Los Tipos Duros No Bailan PDF
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ebookelo.com - Página 2
Norman Mailer
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Título original: Tough Guys Don’t Dance
Norman Mailer, 1985
Traducción: Francesc Roca
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
ebookelo.com - Página 4
Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Epílogo
Apéndice y agradecimientos
Sobre el autor
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¿Será la niebla? ¿Serán las hojas muertas? ¿Serán los difuntos? ¿Serán los
atardeceres de noviembre?
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¡Qué bien sé lo que es estar dominado por un vicio! Una bestia me tenía agarrado
por el cuello, y sus órganos vitales se habían instalado dentro de mis pulmones.
Luché contra aquel demonio doce años, y a veces logré derrotarlo. Pero por lo
general las victorias eran terribles para mí, y también para quienes me rodeaban.
Porque cuando no fumaba, tenía un humor de perros. Mis reflejos parecían
concentrarse en el lugar donde solían encenderse las cerillas, y mi mente perdía ese
barniz de sensatez que hace que nos mantengamos serenos (por lo menos, si somos
americanos). Cegado por la angustia que me causaba no fumar, era capaz de alquilar
un coche y no darme cuenta de si era un Ford o un Chrysler. En cierta ocasión,
durante uno de los períodos en que había dejado de fumar, hice un largo viaje en
coche con una chica, de la que estaba enamorado, llamada Madeleine, para pasar un
fin de semana en casa de un matrimonio que deseaba cambiar de pareja. Los dejamos
muy contentos. De vuelta a casa, Madeleine y yo nos peleamos, y el coche se estrelló.
Madeleine sufrió graves lesiones internas. Yo volví a fumar.
Yo solía decir que es más fácil renunciar al amor de tu vida que dejar de fumar, y
lo cierto es que estaba convencido de la verdad de esta afirmación. Pero un buen día
del mes pasado, hacía de eso veinticuatro días, mi mujer me dejó. Hacía veinticuatro
días. Y aprendí algo más acerca de lo que es estar dominado por un vicio. Tal vez sea
más fácil renunciar al amor que al humo, pero cuando se trata de decir adiós a una
relación de amor-odio… ¡eh, qué adecuado resulta este concepto, tan caro a los
psiquiatras, la relación de amor-odio!, diantre, que se acabe tu matrimonio puede ser
tan duro como dejar la nicotina, e incluso provoca una sensación muy semejante,
porque puedo asegurar que al cabo de doce años había llegado a odiar el tabaco casi
tanto como a una esposa amargada. Incluso la primera calada de la mañana (que por
el extático placer que me daba me había parecido en otro tiempo la prueba más
patente de la imposibilidad de dejar de fumar) se había convertido en una serie de
toses convulsivas. Únicamente quedaba el hábito, pero éste es siempre una firma
estampada bajo la última línea de tu alma.
Y esto, justamente, es lo que ocurrió con mi matrimonio ahora que Patty Lareine
se había ido. Aunque en otro tiempo la había amado a pesar de conocer todos sus
horribles defectos —incluso cuando fumábamos como demonios felices y
despreciábamos con un encogimiento de hombros el pensamiento de que el cáncer de
pulmón podía estar aguardándonos al cabo de unas décadas—, nunca había dejado de
intuir que Patty Lareine podría muy bien ser la causa de mi ruina al doblar la curva de
cualquier tarde traicionera; la verdad es que la adoraba. ¡Vete a saber por qué! Tal vez
el amor nos hace salir de nosotros mismos. Pero de eso hacía años. Para ser franco,
los dos llevábamos más de un año tratando de librarnos del otro. Odios cada vez más
íntimos habían renunciado al fin. Tras doce años de lucha, me sentía libre del hábito
más arraigado que había tenido en mi vida. Pero esta sensación sólo duró hasta la
noche en que me dejó. Aquella noche descubrí que perder a mi esposa era un trago
mucho más amargo.
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Yo no había fumado en todo el año que precedió a su marcha. En consecuencia,
nos peleábamos como el perro y el gato, pero me consolaba pensando que al menos
había derrotado al tabaco. ¡Vana esperanza! Dos horas después de la marcha de Patty
saqué un acortador de vida de un paquete que se había dejado olvidado, y al cabo de
un par de días de dura batalla volvía a fumar como un carretero. Desde que se fue,
mis días se iniciaban con una tremenda convulsión espiritual. ¡Santo Cielo, qué
miserable me sentía! Y es que el hecho de volver a fumar había despertado en mí con
fuerza incontenible la antigua ansia por Patty Lareine. Cada cigarrillo olía en mi boca
como un cenicero, pero no era el alquitrán lo que inhalaba, sino más bien mi propia
carne chamuscada. Ése es el aroma del pesar y la añoranza.
Bien, como ya he dicho, no recuerdo lo que hice durante el día vigésimo cuarto.
Lo único que recuerdo es lo mucho que tosí tratando de tragarme el humo del primer
cigarrillo. Luego, cuando ya me había fumado cuatro o cinco, solía tranquilizarme,
como si se hubiera aplicado un cauterio a lo que (con muy poco respeto hacia mi
persona) había llegado a considerar la herida más terrible de mi vida. Deseaba a Patty
Lareine de un modo que nunca hubiera podido imaginar. Durante aquellos
veinticuatro días hice todo lo posible por no ver a nadie, no salí de casa, apenas me
aseé, bebí muchísimo, como si el whisky, y no el agua, fuera el motor del gran río de
nuestra sangre. Estaba, en fin, confundido y destrozado.
En verano el trance por el que pasaba hubiera resultado más evidente para el resto
de los mortales, pero estábamos a finales de otoño, los días eran grises, el pueblo se
hallaba desierto, y muchas de aquellas tardes cada vez más cortas de noviembre una
pelota lanzada en un extremo de nuestra calle Mayor (una típica y estrecha calle
Mayor de Nueva Inglaterra) hubiera podido recorrerla en toda su longitud sin
tropezar con nada, ni una persona, ni un vehículo. El pueblo se había recogido sobre
sí mismo, y el frío, que medido con un termómetro no puede decirse que resultara
intenso (pues la costa de Massachusetts es, según el mercurio, menos gélida que las
graníticas colinas del oeste de Boston), era, no obstante, un húmedo frío marino
impregnado de esa escalofriante sensación de vacío que acompaña a las historias de
fantasmas. O a las sesiones de espiritismo. Por cierto, Patty y yo asistimos a una de
estas sesiones a finales de septiembre, y sus consecuencias fueron desconcertantes:
corta y ominosa, terminó con un alarido. Sospecho que una de las causas de la
marcha de Patty fue que algo intangible, pero evidentemente repulsivo, se introdujo
en nuestro matrimonio a partir de entonces.
Después que se fue, el tiempo permaneció invariable durante una semana. Los
fríos y monótonos cielos de noviembre se sucedían uno tras otro. El pueblo se iba
volviendo gris a ojos vistas. En verano había allí treinta mil personas, cifra que se
doblaba los fines de semana. Se diría que todos los vehículos de la zona de Cape Cod
se habían dado cita en la carretera de cuatro carriles que llevaba hasta nuestra playa.
Provincetown era entonces tan variopinto como Saint-Tropez, y al llegar la tarde del
domingo estaba tan sucio como Coney Island. Pero en otoño, cuando todos se habían
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ido, nuestro pueblo mostraba la otra faceta de su ser. Ahora la población no pasaba de
treinta mil a sesenta mil almas de un día para otro, sino que se reducía a su honesto
sedimento, tres mil personas, y en las vacías tardes de los días laborables cualquiera
hubiera dicho que el número de sus habitantes no pasaba de treinta, entre hombres y
mujeres, y que todos estaban escondidos.
No creo que haya otro pueblo como el nuestro. Si os resultan insoportables las
multitudes, la marea humana que lo invade en verano podría acabar con vosotros. Por
otra parte, si sois incapaces de soportar la soledad, vuestra alma podría llenarse de
pavor durante el largo invierno. Martha’s Vineyard, a menos de setenta kilómetros al
sudoeste, ha presenciado la formación de montañas y su erosión, el crecimiento y la
retirada de océanos, la vida y la muerte de pantanos y grandes bosques. Los
dinosaurios vivieron en Martha’s Vineyard, y sus huesos se fundieron con las rocas.
Los glaciares también hicieron acto de presencia: primero empujaron la isla hacia el
norte, y luego, como si fuera un transbordador, tiraron de ella de nuevo hacia el sur.
En Martha’s Vineyard hay fósiles que tienen más de un millón de siglos. Sin
embargo, el extremo norte de Cape Cod, donde se levanta mi casa, la tierra en que
vivía —ese prolongado arenal curvilíneo lleno de arbustos y dunas que se retuerce
sobre sí mismo formando una espiral en la punta del cabo—, había sido formado por
el viento y el mar tan sólo durante los últimos diez mil años. Poco más de una noche
en tiempo geológico.
Tal vez por eso Provincetown es tan hermoso. Concebido en una noche (incluso
juraría que fue engendrado en el curso de una oscura tormenta), sus bajíos todavía
brillaban al amanecer con la húmeda y profunda inocencia de la tierra que recibe la
caricia del sol por primera vez. Década tras década llegaban artistas a pintar la luz de
Provincetown, y se comparaba a nuestro pueblo con las lagunas de Venecia y los
marjales de Holanda, pero el verano se acababa y casi todos los pintores nos dejaban,
y el largo invierno de Nueva Inglaterra, gris y pesado como la ropa interior de lana,
gris como mi estado de ánimo, venía a visitarnos. Recordaba entonces que aquellas
tierras sólo tenían diez mil años de antigüedad, y que nuestros fantasmas carecían de
raíces. No teníamos los viejos fósiles de Martha’s Vineyard para apaciguar a cada
espíritu; no, no había lugar donde domiciliar a nuestros espectros, que vagaban
arrastrados por el viento a lo largo de las dos largas calles de nuestro pueblo, las
cuales se curvaban siguiendo la bahía como dos solteronas cogidas del brazo
paseando camino de la iglesia.
Si esto es una muestra sincera de mis pensamientos durante aquel día, el que
hacía veinticuatro, es evidente que me sentía introspectivo, destrozado, dolorido y
atormentado. Veinticuatro días pasados sin una esposa a la que amas y odias y —por
qué negarlo— temes, son suficientes para que la desees con toda la fuerza ciega del
hábito. ¡Cómo aborrecía el sabor del tabaco, ahora que había vuelto a fumar!
Creo que aquel día fui andando hasta la otra punta del pueblo y luego volví a
casa… a su casa… Patty Lareine la había comprado con su dinero. Anduve cinco
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kilómetros siguiendo la calle del Comercio, y otros tantos de vuelta, mientras caía
aquella tarde gris, pero no recuerdo con quién hablé, ni si fueron muchos o pocos los
que pasaron en coche y se ofrecieron a llevarme. No, sólo recuerdo que caminé hasta
el extremo más alejado del pueblo, hasta donde se alza la última casa, justo en el
lugar de la playa donde los Padres Peregrinos desembarcaron en América. Sí, porque
no fue en Plymouth, no, donde lo hicieron, sino aquí. ¡Cuántas veces me he
imaginado la escena! Tras cruzar el Atlántico, la primera tierra que vieron los
Peregrinos fueron los farallones de Cape Cod. En esta costa el oleaje, al romper,
alcanza con facilidad una altura de tres metros. En los días que no sopla el viento hay
un peligro todavía peor, los veleros pueden ser arrastrados por la fuerza de las mareas
hasta encallar en los bajíos. En la costa de Cape Cod la causa de los naufragios no
son las rocas, sino las arenas movedizas. ¡Qué profundo terror debió de invadir a los
Padres Peregrinos al oír el incesante golpeteo del oleaje al romper! ¿Quién osaría
acercarse a aquella costa con barcos como los suyos? Viraron al sur, pero el blanco
arenal desierto se mostraba implacable: ni señal de una rada. Sólo playa y más playa.
Así que pusieron rumbo al norte y, tras un día de navegación, advirtieron que la costa
giraba hacia el oeste y seguía curvándose hasta tomar la dirección del sur. ¿Qué
sorpresas les depararía aquella tierra? Navegaban hacia el este y habían recorrido ya
las tres cuartas partes del camino que siguieron antes hacia el norte. ¿Estarían
circunnavegando una oreja del mar? Doblaron la punta, y echaron ancla a su abrigo.
Era un puerto natural, tan protegido, ciertamente, como el interior de una oreja
humana. Bajaron los botes y remaron hacia la playa. Una placa conmemora el
desembarco. Está en el lugar donde empieza el rompeolas que protege los marjales
del otro lado del pueblo de las acometidas del mar. Allí termina la carretera, de modo
que los turistas que quieren llegar hasta la punta del cabo acaban su viaje en coche en
el lugar donde desembarcaron los Padres Peregrinos. Unas semanas más tarde,
después de soportar un tiempo muy malo y llegar a la convicción de que en aquellos
arenales había poco que cazar y menos que cultivar, levaron anclas y cruzaron la
bahía hacia el oeste, rumbo a Plymouth.
Sin embargo, aquí es donde desembarcaron, llenos del terror y la exaltación de
encontrarse en una nueva tierra. Y era nueva, ciertamente: ni siquiera tenía diez mil
años. Un arenal, ¿cuántos fantasmas indios turbarían su sueño durante las primeras
noches de su acampada?
Siempre que voy paseando hasta esos marjales de un verde esmeralda al otro
extremo del pueblo, me acuerdo de los Peregrinos. Más allá, las dunas son tan bajas
que los barcos se recortan contra el horizonte incluso antes de que pueda verse el
agua. Los esbeltos puentes de las embarcaciones dedicadas a la pesca deportiva
parecen viajar en caravana por encima de la arena. Si estoy un poco achispado, me
echo a reír, porque al otro lado de la placa, a unos cincuenta metros, en el lugar donde
nacieron los Estados Unidos, se abre la entrada de un enorme motel. No es más feo
que cualquier otro establecimiento de sus características, pero tampoco más hermoso,
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y su único homenaje a los Peregrinos es que se denomina «posada». Su aparcamiento
asfaltado es tan grande como un campo de fútbol. ¡Rindamos homenaje a los Padres
Peregrinos!
Por mucho que me exprima la memoria, esto es todo lo que puedo recordar de
mis actividades durante la tarde del día vigésimo cuarto. Salí, crucé el pueblo
paseando, me sumí en profundas consideraciones acerca de la geología de nuestras
costas, tuve un recuerdo para los Padres Peregrinos y me eché a reír ante la Posada de
Provincetown. Supongo que luego volví a casa andando. La tristeza que me envolvía
mientras yacía en el sofá era intemporal. Durante aquellos veinticuatro días había
matado infinidad de horas mirando la pared, pero recuerdo bien que ya muy entrada
la tarde cogí mi Porsche y conduje muy despacio por la calle del Comercio, como si
temiera atropellar a algún crío —había mucha niebla—, fui directamente al Mirador.
Allí, no muy lejos de la Posada de Provincetown, hay un bar a media luz con las
paredes forradas de madera de pino, y a sus pies se estrella suavemente el oleaje. Me
doy cuenta ahora de que olvidé mencionar que uno de los mayores encantos de
Provincetown es que no sólo mi casa… —¡su casa…!—, sino la mayor parte de los
edificios de la calle del Comercio que dan a la bahía, semejan barcos en medio del
mar cuando los terraplenes sobre los que están construidos quedan cubiertos a medias
por la marea alta.
Aquella noche había marea alta. Las aguas subían lánguidas, como si nos
halláramos en el trópico, pero sabía muy bien lo frías que estaban. Tras las
acogedoras ventanas de aquel bar a media luz serpenteaba el fuego de una amplia
chimenea, algo digno de una postal, y la silla de madera en la que solía sentarme
parecía presagiar el cada vez más cercano invierno, en buena parte porque estaba
provista de un artilugio característico de las aulas de los colegios de hace un siglo: se
trata de una amplia repisa de madera de roble unida con bisagras al brazo de la silla,
que se levanta para permitir que te sientes y una vez abatida sirve de reposo al brazo
y de bandeja para las bebidas.
El Mirador podría muy bien haber sido creado expresamente para mí. En las
tardes solitarias del otoño solía recrearme soñando que era una especie de moderno
magnate-pirata prodigiosamente rico que mantenía abierto aquel local sólo para su
disfrute personal. Rara vez entraba en el amplio restaurante que se abría al otro
extremo del establecimiento, pero aquel pequeño bar de paredes forradas de pino y su
camarera eran mi reino. Tenía la secreta convicción de que nadie más que yo podía
entrar allí. En noviembre esta ilusión parecía de lo más razonable. La mayor parte de
los clientes que iban a cenar allí en las tranquilas noches de los días entre semana
eran personas maduras y acomodadas —blancas, anglosajonas y protestantes— de
Brewster, o de Dennis, o de Orleans, que habían salido de casa en busca de un poco
de diversión y en su fuero interno estaban muy excitadas por la audacia que
representaba haber conducido durante cincuenta o sesenta kilómetros nada más y
nada menos que hasta Provincetown. El eco del verano conservaba intacta nuestra
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mala reputación. Aquellos elegantes caballeros de plateadas sienes —era evidente
que se trataba de profesores eméritos o de altos ejecutivos retirados— no tenían la
menor intención de detenerse en un bar. Además, una sola mirada a mi cazadora
tejana bastaba para que se decidieran por el restaurante. «No, querido», les decían sus
esposas, «pediremos que nos sirvan el aperitivo en la mesa. ¡Estoy hambrienta!».
«Sí, guapa», decía para mí, «¡seguro que pasas hambre!».
Al cabo de aquellos veinticuatro días, el bar del Mirador había terminado
convirtiéndose en la torre del homenaje de mi castillo. Me sentaba junto a una
ventana, contemplaba el fuego y observaba el movimiento de la marea; tras cuatro
vasos de whisky, una docena de cigarrillos y otra docena de galletitas de queso (¡que
eran toda mi cena!), me sentía, al fin, como un dolorido señor de los mares.
La compensación de sentirse derrotado, tener lástima de uno mismo y dejarse
llevar de la desesperación es que, si se bebe lo suficiente, la imaginación se pone a
trabajar con una energía insospechada. No importa lo debilitada que parezca estar por
semejante sucesión de desgracias: muy pronto funcionará a toda máquina. En aquel
bar la bebida era gentilmente servida por una sumisa camarera que, indudablemente,
me tenía miedo, y eso que nunca le dije nada más provocativo que: «Otro whisky, por
favor». Sin embargo, dado que trabajaba en un bar, comprendía su miedo. Yo había
sido camarero durante varios años. No me parecía extraño que me considerara
peligroso. Era una reacción que provocaban mis esfuerzos por conservar las buenas
maneras. Durante mi época de camarero había estado pendiente de unos cuantos
clientes como yo. No pasaba nada hasta que estallaban. Entonces el local podía
quedar hecho añicos.
No me considero de esa clase de personas, francamente. Pero he de reconocer que
los temores de la camarera me iban a las mil maravillas. No recibía más atención de
la que deseaba, pero siempre estaba pendiente de mí. El gerente, un individuo joven y
agradable, muy interesado en mantener la buena reputación del establecimiento, me
conocía desde hacía años, y mientras acudí al Mirador acompañado de mi rica esposa
me consideró uno de los más destacados representantes de la aristocracia local, no
obstante lo pesada que podía ponerse Patty cuando bebía demasiado. ¡De algo tiene
que servir ser rico! Ahora que iba allí solo, me saludaba al llegar y me decía adiós
cuando me iba, y era evidente que había tomado la muy gerencial decisión de no
molestarme para nada. Como corolario, muy pocos clientes eran invitados a entrar en
el bar. Así pues, noche tras noche, podía emborracharme a mi aire.
Hasta ahora no me veía con ánimos para confesar que soy escritor. Sin embargo,
desde que Patty me dejó no he escrito nada, ni una línea en más de tres semanas. Creo
que todos estaremos de acuerdo en que tomarse las cosas por el lado irónico no es
ninguna alegría, pues la ironía se convierte en un calabozo cuando se cierra el círculo.
Dejar de fumar supuso un grave quebranto de mi capacidad creadora, pero mi
reciente sumisión, una vez más, al yugo de la nicotina —porque es un yugo—
representó una merma aún mayor de mis facultades. Ni un párrafo. Cuando dejé de
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fumar, tuve que aprender a escribir de nuevo, desde el principio. Una vez lo hube
logrado, lo cual no dejaba de ser una proeza, mi recaída en el hábito de la nicotina
pareció apagar hasta la última chispa literaria que había en mí. ¿O fue la marcha de
Patty Lareine?
Aquellos días me había acostumbrado a llevar mis cuadernos de notas al Mirador,
y, cuando estaba lo bastante borracho, a veces conseguía añadir una frase o dos a
algún texto que había redactado en horas menos desesperadas. Ocurría esto en muy
contadas ocasiones, pero si por casualidad compartía entonces el bar conmigo algún
cliente que tomaba el aperitivo antes de cenar, los grititos de alegría que daba cuando
alguna frase me salía redonda, o mis gruñidos al enfrentarme con una serie de
palabras que me parecían tan carentes de sentido como la conversación de un
compañero de borrachera, por fuerza tenían que resultarle extraños, salvajes, tan
fuera de lugar en la elegante atmósfera de aquel bar de paredes de madera como los
ladridos de un perro que no hiciera el menor caso de aquella cercana presencia
humana.
No negaré que cargaba adrede las tintas cuando gruñía contemplando un texto
incomprensible tan borracho como yo o cuando manifestaba mi alborozo al ser capaz
de leer alguna frase pergeñada en plena alucinación etílica. «¡Eso es!», murmuré para
mí, «¡estudios!».
Acababa de ocurrírseme parte de un título, un título estupendo, un título muy
adecuado para un libro: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, de Timothy
Madden.
Se me ocurrió introducir una serie de variaciones en mi nombre. En nuestra selva.
Estudios entre los cuerdos, ¿de Mac Madden?, ¿de Tim Mac Madden?, ¿de Mac
Madden Dos? Me eché a reír tontamente. La camarera, pobre ratoncito vigilante, sólo
se atrevía a mirarme de reojo.
Sí, la verdad es que me reía como un tonto. Me venían a la memoria viejas
bromas acerca de mi nombre. Sentí que me invadía una ola de amor filial. ¡Ah, el
dulce pesar de amar al padre! Tan puro como el sabor de una gaseosa cuando tienes
cinco años. Douglas «Douggy» Madden, el Gran Madden para sus amigos y para mí,
su único hijo, a quien primero llamaron el Pequeño Mac o Mac-Mac, luego Mac Dos
y Toomey, y, por fin, Tim. Mientras seguía la morfología de mi nombre por la espiral
de la incoherencia alcohólica, no paraba de reírme sin ton ni son. Cada cambio de
nombre representaba un hito de mi vida; ¡ojalá pudiera recordarlos!
Trataba de redactar mentalmente las primeras frases del ensayo inicial. (¡Vaya
título!: En nuestra selva. Estudios entre los cuerdos, de Tim Madden). Tal vez
debiera tratar de los irlandeses, y de las razones para que beban tanto. ¿Sería a causa
de la testosterona? Mi padre aseguraba que tenían más que el resto de los hombres, y
por eso no había quien pudiera con ellos. Tal vez esa hormona necesitara el alcohol
como excipiente.
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Estaba sentado con el lápiz en ristre y el vaso de whisky a punto para abrasarme la
lengua. Sin embargo, no me decidía a beber. Aquel título era todo lo que se me había
ocurrido desde que Patty me dejó. En mi cabeza sólo había olas. Por alguna
misteriosa razón, las olas que se estrellaban al otro lado de la amplia ventana del bar
parecían romper al mismo tiempo dentro de mi cerebro. Mi mente quedó en blanco, y
sentí el profundo desasosiego que te invade cuando tus ojos son incapaces de enfocar
los objetos con claridad. Te crees capaz de explicar las verdaderas relaciones del
cosmos, pero de tu boca sólo salen sonidos incoherentes.
Fue entonces cuando, poco a poco, me fui dando cuenta de que ya no era el único
cliente del bar del Mirador. Una rubia extraordinariamente parecida a Patty Lareine y
su acompañante se habían sentado a menos de dos metros de mí. De no haber tenido
ya una idea bastante clara de lo obnubilada que estaba mi mente, aquello habría
bastado para que lo advirtiera. En efecto, aquella mujer había entrado con su
acompañante, un hombre elegantemente vestido con ropa informal de tweed y
franela, de abundante cabello plateado y muy bronceado, al que clasifiqué como
abogado, sin que yo me diera cuenta, y dado que la dama y su caballero tenían ante
ellos sendas bebidas, debía de hacer bastante rato que se encontraban en el local,
sentados y hablando (y no en voz baja precisamente, sobre todo ella). ¿Cinco
minutos? ¿Tal vez diez? Tuve la certeza de que me habían mirado de arriba abajo y
de que —con una desfachatez cuyas causas sólo ellos podían saber— habían decidido
comportarse como si yo no existiera. Tal vez la decisión de ignorarme se debiera a
que el tipo fuera un experto en artes marciales —lo que no parecía probable, pues el
hombre aquél tenía más aspecto de jugador de tenis que de cinturón negro—, aunque
la causa también podía ser que, dada su inmensa riqueza, estuvieran convencidos de
que ningún desconocido que se cruzara en su camino podría causarles nunca el menor
daño (a menos que fuera un desvalijador de pisos), o incluso que la visión de aquel
torso hundido y aquella cabeza y aquellos miembros tan cerca de ellos no les diera ni
frío ni calor. No lo sé. Pero la mujer, sobre todo, hablaba en voz muy alta, como si yo
no existiera. ¡Qué insultante me resultó su actitud en aquella hora de dolor!
Pronto lo comprendí. De su conversación deduje que eran californianos, y, claro,
su comportamiento era tan libre y desenfadado como el de unos turistas de Nueva
Jersey refocilándose en un bar de Munich. ¿Cómo iba a pasárseles por la imaginación
que pudiera sentirme ofendido?
A medida que mi atención realizaba esas portentosas maniobras de las que sólo es
capaz el ser humano sumido en la más negra depresión —mi cerebro se enderezaba
como un elefante que se pusiera de pie sobre las patas traseras en un pequeño taburete
—, fui saliendo del calabozo en que me había encerrado mi propio ensimismamiento
y los miré de hito en hito, lo cual me permitió comprender que su indiferencia hacia
mí no era fruto de la arrogancia, ni de la confianza en sí mismos, ni de la inocencia;
por el contrario, era algo rebuscado y teatral. Una serie de poses. El hombre estaba
más que convencido de que un tipejo tan evidentemente ebrio como yo era siempre
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una fuente potencial de disgustos, mientras que la mujer, confirmando mi premisa de
que las rubias consideran indecente no comportarse como ángeles o como zorras —
pero debe haber siempre las mismas posibilidades de inclinarse por una u otra opción
—, se había desmelenado.
Deseaba provocarme. Quería poner a prueba el valor de su amigo. Aquella señora
no tenía nada que envidiarle a mi querida Patty Lareine.
Permítanme que les describa a aquella mujer. Valía la pena mirarla. Sería unos
quince años mayor que Patty, o sea que rondaría los cincuenta, pero ¡qué bien los
llevaba! Su aspecto me recordó a una estrella del porno llamada Jennifer Welles.
Tenía la tal Jennifer pechos voluminosos, bien formados y promiscuos —un pezón
miraba a Oriente, el otro tenía la vista fija en Occidente—, ombligo profundo, vientre
redondeado, muy femenino, un espléndido par de nalgas, suavemente turgentes, y
vello púbico oscuro. Esto último era lo que más excitaba la lujuria de quienes
pagaban entrada por verla. Cuando una mujer decide convertirse en rubia, es que es
una rubia con todas las de la ley.
La cara de mi nueva vecina era, como la de Jennifer Welles, la estrella del porno,
realmente atractiva. Tenía una encantadora nariz respingona y labios prominentes,
malcriados e imperiosos como el hálito de la lujuria. Las aletas de su nariz
flameaban, y sus uñas —¡al diablo el movimiento de liberación de la mujer!—
escandalosamente bien cuidadas, pintadas con laca plateada, hacían juego con la
pintura de un tono azul metálico que sombreaba sus ojos. ¡Qué hembra! Un
anacronismo. La quintaesencia de lo que podía conseguir el dinero de la Costa Oeste.
¿Santa Bárbara? ¿Pasadena? ¿La Jolla? Lo único evidente era que procedía de un
lugar donde abundaban los jugadores de bridge. Las rubias exageradamente
emperifolladas son tan esenciales a esos lugares como la mostaza a las salchichas de
Frankfurt. La California de la distinción social acababa de tocar las fibras más
sensibles de mi alma.
Casi no puedo expresar lo indignante que me pareció aquello. Era como pintar
una cruz gamada en la puerta de una sinagoga. Aquella rubia me recordaba tanto a
Patty Lareine, que sentía la necesidad de vengarme. Pero ¿cómo? No se me ocurría
nada. Lo menos que podía hacer era aguarles la fiesta.
De momento, pues, escuché. Aquella dama de formas rotundas vestida de
veintiún botones no era abstemia, ni mucho menos. Absorbía el alcohol como una
esponja. Whisky escocés, por descontado. Chivas Regal. «Chiwies», como lo llamaba
ella. «Señorita», le decía a la camarera, «póngame otro Chiwies. ¡Con muchos
diamantes!». Para ella los cubitos eran diamantes. ¡Ja, ja, ja!
«Ya veo que te aburres conmigo», le decía a su acompañante en voz alta, muy
segura de sí misma, como si pudiera medir hasta la última gota la intensidad de su
potencia sexual. Era una central térmica. Hay voces que penetran hasta lo más
recóndito de nuestro ser, como los sones que el campanólogo arranca de las copas. Y
la suya era una de ellas. No quisiera parecer grosero, pero esas voces despiertan mi
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lujuria. Me hacen confiar esperanzado que el húmedo pariente de la boquita que las
emite que se abre un poco más abajo ofrecerá sensaciones no menos inefables a una
parte muy íntima de mi cuerpo.
La voz de Patty Lareine también era así. Cuando sus labios se curvaban alrededor
de un martini muy seco (ella lo llamaba siempre «marty seco», en recuerdo de sus
tiempos de azafata), podía llegar a ser diabólica. «¡La ginebra, la ginebra!», solía
bramar ronca de entusiasmo su laringe, siempre presta a la jarana, «¡la ginebra pone
cachonda a la perra! ¡Sí, tonto del culo!», y me incluía tiernamente en su jocosa
cancioncilla, como insinuando que aun sin merecerlo en absoluto podía gozar del
placer de estar a su lado. No obstante, la fortuna de Patty Lareine tenía otro origen,
pues procedía de un divorcio. Su segundo marido, Meeks Wardley Hilby III (a quien
—palabra de honor— trató de convencerme para que asesinara) era de una de las
familias más antiguas y ricas de Tamps, y ella consiguió pegarle un buen bocado a su
capital, aunque no gracias a un disparo entre ceja y ceja, sino merced a la
extraordinaria habilidad del abogado que le tramitó el divorcio, un verdadero mago (y
que, para terrible disgusto mío, durante una buena temporada se dedicó, casi con toda
seguridad, a darle vigorosos masajes en el interior de la parte inferior de su abdomen,
aunque tal vez no pueda esperarse menos de un abogado realmente entregado a su
tarea de divorciar a la gente, pues eso le da un conocimiento fundamental de los
testigos que ha de llamar a declarar). Aunque Patty Lareine tenía un cuerpo
asombrosamente turgente y, por aquella época, un lenguaje más picante que la
pimienta, el abogado consiguió moldear su personalidad hasta hacerla parecer
delicada y comedida. Mediante un intenso entrenamiento (fue uno de los primeros
que utilizaron el vídeo para ensayar) le enseñó a mostrarse trémula en el estrado de
tal modo que el juez, un hombre gordo y viejo, perdió el juicio (¡y perdónenme la
expresión!). Los pecadillos amatorios de Patty (y eso que el marido tenía testigos)
fueron presentados como errores causados por la inexperiencia de una pobre mujer
desesperada, insultada y maltratada. Cada uno de sus ex amantes que subía al estrado
para declarar contra ella era mostrado como un nuevo intento fallido de curar las
heridas que su marido había abierto en su corazón. Aunque Patty había empezado su
carrera como animadora de un equipo universitario de fútbol y era un tanto
pueblerina, cosa nada rara teniendo en cuenta que procedía de una pequeña ciudad de
Carolina del Norte, en la época en que estaba a punto de divorciarse de Wardley (y de
casarse conmigo) se había refinado mucho. El modo como tergiversaban las cosas
ella y su abogado mientras la interrogaba era realmente digno de verse. El resultado
fue que el distinguido vástago de una de las principales familias de la costa de Florida
que da al Golfo perdió una sustanciosa porción de su capital. Y que Patty se convirtió
en una mujer rica.
A medida que escuchaba a la señora del Mirador me fui dando cuenta de lo
distintas que eran Patty y ella. Las agudezas de Patty eran realmente ingeniosas, y es
que sin tener verdadero ingenio nunca hubiera podido dejar atrás la vulgaridad de sus
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orígenes. En cambio, la rubia dama que había dado un giro insospechado a aquella
tarde no era demasiado aguda, ni falta que le hacía. Tenía toda la gracia que
acompaña al dinero. Si no andaba errado, lo más probable era que al abrirte la puerta
de su habitación del hotel te recibiera sin más vestimenta que guantes blancos hasta
los codos (y zapatos de tacón alto).
—Venga, dilo, di que te aburres —la oí decir claramente—, es lo que suele ocurrir
cuando un hombre y una mujer atractivos deciden hacer un viaje juntos. La
convivencia durante algunos días hace surgir el fantasma del desencanto. Dime si me
equivoco.
Era evidente que no le interesaba tanto la respuesta de su elegante amigo como el
placer de hacerme saber que no sólo no estaban casados sino que, como había
insinuado, lo único que los unía era una aventurilla fugaz. Tan fugaz, que podía
terminar en cualquier momento. El hombre del tweed y la franela, al menos en su
función de semental, podía ser sustituido sin dificultad cualquier noche. El lenguaje
corporal de aquella dama daba a entender que la primera noche recibirías una
bienvenida realmente apoteósica; los problemas vendrían después. Pero la primera
noche te resultaría inolvidable.
Su acompañante le contestó, en voz baja, que no, que no se aburría, ni muchísimo
menos; le hablaba con un tono semejante al de esa música que dan por el hilo musical
a fin de inducirnos al sueño. Fue entonces cuando tuve la certeza de que era abogado.
Lo revelaban sus modales llenos de confianzuda moderación. Se estaba dirigiendo al
tribunal a fin de dilucidar una cuestión de procedimiento porque no estaba dispuesto a
que el juez le hiciera perder el caso por algo tan nimio. ¡Trataba de apaciguarla!
Ella, sin embargo, no estaba para monsergas.
—No, no y no —le dijo mientras agitaba levemente sus cubitos—, fue idea mía
venir aquí. Como tus negocios te llevaban a Boston, te pregunté si te importaría que
te acompañara. Un capricho. Claro que no, me contestaste. Papaíto está loco por su
nueva mamaíta. Etcétera. —Hizo una pausa para beber un sorbo de Chiwies—. Pero,
cariño, tengo un grave defecto. Me resulta imposible estar contenta mucho rato. Así
que cuando me siento satisfecha, algo dentro de mí dice: «¡Al carajo, joder!».
