mafia.
—Madden, han pasado diez años, pero sigues igual de basto.
—Necesito hablar contigo.
—Bueno, podríamos reservar habitación en un hotel de Boston.
¡Con qué elegancia me mandaba a freír espárragos!
—Sigo queriéndote —le dije.
—¡Eres un cerdo! ¡Un cerdo pervertido! —exclamó, y se echó a llorar.
Sentí deseos de abrazarla. Bueno, lo que me apetecía era follármela allí mismo,
pero no era el momento oportuno. Algo había aprendido durante aquellos diez años.
—Entra —dijo Madeleine.
La sala de estar armonizaba con la casa. Tenía techo catedralicio, paredes de
madera hechas en serie, una alfombra de material sintético y montones de muebles,
comprados seguramente en algunos grandes almacenes de Haynnis. No había ni un

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toque personal de Madeleine. No me sorprendió. Madeleine prestaba gran atención a
su cuerpo, a sus ropas, a su maquillaje, a su voz y a la expresión de su cara de
corazón. Los leves movimientos de su hermosa boca eran capaces de expresar los
más sutiles matices del sarcasmo, el desprecio, el misterio, la ternura y la
comprensión. Había hecho de sí misma una moderna obra de arte. Era su manera de
mostrarse al mundo. Pero lo que la rodeaba no le importaba en absoluto. Cuando la
conocí, vivía en un piso cuyo mobiliario era tan poco acogedor como el que tenía
Nissen en su casa. Un asco. Madeleine era una reina absolutamente independiente de
su entorno. He de reconocer que ésta fue una de las razones por las que me cansé de
ella al cabo de un par de años. La convivencia con una reina italiana no es más fácil
que con una princesa judía.
—¿Fue Alvin quien compró todo esto? —le pregunté.
—¿Así le llamas? ¿Alvin?
—¿Cómo le llamas tú?
—El vencedor, quizá.
—Pues fue el vencedor quien me dijo que me mandabas recuerdos.
Madeleine no pudo ocultar su sorpresa.
—Nunca he pronunciado tu nombre ante él.
Pensé que probablemente era cierto. Cuando vivíamos juntos: nunca me habló de
los hombres que hubo en su vida antes de conocerme.
—Bueno, ¿cómo se enteró tu marido de que te conocía?
—Sigue rumiándolo. A lo mejor das con la respuesta.
—¿Crees que pudo decírselo Patty Lareine?
Madeleine se encogió de hombros.
—¿Cómo supiste que Alvin y Patty se conocían? —le pregunté.
—Bueno, me habló de la noche en que os conoció. A veces habla mucho.
Estamos bastante solos.
—En ese caso, sabías que yo vivía en Provincetown.
—Sí, pero conseguí olvidarlo.
—¿Te sientes sola?
Negó con la cabeza.
—Claro, con dos hijos que cuidar debes de estar muy ocupada.
—¿Qué dices?
Mi intuición no me engañó. No parecía que en aquella casi viviera ningún niño.
—Tu marido me enseñó una fotografía en la que estabais con dos chavales. Dijo
que eran hijos vuestros.
—Son hijos de su hermano. Nosotros no tenemos. Sabes que no puedo tenerlos.
—Pero ¿por qué me mintió?
—Es un embustero. ¿Por qué te sorprendes? Casi todos los policías lo son.
—No parece que estés loca por él.
—Es un hijo de puta cruel y dominante.

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—Ya…
—Sin embargo, a mi manera, le quiero.
—¡Ah!
Se echó a reír. Pero inmediatamente se puso a llorar. Y se metió en el cuarto de
baño que había junto al vestíbulo. Yo examiné la sala de estar. De las paredes no
colgaban grabados ni pinturas, pero en una de ellas había unas treinta fotografías
enmarcadas de Regency ataviado con distintos uniformes: de paracaidista, de policía
estatal, y otros que me eran desconocidos. En algunas de ellas le estrechaban la mano
tipos con aspecto de políticos o de burócratas, y dos de ellos me parecieron peces
gordos del FBI. En otras fotografías, Regency recibía copas por haber participado en
alguna prueba deportiva o conmemorativa de algún acontecimiento, y en unas
cuantas era él quien entregaba las copas. En el centro había una gran fotografía
enmarcada, muy reluciente, de Madeleine ataviada con un vestido de terciopelo muy
escotado. Estaba preciosa.
En la pared de enfrente había unos soportes con una colección de armas de fuego.
No entiendo lo suficiente para decir si era buena o no, pero advertí que había tres
escopetas y una docena de rifles. Al lado había una caja de cristal con tapa de tela
metálica que contenía dos revólveres de seis tiros y tres grandes pistolas que tal vez
fueran Magnum.
Como Madeleine tardaba en volver, efectué una incursión al piso superior, y eché
una ojeada al dormitorio principal y al de invitados. Los muebles también procedían
de grandes almacenes. Todo estaba muy limpio. Las camas estaban hechas.
Francamente, no era lo habitual en Madeleine.
En un ángulo del espejo había un papelito con las siguientes palabras: «La
venganza es un plato que la gente de buen gusto come sin prisas. Proverbio italiano».
Era letra de Madeleine. Bajé instantes antes de que regresara.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y se sentó en un sillón. Yo me
arrellané en otro.
—Hola, Tim —me dijo.
Realmente, no sabía si confiar en ella o no. Me daba cuenta de que necesitaba
abrirme con alguien, pero si resultaba que Madeleine no era la persona más indicada
para recibir mis confidencias, sería posible que fuera la menos indicada.
—Madeleine, sigo queriéndote.
—Más vale que hablemos de otras cosas.
—¿Por qué te casaste con Regency?
Cometí un error al usar su apellido. Madeleine se puso rígida como si le hubiera
tocado una fibra muy íntima, pero ya estaba harto de referirme a él como el vencedor.
—Fue culpa tuya. Después de todo, tú me hiciste conocer a Chepa.
No tenía por qué acabar de decir lo que pensaba. Como sabía muy bien lo que era
capaz de soltarme a continuación, me callé. Pero ella no fue capaz de contenerse.

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Cuando habló, su voz parecía una mala imitación de la de Patty Lareine. Estaba
demasiado furiosa, y en sus gestos había una tremenda ansiedad.
—Sí, señor. Desde que follé con el Chepa me entró el gusto por los hombres
maduros con cipotes fuera de serie.
—Oye, ¿no me invitas a una copa?
—Ha llegado el momento de que te vayas. Aún puedes pasar por un agente de
seguros.
—Así que le tienes miedo a Regency.
Bueno, una vez se había dicho todo, no era difícil manejar a Madeleine. Lo
esencial era que su orgullo no sufriera menoscabo.
—Tú deberías tenerle miedo.
No dije nada. Trataba de imaginarme hasta dónde podría llegar nuestro jefe de
policía cuando se airaba.
—¿Crees que reaccionaría violentamente?
—Muchacho, él es de otro mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Que puede ser muy violento.
—No me gustaría que me cortara la cabeza. —Madeleine se estremeció.
—¿Te ha hablado de eso?
—Sí —mentí.
—¿En Vietnam?
Asentí con la cabeza.
—Bueno, la verdad es que un hombre capaz de cortarle la cabeza de un
machetazo a un prisionero debe ser tratado con mucho tacto.
Madeleine no parecía horrorizaba por semejante acto. No, en lo más mínimo.
Recordé lo profundo que era el sentimiento de la venganza en Madeleine. Una o dos
veces, algún amigo la ofendió en cuestiones que me parecían de lo más
intrascendente. Ella nunca se lo pudo perdonar. Seguro que una decapitación en
Vietnam no podía dejarla indiferente.
—Tengo la impresión de que no eras feliz con Patty —dijo Madeleine.
—Así es.
—Te abandonó hará cosa de un mes, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y quieres que vuelva?
—La verdad, no sé qué haría.
—Bueno, tú lo escogiste.
En el aparador había una licorera con whisky. Madeleine fue a buscarla, trajo dos
vasos y vertió en cada uno de ellos un dedo de licor. Era un rito de otros tiempos.
Solíamos llamar a esa copa «muestra medicina matutina». Como entonces, Madeleine
se estremeció al tragar el líquido.

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Lo que Madeleine quería decirme era: «¿Cómo diablos pudiste preferirla a mí?».
Oí esas palabras con más claridad que si realmente las hubiera pronunciado.
Me constaba que era una pregunta que Madeleine jamás haría en voz alta, y se lo
agradecía de todo corazón. Porque ¿qué le habría respondido? Posiblemente:
«Querida, fue una simple cuestión de mamadas comparadas. Tú, Madeleine, te metías
el cipote en la boca con un sollozo o un suave gemido, como si estuvieras viendo las
llamas del infierno. Era tan bello como la Edad Media. Y Patty Lareine lo hacía como
una animadora de equipo de fútbol americano, dispuesta a comerte vivo. Y, además,
poseía una habilidad innata. La cuestión era si quería que mi dama fuera remisa o
insaciable. Preferí a Patty Lareine. Era tan insaciable como la vieja América, y yo
deseaba que mi patria estuviera en mi cipote».
Quizá fuera natural que la dama medieval perdida hacía tanto tiempo se hubiera
aficionado a los hombres capaces de decapitarte de un tajo.
La principal virtud de vivir con Madeleine había sido que cuando estábamos
sentados los dos en una habitación, oíamos los pensamientos del otro con tanta
claridad como si procedieran de una misma fuente. Así pues, acababa de oír mis
palabras, aunque no las hubiera pronunciado. Lo supe por el gesto de mala leche de
sus labios. Cuando volvió a mirarme, sus ojos rebosaban odio.
—Jamás he hablado de ti con Al.
Para que no siguiera por aquel camino, le pregunté:
—¿Así le llamas? ¿Al?
—Cállate. No le he hablado de ti porque no he tenido necesidad. Ha conseguido
borrar totalmente mis recuerdos de ti. Regency es todo un semental.
Ninguna mujer me había mortificado tan profundamente hasta entonces al
pasarme esa palabra por la cara. Ni siquiera Patty Lareine. Madeleine prosiguió:
—Sí, tú y yo nos queríamos, ciertamente, pero cuando Regency y yo empezamos
a salir juntos, se me follaba cinco veces cada noche, y la quinta vez estaba tan fresco
como al empezar. Ni en sueños le llegarías a la suela de los zapatos al señor Cinco
Polvos. ¡Porque así es como le llamo, mierdica!
Por más que hice esfuerzos por contenerlas, mis ojos se llenaron de lágrimas de
dolor al escuchar estas palabras. Era un sufrimiento parecido al que sientes cuando te
limpias la arena de una herida. Y sin embargo, en aquel preciso momento, volví a
enamorarme de ella. Sus palabras guiarían mis pasos el resto de mi vida. Y también
hicieron renacer en mí un orgullo que creía muerto. Hice el firme propósito de que
había de llegar la noche en que extinguiría su admiración por el señor Cinco Polvos.
Sin embargo, antes de marcharme, nuestra conversación tomó otro giro.
Guardamos silencio durante un rato, un rato muy prolongado. Quizá transcurrió
media hora así. Entonces Madeleine se puso a llorar. Las lágrimas estropearon su
maquillaje, y tuvo que limpiarse la cara.
—Tim, vete, por favor —dijo al fin.
—Muy bien. Pero volveré.

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—Llama primero por teléfono.
—De acuerdo.
Me acompañó hasta la puerta. De pronto, se detuvo y dijo:
—Hay algo que debería decirte. —Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza,
como si tratara de convencerse a sí misma—. Pero si lo hago —prosiguió—, querrás
quedarte para hacerme preguntas.
—Te prometo que no.
—No, no lo podrías cumplir. Espera. No te vayas.
Se acercó a una reproducción, estilo grandes almacenes, de un escritorio colonial
que tenía en la sala de estar, y escribió una nota, la metió en un sobre y lo cerró.
Regresó a donde yo estaba.
—Me has de prometer algo que sí podrás cumplir —dijo—. Quiero que guardes
esta nota hasta que estés a más de medio camino de tu casa. Ábrela entonces. Piensa
en lo que dice. No me llames para hablar de ello. Te digo lo que sé. Y no me
preguntes cómo me he enterado.
—Esto no es una promesa, son seis —protesté.
—Señor Seis.
Se acercó y me ofreció sus labios. Fue uno de los besos más inolvidables de mi
vida, aunque hubo muy poca pasión en él. No obstante, Madeleine me transmitió toda
la ternura que había en su corazón, y también toda la rabia que la invadía, y he de
confesar que esta combinación me dejó tan anonadado como si un buen boxeador me
hubiera propinado un inesperado gancho con la izquierda y me hubiera rematado con
un rapidísimo derechazo. Sé que no es manera de describir un beso, y además no
refleja la paz que inundó mi corazón al recibirlo, pero lo digo para que se comprenda
por qué me temblaban las piernas cuando pasé por delante de las casas de sus vecinos
camino del coche.
Cumplí las seis promesas y no abrí el sobre hasta mucho después de haber
devuelto el coche alquilado, de color azul, en Hyannis, cuando iba al volante de mi
Porsche y había llegado al Eastham. Una vez allí, me detuve en el arcén, y, en tres
segundos, leí el mensaje. No llamé a Madeleine, sino que me limité a volver a leer la
nota. Decía: «Mi marido se entiende con tu mujer. Más vale que no hablemos de ello,
a no ser que estés dispuesto a matarlos a los dos».
Volví a poner en marcha el Porsche, pero la verdad es que no estaba para
conducir; no cabía esperar menos, supongo. Al ver el indicador del Servicio de
Parques Nacionales que señalaba el desvío hacia la playa Marconi, salí de la carretera
y conduje hasta los farallones que dominan el Atlántico. Dejé el coche en el
aparcamiento y me fui paseando hasta una duna baja, donde me senté; mientras cogía
puñados de arena y la dejaba caer, pensé en los Padres Peregrinos. ¿Sería aquél el
lugar donde volvieron a tomar rumbo norte, para rebasar la punta de Cape Cod y
llegar a Provincetown? ¡Desde luego, Marconi no podía haber encontrado mejor
lugar que aquel promontorio para enviar sus primeros mensajes por radio a través del

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ancho océano! Mi mente, al abstraerse en estos profundos pensamientos, se quedó en
blanco. Suspiré, y pensé en los mensajes que, aunque no exactamente por radio, se
habían cruzado entre Juana de Arco y Gilies de Rais, entre la reina Isabel de
Inglaterra y Essex, entre la zarina y Rasputín, y, a un nivel más modesto y casero,
entre Madeleine y yo. Sentado en aquella duna baja, mientras cogía arena con las
manos y la dejaba caer, traté de estimar cómo estaban las cosas después de mi visita a
Madeleine. ¿Sería todo obra de Alvin Luther Regency?
Se me ocurrió que apenas si sabía usar un rifle, y que no tenía demasiado buena
puntería con mi pistola. Por otra parte, no me había liado a puñetazos con nadie desde
hacía cinco años. Gracias a la bebida y el tabaco, debía de tener un hígado el doble de
grande de lo normal. A pesar de todo, el pensamiento de enfrentarme a Regency me
devolvió un poco de mi antiguo valor. Ni antes ni ahora había sido lo que se dice un
luchador, pero los años que pasé trabajando en bares me habían enseñado algunas
tácticas, que la cárcel se encargó de perfeccionar, hasta el extremo de convertirme en
un verdadero manual de trucos sucios. ¡Así es la vida! Me había comportado de un
modo tan brutal en mis últimas peleas callejeras, que al final tenían que separarnos.
Algo de la sangre de mi padre debía de haber pasado a mis venas y, al parecer, había
heredado su código de conducta. Los tipos duros no bailan.
Los tipos duros no bailan. Esta curiosa proposición hizo que mi memoria, como
un balandro que dobla una boya para volver a puerto, me retrotrajera a los tiempos de
mi adolescencia, y volví a sentirme como cuando tenía dieciséis años y participé en el
campeonato del Guante de Oro. Aquello estaba muy lejos del lugar en que me
encontraba ahora, con la nota de Madeleine en el bolsillo. O quizá la distancia no
fuera tanta. Después de todo, fue entonces, al participar en aquel campeonato, cuando
por primera vez en mi vida quise hacerle daño de verdad a alguien, y ahora, sentado
en la playa de South Wellfleet, no pude menos que sonreír. Y es que me veía tal como
era entonces, y yo, a los dieciséis años, me consideraba un hombre duro. Al fin y al
cabo, era hijo del padre más duro de mi manzana. Aunque por aquel entonces ya
sabía que nunca podría ponerme a su altura, me repetía una y otra vez que tenía que
destacarme jugando al fútbol americano en el instituto, a fin de conseguir una beca
para ir a la universidad. ¡Aquello era toda una proeza! Recuerdo muy bien que aquel
invierno, después que terminó el campeonato de fútbol americano, sentía contra el
mundo, en general, una hostilidad en la que se mezclaban el rencor y el orgullo. Una
hostilidad que me resultaba difícil dominar. (Fue el año en que se divorciaron mis
padres). Empecé a frecuentar un gimnasio donde se entrenaban boxeadores que
estaba cerca del bar de mi padre. Siendo el hijo de «Dougy» Madden, tenía que
participar en el Guante de Oro.
En Exeter conocí a un chico judío que me explicó que el peor año de su vida
había sido el que pasó hasta que cumplió los trece. Se preparaba para el bar mitzvah
(que entre los judíos viene a ser como la confirmación), y había noches en que no

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podía dormir tratando de recordar el discurso que había de pronunciar en la sinagoga
el día señalado, ante doscientos amigos de su familia.
Yo le aseguré que esto no era, ni mucho menos, tan malo como la primera noche
en el campeonato del Guante de Oro.
—En primer lugar, sales en público medio desnudo, y nadie te ha preparado para
ello —le dije—. Hay unos quinientos espectadores. A muchos no les caes bien. Son
los partidarios de tu contrincante. Te miran con ojos muy críticos. Entonces ves al
tipo con el que has de pelear. Parece dinamita.
—Entonces ¿por qué lo hiciste? —me preguntó mi amigo.
Le contesté la verdad:
—Para que mi padre estuviera orgulloso de mí.
A pesar de mis buenos propósitos, cuando entré en el vestuario sentí un peso en el
estómago. Allí había otros quince chavales. Eran los del rincón azul, el mío. Al lado
había otro vestuario, separado por un tabique, en el que se encontraban los quince
aspirantes que ocuparían el rincón rojo. Cada diez minutos, más o menos, un azul y
un rojo salían para ir al ring, y volvían los del combate anterior. No hay nada como el
miedo al ridículo para forjar rápidas alianzas. No nos conocíamos, pero nos
deseábamos buena suerte. De todo corazón. Así pues, cada diez minutos se iba un
chaval y volvía otro. Los ganadores estaban en la gloria, y los vencidos se sentían
miserables, pero al menos ya habían terminado. Trajeron en volandas a un chaval y
llamaron a una ambulancia. Un buen pegador negro le había dejado fuera de combate.
En aquel instante pensé en la posibilidad de abandonar. Sólo me impidió hacerlo la
imagen de mi padre sentado en primera fila. Así que me dije: «De acuerdo, papá, te
ofrezco mi muerte».
Tan pronto comenzó el combate descubrí que el boxeo, como cualquier otra clase
de cultura, se adquiere con años de práctica, e inmediatamente perdí la poca cultura
pugilística que poseía. Tenía tanto miedo, que no paraba de soltar golpes. Mi
contrincante se sentía igual y hacía lo mismo. Cuando la campana puso fin al asalto,
casi no podíamos ni movernos. Tenía la sensación de que el corazón me iba a estallar.
En el segundo asalto prácticamente no hicimos nada. Permanecimos quietos,
mirándonos ceñudos, y parábamos los golpes con la cabeza porque estábamos
demasiado cansados para movernos, y es más fácil recibir un golpe que esquivarlo.
Seguramente parecíamos descargadores de muelle incapaces de pelear de tan
borrachos. Los dos sangrábamos por la nariz, y podía oler la sangre de mi
contrincante. Aquella noche supe que la sangre tiene un olor tan personal como el del
cuerpo. Aquel asalto fue desastroso. Cuando volví a mi rincón me sentía como un
motor sobrecargado a punto de estallar.
—Oye, o boxeas mejor o no vamos a ganar —me dijo el preparador, que era
amigo de mi padre.
Cuando pude recuperar la voz, dije con mi mejor acento de aspirante a
universitario:

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—Si quiere dar por terminada la pelea, aceptaré su decisión.
Por el modo como me miró, comprendí que aquello no lo olvidaría por mucho
que viviera.
—Muchacho, tú pelea y sácale las tripas —me dijo.
Sonó la campana. El preparador me puso el protector dental y me empujó hacia el
centro del ring.
Peleé con desesperación. Tenía que tragarme aquella frase, tragármela hasta las
mismísimas entrañas. Mi padre aullaba de tal modo que pensé que estaba ganando la
pelea. ¡Zas! Me pareció que había estallado una bomba. O que me habían atizado en
la sien con un bate de béisbol. Debí de recorrer el ring tambaleándome, porque mi
contrincante oscilaba ante mí como un tentetieso.
Aquel puñetazo fue como una inyección de adrenalina. Sentía las piernas
rebosantes de vitalidad. Comencé a bailar en círculo alrededor de mi adversario y a
lanzarle golpes cortos. Saltaba, esquivaba y lanzaba golpes cortos constantemente
(era lo que debía haber hecho desde el principio). Y entonces me di cuenta, de una
cosa: ¡mi contrincante era todavía peor que yo! Y, precisamente en el momento en
que vi la posibilidad de dirigirle un gancho (había descubierto que mi contrincante
bajaba la derecha siempre que yo hacía amago de darle en el estómago con la
izquierda), sonó la campana. La pelea había terminado. El arbitro, levantó su mano.
Después, cuando los amigos que trataron de consolarme ya se habían ido y estaba
a solas con mi padre en un café, cuando comenzaba a sentir nuevas oleadas de dolor,
el Gran Mac murmuró:
—Hubieras podido ganar.
—Yo pensaba que había ganado. Todos han dicho que merecía vencer.
—Son amigos. —Movió la cabeza como diciendo que no—. Perdiste en el último
asalto.
No, ahora que todo había terminado y había perdido el combate, creía que lo
había ganado.
—Todos han dicho que estuve muy bien cuando recibí aquel golpe y seguí
peleando.
—Amigos.
Lo dijo en un tono tan lúgubre, que hubieras creído que los amigos, y no la
bebida, eran el azote de los irlandeses.
Nunca había tenido tantas ganas de discutir con mi padre como entonces. No hay
mayor tristeza que la de estar sentado, con el cerebro medio atontado, con el torso y
las extremidades laceradas, todo tu ser ardiendo y pesado como el plomo, y el
corazón rebosante de consternación por haber perdido una pelea que todos decían que
merecías ganar. Por eso, con la boca hinchada y una arrogancia que mi padre debió de
considerar fuera de lugar, dije:
—Mi error fue que no bailé. Hubiera debido bailar desde el principio, boxeando
sin parar, acorralándole. —Moviendo las manos, añadí—: Hubiera debido pelear así,

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¡zas, zas!, esquivar, dar vueltas a su alrededor. Volver al ataque con golpes cortos,
bailar alejándome de su alcance, bailar en círculo, ¡zas, zas!, ¡machacarle,
machacarle, machacarle! —Hice un movimiento afirmativo con la cabeza, como
aprobando tan excelente plan de ataque—. Y cuando lo hubiera tenido a punto,
soltarle un buen directo.
Mi padre tenía la cara inexpresiva.
—¿Has oído hablar de Frank Costello? —me preguntó.
—Uno de los gangsters más importantes —dije con admiración.
—Una noche, Frank Costello estaba sentado en un club nocturno, en compañía de
su rubia, una chavala muy guapa, y en su mesa estaban también Rocky Marciano,
Tony Canzoneri y Dos Toneladas Tony Galento. Una reunión de italianos. La
orquesta tocaba. Y Frank va y le dice a Galento: «Anda, baila con Gloria». Esto pone
nervioso a Dos Toneladas. No le gusta bailar con la chica del gran hombre. ¿Y si la
rubia se le arrima demasiado? Así que le dice: «Bueno, señor Costello, ya sabe que
no soy un gran bailarín». Y Frank le contesta: «Y una mierda, bailas muy bien. Baila
con Gloria». El caso es que se levanta y da un par de vueltas por la pista con la
muchacha, manteniéndola muy alejada, y cuando vuelve con la chica a la mesa,
Costello le pide lo mismo a Canzoneri. Tony saca a bailar a la rubia. Luego le llega el
turno a Rocky Marciano. Éste es el único que se considera lo bastante importante
para llamar a Costello por el nombre de pila, y le dice: «Señor Frank, ya se sabe que
los pesos pesados no nos lucimos en una pista de baile». Frank Costello le contesta:
«Sal a la pista y baila con Gloria». Mientras bailan, Gloria aprovecha la ocasión para
decirle al oído: «Oye, hazme un favor. A ver si consigues que el tío Frank dé unos
pasitos conmigo». Terminado el baile, Rocky lleva a la chica a la mesa, sintiéndose
un poco más relajado, en tanto que los demás ya se han tranquilizado. Comienzan a
pinchar al gran hombre, con mucho cuidado, ¿comprendes?, sólo bromeando un
poco: «¡Venga, señor Costello…!». «¡Vamos, señor Costello, complazca a la
señorita!». Y Gloria le dice: «Sí, ¡por favor…!». Y los otros dicen: «Ahora le toca a
usted, señor Frank». Pero Costello niega con la cabeza y dice: «Los tipos duros no
bailan».
Mi padre tuvo cuatro o cinco frases favoritas a lo largo de su vida, y era raro que
no aprovechara la oportunidad de soltarle alguna inter faeces et urinam nascimur
parecía ser la definitiva y la más triste; en cambio, la más alegre era: «No hables, que
le quitas el viento a la vela». Pero durante mi adolescencia su frase habitual fue: «Los
tipos duros no bailan».
A los dieciséis años, cuando era un chaval medio irlandés de Long Island, no
sabía nada de los maestros del zen ni de sus paradojas, pero si hubiera sabido algo, la
frase de mi padre habría sido una paradoja para mí, pues no la entendí. Sin embargo,
se me quedó grabada, y a medida que me fui haciendo mayor la encontré cada vez
más significativa. Ahora, sentado en la playa de South Wellfleet, contemplando las
olas que se estrellaban ante mí tras un viaje de miles de kilómetros, pensé una vez

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más en lo increíbles estragos que Patty Lareine había causado en mi personalidad.
Como era de esperar, el agua de los pozos de mi compasión de mí mismo subió
rápidamente de nivel, y consideré llegado el momento de dejar a un lado aquella
paradoja, a menos que me fuera posible considerarla desde un nuevo punto de vista.
Seguro que mi padre, con aquella frase, quería expresar algo más profundo que la
necesidad de hacer frente a la adversidad, algo tan profundo que no sabía o no podía
explicar, posiblemente. Algo que, sin embargo, formaba parte de su código de
conducta. Algo que quizá pudiera compararse a un solemne compromiso. Tal vez la
filosofía de mi padre debía cristalizar en un principio tan escurridizo que aún no me
había sido posible aprehenderlo.
Entonces vi que un hombre se acercaba por la playa. A medida que se
aproximaba, más seguro estaba de quién era, lo cual hizo que se disiparan muchas de
las preocupaciones acerca de mí mismo que ensombrecían mi ánimo.
Era un hombre alto, pero no tenía aspecto amenazador. La verdad es que estaba
gordo, y corría el peligro de llegar a tener muy pronto al aspecto de una pera si seguía
engordando, ya que la grasa se le acumulaba en la cintura, mientras que sus hombros
seguían siendo estrechos. Además, caminar sobre la arena le daba un aire cómico. Iba
bien vestido, con un terno de franela gris oscura a rayas, camisa a rayas con cuello
blanco, corbata oscura y un pañuelito rojo en el bolsillo superior de la chaqueta; un
abrigo de pelo de camello colgaba de su brazo, y para evitar ensuciarse los zapatos,
marrones y con cordones, los llevaba en la mano, de modo que caminaba en
calcetines sobre la fría arena de noviembre. Esto le daba el aire y el contoneo de un
caballo de exhibición procurando no resbalar sobre adoquines mojados.
—Hola, Tim, ¿cómo estás? —dijo al verme.
—¡Wardley!
Mi sorpresa fue doble. En primer lugar, por lo mucho que había engordado
Wardley, ya que estaba delgado la última vez que le vi, durante el juicio para
divorciarse de Patty. Y, en segundo lugar, por coincidir con él en aquella playa de
South Wellfleet, en la que yo no había estado desde hacía cinco años.
Wardley se inclinó y me alargó la mano.
—Tim, te portaste como un hijo de puta, pero quiero que sepas que no te guardo
rencor. La vida, como dicen mis amigos, es demasiado corta para perder el tiempo
con resentimientos.
Estreché su mano… Si él estaba dispuesto a ello, no veía por qué negarme. A fin
de cuentas, su esposa me encontró medio muerto de hambre en un bar de Tampa —no
nos habíamos visto desde hacía cinco años—, me dio trabajo como chófer y me hizo
pasar muy buenos ratos en su cama en las mismísimas narices de Wardley, con lo que
reanudamos la romántica relación que había empezado aquella noche en Carolina del
Norte. He de reconocer que la machacona insistencia de Patty hizo que tratara de
buscar un método limpio y seguro de deshacernos de él. Aunque no quise liquidarle,
lo cierto es que fui testigo contra él en el juicio de divorcio, y juré, lo cual era en gran

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parte verdad, que Wardley me había pedido que prestara testimonio a su favor a
cambio de una buena suma. Y también que me había propuesto llevar a Patty Lareine
a una casa de Key West en la que Wardley pensaba entrar en compañía de un
investigador privado y un fotógrafo. Esto no era del todo cierto. Se había limitado a
meditar en voz alta acerca de la posibilidad de preparar esa trampa. También dije que
Wardley me había pedido que sedujera a su esposa con la finalidad de que pudiera
testificar a su favor, lo que era, pura y simplemente, perjurio, aunque la cosa
funcionó. Es posible que mi testimonio ayudara tanto a Patty Lareine a ganar el caso
como los ensayos grabados en vídeo que le hizo hacer su abogado. Ciertamente, los
abogados de Wardley me trataron como a un testigo de excepción, y se ensañaron
llamándome ex presidiario y gigoló. Pero era lo que cabía esperar. ¿Cómo podía yo
tener la conciencia tranquila, después de todo lo que hice? Durante el tiempo en que
fui chófer en su casa, Wardley siempre me trató como a un compañero de estudios de
Exeter que había tenido mala suerte. Me porté muy mal con él.
—Sí, durante un tiempo me sentí herido —dijo—, pero Meeks siempre me decía:
«Wardley, no sientas lástima de ti mismo. Es la única emoción que nuestra familia no
puede permitirse». Deseo que le estén cociendo en la peor caldera, pero eso es harina
de otro costal. Los buenos consejos deben agradecerse, vengan de donde vengan.
Wardley tenía una voz increíble. La describiré dentro de poco, pero de momento
me concentraré en su cara, que por cierto estaba casi encima de la mía. Como muchas
personas desgarbadas, Wardley, cuando hablaba con alguien que estaba sentado, tenía
la costumbre de inclinarse hacia adelante doblando la cintura, de modo que colocaba
su jeta algo por encima de la de su interlocutor, quien no podía dejar de sentir el
temor de recibir alguna de las gotitas de saliva que salían proyectadas de su patricia
boca. Con la cara iluminada por la luz del sol, y a tan corta distancia, Wardley parecía
estar hecho de avena. De no haber ido tan bien arreglado, su aspecto externo habría
sido el de un palurdo, pues tenía el cabello liso y negro y las facciones abotargadas,
cerriles y carentes de vivacidad; sus ojos, sin embargo, resultaban inquietantes. Eran
luminosos, y tenían la curiosa propiedad de salírsele de las órbitas llenos de furia al
hacerle la observación más intrascendente, como si el Diablo acabara de cruzarse en
su camino.
Aquellos ojos parecían dispuestos a dominarte, y te miraban de hito en hito como
si tu alma fuera la primera que había encontrado Wardley que tuviera una remota
semejanza con la suya.
Es hora de hablar de su voz. A mi padre le habría dado repeluznos. Dios, sin
duda, se servía de la voz de Wardley para manifestar sus buenos modales. Todo lo
que le faltaba en otros aspectos quedaba compensado por sus diptongos. Un esnob se
habría corrido de gusto al escuchar aquellos diptongos.
Me ha costado un poco describir a Wardley porque aún no me había repuesto de
la impresión. Siempre había tenido gran fe en la trascendencia de las coincidencias;
de hecho, incluso había llegado a pensar que siempre debes esperar que ocurran

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cuando suceden acontecimientos extraordinarios o diabólicos. Se trata de una idea
extravagante, pero preñada de posibilidades, y espero ser capaz de explicarla de un
modo claro. Ahora bien, que Wardley hubiera hecho acto de presencia en aquella
playa precisamente ahora… la verdad, me habría conformado con una explicación
racional.
—Es increíble encontrarte aquí —le dije, a mi pesar. Afirmó con la cabeza.
—Tengo una fe absoluta en los encuentros casuales. Si fuera devoto de una santa,
ésta sería santa Casualidad.
—Pareces contento de verme.
Consideró estas palabras sin quitarme los ojos de encima.
—¿Sabes? —dijo—, considerando los pros y los contras, es así.
—Wardley, en el fondo no eres malo. Siéntate, por favor.
Aceptó la invitación, lo que fue un alivio. Por fin no tenía que mirarle a los ojos
constantemente. Sin embargo, su muslo, que había engordado igual que el resto de su
cuerpo, se apoyaba contra el mío, como un objeto suave, grandote y amable. La
verdad es que si mis gustos hubieran ido en esa dirección, hubiera podido meterle
mano a Wardley, y todo lo demás. Su carne tenía una especie de núbil pasividad que
invitaba a abusar de ella. Recuerdo que en presidio solían llamarle el duque de
Windsor. A más de un presidiario le oí decir: «Si, chico, el duque de Windsor, tiene el
ojete ancho como un balde».
—Tienes mal aspecto —murmuró Wardley.
—¿Cuánto tiempo llevas por aquí? —le pregunté sin darme por aludido.
Con estas palabras igual hubiera podido referirme a la playa Marconi, a South
Wellfleet, a Cape Cod, a Nueva Inglaterra, incluso a Nueva York o a Filadelfia, pero
Wardley se limitó a agitar vagamente la mano y a decir:
—Hablemos de asuntos importantes.
—Sí, es más fácil.
—Sí, es más fácil, Mac, tienes toda la razón. Siempre he dicho… bueno, se lo
decía a Patty Lareine: «Tim Madden tiene unos buenos modales innatos. Es como un
don. Lo mismo que tú, llama a las cosas por su nombre. Pero lo hace con mucha
educación». Desde luego, sólo trataba de meter disimuladamente esa idea en su terca
cabecita. ¡Los esfuerzos que hice intentando inculcarle buenos modales!
Wardley se echó a reír. Tenía esa hilaridad propia de las personas solitarias que se
han pasado la vida riéndose de sus propias gracias, de modo que su risa, aunque
dejaba traslucir una tremenda soledad, también ponía de manifiesto una
extraordinaria individualidad, como si le importara un comino mostrar los más
recónditos vericuetos de su alma. La libertad de ser él mismo, sin cortapisas,
compensaba todo lo demás.
Cuando ya comenzaba a preguntarme qué diablos sería lo que tanto le divertía, se
calló y me dijo:

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—Dado que tú, Patty y yo nos hemos enfrentado al mismo problema antes, seré
breve. ¿Quieres matar a Patty?
En sus ojos había un rasgo de esperanza al proponérmelo, como si se tratara de
robar el Koh-i-noor.
—¿Lo dices en serio?
—¡Pues claro!
—No te andas con rodeos.
—Es otro de los consejos de mi padre. Me dijo: «Cuanto más importante sea un
asunto, tanto más pronto debes plantearlo. De lo contrario, la propia importancia del
asunto te refrenará, y entonces nunca te atreverás a hacerlo».
—Tal vez tu padre estuviera en lo cierto.
—Estoy convencido de ello.
Evidentemente, Wardley, después de haberme hecho aquella sugestión, dejaba la
iniciativa en mis manos.
—La pregunta que me viene a los labios —le dije— es: ¿cuánto?
—¿Cuánto quieres?
—Patty Lareine me prometía la luna —le dije—. «Cárgate a ese maricón de
mierda», me decía, «y tendrás la mitad de todo lo que pueda conseguir».
Dije esto con la intención de ofender a Wardley. Aquel elogio de mis buenos
modales me había cabreado. La adulación se notaba a la legua. Dije aquellas palabras
para ver si sus heridas habían cicatrizado. No acabo de estar seguro de que fuera así.
Wardley parpadeó rápidamente, como si se esforzara por reprimir las ganas de llorar,
y me dijo:
—No me extrañaría que ahora Patty dijera de ti cosas igualmente agradables.
Me eché a reír. No pude evitarlo. Siempre había dado por sentado que Patty me
trataría mejor que a Wardley. Tal vez había sido demasiado optimista.
—¿Te ha incluido en su testamento? —me preguntó Wardley.
—Ni idea.
—¿La odias lo bastante para hacerlo?
—Sería capaz de hacerlo cinco veces.
Lo dije sin pensarlo. Aquella conversación en la playa parecía dar pie a que
expresáramos nuestros pensamientos sin el menor reparo. Pero aquel número rebotó
en mi cerebro. ¿Había expresado mis verdaderos sentimientos, o era simplemente un
eco de la desagradable idea de que Regency, el marido de Madeleine Falco, sabía
eyacular cinco veces cada noche dentro de aquel templo que había sido objeto de mi
adoración? Me ocurría lo que a mucho boxeadores: sentía los efectos del combate
horas después de que hubiera terminado el intercambio de golpes.
—Me han dicho que Patty no ha sido nada considerada contigo —dijo Wardley.
—Hombre, es una manera de decirlo.
—Sí, tienes pinta de perro abandonado. Me parece que no eres capaz de hacerlo.
—Diría que estás en lo cierto.

