La Parusia - James Stuart Russell

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 673

LIBRO – LA PAROUSÍA – LA SEGUNDA VENIDA DE

NUESTRO SEÑOR – James Stuart Russell (1878)

Una mirada cuidadosa a la doctrina neotestamentaria de la


Segunda Venida de Nuestro Señor

CONTENIDO

PREFACIO  

Las últimas palabras de la profecía en el Antiguo Testamento



El Libro de Malaquías

El intervalo entre Malaquías y Juan el Bautista

PARTE I   

LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS     

La Parousía Predicha Por Juan el Bautista

La Enseñanza de Nuestro Señor Sobre la Parousía, En los


Evangelios

Predicción de la ira venidera sobre aquella generación

Alusiones adicionales a la ira venidera

Destino inminente de la nación judía (Parábola de la higuera
estéril)

El fin del mundo, o la terminación de la dispensación judía
(Parábolas de la

cizaña y la red)

La venida del Hijo del Hombre (la Parousía) durante la vida de los
apóstoles

La Parousía ha de tener lugar durante la vida de algunos
discípulos

La venida del Hijo del Hombre segura y pronta (Parábola de la
viuda

inoportuna)

La recompensa de los discípulos en la edad venidera, es decir,


en la Parousía

Indicaciones proféticas de la próxima consumación del reino


de Dios: 

1  Parábola de las minas



2. Lamento de Jesús sobre Jerusalén

3. Parábola de los labradores malvados

4. Parábola de las bodas del Hijo del Rey

5. Ayes contra los escribas y fariseos

6. La profecía del Monte de los Olivos

Examen de la profecía del Monte de los Olivos:



I. Preguntas de los discípulos

II. Respuesta de Nuestro Señor a los discípulos

(a) Sucesos que más remotamente habrían de preceder a la


consumación

(b) Indicaciones adicionales del próximo destino de Jerusalén

(c) Los discípulos advertidos contra los falsos profetas

(d) Llegada del ‘fin’, o la catástrofe de Jerusalén

(e) La Parousía ha de tener lugar antes de que pase la
generación actual

(f) Certeza de la consumación, pero incertidumbre de su fecha
exacta

(g) Lo repentino de la Parousía, y llamado a estar vigilantes

(h) Los discípulos advertidos de lo repentino de la Parousía
(Parábola del señor de la casa

Respuesta de Nuestro Señor a los discípulos (continuación):

(i) La Parousía, un tiempo de juicio tanto para los amigos como


los enemigos de Cristo

(j) Parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas)

(k) La Parousía, un tiempo de juicio (Parábola de los talentos)

(l) La Parousía, un tiempo de juicio (Las ovejas y los cabritos)

Declaración de Nuestro Señor Ante el Sumo Sacerdote



Predicción de los ayes que vienen sobre Jerusalén

Oración del ladrón penitente

La comisión apostólica

La Parousía en el Evangelio de Juan



La Parousía y la resurrección de los muertos

La resurrección, el juicio, y el último día

El juicio de este mundo, y del príncipe de este mundo

El regreso de Cristo (la Parousía) será pronto

Juan ha de vivir hasta la Parousía

Resumen de la enseñanza de los evangelios con respecto a la
Parousía

Apéndice a la Parte I

Nota A.- Sobre la teoría de interpretación del doble sentido

Nota B.- Sobre el elemento profético en los evangelios

 
PARTE II 

LA PAROUSÍA EN LOS HECHOS Y EN LAS EPÍSTOLAS

En los Hechos de los Apóstoles



‘Irse’ y ‘regresar’

Vienen los últimos días

La próxima destrucción de aquella generación

La Parousía y la restitución de todas las cosas

Cristo habrá de juzgar pronto al mundo

En las Epístolas Apostólicas



Introducción


En la Primera Epístola a los Tesalonicenses

Esperanza de la pronta venida de Cristo

La ira venidera sobre el pueblo judío

Significado de la Parousía para los discípulos de Cristo

Cristo ha de venir con todos sus santos

Los sucesos que acompañan a la Parousía

Exhortación a la vigilancia en la espera de la Parousía

Oración para que los tesalonicenses sobrevivan hasta la venida
de Cristo

En la Segunda Epístola a los Tesalonicenses



La Parousía, un tiempo de juicio contra los enemigos de Cristo, y
de la liberación de su pueblo

Sucesos que deben preceder a la Parousía

1. La apostasía

2. El hombre de pecado
En las Epístolas a los Corintios

La Primera Epístola a los Corintios

Actitud de los cristianos de Corinto en relación con la Parousía

Carácter judicial del ‘día del Señor’ (I Cor. 3:13)

Carácter judicial del ‘día del Señor (I Cor. 4:5)

Cercanía de la consumación que se aproxima

El fin del mundo ya ha llegado

Sucesos que acompañan a la Parousía

Los santos (vivos) transformados en la Parousía

La Parousía y la ‘final trompeta’

‘Maranatha’, la contraseña apostólica

La Segunda Epístola a los Corintios



Anticipaciones del ‘fin’ y del ‘día del Señor’

Los muertos en Cristo han de ser presentados junto con los vivos
en la Parousía

Esperanza de la futura bienaventuranza en la Parousía

En la Epístola a los Gálatas



‘La edad presente’

Las dos Jerusalén – la antigua y la nueva

En la Epístola a los Romanos



El día de la ira

La escatología de Pablo

Cercanía de la próxima salvación

Esperanza de una pronta liberación

En la Epístola a los Colosenses



La manifestación de Cristo se aproxima

La ira venidera
En la Epístola a los Efesios

La dispensación de la plenitud de los tiempos

El día de redención

La edad presente y la venidera

La (s) edad (es) venidera (s)

En la Epístola a los Filipenses



El día de Cristo

Esperanza de la Parousía

Cercanía de la Parousía

En las Epístolas a Timoteo



 En la Primera Epístola:

Apostasía de los postreros días

Tabla escatológica, o sinopsis, de los pasajes relacionados con
los postreros tiempos

Frases equivalentes que se refieren al mismo período

Tabla de pasajes relacionados con la apostasía de los postreros
tiempos

Conclusión con respecto a la apostasía

Timoteo y la Parousía

La apostasía ya se está manifestando

En la Segunda Epístola:

Esperanza de ‘aquel día’, es decir, la Parousía

La apostasía de los ‘postreros días’ es inminente

Espera del fin que se aproxima

En la Epístola a Tito

Anticipación de la Parousía

En la Epístola a los Hebreos



Los últimos días ya han llegado

Las edades, o períodos mundiales

El mundo venidero, o el nuevo orden

El fin del tiempo

La promesa del reposo de Dios

El fin de los tiempos

Esperanza de la Parousía

La Parousía se aproxima

La Parousía es inminente

La Parousía y los santos del Nuevo Testamento

La gran consumación se acerca

Cercanía y fin de la consumación

Expectativa de la Parousía

En la Epístola de Santiago

Vienen los últimos días

Cercanía de la Parousía

En las Epístolas de Pedro


En la Primera Epístola:

La salvación a punto de ser revelada en los postreros tiempos

La revelación cercana de Jesucristo

Relación entre la redención de Cristo y el mundo antediluviano

Cercanía del juicio y el fin de todas las cosas

Las buenas nuevas anunciadas a los muertos

El fuego de prueba y la gloria venidera

Ha llegado el tiempo del juicio

La gloria a punto de ser revelada

En la Segunda Epístola:

Burladores en ‘los postreros días’

La escatología de Pedro

Certeza de la consumación que se aproxima

Lo repentino de la Parousía

Actitud de los cristianos primitivos en relación con la Parousía

Los nuevos cielos y la nueva tierra

La cercanía de la Parousía, un motivo para ser diligentes

Los creyentes no deben desanimarse por la aparente demora de
la Parousía

Alusión de Pedro a las enseñanzas de Pablo concernientes a la
Parousía

En las Epístolas de Juan



El mundo pasa: viene la última hora

Viene el anticristo, prueba de que es la última hora

El anticristo no es una persona, sino un principio

Marcas del anticristo

Esperanza de la Parousía

En la Epístola de Judas

APÉNDICE A LA PARTE II

Nota A.- El reino de los cielos, o el reino de Dios



Nota B.- Acerca de la ‘Babilonia’ de 1 Pedro 5:13

Nota C.- Acerca del simbolismo de la profecía, con referencia
especial a las

predicciones de la Parousía

Nota D.- El Dr. Owen acerca de ‘los nuevos cielos y la nueva
tierra’ (2 Pedro 3:7)

Nota E.- El Rev. F. D. Maurice acerca de ‘el último tiempo’ (1 Juan
2:18)
PARTE III   

LA PAROUSIA EN EL APOCALIPSIS

Interpretación del Apocalipsis



Limitación de tiempo en el Apocalipsis

Fecha del Apocalipsis

El verdadero significado del Apocalipsis

Estructura y plan del Apocalipsis

El número siete en el Apocalipsis

El tema del Apocalipsis

El prólogo

La Primera Visión

Los mensajes a las siete iglesias

La Segunda Visión

Los Siete Sellos

Introducción a la visión

Apertura del primer sello

Apertura del segundo sello

Apertura del tercer sello

Apertura del cuarto sello

Apertura del quinto sello

Apertura del sexto sello

Sellado de los siervos de Dios

La Tercera Visión

Las Siete Trompetas

Apertura del séptimo sello

Las cuatro primeras trompetas

La quinta trompeta

La sexta trompeta

Episodio del ángel y el librito

Medición del templo

Episodio de los dos testigos

La séptima trompeta

La Cuarta Visión

Las Siete Figuras Místicas

La mujer vestida de sol

El gran dragón escarlata

El hijo varón

La primera bestia

El número de la bestia

La segunda bestia

El Cordero en el Monte Sion

El Hijo del Hombre en las Nubes

La Quinta Visión

Las Siete Copas

La Sexta Visión

La gran ramera

El misterio de la bestia escarlata

Los siete reyes

Los diez cuernos de la bestia

Nota sobre Apocalipsis 17

La caída de Babilonia

El juicio de la bestia y sus poderes confederados

El juicio del dragón

El reino de los santos y mártires

Satanás soltado después de mil años

La catástrofe de la sexta visión
La Séptima Visión

La santa ciudad, o la esposa

Prólogo a la visión

Descripción de la santa ciudad

Epílogo

RESUMEN Y CONCLUSION

Apéndice a la Parte III



Nota A.- Reuss, acerca del número de la bestia.

Nota B.- “Vida y Escritos de Pablo”, por el Dr. J. M. McDonald; el
obispo Warburton, acerca  de “La Profecía de Nuestro Señor
Sobre el Monte de los Olivos”, y acerca de “El Reino de
los Cielos’.
PREFACIO

Ningún lector atento del Nuevo Testamento puede dejar de


impresionarse con la prominencia que los evangelistas y los
apóstoles le dan a la PAROUSÍA, o ‘venida del Señor’. Ese
suceso es el gran tema de la profecía del Nuevo Testamento.
Apenas si hay un solo libro, desde el evangelio de Mateo hasta el
Apocalipsis de Juan, en el que la Parusía no se presente como la
gloriosa promesa de Dios y la bendita esperanza de la iglesia.
Fue predicha por Nuestro Señor con frecuencia y solemnidad; fue
mantenida sin cesar por los apóstoles ante los ojos de los
primeros cristianos; y fue creída firmemente y esperada
ansiosamente por las iglesias de la era primitiva.

No puede negarse que hay una notable diferencia entre la actitud


de los primeros cristianos y la de los cristianos actuales en
relación con la Parusía. Esa gloriosa esperanza, a la cual se
volvieron ansiosamente todos los ojos y todos los corazones en
la era apostólica, casi ha desaparecido de la vista de los
modernos creyentes. Cualesquiera sean las opiniones teóricas
expresadas en símbolos y credos, debe admitirse con franqueza
que la ‘segunda venida de Cristo’ casi ha dejado de ser una
creencia viva y práctica.

Se pueden invocar varias causas para explicar este estado de


cosas. Los apresurados vaticinios de los que con demasiada
confianza se han dedicado a interpretar la profecía, y el
consiguiente descrédito por el fracaso de sus predicciones, sin
duda han disuadido a hombres reverentes y sensatos de
adentrarse en la investigación de ‘profecías no cumplidas’. Por
otra parte, hay razones para pensar que la crítica racionalista ha
engendrado dudas sobre si hubo alguna vez el propósito de que
las predicciones del Nuevo Testamento tuvieran cumplimiento
literal o histórico.

Entre el racionalismo, por una parte, y el irracionalismo, por la


otra, ha venido a haber un estado, ampliamente prevaleciente, de
incertidumbre y confusión de pensamiento en relación con las
profecías del Nuevo Testamento, lo cual explica hasta cierto
punto, aunque quizás no justifica, el hecho de que se envíe el
tema entero a la región de los problemas oscuros e insolubles,
sin esperanza.

Sin embargo, ésta es sólo una explicación parcial. Merece


consideración, ya sea que haya o no una diferencia fundamental
entre la relación de la iglesia de la era apostólica con la Parusía
predicha y la relación con ese suceso sostenida en épocas
subsiguientes. Sin duda, los primeros cristianos creían que
estaban al borde de una gran catástrofe, y sabemos cuánta
intensidad y cuánto entusiasmo inspiraba la esperanza de la casi
inmediata venida del Señor; pero, si no puede demostrarse que
los cristianos actuales tienen una actitud similar, habría una falta
de verdad y realismo al simular la ansiosa anticipación y
esperanza de la iglesia primitiva. Un mismo suceso no puede ser
inminente en dos períodos diferentes separados por casi dos mil
años. Por lo tanto, debe haber alguna grave equivocación por
parte de los que sostienen que la iglesia cristiana actual tiene
precisamente la misma relación con, y debería tener la misma
actitud hacia, la ‘venida del Señor’ que la iglesia en los días de
Pablo.
En un espíritu franco y reverente, esta obra es un intento de
aclarar este malentendido, y establecer el verdadero significado
de la Palabra de Dios sobre un tema que ocupa un lugar tan
conspicuo en las enseñanzas de Nuestro Señor y de sus
apóstoles. Es el fruto de muchos años de paciente investigación,
y el autor no ha escatimado esfuerzos para poner a prueba al
máximo la validez de sus conclusiones. Ha sido su única meta
establecer lo que dice la Escritura, y su único deseo, ser
gobernado por una leal sumisión a la autoridad de ella. El ideal
de interpretación bíblica que ha mantenido ante sí es el que fue
tan bien expresado por un teólogo alemán: ‘Explicatio plana non
tortuosa, facilis non violenta, eademque et exegeticce et
Chistance conscientium pariter arridens’. (1)

Aunque la naturaleza de la investigación hace necesario referirse


con alguna frecuencia al original del Nuevo Testamento y a las
leyes de construcción gramatical e investigación, ha sido el
propósito del autor presentar esta obra de la manera más popular
posible, de modo que cualquier persona de educación e
inteligencia normales pueda leerla con facilidad e interés. La
Biblia es un libro para todo hombre, y el autor no ha escrito esta
obra para eruditos y críticos solamente, sino para los muchos que
están profundamente interesados en la interpretación bíblica, y
que piensan, con Locke, que ‘una búsqueda imparcial del
verdadero significado de las Sagradas Escrituras es la mejor
manera que tenemos de emplear el tiempo’. (2) Para el autor
será suficiente recompensa de sus trabajos si logra dilucidar en
alguna medida las enseñanzas de la revelación divina que han
sido oscurecidas por prejuicios tradicionales, o malinterpretadas
por una exégesis errónea.  

Notas:
1. Tratado de Donier, De Oratione Christi Eschatologica, p. 1.
2. Locke, Notes on Ephesians 1:10.

EL LIBRO DE MALAQUÍAS
El canon de las Escrituras del Antiguo Testamento se cierra de
manera muy diferente de lo que podría esperarse después del
espléndido futuro revelado a la nación del pacto en las visiones
de Isaías. Ninguno de los profetas es portador de una carga más
pesada que el último del AT. Malaquías es el profeta de la
destrucción. Parecía que la nación, por medio de su incorregible
obstinación y desobediencia, había renunciado al favor divino y
demostrado ser, no sólo indigna, sino incapaz, de las glorias
prometidas. La partida del espíritu profético estaba llena de malos
presagios, y parecía indicar que el Señor estaba a punto de
abandonar el país. En consecuencia, la luz de la profecía del
Antiguo Testamento se apaga en medio de nubes y densa
oscuridad.

El Libro de Malaquías es una larga y terrible acusación contra la


nación. El Señor mismo es el acusador, y con la evidencia más
clara, sustenta cada uno de los cargos contra el pueblo culpable.
La larga acusación incluye sacrilegio, hipocresía, desprecio
contra Dios, infidelidad conyugal, perjurio, apostasía, blasfemia;
mientras, por otro lado, el pueblo tiene el descaro de repudiar la
acusación, y declararse ‘no culpable’ de cada uno de los cargos.
El pueblo parece haber alcanzado esa etapa de insensibilidad
moral en que los hombres llaman a lo malo bueno, y a lo bueno
malo, y están madurando rápidamente para ser juzgados.
Como resultado, el  juicio venidero  es ‘la carga de la palabra del
Señor a Israel por medio de Malaquías’.

Cap. 3:5.- “Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo


contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y
los que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al
huérfano, y a los que hacen injusticia al extranjero, no teniendo
temor de mí, dice Jehová de los ejércitos”.

Cap. 4:1.- “Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno,


y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán
estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de
los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama”.

Que esta no es una amenaza vaga y sin significado es evidente a


juzgar por los términos claros y definidos con que es anunciada.
Todo apunta a una inminente crisis en la historia de la nación,
cuando Dios administre juicio sobre su pueblo rebelde. “Viene el
día ardiente como un horno”, “el día grande y terrible de Jehová”.
Que este “día” se refiere a cierto período y a un suceso
específico no admite duda. Ya había sido predicho, y
precisamente con las mismas palabras, por el profeta Joel (2:31):
“El día grande y espantoso de Jehová”. Y encontraremos una
clara referencia a él en el discurso del apóstol Pedro el día de
Pentecostés (Hechos 2:20). Pero el período queda definido más
precisamente por la notable declaración de Malaquías en 4:5: “He
aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de
Jehová, grande y terrible”. La declaración explícita de nuestro
Señor de que el Elías predicho no es otro que su precursor, Juan
el Bautista (Mat. 11:14), nos permite establecer el momento y el
suceso a los que se hace referencia como “el día de Jehová,
grande y terrible”. El suceso no debe ser buscado a gran
distancia del período de Juan el Bautista. Es decir, la alusión al
juicio de la nación judía, cuando su ciudad y su templo fueron
destruidos, y la estructura entera del estado mosaico fue disuelta.

Merece notarse que tanto Isaías como Malaquías predicen la


aparición de Juan el Bautista como el precursor de nuestro
Señor, pero en términos muy diferentes. Isaías le representa
como el heraldo del Salvador venidero: “Voz que clama en el
desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la
soledad a nuestro Dios”. (Isa. 40:3). Malaquías representa a Juan
como el precursor del Juez venidero: “He aquí, yo envío mi
mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá
súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el
ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He aquí viene, ha
dicho Jehová de los ejércitos”. (Mal. 3:1).

Que esta es una venida de juicio se pone de manifiesto por las


palabras que siguen inmediatamente después, y que describen la
alarma y la consternación causadas por su aparición: “¿Y quién
podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en
pie cuando él se manifieste?” (Mal. 3:2).

No puede decirse que este lenguaje es apropiado para la primera


venida de Cristo; pero es altamente apropiado para su segunda
venida. Hay una clara alusión a este pasaje en Apoc. 6:17, donde
“los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes,” etc.
son representados como ocultándose “del rostro de aquél que
está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero, diciendo: El
gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en
pie?”  Nada puede estar más claro que “el día de su venida” en
Mal. 3:2 es el mismo que “el día de Jehová, grande y terrible” de
4:5, y que ambos responden al “gran día de su ira” en Apoc. 6:17.
Por lo tanto, concluimos que el profeta Malaquías habla, no del
primer advenimiento de nuestro Señor, sino del segundo.
Esto queda probado además por el hecho significativo de que, en
3:1, el Señor es representado como viniendo “súbitamente a  su
templo“. Entender esto como que se refiere a la presentación del
Salvador niño en el templo por sus padres, a los suyos en los
atrios del templo, o a los suyos de entre los compradores y
vendedores del sagrado edificio es ciertamente una explicación
de lo más inadecuada. Ésas no son ocasiones de terror y
consternación, como está implícito en el segundo versículo:
“¿Quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?” Sin
embargo, la expresión sugiere vívidamente la visitación final y
judicial sobre la casa de su Padre, cuando habría de quedar
“desierta”, según su predicción. El templo era el centro de la vida
de la nación, el símbolo visible del pacto entre Dios y su pueblo;
era el lugar en que “el juicio debía comenzar”, y que habría de ser
alcanzado por  “destrucción repentina”. Entonces, tomando en
cuenta todos estos detalles, la “súbita venida del Señor a su
templo”, la consternación que acompaña “el día de su venida”, su
venida como “fuego purificador”, su venida “para juicio”, “viene el
día ardiente como un horno”, “todos los que hacen maldad serán
estopa”, “no les dejará ni raíz ni rama”, y la aparición de Juan el
Bautista, el segundo Elías, antes de la llegada del “día grande y
terrible de Jehová”, es imposible resistirse a la conclusión de que
aquí el profeta predice la gran catástrofe nacional en la cual el
templo, la ciudad, y la nación perecieron juntas; y que esto es
designado como “el día de su venida”.

Sin embargo, aunque parezca extraño, el hecho indudable es que


Malaquías no alude a la primera venida de nuestro Señor. Esto lo
reconoce claramente Hengstenberg, que observa: “Malaquías
omite del todo la primera venida de Cristo en humillación, y deja
completamente en blanco el intervalo entre su precursor y el
juicio de Jerusalén”. (1) Esto debe explicarse por el hecho de que
el principal objeto de la profecía es predecir la destrucción
nacional y no la liberación nacional.
Al mismo tiempo, mientras el juicio y la ira son los elementos
predominantes de la profecía, los rasgos de un carácter diferente 
no están completamente ausentes. El día de la ira es también un
día de redención. Hay un remanente fiel, aun en la nación
apóstata: hay oro y plata que deben ser refinados y joyas que
deben ser reunidas, así como escoria que debe ser rechazada y
rastrojo que debe ser quemado. Hay hijos a quienes perdonar la
vida, así como enemigos que ser destruidos; y el día que trajo
consternación y oscuridad para los impíos, verá “el Sol de justicia
nacer trayendo salvación en sus alas” para los fieles. Hasta
Malaquías sugiere que la puerta de la misericordia todavía no
está cerrada. Si la nación regresa a Dios, Él regresará a ellos. Si
quieren restituir lo que sacrílegamente han retenido del servicio
del templo, Él los compensará con bendiciones mayores de las
que ellos podrían recibir. Todavía puede ser una “tierra deliciosa”,
la envidia de todas las naciones. En la hora undécima, si la
misión del segundo Elías tiene éxito en ganar los corazones del
pueblo, la catástrofe inminente puede ser alejada, después de
todo (3:3, 16-18; 4:2, 3, 5).

Sin embargo, existe la conclusión inevitable de que las


amonestaciones y las amenazas no servirán de nada. Las últimas
palabras suenan como el tañido de campanas anunciando
destrucción. (Mal. 4:6): “No sea que yo venga y hiera la tierra
con maldición“.

El pleno significado de esta ominosa declaración no es evidente


en seguida. Para la mente hebrea, esta declaración indicaba la
más terrible suerte que podría sobrevenirle a una ciudad o a un
pueblo. La ‘maldición’ era el  anatema, o  cherem, que denotaba
que la persona o cosa sobre la que recaía la maldición era
entregada a una completa destrucción. Tenemos un ejemplo
del  cherem, o  ban, en la maldición pronunciada sobre
Jerico  (Josué 6:17; y una declaración más detallada de la ruina
que ello significaba, en el libro de Deuteronomio (13:12-18). La
ciudad habría de ser herida a filo de espada, toda cosa viviente
en ella debía ser ejecutada, el botín no debía ser tocado, todo era
maldito e inmundo, la ciudad debía ser consumida por el fuego, y
el lugar entregado a desolación perpetua. Hengstenberg observa:
“ To d a s l a s c o s a s i m a g i n a b l e s e s t á n i n c l u i d a s e n
esta sola palabra”; (2) y cita el comentario de Vitringa sobre este
pasaje: “No cabe duda de que Dios quería decir que entregaría a
una segura destrucción tanto a los obstinados transgresores de la
ley como a su ciudad, y que debían sufrir el extremo castigo de
su justicia, como  dirigentes consagrados a Dios, sin ninguna
esperanza de obtener favor o perdón”.

Tal es la terrible maldición que dejó suspendida sobre la tierra de


Israel el espíritu profético en el momento de partir y guardar un
silencio que duraría siglos. Es importante observar que todo esto
hace referencia clara y específica a la tierra de Israel. El mensaje
del profeta es a Israel; los pecados que son reprobados son los
de Israel; la venida del Señor es a su templo en Israel; la tierra
amenazada con maldición es la tierra de Israel.  (3)  Todo esto
apunta manifiestamente a una específica catástrofe local y
nacional, de la cual la tierra de Israel habría de ser el escenario, y
sus culpables habitantes las víctimas. La historia registra el
cumplimiento de la profecía, en exacta correspondencia con el
tiempo, el lugar, y las circunstancias, en la ruina que devastó a la
nación judía durante el período de la destrucción de Jerusalén.

Notas:

1. Véase, de Hengstenberg, Nature of Prophecy. Christology. Vol. 4, p. 8.

2. Hengstenberg, Christology, vol. 4, p. 227.

3. El significado de este pasaje (Mal. 4:6) está oscurecido por la desafortunada traducción de  earthen lugar de  land.  La

expresión hebrea  ch, a, como el griego gh/, se emplea con mucha frecuencia en sentido restringido. La alusión en el

texto es claramente a la tierra de Israel. Véase Hengstenberg, Christology, vol. 4. p. 224.


EL INTERVALO ENTRE MALAQUÍAS 

Y JUAN EL BAUTISTA

Los cuatro siglos que transcurren entre la conclusión del Antiguo


Testamento y el principio del Nuevo están en blanco en la historia
de las Escrituras. Sin embargo, sabemos, por los libros de los
Macabeos y los escritos de Josefo, que fue un período agitado en
los anales judíos. Judea fue, por turnos, vasalla de las grandes
monarquías que la circundaban – Persia, Grecia, Egipto, Siria, y
Roma – con un intervalo de independencia bajo los príncipes
macabeos. Pero, aunque durante este período la nación pasó por
grandes sufrimientos, y produjo algunos ilustres ejemplos de
patriotismo y de piedad, en vano buscamos algún oráculo divino,
o algún mensajero inspirado, que declarase la palabra de Dios.
Israel podía decir en verdad: “No vemos ya nuestras señales; no
hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo”.
(Sal. 74:9). Y sin embargo, esos cuatro siglos no dejaron de
ejercer una poderosa influencia en el carácter de la nación.
Durante este período, se establecieron sinagogas por todo el
territorio, y el conocimiento de las Escrituras se extendió
ampliamente. Surgieron las grandes escuelas religiosas de los
fariseos y de los saduceos, cuyos dos grupos profesaban ser
expositores y defensores de la ley de Moisés. En gran número,
los judíos se asentaron en las grandes ciudades de Egipto, Asia
Menor, Grecia, e Italia, llevando consigo y a todas partes el culto
de la sinagoga y la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo
Testamento. Sobre todo, la nación acariciaba en lo más recóndito
de su corazón la esperanza de un libertador venidero, un
heredero de la casa real de David, que debía ser el rey
teocrático, el liberador de Israel de la dominación gentil, cuyo
reino fuera tan feliz y glorioso que mereciera llamarse “el reino de
los cielos”. Pero, en su mayor parte, el concepto popular del rey
venidero era terrenal y carnal. En cuatrocientos años, no había
habido ningún mejoramiento en la condición moral del pueblo y,
entre el formalismo de los fariseos y el escepticismo de los
saduceos, la verdadera religión se había hundido hasta llegar a
su punto más bajo. Sin embargo, todavía había un fiel remanente
que tenía conceptos más verdaderos del reino de los cielos, y
“que esperaba la redención en Israel”.

Al acercarse el tiempo, hubo indicios del regreso del espíritu


profético, y presagios de que el prometido liberador estaba cerca.
A Simeón se le aseguró que, antes de morir, vería al “ungido de
Jehová”; parece que una indicación parecida se le había hecho a
la anciana profetisa Ana. Es razonable suponer que tales
revelaciones deben haber despertado gran expectación en los
corazones de muchos, y les prepararon para el pregón que poco
después se oyó en el desierto de Judea: “Arrepentíos, porque el
reino de los cielos se ha acercado”. Nuevamente se había
levantado profeta en Israel, y “el Señor había visitado a su
pueblo”.

 
PARTE I – LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS

LA PAROUSIA PREDICHA POR JUAN EL BAUTISTA

No hay nada más claramente afirmado en el Nuevo Testamento


que la identidad de Juan el Bautista con el heraldo en el desierto
por medio de Isaías y el Elías de Malaquías. Cuán bien
concuerda la descripción de Juan con la de Elías es evidente al
primer vistazo. Cada uno era austero y asceta en su estilo de
vida; cada uno era un celoso reformador de la religión; cada uno
era un severo censurador del pecado. Los tiempos en que
vivieron eran singularmente semejantes. En ambos períodos, la
nación judía era degenerada y corrupta. Elías tuvo su Acab, Juan
su Herodes. No es objeción a esta identificación de Juan como el
Elías predicho el hecho de que el Bautista mismo rechazó el
nombre cuando los sacerdotes y levitas de Jerusalén exigieron:
“¿Eres tú Elías?” (Juan 1:21). Los judíos esperaban la reaparición
del Elías literal, y la respuesta de Juan estaba dirigida a esa
opinión errónea. Pero su verdadero derecho a la designación es
afirmado expresamente en el anuncio hecho por el ángel a su
padre Zacarías: “E irá delante de él con el espíritu y el poder de
Elías (Lucas 1:17); así como en las declaraciones de nuestro
Señor: “Y si queréis recibirlo,  él es aquel Elías  que había de
venir”. (Mat. 11:14). ” Mas os digo que Elías ya vino, y no le
conocieron… Entonces los discípulos comprendieron que les
había hablado de Juan el Bautista”. (Mat. 17:10-13). Juan era el
segundo Elías, y cumplió exhaustivamente las predicciones de
Isaías y Malaquías concernientes a él. Por lo tanto, soñar con un
“Elías del futuro” equivale a poner en duda la afirmación expresa
de la palabra de Dios, y no descansa en ninguna justificación
bíblica en absoluto.
Ya hemos aludido al doble aspecto de la misión de Juan
presentada por los profetas Isaías y Malaquías. La misma
diversidad se ve en las descripciones del Nuevo Testamento
tocantes al segundo Elías. El aspecto benigno de su misión
presentada por Isaías se reconoce también en las palabras del
ángel por medio del cual había sido predicho su nacimiento,
como ya se ha citado, y en el pronunciamiento inspirado de su
padre Zacarías: “Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado;
porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus
caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para
perdón de sus pecados” (Lucas 1:76, 77). Encontramos el mismo
aspecto de gracia en los versículos iniciales de evangelio de
Juan: “Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la
luz, a fin de que todos creyesen por él” (Juan 1:7).

Pero el otro aspecto de su misión no es reconocido con menos


claridad en los evangelios. Es representado, no sólo como el
heraldo del Salvador venidero, sino como el del Juez venidero.
En realidad, sus propias afirmaciones registradas hablan mucho
más de ira que de salvación, y están concebidas más en el
espíritu del Elías de Malaquías que en el del heraldo en el
desierto en Isaías. Amonesta a los fariseos y a los saduceos, y a
las multitudes que venían a su bautismo, a que “huyeran de la ira
venidera”. Les dice que “el hacha está puesta a la raíz de los
árboles”. Anuncia la venida de Uno más poderoso que él, “cuyo
aventador está en su mano, y recogerá su trigo en el granero, y
quemará la paja en fuego que nunca se apagará” (Mat. 3:12).

Es imposible no impresionarse con la correspondencia entre el


lenguaje del Bautista y el de Malaquías. Como observa
Hengstenberg: “A través de todo el texto, es la profecía de
Malaquías la que Juan comenta”.(1)  En ambos, la venida del
Señor se describe como un día de ira; ambos hablan de su
venida con fuego que refina y prueba, con fuego que quema y
consume. Ambos hablan de un tiempo de discriminación y
separación entre los justos y los impíos, el oro y la escoria, el trigo
y la paja; y ambos hablan de la completa destrucción de la paja, o rastrojo
con fuego que no se apaga. Estas no son semejanzas fortuitas: las dos
predicciones son la contraparte la una de la otra, y sólo pueden referirse al
mismo suceso, el mismo “día del Señor”, el mismo juicio venidero.

Pero lo que merece observarse más especialmente es la


evidente  cercanía  de la crisis que Juan predice. “La ira venidera” es una
interpretación muy inadecuada del lenguaje del profeta. (2) Debería ser “la
ira que viene”; esto es, no meramente  futura, sino  inminente. “La ira
venidera” puede ser indefinidamente distante, pero “la ira que viene” es
inminente. Como observa justamente Alford: “Juan está hablando ahora en
el verdadero carácter de un profeta que predice la ira que pronto ha de ser
derramada sobre la nación judía”. (3)  Así sucede con las otras
representaciones en el discurso del Bautista; todo indica la rápida
aproximación de la destrucción. “Ya  el hacha está puesta a la raíz de los
árboles”. El aventador estaba realmente en las manos del labrador; el
proceso de cribado estaba a punto de comenzar. Estas advertencias de
Juan el Bautista no son las vagas e indefinidas exhortaciones al
arrepentimiento, dirigidas a los hombres en todo tiempo, que algunas
veces se supone que son; son palabras urgentes, ardientes, que tienen
relevancia específica y presente para la generación que entonces existía,
los hombres que vivían, y a los cuales les traía el mensaje de Dios. La
nación judía estaba ahora en su última prueba; el segundo Elías había
venido como precursor del “día grande y terrible de Jehová”: si rechazaban
sus advertencias, la destrucción profetizada por Malaquías seguiría con
toda certeza y rapidez. “Vendré y heriré la tierra con maldición”. Nada
puede ser más obvio que la catástrofe a la que Juan alude es específica,
nacional, local, e inminente, y la historia nos dice que, dentro del período
de la generación que escuchaba su clamor de amonestación, “vino sobre
ellos la ira al máximo”.

Notas:
1. Christol., vol. 4, p. 232.
2. thj mellousj orghj
3. Testamento griego in loc.
PARTE I – LA PARUSÍA EN LOS EVANGELIOS – LA
ENSEÑANZA DE NUESTRO SEÑOR SOBRE LA PARUSÍA
EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS
A consecuencia de haber sido encarcelado por Herodes Antipas,
el fin del ministerio de Juan el Bautista marca una nueva
orientación en el ministerio de nuestro Señor. En verdad, antes
de ese tiempo, había enseñado al pueblo, efectuado milagros,
ganado adherentes, y obtenido amplia popularidad; pero,
después de ese suceso, que puede considerarse como una
indicación del fracaso de la misión de Juan, nuestro Señor se
retiró a Galilea, y allí entró en una nueva fase de su ministerio
público. Se nos dice que “desde entonces comenzó Jesús a
predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se
ha acercado” (Mat. 4:17).

Éstos son los términos precisos con los que se describe la


predicación de Juan el Bautista (Mat. 3:2). Tanto nuestro Señor
como su precursor llamaron “a la nación al arrepentimiento”, y
anunciaron el acercamiento del “reino de los cielos”. Se deduce
que, con la frase “el reino de los cielos se ha acercado”, Juan no
podría significar meramente que el Mesías estaba a punto de
aparecer, porque, cuando Cristo en efecto apareció, hizo el
mismo anuncio. “El reino de los cielos  se ha acercado“. De
manera semejante, cuando los doce discípulos fueron enviados
en su primera misión evangelista, se les ordenó predicar, no que
el reino de los cielos había venido, sino que  se había
acercado (Mat. 10:7). Además, que el reino no vino en el tiempo
de nuestro Señor, ni en el día de Pentecostés, es evidente por el
hecho de que, en su discurso profético en el Monte de los Olivos,
nuestro Señor dio a sus discípulos ciertas señales por medio de
las cuales podían saber que el reino de los cielos estaba cerca
(Lucas 21:31).

Por lo tanto, arribamos a ciertas conclusiones claramente


deducibles de las enseñanzas de nuestro Señor:

1. Que Él proclamó que una gran crisis, o consumación, llamada


“el reino de los cielos”, se había acercado.

2. Que esta consumación, aunque cercana, no habría de tener
lugar durante el curso de su vida, ni durante algunos años
después de su muerte.

3. Que sus discípulos, o por lo menos algunos de ellos, podían
esperar presenciar la llegada de esta consumación.

Pero el tema entero de “el reino de los cielos” debe ser reservado
para una discusión más completa en un tiempo futuro.

PREDICCIÓN DE LA IRA VENIDERA SOBRE  AQUELLA


GENERACIÓN

Hay otro punto de semejanza entre la predicación de nuestro


Señor y la de Juan el Bautista. Ambos dieron las más claras
indicaciones de la estrecha cercanía de un tiempo de un tiempo
de juicio que debía abatirse sobre la generación existente, a
causa de su rechazo de las amonestaciones e invitaciones de la
misericordia divina. Así como el Bautista habló de la “ira
venidera”, así también nuestro Señor, con igual claridad, advirtió
al pueblo del “juicio venidero”. Jesús reconvino a “las ciudades en
las cuales había hecho muchos de sus milagros, porque no se
habían arrepentido”, y predijo que les sobrevendría un infortunio
mayor que el que había caído sobre Tiro y Sidón, Sodoma y
Gomorra (Mat. 11:20-24). Que todo esto apunta a una catástrofe
que no era remota, sino cercana, y que realmente se abatiría
sobre aquella generación actual, es evidente por las expresas
afirmaciones de Jesús.

Mat. 12:38-46 (compárese con Lucas 11:16, 24-36): “Entonces


respondieron algunos de los escribas y de los fariseos, diciendo:
Maestro, deseamos ver de tí señal. Él respondió y les dijo:  La
generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será
dada, sino la señal del profeta Jonás. Porque como estuvo Jonás
en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el
Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.
Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta
generación, y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la
predicación de Jonás, y he aquí más que Jonás en este lugar. La
reina del sur se levantará en el juicio con esta generación, y la
condenará; porque ella vino de los fines de la tierra para oír la
sabiduría de Salomón, y he aquí más que Salomón en este lugar.
Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares
secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a
mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada,
barrida, y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete
espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado
de aquel hombre viene a ser peor que el primero. Así también
acontecerá a esta mala generación”.

Este pasaje es de gran importancia para establecer el verdadero


significado de la frase “esta generación” [genea]. En este lugar,
sólo puede referirse al pueblo de Israel que entonces vivía – la
generación entonces actual. Ningún comentarista ha propuesto
jamás llamar “genea” aquí a la raza judía de todos los tiempos.
Nuestro Señor acostumbraba referirse a sus contemporáneos
como a esta generación:
“Mas, ¿a qué compararé esta generación?” – esto es, a los
hombres de ese tiempo que no escuchaban ni a su precursor ni a
Él mismo (Mat. 11:16; Luc. 7:31). Hasta comentaristas como
S t i e r, q u e s o s t i e n e l a i n t e r p r e t a c i ó n d e “ g e n e a ”
como raza o linaje en otros pasajes, admite que la referencia en
estas palabras es “a la generación que estaba viva en ese
entonces y en esa época, que era de lo más importante”. (1) Así
que, en el pasaje que tenemos delante, no puede haber
controversia con respecto a la aplicación de las palabras
exclusivamente a la generación que existía entonces, los
contemporáneos de Cristo. Nuestro Señor da aquí testimonio de
la exacerbada y enorme maldad de ese período. Jesús se acaba
de dirigir a aquella generación con las mismas palabras del
Bautista: “¡Generación de víboras!”. Se declara que su culpa
supera a la de los paganos; se la compara con un endemoniado,
de quien el espíritu inmundo se ha apartado por un tiempo, pero
ha regresado con mayor fuerza que antes, acompañado por otros
siete espíritus peores que él, de manera que “el postrer estado de
aquel hombre viene a ser peor que el primero”.

En el testimonio de Josefo tenemos una impresionante


confirmación de la descripción que hace nuestro Señor de la
condición moral de aquella generación. “Como sería imposible
relatar en detalle sus enormidades, diré brevemente que ninguna
otra ciudad sufrió jamás calamidades similares, y que ninguna
generación existió jamás que fuese más prolífica en el crimen.
Confesaban que eran esclavos – y lo eran – la escoria misma de
la sociedad, los engendros espurios y contaminados de la
nación”.  (2)  “Y aquí no puedo contenerme, y debo expresar lo
que mis sentimientos me indican. Soy de la opinión de que, si los
Romanos hubiesen diferido el castigo de estos miserables, o la
tierra se hubiese abierto y se hubiese tragado la ciudad, o ésta
habría sido barrida por un diluvio, o compartido el destino de
Sodoma. Porque produjo una raza mucho más impía que la de
los que fueron así visitados. Porque, por medio de la locura
desesperada de estos hombres, la nación entera se vio envuelta
en la ruina de ellos”.  (3)  “De alguna manera, aquel período se
había vuelto tan prolífico en iniquidad de todo tipo entre los
judíos, que ninguna obra mala quedó sin ser perpetrada;… tan
universal era el contagio, tanto en público como en privado, y tal
la emulación para superarse los unos a los otros en actos de
impiedad hacia Dios e injusticia hacia sus prójimos”. (4)

Tal era la terrible condición hacia la que la nación se apresuraba


cuando nuestro Señor pronunció estas palabras proféticas. El
clímax todavía no había llegado, pero ya estaba plenamente a la
vista. El espíritu inmundo no había regresado a su casa todavía,
pero estaba en camino. Como observa Stier: “En el período entre
la ascensión de Cristo y la destrucción de Jerusalén,
especialmente hacia el fin de ella, podríamos decir que esta
nación aparece como poseída por siete mil demonios”.  (5)  ¿No
es éste un cumplimiento adecuado y completo de la predicción
del Salvador? ¿Tenemos la más ligera justificación para, o la más
ligera necesidad de, decir que significa alguna otra cosa, o algo
más que esto? ¿Qué razón hay para suponer un cumplimiento
adicional y futuro de sus palabras? ¿No es un virtual descrédito
de la profecía buscar algo más que el sentido obvio que apunta
tan claramente a una catástrofe inminente que estaba a punto de
acontecerle a aquella generación?

Seguramente mostramos la mayor reverencia a la palabra de


Dios cuando aceptamos implícitamente sus obvias enseñanzas, y
rehusamos las especulaciones injustificadas y meramente
humanas que los críticos y los teólogos han extraído de su propia
fantasía. Concluimos, entonces, que, en el escandaloso
libertinaje de la época, y las señaladas calamidades que, antes
de que terminara, destruirían al pueblo judío, tenemos el
testimonio histórico del exhaustivo cumplimiento de esta profecía.
ALUSIONES ADICIONALES A LA IRA VENIDERA

Lucas 13:1-9: “En este mismo tiempo estaban allí algunos que le
contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había
mezclado con los sacrificios de ellos. Respondiendo Jesús, les
dijo: ¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas,
eran más pecadores que todos los galileos? Os digo: No; antes si
no os arrepentís, todos pereceréis igualmente. O aquellos
dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé, y los mató,
¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que
habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís,
todos pereceréis igualmente”.

Cuán vívidamente percibió nuestro Señor las inminentes


calamidades de la nación, y cuán claras y distintas fueron sus
advertencias, puede inferirse de este pasaje. La matanza de
algunos galileos que habían subido a Jerusalén a la fiesta de la
Pascua, ya fuera por orden o con la confabulación del
gobernador romano, y la súbita destrucción de dieciocho
personas mediante la caída de la torre cerca del estanque de
Siloé, eran incidentes que formaban los temas de conversación
del pueblo en ese tiempo. Nuestro Señor declara que las víctimas
de estas calamidades no eran excepcionalmente impías, sino que
una  suerte semejante  alcanzaría a las mismas personas que
ahora hablaban de ellas, a menos que se arrepintieran. El punto
de su observación, que a menudo se pasa por alto, reside en
la  similitud  de la amenaza de la destrucción. No es “todos
vosotros pereceréis también”, sino “todos vosotros pereceréis del
mismo modo“. Que nuestro Señor tenía a la vista la ruina final
que estaba a punto de alcanzar a Jerusalén y a la nación
difícilmente puede dudarse. La analogía entre los casos es real e
impresionante. Fue en la fiesta de la Pascua cuando la población
de Judea se había agolpado en Jerusalén, y allí fue encerrada
por las legiones de Tito. Josefo nos cuenta cómo, en la agonía
final del sitio, la sangre de los sacerdotes que oficiaban fue
derramada  al pie del altar de los sacrificios. Los soldados
romanos fueron los ejecutores del juicio divino; y al caer al suelo
el templo y la torre, sepultaron en sus ruinas muchas víctimas de
la impenitencia y la incredulidad. Es satisfactorio descubrir que
tanto Alford como Stier reconocen la alusión histórica en este
pasaje. El primero observa: la fuerza se pierde en la versión
inglesa “likewise“, [parecida], que debería traducirse  “in like
manner” [de la misma manera], como de hecho pereció el pueblo
judío por la espada de los romanos”. (6)

EL DESTINO INMINENTE DE LA NACIÓN JUDÍA

Parábola de la Higuera Estéril

Lucas 13:6-9: “Dijo también esta parábola: Tenía un hombre una


higuera plantada en su viña, y vino a buscar fruto en ella, y no lo
halló. Y dijo al viñador: He aquí, hace tres años que vengo a
buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué
inutiliza también la tierra? Él entonces, respondiendo, le dijo:
Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de
ella, y la abone. Y si diere fruto, bien; y si no, la cortarás
después”.

El mismo significado profético se pone de manifiesto en esta


parábola, que es casi la contraparte de la que aparece en Isaías
5, tanto en forma como en significado. La verdadera
interpretación es tan obvia que apenas es necesaria alguna
explicación. Su aplicación al pueblo judío es de lo más clara y
directa, más especialmente cuando se la considera en relación
con las advertencias que anteceden. Israel es la higuera inútil,
cultivada por mucho tiempo, pero sin producir fruto para su
dueño. Ahora se encuentra en su última prueba: el hacha, como
había declarado Juan el Bautista, estaba puesta a la raíz del
árbol; pero el golpe fatal fue aplazado por la intercesión de la
misericordia. Aún en ese momento, el Salvador estaba ocupado
en su obra de gracia de alimentarla y cultivarla; un poco más, y
saldría el decreto: “Córtala. ¿Para qué inutiliza también la tierra?”

No hay duda de que, en ésta como en otras parábolas, hay


principios generales aplicables a todas las naciones y todos los
tiempos; pero no debemos perder de vista su referencia original y
primaria al pueblo judío. Stier y Alford parecen perderse en la
búsqueda de significados recónditos y místicos en los detalles
menores de las imágenes; pero Neander da una luminosa
explicación de su verdadera importancia: “Como la higuera inútil,
que no reconoció el propósito de su existencia, fue destruida, así
también la nación teocrática, por la misma razón, después de
habérsele tenido mucha paciencia, habría de ser alcanzada por
los juicios de Dios, y cortada de su reino”. (7)

EL FIN DEL SIGLO, O EL TÉRMINO  DE LA DISPENSACIÓN


JUDÍA

Parábolas de la cizaña y la red

Mat. 13:36-50: “Entonces, despedida la gente, entró Jesús en la


casa; y acercándose a él sus discípulos, le dijeron: Explícanos la
parábola de la cizaña del campo. Respondiendo él, les dijo:  El
que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es
el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son
los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega
es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles. De manera
que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será
en el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles,
y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los
que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será
el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán
como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír,
oiga. … Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red,
que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez
llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas,
y lo malo echan fuera. Así será al final del siglo; saldrán los
ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos, y los
echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de
dientes”.

En los pasajes aquí citados, encontramos un ejemplo de una de


esas interpretaciones que han hecho mucho para confundir y
desorientar a los lectores ordinarios de nuestra versión inglesa.
Es probable que, con la frase “el fin del mundo”, noventa y nueve
de cada cien lectores entienden el fin de la historia humana y la
destrucción de la tierra material. No se imaginarían que “el
mundo” del versículo 38 y el “mundo” de los versículos 39, 40 [en
la versión inglesa KJV] son palabras totalmente diferentes, con
significados totalmente diferentes. Pero así es. En el versículo
38, koinos es traducido correctamente como mundo, y se refiere
al mundo de los hombres, pero aeon en los versículos 39, 40 se
refiere a un  período de tiempo, y debería ser traducida
como  era  o  época. Lange la traduce como  eón. Es de la mayor
importancia entender correctamente los dos significados de esta
palabra, y de la frase “el fin del eón”, o de la “era”. Aion es, como
hemos dicho, un período de tiempo, o época. Es exactamente
e q u i v a l e n t e a l a p a l a b r a l a t i n a  a e v u m , q u e e s
meramente  aion  con ropaje latino; y la frase (griego – venida),
traducida a nuestra versión inglesa, “el fin del mundo”, debería
ser “el fin de esta época”. Tittman observa: (griego – venida),
como ocurre en el Nuevo Testamento, no denota el fin, sino más
bien la consumación del  eón, que ha de ser seguida por una
nueva era. Así ocurre en Mateo 13:39, 40, 49; 24:3; es de temer
que este último pasaje se malentienda al aplicarlo a la
destrucción del mundo”.  (8)  Era creencia de los judíos que el
Mesías entronizaría un nuevo eón, o una nueva era: y a este
nuevo eón, o a esta era, la llamaban “el reino de los cielos”. Por
lo tanto, el eón existente era la dispensación judía, que ahora se
acercaba a su fin; y el Señor muestra en estas parábolas de
manera impresionante cómo terminaría. Es en verdad
sorprendente que los expositores hayan dejado de reconocer en
estas solemnes predicciones la reproducción y la reiteración de
las palabras de Malaquías y de Juan el Bautista. Aquí
encontramos la misma separación final entre los justos y los
impíos; la misma purificación de la tierra; el mismo recoger el
trigo en el granero; el mismo quemar de la paja [la cizaña, el
rastrojo] en el fuego. ¿Puede haber alguna duda de que es al
mismo acto de juicio, al mismo período de tiempo, al mismo
suceso histórico, al que se refieren Malaquías, Juan y nuestro
Señor?

Pero hemos visto que Juan el Bautista predijo un juicio que


entonces era inminente – una catástrofe tan cercana que ya el
hacha estaba puesta a la raíz de los árboles – de acuerdo con la
profecía de Malaquías, de que “el día grande y terrible de
Jehová” habría de seguir a la venida del segundo Elías.
Llegamos, por lo tanto, a la conclusión de que esta discriminación
entre justos e impíos, este recoger el trigo en el granero, y
quemar la cizaña en el horno de fuego, se refieren a la misma
catástrofe, es decir, a la ira que vino sobre aquella misma
generación, cuando Jerusalén se convirtió, literalmente, en un
“horno de fuego”, y la era del judaísmo terminó en “el día grande
y terrible de Jehová”.

Esta conclusión está apoyada por el hecho de que hay una


estrecha relación entre esta gran época judicial y la venida del
“reino de los cielos”. Nuestro Señor representa la separación
entre los justos y los impíos como la característica de la gran
consumación que se llama “el reino de Dios”. Pero se había
declarado que el reino estaba  a las puertas. Se sigue, por lo
tanto, que las parábolas que tenemos delante de nosotros se
refieren, no a un remoto suceso todavía en el futuro, sino a uno
que, en el tiempo de nuestro Salvador, estaba cerca.

Un argumento adicional a favor de este punto de vista se deriva


de la consideración de que nuestro Señor, en su explicación de la
parábola de la cizaña, habla de sí mismo como el sembrador de
la buena semilla: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del
Hombre“. Es a su propio ministerio personal y sus resultados a lo
que Él se refiere, y por lo tanto, nosotros debemos considerar la
parábola como que tiene una relación especial con sus
contemporáneos. Esto está en perfecta armonía con su solemne
advertencia de Lucas 13:26 [-28], donde Él describe la
condenación de los que tuvieron el privilegio de disfrutar de  su
presencia personal y de su ministerio, los que pretendían el
discipulado, que eran cizaña y no trigo. “Entonces comenzaréis a
decir: Delante de tí hemos comido y bebido, y en nuestras plazas
enseñaste. Pero os dirá: Os digo que no sé de dónde sois;
apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad. Allí será el
lloro y el crujir de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a
Jacob, y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros
estéis excluidos”. Por aplicable que sea este lenguaje a los
hombres en general bajo el evangelio, es claro que tenía una
aplicación directa y específica a los contemporáneos de nuestro
Señor – la generación que presenció sus milagros y oyó sus
parábolas; y que tiene una relación con ellos como no la puede
tener con nadie más.

Al final de la parábola de la cizaña, encontramos una


impresionante  nota bene, que llama la atención de manera
especial a la instrucción contenida en ella: “El que tiene oídos
para oír, oiga”. Podemos tomar ocasión de esto para hacer una
observación acerca de la vasta importancia de tener un
verdadero concepto del período en el que nuestro Señor y los
apóstoles enseñaron. Esto es indispensable para entender
correctamente la doctrina del Nuevo Testamento con respecto al
“reino de Dios”, el “fin de la era”, y la “era venidera” o mundo por
venir. Ese período estaba cerca del fin de la dispensación judía.
La economía mosaica – como se le llama – el sistema de leyes e
instituciones dadas a la nación por Dios mismo, y que había
existido por más de cuarenta generaciones,- estaba a punto de
ser reemplazada y desaparecer. La última generación que habría
de poseer la tierra, – la última y también la peor, la hija y
heredera de sus predecesoras – ya estaba en escena. El largo
período durante el cual Jehová había agotado todos los métodos
que la divina sabiduría y el divino amor podían idear para cultivar
y reformar a Israel estaba a punto de terminar. Habría de terminar
desastrosamente. La ira, por largo tiempo contenida y reprimida,
habría de estallar y destruir a aquella generación. Su “último día”
habría de ser un “dies irae”, “el día grande y terrible de Jehová”.
Este es “el fin del siglo” al que a menudo se refería nuestro
Señor, y que sus apóstoles constantemente predecían. Ya
estaban dentro de la penumbra de aquella tremenda crisis, que
cada día se acercaba más y más, y que por fin habría de llegar
repentinamente “como ladrón en la noche”. Esta es la verdadera
explicación de aquellas constantes exhortaciones a vigilar, ser
pacientes, y esperar, que abundan en las epístolas apostólicas.
Vivían esperando una consumación que habría de llegar en su
propio tiempo, y que podrían presenciar con sus propios ojos.
Este hecho es evidente en los escritos del Nuevo Testamento; es
la clave para interpretar gran parte de lo que, de otro modo, sería
oscuro e ininteligible, y veremos durante esta investigación cuán
consistentemente es sostenido este punto de vista durante todas
las Escrituras del Nuevo Testamento.

LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE (LA


PARUSÍA) DURANTE LA VIDA DE LOS APÓSTOLES

Mateo 10:23: “Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra;


porque de cierto os digo, que no acabaréis de recorrer todas las
ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre”.

En este pasaje encontramos la primera mención clara de aquel


gran suceso al cual veremos que aluden con tanta frecuencia de
aquí en adelante nuestro Señor y sus apóstoles, es decir, su
segunda venida, o Parusía. En realidad, se puede preguntar,
como lo veremos, si este pasaje pertenece correctamente a esta
porción de la historia del evangelio. (9) Pero, dejando de lado la
pregunta por el momento, preguntémonos qué es realmente
la  venida  de la que se habla aquí. ¿Puede ser, como sugiere
Lange, que Jesús habría de seguir tan rápidamente a sus
mensajeros en su circuito evangelístico como para alcanzarles
antes de que se terminara? ¿Se refiere, como piensan Stier y
Alford, a dos diferentes venidas, separadas entre sí por millares
de años: la una comparativamente cercana, la otra
indefinidamente remota? ¿O debemos aceptar, con Michaelis y
Mayor, el significado claro y obvio que indican las palabras
mismas? La interpretación de Lange es ciertamente inaceptable.
¿Quién puede dudar de lo que significa aquí “la venida del Hijo”,
lo que significa en todo otro lugar, y que esta es la fórmula
mediante la cual se expresa la Parusía, la segunda venida de
Cristo? Esta frase tiene un significado definido y constante, tanto
como su crucifixión, o su resurrección, y no admite ninguna otra
interpretación en este lugar. Pero, ¿no puede tener una doble
referencia: primera, al juicio inminente de Jerusalén, y segunda, a
la destrucción final del mundo, siendo la primera considerada
como simbólica de la segunda? Alford sostiene el doble
significado, y es severo con los que vacilan en aceptarlo. Nos
dice lo que él cree que Cristo  quiso decir; pero, por otra parte,
tenemos que considerar lo que Él  dijo. ¿Están seguros los
defensores del doble sentido de que Él quiso decir más de lo que
dijo? Miremos sus palabras. ¿Puede algo ser más específico y
más definido en cuanto a personas, el lugar, el tiempo, y las
circunstancias que esta predicción de nuestro Señor? Es a
los doce que él habla; son las ciudades de Israel las que han de
evangelizar; el tema es su  pronta venida; y el tiempo está tan
cerca que antes de que la obra de ellos esté terminada Su venida
tendrá lugar. Pero si se nos ha de decir que éste no es el
significado, ni siquiera la mitad de él, y que esto incluye otra
venida, a otros evangelistas, a otras épocas, y otras tierras – una
venida que, después de dieciocho siglos, todavía es futura, y
quizás remota – entonces surge la pregunta: ¿Qué no puede
significar la Escritura? El sentido gramatical de las palabras ya no
es suficiente para la interpretación; la Escritura es un acertijo que
debe adivinarse, un oráculo que pronuncia respuestas ambiguas;
y nadie puede estar seguro, sin una revelación especial, de que
entiende lo que lee. Por lo tanto, estamos a dispuestos a
concordar con Meyer en que esta doble referencia “no es sino
una evasión forzada y antinatural”, y que las palabras significan
simplemente lo que dicen, que antes de que los apóstoles
completaran la obra de su vida de evangelizar el país de Israel, la
venida del Señor tendría lugar.

Este es el punto de vista del pasaje que asume el Dr. E.


Robinson. (10). “La venida a la que se alude es la destrucción de
Jerusalén y la dispersión de la nación judía; y el significado es,
que los apóstoles apenas tendrían tiempo, antes de que
sobreviniera la catástrofe, de ir por el país advirtiendo al pueblo
que se salvara de la destrucción de una generación desgraciada;
de modo que no podían darse el lujo de demorarse en ninguna
localidad después de que sus habitantes hubiesen escuchado y
rechazado el mensaje”.

 LA PARUSÍA HA DE TENER LUGAR DURANTE LA VIDA DE


ALGUNOS DISCÍPULOS

Mat. 16:27, Luc. 9:26,


28″Porque el Hijo Mar. 8:38; 9:1″Porque el 27″Porque el que
del Hombre que se avergonzare de se avergonzare de
vendrá en la gloria mí y de mis palabras en mí y de mis
de su Padre con esta generación adúltera palabras, de éste
sus ángeles, y y pecadora, el Hijo del se avergonzará el
entonces pagará a Hombre se avergonzará Hijo del Hombre
cada uno también de él, cuando cuando venga en
conforme a sus venga en la gloria de su su gloria, y en la
obras”.”De cierto Padre con los santos del Padre, y de los
os digo que hay ángeles”.”También les santos
algunos de los que dijo: De cierto os digo ángeles”.”Pero os
están aquí, que no que hay algunos de los digo en verdad, que
gustarán la que están aquí, que no hay algunos de los
muerte, hasta que gustarán la muerte hasta que están aquí, que
hayan visto al Hijo que hayan visto el reino no gustarán la
del Hombre de Dios venido con muerte hasta que
viniendo en su poder”. vean el reino de
reino”. Dios”.
 
Esta notable declaración es de la mayor importancia en esta
discusión, y puede considerarse como la clave para interpretar
correctamente la doctrina de la Parusía en el Nuevo Testamento.
Aunque no puede decirse que haya ninguna dificultad especial
con el idioma, ha causado gran perplejidad entre los
comentaristas, que están muy divididos en sus explicaciones.
Ciertamente es innecesario preguntar qué es la  venida del Hijo
del Hombre  que se predice aquí. Suponer que se refiere
meramente a la gloriosa manifestación de Jesús en el monte de
la transfiguración, aunque ésta es una hipótesis apoyada por
grandes nombres, es tan palpablemente inadecuado como
interpretación que apenas si requiere ser refutado.

La misma observación se aplica a los comentarios del Dr. Lange,


quien supone que esta venida se cumplió parcialmente con la
resurrección de Cristo. Esta exégesis de Lange es una ilustración
tan curiosa de los expedientes a los que se ven obligados a
recurrir los defensores de una teoría de interpretación de doble
sentido, que merece citarse. “En nuestra opinión”, dice, “es
necesario distinguir entre el advenimiento de Cristo en la gloria
de su reino dentro del círculo de sus discípulos, y ese mismo
suceso aplicado al mundo en general y para juicio. Esto último es
lo que generalmente se entiende por el segundo advenimiento: el
primero tuvo lugar cuando el Salvador resucitó de los muertos y
se apareció en medio de sus discípulos. De aquí que el
significado de las palabras de Jesús sea: se acerca el momento
en que vuestros corazones descansarán en la manifestación de
mi gloria; ni será la suerte de todos los que están aquí morir
durante el intervalo. El Señor podría haber dicho que sólo dos de
los de ese círculo morirían hasta entonces, es decir, Él mismo y
Judas. Pero, en su sabiduría, escogió la expresión: “Algunos de
los que están aquí no gustarán de la muerte”, para darles
exactamente la medida de esperanza y ansiosa expectación que
necesitaban”. (12)
Baste decir que tal interpretación de las palabras de nuestro
Salvador jamás podría haber pasado por la mente de los que las
escucharon. Es tan inverosímil, intrincada, y artificial, que queda
desacreditada por su misma ingenuidad. Pero la interpretación
tampoco satisface las exigencias del idioma. ¿Cómo podría la
resurrección de Cristo ser llamada su venida en la gloria de su
Padre, con los santos ángeles, en Su reino, y para juicio? ¿O
cómo podemos suponer que Cristo, hablando de un suceso que
habría de tener lugar más o menos en veinte meses, diría: “De
cierto os digo: Algunos de los que están aquí no gustarán la
muerte hasta que vean el reino de Dios?” La forma misma de la
expresión muestra que el suceso del que se habla no podría ser
dentro del espacio de unos pocos meses, ni siquiera dentro de
algunos años: es un modo de hablar, que indica que no todos los
presentes vivirían para presenciar el suceso del que se habla;
que no muchos lo harían; pero que algunos sí. Es exactamente el
modo de hablar que encajaría en un intervalo de treinta o
cuarenta años, cuando la mayoría de las personas entonces
presentes habrían fallecido, pero algunos sobrevivirían y
presenciarían el suceso de referencia.

Más razonablemente, Alford y Stier entienden el pasaje como que


se refiere a “la destrucción de Jerusalén y a la plena
manifestación del reino de Cristo mediante la aniquilación del
estado judío”, aunque ambos desconciertan y confunden su
interpretación con la hipótesis de una oculta y ulterior alusión a
otra “venida final”, de la cual la destrucción de Jerusalén habría
de ser “tipo y señal”. De esto, sin embargo, no se da ningún
atisbo ni por Cristo mismo ni por los evangelistas. La verdad es
que no puede negarse que nuestro Señor a veces usaba
lenguaje ambiguo. A los judíos les dijo: “Destruid este templo, y
en tres días lo levantaré” (Juan 2:19), pero el evangelista tiene
cuidado de añadir: “Pero él hablaba del templo de su cuerpo”. Así
que cuando Jesús habló de “ríos de agua viva que correrán del
interior del creyente”, Juan añade una nota explicativa: “Esto dijo
del espíritu”, etc. (Juan 7:36). Nuevamente, cuando el Señor
alude a la manera de su propia muerte, diciendo: “Y yo, si fuere
levantado de la tierra”, el evangelista añade: “Y decía esto, dando
a entender de qué muerte iba a morir” (Juan 12:33). Por lo tanto,
es razonable suponer que, si los evangelistas hubiesen conocido
un significado más profundo y oculto de las predicciones de
Cristo, habrían dado alguna indicación de ello; pero no dicen
nada que nos lleve a inferir que su significado aparente no es su
sentido pleno y verdadero. No hay, en verdad, ninguna
ambigüedad en cuanto a la  venida  la que se alude en el pasaje
bajo consideración en este momento. No es una de varias
posibles venidas, sino el único, el único y supremo
acontecimiento, tan frecuentemente predicho por nuestro Señor,
tan constantemente esperado por sus discípulos. Es su venida en
gloria; su venida en juicio; su venida en su reino; la venida del
reino de Dios. No es un proceso, sino un acto. No es lo mismo
que “la destrucción de Jerusalén” – ese es otro suceso
relacionado y contemporáneo; pero los dos no deben ser
confundidos el uno con el otro. El Nuevo Testamento conoce de
sólo una Parusía, una venida en gloria del Señor Jesucristo. Es
un completo abuso del idioma hablar de varios sentidos en los
cuales puede ocurrir la venida de Cristo — como en su propia
resurrección; en el día de Pentecostés; en la destrucción de
Jerusalén; en la muerte de un creyente; y en varias épocas
providenciales. Esta no es la costumbre en el Nuevo Testamento,
ni es lenguaje exacto bajo ningún punto de vista. Por sí solo, este
pasaje contiene tantas importantes verdades con respecto a la
Parusía, que puede decirse que cubre todo el tema; y,
correctamente usado, se descubrirá que es la clave para la
verdadera interpretación de la doctrina del Nuevo Testamento
sobre este tema.

Concluimos entonces:
1. Que la venida de la que se habla aquí es la Parusía, la
segunda venida del Señor Jesucristo.

2. Que el modo de su venida habría de ser  glorioso  – “en su


gloria”, “en la gloria de su Padre”, “con los santos ángeles”.

3. Que el propósito de su venida era juzgar aquella “generación


perversa y adúltera” (Marcos 8:38) y “dar a cada uno según sus
obras”.

4. Que su venida sería la consumación del “reino de Dios”; el final


de la época; “la venida del reino de Dios con poder”.

5. Que nuestro Salvador había declarado expresamente que esta


venida estaba  cerca. Lange observa correctamente que las
palabras están “colocadas enfáticamente al principio de la
oración; no es un simple futuro, sino que significan: El
acontecimiento es inminente que Él vendrá; está a punto de
venir”. (14)

6. Que algunos de los que oyeron a nuestro Salvador hacer esta


predicción habrían de vivir para presenciar el acontecimiento del
cual hablaba, es decir, su venida en gloria.

Por lo tanto, se deduce que Él mismo declaró que la Parusía, o la


gloriosa venida de Cristo, ocurriría dentro de los límites de la
generación que entonces existía, una conclusión que
encontraremos abundantemente justificada en la secuela.

LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE, SEGURA Y PRONTA

Parábola de la Viuda Importuna


Lucas 18:1-8: “También les refirió una parábola sobre la
necesidad de orar siempre, y no desmayar, diciendo:  Había en
una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre.
Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él,
diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún
tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a
Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda
me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo,
me agote la paciencia. Y dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez
injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que
claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo
que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del
Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”

El carácter intensamente práctico y de actualidad, si podemos


llamarlo así, de los discursos de nuestro Señor, es una
característica de sus enseñanzas que, aunque pasada por alto a
menudo, requiere que no se le pierda de vista. Él hablaba a su
propio pueblo, en su propio tiempo. Era el mensajero de Dios
para Israel; y, aunque es muy cierto que sus palabras son para
todos los hombres en todo tiempo, se aplicaban principal y
directamente a su propia generación. Por no prestar atención a
este hecho, a muchos expositores se les ha escapado por
completo la intención de la parábola delante de nosotros. En sus
manos, se convierte en una predicción vaga e indefinida de una
vindicación de los justos, en algún período más o menos remoto,
pero sin ninguna aplicación especial al pueblo y al tiempo de
nuestro Señor mismo. Seguramente, lo que sea esta parábola
para nosotros o para las edades futuras, tenía una aplicación
estrecha y directa para los discípulos a los cuales se les dirigió
originalmente. El Señor estaba a punto de dejar a sus discípulos
“como ovejas en medio de lobos”; habrían de ser perseguidos y
afligidos, y odiados por todos los hombres, por amor a su
Maestro; y podría muy bien ocurrir que el valor les faltara, y que
sus corazones desmayaran. En esta parábola, el Salvador les
anima a “orar siempre, y no desmayar”, mediante el ejemplo de lo
que puede hacer la oración perseverante, aún con los hombres.
Si la importunidad de una pobre viuda podía constreñir a un juez
sin principios para que le hiciera justicia, cuánto más no sería
conmovido Dios, el Juez justo, por las oraciones de sus propios
hijos para que se les repararan sus agravios. Sin alegorizar todos
los detalles de la parábola, como hacen algunos expositores, es
suficiente subrayar su gran moraleja. Es ésta. Los perseguidos
hijos de Dios serían vengados con seguridad y prontitud. Dios les
vindicaría, y pronto. Pero, ¿cuándo? El punto en el tiempo no ha
sido dejado indefinido. Es “cuando venga el Hijo del hombre”. La
Parusía habría de ser la hora de reparación y liberación del
sufriente pueblo de Dios.

La reflexión de nuestro Señor al final del versículo ocho merece


particular atención. “Pero cuando venga el Hijo del Hombre,
¿hallará fe en la tierra?” En este punto, debemos regresar a los
hechos ya mencionados con respecto al ministerio de Juan el
Bautista. Hemos visto cuán oscuro y ominoso era el punto de
vista del profeta que predicaba arrepentimiento a Israel. Era el
precursor del “día grande y terrible de Jehová”; era el segundo
Elías enviado para proclamar la venida de aquél que “heriría la
tierra con maldición”. La reflexión de nuestro Señor indica que él
preveía que el arrepentimiento, lo único que podría evitar el
desastre de la nación, no sería buscado. No habría fe en Dios, ni
en sus promesas, ni en sus amenazas. Por lo tanto, el día del
Señor sería el “día de retribución” (Lucas 21:22).

Doddridge ha captado bien el alcance de esta parábola, y


parafrasea el versículo de apertura como sigue: “Así disertaba
nuestro Señor con sus discípulos acerca de la inminente
destrucción de Jerusalén por los romanos; y para animarles en
vista de las calamidades que entretanto podrían esperar de sus
incrédulos compatriotas o de otros, les dijo una parábola para
inculcarles esta gran verdad, que, por angustiosas que fuesen las
circunstancias, debían orar siempre con fe y perseverancia, y no
desmayar bajo las pruebas”. (15)

La siguiente es su paráfrasis del versículo 8: “Sí, os digo que Él


ciertamente les vindicará; y cuando lo haga, lo hará rápidamente;
y esta generación de hombres lo verá y lo sentirá con terror. Sin
embargo, cuando el Hijo del hombre, habiendo entrado en
posesión de su reino glorioso, venga para aparecer con este
importante propósito, ¿encontrará fe en la tierra?” (16)

LA RECOMPENSA DE LOS DISCÍPULOS EN LA ERA


VENIDERA, ES DECIR, LA PARUSÍA
1.19:27-30
“Entonces
respondiendo Pedro,
le dijo: He aquí,
nosotros lo hemos
dejado todo, y te Mar. 10:28-31″Entonces Luc.
hemos seguido; Pedro comenzó a 18:28-30″Entonc
¿qué, pues, decirle: He aquí, es Pedro dijo:
tendremos? nosotros lo hemos “He aquí,
dejado todo, y te hemos nosotros hemos
Y Jesús les dijo: De seguido.Respondió dejado nuestras
cierto os digo que en Jesús y dijo: De cierto posesiones y te
la regeneración, os digo que no hay hemos seguido.Y
cuando el Hijo del ninguno que haya él les dijo: De
Hombre se siente en dejado casa, o cierto os digo,
el trono de su gloria, hermanos, o hermanas, que no hay nadie
vosotros que me o padre, o madre, o que haya dejado
habéis seguido mujer, o hijos, o tierras, casa, o padres, o
también os sentaréis por causa de mí y del hermanos, o
sobre doce tronos, evangelio, que no reciba mujer, o hijos,
para juzgar a las cien veces más ahora por el reino de
doce tribus de Israel. en este tiempo; casas, Dios, que no
Y cualquiera que hermanos, hermanas, haya de recibir
haya dejado casas, o madres, hijos, y tierras, mucho más en
hermanos, o con persecuciones; y en este tiempo, y en
hermanas, o padre, o el siglo venidero la vida el siglo venidero
madre, o mujer, o eterna”. la vida eterna”.
hijos, o tierras, por mi
nombre, recibirá cien
veces más, y
heredará la vida
eterna”.
 

¿A qué período hemos de asignar el acontecimiento o estado que


nuestro Señor llama aquí “la regeneración”? Evidentemente, es
contemporáneo con “el Hijo del Hombre sentado en el trono de
gloria”; ni puede haber ninguna duda de que las dos frases, tanto
“El Hijo del hombre viniendo en su reino”, como “El Hijo del
hombre sentado en el trono de su gloria” se refieren a la misma
cosa y al mismo tiempo. Es decir, es a la Parusía a la que
apuntan ambos sucesos.

Tenemos otra nota de tiempo, y otro punto de coincidencia entre


la “regeneración” y la Parusía, en la referencia que nuestro Señor
hace a “la edad venidera o el siglo venidero” como el período en
que sus fieles discípulos habrían de recibir su recompensa (Mar.
10:30; Luc. 18:30). Pero, como ya hemos visto, “el siglo venidero”
habría de suceder a la época actual, es decir, el período de la
dispensación judía, cuyo fin nuestro Señor había declarado que
estaba a las puertas. Concluimos, por lo tanto, que la
“regeneración”, “el siglo venidero”, y “la Parusía” son virtualmente
sinónimos, o, en todo caso, contemporáneos. Se afirma
claramente que la venida del Hijo del hombre en su reino, o en su
gloria, sería una venida para juzgar – “para pagar a cada uno
según sus obras” (Mateo 16:27); y el sentarse en el trono de su
gloria, en la regeneración, es evidentemente sentarse para
juzgar. En este juicio, los apóstoles habrían de tener el honor de
ser asesores con el Señor, según su declaración (Lucas
22:29-30). “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo
asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y
os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel”. Pero
nuestro Señor afirma expresamente que esta gloriosa venida
para juzgar ocurriría dentro de los límites de la generación que
vivía en ese entonces: “Hay algunos de los que están aquí, que
no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre
viniendo en su reino” (Mat. 16:28). No era, por lo tanto, ninguna
esperanza largo tiempo diferida o distante la que Jesús ofrecía a
sus discípulos. No era una expectativa que todavía se ve en la
distancia en la borrosa perspectiva de un futuro indefinido. Pedro
y los otros discípulos eran plenamente conscientes de que “el
reino de los cielos” estaba cerca. Lo habían aprendido de su
primer maestro en el desierto; acerca de ello habían sido
tranquilizados por su Señor y Maestro; habían ido por Galilea
proclamando la verdad a sus compatriotas. Por lo tanto, cuando
el Señor prometió que en la era venidera sus discípulos se
sentarían en tronos, ¿es concebible que quisiera que edades tras
edades, siglos tras siglos, y hasta milenios tras milenios debían
transcurrir lentamente antes de que ellos pudieran cosechar los
prometidos honores? ¿Están la herencia de la “vida eterna” y el
“sentarse en doce tronos” todavía entre “las cosas esperadas
pero no vistas” por los discípulos? Ciertamente una hipótesis tal
se refuta a sí misma. La promesa les habría sonado a burla a los
discípulos si se les hubiese dicho que el cumplimiento iba a
tardar tanto. Por otra parte, si concebimos la “regeneración” como
contemporánea con la Parusía, y la Parusía con la terminación de
la era judía y la destrucción de la ciudad y del templo de
Jerusalén, tenemos un punto definido en el tiempo, no muy
distante, sino casi al alcance de la vista de los hombres que
vivían, cuando ocurrirían el predicho juicio de los enemigos de
Cristo y la gloriosa recompensa de sus amigos.


Notas:

1. Reden Jesu,in loc.


2. Jewish War, bk v.c.x sec.5. Traducción de Traill.
3. Ibid. G. Xiii. sec. 6.
4. Ibid. bk.vii. c. viii. sec. I.
5. sec. Reden Jesu; Mat. 12:43-45.
6. Testamento Griego. in loc.
7. Life of Christ, sec. 245.
8. Synonyms of the New Test. vol. i. a. 70; Bib. Cab. N. iii.
9. Hay una verdadera dificultad en este pasaje, que no debería
ser pasada por alto. Parece inexplicable que nuestro Señor,
en una ocasión como ésta, cuando envió a los doce en una
misión corta, aparentemente dentro de un distrito limitado,
del cual habrían de regresar en corto tiempo, les hablase de
su venida como alcanzándoles antes de que concluyeran su
tarea. Parece apenas apropiado para ese período en
particular, y que corresponde más a un encargo
subsiguiente, es decir, el que está registrado en el discurso
del Monte de los Olivos (Mat. 26; Marcos 13; Lucas 21). En
realidad, una comparación de estos pasajes hará mucho
para satisfacer a cualquier mente sincera de que el párrafo
entero (Mat. 10:16-23) ha sido traspuesto de su conexión
original e insertado en la primera misión que nuestro Señor
encomendó a sus discípulos. Encontramos las mismas
palabras relativas a la persecución de los apóstoles, que
serían entregados a los concilios, azotados en las
sinagogas, llevados ante gobernadores y reyes, etc., que
están registrados en el capítulo décimo de Mateo, asignado
por Marcos y Lucas a un período subsiguiente, es decir, el
discurso del Monte de los Olivos. No hay ninguna evidencia
de que los discípulos sufrieran semejante tratamiento
durante su primera gira evangelista. Hay, por lo tanto, una
evidencia tan fuerte como lo permite el caso, de que el vers.
23 y su contexto pertenecen al discurso del Monte de los
Olivos. Esto eliminaría la dificultad que el pasaje presenta
en la relación que aquí encontramos, y daría coherencia y
consistencia al lenguaje que, tal como está, no es fácil
descubrir. Es un hecho aceptado que ni siquiera los
evangelios sinópticos relatan todos los acontecimientos en
el mismo orden preciso; por lo tanto, tiene que haber mayor
exactitud cronológica en uno que en otro. Stier dice: “Mateo
es descuidado en la cronología de los detalles” (Reden
Jesu, vol. iii, p. US). Neander, hablando de esta misma
comisión, dice: “Es evidente que Mateo conecta muchas
cosas con las instrucciones dadas a los apóstoles en vista
de su primer viaje, que cronológicamente corresponde a
más tarde”. (Life of Christ, _ 174, nota b); y nuevamente,
hablando de la comisión encomendada a los setenta, como
aparece registrada en Lucas, dice: “Según Lucas, toda la
característica coherencia de todo lo que habló Cristo, con
las circunstancias (tan superiores a la disposición de
Mateo)”, etc. (Life of Christ, _204, nota 1). El Dr. Blaike
observa: “Se entiende generalmente que Mateo dispuso su
narración más por temas y lugares que
cronológicamente” (Bible History, p. 372).

Por lo tanto, parece haber abundante justificación para asignar la


importante predicción contenida en Mat. 10:23 al discurso
pronunciado en el Monte de los Olivos.

1. Véase la nota en Harmony of the Four Gospels.


2. The Training of the Twelve, p. 117.
3. Lange, Comm. on St. Mat. in loc.
4. Alford, Greek Test.in loc.
5. Véase Lange in loc.
6. Family Expos. on Luke 18:1-8
7. Doddridge tiene la siguiente nota sobre “¿Hallará fe en la
tierra?” “Es evidente que la palabra a menudo significa, no la
tierra en general, sino algún  territorioen particular o país,
como en Hechos 7:3, 4, 11, y en otros innumerables lugares.
Y el contexto aquí lo limita al significado menos extenso. Es
evidente que los creyentes hebreos estaban en mayor
peligro de cansarse de las persecuciones y las angustias.
Comp. con Heb. 3:12-14; 10:23-39; 12:1-4; Sant. i:1-4; 2:6”.
La interpretación proporcionada por el prudente Campbell añade
confirmación, si es que se necesita, a este punto de vista sobre el
pasaje. “Hay una estrecha relación en todo lo que nuestro Señor
dice sobre cualquier tema de conversación, que rara vez escapa
a un lector atento. Si aquí, como es muy probable, se refiere a la
destrucción inminente sobre la nación judía como juicio del cielo
por su rebelión contra Dios al rechazar y asesinar al Mesías, y al
perseguir a sus seguidores, (el griego) debe entenderse que
significa “esta creencia”, o la creencia en una verdad particular
que Él había estado inculcando, a saber, que Dios a su debido
tiempo vengaría a sus elegidos, y castigaría señaladamente a
sus opresores; y (el griego) debe significar “el territorio”, a saber,
Judea. Las palabras pueden traducirse de un modo o del otro —
la tierra como planeta o el territorio; pero es evidente que éste
último les da un significado más definido, y les une más
estrechamente con las que los preceden. (Campbell sobre los
Evangelios, vol. ii, p. 384). La enseñanza de esta instructiva
parábola no está agotada en manera alguna; y encontraremos
que arroja luz inesperada sobre un pasaje muy oscuro, en una
futura etapa de esta investigación. Mientras tanto, podemos
referirnos a 2 Tes. 1:4-10, que proporciona un notable comentario
sobre la parábola entera, y muestra la conexión entre la Parusía y
la venganza de los elegidos.
PARTE I – LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS
– INDICACIONES PROFÉTICAS DE LA
CERCANA CONSUMACIÓN DEL REINO DE DIOS
Parábola de las Minas

Lucas 19:11-27: “Oyendo ellos estas cosas, prosiguió Jesús y dijo


una parábola, por cuanto estaba cerca de Jerusalén, y ellos
pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente.
Dijo, pues: Un hombre noble se fue a un país lejano, para recibir
un reino y volver. Y llamando a diez siervos suyos, les dio diez
minas, y le dijo: Negociad entre tanto que vengo. Pero sus
conciudadanos le aborrecían, y enviaron tras él una embajada,
diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros. Aconteció
que, vuelto él, después de recibir el reino, mandó llamar ante él a
aquellos siervos a los cuales había dado el dinero, para saber lo
que había negociado cada uno. Vino el primero, diciendo: Señor,
tu mina ha ganado diez minas. Él le dijo: Está bien, buen siervo;
por cuanto en lo poco has sido fiel, tendrás autoridad sobre diez
ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, tu mina ha producido cinco
minas. Y también a éste dijo: Tú también sé sobre cinco
ciudades. Vino otro, diciendo: Señor, aquí está tu mina, la cual he
tenido guardada en un pañuelo; porque tuve miedo de tí, por
cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y
siegas lo que no sembraste. Entonces él le dijo: Mal siervo, por tu
propia boca te juzgo. Sabías que yo era hombre severo, que
tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué,
pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo
hubiera recibido con los intereses? Y dijo a los que estaban
presentes: Quitadle la mina, y dadla al que tiene las diez minas.
Ellos le dijeron: Señor, tiene diez minas. Pues yo os digo que a
todo el que tiene, se le dará; mas al que no tiene, aun lo que
tiene se le quitará. Y también a aquellos mis enemigos que no
querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos
delante de mí”.

No puede dejar de impresionar a todo lector atento de la historia


del evangelio cuántas de las enseñanzas de nuestro Señor, al
acercarse el fin de su ministerio, trataban del tema del juicio
venidero. Cuando pronunció esta parábola, estaba en camino a
Jerusalén para celebrar la última Pascua antes de padecer; y es
notable cuántos de sus discursos desde este tiempo parecen
estar casi completamente absortos, no en su propia muerte que
se aproximaba, sino en la inminente catástrofe de la nación. No
sólo esta parábola de las minas, sino su lamento por Jerusalén
(Luc. 19:41); su maldición sobre la higuera (Mat. 21; Mar. 11); la
parábola de los agricultores malvados (Mat. 21; Mar. 12; Luc. 20);
la parábola de las bodas del hijo del rey (Mat. 22); los ayes
pronunciados sobre aquella generación (Mat. 23:29-36); el
segundo lamento por Jerusalén (Mat. 23:37-38); y el discurso
profético en el Monte de los Olivos, con las parábolas y las
ilustraciones parabólicas añadidas como apéndices por Mateo,
todo esto se ocupa de este tema absorbente.

La consideración de estas indicaciones proféticas mostrará que la


catástrofe anticipada por nuestro Señor no era un suceso remoto,
distante cientos y miles de años en el futuro, sino un
acontecimiento cuya sombra ya caía sobre aquella época y sobre
aquella nación; y que las Escrituras no nos autorizan en absoluto
para suponer que ninguna otra cosa, ni nada más que esto, está
incluido en las palabras de nuestro Salvador.

La parábola de las minas fue pronunciada por nuestro Señor para


corregir una errónea expectativa de parte de sus discípulos, de
que “el reino de Dios” estaba a punto de comenzar en seguida.
No es de sorprenderse que hayan caído en este error. Juan el
Bautista había anunciado: “El reino de Dios se ha acercado”.
Jesús mismo había proclamado el mismo hecho; y les había
comisionado para que lo publicaran por las ciudades y aldeas de
Galilea. Como patriotas israelitas, se retorcían bajo el yugo de
Roma, y anhelaban las antiguas libertades de la nación. Como
piadosos hijos de Abraham, deseaban ver a todas las naciones
bendecidas en él. Y había otros sentimientos menos nobles que
tenían cabida en sus mentes. ¿No era su propio Maestro el Hijo
de David, el rey que vendría? ¿Qué no podrían esperar ellos, que
eran sus seguidores y sus amigos? Esto les hacía competir entre
ellos por el lugar de honor en el reino. Esto hizo que los hijos de
Zebedeo ansiaran obtener la promesa de las posiciones más
honorables, a la derecha y a la izquierda de Jesús, cuando él
asumiera la soberanía. Y ahora se acercaban a Jerusalén. El
gran festival nacional de la Pascua se acercaba; todo Israel
acudía a la Santa Ciudad; y no había ninguna persona allí que no
ansiara ver a Jesús de Nazaret. ¿Qué más probable que el
entusiasmo popular pondría a su Maestro en el trono de su padre
David? Lo que deseaban, eso creían; y “pensaban que el reino
de Dios aparecería inmediatamente”.

Pero el Señor refrenó sus entusiastas esperanzas y les indicó, en


una parábola, que cierto intervalo debía transcurrir antes de que
se cumplieran sus expectativas. Tomando como base de la
parábola un incidente bien conocido de la historia judía reciente,
es decir, el viaje de Arquelao a Roma para procurar del
emperador la sucesión a los dominios de su padre, Herodes el
Grande, Jesús lo empleó como ilustración apropiada de su propia
partida de la tierra, y su subsiguiente retorno en gloria. Mientras
tanto, durante el tiempo de su ausencia, dio a sus siervos una
tarea que cumplir. “Negociad entre tanto que vengo”. Debían ser
diligentes y fieles, hasta que su Señor regresase, cuando los
siervos leales serían aplaudidos y recompensados, y sus
enemigos destruidos completamente.

Nada puede ser mejor que la explicación de Neander de esta


parábola, aunque, en realidad, puede decirse que se explica por
sí sola. Sin embargo, puede ser bueno insertar sus
observaciones. “En esta parábola, en vista de las circunstancias
en las cuales fue pronunciada, y de la catástrofe que se
aproximaba, se dan indicaciones especiales de la partida de
Cristo de la tierra, su ascensión, su regreso para juzgar a la
rebelde nación teocrática, y para consumar su dominio. Describe
a un gran hombre que viaja a la corte distante del poderoso
emperador para recibir de él autoridad sobre sus conciudadanos,
y regresar con poder real. Así, Cristo no fue reconocido
inmediatamente en su posición real, sino que primero debía
abandonar la tierra, dejar a sus agentes para que adelantaran su
reino, ascender al cielo, ser nombrado rey teocrático, y regresar
nuevamente para ejercer el poder que se le disputaba”. (2)

Tal es la enseñanza de la parábola de las minas. Pero, aunque el


reino de Dios no habría de aparecer en el momento preciso en
que sus discípulos lo esperaban, no se sigue de ello que fue
pospuesto desde entonces, y que la esperada consumación no
tendría lugar por cientos o miles de años. Esto falsificaría las más
expresas declaraciones de Cristo y de su precursor. ¿Cómo
podrían haber dicho que el reino se había acercado si no habría
de aparecer durante milenios?

¿Cómo podría decirse de un acontecimiento que estaba cerca, si


en realidad estaba más distante que el período entero de la
economía judía desde Moisés hasta Cristo? El reino todavía
podría estar cerca, aunque no tan cerca como los discípulos
suponían. Era conveniente que su Señor “se fuese”, pero sólo
“por un poco de tiempo”, cuando viniera a ellos nuevamente, y
viniera “en su reino”. Esta era la esperanza con la cual vivían, la
fe que habían predicado; y no podemos creer que ni su fe ni su
esperanza fuesen un engaño.

Lamento de Jesús Sobre Jerusalén

Lucas 19:41-44: “Y cuando llegó cerca de la ciudad, al verla, lloró


sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en
este día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus
ojos. Porque vendrán días sobre tí, cuando tus enemigos te
rodearán con vallado,  y te sitiarán, y por todas partes te
estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de tí, y
no dejarán en tí piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el
tiempo de tu visitación”.

Aquí pisamos terreno que no es debatible. Esta profecía es clara


y perspicaz como la historia. Ningún defensor de la teoría de
interpretación del doble sentido ha propuesto descubrir aquí nada
que no sea Jerusalén y la desolación que se aproximaba.

No es la conflagración de la tierra, ni la disolución de la creación:


es el sitio y la demolición de la Ciudad Santa, y la matanza de
sus ciudadanos, todo lo cual se cumpliría históricamente antes de
cuarenta años, y nada más. Pero, ¿por qué? ¿Por qué no es
posible el doble sentido aquí, como en la predicción hecha en el
Monte de los Olivos? La respuesta será, sin duda: Porque aquí
todo es homogéneo y consecutivo; el Salvador está mirando a
Jerusalén, y hablando a Jerusalén, y prediciendo un
acontecimiento que habría de ocurrir prontamente. Pero esto es
también lo que sucede con la profecía de Mateo 24, donde los
expositores encuentran, a veces a Jerusalén, y a veces al
mundo; a veces la terminación del gobierno judío, y a veces la
conclusión de la historia humana; a veces el año 70 d. C., y a
veces un período de tiempo todavía desconocido. Todavía
veremos que la profecía del Monte de los Olivos es no menos
consecutiva, no menos homogénea, no menos una e indivisible,
que esta predicción clara y sencilla de la inminente destrucción
de Jerusalén. Si la teoría del doble sentido sirviera para algo, se
encontraría que es igualmente aplicable a la predicción que
tenemos delante. Aquí, sin embargo, sus propios defensores la
descartan; porque el sentido común rehúsa ver en este
conmovedor lamento otra cosa que no sea Jerusalén, y
solamente Jerusalén.

Parábola de los Labradores Malvados


Mat. 21:33-46″Oíd otra parábola. Hubo Mar. Luc.
un hombre, padre de familia, el cual 12:1-12 20:9-19″Un
plantó una viña, la cercó de vallado, ″Un hombre
cavó en ella un lagar, edificó una torre, hombre plantó una
y la arrendó a unos labradores, y se plantó una viña, la
fue lejos. Y cuando se acercó el tiempo viña, la arrendó a
de los frutos, envió sus siervos a los cercó de labradores, y
labradores, para que recibiesen sus vallado, se ausentó
frutos. Más los labradores, tomando a cavó un por mucho
los siervos, a uno golpearon, a otro lagar, tiempo.
mataron, y a otro apedrearon. Envió de edificó una
nuevo a otros siervos, más que los torre, y la
primeros; e hicieron con ellos de la arrendó a Y a su
misma manera. unos tiempo envió
labradores, un siervo a
y se fue los
Finalmente les envió su hijo, diciendo: lejos. labradores,
Tendrán respeto a mi hijo. Más los para que le
labradores, cuando vieron al hijo, diesen del
dijeron entre sí: Este es el heredero; Y a su fruto de la
venid, matémosle, y apoderémonos de tiempo viña; pero
su heredad. Y tomándole, le echaron envió un los
fuera de la viña, y le mataron. siervo a los labradores le
labradores, golpearon, y
Cuando venga, pues, el señor de la para que le enviaron
viña, ¿qué hará a aquellos labradores? recibiese con las
de éstos el manos
Le dijeron: A los malos destruirá sin fruto de la vacías.
misericordia, y arrendará su viña a viña. Mas
otros labradores, que le paguen el fruto ellos, Volvió a
a su tiempo. Jesús les dijo: ¿Nunca tomándole, enviar otro
leísteis en las Escrituras: La piedra que le siervo; mas
desecharon los edificadores, ha venido golpearon, ellos a éste
a ser cabeza del ángulo. El Señor ha y le también,
 

Esta parábola, registrada en términos casi idénticos por los


sinopticistas, apenas necesita interpretación. Su referencia local,
personal, y nacional es demasiado manifiesta para ser puesta en
duda. La viña es la tierra de Israel; el señor de la viña es el
Padre; sus mensajeros son sus siervos los profetas; su único y
amado hijo es el Señor Jesús mismo; los labradores son los
judíos rebeldes y perversos; el castigo es la catástrofe venidera
en la Parusía, cuando, como bien lo expresa Neander, “la
relación teocrática se rompe, y el reino es traspasado a otras
naciones que produzcan los frutos correspondientes”. (2)

La aplicación de esta parábola al pueblo del tiempo de nuestro


Salvador es tan directa y explícita, que podría suponerse que
ningún crítico tendría que buscarle un significado oculto o una
referencia ulterior. Los principales sacerdotes y los fariseos
pensaban que “la había pronunciado contra  ellos“; e hicieron un
gesto de dolor bajo el látigo. Tal como está, es perfectamente
clara e inteligible; pero la exégesis de un teólogo puede volverla
realmente turbia y oscura. Por ejemplo, Lange comenta así el
versículo 41.

La Parusía de Cristo es consumada en su última venida, pero no


es una con ella. En principio, comienza con la resurrección (Juan
16:16); continúa como un poder a través del período del Nuevo
Testamento (Juan 14:3-19); y es  consumada  en el más estricto
sentido en el advenimiento final (I Cor. 15:23; Mat. 25:31; 2 Tes.
2, etc.). (3)

Aquí tenemos, no una venida, ni  la  venida de Cristo, pero nada
menos que tres venidas, separadas y distintas, o una venida de
tres clases diferentes – una venida continua que ha estado
ocurriendo ya por casi dos mil años, y puede continuar por dos
mil años más, que sepamos. Pero de todo esto no se da ni un
indicio en el texto, ni en ninguna otra parte. Es meramente
adorno humano, sin una sola partícula de autoridad bíblica,
inventado en virtud de una teoría de interpretación de doble o
triple sentido.

Mucho más sobria es la explicación de Alford: “Podemos


observar que nuestro Señor hace que ‘cuando el Señor
venga’ [o[tan e[lth o/ kuriov]  coincida con la destrucción de
Jerusalén,  que es, incontestablemente, la destrucción de los
labradores malvados. Por lo tanto, este pasaje forma una clave
importante de las profecías de nuestro Señor, y una justificación
decisiva para los que, como yo, sostienen que  la venida del
Señor, en muchos lugares, ha de identificarse principalmente con
esa destrucción”. (4)

Es lamentable que esta nota, por lo demás acertada y sensata,


esté estropeada por las frases “en muchos lugares” y
“principalmente”, pero es, sin embargo, una admisión importante.
Sin duda, aquí encontramos efectivamente “una clave importante
de las profecías de nuestro Señor”, pero la clave maestra es la
que ya hemos encontrado en Mat. 16:27, 28, que sirve para abrir,
no sólo éste, sino muchos otros dichos oscuros en los oráculos
proféticos.

Parábola de las bodas del hijo del rey

Mat. 22:1-14. “Respondiendo Jesús, les volvió a hablar en


parábolas, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un rey
que hizo fiesta de bodas a su hijo; y envió a sus siervos a llamar
a los convidados a las bodas; mas éstos no quisieron venir.
Volvió a enviar a otros siervos, diciendo: Decid a los convidados:
He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales
engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las
bodas. Mas ellos, sin hacer caso, se fueron,  uno a su labranza, y
otro a sus negocios; y otros, tomando a los siervos, los afrentaron
y los mataron. Al oírlo el rey, se enojó; y enviando sus ejércitos,
destruyó a aquellos homicidas, y quemó su ciudad. Entonces dijo
a sus siervos: Las bodas a la verdad están preparadas; mas los
que fueron convidados no eran dignos. Id, pues, a las salidas d
ellos caminos, y llamad a las bodas a cuantos halléis. Y saliendo
los siervos por los caminos, juntaron a todos los que hallaron,
juntamente malos y buenos; y las bodas fueron llenas de
convidados. Y entró el rey para ver a los convidados, y vio allí a
un hombre que no estaba vestido de boda. Y le dijo: Amigo,
¿cómo entraste aquí, sin estar vestido de boda? Mas él
enmudeció. Entonces el rey dijo a los que servían: Atadle de pies
y manos, y echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el
crujir de dientes. Porque muchos son llamados, y pocos
escogidos”.

Esta parábola guarda un gran parecido con la de la Gran Cena


de Lucas 14. Es posible que las dos parábolas sean sólo
versiones diferentes del mismo original. La cuestión, sin
embargo, no afecta la discusión actual, y no puede probarse que
estas parábolas no fueron pronunciadas en ocasiones diferentes.
La moraleja de ambas es la misma; pero la naturaleza de la
parábola registrada por Mateo es más claramente escatológica
que la de Lucas. Apunta claramente a la cercana consumación
del “reino de los cielos”. La venganza que el rey tomó de los
asesinos de su hijo y contra su ciudad fija la aplicación a
Jerusalén y a los judíos. Los ejércitos romanos no eran sino los
ejecutores de la justicia divina; y Jerusalén pereció por su culpa y
su rebelión contra su Rey.
En sus notas sobre esta parábola, y aunque reconoce una
referencia parcial y primaria a Israel y a Jerusalén, Alford también
encuentra que se extiende mucho más allá de su alcance
aparente, y se divide en dos actos, el primero de los cuales es
pasado, y termina en el versículo 10; mientras que un nuevo acto
se abre con el versículo 11, que todavía está en el futuro. Esto
implica que el juicio de Israel y de Jerusalén no proporciona un
cumplimiento pleno y exhaustivo de las palabras de nuestro
Señor. Por una parte, tenemos las enseñanzas de Cristo mismo –
sencillas, claras, y nada ambiguas; por la otra, la especulación
conjetural del crítico, sin una chispa de evidencia ni autoridad de
la palabra de Dios. Algunos se mofarán diciendo que exponer la
parábola de acuerdo con su sencillo significado histórico es poco
profundo, superficial, y poco espiritual, y tratan de encontrar en
ella significados ulteriores y ocultos, enigmas oscuros y
profundos, profundidades místicas, que nadie sino los teólogos
pueden explorar – ¡esto es perspicacia crítica, aguda
penetración, gran espiritualidad! En nuestra opinión, todo este
atribuir hipótesis humanas y dobles sentidos a las predicciones
de nuestro Señor es completamente incompatible con la crítica
sobria, o con la verdadera reverencia por la palabra de Dios; esto
no es crítica, sino misticismo, y oscurece la verdad, en vez de
aclararla. Entonces, a riesgo de ser considerados superficiales y
poco profundos, nos aferraremos a las sencillas enseñanzas de
las palabras de la Biblia, haciendo oídos sordos a todas las
especulaciones fantásticas y conjeturales de origen meramente
humano, no importa cuán instruida o digna sea la dirección de
donde vengan.

Ayes Pronunciados Sobre los Escribas y los Fariseos

 
Lucas 11:47-51″
¡Ay de vosotros,
que edificáis los
sepulcros de los
profetas a
quienes mataron
Mateo 23:29-36″Ay de vosotros, escribas y
vuestros padres!
fariseos, hipócritas! porque edificáis los
sepulcros de los profetas, y adornáis los
monumentos de los justos, y decís: Si
De modo que sois
hubiésemos vivido en los días de nuestros
testigos y
padres, no hubiéramos sido sus cómplices en
consentidores de
la sangre de los profetas. Así que dais
los hechos de
testimonio contra vosotros mismos, de que
vuestros padres;
sois hijos de aquellos que mataron a los
porque a la
profetas. ¡Vosotros también llenad la medida
verdad ellos los
de vuestros padres! ¡Serpientes, generación
mataron, y
de víboras! ¿Cómo escaparéis de la
vosotros edificáis
condenación del infierno? Por tanto, he aquí
sus sepulcros.
yo os envío profetas y sabios y escribas; y de
ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros
Por eso la
azotaréis en vuestras sinagogas, y
sabiduría de Dios
perseguiréis de ciudad en ciudad; para que
también dijo: Les
venga sobre vosotros toda la sangre justa que
enviaré profetas y
se ha derramado sobre la tierra, desde la
apóstoles; y de
sangre de Abel el justo hasta la sangre de
ellos, a unos
Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis
matarán y a otros
entre el templo y el altar. De cierto os digo
perseguirán, para
que todo esto vendrá sobre esta generación”.
que se demande
de esta
generación la
sangre de todos
los profetas que
se ha derramado
 

Se verá que Lucas da este pasaje como pronunciado en una


relación diferente, y en una ocasión diferente, de las de Mateo. Si
nuestro Señor pronunció las mismas palabras en dos ocasiones
diferentes, o si las palabras fueron transpuestas por Lucas de su
relación original, no es una cuestión fácil de establecer. La
primera hipótesis no parece probable, y no se recomienda ella
misma a la mente crítica. Los apotegmas y dichos cortos
parabólicos, como “muchos son los llamados pero pocos los
escogidos”, “los últimos serán los primeros, y los primeros,
últimos”, pueden haberse repetido en varias ocasiones; pero
difícilmente puede imaginarse que discursos relacionados y
detallados, como el Sermón del Monte, el discurso profético
sobre el Monte de los Olivos, y esta acusación contra los escribas
y fariseos, hayan sido repetidos palabra por palabra en diferentes
ocasiones. Como ya hemos visto, es un error buscar un estricto
orden cronológico en las narraciones de los evangelistas; se
admite de modo general que ellos algunas veces ponían juntos
hechos que tenían una relación natural, de manera bastante
independiente del orden cronológico en que ocurrieron.

Stier dice de la cronología de Lucas en general: “Dos cosas están


suficientemente claras: Primera, que él menciona ocurrencias
individuales sin tener en cuenta estrictamente la cronología, aun
repitiendo e intercalando algunas cosas registradas en otros
lugares”, etc.

Neander hace la siguiente observación sobre el pasaje que


tenemos delante: “Del mismo modo que este último discurso
narrado por Mateo contiene varios pasajes narrados por Lucas en
la conversación de la mesa (cap. 11), Lucas inserta  allí  este
anuncio profético, cuya correcta posición se encuentra en
Mateo”. (5)Sin embargo, no podemos concordar con la opinión de
Neander, de que “este discurso, como aparece en Mat. 23,
contiene muchos pasajes pronunciados en otras ocasiones”  (6).
Nos parece imposible leer el capítulo veintitrés de Mateo sin
percibir que es un discurso continuo y relacionado, pronunciado
en una ocasión, derivándose sus diferentes partes de, y
siguiéndose, las unas a las otras naturalmente. Su misma
estructura, que consiste de siete ayes  (7), pronunciados contra
los hipócritas que pretendían ser santos y eran los guías ciegos
del pueblo – y la solemne ocasión en la que fue pronunciado,
siendo el discurso público filial [sic] de nuestro Señor – obligan
irresistiblemente la conclusión de que es un todo completo, y que
Mateo nos da la forma original del discurso.

Pero dilucidar esta cuestión no es esencial para esta


investigación. Mucho más importante es observar cómo nuestro
Señor cierra su ministerio público en términos casi idénticos a
aquellos con los cuales su precursor se dirigía a la misma clase
de gentes: “¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo
escaparéis de la condenación del infierno?” Esta no es ninguna
coincidencia fortuita. Evidentemente, es la deliberada adopción
de las palabras del Bautista, cuando habló de la “ira venidera”.
Israel había rechazado asimismo el severo llamado al
arrepentimiento que le había hecho el segundo Elías, y las
tiernas amonestaciones del Cordero de Dios. La medida de su
culpa estaba casi llena, y el “día de la ira” llegaba rápidamente.

Pero el punto que merece atención especial es la particular


aplicación de este discurso a la misma época del Salvador. “De
c i e r t o o s d i g o :  T o d o e s t o a c o n t e c e r á a e s t a
generación”.  “Esto  será requerido de  esta generación“.
Ciertamente no hay aquí la pretensión de una referencia primaria
y una secundaria. Ningún expositor negará que estas palabras
tienen una única y exclusiva explicación a la generación del
pueblo judío que entonces vivía sobre la tierra. Hasta Dorner, que
arguye de lo más enérgicamente a favor de una gran variedad de
significados de la palabra  genea  [generación], admite con
franqueza que aquí sólo puede referirse a los contemporáneos de
nuestro Señor: “Hoc ipsum hominum aevum”.  (8)  Esta es una
admisión de la mayor importancia. Nos permite fijar el verdadero
significado de la frase: “Esta generación”, que juega un papel tan
importante en varias de las predicciones de nuestro Señor, y
notablemente en la gran profecía pronunciada en el Monte de los
Olivos. En el pasaje que tenemos delante, las palabras son
incapaces de ninguna otra aplicación que no sea la  generación
existente  de la nación judía, que es representada por nuestro
Señor como heredera de todas las generaciones precedentes,
que había heredado la depravación y la rebeldía del carácter
nacional, y estaba destinada a perecer en el diluvio de ira que se
había estado acumulando a través de los siglos, y por fin estaba
a punto de arrollar a la tierra culpable.

El Segundo Lamento de Jesús Sobre Jerusalén

Mateo 23:37-39″¡Jerusalén, Luc. 13:34, 35″¡Jerusalén,


Jerusalén, que matas a los Jerusalén, que matas a los
profetas, y apedreas a los que profetas, y apedreas a los que
te son enviados! ¡Cuántas te son enviados! ¡Cuántas
veces quise juntar a tus hijos, veces quise juntar a tus hijos,
como la gallina junta sus como la gallina a sus polluelos
polluelos debajo de las alas, y debajo de sus alas, y no
no quisiste! He aquí vuestra quisiste! He aquí, vuestra casa
casa os es dejada desierta. os es dejada desierta; y os digo
Porque os digo que desde que no me veréis, hasta que
ahora no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis:
digáis: Bendito el que viene en Bendito el que viene en el
el nombre del Señor”. nombre del Señor”.
 

Aquí tenemos nuevamente otro ejemplo de esas discrepancias


en la historia del evangelio que causa perplejidad a los
armonistas. Lucas registra este conmovedor apóstrofe de nuestro
Señor en una relación bastante diferente de la de Mateo. Sin
embargo, apenas podemos suponer que estas  ipsissima
verba  fueron pronunciadas en más de una ocasión, a saber, las
especificadas por Mateo. Dice Dorner: “Que estas palabras: ‘He
aquí, vuestra casa os dejada desierta’, fueron pronunciadas por
Cristo, no donde las coloca Lucas, sino donde las pone Mateo, lo
muestran las palabras mismas; porque fueron pronunciadas
cuando nuestro Señor partía del templo para no regresar más a
él hasta que viniera en juicio”.  (9)  Lange dice que el pasaje es
colocado antes por Lucas “por razones pragmáticas”. En todo
caso, podemos correctamente considerar las palabras como
pronunciadas en la ocasión indicada por Mateo.

Como tal, su colocación es de lo más sugerente. Esta patética


amonestación mitiga la severidad de las anteriores acusaciones,
y cierra el ministerio de nuestro Señor con un estallido de
humana ternura y divina compasión. Como bien dice el Dr.
Lange: “El Señor llora y se lamenta sobre su propia Jerusalén en
ruinas … Su peregrinaje entero en la tierra fue agitado por su
angustia sobre Jerusalén, como la gallina que ve al águila
amenazante en el cielo, y ansiosamente trata de juntar a sus
polluelos bajo sus alas. Con una tal angustia veía Jesús a las
legiones romanas aproximarse para juicio sobre los hijos de
Jerusalén, y trataba de salvarles con las más fuertes
solicitaciones de amor, pero en vano. ¡Eran como hijos muertos a
la voz del amor maternal!” (10)
¿Es necesario decir que aquí está Jerusalén, y sólo Jerusalén?
No hay ninguna ambigüedad, ninguna referencia doble; ningún
cumplimiento próximo y final se conciba aquí. Un pensamiento,
un sentimiento, un propósito llenaba el corazón de Jesús –
¡Jerusalén, la ciudad de Dios, la amada, la culpable, la
condenada! Su suerte estaba ahora poco menos que sellada, y el
corazón de nuestro Salvador se le oprimía de angustia al darle el
último adiós.

Pero, ¿cómo debemos entender las palabras finales: “No me


veréis más, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre
del Señor”? Esta frase: “Bendito el que viene en el nombre del
Señor” es la fórmula reconocida que empleaban los judíos al
hablar de la venida del Mesías – el saludo mesiánico: equivalente
a “Salve, ungido de Dios”. Se supone generalmente que fue
adoptado de Sal. 118:26. Por lo tanto, vendría un momento en
que esta salutación sería apropiada. El Señor que salía del
templo retornaría a su templo una vez más. Más que
esto, aquella misma generación presenciaría aquel regreso. Esto
se da a entender claramente en la forma del lenguaje del
Salvador: “No me veréis más hasta que digáis”, etc. – palabras
que estarían desprovistas de la mitad de su significado si las
personas a las que se refiere la primera parte de la oración no
fuesen las mismas que aquéllas a las que se refiere la segunda
parte. Nada puede ser más claro y explícito que la referencia de
principio a fin al pueblo de Jerusalén, los contemporáneos de
Cristo. Ellos y Él habrían de encontrarse otra vez; y el Mesías, el
Señor a quien profesaban buscar tan ansiosamente, vendría
súbitamente a su templo, según el dicho de Malaquías el profeta.
Ellos esperaban aquella venida como un acontecimiento para ser
recibido con gozo; pero habría de ser de muy distinta manera.
“¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá
estar en pie cuando él se manifieste?” Ese día habría de traer la
desolación de la casa de Dios, la destrucción de su existencia
nacional, el estallido de la ira contenida de Dios sobre Israel. Este
era el regreso, el reunirse nuevamente, al cual el Salvador alude
aquí. ¿Y no es ésta la mismísima cosa que Él había declarado
una y otra vez? ¿No había Él dicho hacía bien poco que
“sobre  esta generación” vendrían los siete ayes que Él acababa
de pronunciar? (Ver. 36). ¿No había afirmado solemnemente que
algunos que entonces vivían verían al Hijo del hombre viniendo
en gloria, con sus ángeles, “para dar a cada uno según sus
obras” — esto es, que vendría a juzgar? ¿Es posible adoptar la
extraña hipótesis de algunos comentaristas de nota, de que con
estas palabras nuestro Salvador quiere decir que nunca volvería
a ser visto por aquéllos a los cuales hablaba, hasta que un Israel
convertido y cristiano, en alguna época muy distante en el
tiempo, estuviese preparado para recibirle como Rey de Israel?
Esto sería realmente tomarse injustificadas libertades con las
palabras de la Escritura. Nuestro Señor no dice: “No me veréis
hasta que  ellos  digan, o, hasta que  otra generación  diga; sino,
“hasta que [vosotros] digáis”, etc. No se sigue de ninguna manera
que, porque la salutación mesiánica se cita aquí, el pueblo que se
supone que la usa estaba preparado para entrar en su verdadero
significado. Aquellas mismas palabras habían sido exclamadas
por multitudes en las calles de Jerusalén sólo uno o dos días
antes, pero fueron cambiadas por “¡Crucifícale, crucifícale!” en
muy breve espacio de tiempo. Aquellas palabras simplemente
denotan el hecho de su venida. Los infelices a quienes nuestro
Salvador hablaba no podían adoptar el saludo mesiánico en su
sentido verdadero y más alto; ellos jamás dirían: “Bendito el que”,
etc., pero presenciarían su venida – la venida con la cual aquella
fórmula estaba asociada indisolublemente, es decir, la Parusía.

Sostenemos, entonces, que, no sólo estamos justificados, sino


obligados, a llegar a la conclusión de que aquí nuestro Señor se
refiere a su venida para destruir a Jerusalén y cerrar la era judía,
según sus expresas declaraciones, dentro del período de la
generación que entonces existía. La historia verifica la profecía.
Menos de cuarenta años después del tiempo en que fueron
pronunciadas estas palabras, Judea y su pueblo fueron
abrumados por el diluvio de ira predicho por el Señor. Su tierra
fue asolada; su casa fue dejada desierta; Jerusalén, y sus hijos
con ella, fueron sumergidos en una ruina común.
PARTE I – LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS – LA
PROFECIA DEL MONTE DE LOS OLIVOS
LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE [LA PARUSÍA]  ANTES
DE QUE PASARA AQUELLA GENERACIÓN

MAT. 24; MAR. 13; LUC. 21

Ahora entramos a considerar el que es, con mucho, el


pronunciamiento más completo y más explícito de nuestro Señor
tocante a su venida, y los solemnes acontecimientos
relacionados con ella. El discurso o la conversación en el Monte
de los Olivos es la gran profecía del Nuevo Testamento, y no
sería incorrecto llamarla el Apocalipsis de los evangelios. De la
interpretación de este discurso profético dependerá que
comprendamos correctamente las predicciones contenidas en los
escritos apostólicos; porque casi se puede decir que no hay nada
en las epístolas que no esté en los evangelios. Esta profecía de
nuestro Salvador es el gran depósito del cual se derivan
principalmente las declaraciones proféticas de los apóstoles.

La opinión comúnmente aceptada de la estructura de este


discurso, que casi se da por sentada, tanto por expositores como
por los lectores en general, es que nuestro Señor, al responder a
la pregunta de sus discípulos con respecto a la destrucción del
templo, mezcla con ese acontecimiento la destrucción del mundo,
el juicio universal, y la consumación final de todas las cosas.
Imperceptiblemente, se supone, la profecía se desliza de la
ciudad y el templo de Jerusalén, y su destino inminente en el
futuro inmediato, a otra catástrofe, infinitamente más tremenda,
en el futuro lejano e indefinido. Sin embargo, tan entremezcladas
están las alusiones – ya a Jerusalén, ya al mundo en general; ya
a Israel, ya a la raza humana; ya a los acontecimientos cercanos,
ya a acontecimientos indefinidamente remotos – que distinguir y
asignar las varias referencias y los varios temas es
extremadamente difícil, si no imposible.

Quizás la manera más justa de mostrar los puntos de vista de los


que arguyen a favor de un doble significado en este discurso
profético sea presentar el esquema o plan de la profecía
propuesto por el Dr. Lange, y adoptado por muchos notables
expositores.

“En armonía con el estilo apocalíptico, Jesús presentó los juicios


de su venida en una serie de ciclos, cada uno de los cuales
muestra el futuro entero, pero de tal manera, que con cada nuevo
ciclo el escenario parece aproximarse a y parecerse aún más de
cerca a la catástrofe final. Así, el primer ciclo delinea el curso
entero del mundo hasta el fin, en sus características generales
(vers. 4-14). El segundo da las señales de la destrucción de
Jerusalén que se acerca, y pinta esta misma destrucción como
señal y principio del juicio del mundo, que desde ese día en
adelante continúa en silenciosos y reprimidos días de juicio hasta
el fin (ver. 15-28). El tercero describe el súbito fin del mundo, y el
juicio que sigue (ver. 29-44). Luego sigue una serie de parábolas
y símiles, en las cuales el Señor pinta el juicio mismo, que se
desarrolla en una sucesión orgánica de varios actos. En el último
acto, Cristo revela su majestad judicial universal. El Cap.
24:45-51 presenta el juicio sobre los siervos de Cristo, o el clero.
Cap. 25:1-13 (las vírgenes prudentes y las vírgenes fatuas)
presenta el juicio sobre la iglesia, o el pueblo. Luego sigue el
juicio sobre los miembros individuales de la iglesia (ver. 14-30).
Finalmente, los vers. 31-46 introducen el juicio universal del
mundo”. (11)
No muy diferente es el esquema propuesto por Stier, que
encuentra tres venidas diferentes de Cristo, “que en perspectiva
se cubren entre sí”:

“1. La venida del Señor para juzgar al judaísmo. 2. Su venida


para juzgar a la degenerada cristiandad anti-cristiana. 3. Su
venida para juzgar a todas las naciones paganas – el juicio final
del mundo, todas las cuales juntas son la segunda venida de
Cristo, y con respecto a su similitud y diversidad son registradas
exactamente por Mateo como saliendo de la boca de Cristo”. (12)

Tal es el elaborado y complicado esquema adoptado por algunos


expositores; pero hay contra él obvias y graves objeciones que,
mientras más son consideradas, más formidables parecen, si no
fatales.

1. Puede hacerse una objeción,  in limine, a los principios


envueltos en este método de interpretar la Escritura. ¿Debemos
buscar significados dobles, triples, y múltiples, profecías dentro
de profecías, y misterios envueltos en misterios, donde
podríamos razonablemente haber esperado una respuesta
sencilla a una pregunta sencilla? ¿Puede alguien estar seguro de
entender las Escrituras si éstas son enigmáticas u obscuras? ¿Es
ésta la manera en que el Salvador enseñaba a sus discípulos,
dejando que tanteasen el camino a través de intrincados
laberintos, que irrestiblemente sugieren la astronomía ptolemaica
– “Ciclo y epiciclo, orbe en orbe”? Ciertamente, una revelación
tan ambigua y obscura puede difícilmente llamarse revelación, y
más parece un oráculo de Delfos, o una sibila de Cuma, que la
enseñanza de Aquél a quien el pueblo escuchaba gustosamente.
(13)
2. Apenas se pretenderá que, si la exposición de Lange y la de
Stier es correcta, los discípulos que escuchaban los dichos de
Jesús en el Monte de los Olivos pudieron haber comprendido o
seguido la dirección de su discurso. En todo momento, eran
lentos para entender las palabras de su Maestro; pero sería
darles crédito a su asombroso poder de penetración suponer que
eran capaces de sortear su camino a través de tal laberinto de
venidas, que se extendían a través de “una serie de ciclos, cada
uno de los cuales presenta el futuro entero, pero de tal manera
que, con cada nuevo ciclo, la escena parece aproximarse y
parecerse más de cerca a la catástrofe final”.

Para el lector corriente, no es fácil seguir al crítico ingenioso a


través de su tortuoso esquema; pero es claro que los discípulos
deben haberse sentido irremediablemente desconcertados en
medio de una avalancha de crisis y catástrofes desde la caída de
Jerusalén hasta el fin del mundo. Quizás debe decírsenos, sin
embargo, que no es importante si los discípulos entendieron o no
la respuesta de nuestro Señor: no era a ellos a los que Él
hablaba; era a las edades futuras, a las generaciones que
todavía no habían nacido, que sin embargo estaban destinadas a
encontrar la interpretación de la profecía tan embarazosa para
ellos como lo era para los portadores originales. Ninguna palabra
para repudiar tal sugerencia es demasiado fuerte. Los discípulos
fueron a su Maestro con una pregunta sencilla y honesta, y es
increíble que Él se burlase de ellos dándoles por respuesta un
acertijo ininteligible. Debe suponerse que el Salvador quería que
sus discípulos entendieran sus palabras, y debe suponerse que
las entendieron.

3. La interpretación que estamos considerando parece estar


fundamentada en una errónea interpretación de la pregunta que
los discípulos hicieron a nuestro Señor, así como de la respuesta
a la pregunta.
Se supone por lo general que los discípulos vinieron a nuestro
Señor con tres preguntas diferentes, relativas a diferentes
acontecimientos separados entre sí por un largo intervalo de
tiempo; que la primera pregunta: “¿Cuándo serán estas cosas?”,
se refería a la próxima destrucción del templo; que la segunda y
la tercera preguntas, “¿Qué señal habrá de tu venida, y del fin del
mundo?”, se refería a sucesos muy posteriores a la destrucción
de Jerusalén y que, de hecho, todavía no han tenido lugar. Se
supone que la respuesta de nuestro Señor se conforma a esta
triple pregunta, y que esto da forma a su discurso entero. Ahora,
considérese cuán completamente improbable es que los
discípulos tuvieran en sus mentes algún esquema del futuro,
como si fuera un mapa. Sabemos que ellos acababan de ser
sacudidos y quedar estupefactos por la predicción de su Maestro
tocante a la total destrucción de la gloriosa casa de Dios que tan
recientemente habían estado contemplando con admiración.
Todavía no habían tenido tiempo de recuperarse de su sorpresa,
cuando fueron a Jesús con la pregunta: “¿Cuándo serán estas
cosas?”, etc. ¿No es razonable suponer que sólo un pensamiento
les poseía en ese momento – la portentosa calamidad que
esperaba a la magnífica estructura, gloria y belleza de Israel?
¿Era ése un momento en que sus mentes estarían ocupadas con
un futuro distante? ¿No debía su alma entera estar concentrada
en el destino del templo? ¿Y no debían estar ansiosos de saber
qué señales se darían de la proximidad de la catástrofe? Es
imposible decir si relacionaron en su imaginación la destrucción
del templo con la disolución de la creación y el fin de la historia
humana; pero podemos, sin peligro, llegar a la conclusión de que
en sus mentes predominaba el anuncio que el Señor acababa de
hacer: “De cierto os digo, que no quedará piedra sobre piedra
que no sea derribada”. Por el lenguaje del Salvador, deben haber
colegido que la catástrofe era inminente; y su  ansiedad era por
saber el momento y las señales de su llegada. Marcos y Lucas
hacen que la pregunta de los discípulos se refiera a  un  suceso
y  una  ocasión – “¿Cuándo serán estas cosas? ¿Y qué señal
habrá cuando todas estas cosas hayan de cumplirse?” Por lo
tanto, no es sólo presumible, sino indudable, que las preguntas
de los discípulos se refieren sólo a diferentes aspectos del mismo
y gran acontecimiento. Esto armoniza las afirmaciones de Mateo
con las de los otros evangelistas, y claramente lo requieren las
circunstancias del caso.

4. La interpretación que estamos discutiendo descansa también


en una concepción errónea y engañosa de la frase “fin del
mundo” (época)  [ton/ai=w/noj]. No es sorprendente que simples
lectores de habla inglesa del Nuevo Testamento supongan que
esta frase significa en realidad la destrucción del mundo material;
pero tal error no debería recibir el apoyo de hombres de saber. Ya
hemos tenido ocasión de subrayar que el verdadero significado
de (aion) no es mundo, sino época; que, como su equivalente en
latín, aevum, se refiere a un período de tiempo: así, “el fin de la
época” [ton/ai=w/noj] significa la proximidad del fin de la época o
era o dispensación judía, como nuestro Señor lo indicaba con
frecuencia. Todos los pasajes que hablan del “fin” [to.te,loj] “el fin
del tiempo”, o “el fin de los tiempos”, se refieren a la misma
consumación, y siempre como que está a las puertas. En I Cor.
10:11, Pablo dice: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo,
y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han
alcanzado los fines de los siglos”, dando a entender que se
consideraba a sí mismo y a sus lectores como viviendo cerca de
la conclusión de un aeon, o era.

Así, en la epístola a los Hebreos, encontramos la notable


expresión: “Pero ahora, en la consumación de los siglos
(erróneamente traducida: El fin del mundo), se presentó una vez
para siempre por el sacrificio de sí mismo” (Heb. 9:26),
mostrando claramente que el escritor consideraba la encarnación
de Cristo como teniendo lugar cerca del fin del eón, o período
dispensacional. Suponer que quería decir cerca del fin del
mundo, o cerca de la destrucción del planeta material, sería
hacerle escribir falsa historia y mala gramática. De hecho, no
sería verdad, porque el mundo ha durado más desde la
encarnación que la duración de toda la economía mosaica, desde
el éxodo hasta la destrucción del templo. Por lo tanto, es inútil
decir que el “fin del siglo” puede significar un período prolongado,
que se extiende desde la encarnación hasta nuestro propio
tiempo, y aún más allá. Eso sería un eón, no el fin de todos los
hombres. El eón del que hablaba nuestro señor estaba a punto
de terminar en una gran catástrofe; y una catástrofe no es un
proceso prolongado, sino un acto definitivo y culminante. Nos
vemos obligados, por lo tanto, a llegar a la conclusión de que “el
fin del siglo”, o [ton/ ai=w/noj] se refiere solamente a la cercana
terminación de la era o dispensación judía.

5. Ciertamente puede objetarse que, aun admitiendo que los


apóstoles hayan estado ocupados exclusivamente con la suerte
del templo y los acontecimientos de su propio tiempo, no hay
razón para que el Señor no excediera los límites de la visión de
ellos y no extendiera una mirada profética hacia los siglos de un
futuro distante. No hay duda de que podía hacerlo; pero, en ese
caso, deberíamos esperar algún atisbo o sugerencia de ese
hecho; alguna línea bien definida entre el futuro inmediato y el
indefinidamente remoto. Si el Salvador pasa de Jerusalén y su
día de condenación, al mundo y su día del juicio, sería sólo
razonable buscar alguna frase como “Después de muchos días”,
o “Sucederá después de estas cosas”, que marcara la transición.
Pero en vano buscamos alguna indicación de este tipo. Son por
entero insatisfactorios los intentos de los expositores de trazar
líneas de transición en esta profecía, mostrando dónde deja de
hablar de Jerusalén e Israel y pasa a hablar de acontecimientos
remotos y generaciones que todavía no habían nacido. Nada
puede ser más arbitrario que las divisiones que se intentan
establecer; no soportan ni el examen de un momento, y son
incompatibles con las expresas afirmaciones de la profecía
misma. ¿Puede creerse que algunos expositores encuentran un
punto de transición en Mateo 24:29, donde las propias palabras
de nuestro Señor hacen totalmente inadmisible la idea misma por
medio de su propia observación sobre el tiempo, pues dice
“inmediatamente”? Si, en presencia de tal autoridad, puede
hacerse una sugerencia tan precipitada, ¿qué no puede
esperarse en casos señalados con menos fuerza? Pero, la
verdad es que todos los intentos de establecer divisiones y
transiciones imaginarias en la profecía fracasan de modo notable.
Que cualquier lector imparcial y honesto juzgue el esquema del
Dr. Lange, que puede ser considerado representante de la
escuela de los expositores del doble sentido, en su distribución
de este discurso de nuestro Señor, y diga si es posible discernir
algún vestigio de una división natural donde él traza líneas de
transición. Su primera sección, desde el ver. 4 al ver. 14, la titula

“Señales, y la manifestación del fin del mundo en general”.

¡Cómo! ¿Es concebible que nuestro Señor, a punto de responder


a los corazones ansiosos y palpitantes, llenos de ansiedad por
las calamidades que Él decía eran inminentes, comenzara
hablando del “fin del mundo en general”? Ellos pensaban en el
templo y el futuro inmediato. ¿Hablaría Jesús del mundo y del
tiempo indefinidamente remoto? Pero, ¿hay algo en esta primera
sección que no sea aplicable a los discípulos mismos y a su
tiempo? ¿Hay algo que no ocurrió realmente en su propio
tiempo? “Sí,” se dirá, “el evangelio del reino no se ha predicado
todavía a todo el mundo por testimonio a todas las naciones”.
Pero tenemos este mismo hecho atestiguado por Pablo (Col. 1:5,
6): “La palabra verdadera del evangelio, que ha llegado hasta
vosotros,  así como a todo el mundo”, etc.; y nuevamente (Col.
1:23): “El evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la
creación que está debajo del cielo”. Existía, pues, en el tiempo de
los apóstoles, tal difusión mundial del evangelio como para
satisfacer las predicciones del Salvador: “Y será predicado este
evangelio del reino en todo el mundo” (oikemene).

Pero la objeción decisiva a este esquema es que es evidente que


el pasaje entero está dirigido a los  discípulos, y habla de lo
que ellos verían, de lo que ellos harían, de lo que ellos sufrirían;
todo esto cae dentro de su propia observación y experiencia, y no
se puede hablar de ellos como si se tratara de un auditorio
invisible en una época muy distante en el futuro lejano, que aún
hoy no ha tenido lugar en la tierra.

La siguiente división de Lange, que comprende desde el ver. 15


hasta el ver. 22, se titula

“señales del fin del mundo en particular: (a) La Destrucción de


Jerusalén”.

Sin detenernos a investigar la relación de estas ideas, es


satisfactorio ver que por fin se introduce a Jerusalén. Pero, ¡cuán
antinatural es la transición de “el fin del mundo” a la invasión de
Judea y al sitio de Jerusalén! ¿Podrían los discípulos haber dado
tan súbito e inmenso salto? ¿Podría haber sido inteligible para
ellos, o es inteligible en la actualidad? Pero, obsérvese el punto
de transición, como lo fija Lange en el vers. 15: “Por tanto,
cuando veáis la abominación desoladora”, etc. Esto ciertamente
no es transición, sino continuidad: todo lo que precede conduce a
este punto; las guerras, las hambrunas, las pestilencias, las
persecuciones, y los martirios; todo esto preparaba y era la
introducción para el  “fin”; esto es, para la catástrofe final que
habría de sobrevenir a la ciudad, al templo, y a la nación de
Israel.
Luego sigue un párrafo desde el ver. 23 hasta el ver. 28, que
Lange llama

“(b) Intervalo de juicio parcial y suprimido”.

Este título es en sí mismo un ejemplo de exposición fantástica y


arbitraria. En las palabras mismas algo incongruente y
contradictorio. Un día de juicio implica publicidad y manifestación,
no silencio y supresión. Pero, ¿cuál puede ser el significado de
“días de juicio silencioso y suprimido”, que continúa desde la
destrucción de Jerusalén hasta el fin del mundo? Si se quiere
decir que hay un sentido en que Dios está siempre juzgando al
mundo, esto es un truísmo que podría afirmarse de cualquier
período, antes o después de la destrucción de Jerusalén. Pero la
parte más objetable de esta exposición es el violento tratamiento
de la palabra “entonces” (p. 62) [to,te] (ver. 23). Dice Lange:
“Entonces (es decir, en el tiempo que transcurre entre la
destrucción de Jerusalén y el fin del mundo)”. ¡Este es
ciertamente un prodigioso  entonces! Ya no es un punto en el
tiempo, sino un eón – un período vasto e indefinido; y se supone
que durante todo ese tiempo las afirmaciones del párrafo, ver. 23
al 28, están en proceso de cumplimiento. Pero, cuando
regresamos a la profecía misma, no encontramos ningún cambio
de tema, ninguna interrupción en la continuidad del discurso,
ningún indicio de transición de una época a la otra. La nota de
tiempo, “entonces”, [to,te], es decisiva contra cualquier hiato o
transición. Nuestro Salvador está poniendo a los discípulos en
guardia contra los engañadores e impostores que infestaban la
comunidad judía en los últimos días, y les dice:  “Entonces”, (es
decir, en ese tiempo, en la agonía de la guerra judía) “si alguno
os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no lo
creáis”, etc. Es Jerusalén, siempre Jerusalén, y sólo Jerusalén,
de lo que nuestro Señor habla aquí. Por fin llegamos a
“El Verdadero Fin del Mundo” (ver. 24-31).

Habiendo hecho la transición del “fin del mundo hacia atrás hasta
la destrucción de Jerusalén, el proceso ahora se invierte, y hay
otra transición, de la destrucción de Jerusalén al “verdadero fin
del mundo”. Este fin verdadero ha sido puesto después de la
aparición de aquellos falsos Cristos y falsos profetas contra los
cuales eran amonestados los discípulos. Esta alusión a “falsos
Cristos” debería haberle ahorrado al crítico el error en que ha
caído, y haberle indicado el período al cual se refiere la
predicción. Pero, ¿dónde hay aquí alguna señal de división o
transición? No hay rastro ni señal de ninguna. Por el contrario, el
lenguaje expreso de nuestro Señor excluye en absoluto cualquier
intervalo de tiempo, pues dice: “Inmediatamente después de la
tribulación de aquellos días”, etc. Esta nota en cuanto al tiempo
es decisiva, y prohíbe perentoriamente suponer cualquier
interrupción o hiato en la continuidad de su discurso.

Pero hemos ido bastante lejos en la demostración del tratamiento


arbitrario y nada crítico que ha recibido esta profecía, y sido
seducidos para efectuar una exégesis prematura de alguna
porción de su contenido. Lo que argumentamos es a favor de
la unidad y la continuidad del discurso entero. Desde el principio
del capítulo veinticuatro de Mateo hasta el final del veinticinco,
es  uno e indivisible. El tema es la próxima consumación de la
época, con los acontecimientos acompañantes y concomitantes,
los ayes que habrían de alcanzar a la “generación perversa”, que
comprendían la invasión por los ejércitos romanos, el sitio y la
captura de Jerusalén, la destrucción total del templo, las terribles
calamidades del pueblo. Junto con esto encontramos la
verdadera Parusía, o venida del Hijo del hombre, el
derramamiento judicial de la ira divina sobre los impenitentes, y la
liberación y la recompensa de los fieles. De principio a fin, estos
dos capítulos forman un discurso continuo, consecutivo, y
homogéneo. Así debe haber sido considerado por los discípulos,
a los cuales fue dirigido; y así, en ausencia de cualquier atisbo o
indicación en contrario en el registro, nos sentimos vinculados a
él.