Además, y como ya debes de haber observado, Lonnie, soy una ávida lectora de
mapas. Dicen que las mujeres son incapaces de entenderlos, pero yo puedo. En
Kansas City, en el… espera, lo tengo en la punta de la lengua… en 1976, era la única
mujer en nuestra delegación a la convención republicana capaz de entender un mapa
y encontrar el camino para ir en coche desde el hotel hasta el cuartel general de Jerry
Ford.
»Ese fue tu error. Enseñarme un mapa de Boston y sus alrededores. Siempre que
me oigas decir “Querido, me gustaría ver un mapa de esta zona” con ese tono de voz
que tú ya sabes, prepárate. Seguro que los dedos de mis pies se mueren de ganas de
echar a andar. Lonnie, desde que en la escuela empecé a estudiar geografía, siendo
una cría, me ha atraído Cape Cod en los mapas de Nueva Inglaterra. —Miró de
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soslayo los cubitos de hielo que se deshacían en su vaso—. Se proyecta como un
dedo meñique curvado. ¿Sabes la fascinación que tienen los niños por sus dedos
meñiques? Es su dedo pequeño el que sienten más suyo. Así que siempre he tenido
ganas de visitar el extremo de Cape Cod.
Debo reconocer que su amigo no acababa de caerme bien. Tenía ese aspecto
excesivamente relamido de los hombres cuyo dinero sigue creando dinero mientras
ellos duermen. No, mujer, estás equivocada, le decía, intentando echar chorritos de
bálsamo para aminorar la irritación de la dama, los dos quisimos venir, todo va bien.
Etcétera. Etcétera.
—No, Lonnie, no te di elección. Me mostré tiránica. «Quiero ir a este lugar, a
Provincetown», te dije. No toleré que me contradijeras. Así que aquí estamos. Soy
una caprichosa, y tú te aburres como una ostra. Supongo que querrás volver a Boston
esta misma noche. Esto es un desierto, ésa es la verdad.
Al llegar aquí —estoy absolutamente seguro de que así fue— me miró de hito en
hito: si aceptaba la invitación y terciaba en la conversación, me esperaba una calurosa
bienvenida, pero si no lo hacía, su desprecio no tendría límites.
Le hablé.
—Le está bien empleado por fiarse de los mapas.
La cosa funcionó, al parecer. Porque mi siguiente recuerdo es que estaba sentado
con ellos. Debo reconocer que tengo muy mala memoria. Por lo general, veo con
claridad lo que recuerdo, pero con demasiada frecuencia no soy capaz de ordenar los
acontecimientos de una noche. Así, pues, mi siguiente recuerdo es que estaba sentado
con ellos. Por tanto, debieron de invitarme a hacerlo. Mi compañía les resultó
divertida, sin duda, porque incluso el hombre se reía. Se llamaba Leonard Pangborn,
Lonnie Pangborn; una familia bien conocida en los círculos republicanos de
California, sin duda. El nombre de la mujer no era Jennifer Welles, sino Jessica Pond.
Pond y Pangborn: ¿comprenden ahora el porqué de mi animosidad? Dos apellidos
con tanto relumbrón como los de los personajes de un serial televisivo.
Lo cierto es que la mujer estaba encantada conmigo. Mis bromas la divertían.
Supongo que la causa de mi agudeza era que llevaba muchos días sin hablar con
nadie. No obstante mi depresión, conseguí que afloraran todos los recursos de mi
buen humor. Conté unas cuantas historias acerca del cabo, y lo hice con un estilo
vigoroso. Debí de parecerles tan decidido como un presidiario que ha salido de la
cárcel con un día de permiso. Por otra parte, la compañía de Jessica Pond había
tenido la virtud de sacarme de mis negros pensamientos. Pronto deduje de nuestra
conversación que era dueña de importantes propiedades. Hablaba de grandes
mansiones rodeadas de espléndidos jardines con el mismo entusiasmo con que un
agente de la propiedad se las mostraría a un cliente potencial, y no tardé en
comprender la razón. Jessica había sabido aumentar considerablemente la fortuna de
su familia. Su profesión, allá en California, era, ni más ni menos, la de agente de la
propiedad. Y el éxito la acompañaba, al parecer.
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Provincetown tuvo que representar un gran desengaño para ella. Ofrecemos
nuestra arquitectura tradicional, pero no es nada del otro mundo: viejas casitas de
pescadores con escaleras exteriores de madera a las que se adhiere la sal de Cape
Cod. Alquilamos habitaciones a los turistas. Cientos de habitaciones, todas con su
escalera exterior. Para alguien que busque un estilo de vida elegante y refinado,
Provincetown resulta tan atractivo como una docena de postes del teléfono agrupados
en un cruce de carreteras.
Probablemente, la engañó lo encantador de nuestra posición en el mapa: la
delgada punta afiligranada del cabo se curva sobre sí misma como la puntera de
cierto calzado medieval. Probablemente, Jessica esperaba grandes extensiones de
césped. En vez de ello, tuvo que conformarse con tenduchos de mala muerte llenos de
toda clase de género y una calle Mayor de un solo sentido, tan estrecha que si había
un camión aparcado sobre la acera, tragabas saliva y rezabas para que tu coche
alquilado no sufriera ningún rasguño mientras pasabas.
Como es natural, me preguntó por la mansión más imponente de que puede
enorgullecerse nuestro pueblo. Es un palacio de cinco pisos —el único en
Provincetown— que se alza en lo alto de una colina, en medio de un extenso parque
circundado por una verja de hierro. No supe decirle quién vivía entonces allí, ni si era
el propietario o lo había alquilado. Alguien me dijo su nombre, pero lo había
olvidado. No es fácil explicárselo a los forasteros, pero aquí, en Provincetown,
durante el invierno la gente se recluye en su madriguera. Y lo hace voluntariamente.
Conocer a los recién llegados puede ser tan difícil como viajar de una isla a otra.
Además, ninguno de mis conocidos, teniendo en cuenta nuestra habitual indumentaria
invernal (tejanos, botas, chaquetones), habría franqueado nunca el portón de aquella
verja. Era evidente que el actual propietario de la más imponente mansión de nuestro
pueblo tenía que ser alguien muy rico. Así que traté de recordar quién era el hombre
más rico que había conocido (resultó ser, por cierto, el ex marido de Patty Lareine, el
de Tampa), lo trasladé al norte, a Provincetown, y le hice señor del palacio. No quería
que mi conversación con Jessica languideciera ni por un instante.
—¡Ah, sí! La mansión esa pertenece —le dije— a Meeks Wardley Hilby III. Vive
solo en ella. —Hice una pausa—. Le conozco. Fuimos juntos a Exeter.
—¡Vaya! —exclamó Jessica después de una pausa bastante larga—. ¿Podríamos
hacerle una visita?
—No está aquí. Actualmente viene raras veces a Provincetown. Visitas de
médico.
—¡Lástima! —dijo Jessica.
—No creo que le cayera bien —le expliqué—. Es un hombre muy raro. En Exeter
volvía locos a los profesores. Quebrantaba las normas acerca del vestir. En clase
debíamos llevar chaqueta y corbata, pero el amigo Wardley se presentaba vestido
como un príncipe del Ejército de Salvación.
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Aquella historia debía de parecer muy prometedora, porque Jessica se echó a reír
la mar de contenta, pero recuerdo que cuando me disponía a seguir contándosela tuve
la fortísima sensación de que no debía proseguir, algo tan irracional como un
misterioso olor a humo que llegara hasta mis narices. ¿Saben una cosa? A veces
pienso que las personas somos como estaciones de radio, y que algunas
informaciones no deberían difundirse. Bien, como decía, algo intangible me conminó
a no continuar (como es natural, no hice caso: ¡no podía defraudar a aquella rubia tan
atractiva!), y un instante después, mientras buscaba las palabras para proseguir mi
relato, apareció ante mí una imagen que no había visto desde hacía años, nítida como
una moneda recién acuñada: Era Meeks Wardley Hilby III, Wardley, alto y
desgarbado, con su habitual atuendo de pantalones tejanos, escarpines de charol y
esmoquin con las solapas de satén deslucidas y arrugadas, el que llevaba siempre para
ir a clase (con gran disgusto de buena parte de sus profesores); sus calcetines púrpura
y su corbata de lazo heliotropo brillaban como rótulos de neón de Las Vegas.
—¡Dios mío! —le dije a Jessica—, ¡le llamábamos «el gilipollas de Wardley»!
—Explíquemelo todo acerca de él —me dijo—. Por favor.
—No sé si debo —le contesté—. Esta historia tiene algunas escenas bastante
sórdidas.
—¡Venga, cuéntenoslo! —terció Pangborn. No necesitaba que me animaran.
—Para mí, buena parte de culpa la tuvo su padre —les dije.
—Su padre debió de ejercer gran influencia sobre él. Está muerto. Meeks Wardely
Hilby II.
—¿Cómo sabían a cuál de los dos se referían? —preguntó Pangborn.
—Bueno, la gente llamaba Meeks al padre y Wardley al hijo. Así no había
confusión posible.
—¡Vaya! —dijo Pangborn—. ¿Se parecían mucho?
—No, en nada. Meeks era un deportista y Wardley era Wardley. Cuando era niño,
sus niñeras le ataban las manos a la cama. Órdenes de Meeks. Para impedir que se
masturbara continuamente.
Miré a Jessica como diciéndole: «Este es uno de los detalles que me causaba
reparo explicar». Ella me contestó con una sonrisa que podía traducirse como: «Estoy
sobre ascuas. Explícalo todo de una vez».
Lo hice. Hilvané una historia sobre la marcha y les expliqué con todo detalle la
adolescencia de Meeks Wardley Hilby III, sin ningún remordimiento por haber
cambiado el escenario de mi relato del palacio en la costa del Golfo a la gran mansión
de lo alto de la colina, pues, al fin y al cabo, sólo se lo contaba a Pond y Pangborn.
¿Qué podía importarles, dije para mí, el lugar donde ocurrió?
Así pues, proseguí. La esposa de Meeks y madre de Wardley murió cuando él
estaba en el primer curso en Exeter, y poco después su padre se casó con su amante.
A ninguno de los dos le gustaba Wardley, que les pagaba con la misma moneda. En el
tercer piso de la mansión había una habitación que siempre tenía la puerta cerrada, y
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Wardley se moría de ganas de saber por qué. Sin embargo, hasta que le expulsaron de
Exeter, en el último curso, no estuvo en casa el tiempo suficiente para que su padre y
su madrastra pasaran una noche fuera de la mansión. El día que se quedó solo,
armándose de valor, avanzó paso a paso por una cornisa exterior del tercer piso y se
metió en la habitación por la ventana.
—¡Esto me gusta! —exclamó Jessica—. ¿Qué encontró en la habitación?
Le dije que había encontrado una gran cámara fotográfica de aspecto anticuado,
cubierta con un trapo negro y montada sobre un pesado trípode en uno de los
rincones, y, en una mesita con estantes, cinco álbumes fotográficos de pergamino
rojo. Era una colección de pornografía muy especial. Los cinco álbumes contenían
grandes fotografías de color sepia de Meeks haciendo el amor con su amante.
—¿La que se había convertido en su esposa? —preguntó Pangborn.
Asentí con la cabeza. Según Wardley, las primeras fotos debieron de ser tomadas
el año en que él nació. Los diversos álbumes mostraban el progresivo envejecimiento
de Meeks y su amante. Un año o dos después de la muerte de la madre de Wardley,
cuando el nuevo matrimonio de Meeks aún era relativamente reciente, otro hombre
empezó a aparecer en las fotografías.
—Era el administrador de la propiedad —les expliqué—. Wardley me dijo que
cenaba con la familia cada día. —Al llegar aquí, Lonnie juntó las manos.
—Increíble —dijo.
Las fotografías más recientes mostraban al administrador haciendo el amor con la
esposa de Meeks mientras éste permanecía sentado a poca distancia leyendo el diario.
Los amantes adoptaban diversas posiciones, pero Meeks seguía enfrascado en su
periódico sin hacerles caso.
—¿Quién era el fotógrafo? —preguntó Jessica.
—Según Wardley, el mayordomo.
—¡Vaya casa! —exclamó Jessica—. ¡Una cosa así sólo podría pasar en Nueva
Inglaterra!
Esta salida nos hizo reír un buen rato.
No les dije que el mayordomo sedujo a Wardley cuando éste tenía catorce años.
Tampoco les repetí su comentario acerca de aquel hecho: «Desde entonces estoy
tratando de recuperar los derechos de propiedad sobre mi recto». Probablemente,
existía el medio para que Jessica cediera sus derechos de propiedad, pero como no lo
había encontrado, obraba con cautela.
—A los diecinueve años —continué—, Wardley se casó. Creo que lo hizo para
confundir a su padre. Meeks era profundamente antisemita, y Wardley le dio como
nuera una chica judía. Que además tenía la nariz grande.
Esto último les hizo tanta gracia, que sentí deseos de echarme atrás, pero la cosa
ya no tenía remedio; además, gozaba narrando aquella historia y lo que venía a
continuación era crucial para su desarrollo.
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—Su nariz —dije—, según la describió Wardley, se curvaba sobre su labio
superior de tal modo que parecía que la chica estuviera oliendo su propio aliento. Por
algún motivo, tal vez porque Wardley es un gourmet, este detalle excitaba su
concupiscencia de un modo extraordinario.
—¡Vaya! Espero que el matrimonio fuera feliz —dijo Jessica con retintín.
—Verá… no del todo —le respondí—. La esposa de Wardley era una mujer de
principios. De modo que no le hizo ninguna gracia descubrir que su marido también
tenía su propia colección de pornografía. La destruyó. Y luego hizo algo todavía
peor: se ganó la voluntad de su suegro. Al cabo de cinco años de matrimonio había
conseguido que Meeks estuviera tan contento de ella, que el viejo dio una cena en su
honor y el de su hijo. Wardley cogió una pítima fenomenal, y en el transcurso de la
velada le partió la cabeza a su esposa con un candelabro. Murió a consecuencia del
golpe.
—¡Diantre! —exclamó Jessica—. ¿Todas estas cosas ocurrieron en esa casa de la
colina?
—Sí.
—Y ¿qué ocurrió desde el punto de vista legal? —preguntó Pangborn.
—No sé si se lo creerá, pero el defensor no alegó enajenación mental transitoria.
—En tal caso, tuvo que ir a la cárcel.
—Así es.
No consideré oportuno informarles de que, además de haber ido juntos a Exeter,
cumplimos condena en la misma cárcel y durante un período similar.
—Me parece que Meeks organizó la defensa de su hijo —dijo Lonnie.
—Eso me parece también.
—¡Claro! Si hubiera alegado enajenación mental transitoria, el defensor habría
tenido que presentar los álbumes de fotografías ante el tribunal. —Lonnie cruzó los
dedos de ambas manos y los flexionó varias veces—. De modo que Wardley no tuvo
más remedio que ir a la cárcel. ¿Qué recibió a cambio?
—Un millón de dólares al año —le contesté—. Lo ingresaban en una cuenta a su
nombre al cumplir cada año de condena. Y además se repartiría con su madrastra los
bienes de Meeks a la muerte de éste.
—¿Sabe a ciencia cierta si se lo pagaron? —preguntó Lonnie.
Jessica dijo que no con la cabeza.
—No creo que esa clase de gente cumpla semejante acuerdo —comentó.
Me encogí de hombros.
—Meeks pagó —les aseguré—. Porque Wardley se había hecho con los álbumes.
Y les aseguro que cuando murió Meeks la madrastra cumplió el acuerdo. Al salir de
la cárcel, Meeks Wardley Hilby III era un hombre rico.
—Me gusta su estilo para contar historias —dijo Jessica.
Pangborn asintió con la cabeza.
—Ciertamente inimitable —dijo.
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Jessica estaba contenta. Después de todo, aquel viaje a un pueblo desierto le había
permitido pasar un buen rato.
—¿Sabe si Wardley tiene la intención de volver a vivir en esa mansión? —me
preguntó.
Mientras estaba considerando cuál sería la mejor respuesta a esta pregunta,
Pangborn se me adelantó.
—¡Claro que no! Nuestro nuevo amigo acaba de inventárselo todo.
—Bien, Pangborn —dije—, si alguna vez necesito un abogado, recurriré a sus
servicios.
—¿De veras se lo ha inventado todo? —me preguntó Jessica.
No tenía el menor deseo de dirigirle una sonrisita de conejo y decirle que algunas
cosas eran ciertas, así que reconocí haberlo inventado todo y vacié mi vaso de un
trago. Era evidente que Pangborn se había informado de quién era el propietario de la
mansión.
Mi siguiente recuerdo es que volvía a estar solo. Se habían ido al comedor.
Me acuerdo de que bebí, escribí y contemplé el mar. Algunas de las cosas que
escribía las guardaba en el bolsillo, pero otras las rompía. El sonido del papel al
rasgarse pareció reverberar en mi interior. Me puse a reír entre dientes. Se me ocurrió
que los cirujanos tenían que ser los seres más felices de la tierra. Rajar a la gente y
cobrar por ello debía de ser el colmo de la felicidad, me dije. Sentí que Jessica Pond
no estuviera junto a mí. Aquella idea probablemente le habría hecho gracia.
Tengo la intuición que fue entonces cuando escribí una nota bastante larga que
encontré en mi bolsillo a la mañana siguiente. No sé por qué, le puse título:
RECONOCIMIENTO.
La percepción de las posibilidades de grandeza que hay en mí siempre ha ido
seguida por el deseo de asesinar al ser indigno que tuviera más cerca. Había
subrayado la siguiente frase: «Es mejor tener una opinión modesta de uno mismo».
Cuanto más leía esta nota, sin embargo, tanto más parecía encastillarme en esa
inexpugnable torre de marfil que es, tal vez, el aspecto más satisfactorio de
emborracharse a solas. Saber que Jessica Pond y Leonard Pangborn estaban sentados
a una mesa a menos de treinta metros de allí, ignorantes del peligro —tal vez
considerable— que corrían, tuvo un efecto intoxicante sobre mí, y me puse a
considerar —debo reconocer que sin verdadera pasión, sino más bien como
pasatiempo, para ayudarme a matar el rato una noche más— lo fácil que resultaría
deshacerse de ellos. ¡Hay que ver en qué clase de hombre me había convertido
después de veinticuatro días sin Patty Lareine!
He aquí mi razonamiento. Dos personas, cada una de las cuales está,
evidentemente, bien situada en su grupo social, sea el que sea, en California, deciden
irse a Boston de tapadillo. Son discretos acerca de sus planes. Tal vez se lo digan a un
amigo íntimo o dos, tal vez a nadie, pero dado que van a Provincetown por puro
capricho, y en un coche alquilado, el asesino —de cometerse el asesinato— sólo
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tendría que conducir el vehículo durante doscientos kilómetros, llegar a Boston y
dejarlo abandonado en cualquier calle. Suponiendo que los cuerpos hubieran sido
enterrados en lugar seguro, pasarían semanas, por lo menos, antes de que la prensa de
esta zona del país informara de su desaparición, y eso suponiendo que lo hiciera. Para
entonces, ¿quién del Mirador recordaría sus caras? Aun en el caso de que alguien se
acordara de ellos, dada la situación del coche, la policía pensaría que volvieron a
Boston y allí desaparecieron. Me recreé considerando lo lógica que parecía esta
trama, disfruté un poco más de mi bebida, gocé al pensar en el poder que estos
pensamientos me daban sobre ellos, y entonces… precisamente entonces… el resto
de la velada quedó en blanco. A la mañana siguiente me era imposible recordar de un
modo satisfactorio lo ocurrido.
No recuerdo si volví a beber con Pond y Pengborn. También es posible, diría yo,
que después de emborracharme a conciencia cogiera el coche y me fuera a casa. De
haberlo hecho, me habría ido directamente a la cama. Pero esto no parece probable,
dado lo que me encontré al despertarme.
Me vienen a la memoria otras imágenes, ciertamente más claras que un sueño,
aunque eso no quiere decir que no las hubiera soñado. Patty Lareine había vuelto a
casa, y teníamos una terrible discusión. Veo su boca. Sin embargo, no recuerdo ni una
palabra. ¿Es posible que sólo fuera un sueño?
También tengo la impresión muy clara de que Jessica y Leonard se reunieron
conmigo después de cenar, y de que les invité a venir a casa (a la casa de Patty
Lareine). Estábamos sentados en la sala de estar y el hombre y la mujer me
escuchaban con atención. Eso creo recordarlo. Luego dimos una vuelta en coche.
Pero si fue en mi Porsche, no pude llevarlos a los dos. Tal vez fuimos en dos coches.
También recuerdo que volví a casa solo. El perro se asustó al verme. Es un
labrador grande, pero se arrastraba hacia atrás cuando me acercaba. Me senté en el
borde de mi cama y garabateé una nota más antes de tumbarme. De eso sí me
acuerdo. Me quedé dormido sentado y con la vista fija en el cuaderno de notas.
Al cabo de unos segundos (¿o había pasado una hora?) me desperté y leí lo que
había escrito: «La desesperación es el sentimiento que nos embarga cuando mueren
los seres que hay dentro de nosotros».
Ese fue mi último pensamiento antes de dormirme. Sin embargo, ninguna de esas
imágenes tiene la menor probabilidad de ser cierta, porque al despertarme a la
mañana siguiente vi en mi brazo un tatuaje que antes no estaba allí.
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El día siguiente estuvo lleno de acontecimientos que voy a relatar; sin embargo,
cuando me desperté no tenía ninguna prisa por levantarme. Me quedé largo tiempo en
la cama, sin atreverme a abrir los ojos. En aquella voluntaria oscuridad, me esforcé
por averiguar qué podía recordar de la noche anterior después que me fui del Mirador.
Obrar de aquel modo era habitual en mí. Por mucho que hubiera bebido, siempre
conseguía conducir hasta mi casa. Había llegado a ella sin la menor dificultad en
noches en las que otros que hubieran bebido tanto como yo estarían dormidos en el
fondo del mar. Entraba en casa, me metía en la cama, y a la mañana siguiente me
despertaba con la sensación de que me habían partido la cabeza por la mitad con un
hacha. No recordaba nada. Sin embargo, si éste era el único síntoma y no tenía más
inquietud que los efectos de la borrachera sobre mi hígado, no tenía ninguna
preocupación. Otras personas me contarían lo que había hecho. No sentía temor, y en
consecuencia no creía haber cometido delito alguno. Un poco de amnesia no es la
peor de las afecciones cuando bebes como un irlandés.
Sin embargo, desde que Patty Lareine se fue me hube de enfrentar a hechos
nuevos y muy curiosos. ¿Acaso la bebida me inducía a hurgar en la raíz de mi herida?
Sólo puedo decir que por la mañana mi memoria era clara, pero fragmentaria, hecha
añicos. Los fragmentos eran claros, pero no encajaban, como si pertenecieran a varios
rompecabezas diferentes tirados en una misma caja. Supongo que esto equivale a
decir que mis sueños eran tan razonables como mi memoria, o que ésta era tan poco
digna de crédito como mis sueños. Tanto en un caso como en el otro, no podía
separar los recuerdos de los sueños. Es un estado de ánimo realmente espantoso. Al
despertar estás hecho un mar de dudas acerca de tu conducta. Es como penetrar en un
laberinto de cavernas. En algún punto del trayecto se rompe el delgado hilo que vas
dejando atrás para poder regresar. Y ahora cada vez que doblas una esquina tienes la
duda de si has pasado antes por allí o es la primera vez que la ves.
Digo esto porque, al despertarme el día vigésimo quinto, permanecí inmóvil
durante una hora antes de decidirme a abrir los ojos. Tenía un miedo terrible, un
miedo que no había sentido desde que salí de la cárcel. Cuando estuve en prisión,
había mañanas en que me despertaba con la certeza de que alguien perverso, de una
perversión mayor que todas las conocidas, me acechaba. Éstas eran las peores
mañanas de la cárcel.
Estaba convencido de que algo me ocurriría antes de que el día terminara, y era
esta premonición lo que me llenaba de pavor. Con todo, me llevé una sorpresa,
mientras estaba tumbado con la cabeza a punto de estallarme, procurando, con los
ojos cerrados, fijar mi vista en los recuerdos, que eran como una película con muchos
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saltos y roturas, mientras un peso de aprensión, como de plomo, me oprimía el
estómago: tenía una erección con todas las de la ley, tremenda. Hubiera querido
follarme a Jessica Pond.
En días venideros recordaré a menudo este detalle intrascendente. Pero vayamos
por orden. Cuando la mente se transforma en un libro del que faltan páginas, o,
mucho peor, en dos libros, cada cual con sus lagunas, el orden se vuelve algo tan
indispensable como la limpieza en un monasterio. De modo que gracias a esa
erección recordé mi tatuaje y no me llevé la sorpresa de verlo al abrir los ojos.
(Aunque en aquel instante no podía recordar dónde me lo hicieron, ni la cara de quien
lo hizo). No sabía cómo, pero el hecho había quedado registrado en mi mente. A
pesar de lo desdichado que me sentía, no por ello dejaba de experimentar curiosidad.
¡Cuántas facetas puede tener la memoria! Recordar que algo ha sucedido, a pesar de
que es imposible tener una imagen clara de cómo se ha llevado a cabo, viene a ser lo
mismo que leer una noticia acerca de alguien en un periódico. Fulano de Tal se ha
apropiado indebidamente de ochenta mil dólares. El título es lo único que se percibe,
a pesar de lo cual el acto queda registrado en la mente. Así pues, advertía un hecho
relativo a mí mismo. Tim Madden tenía un tatuaje. Lo sabía a pesar de tener los ojos
cerrados. La erección me lo recordaba.
En la cárcel siempre me había resistido a que me tatuaran. Bastante presidiario
me sentía sin tatuaje. De todas maneras, no puedes pasarte tres años entre rejas sin
adquirir una considerable cultura en lo referente a tatuajes. Y por eso había oído
hablar del ramalazo de la lujuria. De cada cuatro o cinco hombres que se hacen tatuar,
uno sufre un verdadero ataque de lujuria mientras le van pinchando con la aguja.
Recordé lo cachondo que me puso la Pond. ¿Había estado presente mientras me
marcaba el artista? ¿Acaso esperaba en mi automóvil? ¿Nos habíamos despedido de
Lonnie Pangborn?
Abrí los ojos. Mi tatuaje tenía costras y estaba pegajoso. Durante la noche debía
de haberse desprendido el esparadrapo que me colocaron para proteger las heridas.
De todas formas, el tatuaje se podía leer. Decía LAUREL, en una caligrafía algo
retorcida, con tinta azul, y también había un pequeño corazón rojo. No creo que nadie
pueda decir que tengo buen gusto en cuestiones de arte.
Mi mal genio estalló como un huevo podrido. Patty Lareine también había visto
el tatuaje. ¡Anoche! De repente, tuve una visión clarísima de Patty. Estaba en nuestra
sala de estar, y me gritaba: «¿Laurel? ¡Qué cara tienes! ¿Cómo te atreves a
recordármela?».
Sí, pero ¿todo esto había ocurrido realmente? Sabía muy bien que era capaz de
inventar conversaciones con la misma facilidad con que las sostenía. A fin de cuentas,
yo era escritor. Patty Lareine había desaparecido hacía veinticinco días en compañía
de un semental negro, un tipo alto, ceñudo, de cuerpo bien formado, que había
revoloteado a su alrededor durante el pasado verano, aprovechando esa propensión
carnal hacia los negros que anida en el corazón de ciertas señoras rubias, tan
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inherente a ellas como el rayo al trueno. Diría que arde sin llama en su corazón como
harapos sebosos detrás de la puerta de un granero a la espera de la corriente de aire
que avive el fuego. Bueno, sintiera Patty lo que sintiera, los resultados siempre eran
los mismos. Una vez al año, estación más, estación menos, Patty se liaba con algún
negro. Un negro corpulento. El tipo podía ser patoso y pesado, o ágil como un
jugador de baloncesto, pero siempre era corpulento. El tamaño los ponía fuera de mi
alcance físico. Me parece que el desprecio que Patty sentía hacia mí alcanzaba su
paroxismo cuando veía que no era capaz, no obstante lo evidente de mis excrecencias
córneas, de coger la pistola y defender mi honra. «¿Como hubiera hecho tu padre, allá
en Carolina del Norte?», le preguntaba. Y ella contestaba, sarcástica: «¡Para esos
trotes estás tú…!», y lo decía con el mismo salero, desprecio y descaro con que una
muchachita de dieciocho años con pantalones cortos deshilachados rechaza las
atenciones de un viejo verde en una cafetería de gasolinera. ¡Santo Dios, qué poco
respeto me tenía Patty! Me aterrorizaba pensar que algún día pudiera decidirme a
coger la pistola, aunque jamás lo haría para atacar a los amigos negros de mi mujer.
Aquellos tipos sólo se apropiaban de lo que yo también me hubiera apropiado de
tener sus atributos masculinos y pensar con su negra lógica. No, temía coger el arma
y vaciarla en la cara de Patty, en aquella expresión de superioridad con que parecía
decirme: «¡jódete, cabrón!».
De todas maneras, ¿cómo se me había ocurrido tatuarme el nombre de Laurel
sabiendo cuánto lo odiaba mi esposa? Me constaba que Laurel era la única mujer a
quien Patty jamás perdonaría. A fin de cuentas, yo iba con Laurel cuando conocí a
Patty, aunque debo hacer constar que no se llamaba Laurel, sino Madeleine,
Madeleine Falco. Fue Patty quien se empeñó en llamarla Laurel así que la conoció.
Más tarde supe que era una especie de abreviatura de Lorelei. A Patty no le cayó nada
bien Madeleine Falco. ¿Había yo elegido el nombre para castigar a Patty? ¿Habría
estado de verdad en casa? ¿Sería todo aquello un fragmento de algún sueño de la
noche pasada?
Pensé que si mi mujer realmente me había visitado y luego se había ido, habría
dejado algún rastro. Patty siempre dejaba tras de sí objetos a medio consumir.
Posiblemente habría dejado huellas de pintalabios en algún vaso. Esto bastó para
inducirme a ponerme una camisa y unos pantalones y bajar la escalera dando saltos,
pero en la sala de estar no vi rastro de Patty. Los ceniceros estaban limpios. ¿Por qué,
sin embargo, estaba ahora doblemente seguro de que había hablado con ella? ¿De qué
me servían los indicios cuando mi mente se empeñaba en creer todo lo contrario de lo
que las pruebas indicaban? Se me ocurrió que la única demostración verdadera de mi
cordura, o, por decirlo con otras palabras, del tono muscular de mi mente, era la
capacidad de formularme pregunta tras pregunta sin que vislumbrara ninguna
contestación.
Fue una suerte que se me ocurriera esa idea, porque muy pronto iba a necesitarla.
Por la noche, en la cocina, el perro se había sentido mal. El rico contenido de sus
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intestinos ensuciaba el linóleo. Además, la cazadora que llevaba la noche anterior
colgaba del respaldo de una silla, y estaba llena de sangre coagulada. Me palpé las
narices. Soy propenso a las hemorragias nasales. Sin embargo, mis conductos nasales
parecían despejados. El terror que me invadió al despertar se hizo más intenso.
Cuando inhalé aire, un silbido de temor estremeció mis pulmones.
¿Cómo iba a limpiar la mierda de la cocina? Di media vuelta, crucé la casa y salí.
Hasta que llegué a la calle y sentí el húmedo aire de noviembre traspasar mi camisa,
no me di cuenta de que aún iba en zapatillas. Tampoco importaba. Di cuatro zancadas
por la calle del Comercio y miré a través de las ventanillas de mi Porsche (el Porsche
de Patty). El asiento del acompañante estaba lleno de sangre.
¡Todo aquello parecía obedecer a una extraña lógica! Por raro que parezca, me
quedé inmóvil, sin pensar en nada. Claro que cuando se tiene una resaca tan fuerte
como la mía aquella mañana, es habitual que la mente se te quede en blanco. Así
pues, se disiparon mis temores y me sentí eufórico como si nada de lo ocurrido
tuviera que ver conmigo. La oleada de lujuria del tatuaje volvió a invadirme.
Además, sentía frío. Regresé a casa y me preparé una taza de café. El perro,
avergonzado de su guarrada de la noche anterior, andaba torpemente de un lado para
otro, amenazando con llenarlo todo de porquería, así que le dejé salir a pasear.
Mi buen humor (que me complacía por lo insólito, de la misma manera que un
enfermo deshauciado agradece cada instante en que no padece dolor) duró todo el
tiempo que tardé en limpiar la mierda del perro. La resaca hacía que tuviera unas
náuseas terribles, pero al mismo tiempo experimenté la más concienzuda y
satisfactoria expiación del pecado de beber. Sólo soy católico a medias, y además
autodidacta, porque el Gran Mac, mi padre, jamás se acercó a ninguna iglesia, y Julia,
mi madre (medio protestante y medio judía, razón por la cual no me gustan los
chistes antisemitas), tenía tendencia a llevarme a tantas y tan diferentes catedrales,
sinagogas, reuniones cuáqueras y conferencias sobre ética, que jamás llegó a ser una
guía religiosa para mí. En consecuencia, no podía pretender ser realmente católico.
Pero lo hacía. Sólo necesitaba una tremenda resaca y arrodillarme a limpiar la mierda
del perro para sentirme virtuoso. (Incluso casi había conseguido olvidar la gran
cantidad de sangre derramada sobre el asiento derecho de mi automóvil). Y de pronto
sonó el teléfono. Era Regency, Alvin Luther Regency, nuestro jefe de policía interino,
o, mejor dicho, su secretaria, quien me pidió que esperase al teléfono hasta que su
jefe cogiera el aparato, el tiempo suficiente para quitarme el buen humor.
—Hola, Tim, ¿cómo estás? —preguntó Regency.
—Muy bien. Con resaca, pero bien.
—Hombre, me alegro. Esto es bueno. Esta mañana, al despertarme, me he sentido
un poco preocupado por ti.
Bueno, no cabía duda de que Regency estaba dispuesto a ser un jefe de policía al
estilo moderno.
—Pues no tienes por qué. Estoy bien.
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Regency hizo una pausa bastante larga, y luego me preguntó:
—Tim, ¿por qué no vienes a mi oficina esta tarde, cuando te vaya bien?
Mi padre siempre decía que, en caso de duda, es casi seguro que se avecina algo
desagradable. Lo mejor es enfrentarse a lo que sea sin dilación. En consecuencia,
dije:
—Bueno, si quieres voy ahora mismo.
—Es que ya es hora de comer —me contestó en tono de reproche.
Regency tenía en poco a las personas que no sabían la hora que era.
—Bueno, pues comamos juntos —le propuse.
—Es que he quedado con uno de los concejales.
—Ah, bueno.
—¿Tim?
—¿Sí?
—¿Te encuentras bien?
—Eso creo.
—Una cosa, ¿no crees que deberías limpiar tu automóvil?
—¡Oh, Dios mío! Anoche tuve una terrible hemorragia nasal.
—Bueno, el caso es que algunos de tus vecinos deberían pertenecer a la Sociedad
de Chismosos Bienintencionados. Por la manera como me han hablado por teléfono,
se diría que le habías arrancado un brazo a alguien.