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—Pues no me hace ninguna gracia.
—Oye, ¿por qué no lo haces tú? —le pregunté.
—Tim, si te lo dijera, no me creerías.
—Dímelo, quizá pueda descubrir la verdad comparando las mentiras.
—Es una buena ocurrencia.
—No es mía. Es de Trotsky.
—¡Vaya…! Es digna de Ronald Firbank.
—¿Dónde está Patty Lareine?
—No creo que ande muy lejos. Puedes estar seguro de ello.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los dos vamos detrás de la misma finca.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres en realidad, que se quede con un palmo de
narices en lo de la finca o matarla?
Poniendo los ojos en blanco, Wardley contestó:
—Lo que ocurra primero.
—Pero preferirías que muriera —insistí.
—No por mis propias manos.
—¿Por qué?
—No te lo vas a creer. Quiero que Patty mire a los ojos a quien la mate y que no
comprenda lo que ocurre. No me gustaría que la última imagen que viera en su vida
fuera la mía y que dijera: «¡Vaya, pero si es Wardley, que quiere vengarse!». Eso sería
demasiado fácil. Se quedaría la mar de tranquila. Y sabría a quién tendría que ir a
incordiar así que se hubiera rehecho un poco en el más allá. No le costaría nada
encontrarme. Prefiero que muera en un estado de profunda confusión. Que se diga a
sí misma: «¡Es increíble que Tim haya hecho una cosa así! ¿Me habré equivocado al
juzgarle?».
—Eres lo que no hay, Wardley.
—Bueno, ya sabía que no me comprenderías. Es lógico, teniendo en cuenta lo
diferentes que somos por orígenes y formación.
Wardley había girado la cabeza de modo que volvía a mirarme a los ojos. Y
encima le olía el aliento.
—Pero si consigues pirarle el negocio de la finca, sabrá que lo haces por vengarte
de ella.
—Sí, claro que lo sabría. Y es lo que deseo. Quiero que mis enemigos, mientras
están vivos, vean mi expresión. Quiero que sepan, cada vez que respiran, que sí, que
ha sido Wardley quien los ha fastidiado. Pero la muerte es otra cosa. Quiero que al
diñarla se sientan confundidos, eso es todo.
No me habría tomado demasiado en serio aquellas palabras si no hubiera sabido
de lo que era capaz. En la cárcel, pagó para que mataran a un hombre que le
amenazaba. Yo estaba presente cuando compró los servicios del asesino, y en aquella

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ocasión estaba tan seguro de sí mismo como ahora. Los presidiarios se reían de él,
pero no delante de él.
—Háblame de lo que os lleváis entre manos con la finca esa —le dije.
—Puesto que tu esposa y yo nos interesamos por la misma finca, dudo que sea
oportuno explicarte el negocio. Patty Lareine puede aparecer en cualquier momento y
echarte los brazos al cuello.
—Sí, puedo hablar más de la cuenta.
Pero no podía quitarme de la cabeza que Patty Lareine apestaría al cuerpo de
Regency, el jefe de policía interino.
—No debería decírtelo —dijo Wardley. Hizo una pausa y añadió—: Pero me
dejaré llevar de mi intuición y confiaré en ti.
No tuve más remedio que fijar la vista en aquellos ojos abominablemente saltones
e inquisitivos.
—No quiero herir tu susceptibilidad, Tim, pero dudo que nunca hayas
comprendido a Patty Lareine. Finge que no le importa lo que la sociedad piense de
ella, pero te puedo asegurar que en su fuero interno es la persona más orgullosa del
mundo. Lo que pasa es que ese mismo orgullo le impide hacer esfuerzos para
ascender por la escala social. Por eso finge que no le interesa.
Recordé la primera fiesta a la que fui con Patty Lareine cuando llegamos a
Provincetown, cinco años atrás. Una fiesta en la playa. Algunos amigos míos
contribuyeron con la bebida, y las mujeres trajeron pastas de té, así como unos
cuantos porros de Acapulco, de Jamaica e incluso tailandeses. Había luna llena. Antes
de la fiesta Patty estaba muy nerviosa —luego me enteré de que le ocurría siempre—,
cosa bastante rara si se tiene en cuenta lo que disfrutaba dándolas, pero, según dicen,
Dylan Thomas tenía la costumbre de vomitar antes de dar sus inolvidables recitales
de poesía. No obstante su nerviosismo inicial, Patty acabó desmelenándose, saltó,
bailó y tocó el cornetín como una desesperada a la luz de la luna. Fue el alma de
aquella fiesta, y de muchas otras que vinieron después.
De todas maneras, comprendí lo que Wardley había querido decir. Patty daba
mucho a cambio de muy poco. A veces me recordaba a un artista de genio que debía
limitarse a pintar ceniceros para regalarlos por Navidad. En consecuencia, no ignoré
las palabras de Wardley, sino que acepté la parte de verdad que había en ellas. Con el
paso del tiempo, Patty había dado abundantes muestras de que la vida en
Provincetown le resultaba cada vez más insoportable.
—El secreto de Patty Lareine es que se considera a sí misma una pecadora —dijo
Wardley—. Una pecadora irremediablemente perdida. No hay perdón para ella. ¿Qué
puede hacer?
—Beber hasta reventar.
—Si fuera tonta, que no lo es. Yo diría que lo más práctico es hacer grandes obras
y ofrecérselas al Diablo.

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Wardley hizo una pausa tremendamente larga, como si quisiera tenerme en vilo
para que sus palabras penetraran bien en mi cerebro:
—La he estado vigilando. Pocas cosas ha hecho Patty, en los últimos cinco años,
de las que yo no me haya enterado —dijo al cabo.
—¿Tienes amigos en el pueblo?
Hizo un vago ademán. Era evidente que sí. Con la mitad de la población invernal
cobrando el paro, poco dinero podía costarle obtener información.
—He estado en relación con los agentes de la propiedad inmobiliaria —dijo—.
He sido una especie de duende en la punta de Cape Cod. Provincetown me
impresiona. Es el más bello pueblo de pescadores de toda la costa del Este, y si no
hubiera sido por los portugueses, Dios les bendiga, estaría destrozado desde hace
años.
—¿Quieres decir que Patty Lareine se interesa por los negocios inmobiliarios?
—No, de ningún modo. Patty quiere dar un golpe espectacular. Se ha
encaprichado de una casa fabulosa que hay en una colina del extremo oeste de
Provincetown.
—Sé cuál es.
—Claro que lo sabes. ¡No me cabe la menor duda! Aquella pareja con la que
bebiste en el Mirador trabajaba para mí. Al día siguiente pensaban visitar al agente
inmobiliario para comprar esa finca cuya propiedad tan gentilmente me atribuiste. —
Silbó—. En Provincetown hay fantasmas. Estoy convencido. De lo contrario, ¿cómo
es posible que se te ocurriera decirles mi nombre en relación con la casa?
—Es curioso, sí.
—No, curioso no. Es algo sobrenatural.
Afirmé con la cabeza, en silencio. Tenía los pelos de punta. ¿Sería posible que
Patty Lareine dirigiera la orquesta de la Ciudad del Infierno mientras tocaba el
cornetín a la luz de la luna?
—¿Sabías que el pobre Lonnie Pangborn se levantó de la mesa, a mitad de la cena
con esa rubia tontaina que le acompañaba, para llamarme por teléfono a Tampa? —
preguntó Wardley—. Temía que estuviera jugando sucio con ellos. ¿Cómo podía
Lonnie fingir ser el comprador, en mi nombre, si le decían que precisamente yo era el
propietario?
—Bien razonado, apúntate un tanto —le dije.
—Son cosas que ocurren a menudo con los planes magistrales. Cuanto mejor es el
plan, más probabilidades hay de que ocurra algo imprevisto y todo se vaya a freír
espárragos. Algún día te contaré la verdad acerca de cómo mataron a Jack Kennedy.
¡El atentado debía fallar! ¡Pero todo salió mal! Aquel día la CIA no supo distinguir la
gimnasia de la magnesia.
—¿Así que tú querías comprar la finca sólo para que no la comprara Patty?
—Exactamente.
—Y ¿qué habrías hecho con ella?

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—Hubiera sido para mí un gran placer contratar a un vigilante que cuidara de sus
vacías glorias. Habría sido como verter veneno lentamente en todos los poros de
Patty Lareine.
—Y ¿qué hubiera hecho ella, en el caso de haberla comprado?
Levantó una mano blanca y regordeta.
—Tengo una hipótesis.
—¿Sí?
—Newport es Newport, allí no hay nada que hacer. Martha’s Vineyard y
Nantucket no son más que centros de especulación inmobiliaria. ¡Los Hamptons son
un desastre! Le Frak City es más atractiva los domingos.
—Provincetown está más llena de turistas que cualquiera de esos lugares —
comenté.
—Sí, en verano no hay quien pueda dar un paso, lo mismo que en cualquier otro
centro turístico de la costa Este. La cuestión es que Provincetown es un lugar muy
bonito. Los otros no valen nada. En primavera, otoño e invierno, no hay nada que
supere al viejo y pequeño Provincetown. Sospecho que la intención de Patty Lareine
era construir un gran hotel elegante en esa finca. Si el proyecto se llevara a cabo
debidamente, en pocos años el hotel podría ser el más distinguido de la zona. En
invierno, sobre todo, estaría siempre lleno. Creo que esto es lo que ella piensa. Y
Patty, con la ayuda de un buen equipo, sería una hotelera fabulosa. Tim, tal vez esto
sólo sean suposiciones, pero de una cosa estoy seguro: Patty está enamorada de esa
finca. —Lanzó un suspiro—. Ahora que Lonnie ha muerto y su rubia ha
desaparecido, me veo en la necesidad de encontrar pronto a alguien que me
represente o hablar por mí mismo. Esto último sólo haría que el precio de la finca
subiera de una manera monstruosa.
Me eché a reír.
—¡Ya te entiendo! —le dije cuando me serené—. Prefieres que Patty se quede
con un palmo de narices en ese proyecto que matarla.
—Tú lo has dicho.
Entonces él también se rió. No sabía a qué carta quedarme. Lo que acababa de
decir no me convencía, ni poco ni mucho.
—Adoraba a Patty Lareine —dijo luego—. No quisiera ponerme sentimental,
pero lo cierto es que me hacía sentir hombre. Siempre he pensado que nosotros, los
bisexuales, necesitamos dominar tanto por delante como por detrás.
Sonreí.
—Bueno, desde mi punto de vista, no es para tomárselo a risa. Como recordarás,
me he pasado la vida tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi
esfínter anal.
—¿Ya no te interesa?
—Tal como están las cosas, eso sólo me preocupa a mí.

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—Cuando fui vuestro chófer, Wardley, Patty Lareine me sermoneaba diciendo
que había que liquidarte. Que no viviríamos en paz hasta que hubieras muerto. Que si
no te matábamos, nos matarías. Decía que había conocido a tipos realmente perversos
a lo largo de su vida, pero que tú eras la persona más vengativa de todas. Decía que
no tenías otro trabajo que trazar planes e intrigar.
—¿La creíste?
—No podía. Siempre pensaba en el día en que nos expulsaron de Exeter.
—¿Y por eso no intentaste matarme? Sí, no he dejado de preguntármelo. Nunca
sospeché nada. Siempre confié en ti.
—Wardley, intenta comprender mi situación. Estaba sin un céntimo. Tenía
antecedentes policiales y no podía trabajar de camarero en ningún lugar decente, y la
mujer más rica a la que había conocido en mi vida se comportaba como si estuviera
loca por mí, y me prometía todas las drogas, la bebida y los placer que se pueden
comprar con dinero. Y llegué a pensar muy en serio en el medio más sencillo para
liquidarte. Traté de convencerme de que podía hacerlo. Pero me resultó imposible,
¿sabes por qué?
—No, claro. Dímelo.
—Pues porque no podía quitarme de la cabeza cómo hiciste acopio de valor para
recorrer el voladizo del tercer piso y entrar por la ventana en el cuarto de tu padre.
Eso me conmovía. Pensaba en un cobardica que fue valiente. Así que decidí no
hacerlo. Me da igual que me creas o no, pero fue así.
Wardley se rió, cada vez con más fuerza. El sonido de aquella risa que agitaba su
cuerpo atrajo a una bandada de gaviotas, igual que si Wardley fuera su jefe y les
gritara: «¡Comida, comida!».
—¡Es maravilloso! —dijo cuando logró refrenar su hilaridad—. ¡Los proyectos
de Patty Lareine se fueron al carajo porque no pudiste matar al muchacho que se
subió al voladizo! Bueno, he disfrutado de este rato de charla y me encanta que, como
viejos compañeros de estudios, ahora comencemos a comprendernos un poco más. Te
voy a confesar lo embustero que soy. Jamás recorrí el voladizo aquél. Me lo inventé.
En la cárcel, todo el mundo necesita una historia, y yo me inventé ésta. Quería que la
gente pensara que yo era un tipo tan desesperado que no se podía jugar conmigo.
Conseguí entrar en la biblioteca privada de mi padre gracias al mayordomo, que,
como recordarás, era el que hacía las fotografías. Él me dio la llave, eso fue todo. Y
lo hizo a cambio de mi promesa de desabrocharle la bragueta (¡un mayordomo como
Dios manda no lleva cremallera, sino que utiliza botones, al viejo estilo!), y chuparle
lo que te puedes imaginar. Promesa que cumplí. Siempre pago mis deudas. ¡París
bien vale una misa!
Acto seguido se puso en pie, alzó sus zapatos como si fueran la antorcha de la
Estatua de la Libertad, y se alejó. Cuando se encontraba a unos tres metros de
distancia, se volvió y me dijo:

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—Tal vez Patty Lareine vuelva un día de estos. Si te entran ganas de matarla, no
te contengas. Su cabeza, ya que hemos hablado de precios, vale dos millones de
dólares y un poco de calderilla.
Bajó la mano con la que sostenía los zapatos, y se fue contoneándose, caminando
sobre sus pies helados.
Cuando Wardley aún estaba al alcance de mi voz, me dije que si pudiera
encontrar aquella cabeza rubia que había desaparecido, aquella cabeza rubia que
probablemente pertenecía a Jessica Pond, con lo descompuesta que estaría
seguramente podría pasar por la de Patty Lareine. Con un poco de suerte, podría
aprovecharme de aquel misterio. La mentira era repugnante, pero valía dos millones
de dólares.
Entonces me dije: «La persona capaz de pensar así también es capaz de matar».
Y después me dije: «Eso es una tontería. La mejor prueba de mi inocencia es que
la idea de engañar a Wardley de ese modo no me interesa».
Esperé a que Meeks Wardley Hilby III se alejara caminando por la arena, subí a
mi Porsche y abandoné la playa Marconi para dirigirme a Provincetown.
Mientras iba camino a casa, aprendí que las coincidencias, en ciertos casos, no
tienen nada de casual.
Me pareció que me seguían. No hubiera podido jurarlo, porque no vi ningún
automóvil que se mantuviera detrás del mío. Aumenté y disminuí la velocidad varias
veces, pero no vi que ningún vehículo cambiara de velocidad para no perderme de
vista. Sin embargo, de la misma manera que intuía quién me llamaba por teléfono
antes de levantar el auricular, estaba seguro de que alguien me iba detrás. Quizá se
mantenían a cierta distancia, pero con toda seguridad me seguían. ¿Habrían puesto un
transmisor en mi Porsche?
Giré a la derecha y me metí en una carretera secundaría avancé unos cien metros
y me detuve. Nadie me siguió. Salí del coche y miré primero el maletero y luego el
compartimiento del motor. Debajo del parachoques trasero encontré una cajita negra
del tamaño de medio paquete de cigarrillos, sujeta con imán.
El aparato no hacía tic-tac ni emitía ningún sonido. Estaba inerte en mi mano. No
sabía con certeza qué era. En consecuencia, lo volví a poner donde lo había
encontrado, debajo de parachoques trasero, tomé de nuevo la carretera general y
recorrí un kilómetro y medio. Luego, aparqué en el punto culminante una larga recta
ascendente. En la bolsa de una de las puerta llevaba unos prismáticos para observar a
las gaviotas, y escudriñé con ellos la carretera hasta el punto más lejano que
alcanzaba distinguir, que se encontraba a algo más de kilómetro y medio. Allí, al
término del alcance útil de los prismáticos, vi una camioneta de color marrón
aparcada junto a la cuneta. ¿Se había detenido en el mismo momento en que yo lo
hice? ¿Esperaban que volviera a ponerme en marcha? Seguí adelante hasta llegar a la
carretera de Pamet, en Truro, que avanza hacia el este durante kilómetro y medio,
luego hacia el norte durante otros mil quinientos metros, y luego hacia el oeste para

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confluir de nuevo con la carretera general. Después de hacer tres cuartas partes de ese
trayecto, me detuve en un lugar desde el que podía ver buena parte del trazado sur de
la carretera de Pamet, al otro lado del valle del río Pamet, y una vez más vi la
camioneta marrón, de nuevo parada. ¡Había visto antes aquella camioneta marrón,
estaba seguro!
Detuve el coche frente a una casa y me oculté en el bosque. Los de la camioneta
esperaron diez minutos; luego, tal como había previsto, llegaron a la conclusión de
que visitaba a alguien, pusieron en marcha la camioneta, avanzaron, examinaron la
casa ante la que había detenido el Porsche, y retrocedieron por el mismo camino por
el que habían venido. Agucé el oído para distinguir el sonido del motor, lo que no me
resultó difícil, ya que nuestras carreteras están casi desiertas en invierno. Era el único
sonido que se oía en el valle.
Volvieron a detenerse, como cabía esperar, a unos trescientos metros de distancia.
Estaban dispuestos a esperar a que me fuera. El transmisor los avisaría cuando se
pusiera en marcha el Porsche.
Llevado por una comprensible indignación, sentía deseos de tirar el aparatito al
bosque, o mejor aún, colocarlo en cualquier coche que encontrara aparcado y dejar
que mis seguidores se pasaran la noche esperando en la carretera de Pamet. Pero
estaba demasiado furioso. Me sentía ofendido por el hecho de que mi encuentro con
Wardley, en apariencia tan lleno de matices excepcionales, hubiera sido un mero
pretexto para colocar el transmisor en mi coche. Al parecer, la conclusión más
acertada era que no todas las coincidencias tenían naturaleza diabólica o divina.
Además, no era Wardley la persona que iba al volante de la camioneta, sino
Nissen el Araña, con Stude sentado a su lado. Sin duda, Wardley estaría en algún
parador cercano, leyendo a Ronald Firbank, con una pequeña emisora de
radioaficionado a su lado, en espera de que el Araña o Stude le mandaran un mensaje.
Sí, dejaría el transmisor donde estaba, me dije, y quizá me fuera útil más tarde.
Sin embargo, esa remota posibilidad era un pobre consuelo de la irritación que me
había causado el hallazgo de aquel juguetito. Por otra parte, pensé que si los
acontecimientos se precipitaban, tal vez llegara a descubrir la causa de todos aquellos
hechos tan fuera de lo común.

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6

Después de tantas idas y venidas por la carretera, estaba furioso, sentía curiosidad y
tenía sed. Recordé que no había entrado en un bar desde la noche en que estuve en el
Mirador. En consecuencia, tan pronto como estuve de regreso en Provincetown,
aparqué el automóvil cerca del muelle. En el centro del pueblo había buenos bares, el
Bay State, al que llamábamos el Bergantín, el Poop Deck y el Fish and Bak (al que
todo el mundo llamaba el Cubo de Sangre, por el gran número de peleas que allí se
desarrollaban), buenos bares, sí, aunque no se les podía llamar grandes bares porque
no tenían grandes camareros como mi padre, capaces de crear un ambiente atractivo
para las clases trabajadoras. De todas maneras, los bares mencionados son oscuros, lo
suficientemente sucios para que te encuentres a gusto. Puedes beber sintiéndote tan
cómodo como un crío en un útero seguro y calentito antes de nacer. Hay pocas luces,
y la vieja gramola suena tan débilmente que los oídos no se resienten. Desde luego,
en verano, un bar como el Bergantín está más atestado que el metro de Nueva York
en las horas punta, y se cuenta una historia —que considero cierta— según la cual,
cierto verano, unos relaciones públicas de la Budweiser, o de la Schaeffer, o de
cualquiera de las fábricas de orina caliente, organizaron un concurso para ver cuál era
el bar-restaurante que vendía la mayor cantidad de cerveza en todo Massachusetts.
Bueno, el caso es que descubrieron que en Provincetown había un establecimiento
llamado Bay State que era el que más cerveza había vendido en un mes. Y la mañana
de un día laborable del mes de agosto, llegaron unos altos ejecutivos, ataviados con
elegantes trajes de verano, juntamente con un equipo de televisión, para filmar la
entrega del premio. Pensaban que les aguardaba uno de esos restaurantes de langosta
y pescado caro, grandes como un arsenal, que pululan por los alrededores de
Hyannis, pero se encontraron con el oscuro y mugriento Bergantín, cuyos clientes
eran tan pobres que sólo podían consumir cerveza; doscientos bebedores de cerveza,
de pie, atestaban el local. La longitud del Bergantín, desde la puerta de entrada hasta
los hediondos cubos de basura al fondo, es más o menos la de un vagón de tren, y en
lo tocante a comida, sirven bocadillos de jamón y queso o de salchicha. Las cámaras
de televisión se pusieron en marcha, y la clientela de chalados comenzó a gritar: «¡Sí,
es la cerveza! ¡Huele que apesta! Oye ¿para qué coño sirve esa luz roja en la cámara
de la tele? ¿Es que hablamos demasiado? Más vale que nos callemos, ¿no?».
Aunque en el Bergantín, en invierno, también había clientes, podías sentarte y
enterarte de lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Por la tarde regresaban a puerto
buen número de barcas de pesca, y sus tripulaciones iban a beber al Bergantín.
Carpinteros, traficantes en drogas, policías de narcóticos, algunos chicos para todo
que sólo trabajaban en verano y, los viernes, madres solteras con su cheque de la

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seguridad social, así como una variopinta multitud de personas en busca de algún
amigo que las invitara a comer o beber, se dedicaban también a echarse al coleto
nuestra excelente orina en el Bergantín. Conocía, en diferente medida, a la mayoría
de esos clientes, y hablaría de ellos si hubieran intervenido en lo que me ocurría,
porque cada uno de ellos tenía una personalidad muy peculiar por más que se
parecieran externamente, aunque en invierno, tal como he dicho, todos
presentábamos el mismo aspecto. Estábamos pálidos e íbamos ataviados con prendas
de desecho del ejército.
De todas maneras, una historia bastará. Vivo en una población básicamente
portuguesa, a fin de cuentas, y en mi historia sólo interviene un nativo, que es Stude,
y éste es una vergüenza para los portugueses. Una tarde invernal en que el Bergantín
estaba insólitamente poco frecuentado, ante el mostrador se sentaba un pescador
portugués de unos ochenta años de edad. Setenta años de trabajo le habían dejado tan
retorcido y deformado como un ciprés arraigado en una peña de una costa rocosa.
Entró otro pescador, tan artrítico como el primero. De chicos habían jugado juntos,
juntos habían practicado el fútbol americano, estudiaron secundaria juntos, juntos
trabajaron en barcas de pesca, se habían emborrachado juntos, probablemente se
habían puesto cuernos recíprocamente con sus respectivas esposas, y, ahora, a los
ochenta años, se tenían tan poca simpatía como cuando se peleaban a puñetazos a la
hora de recreo. A pesar de todo, el primer pescador saltó del taburete, se irguió, y
aullando, con una voz tan bronca como el viento de marzo en alta mar, dijo: «Pensaba
que te habías muerto». El segundo pescador se inclinó hacia adelante, le dirigió una
furiosa mirada y, con voz que recordaba la de las gaviotas, replicó: «¿Muerto? Antes
de morirme iré a tu entierro». Se tomaron una cerveza juntos. Se trataba solamente de
un exorcismo para ahuyentar a los espíritus. Los portugueses, cuando hablan, parece
que ladren.
Los demás los imitábamos. En otros lugares miden el ácido del agua de lluvia, o
el índice de contaminación del aire, o la cantidad de restos de abonos en el suelo.
Aquí no tenemos industrias, salvo la de la pesca y la del alquiler de viviendas, y ni
siquiera se practica la agricultura, por lo que el aire y la arena están limpios. Sin
embargo, raro era el día que no sentía el estado de ánimo predominante cuando
entraba en un bar. Al entrar en el Bergantín, después de aquellas noches de lucha
contra los fantasmas de la Ciudad del Infierno, advertí que todos me miraban como a
un intruso. Parecía una mancha de tinta en una piscina. Fui acogido en el bar como un
gran leño mojado por un fuego a punto de apagarse.
De todas maneras, cada bar, al igual que cada hogar, tiene, como pude observar
por haber trabajado en unos cuantos, tendencia a seguir unas pautas de
comportamiento que en el fondo no son demasiado divergentes de las de los demás.
El leño que llena de humo una chimenea puede contribuir a que el fuego prenda en
otro, y la mezcla formada por mi depresión, por la rabia que me había causado
comprobar que era seguido y por la presencia de los numerosos fantasmas,

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angustiados y maníacos, que me zarandeaban y sin duda me hacían parecer muy
nervioso, pronto tuvo la virtud de animar el ambiente del Bergantín. Gentes que se
habían estado muriendo de aburrimiento en sus mesas se levantaron para ir a otras.
Viejos carcamales que estaban en compañía de sus ancianas señoras y apenas habían
hablado entre sí, comenzaron a charlar por los codos. Y yo, que en aquellos
momentos probablemente estaba más aterrorizado que cualquiera de los presentes —
los inviernos de Provincetown sólo se distinguen por el número de los años en que
transcurren— recibí el mérito de haber suscitado aquella brusca animación, a pesar de
que me limité a inclinar la cabeza ante alguna cara que encontré en mi camino y a
ocupar una posición insular ante el mostrador.
Pete el Polaco fue el primero en acercarse a mí, y tuvimos una breve conversación
que estuvo a punto de hacer que me diera vueltas la cabeza.
—Hola, he hablado con tu mujer —me dijo.
—¿Hoy?
Pete el Polaco tardó un poco en contestar. Mi reseca garganta tuvo ciertas
dificultades para formular la pregunta, por lo que, cuando la hice, él ya estaba
echándose la cerveza entre pecho y espalda. Además, su mente había quedado
desconectada de la frase anterior. Esto último ocurría con frecuencia en el Bergantín.
La gente comenzaba una conversación, pero su mente, sobre todo bajo la influencia
de la cerveza o las anfetaminas, se orientaba hacia otros asuntos, con portentosa
rapidez.
—No, hoy no. Hace un par de días.
—¿Cuándo?
—Eso, un par de días —dijo agitando vagamente la mano.
Igual hubiera podido decir: «Hace un par de semanas». Yo había advertido que
los ciudadanos invernales de Provincetown utilizaban siempre medidas de tiempo
constantes. Algo podía haber ocurrido hacía un par de semanas, o un par de noches,
pero si tenías la costumbre de decir: «Hace cinco días», pues así rememorabas la
fecha. En consecuencia, no apremié a Pete en lo tocante al tiempo, sino que abordé
otro tema:
—¿Qué te dijo Patty?
—¡Ah, sí! Ya. Quería que cuidara la casa grande esa que hay en la colina, en el
extremo oeste del pueblo.
—¿La que Patty quiere comprar?
—Es lo que me dijo.
—¿Y quiere que tú la cuides?
—Bueno, mi hermano y yo.
Aquello ya era más lógico. El hermano de Pete era un buen carpintero. En
realidad, lo que Pete había querido decir era que Patty le había encargado que
preguntara a su hermano si no se podría encargar del mantenimiento de la casa.
Sabía que era una pregunta estúpida, pero no pude evitar hacérsela:

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—¿Recuerdas si hablaste con Patty antes o después del partido de los Patriots?
—¡Ah, sí, el partido de los Patriots…! —Pete dijo que sí con la cabeza. Meditó
sobre algo, quizá sobre el partido, o sobre el día en que habló con Patty, o sobre el
dinero que llevaba en el bolsillo. Después, movió negativamente la cabeza y dijo—:
Hará un par de días.
—Sí, más o menos —dije.
En aquel instante, Beth Nissen se coló entre nosotros dos. Iba borracha, lo cual
era raro en ella, y además estaba animada, lo que todavía era más raro.
—Oye, ¿qué le hiciste al Araña? —me preguntó.
—Querida, una pelea no es más que eso, una pelea —dijo Pete—. Tengo que
irme.
Se inclinó y besó el jersey de Beth en el lugar donde más o menos debía de estar
uno de sus pezones. Luego, emprendió el camino, cerveza en mano, hacia una mesa.
—¿Está muy enfadado el Araña? —le pregunté a Beth. Me miró fijamente, con
los ojos brillantes, y contestó:
—¿Quién sabe? El Araña está loco.
—Bueno, todos lo estamos.
—¿No crees que tú y yo también estamos locos, locos de remate? —me preguntó.
—¿Por qué lo dices?
—Pues porque nunca hemos follado. Tú y yo, quiero decir.
—Bueno, así es el invierno en Provincetown. —Me esforcé por mostrarme
risueño y pasé mi brazo alrededor de su cintura, en tanto que los ojos de Beth me
miraban, desde detrás de las gafas, con un brillo apagado.
—El Araña ha perdido su navaja, y asegura que se la has robado tú —dijo Beth.
Soltó una risita ahogada, como si el Araña sin su navaja fuera como un hombre
sin pantalones.
—Y también se quedó sin su motocicleta —añadió—. ¿Le dijiste que los Patriots
iban a ganar?
—En el intermedio.
—¡Y ganaron! —dijo Beth—. Pero antes de empezar la segunda parte cambió su
apuesta. Dijo que quería apostar contra ti. Ahora dice que perdió su moto por tu
culpa.
—Dile al Araña que se meta esa idea en el ojete.
—En mi pueblo también solemos decir el ojete —comentó la mar de alegre—.
Creo que voy a escribir una carta a mis padres para decirles que ya no distingo mi
coño de mi ojete. —Eructó—. No pienso decirle nada al Araña. Está de un humor de
perros. Al fin y al cabo —prosiguió—, ¿por qué no? «Los peores están llenos de una
apasionada lubricidad», ¿no es cierto?
Me dirigió una mirada francamente insinuante.
—¿Cómo está Stude? —le pregunté.
—¡Oh, ándate con cuidado!

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—¿Por qué?
—Bueno, a todos les digo que se anden con cuidado cuando se trata de Stude.
Tal vez fuera por las continuas imágenes de una cabeza rubia dentro de una bolsa
de plástico que venían a mi mente, pero cada palabra que oía parecía estar
relacionada con mi situación. Sólo yo y —rezaba porque así fuera— otra persona
sabíamos lo que había estado enterrado en el escondite de mi marihuana, y, sin
embargo, cada vez que en una mesa alguien pedía a gritos una cerveza, me parecía oír
una acusación contra mí. Supongo que los espíritus estrujaban la mente colectiva —
de la clase que fuera— que había en aquel bar como si se tratara de una esponja
empapada de cerveza.
Beth vio que mi mirada se alejaba de ella, y me preguntó:
—¿Se ha ido para siempre Patty Lareine?
—Me han dicho que anda por ahí —respondí tras encogerme de hombros.
—Me parece que sí.
—¿Le has visto?
El Machete, que en realidad se llamaba Green de apellido, Joseph «Machete»
Green, era el último negro de Patty Lareine. Se ganó el apodo del Machete la primera
noche que entró en un bar de Provincetown. Ante nuestra mesa, en la que había diez
personas, el tío exclamó: «¡Hay negros malos, pero yo soy el peor!». Todos
guardamos silencio, como si rindiéramos homenaje a los muertos que había dejado en
su camino —¡éramos el Salvaje Oeste del Este!—, pero Patty Lareine se echó a reír y
dijo: «¡Venga, guárdate el machete, que nadie te va a robar el algodón!». Por la
expresión de felicidad que vi en sus ojos, comprendí que Patty Lareine acababa de
encontrar a su próximo negro.
Beth atrajo de nuevo mi atención hacia ella —también mi mente se dispersaba en
todas direcciones— y me dijo:
—Sí, el Machete ha regresado a Provincetown. Hace diez minutos ha entrado y ha
vuelto a salir.
—¿Has hablado con él?
—¡Me ha hecho proposiciones deshonestas!
Debía de ser cierto, porque lo dijo muy contenta. El camarero me hizo señas
desde la barra. Me indicó el teléfono que tenía junto al fregadero.
En esa ocasión, mis facultades extrasensoriales fallaron. Pensé que oiría la voz de
Patty Lareine, pero era la del Arpón.
—Mac —me dijo—, me ha costado mucho encontrarte. He tenido que hacer un
esfuerzo para llamarte.
—¿Por qué?
—Porque te he traicionado.
—¿Cómo has podido hacer eso?
—Perdí la serenidad. Sólo quería advertirte.

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La voz del Arpón tenía una ansiedad metálica. Sonaba como si la emitiera a
través de un diafragma mecánico, aunque también podía ser cosa del teléfono. No
acababa de comprender a qué se refería. ¡En su cerebro tenía que haber una mezcla
muy rara de productos químicos!
—Se trata de Laurel.
—¿De mi tatuaje?
—De la mujer. Laurel. He llamado a Regency, el jefe de la policía, y le he
hablado de ella y del tatuaje.
Eso no significaría nada para Regency, pensé. A menos que Patty Lareine le
hubiese contado que, para ella, Madeleine era Laurel.
—De acuerdo —le dije—, Alvin sabe que llevo un tatuaje en el brazo. ¿Dónde
está la traición?
—Le dije que la mujer que te esperaba en el automóvil se llamaba Laurel.
—¿Cómo sabes que se llamaba Laurel?
—Le hablaste. Desde mi ventana.
—¿De veras?
—Le gritaste: «¡Voy a ganar esta apuesta, Laurel!». Eso le dijiste.
—Tal vez dijera Lonnie. Creo que le gritaba a un hombre.
—No, dijiste Laurel. Oí el nombre. Creo que Laurel está muerta.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Estaba en el tejado. Lo oí. Por eso llamé al jefe de policía. No debí hacerte el
tatuaje. La gente hace cosas terribles después de un tatuaje.
—¿Qué le dijiste a Regency?
—Que creía que habías matado a Laurel.
Se echó a llorar.
—¿Cómo fuiste capaz de decirle una cosa así?
—Anoche, cuando estaba de pie en el tejado, la vi a lo lejos. Me dijo que fuiste
tú. —Oí, por teléfono, cómo se sonaba las narices—. Luché con mi conciencia, luego
llamé a Regency y se lo dije. No debí hacerlo. Primero tenía que haber hablado
contigo.
—¿Qué dijo Regency?
—¡Es tonto del culo! ¡Es un burócrata! Dijo que lo tendría en cuenta. Mac, no me
fío un pelo de él.
—Bueno, parece que te fías de mí.
—Luego me di cuenta de que tú no habías hecho nada. Fue al oír la voz de
Regency. No debí decírselo.
—Me alegra saberlo.
El Arpón comenzó a respirar pesadamente. Por el teléfono pude percibir que tenía
los nervios a flor de piel.
—No sé si debo decirte quién la mató —añadió—, pero sé quién lo hizo.
—Fue Nissen —le dije.

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—El cuchillo del Araña me da repeluznos —dijo—. Es un instrumento cruel.
Y, dicho esto, colgó.
Una mano me daba golpecitos en el hombro. Di media vuelta y me encontré con
los ojos castaño dorados del Machete, que me miraban de hito en hito relucientes
como los de un león. El color de su piel era negro, un negro amoratado propio de un
africano, por lo que, en contraste, sus ojos eran desconcertadamente dorados. Desde
el instante en que le vi, supe que la presencia del Machete iba a ser nefasta para mi
matrimonio. Y no me equivoqué. Había habido tres prototipos anteriores, pero el
señor Green resultó ser el negro definitivo. A fin de cuentas, Patty no me había
dejado por nadie antes de conocerle.
Lo peor era que no sentía el menor odio hacia él, ni siquiera, al pensar en la
miserable condición de cornudo a que me había reducido. La mejor demostración de
ello era que el Machete podía acercarse a mí, mientras yo estaba hablando por
teléfono, igual que si no se hubiera fugado con mi esposa hacía un mes,
aproximadamente, e incluso podía ponerme la mano en el hombro, y yo,
simplemente, me volvía y le saludaba con una inclinación de cabeza.
No negaré que me sentía como si hubiera sido transportado en helicóptero de un
alto picacho a otro, es decir, no tenía la necesidad de bajar por la pendiente al suelo
del desfiladero y una vez allí escalar el pico que se alzaba al otro lado. Había pasado
directamente de las informaciones del Arpón (cada una de ellas capaz de
enloquecerme) al brillo de los ojos del Machete, y me parecía estar atiborrado de
novocaína, tal era mi distanciamiento de aquella sucesión de acontecimientos
inesperados. Hubiera podido ser candidato al título de Señor Cara Inexpresiva tras los
violentos remolinos de mi vida durante aquella tarde, o convertirme en zombi, o en
ánima en pena, de no haber sido porque el señor Green volvió a poner su mano en mi
hombro, y además me clavó los dedos en la carne —y puedo asegurarles que lo hizo
con brutalidad—, y me dijo, en un tono tal que toda su furia pasó a mi cuerpo:
—¿Dónde coño está Patty Lareine?
Esto me sacó de mi letargo. Me quité de encima su mano, con la misma violencia
con que la había posado, y le dije:
—Quita de ahí tus zarpas de ladrón de bocadillos.
Palabras relacionadas con cierta humillación padecida por mí en la escuela
secundaria. Pero lo cierto es que, por primera vez en mi vida, no le tuve miedo. Me
importaba muy poco salir a la calle y liarme a puñetazos con él. La idea de que me
dejara inconsciente era un consuelo tan agradable como un buen somnífero.
Debo decir que no tenía la menor duda acerca de lo que el tipo podía hacer
conmigo. Si has estado interno en un lugar interesante como es una penitenciaría,
acabas sabiendo que hay negros y negros, y que hay unos cuantos con los cuales más
vale no meterse. El señor Green no pertenecía a esta categoría superior, pues de lo
contrario yo ya estaría muerto. La categoría a la que me refiero no te daba
oportunidad alguna. Pero el señor Green podía ser englobado en la segunda categoría,

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es de los que puedes meterte con él, en determinadas circunstancias. Me miraba con
ojos llameantes, y yo le devolvía la mirada, y la luz del semáforo se puso roja entre él
y yo; lo digo en serio. Ignoro si su rabia, al chocar con la mía, fue tan intensa que los
nervios que transmiten el color a nuestro cerebro se pusieron tan tensos que causaron
ese efecto, o si las furias de la Ciudad del Infierno nos atacaron, pero lo cierto es que
tuve que hacer frente a la considerable acumulación de ira causada por todo lo que le
había acontecido en el curso de sus últimos veinticinco años de vida (a partir de
primera rabieta en la cuna). Él, en cambio, tuvo que hacer frente a la enloquecedora
falta de sentido de todo lo que me ha ocurrido últimamente. Me parece que resultó
deslumbrante para los dos tener que aguantar aquella infernal luz roja. En realidad
estuvimos tanto tiempo mirándonos fijamente el uno al otro, que tuve tiempo de
recordar la triste historia de su vida, que contó, a Patty Lareine y a mí, la noche en
que le conocimos: nos contó cómo se hundió su prometedora carrera de boxeador.
Si les resulta difícil creer que pude recordar la historia de la vida del señor Green
mientras sus ojos inyectados de ira permanecían fijos en los míos, piensen que
también a mí me resulta difícil creerlo. Es posible que en lo más hondo de mi ser
supiera que era tan valiente como me imaginaba en aquellos momentos, y se agarrara
a su historia como a un talismán. No le vas a pegar a quien muestra compasión por ti.
He aquí su historia: era ilegítimo, y su madre aseguraba que no era hijo suyo.
Decía que en la maternidad se equivocaron al poner el nombre en las cunas. Le
pegaba sin parar. Cuando creció un poco, fue él quien pegó a todos los que se le
pusieron delante en el campeonato del Guante de Oro. Le seleccionaron para formar
parte del equipo de los Estados Unidos que competiría en los Juegos Panamericanos.
Y se fue a Georgia para buscar a su padre. Pero no pudo encontrarlo. Entró borracho
perdido en un bar de blancos. No le quisieron servir. Llamaron a la policía estatal.
Llegaron dos agentes y le dijeron que se fuera.
—No tenéis alternativa —les contestó—, o me sirven una copa, o me meo en
todos vosotros.
Uno de los dos policías le atizó un golpe tan vigoroso con su porra, que el
Machete comenzó a perder los Juegos Panamericanos allí mismo. Pero no se dio
cuenta. Sólo sentía una gran felicidad. Aunque sangraba mucho, no perdió la
conciencia. En realidad, tenía la cabeza muy clara. Lesionó a los dos policías y fue
necesario que todos los del bar se le echaran encima para reducirlo. Cuando le
arrastraron a la cárcel, aún trataba de pelear. Entre otras cosas, tenía el cráneo
fracturado. No pudo boxear más.
Ésta es la triste historia que nos contó. La narró como si fuera un ejemplo de su
estupidez, no de su valentía (aunque en Patty Lareine causó el efecto contrario).
Cuando le conocimos un poco mejor, el Machete resultó ser un tipo divertido. Para
hacernos reír, imitaba a las putas negras. Veíamos muy a menudo al señor Green, y yo
solía prestarle dinero.

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Para darles una idea de lo próximo que me sentía de la aniquilación y de lo
agradable que me resultaba esta idea, bastará decir que reconocía que el Machete no
se había portado tan mal conmigo como yo con Wardley. Los últimos restos de mi
rabia comenzaron a palidecer, y la paz vino a sustituirlos. Ignoro lo que pensaba el
Machete, pero al mismo tiempo que mi ira desaparecía fue desapareciendo la suya.
Me decidí a romper el silencio.
—Bueno, dime lo que tengas que decirme, grandísimo hijo de mala madre.
—No tuve ocasión de saber si mi madre tenía algo bueno.
Me ofreció la mano, con la palma tendida, para que yo la golpeara en gesto de
amistad. Con tristeza, así lo hice.
—No sé dónde está Patty Lareine —le dije.
—¿La buscas?
—No.
—Pues yo sí, y no la encuentro.
—¿Cuándo te abandonó? —Frunció las cejas.
—Estuvimos juntos tres semanas. Luego, se puso nerviosa y se largó.
—¿Adónde fuisteis?
—A Tampa.
—¿Viste a su ex marido?
—¿Es un tipo que se llama Wardley?
Asentí con la cabeza.
—Le vimos. Una noche nos invitó a cenar. Luego, Patty lo visitó a solas. Pero no
me importó. El tipo no era una amenaza. Me pareció que Patty quería interesarlo en
algún proyecto. Pero al día siguiente, Patty se largó. —El Machete parecía a punto
echarse a llorar—. Patty me trató bien. Es la única puta que me tratado bien. —Con
expresión muy triste, añadió—. Agoté el repertorio de chistes. Ya no podíamos
hablar.
—¿Se te acabaron los chistes de putas?
—Sí, todos. —Me miró a los ojos y preguntó—: ¿Sabes dónde está? Tengo que
encontrarla.
—Bueno, es posible que no ande muy lejos.
—Está aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Un tipo me llamó por teléfono. Me dijo que Patty se lo ha pedido. Quería que
lo supiera. Estaba aquí, con Wardley. Patty me encontraba a faltar, o eso fue lo que
dijo el tipo.
—¿Quién era?
—No me dio su nombre. Mejor dicho, me lo dio, pero aquí no hay nadie que se
llame así. Cuando me lo dijo ya comprendí que era falso. Hablaba con un pañuelo
delante del auricular.
—¿Qué nombre te dijo?