6. En conclusión, no podemos evitar referirnos a otra


consideración, que, estamos persuadidos, ha tenido mucho que
ver con la errónea interpretación de esta profecía; es decir, la
inadecuada apreciación de la importancia y la grandeza del
acontecimiento que forma su tema, la consumación de la era o
del eón, y la abrogación de la dispensación judía.

Ese fue un suceso que formó una época en el gobierno divino del
mundo. La economía mosaica, que había sido entronizada con
tanta pompa y grandeza en medio de los truenos y los
relámpagos de Sinaí, y había existido por casi dieciséis siglos,
que había sido el medio de comunicación divinamente instituido
entre Dios y el hombre, y cuyo propósito había sido establecer un
reino de Dios en la tierra, había demostrado ser un comparativo
fracaso por medio de la incapacidad moral del pueblo de Israel,
estaba condenada a llegar a su fin en medio de la más terrífica
demostración de la justicia y la ira de Dios. El templo de
Jerusalén, por siglos gloria y corona del Monte de Sion – el
santuario sagrado, en cuyo lugar santo se complacía en habitar
Jehová – la casa santa y hermosa, que era el paladio de la
seguridad de la nación, y más cara que la vida para cada hijo de
Abraham – estaba a punto de ser profanado y destruido, de modo
que no quedaría piedra sobre piedra. El pueblo escogido, los
hijos del Amigo de Dios, la nación favorecida, con la cual el Dios
de toda la tierra se dignó entrar en pacto y ser llamado su Rey,
habría de ser abrumado por las más terribles calamidades que
jamás cayeron sobre nación alguna; habría de ser expatriado,
privado de su nacionalidad, excluido de su antigua y peculiar
relación con Dios, y ser expulsados para que anduviesen como
peregrinos sobre la faz de la tierra, refrán y burla entre todas las
naciones. Pero junto con todo esto habría cambios para bien.
Primero, y principalmente, el fin de la época sería la inauguración
del reino de Dios. Habría honor y gloria para los fieles y
verdaderos siervos de Dios, que luego entrarían en plena
posesión de la herencia celestial. (Esto se desarrollará más
plenamente en la secuela de nuestra investigación). Pero habría
también un glorioso cambio en este mundo. Lo antiguo dio lugar
a lo nuevo; la Ley fue reemplazada por el Evangelio; Cristo tomó
el lugar de Moisés.

El sistema estrecho y exclusivo, que abarcaba sólo a un pueblo,


fue sucedido por un pacto nuevo y mejor, que abarcaba la familia
entera del hombre, y no conocía diferencia entre judíos y gentiles,
circuncisos e incircuncisos. La dispensación de los símbolos y las
ceremonias, adaptados a la niñez de la humanidad, fue
incorporada en un orden de cosas en que la religión se convirtió
en un servicio espiritual, cada lugar en un templo, cada adorador
en un sacerdote, y Dios en Padre universal. Esta era una
revolución mucho mayor que cualquiera que jamás hubiese
ocurrido en la historia de la humanidad. Hizo un mundo nuevo;
era el “mundo por venir”, el [o.ikonge,nh me, llonoa] de Hebreos
2:5; y es imposible sobreestimar la magnitud e importancia del
cambio. Es esto lo que da tal significado al arrasamiento del
templo y la destrucción de Jerusalén: éstas son las señales
externas y visibles de la abrogación del orden antiguo y la
introducción del nuevo. La historia del sitio y la captura de la
Santa Ciudad no es simplemente un emocionante episodio
histórico, como el sitio de Troya o la caída de Cartago; no es
meramente la escena final en los anales de una antigua nación;
tiene un significado sobrenatural y divino; tiene relación con Dios
y la raza humana, y marca una de las más memorables épocas
en el tiempo. Esta es la razón de que el acontecimiento se
describa en la Biblia en términos que a algunos les parecen
exagerados, o requieran alguna catástrofe mayor los justifique.
Pero, si fue adecuado que la introducción de esta economía fuera
señalada por portentos y maravillas, terremotos, relámpagos,
truenos, y bocinas, no menos adecuado fue que terminara en
medio de fenómenos similares, terribles espectáculos y grandes
señales en el cielo. Si los expositores hubiesen captado mejor el
verdadero significado y la grandeza del acontecimiento, no
habrían encontrado extravagante o exagerado el lenguaje con el
cual nuestro Señor lo describe. (14)

Ahora estamos preparados para entrar en un examen más


particular del contenido de este discurso profético, lo cual
trataremos de hacer tan concisamente como sea posible.

Notas:

1. Life of Christ,sec. 239.


2. Life of Christ, sec. 256.
3. Lange acerca de Mat., p. 388.
4. Alford, Testamento griego. in loc.
5. Life of Christ, sec. 253, note n.
6. Life of Christ, sec. 253, note m.
7. Tischendorf rechaza el ver. 14, que está omitida por el
Códice Sinaí tico y Vaticano.
8. Véase Dorner´s tractae, De Oratione Christi Eschatologica,
p. 41.
9. Dorner, Orat. Christ. Esch. p. 43.
10. Com. sobre Mat. p. 416.
11. Lange, Com. sobre Mat. p. 418
12. Stier. Red. Jes. vol. iii. 251.
13. Véase Nota A, Part I., sobre la Teoría de Interpretación de
Doble Sentido.
14. La terminación del eón judío en el siglo primero, y de la era
romana en el quinto y el sexto, fueron marcadas por la
misma ocurrencia de calamidades, guerras, tumultos,
pestilencias, terremotos, etc., todas marcando el tiempo de
una de las peculiares temporadas de visitación de Dios.
Para la misma creencia en relación con la convulsión física y
moral, véase de Niebuhr, Leben´s Nachrichten, ii. p. 672, Dr.
Arnold: Véase “Life by Stanley”, vol. i, p. 311.
 

PREGUNTAS DE LOS DISCÍPULOS


Lucas 21:5-7

Mateo 24:1-3 “Y a unos que


Marcos 13:1-4 hablaban de que el
templo estaba
“Cuando Jesús salió del adornado de
templo y se iba, se acercaron “Saliendo Jesús del templo, le dijo hermosas piedras
sus discípulos para mostrarle uno de sus discípulos: Maestro, y ofrendas votivas,
los edificios del templo. mira qué piedras, y qué edificios. dijo:
Respondiendo él, les dijo:
Jesús, respondiendo, le dijo: ¿Ves En cuanto a estas
¿Veis todo esto? De cierto os estos grandes edificios? No cosas que veis,
digo, que no quedará aquí quedará piedra sobre piedra, que días vendrán en
piedra sobre piedra, que no no sea derribada. que no quedará
sea derribada. piedra sobre
piedra, que no sea
Y se sentó en el monte de los
destruida.
Y estando él sentado en el Olivos, frente al templo. Y Pedro,
Monte de los Olivos, los Jacobo, Juan y Andrés le
discípulos se le acercaron preguntaron aparte: Dinos, Y le preguntaron,
aparte, diciendo: Dinos, ¿cuándo serán estas cosas? ¿Y diciendo: Maestro,
¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá cuando todas ¿cuándo será
qué señal habrá de tu venida y estas cosas hayan de cumplirse?” esto? ¿Y qué
del fin del siglo [época]?” señal habrá
cuando estas
cosas estén para
suceder?”

Podemos concebir la sorpresa y la consternación que sintieron


los discípulos cuando Jesús les anunció la completa destrucción
que se avecinaba sobre el templo de Dios, cuya belleza y cuyo
esplendor había excitado su admiración. No es sorprendente que
cuatro de ellos, que parecen haber sido admitidos a una más
íntima familiaridad que el resto, buscasen información más
completa sobre un tema tan intensamente interesante. El único
punto que requiere aclaración aquí se refiere a la extensión de su
interrogatorio. Marcos y Lucas lo representan como haciendo
referencia al  tiempo  de la catástrofe predicha y a la señal de la
inminencia de su cumplimiento. Mateo varía la forma de la
pregunta, pero es evidente que tiene el mismo sentido: “Dinos,
¿cuándo serán estas cosas? ¿Y qué señal habrá de tu venida, y
del fin del mundo [época]?” Aquí nuevamente es el tiempo y la
señal lo que forma el tema de la pregunta. No hay razón en
absoluto para suponer que en sus mentes consideraban la
destrucción del templo, la venida del Señor, y el fin de la época,
como tres acontecimientos distintos o ampliamente separados
entre sí; sino que, por el contrario, es completamente natural
suponer que los consideraban a todos ellos como coincidentes y
contemporáneos. Qué idea precisa tenían con respecto al fin de
la época y a los acontecimientos conectados con él, no lo
sabemos; pero sí sabemos que estaban acostumbrados a oír
hablar a su Maestro de que vendría nuevamente con su reino, en
su gloria, y durante la vida de algunos de ellos. También le
habían oído hablar del “fin del siglo”; y es evidente que
relacionaban su “venida” con el fin de la época. Por lo tanto, los
tres puntos abarcados por su pregunta, como los presenta Mateo,
eran considerados por ellos como contemporáneos; por eso, no
encontramos ninguna diferencia práctica en los términos de la
pregunta de los discípulos como está registrada por los autores
de los evangelios sinópticos.

 RESPUESTA DE NUESTRO SEÑOR A LOS DISCÍPULOS

(a) Sucesos que más remotamente debían preceder la


consumación
Lucas 11:8-19
Mateo 24:4-14 Marcos 13:5-13

“El entonces dijo: Mirad


que no seáis engañados;
“Respondiendo Jesús, les “Jesús, respondiéndoles,
porque vendrán muchos
dijo: Mirad que nadie os comenzó a decir: Mirad que
en mi nombre, diciendo:
engañe. Porque vendrán nadie os engañe; porque
muchos en mi nombre, vendrán muchos en mi nombre, Yo soy el Cristo, y: El
tiempo está cerca. Mas
diciendo: Yo soy el Cristo; diciendo: Yo soy el Cristo; y
no vayáis en pos de
y a muchos engañarán. Y engañarán a muchos. Mas
ellos. Y cuando oigáis de
oiréis de guerras y cuando oigáis de guerras y de
guerras y de sediciones,
rumores de guerras; mirad rumores de guerras, no os
que no os turbéis, porque turbéis, porque es necesario que no os alarméis;  porque
es necesario que estas
es necesario que todo esto suceda así; pero aún no es el
acontezca; pero aún no es fin. Porque se levantará nación cosas acontezcan
primero; pero el fin no
el fin. Porque se levantará contra nación, y reino contra
será inmediatamente.
nación contra nación, y reino; y habrá terremotos en
reino contra reino; y habrá muchos lugares, y habrá
pestes, y hambres, y hambres y alborotos; principios Entonces les dijo: Se
terremotos en diferentes de dolores son estos. Pero mirad levantará nación contra
lugares. Y todo esto será por vosotros mismos; porque os nación, y reino contra
principio de dolores. entregarán a los concilios, y en reino; y habrá grandes
Entonces os entregarán a las sinagogas os azotarán; y terremotos, y en
tribulación, y os matarán, y delante de gobernadores y de diferentes lugares
seréis aborrecidos de reyes os llevarán por causa de hambres y pestilencias;
todas las gentes por causa mí, para testimonio a ellos. Y es y habrá terror y grandes
de mi nombre. Muchos necesario que el evangelio sea señales del cielo. Pero
tropezarán entonces, y se predicado antes a todas las antes de todas estas
entregarán unos a otros, y naciones. Pero cuando os cosas os echarán mano,
unos a otros se trajeren para entregaros, no os y os perseguirán, y os
aborrecerán. Y muchos preocupéis por lo que habéis de entregarán a las
falsos profetas se decir, ni lo penséis, sino lo que sinagogas y a las
levantarán, y engañarán a os fuere dado en aquella hora, cárceles, y seréis
muchos; y por haberse eso hablad; porque no sois llevados ante reyes y
multiplicado la maldad, el vosotros los que habláis, sino el ante gobernadores por
amor de muchos se Espíritu Santo. Y el hermano causa de mi nombre. Y
enfriará. Mas el que entregará a la muerte al esto os será ocasión
persevere hasta el fin, éste hermano, y el padre al hijo; y se para dar testimonio.
será salvo. Y será levantarán los hijos contra los Proponed en vuestros
predicado este evangelio padres, y los matarán. Y seréis corazones no pensar
del reino en todo el aborrecidos de todos por causa antes cómo habéis de
mundo, por testimonio a de mi nombre; mas el que responder en vuestra
todas las naciones; y persevere hasta el fin, éste será defensa; porque yo os
entonces vendrá el fin”. salvo”. daré palabra y sabiduría,
la cual no podrán resistir
ni contradecir todos los
 

Es imposible leer esta sección sin percibir su clara referencia al


período entre la crucifixión de nuestro Señor y la destrucción de
Jerusalén. Cada una de las palabras fue dirigida a los discípulos,
y solamente a ellos. Imaginar que el “vosotros” de este discurso
se aplica, no a los discípulos a quienes Jesús hablaba, sino a
algunas personas desconocidas y todavía inexistentes en una
lejana época en el futuro es una suposición tan absurda que no
merece que se le preste atención seria.

De que las palabras de nuestro Señor tuvieron plena verificación


durante el intervalo entre su crucifixión y el fin de aquella época,
tenemos el más amplio testimonio. Falsos Cristos y falsos
profetas comenzaron a aparecer al comienzo mismo de la era
cristiana, y continuaron infestando el país hasta el final mismo de
la historia judía. En la procuraduría de Pilatos (36 d. C.), apareció
uno de ellos en Samaria, y engañó a grandes multitudes. Hubo
otro en la procuraduría de Cuspio Fado (45 d. C.). Josefo nos
dice que, durante el gobierno de Félix (53-60), “el país estaba
lleno de ladrones, magos, falsos profetas, falsos mesías, e
impostores”, que engañaban al pueblo con promesas de grandes
acontecimientos.  (1)  La misma autoridad nos informa que en
aquellos días abundaban las conmociones civiles y enemistades
internacionales, especialmente entre los judíos y sus vecinos. En
Alejandría, Seleucia, Siria, y Babilonia, hubo violentos tumultos
entre judíos y griegos, y entre judíos y sirios, que habitaban en
las mismas ciudades. “Cada ciudad estaba dividida”, dice Josefo,
“en dos bandos”. En el reinado de Calígula, había gran aprensión
en Judea por la posibilidad de una guerra con los romanos, a
consecuencia de la propuesta del tirano de poner una estatua
suya en el templo. Durante el reinado del emperador Claudio
(41-54 d. C.), hubo cuatro temporadas de gran escasez. En el
cuarto año de su reinado, la hambruna en Judea fue tan severa,
que el precio de los alimentos era enorme, y pereció gran número
de habitantes. Ocurrieron terremotos durante los reinados de
Calígula y de Claudio. (2)

El Señor dio a entender a sus discípulos que tales calamidades


precederían el “fin”. Pero no eran sus antecedentes inmediatos.
Eran el “principio del fin”; pero “todavía no es el fin”.

En este punto (ver. 9-13), nuestro Señor pasa de lo general a lo


particular; de lo público a lo personal; de las fortunas de naciones
y reinos a las fortunas de los discípulos mismos. Mientras estos
sucesos ocurrían, los apóstoles habrían de ser objetos de
sospecha por parte de los poderes gobernantes. Habrían de ser
llevados delante de los concilios, gobernantes, y reyes; habrían
de ser encarcelados, azotados en las sinagogas, y odiados por
todos los hombres por amor a Jesús.

Cuán exactamente se verificó todo esto en la experiencia


personal de los discípulos, podemos leerlo en los Hechos de los
Apóstoles y en las epístolas de Pablo. Pero la divina promesa de
protección en la hora de peligro se cumplió de modo notable. Con
la sola excepción de “Santiago, el hermano de Juan”, ningún
apóstol parece haber sido víctima de malévola persecución por
parte de sus enemigos hasta el fin de la historia apostólica, como
se registra en Hechos (63 d. C.).

Otra señal habría de preceder y entronizar la consumación. “Será


predicado este evangelio del reino en todo el mundo
[oi.koume,ne] por testimonio a todas las naciones, y entonces
vendrá el fin”. Ya hemos notado el cumplimiento de esta
predicción en la era apostólica. Tenemos la autoridad de Pablo
para la difusión universal del evangelio en sus días, que
verificaría el dicho de nuestro Señor. (Véase Col. 1:6, 23). De no
ser por este testimonio explícito del apóstol, sería imposible
persuadir a algunos expositores de que las palabras de nuestro
Señor se habían cumplido en algún sentido antes de la
destrucción de Jerusalén; tal idea habría sido considerada mera
extravagancia y capricho. Ahora, sin embargo, la objeción no
puede alegarse razonablemente.

Aquí puede ser adecuado recordar la observación de tiempo,


dada a los discípulos en una ocasión anterior como indicación de
la venida de nuestro Señor: “De cierto os digo, que no acabaréis
de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo
del Hombre” (Mat. 10:23). Comparando esta declaración con la
predicción que tenemos delante (Mat. 24:14), podemos ver la
perfecta consistencia de las dos afirmaciones, y también el
“terminus ad quem” en ambas. En un caso, es la evangelización
del territorio de Israel; en el otro, la evangelización de Imperio
Romano al cual se hace referencia como el precursor de la
Parusía. Ambas afirmaciones son verdaderas. Ocuparía el
espacio de una generación llevar las buenas nuevas a cada
ciudad en Israel. Los apóstoles no tenían mucho tiempo para su
misión en su propio país, pues tenían en sus manos una misión
tan vasta en territorio extranjero. Obviamente, tenemos que tomar
en sentido popular el lenguaje empleado por Pablo, así como por
nuestro Señor, y no sería justo llevarlo al extremo de la letra. La
amplia difusión del evangelio tanto en Israel como a través del
Imperio Romano es suficiente para justificar la predicción de
nuestro Señor.

Hasta ahora, tenemos un discurso continuo, relacionado con un


solo acontecimiento, y referido y dirigido a personas particulares.
Encontramos cuatro señales, o series de señales, que habrían de
anunciar la aproximación de la gran catástrofe.
1. La aparición de falsos Cristos y falsos profetas.

2. Grandes disturbios sociales, y calamidades y convulsiones


naturales.

3. Persecución de los discípulos y apostasía de los creyentes


profesos.

4. Difusión general del evangelio a través del imperio romano.

Esta última señal anunciaba especialmente la cercana


proximidad del “fin”.

(b) Más indicaciones de la cercana condenación de


Jerusalén
Mateo 24:15-22 Marcos 13:14-20 Lucas 21:20-24

“Por tanto, cuando veáis en “Pero cuando veáis la “Pero cuando viereis a
el lugar santo la abominación desoladora de Jerusalén rodeada de
abominación desoladora de que habló el profeta Daniel, ejércitos, sabed entonces
que habló el profeta Daniel puesta donde no debe estar que su destrucción ha
(el que lee, entienda), (el que lee, entienda), llegado. Entonces los que
entonces los que estén en entonces los que estén en estén en Judea, huyan a
Judea, huyan a los montes. Judea huyan a los montes. El los montes; y los que en
El que esté en la azotea, no que esté en la azotea, no medio de ella, váyanse; y
descienda para tomar algo descienda a la casa, ni entre los que estén en los
de su casa; y el que esté en para tomar algo de su casa; y campos, no entren en ella.
el campo, no vuelva atrás el que esté en el campo, no Porque estos son días de
para tomar su capa. Mas vuelva atrás a tomar su capa. retribución, para que se
¡ay de las que estén Mas ¡ay de las que estén cumplan todas las cosas
encintas, y de las que críen encintas, y de las que críen que están escritas. Mas
en aquellos días! Orad, en aquellos días! Orad, pues, ¡ay de las que estén
pues, porque vuestra huida que vuestra huida no sea en encintas, y de las que
no sea en invierno ni en día invierno; porque aquellos críen en aquellos días!
de reposo; porque habrá serán de tribulación cual porque habrá gran
entonces gran tribulación, nunca ha habido desde el calamidad en la tierra, e
cual no la ha habido dese el principio de la creación que ira sobre este pueblo. Y
principio del mundo hasta Dios creó, hasta este tiempo, caerán a filo de espada, y
ahora, ni la habrá. Y si ni la habrá. Y si el Señor no serán llevados cautivos a
aquellos días no fuesen hubiese acortado aquellos todas las naciones; y
acortados, nadie sería días, nadie sería salvo; mas Jerusalén será hollada por
salvo; mas por causa de los por causa de los escogidos los gentiles, hasta que los
escogidos, aquellos días que él escogió, acortó tiempos de los gentiles se
serán acortados”. aquellos días”. cumplan”.

No se necesita ningún argumento para probar la referencia


estricta y exclusiva de esta sección a Jerusalén y a Judea. Aquí
no podemos detectar ningún rastro de doble sentido, de
cumplimiento primario y ulterior, de sentidos subyacentes y
típicos. Todo es nacional, local, y cercano; “la tierra” es la tierra
de Judea; “este pueblo” es el pueblo de Israel, y “la vida de los
discípulos” — “cuando veáis“.

La mayoría de los expositores encuentran una alusión a los


estandartes de las legiones romanas en la expresión “la
abominación desoladora”, y la explicación es altamente probable.
Las águilas eran para los soldados objetos de culto religioso; y el
pasaje paralelo en Lucas es evidencia casi concluyente de que
éste es el verdadero significado. Sabemos por Josefo que el
intento de un general romano (Vitelio) en el reinado de Tiberio, de
hacer marchar sus tropas a través de Judea, fue resistido por las
autoridades judías basándose en que las imágenes idólatras de
sus emblemas serían una profanación de la ley  (3). ¡Cuánto
mayor fue la profanación cuando esos emblemas idólatras fueron
exhibidos a plena luz en el templo y la Santa Ciudad! Esta sería
la última señal que anunciaba que la hora de la destrucción de
Jerusalén había llegado. Su aparición había de ser la señal para
que todos los que estaban en Judea escaparan más allá de las
montañas [e.pi.ta.o.rh], pues luego se iniciaría un período de
sufrimiento y horror sin paralelo en los anales de la historia.

Que la “gran tribulación” [qliyij mega,lh] (Mat. 24:21) hace


referencia expresa a las terribles calamidades que acompañaron
al sitio de Jerusalén, que fueron especialmente severas para el
sexo femenino, es demasiado evidente para ser puesto en duda.
Que aquellas calamidades fueron literalmente sin paralelo, lo
pueden creer fácilmente todos los que han leído la horrorosa
narración en las páginas de Josefo. Es notable que el historiador
comienza su relato de la guerra judía con la afirmación de “que,
en su opinión, la suma del sufrimiento humano desde el principio
del mundo sería ligero en comparación con el de los judíos”. (4)

La siguiente descripción gráfica presenta la trágica historia de la


desdichada madre cuya horrible comida puede haber estado en
el pensamiento de nuestro Salvador cuando pronunció las
palabras registradas en Mateo 24:19:
“Incalculable fue la multitud de los que perecieron de hambre en
la ciudad, e indescriptibles fueron los sufrimientos que
experimentaron. En cada caso, si aparecía en alguna parte
siquiera una sombra de alimento, se producía un conflicto; los
que estaban unidos por los más tiernos lazos luchaban entre sí
ferozmente, arrebatándose el uno al otro los miserables sostenes
de la vida. Ni siquiera a los moribundos se les permitía satisfacer
su necesidad; no, aún aquéllos que estaban en el momento de
expirar eran esculcados por los bandoleros, por si acaso alguno
fingía estar muerto y ocultaba algún alimento entre los pliegues
de sus ropas. Boquiabiertos de hambre, como perros
enloquecidos, iban tambaleándose de un lado para otro,
rondando, golpeando las puertas como borrachos, y
desconcertados penetrando en la misma casa dos o tres veces
en una hora. La urgencia de la naturaleza les llevaba a morder
cualquier cosa, y lo que sería rechazado por los más sucios de la
creación bruta de buena gana lo recogían para comerlo. Al final,
no pudieron refrenarse de comer ni siquiera los cinturones y los
zapatos, y arrancaban y masticaban el cuero mismo de sus
escudos. A algunos les servían de alimento las briznas de paja
vieja; porque las fibras eran recogidas y las cantidades más
pequeñas eran vendidas por cuatro piezas de Ática.

Pero, por qué hablar del hambre como despreciable restricción


en el uso de lo inanimado, cuando estoy a punto de relatar un
caso de ella para el cual, en la historia de los griegos y los
bárbaros, no se encuentra paralelo, y que es tan horrible de
relatar e increíble de oír? Ciertamente, con gusto habría omitido
mencionar lo sucedido, no fuera a ser que las generaciones
futuras pensaran que yo me ocupaba de lo maravilloso, si no
tuviese innumerables testigos entre mis contemporáneos.
Además, haría a mi pueblo un flaco favor si suprimiera la
narración de las calamidades que en realidad sufrió”. (5)
Que nuestro Señor tenía en mente los horrores que habrían de
descender sobre los judíos durante el sitio, y no ningún
acontecimiento subsiguiente al final del tiempo, es perfectamente
claro por las palabras finales del versículo 21: “Ni la habrá”.

(c) Los discípulos advertidos contra los falsos profetas

Mateo 24:23-28 Marcos 13:21-23

“Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o “Entonces si alguno os


mirad, allí está, no lo creáis. Porque se levantarán falsos dijere: Mirad, aquí está el
Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y Cristo; o, mirad, allí está,
prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, no le creáis. Porque se
aun a los escogidos. Ya os lo he dicho antes. Así que, si os levantarán falsos Cristos y
dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis; o mirad, está falsos profetas, y harán
en los aposentos, no lo creáis. Porque como el relámpago señales y prodigios, para
que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así engañar, si fuese posible,
será también la venida del Hijo del Hombre. Porque aun a los escogidos. Mas
dondequiera que estuviere el cuerpo muerto, allí se vosotros mirad; os lo he
juntarán las águilas”. dicho todo antes”.

Todavía no hemos encontrado ninguna interrupción en la


continuidad del discurso; ni la más ligera indicación de que ha
tenido lugar una transición hacia algún otro tema o algún otro
período. La narración es perfectamente homogénea y
consecutiva, y fluye hacia adelante sin apartarse ni a la derecha
ni a la izquierda.

Lo mismo es cierto con respecto a la sección que ahora nos


ocupa. La mera primera palabra indica continuidad.
“Entonces” [to,te], y cada una de las palabras subsiguientes está
claramente dirigida a los discípulos mismos, para su advertencia
e instrucción personales. Es claro que nuestro Señor les da
indicios de lo que ocurriría en breve, o por lo menos lo que
podían esperar ver con sus propios ojos si estaban vivos. Es una
vívida representación de lo que en realidad ocurrió en los últimos
días de la comunidad judía. Los desdichados judíos, y
especialmente el pueblo de Jerusalén, eran alentados con falsas
esperanzas por impostores especiosos que infestaban el país y
trajeron ruina sobre sus miserables primos. Tal era el engaño
producido por las jactanciosas pretensiones de estos impostores
que, como nos enteramos por Josefo, cuando el templo estaba
de veras en llamas, una vasta multitud del pueblo engañado cayó
víctima de su credulidad. El historiador judío afirma:

“De tan grande multitud, ni uno solo escapó. Su destrucción fue


causada por un falso profeta, que en aquel día proclamó a los
que permanecían en la ciudad, que ‘Dios les había mandado que
subieran al templo, donde recibirían las señales de su liberación’.
En ese tiempo había muchos profetas sobornados por los tiranos
para que engañaran al pueblo, diciéndoles que esperaran ayuda
de Dios, para que hubiese menos deserciones, y para que los
que no tenían ni temor ni control fueran alentados con
esperanzas. Bajo la presión de la calamidad, el hombre en
seguida cede a la persuasión, pero cuando el engañador le
presenta la liberación de males apremiantes, entonces el
sufriente es completamente influido por la esperanza. Fue así
como los impostores y pretendidos mensajeros del cielo
engañaron a los desdichados en aquel tiempo”. (6)

Nuestro Señor advierte a sus discípulos que su venida a aquella


escena de juicio sería conspicua y repentina como el relámpago,
que se revela y parece estar en todas partes al mismo tiempo.
“Porque”, añade, “dondequiera que estuviere el cuerpo muerto,
allí se juntarán las águilas”. Esto es, dondequiera que se
encontraran los culpables y devotos hijos de Israel, allí les
abrumarían los destructores ministros de la ira, las legiones
romanas.
(d) La llegada del “fin”, o la catástrofe de Jerusalén

Marcos 13:24-27 Lucas 21:25-28


Mateo 24:29-31

“Pero en aquellos días, “Entonces habrá señales en


“E inmediatamente después
después de aquella el sol, en la luna, y en las
de la tribulación de aquellos
tribulación, el sol se estrellas, y en la tierra
días, el sol se oscurecerá, y la
oscurecerá, y la luna no angustia de las gentes,
luna no dará su resplandor, y
dará su resplandor, y confundidas a causa del
las estrellas caerán del cielo, y
las estrellas caerán del bramido del mar y de las
las potencias de los cielos
cielo, y las potencias olas, desfalleciendo los
serán conmovidas. Entonces
que están en los cielos hombres por el temor y la
aparecerá la señal del Hijo del
serán conmovidas. expectación de las cosas que
Hombre en el cielo; y entonces
Entonces verán al Hijo sobrevendrán en la tierra;
lamentarán todas las tribus de
del Hombre, que vendrá porque las potencias de los
la tierra, y verán al Hijo del
en las nubes con gran cielos serán conmovidas.
Hombre viniendo sobre las
poder y gloria. Y Entonces verán al Hijo del
nubes del cielo, con poder y
entonces enviará sus Hombre, que vendrá en una
gran gloria. Y enviará sus
ángeles, y juntará a sus nube con poder y gran gloria.
ángeles con gran voz de
escogidos de los cuatro Cuando estas cosas
trompeta, y juntarán a sus
vientos, desde el comiencen a suceder,
escogidos, de los cuatro
extremo de la tierra erguíos y levantad vuestra
vientos, desde un extremo del
hasta el extremo del cabeza, porque vuestra
cielo hasta el otro”.
cielo”. redención está cerca”.

Aquí también la fraseología prohíbe absolutamente la idea de


cualquier transición del tema de que se habla a otro. No hay nada
que indique que la escena ha cambiado, o que un nuevo tema ha
sido introducido. La sección que tenemos delante se conecta con
toda claridad con la “gran tribulación” de que se habla en el
versículo 21 de Mateo 24, y es inadmisible suponer cualquier
intervalo de tiempo en vista de la presencia del adverbio
“inmediatamente” (e.uqe,uj de). Pero la escena de la gran
tribulación es innegablemente Jerusalén y Judea (ver. 15, 16), de
manera que no hay lugar para ninguna interrupción en el tema
del discurso. Nuevamente, en el versículo 30, leemos que
“lamentarán todas las tribus de la tierra [pa/sai ai, fulai. th/j gh/j],
refiriéndose evidentemente a la población del territorio de Judea;
y nada puede ser más forzado ni antinatural que hacer que la
expresión incluya, como hace Lange, a “todas las razas y todos
los pueblos” del globo terráqueo. El sentido restringido de la
palabra (gh) [=tierra] en el Nuevo Testamento es común; y
cuando está conectada, como lo está aquí, con la
palabra “tribus” [fulaii], su limitación a la tierra de Israel es obvia.
Esta es la posición adoptada por el Dr. Campbell y Moses Stuart,
y en realidad se explica por sí sola. Encontramos una expresión
similar en Zac. 12:12 – “Todas las familias [tribus] de la tierra”,
donde su sentido restringido es obvio e indiscutible. Los dos
pasajes son, de hecho, exactamente paralelos, y nada podría ser
más confuso que entender la frase como si incluyera a “todas las
razas de la tierra”. La estructura del discurso, pues, resiste
inflexiblemente la suposición de un cambio de tema. Tiempo,
lugar, circunstancias, todo continúa lo mismo. Por lo tanto, es con
no fingido asombro que encontramos a Dean Alford comentando
de la siguiente manera: “Toda la dificultad que se ha supuesto
que esta palabra [inmediatamente – e.uqe,wj] involucra ha
surgido de confundir el cumplimiento de la profecía con su
cumplimiento último. La importante inserción en los ver. 23, 24 de
Lucas 21 nos muestra que la ‘tribulación’ [qliyij] incluye a o.rgh.
e,n tw/law tou,tw (ira sobre este pueblo), que todavía está siendo
infligida, y el hollamiento de Jerusalén por los gentiles, continúa
todavía; e inmediatamente después de  aquella tribulación, que
sucederá  cuando se llene la copa de iniquidad de los gentiles,
y  cuando este evangelio haya sido predicado por testimonio, y
rechazado por los gentiles, sucederá la venida del Señor mismo
… (La expresión en Marcos indica igualmente un intervalo
considerable – en aquellos días después de aquella tribulación).
Siendo conocidos de Él el hecho de su venida y sus
circunstancias acompañantes, pero desconocido el tiempo
exacto, habla sin tener en cuenta el intervalo, que sería empleado
en espera de Él hasta que todas las cosas sean puestas bajo sus
pies”, etc. (7)

Puede decirse que en este comentario hay casi tantos errores


como palabras. En realidad, no es la explicación de una profecía
cuanto una profecía hecha por el propio comentarista. Primero,
está la hipótesis sin fundamento de su doble sentido, su
cumplimiento parcial y su cumplimiento final, para lo cual no hay
fundamento en el texto, sino que es una mera suposición
arbitraria y gratuita. Luego, tenemos su “tribulación”, no
“acortada“, como declara el Señor, sino prolongada, de modo que
todavía continúa en la actualidad. Cuando se hace que la palabra
“inmediatamente” se refiera a un período que todavía no ha
llegado, de modo que entre el ver. 28 y el ver. 29, donde el ojo
por sí solo no puede percibir ningún rastro de línea de transición,
el crítico intercala un inmenso período de más de dieciocho
siglos, con la posibilidad de duración infinita, además. Más
todavía. Tenemos una contradicción implícita de la afirmación de
Pablo de que el evangelio fue predicado “en todo el mundo” (Col.
1:5, 23), y la suposición de que el evangelio ha de ser rechazado
por los gentiles. Luego el comentarista descubre que Marcos
sugiere un “considerable intervalo”, mientras que Marcos dice
expresamente “en aquellos días, después de aquella
tribulación” [en ekeinaij taij hmeraij meta thn qliyin ekeinhn],
imposibilitando en absoluto cualquier intervalo, y por último
tenemos lo que parece una excusa por la veracidad de la
predicción, con el argumento de que nuestro Señor, no sabiendo
el momento en que tendría lugar su venida, “habla sin tener en
cuenta el intervalo”, etc.

Es obvio que, si esta es la manera en que la Escritura ha de ser


interpretada, las leyes ordinarias de exégesis deben ser echadas
a un lado por inútiles. El mejor intérprete es el adivinador más
osado. ¿Hay algún libro antiguo que un gramático pueda tratar
así? ¿No sería declarado intolerable y anticrítico si se tomara
tales libertades con Homero o con Platón? ¿No sería burla
proponer tales acertijos a los discípulos como respuesta a su
pregunta: “¿Cuándo serán estas cosas?”?

¿Cómo podían ellos saber de cumplimientos parciales y finales, y


dobles sentidos? ¿Qué efecto se produciría en sus mentes,
excepto amarga perplejidad y desconcierto? No podemos evitar
protestar contra tal tratamiento de las palabras de la Escritura,
por ser, no sólo nada erudito y nada crítico, sino presuntuoso e
irreverente al más alto grado.

Pero, se nos contesta, el carácter del lenguaje de nuestro Señor


en este pasaje requiere esta aplicación a una grande y terrible
catástrofe que está todavía en el futuro, y puede entenderse
correctamente nada menos que de la disolución total de la
estructura del universo y del fin todas las cosas. ¿Cómo puede
alguien pretender, se dice, que el sol se ha oscurecido, que la
luna ha dejado de dar su resplandor, que las estrellas han caído
del cielo, que el Hijo del hombre ha sido visto en las nubes del
cielo con poder y gran gloria? ¿Ocurrieron estos fenómenos en la
destrucción de Jerusalén, o pueden aplicarse a cualquier cosa
menos la consumación de todas las cosas?

Argumentar de esta manera es perder de vista la naturaleza


misma y el espíritu de la profecía. El símbolo y la metáfora
pertenecen a la gramática de la profecía, como lo debe saber
todo lector de los profetas del Antiguo Testamento. ¿No es
razonable que la destrucción de Jerusalén fuera presentada en
lenguaje tan vivo y retórico como la destrucción de Babilonia, o
Bosra, o Tiro? ¿Cómo entonces describe el profeta Isaías la
caída de Babilonia?
“He aquí el día de Jehová viene, terrible, y de indignación y ardor
de ira, para convertir la tierra en soledad, y raer de ella a sus
pecadores. Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no
darán su luz; y el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no dará su
resplandor…. Porque haré estremecer los cielos, y la tierra se
moverá de su lugar, en la indignación de Jehová de los ejércitos,
y en el día del ardor de su ira” (Isa. 13:9, 10, 13).

Se verá en seguida que las imágenes empleadas en este pasaje


son casi idénticas a las de nuestro Señor. Por lo tanto, si estos
símbolos eran correctos para representar la caída de Babilonia,
¿por qué serían incorrectos para describir una catástrofe aun
mayor, la destrucción de Jerusalén?

Consideremos otro ejemplo. El profeta Isaías anuncia la


desolación de Bosra, la capital de Edom, con el siguiente
lenguaje:

“Y los montes se disolverán por la sangre de ellos… Y todo el


ejército de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como
un libro; y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra,
y como se cae la de la higuera. Porque en los cielos se
embriagará mi espada; he aquí que descenderá sobre Edom en
juicio, y sobre el pueblo de mi anatema”, etc. (Isa. 34:4,5).

Aquí tenemos nuevamente las mismas imágenes  usadas por


nuestro Señor  en su discurso profético. Y si la suerte de Bosra
pudo ser descrita correctamente en un lenguaje tan elevado, ¿por
qué debe considerarse extravagante emplear términos similares
al describir la suerte de Jerusalén?

Nuevamente, el profeta Miqueas habla de una “venida del Señor”


para juzgar y castigar a Samaria y a Jerusalén – una venida para
juicio que incuestionablemente había tenido lugar mucho antes
del tiempo de nuestro Salvador – ¡y con qué magnífico lenguaje
representa esta escena!

“Porque he aquí, Jehová sale de su lugar, y descenderá y hollará


las alturas de la tierra. Y se derretirán los montes debajo de él, y
los valles se hendirán como la cera delante del fuego, como las
aguas que corren por un precipicio” (Miq. 1: 3,4).

Sería fácil multiplicar ejemplos de esta cualidad característica del


lenguaje profético. La naturaleza de la profecía es la de la poesía,
y representa los acontecimientos, no en el estilo prosaico del
historiador, sino en las vívidas imágenes del poeta. Añádase a
esto que la Biblia no habla con la corrección fría y lógica de los
pueblos occidentales, sino con el fervor tropical del oriente
espléndido. Pero sería incorrecto llamar a tal lenguaje
extravagante o sobrecargado. La grandiosidad moral de los
acontecimientos que tales símbolos representan puede ser más
correctamente descrita como convulsión y cataclismo en el
mundo natural. Ni es necesario construir una gramática de
simbologías y una analogía para cada jeroglífico sagrado, por
medio de las cuales traducir cada metáfora particular a su
equivalente correcto, porque esto sería convertir la profecía en
alegoría. Las siguientes observaciones sobre el lenguaje figurado
de la Escritura son sensatas. “Lo que es grandioso en la
naturaleza se usa para expresar lo que es digno e importante
entre los hombres – cuerpos celestes, montañas, árboles
majestuosos, reinos, o los que están en posición de autoridad…
Los cambios políticos son representados por terremotos,
eclipses, tempestades, el convertirse las aguas y los mares en
sangre”. (8)
La conclusión, entonces, a la que somos llevados
irresistiblemente, es que las imágenes empleadas por nuestro
Señor en su discurso profético no son inapropiadas para describir
la disolución del estado y el gobierno judíos, que tuvo lugar en la
destrucción de Jerusalén. Son apropiadas porque concuerdan
con el estilo reconocido de los antiguos profetas, y también
porque la grandiosidad moral del acontecimiento es tal que
justifica el uso de tal lenguaje en este caso particular.

Pero podemos ir más allá, y afirmar que las imágenes son, no


sólo apropiadas al aplicárselas a la destrucción de Jerusalén,
sino que esta es su aplicación verdadera y exclusiva. No
encontramos ningún vestigio ni indicación de que nuestro Señor
tuviese en mente ningún significado ulterior u oculto. Pero sí
encontramos que difícilmente hay algún rasgo de esta sublime y
tremenda descripción que Él mismo ya no hubiese anticipado, y
fijado en su aplicación a un suceso particular y a un tiempo en
particular. Compare el lector cuidadosamente la descripción que
se da en el pasaje que nos ocupa, del “Hijo del hombre viniendo
en las nubes del cielo, con poder y gran gloria” (Mat. 24:30) (9)
con la declaración de nuestro Señor (Mat. 16:27) – “Porque el
Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles”
– un acontecimiento que Él afirma expresamente sería
presenciado por algunos de los discípulos que entonces vivían.
Nuevamente, el enviar a sus ángeles a reunir a los escogidos
corresponde exactamente a la representación de lo que tendría
lugar en la “siega” al final del eón, como se describe en las
parábolas de la cizaña y la red (Mat. 12:41-50). “Enviará el Hijo
del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los
que sirven de tropiezo, y a todos los que hacen iniquidad”. “Así
será al fin del siglo [eón]: saldrán los ángeles, y apartarán a los
malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego”.
Aquí la profecía y la parábola representan la misma escena, el
mismo período: ambos hablan del fin de la era o época, no del fin
del mundo o del universo material; y ambos hablan de la gran
época judicial diciendo que se ha acercado. Con cuánta claridad
Lucas, en su registro de la profecía del Monte de los Olivos,
representa la gran catástrofe como ocurriendo durante la vida de
los discípulos: “Cuando estas cosas comiencen a suceder,
erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención
está cerca” (Lucas 21:28). ¿No fueron dichas estas palabras a los
discípulos, que escuchaban el discurso? ¿No se les aplicaban a
ellos? ¿Hay en alguna parte una sospecha siquiera de que se
referían a otro auditorio, a miles de años de distancia, y no al
ansioso grupo que bebía las palabras de Jesús? Ciertamente, tal
hipótesis lleva colgada al frente su propia refutación.

Pero, como para impedir toda posibilidad de equivocación o error,


en el siguiente párrafo nuestro Señor traza alrededor de su
profecía una línea tan clara y tan palpable, encerrándola por
completo dentro de un límite tan definido y claro, que debería ser
decisivo para zanjar toda la cuestión.

(e) La Parusía ha de tener lugar antes de que pase la actual
generación
Mateo 24:32-41 Marcos 13:28-30
Lucas 11:29-32

“De la higuera aprended “De la higuera aprended la


“También les dijo una parábola:
la parábola: Cuando ya su parábola. Cuando ya su
Mirad la higuera y todos los
rama está tierna, y brotan rama está tierna, y brotan
árboles. Cuando ya brotan,
las hojas, sabéis que el las hojas, sabéis que el
viéndolo, sabéis por vosotros
verano está cerca. Así verano está cerca. Así
mismos que el verano está ya
también vosotros, cuando también vosotros, cuando
cerca. Así también vosotros,
veáis todas estas cosas, veáis que suceden estas
cuando veáis que suceden
conoced que está cerca, a cosas, conoced que está
estas cosas, sabed que está
las puertas. cerca, a las puertas.
cerca el reino de Dios.

De cierto os digo que no De cierto os digo, que no


De cierto os digo, que no
pasará esta generación pasará esta generación
pasará esta generación hasta
sin que todo esto hasta que todo esto
que todo esto acontezca”.
acontezca”. acontezca”.

Si este lenguaje, pronunciado en una ocasión tan solemne, y que


es de una importancia tan precisa y expresa, no afirma la
estrecha cercanía del gran acontecimiento que ocupa el discurso
entero de nuestro Señor, entonces las palabras no tienen ningún
significado. Primero, la parábola de la higuera indica que, así
como las ramas tiernas en los árboles anuncian la cercanía del
verano, así también las señales que él acababa de especificar
anunciarían que la consumación predicha estaba cerca. Ellos, los
discípulos a quienes Jesús estaba hablando, habrían de ver
aquellas señales, y cuando las vieran, reconocerían que el fin
estaba  cerca, a las puertas. Luego, nuestro Señor hace un
resumen, con una afirmación calculada para eliminar todo
vestigio de duda o incertidumbre:

“DE CIERTO OS DIGO, QUE NO PASARÁ ESTA GENERACIÓN


SIN QUE TODO ESTO ACONTEZCA”
Uno supondría razonablemente que, después de una nota de
tiempo tan clara y expresa, no habría lugar para la controversia.
Nuestro Señor mismo ha dirimido la cuestión. Noventa y nueve
personas de cada cien sin duda entenderían sus palabras en el
sentido de que la catástrofe predicha ocurriría durante la vida de
la generación existente. No que  todos  vivirían probablemente
para presenciarlo, sino que la mayoría o muchos de ellos estarían
vivos cuando aquello ocurriese. No puede haber duda de que
ésta sería la interpretación que los discípulos le darían a sus
palabras. A menos, por lo tanto, que nuestro Señor se propusiera
desconcertar a sus discípulos, les dio a entender claramente que
su venida, el juicio de la nación judía, y el fin de aquella época,
ocurrirían antes de que aquella generación hubiese pasado por
completo, o sea, dentro de los límites de su propia existencia.
Como ya hemos visto, esta no era una idea nueva, sino una idea
que él mismo había expresado antes.

Sin embargo, lejos de aceptar esta decisión de nuestro Salvador


como final, los comentaristas han resistido violentamente lo que
parece ser el significado natural y sensato de sus palabras. Han
insistido en que, porque los sucesos predichos no ocurrieron así
en aquella generación, la palabra generación  (genea)  no puede
significar lo que generalmente se entiende que significa, la gente
de aquella era o aquel período particular, los contemporáneos de
nuestro Señor. Afirmar que estas cosas no ocurrieron es dar la
respuesta por sentada, y algo más.

Pero entendemos que a los gramáticos les toca no ser


aprensivos de posibles consecuencias, sino establecer el
verdadero significado de las palabras. Sin peligro, podemos dejar
que las predicciones de nuestro Señor se cuiden por sí solas; a
nosotros nos toca tratar de entenderlas.
Muchos argumentan que en este lugar la palabra  genea  debe
traducirse como “raza, o “nación“, y que las palabras de nuestro
Señor sólo significan que la raza o nación judía no pasaría, o no
perecería, sino hasta que ocurrieran las predicciones que Jesús
había pronunciado. Este es el significado que Lange, Stier, Alford,
y muchos otros expositores, le atribuyen a la palabra, y que es
sostenido con conspicua capacidad y copiosa erudición por
Dorner en su tratado “Do Oratione Christi Eschatologica”. No hay
duda de que es verdad que la palabra  genea, como muchas
otras, tiene diferentes matices de significado, y que, a veces, en
la Septuaginta y los autores clásicos, puede referirse a una
nación o a una raza. Pero creemos que es demostrable, sin
sombra de duda, que la expresión “esta  generación“, tan a
menudo empleada por nuestro Señor, siempre se refiere única y
exclusivamente a  sus contemporáneos, el pueblo judío de su
propia época. Puede dejarse sin peligro al honesto juicio de cada
lector, sea erudito en griego o no, decidir si esto es o no así.
Pero, como el punto es de gran importancia, puede ser deseable
aducir las pruebas de este aserto.

1. En el discurso final de nuestro Señor al pueblo, pronunciado el


mismo día que su discurso del Monte de los Olivos, declaró:
“Todo esto vendrá sobre esta generación” (Mat. 23:36). Ningún
comentarista ha propuesto jamás entender esto como que se
refiere a otra que no sea la generación existente.

2. “¿A qué compararé esta generación?” (Mat. 11:6). Aquí


admiten Lange y Stier que la palabra se refiere a “la última
generación de Israel entonces existente” (Lange, in loc, Stier, vol.
ii, 98).

3. “La generación mala y adúltera demanda señal”. “Los hombres


de Nínive se levantarán en el juicio con  esta generación“. “La
reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación“. “Así
también acontecerá a esta mala generación” (Mat. 12:39, 41, 42,
45).

En estos cuatro pasajes, Dorner trata de establecer que nuestro


Señor no está hablando de sus contemporáneos, los hombres de
su propia época. “Porque” – dice – “los gentiles (los habitantes de
Nínive y la reina del Sur) se oponen a los judíos; por lo tanto,
“esta generación” [h,  genea.a[uth] “debe significar la  nación o
raza  de los judíos” (Dorner, Orat. Christ. Esch., p. 81). Su
argumento, sin embargo, no es convincente. Ciertamente la
generación que demandaba señal era la que entonces existía; ¿y
puede suponerse que era contra cualquier otra generación,
diferente de la que resistía predicaciones como la de Juan el
Butista y de Cristo, que los gentiles habrían de levantarse en
juicio? Hay una sola interpretación posible de las palabras de
nuestro Señor, y es la de que sus palabras se refieren a su
propios perversos e incrédulos contemporáneos.

4. “Para que se demande de esta generación la sangre de todos


los profetas” (Lucas 11:50, 51).

5. “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras


en esta generación adúltera y pecadora” (Marcos 8:38).

6. “Pero primero es necesario que padezca mucho, y sea


desechado por esta generación” (Lucas 17:25). Sólo es necesario
citar estos pasajes para establecer que Jesús sólo se refiere a la
generación particular que rechazó al Mesías.

Estos son todos los ejemplos en los que ocurre la expresión “esta
generación” en los dichos de nuestro Señor, y estos ejemplos
establecen, más allá de todo cuestionamiento razonable, la
referencia de las palabras en la importante declaración que ahora
consideramos. Pero, supongamos que adoptáramos la traducción
propuesta, y aceptáramos que  genea  significa raza, ¿qué
propósito o significado tendría entonces la predicción? ¿Puede
alguien creer que la afirmación que nuestro Señor hizo tan
solemnemente: “De cierto os digo”, etc. no equivale más que a
esto: “La raza hebrea no se habrá extinguido sino hasta que
todas estas cosas se hayan cumplido”? Imaginemos a un profeta
en nuestro propio tiempo prediciendo una gran catástrofe en la
cual Londres sería destruido, la catedral de San Pablo y las
Cámaras del Parlamento serían arrasadas, y se perpetraría una
terrible matanza de los habitantes; y que cuando se le
preguntase: “¿Cuándo sucederán estas cosas?” contestase: “¡La
raza anglosajona no se extinguirá sino hasta que todas estas
cosas se hayan cumplido!” ¿Sería ésta una respuesta
satisfactoria? ¿No sería una respuesta como ésta considerada
como despectiva para el profeta, y como una afrenta para sus
oyentes? ¿No tendrían ellos razón para decir: “¡No hay peligro en
profetizar cuando el suceso es colocado a una interminable
distancia!”? Pero la mera suposición de tal sentido en la
predicción de nuestro Señor demuestra que es un  reductio ad
absurdum. ¿Era para esto que los discípulos debían esperar y
velar? ¿Era ésta la lección que enseñaba la parábola de la
higuera? ¿No era sino hasta que la raza judía estuviese a punto
de extinguirse que ellos debían “erguirse, y levantar sus
cabezas”? Una hipótesis tal es su propia refutación.

Nos sostenemos, por lo tanto, en la única interpretación


sostenible y posible, la que entendemos que nuestro Señor tenía
en mente, en la que, en otras tantas palabras, Él dice que  los
acontecimientos especificados en su predicción ocurrirían con
toda certeza antes de que pasara por completo la generación
actual. Esta es la única interpretación que las palabras soportan;
todas las demás involucran forzar el lenguaje y hacer violencia a
la interpretación. Además, la interpretación está en armonía con
la uniforme enseñanza de nuestro Salvador. Mucho tiempo antes,
había asegurado a sus discípulos que algunos de ellos vivirían
para presenciar su retorno en gloria (Mat. 16:27, 28).

Les había dicho que, antes de que hubiesen completado su


misión apostólica a las ciudades de Israel, el Hijo del hombre
vendría (Mat. 10:23). Había declarado que toda la sangre
derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel hasta la
sangre de Zacarías, sería requerida de aquella generación (Mat.
23:35, 36). Era, por lo tanto, de  aquella generación  de la cual
hablaba. Jamás debe olvidarse que había algo especial en
aquella generación. Era la última y la peor de todas las
generaciones de Israel, que había heredado la culpa de todas
sus predecesoras, y estaba a punto de ser visitada con juicios
señalados y sin paralelo. Si la catástrofe predicha ocurrió o no, es
otra cuestión, que será considerada en su propio lugar. (10)

Otras interpretaciones que se han sugerido, como la de la “raza


humana”, “la generación de los justos”, y “la generación de los
impíos”, no requieren discusión.

Puede que se necesite decir una palabra o dos con respecto al


tiempo que cubre una generación. Por supuesto, no es una
medida de tiempo exacta, como una década o un siglo, sino que
posee cierta cualidad de indefinición o elasticidad, pero dentro de
ciertos límites, digamos de treinta o cuarenta años. En el libro de
Números, encontramos que la generación que provocó que el
Señor le excluyera de la tierra de Canaán, y que fue condenada a
caer en el desierto, habría de morir en el espacio de cuarenta
años. En el Salmo 95 leemos: “Cuarenta años estuve disgustado
con la nación”. En la tabla genealógica que da Mateo, tenemos
información para estimar la duración de una generación. Allí
encontramos que “desde la deportación a Babilonia hasta Cristo”,
hubo catorce generaciones. (Mat. 1:17). Ahora, se dice que la
fecha de la cautividad, en el reino de Sedequías, fue cerca del
año 586 a. C., lo cual, dividido entre catorce, da cuarenta y un
años y fracción como duración promedio de cada generación. La
guerra judía bajo el emperador Nerón estalló en el año 66 d. C., y
suponiendo que nuestro Señor haya tenido como treinta y tres
años de edad cuando fue crucificado, esto nos daría un espacio
de como treinta y tres años en que las señales que anunciaban la
aproximación del “fin” comenzaron “a suceder”. La destrucción
del templo y la ciudad de Jerusalén tuvo lugar en septiembre del
año 70 d. C., esto es, como treinta y siete años después de la
profecía del Monte de los Olivos, un espacio de tiempo que
satisface ampliamente los requisitos del caso. No es ni tan corto
que sea inapropiado decir: “No pasará esta generación”, etc., ni
tan largo que exceda la duración de la vida de muchos que
podrían haber visto y oído al Salvador, o la vida de los mismos
discípulos.

“Aquella generación” ciertamente habría estado pasando, pero no


habría pasado por completo.

(f) Certeza de la consumación, pero incertidumbre de su


fecha precisa

Lucas 21:33
Mateo 24:35, 36 Marcos 13:31, 32

“El cielo y la
“El cielo y la tierra pasarán, pero “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
tierra
mis palabras no pasarán. Pero palabras no pasarán. Pero de aquel
pasarán,
del día y la hora nadie sabe, ni día y de la hora nadie sabe, ni aun los
pero mis
aun los ángeles de los cielos, ángeles que están en el cielo, ni el
palabras no
sino sólo mi Padre”. Hijo, sino el Padre”.
pasarán”.
 

Aunque nuestro Señor ha definido los límites de tiempo dentro de


los cuales tendría lugar la consumación predicha, queda un cierto
grado de indefinición con respecto al momento de su llegada. Él
no especifica la fecha exacta, ni “la hora, ni el día”, ni siquiera el
mes del año. Esto no significa que la cuestión entera del tiempo
haya quedado sin especificar: se refiere meramente a la fecha
precisa. La consumación habría de caer dentro del término de la
generación existente, pero la hora precisa en que el campanazo
de condenación sonaría no fue revelada a hombre, ni a ángel, ni
(lo que es aún más extraño) al mismo Hijo del hombre. Era el
secreto que el Padre “puso en su sola potestad”. Sin duda, había
suficientes razones para esta reserva. Haber especificado “el día
y la hora” – haber dicho: “En el año treinta y siete, en el mes
sexto, al octavo día del mes, la ciudad será tomada y el templo
destruido a fuego” – no sólo habría sido inconsistente con la
manera de la profecía, sino que habría quitado una de las más
fuertes motivaciones para la vigilancia constante y la oración – la
incertidumbre del momento preciso.

(g) Lo repentino de la Parusía, y el llamado a estar vigilantes


Lucas 17:26-37
Mateo 24:37-42

“Como fue en los días de Noé, así también será en


“Mas como en los días de Noé, los días del Hijo del Hombre. Comían, bebían, se
así será la venida del Hijo del casaban y se daban en casamiento, hasta el día en
Hombre. Porque como en los que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los
días antes del diluvio estaban destruyó a todos. Asimismo como sucedió en los días
comiendo y bebiendo, de Lot; comían, bebían, compraban, vendían,
casándose y dándose en plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de
casamiento, hasta el día en Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyó
que Noé entró en el arca, y no a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se
entendieron hasta que vino el manifieste. En aquel día, el que esté en la azotea, y
diluvio y se los llevó a todos, sus bienes en casa, no descienda a tomarlos; y el que
así será también la venida del en el campo, asimismo no vuelva atrás. Acordaos de
Hijo del Hombre. Entonces la mujer de Lot. Todo el que procure salvar su vida, la
estarán dos en el campo; el perderá; y todo el que la pierda, la salvará. Os digo
uno será tomado, y el otro será que en aquella noche estarán dos en una cama; el
dejado. Dos mujeres estarán uno será tomado, y el otro será dejado. Dos mujeres
moliendo en un molino; la una estarán moliendo juntas; la una será tomada, y la otra
será tomada, y la otra dejada. dejada. Dos estarán en el campo; el uno será tomado,
Velad, pues, porque no sabéis y el otro dejado.

a qué hora ha de venir vuestro Y respondiendo, le dijeron: ¿Dónde, Señor? Él les
Señor”. dijo: Donde estuviere el cuerpo muerto, allí se
juntarán también las águilas”.

 
Mateo
24:42
Marcos 13:33,35-37 Lucas 21:34-36

“Velad
, pues, “Mirad, velad, y orad; porque no “Mirad también por vosotros mismos, que
porqu sabéis cuándo será el tiempo. vuestros corazones no se carguen de
e no Velad, pues, porque no sabéis glotonería y embriaguez y de los afanes de
sabéis cuándo vendrá el señor de la esta vida, y venga de repente sobre vosotros
a qué casa; si al anochecer, o a la aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre
hora medianoche, o al canto del todos los que habitan sobre la faz de toda la
ha de gallo, o a la mañana; para que tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando
venir cuando venga de repente, no os que seáis tenidos por dignos de escapar de
vuestr halle durmiendo. Y lo que digo a todas estas cosas que vendrán, y de estar en
o vosotros, a todos lo digo: Velad”. pie delante del Hijo del Hombre”.
Señor”
.

Todas las representaciones dadas por nuestro Señor de la


catástrofe venidera y sus acontecimientos concomitantes
implican que tomarían a los hombres por sorpresa. Así como el
diluvio vino de repente sobre los antediluvianos, y la tormenta de
fuego y azufre cayó sobre las ciudades de la llanura, así también
la catástrofe final alcanzaría a Jerusalén y a Judea a una hora
inesperada, cuando los negocios y los placeres de la vida
ocupasen las manos y los corazones de los hombres. En Lucas
17, tenemos el registro más completo del discurso de nuestro
Señor sobre este punto. Si el pasaje de Lucas fue traspuesto por
él desde su conexión original, o si nuestro Señor pronunció las
mismas palabras en ocasiones separadas, no es asunto que nos
concierna particularmente aquí. Neander es de opinión que
“Lucas proporciona la conexión natural de estas palabras”, y que
en Mateo “están puestas con muchos otros pasajes similares que
se refieren a la última crisis”.  (11)  Dudamos de esto; pero,
soslayando esta cuestión, una cosa es indudable, a saber, que
tanto Mateo como Lucas describen la misma cosa, el mismo
período, la misma catástrofe. Es sorprendente encontrar a Alford
afirmando, en relación con el pasaje de Lucas: “No hay una sola
palabra en todo esto acerca de la destrucción de Jerusalén”.
Sería más correcto decir: “Cada una de las palabras en este
pasaje habla de la destrucción de Jerusalén”. Obsérvese la nota
de tiempo tan claramente marcada por nuestro Señor: “Pero
primero es necesario que padezca mucho, y sea desechado
por  esta generación” (Lucas 17:25). ¿Cuál otra catástrofe
pertenece al período de esa generación, que podría
correctamente compararse con la destrucción del mundo
antediluviano por medio de un diluvio de aguas, y con la
destrucción de Sodoma y Gomorra por medio de un diluvio de
fuego?

De la certeza y lo repentino de la cercana consumación, nuestro


Señor extrae la lección que impresiona en sus discípulos – la
necesidad de estar vigilantes. Aquí pronuncia por primera vez la
amonestación que desde aquel tiempo nunca dejó de ser la
consigna de sus discípulos a través de la era apostólica: “¡Velad y
orad!” Descubriremos cuán constante y urgentemente dirigían los
apóstoles este llamado a los fieles en sus días, y cómo se repite
constantemente, hasta el último momento en que captamos el
sonido de una voz apostólica. Esta vigilancia era esencial para la
seguridad de los seguidores de Jesús, porque, tan súbita sería la
catástrofe, que alcanzaría a los no preparados y a los
descuidados, como aves que son atrapadas en una red. “Porque
como lazo vendrá sobre todos los que moran en la faz de toda la
tierra (pashj thj ghj) – palabras que sugieren claramente la
naturaleza local del acontecimiento.

En la historia de Josefo, tenemos un notable comentario sobre


este pasaje. Dando cuenta del prodigioso número de los
masacrados durante el sitio de Jerusalén – un millón cien mil –
dice: “De éstos, la mayor parte eran de sangre judía, aunque no
nativos del lugar. Habiéndose congregado desde todas partes del
país para la fiesta de los panes sin levadura, fueron súbitamente
rodeados por la guerra. En esta ocasión,  la nación entera había
sido encerrada, como en una prisión, por el destino; y la guerra
encerró a la ciudad cuando ésta estaba atestada de
gente”. (12) Es imposible concebir una verificación más exacta de
la predicción de nuestro Señor (Lucas 21:35).

En todo esto, observamos la continuación de aquel discurso


personal directo que demuestra que nuestro Señor hablaba a sus
discípulos de aquello que a ellos personalmente les concernía.
No hay el más leve asomo de que hubiese un significado
“subterráneo” en sus palabras, y de que cuando dijo “Jerusalén” y
“esta generación” y “vosotros”, quisiera decir “el mundo” y
“épocas distantes” y “discípulos que todavía no han nacido”.

En este punto, Marcos y Lucas cierran su registro de la profecía


del Monte de los Olivos, y no puede negarse que la terminación
es natural y apropiada. Sin embargo, en el evangelio de Mateo
tenemos una serie de parábolas añadidas al discurso de nuestro
Señor, como las que Él solía emplear para enseñar a la gente.
Nos llama la atención como un poco singular el hecho de que
nuestro Señor hablase a sus discípulos en parábolas,
especialmente en esta ocasión; y no es poco lo que hay que decir
en favor de la opinión de Neander, que “era peculiar que el editor
de nuestro Mateo en griego dispusiese juntos los dichos similares
de Jesús, aunque hubiesen sido pronunciados en diferentes
ocasiones y en diferentes circunstancias. Por lo tanto, no es
necesario que nos asombremos si encontramos imposible trazar
líneas de distinción en este discurso con entera exactitud; ni es
necesario que tal resultado nos lleve a interpretaciones forzadas,
inconsistentes con la verdad, y con el amor de la verdad. Es
mucho más fácil hacer tales distinciones en el relato de Lucas
(cap. 21), aunque esto no carece de dificultades. Al comparar
Mateo con Lucas, sin embargo, podemos trazar el origen de la
mayoría de estas dificultades al hecho de haber mezclado juntas
diferentes porciones, cuando los discursos de Cristo fueron
dispuestos en colecciones”. (13)

Pero, sin discutir esta cuestión, es muy evidente que las


parábolas registradas por Mateo en relación con este discurso,
aunque no hubiesen sido pronunciadas en esta ocasión
particular, están estrictamente relacionadas con el tema; mientras
que, si este es su verdadero lugar en la narración, su relación con
el asunto que nos ocupa es aún más estrecho e íntimo.

Ahora procedemos a considerar las parábolas y los dichos


parabólicos de nuestro Señor, registrados en relación con esta
profecía, principalmente por Mateo.

(h) Los discípulos advertidos de lo súbito de la
Parusía Parábola del mayordomo fiel
Marcos
13:34-37

Mateo 24:43-51

“Es como el
hombre
“Pero sabed esto, que si que,
el padre de familia yéndose
supiese a qué hora el lejos, dejó
ladrón habría de venir, su casa, y
velaría, y no dejaría dio
minar su casa. Por tanto, Lucas 12:39-46
autoridad a
también vosotros estad sus siervos,
preparados; porque el y a cada
Hijo del Hombre vendrá a uno su “Pero sabed esto, que si supiese el padre de
la hora que no pensáis. obra, y alfamilia a qué hora el ladrón había de venir,
¿Quién es, pues, el portero velaría ciertamente, y no dejaría velar su casa.
siervo fiel y prudente, al mandó que Vosotros, pues, también estad preparados,
cual puso su señor sobre velase. porque a la hora que no penséis, el Hijo del
su casa para que les dé Hombre vendrá. Entonces Pedro le dijo: Señor,
el alimento a tiempo? ¿dices esta parábola a nosotros, o también a
Bienaventurado aquel Velad, pues,
todos? Y dijo el Señor: ¿Quién es el
siervo al cual, cuando su porque no
mayordomo fiel y prudente al cual su señor
señor venga, le halle sabéis
pondrá sobre su casa, para que a tiempo les
haciendo así. De cierto cuándo
de su ración? Bienaventurado aquel siervo al
os digo que sobre todos vendrá el
cual, cuando su señor venga, le halle haciendo
sus bienes le pondrá. señor de la
así. En verdad os digo que le pondrá sobre
casa; si al
todos sus bienes. Mas si aquel siervo dijere en
anochecer,
Pero si aquel siervo malo o a la su corazón: Mi señor tarda en venir; y
dijere en su corazón: Mi medianoche comenzare a golpear a los criados y a las
señor tarda en venir; y criadas, y a comer y beber y embriagarse,
, o al canto
comenzare a golpear a vendrá el señor de aquel siervo en día que
del gallo, o
sus consiervos, y aun a a la éste no espera, y  a la hora que no sabe, y le
comer y a beber con los mañana; castigará duramente, y le pondrá con los
borrachos, vendrá el infieles”.
para que
señor de aquel siervo en cuando
día que éste no espera, y venga de
a la hora en que no sabe, repente, no
y lo castigará duramente, os halle
y pondrá su parte con los durmiendo.
hipócritas; allí será el Y lo que a
lloro y el crujir de vosotros
dientes”. digo, a
todos lo
digo:
Velad”.
Se verá que este dicho parabólico de nuestro Señor está
registrado en una relación bastante diferente por Mateo y por
Lucas. La semejanza verbal, sin embargo, es demasiado exacta
para hacer probable que fuese pronunciado en dos ocasiones
diferentes. La más ligera atención satisfará al lector de que el
informe de Lucas es el más completo y circunstancial, y que él le
asigna su verdadera posición cronológica. Esto se ve por el
hecho de que la pregunta de Pedro, registrada sólo por Lucas,
dio lugar a las observaciones concluyentes de nuestro Señor, las
cuales, como las presenta Mateo sin este eslabón, parecen algo
incoherentes y abruptas. Además, apenas podemos suponer que
Pedro, conversando en privado con sólo otros tres discípulos en
compañía del Señor, preguntase: “¿Dices esta palabra a
nosotros, o también a todos?” – una pregunta que era de lo más
natural cuando, como nos lo dice Lucas, Jesús hablaba a sus
discípulos en presencia de una gran multitud. (Lucas 12:1). Es
digno de notarse también que en Marcos 13:34-37, donde
podemos detectar trazas de esta parábola, la pregunta de Pedro
es contestada claramente: “Lo que os digo a vosotros, lo digo a
todos: Velad”, una afirmación que estaría fuera de lugar cuando
nuestro Señor hablaba a cuatro personas, pero bastante
apropiada cuando hablaba a una multitud.

No hay ninguna impropiedad, por lo tanto, en suponer que Mateo,


percibiendo las palabras de Jesús, pronunciadas en otra ocasión,
y que ilustran admirablemente la necesidad de velar en vista de
la venida del Señor, las insertase en este discurso escatológico.
Stier sugiere que Marcos da un breve resumen de Mateo 24:43,
con las dos parábolas del siervo, Mat. 24:45-51 y 24:14, y aún
con un ligero eco de la parábola de las vírgenes.  (14)  No
tenemos más razón para esperar una disposición estrictamente
cronológica en los evangelistas que informes estrictamente al pie
de la letra: ni lo uno ni lo otro entraba en sus planes.
Pero lo que es principalmente importante para nosotros es la
relación de esta parábola, si así se le puede llamar, entre el
mayordomo de la casa que vigila contra el ladrón de medianoche,
y el discurso precedente de nuestro Señor. Nada puede ser más
evidente que esta relación está entrelazada en la trama misma de
ese discurso. No se introduce ningún nuevo tema en el versículo
cuarenta y tres del capítulo veinticuatro de Mateo: ninguna
transición a otra catástrofe, ni otra venida, diferentes de las que
Él había estado hablando desde el principio. No hay ningún hiato,
ninguna interrupción, en la continuidad del discurso; ninguna
indicación de pasar del gran acontecimiento que absorbía los
pensamientos de los discípulos a otro en el muy distante futuro.
Parece increíble que cualquier juicio crítico eligiera a Mateo 24:43
como el comienzo de un nuevo tema de discurso. Y sin embargo,
esto es lo que hace el Dr. Ed. Robinson, que dice: “Aquí nuestro
Señor hace una transición, y procede a hablar de su venida final
en el día del juicio. Esto se ve por el hecho de que la materia de
estas secciones es añadida por Mateo después de que Marcos y
Lucas han concluido sus informes paralelos relativos a la
catástrofe judía; y aquí Mateo comienza, con el vers. 43, el
discurso que Lucas ha presentado en otra ocasión, Lucas 12:39,
etc.” (15) Pero no hay la más leve sombra de ninguna transición.
El instrumento más fino no consigue trazar ninguna línea divisoria
entre las partes del discurso, y asignar una porción al juicio de la
nación judía y otra al juicio de la raza humana. No hay transición,
sino continuación, en el ver. 43. Nada puede ser más consecutivo
y concatenado. “Velad, pues”, les dice nuestro Señor a los
discípulos en el ver. 42, “porque no sabéis a qué hora ha de venir
vuestro Señor”. “Por tanto, también vosotros estad preparados”,
les dice en el ver. 44, “porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora
que no pensáis”. La sugerencia de que un nuevo tema, que se
refiere a un suceso totalmente diferente, en una época muy
distante en el tiempo, se introduce aquí, es completamente
arbitraria y sin fundamento.

Notas:

1. Jos. Antiq. bk. xx.x.xiii, § 5, 6.


2. Conybeare and Howson, Life and Epist. of St. Paul, c. iv.
3. Jos. Antiq. bk. xviii. c. v, § 3.
4. Traill´s Jos. Jewish War, pref. ~ 4.
5. Traill’s Jos. Jewish War, bk. vi. c.v. § 3.
6. Traill´s Jos. Jewish War, bk. vi. c.v. § 2.
7. Véase Alford Gr. Test, Matt. xxiv.29.
8. Angus’ Bible Handbook, p. 20, p. 20, § i.
9. Los fenómenos descritos por nuestro Señor como que
acompañan la Parusía (ver. 29) no pueden explicarse con
los portentos y prodigios que, según Josefo, precedieron la
toma de Jerusalén (Jewish War, bk. vi.c.v. § 3). Que por lo
menos algunos de esos portentos aparecieron realmente allí
no parece haber razón para dudarlo, y sirven para verificar
la predicción de Lucas 21:11: “Habrá terror y grandes
señales en el cielo”.
10. La nota en la obra de Robinson “Armonía de los Cuatro
Evangelios”, parte vii, § 128, es excelente. “Esta
generación”, etc. Estas palabras (genea) no pueden
entenderse (como algunos han explicado) como que se
refieren a la nación judía o a la raza humana. El significado
es que no todos los hombres de aquella época morirían
(Véase Mat. 16:28, en el párr. 74) antes de que la profecía
se cumpliera, lo cual comenzó a ocurrir treinta y siete años
después de que se pronunció, en la destrucción de
Jerusalén”, etc.
11. Life of Christ. c. xii, § 214, nota.
12. Traill´s Josephus, Jewish War, b. -vi. ch. ix, §§ 3, 4.
13. Life of Christ, § 254, Nota.
14. Reden Jesu, vol. iii, p. 304.
15. Harmony of the Four Gospels, § 129.
 

Parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas

Mateo 25:1-13. Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que
tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran prudentes y
cinco insensatas. Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite;
mas las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, juntamente con sus lámparas. Y
tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron. Y a la medianoche se oyó un
clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! Entonces todas aquellas vírgenes se
levantaron, y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes:
Dadnos de vuestro aceite; porque nuestras lámparas se apagan. Mas las prudentes
respondieron diciendo: Para que no nos falte también a nosotros y a vosotras, id más
bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas. Pero mientras ellas iban a
comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y
se cerró la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo: ¡Señor,
señor, ábrenos! Más él, respondiendo, dijo: De cierto os digo que no os conozco.
Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir”.

Casi todos los expositores suponen que ahora Jerusalén e Israel


desaparecen enteramente de la escena, y que nuestro Señor se
refiere exclusivamente a la consumación final de todas las cosas
y al juicio de la raza humana. Esta supuesta transición se le
facilita al lector de habla inglesa por medio de un nuevo capítulo
que comienza en este punto.

Pero, ¿ha abandonado realmente nuestro Señor el tema con el


cual Él y sus discípulos han estado ocupados hasta ahora? ¿Ha
pasado del tiempo cercano e inminente a una lejana y distante,
separada de su propio tiempo por cientos y miles de años? Si
fuese así, seguramente podríamos esperar alguna indicación
muy clara del cambio de tema. Pero no hay absolutamente
ninguna. Por el contrario, la suposición de que un nuevo tema es
introducido por esta parábola queda completamente impedida por
los términos expresos con los cuales la parábola comienza y
termina. Comienza con una nota de tiempo muy explícita:
“Tote”, entonces, en aquel tiempo. No hay absolutamente ningún
hiato entre el final del capítulo 24 y el comienzo del capítulo 25.
El eslabón “entonces” lleva adelante el discurso, y entreteje en él
una estrecha conexión con relación al tema, el tiempo, y las
personas a las cuales se dirigió. Esto queda confirmado, además,
por el hecho de que la  moraleja  de la parábola de las diez
vírgenes es precisamente la misma que la del señor de la casa
en el capítulo anterior, es decir, la necesidad de vigilar. Las
palabras finales: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la
hora”, tan evidentemente dirigidas a los discípulos, son las
mismas que nuestro Señor ya ha pronunciado en el capítulo
24:42; de modo que en ambos pasajes debe ser al mismo
suceso.

No entra en nuestros propósitos hacer una exposición detallada


de esta parábola. Hay teólogos que encuentran un misterio en
cada palabra; en el número diez, en la virginidad, en las
lámparas, en el aceite, etc. (Véase Lange in loc.) Como observa
Calvino sarcásticamente: “Multum se torquent quidam, in lucernis,
in vasis, in oleo”. Baste notar aquí la gran lección de la parábola.
Es la necesidad de estar preparados constantemente y estar
vigilantes, esperando el súbito y pronto regreso del Hijo del
hombre. El no estar vigilantes y no estar preparados conllevaría
al castigo que recayó sobre las vírgenes insensatas, es decir, la
exclusión de la cena de bodas del Cordero.

Encontramos, pues, en esta parábola una conexión orgánica con


todo el discurso anterior de nuestro Señor. Todavía es el gran
tema del cual está hablando – la consumación que habría de
tener lugar dentro de los límites de la generación que existía – y
en relación con la cual los discípulos expresaban una ansiedad
tan natural.
 La Parusía, un tiempo de juicio

Parábola de los talentos

Mateo 25:14-30: Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos,
llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a
otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos. Y el que había
recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo
el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue
y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el
señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido
cinco talentos, trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste;
aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Y su señor le dijo: Bien, buen
siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu
señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos
me entregaste; aquí tienes, he ganado dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien,
buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel; sobre mucho te pondré; entra en el gozo de
tu señor. Pero llegando también el que había recibido un talento, dijo: Señor, te
conocía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y recoges donde no
esparciste; por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento en la tierra; aquí tienes lo
que es tuyo. Respondiendo su señor, le dijo: Siervo malo y negligente, sabías que
siego donde no sembré,  y que recojo donde no esparcí. Por tanto, debías haber dado
mi dinero a los banqueros, y al venir yo, hubiera recibido lo que es mío con los
intereses. Quitadle, pues, el talento, y dadlo al que tiene diez talentos. Porque al que
tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y
al siervo inútil echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”.

En esta parábola encontramos una evidente continuación del


mismo tema, aunque presentado en un aspecto algo diferente. La
moraleja de la parábola precedente era vigilancia; la de la ésta es
diligencia. Difícilmente puede decirse que en esta parábola se ha
introducido  un nuevo elemento, porque la representación de la
venida de Cristo como un tiempo de juicio corre a través de todo
el discurso profético de nuestro Señor. Es este hecho lo que da
propósito y urgencia al llamado, a menudo reiterado, a ser
vigilantes. No sólo habría de ser un tiempo de juicio para
Jerusalén e Israel, sino hasta para los discípulos mismos de
Cristo. También ellos tenían que “estar de pie delante del Hijo del
hombre”. Había peligro de que “aquel día” viniera sobre ellos sin
que estuvieran preparados y estando descuidados. Esta
asociación de juicio con la Parusía aparece en la parábola del
señor de la casa, y todavía más en la de los siervos buenos y
malos. Queda expresada aún más vívidamente en la parábola de
las vírgenes prudentes y las vírgenes insensatas, y tiene todavía
mayor prominencia en la parábola de los talentos; pero alcanza el
clímax en la parábola final, si puede decirse, de las ovejas y los
carneros.

No es necesario entrar en los detalles de la parábola de los


talentos. Sus principales características son sencillas y obvias.
Contiene una solemne amonestación para que los siervos de
Cristo sean fieles y diligentes en ausencia de su Señor. La
parábola apunta a un día en que Él regresaría y haría cuentas
con ellos. Establece la abundante recompensa de los buenos y
los fieles, y el castigo del siervo infiel.

Sin embargo, el punto que nos concierne principalmente en esta


investigación es la relación de esta parábola con el discurso
precedente. ¿Qué puede ser más claro que la íntima conexión
entre la una y la otra? La partícula conectiva “porque” en el
versículo 14 marca claramente la continuación del discurso. El
tema es el mismo, el tiempo es el mismo, la catástrofe es la
misma. Hasta este punto, pues, no encontramos ninguna
interrupción, ningún cambio, ninguna introducción a un tema
diferente; todo es continuo, homogéneo, uno. Ni por un momento
se ha desviado el discurso del gran tema que todo lo absorbe, la
cercana condenación de la ciudad culpable, con los solemnes
acontecimientos que la acompañan, todo lo cual debe tener lugar
dentro del período de aquella generación, y todo lo cual
presenciarían los discípulos, o algunos de ellos.
La Parusía, un tiempo de juicio

Parábola de las ovejas y los cabritos

Mateo 25:31-46 – “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos
ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de
él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las
ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.

“Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el


reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y
me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;
estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a
mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento,
y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te
recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y
vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.

“Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de
comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve
desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en cárcel, y no me visitasteis. Entonces
también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento,
forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? Entonces les
responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos
más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. E irán éstos al castigo eterno, y los justos a
la vida eterna”.

Hasta este punto, hemos encontrado que el discurso de Jesús


sobre el Monte de los Olivos es una profecía conectada y
continua, que se refiere únicamente a la gran catástrofe que se
cernía sobre la nación judía, y que habría de tener lugar, según la
predicción de nuestro Señor, antes de que pasara la generación
que existía. Ahora, sin embargo, encontramos un pasaje que, en
opinión de casi todos los comentaristas, no puede entenderse
como que se refiere a Jerusalén o Israel, sino a toda la raza
humana y a la consumación de todas las cosas. Si
el  consenso  de los expositores puede establecer una
interpretación, sin duda este pasaje debe ser considerado como
que se aparta por completo del tema de las preguntas de los
discípulos, y describe la última escena de todas en la historia del
mundo.

Puede admitirse libremente que esta parábola, o descripción


parabólica, tiene muchos puntos de diferencia con la porción
precedente del discurso de nuestro Señor. Parece estar separada
y ser distinta del resto, sin los enlaces que hemos encontrado en
otras secciones. Aún más, parece tener un alcance mayor que
Jerusalén e Israel; parece el juicio, no de una nación, sino de
todas las naciones; no de una ciudad o un país, sino del mundo;
no una crisis pasajera, sino la consumación final.

Es, pues, con un profundo sentido de la dificultad de la tarea que


nos atrevemos a impugnar la interpretación de tantos hombres
sabios y buenos, y argumentar que el pasaje, no sólo es parte
integral de la profecía, sino que pertenece por entero al tema del
discurso de nuestro Señor, el juicio de Israel y el fin de la era
[judía].

1. Esta parábola, aunque en nuestra versión inglesa está


separada y desconectada del contexto, está en realidad
conectada con un enlace muy suficiente con lo que aparece
antes. Este es un vocablo padre en griego, donde encontramos la
partícula (griego), cuya fuerza reside en indicar transición y
conexión — transición hacia una nueva ilustración, y conexión
con el contexto anterior. Alford, en su Nuevo Testamento
revisado, conserva la partícula de continuidad: “Pero el Hijo del
hombre habrá venido en su gloria”, etc. Con igual propiedad,
podría haber sido traducida — “Y cuando”, etc.

2. Esta “venida del Hijo del hombre” ya ha sido predicha por


nuestro Señor (Mat. 24:30 y pasajes paralelos), y el tiempo
expresamente definido, siendo incluido en la abarcan te
declaración: “De cierto os digo: No pasará esta generación, sin
que todo esto acontezca” (Mat. 24:34).

3. Merece observarse en particular que la descripción de la


venida del Hijo del hombre en su gloria, que se hace en esta
parábola, se ajusta en todos los puntos a la de Mat. 16:27,28, de
la cual se afirma expresamente que sería presenciada por
algunos que estaban presentes en el momento en que la
predicción se hizo.

Puede ser bueno comparar las dos descripciones.

Mat.16:27,28

Mat. 25:31-33
“Porque el Hijo del Hombre vendrá en
la gloria de su Padre con sus ángeles,
y entonces pagará a cada uno según “Cuando el Hijo del Hombre venga en su
sus obras. gloria, y todos los santos ángeles con él,
entonces se sentará en su trono de gloria, y
“De cierto os digo que hay algunos de serán reunidas delante de él todas las
los que están aquí, que no gustarán la naciones”, etc.
muerte, hasta que hayan visto al Hijo
del Hombre viniendo en su reino”.

Aquí el lector notará que:


a) En ambos pasajes, el tema al que se refieren es el mismo, es
decir, la venida del Hijo del hombre – la Parusía.

b) En ambos pasajes, Él es descrito como viniendo en gloria.

c) En ambos, es acompañado por los santos ángeles.

d) En ambos, viene como  Rey. “Viniendo  en su reino”. “Se


sentará en su trono. Entonces el Rey“, etc.

e) En ambos, viene para juicio.

f) En ambos, el juicio es representado como universal en


cierto  sentido. “Dará a  cada uno” “Delante serán reunidas  todas
las naciones“.

g) En Mateo 16:28, se afirma expresamente que esta venida en


gloria, etc., habría de tener lugar  durante la vida  de algunos de
los que estaban allí presentes. Esto fija la ocurrencia de la
Parusía dentro de los límites de una vida humana, estando así en
perfecto acuerdo con el período definido por nuestro Señor en su
discurso profético. “No pasará esta generación”, etc.

Nos sentimos plenamente autorizados, pues, para considerar la


venida del Hijo del hombre de Mat. 25 como idéntica a aquella a
la que se hace referencia en Mat. 16, que algunos discípulos
habrían de vivir para presenciar.

Así, pues, a pesar de las palabras “todas las naciones” de Mat.


25:32,  llegamos a la conclusión de que de lo que se habla aquí
no es “la consumación final de todas las cosas”, sino del juicio de
Israel al final de la era judía, o del eón judío.
4. Pero todavía se objetará que queda una formidable dificultad
en la expresión “todas las naciones”. Sin embargo, la dificultad es
más aparente que real; porque

1) No es nada raro encontrar en las Escrituras proposiciones


universales que deben entenderse en un sentido limitado o
restringido.

Hay un ejemplo de esto en este mismo discurso de nuestro


Señor. En Mat. 24:22, hablando de la “gran tribulación”, Él dice:
“Y si aquellos días no fuesen acortados,  nadie  sería salvo”.
Ahora, es evidente que esta “gran tribulación” estaba limitada a
Jerusalén, o, en todo caso, a Judea, y sin embargo, tenemos una
expresión usada en relación con los habitantes de una ciudad o
país, que es lo bastante amplia para incluir a la raza humana
entera, en el sentido en que Lange y Alford en realidad la
entienden.

2) Hay gran probabilidad en la opinión de que la frase “todas las


naciones” equivale a “todas las tribus de la tierra” (Mat. 24:30).
No hay ninguna impropiedad en designar a
las  tribus  como  naciones. La promesa de Dios a Abraham era
que sería padre de muchas naciones (Gen. 17:5; Rom. 4:17, 18).

En el tiempo de nuestro Señor, era usual hablar de los habitantes


de Palestina como que comprendían varias naciones. Josefo
habla de “la nación de los samaritanos”, “la nación de los
bataneos”, “la nación de los galileos” – usando la misma palabra
(etnoj) que encontramos en el pasaje que estamos considerando.
Judea era una nación distinta, a menudo con su propio rey; lo
mismo ocurría con Samaria, Idumea, Galilea, Perea, Batanea,
Traconitis, Iturea, Abilene — todas las cuales, en diferentes
épocas, tuvieron príncipes con el título de  Etnarca, un nombre
que significa gobernante de una nación. No es, pues, violentar el
lenguaje entender (pa,nta ta.e;nh) en el sentido de que se refiere
a “todas las naciones” de Palestina, o “todas las tribus de la
tierra”.

Esta posición recibe fuerte confirmación del hecho de que la


misma frase en la comisión apostólica (Mat. 28:19): “Id y haced
discípulos a todas las naciones” no parece haber sido entendida
por los discípulos en el sentido de que se refería a la población
entera del globo, o a alguna nación más allá de Palestina. Se
supone comúnmente que los apóstoles sabían que habían
recibido la tarea de evangelizar al mundo. Si efectivamente lo
sabían, eran culpables de haber descuidado el ocuparse de ello.
Pero puede suponerse que las palabras de nuestro Señor no
transmitieron ninguna idea como ésta a sus mentes. El erudito
profesor Burton observa: “No fue sino hasta 14 años después de
la ascensión de nuestro Señor cuando Pablo viajó por primera
vez, y predicó el evangelio a los gentiles. Y no hay ninguna
evidencia de que, durante ese período, los otros apóstoles
traspasaron los límites de Judea”. (1)

El hecho parece ser que el lenguaje de la comisión apostólica no


llevó a las mentes de los apóstoles ninguna idea ecuménica de
esta clase. Nada les dejó más atónitos que el descubrimiento de
que “también a los gentiles había dado Dios arrepentimiento para
vida” (Hechos 11:18). Cuando Pedro fue acusado de “reunirse
con incircuncisos y comer con ellos”, no parece que él defendiese
su conducta apelando a los términos de la comisión apostólica. Si
la frase “todas las naciones” hubiese sido entendida por los
discípulos en su sentido literal y más abarcante, es difícil
imaginar cómo habrían dejado de reconocer una vez el carácter
universal del evangelio y su comisión de predicarlo a judíos y
gentiles por igual. Se necesitó una clara revelación del cielo para
vencer los prejuicios judíos de los apóstoles, y darles a conocer
el misterio de “que los gentiles son coherederos y miembros del
mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por
medio del evangelio” (Efesios 3:6).

En vista de estas consideraciones, tenemos por razonable y


justificable dar a la frase “todas las naciones” un significado
restringido, y limitarla a las naciones de Palestina. En este
sentido, la frase armoniza bien con las palabras de nuestro
Señor: “No acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel,
antes de que venga el Hijo del Hombre” (Mat. 10:23).

5. Una vez más, a la peculiar prueba de carácter aplicada por el


juez en esta descripción parabólica se opone fuertemente la idea
de que esta escena representa el juicio final de la raza humana
entera. Se observará que el destino de los justos y los impíos se
hace girar alrededor del tratamiento que respectivamente
ofrecieron a los sufrientes discípulos de Cristo. Todas las
cualidades morales, toda conducta virtuosa, toda fe verdadera,
quedan aparentemente fuera de las cuentas, y sólo se toman en
cuenta los actos de caridad y beneficencia hacia los angustiados
discípulos. No es de sorprenderse que esta circunstancia haya
causado gran perplejidad tanto a teólogos como a lectores en
general. ¿Es ésta la doctrina de Pablo? ¿Es ésta la base para la
justificación delante de Dios que se establece en el Nuevo
Testamento? ¿Debemos llegar a la conclusión de que el destino
eterno de la raza humana, desde Adán hasta el último hombre,
dependerá finalmente de su caridad y su simpatía hacia los
perseguidos y sufrientes discípulos de Cristo?

La dificultad es seria, en la suposición de aquí tenemos una


descripción del “juicio general en el día final”, y no debería ser
pasada por alto, como comúnmente lo es. ¿Cómo podrían las
naciones que existieron antes del tiempo de Cristo ser
enjuiciadas por este modelo? ¿Cómo podrían las naciones que
nunca oyeron hablar de Cristo, o las que florecieron en las
épocas en que el cristianismo era próspero y poderoso, ser
enjuiciadas por este modelo? Es manifiestamente inapropiado e
inaplicable. Pero la dificultad se resuelve fácil y completamente si
consideramos esta transacción judicial como el juicio de Israel al
final de la era judía. Es el rechazado Rey de Israel el que es el
juez: es la generación hostil e incrédula, la última y la peor de la
nación, a la que se hace comparecer ante Su tribunal. El
tratamiento que les dieron a los discípulos, especialmente a los
apóstoles, podría, apropiada y justamente, ser el criterio de
carácter para “discernir entre los justos y los impíos”. Una prueba
como ésta sería muy apropiada en una época en que el
cristianismo fue una fe perseguida, y es evidente que esto se
supone por los términos mismos de las palabras del Rey: “Tuve
hambre y sed, fui extranjero, estuve desnudo, enfermo, y en
prisión”. Las personas designadas como “estos mis hermanos“, y
que son tomados como representantes de Cristo mismo, son
evidentemente los apóstoles de nuestro Señor, en los cuales tuvo
hambre y sed, estuvo desnudo, enfermo y en prisión. Todo esto
está en perfecta armonía con las palabras de Cristo a sus
discípulos, cuando les envió a predicar: “El que a vosotros recibe,
a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.
El que recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de
profeta recibirá; y el que recibe a un justo por cuanto es justo,
recompensa de justo recibirá. Y cualquiera que dé a uno de estos
pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es
discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa” (Mat.
10:40-42).

Llegamos, pues, a la conclusión,  la única que  en todos los


respectos se ajusta al tenor del discurso entero, de que aquí
tenemos, no el juicio final de la raza humana entera, sino el de la
nación culpable o las naciones culpables de Palestina, que
rechazaron a su Rey y menospreciaron y mataron a sus
mensajeros (Mat. 22:1-14), y cuyo día de condena estaba ahora
a las puertas.

Siendo esto así, se ve que la profecía entera del Monte de los


Olivos es un todo homogéneo y conectado: “simplex duntaxat et
unum”. Ya no es una mezcla confusa e ininteligible, que frustra
toda interpretación, que parece hablar con dos voces, y que
señala en diferentes direcciones al mismo tiempo. Es una
representación clara, consecutiva, e históricamente correcta del
juicio de la nación teocrática al final de la era judía o del período
judío. La teoría de interpretación que considera este discurso
como típico del juicio final de la raza humana, y de una catástrofe
mundial que acompaña este suceso, en realidad no encuentra
ningún apoyo en la predicción misma, al tiempo que conlleva
inextricable perplejidad y confusión. Si, por una parte, pudiera
demostrarse que la profecía, como un todo, es aplicable
igualmente en cada una de sus partes a dos acontecimientos
diferentes y ampliamente separados; o, por la otra, que en cierto
punto se separa de un tema, y trata del otro, entonces el doble
sentido, o la referencia doble, se sostendría sobre alguna base
inteligible. Pero no encontramos ninguna línea divisoria en la
profecía entre lo cercano y lo remoto, y todos los intentos de
trazar dicha línea son insatisfactorios y arbitrarios hasta el
extremo. Aún más insostenible es la hipótesis de un doble
significado que corre a través del todo; una hipótesis que supone
una “facultad verificadora” en el expositor o en el lector, y da  un
poder de discreción tan grande al crítico ingenioso que parece
completamente incompatible con la reverencia debida a la
Palabra de Dios.

La perplejidad que la teoría del doble sentido involucra es puesta


bajo una fuerte luz por la confesión de Dean Alford, quien, al final
de sus comentarios sobre esta profecía, expresa honestamente
su insatisfacción con los puntos de vista que había propuesto.
“Creo que es correcto”, dice, “expresar en esta tercera edición
que, habiendo entrado en un estudio más profundo de las
porciones proféticas del Nuevo Testamento, no siento en modo
alguno la plena confianza que una vez tuve en la
exégesis,  quoad  interpretación profética, que aquí se da de las
tres porciones de este capítulo 25. Pero no tengo ningún otro
sistema con el cual reemplazarla, y algunos de los puntos
tratados aquí me parecen tan de peso como siempre. Me
pregunto mucho si el estudio exhaustivo de la profecía de la
Escritura me volverá más y más desconfiado de toda
sistematización humana, y menos dispuesto a correr el riesgo de
hacer un fuerte aserto sobre cualquier porción del tema”. (Julio de
1855). En la cuarta edición, Alford añade: “Aprobado, Octubre de
1858)”. Esta es una sinceridad altamente honorable para el
crítico, pero sugiere esta reflexión: Si, con toda la luz y la
experiencia de dieciocho siglos, la profecía del Monte de los
Olivos todavía continúa siendo un enigma sin resolver, ¿cómo
podría haber sido inteligible para los discípulos, que la
escucharon ansiosamente de los labios del Maestro? ¿Podemos
suponer que, en ese momento, él les hablaría en acertijos
ininteligibles? ¿Que cuando le pidieran pan les daría una piedra?
Imposible. No hay razón para creer que los discípulos eran
incapaces de comprender las palabras de Jesús, y, si estas
palabras han sido malinterpretadas en tiempos posteriores, es
porque un método de interpretación falso y antinatural ha
oscurecido y desfigurado lo que en sí mismo es bastante
luminoso y simple. Es cosa de sorprenderse que los expositores
hayan demostrado tal indiferencia hacia las expresas limitaciones
de tiempo establecidas por nuestro Señor; que se les haya dado
significados forzados y antinaturales a palabras como ai,w
n genea.ente,j, etc.; que se hayan trazado líneas divisorias en el
discurso donde no existe ninguna – y en general, que se haya
sometido a la profecía a un tratamiento que no sería tolerado en
la crítica de ningún clásico griego o latino. Permítase solamente
que el lenguaje de la Escritura sea tratado con justicia común, e
interpretado por los principios de la gramática y el sentido común,
y quedará eliminada gran parte de la oscuridad y de los
malentendidos, y saldrá a la luz la forma y la substancia mismas
de la verdad. (2).

Antes de pasar adelante de esta profecía profundamente


interesante, puede ser apropiado referirnos al cumplimiento
maravillosamente minucioso que recibió, según un testigo
irreprochable, el historiador judío Josefo. Es un hecho de singular
interés e importancia que se conservara para la posteridad un
registro completo y auténtico de los tiempos y las transacciones a
las que se hace referencia en la profecía de nuestro Señor; y que
este registro fuera de la pluma de un estadista, soldado,
sacerdote, y hombre de letras judío, que no sólo tiene acceso a
las mejores fuentes de información, sino que él mismo es testigo
presencial de muchos de los acontecimientos que relata. Da peso
adicional a este testimonio el hecho de que no procede de un
cristiano, que podría haber sido sospechoso de partidismo, sino
de un judío, que era indiferente, si no hostil, a la causa de Jesús.

Tan llamativa es la coincidencia entre la profecía y la historia, que


la antigua objeción de Porfirio contra el libro de Daniel, de que
debe haber sido escrito después del acontecimiento, podría
refutarse plausiblemente, si hubiese el más ligero pretexto para
tal insinuación.

Aunque el pueblo judío siempre se sintió intranquilo y molesto


bajo el yugo de Roma, no había síntomas urgentes de desafecto
en el tiempo en que nuestro Señor hizo esta profecía de la
cercana destrucción del templo, la ciudad, y la nación. Las clases
más altas abundaban en manifestaciones de lealtad al gobierno
imperial. “¡No tenemos más rey que César!”, exclamaron. Era
política de Roma conceder a las provincias subyugadas el libre
ejercicio de su propia religión. No había, pues, ninguna razón
aparente para que el nuevo y espléndido templo de Jerusalén no
permaneciera en pie por siglos, y para que Judea no disfrutara de
mayor tranquilidad y prosperidad bajo la égida de César que la
que había conocido bajo los príncipes nativos. Pero, antes de que
hubiese pasado por completo la generación que rechazó y
crucificó al Hijo de David, la nacionalidad judía fue extinguida:
Jerusalén se convirtió en desolación; “la casa santa y hermosa”
sobre el monte de Sion fue arrasada hasta el suelo; y el pueblo
infeliz, que no conoció el tiempo de su visitación, fue abrumado
por calamidades sin paralelo en los anales del mundo.

Todo esto es innegable; pero sería demasiado esperar que esto


fuese considerado como cumplimiento adecuado de las palabras
de nuestro Salvador por muchos a los cuales el prejuicio o las
interpretaciones tradicionales les han enseñado a ver más en la
profecía de lo que jamás incluyó la inspiración. El lenguaje, se
dice, es demasiado magnífico, las transacciones demasiado
estupendas para ser satisfechas por un suceso tan inadecuado
como el juicio de Israel y la destrucción de Jerusalén. Ya hemos
tratado se señalar el verdadero significado y la verdadera
grandeza de ese acontecimiento. Pero la única respuesta
suficiente a todas esas objeciones es la expresa declaración de
nuestro Señor, que cubre el ámbito entero de este discurso
profético. “De cierto os digo, que no pasará esta generación sin
que todo esto acontezca”. Sin duda, hay algunas porciones de
esta predicción que pueden ser verificadas por el testimonio
humano. ¿Espera alguien que Tácito, Suetonio, o Josefo, o
cualquier otro historiador, relate que “el Hijo del hombre fue visto
viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria; que Él
convocó a las naciones a este tribunal, y recompensó a cada uno
según sus obras”? Hay una región en la cual no pueden entrar
los testigos y los reporteros; carne y sangre no pueden
contemplar los misterios de lo espiritual o lo inmaterial. Pero hay
también una gran porción de la profecía que puede ser verificada,
y que puede ser ampliamente verificada. Hasta un atacante del
cristianismo, que impugna el conocimiento sobrenatural de Cristo,
se ve obligado a admitir que “la porción relativa a la destrucción
de la ciudad es singularmente definida, y corresponde muy de
cerca al acontecimiento verdadero”.  (4)  El puntual cumplimiento
de la parte de la profecía que entra en el campo de la
observación humana garantiza la verdad del resto, que no cae
dentro de esa esfera. En la secuela de esta discusión,
descubriremos que los sucesos que ahora parecen increíbles a
muchos eran la  confiada expectación y la esperanza de la era
apostólica, y que los primeros cristianos estaban plenamente
persuadidos de su realidad y su cercanía. Quedamos, pues, en
este dilema: O las palabras de Jesús han fallado, y las
esperanzas de sus discípulos han sido falsificadas, o de lo
contrario esas palabras y esas esperanzas se han cumplido, y la
profecía se ha cumplido plenamente en todas sus partes. Una
cosa es cierta. La veracidad de nuestro Señor queda
comprometida con la afirmación de que la totalidad y cada una de
las partes de los acontecimientos contenidos en esta profecía
habrían de tener lugar antes del fin de la generación existente. Si
algún lenguaje puede reclamar para sí el ser preciso y definido,
es el que nuestro Señor emplea para marcar los límites del
tiempo dentro del cual se cumplirían sus palabras. Nuestro Señor
guarda silencio sobre cualesquiera otras catástrofes, de otras
naciones, en otras épocas, que pueda haber en el futuro. Él habla
de su propia nación culpable, y de su venida judicial al final de la
era, como habían predicho a menudo y claramente Malaquías,
Juan el Bautista, y Jesús mismo. (5) De esto sus palabras han de
ser tenidas por responsables; más allá de esto es mera
especulación humana, las hipótesis de los teólogos, sin ninguna
base segura en la Escritura.
Hemos, pues, tratado de rescatar esta gran profecía del método
impreciso y nada crítico de interpretación por medio del cual ha
sido tan oscurecida y embrollada; así que dejemos que nos
transmita a nosotros el mismo significado distinto y claro que
transmitió a los discípulos. Reverencia hacia la Palabra de Dios, y
la debida consideración por los principios de interpretación, nos
prohíben imponer construcciones no naturales y dobles sentidos,
que en efecto “añadirían a las palabras de esta profecía”. No nos
atrevemos a jugar irresponsablemente con las expresas y
precisas afirmaciones de Cristo. No encontramos sino una
Parusía; un fin de la era; una catástrofe inminente; un  terminus
ad quem – “esta generación”. Protestamos contra la exégesis que
manipula la Palabra de Dios tan libremente que se recomienda a
sí misma a los ojos de muchos. “El Señor”, se dice, “siempre está
viniendo a los que esperan su aparición. Vemos su venida a gran
escala en cada crisis de la gran historia humana. En
revoluciones, en reformas, y en las crisis de nuestra historia
individual. Para cada uno de nosotros, hay un advenimiento del
Señor, tan a menudo como se nos presentan nuevos y mayores
aspectos de la verdad, o somos llamados a entrar en deberes
nuevos y quizás más laboriosos y emocionantes”.  (6)  De esta
manera, podría ser más difícil decir lo que no es una “venida del
Señor”. Pero, al convertirla en cualquier cosa y en todas las
cosas, la convertimos en nada. Está vacía de toda precisión y
realidad. No hay razón para que la encarnación, la crucifixión, y la
resurrección no puedan, de manera similar, llegar a ser
transacciones comunes y diarias, así como la Parusía. Una cosa
es decir que los principios del gobierno divino son eternos e
inmutables, y que, por lo tanto, lo que Dios hace a un pueblo, o a
una época, hará en circunstancias similares a otras naciones y a
otras épocas; otra cosa es decir que esta profecía tiene dos
significados: uno para Jerusalén e Israel, y otro para el mundo y
la consumación final de todas las cosas. Sostenemos, con
Neander, que “las palabras de Cristo, como sus obras, contienen
en sí mismas el germen de un desarrollo infinito, reservado para
que lo revelen las edades futuras”. (7) Pero esto no implica que la
profecía es cualquier cosa que pueda concebir una fantasía
ingeniosa, o que tenga sentidos ocultos o ulteriores que
subyacen el significado aparente y natural del lenguaje. El deber
del intérprete y estudiante de la Escritura es, no intentar lo que la
Escritura pueda hacérsele decir, sino someter su comprensión de
“los verdaderos dichos de Dios”, que son por lo general tan
sencillos como profundos. (8)

Notas:

1. Bampton Lecture, del Profesor Burton, p. 20.


2. El siguiente extracto ha sido tomado de un excelente
artículo en el primer tomo de la Biblioteca Sacra (1843), por
el Dr. E. Robinson, titulado “La Venida de Cristo”. Hasta el
ver. 42 del cap. 24 de Mateo, el Dr. Robinson sostiene la
exclusiva referencia de la predicción a Jerusalén, y por esta
razón menciona las interpretaciones que se refieren a ella
como el “fin del mundo:”
“Ahora surge la pregunta de si, bajo estas limitaciones de tiempo,
es posible una referencia del lenguaje de nuestro Señor al día del
juicio y al fin del mundo en nuestro sentido de estos términos. Los
que sostienen este punto de vista intentan de varias maneras
deshacerse de las dificultades que surgen de estas limitaciones.
Algunos asignan a (e.nqe,nj) el significado de súbitamente, como
lo emplea la Sepuaginta en Job ver. 3 para el hebreo. Pero, aún
en este pasaje, el propósito del escritor es simplemente marcar
una secuencia inmediata – indicar que otro suceso más
consecuente ocurre en seguida. Ni se ganaría nada aunque se
pudiera disponer de la palabra (nqe,wj), con tal de que
permaneciera la subsiguiente limitación a “esta generación”. Y en
esto también otros han tratado de referir genea a la raza de los
judíos, o a los discípulos de Cristo, no sólo sin el más ligero
fundamento, sino contrariamente a todo uso y a toda analogía.
Todos estos intentos de aplicar la fuerza al significado del
lenguaje son en vano, y ahora han sido abandonados por la
mayoría de los comentaristas de nota”.

Después de una exposición tan luminosa, es decepcionante


descubrir que el Dr. Robinson deja de llevar consistentemente
hasta el fin los principios con los cuales comenzó. Desconcertado
por la conclusión anticipada de que “el juicio final” y “el fin del
mundo” se encuentran en alguna parte de la profecía, e incapaz
de ver dónde termina el tema de Jerusalén y dónde comienza el
otro y mayor tema de la catástrofe mundial, adopta el siguiente
método. Comenzando con la suposición de que la parábola de
las ovejas y los cabritos tiene que describir el último evento,
tantea su camino hacia atrás hasta la parábola anterior, la de los
talentos, en la cual encuentra el mismo tema, la doctrina de la
retribución final. Yendo aún más atrás, a la parábola de las diez
vírgenes, descubre que el objeto de esa parábola es inculcar la
misma verdad importante. Llega a la conclusión de que el
capítulo veinticinco de Mateo debe, por lo tanto, referirse por
entero a las transacciones del último gran día.

“Pero”, continúa, “la última parte del cap. 24, es decir, desde el
ver. 43 hasta el 51, está íntimamente conectada con la parábola
inicial del cap. 25”, que parece proporcionar suficiente base para
considerar que este pasaje también se refiere al juicio futuro. En
el ver. 43 de Mat. 24, por lo tanto, el Dr. Robinson cree que
nuestro Señor abandona por completo el tema de Jerusalén y
entra en un tema nuevo, el juicio del mundo.

En seguida es evidente que la totalidad de su razonamiento


queda viciado por la falsa premisa con la cual comienza, o sea, la
suposición de que la parábola de las ovejas y los cabritos se
refiere al juicio de la raza humana. Ya hemos demostrado que no
hay ningún nuevo comienzo en Mat. 24:48.

4. Contemporary Review, Nov. 1876. Véase la Nota B, Parte I.


5. Refiriéndose a la destrucción de Jerusalén, dice Jonathan
Edwards: “Así, pues, hubo un final definitivo del mundo del
Antiguo Testamento: Todo quedó concluido con una especie
de día del juicio, en el cual el pueblo de Dios fue salvo, y sus
enemigos destruidos de manera terrible”.  Historia de la
Redención, vol. i, p. 445.
6. Evang. Meg. Feb. 1877, p. 69.
7. Life of Christ,165.
8. Véase Nota A, Parte I.

 
PARTE I – LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS –
DECLARACIÓN DE NUESTRO SEÑOR ANTE EL
SUMO SACERDOTE
Luc. 22:69
Mat. 26:64 Mar. 14:62

“Pero desde
“Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y “Y Jesús le dijo: Yo soy; y
ahora el Hijo del
además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre
Hombre se
veréis al Hijo del Hombre sentado a la sentado a la diestra del
sentará a la
diestra del poder de Dios, y viniendo poder de Dios, y viniendo en
diestra del poder
en las nubes del cielo”. las nubes del cielo”.
de Dios”.

La respuesta de nuestro Salvador a la solemne orden del sumo


sacerdote para que declarase bajo juramento es la repetición,
casi palabra por palabra, de lo que Jesús había declarado a los
discípulos en el Monte de los Olivos:  “Verán al Hijo del Hombre
viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria” (Mat.
24:30). Son, evidentemente, el mismo suceso y el mismo período
a los que se hace referencia. El lenguaje implica que las
personas a las que Jesús se dirige, o algunas de ellas,
presenciarían el acontecimiento predicho. La expresión: “Veréis”
no sería apropiada si se refiriera a algo que ninguno de los
oyentes viviría para presenciarlo, y que no tendría lugar por miles
de años. Nuestro Señor, pues, les dijo a sus jueces que ellos, o
algunos de ellos, vivirían para verle venir en juicio, o viniendo en
su reino. Esta declaración está en armonía con lo que nuestro
Salvador dijo a sus discípulos: “El Hijo del Hombre vendrá en la
gloria de su Padre con sus ángeles… De cierto os digo, que hay
algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta
que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino” (Mat.
16:27,28). Algunos de sus discípulos, y algunos de sus jueces,
vivirían lo suficiente para presenciar aquella gran consumación,
menos de cuarenta años después, cuando el Hijo del Hombre
vendría en su reino a ejecutar los juicios de Dios sobre la nación
culpable. Esto es precisamente lo que afirma la profecía del
Monte de los Olivos: “No pasará esta generación”, etc.
Nuevamente aquí no tenemos ni oscuridad ni ambigüedad. Pero,
¿puede decirse otro tanto de la interpretación que hace que las
palabras de nuestro Señor se refieran a un tiempo todavía futuro,
y un suceso que todavía no ha tenido lugar? ¿Puede decirse otro
tanto de la interpretación que encuentra en esta escena, que el
Sanedrín judío habría de presenciar, no un suceso distinto y
particular, sino un proceso prolongado y continuo, que comenzó
en la resurrección de Cristo, que continúa todavía, y que
continuará hasta el fin del mundo?

Esta extraña interpretación, que es la de Lange y de Alford, se


basa en parte en la suposición de que la predicción de nuestro
Señor no se ha cumplido todavía, y en parte en la palabra “de
aquí en adelante”, que se cree indica un proceso
continuo.  (1)  Pero, ¿es esa explicación creíble, o siquiera
concebible? ¿Es verdad que el sumo sacerdote y el Sanedrín
comenzaron, desde ese momento, a ver el Hijo del hombre venir
en las nubes del cielo?, etc. ¿Cómo podría tal aparición ser un
proceso continuo? Claramente, las palabras sólo pueden referirse
a un acontecimiento definido y específico; y no podemos
sentirnos inseguros al establecer de qué acontecimiento se trata.
No puede ser otro que la Parusía, tan a menudo predicha antes.
Ése no fue un proceso prolongado, sino un acto sumario – súbito,
rápido, conspicuo, como el relámpago. El sentido queda bien
expresado por los editores del  Critical English Testament: “El
sentido no puede ser que él vendría y así le verían
inmediatamente después del momento de su respuesta; sino más
bien, que él ahora partiría de ellos, y que la siguiente vez que le
vieren, después de su rechazo por ellos, sería en su venida en
gloria, como lo predijo el  profeta Daniel”. (2)

En esta declaración de nuestro Señor encontramos, entonces,


una confirmación adicional de sus anteriores afirmaciones de que
su venida por segunda vez tendría lugar durante la generación
existente. Algunos de sus jueces, así como algunos de sus
discípulos, habrían de presenciarla; ¡y esa afirmación no tendría
ningún significado si no implicara que ellos habrían de
presenciarla con sus propios ojos!

Predicción de los ayes que vendrían sobre Jerusalén

Lucas 23:27-31.  “Y le seguía gran multitud del pueblo, y de


mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús,
vuelto hacia ellas, les dijo:  Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí,
sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he
aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y
los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron.
Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre
nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde
hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?”

Aquí tenemos una afirmación tan clara, tan definida en cada


punto que puede fijar su referencia – tiempo, lugar, personas,
circunstancias – que no queda lugar para la incertidumbre.
Apunta a un tiempo que no estaba muy distante, sino a las
puertas – “vendrán días” – un tiempo que las personas a las
cuales se hablaba y sus niños vivirían para presenciar; un tiempo
de gran tribulación, que caería con particular severidad sobre las
mujeres y los niños; un tiempo cuando, en la agonía de su terror,
las multitudes desesperadas clamarían a los montes y a los
collados para que cayeran sobre ellos y les cubrieran.
Se encontrará que aquellos memorables detalles serán
sumamente valiosos en la elucidación de la profecía bíblica en la
etapa subsiguiente de esta investigación. Mientras tanto, es claro
que esta patética descripción puede referirse solamente a la
catástrofe de Jerusalén en los últimos días de su historia. Sólo
tenemos que ir a las páginas de Josefo para encontrar los hechos
que ilustran y confirman el lenguaje de nuestro Salvador. Los
horrores de aquella trágica historia culminan en el episodio de
María de Perea, cuyo banquete tiesteano horrorizó hasta a los
despiadados bandidos que merodeaban como lobos hambrientos
por la ciudad. Es a la luz de incidentes como éste que vemos el
pleno significado de las palabras: “Bienaventuradas las estériles,
y [bienaventurados] los vientres que no concibieron”.

Es con un movimiento de algo como impaciencia que


escuchamos a Stier, seducido por el  ignis fatuus  de un doble
significado, insistir en un oculto significado de las palabras de
nuestro Salvador: “Habló expresa y principalmente del juicio de
Jerusalén e Israel, pero contemplaba y se refería a lo que se
había anunciado en este tipo histórico, el juicio de todos los
impenitentes, y de todos los incrédulos en común, hasta el
fin”.  (3)  Así dice también Alford, siguiendo a Stier. Sin embargo,
está sólo en la imaginación del expositor el que esta referencia
ulterior existe: no hay sugerencia de él en el texto; y es con cierto
grado de asombro que encontramos a un crítico erudito que va
tan lejos en el olvido de su verdadera vocación que declara que
“el cumplimiento histórico, real, y específico” es “lo de menos: el
significado de la palabra llega mucho más allá”. Si alguna vez
hubo un caso en el cual no se debe pensar en significados dobles
y cumplimientos típicos, seguramente es aquí”. En esa hora de
angustia, no podía haber sino un solo pensamiento presente en
el corazón de Jesús. Veía la tormenta de ira que cobraba fuerza,
y en la que la ciudad dedicada pronto habría de quedar envuelta,
y que estallaría con tal violencia sobre la tierna y delicada, los
niños y las madres de Jerusalén, y reciprocaba la lástima de
aquellos corazones compasivos, más conmovido en ese
momento por los sufrimientos anticipados de ellos que por los
suyos. ¿Qué necesidad hay de ir más allá de aquella trágica
catástrofe, y buscar otra, concerniente a la cual el contexto
guarda completo silencio?

La Oración del Ladrón Penitente

Lucas 23:42. “Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en


tu reino”.

El único punto que nos concierne en este memorable incidente es


la referencia que el malhechor hizo a la venida de nuestro Señor
en su reino”. Cualquiera sea el modo en que había adquirido este
conocimiento, reconoció en el rechazado Profeta que estaba a su
lado al Rey de Israel, el Hijo de Dios. Creía que, a pesar de que
Israel lo había rechazado y crucificado, un día vendría otra vez
“en su reino”. ¡Maravillosa fe en un hombre como éste y en un
momento como éste! Si el ladrón en la cruz hubiese escuchado el
testimonio de Jesús delante del sumo sacerdote, o si hubiese
sabido lo que Jesús había dicho a sus discípulos, de que
“algunos de ellos no verían muerte hasta que hubiesen visto al
Hijo del hombre viniendo en su reino”, podríamos explicarnos
mejor su fe y su oración. De todos modos, no podría haber
habido más inteligencia y precisión en el lenguaje de un discípulo
que en las palabras de este “tizón arrebatado del incendio”. No
tenemos modo de saber qué idea tenía el malhechor con
respecto al  tiempo  de esa venida – si la había concebido como
cercana o como distante; pero es presumible que la consideraba
cercana. Un moribundo difícilmente oraría para que fuese
recordado en alguna época distante, después de que hubiesen
pasado siglos y milenios. En esa crisis, sólo lo inminente o lo
inmediato podría estar en sus pensamientos. Una cosa parece
segura: la más inverosímil de todas las interpretaciones es la que
representaría su oración como todavía sin contestar, y la “venida”
de la cual hablaba como todavía entre los sucesos de un futuro
desconocido.

La Comisión Apostólica

Mar. 16:15,20

“Y les dijo: Id por


todo el mundo y Luc. 24:47
Mat. 28:19,20
predicad el
evangelio a toda “Y que se predicase
“Por tanto, id, y haced discípulos a todas criatura”. en su nombre el
las naciones, bautizándolos en el nombre
arrepentimiento y el
del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo;
“Y ellos, saliendo, perdón de pecados
enseñándoles que guarden todas las
cosas que os he mandado; y he aquí yo predicaron en todas en todas las
estoy con vosotros todos los días, hasta el partes, ayudándoles naciones,
el Señor y comenzando desde
fin del mundo. Amén”.
confirmando la Jerusalén”.
palabra con las
señales que la
seguían. Amén”.

Es usual considerar esta comisión como si estuviera dirigida a


toda la Iglesia Cristiana en todos los tiempos. No hay duda de
que es permisible inferir de estas palabras la obligación perpetua,
que descansa sobre todos los cristianos en todos los tiempos, de
propagar el evangelio a todas las naciones; pero es importante
considerar las palabras en su referencia correcta y original. Es la
comisión de Cristo a mensajeros escogidos, designándoles para
su obra evangelística, y asegurándoles su constante presencia y
protección. Tiene una especial aplicación para los apóstoles que
no puede tener para nadie más. Ya hemos advertido el hecho de
que los discípulos, a los que se les dio esta misión, no parecen
haberla entendido en el sentido de que debían extender su obra
evangelística más allá de los linderos de Palestina, o predicar el
evangelio a judíos y a gentiles indiscriminadamente. Es seguro
que no llevaron a cabo esta comisión inmediatamente, ni lo
hicieron por años, en su sentido más amplio; ni parece probable
que jamás lo hubiesen hecho así sin una revelación expresa.
Como lo ha mostrado el Dr. Burton, no menos de quince años
pasaron entre la conversión de Pablo y su primer viaje apostólico
para predicarles a los gentiles. “Tampoco hay ninguna evidencia
de que, durante ese período, los otros apóstoles rebasaran los
confines de Judea”.  (4)  Hay, pues, mucha probabilidad en la
opinión de que el lenguaje de la comisión apostólica no transmitió
a sus mentes la misma idea que a nosotros, y que, como ya
hemos visto, la frase “todas las naciones” [pa,nta ta e[qnj]
equivale realmente a todas las tribus de la tierra” [pa/sai
a,i,qnlai.gh/j].

Pero lo que especialmente merece notarse es la notable


limitación de tiempo, el “terminus ad quem” especificado aquí por
el Salvador. “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo” [suntelei,aj ton/ai.w/nj]. Nada puede ser más
confuso para el lector de habla inglesa que la traducción “fin del
mundo”, que inevitablemente sugiere el fin de la historia humana,
el fin del tiempo, y la destrucción de la tierra, un significado que
las palabras no soportan. Lange, aunque está lejos de
aprehender el verdadero significado de la frase, da el sentido
correcto: “la consumación de la era secular, o el período de
tiempo que termina con la Parusía”. ¿Qué puede ser más
evidente que el hecho de que la promesa de Cristo de estar con
sus discípulos hasta el fin del tiempo implica que ellos habrían de
vivir hasta el fin de esa época? Aquella gran consumación no
estaba lejos; el Señor había hablado de ella a menudo, y siempre
como un suceso que se aproximaba, un suceso que algunos de
ellos vivirían para ver. Era la conclusión de la dispensación
mosaica; el fin del gran período de prueba de la nación
teocrática; cuando la estructura entera del sistema judío habría
de ser barrida, y “el reino de Dios vendría con poder”. Este gran
suceso, había declarado nuestro Señor, habría de ocurrir dentro
de los límites de la generación que entonces existía. El “fin del
tiempo” coincidió con la Parusía, y la señal externa y visible por la
cual se distingue es la destrucción de Jerusalén. Este es
el  terminus  por el cual el campo está delimitado en el Nuevo
Testamento. Para Israel era “el fin”, “el fin de todas las cosas”, “el
pasar del cielo y la tierra”, la abrogación del antiguo orden, la
inauguración del nuevo. De esta época providencial, la historia
nos dice mucho, pero la profecía nos dice más. La historia nos
muestra las señales predichas que se cumplían; los síntomas
premonitorios de la catástrofe que se aproximaba – los falsos
Cristos, las guerras y los rumores de guerras; las insurrecciones
y los disturbios; los terremotos, las hambres y pestilencias; las
persecuciones y tribulaciones; las legiones invasoras de Roma; la
ciudad sitiada y capturada; el templo en llamas; las multitudes
masacradas; las nación extinguida. Pero la historia no puede
levantar el velo que cuelga sobre el mundo espiritual; nos
conduce hasta el borde mismo, y nos invita a adivinar el resto.
Pero nosotros tenemos una palabra profética más segura que, en
vez de conjeturas, nos da seguridad. Revela al “Hijo del hombre
viniendo en su gloria”; al Rey sentado en el trono; el juicio
iniciado, y los libros abiertos. Revela las ovejas y los cabritos
separados los unos de las otras; los justos entrando en la vida
eterna; los impíos enviados al castigo eterno. Si no tenemos
verificación histórica de lo invisible y lo espiritual, como la
tenemos de los elementos visibles y materiales de esta
consumación, es porque ellos no están en la naturaleza de las
cosas que se pueden conocer igualmente por medio de los
sentidos. Pero los aceptamos por la fe en su palabra, que
declaró: “De cierto os digo, todas estas cosas vendrán sobre esta
generación”; y nuevamente: “De cierto os digo, que no pasará
esta generación sin que se cumplan todas estas cosas”. “El cielo
y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. El
cumplimiento literal de todo lo que cae dentro de la esfera de la
observación humana es garante de la credibilidad del resto, que
pertenece al ámbito de lo invisible y lo espiritual.

Notas:

1. (a/rti) en el griego posterior vino a significar “pronto”, “en la


actualidad”. Véase a Liddell y Scott, y por eso, nuestros
traductores, escriben correctamente “desde ahora”, que deja
el tiempo real del suceso en el futuro, pero no
necesariamente inmediato.  Critical English Test, vol. iii, p.
860, nota.
2. Critical English Test, vol. iii, p. 860.
3. Reden Jesu, vol. vii. p. 426.
 
PA R T E I – L A PA R O U S Í A E N L O S
EVANGELIOS – LA PARUSÍA EN EL
EVANGELIO DE JUAN
En los evangelios sinópticos, hemos podido, por lo general,
comparar unas con las otras las alusiones a la Parusía
registradas por los evangelistas; y a menudo hemos encontrado
ventajoso hacerlo. No es fácil, sin embargo, entrelazar el cuarto
evangelio con los sinópticos, y a menudo es un poco notable que
ni una sola alusión a la Parusía en los últimos se encuentre en el
primero. Es, pues, preferible, por todas las razones, considerar el
evangelio de Juan por sí mismo, y encontraremos que las
referencias al tema de nuestra investigación, aunque no muchas
en número, son muy importantes y están llenas de interés.

La Parusía y la Resurrección de los Muertos

Juan 5:25-29 –  “De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y


ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los
que la oyeren, vivirán. Porque como el Padre tiene vida en sí
mismo, así también ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo; y
también le dio autoridad de hace juicio, por cuanto es el Hijo del
Hombre.

“No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los


que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo
bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo
malo, a resurrección de condenación”.

En las referencias a la cercana consumación que hemos


encontrado en los evangelios sinópticos, es imposible no
impresionarse con la constante asociación de la Parusía con un
gran acto de juicio. Desde la primera noticia de este gran suceso
hasta el fin, la idea de juicio aparece de modo prominente. Juan
el Bautista advierte a la nación de “la ira venidera”. Los hombres
de Nínive y la reina del sur han de aparecer en el juicio con esta
generación. En la siega al final del tiempo, la paja ha de ser
quemada, y el trigo recogido en el granero. El Hijo del hombre
habría de venir en su gloria para dar a cada uno según sus obras.
El juicio de Capernaum y Corazín habría de ser más severo que
el de Tiro y Sidón. Casi todas las últimas parábolas en el
ministerio de nuestro Señor declaran el juicio venidero – las
minas, el labrador malvado, las bodas del hijo del rey, las diez
vírgenes, los talentos, las ovejas y los cabritos. La gran profecía
del Monte de los Olivos se ocupa enteramente del mismo tema.

Es notable que la primera alusión de Juan a este suceso


reconoce su carácter judicial. Pero ahora encontramos un nuevo
elemento introducido en la descripción de la cercana
consumación. Está relacionado con la resurrección de los
muertos; de “todos los que están en la tumba”. “La hora viene
cuando todos los que están en la tumba oirán su voz, y saldrán”,
etc.

No puede haber ninguna duda de que el pasaje que se acaba de


citar (ver. 28,29) se refiere a la resurrección literal de los muertos.
También puede admitirse que los versículos precedentes (25,26)
se refieren a la comunicación de vida espiritual a los que están
muertos espiritualmente.  (1)  El tiempo para este proceso
vivificante ya había comenzado. “La hora viene, y ahora es”. Los
muertos en delitos y pecados estaban a punto de ser vivificados
por el poder resucitador del Espíritu divino actuando en las almas
de los hombres para que predicasen el evangelio de Cristo. Este
poder vivificador pertenecía, por designio divino, al Hijo de Dios,
al cual también había sido entregado, en virtud de su humanidad,
el oficio de Juez supremo (ver. 27).
Anticipándose al hecho de que esta afirmación de ser el Juez de
la humanidad haría tambalear a sus oyentes, nuestro Señor
procede a reforzar su afirmación y aumentar la admiración de
ellos declarando que, a su voz, y antes de mucho, los muertos
saldrían de sus tumbas para estar de pie delante de su trono de
juicio.

El lector notará en particular las indicaciones de tiempo


especificadas por nuestro Señor en estos importantes pasajes.
Primero tenemos: “viene la hora, y ahora es”. Esto indica que la
acción de la cual se habla, o sea, la comunicación de vida
espiritual a los espiritualmente muertos, ya ha comenzado a tener
lugar. Luego tenemos: “vendrá hora”, sin la adición de las
palabras “y ahora es”, indicando que el suceso especificado, es
decir, el levantarse los muertos de sus tumbas, está a una mayor
distancia en el tiempo, aunque todavía no muy lejos. La fórmula
“viene la hora” siempre denota que el suceso al que se refiere no
está muy distante. En realidad, no define el tiempo, sino que lo
ubica dentro de un período comparativamente breve.
Encontramos estas dos expresiones. “viene la hora” y “viene la
hora, y ahora es”, empleadas por nuestro Señor en su
conversación con la mujer de Samaria (Juan 4:21,23), y su uso
aquí puede ayudarnos a establecer su fuerza en el pasaje que
tenemos delante. Cuando nuestro Señor dice: “Viene la hora, y
ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre
en espíritu y en verdad”, está indicando que el tiempo ya era
presente, pues, ¿no había empezado a reunir los materiales de
aquella iglesia espiritual de verdaderos adoradores de la cual
hablaba? Sin embargo, cuando dice: “Mujer, créeme, que la hora
viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al
Padre”, habla de un tiempo que, aunque no estaba distante,
todavía no había llegado. Preveía el período del cual hablaba,
cuando cesaría la adoración en el templo, cuando el monte Sion
sería “arado como campo”, y el monte Gerizim también sería
abrumado por el diluvio de ira. Pero era necesaria la abrogación
de lo local y lo material para la entronización de lo universal y lo
espiritual; y, por lo tanto, el templo con su ritual debía ser
suprimido para hacer lugar para la más noble adoración “en
espíritu y en verdad”.

Por supuesto, no puede probarse absolutamente que la frase “la


hora viene” se refiere precisamente al mismo punto en el tiempo
en estos dos casos, aunque es fuerte la presunción de que así
es. Para esta etapa, baste notar que nuestro Señor habla aquí de
la resurrección de los muertos y el juicio como sucesos que no
estaban distantes, pero tan distantes que podía decirse
correctamente: “La hora viene”, etc.

La Resurrección, el Juicio, y el Día Postrero

Juan 6:39. “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que


de todo lo que me diere,  no pierda yo nada, sino que lo resucite
en el día postrero”.

Juan 6:40: “Yo le resucitaré en el día postrero”.

Juan 6:44: “Yo le resucitaré en el día postrero”.

Juan  11:24: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día


postrero”.

Juan 12:48: “La palabra que he hablado, ella le juzgará en el día


postrero”.

En estos pasajes tenemos otra nueva frase en relación con la


consumación que se acercaba, que es peculiar al cuarto
evangelio. En los sinópticos nunca encontramos la expresión “el
día postrero”, aunque encontramos sus equivalentes, “aquel día”
y “el día del juicio”. No puede dudarse que estas expresiones son
sinónimas, y se refieren al mismo período. Pero ya hemos visto
que el juicio es contemporáneo con “el fin del tiempo” (sonteleia
ton aiwnoj), e inferimos que “el día postrero” es sólo otra forma de
la expresión “el fin del tiempo” o Peón. La Parusía también está
representada constantemente como coincidente en el tiempo con
“el fin del tiempo”, de modo que todos estos grandes sucesos, la
Parusía, la resurrección de los muertos, el juicio, y el día
postrero, son contemporáneos. Entonces, puesto que el fin del
tiempo no es, como se imagina generalmente, el fin del mundo, o
la destrucción total de la tierra, sino la terminación de la
economía judía; y puesto que nuestro Señor mismo clara y
frecuentemente coloca ese suceso dentro de los límites de la
generación existente, llegamos a la conclusión de que la Parusía,
la resurrección, el juicio, y el día postrero, pertenecen todos
al período de la destrucción de Jerusalén.

Por muy alarmante o increíble que pueda parecer esta conclusión


al principio, es la enseñanza a la cual el Nuevo Testamento está
dedicado absolutamente, y, al avanzar en esta investigación,
encontraremos que la evidencia en apoyo de esta conclusión se
acumula hasta tal grado que es irresistible. Nos encontraremos
con expresiones como “los últimos tiempos”, “los últimos días”, y
“la última hora”, que evidentemente denotan el mismo período
que “el día postrero”, pero de las cuales, sin embargo, se habla
como no lejanas, y hasta como que ya han llegado. Mientras
tanto, sólo podemos pedir al lector que reserve su juicio, y
calmada e imparcialmente sopese la evidencia derivada, no de
autoridad humana, sino de la misma palabra de inspiración. 
El Juicio del Mundo y del Príncipe de Este Mundo

Juan 12:31. “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe


de este mundo será echado fuera”.

Juan 16:11.  “De juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha


sido juzgado”.

Se acostumbra explicar estas palabras en el sentido de que


había llegado una gran crisis en la historia espiritual del mundo:
que la muerte de Cristo en la cruz era un momento crucial, por
decirlo así, del gran conflicto entre el bien y el mal, entre el Dios
vivo y verdadero y el falso dios usurpador de este mundo – que el
resultado de la muerte de Cristo sería la derrota final del poder de
Satanás y el establecimiento del reino de verdad y justicia sobre
las ruinas del imperio de Satanás.

No hay duda de que hay mucha verdad importante en esta


explicación, pero no satisface todos los requisitos del lenguaje
muy claro y enfático de nuestro Señor con respecto a
la cercanía y lo completo del suceso al cual se refiere: “Ahora es
el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será
echado fuera”. No es suficiente decir que, para la previsión
profética de nuestro Salvador, el futuro distante era como si fuera
el presente; ni que, por la cercanía de su muerte, el juicio del
mundo y la expulsión de Satanás estarían virtualmente
asegurados, y que por lo tanto podrían ser considerados como
hechos consumados. Tampoco es suficiente decir que, desde el
momento en que se ofreció el gran sacrificio de la cruz, el poder y
la influencia de Satanás comenzaron a menguar, y tiene que
disminuir constantemente hasta que él sea finalmente aniquilado.
El lenguaje de nuestro Señor apunta manifiestamente a una
transacción  judicial  grande y final, que pronto habría de tener
lugar. Pero  juicio  es un acto que difícilmente puede concebirse
como extendiéndose sobre un período indefinido, y
especialmente cuando está restringida por la palabra ahora, a un
punto distinto e inminente en el tiempo. La frase “echado fuera”,
también, es evidentemente una alusión a la expulsión de un
demonio de un cuerpo poseído por un espíritu inmundo. Pero
esto indica un acto súbito, violento, y casi instantáneo, y no un
proceso gradual y prolongado. Ninguna figura podría ser menos
apropiada para describir la lenta decadencia y el agotamiento
final del poder satánico que la  expulsión  de un demonio. Nos
vemos obligados, pues, a hacer a un lado la explicación que hace
que las palabras de nuestro Señor se refieran a un juicio que,
después de transcurridos muchos siglos, todavía continúa; o a
una expulsión de Satanás que todavía no se ha efectuado. Él no
hablaría de un juicio, que no habría de tener lugar por miles de
años, como si fuera “ahora”, ni de una  inminente  “expulsión” de
Satanás, que habría de ser el resultado de un proceso lento y
prolongado.