—Si tienes alguna duda, ¿por qué no vienes, te llevas una muestra de sangre y
compruebas si es de mi grupo sanguíneo?
—¡Venga, hombre!
Regency se rió. Soltó una auténtica risa de policía. Era una especie de agudo
relincho de soprano que nada tenía que ver con el resto de su persona. Su cara, puedo
asegurarlo, parecía de granito.
—Sí, ya sé que resulta divertido —le dije—. Pero ¿te gustaría ser un tío con toda
la barba al que todavía te sangra la nariz?
—Bueno, en ese caso, procuraría cuidarme. Después de diez vasos de whisky,
tendría por norma beberme puntualmente un vaso de agua.
La palabra «puntualmente» pareció recordarle que era hora de comer. Soltó otro
agudo relincho y colgó.
Limpié el automóvil. No me sentí tan virtuoso como al limpiar la mierda del
perro. Además, mi estómago no había aceptado bien el café. No sabía si irritarme por
la ofensa infligida por mis vecinos, o por su paranoia, o por ambas cosas a la vez —
por otra parte, ¿qué vecino me había denunciado?—, o aceptar la posibilidad de que
había llegado a estar lo bastante fuera de mí para partirle las narices a alguna señora
rubia, aunque no sabía cuál de las dos. O algo peor. ¿Cómo se arranca un brazo?
El problema era que mi lado sardónico, que probablemente tenía la finalidad de
ayudarme a superar mis malos momentos, no era algo verdadero, sino una mera
faceta. Y en mí, como en todo diamante, había muchísimas más. No contribuyó a
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tranquilizarme mi creciente convicción de que la sangre en el asiento del automóvil
no podía provenir de las narices de nadie. Había demasiada. Así pues, la tarea de
limpiarla me revolvió las tripas. La sangre, como cualquier otra fuerza de la
naturaleza, pugna por expresarse. Y su mensaje es siempre el mismo. «Todo lo vivo»,
oí que me decía, «exige volver a vivir».
Omitiré detalles tales como escurrir los trapos con que limpiaba la sangre, e ir y
venir con cubos de agua. Tuve amistosas conversaciones acerca de las hemorragias
nasales con un par de vecinos que pasaron mientras estaba en plena faena, y cuando
terminé había tomado la decisión de ir a pie a la comisaría de policía. La verdad es
que, si iba en el automóvil, Regency podía sentir tentaciones de quedárselo para
investigar.
Durante los tres años que pasé en presidio, a veces me desperté, en mitad de la
noche, sin saber dónde estaba. Esto, en sí mismo, no habría sido anormal si no
hubiera concurrido la circunstancia de que, como es natural, sabía exactamente el
lugar en que me encontraba, en tal galería, en la celda número tantos, y, sin embargo,
era incapaz de aceptar estos hechos. Al parecer, no me era permitido aceptar la
realidad como algo real. Tumbado en la cama, hacía planes para almorzar con una
chica o alquilar un bote y salir a navegar. De nada me servia decirme que «no estaba
en mi casa, sino en una celda de una cárcel para presos no peligrosos, en el estado de
Florida». Veía estos hechos reales como parte de un sueño, y, en consecuencia, muy
alejados de mí. De no ser por la persistencia del sueño de que estaba en la cárcel, me
creía capaz de realizar mis proyectos para aquel día. Me decía para mis adentros:
«Muchacho, arráncate las telarañas». A veces, me costaba una mañana entera volver a
la realidad. Y sólo entonces me daba cuenta de que no me estaba permitido invitar a
almorzar a ninguna muchacha.
Algo muy parecido a esto me ocurría el día vigésimo quinto. Llevaba un tatuaje
que no podía explicarme, un perro fiel se asustaba al verme, acababa de limpiar mi
coche de la sangre que lo ensuciaba, mi esposa me había abandonado y no estaba
seguro de haberla visto la noche anterior, y gocé de una erección realmente
espléndida en honor de una señora de mediana edad dedicada al negocio inmobiliario
en California. Con todo, mi único pensamiento mientras me dirigía al centro de la
ciudad era que Alvin Luther Regency debía de tener algún motivo importante para
interrumpir la jornada de trabajo de un escritor.
El hecho de llevar veinticinco días sin escribir nada me pareció tan baladí que lo
deseché. Más bien, como en aquellas mañanas en presidio en las que no podía volver
a la realidad, me sentía como un bolsillo vacío vuelto del revés, tan fuera de mi
mismo como el actor que abandona a su esposa y a sus hijos, se olvida de sus deudas,
de sus errores e incluso de su vanidad a fin de meterse en la piel de un personaje de
una obra teatral.
De hecho me concentraba en la observación de la nueva personalidad que entró
en el despacho de Regency, en la planta baja del Ayuntamiento, pues al cruzar la
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puerta lo hice como si fuera un periodista, es decir, traté de dar la impresión de que la
indumentaria del jefe de policía, la expresión de su rostro, los muebles de su oficina y
las palabras que dijera me resultaban tan indiferentes como las frases que debería
redactar para confeccionar mi artículo diario de ocho buenos párrafos de
aproximadamente la misma extensión. Como decía, entré plenamente concentrado en
la interpretación de este papel, y, en consecuencia, como buen periodista, advertí que
Regency aún no estaba acostumbrado a su nueva oficina. No, aún no. Sí,
evidentemente, sus fotos personales, las menciones enmarcadas que atestiguaban su
valor, sus títulos profesionales, sus pisapapeles y sus recuerdos estaban sobre la mesa
o clavados en la pared, dos archivadores flanqueaban su escritorio como columnas
rectangulares a uno y otro lado de la puerta de un templo antiguo, y él estaba sentado
muy erguido, como corresponde a un antiguo militar, un veterano boina verde, según
se desprendía de su cabello cortado al cepillo; a pesar de todo ello, era evidente que
no se encontraba a sus anchas en su despacho. Claro que ¿en qué oficina habría
podido encontrarse a sus anchas? Tenía facciones que parecían obra de un escultor
que las hubiera tallado rígidamente en piedra, una cara que era toda ella
promontorios, salientes y mesetas. Los motes que en la ciudad se le daban eran
abundantes: Cara de Piedra, Blanco de Tiro, Ojos de Chispa, o el que se les ocurrió a
los pescadores portugueses, Pies Inquietos. Evidentemente, la gente de la ciudad
todavía no estaba dispuesta a aceptarle. Todavía dominaba la sombra de su antecesor,
a pesar de que llevaba seis meses en el cargo de jefe de policía. Ahí estaba el
problema. El anterior jefe de policía, cargo que había ocupado durante diez años, era
un portugués de la localidad que se licenció en leyes estudiando por la noche y
trabajaba ahora en la oficina del fiscal general del estado de Massachusetts. Teniendo
en cuenta que Provincetown no es una comunidad sentimental, se hablaba realmente
bien del anterior jefe de policía.
No conocía bien a Regency. Con todo, si en los viejos tiempos hubiera entrado en
mi bar, habría imaginado sin la menor duda la clase de tipo que era. Tenía la
corpulencia suficiente para ser un profesional del fútbol americano, y las chispas de
desafío que lanzaban sus ojos no podían engañarme: en él se habían juntado el
espíritu de emulación y un deseo maníaco de imponer su voluntad. Regency parecía
un atleta cristiano que no podía aceptar la posibilidad de ser derrotado.
Si he trazado este retrato de Regency es porque la primera impresión que me
causó, la de que era un hombre que no tenía secretos para mí, resultó falsa. La verdad
es que nunca llegué a comprenderle. De la misma manera que yo a veces no me
adaptaba al día que me esperaba, Regency no siempre coincidía con la personalidad
que le había atribuido. A su debido tiempo iré dando detalles.
Regency echó hacia atrás su silla con precisión militar y rodeó su escritorio para
acercarme una silla. Luego me miró a los ojos, pensativo. Como un general. Le
hubiera considerado completamente imbécil de no haber sido porque a lo largo de su
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carrera había adquirido, al parecer, la vaga idea de que un policía debía estar dotado
de la virtud de la compasión. Por ejemplo, lo primero que me dijo fue:
—¿Cómo está Patty Lareine? ¿Has tenido noticias suyas?
—No.
Con esta simple pregunta me había hecho olvidar el papel de periodista que con
tanto ahínco trataba de representar.
—No quiero meterme en lo que no me importa, pero juraría que anoche la vi.
—¿Dónde?
—En el lado oeste del pueblo. Cerca del rompeolas. El lugar no estaba lejos del
Mirador.
—Es interesante saber que ha regresado a la ciudad, pero, realmente, lo ignoraba.
Encendí un cigarrillo. El pulso se me había acelerado enloquecidamente.
—Fue sólo la breve visión de una señora rubia a lo lejos, hasta el punto que
alcanzaban los faros de mi automóvil. Unos trescientos metros.
Su tono indicaba que estaba en lo cierto. Sacó un puro, lo encendió y exhaló el
humo con gesto de estar interpretando un anuncio en televisión.
—Tu esposa es una mujer tremendamente atractiva.
—Gracias.
En una de nuestras orgías del pasado agosto, durante una semana en que cada día
nos bañábamos en pelotas al amanecer (el último negro de Patty ya andaba por casa
al acecho), conocimos a Regency. Alguien llamó a la policía para quejarse del ruido.
El propio Alvin vino a avisarnos. Estoy seguro de que le habían hablado de nuestras
fiestas.
Patty le cautivó desde la coronilla hasta las punteras de las botas. Patty dijo a
todos, a los borrachos, a los chalados, a los modelos masculinos y femeninos, a los
medio desnudos y a los tipejos carnavalescos prematuramente disfrazados, que iba a
bajar el volumen del equipo de alta fidelidad en honor del jefe de policía, Regency.
Luego se burló un poco de aquel estricto sentido del cumplimiento del deber que
impedía a Regency tomarse una copa con nosotros.
—Alvin Luther Regency —dijo Patty.
—Es un nombre tremendo. Estás obligado a hacer honor a semejante nombre,
muchacho.
Regency sonrió igual que un premiado con la medalla de honor del Congreso al
ser solemnemente besado por Elizabeth Taylor.
—¿Y cómo es que te pusieron Alvin Luther aquí, en Massachusetts? —preguntó
Patty—. Estos nombres son propios de Minnesota.
—Bueno, la verdad es que mi abuelo paterno era de Minnesota.
—¿Lo ves? Nunca discutas con Patty Lareine.
Patty aprovechó la ocasión para invitarle a la fiesta que íbamos a dar a la noche
siguiente. Regency acudió al terminar su jornada de trabajo. Al despedirse, me dio las
gracias y comentó que se lo había pasado muy bien.
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Conversamos un poco. Regency dijo que vivía en Barnstable, y, por encontrarse
este lugar a ochenta kilómetros de Provincetown, le pregunté si no se sentía un poco
desplazado al trabajar aquí, con todo el barullo propio del verano. Provincetown es el
único lugar que conozco en que se puede formular una pregunta así al jefe de policía.
—No, yo mismo pedí este puesto —me respondió Regency—. Me gusta.
—¿Por qué? —le pregunté. Corría el rumor de que pertenecía a narcóticos.
—Bueno, a Provincetown le llaman el Salvaje Oeste del Este —dijo Regency, que
soltó su relincho. Era una forma muy elegante de no contestarme.
A partir de entonces, siempre que celebrábamos una fiesta Regency acudía a ella
para pasar unos minutos. Si la fiesta era ininterrumpida, de manera que
empalmábamos un par de noches, veíamos a Regency dos noches consecutivas. Si
venía después de su jornada de trabajo, se tomaba una copa, charlaba tranquilamente
con dos o tres personas y se largaba. Sólo una vez —fue a principios de septiembre—
se emborrachó, aunque no demasiado. En la puerta se despidió con un beso de Patty
Lareine, y me estrechó solemnemente la mano. Entonces, Regency me dijo:
—Me tienes preocupado.
—¿Por qué?
No me gustaban los ojos de Regency. Aunque te mostrara simpatía, había en él
ese calor que te recuerda al granito cuando ha sido calentado por el sol: hay calor, sin
duda, la roca siente simpatía por ti, pero sus ojos eran como dos pernos de acero
clavados en la piedra.
—Me han dicho que tienes un gran potencial oculto —dijo Regency.
En Provincetown no hay nadie capaz de decir una frase así.
—Sí, jodo con las mejores —le contesté.
—Tengo la impresión de que no te achicas por grandes que sean las dificultades
—observó Regency.
—¿Grandes?
—Cuando todo se viene abajo.
Por fin, en sus ojos apareció un poco de luz.
—Efectivamente —le respondí.
—Muy bien. Ya sabes a qué me refiero. No, no, no me he equivocado.
Y se fue. Si Regency hubiera sido de esos hombres capaces de hacer eses, aquella
noche le habría visto hacerlas.
Sin embargo, Regency estaba mucho más seguro de sí mismo cuando bebía en el
bar de la Asociación de Veteranos de Guerra. Incluso le vi echar un pulso con
«Barriles» Costa, quien se había ganado el apodo porque lanzaba los barriles de
pescado desde la bodega a la cubierta y, cuando la marea estaba baja, desde la
cubierta a lo alto del muelle. En lo tocante a pulsos, el Barriles derrotaba a todos los
portugueses de la ciudad, pero Regency aceptó el reto y una noche echó un pulso con
el Barriles, lo que le valió el respeto de todos por no esconderse detrás del uniforme.
El Barriles ganó, pero tuvo que sudar el tiempo suficiente para comprender con
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amargura que había dejado de ser joven, en tanto que Regency echaba chispas. Me
pareció que no estaba habituado a perder.
—Madden, eres un comemierda —me dijo aquella noche—. Pura basura.
Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando me disponía a comprar el periódico,
Regency detuvo el coche patrulla y me dijo:
—Me temo que anoche me pasé de rosca.
—Olvídalo.
Empezaba a irritarme. Intuía el final de todo aquello: una madre con grandes tetas
y un enorme falo. Ahora, en su despacho, le dije:
—Si la única razón por la que me has invitado a venir ha sido decirme que viste a
Patty Lareine podías haberlo dicho por teléfono.
—Quiero hablar contigo.
—Rara vez sigo los consejos que me dan.
—Quizá sea yo quien necesite tu consejo. —Lo que añadió a continuación lo dijo
con un orgullo que no podía ocultar, como si la verdadera esencia de la virilidad, la
marca propia del hombre que realmente lo es, radicara en la fuerza con que
proclamaba su ignorancia—: Por ejemplo, no entiendo a las mujeres.
—Si recurres a mí para que te oriente, es evidente que no las conoces.
—Mac, una de estas noches cogeremos una trompa de miedo.
—Sí, hombre.
—No sé si lo sabes, pero tú y yo somos los únicos filósofos que hay en esta
ciudad.
—En este caso, Alvin, eres el único filósofo que las derechas han parido en
muchos años.
—Mira, no gastemos la pólvora en salvas. —Cuando me dirigía a la puerta, me
dijo—: Te acompaño hasta tu coche.
—No he venido en coche.
—¿Tenías miedo de que lo inspeccionara?
Esta idea le pareció tan graciosa que fue lanzando relinchos de risa mientras me
acompañaba por el pasillo hasta la calle. Allí, antes de separarnos, Regency me
preguntó:
—¿Sigues teniendo tu plantación de marihuana en Truro?
—¿Cómo te has enterado de eso?
Pareció contrariado.
—Bueno, es un secreto a voces. En tus fiestas todos hablan de lo buena que es tu
marihuana casera. Yo mismo la probé. Patty Lareine me metió un par de cigarrillos en
el bolsillo en el momento en que me iba. Tu marihuana es tan buena como la que
fumaba en Vietnam. —Hizo un par de movimientos afirmativos con la cabeza, y
añadió—: Oye, me importa un comino que seas de derechas o de izquierdas. Tus
jodidas tendencias políticas no me dan ni frío ni calor. Pero la marihuana me gusta. Y
te voy a decir otra cosa. Los conservadores no están en lo cierto en todo. Se
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equivocan en lo referente a la marihuana. Imaginan que destruye el alma, pero a mi
juicio no es así. Creo que el Señor usa de todo su poder y vence al Diablo.
—Oye, si no hablaras tanto podríamos tener una conversación —le dije.
—Una de estas noches nos emborracharemos.
—Bueno.
—Ahora bien, entretanto, si yo tuviera una provisión de marihuana en Truro…
Hizo una pausa. Dije:
—No tengo provisión alguna.
—Tampoco digo que la tengas. No quiero saberlo. Me limito a decir que si yo
tuviera algo allí, comenzaría a pensar en sacarlo. Y pronto.
—¿Por qué?
—No puedo decírtelo todo.
—¿Es que quieres tocarme los huevos?
Se tomó su tiempo antes de contestar.
—Oye, he sido miembro de la policía estatal. Lo sabes muy bien. Y he sido uno
de los mejores. La mayoría de los muchachos de la policía estatal son buenos chicos.
No destacan por su sentido del humor y nunca serán como tú, pero son buenos
chicos.
Asentí con la cabeza. Esperé. Pensaba que Regency seguiría hablando. Como no
lo hizo, dije:
—Nunca les ha gustado la marihuana.
—La odian. Ándate con cuidado —me previno.
Me atizó una tremenda palmada en la espalda y desapareció en las oficinas del
Ayuntamiento.
Me pareció un poco difícil creer que la policía estatal, cuyos miembros
consideran que parte de sus deberes consiste en holgar en otoño, invierno y
primavera, a fin de estar en forma durante los tres prodigiosos meses de sufrimientos
en medio del tránsito veraniego y sus anejas locuras en Cape Cod, estuvieran
abandonando en masa sus acuartelamientos en pleno noviembre a fin de peinar la
zona del cabo buscando pequeñas plantaciones de marihuana en Orleans, Eastham,
Wellfleet y Truro. Por otra parte, era posible que conocieran la existencia de mi
plantación. Y siempre cabía la posibilidad de que se aburrieran. A veces, había
pensado que en Cape Cod había un policía de narcóticos por cada drogadicto. No
cabía duda de que en Provincetown el negocio de la información y desinformación
sobre la droga, con los correspondientes tratos, engaños y estafas, era la cuarta
industria, después del turismo, la pesca y todo lo relacionado con la homosexualidad.
Si los policías estatales estaban al corriente de la existencia de mi plantación, y tal
vez fuera más adecuado preguntarse si era posible que no lo estuvieran, no había
razón alguna para presumir que nos tuvieran especial cariño a mi esposa y a mí.
Nuestras fiestas veraniegas eran demasiado famosas. Patty Lareine tenía grandes
defectos —un corazón loco y una falta absoluta de lealtad son los primeros que se me
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ocurren—, pero también tenía la agradable virtud de no tener fingidos remilgos
sociales, es decir, no era una esnob, ni mucho menos. Podría decirse que no podía
permitirse el lujo de serlo, si tenemos en consideración lo pueblerina que era al
principio de su carrera; claro que esto se puede superar. Si Patty Lareine se hubiera
quedado en Tampa, o hubiera osado trasladarse a Palm Beach, se habría visto
obligada a seguir la táctica que habían perfeccionado sus más ambiciosas antecesoras,
o sea, abrirse camino con garras y colmillos, pero con suavidad y ternura, hasta
casarse con un hombre todavía más respetable que Wardley, ya que éste es el único
juego interesante al que puede dedicarse una rica divorciada en la Costa de Oro, y el
que más altas recompensas ofrece a su vanidad. Es una vida interesante para la mujer
que tiene el talento adecuado.
Jamás intenté comprender a Patty, por descontado. Incluso cabe la posibilidad de
que me quisiera. Es difícil encontrar una explicación más clara. Creo firmemente en
el principio de Occam, según el cual la explicación más sencilla de un hecho suele ser
también la más correcta. Dado que yo no era más que el chófer de Patty Lareine
durante el año que precedió a nuestra boda, teniendo en cuenta que me «cagué» (ésas
fueron sus palabras) y decidí que, a fin de cuentas, no tenía el menor interés en
intentar asesinar a su marido, y dado que yo era un ex presidiario que no podía
ayudarla a subir escalinatas de mármol en las mansiones de Palm Beach, jamás supe
con claridad a santo de qué Patty Lareine quiso gozar en matrimonio de mi
medianamente atractiva presencia, al menos por una temporada, a no ser que su
corazón se hubiera derretido realmente por mí. ¿Quién sabe? Durante un tiempo,
hubo algo entre nosotros dos en la cama, pero esto es algo que se da por supuesto.
¿Por qué otra razón puede casarse una mujer con alguien de clase social inferior?
Más tarde, cuando las cosas fueron mal, empecé a preguntarme si lo que realmente
apasionaba a Patty no sería mostrar que detrás de mi vanidad no había nada. Una
tarea diabólica, ciertamente.
Da igual. Lo que quería decir es que al decidir ir a Provincetown, Patty Lareine
demostró que no era esnob. Es inútil que vayas a Provincetown si eres un esnob y tu
meta es la ascensión social. Me gustaría que algún día un sociólogo se ocupara del
singular sistema de clases de nuestra sociedad local. La ciudad, como hubiera
explicado a Jessica Pond de haber tenido ocasión, fue, en otros tiempos, hace de ello
unos ciento cincuenta años, un puerto de balleneros. Los capitanes yanquis de Cape
Cod constituían la capa social superior, y trajeron pescadores portugueses de las
Azores para formar las tripulaciones de sus barcos. Luego los yanquis y los
portugueses se mezclaron (de la misma manera que lo hicieron escoto-irlandeses con
indios, caballeros de Carolina con esclavas, judíos con protestantes). Ahora, la mitad
de los portugueses tenían apellidos tales como Cook y Snow, y, fuera cual fuese su
apellido, se habían convertido en los dueños de la ciudad. En invierno la dominaban
en su totalidad: la flota pesquera, el Ayuntamiento, la iglesia de San Pedro, los grados
inferiores de la policía municipal y la mayoría de los maestros y alumnos de la
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enseñanza primaria y secundaria. En verano, los portugueses resultaban ser dueños de
nueve de cada diez pensiones, y de más de la mitad de los bares y cabarets. A pesar
de todo, seguían formando una comunidad muy unida y vivían con gran sencillez. No
hacían ostentación de su riqueza y no tenían casas en lo alto de las colinas. Por lo que
yo sabía, los portugueses más ricos de la ciudad vivían en casas contiguas a las de los
más pobres, de manera que, con la salvedad de una nueva mano de pintura, no cabía
distinguir las casas de los unos de las de los otros. Que yo sepa, ningún hijo de
familia portuguesa fue jamás a una universidad prestigiosa. Quizá sentían un
respetuoso temor de las iras del mar.
En consecuencia, para ver una demostración de riqueza, por pequeña que fuera,
había que esperar la llegada del verano, cuando venían de Nueva York grupos de
psicoanalistas y de opulentos miembros de las profesiones liberales con aficiones
artísticas, que formaban cotos cerrados, así como una amplia gama de homosexuales
y unos cuantos drogadictos, con sus correspondientes traficantes en drogas, y la mitad
de la fauna del Greenwich Village y del Soho. Llegaban pintores, aspirantes a
pintores, pandillas de motoristas, vividores, hippies y beatniks con sus hijos, más
decenas de millares de turistas de un día venidos de todos los estados de la Unión con
la sola finalidad de ver cómo era Provincetown, simplemente porque está en el último
extremo del mapa. La gente siente una especial predilección por llegar al final del
camino.
En semejante caldo de cultivo, en un lugar en el que las distinciones de clase no
eran evidentes, y en el que las mejores casas de veraneo, salvo una o dos
excepciones, eran modestas casitas de playa, casitas de categoría media en un lugar
en el que no había grandes mansiones (excepto la que ya conocemos), ni hermosos
hoteles, ni paseos —en Provincetown sólo había dos calles largas (las demás no
pasaban de callejuelas)—, en un lugar en el que la principal avenida era el muelle, y
en el que ningún yate de placer de cierto calado podía atracar durante la marea baja,
en un lugar en el que el valor de las prendas que vestía la gente se medía por la
inscripción que lucían sus camisetas de manga corta, ¿quién hubiera podido medrar
desde el punto de vista social? En consecuencia, nadie daba grandes fiestas con la
finalidad de destacar. Si alguien las daba —y si ese alguien era Patty Lareine—, era
solamente porque cien personas de aspecto interesante, es decir, cien forasteros
pintorescos, presentes en su veraniega sala de estar, era el mínimo que necesitaba
para compensar las amarguras y penas de su corazón. Patty Lareine había leído una
docena de libros en su vida, pero uno de ellos era El Gran Gatsby. ¿Y saben cómo se
veía Patty Lareine a sí misma? Pues tan cautivadora como Gatsby. Cuando las fiestas
se prolongaban lo suficiente, y en caso de que hubiera luna llena y clara, Patty
Lareine sacaba su viejo cornetín de animadora del equipo de su colegio y, en medio
de la noche, le dedicaba a la luna el toque de retreta; más valía no decirle que ya
había pasado la hora de tocarlo.
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Evidentemente, la policía estatal no nos tenía simpatía. Los policías eran unos
tacaños, y nadie derrochaba su dinero en fiestas inútiles como nosotros. Tanto
derroche irritaba a la policía. Además, durante los dos últimos veranos, en nuestra
mesa había un cuenco con cocaína a disposición de todos, y Patty Lareine, a quien le
gustaba permanecer junto a la puerta, brazos en jarras, en compañía del matón que
había contratado (casi siempre algún muchacho del pueblo que tenía los hombros tan
anchos que parecía que eran dos), nunca rechazó la oportunidad de dar la bienvenida
a una cara nueva. Todo dios entraba cuando quería en nuestra casa. Los policías de
narcóticos esnifaban nuestra cocaína tan libremente como cualquier drogadicto.
La verdad es que no me hacía ninguna gracia el cuenco de marras. Patty y yo
discutimos cuando decidió dejarlo al alcance de todos. Intuía que mi mujer era mucho
más adicta de lo que quería reconocer, y a mí, por aquel entonces, la cocaína me daba
asco. Pasé uno de los peores años de mi vida comprándola y vendiéndola, y había
sido la causa de que fuera a la cárcel.
No, la policía estatal no podía tenerme demasiada simpatía. Sin embargo, me
resultaba difícil creer que, llevados por una espiritual venganza, estuvieran dispuestos
a formar y arremeter contra mi pequeña plantación de marihuana en aquella fría tarde
de noviembre. En el frenesí del verano, sí. El verano anterior al pasado, llevado por la
frenética locura provocada por un soplo de que se estaba preparando una incursión
policial, me fui corriendo a Truro, a pleno sol (precisamente cuando se estima que es
una brutalidad recolectar la planta, ya que la daña espiritualmente), y coseché la
marihuana. Luego pasé una noche terrible (y además tuve que explicar mi ausencia
de un montón de fiestas), dedicado a envolver en papeles de periódico los tallos
recién cortados y a guardarlos. No hice bien ninguna de estas operaciones, y, en
consecuencia, no creí en absoluto la calurosa afirmación de Regency, en el sentido de
que apreciaba en gran manera la calidad de mi marihuana. (Cabe la posibilidad de
que Patty Lareine le metiera en el bolsillo un par de bien liados pitillos tailandeses y
le dijera que la marihuana era de cosecha propia). De todas maneras, mi última
cosecha, recogida el pasado mes de septiembre, tenía cierto bouquet, digamos cierta
psíquica distinción. A pesar de que su aroma era un tanto agreste, por culpa de los
bosques y del monte bajo de Truro, sigo creyendo que estaba impregnada, hasta
cierto punto, de las neblinas endémicas en nuestras costas. Puedes haberte fumado
mil cigarros de marihuana y, a pesar de ello, no comprender lo que estoy diciendo,
porque yo cultivaba la marihuana con un propósito espiritual. Si deseabas acariciar la
ilusión de que es posible comunicarse con los muertos, o por lo menos buscar la
posibilidad de que te hicieran llegar algún susurro, mi marihuana era la mejor. La mía
era la más fantasmal que había fumado jamás. Lo atribuyo a muchos factores, y no es
el menos importante de ellos el que los bosques de Truro estén habitados por
fantasmas. Hace años, más de diez, un joven portugués de Provincetown mató a
cuatro muchachas, descuartizó los cadáveres y enterró los trozos en diversos lugares
del bosque. Siempre tuve tremenda conciencia de esas muchachas, y de su mutilada,
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acusadora y muda presencia. Recuerdo que cuando coseché la marihuana este año, lo
hice una vez más con grandes prisas, ya que anunciaron que un huracán iba a abatirse
sobre nosotros (huracán que, a fin de cuentas, fue a descargar en el mar), y realmente
las ráfagas de viento tenían fuerza de galerna. Bueno, pues en aquel día bochornoso,
nublado y ventoso de mediados de septiembre, mientras un tremendo oleaje se
estrellaba contra la costa de Provincetown y la gente de la ciudad corría de un lado
para otro asegurando con clavos las ventanas a fin de protegerse de la tormenta, yo
sudaba como una rata de los pantanos, temeroso de encontrarme con alguna
sabandija, entre las frondas del bosque de Truro, a unos doce kilómetros de distancia.
¡El aire parecía ansioso de venganza!
Recuerdo que corté los tallos de las plantas con ceremoniosa paciencia,
procurando percibir el instante en que la vida de la planta pasaba por la hoja del
cuchillo a mi brazo, y la planta quedaba reducida a una existencia pasiva que era todo
su futuro. Ahora su vida espiritual dependería de su capacidad para comunicarse con
el ser humano —diabólico, perverso, contemplativo, cómico, sensual, inspirado o
destructor— que la fumara. Realmente, intenté meditar mientras llevaba a cabo la
recolección, pero (quizá fuera debido al terrible asco que me dan las sabandijas, o a la
ominosa inminencia del huracán) lo cierto es que me precipité en la tarea que estaba
llevando a cabo. En contra de mi voluntad, comencé a cortar aquellas raíces con
excesiva premura. Como compensación, hice madurar mi cosecha con gran cuidado:
transformé un cuartito que teníamos en el sótano y no usábamos en improvisada sala
de secado, y en aquel ambiente oscuro (había colocado recipientes con bicarbonato de
sosa para mantener la hierba seca) mi marihuana descansó tranquila durante unas
cuantas semanas. Después la convertí en picadura y la guardé en botes vacíos de café,
cerrados a presión con tapaderas provistas de arandelas de goma roja (las bolsas de
plástico me parecían indignas de una hierba tan fina); cuando comencé a fumar la
marihuana en cuestión, advertí que en cada chupada quedaba algo de la esencia del
momento en que tan violentamente la coseché. Patty y yo nos peleábamos cada vez
más, y de los ataques de aborrecimiento pasábamos a los accesos de rabia con ganas
de saltarnos mutuamente al cuello.
Además, aquella cosecha de marihuana (a la que bauticé como hierba del
huracán) comenzó a provocar tremendos efectos en la cabeza de Patty. Conviene
tener en cuenta que mi esposa creía que tenía poderes psíquicos, lo cual, volviendo al
principio de Occam, explica por qué prefirió Provincetown a Palm Beach: aseguraba
que la espiral de nuestra playa y la línea curva de nuestro mar contenían una
resonancia a la que era sensible.
En cierta ocasión, después de haber tomado unas cuantas copas, me dijo:
—Siempre me ha gustado la jarana. Cuando era animadora del equipo de fútbol,
ya sabía lo que me esperaba. Hubiera sido una vergüenza que no me follara a la mitad
de los jugadores.
—¿Cuál de las dos mitades? —le pregunté.
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—La delantera.
Esta conversación era habitual entre nosotros. Tenía la virtud de tranquilizar los
ánimos. Patty soltaba una gran carcajada, y yo, a veces, mostraba una sonrisita de
conejo.
—¿Por qué sonríes con tanta mala leche? —me preguntó Patty.
—Pienso que quizá hubieras debido follarte también a la otra mitad.
Esto le gustó. Dijo:
—¡Oh, Timmy Mac, a veces resultas encantador!
Y tomó una buena chupada de hierba del huracán. Nunca se manifestaban tan
claramente los efectos de su hambre (no sé de qué estaba hambrienta, ¡ojalá hubiera
podido saberlo!) como en los momentos en que sorbía humo. Entonces se le
ondulaban los labios, mostraba los dientes y el humo hervía como las aguas
embravecidas al salvar un estrecho paso entre las rocas.
—Sí, comencé haciendo de animadora, pero cuando me divorcié la primera vez
decidí convertirme en hechicera. Y desde entonces lo he sido. ¿Qué puedes hacer
contra eso?
—Rezar —le dije.
Esto no le gustó.
—Voy a tocar el cornetín —dijo—. Hay una luna espléndida.
—Vas a despertar a toda la Ciudad del Infierno.
—Es lo que quiero. No hay que permitir que esos hijos de puta duerman, ya que
de lo contrario se despiertan con demasiadas fuerzas. Alguien tiene que desvelarlos.
—Hablas como una buena hechicera.
—Bueno, querido, soy una hechicera blanca. Todas las rubias lo somos.
—¿Rubia, tú? Y una mierda. Los pelos de tu coño dicen que eres morena.
—Se me chamuscaron de tanto follar. Por eso los tengo oscuros. Los pelos de mi
coño eran rubios como el oro hasta el momento en que me lancé y el equipo de fútbol
los chamuscó.
Si Patty se hubiera portado siempre así, nos habríamos pasado la vida bebiendo.
Pero otro cigarrillo de mi marihuana le indujo a tocar su cornetín de animadora. Y la
Ciudad del Infierno comenzó a agitarse.
No pretendo haber sido inmune a las pretensiones brujescas de Patty. Yo no había
conseguido llegar a una paz filosófica con la idea de los espíritus y tampoco había
llegado a ninguna conclusión al respecto. El hecho de que después de la muerte sigas
vivo en alguna parte de nuestra atmósfera no me parecía más absurdo que la idea de
que la totalidad de la persona deje de existir al morir. En realidad, y teniendo en
cuenta las diferencias que hay en el género humano, estoy dispuesto a aceptar que
algunos muertos zascandilean cerca de nosotros, mientras que otros se van muy lejos
o incluso desaparecen.
Sin embargo, la Ciudad del Infierno era un fenómeno. Y cuando fumabas hierba
del huracán se convertía en una presencia. Ciento cincuenta años atrás, cuando la
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pesca de la ballena todavía era activa en estas aguas, toda una ciudad de burdeles
surgió en el otro brazo que cierra el puerto natural de Provincetown, donde ahora no
hay más que una larga extensión de arena desierta. En los años que siguieron a la
desaparición de la pesca de ballenas, las casuchas utilizadas como prostíbulo fueron
montadas en balsas y trasladadas al otro lado de la bahía. La mitad de la casas
antiguas de Provincetown tenían uno de esos cobertizos unido a ellas. Así pues,
aunque buena parte de la locura que nos invadía al fumar cabeza de huracán podía
deberse a los hechizos de Patty Lareine, otra parte no menos importante de aquellas
manifestaciones procedía, creo yo, de nuestra propia casa. La mitad de nuestra
provisión de techos, paredes, vigas, montantes, alféizares y soleras había venido
flotando desde la Ciudad del Infierno hacía más de un siglo, y, por consiguiente,
físicamente formábamos parte de aquel lugar desaparecido. En nuestras paredes
pervivía una parte de aquella abigarrada mezcolanza de prostitutas, contrabandistas y
balleneros con los bolsillos llenos de dinero caliente. Incluso había habido seres tan
despreciables, que encendían hogueras en las noches sin luna a lo largo de las playas
para hacer creer a los barcos que se dirigían a puerto. La embarcación que se confiaba
acababa embarrancando en los bajíos, y entonces los piratas la abordaban para
saquearla. Patty Lareine aseguraba que podía oír los gritos de los marineros
asesinados, tratando de defender su nave de los salteadores que se acercaban en sus
largos esquifes. ¡El espectáculo que ofrecía la Ciudad del Infierno, con sus
pederastas, sus sodomitas y sus prostitutas transmitiendo de generación en generación
las mismas enfermedades infecciosas a los mismos piratas con la barba manchada de
sangre, debió de ser realmente bíblico! Provincetown estaba entonces lo bastante
lejos para conservar impoluta la dignidad yanqui de sus miradores y sus blancas
iglesias. Por consiguiente, la mezcla de espíritus que tuvo lugar cuando se acabó la
pesca de la ballena y llegaron remolcados hasta allí los cobertizos de la Ciudad del
Infierno, debió de ser tremenda.