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—Healey. Austin Healey.
Recordé una anécdota ocurrida hacía un par de años. Cansados del sonido del
mote Stude, entre nosotros comenzamos a llamarle Austin Healey Stude. Bueno, esto
duró muy poco. Y Stude ni siquiera se enteró. Forzosamente tuvo que ser el Araña
quien llamó.
—El Healey ese me dijo que Patty se encontraba en la Posada de Provincetown.
Llamé. ¡Mierda, hacía siglos que no la habían visto!
—¿Cuándo volviste?
—Hace tres días.
—Y ¿cuándo te dejó Patty?
—Hará una semana, más o menos.
—¿Siete días? ¿Estás seguro?
—Ocho. Los he contado.
El Machete contaba sus días. Y yo contaba los míos.
—Sería capaz de matarla por haberme dejado —dijo.
—Bueno, no hay hombre a quien Patty no sea capaz de abandonar. Es una
persona bastante estrecha de miras. Para ella, todo es pecado.
—Yo también soy estrecho de miras y, en cuanto la vea, alguien se va a llevar una
racha de bofetadas. —Me dirigió una mirada de soslayo, como diciéndome:
«Muchacho, puedes tomarles el pelo a otros, pero conmigo tienes que ser leal». Y
entonces me hizo algunas confidencias—: El tal Austin Healey me dijo que Patty
Lareine había vuelto contigo. Cuando me lo dijo, pensé que tendría que meterte en
cintura, pero bien… —Hizo una pausa, para que me empapara bien de su
pensamiento. Luego dijo—. Pero me di cuenta de que no era capaz de hacerte una
cosa así.
—¿Por qué?
—Porque me has tratado como a un caballero. —Sopesó cuidadosamente el
significado de esta frase y pareció estar de acuerdo con ella. Así que continuó—:
Además, ya no le gustas a Patty Lareine.
—Es probable.
—Dijo que la habías engañado para casarte con ella.
Me eché a reír.
—¿De qué te ríes, imbécil?
—Mira, Green, hay un viejo refrán judío que dice: «¡Una vida, una esposa!».
También él se echó a reír.
Nos reímos tanto que llamamos la atención de todos. Aquella noche estábamos
haciendo historia en el Bergantín. Sí, el cornudo y el amante negro se lo pasaban
bomba.
—Joseph, hasta la vista —le dije.
—Hasta la vista.

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Necesitaba dar un largo paseo. Llevaba dentro de la cabeza muchas más cosas de
las que era capaz de asimilar.
Lloviznaba mientras caminaba por la calle del Comercio con las manos en los
bolsillos y la cabeza cubierta por la capucha de mi chaquetón, por lo que no me di
cuenta de que un automóvil me seguía hasta que por fuerza tuve que advertir la
persistente mancha de luz de sus faros junto a mí. Volví la cabeza. Era un coche
patrulla, y en él iba un solo hombre. Abrió la puerta para que entrara.
—Entra.
Regency, tan solícito como siempre.
Apenas habíamos recorrido cinco metros, comenzó a hablar.
—Tengo datos sobre esa amiga tuya, Jessica. —Indicó un papel en el asiento
delantero, y añadió—: Échale una ojeada.
Y me entregó una linternita, en forma de lápiz, que extrajo del bolsillo de la
chaqueta. Estudié la reproducción de la fotografía enviada por cable. Era Jessica, sin
la menor duda.
—Diría que es ella —dije.
—No hace falta que me lo digas, muchacho. No cabe la menor duda. La camarera
y el gerente del Mirador lo han confirmado.
—Buen trabajo. ¿Cómo la has localizado?
—Fue fácil. Entramos en contacto con el despacho de Pangborn en Santa
Bárbara, y supimos que había dos rubias a las que trataba, desde un punto de vista
social o comercial, o quizá los dos. Estábamos investigando el asunto, cuando nos
llamó el hijo de Jessica. El muchacho sabía que su madre estaba en Provincetown en
compañía de Pangborn, como cabía deducir por la carta de amor del gran Lonnie.
—¿Te refieres al amante de Pangborn?
—Exactamente. El chico que sale con una máquina de afeitar eléctrica. —
Regency abrió la ventanilla del coche y lanzó a la calle un respetable escupitajo—.
Creo que no volveré a mirar un anuncio.
—¡Quién sabe!
—Bueno, Madden, los acontecimientos se precipitan, ¿comprendes? Parece que
el nombre de la fulana no era Jessica.
—¿Cómo se llamaba?
—Laurel Oakwode.
Recordé claramente haberle dicho al Arpón, en la abortada sesión de espiritismo:
«Diles que intentamos entrar en contacto con una mujer llamada Mary Oakwood, que
era prima de mi madre. Pero la verdad es que la mujer con la que quiero hablar se
llama Laurel».
Esa coincidencia difícilmente podía deberse a un transmisor en mi coche. No
pude evitar echarme a temblar. Sentado al lado de Regency, en el coche patrulla,
avanzando a veinticinco kilómetros por hora a lo largo de la calle del Comercio, mi
temblor resultó evidente:

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—Oye, me parece que necesitas tomarte una copa —dijo Alvin Luther.
—Me encuentro bien —respondí.
—Quizá te sentirías mejor si no llevaras en el brazo ese tatuaje que dice Laurel —
sugirió Regency.
—¿Quieres parar el coche, por favor?
—Con mucho gusto.
Habíamos llegado al final de la calle del Comercio. Estábamos en el lugar donde
los Padres Peregrinos habían desembarcado, pero la llovizna no permitía ver nada.
—Bueno, baja si quieres —dijo Regency.
Mi terror había menguado. La idea de tener que caminar cinco kilómetros hasta
casa, con la sola compañía de nuestra frustrada conversación, me animó a
arriesgarme un poco.
—No sé qué intentas insinuar, pero, sea lo que fuere, me importa muy poco. Me
emborraché, fui a ver al Arpón y le dije que me hiciera un tatuaje. Si Jessica me dijo
que en realidad se llamaba Laurel, no lo recuerdo.
—¿Iba contigo?
Tuve que tomar una decisión.
—El Arpón dice que sí.
—¿Quieres decir que no te acuerdas?
—Claramente, no.
—O sea que hubieras podido cargártela y haberlo olvidado.
—¿Me estás acusando?
—Digamos que estoy preparando el borrador de un guión de cine. A mi manera,
también soy escritor.
Al decir esto, Regency no pudo dominarse, y el semental salvaje soltó un agudo
relincho.
—No me gusta tu manera de hablar —le dije.
—Oye, amigo, una broma es una broma, y haz el favor de no ponerte pesado,
porque podría detenerte ahora mismo.
—¿Por qué? No ha habido ningún asesinato. La dama puede muy bien estar
camino de regreso a Santa Bárbara. No vas a manchar tu hoja de servicios con una
detención injustificada.
—Te lo diré con otras palabras: te podría detener como sospechoso del posible
asesinato de Leonard Pangborn.
—Dijiste que fue suicidio.
—Eso pensaba. Pero los forenses han echado una ojeada al fiambre. A petición
mía, vinieron desde Boston. Les gusta que les llamen los «superforenses», pero yo, en
privado, los llamo los «superfunerarios».
Una vez más, no pudo resistir la tentación de reírse de su propia gracia.
—Sí —añadió—, sus descubrimientos suelen ser muy lúgubres.
—¿Qué descubrieron?

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—Te lo voy a decir ya que, dentro de poco, dejará de ser un secreto. Cabe la
posibilidad de que el tipo se suicidara, pero en caso de que se suicidara, ¿quién
conducía el coche?
—Tú me dijiste que se había metido en el maletero y que lo había cerrado, desde
dentro, antes de pegarse el tiro.
—Sí, pero las manchas de sangre en el suelo del portamaletas presentaban forma
irregular, como si la sangre hubiera comenzado a coagularse cuando el automóvil iba
desde el lugar en que ocurrieron los hechos hasta el Mirador.
—¿Los empleados del restaurante no oyeron nada?
—No podían oír nada si todo eso ocurrió a las tres de la madrugada. Ya se habían
ido. Mira, una cosa es segura. El coche corrió. La disposición de la sangre lo
demuestra. —Se encogió de hombros—. Lo cual quiere decir, Madden, que alguien
condujo el automóvil de regreso al Mirador después que Pangborn se suicidara.
—¿Pudo hacerlo Jessica?
—Sí, claro que Laurel Oakwode pudo hacerlo. Hay una cosa que me intriga: ¿te
la follaste?
—Creo que sí. —Silbó.
—¡Santo Dios, cómo tienes la cabeza! —dijo—. ¡Mira que no acordarse!
—Lo que más me molesta es que, si no me equivoco, me la follé delante de
Pangborn.
—Me molesta tener que citar frases de negros, pero Cassius Clay dijo: «No eres
tan tonto como pareces».
—¿Qué quieres decir?
—No permitas que mi elogio te embriague.
Encendió un puro y aspiró el humo.
—Madden, me has dado tu guión. Primero: te follas a Jessica en las narices de
Pangborn. Segundo: te limpias el cipote y te largas. Tercero: Jessica consuela a
Pangborn. Cuarto: Pangborn se echa a llorar, diciendo: «Nosotros, los maricones, no
podemos aguantar semejante competencia». Así que se mete en el maletero y ¡pum!
La chica ya tiene un cadáver entre las manos. Los maricones suelen ser muy
vengativos y sensibles, y cuando sienten despechados su reacción puede ser terrible.
Bueno, la mujer en cuestión es una dama respetable y no quiere publicidad. En
consecuencia, devuelve el automóvil al Mirador y emprende el camino de regreso a
Santa Bárbara. —Asintió con la cabeza—. Es una historia bien estructurada, siempre
y cuando descubras, en primer lugar, dónde pasó la noche, aunque te voy a adelantar
para que te ahorres gastos de abogado, que siempre podrás asegurar que llegó a tu
casa hecha un mar de lágrimas y durmió en tu sofá. A menos que le ofrecieras tu
cama. —Regency abrió la ventanilla y tiró el puro—. En segundo lugar, la señora
tendría que estar viva y confirmar tu historia, cuando sea descubierto su paradero.
Más vale que reces pidiendo a Dios que su cadáver no aparezca cualquier día por ahí.
—Has pensado mucho en este asunto. Más que yo.

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Dije esto con la esperanza de que tuviera la guardia baja y acusara el golpe, pero
Regency se limitó a asentir con la cabeza:
—Voy a contarte otro guión —dijo—. Tú, la fulana y el maricón vais en tu coche
a Wellfleet. En el camino de regreso, Lonnie no puede tolerar la idea de perder a la
tía, y te amenaza con una pistola. Tú detienes el automóvil, te enfureces, peleas con
Pangborn y le arrebatas la pistola. En el curso de la lucha la tía recibe un tiro mortal.
La dejas en el bosque. Llevas al tipo hasta el coche, le obligas a meterse en el
maletero (el maricón tiembla como un flan), le pones el cañón en la cara y le dices,
con dulzura: «No te voy a hacer daño alguno, Lonnie, no es más que una broma, un
juego. Yo me libro de las neuras así. Hazme el favor de besar el cañón, Lonnie».
Oprimes el gatillo, limpias un poco el arma y marcas en ella las yemas de sus dedos.
A continuación llevas su coche al Mirador, vas a buscar tu vehículo, vuelves al
bosque y te desembarazas del cadáver de la dama. Sólo te olvidas de limpiar la sangre
del asiento contiguo al tuyo. Bien, como dice mi mujer: «Nadie es perfecto».
Tampoco yo. Voy pasar por alto el que hubiera sangre en un asiento de tu automóvil.
Soy un hombre cándido que confía en sus amigos. Pero te aseguro que más te valdrá
que reces pidiendo que el cadáver de esa mujer no aparezca. Yo sería el primero en ir
en tu busca, porque me creí lo de la hemorragia nasal.
—Muy bien, ¿por qué no me metes en la cárcel ahora mismo? —le pregunté.
—Piensa, piensa.
—Porque no tienes pruebas. De haber muerto Jessica en mi coche, la ropa de
Pangborn estaría llena de su sangre.
—Quizá estés en lo cierto. Vayamos a tomar una copa.
Nada podía resultarme menos agradable. Lo último que deseaba en el mundo era
tomar una copa con Regency. Pero él puso en marcha el motor, comenzó a silbar
Polvo de estrellas, y arrancó levantando un torbellino de arena con los neumáticos.
Pensé que me llevaría al bar de la Asociación de Veteranos, que era el lugar
adonde solía ir a beber, pero no fue así; volvimos a la plaza del Ayuntamiento y me
condujo por el corredor del sótano hasta su despacho, en donde me indicó con la
mano una silla y sacó una botella de whisky. Supuse que me había llevado allí porque
tenía una grabadora, oculta en algún lugar de su escritorio, y pensaba utilizarla.
—He pensado que más valía que te mostrara lo que tiene de agradable esta
oficina pública antes de que tengas que utilizar su calabozo —me dijo Regency.
—¿No podemos hablar de otra cosa?
Sonrió.
—Elige el tema tú mismo.
—¿Dónde está mi esposa?
—Esperaba que tú me lo dijeras.
—He hablado con el tipo con quien se fugó y me ha dicho que le abandonó hace
ocho días. Creo que es cierto.
—Esto concuerda.

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—¿Con qué?
—Según el hijo de Laurel Oakwode, que, por cierto, también se llama Leonard,
aunque todos le llaman Sonny, Sonny Oakwode, Patty Lareine estaba en Santa
Bárbara hace siete noches.
—No lo sabía.
—Sí, estaba en compañía de ese tipo, Wardley.
Hasta entonces no había sabido el significado exacto de la frase «Quedarse de
piedra». Lo acababa de aprender.
—¿Un poco de whisky?
Asentí con la cabeza, incapaz de hablar. Regency siguió:
—Sí, Patty Lareine estaba en Santa Bárbara, con Wardley, y cenaron con Laurel
Oakwode y Leonard Pangborn en un club junto a la playa. Los cuatro en la misma
mesa. Sonny se les unió más tarde para tomar café.
Seguía sin poder hablar.
—¿Quieres saber de qué hablaron? —me preguntó Regency.
Asentí.
—Después necesitaré algunas informaciones.
Volví a asentir.
—Bueno, según lo que le he podido sonsacar a Sonny… —hizo una pausa y
observó—: A propósito, por teléfono Sonny no parece maricón. ¿Será posible que
Pangborn mintiera en su carta?
Hice un signo de interrogación con el índice.
—Pero Pangborn no te pareció marica, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Es increíble la de cosas que no sabemos —comento Regency—. Igual resulta
que tú y yo somos maricones.
—Lo que tú digas, querido —musité.
Estas palabras le hicieron prorrumpir en grandes carcajadas. Por mi parte, estaba
contento de haber recuperado la voz. Quedarse sin habla es algo terrible.
Los dos tomamos sendos sorbos de whisky.
—¿Un poco de marihuana? —me ofreció.
—No.
—¿Te molesta que fume?
—¿No tienes miedo de que te pillen fumando marihuana en tu despacho oficial?
—Pillarme, ¿quién? Lo único que hago es esforzarme en que un sospechoso se
tranquilice.
A continuación, Regency sacó un porro y lo encendió.
—Maravilloso —le dije.
—Sí. —Regency soltó humo y añadió—: Cada calada es una delicia.
—Sí, señor.

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—Oye, Madden, Sonny me dijo que Pangborn y Laurel planeaban ir en avión a
Boston, alquilar un automóvil y dirigirse a Provincetown, donde fingirían ser turistas
que se habían enamorado de la finca Paramessides.
—¿Así se llama la mansión esa?
—Sí. Un griego que hacía de hombre de paja por cuenta de unos árabes la compró
hace unos años. Wardley quería comprarla para ofrecérsela a Patty. Hablaban de eso
durante la cena.
—¿Por qué?
—Hablaban de volverse a casar —dijo tras inhalar otra calada.
—Fabuloso.
Sospecho que el humo del porro de Regency me había mareado.
—¿Para qué quería Patty Lareine esa finca? —me preguntó Regency.
—Nunca me habló de ella.
—Según Sonny, Patty llevaba un año con la vista puesta en esa mansión. Wardley
quería comprársela, igual que Richard Burton le compraba diamantes a Elizabeth
Taylor.
—Y ¿eso no te inquieta? —le pregunté.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te inquieta que Patty Lareine y Wardley proyectaran casarse de nuevo?
—¿A santo de qué ha de inquietarme?
—¿Patty Lareine y tú no os habéis dado algún que otro revolcón juntos?
Si Regency y yo hubiéramos estado boxeando, habría dicho para mí: «Éste es el
primer golpe que forzosamente tiene que acusar». Regency parpadeó, y desprendió
una aureola de ira espacial. Sólo puedo describirlo con estas palabras. Fue como si el
cosmos se hubiera excitado y estuviera a punto de estallar una tormenta eléctrica.
—Cuidado, cuidado, muchacho… —dijo al fin—. Te voy a decir una cosa, para
que te la metas en la cabeza. No me hagas preguntas acerca de tu esposa, y yo no te
las haré acerca de la mía.
El porro ya casi le quemaba los dedos.
—¿Sabes qué? Te aceptaré una calada —le dije.
—Vaya, hombre, no tienes nada que ocultarme, ¿verdad?
—No más que tú a mí.
Me pasó la colilla encendida, y le di una chupada.
—Muy bien, cuéntame de qué habéis hablado Wardley y tú esta tarde —me
conminó.
—¿Cómo sabes que nos hemos visto?
—No te puedes imaginar el número de confidentes que tengo en esta ciudad. —
Regency dio un par de golpecitos al teléfono y, en tono fanfarrón, dijo—: Este
teléfono es como un mercado.
—Y ¿qué vendes en ese mercado? —le pregunté.

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—Entre otras cosas, vendo el tachar nombres de los informes de la policía.
También vendo el sobreseimiento de causas por delitos de poca monta. Madden, vete
a tomar por el culo, y cuando te hayas subido los pantalones, vuelves aquí, donde está
la gente importante y le cuentas al tío Alvin lo que Wardley y tú habéis hablado en la
playa esta tarde.
—Y ¿si no lo hago?
—Sería bastante peor que un juicio de divorcio en la alta sociedad de Tampa.
—¿Imaginas que puedes ganarme en un duelo de groserías?
—Sí, nosotros lo hacemos más a fondo.
La verdad sea dicha, tenía ganas de contárselo. Y no porque le tuviera miedo (la
marihuana me decía: «Has ido demasiado lejos para tener miedo de nadie»), sino
porque sentía curiosidad. Quería saber cómo reaccionaría Regency ante aquellos
hechos.
—Wardley me dijo que él y Patty competían por comprar la finca ésa.
Regency silbó.
—Evidentemente, Wardley intenta engañar a Patty Lareine o a ti —dijo.
Consideró los pros y los contras en su mente, a gran velocidad, igual que un
ordenador, y dijo:
—Quizá quiera engañaros a los dos.
—Tiene motivos.
—¿Te molestaría decírmelos?
—Hace años, cuando vivíamos en Tampa, Patty Lareine me pidió que me cargara
a Wardley.
—¡No me digas…!
—¿A santo de qué tanta sorpresa? —le pregunté—. ¿Es que ella no te lo dijo?
Regency tenía su punto débil. No cabía la menor duda. No sabía cómo reaccionar
cuando le hablaba de Patty. Por fin, dijo:
—No acabo de entender a qué diablos te refieres.
—Paso.
Fue un error. Inmediatamente, Regency se creció.
—¿De qué más hablasteis Wardley y tú?
Dudé si contárselo o no. Pensé que cabía la posibilidad de que Wardley hubiera
grabado nuestra conservación en la playa. Debidamente retocada, la cinta podía dar
de mí la imagen de un hombre tan dispuesto a venderse como Nissen el Araña.
—Wardley estaba preocupado por la muerte de Pangborn, y sentía curiosidad en
lo tocante a la desaparición de Jessica. Ha dicho varias veces que tendría que hacer
una oferta personalmente, a cara descubierta, por la casa, y que esto daría lugar a que
los vendedores subieran el precio una barbaridad.
—¿Insinuó dónde está Patty Lareine?
—Quería que me encargara de buscarla.
—¿Qué te ofreció?

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—Dinero.
—¿Cuánto?
Me pregunté por qué tenía que proteger a Wardley. ¿Se trataría de un prejuicio
ancestral en contra de hablar con la policía? Pero recordé el transmisor y dije:
—Dos millones.
—¿Le creíste?
—No.
—¿Era una oferta para que la mataras?
—Sí.
—¿Estás dispuesto a testificar en juicio?
—No.
—¿Por qué?
—Dudo que Wardley hablara en serio. Y además, no accedí su petición. Tal como
tuve ocasión de comprobar en Tampa, no tengo madera de asesino.
—¿Dónde puedo encontrar a Wardley?
Sonreí.
—¿Por qué no se lo preguntas a un par de confidentes tuyos?
—¿A cuáles?
—Los que van en la camioneta marrón.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, igual que si hubiera movido muy
bien una pieza de ajedrez, y dijo:
—Pues te voy a decir por qué no lo hago. Porque no lo saben. Wardley se limita a
reunirse con ellos aquí y allá.
—¿Qué coche conduce Wardley?
—Habla con ellos por radio. Luego se reúne con ellos. Llega a pie y se marcha a
pie.
—Y ¿te lo crees?
—Bueno, la verdad es que no les he sacudido hasta el punto de que les
castañeteen los dientes.
—¿Por qué?
—Atizar a los confidentes da mala reputación. Y, además, los creo. Wardley
obraría de esa manera. Quiere que la gente piense que es un ser superior.
—Quizá no te interesa demasiado encontrar a Patty.
Para demostrar lo frío que le habían dejado mis palabras, Regency organizó una
compleja exhibición de mímica. Cogió la colilla, la aplastó con el pulgar, hizo una
bola con ella, y se la tragó. Su sonrisa venía a decir: «No hay pruebas».
—No tengo prisa. Tu mujer aparecerá sana y salva.
—¿Estás seguro? Yo no.
—Tenemos que esperar —dijo Regency con suavidad.
Me pregunté hasta qué punto mentía, y lo profundas que eran sus mentiras. Tomé
otro sorbo de whisky. No ligaba con la marihuana. Sin embargo, aquella combinación

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parecía gustar a Regency. Sacó otro porro y lo encendió.
—Los asesinatos son repugnantes —dijo—. Muy raras veces te dejan
impresionado para siempre.
No tenía la más leve idea de lo que Regency se proponía decir con estas palabras.
Cogí el porro que me ofrecía, le di una chupada y se lo devolví. Regency prosiguió:
—Recuerdo el caso de un soltero muy bien plantado que de vez en cuando
conquistaba a una chica y la convencía para que pasara la noche con él en un motel.
Primero hacía el amor con ella, y luego la convencía para que posara con las piernas
abiertas, a fin de hacerle fotografías con su Polaroid. Después, la mataba. ¡Plas! Con
silenciador. Entonces tomaba otra fotografía. Antes y después. Luego, se iba, dejando
a la chica en la cama y el automóvil junto a la puerta del motel. Siempre alquilaba los
coches con nombre falso. Me parece que tenía la costumbre de alquilar dos
automóviles; aparcaba el segundo en las cercanías del motel y huía con él, dejando el
primero para que lo encontrara la policía. ¿Sabes por qué lo atraparon? Tenía la
costumbre de poner en un álbum todas las fotografías. ¡Muy cuidadosamente! Una
página para cada una. La madre del caballero en cuestión, que debía de ser bastante
cotilla, se moría de ganas de ver qué había en aquel álbum, así que rompió el cierre.
Cuando vio el contenido, se desmayó, y cuando volvió en sí del desmayo, llamó a la
policía.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Porque es una historia que me impresionó. Soy un agente de la autoridad que
defiende la ley y el orden, y la historia ésa me impresionó. Todo buen psiquiatra ha
de tener algo de loco y puede ser buen policía sin llevar dentro todo un saco de
posibles monstruosidades. ¿Te ha parecido repugnante esa historia?
—La has contado bastante mal.
—¡Ja, ja, ja! ¡Cuánto le gustaría a un buen fiscal tenerte de testigo!
—Bueno, me voy.
—¿Quieres que te acompañe en coche?
—Gracias. Iré a pie.
—Perdona, no quería trastornarte.
—No me has trastornado.
—Tengo que decirte una cosa. El asesino de la Polaroid me interesa. Estuvo a
punto de salirse con la suya.
—Seguramente.
—Sayonara —dijo Regency.
Una vez en la calle, volví a temblar. En gran medida era alivio. Tenía la impresión
de que en el curso de la última hora había tocado cada una de las palabras que había
pronunciado como si las hubiera ido colocando cuidadosamente en su sitio. Era
natural que sintiera alivio por hallarme fuera de aquel despacho. Pero odiaba la
inteligencia de Regency, ya que aquella historia realmente me había impresionado.
Había llegado a más íntimo de mi sensibilidad.

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¿Qué había intentado decirme Regency? Recordé las fotografías de Madeleine
desnuda que había tomado con mi Polaroid años atrás, y las de Patty Lareine, más
recientes. Las guardaba a buen recaudo en mi despacho, tan seguras como los
pececillos que revolotean alrededor de un arrecife, y sentía un perverso sentido de
posesión al pensar en su existencia. Era como tuviera en mi poder la llave de una
mazmorra. Comencé a preguntarme una vez más si no sería yo el sanguinario asesino.
No puedo describir la sensación de revulsión que sentí en aquel instante. Me
encontraba físicamente enfermo. La marihuana aumentó los espasmos de mi garganta
hasta el punto de convertirlos casi en orgasmos de tan fuertes. Por el esófago me
subió bilis y whisky, y la poca comida que había ingerido, de modo que me doblé por
la cintura sobre una valla baja y vomité en el jardín de un vecino. Siempre cabía la
esperanza de que la lluvia me absolviera.
Sí, yo era como un hombre medio aplastado por una roca que, mediante un
inaudito desprecio del dolor, ha conseguido liberar su cuerpo del peso que lo oprime.
Y entonces la roca vuelve a aplastarlo.
Sabía por qué había vomitado. Sí, tenía que regresar al hoy. «¡No!», dije para mí,
«¡si está vacío!». Pero lo cierto era que no lo sabía. Un instinto profundo, tan
poderoso como las voces de la Ciudad del Infierno, me decía que volviera.
Suponiendo que sea cierta la creencia popular de que el asesino siempre regresa al
escenario del crimen, en mi caso el mecanismo que provoca estos impulsos debía
estar completamente trastornado, pues tenía la convicción de que la única manera de
demostrarme a mí mismo, al menos durante una noche (y mi sueño, tan amado como
el mismísimo aire, dependía de eso), que yo no era culpable de la decapitación, era
volver allá. Éste era el proceso lógico que me invadía, y llegó a tener tanta fuerza
que, cuando regresé a casa, sólo pensé en buscar las llaves de mi Porsche, mientras
comenzaba a prepararme para asumir todas las consecuencias de semejante incursión:
primero, la carretera general, después, la carretera secundaria, luego, los ondulantes
caminos llenos de arena; y vi de antemano los charcos que la lluvia habría formado
en aquel terreno, y las roderas, y la piedra cubierta de musgo que tapaba el hoyo.
Incluso vi, en la pantalla de mi imaginación, la bolsa de plástico verde, iluminada por
mi linterna. Aquí se interrumpió aquella representación mental. Cuando ya estaba
preparado, en la medida de lo posible, para iniciar la incursión, sentí que mi perro me
lamía los dedos. Era la primera muestra de afecto que me daba en cinco días. En
consecuencia, le llevé conmigo. La plana caricia de su lengua en la palma de mi
mano despertó en mi mente razones de orden práctico: el perro podía ser útil. Sí, ya
que si no había nada en el hoyo, ¿quién podía decirme que no hubiera algo enterrado
en sus cercanías? Y el olfato del perro podía revelármelo.
He de confesar que el hedor que desprendía el perro a punto estuvo de hacerme
vomitar de nuevo, por lo que tuve la tentación de no llevarlo conmigo. Pero el perro,
un gran labrador negro, estaba en el automóvil, solemne como un soldado. (A

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propósito se llamaba Trucos, porque era muy patoso y no había podido aprender
ninguno).
Nos pusimos en marcha. El perro iba sentado a mi lado, muy solemne con la nariz
hacia la ventanilla. Hasta que estuvimos a medio camino de Truro no me acordé del
transmisor, y la idea de que me seguían me llenó de rabia. Me arrimé al borde de la
carretera, detuve el coche, quité la cajita, y la dejé en el fondo de una zanja de poca
profundidad, junto a un mojón kilométrico. Luego, reemprendimos nuestro camino.
No creo necesario describir el resto del trayecto. Tardé en recorrerlo el mismo
tiempo que las veces anteriores, y cuanto más me acercaba al camino arenoso más
remiso estaba mi pie a oprimir el pedal del gas. Y al final el motor del coche comenzó
a fallar. Se caló en medio de un charco, y tuve un arrebato de miedo, como el que
produce el súbito paso de un fantasma, de que no podría volver a poner en marcha el
automóvil. En los tiempos coloniales había habido un patíbulo en algún claro de
aquel bosque, y en aquellos momentos, a través de la llovizna, toda rama recia y
saliente parecía sostener a un hombre pendiente de ella. Ignoro quién estaba más
afectado por el esfuerzo del viaje, si el perro o yo. Trucos profería agónicos lamentos,
como si un cepo le hubiera atrapado una pata.
Anduve torpemente por el sendero, con una linterna en la mano; la niebla era tan
densa, que sentía mi cara bañada en espuma. El perro iba con el costado pegado a mi
muslo, como si me abrazara, pero en los últimos metros, antes de llegar al retorcido
pino enano, tiró de la correa adelantándose a la luz de mi linterna, y su voz se alzó en
una mezcla de exaltación y terror, como si, igual que un ser humano, pudiera
experimentar sentimientos tan contradictorios. Realmente, el perro jamás se había
expresado de una forma tan humana como en aquellos instantes en que de su garganta
salían gemidos de placer y estertores de terror. Tuve que retenerlo con la correa, ya
que de lo contrario hubiera arrancado el musgo que cubría la piedra que tapaba el
hoyo.
Cuando retiré la piedra, el perro emitió un leve gemido. Yo también hubiera
podido gemir, pero me resistía a mirar. Al final, no pude aguantar más. La luz de la
linterna mostró a mi vista una bolsa de plástico negra y pegajosa por la que reptaban
insectos. Cubierto de frío sudor, y con dedos que temblaban como si los espíritus los
estuvieran azotando, invadí los dominios del hoyo —¡ésta era la sensación que tuve!
—, metí la mano y cogí la bolsa. Pesaba mucho más de lo que esperaba. Tardé largo
tiempo en deshacer el nudo, pero no me atrevía a reventar el plástico, como si por el
roto que mis dedos hicieran pudieran discurrir riachuelos nacidos en la mismísima
Ciudad del Infierno.
Por fin deshice el nudo. Levanté la linterna y mis ojos vieron la cara de mi
esposa. No me habría sorprendido más oír el disparo de una pistola en medio de mil
noches de sueño. Patty parecía consternada. De la cabeza de mi esposa, donde debía
haber estado la base del cuello, pendía una roja maraña de hebras de carne. Tras una
sola mirada, porque no pude mirar más, cerré la bolsa. En aquel instante, supe que

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tenía alma. La sentía moviéndose en mi corazón y en mi pecho, mientras mis dedos
volvían a anudar la bolsa.
Me levanté, dispuesto a irme, balanceándome como un marinero borracho. No
sabía si debía llevarme conmigo la cabeza de mi mujer, o si debía dejar que reposara
en aquel inmundo lugar, pero mientras duró esa debilitación de mi conciencia, el
perro dejó de gemir, se agitó y comenzó a meter la cabeza y los hombros en el hoyo,
adentrándose más y más, hasta que sus movimientos cambiaron de dirección y
retrocedió arrastrado por un extremo, con su boca, una bolsa de plástico verde. Era la
que mi mano había tocado en otra ocasión. Estaba rajada. Y vi la cara de Jessica
Pond. No pude llamarla Laurel Oakwode.
¿Les parece raro que cogiera las dos cabezas y las llevara al automóvil? Llevé una
en cada mano y las dejé en el maletero procurando que no se confundieran los velos
de muerte que pudieran estar adheridos a cada una de ellas, ya que una simple bolsa
de plástico es muy pobre mortaja. El perro me acompañó como si fuera el
acompañamiento del entierro, y los árboles a uno y otro lado guardaron silencio. El
sonido del motor del Porsche al ponerse en marcha sonó como una explosión en
aquel fúnebre silencio.
Nos fuimos. Como no sabía lo que hacía ni por qué lo hacía no puedo explicar por
qué me detuve para recoger el transmisor. Cuando lo hice, Stude y Nissen me
atacaron.
Más tarde, cuando pude aclarar un poco mi confusión mental comprendí que la
pareja de bribones me había seguido hasta el instante en que quité el transmisor.
Habían esperado y después siguieron adelante, pero no encontraron mi coche ni mi
casa. Solamente les llegaba el zumbido del transmisor, así que fueron hasta él. Era
evidente que me había deshecho de él, y que no podían saber dónde me encontraba.
En consecuencia, detuvieron la camioneta en el arcén y esperaron a que yo regresara.
Los vi dirigirse hacia mí cuando estaba de pie en la cuneta junto al mojón
kilométrico, con el chivato en la mano. Los dos corrían hacia mí. Recuerdo que pensé
que venían a recuperar lo que yo había robado del hoyo, lo que indica el desconcierto
que reinaba en mi mente. Una cosa buena de encontrarte fuera de sí es que puedes
pasar de un momento trascendental a otro sin que sientas el menor miedo. Al meditar
sobre ello, creo que estaban furiosos por haber tenido que esperar media hora junto al
transmisor en medio de la lluvia. Querían liquidarme, simplemente por haberme
burlado de una técnica que consideraban perfecta.
Cuando se lanzaron sobre el perro y sobre mí, Nissen lleva una navaja en la
mano, y Stude una llave de ruedas. El perro y yo jamás nos habíamos encontrado en
una situación semejante de alianza entre animal y hombre que puede implicar morir
juntos, pero Trucos no me abandonó.
No puedo decir qué fuerza nos ayudó a repeler el ataque. Yo tenía guardadas en
mi maletero las cabezas de dos rubias damas. Aquellas dos cabezas podían
acarrearme doscientos años de presidio, si descubrían que las tenía, y esto representa

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una fuerza nada despreciable. También me dio fuerza para luchar una idea absurda
que me embargaba. Frenético de excitación, imaginaba en aquellos instantes que
transportaba a aquellas damas de una tumba inmunda a otra más decente.
Otra fuerza que también vino en nuestra ayuda fue la loca rabia que me acometió.
Todo aquello que yo alcanzaba a comprender se había ido acumulando, durante los
últimos cinco días, en mi cabeza y extremidades, como si se tratase de pólvora. Por
eso, la visión de aquellos dos acercándose amenazadoramente actuó en mí como un
fulminante. Recuerdo que el perro se puso alerta y en guardia a mi lado, con los pelos
erizados como clavos. Entonces todo comenzó y todo terminó para él. Tal vez no
duró ni diez segundos. El perro se abalanzó sobre Nissen y le atenazó la cara y el
cuello con sus dientes. Pero recibió en pleno corazón la puñalada del Araña y murió
sobre Nissen, quien, chillando y con las manos en la cara, salió a todo correr. Stude y
yo tardamos más.
Stude comenzó a dar vueltas a mi alrededor, con la intención de golpearme con la
llave de ruedas, en tanto que yo procuraba mantener las distancias, dispuesto a
lanzarle a la cabeza mi transmisor —sí, entonces era mío—, pero el peso del aparato
no superaba el de un guijarro.
Por muy furioso que estuviera la verdad es que no me encontraba en forma para
pelear. El corazón parecía que me fuera a estallar, y no tenía armas que pudieran
equipararse con la llave de Stude. No me quedaba más remedio que cazarle de un
directo de derecha perfecto en la mandíbula —mi izquierda nunca había sido lo
bastante buena—, y para ello tenía que esperar el momento en que se dispusiera a
golpearme con la llave. Cuando te enfrentas con un hombre que esgrime un trozo de
hierro, no queda más remedio que esperar a que el tipo se decida a golpear con él.
Sólo puedes atacar al otro cuando su arma está alzada. Stude lo sabía. Se limitaba a
balancear hacia adelante y hacia atrás la llave, sin comprometerse a enarbolarla para
asestarme un golpe potente. Estaba dispuesto a esperar. Prefería que su adversario
quedara agotado por la tensión nerviosa. Stude esperaba, los dos trazábamos círculos,
y yo me daba cuenta de que mi respiración era más trabajosa que la suya. Entonces le
arrojé el transmisor con el que le di en la cabeza. A continuación le aticé un puñetazo
con la derecha pero en lugar de darle en la barbilla alcancé su nariz, lo que él
aprovechó para golpearme con la llave inglesa el brazo izquierdo. Pero lo hizo
después de haber perdido el equilibrio, por lo que el golpe perdió bastante potencia, a
pesar de lo cual sentí el brazo muerto y tanto dolor que apenas pude esquivar el
siguiente golpe aunque lo conseguí. Volvió a blandir la llave, y en ese momento la
sangre que le manaba de la nariz le entró en la boca, por lo que comprendió que se la
había roto.
Se abalanzó contra mí blandiendo la llave. Esquivé el golpe, cogí dos puñados de
grava de la carretera y se los arrojé a la cara. Cegado, me lanzó otro golpe con todas
sus fuerzas. Yo me eché a un lado y le aticé con la derecha el golpe más fuerte que
había dado en mi vida, como si mi brazo actuara animado por un rayo. Stude y su

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llave cayeron al suelo, el uno al lado de la otra. Entonces cometí el error de pegarle
una patada en la cabeza, con lo que sólo conseguí romperme el dedo gordo del pie.
De todas formas, el nuevo dolor que sentí tuvo la ventaja para él de impedirme
golpearle la cabeza con su llave. La cogí y, cojeando, me dirigí a la camioneta. El
Araña estaba reclinado sobre el vehículo, sosteniéndose la cabeza con las manos y
gimiendo; y yo gocé del placer de dejarme llevar de un verdadero ataque de furia.
Con la llave destrocé los cristales de las ventanillas. Rompí los faros y las luces de
situación y, no contento con eso, intenté arrancar las puertas, lo que no conseguí,
aunque sí pude torcerles las bisagras. El Araña lo contempló todo en silencio y, por
fin, me dijo:
—Oye, ten un poco de compasión. Necesito que me vea un médico.
—¿Por qué dijiste que te había robado la navaja? —le pregunté.
—Alguien me la robó. Y me compré otra que no sirve para nada.
—Es la que tiene clavada mi perro.
—Lo siento. No tenía nada contra tu perro.
Realmente, el Araña estaba hecho una lástima. Le dejé junto a la camioneta y
evité acercarme a Stude para no tener el impulso de golpearlo con la llave. Me
arrodillé al lado de mi perro, que había muerto junto al Porsche, su vehículo favorito,
y con el brazo ileso conseguí meterlo dentro, dejándolo en el asiento contiguo al del
conductor.
Y me fui a casa.
¿Quieren que les cuente efectos beneficiosos de aquel combate? Pues bien, tuve la
suficiente presencia de ánimo para llevar las dos bolsas de plástico al sótano de mi
casa, y guardarlas en una caja de cartón. (Tal vez sea pronto para decirlo, pero el
hedor que desprendieron las dos cabezas al cabo de veinticuatro horas de tenerlas allí
fue insoportable). Luego cavé una tumba para el perro en el jardín y lo enterré. Todo
lo hice solamente con un brazo y una pierna útiles, aunque es preciso reconocer que
la húmeda niebla había dejado la tierra blanda. Después me duché y me acosté. De no
haber sido por la pelea en la carretera, no habría podido dormir, y por la mañana
hubiera estado a punto para el manicomio. Pero, gracias a ella, dormí como un
tronco. Al despertar mi padre estaba en casa.