Concluimos, entonces, que, cuando nuestro Señor dijo: “Ahora es


el juicio de este mundo”, etc., se refería a un suceso que estaba
cercano, y, en cierto sentido, era  inmediato: es decir, tenía a la
vista aquella gran catástrofe que apenas parece haber estado
ausente de sus pensamientos – la solemne transacción judicial
cuando “el Hijo del hombre habría de sentarse sobre el trono de
su gloria” – la gran “cosecha” al final del tiempo, cuando los
ángeles segadores habrían de “recoger de su reino todas las
cosas que ofenden y hacen iniquidad”. Si se objeta a esto que la
palabra  ko.smoj  (mundo) es demasiado abarcante para que
quede restringida a una tierra o una nación, puede replicarse que
kosmoj se emplea aquí, como en algunos otros pasajes,
especialmente en los escritos de Juan, más bien en un sentido
ético que como expresión geográfica. (Véase Juan 7:7; 8:23; 1
Juan 2:15; v.14).
Pero puede decirse: ¿Cómo podría hablarse de este juicio de
Israel como si fuese “ahora” más que de un juicio que todavía
está en el futuro? Cuarenta años de aquí en adelante no es más
ahora que cuatro mil años. A esto puede replicarse: Más que
ningún otro, el suceso que ahora era inminente precipitaría la
condenación de Israel. La crucifixión de Cristo habría de ser el
clímax del crimen, el acto culminante de apostasía y culpabilidad
que llenó la copa de la ira, y selló la suerte de “aquella
generación malvada”. El intervalo entre la crucifixión de Cristo y
la destrucción de Jerusalén fue sólo el breve espacio entre el
pronunciamiento de la sentencia y la ejecución del criminal; y de
la misma manera, nuestro Señor, cuando abandonó el templo por
última vez, exclamó: “He aquí, vuestra casa os es dejada
desierta”, aunque su desolación no tuvo lugar realmente sino
hasta casi cuarenta años más tarde, pudo decir: “Ahora es el
juicio de este mundo”, aunque un espacio de tiempo semejante
transcurriría entre el pronunciamiento y la ejecución de sus
palabras.

De manera semejante, la “expulsión del príncipe de este mundo”


está representada como coincidente con el “juicio de este
mundo”, y ambos son manifiestamente el resultado de la muerte
de Cristo. Pero, ¿cómo puede decirse que Satanás fue expulsado
en el período al que se refiere, o sea, el juicio al final del tiempo?
Aquel suceso marcó una gran época en la administración divina.
Fue la inauguración de un nuevo orden de cosas: la “venida del
reino de Dios” en un sentido alto y especial, cuando se disolvió la
peculiar relación entre Jehová e Israel, y Él vino a ser conocido
como Dios y Padre de toda la raza humana. De allí en adelante,
Satanás no habría de ser ya más el dios de este mundo, sino que
el Altísimo habría de tomar el reino para sí mismo. Esta
revolución se efectuó por la muerte expiatoria de Cristo en la
cruz, que se declara que es “la reconciliación consigo de todas
las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los
cielos” (Col. 1:20). Pero la inauguración formal del nuevo orden
es representada como teniendo lugar al “fin del tiempo”, el
período en que “el reino de Dios vendría con poder”, y el Hijo del
hombre se sentaría como Juez “en el trono de su gloria”. ¿Qué
podría ser más apropiado, entonces, que la “expulsión” del
príncipe de este mundo en el período en que su reino, “este
mundo”, fuese juzgado?

Puede objetarse que, si realmente tuvo lugar entonces un suceso


como la expulsión de Satanás, debería estar marcado por alguna
muy palpable disminución del poder del diablo sobre los
hombres. La objeción es razonable, y puede rebatirse con la
afirmación de que sí existe evidencia de la disminución de la
influencia satánica en el mundo. La historia de los tiempos de
nuestro Salvador proporciona prueba abundante del ejercicio de
un poder sobre las almas y cuerpos de hombres que entonces
estaban poseídos por Satanás, un poder que felizmente es
desconocido en nuestros días. La misteriosa influencia llamada
“posesión demoníaca” se atribuye siempre en la Escritura a los
agentes satánicos; y era una de las credenciales de la comisión
divina de nuestro Señor que Él, “por el poder de Dios, echaba
fuera demonios”. ¿En qué período cesó de manifestarse la
sujeción de los hombres al poder demoníaco? Era común en los
días de nuestro Señor: continuó durante la época de los
apóstoles, porque tenemos muchas alusiones al hecho de que
ellos echaban fuera espíritus inmundos; pero no tenemos
evidencia de que esta sujeción continuó existiendo en los tiempos
post-apostólicos. El fenómeno ha desaparecido tan
completamente que, para muchos, su anterior existencia es
increíble, y la resuelven con una superstición popular, o con una
teoría no científica de enfermedad mental – una explicación que
es totalmente incompatible con las representaciones del Nuevo
Testamento.
Vale la pena observar que nuestro Señor, en una ocasión
anterior, hizo una declaración muy parecida a la que ahora
estamos considerando.

Cuando los setenta discípulos regresaron de su misión


evangélica, informaron con regocijo de su éxito al echar fuera
demonios en el nombre de su Maestro:

“Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre” (Lucas


10:17). Al responderles, Jesús les dijo:  “Yo veía a Satanás caer
del cielo como un rayo”, una expresión que es casi equivalente a
las palabras: “Ahora el príncipe de este mundo será echado
fuera”, y sobre la cual Neander hace las siguientes sugestivas
observaciones:

“Del mismo modo que Jesús había designado previamente la


cura, por Él mismo, de endemoniados como una señal de que el
reino de Dios había venido a la tierra, así también ahora
consideró lo que los discípulos informaron como señal del poder
conquistador de ese reino, delante del cual toda cosa mala tenía
que retroceder: ‘Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo’,
es decir, del pináculo del poder que hasta ahora había tenido
entre los hombres. Antes de que la mirada intuitiva de su espíritu
expusiera a la vista los resultados que habrían de seguir a su
obra redentora después de su ascensión al cielo, vio, en espíritu,
al reino de Dios avanzando triunfante sobre el reino de Satanás.
No dice: ‘Ahora veo’, sino ‘Veía’. Lo veía antes de que los
discípulos trajeran su informe de las maravillas que habían
llevado a cabo. Mientras ellos estaban llevando a cabo estas
obras aisladas, él veía la sola gran obra de la cual las de ellos
eran sólo señales particulares e individuales – la victoria,
completamente ejecutada, sobre el gran poder del mal que había
gobernado a la humanidad”. (2)
Al comparar estas dos notables afirmaciones de nuestro Señor,
hay tres puntos que merecen particular atención:

1. Ambas son pronunciadas en ocasiones en que el triunfo de su


causa, que se acercaba, aparecía vívidamente delante de él.

2. En ambas, la expulsión de Satanás es representada como un


hecho consumado.

3. En ambas, se considera como un acto rápido y sumario, no


como un proceso lento y prolongado: en un caso, Satanás cae
“del cielo como un rayo”; en el otro, es “echado fuera” de un
endemoniado como espíritu inmundo.

Neander, pues, ha pasado un poco por alto el verdadero énfasis


de la expresión, en sus observaciones, por lo demás, admirables.
Creemos que las palabras apuntan claramente a una gran
transacción judicial, que tiene lugar en un punto particular del
tiempo, que ese tiempo estaba muy cercano, y que es la
consecuencia y el resultado de la muerte del Salvador en la cruz.
Tal transacción y tal período los podemos encontrar sólo en la
gran catástrofe tan vívidamente presentada por nuestro Señor en
su discurso profético, y por lo tanto, no podemos titubear al
entender que sus palabras se refieren a aquel suceso
memorable.

Ninguna otra explicación satisface los requisitos de la


declaración: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe
de este mundo será echado fuera”. 

  

EL RÁPIDO RETORNO DE CRISTO [LA PARUSÍA]

Juan 14:3. “Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y


os tomaré a mí mismo”.

Juan 14:18: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”.

Juan 14:28: “Voy, y vengo a vosotros”.

Juan 16:16:  “Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un


poco, y me veréis; porque yo voy al Padre”.

Juan 16:22: “Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón”.

Por simples que puedan parecer estas palabras, han causado


gran perplejidad a los comentaristas. La misma simplicidad de las
palabras es posiblemente la causa de la dificultad de ellos:
porque es muy difícil creer que significan lo que parecen decir. Se
ha supuesto que nuestro Señor se refiere, en algunos pasajes, a
su cercana partida de la tierra y a su regreso final al “fin de los
días”, a la consumación de la historia humana; y que, en otros, se
refiere a su ausencia temporal durante el intervalo entre su
crucifixión y su resurrección.

Un examen cuidadoso de las alusiones de nuestro Señor a su


partida y a su venida otra vez satisfará a cada lector inteligente
de que la venida del Señor, o “segunda venida”, siempre se
refiere a un suceso particular y a un período en particular. Ningún
suceso está más claramente marcado en el Nuevo Testamento
que la Parusía, la segunda venida del Señor. Se la describe
siempre como un acto, no como un proceso; un acontecimiento
grandioso y feliz; una “bendita esperanza”, ansiosamente
anticipada por sus discípulos y de la cual se creía confiadamente
que estaba a las puertas. Los apóstoles y los primeros creyentes
no sabían nada de una Parusía extendida a lo largo de un
período de tiempo vasto e indefinido, ni de varias “venidas”, todas
distintas y separadas la una de la otra; sino de una sola venida –
la Parusía, “la gloriosa aparición del gran Dios y nuestro Salvador
Jesucristo” (Tito 2:13). Si algo está escrito claramente en la
Escritura es esto. Es con asombro, pues, que leemos los
comentarios de Dean Alford sobre nuestras palabras en Juan
14:3.

“El  venir otra vez del Señor  no es un solo acto, como su


resurrección, o el descenso del Espíritu, o su segundo
advenimiento personal, o la venida final en juicio, sino  el gran
complejo de  todo esto, cuyo resultado será que Él tome a su
pueblo a sí mismo adonde él esté. Este ercomai se inicia ver. 18)
en su resurrección;  continúa  (ver. 23) en la vida espiritual,
alistándoles para el lugar que está preparado; progresa aún más
cuando cada uno, por medio de la muerte, es arrebatado para
estar con Él (Fil. 1:23); se completa plenamente en su venida en
gloria, cuando estarán con Él para siempre (1 Tes. 4:17) en el
perfecto estado de resurrección”. (3)

¡Todo esto se desarrolla a partir de una sola palabra, ercomai!


Pero, si ercomai tiene tal variedad y complejidad de significados,
por qué no  npayw  y  porenomai? ¿Por qué no debería tener
“fuere” tantas partes y procesos como “vendré otra vez”? De la
misma manera, puede preguntarse: ¿Cómo podrían haber
entendido los discípulos el lenguaje de nuestro Señor, si el
lenguaje tenía un “gran complejo” de significados? ¿O cómo
puede esperarse que hombres sencillos capten jamás el
significado de las Escrituras si las expresiones más simples son
tan intrincadas y desconcertantes?
Este comentario no ha sido concebido en el lúcido espíritu del
sentido común inglés, sino en la jerga mística de Lange y Stier.
¿Qué puede ser más sencillo que el “vendré otra vez” es un acto
tan definido como el “me fuere”, y que sólo puede referirse a la
profecía y la promesa del Nuevo Testamento, la Parusía? Que
este suceso no habría de ser diferido por mucho tiempo es
evidente por el lenguaje en que se anuncia: “Ercomai – Vendré”.
Todo el tenor del discurso de nuestro Señor supone que la
separación entre sus discípulos y Él mismo ha de ser breve, y su
reunión rápida y perpetua. ¿Por qué se va? A preparar un lugar
para ellos. ¿Todavía no está preparado, entonces? ¿Todavía no
los ha recibido a sí mismo? ¿Todavía no están donde él está? Si
la Parusía está todavía en el futuro, estas esperanzas todavía no
se han cumplido.

Que este esperado regreso y esta reunión no eran un suceso


lejano, que estaba a una distancia de muchos siglos, sino un
suceso que estaba a las puertas, lo demuestran las subsiguientes
referencias a él que hace nuestro Señor. “Todavía un poco, y no
me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al
Padre”. (Juan 16:16). Pronto habría de dejarles; pero no para
siempre, ni por mucho tiempo – “un poco”, unos pocos y cortos
años, y su tristeza y su separación terminarían; porque “os
volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará
vuestro gozo” (Juan 16:22). Se observará que nuestro Señor no
dice que la muerte les reuniría, sino que lo haría su venida. Esa
venida, pues, no podía estar distante.

Que es a este intervalo entre su partida y la Parusía a lo que se


refiere nuestro Señor cuando habla de “un poco” es evidente por
dos consideraciones: Primera, porque Él afirma claramente que
va al Padre, lo cual muestra que su ausencia se relaciona con el
período subsiguiente a la ascensión; y segunda, porque, en la
epístola a los Hebreos, este mismo período, es decir, el intervalo
entre la partida de nuestro Señor y su venida otra vez, es
denominado expresamente “un poco”. “Porque aún un poquito, y
el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Heb. 10:37).

Aquí nuevamente nos vemos constreñidos a protestar contra la


interpretación forzada y antinatural que hace Alford de este
pasaje (Juan 16:16):

“El modo de expresión”, observa, “es enigmático a propósito; no


siendo el qewreite y o es que coordinados: refiriéndose el primero
a la vista física, la segunda también a la vista espiritual. El odesqj
(veréis) comenzó a cumplirse en la resurrección; luego tuvo su
pleno  cumplimiento  en el día de Pentecostés; y habrá tenido su
cumplimiento final en el gran regreso del Señor de aquí en
adelante. Recuérdese, nuevamente, que en todas estas profecías
se nos presenta una perspectiva de cumplimientos
continuamente en desarrollo”. (4)

Imagínese un acto de visión, “veréis”, dividido en tres


operaciones distintas, cada una separada de la otra por una era,
un intervalo, y la última todavía sin completarse después de
dieciocho siglos, y esto choca de frente con la expresa
declaración de nuestro Señor de que habría de ser después de
“un poco de tiempo”. Esto no es crítica, sino misticismo. Una
explicación tan artificial e intrincada jamás se les podría haber
ocurrido a los discípulos, y es sorprendente que se le haya
ocurrido a cualquier intérprete sobrio de la Escritura. Pero hasta
los discípulos, aunque perplejos al principio por el “un poco”,
pronto captaron lo que quería decir nuestro Señor cuando dijo:

“Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y


voy al Padre” (Juan 16:28).
Auméntese esto con otras tres palabras de Jesús, y tenemos la
substancia de su enseñanza con respecto a la Parusía:

“Vendré otra vez, y os recibiré a mí mismo, para que donde yo


estoy, vosotros también estéis”(Juan 14:3).

“No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18).

“Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me


veréis” (Juan 16:16).

El lenguaje es incapaz de transmitir el pensamiento con exactitud


si estas palabras no afirman que el regreso de nuestro Salvador a
sus discípulos habría de ser rápido.

JUAN HABRÍA DE VIVIR HASTA LA PARUSÍA

Juan 2:22. “Jesús le dijo:  Si quiero que él quede hasta que yo


venga, ¿qué a ti? Sígueme tú”.

Sería inútil especificar y discutir las varias interpretaciones de


este pasaje que hombres eruditos han conjeturado. Si hubiese
sido un enigma para la Esfinge, no podría haber causado más
perplejidad y sido más desconcertante. Los que deseen ver
algunas de las numerosas opiniones que han sido traídas a
colación sobre el tema las encontrarán en las referencias de
Lange. (5)

Las palabras mismas son suficientemente sencillas. Toda la


oscuridad y todas las dificultades han sido importadas a ellas por
la renuencia de los intérpretes a reconocer, en la “venida” de
Cristo, un punto en el tiempo, claro y definido, dentro del espacio
de la generación existente. A menudo, al reiterar nuestro Señor la
certeza de que vendría en su reino, vendría en gloria, vendría a
juzgar a sus enemigos y a recompensar a sus amigos, antes de
que pasara por completo la generación que entonces existía en la
tierra, parece haber una repugnancia casi invencible, de parte de
los teólogos, a aceptar las palabras de Jesús en su sentido obvio
y sencillo. Persisten en suponer que Él debe haber querido decir
alguna otra cosa o algo más. Admítase una vez lo que es
innegable, que nuestro Señor mismo declaró que su venida
habría de tener lugar durante la vida de algunos de sus discípulos
(Mat. 16:27,28), y la dificultad desaparece. Acababa de revelar a
Simón Pedro con qué muerte habría de glorificar a Dios, y Pedro,
con característica impulsividad, se atrevió a preguntar cuál sería
el destino del discípulo amado, en quien se fijó en ese momento.
Nuestro Señor no dio una respuesta explícita a esta pregunta,
que sonaba un poco a intromisión, pero los discípulos
entendieron que su respuesta quería decir que Juan viviría para
ver el regreso de Jesús. “Si quiero que él quede hasta que yo
venga”. Este lenguaje es muy significativo. Supone
como posible que Juan viviera hasta la venida del Señor. Es más,
lo sugiere como  probable, aunque no lo afirma como  cierto. Los
discípulos lo interpretaron como que Juan no moriría en absoluto.
El evangelista mismo ni afirma ni niega lo correcto de esta
interpretación, sino que se contenta con repetir las palabras de
Jesús: “Si quiero que él quede hasta que yo venga”. Es, sin
embargo, una circunstancia del mayor interés que sabemos cómo
se entendieron generalmente las palabras de Jesús en ese
momento en la hermandad de los discípulos. Evidentemente,
llegaron a la conclusión de que Juan viviría para presenciar la
venida de Jesús; y dedujeron que, en ese caso, él no moriría en
absoluto. Es esta última inferencia la que Juan se guarda de
hacer. Que él viviría hasta la venida del Señor, Juan parece
admitirlo sin duda. Si esto implicaba, además, que no moriría en
absoluto, era un punto dudoso que las palabras de Jesús no
decidieron.

Tampoco era esta inferencia de “los hermanos” una cosa tan


increíble o irrazonable como les puede parecer a muchos. Vivir
hasta la venida del Señor era, de acuerdo con la creencia y la
enseñanza apostólica, equivalente a gozar de la exención de
muerte. Pablo enseñaba a los corintios: “No todos dormiremos
[moriremos], pero todos seremos transformados” (1 Cor. 15:51).
Habló a los tesalonicenses de la posibilidad de estar vivos a la
venida del Señor: “Nosotros que vivimos, que habremos quedado
hasta la venida del Señor” (1 Tesa. 4:15). Expresaba su propia
preferencia personal de no “ser desnudados [de la vestimenta del
cuerpo], sino revestidos [con la vestimenta espiritual] — en otras
palabras, no morir, sino ser transformados (2 Cor. 5:4). Los
discípulos podrían estar justificados en esta creencia por las
palabras de Jesús en la noche de la cena pascual: “Vendré otra
vez, y os tomaré a mí mismo”. ¿Cómo podrían ellos suponer que
esto significaba la muerte? O ellos pueden haber recordado las
palabras de Él en el Monte de los Olivos: “Y enviará sus ángeles
con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos”, etc. (Mat.
24:31). Esto, les había asegurado, tendría lugar antes de que
pasara la actual generación. No estaban, pues, por completo sin
preparación para recibir un anuncio como el que el Señor hizo
con respecto a Juan. (6).

Podemos, pues, hacer legítimamente las siguientes deducciones


de este importante pasaje:

1. Que no había nada increíble ni absurdo en la suposición de


que Juan viviría hasta la venida del Señor.
2. Que las palabras de nuestro Señor indican la posibilidad de
que, en efecto, 

    fuera así.

3. Que los discípulos entendieron la respuesta de nuestro Señor


como implicando 

    que Juan no moriría en absoluto.

4. Que el mismo Juan no da ninguna señal de que hubiese nada


increíble ni 

      imposible en la inferencia, aunque no lo declara
categóricamente.

5. Que tal opinión armonizaría con la expresa enseñanza de


nuestro Señor con 

    respecto a la cercanía y la coincidencia de su propia venida, la
destrucción de 

      Jerusalén, el juicio de Israel, y el fin de aquel eón o aquella
era.

6. Que todos estos sucesos, según las afirmaciones de Jesús,


ocurrirían dentro del 

    período de la presente generación.

Habiendo visto así los cuatro evangelios y examinado todos los


pasajes que se relacionan con la Parusía, o venida del Señor,
puede ser útil recapitular y poner en un solo panorama la
enseñanza general de estos registros inspirados sobre este
importante tema.
PARTE I – LA PAROUSÍA EN LOS EVANGELIOS –
RESUMEN DE LA ENSEÑANZA DE LOS EVANGELIOS
CON RESPECTO A LA PARUSÍA
  

1. Tenemos el enlace entre la profecía del Antiguo Testamento y


la del Nuevo en el anuncio de Juan el Bautista (el Elías de
Malaquías) sobre la cercanía de la ira venidera, o el juicio de la
nación teocrática.

2. El anuncio es seguido de cerca por el Rey, que anuncia que el


reino de Dios está a las puertas, y llama a la nación al
arrepentimiento.

3. Las ciudades que fueron favorecidas con la presencia de


Cristo, pero rechazaron su mensaje, son amenazadas con una
destrucción más intolerable que la de Sodoma y Gomorra.

4. Nuestro Señor asegura expresamente a sus discípulos que su


venida tendría lugar antes de que ellos hubiesen completado la
evangelización de las ciudades de Israel.

5. Jesús predice un juicio al “fin del tiempo” o de la era [sunteleia


ton aiwnos], una frase que no significa la destrucción de la tierra,
sino la consumación de la era, es decir, de la dispensación judía.

6. Nuestro Señor declara expresamente que Él vendría presto


[mellei epcesqai] en gloria, en su reino, con sus ángeles, y que
algunos de entre sus discípulos no morirían hasta que su venida
tuviera lugar.
7. En varias parábolas y en varios discursos, nuestro Señor
predice la destrucción que se cierne sobre Israel en el período de
su venida. (Véase Lucas 18,  parábola de la viuda importuna.
Lucas 19,  parábola de las minas. Mateo 21,  parábola de los
labradores malvados. Mateo 22, parábola de la fiesta de bodas).

8. Con frecuencia, nuestro Señor denuncia la maldad de la


generación a la cual predicaba, y declara que los crímenes de
épocas anteriores y la sangre de los profetas sería requerida de
su mano.

9. La resurrección de los muertos, el juicio del mundo, y la


expulsión de Satanás son representados como coincidentes con
la Parusía, y que están a las puertas.

10. Nuestro Señor aseguró a los discípulos que vendría otra


vez a ellos, y que su venida sería dentro de “poco“.

11. La profecía del Monte de los Olivos es un discurso


relacionado y continuo, que se refiere exclusivamente a la
destrucción de Jerusalén e Israel, que se acercaba, de acuerdo
con la expresa afirmación de nuestro Señor (Mat. 24:34; Mar.
13:30; Luc. 21:32).

12. Las parábolas de las diez vírgenes, los talentos, y las ovejas
y los cabritos pertenecen todas al mismo acontecimiento, y se
cumplen en el juicio de Israel.

13. Se exhorta a los discípulos a velar y a orar, y a vivir en la


común esperanza de la Parusía, porque sería súbita y rápida.

14. Después de su resurrección, nuestro Señor dio a Juan razón


para esperar que viviría para presenciar su venida.
PARTE I – APENDICE

Nota A

Sobre la Teoría de Interpretación del Doble Sentido

Los siguientes extractos, de teólogos de diferentes épocas,


países, e iglesias, demuestran un poderoso consenso de
autoridades que se oponen al método de interpretación inexacto
y arbitrario adoptado por muchos comentaristas alemanes e
ingleses:

“Unam quandam ac certam et simplicem sententiam ubique


quaerendam esse”.- Melanchton.

(“En todos los casos, ha de procurarse un sólo significado
definido y sencillo [de la Escritura]”).

“Absit a nobis ut Deum faciamus o, iglwtton, aut multiplices


sensus affingamus ipsius verbo, in quo potius tanquarn in speculo
limpidissimo sui autoris simplicitatem contemplari debemus. (Sal.
12:6; xix. B.) Unicus ergo sensus scripturae, nempe grammaticus,
est admittendus, quibuscunque demum terminis, vel propriis vel
tropicis et figuratis exprimatur”.- Maresius.

(Lejos sea de nosotros hacer que Dios hable con dos lenguas, o
atribuir una variedad de significados a su Palabra, en la cual
debemos más bien contemplar la sencillez de su divino autor
reflejada como si fuera en un espejo (Sal. 12:6; 19:8). Por lo
tanto, sólo es admisible un significado de la Escritura: esto es,
el gramatical, en cualesquiera términos, ya sean propios o típicos
o figurados, en que pueda ser expresado.)
“La observación del Dr. Owen está llena de buen sentido”.- “Si la
Escritura tiene más de un significado, no tiene ningún sentido en
absoluto”. “Y es tan aplicable a las profecías como a cualquier
otra porción de la Escritura”- Dr. John Brown,  Sufferings and
Glories of the Messiah, p. 5, note.

Las consecuencias de admitir este principio deberían ser bien


sopesadas.

¿Qué libro en el mundo tiene doble sentido, a menos que sea un


libro que contenga enigmas a propósito? Y hasta un libro así no
tiene sino un solo significado verdadero. Los oráculos paganos
podían realmente decir: “Aio te, Pyrrhe, Romanos vincere
posse”;  pero, ¿puede un  equívoco  tal ser admisible en los
oráculos del Dios viviente? Y si un sentido literal y un sentido
oculto pueden transmitirse a la misma vez y con las mismas
palabras, ¿quién que no sea inspirado puede decirnos cuál es el
sentido oculto? ¿Mediante qué leyes de interpretación ha de ser
juzgado? Por ninguna que pertenezca al lenguaje humano;
porque otros libros aparte de la Biblia no llevan consigo un doble
sentido.

“Por estas y parecidas razones, la estratagema de asignar un


doble sentido a las Escrituras es inadmisible. Pone a flotar todos
los principios fundamentales de interpretación por medio de los
cuales llegamos a un convencimiento y a una certeza
establecidos, y nos lanza sobre el océano sin límites de la
imaginación y la conjetura sin timón y sin brújula”. – Stuart on the
Hebrews, Excurs. xx.

“Primero, puede afirmarse que la Escritura tiene un solo


significado, el significado que tuvo para la mente del profeta o
evangelista que primero la pronunció o la escribió para los
oyentes o lectores que primero la recibieron”.

“La Escritura, como otros libros, tiene un solo sentido, que debe
captarse partiendo de sí mismo, sin referencia a las adaptaciones
de padres o teólogos, y sin relación con las ideas a priori sobre
su naturaleza y su origen”.

“La función del intérprete es no añadir otra [interpretación], sino
recuperar la original: el significado, esto es, de las palabras como
ellas llegaron a los oídos o brillaron ante los ojos de los que
primero las oyeron y las leyeron”.- Professor Jewett, Essay on the
Interpretation of Scripture, par. i, 3,4.

“Sostengo que las palabras de la Escritura se propusieron tener


un solo significado definido, y que nuestro primer objetivo debe
ser descubrir ese sentido, y adherirnos rígidamente a él. Creo
que, por regla general, las palabras de la Escritura se proponen
tener, como todos los otros idiomas, un solo sentido sencillo y
definido, y que decir que las palabras significan una cosa
meramente porque se les puede torturar para que lo digan, es
una manera extremadamente deshonrosa y peligrosa de manejar
la Escritura”.- Canon Ryle, Expository Thoughts on St. Luke, vol.
i, p. 383.

NOTA B

SOBRE EL ELEMENTO PROFÉTICO EN LOS EVANGELIOS

Procedamos hasta las predicciones sobre la destrucción de


Jerusalén. Como es bien sabido, estas predicciones, en todas las
narraciones de los evangelios, (que, dicho sea de paso, ocurren
singularmente por consentimiento, implicando que todos los
evangelistas bebieron de una sola tradición consolidada) están
inextricablemente mezcladas con profecías de la segunda venida
de Cristo y el fin del mundo, una confusión que Hutton admite
libremente. La porción relativa a la destrucción de la ciudad es
singularmente definida, y corresponde muy de cerca al
acontecimiento real. La otra porción, por el contrario, es vaga y
grandilocuente, y se refiere principalmente a fenómenos y
catástrofes naturales. De la precisión de una porción, la mayoría
de los críticos deduce que los evangelios fueron compilados
durante el sitio y la conquista de Jerusalén. De la confusión de
las dos porciones, Hutton hace la inferencia opuesta, a saber,
que la predicción existía en la forma registrada actualmente antes
de ese acontecimiento. Es improbable en el más alto grado,
arguye, que, si Jerusalén había caído, y las otras señales de la
venida de Cristo no mostraban ninguna indicación de seguirlas,
los escritores no hayan reconocido y desenmarañado la
confusión, y corregido sus registros para ponerlos en armonía
con lo que entonces estaba comenzando a verse que podría ser
el verdadero significado de Cristo o la verdad real de la historia.

“Pero aquí reside la verdadera perplejidad. La predicción, como la


tenemos, hace que Cristo afirme claramente que su segunda
venida seguirá – “inmediatamente”, “en aquellos días” – después
de la destrucción de Jerusalén, y que “esta generación” (la
generación a la cual se dirigía) no pasaría hasta que “todas estas
cosas se cumplan”. Hutton cree que estas últimas palabras Cristo
se proponía aplicarlas sólo a la destrucción de la Santa Ciudad.
Tiene derecho a su opinión; y, en sí misma, ésta no es una
solución improbable. Pero, bajo las circunstancias, es una
construcción algo forzada, pues debe recordarse, primero, que se
hace necesaria sólo por la suposición que mantiene Hutton – a
saber, que los poderes proféticos de Jesús no podían fallar;
segundo, supone o implica que las narraciones evangélicas de
los pronunciamientos de Jesús son de fiar, aunque en estas
predicciones especiales admite que son esencialmente confusas,
y tercero, (aunque creemos que él no lo debería haber pasado
por alto), la frase que él cita no es en modo alguno la única que
indica que Jesús mismo tenía la convicción,  que sin duda
comunicó a sus seguidores, de que su segunda venida para
juzgar al mundo tendría lugar en una fecha muy temprana. No
sólo tendría lugar “inmediatamente” después de la destrucción de
la ciudad (Mat. 24:29), sino que sería presenciada por muchos de
los que lo escuchaban. Y estas predicciones  no están en modo
alguno mezcladas con las de la destrucción de Jerusalén: “De
cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no
gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre
viniendo en su reino” (Mat. 16:28);  “De cierto os digo, que no
acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que
venga el Hijo del Hombre” (Mat. 10:23); “Si quiero que él quede
hasta que yo venga, ¿qué a tí?” (Juan 21:23), y los pasajes
correspondientes en los otros sinópticos.

“Si, pues, Jesús no dijo estas cosas, los evangelios deben ser
extrañamente inexactos. Si las dijo, su facultad profética no
puede haber sido lo que Hutton cree. De que todos sus discípulos
tenían esta esperanza errónea, y la sostenían con la supuesta
autoridad de su Maestro, no puede haber ninguna duda en
absoluto. (Véase 1 Cor. 10:11, 15:51; Fil. 14:5; 1 Tesa. 14:15;
Sant. 5:8; 1 Pedro 4:7; 1 Juan 2:18; Apoc. 1:13; 22:7,0,12). La
verdad es que Hutton reconoce esto por lo menos tan franca y
plenamente como lo hemos dicho”.- W. R. Greg, en
Contemporary Review, Nov. 1876.

Para los que sostienen que nuestro Señor predijo el fin del
mundo antes de que pasara aquella generación, las objeciones
del escéptico presentan una formidable dificultad – insuperable
de veras, sin recurrir a evasiones forzadas y antinaturales, o
admisiones que son fatales para la autoridad y la inspiración de
las narraciones evangélicas. Nosotros, por el contrario,
reconocemos plenamente la construcción de sentido común que
adelanta Greg sobre el lenguaje de Jesús, y la no menos obvia
aceptación de ese significado por parte de los apóstoles. Pero
llegamos a una conclusión directamente contraria a la del crítico,
y apelamos a la profecía del Monte de los Olivos como señalado
ejemplo y demostración de la visión sobrenatural del Señor.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LOS
HECHOS DE LOS APÓSTOLES –
Hechos 1:11.  –  “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de
vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.

La última conversación de Jesús con sus discípulos antes de su


crucifixión trató de que regresaría, y la última palabra que les dejó
a su ascensión fue la promesa de que vendría otra vez.

La expresión “así vendrá” no debe ser enfatizada demasiado.


Hay puntos obvios de diferencia entre la manera de su ascensión
y la Parusía. Se fue solo, y sin esplendor visible: habría de
regresar en gloria con sus ángeles. Las palabras, sin embargo,
dan a entender que su venida sería visible y personal, lo cual
excluiría la interpretación que la considera como  providencial,
o  espiritual. La visibilidad de la Parusía está apoyada por la
enseñanza uniforme de los apóstoles y la creencia de los
primeros cristianos: “Todo ojo le verá” (Apoc. 1:7).

No hay indicación de tiempo en esta promesa final, pero es sólo


razonable suponer que los discípulos la considerarían como
dirigida  a ellos, y que ellos abrigarían la esperanza de verle
pronto otra vez, según las propias palabras de Él: “Un poquito, y
me veréis”. Esta creencia les llevó de vuelta a Jerusalén con gran
gozo. ¿Es creíble que ellos habrían podido experimentar este
regocijo si hubiesen concebido que su venida no tendría lugar
durante dieciocho siglos? ¿O podemos suponer que su gozo
descansaba en un engaño? No hay conclusión posible sino la
que sostiene que la creencia de los discípulos estaba bien
fundada, y que la Parusía estaba a las puertas.
VIENEN LOS ÚLTIMOS DÍAS

Hechos 2:16-20.- “Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en


los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda
carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros
jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y
de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días
derramaré de mi Espíritu, y profetizarán. Y daré prodigios arriba
en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de
humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes
que venga el día del Señor, grande y manifiesto”.

En estas palabras de Pedro, la primera declaración apostólica


pronunciada en el poder de la inspiración divina de Pentecostés,
tenemos una interpretación autorizada de la profecía por medio
de una cita de Joel. Pedro identifica expresamente el tiempo y el
acontecimiento predicho por el profeta con el tiempo y el
acontecimiento que en ese momento eran actuales en el día de
Pentecostés. Los  “postreros días”  de Joel son  estos días  para
Pedro. La antigua predicción se había cumplido en parte; estaba
teniendo cumplimiento ante sus ojos en la copiosa efusión del
Espíritu Santo.

Este derramamiento del Espíritu Santo introdujo otros


acontecimientos, que ocurrirían de manera semejante. El día del
juicio para la nación teocrática había llegado, y antes de mucho,
los presagios de “aquel día grande y terrible de Jehová” serían
manifestados.

Es imposible dejar de reconocer la correspondencia entre los


fenómenos que precedieron al día del Señor como lo predijo Joel,
y los fenómenos descritos por nuestro Señor como precedentes a
su venida, y el juicio de Israel (Mat. 24:29). Las palabras de Joel
sólo pueden referirse a los últimos días de la era judía o el eón
judío, la ounteleia ton aiwnoj, que fue también el tema de la
profecía de nuestro Señor en el Monte de los Olivos. De manera
semejante, las palabras de Malaquías evidentemente se refieren
al mismo acontecimiento y al mismo punto en el tiempo – “el día
de su venida”, “el día ardiente como un horno”, “el día grande y
terrible  de Jehová” (Mal. 3:2; 4:1-5).

No puede concebirse nada más autorizado y decisivo que el


consenso de testimonios que tenemos aquí – Joel, Malaquías,
Pedro, y el gran Profeta del nuevo pacto en persona. Todos ellos
hablan del mismo suceso y del mismo período, el gran día del
Señor, la Parusía, y hablan de ellos como  cercanos. ¿Por qué
estorbar y desconcertar una predicción tan clara con
suposiciones, referencias dobles, y cumplimientos ulteriores?
Ninguna otra cosa encajará en esta profecía excepto ese suceso,
que es el único al cual se refiere, y con el cual se corresponde
como la impresión con el sello y la cerradura con la llave. La
catástrofe de Israel y Jerusalén estaba cerca, había sido prevista
hacía mucho tiempo, a menudo había sido predicha, y ahora era
inminente. La misma generación que había visto, rechazado, y
crucificado al Rey, presenciaría el cumplimiento de sus
advertencias cuando Jerusalén perecería en “sangre y fuego, y
vapor de humo”.

LA DESTRUCCIÓN VENIDERA DE AQUELLA GENERACIÓN

Hechos 2:40. “Y con otras muchas otras palabras testificaba y les


exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta perversa generación”.

Este versículo fija la referencia del discurso del apóstol. Era la


generación existente cuya destrucción venidera él preveía, y fue
de la participación en su destino de lo que urgía a sus oyentes a
escapar. No era sino el eco del clamor del Bautista:

“Huid de la ira venidera”. Aquí, nuevamente, no puede haber


duda del significado de “genea”; era aquella “generación
perversa”, que estaba colmando la medida de su predecesora, la
nación perversa e incorregible sobre la cual pendía el juicio.

Antes de abandonar este discurso de Pedro, podemos señalar


otro ejemplo de una proposición universal que debe tomarse en
sentido restringido. “Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne”.
La efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés no fue
literalmente universal, sino indiscriminada y general en
comparación con ocasiones anteriores. El uso necesariamente
limitado de una frase tan larga muestra cómo puede justificarse
una limitación similar en expresiones como “todas las naciones”,
“toda criatura”, y “todo el mundo”.

LA PARUSÍA Y LA RESTAURACIÓN DE TODAS LAS COSAS

Hechos 3:19-21. “Así que, arrepentíos y convertíos, para que


sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la
presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo,
que os fue antes anunciado; a quien dé cierto es necesario que el
cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las
cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que
han sido desde tiempo antiguo”.

Apenas es posible dudar de que, en este discurso, el apóstol


habla de lo que él concebía que sus oyentes podrían
experimentar y experimentarían, si obedecían su exhortación a
arrepentirse y creer. En realidad, cualquier otra suposición sería
absurda. No era imposible que ni el apóstol ni sus oyentes
pudieran pensar en “tiempos de refrigerio” y “restauración de
todas las cosas” en épocas remotas del mundo; las bendiciones
que estaban a una distancia de siglos  y milenios difícilmente
serían motivos poderosos para el arrepentimiento inmediato.
Debemos, por lo tanto, considerar los tiempos de refrigerio y de
restauración como los considera el apóstol, cercanos, y al
alcance de aquella generación.

Pero, si es así, ¿qué hemos de entender por “tiempos de


refrigerio” y “restauración de todas las cosas”? Sin duda, casi lo
mismo; y la una frase nos ayudará a entender la otra. Se dice que
la restauración [apokatustasij] de todas las cosas es el tema de
toda la profecía; entonces, sólo puede referirse a lo que la
Escritura designa como “el reino de Dios”, fin y propósito de todas
las relaciones de Dios con Israel. Era una frase bien entendida
por los judíos de aquel período, que esperaban los días del
Mesías, el reino de Dios, como cumplimiento de todas sus
esperanzas y aspiraciones. Era la era venidera o el eón venidero,
aiwn o mellwn, cuando todas las injusticias habrían de corregirse,
y reinarían la verdad y la justicia. La nación entera estaba
impregnada de la creencia de que esta época feliz estaba a punto
de iniciarse. ¿Cuál era la doctrina de nuestro Señor sobre este
tema? Dijo a sus discípulos: “Elías a la verdad vendrá primero,
y  restaurará todas las cosas”  (Mar. 9:12). Es decir, el segundo
Elías, Juan el Bautista, y había iniciado la restauración que Él
mismo habría de completar; había echado los cimientos del reino
que Él habría de consumar y coronar. Porque la misión de Juan
era, en un aspecto, restauradora, esto es, en  intención, aunque
no en efecto. Vino a hacer volver la nación a su lealtad, a renovar
su relación de pacto con Dios: iba delante del Señor, “en el
espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de
los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los
justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Luc.
1:17). ¿Qué es todo esto, sino la descripción de “los tiempos de
refrigerio de la presencia del Señor”, y “la restauración de todas
las cosas”, que eran presentados como dones de Dios para
Israel?

Pero, ¿tenemos alguna indicación clara del período en que


podrían esperarse estas bendiciones ofrecidas? ¿Estaban en el
futuro distante, o a las puertas? La nota de tiempo aparece
marcada claramente en el versículo 20. La venida de Cristo está
especificada como el período en que estas gloriosas expectativas
han de convertirse en realidad. Nada puede ser más claro que la
conexión y la coincidencia de estos sucesos, la venida de Cristo,
los tiempos de refrigerio, y la restauración de todas las cosas.
Esto armoniza con la uniforme representación que se da en la
escatología del Nuevo Testamento: la Parusía, el fin del tiempo,
la consumación del reino de Dios, la destrucción de Jerusalén, el
juicio de Israel, todos sincronizan. Encontrar la fecha de uno es
establecer la fecha de todos. Ya hemos visto cuán definidamente
fue fijado el tiempo del cumplimiento de algunos de estos
sucesos. El Hijo del hombre había de venir en su reino antes de
la muerte de algunos de algunos de los discípulos. La catástrofe
de Jerusalén había de tener lugar antes de que pasara la
generación que entonces existía. El día grande y terrible del
Señor es representado por Pedro en el capítulo anterior como
alcanzando a aquella “desgraciada generación”. Y ahora, en el
pasaje que consideramos, da a entender, con la misma claridad,
que la llegada de los tiempos de refrigerio y la restauración de
todas las cosas, eran contemporáneas con “enviar a Cristo”
desde el cielo.

Pero puede decirse: ¿Cómo puede una catástrofe tan terrible


como la destrucción de Jerusalén estar asociada con tiempos de
refrigerio o restauración? La medalla tenía dos lados: había el
reverso y el anverso. La incredulidad y la impenitencia
cambiarían los “tiempos de refrigerio” en “días de retribución”. Si
ellos “menospreciaban las riquezas de su benignidad, paciencia,
y longanimidad” de Dios, entonces, en vez de restauración,
habría destrucción; y en vez del día de salvación, habría  “día de
ira, y revelación del justo juicio de Dios” (Rom. 2:4,5).

Sabemos la elección fatal que hizo Israel; cómo “vino la ira sobre
ellos al máximo”; y sabemos cómo ocurrió todo en el período
señalado y predicho, al “fin del tiempo”, dentro de los límites de
aquella generación.

Así, podemos definir el período al cual hace alusión el apóstol en


este pasaje, y llegar a la conclusión de que coincide con la
Parusía.

Somos conducidos a la misma conclusión por otro camino. En


Mateo 19:28, nuestro Señor declara a sus discípulos: “De cierto
os digo que, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se
siente en el trono de su gloria”, etc. Ya hemos comentado este
pasaje, pero es bueno observar otra vez que la
“regeneración” [paliggenesia] en Mateo es el equivalente preciso
de la “restauración” [apokastastasij] de Hechos. Lo que se quiere
decir con la regeneración es claro más allá de toda sombra de
duda, porque es el tiempo “cuando el Hijo del hombre se siente
en el trono de su gloria”. Pero este es el período cuando venga a
juzgar a la nación culpable (Mat. 25:31). No hay posibilidad de
equivocar el tiempo; no hay ninguna dificultad en identificar el
suceso; es el fin del tiempo, y el juicio de Israel.

Llegamos así a la misma conclusión por una ruta diferente e


independiente, reforzando inconmensurablemente la fuerza de la
demostración.

CRISTO HA DE JUZGAR PRONTO AL MUNDO


Hechos 17:31. “Por cuanto ha establecido un día en el cual
juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó”.

Ya hemos visto que se declara que el Señor Jesucristo es


constituido Juez de los hombres (Juan 5:22,27). Con la misma
claridad se declara que el tiempo de juicio es la Parusía. Con
igual claridad, se nos enseña que la Parusía habría de ocurrir
dentro del término de la generación que entonces vivía. Por lo
tanto, Pablo ve el juicio como cercano. En el pasaje ahora
delante de nosotros, tenemos una confirmación incidental pero
inadvertida de este hecho. Las palabras “él juzgará” no expresa
un simple futuro, sino un futuro rápido, mellei krinein, está a punto
de juzgar,  o juzgará pronto. Este matiz de significado no se
conserva en nuestra versión de habla inglesa, pero no carece de
importancia.

Aquí, pues, nos encontramos nuevamente con la a menudo


recurrente asociación de la Parusía con el juicio, los cuales eran
evidentemente considerados por el apóstol como a las puertas.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – INTRODUCCION
Hemos visto cómo la Parusía, o venida de Cristo, está difundida
en los evangelios de principio a fin. La encontramos claramente
anunciada por Juan el Bautista al comienzo mismo de su
ministerio, y es el último pronunciamiento de Jesús registrado por
Juan. Entre estos dos puntos, encontramos constantes
referencias al suceso en varias formas y en varias ocasiones.
También hemos visto que la Parusía está asociada generalmente
con el juicio; esto es, el juicio de Israel y la destrucción del templo
y la ciudad de Jerusalén. La razón de esta asociación de la
venida de Cristo con el juicio de Israel es muy evidente. La
Parusía era el suceso culminante en lo que puede llamarse la
historia mesiánica, o el gobierno teocrático del pueblo judío. La
encarnación y la misión del Hijo de Dios, aunque tenían una
relación general con la raza humana entera, tenía al mismo
tiempo una relación especial y peculiar con la nación del pacto,
los hijos de Abraham. Cristo era en verdad el “segundo Adán”, la
nueva Cabeza y el nuevo Representante de la raza, pero, antes
de eso, era el Hijo de David y el Rey de Israel. Su propia y
declarada visión de su misión era que era, primero que todo,
especial para el pueblo escogido: “No soy enviado sino a las
ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mat. 15:24). El título mismo
que reclamaba para sí, “Cristo”, el Mesías, o el Ungido, indicaba
su relación con el judaísmo y la teocracia, porque le reconocía
como verdadero Rey, venido en la plenitud del tiempo “a los
suyos”, para tomar posesión del trono de su padre David. Este
especial carácter judaico de la misión del Señor Jesús es
constantemente reconocido en el Nuevo Testamento, aunque es
ignorado por los teólogos y casi olvidado por los cristianos en
general. Pablo hace mucho énfasis en esto.
“Pues os digo que Cristo Jesús vino a ser  siervo de la
circuncisión  para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las
promesas hechas a los padres” (Rom. 15:8); y, podríamos muy
bien añadir: “para cumplir las amenazas” también. La frase “el
reino de Dios” es claramente una idea mesiánica y teocrática, y
hace referencia especial y única a Israel, sobre el cual el Señor
era Rey, en cierto sentido peculiar a esa nación solamente (Deut.
7:6; Amós 3:2). Veremos que “el reino de Dios” está representado
como llegando a su consumación en el período de la destrucción
de Jerusalén.

Ese suceso marca el desenlace del gran plan de la providencia, o


economía, divina, como se le llama, que comenzó con el llamado
de Abraham y estuvo en operación durante dos mil años.
Podemos considerar ese plan, la dispensación judía, no sólo
como un importante factor en la educación del mundo, sino
también como un experimento, a gran escala y bajo las más
favorables circunstancias, para, si fuere posible, formar un pueblo
para el servicio, y el temor, y el amor de Dios; una nación modelo,
cuya influencia moral podría bendecir al mundo. En algunos
respectos, sin duda, fue un fracaso, y su fin fue trágico y terrible;
pero lo que es importante que notemos, en relación con esta
investigación, es que la relación entre Cristo, el Hijo de David y
Rey de Israel, con la nación judía explica la prominencia que los
evangelios dan a la Parusía, y los sucesos que la acompañaron,
como poseedores de una relación especial con aquel pueblo. El
no prestar atención a esto ha engañado a muchos teólogos y
comunicadores. Han leído “el planeta tierra”, donde sólo se
quería decir “el territorio”; “la raza humana”, cuando sólo se
quería decir “Israel”; “el fin del mundo”, donde se aludía al “fin de
la era o dispensación”. Al mismo tiempo, sería un grave error
subestimar la importancia y la magnitud del suceso que tuvo
lugar en la Parusía. Fue una gran época en el gobierno divino del
mundo: el fin de una economía que había durado dos mil años; la
terminación de un eón y el comienzo de otro; la abrogación del
“antiguo orden” y la inauguración del nuevo. Es, sin embargo, su
especial relación con el judaísmo lo que da a la Parusía su
principal significado e importancia.

Pasando de los evangelios a las epístolas, encontramos que la


Parusía ocupa un lugar conspicuo en las enseñanzas y los
escritos de los apóstoles. Es natural y razonable que fuese así. Si
su Maestro les enseñó durante su vida que vendría otra vez; que
algunos de ellos vivirían para verle regresar; si, en su
conversación de despedida con ellos en la cena pascual Él se
espació en lo corto del intervalo de su ausencia, y lo llamó “un
poco”; si, a su ascensión, los mensajeros divinos les habían
asegurado que Él vendría otra vez como le habían visto irse,
sería realmente extraño que hubiesen olvidado o perdido de vista
la inspiradora esperanza de una pronta reunión con el Señor.
Ciertamente, a menudo expresan la esperanza de su venida. Esa
esperanza era la estrella matutina y la alborada que les alegraba
en la noche tenebrosa de tribulación a través de la cual tenían
que pasar; se consolaban los unos a los otros con la consigna
familiar: “El Señor está a las puertas”. Sentían que, en cualquier
momento, su esperanza podía convertirse en realidad. La
esperaban, la buscaban, la anhelaban, y se exhortaban los unos
a los otros a velar y a orar. Eso les había mandado el Señor, y
eso hacían. ¿Podrían estar equivocados? ¿Es posible que
acariciaran ilusiones sobre este tema? ¿Podrían haber
malentendido las enseñanzas del Señor? Si esto era posible,
estremecería los fundamentos de nuestra fe. Si los apóstoles
podían estar en error con respecto a un hecho sobre el cual ellos
tenían el más amplio medio de información, y sobre el cual
profesaban hablar con autoridad como órganos de inspiración
divina, ¿qué confianza podía tenérseles con respecto a otros
temas, que por su naturaleza eran obscuros, abstrusos, y
misteriosos?  2  Nadie que tenga alguna fe en la certeza que el
Salvador dio a sus discípulos de que enviaría al Espíritu Santo
“para guiarles a toda verdad” y para “recordarles todas las cosas
que les había dicho” puede dudar que la autoridad con que los
apóstoles hablaban concerniente a la Parusía es igual a la de
nuestro Señor mismo. La hipótesis de que puede hacerse una
distinción entre lo que ellos creían y enseñaban sobre este tema,
y lo que creían y enseñaban sobre otros temas, no soporta ni el
más ligero examen. La totalidad de la enseñanza de los
discípulos descansa en el mismo fundamento, y ese fundamento
es el mismo sobre el cual descansa la doctrina de Cristo mismo.

Ahora procedemos a examinar las referencias a la Parusía


contenidas en las epístolas de Pablo, considerándolas en orden
cronológico, hasta donde se puede establecer.
PARTE II – LA PARUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
A LOS TESALONICENSES
LA PRIMERA EPÍSTOLA A LOS TESALONICENSES

Se cree generalmente que ésta es la primera de todas las


epístolas apostólicas, y su fecha es asignada al año 52 d. C.,
dieciséis años después de la conversión de Pablo [1] y veintidós
años después de la crucifixión de nuestro Señor. Es evidente, por
lo tanto, que cualesquiera sugerencias de inexperiencia, o
entusiasmo recién nacido, que sean visibles en esta epístola y
que más tarde hayan sido atenuadas por el juicio más maduro de
años subsiguientes, están bastante fuera de lugar. No podemos
detectar ninguna diferencia en la fe y la esperanza de “Pablo el
anciano” y el del “importante y poderoso” escritor de esta
epístola. Es, por lo tanto, sumamente instructivo observar los
sentimientos y las creencias que eran manifiestamente actuales y
prevalecientes en las mentes de los primeros cristianos.

Bengel observa: “Los tesalonicenses estaban llenos de la


esperanza del advenimiento de Cristo. Tan laudable era su
posición, tan libre y desembarazada era la regla del cristianismo
entre ellos, que cada hora podían esperar la venida del Señor
Jesús”.  [2]  Este es un extraño razonamiento. Es verdad que los
tesalonicenses estaban llenos de la esperanza de la pronta
venida de Cristo, pero, si en esta esperanza ellos estaban
engañados, ¿dónde está lo laudable de trabajar bajo un engaño?
Si era una debilidad amigable,  “sancta simplicitas”, esperar el
pronto regreso de Cristo, parece un pobre cumplido alabar su
credibilidad a expensas de su entendimiento.

Descubriremos, sin embargo, que los cristianos de Tesalónica no


necesitan ninguna disculpa para su fe.
LA ESPERANZA DE LA PRONTA VENIDA DE CRISTO

I Tes. 1:9,10. “Os convertísteis de los ídolos a Dios, para servir al


Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual
resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira
venidera”.

Este pasaje es interesante en que muestra muy claramente el


lugar que la esperada venida de Cristo ocupaba en la creencia de
las iglesias apostólicas. Estaba en primera fila; era una de las
principales verdades del evangelio. Pablo describe la nueva
actitud de estos conversos tesalonicenses cuando se “volvieron
de sus ídolos para servir al Dios vivo y verdadero”; era la actitud
de  “esperar a su Hijo”. Es muy significativo que esta verdad
particular fuera seleccionada de entre todas las grandes doctrinas
del evangelio, y debería ser hecha la característica prominente
que distinguía a los conversos cristianos de Tesalónica. Toda la
vida cristiana está aparentemente resumida bajo dos
encabezados, uno general, el otro particular: el primero, el
servicio del Dios viviente; el segundo, la expectativa de la venida
de Cristo. Es imposible resistir la inferencia: (1) Que esta última
doctrina constituía una parte integral de la enseñanza apostólica.
(2) Que la esperanza del pronto regreso de Cristo era la fe de los
cristianos primitivos. (3) Porque, ¿cómo iban a esperar?
Seguramente, no en sus tumbas; no en el cielo; ni en el Hades;
es claro que mientras estuviesen vivos en la tierra. La forma de
expresión “esperar de los cielos a su Hijo” manifiestamente
implica que ellos,  mientras estaban en la tierra, esperaban la
venida de Cristo desde el cielo. Alford observa que “el aspecto
especial de la fe de los tesalonicenses era la  esperanza;
esperanza en el regreso del Hijo de Dios desde el cielo”, y añade
un comentario singular: “Evidentemente, ellos  sostenían esta
esperanza como señalando a un suceso más inmediato de lo que
la iglesia desde entonces ha creído que era. Ciertamente, estas
palabras les darían una idea de la  cercanía  de la venida de
Cristo; y quizás el malentendido de ellos haya contribuido a la
idea que el apóstol corrige en 2 Tes. 2:1″. Esta es una sugerencia
de que los tesalonicenses estaban equivocados al esperar el
regreso del Señor en sus días. Pero, ¿de dónde derivaban esta
expectativa? ¿No era del apóstol mismo? Veremos que los
tesalonicenses erraron, no en esperar la Parusía, o en esperarla
en sus propios días, sino en suponer que el tiempo ya había
llegado en realidad.

La última cláusula del versículo no es menos importante: “Jesús,


quien nos libra de la ira venidera”. Estas palabras nos retrotraen
a la proclamación de Juan el Bautista: “Huid de la ira venidera”.
Sería un error suponer que Pablo se refiere aquí a la retribución
que aguarda a cada alma pecadora en un estado futuro: lo que él
tenía en mente era una catástrofe particular y predicha. “La ira
venidera” [h orgh h ercomenh] de este pasaje es idéntica a la “ira
venidera” [orgh  mellousa] del segundo Elías; es idéntica a los
“días de retribución” y a la “ira sobre este pueblo” predichas por
nuestro Señor, Lucas 26:23. Es “el día de la ira y de la revelación
del justo juicio de Dios” de lo cual habla Pablo en Rom. 2:5. Esa
venidera  “dies irae”  siempre se destaca clara y visiblemente
durante todo el Nuevo Testamento. Ahora no estaba distante, y,
aunque Judea podría ser el centro de la tormenta, el ciclón del
juicio arrasaría otras regiones y afectaría a multitudes que, como
los tesalonicenses, podrían haber pensado que estaban fuera de
su alcance. Sabemos por Josefo cómo el estallido de la guerra de
los judíos fue la señal para la masacre y el exterminio en cada
ciudad en que habitantes judíos se habían asentado. Fue a esta
ubicuidad de la “ira venidera” a la que se refirió nuestro Señor
cuando dijo: “Donde esté el cuerpo muerto, allí se juntarán las
águilas” (Lucas 17:37). Aquí nuevamente, como con tanta
frecuencia hemos tenido ocasión de observar, la Parusía está
asociada con el juicio.

 

LA IRA VENIDERA SOBRE EL PUEBLO JUDÍO

1 Tes. 2:16. “Vino sobre ellos la ira hasta el extremo”.

Aquí el apóstol representa la “ira venidera” como si ya hubiese


venido. Ahora, es verdad que el juicio de Israel, esto es, la
destrucción de Jerusalén y la extinción de la nacionalidad judía,
no habían tenido lugar todavía. Bengel parece pensar que el
apóstol alude a una terrible matanza de judíos que acababa de
suceder en Jerusalén, donde “una inmensa multitud de personas
(algunos dicen que más de treinta mil) fue asesinada”.  [4]  La
explicación de Alford es: “Él considera el hecho del consejo divino
como una cosa en tiempo pasado,  q.d.  “que estaba señalada
para que viniese”, no ha “venido”. Jonathan Edwards, en su
sermón sobre este texto, lo refiere a la destrucción de Jerusalén
que se acercaba. “La ira ha venido”, es decir, está justo aquí; a
las puertas: como está probado con respecto a esa nación: su
terrible destrucción por los romanos ocurrió poco tiempo después
de que el apóstol escribió esta epístola”.  [5]  O la suposición de
Bengel es correcta, o la catástrofe final estaba, según lo veía el
apóstol, tan cercana y era tan segura que hablaba de ella como
de un hecho consumado.

En los versículos 15 y 16, podemos detectar una alusión bien


clara en el lenguaje del apóstol a las acusaciones de nuestro
Señor contra “aquella generación malvada (Mat. 23:31,32,36).

LA RELACIÓN ENTRE LA PARUSÍA  Y LOS DISCÍPULOS DE


CRISTO
1 Tes. 2:19.  “Porque, ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o
corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de
nuestro Señor Jesucristo, en su venida?”

La uniforme enseñanza del Nuevo Testamento es que el suceso


que habría de ser tan fatal para los enemigos de Cristo habría de
ser favorable para sus amigos. Por todas partes, los más
malévolos opositores y perseguidores del cristianismo fueron los
judíos; la aniquilación de la nacionalidad judía, por tanto, eliminó
al  más formidable antagonista del evangelio y trajo reposo y
alivio a los sufridos cristianos. Nuestro Señor había dicho a los
discípulos, hablando de esta catástrofe que se aproximaba:
“Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad
vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas
21:28). Pero esta explicación está lejos de agotar el significado
entero de tales pasajes. No puede dudarse de que la Parusía, en
todas partes, está representada como la corona de las
esperanzas y aspiraciones cristianas; cuando ellos “heredarían el
reino” y “entrarían en el gozo de su Señor”. Tal es la clara
enseñanza tanto de Cristo como de sus apóstoles, y la
encontramos claramente expresada en las palabras de Pablo que
ahora tenemos delante. La Parusía habría de ser la consumación
de la gloria y la felicidad para los fieles, y el apóstol buscaba “su
corona” en la “venida” de Cristo.

CRISTO VENDRÁ CON TODOS SUS SANTOS

1 Tes. 3:13.  “Para que sean afirmados vuestros corazones,


irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la
venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos”.

Este pasaje proporciona otra prueba de que el apóstol


consideraba el período de la venida de nuestro Señor como la
consumación de la bienaventuranza de su pueblo. Aquí él la
representa como una época judicial en que la condición moral y
el carácter de los hombres serían escrutados y revelados. Esto
concuerda con 1 Cor. 4:5: “Así que, no juzguéis nada antes de
tiempo,  hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo
oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los
corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios”.
De manera similar, en Col. 1:22 encontramos una expresión casi
idéntica: “Para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles
delante de él”, palabras que sólo pueden ser entendidas como
que se refieren a una investigación y aprobación judiciales.

Que este prospecto no estaba distante, sino, por el contrario, muy


cercano, lo implica el tenor entero del lenguaje del apóstol. ¿Está
Pablo todavía sin su corona de gozo? ¿Están sus conversos de
Tesalónica todavía esperando al Hijo de Dios que venga del
cielo? ¿No están todavía “establecidos en santidad delante de
Dios”? ¿Todavía no han sido presentados santos, sin mancha, e
irreprensibles delante de él? Porque ésta habría de ser su
felicidad “a la venida de Jesús” y no antes. Si, por lo tanto, ese
suceso nunca hubiera tenido lugar, ¿qué habría sido de su
ansiosa expectativa y su esperanza? Si ellos hubieran podido
saber que cientos y miles de años tenían que transcurrir
lentamente, ¿podrían Pablo y sus hijos en la fe haberse llenado
de alegría con el pensamiento de la gloria venidera? Pero, en la
suposición de que la Parusía estaba a las puertas; que todos
ellos podían esperar presenciar su llegada, entonces, cuán
natural e inteligible se vuelven esta ansiosa expectación y esta
esperanza. Que tanto el apóstol como los tesalonicenses creían
que “la venida del Señor estaba cerca” es tan evidente que
apenas requiere algún argumento para probarlo. La única
pregunta es: ¿Estaban equivocados, o no?
Puede añadirse una observación sobre la palabra que concluye
la frase: “Agioi”, santo, puede referirse a ángeles, o a hombres, o
ambos. No hay nada en el texto para establecer la referencia. Es
verdad que, en el siguiente capítulo (ver. 14), se nos dice que a
los que durmieron en Jesús traerá Dios con él, pero esto parece
referirse a la resurrección de los santos que duermen en sus
tumbas, más bien que a su venida desde el cielo con Él. Por lo
tanto, estamos impedidos de referir a los muertos en Cristo. Tanto
más cuanto que Cristo, a su venida, siempre es representado
como asistido por sus ángeles.

“Él vendrá con sus ángeles” (Mat. 16:27); “con los santos
ángeles” (Mar. 8:38); “con los ángeles de su poder” (2 Tes. 1:7);
“todos los santos ángeles con él” (Mat. 25:31).

Esto concuerda también con el uso en el Antiguo Testamento. El


estado real de Jehová cuando vino a dar la ley en Sinaí se
describe así: “Vino de entre diez millares de santos”, es decir,
ángeles (Deut. 33:2). “Los carros de Dios se cuentan por
veintenas de millares de millares; el Señor viene del Sinaí a su
santuario” (Sal. 68:17). “Vosotros que recibisteis la ley por
disposición [por mandato de – Alford] ángeles” (Hech. 7:53).
Podemos, por lo tanto, considerar como probable que la
referencia en este pasaje es a los ángeles.

SUCESOS QUE ACOMPAÑAN LA PAROUSÍA

1.  La resurrección de los muertos en Cristo

2.   El rapto de los santos vivos al cielo

1 Tes. 4:13-17. “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis


acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como
los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús
murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que
durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del
Señor; que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta
la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron.
Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel,
y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en
Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los
que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con
ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así
estaremos siempre con el Señor”.

Evidentemente, estas explicaciones de Pablo tenían el propósito


de enfrentarse a un estado de cosas que había comenzado a
manifestarse entre los cristianos de Tesalónica, y que le había
sido informado por Timoteo. Esperando ansiosamente la venida
de Cristo, deploraban la muerte de sus compañeros cristianos,
pues esto les excluía de participar en el triunfo y la
bienaventuranza de la Parusía. “Temían que estos cristianos
fallecidos perdieran la felicidad de presenciar la segunda venida
de su Señor, que ellos esperaban contemplar pronto”.  [6]  Para
corregir este malentendido, el apóstol da las explicaciones
contenidas en este pasaje.

Primero, les asegura que no tenían razón para lamentar la partida


de sus amigos en Cristo, como si aquellos hubiesen quedado en
alguna desventaja al morir antes de la venida del Señor; porque,
así como Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos, así
también, cuando regresara en gloria, resucitaría de sus tumbas a
sus discípulos que dormían.

Segundo, les informa, por autoridad del Señor Jesús, que los de
entre ellos que vivieran para ver su venida no precederían, o no
tendrían ninguna ventaja sobre, los fieles que hubiesen muerto
antes de ese acontecimiento.

Tercero, describe el orden de los sucesos que acompañan a la


Parusía:

1. El descenso del Señor desde el cielo con voz de mando, con


voz de arcángel, y con trompeta de Dios.

2. La resurrección de los muertos que habían dormido en Cristo.

3. El arrebatamiento simultáneo de los santos vivos, junto con los
muertos resucitados, a la región del aire, para encontrarse allí
con el Señor que viene.

4. La reunión eterna de Cristo y su pueblo en el cielo.

La legítima deducción de las palabras de Pablo en el vers. 15,


“nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida
del Señor”, es que él esperaba como posible, y hasta como
probable, que sus lectores y él mismo estuviesen vivos a la
venida del Señor. Tal es la interpretación obvia y natural de su
lenguaje. Dean Alford observa, con mucha fuerza y sinceridad:

“Entonces, sin duda alguna, él mismo esperaba estar vivo, junto


con la mayoría de aquellos a quienes escribía, a la venida del
Señor. Porque no podemos aceptar, ni por un momento, la
evasión de Teodoreto y la mayoría de los antiguos comentaristas
(es decir, que el apóstol no habla de él mismo personalmente,
sino de los que estuvieran vivos en ese tiempo), sino que
debemos tomar las palabras en su significado único, sencillo,
gramatical, de que “nosotros que vivimos, que habremos
quedado” [oi zwntej oi perileipomenoi] son una clase que se
distingue de “los que duermen” [oi koimhqentej], estando todavía
en la carne cuando Cristo venga, en cuya clase, anteponiendo
como prefijo “nosotros” [h,me/ij], incluye a sus lectores y se
incluye a sí mismo. Que esta era su esperanza, lo sabemos por
otros pasajes, especialmente 2 Cor. 5 [7].

Pero, aunque admite que el apóstol tenía esta esperanza, Alford


lo trata como un error, pues continúa diciendo:

“Ni es necesario que se sorprenda ningún cristiano de que los


apóstoles, en esta cuestión de detalles, hayan encontrado sus
esperanzas personales sujetas a engaño con respecto a un día
del cual se dice tan solemnemente que nadie conoce su tiempo
señalado, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre
solamente” (Marcos 13:32).

De la misma manera, encontramos las siguientes observaciones


en Conybeare y Howson, (cap. 11):

“La iglesia primitiva, y hasta los apóstoles mismos, esperaban


que su Señor viniera otra vez en aquella misma generación.
Pablo mismo compartía esa esperanza, pero, estando bajo la
guía del Espíritu de verdad, no dedujo de allí ninguna conclusión
práctica errónea”.

Pero la pregunta es: ¿Tenían los apóstoles suficiente base para


sus esperanzas? ¿No estaban plenamente justificados al creer
como creían? ¿No había predicho el Señor expresamente su
propia venida dentro de los límites de la generación existente?
¿No había conectado su venida con la destrucción del templo y la
subversión del gobierno nacional de Israel? ¿No había asegurado
a sus discípulos que dentro de “un poco” le verían de nuevo?
¿No había declarado que algunos de ellos vivirían para
presenciar su regreso? Y, después de todo esto, ¿es necesario
encontrar excusas para Pablo y los primitivos cristianos, como si
hubiesen actuado bajo engaño? Si lo hicieron, no fue su culpa,
sino la de su Maestro. Habría sido realmente extraño que,
después de todas las exhortaciones que habían recibido de estar
alerta, de velar, de vivir continuamente esperando la Parusía, los
apóstoles no hubiesen creído confiadamente en la pronta venida
de Jesús, y no hubiesen enseñado a otros a hacer lo mismo.
Pero parecería que Pablo hace descansar sus explicaciones a los
tesalonicenses en la autoridad de una especial comunicación
divina a él mismo. “Esto os digo por palabra del Señor”, etc. Esto
puede difícilmente significar que el Señor lo había predicho así en
su discurso profético en el Monte de los Olivos, porque ninguna
declaración de esta clase aparece registrada; por lo tanto, debe
referirse a una revelación que él mismo había recibido. ¿Cómo,
entonces, podría equivocarse en sus esperanzas? Es extraño
que en sus días existiera tan grande incredulidad con respecto al
sencillo significado de las expresas afirmaciones de nuestro
Señor sobre este tema. Cumplido o no, acertado o equivocado,
no hay ninguna ambigüedad ni incertidumbre en su lenguaje.
Puede decirse que no tenemos ninguna evidencia de que tales
hechos hayan ocurrido como se describe aquí – el descenso del
Señor con aclamación, el sonar de la trompeta, la resurrección de
los muertos que duermen, el arrebatamiento de los santos vivos.
Cierto; pero, ¿es cierto que estos hechos son cognoscibles por
los sentidos? ¿Está su lugar en la región de lo material y lo
visible? Como ya hemos dicho, sabemos y estamos seguros de
que una gran parte de los sucesos predichos por nuestro Señor, y
esperados por sus apóstoles, en realidad ocurrieron en aquella
misma crisis llamada “el fin de la época”. No hay diferencia de
opinión concerniente a la destrucción del templo, el derrumbe de
la ciudad, la matanza sin paralelo de la gente, la extinción de la
nacionalidad, el fin de la dispensación legal. Pero la Parusía está
inseparablemente ligada a la destrucción de Jerusalén; y, de
manera semejante, la resurrección de los muertos, y el juicio de
la “generación malvada”, a la Parusía. Son partes diferentes de
una gran catástrofe; escenas diferentes de un gran drama.
Nosotros aceptamos los hechos verificados por el historiador
por  la palabra de un hombre; han de titubear los cristianos en
aceptar los hechos que están garantizados por  la palabra del
Señor?

EXHORTACIONES A VELAR EN ESPERA DE LA PARUSÍA

1 Tes. 5:1-10. “Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no


tenéis necesidad, hermanos, de que yo os escriba. Porque
vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así
como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad,
entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los
dolores a la mujer encinta, y no escaparán. Mas vosotros,
hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os
sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e
hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto,
no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios.
Pues los que duermen, y los que se embriagan, de noche se
embriagan. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios,
habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la
esperanza de salvación como yelmo. Porque no nos ha puesto
Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro
Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que ya sea que
velemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él”.

Es manifiesto que estos llamados urgentes a velar no tendrían


ningún significado, a menos que el apóstol creyera en la cercanía
de la crisis venidera. ¿Era para los tesalonicenses, o para alguna
generación nonata en el muy distante futuro, que Pablo escribía
estas líneas? ¿Por qué instar a los hombres en el año 52 a velar
y estar alertas para una catástrofe que no habría de tener lugar
durante cientos y miles de años? Cada una de las palabras de
esta exhortación supone que la crisis se cierne sobre el pueblo y
es inminente.
Decir que el apóstol no escribe para ninguna generación ni para
ningunas personas en particular es lanzar un aire de irrealidad
sobre sus exhortaciones, contra el cual se revuelve la crítica
reverente. Ciertamente se refería a las mismas personas a las
cuales escribió, y que leyeron su epístola, y no pensó en
ningunas otras. No podemos aceptar la sugerencia de Bengel de
que “nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado” son
sólo personajes imaginarios, como los nombres de Cayo y Ticio
(Juan Pérez y Ricardo Perico); porque nadie puede leer esta
epístola sin ser consciente de la cálida adhesión personal y el
afecto hacia los individuos que se respiran en cada línea.
Concluimos, por lo tanto, que el todo tenía que ver, directa y
actualmente, con la posición real y las expectativas de las
personas a las cuales está dirigida la epístola.

ORACIÓN PARA QUE LOS TESALONICENSES SOBREVIVAN


HASTA LA VENIDA DE CRISTO

1 Tes. 5:23. “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo;


y todo vuestro ser, espíritu, alma, y cuerpo, sea guardado
irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”.

Si todavía quedase una sombra de duda sobre la cuestión de si


Pablo creía y enseñaba la incidencia de la Parusía en sus propios
días, este pasaje la disiparía. Ningunas palabras pueden implicar
esta creencia más claramente que esta oración de que los
cristianos tesalonicenses no murieran antes de la aparición de
Cristo. La muerte es la disolución de la unión entre el cuerpo, el
alma, y el espíritu, y la oración del apóstol es que el espíritu, el
alma, y el cuerpo pudieran “todos juntos” [oloklhron] ser
preservados en santidad hasta la venida del Señor. Esto
implica  la continuación de su vida corporal hasta aquel
acontecimiento.
 

Notas:

1. Conybeare and Howson.


2. Gnomon, in loc.
3. “Todo lector de la Escritura sabe que la Primera Epístola a
los Tesalonicenses habla de la venida de Cristo en términos
que indican una expectativa de su pronta aparición: ‘Os digo
por la palabra de Dios’, etc. (cap. 4:15-17; 5:4).
Cualesquiera otras construcciones que estos textos
puedan soportar, la idea que ellos dejan en la mente de un
lector ordinario es la de que el autor de la epístola espera
que el día del juicio tenga lugar en sus propios días, o cerca
de ellos” – Paley´s Horae Paulinae, cap. ix.
“Si se nos preguntase la característica que distinguía a los
primeros cristianos de Tesalónica, deberíamos señalar su
abrumador sentido de la cercanía del segundo advenimiento,
acompañado de pensamientos melancólicos concernientes a los
que podrían morir antes de él, y con ideas tenebrosas e
imprácticas sobre lo corto de la vida y la vanidad del mundo.
Cada capítulo de la primera epístola a los Tesalonicenses termina
con una alusión a este tema; y era evidentemente el tema de
frecuentes conversaciones cuando el apóstol estaba en
Macedonia. Pero Pablo nunca habló ni escribió sobre el futuro
como si el presente hubiera de ser olvidado. Cuando los
tesalonicenses fueron amonestados sobre el advenimiento de
Cristo, Él también les habló de otros sucesos futuros, llenos de
advertencias prácticas para todas las edades, aunque para
nuestros ojos todavía están envueltos en misterio – de la
“apostasía” y del “hombre de pecado”. ‘Estas terribles
revelaciones’, dijo, ‘deben preceder a la revelación del Hijo de
Dios. ¿No recordáis’, añade con énfasis en su carta, ‘que, cuando
todavía estaba con vosotros, os decía esto a menudo? Sabéis,
por tanto, qué  impide hasta ahora que sea  revelado, como lo
será en su propio tiempo’. Les dijo, en palabras de Cristo mismo,
que ‘los tiempos y las sazones de las venideras revelaciones
eran conocidas sólo por Dios’; y les advirtió, como los primeros
discípulos habían sido advertidos en Judas, que el gran día
vendría de repente contra los hombres que no estuviesen
preparados, como los dolores de la mujer cuyo tiempo se ha
cumplido’, y como ‘ladrón en la noche’, y les mostró tanto por
precepto como por ejemplo que, aunque es cierto que la vida es
corta y el mundo es vanidad, la obra de Dios debe hacerse con
diligencia y hasta el fin’ “- Conybeare and Howson, Life and
Epistles of St. Paul, cap. 9.

4. Gnomon, in loc.
5. Works, vol. iv., p. 281.
6. Conybeare and Howson, cap. xi.
7. Greek Testament, in loc.
8. Conybeare and Howson´s translation.
 

LA SEGUNDA EPÍSTOLA A LOS TESALONICENSES

La Segunda Epístola a los Tesalonicenses parece haber sido


escrita poco después de la Primera, para corregir el malentendido
en que algunos habían incurrido con respecto al tiempo de la
Parusía, ya fuera por una errónea interpretación de la carta
anterior del apóstol, o a consecuencia de alguna pretendida
comunicación que circulaba entre ellos haciendo ver que era de
él. De esta epístola aprendemos la naturaleza precisa del error
que habían cometido algunos de los tesalonicenses en relación
con que el tiempo de la Parusía había llegado en realidad. A
consecuencia de esta opinión, algunos habían comenzado a
descuidar sus ocupaciones seculares y a subsistir de la caridad
ajena. Para detener los males que pudieran surgir, o que habían
surgido, de tales impresiones erróneas, Pablo escribió esta
segunda epístola, recordándoles que ciertos sucesos, que
todavía no habían tenido lugar, tenían que preceder al “día del
Señor”. Sin embargo, no hay nada en la epístola que indique que
la Parusía era un suceso distante, sino todo lo contrario.

L A PA R U S Í A , U N T I E M P O D E J U I C I O PA R A L O S
ENEMIGOS  DE CRISTO, Y DE LIBERACIÓN PARA SU
PUEBLO

2 Tes. 1:7-10.  “Y a vosotros que sois atribulados, daros reposo


con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo
con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar
retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al
evangelio de nuestro Señor Jesucristo, los cuales sufrirán pena
de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la
gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser
glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que
creyeron”.

Por las alusiones al comienzo de esta epístola, es obvio que los


tesalonicenses sufrieron severamente en este tiempo a causa de
la maldad de sus perseguidores judíos, y de aquellos “ociosos
hombres malos” que se les habían unido (Hechos 17:5). El
apóstol les consuela con la esperanza de liberación cuando
aparezca el Señor Jesús, lo cual traería reposo para ellos y
retribución para sus enemigos. Esto concuerda perfectamente
con las representaciones que se hacen constantemente con
respecto a la Parusía – de que sería un tiempo de juicio para los
impíos y de recompensa para los justos. El apóstol parece no
anticipar el “reposo” del cual habla hasta la Parusía, “cuando el
Señor Jesús se revele desde el cielo”, etc. De ello se sigue que
Pablo concebía el reposo como muy cercano; pues, si la
revelación del Señor Jesús fuera un acontecimiento todavía en el
futuro, entonces deberíamos concluir que ni el apóstol ni los
sufrientes cristianos han entrado todavía en ese reposo. Se
observará que no se dice que la  muerte  ha de traerles reposo,
sino “el apocalipsis” del Señor Jesús desde el cielo; una clara
prueba de que el apóstol no consideraba ese apocalipsis como
un suceso distante.

Que este “apocalipsis”, o revelación del Señor Jesús desde el


cielo, es idéntico a la Parusía predicha por nuestro Salvador es
tan evidente que no necesita ninguna prueba. Es “el día del
Señor” (Lucas 17:24). “el  día en que el Hijo del hombre es
revelado” (Lucas 17:30), “el día que será revelado en fuego” (1
Cor. 3:13); “el día que arderá como un horno” (Mal. 4:1); “el día
del Señor, grande y terrible” (Mal. 4:5). Es el día cuando “el Hijo
del hombre venga en la gloria de su Padre con sus ángeles, para
recompensar a cada uno según sus obras” (Mat. 16:27). Y una
vez más, es el día concerniente al cual declaró nuestro Señor:
“De cierto os digo, que hay algunos de los que están aquí, que no
gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre
viniendo en su reino” (Mat. 16:28).

Somos, pues, traídos de vuelta a la misma verdad que


encontramos por todas partes en el Nuevo Testamento, que la
Parusía, el día del juicio de Israel, y la terminación de la
dispensación judía, no era un suceso distante, sino que estaba
dentro de los límites de la generación que rechazó al Mesías.

Se objetará: ¿Qué tenía eso que ver con Tesalónica y los


cristianos allí? ¿Cómo podían la destrucción de Jerusalén, o la
extinción de la nacionalidad judía, o el fin de la economía judía,
afectar a personas a una distancia tan grande de Judea como
Tesalónica? Aunque fuese imposible dar una respuesta
satisfactoria a esta objeción, ello no alteraría el significado
sencillo y natural de las palabras, ni nos incumbiría forzar una
interpretación de ellas que no les correspondiese. Debe
permitírseles a las Escrituras hablar por sí mismas – una libertad
que muchos no desean concederles. Pero, con relación a la
relación entre la Parusía y los cristianos en Tesalónica, o fuera de
Judea en general, no puede negarse que el lenguaje de este
pasaje, como el de muchos otros, indica que fue un suceso en el
cual todos tenían un interés profundo y personal. Ni es suficiente
decir que los más encarnizados antagonistas del evangelio en
Tesalónica eran judíos, y que la revuelta judía fue la señal para la
matanza de los habitantes judíos en casi todas las ciudades del
imperio. Puede que esto sea verdad, pero no es toda la verdad,
según la enseñanza apostólica. Debemos admitir, por lo tanto,
que, como se desarrolla el esquema escatológico del Nuevo
Testamento, se hace evidente que la Parusía y los sucesos que
la acompañan no se relacionaban con Judea exclusivamente,
sino que tenían un aspecto ecuménico o mundial, de modo que
los cristianos de todas partes podían buscarla y anhelarla, y
saludar su llegada como el día de triunfo y de gloria. Al seguir
adelante, encontraremos amplia evidencia de este aspecto más
amplio del “día de Cristo”, como una gran época en la divina
administración del mundo.

SUCESOS QUE DEBEN PRECEDER A LA PAROUSÍA

1.  La Apostasía 

2.  La Revelación del Hombre de Pecado

2 Tes. 2:1-12.  “Pero con respecto a la venida de nuestro Señor


Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que
no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os
conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si
fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca.
Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que
antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado,
el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo
que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el
templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os
acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía
esto? Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su
debido tiempo se manifieste. Porque ya está en acción el misterio
de iniquidad; sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que
él a su vez sea quitado de en medio. Y entonces se manifestará
aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca,
y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo
advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y
prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para lo que
se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para
ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que
crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no
creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia”.

Pocos pasajes han preocupado y desconcertado más a los


comentaristas, o han sido considerados hasta la fecha como
sumergidos en mayor oscuridad, que el que tenemos delante de
nosotros. No hay razón, sin embargo, para suponer que era
ininteligible para los tesalonicenses, pues se refiere a cuestiones
que habían sido tema de frecuentes conversaciones entre ellos y
el apóstol, y posiblemente no poco de la obscuridad de la que se
quejan los expositores surge del hecho de que, para los
tesalonicenses, sólo era necesario dar indicios, más bien que
explicaciones completas.

El apóstol comienza declarando los temas sobre los cuales desea


corregir a los tesalonicenses. Son: (1) “la venida de Cristo”, y (2)
“nuestra reunión con él”. Es evidente que el apóstol las considera
simultáneas o, en todo caso, estrechamente relacionadas. ¿Qué
debemos entender por “reunirnos con Cristo” en la Parusía? No
hay duda de que hay aquí una referencia a las propias palabras
de nuestro Señor, Mat. 26:31:  “Y enviará sus ángeles con gran
voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos de los cuatro
vientos”, etc. El [juntarán] en el evangelio es evidentemente la
[reunión] de la epístola; y tenemos otra referencia al mismo
suceso y al mismo período en 1 Tes. 4:16,17: “Porque el Señor
mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta
de Dios descenderá del cielo”, etc. Luego, esto no puede ser otra
cosa que el llamado a los muertos y a los vivos a comparecer
ante el tribunal de Cristo.

A los tesalonicenses se les había enseñado a esperar aquella


“reunión” grande y solemne; pero parece que pesaba sobre ellos
algún malentendido concerniente al tiempo de su llegada.
Algunos de ellos se habían formado la opinión de que el “día de
Cristo” ya había llegado en realidad. Es importante observar que
nuestra versión inglesa no traduce esta palabra correctamente. El
apóstol no dice: “pues el día de Cristo  está muy cerca“, sino
“pues el día de Cristo está presente, o ha venido en realidad”. La
constante enseñanza de Pablo era que el día de Cristo estaba
muy cerca, y se habría contradicho a sí mismo si les hubiese
dicho a los cristianos de Tesalónica que aquel día  no  estaba
cerca. Pedro nada es más común que encontrar a algunos de
nuestros más respetados eruditos y críticos negando que los
apóstoles y los primeros cristianos esperaban la Parusía en sus
propios días, basándose en la fuerza de una errónea traducción
de esta palabra. Hasta una autoridad tan eminente como Moses
Stuart dice, en respuesta a Tholuck:

“Esta interpretación (o sea, el pronto advenimiento de Cristo) fue


corregida, formal y vigorosamente, en 2 Tes. 2. ¿No es suficiente
que Pablo haya explicado sus propias palabras? ¿Quién puede
aventurarse sin peligro a darles un significado diferente del que él
les da?”.

Así lo expresa también Albert Barnes:

“Si Pablo se refiere aquí a su epístola anterior – que podría


entenderse fácilmente como que enseñaba que el fin del mundo
estaba cerca – tenemos la autoridad del apóstol mismo de que él
no se proponía enseñar tal cosa”.

La más singular de todas es la explicación del Dr. Lange:

“La primera epístola [a los tesalonicenses] está impregnada del


pensamiento fundamental: “el Señor vendrá pronto”; la segunda,
por el pensamiento: “el Señor no vendrá pronto todavía”. Ambas
están de acuerdo con la verdad; porque, en la primera parte, la
pregunta concierne a la venida del Señor en su gobierno
dinámico en un sentido religioso; y, en la segunda parte,
concierne a la venida del Señor en un sentido definidamente
histórico y cronológico”.

¿Qué puede ser más arbitrario y caprichoso que una distinción


como ésta? ¿Qué puede ser más empírico que un tratamiento tal
de la Escritura, por medio del cual se le hace decir sí y no;
afirmar y negar; declarar que un suceso está cercano y distante,
al mismo tiempo? ¿Quién pretendería interpretar la Escritura si
ella hablara un lenguaje tan ambiguo como éste?

Nos atenemos al “sentido histórico y cronológico definido” de la


Parusía, y a ningún otro. Es el único sentido que respeta la
Palabra de Dios y satisface a la crítica sobria. El apóstol no se
corrige a sí mismo, ni se refiere a dos diferentes “venidas”, sino
que corrige el error de los tesalonicenses, que afirmaban que el
día de Cristo ya había llegado en realidad. En cada caso en que
ocurre la palabra en el Nuevo Testamento, se refiere a lo que
es  presente, y no a lo que es futuro. A los eruditos griegos es
innecesario señalarles esto, pero a los lectores de habla inglesa
puede ser satisfactorio referirlos a las autoridades competentes.

El Dr. Manston, al comparar la fuerza de las palabras y [se


acerca] (Sant. 5:8; 1 Ped. 4:17), observa:

“Hay alguna diferencia en las palabras, porque significa  se


acerca, ya ha comenzado”.

Bengel dice:

“La palabra significa extrema proximidad; porque es presente“.

Whiston, el traductor de Josefo, hace la siguiente observación:

“es aquí, y en muchos otros lugares de


Josefo, inmediatamente cerca; y ha de ser expuesta así en 2 Tes.
2:2, donde algunos pretendían falsamente que Pablo había dicho,
verbalmente o por medio de una epístola, o por ambos medios,
“que el día de Cristo estaba inmediatamente cerca”; porque Pablo
todavía creía claramente que aquel día no estaba muchos años
en el futuro”.

El Dr. Paley observa:

“Parecía que los tesalonicenses, o algunos de entre ellos, habían


concebido de este pasaje (1 Tes. 4:15-17)  una opinión (y eso no
muy fuera de lo natural) que la venida de Cristo habría de tener
lugar instantáneamente, y ese convencimiento había producido,
como bien  podría haberlo hecho, mucha agitación en la iglesia”.

Conybeare y Howson traducen:

“Que el día del Señor venga”; añadiendo la siguiente nota:


“Literalmente, ‘está presente’. Así se usa siempre el verbo en el
Nuevo Testamento”.

El Dr. Alford comenta así:

“El día del Señor está presente (no ‘está cerca’) ocurre seis veces
en el Nuevo Testamento, y siempre en el sentido de
estar  presente. Pablo no podría haber escrito lo contrario, ni
podría el Espíritu haber hablado otra cosa por medio de él. La
enseñanza de los apóstoles era, y la del Espíritu Santo ha sido
en todas las épocas, que el día del Señor está cerca. Pero estos
tesalonicenses se imaginaban que ya había llegado, y en
consecuencia, estaban abandonando todas la ocupaciones de la
vida y cayendo en otras irregularidades, como si el día de gracia
hubiese terminado”.

El mismo malentendido general que prevalece hoy día con


respecto al significado de este versículo hace que entenderlo
correctamente sea de la mayor importancia.

Es fácil entender cómo la errónea opinión de los tesalonicenses


había “movido y conturbado” sus mentes. Estaba calculada para
producir pánico y desorden. La historia nos cuenta que en Europa
prevalecía una creencia general hacia finales del siglo décimo de
que el año 1000 vería la venida de Cristo, el día del juicio, y el fin
del mundo. Al acercarse el tiempo, un pánico general se apoderó
de las mentes de los hombres. Muchos abandonaron sus
hogares y sus familias, y acudieron a la Tierra Santa; otros
entregaron sus tierras a la iglesia, o dejaron de cultivarlas, y el
curso entero de la vida ordinaria se alteró y se trastornó
violentamente. Un engaño similar, aunque en menor escala,
prevaleció en algunas partes de los Estados Unidos en el año
1843, causando gran consternación entre las multitudes y
haciendo enloquecer a muchas personas. Hechos como éstos
muestran la sabiduría que “ocultó el día y la hora” de la venida
del Hijo del hombre de modo que, mientras todos pueden estar
vigilantes, ninguno debe caer en la agitación.

En el tercer versículo, el apóstol indica que “el día de Cristo” debe


ser precedido por dos sucesos: (1) La llegada de la apostasía, y
(2) la manifestación del hombre de pecado”.

Si pudiéramos ponernos en la situación y las circunstancias de


los cristianos de Tesalónica cuando esta epístola se escribió; si
pudiéramos revivir las esperanzas y los temores, las expectativas
y las aprensiones, y las agitaciones sociales y políticas de aquel
período, podríamos entrar mejor en las explicaciones de Pablo.
Sin duda, los tesalonicenses le entendían perfectamente. Como
observa correctamente Paley: “Nadie escribe ininteligiblemente a
propósito”, y no podemos suponer que Pablo les atormentaría
con enigmas que sólo les causarían perplejidad y les
desconcertarían más que nunca.

La primera pregunta que se presenta es: ¿Son idénticos la


“apostasía” y el “hombre de pecado”? ¿Apuntan ambos a la
misma cosa? En opinión de muchos expositores, quizás de la
mayoría, son virtualmente una y la misma cosa. Pero,
evidentemente, son cosas distintas y separadas. La apostasía
representa una  multitud, el hombre de pecado, una  persona; de
modo que, aunque puedan estar  conectados  en algunos
respectos, no deben confundirse la una con el otro; pueden existir
contemporáneamente, pero no son idénticos.


LA APOSTASÍA

En este momento, Pablo no se espacia en “la apostasía”, sino


que, habiéndola mencionado simplemente como venidera, pasa a
describir al “hombre de pecado”. Sin embargo, podemos
referirnos aquí al hecho de que la “apostasía” no era ninguna
idea nueva para los discípulos de Cristo. El Salvador la había
predicho expresamente en su discurso profético, Mat. 24:10,12, y
en alguna otra parte Pablo da una descripción de la apostasía tan
completa como la da aquí del hombre de pecado. (Véase 1 Tim.
4:1-3; 2 Tim. 3:1-9). Sólo puede referirse a aquella deserción de
la fe tan claramente predicha por nuestro Señor, y descrita por los
apóstoles, como indicación de los “últimos días”. Pero este tema
será considerado en su lugar adecuado.

EL HOMBRE DE PECADO

Al entrar en este campo de la investigación, es de la mayor


importancia encontrar algún principio que pueda guiarnos y
dirigirnos en la investigación. Hallamos tal principio en la
consideración muy simple y obvia de que el apóstol se refiere
aquí a circunstancias que estaban al alcance de los mismos
tesalonicenses. Si la palabra del Señor declaró que la Parusía
misma, que fue precedida por el desarrollo de la apostasía y la
aparición del hombre de pecado, caía dentro del período de la
generación actual, se deduce que “la apostasía” y “el hombre de
pecado” estaban  más cerca  de ellos que la Parusía. Por otro
lado, si suponemos que “la apostasía” y “el hombre de pecado”
ocurren mucho más allá de la época de los tesalonicenses, ¿de
qué serviría darles explicaciones e información sobre cuestiones
que no eran para nada urgentes y que, de hecho, no les
concernían en absoluto? ¿No es obvio que, quienquiera pueda
ser el hombre de pecado, debe ser alguien con el cual tenían que
ver el apóstol y sus lectores? ¿No está escribiendo para hombres
vivos acerca de asuntos en los cuales ellos están intensamente
interesados? ¿Por qué delinearía las características de este
misterioso personaje para los tesalonicenses si era alguien con el
cual los tesalonicenses no tenían nada que ver, del cual no tenían
nada que temer, y que no sería revelado sino después de siglos?
Es claro que él habla de alguien cuya influencia ya estaba
comenzando a sentirse, y cuya furia inicua y anárquica estallaría
antes de que pasase mucho tiempo. Todo esto está en la
superficie misma, y es obvio e incuestionable. Pero esto no es
todo. Parece seguro que los tesalonicenses no ignoraban a qué
persona se llamaba hombre de pecado. No era la primera vez
que el apóstol les hablaba del tema. Dice: “¿No os acordáis que
cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? Y
ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido
tiempo se manifieste”. Este lenguaje indica claramente que el
apóstol y sus lectores estaban bien familiarizados con el nombre
“hombre de pecado” y sabían a quién se le designaba así. Siendo
esto así, y parece incuestionable, el área de investigación se
contrae grandemente, y las probabilidades de descubrimiento
aumentan proporcionalmente. Aquello de lo que los
t e s a l o n i c e n s e s h a b í a n  “ h a b l a d o “ , l o q u e
habían  “recordado”  y  “sabían”, debe haber sido algo de interés
vivo y presente; resumiendo, debe haber pertenecido a la historia
contemporánea.

Pero, ¿por qué no habla el apóstol francamente? ¿Por qué esta


reserva y esta reticencia al sugerir oscuramente lo que no
menciona por nombre? No era por ignorancia; no podría ser por
afectar misterio. Debe haber habido alguna poderosa razón para
esta extrema cautela. No hay duda; pero, ¿de qué naturaleza?
¿Por qué acostumbraba, como él dice,  hablar  tan francamente
sobre el tema en privado, y luego escribir tan oscuramente en su
epístola? Obviamente,  porque era peligroso ser más explícito.
Por una parte, una indicación era suficiente, pues todos podían
entender su significado; por la otra, hacer más que una indicación
era peligroso, porque nombrar a una persona podría haberles
comprometido, a él y a ellos.

Entonces, ¿de qué dirección podría venir el peligro de usar una


libertad de expresión demasiado grande? Sólo había dos
direcciones de las cuales los cristianos de la era apostólica tenían
justa causa para sentir aprensión — el fanatismo de los judíos y
los celos de los romanos. Hasta ahora, el evangelio había sufrido
mayormente de los primeros; por todas partes, los judíos eran los
instigadores de “agitar a los gentiles contra los hermanos”. Pero
el poder de Roma era celoso, y los judíos sabían bien cómo
despertar esos celos; en la misma Tesalónica, habían levantado
el clamor: “Todos éstos se oponen a los decretos de César”.
¿Cuál de estas causas, pues, puede haber sellado los labios del
apóstol? Temor de los judíos, no, pues nada que él pudiera decir
probablemente volvería más encarnizada su hostilidad; ni tenían
los judíos ninguna autoridad civil directa con la cual perjudicar la
causa cristiana. Llegamos a la conclusión, pues, de que era
del  poder romano  del que el apóstol percibía peligro, y que su
reticencia era ocasionada por el deseo de no involucrar a los
tesalonicenses en la sospecha de descontento y sedición.

Volvamos ahora a la descripción del “hombre de pecado” que da


el apóstol, y tratemos de descubrir, si es posible, si había algún
individuo vivo entonces en el Imperio Romano al cual se le
pudiese aplicar.
1. La descripción requiere que busquemos, no un sistema o una
abstracción, sino un individuo, un “hombre”.

2. Evidentemente, no es una persona privada, sino una persona


pública. Los poderes con los que está investido implican esto.

3. Es un personaje que ostenta el más alto rango y la más alta


autoridad en el estado.

4. Es pagano, no judío.

5. Reclama para sí nombres, prerrogativas, y culto divinos.

6. Pretende ejercer un poder milagroso.

7. Está caracterizado por una enorme impiedad. Es el “hombre de


pecado”, es decir, la encarnación y la personificación del mal.

8. Se distingue por su iniquidad como gobernante.

9. Cuando el apóstol escribió, todavía no había llegado a la


plenitud de su poder; había algún impedimento o estorbo al pleno
desarrollo de su influencia.

10. El estorbo era una persona; era conocida para los


tesalonicenses; y pronto sería quitada de en medio.

11. El “inicuo”, el “hombre de pecado”, estaba condenado a la


destrucción. Es el “hijo de perdición“, “a quien el Señor matará“.

12. Su pleno desarrollo, o “manifestación”, y su destrucción han


de preceder inmediatamente a la Parusía. “El Señor le destruirá
con el resplandor de su venida”.
Con estas marcas distintivas en nuestras manos, ¿puede haber
alguna dificultad al identificar a la persona en la cual se
encuentran todas estas marcas? ¿Había tres hombres en el
Imperio Romano que respondían a esta descripción? ¿Había
dos? Seguramente no. Pero había  uno, y sólo uno. Cuando el
apóstol escribió, estaba en los escalones del trono imperial —
poco más, y se sentaba sobre el trono del mundo. Es NERÓN, el
primero de los emperadores perseguidores; el violador de todas
las leyes, humanas y divinas; el monstruo cuya crueldad y cuyos
crímenes le dan derecho a ser llamado “el hombre de pecado”.

En seguida será evidente para todos los lectores que todas las
características de este espantoso retrato pertenecen a Nerón;
pero es notable cuán exacta es la correspondencia,
especialmente en los detalles que son más recónditos y oscuros.
Es un individuo — una persona pública — que ostenta el rango
más alto en el estado; es pagano, no judío; es un monstruo de
maldad, que pisotea todas las leyes. Pero, cuán notables son las
indicaciones que apuntan hacia Nerón en el año en que esta
epístola se escribió, digamos el año 52 o el año 53 D. C. En ese
tiempo Nerón no se había “manifestado” todavía; su verdadero
carácter no había sido revelado; todavía no había accedido al
Imperio. Claudio, su padrastro, vivía, y le estorbaba al hijo de
Agripina. Pero ese obstáculo fue pronto eliminado. En menos de
un año, probablemente, después de que la epístola de Pablo fue
recibida por los tesalonicenses, Claudio fue “quitado de en
medio”, víctima de la letal costumbre de la infame Agripina, y
siendo su hijo también cómplice del asesinato, según Suetonio.
Pero el “misterio de iniquidad ya estaba en operación”; la
influencia de Nerón debe haber sido poderosa en los últimos días
del desdichado Claudio; probablemente ya se estaban fraguando
los mismos complots que prepararon el camino para el ascenso
al trono por parte de los asesinos. Algunos meses más tarde
verían el advenimiento al trono del mundo por parte de un bellaco
cuyo nombre ha quedado en la picota de la eterna infamia como
el más brutal de los tiranos y el más vil de los hombres.

Las restantes notas de la descripción no son menos fieles al


original. El reclamar honores divinos; el oponerse y exaltarse por
encima de todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; el
sentarse en el templo de Dios, haciéndose pasar por Dios; todos
son distintivos de Nerón.

En realidad, el asumir prerrogativas divinas era común a todos


los emperadores romanos. “Divus“, dios, se inscribía en sus
monedas y estatuas. Podría decirse que el Emperador “se
exaltaba por encima de todo lo que se llama Dios, o es objeto de
culto”, monopolizando para sí todo culto. Este hecho es puesto
en resaltado en las siguientes observaciones de Dean Howson:

“En aquel tiempo, la imagen del Emperador era objeto de


reverencia religiosa; era una deidad en la tierra; y el culto que se
le rendía era un culto verdadero. Es un pensamiento notable que,
en aquellos tiempos, (haciendo a un lado formas decadentes de
religión), los únicos dos cultos legítimos en el mundo civilizado
eran el culto a Tiberio o a Nerón por una parte, y el culto a Cristo,
por la otra”.

El intento de Calígula de erigir su estatua en el templo de Dios en


Jerusalén había llevado a los judíos al borde de la rebelión, y es
posible que este hecho pueda haber dado su forma peculiar a la
descripción del apóstol. Ciertamente le sugirió a Grocio que
Calígula debía ser la persona que se tenía la intención de
representar; pero la fecha de la epístola hace insostenible esta
opinión. Nerón, sin embargo, no era menos que ninguno de sus
predecesores en su impía asunción de prerrogativas divinas. Dio
Casio nos informa que, cuando regresó victorioso de los juegos
griegos, entró a Roma en triunfo, y fue aclamado con expresiones
como éstas: “¡Nerón, el Hércules! ¡Nerón, el Apolo! ¡Augusto!
¡Augusto! ¡Voz sagrada! ¡Eterno!” En todo esto, vemos suficiente
evidencia de la asunción de la asunción de honores divinos por
parte de Nerón.

Lo mismo ocurre con respecto a otra nota en este bosquejo — la


simulación de milagros. “Cuyo advenimiento es por obra de
Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos” (ver.
9). Esta simulación sigue casi como cosa natural a la asunción de
las prerrogativas de la deidad.

Debe suponerse que al  Divus  imperial se le acreditaba la


posesión de poderes sobrenaturales; y encontramos una
interesante aclaración de este tema en Apoc. 12:13-15. En esta
etapa de la investigación, sin embargo, no sería deseable entrar
en esa región de simbolismo, aunque echaremos mano
plenamente de esta ayuda en el momento oportuno.

Además, “el hombre de pecado” está condenado a perecer. Es el


“hijo de perdición“, un nombre que lleva en común con Judas, e
indica la certeza y lo completo de su destrucción. “El Señor le
matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor
de su venida”. En esta significativa expresión, tenemos una nota
del tiempo en que el hombre de pecado está destinado a perecer,
marcado con singular exactitud. Es la venida del Señor, la
Parusía, la que ha de ser la señal de su destrucción; no todo el
esplendor de ese suceso, tanto como la primera apariencia o
alborada de él. Alford (siguiendo a Bengel) señala muy
correctamente que la traducción “resplandor de su venida” debe
ser la “apariencia de su venida”, y cita la sublime expresión de
Milton: “Su venida resplandeció desde lejos”. Bengel, con fina
discriminación, observa: “Aquí la apariencia de su venida, o, en
todo caso, los primeros destellos de su venida, ocurren antes de
la venida misma”. Evidentemente, esto implica que el hombre de
pecado estaba destinado a perecer, no en la llamarada de la
Parusía, sino en el primer esbozo o comienzo. Ahora, ¿qué
encontramos en realidad? Recordando cómo está conectada la
Parusía con la destrucción de Jerusalén, encontramos que la
muerte de Nerón precedió al suceso. Tuvo lugar en el mes de
junio del año 68 D.C., en medio de la guerra judía que terminó en
la captura y la destrucción de la ciudad y el templo. Podría, por lo
tanto, decirse justamente que “la apariencia, o alborada, de la
Parusía” [] fue la señal de la destrucción del tirano.

No se sigue que la muerte de Nerón sería causada por un agente


sobrenatural inmediato porque se dice que “el Señor le matará
con el espíritu de su boca”, etc. Herodes Agripa fue herido por el
ángel del Señor, pero esto no excluye la operación de causas
naturales: “fue comido de gusanos, y expiró” (Hech. 12:23). De la
misma manera, Nerón fue alcanzado por el juicio divino, aunque
recibió su golpe de muerte de la espada del asesino, o por su
propia mano.

Finalmente, es apenas necesario probar el título de Nerón con la


denominación de “hombre de pecado”. Se observará que es el
libertinaje de su carácter personal lo que lo sella con este epíteto
distintivo, como si fuera la personificación y la representación
mismas del vicio. Tal, de hecho, es Nerón, cuyo nombre se ha
convertido en sinónimo de todo lo que es bajo, cruel, y vil; el
mayor en rango y el más bajo en carácter en el mundo romano:
un monstruo de maldad aun entre los paganos, que no se
andaban con remilgos morales y estaban familiarizados con la
más corrupta sociedad sobre la faz de la tierra. La siguiente
descripción gráfica del carácter de Nerón ha sido tomada de
Conybeare y Howson:
“Desde este distinguido estrado preside el representante de la
más poderosa monarquía que jamás existió — el gobernante
absoluto de todo el mundo civilizado. Pero la reverente
admiración que su posición sugería naturalmente se transformó
en desprecio y aborrecimiento hacia el carácter del soberano que
ahora presidía aquel supremo tribunal. Porque Nerón era un
hombre a quien ni siquiera el terrible atributo de “poder igual a los
dioses” podía hacer augusto, excepto en el título. El temor y el
horror que despertaban su omnipotencia y su crueldad se
mezclaban con el desprecio por su innoble sed de alabanza y su
desvergonzado libertinaje. Todavía no se había hundido en
aquella extravagancia de la tiranía que, en un período posterior,
agotó la paciencia de sus súbditos y causó su destrucción. Hasta
ahora sus medidas públicas habían estado guiadas por sabios
consejeros, y su crueldad había perjudicado a su propia familia
más bien que al estado. Pero ya, a la edad de veinticinco años,
había asesinado a su inocente esposa y a su hermano adoptivo,
y se había teñido las manos con la sangre de su madre. Sin
embargo, aun estas enormidades parecen haber asqueado a los
romanos menos que el haber prostituido la púrpura imperial
tocando públicamente como músico en escena y como auriga en
el circo. Su degradante falta de dignidad y su insaciable apetito
por el aplauso vulgar arrancaba lágrimas de sus consejeros y los
siervos de su casa, que le veían asesinar sin remordimiento a sus
parientes más cercanos”.

Pero hay probablemente otra razón para que Nerón haya sido
marcado con este epíteto. El nombre “hombre de pecado” no era
desconocido en la historia hebrea. Ya se le había aplicado a
alguien que, no sólo era un monstruo de crueldad e impiedad,
sino también un encarnizado enemigo y perseguidor del pueblo
judío. No habría sido posible pronunciar un nombre más odioso a
oídos judíos que el de  Antíoco Epífanes. Fue el Nerón de su
época, el inveterado enemigo de Israel, el profanador del templo,
el sanguinario perseguidor del pueblo de Dios. En el libro primero
de los Macabeos, encontramos el nombre “el hombre pecador” []
dado a Antíoco (1 Mac. 2:48,62), y parece muy probable que el
personaje que nos ocupa estaba destinado a sufrir una suerte
similar a la de Antíoco, el implacable tirano y perseguidor que se
convirtió en monumento a la ira de Dios.

El paralelo entre “el hombre de pecado” y Antíoco Epífanes es


observada particularmente por Bengel, quien señala que la
descripción del primero en el ver. 4 ha sido tomada prestada de la
descripción del último en Daniel 11:36. Vale bien la pena citar el
comentario de Bengel:

“Esto, pues, es lo que Pablo dice: La ciudad de Cristo no viene, a


menos que se cumpla (en el hombre de pecado) lo que Daniel
predijo de Antíoco; la predicción es más apropiada del hombre de
pecado, que corresponde a Antíoco, y es peor que él”.

Encontraremos en la secuela que éste no es el único pasaje en el


cual se hace referencia a Antíoco Epífanes como el prototipo de
Nerón.

Pero puede que se haga la pregunta: ¿Por qué preocuparía tanto


al apóstol y a los cristianos de Tesalónica la revelación de Nerón
en su verdadero carácter? No hay que ir lejos para encontrar la
respuesta. Era la ferocidad de este monstruo inicuo que primero
desató todo el poder de Roma para aplastar y destruir el nombre
de cristiano. Fue por medio de él que se derramarían torrentes de
sangre inocente y se infligirían las más intensas torturas a
inofensivos cristianos. Fue ante este sanguinario tribunal que
Pablo habría de comparecer y suplicar por su vida, y fueron los
labios de este tribunal que habrían de proferir la sentencia que le
condenaba a una muerte violenta. Pero, más que esto, fue bajo
Nerón, y por órdenes suyas, que se inició la guerra final de los
judíos, y que se abrió el capítulo más oscuro en los anales de
Israel, un capítulo que terminó con el sitio y la captura de
Jerusalén, la destrucción del templo, y la extinción del sistema
nacional. Esta era la consumación predicha por nuestro Señor
como “el fin del tiempo” [] y la “venida de su reino”. La revelación
del hombre de pecado, pues, como antecedente de la Parusía,
era una cuestión que concernía profundamente a todos y cada
uno de los discípulos cristianos.

Ahora podemos entender por qué el apóstol usó tanta cautela al


escribir sobre un tema como éste. No fue porque prefería la
oscuridad de un oráculo, sino por motivos prudenciales de la
naturaleza más inteligible. Había en Tesalónica muchos ojos
fisgones y muchas lenguas calumniadoras, que sólo esperaban
una oportunidad para denunciar a los cristianos como hombres
desafectos y sediciosos, secretos maquinadores contra la
autoridad de César. Escribir abiertamente sobre estos temas
sería indiscreto y peligroso en el más alto grado. Ni era
necesario, porque ellos habían discutido estos asuntos antes en
más de una conversación en privado. “¿No os acordáis”,
pregunta, “que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía
esto?”. Más que atisbos eran innecesarios para los
tesalonicenses, porque ellos tenían una clave de lo que él quería
decir, una clave que los lectores subsiguientes no tenían. Ni hay
que asombrarse mucho si la oscuridad ha rodeado la enseñanza
del apóstol sobre este tema. Sucesos que para los
contemporáneos están llenos de intenso interés, a menudo no
sólo carecen de interés sino que se vuelven ininteligibles para la
posteridad. Y sin embargo, es un poco extraño que la muy obvia
referencia a la historia contemporánea, y a Nerón, haya sido
pasada por alto de modo tan general. Esta es la más antigua
interpretación del pasaje en relación con el hombre de pecado.
Crisóstomo, comentando el  misterio de iniquidad, dice: “Él
(Pablo) habla aquí de  Nerón  como tipo del anticristo; porque él
también deseaba ser considerado dios”. A esta opinión se
refieren también Agustín, Teodoreto, y otros. Bengel, refiriéndose
al obstáculo contra la manifestación del hombre de pecado, dice:
“Los antiguos creían que Claudio era este obstáculo: de aquí que
parezca que ellos consideraban a Nerón, el sucesor de Claudio,
el hombre de pecado. Moses Stuart ha reunido a gran número de
autoridades para identificar a Nerón como el hombre de pecado.
Stuart observa: “La idea de que Nerón era el  hombre de
pecado  mencionado por Pablo, y el anticristo mencionado tan a
menudo en las epístolas de Juan, prevaleció extensamente y por
mucho tiempo en la iglesia primitiva”. Y nuevamente: “Agustín
dice: ‘¿Qué significa la declaración de que el misterio de
iniquidad ya está en operación? … Algunos suponen que esto se
refiere al emperador romano, y que, por lo tanto, Pablo no
hablaba en palabras sencillas porque no deseaba incurrir en la
acusación de calumnia por haber hablado mal del emperador
romano: aunque siempre esperaba que lo que había dicho se
entendiera como que se aplicaba a Nerón”.

Consideramos como un hecho de peculiar importancia el que se


haya descubierto que una conclusión a la que se ha llegado con
un fundamento bastante independiente tiene la aprobación de
algunos de los más importantes nombres de la antigüedad. Sin
embargo, no estamos dispuestos en absoluto a hacer descansar
esta interpretación en autoridades externas; nos sentimos
inclinados a creer que la evidencia interna a favor de la
identificación de Nerón como el hombre de pecado casi equivale,
si no equivale completamente, a una demostración. Pero, todavía
tenemos que ocuparnos de la confirmación de este hecho,
proporcionada por el Apocalipsis, que creemos convencerá a
cada mente sincera.
Sería incorrecto pasar adelante de la consideración de este
pasaje profundamente interesante sin hacer algunas
observaciones sobre lo que puede llamarse la interpretación
protestante popular, que encuentra aquí el surgimiento y el
desarrollo del papado e identifica al Papa como el hombre de
pecado. En muchos respectos, esta interpretación es tan
plausible, y los puntos de correspondencia son tan numerosos,
que no es sorprendente que haya encontrado favor quizás con la
mayoría de los comentaristas. Hay cierta semejanza familiar
entre todos los sistemas de superstición y tiranía, que hace
probable que algunas de las características que distinguen a uno
pueden ser encontradas en todos. Pero pocos expositores de
algún peso argumentan actualmente que todas las notas
descriptivas del hombre de pecado se han de encontrar en el
Papa. Dean Alford observa con razón:

“En la característica del ver. 4, el Papa no cumple la profecía, y


nunca la cumplió. Haciendo lugar para todas las notables
coincidencias con la última parte del versículo que se han
aducido tan abundantemente, no se puede jamás demostrar que
él cumple la primera parte; tan lejos está él de ello, que la
adoración abyecta y la sumisión a él nunca han sido una de sus
más notables peculiaridades. La segunda objeción, de carácter
externo e histórico, es aún más decisiva. Si el papado es el
anticristo, entonces la manifestación ha ocurrido y ha durado casi
mil quinientos años; y sin embargo, no ha llegado todavía el día
del Señor que, en términos de nuestra profecía, debe ser
precedido inmediatamente por tales manifestaciones”.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LAS EPÍSTOLAS A
LOS CORINTIOS
Se cree que las dos epístolas a la iglesia de Corinto fueron
escritas en el mismo año (57 D. C.). El contenido es más variado
que el de las Epístolas a los Tesalonicenses, pero encontramos
muchas alusiones a la esperada venida del Señor. Esa era la
consumación a la cual, según Pablo, se apresuraban todas las
cosas, y la que esperaban ansiosos todos los cristianos. Está
representada como el día decisivo en que todas las dudas y
dificultades del presente se resolverían y todas sus injusticias
serían corregidas. Que este gran acontecimiento era considerado
por el apóstol como inminente queda implícito en cada alusión al
tema, mientras que en varios pasajes se afirma expresamente en
otras tantas palabras.

LA PRIMERA EPÍSTOLA A LOS CORINTIOS

ACTITUD DE LOS CRISTIANOS DE CORINTO  EN RELACIÓN


CON LA PARUSÍA

1 Cor. 1:7,8.  “… esperando la manifestación de nuestro Señor


Jesucristo, el cual también os confirmará hasta el fin, para que
seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo”.

La actitud de expectación en que estaban los corintios se indica


aquí claramente, aunque es expresada débilmente a través de la
traducción “esperando”. La frase usada por el apóstol es la
misma de Romanos 8:19, donde la creación entera es
representada como “gimiendo con dolores de parto esperando la
manifestación de los hijos de Dios” []. Conybeare y Howson
traducen: “Esperando ansiosamente el tiempo en que nuestro
Señor Jesucristo sea revelado a la vista”. Esta actitud implica
claramente que se entendía que el objeto esperado estaba cerca;
pues es obvio que, si estuviese a gran distancia, la espera
ansiosa y anhelante sólo terminaría en un amargo desengaño.
Puede preguntarse: ¿No esperaban el día de Cristo los santos
del Antiguo Testamento? ¿No se regocijó Abraham de ver el día
de Él, y no era aquella una esperanza distante? Cierto, pero a los
santos del Antiguo Testamento no les fue dado en ninguna parte
entender que la primera venida de Cristo tendría lugar en sus
propios días, ni dentro de los límites de su propia generación, ni
se les instaba y exhortaba a velar constantemente, esperando y
anhelando la venida del Señor. No tenemos ninguna razón en
absoluto para suponer que sus mentes estaban constantemente
en tensión, y que sus ojos se esforzaban ansiosamente
esperando el advenimiento, como sucedía con los cristianos de la
era apostólica. El caso del anciano Simeón es el paralelo correcto
de los primeros cristianos. Se le reveló que no vería muerte sino
hasta que hubiese visto al ungido del Señor; esperaba, pues, “la
consolación de Israel”. De la misma manera, se les reveló a los
cristianos de la era apostólica que la Parusía tendría lugar en sus
propios días; el Señor había asegurado este hecho claramente,
una y otra vez, a sus discípulos. Así que ellos acariciaban esta
esperanza de vivir para ver el día anhelado, y tanto más a causa
de los sufrimientos y las persecuciones a que estaban expuestos.
Como los tesalonicenses, consideraban la muerte como una
calamidad, porque parecía frustrar la esperanza de ver al Señor
“viniendo en su reino”. Deseaban estar “vivos y quedar hasta la
venida del Señor”. Bilroth observa: “La [revelación] se refiere al
advenimiento visible de Cristo, un suceso que Pablo y los
creyentes de aquellos días se imaginaban que tendría lugar
dentro del término de una vida ordinaria, de modo que muchos de
ellos estarían vivos cuando esto ocurriese. Aquí Pablo alaba a los
corintios por esperarlo”. Evidentemente, el crítico considera esta
opinión como un engaño. Pero, ¿de dónde derivaban esta
esperanza los cristianos primitivos? ¿No era de la enseñanza de
los apóstoles y de las palabras de Cristo? Decir que era una
opinión errada es asestar un golpe a la autoridad de los apóstoles
como informantes dignos de confianza de las palabras de Cristo y
de los exponentes competentes de su doctrina. Si pudieron
equivocarse tan flagrantemente en un hecho sencillo, ¿qué
confianza puede tenérseles a sus enseñanzas relativas a las
cuestiones más difíciles de doctrinas y deberes?

La confianza expresada por el apóstol de que los cristianos de


Corinto serían confirmados hasta el fin, y de que serían hallados
irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo, recuerda su
oración por los tesalonicenses: “Para que sean afirmados
vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios
nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con
todos sus santos” (1 Tes. 3:13). Los dos pasajes son
exactamente paralelos en significado, y se refieren al mismo
punto en el tiempo, “el fin”, la “Parusía”. Obviamente, con  “el
fin”  el apóstol no quiere decir el  “fin de la vida”; no es un
sentimiento general como el que expresamos cuando hablamos
de ser  “fieles hasta el fin”; tiene un significado definido, y se
refiere a un tiempo particular. Es “el fin” [] de que habló nuestro
Señor en su discurso profético en el Monte de los Olivos (Mat.
24:6, 13, 14). Es “el fin del tiempo” [] de Mateo 13:40, 49). Es “el
fin” [entonces vendrá el fin] (1 Cor. 15:24. Véase también Heb.
3:6,14; 6:11; 9:26; 1 Ped. 4:7). Todas estas formas de expresión
[,,] se refieren a la misma época, es decir, la terminación del eón
judío o la era judía, o sea, la dispensación mosaica. Esto es
señalado por Alford en su nota sobre el pasaje que tenemos
delante: “Hasta el fin”, es decir, hasta el, no meramente “hasta el
fin de vuestras vidas”. Se refiere, por lo tanto, no a la muerte, que
les llega a diferentes individuos en momentos diferentes, sino a
un suceso específico, no muy distante, la Parusía, o la venida del
Señor Jesucristo.
No menos definida es la frase “el día de nuestro Señor”, etc. Las
alusiones a este período en los escritos apostólicos son muy
frecuentes, y todas apuntan a una gran crisis que se aproximaba
rápidamente, el día de redención y recompensa para el sufriente
pueblo de Dios, el día de retribución e ira para los enemigos y
perseguidores de Dios.

EL CARÁCTER JUDICIAL DEL “DÍA DEL SEÑOR”

1 Cor. 3:13.- “La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el


día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de
cada uno sea cual sea, el fuego la probará”.

En este pasaje, hay nuevamente una clara alusión al “día de


Señor” como un día de discriminación entre el bien y el mal, entre
lo precioso y lo vil. El apóstol se compara a sí mismo y compara a
sus compañeros obreros al servicio de Dios con trabajadores
empleados en la construcción de un gran edificio. Ese edificio es
la iglesia de Dios, cuyo único fundamento es Cristo Jesús,
fundamento que él (el apóstol) había echado en Corinto. Luego
advierte a cada obrero que debe mirar bien la clase de material
con el cual él construyó sobre ese único fundamento: es decir,
qué clase de individuos introdujo en la comunidad de la iglesia de
Dios. Venía el día que sometería a prueba la calidad de la obra
de cada uno: debía pasar por una prueba ardiente; y en ese
abrasador escrutinio, los frágiles y los inútiles tendrían que
perecer, mientras que los buenos y los leales permanecerían
incólumes. El constructor imprudente podría ciertamente escapar,
pero su obra sería destruida, y él perdería la recompensa de la
cual habría podido disfrutar si hubiese construido con mejores
materiales.
No puede haber ninguna duda acerca de a qué día se hace
referencia aquí. Es el día de Cristo, la Parusía. Se dice que esto
será revelado “por el  fuego“, y surge la pregunta: ¿Es la
expresión literal o metafórica? Se notará que el pasaje entero es
figurado: el edificio, los constructores, los materiales; podemos
concluir, por lo tanto, que el  fuego  es figurado también. Las
cualidades morales no son probadas de la misma manera que las
substancias materiales. El apóstol enseña que se acerca un
escrutinio material de la obra de la vida del obrero cristiano. El
“que tiene ojos como llama de fuego” viene para “escudriñar la
mente y los corazones, y dar a cada uno según sus obras” (Apoc.
2:18,23). ¿Cuán claramente se conectan estas representaciones
del “día del Señor” con las palabras proféticas de Malaquías:
“¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? Porque él es
como fuego purificador”. “Porque he aquí viene el día ardiente
como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen
maldad serán estopa” (Mal. 3:2,3; 4:1). De manera semejante,
Juan el Bautista representa el día de la venida de Cristo como
“revelado en fuego”, “Quemará la paja en fuego que nunca se
apagará” (Mat. 3:12). Véase también 2 Tesa. 1:7,8, etc.

Pero, si alguno estuviese dispuesto a sostener que aquí el fuego


no es enteramente metafórico, un caso que no es improbable
podría construirse fácilmente. En el punto central donde esa
revelación tuvo lugar, la ciudad y el templo de Jerusalén, la
Parusía estuvo acompañada de fuego muy literal. En aquel horno
ardiente en que pereció todo lo que era de lo más venerable y
sagrado en el judaísmo, los hombres pudieron ver muy bien el
cumplimiento de las palabras del apóstol: “aquel día será
revelado con fuego”.

Entonces, puesto que la Parusía coincide en un punto del tiempo


con la destrucción de Jerusalén, se sigue que el período de
zarandeo y prueba al que se alude aquí – el día que será
revelado en fuego – es también contemporáneo con aquel
suceso. De lo contrario, por la hipótesis de que este día todavía
no ha llegado, somos llevados a la conclusión de que “la prueba
de la obra de cada uno” no ha tenido lugar todavía; que ningún
juicio se ha pronunciado todavía sobre la obra de Apolos, Cefas,
o Pablo, o de sus compañeros obreros; todavía hay que
establecer con qué clase de material construyó cada uno el
templo de Dios; que los obreros no han recibido su recompensa
todavía. Porque el gran día de prueba no ha llegado todavía, y el
fuego no ha probado la obra de cada uno para saberse de qué
clase es. Pero esto es reductio ad absurdum, y demuestra que tal
hipótesis es insostenible.

EL CARÁCTER JUDICIAL DEL DÍA DEL SEÑOR

1 Cor. 4:5. “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que


venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas,
y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada
uno recibirá su alabanza de Dios”.

1 Cor. 5:5. “A fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor”.

En estos dos pasajes, la Parusía es representada como un


tiempo de investigación y decisión judiciales. Es el tiempo en que
los caracteres y los motivos serán revelados, y cada uno recibirá
su medida apropiada de alabanza o culpa. El apóstol desaprueba
los juicios apresurados y mal informados, aparentemente no sin
alguna razón personal, y los exhorta a esperar “hasta que venga
el Señor”, etc. ¿No implica esto manifiestamente que él pensaba
que ellos no tendrían que esperar mucho? ¿Dónde quedaría la
razonabilidad de su exhortación si no hubiese la expectativa de
vindicación o retribución en los siglos por venir? Es la
consideración misma de que el día ha llegado lo que constituye la
razón para la paciencia ahora.

De manera semejante, el caso del miembro ofensor en la iglesia


de Corinto apunta a un tiempo de retribución que se acercaba
rápidamente. Pablo arguye que el efecto de la disciplina presente
ejercida por la iglesia puede demostrar ser la salvación del
ofensor “en el día del Señor”. Ese día, pues, es el período en que
se decide la condenación o la salvación de los hombres. Pero,
suponiendo que el día del Señor no ha llegado, se deduce que el
día de la salvación no ha llegado, ni para el apóstol mismo, ni
para los cristianos de Corinto, ni para el ofensor a quien Pablo
llama a la iglesia para que lo censure. Todo esto muestra
claramente que el apóstol creía y enseñaba la pronta venida del
día del Señor.

CERCANÍA DE LA CONSUMACIÓN QUE SE APROXIMA

1 Cor. 7:29-31.  “Pero esto digo, hermanos: que el tiempo es


corto; resta, pues, que los que tienen esposa sean como si no la
tuviesen; y los que lloran, como si no llorasen; y los que se
alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no
poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no lo
disfrutasen; porque la apariencia de este mundo se pasa”.

Ninguna palabra podría mostrar más claramente la profunda


impresión en la mente del apóstol de que una gran crisis estaba
cerca, una crisis que afectaría profundamente todas las
relaciones de la vida y todas las posesiones de este mundo. Este
lenguaje, como se hablaba en aquel tiempo, tenía una
importancia muy diferente de la que tiene en estos tiempos. Estas
no son las trivialidades ordinarias acerca de la brevedad del
tiempo y la vanidad del mundo, los clásicos temas comunes de
moralistas y teólogos. El tiempo es siempre corto, y el mundo
siempre es vano; pero hay un énfasis y una urgencia en la
afirmación del apóstol que implican una especialidad en el tiempo
que entonces era presente; él sabía que ellos estaban al borde
de una gran catástrofe, y que todos los intereses y todas las
posesiones terrenales eran de una duración ligera e incierta. No
es necesario preguntar cuál era aquella catástrofe que se
esperaba. Era la venida del día del Señor a la que ya se ha
aludido, y cuya cercana aproximación está implícita en todas sus
exhortaciones. Alford expresa correctamente la fuerza de la
expresión: “el tiempo es corto”, es decir, “el intervalo entre ahora
y la venida del Señor ha llegado a un período extremadamente
acortado”. Pero, desafortunadamente, sigue adelante y trata la
opinión de Pablo como un error: “Desde que él escribió, el
desarrollo de la providencia de Dios nos ha enseñado más
acerca del intervalo entre la venida del Señor que lo que se le
dejó ver aun a un apóstol inspirado”. Cuál podría ser la opinión
privada de Pablo con respecto a la fecha de la Parusía, o qué
ocurriría cuando llegase, no lo sabemos, y sería inútil especular;
pero tenemos derecho a concluir que, en su enseñanza oficial
(salvo cuando declara directamente que expresa su propia
opinión), él era el órgano de expresión de una inteligencia mayor
que la suya. En realidad, no somos competentes para decir hasta
dónde pueda haberse extendido el impacto de la tremenda
convulsión que tuvo lugar al “fin del siglo”, pero cada uno puede
ver que las exhortaciones del apóstol habrían sido peculiarmente
apropiadas dentro de los límites de Palestina. Al proseguir esta
investigación, el área afectada por la Parusía parece crecer y
expandirse; es más que una crisis nacional: se convierte en una
crisis ecuménica. Ciertamente debemos inferir de la
representación de los apóstoles, así como de los dichos del
Maestro, que la Parusía tenía un significado para los cristianos en
todas partes, ya sea dentro o fuera de los confines de Judea. Es
más correcto preguntar acerca de la verdadera importancia de la
doctrina de los apóstoles sobre este tema, que suponer que
estaban errados e inventar excusas para su error. Si es un error,
es común a la totalidad de la enseñanza del Nuevo Testamento, y
nos encontraremos con él en los escritos de Pedro y de Juan,
pues ellos, no menos que Pablo, declaran que “el fin de todas las
cosas se acerca”, y que “el mundo pasa y sus deseos” (1 Pedro
4:7; 1 Juan 2:17).

EL FIN DE LOS SIGLOS YA HA LLEGADO

1 Cor. 10:11.  “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y


están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han
alcanzado los fines de los siglos” [a quienes han llegado los fines
de los siglos].

La frase “los fines de los siglos” [] equivale a “el fin del siglo” [], y
a “el fin” []. Todas se refieren al mismo período, es decir, el fin de
la era, o dispensación, judía, que ahora se acercaba. Se
observará que, en este capítulo, Pablo junta algunos de los
incidentes históricos que tuvieron lugar al  comienzo  de aquella
dispensación, pues servían de advertencia para los que vivían
cerca de su terminación. Evidentemente, Pablo consideraba la
historia primitiva de la dispensación, especialmente por cuanto
era sobrenatural, como de carácter típico y educativo. “Estas
cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para
amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de
los siglos”. Esto no sólo afirma el carácter típico de la economía
judía, sino que demuestra que el apóstol la consideraba a punto
de expirar.

Conybeare y Howson tienen la siguiente nota sobre este pasaje:


“La venida de Cristo era “el fin de las edades”, es decir, el
comienzo de un nuevo período de en la existencia del mundo. Así
que, casi la misma frase se usa en Hebreos 9:26. Una expresión
similar ocurre cinco veces en Mateo, significando  la venida de
Cristo a juicio”. Esta nota no distingue con exactitud cuál venida
de Cristo era el fin del siglo. Es la Parusía, la segunda venida, la
que es siempre representada así. Se creyó que ese suceso,
pues, estaba cerca cuando se declaró que el fin del siglo, o de los
siglos, había llegado.

Se dice a veces que el período entero entre la encarnación y el


fin del mundo es considerado en el Nuevo Testamento como “el
fin del siglo”. Pero esto tiene una manifiesta incongruencia en el
frente mismo. ¿Cómo podría ser el fin de un período ser de larga
y prolongada duración? Especialmente, ¿cómo podría ser el fin
mayor que el período del cual es el fin? Ha transcurrido ya más
tiempo desde la encarnación que el transcurrido desde el
momento en que se dio la ley hasta la primera venida de Cristo;
de modo que, según esta hipótesis, el fin del siglo es mucho más
largo que el siglo mismo. A tales paradojas son conducidos los
intérpretes por una falsa teoría. Pero, así como en una teoría
verdadera en la ciencia, cada hecho encaja fácilmente en su
lugar, y apoya a todo el resto, así también en una teoría
verdadera de interpretación cada pasaje encuentra una fácil
solución. y contribuye con su parte a sostener la corrección del
principio general.

SUCESOS QUE ACOMPAÑAN A LA PARUSÍA

La Resurrección de los Muertos; la Transformación de los Vivos;


la Entrega del Reino

Al entrar en esta grande y solemne porción de la Palabra de Dios,


deseamos hacerlo con profunda reverencia y humildad de
espíritu, temiendo apresurarnos donde los ángeles podrían temer
pisar; y ansiosamente solícitos, “extraer de las palabras
inspiradas lo que hay realmente en ellas, y no poner en ellas
nada que no esté realmente allí”.

También, nos aventuramos a rogar la sinceridad judicial del lector.


Puede que se le  haga una demanda de paciencia que al
principio apenas pueda estar preparado para satisfacer. Las
antiguas tradiciones y las opiniones preconcebidas no tienen
paciencia con las contradicciones, y hasta la verdad puede a
menudo estar en peligro de ser desdeñada como tontería sólo
porque es novedosa. El lector puede tener la seguridad de que
cada palabra se expresará con toda honestidad, después de
haber agotado todos los esfuerzos para descubrir el verdadero
significado del texto, y con un espíritu de lealtad y sometimiento a
la suprema autoridad de las Escrituras. No le toca al intérprete
vindicar los dichos de la inspiración; todo su cuidado debería
consistir en descubrir cuáles son esos dichos.

……….

1 Cor. 15:22-28. “Porque así como en Adán todos mueren,


también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su
debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo,
en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y
Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y
potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a
todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que
será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó
debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido
sujetadas a él, claramente se exceptúa aquél que sujetó a él
todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas,
entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él
todas las cosas, para que Dios sea todo en todos”.

Si bien no cae dentro del ámbito de esta investigación entrar en


una exposición detallada de pasajes que no afectan directamente
la cuestión de la Parusía, parece necesario que nos refiramos al
estado de opinión en la iglesia de Corinto que dio ocasión al
argumento y la amonestación de Pablo. La resurrección de Cristo
Jesús de entre los muertos es uno de los grandes testimonios de
la verdad del cristianismo mismo. Si esto es verdad, todo es
verdad; si es falso, la estructura entera cae al suelo. En el breve
resumen de las verdades fundamentales del evangelio, resumen
que fue dado por el apóstol al comienzo de este capítulo, se hizo
énfasis especial en el hecho de la resurrección de Cristo, y en la
evidencia en la cual descansaba. Era “según las Escrituras”. Fue
confirmada por el positivo testimonio de testigos presenciales: “Y
apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más
de quinientos hermanos a la vez”, la mayoría de los cuales
estaban vivos todavía cuando el apóstol escribió. Después de
eso, fue visto por Jacobo; luego, por todos los apóstoles. “Y al
último de todos, me apareció a mí”. El énfasis puesto en la
palabra apareció no puede dejar de ser subrayada. La evidencia
es irresistible; es demostración ocular, testificada, no por uno, ni
por dos, sino por una multitud de testigos, hombres que no
mentirían, y que no podían ser engañados.