Parte de esta excitación carnal se incorporó a nuestro matrimonio el primer año
que vivimos en aquella casa. Nos invadía una fuerza lujuriosa que parecía emanar de
las prostitutas y los marineros que habían fornicado allí cien años atrás. Tal como dije
antes, no entraré en polémicas acerca de que la posibilidad de que siguieran viviendo
en nuestras paredes fuera real o irreal, pero sí puedo decir que nuestra vida amorosa
no resultó perjudicada por ello, fuera cierto o no. A decir verdad, adquiría mayor
ímpetu cuando pensábamos que despertábamos la lujuria del invisible público que
nos contemplaba. Es agradable que un matrimonio pueda sentir que cada noche es
una orgía sin tener que pagar por ello; es decir, sin tener que mirar a la cara al vecino
que se folla a tu mujer.
Sin embargo, si la más sabia norma de conducta es que no se puede engañar a la
vida, cabe la posibilidad de que la más vigorosa ley del espíritu sea que no se debe
explotar a la muerte. Desde que Patty Lareine me dejó, eran muchas las mañanas en
que tenía que convivir con buena parte de la población de la Ciudad del Infierno,
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invisible, pero presente. Al marcharse, mi esposa parecía haber traspasado a mi alma
aquella sensibilidad de la que tanto se vanagloriaba. Una de las razones de que no
pudiera abrir los ojos por la mañana eran las voces que oía. Que nadie se atreva a
decir que las prostitutas centenarias de Nueva Inglaterra no son capaces de reírse
sardónicamente en los fríos amaneceres de noviembre. Hubo noches en que el perro y
yo dormimos juntos, acurrucados como niños ante un fuego apagado. De vez en
cuando fumaba hierba del huracán, pero sus resultados carecían de claridad. Esta
observación, claro está, sólo puede entenderla quien haya tomado a la marihuana
como guía. Estaba convencido de que era el único remedio que se podía tomar
cuando navegabas por los mares de una obsesión; tal vez volvieras a puerto con las
respuestas a preguntas que llevabas veinte años haciéndote.
Sin embargo, desde que vivía solo, la hierba del huracán no estimulaba mis
pensamientos. En cambio, hacía surgir en mí deseos que creo mejor no mencionar.
Las serpientes se movían en la oscuridad. En consecuencia, hacía diez días que no
había echado mano de mi provisión.
¿Explica esto tal vez por qué reaccioné con tanta desgana ante el generoso
consejo del jefe de la policía?
Sin embargo, reaccioné, y así que llegué a casa subí al coche; conduje por la
carretera en dirección a Truro. No sabía si debí llevarme mi provisión de hierba del
huracán, porque no convenía que la molestaran. Pero de algo sí estaba seguro: no
quería volver a la cárcel.
¡Qué olfato demostró tener Regency para adivinar mis costumbres! No podía
decir por qué razón había decidido guardar la marihuana tan cerca del lugar en que la
cultivaba, pero lo cierto es que así lo hacía. Veinte botes de café, llenos de marihuana
cuidadosamente cosechada, estaban guardados en una caja de acero, barnizada y
untada de aceite para que no se oxidara, escondida en un hoyo en el suelo, bajo un
árbol muy característico que se alzaba al lado de un sendero medio oculto por la
hierba, que conducía hasta un estrecho camino sin asfaltar, situado a unos doscientos
metros.
Sí, con tantos escondrijos como ofrecía el bosque de Truro, había ocultado mi
provisión de marihuana cerca de mi pequeña plantación. No podía haber un lugar
peor. Cualquier cazador que se aventurara por aquellos andurriales podría reconocer
sin dificultad las características de la agricultura que allí se practicaba y, en
consecuencia, tal vez se dedicara a inspeccionar los alrededores. Sobre la piedra que
tapaba el hoyo en que guardaba la caja con la hierba del huracán sólo había una
delgada capa de tierra cubierta de musgo bastante mustio.
Sin embargo, aquel lugar era importante para mí. Quería que la hierba del huracán
estuviera cerca del campo donde había nacido. En la cárcel, la comida que
consumíamos procedía de las entrañas de las más importantes empresas alimentarias
de América, y no había un solo bocado que no viniera envuelto en plástico, cartón o
lata. Si tenemos en cuenta el viaje desde la granja a la fábrica, y de la fábrica hasta la
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cárcel, aquella comida había viajado unos tres mil kilómetros, por término medio. De
ahí que se me ocurriera una solución a todos los males del mundo: nadie debería
comer jamás alimentos cultivados a una distancia del propio hogar superior a la que
pudiera recorrer, llevando los alimentos cargados a la espalda, en el curso de una
jornada. Idea ciertamente interesante. Aunque pronto dejé de buscar los medios de
llevarla a la práctica. Sin embargo, esa idea me indujo a respetar los orígenes de mi
marihuana. Al igual que el vino que envejece a la sombra de los viñedos que le dieron
el ser, mi marihuana estaba cerca de la tierra de la que había brotado.
Por eso me daba cierto miedo trasladar la marihuana, un temor muy parecido al
que había sentido al despertarme aquella mañana. Sentí el impulso de dejarlo todo
como estaba. Sin embargo, salí de la carretera general y tomé la secundaria que (con
un par de desvíos) conducía hasta el camino sin asfaltar que llevaba a mi campo en
medio del bosque. Conducía despacio, y de repente se me ocurrió que mis reservas de
energía habían de ser realmente grandes para permitirme soportar sin desfallecer todo
lo que me estaba ocurriendo. Considerando las circunstancias, ¿de dónde, si no,
procedía el aplomo que había mostrado durante mi entrevista con Alvin Luther? Y,
por cierto, ¿dónde me había hecho el tatuaje?
No pude menos que parar el coche. ¿Dónde me había hecho el tatuaje? Era la
primera vez que me detenía a pensarlo, y poco faltó para que me pasara lo mismo que
a mi perro.
Les aseguro que cuando me rehíce lo bastante para volver a poner en marcha el
coche, avancé con la cautela con que lo hace un conductor novel después de estar a
punto de chocar. Avancé a paso de tortuga.
Así recorrí las carreteras secundarias de los alrededores de Truro aquella fría tarde
—¿volvería a salir el sol?—; escruté los líquenes que crecían en los árboles como si
sus amarillentas esporas pudieran explicarme muchas cosas, miré los azules buzones
de correos que jalonaban la carretera como si fueran garantía de seguridad, e incluso
me detuve ante una verdosa placa de bronce, en una encrucijada que recordaba la
muerte de un soldado de la localidad en alguna guerra olvidada. Pasé frente a muchos
setos, detrás de los cuales se alzaban casitas con grises tejados de madera y blancos
senderos de conchas trituradas que olían a mar. Aquella tarde el viento soplaba con
fuerza, y siempre que detenía el coche su ulular llegaba a mis oídos como si un mar
embravecido azotara las copas de los árboles. Luego salí del bosque; seguí adelante,
subiendo y bajando pequeñas colinas, y pasé junto a tierras pantanosas entre
tremedales y torcas. Llegué a un pozo situado junto a la carretera, bajé del coche y
miré el fondo, en donde el verde musgo que tan bien conocía lanzaba destellos que
parecían devolver mi mirada. Pronto volví a meterme en el bosque, donde terminaba
la carretera. Conduje despacio por el arenoso camino; las matas y las zarzas arañaban
alternativamente los laterales del Porsche cuando sorteaba los obstáculos, pues en el
centro del camino se había formado una especie de caballón muy ancho y alto y no
me atrevía a meter el coche por las roderas.
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Llegó un momento en que temí que no podría proseguir la marcha. El camino
estaba cruzado por arroyuelos y tuve que vadear varias charcas relativamente poco
profundas alrededor de las cuales las copas de los árboles se unían formando túneles
de follaje. En las tardes sin sol, siempre me había gustado recorrer en coche el triste y
modesto paisaje de las colinas y los bosques de Truro. Provincetown, incluso en
invierno, parecía un activo pueblo minero en comparación con aquel sobrio paisaje.
Desde lo alto de cualquiera de aquellas colinas, si soplaba viento fuerte, como ocurría
aquel día, podías contemplar el mar a lo lejos, convertido en un bullicio de luces y de
blancas crestas de olas, mientras las aguas de las charcas, a tus pies, seguían siendo
oscuras, del color del bronce sucio. Y entre el mar y las charcas se te ofrecía toda la
gama de colores del bosque. Me encantaba el apagado verde de la hierba de las dunas
y el dorado pálido de los secos hierbajos. En aquel paisaje de fines de otoño, en el
que las hojas ya no estaban teñidas por el rojo sangre de buey y el naranja tostado, los
colores se reducían al gris, el verde y el castaño, pero era tal la variedad de tonos, que
mi vista percibía una verdadera danza de matices entre el gris tierra y el gris tórtola,
el gris lila y el gris humo, el castaño de la maleza y el castaño de las bellotas, el
castaño del zorro y el leonado, el gris de la rata y el gris de la alondra, el verde botella
del musgo y el verde de los pinos, el verde de los acebos y el verde del agua marina
allá a lo lejos. Mi vista saltaba de los líquenes en el tronco de un árbol a la maleza del
campo, se apartaba de las hierbas de las charcas para fijarse en los arces rojos (que ya
no eran rojos, sino castaños), y el aroma de los pinos y los robles se mezclaba, en el
silencio del bosque, con el rumor del oleaje, traído por el viento que pasaba y volvía a
pasar entre las hojas, allá en lo alto, un rumor que parecía decirme: «Todo lo que ha
vivido ansia volver a vivir».
Aparqué el coche en un lugar desde el cual mi vista podía saltar de las charcas al
mar, y procuré que la belleza de aquellos colores tan conocidos me serenara, pero lo
cierto es que el corazón me latía violentamente. Volví a subir al coche, llegué a la
altura del sendero que llevaba a mi campo y bajé, tratando de recuperar aquella
inmaculada sensación que estar solo en el bosque me había proporcionado en otras
ocasiones. Pero no pude. En los últimos días había pasado gente por allí.
En cuanto empecé a avanzar por mi sendero, que la hierba ocultaba a medias del
camino, aquella sensación se hizo más aguda. No me detuve en busca de indicios y
rastros, pero no me cabía duda de que los había. Hay sutiles indicios de una presencia
ajena que sólo el bosque puede reflejar, y mientras recorría los cien pasos que
mediaban entre el sendero y mi escondite, volví a sudar como aquella ardiente tarde
de septiembre, cuando el avance del huracán se cernía sobre nosotros.
Pasé junto a la plantación de marihuana y vi que la lluvia había hundido en la
tierra los rastrojos. Una especie de vergüenza, motivada por las prisas con que había
segado las plantas, me hizo sentir tan acharado como si acabara de encontrarme con
un amigo al que hubiera tratado mal, por lo que me detuve como si quisiera presentar
mis excusas; realmente, mi pequeña plantación parecía un cementerio. Pero sólo me
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detuve un instante, pues el pánico me invadía; avancé por el sendero, rebasé un claro,
salí de la espesura y volví a entrar en ella, pasé junto a silenciosos pinos y, después de
avanzar unos pasos más, me encontré junto al más curioso de los árboles. Un pino
enano surgía de la parte alta de una duna que se había formado en medio del bosque,
un arbolillo que se retorcía sobre sí mismo con una fuerza tremenda apoyándose en
sus raíces, hincadas en el poco seguro soporte de la arena; sus ramas se retorcían
hacia un lado, dominadas por el impulso del viento, para, por fin, en última instancia,
alzarse hacia el cielo, como un pecador dirigiéndole una plegaria. Éste era mi árbol, y
a sus pies, debajo de sus raíces, allí donde la arena terminaba y comenzaba la tierra
del bosque, había un hoyo pequeño, en el que no habría cabido ni un osezno; la
puerta de entrada a este hoyo era una piedra cubierta de musgo, muchas veces
levantada y devuelta amorosamente a su lugar. Entonces vi que la piedra no estaba
como yo la había dejado, sino que se había levantado del suelo igual que un sucio
vendaje al hincharse a causa del pus de la herida que cubre. Aparté la piedra, metí el
brazo en el hoyo, delante de la caja, y mis dedos arañaron la tierra ansiosos como
ratas de campo en busca de comida; entonces encontré algo, algo que podía ser carne,
o pelo, o una esponja húmeda, no sabía qué, y mis manos, más valerosas que yo,
apartaron la tierra lo suficiente para extraer una bolsa de basura de plástico cuyo
contenido se transparentaba a medias, y lo que vi me hizo dar un alarido tan agudo
como si me envolviera el vértigo de una larga caída en el vacío. Ante mí tenía la parte
trasera de una cabeza. El color del cabello, a pesar de las manchas de tierra, era rubio.
Intenté ver la cara, pero cuando la cabeza, con mi consiguiente horror, giró dentro de
la bolsa sin ofrecer resistencia —¡había sido cortada!—, me sentí incapaz de mirar
sus facciones, por lo que dejé la bolsa con la cabeza donde la había encontrado y
luego puse la piedra, coloqué el musgo encima de cualquier manera y salí volando del
bosque en busca del automóvil, que conduje por el camino con una velocidad que
contrastaba con la cautela con que había llegado hasta allá. Y únicamente después de
llegar a mi casa y dejarme caer en un sillón, mientras intentaba calmar mis temblores
con whisky, como si me dieran un mazazo, pensé que ni siquiera sabía si la cabeza
enterrada en aquel hoyo era la de Patty Lareine o la de Jessica Pond. Por descontado,
tampoco sabía si debía sentir horror de mí o de otra persona, y esto último, tan pronto
como llegó la noche e intenté dormir, se convirtió en algo tan aterrador que superó
todas las proporciones.
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Las voces me hablaron al alba. Escuché las voces de la Ciudad del Infierno en ese
espacio de tiempo en que no estás dormido pero no acabas de despertarte.
Las voces decían: «Oh, Tim, eres como una vela que se ha consumido por los dos
extremos: por los cojones y por los sesos, por el cipote y por la lengua, por el ojete y
por la boca. ¿Te queda algo más que quemar? Pero, claro, el quemado no puede
saberlo…».
Las voces decían: «Oh, Tim, no lamas los muslos de las prostitutas. Te corres
demasiado deprisa al saborear el viejo esperma de la ballena. Danos las sales de la
muerta. Haz que vuelva con nosotros la hez de los derrotados. Adiós, dulce amigo.
Maldecimos tu casa. Maldecimos tu casa».
Permítanme que les explique lo poco que yo alcanzaba a comprender. Las
películas de terror no nos preparan para las horas perdidas tratando de aclarar
nuestros pensamientos. Al despertar de mis pesadillas y de un sueño agitado por el
pavor, sólo pude llegar a una conclusión. Suponiendo que yo no hubiera tenido arte ni
parte en aquel hecho —¿y cómo podía saberlo con certeza?—, no quedaba otro
remedio que preguntarse: ¿quién lo hizo? Tuvo que ser alguien que conociera la
existencia del escondite de mi marihuana. Esto apuntaba directamente a mi esposa, a
no ser que el pelo que había tocado fuera el suyo. Así que sólo había una conclusión:
volver al bosque e investigar detenidamente. Sin embargo, la imagen de aquel cabello
rubio lleno de porquería había quedado tan grabada en mi memoria como el
relámpago de luz seguido por el trueno de dolor que sientes cuando te dislocas un
hombro. No podía volver. Sólo de pensarlo temblaba como un flan. Prefería asarme a
fuego lento en el horno de mi propia cobardía.
¿Resulta evidente por qué prefiero no hablar de aquella noche? ¿Y por qué me
costó tanto dar los pasos que parecían más lógicos? Ahora comprendo por qué se
vuelven majaras los cobayos cuando los hacen pasar por un laberinto. Hay
demasiadas sorpresas esperándolos a la vuelta de una esquina. ¿Y si era la cabeza de
Jessica? ¿Sabría entonces que había sido yo?
Por otra parte —y el tiempo que me llevó llegar a esta alternativa hubiera sido
suficiente para recorrer doscientos kilómetros en automóvil—, si Pond y Pangborn
habían regresado a Boston, o estaban de vuelta en Santa Bárbara, o bien se habían
dirigido a cualquier lugar al que su aventurilla los hubiera llevado, era la cabeza de
Patty. Esto me produjo un dolor insoportable, sí, dolor, y una repugnante sensación de
alivio que pronto quedó ahogada por el principio de un nuevo temor. ¿Quién pudo
matar a Patty, sino su nuevo amiguito negro? Y, de ser eso cierto, ¿estaba yo a salvo?
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¿No se sienten un poco inquietos, cuando invitan a sus fiestas a negros
desconocidos? Trate de pensar en ello la noche en que haya llegado a la conclusión
de que el invitado de marras podría estar al acecho. Cada ola que rompía en la arena,
cada gaviota que pasaba, se convertía en un intruso. Me parecía oír el ruido de
ventanas abiertas desde fuera y de puertas reventadas.
Era degradante. Jamás me había considerado un héroe. Mi padre, con la mejor
voluntad del mundo, se había encargado de ello. Pero, por lo general, había
conseguido tener una imagen de mí mismo que no era, ni mucho menos, la de un
hombre absolutamente carente de virilidad. Era capaz de defender a mis amigos, y de
perdonar una ofensa, aunque la procesión fuera por dentro. Trataba de ser fiel a mí
mismo. Sin embargo, ahora, cada vez que mi mente estaba lo bastante lúcida para
pensar, me cagaba de miedo. Era como un cachorrillo en una casa desconocida.
Comencé a temer a mis amigos.
Tuvo que ser alguien que conocía el escondrijo. Por lo menos, parecía lógico. En
consecuencia, a la incierta luz del alba, me di cuenta de que, cuando me encontrara
con mis amigos en la calle, en sus casas, mañana o al cabo de unos días, desconfiaría
de la expresión de sus ojos. Me sentía como un hombre que resbala por una pendiente
de hielo y encuentra un saliente; se agarra a él, pero su peso lo arranca. Advertí que si
era incapaz de hallar la respuesta a la primera pregunta —¡venga, adelante!—: «¿Soy
yo el asesino?», no me quedaría más remedio que seguir resbalando y, al final de la
pendiente, me esperaría la locura.
Sin embargo, mientras el alba clareaba y me llegaban las voces de la Ciudad del
Infierno —¿por qué sonaban siempre más altas durante el período que media entre el
sueño y la vigilia, como si entre un estado y otro transcurriera un siglo?—, percibí
también los gritos y gruñidos de las gaviotas, y su griterío tuvo la virtud de ahuyentar
las larvas de la noche. Cuando pensé en la palabra larvae, sentí un agradable placer.
¡Qué alegría recordar algo de latín en medio de tanta confusión! ¡Sí, larvae,
fantasmas! En Exeter enseñaban bien el latín.
Me agarré a este pensamiento como a un clavo ardiendo. En la cárcel aprendí que
cuando estás enemistado con otro presidiario, y el miedo se convierte en algo tan
pesado como el plúmbeo aliento de la eternidad, cualquier alegría que sienta tu
corazón en tales circunstancias es tan valiosa como la cuerda que te lanzan cuando
has caído en un precipicio. Concéntrate en esa alegría, por pequeña que sea, y podrás
trepar hasta el borde. Por eso, en aquellos momentos, procuré concentrarme en cosas
lejanas, y pensé en Exeter, y en el latín, y por este medio llegué, si no a calmar mi
miedo, sí a aislarlo, con lo que conseguí seguir pensando en la pequeña habitación de
una pensión, en la Décima Avenida esquina con la calle Cuarenta y Siete, en la que
ahora vivía mi padre, que ya tenía setenta años. Me concentré hasta que volví a ver el
papel que mi padre había pegado al espejo, y pude leer las palabras que
cuidadosamente había escrito en él. Decían: «inter faeces et urinam nascimur».
Debajo de la frase mi padre había escrito, rubricado, el nombre del autor: san Odón
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de Cluny. El apodo de mi padre (que quiero hacer constar aquí) seguía siendo el de
Gran Mac, como desafiando a las hamburguesas MacDonald.
—Oye, ¿qué quieres decir con eso? —le pregunté cuando vi la nota en el espejo.
—Es un recordatorio —me respondió.
—No me habías dicho que sabías latín.
—Nos lo enseñaban en la escuela parroquial. Sólo cosas sueltas.
—Y ¿quién te dijo esta frase?
—Un cura amigo mío, el padre Steve. Siempre está discutiendo con el cardenal.
El Gran Mac dijo esta última frase en tono amable, como si fuera la principal
virtud que puede tener un cura.
Bueno, yo sabía suficiente latín para traducir la frase, «inter faeces et urinam
nascimur» significa «Entre heces y orina hemos nacido». A pesar de haberse pasado
la vida detrás de la barra de un bar, a mi padre no le faltaba cierta erudición.
Entonces sonó el teléfono que tenía sobre la mesilla de noche, junto a mi cama, y
antes de levantar el auricular sabía casi con toda certeza que era mi padre quien me
llamaba. Hacía bastante tiempo que no nos habíamos telefoneado, pero, aun así,
presumí que sería su voz la que oiría cuando levantara el auricular. Tenía la facultad
de pensar en la persona que iba a llamarme incluso antes de que marcara mi número.
Me ocurría tan a menudo que ya había dejado de sorprenderme. Sin embargo, aquella
mañana lo interpreté como un augurio.
—¿Tim?
—Hola, Dougy —saludé—, ¿por qué no hablamos del Diablo?
—Bueno.
Esta respuesta me reveló que mi padre conservaba su resaca crónica. Aquel
«bueno» hacía patentes los efectos que causan en un cerebro humano sesenta años de
bebida. (Esto, claro, si mi padre hubiera comenzado a beber a los diez años).
—Tim, estoy en Hyannis —me dijo mi padre.
—¿Qué haces en Cape Cod? Creí que no te gustaba viajar.
—Hace tres días que llegué. Frankie, el Gorrón, vino a vivir aquí cuando se retiró.
¿No te lo había dicho?
—No, ¿cómo está Frankie?
—Murió. Vine al entierro.
Para mi padre, la muerte de un viejo amigo era tan ominosa como el hundimiento
del acantilado junto a tu casa.
—Vaya, hombre… ¿Por qué no vienes a Provincetown? —le pregunté.
—Sí, lo había pensado.
—¿Tienes coche? Puedo alquilar uno.
—No, iré a buscarte.
Hubo una larga pausa; no podía saber si mi padre pensaba en sí mismo o en mí.
—Esperemos un día o dos. La viuda tiene algunos problemas —dijo al fin.
—Bueno, ven cuando quieras.
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Creía que no había dado muestras de mi desastroso estado de ánimo, pero el Gran
Mac preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—Patty se fue. Me dejó. Pero en fin, eso es lo de menos.
—Bueno… Ya nos veremos —dijo mi padre tras una larga pausa. Y colgó.
De todas maneras, su llamada me había proporcionado, en parte, las fuerzas
precisas para levantarme de la cama y enfrentarme al día.
Hablando de resacas, tenía la impresión de estar al borde de un ataque epiléptico.
Si vigilaba todos mis movimientos, si no me golpeaba el dedo gordo del pie contra
algo, si no daba un paso en falso, si no giraba la cabeza bruscamente, si no hacía
ningún gesto que no estuviera cuidadosamente planeado, quizá pudiera enfrentarme
con el paso de las horas sin padecer un ataque. El peligro no provenía del estado de
mi cuerpo, sino de las palabras de las brujas, que aún resonaban en mi cerebro y yo
trataba de desechar esforzándome por pensar en otras cosas.
Dado que mis problemas inmediatos eran tan intocables como una herida abierta,
e incluso el tatuaje volvía a escocerme si me acordaba de él, el recordar a mi padre
aquella mañana fue como una especie de lenitivo. No necesitaba pensar en cosas
agradables. Podía recordar antiguos pesares, que no me entristecían, porque eran agua
pasada, y en cambio evitaban que me obsesionara con mi actual situación.
Por ejemplo, volví a pensar en Meeks Wardley Hilby III, y a pesar de que fue el
segundo marido de Patty Lareine, y de que durante un mes entero de mi vida me
desperté cada día enfrentándome con el problema de cómo podíamos asesinarle Patty
y yo sin dejar huellas, estos recuerdos no me producían dolor e incluso más bien me
ayudaban a concentrarme por dos buenas razones que me servían como otros tantos
contrapesos que me permitían conservar el equilibrio. La primera razón era que no
sólo no había matado a Wardley, sino que había comprendido que no tenía madera de
asesino, lo cual no era el peor pensamiento que podía ocurrírseme aquella mañana. La
otra razón era que no pensaba en Hilby tal como le había conocido en Tampa, cuando
era el marido de Patty, sino que recordaba el curioso vínculo que nos unió con Exeter,
algo muy relacionado con mi padre y que incluso me traía a la memoria el mejor día
que pasé con él.
Meeks Wardley Hilby III era el único recluso, entre los que cumplían condena en
la cárcel de Florida, que había ido a clase conmigo en Exeter. Pero no era esto lo más
curioso de nuestra relación, sino que los dos fuimos expulsados de la escuela la
misma mañana, cuando faltaba un mes para graduarnos. Antes de encontrarnos en la
oficina del director, apenas si había tratado a Hilby. Éste cursó estudios en Exeter
durante cuatro años, lo mismo que había hecho antes su padre, Meeks, y yo pasé allí
un otoño y una primavera, en calidad de posgraduado, gracias a una beca por mis
méritos deportivos, tras haber cursado el último año en la escuela de Long Island. (Mi
madre quería que fuera a Harvard). Hilby era un excéntrico y yo un irlandés cabezota
y aficionado al deporte. Había hecho todo lo posible para convertir en realidad mis
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promesas como jugador de fútbol americano, pero el equipo de Exeter no sabía jugar.
(¿Han visto jugar alguna vez a los equipos de las escuelas del Este?). Salimos juntos
del despacho del director, el día en que nos dieron la patada, y Meeks Wardley Hilby
III lloraba. Su esmoquin con solapas de satén y su corbata de lazo color heliotropo
parecían la indumentaria con que lo llevaban ante el pelotón de ejecución. Yo estaba
triste. Incluso ahora, al recordar aquel momento, puedo sentir la tristeza que me
invadía. Me habían pillado fumando marihuana, lo que, hace veinte años, no era ni
mucho menos una tontería. El director quedó sinceramente escandalizado. Y el caso
de Hilby era peor. Resultaba difícil creerlo, teniendo en cuenta su aspecto amanerado,
pero lo cierto es que Meeks Wardley Hilby III había intentado violar a una muchacha
con la que se había citado para salir.
No lo supe aquel día, porque ninguno de los implicados quería hablar de ello (y
los padres de la chica pronto cobraron por su silencio), pero Hilby me contó la
historia once años después. En la cárcel había tiempo de sobra para contar historias.
El caso es que aquella mañana en Provincetown, cuando deseaba apartar de mí
tantos pensamientos sombríos, me resultó agradable, como he dicho, regresar al
doloroso día en que dejé Exeter. Recuerdo que me despedí para siempre de la escuela
una hermosa tarde del mes de mayo. Metí mis trastos en dos bolsas de lona, las
cargué en el autobús y luego subí yo; mi padre (a quien ya había llamado, aunque no
me atrevía a hablar con mi madre) fue a recibirme a Boston. Mi padre y yo nos
emborrachamos. Sólo por el modo como se portó conmigo aquella noche ya merecía
todo mi cariño. Tal como pueden haber colegido por la conversación telefónica que
mi padre y yo tuvimos, no era un hombre dado a hablar más de lo que las exigencias
de comunicarse con el prójimo reclaman, pero tenía la virtud de tranquilizar a los
demás con su silencio. En aquel entonces, cuando tenía cincuenta años, medía metro
noventa y pesaba ciento veinte kilos. Hubiera podido prescindir de veinte, por lo
menos. Estos veinte kilos los llevaba por delante como los parachoques de los autos
de choque de las ferias, y le hacían respirar con dificultad. Con el cabello
prematuramente blanco, la cara roja, como recién hervida, y los ojos azules, parecía
el más corpulento, el más astuto y el más corrupto policía de la ciudad, pero lo cierto
era que no le caían nada bien los policías. Su hermano mayor, por el que nunca sintió
la menor simpatía, fue policía hasta que murió.
Aquella tarde, mientras estábamos el uno al lado del otro en un bar irlandés
(estrecho, oscuro y tremendamente largo, tanto que mi padre comentó que allí
podrían disputarse carreras de galgos), dejó su cuarto vaso de whisky, que, como los
anteriores, había vaciado de un trago, y me dijo:
—Conque marihuana, ¿eh?
Asentí con un ligero movimiento de cabeza. Mi padre me preguntó:
—Y ¿cómo es que te pillaron?
Quería decir: «¿Cómo es que fuiste tan tonto para permitir que un hatajo de
anglosajones protestantes te atrapara?». Sabía la opinión que le merecía la
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inteligencia de los anglosajones protestantes. En cierta ocasión, en el curso de una
discusión con mi madre, mi padre dijo: «Lo malo de cierta clase de gente es que
espera que Dios compre su ropa en la misma tienda en que la compran ellos». Por
eso, he reaccionado ante los anglosajones protestantes de acuerdo con la visión que
mi padre tenía de ellos. El Gran Mac siempre estimó que los ingleses protestantes
eran gente bien parecida, que tenían el cabello plateado y vestían trajes grises, y tan
bien hablados que forzosamente debían de creer que Dios se servía de ellos para
mostrar su dignidad.
—Bueno, me descuidé. Quizá reía demasiado —le contesté.
Y le conté lo ocurrido la mañana anterior a la noche en que me pillaron. Participé
en una regata a vela, en un lago cerca de Exeter, cuyo nombre no recuerdo (¡gajes de
fumar marihuana!), y las embarcaciones no podían navegar por falta de viento. Poco
faltó para que suspendieran la regata. Yo no sabía nada sobre navegación a vela, pero
el chico con quien compartía la habitación era muy aficionado a este deporte y me
pidió que formara parte de la tripulación en una embarcación patroneada por un viejo
profesor de historia que era sin lugar a dudas la encarnación de la idea que se había
hecho mi padre de los anglosajones protestantes. Era un buen patrón, quizá el mejor
de la escuela, por lo que despreciaba tanto aquella regata que se atrevió a incluir en la
tripulación a un lego como yo. Sin embargo, tuvimos vientos flojos y mala suerte. El
viento dejaba de soplar, volvía a hacerlo muy levemente, y se apagaba otra vez. Por
fin, nos quedamos inmóviles, con la vela lacia, y vimos cómo otra embarcación, muy
despacio, nos adelantaba. Al timón iba una señora anciana. Su embarcación estaba
mucho más cerca de la orilla que la nuestra; la señora seguramente pensó que aquella
mañana habría poco viento, pero que se podía contar con que hubiera una leve
corriente en las aguas próximas a la orilla, porque el lago desaguaba en un riachuelo.
Y no erró. Primero nos sacó tres largos de ventaja y luego ocho, en tanto que
nosotros, ya en segundo lugar, y unos quinientos metros más alejados de la orilla
permanecíamos inmóviles. La anciana señora había sido más avispada que nuestro
patrón, el viejo zorro.
Al cabo de un rato, empecé a aburrirme, así que me puse a bromear con mi
compañero de habitación. El patrón toleró nuestra cháchara durante un rato, pero, por
fin, la vela inerte pudo más que su buena voluntad. Se volvió hacia mí y, con tono
magistral, me dijo: «En tu lugar, no hablaría tanto. Le quitas el viento a la vela».
Cuando terminé esta historia, mi padre y yo nos reíamos tanto que tuvimos que
abrazarnos y bailotear para conservar el equilibrio.
—Bueno… con gente así, casi es una suerte que te echen —dijo el Gran Mac.
Así que no tuve necesidad de contarle que había regresado a mi aposento
partiéndome de risa pero muy enfadado. Tuve que aguantar muchas bromas pesadas.
Un curso en Exeter no había sido suficiente para enseñarme las costumbres de los que
mandaban allí.
—Trataré de explicárselo a tu madre —me dijo el Gran Mac.
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—Te lo agradezco.
Me constaba que mis padres no se habían hablado en un año, pero la verdad era
que me sentía incapaz de explicarle a mi madre aquel asunto. Desde que tuve once
años hasta que cumplí los trece, y comencé a salir, mi madre se las arregló para
sentarse en el borde de mi cama todas las noches y leerme un poema de la obra de
Louis Untermeyer Tesoro de grandes poemas. Debo decir en honor a mi madre (y de
Untermeyer) que a pesar de ello no llegué a odiar la poesía. Razón de más para que
no me atreviera a contarle a mi madre lo ocurrido.
Como era de prever, tuve que aguantar que mi padre repitiera una y otra vez «¡Le
quitas el viento a la vela!», ya que, al igual que muchos buenos bebedores, no podía
evitar repetirse cuando empinaba un poco el codo. El teléfono sonó por segunda vez
aquella mañana. Levanté el auricular convencido de que aquella llamada no
presagiaba nada bueno.
Era el gerente del Mirador:
—Señor Madden, siento tener que molestarle, pero anteanoche no pude dejar de
darme cuenta, dada la poca gente que había en el local, de que parecía conocer a la
pareja que entró en el bar mientras usted estaba allí.
—Ah, sí, tomé una copa con ellos, gente muy agradable. Eran del Oeste, ¿verdad?
—Durante la cena, me dijeron que venían de California —me explicó el
propietario.
—Sí, sí, creo recordar que así era.
—La razón por la que le llamo es que el automóvil de esa pareja se encuentra
todavía en el aparcamiento.
—Me parece muy raro. ¿Está seguro de que se trata de su automóvil?
—Bueno, el coche está cerrado, por lo que no puedo saberlo con absoluta certeza,
pero creo que es el de la pareja. Me fijé en él, cuando llegaron.
—Qué raro, ¿no?
El tatuaje comenzó a escocerme.
—Francamente, tenía esperanzas de que supiera por dónde anda esa pareja. —
Hizo una pausa y añadió—: Pero, al parecer, no lo sabe.
—No, no lo sé —le dije.
—El nombre que figura en su tarjeta de crédito es Leonard Pangborn. Si no
aparecen en uno o dos días me pondré en contacto con VISA.
—Sí, es una buena idea.
—¿Recuerda el nombre de la señora?
—Me lo dijo, pero se me ha olvidado. ¿Quiere que le llame si me viene a la
memoria? El apellido del hombre era Pangborn, seguro.