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7

Ni mi padre ni yo tuvimos una gran alegría al ver el aspecto que tenía el otro.
Seguramente ofrecía un triste espectáculo cuando entré cojeando en la cocina. Mi
padre, que estaba preparando un café soluble, dejó el tarro y silbó.
Asentí en silencio con la cabeza. Tenía el pie hinchado, no podía levantar el brazo
más arriba de la cabeza, y llevaba un bolsa de agua helada junto al pecho. Y sólo
Dios sabe las ojeras que rodeaban mis ojos.
Sin embargo, el aspecto de mi padre era, si cabe, peor. Apenas le quedaba cabello
en la cabeza y había perdido mucho peso. En lo alto de las mejillas tenía una zona
altivamente sonrojada, qué me trajo a la memoria el efecto de una pequeña hoguera
en un otero pelado y barrido por el viento.
Entonces comprendí lo que ocurría, y me estremecí como si fuera yo el afectado.
Mi padre recibía tratamiento de quimioterapia.
Seguramente, se había acostumbrado a la expresión que aparecía en los ojos de
los demás y que procuraban borrar después del primer espasmo de sorpresa, ya que
dijo:
—Sí, lo tengo.
—¿Dónde está localizado?
Hizo un vago ademán, como diciendo aquí y allá.
—Gracias por el telegrama —le dije.
—Muchacho, cuando las noticias son tan malas que nadie puede hacer nada por
evitarlas, tienes que arreglártelas solo.
Tenía aspecto de debilidad, es decir, no parecía todopoderoso. Sin embargo, no
podía determinar si sufría o no.
—¿Sigues con la quimioterapia? —le pregunté.
—La dejé hace un par de días. No podía soportar las náuseas.
Se me acercó y me dio un breve abrazo, sin estrecharme demasiado, como si
temiera contagiarme.
—Voy a contarte un chiste —dijo—. Una familia judía aguarda en la sala de
espera de un hospital que les den el diagnóstico. El doctor se les acerca. El médico es
un rico hijo de la gran puta con voz amariconada. Cuando habla, suena como un
pajaro.
De vez en cuando, a mi padre le gustaba aprovechar la ocasión de recordarme, tal
como había hecho con mi madre, que nuestros orígenes eran de lo más humilde y
resultaba vergonzoso negarlo. Su esnobismo siempre fue de signo inverso, por eso
dijo pajaro en vez de pájaro. Después de esta gracia, prosiguió:

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—Y va el médico y les dice: «Tengo que darles una noticia buena y otra mala: la
mala es que la enfermedad de su padre es incurable, y la buena es que no se trata de
cáncer». Y la familia dice: «¡Gracias a Dios!».
Nos reímos los dos al mismo tiempo. Cuando dejamos de reírnos, mi padre me
entregó la taza de café, de la que no había bebido ni un sorbo, y comenzó a prepararse
otra.
—En este caso, las noticias son malas —dijo mi padre.
—¿Es incurable?
—Tim, ¿quién coño puede decirlo? A veces tengo la impresión de saber con
exactitud el momento en que lo pillé. Y si estoy tan cerca de la causa, a lo mejor
puedo encontrar la cura. Pero te diré que odio esas píldoras que los médicos te
obligan a tragar. Y me odio a mí mismo por tragarlas.
—¿Qué tal duermes?
—Nunca he sido un gran dormilón. —Hizo un movimiento afirmativo con la
cabeza. Luego dijo—. Muchacho, lo aguanto todo, menos las altas horas de la noche.
Tratándose de mi padre, aquello era todo un discurso, así que se calló
bruscamente y me preguntó:
—¿Qué te ha pasado?
Le conté mi pelea. Cuando terminé me preguntó:
—¿Dónde has dejado al perro?
—Lo he enterrado en el jardín.
—¿Lo hiciste antes de acostarte?
—Sí.
—Te educaron bien.
Pasamos la mañana en la cocina. Preparé unos huevos y después intentamos pasar
el rato en la sala de estar, pero el mobiliario de Patty no era el más adecuado para un
viejo descargador de muelle. Tardamos poco en volver a la cocina. Era un día gris. Mi
padre miró por la ventana y se estremeció.
—¿Cómo es que te gusta un lugar tan triste? —me preguntó—. Es como la costa
occidental de Irlanda en invierno. La verdad es que me gusta mucho.
—¿De veras?
—La primera vez que estuve aquí fue poco después que te expulsaran de Exeter.
¿Recuerdas que nos emborrachamos?
Me causó verdadero placer la sonrisa de mi padre cuando dije:
—Y tanto…
—A la mañana siguiente, decidiste regresar a Nueva York y me vine aquí a pasar
el verano. Me habían hablado de este sitio. En cuanto llegué, me gustó. Una noche, al
cabo de una semana fui a un baile, junto a la carretera. Allí vi a una chica guapa a la
que no perdí de vista, pero ni me acerqué a ella. La chica estaba con un grupo de
amigos y bailaba con ellos. Yo sólo la observé. Cuando ya iban a cerrar, probé suerte.
Me fui a la pista, me acerqué a la chica, la miré a los ojos, ella sostuvo mi mirada y

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salimos juntos. ¡Que se fueran a la mierda los tipos que estaban con ella! Sus amigos
no dijeron ni pío. Bueno, el caso es que la chica y yo cruzamos la carretera, nos
metimos en el bosque, nos tumbamos y, Dougy, al instante ya me la estaba follando.
Calculo que pasarían unos seis minutos desde el momento en que la abordé hasta el
momento en que me la follé. Esto me dejó más satisfecho de mí mismo que cuanto
había hecho hasta entonces.
A mi padre le gustó mucho esta historia. Con un movimiento reflejo, adelantó la
mano para coger el vaso de whisky, y entonces se dio cuenta de que no había tal vaso.
—Así que este lugar te da suerte —dijo.
—Hasta cierto punto.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó—. Para ser un tipo que hace poco le dio
una paliza a un matón que llevaba una llave de ruedas, pareces muy deprimido.
¿Tienes miedo de que vuelva por ti?
Una gran expresión de alegría apareció en los ojos de mi padre ante la idea de que
Stude se decidiera a pasar por casa.
—Bueno, tengo muchas cosas que contarte, pero todavía no me siento con
ánimos.
—¿Tienen que ver con tu mujer?
—En parte.
—Oye, si me quedaran diez años de vida, no te diría ni media palabra, pero como
no es así, te diré que, en mi opinión, no te casaste con la mujer adecuada. Me hubiera
gustado que te casaras con Madeleine. Quizá fuera una italiana vengativa, pero me
gustaba. Tenía clase. Tenía sutileza.
—¿Es tu bendición final?
—Quizá me callé demasiadas cosas durante demasiados años. A lo mejor todo lo
que me callé ha comenzado a pudrirse dentro de mí. Esos médicos que hablan como
pajaros dicen que una de las causas del cáncer es el ambiente viciado.
—¿Qué quieres decirme?
—El tipo que se casa con una mujer rica se merece todo lo que le caiga encima.
—Pensaba que Patty te gustaba.
La verdad es que mi padre y Patty se lo pasaban bien bebiendo juntos.
—Lo que me gustaba de Patty eran sus cojones. Si todas las palurdas fueran tan
machos como ella, dominarían el mundo. Pero no me gustaba lo que Patty hacía
contigo. Ciertas damas debieran llevar un jersey con un cartelito que dijera: «Quédate
mi lado y te convertiré en un claxonazos».
—¡Muchas gracias, hombre!
—Mira, Tim, es una metáfora. Nada personal.
—Siempre te he preocupado, ¿verdad?
—Es que tu madre era muy blandengue. Te mimó demasiado. —Me dirigió una
profunda mirada de sus ojos de color azul hielo añadió—: Sí, siempre me he
preocupado por ti.

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—Pues no hubieras debido hacerlo. Estuve tres años en la cárcel y no cedí. Me
llamaban Mandíbula de Hierro. Nunca se la chupé a nadie.
—Me alegro. Era algo que me tenía preocupado.
—Oye, Dougy, ¿qué mérito tiene eso? ¿Crees que voy por vida dándomelas de
hombre duro? Pues no. No sé qué pretendes al portarme de aquel modo en la cárcel.
Eres un viejo fanático. Meterías a todos los maricones en campos de concentración
incluyendo a tu hijo, en el caso de que hubiera tenido un resbalón. Y todo porque
tuviste la suerte de nacer con unos cojones como un tigre.
—Tomemos una copa. Estás muy excitado. —Hizo otra vez aquel vago
movimiento con las manos, y dijo—. Es una ocasión memorable.
Cogí dos vasos y escancié whisky en ellos. Mi padre añadió mucha agua al suyo.
Este detalle demostraba lo enfermo que estaba.
—Me juzgas mal —dijo mi padre—. Haber vivido veinticinco años solo en una
habitación amueblada me ha dejado mucho tiempo para pensar. He procurado
mantenerme al día. En mis tiempos si eras maricón, estabas condenado. Ni los
dejaban hablar. Eran enviados del Diablo. Ahora, tienen el movimiento de liberación
gay. Y los observo. Hay maricones por todas partes.
—Sí, lo sé.
Mi padre me apuntó con el dedo y dijo:
—¿Lo ves? Ya decía yo…
El alcohol tan tempranamente ingerido había levantado angelicalmente los
ánimos de mi padre, quien dijo:
—Muy bien, el hijo gana este asalto a los puntos.
—Es que sé bailar —dije.
—Ya me acuerdo. Costello, ¿verdad?
—Justo.
—Ahora no estoy seguro de saber el verdadero significado de esas palabras. Hace
seis meses me dijeron que dejara de beber o, de lo contrario, era hombre muerto. Dejé
de beber. Pues bien, cuando me acuesto, los espíritus salen de sus escondrijos y
forman un círculo alrededor de mi cama. Luego, me hacen bailar durante toda la
noche.
Al tratar de reírse, tosió. Era una tos que parecía provenir de lo más hondo de sus
pulmones.
—Y yo les digo: «Los hombres duros no bailan», y ellos me contestan: «Baila,
hipócrita, baila, sigue bailando».
Fijó la vista en los destellos de luz en el whisky, como si allí pudiera encontrar
espíritus emparentados con los que agitaban su sueño. Suspiró y dijo:
—La enfermedad me ha quitado hipocresía. ¿Sabes qué pienso de los maricones?
Pues que la mitad de ellos son tipos valientes. El marica nato ha de tener cojones para
portarse como un maricón. Si es marica nato. Si no se porta como un maricón, se casa
con una chica con aspecto de ratón, que no tiene el valor suficiente para ser tortillera,

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los dos se dedican a trabajar como psicólogos, y tienen unos hijos que son niños
prodigio y juegan con toda clase de aparatos electrónicos. Si eres un marica nato, sé
maricón. Y celebra una fiesta de puesta de largo. Son los otros los que condeno. Los
que tendrían que ser hombres, pero les falta valor. Se supone que has de ser hombre,
Tim. Eres hijo mío. Tienes ventaja sobre los demás.
—En mi vida te había oído hablar tanto.
—Es que, en realidad, apenas nos conocemos.
—Sí, hoy me pareces un desconocido.
Y era verdad. Su gran cabeza ya no quedaba embellecida por el recio cabello
blanco, de un blanco con el decadente espíe del marfil y la nata. Ahora tenía una
cabeza enorme y calva. Más parecía un general prusiano que un tabernero irlandés.
—Y, ahora, quiero decirte una cosa. Quizá te parezca sensiblero, pero lo cierto es
que al regresar del entierro de Frankie el Gorrón, pensé: «Tim es lo único que tengo».
Estas palabras me emocionaron. A veces pasaban dos meses y medio año, sin que
mi padre y yo nos llamáramos por teléfono. Lo cual seguía pareciéndome bien.
Siempre había albergado esperanzas de que me quisiera. Mi padre me lo confirmó:
—Sí, esta mañana me he levantado a primera hora, le he pedido prestado el
automóvil a la viuda y, mientras venía hacia acá, no he dejado de repetirme: «Esta
vez Tim y yo hablaremos hombre a hombre». No quería morirme sin que supieras lo
que significas para mí.
Me sentí cohibido. Por eso, aproveché el tono con que padre se refirió al
«automóvil de la viuda» y le pregunté:
—¿Te acuestas con la viuda del Gorrón?
Rara vez había visto a mi padre tan abatido.
—En los últimos tiempos, poco.
—¿Cómo fuiste capaz? ¡Con la esposa de un amigo!
—Durante los últimos diez años, Frankie era como una esponja llena de alcohol.
No sabía encontrarse el cipote, y mucho menos podía encontrar el agujero.
Solté la carcajada propia de la familia, una aguda carcajada tenor, y exclamé:
—¡Con la esposa de un amigo!
—Sólo un par de veces o tres. Ella lo necesitaba. Una obra de misericordia.
Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas. Casi tarareando dije:
—¡Me gustaría saber quién la estará besando ahora! —Era maravilloso burlarte
de tu padre de aquel modo. Pero, de repente, me entraron ganas de llorar. Mi padre
dijo:
—Tienes razón, muchacho. Espero que Frankie jamás se enterara, y así se lo pido
a Dios.
Durante un instante, miró fijamente la pared; luego dijo:
—Te vas haciendo viejo y te das cuenta de que algo va mal. Te sientes como si
estuvieras dentro de una caja y las paredes fueran avanzando hacia ti. Por eso haces
cosas que nunca habías hecho antes.

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—¿Cuánto tiempo hace que sabes que estás enfermo?
—Desde el día que entré en el Hospital de San Vicente, hace cuarenta y cinco
años.
—Es raro tener cáncer durante tanto tiempo sin que se manifieste.
—No hay ningún médico que entienda bien la cuestión —dijo—. A mi modo de
ver, es un circuito de enfermedad con dos interruptores.
—¿Qué quieres decir?
—Hace falta que ocurran dos cosas terribles para que se inicie la enfermedad. La
primera libera el gatillo, y la segunda lo inspira. Yo he ido por ahí, con el gatillo libre,
durante cuarenta y cinco años.
—¿A qué crees que se debe, a que no te recuperaste bien de los tiros que te
pegaron?
—No. A que perdí los cojones.
—¿Tú? ¿De qué diablos hablas?
—Tim, me detuve, sentí la sangre en los zapatos y vi ante mí la puerta del
Hospital de San Vicente. Hubiera debido seguir persiguiendo al hijo de mala madre
que me pegó los tiros. Pero perdí los arrestos cuando vi la puerta del hospital.
—¡Pero perseguiste al tipo durante seis manzanas!
—No fue suficiente. Tenía cuerda para bastante rato más. El dilema se me planteó
cuando me detuve. Y no tuve valor para perseguir al tipo y atraparle, a pesar de que
hubiera podido. Sí, hubiera podido tropezar y caerse. No tenté a la suerte. En vez de
hacerlo, me detuve. Entonces, dentro de mi cabeza sonó una voz, muy clara. Es la
única vez que Dios, o alguien altamente superior, me ha hablado. La voz me dijo:
«Ahora que te has quedado sin aliento, muchacho, te enfrentas a la verdadera prueba.
¡Ve a por él!». Pero entré en el hospital, agarré al ordenanza por el cuello la camisa y,
precisamente en el instante en que trataba con mi dureza a aquel desdichado con
chaqueta blanca, me di cuenta que acababa de apretar el primer interruptor para que
el cáncer se disparase. Sí, liberé el gatillo.
—Y ¿cómo apretaste el segundo interruptor?
—No lo hice. Simple corrosión. Efecto acumulativo. Cuarenta y cinco años
viviendo sin respetarme a mí mismo.
—Estás chalado.
Se tomó un largo trago de su aguado whisky y dijo:
—Ojalá lo estuviera. En ese caso no tendría cáncer. He estudiado el asunto. Hay
estadísticas poco divulgadas, pero si buscas puedes encontrarlas. La frecuencia del
cáncer entre esquizofrénicos encerrados en manicomios es la mitad que en la
población normal. Yo me lo explico de la siguiente manera: enloquece el cuerpo o
enloquece la mente. El cáncer cura esquizofrenia. Y la esquizofrenia cura el cáncer.
Poca gente sabe lo dura que es la vida. Yo lo sabía desde que nací. Así que tengo
excusa.

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Guardé silencio. No quise seguir discutiendo con él. Acababa de ver claro el
efecto que sus palabras causaron. ¿Acaso, por primera vez en mi vida, había
alcanzado a comprender por qué el calor con que mi padre me trataba siempre parecía
haber pasado por encima de un campo helado? Hubo un tiempo en que fui una
semilla dentro del cuerpo de Douglas Madden pero lo fui cuando él ya no sentía gran
aprecio por ese cuerpo, en cierta medida, me sentía incompleto. Todas mis viejas
heridas tan profundamente enterradas y tan resignadas al olvido, parecían agitarse.
No era de extrañar que mi padre no estuviera orgulloso de mí. Tuve la intuición de
que durante muchos años —si es que llegaba a vivirlos— el recuerdo de aquella
conversación me hace temblar de rabia.
Sin embargo, mi padre también me inspiraba compasión. Una despreciable
compasión. Proyectaba una sombra tan larga sobre mí, que me resultaba difícil
comprenderle.
De repente, sentí un miedo terrible. Volví a pensar que sí, que yo había dado
muerte a las dos mujeres. ¿Cuántas veces, en el curso de los últimos cuatro años,
había estado a punto de maltratar a Patty Lareine, de ponerle la mano encima? ¿Y
acaso cada vez que dominé aquel impulso no tuve la sensación de que una incipiente
enfermedad arraigaba cada vez más en mí? Sí, al igual que mi padre, había vivido en
un ambiente duro. Recordé el impulso que me indujo a intentar escalar la torre. ¿Sería
posible que aquella noche intentara, simplemente, que el primer interruptor no llegara
a funcionar?
Comprendí entonces que debía confiar en mi padre. Tenía que hablarle de los dos
asesinatos, y de las dos bolsas de plástico en mi húmedo sótano. No podía seguir
ocultando la cabeza bajo el ala. Sin embargo, no tenía ánimos para exponerle el tema
de sopetón. Así que procuré hacerlo venir a la conversación.
—¿Crees en la predestinación? —le pregunté.
—¡Hombre…! —dijo—. ¿En qué clase de predestinación?
El cambio en el tema de conversación pareció gustarle. Largos años trabajando
detrás del mostrador de un bar habían aficionado a mi padre a tratar temas tan
amplios como las puertas del cielo.
—Las apuestas del fútbol, por ejemplo —dije—. ¿Crees que Dios puede decidir
qué equipo ganará?
Evidentemente, se trataba de algo sobre lo que Dougy había meditado durante
largos años. En sus ojos apareció el destello de que meditaba si debía o no revelar un
conocimiento útil. Por fin, movió afirmativamente la cabeza:
—Creo que si Dios apostara, ganaría en el ochenta por ciento de los casos.
—¿Cómo llegaste a esta conclusión?
—Bueno, pues creo que en la noche anterior al encuentro Dios se daría un paseo
por los hoteles en que duermen los equipos, y los valoraría. Se diría: «El Pittsburgh
está en buena forma; los J andan alicaídos. El Pittsburgh merece por lo menos tres

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puntos más». Y apostaría por el Pittsburgh. Yo diría que Dios acierta cuatro veces de
cada cinco.
—¿Por qué cuatro de cada cinco?
—Porque en el fútbol ocurren cosas muy raras —dijo mi padre en tono agorero
—. No es práctico ganar más de cuatro veces cada cinco. Cuatro de cada cinco ya
está bien. Y si Dios quisiera determinar cada una de las cosas raras que ocurren en el
fútbol tendría que trabajar un millón de veces más en sus cálculos, con el solo fin de
pasar del ochenta por ciento al noventa y nueve por ciento. Y esto no es práctico, no
es económico. Dios tiene muchas otras cosas que hacer.
—Pero ¿por qué cuatro veces de cada cinco, precisamente?
Mi padre se tomó esta pregunta muy en serio.
—A veces, el aficionado a las apuestas tiene una racha de suerte y gana el setenta
y cinco por ciento de las veces durante un mes o más. Y yo creo que esto se debe a
que tiene en este caso un oleoducto que le conecta con lugares muy altos.
—¿Es posible que alguien mantenga esta conexión duran más tiempo? —
pregunté, pensando en el Arpón.
Mi padre encogió los hombros:
—Lo dudo. Cuesta mantener en funcionamiento los oleoductos.
Sin mostrar el menor escrúpulo al cambiar de metáfora, añadió:
—Es como hacer equilibrios en la cuerda floja.
—¿Qué provoca las rachas de mala suerte?
—Los que las padecen también tienen su oleoducto. Pero en este caso la
circulación va en sentido inverso. Sus presentimientos se equivocan de medio a
medio.
—Quizá todo se deba a la ley de probabilidades.
—¡La ley de probabilidades ha provocado más diarrea mental en la gente que
cualquier otra idea! —observó mi padre con severidad—. Es una mierda. Por el
contrario, el oleoducto o te dice la verdad, o te engaña. Y el oleoducto siempre les da
por el culo a los codiciosos.
—¿Qué ocurre cuando ganas la mitad de las apuestas y pierdes la otra mitad?
—Entonces estás muy lejos del oleoducto. Eres un ordenador. Mira los
periódicos. Todas las predicciones de los ordenadores acaban en medio punto.
—De acuerdo, eso son predicciones. Pero ¿qué me dices de las coincidencias?
Pareció un tanto confuso. Me levanté y reforcé un poco muestras bebidas.
—Échale mucha agua a la mía.
—La coincidencia, ¿qué opinas de eso? —insistí.
—Mira, hasta ahora sólo he hablado yo. Dime qué opinas.
—Pues bien, creo que se parece mucho al oleoducto ese. Pero en vez de ser un
oleoducto es una red. Creo que recibimos impulsos procedentes de los pensamientos
de todos. Casi nunca nos damos cuenta, pero los recibimos.

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—Espera un momento, ¿insinúas que todos somos capaces de mandar y recibir
mensajes por las ondas? ¿Telepatía? ¿Y sin que lo sepamos?
—Llámalo como quieras.
—Bueno, como tema de discusión, ¿por qué no?
—En cierta ocasión estuve en Fairbanks, en Alaska, y allí lo percibí claramente.
Había una red.
—Bueno, aquello está cerca del norte magnético. Oye, ¿qué diablos hacías en
Fairbanks?
—Un pequeño negocio.
La verdad es que había ido a llevar un cargamento de cocaína. Madeleine y yo ya
nos habíamos separado. Ocurrió un mes antes de que me detuvieran en Florida,
durante otro viaje. Llevaba dos kilos de cocaína. Sólo los servicios de un abogado
que sabía hacer pagar muy bien sus poderes de persuasión consiguieron que me
condenaran a tres años de cárcel (más libertad condicional).
—Una noche tuve una pelea con un tipo —expliqué—. Era un sujeto
desagradable. Por la mañana, al despertar vi su cara en mi imaginación. Y seguía
teniendo cara de pocos amigos. Sonó el teléfono, y era el tipo en cuestión. Su voz era
tan desagradable como su cara. Quería verme aquella tarde. Durante todo el día no
hice más que encontrarme con gente a la que había visto la noche anterior, y ni una
sola vez me sorprendí al ver la expresión de su rostro. Estuvieran alegres o tristes, yo
ya lo sabía. Era como sueño. Al final del día, me encontré con el matón… Pero ya
estaba nervioso. Y es que a medida que transcurría la tarde lo vi cada vez con más
claridad en mi pensamiento, y no era más que una mierda. Ciertamente, cuando le vi
me pareció más cobarde que yo.
Mi padre se rió.
—Te voy a decir una cosa, Dougy —añadí—, en Alaska la gente bebe para
encerrarse en sí misma y no tener que vivir en el cerebro de alguna otra persona.
Asintió con la cabeza:
—Cosas de los países nórdicos. Irlanda, Escandinavia, Rusia. Allí todos beben
como locos. —Se encogió de hombros—. Pero a no veo qué tiene que ver esto con tu
argumentación.
—Te estaba diciendo que la gente no quiere vivir en el cerebro de los demás. Es
demasiado aterrador. Es demasiado animal, la coincidencia es una señal de que se
acercan a ese estado.
—¿Qué es lo que la provoca? —preguntó mi padre.
—No estoy seguro —dije. Respiré hondo. Mirándolo bien, había cosas mucho
peores que soportar la ironía de mi progenitor—. Pienso que cuando algo
extraordinario y fuera de lo común está a punto de ocurrir, la gente se sale de su
rutina diaria. Sus pensamientos empiezan a entrelazarse con los de los demás, como
si un acontecimiento próximo y amenazador creara vacío y nos atrajera hacia allí. Las

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coincidencias inquietantes suceden a un ritmo vertiginoso. Casi parecen un fenómeno
natural.
Casi podía sentirle rememorar su propio pasado. ¿Habría vivido una experiencia
semejante aquella mañana en la que le dispararon?
—¿A qué clase de acontecimientos amenazadores te refieres? —me preguntó.
—Acontecimientos cargados de maldad.
Se puso en guardia.
—Dime alguno de esos acontecimientos tan cargados de maldad.
—Un asesinato, por ejemplo.
Consideró lo que acababa de decirle. Después meneó la cabeza como diciendo:
«Esto no me gusta nada».
—¿Te acuerdas de la guía del camarero? —me preguntó.
Asentí con la cabeza. Cuando tuve mi primer empleo de camarero, mi padre me la
explicó. «Tim, procura acordarte de lo siguiente: en Nueva York, las cosas se suceden
así: de doce a una de la noche: fisgones que espían a mujeres o parejas; de una a dos:
incendios; de dos a tres: atracos a mano armada; de tres a cuatro: peleas en los bares;
de cuatro a cinco: suicidios, y de cinco a seis: accidentes de automóvil». Me la gravé
en la cabeza, y me fue útil.
—No hay nada especial en los asesinatos —dijo mi padre.
—No hablo de Nueva York, sino de aquí.
—¿Quieres decir que aquí un asesinato es un hecho extraordinario?
Casi vi físicamente cómo mi padre comparaba el húmedo y frío clima de Cape
Cod con la sangre y el calor que rodean a un asesinato.
—Bueno, sí, reconozco que llevas parte de razón —concedió y luego con
expresión un tanto inquieta me preguntó—: ¿A santo de qué viene esto?
—Estoy atrapado en una red de coincidencias.
—Bueno, de acuerdo con tu razonamiento, estás al borde del precipicio.
—Un poco más que al borde.
Mi padre permaneció callado.
—La semana pasada hubo un suicidio —proseguí—, aunque es posible que el
hombre fuera asesinado. Y me parece que le mató la mujer con quien iba la noche en
que murió.
Entonces se me ocurrió una idea realmente curiosa: como mi padre tenía cáncer,
lo que le contara nunca trascendería. Quizá ésta fuera una de las virtudes de tener
cáncer. Podía recibir mensajes igual que una tumba: nunca los revelaría. ¿Se
encontraría mi padre más allá de los espíritus que rodeaban al resto de los mortales?
—Nadie lo sabe todavía, pero hay más —proseguí—. Bueno, es posible que lo
sepan una o dos personas, aparte de mí. La semana pasada fueron asesinadas dos
mujeres.
—¡Santo Dios! —Aquello era tremendo, incluso para un tipo como mi padre. Y
entonces me preguntó—: ¿Quién se las cargó?

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—No lo sé. Tengo algunas sospechas, pero nada más.
—¿Has visto a las víctimas? ¿Estás seguro de lo que dices?
Se me hacía cuesta arriba contestarle. Mientras no le contestara, seguiríamos
fieles a la premisa de que estábamos bebiendo en la cocina: podíamos rodear su visita
con los adormecedores recuerdos de otros alcohólicos vagabundeos por los espacios
si límite de la filosofía. Pero la respuesta a aquella pregunta muy bien podría
hacernos desembarcar, sobrios y chorreando agua, en una playa muy distinta.
Me parece que tardé tanto rato en contestar, que mi padre tuvo que repetir la
pregunta:
—¿Has visto a las víctimas?
—Sí, las tengo en el sótano —respondí.
—¡Cristo!
El vaso de mi padre estaba vacío. Vi que su mano avanza hacia la botella de
whisky y que luego retrocedía. En vez de beber, puso su vaso boca abajo.
—Tim, ¿fuiste tú? —me preguntó.
—No.
Necesitaba beber. Vacié el vaso de un solo trago, y dije:
—Creo que no, no estoy seguro.
Así que entramos en materia. Poquito a poco, detalle a detalle, le fui contando
cuanto podía recordar de los días que siguieron a la noche en que fui al Mirador, y
cuando confesé (ya que confesión me pareció) que Patty Lareine era una de las
muertas, mi padre soltó un gran gemido, un gemido como el que soltaría un hombre
que se cae por una ventana y queda clavado en una verja.
Sin embargo, no puedo decir que mi padre tuviera una expresión terrible. Aquel
vivo color rosado, que sólo cubría sus pómulos y dejaba el resto de su cara
anormalmente pálida, en comparación con el color rojizo en otros tiempos habitual en
él, se extendió ahora a su frente y barbilla. Daba la falsa impresión de que su
enfermedad había remitido un poco. En realidad, creo que fue así. A pesar de la
antipatía que mi padre sentía hacia la policía, ahora parecía un agente de la autoridad
—cualquier director de cine le hubiera contratado para hacer de comisario o de
veterano jefe de detectives—, un papel que, por otra parte, y muy en contra de su
voluntad, tuvo que representar durante muchos años de su vida. Debo reconocer que
era un buen interrogador y sabía hacer las preguntas oportunas.
Por fin, terminé mi relato, en el curso del cual pasamos de la mañana a la tarde,
nos comimos unos bocadillos y bebimos unas cervezas. Entonces, mi padre dijo:
—Hay dos preguntas que me impiden juzgar claramente este asunto. La primera
es saber si eres inocente o culpable. Me es difícil creer lo primero, pero, a fin de
cuentas, eres mi hijo. —Frunció las cejas y añadió—: Lo que quiero decir es que me
resulta muy duro creer que eres culpable.
—Bueno, a fin de cuentas, insinúas que bien hubiera podido hacerlo. ¡Acabas de
decirlo! ¿Sabes por qué? Porque tú eres capaz de matar. Quizá cometiste algún que

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otro asesinato en tus tiempos de sindicalista.
Dougy no contestó. Sólo dijo:
—La gente decente mata en cumplimiento del deber o en defensa del honor.
Jamás por dinero. Un sinvergüenza mata por dinero. Un cerdo codicioso mata por
dinero. Pero tú no. ¿Te beneficia el testamento de tu mujer?
—Ni idea.
—Si en el testamento te deja una buena suma de dinero puedes encontrarte en una
situación muy difícil.
—Es posible que Patty no tuviera dinero. Siempre fue muy reservada en lo
tocante a sus bienes. Sospecho que Patty Lareine hizo inversiones desastrosas en los
dos últimos años. Quizá no tuviéramos ni un centavo.
—Ojalá —dijo mi padre; luego, mirándome fijamente con sus gélidos ojos azules,
prosiguió—: El problema es la forma como cometieron estos asesinatos. Y ahora
viene mi segunda pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué, quien sea, decapitó a esas dos
mujeres? Si lo hiciste, los dos deberíamos desaparecer. Sería lo mejor. Nuestra
semilla sería tan horrorosa que más valdría que no se perpetuara.
—Hablas con mucha calma de estas cosas.
—Es porque no te creo capaz de semejante atrocidad. Lo he mencionado sólo
como una opción. Para dejar las cosas claras.
El don que tenía mi padre de saber siempre lo que era más conveniente hacer me
ponía frenético. No parecía que habláramos de un asunto gravísimo, sino que
consideráramos las más triviales cuestiones familiares. Meras divergencias
ideológicas Dougy Madden dice: «Mata al hijo puta». Su hijo dice: «No, mételo en
un sanatorio mental». Me hubiera gustado sacudir a mi padre.
—Soy perfectamente capaz de estas atrocidades. Puedes estar seguro —le dije
proponiéndome a imitarlo—. Lo sé. Soy presa de los espíritus. Si realmente lo hice,
estaría en una especie de trance. Me dejé llevar por los espíritus.
El Gran Mac me dirigió una mirada despectiva.
—La mitad de los asesinos del mundo dicen lo mismo. Y lo que yo digo es que se
vayan todos a tomar por el culo. ¿Qué importa que digan la verdad? No son más que
el pararrayos de toda la mierda que la otra gente suelta en el aire. En consecuencia,
son tan peligrosos que no deberían andar sueltos. —Movió la cabeza como diciendo
que no y añadió—: ¿Quieres saber cuáles son mis sentimientos? Deseo que no lo
hayas hecho porque, de lo contrario, no me vería con fuerzas para matarte. Ni
siquiera podría denunciarte.
—Juegas conmigo. Primero dices una cosa y luego otra.
—¿No ves que intento aclararme la cabeza? Toma un trago.
Y me tomé un sorbo de whisky. Sin hacer caso de mis palabras, mi padre
prosiguió:
—Sí, la segunda pregunta ayuda a resolver la primera. ¿A santo de qué
decapitarlas? Con ello lo único que conseguirías es evitar la cadena perpetua para

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pasarte el resto de tu vida en un manicomio. Dado lo horroroso del crimen, incluso
podrían condenarte a la horca, si es que hay pena de muerte en este estado. En
consecuencia, forzosamente tendrías que estar loco. Y no creo que lo estés.
—Muchas gracias, pero tampoco creo que el asesino esté loco.
—Pero ¿por qué tenía que cortarles la cabeza? —preguntó de nuevo—. Sólo hay
una razón. Lo hizo para comprometerte.
Mi padre sonrió como el físico que acaba de comprobar una hipótesis, y me
preguntó:
—¿El hoyo ese es lo bastante grande para contener un cuerpo?
—Sólo si se quita la caja con los tarros de marihuana.
—¿Podría contener dos cuerpos?
—No, ni hablar.
—Es posible que la decapitación haya sido muy meditada. Hay gente capaz de
cualquier cosa, si ello les proporciona una ventaja.
—¿Quieres decir que…?
Pero mi padre no estaba dispuesto a entregarme los frutos de su proceso mental:
—Sí, claro, las cabezas fueron cortadas con la finalidad de poderlas meter en el
hoyo. Alguien quiere que cargues con el muerto.
—Se me ocurren dos posibles asesinos. Cualquiera de los dos pudo hacerlo.
—Probablemente, pero se me ocurren unos cuantos más.
Mi padre golpeó la mesa con los nudillos de los tres dedos centrales y me
preguntó:
—A esas mujeres, ¿les pegaron un tiro en la cabeza? ¿Examinaste las cabezas
para averiguar cómo las mataron?
—No, no las examiné.
—¿Qué hay de sus cuellos? ¿Los miraste?
—Fui incapaz.
—¿Así que no sabes si les cortaron la cabeza con una sierra, con un cuchillo o
con lo que sea?
—No.
—¿No crees que deberías averiguarlo?
—No quiero molestarlas más.
—Tim, esto es algo que hay que averiguar, por tu bien.
Tuve la impresión de volver a tener diez años y de estar punto de llorar.
—Papá, no puedo mirar esas cabezas. ¡Por el amor de Dios, se trata de mi esposa!
Mi padre recapacitó. El ardor de la charla le había hecho olvidarse de ciertas
cosas. Por fin, dijo:
—Muy bien. Bajaré y echaré una ojeada.
Mientras mi padre estaba ausente, fui al cuarto de baño y vomité. Hubiera
preferido llorar. Ahora que estaba solo y no pasaría por la vergüenza de llorar delante
de mi padre, las lágrimas no acudieron a mis ojos. Me duché, volví a vestirme, me

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froté la cara con loción para después del afeitado y regresé a la cocina. Allí estaba mi
padre, muy pálido. Las manchas arreboladas habían desaparecido. Llevaba los puños
de la camisa mojados por lo que deduje que se había lavado las manos en la pileta de
sótano.
—La que no era tu esposa… —empezó.
—Jessica. Oakwode. Laurel Oakwode —aclaré.
—Sí, bueno… Ésa fue decapitada con una espada. O quizá con un machete. De
un solo golpe. Lo de Patty es otro asunto. Alguien bastante chapucero le cortó la
cabeza con una navaja, como si la serrara.
—¿Estás seguro?
—¿Quieres comprobarlo?
—No.
Lo vi, de todos modos. No sé si fue una imagen imaginaria o tan real como la que
había contemplado la retina de mi padre, pero vi la garganta de Jessica. Tenía un
corte limpio, y la carne alrededor de la zona donde recibió el tajo estaba amoratada
por el golpe.
No necesitaba tener una visión del cuello de Patty. No había olvidado aquella roja
maraña que colgaba de él.
Mi padre abrió la mano. En ella había un fragmento de bala.
—Esto lo encontré en la cabeza de la Oakwode —explicó—. No puedo sacar el
resto sin ponerte perdido el sótano, pero he visto cosas así con anterioridad. Es una
bala especial del calibre 22. Por lo menos, eso creo. Esta bala se abre una vez dentro
del cuerpo y provoca heridas terribles. Si una bala de estas te da en el seso, basta y
sobra. Probablemente, el arma tenía puesto un silenciador.
—¿Se la dispararon en la boca?
—Sí. Tiene los labios hinchados, como si alguien le hubiera obligado a abrir la
boca. Quizá con el cañón del arma. Todavía se advierten las quemaduras de la
pólvora en el paladar, que es donde se encuentra el orificio de entrada. Más bien
pequeño, por cierto. Propio de una bala del 22. No hay orificio de salida. Sólo he
podido sacarle de la cabeza esto.
Mi padre indicó el fragmento de la bala.
Los hombres duros no bailan. Sí, realmente, así era. Sólo he podido sacarle de la
cabeza esto. Me temblaban las rodillas, y tuve que coger el vaso con las dos manos
para llevarme el whisky a la boca. Descubrí que no estaba preparado para preguntar
por Patty. De todas maneras, mi padre me dijo lo que había averiguado:
—No hay señales, ni orificios de entrada, ni contusiones en cara ni en su cuero
cabelludo. Me inclino a creer que le pegaron un tiro en el corazón y murió enseguida.
—¿En qué te basas?
—Es sólo una hipótesis. No lo sé con certeza. Quizá utilizaron un cuchillo. Su
cabeza no me ha revelado nada más que su identidad. Es ella.
Frunció las cejas, como si hubiera olvidado mencionar un detalle importante.

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—No, me ha dicho algo más —dijo—. Necesitaría que la viese un forense para
estar seguro, pero diría que tu mujer —al parecer no se atrevía a llamarla por su
nombre— fue asesinada entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después que la
otra.
—Bueno, ya nos lo dirán —dije.
—No, eso es algo que jamás llegaremos a saber.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Tim, tenemos que desembarazarnos de estas cabezas. —Levantó la mano para
cortar mis previsibles objeciones—. Sé cuál es el precio.
—Nunca sabremos quién lo hizo —dije tartamudeando.
—Creo que lo averiguaremos, pero no podremos probarlo.
El color volvía a sus mejillas.
—Si quieres vengarte, tendremos que encontrar otros medios.
Por el momento, pasé por alto esta observación. Mi padre continuó:
—Por favor, trata de comprenderme. Creo que hay más de asesino. La gente que
utiliza machetes no anda haciendo de matarife con navajas.
—Pero la gente que utiliza machetes no tiene, por lo general, armas cortas del
calibre 22 con balas especiales y silenciador.
—Bueno tendré que pensarlo —dijo mi padre.
Los dos guardamos silencio. Yo pensé muy poco. Sentía la extremidades
dormidas, como si hubiera caminado durante lar horas por los bosques en el mes de
noviembre y ahora me hubiera detenido a descansar.
—Te voy a decir lo que veo con toda claridad —me dijo—. Alguien eligió el
escondite de tu marihuana para dejar en él la cabeza de Jessica Pond. Esto te dejó tan
impresionado que aún no estás seguro de si fuiste tú o no. Luego, se llevaron la
cabeza. ¿Por qué?
Levantó los dos puños a la altura del pecho, como si estuviera conduciendo un
automóvil, y siguió:
—Pues porque alguien ha decidido matar a Patty. Y este alguien, esta persona,
quiere tener la certeza de que las dos cabezas sean encontradas más tarde. Esta
persona no quiere que tú o que el otro asesino destruya las pruebas. O que te cagues
de miedo y vayas a la policía. En consecuencia, es esta segunda persona la que se
llevó la cabeza.
—O ella se llevó la cabeza.
—O ella, a pesar de que no sé lo que pretendes decir con eso.
Como no dije nada más —había hablado llevado por un impulso—, mi padre
prosiguió:
—Sí, veo a dos protagonistas. El que mató a Jessica y el que se disponía a matar a
Patty. El primero mete la cabeza en el hoyo para comprometerte. El segundo la quita
para que las dos cabezas sean encontradas más tarde. Y, entonces, tú cargarás con las
culpas de los dos asesinatos.