Y, sin embargo, parece que había algunos corintios que decían


que “no hay resurrección de los muertos”. Nos parece
incomprensible cómo una negación tal podía ser compatible con
un discipulado cristiano. No se dice, sin embargo, que ellos
cuestionaban el hecho de la resurrección de Cristo, aunque el
apóstol muestra que los principios de ellos conducían a esa
conclusión. Su argumento para ellos es un reductio ad absurdum.
Los pone en un estado de negación en blanco, en el cual no hay
ningún Cristo, ningún cristianismo, ninguna veracidad apostólica,
ninguna vida futura, ninguna salvación, ninguna esperanza. Han
cavado el terreno bajo sus propios pies, y se han quedado sin un
Salvador, en tinieblas y en desesperación.

Pero, como hemos dicho, ellos no parecen haber negado el


hecho de la resurrección de Cristo; por el contrario, éste es el
argumento por medio del cual el apóstol les convence de que su
posición es absurda. Si no hubiesen admitido esto, el argumento
del apóstol no habría tenido ningún poder, ni habrían podido ser
considerados creyentes cristianos en absoluto.

Las epístolas a los tesalonicenses, sin embargo, arrojan alguna


luz sobre este extraño escepticismo. Una opinión no muy
diferente parece haber prevalecido en Tesalónica. Así, por lo
menos, lo inferimos de 1 Tesa. 4:13, etc. Se habían entregado a
la desesperación a causa de la muerte de algunos de sus amigos
antes de la venida del Señor. Parecen haber considerado esto
como una calamidad que excluía a los fallecidos de una
participación en las bendiciones que esperaban a la revelación de
Cristo Jesús. El apóstol calma sus temores y corrige sus errores
declarando que los santos que han partido no sufrirán ninguna
desventaja, sino que serán levantados otra vez a la venida de
Cristo, y entrarán, junto con los vivos, en la presencia y el gozo
del Señor.

Esto muestra que había dudas sobre la resurrección de los


muertos en la iglesia de Tesalónica, así como en la de Corinto; y
es muy probable que estas dudas fueran de la misma naturaleza
en ambas iglesias. El ansioso deseo de todos los cristianos era
estar vivos a la venida del Señor. La muerte, pues, era
considerada una calamidad. Pero no habría sido una calamidad
si hubiesen estado conscientes de que habría una resurrección
de los muertos. Esta era la verdad que, o no sabían, o no creían.
Pablo trata la duda en Tesalónica como  ignorancia,  en Corinto
como error; y es muy probable que, entre una gente tan engreída
y tan pragmática como los corintios, esta opinión asumiera una
forma más decidida y más peligrosa. Puede observarse también
que el apóstol trata el caso de los tesalonicenses con mucho del
mismo razonamiento con que trata el de los corintios, es decir,
con una apelación al hecho de la resurrección de Cristo: “Si
creemos que Cristo murió y resucitó”, etc. (1 Tes. 4:14). Ambos
casos, pues, son muy similares, si no precisamente paralelos.
Podemos imaginar fácilmente que, para los primeros cristianos,
que a menudo sufrían encarnizada persecución, y que
observaban ávidamente esperando la venida del Señor, debe
haber sido un doloroso chasco ser arrebatados por la muerte
antes del cumplimiento de sus esperanzas. Añádase a esto la
dificultad que la idea de la resurrección de los muertos
presentaría naturalmente a los conversos gentiles (1 Cor. 15:35).
Era una doctrina de la cual se burlaban los filósofos de Atenas;
que hizo exclamar a Festo: “Estás loco, Pablo”, y que los
científicos de aquel tiempo declararon absurda, una cosa
“imposible hasta para Dios”.

Hasta aquí la probable naturaleza y el probable origen de este


error de los corintios. Al combatirlo, el apóstol atribuye la gloriosa
bienaventuranza de la resurrección a la interposición mediadora
de Cristo. Es parte de los beneficios que surgen de la obra
redentora. Así como el primer Adán trajo la muerte, el segundo
Adán trae la vida; y, como garantía de la resurrección de su
pueblo, Él mismo resucitó de entre los muertos, y se convirtió en
las primicias de la gran cosecha de la tumba.

Pero hay un debido orden y una debida sucesión en esta nueva


vida del futuro. Así como las primicias preceden y predicen la
cosecha, la resurrección de Cristo precede y garantiza la
resurrección de su pueblo. “Cristo, las primicias, luego los que
son de Cristo EN SU VENIDA”.

Esta es una declaración de lo más importante, y afirma sin


ambigüedades lo que es, de hecho, la enseñanza uniforme del
Nuevo Testamento, de que la Parusía debía ser seguida
inmediatamente por la resurrección de los muertos durmientes. Él
viene “para despertar a los que duermen”. La Primera Epístola a
los Tesalonicenses proporciona el hiato que el apóstol deja aquí:
“Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel,
y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en
Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los
que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con
ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así
estaremos siempre con el Señor” (1 Tes. 4:16,17).

En el pasaje que tenemos delante, el apóstol no entra en esos


detalles; argumenta a favor de la resurrección, y se detiene
bruscamente en ese punto en cuanto al presente, añadiendo sólo
las significativas palabras: “Luego el fin” [], como diciendo: “Este
es el fin”; “Hecho está”; “El misterio de Dios está consumado”.

Pero podemos aventurarnos a preguntar: “¿Qué es este fin?” No


es un término nuevo, sino una frase familiar con la cual nos
hemos encontrado a menudo antes, y con la cual nos
encontraremos a menudo nuevamente. Si regresamos al discurso
profético de nuestro Señor, encontramos casi las mismas
significativas palabras: “Entonces vendrá el fin” [] (Mat. 24:14), y
ellas nos proporcionan la clave del significado aquí. Contestando
la pregunta de los discípulos: “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas,
y qué señal habrá de tu venida, y del fin del mundo?”, nuestro
Señor especifica ciertas señales, como la persecución y el
martirio de algunos de los discípulos mismos; el enfriamiento y la
apostasía de muchos; la aparición de falsos profetas y
engañadores; y, por último, la proclamación general del evangelio
por todas las naciones del imperio romano; y “entonces”, declara,
“vendrá el fin“. ¿Puede haber la más ligera duda de que él, de la
profecía es el, de la epístola? ¿O puede haber duda de que
ambos son idénticos al, en la pregunta de los discípulos? (Mat.
24:3). Pero hemos visto que esta última frase se refiere, no al “fin
del mundo”, ni a la destrucción de la tierra material, sino al fin de
la época, o dispensación, que en ese momento estaba a punto de
expirar. Concluimos, pues, que “el fin” del cual habla Pablo en 1
Cor. 15:24 es la misma y grande época que tan continua y
prominentemente se mantiene a la vista tanto en los evangelios
como en las epístolas, cuando todo el sistema civil y eclesiástico
de Israel, con su ciudad, su templo, su nacionalidad, y su ley
fueron barridos de la existencia por una tremenda oleada de
juicio.

Esta visión del “fin”, en referencia a la terminación de la


economía o era judía, parece proporcionar una solución
satisfactoria de un problema que ha causado mucha perplejidad a
los comentaristas, o sea, la entrega del reino por parte de Cristo.
El apóstol la expresa dos veces, como uno de los grandes
acontecimientos que acompañan a la Parusía, cuando el Hijo,
habiendo puesto bajo sus pies todo dominio, toda autoridad y
potencia “entregue el reino al Dios y Padre” (vers. 24, 28). ¿Qué
reino? No hay duda de que es el reino que el Cristo, el Rey
ungido, se encargó de administrar como representante y
vicerregente de su Padre, es decir, el reino teocrático, con cuya
soberanía Él fue solemnemente investido, según la declaración
de Salmos 2: “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo
monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres
tú; yo te engendré hoy” (Sal. 2:6,7). Esta soberanía mesiánica, o
teocracia, llegó a su fin cuando el pueblo que era súbdito suyo
cesó de ser la nación del pacto; cuando el pacto fue disuelto de
hecho, y la estructura y el aparato enteros de la administración
teocrática fueron abolidos. Qué más razonable que el Hijo
entonces “entregase el reino”, habiendo sido satisfechos los
propósitos de su institución, y habiendo sido reemplazado su
limitado carácter local y nacional por un sistema mayor y
universal, el ‘,’ o nuevo orden de un “mejor pacto”.

Esta entrega del reino al Padre en la Parusía – al final de la


época – está representada como consecuente con el
sometimiento de todas las cosas a Cristo, el Rey teocrático. Esto
no puede referirse a las conquistas amables y pacíficas del
evangelio, la reconciliación de todas las cosas a Él: el lenguaje
implica una conquista violenta y victoriosa sobre potencias
hostiles: “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a
todos sus enemigos debajo de sus pies”. Quiénes pueden ser
esos enemigos puede inferirse de la historia final de la teocracia.
Incuestionablemente, la más formidable oposición al Rey y al
reino se encontró en el corazón de la nación teocrática misma,
los principales sacerdotes y las autoridades del pueblo. Las más
altas autoridades y los dirigentes de la nación eran los enemigos
más encarnizados del Mesías. Era un antagonismo nacional, no
extranjero – una enemistad de los judíos, no de los gentiles – lo
que rechazó y crucificó al Rey de Israel. El procurador romano no
fue sino un instrumento de mala gana en las manos del Sanedrín.
Eran el gobierno judío, la autoridad judía, el poder judío, los que
incesante y sistemáticamente perseguían a la secta de los
nazarenos con la más persistente malignidad, y éstos eran el
“dominio, la autoridad, y potencia” que, por medio de la
destrucción de Jerusalén y la extinción del estado judío, fueron
“puestos bajo sus pies” y aniquilados. Las terribles escenas de la
guerra final, especialmente del sitio y la captura de Jerusalén,
nos muestran lo que implica esta subyugación de los enemigos
de Cristo. “Y también a aquellos mis enemigos que no querían
que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante
de mí” (Luc. 19:27).

Pero, ¿qué diremos de la destrucción del “postrer enemigo, la


muerte”? ¿No es fatal para esta interpretación el hecho de que
ella nos requiera poner la abolición del dominio de la muerte, y la
resurrección, en el pasado, y no en el futuro? ¿No contradice
esto los hechos y el sentido común, y por consiguiente, no revela
la falacia de la explicación entera? Por supuesto, si el lenguaje
del apóstol sólo puede significar que, en la Parusía, al dominio de
la muerte sobre todos los hombres se le puso fin en todas partes
y para siempre, se deduce que, o que él estaba errado al hacer
semejante aserto, o que la interpretación que le hace decir esto
está errada. Que él afirma que, en la Parusía (el tiempo que es
defendido incontrovertiblemente en el Nuevo Testamento como
contemporáneo con la destrucción de Jerusalén), la muerte será
destruida, es lo que nadie puede negar en toda justicia; pero no
se deduce que hemos de entender esa expresión en un sentido
absolutamente ilimitado y universal. La raza humana no dejó de
existir en sus condiciones terrenales actuales a la destrucción de
Jerusalén; el mundo no llegó a su fin en ese entonces; los
hombres continuaron naciendo y muriendo según las leyes de la
naturaleza. ¿Qué ocurrió entonces? Debemos concebir aquel
período como el fin de una época, o edad; el fin de una gran era;
la conclusión de una dispensación, y  el juicio de los que habían
sido puestos bajo aquella dispensación. La totalidad de los
sujetos a aquella dispensación (el reino de los cielos), tanto los
vivos como los muertos, debían, según la representación de
Cristo y sus apóstoles, ser convocados delante del Rey teocrático
sentado en el trono de su gloria. Aquel era el período predicho y
señalado de aquella gran transacción judicial que se nos
presenta en la descripción parabólica de las ovejas y los cabritos
(Mat. 25:31, etc)., cuyas señales externas y visibles quedaron
estampadas indeleblemente en los anales del tiempo por la
terrible catástrofe que borró a Israel de su lugar entre las
naciones de la tierra.

Es verdad que los acompañamientos espirituales e invisibles de


aquel juicio no han sido registrados por los historiadores, porque
los sentidos humanos no podían comprenderlos ni verificarlos;
pero, ¿qué cristiano puede vacilar en creer que,
contemporáneamente con el juicio externo de lo visto, había un
juicio correspondiente de lo no visto? Tal, por lo menos, es la
inferencia que se puede deducir correctamente de las
enseñanzas del Nuevo Testamento. Que en la gran época de la
Parusía los muertos y los vivos – no de la raza humana entera,
sino los súbditos del reino teocrático – debían ser reunidos
delante del tribunal del juicio, lo afirman claramente las
Escrituras; siendo los muertos resucitados, y los vivos
experimentando una transformación instantánea. De este llamado
de los muertos a la vida – la resurrección de los que, durante el
reino teocrático, habían sido víctimas y cautivos de la muerte –
concebimos que consiste la “destrucción” de la muerte a la que
se refiere Pablo. Sobre ellos perdió la muerte su dominio; “los
espíritus encarcelados” fueron liberados de la custodia de su
inexorable tirano; y ellos, siendo levantados de los muertos, “no
morirían más”. “La muerte no tendría más poder sobre ellos”. Que
esto está en perfecta armonía con la enseñanza de las Escrituras
sobre este misterioso tema, y de hecho explica lo que ninguna
otra hipótesis puede explicar, aparecerá más completamente más
adelante. Mientras tanto, puede observarse que expresiones
como la “destrucción” o la “abolición” de la muerte no siempre
implican la terminación total y final de su poder. Leemos que
“Jesucristo quitó la muerte” (2 Tim. 1:10). Cristo mismo declaró:
“El que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Juan 8:51); “Todo
aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan
11:26). Debemos interpretar la Escritura de acuerdo con la
analogía de la Escritura. Todo lo que podemos afirmar
correctamente con respecto a la “destrucción de la muerte” en el
pasaje que tenemos delante es que es coextendido a todos los
que, en la Parusía, fueron resucitados de entre los muertos.  A
esto parece referirse nuestro Señor en su respuesta a los
saduceos: “Mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar
aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan ni
se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son
iguales a los ángeles”, etc. (Lucas 20: 35,36). Para  ellos, la
muerte está destruida; para ellos la muerte es sorbida en victoria.
Así, el argumento del apóstol en los versículos 26, 54, y los
siguientes en realidad no afirman más que esto: Para los
resucitados de entre los muertos, no hay más sujeción a la
muerte; la liberación de su esclavitud es completa; el aguijón ha
sido quitado; el poder de la muerte ha terminado; ellos pueden
exclamar: ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh
sepulcro, tu victoria? Así como “Cristo, habiendo resucitado de
entre los muertos, no muere más, la muerte ya no tiene más
dominio sobre él”, así también, en la Parusía, su pueblo fue
emancipado para siempre de la cárcel de la tumba; “y el postrer
enemigo que será destruido, para ellos, es la muerte”.

LOS VIVOS (SANTOS)  TRANSFORMADOS  DURANTE LA


PARUSÍA

1 Cor. 15:51. “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos;


pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y
cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y
los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos
transformados”.

Esta declaración suple lo que faltaba en la declaración hecha en


el vers. 24, y pone el todo en armonía con 1 Tesa. 4:17. El
lenguaje de Pablo implica que estaba comunicando una
revelación que era nueva, y que presumiblemente se le había
hecho a él mismo. No puede decirse que se deriva de ningún
pronunciamiento del Salvador que haya sido registrado, ni
encontramos ninguna declaración correspondiente en ningún otro
escrito apostólico. Pero la pregunta para nosotros es: ¿A quiénes
se refiere al apóstol cuando dice: “No todos  dormiremos“, etc.?
¿Es a ciertas personas hipotéticas que vivirían en alguna época o
algún tiempo distante, o está pensando en los corintios y en él
mismo? ¿Por qué pensaría en el futuro distante cuando es
seguro que él consideraba la Parusía como inminente? ¿Por qué
no se refería a él mismo y a los corintios cuando su común
esperanza y expectación era que vivirían para presenciar la
Parusía? No hay una razón concebible, pues, de por qué se
apartó de la correcta fuerza gramatical del lenguaje. Cuando el
apóstol dice “nosotros”, sin duda quiere decir los cristianos de
Corinto y él mismo. Alford aprueba esta conclusión plenamente:
“Nosotros los que vivimos y quedamos hasta la venida del Señor”
– en cuyo número el apóstol creía firmemente que él mismo
debía estar. (Véase 2 Cor. 5:1 y ss. Y las notas)”.

La revelación, pues, que el apóstol comunica aquí, el secreto


concerniente al futuro destino de ellos, es este: Que no todos
ellos tendrían que pasar la dura prueba de la muerte, sino que
aquellos de ellos que tuvieran el privilegio de vivir hasta la
Parusía sufrirían una transformación por medio de la cual
estarían preparados para entrar al reino de Dios, sin
experimentar los dolores de la disolución. Acababa de explicar
(vers. 50) que los cuerpos materiales y corruptibles de carne y
sangre no podían, en la naturaleza de las cosas, ser aptos para
un estado espiritual y celestial de la existencia: “Carne y sangre
no pueden heredar el reino de Dios”. De aquí la necesidad de
que lo material y corruptible sea transformado en lo inmaterial e
incorruptible. Aquí es importante observar la representación de la
verdadera naturaleza del “reino de Dios”. No es “el evangelio”; ni
la “dispensación cristiana”; ni ningún estado terrenal de cosas en
absoluto, sino un estado  celestial,  en el cual carne y sangre no
pueden entrar.

La suma de todo esto es que el apóstol evidentemente contempla


el suceso del cual está hablando como cercano y a las puertas:
ha de ocurrir en sus propios días, antes de que expire el término
natural de la vida. ¿Y no es esto precisamente lo que hemos
encontrado en todas las referencias del Nuevo Testamento al
tiempo de la Parusía? De ese suceso nunca se habla como si
estuviera distante, sino siempre como inminente. Se mira hacia
él, se vela por él, se le espera. Algunos hasta se apresuran a
llegar a la conclusión de que ha llegado, pero su precipitud es
detenida por el apóstol, que demuestra que ciertos antecedentes
tienen que ocurrir primero. Llegamos a la conclusión, pues, de
que, cuando Pablo dijo: “No todos dormiremos”, se refería a sí
mismo y a los cristianos de Corinto, los cuales, cuando recibieron
esta carta y leyeron estas palabras, sólo pudieron interpretarlas
de una manera, es decir, que muchos, quizás la mayoría,
posiblemente todos ellos, vivirían para presenciar la consumación
de lo que él predijo.

Pero se repetirá la objeción: ¿Cómo podría tener lugar todo esto


sin que se notase o se registrase? Primero, en relación con la
resurrección de los muertos, debe considerarse cuán poco
sabemos de sus condiciones y características. ¿Tiene que ser
observada? ¿Tiene que ser cognoscible por los órganos
materiales? “Resucitará cuerpo espiritual”. ¿Puede un cuerpo
espiritual ser visto, tocado, manipulado? No estamos seguros de
que el ojo pueda ver lo espiritual, o de que la mano pueda asir lo
inmaterial. Por el contrario, la presunción y las probabilidades son
de que no. Toda esta resurrección de los muertos y la
transmutación de los vivos tienen lugar en la región de lo
espiritual, a la cual los espectadores e informadores terrenales no
pueden entrar, y no podrían ver nada si entraran. Puede
necesitarse un milagro para permitir que el ojo vea lo invisible sin
ayuda. El profeta vio en Dotán el monte lleno de “carruajes de
fuego, y caballos de fuego”, pero el siervo del profeta no veía
nada, hasta que Eliseo oró: “Señor, abre sus ojos, para que
vea” (2 Reyes 6:17). El primer mártir cristiano, lleno del Espíritu
Santo, “vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la diestra de
Dios”, pero ninguno de entre la multitud que le rodeaba
contempló esta visión (Hechos 7:56). En el camino a Damasco,
Saulo de Tarso vio “a Aquél”, pero sus compañeros de viaje no
vieron a nadie (Hechos 9:7). No es improbable que los conceptos
tradicionales y materialistas de la resurrección – tumbas que se
abren y cuerpos que emergen – prejuicien la imaginación sobre
este tema, y nos hagan pasar por alto el hecho de que nuestros
órganos materiales pueden aprehender sólo objetos materiales.

Segundo, en relación con la transformación de los santos vivos –


a la cual se refiere el apóstol como instantánea, “en un momento,
en un abrir y cerrar de ojos” – es difícil entender cómo una
transición tan rápida pueda ser objeto de observación. Lo único
que sabemos de la transformación es su inconcebible rapidez. No
sabemos nada de qué residuo deja tras de sí; qué disipación o
qué resolución queda de la substancia material. Pues que nada
sabemos, puede realizarse la imaginación del poeta:

“Oh, la hora en que esto material



Se desvanezca como nube”.

Todo lo que sabemos es que, “en un momento, en un abrir y


cerrar de ojos”, el cambio se habrá completado; “esto corruptible
se habrá vestido de incorrupción, esto mortal se habrá vestido de
inmortalidad, y sorbida habrá sido la muerte en victoria”.
Entonces, ¿qué impide llegar a la conclusión de que tales
sucesos puedan haber tenido lugar sin ser observados ni
registrados? No hay nada antifilosófico, irracional, ni imposible en
esta suposición. Menos todavía. No hay en ello nada anti bíblico,
y esto es todo de lo cual tenemos que preocuparnos. “¿Qué
dicen las Escrituras?” ¿Afirma claramente o da a entender el
lenguaje de Pablo que todo esto sólo está a punto de tener lugar,
dentro de su propia vida y de la de aquellos a los cuales escribe?
Ninguna mente sincera y desapasionada negará que es así. Ya
sea que esté en lo cierto o que esté equivocado, el apóstol confía
en esta representación de la venida de Cristo, la resurrección de
los muertos, y la transformación de los santos vivos, dentro de la
vida natural de los corintios y de él mismo. Se nos presenta,
pues, este dilema:

1. O el apóstol fue guiado por el Espíritu de Dios, y los sucesos


que él predijo ocurrieron; o

2. El apóstol estaba equivocado en su creencia, y estas cosas


nunca ocurrieron.


LA PARUSÍA Y LA “FINAL TROMPETA”

Hay todavía una circunstancia en esta descripción que debe ser


examinada, pues tiene que ver con la cuestión del tiempo. La
transformación que se dice que experimentarían “nosotros los
que vivimos, los que hayamos quedado hasta la venida del
Señor”, sigue inmediatamente a la señal de “la final trompeta”. Es
notable que hay otros dos pasajes que conectan el gran
acontecimiento de la Parusía, y sus transacciones concomitantes,
con el sonido de una trompeta. “Y enviará sus ángeles con gran
voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos”, etc. (Mat. 24:31).
Así también Pablo en 1 Tesa. 4:16: “Porque el Señor mismo con
voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios”, etc.
Pero surge la pregunta: ¿Por qué la  finaltrompeta? Este epíteto
necesariamente sugiere otras trompetas o señales precedentes,
y se nos recuerda irresistiblemente la visión apocalíptica, en la
cual siete ángeles son representados como haciendo sonar otras
tantas trompetas, cada una de las cuales es la señal para el
derramamiento de juicios y ayes sobre la tierra. Por supuesto, la
séptima trompeta es la última, y es una cuestión interesante qué
conexión puede haber entre la revelación en la epístola y la visión
en Apocalipsis. Alford (en oposición a Olshausen) considera que
es un refinamiento de la palabra  final  para identificarla con la
séptima trompeta del Apocalipsis; pero su propia sugerencia, de
que es la final “en un sentido amplio y popular” parece mucho
menos satisfactoria. En esta etapa, nos abstenemos de entrar en
una discusión de los símbolos apocalípticos, pero nos
contentamos con la sola observación de que el sonar de la
séptima trompeta en Apocalipsis está en realidad conectada
con  el tiempo del juicio de los muertos  (Apoc. 11:18). El tema
entero aparecerá delante de nosotros en una etapa subsiguiente
de la investigación, y ahora seguimos adelante, sólo tomando
nota del hecho de que aquí encontramos un enlace indubitable
entre el elemento profético en las Epístolas y el de Apocalipsis.

LA CONTRASEÑA APOSTÓLICA:  MARANATHA, EL SEÑOR


VIENE

1 Cor. 16:22.- “Maranatha” [El Señor Viene].

El argumento entero a favor de la anticipada cercana


aproximación de la Parusía queda remachado por la última
palabra del apóstol, que viene con tanto mayor peso cuanto que
fue escrito de su puño y letra, y transmite en una palabra la
esencia concentrada de su exhortación – “Maranhata, el Señor
viene”. Esta palabra equivale a libros enteros. Es la contraseña
que el apóstol hace pasar a lo largo de la línea de las huestes
cristianas; el grito de reunión que inspiró valor y esperanza en
cada corazón. “¡El Señor viene!” No habría tenido ningún sentido
si el acontecimiento al cual se refiere fuese distante o dudoso;
toda su fuerza reside en su certeza y en su cercanía. “Una
contraseña de peso”, dice Alford, “que tiende a recordarles la
cercanía de su venida, y el deber de ser encontrados listos para
ella”. Hengstenberg ve en ella una obvia alusión a Mal. 3:1.
“Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien buscáis… He
aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos”. “La palabra
Maranatha, que llama tanto la atención en una epístola escrita en
griego, y para griegos, es en sí misma suficiente indicación de un
fundamento en el Antiguo Testamento. La retención de la forma
aramea sólo puede explicarse con la suposición de que era una
especie de contraseña común a todos los creyentes; y ninguna
expresión podría haber llegado a ser tan usada si no hubiese sido
tomada de las Escrituras. Apenas puede haber alguna duda de
que fue tomada de Mal. 3:1″. Podemos añadir que la ocurrencia
de esta palabra aramea en una epístola griega indica la
existencia de un fuerte elemento judío en la iglesia de Corinto.
Esto ocurría probablemente en todas las iglesias gentiles; la
sinagoga era el núcleo de la congregación cristiana, y sabemos
que en Corinto era así especialmente: Justo, Crispo, y Sóstenes
pertenecieron a la sinagoga antes de pertenecer a la iglesia; y en
realidad, esto explica lo que de otro modo parecería una dificultad
– el interés directo de la iglesia de Corinto en la gran catástrofe,
el asiento y el centro de la cual era Judea.

LA SEGUNDA EPÍSTOLA A LOS CORINTIOS


ANTICIPACIÓN DEL “FIN” Y DEL “DÍA DEL SEÑOR”

2 Cor. 1:13, 14. “Hasta el fin”; “el día del Señor Jesús”.

“El fin” (ver. 13) no significa “el fin de mi vida”, como dice Alford.
Es la gran consumación que el apóstol siempre mantiene a la
vista, la meta a la cual avanzaban tan rápidamente tiene un
significado definido y reconocido en el Nuevo Testamento, como
puede verse mediante la referencia a pasajes como Mat. 24:6,14;
1 Cor. 15:24; Heb. 3:16; 6:11, etc.

En el ver. 14, encontramos que Pablo espera la venida del Señor


como un tiempo de gozosa recompensa para los fieles siervos de
Dios, un tiempo que estaba tan cercano que, como les había
dicho en su anterior epístola, los juicios y las censuras sobre los
humanos podrían muy bien ser aplazados hasta su llegada (1
Cor. 4:5). Cuando llegara ese día, el apóstol y sus conversos se
regocijarían los unos con los otros. ¿Puede suponerse que él
podría pensar en ese día de otro modo que como muy cercano?
¿Tiene todavía que comenzar ese regocijo? Porque, si el día del
Señor estuviera todavía en el futuro, también debería estarlo el
regocijo.

LOS MUERTOS EN CRISTO HAN DE SER


PRESENTADOS JUNTO CON LOS VIVOS EN LA PARUSÍA

2 Cor. 4:14.  “Sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús a


nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará
juntamente con vosotros”.

Ahora entramos en una afirmación de lo más importante, que


merece especial atención. Quizás su verdadero significado ha
sido oscurecido un poco al considerarlo como una proposición
general, en vez de algo personal para el apóstol mismo.
Conybeare y Howson observan:

“Se ha causado gran confusión en muchos pasajes al no traducir,


de acuerdo con su verdadero significado, en la primera
persona  singular;  pues así a menudo sucede que lo que Pablo
habló individualmente, aparece ante nosotros como si fuese una
verdad general; casos como éste ocurren repetidamente en la
Epístola a los Corintios, especialmente en la Segunda.
Proponemos, pues, cambiar el pronombre  nosotros  en este
pasaje por el pronombre yo“.

Ya hemos visto (1 Tes. 4:15 y 1 Cor. 15:51) que el apóstol


acariciaba la esperanza de que él mismo estaría entre los “vivos”,
que quedarían “hasta la venida del Señor”. En esta epístola, sin
embargo, parece como si esta esperanza en relación con él
mismo hubiese sido sacudida un poco. Su experiencia en el
intervalo entre la Primera Epístola y la Segunda había sido tal
que le llevó a temer una muerte súbita. (Véase cap. 1:8, etc.). Su
“tribulación en Asia” le había hecho perder la esperanza de vivir, y
probablemente pensaba que no podría calcular escapar a la
maligna hostilidad de sus enemigos por mucho más tiempo.
Ahora tenía “la sentencia de muerte en sí mismo”; llevaba “en su
cuerpo la muerte del Señor Jesús”, y pensaba que sería “siempre
entregado para muerte por amor a Jesús”.

Pero esta anticipación no disminuyó la confianza con la cual


esperaba el futuro; porque, aunque muriese antes de la Parusía,
no por eso perdería su parte en los triunfos y las glorias de ese
día. Se le aseguró que “el que levantó al Señor Jesús también le
levantaría a él por medio de Jesús, y le presentaría junto con los
santos que estuviesen vivos que sobrevivieran a ese período. Él
no estaría ausente del gran acontecimiento a la venida del Señor
(2 Tes. 2:1), sino que sería “presentado”, junto con sus amigos de
Corinto y de otros lugares, “ante la presencia de su gloria”. De
hecho, el apóstol se consuela ahora con las mismas palabras con
las cuales había confortado a los desconsolados dolientes de
Tesalónica. Pablo parece haber abandonado la esperanza de que
él mismo viviría para presenciar la gloriosa aparición del Señor;
pero no estaba menos persuadidos de que no sufriría ninguna
pérdida si tenía que morir; porque, como les había enseñado a
los tesalonicenses, “traerá Dios con Jesús a los que durmieron en
él”, y los santos vivos no tendrían en aquel día ninguna ventaja
sobre los que dormían (1 Tes. 4:14,15).

EXPECTATIVA DE LA FUTURA  BIENAVENTURANZA EN LA
PARUSÍA

2 Cor. 5:1-10. “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre,


este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una
casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto
también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra
habitación celestial; pues aquí seremos hallados vestidos, y no
desnudos. Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo
gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados,
sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas
el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las
arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo
que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes en
el Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y
más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al
Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes,
serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros
comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno
reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo,
sea bueno o sea malo”.
Este es el relato más completo que tenemos de la misteriosa
transición que el espíritu humano experimenta cuando abandona
su morada terrenal y entra al nuevo organismo preparado para
recibirle en el mundo eterno. Llega a nosotros respaldado por la
más alta autoridad – es la profesión de su fe hecha por un
apóstol inspirado -, uno que podía decir: “Yo sé”. Es la
declaración de esa esperanza lo que sostenía a Pablo, y sin duda
también a la fe común de la iglesia cristiana entera. Sin embargo,
el pasaje debería ser estudiado desde el punto de vista del
apóstol, como su personal expectación y esperanza.

Obsérvese la forma de la afirmación – es más bien hipotética que


afirmativa: “Si este tabernáculo terrestre se disuelve”, etc. Esta no
es la manera en que un cristiano hablaría en la actualidad con
respecto a la posibilidad de morir; no habría ningún “si” en su
pronunciamiento, pues, ¿qué más cierto que la muerte? Diría:
“Cuando  este tabernáculo terrestre sea enterrado”, etc., no
“si sucediese”, etc. Pero no así el apóstol; para él la muerte era
un acontecimiento problemático; creía que muchos, quizás la
mayoría, de los fieles de sus días jamás sufrirían el cambio de la
disolución; no estarían  desnudados, esto es, incorpóreos, sino
que estarían “vivos y quedarían hasta la venida del Señor”.
Quizás en este momento comenzaba a tener dudas con respecto
a su propia supervivencia; pero, entonces, ¿qué? Aunque la
morada terrenal de su cuerpo se disolviera, sabía que había
provista para él habitación divinamente preparada, o un vehículo
del alma; una mansión indestructible y celestial, no hecha de
manos; un cuerpo no material, sino espiritual. Encontraba que su
actual residencia en el cuerpo de carne y sangre estaba
acompañada de tristeza y sufrimiento, bajo cuya carga a menudo
gemía, y la liberación de la cual ansiaba, deseando
fervientemente ser revestido de la vestidura celestial que le
esperaba en lo alto (ver. 2). El concepto pagano de un espíritu
incorpóreo, un fantasma desnudo y tembloroso, era extraño a las
ideas de Pablo; su esperanza y su deseo era que pudiera ser
encontrado “vestido, no desnudo”; “no ser desnudados, sino
revestidos”. De entre todos los comentaristas, Conybeare y
Howson han captado y expresado mejor la idea del apóstol: “Si
todavía soy encontrado cubierto con mi vestimenta de carne”. No
era la  muerte, sino la  vida, lo que el apóstol anticipaba y
deseaba; no ser desnudado del cuerpo, sino cubierto con un
organismo más excelente, y dotado de una vida más noble. Hay
una inconfundible alusión en este lenguaje a la esperanza que
acariciaba de escapar a la condena de la mortalidad, “no
quisiéramos ser desnudados”, etc., es decir, “no es que yo desee
dejar el cuerpo muriendo”, sino fusionar lo mortal con lo inmortal;
“para que lo mortal sea absorbido por la vida”.

El siguiente comentario de Dean Alford transmite bien el


sentimiento de este importante pasaje:

“El sentimiento expresado en estos versículos era uno de los más


naturales para quienes, como los apóstoles, consideraban la
venida del Señor como  cercana, y concebían la posibilidad de
vivir para contemplarla. No era ningún terror a la muerte en
cuanto a sus  consecuencias, sino una renuencia natural a
experimentar el mero acto de la muerte como tal, cuando estaba
escrita la posibilidad de que este cuerpo mortal pudiera ser
superpuesto por el inmortal, sin ella“.

En los versículos subsiguientes, el apóstol intima su plena


confianza de que, en cualquiera de las dos alternativas, ya fuera
viviendo o muriendo, todo estaba bien. “Entre tanto que estamos
en el cuerpo, estamos ausentes del Señor”. “Más quisiéramos
estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”. En todo caso,
ya fuese presente o ausente, su gran preocupación era ser
aceptado por el Señor por fin; “porque”, añade, “es necesario que
todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para
que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba
en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (vers. 6-10).

Así, el apóstol trae la cuestión entera a una encrucijada personal


y práctica. Todos por igual van camino al tribunal de Cristo, y allí
todos se encontrarán finalmente. Algunos morirían antes de la
venida del Señor, y algunos podrían vivir para presenciar ese
acontecimiento; pero todos serían reunidos allí, en el tribunal, y
ser aceptados y aprobados allí era, después de todo, una
cuestión más importante que vivir o morir; “dormir en el Señor”, o
ser “transformados” sin pasar por los dolores de la disolución. El
tribunal era la meta para todos ellos, y hemos visto cuán cercana
e inminente se creía que era aquella comparecencia. Que toda
esta fe y toda esta esperanza sinceras, acariciadas y enseñadas
por los inspirados apóstoles de Cristo, fuese, después de todo,
una mera falacia y un engaño, parece una intolerable suposición,
fatal para la credibilidad y la autoridad de la doctrina apostólica.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA A LOS GÁLATAS
No encontramos ninguna alusión directa a la Parusía en la
Epístola a los Gálatas. Ella contribuye, sin embargo, a dilucidar el
tema, proporcionando una ilustración de la primera aparición y el
rápido crecimiento de la defección de la fe predicha por nuestro
Señor y designada por Pablo como “la apostasía” o
“enfriamiento”, que era señal precursora de la Parusía. (Véase
Mat. 24:12; 2 Tesa. 2:3; 1 Tim. 4; 2 Tim. 3; 4:3,4). La plaga ya
había brotado en las iglesias de Galacia, y en esta epístola
vemos cuán fervientemente trató el apóstol de detener su
progreso, protestando vehementemente contra esta perversión
del evangelio, y denunciando a sus originadores y
propagandistas como enemigos de la cruz de Cristo. El mal
surgía de las artes de los maestros judaizantes, que por todas
partes eran los inveterados oponentes de Pablo, y que parecen
haber estado poseídos del mismo espíritu de proselitismo que
distinguía a los fariseos, que “rodeaban mar y tierra para hacer
un prosélito”. En esta manifestación de la apostasía predicha,
tenemos una marcada indicación de la aproximación de “los
últimos tiempos” o del “fin del tiempo”.

“EL PRESENTE SIGLO MALO”, O LA ÉPOCA MALA

Gál. 1:4.  “El cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para
librarnos del presente siglo malo”.

El apóstol habla aquí del estado de cosas existente como malo, y


del Señor Jesucristo como el que nos libra de él. La palabra
época [o eón] no se refiere por supuesto al mundo material, la
tierra, sino al mundo moral, o época moral. Es equivalente a la
frase que ocurre tan a menudo en los evangelios, “esta
generación perversa” (Mat. 2:45, etc.). El presente siglo malo es
considerado como que está pasando, y a punto de ser sucedido
por un nuevo orden, el. (Heb. 2:5).


LAS DOS JERUSALENES, LA ANTIGUA Y LA NUEVA

Gál. 4:25,26. “Porque Agar es el monte Sinaí en Arabia, y


corresponde a la Jerusalén actual, pues ésta, junto con sus hijos,
está en esclavitud. Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre
de todos nosotros, es libre”.

En este momento, no es nuestra intención hacer otra cosa que


simplemente tomar nota de este notable contraste entre las dos
ciudades, la nueva Jerusalén y la antigua. En esta etapa, nos
abstenemos, a propósito, de entrar en símbolos y su significado,
hasta que toquemos el tema entero en el libro de Apocalipsis.

Mientras tanto, se le solicita al lector que tome nota cuidadosa del


contraste que se presenta aquí. La Jerusalén que ahora es, y la
Jerusalén que habrá de ser; la Jerusalén terrenal, y la Jerusalén
celestial; la Jerusalén que está en esclavitud, y la Jerusalén que
es libre; la Jerusalén que está debajo, y la Jerusalén que está
arriba; la Jerusalén que es madre de esclavos, y la Jerusalén que
es nuestra madre. Descubriremos que este contraste nos será de
no poco valor para establecer el significado de algunos de los
símbolos del Apocalipsis.
PA R T E I I – L A PA R O U S Í A E N L A S E P Í S T O L A S
APOSTÓLICAS – EN LAS EPÍSTOLAS A LOS ROMANOS

Las alusiones a la venida del Señor en esta epístola no son


muchas en número, pero son muy importantes e instructivas. Se
habla de la venida como de algo que con toda certeza era creído
y ansiosamente esperado por los cristianos de la era apostólica; y
el hecho de su cercanía está o implícito o afirmado en cada
alusión al acontecimiento.

EL DÍA DE LA IRA

Rom. 2:5,6. “Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido,


atesoras para tí mismo ira para el día de la ira y de la revelación
del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus
obras”.

Rom. 2:1,16. “Porque todos los que bajo la ley han pecado, por la
ley serán juzgados; en el día en que Dios juzgará por Jesucristo
los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio”.

No puede haber ninguna duda con respecto a este “día de la ira”


y “revelación del justo juicio de Dios”. Es el mismo que fue
predicho por Malaquías como “el día grande y terrible de
Jehová” (Mal. 4:5); por Juan el Bautista como “la ira
venidera” (Mat. 3:7); y por el Señor Jesucristo como “el día del
juicio” (Mat. 11:22,24). Era el acto final de la época, el. Es apenas
necesario repetir que este “fin” se dice que cae dentro del período
de la generación existente, cuando el Hijo del hombre, el Juez
designado, “pagará a cada uno según sus obras” (Mat. 16:27).

LA ESCATOLOGÍA DE PABLO

Rom. 8:18-23. “Pues tengo por cierto que las aflicciones del
tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que
en nosotros ha de manifestarse [que está a punto de
revelársenos]. Porque el anhelo ardiente de la creación es el
aguardar la manifestación de los hijos de Dios. Porque la
creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino
por causa del que la sujetó en esperanza; porque también la
creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la
libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda
la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta
ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que
tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos
dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención
de nuestro cuerpo”.

Hay algunas cosas en este pasaje que son, y probablemente


continuarán siendo, oscuras por la naturaleza del tema; pero
también hay mucho que es sencillo y claro. No podemos
confundir la regocijada anticipación, expresada por Pablo, de un
venidero día de liberación de los sufrimientos y miserias del
presente; una liberación que estaba ya allí, y no lejana. Venía un
día de redención que traería libertad y gloria para los hijos de
Dios, de cuyos beneficios participaría la creación entera. La
llegada de aquella consumación era esperada y deseada
ansiosamente, no sólo por los que, como el apóstol mismo,
tenían la esperanza de una herencia interminable y gloriosa
arriba, sino por la creación que sufre cargas y gime en general,
por la cual estaban rodeados. Tan estimulante era la perspectiva
de la emancipación venidera que, en vista de ella, el apóstol pudo
decir: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo
presente no son comparables con la gloria venidera que en
nosotros ha de manifestarse”; o, como dice un pasaje similar:
“Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros
un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Cor. 4:17).

Ahora procedemos a examinar el pasaje completo más


particularmente.

El primer punto que exige atención es la clara indicación de


la  cercanía  de esta gloria venidera. En nuestra Versión
Autorizada [en inglés] se pierde esto de vista por completo; y de
manera similar, ha sido ignorado casi por todos los
comentaristas. Hasta Alford, que por lo general es muy cuidadoso
en su atención a los tiempos verbales, pasa por este caso
evidente sin hacer ninguna observación, aunque nada puede ser
más gramaticalmente enfático que la indicación de la cercanía de
la esperada revelación. Tholuck observa que el apóstol habla del
tiempo como cercano – “En gozosa exultación, el apóstol concibe
su comienzo como a la mano”- pero considera errado al apóstol,
y que se ha dejado llevar de sus sentimientos. Conybeare y
Howson dan la correcta fuerza del lenguaje – “la gloria que está a
punto de ser revelada,  que pronto será revelada“. [] “La gloria
venidera” es la contraparte o antítesis de “la ira venidera”,
diferentes aspectos del mismo gran suceso; porque la Parusía,
que era la revelación de gloria para los hijos de Dios, era la
revelación del día de ira para sus enemigos (Rom. 2:5,7).

Así, se observará que no es a la muerte a lo que el apóstol mira


como el período de liberación de los males presentes; aún menos
a alguna época muy distante en el futuro. Ciertamente sería
pobre consuelo, para los hombres que se retorcían bajo la
angustia de sus sufrimientos, hablarles de un período, en alguna
época futura, que les traería compensación por su actual
aflicción. El apóstol no se burla de ellos con una esperanza
diferida. El día de liberación  había llegado; la gloria estaba  a
punto de ser revelada; y era tan cercano y tan grande aquel peso
de gloria, que reducía a una insignificancia las pasajeras
incomodidades de la hora presente.

El punto siguiente que merece observarse es la afirmación que el


apóstol procede a hacer con respecto al interés en aquella
consumación que se aproximaba más allá de los límites del
sufriente pueblo de Dios. Éstos serían realmente los que más
ganarían con la redención venidera, pero sus beneficios habrían
de extenderse mucho más allá.

Este es un tema sumamente importante e interesante, y requiere


nuestra cuidadosa consideración.

“Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la


manifestación de los hijos de Dios”.

Cualquiera que sea el significado que atribuyamos a la palabra


“creación” [], no tendrá diferencia alguna para la actitud ansiosa y
expectante en la cual está representada como esperando la
consumación venidera. Lange observa que, como la palabra
significa  esperar con la cabeza levantada, esto implica
una  intensa expectación, un anhelo intenso, en espera de una
satisfacción. Pero esta misma actitud implica la cercanía, o el
convencimiento de la cercanía, de la deseada liberación.
Poniendo, pues, juntas estas dos afirmaciones, primera, que la
gloria “pronto  ha de ser revelada”; segunda, que “el anhelo
ardiente es esperar la manifestación”, tenemos una
demostración, tan fuerte como es posible concebirla, de que el
suceso en cuestión está representado por el apóstol como  muy
cercano.
Pero, ¿qué se quiere decir con la creación []? Algunos
comentaristas consideran que abarca el universo entero, o la
creación material, animada e inanimada, racional e irracional – la
estructura entera de la naturaleza. Hablan del terremoto, la
tormenta, y el volcán como síntomas del doloroso mal genio del
mundo natural. Pero esto parece demasiado vago y general para
el argumento del apóstol. Es evidente que el suceso sólo puede
referirse a seres conscientes, voluntarios, racionales, y morales.
Tiene “intenso anhelo”;  tiene su “propia voluntad”; tiene
“esperanza”; es capaz de ser “sujetado a vanidad”; de ser “librado
de corrupción”; de participar en “la gloria de los hijos de Dios”.
Estas características excluyen la creación inanimada e irracional,
e incluyen a la raza humana en su totalidad. Además, la antítesis
en el versículo 23 entre la creación como un todo y “nosotros
mismos, que tenemos las primicias del Espíritu”, sería muy
antinatural e imperfecta si no diferenciara a los cristianos, no de
las bestias y las plantas,  sino de otros hombres. El verdadero
contraste ocurre entre  los que tienen las primicias del
Espíritu  y  los que no las tienen; y sería manifiestamente
incongruente hablar de la creación irracional e inanimada como
que “no tiene el Espíritu”. Hacer que el apóstol se refiera aquí a la
naturaleza universal puede ser admisible quizás como poesía,
pero estaría bastante fuera de lugar en un argumento sobrio y
serio. Entendemos, pues, que se refiere a la  raza humana  y a
la  humanidad  en términos generales; el significado que tiene la
palabra en pasajes tales como Mar. 16:15: “Predicad el evangelio
a toda  criatura” []; Col. 1:23. “El cual se predica en toda
la creación que está debajo del cielo” [].

Esto nos trae a la pregunta: ¿Puede decirse que la raza humana


tiene esta actitud ansiosa y expectante, gimiendo y en labores de
parto, esperando y anhelando la liberación y la libertad? Sin duda
que es posible; y nunca más verdaderamente que en el mismo
período en que el apóstol escribió. Era una época de la más
profunda corrupción y degradación social; puede decirse que la
humanidad gemía bajo la carga de su miseria y su esclavitud; y
sin embargo, había un extraño y misterioso sentimiento en las
mentes de los hombres de que, de alguna manera y en alguna
parte, la liberación había llegado. Cuán exactamente se ajusta la
descripción del apóstol a las condiciones morales y sociales del
pueblo  judío  en este período, no necesita ninguna prueba.
Gemían bajo el yugo de la esclavitud romana. Suspiraban
ansiosamente por el prometido Libertador. El caso de
los griegos y los romanos no era muy diferente, como lo prueban
llamativamente los siguientes pasajes de Conybeare y Howson;
en verdad, podrían haber sido escritos como un comentario sobre
el pasaje que tenemos delante.

“Las condiciones sociales de los griegos había ido cayendo,


durante este período, en la corrupción más baja; … pero la
misma difusión y el mismo desarrollo de esta corrupción estaba
preparando el camino, porque mostraba la necesidad de la
intervención del evangelio. La enfermedad misma parecía llamar
al Sanador. Y si los males prevalecientes de la población griega
presentaban obstáculos a gran escala para el progreso del
cristianismo, los griegos mostraban, para todo tiempo futuro, la
debilidad de los más altos poderes del hombre cuando no reciben
ayuda de lo alto; y debe haber habido muchos que gemían bajo
la esclavitud de una corrupción de la cual no podían sacudirse, y
estaban listos a escuchar la voz de Aquél que “llevó nuestras
enfermedades y sufrió nuestros dolores”.

Hasta aquí las condiciones de los griegos; las de los romanos se


describen así:

“Sería iluso imaginar que, cuando el mundo quedó bajo un solo


cetro, cualquier real principio de unidad mantendría juntas sus
diferentes partes. El emperador fue deificado porque los hombres
fueron esclavizados. No hubo verdadera paz cuando Augusto
cerró el templo de Jano. El Imperio era sólo el orden del gobierno
externo, con un caos tanto de opiniones como de la moral dentro
de él. Los escritos de Tácito y de Juvenal continúan atestiguando
la corrupción que se enconaba en todos los niveles, lo mismo en
el Senado que en la familia. La antigua sobriedad de modales, y
la antigua fe en la mayor parte de la religión romana, habían
desaparecido. Los licenciosos credos y las licenciosas prácticas
de Grecia y del Oriente habían inundado a Italia y a Occidente, y
el Panteón era sólo el monumento a un acomodamiento entre
una multitud de supersticiones decadentes. Es verdad que este
estado de cosas produjo una notable tolerancia, y es probable
que, por corto tiempo, el cristianismo mismo compartiese las
ventajas de ello. Pero, aún así, el genio de los tiempos era
básicamente tanto cruel como profano, y los apóstoles pronto
quedaron expuestos a una encarnizada persecución. El Imperio
Romano estaba desprovisto de la unidad que el evangelio da a la
humanidad. Era un reino de este mundo, y la raza humana gemía
por la mejor paz de un “reino que no era de este mundo”.

“Por esto, en la condición misma del Imperio Romano, y en el


estado miserable de su población mixta, podemos reconocer una
preparación negativa para el evangelio de Cristo. Esta tiranía y
esta opresión requerían un  Consolador, tanto como la
enfermedad moral de los griegos requería un  Sanador. Tanto el
Imperio entero como los judíos necesitaban un Mesías, aunque
no era esperado con la misma consciente expectación. Pero no
nos es difícil avanzar mucho más allá de este punto, y no
podemos dudar en descubrir, en las circunstancias del mundo en
este período, rastros significativos de una preparación positiva
para el evangelio”.
Ciertamente, es notable que una descripción de las condiciones
sociales y morales del mundo en la era apostólica, escrita
aparentemente sin pensar en la ilustración del pasaje que ahora
tenemos delante, adoptara sin proponérselo, no sólo el espíritu,
sino en gran medida las palabras mismas, con las cuales Pablo
presenta la miseria, la esclavitud, los gemidos, y el anhelo de
liberación de la creación como aparecía a su aprensión. Pero,
puede decirse: ¿Había algo en el futuro inmediato que
satisficiese este ansioso anhelo del mundo esclavizado y
gimiente y que respondiese a él? ¿Qué es este  terminus ad
quem, “esta revelación de los hijos de Dios”? ¿Y en qué sentido
podía ello traer, o trajo, liberación y consuelo a la humanidad
oprimida?

La respuesta a esta pregunta se encuentra en casi todas las


páginas de los escritos del apóstol. Según él, un gran
acontecimiento estaba a las puertas; el Señor estaba a punto de
venir, según Su promesa, para ejercer su poder real, para dar
recompensa y salvación a su pueblo, y poner a sus enemigos
debajo de sus pies. Pero la Parusía había de traer más que esto.
Marcó una gran época en el gobierno divino del hombre. Puso fin
al período de privilegio exclusivo para Israel. Disolvió el pacto
entre Jehová y el pueblo judío, y abrió el camino para un pacto
nuevo y mejor, que abarcaba a toda la humanidad. El cristianismo
es la proclamación de la universal paternidad de Dios, pero la
nueva era no fue inaugurada plenamente sino hasta que el
estrecho reino teocrático local fue superado, y el Rey teocrático
renunció a su jurisdicción y la entregó en las manos del Padre.
Entonces la exclusiva relación nacional entre Dios y un solo
pueblo fue disuelta, o se fundió con el sistema abarcante y
mundial en el cual “no hay judío ni griego, ni circunciso ni
incircunciso, ni bárbaro, ni escita, ni esclavo ni libre, sino sólo
el Hombre. Cristo había hecho de todos los hombres Uno, “para
que Dios sea todo en todos”.
Esta es ciertamente una adecuada respuesta a los gemidos y
trabajos de la sufriente y oprimida humanidad; la perspectiva de
tal consumación puede ser representada bien con la alborada de
un día de redención. Era nada menos que abrir las puertas de la
misericordia para la humanidad; era la emancipación de la raza
humana de la desesperación que le aplastaba hasta hundirle en
una corrupción y una degradación cada vez más profundas; era
introducirles “a la gloriosa libertad de los hijos de Dios”; conferir a
los gentiles, “ajenos a la comunidad de Israel y extranjeros a los
pactos de la promesa”, los privilegios de la “ciudadanía de los
santos”, y hacerles “miembros de la casa de Dios”.

Es de esta admisión de toda la raza humana en la [adopción de


hijos], la cual, hasta ahora, había sido el exclusivo privilegio del
pueblo escogido, de la que habla el apóstol con lenguaje tan
entusiasta en Rom. 8:19-21. Era un tema sobre el cual nunca se
cansaba de espaciarse, y que llenaba su alma entera de asombro
y agradecimiento. Habla de ello como del “misterio que en otras
generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres”, “la
multiforme sabiduría de Dios” (Efe. 3:5,10; Col. 1:26). Los tres
primeros capítulos de la Epístola a los Efesios están ocupados
por una animada descripción de la revolución causada por la obra
redentora de Cristo en la relación entre Dios y los gentiles, que
no formaban parte del pacto. “La dispensación de la plenitud de
los tiempos” había llegado, en la cual Dios se proponía “reunir en
uno todas las cosas en Cristo, haciéndole cabeza de todas las
cosas”, derribando las barreras de separación entre judíos y
gentiles, haciendo de ambos pueblos uno solo; aboliendo la ley
ceremonial, fundiendo los elementos heterogéneos en un todo
homogéneo, reconciliando la antipatía mutua, y uniendo a ambos
como una familia a los pies del Padre de todos.

Pero, puede decirse: ¿No se había llevado a cabo todo esto ya


por medio de la muerte expiatoria en la cruz? ¿Y no es ésa una
revelación de una gloria futura que se aproximaba, a la cual alude
el apóstol aquí? Sin duda que es así. Sin embargo, el Nuevo
Testamento siempre habla de que la obra de redención estaba
incompleta hasta la llegada de la Parusía. Se observará que, en
el versículo veintitrés, el apóstol se representa a sí mismo y a los
otros creyentes como esperando todavía él . Aun los hijos de
Dios habían recibido solamente las arras y las primicias, y no la
plena cosecha de su condición de hijos. Aquello no sería
completamente suyo sino hasta la venida del Señor, cuando “los
santos que estaban vivos y habían quedado” cambiarían el
presente cuerpo mortal y corruptible por una casa no hecha de
manos, eterna, en los cielos. La Parusía era la proclamación
pública y formal de que la dispensación mesiánica o teocrática
había llegado a su fin; y que el nuevo orden, en el cual Dios era
todo en todos, había sido inaugurado. Hasta que el juicio de
Israel tuvo lugar, todas las cosas no habían sido puestas bajo
Cristo, el rey teocrático; sus enemigos todavía no habían sido
puestos bajo sus pies. Hasta ese momento, podía decirse de la
adopción [] que “le pertenecía a Israel”. Cuando al apóstol
escribió esta epístola, Cristo estaba esperando que “sus
enemigos fueran puestos debajo de sus pies”. Había todavía algo
incompleto en su obra, hasta que toda la estructura y la urdimbre
del judaísmo fueron barridas. Este hecho aparece claramente
resaltado en la Epístola a los Hebreos. El escritor afirma que “aún
no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre
tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie”. Dice
que este tabernáculo es “símbolo para el tiempo presente” – sirve
a un propósito temporal – hasta el tiempo de la reforma, esto es,
la introducción de un nuevo orden (Heb. 9:8,9). Este pasaje es de
gran importancia en relación con esta discusión, y las siguientes
observaciones de Conybeare y Howson presentan su significado
muy claramente:
“Puede preguntarse: ¿Cómo puede decirse, después de la
ascensión de Cristo, que aún no se había manifestado el camino
al Lugar Santísimo?  La explicación es que, mientras el culto del
templo, con su exclusión de todos, menos del sumo sacerdote,
del Lugar Santísimo, todavía existía, el camino de la salvación no
se habría manifestado plenamente a los que se adherían a las
observancias externas típicas, en vez de ser, por lo tanto,
conducidos al antitipo”. Life and Epistles of St. Paul, cap. 28.

Había una conveniencia y una plenitud del tiempo en los cuales


el pacto antiguo sería superado por el nuevo; al antiguo y al
nuevo se les permitió subsistir juntos por un tiempo; la bondad y
la paciencia de Dios demoraron el golpe final del juicio. Aunque,
pues, las grandes barreras contra la introducción de todos los
hombres, sin distinción, a los privilegios de los hijos de Dios,
fueron casi eliminadas por la muerte de Cristo en la cruz, la
demostración formal y final de que “el camino al Lugar Santísimo”
estaba abierto de par en par para toda la humanidad, no ocurrió
sino hasta que la estructura entera de la economía mosaica, con
su ritual, y el templo, la ciudad, y el pueblo fueron repudiados
pública y solemnemente, y el judaísmo, con todo lo que le
pertenecía, fue barrido para siempre.

Hay todavía una porción de este pasaje profundamente


interesante sobre el cual reposa mucha obscuridad. En el
versículo 20, el apóstol dice que “la creación fue sujetada a
vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la
sujetó en esperanza”, etc. La interpretación común de estas
palabras es que “la creación visible ha sido puesta bajo la
sentencia de descomposición y disolución, no por su propia
elección, sino por un acto de Dios que, sin embargo, no la ha
dejado sin esperanza”.
Sin duda, esto da un buen sentido al pasaje, aunque nos
aventuramos a pensar que no exactamente el sentido que el
apóstol se proponía darle. No capta la naturaleza del mal al cual
“la creación” fue sujetada; y, por consiguiente, tampoco la
naturaleza de la liberación que se espera de ese mal.

Entendiendo por [creación] a la raza humana, por las razones


que ya se han especificado, observamos que se dice que ha sido
sujetada a vanidad []. ¿Qué es esta vanidad? La palabra es muy
significativa, especialmente en labios de un judío. Para el tal,
“vanidad” es sinónimo de  idolatría. Es la palabra que la
Septuaginta emplea para denotar la estupidez del culto a los
ídolos. Los ídolos son “vanidades ilusorias” (Sal. 31:6; Jonás 2:8);
“enseñanza de  vanidades  es el leño”; los ídolos “vanidad son,
obra vana” (Jer. 10:8,15). “Los formadores de imágenes de talla,
todos ellos son  vanidad” (Isa. 44:9). Casi que la palabra se ha
separado para este uso especial. Lo mismo puede decirse de su
uso en el Nuevo Testamento. En Listra, Pablo imploraba que el
pueblo se “convirtiera de aquellas vanidades [], es decir, del culto
a los ídolos, para servir al Dios vivo (Hechos 14:15). En esta
misma epístola (Rom. 1:21), tenemos un caso notable del uso de
la palabra, en que Pablo, dando razón de la apostasía de la raza
humana y su alejamiento de Dios, la explica por el hecho de que
“se  envanecieron” en sus razonamientos []; un pasaje en que
Alford, con Bengel, Locke, y muchos otros, reconoce la alusión al
culto idólatra. Sólo es necesario mirar el pasaje para ver su
relación con el origen y la prevalencia de la idolatría (véase
también Efe. 4:17). Aquí retrocede a Rom. 1:21, y nos
proporciona la clave de la verdadera interpretación.
La  idolatría  era la “vanidad” a la cual estaba sujeta la raza
humana; la idolatría, la religión de los gentiles, la degradación del
hombre, la deshonra de Dios.
Pero, ¿puede decirse que el hombre fue sujetado a este mal por
el acto de Dios (“por causa del que la sujetó”)? Sin duda, tal
afirmación estaría en armonía con la Palabra de Dios. En el
primer capítulo de la Epístola a los Romanos, se expresa tres
veces este hecho significativo: “Dios los entregó”, en referencia a
esta misma apostasía (Rom. 1:24,26,28). Este abandono sólo
puede ser considerado un acto judicial. Encontramos una
expresión todavía más fuerte en Romanos 11:32. “Dios sujetó a
todos en desobediencia”. La verdad es que la Escritura está llena
de la doctrina de que Dios entrega a los contumaces y rebeldes a
la fatal consecuencia de su pecado. Por eso, puede decirse que
la sujeción de la raza humana al mal de la idolatría no era
simplemente la voluntad del hombre mismo, sino el acto judicial
de la divina justicia.

Pero no era un decreto sin esperanza. “La preservación de una


nación de la apostasía universal llevaba en sí un germen de
esperanza para la humanidad. En la plenitud del tiempo, se
manifestó el propósito divino de misericordia y redención para la
raza humana, y “la adopción de hijos”, que había sido privilegio
exclusivo de un pueblo, ahora se declaraba abierto para todos sin
distinción. La raza es representada como esperando con ansiosa
expectación este alto privilegio, y ahora el evangelio, que era el
medio divinamente señalado para rescatar a los hombres de la
corrupción y degradación morales del paganismo, proclamaba
liberación y salvación “para gentiles y judíos, bárbaros, escitas,
esclavos y libres”.

Ya hemos mostrado en qué sentido puede decirse que esta


proclamación de la nueva era fue hecha de la manera más
pública y formal en la Parusía.

LA CERCANÍA DE LA SALVACIÓN VENIDERA
Rom. 13:11,12. “Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de
levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros
nuestra salvación que cuando creímos”.

No es posible que palabras algunas expresen más claramente la


convicción del apóstol de que la gran liberación había llegado.
Sería absurdo considerar, con Moses Stuart, que este lenguaje
se refiere a la cercana aproximación de la muerte y la eternidad.
En ese caso, el apóstol habría dicho: “El día ha pasado, la noche
ha llegado”. Pero este no es el estilo del Nuevo Testamento;
nunca es la muerte y la tumba, sino la Parusía, la “bendita
esperanza, y la gloriosa aparición de Jesucristo”, lo que los
apóstoles esperan. El profesor Jowett observa correctamente que
“en el Nuevo Testamento no encontramos ninguna exhortación
basada en la cortedad de la vida. Parece como si el fin de la vida
no tuviese ninguna importancia práctica para los primeros
creyentes, porque seguramente sería anticipado por el día del
Señor”. Sin duda esto es cierto; pero, ¿y entonces, qué? O el
apóstol estaba errado, o no nos merece confianza como
expositor autorizado de la verdad divina; o de lo contrario, estaba
bajo la guía del Espíritu de Dios, y lo que enseñaba era verdad
infalible. Ante este dilema callan los expositores que no pueden
siquiera imaginar la posibilidad de que la Parusía haya ocurrido
de acuerdo con las enseñanzas de Pablo. Es curioso ver los
cambios a los cuales recurren para encontrar alguna forma de
escapar a la inevitable conclusión.

Tholuck admite francamente la expectación del apóstol, pero a


costa de su autoridad.

“Desde el día en que los fieles se congregaron por primera vez


alrededor de su Mesías, hasta la fecha de su epístola, habían
pasado varios años; el amanecer pleno, como creía Pablo,
estaba a las puertas. Aquí encontramos corroborado lo que
también es evidente en varios otros pasajes, que el apóstol
esperaba el pronto advenimiento del Señor. La razón de esto
reside, en parte en la ley general de que al hombre le gusta
imaginarse que el objeto de su esperanza está a la mano, y en
parte en la circunstancia de que el Salvador a menudo había
hecho la amonestación de que en todo momento había que estar
preparados para la crisis en cuestión, y también, según el  usus
loquendi  de los profetas, había descrito el período como
aproximándose rápidamente”.

Stuart protesta contra el hecho de que Tholuck renuncie a la


corrección del juicio del apóstol, pero adopta la insostenible
posición de que Pablo está hablando aquí de:

“La salvación espiritual que los creyentes han de experimentar


cuando sean trasladados al mundo de vida eterna y de gloria”.

Por otra parte, Alford admite que:

“Una correcta exégesis de este pasaje puede difícilmente dejar


de reconocer el hecho de que aquí el apóstol, como en otro lugar
(1 Tes. 4:17; 1 Cor. 15:51), habla de la venida del Señor
como  aproximándose rápidamente.  Razonar, como lo hace
Stuart, que, porque Pablo corrige en los Tesalonicenses el error
de imaginar que estaba  inmediatamente a las puertas  (o hasta
que ya había llegado), él mismo no la esperaba tan pronto, está
seguramente fuera de lugar”.

El editor estadounidense del Comentario de Lange, hablando de


Romanos, escribe la siguiente nota:
“El Dr. Hodge objeta con algún detalle la referencia a la segunda
venida de Cristo. Por otra parte, la mayoría de los modernos
comentaristas alemanes defienden esta referencia. Olshausen,
De Wette, Philippi, Meyer, y otros, creen que ninguna otra
posición es sostenible en lo más mínimo; y el Dr. Lange, aunque
evita cuidadosamente las teorías extremas sobre este punto,
niega la referencia a la bienaventuranza eterna, y admite que se
quiere decir la Parusía. Esta opinión gana terreno entre los
exégetas anglosajones”.

Hay algunos intérpretes que evitan la dificultad negando que


términos tales como  cercano  y  distante  hagan alguna referencia
al tiempo en absoluto. Por ejemplo, se nos dice que:

“Esto concuerda con todas las enseñanzas de nuestro Señor, de


que representa el día decisivo de la segunda aparición de Cristo
como que está a las puertas, para mantener a los creyentes
siempre en la actitud de expectación vigilante, pero sin referencia
a la cercanía o distancia cronológica a ese suceso”.

Este es un método no natural de interpretación, que simplemente


vacía las palabras de todo significado. Hay sólo una manera de
salir de la dificultad, y es creer que el apóstol dice lo que quiere
decir, y que quiere decir lo que dice. Él era el inspirado apóstol y
embajador de Cristo, y el Señor no dejó que ninguna de sus
palabras cayera al suelo. Su continua consigna y clamor de
advertencia a las iglesias de la era primitiva era: “El Señor está a
las puertas”. Él creía esto; enseñaba esto; y esta era la fe y la
esperanza de toda la iglesia.

¿Estaba equivocado? ¿Vivió y murió la iglesia primitiva creyendo


una mentira? ¿No ocurrió nada que correspondiese a sus
expectativas? ¿Dónde está el templo de Dios? ¿Dónde está la
ciudad de Jerusalén? ¿Dónde está la ley de Moisés? ¿Dónde
está la nacionalidad judía? Pero todas estas cosas perecieron al
mismo tiempo; y de todas ellas se predijo que desaparecerían en
la Parusía. El cumplimiento de aquellos otros sucesos en la
región de lo espiritual y lo invisible que estaban indisolublemente
conectados con la Parusía, pero de los cuales, en la naturaleza
de las cosas, no puede haber registro en las páginas de la
historia humana.

ESPERANZA DE UNA PRONTA LIBERACIÓN

Rom. 16:20. “Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo


vuestros pies”.

Aquí tenemos otra referencia inconfundible a la cercana


aproximación al día de liberación. El aplastamiento de la cabeza
de la serpiente es la victoria de Cristo, y esa victoria se ganaría
pronto. Entre los enemigos que habrían de quedar debajo de sus
pies estaban la muerte, y el que tenía el poder de la muerte, a
saber, el diablo.

En la expectativa de su crucifixión, el Señor declaró: “Ahora es el


juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será
echado fuera”, y ya hemos demostrado en qué sentido y cuán
ciertamente se cumplió esa predicción. De la misma manera, se
acercaba el día en que los sufridos y perseguidos cristianos
serían librados, por la Parusía, de los enemigos de los cuales
estaban rodeados, y cuando el maligno instigador y cómplice de
toda esa enemistad yacería postrado bajo los pies de ellos.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS APOSTÓLICAS – EN LA
EPÍSTOLA A LOS COLOSENSES

En ninguna de las epístolas de Pablo encontramos una alusión


menos directa a la Parusía, y sin embargo, puede decirse que
ninguna está más llena de la idea de ese acontecimiento. El
pensamiento de él subyace casi todas las expresiones del
apóstol; está implícita en “la esperanza que os está guardada en
los cielos”; “la herencia de los santos en luz”; “el reino de su
amado Hijo”; “la reconciliación de todas las cosas con Dios”;
“presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él”.

Pero hay por lo menos una alusión muy clara a la Parusía en la


cual el apóstol habla de la esperada consumación.

LA MANIFESTACIÓN DE CRISTO SE APROXIMA

Col. 3:4. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces


vosotros también seréis manifestados en él en gloria”.

Aquí encontramos una clara alusión al mismo acontecimiento y al


mismo período que en Rom. 8:19, es decir, “la manifestación de
los hijos de Dios”. En ambos pasajes, es evidente que esta
manifestación se concibe como  cercana. En realidad, en Rom.
8:18 se afirma expresamente que es así; la gloria está “a punto
de ser revelada”, mientras que aquí en Colosenses los discípulos
son representados como “muertos”, y esperando la vida y la
gloria que recibirían a la revelación de Jesucristo, o sea, en la
Parusía. Es inconcebible que el apóstol pueda hablar en términos
tales de un suceso lejano; su cercanía es, evidentemente, uno de
los elementos de su exhortación de que debían “poner el corazón
en las cosas de arriba, no en las de la tierra”. ¿Hemos de
suponer que todavía están en un estado de muerte, que su vida
todavía está escondida? Pero su vida y su gloria están
representadas como contingentes con la “manifestación de
Jesucristo”.

LA IRA VENIDERA

Col. 3:6. “Cosas [la idolatría, entre otras] por las cuales la ira de
Dios viene”.

La conclusión precedente (con respecto a la cercanía de la gloria


venidera) está confirmada por la referencia del apóstol a la
cercanía de la ira venidera. La cláusula “sobre los hijos de
desobediencia” no se encuentra en algunos de los manuscritos
más antiguos, y es omitida por Alford. Probablemente ha sido
añadida de Efe. 5:6. Tomando el pasaje como está, hay algo muy
sugestivo y enfático en su afirmación: “Viene la ira de Dios”. Hay
un contraste inconfundible entre “la gloria venidera del pueblo de
Dios” y “la ira venidera” sobre sus enemigos. No menos clara es
la alusión a la “ira venidera” profetizada por Juan el Bautista, y a
la cual con tanta frecuencia se refieren nuestro Señor y sus
apóstoles. Tanto la  gloria  como la  ira  están “a punto de ser
reveladas”; coinciden con la Parusía de Cristo, y las iglesias
apostólicas estaban en constante expectación de la pronta
manifestación de ambas.
PA R T E I I – L A PA R O U S Í A E N L A S E P Í S T O L A S
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA A LOS EFESIOS

LA ECONOMÍA DE LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Efe. 1:9,10. “Dándonos a conocer el misterio de su voluntad,


según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de
reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del
cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos,
como las que están en la tierra”, etc.

Aunque este pasaje no afirma nada directamente con respecto a


la cercanía de la Parusía, tiene una relación directa con el
acontecimiento en sí. El campo de investigación que abre es
ciertamente demasiado amplio para que lo exploremos ahora,
pero no podemos pasarlo por alto por completo. Este es un tema
en el que al apóstol le encanta espaciarse, y en ninguna parte se
espacia con más entusiasmo que en esta epístola. Por lo tanto,
puede suponerse que, por muy oscuro que nos parezca en
algunos respectos, no era ininteligible para los cristianos de
Éfeso, ni para aquellos a los cuales se les envió esta epístola,
p o r q u e , c o m o b i e n o b s e r v a P a l e y, n a d i e e s c r i b e
ininteligiblemente a propósito. También podemos esperar
encontrar alusiones al mismo tema en otras partes de los escritos
del apóstol, que pueden servir para dilucidar dichos oscuros en
este pasaje.

Hay dos preguntas que surgen del pasaje que tenemos delante:
(1) ¿Qué se quiere decir con “reunir todas las cosas en Cristo”?
(2) ¿Cuál es el período designado como “la dispensación del
cumplimiento de los tiempos”, en el cual ha de tener lugar este
“reunir todas las cosas en Cristo”?
1. Con respecto al primer punto, recibimos gran ayuda de la
expresión que el apóstol emplea en relación con él, es decir, “el
misterio de su voluntad”. Esta es una palabra favorita de Pablo al
hablar de ese nuevo y maravilloso descubrimiento que nunca
dejó de llenar su alma de adoración, gratitud y alabanza – la
admisión de los gentiles a todos los privilegios de la nación del
pacto. Es difícil para nosotros formarnos un concepto del
sobresalto, la sorpresa y la incredulidad que causó en las mentes
de los judíos el anuncio de semejante revolución en la
administración divina. Sabemos que ni siquiera los apóstoles
estaban preparados para ella, y que fue con algo parecido a la
duda y la sospecha con que, por fin, cedieron a la abrumadora
evidencia de los hechos: “¡De manera que también a los gentiles
ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos 11:18). Pero,
para el apóstol a los gentiles, este era el glorioso estatuto de la
emancipación universal. De entre todos los hombres, él vio con la
mayor claridad su belleza y su gloria divinas, su trascendente
misterio y maravilla. Vio las barreras de separación entre judíos y
gentiles, la antipatía entre las razas, “la pared intermedia de
separación”, derribadas por Cristo, y una gran familia y una
hermandad formada por todas las naciones, y tribus, y pueblos, y
lenguas, bajo el poder reconciliador y unificador de la sangre
expiatoria. No podemos equivocarnos, pues, al entender este
misterio de “reunir todas las cosas en Cristo” como el mismo que
se explica más plenamente en el capítulo 3:5,6, “misterio que en
otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los
hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y
profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y
miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la promesa en
Cristo Jesús por medio del evangelio”. Esta es la unificación, “el
resumen”, o consumación [], a la cual el apóstol se refiere con
tanta frecuencia en esta epístola: “hacer de ambos pueblos uno
sólo”; “crear en sí mismo de los dos  un solo  y nuevo hombre”;
“reconciliar con Dios a ambos en  un solo  cuerpo” (Efe.
2:14,15,16). Este era el gran secreto de Dios, que había estado
oculto a las pasadas generaciones, pero que ahora era revelado
a la admiración y la gratitud del cielo y la tierra.

Pero, puede preguntarse, ¿cómo puede el hecho de recibir a los


gentiles en los privilegios de Israel ser llamado la reunión
de  todas las cosas, tanto las que están en  los  cielos  como las
que están en la tierra?

Algunos críticos muy capaces han supuesto que las


palabras  cielo  y  tierra  en éste y en otros pasajes deben
entenderse en un sentido limitado y, por decirlo así, técnico. Para
la mente judía, la nación del pacto, el pueblo peculiar de Dios,
podría ser llamado apropiadamente  “celestial”, mientras que los
degenerados gentiles, que estaban fuera del pacto, pertenecían a
una condición inferior, terrenal. Esta es la posición de Locke en
su nota sobre este pasaje:

“Que Pablo debió usar “cielo” y “tierra” para los judíos y los
gentiles no se considerará tan extraño si consideramos que
Daniel mismo se refiere a la nación de los judíos con el nombre
de “cielo” (Dan. 8:10). Ni quiere un ejemplo de ello en nuestro
Salvador mismo, quien (Luc. 21:26) con “las potencias de los
cielos” quiere significar claramente los grandes hombres de la
nación judía. Ni es éste el único lugar en esta epístola de Pablo a
los Efesios que lleva esta interpretación de cielo y tierra. Quien
lea los primeros quince versículos del cap. 3 y sopese las
expresiones cuidadosamente, y observe la dirección del
pensamiento del apóstol en ellos, no encontrará que hace
violencia manifiesta al sentido de Pablo si por “familia en los
cielos y en la tierra” (ver. 15) entiende el cuerpo unido de
cristianos, compuesto de judíos y gentiles, que todavía viven
promiscuamente entre estas dos clases de pueblos que
continuaron en su incredulidad. Sin embargo, no estoy seguro de
esta interpretación, sino que la ofrezco como una cuestión de
investigación a los que creen que una búsqueda imparcial del
verdadero significado de las Sagradas Escrituras es la mejor
forma de emplear el tiempo de que disponen”.

Es en favor de esta interpretación de “cielo y tierra” que estas


expresiones deben aparentemente ser tomadas en un sentido
restringido similar en otros pasajes en que ocurren. Por ejemplo:
“Hasta que pasen el cielo y la tierra” (Mat. 5:18); “el cielo y la
tierra pasarán” (Luc. 21:33). En el primero de estos pasajes, el
contexto muestra que es imposible que se refiera a la disolución
final de la creación material, porque eso afirmaría la perpetuidad
de cada jota y cada tilde de lo que hace mucho tiempo fue
abrogado y anulado. Debemos, pues, entender, el “pasar el cielo
y la tierra” en un sentido tópico. Un expositor juicioso hace las
siguientes observaciones sobre este pasaje:

“Una persona completamente familiarizada con la fraseología del


Antiguo Testamento sabe que la disolución de la economía
mosaica y el establecimiento de la cristiana a menudo se
entiende como la desaparición de la antigua tierra y los antiguos
cielos, y la creación de una nueva tierra y unos cielos nuevos.
(Véase Isa. 65:17 y 66:22). El período de terminación de una
dispensación y el comienzo de la otra se describe como “los
últimos días” y “el fin del mundo”, y como una conmoción tal de la
tierra y los cielos que conduciría a la destrucción de las cosas
conmocionadas (Hag. 2:6; Heb. 14:26,27)”.

Parece, pues, que hay justificación bíblica para entender “las


cosas que están en los cielos y las que están en la tierra” en el
sentido indicado por Locke,  judíos y gentiles. Es posible, sin
embargo, que las palabras apunten a una comprensión más
amplia y a una consumación más gloriosa. Ellas pueden indicar
que la raza humana, separada de Dios y de todos los seres
santos, y dividida por la mutua enemistad y el mutuo alejamiento,
estaba destinada, por el misericordioso de Dios, a unirse
nuevamente, bajo una Cabeza común, el Señor Jesucristo, con el
único Dios y Padre de la humanidad, y con todos los seres santos
y felices en el cielo. Según este punto de vista, todo el universo
inteligente habría de ser puesto bajo un dominio, el de Dios
Padre, por medio de su Hijo Jesucristo. Esta es la mayor
consumación que se nos presenta en otras tantas formas en el
Nuevo Testamento. Es la “regeneración” [] de Mat. 19:28; los
“tiempos de refrigerio” []; y “los tiempos de la restauración de
todas las cosas” [] de Hechos 3:19,21; “la sujeción de todas las
cosas a Cristo” de 1 Cor. 15:28; la “reconciliación de todas las
cosas con Dios” [] de Col. 1:20; el “tiempo de reforma” [] de Heb.
9:10; el ” ” — “la nueva era” — de Efe. 1:21. Todas éstas son sólo
diferentes formas y expresiones de la misma cosa, y todas
apuntan a la misma gran era venidera; y, sin titubear, a esta
categoría podemos asignar la frase “la dispensación de la
plenitud de los tiempos”, y “reunir todas las cosas en Cristo”.

Antes de que este dominio universal del Padre pudiese ser


asumido y proclamado públicamente, era necesario que la
relación exclusiva y limitada de Dios con una sola nación fuera
reemplazada por una mejor y abolida. Por lo tanto, la teocracia
debía ser hecha a un lado, para hacer lugar para la paternidad
universal de Dios: “para que Dios pudiese ser todo en todos”.

2. La siguiente pregunta que debemos considerar es: ¿Tenemos


alguna indicación del período en el cual tendría lugar esta
consumación?
Tenemos las más explícitas afirmaciones sobre este punto; pues,
casi todas las designaciones del acontecimiento nos permiten
fijar el tiempo. La regeneración es “cuando el Hijo del hombre se
siente en el trono de su gloria”; los tiempos de la “restitución de
todas las cosas” son cuando “Dios envíe a Jesucristo”; la
“sujeción de todas las cosas a Cristo” es “en su venida” y “en el
fin”. En otras palabras, todos estos sucesos coinciden con la
Parusía; y éste, por lo tanto, es el período de la “reunificación de
todas las cosas” bajo Cristo.

Llegamos a la misma conclusión a partir de la frase “la


dispensación de la plenitud de los tiempos”. Una dispensación es
una disposición u orden de cosas, y parece equivaler a la frase,
o  pacto. La dispensación o economía mosaica es designada
como el “pacto antiguo” (2 Cor. 3:14), en contraste con el “nuevo
pacto”, o la “dispensación del evangelio”. El “pacto antiguo” o la
antigua economía es representada como “decadente, que
envejece, y está próxima a desaparecer” — es decir, la
dispensación mosaica estaba a punto de ser abolida, y de ser
reemplazada por la dispensación cristiana (Heb. 8:13). Algunas
veces, de la era o economía judía se habla como de esta era, la
era presente [,]; y de la dispensación cristiana o del evangelio,
como de “la era venidera”, y “el mundo por venir” [,] (Efe. 1:21;
Heb. 2:5). Al fin de la era o economía judía se le llama “el fin del
tiempo” [], y es razonable concluir que el fin de lo antiguo es el
comienzo de lo nuevo. Se sigue, por lo tanto, que la economía de
la plenitud de los tiempos es ese estado u orden de cosas que
sucede y reemplaza inmediatamente a la antigua economía judía.
La dispensación de la plenitud de los tiempos es la dispensación
final, la corona; el “reino que no puede ser movido”; “el mejor
pacto, establecido sobre mejores promesas”. Entonces, puesto
que la antigua economía fue finalmente hecha a un lado y
abrogada en la destrucción de Jerusalén, llegamos a la
conclusión de que la nueva era, o la “dispensación de la plenitud
de los tiempos”, recibió su inauguración solemne y pública en el
mismo período, que coincide con la Parusía.

EL DÍA DE REDENCIÓN

Efe. 1:13,14. “El Espíritu Santo de la promesa, que es las arras


de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida”.

Efe. 4:30.  “El Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados
para el día de la redención”.

Estos dos pasajes apuntan obviamente al mismo suceso y al


mismo período. ¿Cuál es la redención de que se habla aquí — la
redención de la posesión adquirida? El antiguo Israel es llamado
la herencia de Jehová (Deut. 32:9); y del pueblo de Dios se dice
que es su herencia (Efe. 1:11, traducción de Alford). Aquí, sin
embargo, no es la herencia de  Dios, sino  nuestra  herencia, a la
que se hace referencia; y esa herencia todavía no está en
posesión, sino en perspectiva; la prenda o las arras de ella (es
decir, el Espíritu Santo) habiendo sido recibidas. Por tanto, nos
vemos obligados a entender por herencia la futura gloria y
felicidad que esperan al cristiano en el cielo. Esta, entonces, es la
herencia, y también la posesión adquirida, porque ambas se
refieren a la misma cosa. Obviamente, es algo futuro, pero no
distante, pues ya ha sido adquirido, aunque todavía no ha sido
poseído. Guardaba la misma relación para los cristianos de Éfeso
que la tierra de Canaán para los antiguos israelitas en el desierto.
Era el reposo prometido, al cual esperaban vivir para entrar. El
día en que el Señor Jesús se revelase desde el cielo era el día de
redención que las iglesias apostólicas esperaban. Nuestro Señor
había predicho las señales de la aproximación de ese día.
“Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad
vuestra cabeza, porque vuestra  redención  está cerca”. También
había declarado que la generación actual no pasaría hasta que
todo se hubiese cumplido. (Luc. 21:28,32). El día de redención,
pues, se acercaba, según ellos.

De la misma manera, Pablo, escribiendo a los cristianos en


Roma, habla del ansioso anhelo con el cual “esperaban la
adopción o la redención de su cuerpo de la esclavitud de la
corrupción” Rom.- 8:23). Este pasaje es precisamente paralelo a
Efe. 1:14 y a 4:30. Hay la misma herencia, las mismas arras de
ella, la misma  redención plena  en perspectiva. El cambio del
cuerpo material y mortal en un cuerpo incorruptible y espiritual
era parte importante de la herencia. Esto es lo que el apóstol y
sus conversos esperaban en la Parusía. El día de redención,
pues, coincide con la Parusía.

LA EDAD PRESENTE Y LA QUE VIENE

Efe. 1:21. “No sólo en este siglo, sino también en el venidero”.

A menudo, hemos tenido ocasión de hacer notar el correcto


sentido de la palabra, tan a menudo traducida “mundo”. Locke
observa: “Puede que valga la pena considerar si no tendría
normalmente un significado más natural en el Nuevo Testamento
interpretarla como un  período de tiempo  de duración
considerable, pasando por debajo de alguna dispensación
notable”. Según el apóstol, había por lo menos dos grandes
períodos, o edades: una, la presente, pero que se acercaba a su
fin; la otra, futura, y que estaba a punto de comenzar. La primera
era el actual orden de cosas bajo la ley mosaica; la segunda era
la época nueva y gloriosa que habría de ser inaugurada por la
Parusía.
LOS SIGLOS [EONES] VENIDEROS

Efe. 2:7.  “Para mostrar en los siglos venideros las abundantes


riquezas de su gloria”.

Conybeare y Howson hacen la siguiente observación sobre este


pasaje:

“En los siglos venideros“; es decir, el tiempo del perfecto triunfo


de Cristo sobre el mal, siempre contemplado en el Nuevo
Testamento como “cercano”.

Quizás sería más correcto decir que se refiere a la cercana


salvación de estos creyentes gentiles, y su glorificación con
Cristo; porque esta es la consumación que es contemplada
siempre en el Nuevo Testamento como cercana (Rom. 13:11).
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA A
LOS FILIPENSES
El Día de Cristo

Fil. 1:6.  “El que comenzó en vosotros la buena obra, la


perfeccionará hasta el día de Jesucristo”.

Fil. 1:10. “A fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día


de Cristo”.

Evidentemente, el día de Cristo es considerado por el apóstol


como la consumación de la disciplina moral y el período de
prueba de los creyentes. No puede haber duda de que él tiene en
mente el día de la venida del Señor, cuando Él “dé a cada uno
según sus obras”. Suponiendo que el día de Cristo esté todavía
en el futuro, se deduce que la disciplina moral de los filipenses no
se ha completado todavía; que su tiempo de prueba no ha
concluido; y que la buena obra comenzada en ellos todavía no ha
sido perfeccionada.

La nota de Alford sobre este pasaje (cap. 1:6) merece ser notada:
“Esto supone la cercanía de la venida del Señor. Aquí, como en
otros lugares, los comentaristas han tratado de escapar de esta
inferencia”, etc. Esto es justo; pero la inferencia del propio Alford,
de que Pablo estaba errado, es igualmente insostenible.

LA EXPECTACIÓN DE LA PARUSÍA

Fil. 3:20,21. “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde


también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual
transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea
semejante al cuerpo de la gloria suya”, etc.

Estas palabras dan testimonio decisivo de la expectación


acariciada por el apóstol, y por los cristianos de su tiempo, acerca
de la pronta venida del Señor. No era la muerte lo que
esperaban, como nosotros, sino lo que sorbería la muerte en
victoria: la transformación que superaría la necesidad de morir.
La nota de Alford sobre este pasaje es como sigue:

“Las palabras presuponen, como Pablo siempre lo hace cuando


habla incidentalmente, que él sobreviviría para presenciar la
venida del Señor. El cambio del polvo de la tierra en la
resurrección, como quiera que acomodemos la expresión a él, no
estaba originalmente contemplado por él”.

CERCANÍA DE LA PARUSÍA

Fil. 4:5. “El Señor está cerca”.

Aquí el apóstol repite la bien conocida consigna de la iglesia


primitiva: “El Señor está cerca”, equivalente al “Maranatha” de 1
Cor. 16:22. Dudar de su plena convicción de la cercanía de la
venida de Cristo es incompatible con el debido respeto al claro
significado de las palabras; poner esta convicción como un error
es incompatible con el debido respeto por su autoridad e
inspiración apostólicas.
PA R T E I I – L A PA R O U S Í A E N L A S E P Í S T O L A S
APOSTÓLICAS – EN LAS EPISTOLAS A TIMOTEO

EN LA PRIMERA EPÍSTOLA A TIMOTEO

LA APOSTASÍA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS 

1 Tim. 4:1-3.  “Pero el Espíritu dice claramente que en los


postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a
espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la
hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la
conciencia, prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de
alimentos que Dios creó para que con acción de gracias
participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la
verdad”.

Una de las señales que nuestro Señor predijo que estaría entre
las precursoras de la gran catástrofe que habría de abrumar al
sistema y al pueblo judío era la general y ominosa apostasía de
la fe, que se manifestaría entre los profesos discípulos de Cristo.
La referencia de nuestro Señor a esta apostasía, aunque clara y
directa, no es tan minuciosa y detallada como la descripción que
de ella encontramos en las epístolas de Pablo; de aquí que
infiramos, como también sugiere el lenguaje del primer versículo
de este capítulo, que a los apóstoles se les habían hecho las
subsiguientes revelaciones de su naturaleza y sus
características. En 2 Tesa. 2:3, Pablo la designa como  “la
apostasía”  que rápidamente presenta los lineamientos del
“hombre de pecado”. Ya hemos señalado la diferencia entre “la
apostasía” y “el hombre de pecado”, y que confundirlos ha sido
un error común, pero egregio. En la secuela, descubriremos que
la descripción que Pablo hace de la apostasía es tan minuciosa
como la que hace del “hombre de pecado”, para permitirnos a la
una tan rápidamente como al otro.

El primer punto que será bueno establecer es el  período  de la


apostasía; es decir, el  tiempo  en que se habría de declarar. Se
dice que ocurriría “en los postreros tiempos” [enusteroizkairoiz],
una expresión que, tomada en sí misma, podría parecer algo
indefinida, pero que, cuando se la compara con otras frases
similares, se encontrará sin duda que denota un período
específico y definido, bien entendido por Timoteo y todas las
iglesias apostólicas. Será conveniente poner juntos todos los
pasajes que se refieren a esta época trascendental y crítica, que
eran la meta y el término hacia los cuales, según lo muestra el
Nuevo Testamento, se apresuraban rápidamente todas las cosas.

TABLA ESCATOLÓGICA, O SINOPSIS, DE LOS  PASAJES


RELATIVOS A LOS POSTREROS TIEMPOS

El Fin del Siglo

Mat. 3:39. “La siega es el fin del siglo“.



Mat. 13:40. “Así será en el fin de este siglo“.

Mat. 13:49. “Así será al fin del siglo“.

Mat. 24:3. “¿Qué señal habrá de tu venida [parousia] y del fin del
siglo?”

Mat. 28:20.  “He aquí yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del siglo“.

Heb. 9:26.  “Pero ahora, en la consumación  de los
siglos” [tvnaiwnwn].

El Fin
Mat. 10:22. “El que persevere hasta el fin, éste será salvo”.

Mat. 24:6. “Pero aún no es el fin” (Mar. 13:9; Luc. 21:9).

Mat. 24:13.  “Mas el que persevere hasta  el fin, éste será
salvo” (Mar. 13:13).

Mat. 24:14. “Y entonces vendrá el fin“.

1 Cor. 1:8. “El cual también os confirmará hasta el fin“.

1 Cor. 10:11. “A quienes han alcanzado los fines de los siglos“.

1 Cor. 15:24. “Luego el fin“.

Heb. 3:6. “Firme hasta el fin“.

Heb. 3:14. “Firme hasta el fin“.

Heb. 6:11. “La misma solicitud hasta el fin“.

1 Ped. 4:7. “El fin de todas las cosas se acerca”.

Apoc. 2:26. “El que guardare mis obras hasta el fin“.

Los Postreros Tiempos, Los Postreros Días, etc.

1 T i m . 4 : 1 .  “ E n  l o s p o s t r e r o s t i e m p o s  a l g u n o s
apostatarán” [enusteroizkairoz].

2 Tim. 3:1.  “En  los postreros días  vendrán tiempos
peligrosos” [enescataizhmeraiz].

H e b . 1 : 2 .  “ E n  e s t o s p o s t r e r o s d í a s  [ D i o s ] n o s h a
hablado” [epescatoutvnhmerwntoutwn].

Sant. 5:3.  “Habéis acumulado tesoros  para los días
postreros” [enescataizhmeraiz].

1 Ped. 1:5.  “La salvación que está preparada para ser
manifestada en el tiempo postrero”[enkairyescaty].

1 Ped. 1:20. “Manifestado en los postreros tiempos por amor de
vosotros” [epescatoutvncronwn].

2 P e d . 3 : 3 .  “ E n l o s p o s t r e r o s d í a s  v e n d r á n
burladores” [epescatoutvnhmerwn].

1 Juan 2:18. “Ya es el último tiempo” [escathwra].

J u d a s 1 8 .  “ E n e l p o s t r e r t i e m p o  h a b r á
burladores” [enescatycrony].
FRASES EQUIVALENTES QUE SE  REFIEREN AL MISMO
PERÍODO

El Día

Mat. 25:13. “No sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre


ha de venir”.

Luc. 17:30. “El día en que el Hijo del Hombre se manifieste”.

Rom. 2:16. “El día en que Dios juzgará por Jesucristo”.

1 Cor. 3:13. “El día la declarará”.

Aquel Día

Heb. 10:25. “Cuanto veis que aquel día se acerca”.



Mat. 7:22. “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor”.

Mat. 24:36. “Pero del día y la hora nadie sabe”.

Luc. 10:12.  “En  aquel día  será más tolerable el castigo para
Sodoma”.

Luc. 21:34. “Y venga de repente sobre vosotros aquel día”.

1 Tes. 5:4. “Para que aquel día os sorprenda como ladrón”.

2 Tes. 2:3.  “[Aquel día] no vendrá sin que antes venga la
apostasía”.

2 Tim. 1:12. “Poderoso para guardar mi depósito para aquel día”.

2 Tim. 1:18. “Halle misericordia cerca del Señor en aquel día“.

2 Tim. 4:8. “La cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día“.

El Día del Señor

Hech. 2:20. “Antes que venga el día del Señor”.



1 Cor. 1:8.  “Para que seáis irreprensibles en  el día de nuestro
Señor Jesucristo”.

1 Cor. 5:5. “A fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor
Jesús”.

2 Cor. 1:14. “Para el día del Señor Jesús”.

Fil. 2:16. “Para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme”.

1 Tes. 5:2. “El día del Señor vendrá así como ladrón en la noche”.

El Día de Dios

2 Ped. 3:12. “Apresurándoos para la venida del día de Dios”.

El Gran Día

Judas 6. “Para el juicio del gran día”.



Apoc. 6:17. “El gran día de su ira ha llegado”.

Apoc. 16:14. “A la batalla de aquel gran día”.

El Día de la Ira

Rom. 2:5. “Atesoras para tí mismo ira para el día de la ira”.



Apoc. 6:17. “El gran día de su ira ha llegado”.

El Día del Juicio

Mat. 10:15. “En el día del juicio será más tolerable el castigo …”



Mat. 11:22. “En el día del juicio será más tolerable el castigo …”

Mat. 11:24. “En el día del juicio será más tolerable el castigo …”

Mat. 12:36. “De ella darán cuenta en el día del juicio”.

2 Ped. 2:9. “Para ser castigados en el día del juicio”.

2 Ped. 3:7. “Guardados para el fuego en el día del juicio”.

1 Juan 4:17. “Para que tengamos confianza en el día del juicio“.

El Día de la Redención
Efe. 4:30. “Sellados para el día de la redención“.

El Día Postrero

Juan 6:39. “Sino que lo resucite en el día postrero”.



Juan 6:40. “Yo le resucitaré en el día postrero”.

Juan 6:44. “Yo le resucitaré en el día postrero”.

Juan 6:54. “Yo le resucitaré en el día postrero”.

Juan 11:24. “Resucitará en la resurrección, en el día postrero”.

Una comparación de estos pasajes mostrará que:

1. Todos se refieren al mismo período y sólo a él – cierto tiempo



definido y específico.

2. Todos presuponen o afirman que el período en cuestión no
está

muy distante.

3. El límite más allá del cual no es permisible ir para establecer el

período llamado “los últimos tiempos” está indicado en las
Escrituras

del Nuevo Testamento, o sea, la duración de la vida de la
generación

que rechazó a Cristo.

4. Esto nos trae al período de la destrucción de Jerusalén, como
el que

marca “el fin del siglo”, “el día del Señor”, “el fin”. Es decir, la

venida del Señor, o la Parusía.

DESCRIPCIÓN DE LA APOSTASÍA

Habiendo puesto juntos en un solo cuadro los pasajes que hablan


del período de la apostasía, es apropiado seguir un método
similar con respecto a los pasajes que describen las
características y la naturaleza de la apostasía misma. Esta fatal
defección arroja su sombra oscura sobre todo el campo de la
historia del Nuevo Testamento, desde el discurso profético de
nuestro Señor en el Monte de los Olivos, y aún antes, hasta el
Apocalipsis de Juan. Es instructivo observar cómo, al
aproximarse el tiempo de su desarrollo y su manifestación, la
sombra se vuelve más y más oscura, hasta que alcanza las más
profundas tinieblas en la revelación del anticristo.

SINOPSIS DE LOS PASAJES RELATIVOS A  LA APOSTASÍA


EN LOS POSTREROS TIEMPOS

1. La apostasía, predicha por nuestro Señor


Falsos Mateo “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con
profetas 7:15 vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces”.
Mateo “Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos
Ídem
7:22 en tu nombre?”, etc.
Falsos Mateo
“Vendrán muchos en mi nombre, y a muchos engañarán”.
Cristos 24:5
Falsos Mateo “Y muchos falsos profetas se levantarán, y engañarán a
profetas 24:11 muchos”.
Falsos
Cristos y Mateo “Se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán grandes
falsos 24:24 señales y prodigios”.
profetas
Apostasía Mateo “Muchos tropezarán, y se entregarán unos a otros, y unos a
general 24:10 otros se aborrecerán”.
Mateo “Por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se
24:12 enfriará”.

2. La apostasía, predicha por Pablo


“Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros
Hechos
Falsos lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. Y de vosotros
20:29,3
maestros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas
0
para arrastrar tras de sí a los discípulos”.
La 2 Tesa.
“No vendrá sin que antes venga la apostasía”.
apostasía 2:3
2 Cor. “Éstos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se
Falsos
11:13,1 disfrazan como apóstoles de Cristo. Y no es maravilla, porque el
apóstoles
4 mismo Satanás se disfraza como ángel de luz”.
Falsos “Hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio
Gál. 1:7
maestros de Cristo”.
Falsos
Gál. 2:4 “Falsos hermanos introducidos a escondidas”.
hermanos
“Fijaos en los que causan divisiones y tropiezos contra la
Engañadore Rom. doctrina que habéis aprendido, y apartaos de ellos. Tales
sy 16:17,1 personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus
cismáticos 8 propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas engañan los
corazones de los ingenuos”.
Falsos
Col. 2:8 “Mirad que nadie os engañe con filosofías y huecas sutilezas”.
maestros
Col. “Nadie os prive de vuestro premio, afectando humildad y culto a
Ídem
2:18 los ángeles”.
Maestros “Guardaos de los perros; guardaos de los malos obreros,
Fil. 3:2
judaizantes guardaos de los mutiladores del cuerpo”.
Enemigos Fil. “Por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces…
de la cruz 3:18 que son enemigos de la cruz de Cristo”.
Sensualista Fil.
“El fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre”.
s 3:19
Falsos 1 Tim. “Manda a algunos que no enseñen diferente doctrina, ni presten
maestros 1:3,4 atención a fábulas y genealogías interminables”.
1 Tim. “Algunos se apartaron y se desviaron a vana palabrería,
Judaizantes
1:6,7 queriendo ser doctores de la ley”, etc.
1 Tim. “Algunos desecharon y no mantuvieron la fe y buena conciencia,
Apóstatas
1:19 y naufragaron”.
“Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos
Mentirosos 1 Tim. algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus
e hipócritas 4:1,2 engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de
mentirosos que tienen cauterizada la conciencia”.
Falsos 1 Tim. “Prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que
maestros 4:3 Dios creó…”
“Evita las profanas pláticas sobre cosas vanas, y los argumentos
1 Tim.
Ídem de la falsamente llamada ciencia, la cual profesando algunos, se
6:20,21
desviaron de la fe”.
“Más evita profanas y vanas palabrerías, porque conducirán más
y más a la impiedad. Y su palabra carcomerá como gangrena;
2 Tim
Ídem de los cuales son Himeneo y Fileto, que se desviaron de la
2:16-18
verdad, diciendo que la resurrección ya se efectuó, y trastornan
la fe de algunos”.
“También debes saber esto; que en los postreros días vendrán
tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí
mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos,
desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural,
Inmoralidad implacables, calumniadores, intemperantes, crueles,
2 Tim.
de la aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados,
3:1-6,8
apostasía amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán
apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella … Porque
de éstos son los que se meten en las casas y llevan cautivas a
las mujercillas cargadas de pecados”, etc. “Hombres corruptos
de entendimiento, réprobos en cuanto a la fe”.
Falsos 2 Tim. “Los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor,
maestros 3:13 engañando y siendo engañados”.
“Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino
2 Tim. que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros
Ídem.
4:3,4 conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la
verdad el oído y se volverán a las fábulas”.
Maestros Tito “Porque hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades
judaizantes 1:10 y engañadores, mayormente los de la circuncisión”.
Tito “No atendiendo a fábulas judaicas, ni a mandamientos de
Ídem
1:14 hombres que se apartan de la verdad”.
“Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo
Tito
Inmorales abominables y rebeldes, reprobados en cuanto a toda buena
1:16
obra”.

3. La apostasía, predicha por Pedro


“Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá
entre vosotros falsos maestros, que introducirán
Falsos 2 Ped.
encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor
maestros 2:1
que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción
repentina”.
“Aquellos que, siguiendo la carne, andan en concupiscencia e
Inmoralidad 2 Ped. inmundicia, y desprecian el señorío. Atrevidos y contumaces, no
de la 2:10,13 temen decir mal de las potestades superiores … Estos son
apostasía ,14 inmundicias y manchas, quienes aún mientras comen con
vosotros, se recrean en sus errores”, etc.
2 Ped. “Sabiendo primero esto, que en los postreros días vendrán
Burladores
3:3 burladores, andando según sus propias concupiscencias”.

4. La apostasía, predicha por Judas


Falsos maestros Judas Véase 2 Ped. Ped. 2.

5. La apostasía, predicha por Juan


“Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el
El anticristo,
1 Juan anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por
los
2:18,19 esto conocemos que es el último tiempo. Salieron de nosotros,
apóstatas
pero no eran de nosotros”.
1 Juan “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el
El anticristo
2:22 Cristo? Este es anticristo, el que niega al Padre y al Hijo”.
Falsos 1 Jun
“Os he escrito esto sobre los que os engañan”.
maestros 2:26
Falsos 1 Juan
“Muchos falsos profetas han salido por el mundo”.
profetas 4:1
“Todo espíritu que confiesa que no confiesa que Jesucristo ha
1 Juan venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del
El anticristo
4:3 anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya
está en el mundo”.
Los
“Porque muchos engañadores han salido por el mundo, que no
engañadore 2 Juan,
confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Quien esto hace
s y el ver. 7
es el engañador y el anticristo”.
anticristo

CONCLUSIONES RELATIVAS A LA APOSTASÍA

Por una consideración y una comparación de estos pasajes,


se echa de ver que:
1. Todos se refieren a la misma gran defección de la fe,
designada por

Pablo como “la apostasía”.

2. Esta apostasía sería general y extendida.

3. Estaría marcada por una extremada depravación moral,

particularmente por pecados de la carne.

4. Estaría acompañada por pretensiones de poder milagroso.

5. Sería mayormente, sino principalmente, judía en su naturaleza.

6. Rechazaría la encarnación y la divinidad del Señor Jesucristo;
es

decir, sería el anticristo predicho.

7. Alcanzaría su pleno desarrollo en los “postreros tiempos”, y
sería la

precursora de la Parusía.

Habiendo así echado un vistazo general a la doctrina del Nuevo


Testamento concerniente a la apostasía, sólo queda tomar nota
de algunas objeciones que se puedan hacer a las conclusiones
que anteceden.

1. Puede preguntarse: ¿Qué evidencia tenemos de que tales


errores y herejías prevalecían en los tiempos apostólicos? La
respuesta es: El Nuevo Testamento mismo proporciona la
prueba. Los males que descritos por Pablo como futuros están
representados por Pedro y por Juan como presentes en la
actualidad. Las características de la apostasía como las presenta
uno son precisamente las descritas por los otros. El ascetismo y
la inmoralidad son conspicuos en los bosquejos proféticos que
Pablo hace de la apostasía, y encontramos las mismas
características en las descripciones históricas que hacen Pedro y
Juan.
2. Puede objetarse que el período llamado “los postreros
tiempos”, o “los últimos días”, no se describe estrictamente y
puede, por lo que sabemos, ser todavía futuro.

Pero, en primer lugar, los mandatos que Pablo da a Timoteo


implican claramente que no era un mal distante, sino presente, o
en todo caso inminente, del cual él hablaba. Es manifiesto que
los síntomas de la apostasía ya habían comenzado a mostrarse,
y que todo el tenor de la exhortación del apóstol implica que los
males especificados serían observados por Timoteo (1 Tim.
6:20,21).

Nada puede ser más seguro que los apóstoles consideraban que
ellos vivían en “los postreros tiempos”. En la secuela, tendremos
ocasión de ver esto claramente demostrado. Mientras tanto,
puede observarse que todos los pasajes dispuestos bajo el
encabezado “Los Postreros Tiempos” en nuestra tabla
escatológica se refieren a la misma gran crisis. Era “el fin de las
edades” [sunteleiatouaivnoz], de lo cual nuestro Señor hablaba
tan a menudo. La apostasía era la predicha precursora del fin.

TIMOTEO Y LA PARUSÍA

1 Tim. 6:14,15.  “[Te encargo] que guardes el mandamiento sin


mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor
Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará”, etc.

Esto implica que Timoteo podría esperar vivir hasta que aquel
suceso tuviese lugar. El apóstol no dice: “Guarda este
mandamiento entre tanto que vivas”, ni “Guárdalo hasta tu
muerte”, sino “hasta la aparición de Jesucristo”. Estas
expresiones no son en modo alguno equivalentes. La
“aparición” [epifaneia] es idéntica a la Parusía, un suceso que
Pablo y Timoteo creían por igual que estaba cerca.

La nota de Alford sobre este versículo es eminentemente


insatisfactoria. Después de citar la observación de Bengel de que
“los fieles en la era apostólica estaban acostumbrados a esperar
el día de Cristo como aproximándose; mientras
que  nosotros  estamos acostumbrados a esperar el día de
la muerte de la misma manera”, continúa diciendo:

“Podemos decir con justicia que, cualquier impresión traicionada


por las palabras de que la venida del Señor ocurriría durante la
vida de Timoteo, queda depurada y corregida por la
expresión kairoizidioiz [su propio tiempo] del versículo siguiente”.

¡En otras palabras, la errónea opinión de una oración es


corregida por la cautelosa vaguedad de la siguiente! ¿Es posible
aceptar tal declaración? ¿Hay algo en kairoizidioiz que justifique
tal comentario? ¿O es tal estimación del lenguaje del apóstol
compatible con una creencia en su inspiración? No fue ninguna
“impresión” lo que el apóstol “traicionó”, sino una convicción y
una certeza fundadas en las expresas promesas de Cristo y las
revelaciones de su Espíritu.

No menos digna de excepción es la reflexión con que concluye:

“Por pasajes como éste vemos que la era apostólica sostenía lo


que debería ser la actitud de todas las épocas, una constante
expectación por el regreso del Señor”.

Pero, si esta expectación no era más que una falsa impresión,


¿no es la actitud de ellos más bien una advertencia que un
ejemplo? Ahora vemos (suponiendo que la Parusía nunca tuvo
lugar) que ellos acariciaban una vana esperanza y vivían en la
creencia de un engaño. Y si estaban equivocados en ésta, la más
confiada y acariciada de sus convicciones, ¿cómo podemos
confiar en sus otras opiniones? Considerar a todos los apóstoles
y cristianos primitivos como envueltos en un egregio engaño
sobre un tema que ocupaba un lugar prominente en su fe y en su
esperanza es asestar un golpe fatal a la inspiración y la autoridad
del Nuevo Testamento. Cuando Pablo declaró, una y otra vez: “El
Señor está cerca”, no expresaba su opinión privada, sino que
hablaba con autoridad como órgano del Espíritu Santo. Las
observaciones de Alford pueden ser refutadas mejor con las
palabras de su propio contra replicador al Profesor Jowett:

“¿Escribía o no escribía el apóstol bajo el poder de un espíritu


mayor que el suyo propio? ¿Nos habla Dios o no nos habla en la
Biblia en algún sentido o no? Si es verdad, de todos los pasajes
es en éstos, que tratan con tanta confianza del futuro, en los que
debemos reconocer la voz de Dios; si no tenemos a Dios en
estos pasajes, entonces, ¿dónde debemos escuchar todo esto?”

Encontramos el mismo tono de disculpa en las observaciones del


Dr. Ellicott sobre este pasaje:

“Puede admitirse, quizás, que los escritores sagrados han usado


un lenguaje en referencia al regreso del Señor que parece
mostrar que los anhelos de esperanza casi se habían convertido
en convicciones de fe”.

Sería extraño que las afirmaciones más claras, más fuertes, y


más a menudo repetidas de la fe y la esperanza de Pablo
produjeran en la mente de un lector una impresión tan débil de
sus convicciones como ésta. Pero no hay titubeos en la
declaración del apóstol; no es incertidumbre lo que él pronuncia;
es con tono firme y confiado que exclama gozoso: “El Señor está
cerca”. No expresa sus propias conjeturas, ni su propia
esperanza, ni sus propios anhelos, sino que transmite el mensaje
que se le confió, y, como fiel testigo de Cristo, proclama por todas
partes la pronta venida del Señor.

LA APOSTASÍA MANIFESTÁNDOSE YA

1 Tim. 6:20,21.  “Oh, Timoteo, guarda lo que se te ha


encomendado, evitando las profanas pláticas sobre cosas vanas,
y los argumentos de la falsa llamada ciencia, la cual profesando
algunos, se desviaron de la fe”.

Es importante notar que, a partir de varios indicios en esta


epístola, se ve que la defección de la fe que habría de
caracterizar a los postreros días ya se había instalado. Pablo
advierte a Timoteo contra los “falsos maestros” con sus “fábulas y
genealogías interminables”. Le advierte contra “los que
naufragaron en cuanto a la fe”, “los que deliran acerca de
cuestiones y contiendas de palabras — hombres corruptos de
entendimiento y privados de la verdad”. Evidentemente, estos
“lobos con piel de oveja” ya estaban devorando el rebaño. Por lo
tanto, ubicar la apostasía en una era post-apostólica es pasar por
alto la obvia enseñanza de la epístola. Era un mal presente, no
distante, lo que el apóstol desaprobaba: la peste había
comenzado en el campamento.

LA PAROUSÍA EN LA SEGUNDA EPÍSTOLA A TIMOTEO

 
“AQUEL DÍA” – ES DECIR, LA PARUSÍA, ESPERADA

2 Tim. 1:12.  “Es poderoso para guardar mi depósito para  aquel


día“.

2 Tim. 1:18. “Concédale el Señor que halle misericordia cerca del
Señor en aquel día”.

2 Tim. 4:8. “La corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día”.

En todos estos pasajes, la alusión es al “día del Señor”, el día por


excelencia; el día de su aparición; la Parusía.

Todo el tenor de estos pasajes indica que Pablo consideraba


“aquel día” como muy cercano en ese momento. En espera de él,
prorrumpe en júbilo triunfante, como si estuviese a punto de
recibir la corona de victoria: “He peleado la buena batalla, he
acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está
guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que
aman su venida”. ¡Cuán evidentemente son esperados, como
muy cercanos, todos estos sucesos: su propia partida, su corona,
“aquel día”, y la aparición del Señor! ¿Diremos que su espera era
demasiado optimista? ¿Que el día todavía no ha llegado? ¿Que
su corona todavía está guardada? ¿Que Onesíforo todavía no ha
alcanzado misericordia? Esta suposición es increíble.

LA APOSTASÍA DE LOS “POSTREROS DÍAS”, INMINENTE

2 Tim. 3:1-8.  “También debes saber esto: que en los postreros


días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres
amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios,
blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin
afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes,
crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos,
infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que
tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a
éstos evita. Porque de éstos son los que se meten en las casas y
llevan cautivas a las mujercillas cargadas de pecados,
arrastradas por diversas concupiscencias. Éstas siempre están
aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad.
Y de la manera que Janes y Jambres resistieron a Moisés, así
también éstos resisten a la verdad; hombres corruptos de
entendimiento, réprobos en cuanto a la fe”.

Evidentemente, “los postreros días” de este pasaje son idénticos


a “los postreros tiempos” de 1 Tim. 4:1. Esto es tan obvio que no
necesita ninguna prueba. El intento de distinguir entre los
“postreros” tiempos de un pasaje y el otro, que Bengel parece
sancionar, es, pues, inútil. Es apenas necesario añadir que “los
postreros días” eran los días del propio apóstol, el tiempo que era
presente entonces. Él está hablando, no de un futuro distante,
sino de un tiempo que ya comenzaba; porque es claro que él
traza el cuadro de los caracteres descritos de la vida. Las
indicaciones de la apostasía venidera ya eran evidentes. “De
éstos son los que”, etc. (vers. 6). Se supone que Timoteo se
encontraría con aquellos tiempos, y con aquellos hombres
malvados de los cuales le exhorta a alejarse. La siguiente nota de
Conybeare y Howson se acerca mucho a la verdad, aunque no
llega a la verdad total:

“Esta frase (escataizhmeraiz), usada sin el artículo, habiendo


llegado a convertirse en  una expresión familiar, denota por lo
general la terminación de la dispensación mosaica. (Véase
Hechos 2:17; 1 Ped. 1:5,20; Heb. 1:2). Por esta razón, la
expresión generalmente denota (en la era apostólica) el tiempo
presente; pero aquí apunta a un futuro inmediatamente cercano
que está, sin embargo, fundido con el presente (véase ver. 6,8), y
era, de hecho, el fin de la era apostólica. (Compárese con 1 Juan
2:18: “Este es el último tiempo”. La larga duración de este último
período del desarrollo mundial no les fue revelada a los
apóstoles; ellos esperaban que el regreso de su Señor le pondría
fin en su propia generación; y así se cumplieron las palabras de
Jesús, de que nadie sabría el tiempo de su venida”.

Esta explicación final es la que no puede admitir nadie que crea


que los apóstoles hablaron  y escribieron por el poder del Espíritu
Santo; y, a pesar de la opinión casi unánime de sus críticos de
que seguramente estaban errados, nosotros estamos con los
apóstoles antes que con sus críticos.

El comentario de Alford sobre este pasaje se contradice


dolorosamente, y muestra a qué cambios quedan reducidos los
eruditos para salvar el crédito de los apóstoles cuando no pueden
creer sus sencillas declaraciones. Dicen:

“Mayormente, el apóstol escribió y habló de ella (la venida del


Señor) como que tendría lugar pronto, no sin muchas y
suficientes señales, sin embargo, proporcionadas por el Espíritu,
de un intervalo, no corto, que transcurriría primero”.

Pero, ¿cómo ocurriría pronto un suceso, y sin embargo, ocurriría


primero un período largo? O, ¿debemos suponer que el Espíritu
Santo enseñó una cosa mientras los apóstoles escribían y
hablaban otra? Si ellos dijeron lo que dijeron con respecto a la
cercanía de la Parusía cuando en realidad no tenían ningún
conocimiento ni ninguna revelación sobre el tema, claramente
excedieron su comisión, y cometieron lo que la Palabra de Dios
declara como uno de los pecados más presuntuosos —
añadieron a las palabras de la profecía que tenían la comisión de
transmitir. Rechazamos la explicación en su totalidad. No sólo no
es una explicación no natural, sino completamente inconsistente
con cualquier teoría de inspiración de la palabra de Dios.

El pasaje que tenemos delante es sumamente importante para


delinear el carácter de “la apostasía”. La temida aparición ya
había comenzado a revelarse, y es evidente que el apóstol la
describe por haberla observado en realidad. Figelo y
Hermógenes, que abandonaron al apóstol; Himeneo y Fileto, con
su palabrería profana y vana; los serviles engañadores, que
convertían en prosélitos a las mujeres débiles de mente; los
hombres de mentes corruptas, réprobos en cuanto a la fe, que
resistían a la verdad; éstos eran la vanguardia del ejército de
langostas de “terroristas” y apóstatas que venían a cubrir y a
devastar el hermoso rostro del cristianismo primitivo. Su aparición
indicaba que “los postreros tiempos” habían llegado, y que la
Parusía estaba cerca. Podemos suponer, a primera vista, que el
horrible catálogo de réprobos contenido en los primeros
versículos del capítulo 3 describe la corrupción general de la
sociedad fuera de la iglesia cristiana, pero es demasiado evidente
que el apóstol está aludiendo a hombres que una vez profesaron
la fe de Cristo. Tenían una “forma de piedad”, pero “su fe había
naufragado”, eran verdaderos “apóstatas”.

Que esta “apostasía” de la verdad ya se había instalado, es


evidente por las reiteradas exhortaciones y advertencias que el
apóstol dirige a Timoteo. ¿Por qué hablaría con tan apasionada
vehemencia si el mal no haría su aparición antes de veinte o
cuarenta siglos? Es absurdo decir que Pablo escribía para
beneficio de futuras edades. Él era verdaderamente un hombre
que vivía en su propio tiempo, y escribía a un hombre de su
propio tiempo con relación a cuestiones de interés actual y
personal para ambos, como cualquiera de nosotros que ahora
vertiéramos nuestros pensamientos en una carta para un amigo
ausente. Hay una total irrealidad en cualquier otro punto de vista
sobre las epístolas apostólicas. Es imposible leerlas sin sentir los
latidos del corazón en cada línea; todo es vívido, intenso, vivo.
No es un peligro distante, visto a través de la bruma de los siglos,
sino un peligro que es instantáneo y urgente: el enemigo está a
las puertas, y el veterano guerrero, a punto de hundirse en el
campo de batalla, alienta al joven soldado a ser fiel y a resistir
hasta el fin.

ESPERA DEL FIN QUE SE APROXIMA

2 Tim. 4:1,2.  “Te encarezco delante de Dios y del Señor


Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su
manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes
a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con
toda paciencia y doctrina”.

Encontramos asociados juntos en este pasaje, como sucesos


contemporáneos, a la Parusía, el juicio, y el reino de Cristo.
Todos ellos están conectados y relacionados en su naturaleza y
en el tiempo de su ocurrencia. Encontramos la misma disposición
de sucesos en Mat. 25:31. “Cuando el Hijo del hombre venga en
su gloria, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán
reunidas delante de él todas las naciones”, etc.

Se afirma claramente la cercanía de esta consumación. No es,


como dice nuestra Versión Autorizada [en inglés], “que juzgará”,
sino “que está a punto de juzgar” [toumellontozkrinein]. Una
afirmación como ésta podría ser suficiente para zanjar la cuestión
tanto en cuanto al hecho como en cuanto a la creencia del
apóstol en el hecho, de que el tiempo de la Parusía estaba cerca.
Pero, en lugar de una sola afirmación, tenemos el tenor uniforme
y constante de la doctrina sobre el tema en el Nuevo Testamento
entero. Los que dicen que los apóstoles estaban errados sobre
este punto deben tener una “facultad verificadora” para distinguir
entre los  pronunciamientos inspirados de ellos y los que no lo
eran. Si Pablo fue inspirado para escribir krinein , ¿no estaba
igualmente inspirado para escribir mellontoz?

La inminencia de la Parusía explica el fervor con el cual el apóstol


insta a Timoteo a hacer todos los esfuerzos para desempeñar los
deberes de su posición. “Predica la palabra; insta a tiempo y
fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia
y doctrina”. Estos mandatos se emplean a veces para establecer
la normal intensidad y urgencia con que la función pastoral
debería desempeñarse (y nosotros no condenamos la
aplicación); pero es claro que Pablo no está hablando de tiempos
y esfuerzos ordinarios. Es la agonía de una crisis tremenda; el
tiempo es corto; es ahora o nunca; victoria o muerte. Éstas no
son frases comunes sobre el diligente desempeño del deber, sino
la alarma del centinela que ve el enemigo a las puertas, y hace
sonar la trompeta para avisar a la ciudad.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA A TITO
EN ESPERA DE LA PARUSÍA

Tito 2:13. “Aguardando la esperanza bienaventurada y la


manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo”.

Aquí encontramos nuevamente lo que hace tiempo hemos


llegado a reconocer, la actitud habitual de los cristianos de la era
apostólica, la expectación de la venida del Señor. Esta
expectativa es inculcada como uno de los principales deberes
cristianos, y se identifica con una vida sobria, justa, y piadosa.
Esto implica que el acontecimiento era considerado como
cercano, porque, ¿cómo podría derivarse un poderoso motivo
para velar de una contingencia remota y desconocida en un
futuro distante? O, ¿cómo podría ser deber de los cristianos
“aguardar” lo que no ocurriría durante cientos o miles de años?
Es evidente que el apóstol considera que la edad presente,
tonnunaivna, está acercándose a su fin, y exhorta a los cristianos
a vivir en la actitud de expectativa de la Parusía, que debía
introducir el nuevo orden, “el aiwno melln”.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS APOSTÓLICAS – EN LA
EPÍSTOLA A LOS HEBREOS

Está fuera del ámbito de esta investigación discutir la cuestión de


quién escribió la Epístola a los Hebreos. Aunque no haya salido
de la misma pluma que la Epístola a los Romanos, y pocos de los
que están familiarizados con el estilo de Pablo afirmarán que no
lo ha hecho, su espíritu y su enseñanza son esencialmente
paulinos, y podemos con justicia considerarla como uno de los
más preciosos legados de la era apostólica. Su valor como clave
del significado de la economía levítica y como contribución a la
doctrina y la vida cristianas es inestimable; y ya sea que se la
atribuyamos a Bernabé o a Apolo, o a cualquier otro colaborador
de Pablo, podemos aceptarla sin titubear, “no como palabra de
hombre, sino como la palabra de Dios, que lo es en verdad”.

Ahora podemos adentrarnos aún más profundamente en la


oscura sombra de la apostasía predicha. Fue para combatir a
este formidable antagonista del evangelio que esta epístola se
escribió; y el carácter judaico del movimiento anti-cristiano es
evidente en la línea del argumento que su autor adopta. Nos
encontramos en seguida en “los postreros días”.

LOS DÍAS YA HAN LLEGADO

Heb. 1:1,2. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas


maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos
postreros días nos ha hablado por el Hijo”.

La frase “en estos postreros días” o “en estos últimos días”


muestra que el escritor consideraba el tiempo de la encarnación y
el ministerio de Cristo como el período final de una dispensación
o era. Encontramos una expresión algo similar en el cap. 9:26.
“Ahora, en la consumación de los
siglos” [episunteleiatwnaiwnwn], en que la referencia es a la
encarnación y al sacrificio expiatorio de Cristo. Una era antigua,
llámese mosaica, judaica, o del Antiguo Testamento, estaba
terminando ahora; muchas cosas que habían parecido
inamovibles y eternas estaban a punto de desvanecerse; y “el fin
del siglo” o “los postreros tiempos” habían llegado.


LAS ERAS, EDADES, O PERÍODOS MUNDIALES

Heb. 1:2. “Por quien asimismo hizo el universo [mundo]”.

Mucha confusión ha surgido del uso indiscriminado de la palabra


“mundo” como traducción de las diferentes palabras griegas aiwn,
kozmoz, oikoumenh, y gh. El lector no ilustrado que se encuentra
con la frase “el fin del mundo”, inevitablemente piensa en la
destrucción del mundo material, mientras que, si lee “fin del
tiempo”, pensará naturalmente en la terminación de cierto
período de tiempo, que es su correcto significado. Ya hemos
tenido ocasión de observar que aiwn es correctamente una
designación de tiempo, una época; y es dudoso que tenga jamás
algún otro significado en el Nuevo Testamento. Su equivalente en
latín esaevum, que en realidad es la palabra griega  aiwn  con
ropaje latino. La palabra correcta para  tierra, o  mundo, es
kosmoz, que se usa para designar tanto al mundo material como
el moral. Oikumenh es correctamente el mundo  habitado,
“el  habitable“, y en el Nuevo Testamento se refiere a menudo
al Imperio Romano, algunas veces a una porción tan pequeña de
él como Palestina. Gh, aunque algunas veces significa la tierra de
modo general, en los evangelios se refiere con mayor frecuencia
a la tierra de Israel. Una correcta comprensión de estas palabras
arroja mucha luz sobre muchos pasajes.
Es seguro que, en el tiempo de nuestro Salvador, los judíos
estaban acostumbrados a dividir el tiempo en dos grandes
períodos o edades, la edad presente [onunaiwn, oaiwnowtoz] y la
edad venidera [oaiwnmellwn]. La edad venidera era la del
Mesías, o “el reino de Dios”. La misma división se reconoce en el
Nuevo Testamento, y ya hemos visto que, según el punto de vista
del escritor de la epístola, el fin de la edad presente se acercaba.
(Véase el  Commentary  de Suart sobre Hebreos  in loc.;
el Testamento Griego de Alford; el Lexicon de Wahl. voc. aiwn).

Puede decirse, sin embargo, que, aunque la palabra sí significa


principalmente una edad, en este caso el sentido de este pasaje
requiere obviamente que traduzcamos aiwnaz como  mundos.
Debe reconocerse que suena grosero a nuestros oídos decir:
“Dios hizo los mundos por medio de Jesucristo” y muy simple y
natural decir: “Él hizo el mundo”; pero, cuando consideramos que
el escritor de esta epístola no concebía mundosen el sentido en
el cual nosotros usamos ahora esa expresión, esto quizás
modifique nuestra opinión. Somos muy propensos a acreditarle al
autor nuestras ideas astronómicas, y a suponer que él se refiere
al sol, la luna, y las estrellas como otros tantos mundos. Pero no
tenemos ninguna razón para creer que él tenía alguna idea como
ésa. Los cuerpos celestes eran para él luces, no mundos. Con las
edades, sin embargo, el autor de esta epístola, como hombre de
letras, debe haber estado completamente familiarizado.
Entonces, ¿qué quiso decir con que Dios hizo el universo [las
edades]? Éstas eran las grandes eras, o épocas de tiempo, que
la Suprema Sabiduría había ordenado y dispuesto; los períodos
del mundo, como podemos llamarlos, que constituían actos en el
gran drama de la Providencia. Parece haber una alusión a este
ordenamiento de las edades, o períodos mundiales, en Hechos
1 7 : 2 6 : “ L e s h a p r e fi j a d o e l o r d e n d e l o s
tiempos” [orisazprostetagmenouzkairouz]; como también en Efe.
1:10: “La dispensación del cumplimiento de los tiempos”. Se
inclina fuertemente a favor de este punto de vista el hecho de que
es sustancialmente la adoptada por los padres griegos.

EL MUNDO VENIDERO, O EL NUEVO ORDEN

Heb. 2:5.  “Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero,


acerca del cual estamos hablando”.

Este pasaje aclara el tema aún más. Aquí tenemos una de las
eras – el mundo venidero – es decir, no un mundo material, sino
un sistema u orden de cosas análogo a la dispensación mosaica.
Hay una evidente comparación o contraste entre la economía
mosaica y el estado nuevo o cristiano. La primera fue puesta bajo
la administración de ángeles; era “la palabra hablada por
ángeles”; “por disposición de ángeles” (Hechos 7:53); fue
“ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador” (Gál.
3:19). Pero la nueva edad, el reino de los cielos, fue administrado
por uno mayor que los ángeles, el mismo Hijo de Dios; prueba de
la superioridad de la dispensación cristiana sobre la judía.

Es ciertamente algo singular que encontráramos la palabra


oikoumenh aquí, donde debíamos haber esperado encontrar
aiwna. Si hubiera sido oikonomian, como en Efe. 1:10, estaría
más de acuerdo con nuestras ideas del verdadero significado;
pero no hay derecho a suponer que una palabra haya tomado el
lugar de la otra. De que la alusión es al sistema o al orden de
cosas introducido por Cristo no puede haber ninguna duda, y la
frase es equivalente al “reino de los cielos”. Puede añadirse que
se dice que “viene“, mellousa, una palabra que implica cercanía,
como “la ira venidera”, “la gloria venidera”, “el mundo venidero”.

EL FIN, ES DECIR, DE LA EDAD, O DEL EÓN

Heb. 3:6.  “Si retenemos firme  hasta el fin  la confianza y el


gloriarnos en la esperanza”.

Heb. 3:14.  “Con tal que retengamos firme  hasta el fin  nuestra
confianza del principio”.

Heb. 6:11. “La misma solicitud hasta el fin, para plena certeza de
la esperanza”.

Ya hemos tenido ocasión de observar la significativa frase “el fin”,


como se usa en el Nuevo Testamento. No significa  hasta el fin,
o  el fin de la vida, sino el fin de la edad. Alford observa
correctamente:

“El fin que se tiene en mente no es la muerte de cada individuo,


sino la venida del Señor, que es llamada constantemente por este
nombre”.

LA PROMESA DEL REPOSO DE DIOS

Heb. 4:1-11. “Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la


promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no
haberlo alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha
anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el
oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron.
Pero los que hemos creído entramos en el reposo, de la manera
que dijo: Por tanto, juré en mi ira, No entrarán en mi reposo;
aunque las obras suyas estaban acabadas desde la fundación
del mundo. Porque en cierto lugar dijo así del séptimo día: Y
reposó Dios de todas sus obras en el séptimo día. Y otra vez
aquí: No entrarán en mi reposo. Por lo tanto, puesto que falta que
algunos entren en él, y aquellos a quienes primero se les anunció
la buena nueva no entraron por causa de desobediencia, otra vez
determina un día: Hoy, diciendo después de tanto tiempo, por
medio de David, como se dijo: Si oyereis hoy su voz, no
endurezcáis vuestros corazones. Porque si Josué les hubiera
dado el reposo, no hablaría después de otro día. Por tanto, queda
un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en
su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las
suyas. Procuremos, pues, entrar en aquel reposo, para que
ninguno caiga en semejante ejemplo de desobediencia”.

Este es un pasaje extremadamente importante e interesante, no


sin sus oscuridades y dificultades, que han ocasionado mucha
diversidad de interpretaciones. Algunos han encontrado en él un
argumento para la perpetuidad del cuarto mandamiento, y la
observancia del primer día de la semana como el sábado
cristiano. Otros han interpretado el argumento entero en un
sentido ético y subjetivo, como si el escritor exhortara a alcanzar
un cierto estado mental llamado el reposo de fe: cesar de la duda
y la auto dependencia, y obtener perfecto reposo de la mente
mediante la plena confianza en Dios. Tales interpretaciones, sin
embargo, erran por completo el punto del argumento, y son más
glosas ingeniosas que deducciones legítimas.

¿Cuál es la dirección del argumento? Es muy evidente que el


objeto del escritor es advertir a los cristianos hebreos contra la
incredulidad y la desobediencia poniendo ante ellos, por una
parte, la recompensa de la obediencia, y por la otra, el castigo
por la desobediencia. Tenía a la mano un ejemplo señalado,
memorable para todos los israelitas, es decir, la renuncia a la
tierra de Canaán por sus padres a consecuencia de su
incredulidad. Habían provocado al Señor para que jurase en su
ira: “No entrarán en mi reposo”.

Según el punto de vista del escritor, había una notable


correspondencia entre la situación de los israelitas que se
aproximaban a la tierra de la promesa y la situación de los
cristianos que esperaban el cumplimiento de su esperanza, la
promesa del reposo. Para hacer más clara esta correspondencia,
el escritor muestra que el reposo prometido al antiguo Israel, y el
prometido al pueblo de Dios ahora, eran realmente una y la
misma cosa. La entrada a la tierra de Canaán no era en modo
alguno el todo, ni siquiera la parte principal, del prometido reposo
de Dios. El escritor prueba esto demostrando que, mucho
después de que los israelitas se establecieron en Canaán, el
Señor, por boca de David, en el Salmo 95, repite virtualmente la
promesa hecha a los israelitas en el desierto, y le dice al pueblo:
“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”. La
repetición de la orden implica la repetición de la promesa, y
también de la amenaza; como si Dios estuviese diciendo: “Crean,
y entrarán en mi reposo. No crean, y no entrarán en mi reposo”.
De aquí se sigue que hay un  reposo  además y más allá del
reposo de Canaán.

Luego sigue la explicación del reposo del que se habla, es decir,


el “reposo de Dios”, que Él llama “Mi reposo”. Ciertamente ese
nombre nunca se le dio a la tierra de Canaán, ni se le puede
aplicar a nada que no sea el “reposo” del cual leemos en el relato
de la creación, cuando Dios efectivamente  reposó  de toda “su
obra que había hecho” (Gén. 2:2,3). Este era el sábado de Dios,
el reposo que Él santificó y llamó su reposo. Por lo tanto, debe
ser a este reposo – el reposo santo, sabático, celestial – al que
se refiere principalmente la promesa. De ese reposo de Dios,
Canaán era sin duda el tipo, pues aquél era el reposo de los
israelitas después de los peligros y las fatigas del desierto; pero
la posesión de Canaán estaba lejos de agotar el pleno significado
de la promesa, y por lo tanto el reposo todavía permanecía, y era
guardado en reserva para el pueblo de Dios. “Por tanto, queda un
reposo para el pueblo de Dios”.