—Siento haberle molestado, señor Madden, pero todo esto es incomprensible.
Después de esta llamada no pude recuperar mi concentración. Mi mente estaba
obsesionada por el bosque. ¡Tenía que saber la verdad! Pero no podía vencer el miedo
que me dominaba. Me sentía como un hombre al que le diagnostican una enfermedad
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mortal, de la que sólo puede curarse tirándose al mar desde un acantilado. Un salto de
unos quince metros. «No», dice, «prefiero quedarme en la cama. Antes la muerte».
¿De qué se protege ese hombre? ¿De qué me protegía yo? Pero el pánico me tenía
dominado. Era como si mientras dormía me hubieran dicho que los más malignos
espíritus de la Ciudad del Infierno se habían congregado debajo de mi árbol del
bosque de Truro. Si volvía allí, ¿se apoderarían de mí? ¿Era lógico que pensara así?
Sentado junto al teléfono, dominado por un miedo tan tangible como un dolor
físico —tenía las aletas de la nariz más frías que los pies, y los pulmones me ardían
—, comencé el trabajo, doloroso como un parto, de recomponerme. Muchas
mañanas, después de pelearme con Patty Lareine durante el desayuno, había subido a
mi cuartito, en el último piso de la casa, para contemplar la bahía e intentar escribir, y
en esas mañanas había aprendido a desechar los restos del naufragio de mi vida que
entorpecían mi tarea como escritor en aquel día concreto. Quiero decir que estaba
habituado a concentrarme; era un hábito que había comenzado a adquirir en la cárcel
y que había perfeccionado mediante aquellos esfuerzos matutinos para poder iniciar
mi trabajo, de modo que, por irritante que hubiera estado mi esposa, mi cabeza era
capaz de ponerse a trabajar. Y si el mar por el que ahora navegaba era el más
turbulento de cuantos había conocido, no por ello dejaba de tener a mi disposición
aquellos medios. Por lo menos, en aquel momento podía pensar en mi padre y rehuir
las preguntas a las que no podía responder. Durante mucho tiempo había seguido esta
norma: no intentes recordar lo que no puedes. La memoria era como la potencia
sexual. Intentar recordar lo que la memoria no puede evocar —por necesario que sea
— era muy parecido a querer follar con una muchacha que se te abre de piernas
cuando tu pene —¡mal bicho!— se niega a erguirse de una forma decidida, tozuda,
definitiva. Hay que renunciar. Recordarla, o no, lo ocurrido dos noches atrás —para
saberlo, tendría que esperar—, pero, entretanto, debía esforzarme por construir un
muro alrededor de mi miedo. Para ello, cualquier recuerdo de mi padre podía servir
como piedra a fin de ir levantándolo.
Así pues, rememoré aquellos recuerdos y comencé a sentir la paz que nace al
pensar en el amor, por marchito que sea, que sientes hacia tu padre. Me había servido
una copa, como el único sedante al que podía recurrir aquella mañana, y siguiendo un
impulso había subido al estudio situado en la última planta de mi casa, en el que solía
trabajar mirando la bahía, ambiente propicio para recordar las leyendas del Gran Mac
y meditar sobre el alto precio que habíamos tenido que pagar por ellas tanto él como
mi madre, y yo. Y es que a pesar de la talla y la corpulencia de mi padre, parecía que
no acababa de estar del todo con nosotros. Creo no equivocarme al decir que buena
parte de mi padre se perdió antes de que conociera a mi madre. Lo supe siendo
todavía niño, al escuchar lo que de él decían sus viejos amigos.
Recuerdo que solían venir a nuestra casa de Long Island, por la tarde, y luego
iban todos al bar de mi padre, y como resulta que eran estibadores del puerto, viejos
estibadores como había sido el Gran Mac y la mayoría casi tan corpulentos como él,
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la modesta sala de estar de mi madre parecía, cuando se ponían en pie, un barco con
sobrecarga a punto de zozobrar. Me gustaban mucho aquellas escenas, sobre todo
porque, invariablemente, alguno de los presentes introducía en la conversación el
relato del gran momento de mi padre.
Años después, un abogado me dijo que si las declaraciones de dos testigos
diferentes coinciden en todos los detalles, se puede tener la seguridad de que son
falsas y de que se han puesto de acuerdo. Si esto es cierto, la leyenda de mi padre
forzosamente tuvo que ser verdad en gran medida. Todas las versiones variaban. Pero
coincidían bastante. Un día de la última década de los treinta, época en que los
italianos estaban echando de la dirección del sindicato de estibadores a los irlandeses,
mi padre, que era uno de sus dirigentes, aparcaba su coche en una calle lateral del
Greenwich Village cuando un hombre salió de un portal y le disparó seis tiros con un
45. (También oí decir que era un 38). No sé cuántos tiros le acertaron. Aunque resulte
increíble, la mayoría de los relatos aseguraban que los seis, y lo cierto es que en su
torso había cuatro cicatrices de bala.
En aquellos tiempos, mi padre era famoso por su fortaleza. Un hombre
considerado fuerte entre los estibadores, que no tienen nada de enclenques, debía de
ser un fenómeno, y lo cierto es que entonces demostró tener la fortaleza de un oso,
pues avanzó hacia el pistolero. Éste (cuyo 45 supongo que ya estaría vacío) vio que
su víctima no caía al suelo. En consecuencia, puso pies en polvorosa. Me cuesta
creerlo, pero mi padre corrió tras él. A lo largo de seis manzanas de la Séptima
Avenida, en Greenwich Village, mi padre persiguió al pistolero (algunos decían que
fueron ocho manzanas, otros cinco y otros cuatro), pero se detuvo al darse cuenta de
que no podía atrapar a su agresor. Entonces vio que la sangre le resbalaba por los
zapatos y se empezó a marear. Se volvió instantes antes de que la calle comenzara a
dar vueltas a su alrededor, y advirtió que se hallaba ante la entrada de urgencias del
Hospital de San Vicente. Estaba malherido. Odiaba a los médicos y a los hospitales,
pero entró.
El recepcionista probablemente pensó que el recién llegado estaba borracho.
Aquel hombre corpulento, con mucha sangre en las ropas, se apoyó vacilante en el
mostrador de recepción.
—Haga el favor de sentarse y espere su turno —le dijo.
Por lo general, mientras sus amigos contaban esta historia, mi padre se limitaba a
efectuar movimientos afirmativos con la cabeza o a fruncir las cejas, pero al llegar a
este punto tomaba el hilo de la narración. Cuando yo era niño, la implacable
expresión de odio que aparecía en sus ojos en tales ocasiones me afectaba de tal
manera que una o dos veces me meé —poco, todo sea dicho— en los pantalones.
(Evidentemente, dada la compañía tan masculina que me rodeaba, lo mantuve en el
más absoluto secreto).
Al contarlo, mi padre cogía a un imaginario recepcionista por la camisa, el brazo
rígidamente extendido al frente, engarriados sus dedos en el cuello de la camisa,
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como si aunque sus fuerzas se estuvieran acabando, aún le quedaran las suficientes
para estampar contra la pared a cualquier individuo carente de sentimientos
humanitarios.
En la sala de estar de mi madre, Dougy Madden decía en voz baja y
amenazadora:
—¡Atendedme! ¡Estoy herido!
Lo estaba. Se pasó tres meses en el Hospital de San Vicente. Cuando salió, con el
cabello prematuramente cano, dejó de tener tratos con el sindicato. Ignoro si pasarse
tanto tiempo en cama minó su formidable temple, o si los dirigentes irlandeses ya
habían sido desbancados. Cabía también la posibilidad de que sus pensamientos
estuvieran en otro lugar, aquel lugar lejano, rebosante de una indecible tristeza, en el
que vivió el resto de sus días. En este sentido, se había jubilado antes que yo naciera.
Quizá le entristecía haber perdido su posición, porque ya no era dirigente sindical,
sino tan sólo un hombre corpulento. El caso es que pidió dinero prestado a unos
parientes, abrió un bar en la autopista del Sunrise, a unos sesenta y cinco kilómetros
de Nueva York, y durante dieciocho años fue el propietario de un establecimiento que
no prosperó pero que tampoco quebró.
La mayoría de los bares de esas características se sostienen gracias a una estricta
economía, ya que suelen estar vacíos. Si embargo, mi padre tenía un bar que se
parecía a él, pues es grande y generoso, y lo que menos le importaba era ganar dinero,
a pesar de que el Gran Mac parecía el arquetipo de la imagen de dueño de bar.
Allí estuvo durante dieciocho años, con su delantal blanco, su cabello
prematuramente cano y sus ojos azules, midiendo a los bebedores cuando
comenzaban a ponerse pesados, y con la cara muy roja por la constante ingestión de
alcohol. («Es la única medicina», le decía el Gran Mac a mi madre). Aquella cara
hacía que le tomaran por un hombre mucho más iracundo de lo que era en realidad;
parecía tan feroz como una langosta haciendo el postrer esfuerzo por salir del agua
hirviendo.
Tenía una decente parroquia diaria, una buena clientela de fines de semana,
aunque había bastantes bebedores de cerveza, y una gran afluencia veraniega, sobre
todo parejas de enamorados que pasaban el fin de semana en Long Island, más los
pescadores que iban o venían. El Gran Mac hubiera podido ser un hombre próspero,
pero se bebía una porción considerable de sus beneficios, tenía que devolver otra
todavía mayor, perdía enormes cantidades de ellos invitando a todos los clientes que
hubiera en el establecimiento, permitía que los clientes tuvieran unas cuentas tan
largas que hubieran podido pagar con ellas los entierros de toda su parentela, prestaba
dinero sin interés, y no siempre recobraba lo prestado, y regalaba el dinero o se lo
jugaba, de manera que, tal como dicen los irlandeses (¿o son los judíos?): «Sacaba
para ir tirando».
Todos querían a mi padre, menos mi madre. Con el paso de los años su cariño fue
disminuyendo. Siempre me he preguntado cómo fue posible que aquella pareja se
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casara, y la única conclusión razonable es que mi madre forzosamente tenía que ser
virgen cuando se conocieron. Me atrevería a decir, o, mejor dicho, sospecho, que su
breve pero sumamente apasionada historia de amor (mucho tiempo después de
haberse divorciado, la voz de mi madre todavía mostraba emoción al hablar de las
primeras semanas que pasaron juntos) fue espoleada no sólo por lo muy diferentes
que eran entre sí, sino también porque ella era una liberal que deseaba desafiar los
prejuicios de sus padres contra los irlandeses, las clases trabajadoras y el hedor a
cerveza de los bares. Por eso se casaron. Mi madre era maestra de escuela, una mujer
menuda, de aspecto agradablemente modesto, natural de una encantadora ciudad de
Connecticut. Al contrario que mi padre, era pequeña y delicada, y tenía buenos
modales; en fin, que para él era toda una dama. Creo que siempre la consideró eso,
una dama, y, a pesar de que la adoraba, nunca dejó de reprocharle, de un modo
inconsciente, su pertenencia a una clase superior. Mi padre estaba terriblemente
impresionado por haberse casado con una mujer como ella. Por desgracia, no fueron
felices. En palabras de mi padre, ninguno de los dos fue capaz de cambiarle al otro ni
la posición de un pelo del culo. Si no hubiera sido por mi presencia, se habrían
hundido muy pronto en la frustración y el aburrimiento. Sin embargo, allí estaba yo, y
su matrimonio duró hasta que tuve quince años.
Quizá hubiera podido durar mucho más, pero mi madre cometió un error. Logró
convencer a mi padre de que abandonáramos el piso, que ocupaba toda la planta,
encima del bar, para irnos a un pueblo de reciente fundación llamado Calles
Atlánticas, lo cual fue una catástrofe. Ese traslado representó para mi padre, sin duda,
un desarraigo equivalente al que sintió su abuelo al irse de Irlanda. La única
concesión importante que mi padre hizo a mi madre fue la que no hubiera debido
hacerle nunca, la única que no hubiera debido hacerle. Así que vio Calles Atlánticas,
mi padre desconfió de aquel pueblo tan nuevo. Ya sé que el nombre suena a pista
deportiva, pero lo cierto es que los planificadores que urbanizaron los terrenos
bautizaron así al pueblo porque se encontraba a menos de tres kilómetros del océano,
y dieron a sus calles forma ondulante. La sinuosidad de nuestras calles nació en las
mesas de trabajo de diseñadores que pensaban en curvas francesas. Dado que el suelo
del lugar era tan llano como el de un aparcamiento, todas aquellas curvas no tenían, al
mi parecer, otra función que evitar que vieras directamente las casas de tus vecinos,
pues todos los edificios, de estilo supuestamente ranchero, eran idénticos. Parece un
chiste, pero Dougy, cuando estaba borracho, no encontraba su casa. No resultaba
nada divertido. A todos los que crecimos allí nos quitaron algo. No sabría decir qué,
aunque en opinión de mi padre, los chavales de aquella ciudad éramos demasiado
civilizados. No holgazaneábamos en las esquinas —en Calles Atlánticas no había
ángulos rectos—, no formábamos pandillas (sólo teníamos algún que otro amigo
íntimo), y en cierta ocasión en que me lié a puñetazos con otro muchacho, en plena
pelea me dijo: «Vale, abandono». Dejamos de pelearnos y nos estrechamos la mano.
A mi madre esto la complació, en primer lugar porque fui el vencedor —con el
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transcurso de los años había llegado a comprender que eso llenaría de orgullo a mi
padre—, y en segundo lugar porque me comporté como un caballero. Había
estrechado cortésmente la mano de mi contrincante. Pero mi padre no podía
entenderlo. Calles Atlánticas era un pueblo demasiado blando para su gusto. Podías
liarte a puñetazos y decir «abandono», sin que el vencedor celebrara su triunfo
golpeando la cabeza del vencido contra la acera. El Gran Mac, que había pasado su
niñez y adolescencia en la calle Cuarenta y Ocho al oeste de la Décima Avenida, me
dijo: «Muchacho, donde yo crecí, nunca abandonabas. Abandonar era lo mismo que
decir “mátame”».
Un día, pocos años antes de que mis padres se separaran, los oí hablar en la sala
de estar, en una de las raras noches en que mi padre cerró temprano el bar. Yo
procuraba no escuchar, pero no podía evitarlo, porque estaba en la cocina haciendo
mis deberes escolares. En las raras ocasiones en que los dos se encontraban a solas, se
pasaban horas y horas sentados sin decirse nada, y su taciturnidad a menudo era tan
intensa que incluso el sonido de la televisión parecía apagarse. Sin embargo, en la
noche a la que me refiero, probablemente había entre ellos algo más de calor, ya que
oí decir a mi madre.
—Douglas, nunca dices que me quieres.
Y era una gran verdad. Durante años y años, apenas vi a mi padre darle un beso, y
en las escasísimas ocasiones en que fui testigo de ello, lo hizo como el avaro que se
saca de la bolsa el único ducado que está dispuesto a gastarse ese año. ¡Pobre mamá!
Era tan afectuosa que no paraba de besarme. Cuando mi padre no la veía, claro,
porque no quería que pensara que estaba haciendo de mí un blandengue.
—Nunca, nunca dices que me quieres, Douglas —repitió mi madre.
Mi padre guardó silencio durante un minuto, pero luego, con su barriobajero
acento irlandés, dijo unas palabras que, viniendo de él, eran toda una declaración de
amor:
—Pero estoy aquí, ¿no?
Como podía esperarse, mi padre era famoso entre sus amigos por ese
comportamiento tan ascético. En sus tiempos de descargador del muelle, mi padre se
había hecho legendario por el gran número de mujeres a las que era capaz de atraer, y
por su extraordinaria potencia sexual. Con todo, aseguraba con viril orgullo que
nunca había besado a una chica si no quería. Tal vez mi delgaducha abuela irlandesa
tuviera el corazón de hielo, y así salió él. Mi padre nunca besaba. En cierta ocasión,
no mucho después que me dieran la patada en Exeter, fui de copas con él y sus más
viejos amigos, que le hicieron el blanco de sus bromas tomando como pretexto su
repugnancia a besar. Sus amigos eran unos cincuentones desdentados y llenos de
cicatrices, y, como yo tenía veinte años, me parecían vejestorios; sin embargo, eran
todos unos rijosos de miedo. Cuando hablaban, se regodeaban en la sexualidad como
si la llevaran cosida a los pantalones.
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En aquellos tiempos, mi padre no sólo se había divorciado ya de mi madre, sino
que, en el caos subsiguiente, también había perdido su bar. Vivía en una habitación
alquilada, salía de vez en cuando con alguna amiga, trabajaba como camarero en un
bar y trataba mucho a sus viejos amigos.
Tardé poco en descubrir que cada uno de los viejos amigos de mi padre tenía su
punto flaco, y los demás gozaban pinchándole donde más le dolía. Algunos eran
tacaños, otros tenían costumbres excéntricas, como, por ejemplo, apostar a caballos
que no tenían la menor posibilidad de ganar, y había uno que vomitaba siempre que
se emborrachaba —en tono de queja, decía: «Es que tengo el estómago delicado», y
los otros le respondían: «Sí, claro, pero nosotros tenemos el olfato delicado»—. Mi
padre siempre era objeto de burlas por el asunto de los besos.
Su viejo camarada Dinamita Heffernon abrió el juego:
—Dougy, anoche estuve con una chavala de diecinueve años que tenía la boca
más carnosa, húmeda, dulce y adorable que hayas conocido en toda tu vida. ¡Joder,
cómo besaba! ¡Oh, el húmedo aliento de sus preciosos labios! ¿No te das cuenta de lo
que te pierdes?
—Sí, Dougy, debes probarlo —gritó otro—. Sé transigente. Tienes que besar a las
chavalas.
Mi padre aguantaba el chaparrón impertérrito. Así era el juego, y tenía que hacer
de tripas corazón, pero no sonreía siquiera.
Francis Frelagh, más conocido por Frankie el Gorrón, aprovechó la ocasión para
decir:
—La semana pasada estuve con una viuda de lengua milagrosa. Me metió la
lengua en las orejas, en la boca, me lamió las amígdalas. Y si la hubiera dejado, me
habría limpiado los mocos con la lengua.
Al ver la expresión de asco en la cara de mi padre, todos se reían como niños de
coro, unas risas estridentes, agudas. Eran tenores irlandeses atacando el punto flaco
de Dougy Madden.
Mi padre tragaba bilis. Cuando cesaron sus burlas, movió tristemente la cabeza.
No le gustaba que se metieran con él estando yo presente —no quería que viera lo
bajo que había caído—, así que les dijo:
—¡Mira que sois burros! Ninguno de vosotros ha follado en los diez últimos años.
La ira de mi padre despertó aún más la hilaridad, pero él levantó la mano, con la
palma orientada hacia ellos, y les dijo:
—Bueno, de acuerdo, os concedo el beneficio de la duda. Quizá conozcáis a
alguna mujer. De acuerdo. A las mujeres les gusta besar. Y, a veces, hasta es posible
que os besen. Muy bien. No sería la primera vez. Pero reflexionad. La chavala en
cuestión os morrea, pero ¿a quién morreó la noche anterior? ¿Por qué lugares viajó su
lengua? Haceos estas preguntas, hatajo de mamones. Sí, porque la tía capaz de besar
a uno de vosotros es capaz de comer zurullos de perro.
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Esas palabras pusieron contentísimos a los viejos amigotes de mi padre, que no
paraban de decir:
—¡Me pregunto quién la estará besando ahora!
Mi padre ni siquiera sonrió. Sabía que estaba en lo cierto. Seguía su lógica. Me
constaba, pues por algo la conocía desde pequeño.
Sin embargo, tuve que dejar de pensar en mi padre, porque el escozor que me
causaba el tatuaje comenzó a molestarme de una manera indecible. Una ojeada al
reloj me dijo que era más de mediodía —tanto era el tiempo que había estado
pensando en mi padre—, por lo que me levanté con la intención de salir a dar una
vuelta, pero inmediatamente volví a sentarme, presa del pánico que me inspiraba
cruzar la puerta.
Sentía que todo mi ser se desintegraba, una verdadera regresión del hombre al
perro. Tenía que salir de allí. Así pues, me puse una chaqueta y, tratando de borrar de
mi mente cualquier pensamiento, salí de casa y me encontré al aire libre, al húmedo
aire de nuestro noviembre, lleno de la extraña sensación de haber llevado a cabo un
acto heroico. Así son las bromas que gasta el miedo. Una astracanada.
De todas maneras, una vez en la calle, comencé a vislumbrar una posible
explicación del nuevo miedo que me invadía. Ante mí, a poco menos de dos
kilómetros de distancia, se alzaba el monumento de Provincetown, una torre de
piedra, de más de sesenta metros de altura, bastante parecida a la torre de los Uffizi
de Florencia. Es lo primero que se ve de nuestra ciudad cuando se llega a ella por
carretera o se enfila la bocana del puerto. Se alza en una pequeña colina, detrás de los
muelles, y forma parte de nuestra existencia porque la vemos por fuerza cada día,
tanto si queremos como si no. No hay otra construcción humana tan alta hasta
Boston.
Como es natural, los habitantes de la ciudad ven la torre sin darse cuenta, por pura
rutina, y era muy probable que no me hubiera fijado en ella de un modo consciente
desde hacía meses, pero aquella mañana, tan pronto comencé a encaminarme hacia el
centro de la ciudad, mi tatuaje, que ya estaba muy agitado, pareció arrastrarse por mi
piel hasta causarme una intolerable picazón que subía y bajaba siguiendo las
palpitaciones de mi angustia, de modo que, si bien por lo general miraba el
monumento sin verlo, aquella mañana lo vi. Yo había intentado trepar hasta el
puntiagudo extremo de aquella torre una noche en que estaba borracho, hacía de ello
casi veinte años, y tan poco me faltó para cumplir mis propósitos, que llegué al
voladizo que corre a lo largo del parapeto, a menos de diez metros de la punta del
chapitel que corona la estructura. Había trepado en línea vertical, sujetándome con
pies y manos a los resaltes que formaba el cemento entre los sillares, suficiente para
dar apoyo a los dedos de mis pies y de mis manos. Fue una escalada que tuvo la
virtud de despertarme en plena noche durante muchos años, porque en más de una
ocasión tuve que elevarme gracias a la fuerza de mis brazos, y en ciertos puntos sólo
encontraba apoyo para las puntas de mis pies, de modo que lo único que podía hacer
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con las manos era apoyar las palmas en el muro. Es increíble, pero estaba tan
borracho que escalé hasta llegar al voladizo.
Después he hablado con varios escaladores, e incluso uno o dos examinaron el
monumento junto a mí y cuando les pregunté si se consideraban capaces de rebasar el
voladizo contestaron, con toda seriedad: «Eso es cosa de coser y cantar». Uno incluso
me explicó la técnica que utilizaría, pero no comprendí nada. Al fin y al cabo, no soy
escalador. Aquélla fue la única vez en mi vida en que he estado en un muro a sesenta
metros del suelo, pero el final fue tan poco alentador que se me quitaron las ganas de
volver a intentarlo.
Quedé atrapado, por decirlo así, en el voladizo. Al parecer, debía haber confiado
en los apoyos que tenía, e inclinarme hacia atrás hasta hacer presa con una mano en el
parapeto —¡el voladizo era muy estrecho!—, pero no vi la manera de superar aquel
obstáculo, por lo que me limité a acurrucarme en uno de los pequeños arcos de
soporte que había debajo del voladizo, con la espalda contra una columna y las suelas
de los zapatos contra otra, y así estuve hasta que comenzaron a faltarme las fuerzas y
empecé a comprender que me caería más pronto o más tarde. Considerando la
situación en que me hallaba, estimé que el descenso era imposible, y en esto no me
equivoqué. Más tarde me dijeron que, si no se dispone de cuerdas, es mucho más
fácil trepar por un muro que descender por él. Quedé atrapado, asiéndome con todas
mis fuerzas, en espera de que se me ocurriera una idea salvadora, mientras mis
energías y el valor que me hablan infundido el alcohol y la marihuana comenzaron a
desvanecerse. Al desaparecer los efectos del alcohol y serenarme, empecé a sentir
frío y el temor hizo que me pusiera a gritar, lo cual tuvo como resultado que me
rescatara el cuerpo de bomberos voluntarios en plena noche. La persona que me sacó
de allí fue un corpulento bombero vistosamente ataviado (se trataba nada menos que
del mismísimo Barriles), que bajó atado a una cuerda (después de subir al parapeto
por la escalera interior) y me cogió en brazos, lo que permitió que nos izaran a los
dos: resulta que yo me encontraba en el estado de ánimo propio del gato que ha
permanecido seis días atrapado en la copa de un árbol —había estado a punto de
morir— y dicen que me resistí físicamente a que el Barriles me tocara, e incluso
intenté morderle. Sospecho que me dijeron la verdad, ya que al día siguiente tenía un
chichón en la parte lateral de la cabeza, donde el Barriles la golpeó contra el muro a
fin de anestesiarme.
Bueno, el caso es que a la mañana siguiente pensé que lo mejor sería irse de
Provincetown, y cuando estaba haciendo el equipaje llegaron unos amigos y me
trataron como si hubiera mostrado mucho valor. Al parecer, no me consideraban un
insensato. Me quedé, y llegué a darme cuenta de que Provincetown era un lugar
adecuado para mí, ya que nadie pensó jamás que había hecho una locura, ni siquiera
una excentricidad. Todos tenemos alguna cualidad sobresaliente, eso es todo. Y lo
demostramos de un modo u otro.
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De todas maneras, guardé mi saco de lona debajo de la cama durante todo aquel
invierno, y creo que no hubo instante en que no estuviera dispuesto a tocar el dos;
hubiera bastado una burla en un momento inoportuno. A fin de cuentas, por primera
vez en mi vida me había visto obligado a reconocer que no había obrado con cordura.
Claro está que, hasta cierto punto, intuía qué podía haberme inducido a obrar de
aquel modo. Años más tarde, leyendo la biografía de Freud que escribió Jones,
encontré una referencia de Freud a lo que había sido, «sin duda alguna, un turbulento
ataque de miedo latente a ser homosexual que había sacudido las fibras más
profundas de mi ser», y tuve que dejar el libro, porque mi pensamiento se concentró
en la noche en que intenté escalar el monumento. El tatuaje palpitaba ahora
frenéticamente. ¿Estaría aún bajo los efectos del «turbulento ataque»?
¿Por qué será que en todos los lugares renombrados por su colonia de
homosexuales hay siempre un monumento como el nuestro? Pensé en los hombres y
los muchachos que merodean alrededor del obelisco de Central Park de Nueva York,
y pensé en las invitaciones, con medidas fálicas y números de teléfono, escritas en las
paredes de los retretes públicos al pie del monumento a Washington. ¿Qué era lo que
había querido echar fuera de mí con aquella escalada de lunático? En nuestra selva.
Estudios entre los cuerdos, por Timothy Madden.
En la ciudad había un hombre que podía considerarse mi compañero, porque
también había intentado escalar el monumento de Provincetown. También fracasó en
su intento de salvar el voladizo, y también fue rescatado por los bomberos
voluntarios, aunque en esa ocasión (la simetría tiene sus límites) no fue el Barriles
quien lo hizo.
El intento de ese hombre tuvo lugar hace sólo cuatro años, pero es tal el número
de locos y excéntricos que giran y giran en la gran lavadora automática que es
Provincetown en verano, que nadie se acuerda de nada. La leyenda de mi padre le
acompañará toda su vida, pero aquí, en Provincetown, cuando Nissen efectuó su
intento, todos se habían olvidado del mío —¡va y viene tanta gente!—, y a veces
pienso que Nissen es el único que recuerda que también yo lo intenté.
Sin embargo, lamentaba que nuestros intentos estuvieran emparejados, y todavía
lamentaba más que estuvieran emparejados casi en secreto, porque no podía tragar a
Nissen. Tal vez no estará de más recordar que el apodo de Nissen era el Araña.
Nissen el Araña. Henry Nissen, conocido también por Hank Nissen, y también por
Nissen el Araña; este apodo flotaba a su alrededor como una nube de mal olor.
Además, también tenía algo de hiena, había en él esa intimidad que procede de haber
comido carroña juntos que parecen reflejar los ojos de las hienas, entre los barrotes de
la jaula, cuando nos miran. Así me miraba Nissen el Araña, y soltaba una risita, como
si hubiéramos violado juntos a una chica y nos hubiéramos turnado sentándonos
sobre su cabeza.
Nissen el Araña me repugnaba de una manera prodigiosa. No sé si se debía a la
gloria y la vergüenza que compartíamos por nuestras fallidas ascensiones al
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monumento, pero lo cierto era que no podía saludarlo por la calle sin que mi humor
quedara alterado para el resto del día. Me causaba una inquietud física semejante a la
que hubiera sentido si Nissen llevara una navaja en el bolsillo y estuviera dispuesto a
clavármela en las costillas. Y lo cierto era que llevaba una navaja. Estaba seguro de
que sería capaz de venderme marihuana mezclada con hierbajos venenosos si
necesitaba dinero para comprarse cocaína. Era una mala persona, pero a pesar de ello
también era, durante el invierno, invierno tras invierno, uno de mis amigos en la
ciudad. En invierno todos pagábamos un tributo que supongo que también deben de
pagar los habitantes de Alaska: consideramos amigo a todo aquel con quien matamos
el rato olvidándonos del abominable hombre de hielo del norte. En el silencio de
nuestro invierno, los simples conocidos, los borrachos, los perdularios y los latosos
podían ser elevados a una categoría que quedaba más o menos englobada en la
palabra «amigo». A pesar de lo mucho que el Araña me desagradaba, éramos dos
personas más o menos próximas, pues habíamos compartido una experiencia que
nadie más podría comprender, aunque entre la mía y la suya hubieran pasado
dieciséis años.
Además, el Araña era escritor. En invierno nos necesitábamos mutuamente,
aunque sólo fuera para criticar a nuestros colegas contemporáneos. Y si una noche
despellejábamos a McGuane, a la noche siguiente hacíamos lo mismo con DeLillo.
Reservábamos a Robert Stone y Harry Crews para las grandes ocasiones. La rabia
que nos daba el talento de los escritores de nuestra edad que habían alcanzado la fama
era la sustancia de muchas de nuestras conversaciones, y eso que sospechaba que el
Araña tenía en muy poco lo que yo había escrito. De lo que estaba seguro era de que
no me gustaba nada su estilo como escritor. Sin embargo, mantenía la boca cerrada.
El Araña era mi salaz, traicionero y mezquino vecino y amigo. Además, su
imaginación era digna de admiración, hasta cierto punto. Intentaba lanzar una serie de
novelas centradas en un detective privado que jamás salía de su habitación; era un
parapléjico en silla de ruedas que se las arreglaba para solucionar todos los crímenes
que se le planteaban gracias a un ordenador. El detective de marras conseguía
introducirse en las redes informáticas de las más importantes organizaciones, tenía
acceso a las comunicaciones internas de la CIA y era capaz de desbaratar las
operaciones mejor montadas de los rusos, pero también era conocedor de los actos
más íntimos gracias a su habilidad para introducirse en los ordenadores personales.
Descubría a los asesinos gracias a sus listas de la compra. El protagonista del Araña
era una verdadera araña. En cierta ocasión, le comenté al Araña: «Nos hemos
desarrollado pasando de invertebrados a vertebrados, y tú nos elevarás a la categoría
de cerebrados». Al decir estas palabras, veía en mi imaginación cabezas con antenas
en vez de extremidades y tronco, pero los ojos del Araña brillaban como si yo
acabara de cometer un asesinato en un videoclub.
Voy a describir el aspecto físico del Araña. Por cierto, me dirigía hacia su casa.
Era un tipo alto y delgado, de brazos y piernas muy flacos y largos, cabello rubio,
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sucio, ralo y largo, que gracias a la mugre había adquirido un tono verdiazul, del
mismo modo que la porquería acumulada había dado una tonalidad suciamente
amarilla a sus desteñidos tejanos azules. Tenía una larga nariz que no iba a ninguna
parte, quiero decir que carecía de personalidad, ya que la remataban dos funcionales
orificios y una punta anodina. Tenía la boca ancha y plana, como de cangrejo, y ojos
de un color gris. El techo de su casa era demasiado bajo para él. Las vigas se
encontraban solamente a dos metros y medio del suelo —¡otra casucha traída desde la
Ciudad el Infierno!—. Formaban su casa cuatro pequeñas habitaciones, a las que se
llegaba por una estrecha escalera del estilo propio de Cape Cod, situadas sobre cuatro
habitaciones inferiores igualmente pequeñas. Todo el edificio desprendía un triste y
rancio hedor a coles, vino agrio, sudor de diabético —me parece que la mujer del
Araña era diabética—, huesos viejos, perro viejo y mayonesa pasada. Aquello era tan
triste como el dormitorio de una anciana señora.
Como he dicho, en invierno nos recogíamos en nuestras casas, como si
perteneciéramos al siglo pasado. La casa del Araña se encontraba en una estrecha
calleja situada entre las dos calles largas de la ciudad y no era visible hasta que
cruzabas un portal en el seto, extraordinariamente alto, que la rodeaba. La puerta de
la casa estaba frente a él, pues no había jardín, solamente el seto que rodeaba el
edificio. Desde la planta baja, si mirabas por las ventanas, sólo veías el seto.
Recuerdo que mientras me dirigía a casa del Araña, me pregunté el porqué de
aquella visita, y no tardé en recordar que la última vez que estuve en su casa, el Araña
cortó unas tajadas de melón, les echó vodka y luego nos las ofreció con pastelitos de
hachís. Hubo algo en la manera como cortó el melón, una alta precisión quirúrgica al
esgrimir el cuchillo, que suscitó en mí el deseo de aprender a utilizarlo como él, del
mismo modo que contemplar un hombre que se relame al comer puede abrirte el
apetito.
El caso es que mientras caminaba por la calle, contemplando el monumento y mi
tatuaje, no sólo pensaba en Nissen el Araña sino también en el horrible grito que soltó
la noche de la sesión de espiritismo, hacía de eso un mes, más o menos, y en el hecho
tan insólito que ocurrió acto seguido: Patty Lareine tuvo un ataque de histeria, algo
absolutamente impropio de ella. El simple recuerdo de la manera como Nissen el
Araña había utilizado el cuchillo, y la certeza repentina, pero absoluta, total (como un
don traído por un ángel), de que podía decirme dónde me hicieron el tatuaje, me
llevaron a la convicción de que fueron su mano y su cuchillo los instrumentos que
cercenaron una cabeza rubia de su cuerpo.
Todo ocurrió en el mismo instante. Y me sentí libre de la intolerable presión que
oprimía mi cabeza. Es angustioso no tener ni una pista cuando te enfrentas a un
peligro cuya profundidad no puedes medir. Ahora, ya tenía una premisa. Debía
observar a mi amigo el Araña. A pesar de los comentarios adversos que sobre él he
hecho, lo cierto es que había sido lo bastante generoso para llevarle conmigo más de
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una vez a mi plantación de marihuana. Tal como he dicho, una soledad invernal
parecida a la que se sufre en Alaska era el origen de la mitad de nuestros actos.
Golpeé la puerta con el picaporte, y me abrió Beth, la mujer de Nissen. Ya he
explicado que en Provincetown no había pretensiones sociales o esnobismo, y en casa
de Nissen menos que en cualquier otro lugar. Con todo, cabía encontrar en nuestra
ciudad a muchas personas que podían sentirse ofendidas por muy variadas razones.