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—¿No es mucho suponer?
—Cuando alguien hace una cosa así, está convencido de que ve todo el panorama
con absoluta claridad, aunque en el fondo no hace otra cosa que echarle un
ingrediente más a la sopa.
—Y, a tu juicio, ¿quién es el cocinero? —le pregunté.
—Muy bien podría ser Wardley. Cabe la posibilidad de que ya supiera que Patty
estaba muerta mientras hablaba contigo. Es capaz de haberla matado y haberte
tendido una trampa para que te carguen el muerto.
—No veo cómo hubiera podido hacerlo.
—Tiene una pobre opinión de ti. No le censuro. Es posible que supiera que la
cabeza de Jessica andaba rondando por ahí, y supuso que tú sabías dónde se
encontraba. En consecuencia, pidió la cabeza de Patty. Pensó que harías pasar la
cabeza de Jessica por la de Patty, con lo cual él tendría las dos cabezas.
—Oye, ¿puedes dejar de repetir esa palabra?
—¿Cabeza?
—Me pone nervioso.
—Pues no hay palabra con que sustituirla.
—Usa nombres.
—Hasta que encontremos los cadáveres, el uso de nombres puede inducir a
confusiones.
—Emplea nombres y basta —insistí.
—Eres tan remilgado como tu madre —comentó.
—Me importa un pimiento que mis tatarabuelos anduvieran sacando turba de los
pantanos de Irlanda todos los días de su asquerosa vida, y, sí, señor, soy tan
remilgado como mi madre.
—Bueno, apunta un tanto en el marcador de tu madre. Y que descanse en paz.
Mi padre soltó un eructo. El whisky, la cerveza y su enfermedad le atacaban al
mismo tiempo.
—Pásame la botella —me pidió.
—Todo son hipótesis y suposiciones. ¿Por qué no había saber Wardley dónde
estaba Jessica? Si Regency lo sabía, también podía saberlo. El Araña es su
intermediario.
—Bueno, digamos que en parte colaboran y en parte se hacen la puñeta. En
situaciones así, es increíble lo que la gente sabe y lo que ignora. —Golpeó la mesa
con los nudillos y añadió—: Di que Wardley no sabía dónde se encontraba Jessica, y
quería que le condujeras a ella.
—Pues yo creo que, cuando hablé con Wardley en la playa, ya había puesto las
dos cabezas en el hoyo. Hay que atenerse a los hechos. El Araña y Stude me seguían.
¿No crees que lo hacían con la intención de atraparme cuando volviera al hoyo? ¿Te
imaginas que me hubieran cogido con las cabezas en la mano? Habrían sido los
ciudadanos más indeseables que nunca habían detenido a otro ciudadano.

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Esto impresionó a mi padre. Al fruncir las cejas, me dio la razón.
—Sí, parece razonable. Imaginan que te diriges al hoyo, pero el transmisor les
dice que te has detenido. No es de extrañar que estuvieran tan furiosos cuando
apareciste.
—Creo que la culpabilidad de Wardley no admite dudas.
—En el caso de Patty, me parece que aciertas. Pero ¿quién mató a Jessica?
—Es posible que también lo hiciera Wardley.
—Emplear una pistola del 22 con silenciador es propio de él. Pero ¿le imaginas
esgrimiendo un machete?
—¿Y Stude?
—Quizá.
—¿En qué más piensas?
¿En cuantas conversaciones, a lo largo de los años y con el mostrador de por
medio, había actuado mi padre interpretando el papel de detective privado de secano,
de abogado defensor o de juez honorario de apelación? Se llevó la mano a los labios,
como si no estuviera decidido a arrancarse la verdad de los labios igual que si fuera
cinta adhesiva. Bajó la mano y dijo:
—Regency no me gusta. No si lo que me has explicado de él es cierto. Quizá sea
el culpable.
—¿Crees que mató a Jessica?
—Es capaz de emplear balas especiales del 22 y además un machete. Es el único.
Me has hablado de su casa. Es un fanático de las armas. En alguna alacena del sótano
debe de tener lanzallamas. Es capaz de planear tu muerte poniendo una caña de
bambú con la punta envenenada en tu camino. He conocido a otros así. Siempre te
dicen lo mismo: «En cuestión de armas, puedo presumir de conocerlas todas. Soy un
renacentista».
—Bueno, recuerda que les tienes manía a los policías.
—Es verdad. Pero tampoco hay que olvidar que algunos son todavía menos
dignos de confianza que los demás. Y este tipo, Regency, es un lobo de las praderas.
¡Un soldado profesional que se pasa a policía! Seguro que es un agente de narcóticos.
El cuento ese de ser jefe de policía en funciones no era más que una tapadera. Es de
narcóticos, un tipo duro, y me jugaría cualquier cosa a que en la central le tienen
miedo, se cagan de miedo sólo de verle.
—No sé, me cuesta creerlo.
—Conozco a la policía mejor que tú. ¿Sabes durante cuántos años pagué a la
Mafia los miércoles y a la policía los jueves? Conozco bien a la policía. Sé su
psicología. ¿Por qué crees que a un matón como Regency lo tienen enterrado en Cape
Cod?
—Aquí hay mucho tráfico de drogas.
—No es nada, comparado con Florida. Allí sí que sería útil, se lo quitan de
encima. Trata de comprender la psicología de los policías. Ni siquiera a los más duros

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les gusta colaborar con compañeros que los ponen nerviosos. No se les puede dar
ordenes que no les gusten, a menos que quieras enemistarte con ellos. Un tipo que
dispone de un arma legalizada tiene todas las oportunidades para pegarte un tiro por
la espalda. Por eso, cuando los policías tienen que tratar con un colega que está loco,
no le echan del cuerpo. Lo alejan. Le nombran jefe de lo que sea en el poblacho más
remoto de Montana o de Massachusetts.
Después de una pausa, mi padre concluyó:
—No, Regency no me gusta nada. Y por eso nos vamos a desembarazar de esas
cabezas.
Comencé a discutir sus teorías, pero me cortó en seco.
—Si encuentran las cabezas en tu sótano, no tienes salvación. Te joderán, y bien.
Y si intentas sacarlas de aquí, todavía es peor. Tan pronto pongas el coche en marcha
comenzarán a seguirte.
—Tengo que dar sepultura a mi esposa.
—No, tú no. Yo me encargaré. Cogeré tu barca, tus aparejos de pesca y un par de
cajas de herramientas. ¿Llevas ancla de repuesto a bordo?
—No.
—Bueno, pues usaré la que tienes. Para las dos, Patty y Jessica.
—¡Cristo! —exclamé.
—Oye, piensas que soy muy bruto, pero tú no eres más que un pardillo.
—Iré contigo, es lo menos que puedo hacer.
—No. Si salgo sólo únicamente verán a un viejo que sale a pescar. Ni se fijarán
en mí. ¡Pero tú…! Si te ven, avisarán a la policía de costas. Y ¿qué dirías cuando
encontraran a las dos damas a bordo, y encima sin cuerpo? Ya lo imagino: «No, yo no
lo he hecho, me las encontré por ahí, unas voces secretas me dijeron dónde estaban».
Y ellos te dirían: «Sí, muchacho, eres Juana de Arco, ya se lo contarás al juez». —Mi
padre movió la cabeza, y añadió—: Muchacho, ahora debes serenarte. Estaré unas
horas fuera de casa. Entre tanto, ¿por qué no haces unas cuantas llamadas telefónicas?
—¿A quién?
—Al aeropuerto. Quizá puedas averiguar el día en que llegó Jessica.
—Vino en coche con Lonnie.
—¿Sabes si era la primera noche que pasaban en el pueblo?
Me encogí de hombros. No, no lo sabía.
—Averigua quién es el agente de la propiedad inmobiliaria.
Cuando mi padre bajó al sótano, me quedé inmóvil en el sillón, y no me habría
movido si mi padre no me hubiera gritado desde abajo:
—Tim, voy a ir remando en la barquita hasta tu yate. Date un paseo de veinte
minutos. Quiero alejar de la casa a esa gente.
Mi padre veía personas de carne y hueso, y yo veía espíritus. Muy bien, de
acuerdo. Él era quien se arriesgaba; lo menos que podía hacer era irme a dar un
paseo.

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Me puse el chaquetón, salí por la puerta delantera de mi casa y eché a andar por la
calle del Comercio. La tarde era soleada, pero no tenía ganas de pasear. Era un día
silencioso, sereno como la luz del sol que descendía en estriadas columnas por entre
las grises nubes en lo alto, y me constaba que en la playa habría un juego de luces y
de sombras. Oí que se ponía en marcha el motor de nuestro yate (el yate de Patty), y
me metí en un solar y bajé a la playa. Vi la barquita de remos amarrada al
embarcadero, y también vi a mi padre que llevaba el yate hacia la salida de la bahía.
No había lanchas de la policía a la vista, sólo un par de barcas de pesca que se
dirigían al muelle; y emprendí por la arena el camino de regreso arrastrando mi
dolorido pie.
De nuevo en casa, y sorprendentemente reanimado gracias al paseo, decidí seguir
el consejo de Dougy y hacer unas cuantas llamadas telefónicas. Primero probé con el
aeropuerto, y tuve buena suerte. La muchacha que despachaba los billetes era amiga
de copas, y estaba de servicio. Le pregunté si Jessica Pond Laurel Oakwode y Lonnie
Pangborn, o los dos juntos, había llegado o se habían ido de Provincetown en el curso
de las últimas semanas. Pocos minutos después, la chica me llamó. Jessica Pond
había llegado una tarde, hacía quince días. Se había ido, en el primer vuelo de la
mañana, hacía nueve días. Su vía de regreso era de Provincetown a Boston, de Boston
a San Francisco y de San Francisco a Santa Bárbara. En cambio, no había llegado ni
salido nadie que se llamara Pangborn. Sin embargo, la chica recordaba que estaba de
servicio el día en que Jessica Pond se fue, y que el jefe de policía, Regency, la había
llevado aeropuerto. La chica me explicó que Regency le había dicho «Atiende bien a
esta señora».
—¿Parecían buenos amigos?
—Tim, tenía tanta resaca que no me fijé. —La chica pensó durante unos instantes
y añadió—: Pero me parece que estaban liados.
Bueno, esto abría nuevas posibilidades. Si Jessica Pond había estado en
Provincetown durante una semana, sola, y luego regresó en avión a Santa Bárbara,
para volver después a Provincetown, la pregunta era si trabajaba con Pangborn por
cuenta de Wardley o si trabajaba por su propia cuenta.
Llamé al agente de la propiedad inmobiliaria del pueblo con el que tenía más
confianza. Era una mujer, y sólo pudo decirme el nombre del abogado de Boston que
administraba la finca Paramessides. Según ella, la finca no estaba en venta. Sin
embargo, llamé al despacho del abogado en cuestión y dije que me llamaba Lonnie
Oakwode. El abogado se puso al aparato.
—Señor Thwaite —le dije—, mi madre, la señora Oakwode, ha tenido que ir a
Europa a solucionar un asunto urgente, pero me encargó que me pusiera al habla con
usted.
—Bueno, me alegra que haya llamado. Durante los últimos días hemos estado
esperando su llamada. Su madre tenía que entregarnos un cheque.
—Sí, lo sé.

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—Bien. Dele este mensaje. Me temo que el precio pueda subir. A menos, claro,
que recibamos pronto noticias suyas. Debemos formalizar la compra. Una promesa es
una promesa, pero tenemos que recibir el cheque. Resulta que la semana pasada
tuvimos otra oferta.
—Me pondré inmediatamente al habla con mi madre.
—Será lo mejor. Siempre ocurre lo mismo. Pasan los años y una finca no da más
que disgustos, arbitrios y contribuciones. Y, luego, en una sola semana, todo quisque
quiere comprarla.
El abogado tosió.
—Señor Thwaite, mi madre se pondrá muy pronto en contacto con usted.
—Eso espero. Su madre es una mujer encantadora.
—Se lo diré.
E inmediatamente después de decir estas palabras, colgué el aparato. Sabía tan
poco, que no podía prolongar más la conversación.
De todas formas, mi primera hipótesis había quedado confirmada en cierta
manera. Cabía la posibilidad de que Laurel Oakwode hubiera planeado llevar a cabo
una operación por su cuenta y riesgo. Tal vez decidió quedarse la finca, chasqueando
a Wardley y a Patty Lareine.
Me formulé esta pregunta: ¿qué le habría hecho Patty Lareine a una mujer que
hubiese intentado jugarle semejante faena?
Desde el fondo de mi mente me llegó la indudable respuesta: la habría matado.
En ese caso, si Patty Lareine hubiese decidido utilizar una pistola del 22 con
silenciador, ¿por qué decapitó Regency a la víctima? ¿Para dejar una prueba
comprometedora en mi escondite? ¿Tan apasionadamente me odiaba Patty Lareine, o
era Regency el que me la tenía jurada?
Fue Regency, decidí. Él me sugirió que fuera a mi escondite.
Hablar por teléfono me había llenado de una claridad, una cólera y una decisión
que no había sentido en mucho tiempo. ¿Sería posible que, en el fondo, tuviera una
fortaleza parecida a de mi padre? Me inclino a creer que el optimismo es uno de los
peores rasgos de mi carácter. Sentía el impulso de contemplar aquellas fotografías
que hacía años había tomado, con mi Polaroid, de Madeleine y de Patty desnudas.
Curioso deseo, realmente, pensar en fotografías obscenas cuando te sientes
estimulado por nuevos síntomas de fortaleza de carácter. Creo poder afirmar que no
tengo una personalidad clásica.
Subí al piso superior. Dentro de un sobre, en un archivador estaban las
fotografías. Había tres de Patty y dos de Madeleine. En todas ellas estaban con las
piernas separadas, mostrando un luciferiano destello de su alma inferior, sí, los labios
mayores se veían perfectamente. Sin embargo, ahora sólo había diez trozos
relucientes de papel dentro del sobre. Todas las cabezas habían sido limpiamente
separadas del cuerpo.

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¿Saben?, creo que aquél fue el instante en que mi padre después de haber unido
con alambre las dos cabezas a los eslabones de la cadena del ancla, había arrojado
aquel macabro conjunto a las aguas más profundas que pudo hallar. Inmediatamente,
la Ciudad del Infierno arremetió contra mí. Fue el bombardeo más prodigioso que
jamás había recibido.
—¡Hola, tonto del culo, hueles mal y estás podrido! —chilló la primera voz.
—¡Saluda al vampiro, insensato! —dijo la segunda voz.
—¡Es Timmy, el de los dedos ligeros, aplástale los huevos!
—¡Mutila al cerdo matón! ¡Abre el cáncer de la luna rebosante de pus!
—¡Timmy, olisquea la podredumbre y revuélcate en la mierda!
—¡Eres un traidor, eres un ladrón, eres una rapaz!
—¡Traédmelo, robó mi casa!
—¡Me robaste la cama, te la llevaste flotando!
—¡Destripad al asesino, arrancadle el cipote a mordiscos!
—¡Él y su padre hicieron el trabajo! ¡Asesinar! ¡Locos matones y bizcos
asesinos!
—¡Tú mataste a Jessica!
—¡Dougy mató a Patty!
—¿Por qué? ¿Por qué matamos? —pregunté en voz alta.
—¡Oh, querido muchacho, tu enfermo padre quería curarse! Y esta es su cura.
Oler sangre.
—Esto vale para él, pero ¿y en mi caso? —pregunté de nuevo en alta voz.
—También tú estás enfermo, desdichado. Te hemos hechizado.
—¡Marchaos, putas de mierda! —grité.
De pie, solo en mi despacho envuelto en la luz gris rosada del atardecer, fija mi
vista en el mar, con mis oídos en las arenas de la Ciudad del Infierno, y mis pies, o así
me lo parecía, en la bahía, vi en mi mente la imagen de las cabezas, ondulante el
rubio cabello, descendiendo como flores marinas, atadas al final de la cadena y al
principio del ancla. Descendieron por entre capas de agua hasta el fondo del mar, y
creo que tuve conciencia del momento en que el ancla tocó fondo, ya que en ese
instante cesaron las voces. ¿Aquellos gritos dirigidos a mí fueron acaso la bienvenida
dada a la cabeza de Patty Lareine? Me quedé quieto, en pie, empapado en sudor.
Comenzaron a temblar diversas partes de mi cuerpo con independencia las unas
de las otras. Algunas temblaban, mientras otras permanecían quietas, una experiencia
que nunca había tenido antes. Éste fue el momento en que sentí que una idea se
apoderaba de mí, empujando a mi espíritu a pesar de su resistencia, como si mi
pensamiento y yo hiciéramos fuerza a uno y otro lado de una puerta. Al fin, no pude
contenerme más: tenía que examinar mi pistola (la pistola de Patty). Era del calibre
22 y tenía silenciador.
Por increíble que parezca, durante los últimos cinco días había rehuido el
pensamiento de hacerlo. Pero acababa de recibir una citación formal: tenía que

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examinar la pistola del 22.
Se encontraba donde siempre había estado, en un pequeño armario, en el lado de
nuestra cama de matrimonio en que dormía Patty. Nada más abrir el armario, noté el
olor. Alguien había disparado la pistola recientemente y la había vuelto guardar sin
limpiarla. ¿Acaso fui yo? La recámara había expulsado cartuchos y en el cargador
faltaba una bala. Las pruebas materiales coincidían con las voces que antes había
oído.
Sin embargo, no experimenté sentimientos de culpabilidad. Me sentí furioso.
Cuanto más hacia mí apuntaban las pruebas más me enfurecía. Aquella pistola tuvo la
virtud de enfurecerme como si yo fuera un abogado criminalista al que le presentan
testigo que sabe que ha sido comprado. Me sentía inocente y lleno de fortaleza.
¿Cómo podían atreverse a tanto? Fueran ellos, quienes fuesen. ¿Qué pretendían?,
¿que me volviera loco? Era muy curioso que cuanto más probable parecía a todos los
demás —mi padre incluido— que yo hubiera dado muerte por lo menos a una de dos
mujeres, más seguro estuviera yo de mi inocencia.
El teléfono estaba sonando. Tuve la clara intuición de que era Madeleine.
—¡Gracias a Dios que te encuentro en casa! —me dijo, y se echó llorar.
Aquella voz de bajo registro y roncas tonalidades gozaba de especiales
dimensiones para expresar la desdicha. La emoción de Madeleine pronto alcanzó
aquella intensidad que habla de años de amor perdido y de firmes propósitos de follar
en las camas en las que no deberías hacerlo. Con esfuerzo, Madeleine consiguió
decir:
—Oh, querido…
Y la voz volvió a quebrarse. Me parecía escuchar los lamentos de una mujer que
acaba de enterarse de la muerte de su marido.
—Querido —dijo por fin Madeleine—. He pensado que habías muerto. Se me
quedó helado el corazón. —Volvió a sollozar y añadió—: No sabes qué miedo me
daba pensar que tal vez no cogieras el teléfono.
—¿Qué pasa?
—Tim, no salgas de casa. Cierra con llave la puerta.
No recordaba ningún momento en que Madeleine hubiera llorado de forma tan
terrible como en aquella ocasión.
—Por favor, dime qué pasa —insistí.
Poco a poco, fue diciéndolo. Frase tras frase. Y sus palabras eran frecuentemente
interrumpidas por muestras de su desdicha, de su temor, de su indignación. Había
momentos en que no podía determinar si interrumpía su relato dominada por el horror
o por la furia.
Madeleine había descubierto unas fotografías. Por fin me enteré con claridad de
este hecho. Había estado poniendo ropa limpia y planchada en unos cajones, y en uno
de ellos encontró una caja cerrada que no había visto antes. Se sintió molesta porque
Regency tuviera la osadía de guardar una caja cerrada en el dormitorio conyugal. Si

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Regency tenía secretos, ¿por qué no los ocultaba en el garaje o en el sótano? En
consecuencia, Madeleine reventó la cerradura.
Incluso por teléfono advertí hasta qué punto se agudizaba el horror de Madeleine.
Mis oídos percibían el temblor que la invadía.
—Madeleine, cálmate y habla con claridad. Debes hablar claramente. ¿Qué hay
en esas fotografías? ¿Quién aparece en ellas?
—Patty Lareine —explicó—. Son fotografías de Patty Lareine. Desnuda.
Fotografías obscenas. —Comenzó a ahogarse, y tartamudeó—: Son peores que las
que tú me hiciste. No puedo soportarlo. Y, al verlas, pensé que estabas muerto.
—¿Salgo en esas fotos?
—No.
—¿Por qué lo pensaste, pues?
El tono de su llanto cambió. Se parecía al lloriqueo de una muchachita derribada
por un caballo y que debe volver a montarlo a pesar del terror que le inspira.
Madeleine volvía a ver las fotografías en su imaginación.
—Querido, a todas las fotografías les cortó la cabeza.
—Creo que lo mejor es que te vayas de esa casa.
—Al ver las fotografías tuve la impresión de que mi marido había decidido
matarte.
—Madeleine, sal de esa casa. Es muy posible que corras más peligro que yo.
—Me gustaría quemarla. —Después de decir estas palabras soltó una risita, más
inquietante que sus manifestaciones de dolor y añadió—: Pero no puedo, porque
quizás arderían también casas vecinas.
—Probablemente.
—Me gustaría ver la cara de mi marido cuando se diera cuenta de que el fuego
había fundido todas sus armas.
—Escúchame con atención. ¿Tiene Regency machetes en colección?
—Varios. Y espadas. Pero usó tijeras.
Volvió a reírse.
—¿Has echado en falta alguna espada en su colección?
—No estoy al tanto de eso. Nunca me he fijado.
—¿Sabes distinguir un arma corta del 22?
—¿Qué es? ¿Una pistola?
—Sí.
—Tiene pistolas de todas clases.
Pasé a otro asunto:
—Madeleine, ven a mi casa, por favor.
—No sé si puedo salir de casa. He rasgado varios vestidos que mi marido me
regaló. Y lo que he visto me ha dejado paralizada.
—Oye, puedes venir si quieres.
—No lo sé. No sé nada.

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—Madeleine, si no vienes, iré a buscarte.
—No lo hagas. A la hora que llegarías, mi marido podría encontrarnos juntos en
casa.
—Pues ven. Haz la maleta y ven. Haz todas tus maletas, coge el coche y ven.
—No quiero conducir. He pasado la noche en vela. No he dormido desde que te
vi.
—¿Por qué?
—Porque todavía te quiero.
—Bueno.
—¿Bueno, qué?
—Que lo comprendo.
—Claro, las dos te queremos. Es fácil comprenderlo.
Madeleine parecía reponerse, pues soltó una risa en la que había una leve sombra
de alegría.
—Eres un demonio —añadió—. Sólo un demonio es capaz de dar una nota alegre
a una situación como esta.
—Si no quieres conducir, llama a un taxi y que te traiga a Provincetown.
—¿Ochenta kilómetros en taxi? No, no estoy dispuesta a financiar a la industria
del taxi.
Seguía siendo ahorrativa.
—Te necesito —le dije—. Me parece que Patty Lareine ha muerto.
—¿Te parece?
—Bueno, lo sé.
—La has visto muerta.
—Sé que ha muerto.
—Bien, iré —dijo tras unos instantes—. Si me necesitas, iré.
—Sí, te necesito.
—¿Y si aparece mi marido?
—Prefiero enfrentarme con él aquí, en mi casa.
—No quiero volver a ver a ese hombre nunca, en ninguna parte.
—Es posible que te tenga miedo.
—Pues creo que llevas razón, tiene motivos para temerme. Esta mañana, cuando
se disponía a salir de casa, le dije que jamás se pusiera de espaldas a mí. Le dije:
«Aunque tenga que esperar diez años, asqueroso hijo de la gran puta, te pegaré un tiro
por la espalda». Y me ha creído. Lo he visto en su cara. Es perfectamente capaz de
creer cosas así.
—Para que yo pudiera creérmelo, tendrías que saber qué pesa una pistola del 22.
—Por favor, no me comprendas demasiado de prisa.
—¿Quién dijo esa frase?
—André Gide.
—¿André Gide? ¡Si no has leído nada de él!

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—Sí, pero no se lo digas a nadie.
—Coge tu automóvil. Si quieres, puedes conducir.
—Iré a tu casa. Quizá tome un taxi. Pero iré.
Me pidió las señas, y se quedó más tranquila cuando supo que mi padre estaba en
casa.
—Es un hombre con el que se puede vivir —me dijo, y colgó.
Calculé que Madeleine tardaría una hora en hacer las maletas y otra en recorrer el
trayecto. Sin embargo, como era muy probable que Madeleine conservara sus
costumbres, a pesar de haber transcurrido diez años, era casi seguro que me tuviera
cuatro o cinco horas esperando. Una vez más, me pregunté si sería aconsejable que
fuera a buscarla; decidí que no. Si Regency nos encontraba en su casa, se debilitaría
nuestra posición. En casa, seríamos más fuertes.
Oí el ruido de la barquita de remos al ser arrastrada a tierra, luego los pesados
pasos de mi padre. Sin embargo, dio un rodeo, a fin de entrar por la puerta principal,
y entró utilizando la llave que Patty Lareine le dio años atrás, en la primera visita que
nos hizo.
Patty Lareine había muerto.
Este pensamiento, que llegaba a mi mente como un telegrama cada quince
minutos, seguía sin ofrecerme nada, salvo el escueto mensaje. Ciertamente, no me
producía emoción. Dije para mí: «Madeleine, puedo volver a enloquecer por ti, pero
mañana».
Mi padre entró en la cocina. Le miré y le serví whisky en un vaso. Luego puse
agua a hervir para hacer café. De todas maneras, el arrebol de sus mejillas seguía
invadiendo el resto de su cara. Tenía la expresión de fatiga del hombre virtuosamente
cumplidor de su deber.
—Has hecho un buen trabajo —le dije.
—Sí, bastante bueno. —Me miró achicando los ojos, igual que un viejo pescador,
y repitió—: Sí, bastante bueno. En fin, había navegado ya tres millas por la bahía
cuando pensé que quizá me estuvieran siguiendo con unos prismáticos o con algo
todavía peor. Quizá me vigilaran mediante dos teodolitos, de manera que cada uno
indicara mi rumbo por separado, y superponiendo los datos podían saber con
exactitud el lugar en que detendría la embarcación. Entonces, hubieran podido
mandar a un submarinista. Contra eso no se puede hacer nada. Así pues, decidí que lo
mejor era arrojar el paquete de una forma normal, sin dar importancia al asunto,
yendo a una velocidad media, y teniendo la precaución de hacerlo por la borda
contraria a la orientada hacia la costa. De esta manera, ocultaría con mi cuerpo la
acción de mis manos. —Hizo una pausa y añadió—: Tengo la seguridad de que
fueron inútiles todas esas precauciones, ya que no me vigilaba nadie. Es lo más
probable. Pero preferí actuar tal como te he dicho.
El café ya estaba hecho. Le entregué la taza. Mi padre se lo bebió de un trago,
como si fuera un viejo motor que necesitara combustible.

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—En el momento en que me disponía a echar el paquete por la borda, me
pregunté si el alambre resistiría. Atar las cabezas a la cadena fue el trabajo más duro.
Explicó detalladamente la operación. Igual que un ginecólogo explicando la
forma en que mete dos dedos para situar la cabeza del niño en posición adecuada, o,
mejor aún, igual que un pescador explicando la forma de clavar el cebo vivo en el
anzuelo con la finalidad de que siga vivo y atraiga más a la presa, mi padre acompañó
sus palabras con movimientos de las manos.
Escuché lo suficiente para enterarme de que tuvo que meter el alambre por la
cuenca de un ojo y sacarlo por un orificio en cráneo, que abrió con un pico. Una vez
más, quedé sorprendido al comprobar lo poco que conocía a mi padre. Dio su
recitado con meditativo placer con que un funcionario del Departamento de Sanidad
explica todas las guarradas con que se encontró en curso de una interesante carrera, y
sólo cuando mi padre hubo terminado alcancé a saber la razón por la que había
gozado con el relato: parecía aliviar su mal. No puedo decir por qué, claro. Pero lo
cierto es que había un leve matiz de satisfecha complacencia en el aire de mi padre,
como si fuera un hombre en plena convalecencia que estuviera mejorando gracias a
no hacer caso de órdenes del médico.
Luego, mi padre me sorprendió al preguntarme:
—¿Has sentido algo raro mientras yo estaba fuera?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Creo que más valdría no decírtelo, pero cuando arrojé el ancla, oí una voz.
—Y ¿qué dijo?
Mi padre meneó la cabeza.
—¿Qué oíste? —insistí.
—Que lo hiciste tú. Eso dijo la voz.
—¿Crees lo que dicen las voces?
—Teniendo en consideración las circunstancias, no. Pero me gustaría que lo
dijeras tú mismo.
—No lo hice. En la medida en que puedo saberlo, no lo hice. Sin embargo,
comienzo a pensar que soy responsable, en cierta manera, de la actuación de la mente
de los demás.
Cuando vi que mi padre no había comprendido estas palabras añadí:
—Es algo así como si yo estuviera contaminando el oleoducto.
—Para mí tiene muy poca importancia que sólo seas medio irlandés, porque
tienes una mente tan degenerada como un irlandés de cuerpo entero.
—Deja los insultos para otra ocasión.
—Anda, háblame del Machete —me dijo tras tomar otro sorbo de café.
—Lo siento, pero no puedo seguirte. ¿Quieres hacer el favor de no cambiar de
tema constantemente?
—¿Quieres que la conversación termine con las observaciones que acabas de
hacer?

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Nuestra conversación iba adquiriendo las resbaladizas frustraciones propias de un
sueño. Yo me sentía muy cerca de hallar la verdad y, entonces, mi padre se empeñó
en hablar del Machete. Estaba realmente empeñado, ya que insistió:
—Háblame de ese… negro.
—Ya te he hablado de él. ¿Qué piensas?
—Bueno, pues mientras regresaba en el yate, no hice más que acordarme de él.
Era como si Patty me estuviera diciendo que incluyera al Machete en mis
pensamientos. —Se calló y, luego, me preguntó—: ¿Comienzo a comportarme como
un sentimental hijo de puta, en lo tocante a Patty?
—Comienzas a estar un poco borracho.
—No. Comienzo a estar muy borracho, y la echo en falta. Me digo, y con ello
podrás ver lo bruto que soy en el fondo, que si atas un peso a un perro y lo arrojas al
agua, echarás en falta al perro. ¿No te parece muy brutal?
—Tú lo has dicho.
—Es una barbaridad. Pero la echo en falta. La he enterrado, maldita sea.
—Es verdad, papá. Lo has hecho.
—Tú no has tenido los cojones de hacerlo. —Hizo una pausa y añadió—:
Comienzo a comportarme de una forma irracional, ¿verdad?
—¿De qué sirve ser irlandés, si no se sabe aceptar la senilidad?
—¡Te adoro! —exclamó tras reírse a rugidos.
—Y yo a ti.
—Anda, háblame del Machete.
—¿Qué piensas?
—Pues pienso que es medio marica —dijo Dougy—. Y pienso que él y Wardley
andan liados.
—¿En qué te basas?
Encogió los hombros y respondió:
—En Patty. Patty me lo dijo en el agua.
—Oye, ¿por qué no echas una siestecita? Un poco más tarde nos vamos a
necesitar recíprocamente.
—¿Qué te propones?
—Quiero fisgar un poco en la ciudad.
—Ten cuidado.
—Vete a descansar. Y si Regency hace acto de presencia trátale amablemente. Y
cuando esté distraído, atízale con un pie en la cabeza y entrégamelo atado de pies y
manos.
—Lástima que no hables en serio —dijo mi padre.
—Dale libertad de acción, no lo acoses, porque el tipo es capaz de defenderse él
solito contra nosotros dos.
Pude leer claramente los pensamientos de mi padre, pero éste cerró resueltamente
los labios y no dijo nada.

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—Duerme un poco —le dije, y me fui.
Me había comportado con tranquilidad, pero lo cierto era que distaba mucho de
encontrarme tranquilo. Me había acometido una excitación extraordinaria tan pronto
como dije que en cierta manera era responsable de la actuación de la mente de otras
personas. Comencé a darme cuenta de que debía coger mi coche y dar una vuelta por
la ciudad. Este impulso era tan poderoso con aquel otro que sentí, a través de mi
borrachera, la noche en que intenté escalar el monumento. Sentía el mismo temor, un
temor delicado, casi exquisito, dentro de mi pecho, como la sombra del más noble
orgullo.
Obedecí. No en vano me había pasado veinte años recordando las lecciones que
me dio mi ascenso a la torre. Así que crucé la calle, con cuanta elegancia me
permitían mi magullado dedo gordo del pie y mi medio paralizado hombro, subí al
Porsche, y lo conduje despacio, con un solo brazo, por la calle del Comercio sin saber
lo que buscaba, sin saber si tendría que llevar a cabo alguna hazaña, aunque con una
excitación parecida, supongo, a la que experimenta el cazador africano cuando está
cerca de grandes animales.
La ciudad estaba tranquila y no guardaba ninguna relación con mi estado de
ánimo. En el centro, el Bergantín estaba casi vacío, y a través de las ventanas del
Cubo de Sangre vi a un solitario jugador de billar midiendo cuidadosamente una
tacada. Tenía un aspecto tan solitario como aquel hombre a quien Van Gogh pintó
sosteniendo un taco en el café, de noche, en Arles.
Al llegar al Ayuntamiento giré a la derecha y aparqué el coche en la acera frontera
a la correspondiente a la entrada de la jefatura de policía. El coche de Regency estaba
ante la entrada, en doble fila y vacío. El motor estaba en marcha.
Sentí una tentación tan clara como aquella orden que me obligó a trepar por la
torre. Esta tentación consistía en acercarme al coche de Regency, apagar el motor,
coger las llaves, abrir el maletero —¡en honor a las percepciones intuitivas que se
presentan en forma de imagen, debo decir que vi el machete dentro!—, sacar el
machete, cerrar el maletero, volver a poner las llaves en el contacto, poner el motor
de nuevo en marcha, regresar a mi Porsche y largarme felizmente. Sí, lo vi todo por
anticipado tan vivamente como había visto por anticipado todos los viajes que hice a
mi hoyo. Mi primera reacción fue: ¡Sí, hazlo! La segunda fue: ¡No lo hagas!
Ese fue el momento en que comprendí, como jamás lo había hecho, que no
teníamos un alma, sino dos, la del padre y la de la madre —¡por lo menos!—, la del
día y la de la noche, si es que lo prefieren así. Bueno, no se trata de un enunciado de
dualidades, sino de decir que yo poseía dos almas que eran igual que un tronco de
caballos mal emparejados, así que cuando uno decía sí el otro decía no, y el pobre
cochero no era ni más ni menos que mi propia persona, que tenía que tomar una
decisión: sí, lo haría, tenía que hacerlo. No hubiera podido volver a soportar los
desgarrones que sufrió mi alma antes de decidirme a emprender la escalada de la
torre.

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En consecuencia, salí de mi automóvil. Para mi desdicha, la calle estaba desierta,
por lo que no tenía excusa alguna para actuar, así que cojeando exageradamente
(como si un hombre lisiado fuera menos peligroso en opinión de la policía) crucé la
calle y llegué hasta el automóvil de Regency, con el corazón latiéndome con tal
velocidad que mi temor, pasando por el vértigo, llegó al delirio de la embriaguez. ¿Le
han anestesiado alguna vez con mascarilla, y ha visto los círculos concéntricos
formándose en su cerebro, mientras se sume en los efectos de la anestesia? Pues los
vi en el mismo instante en que cogí las llaves del coche de Regency.
En el caso de que él saliera en aquel instante, le diría:
—Hola, Regency, espero que no te importe, pero necesito llave inglesa y he
pensado que llevarías una en el maletero.
—Pues sí, me importa —contestaría Regency.
Sacaría el revólver y me pegaría cuatro tiros.
Con estremecimientos en los dedos de los pies, temblorosas las manos, metí la
llave en la cerradura del maletero.
Y allí estaba el machete.
En aquel instante en que mi corazón volteaba como uno que hubiera tocado un
cable de alta tensión, sentí un lejano acorde de exaltación y predestinación: Él existe,
o Ello existe. Ellos andan sueltos. Para mí quedó confirmado que esa vida la vivimos
con todo nuestro ingenio, con todos nuestros sentidos, pero es sólo la mitad de
nuestra vida. La otra mitad está en parte.
Mi primer impulso fue echar a correr. Dominándome, arranqué el machete del
suelo del maletero —¡parecía pegado allí!—, cerré y me obligué (fue el acto más
valeroso de todos) a sentarme ante el volante y estar allí el tiempo suficiente para
volver a poner en marcha el motor, con lo que quedé en libertad para cruzar calle,
camino de mi coche. Ya en marcha, el volante del Porsche no hacía más que temblar
en mi mano sana, de modo que tuve que cogerlo con las dos manos.
Después de recorrer cinco manzanas a lo largo de la calle Bradford, detuve el
automóvil junto a una farola para mirar durante unos instantes el machete. Estaba
cubierto de sangre seca en la parte de la hoja que no había estado en contacto con la
alfombrilla de goma del maletero. Todas las ideas que me había formado acerca de
Regency se desmoronaron. Jamás hubiera creído que fuera tan descuidado.
Si Regency había decapitado a Jessica con aquella arma (y ciertamente tuvo que
ser así), lo único que podría justificar aquella falta de interés era que Regency no
hubiera tenido estómago para volver a mirar el arma después de utilizarla. Cuando te
balanceas al borde del abismo, es un consuelo descubrir que los otros locos también
saben lo que es el miedo y el temblor.
Conduje el automóvil por la ciudad perdido en vagos y divergentes pensamientos
y, cuando por fin llegué a la lógica conclusión de que lo menos que podía hacer era
guardar el machete en el maletero en vez de llevarlo a mi lado, en el asiento
delantero, como un compañero de viaje, me encontraba ya al final de la calle del

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Comercio, en el sitio en que desembarcaron los Padres Peregrinos, allí donde el
rompeolas se extiende a lo largo de las tierras bajas. Detuve el automóvil, levanté la
tapa delantera y dejé el machete —cuyo filo observé que estaba mellado— en el
maletero, cerré la tapa, y vi que otro automóvil se detenía detrás del mío.
Wardley bajó de aquel coche. Seguramente había vuelto a hacer poner un
transmisor en el mío. En el estado en que salí de mi casa, ni siquiera me había tomado
la molestia de inspeccionarlo.
Wardley se me acercó. Estábamos solos, junto al rompeolas, y la luz de la luna
permitía que nos viéramos las caras.
—Me gustaría hablar contigo —dijo Wardley.
Sostenía una pistola en la mano. Como cabía esperar, llevaba silenciador. Y, como
también cabía esperar, parecía del calibre 22. No se necesitaba mucha imaginación
para ver una bala de feo aspecto en la recámara, una bala que al penetrar en tu carne
se abriría y te destrozaría.

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8

—Wardley, tienes mal aspecto —le dije.