El escritor de la Epístola a los Hebreos evidentemente


consideraba el “reposo de Dios” como una consumación no muy
distante. Dice de él: “Los que hemos creído entramos en el
reposo”. Esto no significa “ir al cielo a la muerte”, sino la
expectativa de la pronta venida del reino de Dios, la esperanza
tan fuertemente acariciada por los primeros cristianos (Rom.
8:18-25). Considerar estas exhortaciones y apelaciones como
ordinarias y comunes de la enseñanza religiosa es despojarlas de
la mitad de su significado. Es verdad que hay un sentido en el
cual pueden aplicarse a todos los tiempos, pero tenían un
significado y una fuerza en aquella particular coyuntura que nos
es difícil comprender ahora. Los cristianos de aquella época
estaban, por decirlo así, en la línea que separaba lo antiguo de lo
nuevo, entre la era que estaba terminando y la que estaba
comenzando. Creían que el día del Señor estaba justo a las
puertas, que Cristo regresaría pronto, y que entrarían con Él en el
reino de los cielos, el reposo de Dios. De aquí el deber de que se
“exhortaran unos a otros, y tanto más cuanto veían que el día se
acercaba; de que guardaran firmes hasta el fin el principio de su
confianza; de que se esforzaran por entrar en aquel reposo, no
fuera a ser que algunos de ellos parecieran no haberlo
alcanzado”.

En los versículos 9 y 10 de este capítulo, el escritor de este


capítulo muestra lo apropiado de llamar a este prometido reposo
“sabadismo” o reposo sabático. “Por tanto, queda un sabadismo
para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en su reposo,
también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas”. Hay
una ambigüedad en este lenguaje, tanto en griego como en
inglés. Puede significar que todos los fieles que han partido han
cesado de sus trabajos en la tierra, y ahora disfrutan del reposo y
la recompensa del cielo. Este es el sentido que normalmente se
le atribuye a las palabras. (Véase el Comentario de Stuart sobre
Hebreos,  in loc.;  Conybeare and Howson, etc.). Hay que
confesar, sin embargo, que la relevancia de este lenguaje así
interpretado en relación con el asunto en discusión no es muy
evidente, y que la construcción gramatical difícilmente justificará
esta explicación. El argumento afirma, no que los cristianos han
entrado en ese reposo, sino justamente lo contrario. Como
Conybeare y Howson muestran muy correctamente, que el
escritor declara “que el pueblo de Dios nunca antes ha disfrutado
de ese perfecto reposo, y que, por lo tanto, ese goce es todavía
futuro”. Entonces, ¿quiénes son los que han entrado?
Evidentemente, es Cristo, el Precursor, que entró detrás del velo
en el nombre de nosotros; nuestro gran Sumo Sacerdote,
queascendió  a los cielos; el Josué del Nuevo Testamento, el
Capitán de nuestra salvación, que “entró en su reposo”, cesando
en su obra de redención, como su Padre cesó de su propia obra
de creación. Esto demuestra lo correcto de llamar al cielo
“sabadismo”, “un reposo de Dios”, pues aquí tanto el Padre como
el Hijo guardan el sábado eterno. Puede añadirse que esta
interpretación nos alivia del sentido de incongruencia que se
siente al comparar la cesación de los trabajos del cristiano con la
cesación de la obra de la creación por parte de Dios; es también
perfectamente relevante al argumento en el contexto.

No sólo soportan las palabras este sentido, sino que no soportan


ningún otro, como lo demuestra muy bien Alford. (Véase el
Testamento Griego,  in loc.). Ahora podemos ver la fuerza del
argumento en su totalidad. El escritor demuestra las fatales
consecuencias de la incredulidad y la desobediencia por medio
del ejemplo de los antiguos israelitas (cap. 3:7-19). Tenían una
gran promesa de entrar en el reposo de Dios, que perdieron por
su incredulidad (cal. 3:7-19). Pero aquella promesa de reposo
todavía se ofrece, y todavía se puede perder. Fue ofrecida a
Israel nuevamente en el tiempo de David y por boca de él; no se
agotó por la entrada de los israelitas en Canaán (cap. 4:4-8). En
aquel entonces, la promesa se refería al estado celestial, el
reposo de Dios mismo, cuando Él guardó el sábado después de
la obra de la creación (cap. 4:3-5). Pero Cristo también guarda su
sábado, habiendo cesado de la obra de redención, como el Padre
cesó de la obra de la creación (cap. 4:10). Queda, pues, todavía
un sábado, o reposo celestial, para el pueblo de Dios (cap. 4:9).
Procuremos, pues, entrar en aquel reposo de Cristo y de Dios,
amonestados contra la incredulidad y la desobediencia por el
ejemplo del antiguo Israel (cap. 4:11).

Encontraremos en la secuela mucha luz arrojada sobre este tema


de la entrada en el estado celestial, y la relación con él en que
estaban los santos tanto antes como desde la venida de Cristo.

LA CONSUMACIÓN DE LOS SIGLOS

Heb. 9:26.  “De otra manera le hubiera sido necesario padecer


muchas veces desde el principio del mundo [kosmou] ; pero
ahora, en la consumación de los siglos [aiwnwn], se presentó una
vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en
medio el pecado”.

En este versículo tenemos un caso notable de la confusión que


surge de la traducción de dos palabras diferentes, kosmou y
aiwn, con la misma palabra “mundo” [la versión hispana traduce
“siglos”].

La expresión sunteleia twnaiwnwn tiene precisamente el mismo


significado que sunteleia touaiwnoz, y se refiere a la era judía que
estaba a punto de terminar. Moses Stuart traduce el pasaje así:
“Pero ahora, al final de la [dispensación] judía, Él ha hecho su
aparición una vez para siempre”, etc. Esta es otra prueba
decisiva de que “el fin de la era” [en la versión hispana “la
consumación de los siglos”] era considerada como cercana por
las iglesias apostólicas.

EXPECTACIÓN DE LA PARUSÍA
Heb. 9:28.  “Y aparecerá por segunda vez, sin relación con el
pecado, para salvar a los que le esperan”.

La actitud de expectación mantenida por los cristianos de la era


apostólica se muestra incidentalmente aquí. Esperaban, en
esperanza y con confianza, el cumplimiento de la promesa de Su
venida. Suponer que ellos esperaban un suceso que no ocurrió
es imputarles, a ellos y a sus maestros, una cantidad de
ignorancia y error incompatible con respecto a sus creencias en
cualquier otro tema.

LA PARUSÍA SE ACERCA

Heb. 10:25. “Exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel


día se acerca”.

Por supuesto, “el día” significa “el día del Señor”, el tiempo de su
aparición, la Parusía. Ahora se había acercado; no
podían  verla  acercándose. Sin duda, las indicaciones de su
aproximación predicha por nuestro Señor eran evidentes, y sus
discípulos las reconocieron, recordando sus palabras: “Cuando
veáis que suceden estas cosas, conoced que está cerca, a las
puertas” (Mar. 13:29). No es correcto tergiversar estas palabras
en un sentido no natural o doble, y decir con Alford:

“Aquel día, en su sentido grande y final, siempre está cerca,


siempre listo para irrumpir en la iglesia; pero estos hebreos vivían
en realidad cerca de uno de aquellos grandes tipos y
anticipaciones de él, la destrucción de la Santa Ciudad”.

Al mismo efecto es su nota sobre Heb. 9:26:


“Los primeros cristianos hablaban universalmente de la segunda
venida del Señor como cercana, y en realidad siempre lo estuvo y
lo está”.

Los cristianos hebreos vivían cerca de la verdadera Parusía que


nuestro Señor predijo, y su iglesia esperaba, antes de que pasara
aquella generación. No es verdad que la Parusía “está siempre
cerca, y siempre lista para irrumpir sobre la iglesia”. Esto no es
más cierto que decir que el nacimiento de Cristo, su crucifixión, o
su resurrección están siempre listas para irrumpir. La Parusía era
tan distintamente un suceso específico, con su lugar apropiado
en el tiempo, como la encarnación o la crucifixión; y hacer de ella
una forma fantasma, que aparece y desaparece, siempre
viniendo pero nunca llegando, distante y cercana, pasada y
futura, es vaciar la palabra de todo significado. Creemos que
Cristo, en su discurso profético, tenía a la vista un suceso pleno;
un suceso con un lugar en la historia y la cronología; un suceso
cuyo período Él mismo indicó claramente, no ciertamente la hora,
ni el día, ni siquiera el año preciso, pero dentro de límites bien
definidos, el período de la generación existente. Tal era,
manifiestamente, la creencia del escritor de esta epístola. Para él,
la Parusía era un acontecimiento bien definido, cuya
aproximación podía ver; ni puede detectarse en su lenguaje, ni en
el lenguaje de ninguna de las epístolas, ningún rastro de doble
sentido, ni de una Parusía parcial o preliminar, sino de una
Parusía grande y final.

El comentario de Conybeare y Howson es mucho más


satisfactorio:

“‘El día'” de la venida de Cristo se veía aproximándose en este


tiempo por el amenazante preludio de la gran guerra judía, en la
cual Él vino a juzgar aquella nación”.
  

LA PARUSÍA INMINENTE

Heb. 10:37. “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá,


y no tardará”.

Esta declaración mira en la misma dirección que la precedente.


La frase “el que ha de venir” [oercomenoz] es la designación
acostumbrada del Mesías, “el que viene”. Esa venida ahora está
a la mano. El lenguaje a este efecto es mucho más expresivo de
la cercanía del tiempo en griego que en inglés: “Todavía un
poquitito”, o, como lo traduce Tregelles: “¡Un poquito, cuán
poquito, cuán poquito!”. La reduplicación del pensamiento al final
del versículo: “vendrá y no tardará” también indica la certeza y la
prontitud del acontecimiento que se aproxima. Este es el
comentario de Moses Stuart sobre este pasaje:

“El Mesías vendrá prontamente y, al destruir el poder judío,


pondrá fin al sufrimiento que vuestros perseguidores os infligen”.

Esto es sólo parte de la verdad; la Parusía trajo mucho más que


esto al pueblo de Dios, si hemos de creer a las garantías dadas
por los inspirados apóstoles de Cristo.

LA PARUSÍA Y LOS SANTOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Heb. 11:39,40.  “Y todos éstos, aunque alcanzaron buen


testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo
Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos
perfeccionados aparte de nosotros”.

El argumento que aquí se trae a su conclusión es de gran


importancia, y merece muy cuidadosa consideración. Se
encontrará que presta un poderoso apoyo indirecto a los puntos
de vista propuestos en esta investigación, y que de hecho
proporciona la verdadera clave para su explicación.

Habiendo ilustrado en este capítulo undécimo su posición


principal – la fe en Dios era la característica distintiva de aquellos
justos cuyos nombres adornan los anales del Antiguo Testamento
– el escritor llama la atención al hecho de que Abraham, Isaac, y
Jacob nunca entraron realmente en posesión de la herencia que
se les había prometido. No obtuvieron la tierra de Canaán; nunca
vieron la Jerusalén terrenal. “Conforme a la fe murieron todos
éstos sin haber recibido lo prometido” (ver. 13). Luego declara
que estos padres de Israel eran conscientes de un significado
más profundo de la promesa de Dios que una mera herencia
temporal y terrenal. Mientras habitaba como extranjero y
peregrino en la tierra de la promesa, Abraham miraba más allá, “a
la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es
Dios” (ver. 10). Es evidente que esto no puede referirse a la
Jerusalén terrenal, pero el lenguaje parece apuntar a  alguna
ciudad bien conocida descrita así.  Pero, ¿a cuál otra ciudad
puede estarse aludiendo que no sea la ciudad descrita en
Apocalipsis como “teniendo  doce fundamentos“, “la ciudad del
Dios viviente”, la Jerusalén celestial? La correspondencia no
puede ser accidental, y proporciona más que una presunción de
que cualquiera que haya escrito la Epístola a los Hebreos haya
leído la descripción de la Nueva Jerusalén en Apocalipsis. No
es  una  ciudad, sino  la  ciudad; no es la que tiene fundamentos,
sino “los fundamentos”, una ciudad particular y bien conocida.

Pero volvamos. La confesión de los padres de que eran


extranjeros y peregrinos en la tierra era una declaración de su fe
en la existencia de una “patria mejor”, “los que esto dicen,
claramente dan a entender que buscan una patria”, no cualquier
patria terrenal, sino “una  mejor“, esto es, “una  celestial” (vers.
14,16). Esta fe en una herencia futura y celestial, que ellos veían
sólo “de lejos” era verdadera, no sólo en relación con Abraham,
Isaac, y Jacob, sino en relación con la compañía entera de los
antiguos creyentes (ver. 39). Ni uno sólo de ellos recibió el
cumplimiento de aquella divina promesa que su fe había
abrazado:  “todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio
mediante la fe, no recibieron lo prometido” (ver. 39).

Este es un hecho que vale la pena considerar. Hasta ese


momento, de acuerdo con el autor de esta epístola, los santos del
Antiguo Testamento habían estado esperando, y todavía
esperaban, el cumplimiento de la gran promesa que Dios había
hecho a Abraham y a su simiente, y todavía no habían recibido la
herencia, ni habían entrado en la patria mejor, ni habían visto la
ciudad construida por Dios, que tenía fundamentos. ¿Cómo era
esto? ¿Cuál podría ser la causa de la larga demora? ¿Qué
obstáculo les impedía la entrada al pleno goce de su herencia?
La pregunta ha sido anticipada y contestada. “Aún no se había
manifestado el camino al Lugar Santísimo”, como lo indicaba la
continuada existencia del templo y sus servicios (cap. 9:8). El
acceso al lugar de santidad y privilegio no se permitió sino hasta
que se hubo abierto el camino mediante el sacrificio expiatorio de
Cristo, el gran Sumo Sacerdote, el Mediador del nuevo pacto; no
podía conferir un título perfecto a sus súbditos por el cual
pudieran ser admitidos para entrar en posesión de la herencia
(cap. 9:9). El mero ritual no podía quitar las barreras que el
pecado había erigido entre Dios y el hombre; y por lo tanto no
había entrada, ni siquiera para los fieles bajo el antiguo pacto, en
los plenos privilegios de la condición de santos e hijos. Pero esta
barrera fue quitada por el sacrificio perfecto del gran Sumo
Sacerdote. “El Mediador del nuevo pacto”, mediante la ofrenda de
sí mismo a Dios, redimió las transgresiones cometidas bajo el
pacto antiguo, o la economía mosaica, librando así a los súbditos
de aquel pacto de sus incapacidades, y haciéndole competente
para que los escogidos “recibieran la promesa de la herencia
eterna” (cap. 9:11-15).

El argumento de la epístola, pues, requiere suponer que, hasta


que el sacrificio expiatorio de la cruz fue ofrecido, la
bienaventuranza de los santos del Antiguo Testamento estaba
incompleta. En este sentido, estaban en desventaja en
comparación con los creyentes bajo el nuevo pacto. Estos últimos
fueron en seguida puestos en posesión de aquello para lo cual
los primeros tuvieron que esperar largo tiempo. La superioridad
de los creyentes ahora, bajo la dispensación cristiana, sobre los
creyentes bajo la anterior dispensación, es un punto fuerte en el
argumento. Nosotros, dice el escritor, no tenemos ningún período
de demora prolongado interpuesto entre nosotros y la herencia
prometida; “nos hemos acercado a ella”; “estamos entrando en
ella”; “Dios ha provisto  alguna cosa mejor  para nosotros, para
que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros“. Es decir,
los antiguos creyentes no sólo no tenían ninguna precedencia
sobre los cristianos en el disfrute de la herencia prometida, sino
que tuvieron que esperar largo tiempo, hasta que llegara la
plenitud del tiempo en que, habiendo abierto Cristo el camino
hacia el Lugar Santísimo, pudiesen entrar, junto con nosotros, en
posesión de la herencia prometida.

Es apenas necesario preguntar: ¿Qué esta herencia prometida


de la cual tanto se habla aquí, y que los santos del Antiguo
Testamento esperaban en fe? Incuestionablemente, es la que
Dios prometió a Abraham, Isaac, y Jacob (ver. 9); la que los
patriarcas miraron de lejos (ver. 13); aquélla en la cual sus
ilustres sucesores creyeron pero que nunca recibieron (ver. 19).
Es “la promesa de la herencia eterna” (cap. 9:15); “la esperanza
puesta delante de nosotros” (cap. 6:18); “la ciudad con
fundamentos” (cap. 11:10); “una mejor, esto es, celestial” (cap.
11:16); “un reino inconmovible” (cap. 12:28). Es en realidad la
verdadera Canaán; la tierra prometida; “el reposo de Dios”; “el
reposo que queda para el pueblo de Dios” (cap. 4:9). Es algo de
lo cual el escritor habla de principio a fin. Regrese el lector en sus
pensamientos al capítulo cuarto, donde primero comienza la
discusión con respecto al prometido reposo. Evidentemente,
aquel “prometido reposo” es idéntico a la “tierra prometida”, y la
“tierra prometida” es idéntica a “la herencia prometida”; y todas
estas diferentes designaciones – ciudad, patria, reino, herencia,
promesa – significan una y la misma cosa. La Canaán terrenal no
era el todo, no era la realidad, sino sólo el símbolo de la herencia
que Dios prometió a Abraham y a su simiente. Esa promesa, lejos
de haberse cumplido exhaustivamente mediante la posesión de
la tierra bajo Josué, era todavía mantenida en reserva para el
pueblo de Dios. Pero ahora había llegado el tiempo en que la
herencia estaba a punto de ser entronizada y disfrutada, y los
creyentes del pacto antiguo, junto con los del nuevo, habían de
entrar en seguida y juntos en el reposo prometido.

Hay una notable correspondencia entre el argumento contenido


en este pasaje y las afirmaciones de Pablo en sus epístolas a los
gálatas y a los romanos, que sirve para arrojar luz adicional sobre
todo el tema, pero también para probar cuán
e n t e r a m e n t e  p a u l i n o  e s e l a r g u m e n t o d e H e b r e o s .
Seleccionamos algunos de los principales pensamientos en Gál.
3 a manera de ilustración.

Ver. 16. “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a


su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de
muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo”.

Ver. 18.  “Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la


promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la
promesa”.
Ver. 19. “Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa
de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue
hecha la promesa”, etc.

Ver. 22. “Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que


la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los
creyentes”.

Ver. 23. “Pero antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo


la ley, encerrados para aquella fe que iba a ser revelada”.

Ver. 29.  “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de


Abraham sois, y herederos según la promesa”.

Ahora bien, haciendo lugar para la diferencia en el propósito que


Pablo tiene en mente al escribir a los gálatas, se verá cuán
notablemente apoyan sus afirmaciones las de la Epístola a los
Hebreos.

1. En ambas encontramos el mismo tema: la herencia prometida.



2. En ambas se admite que la herencia no fue realmente poseída
y

disfrutada por aquellos a quienes se prometió primero.

3. En ambas se muestra que el cumplimiento de la promesa fue

suspendido hasta la venida de Cristo.

4. En ambas se muestra que este acontecimiento (la venida de
Cristo)

produjo un cambio en la situación de los que esperaban esta

herencia.

5. En ambas se argumenta que la fe es la condición para heredar
la

promesa.

6. En ambas se asegura que por fin ha llegado el tiempo en que
está a

punto de realizarse la verdadera posesión de la herencia.

Muy similar es el alcance del argumento en la Epístola a los


Romanos:

Rom. 4:13.  “Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su


descendencia la promesa de que sería heredero del mundo
[tierra, kosmoz = gh], sino por la justicia de la fe”.

Ver. 16.  “Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de
que la promesa sea firme para toda su descendencia; no
solamente para la que es de la ley, sino también para la que es
de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros”.

Rom. 5:1,2.  “Justificados, pues, por la fe tenemos paz para con


Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también
tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos
firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.

En estos versículos encontramos:

1. La misma herencia prometida (ver. 13).



2. La misma condición para la posesión de ella, es decir, la fe
(ver. 2).

3. La suspensión del cumplimiento de la promesa durante el
período de

la ley (vers. 14,16).

4. La entrada de los creyentes bajo la dispensación cristiana en el
estado

de privilegio y herencia (cap. 5:2).

5. La expectación de la plena posesión de la herencia. “Nos
gloriamos

en la esperanza de la gloria de Dios” (cap. 5:2).

Tomando juntos todos estos pasajes, podemos deducir de ellos


las siguientes conclusiones:

1. Que el gran objeto de la fe y la esperanza establecidas tan



constantemente en las Escrituras como la consumación de la
felicidad

de los creyentes tanto bajo el Antiguo como del Nuevo
Testamento

es uno y el mismo; y, ya sea que se le llame “la tierra prometida”,
“la

herencia prometida”, “el reino de Dios”, “la gloria que ha de ser

revelada”, “el reposo de Dios”, “la esperanza puesta delante de

nosotros”, todas estas expresiones significan una y la misma
cosa y

apuntan a una recompensa celestial, no terrenal.

2. Que este era el verdadero significado de la promesa hecha a

Abraham.

3. Que el cumplimiento de esta promesa no podía tener lugar
hasta que

apareciese la verdadera “simiente” de Abraham y se ofreciese el

sacrificio de la cruz.

4. Que los santos del Antiguo Testamento tuvieron que esperar
hasta

entonces, antes de que pudiesen recibir la herencia prometida –
esto

es, antes de que pudiesen entrar en plena posesión y disfrute del

estado celestial.

5. Que los santos del Nuevo Testamento tenían esta ventaja
sobre sus

predecesores – no tuvieron que esperar la realización de su

esperanza.

6. Que los santos del Antiguo Testamento, y los creyentes del
Nuevo,

habían de entrar al mismo tiempo en posesión de la herencia; no

“ellos sin nosotros”, ni “nosotros sin ellos”, sino simultáneamente

(Heb. 11:40).

Es evidente, sin embargo, que el escritor de la Epístola a los


Hebreos no consideraba que ni los santos del Antiguo
Testamento ni los del Nuevo habían entrado todavía en posesión
de la herencia. El mismo propósito y la misma meta de todas sus
exhortaciones y apelaciones a los creyentes hebreos es
advertirles contra el peligro de abandonar la herencia a causa de
apostasía, y animarles a estar firmes y a perseverar para que
pudieran recibir la promesa. “Temamos, pues, no sea que
permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno
de vosotros parezca no haberlo alcanzado” (Heb. 4:1). “Porque
os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la
voluntad de Dios, obtengáis la promesa” (Heb. 10:36). No era
suya todavía, pues, en posesión verdadera; pero todo el
argumento implica que estaba muy cerca, tan cerca que casi se
podía decir que estaba al alcance de la mano. “Los que hemos
creído  entramos  en el reposo” (Heb. 4:3). “Porque aún un
poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Heb. 10:37).
Esto indica claramente el período de la esperada entrada en la
herencia: es la Parusía; “la venida del Señor”; el día largamente
esperado; la plenitud del tiempo, cuando los santos del AT y los
del NT entraran simultáneamente en posesión de la herencia
prometida; la tierra del reposo; la ciudad con fundamentos; la
patria mejor, esto es, la celestial; el reino inamovible; “la herencia
incorruptible, incontaminada, inmarcesible, reservada en los
cielos para vosotros”.

Pero, puede objetarse: Si ya ha venido la simiente “a quien


fueron hechas las promesas”; si ya se ofreció el sacrificio del
Calvario; si el gran Sumo Sacerdote ha rasgado el velo y quitado
el muro; si se ha abierto el camino al Lugar Santísimo, ¿no se
sigue que la posesión de la herencia sería otorgada
inmediatamente a los santos del AT, y que ellos entrarían en el
reposo prometido junto con el Redentor resucitado y triunfante?

Este es el punto de vista que han adoptado muchos teólogos,


que fijan la resurrección de Cristo como el período de avance y
de gloria de los santos del AT. Pero es claro que la doctrina
apostólica fija ese período en la Parusía, y esto por la razón dada
en la Epístola a los Hebreos (cap. 10:12,13). Aunque el gran
Sumo Sacerdote había ofrecido su único sacrificio por el pecado;
aunque se había sentado a la diestra de Dios, su triunfo todavía
no había llegado plenamente. Todavía estaba “esperando de ahí
en adelante a que sus enemigos fuesen puestos por estrado de
sus pies”. Al mismo efecto es la declaración de Pablo en 1 Cor.
15:22. La consumación se alcanza en etapas sucesivas; primera,
la resurrección de Cristo; después, los que son de Cristo, en su
venida; luego, “el fin”. El edificio no fue coronado sino hasta la
Parusía, cuando el Hijo del hombre vino en su reino, y sus
enemigos fueron puesto bajo sus pies. Esa fue la consumación,
el fin, cuando el gobierno mesiánico delegado habría de cesar; lo
ceremonial, local, y temporal habría de fundirse con lo espiritual,
universal, y eterno; cuando Dios fuese revelado como el Padre,
no de una nación, sino del hombre; cuando todas las distinciones
seccionales y nacionales fuesen abolidas, y “Dios fuese todo en
todos”.

Mientras tanto, cuando esta epístola se escribió, el sistema


mosaico parecía intacto: “el tabernáculo exterior” todavía estaba
en pie; el judaísmo, aunque era un tronco hueco, cuyo corazón
se había deteriorado totalmente, todavía tenía una semblanza de
vigor, pero había llegado la hora en que la economía entera
habría de ser suprimida. Un diluvio de ira estaba a punto de
derramarse sobre la tierra y abrumar la ciudad, el templo, y la
nación; el juicio de los impenitentes y el pueblo apóstata tendría
lugar, y los santos del AT, con los creyentes en Cristo, juntos
“entrarían en el reposo” y “heredarían el reino preparado para
ellos desde la fundación del mundo”.

Cuando recordamos que, de acuerdo con algunos expositores,


esta epístola se escribió en el umbral de la gran guerra judía que
terminó en la destrucción de Jerusalén; o, según otros, después
de su estallido, podemos concebir cuán intensa expectación debe
haber producido en los corazones cristianos aquella crisis que se
aproximaba. La largamente esperada consumación ahora no era
cuestión de años, sino de meses o días.

Antes de dejar este interesante pasaje es apropiado hacer


alusión a las opiniones de algunos de los más eminentes
expositores en relación con él.

El profesor Stuart pierde el camino por completo. Declara a Heb.


11:40 “un versículo extremadamente difícil, sobre cuyo significado
ha habido multitud de conjeturas”, y expresa su opinión de que “la
cosa mejor reservada para los cristianos no es una recompensa
en el cielo; porque tal recompensa se les ofreció también a los
santos de la antigüedad.

“Tengo, pues”, añade, “que adoptar otra exégesis del pasaje


entero, que refiere epaggelian [la promesa] a la prometida
bendición del Mesías. Interpreto, pues, el pasaje entero de esta
manera: Los santos de la antigüedad perseveraron en su fe,
aunque el Mesías les era conocido sólo por la promesa. Nosotros
estamos más obligados que ellos a perseverar: porque Dios ha
cumplido su promesa con respecto al Mesías, colocándonos en
una condición mejor adaptada a la perseverancia que ellos. Tanto
es nuestra condición preferible a la de ellos que hasta podemos
decir que, sin la bendición de que disfrutamos, su felicidad no
podría haberse completado. En otras palabras, la venida del
Mesías era esencial para la consumación de su felicidad en
gloria, es decir, era necesaria para su teleiosiz”.

Se verá que Stuart confunde por completo lo que quiere decir el


escritor. La epaggelia no es el Mesías, sino la  herencia, la
promesa de entrar en el reposo. Además, no capta la relación del
tema con el tiempo entonces presente, y que toda la fuerza del
argumento reside en el hecho de que estaba cercano el momento
en que la gran promesa de Dios se cumpliría.

El Dr. Alford aprehende el argumento mucho más claramente,


pero no capta el sentido preciso del todo. Cuán cerca está de
aproximarse a la verdadera solución de la dificultad puede verse
en la siguiente nota:

“El escritor implica, como de hecho parece atestiguarlo el cap.


10:14, que el advenimiento y la obra de Cristo han cambiado el
estado de los padres y los santos del AT en una bendición mayor
y más perfecta, una inferencia que nos impone la Escritura en
muchos otros lugares. De modo que su perfección dependía de
nuestra perfección; su perfección y la nuestra fueron introducidas
al mismo tiempo, cuando Cristo ‘por una sola ofrenda perfeccionó
para siempre a los santificados’. De manera que el resultado con
relación a ellos es que sus espíritus, desde el tiempo en que
Cristo descendió al Hades y ascendió al cielo, disfrutan de la
bienaventuranza celestial, y esperan, junto con todos los que han
seguido a su glorificado Sumo Sacerdote dentro del velo, la
resurrección de sus cuerpos, la regeneración, la renovación de
todas las cosas”.
Esta explicación, aunque en algunos respectos no está lejos de la
verdad, es inconsistente con las afirmaciones de la epístola, pues
supone que los santos del AT  todavía esperan  su completa
felicidad, y reducen hasta a los creyentes del NT a la misma
condición de  espera  de una consumación todavía futura. ¿Qué
sucede, entonces, con kreittonti, la “alguna cosa mejor” que Dios,
según el escritor, había provisto para los cristianos? La ventaja a
la que él tanta importancia le da desaparece por completo. Y si la
Parusía nunca tuvo lugar, los creyentes del NT no tienen ninguna
ventaja en absoluto sobre los santos de la antigüedad.

El Dr. Tholuck hace las siguientes observaciones sobre el estado


de los santos que han partido antes del advenimiento de Cristo:

“Los santos del AT se reunieron con los padres, y quizás fueron


en parte trasladados a una esfera superior de vida; pero, como la
salvación completa sólo se alcanza por medio de la unión con
Cristo, cuyo Espíritu, que mora en el interior, vivificará también
nuestros cuerpos recién glorificados, así también los padres que
se reunieron con Dios tuvieron que esperar el advenimiento de
Cristo, como Él mismo dijo de Abraham, que se regocijó de ver
Su día”.

Es curioso encontrar varias opiniones similares expresadas por el


Dr. Owen en su tratado sobre Hebreos (vol. 5, p. 311):

“Creo que los padres que murieron bajo el AT tenían una


admisión más cercana a la presencia de Dios que aquella de la
cual habían disfrutado antes. Estaban en el cielo delante del
santuario de Dios, pero no eran admitidos del velo adentro, al
Lugar Santísimo, donde todos los consejos de Dios se muestran
y están representados”.
Mucho de lo que es verdad está mezclado aquí con algo erróneo.
Todas estas opiniones concuerdan en la conclusión de que la
obra redentora de Cristo tuvo una poderosa influencia sobre el
estado de los creyentes del AT; pero ninguna de ellas aprehendió
el hecho, tan legiblemente escrito sobre la faz de esta epístola,
de que no fue sino hasta que el entramado externo del judaísmo
fue barrido, y Cristo había venido en su reino, que la herencia
prometida fue abierta para los creyentes, bien del AT o del NT, y
que la Parusía fue el tiempo señalado para que ambos grupos
entraran juntos en posesión del “reposo de Dios”.

   

LA GRAN CONSUMACIÓN ESTÁ CERCANA

Contraste entre la situación de los cristianos hebreos y la de los


israelitas en Sinaí

Heb. 12:18-24.  “Porque no os habéis acercado al monte que se


podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas
y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que
hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase
más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aún una
bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; y
tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y
temblando; sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la
ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de
muchos millares de ángeles, a la congregación de los
primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de
todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el
Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor
que la de Abel”.
En este pasaje tenemos una poderosa exhortación a la firmeza
en la fe, reforzada por un vívido paralelo, o más bien, contraste,
entre la situación de sus antepasados hebreos mientras
permanecían de pie temblando ante el monte Sinaí, y la posición
ocupada por ellos mismos, de pie, por decirlo así, teniendo
delante el monte de Sion y todas las glorias de la herencia
prometida. Lo cierto es que, en esta representación, hay tanto un
paralelo como un contraste. La semejanza reside en
la cercanía del objeto – la reunión con Dios. Como los israelitas
en el monte Sinaí, los cristianos hebreos se habían acercado
[proselhluqate] al monte de Sion; como sus padres, habían
estado cara a cara con Dios. Pero, en otros respectos, había un
fuerte contraste en sus circunstancias. En el monte Sinaí, todo
era terrible y espantoso; en el monte de Sion, todo era adorable y
atractivo. Y esta era la perspectiva que ahora tenían delante
suyo. Unos pasos más, y estarían en medio de aquellas escenas
de gloria y de gozo, a salvo en la tierra prometida. No puede
haber dudas con respecto a la identidad de la escena que aquí se
describe: es una visión cercana de la “herencia”, “el reposo de
Dios”, tan constantemente presentada en esta epístola como el
ultimátum del creyente – una vez contemplada, de lejos, por
patriarcas, profetas, y santos de la antigüedad, pero ahora visible
para todos y dentro de unos días de marcha – “la ciudad con
fundamentos”, “la patria mejor, a saber, la celestial”.

Aquí se presenta una pregunta interesante. ¿De qué fuente


extrajo el escritor esta vívida descripción de la herencia celestial?
Por supuesto, es fácil decir: Es un pronunciamiento original del
Espíritu, que habló a los profetas. Pero el autor de la epístola
evidentemente escribe como si los cristianos hebreos supiesen y
estuviesen familiarizados con las cosas de las cuales él habla. Es
evidente que el cuadro del monte Sinaí y sus circunstancias
acompañantes se derivan del libro de Éxodo; y si encontramos
los materiales para el cuadro del monte Sinaí listos y a la mano
en cualquier libro particular del NT, no es incorrecto suponer que
la descripción fue tomada de allí. Ahora bien, la verdad es que
encontramos cada uno de los elementos de esta descripción en
el libro de Apocalipsis; y cuando el lector compara cada
característica separada de la escena presentada en la epístola
con su contraparte en el Apocalipsis, le será fácil juzgar si la
correspondencia puede o no puede ser sincera, y cuál es el
cuadro original:

Monte de Sion                                                Apoc. 14:1



La ciudad del Dios viviente                              Apoc. 3:12; 21:10

La Jerusalén celestial                                       Apoc. 3:12; 21:10

La innumerable compañía de ángeles                Apoc. 5:11; 7:11

La asamblea general y la iglesia de los               Apoc. 3:12; 7:4;
14:1-4

primogénitos, etc.

Dios, el Juez de todos                                      Apoc. 20:11,12

Los espíritus de los justos hechos perfectos       Apoc. 14:5

Jesús, el mediador del nuevo pacto                   Apoc. 5:6-9

La sangre del rociamiento                                Apoc. 5:9

Mirando la exacta correspondencia entre las representaciones de


la epístola y las de Apocalipsis, parece imposible resistir la
conclusión de que el escritor de esta epístola tenía en mente las
descripciones de Apocalipsis; y su lenguaje presupone el
conocimiento de ese libro por parte de los cristianos hebreos.
Esta conclusión conlleva la inferencia de que Apocalipsis se
escribió antes de la Epístola a los Hebreos, y en consecuencia,
antes de la destrucción de Jerusalén. Nos encontraremos con el
tema nuevamente cuando entremos a considerar el libro de
Apocalipsis; mientras tanto, baste observar que tanto en esta
epístola como en Apocalipsis los acontecimientos que se narran
son considerados tan cercanos como para describirlos como
realmente actuales; en la epístola, la iglesia militante se ve como
que ya ha llegado a la herencia, y en Apocalipsis las cosas que
han de suceder pronto se ven como hechos consumados.

LA CERCANÍA Y LO FINAL DE LA CONSUMACIÓN

Heb. 12:25-29. “Mirad que no desechéis al que habla. Porque si


no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en
la tierra, mucho menos nosotros, si desecháramos al que
amonesta desde los cielos. La verdad del cual conmovió
entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una
vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo. Y
esta frase: Aún una vez, indica la remoción de las cosas
movibles, como cosas hechas, para que queden las
inconmovibles. Así que, recibiendo nosotros un reino
inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios
agradándole con temor, porque nuestro Dios es fuego
consumidor”.

El paralelo, o más bien el contraste, entre la situación de los


antiguos israelitas que se acercaron a Dios en Sinaí y la de los
cristianos hebreos que esperaban la Parusía es llevado aún más
adelante aquí con el propósito de instar a los últimos a soportar y
a perseverar. Si era peligroso desestimar las palabras habladas
desde el Monte Sinaí – la voz de Dios por boca de Moisés –
cuánto más peligroso es dar la espalda a Aquél que habla desde
el cielo, la voz de Dios por medio de su Hijo. La voz desde el
Sinaí estremeció la tierra (Éx. 19:18; Sal. 68:8); pero una
convulsión más terrible estaba cerca, por medio de la cual, no
sólo la tierra, sino también el cielo, habrían de ser removidos
finalmente y para siempre.

Pero, ¿qué es este inminente y final “conmover y remover la


tierra y el cielo”? Según Alford,
“Es claramente erróneo entender, con algunos intérpretes, esta
conmoción como el mero derrumbe del judaísmo delante del
evangelio, o de cualquier otra cosa que se cumplirá  durante  la
economía cristiana, excepto su glorioso fin y su glorioso
cumplimiento”.

Al mismo tiempo, admite que:

“El período que transcurre [antes de que este zarandeo tenga


lugar] no será sino uno, sin admitir que se divida en muchos; y
ese uno es corto”.

Pero, si es así, seguramente la catástrofe debe haber sido


inmediata porque, sobre la suposición de que pertenece al futuro
distante, el intervalo debe ser por necesidad muy largo, y divisible
en muchos períodos, como años, décadas, siglos, y hasta
milenios.

El comentario de Moses Stuart es mucho más al punto:

“Que el pasaje respeta los cambios que serían introducidos por la


venida del Mesías, y la nueva dispensación que Él iniciaría, es
evidente por la lectura de Ageo 2:7-9. Tal lenguaje figurado es
frecuente en la Escritura, y denota grandes cambios que han de
tener lugar. Así lo explica el apóstol, en el mismo versículo
siguiente. (Comp. Isa. 13:13; Ageo 2:21, 22; Joel 3:16; Mat.
24:29-37).

La clave para la interpretación de este pasaje se encuentra en la


profecía de Ageo. Al comparar los símbolos proféticos en ese
libro, se verá que el “hacer temblar el cielo y la tierra” es
evidentemente emblemático y sinónimo de “trastornar tronos,
destruir reinos”, y revoluciones sociales y políticas y similares
(Ageo 2:21,22). Tales tropos y metáforas son los mismos
elementos de la descripción profética, y sería absurdo insistir en
el cumplimiento literal de tales figuras. Constantemente se usan
prodigios y convulsiones para expresar grandes revoluciones
sociales o morales. Que los que encuentran difícil creer que la
abrogación de la dispensación mosaica pueda ser prefigurado en
lenguaje de tan tremenda sublimidad consideren la magnificencia
del lenguaje empleado por profetas y salmistas para describir su
introducción. (Véase Sal. 68:7,8,16,17; 114:1-8; Habacuc 3:1-6).

Entonces, ¿qué es la gran catástrofe representada


simbólicamente como sacudir los cielos y la tierra? Sin duda es el
derribamiento y la abolición de la dispensación mosaica, o pacto
antiguo; la destrucción de la iglesia y el estado judíos, junto con
todas sus instituciones y ordenanzas. Había “cosas celestiales”
que pertenecía a aquella dispensación: las leyes, y estatutos, y
ordenanzas, que eran divinos en su origen, y que podrían
llamarse correctamente “el bagaje espiritual” del judaísmo – éstos
eran los  cielos, que habrían de ser conmovidos y removidos.
Había también las “cosas terrenales”: la Jerusalén literal, el
templo material, la tierra de Canaán – éstas eran la tierra, que de
la misma manera debía ser conmovida y removida. En realidad,
estos símbolos equivalen a los que empleó nuestro Señor cuando
predijo el destino de Israel. “Inmediatamente después de la
tribulación de aquellos días [los horrores del sitio de Jerusalén], el
sol se oscurecerá, y la luna no dará su lumbre, y las potencias de
los  cielos serán conmovidas”  (Mat. 24:29). Ambos pasajes se
refieren a la misma catástrofe y emplean figuras muy similares;
además de lo cual tenemos la autoridad de nuestro Señor para
fijar el acontecimiento y el período del cual Él habla dentro de los
límites de la generación que entonces existía; es decir, las
referencias sólo pueden ser al juicio de la nación judía y la
abrogación de la economía mosaica en la Parusía.
Aquel gran acontecimiento debía preparar el camino para un
nuevo y superior orden de cosas. Un reino que no puede ser
conmovido habría reemplazar las instituciones materiales y
mutables que eran imperfectas en su naturaleza y temporales en
su duración; lo material daría lugar a lo espiritual; lo temporal a lo
eterno; y lo terrenal a lo celestial. Esta era con mucho la mayor
revolución que el mundo hubiese presenciado jamás. Trascendía
con mucho en importancia y grandeza hasta la entrega de la ley
en el monte Sinaí; y como ella, estuvo acompañada por terribles
señales y maravillas, convulsiones físicas, y fenómenos
portentosos. Era adecuado que prodigios similares, y aún más
terribles, acompañaran su abrogación y la apertura de una nueva
era. Que tales portentos precedieron realmente a la destrucción
de Jerusalén no tenemos dificultad en creerlo; primero,
basándonos en la analogía; segundo, por el testimonio de Josefo;
y, sobre todo, por la autoridad del discurso profético de nuestro
Señor.

Pero no es tanto a cualquier nueva era sobre la tierra como al


glorioso reposo y la gloriosa recompensa del pueblo de Dios en el
estado celestial a lo que el autor de la epístola dirige la
esperanza de los cristianos hebreos. En aquel reino eterno los
fieles siervos de Cristo creían que estaban a punto de entrar, y
ninguna consideración estaba más calculada para fortalecer a los
débiles y confirmar a los vacilantes. “Así que, recibiendo nosotros
un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella
sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque
nuestro Dios es fuego consumidor”.

EXPECTATIVA DE LA PARUSÍA

Heb. 13:14.  “Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino


que buscamos la por venir”.
Bien dice Alford:

“Este versículo llega al lector con un tono solemne, considerando


cuán corto fue el tiempo que duró en realidad la menousapoliz
[ciudad duradera], y cuán pronto la destrucción de Jerusalén
puso fin al sistema judío, que se suponía sería tan duradero”.

Esto es irreprochable, y podemos decir: “¡O si sic omnia!”. El


comentarista ve claramente en este caso la relación entre el
lenguaje del escritor y las circunstancias verdaderas de los
hebreos. Este principio habría sido una guía segura en otros
casos en que nos parece que a él se le escapó por completo el
punto principal del argumento. Los cristianos a quienes se
escribió la epístola habían arribado a la escena final del sistema
judío; la catástrofe final estaba cerca. Oyeron el llamado: “Salid
de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus plagas”.
Jerusalén, la ciudad santa, con su templo sagrado, sus torres y
palacios, sus muros y baluartes, ya no era una “ciudad duradera”;
estaba a punto de ser “conmovida y removida”. Pero el santo
hebreo podía ver, más allá de sus lágrimas, otra Jerusalén, la
ciudad del Dios viviente; un hogar duradero y celestial, muy
cerca, y “bajando”, como si fuera “del cielo”. Esta era la ciudad
venidera [thnmellousan = la ciudad que pronto vendría], a la cual
alude el escritor, y que él creía que ellos estaban a punto de
recibir. (Heb. 21:28).
PA R T E I I – L A PA R O U S Í A E N L A S E P Í S T O L A S
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA DE SANTIAGO

Un interés especial acompaña a esta epístola, por cuanto


manifiestamente pertenece a “los últimos días”, el período final de
la dispensación. Es una voz dirigida al Israel disperso de Dios
desde dentro de la ciudad condenada a muerte, cuya catástrofe
estaba cerca en ese momento. Es el último testigo a la nación
tanto dentro como fuera de los linderos de Palestina. Aunque
dirigida a los creyentes hebreos, contiene evidencias de la
degeneración en la iglesia cristiana y la extrema corrupción de la
nación. Abunda la iniquidad, y el amor de muchos se ha enfriado.
Pero Santiago de Jerusalén, como uno de los antiguos profetas
de Israel, testifica en favor de la verdad y la justicia con resuelta
fidelidad, hasta que obtiene la victoria del martirio. Las alusiones
directas a la Parusía en esta epístola son pocas en número, pero
claras y decisivas en carácter, y es claro que la epístola entera
está escrita bajo la profunda impresión de la próxima
consumación.

VIENEN LOS ÚLTIMOS DÍAS

Sant. 5:1,3.  – “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las


miserias que os vendrán. … Habéis acumulado tesoros para los
días postreros”.

Esta osada acusación contra los poderosos opresores y ladrones


de los pobres en los últimos días el estado judío nos recuerda las
advertencias del profeta Malaquías: “Vendré a vosotros para
juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y los adúlteros,
contra los que juran mentira, y los que defraudan en su salario al
jornalero, a la viuda y al huérfano, y los que hacen injusticia al
extranjero, no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos”
(Mal. 3:5). Aquel juicio se acercaba ahora, y el juez “estaba
delante de la puerta”.

Nada puede ser más franco que el reconocimiento que hace


Alford de la importancia histórica de esta conminación, y su
expresa referencia a los tiempos del apóstol. Dando razón de la
ausencia de cualquier exhortación directa a la penitencia en esta
denuncia, dice:

“Que una exhortación como esta no aparezca aquí se debe


principalmente a la cercana proximidad del juicio que el escritor
tiene delante”. Nuevamente observa: “Howl [ololuxein] es una
palabra del Antiguo Testamento limitada a los profetas, y usada,
como aquí, con referencia a la cercana proximidad de los juicios
de Dios”. Nuevamente: “No se debe pensar en estas miserias
como el fin natural y determinado de todas las riquezas
mundanas, sino como los juicios enlazados con la venida del
Señor: comp. ver. 8, ‘la venida del Señor está cerca’. Puede ser
que esta expectación todavía estuviese íntimamente ligada a la
próxima destrucción de la ciudad y el sistema político judíos,
porque hay que recordar que son judíos aquellos a los que se les
dirigen estas palabras”.

El único inconveniente de esta explicación es el uso


desafortunado de la frase “puede ser” en la última oración.
¿Cómo podría pensarse en la incertidumbre en un caso tan
sencillo? Nuestra preocupación es con lo que estaba en la mente
del apóstol, y seguramente ningunas palabras pueden transmitir
un testimonio más fuerte a su convicción de que “los últimos días”
y “el fin” estaban a punto de llegar.

En su nota sobre el ver. 3, Alford da el significado del apóstol con


perfecta exactitud:
“Los últimos días (es decir, los últimos días antes de la venida del
Señor), etc.”

Es interesante descubrir que el Dr. Manton, un teólogo que vivió


en los días en que una exégesis rigurosa no se practicaba
mucho, y una exposición de la Escritura era cualquier significado
que se le atribuyera, ha discernido con gran perspicacia el
significado histórico de ésta y otras alusiones de Santiago a la
Parusía. Por ejemplo, acerca de la cláusula: “El moho de ellos
devorará vuestras carnes como fuego”, Monton dice:

“Posiblemente haya aquí alguna alusión latente a la manera en


que ocurrió la ruina de Jerusalén, en la cual muchos miles de
personas perecieron a causa del fuego”. Nuevamente, acerca de
la cláusula: “Habéis acumulado tesoros para los días postreros”,
observa: “No hay ninguna razón convincente para que tomemos
esto en sentido metafórico, especialmente puesto que, con
amplio permiso del contexto, el propósito del apóstol, y el estado
de cosas en aquellos tiempos, podemos conservar lo literal. Por
lo tanto, debo entender las palabras simplemente como una
intimación de sus próximos juicios; así que me parece que el
apóstol grava la vanidad de ellos al atesorar y acumular riquezas
cuando aquellos días de dispersión, fatales para la comunidad
judía, estaban a punto de sobrecogerles”.

 CERCANÍA DE LA PARUSÍA

Sant. 5:7. “Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida


del Señor”.

Sant. 5:8. “La venida del Señor se acerca”.

Sant. 5:9. “He aquí, el juez está delante de la puerta”.
Tres declaraciones claras, cortas, nítidas, alarmantes, todas
significando la  inminente llegada del “día del Señor”.

El comentario de Manton sobre estos pasajes, aunque lo


persigue el fantasma del doble sentido, es en general excelente:

“¿Qué se quiere decir aquí? (Sant. 5:7). ¿Cualquier venida


particular de Cristo, o su solemne venida a un juicio general?
Respondo: Posiblemente ambas; los cristianos primitivos creían
que ambas ocurrirían juntas. 1. Puede referirse a la venida
particular de Cristo a juzgar a estos hombres impíos. Esta
epístola se escribió aproximadamente treinta años después de la
muerte de Cristo, y sólo transcurrió un corto tiempo entre ese
suceso y los últimos momentos de Jerusalén, de modo que hasta
la venida del Señor significa hasta la destrucción de Jerusalén,
que también se expresa en alguna otra parte como la venida, si
hemos de creer a Crisóstomo y Ecumenio acerca de Juan 21:22:
‘Si quiero que quede hasta yo venga’, esto es, dicen ellos, venga
a la destrucción de Jerusalén”.

Luego, continúa dando un significado alterno, se acuerdo con la


costumbre de los expositores del doble sentido.

Acerca del versículo octavo: “Porque la venida del Señor se


acerca”, Manton observa:

“O a ellos primero para un juicio particular; porque no quedaban


sino unos pocos años, y entonces todo se perdió; y
probablemente eso es lo que los apóstoles quieren decir cuando
hablan tan a menudo de la cercanía de la venida de Cristo. Pero,
se dirá: ¿Cómo podría esto ser propuesto como argumento de
paciencia a los piadosos hebreos que Cristo vendría y destruiría
el templo y la ciudad? Respondo: (1) El tiempo del solemne
proceso judicial de Cristo contra los judíos fue el tiempo en que Él
se defendió con honor de sus adversarios, y el escándalo y el
reproche de su muerte habían pasado. (2) La proximidad de su
juicio general terminó la persecución; y cuando los piadosos eran
atendidos en Pella, los incrédulos perecían por la espada
romana”, etc.

Acerca del vers. 9: “He aquí, el juez está delante de la puerta”,


Manton descarta por completo el doble sentido, y da la siguiente
explicación irreprochable:

“Había dicho antes: ‘La venida del Señor se acerca’; ahora añade
que ‘está delante de la puerta’, una frase que no sólo implica la
certeza, sino lo súbito, del juicio. Véase Mat. 24:33: ‘Sabed que
está cerca, aún a las puertas’, de modo que esta frase da a
entender también la rapidez de la ruina de los judíos”.

Es fácil ver que la perdonable ansiedad por encontrar un uso


actual didáctico y edificante en toda la Escritura reside en la base
de gran parte de la exposición de teólogos como Manton, y les
inclina a adoptar significados alternos y ajustes, que una
exégesis estricta no puede admitir. Pero el lenguaje del apóstol
en este caso no necesita ninguna explicación, pues habla por sí
solo. Muestra la actitud de expectativa y la esperanza con la que
las iglesias apostólicas esperaban la manifestación del regreso
de su Señor. Una iglesia perseguida necesitaba paciencia bajo
las injusticias infligidas por sus opresores. Su clamor era: ¡Oh,
Señor! ¿Hasta cuándo? Se consolaban con la certeza de que el
día de liberación estaba cerca; “el juez”, el vengador de sus
injusticias ya estaba “delante de la puerta”. “Aún un poquito, y el
que ha de venir vendrá, y no tardará”. ¿Cómo es posible
reconciliar esta confiada esperanza de una liberación casi
inmediata con una consumación todavía futura después de que
hubiesen pasado dieciocho siglos? No hay sino dos alternativas
posibles: o Santiago y los otros apóstoles estaban burdamente
engañados en su esperanza de la Parusía, o aquel
acontecimiento sí ocurrió, de acuerdo con su esperanza y la
predicción del Señor, al final de la era judía. Si adoptamos esta
última alternativa, la única compatible con la fe cristiana, tenemos
que aceptar la inferencia de que la Parusía era la gloriosa
aparición del Señor Jesucristo para abolir la dispensación
mosaica, ejecutar juicio sobre la nación culpable, y recibir a su fiel
pueblo en su reino y su gloria celestiales.

 
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LAS EPÍSTOLAS DE PEDRO
EN LA PRIMERA EPÍSTOLA

Es evidente que esta epístola, como la de Santiago, pertenece al
período llamado “los últimos días”. Como el otro testigo y
hermano apóstol suyo, Santiago, Pedro dirige sus exhortaciones
a los cristianos hebreos de la dispersión; porque ésta es la única
interpretación natural del título que se les da en el primer
versículo. El contenido manifiesta de modo suficiente que la
epístola se escribió en un tiempo de sufrimiento por amor a
Cristo. Los discípulos estaban “cargados de muchas tentaciones”,
pero un tiempo de prueba más severo se aproximaba, y por esto
se les exhortaba a prepararse. “Amados, no os sorprendáis del
fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa
extraña os aconteciese” (1 Ped. 4:12). Son consolados, además,
con la expectativa de una liberación rápida y final.

Es necesario leer esta epístola a la luz de las circunstancias


reales del tiempo en que se escribió y de las personas a quienes
se les escribió. Cualesquiera sean sus usos y las lecciones para
otros tiempos y personas, no debe perderse de vista su relación
primaria y especial con los judíos de la dispersión en la era
apostólica.

LA SALVACIÓN PREPARADA PARA SER REVELADA EN LOS


ÚLTIMOS TIEMPOS

1 Ped. 1:5.  “Vosotros, que sois guardados por el poder de Dios


mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada
para ser manifestada en el tiempo postrero”.
Cada una de las palabras de este discurso de apertura está llena
de significado, e implica la cercana proximidad de una crisis
grande y decisiva. En el ver. 4, tenemos una alusión muy clara a
la “herencia”, que es el tema de una porción tan grande de la
Epístola a los Hebreos, es decir, la Canaán verdadera, “el reposo
que queda para el pueblo de Dios”. En lenguaje muy similar,
Pedro la llama “la herencia reservada en el cielo” y representa la
entrada en ella por los creyentes como muy cercana. La
salvación está  “preparada para ser manifestada”. Lo que
esta  “salvación”  significa es muy evidente; no es la glorificación
personal de las almas individuales a la muerte, sino una
liberación grande y colectiva, en la cual el pueblo de Dios ha de
participar de modo general: una salvación como la que Dios
ejecutó para Israel a las orillas del Mar Rojo. Del mismo modo,
Pablo usa la misma palabra con referencia a esta misma
consumación próxima: “Ahora está nuestra salvación más cerca
que cuando creímos” (Rom. 13:11).

La gran liberación general no era un suceso  distante, estaba


ahora “preparada para ser revelada”, en la misma víspera de
hacerse manifiesta. Como observa Alford, la palabra etoimhn
[preparada] es más fuerte que melousan. Entender esto como
que se refiere a creyentes individuales que entran al cielo uno por
uno a la hora de la muerte, o como la entrada a un estado
celestial que todavía no ha sido concedido, es absolutamente
repugnante al claro sentido de las palabras.

La salvación está lista para ser revelada en “el tiempo postrero”,


es decir, “ahora”, el tiempo que era presente entonces. Ya hemos
tenido ocasión de observar que los apóstoles llaman a su propio
tiempo “el tiempo postrero”. Ellos creían y enseñaban que
estaban viviendo en los últimos tiempos, y esto debe poder
reconciliarse con los hechos, si su crédito como fieles y
autorizados testigos ha de mantenerse. Estaban justificados en
su creencia: vivían en los últimos tiempos, en el período final de
la era o época judía. En el versículo veinte de este capítulo
encontramos que se da la misma designación al tiempo de la
encarnación de Cristo: “Quien fue manifestado en los postreros
tiempos [al final de los tiempos] por amor de vosotros”. Decir que
el apóstol considera el período entero desde el principio de la
dispensación del Nuevo Testamento hasta la venida de Cristo en
gloria, en una época futura y posiblemente todavía distante, como
un corto tiempo llamado los últimos días, es una interpretación
sumamente antinatural y forzada. Es evidente que el apóstol
habla de un período de crisis, y hacer que una crisis se extienda
por miles de años es violentar, no sólo el sentido gramatical de
las palabras, sino la naturaleza de las cosas.

A riesgo de ser repetitivos, podemos observar aquí que, de


acuerdo con el uso del Nuevo Testamento, debemos concebir el
período entre la encarnación de Cristo y la destrucción de
Jerusalén como el fin de una época o era. Fue al final de la era
[episunteleiatwnaiwnwn = cerca del final de la época] que “Cristo
apareció para quitar de en medio al pecado, por el sacrificio de sí
mismo” (Heb. 9:26). Este período entero de alrededor de setenta
años se considera como “el tiempo postrero”, pero es natural que
la frase tuviese un acento más fuerte cuando la guerra de los
judíos, el principio del fin, estaba a punto de estallar, si ya no
había comenzado.

LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO ESTÁ PRÓXIMA

1 Ped. 1:7.  “Para que, sometida a prueba vuestra fe… sea


hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado
Jesucristo”.
1 Ped. 1:13. “Esperad por completo [teleiwz] en la gracia que se
os traerá cuando Jesucristo sea manifestado”.

Todo en la exhortación del apóstol transmite la idea de ansiosa


expectación y preparación. La salvación está lista para ser
revelada; los creyentes sometidos a prueba y perseguidos deben
“ceñir los lomos de su entendimiento”; la esperada bendición, la
gracia, está en camino – está siendo traída a ellos. Alford observa
correctamente que la palabra feromenhn [siendo traída] significa
“la cercana inminencia del suceso del que se habla; q.d. que en
este mismo momento se le viene encima a uno”. ¿No prueba esto
claramente que Pedro entendía, y deseaba que sus lectores
entendiesen, que este apocalipsis de Jesucristo estaba a la
puerta? Habría sido una farsa decir a hombres que sufrían y eran
perseguidos que se prepararan para recibir una salvación que no
habría de llegar por cientos y miles de años.

RELACIÓN ENTRE LA REDENCIÓN DE CRISTO Y EL MUNDO


ANTEDILUVIANO

1 Ped. 3:18-20. “Porque también Cristo padeció una sola vez por


los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios,
siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu,
en el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los
que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la
paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el
arca”, etc.

La interpretación común de este difícil pasaje que da la mayoría


de los expositores protestantes es que Cristo, en efecto, predicó
a los antediluvianos por medio de su Espíritu Santo a través del
ministerio de Noé. Esto sin duda afirma una verdad, y además
tiene la ventaja de que permanece dentro de los límites de
hechos históricos bien conocidos, y evita lo que parece
especulación oscura y dudosa. Sin embargo, como cuestión
gramatical, esta interpretación es completamente insostenible.
Primero, es razonable esperar una secuencia cronológica en las
varias partes de la declaración del apóstol, describiendo lo que
Cristo hizo después de “haber muerto en la carne”. ¿Qué sería
más áspero y más abrupto que la súbita transición de la narración
de lo que Cristo hizo y sufrió en la carne a lo que había hecho, en
un sentido, varios miles de años antes, en los días de Noé?
Además, la traducción “siendo vivificado en Espíritu” y “en el cual
también”, dando a entender que el Espíritu Santo era el agente
por medio del cual Cristo fue vivificado, y por medio del cual
predicó, etc., es claramente errónea. Debería ser: “Siendo a la
verdad muerto  en  [su] carne, pero vivificado en [su] espíritu”, —
siendo la carne su cuerpo, y el espíritu su alma. Luego el apóstol
añade: “en el cual también”, es decir, en su espíritu humano.
Además, como apunta Ellicot,  poreuqeiz  [habiendo ido] “indica
descendencia literal y local”.

De acuerdo con el sentido verdadero y natural de las palabras,


parece, pues, que no hay escapatoria a la interpretación de que
nuestro Señor, después de su muerte en la cruz, fue, en su
estado desencarnado, al Hades, el lugar de los espíritus que han
partido, y allí hizo proclamación [predicó] a los espíritus
aprisionados, es decir, los antediluvianos, los que en los días de
Noé no creyeron a las advertencias del profeta y perecieron en el
diluvio. Ésta, que es la interpretación más antigua, es ahora
generalmente aceptada por los críticos más eminentes. Es la que
está incluida en el Credo de los Apóstoles; tiene la sanción de
Lutero y de Calvino; y parece estar apoyada por otros pasajes en
la Escritura que están en armonía con esta explicación. En el
sermón de Pedro el día de Pentecostés (Hechos 2:27-31), hay
una clara alusión al alma de Cristo en el Hades; también en Efe.
4:9): “Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había
descendido primero a las partes más bajas de la tierra?” Es difícil
suponer que el entierro del cuerpo es todo lo que significan las
palabras de que descendió a las partes más bajas de la tierra.

Queda la pregunta más importante: ¿Cuál era el objeto de que


nuestro Señor descendiera al Hades? Difícilmente puede dudarse
de que fue por gracia. El apóstol dice: “Predicó  [ekhruxen] a los
espíritus encarcelados” – ¿y qué podría predicar sino alegres
nuevas? Este hecho da un significado nuevo y mayor a los
términos de la comisión de nuestro Señor: “Me ha enviado a
publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la
cárcel” (Isa. 61:1). La hipótesis del obispo Horsley y de otros de
que aquellos espíritus encarcelados eran en realidad santos, o
por lo menos penitentes, que esperaban el período de su
salvación plena, apenas requiere ser refutada. Si algo está claro
en relación con esta cuestión es que eran los espíritus de los que
habían perecido por su desobediencia, y en su desobediencia.
Como hace notar el obispo Ellicott, apeiqhsasin significa, no “los
que fueron desobedientes”, sino “por cuanto  fueron
desobedientes”.

Pero, puede decirse, ¿por qué fueron escogidos los


antediluvianos desobedientes como objetos de esta misión de
gracia? ¿No había otras almas perdidas en el Hades, y por qué
debían éstas encontrar gracia por encima de las demás? El
obispo Horsley acepta que esta es una dificultad, y la que más
azoramiento causa a su interpretación. Alford encuentra una
razón, si le entendemos bien, en el modo en que murieron. “La
razón de mencionar a estos pecadores aquí por encima de otros
pecadores parece ser su relación con el tipo de bautismo que
sigue”; pero esto ciertamente es atribuir a esa institución una
eficacia más allá de las más atrevidas teorías de la regeneración
bautismal. Nos aventuramos a sugerir que la verdadera razón
reside en la naturaleza de aquel gran acto judicial que tuvo lugar
en el diluvio. Aquél fue el fin de una época o era, y terminó en
una catástrofe, pues la época en progreso entonces estaba a
punto de terminar. Los dos casos eran análogos. Así como el
diluvio fue el fin y la consumación de una era o un período
mundial  anterior, así también la destrucción de Jerusalén y la
abrogación de la economía judía estaban a punto de poner fin al
período mundial o era existente. ¿Qué puede ser más natural, en
vísperas de una catástrofe como la que anticipaba el apóstol, que
hacer alusión a la catástrofe de una era anterior? ¿Qué puede
ser más pertinente que hacer notar el hecho de que la “salvación
venidera” tenía un efecto retrospectivo sobre aquellas épocas
idas? No es difícil ver la conexión de las ideas en el tren de
pensamiento del apóstol. El diluvio fue la sunteleia touaiwnoz del
tiempo de Noé; otra  sunteleia  estaba muy cerca. El “mundo
antiguo, que entonces era”, pereció en las aguas bautismales del
diluvio; el “mundo que ahora es” – el orden mosaico, el sistema
político y el pueblo judíos – estaban a punto de ser inmersos en
un bautismo de fuego (Mal. 4:1; Mat. 3:11,12; 1 Cor. 3:13; 2 Tes.
1:7-10). ¿No era apropiado mostrar que la obra redentora de
Cristo unía, y en realidad cubría, ambas épocas, y miraba hacia
atrás sobre el pasado, así como hacia adelante, al futuro?

Entonces, a pesar del misterio y la oscuridad que


declaradamente arrojan sombra sobre el tema, somos llevados a
la conclusión de que, en este pasaje, el apóstol sí enseña
claramente que nuestro bendito Señor, después de su muerte en
la cruz, descendió como espíritu desencarnado al Hades, el lugar
de los espíritus que han partido, y allí proclamó las alegres
nuevas de su redención consumada a las multitudes de los
perdidos que perecieron en la catástrofe o juicio final de la era
anterior; y, aunque en este pasaje no tenemos ninguna
afirmación expresa de que los que oyeron el anuncio hecho por
nuestro Salvador fueron en consecuencia librados de su cárcel, e
introducidos a “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, no parece
increíble, sino que hasta es presumible, que esta emancipación
era tanto el objeto como el resultado de la intervención de Cristo.
Ya nos hemos referido a Efe. 4:9 en el sentido de que apoya este
punto de vista. “Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también
había descendido primero a las partes más bajas de la tierra?” El
obispo Hersley muestra que la frase “las partes más bajas de la
tierra” es la designación correcta y acostumbrada del Hades. En
el mismo pasaje, el apóstol habla de la triunfante ascensión de
Cristo con estas palabras: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la
cautividad, y dio dones a los hombres”. ¿No arroja luz sobre esto
de “llevar cautiva la cautividad” la enseñanza de Pedro con
referencia a los “espíritus encarcelados”? ¿No indica que el
Salvador que regresó, habiendo peleado la buena batalla y
obtenido la victoria, disfrutó también del triunfo, y llevó con él al
cielo una gran multitud que había rescatado de la cautividad; los
espíritus encarcelados a los cuales llevó las alegres nuevas de la
redención alcanzada; y quienes, habiendo sido sacados de la
cárcel, acompañaron a la casa de su Padre al conquistador que
regresaba, siendo al mismo tiempo los rescatados por su sangre
y los trofeos de su poder?

Antes de abandonar este tema, es bueno citar algunas opiniones


de críticos bíblicos con referencia a él.

Steiger, que trata el pasaje entero de una manera


extremadamente franca y erudita, dice:

“El sentido simple y literal de las palabras en este versículo (19),


considerado en relación con el siguiente, nos obliga a adoptar la
opinión de que Cristo se manifestó a los  muertos incrédulos”.
“Tenemos que admitir que el discurso aquí es el de una
proclamación del evangelio entre los que habían muerto en
incredulidad, pero no sabemos si encontró entrada en muchos o
en pocos”. “La expresión  enfulakh  (que el siríaco traduce
como Seol; los padres la usan como sinónimo de Hades) muestra
que el discurso sólo puede referirse a los incrédulos”. “El que
yació bajo la muerte, entró al imperio de la muerte como
conquistador, proclamando libertad a sus súbditos encarcelados”.

La opinión de Dean Alford es muy decidida:

“Entonces, de todo lo que se ha dicho se infiere que, junto con la


gran mayoría de los comentaristas, antiguos y modernos,
entiendo que estas palabras significan que nuestro Señor, en su
estado incorpóreo, en efecto fue al lugar de detención de los
espíritus que habían partido, y allí anunció su obra de redención,
y predicó la salvación, de hecho, a los espíritus incorpóreos de
los que rehusaron obedecer la voz de Dios cuando el juicio del
diluvio se cernía sobre ellos. Por qué se menciona a éstos más
bien que a otros – ya sea meramente como muestra de una obra
de gracia semejante para otros, o por alguna razón especial que
no nos podemos imaginar – no lo sabemos”.

En un interesante discurso sobre “El Estado Intermedio”, del Rev.


J. Stratten, ocurren las siguientes observaciones:

“Si este pasaje no significara nada más que el Espíritu Santo


ayudó a Noé a predicarles a los antediluvianos, es una manera
por demás oscura, enmarañada, e inexplicable de expresar un
principio bien claro y sencillo. ¿Querría alguno de nosotros
emplear este lenguaje, o alguno como él en absoluto, para
expresar esa opinión? Creo que no, y esto parece ser sólo el
refugio de una mente que no comprende al apóstol, o busca
malinterpretarlo”.
Aquí podemos observar, de pasada, que esta liberación del
Hades sirve para ilustrar vívidamente las palabras de Pablo en 1
Cor. 15:26: “El postrer enemigo que será destruido es la muerte”.

CERCANÍA DEL JUICIO Y DEL FIN DE TODAS LAS COSAS

1 Ped. 4: 5,7.  “Pero ellos darán cuenta al que está preparado


para juzgar a los vivos y a los muertos. Mas el fin de todas las
cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración”.

En estos pasajes, encontramos nuevamente lo que tan a menudo


hemos encontrado antes, una clara comprensión del juicio y del
fin como cercanos.

En el ver. 5, el apóstol da a entender que Dios estaba a punto se


sentarse a juzgar a los vivos y a los muertos. No es posible que
esto se refiera a aquel acto de juicio que está, como creemos,
siempre cercano a todo hombre, en el mismo sentido en que la
muerte y la eternidad están siempre cercanas. Obviamente, es
una adjudicación solemne, pública, y general, en la cual
los  vivos  y los  muertos  estaban juntos para responder por sí
mismos ante el tribunal de Dios. Este enfoque del juicio se deriva
del enfoque de la Parusía, que se indica tan claramente en 1:5.
Todo lo que se ha afirmado con relación a ese pasaje se aplica
con igual fuerza a este;  etoimwzeconti  = estar preparado para
juzgar, es una expresión más fuerte que  mellonti, y de ninguna
manera puede referirse a ningún suceso que no sea a uno casi
inmediato.

No menos decisiva es la declaración del ver. 7: “El fin de todas


las cosas se acerca“. Cualquier cosa que se quiera decir con ese
fin, es seguro que el apóstol la concibe como cercana, pues la
considera motivo para velar en oración. Para captar  toda la
fuerza de la exhortación, tenemos que ponernos en la situación
de estos cristianos apostólicos. Al disminuir, año tras año, la
distancia hacia la desaparición de la generación que vio y
rechazó al Hijo del hombre, la anticipación de la llegada de la
gran consumación predicha debe haberse vuelto más y más
vívida en las mentes de los creyentes cristianos. No nos toca a
nosotros establecer cuáles eran sus conceptos en cuanto a la
naturaleza y la extensión de aquella consumación; o si se
imaginaban o no que ella involucraba la disolución de toda la
armazón y todo el tejido del mundo material. Tenemos que ver, no
con las opiniones privadas de los apóstoles, sino con sus
pronunciamientos en público. Pero la consumación descrita por
nuestro Señor como “el fin”, y “el fin del siglo” se acercaba
rápidamente no es una cuestión abierta a debate, sino un punto
de fe, que involucraba la verdad de todas sus afirmaciones. No
puede haber duda de que, en un sentido judaico o religioso, esto
es, por lo que concernía al sistema nacional y eclesiástico del
judaísmo, “el fin de todas las cosas se acercaba”. La destrucción
de todo lo que contemplaban los ojos de nuestro Señor mientras
estaba sentado en el monte de los Olivos se acercaba
rápidamente. Esta es la clave de lo que quiere decir Pedro en
este pasaje, y proporciona la única explicación sostenible y
bíblica.

Citamos, con entera satisfacción y aprobación, las observaciones


de un juicioso expositor sobre el pasaje que nos ocupa:

“Después de alguna deliberación, he decidido adoptar la opinión


de los que sostienen que ‘el fin de todas las cosas’ aquí es el fin
completo y final de la economía judía en la destrucción de la
ciudad y el templo de Jerusalén, y la dispersión del pueblo santo.
Aquello estaba cerca, pues esta epístola parece haber sido
escrita muy poco antes de que estos sucesos tuvieran lugar, y no
es improbable que fuese después del comienzo de las “guerras y
los rumores de guerras” de lo cual habló nuestro Señor. Este
punto de vista no parecerá extraño a nadie que haya sopesado
cuidadosamente los términos con los cuales nuestro Señor había
predicho estos sucesos, y la estrecha relación entre el
cumplimiento de estas predicciones y los intereses y deberes de
los cristianos, ya fuera en Judea o en los países gentiles”.

“Está bastante claro que, en las predicciones de nuestro Señor,


las expresiones ‘el fin’, y probablemente ‘el fin del mundo’, se
usan con referencia a la total disolución de la economía judía.
Los sucesos de ese período fueron predichos muy
minuciosamente, y nuestro Señor afirmó claramente que no
pasaría la generación existente antes de que se cumplieran todas
las cosas con respecto a ‘este fin’. Éste habría de ser un período
de sufrimiento para todos; de prueba, severa prueba, para los
seguidores de Cristo; de juicios terribles sobre sus opositores
judíos, y de glorioso triunfo para la religión de Jesús. A este
período se hacen repetidas referencias en las epístolas
apostólicas. ‘Conociendo el tiempo’, dice el apóstol Pablo, ‘de
que ya es hora de despertar del sueño, porque ahora está más
cerca nuestra salvación que cuando creímos. La noche está
avanzada; se acerca el día’. ‘Sed pacientes’, dice el apóstol
Santiago, ‘y estad firmes en vuestros corazones: porque la venida
del Señor se acerca’. ‘El juez está delante de la puerta’. Las
predicciones de nuestro Señor deben haber sonado muy
familiares a los oídos de los cristianos en el tiempo en que esto
se escribió. Con una mezcla de asombro y gozo, temor y
esperanza, deben haber estado esperando su cumplimiento:
“esperando las cosas que vendrían sobre la tierra”; y era
peculiarmente natural que Pedro se refiriese a estos sucesos, y
que se refiriese a ellos con palabras similares a las usadas por
nuestro Señor, pues él había sido uno de los discípulos que,
sentados con su Señor y teniendo a la vista la ciudad y el templo,
le habían oído hacer estas predicciones.
“Los cristianos que habitaban en Judea tenían un interés peculiar
en estas predicciones y su cumplimiento. Pero todos los
cristianos tenían un profundo interés en ellas. Los cristianos de
las regiones en las cuales vivían aquéllos a los cuales escribía
Pedro eran principalmente judíos convertidos. Como cristianos,
tenían razón para regocijarse en la esperanza del cumplimiento
de las predicciones, pues confirmaban grandemente la verdad del
cristianismo y eliminaban algunos de los mayores obstáculos que
se oponían a su progreso, como las persecuciones por parte de
los judíos, y el confundir el cristianismo con el judaísmo por parte
de los gentiles, que estaban acostumbrados a considerar a los
profesantes cristianos como una secta judía. Pero, mientras se
regocijan, lo hacen “con temblor”, pues su Señor había indicado
claramente que sería un tiempo de severa prueba para sus
amigos, así como de terrible venganza para sus enemigos. ‘El fin
de todas las cosas’, que estaba cerca, parece ser lo mismo que
el juicio de los vivos y los muertos, en que el Señor estaba a
punto de entrar – un juicio, el tiempo para el cual había llegado,
que habría de comenzar por la casa de Dios, los judíos
incrédulos, en el cual los justos apenas se salvarían, y los impíos
y los inicuos serían castigados terriblemente.

“La contemplación de tales sucesos como muy cercanos se


adaptaba bien para funcionar como motivación para la sobriedad
y la vigilancia con oración. Éstos eran exactamente los
temperamentos y los ejercicios requeridos de manera peculiar en
tales circunstancias, y exactamente las disposiciones y
ocupaciones requeridas por nuestro Señor cuando hablaba de
aquellos días de prueba y de ira: ‘Mirad también por vosotros
mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y
embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente
sobre vosotros. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que
habitan sobre la faz de la tierra. Velad, pues, en todo tiempo
orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas
cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del
Hombre’. [Luc. 21:34-36]. Es difícil creer que el apóstol no tuviese
en mente estas mismas palabras cuando escribió el pasaje que
nos ocupa”. – Expository Discourses sobre 1 Pedro, por el Dr.
John Brown, Edinburgh, vol. ii, pp. 292-294.

LAS BUENAS NUEVAS ANUNCIADAS A LOS MUERTOS

1 Ped. 4:6.  “Porque por esto también ha sido predicado el


evangelio a los muertos [kainekroizeughgelisqh], para que sean
juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu
según Dios”.

Quizás apenas pueda decirse que el pasaje citado arriba cae


dentro del ámbito de esta discusión, puesto que no parece tener
ninguna relación directa con el tiempo de la Parusía; y su
extrema dificultad podría ser una buena razón para evitar
examinarlo en absoluto. Sin embargo, como manifiestamente
pertenece a la escatología del Nuevo Testamento, y como no
tenemos ningún derecho a considerarlo como desesperadamente
insoluble, parece mejor no pasarlo por alto en silencio.

Puede haber pocas dudas de que éste es uno de una clase de


pasajes difíciles que, aunque oscuros para nosotros, eran
inteligibles y fáciles para los lectores originales de las epístolas.
(Véase 1 Cor. 11:10; 15:29). Una alusión de pasada podría
invocar todo un tren de ideas en sus mentes, de manera que
comprendieron fácilmente lo que a nosotros nos desconcierta sin
remedio. Paley, en su Horae Paulinae, cap. 10, No. 1, advierte de
esta dificultad en una correspondencia real que caiga en manos
de una tercera persona.
El ámbito general del argumento es lo suficientemente claro. El
apóstol comienza el capítulo llamando a los sufrientes y
perseguidos discípulos a imitar el ejemplo de su una vez sufriente
pero ahora victorioso Señor. “Armaos del mismo pensamiento”,
es decir, sufrid como él sufrió, aún hasta la muerte, si es
necesario. En los siguientes versículos, alude a la anterior vida
sensual y sin Dios de ellos, y la ofensa que el cambio a la pureza
de una conducta cristiana infirió a sus vecinos paganos (vers. 2,
2, 4). Esta protesta silenciosa pero viviente contra la inmoralidad
del paganismo parece haber sido una de las causas de la
antipatía general hacia el evangelio, que encontró salida en
calumniosas imputaciones contra los inocentes cristianos:
“Hablando mal de vosotros” (blasfhmountez). Pero estos
calumniadores y perseguidores pronto serían llamados a cuenta
por Aquél que estaba a punto de juzgar a los vivos y a los
muertos (ver. 5).

Se encontrará que es muy importante tener presente esta


introducción al argumento del apóstol, pues conduce a la
afirmación del ver. 6.

Ahora examinemos esa afirmación: “Porque por esto también ha


sido predicado el evangelio a los muertos, para que sean
juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu
según Dios”.

Puede decirse ciertamente que aquí hay tantas dificultades como


palabras. ¿Cuándo, dónde, y por quién fue predicado el
evangelio a los muertos? ¿Quiénes eran los muertos a quienes
se les predicó el evangelio? ¿Por qué se les predicó? ¿Cómo
podían los muertos ser juzgados en carne según los hombres?
¿Cómo podían vivir en espíritu según Dios? ¿Y cómo es que la
predicación del evangelio a los muertos produjo este resultado,
“para que vivan en espíritu según Dios”?

No serviría de nada repasar la multitud de explicaciones de este


oscuro pasaje que han sido propuestas por diferentes
comentaristas. Baste examinar una o dos de las más plausibles.

A la pregunta: ¿Quiénes eran los muertos a los cuales se dice


que fue predicado el evangelio?, algunos creen que es suficiente
contestar: Son los que, estando muertos ahora, estaban vivos en
la carne cuando el evangelio se les predicó. Ésta sería una
solución fácil si fuese permitido interpretar así las palabras del
apóstol; pero esta explicación tiene una objeción fatal: hace
expresar al apóstol un hecho muy simple y sencillo de un modo
inexplicablemente oscuro y ambiguo. Las palabras mismas
rechazan tal explicación. Alford no habla con demasiada fuerza
cuando dice:

“Si kai nekroiz euhggelisqh puede significar ‘el evangelio fue


predicado durante sus vidas a algunos que ahora están muertos’,
la exégesis ya no tiene ninguna regla fija, y a la Escritura se le
puede hacer probar cualquier cosa”.

Otros suponen que debe entenderse que los “muertos” en el ver.


6 son los  espirtualmente  muertos; pero contra esto hay dos
objeciones insalvables: primera, no discrimina una clase
particular, pues todos los hombres están espiritualmente muertos
la primera vez que se les predica el evangelio; y segunda,
atribuye a la palabra nekroi [los muertos] un significado diferente
del que tiene la misma palabra en el ver. 5 – “los vivos y los
muertos”. Según esta interpretación, la palabra “muertos” se usa
literalmente en el ver. 5, y en un sentido ético en el ver. 6. Pero,
como dice Alford con justicia:
“Son falsas todas las interpretaciones que no atribuyen a la
palabra nekroiz del ver. 6 el mismo significado de nekroiz en el
ver. 5; es decir, el de muertos, literal y simplemente; hombres que
han muerto, y están en sus tumbas”.

Pero, probablemente, la opinión más común es la de que aquí el


apóstol alude nuevamente a la predicación de Cristo a los
espíritus encarcelados a que se hace referencia en 3:19,20; y al
principio, esta parece la explicación más natural. Aquella fue, sin
duda, una predicación del evangelio a los muertos, y también a
una clase particular de muertos, los antediluvianos que fueron
desobedientes en los días de Noé, y que fueron alcanzados por
el juicio de Dios.

Pero, cuando examinamos más de cerca la afirmación del


apóstol, descubrimos que esta aplicación de sus palabras de
ninguna manera se ajusta a las personas designadas como “los
espíritus encarcelados”. ¿Cómo se podría decir que los
antediluvianos serían “juzgados en carne según los hombres”?
Ellos perecieron por la visita de Dios, no por el juicio o la acción
de los hombres, y parece evidente que la cláusula subsiguiente –
“para que vivan en espíritu según Dios” – implica la reversión de
la condenación humana que había sido impuesta sobre los
muertos mientras estaban en el cuerpo.

Ninguna de las explicaciones ordinarias, pues, parece llenar los


requisitos del caso. Esos requisitos son: encontrar una clase de
muertos a los cuales se les predicó el evangelio después de
haber muerto; una clase de los que fueron condenados a muerte,
mientras estaban en la carne, por el juicio de los hombres, pero
que están destinados a vivir en espíritu, según el juicio de Dios, y
que esto sea consecuencia de haberles sido predicado el
evangelio después de haber muerto.
En seguida somos llevados a la conclusión de que esta clase
particular, juzgada o condenada por el juicio humano, debe
referirse a los  perseguidos discípulos de Cristo. Es a los tales y
de los tales que el apóstol está hablando, como es evidente por
los versículos iniciales del capítulo. Sería bastante correcto decir
de los tales que, aunque (injustamente) condenados por el
hombre, serían vindicados por Dios. Es también correcto decir de
los tales (especialmente, si son  mártires de la fe) que habían
“sufrido en carne” – habían sido ejecutados por el juicio humano,
pero vivificados en espíritu, o en cuanto a sus espíritus, y esto
según Dios, o por el juicio divino. Pero todavía queda la
formidable dificultad que presentan las palabras “también ha sido
predicado el evangelio a los muertos”. En el Nuevo Testamento
no se menciona ninguna predicación del evangelio a los mártires
cristianos después de muertos. Pero, ¿estamos obligados
necesariamente a dar este sentido a la palabra euhggelisqh?
Creemos que es aquí donde se encuentra la clave de la
verdadera explicación de este pasaje; y que es la errónea
interpretación de esta palabra lo que ha confundido a los
comentaristas. Aunque se usa muy comúnmente en sentido
técnico para referirse a la predicación del evangelio, éste no es
en modo alguno su uso invariable en el Nuevo Testamento. Se
emplea para significar el anuncio de cualquier buena nueva, y no
exclusivamente de las alegres nuevas del evangelio. Por eso, en
Hebreos 4:2, incorrectamente traducido en nuestra Versión
Autorizada [en inglés] como “también a nosotros se nos ha
anunciado el evangelio como a ellos”, no hay ninguna alusión a la
predicación del evangelio en el sentido técnico de la frase, sino
simplemente al hecho de que “a nosotros, así como a los
antiguos israelitas, nos han traído las  buenas nuevas” [esmen
enhggelismenoi], siendo en ambos casos las buenas nuevas la
promesa de entrar en el reposo de Dios. Así que, en un sentido
más general, la palabra se usa para denotar cualquier noticia
agradable, como en 1 Tes. 3:6: “Cuando Timoteo nos dio buenas
noticias de vuestra fe”, etc. [euaggelisamenou hmin]. Así sucede
también en Apoc. 10:7: “Como él lo anunció [euhggelisen = hizo
una declaración consoladora] a sus siervos los profetas” (Véase
también Gál. 3:8).

Pero la pregunta todavía se repite: ¿Dónde tenemos en el


Antiguo Testamento alguna alusión a tales buenas nuevas,
noticias agradables, o afirmaciones consoladoras, hechas a
cualesquiera confesores o mártires cristianos después de sus
muertes? El apóstol parece hablar de algún hecho con el cual
estaban familiarizadas las personas a las que escribió, un hecho
al que sólo tenía que aludir para que ellas reconocieran su
significado en seguida. Ahora bien, efectivamente tenemos en el
Nuevo Testamento una representación histórica en la cual
encontramos presentes todas estas circunstancias. Tenemos la
descripción de una escena en la cual los mártires cristianos, que
habían sido condenados y ejecutados en carne por el juicio del
hombre, apelan a la justicia de Dios contra sus perseguidores, y
se les hace una declaración consoladora, después de muertos,
asegurándoles una pronta vindicación y una gloriosa recompensa
celestial.

Por supuesto, aludimos a la impresionante representación que da


Apocalipsis de las almas martirizadas bajo el altar, apelando a
Dios para la vindicación de su causa contra sus perseguidores y
asesinos – “los que moran en la tierra” – y que se describe en
Apoc. 6:9-11:

“Cuando abrió el quinto sello, vi bajo el altar las almas de los que
habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el
testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta
cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra
sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras
blancas, y se les dijo que descansasen todavía un poco de
tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y
sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos”.

Esto parece llenar exactamente todos los requisitos del caso.


Aquí encontramos a los nekroi, los muertos cristianos; fueron
juzgados o condenados en carne, por el juicio del hombre, o
“según los hombres”; habían sido ejecutados “por la palabra de
Dios, y por el testimonio que tenían”. Encontramos una
consoladora declaración que se les hizo en su estado
desencarnado, y tenemos en la epístola una laguna que ha sido
llenada en la visión apocalíptica, porque se nos informa de lo que
condujo a este euaggelion que se les llevó; se les asegura que en
un poco de tiempo su causa sería vindicada, según sus
oraciones; mientras tanto, se le da a cada uno de ellos “una
vestidura blanca”, símbolo de pureza y de victoria, y que
seguramente es equivalente a ser justificado por el juicio divino.

Pero esta correspondencia, impresionante como es, no es todo;


la declaración del apóstol es dilucidada, no solamente por
Apocalipsis por una parte, sino por el evangelio, por la otra. La
mayoría de los comentaristas ha notado la obvia relación entre la
escena de las almas de los mártires bajo el altar en la visión
apocalíptica y la notable parábola de nuestro Señor en Lucas 18;
pero, hasta donde hemos observado, ninguno de ellos ha
captado la verdadera analogía entre la parábola y la visión. En
los versículos siete y ocho de ese capítulo, encontramos la
moraleja de la parábola. “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus
escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en
responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” La parábola y
la visión son, de hecho, contrapartes la una de la otra, y ambas
sirven para explicar el pasaje en esta epístola de Pedro. Como
sucede en Apocalipsis, también ocurre en la parábola.
Encontramos todos los elementos de la declaración de la
epístola. Tenemos a discípulos cristianos que sufren
injustamente; condenados en carne por el juicio del hombre;
apelando a Dios para que juzgue su causa; tenemos la seguridad
de su rápida vindicación por Dios, y encontramos en el evangelio
una característica adicional que lo pone en correspondencia más
perfecta con la afirmación de la epístola; porque se indica
evidentemente que esta vindicación ha de tener lugar en la
Parusía – “cuando venga el Hijo del Hombre”.

Por último, podemos señalar la íntima relación entre la afirmación


del apóstol, así interpretada, y el argumento que está
adelantando. Era apropiado asegurarles a los creyentes
perseguidos que su causa estaba asegurada en las manos de
Dios; que, aunque fuesen llamados a sufrir hasta el punto de
tener que derramar su sangre hasta la muerte por la injusta
sentencia de los hombres, Dios les vindicaría prontamente, pues
Él estaba a punto de hacer comparecer a sus perseguidores ante
su tribunal. Esta era la lección de la parábola de la viuda
inoportuna, y quizás aún más de la visión de las almas de los
mártires bajo el altar, a la cual parece aludir más particularmente
el lenguaje del apóstol –  “Porque para esto se hizo una
consoladora declaración aun a los muertos, para que, aunque
habían sido condenados en la carne por el injusto juicio de los
hombres, pudieran disfrutar de la vida eterna en su espíritu,
según el justo juicio de Dios”.

Esta interpretación supone que Apocalipsis se escribió y circuló


ampliamente antes de la destrucción de Jerusalén. Es una
reflexión acerca de la perspicacia crítica de muchos eminentes
comentaristas ingleses el que se hayan apoyado por tanto tiempo
en la caña quebrada de la tradición con respecto a la fecha de
Apocalipsis. La evidencia interna de ese libro debió haber evitado
la posibilidad de que fuesen inducidos a error por la autoridad de
Ireneo. Pero tenemos que reservarnos cualesquiera
observaciones ulteriores sobre este tema hasta que lleguemos a
considerar el libro de Apocalipsis.

EL FUEGO DE PRUEBA Y LA GLORIA VENIDERA

1 Ped. 4:12,13. “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba


que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os
aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los
padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su
gloria os gocéis con gran alegría”.

Estas palabras indican claramente que en ese tiempo y por todas


partes los cristianos estaban pasando por un severo ceñimiento y
una severa prueba – “un fuego de prueba”. Y no
meramente un fuego de prueba, sino la prueba, por largo tiempo
predicha y esperada, vale decir, la gran tribulación que habría de
preceder a la Parusía. Los apóstoles advirtieron a los discípulos:
“Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en
el reino de Dios” (Hech. 14:22). El Señor mismo les había
enseñado esto, especialmente en su discurso profético.

Evidentemente, la tribulación predicha ya había llegado; en


realidad, estaban pasando a través del fuego. Es imposible no
recordar aquí las palabras de Pablo: “Por el fuego será revelada;
y la obra de cada uno cual sea, el fuego la probará” (1 Cor. 3:13).
Es altamente probable que la feroz persecución bajo el gobierno
de Nerón estuviese en su furor en ese tiempo, y tenemos buenas
razones para creer que se extendía más allá de Roma, hasta las
provincias del imperio.

Otra indicación del tiempo se encuentra en el ver. 13: “En la


revelación de su gloria”. La Parusía es siempre representada
trayendo alivio de la persecución, y recompensa al sufriente
pueblo de Dios. Ya hemos visto que la gloria estaba “a punto de
ser revelada”, y encontraremos la misma seguridad repetida en el
cap. 5:1.

EL TIEMPO DEL JUICIO HA LLEGADO

1 Ped. 4:17-19. “Porque es tiempo de que el juicio comience por


la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el
fin de aquéllos que no obedecen al evangelio de Dios? Y si el
justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el
pecador? De modo que los que padecen según la voluntad de
Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien”.

Vale la pena observar cuán diferente del tono de Pedro es el de


Pablo en la segunda epístola a los Tesalonicenses al hablar del
día del Señor. Pedro declara que el día del cual dice Pablo que
todavía no ha llegado, y que no es posible sino cuando la
apostasía aparezca por primera vez, había llegado. La catástrofe
era ahora inminente. “Dios estaba preparado para juzgar a los
vivos y a los muertos”; “el tiempo para que comenzara el juicio
había llegado”. La importancia de estas palabras se volverá
evidente si consideramos que esta epístola se escribió muy cerca
del estallido de la guerra de los judíos, si no después de que ya
había comenzado.

De que este es “el juicio que debe comenzar por la casa de Dios”
apenas puede haber dudas. Hay una manifiesta alusión en el
lenguaje del apóstol a la visión del profeta Ezequiel (cap. 9). El
profeta ve una pandilla de hombres armados encargados de ir
por la ciudad (Jerusalén) y matar a todos los viejos y los jóvenes
que no tuvieran el sello de Dios sobre sus frentes. A los ministros
de la venganza se les ordena comenzar la obra de juicio en la
casa de Dios: “Comenzaréis por mi santuario”. El apóstol ve esta
visión a punto de cumplirse en la realidad. El juicio debe
comenzar por la casa de Dios, y el tiempo ha llegado. Puede ser
una cuestión de si, por la casa de Dios, el apóstol quiere decir el
templo de Jerusalén, como indicaría la profecía de Ezequiel, o la
casa espiritual de Dios, la iglesia cristiana. Puede ser que ambas
ideas estuviesen presentes en su mente, y podrían haber estado,
pues ambas se estaban verificando en ese momento. La
persecución de la iglesia de Cristo ya había comenzado, como
testifica la epístola, y el círculo de sangre y fuego se estrechaba
alrededor de la ciudad y el templo de Jerusalén condenados a la
destrucción.

Es perfectamente claro que todo esto se dice con referencia a un


suceso particular e inminente, una catástrofe que estaba a punto
de tener lugar; y no hay ninguna otra explicación posible, aparte
de la que se ve de modo palpable en las páginas de la historia, el
juicio de la culpable nación del pacto, con la destrucción de la
casa de Dios y la disolución de la economía judía.

Las siguientes observaciones del Dr. John Brown expresan bien


el sentido de este pasaje:

“Aquí parece haber una referencia a un juicio o prueba


particulares, que los cristianos primitivos tenían razón para
esperar. Cuando consideramos que esta epístola se escribió muy
poco antes del comienzo de aquella terrible escena de juicio que
terminó con la destrucción del sistema político y civil de los
judíos, y que nuestro Señor había predicho tan minuciosamente,
apenas podemos dudar de la referencia en la expresión del
apóstol. Después de haber especificado guerras y rumores de
guerras, hambres, pestilencias, y terremotos, como síntomas del
‘principio de dolores’, nuestro Señor añade: ‘Entonces os
entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis aborrecidos de
todas las gentes por causa de mi nombre’ (Mat. 24:9). ‘Os
entregarán a los concilios, y en las sinagogas os azotarán’, etc.
(Mar. 13:9).

“Este es el juicio que, aunque debía caer con mayor peso sobre
la Tierra Santa, era claro que debía extenderse a dondequiera
que se encontrasen judíos y cristianos, ‘pues donde estén los
cuerpos muertos, allí se juntarán las águilas’, lo cual debía
comenzar en la casa de Dios, y habría de ser tan severo que ‘los
justos con dificultad se salvarían’. Sólo se salvarían los que
soportasen la prueba, y muchos no la soportarían. Todos los
verdaderamente justos se salvarían; pero muchos que parecían
justos no perseverarían hasta el fin, y por eso no se salvarían,
etc. Algunos han supuesto que la referencia es a la persecución
por parte de Nerón, que precedió por algunos años a las
calamidades que acompañaron a las guerras de los judíos y a la
destrucción de Jerusalén”. Dr. John Brown sobre 1 Ped. vol. 7, p.
357.

LA GLORIA A PUNTO DE SER REVELADA

1 Ped. 5:1.  “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo


anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de
Cristo, que soy también participante de la gloria  que será
revelada“.

1 Ped. 5:4.  “Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores,


vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”.

Todo en este capítulo indica la cercanía de la consumación. Éste


es el motivo de cada deber, para la fidelidad, la humildad, la
vigilancia, la paciencia. La gloria  pronto  será revelada [thz
melloushz apokalupteskai doxhz]; los fieles pastores ayudantes
recibirán la corona inmarcesible cuando se manifieste el Príncipe
de los pastores; los sufrimientos de la iglesia perseguida han de
continuar sólo “un poco más de tiempo” (ver. 10). Todo indica una
consumación grande y feliz que está a punto de ocurrir. ¿Hablaría
el apóstol de una esperada corona de gloria como motivo para la
presente fidelidad si dependiese de un suceso incierto y
posiblemente muy distante en el tiempo? Pero si el Príncipe de
los pastores no se ha manifestado todavía, la corona de gloria
todavía no ha sido recibida. Está bastante claro que, como lo ve
el apóstol, la revelación de la gloria, la manifestación del Príncipe
de los pastores, la recepción de la corona inmarcesible, y el fin
del sufrimiento, todo estaba en el futuro inmediato. Si estaba
errado en esto, ¿es digno de confianza en alguna cosa?

De este pasaje (ver. 11), observa Alford:

“Basándonos en este pasaje solamente, no quedaría claro si


Pedro consideró la venida del Señor como de ocurrencia
probable en la vida de sus lectores o no; pero, interpretado por la
analogía de sus otras expresiones sobre el mismo tema, parece
que sí lo hizo”.

Sin duda lo hizo; también Pablo, y Santiago, y Juan, y toda la


iglesia apostólica; y lo creyeron por la más alta autoridad, la
palabra de su divino Maestro y Señor.

LA PAROUSÍA EN LA SEGUNDA EPÍSTOLA DE PEDRO

No es parte de nuestro plan discutir las preguntas difíciles y no


resueltas  con respecto a si la Segunda Epístola de Pedro es
genuina y auténtica o no, y el problema no resuelto del capítulo
segundo. En vista de las dificultades que presenta en su
enseñanza escatológica, quizás podríamos declinar la aceptación
de su autoridad, pero la aceptamos como está, creyendo
honestamente que contiene indubitable evidencia interna de su
origen apostólico. Parece haber sido escrita no mucho tiempo
después de la primera epístola, y muy poco antes de la muerte
del apóstol (cap. 1:14). Alford da la fecha, de modo conjetural,
como el año 68 d. C.

BURLADORES EN “LOS POSTREROS DÍAS”

2 Ped. 3:3,4.  “Sabiendo primero esto, que en los primeros días


vendrán burladores, andando según sus propias
concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su
advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron,
todas las cosas permanecen así como desde el principio de la
creación”.

Los burladores a los que se alude en este pasaje son sin  duda


las mismas personas cuyo carácter se describe en el capítulo
anterior. La incredulidad en las promesas y las amenazas de
Dios, especialmente en cuanto a su juicio venidero, es la
característica de estos hombres malvados de los “postreros días”.
Con la descripción de estos incrédulos, se nos recuerda la
predicción de nuestro Señor con referencia al mismo período:
“Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la
tierra?” (Luc. 18:8). Vale la pena notar también que el apóstol, al
contestar el argumento derivado de la estabilidad de la creación,
se refiere a la catástrofe del diluvio como ilustración del poder de
Dios para destruir a los impíos: la misma ilustración empleada por
nuestro Señor al referirse al estado de cosas en la Parusía (Mat.
24:37-39).
No hay que olvidar que Pedro está hablando, no de una
catástrofe distante, sino de una catástrofe inminente. Los
“postreros días” eran los días que en ese momento eran actuales
(1 Ped. 1:5,20), y que los burladores de los que se habla existían
realmente (cap. 3:5): “Éstos ignoran voluntariamente”, etc.

ESCATOLOGÍA DE PEDRO

2 Ped. 3:7,10-13.  “Pero los cielos y la tierra que existen ahora


están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego
en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. …
Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual
los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos
ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay
serán quemadas”. Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa
manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del
día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán
deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero
nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra
nueva, en los cuales mora la justicia”.

Las imágenes empleadas aquí por el apóstol sugieren de modo


natural la idea de la disolución total, por medio del fuego, de la
sustancia y la estructura de la creación material, no sólo de la
tierra, sino también del sistema al cual pertenece; y este es, sin
duda, el concepto popular de la consumación final que se espera
ponga fin al actual orden de cosas. Sin embargo, un poquito de
reflexión y una mayor familiarización con el lenguaje simbólico de
la profecía serán suficientes para modificar esta conclusión, y
llevarnos a una interpretación más de acuerdo con la analogía de
descripciones similares en los escritos proféticos. Primero, es
evidente, por la naturaleza del asunto, que esta conflagración
universal, como puede llamársele, era considerada por el apóstol
como a punto de tener lugar: “El fin de todas las cosas se acerca”
(1 Ped. 4:7). La consumación estaba tan cercana que se describe
como un suceso al cual debían mirar “esperando y
apresurándose” (ver. 12). Se sigue, por lo tanto, que de lo que
habla aquí el espíritu de profecía no podría ser la destrucción o
disolución literal del globo terráqueo y el universo creado. Pero
que, en el momento en que esta epístola se escribió, era
inminente una catástrofe terrible y casi inmediata; que el “día del
Señor”, predicho por tanto tiempo, estaba realmente cerca; que el
día realmente llegó,  rápidamente  y de  repente; que vino “como
ladrón en la noche”; que un llameante diluvio de ira y de juicio les
sobrevino al territorio culpable y a la nación culpable de Israel,
destruyendo y disolviendo sus cosas terrenales y celestiales, es
decir, sus instituciones temporales y espirituales, es un hecho
impreso indeleblemente en las páginas de la historia. El momento
para el cumplimiento de estas predicciones ahora había llegado,
y cuando el apóstol escribió fue para declarar que era el “tiempo
postrero”, y los sarcasmos de los burladores estaban verificando
los hechos. Por lo tanto, llegamos a la inevitable conclusión de
que era la catástrofe final de Judea y Jerusalén, predicha por
nuestro Señor en la profecía del Monte de los Olivos, y a la cual
se refieren los apóstoles tan frecuentemente, a la que Pedro
aludía en las imágenes simbólicas que parecen dar a entender la
disolución del universo material.

Segundo, tenemos que interpretar estos símbolos de acuerdo


con la analogía de la Escritura. El lenguaje de la profecía es el
lenguaje de la poesía, y no debe ser tomado en sentido
estrictamente literal. Felizmente, no hay ausencia de
descripciones paralelas en los profetas antiguos, y apenas habrá
alguna figura usada por Pedro aquí de la cual no encontramos
ejemplos en el Antiguo Testamento, y así, podemos obtener una
clave del significado de símbolos semejantes en el Nuevo.
LA CERTEZA DE LA CERCANA CONSUMACIÓN

2 Ped. 3:8,9. “Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el


Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor
no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza,
sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”.

Pocos pasajes han sufrido interpretaciones más erróneas que


éste, al cual se le ha obligado a hablar un lenguaje inconsistente
con su obvio propósito y hasta incompatible con una estricta
consideración a la veracidad.

Hay aquí probablemente una alusión a las palabras del salmista,


en las que éste contrasta la brevedad de la vida humana con la
eternidad de la existencia divina: “Porque mil años delante de tus
ojos son como el día de ayer, que pasó” (Sal. 90:4). Es un
pensamiento grandioso y sublime, y bien en consonancia con el
sentimiento del apóstol: “Para con el Señor, un día es como mil
años”. Pero seguramente sería el colmo de lo absurdo considerar
esta sublime imagen poética como un cálculo para la divina
medición del tiempo, o como licencia para hacer a un lado por
completo las definiciones de tiempo en las predicciones y las
promesas de Dios.

Sin embargo, no es raro que se citen estas palabras como


argumento o excusa para desestimar por completo el elemento
tiempo en los escritos proféticos. Aun en casos en que se
especifica cierto tiempo en la predicción, o en que se expresan
limitaciones tales como  “en breve”,  “prontamente”, o  “cerca”, se
apela al pasaje que tenemos delante para justificar un tratamiento
arbitrario de tales notas de tiempo, de modo que  pronto  puede
significar  tarde,  cercano  puede significar  distante,  corto  puede
significar  largo,  y viceversa. Cuando se señala que, de acuerdo
con sus propios términos, ciertas predicciones tienen que
cumplirse dentro de un tiempo limitado, la respuesta es: “Para
con el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día”.
Así, nos encontramos con un crítico eminente que compromete
su reputación con una afirmación como la siguiente: “La mayoría
de los apóstoles escribió y habló [de la Parusía] en el sentido de
que  ocurriría pronto, no, sin embargo, sin muchas y suficientes
indicaciones de que un intervalo, y  no corto, ocurriría primero”.
Otro, aludiendo a la predicción de Pablo en 2 Tes. 2, observa:
“Nos dice que, mientras que la venida del Señor
estaba  cercana  entonces, también era  remota“. Éstas son
muestras de lo que pasa por exégesis en no pocos comentaristas
de gran reputación.

Seguramente es innecesario repudiar de la manera más enérgica


un método tan antinatural de interpretar el lenguaje de la
Escritura. Es antigramatical e irrazonable. Aún peor, es inmoral.
Es sugerir que Dios tiene dos pesas y dos medidas en sus tratos
con los hombres, y que, en su modo de calcular, hay una
ambigüedad y una variabilidad que hace imposible decir “qué
clase de tiempo puede significar el Espíritu de Cristo en los
profetas”. Parece dar a entender que un día puede no significar
un día, y que mil años pueden no significar mil años, sino que
cualquiera de las dos expresiones puede significar la otra. De ser
así, sería imposible interpretar la profecía; quedaría despojada de
toda precisión, y aún de toda credibilidad; porque es manifiesto
que si podría haber tal ambigüedad e incertidumbre con respecto
al tiempo, podría haber no menos ambigüedad e incertidumbre
con respecto a todo lo demás.

Las Escrituras mismas, sin embargo, no apoyan este método de


interpretación. La  fidelidad  es uno de los atributos que con más
frecuencia se le atribuyen al “Dios que guarda el pacto”, y la
divina fidelidad es lo que el apóstol afirma en este mismo pasaje.
Al sarcasmo de los burladores que impugnan la fidelidad de Dios,
y preguntan: “¿Dónde está la promesa de su venida?”, el apóstol
contesta: “El Señor no retarda su promesa, como algunos la
tienen por tardanza”; no hay en Él ninguna inconstancia, ni es
olvidadizo; el transcurso de tiempo no invalida su palabra; su
promesa permanece firme tanto para lo cercano como para lo
lejano, para hoy o para mañana, o para mil años después. Para
Él, un día es semejante a mil años: es decir, la promesa que ha
dicho que cumplirá en un día la cumplirá puntualmente, y la
promesa que ha dicho que cumplirá en mil años será ejecutada
con igual puntualidad. La duración del tiempo no representa
ninguna diferencia para Él. No falsificará la promesa que tiene
validez por un día, ni se olvidará de la promesa que se refiere a
mil años después. Lo largo o lo corto del plazo, ya sea un día o
una época, no afecta su fidelidad. “El Señor no retarda su
promesa”; Él “guarda la verdad para siempre”. Pero el apóstol no
dice que, cuando el Señor promete una cosa para hoy puede que
no cumpla su promesa en mil años: eso sería tardanza; eso sería
violación de una promesa. El apóstol no dice que, porque Dios es
infinito y eterno, por lo tanto Él calcula con una aritmética
diferente de la nuestra, ni que nos habla con doble sentido, ni que
usa dos diferentes pesas y medidas en sus tratos con la
humanidad. Lo opuesto es la verdad. Como Hengstenberg
observa con justeza: “El que habla a los hombres, debe hablarles
de acuerdo con los conceptos humanos, o de lo contrario,
advertirles que no lo ha hecho así”.

Es evidente que el propósito del apóstol en este pasaje es dar a


sus lectores la más fuerte seguridad de que la catástrofe
inminente de los últimos días estaba muy cerca de cumplirse. La
veracidad y la fidelidad de Dios garantizaban el puntual
cumplimiento de la promesa. Haber indicado que el tiempo era
una variable en la promesa de Dios habría equivalido a ridiculizar
su argumento y a neutralizar su propia enseñanza, que era, que
“el Señor no retarda su promesa”.

LO REPENTINO DE LA PAROUSÍA

2 Ped. 3:10.  “Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la


noche”.

Esta afirmación establece con precisión el acontecimiento al cual


el apóstol se refiere como “día del Señor”. Nos es familiar a
causa de las frecuentes alusiones a él en otras partes del Nuevo
Testamento. Nuestro Señor había declarado: “El Hijo del hombre
vendrá a la hora que no pensáis”. Había advertido a sus
discípulos que velaran, diciendo: “Si el padre de familia supiese a
qué hora el ladrón habría de venir, velaría” (Mat. 24:43). Pablo
había dicho a los tesalonicenses: “Vosotros sabéis perfectamente
que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche” (1 Tes.
5:2). Y nuevamente, Juan había escrito en Apocalipsis: “He aquí,
yo vengo como ladrón” (Juan 16:15). Puesto que las alusiones en
estos pasajes se refieren sin duda a la inminente catástrofe de
Judea y Jerusalén, llegamos a la conclusión de que éste es
también el suceso al que se refiere el pasaje que nos ocupa.

ACTITUD DE LOS CRISTIANOS PRIMITIVOS  EN RELACIÓN


CON LA PAROUSÍA

2 Ped. 3:12. “Esperando y apresurándoos para la venida del día


de Dios”.

Que “el día de Dios”, “el día de Cristo”, y “el día del Señor” son
expresiones sinónimas que hacen referencia al mismo suceso es
demasiado obvio para requerir prueba alguna. Aquí encontramos
nuevamente lo que tan a menudo hemos encontrado antes – la
actitud de expectación y ese sentido de la cercanía inminente de
la Parusía que es tan característicos de la era apostólica. Es
increíble que todo esto esté basado en un mero engaño, y que la
iglesia cristiana entera, junto con los apóstoles, y el divino
Fundador del cristianismo en persona, estuviesen  involucrados
en un error común. Las palabras no tienen ningún significado si
una afirmación como ésta puede referirse a algún suceso todavía
futuro, y quizás distante, que no puede ser “esperado” porque no
está a la vista, ni se puede “apresurar” porque es indefinidamente
remoto.

LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA

2 Ped. 3:13.  “Pero nosotros esperamos, según sus promesas,


cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”.

La catástrofe que estaba a punto de ocurrir habría de ser


sucedida por una nueva creación. Las angustias de muerte de la
antigua son los dolores de nacimiento de la nueva. La antigua
Jerusalén debía dar lugar a la nueva; el reino de este mundo al
reino de nuestro Señor y de su Cristo. Puede preguntarse si por
nuevos cielos y nueva tierra el apóstol quiere decir un nuevo
orden de cosas aquí entre los hombres o un estado celestial
santo y perfecto. También puede preguntarse: ¿A qué promesa
se refiere el apóstol cuando dice: “Según sus promesas”? Alford
sugiere Isa. 65:17: “Porque he aquí yo crearé nuevos cielos y
nueva tierra”, etc., y esto puede ser correcto. Pero nosotros nos
sentimos inclinados más bien a creer que el apóstol tiene en
mente “el nuevo cielo y la nueva tierra” de Apocalipsis, donde
encontramos la justicia presentada como la característica
distintiva de la nueva era. La nueva Jerusalén es la santa ciudad,
en la cual “no entrará ninguna cosa inmunda, o que hace
abominación y mentira”. No es más improbable que Pedro se
refiera a los escritos del apóstol Juan que a los del apóstol Pablo.

LA CERCANÍA DE LA PARUSÍA, MOTIVO DE DILIGENCIA

2 Ped. 3:14. “Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas


cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e
irreprensibles, en paz”.

Esta exhortación indica claramente que la Parusía se espera


como cercana. Su cercanía es motivo para la diligencia y la
preparación para encontrarse con Señor. No es la muerte lo que
se espera aquí, sino el ser hallado por el Señor vigilantes,
“ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas”.

LOS CREYENTES NO DEBEN DESANIMARSE  POR LA


APARENTE DEMORA DE LA PARUSÍA

2 Ped. 3:15.  “Y tened entendido que la paciencia de nuestro


Señor es para salvación”.

La aparentemente larga demora de la ansiosamente larga espera


de la venida del Señor debe haber sido preocupante para los
perseguidos cristianos que anhelaban la hora esperada de alivio
y desagravio. Su clamor subió al cielo: “¿Hasta cuándo, oh
Señor, santo y verdadero?” Pero esta misma demora tenía un
aspecto de gracia; era la “paciencia”, makroqumia; no la
“tardanza”, sino: “no quiere que nadie perezca”. Exactamente de
acuerdo con esto está la parábola de nuestro Señor sobre la
viuda importuna, que se relaciona con este mismo caso. Hubo la
misma demora en la ejecución del juicio por medio de la
paciencia [makroqumia] de Dios; la consiguiente prueba de la fe y
la paciencia de los santos; su apelación al juicio de Dios para el
desagravio; y la exhortación a la diligencia: “La necesidad de orar
siempre y no desmayar” (Luc. 18:8).

ALUSIÓN DE PEDRO A LA ENSEÑANZA DE  PABLO


TOCANTE A LA PARUSÍA

2 Ped. 3:15,16.  “Cono también nuestro amado hermano Pablo,


según la sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito, casi en
todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas; entre las
cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e
inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su
propia perdición”.

Esta alusión a las epístolas de Pablo indica varias inferencias


importantes.

1. Prueba la existencia y la circulación general de las epístolas



escritas por Pablo.

2. Reconoce la inspiración de ellas y su autoridad coordinada con
las

Escrituras del Antiguo Testamento.

3. Advierte del hecho de que Pablo, en todas sus epístolas, habla
de la venida

del Señor.

4. Especifica una epístola en particular en la cual se alude
claramente al tema.

5. Reconoce ciertas dificultades relacionadas con la escatología
del Nuevo

Testamento, y la perversión de la enseñanza apostólica por parte
de

algunas personas ignorantes e inconstantes.

Podemos considerar brevemente una o dos preguntas:


1. ¿A cuál epístola de Pablo se hace referencia aquí como
teniendo relación

especial con el tema de la Parusía? (Ver. 15).

Estamos dispuestos a concordar con el Dr. Alford en la opinión de


que la

referencia es a las Epístolas a los Tesalonicenses. La única
dificultad reside en

la frase “os ha escrito”, pues no hay ninguna razón para creer
que Pedro

dirigió esta epístola a los tesalonicenses. Pero quizás la
expresión no significa

otra cosa sino que todas las epístolas de Pablo eran propiedad
común de la

iglesia en general; de lo contrario, la Epístolas a los
Tesalonicenses responden

bien a esta descripción de su contenido por parte de Pedro.
Encontramos en

ellas alusiones a la venida del Señor; a lo súbito de su venida; a
la cercanía de

su venida; a la liberación y al reposo que su venida traería para
los sufrientes

discípulos de Cristo; y al deber de ser diligentes y vigilantes ante
la perspectiva

del acontecimiento.

2. ¿Cuáles son las “cosas difíciles de entender”, ya fuera en las


epístolas o en

las cuestiones bajo consideración?

Se ha señalado a menudo que el antecedente correcto para  las


cuales en la segunda cláusula del versículo 16 no es “epístolas”,
sino “cosas”, en oiz, concordando, no con epistoluz, sino con
toutwn. Sin embargo, ahora parece, desde el descubrimiento del
Codex Sinaiticus por Tischendorf, que los tres manuscritos más
antiguos dicen aiz, no oiz, convirtiendo a  epístolas  en el
antecedente correcto de “las cuales”. Sin embargo, esto no afecta
mayormente el sentido que las dos lecturas pueden adoptar. Está
bastante claro que las dificultades a las que alude Pedro estaban
en las porciones de las epístolas de Pablo que trataban de la
Parusía. Sabemos cuánto malinterpretaban el tema los mismos
tesalonicenses; y tenemos abundante experiencia desde
entonces para probar cuánto de la escatología entera del Nuevo
Testamento ha sido “difícil de entender”, y “torcida” por muchos
hasta el día de hoy. No hay que maravillarse, pues, de que los
cristianos primitivos hayan experimentado grandes dificultades
con respecto a la correcta interpretación de muchas de las
declaraciones proféticas relativas a la venida del Señor, el fin del
tiempo, la transformación de los vivos, la resurrección de los
muertos, el fin de todas las cosas, etc. Que  algunos  torcieran y
pervirtieran la enseñanza apostólica sobre estos temas era
demasiado probable, y sabemos que, de hecho, lo hicieron. Era
necesario, por lo tanto, exhortar a los creyentes a tener cuidado
de no ser “arrastrados por el error de los inicuos”.
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS
EPÍSTOLAS APOSTÓLICAS – EN LAS
EPISTOLAS DE JUAN
LA PAROUSÍA EN LA PRIMERA EPÍSTOLA DE JUAN 


Los comentaristas están muy divididos acerca de cuándo, dónde,


por quién, y a quién fue escrita esta epístola. No hay evidencia
sobre el tema, excepto la que puede encontrarse en la epístola
misma, y esto da amplio margen para diferencias de opinión.
Lange, que duda de la autenticidad de la epístola, dice que “tiene
bastante aire de haber sido compuesta antes de la destrucción de
Jerusalén”; y Lücke, que sostiene su autenticidad, es también de
la opinión de que “puede haber sido escrita  poco antes  de ese
suceso”. Creemos que cualquier mente sincera quedará
satisfecha, después de un estudio cuidadoso de la evidencia
interna, de que, primero, la epístola es una producción legítima
de Juan; segundo, de que fue escrita en la víspera misma de la
destrucción de Jerusalén. Es imposible pasar por alto el hecho,
con el cual nos encontramos por dondequiera en la epístola, de
que el escritor cree estar al borde de una solemne crisis, para la
llegada de la cual insta a sus lectores a estar preparados. Esto
armoniza con todas las epístolas apostólicas, y demuestra
incontestablemente que todos sus autores compartían por igual 
la creencia en la cercanía de la gran consumación.

EL MUNDO PASA: EL ÚLTIMO TIEMPO HA LLEGADO

1 Juan 2:17,18.- “Y el mundo pasa, y sus deseos… Hijitos, ya es


el último tiempo [la última hora]”.
Durante esta investigación, a menudo hemos tenido ocasión de
hacer notar cómo hablan los escritores del Nuevo Testamento
de  “el fin”  en el sentido de que se acercaba rápidamente.
También hemos visto a qué se refiere esa expresión. No al final
de la historia humana, no a la disolución final de la creación
material; sino al final de la era o dispensación judía, y a la
abolición y la eliminación del orden de cosas establecido y
ordenado por la sabiduría divina bajo aquella economía. A
menudo se describe esta consumación con un lenguaje que
parece implicar la destrucción total de la creación visible. Éste es
el caso notable en la segunda epístola de Pedro, y lo mismo
podría decirse quizás del lenguaje profético de nuestro Señor en
Mateo 24:24.

Encontramos la misma forma simbólica de expresión en el pasaje


que ahora tenemos delante: “el mundo pasa” [o kosmoz
paragetai]. Para la aprensión del apóstol, le mundo ya estaba
“pasando”; la misma expresión usada por Pablo en 1 Cor. 7:31,
con referencia al mismo acontecimiento [paragei gar to schma tou
kosmou toutou] “la apariencia de este mundo se pasa”.

La impresión del apóstol Juan de la cercanía del “fin” parece, si


es posible, más vívida que la de los otros apóstoles. Quizás
cuando escribió estaba más cerca de la crisis que ellos. Desde
este punto de vista, vale la pena notar que hay una marcada
gradación en el lenguaje de las diferentes epístolas. Los
últimos  tiemposse convierten en los últimos  días, y ahora los
últimos días se convierten en la última hora [escath wra esti]. El
período de expectativa y demora había terminado, y el momento
decisivo estaba cerca.

EL ANTICRISTO VIENE; UNA PRUEBA  DE QUE ES LA


ÚLTIMA HORA
1 Juan 2:18. “Según vosotros oísteis que el anticristo viene, así
ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que
es el último tiempo” [wra].

En este pasaje surge por primera vez delante de nosotros “el


temido nombre” del  anticristo. Por sí mismo, este hecho es
suficiente para probar la fecha comparativamente tardía de la
epístola. Lo que en las epístolas de Pablo aparece como una
abstracción borrosa, ahora ha tomado forma concreta, y aparece
como una persona, “el anticristo”.

Considerando el lugar que este nombre ha ocupado en la


literatura teológica y eclesiástica, es ciertamente notable cuán
poco espacio ocupa en el Nuevo Testamento. Excepto en las
epístolas de Juan, el nombre anticristo nunca ocurre en los
escritos apostólicos. Pero, aunque el  nombre  está ausente,
la  cosa  no es desconocida. Evidentemente, Juan habla del
“anticristo” como de una idea familiar para sus lectores – un
poder cuya venida era esperada, y cuya presencia era una
indicación de que “la última hora” había llegado. “Según vosotros
oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos
anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo”.

Esperamos, pues, descubrir rastros de esta espera –


predicciones del anticristo venidero – en otras partes del Nuevo
Testamento. Y no quedamos chasqueados. Es natural mirar, en
primer lugar, el discurso escatológico de nuestro Señor en el
Monte de los Olivos en busca de alguna indicación de este
peligro venidero y el tiempo de su aparición. En ese discurso,
encontramos que se mencionan “falsos cristos y falsos
profetas” (Mat. 24:5,11,24), y estamos listos para sacar la
conclusión de que éstos deben significar el mismo poder maligno
designado por Juan como el anticristo. El parecido del nombre
favorece esta suposición; y el período de su aparición – en
vísperas de la catástrofe final – parece aumentar las
probabilidades hasta casi la certeza.

Hay, sin embargo, una formidable objeción a esta conclusión, es


decir, que los falsos cristos y los falsos profetas a los que aludía
nuestro Señor parecen ser meros impostores judíos, que
comerciaban con la credulidad de sus ignorantes víctimas, o
entusiastas fanáticos, engendros de aquel semillero de frenesí
religioso y político en que Jerusalén se había convertido en los
últimos días. Encontramos a estos hombres vívidamente
representados en los pasajes de Josefo, y no podemos reconocer
en ellos los rasgos del anticristo como son trazados por Juan.
Eran producto del judaísmo en su corrupción, y no del
cristianismo. Pero el anticristo de Juan es manifiestamente de
origen cristiano. Esto es cierto por el testimonio del apóstol
mismo: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros”, etc.
Esto prueba que los oponentes anticristianos del evangelio en
algún momento deben haber hecho profesión de cristianismo, y
después se volvieron apóstatas de la fe.

Ciertamente no se puede decir que es imposible que los falsos


cristos y los falsos profetas de los últimos días de Jerusalén
hayan podido ser apóstatas del cristianismo; pero no hay
evidencia que demuestre esto, ni en la profecía de nuestro Señor,
ni en la historia de aquel tiempo.

Por otra parte, en los avisos apostólicos de la apostasía predicha,


este rasgo de su origen está marcado claramente. Ya hemos
visto cómo Pablo, Pedro, y Juan concuerdan en su descripción
de la “apostasía” de los últimos días. (Véase una sinopsis de
pasajes relacionados con la apostasía, p. 251). Ni puede haber
ninguna duda razonable de que los  apóstatas  de los dos
apóstoles anteriores son idénticos al  anticristo  del último. Son
semejantes en carácter, en origen, y en el tiempo de su aparición.
Son los encarnizados enemigos del evangelio; son apóstatas de
la fe; pertenecen a los últimos días. Éstas son marcas de
identidad demasiado numerosas e impresionantes para ser
accidentales; y, por lo tanto, estamos justificados al concluir que
el anticristo de Juan es idéntico a la apostasía predicha por Pablo
y por Pedro.

EL ANTICRISTO NO ES UNA PERSONA, SINO UN PRINCIPIO

1 Juan 2:18. “Ahora han surgido muchos anticristos”.

En opinión de algunos comentaristas, se supone que el nombre


del “anticristo” designa a un individuo en particular, la
encarnación y la personificación de la enemistad hacia el Señor
Jesucristo; y como hasta ahora ninguna persona así ha aparecido
en la historia, han llegado a la conclusión de que su
manifestación es todavía futura, que el anticristo personal puede
esperarse inmediatamente antes del “fin del mundo”. Ésta parece
haber sido la opinión del Dr. Alford, que dice:

“De acuerdo con este punto de vista, todavía esperamos que


aparezca el hombre de pecado en la plenitud del sentido
profético, y además, que aparezca inmediatamente antes de la
venida del Señor”.

Hay aquí, sin embargo, una extraña confusión de cosas que son
enteramente diferentes – “el hombre de pecado” y “la apostasía”,
el primero, sin duda una  persona, como ya hemos visto; la
última,  un principio, una herejía, manifestándose en multitud de
personas. Con esta declaración de Juan ante nosotros – “ahora
han surgido muchos anticristos” – es imposible considerar al
anticristo como un solo individuo. Es verdad que puede decirse
que el anticristo podría estar personificado en cada individuo que
sostuvo el error anticristiano; pero esto es muy diferente de decir
que el error está encarnado y personificado en una persona en
particular como su cabeza y representante. La expresión
“muchos anticristos” prueba que el nombre no es designación
exclusiva de ningún individuo.

Pero la interpretación más común y popular es la que enlaza el


nombre anticristo con el papado. Desde el tiempo de la reforma,
ésta ha sido una hipótesis favorita de los comentaristas
protestantes; no es difícil entender por qué debió ser así. Hay una
fuerte semejanza familiar entre todos los sistemas de superstición
y religión corrupta; sin duda, gran parte del sistema papal puede
ser designado como anticristiano; pero es muy diferente decir que
el anticristo de Juan se propone describir al papa o al sistema
papal. Alford rechaza decididamente esta hipótesis:

Al tratar este mismo punto, observa: “No puede disimularse que,


en varios detalles importantes, los requisitos proféticos están muy
lejos de haberse cumplido. Sólo mencionaré dos – uno subjetivo,
el otro objetivo. En el característico pasaje de 2 Tes. 2:4 (“que se
opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios”, etc.), el
Papa no cumple la profecía, y nunca la cumplió. Haciendo lugar
para todas las notables coincidencias con la última parte del
versículo que se han aducido tan abundantemente, es imposible
demostrar que el Papa cumple la primera parte – mejor dicho,
está tan lejos de ello que la abyecta adoración y sumisión a
legomenoi qeoi y sebasmata (todo lo que se llama Dios o es
objeto de culto) ha sido siempre una de sus más notables
peculiaridades. La segunda objeción, de carácter externo e
histórico, es aún más decisiva. Si el papado fuera el anticristo,
entonces la manifestación ha tenido lugar, y ya ha durado por
casi 1500 años, y todavía no ha llegado el día del Señor, un día al
cual, según los términos de nuestra profecía, tal manifestación
habría de preceder inmediatamente.

Pero el lenguaje del apóstol mismo es decisivo contra esta


aplicación del nombre anticristo. La verdad es que es difícil
entender cómo tal interpretación pudo haber echado raíces en
vista de las expresas declaraciones del propio apóstol. El
anticristo de Juan no es una  persona, ni una  sucesión  de
personas, sino una  doctrina, o una  herejía, claramente notada y
descrita. Más que esto, se declara que  ya existía y se había
manifestado  en los propios días del apóstol. “Así AHORA han
surgido muchos anticristos”; “éste es el  espíritu del anticristo, el
cual vosotros habéis oído que viene, y que  ahora ya está en el
mundo” (1 Juan 2:18; 4:3). Esto debería ser decisivo para todos
los que se inclinan ante la autoridad de la Palabra de Dios. La
hipótesis de un anticristo personificado en un individuo que
todavía ha de venir no tiene base en las Escrituras; es una ficción
de la imaginación, no una doctrina de la Palabra de Dios.

MARCAS DEL ANTICRISTO

1 Juan 2:19.  “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros;


porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con
nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos
son de nosotros”.

1 Juan 2:22.  “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que


Jesús es el Cristo? Este es anticristo, el que niega al Padre y al
Hijo”.

1 Juan 4:1. “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los


espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han
salido por el mundo”.
1 Juan 4:3.  “Y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha
venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo,
el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el
mundo”.

2 Juan 7. “Porque muchos engañadores han salido por el mundo,


que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Quien esto
hace es el engañador y en anticristo”,

Aquí se nos puede decir que tenemos al anticristo retratado de


cuerpo entero, o, como deberíamos decir más bien, la herejía o
apostasía anticristiana. Por esta descripción, se ve claramente:

1.  Que el anticristo no era un individuo o una persona, sino un


principio, una herejía, que se manifestaba en muchos individuos.

2.  Que el anticristo o los anticristos era o eran apóstatas de la fe
en Cristo (ver. 19).

3.  Que su error característico consistía en negar el carácter
mesiánico, la divinidad, y la encarnación del Hijo de Dios.

4.  Que los apóstatas anticristianos descritos por Juan son
posiblemente los mismos que los denominados por nuestro
Señor como “falsos cristos y falsos profetas” (Mat. 24: 5,11,24),
pero que ciertamente responden a aquellos a los cuales aluden
Pablo, Pedro, y Judas.

5.  Que todas las alusiones a la apostasía anticristiana relacionan
su aparición con la “Parusía” y con “los últimos días”, o sea el fin
de la era o dispensación judía. Es decir, se considera como
cercana, y casi ya presente.

Sin duda, si poseyéramos información histórica más completa


relativa a ese período, podríamos verificar mejor las predicciones
y alusiones que encontramos en el Nuevo Testamento, pero
tenemos suficiente evidencia para justificar la conclusión de que
todo tuvo lugar de acuerdo con las Escrituras. No es fácil
establecer si los falsos profetas de los cuales dice Josefo que
infestaban los últimos momentos agónicos de la comunidad judía
son idénticos a los falsos profetas de la predicción de nuestro
Señor y del anticristo de Juan. Pero el testimonio del apóstol
mismo es decisivo sobre la cuestión del anticristo. Aquí él es al
mismo tiempo tanto profeta como historiador, pues registra el
hecho de que “así ahora han surgido muchos anticristos”, y
“muchos profetas han salido por el mundo”.

ESPERANZA DE LA PARUSÍA

1 Juan 2:28. “Y ahora, hijitos, permaneced en él, para que


cuando se manifieste, tengamos confianza, para que en su
venida no nos alejemos de él avergonzados”.

1 Juan 3:2. “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.

1 Juan 4:17.  “Para que tengamos confianza en el día del juicio”.

En estas exhortaciones y consejos, Juan concuerda


perfectamente con los otros apóstoles, cuyas constantes
amonestaciones a las iglesias cristianas de su tiempo instaban a
esperar habitualmente la Parusía, y por lo tanto, a la fidelidad y la
constancia en medio del peligro y el sufrimiento. El lenguaje de
Juan prueba:

1.    Que los cristianos apostólicos eran exhortados a vivir


esperando constantemente la venida del Señor.

2.    Que este acontecimiento era esperado por ellos como el
tiempo de la revelación de Cristo en su gloria, y la beatificación
de sus fieles discípulos.

3.   Que la Parusía era también el período del “día del juicio”
PARTE II – LA PAROUSÍA EN LAS EPÍSTOLAS
APOSTÓLICAS – EN LA EPÍSTOLA DE JUDAS
 

No nos corresponde discutir las cuestiones relacionadas con la


legitimidad o la autenticidad de esta epístola. Tenemos que
considerarla sólo en relación con la Parusía. La evidencia interna
muestra que pertenece a “los últimos días”. La fe y el amor de la
iglesia primitiva habían declinado, y el error, las divisiones, y la
corrupción habían entrado como una inundación, de modo que
fue necesario que el apóstol exhortase a los hermanos a
“contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a
los santos”.

Como en 2 Pedro 2, en esta breve epístola tenemos una


fotografía de los heresiarcas denominados por Juan “el anticristo”
y por Pablo “la apostasía”. La semejanza no puede ser más clara.

1. Eran apóstatas de la fe (ver. 4).

2. Su error consistía en la negación de Dios y de Cristo.

3.  Están marcados por las siguientes características:



 

Impiedad,
Sensualidad, Maldad e Insubordinación,
Burlas, Separación cismática,
Negación de Dios y Hipocresía, Murmuración,
Destitución del Espíritu Santo
de Cristo, Vanagloria
Animalismo

Es bastante evidente que esta descripción, que concuerda tan


estrechamente con la de 2 Pedro 2, debe haberse derivado de la
misma fuente común. Pero se destaca el hecho simple y palpable
de que una terrible degeneración y corrupción moral habían
infectado la vida social de “los últimos días”. Es muy sugerente
comparar el estado moral del pueblo escogido en este período
final de su historia nacional con el descrito en las palabras del
último de los profetas del Antiguo Testamento. La nación estaba
ahora en aquella misma condición que allí se declara como
madura para juicio. El segundo Elías no había podido hacer que
el pueblo se volviera a la justicia, y ahora el Mensajero del pacto
estaba a punto de venir súbitamente a su templo; el grande y
terrible día de Jehová estaba cerca; y Dios estaba a punto de
herir la tierra con la maldición. (Mal. 4:5,6).
PARTE II – APENDICE

NOTA A

El Reino de los Cielos, o Reino de Dios



No hay ninguna frase que ocurra con más frecuencia en el Nuevo
Testamento que “el reino de los cielos” o “el reino de Dios”. Nos
encontramos con ella en todas partes; al comienzo, a la mitad, y
al final del Libro. Es la primera cosa en Mateo, la última en
Apocalipsis. Al evangelio mismo se le llama “el evangelio del
reino”; los discípulos son los “herederos del reino”; el gran objeto
de esperanza y expectativa es “la venida del reino”. Es de esto de
lo que Cristo mismo deriva su título de “Rey”. El reino de Dios,
pues, es la médula misma del Nuevo Testamento.

Pero, aunque difundida en el Nuevo Testamento, la idea del reino


de Dios no es peculiar a él; no pertenece menos al Antiguo.
Encontramos huellas de ella en todos los profetas desde Isaías
hasta Malaquías; es el tema de algunos de los más exaltados
salmos de David; subyace los anales del antiguo Israel; sus
raíces se remontan al período más temprano de la existencia
nacional judía; de hecho, es la razón de ser de ese pueblo;
porque Israel fue constituido y mantenido en existencia como una
nacionalidad distinta para encarnar y desarrollar esta concepción
del reino de Dios.