Por ejemplo, la mayoría de mis amigos escritores jamás cerraban la puerta de su casa
cuando se encontraban en ella. No tocabas el timbre ni llamabas; simplemente,
entrabas. Si la puerta estaba cerrada, sólo podía significar una cosa: los amigos a los
que habías ido a visitar estaban follando. De todas maneras, a algunos amigos míos
les gustaba follar con la puerta abierta. Si entrabas cuando se encontraban en plena
faena, podías elegir entre mirar o unirte a ellos, lo que te apeteciera. Durante el
invierno, en Provincetown, pocas cosas más se pueden hacer.
Sin embargo, Patty estimaba que esa costumbre era poco fina. Jamás llegué a
comprender ciertas actitudes de Patty Lareine, pues creo que hubiera sido muy capaz
de follar con un elefante, por lo menos con el fin de ganar una apuesta, una apuesta
importante. La clase social de la que procedía Patty, los blancos pobres del Sur, no
hacía más que ir saltando de catre en catre. En cambio, aunque mi fiel esposa no
hacía ascos, ni mucho menos, a la mayoría de las propuestas amatorias que recibía,
procuraba que no les faltase un toque de distinción. La costumbre de Provincetown
de que el primero que llegaba se uniera a la pareja que estaba follando bajo una
pringosa manta, asqueaba a Patty Lareine. Lo hacían porque procedían de buenos
hogares de clase media e intentaban, dicho con palabras de Patty, «vengarse de sus
padres por haberles legado el cáncer». Patty nunca hubiera hecho algo así. Estaba
muy orgullosa de ser dueña de su cuerpo. Le gustaban las fiestas nudistas en alguna
playa apartada, y disfrutaba caminando por la arena (con su castaño vello púbico
dorado por el sol) hasta colocarse a pocos centímetros de distancia de los ojos de
algún amante potencial sentado en la arena comiéndose un bocadillo de salchicha;
más de uno había corrido el peligro de quedarse bizco al mirar con un ojo la roja
carne cubierta con mostaza que acercaba a sus labios mientras no apartaba el otro de
la mata de pelo entre los muslos de Patty.
A veces jugueteaba en el agua, con el culo al aire, abrazada a dos mujeres
desnudas, mientras sus perversos dedos sureños, tan amigos de pellizcar, retorcían los
pezones de sus compañeras. Pellizcar pezones, acariciar tetas, dar palmadas en el
culo, eran diversiones propias de una buena chica en las charcas en que tanto retozó
Patty en su juventud, charcas en las que siempre había un viejo árbol junto a la orilla
del que colgaba una cuerda para saltar al agua.
A Patty también le gustaba andar por casa mostrando todo su carnal esplendor, es
decir, con zapatos de tacón alto y nada más, y se le ponían los pelos de punta, en sus
zonas más sensibles, cuando algún viejo chaquetón, del tipo llamado parca, con un
hombre dentro, abría la puerta y preguntaba: «¿Está Tim?».
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En estos casos, Patty respondía: «Estúpido y grosero hijo de puta, ¿es que no
sabes llamar a la puerta?».
En consecuencia, impusimos una norma a nuestros amigos: «Llamad antes de
entrar». Y nosotros —es decir, Patty— la hacíamos cumplir. Muchos nos
despreciaban por ser tan remilgados, pero como he dicho, lo contrario del esnobismo
era lo habitual en nuestro pueblo en invierno.
En consecuencia, como siempre, llamé a la puerta del Araña, y saludé con un
movimiento de cabeza a Beth, su mujer, cuando me abrió. Vivía tan servilmente
sometida a los menores caprichos del Araña, que incluso las más ardientes feministas
de Provincetown la consideraban un caso perdido. Lo paradójico era que Beth
mantenía a Nissen, y que había comprado la casita en que vivían con dinero de sus
padres (me dijeron que eran personas acomodadas de Wisconsin), pero el Araña se
comportaba como si aquella especie de barraca fuera su feudo. El hecho de que fue
Beth, con su dinero, quien compró la Honda 1200 del Araña, su televisión Triniton,
su cámara de vídeo Sony, su grabadora Betamax y su ordenador Apple, sólo servía, al
parecer, para reforzar el poder del Araña. El poco aprecio que Beth sentía por sí
misma se avivaba mortecinamente cuando le daba dinero. Era una mujer callada,
huidiza, de piel grisácea, que hablaba con voz apagada y llevaba gafas. Siempre tuve
la impresión, incluso cuando Beth y yo nos saludábamos con una inclinación de
cabeza y una sonrisa tímida, de que había rechazado deliberadamente cualquier
encanto, por pequeño que fuera, que hubiera intentado posarse en ella. Parecía un
jamelgo. Y, sin embargo, escribía unas poesías extraordinarias. Al leer lo poco que
me enseñó, descubrí que era cruel como un violador en un ghetto por la brutalidad de
sus conceptos, ágil como un acróbata en sus metáforas, y capaz de llegarte al corazón
con una ocasional vena sentimental tan tierna como una ramita de madreselva en la
boca de un niño. Sin embargo, aunque me sorprendió, no me dejó pasmado. Beth era
un jamelgo que había sido alimentado con radio.
Debo advertir, sin embargo, que la vida sexual de aquella pareja —vida que para
nadie constituía un misterio— era sórdida incluso para nosotros. En un momento
indeterminado, en el curso de los últimos dos años, Nissen había sufrido una lesión
en la espalda, así que padecía una grave hernia discal. Cada dos o tres meses tenía
que pasarse unas semanas tumbado en el suelo, y allí escribía, comía y follaba. Creo
que cuando más le dolía la espalda, más follaba, lo que, a su vez, empeoraba su
dolencia. Primero trituraba la carne de la atracción que sentían el uno por el otro,
luego los huesos, y por fin las tripas y los despojos, como si durante el período de su
encarcelamiento en el suelo —¡por algo dicen que el tiempo es plano!— tuviera que
hacer vibrar incesantemente la única cuerda que le quedaba a su banjo, hasta que o
bien se le partiera la espina dorsal, o bien su mente volara aullando de dolor hasta el
espacio exterior, o bien Beth se cortara las venas de las muñecas. Solía filmar en
vídeo estos paroxismos amatorios. Y había mostrado las cintas a quizá veinte de
nosotros. Beth se sentaba entre nosotros, como una monja, en silencio, mientras
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Nissen nos mostraba las técnicas amatorias propias de un hombre con hernia discal.
Estas técnicas consistían principalmente en que él se tumbaba de espaldas en tanto
que Beth (y el Araña estaba orgulloso del cuerpo flaco, de muchacho, de su mujer,
cuando se ondulaba sobre el suyo) efectuaba toda clase de piruetas. Por lo general, el
número terminaba cuando Beth metía en su boca el cipote del Araña y la espalda de
éste vibraba como la cola de un perro, mientras lo mostraba todo a la cámara de
vídeo, hasta que por fin se corría en un solo espasmo, sólo uno, con el que entregaba
la última gota de semen que podía quedarle a un hombre que, a falta de otra
diversión, se había pasado el día follando. Era horroroso contemplarlo. El Araña solía
mearse encima de su mujer, para que todos lo viéramos en la pantalla del televisor. Se
había dejado un bigote a lo D’Artagnan, que se retorcía como un villano mientras
orinaba encima de Beth. Quizá se pregunten por qué razón contemplaba yo estas
cintas, y se lo voy a decir. Sabía que las grandes bóvedas del cielo están destinadas a
los ángeles, y que en el cielo hay otros caminos, y también que hay trenes
subterráneos para los demonios, y pensaba que la casa de Nissen (a pesar de que el
nombre de su propietario era White, Beth Dietrich White) era una estación más de la
línea. Por eso me quedaba y contemplaba las escenas, sin saber si actuaba como
acólito o como espía, y así lo hice hasta que por fin, a Dios gracias, la espalda del
Araña mejoró con el paso de los meses y se olvidó un poco de aquella loca sucesión
de polvos llena de cables cruzados y de cortocircuitos. Como era de temer, a modo de
compensación se dedicó a escribir detalladas descripciones de sus relaciones
amorosas con Beth, descripciones que me pasaba y que yo tenía que leer para discutir
luego con él sus posibles méritos. Era lo último en talleres literarios.
Hubiera podido soportar al Araña, aquel monstruo que compartía conmigo la
gloria de haber escalado casi hasta el voladizo el monumento más alto entre nuestra
ciudad y Washington, D. C., si por lo menos él hubiera creído en Dios, o en el diablo,
o en los dos, o si hubiera sido un alma atormentada, o si hubiera deseado asesinar a
Dios, o si hubiera besado el ojete del diablo y ahora fuera su esclavo. Habría tolerado
la herejía, la falacia, el perjurio, el antinomismo o el catarismo, pero no podía
soportar aquel maldito ateísmo que creía en los espíritus llegados por medio de las
corrientes electrónicas. Creo que la doctrina teológica del Araña podía resumirse así:
quizá en otros tiempos hubo un dios, pero ahora, por ignoradas razones, este dios se
ha ido, dejándonos en una especie de grandes almacenes cósmicos por los que
podemos pasearnos parloteando y metiendo el dedo en las mercancías y
entrometiéndonos en todos los sistemas. Sí, el Araña pertenecía a la vanguardia de los
cerebrados.
Aquel día, cuando entré, la sala de estar de los Nissen estaba a oscuras, con las
persianas bajadas. El Araña y dos hombres más, cuyas caras, al principio, no pude
distinguir, contemplaban cómo los Patriots intentaban marcar un tanto desde la línea
de diez yardas. Deduje de ello que tenía que ser domingo, lo que demuestra lo
ensimismado que estaba. Ni me había enterado. En cualquier otro domingo de
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noviembre habría hecho mis apuestas, sopesando los pros y los contras, y me habría
instalado en aquella casa desde el momento del saque inicial, pues he de confesar
que, a pesar de la antipatía que sentía por Nissen y de que pasarme muchas horas ante
el televisor me causaba el mismo efecto que un purgante, si querías ver la televisión
no había mejor lugar para hacerlo que la pequeña sala de estar de Nissen. El hedor a
calcetines sucios y a restos de cerveza se mezclaban con los sutiles olores del equipo
de vídeo: cables quemados, plástico. Tenía la impresión de encontrarme en una cueva
en el mismísimo borde de la futura civilización en compañía de los nuevos
cavernícolas cerebrados, un anticipo de los siglos venideros. Si se pasaban las tardes
del domingo en la profunda, aunque deprimente, paz que da perder el tiempo, las
estaciones del año se podían tolerar e iban transcurriendo sin altibajos; me causaba
una especie de aburrida felicidad contemplar a los Patriots, los Celtics, los Bruins y
luego, en abril, los Red Sox. En mayo había otro ambiente. El invierno había
terminado, pensábamos en el verano, y la sala de estar de Nissen ya no parecía una
cueva, sino una madriguera poco aireada. Sin embargo, estábamos en los inicios del
período de hibernación, y si aquel invierno no hubiera empezado dando señales de
que iba a ser completamente distinto de todos los anteriores, me habría gustado ir allá
en una especie de trance con una botella de whisky o un cartón de cervezas, a modo
de aportación a la cueva, y me hubiera hundido, con la mente en paz, en uno de los
dos sofás de Nissen o en cualquiera de sus tres sillones despanzurrados —¡que se
apretujaban en un cuarto de estar de tres metros y medio por cinco!—, hubiera
estirado las piernas, apoyando los tacones de mis camperas en su alfombra, y me
habría fundido con las paredes, la alfombra y los muebles; descoloridos por el paso
del tiempo, llenos de churretones, salpicaduras y manchas, habían ido adquiriendo un
color indefinible que no era gris ceniza, ni púrpura desteñido, ni verde marchito, ni
castaño desvaído, sino una mezcla de todos ellos. Pero ¿qué importaba el color? La
pantalla del televisor era nuestro luminoso altar y la contemplábamos soltando un
gruñido de vez en cuando o tomando un sorbo de cerveza.
No puedo expresar cuánto me tranquilizó encontrarme de nuevo en aquel
ambiente. Para una persona que había vivido los últimos días de un modo tan agitado,
era un honesto alivio estar sentado entre los visitantes del Araña, dos individuos de
los que podía prescindir en mejores momentos, pero que entonces por lo menos
representaban compañía. Uno de ellos se llamaba Pete el Polaco, era nuestro corredor
de apuestas y tenía un apellido que nadie, ni siquiera él, podía pronunciar dos veces
de la misma forma. Me parece que se llamaba Peter Petrarcievsisz. Yo le tenía
antipatía por ser un malparido de la peor ralea, rebosante de codicia, que cobraba una
comisión del veinte por ciento en vez del diez por ciento que hacían pagar los
corredores de Boston —«Pues llamad por teléfono a Boston», decía. ¡Claro, sabía
muy bien que allí sus clientes no tenían crédito!— y que además procuraba
engatusarte a la hora de apostar, si sabía cuáles eran tus preferencias, para que
perdieras. Era un tío corpulento y tristón, con cara de pocos amigos, que pertenecía a
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todos los grupos étnicos y a ninguno: podías tomarlo por italiano, irlandés, polaco,
húngaro, alemán o ucraniano, según lo que te dijeran. Tampoco yo le caía bien: era
uno de los pocos que tenía crédito en Boston.
Que Pete el Polaco estuviera presente sólo podía significar que Nissen había
apostado mucho a favor de los Patriots. Esto era inquietante. Nissen podía carecer de
sentimientos hasta el punto de mearse encima de su esclava, pero hubiera lamido los
cordones de los zapatos de cualquier deportista lo bastante bueno para jugar con los
Patriots. Su parapléjico detective podía introducirse en los ordenadores de la CIA y
liquidar con la misma sangre fría a un amigo que a un enemigo, pero la fidelidad de
Nissen a los Patriots era tan metafísica que Pete podía colocarle apuestas
asegurándole que eran favoritos por seis a uno cuando a mí me las daban por tres a
uno en Boston. ¡Cuántas veces debía de haber caído el Araña en esas trampas!
Presumí que esta vez la apuesta era tan importante que Pete estaba presente con la
finalidad de cobrar, en el caso de que ganara, y al cabo de cinco minutos comprobé
que mi suposición era acertada: el Araña le gritaba al televisor. No me habría
extrañado que hubiera apostado su motocicleta y por eso estuviera allí Pete, dispuesto
a llevársela en el caso de que Nissen perdiera.
Hay algo importante que debo decir: creo muy posible que el Araña le pidiera a
Pete una moratoria en el pago de sus deudas a cambio de ciertas promesas. Promesas
como: «Espera otra semana y te diré dónde guarda Madden su provisión». Mi reserva
de marihuana bien podía valer dos mil dólares, y Nissen lo sabía. Era muy capaz de
ofrecer mi marihuana como garantía.
Al otro hombre que estaba en el cuarto apenas le conocía. Hubiera podido pasar
por mexicano. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes que representaban águilas y
sirenas, tenía el cabello liso y negro, la frente baja, la nariz partida, llevaba bigote y le
faltaban un par de dientes. Le llamaban Stude porque, según decía su leyenda, cuando
era adolescente se dedicaba a robar todos los coches de la marca Studebaker que
podía encontrar por la zona de Cape Cod. Sólo Studebaker. Pero esta leyenda era
falsa, ya que Stude robaba coches de todas las marcas; lo que sí era cierto es que le
cogieron cuando conducía un Studebaker robado. Se dedicaba a cobrar, por cuenta de
Pete, las deudas de juego; según decían, era mecánico ajustador y metalúrgico
(oficios ambos aprendidos en el penal de Walpole), lo bastante experto para cambiar
los números de serie de los motores de los coches robados por otros. Pero no creía
que Stude conociera la existencia de mi depósito en el bosque de Truro.
Si digo esto es porque, al igual que John Foster Dulles, que —cualesquiera que
fueran sus pecados— nos legó esta frase, yo estaba llevando a cabo una dolorosa
reconstrucción mental. Me tenía por un escritor que buscaba una visión más amplia,
de lo común del ser humano. No me gustaba clasificar a todas las personas con que
me cruzaba en dos categorías: la de los que sabían dónde escondía la marihuana y la
de las que lo ignoraban.
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Sin embargo, mi mente estaba obsesionada por esa lista. Nissen lo sabía, y por
extensión también Beth. Patty lo sabía. El negro lo sabía. Era posible que hubiera
llevado a Jessica y al señor Pangborn hasta allí. Regency debía de tener una idea
bastante clara, por lo menos. Y había más gente. Incluso pensé en mi padre. Llevaba
años tratando sin éxito de sustituir el alcohol por la marihuana. En cierta ocasión,
haría cosa de un año, en el curso de la última visita que nos hizo, le llevé a mi
plantación y traté de que se interesara por ese cultivo. Pensé que si veía la planta,
llegaría a respetarla tanto como al lúpulo. Sí, tenía que añadir mi padre a la lista.
Pero eso era como mearse encima de Beth. De repente, me di cuenta de la
monstruosidad de mi nueva preocupación. En mi mente la gente era como una lista de
nombres en la pantalla de un ordenador. ¿Me estaría convirtiendo en un cerebrado?
Tanto se había obsesionado mi mente con esta actividad, que me sentía como un
ordenador temblando sobre su base. El nombre de mi padre entraba y salía
alternativamente de la lista. Hubiera preferido capear una galerna en alta mar.
Estuve mirando el partido de fútbol americano durante un buen rato. Por fin hubo
un tiempo muerto, y Nissen fue a la nevera en busca de más cervezas. Le acompañé.
Sólo había un modo de tratar a Nissen: con decisión y sin ceremonias. Como era
capaz de mostrar videos en los que aparecían él y su mujer envueltos en una nube de
confeti formado por manchitas electrónicas, o de preguntarte, cuando estabas a punto
de pegarle un mordisco a un bocadillo, si padecías de estreñimiento, le espeté, sin el
menor remordimiento:
—Araña, ¿te acuerdas de la sesión de espiritismo?
—Olvídala tú, si puedes. A mí me es imposible —me respondió.
—Fue lúgubre.
—Fue horrorosa. —Se llenó la boca de cerveza por el hueco dejado por una
muela que le faltaba, se la tragó, y añadió—: Oye, si a tu mujer y a ti os gusta esa
mierda, allá vosotros. Yo no puedo soportarla. Me altera.
—¿Qué viste?
—Lo mismo que tu mujer.
—Bueno, te he preguntado qué viste.
—Oye, no me des la lata. Supongo que no ocurre nada malo, ¿verdad?
—No, todo va perfectamente.
—Como era de esperar —dijo.
—En ese caso, ¿por qué no me contestas?
—No quiero volver a pensar en aquello.
—Escucha una cosa: hoy tienes que ser puro. Has hecho una apuesta gorda.
—Y ¿qué?
—Te pido un favor. Si eres puro con tus amigos, tu equipo te hará ganar la
apuesta.
—No me vengas con salsas metafísicas. Esto se acabó junto con el LSD. No veo
que decirte lo que quieres saber me haga ser más puro. Esta es una forma desesperada
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de apostar, hombre, es una degeneración. Aposté por los Patriots por sus propios
méritos.
Mirándole fijamente a los ojos, como si me dispusiera a ser implacable, le dije:
—Hoy necesitas mi ayuda.
—Estás loco. No sé cuántos centenares de miles de personas han apostado en este
partido, quizá sean dos millones, y yo tengo que ser puro contigo para que mi equipo
gane, ¿no es eso? Madden, todos los que le dais a la marihuana estáis sonados. Sería
mejor que te pasaras a la coca.
Cerró violentamente la puerta de la nevera. Se disponía a volver al partido.
—Te equivocas —le dije—. Tú y yo podemos ayudar a los jugadores a que
ganen, si soy capaz de sintonizar mi mente con la tuya.
—Pues no recibo ningún impulso procedente de ti.
—Bueno, lamento tener que referirme a ello, pero la verdad es que tú y yo
tenemos una cosa en común que esos dos millones de apostantes no tienen.
—Sí, sí, de acuerdo.
—Hemos estado juntos en un lugar especial.
Cuando dije esto, ocurrió un fenómeno de lo más curioso. Nunca se lo había
comentado a nadie, y había tratado de no pensar en ello, pero durante el tiempo que
estuve acurrucado bajo aquel voladizo llegó a mis narices el más terrible de los
hedores; quizá surgía de las piedras, quizá de mi propio sudor, no lo sé; aquel hedor
tan espantoso me hizo pensar en un campo de batalla cubierto de cadáveres, aunque
su causa también podía ser, y esto era lo que más miedo me daba, que el diablo
rondara por allí esperando el momento de apoderarse de mí. Tan terrible era aquel
hedor, que durante los días que siguieron a mi escalada a la torre seguía oliéndolo, lo
que me llenaba de pavor, hasta que me dije a mí mismo que, considerando los pros y
los contras, aquel hedor sólo podía provenir de la acumulación de excrementos de
gaviota, y que era mi mente atemorizada la que lo había convertido en el pestilente
hedor de la Bestia Satánica. Pero ahora, mientras pronunciaba aquellas palabras que
no debiera haber dicho —«Hemos estado juntos en un lugar especial»—, el cuerpo de
Nissen desprendió el mismo increíble hedor, y creo que los dos comprendimos que
habíamos compartido una misma experiencia.
—¿Qué viste en la sesión de espiritismo? —le pregunté nuevamente.
Vi que Nissen estaba a punto de decírmelo, por lo que tuve la sensatez de no
insistir. Se disponía a decirme la verdad, a juzgar por el modo como se lamía los
labios.
En la sesión de espiritismo fuimos seis los que nos sentamos alrededor de una
mesa circular de roble con las palmas de las manos sobre el tablero; juntamos los
pulgares de nuestras manos, mientras que con los dedos meñiques estábamos en
contacto con los vecinos de la derecha y la izquierda. Nuestra intención era que la
mesa diera golpes como respuesta a las preguntas que se le formularan. No voy a
analizar la firmeza de nuestras convicciones espiritistas, pero lo cierto es que cada
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vez que se le hacía una pregunta a la mesa en aquella habitación, sumida en
penumbras y próxima al mar (estábamos en casa de un amigo rico, en Truro, y las
olas rompían a menos de doscientos metros de nosotros), sentía que el tablero
temblaba un poco más. De repente, un horrible chillido proferido por Nissen hizo
trizas los sentimientos comunitarios que habían surgido entre nosotros. Lo más
probable es que el Araña hubiera recordado al mismo tiempo que yo lo ocurrido,
porque dijo:
—La vi muerta. Vi a tu mujer muerta y con la cabeza cortada. Y en ese jodido
instante ella también lo vio. Los dos lo vimos al mismo tiempo.
En aquel momento, el hedor que desprendía Nissen era avasallador, y sentí de
nuevo en toda su intensidad el miedo cerval que se apoderó de mí cuando estaba
debajo del voladizo; así pues, no había alternativa: tenía que volver al arbolillo que
crecía sobre la duna y averiguar de quién era la cabeza que había en el hoyo que se
abría a sus pies.
De pronto, el rostro de Nissen mostró una intensa expresión de rencoroso
despecho. Alargó una mano y me oprimió el brazo derecho, justamente por debajo
del hombro; sus dedos se hundieron en mi carne como garfios.
Cuando me erguí sobresaltado, Nissen se rió y dijo:
—Sí, llevas un tatuaje. El Arpón dijo la verdad.
—¿Cómo se enteró?
—¿Tú preguntas cómo se enteró? Muchacho, la marihuana te sienta mal.
Necesitas a tu esposa. Lo mejor que podría hacer sería volver.
Nissen resopló, como si algunos restos de cocaína se estuvieran deslizando por su
nariz, y dijo:
—Sí, yo soy puro. Ahora tendrás que serlo tú.
—¿Cómo se enteró el Arpón? —repetí.
El Arpón era un amigo de Nissen que le acompañaba en sus correrías en moto. El
Araña contestó:
—Muchacho, él fue quien te hizo el tatuaje.
Sven Veriakis, el Arpón, era un hombre bajito y rubio, greco-noruego por parte de
padre y portugués por parte de madre, que por su complexión recordaba una boca de
incendios. Era uno de los tres hombres más bajos que habían jugado en la Liga
Nacional de Fútbol Americano en toda su historia (aunque sólo duró una temporada).
Se había trasladado a vivir a Wellfleet y le veíamos poco, pero fue quien dirigió la
ominosa sesión de espiritismo.
—¿Comentó algo? —pregunté.
—¿Quién sabe? No hay quien entienda lo que dice. Es un viajero del espacio,
igual que tú.
En ese instante se oyeron gritos e imprecaciones procedentes del cuarto de estar.
Los Patriots habían marcado otro tanto. El Araña echó a correr y me dejó plantado.
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Durante el intermedio, mientras mirábamos la publicidad, Stude se puso a hablar.
Nunca le había visto tan locuaz. Dirigiéndose a Beth, dijo:
—Me gusta estar despierto en la cama por la noche, y escuchar los ruidos de la
calle. Están llenos de significado. Sólo tienes que adoptar la disposición mental
adecuada, y todo se llena de espacio. —Stude enmendó su última frase—: Se llena de
gracia.
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y tomó un sorbito de cerveza. Y yo
recordé algo que me habían dicho acerca de él. Tenía la costumbre de colgar a su
mujer por los tobillos de unos ganchos que había puesto en una viga del techo de su
casa. Luego la acariciaba. A su manera, claro.
—Admiro la situación natural de Cape Cod —le decía a Beth—. Un veranillo de
San Martín me dedicaré a recorrerlo. Paseando por entre nuestras dunas, he tenido el
privilegio de ver a otro ser, una persona masculina o femenina, en otra duna, a cosa
de un kilómetro, pero la luz del sol estaba sobre ellos. Se sienten tan llenos de
gratitud por esta dorada gracia como nosotros en nuestros propios sentimientos. Ésa
es la bendición de Dios que ha descendido sobre este lugar. No hay modo de escapar
de ella. Es una belleza inexorable. —Hizo una pausa—: Quiero decir que es una
belleza inenarrable.
Decidí incluir a Stude en mi lista.
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No me enteré aquella tarde de quién ganó el partido, porque me fui de casa de Nissen
antes de empezar la segunda parte (entonces llevaban ventaja los Patriots), y recorrí
en automóvil los veinticuatro kilómetros que me separaban de Wellfleet para ver al
Arpón, que vivía en una buhardilla encima de una mercería situada en una calle
secundaria. He dicho una calle secundaria, pero lo cierto es que en Wellfleet la
distinción entre calles principales y secundarias resulta difícil de establecer. Se diría
que el día de la fundación de la ciudad, hace algo más de doscientos años, cinco
marineros, cada uno de ellos empinando su botella de ron, fueron vagando desde la
playa, bordeando los arroyos y rodeando las zonas pantanosas, y la gente que los
seguía trazó las calles de acuerdo con las eses que hacían al andar. A consecuencia de
ello, ninguna de mis amistades de Provincetown era capaz de encontrar la casa de
alguien que viviera en Wellfleet, aunque, la verdad sea dicha, tampoco lo
intentábamos a menudo. Wellfleet se había convertido en una ciudad muy puritana, y
cuando alguno de nosotros se dejaba caer por allí, sus cristianos habitantes lo miraban
con ojos que no rebosaban de contento precisamente. En consecuencia, no pudimos
menos que preguntarle al Arpón cómo se le ocurrió dejar Provincetown para irse a
vivir a Wellfleet. «Demasiada perversión. Tanta perversión me asfixiaba. Tuve que
irme», era su respuesta habitual.
El Arpón tenía una mata de rizado pelo rubio que casi le cubría la frente, tan
densa como la del gran cómico Harpo Marx (sin embargo, tenía el cuero cabelludo
lleno de cicatrices, ya que después de ser profesional de fútbol americano fue
semiprofesional y como tal jugaba sin casco).
Quizá convenga aclarar que el apodo del Arpón no tenía nada que ver con el arpa
que tanto le gustaba tañer a Harpo Marx. Sven Veriakis, el Arpón, se había hecho
famoso por una frase que repetía muy a menudo: «¡Qué tía tan buena! ¡Ojalá fuera lo
bastante hombre para clavarle mi arpón!». Incluso había quien le llamaba Pon, para
abreviar. Explico todo eso para indicar cuán difícil era encontrar el lugar en que vivía.
En Cape Cod, en invierno, no era posible aclarar nada.
Bueno, el caso es que encontré su paradero y estaba en casa, dos verdaderas
sorpresas. De todas maneras, todavía no estaba seguro de que fuera él quien me había
hecho el tatuaje, ya que ni siquiera sabía que practicara ese arte, y, además, no
alcanzaba a comprender cómo había sabido encontrar su casa en la oscuridad y
estando borracho, pero tan pronto subí la escalera exterior que llevaba a su casa y
entré, mis dudas quedaron disipadas. El Arpón estaba dando de comer a sus gatos
(como compensación por no tener mujer, tenía cinco gatos). Levantó la vista, y lo
primero que dijo fue:
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—¿Se te ha infectado el brazo?
—Me escuece —le respondí.
No me dirigió ni media palabra más hasta que terminó de dar la última cucharada
de comida a los gatos, aunque dirigió la palabra a alguno de los que se restregaban
contra sus tobillos, como conyugales bolitas de pelo, pero tan pronto hubo terminado
se lavó las manos, me quitó el vendaje, cogió una botella de plástico que contenía
algún desinfectante y me echó el líquido en el brazo.
—La infección no tiene importancia. ¡Estupendo! Estaba preocupado. No me
gusta utilizar las agujas cuando el ambiente es hostil.
—¿Qué ocurrió? —le pregunté.
—Estabas como una cuba.
—Bueno, suele pasarme siempre que bebo. ¿Te parece raro?
—Mac, querías pelearte conmigo.
—¡Pues sí que estaba borracho!
El Arpón tenía fuerza suficiente para coger un automóvil por el parachoques
trasero y levantarlo.
—¿De veras quería pelearme contigo? —le pregunté.
—Si no, fingías muy bien.
—¿Iba solo, o me acompañaba una mujer?
—No lo sé. Quizá la mujer estaba abajo, en el automóvil. No hacías más que
chillar por la ventana.
—¿Qué decía?
—Gritabas: «¡Vas a perder la apuesta!».
—¿Oíste alguna contestación?
Una de las virtudes de mis conciudadanos es que nadie se sorprende cuando un
amigo no puede recordar algo que ocurrió hace sólo unos días.
—Bueno, hacía mucho viento —contestó el Arpón—. Y si era una mujer, se reía
como el ángel exterminador.
—Pero ¿crees que había una mujer en mi automóvil?
Sepulcral, el Arpón contestó:
—No lo sé. A veces, el bosque se ríe de mí. Oigo montones de cosas.
Apartó la botella de desinfectante y movió la cabeza. Dijo:
—Mac, te supliqué que no te hicieras un tatuaje. El ambiente que nos rodeaba no
podía tener peor aspecto. Antes que llegaras poco faltó para que subiera al tejado. Si
hubiera habido rayos, habría tenido que subir.
Hay quien dice que el Arpón tiene poderes extrasensoriales, y otros que está
sonado de tanto jugar al fútbol americano sin casco; yo siempre he pensado que en él
concurrían ambas circunstancias, y que se reforzaban mutuamente. Estuvo en
Vietnam y, según dice la leyenda, vio cómo su mejor amigo saltaba por los aires,
destrozado por una mina, a menos de veinte pasos de él.
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«Aquello me descentró», había confesado a algunos amigos. Ahora el Arpón
vivía en los cielos, y las palabras de los ángeles y los demonios eran acontecimientos
importantes para él. Varias veces al año, cuando los clanes que amenazan nuestra
existencia se congregan entre las nubes como ejércitos medievales, y cuando los
rayos llegan acompañados de densas lluvias, el Arpón subía al tejado de su casa y se
enfrentaba a los elementos. «Si los elementos saben que estoy allí, se muestran
comedidos. Temen que tenga poder para conjurarlos. Pero me pongo a llorar como un
niño. Es algo terrible, Mac», me había confesado.
—Creía que sólo subías al tejado cuando llovía.
—Jamás sigas una norma al pie de la letra —me contestó con voz ronca.
Rara vez podías saber con certeza de qué hablaba. Su voz era profunda, y
resonaban en ella tales ecos (como si su cabeza todavía vibrara a consecuencia de
unas colisiones que nadie más hubiera podido aguantar), que te pedía un simple
cigarrillo y esa petición parecía estar llena de insondables arcanos. También era capaz
de hacer las más extraordinarias confesiones. Se parecía a esos deportistas que hablan
de sí mismos en tercera persona. («Sí, Hugo Blacktower vale un millón de dólares si
ficha por cualquier equipo de la NBA», dice Hugo Blacktower). El Arpón, cuando
hablaba en primera persona, sonaba como si lo hiciera en tercera. En una de nuestras
fiestas veraniegas, me dijo: «Tu esposa es muy atractiva, pero me da miedo. No creo
que llegara a empalmarme estando con ella. Mereces todo mi respeto por ser capaz de
follártela». Soltaba cosas tan extraordinarias como el cubilete de los dados.
—El día del huracán estuve tres horas en el tejado. Gracias a eso no llegó —dijo
entonces.
—¿Lo contuviste?
—Sé que esto acabará conmigo. Tuve que hacer una promesa.
—¿Pero contuviste al huracán?
—Hasta cierto punto.
Cualquier otra persona habría pensado que me burlaba de ella cuando formulé la
siguiente pregunta. Pero él sabía que no era así.
—Oye, ¿van a ganar los Patriots hoy?
—Sí.
—¿Es tu opinión profesional?
—Tengo la impresión. Me lo ha dicho el viento —respondió tras negar con la
cabeza.
—¿Nunca se equivoca?
—En asuntos ordinarios, una vez de cada siete.
—¿Y en asuntos extraordinarios?
—Una de cada mil. Es que se concentra en el problema.
Me agarró por la muñeca y me preguntó:
—¿Por qué segaste la marihuana antes de la tormenta?
—¿Quién te lo dijo?
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—Patty Lareine.
—¿Qué le dijiste?
El Arpón era como un niño. Si estaba dispuesto a explicarlo, no me ocultaría
nada.
—Le dije que te advirtiera —me respondió con toda gravedad— de que era mejor
perder la cosecha que recolectarla aprisa y corriendo.
—Y ¿qué te contestó?
—Que no le harías caso. La creí. Por eso no me ofendí cuando, hace un par de
noches, viniste a verme con aquella cogorza. Supuse que habías fumado tu
marihuana. Esa marihuana está poseída por el diablo.
El Arpón pronunció esta última palabra como si el Maligno fuera un cable de alta
tensión que hubiera caído al suelo y anduviera soltando chispas.
—¿Vine para que me hicieras un tatuaje?
Negó con vehemencia:
—No. La gente ignora que sé tatuar. Sólo se los hago a personas que respeto
mucho. —Me dirigió una sombría mirada y añadió—: Te respeto porque eres lo
bastante hombre para follarte a tu esposa. Las mujeres hermosas despiertan mi
timidez.
—Me has dicho que no vine para que me hicieras un tatuaje.
—No —me aseguró—, te hubiera echado con cajas destempladas.
—¿Qué quería, pues?
—Me pediste que organizara una sesión de espiritismo. Querías averiguar por qué
se puso tan histérica tu mujer durante la última que tuvimos.