Sin embargo, el temblor de mi voz traicionó la intención que me animaba a decir
estas palabras: demostrarle que su arma no me inspiraba el menor respeto.
—Sí, he asistido a un entierro.
Incluso a la incierta luz de la luna, pude ver que Wardley iba cubierto de arena
mojada. Llevaba arena incluso en el cabello y las gafas.
—Podemos dar un paseo por las rocas —propuso.
—Será difícil, porque me lesioné un pie al patear a Stude —le respondí.
—Sí, tiene la impresión de que le pateaste. Esto le ha irritado bastante.
—Esperaba verle hoy.
—No, a Stude no volveremos a verle.
Wardley movió muy delicadamente la pistola, igual que si me ofreciera asiento en
un cómodo sillón de su casa, y yo avancé unos pasos, alejándome de él.
No fue una caminata fácil. El rompeolas se extendía a lo largo de un kilómetro y
medio, cruzando arenosas zonas llanas, tierras bajas, y la bahía, y había que avanzar
por entre las rocas. Durante la mayor parte del trayecto, el suelo era más o menos
liso, en su parte más alta, pero de vez en cuando era preciso dar un salto de metro y
medio, para salvar un hoyo, o bien descender por la pendiente de una roca y ascender
por la de otra. En la oscuridad, y con mis lesiones, nuestro avance no fue rápido, ni
mucho menos. Pero esto no pareció molestar a Wardley. De vez en cuando, a nuestra
espalda, aparecía un automóvil que descendía por la calle del Comercio, y que o bien
tomaba rumbo hacia la Posada de Provincetown, o bien seguía en línea paralela a las
tierras bajas, hasta el extremo de la ciudad, donde terminaba la calle Bradford. Pero
después de que hubiéramos recorrido unas cuantas decenas de metros sobre el
rompeolas, los coches comenzaron a parecernos muy lejanos. Caminando delante de
Wardley, lentamente, los faros de cada automóvil me parecían tan lejanos como las
luces de un barco en el mar.
Habíamos tenido marea alta, pero estaba retrocediendo, y seguimos avanzando
sobre las rocas a una altura de dos o tres metros sobre el agua. Debajo sonaba el ruido
de las olas retirándose de las tierras bajas y pasando por entre las rocas, y el cielo
parecía acercarse a mis oídos, hasta el punto de que tuve la impresión de poder
percibir todos los sonidos producidos por el agua. Quizá todo se debía al dolor que
sentía en el pie, y al sordo y fuerte latido de mi hombro lesionado, pero lo cierto es
que caminaba resignado. Quizá mi vida terminara en aquel interminable camino junto
al mar, pero, a fin de cuentas, todavía había lugares peores, y me dedicaba a escuchar
el graznido de las gaviotas, alertadas por nuestros nocturnos pasos. Cuán reciamente

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sonaban estos ruidos en la noche… Tenía la impresión de oír el movimiento de las
hierbas marinas en las menudas caletas, y el de las esponjas adheridas a las conchas
de las ostras. Las matas y las algas comenzaron a respirar en las rocas, mientras las
olas ondulantes se alejaban de la costa. Era un noche sin viento, y si no hubiera sido
por el fresco propio de noviembre, la placidez del agua habría causado la impresión
de que estábamos en verano, pero no, no era así, y forzosamente tenía que ser una
noche de otoño, ya que las aguas calientes jamás hubieran podido producir semejante
sensación de calma. Un frío norteño cubría la calma, hablándonos de aquellas
eternidades situadas más allá de la eternidad, en donde los reinos del magnetismo
están helados y quietos.
—¿Cansado? —me preguntó Wardley.
—¿Tienes el propósito de llegar hasta el final del trayecto?
—Sí, y te advierto que luego tendremos que recorrer ochocientos metros más por
la playa.
Señaló hacia la izquierda, a un lugar situado a mitad de camino entre el sitio en
que terminaba el rompeolas, en lo más saliente del cabo, y el faro, que se encontraba
a un kilómetro y medio más a la izquierda, por donde se llegaba al extremo de playa
resguardado por el cabo. En el curso de ese kilómetro y medio que terminaba en el
faro no había casas ni caminos, sólo las roderas dejadas en la arena por el paso de los
coches. En una noche de noviembre, difícilmente encontraríamos un automóvil allí.
En otros tiempos, allí había florecido la Ciudad del Infierno.
—Es una larga caminata —dije.
—Esfuérzate un poco.
Wardley caminaba bastante rezagado con respecto a mí, con el fin de no tener que
llevar constantemente la pistola en la mano, cuando llegábamos a un punto de difícil
paso (y pasamos por uno o dos sitios de poca altura en los que las rocas se habían
hundido hasta el punto de que la marea las había dejado húmedas al retirarse),
Wardley se limitó a esperar que yo cruzara para, después, hacerlo él.
Al cabo de un tiempo, me animé un poco. Las noticias menudas son siempre
importantes en momentos de crisis, advertí que el dedo gordo de mi pie, roto o no,
parecía haber adquirido cierta flexibilidad, en tanto que mi brazo izquierdo efectuaba
movimientos más amplios sin causarme dolor. Además no sentía tanto miedo como
cabía pensar. Siempre me ha resultado difícil tomarme totalmente en serio a Wardley.
A fin de cuentas, le había visto llorar el día en que le echaron de la escuela.
Sin embargo, las certidumbres de adolescencia podían ser peligrosas. Si Wardley
iba a oprimir el gatillo, su dedo sería sin duda estimulado aún más por el hecho de
que no le tomara en serio.
Cuando habíamos recorrido algo más de la mitad del camino, le pedí que me
dejara descansar. Accedió y se sentó a unos diez metros de distancia, es decir lo
bastante cerca para que pudiéramos hablar y mantener con seguridad la pistola en la

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mano. Ese fue el momento en que Wardley me informó minuciosamente de todo
género de fascinantes detalles, ya que tenía ganas de hablar.
Resumiendo: Nissen había muerto. Stude había muerto. Beth se había ido de la
ciudad en compañía del Machete.
—¿Cómo te has enterado? —le pregunté.
—Bueno, presencié cómo el Machete mataba a Stude, y despedí a Beth y al
Machete cuando emprendieron el viaje. Incluso les di dinero. Se fueron en la
camioneta que tú averiaste. Es de Beth.
—¿Adónde han ido?
—Beth dijo algo acerca de visitar a sus padres en Michigan. Parece que están
retirados y viven en Charlevoix.
—El Machete causará sensación en Charlevoix —comenté.
—Los negros bien educados son recibidos con los brazos abiertos en todas partes
menos en Newport —dijo Wardley en tono solemne.
—¿Y Beth no estaba alterada por lo ocurrido al Araña?
—Le dije que el Araña se había largado. No pareció preocuparse en exceso. Dijo
que se proponía vender la casa. Tengo la impresión de que Beth ha añorado cada vez
más Michigan en los últimos tiempos.
—¿Sabe que Stude ha muerto?
—Claro que no. ¿Quién iba a decírselo?
Procuré formular la siguiente pregunta con sumo tacto. Era como si yo hubiera
estado hablando con un desconocido, le hubiese contado un chiste de polacos, y luego
le preguntara: «¿No será usted polaco, por casualidad?». En consecuencia, con mucha
modestia en la voz, le pregunté:
—¿Y no sabes quién mató al Araña?
—Claro que sí. Fui yo.
—¿Por qué?
—Un asunto sórdido.
—¿Te chantajeaba?
—Sí.
—¿Puedo saber cómo?
—Tim, tú has tenido problemas con cabezas, si no me equivoco. Pues chez nous,
hemos tenido problemas de cuerpos. El Araña y Stude se encargaron del entierro.
Probé suerte.
—¿Enterraron a las mujeres?
—A las dos.
—¿Dónde? Me gustaría saberlo.
—En el lugar al que vamos.
—Magnífico.
Guardamos silencio.
—En la Ciudad del Infierno —dije.

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Wardley movió afirmativamente la cabeza.
—¿Conoces la Ciudad del Infierno? —pregunté.
—Naturalmente. Patty Lareine me habló de ella. Tenía fijación con la Ciudad del
Infierno. Es una lástima que las partes de su cuerpo estén separadas.
—Desde su punto de vista, sí.
—¿Dónde está la cabeza? —me preguntó Wardley.
—En el fondo del mar. Sólo puedo decirte eso porque no sé más. No estuve
presente.
—No tengo la menor intención de hacerle a Patty el favor de juntar sus
desperdigados restos —dijo Wardley.
No supe qué contestarle.
—¿Dónde están enterrados el Araña y Stude? —le pregunté.
—Cerca. Todos están cerca. En realidad, están tan cerca que podrían organizar
una orgía, si les entraran ganas.
Estas palabras le provocaron un leve espasmo de risa, pero como sea que fue una
risa silenciosa, no puedo decir que ninguno de los dos esperáramos que yo le
acompañara.
Acto seguido, Wardley levantó la pistola y disparó un tiro al aire. El disparo hizo
el ruido que cabía esperar, un «plop», como el que produce una bolsa de papel
hinchada al reventar. Muy poca cosa, realmente.
—¿Por qué has hecho esto? —le pregunté.
—Por gusto.
—Vaya…
—Estoy celebrando el haber terminado mis tareas funerarias.
—¿Te ayudó el Machete?
—¡Claro que no! Como te he dicho, me alegró que se largara. Un majara como él
siempre es peligroso. Siempre tuve la impresión de que era fuerte, y lo cierto es que
estranguló a Stude con sus propias manos. Es un alivio que se haya ido.
—¿Dónde fue?
Tuve la impresión de que se formó en su rostro un gesto perverso. Y he dicho
«tuve la impresión» porque a la luz de la luna no podía verle con la debida claridad.
Sin embargo, Wardley también me causó la impresión de no querer contestar por el
simple placer de no hacerlo.
—¿Por qué quieres saberlo? —me preguntó por fin.
—Curiosidad.
—El deseo de saber siempre ha sido poderoso. ¿Crees que si te mato, y conste
que no digo que vaya a matarte, ya que, a decir verdad, aún no sé lo que voy a hacer,
te irás al reino de las tinieblas mejor preparado si contesto algunas de tus preguntas?
—Pues sí, eso creo.
—Bueno, yo también lo creo. —Me dirigió una astuta sonrisa y explicó—: Todo
ocurrió en el bosque de Provincetown. Stude tenía una especie de casita, casi una

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barraca, junto a la carretera. Un sitio muy adecuado. Allí se organizó la bronca.
—¿Dejaste a los dos tipos tumbados y te llevaste al Machete a ver a Beth?
—Así es.
—¿Y entonces los dos se largaron, así, sencillamente?
—Bueno, parece que la noche anterior habían comenzado un aventurilla. Al
parecer, Beth dedicó un buen rato al Machete cuando estuvieron en el Bergantín. Por
eso los animé a que se fueran juntos.
—Pero ¿por qué mató el Machete a Stude con sus propias manos?
Wardley meneó la cabeza y dijo:
—Porque le estimulé un poco. Le conté una mentira. Le dije que Stude había
asesinado a Patty Lareine y que había dado el cadáver a los perros, para que se lo
comieran.
—¡Santo Dios…!
—Que yo sepa, Stude ni siquiera tenía perro. Cualquiera diría que lo tenía, sin
embargo. Stude era la clase de bestia que necesitaba a otra bestia.
—¡Pobre Stude! ¿Fue él quien mató a Patty Lareine?
—No.
—¿Quién la mató?
—Quizá te lo diga dentro de un rato.
Wardley quedó tan sumido en sus pensamientos que tuve esperanzas de que
bajara la pistola, pero no lo hizo. Siguió apuntándome. Para mí, la pistola
apuntándome tenía unos efectos tan poderosos como el de una potente luz enfocada
en los ojos durante un interrogatorio.
—La motivación es uno de los aspectos más importantes de la psicología —dijo
Wardley—. El Machete tenía todo género de motivos para cargarse a Stude, pero se
reprimía. Stude no hacía más que decir: «No la maté, te juro que no la maté». Y el
Machete le creía, en parte. Por fin, no me quedó más remedio que decir «Machete,
éste es el hombre que se hace llamar Austin Healey». Esto fue lo que hizo saltar al
Machete y lo que, incidentalmente también hizo saltar de su sitio varias vértebras del
pescuezo de Stude. Entonces, para mí fue ya una cosa meramente rutinaria pegarle un
tiro al Araña. Pero quería que el Araña, antes de morir, presenciara el final de Stude.
—¿Por qué?
—Carece de importancia. En realidad, sólo se debió a que el Araña me irritaba
profundamente.
—Bueno, sigamos nuestro camino, si quieres —dije.
—Sí.
—¿Te puedo hacer otra pregunta? —le dije en el momento en que nos pusimos en
pie.
—Naturalmente.
—¿Cómo te las arreglaste para transportar los cadáveres desde esa cabaña hasta la
Ciudad del Infierno?

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—Lo hice en mi automóvil hasta una embarcación que alquilé. La tenía en Beach
Point. Allí no hay nadie ahora. De noche no es difícil meter un fiambre en una
embarcación.
—¿Y no pesaban demasiado?
—Soy más fuerte de lo que aparento.
—Antes no eras fuerte.
—Tim, ahora cultivo el físico.
—También yo debería hacerlo.
—Quizá.
—¿Transportaste por mar los cadáveres hasta la Ciudad del Infierno, y los
enterraste allí?
—La verdad es que hubiera debido encargarme personalmente de todos los
entierros. Si lo hubiera hecho así, Stude y el Araña no habrían sabido tantas cosas.
—¿Y después de enterrarlos regresaste en tu embarcación a Beach Point?
—Sí.
—¿Y el transmisor te dijo dónde me encontraba?
—No, recuerda que lo tiraste.
Volvió a esbozar su astuta sonrisa, y dijo:
—Me tropecé contigo por casualidad.
—Es terrible.
—Me gusta el diseño. Eso es todo.
—Ya.
—¿Tienes la facultad del déjà vu? —me preguntó—. Yo la poseo en grado sumo.
Me pregunto si no tenemos la misma vivencia más de una vez. A lo mejor se espera
que nos perfeccionemos con la repetición.
—No lo sé —le contesté.
Seguimos andando. Y entonces Wardley me dijo:
—Debo reconocer que buscaba tu automóvil. Fui de un lado para otro hasta que
lo encontré.
—Pues la verdad es que no sé si alegrarme o entristecerme.
Quizá se debía al dolor, pero me sentía obligado a dar muestras de aquel alegre
sentido del humor del que hace gala el paciente, cuando, en camilla, le llevan a la sala
de operaciones.
Caminábamos en silencio. El agua del mar estaba muy fosforescente, lo que me
indujo a maravillarme de la capacidad lumínica del plancton, pero no puedo decir que
se me ocurriera un pensamiento nuevo. Llegamos a la más profunda depresión que
presentaba nuestro camino, y como sea que no podía saltarla, tuve que agarrarme a
una serie de piedras laterales para descender, con lo que unas conchas me produjeron
un doloroso corte en la mano. Cuando lancé una maldición, Wardley dio muestras de
comprenderme, ya que dijo:
—Es cruel obligarte a esta caminata, pero es esencial.

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Seguimos adelante. Por fin, nuestro aire al andar adquirió aquel ritmo en el
avance que sólo es un movimiento sin principio ni fin, por lo que, cuando llegamos a
la playa situada a unos mil quinientos metros de distancia con respecto a aquella en la
que habíamos emprendido el camino, apenas me di cuenta. Nos apartamos del
rompeolas y avanzamos por la última extensión playa de la bahía. Caminar sobre la
arena mojada dejaba los pies helados, pero hacerlo por la arena seca representaba
avanzar más despacio. En la oscuridad, ya que la luna se encontraba detrás una nube,
era preciso vigilar los pasos. Sobre la arena, por todas partes, había viejos maderos,
restos de embarcaciones, recios como el cuerpo de un hombre y plateados como la
mismísima luz de la locura. En aquella hora se podía oír el sonido de la marea
retirarse. Llegaba nítidamente a nuestros oídos el piar de las gallinetas alertadas por
nuestra presencia, el más leve paso de los cangrejos y los escurridizos movimientos
de los ratones de campo, y nuestros pies aplastaban conchas vacías de ostras, almejas,
mejillones. ¡Y cuántos eran los sonidos que puede producir el calcio al quebrarse…!
Cuando pisábamos las algas y las plantas marinas secas, producían un crujido
parecido al de avellanas al quebrarse bajo nuestros pies, y el lúgubre sonido de la
boya llegaba hasta nosotros, en la lenta agonía de la marea.
Caminamos quizá durante media hora más. En las más cercanas aguas, se
balanceaban bajo la luz lunar medusas rosadas y medusas blancas como la luna
semejantes a obesas señoras tomando el sol, y hasta la playa llegaban esas plantas
marinas a las que se llama trenzas de sirena. Vivía en la húmeda fosforescencia de la
playa como si las últimas luces de mi vida sólo pudieran dejar de extinguirse gracias
a aquellos helados destellos.
Por fin, llegamos a nuestro punto de destino. Era una porción de la playa que no
se distinguía en nada de cualquier otra, y Wardley me indicó una duna baja junto a la
que se veía un hoyo cubierto de hierbas y maleza. Sentado allí, no cabía la posibilidad
de divisar el mar. Me esforcé en decirme que me encontraba en las arenas de la
Ciudad del Infierno, pero dudaba mucho de que allí anidaran espíritus. Sobre
nosotros sólo flotaba una leve nube. La barrera de arena impedía el paso de los
vientos. Pensé que los espíritus seguramente preferían apiñarse en las casitas que un
siglo atrás fueron transportadas flotando a la calle del Comercio.
—¿Aquí está Patty? —pregunté por fin.
Wardley afirmó con la cabeza y dijo:
—No puedes ver dónde está enterrada, ¿verdad?
—Con esta luz, no.
—Y a plena luz del día tampoco.
—¿Y cómo sabes dónde se encuentran?
Indicó un par de plantas que se alzaban en el perímetro del hoyo, y contestó:
—Tomo estas plantas como punto de referencia.
—Parece un poco impreciso.
—¿Ves esa concha de cangrejo gigante que está puesta boca arriba?

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Afirmé en silencio.
—Fíjate bien. Puse una piedra encima para que no se moviera.
A aquella luz no pude ver la piedra, pero fingí que sí.
—Patty Lareine está enterrada debajo de esa concha —dijo Wardley—, Jessica se
encuentra un metro a la derecha de Patty, el Araña un metro a la izquierda. Stude está
un metro más allá también a la izquierda.
De buena gana le hubiera preguntado: «¿Y ya has escogido un lugar para mí?», ya
que no exigía menos el humor propio del paciente valeroso, pero no pude confiar en
la firmeza de mi voz. Sentía en la garganta miedo más que suficiente para tenerla
ronca. Es absurdo, pero la proximidad de la muerte no me causaba más terror que el
saque de mi primer partido de fútbol americano, cuando contaba dieciséis años de
edad. Y, ciertamente, menos que mi primer y último combate de boxeo en el
campeonato del Guante de Oro. ¿Acaso la vida me había molido hasta el punto de
poder experimentar solamente emociones débiles? ¿O es que seguía atento a la
posibilidad de arrebatar la pistola a Wardley?
—¿Por qué mataste a Patty Lareine? —le pregunté.
—No debes dar por seguro que la matara yo.
—¿Mataste a Jessica?
—¡Oh, no…! Laurel tenía sus defectos, pero hubiera sido incapaz de matarla.
Con la mano que no sostenía la pistola cogió arena y la dejó caer, deslizándose
por entre sus dedos, como si estudiara lo que iba a decir a continuación.
—Bueno, te lo voy a contar —me dijo.
—Te lo agradeceré.
—¿Crees que importa?
—Me parece que sí.
—Es muy interesante lo que acabas de decir, en el caso de que tu intuición sea
fundada.
—Por favor, cuéntamelo —le pedí igual que si me dirigiera a un pariente mayor
que yo.
Mis palabras le gustaron. Creo que jamás había oído este tono en mi voz.
—¿Sabes que eres un perfecto cerdo?
—Esto es algo que resulta muy difícil de ver en uno mismo —le respondí.
—Eres terriblemente codicioso.
—La verdad, no veo por qué dices eso.
—Bueno, no sé si sabes que mi amigo Leonard Pangborn era un hombre bastante
estúpido desde distintos puntos de vista. Fingía andar divirtiéndose en los ambientes
gay, a los que ni siquiera se acercó nunca. Era un hombre muy encerrado en sí
mismo. ¡Y cuánto le hacía sufrir su homosexualidad! Para él, era una tortura. Deseaba
ardientemente ser heterosexual. Le agradó inmensamente que Laurel Oakwod
consintiera en tener una aventurilla con él. Oye, ¿realmente fue imprescindible para ti
follarte a Laurel ante las narices de Pangborn?

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—¿Cómo te has enterado?
—Porque Jessica, tal como tú la llamas, me lo contó.
—¿Será posible?
—Sí, querido. Me llamó por teléfono a última hora de aquella noche, la noche del
viernes, o sea, hace seis noches.
—Sí, fue aquella noche.
—Naturalmente. Laurel estaba histérica. Después de tu exhibicionista actuación,
tuviste la cara dura de dejarlos a los dos en su automóvil, diciéndoles con muy malos
modales: «Largaos los dos, sois unos cerdos». ¿Cómo te juzgarías a ti mismo, de
acuerdo con tus honrados criterios de camarero de bar? ¿Cómo podían reaccionar
aquellos dos ante semejante actitud? Dieron un paseo en automóvil y tuvieron una
pelea terrible. Lonnie volvió a sentirse homosexual. Igual que un niño en plena
rabieta, detuvo el automóvil, se metió en el maletero, en postura deliciosamente fea.
Bonita imagen, ¿verdad? Y, al principio, Laurel ni siquiera se enteró de lo ocurrido.
El disparo hizo poco ruido. Además acababan de tener una de esas peleas que parecen
el fin mundo. Él la llamó mala puta y ella le llamó maricón. Dadas las circunstancias,
le dijo lo peor que le podía decir. El caso es que Pangborn sale del automóvil y, en
cuanto Laurel puede saber, abre y cierra violentamente el maletero, y se va. Laurel
espera. Y no oye el «plop» del disparo, pero al cabo de un rato piensa que ha oído
algo. Ha sido un «plop», seguro. Como el del tapón de una botella de champán. Está
sentada, sola, en el desierto aparcamiento del Race Point y acaban de llamarla mala
puta, y entonces le parece oír que alguien descorcha una botella de champán. ¿Que
Lonnie quiere hacer las paces? Espera, y al cabo baja coche. Ni rastro de Lonnie.
¡Diantre, diantre! Se le ocurre abrir el maletero. Y allí está Pangborn, muerto y con la
pistola en la boca. Es la muerte perfecta para la gente de mi talante. Bueno, lo que
Lonnie quiso decir era: «La verdad, hubiera preferido meterme en la boca un cipote
que una pistola; ahora bien, ya que estoy harto de la vida, pues me mato, y punto».
En todo momento, mientras Wardley me dijo lo anterior, apuntó con el revólver,
como si fuera su dedo índice. Le pregunté:
—¿De dónde sacó la pistola del 22 con silenciador?
—Siempre llevaba una encima. Hace años compré un juego pistolas, algo
especial, no creo que haya muchas iguales en el mundo, y le regalé una a Patty
Lareine y otra a Lonnie. Pero eso es otra historia.
—No comprendo por qué Pangborn llevaba una pistola en la noche del viernes.
—Siempre la llevaba. Esto le hacía sentirse hombre, Tim.
—¡Oh…!
—¿No se te había ocurrido esa explicación?
—Oye, si tanto le alteró lo que Jessica y yo hicimos en sus morros, ¿por qué
diablos no me asó a tiros?
—Escucha, tú no llevas pistola porque no eres capaz de utilizarla.
Contrariamente, él llevaba pistola porque no era capaz de usarla. Conocía bien a

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Lonnie. Sus ataques de furia podían alcanzar proporciones cósmicas. Pero era incapaz
de matarte o de matar a Laurel. Su furia siempre revertía sobre sí mismo.
—¿Y lo ocurrido fue suficiente para que tomara la decisión de matarse?
—Bueno, en este asunto quiero decirte toda la verdad. Toda la culpa no fue tuya.
Pangborn se encontraba en terribles apuros económicos. Corría peligro de ir a la
cárcel. Hacía exactamente un mes que se había puesto a mi merced. Me suplicó que
le ayudara. Le dije que lo intentaría. Pero, a pesar de que tengo bastante dinero,
ayudarle era demasiado caro para mí. Y Pangborn se dio cuenta de que no le iba a
ayudar.
Volví a temblar. Mis temblores se debían tanto a la fatiga como a todo lo demás.
De todas maneras, lo cierto era que llevaba los zapatos y los pantalones mojados.
—¿Te parece que encendamos una hoguera?
—Sí —contesté.
—No, sería muy difícil, aquí todo está húmedo —dijo Wardley tras meditar el
asunto.
—Es verdad.
—Y el humo me molesta.
—Sí.
—Lo siento mucho —dijo.
Mis manos jugueteaban con la arena. De repente, Wardley disparó un tiro. Así:
¡plop! La bala se hundió en la arena a pocos centímetros de mi zapato.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté.
—No intentes cegarme con un puñado de arena.
—Eres buen tirador.
—He practicado.
—He podido comprobarlo.
—Me costó llegar a serlo. Todo lo que requiere cierta gracia me cuesta. ¿No te
parece una injusticia?
—Quizá.
—Lo es hasta el punto de sentir deseos de entregar tu alma al Diablo.
Guardamos silencio. Me esforcé en dominar mi temblor. Tenía la impresión de
que mi tembleque podía irritar a Wardley y si le irritaba, ¿qué haría?
—No me lo has contado todo —le dije—. ¿Qué hiciste cuando Jessica te llamó?
—Procuré tranquilizarla, pero la verdad era que tampoco yo estaba muy tranquilo.
¡Lonnie había muerto! Le dije a Jessica que esperase en el automóvil, y que iría en su
busca. Mientras se peleaban, estuvieron con el coche parado, en Race Point, mirando
las olas.
—¿Y qué te proponías hacer?
—Ni siquiera había comenzado a pensar. Me importa muy poco dármelas de
inteligente o no, pero por listo que seas, en momentos así sólo se te ocurre: «Menudo
lío…». Realmente, sabía qué hacer, pero cogí el coche y me puse en marcha hacia

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Race Point. De todas maneras, las indicaciones que me dieron para llegar allá fueron
muy confusas. Me perdí en el norte de Truro, y quedé totalmente desorientado.
Cuando llegué a Race Point, el coche no estaba allí, y Laurel tampoco. Fui a Beach
Point para decirle a Patty Lareine que me había dado unas indicaciones para llegar a
Race Point que no servían de nada. Patty tampoco estaba. No volvió hasta la mañana
siguiente, jamás he vuelto a ver a Jessica.
—¿Patty Lareine vivía contigo?
—Ya llegaremos a este punto.
—Sí, me gustará saberlo.
—Antes quiero que me digas una cosa, ¿fue Jessica a tu casa? —me preguntó
Wardley.
—Me parece que no.
—¿No te acuerdas?
—Estaba muy borracho.
—¿Viste a Patty Lareine?
—Tampoco puedo acordarme de eso, pero me parece que sí. Creo que estuvo
unos instantes en casa.
—¿Sabes lo que Patty Lareine solía decir de esas lagunas de memoria que
padeces? —preguntó Wardley.
—No.
—Pues decía: «Ya está el tonto del culo ése metiéndose dentro de su propio
culo».
—Muy propio de ella.
—Siempre te llamaba tonto del culo. Cuando eras nuestro chófer en Tampa, ya te
llamaba así, cuando estábamos a solas, ella y yo. Y cuando Patty Lareine y yo
volvimos a estar juntos, el mes pasado, seguía llamándote así. ¿Por qué te daba este
apodo?
—Eso es sinónimo de imbécil.
—Patty te odiaba con toda su alma.
—No sé por qué.
—Yo creo que sí lo sé —dijo Wardley—. Ciertos hombres satisfacen el
componente femenino que hay en ellos haciendo que sus mujeres les metan la lengua
en sitios muy especiales.
—¡Cristo!
—¿Patty y tú hicisteis cosas así?
—Wardley, no me gusta hablar de esos asuntos.
—Los heterosexuales sois muy pudibundos en esas materias. —Después de decir
estas palabras, Wardley lanzó un suspiro y añadió—: Me gustaría poder encender una
hoguera. La situación sería más íntima y sexual.
—No cabe la menor duda de que estaríamos más cómodos.
—Pero, en fin, no podemos.

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Con mi consiguiente sorpresa, Wardley bostezó. Luego me di cuenta de que había
bostezado como un gato. No hizo más que aliviar su tensión mediante el bostezo.
—Patty Lareine solía hacérmelo —dijo—. En realidad ése fue el medio por el que
me indujo a casarme con ella. Nunca me lo habían hecho tan bien. Pero luego,
cuando ya estábamos casados, dejó de hacérmelo. Cuando le indiqué que me gustaría
que reanudase la costumbre, me contestó: «Wardley, no puedo; ahora, siempre que
miro tu cara no veo más que tu trasero». Ésta es la razón por la que no me gustó nada
que te llamara tonto del culo. Oye, Tim, ¿te lo hizo alguna vez?
—No pienso decírtelo.
Wardley disparó la pistola. Lo hizo sentado. Sin apuntar, se limitó a esgrimirla
como si fuera el índice, tal como antes he dicho y a oprimir el gatillo. Esto es algo
que sólo los mejores tiradores son capaces de hacer. Yo llevaba unos pantalones muy
anchos y el proyectil los atravesó debajo del muslo. Wardley dijo:
—La próxima vez te destrozaré la rodilla. En consecuencia, haz el favor de
contestar la pregunta que te he hecho.
Me tenía a su merced. No cabía la menor duda. Entonces me quedaba la valentía
del tanque de reserva. Habida cuenta las circunstancias, parecía ser la suficiente para
conservar las apariencias de aplomo.
—Sí, en cierta ocasión se lo pedí —le contesté.
—¿Se lo pediste o la obligaste a hacerlo?
—Estaba predispuesta. Era joven y para ella significaba novedad. Hubiera dicho
que nunca lo había hecho con anterioridad.
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—La primera vez que Patty Lareine y yo nos acostamos.
—¿En Tampa?
—No. ¿No te lo contó?
—Si me lo dices podré contestarte.
—Hice un viaje a Carolina del Norte, en compañía de una muchacha. Una
muchacha con la que llevaba dos años conviviendo. Nos encontrábamos en aquel
período en el que hay que intentar algo nuevo o romper la relación. Por eso, y
llevados un impulso, contestamos un anuncio y fuimos a Carolina del Norte para
conocer a un matrimonio que quería cambiar de pareja un fin de semana. En el
anuncio decía que la otra pareja tenía que estar casada, por lo que aquella chica y yo
dijimos qué estábamos. Al llegar conocimos a un tipo muy alto y mayor y a su
esposa, que era Patty Lareine.
—¿Era en los tiempos en que se llamaba Patty Erlene?
—Exactamente, Patty Erlene. Estaba casada con el predicador de la localidad, que
también era el entrenador del equipo de fútbol americano de la escuela secundaria, y
el quiropractor del pueblo. En el anuncio decía que era ginecólogo, pero resultó ser
mentira. Poco tardó en decírmelo: «Es un truco, ya que no hay mujer que se resista al
juego del intercambio cuando imagina que va a acostarse con un ginecólogo». El tipo

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era muy alto y flaco, calvo y muy bien dotado de atributos masculinos. Por lo menos,
eso es lo que me dijo mi chica. Con la consiguiente sorpresa por mi parte, los dos se
entendieron de maravilla. A Patty la excitó en gran manera saber que era camarero de
un bar de Nueva York.
Me callé. Sentía la inquietud propia de haber hablado durante mucho rato,
demasiado quizá. Había perdido la noción de que estaba hablando con Wardley. Éste
me preguntó:
—¿Y te lo hizo esa noche?
No debería haber olvidado que Wardley estaba pendiente de mis palabras.
—Sí, la primera noche fue la mejor que pasamos en nuestra vida. Parecía que nos
hubiéramos estado esperando el uno al otro.
Después de decir estas palabras, pensé: «¡Chúpate esa, Wardley!».
—¿Te hizo todo lo imaginable? —me preguntó.
—Más o menos.
—¿Más?
—Sí, se puede expresar con estas palabras.
—¿Y volvió a alcanzar estas alturas en Tampa?
—No —le mentí.
—Mientes.
Realmente, no tenía ningunas ganas de que Wardley volviera a disparar. Pensé
que seguramente Meeks, el buen padre de Wardley, solía atizarle sin previo aviso.
—¿Eres capaz de aceptar la verdad? —le pregunté.
—Me enorgullezco de ello. A los ricos nos mienten siempre, por eso tengo el
orgullo de aceptar la verdad por muy desagradable que sea.
—De acuerdo, pues. En Tampa volvió a ocurrir.
—¿Cuándo?
—Cuando Patty trataba de convencerme para que te asesinara. —Por el momento,
estas palabras representaban el mayor riesgo que había corrido en mi conversación
con Wardley. Pero hombre de palabra, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza,
como si confirmara la verdad de lo que le había dicho.
—Es lo que siempre he creído. —Hizo una pausa y añadió—: naturalmente, esta
es la razón por la que Patty te llamaba tonto del culo.
No le dije que, después de aquella noche en Carolina del Norte, Patty Lareine me
escribió durante una temporada. Parece que tras mi regreso a Nueva York el recuerdo
de aquella noche volvía a menudo a la memoria de Patty. Se sentía obligada limpiar
el recuerdo que había dejado en su boca. En las cartas que me escribía no hacía más
que llamarme tonto del culo, comenzaba así, «Querido tonto del culo», o bien «Oye,
tonto culo». Y no dejó de hacerlo hasta que dejó de escribirme. Lo que ocurrió, más o
menos, cuando fui a parar a la cárcel. Estando entre rejas no me gustaba que me
dieran motes así, por lo que rara vez contesté las cartas de Patty, y dejó de escribirme.
No tuvimos ninguna relación hasta una noche en que me encontraba en bar de Tampa,

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me tocaron el hombro, y cuando me di la vuelta vi a una hermosa rubia, muy bien
vestida, que me dijo: «¡Hola, tonto del culo!». Sí, las coincidencias a veces son
asombrosas.
—Me parece que Patty Lareine realmente quería asesinarme —dijo Wardley.
—Sí, es algo que tienes que aceptar.
Wardley se echó a llorar. Llevaba ya largo rato luchando contra el llanto y por fin
no pudo aguantar más. Con sorpresa, me sentí conmovido, aunque en realidad sólo en
una mitad de mi ser. La otra mitad estaba paralizada, porque nunca me había parecido
tan peligroso hacer el menor movimiento.
Al cabo de unos minutos, Wardley dijo:
—Es la primera vez que lloro desde el día en que me expulsaron de Exeter.
—¿De veras? Yo lloro de vez en cuando.
—Puedes permitirte el lujo. Siempre tienes una base de virilidad a la que regresar.
En cambio, yo me he inventado a mí mismo.
Dejé pasar esta observación y le pregunté:
—¿Cómo es que Patty y tú volvisteis a juntaros?
—Después de nuestro divorcio, Patty me escribió una carta. Un par de años
después. En esa carta me decía que yo tenía todo género de motivos para odiarla, pero
que me echaba de menos. Pensé que Patty andaría escasa de dinero, por lo que tiré la
carta a la papelera sin contestarla.
—¿No recibió Patty una buena cantidad a raíz de vuestro divorcio?
—Se conformó con cobrar mucho menos de lo que acordaron en la sentencia, ya
que mis abogados estaban dispuestos a presentar recursos y más recursos durante
años. Patty no podía permitirse el lujo de costear un pleito tan largo. ¿No te lo dijo?
—No hablábamos de dinero.
—¿Se limitaba a pagarte los gastos?
—Yo quería ser escritor. Teníamos una especie de contrato.
—¿Escribes bien?
—Patty tenía mi atención tan absorta que no pude escribir tan bien como hubiera
deseado.
—Quizá lo tuyo sea trabajar de camarero en un bar.
—Es posible.
—¿Y no sabes nada del estado económico en que se encontraba Patty?
—¿Estaba arruinada?
—Carecía de intuición para las inversiones. Era tan orgullosa que no sabía aceptar
los buenos consejos. Tengo la idea de que Patty había comenzado a darse cuenta de
que le esperaban unos años económicamente muy duros.
—Y por eso comenzó a escribirte.
—Hice caso omiso de sus cartas tanto tiempo como pude. Pero al fin contesté.
¿Sabías que Patty Lareine tenía un apartado de correos en Truro?
—No.

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—Mantuvimos correspondencia. Al cabo de cierto tiempo, Patty abordó el tema
que realmente le interesaba. La finca Parmessides. Creo que esta finca llegó a
simbolizar, para Patty, todo que había perdido en Tampa.
—Y tú jugaste con su interés por la finca.
—Yo quería torturar cada uno de los cuatro compartimientos de su corazón. Sí,
jugué con ella. Durante dos años, no hice más que alentar en ella esperanzas para
luego desalentarlas.
—Y durante todo este tiempo yo pensaba que era el culpable de todos y cada uno
de los malos humores de Patty.
—La vanidad es tu vicio, pero no el mío. Yo no hacía más que decirme que Patty
Lareine forzosamente tenía que ser el mismísimo diablo, a juzgar por la influencia
que ejercía en mí, ya que realmente, la echaba de menos. No hacía más que pensar
que quizá sintiera verdadera atracción por mí.
Wardley dio una palmada sobre la arena, junto a sus pies, y me preguntó:
—¿No te sorprende?
—La verdad es que Patty jamás dijo nada bueno acerca de ti.
—Ni acerca de ti. La faceta más desagradable del carácter Patty es que hablaba
mal de todo el mundo. Su falta de compasión era todavía superior a la de un buen
cristiano.
—Quizás esto se debía a lo mucho que se entregaba en otros aspectos.
—Desde luego. —El frío le hizo toser. Añadió—: ¿Sabes que la follaba como un
hombre?
—No, nunca me lo dijo.
—Pues es verdad. Ni una tortillera lo hubiera hecho mejor. Hubo momentos en
que me sentí el mejor de los amantes.
—¿Qué ocurrió cuando Patty apareció en Tampa, acompañada del Machete?
—Poco me importó. Fue una jugada inteligente por parte de Patty. Si hubiera
aparecido sola, me habría inducido a sospechar. Pero gracias al Machete la cosa fue
divertida. El Machete es polifacético, en cuestión de sexualidad. Organizamos
algunas escenas divertidas los tres.
—¿No te molestaba ver a Patty con otro hombre?
—Siempre he dicho que quien quiera ser sexualmente ingenuo, que procure ser
irlandés. ¿Cómo podía molestarme? A veces, mientras me follaba a Patty, él se me
follaba a mí. No puedo presumir de haber visto siempre la expresión de su rostro.
—¿Realmente no te molestaba? —insistí—. Patty siempre decía que eras muy
celoso.
—Lo era cuando intentaba comportarme como un marido. En mi vida me he
sentido tan vulnerable. Pero entonces jugaba a un juego. Y tanto me gustaba que eché
mano de Laurel. Le dije: «Vete al Este, querida, y échale por mi cuenta una ojeada a
la finca Paramessides». Y así lo hizo. Desdichadamente, la codicia lo complicó todo.
Lonnie Pangborn me dijo que la señora Oakwode había vuelto a Santa Bárbara,

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cuando en realidad hubiera debido andar puteando con el abogado en Boston. La
noticia no me gustó nada. Me pregunté si acaso Laurel estaba en contacto con ricos
amigos suyos de California, con la finalidad de comprar por sí misma la finca y
dejarme con un palmo de narices. Debo confesar que en aquellos momentos deseaba
la finca casi tanto como a Patty. Ella necesitaba su castillo para interpretar el papel de
reina, pero yo necesitaba que Patty se encontrara en una situación tal que dependiera
absolutamente de mí. Suele ocurrir, ¿verdad?
—¡Muy a menudo!
—El caso es que la presencia de Laurel en Santa Bárbara me indujo a actuar.
Propuse a Patty que hiciéramos una visita por sorpresa a la costa de California. Ello
representaría asimismo una oportunidad para desembarazarnos del Machete. Sí, el
tipo ese es más pesado que el plomo.
Wardley hablaba con voz seca, como si hubiera decidido firmemente contar la
historia, por mucho que su garganta protestara. Me di cuenta por primera vez de que
Wardley podía todavía ser más escéptico que yo, y me pregunté cuál sería la fuerza
que le obligaba a proseguir su relato. Parecía que, en cualquier instante, fuera a
decirme: «Tengo que compartir contigo todo lo que sé, y, cuando haya terminado,
reconoceré cuál de nosotros dos debe desaparecer; es justo, ¿no te parece?». Por
cierto, ¿la del cañón de su pistola no apuntaba un pelo más hacia él? —Wardley
prosiguió:
—Durante la cena, en Santa Bárbara, Laurel trató con todo género de atenciones a
Patty, a quien dijo las frases más maravillosas acerca de la gran personalidad de que
estaba dotada, halagó cuanto pudo los oídos de Patty. Cuando la reunión terminó, dije
a Pangborn: «No confío absolutamente nada en esa mujer. Invéntate un asunto en
Boston, pégate a Laurel y no la pierdas de vista ni un instante». A fin de cuentas,
Pangborn fue quien recomendó a Laurel. ¿Cómo iba a saber que con estas palabras le
mandaba a la muerte?
—¿Entonces, Patty y tú también vinisteis al Este? —pregunté tras encender un
cigarrillo.
—Sí. Alquilé una casa en Beach Point. Y apenas llevaba horas aquí cuando
empezó todo. Fue la noche en que Jessica llamó y en que llegué tarde a Race Point.
No la volví a ver hasta que Nissen, el Araña, me llevó a ver el cadáver. Te aseguro
que tuve una impresión terrible cuando vi aquellos restos decapitados más o menos
cubiertos con cal viva.
—¿Dónde?
—En el patio trasero de Stude, cerca del bosque, junto a la carretera general. El
cuerpo de Jessica estaba dentro de un recio recipiente metálico, un contenedor de
basura antiguo, de antes que el plástico lo dominara todo.
—¿Vomitaste?
—Quedé aterrado. No había visto a Patty desde la noche que Jessica llamó, que
fue cuando Patty desapareció. Luego el Machete me encontró. Iba caminando por la

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calle del Comercio y allí estaba él. Me costó convencerle de que realmente yo
ignoraba el paradero de Patty.
—¿Cómo conociste al Araña?
—A través de Stude, a quien conocí aquel mismo día gracias al Machete. Éste y
Stude habían vendido drogas durante el verano pasado. En todo esto ha intervenido el
karma.
Wardley parecía muy desdichado. Temía haberle inducido a hablar durante
demasiado tiempo. Si Wardley comenzaba a dar a su discurso muchas orientaciones
diferentes, la pistola podía dispararse en cualquiera de ellas. Sin embargo, mis
temores no estaban fundados, ya que Wardley necesitaba contar su historia.
—Sí, conocí al Araña el segundo día de mi estancia aquí. Inmediatamente se
mostró dispuesto a hacer conmigo las más ambiciosas operaciones. De buena gana le
hubiera enviado a paseo, pero el señor Nissen habló con increíble fanfarronería. Dijo
que tenía completamente dominado al jefe de policía. Si yo le financiaba, podía llevar
a cabo, por mi cuenta, la más prodigiosa operación de tráfico de drogas. Aseguraba
que tenía al jefe de policía atado de pies y manos. Como puedes imaginar, le pedí que
me lo demostrara. Entonces fue cuando el Araña me llevó a casa de Stude y me
mostró a Laurel.
—¿Cómo sabes que se trataba de Laurel?
—Había visto con anterioridad a Laurel con aquel vestido. Un modelo exclusivo.
Y también me fijé en el barniz plateado de las uñas. Y en sus tetas. ¿Nunca te fijaste
en las tetas de Laurel?
—¿Te interesaba el negocio?
—Me interesó más de lo que había previsto. Pensé: «¡Qué lugar tan raro! Es
como un salto atrás en el tiempo. Sería extraordinario ser propietario del único hotel
fabuloso a este lado de Boston, y controlar todo el negocio de las drogas… Sería
como un príncipe renacentista».
—No creo que hubieras podido lograrlo.
—La verdad es que estaba medio enloquecido. Lonnie muerto, Laurel
despedazada, Patty desaparecida, y ese sórdido sinvergüenza tiene el cadáver en su
poder y asegura que puede hacer que quiera con el jefe de policía. Debo reconocer
que lleva horas fumando marihuana. Él también. Por eso, le tomé bastante en serio
para preguntarle cómo había llegado a su poder el cadáver decapitado. Y Nissen
había fumado la suficiente marihuana para contestar a mi pregunta. Es increíble lo
confiados que son los delincuentes. Nissen me lo hubiera contado todo, de pe a pa, si
yo no lo hubiera adivinado por mí mismo. El jefe de policía fue quien dejó el cadáver
en manos de Stude y Nissen, y fue el policía quien personalmente le cortó la cabeza.
—¿Regency?
—Regency.
—¿Él fue quien mató a Jessica?