Retrocediendo hasta el germen primordial del pueblo judío,


encontramos el primer indicio del propósito de Dios de “hacer un
pueblo para sí mismo” en la promesa original que se le hizo a su
gran progenitor, Abraham: “Haré de ti una nación grande, y te
bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren
maldeciré; y serán benditas en ti todas las naciones de la
tierra” (Gén. 12:2,3). Esta promesa fue renovada solemnemente
poco tiempo después en el  pacto  que Dios hizo con Abraham:
“En aquel día hizo Jehová un pacto con Abram diciendo: A tu
descendencia daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río
grande, el río Éufrates” (Gén. 15:18). Esta relación de pacto entre
Dios y la simiente de Israel es renovada y desarrollada más
completamente en la declaración que después se le hizo a
Abraham: “Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia
después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser
tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Y te daré a ti, y a
tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la
tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de
ellos” (Gén. 17:7,8). Como muestra y señal de este pacto, el rito
de la circuncisión le fue impuesto a Abraham y a su posteridad,
por el cual todo varón de aquella raza era marcado y señalado
como súbdito del Dios de Abraham (Gén. 17:9-14).

Más de cuatro siglos después de esta adopción de los hijos de


Abraham como el pueblo del pacto de Dios, les encontramos en
estado de vasallaje en Egipto, gimiendo bajo la cruel esclavitud a
la que estaban sometidos. Se nos dice que Dios “escuchó sus
gemidos, y se acordó de su pacto con Abraham, con Isaac, y con
Jacob”. Levantó un campeón en la persona de Moisés, y le indicó
que le dijera a los hijos de Israel: “Yo soy Jehová; y yo os sacaré
de debajo de las tareas pesadas de Egipto; … y os tomaré por mi
pueblo y seré vuestro Dios” (Éx. 6: 6,7). Después de la milagrosa
redención en Egipto, la relación de pacto entre Jehová y los hijos
de Israel fue ratificada, pública y solemnemente, en el Monte
Sinaí. Leemos que, “en el mes tercero de la salida de los hijos de
Israel de la tierra de Egipto… Y acampó allí Israel delante del
monte. Y Moisés subió a Dios, y Jehová lo llamó desde el monte,
diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de
Israel: Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé
sobre alas de águila, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis
oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial
tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y
vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éx.
19:3-6).

Es en este período cuando podemos considerar el reino


teocrático como formalmente inaugurado. Una horda de esclavos
liberados fue constituida en nación; recibieron una ley divina para
su gobierno, y el marco completo de su sistema civil y
eclesiástico fue organizado y construido por autoridad divina.
Cada paso del proceso mediante el cual un anciano sin hijos se
convirtió en una nación revela un propósito divino y un plan
divino. Ninguna nacionalidad se formó jamás de esa manera;
jamás existió ninguna para un propósito así; ninguna tuvo jamás
una relación tal con Dios; ninguna poseyó jamás una historia tan
milagrosa; ninguna fue jamás exaltada hasta un privilegio tan
glorioso; ninguna cayó jamás en una condenación tan tremenda.

No puede haber ninguna duda de que la nación de Israel fue


destinada para ser depositaria y conservadora del conocimiento
del Dios viviente y verdadero en la tierra. Para este propósito fue
constituida la nación, y puesta en una relación única con el
Altísimo, como ningún otro pueblo sostuvo jamás. Para garantizar
el cumplimiento de este propósito, el Señor mismo fue su Rey y
ellos fueron sus súbditos; mientras que todas las instituciones y
leyes que le fueron impuestas hacían referencia a Dios, no sólo
como Creador de todas las cosas, sino como Soberano de la
nación. Expresar y llevar a cabo esta idea del reinado de Dios
sobre Israel es el manifiesto propósito del aparato ceremonial de
culto establecido en el desierto: “Jehová hizo erigir una tienda
real en el centro del campamento (donde por lo general se
erigían los pabellones de todos los reyes y capitanes), y la hizo
equipar con todo el esplendor de la realeza, como un palacio
móvil. Estaba dividido en tres compartimientos, en el más interior
del cual estaba el trono real, sostenido por querubines de oro; y
el escabel del trono, un arca dorada que contenía las tablas de la
ley, la Carta Magna de la iglesia y el estado. En la antecámara,
había una mesa dorada puesta con pan y vino, como la mesa
real; y ardía incienso precioso. La habitación exterior, o atrio,
podría considerarse el compartimiento culinario real, y allí se
ejecutaba música, como la música de las mesas festivas de los
monarcas orientales. Dios escogió a los levitas como sus
cortesanos, oficiales de estado, y guardias de palacio; y a Aarón
como oficial principal de la corte y primer ministro de estado. Para
el sostenimiento de estos oficiales, Dios asignó uno de los
diezmos que los hebreos debían entregar como alquiler por el
uso de la tierra. Finalmente, Dios requería que todos los varones
hebreos de edad apropiada se acercaran a su palacio cada año,
durante las tres grandes festividades anuales, con presentes,
para rendir homenaje a su Rey; y como estos días de renovación
de su homenaje debían celebrarse con fiestas y gozo, el segundo
diezmo se gastaba en proporcionar el entretenimiento necesario
para estas ocasiones. Resumiendo, cada deber religioso era
hecho una cuestión de obligación política; y todas las leyes
civiles, aún las más mínimas, estaban fundadas de tal manera en
la relación del pueblo con Dios, y tan entrelazadas con sus
deberes religiosos, que el hebreo no podía separar a su Dios de
su Rey, y cada ley le recordaba a ambos por igual. Por
consiguiente, mientras la nación tuviese existencia nacional, no
podía perder por completo el conocimiento del verdadero Dios, ni
descontinuar su culto”.

Tal era el gobierno instituido por Jehová entre los hijos de Israel –
una verdadera teocracia; la única teocracia verdadera que jamás
existió sobre la tierra. Su carácter nacional, intenso y exclusivo,
merece ser notado de manera particular. Era privilegio distintivo
de los hijos de Abraham, y de ellos solamente: “Jehová tu Dios te
ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los
pueblos que están sobre la tierra” (Deut. 7:6). “A vosotros
solamente he conocido de todas las familias de la tierra” (Amos
3:2). “No ha hecho así con ninguna otra de las naciones” (Sal.
147:20). El Altísimo era el Señor de toda la tierra, pero era Rey
de Israel en un sentido completamente peculiar. Él era el
Gobernante del pacto; ellos eran el pueblo del pacto. Estaban
bajo la más sagrada y solemne obligación de ser súbditos leales
a su invisible Soberano, de adorarle sólo a Él, y de ser fieles a su
ley (Deut. 26:16-18). Como recompensa por su obediencia,
tenían la promesa de ilimitada prosperidad y grandeza nacional;
habrían de ser “exaltados sobre todas las naciones que hizo,
para loor y fama y gloria” (Deut. 26:19); mientras que, por otra
parte, el castigo por su deslealtad y su infidelidad era
correspondientemente terrible; la maldición del pacto
quebrantado les alcanzaría en una señalada y terrible retribución,
que no tendría paralelo en la historia de la humanidad, pasada o
por venir. (Deut. 28).

Es sólo razonable suponer que este maravilloso experimento de


un gobierno teocrático debe haber tenido como objetivo algo
digno de su divino autor. Ese objeto era moral, más bien que
material; la gloria de Dios y el bien de los hombres, más que el
progreso político o temporal de una tribu o nación. Sin duda era,
en primer lugar, un expediente para mantener vivo el
conocimiento y el culto del único Dios verdadero en la tierra, que
de otro modo podría haberse perdido por entero; y en segundo
lugar, a pesar de su intenso y exclusivo espíritu de nacionalismo,
el sistema teocrático llevaba en su seno el germen de una
religión universal, y era así una etapa grande e importante en la
educación de la raza humana.

Es instructivo seguir la pista al crecimiento y al desarrollo


progresivo de la idea teocrática en la historia del pueblo judío, y
observar cómo, al perder su importancia política, se vuelve más y
más moral y espiritual en su carácter.

El pueblo al que se le confirió este incomparable privilegio


demostró ser indigno de él. Su inconstancia e infidelidad
neutralizaban a cada momento el favor de su invisible Soberano.
Su exigencia de tener rey, de ser “también como todas las 
naciones”, era casi un rechazo de su celestial Soberano. (1 Sam.
8:7,19,20). Sin embargo, su petición fue concedida, habiéndose
hecho provisión para una tal contingencia en el marco original de
la teocracia. El rey humano fue considerado virrey del divino Rey,
convirtiéndose así en tipo del Soberano real, aunque invisible, a
quien el rey, así como la nación, debía lealtad.

Es en este punto donde notamos la aparición de una nueva fase


en el sistema teocrático. Si consideramos a David como el autor
del segundo salmo, fue ya en esta época cuando se hizo un
anuncio profético concerniente a un Rey, el Ungido de Jehová, el
Hijo de Dios, contra quien se levantarían los reyes de la tierra, y
los príncipes consultarían unidos, pero a quien el Altísimo daría
los paganos por heredad y las partes últimas de la tierra por
posesión. Desde este período comienza a indicarse más
claramente el carácter  mediador  de la teocracia; se hace una
distinción entre Jehová y su Ungido, entre el Padre y el Hijo. Nos
encontramos con los títulos de Mesías, Hijo de Dios, Hijo de
David, Rey de Sion, aplicados a Aquél a quien pertenece el reino,
y quien está destinado a triunfar y a reinar. Los salmos llamados
mesiánicos, especialmente el 72 y el 110, bastan para probar
que, en tiempos de David, había claros anuncios proféticos de un
Rey venidero, cuyo gobierno sería benéfico y glorioso; en quien
serían benditas todas las naciones; que habría de unir en sí
mismo la doble posición de Sacerdote y Rey; que es declarado
Señor de David; y que está representado como sentado a la
diestra de Dios “hasta que sus enemigos sean puestos como
estrado de sus pies”.

De aquí en adelante, a través de todas las profecías del Antiguo


Testamento, encontramos el carácter y la persona del Rey
teocrático bosquejado más y más completamente, aunque en la
descripción están mezclados juntos elementos diversos y
aparentemente inconsistentes. A veces, el Rey venidero y su
reino son representados con los colores más atractivos y
resplandecientes: “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un
vástago retoñará de sus raíces”, y bajo la dirección de este
heredero de la casa de David, toda maldad desaparecerá y toda
bondad triunfará. “El lobo morará con el cordero, y el leopardo se
acostará con el cabrito… no harán mal ni dañarán en todo mi
santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de
Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isa. 11:1-9). Los más
elevados nombres de honor y dignidad son atribuidos al Príncipe
venidero; él es el “Maravilloso, Consejero, Dios fuerte, Padre
eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no
tendrán límite”. Se sentará sobre el trono de David, y gobernará
su reino con juicio y con justicia para siempre. (Isa. 9:6,7).

Pero, al lado de este brillante futuro, hay oscuras y tenebrosas


escenas de tristeza y sufrimiento, de juicio y de ira. Se dice del
Rey venidero que es como “raíz de tierra seca”; “despreciado y
desechado”; “varón de dolores, experimentado en quebranto”;
“herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados”; “como cordero fue llevado al matadero”; “como oveja
delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”;
“fue cortado de la tierra de los vivientes” (Isa. 53). Se lo describe
entrando a Jerusalén “humilde y cabalgando sobre un asno,
sobre un pollino hijo de asna” (Zac. 9:9); “se quitará la vida al
Mesías, mas no por sí” (Dan. 9:26); y entre los últimos
pronunciamientos proféticos están algunos de los más ominosos
y sombríos de todos. El Señor, el Mensajero del pacto, el Rey
esperado, viene: “¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida?
Viene el día ardiente como un horno; el día de Jehová, grande y
terrible” (Mal. 3:1,2; 4:1,5).

Esta aparente paradoja se explica en el Nuevo Testamento.


Existía en realidad este doble aspecto del Rey y el reino: “El Rey
de gloria” era “varón de dolores”; “el año aceptable del Señor” era
también “el día de retribución de nuestro Dios”.

Las antiguas profecías habían dado abundantes razones para


esperar que el invisible Rey teocrático sería revelado un día y
habitaría con los hombres sobre la tierra; que vendría, en los
intereses de la teocracia, para establecer su reino en la nación, y
reunir a su pueblo alrededor del trono. Los capítulos iniciales del
evangelio de Lucas indican lo que creían los israelitas piadosos
con respecto al reino venidero del Mesías. Entendían que este
reino tendría una especial relación con Israel. “Éste será llamado
grande”, dijo el ángel de la anunciación, “y será llamado Hijo del
Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y
reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá
fin”. “Rabí”, exclamó el leal Natanael, cuando Dios se le reveló
súbitamente a través de la apariencia del joven campesino
galileo, “tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (Juan
1:49). No es menos cierto que su venida se consideraba
entonces como cercana, y era esperada ansiosamente por
hombres santos como Simeón, que “esperaba la consolación de
Israel”, y al cual le había sido revelado que no “vería la muerte
antes que viese al Ungido del Señor” (Luc. 2:25,26). La verdad es
que había una creencia muy difundida, no sólo en Judea, sino por
todo el Imperio Romano, de que un gran príncipe o monarca
estaba a punto de aparecer en la tierra, que habría de inaugurar
una nueva era. De esta expectativa tenemos evidencia en los
Anales de Tácito y el Polio de Virgilio. Sin duda, la esperanza
acariciada por Israel se había difundido, de una manera más o
menos vaga y distorsionada, por todos los territorios
circunvecinos.

Pero cuando, en la plenitud del tiempo, apareció el Rey teocrático


en medio de la nación del pacto, no fue en la forma que ellos
habían esperado y deseado. El Rey no cumplió las esperanzas
de ellos de poder político y pre-eminencia nacional. El reino de
Dios que Jesús proclamó fue algo muy diferente de aquel con el
cual habían soñado. Justicia y verdad, pureza y bondad, eran
sólo palabras vacías para los que codiciaban los honores y los
placeres de este mundo. Sin embargo, aunque rechazado por la
nación en general, el Rey teocrático no dejó de anunciar su
presencia y sus reclamos. Fue precedido por un heraldo, el Elías
predicho, Juan el Bautista, al cual el pueblo debía reconocer
como verdadero profeta de Dios. El segundo Elías anunció el
reino de Dios como que se había acercado y llamó a la nación a
arrepentirse y a recibir a su Rey. Luego, sus propias obras
milagrosas, sin paralelo aun en la historia del pueblo escogido en
cuanto al número y esplendor, proporcionó evidencia concluyente
de su divina misión; unido a lo cual, la trascendente excelencia
de su doctrina, y la inmaculada pureza de su vida, silenciaron, si
no avergonzaron, la enemistad de los impíos. Durante más de
tres años, esta apelación al corazón y a la conciencia de la
nación fue presentada incesantemente de todas las formas
posibles, pero sin éxito; hasta que, finalmente, los principales de
la iglesia y el estado judíos, encarnizadamente hostiles a las
pretensiones de Jesús, le acusaron delante del gobernador
romano bajo el cargo de hacerse Rey. Con su persistente y
maligno clamor, procuraban su condena. Fue entregado para que
fuese crucificado, y el título sobre su cruz llevaba esta inscripción:

 
“ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS”

Este trágico acontecimiento marca el rompimiento final entre el


pueblo del pacto y el Rey teocrático. El pacto había sido
quebrantado a menudo antes, pero ahora era repudiado
públicamente y roto en pedazos. Se podría haber pensado que la
teocracia terminaría ahora; y casi lo hizo, pero su disolución
formal fue suspendida por un breve espacio de tiempo, para que
la doble consumación del reino, que envolvía la salvación de los
fieles y la destrucción de los incrédulos, pudiera tener lugar en el
tiempo señalado. Este doble aspecto del reino teocrático es
visible en cada una de las partes de su historia. Fue a un tiempo
éxito y fracaso; victoria y derrota; trajo salvación para unos y
destrucción para otros. Este doble carácter había sido
establecido claramente en las antiguas profecías, como en el
notable oráculo de Isaías 49. El Mesías se lamenta: “Por demás
he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas”,
etc. La divina respuesta es: “Ahora, pues, dice Jehová, el que me
formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a
Jacob y para congregarle a Israel (porque estimado seré en los
ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza); dice: Poco es para
mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para
que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las
naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la
tierra”. Para poner sólo otro ejemplo: en el libro de Malaquías
encontramos este doble aspecto del reino venidero, pues,
aunque “viene el día ardiente como un horno”, y “todos los que
hacen maldad serán estopa”, “a los que teméis mi nombre nacerá
el sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” (Mal. 4:1,2). A
pesar, pues, del rechazo del rey y la pérdida del reino por parte
de la masa del pueblo, todavía habría una gloriosa consumación
de la teocracia, trayendo honor y felicidad para todos los que
poseyeran la autoridad del Mesías y demostraran ser obedientes
y leales a su Rey.
¿Tenemos alguna información con la cual establecer con certeza
el período de esta consumación? ¿En qué momento puede
decirse que el reino ha venido plenamente? En
la encarnación no, porque la proclamación de Jesús siempre fue:
“El reino de Dios se ha acercado“. En la crucifixión no, porque la
petición del ladrón moribundo fue: “Señor, acuérdate de mí
cuando vengas en tu reino”. En la resurrección tampoco, porque
después de que el Señor hubo resucitado, los discípulos
esperaban la restauración del reino a Israel. En
laascensión tampoco, ni en el día de Pentecostés, porque, mucho
tiempo después de estos acontecimientos, se nos dice en la
Epístola a los Hebreos que Cristo, “habiendo ofrecido una vez
para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a
la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus
enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (Heb. 10:12,13).
La consumación del reino, pues, no coincide con la ascensión, ni
con el día de Pentecostés. Es verdad que el Rey teocrático “se
sentó en el trono, a la diestra de la majestad en las alturas”, pero
todavía no había “asumido este gran poder”. Sus enemigos
todavía no habían sido derribados, y no podía decirse que había
llegado el pleno desarrollo y la consumación de su reino sino
hasta que, por medio de un acto judicial solemne y público, el
Mesías hubiese vindicado las leyes de su reino y aplastado bajo
sus pies a sus súbditos apóstatas y rebeldes.

Hay un punto en el tiempo que se indica constantemente en el


Nuevo Testamento como la consumación del reino de Dios.
Nuestro Señor declaró que, entre sus discípulos, había algunos
que vivirían para verle  venir en su reino. Por supuesto, esta
venida del Rey es sinónima con la venida del reino, y limita la
ocurrencia de este acontecimiento a la generación que entonces
existía. Es decir, la consumación del reino se sincroniza con el
reino de Israel y la destrucción de Jerusalén, siendo todo ello
parte de una gran catástrofe. Era en ese período cuando el Hijo
del hombre habría de venir en la gloria de su Padre, y se sentaría
en el trono de su gloria; para recompensar a sus siervos y
retribuir a sus enemigos (Mat. 25:31). Encontramos estos
sucesos uniformemente asociados juntos en el Nuevo
Testamento, la venida del Rey, la resurrección de los muertos, el
juicio de los justos y de los impíos, la consumación del reino, el
fin de la era. Por eso dice Pablo en 2 Tim. 4:1: “Te encarezco
delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y
a los muertos en su manifestación y en su reino”. La  venida,
el  juicio, el  reino, todos coinciden y son contemporáneos, y no
sólo eso, sino que están  cercanos; porque el apóstol dice: “Que
está a punto de juzgar… que pronto juzgará” [mellontoz krinein].

Es perfectamente claro, entonces, según el Nuevo Testamento,


que la consumación, o resolución, del reino teocrático tuvo lugar
durante el período de la destrucción de Jerusalén y el juicio de
Israel. La teocracia había cumplido su propósito; el experimento
había sido probado, ya fuera que la nación del pacto demostrara
ser leal a su Rey o no. Había fracasado; Israel había rechazado a
su Rey; y sólo restaba que se hiciera cumplir el castigo por el
pacto violado. Vemos el resultado en la ruina del templo, la
destrucción de la ciudad, el borra miento de la nación, y la
abrogación de la ley de Moisés, acompañadas por escenas de
horror y sufrimiento sin paralelo en la historia del mundo. Aquella
gran catástrofe, pues, marca la conclusión del reino teocrático.
Desde el principio, había sido de un carácter estrictamente
nacional – era el reinado divino sobre Israel. Por necesidad
terminó, pues, con la terminación de la existencia nacional de
Israel, cuando los símbolos externos y visibles de la Presencia y
la Soberanía divinas terminaron; cuando la casa de Dios, la
ciudad de Dios, y el pueblo de Dios fueron borrados de la
existencia por medio de una catástrofe desoladora y final.
Esto nos permite entender el lenguaje de Pablo cuando,
hablando de la venida de Cristo, representa el acontecimiento
como marcando “el fin” [to teloz = h sunteleia tou aiwnoz],
“cuando entregue el reino al Dios y Padre” (1 Cor. 15:24). Esto ha
causado mucha perplejidad a muchos teólogos y comentaristas,
que parecen haber considerado despectivo hacia la divinidad del
Hijo de Dios el hecho de que renunciara a sus funciones
mediatoras y su carácter regio, y se hundiera, por decirlo así, en
la posición de una persona individual, convirtiéndose en súbdito
en vez de soberano. Pero el malestar ha surgido por haber
pasado por alto la naturaleza del reino que el Hijo había
administrado, y que al fin entrega. Era el  reinado mesiánico: el
reino sobre Israel: aquel gobierno peculiar y único ejercido sobre
la nación del pacto, y administrado por la mediación del Hijo de
Dios durante tantas edades. Esa relación estaba ahora disuelta,
porque la nación había sido juzgada, el templo destruido, y
eliminados todos los símbolos de la divina soberanía. ¿Por qué
debía continuar por más tiempo el reino teocrático? No había
nada que administrar. Ya no había una nación del pacto, el pacto
estaba roto, e Israel había dejado de existir como una
nacionalidad distinta. ¿Qué más natural y correcto, entonces, que
en semejante coyuntura el Mediador renunciara a sus funciones
mediadoras, y entregara la insignia del gobierno en las manos de
las cuales había recibido aquellas funciones? Edades antes de
ese período, el Padre había investido al Hijo con las funciones de
vicerreinales de la teocracia. Se había proclamado: “Pero yo he
puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte. Yo publicaré el
decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy”
(Sal. 2:6,7). Los propósitos para los cuales el Hijo había asumido
la administración del gobierno teocrático se habían llevado a
cabo. El pacto estaba disuelto, su violación vengada, los
enemigos de Cristo y de Dios destruidos, los siervos verdaderos
y fieles recompensados, y la teocracia había llegado a su fin.
Éste era ciertamente el momento oportuno para que el Mediador
renunciara a su posición y la entregara en manos del Padre, es
decir, “entregase el reino”.

Pero en todo esto no hay nada despectivo hacia la dignidad del


Hijo. Por el contrario: “Él es mediador de un mejor pacto”. La
terminación del reino teocrático era la inauguración de un nuevo
orden, a una escala mayor, y de una naturaleza más duradera.
Esta es la doctrina de la epístola a los Hebreos: “el trono del Hijo
de Dios es por siempre jamás” (Heb. 1:8). El sacerdocio del Hijo
de Dios es “para siempre” (8:3); Cristo tiene un ministerio tanto
mejor cuanto que “es mediador de un mejor pacto” (8:6). La
teocracia, como hemos visto, era limitada, exclusiva, y nacional;
pero llevaba en su seno el germen de una religión universal. Lo
que Israel perdió, el mundo lo ganó. Mientras la teocracia
subsistía, había una nación favorecida, y los gentiles, es decir,
todo el mundo menos los judíos, estaban fuera del reino, en
posición de inferioridad, y, como a los perros, se les permitía, por
gracia, comer de las migajas que caían de la mesa del amo. La
primera venida del reino no eliminó por completo este estado de
cosas; hasta el evangelio de la gracia de Dios fluyó al principio
por el antiguo y estrecho canal. Pablo reconoce el hecho de que
“Jesucristo era ministro de la circuncisión”, y nuestro Señor
mismo declaró: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de
la casa de Israel”. Durante años después de que los apóstoles
recibieron la comisión, no entendieron que se les estaba
enviando a los gentiles; ni consideraron al principio a los
conversos paganos como admisibles en la iglesia, excepto como
judíos prosélitos. Es verdad que, después de la conversión de
Cornelio el centurión, los apóstoles se convencieron de los límites
más amplios del evangelio, y por todas partes Pablo proclamaba
el derrumbe de las barreras entre judíos y gentiles; pero es fácil
ver que, mientras existiese la nación teocrática, y permaneciese
el templo con su sacerdocio, sacrificios, y rituales, y continuase o
pareciese continuar en vigencia la ley mosaica, la distinción entre
judíos y gentiles no podía borrarse. Pero la barrera se derrumbó
efectivamente cuando la ley, el templo, la ciudad, y la nación
fueron borrados juntos, y la teocracia experimentó visiblemente la
consumación final.

Ese acontecimiento fue, por decirlo así, la declaración formal y


pública de que Dios ya no era el Dios de los judíos solamente,
sino que ahora era el Padre común de todos los hombres; que ya
no había una nación favorecida y un pueblo peculiar, sino que la
gracia de Dios se había “manifestado para salvación a todos los
hombres” (Tito 2:11); que lo local y limitado se había expandido
hasta lo ecuménico y lo universal, y que, en Cristo Jesús, “todos
son uno” (Gál. 3:29). Esto es lo que Pablo declara que es el
significado de la rendición del reino por el Hijo de Dios en manos
del Padre: de aquí en adelante, cesan las relaciones exclusivas
de Dios con una sola nación, y Él se convierte en el Padre común
de toda la familia humana

“PARA QUE DIOS SEA TODO EN TODOS” (1 Cor. 15:28).

NOTA B

Acerca de la “Babilonia” de 1 Pedro 5:13



“La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con
vosotros, y Marcos mi hijo, os saludan”.

No es fácil transmitir en otras tantas palabras en español la


fuerza precisa del original. Su extrema brevedad causa
oscuridad. Literalmente dice así: “Ella en Babilonia, co-elegida, os
saluda; y Marcos mi hijo”.
La interpretación común del pronombre ella lo refiere a “la iglesia
que está en Babilonia”; aunque muchos eminentes comentaristas
– Bengel, Mill, Wahl, Alford, y otros – entienden que se refiere a
una persona, presumiblemente la esposa del apóstol. “Apenas es
probable”, observa Alford, “que ocurriesen juntos en el mismo
mensaje de salutación una  abstracción, de la cual se habla
enigmáticamente, y un hombre (Marcos, mi hijo), por nombre”. El
peso de la autoridad se inclina del lado de la iglesia; el peso de la
gramática, del lado de la esposa.

Pero la cuestión más importante se relaciona con la identidad del


lugar que aquí se denomina Babilonia. A primera vista, es natural
llegar a la conclusión de que no puede ser otra que la bien
conocida y antigua metrópolis de Caldea, o lo que quedaba de
ella y que existía en los días del apóstol. Estamos listos a
considerar como muy probable que Pedro, en sus viajes
apostólicos, rivalizaba con el apóstol a los gentiles, e iba por
todas partes predicando el evangelio a los judíos, como Pablo lo
hacía a los gentiles.

Sin embargo, parece haber formidables objeciones a este punto


de vista, por natural y sencillo que parezca. Sin mencionar la
improbabilidad de que Pedro, en su ancianidad, y acompañado
por su esposa (si aceptamos la opinión de que es a ella a quien
se refiere la salutación), se encontrase en una región tan remota
de Judea, hay la importante consideración de que Babilonia no
era en aquella época la morada de una población judía. Josefo
afirma que ya mucho antes, durante el reinado de Calígula (37-41
d. C.), los judíos habían sido expulsados de Babilonia, y que
había tenido lugar una gran matanza, que casi les había
exterminado. Es verdad que esta afirmación de Josefo se refiere
a la región entera llamada Babilonia, más bien que a la ciudad de
Babilonia, y esto por la suficiente razón de que, en tiempos de
Josefo, Babilonia era un lugar tan deshabitado como lo es ahora.
En su Geografía Bíblica, Rosenmüller afirma que, en tiempos de
Estrabón (esto es, durante el reinado de Augusto), Babilonia
estaba tan desierta que él le aplica a esa ciudad lo que un
antiguo poeta había dicho de Megalópolis en Arcadia, es decir,
que era  “un gran desierto”. También Basnage, en su Historia de
los Judíos, dice: “Babilonia declinaba en los días de Estrabón, y
Plinio la representa en el reinado de Vespasiano como una
grande e ininterrumpida soledad”.

Se han sugerido otras ciudades como la Babilonia a la que se


refiere la epístola: un fuerte de ese nombre en Egipto,
mencionado por Estrabón; Tesifón, sobre el Tigris; Seleucia, la
nueva ciudad que vació de sus habitantes a la antigua Babilonia.
Pero estas son meras conjeturas, a las que no sostiene ni una
partícula de evidencia.

La improbabilidad de que la antigua capital de Caldea fuese el


lugar de referencia puede explicar en gran medida el
consentimiento general que desde los tiempos más antiguos ha
asignado una interpretación simbólica o espiritual al nombre de
Babilonia. Si la cuestión fuera a ser decidida por la autoridad de
grandes nombres, Roma sería declarada sin duda la mística
Babilonia designada así por el apóstol. Pero esto envuelve la
molesta pregunta de si Pedro visitó jamás Roma, una discusión
en la cual no podemos entrar aquí. La historia del evangelio
guarda completo silencio sobre el tema, y la tradición,
incuestionablemente muy antigua, del episcopado de Pedro allí, y
de su martirio bajo el reinado de Nerón, está recargado con tanto
que es ciertamente fabuloso, que nos sentimos justificados al
hacer todo ello a un lado como leyenda o como mito. Hay un
argumento a priori contra la probabilidad de la visita de Pedro a
Roma, el cual sostenemos como insalvable, en ausencia de
cualquier argumento en contrario. Pedro era el apóstol de
la  circuncisión; su misión era a los judíos, su propia nación; no
podemos concebir la posibilidad de que él abandonara su esfera
señalada de trabajo y “entrara en los asuntos de otro hombre”, y
“edificara sobre fundamento ajeno”. Pablo estaba en Roma en los
días de Nerón, y nada puede ser más improbable que Pedro, el
apóstol de la circuncisión, y “sabiendo que dentro de poco debía
abandonar su tabernáculo terrenal”, emprendiese viaje a Roma
en su extrema vejez, sin ningún llamado especial, y sin dejar
rastro, en la historia de los Hechos de los Apóstoles, de un
suceso tan notable.

Pero, si Roma no es la Babilonia simbólica de la referencia, y si la


Babilonia literal es inadmisible, ¿cuál otro lugar puede sugerirse
con alguna probabilidad? ¿No hay ninguna otra ciudad, aparte de
Roma, que pudiera llamarse con la misma propiedad la Babilonia
mística? ¿Ninguna otra que no tenga aparejados nombres
simbólicos, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo?
Parece inexplicable que la misma ciudad con la cual la vida y los
hechos de Pedro están más asociados que con ninguna otra
haya sido completamente ignorada en esta discusión. ¿Por qué
no podría la ciudad llamada Sodoma y Gomorra ser llamada, con
la misma razón, Babilonia? Ahora bien, Jerusalén tiene estos
nombres místicos asociados con ella en las Escrituras, y ninguna
ciudad tenía más derecho a reclamar el carácter que ellos
implican. Sin duda, Jerusalén parece también haber sido la
residencia fija del apóstol; Jerusalén, pues, es el lugar desde el
cual podríamos esperar encontrarle escribiendo y fechando sus
epístolas dirigidas a las iglesias.

Cualquiera que sea la ciudad que el apóstol llama Babilonia,


debe haber sido la morada permanente de la persona o la iglesia
asociada con él mismo y con Marcos en la salutación. Esto queda
comprobado por la forma de las expresiones h en babulwni, lo
cual, como demuestra Steiger, significa “una  morada fija  por la
cual uno puede ser designado”. Si decidimos que la referencia es
a una persona, se seguirá que Babilonia era el lugar del domicilio
de la persona, su morada fija, y esto, en el caso de la esposa de
Pedro, sólo podía ser Jerusalén. Hasta donde se puede deducir
de la evidencia documental del Nuevo Testamento, la historia
apostólica muestra claramente que Pedro residía habitualmente
en Jerusalén. No es nada menos que una falacia popular suponer
que todos los apóstoles eran evangelistas como Pablo, y que
viajaban por países extranjeros predicando el evangelio a todas
las naciones. El profesor Burton ha mostrado que “no fue sino
catorce años después de la ascensión de nuestro Señor que
Pablo viajó por primera vez, y predicó el evangelio a los gentiles.
Ni hay evidencia alguna de que, durante este período, los
apóstoles traspasaron los confines de Judea”. Pero, lo que
argumentamos es que la residencia habitual o permanente de
Pedro era Jerusalén. Esto se desprende de varias pruebas
circunstanciales.

1. Cuando la iglesia de Jerusalén se dispersó hacia el extranjero


después de la

persecución que se desató en el tiempo del martirio de Esteban,
Pedro y el

resto de los apóstoles permanecieron en Jerusalén. (Hechos 8:1).

2. Pedro estaba en Jerusalén cuando Herodes Agripa I le
aprehendió y le

encarceló. (Hechos 12:3).

3. Cuando Pablo, tres años después de su conversión, sube a
Jerusalén, su

misión es  “ver a Pedro”; y añade: “Permanecí con él quince
días” (Gál. 1:18).

Esto implica que la residencia habitual de Pedro era Jerusalén.

4. Catorce años después de esta visita a Jerusalén, Pablo visita
nuevamente

aquella ciudad en compañía de Bernabé y Tito; y en esta ocasión,
también

encontramos a Pedro allí. (Gál. 2:1-9). (50 d. C. – Conybeare y
Howson).

5. Vale la pena notar que fue la presencia en Antioquia de ciertas
personas que

vinieron de Jerusalén lo que intimidó tanto a Pedro que le llevó a
asumir una

línea equivocada de conducta y a incurrir en la censura de Pablo.
(Gál. 2:11).

¿Por qué debería intimidar a Pedro la presencia de judíos de
Jerusalén?

Presumiblemente porque, a su regreso a Jerusalén, ellos le
pedirían cuenta:

dando a entender que Jerusalén era su residencia habitual.

6.  Si suponemos, lo que es más probable, que Marcos,
mencionado en esta

salutación, es Juan Marcos, hijo de la hermana de Bernabé,
sabemos que él

también vivía en Jerusalén (Hechos 12:12).

7.  A Silvano, o Silas, el escritor o portador de esta epístola, lo
conocemos como

miembro prominente de la iglesia de  Jerusalén: “varón principal
entre los

hermanos” (Hechos 15:22-32).

Encontramos así que todas las personas nombradas en la


porción final de la epístola son residentes habituales de
Jerusalén.

Por último, inferimos, de una expresión incidental en Hech. 4:17,


que Pedro estaba en Jerusalén cuando escribió esta epístola.
Dice que es tiempo de que el juicio comience por la “casa de
Dios“; esto es, como hemos visto, el santuario, el templo; y
añade: “Si primero comienza por nosotros“, etc. Ahora bien, ¿se
habría expresado así si en el momento en que escribió hubiese
estado en Roma, o en Babilonia sobre el Éufrates, o en cualquier
otra ciudad que no fuese Jerusalén? Ciertamente parece de lo
más natural suponer que, si el juicio comienza por el santuario, y
también por  nosotros, tanto el lugar como las personas deben
estar juntos. La visión de Ezequiel, que da el prototipo de la
escena de juicio, fija la localidad donde ha de comenzar la
matanza, y parece muy probable que la suerte venidera de la
ciudad y el templo, así como las aflicciones que habrían de
sobrevenirles a los discípulos de Cristo, estuviesen en la mente
del apóstol. Wiesinger observa: “Apenas es posible que la
destrucción de Jerusalén hubiese  pasado  cuando se escribieron
estas palabras; de haber sido así, difícilmente se habría dicho, o
kairoz tou arxasqai”. No; no era pasado, sino que el principio del
fin ya era presente; el juicio parece haber comenzado, como el
Señor dijo que ocurriría, con los discípulos; y éste era el seguro
preludio de la ira que venía sobre los impíos “hasta lo máximo”.

Pero puede objetarse: Si Pedro quiso decir Jerusalén, ¿por qué


no lo dijo sin ambigüedades? Puede haber habido, y sin duda
había, razones prudenciales para esta reserva en el momento en
que Pedro produjo su escrito, como las había cuando Pablo
escribió a los tesalonicenses. Pero, probablemente, no había tal
ambigüedad para sus lectores, como las hay para nosotros. ¿Y si
Jerusalén ya era conocida y reconocida entre los creyentes
cristianos como la Babilonia mística? Suponiendo, como tenemos
derecho a asumir, que Apocalipsis ya le era familiar a las iglesias
apostólicas, consideramos sumamente probable que identificaran
a la “gran ciudad”, cuya caída se describe en ese libro, “Babilonia
la grande”, como la misma cuya caída se menciona en la profecía
de nuestro Señor en el Monte de los Olivos.

Esto, sin embargo, pertenece a otro tema, cuya discusión tendrá


lugar en el momento adecuado – la identidad de la Babilonia del
Apocalipsis. Baste por el momento haber presentado argumentos
para una causa probable, sobre bases completamente
independientes, en favor de que la Babilonia de la primera
epístola de Pedro no es otra que Jerusalén.

NOTA C

Acerca del simbolismo de la profecía, con especial


referencia a las predicciones de la Parusía


La más somera atención al lenguaje profético del Antiguo


Testamento debe convencer a cualquier persona de mente sobria
que no debe entenderlo al pie de la letra. Primero, los
pronunciamientos de los profetas son poesía; segundo, son
poesía oriental. Pueden llamarse grabados jeroglíficos que
representan sucesos históricos por medio de imágenes altamente
metafóricas. Es inevitable, pues, que la hipérbole, o lo que a
nosotros nos parece hipérbole, entre mayormente en las
descripciones de los profetas. Para la imaginación fría y prosaica
de Occidente, el estilo encendido y vívido de los profetas de
Oriente puede parecer ampuloso y extravagante; pero hay
siempre un substrato de realidad que subyace a las figuras y a
los símbolos, los cuales, mientras más se estudian, más se
recomiendan al juicio del lector. Revoluciones sociales y políticas,
cambios morales y espirituales, son prefigurados por
convulsiones y catástrofes físicas; y si estos fenómenos naturales
afectan la imaginación todavía más poderosamente, no son
figuras inapropiadas cuando se capta la verdadera importancia
de los acontecimientos que representan. La tierra convulsionada
por terremotos, montañas ardiendo que son lanzadas al mar,
estrellas que caen como hojas, los cielos incendiados, el sol
cubierto de cilicio, la luna convertida en sangre, son imágenes de
espantosa grandeza, pero no son necesariamente
representaciones impropias de grandes conmociones civiles – el
derrumbe de tronos y dinastías, las desolaciones de la guerra, la
abolición de antiguos sistemas, y grandes revoluciones morales y
espirituales. En profecía, como en poesía, lo material es
considerado tipo de lo espiritual, y las pasiones y emociones de
la humanidad encuentran expresión en señales y síntomas
correspondientes en la creación inanimada. ¿Trae el profeta
buenas nuevas? Llama a las montañas y a los collados a
prorrumpir en canción, y a los árboles del bosque a batir palmas.
¿Es su mensaje de lamentación y de ay? Los cielos están de
luto, y el sol se oscurece cuando se pone. Por muy ansioso que
esté de apegarse a la sola letra de la palabra, nadie pensaría en
insistir que tales metáforas deben interpretarse literalmente, ni
que deben cumplirse literalmente. Lo más que tenemos derecho
a pedir es que haya sucesos históricos que correspondan y estén
a la altura de tales fenómenos; grandes movimientos morales y
sociales capaces de producir emociones tales como parecen
implicar estos fenómenos físicos.

Puede ser útil elegir algunos de los más notables de estos


símbolos proféticos que se encuentran en el Antiguo Testamento,
para que podamos observar las ocasiones en que se emplearon,
y descubrir el sentido en el cual deben ser entendidos.

En Isaías 13, tenemos una predicción muy notable de la


destrucción de la antigua Babilonia. Está concebida en el más
alto estilo poético. Jehová de los ejércitos pasa revista a las
tropas para la batalla; se oye estruendo de ruido de reinos, de
naciones reunidas; se proclama que el día de Jehová está cerca;
las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; el sol se
oscurecerá al nacer, la luna no dará su resplandor; los cielos se
estremecerán, y la tierra se moverá de su lugar. Se observará
que todas estas imágenes, cuyo cumplimiento literal involucraría
la destrucción de toda la creación material, se emplean para
describir la destrucción de Babilonia por los medos.

Nuevamente, en Isaías 24, tenemos una predicción de juicios a


punto de caer sobre la tierra de Israel; y entre otras
representaciones de los ayes inminentes, encontramos las
siguientes: “Las ventanas de los cielos están abiertas; se
estremecen los fundamentos de la tierra; la tierra será
enteramente vaciada, y completamente saqueada; la tierra se
destruyó, cayó; la tierra se tambaleará como borracho, y será
removida como choza de labrador; caerá y no se levantará más,”
etc. Todo esto simboliza la convulsión civil y social que estaba a
punto de ocurrir en la tierra de Israel.

En Isaías 34, el profeta anuncia juicios contra los enemigos de


Israel, en particular Edom, o Idumea. Las imágenes que emplea
son de la descripción más sublime y terrible: “Los montes se
disolverán por la sangre de los cadáveres. Todo el ejército de los
cielos se enrollará como un libro, y caerá todo su ejército, como
se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera”. “Sus
arroyos se convertirán en brea, y su polvo en azufre, y su tierra
en brea ardiente. No se apagará de noche ni de día,
perpetuamente subirá su humo; de generación en generación
será asolada, nunca jamás pasará nadie por ella”.

No es necesario preguntar: ¿Se han cumplido estas


predicciones? Sabemos que sí; y su cumplimiento permanece en
la historia como un monumento perpetuo a la verdad de
Apocalipsis. A Babilonia, Edom, Tiro, los opresores o enemigos
del pueblo de Dios, se les ha hecho beber de la copa de la
indignación de Dios. El Señor no ha dejado caer a tierra ninguna
de las palabras de sus siervos los profetas. Pero nadie
pretenderá decir que los símbolos y figuras que describían estos
derrumbes se verificaron literalmente. Estos emblemas son el
ropaje de la descripción, y se usan simplemente para aumentar el
efecto y para dar vividez y grandeza a la escena.

De manera semejante, el profeta Ezequiel usa imágenes de un


tipo muy similar al predecir las calamidades que vendrían sobre
Egipto: “Y cuando te haya extinguido, cubriré los cielos, y haré
entenebrecer sus estrellas; el sol cubriré con nublado, y la luna
no hará resplandecer su luz. Haré entenebrecer todos los astros
brillantes del cielo por tí, dice Jehová el Señor” (Eze. 32:7,8).

De forma parecida, los profetas Miqueas, Nahum, Joel, y


Habacuc describen la presencia y la intervención del Altísimo en
los asuntos de las naciones, presencia e intervención que están
acompañadas por estupendos fenómenos naturales: “Porque he
aquí, Jehová sale de su lugar, y descenderá y hollará las alturas
de la tierra. Y se derretirán los montes debajo de él, y los valles
se hendirán como la cera delante del fuego, como las aguas que
corren por un precipicio” (Miqueas 1:3,4).

“Jehová marcha en la tempestad y el torbellino, y las nubes son


el polvo de sus pies. Él amenaza al mar, y lo hace secar, y agosta
todos los ríos. Los montes tiemblan delante de él, y los collados
se derriten; la tierra se conmueve a su presencia, y el mundo, y
todos los que en él habitan. Su ira se derrama como fuego, y por
él se hienden las peñas” (Nahum 1:3-6).

Estos ejemplos pueden bastar para mostrar lo que en realidad es


evidente, que en lenguaje profético se emplean los más sublimes
y terribles fenómenos naturales para representar convulsiones y
revoluciones nacionales y sociales. Las imágenes, que si se
cumplieran darían como resultado la total disolución de la
estructura del globo terráqueo y la destrucción del universo
material, en realidad no pueden significar otra cosa que la caída
de una dinastía, la toma de una ciudad, o el colapso de una
nación.

El siguiente es el punto de vista de Sir Isaac Newton sobre este


tema, posición que es substancialmente justa, aunque quizás
llevada un poco demasiado lejos al suponer que hay, de hecho,
un equivalente para cada figura empleada en la profecía:

“El lenguaje figurado de los profetas está tomado de la analogía


entre el mundo natural y un imperio considerado como potencia
mundial. En consecuencia, el mundo natural, que consiste del
cielo y la tierra, significa todo el mundo político, que consiste de
tronos y pueblos, o tanto de él como se considere en la profecía;
y las cosas en ese mundo significan cosas análogas en éste.
Porque los cielos y las cosas que en ellos hay significan tronos y
dignatarios, y los que disfrutan de ellos; y la tierra, con las cosas
que en ella hay, el pueblo inferior; y las partes más bajas de la
tierra, llamadas Hades o infierno, la parte más baja y miserable
de ellas. Grandes terremotos, y el temblor del cielo y la tierra,
representan el templo de reinos, para confundirlos y derribarlos;
la creación de un cielo nuevo y una nueva tierra, la desaparición
de los antiguos; el comienzo y el fin del mundo significan el
surgimiento y la ruina del cuerpo político de que se trate. El sol
significa toda la especie y la raza de hombres en los reinos del
mundo político; la luna significa el cuerpo de la gente común,
considerada como la esposa del rey; las estrellas, los príncipes y
grandes hombres subordinados; o los obispos y gobernantes del
pueblo de Dios, cuando el sol es Cristo. La puesta del sol, la luna,
y las estrellas; el oscurecimiento del sol, la luna convirtiéndose en
sangre, y la caída de las estrellas, el cese de un reino”.
Como adición, sólo citaremos las excelentes observaciones de un
sabio expositor, el Dr. John Brown, de Edinburgo:

“Entendido literalmente, ‘pasarán el cielo y la tierra’ es la


disolución del actual sistema del universo; y el período en que
esto debe tener lugar es llamado ‘el fin del mundo’. Pero una
persona bien familiarizada con la fraseología de las Escrituras del
Antiguo Testamento sabe que la disolución de la economía
mosaica y el establecimiento de la cristiana se describen a
menudo como la desaparición de la antigua tierra y los antiguos
cielos, y la creación de una nueva tierra y un nuevo cielo. ‘Porque
he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo
primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento’.
‘Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra que yo hago
permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá
vuestra descendencia y vuestro nombre’ (Isa. 65:17; 66:22)’. Del
período de la terminación de una dispensación y el comienzo de
la otra se dice que son ‘los últimos días’, y ‘el fin del mundo’, y se
describen como un temblor tal de los cielos y la tierra que
conduciría a la eliminación de las cosas que habían temblado
(Hag. 2:6; Heb. 14:26,27)”.

Parece, pues, que si la Escritura es la mejor intérprete de la


Escritura, tenemos en el Antiguo Testamento una clave para la
interpretación de las profecías en el Nuevo. El mismo simbolismo
se encuentra en ambos, y las imágenes de Isaías, Ezequiel, y los
otros profetas nos ayudan a entender las imágenes de Mateo,
Pedro, y Juan. Así como la disolución del mundo material no es
necesaria para el cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento, tampoco es necesaria para el cumplimiento de las
predicciones del Nuevo Testamento. Pero, aunque los símbolos
son expresiones metafóricas, no carecen de significado. No es
necesario alegorizarlos y encontrar un equivalente
correspondiente en cada tropo; es suficiente considerar las
imágenes como recursos empleados para aumentar lo sublime
de la predicción y para hacerla impresionante y grandiosa. Al
mismo tiempo, hay una propiedad verdadera y una realidad
subyacente en los símbolos de la profecía. Los hechos morales y
espirituales que representan, los cambios sociales y ecuménicos
que tipifican, no podían ser presentados adecuadamente por
medio de un lenguaje menos majestuoso y menos sublime. Hay
razón para creer que una inadecuada comprensión  de la
verdadera grandeza e importancia de sucesos tales como la
destrucción de Jerusalén y la abrogación de la economía judía es
la base del sistema de interpretación que sostiene que nada que
responda a los símbolos del Nuevo Testamento ha tenido lugar
jamás. De aquí las invenciones, no críticas y no bíblicas, de los
dobles significados, y los cumplimientos dobles, triples, y
múltiples de la profecía. No estamos preparados para negar que
conmociones físicas de la naturaleza y extraordinarios
fenómenos en los cielos y la tierra pueden haber acompañado los
estertores finales de la dispensación judía. Nos parece muy
probable que tales cosas sucedieron. Pero el cumplimiento literal
de los símbolos no es esencial para la verificación de la profecía,
la cual los hechos registrados de la historia han demostrado en
abundancia que es verdadera.

NOTA D

Acerca de “los nuevos cielos y la tierra nueva” (2 Pedro 3:13)

El apóstol distribuye el mundo entre  cielo  y  tierra, y dice que


fueron destruidos por medio de agua, y perecieron. Sabemos que
ni la composición ni la sustancia del uno ni de la otra fueron
destruidos, sino sólo los hombres que vivían en la tierra; y el
apóstol nos habla (ver. 7) del cielo y la tierra que había entonces,
y que fueron destruidos por agua, distintos de los cielos y la tierra
que había ahora, y que habrían de ser consumidos por fuego; sin
embargo, en cuanto a la estructura visible del cielo y la tierra,
eran los mismos tanto antes del Diluvio como en los tiempos del
apóstol, y permanecen hasta la fecha; cuando todavía es cierto
que los cielos y la tierra, de los cuales hablaba, habrían de ser
destruidos y consumidos por fuego en aquella generación. Para
aclarar nuestro fundamento, debemos, pues, considerar lo que el
apóstol quiere decir con cielos y tierra en estos dos lugares.

1.  Es seguro que lo que el apóstol quiere decir con “el mundo”,
con su cielo, y la tierra (vers. 5,6), que fue destruida; lo mismo, o
algo de esta clase, quiere decir con los cielos y la tierra que
habrían de ser consumidos y destruidos por el fuego (ver. 7); de
lo contrario, no habría ninguna coherencia en el discurso del
apóstol, ni ninguna clase de argumento, sino una mera falacia de
palabras.

2.  Es seguro que el diluvio no destruyó el mundo, ni la estructura


del cielo y la tierra, sino solamente a los habitantes del mundo;
por lo tanto, la destrucción que debía tener lugar por el fuego no
es la substancia de los cielos y la tierra, que no serán
consumidos sino hasta el último día, sino de las personas o los
hombres que vivieran en el mundo.

3.  Luego, tenemos que considerar en qué sentido se dice de los


hombres que viven en el mundo que son el mundo, y los cielos y
la tierra de él. Sólo insistiré en un caso para este propósito entre
muchos que pueden mencionarse: Isa. 51:15,16. El tiempo en la
obra mencionada aquí, de extender los cielos y echar los
cimientos de la tierra, fue llevada a cabo por Dios cuando agitó el
mar (ver. 15) y dio la ley (ver. 16), y dijo a Sion: Pueblo mío eres
tú; esto es, cuando sacó de Egipto a los hijos de Israel, y en el
desierto les formó en iglesia y estado; luego, extendió los cielos y
echó los cimientos de la tierra; esto es, produjo orden, y gobierno,
y belleza de la confusión en que se encontraban. Esto es
extender los cielos y echar los fundamentos del mundo. Y puesto
que es entonces cuando se menciona la destrucción de un
estado y gobierno, es con ese lenguaje que parece hablar del fin
del mundo. Así ocurre con Isa. 34:4, que no es sino la destrucción
d e l e s t a d o d e E d o m . O t r o t a n t o s e a fi r m a d e l
Imperio  Romano  (Apoc. 6:14), que los judíos constantemente
afirman que se quiere decir con  Edom  en los profetas. Y en la
predicción de nuestro Señor Jesucristo tocante a la destrucción
de Jerusalén (Mateo 24). La hace con expresiones de la misma
importancia. Es evidente, pues, que en lenguaje profético y la
manera de hablar, a menudo se entendían los cielos y la tierra
como el estado civil y religioso y la combinación de hombres en el
mundo, y los hombres de ella. Así ocurría con los cielos y la tierra
de aquel mundo que entonces fue destruido por el diluvio.

4.  Sobre esta base, afirmo que, en esta profecía de Pedro, con 
los cielos y la tierra se quiere decir la venida del Señor, el día del
juicio y la perdición de los impíos, que en la destrucción de aquel
cielo y aquella tierra se menciona, no el juicio último y final del
mundo, sino aquella total desolación y destrucción de la iglesia y
el estado judíos, que habría de tener lugar, para lo cual
presentaré estas dos razones, de muchas que podrían aducirse a
partir del texto:

(1) Porque lo que sea que se menciona aquí debía tener peculiar
influencia sobre los hombres de aquella generación. Él habla de
aquello que tenía que ver tanto con los profanos burladores como
con los burlados, y de que, como judíos, algunos de ellos creían
en la fe, y otros se oponían. Ahora bien, no había en aquella
generación ninguna preocupación particular, ni por aquel pecado,
ni por aquellas burlas, en cuanto al día del juicio en general; sino
un alivio peculiar por el uno y un temor peculiar por el otro, que
estaba cercano, en la destrucción de la nación judía; además,
había amplio testimonio tanto por el uno como por el otro del
poder y el dominio del Señor Jesucristo, que era el punto en
disputa entre ellos.

(2) Pedro les dice, después de la destrucción y el juicio de que


habla (ver. 7-13): “Pero nosotros esperamos, según sus
promesas, cielos nuevos y tierra nueva”, etc. Tenían esta
esperanza. Pero, ¿cuál es esa promesa? ¿Dónde podemos
encontrarla? Bueno, la tenemos en las mismas palabras y en la
misma carta, Isa. 65:17. Ahora bien, ¿cuándo será que Dios
creará estos nuevos cielos y esta nueva tierra, en los cuales
mora la justicia? Dice Pedro: “Será después de la venida del
Señor, después de aquel juicio y aquella destrucción de los
impíos, que no obedecen al evangelio”. Pero ahora es evidente, a
partir de este pasaje en Isaías, en 66:21,22, que esta es una
profecía para los tiempos evangélicos solamente; y que la
extensión de estos nuevos cielos no es sino la creación de las
ordenanzas del evangelio que deben permanecer para siempre.
Lo mismo se expresa en Heb. 12:26-28.

Siendo éste el designio del lugar, no insistiré más sobre el


contexto, sino que abriré brevemente las palabras propuestas, y
fijaré la atención sobre la verdad contenida en ellas.

Primero, existe el fundamento de la inferencia y la exhortación


apostólicas, viendo que todas estas cosas, por preciosas que
parezcan, sin importar el valor que alguno les atribuya, se
disolverán, esto es, serán destruidas, y de aquella terrible y
horrenda manera que se ha mencionado antes, en un día de
juicio, de ira, y de venganza, por medio del fuego y la espada;
que otros se burlen de las amenazas de la venida de Cristo:
Vendrá y no tardará, y luego, los cielos y la tierra que Dios mismo
extendió – el sol, la luna, y las estrellas del sistema y la iglesia
judíos – todo el mundo antiguo de culto y de adoradores, que en
su obstinación se levantan contra el Señor Jesucristo, se
disolverá y se destruirá sensiblemente: sabemos que éste será el
fin de todas las cosas, y esto ocurrirá en breve.

No hay ninguna constitución externa ni estructura de cosas en


gobiernos o naciones, que no esté sujeta a disolución, y puede
ocurrirle, a manera de juicio. Si alguno desea que se le excluya, y
eso ocurre en muchos casos, de los cuales el apóstol hablaba en
términos proféticos (porque todavía no era tiempo de declararlo
abiertamente a todos) puede presentar su solicitud. *

*Sermón del Dr. Owen sobre 2 Pedro 3:11. Obras, reimpreso en


1721.

NOTA E

El Rev. F. D. Maurice acerca de “El  Último Tiempo”



(I Juan 2:18)


¿Cómo pudo decir Juan que éste era el último tiempo? ¿No ha
durado el mundo casi mil ochocientos años desde que él lo
abandonó? ¿No puede durar muchos años más?

“Muchos les dirán que no sólo Juan, sino también Pablo y todos
los apóstoles, actuaban bajo el engaño de que el fin de todas las
cosas se acercaba en su tiempo. Los que así hablan no están en
general dispuestos a subestimar la autoridad de estos hombres;
algunos adoptan esta opinión prácticamente, aunque puede que
no la expresen en palabras, y sostienen que a los escritores
bíblicos no se les permitía jamás cometer errores ni siquiera en
las cosas más insignificantes. Yo no digo eso; no hará temblar mi
fe en ellos descubrir que se han equivocado en nombres o puntos
cronológicos. Pero, si supusiera que ellos mismos habían sido
conducidos al error, y habían conducido al error a sus propios
discípulos, en un tema tan importante como este de Cristo
viniendo en juicio, y de los últimos días, me sentiría muy perplejo.
Porque es un tema al que ellos se refieren constantemente. Es
parte de su más profunda fe. Se mezcla con todas sus
exhortaciones prácticas. Si se equivocaran aquí, no veo dónde
pueden haber acertado.

“He descubierto que su lenguaje sobre este tema me ha sido de


la mayor utilidad para explicar el método de la Biblia; el curso del
gobierno de Dios sobre las naciones y los individuos; la vida del
mundo antes del tiempo de los apóstoles, durante su tiempo, y en
todos los siglos desde entonces. Si les hacemos a ellos la justicia
que debemos a todos los escritores, inspirados y no inspirados; si
les permitimos interpretarse a sí mismos, en vez de imponerles
nuestras interpretaciones, creo que entenderemos un poquito
más de su obra y de la nuestra. Si tomamos sus palabras simple
y literalmente con respecto al juicio y el fin que ellos esperaban
en su día, sabremos qué posición ocupaban con respecto a sus
antepasados y con respecto a nosotros. Y en lugar de una
concepción muy vaga, débil, y artificial del juicio que debemos
esperar, aprenderemos cuáles son nuestras necesidades por
medio de las de ellos; cómo nos cumplirá Dios a nosotros todas
sus palabras por la manera que les cumplió a ellos Sus palabras.

“No es una idea nueva, sino muy antigua y común, la de que la


historia del mundo se divide en ciertos períodos grandes. En
nuestros días, se les ha estado imponiendo a hombres pensantes
la convicción de que hay una amplia distinción entre la historia
antigua y la moderna. M. Guizot se espacia especialmente sobre
la unidad y la universalidad de la historia moderna, en contraste
con la división de la historia antigua en una serie de naciones que
apenas tenían simpatías comunes. La cuestión es dónde
encontrar el límite entre estos dos períodos. Los estudiantes han
especulado mucho sobre éstos; la mayoría de estas
especulaciones han sido plausibles y sugieren verdades; algunas
son muy confusas; ninguna, creo yo, es satisfactoria. Una de las
más populares, la que supone que la historia moderna comienza
cuando las tribus bárbaras se establecieron en Europa, sería
bastante fatal para la doctrina de M. Guizot. Porque ese
establecimiento, aunque fue un suceso muy importante e
indispensable para la civilización moderna, rompía
temporalmente la unidad que había existido antes. Era como la
reaparición de aquella separación de tribus y razas, que él
supone ha sido la característica especial del mundo anterior.

“Ahora bien: ¿Podemos esperar alguna luz sobre este tema en la


Biblia? No creo que cumpliría sus pretensiones si no pudiéramos
encontrarla. Ella profesa presentar los caminos de Dios a las
naciones y a la humanidad. Podríamos muy bien contentarnos
con que nos dijera muy poco de las leyes físicas; podríamos
contentarnos con que guardase silencio acerca de los cursos de
los planetas y la ley de gravedad. Puede que Dios tenga otros
métodos para dar a conocer estos secretos a sus criaturas. Pero
lo que concierne al orden moral del mundo y al progreso
espiritual de los seres humanos cae directamente dentro de la
esfera de la Biblia. Nadie podría estar satisfecho con ella si
guardase silencio con respecto a estos últimos. En consecuencia,
todos los que suponen que ella guarda silencio sobre este punto,
por mucha importancia que le atribuyan a lo que ellos llaman su
carácter religioso; por mucho que puedan suponer que sus
mayores intereses dependen de su creencia en sus oráculos,
están obligados a tratarla como un libro muy desarticulado y
fragmentario. Ellos proporcionan la mejor excusa a los que dicen
que no es un libro íntegro, como hemos creído que es, sino una
colección de los dichos y opiniones de ciertos autores, en
diferentes épocas, no muy consistentes los unos con los otros.
Por otra parte, ha existido la más fuerte convicción en las mentes
de lectores ordinarios, así como en las de estudiantes, de que el
libro sí nos habla de cómo las épocas pasadas, y las por venir,
tienen que ver con la develación de los misterios de Dios – qué
parte ha jugado un país y otro en Su gran drama – hasta qué
punto están convergiendo todas las líneas de su providencia. El
inmenso interés que ha despertado la profecía – un interés no
destruido, ni siquiera disminuido, por los numerosos desengaños
que las teorías de los hombres sobre ella han tenido que
encontrar – es prueba de cuán profunda y cuán ampliamente
difundida es esta convicción. En vano tratan los teólogos de
disuadir a lectores sencillos y sinceros de que estudien las
profecías insistiéndoles que no tienen tiempo libre para tal
actividad, y en que deberían ocuparse de cosas más prácticas. Si
sus conciencias les indican que hay algún fundamento para sus
advertencias, todavía les parece que no podrían hacerles caso
por completo. Están seguros de que tienen algún interés en los
destinos de su raza, así como en los destinos individuales. No
pueden separar el uno del otro; tienen que creer que hay luz en
alguna parte acerca de ambos. No me atrevo a desanimar a los
que tienen tal certidumbre. Si la sostenemos con fuerza, puede
ser un gran instrumento para sacarnos de nuestro egoísmo.
Temo que la perdamos, como ciertamente la perderemos si
adquirimos el hábito de considerar la Biblia como un libro de
adivinanzas y acertijos, y de esperar sin descanso que ciertos
sucesos externos ocurran en ciertas fechas que hemos fijado
como los que han predicho los apóstoles y los profetas. La cura
para tales desatinos, que son realmente muy serios, reside, no en
un descuido de la profecía, sino en una meditación más seria
sobre ella; recordando que la profecía no es un conjunto de
predicciones sueltas, como los dichos de un adivino, sino una
revelación de Aquél cuyas salidas son desde la eternidad; que es
el mismo ayer, hoy, y por los siglos, cuyas acciones en una
generación son establecidas por las mismas leyes que sus
acciones en otra generación.

“Si os hablara alguna vez del Apocalipsis de Juan, me explayaría


mucho más sobre este tema. Pero lo dicho es para introducir la
observación de que la Biblia trata la caída del sistema judío como
el fin de un gran período en la historia humana y el principio de
otro. Juan el Bautista anuncia la presencia de Uno “en cuya mano
está el aventador; y limpiará su era; y recogerá su trigo en el
granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará”. Los
evangelistas dicen que estas palabras quieren decir que Jesús de
Nazaret después bajó a las aguas del Jordán, y que, al salir de
ellas, fue declarado Hijo de Dios, sobre el cual descendió el
Espíritu en forma visible.

“Nosotros tenemos por costumbre separar a Jesús el Salvador de


Jesús el Rey y Juez. Ellos no. Nos dicen desde el comienzo que
él llegó predicando el reino de los cielos. Nos cuentan que
llevaba a cabo acciones de juicio, así como actos de liberación.
Nos informan de las tremendas palabras que dirigía a los fariseos
y a los escribas, así como del evangelio que les predicaba a los
publicanos y pecadores. Y antes del fin de su ministerio, cuando
sus discípulos le preguntaron acerca de los edificios del templo,
habló claramente de un juicio que Él, el Hijo del hombre,
ejecutaría antes de que se acabase aquella generación. Y para
dejar claro que quería que le entendiésemos estricta y
literalmente, añadió: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán”. Este discurso, que Mateo, Marcos, y Lucas
nos informan cuidadosamente, no es ajeno al resto de sus
discursos y parábolas, ni al resto de sus obras. Todos contienen
la misma advertencia. Están llenos de gracia y de misericordia –
mucha más gracia y misericordia de lo que hemos supuesto; son
testimonio de un Ser lleno de gracia y misericordia; pero son
testimonio de que las habitaciones de los que no gustaban de
este Ser sólo porque éste era su carácter, los que buscaban otro
ser semejante a ellos mismos, esto es, un ser sin gracia y sin
misericordia, les serían hechas desiertas.

“Cuando, pues, después de la ascensión de nuestro Señor, los


apóstoles salieron a predicar el evangelio y a bautizar en su
nombre, su primer deber era anunciar que aquel Jesús a quien
los dirigentes de Jerusalén habían crucificado era Señor y Cristo;
su segundo deber era predicar la remisión de los pecados y el
don del Espíritu Santo en su nombre; su tercer deber era predecir
la venida de un día grande y terrible del Señor, y decir a todos los
que escuchasen: “Salvaos de esta  generación desgraciada”. Era
el lenguaje que Pedro usó en el día de Pentecostés; fue
adoptado, con las variantes que requerían las circunstancias de
los oyentes, por todos aquellos a los que se les confió el mensaje
del evangelio. Sin duda, era peculiarmente aplicable a los judíos.
Ellos habían sido hechos mayordomos de los dones de Dios para
el mundo. Habían desperdiciado los bienes de su Maestro, y ya
no habrían de ser más mayordomos. Pero no vemos a los
apóstoles limitando su lenguaje a los judíos. Hablando en Atenas
– con palabras especialmente apropiadas para una ciudad
pagana culta y filosófica – Pablo declara que Dios “ha establecido
un día en el cual juzgará al mundo por aquel varón a quien
designó”, y señala a la resurrección de los muertos como el
suceso que establecerá quién es ese Hombre. ¿Por qué fue esto
así? Porque los apóstoles creían que el rechazo del pueblo judío
era la manifestación del  Hijo del Hombre; un testigo a todas las
naciones de quién era su Rey; un llamado a todas las naciones a
deshacerse de sus ídolos y confesarle a Él. El evangelio debía
explicar el significado de la gran crisis que estaba a punto de
tener lugar; de decirles a los gentiles y a los judíos lo que esto
implicaría; de anunciarlo nada menos que como el comienzo de
una nueva era en la historia del mundo, cuando el Hombre
crucificado reclamaría un imperio universal, y contendería con el
César romano y otros tiranos de la tierra que se le opusieran.

“Este punto de vista bíblico del ordenamiento de los tiempos y las


sazones armoniza por completo con la conclusión a la que ha
llegado M. Guizot mediante la observación de los hechos. El
nacimiento de nuestro Señor casi coincidió con el establecimiento
del Imperio Romano en la persona de Augusto César. Aquel
imperio aspiraba a aplastar a las naciones y a establecer una
gran supremacía mundial. La nación judía había sido testigo
contra todos estos experimentos en el mundo antiguo. Había
caído bajo la tiranía babilónica, pero había surgido nuevamente.
Y el tiempo que siguió a su cautiverio fue el gran tiempo del
despertar de la vida nacional en Europa – el tiempo en que las
repúblicas griegas florecieron – el tiempo en que la República
Romana iniciaba su gran carrera.

“La nación judía había sido abrumada por los ejércitos de la


República Romana; todavía conservaba los antiguos signos de
su nacionalidad, su ley, su sacerdocio, su templo. Éstos les
parecían ridículos e insignificantes a los emperadores romanos,
aun a los gobernadores romanos que administraban la pequeña
provincia de Judea, o la provincia mayor de Siria, en la cual a
menudo se incluía. Pero encontraron a los judíos muy
problemáticos. Su nacionalismo era de una clase peculiar, y de
una desusada fortaleza. Cuando eran más degradados no podían
separarse de él. Iniciaban innumerables rebeliones, con la
esperanza de recobrar lo que habían perdido, y de establecer el
reino universal que creían estaba destinado para ellos, no para
Roma. La predicación de nuestro Señor les declaraba que había
tal reino universal – que Él, el Hijo de David, había venido a
establecerlo en la tierra. Los judíos soñaban con otra clase de
reino, con otra clase de rey. Querían un reino judío, que
pisotearía las naciones, tal como el Imperio Romano les estaba
pisoteando; querían un rey judío que fuese básicamente como el
César romano. Era un concepto tenebroso, horrible, odioso;
combinaba todo lo más estrecho en la forma más degradante del
nacionalismo, con todo lo más cruel y más destructor de la vida
personal y moral en la peor forma de imperialismo. Reunía en sí
mismo todo lo que era peor en la historia del pasado. Proyectaba
la sombra de lo que sería peor en el tiempo venidero. Los
apóstoles anunciaban que la ambición maldita de los judíos se
vería frustrada por completo. Decían que se acercaba una nueva
era – la era universal, la era del Hijo del hombre, que sería
precedida por una gran crisis que zarandearía, no sólo la tierra,
sino también los cielos; no sólo lo que pertenecía al tiempo, sino
también todo lo que pertenecía al mundo espiritual, y a las
relaciones del hombre con él. Decían que este zarandeo sería tal
que sacudiría lo que no se podía sacudir – y que continuaría.

“He tratado, pues, de mostraros lo que Juan quería decir con  el


último tiempo, si hablaba el mismo lenguaje que nuestro Señor y
los otros apóstoles hablaban. No puedo decir qué cambios físicos
hayan buscado él o ellos. En aquel tiempo se observaron
fenómenos físicos – hambrunas, pestes, terremotos. Si ellos o
cualquiera de ellos suponía que estos cambios indicaban más
alteraciones en la superficie o la estructura de la tierra de lo que
ellos indicaban, no lo sé; éstos no son los puntos sobre los cuales
busco información, si ellos la dieron. Que ellos no esperaban el
fin de la  tierra  – lo que nosotros llamamos la destrucción de la
tierra – es claro a partir de esto, que el nuevo reino del cual ellos
hablaban habría de ser un reino en la tierra así como un reino de
los cielos. Pero su creencia de que un reino tal se había
establecido, y haría sentir su poder tan pronto la antigua nación
hubiese sido dispersada, ha sido, creo yo, corroborada en
abundancia por los hechos. No veo cómo podemos entender la
historia moderna correctamente sin aceptar esa creencia”.

1. Las Epístolas de Juan, por F. D. Maurice, M.A., Conferencia ix.

 
PA R T E I I I – L A PA R O U S Í A E N
EL APOCALIPSIS
“Probablemente, el libro de Apocalipsis nunca aceptará una
exposición completamente luminosa, a consecuencia de las
historias que tenemos de los tiempos a los cuales se refiere, y
que no corresponden a la escala ampliada de sus profecías. Pero
la dirección en que es más prudente buscar una solución a sus
enigmas es desde el punto de vista que considera que se escribió
antes de la destrucción de Jerusalén, para animar a aquéllos
cuyos corazones desfallecían de temor por las cosas que
sobrevendrían rápidamente a la tierra; esto es, que el libro tiene
que ver primordial y principalmente con acontecimientos en los
cuales sus primeros lectores se interesaban sólo de manera
inmediata; que despliega una serie de imágenes dudosamente
cronológicas, y quizás parcialmente contemporáneas, de sucesos
que tendrían lugar pronto”.  Catholic Thoughts on the Bible and
Theology, cap. 35, p. 361.

INTERPRETACIÓN DEL APOCALIPSIS

Ahora llegamos a considerar la parte más difícil y más oscura de


la revelación divina, y muy bien podemos hacer una pausa en el
umbral de una región tan envuelta en el misterio y la oscuridad.
Los conspicuos fracasos de los sabios y eruditos que con
demasiada confianza han profesado descifrar el místico rollo del
vidente apocalíptico nos advierten contra la presunción. Hasta
podemos sentir que se justifica que declinemos por completo una
tarea que ha desconcertado a tantos de los más capaces y
mejores intérpretes de la Palabra de Dios. Pero, por otro lado,
¿hacemos honor al libro rehusando abrirlo y declarándolo
obscuro sin remedio? ¿Se justifica que tratemos así cualquier
porción de la revelación que Dios nos ha dado? ¿Debe el libro
ser casi entregado por completo a adivinadores y charlatanes,
para ser diversión de sus fantásticas especulaciones? No; no
podemos pasarlo por alto. Querámoslo o no, el libro reclama
nuestra atención, e insiste en ser oído. Después de todo, debe
tener un significado, y vamos a hacer lo mejor que podemos para
comprender ese significado. ¡Maravilloso libro! Después de siglos
de erróneas interpretaciones y perversión, todavía tiene el poder
de llamar la atención y fascinar el interés de cada uno de sus
lectores. Rehúsa convertirse en el hazmerreír de la impostura y la
locura; no puede ser degradado ni siquiera por la ignorancia y la
presunción de fanáticos y adivinos; nunca puede ser otra cosa
que la Palabra de Dios, y por lo tanto debe ser tenido en
reverencia por nosotros.

Pero, ¿es inteligible? La respuesta a esto es: ¿Fue escrito para


que se entendiera? ¿Fue un libro enviado por un apóstol a las
iglesias de Asia Menor, con una bendición para sus lectores, una
mera jerigonza ininteligible, un enigma inexplicable para ellos?
Eso difícilmente puede ser cierto. Pero si el propósito era que el
libro revelara los secretos de tiempos distantes, ¿no debería
haber sido por necesidad ininteligible para sus primeros lectores
– y no sólo ininteligible, sino hasta fuera de lugar e inútil? Si
hablaba, como algunos quieren hacernos creer, de hunos y
godos y sarracenos, de emperadores medievales y de papas, de
la Reforma protestante y de la Revolución Francesa, ¿qué
posible interés o significado podría tener para las iglesias
cristianas de Éfeso, Esmirna, Filadelfia, y Laodicea?
Especialmente cuando consideramos las circunstancias reales de
aquellos cristianos primitivos – muchos de ellos soportando
crueles sufrimientos y penosas persecuciones, y todos ellos
esperando ansiosamente que se acercase la hora de liberación
que ahora estaba cercana – ¿qué propósito habría servido
enviarles un documento que se les instaba a leer y considerar, y
que, sin embargo, se ocupaba de acontecimientos históricos tan
distantes que estaban fuera del alcance de sus simpatías, y tan
obscuro que aún hoy día los críticos más sagaces difícilmente
concuerdan sobre un solo punto de él? ¿Es concebible que un
apóstol se burlase de los sufrimientos de los perseguidos
cristianos de su tiempo con oscuras parábolas sobre épocas
distantes? Si este libro tuviese realmente el propósito de ministrar
fe y consuelo a las mismas personas a las que fue enviado,
tendría incuestionablemente que tratar de asuntos en los cuales
ellas estaban interesadas práctica y personalmente. ¿Y no indica
esta misma y obvia consideración la verdadera clave del
Apocalipsis?  ¿No debe referirse por necesidad a cuestiones de
historia contemporánea?  La única hipótesis sostenible y
razonable es que fue destinado para ser entendido por sus
lectores originales, pero esto es tanto como decir que debe
ocuparse de los sucesos y transacciones de su propio tiempo, y
ello dentro de un espacio de tiempo comparativamente breve.

LIMITACIONES DE TIEMPO EN APOCALIPSIS

Esto no es mera conjetura. Está certificado por las expresas


declaraciones del libro. Si hay una cosa que más que ninguna
otra se afirma explícita y repetidamente en Apocalipsis es
la  cercanía  de los sucesos que predice. Esto se afirma, y se
reitera una y otra vez, al comienzo, en la mitad, y al final. Se nos
advierte que “el tiempo está  cerca“, “las cosas que deben
suceder  pronto“, “he aquí, vengo  presto“, “de cierto
vengo  presto“. Y, sin embargo, en presencia de estas
afirmaciones expresas y a menudo repetidas, la mayoría de los
intérpretes se ha sentido en libertad de ignorar por completo las
limitaciones de tiempo, y vagar a voluntad por épocas y centurias,
considerando el libro como un compendio de historia eclesiástica,
un almanaque de sucesos político-eclesiásticos para toda la
cristiandad para el fin del tiempo. Este ha sido un error garrafal,
fatal e inexcusable. Descuidar la definición obvia y clara de
tiempo tan constantemente dirigida a la atención del lector por el
libro mismo es tropezar en el mismo umbral. En consecuencia,
esta falta de atención ha viciado con mucho el mayor número de
interpretaciones apocalípticas. Puede decirse ciertamente que la
clave estuvo todo el tiempo colgada de la puerta, claramente
visible para todo el que tuviese ojos para ver; pero los hombres
han tratado de abrir la cerradura con una ganzúa, o de forzar la
puerta, o de escalarla de alguna otra manera, antes que
agenciarse una manera de entrar tan simple y preparada como
usar la llave fabricada y proporcionada para ellos.

Como este es un punto de la mayor importancia, e indispensable


para la correcta interpretación de Apocalipsis, es apropiado
presentar la prueba de que los sucesos descritos en el libro
ocurren dentro de un período de tiempo muy breve.

La primera frase, que contiene lo que puede llamarse el título del


libro, es por sí misma decisiva en cuanto a la cercanía de los
sucesos con los cuales se relaciona:

Cap. 1:1.  “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para


manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto“.

Y en caso de que se suponga que esta limitación no se extiende


a toda la profecía, sino que se refiere sólo a la introducción o a
alguna otra porción, la misma afirmación se repite, con las
mismas palabras, en la conclusión del libro. (Véase 22:6).

Cap. 1:3. “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras


de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el
tiempo está cerca”.
El lector no dejará de notar la significativa similitud entre esta
nota de tiempo y la consigna de los primeros cristianos. Decir o
kairoz egguz (el tiempo está cerca) era en realidad lo mismo que
decir o kusioz egguz (el Señor está cerca), Fil. 4:5. Ningunas
palabras podían afirmar más claramente la cercanía de los
sucesos contenidos en la profecía.

Cap. 1:7. “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y
los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán
lamentación por él. Sí, amén”.

“He aquí que viene” [Idou, ercetai] corresponde a “He aquí vengo
pronto” [Idou, ercomai], de Apoc. 22:7. Esto puede llamarse la
tónica de Apocalipsis; es la tesis o el texto del todo. Para los que
pueden persuadirse de que no hay ninguna indicación de tiempo
en una declaración como “He aquí que viene”, o que es tan
indefinida que puede aplicarse igualmente a un año, un siglo, o
un milenio, este pasaje puede que no sea convincente; pero para
todo juicio sincero, será prueba decisiva de que el suceso al que
se refiere es inminente. Es la consigna apostólica “¡Maranatha!”,
“el Señor viene” (1 Cor. 16:22). Hay una clara alusión también a
las palabras de nuestro Señor en Mat. 24:30. “Lamentarán todas
las tribus de la tierra”, etc., mostrando claramente que ambos
pasajes se refieren al mismo período y al mismo acontecimiento.

Cap. 1:19. “Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las
que han de ser después de éstas”.

La última cláusula no expresa adecuadamente el sentido del


original; debería ser “las cosdas que están  a punto de suceder
después de éstas” [a mellei genesqai meta tauta].
Cap. 3:10. “Yo te guardaré de la hora de la prueba que ha de
venir [está a punto de venir] sobre el mundo entero, para probar a
los que moran en la tierra”.

Una indicación de la cercana aproximación de la época de


violenta persecución, poco antes de cuyo estallido Apocalipsis
debe haber sido escrito.

Cap. 3:11. “He aquí, yo vengo pronto”.

Esta advertencia se repite una y otra vez por todo el Apocalipsis.


Su significado es demasiado evidente como para que necesite
una explicación.

Cap. 16:15. “He aquí, yo vengo como ladrón”.

Esta figura ya nos es conocida en relación con la Parusía. Pedro


declaró que “el día del Señor vendrá como ladrón” [en la noche]
(2 Ped. 3:10). Pablo escribió a los tesalonicenses: “Porque
vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor vendrá así
como ladrón en la noche” (1 Tesa. 5:2). Y ambos pasajes reflejan
las propias palabras de nuestro Señor en Mat. 24:42-44, con las
cuales inculcó vigilancia por medio de la parábola del “ladrón que
viene por la noche”. Aquí nuevamente, el momento y el suceso al
que se hace referencia son los mismos en todos los pasajes, y
nuestro Señor declaró que estarían dentro de los límites de la
generación que entonces existía.

Cap. 21:5,6.  “Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí,


yo hago nuevas todas las cosas… Y me dijo: Hecho está”.
Evidentemente, estas expresiones indican acontecimientos que
se apresuran rápidamente hacia su cumplimiento; no habría
ningún largo intervalo entre la profecía y su cumplimiento.

Cap. 22:10. “No selles las palabras de esta profecía, porque el


tiempo está cerca”.

Esta es sólo la repetición de otra forma de la declaración que se


hace en la afirmación precedente. ¿Cómo se puede atribuir un
sentido no literal a un lenguaje tan expreso y decisivo?

Cap. 22:6. “Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y


el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su
ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder
pronto”.

Este pasaje, que repite la afirmación hecha al comienzo de la


profecía (cap. 1:1), abarca el campo entero de Apocalipsis, y
establece de manera concluyente el hecho de que alude a
sucesos que debían tener lugar casi inmediatamente.

Cap. 22:7. “He aquí, vengo pronto”.

Cap. 22:12. “He aquí, yo vengo pronto”.

Cap. 22:20. “Ciertamente vengo en breve”.

Esta triple reiteración de la pronta venida del Señor, que es el


tema de la profecía entera, muestra claramente que ese
acontecimiento fue declarado con autoridad como cercano.

Así que tenemos un cúmulo de evidencia, de la clase más directa


y positiva, de que el Apocalipsis debía cumplirse dentro de un
período muy breve. Este es su propio testimonio, y a esta
limitación tenemos que atenernos absolutamente, si se le ha de
permitir al libro hablar por sí mismo.

LA FECHA DEL APOCALIPSIS

Si las conclusiones que anteceden están bien fundamentadas,


virtualmente deciden las muy debatidas cuestiones con respecto
a la fecha de Apocalipsis. Quizás puede aceptarse que el peso de
la autoridad, tal como está, se inclina del lado de la fecha tardía:
esto es, que fue escrito después de la destrucción de Jerusalén;
pero la evidencia interna nos parece abrumadora del lado de su
fecha temprana. Que el Apocalipsis contempla la Parusía como
inminente es ciertamente una proposición incontrovertible. Que la
Parusía está siempre representada como coincidente con el juicio
de la ciudad y nación culpables no es menos innegable. Los que
no logran encontrar la Parusía, la destrucción de Jerusalén, el
juicio de Israel, y el fin de la era [sunteleia tou aiwnoz] en el
Apocalipsis, como en todo el resto del Nuevo Testamento, y
encontrarlos también como acontecimientos inminentes,
realmente tienen que estar ciegos. ¿Qué otra tremenda crisis se
acercaba en el período al cual se podía referir el Apocalipsis? ¿O
qué acontecimiento podría ser más digno de ser descrito en las
imágenes sublimes y terribles del Apocalipsis que la catástrofe
final de la dispensación judía, y los sufrimientos sin paralelo con
que fue acompañada?

1. Que el Apocalipsis se escribió antes de la destrucción de


Jerusalén se seguirá por supuesto si puede mostrarse que ese
suceso forma en gran medida el tema de sus predicciones.
Creemos que esto puede hacerse para satisfacer a cualquier
mente razonable. Apelamos al cap. 1:7. “He aquí que viene con
las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los
linajes de la tierra harán lamentación por él”. “Los linajes de la
tierra” sólo puede significar el pueblo de Israel, como lo
demuestra la profecía original de Zac. 12:10-14, y todavía más el
lenguaje de nuestro Salvador en Mat. 24:30. No puede haber ni
sombra de duda de que la “venida” a la que se hace referencia es
la Parusía, la precursora del juicio, terrible para “los que le
traspasaron”, y siempre declarado por nuestro Salvador como
dentro de los límites de la generación existente.

2. Después de la más completa consideración de la notable


expresión th kuriakh hmera [el día del Señor], en Apoc. 1:10,
quedamos satisfechos de que no puede referirse al primer día de
la semana, sino que los intérpretes que entienden que se refiere
al período llamado en otra parte “el día del Señor” tienen razón.
No hay ningún ejemplo en el Nuevo Testamento de que al primer
día de la semana [domingo] se le llame “el día del Señor“; la frase
es apropiada y queda restringida por el uso al gran período
judicial que constantemente es representado en las Escrituras
como asociado con la Parusía. No hay diferencia en absoluto
entre h hmera kuriakh y h hmera tou kuriou. Nada podría ser más
violento que referirse en una frase a un período o un día y a otro
en una frase totalmente diferente. No hay evidencia de que la
frase “el día del Señor” tenía un significado fijo y definido en las
iglesias apostólicas. (Véase 1 Cor. 1:8; 5:5; 2 Cor. 1:14; 2 Tes.
2:2; 5:2; 2 Ped. 3:10). A pesar de la objeción de Alford por
razones gramaticales, sostenemos que no hay nada no
gramatical en la construcción que considera a th kuriakh hmera
como “el (gran) día del Señor”. Por el contrario, preferimos esta
construcción, por razones gramaticales: “Yo estaba en el espíritu
en el día del Señor”. Es decir, la Parusía es el punto de vista del
vidente del Apocalipsis, un hecho que es ampliamente apoyado
por el contenido del libro.
3. En Apocalipsis 3:10, se nos informa que era inminente una
temporada de severas pruebas, es decir, una encarnizada
persecución contra los que llevaban el nombre de cristianos, que
se extendía por todo el mundo [oikoumenh – o sea el Imperio
Romano]. Ahora bien, la primera persecución general contra los
cristianos fue la que tuvo lugar durante el gobierno de Nerón, en
el año 64 d. C. Inferimos que esta es la persecución que
entonces era inminente, y que, por lo tanto, el Apocalipsis se
escribió antes de esa fecha.

4. Que el libro se escribió antes de la destrucción de Jerusalén se


ve por el hecho de que se habla de la ciudad y del templo como
si todavía existiesen. (Véase cap. 11:1,2,8). Si Jerusalén hubiese
sido un montón de ruinas, es apenas probable que el apóstol
hubiese recibido la orden de medir el templo; que representase la
Santa Ciudad como a punto de ser hollada por los gentiles, o que
viese a los testigos yacer insepultos en sus calles.

5. En verdad, el Apocalipsis mismo es el gran argumento en favor


de que fue escrito antes de la destrucción de Jerusalén. Suponer
su carácter profético, y hacerle tener la misma relación con la
gran consumación llamada en el Nuevo Testamento “el fin del
tiempo” que la Ilíada tiene con el sitio de Troya. [Sic] Puede
afirmarse sin riesgo de equivocarse que sobre esta hipótesis es
incapaz de interpretación: tiene que continuar siendo lo que por
tanto tiempo ha sido, material para la especulación arbitraria y
fantástica; siempre cambiando con el cambiante aspecto del
mundo político y eclesiástico. Pero nos aventuramos a creer que
los puntos de vista por los que abogamos en este libro son
correctos, que la interpretación del Apocalipsis se vuelve posible,
y que tal interpretación lleva en sí misma su propia evidencia,
recomendándose a sí misma por su consistencia y adecuación a
todo juicio justo y honesto. Una verdadera interpretación habla
por sí misma; y como la llave correcta se ajusta a la cerradura,
demostrando así su adaptación, así también una interpretación
verdadera probará su corrección demostrando satisfactoriamente
la correspondencia entre los hechos históricos y los símbolos
proféticos.

EL VERDADERO SIGNIFICADO DEL APOCALIPSIS

Ahora estamos mejor preparados para atacar la pregunta: ¿Cuál


es el verdadero significado del Apocalipsis? El hecho de que,
según sus propias palabras, la acción del libro debe abarcar, por
necesidad, un período de tiempo muy corto, y el conocimiento
(aproximado) de la fecha de su composición, son ayudas
importantes para una correcta captación de su objetivo y su
alcance. Considerarlo como revelación del futuro distante,
cuando él mismo declara expresamente que tiene que ver con
cosas que deben suceder pronto; y esperar su cumplimiento en la
historia medieval o moderna, cuando él afirma que el tiempo está
cerca, es ignorar su más clara enseñanza y asegurar una errónea
interpretación y el fracaso. Estamos absolutamente silenciados
por el libro mismo en cuanto a la historia contemporánea del
período, y eso, también, dentro de límites muy estrechos.

Y aquí encontramos una explicación de lo que debe haber


parecido a lectores más cuidadosos de la historia evangélica
extremadamente singular, a saber, la total ausencia en el
evangelio de Juan de aquello que ocupa un lugar tan conspicuo
en los evangelios sinópticos – la gran profecía de nuestro Señor
en el Monte de los Olivos. El silencio de Juan en este evangelio
es tanto más notable cuanto que él era uno de los cuatro
discípulos favoritos que escucharon ese discurso; y sin embargo,
en su evangelio no encontramos ni el más leve rastro de él.
¿Cómo se explica esto? Puede decirse que los informes
completos de esa profecía, presentados por los otros
evangelistas hicieron innecesaria cualquier alusión a ella por
parte de Juan; pero, recordando el intenso interés del tema para
el corazón de todo judío, y su relación con las iglesias apostólicas
en general, sí parece inexplicable que el único de los oyentes
originales que dejó registro de los discursos de Cristo no haya
hecho mención de una predicción tan importante. Pero la
dificultad se explica si descubrimos que el Apocalipsis no es otra
cosa que una forma transfigurada de la profecía del Monte de los
Olivos. Y creemos que esto es lo que sucede. El Apocalipsis
contiene la gran profecía de nuestro Señor expandida,
alegorizada, y si se nos permite decirlo, dramatizada. Los mismos
hechos y acontecimientos predichos en los evangelios aparecen
en Apocalipsis, sólo que envueltos en un ropaje más figurado y
simbólico. Pasan delante de nosotros como escenas proyectadas
por la linterna mágica, ampliadas e iluminadas, pero no por eso
menos reales y verdaderas. Visto así, el Apocalipsis se convierte
en el suplemento del evangelio, y completa el registro del
evangelista.

A primera vista, esto parece una hipótesis gratuita y fantástica,


pero mientras más la consideramos, más probable la
encontraremos. Cordialmente nos suscribimos a las siguientes
palabras del Dr. Alford:

“La estrecha relación entre el discurso profético de nuestro Señor


en el Monte de los Olivos y la línea de profecía apocalíptica no
puede haber dejado de llamar la atención de cada uno de los
estudiantes de la Escritura. Si se sugiriese que esta relación
puede ser meramente aparente, y la sometemos a la prueba de
un examen más minucioso, nuestra primera impresión, creo, se
volverá más y más fuerte en el sentido de que las dos (siendo
revelaciones del mismo Señor concernientes a cosas por venir, y
que están, me parece a mí, unidas por el cuarto ay, que introduce
los sellos, a la misma referencia a la venida de Cristo) deben,
correspondiendo como corresponden en orden e importancia,
responder la una a la otra en detalle; y así el discurso en Mateo
24 se convierte, como correctamente lo ha llamado Isaac
Williams, en  ‘el ancla de la interpretación apocalíptica’, y, puedo
añadir, la piedra de toque de los sistemas apocalípticos”.

Aun una ligera comparación entre los dos documentos, la


profecía y el Apocalipsis, bastará para mostrar la
correspondencia entre ellos. Los personajes dramáticos, si
podemos llamarles así – los símbolos que entran en la
composición de ambos – son los mismos. ¿Qué encontramos en
la profecía de nuestro Señor? Primero y principalmente, la
Parusía; luego, guerras, hambrunas, pestilencia, terremotos;
falsos profetas y engañadores; señales y maravillas; el
oscurecimiento del sol y de la luna; las estrellas que caen del
cielo; ángeles y trompetas, águilas y cadáveres, gran tribulación y
ayes; convulsiones de la naturaleza; Jerusalén hollada; el Hijo del
hombre que viene en las nubes del cielo; la reunión de los
elegidos; la recompensa de los fieles; el juicio de los impíos. ¿Y
no son precisamente éstos los elementos que componen el
Apocalipsis? Esto no puede ser una semejanza accidental; es
coincidencia, es identidad. Cualquier diferencia en el tratamiento
del tema surge de la diferencia en el método de la revelación. La
profecía está dirigida al oído, y el Apocalipsis al ojo: la una es un
discurso pronunciado a plena luz del día, en medio de la vida
real; el otro es una visión, contemplada en un estado de éxtasis,
revestida de imágenes magníficas, con un aire de irrealismo
como de objetos vistos en un sueño, que necesita traducirse al
lenguaje de la vida diaria antes de que pueda ser comprensible
como hechos reales.

ESTRUCTURA Y PLAN DEL APOCALIPSIS


Como se interpreta comúnmente, nada puede ser más suelto y
desconectado que la disposición del Apocalipsis. Parece un
intrincado laberinto, sin un plan inteligible, que abarca tiempo y
espacio, y forma un caos de heterogéneas edades, naciones, e
incidentes. En realidad, no hay ninguna composición literaria más
regular en su estructura, más metódica en su disposición, más
artística en su diseño. Ninguna tragedia griega está compuesta
con mayor arte ni con más estricta atención a las leyes
dramáticas. No es exageración decir con el erudito Henry More:
“Nunca hubo un libro escrito con tal arte como éste del
Apocalipsis; es como si cada palabra hubiese sido pesada en
balanza antes de ser puesta por escrito”. Y, sin embargo, el plan
de su construcción es sencillo, y casi evidente por sí mismo. El
número siete gobierna todo a través de él. El lector más
descuidado no puede dejar de notar cuatro de sus grandes
divisiones, que se distinguen por este número místico – las siete
iglesias, los siete sellos, las siete trompetas, y las siete copas.
Puesto que cada división tiene marcadas características con las
cuales se indican claramente su principio y su final, no es difícil
trazar las líneas entre las varias divisiones. Además de las cuatro
ya especificadas, encontramos otras tres visiones, a saber, la
visión de la mujer vestida de sol, la visión de la gran ramera, y la
visión de la esposa. Estas completan el número místico siete, y
forman la disposición clara y bien definida en la cual cae
naturalmente el contenido del Apocalipsis. Sería ciertamente
difícil inventar cualquier otra. Hay también un prefacio, o prólogo,
al principio del libro, y un epílogo, en la conclusión; de manera
que la disposición entera queda como sigue:

Prólogo Cap. 1:1-8


1. Visión de las Siete Iglesias Caps. 1,2,3
2. Visión de los Siete Sellos Caps. 4,5,6,7
3. Visión de las Siete Trompetas Caps. 8,9,10,11
4. Visión de la Mujer Vestida de Sol Caps. 12,13,14
5. Visión de las Siete Copas Caps. 15,16
6. Visión de la Gran Ramera Caps. 17,18,19,20
7. Visión de la Esposa Caps. 21;22:1-5
Epílogo Cap. 22:8-21

Tal es la disposición natural del libro, por lo que concierne a sus


grandes divisiones principales; hay también varias divisiones
subordinadas, o episodios, como se les puede llamar, que caen
bajo una u otra de las grandes divisiones. Descubriremos que en
las diferentes visiones hay una semejanza estructural común, y
que, más particularmente, cada división concluye con un final, o
una catástrofe, que representa un acto de juicio o una escena de
victoria y triunfo.

Pero la más notable característica del Apocalipsis, por lo que


concierne a su estructura, sigue sin ser observada. Es la de que
varias visiones pueden ser descritas como sólo  variadas
representaciones de los mismos hechos o
acontecimientos;  reorganizaciones y nuevas combinaciones de
los mismos elementos constituyentes. Esto es obviamente lo que
ocurre con dos de las grandes divisiones, a saber, la visión de las
siete trompetas y la de las siete copas. Son casi contrapartes la
una de la otra, y aunque la semejanza con las otras visiones no
es tan marcada, se descubrirá que todas son aspectos diferentes
del mismo gran acontecimiento. Si podemos aventurarnos a usar
tal ilustración, diríamos que las visiones no son telescópicas, que
miran a la distancia; sino caleidoscópicas, en que cada vuelta del
instrumento produce una nueva combinación de imágenes,
exquisitamente hermosas y magníficas, mientras que los
elementos que componen el cuadro continúan siendo
básicamente los mismos. Así como el sueño de Faraón era  uno
solo, aunque visto bajo  dos  formas diferentes, así también las
visiones del Apocalipsis son  una sola, aunque presentadas en
siete aspectos diferentes. La razón de la repetición es
probablemente la misma en ambos casos. “Y el suceder el sueño
a Faraón dos veces, significa que la cosa es firme de parte de
Dios, y que Dios se apresura a hacerla” (Gén. 41:32). De manera
similar, se declara que, por repetirse siete veces, los sucesos
predichos en el Apocalipsis son ciertos y cercanos.

EL NÚMERO SIETE EN EL APOCALPSIS

Todo lector del Apocalipsis tiene que impresionarse por la manera


en que se emplean ciertos números, no tanto en un sentido
aritmético, sino en un sentido simbólico. Los números tres,
cuatro, siete, diez, y doce, la mitad de siete, y doce al cuadrado,
se usan de esta significativa manera. De todos estos números
místicos, como puede llamárseles, el  siete  es el número
dominante, que encontramos ocurriendo continuamente desde el
principio hasta el fin del libro. No nos aventuraremos a afirmar
que se usa invariablemente en sentido simbólico, y nunca en
sentido literal y aritmético. Pero, que se emplea así
frecuentemente, si no generalmente, debe ser evidente para todo
lector cuidadoso. Era el número de dignidad entre los judíos, el
símbolo de totalidad o perfección, y significa todo de la especie, o
la clase más alta de la especie, a la cual se refiere. No es
necesario dónde ocurre este número para que requiera la
composición de todas las unidades; significa simplemente lo
completo o la excelencia. Por eso tenemos siete iglesias, siete
sellos, siete trompetas, siete copas, siete espíritus, siete
lámparas, siete cuernos, siete ojos, siete estrellas, siete montes,
siete reyes. Sería absurdo requerir el valor aritmético exacto en
todos estos casos, aunque sería imprudente afirmar que es
simbólico en cada uno de ellos. Pero, en el caso en que a
primera vista parece más manifiestamente literal, es decir, las
siete iglesias que se enumeran particularmente, es posible que
haya un simbolismo subyacente. Apenas puede suponerse que
sólo hubiese siete iglesias en toda Asia Menor; puede haber
habido siete veces siete; pero, sin duda, estas siete representan
el número total, no sólo en Asia, sino en todas partes. Lo que el
Espíritu les dijo a ellas, se los dijo a todas. Se descubrirá que,
para la correcta interpretación del Apocalipsis, no es de poca
importancia tener presente el carácter simbólico de los números
que se emplearon en el libro con mayor frecuencia.

EL TEMA DEL APOCALIPSIS

Ya hemos tratado de mostrar que el Apocalipsis es esencialmente


uno con la profecía del Monte de los Olivos; es decir, el tema de
ambos es la misma gran catástrofe; es decir, la Parousía, y los
acontecimientos que la acompañan. El Apocalipsis anuncia su
gran tema en la frase inicial del libro, después del prefacio o
prólogo. Esa frase inicial es el séptimo versículo del primer
capítulo:

“He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le
traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por
él. Sí, amén”.

Esta es la tesis de todo el discurso; el primer pronunciamiento


profético del libro, y también el último; la clave de la revelación
entera.
Se verá que estas palabras son el eco de la predicción de
nuestro Señor en Mateo 24:30:

“Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y


entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo
del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran
gloria”.

No es posible equivocar la referencia en estas palabras; no hay


ninguna ambigüedad ni incertidumbre en cuanto a la venida  de
quién  o a  cuál venida  se refiere. El  tiempo  y la  manera  de la
venida se indican claramente: está cercana. “He aquí que viene”.
Es en gloria: “Viene con las nubes”. Las dos predicciones son, de
hecho, idénticas. El tiempo de su cumplimiento se acercaba
ahora, porque la posición del vidente era en “el día del Señor”. Lo
que nuestro Salvador declaró que sería dentro de los límites de la
generación que entonces existía era ahora, al final de como
treinta o cuarenta años, en la víspera misma del cumplimiento. El
tañido fúnebre del destino estaba a punto de sonar. “He aquí que
viene”.

No se indica con menos claridad el  escenario  de la catástrofe


venidera.  Es la tierra de Israel. Esto se ve claro por la expresa
declaración de ambos pasajes, en el Apocalipsis y en el
evangelio: “Todas las tribus de la tierra” [pasai ai fulai thz ghz]. La
manera libre en que la frase se toma a veces como refiriéndose a
todas las naciones del globo terráqueo no puede ser reprochada
lo suficiente. La fuente original de la expresión (Zac. 12:12), “las
familias de la tierra” muestra que se quiere decir la tierra de
Israel, y especialmente la ciudad de Jerusalén; y se requiere una
limitación similar en las citas tanto del evangelio como del
Apocalipsis. La alusión a la crucifixión confirma vigorosamente
esta conclusión – “y los que le traspasaron”. Los crucificadores
del Señor de la gloria son “especialmente señalados de entre la
muchedumbre que ve con temor las señales del vengador que se
aproxima”.

LA PRIMERA VISIÓN

LOS MENSAJES A LAS SIETE IGLESIAS 1:10-20; 2, 3 

A pesar de lo que se ha dicho con respecto a las imágenes y al


simbolismo del Apocalipsis, no hay que olvidar que, detrás de
estos símbolos, hay por todas partes un substrato de hechos y
realidades. Sólo tenemos que leer los mensajes a las siete
iglesias para descubrir que estamos en una región de hechos
verdaderos e intenso realismo. Hay tal individualidad de carácter
en los delineamientos gráficos del estado espiritual de las siete
iglesias, que no podemos dudar de que son retratos exactos y
fieles de las comunidades cristianas que describen. En verdad, a
una extraña mezcolanza de figuras y hechos; pero no hay
ninguna dificultad en discriminar entre las unas y los otros; o más
bien, se empalman y se armonizan tan admirablemente que cada
uno presta vividez y fuerza al otro. También, la explicación de los
símbolos (ver. 20) les confiere existencias reales: “Las siete
estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete
candelabros que viste son las siete iglesias”.

Es apenas necesario decir que no hay el más mínimo


fundamento para la absurda teoría que representa a estos
delineamientos de la condición espiritual de las siete iglesias
como típicas de los estados sucesivos o las fases sucesivas de la
iglesia cristiana en otras tantas edades futuras. Tal hipótesis es
incompatible con las expresas limitaciones de tiempo
establecidas en el contexto, e inconsistente con la distintiva
individualidad de las varias iglesias a las cuales se dirigen los
mensajes. Todo muestra que es del presente, y del futuro
inmediato, de lo que trata el Apocalipsis. Los primeros lectores de
estas epístolas deben haber sentido que se dirigían
expresamente a ellos, y no a otras personas en otro tiempo. Sin
duda, es verdad que estas epístolas describen tipos de carácter
que se pueden repetir, y se repiten, continuamente, en
generaciones sucesivas; pero esto no altera el hecho de que
tenían aplicación directa y personal para las iglesias
especificadas, una aplicación que jamás podrían tener para
ninguna otra.

Intentemos, entonces, ponernos en la situación de aquellas


iglesias primitivas en Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis,
Filadelfia, y Laodicea. Recordemos las prominentes
características y a los actores de aquel tiempo, y consideremos
las esperanzas y los temores, los peligros y las dificultades, que
ocupaban y agitaban sus mentes. ¿No es obvio que estas cosas
deben constituir por necesidad los elementos que entran en la
composición del libro entero? Si no, no es fácil ver qué especial
interés o preocupación podría tener para sus lectores originales,
cuya bendición se pronunció para los que lo leyeran, lo oyeran, y
guardasen sus palabras. ¿Qué, pues, encontramos en aquellos
primeros días? Cristianos que sufrían y eran perseguidos; judíos
malignos y blasfemos; severos magistrados romanos; un tirano
brutal y caprichoso en el trono imperial; entre ellos mismos, falsos
maestros, apóstatas de la fe; degeneración y defección
generalizadas. Además de todo esto, encontramos una
expectativa general de una gran crisis cercana; la convicción de
que, por fin, había llegado el tiempo que a los cristianos se les
había enseñado a esperar y para el cual debían tener esperanza;
la hora de liberación de los fieles perseguidos; el día de
retribución y juicio para el enemigo y el opresor. La consigna
pasó de un hombre a otro, de una iglesia a la otra: “¡Maranatha!
El Señor está cerca. He aquí que viene. No tardará”. Sabemos de
cierto que este pensamiento ardía en los corazones de los
primeros cristianos, porque se les había enseñado a acariciarlo
por medio de las instrucciones de los apóstoles y por la promesa
del Maestro. Su esperanza no era la de los actuales cristianos –
vivir en la tierra el mayor tiempo posible, morir a avanzada edad,
y después ir al cielo, a esperar una plena y completa glorificación
en algún distante período. Su esperanza era no morir en
absoluto, sino vivir para dar la bienvenida a su Señor que
regresaba, ser cubiertos con sus vestiduras celestiales; ser
arrebatados en las nubes para encontrar al Señor en el aire; y así
estar siempre con el Señor.

Tales, incuestionablemente, eran las circunstancias, las


expectativas, y la actitud del pueblo cristiano que recibía estos
mensajes del libertador venidero por medio de su siervo Juan.
Será obvio cuán corresponde el contenido de estas epístolas a
las circunstancias de las iglesias. Hay un notable parecido común
en la estructura de las epístolas, como si hubiesen sido vaciadas
en el mismo molde o formadas según el mismo plan. Todas ellas
son, de manera natural, divisibles en siete partes:

1. El membrete.

2. El estilo o título del escritor.

3. Una declaración judicial del estado o carácter de la iglesia a la
que se dirige el mensaje.

4. Una expresión de felicitación o de censura.

5. Una exhortación a la penitencia, o a la perseverancia.

6. Una promesa especial “al que vence”.

7. Una proclamación a todos de que deben oír lo que el Espíritu
dice a cada una.
El punto principal, sin embargo que nos concierne en estas
epístolas a las iglesias es que en cada una de ellas encontramos
una clara alusión a una crisis grande e inminente, en que se ha
de administrar recompensa o castigo a cada uno según su obra.
Nadie puede dejar de impresionarse con las indicaciones de que
una esperada catástrofe está cercana. A Éfeso se le dice:
“Vendré pronto a tí” (2:5); a Esmirna, “Sufrirás tribulación durante
diez días” (2:10); a Pérgamo, “Vendré a ti pronto” (2:16); a Tiatira,
“Retened lo que tenéis hasta que yo venga” (2:25); a Sardis,
“Vendré sobre tí como ladrón” (3:3); a Filadelfia, “He aquí, yo
vengo pronto” (3:11); a Laodicea, “He aquí, yo estoy a la puerta y
llamo” (3:20). Es imposible concebir que estas urgentes
advertencias no tuviesen ningún significado especial para
aquéllos a quienes estaban dirigidas; que no significasen para
ellos más que lo que significan para nosotros; que se refieran a
una consumación que no ha tenido lugar todavía. Esto sería
privar a las palabras de todo significado. ¿Qué puede ser más
evidente que, en estos pronunciamientos cortos, directos, y
epigramáticos, todo es intensamente evidente, apremiante,
vehemente, como si no debiera perderse ni un momento, y la
negligencia pudiera ser fatal? Pero, ¿cómo podría ser consistente
esta apasionada urgencia con una consumación lejana, que
podría ocurrir en algún distante período de tiempo, que después
de mil ochocientos años está todavía en el futuro? ¿Por qué
recurrir a una explicación tan poco natural y tan insatisfactoria
cuando sabemos que hubo una consumación predicha y
esperada que habría de tener lugar en los días en que florecieron
estas iglesias? Concluimos, pues, que el período de recompensa
y retribución al que se refieren estas epístolas a la iglesias era el
“día del Señor” que se acercaba – la Parusía, que el Salvador
declaró tendría lugar antes de que pasara la generación que
presenció sus milagros y rechazó su mensaje.
LA SEGUNDA VISIÓN

LOS SIETE SELLOS (CAPS. 4, 5, 6, 7, 8, 1)

Introducción a la visión, caps. 4, 5


Ahora comienzan las verdaderas dificultades de la exposición


apocalíptica. Parece que pasamos a una región diferente, donde
todo es visionario y simbólico. El profeta es llamado por una voz
como de trompeta, que previamente le había hablado, a ascender
al cielo, para mostrarle allí  “las cosas que deben suceder
después de éstas” (4:1).

Hay una manifiesta referencia en estas palabras a las


instrucciones que se le dan al vidente en 1:19: “Escribe las cosas
que has visto, y las que son, y las que han de ser después de
éstas”. Son estas últimas las que ahora le van a ser reveladas al
profeta; siendo la frase “las que han de ser después de éstas” [a
dei genesqai] evidentemente sinónima de “las cosas que
sucederán después de éstas” [a mellei genesqai], indicando esta
última expresión que el tiempo de su cumplimiento está cercano.

Debemos pasar por alto la magnífica descripción de la celestial


majestad, que nos recuerda las sublimes visiones de Isaías y
Ezequiel, y llegar a la escena que el profeta contempla, “en la
mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito
por dentro y por fuera, sellado con siete sellos”. Un ángel fuerte
proclama en alta voz: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar
sus sellos?” Cuando nadie está a la altura de la tarea, y el vidente
queda abrumado de dolor porque el rollo místico debe
permanecer sin abrir, le consuela el anuncio que le hace uno de
los ancianos, de que “el León de la tribu de Judá, la Raíz de
David, ha prevalecido para abrir el libro y desatar sus siete
sellos”. En consecuencia, en medio del culto de adoración de la
hueste celestial y de todo el universo creado, el León-Cordero
avanza hacia el trono, toma el libro de la mano derecha del que
está sentado en él, y procede a romper sucesivamente los sellos
con que está atado.

Nada puede ser más vívido ni más dramático que las escenas
que aparecen sucesivamente al abrir el Cordero los sellos. Los
cuatro querubines que guardan el trono, anuncian, uno después
del otro, la apertura de los cuatro primeros sellos, en alta voz,
diciendo: “Ven”. Y al ser abierto cada uno, el vidente contempla
pasar una figura visionaria a través del campo visual, emblema
del contenido de la porción del rollo que se desenrolla. Se
observará que hay una gradación manifiesta en el carácter de
estas representaciones emblemáticas, que aumentan en
intensidad y terror desde la primera hasta la última.

¿Entonces, qué representan estos símbolos? Sólo se necesita un


vistazo para ver su naturaleza y carácter generales. Por todas
partes es GUERRA, y los acompañantes de la guerra – sangre,
hambruna, y muerte, todos conduciendo a una pavorosa
catástrofe final y terminando en ella, una catástrofe en la que los
elementos de la naturaleza parecen disolverse en ruina universal
– “el gran día de ira” (cap. 6).

¿De cuáles sucesos habla el profeta? Algunos quieren hacernos


creer que este es un compendio de historia universal; que aquí
tenemos las conquistas de la Roma imperial durante trescientos
años, hasta el establecimiento del cristianismo por Constantino
como religión del imperio. Se nos manda a los tomos de Gibbon
para que vaguemos a través de las edades en busca de
acontecimientos que correspondan a estos símbolos. Pero esto
es justamente lo que las siete iglesias de Asia no tenían ningún
poder para hacer. ¿No sería mofa invitar invitarles a estudiar y
comprender estas visiones, que no son luminosas para nosotros
ni siquiera con la ayuda de Gibbon? Ciertamente, los intérpretes
que proponen tales soluciones deben haber cerrado los ojos a las
expresas enseñanzas del libro mismo. Los términos de la
profecía nos impiden hacer todas estas vagas incursiones en la
historia general; quedamos limitados a lo  cercano, lo  inminente,
lo inmediato; a cosas que deben suceder pronto; a sucesos que
conciernen intensamente a los lectores originales del Apocalipsis:
“porque el tiempo está cerca“. Con esta luz en la mano, todo se
hace claro. Sólo tenemos que colocarnos en el tiempo y en las
circunstancias de aquellas iglesias primitivas, y estos símbolos
visionarios toman forma hasta convertirse en hechos históricos
ante nuestros ojos. El vidente está en el umbral de la crisis
largamente predicha y largamente esperada, para cuya llegada el
Salvador había preparado a sus discípulos en sus propios días y
antes de su partida. Así como la profecía que hizo en el Monte de
los Olivos comienza con guerras y rumores de guerras, y
continúa hablando de “Jerusalén rodeada de ejércitos”, y “la
abominación desoladora en el Lugar Santo”, hasta que culmina
en la aparente destrucción de la naturaleza universal y “la venida
del Hijo del Hombre en las nubes de los cielos”, así también
procede la profecía del Apocalipsis según el mismo método.

Aquí, entonces, la visión representa la cercana destrucción de


Jerusalén y el juicio del territorio culpable. Es “el último tiempo”, y
el discípulo amado, que escuchó la profecía en el Monte, ahora
contempla su cumplimiento en visión. Su corazón está lleno de
un solo pensamiento, sus ojos de una sola escena. La tormenta
de venganza está preparándose sobre su propia tierra; sobre su
propia nación – la ciudad y el templo de Dios. Los ejércitos se
reúnen para el conflicto; y, al abrirse un sello tras otro, contempla
las sucesivas oleadas de aquel tremendo diluvio de ira que
estaba a punto de abrumar a la devota tierra de Israel. Creemos
que este es el significado de la visión simbólica de los siete
sellos. Es sólo otra forma de la misma catástrofe predicha por
nuestro Salvador a sus discípulos; pero ahora la hora ha llegado;
el fin de la era está cercano, y los ministros de la ira divina son
desatados sobre la nación culpable.

APERTURA DEL PRIMER SELLO

Cap. 6:1, 2. “Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a


uno de los cuatro seres vivientes decir como con voz de trueno:
Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo
montaba tenía un arco; y le fue dada una corona, y salió
venciendo, y a vencer”.

Se verá que nosotros consideramos esta visión como


emblemática de la guerra judía, que fue precursora del gran
acontecimiento final de la Parusía. En la apertura del primer sello,
contemplamos el primer acto del trágico drama. Es anunciado por
uno de los cuatro seres místicos, representado como guardando
el trono de Dios, y que exclama con voz de trueno: “Ven”, y he
aquí que un guerrero armado, montado en un caballo blanco, y
teniendo un arco en la mano, pasa delante del campo visual. Se
le da una corona al guerrero, que sale venciendo y a vencer.

Esta es una representación vivísima de la primera escena del


trágico drama de la guerra contra los judíos que comenzó durante
el reinado de Nerón, A. D. 66, dirigida por Vespasiano. En la
primera escena vemos al invasor romano avanzar al combate.
Todavía la guerra no ha comenzado realmente, el guerrero
cabalga sobre un caballo  blanco; sostiene un arco en su mano,
un arma que se usa a distancia. Es una fantasía ver en la corona
dada al jinete un presagio de que la diadema habría de ser
puesta sobre la cabeza de Vespasiano. ¿O es sólo una señal de
victoria? Comoquiera que sea, la totalidad de las imágenes, como
observa Alford, habla de victoria. – “Salió venciendo y a vencer”.

APERTURA DEL SEGUNDO SELLO

Cap. 6: 3, 4.  “Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo ser


viviente, que decía: Ven y mira. Y salió otro caballo, bermejo; y al
que lo montaba le fue dado poder de quitar de la tierra la paz, y
que se matasen unos a otros; y se le dio una gran espada”.

Este símbolo también habla por sí mismo. Las hostilidades han


comenzado ya; el caballo blanco es reemplazado por uno
bermejo [rojo], el color de la sangre. El arco cede su lugar a la
espada. Es una gran espada, porque la matanza va a ser terrible.
La paz huye de la tierra: todo es conflicto y derramamiento de
sangre. Es una guerra tanto civil como extranjera. – “Se matasen
unos a otros”.

Todo esto representa adecuadamente los hechos históricos. La


guerra contra los judíos, dirigida por Vespasiano, comenzó en
Galilea, a la mayor distancia posible de Jerusalén, y
gradualmente se acercó más y más a la ciudad sentenciada. Los
romanos no fueron los únicos agentes en la obra de exterminio
que despobló la tierra; las facciones hostiles entre los mismos
judíos volvían sus armas las unas contra las otras, de modo que
podía decirse que “la mano de cada uno se volvió contra su
hermano”. Este cambio del arco por la espada indica que los
combatientes ahora se habían acercado, y luchaban cuerpo a
cuerpo: es otro acto de la misma tragedia.

Vale la pena notar que el lenguaje del cuarto versículo indica, no


oscuramente, el escenario de la guerra. La paz es quitada de la
tierra  [ek thz ghz]. Stuart ha interpretado correctamente esta
circunstancia: “Aquí se denota especialmente, no la tierra entera,
sino la tierra de Palestina“.

APERTURA DEL TERCER SELLO

Cap. 6:5, 6. “Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer ser viviente,


que decía: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo negro; y el
que lo montaba tenía una balanza en la mano. Y oí una voz de en
medio de los cuatro seres vivientes, que decía: Dos libras de trigo
por un denario, y seis libras de cebada por un denario; pero no
dañes el aceite ni el vino”.

Este símbolo tampoco es de difícil interpretación. Significa los


crecientes horrores de la guerra. El hambre pisa los talones a la
guerra y la matanza. El alimento escasea ya en Judea,
especialmente en las ciudades sitiadas, sobre todo en Jerusalén,
después de haber sido cercada por Tito. El trigo y la cebada
están a precio de hambre, porque el salario diario de un obrero
(un denario) sólo alcanza para comprar una sola medida de trigo
(un choenix, o menos de un cuarto), y tres veces esa cantidad de
grano inferior. Esto significa terribles privaciones entre las
apretujadas masas en la sitiada ciudad.

Volviéndonos de la profecía a la historia, las páginas de Josefo


nos proporcionan un espantoso comentario sobre este pasaje.
Habla de la escasez de alimento en Jerusalén durante el período
del sitio: –

“Muchos cambiaban en privado todo lo que tenían de valor por


una sola medida de trigo, si eran ricos; de cebada, si eran
pobres. Luego, algunos, encerrándose en los rincones más
retirados de sus casas, a causa de lo extremo del hambre,
comían el grano sin prepararlo; otros lo cocían según lo dictaban
la necesidad y el temor. No se ponía mesa en ninguna parte, sino
que, agarrando del fuego la masa a medio cocer, la hacían
pedazos”.

Pero, ¿qué significa la orden: “No dañes el aceite ni el vino”?


Esto ha causado mucha perplejidad entre los comentaristas,
porque esta orden parece no concordar con la prevalencia del
hambre. Si no nos equivocamos, Josefo nos permitirá reconciliar
esta aparente incongruencia.

Después de decir que Juan de Giscala, uno de los cabecillas


políticos que tiranizaban al miserable pueblo en los últimos días
de Jerusalén, se apoderó de los vasos sagrados del templo y los
confiscó, Josefo pasa a relatar otro acto de sacrilegio cometido
por el mismo cabecilla, que parece haber despertado una
profunda indignación y un profundo horror en la mente del
historiador:-

“En consecuencia, tomando el vino y el aceite sagrados, que los


sacerdotes guardaban para verterlos en los holocaustos, y que
estaban depositados en el interior del templo, los distribuyó entre
sus adherentes, que consumieron sin horror más de un hin para
ungirse a sí mismos y para beber. Y aquí no puedo abstenerme
de expresar lo que indican mis sentimientos. Creo que, si los
romanos hubiesen diferido el castigo de estos miserables, o la
tierra se habría abierto y se habría tragado la ciudad, ésta habría
sido barrida por un diluvio, o habría compartido el fuego y el
azufre de Sodoma. Porque produjo una generación mucho más
impía que la de los que fueron visitados de esta manera; pues,
por la desesperada locura de estos hombres, la nación entera
quedó envuelta en la ruina”.
Esto sirve para explicar el uso de la palabra adikhshz [tratar
injustamente con] en esta orden: “No dañes el aceite ni el vino”.
Elliott, en oposición a Dean Alford, argumenta a favor del sentido
“no  cometas injusticia  con respecto al aceite”, etc. Rinck, citado
por Alford, lo traduce como “no desperdicies”, etc. El incidente
relatado por Josefo muestra cómo la palabra adikhshz se ajusta a
cada una de las formas de traducción. El acto de Juan era adikia
en el sentido de desperdicio desenfrenado.

APERTURA DEL CUARTO SELLO

Cap. 6: 7, 8. “Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser


viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo
amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el
Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de
la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y
con las fieras de la tierra”.

La escena aquí es evidentemente la misma, sólo que con los


horrores y las miserias de la guerra intensificados. Los
espantosos espectros de la Muerte y el Hades ahora siguen en la
caravana del hambre y de la guerra. Los “cuatro terribles juicios
de Dios”, que Ezequiel vio encargados de destruir la tierra de
Israel, “la espada, el hambre, las fieras, y la pestilencia”, son
desatados nuevamente sobre la tierra, y a causa de ellos, la
cuarta parte de su población está condenada a perecer. Jamás
hubo una superabundancia de mortandad como en la guerra que
culminó con el sitio y la captura de Jerusalén. El mejor
comentario sobre este pasaje debe encontrarse en los registros
de Josefo, como lo muestra la siguiente descripción:

“Todas las salidas estaban interceptadas, todas las esperanzas


de seguridad para los judíos, completamente cortadas; y el
hambre, con las fauces abiertas, devoraba al pueblo por sus
casas y por sus familias. Los techos estaban llenos de mujeres
con sus criaturas en la última etapa; las calles estaban llenas de
ancianos ya muertos. Niños y jóvenes, hinchados, se
amontonaban como espectros en el mercado, y caían
dondequiera que las ansias de la muerte les sobrevenían. Los
que estaban afectados no tenían fuerzas para enterrar a sus
parientes; y los que todavía eran sanos y vigorosos eran
disuadidos por la multitud de los muertos y la incertidumbre que
pendía sobre ellos. Muchos morían mientras enterraban a otros, y
muchos se iban a los cementerios antes de que llegase la hora
fatal.

“En medio de estas calamidades, no había ni lamentos ni


gemidos: el hambre era más fuerte que los afectos. Con los ojos
secos y las bocas abiertas, los que morían lentamente
contemplaban a los que se habían ido al descanso antes que
ellos. Reinaba un profundo silencio por toda la ciudad, y una
noche preñada de muerte, y los bandidos aún más temibles que
todo esto. Abriendo a la fuerza las casas, como quien abre un
sepulcro, saqueaban a los muertos, y llevándose a rastras las
mortajas de los cadáveres, se alejaban riendo. Hasta probaban la
punta de sus espadas en los cadáveres, y para probar el temple
de las hojas, atravesaban con ellas a algunos que, extendidos en
el suelo, todavía respiraban; a otros, que les imploraban que les
prestasen su mano y su espada, les abandonaban
desdeñosamente para que muriesen de hambre. Todos expiraban
con los ojos fijos en el templo, apartándolos de los insurgentes
que dejaban vivos. Al principio, éstos, encontrando insoportable
el hedor de los cadáveres, ordenaban que fuesen quemados a
expensas del pueblo; pero después, cuando no podían cumplir
con la tarea, los lanzaban desde el muro a los barrancos que
había abajo.
“Pero, ¿por qué tengo que entrar en detalles parciales de sus
calamidades, cuando Maneo, el hijo de Lázaro, que en este
período se refugió junto a Tito, declaró que, desde el catorce del
mes Xántico, el día en que los romanos acamparon delante de
los muros, hasta la luna nueva de Panemo, fueron llevados sólo a
través de aquella puerta, que le había sido confiada a él, ciento
quince mil ochocientos ochenta cadáveres? Toda esta multitud
era de la clase más pobre. No es que tuviera que contarlos, pero,
habiéndosele confiado la distribución del fondo público, estaba
obligado a llevar la cuenta. El resto eran quemados por sus
parientes. Sin embargo, el entierro consistía meramente en
sacarlos de sus casas y lanzarlos fuera de la ciudad.

“Después de él, muchos de la clase más alta escaparon; y


trajeron la noticia de que seiscientos mil de las clases más
humildes habían sido echados fuera a través de las puertas. De
los otros, era imposible establecer el número. Dijeron, sin
embargo, que, cuando ya no tenían fuerzas para sacar a los
pobres, amontonaban los cadáveres en las casas más grandes y
cerraban las puertas: y que una medida de trigo se vendía por un
talento, y que todavía más tarde, cuando ya no se podía recoger
hierbas, estando la ciudad amurallada, algunos quedaban
reducidos a una angustia tal que rebuscaban en las cloacas y en
el estiércol putrefacto del ganado, y comían la basura; y aquello
de lo cual anteriormente se hubiesen alejado asqueados ahora se
convertía en su alimento”. — Traill´s Josephus, Jewish War,
boook v, cap. xii: 3; cap. xiii: 7.

APERTURA DEL QUINTO SELLO

Cap. 6:9-11. “Cuando abrió el quinto sello, vi bajo el altar las


almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra de
Dios y por el testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz,
diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y
vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les
dieron vestiduras blancas, y se les dijo que descansasen todavía
un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus
consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos
como ellos”.

Este pasaje puede considerarse como una prueba crucial de


cualquier interpretación del Apocalipsis. Puede decirse
verdaderamente que difícilmente puede imaginarse nada más
insatisfactorio, incierto, y conjetural que la explicación que dan
esos intérpretes, que encuentran en el Apocalipsis un programa
de historia eclesiástica. Pero, si el principio que nos guía es
correcto, nos conducirá a una interpretación tal que demostrará,
por propia evidencia, que es la verdadera.

El escenario cambia ahora, del campo de batalla, de las escenas


de matanza y de sangre en la ciudad sitiada y hambrienta, al
templo de Dios. Pero todavía es Jerusalén. Los mártires
cristianos a los que Jerusalén había matado son representados
como clamando en voz alta debajo del altar, y apelando a la
justicia de Dios para que ya no demore la vindicación de su
causa, y vengue su sangre “en los que moran en la tierra”. Esta
es una escena nueva e importante en el trágico drama, pero en
perfecto acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento.
Nuestro Señor advirtió a los judíos: “Para que venga sobre
vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra,
desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo
de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. De
cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación” (Mat.
23:35,36). De manera semejante, advirtió a los discípulos que
algunos de ellos caerían víctimas de la enemistad de los judíos.
“Entonces os entregarán a tribulación, y os matarán, y seréis
aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre” (Mat.
24:9). Nuestro Señor también declaró que Jerusalén era la más
culpable de derramar sangre inocente: ella fue la asesina de los
profetas; y sobre ella habría de caer el castigo más señalado.
(Mat. 23:31-39).

Aquí tenemos, pues, delante de nosotros, los principales


elementos de la escena. Pero esto no es todo. Es imposible no
impresionarse con el marcado parecido entre la visión del quinto
sello y la parábola de nuestro Señor sobre el juez injusto (Lucas
18:1-8): “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que
claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo
que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del
Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. Esto es más que un parecido:
es identidad. En ambos caso encontramos los mismos
querellantes: los elegidos de Dios; apelan a Él para pedir justicia;
en ambos casos, encontramos la respuesta a la apelación:
“Pronto les hará justicia”; en ambos casos encontramos la escena
de sus sufrimientos ubicada en el mismo lugar: “en la tierra” – es
decir, la tierra de Judea. La visión y la parábola ahora se
complementan mutuamente la una a la otra. La visión nos dice la
causa del clamor por la venganza, y quiénes son los que apelan,
o sea, los discípulos de Jesús martirizados que han sellado su
testimonio con su sangre. La parábola indica el tiempo en que
llegaría la retribución: – “cuando venga el Hijo del hombre”; y de
la misma manera, el hecho triste de que, cuando la Parusía
tuviese lugar, encontraría a Israel todavía impenitente y todavía
incrédula.

Del mismo modo, la visión del quinto sello aclara un oscuro


pasaje que hasta ahora había frustrado todos los intentos de
resolver su significado. En 1 Pedro 4:6, encontramos la siguiente
afirmación: “Porque por esto también ha sido predicado el
evangelio a los muertos, para que sean juzgados en carne según
los hombres, pero vivan en espíritu según Dios”. Refiriendo al
lector a las observaciones que se hicieron sobre este pasaje en
páginas anteriores, será suficiente aquí recapitular la conclusión
a la que se llegó en aquella oportunidad. La afirmación es
realmente así: “Porque, por esta causa, se les llevó un mensaje
de consolación aun a los muertos, para que ellos, aunque
condenados en la carne por el juicio de los hombres, vivan en el
espíritu por el juicio de Dios”. Esto apunta evidentemente a la
vindicación de los que, por el injusto juicio de los hombres,
sufrieron la muerte por la verdad de Dios; declara que habían
sido consolados después de la muerte por las nuevas de que, por
el juicio divino, disfrutarían de la vida eterna. No hay en la
Escritura ninguna alusión a ninguna transacción de esta clase,
excepto en el pasaje que tenemos delante – la visión del quinto
sello. Sin embargo, esto llena precisamente todos los requisitos
del caso. Aquí encontramos “los muertos” – los mártires
cristianos, que habían muerto por la fe; habían sido condenados
en la carne por el injusto juicio de los hombres. Se da a entender
manifiestamente que habían apelado al justo juicio de Dios. En
respuesta a su apelación, se les había comunicado un “mensaje
de consuelo” [euaggelion]; se les dice que reposen  por un
tiempo  hasta que se les unan sus hermanos y consiervos que
han de ser muertos como ellos; mientras que se les dan “túnicas
blancas”, señales de inocencia y emblemas de victoria. Creemos
que debe ser obvio que esta escena bajo el quinto sello
corresponde exactamente a la alusión de Pedro y a la parábola
de nuestro Señor. Es importante, también, observar el lugar que
ocupa esta escena en el drama trágico. Es después del estallido,
pero antes de la conclusión, de la guerra judía; precede, por un
poco, la catástrofe final del sexto sello. Es el clamor impaciente
de los santos martirizados: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta
cuándo?” Demanda una justa retribución sobre los que habían
derramado su sangre; y especifica claramente quiénes son
describiéndoles como “los que moran  en la tierra“. Y todo esto
antecede inmediatamente a la catástrofe final bajo el siguiente
sello, que presenta la ira de Dios viniendo sobre la nación
culpable “hasta lo último”. Aquí tenemos, pues, un cuerpo de
evidencia tan variado, tan minucioso, y tan acumulativo que
podemos aventurarnos a llamarle una demostración.

APERTURA DEL SEXTO SELLO

Cap. 6:12-17.  “Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo


un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de silicio, y la
luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron
sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es
sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un
pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de
su lugar. Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los
capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se
escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y
decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y
escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono,
y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y
quién podrá sostenerse en pie?”

Ahora llegamos al último acto de esta terrible tragedia: la


catástrofe que cierra la segunda visión. Puede causar sorpresa
que la catástrofe ocurra bajo el sexto sello, y no bajo el séptimo,
como podríamos haber esperado. Pero al séptimo sello se le
hace el eslabón entre la segunda y la tercera visiones, y se le
emplea de una manera sumamente artística para introducir la
siguiente serie de siete, o sea, la visión de las siete trompetas.
Aquí podemos observar que cada una de las visiones culmina en
una catástrofe, o acto señalado de juicio divino, que trae
destrucción sobre los impíos y salvación para los justos.
Nadie puede dejar de observar que casi todas las características
de esta terrible escena ocurren en la profecía de nuestro Señor
en el Monte de los Olivos con referencia a los juicios venideros
sobre la ciudad y la nación de Israel. No hay, pues, lugar para
dudar ni por un momento del significado de la visión del sexto
sello; pero, mientras más de cerca se estudie cada símbolo, más
claramente se verá su relación con la gran catástrofe. Este es el
“dies irae” – el hmera kuriakh – “el día grande y terrible de
Jehová” predicho por Malaquías, Juan el Bautista, Pablo, Pedro,
y, sobre todo, por nuestro Señor en su discurso apocalíptico del
Monte de los Olivos. Es la esperada consumación por la que la
iglesia apostólica velaba y la cual esperaba – el día de juicio para
la nación culpable y, como veremos, el día de redención y
recompensa para el pueblo de Dios.

Será adecuado, primero, tomar nota de la correspondencia entre


los símbolos de la visión y los del discurso profético de nuestro
Señor:

EL SEXTO SELLO LA PROFECÍA DEL MONTE


“Y habrá grandes terremotos, y en
diferentes lugares hambres y
“Y he aquí, hubo un gran
pestilencias; y habrá terror y
terremoto”.
grandes señales del cielo” (Lucas
21:11; Mat. 24:7).
“Inmediatamente después de la
“Y el sol se puso negro
tribulación de aquellos días, el sol
como tela de cilicio”.
se oscurecerá”.
“Y la luna se volvió toda
“Y la luna no dará su resplandor”.
como sangre”.
“Y las estrellas del cielo
“Y las estrellas caerán del cielo”.
cayeron son la tierra”.
“Y el cielo se desvaneció
“Y las potencias de los cielos serán
como un pergamino que se
conmovidas” (Mat. 24:29).
enrolla”.
“Y los reyes, etc. se
“Entonces comenzarán a decir a los
escondieron … y dijeron a
montes: Caed sobre nosotros; y a
los montes y a las peñas:
los collados: Cubridnos” (Lucas
Caed sobre nosotros, y
23:30).
escondednos”, etc.

La comparación de estos pasajes paralelos debe satisfacer a


toda mente razonable de que ambos se refieren a uno y al mismo
acontecimiento. Lo que ese acontecimiento es, nuestro Señor lo
establece decisivamente: “De cierto os digo, que no pasará esta
generación hasta que todo esto acontezca” (Mat. 24:34). El único
pasaje que no cae bajo el discurso del Monte de los Olivos es el
dirigido a las mujeres que siguieron a nuestro Señor en su
camino al Calvario, pero aún aquí, la limitación del tiempo se
indica claramente. “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino
llorad por  vosotras mismas  y por  vuestros hijos“; dando a
entender que las calamidades que Él predijo vendrían durante la
vida de ellas mismas y de sus hijos. La misma cercanía del
tiempo está marcada por la frase: “Porque he aquí vendrán
días” (Lucas 23:29).