—Y ¿no podías ayudarme?
—¡Oh, no! —me dijo—. No podías haber escogido una noche peor.
—Así que me dijiste que no.
—Te dije que no. Entonces me llamaste embustero. Cosas terribles. Fue cuando
viste mi estuche. Las agujas estaban encima de la mesa. Y dijiste que querías un
tatuaje. «No me voy a ir con las manos vacías», dijiste.
—Y tú accediste.
—Al principio, no. Te dije que un tatuaje debe ser respetado. Pero no parabas de
ir a la ventana y gritar: «¡Espera un momento!». Pensé que estabas hablando con
ellos, aunque también podía tratarse de una persona. Entonces te echaste a llorar.
—¡Mierda! —exclamé.
—Me dijiste que si no podía organizar una sesión, forzosamente tenía que hacerte
un tatuaje. «Se lo debo a ella», dijiste, «me porté mal con ella. Debo llevar su
nombre». —Asintió con la cabeza y prosiguió—: Lo comprendí. Querías el perdón de
alguien. Así que dije que te lo haría. Entonces corriste a la ventana y gritaste: «¡Vas a
perder la apuesta!». Eso me enfureció. Dudé de tu sinceridad. Pero no pareciste darte
cuenta de mi enfado. Me dijiste que te grabara el nombre que me habías dicho en la
sesión de Truro. «¿Qué nombre es ése?», te pregunté. Tim, tú lo recordabas.
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—¿No te dije en la sesión que quería entrar en contacto con Mary Hardwood, una
prima de mi madre?
—Eso lo dijiste de cara a los otros. Pero, dirigiéndote a mí, murmuraste: «El
verdadero nombre es Laurel. Háblales de Mary Hardwood, pero piensa en Laurel».
—¿Es eso todo lo que te dije?
—No. También dijiste que Laurel había muerto, que querías ponerte en contacto
con ella, pero estaba muerta.
—No pude decir tal cosa —le repliqué—, porque quería saber dónde está.
—Si creías que está viva, hiciste mal uso de la sesión.
—Me temo que así es.
—Tal vez sea la explicación de todo este caos. —Suspiró, abrumado por el peso
de la maldad humana—. Hace dos noches, cuando empecé a hacerte el tatuaje, me
dijiste: «No puedo engañarte más. El nombre de la chica no es Laurel, sino
Madeleine». Eso me alteró mucho. Trato de estar en contacto con las fuerzas que me
rodean cuando clavo la primera aguja. Es una protección básica para todos. Hiciste
añicos mi concentración. Y al cabo de un momento me dijiste: «He cambiado de
opinión. Pon Laurel, después de todo». Confundiste a tu propio tatuaje. Lo
confundiste dos veces.
Guardé silencio, como si considerara sus palabras. Al cabo le pregunté:
—¿Qué más dije?
—Nada. Te dormiste. Despertaste cuando ya había terminado de tatuarte.
Entonces bajaste la escalera, subiste al coche y te fuiste.
—¿Me acompañaste?
—No.
—¿Miraste por la ventana?
—No. Pero tengo la impresión de que ibas acompañado. Tan pronto saliste
comenzaste a hablar a gritos. Me pareció oír las voces de un hombre y una joven que
trataban de calmarte. Luego os fuisteis todos.
—¿Los tres en mi Porsche?
El Arpón distinguía el sonido de los motores.
—Sí, sólo había un coche —afirmó.
—Oye, ¿cómo conseguí meter a dos personas en un asiento tan bajo?
El Arpón se encogió de hombros. Me disponía a irme, cuando dijo:
—La muchacha a la que llamas Laurel tal vez siga viva.
—¿Estás seguro?
—Tengo la impresión de que se encuentra en Cape Cod. Está enferma, pero sigue
viva.
—Bueno, si te lo ha dicho el viento, hay seis posibilidades contra una de que estés
en lo cierto.
Fuera estaba oscuro, y la carretera de Provincetown era barrida por las últimas
hojas muertas, que caían sobre mi coche revoloteando desde los árboles. El viento
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soplaba con furia, como si realmente le hubiera molestado que engañase al Arpón, y
ráfagas capaces de hacer zozobrar a una barca de vela azotaban los laterales de mi
coche.
En cierta ocasión, un par de años atrás, asistí a otra sesión de espiritismo. Un
amigo del Arpón había muerto en accidente automovilístico en aquella misma
carretera, y él me invitó. Había además dos hombres y una mujer a quienes no
conocía. Nos sentamos, formando un círculo en la penumbra, alrededor de una
mesilla auxiliar de delgadas patas. Teníamos las palmas de las manos sobre la mesita
y nuestros dedos meñiques se tocaban. El Arpón dio instrucciones a la mesa; con un
tono que parecía dar por sentado que le entendía, le dijo que se inclinara hacia un
lado para volverse a asentar después haciendo un ruido con las patas que significaría
«sí». Si la mesa quería decir «no», debía dar dos golpes.
—¿Me has comprendido? —le preguntó.
La mesa levantó dos patas, obediente como un perro al que se le ordena que dé la
patita. Luego dio un solo golpe en el suelo. Y comenzó la sesión. El Arpón le enseñó
a la mesa un lenguaje muy sencillo. Un golpe representaría la letra A, dos, la B, y
veintiocho golpes, la Z. Acto seguido, empezó a hacerle preguntas.
Primero quiso asegurarse de que realmente estaba hablando con su amigo muerto
la semana anterior y preguntó:
—¿Eres tú, Fred?
Al cabo de una pausa, la mesa dio un golpe. Para comprobar la veracidad de lo
anterior, el Arpón preguntó:
—¿Cuál es la primera letra de tu nombre de pila?
La mesa dio siete golpes, los propios de la letra F.
Y seguimos. También era una noche de noviembre, y estuvimos sentados en el
pisito del Arpón, sin abandonar la mesa, desde las nueve de la noche hasta las dos de
la madrugada. Nadie conocía a los demás, excepto el Arpón, claro. Como es natural,
tuvimos tiempo sobrado para comprobar si había gato encerrado, pero no advertí ni
un leve indicio de ello. Nuestras manos reposaban de tal modo sobre el tablero de la
mesa que no hubieran podido inclinarla a un lado, y, además, veíamos nuestras
rodillas. Como estábamos tan juntos, por fuerza hubiéramos visto el menor esfuerzo
para mover la mesa hecho por cualquiera de los otros. Realmente, la mesa se
inclinaba a uno y otro lado por sí misma en contestación a nuestras preguntas, y de
una forma tan natural como se vierte el agua de una jarra a un vaso. No resultaba
fascinante, sino más bien un tanto aburrido, ya que la mesa tardaba mucho en formar
una palabra.
—¿Cómo es el lugar en que te encuentras? —le preguntó el Arpón.
La mesa contestó con siete golpes. Ya teníamos una F. Hubo una pausa y la mesa
volvió a levantar, lenta, muy lentamente, dos de sus patas, como un puente levadizo,
para luego dejarlas caer con igual desmadejamiento y dar el golpe. Esta vez la cosa se
paró aquí. Teníamos una A, es decir «fa».
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—¿Fabuloso? —preguntó el Arpón.
La mesa dio dos golpes: «No».
—Lo siento. Sigue, sigue —dijo el Arpón.
Después oímos dieciséis golpes. Teníamos, pues, una F, una A y una N.
Hasta que tuvimos las letras F, A, N, T y A, el Arpón no se atrevió a preguntar.
—¿Fantástico?
Y la mesa respondió con un solo golpe.
—¿Es realmente fantástico? —insistió el Arpón.
De nuevo la mesa se levantó y volvió a dejarse caer. Era muy parecido a hablar
con un ordenador.
Así estuvimos cinco horas, durante las cuales sostuvimos una corta conversación,
excepcionalmente lenta, acerca de la nueva situación de Fred en el más allá, aunque
no nos confió nada que pudiera estremecer los cimientos de la escatología o del
karma. Únicamente cuando, ya pasadas las dos, regresaba a casa en mi automóvil,
también en medio de un fuerte viento, me di cuenta de que una vulgar mesa auxiliar,
desafiando todas las leyes de la física, se había levantado y se había vuelto a posar
centenares de veces a fin de lanzar una palabra o dos cruzando un abismo que me
parecía insondable. Fue entonces, yendo por la carretera, cuando se me pusieron de
punta los pelos del cogote y comprendí que había asistido a unos hechos increíbles y
lo que había hecho posible que ocurrieran estaba aún presente en el aire a mi
alrededor. Aquello y yo estábamos solos en una carretera barrida por el viento, no
muy lejos del profundo mar. Nunca me había encontrado tan solo en mi vida, y me
invadió un terror que no había sentido cuando la mesa levantaba las patas.
Al día siguiente me sentía tan apático como si me hubiera aplastado el hígado
contra una pared de cemento, y quedé tan deprimido que no asistí a ninguna otra
sesión de espiritismo hasta la de aquella noche en Truro, de tan poco gratos
recuerdos. Estaba dispuesto a aceptar que es posible comunicarse con los muertos.
Pero no podía hacer las aportaciones espirituales que ello requería.
Regresé a casa, encendí el hogar, me serví una copa y cuando comenzaba a buscar
las razones que me habían inducido a ir a Wellfleet, con dos personas más, en mi
pequeño Porsche, para pedirle al Arpón que organizara una sesión de espiritismo, el
picaporte de mi puerta llamó sin que nadie lo tocara, o al menos eso me pareció, y la
puerta se abrió.
Ignoro qué entró en casa, y si se quedó dentro cuando volví a cerrar la puerta,
pero sentí que me emplazaban. Volví a notar el intolerable hedor de podredumbre que
había respirado cuando me encontraba debajo del voladizo y de buena gana hubiera
protestado a gritos contra la inexorable lógica de lo que se pedía: de mí. Y es que, con
todo el peso de un mandamiento judicial que no podía desobedecer, algo me ordenaba
volver al bosque de Truro.
Me resistí tanto como pude. Terminé la copa y me preparé otra, pero sabía que
tanto si tardaba una hora como si tardaba tres días, tanto si me mantenía sobrio como
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si me emborrachaba hasta el punto de tener la sensación de ir rodeado de llamas, iría
al hoyo. No quedaría liberado hasta que lo hiciera. La fuerza que movía las patas de
la mesa había tomado posesión de mí, estaba dentro de mis entrañas y de mi corazón.
No tenía alternativa. Nada podía ser peor que quedarme en casa y ver pasar las horas
de la noche.
No me cabía duda ninguna. En otra ocasión anterior ya había estado preso en las
redes de un imperativo más fuerte que yo. Así me había sentido veinte años atrás,
durante aquella semana en que cada día paseé hasta el monumento de Provincetown
con los pulmones fríos como el hielo y las tripas revueltas igual que si las tuviera
llenas de gusanos, y una vez ante él contemplaba aquella pared y me decía, con una
tristeza tan grande que parecía que me iba a hacer perder la razón, que se podía
escalar. Hasta donde alcanzaba mi vista, había un asidero tras otro, hendiduras en el
cemento y pequeños salientes en los bloques de granito. Podía hacerse, y yo lo podía
hacer. Miraba tan fijamente la base de la torre que, por increíble que parezca, nunca
me fijé en el voladizo. Sólo pensaba que debía escalar aquella pared. Si no lo
intentaba se apoderaría de mí algo mucho peor que el pánico. Los ataques de terror
que padecía en plena noche, cuando mi cuerpo se incorporaba en la cama como
movido por un resorte, sirvieron al menos para que sintiera un poco de compasión por
todos los seres a los que vence el impulso irrefrenable de hacer lo que nunca debería
hacerse —tanto si se trata de seducir niños de corta edad como de violar a muchachas
adolescentes—, y al menos conocí la pesadilla que arde llameante bajo la
estupefacción de aquellos que procuran alejarse de sí mismos porque saben que, de lo
contrario, ocurrirá una catástrofe. Los siete días y las siete noches de aquella semana
que me pasé luchando contra aquella extraña fuerza tan ajena a mí, tratando de
convencer a aquella presencia foránea de que no tenía ningún motivo para escalar el
monumento, sirvieron asimismo para que conociera las diversas variedades del
aislamiento humano. Para evitar enfrentarnos con el enemigo que vive en la dulce
médula de nuestra espina dorsal, bebemos, tomamos marihuana, cocaína, nicotina,
tranquilizantes y somníferos, aceptamos costumbres e iglesias, prejuicios e
hipocresías, nos dejamos llevar por las ideologías y, sobre todo, por nuestra propia
estupidez —¡el más vital de los aislamientos!—. Conocí todo eso durante la semana
que precedió a mi intento de escalar el monumento y conquistar mi indómito yo. En
consecuencia, con el cerebro inflamado por las anfetaminas, inclinado en una
dirección por la marihuana y en otra por el alcohol, gimiendo en mi fuero interno
como un niño nonato que teme morir ahogado antes de encontrar el camino hacia la
luz, sintiéndome tan sanguinario como un samurái, emprendí la escalada de la torre y
descubrí, por absurdas que parezcan mis conclusiones, que me encontraba mucho
mejor después de haberlo intentado, aunque sólo fuera porque las pesadillas que
agitaban mi sueño disminuyeron considerablemente.
Así pues, había valido la pena. Y sabía que ahora también sería así. Tenía que
volver a contemplar el rostro de la difunta rubia. Y tenía que hacerlo aunque no
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supiera si el causante de su muerte era yo o había sido obra de otro. Me
comprenderán si aseguro que este conocimiento, con ser indispensable para mí —
¿qué debía temer más, la ley o todo lo que estaba fuera de ella?—, no me empujaba
tanto a ir como el simple deseo de hacerlo, un deseo que nacía de una idea
profundamente arraigada en lo más intimo de mi ser: la importancia del viaje debía
medirse por el miedo que me causaba emprenderlo.
No hablaré de las horas que pasé dudando qué decisión tomar.
Sólo diré que cuando faltaba poco para la medianoche había conseguido vencer el
miedo que me paralizaba hasta el punto de iniciar el viaje mentalmente, así que
estaba preparado, al menos con la imaginación, para salir de casa, subir al coche y
enfilar una carretera barrida por un viento que a aquellas horas intempestivas haría
danzar las hojas de los árboles como si estuvieran poseídas por los espíritus. Cuando
hube previsto todos los detalles de mi viaje, y lo realicé con el pensamiento antes de
que me decidiera a emprenderlo, se había instalado en el núcleo de mi miedo la calma
que te da hacerte una composición de lugar. Por fin me había armado para salir, pero
cuando me dirigía a la puerta, dispuesto a enfrentarme al aire de la noche, volvió a
sonar el picaporte tan reciamente como un martillazo en mi tumba.
Algunas interrupciones son demasiado profundas para hacerte perder la
compostura. Tus miembros no han de temblar cuando te encuentras con el verdugo.
Descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
Entró Regency. Mi primera impresión al ver la tensión de su cara y el brillo de la
ira en sus ojos, fue que venía a detenerme. Se quedó largo rato en el vestíbulo,
mirando fijamente los muebles de la sala de estar y moviendo la cabeza de un lado a
otro, y al cabo comprendí que sólo trataba de librarse de la tensión que lo agobiaba.
—Amigo, no he venido a tomar una copa —dijo Regency al fin.
—De todos modos podemos tomar una.
—Luego, primero tenemos que hablar.
Clavó durante unos instantes sus ojos llenos de ira en los míos y luego,
sorprendido —ya que no creo que hubiera visto nunca en mí una expresión tan
resuelta—, los apartó. Regency no podía saber qué me proponía hacer cuando entró.
—¿Desde cuándo trabajas los domingos? —le pregunté.
—No has ido hoy al lado oeste del pueblo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Así pues, ¿no sabes lo ocurrido?
—No.
—Todos los policías del pueblo estaban en el Mirador. Todos. —Me miró sin
verme y dijo—: ¿Te importa que me siente?
Me importaba y no me importaba, así que le hice un gesto ambiguo.
Regency se sentó y dijo:
—Oye, Madden, ya sé que estás muy ocupado, pero quizá recuerdes que esta
mañana te llamó Merwyn Finney.
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—¿El gerente del Mirador?
—¿Te pasas la vida allí y no sabes su nombre?
Regency estaba terriblemente irritado.
—¡Bueno, tampoco hay para tanto!
—De acuerdo. ¿Por qué no te sientas?
—Porque estaba a punto de salir.
—Finney te llamó para hablarte de un coche, ¿verdad?
—¿Sigue allí?
—Le dijiste que no recordabas el nombre de la mujer que iba en compañía de
Pangborn.
—Sigo sin recordarlo, ¿es importante?
—No creo. A no ser que sea su esposa.
—Diría que no.
—¡Vaya, juzgas a la gente con mucha rapidez!
—Quizá, pero no soy lo bastante listo para adivinar qué diablos pasa.
—Bueno, podría decírtelo, pero no quiero influir en tus respuestas. —Volvió a
mirarme a los ojos—. ¿Qué opinas de Pangborn?
—Un abogado que trabaja para grandes empresas. Muy listo. Estaba de tapadillo
con una rubia.
—¿Viste algo raro en él?
—Simplemente, no me cayó bien.
—¿Por qué?
—Quería ligar con Jessica, y él no paraba de entrometerse. —Me callé. No cabía
duda de la profesionalidad de Regency como policía. Ejercía una constante presión. Y
acababas por cometer algún error—. ¡Oh! —dije—, ése es su nombre. Acabo de
recordarlo. Jessica.
—¿Apellido? —preguntó Regency tras anotar el nombre.
—No me acuerdo. Es posible que no me lo dijera.
—¿Qué te pareció la mujer?
—Una señora de la buena sociedad. Diría que de la buena sociedad del sur de
California. Pero tiene poca clase. Sólo dinero.
—Pero ¿te gustó?
—Me dio la impresión de que, en el retrete, se portaría como una estrella del
porno.
Dije estas palabras para escandalizar a Regency. Y tuve más éxito del que
esperaba.
—No me gustan las películas porno. No voy a ver ninguna. Incluso no me
importaría cargarme a media docena de estrellas de ésas.
—Esto es lo que más me gusta de los servidores de la ley —le contesté—. Le
pones uniforme a un asesino, y ya no vuelve a asesinar.
Regency levantó la cabeza.
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—Filosofía barata hippy —dijo.
—Jamás podrás sostener una discusión. Tienes el cerebro lleno de campos de
minas.
—Tal vez —dijo con aire taimado, y me guiñó un ojo—. Bueno, volvamos a
Pangborn. ¿Dirías que es un hombre de carácter inestable?
—No me lo pareció. Es más, aseguraría que no.
—Pues no lo asegures.
—¿Que no lo asegure?
—¿En algún instante te causó la impresión de ser amariconado?
—Bueno, quizá se lave las manos después de follar, pero no, no me pareció
amariconado.
—¿Estaba enamorado de Jessica?
—Yo diría que le atraía justamente por lo que podía ofrecerle, y que comenzaba a
cansarse de ella. Quizá fuera demasiada mujer para él.
—¿Te pareció que podía estar locamente enamorado de ella?
Estaba a punto de contestar «No, no me lo pareció», pero decidí preguntar.
—¿Qué entiendes por «locamente»?
—Diría que es amar a alguien hasta el punto de que ya no eres responsable de tus
actos.
De algún punto indeterminado de mi mente surgió una idea muy mezquina.
—Alvin, ¿adónde quieres ir a parar? —pregunté—. ¿Es que Pangborn la asesinó?
—No lo sé. Nadie la ha visto.
—Bien, ¿dónde está Pangborn?
—Esta tarde me ha llamado Merwyn Finney y me ha preguntado si podía retirar
el automóvil de su aparcamiento. Pero como estaba aparcado correctamente, le he
dicho que primero teníamos que poner un aviso en el parabrisas. Más tarde fui a dar
una vuelta por la ciudad y decidí ir al restaurante y echar una ojeada al coche.
Aquello me pareció muy raro. No sería la primera vez que un coche vacío encerrara
alguna sorpresa. Así que he tentado el maletero. No lo habían cerrado. Pangborn
estaba dentro.
—¿Asesinado?
—Interesante pregunta. No, amigo mío, se suicidó.
—¿Cómo?
—Se metió en el maletero y lo cerró. Luego se echó una manta encima, se metió
una pistola en la boca y oprimió el gatillo.
—Tomemos una copa —propuse.
—Sí.
Tenía los ojos llenos de rabia.
—Un asunto muy raro —comentó.
No pude servirme la copa. Alvin Luther Regency tenía sus poderes,
evidentemente. A pesar de que no veía que pudiera beneficiarme, le pregunté:
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—¿Estás seguro de que fue suicidio?
Peor aún. Nuestras miradas se encontraron directamente, con esa falta de disimulo
que resulta palpable: las dos personas recuerdan lo mismo. Yo veía sangre en el
asiento contiguo al del conductor, en mi automóvil.
—Sin la menor duda, se trata de un suicidio —dijo Regency—. Tiene señales de
pólvora en la boca y en el paladar. A no ser que, alguien le drogara antes… —Sacó un
bloc de notas y escribió algo—. Sólo que no veo claro cómo le puedes meter una
pistola en la boca a alguien, dispararla y colocar luego el cuerpo sin que la sangre
derramada te delate. La dispersión de la sangre por suelo y el lateral del maletero es
la que cabría esperar en un suicidio. —Asintió—. Pero tu perspicacia —dijo— no me
merece una opinión nada elevada. Al juzgar a Pangborn, te equivocaste de medio a
medio.
—La verdad es que no me pareció un suicida.
—Olvida eso. Era un maricón de mierda. Madden, no tenías idea de quién era el
que hacía guarradas en el retrete.
Regency paseó la mirada por mi cuarto de estar como si contara las puertas y
clasificara los muebles. No resultaba agradable ver mi casa a través de los ojos de
Regency. Casi todos los muebles habían sido escogidos por Patty, y sus gustos eran
recargados y estaban llenos de dinero de Tampa; es decir, muebles blancos y colores
chillones en los almohadones, los cortinajes y las alfombras, telas con grandes flores,
muchos taburetes de bar acolchados tapizados de skay —los de su tocador y la sala de
esta combinaban el rosa, el lima-limón, el naranja y el marfil—. Un gusto demasiado
chabacano para Provincetown, y más en invierno. ¿Se harán cargo de mi estado de
ánimo si les digo que mucho días no era capaz de advertir la diferencia entre los
colores de la casa de Nissen y los de la mía?
Regency seguía contemplando los muebles de mi casa. La palabras «maricón de
mierda» aún resonaban en sus labios, estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.
—¿Por qué estás tan seguro de que Pangborn era homosexual?
—Bueno, yo no usaría esa palabra. Yo le llamaría gay —¡Qué ofensiva resultaba
para él esta palabra!—. Deberían llamarlo «síndrome de Kaposi». —Sacó una carta
del bolsillo—. Se llaman a sí mismos gays y van por ahí infectándose los unos a los
otros sistemáticamente. Son como una plaga.
—Bueno, de acuerdo —concedí—. Tú ocúpate de tus plagas y yo me ocuparé de
las mías.
Regency era tan testarudo que me hubiera llenado de indudable placer combativo
discutir con él —la polución nuclear para ti, el herpes para mí—, pero no era el
momento.
—Mira lo que hay dentro de este sobre —me dijo—, dime si Pangborn era gay o
no. ¡Léetela!
—¿Estás seguro de que la escribió él?
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—Comparé la letra con la de su agenda. Sí, él escribió la carta. Hará cosa de un
mes. Está fechada. Pero no la envió. Creo que cometió el error de volverla a leer. Eso
sería suficiente para meterte el cañón en la boca y volarte la cabeza.
—¿A quién va dirigida?
—Bueno, ya sabes cómo son los maricas. Tienen tanta intimidad los unos con los
otros que ni siquiera se toman la molestia de llamarse por su nombre. Simplemente,
charlan de alma a alma. Quizá al final se dignen poner el nombre del destinatario,
para que la loca que recibe la epístola sepa que la mierda ha llegado al orinal al que
iba destinada.
Regency soltó su relincho.
Leí la carta. Estaba escrita en tinta azul púrpura, con letra redondeada y de trazo
firme.
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del sexto curso de primaria, el día que dejé el barco, que él mismo vino a entregarme en el
puente de mando.
Y aquel marinero del cuerpo de transmisiones natural de Marión, Illinois, que me
mandó su primera insinuación amorosa mediante señales ópticas sin saber que yo podía
seguirlas a pesar de la tremenda rapidez con que me las enviaba. «Hola, mi amor, ¿te
parece que tú y yo pasemos la noche juntos en mi barco?». Mi contestación fue: «¿A qué
hora, querido?». Todavía recuerdo su maravilloso aroma, mezcla de sudor y Aqua Velva, y
la cara de sorpresa que puso.
¡Cuántas cosas me recuerdan tus poemas! Aquellos eran días gloriosos. No había
documentos jurídicos que analizar. No había herederos de ricas familias —no te lo tomes
personalmente— a quienes sacarles el jugo. Sólo había almirantes y marineros rasos.
Lástima que no hayas conocido a ningún infante de marina, un marine o un boina verde.
Son verdaderamente templados, querido, y no disparan hasta que ves el color rosado de sus
cojones. No he tenido tiempo para pensar tranquilamente en esas cosas, desde hace mucho,
pero ahora voy a hacerlo. Tus poemas me refrescan la memoria. Recuerdo al suboficial del
cuerpo de sanidad, a quien conocí en el Elefante Azul en el bulevar de Saigón, y también
recuerdo la habitación a la que, poco después, le llevé, en un medio derruido hotel, y la
gloriosa forma en que bebió de mí, hasta el momento en que también yo tuve que beber,
para apagar la gran sed que su beber de mí me había provocado. Y después intentó saber mi
nombre mirando el forro de mi gorra, para volverme a ver. Pero yo no quería, y así se lo
dije. Pero al acercar mi nariz a su guerrera, su aroma me puso tan frenético que, una vez
más, perdí la cabeza.
Sí, ciertamente, esos muchachos llevaban en su interior un fuego que calentaba el aire
sensual de aquellas tierras. Legiones de grandes y suplicantes cipotes goteantes, de un color
airadamente rojo como las crestas de los pavos de Navidad, ¡oh, días adorables y
gloriosos!, mientras tú languidecías en la cárcel de Reading[1], pobre Wardley, luchando
contra una depresión, porque no querías hacer lo que tu cuerpo y tu corazón te pedían que
hicieras.
Quizá sea mejor que no siga leyendo tus espléndidos poemas. Ya ves que me hacen ser
mezquino. Jamás rechaces un amigo que te quiere tanto como yo, ya que si no estás al tanto
me perderás para siempre. Pero, no, no ¡ya me he perdido para siempre! ¡Te has quedado
sin mí para siempre! Esta vez no ha sido por culpa de un muchachote de las Fuerzas Aéreas
que, con destino en París, acaba de pasar un fin de semana de permiso, ni tampoco me he
liado discretamente con un cura tan cachondo que arde en deseos de ser indiscreto; no, no
querido Wardley, porque tengo que darte la grata sorpresa de tu vida: me he liado con una
hermosa criatura, una rubia. ¿Crees que estoy horrendamente borracho? Pues sí lo estoy.
No temas. Esta mujer tiene un aspecto tan femenino como Lana Turner, pero quizá no
lo sea, ni mucho menos. Tal vez haya cambiado de sexo. No lo sé, es posible. ¿Qué te
parece, crees que puede ser verdad? Un amigo común la vio conmigo y tuvo la desfachatez
de decir que era tan hermosa que forzosamente, tenía que ser mentira. Todos preguntaban:
«¿Ha sido ella, antes de ser ella, él?». Bueno, pues malas noticias para todos vosotros: dije
que no. ¡Es una verdadera mujer, tal como Dios manda, con una cara que te da ganas de
follar sólo de verla! Esto es lo que le dije a nuestro amigo común. En realidad, es la única
mujer con quien me he acostado desde que me casé con mi heredera de la cadena de
comercios de «todo a noventa y cinco». Soy un experto en cadenas. Llevo años entre
cadenas. Y permíteme decirte, querido Wardley, que es una gloria estar liberado de ellas.
Con esa mujer la relación es tan carnal como para mí solía serlo en el bulevar de Saigón,
follar con esta mujer es estar en el paraíso, es un desenfreno de lascivia, polvos y mamadas,
lo más glorioso de que haya gozado jamás un maricón —o quizá, digamos, un ex maricón
— como yo. ¡Qué embriaguez la de saltar el gran abismo! Wardley, para esta mujer yo soy
un hombre. Dice que nunca había visto nada igual. Muchacho, esta mujer ha despertado
unas energías que tú no habrías creído jamás que pudiera tener. Estar embriagado, de droga
o de lo que sea, es estar embriagado, pero ahora estoy enloquecidamente embriagado. Si
alguien intentara quitarme a mi rubia, podría llegar al asesinato.
¿Comprendes lo que intento decir? ¡Embriagado! Pero ¿por qué te alteras? Tú recorriste
ese mismo camino con P. L. Wardley, ¿o no? También tuviste a tu rubia. Bueno, no nos
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enfademos. Podemos ser ex compañeros de cama de todo corazón, pero sigamos siendo
queridos y viejos amigos. Este es el don que Dios otorga a las mujeres, y a tu Lonnie.
Posdata. ¿Has visto en televisión el anuncio de la máquina de afeitar eléctrica…? Dejo
la marca en blanco porque no puedo decirte cuál es, ya que, a fin de cuentas, soy el
abogado de la empresa. Pero tú ya me entiendes. Vale la pena mirarlo. En el anuncio en
cuestión sale un muchacho de veintiún años —¡el señor Cuerpo!— afeitándose, y al
hacerlo parece la quintaesencia de la concupiscencia. ¿Sabes cuál es el secreto? Él mismo
me lo dijo. Trata de pensar que la maquinilla eléctrica es un lindo y gordo cipote. El
muchacho piensa que su mejor amigo se lo pasa por la cara. Los publicistas están
absolutamente enloquecidos de entusiasmo al ver los maravillosos resultados que consigue
ese anuncio. Bueno, me he entusiasmado con la heterosexualidad, y creo que debo decir
adiós a todos esos otros entusiasmos.
Segunda posdata. Conozco bien a ese chaval de veintiún años. Y, tanto si lo crees como
si no, es hijo de mi rubia señora. Además, yo soy el amigo que se imagina que le pasa el
cipote por la cara. ¿Crees que estará un poco celoso de su mamá y de mí?
Tercera posdata. Todo lo anterior es de lo más secreto y confidencial.
Devolví la carta a Regency. Me parece que los dos hicimos un esfuerzo para que
nuestras miradas no se encontraran pero de todas formas, lo hicieron. En realidad,
fueron atraídas como si estuvieran imantadas. La homosexualidad estaba sentada allí
entre Regency y yo, de una manera tan perceptible físicamente como el sudor que
hueles cuando dos personas se disponen a pelearse.
—«La venganza es mía, dijo el Señor» —citó Regency. Se metió la carta en el
bolsillo de la pechera, respiró profundamente y, dijo—: Me gustaría matar a esos
maricones. Hasta el último de ellos.
—Toma otra copa.
Regency se golpeó el pecho y dijo:
—La podredumbre que destila esta carta deja un sabor que no hay bebida que
pueda quitar.
—Oye, no soy la persona más adecuada para echar sermones, sin embargo, ¿te
has preguntado alguna vez si realmente eres la persona adecuada para ser jefe de
policía?
—¿Por qué dices eso? —preguntó. Se había puesto en guardia.
—Deberías saberlo. Llevas cierto tiempo aquí. En verano, en este pueblo hay un
contingente muy alto de homosexuales. Y mientras los portugueses quieran su dinero,
tendrás que respetar sus costumbres.
—Quizá te interese saber que he dejado de ser el jefe de policía.
—¿Desde cuándo?
—Desde el momento en que he leído esa carta, esta tarde. Verás, yo no soy más
que un chico de pueblo. ¿Sabes qué significa para mí el bulevar de Saigón? Dos patas
cada noche durante diez noches. Eso es todo.
—¡Venga hombre!
—Vi matar a muchos hombres decentes. Y no conozco a ningún boina verde que
tenga los huevos de color de rosa. Celebro que Pangborn haya muerto. Me lo hubiera
cargado.
No mentía. El aire que le rodeaba parecía a punto de soltar rayos y centellas.
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—¿Has presentado formalmente la dimisión? —le pregunté.
Extendió las manos como si no le hubiera gustado mi pregunta, y dijo:
—No quiero entrar en el tema. En realidad, nunca fui jefe de policía. Mi
subordinado portugués es quien manda de verdad.
—¿Qué? ¿Ese cargo no es más que una tapadera para ocultar tu verdadera
función?
Sacó el pañuelo y se sonó. Mientras lo hacía movió la cabeza arriba y abajo. Era
su manera de contestar que sí. ¡Qué tipo! Seguramente pertenecía a la Oficina de
Represión de Narcotráfico.
—¿Crees en Dios? —me preguntó.
—Sí.
—Bien. Sabía que tú y yo podíamos tener una conversación. Deberíamos volver a
hacerlo un día de éstos. Emborrachémonos y hablemos.
—De acuerdo.
—Quiero servir a Dios. Lo que la gente no comprende es que para servir a Dios
es necesario tener las pelotas lo suficientemente grandes para asumir Sus atributos. Y
ello incluye la pesada responsabilidad de la venganza.
—Sí, hablaremos —dije.
—Muy bien. ¿Tienes alguna pista acerca de quién puede ser ese Wardley? —me
preguntó cuando se levantaba para marcharse.
—Supongo que será un ex amante de Pangborn. Algún rico señor rural de rígida
moralidad.
—Me gusta tu agudeza. ¡Ja, ja, ja…! Resulta que tengo la impresión de haber
oído ese nombre. Es insólito y no es fácil olvidarlo. Quiero decir que lo he oído en
esta casa, aquí. Alguien pronunció el nombre de pasada. ¿Pudo ser tu esposa?
—Pregúntaselo.
—Cuando la vea, lo haré.
Sacó el bloc de notas, anotó algo y me dijo:
—Y, a tu juicio, ¿dónde se encuentra esa señora, Jessica?
—Quizá haya regresado a California.
—Ahora lo estamos averiguando.
Me pasó el brazo sobre los hombros como si quisiera consolarme de alguna pena,
de algo, y así cruzamos la sala de estar camino de la puerta. Considerando
objetivamente mi talla, nunca he podido ser calificado de bajo, pero lo cierto es que
Regency era mucho más alto que yo. Todavía pensábamos en la carta. Al llegar a la
puerta, se volvió hacia mí y dijo:
—Tengo que darte recuerdos. De parte de mi esposa.
—¿La conozco? ¿Cómo se llama?
—Madeleine.
—¿Madeleine Falco?
—Justamente.
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¿Saben cuál es la primera máxima de la calle? Si quieres morir de un balazo en la
espalda, tontea con la mujer de un policía. ¿Qué sabía Regency de su pasado?
—Sí —dije—, de vez en cuando venía a tomarse una copa a un bar en el que
trabajaba como camarero. Hace muchos años de eso. Pero la recuerdo. Una chica
encantadora, toda una señora.
—Gracias. Tenemos dos hijos muy guapos.
—¡Qué sorpresa! No sabía que… tuvieras hijos.
Poco había faltado para que metiera la pata, pues estuve a punto de decir: «No
sabía que Madeleine pudiera tener hijos».