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—No lo sé. Pero no cabe duda de que quería desembarazarse del cadáver. ¡Qué
arrogantes son los policías de narcóticos! Como tenía tantas pruebas para acusar a
Nissen, presumió que podía utilizarle para cualquier cosa.
—Y ¿por qué no? Si se descubría el cadáver, podía decir que los asesinos eran el
Araña y Stude.
—Desde luego. Cuestión de caradura apoyada por el poder, yo llevaba dos días
sin Patty. A toda prisa regresé a Beach Point y allí la encontré. Esperándome. Y no
me dijo ni media palabra acerca de donde había estado.
Se echó a llorar. Me cogió de sorpresa. Sin embargo, consiguió tragarse su
desdicha. Igual que el niño al que le han prohibido quejarse, me dijo:
—Patty ya no quería comprar la finca Paramessides. Como sea que Lonnie se
había convertido en un suicida y que Laurel ha desaparecido, Patty consideraba que
había caído una maldición sobre el negocio. Además, estaba enamorada. Sí, había
decidido decírmelo. Quería irse en compañía del hombre del que lleva ya un año
enamorada. Este hombre también quería irse con ella pero hasta el momento había
sido fiel a su esposa. Pero ahora, al fin, estaba dispuesto a separarse. Le pregunté si le
molestaba decirme quién era el hombre en cuestión. Me contestó que era un hombre
bueno, un hombre fuerte y un hombre sin dinero. Y yo ¿qué?, le pregunté. Y el
Machete ¿qué? ¿Se trataba del Machete? Me dijo que no. El Machete había sido un
triste error. Patty había intentado arrancar a aquel hombre de su corazón, pero no lo
había conseguido.
Wardley hizo una pausa y me preguntó:
—¿Qué imaginas que sentí?
—Te sentiste hecho trizas.
—Sí, hecho trizas. Las cosas no salían como había previsto. Y me había dado
cuenta de que adoraba a Patty, por lo que me mostré dispuesto a aceptar de ella la
parte que quisiera darme, aunque fuera compartiéndola. Incluso en el caso de que lo
que quisiera darme no fuera más que el dedo gordo del pie. —Wardley comenzó a
respirar muy de prisa, como si le faltara aire—. Le dije: «Pues muy bien, apártate de
mi vida». Intentaba conservar mi dignidad. Me sentía como una mujer desnuda que
posa para un pintor loco. Le dije: «Pues vete, no hay problema». Y me contestó: «Sí
que hay problemas porque necesito dinero». Y quiero que sepas, Tim, que me pidió
una suma que era, más o menos, la que yo estaba dispuesto a pagar por la finca
Paramessides. Y quería aquel dinero para comprar cocaína, con la ayuda de su
misterioso enamorado. ¿Quería meterme en el negocio de la droga? Le dije: «No seas
loca, no voy a darte ni un céntimo». Y ella dijo: «Wardley, si no me das ese dinero,
haré lo preciso para que te maten, y en esta ocasión lo harán, porque ahora tengo al
hombre capaz de hacerlo, y todos los gusanos abandonarán tu cuerpo». —Wardley se
frotó la cara como si la tuviera helada. Siguió—: Le dije: «De acuerdo, voy a buscar
un talón, ahora vuelvo». Entré en el dormitorio, cogí mi pistola del 22, le puse el
silenciador, regresé a la sala de estar y la maté. Es el acto que he efectuado con más

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tranquilidad en toda mi vida. Cogí el teléfono con la intención de llamar a la policía.
Estaba dispuesto a entregarme. Pero el Diablo salió del cuerpo de Patty y pasó al mío.
Envolví su cadáver, lo metí en el automóvil, llamé al Araña y le cité en casa de Stude.
Le pedí que enterrara a Patty juntamente con Laurel. Dije que les pagaría bien. ¿Y
qué supones que contestaron?
—¿Qué?
—«Lárgate, y deja todo lo demás de nuestra cuenta».
—¿El resto es una pesadilla?
—Totalmente.
—¿Por qué me dijiste que querías la cabeza de Patty Lareine?
—Porque aquel mismo día me enteré de que el Araña le había rebanado el cuello.
Enterró el cuerpo, pero me dijo que se quedaría con la cabeza. Se reía cuando me lo
contaba. Dijo que me iba a hacer una foto aguantando la cabeza. Me daba perfecta
cuenta del proyecto que el Araña tenía en la cabeza. Iba directo a apoderarse de los
millones de los Hilby. La gente piensa que el dinero está ahí para que ellos se
aprovechen de él. Como si el dinero no formara parte de mí. Comprenderás que no
tuve más remedio que matarle. ¿Qué quedaría de mí sin mi dinero? Mi dinero es mi
sustancia.
Dejó la pistola en el suelo, a su lado, y dijo:
—Y entonces Stude tuvo la mala suerte de llegar con el Machete. Yo estaba junto
al cuerpo del Araña. Gracias a Dios, logré convencer al Machete de que Stude era el
tipo que buscaba.
Wardley se llevó las manos a la cara. El arma estaba en la arena, junto a él, pero
no me atreví a moverme. Cuando al fin miró —hasta donde pude ver—, estaba muy
lejos de allí.
—He intentado encontrar una buena razón para matarte, no he conseguido
irritarme lo suficiente para hacerlo. Me gustaría tener las narices para entregarme a la
policía. —Movió la cabeza y dijo—: Pero no, no es una alternativa viable. La
publicidad que se dio a mi caso de divorcio me hizo sufrir más que cualquier cosa en
mi vida. Soy incapaz de volver a pasar por la prueba de ponerme públicamente en
ridículo.
—Comprendo.
Cogió la pistola, se tumbó de lado, se acurrucó, se acercó el cañón de la pistola a
la boca, y dijo:
—Creo que has tenido suerte.
Se metió el cañón en la boca. Me parece que, de repente, se dio cuenta de lo
vulnerable que era en aquella situación, tumbado, sin nada que le protegiera.
—¿Me cubrirás con un poco de arena? —me preguntó.
—Sí.
No puedo justificar por qué lo hice, pero me puse en pie y me acerqué a él. Se
sacó el cañón de la boca y me apuntó, diciendo:

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—O nos peleamos o hacemos las paces. —Bajó la pistola y dijo—: Siéntate a mi
lado.
Así lo hice. Dijo:
—Pásame un brazo por los hombros.
Obedecí el mandato. Me preguntó:
—¿Me tienes un poco de simpatía?
—Wardley, te tengo un poco de simpatía.
—Así lo espero.
Y se pegó un tiro en la sien.
Para una pistola con silenciador, el sonido fue muy potente. Quizá Wardley se
voló con el tiro una puerta de su espíritu. Estuvimos mucho rato sentados juntos, el
uno al lado del otro. Nunca volveré a velar tanto tiempo a un compañero de estudios.
Cuando el frío se hizo intolerable, me levanté e intenté cavar una tumba con mis
manos, pero la arena estaba muy fría. Tuve que dejarle en un hoyo de poca
profundidad, cubierto con una capa de arena, unos centímetros. Pensé en enterrar la
pistola juntamente con él, pero me pareció una estúpida prodigalidad, por lo que me
la guardé en el bolsillo. Me juré que volvería por la mañana con una pala, y emprendí
el camino de vuelta, el largo camino de regreso.
Cuando llegué a las rocas del rompeolas el camino se hizo más duro. Mi pie, a
pesar de su anterior flexibilidad, me dolía como una muela con el nervio al
descubierto, y mi hombro lanzaba rayos de dolor en cada movimiento imprevisto del
cuerpo.
Sin embargo, el dolor lleva consigo su propio lenitivo. Apaleado por mil
experiencias demasiado fuertes para mí, me sentía con el ánimo tranquilo durante mi
camino a lo largo del rompeolas, y, por fin, comencé a pensar en la muerte de Patty
acompañando el pensamiento con algo parecido a cierto dolor. Sí, la pena podía ser el
antídoto del dolor.
Había perdido a una esposa a la que jamás había comprendido, y con ella había
desaparecido la vitalidad de su invencible confianza en sí misma y de las horrendas
ecuaciones de su mente insondable.
Comencé a recordar el día anterior a aquel en que Patty me abandonó. ¿Hacía de
ello veintinueve o treinta días? Habíamos ido de compras a Orleans, y paseamos en
automóvil por bosques vericuetos otoñales, mucho más bellos, en la estación de las
hojas caídas, que nuestros bosques de pobres pinos. Había toda clase de abundantes
árboles de recio tronco en los alrededores de Orleans en el codo del doblado brazo del
cabo. Al tomar una curva, vi un plátano con follaje de color anaranjado contra un
abierto cielo azul, y cómo aquellas hojas, temblorosas y ya prestas a su muerte,
variaban entre su último rojizo y las últimas sombras del amarillento otoño que ya se
cernía. Al mirar al árbol, murmuré:
—¡Oh, dulce puta!

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Realmente, no sé lo que quise decir con esas palabras, Patty, que iba sentada a mi
lado, dijo:
—Cualquier día te dejaré.
Esa fue la única advertencia previa que me hizo, y yo le dije:
—No creo que tenga importancia. Cada día me siento más lejos de ti.
Patty movió afirmativamente la cabeza.
Siempre hubo algo de hiena en la felina voluptuosidad de Patty, una dura e
intocable capacidad de cálculo que se reflejaba en las comisuras de sus labios. Por
mucha que fuera su fortaleza Patty siempre estuvo rebosante de piedad hacia sí
misma, y, en aquellos momentos, me dijo en un susurro:
—Me siento atrapada. Terriblemente atrapada.
—¿Qué deseas?
—No lo sé. Es algo que siempre está más allá de mi alcance.
Y a continuación, dentro del escaso grado en que Patty podía comprenderme un
poco, me tocó la mano y dijo:
—En cierta ocasión, llegué a pensar que lo había alcanzado.
Y, entonces, yo le oprimí la mano. Sí, teníamos nuestro romántico punto de
referencia. Fue la noche en que nos conocimos y que fornicamos como bailarines
enloquecidos, cuando copulamos de todas las maneras habidas y por haber; fue una
noche en que fuimos tan felices como Cristóbal Colón, debido a que cada uno de
nosotros descubrió América, nuestro país eternamente dividido en dos mitades. Cada
uno de nosotros danzaba al ritmo de nuestros respectivos y entusiastas encantos,
dulces como dos tetas de azúcar emparejadas.
Por la mañana, el Chepa, que era el marido de Patty, se puso otra de sus caretas, y
todos fuimos a la iglesia: Madeleine, Patty, el Chepa y yo. El Chepa fue quien ofició.
Sí, era uno de nuestros americanos esencialmente locos: era capaz de participar en
orgías el sábado y de bautizar el domingo. La casa de Nuestro Padre tiene muchas
mansiones, y tengo la seguridad de que el Chepa juzgó que la casa de anoche era el
retrete. Jamás llegué a comprender aquel matrimonio. Él era entrenador del equipo de
fútbol americano, y ella era la animadora del equipo, y él la preñó, y se casaron, y el
hijo nació muerto. Este fue el último intento que Patty Lareine hizo de reproducirse.
Cuando nos conocimos, ya habían recibido varias contestaciones a su anuncio («Sin
duchas doradas. Deben estar casados»). Realmente, si tuviera el talento preciso,
podría escribir un libro acerca del Chepa y de los diversos compartimentos de su
norteamericana mentalidad, pero no voy a intentar describirle, como no sea para
hablarles un poco del sermón que pronunció, ya que no le he olvidado; y me vino a la
memoria, mientras caminaba por las rocas del rompeolas, el recuerdo de estar sentado
en aquella blanca y sencilla iglesia, de un tamaño no superior al de un aula
universitaria, y de una grandeza no superior a la de una cabaña. Ahora que Patty
había partido de este mundo, la voz del Chepa sonaba muy nítidamente en mis oídos:
—Anoche tuve un sueño.

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Y Patty Lareine, que estaba sentada a mi lado, junto a Madeleine, me oprimió la
mano y murmuró a mi oído, como una colegiala:
—Su sueño fue tu esposa.
Pero el Chepa sin acordarse de la presencia de su esposa, prosiguió:
—Hermanos, fue algo más que un sueño. Fue una visión. Una visión del fin de
los tiempos. Los cielos retrocedieron, y Jesús volvió una vez más en las nubes de
gloria que sus hijos forman para él. Fue terrible ver, hermanos, a los pecadores
gritando, chillando y suplicando clemencia, mientras se postraban ante Él. La Biblia
dice que hay dos mujeres que muelen grano, y que una será elegida y la otra
rechazada. Habrá dos mujeres en la cama.
Hizo una pausa, y Patty Erlene me atizó un recio codazo las costillas. El Chepa
prosiguió su sermón:
—… y una será aceptada y la otra será rechazada. Las madres gemirán cuando
sus hijos sean arrancados de sus pechos por llevarlos al lado de Jesús, y serán
rechazadas porque no sabían renunciar a sus pecados. Sí, el pecado. El pecado es la
fuerza que el Diablo deja suelta en el mundo para apartarnos de Jesús.
Patty Erlene me clavaba las puntas de sus afiladas uñas en palma de la mano, pero
yo no sabía si lo hacía para reprimir la risa, o si era la expresión de un infantil temor.
El Chepa prosiguió:
—La Biblia dice que no habrá ni un solo pecado en los cielos. No es cristiano el
que se siente en un banco de la iglesia el domingo por la mañana, y luego se aleja de
la iglesia para ir a pescar por la noche en la ribera del río. ¡Hermanos, esto es pecado!
¡Esto es, precisamente, lo que el Diablo quiere que hagáis! El Diablo quiere que
digáis: «Bueno, a nadie perjudico no yendo a la iglesia esta noche».
Soplándome el aliento en la oreja, Patty Erlene dijo:
—¡Y a nadie perjudicó anoche!
Entretanto, Madeleine, ofendida hasta el ombligo, hasta la matriz y hasta sus
tuétanos, por la escena que Patty y yo nos traíamos entre manos, estaba sentada, con
expresión de repulsa, congelada como un témpano. La voz del Chepa decía:
—Y, después de semejante actitud, lo que hacéis es ir al cine, y luego bebéis, y
entonces entráis en el camino del fuego del infierno y de la condena eterna, en la que
el fuego no cesa y el pecado no muere. No lo hagáis, hermanos. Venid a nosotros,
ahora que aún estáis a tiempo. Venid antes que las nubes se retiren, y ya sea tarde
para que se oigan vuestras súplicas de piedad. Venid a Jesús esta misma noche.
Renunciad al pecado. Entregad vuestro corazón a Jesús. Dejadle que guíe vuestra
vida.
—Eres un gato del infierno. Y yo también —me susurró Patty al oído.
El Chepa dijo:
—Arrodillaos, humillaos, mientras entonamos el himno doscientos cincuenta y
seis. Patty Erlene, ve al piano. Cantemos todos juntos y dejemos que Jesús hable a
nuestro corazón.

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Patty Erlene tocó el piano, como si aporreara un tambor, mientras los feligreses
cantaban:

Con ser tantas mis maldades,


acudiste en mi socorro;
al pensar en tus bondades,
anonadado me corro.

Después de esto, fuimos a casa del Chepa para celebrar el ágape del domingo,
cuyos platos había guisado su hermana. Comimos un asado, en el que la carne había
adquirido un cadavérico color gris, acompañado de patatas rescatadas demasiado
temprano del agua hirviente, más unas cuantas hojas de nabo. Hasta el momento de la
celebración de este ágape, jamás había tratado con gente dotada de tanta vitalidad
como el Chepa y Patty Erlene. Ahora bien, aquellos platos eran la otra cara de la luna.
Comimos en silencio, y todos nos estrechamos la mano al despedirnos. Tres horas
después, ocurrió el terrible accidente de automóvil con Madeleine. Y pasaron ocho
años más antes de que volviera a ver a Patty Erlene, en Tampa, convertida en la
señora de Meeks Wardley Hilby III.
El poder del recuerdo es tal que puede elevarte por encima del dolor, y de esta
manera llegué por fin al término de la escollera en un estado más o menos parecido a
aquel en que comencé la caminata. La marea estaba baja y las planas arenas
despedían olor a mojado. Bajo la luz de la luna, algas y plantas marinas se movían
ondulantes, con tintes plateados. Casi me sorprendió encontrar el Porsche donde lo
había dejado.
Hasta que le di la vuelta a la llave del encendido, no recordé que ya habían
transcurrido las cuatro o cinco horas que le había concedido a Madeleine para que
llegara a mi casa, y pensé que si no fuera por eso jamás regresaría allí (la casa de
Patty Larein para enfrentarme con Regency), sino que iría al Mirador, que fue donde
comenzó todo, y me emborracharía hasta el punto de acordarme de nada de lo
ocurrido al día siguiente por la mañana. Pero encendí otro cigarrillo y tomé la calle
Bradford, camino a casa, adonde llegué antes de tener que aplastar la colilla en el
cenicero.
Tuve una sorpresa. Un coche patrulla de la policía esta aparcado detrás del
automóvil de mi padre, en la calle Comercio, justo enfrente de la puerta de mi casa, y
me percaté que, contrariamente a lo que yo esperaba, Madeleine no había llegado.
Aquellos dos automóviles eran los únicos que se veían en las cercanías.
No supe qué hacer. Me parecía de vital importancia ver a Madeleine primero,
armarme con las fotografías mutiladas que ella había encontrado en la caja cerrada
con llave, pero luego recordé que ni siquiera le había pedido que las trajera consigo.
Claro que lo normal era que lo hiciera, pero en el caso de Madeleine esto era muy

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dudoso. Ella no tenía la virtud ni el vicio de emplear a efectos prácticos cosas que le
produjeran horror.
Sin embargo, al advertir que Madeleine no estaba, juzgué que más valía
asegurarme de que el automóvil situado frente a mi casa era el de Regency, por lo que
anduve tan silenciosamente como pude alrededor de la casa hasta llegar a la ventana
de la cocina, y vi que, en efecto, perfectamente visibles se encontraban mi padre y
Alvin Luther, a uno y otro lado de la mesa, los dos con apariencia de perfecta
tranquilidad, cada cual con un vaso en la mano, y Regency incluso había colgado del
respaldo de una silla la correa con la pistola en su funda. Por la tranquilidad con que
estaba sentado, hubiera jurado que todavía no se había dado cuenta de la desaparición
del machete. Pero también cabía la posibilidad de que no hubiera tenido la
oportunidad de abrir su maletero en el curso de una semana.
Mientras los contemplaba a los dos, vi que se echaban a reír, y me sentí dominado
por la curiosidad. Pensé que valía la pena correr el riesgo de que Madeleine, quien no
había venido después de cinco horas, no viniera en el curso de los próximos cinco
minutos. A pesar de ello, mi corazón comenzó a latir aceleradamente en una carrera
que se rebelaba contra mi cálculo de tiempo. Sin embargo, volví a dar la vuelta a la
casa, penetré en ella por la trampa que daba entrada al sótano, y me fui a la zona
situada debajo de la cocina. Aquel lugar había sido mi refugio en el curso de muchas
fiestas en las que llegaba a aburrirme del espectáculo de mis invitados tragándose mis
bebidas (las bebidas de Patty), por lo que sabía que, abajo, se podía escuchar
claramente cuanto se decía en la cocina.
Regency hablaba. Estaba rememorando, ni más ni menos, los viejos tiempos de la
lucha contra las drogas en Chicago, y decía a mi padre que él había tenido un
compañero, un tipo muy duro, negro, que se llamaba Randy Reagan. Oí que Regency
decía:
—Es un nombre increíble, ¿verdad? —Y añadió—: Desde luego, se lo
cambiamos, y le llamamos Ronnie Reagan. El Ronnie en cuestión, el verdadero, no
era más que gobernador de California en aquel entonces, por lo que a mí me daba
absolutamente igual. Bueno, pues Randy o Ronnie, Reagan, pasó a colaborar
conmigo.
Mi padre dijo:
—En cierta ocasión tuve a un camarero en mi bar que se llamaba Humphrey
Hoover. Este camarero solía decirme: «Cuente los saleros que faltan y multiplíquelos
por quinientos. Y éstas deben ser las ganancias de la noche».
Los dos rieron. Hubieran podido seguir así durante horas y horas. Era una de las
artes indebidamente olvidadas de mi padre. Gozaba de la capacidad de tener a
cualquiera sentado en una silla sin moverse durante toda una velada. Regency volvió
a la carga. Ronnie Reagan había dispuesto una trampa para atrapar a unos tratantes en
cocaína, pero alguien se chivó, y el pobre, como premio a sus desvelos, recibió la
descarga de una escopeta de cañones recortados en un lado de la cara, en el momento

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de pasar por una puerta. Le hicieron infinidad de operaciones para devolverle la
mitad de la cara que le faltaba. Regency dijo:
—La verdad es que el pobre hijo de mala madre me da lástima, por lo que fui al
hospital y le regalé un cachorro de bulldog. Cuando entré en su habitación, el médico
estaba poniéndole un ojo de plástico…
—¡Oh, no…! —exclamó mi padre.
—Pues sí, un jodido ojo de plástico. Tuve que esperar mientras le montaban el ojo
en la cuenca. Tan pronto me quedé a solas con Reagan, le dejé caer el cachorro de
bulldog sobre la cama. Se saltó una lágrima del ojo bueno. Le dije que tendría que
vigilar un poco al perro o se le mearía encima. Y el pobre desgraciado, quien también
le faltaba una oreja, va y me dice: «Oye, ¿tú crees que le doy miedo al perro?». —
Regency hizo una pausa y añadió—: Y yo que le digo: «No, el cachorrito ya te ha
cogido cariño». Porque si mearse en una cama ajena es síntoma de cariño, el
cachorrito ya quería a Reagan. Y éste va y me pregunta: «Quiero que me digas la
verdad, ¿qué aspecto tengo?». Y yo le contesté «Pues estás bien, teniendo en cuenta
que nunca fuiste un guapo de mierda».
Los dos se rieron. Eran capaces de seguir contando historietas constantemente
hasta el momento en que yo entrara. Por eso salí del sótano, anduve hasta la puerta
delantera de la casa, y allí encontré a Madeleine, quien estaba en el trance de reunir el
valor suficiente para llamar al timbre. A la luz de la luna no podía verla bien, pero me
causó la impresión de estar pálida y temblorosa. No hice esfuerzo alguno para darle
un beso, ya que hubiera sido un error. Sin embargo, ella se abrazó a mí, y apoyó la
cabeza en mi hombro hasta que cesaron sus temblores.
—Siento mucho haber tardado tanto. Me he vuelto atrás dos veces.
—No te preocupes.
—He traído las fotos.
—Vayamos a mi automóvil. Allí tengo una linterna.
A la luz de la linterna tuve otra sorpresa. Las fotos no eran más obscenas que
cualquier otra de este tipo, pero la mujer no era Patty Lareine. Era la cabeza de
Jessica la que las tijeras habían separado del cuerpo en la foto. Examiné más
cuidadosamente las fotos. No, Madeleine era incapaz de percibir el matiz diferencial.
En las fotos, el cuerpo de Jessica era joven. Se trataba de un error justificable. Pero
este error arrojaba luz sobre la personalidad de Alvin Luther Regency. Una cosa era
tomar una fotografía de la propia esposa o de la chica con la que se convive
habitualmente, y otra muy diferente era tomar una foto de esas de la chica de un fin
de semana. Una proeza es una proeza, pensé con tristeza, aunque dudaba si decírselo
a Madeleine o no. No quería perturbarla todavía más de lo que su temple permitía, y,
por otra parte, no acababa de decidir si la incorporación de otra mujer al asunto
disminuiría o redoblaría la alteración de Madeleine. Ésta volvió a estremecerse. Tomé
la decisión de llevarla a mi casa.
—Tendremos que entrar sin hacer ruido, porque Regency está aquí —le dije.

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—Si está en la casa, yo no entro.
—No se enterará. Te meteré en mi dormitorio y podrás encerrarte con llave por
dentro.
—¿Fue también el dormitorio de ella?
—Te llevaré a mi estudio.
Conseguimos subir la escalera en silencio. Cuando estuvimos en la tercera planta,
la conduje hasta un sillón junto a la ventana y le pregunté:
—¿Quieres luz?
—Prefiero estar sentada en la oscuridad. Por la ventana se ve un bonito panorama.
Pensé que seguramente era la primera vez que veía las planas arenas de la bahía a
la luz de la luna.
—¿Qué vas a hacer ahí abajo? —me preguntó.
—No lo sé. Tengo que aclarar la situación con Regency.
—Es una locura.
—Estando presente mi padre, no. Esta es nuestra ventaja.
—Tim, vayámonos.
—Probablemente nos iremos. Pero primero necesito que me contesten un par de
preguntas.
—¿Para tu tranquilidad mental?
—Para seguir estando loco —respondí casi gritando.
—Cógeme las manos. Estemos sentados juntos un instante.
Lo hicimos. Tengo la impresión de que sus pensamientos pasaron a mi mente
mientras estábamos con los dedos entrelazados, ya que, sin quererlo, recordé los
primeros tiempos con ellos siendo yo un ardiente y joven camarero de bar, muy
solicitado (que en Nueva York los jóvenes camareros de bar que son buenos gozan
entre los propietarios de estos establecimientos de reputación parecida a la de los
jóvenes atletas profesionales), en tanto que ella era una atractiva camarera en un local
de la Mafia situado en pleno centro de la ciudad. Su tío, hombre muy respetado, le
consiguió el empleo, pero ella destacó en el desempeño sus funciones, y a pesar de
que fueron muchos los elegantes, los ricos y los pardillos que pasaron por el
establecimiento e intentaron hacer algo con ella, tuvimos un año de amor perfecto,
era italiana, mujer de un solo hombre, y yo la adoraba. A Madeleine le gustaban los
silencios. Le gustaba estar en silencio conmigo, en un cuarto en penumbra, durante
horas, mientras me acariciaba con su aterciopelado amor. Hubiera podido seguir
eternamente con ella, pero yo era joven y comencé a aburrirme. Madeleine jamás leía
un libro. Conocía los nombres de todos los escritores que hayan existido, pero rara
era la vez que leía un libro. Era elegante y brillante como el satén, pero jamás íbamos
a sitio alguno, y vivíamos siempre el uno dentro del otro, lo cual era suficiente para
ella, pero no para mí.
Podía volver con Madeleine, y mi corazón se levantó como una ola. Como una
ola nocturna, digamos. Patty Lareine podía, en el mejor de los casos, producirme

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emociones parecidas a la luz del sol. Pero ya me acercaba a los cuarenta años, por lo
que la luna y las nieblas eran más afines a mis sentimientos. Le solté las manos y le
besé muy levemente los labios. Esto me dio conciencia de lo hermosa que era su boca
y de lo mucho que se parecía a una rosa. En su garganta surgió un sonido leve, algo
ronco y tan sensual como la mismísima tierra. Fue maravilloso, o pronto lo habría
sido, si no hubiera estado yo tan lleno de adrenalina, ante lo que me esperaba abajo.
Saqué la 22 de Wardley de mi bolsillo y se la ofrecí, diciendo:
—Te dejo esta pistola, por si acaso.
—Tengo una. He traído la mía.
Del abrigo se sacó un menudo Derringer. Dos tiros. Dos orificios del 28. Entonces
pensé en el Magnum del 38 de Regency y dije:
—Formamos un arsenal.
En la habitación había la luz suficiente para que pudiera ver la sonrisa que
Madeleine esbozó. A veces se me ocurría que una frase ocurrente, dicha en el
momento oportuno, bastaba para que Madeleine comenzara a ser feliz. De todas
maneras, el caso es que bajé armado.
Sin embargo, no me gustaba la idea de hablar con Regency mostrándole el bulto
de mi arma en el bolsillo del pantalón o en la camisa, pero no tenía otro lugar en que
ocultarla si la llevaba encima. Opté por dejarla en una estantería, encima del teléfono,
a fácil alcance de la mano, desde la puerta de la cocina y luego entré en la estancia en
que se encontraba mi padre y Regency.
—Oye, no te hemos oído abrir la puerta delantera… —dijo padre.
Regency y yo nos saludamos sin mirarnos, y me serví una copa. Juntamente con
la adrenalina llevaba en el cuerpo la carga de una tremenda fatiga.
Me eché el primer whisky entre pecho y espalda sin rebajarlo y luego me preparé
otro con hielo.
—¿Qué te pasa? ¿Se te ha roto algo? —me preguntó Regency.
Regency estaba borracho, y, cuando por fin pude mirarle a los ojos, advertí que no
estaba, ni por asomo, tan tranquilo y equilibrado como parecía, a juzgar por su
postura, contemplado por la ventana de la cocina o como yo había supuesto al
escuchar su voz a través del suelo de la cocina. No, no era así, sino que Regency tenía
la capacidad propia de muchos hombres de ocultar su miedo en diversos lugares.
Parecía muy tranquilo en la silla, pero si hubiera tenido cola, habría golpeado
frenéticamente el suelo. Sólo los ojos daban una pista de su verdadero estado de
ánimo.
—Madden, tu padre es una maravilla —dijo.
—Oh, oh… tu amigo y yo nos comprendemos bien —me dijo mi padre.
—Dougy, eres incomparable, y estoy dispuesto a tumbar por los suelos a quien no
esté de acuerdo. ¿Qué dices a esto, Tim?
—Que estás buscando a alguien a quien tumbar.
—¡Oh, oh…!

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Incliné el vaso y dije:
—En fin, ¡salud!
—¡Salud! —exclamó Regency haciendo lo propio con el suyo.
Hubo una pausa. Regency volvió a hablar.
—Le decía a tu padre que necesito tomar unas largas vacaciones.
—¿Estamos celebrando tu dimisión?
—Sí, voy a dimitir. Este pueblo me inquieta.
—No hubieran debido destinarte aquí.
—Exactamente.
—Tu sitio es Florida. Miami.
—Tim, ¿quién ha estado contándote cuentos chinos? —me preguntó.
—Todo el pueblo. Es un secreto a voces que eres de narcóticos.
Sus párpados descendieron pesadamente. No quiero exagerar, pero fue igual que
si le diera la vuelta a un colchón.
—Es algo evidente, ¿verdad? —dijo.
—Los de narcóticos tienen su propio perfil. Y tú no puedes ocultarlo —dijo mi
padre ecuánimemente.
—Les dije a esas cabezas de chorlito que me destinaron aquí que ya era bastante
malo, en sí mismo, que me hicieran pasar por miembro de la policía estatal, pero que,
para colmo, me mandaban al sitio más peligroso. Los portugueses son gente estúpida
y tozuda en todo, menos en una cosa. No se les puede engañar. ¡Jefe de policía
interino!
Si hubiera habido una escupidera, Regency habría escupido su ira en ella.
—Sí, me voy, y tú, Madden, no digas: «¡Tres gras!».
Regency eructó, pidió perdón dirigiéndose a mi padre, y puso cara de cansancio.
—Encima tengo como jefe a un ex marine —dijo—. ¿Se puede imaginar a un
paracaidista, en una cadena de mando, puesto a las órdenes de un ex marine? Es
como poner la carne al fuego, y la olla del estofado encima de la carne.
Esta frase le pareció divertida a mi padre. Es posible que se riera para mejorar un
poco el humor de los presentes, pero de todas maneras era evidente que le había dado
risa. Habló Regency:
—Sólo lamento una cosa, Madden —dijo Regency—. Y es que no nos
emborracháramos hablando de filosofía.
—Prácticamente es lo que estás haciendo ahora.
—No. No sabes cuánto puedo beber. Díselo, Dougy.
—Dice que sólo está a mitad de la décima botella.
—Y si no me ponen droga en la bebida, igual me la zampo. Quemo el alcohol
antes de que llegue el estómago.
—Tendrás mucho que quemar, seguramente.
—La filosofía… Te voy a dar un ejemplo. Tú imaginas, Madden, que soy un
estúpido y analfabeto hijo de la gran puta. Pues, sí, estoy orgulloso de ello. ¿Y sabes

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por qué? Un policía es un ser humano que nació estúpido, que fue educado en la
estupidez y que quiere ser inteligente. ¿Sabes por qué? Pues porque así lo quiere
Dios. Siempre que un estúpido se vuelve inteligente, el Diablo se lleva un disgusto.
—Pues yo siempre había creído que el hombre que se hace policía lo hace para
protegerse de su propio instinto criminal.
Mi observación había sido un tanto idiota, y me di cuenta de ello en el mismo
instante en que la formulaba.
—Vete a tomar por el culo —me dijo.
—Oye…
—Lo dicho: a tomar por el culo. Yo quiero hablar de filosofía y tú te dedicas a
decir chorraditas.
Levanté un dedo y le advertí:
—Cuidado, ya lo has dicho dos veces…
Regency se disponía a decirlo por tercera vez, pero se contuvo. Sin embargo, mi
padre mantenía los labios prietamente cerrados. Mi comportamiento no le gustaba.
Advertí que tener a mi padre en casa también ofrecía sus desventajas. Su presencia no
podía dividir el ánimo de Regency tanto como el mío. Estando yo a solas con
Regency, me habría importado un pimiento que hubiera dicho hasta cien veces: «Vete
a tomar por el culo». Regency preguntó:
—¿Dónde está la fortaleza de un alma sucia?
—Dímelo.
—¿Crees en el karma?
—Sí, casi siempre.
—Pues yo también.
Después de decir estas palabras, Regency se inclinó al frente y me estrechó la
mano. Por un instante tuve la impresión de que estaba dispuesto a aplastar mis dedos
entre los suyos, pero que al final, por caridad, decidió soltar mi mano.
—Sí, yo también —repitió—. Es una idea asiática, pero, qué diablos, en una
guerra siempre se da una recíproca fertilización. No puede ser de otra manera. Con
tanta matanza… Pongamos un par de cartas nuevas en la baraja… ¿comprendes lo
que quiero decir?
—¿Qué quieres demostrar?
—Una verdad, una verdad como un puño. Si en una guerra muere
innecesariamente mucha gente, muchos inocentes muchachos americanos… —hizo
una pausa y levantó una mano, para impedir que le contradijera, y siguió—: y
también muchos inocentes vietnamitas, no queda más remedio que preguntar: ¿dónde
encontramos su redención? En el orden natural de las cosas, ¿dónde está su
redención?
Mi padre, quien en lo referente a tratar con borrachos no había quien lo ganara, le
atizó un puñetazo a Regency y dijo:
—En el karma.