Sin duda, parecerá una objeción a esta explicación el hecho de


que la destrucción de Jerusalén, por terrible que fuese, parece
inadecuada como antitipo de las imágenes del sexto sello. El
objeto se aplica igualmente a la profecía de nuestro Señor, en
que su propia autoridad establece la aplicación de las señales.
En realidad, se aplica a toda la profecía: porque la profecía es
poesía, y poesía oriental también, en la cual las espléndidas
imágenes simbólicas son el ropaje del pensamiento. Además, la
objeción se basa en una estimación inadecuada del verdadero
significado y la verdadera importancia de la destrucción de
Jerusalén. Ese acontecimiento no es simplemente un trágico
incidente histórico; no debe ser mirado en la misma categoría que
el sitio de Troya o la destrucción de Tiro o de Cartago. Fue una
gran época providencial; el fin de una era; el desenvolvimiento de
un gran período en el gobierno divino del mundo. La catástrofe
material no fue sino la señal externa y visible de una poderosa
crisis en el reino de lo invisible y lo espiritual.

Al mismo tiempo, debe observarse que los hechos históricos que


subyacen estos símbolos son suficientemente reales y tangibles.
La consternación y el terror descritos aquí como apoderándose
de “los reyes de la tierra, los grandes”, etc., están en perfecta
armonía con las escenas de los últimos días de Jerusalén como
las describe Josefo. Con la premisa de que con “los reyes de la
tierra” [basileiz thz ghz] se quiere decir los gobernantes de Judea,
como podremos mostrar, encontramos que la descripción
profética corresponde maravillosamente a los hechos históricos.
Primero, la escena de la visión ocurre evidentemente en un país
en que abundan las cavernas rocosas y los escondrijos, lo cual,
como bien se sabe, son característicos de Judea. Las colinas de
piedra caliza de ese país están literalmente llenas de cavernas
como un panal, que han sido cuevas de ladrones y refugios de
fugitivos desde tiempo inmemorial. Ewald reconoce “que aquí hay
una referencia especial a las peculiaridades de Palestina en
cuanto a sus rocas y cavernas, que proporcionan lugares de
refugio para los fugitivos”. (Citado por Stuart, Apocalypse, in loc.).
Estas dos notas, la tierra, y su naturaleza geológica, fijan la
ubicación de la escena. Segundo, es un hecho atestiguado por
Josefo que los últimos escondrijos de los enloquecidos
ciudadanos de Jerusalén eran las cavernas rocosas y los pasajes
subterráneos a los cuales huyeron buscando refugio después de
la captura de la ciudad:
“La última esperanza”, dice Josefo, “que alentaban los tiranos y
sus pandillas de bandidos eran las excavaciones subterráneas,
en las cuales no esperaban que se les buscase si procuraban
refugio en ellas. Después del colapso final de la ciudad, cuando
los romanos se hubiesen retirado, se proponían salir y buscar la
seguridad en la huida. Pero, después de todo, esto no fue sino un
mero sueño, porque no pudieron ocultarse de la observación de
Dios ni de los romanos”.

Aún más notable, si es posible, es el hecho mencionado por


Josefo, de que Simón, uno de los jefes de la rebelión, se ocultó,
después de la captura de la ciudad, en uno de estos escondrijos
subterráneos. El incidente es relatado así por el historiador judío:

“Este Simón, durante el sitio de Jerusalén, había ocupado la


parte alta de la ciudad; pero, cuando el ejército romano había
pasado más allá de los muros y estaba devastando la ciudad
entera, Simón, acompañado por sus más fieles amigos, y algunos
picapedreros, con las herramientas de hierro requeridas por ellos
en su oficio, y con provisiones suficientes para muchos días, se
dejó caer junto con todo su grupo en una de las cavernas
secretas, y avanzó por ella hasta donde lo permitían las antiguas
excavaciones. Aquí, habiendo encontrado terreno firme, lo
excavaron, con la esperanza de avanzar más lejos, y escapar,
emergiendo en un lugar seguro. Pero el resultado de las
operaciones demostró que sus esperanzas resultaron fallidas.
Los mineros avanzaron lentamente y con dificultad, y las
provisiones, aunque administradas, estaban a punto de acabarse.

“Por lo cual Simón, creyendo que podía engañar a los romanos


por medio del terror, se vistió de túnicas blancas, y abotonando
sobre ellas un manto púrpura, surgió de la tierra en el lugar
mismo donde antes se levantaba el templo. Efectivamente, al
principio el asombro se apoderó de los que lo vieron, y quedaron
como petrificados; pero después, acercándose más, le exigieron
que se identificara. Simón rehusó hacerlo, y les dijo que llamaran
al general; ellos corrieron rápidamente hasta Terencio Rufo, que
había quedado al mando del ejército. Vino Rufo, y después de oír
de Simón toda la verdad, le puso en grilletes, y comunicó a César
los detalles de la captura … Sin embargo, el hecho de haber
surgido del terreno condujo en ese tiempo al descubrimiento, en
otras cavernas, de una vasta multitud de los otros insurgentes. Al
regresar César a Cesárea junto al mar, Simón fue llevado a él en
cadenas, y César ordenó que se le retuviera para el triunfo que
se preparaba para celebrar en Roma”.

EPISODIO DEL SELLAMIENTO DE LOS SIERVOS DE DIOS

Cap. 7:1-17.  “Después de esto vi a cuatro ángeles en pie sobre


los cuatro ángulos dela tierra, que detenían los cuatro vientos de
la tierra, para que no soplase viento alguno sobre la tierra, ni
sobre el mar, ni sobre ningún árbol. Vi también a otro ángel que
subía de donde sale el sol, y tenía el sello del Dios vivo; y clamó
a gran voz a los cuatro ángeles, a quienes se les había dado el
poder de hacer daño a la tierra y al mar, diciendo: No hagáis
daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos
sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios. Y oí el
número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de
todas las tribus de Israel”, etc.

En la crisis misma de la catástrofe, la acción se suspende


súbitamente hasta que quede garantizada la seguridad de los
siervos de Dios. A los cuatro ángeles destructores encargados de
desatar los elementos de la ira sobre la tierra culpable se les
ordena detener la ejecución de la sentencia hasta que “los
siervos de nuestro Dios hayan sido sellados en sus frentes”. En
consecuencia, un ángel, teniendo “el sello del Dios viviente”,
pone una marca sobre los fieles, cuya nacionalidad y número se
declaran claramente – “ciento cuarenta y cuatro mil de todas las
tribus de los hijos de Israel”. Además de éstos, una innumerable
multitud, “de todas las naciones y tribus y pueblos y lenguas”, se
ve de pie delante del trono, vestida con túnicas blancas y con
palmas de victoria en sus manos, atribuyendo alabanza y gloria a
Dios en medio de la felicidad y los esplendores del cielo.

Esta representación se considera generalmente un episodio, o


una digresión, de la acción principal de la obra. No hay duda de
que es así; pero, al mismo tiempo, es esencial para completar la
catástrofe, y es, de hecho, parte integral de ella.

Se verá que, en cada catástrofe de este libro de visiones – y cada


visión termina con una catástrofe – hay dos partes, a saber, el
juicio infligido sobre los enemigos de Cristo y la bendición
conferida a sus siervos.

Ahora bien, bajo el sexto sello, donde está localizada la


catástrofe de la visión, ya hemos visto descrita la primera parte, a
saber, el juicio de los enemigos de Dios; pero la otra parte, la
liberación del pueblo de Dios, está representada en el capítulo
que tenemos delante. El progreso del juicio queda aún detenido
hasta que la seguridad de los siervos de Cristo quede
garantizada.

¿Qué, pues, significa este episodio?

En las predicciones relativas al “fin del tiempo”, encontramos


invariablemente una promesa de seguridad y bendición para los
discípulos de Cristo, junto con declaraciones de ira venidera
sobre sus enemigos. Para dar dos o tres ejemplos de entre
muchos: en la profecía de nuestro Señor en el Monte de los
Olivos, de la cual el Apocalipsis es eco y expansión, Jesús
advierte a sus discípulos que escapen de Judea cuando vean “a
Jerusalén rodeada de ejércitos” (Lucas 21:20), “y la abominación
desoladora en el lugar santo” (Mat. 24:15). Les asegura que “ni
un cabello de vuestra cabeza perecerá”; que cuando comiencen
a aparecer las señales de su venida, debían erguirse, y levantar
sus cabezas, porque su redención estaba cerca (Luc. 21:18-28).
Que el Hijo del hombre enviaría a sus ángeles con un gran
sonido de trompeta, y “juntaría a sus escogidos de los cuatro
vientos, desde un cabo del cielo hasta el otro” (Mat. 24:31). Que
en el gran día del juicio, que habría de seguir a la destrucción de
Jerusalén, los impíos “irían al castigo eterno, y los justos a la vida
eterna” (Mat. 25:46).

En armonía con estas afirmaciones, encontramos a los apóstoles


enseñando en las iglesias que cuando viniera “el día del Señor”,
“súbita destrucción sobrevendría a los enemigos de Dios,
mientras los cristianos obtendrían salvación” (1 Tes. 5:2,3,9); que
cuando el Señor Jesús se “revelase desde el cielo con sus
poderosos ángeles, en llama de fuego, para tomar venganza de
los que no conocen a Dios”, su pueblo fiel entraría en el “reposo”,
y sería “tenido por digno del reino de Dios” (2 Tes. 1:5-9).

Es esta liberación y esta salvación prometida a los discípulos de


Cristo la que es prefigurada simbólicamente en el episodio del
sexto sello. Las imágenes con las que se describen han sido
tomadas evidentemente de la escena contemplada en visión por
el profeta Ezequiel (cap. 9), donde “los hombres que gimen y
claman a causa de todas las abominaciones que se hacen en
medio de Jerusalén” tienen “una marca en la frente”, que
garantizaría su seguridad cuando los ejecutores de la justicia
divina saliesen a matar a los habitantes de la ciudad.
Vale la pena notar que Jerusalén es la escena del juicio tanto en
la profecía de Ezequiel como en Apocalipsis; y la alusión que
hace Pedro a esta misma transacción en la visión de Ezequiel,
como a punto de repetirse en la Jerusalén de sus propios días, es
muy significativa. (1 Ped. 4:17).

Pero la luz mayor es proyectada sobre este episodio por las


palabras de nuestro Señor: “El Hijo del hombre enviará a sus
ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de
los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mat.
24:31). Este episodio es la representación del cumplimiento de
aquella promesa. Mientras la ira es derramada al máximo sobre
la tierra; mientras las tribus de la tierra están de duelo; mientras
los enemigos de Dios huyen para esconderse en las cavernas y
las cuevas; en aquella hora temible, la trompeta del ángel
convoca al fiel remanente del pueblo de Dios, “para que se
oculten en el día de la ira de Jehová”. Ahora el tiempo ha llegado
a su plenitud; porque hay que recordar que todo esto habría de
ser presenciado por los apóstoles mismos, o por lo menos por
algunos de ellos; porque la propia generación de nuestro Señor
no habría de pasar sino hasta que estas cosas se hubiesen
cumplido.

En consecuencia, era la esperanza acariciada de los cristianos


de la era apostólica escapar de la condenación general, y entrar
en posesión de la inmortalidad por el cambio instantáneo que
vendría sobre ellos a la aparición del Señor. Pablo tranquilizó a
los cristianos de Tesalónica diciéndoles que, los que estuviesen
vivos y quedasen hasta la venida del Señor, no precederían a los
que habían partido en la fe antes de la venida del Señor. Por la
palabra del Señor, les declara que “el Señor mismo con voz de
mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá
del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego
nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al
Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tes.
4:15-17). Pablo alude nuevamente a esta misma confiada
expectativa en 2 Tes. 2:1, donde dice: “Pero con respecto a  la
venida de nuestro Señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os
rogamos, hermanos”, etc. Esta peculiar expresión, “nuestra
reunión con él” [episunagogh], apenas sería inteligible si no fuese
por la luz que arrojan sobre ella Mat. 24:31 y Apoc. 7. Al mismo
período, la misma transacción, se hace referencia en la profecía
de nuestro Señor, en la epístola de Pablo, y en el episodio que
tenemos delante. Aquí está la gran consumación, y la garantía de
la seguridad del pueblo de Dios cuando la destrucción
sobrevenga a los impenitentes a incrédulos. Todo esto pertenece
a la gran crisis al final de la era – esto es, al final de la
dispensación judía. El dedo del Señor ha definido los límites más
allá de los cuales no podemos pasar al establecer el período de
esta transacción. “De cierto os digo, que no pasará esta
generación sin que todo esto acontezca”. Cualquiera que sea
nuestra opinión en cuanto al alcance de esta predicción,
pronunciada de manera similar por nuestro Señor, Pablo, y Juan,
o la manera en que se cumpla, de una cosa no puede haber
dudas – las Escrituras están irrevocablemente comprometidas
con la afirmación de los hechos.

Se observará que hay dos clases, o divisiones, del “pueblo de


Dios”, que se especifican en este episodio. La primera clase
pertenece a una nación particular – “los ciento cuarenta y cuatro
mil de todas las tribus de los hijos de Israel”. Éstos tienen que
representar necesariamente  la iglesia cristiana judía  del período
apostólico. Pero, además de éstos, hay una multitud que nadie
podía contar, que pertenecen a todas las nacionalidades, es
decir, no israelitas, sino gentiles. Esta clase, pues, tiene
necesariamente que representar a la  iglesia gentil  del período
apostólico; los “incircuncisos”, que fueron admitidos a los
privilegios del pueblo del pacto, llamados a ser “coherederos, y
del mismo cuerpo, y participantes de las promesas de Dios en
Cristo por el evangelio”, junto con los creyentes judíos. Esta
representación implica que el peligro y la liberación simbolizados
por el sellamiento de los siervos de Dios no se limitaban a Judea
y a Jerusalén. La religión de Jesús de Nazaret era una fe
proscrita y perseguida en todo el Imperio Romano antes de que
estallase la guerra judía y se abrogase la economía judía. En
consecuencia, se dice que los redimidos en la visión, “la multitud
con vestiduras blancas”, salen de una  gran tribulación: una
expresión que nos da una pista del establecimiento del tiempo y
de las  personas  a las que se hace referencia aquí. Nuestro
Señor, cuando predijo el tiempo de aflicción sin paralelo que
habría de preceder a la catástrofe de Jerusalén y de Judea, dice:
“Porque habrá entonces gran tribulación [qliyiz megalh], cual no
la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la
habrá”, etc. (Mat. 24:21). Ahora, en la afirmación en el episodio:
“Estos son los que han salido de  gran tribulación“, hay una
incuestionable alusión a las palabras de nuestro Señor. Como
apunta Alford, la traducción correcta es: “Estos son los que han
salido de la gran tribulación” [ek thz qliyewz thz megalhz], siendo
el artículo definido sumamente enfático, y  la tribulación  alude
claramente a la predicción en Mateo 24:21.

Así, por la guía de la palabra de Dios misma, llegamos a una y la


misma conclusión, y es imposible no impresionarse con la
concurrencia de tantas líneas diferentes de argumento que
conducen a un solo resultado. Estamos justificados, pues, al
llegar a la conclusión de que el episodio del sellamiento de los
siervos de Dios representa la seguridad y la liberación de los
fieles y el terrible tiempo de juicio que, en la Parusía, alcanzó a la
ciudad culpable y a la tierra de Israel.

LA TERCERA VISIÓN
LAS SIETE TROMPETAS, CAPS. 8, 9, 10, 11

Ahora hemos llegado al fin de la segunda visión, y podría
suponerse que la catástrofe con la cual concluyó es tan completa
y exhaustiva que no podría haber lugar para ningún cambio
ulterior. Pero no es así. Y aquí tenemos nuevamente que llamar
la atención a una de las principales características de la
estructura del Apocalipsis. No es una secuencia continua y
progresiva de sucesos, sino una representación continuamente
recurrente, básicamente de la misma historia trágica en nuevas
formas y nuevas fases. El Dr. Woodsworth, casi solo entre los
intérpretes de este libro, ha captado esta característica de su
estructura. Al mismo tiempo, cada nueva visión amplía la esfera
de nuestra observación y aumenta el interés por la introducción
de nuevos incidentes y actores.

APERTURA DEL SÉPTIMO SELLO

Cap. 8:1.  “Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el


cielo como por media hora”.

Estrictamente hablando, el séptimo sello pertenece a la visión


anterior; pero se observará que la catástrofe de esa visión ocurre
bajo el sexto sello, y que el séptimo simplemente se convierte en
el eslabón entre la segunda visión y la tercera – entre los sellos y
las trompetas. Sin duda, esto indica la estrecha relación que
continúa existiendo entre ellos. No podemos concebir los sucesos
denotados por las siete trompetas como subsiguientes en el
tiempo a los sucesos representados como teniendo lugar en la
apertura del sexto sello, porque eso involucraría una inextricable
confusión e incongruencia. La suposición más razonable parece
ser que aquí tenemos, en la visión de las siete trompetas, un
nuevo despliegue de los desoladores juicios que estaban a punto
de sobrevenirle a la sentenciada tierra de Judea. El Dr.
Woodsworth observa: “Las siete trompetas no difieren,  en
tiempo, de los siete sellos, sino que más bien se sincronizan con
ellos”. Dudamos de que esta sea la manera correcta de expresar
el sincronismo. Creemos que la visión entera de las trompetas
forma parte de la catástrofe bajo el sexto sello.

LAS CUATRO PRIMERAS TROMPETAS

Cap. 8:7-12. “El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y


fuego mezclados con sangre, que fueron lanzados sobre la
tierra”, etc.

La visión se inicia con un proemio, o una introducción, según la


estructura usual de las visiones apocalípticas. El punto de vista
del vidente todavía es el cielo, aunque el escenario en el cual
debe tener lugar la acción principal es la tierra, o más bien, el
territorio. No puede tenerse presente demasiado cuidadosamente
que es Israel – Judea, Jerusalén – lo que contempla el profeta.
Vagar por la anchura de la tierra entera, e involucrar en la
cuestión a todo el tiempo y a todas las naciones, es, no sólo
desconcertar al lector en un laberinto de perplejidades, sino
perder de vista por completo la meta y el propósito del libro. “El
Destino Fatal de Israel; o, los Últimos Días de Jerusalén” no
serían un título inadecuado para el Apocalipsis. La acción de la
pieza, también, está comprendida dentro de un espacio de
tiempo muy breve – porque estas cosas debían “ocurrir pronto”.

Regresemos a la visión. Después de una terrible pausa en la


apertura del séptimo sello, que significa el carácter solemne y
lúgubre de los sucesos que están a punto de tener lugar, siete
ángeles, o más bien, los siete ángeles que están de pie delante
de Dios, reciben siete trompetas, que están encargados de hacer
sonar sucesivamente. Antes de que comiencen, sin embargo, un
ángel presenta a Dios las oraciones de los santos, junto con el
humo de mucho incienso de un incensario de oro, en el altar de
oro que estaba delante del trono. Esto se considera
generalmente como símbolo de la aceptabilidad del culto cristiano
por medio de la intercesión y la defensa del Mediador. Pero,
obsérvense los efectos de las oraciones. El ángel toma el
incensario que había perfumado las oraciones de los santos, lo
llena con fuego del altar, y lo lanza sobre  la tierra: e
inmediatamente, siguen voces, truenos, relámpagos, y un
terremoto. Extrañas respuestas a oraciones. Pero, si
consideramos estas oraciones de los santos como súplicas del
sufriente y perseguido pueblo de Dios, al que hemos visto
representado en las visiones anteriores como clamando en alta
voz: ¡Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo!, todo se aclara. El
Señor vengará la sangre de sus siervos; su ira se enciende; está
cerca una rápida retribución. El incensario que hacía subir las
oraciones se convierte en vehículo de juicio, y es lanzado sobre
la tierra, con la furia del Señor – el fuego del altar delante del
trono.

Ahora, los siete ángeles se preparan para hacer sonar sus


trompetas, y cada trompetazo es la señal para un acto de juicio.
Se observará que las cuatro primeras trompetas, como los cuatro
primeros sellos, difieren de las tres restantes. Tienen algo de
indefinido, y los símbolos, aunque sublimes y terribles, no
parecen susceptibles de una verificación histórica particular.
Probablemente corresponden a aquellas perturbaciones
fenomenales de la naturaleza a las cuales alude nuestro Señor
en su profecía del Monte de los Olivos como precedentes a la
Parusía: “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las
estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a
causa del bramido del mar y de las olas” (Luc. 21:25). Estos son
los objetos mismos afectados por las cuatro primeras trompetas,
o sea, la tierra, el mar, la luna, las estrellas. Entonces, sin tratar
de encontrar una explicación específica para estos portentos, es
suficiente considerarlos como las señales externas y visibles del
desagrado divino manifestado hacia los impenitentes y los
incrédulos; síntomas de que el mundo natural estaba agitado y
convulso a causa de la maldad de su tiempo; emblemas de la
dislocación y la desorganización generales de la sociedad, que
precedieron y anunciaron la catástrofe final del pueblo judío.

Sin embargo, las tres últimas trompetas son de un carácter muy


diferente de las cuatro primeras. Son realmente simbólicas, como
las otras, pero los símbolos son menos indefinidos y parecen más
susceptibles de una interpretación histórica. Los juicios bajo las
cuatro primeras trompetas están marcados por lo que podemos
llamar un carácter  artificial; afectan la  tercera parte  de todas las
cosas – la tercera parte de los árboles, la tercera parte de la
hierba, la tercera parte del mar, la tercera parte de los peces, la
tercera parte de los barcos; la tercera parte de los ríos, la tercera
parte del sol, la tercera parte de la luna, la tercera parte de las
estrellas, la tercera parte del día, la tercera parte de la noche.
Sería absurdo exigir una verificación histórica de tales símbolos.
Pero las trompetas restantes parecen entrar más en el dominio
de la realidad y la historia; y, en consecuencia, descubriremos
que la Escritura y la historia contemporánea arrojan mucha luz
sobre ellas. Que a estas últimas trompetas se les atribuye una
importancia especial es evidente por el hecho de que son
introducidas por una nota de advertencia: –

Cap. 8:13. “Y miré, y oí a un águila volar por en medio del cielo,


diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a
causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los
tres ángeles!”.

Esta nota introductoria a las trompetas de los tres ayes requiere


algunas observaciones.
Primera, el lector percibirá que el texto águila, no ángel. “Oí a un
águila volar por en medio del cielo”. Este es el símbolo de la
guerra y la rapiña. Hay un llamativo paralelo de esta
representación en Oseas 8:1: “Pon a tu boca trompeta. Como
águila viene contra la casa de Jehová, porque traspasaron mi
pacto, y se rebelaron contra mi ley”. En Apocalipsis, el águila
viene con la misma misión, anunciando dolor, guerra, y juicio.

Segunda, el lector observará las personas sobre las cuales han


de caer los ayes predichos – “los que moran en la tierra”. Como
en 6:10, así también sucede aquí; gh debe ser tomado en sentido
restringido, como referencia a la tierra de Israel. Las traducciones
de gh como tierra, en vez de territorio, y de aiwnby  como mundo,
en vez de era, han sido fuentes fructíferas de error y confusión en
la interpretación del Nuevo Testamento. Con singular
inconsistencia, nuestros traductores han traducido a gh, algunas
veces como  tierra, algunas veces como  territorio, en versículos
casi consecutivos, oscureciendo el sentido grandemente. Así, en
Lucas 21:23, traducen gh como tierra: “habrá gran calamidad en
la tierra” [epi thzghz], siendo compelidos a restringir el significado
en la siguiente cláusula – “e ira sobre este pueblo”. Pero, en el
siguiente versículo menos uno, donde se repite la misma frase –
“calamidad epi thz ghz” – lo traducen “en la tierra”. En el pasaje
que tenemos delante, los ayes deben entenderse como
denunciados, no sobre los habitantes del globo, sino sobre los de
la tierra, esto es, de Judea.

LA QUINTA TROMPETA

Cap. 9:1-12.  “El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella


que cayó del cielo a la tierra; y se le dio la llave del pozo del
abismo. Y abrió el pozo del abismo, y subió humo del pozo como
humo de un gran horno; y se oscureció el sol y el aire por el
humo del pozo… Y se les dio poder, como tienen poder los
escorpiones de la tierra … Y tienen por rey sobre ellos al ángel
del abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón, y en griego,
Apolión. El primer ay pasó; he aquí, vienen aún dos ayes
después de esto”.

Sobre esta representación simbólica, Alford observa: “Hay una


Babel interminable de interpretaciones alegóricas e históricas de
estas langostas que salen del abismo”; pero, aunque limpia el
suelo del montón de especulaciones románticas con las cuales
ha sido sobrecargado, se abstiene de poner nada mejor en su
lugar.

Sin asumir que tenemos más penetración que otros expositores,


no podemos sino pensar que el principio de interpretación sobre
el cual procedemos, y que tan obviamente establece el
Apocalipsis mismo, proporciona una gran ventaja en la búsqueda
y el descubrimiento del verdadero significado. Con nuestra
atención fija en un solo punto de la tierra, y absolutamente
limitados a un espacio de tiempo muy breve, es
comparativamente fácil leer los símbolos, y todavía más
satisfactorio marcar su perfecta correspondencia con los hechos.

Cualquiera que sea la oscuridad que haya en esta extraordinaria


representación, parece es bastante claro que ella no puede
referirse a ningún ejército humano. Por el contrario, todo apunta a
lo infernal y demoníaco. Considerando el origen, la naturaleza, y
el líder de esta misteriosa hueste, es imposible considerarlo a
cualquier otra luz que no sea como símbolo de la irrupción de un
siniestro poder demoníaco. Es exactamente así como está
representado,  las huestes del infierno que salen y hormiguean
sobre la maldecida tierra de Israel. Tenemos delante de nosotros
un monstruoso cuadro de una realidad histórica, la condición
completamente desmoralizada y, por decirlo así, poseída por
demonios, de la nación judía hacia el trágico final de su
memorable historia. ¿Tenemos algún fundamento para creer que
la última generación del pueblo judío era realmente peor que
cualquiera de sus predecesoras? ¿Es razonable suponer que
esta degeneración tenía alguna relación con una influencia
satánica? A ambas preguntas tenemos que contestar: Sí.
Tenemos una declaración muy notable de nuestro Señor sobre
estos dos puntos, la cual, nos aventuramos a afirmar, da la clave
para la correcta interpretación de los símbolos que tenemos
delante. En el capítulo doce de Mateo, Jesús compara a la
nación, o más bien, a la generación que entonces existía, con un
endemoniado del que había sido expulsado un espíritu inmundo.
La predicación del segundo Elías y los propios esfuerzos de
nuestro Señor habían producido una reforma moral temporal en
la nación. Pero la antigua e inveterada incredulidad e
impenitencia pronto volvió, y en una forma siete veces peor.

“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares


secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a
mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada,
barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete
espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado
de aquel hombre viene a ser peor que el primero.  Así también
acontecerá a esta mala generación“. (Mat. 12:43-45).

La frase final está llena de significado. La nación culpable y


rebelde, que había rechazado y crucificado a su Rey, debía ser
entregada, en su última etapa de impenitencia y obstinación, al
dominio irrestricto del mal. El demonio exorcizado habría de
regresar finalmente reforzado por una legión.
Tenemos abundante evidencia en las páginas de Josefo sobre la
verdad de esta representación. Una y otra vez, declara que la
nación se había vuelto completamente corrupta y degradada.
“Ninguna generación”, dice, “existió jamás  tan prolífica en el
crimen”.

“Opino”, dice nuevamente, “que si los romanos hubiesen diferido


el castigo de estos miserables, la tierra se habría abierto y
tragado la ciudad, o habría sido barrida por un diluvio, o habría
compartido el fuego y el azufre de Sodoma. Porque produjo una
raza mucho más impía que aquéllos que fueron así visitados”. —
Josefo, lib. 5, cap. 13.

Ahora examinemos los símbolos de la quinta trompeta a la luz de


estas observaciones. No puede haber dudas en cuanto a la
identidad de la “estrella que cayó del cielo, a quien se le dio la
llave del abismo”. Sólo puede referirse a Satanás, a quien
nuestro Señor contempló “cayendo del cielo como un
rayo” (Lucas 10:18). “¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la
mañana!” (Isa. 14:12). La nube de langostas que sale del pozo
del abismo – langostas encargadas, no de destruir la vegetación,
sino de atormentar a los hombres – apunta, no de una manera
oscura, a espíritus malignos, emisarios de Satanás. Del lugar de
donde proceden, el abismo, se habla claramente en los
evangelios como la morada de los demonios. La legión expulsada
del endemoniado de Gadara rogó a nuestro Señor “que no los
mandase al abismo” (Luc. 8:31). Las langostas de la visión están
representadas como infligiendo graves tormentos a los cuerpos
de los hombres; y esto concuerda con las afirmaciones del Nuevo
Testamento relativas al efecto físico de la posesión demoníaca –
“gravemente atormentada por un demonio” (Mat. 15:22). No debe
causar ninguna dificultad el hecho de que espíritus inmundos
sean simbolizados por langostas, al ver que también se les
compara con ranas, Apoc. 16:13. En cuanto a la extraordinaria
apariencia de las langostas, y su poder limitado a una duración
de cinco meses, los mejores críticos parecen concordar en que
estas características han sido tomadas prestadas de los hábitos y
el aspecto de las langosta naturales, de cuyos estragos se dice
que están limitados a cinco meses del año, y cuya apariencia se
parece hasta cierto punto a la de los caballos. (Véase a Alford,
Stuart, De Wette, Ewald, etc.). Es suficiente, sin embargo,
considerar tales minucias más bien como imágenes poéticas que
rasgos simbólicos. Finalmente, su rey, “el ángel del abismo”, cuyo
nombre es Abadón, y Apolión, el Destructor, no puede ser otro
que “el gobernador de las tinieblas de este mundo”; “el príncipe
de las potencias del aire”; “el espíritu que actúa en los hijos de
desobediencia”. El dominio maligno e infernal de Satanás sobre
la nación condenada a muerte queda ahora establecido. Pero su
tiempo fue corto, porque “el príncipe de este mundo” pronto
habría de ser “echado fuera”. Mientras tanto, sus emisarios no
tenían poder para hacer daño a los verdaderos siervos de Dios,
“sino sólo a los que no tenían el sello de Dios en sus frentes”.

Tal es la invasión de esta hueste infernal; por decirlo así, todo el


infierno desatado sobre la tierra dedicada, convirtiendo a
Jerusalén en un pandemonio, habitación de demonios, guarida
de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y
aborrecible. (Apoc. 18:2).

LA SEXTA TROMPETA

Cap. 9:13-21.  “El sexto ángel tocó la trompeta, y oí una voz de


entre los cuatro cuernos del altar de oro que estaba delante de
Dios, diciendo al sexto ángel que tenía la trompeta: Desata a los
cuatro ángeles que están atados junto al gran río Éufrates. Y
fueron desatados los cuatro ángeles que estaban preparados
para la hora, día, mes, y año, a fin de matar a la tercera parte de
los hombres. Y el número de los ejércitos de los jinetes era
doscientos millones. Yo oí su número”, etc.
La sexta trompeta es introducida por el anuncio: “El primer ay
pasó; he aquí vienen aún dos ayes después de esto” – indicando
que su llegada está cercana: están en camino: “vienen” [ercetai].

Hay cierto parecido entre la visión presentada aquí y la que la


precede. Ambas se refieren a una hueste grande y multitudinaria
desatada para castigar a los hombres; en ambas la hueste no es
como ningunos seres reales  in rerum natura, pero ambas
parecen caer, en algunos puntos, dentro de las regiones de la
realidad, y ser susceptibles, en parte al menos, de verificación
histórica. El primer incidente que sigue al tocar de la sexta
trompeta es la orden de “desatar los cuatro ángeles que están
atados junto al gran río Éufrates”. Acerca de este pasaje, dice
Alford: “Todas las imágenes aquí han sido una  crux
interpretum  en cuanto a quiénes son estos ángeles, y que se
indica por la localidad que se describe aquí”. Es en estos casos
cruciales, que desafían la destreza de la mano más hábil para
abrir la cerradura, en que demostramos el poder de nuestra llave
maestra. Fijémosnos primero en lo que parece más literal en la
visión – “el gran río Éufrates”. Eso, por lo menos, difícilmente
puede ser simbólico. Se dice que hay cuatro ángeles atados,
no en el río, sino junto a él [epi tw potamw]. Desatar estos cuatro
ángeles libera una vasta horda de jinetes armados, con las
extrañas y antinaturales características descritas en la visión.
¿Qué es lo  verdadero  y  real  que podemos deducir de estas
imágenes altamente elaboradas? ¿Cómo es que estos jinetes
vienen de la región del Éufrates? ¿Cómo es que hay cuatro
ángeles atados junto a ese río? Ahora bien, se recordará que la
invasión de langostas vino  del abismo  del infierno; este ejército
invasor viene del Éufrates. Este hecho sirve para desenmarañar
el misterio. El ejército invasor que siguió a Tito hasta el sitio y la
captura de Jerusalén fue traído en gran medida de la región del
Éufrates. Ese río formaba la frontera oriental del Imperio
Romano; y sabemos de cierto que esta frontera era guardada por
cuatro legiones, que estaban estacionadas regularmente allí.
Concebimos estas  cuatro legiones  como simbolizadas por
los  cuatro ángeles  atados junto al río. “Desatar los ángeles”
equivale a movilizar las legiones, y no podemos pensar sino que
el símbolo es poético, pues es históricamente verdadero. Pero,
se dirá, las legiones romanas no consistían de caballería.
Correcto; pero sabemos que, junto con los legionarios del
Éufrates, vinieron a la guerra judía fuerzas auxiliares traídas de
esa misma región. Antíoco de Comágene que, como nos dice
Tácito, era el más rico de todos los reyes que se sometieron a la
autoridad de Roma, envió un contingente a la guerra. Sus
dominios estaban sobre el Éufrates. Sohemus, también otro rey
poderoso, cuyos territorios estaban en la misma región, envió una
fuerza para cooperar con el ejército romano a las órdenes de Tito.
Ahora bien, las tropas de estos reyes orientales, como las de sus
vecinos los partos, eran mayormente de caballería; y es
completamente consistente con la naturaleza de la
representación alegórica o simbólica que en un libro como
Apocalipsis estas feroces hordas extranjeras de jinetes bárbaros
asumiesen la apariencia presentada en la visión. Son
multitudinarias, monstruosas, agresivas, letales; y sin duda, así
les parecían a los miserables “moradores de la tierra” a quienes
estaban encargados de destruir. La invasión puede describirse
correctamente en el lenguaje análogo del profeta Isaías: “Jehová
de los ejércitos pasa revista a las tropas para la batalla. Vienen
de lejana tierra, de lo postrero de los cielos, Jehová y los
instrumentos de su ira, para destruir toda la tierra” (Isa. 13:4,5).

Es en favor de esta interpretación que hay una manifiesta


congruencia en la invasión de la tierra dedicada, primero por una
maligna hueste de demonios, y después por un poderoso ejército
terrenal. Cada hecho está respaldado por evidencia histórica
decisiva. Despójese a la visión de este ropaje, y hay un sólido
núcleo de hechos sustanciales. Las dramáticas unidades de
tiempo, lugar, y acción han sido preservadas también, y
gradualmente somos llevados más y más cerca de la catástrofe
bajo la séptima trompeta. Pero nos estamos anticipando.

Puede hacerse una objeción a esta explicación de la visión de la


sexta trompeta, a causa de las hordas eufráticas encargadas de
destruir a los idólatras. Sin duda, la flagrante idolatría descrita en
el versículo veinte no era el pecado nacional de Israel en aquel
período, aunque lo había sido en épocas anteriores. Pero hay
demasiada razón para creer que muchos judíos sí se
conformaban a prácticas paganas en los días de Herodes el
Grande y sus descendientes. Creemos, sin embargo, que en la
secuela se demostrará satisfactoriamente que, en Apocalipsis, el
pecado de idolatría se imputa a los que, aunque no eran
culpables de adorar ídolos literalmente, eran los obstinados e
impenitentes enemigos de Cristo. (Véase la exposición del
capítulo 17).

Finalmente, la correcta traducción del vers. 15 elimina una


oscuridad que ha sido ocasión de mucha perplejidad y muchos
conceptos erróneos. Se declara que los cuatro ángeles atados
junto al Éufrates, y desatados por el ángel de la sexta trompeta,
han sido preparados, no para  una  hora, y  un  día, y  un  mes,
y un año, sino para la hora, día, mes, y año: es decir, destinados
por la voluntad de Dios para una obra especial, en una coyuntura
particular; y en el tiempo señalado, fueron desatados para
cumplir su misión providencial. “La tercera parte de los hombres”
no significa la tercera parte de la raza humana, sino la tercera
parte de los “habitantes de la tierra” (cap. 8:13), sobre los cuales
los ayes están a punto de caer.

EPISODIO DEL ÁNGEL CON EL LIBRO ABIERTO
I. Ahora podríamos haber esperado que sonase la séptima
trompeta; pero, como en la visión de los siete sellos, la acción es
interrumpida por la introducción de episodios que hacen espacio
para material nuevo que no cae estrictamente dentro de la
corriente principal de la narración.

Cap. 10:1-11. “Vi descender del cielo a otro ángel fuerte, envuelto
en una nube, con el arco iris sobre su cabeza; y su rostro era
como el sol, y sus pies como columnas de fuego. Tenía en su
mano un librito abierto; y puso su pie derecho sobre el mar, y el
izquierdo sobre la tierra; y clamó a gran voz, como ruge un león;
y cuando hubo clamado, siete truenos emitieron sus voces”, etc.

1. Es natural que al principio estemos dispuestos a considerar a


este ángel poderoso, que aparece como el interlocutor en este
episodio y en el siguiente, como uno de los “espíritus
ministradores” que ejecutan las órdenes del Altísimo. Pero una
consideración más plena impide esta suposición. Los atributos
con los cuales está investido este ángel se parecen tanto a los
que se atribuyen a nuestro Señor en el capítulo primero, que la
mayoría de los intérpretes concuerda en la opinión de que aquí
se quiere dar a entender nada menos que al Salvador mismo.
La nube de gloria con la que está vestido es un símbolo usual de
la presencia divina; el “arcoíris  sobre su cabeza” corresponde al
arcoíris alrededor del trono (cap. 4:3); “su  rostro como el sol“;
“sus pies como columnas de fuego“; “su voz como la de un león
cuando ruge”; todo esto se parece tan exactamente a la
descripción en el cap. 1:10-16 que apenas es posible llegar a
cualquier otra conclusión sino que esta es una manifestación del
Señor mismo.

2. Pero aquí hay una correspondencia aún más notable entre la


apariencia y la acción de este “ángel poderoso” y la descripción
que hace Pablo del arcángel en 1 Tes. 4:16: “Porque el Señor
mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta
de Dios”. Aquí hay ciertamente una coincidencia muy singular. 1.
El ángel glorioso de Apocalipsis parece sin duda ser “el Señor
mismo”. 2. De ambos se dice que “descienden del cielo”. 3. En
cada caso, está representado descendiendo con “aclamación“. 4.
En cada caso, es la voz del “arcángel“. 5. En cada caso, la
apariencia del ángel, o Salvador, está asociada con
una  trompeta. 6. También, el  momento  de esta aparición parece
ser el mismo: en Apocalipsis es en la víspera del toque de la
última trompeta, cuando “el misterio de Dios se habrá
consumado”; mientras que en la epístola es en vísperas de “la
gran consumación”, o “el día del Señor” (1 Tes. 5: 2).

3. Puede objetarse que el título de  “ángel  “o aun el


de  “arcángel”  es incompatible con la suprema dignidad del Hijo
de Dios. Pero no puede haber dudas de que el nombre ángel se
le da en el AT al Mesías, Isa. 63:9; Mal. 3:1. El nombre
de  arcángel  es equivalente al de “príncipe de los ángeles”, la
misma frase con que la versión siríaca traduce la palabra en 1
Tes. 4:16; en realidad, sería más razonable objetar que el título
de “arcángel” se le dé a cualquier persona que no sea divina.
Está en armonía con otros nombres que se aceptan como
pertenecientes a Cristo, como Arch, Arcwn, Archgoz, Arciereuz,
Arcipoimhn, así que hay una fuerte presunción de que el título
Arcaggeloz también pertenece a Cristo.

4. Hengstenberg sostiene, y con muchas probabilidades, que hay


sólo un arcángel, y que posee naturaleza divina. Este arcángel se
llama  “Miguel”  en Judas, ver. 9; pero en el libro de
Daniel, Miguel es identificado expresamente con el Mesías (Dan.
12:1). Por lo tanto, arcángel es un título propio de Cristo.
5. Vale la pena notar que Pablo habla, no de la voz
de un arcángel, sino del arcángel, como si se estuviese refiriendo
a lo que ya era bien conocido y familiar para las personas a las
cuales escribía. Pero, ¿dónde encontramos en las Escrituras
alguna alusión a “la voz del arcángel y la trompeta de Dios”? En
ninguna parte, excepto en este mismo pasaje de Apocalipsis.
Deducimos que Apocalipsis era conocido para los tesalonicenses,
y que Pablo aludía a esta misma descripción.

6. Nuevamente, en las Epístolas a los Tesalonicenses, la voz del


arcángel es representada despertando a los santos que duermen.
Pero, ¿de quién es la voz que llama a los muertos de sus
tumbas? La voz del Hijo de Dios. “Viene la hora, y ahora es,
cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y saldrán” (Juan
5:25-29). La voz del arcángel, pues, es la voz del Hijo de Dios. Se
observará también, que se dice que el sonido de la séptima
trompeta es “el tiempo de juzgar a los muertos” (Apoc. 11:18).

7. Por último, que el ángel poderoso de Apoc. 10:1 es una


persona divina, y no otra que el Señor Jesucristo, parece
demostrado decisivamente por el cap. 11:3: “Y daré a  mis  dos
testigos que profeticen”, etc., donde el que habla es
evidentemente una persona divina, y el mismo “ángel poderoso”
que el profeta contempló descendiendo del cielo.

Concluimos, pues, que el “ángel poderoso” de Apocalipsis es


idéntico al “arcángel” de 1 Tesalonicenses, y no es otro que “el
Señor mismo”.

II. Ahora consideramos el pronunciamiento del ángel poderoso.

Al principio, podríamos suponer que lo que el ángel pronunció se


mantenía en secreto. Se nos dice que, cuando clamó, siete
truenos emitieron sus voces; pero, cuando el vidente procedía a
escribir lo que habían dicho, se le prohibió hacerlo: “Sella las
cosas que los siete truenos han dicho, y no las escribas” (ver. 5).

El profeta, sin embargo, pasa a registrar lo que el ángel hizo y


dijo. Con el pie derecho en el mar y el izquierdo en la tierra, el
ángel levanta su mano al cielo, y jura por el que vive por los
siglos de los siglos que ya no habrá más tiempo ni tregua. Es
decir: “El fin ha llegado; la paciencia de Dios ya no puede esperar
más; el día de gracia está a punto de concluir; ya no se dará más
tregua”.

Que este es el significado de la declaración es evidente por lo


que sigue, en el ver. 7:

“En los días de la voz del séptimo ángel, cuando él comience a


tocar la trompeta, el misterio de Dios se consumará, como él lo
anunció a sus siervos los profetas”.

En otras palabras, la séptima y última trompeta, que está a punto


de sonar, traerá la gran consumación predicha. Esta íntima
conexión entre la aparición del arcángel y el sonar de la séptima
trompeta (que introduce la consumación) es sumamente
sugerente, y confirma con fuerza todo lo que se ha adelantado
con respecto a la correspondencia entre la escena que tenemos
delante y la descripción de 1 Tes. 4:16.

Pero este séptimo versículo también confirma de modo singular y


muy satisfactorio los puntos de vista que ya se han expresado
con respecto a lo que se ha llamado erróneamente “la
predicación del evangelio a los muertos” (1 Ped. 4:6). El lector
recordará que, en el pasaje a que se hace referencia, la
expresión empleada es “nekroiz euhggelisqh” (literalmente,  fue
evangelizado a los muertos, es decir, un anuncio consolador fue
hecho a los muertos).

En el pasaje que tenemos delante (cap. 10:7), descubrimos la


fuente original de esta peculiar expresión
“evangelizado” [enhggelisen], y en un examen más minucioso,
encontramos una alusión, clara y distinta, a esa misma
comunicación hecha a los muertos, a la que se refiere Pedro. El
ángel de la visión jura:

“que el tiempo no sería más, sino que en los días de la voz del
séptimo ángel, cuando él comience a sonar la trompeta, el
misterio de Dios se consumará, como él lo anunció a sus siervos
los profetas”.

En otras palabras, “como él lo  anunció mediante un anuncio


consolador a sus siervos los profetas”.

Aquí la cuestión se presenta sola: ¿Cuándo se hizo este anuncio


consolador? Alford contesta esta pregunta correctamente. En su
nota sobre este versículo, dice:

“que el tiempo no sería más”, es decir, no intervendría más; en


alusión a la respuesta dada al clamor de las almas de los
mártires, cap. 6:11, kai erreqh avtoiz ina anapauswntai eti cronon
mikron. Esta serie entera de juicios anunciados por las trompetas
ha sido una respuesta a las oraciones de los santos, y ahora la
venganza está a punto de tener entero cumplimiento; cronoz
ouketi estai: la espera señalada está cerca. Que este es el
significado queda demostrado por el todo en taiz hmeraiz, etc.,
que sigue”.
Luego, ¿a quién se le hizo este consolador anuncio? La
respuesta es: “a sus siervos los profetas”. Esto se refiere
claramente a los que, en el cap. 6:9, están representados como
“las almas de los que fueron muertos por la palabra de Dios, y
por el testimonio que tenían”. Porque, ¿cuál es la función de un
profeta? ¿No es la de declarar la palabra del Señor, y dar
testimonio en favor de la verdad? En el capítulo 6, se les describe
como “habiendo sido muertos”, la suerte que Jesús predijo para
sus siervos. “Por tanto, he aquí yo os envíoprofetas  y sabios y
escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis” (Mat. 23:34).
Jerusalén era notoriamente asesina de profetas. “¡Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas!” (Mat. 23:37). “No es posible
que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Luc. 13:33). Era la
sangre de estos mártires la que había de ser requerida de
“aquella generación”, y ahora el tiempo había llegado.

Por último, obsérvese el período indicado en este mensaje


consolador [euaggelion]. Es “en los días de la voz del séptimo
ángel que el misterio de Dios se consumará”. Volvamos al cap.
11:18, que describe el resultado del sonido de la séptima
trompeta, y ¿qué encontramos? Allí se declara: “Tu ira ha
venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a
tus siervos los profetas”. Difícilmente es necesario señalar cuán
perfectamente coincide esto con las afirmaciones en 1 Ped. 4:6,
así como en Apoc. 6:9-11, y cuán obviamente se refieren al
mismo período y al mismo suceso. Eleva la probabilidad a la
certeza, y demuestra la verdad de la explicación que ya se ha
dado, mediante una sutil y recóndita correspondencia que
soportará la inspección más minuciosa y crítica.

III. El libro abierto en la mano del ángel (cap. 10:8-11). El ángel


poderoso está representado sosteniendo en su mano un librito
abierto. No se nos informa de su contenido, pero nos ayuda
mucho en la interpretación de este símbolo la manifiesta
correspondencia entre la escena en Apocalipsis y la que se
describe en Ezequiel 2, 3. En realidad, parecen contrapartes la
una de la otra. El rollo en Ezequiel corresponde al “librito”. En la
profecía, es “el Señor” quien sostiene el rollo en la mano, y se lo
da al profeta; una confirmación adicional del argumento de que
es el Señor quien, en Apocalipsis, sostiene en librito en su mano.
Tanto en la profecía como en Apocalipsis, el rollo o libro
está abierto. En ambos, el rollo o libro es comido por los profetas;
en ambos, “era dulce en la boca” al comerlo. Sólo el Apocalipsis
afirma que se volvió  amargo  en el vientre; pero podemos inferir
que la misma característica se aplica igualmente al rollo de
Ezequiel. Todas estas notables correspondencias prueban
suficientemente que la escena en la profecía de Ezequiel es el
prototipo de la visión en Apocalipsis. Pero el punto principal que
debe observarse es la naturaleza del contenido del librito, y esto
podemos establecerlo por su paralelo en la profecía. El rollo que
Ezequiel vio “estaba escrito por delante y por detrás; y había
escritas en él endechas y lamentaciones y ayes” (Eze. 2:10).
Deducimos, pues, que en ambos el contenido era  amargo,
porque Juan, como Ezequiel, era el mensajero de ayes venideros
para Israel, y esta misma visión pertenece a las trompetas de
ayes que hicieron sonar la señal del juicio.

LA MEDICIÓN DEL TEMPLO

Cap. 11:1,2. “Entonces me fue dada una caña semejante a una


vara de medir, y se me dijo: Levántate, y mide el templo de Dios,
y el altar, y a los que adoran en él. Pero el patio que está fuera
del templo déjalo aparte, y no lo midas, porque ha sido entregado
a los gentiles; y ellos hollarán la ciudad santa cuarenta y dos
meses”.
Si faltase algo para probar que en estas visiones apocalípticas
tratamos con historia contemporánea, con hechos y cosas que
existían en los días de Juan, ese algo lo proporcionaría el pasaje
que tenemos delante. Aquí tenemos evidencia clara y distinta con
respecto al  tiempo  y al  lugar. La visión habla de la  ciudad  y
el  templo  de Jerusalén; la ciudad literal y el templo literal.
Estaban, pues, en existencia cuando el Apocalipsis se escribió,
porque la visión que tenemos ante nosotros predice su
destrucción.

¿Qué puede ser más forzado y menos natural, menos crítico y


más infundado, que interpretar una afirmación como ésta como
símbolo de la Reforma Protestante y la Iglesia de Roma? Tales
interpretaciones son en realidad una humillante prueba de la
extravagancia y la credulidad de algunos hombres buenos; pero
hacen un daño incalculable al dar ejemplo de manejar de modo
imprudente de la Palabra de Dios, y hacer pasar las fantásticas
especulaciones de los hombres por los verdaderos
pronunciamientos de Dios. No tenemos en absoluto ningún
derecho a suponer que aquí se quiere decir algo más o algo
menos que la ciudad literal de Jerusalén y el templo literal de
Dios.

El interlocutor en esta visión es todavía el mismo “ángel


poderoso”, cuya identidad con el “arcángel”, “el Señor mismo”,
hemos tratado de establecer. El vidente recibe una caña, o vara
de medir, y se le ordena medir el templo de Dios, el altar, y los
que adoran en él. Regresamos naturalmente a la escena en
Ezequiel 40, donde el profeta ve a un ángel con un cordel de lino
en la mano y una caña de medir, midiendo las dimensiones del
templo que estaba a punto de ser construido. Pero es claro que,
en esta visión apocalíptica, no es construcción lo que se quiere
decir con el símbolo, sino demolición y destrucción.
Es siempre importante tener presente que toda la acción del
Apocalipsis se apresura hacia una gran catástrofe, ahora no muy
distante. Ni por un momento se pierde de vista a Israel y a
Jerusalén. Ya han sonado dos trompetas de ayes, anunciando la
suerte de la nación apóstata, y la consumación final sólo espera
el sonido de la tercera. El arcángel ya ha declarado que “el
tiempo no sería más”, y el vidente ha probado lo amargo del
libelo – el  librito que contiene la acusación y el castigo de aquella
generación malvada.

En tales circunstancias, nada sino destrucción venidera puede


ser el tema. Que la vara de medir o el cordel se emplea en la
Escritura como emblema de destrucción es indiscutible, en
realidad con más frecuencia que de construcción. Unos pocos
ejemplos deben bastar. En Lamentaciones 2:7,8, encontramos un
pasaje que podría ser la interpretación de esta visión
apocalíptica: “Desechó el Señor su altar, menospreció su
santuario; ha entregado en mano del enemigo los muros de sus
palacios; hicieron resonar su voz en la casa de Jehová como en
día de fiesta. Jehová determinó destruir el muro de la hija de
Sion;  extendió el cordel, no retrajo su mano de la destrucción;
hizo, pues, que se lamentara el antemuro y el muro; fueron
desolados juntamente”. Nuevamente, en la profecía de Isaías
relativa a la destrucción de Babilonia (cap. 34:11), leemos: “Se
adueñarán de ella el pelícano y el erizo, la lechuza y el cuervo
morarán en ella; y se extenderá sobre ella cordel de destrucción,
y niveles de asolamiento”. El profeta Amós también usa el mismo
emblema (Amós 7:6-9): “He aquí el Señor estaba sobre un muro
hecho a plomo, y en su mano una plomada de albañil. Jehová
entonces me dijo: ¿Qué ves, Amós? Y dije: Una plomada de
albañil. Y el Señor dijo: He aquí, yo pongo plomada de albañil en
medio de mi pueblo Israel; no lo toleraré más.  Los lugares altos
de Isaac serán destruidos”, etc. Otro pasaje muy sugerente
ocurre en 2 Reyes 21:12,13: “Por tanto, así ha dicho Jehová el
Dios de Israel: He aquí yo traigo tal mal sobre Jerusalén y sobre
Judá, que al que lo oyere le retiñirán ambos oídos. Y  extenderé
sobre Jerusalén el cordel de Samaria y la plomada de la casa de
Acab”. (Véase también Salmos 60:6; Isaías 28:17).

Pero no sólo se usa el cordel o la vara de medir como símbolo de


la destrucción de  lugares, sino, lo que es más singular,
de  personas, también. Hay un curioso pasaje en 2 Samuel 8:2
que ilustra este hecho: Y David “derrotó también a los de Moab,
y los midió con cordel, haciéndoles tender por tierra; y midió dos
cordeles para hacerlos morir, y un cordel entero para preservarles
la vida”. Hay algo de oscuridad en el pasaje, pero el significado
parece ser que a los cautivos se les ordenaba tenderse en tierra,
se medía una cierta porción igual a dos tercios del total, que
estaban destinados a la muerte, mientras que al tercio restante
se le perdonaba la vida. Esto explica, lo que de otro modo sería
casi ininteligible: por qué en la visión son medidos tanto los que
adoran como el templo y el altar. Creemos, pues, que está claro
que la orden de medir “el templo, el altar, y los que adoran”
significa la destrucción que estaba a punto de devastar los
lugares más sagrados del judaísmo y el mismo desgraciado
pueblo.

Se observará que una parte de los recintos del templo, “el patio
que está fuera del templo” se exceptúa de la medición, y que por
esta razón está asignado – “ha sido entregado a los gentiles”. El
pasaje dice así: “El patio que está fuera del templo déjalo fuera, y
no lo midas”, etc. Hay alguna oscuridad en esta afirmación.
Sabemos que había una porción de los recintos del templo
llamada “el atrio de los gentiles”, pero ese difícilmente puede ser
aquél al que se alude aquí, pues sería extraño decir que el patio
de los gentiles sería dado a los gentiles. Es evidente, también,
que se dice que este abandono del atrio exterior a los gentiles es
algo sacrílego, algo asociado con la afirmación: “Y hollarán la
santa ciudad cuarenta y dos meses”. La razón, pues, de la
exención de la medición del patio exterior es probablemente que
el lugar  ya estaba profanado; estaba, pues,  “dejado fuera”,
rechazado, como que ya no era un lugar sagrado; era profano e
inmundo, estando en manos, y aún bajo los pies, de los gentiles.

¿Hay en la historia de los últimos días de Jerusalén algo que


responda a estos hechos? Porque ese es el verdadero problema
que tenemos que resolver. Aquí el historiador judío arroja una
vívida luz sobre el escenario entero descrito en la visión. Josefo
nos cuenta cómo, cuando estalló la guerra de los judíos, el
templo se convirtió en ciudadela y fortaleza de los insurgentes;
cómo las diferentes facciones luchaban por la posesión de esta
ventajosa posición; y cómo Juan, uno de los jefes rebeldes,
defendía el templo con su grupo de bandidos llamados zelotes,
mientras Simón, otro cabecilla y rival, ocupaba la ciudad. Josefo
nos dice cómo la fuerza idumea, que puede describirse
correctamente como perteneciente a los gentiles, entró en la
ciudad amparada por la oscuridad de la noche, durante una
distracción causada por una terrorífica tormenta, y fue admitida
por los zelotes, sus confederados, dentro de los sagrados
recintos del templo. Parece que, durante todo el período del sitio,
la ciudad y los atrios del templo estuvieron en posesión de estos
salvajes hombres sin ley de Edom, que llevaban con ellos la
rapiña y el derramamiento de sangre a dondequiera que iban.
Fueron ellos los que en esta ocasión asesinaron vilmente a
Ananías y a Josué, dos de los sumos sacerdotes más eminentes
y venerables, un crimen al que Josefo atribuye la subsiguiente
captura de Jerusalén y el colapso de la comunidad judía. (Véase
la obra de Traill Josefo, libro 4, cap. 5, sec. 2).

¿No tenemos aquí plenamente satisfechas las condiciones del


problema? La violenta y sacrílega invasión del templo por parte
de los zelotes e idumeos, y la autoritaria ocupación de la ciudad
por estos bandidos, que la hollaron bajo sus pies durante el
período del sitio, nos parece que cumplen con precisión los
requisitos de la descripción. ¿Seguramente no se dirá que los
idumeos no eran gentiles? Es importante observar que esta
frase,  los gentiles, o  las naciones  [ta eqnh], que con tanta
frecuencia ocurre en el Nuevo Testamento, se refiere
generalmente a los vecinos inmediatos de los judíos, viviendo
muchos de ellos con los judíos, o al lado de ellos, en la tierra de
Palestina. Samaria era una eqnoz: Así lo eran también Idumea,
Batanea, Galilea, los tirios, y los sidonios; y la frase “todas las
naciones” o “todos los gentiles” se emplea a menudo en este
sentido limitado para referirse a las nacionalidades palestinas.
Cuando nuestro Señor envió a los doce en su primer viaje
misionero, y les encargó que no fueran a los gentiles, ni entraran
en ninguna ciudad de los samaritanos, sino que fuesen más bien
a las ovejas perdidas de la casa de Israel, por gentiles no quería
decir los griegos, ni los romanos, ni los egipcios, ni los persas,
sino los gentiles de casa, como podemos llamarles, a los cuales
los discípulos podían encontrar sin sobrepasar los límites de
Palestina. Algunas veces, corremos el peligro de ser confundidos
por la aplicación de nuestras modernas ideas geográficas y
etnológicas al pensamiento y el lenguaje del tiempo de nuestro
Señor. Las ideas de los judíos eran más provinciales que
ecuménicas: su mundo era Palestina, y para ellos, “las naciones”
o “los gentiles” a menudo no significaba más que sus vecinos
más cercanos que vivían en las fronteras, y a veces dentro de las
fronteras, de su propia tierra.

El pasaje que ahora estamos considerando arroja luz también


sobre la profecía de nuestro Señor en Lucas 21:24: “Y Jerusalén
será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los
gentiles se cumplan”. Debe observarse que nuestro Señor habla
aquí del sitio y la captura de Jerusalén, el mismo tema de la
visión apocalíptica. No puede ponerse en duda que la referencia
de nuestro Señor a que Jerusalén sería hollada por los gentiles
es idéntica en significado al lenguaje de la visión: “Y hollarán [los
gentiles] la santa ciudad”. Ambos pasajes tienen que referirse al
mismo acto y al mismo tiempo: cualquiera sea el significado del
uno es el significado del otro. Puesto que, entonces, la alusión en
Apocalipsis es a la violenta y sacrílega ocupación de Jerusalén y
del templo por las hordas de zelotes e idumeos, llegamos a la
conclusión de que nuestro Señor, en su predicción, alude al
mismo hecho histórico.

Pero, si es así, ¿qué debemos entender por  “los tiempos de los


gentiles”  en la predicción de nuestro Salvador? Se ha supuesto
generalmente que esta expresión se refiere a algún período
místico de duración desconocida que se extiende posiblemente a
siglos y eones, y que todavía continúa en un curso que no se ha
completado. Pero, si esta interpretación no natural de las
palabras ha de aplicarse a la Escritura, es difícil ver para qué
sirve especificar en absoluto algún período de tiempo.
Ciertamente es mucho más respetuoso hacia la Palabra de Dios
entender su lenguaje en el sentido de que tiene algún significado
d e fi n i d o . ¿ Y s i “ c u a r e n t a y d o s m e s e s ” s i g n i fi c a
realmente  cuarenta y dos meses, y nada más? Los tiempos de
los gentiles sólo pueden significar el tiempo durante el cual
Jerusalén estuvo ocupada por ellos. Ese tiempo se especifica
claramente en Apocalipsis como cuarenta y dos meses. Ahora
bien, este es un período del cual se habla repetidamente en este
libro bajo diferentes designaciones. Es los “mil doscientos
sesenta días” del versículo siguiente, y el “tiempo, y tiempo, y la
mitad de un tiempo” del cap. 12:14, es decir, tres años y medio.
Ahora bien, es evidente que este espacio de tiempo en la historia
de las naciones sería un punto insignificante; pero, para una
chusma tumultuosa y sin ley, controlar una gran ciudad por tal
período sería algo portentoso y terrible. No es probable que la
ocupación de tal ciudad por una turba armada continúe por
edades y siglos: es un estado de cosas anormal que debe
terminar prontamente. Pero esto es exactamente lo que sucedió
en los últimos días de Jerusalén. Durante los tres años y medio
que representan con suficiente exactitud la duración de la guerra
de los judíos, Jerusalén estuvo efectivamente en manos y bajo
los pies de una horda de rufianes, a quienes su propio
compatriota describe como “esclavos, y la escoria misma de la
sociedad, los espurios y contaminados engendros de la nación”.
Se puede decir que la última y fatal lucha comenzó cuando
Vespasiano fue enviado por Nerón, a la cabeza de sesenta mil
hombres, a sofocar la rebelión. Esto ocurrió a principios del año
67 A. D., y en agosto del año 70 A. D., la ciudad y el templo eran
un montón de humeantes ruinas.

Apenas es posible concebir una correspondencia más completa y


más impresionante entre la historia y la profecía que ésta, que no
necesita ninguna diestra manipulación y ninguna interpretación
antinatural, sino la simple observación de los hechos registrados
en los anales del tiempo.

Las siguientes observaciones del profesor Moses Stuart acerca


de este pasaje son sumamente importantes:

“Cuarenta y dos meses. Después de toda la investigación que he


podido llevar a cabo, me siento obligado a creer que el escritor se
refiere a un período literal y definido, aunque no tan exacto que
un solo día, ni siquiera varios días, de variación interfiriese con la
meta que tiene en mente. Es verdad que la invasión de los
romanos duró aproximadamente lo que duró el período
mencionado, hasta que Jerusalén fue tomada. Y aunque la
ciudad no fue sitiada por tanto tiempo, la metrópolis en este caso,
como en otros innumerables casos en ambos Testamentos,
parece que se refiere al país de Judea. Durante la invasión de
Judea por los romanos, continuó el fiel testimonio de los
perseguidos discípulos del cristianismo, hasta que por fin fueron
asesinados. La paciencia de Dios al diferir por tanto tiempo la
destrucción de los perseguidores se demuestra en esto, y
especialmente su misericordia, al continuar advirtiéndoles y
reprochándoles. Este es un método de interpretación natural,
sencillo, y fácil, por decir lo menos, un método que me siento
constreñido a adoptar, aunque no es difícil levantar objeciones
contra él”.

EPISODIO DE LOS DOS TESTIGOS

Cap. 11:3-13. “Y daré a mis dos testigos [poder] que profeticen


por mil doscientos sesenta días, vestidos de cilicio. Estos testigos
son los dos olivos, y los dos candeleros que están en pie delante
del Dios de la tierra. Si alguno quiere dañarlos, sale fuego de la
boca de ellos, y devora a sus enemigos; y si alguno quiere
hacerles daño, debe morir él de la misma manera. Estos tienen
poder para cerrar el cielo, a fin de que no llueva en los días de su
profecía; y tienen poder sobre las aguas para convertirlas en
sangre, y para herir la tierra con toda plaga, cuantas veces
quieran. Cuando hayan acabado su testimonio, la bestia que
sube del abismo hará guerra contra ellos, y los vencerá, y los
matará. Y sus cadáveres estarán en la plaza de la grande ciudad
que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde
también nuestro Señor fue crucificado. Y los de los pueblos,
tribus, lenguas y naciones verán sus cadáveres por tres días y
medio, y no permitirán que sean sepultados. Y los moradores de
la tierra se regocijarán sobre ellos y se alegrarán, y se enviarán
regalos unos a otros; porque estos dos profetas habían
atormentado a los moradores de la tierra. Pero después de tres
días y medio entró en ellos el espíritu de vida enviado por Dios, y
se levantaron sobre sus pies, y cayó gran temor sobre los que los
vieron. En aquella hora hubo un gran terremoto, y la décima parte
de la ciudad se derrumbó, y por el terremoto murieron en número
de siete mil hombres; y los demás se aterrorizaron, y dieron gloria
al Dios del cielo”.

Ahora entramos en la investigación de uno de los problemas más


difíciles contenidos en la Escritura, un problema que ha puesto a
prueba, y hasta podemos decir que ha desconcertado, las
investigaciones y el ingenio de críticos y comentaristas hasta la
actualidad. ¿Quiénes son los dos testigos? ¿Son míticos o
personas históricas? ¿Son símbolos o realidades? ¿Representan
principios o individuos? Las conjeturas – porque no son sino eso
– que se han adelantado sobre este tema forman uno de los más
curiosos capítulos de la historia de la interpretación bíblica. Tan
completo es el desconcierto, y tan insatisfactoria la explicación,
que muchos consideran el problema insoluble, o llegan a la
conclusión de que los testigos no han aparecido todavía, sino que
pertenecen al futuro desconocido.

Una de las pruebas de una verdadera teoría de la interpretación


es que debería ser una buena hipótesis que funcione. Cuando se
encuentre la clave correcta del Apocalipsis, abrirá todas las
cerraduras. Si esta visión profética es, como creemos, la
reproducción y la expansión de la profecía en el Monte de los
Olivos; y si hemos de buscar los personajes dramáticos que
aparecen en sus escenas dentro de los límites de los períodos a
los cuales se extiende esa profecía, entonces el área de
investigación queda muy restringida, y las probabilidades de
descubrimiento aumentan desproporcionadamente. En la
investigación relativa a la identidad de los dos testigos,
quedamos constreñidos casi a un punto en el tiempo. Algunos de
los datos son lo bastante precisos. Se verá que el período de su
profecía antecede al sonido de la séptima trompeta, esto es, justo
antes de la catástrofe de Jerusalén. La  escena  de su profecía
tampoco se indica oscuramente: es “la gran ciudad, que en
sentido espiritual se llama Sodoma y Gomorra, donde también
nuestro Señor fue crucificado”. A pesar de las objeciones de
Alford, que en realidad no parecen tener ningún peso, no puede
haber ninguna duda razonable de que Jerusalén es el lugar que
se tiene en mente, según la opinión general de casi todos los
comentaristas y los obvios requisitos del pasaje. La pregunta,
pues, es: ¿Cuáles dos personas que, viviendo en la comunidad
judía y en la ciudad de Jerusalén en los últimos días, puede
encontrarse que responden a la descripción de los dos testigos,
como se da en la visión? Esa descripción es tan marcada y
minuciosa que su identificación no debería ser difícil. Hay siete
características principales:

1. Son testigos de Cristo.



2. Son dos en número.

3. Están imbuidos de poderes milagrosos.

4. Están representados simbólicamente por los dos olivos y los
dos candeleros que se ven en la visión de Zacarías. (Zac. 4).

5. Profetizan vestidos de cilicio, es decir, su mensaje es de
aflicción.

6. Sufren una muerte violenta en la ciudad, y sus cadáveres
son tratados con ignominia.

7. Después de tres días y medio, se levantan de entre los
muertos, y son llevados al cielo.

Antes de seguir adelante con la investigación, es bueno tomar


nota de las siguientes observaciones del Dr. Alford sobre el tema,
con las cuales concordamos cordialmente:

“Los dos testigos, etc. Ninguna solución se ha proporcionado


jamás para esta porción de la profecía. O los dos testigos son
literales – dos hombres, dos individuos – o son simbólicos – dos
individuos considerados como la concentración de principios y
características, y esto ya sea por sí mismos, o como
representantes de hombres que encarnaban estos principios y
estas características … El artículo toiz parece como si los dos
te s ti g o s fu e se n b i e n c o n o c i d o s , y d i s ti n to s e n su s
individualidades. El dusin es esencial a la profecía, y no debe ser
minimizado. Ninguna interpretación que no retenga y no haga
resaltar este dualismo, bien en individuos o en líneas
características de testimonio, puede estar en lo correcto”.

Acerca de la afirmación “vestidos de cilicio” (como señal de la


necesidad de arrepentimiento y del juicio que se acercaba), dice
Alford:

“Esta porción de la descripción profética ciertamente favorece


fuertemente la interpretación individual. Porque, primero, es difícil
concebir cómo pueden describirse así cuerpos enteros de
hombres e iglesias; y, segundo, los principales intérpretes de
símbolos han dejado fuera este importante detalle, o pasaron
muy por encima de él. Uno no ve cómo puede decirse que
cuerpos de hombres que vivieron como otros hombres (siendo
víctimas de persecución es otra cuestión) han
profetizado vestidos de cilicio“.

Nuevamente, acerca del versículo cinco:

“Toda esta descripción es sumamente difícil de aplicar a la


interpretación alegórica; como podría esperarse, los alegoristas
se detienen, extremadamente perplejos. El doble anuncio aquí
parece poner el sello al sentido literal, y el ei tiz y el dei autun
apoktankhnai son decisivos contra cualquier mera aplicación
nacional de las palabras. La  individualidad  no podría haber sido
indicada más vigorosamente”.
Y otra vez, acerca de los poderes milagrosos atribuidos a los
testigos:

“Todo esto apunta al espíritu y al poder de Moisés, combinado


con el de Elías. Y sin duda, es en estas dos direcciones que
tenemos que buscar los dos testigos, o filas de testigos. El uno
personifica la ley, el otro los profetas. El uno nos recuerda al
profeta a quien Dios levantaría como a Moisés; el otro, a Elías el
profeta, que vendría antes del día grande y terrible de Jehová”.

Concordando completamente con estas observaciones, que


expresan el problema justamente, y hacen a un lado de manera
concluyente cualquier interpretación alegórica por incompatible
con los claros requisitos del caso, procedemos ahora a buscar los
dos testigos de Cristo, que testificaron por su Señor y sellaron el
testimonio con su sangre, en Jerusalén, en los últimos días del
sistema judío,  y no titubeamos en nombrar a Santiago y a
Pedro como las personas indicadas.

1. Santiago

Como hecho real e histórico, sabemos que, en los últimos días de


Jerusalén, vivió en aquella ciudad un maestro cristiano eminente
por su santidad, un fiel testigo de Cristo, dotado con los dones de
profecía y de milagros, que profetizaba vestido de cilicio que selló
su testimonio con su sangre, pues fue asesinado en las calles de
Jerusalén en los días finales de la comunidad judía. Este era
“Santiago, siervo de Dios, y del Señor Jesucristo”.

Veamos cómo cumple este nombre los requisitos del problema.


Es imposible concebir una representación más adecuada de los
antiguos profetas y de la ley de Moisés que el apóstol Santiago.
Es incuestionable que era un fiel testigo de Cristo en Jerusalén.
Su residencia habitual, si no su residencia fija, era allí: su relación
con la iglesia de Jerusalén hace esto casi seguro. Ningún hombre
de aquellos días tenía más derecho a ser llamado un Elías. No
era un cortesano untuoso, ni un profetizador de cosas buenas,
sino un asceta en sus hábitos, severo y osado en sus denuncias
del pecado, un hombre cuyas rodillas tenían callos, como los de
un camello, a fuerza de mucha oración, cuya impávida integridad
y primitiva santidad le ganaron, aun en aquella malvada ciudad,
el apelativo de  el Justo: ¿no era ésta la manera en que se
conducía un hombre que “atormentaba a los que moran en la
tierra”, y respondía a la descripción de un testigo de Cristo?
Todavía podemos escuchar el eco de aquellas severas
reprimendas que mortificaban a aquellos hombres orgullosos y
codiciosos que “oprimían al obrero en su salario”, reprimendas
que predecían la ira que vendría prontamente y que ahora estaba
tan cercana. “Aullad, oh ricos, por las miserias que os vendrán.
Habéis acumulado tesoros en los últimos días”. ¿Quién puede
con mayor probabilidad ser nombrado uno de los testigos-
profetas de los últimos días que Santiago de Jerusalén, “el
hermano del Señor”?

Concerniente al tiempo y la manera exactos del martirio de este


testigo, puede haber alguna duda, pero del hecho mismo, y de
haber tenido lugar en la ciudad de Jerusalén, no puede haber
ninguna. En todo caso, hasta ahora, Santiago, en la manera de
su vida y de su muerte, responde con notable justeza a la
descripción de los testigos que se da en Apocalipsis.

Las siguientes observaciones del Dr. Schaff destacan


vívidamente la vida y la obra de Santiago de Jerusalén, y son
extremadamente apropiadas al tema que se discute.
“Había necesidad del ministerio de Santiago. Si alguno podía
ganarse al pueblo del antiguo pacto, era él. Complació a Dios
poner un ejemplo tal de piedad del Antiguo Testamento en su
forma más pura entre los judíos para hacer la conversión al
evangelio, aun a la hora undécima, tan fácil para ellos como
fuese posible. Pero, cuando no quisieron escuchar la voz de este
último mensajero de paz, se agotó la medida de la divina
paciencia, y se derramó el terrible juicio con que por tanto tiempo
habían sido amenazados. Y así se cumplió la misión de Santiago.
No habría de sobrevivir la destrucción de la Santa Ciudad y el
templo. Según Hegesipo, fue martirizado el año antes del suceso,
es decir, en el 69 d. C.”.

2. Pedro
Pero, ¿quién es el otro testigo? Parece que aquí quedamos
completamente en la oscuridad. En realidad, Stuart sugiere que
podemos considerar el número dos como meramente simbólico,
pero esto parece una suposición sin fundamento. Además, como
los prototipos de los testigos del Antiguo Testamento, “los dos
ungidos” de la visión de Zacarías, eran dos personas, Zorobabel
y Josué, es congruente que los testigos de Apocalipsis sean dos
personas. Sin duda, el segundo testigo, como el primero, debe
ser buscado entre los apóstoles. Eran pre-eminentemente
testigos cristianos, y poseían en el más alto grado los dones
milagrosos atribuidos a los testigos en Apocalipsis.

Ahora bien, ¿qué otro apóstol además de Santiago tenía una


reconocida conexión con la iglesia de Jerusalén, habitaba
declaradamente en esa ciudad, vivió hasta la víspera de la
disolución del sistema judío, sufrió una muerte de mártir, y la
experimentó en Jerusalén? Puede parecerles a algunos una
conjetura disparatada sugerir el nombre de Pedro, como nos
aventuramos a hacerlo; pero no es en absoluto una adivinanza al
azar, y solicitamos una franca consideración de los argumentos a
favor de esta sugerencia.

Si la residencia habitual o fija de Pedro era en Jerusalén; que


había una relación íntima, si no oficial, entre él y la iglesia de
aquella ciudad; que Pedro estaba en Jerusalén en la víspera de
la revuelta judía: todas estas circunstancias harían muy probable
la suposición de que Pedro era el otro testigo asociado con
Santiago.

Entonces, ¿cuáles son los hechos, como se muestran en el


Nuevo Testamento?

1.  Encontramos a Pedro como la persona más prominente en


la  fundación original de la iglesia de Jerusalén el día
de Pentecostés.

2.  Encontramos a Pedro citado ante el Sanedrín como
representante de los cristianos en Jerusalén (Hechos 4:8; 5:29).

3.  Cuando la iglesia de Jerusalén fue dispersada después de la
muerte de Esteban, Pedro, junto con los otros apóstoles, continuó
en Jerusalén (Hechos 8:1).

4.  Pedro fue delegado, junto con Juan, para visitar a los
samaritanos  convertidos por la predicación de Felipe. Después
de cumplir su misión, regresaron a Jerusalén (Hechos 8:25).

5.  Cuando Pedro fue llamado por revelación divina a Cesarea
para  predicar el evangelio a Cornelio, encontramos que regresó
de Cesarea a Jerusalén (Hechos 11:2).

6.  Fue en Jerusalén donde Pedro fue aprehendido y encarcelado
por    Herodes Agripa I después del martirio de Santiago, “el
hermano de Juan” (Hechos 12:3).

7.  Sobre la conversión de Pablo, se nos dice: “ni subí a
Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo” (Gál. 1:17). Lo
cual implica que había apóstoles residiendo en esa ciudad.

8.  Tres años después de su conversión, Pablo sube a Jerusalén.
¿Con Qé propósito? “Para ver a Pedro”, y añade: “Permanecí con
él  quince días”, dando a entender que la residencia declarada de
Pedro    era Jerusalén. En esta ocasión, Pablo vio sólo a otro
apóstol, o sea “Santiago, el hermano del Señor” (Gál. 1:18,19).

9.  Catorce años después, Pablo visita Jerusalén nuevamente. ¿A
quién  encuentra allí? A  “Santiago, Cefas, y Juan, que eran
considerados como columnas” (Gál. 2:1,9).

10.  Cuando Pablo y Bernabé fueron delegados por la iglesia
de  Antioquia para ir a Jerusalén a consultar a los apóstoles y
ancianos    con respecto a la imposición del ritual judío a los
conversos  gentiles, ¿a qué apóstoles encontraron en Jerusalén
en esa ocasión? A Pedro y a Santiago. (Hechos 15:2,7,13).

11.  Encontramos a Pedro y a Santiago desempeñando un
papel principal en la discusión de la cuestión referida a ellos por
la iglesia de Antioquia; no habiéndose nombrado a ningunos otros
apóstoles  como presentes. (Hechos 15:6-22).

12.  Que Pedro y Santiago tenían una relación oficial y
reconocida con    la iglesia de Jerusalén es presumible por lo
términos de la carta   dirigida a las iglesias gentiles en Antioquia,
etc. Al documento se le    titula “los decretos de los apóstoles y
ancianos que están en Jerusalén” [twn en Ierosolumoiz], dando a
entender su residencia    fija allí. (Véase a Steiger acerca de 1
Pedro 5:31).

13.  Judas y Silas, habiendo entregado la epístola a la iglesia
d e  A n t i o q u i a , r e g r e s a r o n a J e r u s a l é n ,  “ a l o s
apóstoles” (Hechos 15:33).

14.  Deducimos que Pedro estaba asociado con Santiago en la
iglesia de  Jerusalén por el hecho de que Pedro, cuando fue
sacado de prisión  milagrosamente, envió un mensaje especial a
Santiago y a los   hermanos: “Haced saber esto a Jacobo y a los
hermanos” (Hechos 12:17).

15.  Pedro (en 1 Pedro 5:13) envía una salutación de “su hijo
Marcos”.   Si esto quiere decir Juan apodado Marcos, como es lo
más   probable, sabemos que su residencia estaba en Jerusalén,
donde su madre tenía una casa. (Hechos 12:12).

16.  Si se ve (como esperamos mostrar) que la Babilonia de 1
Pedro 5:  13 es en realidad Jerusalén, será una prueba decisiva
de que el  lugar habitual de residencia de Pedro era en esa
ciudad. Sin    embargo, la evidencia completa de la identidad de
Babilonia con    Jerusalén debe quedar en reserva hasta que
lleguemos a la  consideración de Apoc. 16 y 17.

17.  Una comparación entre las epístolas de Santiago y Pedro
muestra    que ambas estaban dirigidas a la misma clase de
personas, es decir,    los creyentes judíos de la dispersión.
(Santiago 1:1; 1 Pedro 1:1).  En relación con esta investigación,
es muy sugerente encontrar a   estos dos apóstoles habitando en
la misma ciudad, relacionados oficialmente con la misma iglesia,
asociados en la misma obra,  dirigiéndose a creyentes judíos en
tierras extranjeras, y dando testimonio de las mismas grandes
verdades a edad avanzada, casi al final de sus vidas, y en la
víspera de aquella gran catástrofe que   enterró la ciudad, el
templo, y la nación en una ruina común.

18.  Finalmente, puede afirmarse que, ya sea que estas


probabilidades  equivalgan o no a una demostración, no puede
mencionarse a  nadie que responda más al carácter de un testigo
de Cristo en los    últimos días de Jerusalén que Pedro. Por
supuesto, rechazamos    como no históricas e inverosímiles las
mentirosas leyendas de la  tradición que le asignan un obispado y
un martirio en Roma. La  impostura ha recibido sólo un
tratamiento respetuoso sólo a manos    de críticos y
comentaristas. Es más que tiempo de que sea relegada  al limbo
de las fábulas, junto con otros fraudes piadosos de la    misma
naturaleza. Creemos que ha sido probado que la
residencia   declarada de Pedro era Jerusalén. Que vivió hasta el
umbral de la Revuelta y la guerra judías es evidente por sus
epístolas. Que sufrió      una muerte de mártir lo sabemos por la
predicción de nuestro  Señor; y en su caso podemos muy bien
decir que se aplicaría el  proverbio: “No puede ser que un profeta
perezca fuera de    Jerusalén”. Al leer sus epístolas, y
considerarlas como testimonio    de uno de los dos testigos
apostólicos de Cristo en la ciudad    condenada a muerte, se
imparte un nuevo énfasis a su misterioso  pronunciamiento que
anticipa su suerte y la de su país: “Es tiempo    de que el juicio
comience por la casa de Dios; y si primero    comienza
por  nosotros…”. ¡Cuán espantosa la descripción de los  tiempos
malos y los hombres malos, al contemplarlos en los últimos días,
con sus propios ojos, en Jerusalén! Aunque el último    capítulo
fuese el testimonio final del profeta-testigo de la tierra y la ciudad
culpables; el último clamor de advertencia antes de que estallase
la ardiente tormenta de venganza: “El día del Señor     vendrá así
como ladrón en la noche”, etc. (2 Pedro 3:10).

Ahora veamos hasta qué punto son cumplidos los requisitos de la


descripción apocalíptica por esta identificación de los dos testigos
como Santiago y Pedro.

Son dos en número: “Individuos, bien conocidos, y distintos en su


individualidad”, como dice correctamente Alford que deben ser.
Son más que esto; son consiervos y hermanos en Cristo,
asociados en la misma obra, la misma iglesia, la misma ciudad.
El  dualismo, que Alford dice que es esencial para la correcta
interpretación, es perfecto. Aún más que esto: “Uno personifica la
ley, el otro los profetas”. ¿Quién podría ser una representación
mejor de la ley que Santiago? Aunque no por eso personifica
menos a los profetas. Santiago nos recuerda a Elías, que podría
haber sido su modelo; el severo asceta, cuyos poderosos logros
en oración conmemora en su epístola. Pedro también, que puede
ser llamado el fundador de la iglesia cristiana judía, nos recuerda
a Moisés, el fundador de la antigua iglesia judía.

Lo que los antiguos profetas eran para Israel, Santiago y Pedro lo


eran para su propia generación, especialmente para Jerusalén, el
principal escenario de sus vidas y trabajos. El período de su
profecía es también notable; es por espacio de mil doscientos
sesenta días, o tres años y medio, representando la duración de
la guerra judía. Profetizan vestidos de cilicio: esto es, su mensaje
es de juicio venidero, la denuncia de la ira de Dios. Se les
compara con los dos olivos y los dos candelabros vistos en la
visión de Zacarías: esto es, son “los dos ungidos”, sobre quienes
ha sido derramado el Espíritu Santo, los alimentadores y las
luces de la iglesia cristiana, así como Zorobabel y Josué eran los
alimentadores y las luces de Israel en sus días. Son dotados de
poderes milagrosos, una característica que no debe ser
justificada, y que se aplicará sólo a testigos apostólicos. Han de
sellar su testimonio con su sangre, y hasta ahora encontramos
que Santiago y a Pedro cumplen perfectamente las condiciones
del problema. Estamos seguros de que ambos fueron mártires de
Cristo, y que eso ocurrió en los últimos días de la comunidad
judía.

Con respecto al lugar en que fue derramada la sangre de


Santiago, tenemos evidencia histórica creíble de que fue en
Jerusalén. Pero aquí la luz nos falla, y de aquí en adelante nos
vemos obligados a ir tanteando nuestro camino. De la muerte de
Pedro no tenemos ningún registro; pero el silencio mismo es
sugerente. Que las dos personas principales de la iglesia de
Jerusalén cayeran víctimas de un gobierno suspicaz, o de la furia
del pueblo, en el momento en que la revolución estaba a punto
de estallar, o cuando ya hubiese estallado, es sólo demasiado
probable; que sus cadáveres yacieran insepultos concuerda con
lo que realmente ocurrió en muchos casos durante aquel terrible
período de barbarismo sin ley que precedió a la caída de
Jerusalén: pero, aunque hemos avanzado hasta este punto, no
podemos avanzar más.

Los testigos martirizados se levantan nuevamente a la vida


después de tres días y medio; se ponen de pie, para
consternación de sus enemigos y asesinos; ascienden al cielo en
una nube, a la vista de los que se regocijaban sobre sus
cadáveres. Si se nos pregunta: ¿Tuvo lugar este milagro con
respecto a Santiago y a Pedro, los testigos martirizados de
Cristo?, sólo podemos responder: No lo sabemos. No hay
evidencia ni de lo uno ni de lo otro. Sólo sabemos que fue una
clara promesa de Cristo de que a su venida los santos vivos
serían arrebatados para encontrar al Señor en el aire. Si esto
podría tener lugar a una gran escala de decenas de miles, y
cientos de miles, no es difícil suponer que podría tener lugar en el
caso de dos individuos. Si la ascensión de Cristo mismo es un
hecho creíble, no es fácil ver por qué la ascensión de sus dos
testigos no puede ser también un hecho literal.

Pero no dogmatizamos sobre el tema: los hechos están delante


de nosotros, y debe dejarse que hagan su propia impresión en la
mente del lector. No parece posible resolver el todo por medio de
una alegoría. Donde ya hemos encontrado tantos hechos
sustanciales e historia creíble, parece inconsistente e irrazonable
sublimar la conclusión en una mera metáfora y un símbolo. Por lo
tanto, abandonamos el tema con esta sola observación: Por lo
menos cuatro quintos de la descripción de Apocalipsis se ajustan
a la historia de Santiago y de Pedro, y nadie puede alegar que el
resto no puede ser igualmente apropiado.

Queda, sin embargo, una circunstancia a la cual no nos hemos


referido, es decir, el enemigo por el cual los testigos son muertos.
Leemos en el ver. 7: “Cuando hayan acabado su testimonio, la
bestia que sube del abismo hará guerra contra ellos, y los
vencerá, y los matará”. Esta es la primera mención de un ser que
ocupa un gran espacio en la parte subsiguiente del libro de
Apocalipsis – “la bestia que sube del abismo”. Aquí es presentada
proféticamente, esto es, por anticipación. Tendremos mucho que
decir en la secuela con respecto a este ser portentoso, y ahora
sólo aludimos al tema para hacer notar el hecho de que,
cualquiera que sea el significado del símbolo, apunta a un
poderoso y letal antagonista de Cristo y su pueblo; y que a este
monstruo se le atribuye la muerte de los dos testigos.

La ascensión de los testigos martirizados al cielo es seguida


inmediatamente por un acto de juicio infligido a la ciudad culpable
en la que su sangre fue derramada:

Cap. 11:13.  “Y en la misma hora hubo un gran terremoto, y la


décima parte de la ciudad se derrumbó, y por el terremoto
murieron en número de siete mil hombres; y los demás se
aterrorizaron, y dieron gloria al Dios del cielo”.

Es difícil ver cómo puede considerarse esto como puramente


simbólico. Es un hecho notable que en Josefo encontramos un
relato de un incidente que ocurrió durante la guerra judía, que en
muchos respectos guarda un notable parecido con los sucesos
descritos en este pasaje. En aquella ocasión fatal, cuando la
fuerza idumea fue traicioneramente admitida en la ciudad por los
zelotes, tuvo lugar un terrible terremoto, y en la misma noche fue
perpetrada una gran matanza de los habitantes de la ciudad por
los bandidos. La afirmación de Josefo es como sigue:

“Durante la noche se desató una aterradora tormenta; soplaba el


viento con tempestuosa violencia, y la lluvia caía a torrentes; los
relámpagos destellaban sin interrupción, acompañados por
horrísonos truenos, y la tierra que se estremecía resonaba con
poderosos mugidos. El universo, convulsionado hasta sus
mismos cimientos, parecía cargado con la destrucción de la
humanidad, y era fácil conjeturar que estos eran portentos de una
calamidad nada trivial”.

Aprovechando el pánico causado por el terremoto, los idumeos,


que estaban coaligados con los zelotes que ocupaban el templo,
consiguieron entrar en la ciudad, y se originó una terrible
matanza. “El patio exterior del templo”, dice Josefo, “se inundó de
sangre, y el día amaneció sobre ocho mil quinientos cadáveres”.

No citamos esto como cumplimiento del escenario de la visión,


aunque puede ser así, sino para mostrar cuánto se parecen los
símbolos a los hechos históricos reales.

Así termina la visión del sexto sello con estas impresionantes


palabras: “El segundo ay pasó; he aquí, el tercer ay viene
pronto”.

LA SÉPTIMA TROMPETA

La Catástrofe de la Visión de la Trompeta

Cap. 11:15-19. “El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo


grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han
venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los
siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban
sentados delante de Dios en sus tronos, se postraron sobre sus
rostros, y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor
Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir,
porque has tomado tu gran poder, y has reinado. Y se airaron las
naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a
los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de
destruir a los que destruyen la tierra. Y el templo de Dios fue
abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo. Y
hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y grande
granizo”.

Ahora llegamos a la última de las visiones de las trompetas, y,


como en todos los otros casos, encontramos que la visión
culmina en una catástrofe – un acto de juicio infligido sobre los
enemigos de Dios; y, por otro lado, el triunfo y la felicidad de su
pueblo. Nos da mucho gusto citar aquí las observaciones de
Dean Alford, que capta correctamente el plan y la estructura de
las sucesivas visiones:

“Todo esto”, dice, “crea un fuerte fundamento para inferir que las
tres series de visiones – los sellos, las trompetas, y las copas –
no son continuas, sino que se reanudan: en realidad, no pasan
por el mismo terreno la una con la otra, ya sea en el tiempo o en
la ocurrencia, sino que cada una desarrolla algo que no estaba
en la anterior; y pone el rumbo de la providencia de Dios bajo una
luz diferente. Es verdad que los sellos incluyen las trompetas y
las trompetas las copas; pero no es en una mera sucesión
temporal: la involución y la inclusión son mucho más profundas”,
etc.

Esta es una importante admisión, y si el crítico erudito hubiese


llevado el mismo principio de  reanudación  a todas las visiones,
habría prestado un valor diez veces mayor a su exposición
apocalíptica. El principio mismo está estampado tan legiblemente
en el libro que es maravilla cómo alguien puede dejar de verlo.
En cuanto a los símbolos de la séptima trompeta-visión, son
extremadamente claros, y casi evidentes por sí mismos.
Obsérvese que es “la última trompeta” la que ahora suena, y los
sucesos que siguen son tales que podríamos esperar de una
consumación tan grande.

El primer resultado es la proclamación del reino de Dios. Este es


el gran final hacia el cual, de una u otra forma, tiende toda la
acción de todas las visiones. Es el tema de toda la profecía;
el  terminus ad quem  de los evangelios, las epístolas, y el
Apocalipsis. El período de la venida del reino está marcado con
toda claridad a través de todo el Nuevo Testamento; está siempre
asociado con “el final del tiempo”, o el fin de la dispensación judía
[sunteleia tou aiwnoz], la resurrección, y el juicio. La séptima
trompeta es la señal de que “el fin” ha llegado, y que “el misterio
de Dios” está consumado; es, por lo tanto, el tiempo de la
proclamación de que el reino de Dios ha venido. El Mesías reina:
“Ha puesto a todos sus enemigos por estrado de sus pies”.

Aquí podemos observar la singular consistencia y armonía entre


representaciones tan desvinculadas y ampliamente disímiles
como las enseñanzas de Pablo y las visiones de Apocalipsis. En
el capítulo quince de la Primera Epístola a los Corintios, Pablo,
hablando de este mismo período, “el fin“, y el sonido de la última
trompeta, da a entender que es el tiempo en que  el reino de
Dios  vendrá, y en que Cristo “entregará el reino a Dios Padre”.
Esta parece ser la misma transacción representada en la escena
delante de nosotros. El Mesías ha vencido; ha suprimido todo
reglamento, toda autoridad, y todo poder, es decir, el hostil y
maligno antagonismo judío que ha sido el encarnizado enemigo
de su causa. Pero ha conquistado el reino para que su Padre
pueda ser supremo. En consecuencia, el coro de ancianos
delante del trono celebra la reanudación del reino por el Padre,
diciendo: “Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, que eres
y que eras, porque  has tomado tu gran poder, y has reinado”.
Esta es una coincidencia tan sutil, y, si se nos permite decirlo, tan
sincera, que da la fuerza de la demostración a los puntos de vista
que han sido propuestos.

El siguiente resultado de la última trompeta es la declaración de


que  el tiempo del juicio de los muertos  ha llegado, trayendo
recompensa al pueblo de Dios y retribución a sus enemigos (ver.
18).

Hemos condensado aquí en unas breves oraciones la esencia de


la escatología del Nuevo Testamento. La ira de la cual a menudo
se decía que vendría ahora ha llegado. Es tiempo de juzgar a los
muertos: lo que supone su resurrección; es tiempo de vindicar a
los mártires de Cristo, cuya protesta se oyó en Apoc. 6:9; es
tiempo de recompensar a todos los fieles, tanto grandes como
pequeños; es tiempo de retribuir a los enemigos de Cristo, los
destructores de la tierra. En realidad, la catástrofe entera
representa un tiempo y un acto de juicio, el escenario de ese
juicio es la culpable tierra de Israel, y el tiempo es “el fin del
tiempo”, la terminación de economía judía.

El versículo que acabamos de considerar está en notable


correspondencia con Salmos 2. “Las naciones se amotinan” es
una alusión a “¿Por qué se aíran [eqnh] las naciones?”. Se les
representa como en revuelta contra el rey de Sion, y se les
exhorta a someterse, no sea que Él se enoje, y que ellos
perezcan en su ira. En la visión, su ira ha llegado, y los
destructores de la tierra perecen en esa ira. Sería superfluo
señalar cuán exactamente representa todo esto el juicio de los
culpables dirigentes y del culpable pueblo de Israel. La escena
está localizada infinitamente por la expresión thm ghn – es decir,
“la tierra de Israel”.
La representación simbólica en el último versículo (ver. 19)
parece susceptible de una explicación satisfactoria. En el
momento mismo del destino fatal de Jerusalén, cuando la ciudad
y el templo perecen juntos; cuando todo el ceremonial y el ritual
de lo terrenal y lo transitorio son barridos, el templo de Dios en el
cielo se abre, y el arca de su pacto se ve en él. Esto es como
decir que lo local y lo temporal pasan, pero son sucedidos por lo
celestial y lo eterno; lo terrenal y figurativo es reemplazado por lo
espiritual y lo verdadero. En esta representación tenemos un
excelente comentario sobre las palabras de la epístola a los
Hebreos. “Aún no se había manifestado el camino al Lugar
Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo
estuviese en pie”. Pero no bien es eliminada “la primera parte del
tabernáculo” cuando se abre el templo en el cielo, y hasta la
sagrada arca del pacto, el santuario de la gloria y la presencia
divina, queda expuesta a los ojos de los hombres. El acceso al
Lugar Santísimo ya no está prohibido, y “tenemos libertad para
entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo”.

Así, en medio de portentosas manifestaciones de ira y juicio


contra los impíos – “relámpagos, y truenos, y un terremoto, y
granizo”, los reconocidos concomitantes en el Antiguo
Testamento de la presencia y el poder divinos – termina la visión
de las siete trompetas.

LA CUARTA VISION

Visión de las Cuatro Figuras Místicas 

La catástrofe de la visión de las trompetas nos conduce a la


misma crisis que la catástrofe de los siete sellos. Ambas son
representaciones diferentes del mismo gran suceso. Pero todavía
hay espacio para nuevas representaciones; y la visión siguiente
nos introduce a un juego de símbolos completamente diferente,
aunque pertenecientes al mismo período y relacionados con los
mismos sucesos. Su lugar, entre las siete trompetas y las siete
copas, nos permite definir sus límites muy claramente; y termina,
como las otras visiones, con una catástrofe bien marcada. Sin
embargo, difiere de ellas en que no está tan expresamente
caracterizada por el número siete, aunque no es difícil ver que en
realidad consiste de ese número de figuras o caracteres
principales, siendo todos ellos representaciones simbólicas. Son:
1. La mujer vestida de sol. 2. El gran dragón bermejo. 3. El hijo
varón. 4. La bestia que sube del mar. 5. La bestia que sube de la
tierra. 6. El Cordero en el monte de Sion. 7. El Hijo del hombre
sobre la nube. Por lo tanto, llamamos a esta visión la visión de las
siete figuras místicas. Ocupa los tres capítulos siguientes, 12, 13,
14. Es de la mayor importancia, para la correcta interpretación de
estas visiones apocalípticas, que tengamos presente con firmeza
los límites del área al cual quedamos restringidos por los
términos del libro. Es sólo un punto en el tiempo histórico y en el
espacio geográfico – la consumación de la era judía. El teatro de
la acción, y el mayor número de personajes dramáticos, debe
buscarse siempre en el punto central, donde está el foco de
interés – Jerusalén y Judea. Rara vez tenemos que viajar más
allá de esta región, aunque a veces se introducen elementos más
remotos, cuando tienen una relación especial con el tema
principal.

1. La Mujer Vestida del Sol


Cap. 12: 1,2. “Apareció en el cielo una gran señal: una mujer
vestida del sol con luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza
una corona de doce estrellas. Y estando encinta, clamaba con
dolores de parto, en la angustia del alumbramiento”.
Cap. 12:5. “Y ella dio a luz un hijo varón, que regirá con vara de
hierro a todas las naciones; y su hijo fue arrebatado para Dios y
para su trono.

No es sorprendente que esta representación de la mujer que da a


luz un hijo destinado a regir a todas las naciones, que es
arrebatado para Dios y para su trono, etc., sugiera a primera vista
a la Virgen Madre y a su Hijo, que tan pronto nació fue
perseguido por los celos asesinos de Herodes, “que buscó al niño
para destruirle”, y que ascendió al trono de Dios. Sin embargo,
esta interpretación se derrumba en seguida, porque es
completamente incompatible con las subsiguientes
representaciones de la visión. No hay nada en la historia de
María que corresponda a la persecución de la mujer por el
dragón; a su huida al desierto después de la ascensión de su
Hijo; al agua como un río arrojada por la serpiente para destruir a
la mujer, y a la guerra que se hace contra “el resto de la
descendencia de ella”.

Hay otra objeción que es fatal para esta interpretación. Está fuera
de los límites que Apocalipsis mismo traza expresamente
alrededor de su escenario y su tiempo de acción. No está entre
las cosas “que deben suceder pronto”. Si fuésemos retrotraídos
para examinar representaciones simbólicas del nacimiento de
Cristo, no estaríamos sobre terreno apocalíptico. Abandonar este
terreno es viajar fuera del registro, dejar la tierra firme de los
hechos históricos, y lanzarnos por el mar sin orillas de la
conjetura, sin brújula y sin estrella.

No tenemos dificultades, pues, para aceptar la opinión común de


que la mujer vestida del sol representa a la iglesia cristiana. Pero
esta afirmación sola es muy vaga. Es la iglesia  perseguida, la
iglesia apostólica, la iglesia de Judea, la que es simbolizada aquí.
Es decir, la iglesia hebreo-cristiana de los últimos días de la era
judía.

Los emblemas con los cuales está adornada la mujer no


parecerán incongruentes ni extravagantes si recordamos el
lenguaje con el que el profeta se dirige a Israel: “Levántate,
resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha
nacido sobre tí”, etc. (Isa. 60). Que la iglesia apostólica
resplandeciese como el sol, que la luna estuviese bajo sus pies,
sólo está en armonía con todo lo que se dice en el Nuevo
Testamento acerca de la dignidad y la gloria de la esposa de
Cristo.

Pero lo que identifica a la mujer en la visión como la iglesia


hebreo-cristiana es la corona de doce estrellas sobre su cabeza.
De que esto es emblemático de las doce tribus de los hijos de
Israel parece no haber dudas; y por lo tanto, esto fija la referencia
de la visión en la iglesia de Judea.

2. El Gran Dragón Escarlata


Cap. 12: 3, 4. “También apareció otra señal en el cielo: he aquí un
gran dragón escarlata, que tenía siete cabezas y diez cuernos; y
en sus cabezas siete diademas; y su cola arrastraba la tercera
parte de las estrellas del cielo, y las arrojó sobre la tierra. Y el
dragón se paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin
de devorar a su hijo tan pronto como naciese”.

No hay posibilidad de duda con respecto a la identidad de este


símbolo. El dragón es “aquella serpiente antigua, que se llama
diablo y Satanás” – el antiguo e inveterado enemigo de Dios y de
su pueblo. Se le representa como poseedor de vasta autoridad y
vasto poder, teniendo “siete cabezas y diez cuernos, y en sus
cabezas siete diademas”, porque es “el dios de este mundo”, “el
príncipe de las potencias de los aires”, “el acusador de los
hermanos”, “el engañador del mundo entero”. Este maligno
enemigo de la causa de Cristo está listo a devorar el hijo que la
mujer está a punto de dar a luz.

3. El Hijo Varón
Cap. 12: 5. “Y ella dio a luz un hijo varón, que regirá con vara de
hierro a todas las naciones; y su hijo fue arrebatado para Dios y
para su trono”.

Alford afirma que “el hijo varón es el Señor Jesucristo,  y no


ningún otro”. Dice además que “las exigencias de este pasaje
requieren que el nacimiento se entienda literal e históricamente,
como el nacimiento que todos los cristianos conocen”. Y sin
embargo, sostiene que la madre es “la iglesia”; que “no es posible
que se quiera dar a entender la Bienaventurada Virgen”. Estas
dos suposiciones son incompatibles, y se destruyen mutuamente.
A primera vista, sí parece natural  suponer que se quiere
significar a Cristo, pero una consideración ulterior mostrará que
no puede ser así. Nunca se dice que la iglesia es la madre de
Cristo, ni que Cristo es el hijo de la iglesia. La iglesia es la novia,
la esposa, el cuerpo, la casa de Cristo, pero nunca la madre.
Cristo es el Rey, la Cabeza, el Esposo de la iglesia, pero nunca el
hijo o el niño. Él es el Hijo de Dios, y el Hijo del hombre; pero
nunca el hijo de la iglesia. En una figura así, habría una
incongruencia y una impropiedad que repugnan al sentido de lo
correcto.

Creemos que la clave de este símbolo debe encontrarse en el


capítulo sesenta y seis de Isaías, que es la fuente original de la
cual se derivan las figuras. Jerusalén está representada aquí
como una mujer en dolores de parto, que da a luz a un hijo varón
(vers. 7, 8): “Antes que estuviese de parto, dio a luz; antes que le
viniesen dolores, dio a luz hijo. ¿Quién oyó cosa semejante?
¿Concebirá la tierra en un día? ¿Nacerá una nación de una vez?
Pues en cuanto Sion estuvo de parto, dio a luz sus hijos”. Es
imposible creer que la semejanza entre estos pasajes sea
meramente casual; y recibimos, pues, una gran ayuda en la
interpretación de la visión de parte de las representaciones
análogas en la profecía. Así como en la profecía el hijo varón, o
los hijos de Sion, significa los fieles de la tierra o de Jerusalén,
así también el hijo varón nacido de la mujer perseguida en
Apocalipsis denota los  fieles discípulos de Cristo en Judea, y
hasta en Jerusalén misma. Esta explicación armoniza las
aparentes incongruencias del pasaje, y da un sentido inteligible y
razonable a la representación entera. La iglesia hebreo-cristiana
está personificada como la madre perseguida de un vástago
perseguido; ella da a luz a un hijo varón, pero un hijo varón es
también una nación, según las palabras del profeta. Este hijo
varón está destinado a “regir a las naciones con vara de hierro, y
es arrebatado para Dios y para su trono”. Estas afirmaciones les
parecen a muchos sólo aplicables al Hijo de Dios mismo; pero, en
realidad, en Apocalipsis se afirma que son el privilegio y la
recompensa de todo discípulo fiel: “Al que venciere y guardare
mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, y
las regirá con vara de hierro” (cap. 2:26,27); “al que venciere, le
daré que  se siente conmigo en mi trono”  (3:21). No es, pues,
injustificable aplicar estas expresiones, por elevadas que sean, a
los fieles discípulos de Cristo.

Habiendo quedado así garantizada la seguridad de su vástago,


Dios hace provisión para la madre perseguida.

Cap. 12:6.  “Y la mujer huyó al desierto, donde tiene lugar


preparado por Dios, para que allí la sustenten por mil doscientos
sesenta días”.
Esta es una anticipación de la declaración más plena que se
encuentra en los versículos 13-16, donde se nos dice que “se le
dieron a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volase
de delante de la serpiente al desierto, a su lugar, donde es
sustentada por un tiempo, y tiempos, y la mitad de un tiempo”.

Esta alusión al período de tiempo durante el cual la mujer es


preservada proporciona una pista para la interpretación de esta
parte de la visión. Se verá que es el mismo espacio de tiempo
durante el cual Jerusalén es hollada por los gentiles, y durante el
cual los dos testigos pronuncian su profecía. Es decir, estas
diferentes designaciones de tiempo – cuarenta y dos meses, mil
doscientos sesenta días, y un tiempo, y tiempos, y la mitad de un
tiempo – son todas equivalentes a tres años y medio, de los
cuales se sabe que fue la duración de la guerra judía. Es, pues,
razonable concluir que estos diferentes sucesos coinciden con el
período de la guerra judía, y abarcan la misma duración, siendo
sucesos contemporáneos. Puede preguntarse: ¿Hay algún hecho
histórico que corresponda a los símbolos de la visión, a saber, la
mujer perseguida, la madre del hijo varón, que huye al desierto
delante del dragón, y que es preservada en seguridad durante un
espacio de tiempo igual a tres años y medio? Creemos que lo
hay; y trataremos de presentar los hechos verdaderos que, según
creemos, responden a la representación simbólica.

Nuestro Señor advirtió claramente a sus discípulos que, cuando


vieran ciertas señales específicas de la catástrofe que se
aproximaba, especialmente cuando vieran “a Jerusalén rodeada
de ejércitos” y “la abominación desoladora en el lugar santo”,
debían escapar sin pérdida de tiempo de la sentenciada ciudad, y
“huir a las montañas”. Tan apresurada debía ser su huida que
hasta debían renunciar a sus pertenencias y preocuparse sólo
por su seguridad personal (Mat. 24:15-18). También tenemos el
testimonio de Josefo de que muchos judíos, al principio de las
hostilidades con Roma, abandonaron Jerusalén como quien
abandona un barco que se hunde. Es presumible que la
población cristiana, que había sido advertida tan expresamente
de lo que venía, salieran de la ciudad; y no parece haber razón
para poner en duda el hecho de que, como cuerpo, sí se
retiraron, y buscaron refugio en Perea, más allá del Jordán, un
distrito del cual Josefo nos informa que es generalmente
desolado, y podría, por lo tanto, describirse correctamente como
“el desierto”.

Es así, pues, cómo encajan los símbolos en la historia. La iglesia


de Jerusalén, la madre iglesia como puede muy bien llamarse, la
fecunda madre de una multitud de hijos espirituales, está sujeta a
severa y dolorosa persecución, atizada por Satanás, el maligno
adversario de Cristo y de su pueblo. Si el hijo varón arrebatado
para Dios y para su trono simboliza a los hijos martirizados de la
iglesia, a los que se hace referencia en el versículo 11, los que,
“aunque condenados por los hombres en la carne, fueron
justificados y coronados por Dios con la vida eterna en sus
espíritus” (1 Pedro 4:6), nosotros no lo decidiremos, aunque
creemos que es probable. Sin embargo, la madre iglesia, aunque
despojada de su primogénito, todavía es perseguida por el
dragón. Nunca fue la persecución más encarnizada que durante
el período en que ocurrió la revuelta judía y apareció el ejército
de Roma ante de las puertas de Jerusalén. Advertida por Dios, la
iglesia de Jerusalén abandonó la ciudad, y huyó, como en alas de
águilas, al desierto, más allá del Jordán, donde encontró un
refugio seguro durante la guerra y el sitio. Frustrado en su intento
por aplastar la causa de Cristo en Jerusalén, el dragón desahoga
su ira descargando una inundación de furia maligna sobre los
cristianos fugitivos – lo que, sin embargo, no les hace daño – y
luego se vuelve a importunar y perseguir “el resto de la
descendencia de ella”, o sea, los discípulos en otras partes de la
tierra o del país.
Si se dijera que hay una incongruencia al representar a los
perseguidos cristianos de la iglesia de Jerusalén con la doble
figura de la mujer y el hijo varón, uno de los cuales es arrebatado
al cielo, mientras que el otro huye a refugiarse en el desierto,
respondemos que es una incongruencia inseparable del uso de
tales símbolos. Sion y sus hijos en la profecía de Isaías son
virtualmente idénticos; y lo mismo sucede con la mujer y el hijo
varón. Hablamos de Inglaterra y su pueblo cuando en realidad
queremos decir lo mismo con ambas expresiones; y sería una
crítica exageradamente exigente la que objetara un lenguaje tal,
lo cual, si no es lógicamente correcto, añade mucho al efecto
dramático y poético de la descripción.

Aunque se siente bastante perplejo por la interpretación de la


visión en general, Alford opina a favor de nuestra explicación de
una parte muy importante de los símbolos. Estas son sus
palabras:

“Creo que, considerando las analogías y el lenguaje usados,


estoy mucho más dispuesto a interpretar la persecución de la
mujer por el dragón como las varias persecuciones por parte de
los judíos, interpretaciones que siguieron a la ascensión, y su
huida al desierto como la retirada gradual de la iglesia y sus
seguidores en Jerusalén y Judea, una retirada consumada
finalmente en la huida a las montañas durante el sitio que se
acercaba, comandados por nuestro Señor mismo”.

Es extraño que, habiendo encontrado un hecho histórico que


correspondía tan bien al símbolo, el crítico no buscara más en la
misma dirección, lo que sin duda habría resultado en una
luminosa exposición del todo; pero es alejado por el fuego fatuo
de un compendio de historia universal de la iglesia en
Apocalipsis, ignorando inexplicablemente las expresas
afirmaciones del libro mismo con referencia al período muy
restringido dentro del cual debían cumplirse sus visiones.

Ahora llegamos al conflicto entre el dragón y el campeón que


aparece para defender a la mujer perseguida:

Cap. 12:7-9. “Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y


sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y
sus ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos
en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente
antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo
entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados
con él”.

No parece que este suceso – el conflicto entre Miguel y el dragón


– fuera representado para el vidente en visión. No es introducido
con la fórmula usual en estos casos: “Y miré, y he aquí” [eidon kai
idou], sino relatado en el estilo de un historiador. Tampoco se nos
informa ni del tiempo ni la ocasión del conflicto que tuvo lugar. En
realidad, todo el suceso es misterioso, y está fuera del ámbito de
las cosas terrenales; el escenario de él es “en el cielo”; los
combatientes son seres espirituales – “principados y potestades
en lugares celestiales”; aunque es razonable suponer que el
acontecimiento tiene íntima relación con la historia del período
apocalíptico que es el sujeto de la visión. Evidentemente, se
introduce para explicar la intensa hostilidad del dragón contra la
iglesia de Cristo; y esta circunstancia parece dar a entender que
la expulsión de Satanás a la que se alude aquí tuvo lugar poco
antes de que estallara la persecución contra los cristianos. Es
importante recordar que “Miguel” está identificado, con toda
probabilidad, con el Hijo de Dios. El lector es referido a la prueba
satisfactoria de su identidad aducida por Hengstenberg.
No debemos concebir este conflicto como de fuerza física, como
las batallas de Milton en “El Paraíso Perdido”, sino más bien
como una victoria moral y espiritual de la verdad sobre el error,
de la luz sobre las tinieblas, del evangelio sobre el pecado y la
incredulidad. Hay probablemente una íntima relación entre la
expulsión de Satanás a la que se hace referencia aquí y las
palabras de nuestro Señor a sus discípulos cuando volvieron con
su informe de su exitosa misión como evangelistas: “Yo veía a
Satanás caer del cielo como un rayo” (Luc. 10:18); y nuevamente:
“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este
mundo será echado fuera” (Juan 12:31); y otra vez: “Para esto
apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1
Juan 3:8). Traducidos los símbolos al lenguaje común, parecen
significar que el progreso del cristianismo en el país despertó la
hostilidad de Satanás y sus emisarios, y condujo a una
persecución más activa de los discípulos de Cristo.

La victoria de Miguel y sus ángeles es celebrada con una triunfal


proclamación en el cielo, lo cual sí cae dentro de la esfera de la
visión.

Cap. 12:10,11. “Entonces oí una gran voz en el cielo que decía:


Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios,
y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el
acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de
nuestro Dios día y noche”.

En todo esto tenemos la expresión de la verdad general de que,


en el largo y mortal conflicto con la enemistad judía, intensificada
por la maldad satánica, Cristo luchó a favor de sus perseguidos
discípulos y frustró los ataques de sus adversarios. Cuán
claramente reconocía Pablo la presencia y la actividad de un
poder infernal en la maligna hostilidad que se oponía al evangelio
puede verse en sus notables palabras: “No luchamos contra
sangre y carne, sino contra principados, contra potestades,
contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra
huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efe.
6:12). Despojada de sus imágenes simbólicas, la visión muestra
que los esfuerzos de Satanás para aplastar la verdad de Dios
fueron frustrados y derrotados, y sólo condujeron a un triunfo más
señalado y decisivo del reino de Cristo.

Satanás, frustrado de su presa y sabiendo que “sólo le queda


poco tiempo” porque la consumación está ahora muy, muy
cercana, se va, como hemos visto, a hacer guerra contra el resto
de la descendencia de la mujer, “los que guardan los
mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesús” (ver. 17).

4. La Primera Bestia
Cap. 13:1-10. “Me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar
una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos; y en sus
cuernos diez diademas; y sobre sus cabezas, un nombre
blasfemo. Y la bestia que vi era semejante a un leopardo, y sus
pies como de oso, y su boca como boca de león. Y el dragón le
dio su poder y su trono, y grande autoridad. Vi una de sus
cabezas como herida de muerte, pero su herida mortal fue
sanada; y se maravilló toda la tierra en pos de la bestia, y
adoraron al dragón que había dado autoridad a la bestia, y
adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién como la bestia, y quién
podrá luchar contra ella? También se le dio boca que hablaba
grandes cosas y blasfemias; y se le dio autoridad para actuar
cuarenta y dos meses. Y abrió su boca en blasfemias contra
Dios, para blasfemar de su nombre, de su tabernáculo, y de los
que moran en el cielo. Y se le permitió hacer guerra contra los
santos, y vencerlos. También se le dio autoridad sobre toda tribu,
pueblo, lengua, y nación. Y la adoraron todos los moradores de la
tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del
Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo. Si
alguno tiene oído, oiga. Si alguno lleva en cautividad, va en
cautividad; si alguno mata a espada, a espada debe ser muerto.
Aquí está la paciencia y la fe de los santos”.

Ahora entramos en una investigación llena de interés, pero


también llena de dificultades, si bien esas dificultades son
mitigadas grandemente por los límites conocidos del área dentro
de la cual están restringidas, y donde debemos buscar el
personaje que ahora es introducido en escena, y que juega un
papel tan importante en la continuación.

Ahora se admite que la verdadera lectura del primer versículo es


estaqh [él se paró], es decir, el dragón. Esto no carece de
importancia. El dragón, frustrado en su intento de destruir a la
mujer y a su simiente, se instala sobre la arena del mar,
buscando con los ojos a un poderoso auxiliar para alistarlo a su
servicio.

No tarda mucho éste en aparecer. Se ve salir del mar a un


portentoso monstruo. Se le designa como qhrion [una bestia
salvaje], que ya se ha mencionado por anticipación en el cap.
11:7. La descripción de este monstruo es muy minuciosa, de
modo que debería ser fácil su identificación. Observemos los
detalles de la descripción.

1.  La bestia sale del mar.



2.  Tiene siete cabezas, diez cuernos, y diez diademas sobre
sus cuernos.

3.  Sobre sus cuernos tiene nombres blasfemos.

4.  Reúne las características de todas las bestias vistas por
Daniel (cap. 7).

5.  El dragón delega poder en ella.

6.  Una de sus cabezas es herida de muerte; pero la herida
mortal es sanada.

7.  Recibe el homenaje del mundo entero.

8.  Se le rinden honores divinos.

9.  Blasfema contra Dios, y hace guerra contra los santos.

10.  La duración de su poder se limita a cuarenta y dos meses.

11.  Su número es “número de hombre”, y que es “seiscientos
sesenta y  seis”. (En el capítulo 17 se Añaden otros detalles, que
completan la  descripción de la bestia, aunque hay que confesar
que no tienden a facilitar el descubrimiento de su identidad).

12.  Era, y no es, y será (cap. 17:8).

13.  Asciende del abismo, y va a perdición (cap. 17:8).

14.  Es un rey: uno de siete, y también el octavo (cap. 17:11).

Sería extraño que un número como éste, de marcadas y


peculiares características, fuese aplicable a más de un individuo,
o que un individuo así fuese tan oscuro que no pudiera ser
reconocido en seguida. Tiene que ser buscado entre los grandes
de la tierra; tiene que ser el primero en sus días, el observado de
entre todos los observadores; debe ocupar el trono más
encumbrado y gobernar el imperio más poderoso. Además, su
período es fijo: ocurre en los últimos días del sistema judío, cerca
de la catástrofe final. El misterio es revelado hasta por su propia
solución. Esta bestia portentosa, este potentado del mundo, este
ministro plenipotenciario de Satanás, no puede ser otro que el
amo del mundo, el Emperador de Roma, “el hombre de pecado” –
NERÓN.

Ahora veamos cómo concuerdan los detalles con el carácter de


Nerón:

1.  Nadie le disputará el título de “bestia”. Si hombre alguno


mereció

alguna vez ese nombre, fue el monstruo brutal que desgració a la

humanidad con sus notorias crueldades y notorios crímenes.
Pablo

le aplica una designación similar: “Fui librado de la boca del león”

(2 Tim. 4:17).

2.  La expresión “surge del mar” probablemente quiere decir que
la

bestia es una potencia  extranjera. Debemos considerarla desde
un

punto de vista judío; y en Judea, Nerón sería, por supuesto, un

soberano de más allá del mar.

3.  Las siete cabezas y los diez cuernos coronados de la bestia
son los

símbolos de su poder plenario y dominio universal.

4.  Los nombres de blasfemia inscritos en sus cabezas significan
la

asunción de las prerrogativas de la deidad.

5.  La unión de las características de las cuatro bestias en la
visión de

Daniel indica que el dominio de la bestia abarca los reinos

representados en aquella visión.

6.  La posesión del poder delegado por el dragón implica el

sometimiento de la bestia a los intereses de Satanás. Ella es la

delegada del dragón.

7.  El que una de sus cabezas fuese herida de muerte implica el

violento fin del individuo simbolizado por la bestia.

8.  Se cae de su peso que el emperador romano recibiría el
homenaje

del mundo entero, y que se le rendiría culto idólatra.

9.  La historia nos cuenta que Nerón fue el primero de los

emperadores que persiguió a los cristianos.

10.  La duración de aquella primera y encarnizada persecución

concuerda con el período de cuarenta y dos meses, o tres años y

medio, mencionados en la visión. (Si adoptamos la lectura del

Codex Sinaiticus, “se le dio que hiciera su voluntad por cuarenta
y

dos meses”, implicaría evidentemente que su cruel política de

persecución estaría limitada a ese período. Ahora, en términos

prácticos, la persecución por Nerón comenzó en noviembre del
año

64 d. C., y terminó con su muerte en junio del año 68 d. C., esto

es, con la mayor aproximación posible, tres años y medio).

Posponiendo, por el momento, la consideración de la pregunta


siguiente y crucial – “el número de la bestia”, podemos hacer una
pausa aquí para observar cuán precisamente concuerda todo
esto con el carácter de Nerón. Al principio, estaríamos dispuestos
a creer, con Bossuet, que la bestia de la visión significa “el
Imperio Romano, o más propiamente, Roma misma, la señora del
mundo – la Roma pagana, la perseguidora de los santos”. Pero,
al seguir adelante, quedamos satisfechos en el sentido de que no
es una abstracción, sino una persona real, la que se describe
aquí, o, por lo menos, el poder imperial personificado en el más
feroz y brutal de sus representantes, el emperador Nerón. Cada
uno de los puntos de la descripción identifica al criminal. Fue el
execrable tirano que primero soltó los infernales perros de la
persecución contra los inofensivos cristianos de Roma. Más
como bestia que como hombre, sació su sanguinaria propensión
con el asesinato de su hermano, su madre, y su esposa.
Incendiario de su propia capital, imputó su crimen falsamente a
los inocentes cristianos, a los cuales ejecutó en vastos números y
con barbaridades jamás oídas. Blandiendo el mayor poder sobre
la tierra, lo usó para entregarse a los vicios más despreciables, y
se hizo esclavo de las más brutales pasiones. Se arrogó las
prerrogativas de la deidad, y reclamó y recibió la adoración
debida a Dios. Su desmesurada vanidad le hizo codiciar la
admiración; le llevó a actuar como actor en el escenario, a
conducir un carruaje en el circo, a competir en los juegos
olímpicos. “Se maravilló toda la tierra en pos de la bestia”. Se nos
dice que recibió no menos de mil ochocientas coronas por sus
victorias. Dio Casio relata que Nerón entró en Roma
triunfalmente, y fue saludado con aclamaciones por el senado y
por el pueblo, que le ofrecieron la más abyecta adulación. Fue
saludado con gritos de: “¡Victorias olímpicas! ¡Victorias pitias!
¡Augusto! ¡Augusto! ¡Nerón el Hércules! ¡Nerón el Apolo!
¡Sagrada Voz! ¡El Eterno!” [Eiz ap aiwnoz].

Mucho más oscura es la aparentemente paradójica afirmación


relativa a la herida mortal de la bestia, que, sin embargo, fue
sanada. Por supuesto, si fue sanada, no era mortal; y si era
mortal, no podría haber sido sanada en realidad. Sería
manifiestamente irrazonable exigir el cumplimiento literal de una
imposibilidad, pero la explicación debería reconciliar la aparente
contradicción. Ahora bien, es un hecho curioso que se haya dado
una explicación plausible de la paradoja. Nerón murió de una
muerte violenta – de una herida de espada, infligida bien por su
propia mano o por la de un asesino. No es necesario decir que la
herida era mortal; pero había sin duda una creencia muy general
en ese tiempo de que Nerón no murió, sino que estaba oculto en
alguna parte, reaparecería antes de mucho, y recuperaría su
poder anterior. Tácito alude a la creencia popular (Historia, cap.
2.8), así como Suetonio (Nerón, cap. 57). No hay nada
improbable en la suposición de que una tal nota de identidad, que
personificaba la creencia general, podría emplearse como se
emplea en la visión; en todo caso, ninguna otra explicación
proporciona una solución tan razonable y satisfactoria del
problema.

El Número de la Bestia
Ahora llegamos a la cuestión que ha puesto a prueba el ingenio
de críticos y comentaristas casi desde el día en que se propuso
por primera vez, y que todavía difícilmente puede decirse que
está resuelta; es decir, el nombre o el número de la bestia. Sin
desperdiciar tiempo en las varias respuestas que se han dado,
puede ser suficiente hacer una o dos observaciones preliminares
acerca de las condiciones del problema.

1.  Es evidente que el autor consideró que estaba proporcionando


suficiente

información para la identificación de la persona bajo discusión. Es

también presumible que no quería desconcertar a sus lectores,
sino ilustrarlos.

2.  Es igualmente evidente que la explicación no está en la
superficie. Se

requiere sabiduría para entender sus palabras: es sólo el hombre
“que

tiene entendimiento” el que es competente para resolver el
problema.

3.  Es claro que lo que él se propone transmitir a sus lectores es
el nombre de

la persona simbolizada por la bestia. Su  nombre  expresa
cierto número; o,

las letras que forman su nombre, cuando se añaden juntas,
suman cierto

valor numérico.

4.  El nombre o el número es el de un  hombre; es decir, no es
una bestia, ni

un espíritu malo, ni una abstracción, sino una persona,
un hombre que está vivo.

5.  El número que expresa el nombre es, en caracteres griegos, c
e z, o, en

valores numéricos, seiscientos sesenta y seis.
Sobre bases completamente independientes, ya hemos arribado
a la conclusión de que con la bestia apocalíptica se quiere
significar el emperador reinante, Nerón. Es su nombre, por lo
tanto, lo que debería cumplir, no obviamente, no sin alguna
investigación, pero sí satisfactoria y concluyentemente, todas las
condiciones del problema. El nombre del emperador estaría
escrito de tres maneras, según estaba expresado en uno u otro
de tres idiomas, latín, griego, o hebreo: en latín, Nerón César; en
griego, Nerwn Kaisar; en hebreo, rsq nwrn.

Juan no escribía a los romanos, ni en latín, así que la primera


forma puede ser hecha a un lado en seguida. Sin embargo,
escribía en griego, y para lectores bien familiarizados con el
idioma griego, aunque la mayoría de ellos eran probablemente de
sangre judía. Es probable que la mayoría de ellos pronunciaría el
temido nombre en seguida e instintivamente. En ese caso, se
sentirían desorientados, porque la letras griegas NerwnKaisar no
sumarían los números requeridos.

Pero si eso hubiese sido todo lo que se necesitaba, el nombre


habría estado en la superficie, patente y palpable para el más
lerdo entendimiento. No se requeriría ni sabiduría ni
entendimiento para leer el enigma. El lector no debe intentar otro
método. Juan era hebreo, y aunque escribía en caracteres
griegos, sus pensamientos eran hebreos, y la forma hebrea del
nombre y el título imperial le eran familiares a él y a sus amigos
hebreo-cristianos tanto de Asia Menor como de Judea. Podría no
ocurrírsele de modo natural al lector reflexivo calcular el valor de
las letras que expresaban el nombre del emperador en hebreo. Y
el secreto sería revelado:

N = 50 Q = 100
R = 200 S = 60
W = 6 R = 200
N = 50
306 360 = 666.

Aquí hay, pues, un número que expresa un nombre; el nombre de


un hombre, del hombre que, de entre todos los que entonces
vivían, merecía mejor ser llamado una bestia: el cabeza del
imperio, el amo del mundo; que reclamaba para sí el título de
dios, que recibía honores divinos, que perseguía a los santos del
Altísimo; en suma, que respondía en todos los detalles a la
descripción de la visión apocalíptica. Si se preguntase: ¿Por qué
envolvería el profeta su significado en enigmas? ¿Por qué no
nombraría expresamente al individuo al que se refería? Primero,
Apocalipsis es un libro de símbolos: todo en él se expresa en
imágenes, que necesitan ser traducidas al lenguaje corriente.
Pero, en segundo lugar, no sería seguro hablar más claramente.
Expresar abiertamente el nombre del tirano, después de
describirle y designarle de la manera expresada en Apocalipsis,
habría sido precipitado e imprudente en extremo. Como Pablo
cuando describió al “hombre de pecado”, Juan vela su significado
bajo un disfraz, que los paganos griegos o romanos no
discernirían, pero que los instruidos cristianos de Judea o de Asia
Menor entenderían en seguida.

Es una fuerte confirmación de la exactitud de esta interpretación


el hecho de que tenemos otra enigmática descripción del mismo
personaje de la mano de Pablo. Ya hemos visto la prueba de que
“el hombre de pecado” bosquejado en 1 Tes. 2 no es otro que
Nerón, y la comparación de los dos retratos muestra cuán notable
es la semejanza entre uno y otro y con el original. Esta
correspondencia no puede ser meramente una curiosa
coincidencia; sólo puede explicarse con la suposición de que
ambos apóstoles tenían en mente al mismo individuo.

5. La Segunda Bestia
Cap. 13:11-17. “Después vi otra bestia que subía de la tierra; y
tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba
como dragón. Y ejerce toda la autoridad de la primera bestia en
presencia de ella, y hace que la tierra y los moradores de ella
adoren a la primera bestia, cuya herida mortal fue sanada.
También hace grandes señales, de tal manera que aun hace
descender fuego del cielo a la tierra delante de los hombres. Y
engaña a los moradores de la tierra con las señales que se le ha
permitido hacer en presencia de la bestia, mandando a los
moradores de la tierra que le hagan imagen a la bestia que tiene
la herida de espada y vivió. Y se le permitió infundir aliento a la
imagen de la bestia, para que la imagen hablase e hiciese matar
a todo el que no la adorase. Y hacía que a todos, pequeños y
grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una
marca en la mano derecha, o en la frente; y que ninguno pudiese
comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la
bestia, o el número de su nombre”.

Si nuestras conclusiones con respecto a la identidad de la


primera bestia son correctas, no debería ser difícil descubrir a
quién se alude con la segunda bestia. Se observará que, en
muchos respectos, hay una fuerte semejanza entre ellas: son de
la misma naturaleza, aunque una es suprema y la otra es
subordinada; pero también hay puntos de diferencia. Será
correcto, sin embargo, en este caso también, considerar juntas
las varias características particulares que ayudan a identificar al
individuo que se tiene en mente.
1.  La segunda bestia surge de la tierra.

2.  Sólo tiene dos cuernos, y son como los de un cordero.

3.  Habla como dragón.

4.  Está investido de la autoridad delegada por la primera bestia.

5.  Obliga a los hombres a rendir homenaje, o culto, a la bestia.

6.  Pretende ejercer poderes milagrosos.

7.  Gobierna con fuerza y crueldad tiránicas.

8.  Excluye de los derechos civiles a todos los que rehúsan
rendir abyecta sumisión a la bestia.

Al examinar estas características, se hace perfectamente claro


que tenemos que buscar el antitipo para esta figura simbólica en
un hombre de carácter similar al del mismo monstruo Nerón.
Evidentemente, él es el alter ego del emperador, aunque sus
proporciones ocurren en menor escala.

1.  El hecho de que surja de la tierra, mientras que la primera


bestia

surge del mar, denota que la segunda bestia es una
autoridad local,

que gobierna a Judea, mientras que la otra es una
potencia extranjera.

2.  El hecho de que tenga dos cuernos como los de un cordero,

mientras que la primera bestia tiene diez, denota que su esfera
de

gobierno es pequeña, y que su poder es limitado en
comparación con el otro.

3.  El hecho de que hable como dragón, o como serpiente,
denota su carácter astuto y engañoso.

4.  El hecho de que esté investido de la autoridad de la primera
bestia

indica que él es el representante oficial y el delegado de Nerón
en Judea.
En este punto se nos revela el individuo. No puede ser otro que el
procurador romano o el gobernador de Judea a las órdenes de
Nerón, y el gobernador particular hay que buscarlo en o cerca del
estallido de la guerra judía; y aquí la historia de la época arroja
muchísima luz sobre la investigación.

Hay dos nombres que pueden competir entre sí por la mala pre-
eminencia del original de esta descripción de la segunda bestia –
Albino y Gessio Floro. Cada uno de ellos fue un monstruo de
tiranía y crueldad, pero el último lo fue más que primero. Antes de
que Gesio Floro llegara al puesto, los judíos tenían a Albino por el
peor gobernador que jamás les había pisoteado con su opresión.
Después de que llegó Gesio Floro, consideraron a Albino un
hombre casi virtuoso en comparación. Floro fue un bellaco digno
de estar al lado de Nerón: un esclavo digno de tal amo.

En las páginas de Josefo, el lector encontrará la historia del


enorme e increíble libertinaje, el fraude, la traición, y la tiranía de
este último, y el peor, de todos los gobernadores que
representaron la autoridad imperial en Judea, y verá cómo el
historiador sigue el rastro de la mala administración de este
hombre tristemente famoso hasta llegar a la ruina que descendió
sobre la nación. Fue esta opresión intolerable y draconiana lo que
acicateó a los infelices judíos hasta llevarles a la rebelión, y fue la
causa inmediata de la guerra que terminó en la completa
destrucción de Jerusalén y de su pueblo. En realidad, Josefo no
ha preservado todos los hechos. Si los tuviésemos, sin duda
ilustrarían vívidamente todos los detalles del retrato apocalíptico
de la segunda bestia. Pero apenas si los necesitamos. La fuerza,
el fraude, la crueldad, la impostura, la tiranía, son atributos que
con demasiada certidumbre podrían aplicarse a un procurador
como Floro. Quizás los rasgos más difíciles de verificar son los
que se relacionan con el cumplimiento obligatorio del homenaje a
la estatua del emperador y la asunción de pretensiones
milagrosas. Pero, aún aquí, todo lo que sabemos está a favor de
que la descripción es correcta al pie de la letra. Dean Milman
observa:

“La imagen de la bestia es claramente la estatua del emperador”,


y añade: “La prueba a la que eran sometidos los mártires era
adorar al emperador, ofrecer incienso ante su estatua, e invocar a
los dioses”. (Véase Review of Newman´s Development of
Christian Doctrine).