—Sí, hombre —dijo Regency echando mano de su cartera—. Mira, aquí tienes
una foto.
Miré, y vi a Regency y a Madeleine —era la misma Madeleine, aunque ocho años
mayor que el último día que la vi— y a dos muchachos cabezones, que se parecían un
poco a Regency y nada a Madeleine.
—Estupendo… Salúdala de mi parte.
—Sayonara —dijo Regency, y se fue.
Ya no podía ir al bosque de Truro. No me sentía capaz de volver a concentrarme
de aquel modo. A aquellas horas, ya no. Mi cerebro iba de un lado para otro como el
viento que soplaba en las colinas. No sabía si pensar en Lonnie Pangborn, en
Wardley, en Jessica o en Madeleine. Y entonces me invadió una pena muy honda. La
pena de pensar en una mujer a la que había amado, a la que luego dejé de amar y a la
que nunca debiera haber dejado de amar.
Pensé en Madeleine. Quizá pasó una hora hasta que subí a mi estudio, en el piso
superior, y abrí un archivador. Entre un montón de viejas páginas escritas por mí,
encontré las que buscaba y las volví a leer. Las había escrito hacía más de doce años
—¿qué edad tendría entonces?, ¿veintisiete años?—, y mi estilo era el propio de la
imagen de joven anticonvencional que pretendía dar en aquellos tiempos, pero esto
carecía de importancia. Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser
solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de
recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad
(incluso en el caso de que ésta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque
sólo sea durante un breve período, y así ocurrió mientras leí aquellas páginas, pero
tan pronto terminé de leerlas sentí las punzadas de un viejo dolor. Tiempo atrás,
cometí el error de dejarle leer aquel texto a Madeleine, y eso contribuyó a que
rompiéramos.
La mejor descripción de un coño que he leído en mi vida se debe a John Updike,
y figura en su narración «La mujer de tu vecino». Hela aquí:
Cada pelo es precioso e individual, y tiene una función definida en el conjunto: rubio
hasta resultar invisible donde muslo y vientre se unen, oscuro hasta hacerse opaco donde
los tiernos labios piden protección, robusto y vigoroso como las barbas de un
guardabosques bajo la curva de la barriga, oscuro y ralo como las patillas de un
Maquiavelo donde el perineo se repliega en busca del ano. Mi coño se transforma según la
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hora del día y la malla de mis bragas. Y tiene sus satélites: esa caprichosa línea de vello que
asciende hasta mi ombligo, y la que se introduce en mi ano, la suave pelambrera que tapiza
el interior de mis muslos, la brillante pelusa que adorna la hendidura de mi trasero. Ámbar,
ébano, pardo, rojizo, laurel, castaño, canela, avellana, gamuza, tabaco, alheña, bronce,
platino, melocotón, ceniza, fuego y gris ratón: éstos son algunos de los colores de mi coño.
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coño. Es negro, tan negro que al contrastar con el blanco marmóreo de su piel hace
que mis tripas y mis pelotas resuenen como címbalos siempre que ella muestra su
vello púbico. ¡Y cómo le gusta mostrarlo! Dentro de su gran boca tiene otra, más
pequeña y rosada (como el gobernador Nelson Rockefeller), una suave flor que jadea
bañada por la escarcha de sus calores. No obstante, cuando se excita, el coño de
Madeleine parece surgir directamente de sus nalgas, y su pequeña boca siempre es de
color rosado, por mucho que alza las piernas mientras que el orificio exterior de su
vagina —la boca grande— se va engrasando lentamente y el perineo (al que de niños,
en Long Island, solíamos llamar el no es: no es coño, no es ojete, ¡ja, ja, ja!) deviene
una reluciente plantación. No sabes si comértela, devorarla, contemplarla con
reverencia o quedarte para siempre dentro de ella. «No te muevas», suelo decirle, «no
te muevas, o te mato; voy a correrme». ¡Y cómo se estremece al responderme!
Cuando penetro a Madeleine, la otra mujer que hay en ella, la adorable morenita
que se cuelga de mi brazo cuando paseamos por la calle, deja de existir. Toda ella se
convierte en un vientre y un útero: un hervidero de grasientas, saponáceas, sebáceas,
untuosas y oleosamente lúbricas delicias mundanas. No puedo presumir de que soy
capaz de prescindir de los adjetivos al meditar acerca de un coño. Al follármela, me
siento rodeado por todas las bailarinas de la danza del vientre y todas las prostitutas
morenas del mundo; siento dentro de mí su lujuria, su codicia, su ansia por alcanzar
las más oscuras ambiciones del cosmos. Sólo Dios sabe qué designios del karma
hacen que su vientre me impulse a correrme. El coño de Madeleine es para mí mucho
más real que su cara.
—¿Cómo has podido escribir esto de mí? —dijo Madeleine al llegar a este punto,
y se echó a llorar de un modo que me partió el corazón.
—No es más que literatura —le dije—. En realidad, no digo lo que siento por ti.
No soy un escritor lo bastante bueno para expresar mis verdaderos sentimientos.
Sin embargo, odié a Madeleine por obligarme a renegar de mi literatura. Por
aquel entonces, entre ella y yo las cosas no iban bien. Madeleine leyó esas páginas
una semana antes de que decidiéramos acudir a una moderada orgía con intercambio
de parejas (no se me ocurre un modo más rápido de describirla). Persuadí a
Madeleine para que viniera conmigo, a pesar de que teníamos que ir de Nueva York a
Carolina del Norte y no conocíamos a aquella gente. Sólo teníamos un anuncio en la
revista Screw con el número de un apartado de correos:
Joven pero maduro matrimonio blanco, el esposo ginecólogo, busca diversión para fines de
semana. Nada de deportes acuáticos, duchas doradas, sadomasoquismo ni bestialidad.
Enviar fotografía y señas para contestar. Sólo matrimonios.
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—Debe de tener el cipote más largo de la cristiandad —comentó Madeleine
mientras contemplaba la fotografía.
—¿Por qué lo dices?
—Es la única explicación de su existencia.
La esposa era joven, llevaba un vistoso bañador, y parecía descarada. Nada más
ver la fotografía, algo me había atraído hacia ella. Llevado por un impulso, exclamé:
—¡Vayamos!
Madeleine asintió con la cabeza. Tenía los ojos grandes y negros, luminosos y
rebosantes de trágicos presentimientos, ya que su familia tenía cierta importancia en
la Mafia y había lanzado unas cuantas maldiciones sobre su cabeza cuando la chica,
decidió abandonar su hogar (que se encontraba en Queens) para irse a vivir a
Manhattan. Llevaba las heridas que le causó separarse de su familia como quien lleva
un manto de terciopelo. Era muy seria y para compensar esa seriedad me esforzaba
por hacerla reír, hasta el punto de andar con las manos por toda la habitación. Un
gesto de alegría que lograra arrancarle, me hacía estar contento durante horas. Por eso
me enamoré de ella. Había en su espíritu una vena de ternura que no encontré en
ninguna otra mujer.
Pero estábamos demasiado encima el uno del otro. Y empecé a aburrirla. ¡Qué
brusco e irlandés debía de parecerle! Tras dos años juntos, había llegado para
nosotros el momento en que las parejas se casan o se separan. Hablamos de salir con
otras personas. De vez en cuando la engañaba, y Madeleine tenía la noche entera si
quería hacerlo, ya que yo trabajaba en el bar cuatro veces por semana, de cinco de la
tarde a cinco de la mañana, y en doce horas se puede follar a destajo.
En consecuencia, cuando Madeleine dijo que sí con la cabeza a nuestro viaje al
Sur, puse manos a la obra. Uno de sus dones era la capacidad para decir que sí con un
seco movimiento de cabeza, no exento de cierto sentido del humor, que significaba:
«Bueno, ahora ya puedes darme la mala noticia».
Así pues fuimos a Carolina del Norte. Nos dijimos el uno al otro que la pareja
aquélla seguramente no nos gustaría, y que no tardaríamos en marcharnos. Podríamos
aprovecharlo para gozar de una noche o de dos de asueto camino de casa.
—Nos detendremos en Chincoteague —le dije—. A lo mejor podemos montar a
caballo.
Y le expliqué que los únicos caballos más o menos que quedaban al este del
Mississippi estaban allí.
—Chincoteague… Sí, me gustaría.
Madeleine tenía una voz rica y baja, cuyo timbre resonaba en mi pecho, y en esa
ocasión me permitió que me balanceara en cada una de las sílabas de Chincoteague.
De esa manera nos pusimos bálsamo, el uno al otro, sobre la profunda incisión que
habíamos efectuado en la naturaleza de nuestra propia carne. Y fuimos.
Y allí conocí a Patty Lareine. (Había de pasar bastante tiempo hasta que ella
conociera a Wardley). Era la esposa del Chepa, como ella le llamaba, quien resultó
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ser, en primer lugar, el feliz poseedor de un cipote largo de veras, y, en segundo lugar,
un mentiroso de tomo y lomo, pues no era el ginecólogo más famoso del condado,
sino un experto quiropractor. Los coños le gustaban con locura. Ya se pueden figurar
con qué ahínco se lanzó contra el cofre de los tesoros de Madeleine.
En el dormitorio contiguo (porque el Chepa era muy higiénico a la hora de
cambiar de pareja, ¡nada de tríos ni de cuartetos!), Patty Erleen —todavía no se hacía
llamar Patty Lareine— y yo comenzamos nuestro fin de semana. Podría contar lo que
ocurrió, pero de momento basta con decir que pensé en Patty durante todo el camino
de vuelta a Nueva York, y que Madeleine y yo no nos detuvimos en Chincoteague.
Yo no fumaba por aquel entonces. Era mi primer intento de dejar el tabaco. Así pues,
pasé por algunos abruptos descensos y elevaciones de mi vanidad, durante aquellos
dos días y una noche de cambio de parejas (el Chepa nunca llegó a saber que
Madeleine y yo no estábamos casados, aunque a decir verdad, teniendo en cuenta las
consecuencias de aquel viaje, bien hubiéramos podido estarlo), sin fumarme un
cigarrillo mientras me sentía empalado —creo que es la palabra adecuada para
expresar lo que sentía— al escuchar los gemidos de placer de mi mujer (¡qué poco
discreta era Madeleine!) mientras otro hombre se la follaba. Ninguna vanidad
masculina queda incólume después de comprobar que los chillidos de gusto que es
capaz de provocar pueden ser repetidos gracias al primer cipote desconocido (y de
considerables proporciones) que se introduce en su pareja. Durante aquellos dos días
me dije más de una vez que «más vale ser masoquista que maricón», pero también
hubo horas gloriosas para mí, ya que la esposa del médico, anteriormente su
enfermera, Patty Erleen, tenía un cuerpo tan turgente como el de una modelo de Play
Boy que se hubiera atravesado milagrosamente en mi camino, y entre nosotros hubo
un ardiente romance de adolescentes que se desarrolló a empujones, y digo a
empujones porque yo no paraba de empujar a Patty a que pusiera sus labios en
lugares donde ella aseguraba que no habían estado jamás, de manera que nos
enzarzamos el uno con el otro de un modo tan mezquino, íntimo y guarro que
precisamente por ser tan guarro nos llenaba de un inmenso placer. ¡Santo cielo, Patty
era una maravilla, podías follar con ella hasta morirte de gusto! Incluso ahora, al cabo
de doce años, recordaba aquella noche con una satisfacción que hubiera preferido no
sentir, como si el lujurioso recuerdo de Patty traicionara a Madeleine una vez más.
También sufrí al recordar el largo viaje de regreso a Nueva York que hicimos
Madeleine Falco y yo. Nos peleamos, y ella me gritó (lo que no era nada habitual)
cuando cogí algunas curvas a demasiada velocidad, hasta que —creo que fue culpa de
la tensión por no fumar— perdí el control del coche en una curva muy cerrada. Era
un automóvil grande, un Buick, o un Dodge, o un Mercury, ¿qué importa? Todos son
como esponjas de baño cuando han de tomar una curva cerrada, y después de recorrer
cien metros chirriando y patinando por el asfalto, nos estrellamos contra el tronco de
un árbol.
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Mi cuerpo se sentía como el coche: aplastado y lacerado, y en mis oídos sonaba
un ruido desagradable, como el que produce un tubo de escape suelto. Fuera reinaba
el silencio. Uno de esos silencios campestres en que el movimiento de los insectos
vibra entre los campos.
Madeleine estaba peor que yo. No me lo dijo, pero supe que se lesionó el útero. Y,
realmente, cuando salió del hospital tenía una terrible cicatriz en el vientre.
Todavía seguimos juntos un año, pero cada vez estábamos más lejos el uno del
otro. Nos aficionamos a la cocaína. La droga llenó la zanja que nos separaba. Pero
nos dominó el hábito, que volvió a agrietar la roca en que se basaba nuestra relación,
de modo que la zanja se ensanchó. Fue poco después de romper cuando me
detuvieron por vender cocaína.
Ahora estaba en mi casa de Provincetown, tomando sorbos de whisky. ¿Sería
posible que pensar en el pasado bebiendo whisky fuera un sedante que paliara los
efectos de aquellos últimos tres días de sobresaltos? Sentado en el sillón sentí que el
sueño iba invadiéndome como una bendición. El murmullo del pasado me empapaba
como una infusión mientras que sus colores se tornaban más intensos que los del
presente. ¿Sería el sueño algo parecido a entrar en una caverna?
Entonces me desperté de un salto. ¿Qué podía hacer, si incluso en mis metáforas
veía la entrada de una cueva? No era la imagen más adecuada para evitar que pensara
en el hoyo en el bosque de Truro.
Seguí bebiendo, y vinieron a mi mente ideas más placenteras. ¿Empezaba a
digerir los efectos del suicidio de Pangborn? Porque no me parecía imposible —¿o
acaso era probable?— que Pangborn hubiera sido el maníaco autor del asesinato.
Ciertamente, aquella carta podía interpretarse como los prolegómenos de un crimen:
«Si alguien intentara robarme a mi rubia, lo mataría». Pero ¿a quién? ¿Al nuevo
amante, o a la dama?
Esto, que ofrecía una premisa sobre la cual trabajar, en combinación con el
whisky, era el sedante que necesitaba, y, al fin, me sumí en un sueño profundo, tan
fatigado como la noche siguiente a haber jugado un partido de fútbol americano con
el equipo de Exeter, que no me pasaba ni una sola pelota, y tan profundo que ni
siquiera las voces de la Ciudad del Infierno lo acompañaban cuando desperté. Por el
contrario, recordé con toda claridad que hacía tres noches —¡sí, seguro!— Jessica,
Lonnie y yo salimos al mismo tiempo del Mirador, ellos procedentes del comedor y
yo del bar, y que en el aparcamiento reanudamos nuestra conversación —con gran
disgusto de Pangborn y notoria satisfacción por parte de Jessica—, que ella y yo
estábamos muy contentos y risueños y que enseguida decidimos ir a mi casa a tomar
«una última copa».
Entonces comenzó la discusión sobre el coche. ¿Iríamos en uno o en dos? Jessica
era partidaria de que fuéramos en dos: Lonnie iría en el coche alquilado por él, y ella
y yo en el Porsche, pero Lonnie era avispado y no estaba dispuesto a permitir que
Jessica le mandara a paseo, de modo que resolvió el problema sentándose en el
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asiento de mi Porsche contiguo al del conductor, de modo que a Jessica no le quedó
otro remedio que, ponerse encima y alrededor de Pangborn, lo cual tuvo como
consecuencia que pusiera sus piernas sobre mis muslos, con el cual yo tenía que
cambiar las marchas metiendo la mano entre las rodillas de Jessica y por debajo de
sus muslos, pero, a fin de cuentas, mi casa se encontraba solamente a cosa de algo
más de tres kilómetros. Una vez allí, tuvimos una larga conversación sobre el valor
de la propiedad inmobiliaria en Provincetown, y les expliqué las razones por las que
mi vieja casucha estaba tan altamente valorada, a pesar de que no era más que un par
de barracones y de cobertizos, más una torre que habíamos hecho construir para
servirme de estudio, y les dije que todo se debía a la fachada. Teníamos treinta metros
de fachada que daba a la bahía, y la casa era paralela a la playa, lo que no era
frecuente en Provincetown.
—Sí, esto es maravilloso —afirmó Jessica. Y juraría que separó un poco más las
rodillas.
Ahora bien, no podría decir a ciencia cierta sí todo esto era un recuerdo o un
sueño, ya que si bien parecía tener la claridad propia de los hechos reales, la lógica de
aquellos hechos resultaba más propia de este teatro de los sueños donde sólo tienen
lugar las acciones imposibles de realizar a la luz del día. Creí recordar que mientras
estábamos sentados en mi sala de estar, bebiendo, me di cuenta del aire afeminado de
los movimientos de Pangborn. Ése cuanto más bebía menos capaz parecía de
conservar su pose con masculinidad, y desperté en mi sillón, la tercera mañana
siguiente a su desaparición, dispuesto a jurar que mientras miraba a Jessica y a
Lonnie tuve una prodigiosa erección —una de esas escasas erecciones que merecen
ser recordadas con auténtico orgullo—, y tan perentorio fue aquel repentino impulso
sexual, que me abrí la bragueta, envuelto en la expectación de un largo, denso y, debo
reconocerlo, aprensivo silencio. Me saqué el cipote y se lo mostré, igual que un niño
de seis años o que un feliz lunático, y pregunté:
—¿Quién me lo chupa primero?
Comprometida pregunta, ya que muy bien hubiera podido representar el fin de la
velada sin que mi cipote recibiera las atenciones que para él solicitaba. Ahora bien,
mis recuerdos son ciertos, Jessica se levantó, se arrodilló ante mí, puso su rubia
cabeza en mi regazo y rodeó con sus rojos labios la extremidad de mi cipote. Al
verlo, Lonnie emitió un sonido que en parte era de gozo y en parte de sufrimiento.
Luego, parece que todos volvimos a subir a mi Porsche, y emprendimos una loca
excursión a Wellfleet. Detuve el automóvil en el bosque, antes de llegar a la casa del
Arpón, y me follé a Jessica sobre uno de los guardabarros delanteros. Sí, al
despertarme en mi estudio, tuve un vivo recuerdo de la presión de las paredes de su
vagina sobre mi monstruosa erección. ¡Tenía que follármela! ¡Al diablo Patty
Lareine! Parecía que los dos hubiéramos sido diseñados en un taller celestial, pieza a
pieza, para que nuestros genitales fueran inseparables, y Lonnie Pangborn no hacía
más que mirarnos. Si no recuerdo mal Lonnie lloraba, en tanto que yo jamás me había
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comportado de un modo más animal. La desdicha de Lonnie parecía afluir como
sangre a mi tejido eréctil. Ese era el estado de mis sentimientos, cuatro semanas
después de que mi esposa me abandonara.
Luego, los tres hablamos en el interior de mi automóvil. Lonnie dijo que tenía que
quedarse a solas con Jessica porque necesitaba hablarle, ¿quería dejarlos a solas? En
nombre de la decencia, ¿haría el favor de dejarles hablar?
—Sí, pero después hemos de tener una sesión de espiritismo. —No sé por qué, y
añadí—: Y me juego cualquier cosa a que Jessica se viene conmigo después que le
hayas hablado.
Recuerdo que subí la escalera de la casa del Arpón, y también recuerdo el tatuaje:
el Arpón tarareaba mientras iba clavando las agujas, y en su cara bondadosa y
señalada había la expresión propia de una costurera, y luego… no, no recuerdo que
nos detuviéramos en el bosque de Truro para mostrarles mi plantación, pero
forzosamente tuvimos que hacerlo, sí… sí, no veo cómo pude dejar de hacerlo.
Pero ¿qué ocurrió después? ¿La había dejado con él? Quizá ayude a expresar el
poco interés que tenía por el amor al despertar aquella mañana, y lo mucho que me
preocupaba mi propia seguridad, si digo que deseaba haberla dejado con él y que
fuera su cabeza —¡que me perdonara la marihuana mi infidelidad!—, sí, deseaba que
fuera su cabeza la que estaba en el hoyo. Porque si era su cabeza la que encontré allí,
y estaba convencido de que por fuerza tenía que ser el cabello de Jessica el que toqué,
podría hallar otras pistas. Si Pangborn la había asesinado en una habitación de motel
y había transportado su cuerpo (o quizá sólo su cabeza) a mi plantación,
forzosamente habría marcas de neumáticos en el arenoso camino. Sólo tenía que ir al
lugar donde habían guardado su coche y comprobar las marcas de los neumáticos.
Por fin pensaba como un policía, y pronto me di cuenta de que esa manera de pensar
era un buen ejercicio para inducir a mi ánimo a ascender por el alto y vertical muro
de mi miedo hasta reunir la energía suficiente para llevar a cabo mi segundo viaje
mental, de modo que fuera capaz de realizarlo por primera vez físicamente. Me
desperté en el sillón a las ocho de la mañana, estimulado por los atractivos carnales
de Jessica, y la abundante adrenalina que cada pensamiento lujurioso proporcionaba a
mi ser empezó a darme las fuerzas que necesitaba para salir de mi abatimiento. Pero
necesité el día entero, mañana y tarde. A pesar de que no quería ir después que
hubiera oscurecido, no tuve más remedio. Aquel día, durante largas horas mi
voluntad guardó silencio, y permanecí sentado en el sillón o anduve por la playa
durante la marea baja, y padecí como si tuviera que escalar otra vez el monumento.
Sin embargo, por la noche volví a sentir la disposición de ánimo que me invadía
cuando Regency llamó a la puerta de mi casa hacía casi veinticuatro horas, por lo que
me metí en el Porsche una vez más, pensando incluso que quizá Pangborn, después
de liquidar a Jessica, se había acercado a mi coche para embadurnar el asiento del
acompañante con sangre de la muerta —pero ¿cómo podría demostrarlo?—, y
conduje hasta el bosque, detuve el coche, seguí el sendero y, con el corazón
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latiéndome como un ariete golpeando las puertas de una catedral, y el sudor manando
de mi cara como si hubiera en ella fuentes de agua eterna, atravesé la niebla que
impregnaba el aire nocturno de Truro, quité la piedra, metí el brazo en el hueco, y no
encontré nada. No puedo expresar con cuánto ahínco busqué en el interior del hoyo.
Traté de horadar la tierra con mi linterna, pero después que saque la caja de hierro en
que guardaba la marihuana, allí no había nada. El hoyo estaba vacío. La cabeza había
desaparecido. Sólo quedaba la caja con los botes de marihuana. Logré huir del bosque
antes que los espíritus que se congregaban a mi alrededor pudieran cercarme.
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—¿Tim?
—Sí, soy Tim.
—Vaya, el hombre de mi vida.
Me habló con aquel tono de sorna tan suyo, que no había escuchado desde hacía
tanto tiempo. También hubiera podido decirme: «¿No eres el escritor aquél?». Sí, su
voz despertaba ecos que parecían dormidos.
—¿Cómo estás? —le pregunté.
—Bien, pero no creo haberte mandado recuerdos.
—Pues te aseguro que me los dieron.
—Sí, eres Tim —dijo—. ¡Dios mío! —exclamó como si ahora, por segunda vez,
comprendiera con quién estaba hablando. Sí, al cabo de tantos años, Tim estaba al
teléfono—. No, chico —añadió—, te mandé recuerdos.
—Tengo entendido que te casaste.
—Sí, es verdad.
Nos quedamos callados. Hubo un momentito en el que sentí que Madeleine
luchaba con el impulso de colgar el auricular, y en mi cogote comenzaron a brotar
gotas de sudor. Las esperanzas que acariciaba se desvanecerían si Madeleine colgaba,
pero mi instinto me dijo que no era yo quien debía romper el silencio. Por fin, me
preguntó:
—¿Dónde vives?
—¿Es que no lo sabes?
—Oye, muchacho, ¿qué es esto, un concurso de preguntas de la tele? No lo sé.
—Bueno, mujer, no te sulfures.
—¡Venga, que te den por el culo! Estoy en casa, intentando aclararme un poco la
cabeza —lo de aclararse la cabeza significaba que se estaba fumando el primer porro
del día y la había interrumpido—, y tú llamas como si nos hubiéramos visto ayer.
—Escucha una cosa, ¿no sabías que vivo en Provincetown?
—No conozco a nadie de allí, y, por lo que me han dicho, no creo que valga la
pena.
—Tienes toda la razón.
—Cada vez que el reloj da las horas, mi marido mete en la cárcel a alguno de
aquellos viejos amigos tuyos que traficaban en drogas.
—¡No me digas!
—Es terrible, ¿no?
—¿Cómo pudiste casarte con un policía?
—Si no tienes con qué pagar el teléfono prueba a llamar con cobro revertido.
Y colgó.
Corrí al Porsche. Tenía que ver a Madeleine. Una cosa era reavivar los rescoldos
de un viejo amor, y otra muy distinta sospechar que ella podía darme algunas
respuestas. En aquellos momentos comencé a intuir con claridad cuáles son las raíces
de las obsesiones. No es extraño que nos desmoronemos al hacernos una y otra vez
Después de tantas idas y venidas por la carretera, estaba furioso, sentía curiosidad y
tenía sed. Recordé que no había entrado en un bar desde la noche en que estuve en el
Mirador. En consecuencia, tan pronto como estuve de regreso en Provincetown,
aparqué el automóvil cerca del muelle. En el centro del pueblo había buenos bares, el
Bay State, al que llamábamos el Bergantín, el Poop Deck y el Fish and Bak (al que
todo el mundo llamaba el Cubo de Sangre, por el gran número de peleas que allí se
desarrollaban), buenos bares, sí, aunque no se les podía llamar grandes bares porque
no tenían grandes camareros como mi padre, capaces de crear un ambiente atractivo
para las clases trabajadoras. De todas maneras, los bares mencionados son oscuros, lo
suficientemente sucios para que te encuentres a gusto. Puedes beber sintiéndote tan
cómodo como un crío en un útero seguro y calentito antes de nacer. Hay pocas luces,
y la vieja gramola suena tan débilmente que los oídos no se resienten. Desde luego,
en verano, un bar como el Bergantín está más atestado que el metro de Nueva York
en las horas punta, y se cuenta una historia —que considero cierta— según la cual,
cierto verano, unos relaciones públicas de la Budweiser, o de la Schaeffer, o de
cualquiera de las fábricas de orina caliente, organizaron un concurso para ver cuál era
el bar-restaurante que vendía la mayor cantidad de cerveza en todo Massachusetts.
Bueno, el caso es que descubrieron que en Provincetown había un establecimiento
llamado Bay State que era el que más cerveza había vendido en un mes. Y la mañana
de un día laborable del mes de agosto, llegaron unos altos ejecutivos, ataviados con
elegantes trajes de verano, juntamente con un equipo de televisión, para filmar la
entrega del premio. Pensaban que les aguardaba uno de esos restaurantes de langosta
y pescado caro, grandes como un arsenal, que pululan por los alrededores de
Hyannis, pero se encontraron con el oscuro y mugriento Bergantín, cuyos clientes
eran tan pobres que sólo podían consumir cerveza; doscientos bebedores de cerveza,
de pie, atestaban el local. La longitud del Bergantín, desde la puerta de entrada hasta
los hediondos cubos de basura al fondo, es más o menos la de un vagón de tren, y en
lo tocante a comida, sirven bocadillos de jamón y queso o de salchicha. Las cámaras
de televisión se pusieron en marcha, y la clientela de chalados comenzó a gritar: «¡Sí,
es la cerveza! ¡Huele que apesta! Oye ¿para qué coño sirve esa luz roja en la cámara
de la tele? ¿Es que hablamos demasiado? Más vale que nos callemos, ¿no?».
Aunque en el Bergantín, en invierno, también había clientes, podías sentarte y
enterarte de lo que estaba ocurriendo en el pueblo. Por la tarde regresaban a puerto
buen número de barcas de pesca, y sus tripulaciones iban a beber al Bergantín.
Carpinteros, traficantes en drogas, policías de narcóticos, algunos chicos para todo
que sólo trabajaban en verano y, los viernes, madres solteras con su cheque de la
Ni mi padre ni yo tuvimos una gran alegría al ver el aspecto que tenía el otro.
Seguramente ofrecía un triste espectáculo cuando entré cojeando en la cocina. Mi
padre, que estaba preparando un café soluble, dejó el tarro y silbó.
Asentí en silencio con la cabeza. Tenía el pie hinchado, no podía levantar el brazo
más arriba de la cabeza, y llevaba un bolsa de agua helada junto al pecho. Y sólo
Dios sabe las ojeras que rodeaban mis ojos.
Sin embargo, el aspecto de mi padre era, si cabe, peor. Apenas le quedaba cabello
en la cabeza y había perdido mucho peso. En lo alto de las mejillas tenía una zona
altivamente sonrojada, qué me trajo a la memoria el efecto de una pequeña hoguera
en un otero pelado y barrido por el viento.
Entonces comprendí lo que ocurría, y me estremecí como si fuera yo el afectado.
Mi padre recibía tratamiento de quimioterapia.
Seguramente, se había acostumbrado a la expresión que aparecía en los ojos de
los demás y que procuraban borrar después del primer espasmo de sorpresa, ya que
dijo:
—Sí, lo tengo.
—¿Dónde está localizado?
Hizo un vago ademán, como diciendo aquí y allá.
—Gracias por el telegrama —le dije.
—Muchacho, cuando las noticias son tan malas que nadie puede hacer nada por
evitarlas, tienes que arreglártelas solo.
Tenía aspecto de debilidad, es decir, no parecía todopoderoso. Sin embargo, no
podía determinar si sufría o no.
—¿Sigues con la quimioterapia? —le pregunté.
—La dejé hace un par de días. No podía soportar las náuseas.
Se me acercó y me dio un breve abrazo, sin estrecharme demasiado, como si
temiera contagiarme.
—Voy a contarte un chiste —dijo—. Una familia judía aguarda en la sala de
espera de un hospital que les den el diagnóstico. El doctor se les acerca. El médico es
un rico hijo de la gran puta con voz amariconada. Cuando habla, suena como un
pajaro.
De vez en cuando, a mi padre le gustaba aprovechar la ocasión de recordarme, tal
como había hecho con mi madre, que nuestros orígenes eran de lo más humilde y
resultaba vergonzoso negarlo. Su esnobismo siempre fue de signo inverso, por eso
dijo pajaro en vez de pájaro. Después de esta gracia, prosiguió:
Después de esto, fuimos a casa del Chepa para celebrar el ágape del domingo,
cuyos platos había guisado su hermana. Comimos un asado, en el que la carne había
adquirido un cadavérico color gris, acompañado de patatas rescatadas demasiado
temprano del agua hirviente, más unas cuantas hojas de nabo. Hasta el momento de la
celebración de este ágape, jamás había tratado con gente dotada de tanta vitalidad
como el Chepa y Patty Erlene. Ahora bien, aquellos platos eran la otra cara de la luna.
Comimos en silencio, y todos nos estrechamos la mano al despedirnos. Tres horas
después, ocurrió el terrible accidente de automóvil con Madeleine. Y pasaron ocho
años más antes de que volviera a ver a Patty Erlene, en Tampa, convertida en la
señora de Meeks Wardley Hilby III.
El poder del recuerdo es tal que puede elevarte por encima del dolor, y de esta
manera llegué por fin al término de la escollera en un estado más o menos parecido a
aquel en que comencé la caminata. La marea estaba baja y las planas arenas
despedían olor a mojado. Bajo la luz de la luna, algas y plantas marinas se movían
ondulantes, con tintes plateados. Casi me sorprendió encontrar el Porsche donde lo
había dejado.
Hasta que le di la vuelta a la llave del encendido, no recordé que ya habían
transcurrido las cuatro o cinco horas que le había concedido a Madeleine para que
llegara a mi casa, y pensé que si no fuera por eso jamás regresaría allí (la casa de
Patty Larein para enfrentarme con Regency), sino que iría al Mirador, que fue donde
comenzó todo, y me emborracharía hasta el punto de acordarme de nada de lo
ocurrido al día siguiente por la mañana. Pero encendí otro cigarrillo y tomé la calle
Bradford, camino a casa, adonde llegué antes de tener que aplastar la colilla en el
cenicero.
Tuve una sorpresa. Un coche patrulla de la policía esta aparcado detrás del
automóvil de mi padre, en la calle Comercio, justo enfrente de la puerta de mi casa, y
me percaté que, contrariamente a lo que yo esperaba, Madeleine no había llegado.
Aquellos dos automóviles eran los únicos que se veían en las cercanías.
No supe qué hacer. Me parecía de vital importancia ver a Madeleine primero,
armarme con las fotografías mutiladas que ella había encontrado en la caja cerrada
con llave, pero luego recordé que ni siquiera le había pedido que las trajera consigo.
Claro que lo normal era que lo hiciera, pero en el caso de Madeleine esto era muy
Allí estuvo Regency, día tras días, mientras Madeleine le cuidaba como a un dios
agónico. Es increíble lo que se puede hacer en Provincetown sin que a uno le pase
nada. Por la mañana, Madeleine llamó a la jefatura de policía para decirles que
Regency había tenido una brusca depresión nerviosa y que proyectaba llevárselo para
efectuar un largo viaje. Les rogaba que tuvieran la bondad de arreglar los papeles
correspondientes a una baja temporal en el servicio. Como yo había tomado la
precaución de lavar el maletero del coche patrulla, y de aparcarlo ante el
Ayuntamiento con las llaves debajo del asiento, no había nada que relacionara la
ausencia de Regency con mi casa. Durante cuatro días, Madeleine llamó
puntualmente todos los días al sargento para charlar con él acerca del estado de
Regency y del mal tiempo que hacía en Barnstable, y le dijo que había pedido que le
desconectaran el teléfono para que no los molestasen. Realmente, Madeleine pidió
que desconectaran el teléfono de su casa. El quinto día, Regency cometió el error de
recuperarse un poco, y tuvimos una escena terrible.
Desde la cama, nos maldijo a todos. Dijo que nos iba a meter en la cárcel. A mí,
me detendría por lo de la plantación de marihuana. Haría lo preciso para que me
acusaran del asesinato de Jessica. Afirmó que mi padre era un ladrón habitual y
sodomita. Por su parte, él, Regency, se iría a África. Sí, sería mercenario.
Dijo que haría una parada en El Salvador. Me mandaría una postal. En ella habría
una fotografía suya, machete en ristre. ¡Ja, ja, ja! Sentado en la cama, marcándosele
la abultada musculatura, en la camiseta, con la boca torcida por el ataque de apoplejía
y diciendo tonterías porque tenía el cerebro fastidiado, Regency cogió el teléfono y lo
aplastó al percatarse de que no daba línea (lo primero que hice fue desconectarlo). Le
dimos tranquilizantes que le dejaron como si se hubiera bebido un vaso de agua.
Sólo Madeleine sabía dominarlo. Vi en ella una faceta desconocida para mí. Sabía
apaciguar a Regency, le ponía una mano en la frente y así le calmaba, y cuando todos
sus recursos fracasaban, le hacía callar mediante maldiciones. A veces le decía:
—¡Cállate! ¡Estás pagando tus pecados!
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntaba Regency.
—Sí, me quedaré contigo.
—Te odio.
—Ya lo sabía.
—Eres una morena sucia. ¿Sabes lo sucias que son las morenas?
—Tampoco te iría mal un baño.
—Me das asco.
—Toma esta píldora y cállate.