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—¿Qué intentas demostrar? —volví a preguntar.
—La potencia de los puñetazos del viejo Madden sigue acumulando puntos, pero
no en mi caso. No soy un policía cualquiera.
—¿Qué eres? —le pregunté—. ¿Una mariposa de vida social?
Esta frase gustó a mi padre. Todos nos reímos, aunque Regency fue el último en
hacerlo. Dijo:
—Un policía cualquiera mete en la cárcel a delincuentes de tres al cuarto. Yo no.
Yo los respeto.
—¿Por qué? —preguntó mi padre.
—Por haber tenido los cojones de haber nacido. Fijaos en mi argumentación,
pensadla bien. La fortaleza de un alma podrida y sucia consiste en que, por puerca
que sea, ha conseguido nacer de nuevo. A ver quién puede contradecir esto.
Me pregunté si Regency pensaba en Nissen o en sí mismo.
—Y los maricones que vuelven a nacer, ¿qué? —le pregunté.
Le había atrapado. Sus prejuicios tuvieron que inclinarse ante su lógica.
—Ellos también.
Pero esta concesión tuvo la virtud de alejarle de su argumentación. Fija la visa en
el vaso, dijo:
—Sí, he decidido dimitir. Bueno, en realidad, ya he dimitido. He dejado una nota
sobre el escritorio. Me tomo unas largas vacaciones por razones personales. La leerán
y la mandarán al marine que es mi superior, en Washington. Allí, cuando cogen a un
tipo, lo pasan por el ordenador. Sólo piensan en ordenadores. Y ¿qué crees que dirán?
—Que tus razones personales no son más que razones médicas.
—Eres listo, cabrón. Sí, señor.
—¿Cuándo te largas?
—Esta noche, mañana, la semana próxima.
—¿Por qué no te vas esta noche?
—Tengo que devolver el coche patrulla. Es del Ayuntamiento.
—¿No puedes devolverlo de noche?
—Puedo hacer lo que me dé la gana. Me parece que necesito descansar. He
trabajado durante ocho años, sin hacer vacaciones propiamente dichas.
—¿Sientes lástima de ti mismo?
—¿Yo?
Con mis palabras había cometido el error de darle una voz de alerta. Me miró y
miró a mi padre como si nos calibrase por primera vez.
—Muchacho, entérate de una vez —dijo—. No tengo nada de que quejarme.
Tengo la clase de vida que Dios quiere que tengamos.
A mi juicio animado por genuina curiosidad, mi padre preguntó:
—Y ¿qué vida es ésa?
—Acción. He tenido cuanta acción he querido. La vida da al hombre un par de
cojones. Y los he usado. A ver si os enteráis. Raro es el día en que no me follo a dos

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mujeres. No duermo bien si no follo dos veces. No sé si me comprendéis, claro…
Tengo una personalidad con dos facetas. Y si quiero dormir bien, las dos facetas
tienen que expresarse.
—Oye, ¿cuáles son esas dos facetas? —preguntó mi padre.
—Te lo voy a decir, Dougy. Son mi policía y mi loco. Son los nombres que les
doy.
—Y ¿cuál de los dos habla ahora? —le pregunté.
Riendo muy satisfecho de sí mismo, contestó:
—El policía. Tú pensabas que diría el loco. Pues no, al loco todavía no le
conoces. Ahora, me limito a hablar como un policía con dos hombres de esos a los
que se ha dado en llamar buenos.
Con estas palabras, Regency se había propasado. Yo podía tolerar sus insultos,
pero no había razón alguna para que también tuviera que tolerarlos mi padre.
—Cuando devuelvas tu coche patrulla —le dije—, procura limpiar la alfombrilla
del maletero. Está cubierta de manchas de sangre dejadas por el machete.
Fue como si Regency hubiera recibido una bala disparada a un kilómetro de
distancia. Cuando comprendió la idea, ésta había perdido ya su fuerza, y la bala cayó
a sus pies.
—Ah sí… El machete —dijo.
Luego se golpeó la cara con más fuerza de la que jamás había visto emplear a un
hombre para golpearse a sí mismo. El sonido estremeció el aire de la habitación.
—No lo creeréis, pero esto tiene la virtud de dejarme sereno en un instante —
explicó.
Cogió el borde de la mesa de la cocina y lo oprimió, diciendo:
—He intentado portarme como un caballero, en todo lo referente a este asunto, y
abandonar esta ciudad sin armar ruido, sin comprometerme, Madden, y sin que tú me
comprometas.
—¿Y para esto has venido? ¿Para irte sin ruido?
—Quería ver a quienes son la base de este país.
—No, querías obtener contestación a ciertas preguntas.
—Pues quizá no te hayas equivocado, por una vez en la vida. Pensé que era más
cortés venir aquí que detenerte para interrogarte.
—Eso es lo que te acabaría de liar. Caso de detenerme, tendría que hacerlo
constar en los libros de registro. Y yo no te contestaría ni media pregunta. Llamaría a
un abogado. Y cuando terminara de contarle lo que sé, solicitaría que se formase una
comisión estatal para investigar tus actividades. Regency, hazme un favor trátame con
la misma cortesía con que tratarías a un portugués. Y no intentes amenazarme con
bobadas.
—Te ha puesto en tu sitio, Alvin —dijo mi padre.
—Sabes muy bien que tu hijo sabe enfrentarse con los problemas —observó
Regency.

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Le dirigí una mirada furiosa. Cuando nuestras miradas se encontraron, tuve la
sensación de ser una barquita que se ha acercado demasiado a las aguas removidas
junto a la popa de un gran buque.
—Hablemos —dijo Regency—. Son más las cosas que nos unen que las que nos
separan. —Luego se dirigió a mi padre, y le preguntó—: ¿No es verdad?
—Hablad —dijo mi padre.
Esta palabra de mi padre tuvo la virtud de alterar la expresión de Regency, hasta
el punto, según me pareció, que comenzó comportarse como si fuéramos dos
hermanos compitiendo para que nuestro padre diera a uno u otro la mejor
calificación. Esa percepción me ahorró seguir acumulando iras, ya que me di cuenta
de lo muy celoso que estaba de Regency cuando Dougy se encontraba presente. Tuve
la impresión de que Regency, y no yo, era el hijo fuerte y malo, muy malo, al que
Dougy quería enderezar. ¡Santo Dios, estaba reaccionando ante mi padre con más
perversidad que aquella con la que la mayoría de las chicas reaccionan ante su madre!
Los tres guardamos silencio. Hay partidas de ajedrez en las que una hora de las
dos que se conceden a cada contendiente para efectuar cuarenta movimientos se
emplea en meditar uno solo; Regency no sabía cómo proseguir. Y yo tampoco. Por
fin, yo fue quien decidió proseguir. La confusión en que se encontraba Regency
forzosamente tenía que ser mayor que la mía. En consecuencia, dije:
—Te ruego que me corrijas, en el caso de que me equivoque, pero creo que
quieres conseguir la contestación a algunas preguntas. La primera de ellas es: ¿dónde
se encuentran el Araña y Stude?
—Jaque.
—Otra: ¿dónde está Wardley?
—Lo mismo.
—¿Dónde está Jessica?
—La acepto.
—Y ¿dónde está Patty?
—Las has dicho todas. Sí, estas son mis preguntas.
Si Regency hubiera tenido una coartada, la habría esgrimido con toda brutalidad
al oír el nombre de Jessica, y con mayor brutalidad aún al oír el de Patty. Regency
dijo:
—Muy bien, sepamos las respuestas.
Me pregunté si Regency llevaría una grabadora escondida en algún lugar de su
persona. Luego, me di cuenta de que importaba muy poco. No estaba en casa en
calidad de policía. En realidad aquello en lo que debía mantener la vista puesta era en
su Magnum en su funda, colgada de la silla, antes que en la remota posibilidad de que
grabara mis palabras. A fin de cuentas Regency estaba allí, lo mismo que yo, en
busca de un poco de cordura. El hecho de no saber la verdad acerca de ciertos temas
puede condenar a uno a quedar impotente y obseso, en un círculo de fantasmas.
—Sepamos las respuestas —repitió Regency.

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—Las dos mujeres están muertas.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque encontré sus cabezas donde guardo mi marihuana.
Esperé. Desde luego, Regency sabía muy bien que fingir pasmo no serviría de
nada a sus propósitos.
—¿Qué ocurrió con esas cabezas? —preguntó.
—¿Las pusiste tú allí?
—Jamás he puesto cabezas en lugar alguno.
Ante mi pasmo, Regency, sin previo aviso, se puso a gritar como una gran bestia
herida, diciendo:
—¡He estado en el infierno! ¡No puedo creerlo! ¡He estado en el infierno!
—Apostaría cualquier cosa a que es cierto —comentó mi padre.
—Ahora, ya carece de importancia —dijo Regency.
—¿Por qué le cortaste la cabeza a Jessica? —le preguntó mi padre.
Regency dudó y dijo:
—No puedo decírtelo.
—Me parece que tienes ganas de decirlo —observó mi padre.
—No vayamos tan deprisa. Os diré todo lo que queráis saber, siempre y cuando
me digáis lo que yo quiero saber. Quid pro quo.
—No, esto no sirve para nada —dije—. Tienes que confiar en mí.
—¿Dónde guardas tu almacén de biblias?
—Esto no sirve para nada —insistí—. Siempre que te digo algo, te aprestas a
formular otra pregunta. Y cuando te lo haya dicho todo, ya no habrá razón alguna
para que tú me digas algo.
—Démosle la vuelta a la argumentación. Si yo soy quien habla primero, ¿qué
puede hacerte hablar?
—Tu Magnum.
—¿Me crees capaz de liquidarte a sangre fría?
—No. Pero pienso que te saldrías de madre.
—De acuerdo. Comienza. Infórmame acerca de algo que no sepa.
—Stude ha muerto.
—¿Quién lo mató?
—Wardley.
—¿Dónde está Wardley?
—Tienes la manía de hacer preguntas. Te lo diré cuando llegue el momento
oportuno. Cumple tus obligaciones en lo que hemos pactado.
—Me gustaría conocer a ese Wardley. Siempre que doy un paso me tropiezo con
él.
—Ya lo verás.
Únicamente después de haber pronunciado estas palabras me di cuenta de lo
siniestras que eran.

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—Me gustará. Le haré tragarse los dientes —dijo Regency.
Me eché a reír. Realmente, no lo pude evitar. Sin embargo, quizá esa fue la mejor
reacción. Regency se sirvió una copa y se la tragó. Me di cuenta de que era el primer
trago que se tomaba desde el momento en que mencioné el machete.
—De acuerdo, te contaré mi historia. No es mala.
Miró a mi padre y dijo:
—Dougy, respeto a muy poca gente, pero a ti te respeto. Desde el momento en
que he llegado a esta casa. El último tipo al que he conocido que podía compararse
contigo fue mi coronel en los paracaidistas.
—Hazle general —dijo Dougy.
—Ya llegaremos a ese punto —dijo Regency—, pero quiero dejar aclarada una
cosa: lo que viene a continuación es realmente duro.
—Así me parece —replicó Dougy.
—Quieres a tu hijo, y tu simpatía hacia mí va a decrecer.
—¿Por qué odiabas a mi hijo?
—Odiabas… Esto es el pasado del verbo. ¿Cómo lo sabes?
—Ahora, pareces respetarle —dijo mi padre tras encogerse de hombros.
—No, no le respeto. Le respeto a medias. Antes pensaba que era una mierda.
Ahora ya no.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Te lo diré a mi aire.
—Bueno.
—Voy a ser sincero —dijo Regency dirigiéndose a mí—. Te hice muchas jugadas.
Intenté hacerte perder la razón.
—Pues casi lo conseguiste.
—Tenía derecho a ello.
—¿Por qué? —preguntó Dougy.
—Cuando conocí a mi esposa, Madeleine, se encontraba en una situación
desesperada, para mandarla al hospital. Tu hijo la convirtió en una depravada.
Cuando la conocí, era una cocainómana. Tu hijo la llevó a orgías, le destrozó el
cuerpo en un accidente de automóvil, le hizo cisco la matriz, y la dejó plantada un
año después. Heredé a una mujer tan habituada a la cocaína que tenía que venderse
con el solo fin de inhalar por la nariz y quedar satisfecha. Tenía la matriz destrozada.
No sé si sabes lo que es convivir con una mujer que no puede darte un hijo. En
consecuencia, entérate, Madden, te odiaba.
—Pero tú, a tu vez, me robaste a mi esposa —le dije con voz tranquila.
—Lo intenté. Quizá fue ella quien me robó a mí. Quedé atrapado entre dos
mujeres, la tuya y la mía.
—Y también Jessica.
—No presento excusas. Cuando tu mujer se largó, nos dejó a los dos, muchacho.
Tengo mis hábitos. Y el amor nada tiene que ver con ello. Tengo que metérsela a dos

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mujeres todos los días. Lo he hecho incluso con los pingos enfermos de Stude, lo que
te digo con la única finalidad de demostrarte la fuerza del principio general. Jessica
no era más que una sustituta…
—En ese caso, Madeleine y tú, siempre que dormías en tu casa…
—Desde luego. —Soltó un eructo de whisky y prosiguió—: Es muy sencillo. No
nos apartemos del tema. Yo te odiaba y tengo una mentalidad muy sencilla. En
consecuencia, cogí la cabeza de Jessica y la escondí en tu hoyo. Luego, casi
literalmente, te dije que fueras allá.
—¿Y no pensaste que podía asociar el hecho contigo?
—Pensé que te acojonarías. Que te morirías de miedo. Sí, estas son las
expresiones justas.
—¿Y fuiste tú quien puso la sangre en el asiento de mi automóvil?
Movió afirmativamente la cabeza.
—¿De quién era la sangre? —le pregunté. No contestó.
—¿De Jessica? —insistí.
—Sí.
Cuando iba a preguntarle: «¿Y cómo lo hiciste?», vi que sus ojos se achicaban y
se dilataban, como si la escena hubiera aparecido en su mente y se alejara y volviera a
aparecer. Me pregunté si Regency había utilizado la cabeza de Jessica con aquel fin,
pero aparté el pensamiento antes de que engendrara imágenes.
—¿Por qué no propusiste un análisis de la sangre encontrada en el asiento del
automóvil? —preguntó mi padre.
Con el vaso de whisky junto a los labios, Regency sonrió felinamente y dijo:
—Pues porque nadie sería capaz de creer que era yo quien había puesto la sangre
allí en el caso de que me comportara con tal torpeza que permitiera que la lavasen, y
además ni siquiera pidiera un análisis. Si así lo hacía, nadie podría acusarme de
preparar pruebas falsas. —Hizo una pausa, movió afirmativamente la cabeza y añadió
—: Por la mañana, me levanté con la preocupación de que me acusaran de preparar
pruebas falsas contra Tim. Ahora, parece una tontería, pero en aquel entonces eso era
lo que pensaba.
—Perdiste la mejor ocasión de montar una buena acusación.
—Yo no quería ver a Tim ahorcado. Sólo quería volverle loco.
—¿Fuiste tú quien mató a Jessica? ¿O lo hizo Patty? —le pregunté.
—Ya llegaremos a ese punto. Por el momento carece de importancia. Lo
importante es que estaba loco por tu esposa, en tanto que ella no hacía más que hablar
de ti y de lo mucho que te odiaba, y de cómo habías destrozado su vida. Lo único que
yo veía claramente era que tú no le llegabas ni a la suela del zapato, lo que me
inducía a preguntarme por qué Patty sufría tanto por tu causa. Por fin lo supe. Patty
tenía la absoluta necesidad de destrozar a los hombres. Ya que, cuando me negué a
levantar siquiera un dedo contra ti, se largó y casi me hizo trizas con ello. Sí,

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entonces lo vi claro. Yo tenía que hacerte daño. Olvidarme de mis deberes de policía
y llevar a cabo un buen trabajo.
—Y no fue un trabajo de poca importancia, ciertamente —dijo Dougy.
—Totalmente de acuerdo. Fue brillante. —Después de decir estas palabras,
Regency movió la cabeza y añadió—: Los detalles fueron brillantes. Dije a Patty que
cogiera la pistola que causó la muerte de Jessica y la volviera a guardar en su caja, sin
limpiarla. Sólo el olor de la pistola bastaría para que te diera un soponcio. Bueno, el
caso es que tú estabas totalmente borracho, y Patty entró y devolvió la pistola a su
sitio.
—¿Cómo te las arreglaste para encontrar mis fotografías con Polaroid, para
cortarles la cabeza? Patty ignoraba dónde las guardaba.
—No sabía que tuvieras fotos de este tipo —dijo Regency con expresión confusa.
Le creí. Mi corazón cayó en un pozo con paredes de plomo frío.
—Pues ocurrió realmente —le dije.
—Patty decía que cuando estás borracho te portas como un loco. Quizá tú mismo
cortaste las cabezas de esas fotos.
Yo no quería siquiera pensar en la posibilidad de que así fuera, pero tuve que
creer a Regency.
—En el caso de que tú cortaras una foto, ¿por qué lo harías? —le pregunté.
—Nunca haría una cosa así. Sólo puede hacerlo un majara.
—Lo hiciste. Cortaste las fotos de Jessica.
Bebió. Se atragantó y se le cayó parte del whisky.
—Sí, es cierto. Corté las fotos de Jessica.
—¿Cuándo? —le pregunté.
—Ayer.
—¿Por qué?
Pensé que le iba a dar un ataque.
—Para no ver la cara que puso al morir —consiguió decir—. Quería borrar esa
cara de mi mente.
Tomó un poco más de whisky. Tuve la impresión de que Regency iba a sufrir un
ataque. Le rechinaban los dientes, se le hablan puesto los ojos saltones, y tenía tensos
los músculos del cuello. Por fin, pudo formular la pregunta:
—¿Qué pasó con Patty?
Antes de que pudiera contestar, Regency soltó un terrible rugido, se levantó, se
acercó a la puerta, y comenzó a golpearse la cabeza contra la jamba. La cocina entera
retemblaba. Mi padre se le acercó por detrás, le abrazó por el pecho e intentó
apartarle. De una sacudida, Regency se lo quitó de encima. Mi padre tenía setenta
años, pero, a pesar de ello, apenas pude creerlo. De todas maneras, ello calmó a
Regency, quien dijo:
—Lo siento.

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Mi padre, como si se despidiera de la última ilusión de que aún conservaba sus
fuerzas intactas, dijo:
—Bueno…
Yo volvía a temer a Regency. Como si yo fuera el encargado del interrogatorio, y
él fuera el dolido marido de la víctima, le dije suavemente:
—Nada tuve que ver con la muerte de Patty.
—Te despedazaré con mis propias manos si mientes.
—Ignoraba si estaba muerta o viva hasta que vi su cabeza en el hoyo.
—Yo tampoco lo hice.
Y, acto seguido, Regency se echó a llorar. No era un sonido agradable el que
producía. Seguramente no había llorado desde los ocho años. Sus sollozos recordaban
el ruido que hace una máquina cuando una de sus patas se desclava del suelo. Al
comparar mi dolor con el suyo, me sentí como un palanganero de casa de putas.
¡Cuánto había amado a mi esposa, aquel hombre! Sin embargo, entonces sabía que
podía preguntarle cualquier cosa. En su llanto estaba indefenso. Había perdido el
timón. Le encantaría contestar preguntas.
—¿Fuiste tú quien quitó del hoyo la cabeza de Jessica?
Movió los ojos hacia arriba. No. Tuve una intuición:
—¿Fue Patty?
Afirmó con la cabeza.
Iba a preguntarle por qué, pero me di cuenta de que Regency apenas podía hablar.
Tenía que dar otro giro a la pregunta, pero no sabía cómo hacerlo.
—¿Pensaba Patty que fuera lo que fuese lo que Tim merecía, no debías haber
hecho aquello? —intervino mi padre.
Regency dudó. Luego movió afirmativamente la cabeza. ¿Cómo podría estar
seguro de que Patty no lo había hecho para confundirme aún más? No me convenció.
Pero, de todos modos, había dicho que sí. También pensé que tal vez Patty pensara
usar la cabeza para chantajear a Wardley. Nunca llegaría a saber la verdad. Mi padre
hizo otra pregunta.
—¿Te pidió Patty que guardaras la cabeza?
Regency movió afirmativamente la cabeza.
—Y la guardaste.
Volvió a inclinar la cabeza.
—¿Y, luego, Patty desapareció?
Otro movimiento afirmativo de Regency, quien consiguió decir:
—Desapareció. Y me dejó con la cabeza.
—¿Y decidiste devolver la cabeza de Jessica al sitio del que la habías sacado?
Otro movimiento afirmativo de Regency. En voz muy suave, mi padre preguntó:
—¿Y allí descubriste a Patty?
Regency se llevó las manos a la parte trasera de la cabeza y, ejerciendo presión,
movió rotatoriamente el cuello. Hizo un movimiento afirmativo.

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—¿Y ésa fue la visión más terrible que has tenido en tu vida?
Regency hizo un movimiento afirmativo.
—¿Cómo pudiste conservar la serenidad?
—Lo he conseguido hasta ahora.
Y volvió a llorar. Lloraba a relinchos. Pensé en la última vez que había visto a
Regency. En aquellos momentos éste forzosamente tenía que saber, desde hacía pocas
horas, que Patty estaba muerta y decapitada. ¡Con cuánta fuerza había guardado el
secreto!
—¿Sabes quién puso a Patty allí? —le preguntó mi padre. Regency afirmó con la
cabeza.
—¿Fue Nissen?
Asintió con un movimiento de cabeza. Se encogió de hombros. Quizá no lo sabía.
—Sí, tuvo que ser él —dijo mi padre.
Estuve de acuerdo. Tuvo que ser el Araña. Sólo había que tener en cuenta lo
comprometido que estaba en todo aquello. Y claro está, quería comprometerme. Él y
Stude querían cogerme con las cabezas. ¿Quién creería en mi inocencia, si me
encontraban con dos cabezas cortadas en mi poder?
—¿Fuiste tú quien mató a Jessica?
Encogió los hombros, y movió negativamente la cabeza.
—¿Lo hizo Patty?
Movió afirmativamente la cabeza.
Tuve la impresión de ver las líneas generales del caso. Si Jessica había llamado a
Wardley inmediatamente después de que Lonnie se pegara un tiro, lo más probable
era que, al darse cuenta de que Wardley no acudía, Jessica hubiera pedido ayuda a
Regency. Y Patty, cuando Wardley le contó lo ocurrido y le pidió que le dijera cómo
ir a Race Point, le dio unas indicaciones que no le llevaron a ninguna parte y se
apresuró a reunirse con Regency. Naturalmente, Patty acompañó a Regency cuando
éste fue a buscar a Jessica. Entonces, una de las dos, Patty o Jessica, condujo el
automóvil alquilado hasta el Mirador. Habida cuenta del estado de ánimo de Jessica,
seguramente fue Patty. Una vez aparcado, los tres se fueron en el coche patrulla. Poco
podía tardar Patty en descubrir que Jessica tenía cierta relación con Alvin Luther. Si
tenemos en cuenta esto y lo añadimos a las pretensiones de Jessica de quedarse con la
mansión Paramessides, bien pudo haber una tremenda pelea entre las dos. El único
problema radicaba en saber por qué Patty llevaba su 22. ¿Para protegerse del
Machete? No era improbable. Sí, las líneas generales eran ésas.
Regency estaba sentado en una silla, con el aspecto propio del boxeador que se
encuentra en su rincón después de haber sido terriblemente vapuleado en el último
asalto.
—¿Por qué le cortaste la cabeza a Jessica? —le pregunté.
Al hacerle esta pregunta vi la imagen del machete en su viaje descendente.
Regency emitió un gutural estertor. Tenía los labios abiertos por las comisuras.

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Comencé a preguntarme si no estaría sufriendo un ataque de apoplejía. Luego sonó su
voz, ronca, y tan rebosante de terror como la del Arpón.
—Quería unir mi destino al de Patty.
Se cayó de la silla al suelo, y comenzó a estremecerse como si sufriera un ataque.
Madeleine entró en la cocina. Sostenía el Derringer en la mano, pero no creo que
se diera cuenta de ello. Supuse que lo sostuvo constantemente, mientras estuvo en mi
estudio.
Parecía más italiana que nunca, y mucho mayor. En su rostro había algo parecido
al mudo terror que quizá sienta un muro de piedra cuando está a punto de ser
derribado. Era, de los presentes, quien menos ganas de llorar parecía tener.
—No puedo dejarle —dijo Madeleine—. Está enfermo y puede morir.
Todo el cuerpo de Regency estaba inmóvil, salvo el pie derecho, cuyo talón
golpeaba el suelo, en una convulsión nerviosa que no cesaba. ¿O acaso era el
movimiento de aquella cola de la que carecía?
Fueron precisas todas las fuerzas de mi padre y mías para subirle arriba, y poco
faltó para que no lo consiguiéramos. Más de una vez estuvimos a punto de caernos de
espaldas. Le dejamos en la gran cama que otrora ocupáramos Patty y yo. Bueno, a fin
de cuentas, Regency se había mostrado más dispuesto que yo a morir por ella.

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EPÍLOGO

Allí estuvo Regency, día tras días, mientras Madeleine le cuidaba como a un dios
agónico. Es increíble lo que se puede hacer en Provincetown sin que a uno le pase
nada. Por la mañana, Madeleine llamó a la jefatura de policía para decirles que
Regency había tenido una brusca depresión nerviosa y que proyectaba llevárselo para
efectuar un largo viaje. Les rogaba que tuvieran la bondad de arreglar los papeles
correspondientes a una baja temporal en el servicio. Como yo había tomado la
precaución de lavar el maletero del coche patrulla, y de aparcarlo ante el
Ayuntamiento con las llaves debajo del asiento, no había nada que relacionara la
ausencia de Regency con mi casa. Durante cuatro días, Madeleine llamó
puntualmente todos los días al sargento para charlar con él acerca del estado de
Regency y del mal tiempo que hacía en Barnstable, y le dijo que había pedido que le
desconectaran el teléfono para que no los molestasen. Realmente, Madeleine pidió
que desconectaran el teléfono de su casa. El quinto día, Regency cometió el error de
recuperarse un poco, y tuvimos una escena terrible.
Desde la cama, nos maldijo a todos. Dijo que nos iba a meter en la cárcel. A mí,
me detendría por lo de la plantación de marihuana. Haría lo preciso para que me
acusaran del asesinato de Jessica. Afirmó que mi padre era un ladrón habitual y
sodomita. Por su parte, él, Regency, se iría a África. Sí, sería mercenario.
Dijo que haría una parada en El Salvador. Me mandaría una postal. En ella habría
una fotografía suya, machete en ristre. ¡Ja, ja, ja! Sentado en la cama, marcándosele
la abultada musculatura, en la camiseta, con la boca torcida por el ataque de apoplejía
y diciendo tonterías porque tenía el cerebro fastidiado, Regency cogió el teléfono y lo
aplastó al percatarse de que no daba línea (lo primero que hice fue desconectarlo). Le
dimos tranquilizantes que le dejaron como si se hubiera bebido un vaso de agua.
Sólo Madeleine sabía dominarlo. Vi en ella una faceta desconocida para mí. Sabía
apaciguar a Regency, le ponía una mano en la frente y así le calmaba, y cuando todos
sus recursos fracasaban, le hacía callar mediante maldiciones. A veces le decía:
—¡Cállate! ¡Estás pagando tus pecados!
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntaba Regency.
—Sí, me quedaré contigo.
—Te odio.
—Ya lo sabía.
—Eres una morena sucia. ¿Sabes lo sucias que son las morenas?
—Tampoco te iría mal un baño.
—Me das asco.
—Toma esta píldora y cállate.

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—Me la das para dejarme sin huevos.
—No te iría mal.
—No se me ha levantado en tres días. Quizá jamás se me levante.
—Por eso no te preocupes.
—¿Dónde está Madden?
—Estoy aquí.
Siempre estaba allí. Madeleine le atendía sola durante las noches, pero mi padre o
yo estábamos siempre en el vestíbulo con la Magnum de Regency en la mano.
Recibí pocas llamadas por el teléfono del piso inferior. Quedaba poca gente más o
menos relacionada conmigo. Todos creían que Regency estaba de viaje. Beth había
desaparecido y el Araña también, por lo que aquellas personas que pudieran
acordarse de ellos, presumían que se habían ido. Al fin y al cabo, la camioneta ya no
estaba en el pueblo. Los parientes de Stude, que le temían, se alegraban mucho de no
tener noticias de él. Entre mis conocidos, nadie echaba de menos al Machete, y se
presumía que Patty estaba de viaje en algún lugar del ancho mundo. Y Wardley lo
mismo. Dentro de algunos meses, los familiares de Wardley pensarían que llevaba
mucho tiempo sin dar señales de vida, y harían lo preciso para conseguir la
declaración legal de persona desaparecida, de manera que, al cabo de siete años, el
pariente más próximo entraría en posesión de su patrimonio. Al cabo de unos meses,
yo podía conseguir la declaración de la desaparición de Patty, o bien podía limitarme
a guardar silencio total. Pensé que dejaría que las circunstancias decidieran por sí
mismas.
Sin embargo, Lonnie Oakwode, el hijo de Jessica Pond, podía ser un problema.
Pero ¿quién podía relacionarme con ella? El Arpón y mi tatuaje también me
preocupaban, pero no demasiado. Ya había hablado de mí a la policía, así que no era
probable que volviera a hacerlo, y en cuanto al tatuaje, lo modificaría tan pronto
pudiera.
Sí, una persona: Regency. Si nuestra seguridad dependía de Alvin Luther, íbamos
dados. Había estado en todas las encrucijadas. Y no me gustaba nada el modo como
se comportaba hallándose todavía en cama. Revelaba que estaba esperando el
momento de poder justificarse con cualquier historia. De todas maneras, aún no
parecía dispuesto a dejar la cama. Sin embargo, seguía dando muestras de una lengua
viperina. En nuestra presencia, dijo a Madeleine:
—Gracias a mí, te has corrido dieciséis veces en una sola noche.
—Sí, pero fueron orgasmos muy cortos.
—Eso te pasa porque no tienes matriz.
Aquella tarde, Madeleine le pegó dos tiros. Hubiera podido hacerlo cualquiera de
nosotros, pero fue Madeleine. Mi padre y yo ya habíamos hablado del asunto, en el
vestíbulo.
—No queda más remedio. Tenemos que hacerlo —me dijo Dougy.
—Está enfermo —dije.

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—Está enfermo, pero no es una víctima —dijo Dougy mirándome fijamente—.
Tengo que hacerlo, y conste que le comprendo porque es un tipo como yo.
Me parece que mi padre vino a decir, a su manera, que hay que matar a los
animales malheridos.
—Si cambias de parecer, puedo hacerlo yo —le dije.
Sí, podía. Mi maldita facultad de ver en imágenes mentales lo que pronto vería en
la realidad, adquirió gran fuerza. Mentalmente, descargaba la Magnum de Regency
en su pecho. El retroceso del arma levantaba mi brazo en el aire. La cara de Regency
se le contorsionaba. Veía al loco que llevaba dentro de sí. Regency parecía un jabalí.
Luego moría, y, entonces, su cara adquiría una expresión austera y la barbilla le
quedaba tan bien delineada y tan elegante como la quijada de George Washington.
¿Saben cuál fue la última frase que dijo? Entré poco después de oír los dos
disparos del pequeño Derringer de Madeleine, y Regency estaba en trance de expirar
en mi lecho matrimonial. Parece que lo último que Regency dijo, antes que
Madeleine oprimiera el gatillo fue: «Me gustaba Patty Lareine. Era fantástica, y tengo
derecho a estar aquí».
Realmente no fue una frase tan notable como para provocar los disparos, pero
Madeleine ya había llegado a la conclusión de que era preciso eliminar a Regency.
Los locos que pueden causar problemas tienen que ser liquidados. Esto era algo que
Madeleine mamó de la Mafia.
Un año más tarde, cuando ella ya era capaz de hablar de lo ocurrido, me dijo: «No
hice más que esperar el momento en que me dijera algo que me hiciera hervir la
sangre». A las reinas italianas no les gusta que las llamen medianías.
Mi padre se llevó el cadáver de Regency al mar, aquella misma noche, y lo arrojó
a las aguas, atado a un bloque de cemento por el pecho, los sobacos y las rodillas
mediante varios alambres. A aquellas alturas, mi padre ya había adquirido práctica en
estos menesteres.
En la mañana siguiente al ataque de Regency, cuando éste se encontraba aún
inconsciente, Dougy insistió en que le llevara en el yate al cementerio particular de
Wardley, en la playa de la Ciudad del Infierno, y una vez allí me pidió que le indicara
las tumbas. Así lo hice.
Aquella noche, mientras yo vigilaba al caído agente de narcóticos, mi padre
trabajó arduamente durante seis horas. Poco antes del alba, cuando comenzaba la
marea alta, mi padre hundió bien hundidos y en aguas profundas los cinco cadáveres.
No cabe la menor duda de que corro peligro de escribir una comedia a la irlandesa,
por lo que no voy a narrar el entusiasmo con que Dougy hizo los preparativos para
llevar a Alvin Luther al lugar de su acuático reposo, aunque sí diré que cuando
Dougy hubo terminado el trabajo, comentó, literalmente: «Quizá me haya equivocado
de oficio durante toda la vida». ¡Quién sabe!
Madeleine y yo pasamos una temporada en Colorado, y ahora vivimos en Key
West. Intento escribir, y vivimos del dinero que ella gana como camarera en un

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restaurante de la localidad, y del que yo gano como camarero suplente en un bar
situado delante del restaurante de Madeleine. De vez en cuando tememos que llamen
a nuestra puerta, pero me parece que esto no ocurrirá nunca. La desaparición de
Laurel Oakwode causó cierta sensación, y aparecieron fotos de su hijo en los
periódicos. Éste dijo que no descansaría hasta encontrar a su madre, pero su cara, en
las fotografías, carecía a mi parecer de la expresión propia de quien en un caso así
habla sinceramente, y en el correspondiente artículo se insinuaba que los habitantes
de Santa Bárbara estaban plenamente dispuestos a creer que Laurel, quien compartía
ciertos deslices financieros con Lonnie Pangborn, había conocido sin duda alguna a
un opulento hombre de negocios de Singapur, o de algún lugar parecido.
Se hubiera movido o no su sangre durante la coagulación, la muerte de Pangborn
fue oficialmente calificada de suicidio.
En el Miami Herald apareció una noticia referente a la desaparición de Meeks
Wardley Hilby III, y un periodista descubrió mi presencia en Key West y llamó para
preguntarme si, a mi parecer, Patty y Wardley volvían a estar juntos. Le contesté que
ellos ya no tenían nada que ver conmigo, y que sin duda alguna vivían en Europa, o
en Tahiti, o entre ambos lugares. Supongo que esta historia puede resucitar en
cualquier momento.
Al parecer, nadie tuvo el más leve interés en saber qué había sido de Regency. Es
difícil creerlo, pero apenas se efectuaron gestiones oficiales acerca de Madeleine. En
una ocasión, la llamó por teléfono un funcionario de la Oficina de Lucha Contra las
Drogas, de Washington, y Madeleine le comunicó que Regency y ella se dirigían en
automóvil a México, pero que Alvin la dejó plantada en Laredo, y desapareció, por lo
que ella no llegó a cruzar la frontera. (En aquel viaje que hicimos a Colorado,
efectuamos un largo rodeo para llegar hasta Laredo, en donde Madeleine se procuró
un recibo de estancia en un motel, para poder mostrarlo a los investigadores, caso de
que pusieran su historia en tela de juicio). De todas maneras, no creo que nadie, en el
campo de los de la lucha contra la droga, lamentara la pérdida de Alvin. Descanse en
paz. En una ocasión pregunté a Madeleine por el hermano de Alvin, pero resultó que
la ocasión en que se tomó la fotografía de los sobrinos fue la única en que Madeleine
trató a la familia de Regency, que consistía en aquel único hermano.
Como teníamos poco dinero, los dos pensamos en vender nuestra casa, pero
resultó que ninguna de ellas estaba a nuestro nombre. Supongo que algún día serán
embargadas por deudas al fisco, en el caso de que la falta de cuidado y el paso del
tiempo no se las lleven antes.
Mi padre todavía vive. Hace unos días recibí carta suya. Decía: «Mantén los
dedos limpios y cruzados, ya que, por el momento, resulta que los pajaritos de la
buena suerte, con gran sorpresa por su parte, comienzan a imaginar que mi mal ha
remitido. Para ellos es tan importante como una absolución general».
Bueno, el hijo de Douglas Madden, llamado Timothy Madden, tiene su propia
teoría. Sospecho que el estado de fisiológica gracia de mi padre guarda relación, sin

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duda alguna, con todas las cabezas separadas del tronco y todos los troncos separados
de la cabeza que, con sus debidos pesos, hundió en el mar.
No hay que maravillarse de que sea tan caro curar el cáncer.
Y yo ¿qué? Pues bueno, estoy tan comprometido por tantos hechos que debo
intentar buscar, escribiendo, mi camino de salida de esa interna prisión de mis
nervios, de mis remordimientos, de mis profundamente enraizadas deudas
espirituales. De todas maneras, volvería a correr los riesgos que corrí. En realidad, no
fue tan terrible. Madeleine y yo dormimos horas y horas seguidas abrazados. Vivo
entre los pliegues de lo que hizo, en modo alguno incómodo ni inseguro,
profundamente unido a ella y consciente de que la estabilidad de mi mente tiene
como cimientos un asesinato.
Sin embargo, que nadie diga que escapamos de la Ciudad del Infierno totalmente
indemnes. En un hermoso ocaso veraniego, en Key West, cuando los vientos del
Ecuador soplaban provenientes del Caribe, y el aire acondicionado había dejado de
funcionar, no pude dormir, porque pensaba en las fotografías de Madeleine y de Patty
que yo había decapitado con unas tijeras. Sí, ya que recordé que lo había hecho
después del ocaso (sin la menor duda animado por una horrenda intuición de que
Patty iba a dejarme), justamente antes de salir de casa para ir a la sesión de
espiritismo dirigida por el Arpón. No sé si recuerdan que Nissen se puso a chillar
porque había tenido una visión del cadáver de Patty.
¿Qué más puedo decir? Las últimas noticias que recibí de Provincetown, gracias a
un amigo viajero que pasó por Key West, aseguraban que el Arpón se había vuelto
loco. Al parecer dirigió otra sesión de espiritismo, y afirmó haber visto a seis
personas en el fondo de las acuáticas profundidades, y que le hablaron dos mujeres
que no tenían cabeza. El pobre Arpón fue encerrado en un manicomio, aunque, por lo
que me dijeron, lo soltarán dentro de poco, este mismo año.

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Apéndice y agradecimientos

comedia: malas personas y situaciones desagradables, matrimonios,


orgías y borracheras, juego, estafas, criados malintencionados, nobles
bravucones y pendencieros, intrigas, indiscreciones juveniles,
ancianos avarientos, alcahuetas, y todas las cosas imaginables que
ocurren a diario entre la gente normal y corriente.

tragedia: golpes terribles de la fortuna, desesperación, infanticidio y
parricidio, incesto, guerra, insurrección, lamentos, gemidos, suspiros.

Martin Opitz von Boberfeld (1597-1639)

Aunque Provincetown es un lugar que existe realmente, y se encuentra sin


ninguna duda situado en Cape Cod, algunos nombres propios y topónimos han sido
cambiados, y la existencia de un par de casas es puramente imaginaria, así como
cierto cargo muy importante. No hay, y que yo sepa nunca ha habido, jefe de policía
interino en Provincetown. El cuerpo de policía que describo en mi novela no tiene,
ciertamente, nada que ver con el que existe en dicho pueblo en realidad. Dicho esto,
tal vez convenga recordar que todos los personajes de la novela son fruto de mi
imaginación, y que todas las situaciones son ficticias. Cualquier semejanza con
personas reales es pura coincidencia.

Agradezco la gentileza de John Updike al permitirme reproducir la cita de su
narración «La mujer de tu vecino», publicada en People One Knows Lord John Press,
California, 1980. Su utilización en la novela es, sin lugar a dudas, un anacronismo.
También he de agradecer a mi viejo amigo Roger Donoghue que me contara la
anécdota que da título a la novela.

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NORMAN KINGSLEY MAILER conocido como Norman Mailer, (Long Branch,
New Jersey, 31 de enero de 1923 - Nueva York, 10 de noviembre de 2007) fue un
poeta, ensayista, dramaturgo y novelista estadounidense. Estudió en las universidades
de Harvard y de la Sorbona de París. Junto con Truman Capote, está considerado el
gran innovador del periodismo literario.
Su paso por el ejército inspiró su novela naturalista Los desnudos y los muertos
(1948), que se considera una de las mejores novelas sobre la II Guerra Mundial.
Mailer escribió además Costa bárbara (1951), El parque de los ciervos (1955) y Un
sueño americano (1964). Entre sus ensayos cabe destacar El negro blanco (1958) y
Miami y el sitio de Chicago (1968).
Tanto en su ficción como en sus ensayos, Mailer se muestra sumamente crítico con lo
que él considera el totalitarismo inherente a las estructuras de poder en Estados
Unidos durante el siglo XX. Su obra Los ejércitos de la noche (1968), una descripción
de la marcha hasta el Pentágono en protesta por la guerra de Vietnam, mereció el
Premio Nacional del Libro. Además obtuvo el premio Pulitzer por el conjunto de sus
ensayos. Escribió también Un fuego en la luna (1971), sobre la llegada del hombre a
la Luna; El prisionero del sexo (1971), una crítica del feminismo militante; La
canción del verdugo (1979), basada en la muerte del asesino Gary Gilmore (Premio
Pulitzer de 1990); Noches de la antigüedad (1983), la primera novela de una trilogía
sobre Egipto; Los tipos duros no bailan (1984), una historia de detectives llevada al
cine en (1987), y El fantasma de Harlot (1991), una extensa novela sobre la CIA.

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Buena parte de las obras de Mailer, como por ejemplo Armies of the Night, son de
naturaleza política y fueron consumidas ávidamente por Jim Morrison una y otra vez
para desencadenar lo que sería posteriormente su poesía y libros junto a The Doors.
Es también un reputado biógrafo, habiendo escrito las biografías de Marilyn Monroe,
Pablo Picasso y Lee Harvey Oswald.
En la mayoría de sus obras Mailer expresa su amargura ante la sociedad y plasma su
filosofía liberal. También fue guionista, director y actor en varias películas.

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Notas

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[1] Presidio en el que estuvo Oscar Wilde tras ser condenado por homosexualidad. <<

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