Las observaciones de Dean Alford también merecen ser notadas:

“Ahora el vidente describe los hechos que la historia justifica para


nosotros en su cumplimiento literal. La imagen de César, que los
hombres eran obligados a adorar, estaba por todas partes: era
delante de ésta que los mártires cristianos eran puestos a
prueba, y ejecutados si rehusaban el acto de adoración…

“Si se dice, como objeción a esto, que no es una imagen del


emperador, sino de la bestia misma de la que se habla, la
respuesta es muy sencilla: El vidente mismo, en el cap. 17:11, no
vacila en identificar a uno de los “siete reyes” con la bestia
misma, así que podemos suponer correctamente que la imagen
de la bestia, por el momento, sería la imagen del emperador
reinante”.

Al mismo efecto son las siguientes observaciones de Dean


Howson, que son tanto más notables cuanto que fueron escritos
sin ninguna referencia al pasaje que tenemos delante:

“La imagen del emperador era en aquel tiempo [bajo el Imperio]


objeto de reverencia religiosa: él era una deidad en la tierra (‘Das
aequa potestas’ — Juv. 4.71), y la adoración rendida a él era
verdadera. Es notable que, en aquellos tiempos (haciendo a un
lado formas decadentes de religión), los únicos dos cultos
genuinos en el mundo civilizado eran la adoración a Tiberio o a
Nerón, por un lado, y la adoración a Cristo, por la otra”.

Ahora estamos en condiciones de pedir el veredicto de toda


mente honesta y judicial sobre la cuestión de la identidad que se
ha argumentado, así como completa congruencia y
correspondencia en todos los puntos entre los símbolos de la
visión y los personajes históricos a los cuales ellos representan,
en nuestra opinión. El tiempo, el lugar, el escenario, las
circunstancias, y los personajes dramáticos, todos concuerdan
con los requisitos del Apocalipsis. Es la víspera de la gran
catástrofe, la ruina final del sistema judaico. La predicha
persecución del pueblo de Dios, que habría de iniciar el fin, ha
estallado. Un terrible triunvirato del mal se ha coligado contra
Cristo y su causa. El dragón, la bestia que sube del mar, y la
bestia que sube de la tierra – Satanás, el emperador, y el
procurador romano están en hostilidad activa contra “la mujer y el
resto de la descendencia de ella”. Su tiempo, sin embargo, es
corto; la hora de la retribución ha llegado; y la siguiente escena
revela al campeón y vengador de los fieles, y muestra la
seguridad y la bienaventuranza de su pueblo.

6. El Cordero Sobre el Monte de Sion


Cap. 14:1-13. “Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie
sobre el monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que
tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la frente”. Etc.

Esta porción de la visión apenas requiere intérprete; habla por sí


misma. Hay un agudo contraste entre la bestia que gobierna
como vice-regente del dragón y el Cordero que gobierna en
nombre de su Padre. No puede haber ninguna duda de que los
ciento cuarenta y cuatro mil que tienen el nombre de Cristo y el
del Padre inscrito en sus frentes son idénticos a los ciento
cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los hijos de Israel que
tienen el sello de Dios en sus frentes, y a los cuales se alude en
el capítulo 7. Son los elegidos de la iglesia hebreo-cristiana de
Judea, posiblemente de Jerusalén, y están representados como
de pie con el Cordero sobre el Monte de Sion, redimidos,
triunfantes, glorificados; ya no están expuestos al peligro y a la
muerte, sino reunidos en el redil del Gran Pastor. Por supuesto, la
representación es profética – una anticipación de lo que ahora
era inminente; de hecho, una repetición de la gloriosa escena
descrita en el cap. 7:9-17. ¿Es posible creer que el autor de la
Epístola a los Hebreos no tuviera en mente esta visión cuando
escribió aquel noble pasaje: “Os habéis acercado al monte de
Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial”, etc.? Los
puntos de semejanza son tan marcados y tan numerosos que no
pueden ser accidentales. La escena es la misma: el monte de
Sion; los mismos personajes dramáticos; “la congregación de los
primogénitos, que están inscritos en el cielo”, que corresponde a
los ciento cuarenta y cuatro mil que tienen el sello de Dios. En la
epístola se les llama “la congregación de los  primogénitos“; la
visión explica el título: son “las  primicias  para Dios y para el
Cordero”; los primeros conversos a la fe de Cristo en la tierra de
Judea. En la epístola se les designa como “los espíritus de los
justos hechos perfectos”; en la visión son “los que no se
contaminaron con mujeres, pues son vírgenes; en sus bocas no
fue hallada mentira, pues son sin mancha delante del trono de
Dios”. Tanto en la visión como en la epístola, encontramos “la
innumerable compañía de los ángeles” y “el Cordero”, por medio
de quien se obtuvo la redención. Resumiendo, queda más allá de
toda duda razonable que, puesto que no puede suponerse que el
autor de Apocalipsis haya tomado su descripción de la epístola, el
autor de la epístola debe haber derivado sus ideas y sus
imágenes de Apocalipsis.
Ahora los acontecimientos se apresuran rápidamente hacia su
consumación. El vidente contempla a tres ángeles volando en
sucesión a través de su campo visual, llevando cada uno un
anuncio de la catástrofe que se aproxima. El primero, encargado
de proclamar el evangelio eterno, en primera instancia a los que
moran en la tierra, y después a toda nación, y tribu, y lengua, y
pueblo, exclama en alta voz: “Temed a Dios, y dadle honra;
porque la hora de su juicio es venida” (ver. 7). Aquí hay una
alusión manifiesta al hecho predicho por el Señor de que, antes
de la llegada del “fin”, el evangelio del reino sería predicado
primero en todo el mundo [oikonmenh] “por testimonio a todas las
naciones” (Mat. 24:14). Este símbolo, pues, indica la cercana
aproximación de la catástrofe de Jerusalén – la llegada de la hora
del juicio de Israel.

Un segundo ángel le sigue rápidamente, y proclama la caída de


Babilonia, como si ya hubiese tenido lugar, diciendo: “Ha caído,
ha caído Babilonia, la gran ciudad, porque ha hecho beber a
todas las naciones del vino del furor de su fornicación”. Esta es
claramente otra declaración de la misma catástrofe inminente,
sólo que indica más claramente la sentencia de muerte de la
ciudad culpable – el gran criminal a punto de ser llevado a juicio.
Tendremos ocasión de discutir la identidad de la gran ciudad que
aquí y en otros lugares es designada como Babilonia.

Le sigue un tercer mensajero, que denuncia, con terrible


lenguaje, la ira de Dios sobre todos los adoradores de ídolos:

Cap. 14:9-11. “Si alguno adora a la bestia y a su imagen, y recibe


la marca en su frente o en su mano, él también beberá del vino
de la ira de Dios, que ha sido vaciado puro en el cáliz de su ira; y
será atormentado con fuego y azufre delante de los santos
ángeles y del Cordero”, etc.
En agudo contraste con estas palabras está el mensaje que un
ser celestial trae a los fieles discípulos de Cristo “que guardan los
mandamientos de Dios y tienen la fe de Jesús”.

Cap. 14:13. “Oí una voz que desde el cielo me decía: Escribe:
Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en
el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos,
porque sus obras con ellos siguen”.

Todo esto indica claramente la cercana aproximación de la


catástrofe final. Hay, sin embargo, una expresión en la última cita
que requiere una explicación, es decir, el anuncio con respecto a
la bienaventuranza de los muertos que mueren en el Señor  de
aquí en adelante. Este “de aquí en adelante” [ap arti] es la
palabra enfática en la oración, y debe tener un significado
importante. No es simplemente que los muertos en Cristo están
seguros y felices, sino que, desde y después de cierto período
específico, una peculiar bienaventuranza les pertenece a todos
los que de aquí en adelante mueren en el Señor.

No es irrazonable en sí mismo, y parece, además, ser la clara


enseñanza de las Sagradas Escrituras, que la gran consumación
que puso fin a la era judía tenía una importante relación con la
condición de todos los que, después de ese período, “mueren en
el Señor”. Hemos visto (Observaciones sobre Heb. 11:40) que,
antes de la obra redentora de Cristo, el estado de los muertos
piadosos no era perfecto. Tenían que esperar el cumplimiento de
aquel gran acontecimiento que constituía el fundamento de su
felicidad eterna. Los santos de la antigua dispensación “no
obtuvieron la promesa”. Murieron en la  fe, pero no poseyeron la
herencia. “Dios proporcionó algo mejor para nosotros, para que,
sin nosotros, ellos no fuesen perfeccionados”. Así escribía el
autor del libro a los Hebreos en vísperas de la gran consumación.
El claro significado de esto es que la  Parusía  marcó la
introducción de una nueva época en la condición de los santos
que habían partido y las esperanzas de los que, después del
comienzo de esa época, muriesen en el Señor.  “Bienaventurados
los que”  de aquí en adelante. Es decir, no deberían tener que
esperar, como lo tuvieron que hacer sus predecesores, la llegada
del período en que se cumpliría la promesa. Entrarían  en
seguida  en “el reposo que queda para el pueblo de Dios”. El
camino al Lugar Santísimo se ha manifestado ahora; hay un
reposo y una recompensa inmediatos para los fieles que han
partido; “reposan de sus trabajos, porque sus obras les siguen”.

Este importante pasaje sería totalmente inexplicable a no ser por


la luz que sobre él arrojan Heb. 4:1-11; 11:9,10,13,39,40.

7. El Hijo del Hombre en las Nubes


Cap. 14:14-20. “Miré, y he aquí una nube blanca; y sobre la nube
uno sentado semejante al Hijo del Hombre, que tenía en la
cabeza una corona de oro, y en la mano una hoz aguda. Y del
templo salió otro ángel, clamando a gran voz al que estaba
sentado sobre la nube: Mete tu hoz, y siega; porque la hora de
segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura. Y el que
estaba sentado sobre la nube metió su hoz en la tierra, y la tierra
fue segada.

“Salió otro ángel del templo que está en el cielo, teniendo


también una hoz aguda. Y salió del altar otro ángel, que tenía
poder sobre el fuego, y llamó a gran voz al que tenía la voz
aguda, diciendo: Mete tu hoz aguda, y vendimia los racimos de la
tierra, porque sus uvas están maduras. Y el ángel arrojó su hoz
en la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el
gran lagar de la ira de Dios. Y fue pisado el lagar fuera de la
ciudad, y del lagar salió sangre hasta los frenos de los caballos,
por mil seiscientos estadios”.

Ahora llegamos a la séptima y última de las figuras místicas de


las cuales consiste esta cuarta visión, y al desenlace, donde
podemos esperar encontrar la catástrofe del todo. Ni quedamos
chasqueados; porque nada puede estar marcado más claramente
que la catástrofe bajo este símbolo, siendo la interpretación tan
evidente en sí misma que difícilmente podría malinterpretarse.

La escena comienza con la aparición de “uno semejante al Hijo


del Hombre sentado en una nube blanca”, que tenía una corona
de oro sobre su cabeza y una hoz aguda en su mano. El arma
que sostiene es el emblema de la transacción que está a punto
de tener lugar. Es el tiempo de la siega, porque “la mies de la
tierra está madura. Y el que estaba sentado en la nube metió su
hoz en la tierra, y la tierra fue segada”.

No es posible malinterpretar este acto. Tenemos el borrador


original del cuadro en la parábola de nuestro Señor sobre el trigo
y la cizaña. “Al tiempo de la siega [el fin del tiempo, sunteleia tou
aiwnoz], diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y
atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi
granero” (Mat. 13:30).

En la visión, la parábola del trigo y la cizaña es seguida también


en la división de esta transacción judicial final en dos partes – la
cosecha del trigo y la vendimia, excepto sólo en la transposición
del orden de los sucesos. La cosecha corresponde a la siega del
trigo y su depósito a buen recaudo en el granero; en otras
palabras, es el cumplimiento de la predicción: “Enviará el Hijo del
Hombre a sus ángeles, y juntarán a sus escogidos de los cuatro
vientos” (Mat. 24:31-34), un acontecimiento que debía tener lugar
antes de que pasara aquella generación. La destrucción de la
cizaña corresponde a la “vendimia de la tierra”. Se observará que
la vendimia es por completo de naturaleza destructiva. Así como
la “siega de la tierra” denota la salvación del fiel pueblo de Dios,
así también la “vendimia de la tierra” denota la destrucción de sus
enemigos. Vale la pena notar que, mientras que el Hijo del
Hombre es representado por el segador, el ángel de la visión es
el agente en la vendimia de la vid. Apenas es necesario señalar
cuán peculiarmente encajan las imágenes en la última e
impresionante escena. “La vendimia de la tierra” es Israel, según
el bien conocido emblema de Salmos 80:8. “Hiciste venir una vid
de Egipto”, etc. Ahora ha llegado la vendimia, porque “sus uvas
están maduras”; es decir, la nación está madura para el juicio. El
ángel comisionado para destruir no recoge los racimos, sino que
corta la viña misma, y la arroja entera “en el gran lagar de la ira
de Dios”. El lagar es pisado; y esto es representado como
teniendo lugar fuera de la ciudad, como se quemaba la ofrenda
por el pecado fuera del campamento, y como se ejecutaba al
criminal fuera de la puerta, siendo maldito (Heb. 13:11-13). Sale
sangre del lagar, y en un torrente tan grande, que es como un río
desbordado, que alcanza hasta los frenos de los caballos, y hasta
una distancia de “mil seiscientos estadios”.

Éste es un símbolo terrible, pero casi literal en su verdad


histórica. Fue un pueblo el que fue “pisado” en la furia de la ira
divina. ¿Cuándo hubo jamás un mar de sangre como el que fue
derramado en la guerra de exterminio de Vespasiano y de Tito?
La carnicería, como la relata Josefo, supera todo lo registrado en
los anales de la guerra. Jerusalén, y sus hijos dentro de ella,
fueron pisados en el gran lagar de la ira de Dios. Entonces se
cumplieron las palabras del profeta Jeremías: “Como lagar ha
hollado el Señor a la virgen hija de Judá” (Lam. 1:15). Hay
hechos, así como símbolos, en la horrorosa escena que
representa la caballería invasora como nadando en sangre hasta
los frenos de los caballos; y hay probablemente una alusión a la
extensión geográfica de Palestina en los “mil seiscientos
estadios”, así que podemos considerar la descripción simbólica
como equivalente a la afirmación de que, desde un extremo hasta
el otro, el territorio estaba inundado de sangre.

En todo esto, la profecía y la historia encajan la una en la otra


como la cerradura y la llave; y si no tuviésemos el testimonio de
un testigo, a quien ciertamente no le interesaba exagerar la ruina
de su pueblo ni difamar su carácter, apenas se podría creer que
estos símbolos no estaban sobrecargados. Pero nadie puede leer
aquella trágica historia sin reconocer allí las transacciones que
aquí están escritas en símbolos, y que atestiguan ampliamente la
realidad y la verdad de la profecía.

Tal es la catástrofe claramente marcada en la visión de las siete


figuras místicas. Como las otras catástrofes, ésta es un acto de
juicio, que presenta la gran consumación en un aspecto diferente.
Si todavía quedase alguna duda con respecto al principio que
subyace nuestro sistema entero de interpretación, es decir, que el
Apocalipsis es una representación séptuple del mismo gran
drama providencial, esa duda debe ser disipada por la siguiente
gran serie de visiones, que demuestran concluyentemente esta
característica del libro.


LA QUINTA VISIÓN

LAS SIETE COPAS, CAPS. 15,16 



Cap. 15:1.  “Vi en el cielo otra señal, grande y admirable: siete
ángeles que tenían las siete plagas postreras; porque en ellas se
consumaba la ira de Dios”.

Como la primera, la segunda, y la tercera, esta visión comienza


con un prólogo o preámbulo. La escena está puesta en el cielo,
donde el vidente contempla a siete ángeles, encargados de
infligir las siete plagas, que son llamadas  las postreras,
consumando el derramamiento de la ira divina sobre la nación
culpable. Las imágenes de esta escena introductoria están
concebidas en un estilo de la más alta sublimidad. Lo siete
ministros de la venganza reciben de uno de los seres vivientes, o
querubines, siete copas de oro llenas de la ira de Dios, y se les
encomienda iniciar en seguida la ejecución de su misión, que es
derramar sus copas sobre la tierra [thn ghn].

Se verá en seguida que hay una marcada correspondencia entre


la visión de las siete copas y la de las siete trompetas. Las copas,
que son, real y simplemente, una repetición y un compendio de
las trompetas, siguen el mismo orden y asumen sustancialmente
la misma forma. Es verdad que hay circunstancias adicionales
introducidas en la visión de las siete copas, pero la semejanza
entre las dos visiones es todavía tan impresionante que fuerza en
la mente la convicción de que ambas se refieren a los mismos
sucesos históricos.

El paralelo adjunto muestra más claramente la correspondencia


entre las dos visiones:

LAS TROMPETAS LAS COPAS


1. Las plagas son derramadas 1. Las plagas son derramadas
sobre la tierra. sobre la tierra.
2. Afecta el mar, que se vuelve 2. Afecta el mar, que se vuelve
como sangre. como sangre.
3. Afecta los ríos y las fuentes de 3. Afecta los ríos y las fuentes
las aguas. de las aguas.
4. Afecta al sol, a la luna, y las
4. Afecta al sol.
estrellas.
5. Se abre el abismo (la silla de 5. Derramada sobre la silla de
la bestia). Los hombres son la bestia (el abismo). Los
atormentados. hombres son atormentados.
6. Derramada sobre el gran río
6. Son soltados los ángeles en el
Éufrates. Las huestes se
gran río Éufrates. Son reúnen las
reúnen para la batalla del gran
hordas de caballería.
día.
7. Catástrofe, juicio; se proclama 7. Catástrofe; proclamación del
el reino. Terribles fenómenos fin. Terribles fenómenos
naturales – voces, truenos, y un naturales – voces, truenos, y
terremoto. un terremoto.

Esto no puede ser una mera y casual coincidencia: es identidad,


y sugiere la pregunta: ¿Por qué se repite la visión? No puede ser
sólo por simetría, para completar el séptuple plan de la
construcción, porque la maravillosa opulencia del libro hace
completamente absurda la idea de pobreza de invención, o
repetición, con propósitos de relleno. Más probable es la
explicación de que la visión de las copas se introduce, no sólo
para reafirmar los juicios que están a punto de caer sobre la
tierra, sino especialmente para preparar el camino para introducir
al gran criminal, cuya hora del juicio ha llegado. La última de las
siete copas representa a  Babilonia la grande  viniendo en
memoria delante de Dios; pero, en la catástrofe de la visión, su
juicio es suspendido, porque debe formar el material de una
visión separada, es decir, la sexta.

Ahora es apropiado pasar revista brevemente a las sucesivas


copas de los siete ángeles.

Como las cuatro primeras trompetas, las cuatro primeras copas
(cap. 16:2-9) afectan al mundo natural – la tierra, el mar, los ríos,
el sol. Todos ellos son trastornados y atacados por plagas – el
armazón de la naturaleza queda descoyuntado, y la creación
inanimada se enferma y gime a causa de la maldad de los
hombres. Puede decirse que ésta es una figura de lenguaje,
aunque hay suficientes en la Escritura; es imposible decir hasta
dónde expresa hechos históricos, pero es notable que el lenguaje
de nuestro Señor, al hablar de este mismo período, se acerca
mucho a los símbolos del Apocalipsis: “Habrá señales en el sol,
en la luna, y las estrellas; y en la tierra angustia de las gentes,
confundidas a causa del bramido del mar y de las olas,
desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las
cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los
cielos serán conmovidas” (Luc. 21:25,26). Si hemos de confiar en
el testimonio de Josefo, la destrucción de Jerusalén fue
precedida por portentos de lo más alarmante. Debe observarse
que el área afectada por estas plagas es “la tierra”, esto es,
Judea, la escena de la tragedia. El carácter local y nacional de
las transacciones representadas en la visión se destaca
claramente en el ver. 6. Cuando el tercer ángel convierte los ríos
en sangre, se oye al ángel de las aguas reconocer la justicia
retributiva de esta plaga: “Por cuanto derramaron la sangre de los
santos y de los profetas, también tú les has dado a beber sangre;
pues lo merecen”. Este “matar a los profetas” fue el pecado
mismo de Israel, y de Jerusalén, y no hay ninguna otra ciudad ni
nación contra las cuales se esgrima este crimen particular como
su característica peculiar. Esta acusación fija decisivamente la
alusión de la visión al pueblo judío, y a aquel terrible período en
su historia cuando se pudo decir verdaderamente que por los
cauces de sus ríos corrió la sangre.

La quinta copa (cap. 16:10,11) corresponde a la quinta trompeta.


Es derramada sobre el asiento o el trono de la bestia, que parece
ser idéntico al “abismo” en la visión de las trompetas. El abismo
es la región de la cual se dice que asciende la bestia (cap. 11:7); 
que éste es el nombre dado a la morada de los espíritus malos es
evidente por el hecho de que los demonios expulsados del
gadareno por eso rogaban a Jesús “que no les mandase ir al
abismo” (Luc. 8:31). La silla de la bestia es, pues, lo mismo que
el abismo – el reino del poder de las tinieblas. Es imposible decir
cuáles hechos históricos se quieren significar con los símbolos de
terror y miseria empleados aquí, aunque ellos apuntan, no
oscuramente, a la agonía de la angustia y el sufrimiento que
precedieron y anunciaron la consumación final.

Como la sexta trompeta, la sexta copa actúa sobre el gran río


Éufrates (ver. 12), cuyas aguas se secan “para preparar el
camino de los reyes del oriente”. Ahora nos acercamos a la gran
catástrofe. En la visión de la sexta trompeta, vemos una
innumerable hueste reunida para la gran batalla; en la visión de la
sexta copa, vemos “tres espíritus inmundos, a manera de ranas,
que salen de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la
boca del falso profeta”; los emisarios de los poderes de las
tinieblas salen a congregar los ejércitos de “los reyes del mundo
entero” para reunirlos para la gran guerra del “gran día del Dios
Todopoderoso”. Traducido a términos históricos, este símbolo
representa la movilización de las fuerzas del Imperio y de los
reyes de las naciones vecinas para la guerra contra los judíos. El
secamiento del Éufrates parece indicar claramente que es
cruzado con facilidad y rapidez, y esto, considerado en relación
con el símbolo correspondiente bajo la sexta trompeta, es decir,
la liberación de los cuatro ángeles atados en el Éufrates, apunta
a la retirada de las tropas de ese cuadrante para la invasión de
Judea. Sabemos que este es un hecho histórico. No sólo las
legiones romanas de la frontera del Éufrates, sino también los
reyes auxiliares cuyos dominios estaban en esa región, como
Antíoco de Comágenes y Soemo de Sofena, más propiamente
designados “reyes del oriente”, siguieron a las águilas de Roma
al sitio de Jerusalén. El nombre dado al conflicto que se
aproximaba establece decisivamente el suceso al que se hace
referencia: es “la batalla” o “la batalla de aquel gran día del Dios
Todopoderoso”, una expresión que equivale al “día grande y
terrible de Jehová”. Que este día había llegado queda indicado
claramente por la advertencia en el versículo 15: “He aquí, vengo
como ladrón”. Además, el escenario del conflicto, “Armagedón” –
un nombre que está asociado a uno de los días más negros y
desastrosos de la historia de Israel, la llanura de Megido,
emblema de derrota y matanza – está situada en territorio judío.
Ese nombre de mal augurio habría de ser tipo de aquel campo de
sangre en el que Israel estaba condenado a perecer como
nación.

Tal como la séptima trompeta, la séptima copa presenta la


catástrofe de la visión, acompañada por los mismos portentos de
“voces, y truenos, y relámpagos, y un terremoto, y gran granizo”.
Una voz desde el templo, una voz desde el trono mismo,
proclama la consumación: “¡Consumado es! ¡Tegonen! ¡Actum
est! ¡Todo ha terminado!”. Es decir, la catástrofe de la visión, y lo
que simboliza, ha llegado; porque se observará que todas las
catástrofes nos conducen virtualmente a la misma conclusión. Un
terremoto de violencia sin paralelo hace pedazos “las ciudades
de las naciones” y divide en tres partes a “la gran ciudad” misma,
la ciudad que es pre-eminentemente el tema de estas visiones.
“Babilonia la grande” (que es claramente el nombre de la ciudad
a la que acabamos de referirnos) “es traída en memoria delante
de Dios, para darle a beber de la copa del vino de la ira de Dios”;
sus pecados claman venganza, y ahora su juicio ha llegado, y la
copa del vino de la ira de Dios ha sido llenada para que la beba.

Que todo esto se refiere indudable y exclusivamente


a Jerusalén es ciertamente evidente, y se puede demostrar de la
manera más clara, como lo mostrará lo que sigue.

Un incidente en esta catástrofe grandiosa y terrible merece


especial atención. En ambas visiones, la de la séptima trompeta y
la de séptima copa, se hace especial mención del  enorme
granizo  que cae sobre los hombres. En la séptima copa, se
discute el granizo más extensamente, y se dice que cada piedra
pesa como un talento. Hay en esta afirmación algo tan
extraordinario, y sin embargo, tan específico, que llama la
atención y sugiere la pregunta: ¿Es esto completamente
simbólico, o es un hecho hasta cierto punto? Por supuesto, no
podemos concebir granizo literal cada una de cuyas piedras
tenga el peso de un talento; pero el lenguaje es tan preciso y
definido que casi estamos obligados a suponer que no es mera
hipérbole. Ahora bien, es un hecho notable que en Josefo
parecemos tener la explicación de este símbolo aparentemente
ininteligible. Josefo nos informa que, durante el sitio de Jerusalén,
la décima legión construyó balistas de enorme magnitud y poder,
que descargaban enormes piedras sobre la ciudad. La
descripción entera que Josefo da de estas máquinas es de un
interés tan extraordinario que vale la pena citarla.

“Por admirables que fuesen las máquinas construidas por todas


las legiones, las de las décima eran de peculiar excelencia. Sus
escorpiones eran de mayor poder y sus catapultas de mayor
tamaño, y con ellos mantenían a raya, no sólo a los
contraatacantes, sino también a los de las murallas. Las piedras
lanzadas eran del peso de un talento, y tenían un alcance de
cuatrocientos metros o más. El impacto, no sólo en los que
primero se encontraban con ellas, sino hasta en los que estaban
bastante más allá de esta distancia, era irresistible. Sin embargo,
al principio los judíos podían protegerse de las piedras, pues su
aproximación era indicada, no sólo al oído por el silbido que se
oía, sino también a la vista, por el color, pues eran blancas y
brillantes. En consecuencia, los judíos tenían centinelas
apostados en las torres, que avisaban cuándo la máquina era
disparada y la piedra lanzada, gritando en su idioma nativo:
“Viene el hijo”, a lo cual aquellos a los que eran dirigidas estas
palabras se separaban y se arrojaban al suelo antes de que las
piedras les alcanzasen. Sucedía así que, debido a estas
precauciones, la piedra caía sin hacer daño. Entonces, se les
ocurrió a los romanos ennegrecer las piedras; apuntando con
mayor cuidado, derribaban a muchos judíos con una sola
descarga, pues las piedras ya no eran fácilmente distinguibles
cuando se aproximaban”. Josefo, Guerras Judías, libro v., cap. vi.
3.

¿Es esto una fantástica coincidencia, o un caso señalado de


cumplimiento exacto de la profecía? Confesamos que nos
inclinamos a esta última alternativa, porque es perfectamente
congruente representar tal forma de asalto como una tormenta o
granizada de proyectiles, aunque la alusión específica al enorme
peso de cada piedra parece poner esta afirmación dentro del
dominio de los hechos y la historia. 3

1. Guerras Judías, libro 6, cap. 5, sección 3, 4.



2. Véase de Josefo, Guerras Judías, libro 3, cap. 4, párrafo 2;
libro 5, cap. 1, párrafo 6.

3. Hay otra circunstancia curiosa relacionada con este pasaje en
Josefo. Whiston tiene la siguiente

acerca de ella.
“Cuál debe ser el significado de esta señal o consigna, “Viene el
hijo”, cuando el centinela veía venir una piedra disparada por una
máquina de guerra, o qué error se produce al interpretar esta
señal, no lo sé. Todos los manuscritos, tanto en griego como en
latín, concuerdan en esta interpretación; y no puedo aprobar
ninguna alteración conjetural y sin fundamento del texto de nioz a
ioz, en el sentido de que no venía ni el hijo, ni una piedra, sino
una  flecha  o  dardo, como la alteración que ha hecho el Dr.
Hudson y que no ha sido corregida por Havercamp. Si Josefo
hubiese escrito aun su primera edición de estos libros de la
guerra en hebreo puro, o si los judíos hubiesen usado entonces
el hebreo puro en Jerusalén – la palabra hebrea para hijo es tan
semejante a la palabra para piedra, Ben y Eben – tal corrección
se habría aceptado más fácilmente. Pero Josefo escribió su
primera edición para uso de los judíos que vivían más allá del
Éufrates y en el idioma caldeo, al preparar esta segunda edición
en idioma griego; y Bar era la palabra caldea para hijo, en lugar
de la palabra hebrea Ben, y se usaba no sólo en Caldea, sino
también en Judea, como nos lo informa el Nuevo Testamento.
También Dio nos informa que los mismos romanos de Roma
pronunciaban el nombre de Simón hijo de Gioras como Bar-Poras
en lugar de Bar-Gioras, como nos lo dice Hifilino, p. 217. Reland
observa que “muchos buscarán un misterio aquí, como si el
significado fuese que el Hijo de Dios viniese ahora a tomar
venganza de los pecados de la nación judía”, que es ciertamente
la verdad de los hechos, pero difícilmente lo que los judíos
quisiesen significar ahora, a menos, posiblemente, que quisiesen
burlarse de Cristo” amenazando tan a menudo que vendría a la
cabeza del ejército romano para destruirles. Pero aun esta
interpretación no tiene sino un pequeño grado de probabilidad. Si
yo fuese a hacer una pequeña enmienda por mera conjetura,
leería petroz, en vez de nioz, aunque la semejanza no es tan
grande como con ioz, porque esa es la palabra que Josefo acaba
de usar, como ya se ha observado en esta misma ocasión;
mientras que ioz, una flecha o dardo, es sólo una palabra poética,
y nunca es usada por Josefo en ninguna otra parte, y en realidad
no es adecuada para la ocasión, siendo que esta máquina de
guerra no lanza flechas ni dardos, sino grandes piedras en esta
ocasión”. – Josefo, de Whiston, libro 5, cap. 6, párrafo 3, Nota.

El Dr. Trail hace la siguiente observación sobre este pasaje:

“Viene el hijo”. O nioz es lo que aparece escrito en todos los


manuscritos, y en la obra de Rufino; y no es fácil concebir cómo
pudo encontrarse tal palabra en todos ellos si no fuese la
verdadera. Ni son satisfactorias en absoluto las alteraciones
propuestas. O ioz produciría la “flecha”, no la “piedra”. O liqoz no
tiene autoridad. Cardwell propone outoz, “aquí viene”. La
explicación de Reland probablemente no está lejos de la verdad;
es decir, que el grito era  wba ab  = “viene la piedra”, pero que
algunos, engañados por la similitud del sonido, han interpretado
como  wbh ab  = “viene el hijo”. De un error como éste, o de
alguna otra causa, pudo haber venido a ser aplicado el término
“el hijo” como apodo”. De Traill, Josefo, Critical Notes., p. 160.

Estamos dispuestos a creer que ninguna de estas sugerencias


proporciona una explicación satisfactoria, aunque algunas de
ellas se acercan a la verdad. No podía sino haber sido conocido
por los judíos que la gran esperanza y la fe de los cristianos era
la pronta venida del Hijo. Según Esipo, fue más o menos por este
mismo tiempo que Santiago, el hermano de nuestro Señor,
testificó públicamente en el templo que “el Hijo del hombre estaba
a punto de venir en las nubes del cielo”, y luego selló su
testimonio con su sangre. Parece muy probable que los judíos,
en su desafiante y desesperada blasfemia, cuando veían la
blanca masa volando por el aire, exclamaran obscenamente:
“Viene el Hijo”, para burlarse de la esperanza cristiana de la
Parusía, con la cual podrían establecer una ridícula semejanza
en la extraña aparición del proyectil.

LA SEXTA VISIÓN

LA RAMERA, Caps. 17, 18, 19, 20

Ahora nos acercamos a una parte de nuestra investigación en la


cual estamos a punto de exigir del lector mucha sinceridad e
imparcialidad, y tenemos que pedirle que sopese, con paciencia y
sin prejuicios, la evidencia que se le presentará. Posiblemente
nos opongamos a muchos prejuicios, pero, si la silla del juicio
está ocupada por un amor imparcial por la verdad, no tememos a
una opinión adversa.

De salida, puede ser conveniente echar un vistazo general a esta


visión como un todo, ocupando, como ocupa, un espacio mayor
que cualquiera otra en el libro, e indicando así la importancia pre-
eminente de su contenido.

La visión es introducida por un corto prefacio o prólogo (cap.


17:1,2). Uno de los ángeles de las copas invita al vidente a
contemplar el juicio de “la gran ramera que se sienta sobre
muchas aguas”. La visión se ve en “el desierto”. El profeta ve a
una mujer sentada sobre una bestia escarlata, llena de nombres
de blasfemia, y teniendo siete cabezas y diez cuernos. La mujer
está lujosamente ataviada con túnica de púrpura y escarlata, y
adornada de oro y piedras preciosas, y sostiene en la mano una
copa de oro “llena de las abominaciones y la inmundicia de su
fornicación”. En la frente de esta figura visionaria hay una
inscripción: “Misterio, Babilonia la grande, la madre de las
rameras y las abominaciones de la tierra”. Se dice, además, que
está “ebria con la sangre de los santos, y con la sangre de los
mártires de Jesús”. Luego, el ángel-intérprete procede a revelar
al asombrado profeta el significado de la aparición. Identifica a la
bestia de esta visión con la primera bestia descrita en el capítulo
13, cuyo número es seiscientos sesenta y seis, añadiendo
detalles adicionales a la descripción, algunos de ellos de un
carácter muy oscuro. Declara que la mujer, o la ramera, es “la
gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra”. En el siguiente
capítulo (18), se describe la caída de Babilonia la grande, o la
ciudad ramera, con lenguaje de gran poder y belleza. Esto es
seguido, en el cap. 19, por la celebración en el cielo del triunfo
sobre Babilonia, lo que ocasión para introducir anticipadamente
las nupcias del Cordero, que se aproximan; después de lo cual
hay una descripción de la victoria del divino Campeón, cuyo
nombre es la Palabra de Dios, sobre “la bestia, el falso profeta, y
los reyes de la tierra”. En el capítulo 20, el dragón, el cabecilla de
la gran confederación contra la causa de la verdad y de Dios, es
atado y encerrado en el abismo por un período de mil años. La
visión luego termina con una gran catástrofe, un solemne acto de
juicio, en el cual los muertos, chicos y grandes, comparecen de
pie delante de Dios, y son juzgados según sus obras. Tal es el
rápido bosquejo de los contornos de esta magnífica visión.

La pregunta de la mayor importancia y dificultad con que tenemos


que habérnoslas aquí es: ¿A qué ciudad se alude con la mujer
sentada sobre la bestia escarlata, una ciudad que es designada
como “Babilonia la grande”?

La gran mayoría de los intérpretes ha recibido, y recibe, como


indudable y casi evidente, la proposición de que la Babilonia de
Apocalipsis es, y no puede ser otra, que Roma, la emperatriz del
mundo en los días de Juan, y desde su tiempo, asiento y centro
de la forma más corrupta de cristianismo y el despotismo
espiritual más sombrío que el mundo jamás ha visto. Que hay
mucho en favor de esta opinión puede inferirse del hecho de su
general aceptación. Hasta puede pensarse que esto está fuera
de duda por la aparente identificación de la ramera en la visión
como “la ciudad de las siete colinas”, y “la gran ciudad que reina
sobre los reyes de la tierra”.

Parecerá presuntuoso y arriesgado resistir una decisión que ha


sido pronunciada por una autoridad tan alta, y que ha prevalecido
por tanto tiempo entre comentaristas y teólogos protestantes, y
que el que se aventura a hacerlo entra en la lista con gran
desventaja. Sin embargo, en interés de la verdad, y con toda
reverencia y lealtad a la enseñanza de la divina Palabra, puede
ser, no sólo permisible, sino hasta imperativo, mostrar por qué
causa la interpretación popular de este símbolo debe ser
rechazada por insostenible e incorrecta.

1.  Hay una presuposición a priori, del tipo más fuerte, contra la
idea de que

Roma es la Babilonia del Apocalipsis. La improbabilidad es
grande aun con

respecto a la Roma pagana, pero mucho mayor con respecto a la
Roma

papal. El propósito mismo del libro excluye la posibilidad de que
Roma sea

representada como uno de los personajes dramáticos. La idea
fundamental

del Apocalipsis, como hemos tratado de demostrar, es la Parusía
próxima

y el juicio de la nación culpable, que la acompañaba. Roma, la
pagana o la

cristiana, queda completamente fuera del campo de visión
apocalíptico, que

está limitado a “las cosas que deben suceder pronto”. Divagar por
todas las

épocas y todos los países en la interpretación de estas visiones
queda

absolutamente prohibido por las expresas y fundamentales
limitaciones

establecidas en el libro mismo.

2.  Por otra parte, es de esperarse a priori que se le diese gran


prominencia al

Apocalipsis en Jerusalén. Este hecho debería ser la figura central
en el

cuadro, si nuestro punto de vista sobre el diseño y el tema del
libro son

correctos. Si Apocalipsis es sólo la reproducción y la expansión
de la

profecía  de nuestro Señor en el Monte de los Olivos, profecía
que se ocupa

principalmente del cercano juicio de Israel y de Jerusalén,
podemos

encontrar lo mismo en Apocalipsis; y es tan irrazonable buscar a
Roma en

Apocalipsis como buscarla en la profecía de nuestro Señor en el
Monte.

3.  Merece especial atención el hecho de que en Apocalipsis hay


dos ciudades, y

sólo dos, que son mencionadas de manera prominente y por
nombre por

medio de una representación simbólica. Cada una es la antítesis
de la otra.

Una es la personificación de todo lo que es bueno y santo, la otra
es la

personificación de todo lo que es impío y maldito. Conocer a
cualquiera

de las dos es conocer la otra. Estas dos ciudades en contraste
son la nueva

         Jerusalén y Babilonia la grande.

No puede haber lugar a dudas en cuanto a lo que se quiere decir


con la nueva Jerusalén: es la ciudad de Dios, la morada celestial,
la herencia de los santos en luz. Pero, entonces, ¿cuál es la
antítesis correcta de  la nueva Jerusalén? Ciertamente, no puede
ser otra que la antigua Jerusalén. En realidad, esta antítesis entre
la antigua Jerusalén y la nueva la traza Pablo para nosotros tan
claramente en la Epístola a los Gálatas, que nos pone en la mano
la clave para la interpretación de este símbolo en Apocalipsis. El
apóstol contrasta la Jerusalén “que ahora es” con la Jerusalén
que habría de ser: la Jerusalén que está en  esclavitud  con la
Jerusalén que es libre: la Jerusalén de  abajo  con la Jerusalén
de  arriba  (Gál. 4:25,26). Tenemos una antítesis similar en la
Epístola a los Hebreos, donde “la ciudad que tiene fundamentos”
es contrastada con la “ciudad sin continuidad”; la ciudad “cuyo
constructor es Dios” con la ciudad de creación humana; “la
ciudad del Dios viviente” o la “Jerusalén celestial” con la
Jerusalén terrenal (Heb. 11:10, 16; 12:22). De la misma manera,
tenemos la antítesis entre estas dos ciudades presentada clara y
ampliamente en Apocalipsis, siendo una la ramera, y la otra la
novia, la Esposa del Cordero.

Estos paralelos o contrastes sólo tienen que ser presentados a


los ojos para que hablen por sí mismos:

La nueva Jerusalén La antigua Jerusalén


La Jerusalén celestial La Jerusalén terrenal
La ciudad que tiene
La ciudad sin continuidad
fundamentos
La ciudad cuyo constructor es La ciudad cuyo constructor es el
Dios hombre
La Jerusalén que ha de venir La Jerusalén que ahora es
La Jerusalén de arriba La Jerusalén de abajo
la Jerusalén que está en
La Jerusalén que es libre
esclavitud
La ciudad santa La ciudad impía
La novia La ramera

Por lo tanto, la antítesis verdadera y correcta de la nueva


Jerusalén es la antigua Jerusalén: y puesto que la ciudad
contrastada con la nueva Jerusalén es también designada como
Babilonia, llegamos a la conclusión de que Babilonia es el
nombre simbólico de la ciudad impía y condenada a muerte, la
antigua Jerusalén, cuyo juicio se predice aquí.

4. Si se objetase que otros nombres simbólicos ya se le han


aplicado a la antigua

Jerusalén – a la que se designa como “Sodoma y Egipto” – esto
no es razón

para que no se le llame también Babilonia. Si se le puede aplicar
un

seudónimo, ¿por qué no otro, con la condición de que describa
su carácter?

Todos estos nombres, Sodoma, Egipto, Babilonia, sugieren por
igual la

maldad y la impiedad, y las correctas designaciones de la ciudad
impía cuyo

destino habría de ser como el suyo.
5.  Vale la pena observar que en Apocalipsis hay un título que se
le aplica a una

ciudad en particular por excelencia. El título es “la gran ciudad” [h
poliz

megalh]. Es claro que es siempre la misma ciudad que es
designada de este

modo, a menos que expresamente se especifique otra. Ahora
bien, la ciudad

en que los testigos son asesinados es designada expresamente
con este título,

“aquella gran ciudad”, y se le aplican los nombres de Sodoma y
Egipto;

además, es identificada particularmente como la ciudad “donde
también

nuestro Señor fue crucificado” (cap. 11:8). No puede haber
ninguna duda

razonable de que esto se refiere a la antigua Jerusalén.
Entonces, si “la gran

ciudad” del cap. 11:8 significa la antigua Jerusalén, se deduce
que “la gran

ciudad del cap. 16:8, llamada también Babilonia, y “la gran
ciudad” del cap.

16:19 debe significar igualmente Jerusalén. Mediante un
razonamiento

paralelo, “aquella gran ciudad” [h poliz h megalh] en el cap. 17:18
y en otros

lugares, tiene que referirse también a Jerusalén. Es una mera
suposición

decir, como dice Dean Alford, que Jerusalén nunca es llamada
por este

nombre. No hay nada de inapropiado, sino todo lo contrario, en
que se le

aplique tal título distintivo a Jerusalén. Para un israelita, era la
ciudad real,

con mucho la ciudad de mayor importancia de la tierra, la única
ciudad que

correctamente podría ser designada así; y nunca debe olvidarse
que las

visiones de Apocalipsis deben ser consideradas desde un punto
de vista

judío.

6.  En la catástrofe de la cuarta visión (la de las siete figuras


místicas), el juicio

de Israel es simbolizado por la pisadura del lagar. También se nos
dice que

“el lagar fue pisado fuera de la ciudad” (cap. 14:20). Puesto que
la vid de la

tierra representa a Israel, como indudablemente lo hace, se
deduce que “la

ciudad” fuera de la cual las uvas son pisadas debe ser Jerusalén.
La única

ciudad mencionada en el mismo capítulo es Babilonia la grande
(ver. 8), que

por lo tanto debe representar a Jerusalén. Es inconcebible que la
vid de

Judea sea pisada fuera de la ciudad de Roma.

7.  En el cap. 16:19 se dice que “la gran ciudad” es dividida


en tres partes por

un terremoto sin precedentes que se menciona en el ver. 18.
¿Cuál gran

ciudad? Evidentemente, Babilonia la grande, de la cual se dice
que viene en

memoria delante de Dios. Posiblemente la división de la ciudad
no tenga

ninguna importancia especial más allá de ilustrar el desastroso
efecto del

terremoto, sino más probablemente es una alusión a la figura
empleada por

el profeta Ezequiel al describir el sitio de Jerusalén. (Eze. 5:1-5).
Al profeta

se le ordena tomar los cabellos de su cabeza y los pelos de su
barba, y,

dividiéndolos en tres partes, quemar una con fuego, cortar otra
con un

cuchillo, y esparcir la tercera a los cuatro vientos, desenvainando
una espada

en pos de ellos; sólo unos pocos cabellos debían ser preservados
y atados en

la falda de su manto. Luego sigue la enfática declaración: “Así
dice Jehová el

Señor: Esta es Jerusalén”. Es apropiado que en una profecía tan
llena de

símbolos como la de Ezequiel busquemos luz en los símbolos de
Apocalipsis.

No es necesario decir cuán vívidamente representa esta división
tripartita de

la ciudad la suerte de Jerusalén en el sitio de Tito. Apenas es
posible

imaginar una descripción más apropiada del hecho histórico real
que el

resumido en el versículo doce del mismo capítulo: “Una tercera
parte de ti

morirá por pestilencia y será consumida de hambre en medio de
ti; y una

tercera parte caerá a espada alrededor de ti; y una tercera parte
esparciré a

todos los vientos, y tras ellos desenvainaré espada”.

Pero, bien que ésta sea o no la alusión en la visión, el lenguaje


es

completamente ininteligible si se aplica a cualquier otra ciudad
que no sea

Jerusalén. ¿En qué sentido razonable podría decirse que Roma
sería dividida

en tres partes?  ¿Es Roma la que viene en memoria delante de
Dios? ¿Es a

Roma a la que se le da a beber el cáliz del vino de la ira de Dios?
Esta última

figura debería haber sugerido a los comentaristas la verdadera
interpretación.

Es un símbolo apropiado para Jerusalén. “Despierta, despierta,
levántate, oh

Jerusalén, que bebiste de la mano de Jehová el cáliz de su ira;
porque el cáliz

de aturdimiento bebiste hasta los sedimentos” (Isa. 51:17).

8.  Pero, un argumento de mayor peso, que puede considerarse


decisivo contra

la afirmación de que Roma es la Babilonia de Apocalipsis, y que
al mismo

tiempo demuestra la identidad entre Jerusalén y Babilonia, es el
que se deriva

del nombre y el carácter de la mujer en la visión. Hemos visto que
la mujer

representa una ciudad; una ciudad denominada “la gran ciudad
que en sentido

espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también nuestro
Señor fue

crucificado” (cap. 11:8). Esta mujer o esta ciudad es llamada
también una

              ramera, “la gran ramera”, “la madre de las rameras y las
abominaciones de la

tierra”. Ahora bien, esta es una denominación familiar y bien
conocida en el

Antiguo Testamento, una denominación que es absolutamente
inapropiada

para Roma e inaplicable a ella. Roma era una ciudad pagana, y
por

consiguiente, incapaz de cometer aquel pecado tan grave y
condenable que

era posible y, ¡ay!, real, para Jerusalén. Roma no podía violar el
pacto de su

Dios, de ser infiel a su divino Esposo, porque ella nunca estuvo
casada con

Jehová. Ésta fue la culpa máxima de Jerusalén, de ella sola,
entre todas las

naciones de la tierra, y es  el pecado  por el cual es acusada y
condenada a

través de toda su historia. Es imposible leer la descripción gráfica
de la gran

ramera en Apocalipsis sin recordar instantáneamente el original
en los

profetas del Antiguo Testamento. A través de todo el testimonio
de ellos, éste

es  el pecado, y éste es  el nombre, que ellos arrojan contra
Jerusalén. Oímos

a Isaías exclamar: “¿Cómo te has convertido en ramera, oh
ciudad fiel?” (Isa.

1:21). “A otro, y no a mí, te descubriste, y subiste, y ensanchaste
tu cama, e

hiciste con ellos pacto” (Isa. 57:8). El profeta Jeremías
estigmatiza a

Jerusalén aún más enfáticamente con este epíteto lleno de
reproche: “Anda y

clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová: Me he
acordado de

tí, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio” —
“con todo

eso, sobre todo collado alto y debajo de todo árbol frondoso te
echabas como

ramera” (Jer. 2:2,20). “Has fornicado con muchos amigos”; “con
tus

fornicaciones y con tu maldad has contaminado la tierra”; “has
tenido frente

de ramera, y no quisiste tener vergüenza”; “ella se va sobre todo
monte alto y

debajo de todo árbol frondoso, y allí fornica”; “convertíos, hijos
rebeldes, dice

Jehová, porque yo soy vuestro esposo”; “como la esposa infiel
abandona a

su compañero, así prevaricaste contra mí, así prevaricaste contra
mí, oh casa

de Israel, dice Jehová” (Jer. 3:2,3,6,14,20). “Aunque te vistas de
grana,

aunque te adornes con atavíos de oro, aunque pintes con
antimonio tus ojos,

en vano te engalanas; te menospreciarán tus amantes, buscarán
tu vida” (Jer.

4:30). “¿Qué derecho tiene mi amada en mi casa, habiendo
hecho muchas

abominaciones?” (Jer. 11:15). “He visto tus adulterios, tus
relinchos, la

maldad de tu fornicación sobre los collados; en el campo vi tus

abominaciones. ¡Ay de ti, Jerusalén! ¿No serás al fin limpia?
¿Cuánto

tardarás tú en purificarte?” (Jer. 13:27).

Pasando por alto a los otros profetas, es en Ezequiel en quien


encontramos la figura elaborada al máximo. En el capítulo
dieciséis, se relata, en estilo alegórico y poético, la historia entera
de Israel, personificada por Jerusalén. Será suficiente citar aquí
la tabla de contenido de ese capítulo en las palabras prefijadas
por nuestros traductores.

EZEQUIEL 16 – Contenido

1. El estado natural de Jerusalén se muestra bajo la


semejanza de un niño

              desdichado. 6. El extraordinario amor de Dios hacia
Jerusalén. 15. Su

              monstruosa prostitución. 35. Su penoso juicio. 44. Su
pecado, comparable

              al de su madre, y excediendo al de sus hermanas,
Sodoma y Gomorra,

        demanda juicio. 60. Se le promete misericordia al final.
Creemos que es apenas posible para cualquier mente honesta e
inteligente comparar las alegorías de Ezequiel en los capítulos
dieciséis, veintidós, y veintitrés con la descripción de la ramera de
Apocalipsis, sin convencerse de que en la profecía encontramos
el original y el prototipo de la visión, y de que ambos representan
lo mismo, es decir, a Jerusalén.

Así pues, tenemos evidencia decisiva de que la culpa


característica de Jerusalén era el pecado que se conoce en las
Escrituras como adulterio espiritual; una ofensa que no se le
podía imputar a Roma, porque ésta no tenía la misma relación
con Dios que tenía Jerusalén. Es a Jerusalén, y sólo a Jerusalén,
a la que se le aplica el desgraciado epíteto, con melancolía
uniforme, peculiar y pre-eminentemente, de “ciudad ramera”.

Por supuesto, se objetará a esta identificación de Jerusalén con


la Babilonia apocalíptica que la descripción topográfica de “la
gran ciudad” es aplicable a Roma tan exactamente que es
imposible que signifique ninguna otra ciudad. Por ejemplo, el
versículo nueve afirma: “Esto para la mente que tenga sabiduría:
Las siete cabezas son siete montes, sobre los cuales se sienta la
mujer”. Esto tiene que ser Roma, y no puede ser ninguna otra
ciudad, porque ella es notoriamente la “urbe septicollis”, la ciudad
de las siete colinas.

Pero el objetor debe haber supuesto que, si la identidad de la


ciudad fuese tan evidente, difícilmente habría sido correcto
anteponer a la explicación las significativas palabras: “Esto para
la mente que tenga sabiduría”; es decir, se requiere sabiduría
para entender la interpretación de la visión. Esta explicación es
demasiado superficial para que sea correcta.

En la interpretación de un libro simbólico, una excesiva literalidad,


puede ser fuente de error. Especialmente, el número
simbólico  siete  es el que menos debe tomarse en sentido
estrictamente aritmético. En Apocalipsis, hay muchos ejemplos
del uso de este número simbólico, en el cual ningún intérprete
con sentido común soñaría con contar las unidades. Tenemos
siete cabezas, siete ojos, siete lámparas, siete estrellas, siete
truenos, siete espíritus. Sería manifiestamente absurdo insistir en
el valor puramente numérico de tales objetos. Entonces, ¿por qué
debe entenderse aritméticamente el número  siete  cuando se
refiere a  montes? ¿No es mucho más congruente con la
naturaleza de un símbolo como este que debe tener un
sentido  moral  o  político, más bien que  topográfico, indicando la
preeminencia de la ciudad en poder o en privilegio? Como
Capernaúm, Jerusalén fue “levantada hasta el cielo”, y como ella,
habría de ser “abatida hasta el Hades”.

Pero, admitiendo que la expresión “asentada sobre siete montes”


tiene un significado topográfico, esta característica está
representada adecuadamente en la situación de Jerusalén. Ésta
era en realidad una ciudad-monte mucho más que la misma
Roma. “Su cimiento está en el monte santo” (Sal. 87:1). “Grande
es Jehová, y digno de ser en gran manera alabado en la ciudad
de nuestro Dios, en su monte santo” (Sal. 48:1,2). Jerusalén era
“una ciudad sobre un monte”. Aun hoy día, al viajero le llama la
peculiaridad de su ubicación.

“La ciudad misma está soberbiamente emplazada,  como una


reina, sobre los montes,  con los profundos valles y los montes
alrededor de ella para protegerla”.

Sin embargo, si todavía el literalista exige que la Babilonia


mística tenga el número completo de colinas, Jerusalén tiene
tanto derecho como Roma para asentarse sobre siete colinas.
Además de las bien conocidas colinas de Sion, Moria, Acra,
Bezeta, y Ofel, el castillo de Antonia estaba situado sobre otra
altura, y había otra prominencia rocosa o cumbre sobre la cual
Herodes el Grande había construido las torres de Hípico, Fasalo,
y Mariamne. (Véase a Zuellig sobre El Apocalipsis,  Stud. und
Krit.  para 1842). Es posible, por lo tanto, encontrar siete colinas
en Jerusalén; aunque debe admitirse que Josefo habla sólo de
cuatro, o a lo mucho, de cinco. Consideramos, sin embargo, que
el símbolo se refiere a la elevada situación de la ciudad, o a su
preeminencia política. Otra objeción, todavía más formidable, se
presentará en la declaración del vers. 18: “Y la mujer que has
visto es la gran ciudad que reina sobre los reyes de la tierra”. Se
dirá que esto no se puede aplicar a Jerusalén, y sólo se puede
aplicar a Roma. Jerusalén nunca fue una ciudad imperial, con
naciones vasallas y reyes que pagaban tributo y estaban sujetos
a su autoridad, mientras que Roma era la señora y la reina del
mundo.
Por lo que concierne al título “la gran ciudad” [h poliz h megalh],
hemos demostrado que en realidad se aplica a Jerusalén en
varios pasajes de Apocalipsis (cap. 11:8,13; 14:8,20; 16:19). Para
los judíos, era la gran ciudad, y con justa razón. Hay un pasaje
notable en Josefo, en que éste informa sobre el discurso de
Eleazar, el valiente defensor de la fortaleza de Masada, que incita
a sus hombres a destruirse a sí mismos, junto con sus esposas y
sus hijos, antes que rendirse a los romanos:

“¿Dónde, está, pues”, dijo él, “aquella gran ciudad, la metrópolis


de la nación entera de los judíos, protegida por tantas murallas
circundantes, asegurada por tantos fuertes, y por la enormidad de
sus torres, que con dificultad podía contener sus pertrechos de
guerra, y cuyas guarniciones consistían de tantas miríadas de
defensores? ¿Qué fue de aquella ciudad nuestra en la cual se
creía que habitaba Dios mismo? Arrancada de sus fundamentos,
fue barrida, quedando de ella sólo un recuerdo, y estando el
campamento de sus destructores plantado en sus ruinas
todavía”.

Este pasaje acaba en seguida con la objeción de que el título de


“aquella gran ciudad” no es aplicable a Jerusalén.

Con respecto a la frase “que reina sobre los reyes de la tierra” –


la falacia que ha engañado a muchos es la traducción errónea
“los reyes de la tierra” [basileiz thz ghz]. Una fuente muy fructífera
de confusión y error en la interpretación del Nuevo Testamento es
la manera caprichosa e insegura en que gh fue traducida en
nuestra Versión Autorizada  [en inglés – Ed.]  Algunas, aunque
raras veces, aparece con su traducción correcta, el territorio; pero
más frecuentemente ha sido traducido como  la tierra, y parece
que nuestros traductores nunca se tomaron el trabajo de
averiguar si la palabra debe tomarse en su sentido más amplio o
en un sentido más restringido. Con increíble descuido, traducen
pasai ai fulai thz ghz como “todas las tribus de la tierra” en vez de
“todas las tribus del territorio”; y h ampeloz thz ghz como “la viña
de la tierra” en vez de “la viña del territorio”, así que, en el pasaje
que tenemos delante (cap. 17:18), los “reyes de la tierra” debería
ser “los reyes del territorio”, es decir, Judea o Palestina. Esta
misma frase la usa Pedro en el Nuevo Testamento, en Hechos
4:26,27, con el sentido restringido de “los reyes del territorio” [en
inglés – Editor]: “Porque verdaderamente se unieron en esta
ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y
Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel”, etc., y
reconoce este hecho como cumplimiento de la predicción en el
Salmo 2: “¿Por qué se amotinan la gentes, y los pueblos piensan
cosas vanas? Se levantarán los reyes del territorio [oi basileiz thz
ghz] y los príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su
ungido”. Los “reyes del territorio”, pues, son identificados por el
apóstol Pedro como los gobernantes confederados que
ejecutaron al Hijo de Dios en la ciudad de Jerusalén. Así también
ocurre en Apoc. 6:15, donde “los reyes del territorio” [oi basileiz
thz ghz] son representados como ocultándose de la ira de Aquél
que está sentado en el trono, en el gran día de su ira. La frase,
pues, equivale a “la autoridades gobernantes en el territorio de
Judea” o de Palestina.

Ya hemos señalado la correspondencia entre el pasaje a que nos


acabamos de referir (Apoc. 6:15,16) y el bosquejo original de la
escena descrita en la profecía de Isaías (cap. 2:10-22; 3:1-3). Es,
por tanto, no es necesario hacer aquí otra cosa que llamar la
atención a la obvia correspondencia entre “los reyes del territorio”
en la visión, y “los poderosos, y los hombres de guerra”, etc., en
la profecía. Así que, no sólo podemos, sino que debemos
considerar la frase “reyes de la tierra” como “reyes del territorio”.
Así interpretada, la descripción de Babilonia la grande como que
“reina sobre los reyes del territorio” se vuelve perfectamente
apropiada para Jerusalén. Esto se ve por el lenguaje con el cual
tanto las Escrituras como otros escritos hebreos hablan de la
autoridad y la preeminencia de aquella ciudad. Por ejemplo, el
profeta Jeremías describe a Jerusalén como “la que era grande
entre las naciones, ha venido a ser la señora de provincias” (Lam.
1:1), lenguaje que es plenamente equivalente a “aquella gran
ciudad que reina sobre los reyes del territorio”. Nuevamente, si
una ciudad tan pequeña como Belén pudo ser llamada “no la más
pequeña entre los príncipes de Judá” (Mat. 2:6), seguramente de
la ciudad metropolitana podría decirse correctamente que
“reinaba sobre los príncipes o gobernantes del territorio”. Pero el
lenguaje que Josefo emplea cuando habla de este tema justifica
plenamente la descripción apocalíptica de Jerusalén.

“Judea”, nos cuenta, “alcanza en anchura desde el río Jordán


hasta Jope. En su mismo centro está la ciudad de Jerusalén, por
cuya causa algunos, no sin razón, han llamado a aquella ciudad
‘el ombligo’ del país. Judea está dividida en once jurisdicciones
(toparquías), de las cuales Jerusalén, como asiento de la realeza,
es suprema, exaltada por encima de toda la región adyacente,
como la cabeza lo está sobre el cuerpo”.

Este lenguaje equivale a la expresión “aquella gran ciudad que


reina sobre los reyes o gobernantes del territorio”.

Es posible que se considere difícil que la Jerusalén de la era


apostólica pudiese llamarse con propiedad “la ciudad ramera”,
pues ese nombre implica  idolatría,  es decir, adulterio espiritual;
mientras que los judíos de ese período eran intensamente
monoteístas y hasta amenazaban con rebelarse antes que
permitir que el templo fuese profanado con la introducción de la
estatua del emperador. Esto es, sin duda, cierto en la letra; pero
como lo indica Pablo (Rom. 2:22), los judíos de su tiempo,
mientras que aborrecían los ídolos, eran culpables de sacrilegio.
Esto ha sido bien expresado por el Dr. Dodge:

“La esencia de la idolatría era profanación de Dios: de esto los


judíos eran culpables en alto grado. Habían convertido la casa de
Dios en cueva de ladrones”.

Habían apostatado de Dios tan realmente como si hubiesen


establecido el culto de Baal o de Júpiter. Al rechazar al Mesías,
habían roto definitivamente el pacto de su Dios. Nuestro Señor
declaró expresamente que aquella generación resumía en sí
misma los crímenes y la culpa de todos sus predecesores. Era
hija y heredera de todas las generaciones malvadas que habían
existido antes, y había colmado la medida de sus antepasados:
“Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha
derramado sobre la tierra”, etc. “De cierto os digo que todo esto
vendrá sobre esta generación” (Mat. 23:35,36).

Un argumento más para identificar a Jerusalén con la Babilonia


apocalíptica, y un argumento que consideramos concluyente, hay
que encontrarlo en el carácter atribuido a la ciudad como
perseguidora y asesina de profetas y santos: “Vi a la mujer ebria
de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de
Jesús” (cap. 17:6); “Y en ella se halló la sangre de los profetas y
de los santos, y de todos los que han sido muertos en la
tierra” (cap. 18:24); “Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos,
apóstoles, y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en
ella” (cap. 18:20). ¿Quién puede dejar de reconocer en esta
descripción las características distintivas de la Jerusalén de
“aquella generación”? ¿Quién es la que mata a los profetas y
apedrea a los que son enviados a ella? Jerusalén. ¿Cuál es la
ciudad fuera de la cual no puede perecer ningún profeta – que
disfruta del infame monopolio de asesinar a los mensajeros de
Dios? Jerusalén. La sangre de los santos y de los profetas es la
mancha inmemorial sobre Jerusalén; la marca del asesino está
estampada en su frente; y la generación que crucificó a Cristo es
descrita por Él como “hijos de aquellos que mataron a los
profetas”, y “llenaron la medida de sus padres” (Mat. 23:30-32).

Es imposible confundir al objeto de esta conspicua y distintiva


acusación inscrita en la frente de Jerusalén, mucho antes
estigmatizada por el profeta Ezequiel como “la ciudad de
sangres” (Eze. 22:2; 24:6-9).

No es sin razón, por tanto, que a los apóstoles y profetas se les


invita a regocijarse por la caída de su implacable perseguidora y
asesina. Las almas bajo el altar hacía mucho que habían
clamado: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y
vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra?” Se habían
consolado con el mensaje: “para que descansasen  un poco de
tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y
sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos”,
luego “Dios vengará pronto a sus escogidos”. Y ahora el día de la
venganza, el año de sus redimidos, ha llegado.

¿Puede alguna prueba ser más concluyente que es Jerusalén, la


asesina de los profetas, la que se describe aquí — que Jerusalén
es la Babilonia del Apocalipsis? Cuán exacta es la
correspondencia entre la predicción de nuestro Señor en Lucas
11:49-51 y su cumplimiento en Apoc. 18:24:

 
“Y en ella se halló
“Por eso la sabiduría de Dios también dijo:
la sangre de los
Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos,
profetas y de los
a unos matarán y a otros perseguirán, para
santos, y de todos
que se demande de esta generación la
los que han sido
sangre de todos los profetas que se ha
muertos en la
derramado desde la fundación del mundo”.
tierra”.

Habiendo intentado así identificar a la mujer de la visión, ahora


procedemos a investigar el misterio de la bestia sobre la cual está
sentada.

EL MISTERIO DE LA BESTIA ESCARLATA

Cap. 17:3,7-11.-  “Y vi a una mujer sentada sobre una bestia


escarlata llena de nombres de blasfemia, que tenía siete cabezas
y diez cuernos … Yo te diré el misterio de la mujer, y de la bestia
que la trae, la cual tiene las siete cabezas y los diez cuernos. La
bestia que has visto, era, y no es; y está para subir del abismo e
ir a perdición; y los moradores de la tierra, aquellos cuyos
nombres no están escritos desde la fundación del mundo en el
libro de la vida, se asombrarán viendo la bestia que era y no es, y
será. Esto, para la mente que tenga sabiduría: Las siete cabezas
son siete montes, sobre los cuales se sienta la mujer, y son siete
reyes. Cinco de ellos han caído; uno es, y el otro aún no ha
venido; y cuando venga, es necesario que dure breve tiempo. La
bestia que era, y no es, es también el octavo; y es de entre los
siete, y va a la perdición”.

No puede haber ninguna duda razonable de que la bestia [qhrion]


descrita aquí es idéntica a la del capítulo 13. El nombre, la
descripción, y los atributos del monstruo apuntan claramente a la
misma identidad. Hay, sin embargo, detalles adicionales en esta
segunda descripción que al principio parecen oscurecer más bien
que aclarar el significado. El color  escarlata  puede, en verdad,
reconocerse como símbolo de la dignidad imperial; pero, ¿qué
puede decirse de las aparentes paradojas “era, y no es, y será”?
y “es el octavo [rey], y es de entre los siete, y va a la perdición”?

Ya hemos sido llevados a la conclusión de que la bestia (cap. 13)


significa Nerón. La paradoja o el enigma que lo representa como
“la bestia que era, y no es, y será” es un rompecabezas que a
primera vista parece inexplicable. Es evidentemente una
contradicción de términos, y sólo puede ser verdadera en algún
sentido peculiar. Que tiene que ser verdad acerca de Nerón en
algún sentido es uno de los hechos más extraordinarios de la
historia, y le ajusta esta descripción simbólica con toda la fuerza
de la demostración. Parece establecido por la más clara
evidencia que, a la muerte de Nerón, hubo una creencia popular
y muy extendida de que el tirano todavía vivía, y que pronto
reaparecería. Tenemos el testimonio expreso de Tácito, Suetonio,
y otros historiadores en cuanto a la existencia de tal convicción.
Se ha objetado que esta explicación de la paradoja casi imputa la
equivocación a las Escrituras. ¿Qué puede ser más frívolo que
este argumento? Cualquier explicación de qué es una
contradicción de términos debe ser hasta cierto punto antinatural
y equívoco; pero, al tratar con un libro de símbolos, es absurdo
exigir la verdad literal. ¿Hay que demostrar que Nerón tenía diez
cuernos?

Ciertamente es correcto que el profeta-vidente indicase una


persona, a quien no se atrevía a nombrar, por cualquier
representación simbólica que condujese a su reconocimiento.
¿Qué sería más distintivo de la persona particular que se tenía en
mente que este mero hecho de su esperada reaparición después
de muerta? ¿De cuántas personas en el mundo podría
expresarse tal opinión? El hecho de que sea históricamente cierto
que prevaleciese tal engaño popular con respecto a Nerón lo
consideramos como prueba singular y concluyente de que él es
el individuo denotado por el símbolo.

LOS SIETE REYES

Es más difícil resolver el enigma de los siete reyes, uno de los


cuales es la bestia, y sin embargo, es el octavo. Las siete
cabezas del monstruo parecen ser emblemáticas, no sólo de las
siete colinas sobre las cuales se sienta la mujer, sino también de
siete reyes que tienen una relación doble, a saber, con la mujer y
con la bestia. El antitipo del símbolo debe, por tanto, sustentar
esta doble relación, aunque uno esperaría, por ser connatural con
el monstruo, que su relación con él sería de lo más íntima. De
estos siete reyes, “cinco”, se dice, “han caído; uno es, y el otro
aún no ha venido; y cuando venga, es necesario que dure breve
tiempo. La bestia que era, y no es, es también el octavo; y es de
entre los siete, y va a la perdición”.

Ya hemos visto que, en general, el número siete, siendo un


número simbólico, no debe ser tomado como otras tantas
unidades, sino como indicación de perfección o de totalidad. Hay
ocasiones, sin embargo, en que parece necesario tomarlo en
sentido aritmético, por ejemplo, cuando está en estrecha relación
con otros números. En el caso que nos ocupa, en que leemos
acerca de siete reyes, cinco de los cuales han caído, y uno es, y
el séptimo aún no ha venido, mientras se sugiere un octavo
misterioso, es difícil entender el número siete en cualquier otro
sentido que no sea el literal.

Entonces, ¿dónde debemos buscar para encontrar estos siete


reyes o estas siete cabezas? Es también presumible que también
estén donde están las montañas, en el lugar en que la escena se
desarrolla. Si la ramera significa Jerusalén, debemos esperar
encontrar a los reyes allí también. ¿Dónde, pues, en Jerusalén
deben encontrarse siete reyes, y un misterioso octavo? Se han
sugerido los reyes del linaje herodiano, a saber: 1. Herodes el
Grande; 2. Arquelao; 3. Filipo; 4. Herodes Antipas; 5. Agripa I; 6.
Herodes de Calcis; 7. Agripa II. Esta es la sugerencia del Dr.
Zwellig, y merece la alabanza de la ingeniosidad; pero hay dos
objeciones fatales contra ella: primera, no se puede decir de
todos que han sido reyes o gobernantes en Jerusalén, ni siquiera
en Judea; y segunda, no todos pertenecen al período
apocalíptico, el fin de la era judía, o los últimos días de Jerusalén,
lo cual es una condición indispensable.

Nos aventuramos a proponer otra solución, que creemos llenará


en todos sus respectos los requisitos del problema. Teniendo
presente lo que ya se ha demostrado, que el título de “reyes” se
usa a menudo como sinónimo de gobernantes o gobernadores,
sugerimos que el basileiz a los que se alude aquí no son otros
que los procuradores romanos de Judea bajo la autoridad de
Claudio y de Nerón. Fue en el reinado de Claudio que Judea se
convirtió en provincia romana por segunda vez. Este hecho es
declarado expresamente por Josefo, y es también la razón de
que se hiciera el cambio. A la muerte de Herodes Agripa I, a
quien Calígula había conferido la soberanía del reino entero, su
hijo Agripa II fue considerado por Claudio como muy joven para
ocupar el trono de su padre. Judea quedó, por tanto, reducida a
la forma de una provincia. Cuspio Fado fue enviado a Judea
como el primero de esta segunda serie de procuradores.

Estos procuradores eran en realidad virreyes, y responden bien al


título de basileiz en la visión. También, su número cuadra
exactamente con el que se da en Apocalipsis. Desde el
nombramiento de Cuspio Fado hasta el estallido de la guerra
judía, hubo siete gobernadores con plenos poderes en Jerusalén
y en Judea. Éstos fueron: 1. Cuspio Fado; 2. Tiberio Alejandro; 3.
Ventidio Cumano; 4. Antonio Felix; 5. Porcio Festo; 6. Albino; 7
Gesio Floro.

Aquí tenemos, pues, un período bien definido, que cae dentro de


los límites apocalípticos en cuanto a tiempo, que ocupa terreno
apocalíptico en cuanto a lugar, y que corresponde al símbolo
apocalíptico en cuanto a número, carácter, y título. Estos virreyes
sustentan la doble relación requerida por el símbolo; estaban
relacionados con la bestia como romanos y como delegados; y
están relacionados con la mujer como poderes gobernantes.

Ahora es fácil ver cómo se puede decir que Nerón mismo, la


bestia que sube del mar, el tirano extranjero, es el octavo, y sin
embargo de entre los siete. Él era la cabeza suprema, y estos
procuradores eran sus delegados, los representantes del
emperador en Judea y en Jerusalén. Así, puede decirse que él de
entre ellos, y sin embargo, diferente de ellos — el octavo, y sin
embargo, de entre los siete. Esto proporciona una propiedad
natural y adecuada al lenguaje aparentemente enigmático y
paradójico de la representación simbólica, y resuelve el enigma
sin violentas torturas ni diestras manipulaciones.

LOS DIEZ CUERNOS DE LA BESTIA

Hay también mucha oscuridad en el siguiente símbolo, que


aparece en el capítulo 17:12.

“Y los diez cuernos que has visto son diez reyes, que aún no han
recibido reino; pero por una hora [o  en una hora, —
contemporáneamente] recibirán autoridad como reyes juntamente
con la bestia”.
Se observará que estos “diez reyes” tienen las siguientes
características:

1.  Son satélites o tributarios de la bestia, es decir, están sujetos


a Roma.

2.  Son aliados de la bestia contra Jerusalén.

3.  Son hostiles al cristianismo.

4.  Son hostiles a la ramera, y agentes activos en su destrucción.

5.  Cuando el apóstol escribió, estos reyes todavía no habían
sido investidos de poder.

6.  Su poder sería contemporáneo con el de la bestia.

En general, llegamos a la conclusión de que este símbolo


significa los príncipes y jefes auxiliares que eran aliados de Roma
y recibían órdenes del ejército romano durante la guerra judía.
Por Tácito y Josefo, sabemos que varios reyes de los países
vecinos siguieron a Vespasiano y a Tito en la guerra. Ya se ha
hecho alusión a algunos de estos auxiliares: Antíoco, Soemo,
Agripa, y Malco. Sin duda, hubo otros, pero no es necesario
producir el número exacto de  diez, que, como el número siete,
parece ser un número místico o simbólico. Estos reyes son
representados como animados de una encarnizada hostilidad
hacia Jerusalén, la ciudad ramera: “Aborrecerán a la ramera, y la
dejarán desolada y desnuda; y devorarán sus carnes, y la
quemarán con fuego; porque Dios ha puesto en sus corazones el
ejecutar lo que él quiso: ponerse de acuerdo, y dar su reino a la
bestia, hasta que se cumplan las palabras de Dios” (Apoc.
17:16,17). Tácito habla de la encarnizada animosidad contra los
judíos de la cual se llenaron los auxiliares árabes de Tito, y
tenemos una terrible prueba del intenso odio que sentían hacia
los judíos las naciones vecinas en las matanzas a gran escala
perpetradas contra aquel desgraciado pueblo en muchas grandes
ciudades justo antes de que estallase la guerra. Toda la población
judía de Cesarea fue masacrada en un día. En Siria, cada ciudad
se dividió en dos campos, judíos y sirios. En Citópolis, más de
trece mil judíos fueron masacrados; en Ascalón, Tolemaica, y
Tiro, tuvieron lugar atrocidades similares. Pero en Alejandría, la
carnicería de los habitantes judíos excedió a todas las otras
matanzas. Todo el barrio judío se inundó de sangre, y cincuenta
mil cadáveres yacían en horrorosos montones en las calles. Este
es un terrible comentario sobre las palabras del ángel-intérprete:
“Los diez cuernos que viste en la bestia aborrecerán a la ramera”,
etc.

Sólo resta observar otra característica de la visión. La mujer es


representada como “sentada sobre muchas aguas”, y en el
versículo quince se dice que estas aguas significan “pueblos, y
muchedumbres, y naciones, y lenguas”. De la Babilonia mística,
como de su prototipo la Babilonia literal, se dice que “se sienta
sobre muchas aguas”. El profeta Jeremías se dirige así a la
antigua Babilonia: “Tú, la que moras entre muchas aguas” (Jer.
51:12), y esta descripción parece igualmente apropiada para
Jerusalén.

La influencia ejercida por la raza judía en todas partes del Imperio


Romano antes de la destrucción de Jerusalén era inmensa; sus
sinagogas se encontraban en todas las ciudades, y sus colonias
echaban raíces en todas las regiones. En Hechos 2, vemos las
maravillosas ramificaciones de la raza hebrea en países
extranjeros, por la enumeración de las diferentes naciones
representadas en Jerusalén el día de Pentecostés: “Moraban
entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las
naciones bajo el cielo … partos, medos, elamitas, los que
habitaban en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto
y en Asia, en Frigia y Panfilia, en Egipto y en las regiones de
África más allá de Cirene, y romanos allí residentes, tanto judíos
como prosélitos, cretenses y árabes”. Se podía decir
verdaderamente de Jerusalén que “se sentaba sobre muchas
aguas”, es decir, que ejercía poderosa influencia sobre “pueblos,
y muchedumbres, y naciones, y lenguas”.

Tal es la visión de la “ciudad ramera”, cuyo destino es el gran


tema de la profecía tanto de nuestro Señor en el Monte de los
Olivos como de Apocalipsis. Que es Jerusalén, y sólo ella, de la
que se habla aquí creemos que es abundantemente claro para
toda mente desprejuiciada y honesta; cualquier otro tema será
completamente extraño a todo el propósito y el fin de Apocalipsis.

NOTA SOBRE APOCALIPSIS

IDENTIDAD DE LA BESTIA DE APOCALIPSIS CON EL


HOMBRE DE PECADO EN 2 TESALONICENSES 2

Antes de abandonar este capítulo, es pertinente señalar la


notable correspondencia entre “el hombre de pecado”
bosquejado por Pablo en 2 Tes. 2 y la bestia descrita por Juan en
Apocalipsis 13 y 17. Se observará que ninguno de los
apóstoles  nombra  al formidable personaje al cual señala, sin
duda por la misma razón. Por sí sola, esta circunstancia sería
suficiente para indicar a quién se tiene en mente. Habría pocas
personas, probablemente no más de una, cuyo nombre sería
peligroso pronunciar, y esa una sería la más poderosa en el
territorio. No podemos suponer que el nombre ha sido suprimido
meramente por causa de la mistificación: debe haber habido un
motivo adecuado; ese motivo debe haber sido prudencial; y si es
prudencial, entonces, sin duda es político; vale decir, evitar
incurrir en la sospecha de ser desafecto al gobierno.

Además de esto, hay una correspondencia tan detallada y tan


múltiple entre “el hombre de pecado” de Pablo y “la bestia” de
Juan que es casi seguro que ambos se refieren al mismo
individuo. Sobre bases independientes y tratando cada tema por
separado, ya hemos llegado a la conclusión de que ambos
apóstoles tienen en mente al emperador Nerón, y cuando
colocamos las dos partituras una al lado de la otra, esta
conclusión queda establecida definitivamente. Sólo es necesario
echar un vistazo a las descripciones paralelas para convencerse
de que describen al mismo individuo, y de que ese individuo es el
monstruo Nerón.

EL HOMBRE DE
LA BESTIA, APOC. 13, 17
PECADO, 2 TES. 2
“Sobre sus cabezas, un nombre
blasfemo” (13:1).
“El hombre de
pecado” (ver. 3).
“Llena de nombres de
blasfemia” (17:3).
“La bestia está… para ir a
perdición” (17:8).
“El hijo de perdición” (ver.
3).
“Y va a la perdición” (17:11).
“Se le dio autoridad para
“Aquel inicuo” (ver. 8).
actuar” (13:5).
“El cual se opone y se
“Se le dio boca que hablaba grandes
levanta contra todo lo que
cosas y blasfemias… abrió su boca
se llama Dios o es objeto
en blasfemias contra Dios” (13:5,6).
de culto” (ver.4).
“Se sienta en el templo de “Y adoraron a la bestia, diciendo:
Dios como Dios, ¿Quién como la bestia? … Y la
haciéndose pasar por adoraron todos los moradores de la
Dios” (ver. 4). tierra [del territorio]” (13:5,6).
“Pelearán contra el Cordero, y el
Cordero los vencerá” (17:14).
“A quien el Señor matará
con el espíritu de su boca,
y destruirá con el
“Y la bestia fue apresada, y con ella
resplandor de su
el falso profeta… Estos dos fueron
venida” (ver. 8).
lanzados vivos dentro de un lago de
fuego que arde con azufre” (19:20).
“Cuyo advenimiento es por
“Y el dragón le dio su poder” (13:2).
obra de Satanás” (ver. 9)
“También hace grandes señales, de
“Con gran poder y señales
tal manera que aun hace descender
y prodigios
fuego del cielo a la tierra delante de
mentirosos” (ver. 9).
los hombres” (13:13)
“Con todo engaño de
iniquidad para los que se
pierden” (ver. 10).
“Engaña a los moradores de la tierra
con las señales que se le ha
permitido hacer en presencia de la
“Por esto Dios les envía
bestia” (13:14).
un poder engañoso, para
que crean la mentira” (ver.
11).
“Para que sean
“Si alguno adora a la bestia y a su
condenados todos los que
imagen… él también beberá del vino
no creyeron a la
de la ira de Dios” (14:9,10).
verdad” (ver. 12).

LA CAÍDA DE BABILONIA

La siguiente escena de la visión representa la suerte de la ciudad


ramera, lo cual ocupa la totalidad del capítulo 17. Primero, un
ángel poderoso, cuya gloria ilumina la tierra, proclama en alta
voz, casi con las mismas palabras que las del cap. 14:8: “Ha
caído, ha caído Babilonia”. Su destino es la consecuencia de su
pecado, y en este momento supremo su degradación moral es
declarada con el mayor énfasis: “Se ha hecho habitación de
demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda
ave inmunda y aborrecible”, etc. De cuán apropiada es esta
descripción de Jerusalén en su decadencia testifican las páginas
de Josefo:

“De algún modo, aquel período”, nos cuenta, “había sido tan
prolífico en iniquidades de todo tipo entre los judíos, que ninguna
obra malvada había quedado sin ser perpetrada… tan universal
era el contagio tanto público como privado, y tal era el esfuerzo
por superarse los unos a los otros en actos de impiedad hacia
Dios y de injusticia hacia el prójimo”.

“No existió jamás otra generación más prolífica en el crimen”.

“Creo que, si los romanos hubiesen diferido el castigo de estos


miserables, la tierra se habría abierto y se hubiese tragado la
ciudad, ésta habría sido barrida por un diluvio, o habría
participado de los relámpagos de la tierra de Sodoma”.

Luego, se oye una voz desde el cielo llamando al pueblo de Dios


a salir de la ciudad condenada a muerte: “Salid de ella, pueblo
mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, y no recibáis
de sus plagas”. Observamos aquí cómo la catástrofe final se
mantiene en suspenso — una y otra vez parece como si el fin ha
llegado en realidad, y luego encontramos que se interponen
nuevas circunstancias, y que el golpe ha sido aparentemente
detenido en el momento mismo en que estaba a punto de ser
asestado. Esta característica de Apocalipsis aumenta
grandemente el efecto dramático, y estimula poderosamente el
interés en la acción. Podría haberse supuesto que todos los fieles
habían abandonado mucho antes la ciudad condenada; pero no
debemos buscar la misma estricta consistencia y secuencia en
una descripción poética y figurada que en una narración histórica.
Además, las imágenes se derivan parcialmente de la descripción
profética de la caída de la antigua Babilonia como la presenta
Jeremías (cap. 51), donde encontramos este mismo llamado a
“salir de ella” (ver. 45).

Después de esto, sigue una endecha, si puede llamarse así,


solemne y patética, acerca de la ciudad caída, cuya hora final ha
llegado. Los reyes y gobernantes del territorio, los mercaderes-
comerciantes, y los marineros que la conocían en la plenitud de
su poder y de su gloria, ahora lamentan su caída. La ciudad real,
el emporio del comercio y la riqueza, está envuelta en llamas, y
los marineros y mercaderes que se enriquecieron con su tráfico
están a la distancia, contemplando el humo de su incendio, y
llorando: “¿Cuál ciudad como esta gran ciudad?” La descripción
que en este capítulo se da de la riqueza y el lujo de la Babilonia
mística apenas podría parecer apropiada para Jerusalén si no
fuese porque en Josefo tenemos amplia evidencia de que no hay
ninguna exageración, ni siquiera en esta representación
altamente elaborada. Más de una vez, el historiador judío habla
de la magnificencia y la vasta riqueza de Jerusalén. Es muy
notable que el inventario de los despojos tomados del tesoro del
templo contiene casi todos los artículos enumerados en este
lamento por la ciudad caída: “Oro, plata, piedras preciosas,
púrpura, escarlata, canela, especias, ungüentos, e incienso”.

No menos llamativa es la descripción que da Josefo del botín de


la ciudad capturada, que fue llevado en procesión por las calles
de Roma en el triunfo de Vespasiano y Tito, y que justifica
plenamente el cuadro de profusión y magnificencia trazado en
Apocalipsis.
Sigue la última escena de la tragedia de la ciudad ramera. Un
ángel poderoso toma una piedra, como una gran piedra de
molino, y la arroja al mar, diciendo: “Con el mismo ímpetu será
derribada Babilonia, la gran ciudad, y nunca más será
hallada” (ver. 21). Su desolación es ahora completa: su gloria ha
huido; ha quedado en silencio y en soledad, pues “en una hora
ha llegado su juicio”, “en una hora ha sido desolada”.

Puede que se diga que esto es poesía, y sin duda lo es; pero
también es historia. Tan total fue la destrucción de Jerusalén, que
Josefo dice: “Ya no había nada que hiciera pensar a los que
visitaban el lugar que alguna vez había sido habitado”.

Ya hemos comentado las palabras finales del capítulo, que


proporcionan evidencia decisiva de la identidad de la ciudad
ramera: “Y en ella se halló la sangre de los profetas y de los
santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra” (ver. 24).
Estas palabras no se aplican a ninguna otra ciudad aparte de
Jerusalén, y demuestran de modo concluyente que Jerusalén es
el tema de toda la representación visionaria. Jerusalén era
preeminentemente la “asesina de profetas”, y la sangre de ellos
será requerida de ella, de acuerdo con la predicción del Señor:
“Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha
derramado sobre la tierra” (Mat. 23:35).

Podríamos suponer que ahora hemos llegado a la catástrofe de


la visión, puesto que el juicio de la gran ramera está completo, y
ella desaparece de la escena; pero el tema continúa todavía en
los dos capítulos siguientes, que se ocupan principalmente de
hechos de juicio contra los otros enemigos de Cristo y de su
iglesia.
Primero, sin embargo, tenemos un cántico de triunfo en el cielo
por el criminal caído y condenado cuyo terrible juicio se ha
consumado (cap. 19:1-5). Es el coro de Aleluya de una gran
multitud, cuya voz es como la de muchas aguas, y como la voz
de truenos poderosos, que da gloria a Dios por la justicia
ejecutada en la ciudad ramera, y por la venganza de la sangre de
sus siervos derramada por su mano. Ahora se ha cumplido la
promesa de Dios de que vengaría prontamente la sangre de sus
elegidos, que clamaban a Él día y noche. Ahora, también, ha
venido el reino de Dios: la consumación tiempo ha predicha y por
tanto tiempo esperada, por la cual han ascendido al cielo sin
cesar las oraciones de los santos: “Venga tu reino”. La gran
victoria del Mesías ha sido obtenida; su reino ha alcanzado su
pleno desarrollo; el Mesías entrega a su Padre su autoridad
delegada; y un estallido de aclamación resuena por todo el cielo:
“¡Aleluya!, porque el Señor Dios omnipotente reina”.

Pero la venida del reino está asociada con otros sucesos, siendo
uno de los principales “las bodas del Cordero”, para las cuales se
da ahora la nota de preparación, aunque los detalles del suceso
se reservan para la séptima y última visión. Es evidente que las
nupcias del Cordero se anuncian proféticamente, de acuerdo con
el uso frecuente en Apocalipsis. Esta unión pública y solemne de
Cristo con su iglesia es lo que se prefigura en las parábolas de la
fiesta de bodas (Mat. 22) y de las diez vírgenes (Mat. 25). Es la
cena de bodas del gran Rey, a la cual rehúsan venir los primeros
invitados, que maltrataron y mataron a los mensajeros del rey.
Ahora les ha sobrevenido el juicio: “El rey envió sus ejércitos, y
destruyó a aquellos asesinos, y quemó su ciudad” (Mat. 22:7).

Pero antes de que tenga lugar esta feliz consumación, deben


ejecutarse actos de juicio. La Babilonia mística ha sido juzgada,
pero los otros enemigos del Rey – la bestia, su delegado el falso
profeta, y el dragón – todavía deben recibir su merecido castigo.
EL JUICIO DE LA BESTIA Y SUS PODERES ALIADOS

Cap. 19:11-21. “Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo


blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con
justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y
había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito
que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa
teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los
ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le
seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda,
para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de
hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios
Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este
nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Y vi a un
ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a
todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y
congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de
reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y
de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y
grandes. Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos,
reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra
su ejército. Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta
que había hecho delante de ella las señales con las cuales había
engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían
adorado su imagen. Estos dos fueron lanzados vivos dentro de
un lago de fuego que arde con azufre. Y los demás fueron
muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el
caballo, y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos”.

Este magnífico pasaje describe el gran suceso que ocupa un


lugar tan prominente en la profecía del Nuevo Testamento, la
Parusía, o la venida en gloria del Señor Jesucristo. Viene del
cielo; viene en su reino; “había en su cabeza muchas diademas”;
viene con sus santos ángeles; “le siguen los ejércitos del cielo”;
viene a ejecutar juicio sobre sus enemigos; viene en gloria.
Puede preguntarse: ¿Por qué es colocada la Parusía después del
juicio de la ciudad ramera, y no antes? Debe recordarse que es
un poema, más bien que una historia, lo que ahora estamos
leyendo; un drama, más bien que un diario de transacciones, y
que no hay ningún libro en el que el efecto poético y dramático
sea más estudiado que Apocalipsis. A menudo, estas visiones
episódicas son sacadas de su estricto orden cronológico para
que puedan ser presentadas con mayores detalles y puedan
hacer una adecuada impresión en la mente del lector. Al mismo
tiempo, no admitimos que haya un anacronismo en el lugar que
ocupa la Parusía. Si examinamos el discurso profético en el
Monte de los Olivos, descubriremos el mismo orden de sucesos.
Es inmediatamente  después  de la gran tribulación cuando
aparece en el cielo la señal del Hijo del hombre, y “ven al Hijo del
hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran
gloria” (Mat. 24:29,30). La escena representada en esta visión es
ese mismo suceso. El Señor Jesús es “manifestado desde el
cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar
retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al
evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. 1:7,8).

La secuela del capítulo relata la victoria del Cordero sobre los


enemigos de su causa. Un ángel de pie en el sol llama a todas
las aves del cielo a saciarse de los cadáveres de los que han de
morir en el conflicto venidero. Los ejércitos de la bestia y sus
poderes aliados se congregan para hacer la guerra al Mesías.
Los dos entran en combate, y los enemigos de Cristo son
derrotados. La bestia es tomada prisionera, y con ella el falso
profeta que gobernaba en su nombre. “Estos dos fueron lanzados
vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre”, mientras
que sus seguidores perecen “con la espada que salía de la boca
del que montaba el caballo”.
Si se pregunta: ¿Qué representan estos símbolos?, la respuesta
es: Seguramente ningún conflicto literal con armas carnales. No
es sobre ningún campo de batalla sobre terreno literal que el
Redentor glorificado y sus legiones celestiales se enfrenta a las
huestes combinadas de la tierra y el infierno. No podemos ir a las
páginas de Josefo o de Tácito, o de ningún otro historiador, en
busca de los sucesos que corresponden a estos símbolos. En
ellos leemos dos grandes verdades: Cristo debe vencer; sus
enemigos deben perecer. Sin embargo, hay una porción de
hecho histórico en este simbolismo. Así como en la
representación simbólica de la gran ramera encontramos el
hecho histórico de la destrucción de Jerusalén, en esta captura y
ejecución de la bestia y su congénere encontramos el hecho
histórico de la destrucción de Nerón y su lugarteniente, o
delegado, en Judea. Éste es el núcleo de hecho histórico en el
centro de la visión. Jerusalén, la ciudad ramera, pereció en fuego
y sangre. Tanto Nerón, el rey bestia, el sanguinario perseguidor
de los cristianos, como Gesio Floro, el tirano que incitó a la
rebelión a los infelices judíos, murieron violentamente. Estos
sucesos eran en realidad juicios divinos, previstos y predichos
mucho antes de que ocurriesen, y escritos con espeluznantes
detalles en las páginas de la historia, visibles y legibles para
siempre. Estos son los hechos históricos presentados en toda la
pompa y el esplendor de imágenes simbólicas en Apocalipsis.
Los símbolos eran dignos de los hechos, y los hechos son dignos
de los símbolos. No hay duda de que aquí hay algo de
anacronismo. En la visión, la muerte de Nerón es colocada
después del juicio de Jerusalén, aunque en realidad precedió a
ese suceso por dos años o más. Como hemos observado antes,
algo hay que conceder a la licencia poética. En una epopeya, un
drama, o una visión, es irrazonable exigir una estricta secuencia
cronológica. Ahora bien, el Apocalipsis está compuesto con
consumado arte. Como observó Henry More hace mucho tiempo:
“Jamás libro alguno fue escrito con tal arte como este de
Apocalipsis, como si cada palabra hubiese sido pesada en
balanza antes de ser escrita”. El efecto dramático es ciertamente
aumentado en gran manera por el hecho de haber colocado
donde están la captura y el castigo de la bestia”. El primero y más
prominente lugar se le asigna naturalmente a la ciudad ramera, y
el vidente, habiendo comenzado con el juicio de ella, lo lleva a su
consumación final. Luego, el vidente regresa a la bestia, y
presenta su destino; y por fin, en el siglo veinte, procede a
describir el castigo infligido a la tercera potencia hostil, el dragón.

Hay, sin embargo, otra respuesta al cambio de anacronismo. Vale


la pena considerar si la escena entera de la gran batalla y la
victoria de Cristo el Rey, y el castigo de la bestia y sus ejércitos,
no pueden ser concebidos como teniendo lugar en espíritu, no en
carne. Esto es, si no puede ser la representación de
transacciones en el estado invisible; el juicio de los muertos, no
de los vivos. Una transacción terrenal ciertamente no es; y si la
consideramos como la representación simbólica del juicio y la
condenación de los enemigos del Cordero en el mundo de los
espíritus — un vistazo a aquella gran escena judicial mostrada en
Mat. 25; “cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y sean
reunidas delante de él todas las naciones” — esto aliviaría a la
visión de cualquier anacronismo y satisfaría abundantemente
todos los requisitos del caso. La probabilidad de este punto de
vista queda confirmada fuertemente por el hecho de que este
castigo de la bestia y sus ejércitos sigue a la alusión a la cena de
bodas del Cordero, un suceso que ciertamente se supone tiene
lugar en el estado espiritual y eterno.

EL JUICIO DEL DRAGÓN

Cap. 20:1-3. “Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave


del abismo, y una gran cadena en la mano. Y prendió al dragón,
la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil
años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él,
para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen
cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un
poco de tiempo”.

Ahora nos acercamos a una porción de Apocalipsis envuelta en


mucha oscuridad y que, por la naturaleza misma del caso, va
más allá de los límites que, por las expresas declaraciones del
escritor, repetidas una y otra vez, circunscriben el resto de la
profecía de este libro.

Muchos consideran que el hecho de que las visiones de


Apocalipsis abarcan un período tan prolongado como mil años es
prueba incontrovertible de que el cumplimiento de las
predicciones que el libro contiene no debe restringirse a un breve
período. Por ejemplo, Dean Alford dice:

“Hay que confesar que en tacei [en breve] contiene, entre otros
períodos, uno de mil años. ¿Sobre qué principio debemos afirmar
que no abarca un período vastamente superior a éste en su
contenido total?”

Lo que a los ojos de Dean Alford parece una objeción tan


insuperable es desestimada nada menos que por Moses Stuart,
que dice:

“La porción del libro que contiene esto [la referencia a un período
distante] es tan pequeña, y la parte del libro que se cumplió en
breve es tan grande, que no se puede construir ninguna dificultad
razonable con respecto a la afirmación que tenemos delante.
‘Cuán en tacei, es decir, en breve, ocurrieron realmente las cosas
a causa de las cuales se escribió el libro principalmente”.
La verdad es que algunos intérpretes intentan salvar la dificultad
suponiendo que los mil años, siendo un número simbólico,
pueden representar un período de muy corta duración, y así,
intentan poner el todo dentro de los límites apocalípticos
prescritos; pero este método de interpretación nos parece tan
violento y antinatural que no dudamos en rechazarlo. El acto de
atar y encerrar al dragón ciertamente cae dentro del “en breve”
de la declaración apocalíptica, porque coincide, o casi coincide,
con el juicio de la ramera y de la bestia; pero se afirma
claramente que el término de la prisión del dragón es de mil años,
y así, tiene que pasar necesariamente más allá del campo visual
tan estricta y tan constantemente limitado por el libro mismo.
Creemos, sin embargo, que éste es el solitario ejemplo que el
libro entero contiene de esta excursión más allá de los límites del
“en breve”, y concordamos con Stuart en que no se puede
construir ninguna razonable dificultad a cuenta de esta sola
excepción de la regla. Al continuar, también descubriremos que
los sucesos a los que se aluden como teniendo lugar después de
la terminación de los mil años se predicen como en una profecía,
y no se representan como en una visión. En realidad, parece
evidente que el pasaje, cap. 20:5-10, es introducido
parentéticamente, interrumpiendo la continuidad de la narración,
que se reanuda nuevamente en el ver. 11, como veremos.

Evidentemente, el derrocamiento y castigo de los enemigos de


Cristo estarían incompletos sin un acto similar de juicio contra el
principal instigador y jefe de la confederación, el dragón, o
Satanás. En consecuencia, su hora ha llegado: es apresado,
encadenado, y arrojado al abismo, que es sellado por encima de
él, y es sentenciado a permanecer preso durante un período
llamado “mil años”.

Este acto de apresar, encadenar, y arrojar al abismo se


representa como teniendo lugar ante los ojos del vidente, siendo
introducido con la fórmula: “Y vi”. Es un acto contemporáneo, o
casi contemporáneo, con los juicios ejecutados contra los otros
criminales, la ramera y la bestia. Esta parte de la visión, pues,
cae dentro de los límites apropiados de la visión apocalíptica, y
es parte integral de la serie de grandes sucesos relacionados con
la Parusía.

¿Hemos, pues, de suponer que cualquier cosa equivalente a este


símbolo, el acto de atar y aprisionar a Satanás, ha tenido lugar
realmente, y tuvo lugar en el tiempo indicado, vale decir, el fin de
la dispensación judía? No vacilamos en contestar
afirmativamente, y creemos que hay, en las Escrituras y en la
historia, la más clara justificación para llegar a esta conclusión.

1.  Nadie argumentará que los símbolos de la visión requieren un



encadenamiento literal o físico del dragón. El sentido común
enseña

que todo lo que se quiere significar es la represión y la restricción

     del poder satánico durante el período indicado. Ahora bien, no

parece haber ninguna razón para dudar de que, antes de y
durante la

encarnación de nuestro Salvador, existió en la tierra una energía
y

una actividad de maldad moral tal que excedía con mucho
cualquier

cosa que ahora se conoce entre los hombres. No es irrazonable

suponer que el período de la vida terrenal de nuestro Señor fue
una

época de actividad intensa y sin paralelo entre los poderes de las

tinieblas. Si sabían que el campeón de Dios, el Redentor de la

humanidad, había venido “para destruir las obras del diablo”,
había

causa para que se alarmasen; y las tentaciones de nuestro Señor
en

el desierto, y la maligna oposición a Cristo y su causa, atribuidas
a

Satanás por todas partes en el Nuevo Testamento, revelan tanto
el

conocimiento del adversario con respecto a la misión del
Salvador

como sus incesantes esfuerzos para contrarrestarla. Además, la

notable prevalencia del misterioso fenómeno de posesión
demoníaca

en tiempos de Cristo es prueba decisiva de la presencia y la

actividad de la maléfica influencia espiritual, en una forma y hasta

un grado desconocido para nosotros, y para muchos, hasta

increíble. Entonces, a menos que estemos preparados para
renunciar

a la realidad de esa misteriosa influencia, y considerarla como

resultado de mera ignorancia popular o mero engaño, tenemos
que

admitir que ha habido una marcada y decisiva restricción del
poder

de Satanás sobre los hombres desde el tiempo de Cristo. Lo
mismo

puede decirse con respecto a la prevalencia de la maldad moral
en

aquella época del mundo. Que considere cualquier persona lo
que

Roma era en los días de Nerón, y lo que Jerusalén era en el
período

final de la comunidad judía, y en seguida aceptará el hecho

innegable de un desarrollo anormal y portentoso de la maldad
que a

nosotros nos parece increíble. Juvenal y Tácito serán testigos de

Roma, y Josefo de Jerusalén; y no es contrario a la razón, y al

mismo tiempo concuerda con Apocalipsis, inferir que un vicio tan

enorme y tan colosal traiciona la operación de una influencia

satánica.

2.  Merece considerarse, además, que el pecado de idolatría, con


toda

su imitación de poder sobrenatural y divino — un sistema que las

Escrituras reconocen como preeminentemente obra del diablo —

estaba, en tiempos de nuestro Salvador, en plena y tranquila
posesión

de casi todo el mundo. Cuando recordamos lo que era Grecia, y
lo

que era Roma, con respecto a su religión nacional, en la era

apostólica; la autoridad, la antigüedad, y la popularidad de sus
dioses,

y la manera en que su culto se había entrelazado alrededor de
cada

acto de la vida pública y privada, parece asombroso que un
sistema

tan inveterado y consagrado por el tiempo se haya marchitado
hasta

casi desaparecer por completo de la faz de la tierra. Nadie puede

dejar de explicarse este notable cambio: se debe enteramente a
la

influencia del cristianismo, y de no ser por este nuevo elemento
en la

civilización, no hay razón para pensar que las antiguas
supersticiones

del paganismo hubiesen muerto o dado lugar a algo mejor.

3.  No es menos cierto que esta maravillosa revolución debe ser


fechada

en el tiempo en que el evangelio comenzó a ser predicado en la
era

apostólica. Tenemos las pruebas más convincentes de que el
cambio

no debe explicarse con el avance del conocimiento, la ciencia, o
la

filosofía, ni por el progreso natural de la sociedad humana, sino
que

fue predicho y esperado desde el mismo nacimiento del
cristianismo

como efecto de la obra redentora de Cristo. Nada puede ser más

explícito que las declaraciones de nuestro Señor sobre este
tema.

Cuando los setenta discípulos regresaron gozosos a informar que

hasta los demonios les estaban sujetos por medio del nombre de
su

Maestro, Jesús les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como
un

rayo” (Lucas 10:18). Es absurdo explicar esto como una alusión a
la

expulsión original de Satanás del cielo, antes de la creación del

mundo; es evidentemente una declaración figurada de que, en el

éxito de sus mensajeros, nuestro Señor reconocía y preveía el

venidero derrocamiento del poder de Satanás:

“Ante la intuitiva mirada de Su espíritu estaban expuestos los



resultados que habrían de fluir de su obra redentora después de
su

ascensión al cielo. En espíritu, vio el reino de Dios avanzando

triunfal sobre el reino de Satanás”.

Con el mismo propósito pronunció Jesús estas palabras:


“Ahora  es el juicio de este mundo;  ahora  el príncipe de este
mundo será  echado fuera“. ¿Qué significado puede atribuirse a
estas significativas palabras si ellas no implican que una
poderosa restricción estaba a punto de ser impuesta a la
influencia de Satanás sobre las mentes de los hombres; una
restricción que surge enteramente de la muerte de Cristo en la
cruz?

Pero es en esta visión apocalíptica donde vemos la


representación real de esta limitación del poder de Satanás.
Evidentemente, se define aquí en cuanto al tiempo de su inicio, y
está asociado con la caída de Jerusalén y la consiguiente
abrogación de la dispensación judía. Ni hay nada absurdo en
aceptar esta fecha. La abolición del judaísmo eliminó el más
formidable obstáculo para el progreso del cristianismo; pero,
además de esto, tenemos la más expresa certeza en el Nuevo
Testamento de que éste fue el período de la consumación del
reino mesiánico, y del derrocamiento, por parte de Cristo, de todo
dominio, toda autoridad, y toda potencia hostiles (1 Cor. 15:24).

Llegamos, pues, a la conclusión de que al “fin del tiempo” se le


impuso una marcada y definitiva restricción al poder de Satanás,
y que esta restricción está representada simbólicamente en
Apocalipsis por el encadenamiento y el aprisionamiento del
dragón en el abismo. De esto no se sigue que el error y la maldad
fueron proscritos de la tierra. Es suficiente mostrar que esto fue,
como dice Schliegel,

“la crisis definitiva entre los tiempos antiguos y modernos”, y que


la introducción del cristianismo “ha cambiado y regenerado, no
sólo el gobierno y la ciencia, sino el sistema entero de la vida
humana”.

Hubo una hora en que la marea de la maldad humana comenzó a


invertirse: fue en el mismo período en que esa marea estaba en
su punto más alto; desde ese tiempo, ha estado disminuyendo, y
no tenemos dificultad en reconocer que la primera disminución
del poder del mal corresponde en el tiempo con el suceso que
aquí se designa como el atar a Satanás y aprisionarle en el
abismo.

Con respecto a la duración de esta restricción del poder satánico,


no es fácil establecerla; pero, en general, parece estar más en
consonancia con el carácter simbólico de Apocalipsis entender
los mil años como un período largo pero de duración indefinida.
Cuando tenemos números grandes mencionados en Apocalipsis,
deben entenderse, por lo general, si no invariablemente, como
indefinidos. Por ejemplo, no debe suponerse que los ciento
cuarenta y cuatro mil sellados significan ese número, ni uno más
y ni uno menos. Sería absurdo decir que había exactamente doce
mil, hasta el último hombre, salvados de cada una de las doce
tribus de los hijos de Israel. El concepto es apropiado en una
visión, pero increíble en una declaración histórica. De la misma
manera, el ejército de jinetes del cap. 9:16 se expresa como
doscientos millones; pero ningún comentarista en su sano juicio
se aventuró jamás a atribuir a esto un significado preciso y literal.
Siguiendo estas analogías, estamos dispuestos a considerar los
mil años como un período de duración indefinida en lugar de uno
de duración definida, que cubre sin duda más del doble de ese
espacio de tiempo, pero cuánto más, nadie lo puede decir.

 

EL REINO DE LOS SANTOS Y MÁRTIRES

Cap. 20:4-6.  “Y vi tronos, y se sentaron sobre ellos los que


recibieron facultad de juzgar; y vi las almas de los decapitados
por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los
que no habían adorado a la bestia ni a su imagen, y que no
recibieron la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y
reinaron con Cristo mil años. Pero los otros muertos no volvieron
a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera
resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la
primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre
éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán
con él mil años”.

Nos acercamos a este misterioso pasaje con la mayor reserva,


evitando cuidadosamente las adivinanzas y las explicaciones
conjeturales, así como todo intento de forzar en modo alguno el
significado natural de las palabras.

Lo primero que notamos es que la visión que se describe ahora


cae dentro del período apocalíptico. Es introducida con la
fórmula: “Y vi”, que marca lo que viene bajo la observación
personal del vidente.

Luego, debe observarse que hay una evidente antítesis entre


esta escena y el acto de juicio ejecutado contra la bestia y sus
seguidores. Es el método usual del Apocalipsis poner en marcado
contraste la recompensa de los justos y la retribución de los
impíos.

Observamos, además, que hay en este pasaje una alusión


manifiesta a la promesa de nuestro Señor a sus discípulos: “De
cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre
se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis
seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las
doce tribus de Israel” (Mat. 19:28). Ese período ha llegado ahora.
La paligenesia, o regeneración, cuando el reino del Mesías había
de venir, ahora es considerada como presente, y los discípulos
son glorificados con su Maestro glorificado: “les es dado que
juzguen”, “se sientan en tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel”. Debemos concebir la multitud de los redimidos del
territorio – los ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de
los hijos de Israel – como que forman el reino, o los súbditos,
puestos bajo el gobierno espiritual de la hermandad apostólica.

Además de éstos, el vidente contempla “las almas de los


decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la palabra
de Dios” y también (porque la palabra oitinez parece indicar que
esta es otra clase que se especifica) “los que no habían adorado
a la bestia ni a su imagen”; éstos también “viven y
reinan  con  Cristo”, una expresión que implica que ellos también
tenían “tronos” y que se les había dado que “juzgasen”. Es
imposible no reconocer en las “almas de los decapitados” a los
mismos santos martirizados que el vidente contempló, en la
visión del sexto sello, bajo el altar y clamando venganza de sus
asesinos. Fueron consolados con el mensaje de que, en poco
tiempo, cuando se les uniesen sus consiervos que estaban a
punto de sufrir como ellos, su oración sería contestada. Ahora
ese momento ha llegado; sus enemigos han perecido, y ellos
viven y reinan con Cristo.

Esta visión mira también retrospectivamente el notable pasaje en


1 Pedro 4:6. Estos mártires son los muertos a los cuales se les
dirigió el consolador mensaje [euhggelisqh]. Habían sido
condenados por el juicio de los hombres cuando estaban en la
carne, pero ahora  viven  en su espíritu por el juicio de Dios, que
les ha vindicado y les ha coronado. Cuánta nueva luz es arrojada
sobre las palabras de Pedro, zwsin de kata qeon pneumati, por el
lenguaje de Apocalipsis, ezhsan kai ebasileusan. Esta es una de
esas sutiles coincidencias que a menudo son las pruebas más
seguras de una verdadera interpretación.

Estas almas que testifican y que sufren son representadas como


disfrutando de un privilegio y una distinción que no se les
concede a otros: “Vivieron y reinaron con Cristo mil años, pero los
otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil
años”. Este es el punto crucial del pasaje, y presenta una
formidable dificultad. La única posición desde la cual podemos
discernir algún rayo de luz es la dirección de la pregunta:
¿Quiénes son “los otros muertos”? ¿Son el resto de los justos
muertos, o los impíos muertos, o ambos? Al buen juicio le
repugna la idea de que sean los justos muertos. Si ellos fuesen a
ser excluidos de participar en la bienaventuranza del cielo
durante un vasto período, ¿cómo podría decirse:
“Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor  de aquí
en adelante“? Nos vemos obligados, pues, a imaginar la
posibilidad de la otra alternativa y de que el pasaje hable de los
impíos muertos, aunque tal suposición no esté exenta de
dificultades. En este caso,  “la primera  resurrección” incluye sólo
a  los muertos en Cristo; y esta puede ser la interpretación
correcta, porque el versículo siguiente ciertamente indica
que  todos  los que tienen parte en  “la primera resurrección”  son
bienaventurados y santos, y disfrutan del gran privilegio y el
honor de “reinar con Cristo”.

Una cosa más hay que notar, y es que no se dice que el reino de
los santos que sufren y testifican, y de todos los que tienen parte
en  la primera resurrección,  está  en la tierra. Ellos viven y
reinan “con Cristo”; están “con él donde él está, contemplando su
gloria”.

Hasta ahora, hemos tratado de tantear nuestro camino en una


región “oscura de excesiva claridad”, pero no pretendemos tener
ninguna confianza en la última porción de nuestra exégesis.

LA LIBERACIÓN DE SATANÁS DESPUÉS DE LOS MIL AÑOS

Cap. 20:7-10.  “Cuando los mil años se cumplan, Satanás será


suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están
en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de
reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la
arena del mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y
rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; y de
Dios descendió fuego del cielo, y los consumió. Y el diablo que
los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde
estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y
noche por los siglos de los siglos”.

El misterio y la oscuridad que envuelven una porción del contexto


precedente se vuelven aquí más oscuros, si es posible. Hay, sin
embargo, ciertos puntos que parecen se pueden establecer.

1.  Es evidente que este pasaje es profecía directa, y no una



representación visionaria que tiene lugar ante los ojos del
vidente. No

es introducida con la fórmula usual en tales casos: “Y vi”, sino en
el

estilo de una predicción profética.

2.  Es evidente que la predicción de lo que ha de tener lugar al fin


de los

mil años no cae dentro de lo que nos hemos aventurado a llamar

“límites apocalípticos”. Estos límites, como se nos advierte una y

otra vez en el libro mismo, están rígidamente confinados dentro
de

un ámbito muy estrecho; las cosas mostradas “deben suceder

pronto”. Habría sido un abuso del lenguaje decir que los sucesos
a

una distancia de mil años habrían de ocurrir pronto; por tanto, nos

vemos obligados a considerar que esta predicción cae por
completo

fuera de los límites apocalípticos.
3.  En consecuencia, tenemos que considerar esta predicción de
la

liberación de Satanás, y los sucesos que siguen, como todavía

futuros, y por lo tanto, que no se han cumplido. No conocemos
nada

registrado en la historia que pueda aducirse en modo alguno
como un

probable cumplimiento de esta profecía. Westein ha arriesgado la

hipótesis de que posiblemente sea la revuelta judía bajo el
mando de

Barcochebas, durante el reinado de Adriano; pero esta
sugerencia es

demasiado extravagante para ser considerada siquiera por un

momento.

4.  Hay una evidente conexión entre esta profecía y la visión de


Ezequiel

concerniente a Gog y a Magog (caps. 38, 39), que es igualmente

misteriosa y oscura. En ambas, la escena del conflicto se
presenta en

el mismo lugar, la tierra de Israel; y en ambas los enemigos de
Dios

encuentran un derrocamiento señalado y desastroso.

5.  El resultado de todo es que debemos considerar el pasaje que


trata de

los mil años, desde el ver. 5 hasta el ver. 10, como una
intercalación

o un paréntesis. Habiendo comenzado a relatar el juicio del
dragón,

el vidente, en el ver. 7, sale de los límites apocalípticos para
concluir

lo que tenía que decir con respecto al castigo final de “la
serpiente

antigua”, y la suerte que le esperaba al final del prolongado
período

llamado “los mil años”. Creemos que éste es el único caso en el
libro

entero de una incursión en el futuro distante; y estamos
dispuestos a

considerar el paréntesis entero como relativo a cuestiones
todavía

futuras, que no se han cumplido. La interrumpida narración
continúa

en el ver. 11, donde el vidente reanuda el relato de lo que ha

contemplado en visión, introduciéndolo con la conocida fórmula
“Y  vi”.

LA CATÁSTROFE DE LA SEXTA VISIÓN

Cap. 20:11-15.    “Y vi un gran trono blanco y al que estaba


sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y
ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y
pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro
libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados
los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros,
según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y
la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y
fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el
Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte
segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue
lanzado al lago de fuego”.

Estos versículos nos presentan la catástrofe de la sexta visión.


Como las otras catástrofes que la han precedido, es un solemne
acto de juicio, o más bien, la misma gran transacción judicial
presentada en un nuevo aspecto. Ahora el vidente reanuda la
narración que había sido interrumpida por la digresión relativa a
los mil años, retomando el hilo que se había roto al final del ver.
4. Se nos devuelve, pues, al mismo punto de los versículos
primero y cuarto. Esta catástrofe pertenece, natural y
necesariamente, a la misma serie de sucesos que han sido
representados en la visión de la ciudad ramera, y cae dentro de
los límites apocalípticos prescritos, estando entre las cosas “que
deben suceder pronto”.

En cuanto a la catástrofe misma, no puede haber duda de que


representa una solemne investigación judicial a la más vasta
escala. Es la gran consumación, o un aspecto de ella, hacia la
cual se mueve toda la acción de Apocalipsis, y a la que se llega,
de una u otra forma, al final de cada visión sucesiva. En cada
catástrofe, hay, sin embargo, rasgos especiales que la distinguen
de las demás, a pesar de que se refiere al mismo gran suceso.
Una comparación con las catástrofes precedentes mostrará
cuánto tiene ésta en común con ellas y lo que le es peculiar a
ella. En la catástrofe de la visión de los siete sellos, por ejemplo,
tenemos las mismas imágenes del cielo que se desvanece y de
los montes y las islas que son removidos de sus lugares (cap.
6:14). En la catástrofe de la visión de las siete copas, se repite la
misma imagen (cap. 14:20). En la catástrofe de la séptima
trompeta, se declara que “ha venido el tiempo de juzgar a los
muertos”, etc. (cap. 11:18); y en la catástrofe de las siete figuras
místicas, vemos “una nube blanca, y sobre la nube uno sentado
semejante al Hijo del hombre” (cap. 14:14), que corresponde al
“gran trono blanco y al que estaba sentado en él” en el pasaje
que tenemos delante. Hay, sin embargo, ciertos rasgos
peculiares a esta catástrofe — los libros del juicio; el mar, la
muerte, y el Hades, que entregan sus muertos; y el arrojar la
muerte y el Hades en el lago de fuego.

No hay razón para dudar de que la escena de juicio presentada


aquí es idéntica a la descrita por nuestro Señor en Mateo
25:31-46. Tenemos el mismo “trono de gloria”, la misma reunión
de todas las naciones, la misma discriminación de los juzgados
según sus obras, y el mismo “fuego eterno preparado para el
diablo y sus ángeles”.

Pero, si la escena de juicio descrita en este pasaje es idéntica a


la de Mateo 25, se deduce que no es “el fin del mundo” en el
sentido de la disolución de la estructura material del globo
terráqueo y el fin de la historia humana, sino lo que tan
frecuentemente se predice que acompaña el sunteleia tou aiwnoz
– el fin de la era, o la terminación de la dispensación judía. Esa
gran consumación es siempre representada como una época de
juicio. Es el tiempo de la Parusía, la venida de Cristo en gloria
para vindicar y recompensar a sus fieles siervos, y para juzgar y
destruir a sus enemigos. Hay una notable unidad y consistencia
en las enseñanzas de las Escrituras sobre este tema; y ya sea en
los evangelios, o en las epístolas, o en las visiones de
Apocalipsis, encontramos un armonioso y concurrente esquema
de doctrina, confirmándose y sustentándose todas las partes
mutuamente — prueba de su origen común en la misma y divina
fuente de inspiración y de verdad.

LA SÉPTIMA VISIÓN
LA SANTA CIUDAD, O LA ESPOSA

1. 21; 22:1-5 


Esta visión es la última de la serie, y completa el número místico


de siete. Es el gran final de todo el drama, la consumación triunfal
y el clímax de las visiones apocalípticas. Es la impresionante
antítesis de la visión de la ciudad ramera; es la nueva Jerusalén,
en contraste con la antigua; la novia, la esposa del Cordero, en
contraste con la adúltera asquerosa e hinchada cuyo juicio ha
pasado delante de nuestros ojos.

Puede que la estructura de la visión nos detenga por un


momento. Es introducida por un prefacio o prólogo, que se
extiende desde el primer versículo del cap. 21 hasta el octavo. En
el noveno versículo, la visión de la esposa es iniciada de la
misma manera que la visión de la ramera, por “uno de los siete
ángeles, que tenía las siete copas, llenas de las siete últimas
plagas”, que invita al vidente a venir y contemplar a “la novia, la
esposa del Cordero”. La visión alcanza su clímax o catástrofe en
el quinto versículo del cap. 22. El resto forma la conclusión, o el
epílogo, no sólo de esta visión, sino del Apocalipsis mismo.

PRÓLOGO A LA VISIÓN

Cap. 21:1-8.  “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el


primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía
más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender
del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su
marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el
tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y
ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su
Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las
primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo:
He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe;
porque estas palabras son fieles y verdaderas. Y me dijo: Hecho
está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere
sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El
que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él
será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y
homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los
mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y
azufre, que es la muerte segunda”.

Aunque esta sección puede considerarse introductoria de la


visión propiamente dicha descrita desde el versículo noveno en
adelante, es en realidad parte integral de la representación, y
cubre el mismo terreno que la descripción subsiguiente. Es como
si el vidente, lleno del glorioso tema revelado a sus ojos,
comenzase a contar sus maravillas y su esplendor antes de
comenzar a explicar las circunstancias que le habían conducido a
ser favorecido con la manifestación. El pasaje que ahora tenemos
delante es en realidad un resumen o bosquejo de lo que se
desarrolla con más detalles en la parte subsiguiente de ésta y los
primeros cinco versículos del capítulo siguiente.

Ahora nos encontramos rodeados de un escenario tan novedoso


y tan maravilloso que no es sorprendente que nos preguntemos
dónde estamos. ¿Es en esta tierra, o en el cielo? Todas y cada
una de las señales han desaparecido; lo viejo se ha desvanecido,
y ha dado lugar a lo nuevo: hay un nuevo cielo por encima de
nosotros; hay una nueva tierra debajo de nosotros. Deben existir
nuevas condiciones de vida, pues “el mar ya no existía más”. Es
claro que aquí tenemos una representación en que el simbolismo
es llevado a sus límites más extremos; y el que trate a estas
espléndidas imágenes como a prosaicas literalidades es incapaz
de comprenderlas. Pero los símbolos, aunque trascendentales,
no carecen de significado. “Son ejemplo y sombra de las cosas
celestiales”, y toda la pompa y el esplendor de la tierra se
emplean para presentar la belleza de la excelencia moral y
espiritual.

Es imposible considerar este cuadro como representación de


alguna condición social que se realizará en la tierra. Hay,
seguramente, ciertas frases que al principio parecen implicar que
la tierra es el escenario en que se manifiestan estas glorias; se
dice que la santa ciudad “baja del cielo”; se dice que el
tabernáculo de Dios está “con los hombres”; se dice que “los
reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella”; pero, por otra
parte, todo el concepto y toda la descripción de la visión impiden
suponer que es una escena terrenal. En primer lugar, pertenece a
“las cosas que deben suceder pronto”; cae estrictamente dentro
de los límites apocalípticos. No es, por tanto, una visión del
futuro; pertenece al período llamado “fin del tiempo” tanto como la
destrucción de Jerusalén; y tenemos que concebir esta
renovación de todas las cosas — este nuevo cielo y esta nueva
tierra — como contemporánea con, o que sucede
inmediatamente a, el juicio de la gran ramera, de la cual es la
contraparte o su antítesis.

Segundo, ¿cuál es la figura principal en esta representación


visionaria? Es la santa ciudad, la nueva Jerusalén. Pero la nueva
Jerusalén siempre está representada en las Escrituras como
situada en el cielo, no en la tierra. Pablo habla de la Jerusalén
de arriba, en contraste con la Jerusalén de abajo. ¿Cómo puede
la Jerusalén de  arriba  pertenecer a la tierra? No puede haber
ninguna duda razonable de que la ciudad representada aquí en
colores tan brillantes es idéntica a aquélla a la que se refiere Heb.
12:22,23: “Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del
Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos
millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que
están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los
espíritus de los justos hechos perfectos”. Está claro, pues, que la
santa ciudad es la morada de los glorificados; la herencia de los
santos en luz; las mansiones de la casa del Padre, preparadas
para ser hogar de los bienaventurados.

Una vez más, esta conclusión queda certificada por la


representación de ser la morada del Altísimo: “El Señor Dios
Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero”; “el trono de
Dios y del Cordero estará en ella”; “sus siervos le servirán, y
verán su rostro”. En realidad, esta visión de la santa ciudad es
anticipada en la catástrofe de la visión de los sellos, donde los
ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de los hijos de
Israel, y la gran multitud que nadie podía contar, se representan
como disfrutando de la misma gloria y felicidad, en el mismo lugar
y en las mismas circunstancias que en la visión que tenemos
delante. Las dos escenas son idénticas; o diferentes aspectos de
una y la misma gran consumación.

Concluimos, pues, que la visión establece la bienaventuranza y la


gloria del estado celestial, en el cual se abrió el camino
plenamente al “fin del tiempo”, o sunteleia tou aiwnoz, como lo
muestra la Epístola a los Hebreos.

DESCRIPCIÓN DE LA SANTA CIUDAD

5. 21:9-27; 22:1-5.
Habiendo llegado así a la conclusión de que aquí se quiere
significar el estado celestial, no seremos culpables de la
presunción y la estupidez de entrar en ninguna explicación
detallada de los símbolos mismos. Hay una aparente confusión
de las figuras con las cuales se representa la nueva Jerusalén,
siendo descrita a veces como una ciudad, a veces como una
esposa. La misma figura doble se emplea en la descripción de la
ramera, o antigua Jerusalén, que es representada a veces como
una mujer y a veces como una ciudad. En la séptima  visión, la
figura de la desposada es dejada a un lado casi tan pronto como
es introducida, y la totalidad del resto de la descripción se ocupa
de los detalles de la arquitectura, la riqueza, el esplendor, y la
gloria de la ciudad. Algunos de los rasgos se derivan
evidentemente de la ciudad visionaria contemplada por Ezequiel;
pero hay esta notable diferencia, que, mientras el templo y sus
prolijos detalles ocupan la parte principal de la visión del Antiguo
Testamento, no se ve ningún templo en absoluto en la visión
apocalíptica — quizás por la razón de que, donde todo es santo,
ningún lugar es más santo que otro, o porque la presencia de
Dios se manifiesta plenamente, el lugar entero se convierte en un
gran templo.

Hay un punto, sin embargo, que merece atención particular,


porque sirve para identificar la ciudad llamada la nueva
Jerusalén. En Hebreos 11:10, encontramos la notable afirmación
de que el patriarca Abraham viajó como extranjero a la misma
tierra que le había sido prometida como posesión suya, y de que
lo hizo porque tenía fe en un cumplimiento mayor y más elevado
de la promesa que cualquier mera ciudad terrenal y humana
pudiera haberle concedido. “Esperaba  la  ciudad con
fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”. ¿Qué es
esto, sino la misma ciudad descrita en Apocalipsis — la ciudad
que tiene  doce fundamentos, en los cuales están inscritos los
nombres de los doce apóstoles del Cordero; la ciudad que no ha
sido construida por manos humanas; “la ciudad del Dios viviente“,
la  Jerusalén celestial?  Esta es una prueba decisiva, primero, de
que el escritor de la epístola había leído Apocalipsis, y, segundo,
que reconocía la visión de la nueva Jerusalén como
representación del mundo celestial.
EPÍLOGO

Cap. 22:6-21. “Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas.


Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su
ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder
pronto. ¡He aquí, vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las
palabras de la profecía de este libro.

Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las
hube oído y visto, me postré para adorar a los pies del ángel que
me mostraba estas cosas. Pero él me dijo: Mira, no lo hagas;
porque yo soy consiervo tuyo, de tus hermanos los profetas, y de
los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios. Y me
dijo: No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el
tiempo está cerca. El que es injusto, sea injusto todavía; y el que
es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la
justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía. He aquí
yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a
cada uno según sea su obra. Yo soy el Alfa y la Omega, el
principio y el fin, el primero y el último. Bienaventurados los que
lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para
entrar por las puertas de la ciudad. Mas los perros estarán fuera,
y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y
todo aquel que ama y hace mentira.

Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas


cosas en las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David; la estrella
resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa dicen:
Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que
quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.

Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de


este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él
las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de
las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del
libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están
escritas en este libro.

El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en


breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros.


Amén”.

Este epílogo a la conclusión del libro corresponde al prólogo al


comienzo, y ejemplifica la estructura simétrica de la composición.
Todavía más notables son el énfasis y la frecuencia con que es
afirmado y reiterado el cercano cumplimiento del contenido de la
profecía. Siete veces se declara, de una u otra forma, que todo
está a punto de cumplirse. La afirmación con la cual se inicia el
libro se repite en esta conclusión, que el ángel del Señor ha sido
comisionado “para mostrar a sus siervos  las cosas que deben
suceder pronto”. El anuncio admonitorio  “He aquí, vengo
pronto” se hace tres veces en esta sección del cierre. Al vidente
se le ordena que no selle el libro de la profecía, porque “el tiempo
está cerca”. Tan inminente es el fin, que se indica que ahora es
demasiado tarde para cualquier alteración del estado del carácter
de los hombres; deben continuar como están: “El que es injusto,
sea injusto todavía”. La invocación dirigida por los cuatro seres
vivientes al esperado Hijo del hombre: “¡Ven!” (cap. 6: 1,3,5,7) es
repetida por el Espíritu y la Esposa; mientras que a todos los que
oyen se les invita a unirse al clamor; y finalmente, la expresión
del libro entero es el ferviente pronunciamiento de la oración:
“¡Amén! Ven, Señor Jesús”. Todas éstas son indicaciones, que no
pueden ser malentendidas, de que las predicciones contenidas
en el Apocalipsis no habrían de desarrollarse lentamente con el
correr de las edades, sino que estaban en vísperas de un
cumplimiento casi instantáneo. La profecía entera, de principio a
fin, se relaciona con el futuro inmediato, con la solitaria excepción
de los seis versículos del capítulo 20:5-10. Diecinueve veinteavos
del Apocalipsis, casi podemos decir noventa y nueve centésimos,
pertenecen, de acuerdo con su propia demostración, a los
mismos días que en ese momento eran presentes, los días
finales de la era judía. La venida del Señor es su gran tema: con
él se inicia, con él se cierra, y de principio a fin este
acontecimiento es contemplado como a punto de tener lugar. Por
oscuro o dudoso que sea cualquier otra cosa, por lo menos esta
es clara y segura. El intérprete que no capte ni mantenga firme
este principio guiador es incapaz de entender las palabras de
esta profecía, e infaliblemente se perderá y confundirá a otros en
un laberinto de conjeturas y vana especulación.

Así termina este libro maravilloso; tan prolijo en su construcción,


tan magnífico en su dicción, tan misterioso en sus imágenes, tan
glorioso en sus revelaciones. Más que cualquier otro libro de la
Biblia, ha estado sellado y cerrado para la aprehensión inteligente
de sus lectores, y esto principalmente a causa del extraño
descuido de sus propias y nada ambiguas instrucciones para
entenderlo correctamente. Herder, que contribuyó con su genio
poético antes que con sus facultades críticas a la dilucidación del
Apocalipsis, pregunta:

“¿Se envió una  clave  con el libro, y esta clave se ha perdido?


¿Fue lanzada al mar en Patmos, o al Meandro?”

“¡No!”, contesta un crítico capaz y sagaz, Moses Stuart, cuyos


trabajos han hecho mucho para preparar el camino para una
verdadera interpretación:
“No se envió ninguna clave, y ninguna se ha perdido. Los lectores
primitivos – quiero decir, por supuesto, los hombres inteligentes
entre ellos – podían entender el libro; y, si nosotros estuviésemos
en su lugar por poco tiempo, podríamos hacer a un lado todos los
comentarios sobre él, y los romances teológicos que han surgido
de él, que han hecho su aparición desde el tiempo del exilio de
Juan hasta la actualidad”. 1

Pero, quizás pueda darse una mejor respuesta.  Sí se envió  la


clave junto con el libro, y se le ha permitido permanecer
enmohecida y sin uso, mientras se ha probado, y probado en
vano, toda clase de llaves falsas y ganzúas hasta que los
hombres han llegado a ver el Apocalipsis como un enigma
ininteligible, que sólo tiene el propósito de desconcertar y
confundir. La verdadera clave ha estado bien visible todo el
tiempo, y se ha llamado la atención de los hombres a ella en alta
voz casi en todas las páginas del libro. Esa clave es la
declaración, que se hace tan frecuentemente, de que todo está a
punto de cumplirse. Si los lectores originales eran competentes,
como arguye Stuart, para entender el Apocalipsis sin un
intérprete, sólo podía ser porque  reconocían su relación con los
sucesos de sus propios días. Suponer que ellos podían entender
o sentir el más mínimo interés en un libro que trataba de
Concilios papales, una Reforma protestante, una Revolución
Francesa, y sucesos distantes en tierras extranjeras y épocas en
el lejano futuro  sería una de las más extravagantes fantasías que
haya poseído un cerebro humano. De principio a fin, el libro
mismo da testimonio decisivo del inmediato cumplimiento de sus
predicciones. Se inicia con la expresa declaración de que los
sucesos a los cuales se refiere “deben suceder pronto”, y termina
con la reiteración de la misma afirmación: “El Señor Dios ha
enviado su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que deben
suceder pronto”. “El tiempo está cerca”.
La única y luminosa interpretación de la visión del Apocalipsis ha
sido proporcionada por los críticos que han accedido a usar esta
clave auténtica y divina para desentrañar sus misterios. Sin
embargo, es notable que muy pocos lo han hecho así,
consistentemente y en todo el libro, si es que ha habido alguno.
Es sorprendente y mortificante encontrar a un expositor como
Moses Stuart que, después de proceder con valor y éxito de
cierta manera, de repente titubea, deja caer la clave que había
rendido tan buen servicio, y luego trastabilla hacia adelante, a
ciegas e indefenso, tanteando y adivinando a través de la niebla
egipcia que le rodea. Y, sin embargo, ningún otro teólogo de
nuestro tiempo ha contribuido tanto a la verdadera interpretación
del Apocalipsis. Por medio de su memorable comentario, ha
puesto a todos los estudiosos de este libro maravilloso bajo la
más grande obligación, y ha conferido un beneficio duradero a
toda la iglesia de Cristo. Desafortunadamente, al dejar de
mantener hasta el final y consistentemente sus propios principios,
perdió el honor de conducir a sus seguidores a la tierra prometida
de una verdadera exégesis.

En cuanto a la mayoría de los intérpretes, apenas es posible


concebir un descuido más absoluto y más imprudente de las
expresas y múltiples instrucciones contenidas en el libro mismo
que el que ellos han mostrado en sus arbitrarias especulaciones.
Nadie les acusará de perversión voluntaria; pero parece
inexplicable que eruditos y reverentes estudiosos de la revelación
divina pasen por alto o hagan a un lado las explícitas
declaraciones del libro mismo con respecto a su pronto y cercano
cumplimiento; que, a pesar de estas claras afirmaciones en
contrario, establezcan como axioma que el Apocalipsis es un
programa de historia civil y eclesiástica para el fin del tiempo; y
que, desafiando todas las leyes gramaticales, procedan a
inventar un método antinatural de interpretación, según el
cual “cercano” se convierte en “distante”, “pronto “significa “siglos
de aquí en adelante”, y “cerca” significa “lejos”. Todo esto parece
increíble, pero es verdad. El lenguaje sirve sólo para conducir a
error, las palabras no tienen ningún significado, y la interpretación
no tiene ninguna ley, si las expresas y repetidas afirmaciones del
Apocalipsis no enseñan claramente el pronto y casi inmediato
cumplimiento de sus predicciones.

Debió habérseles ocurrido a los intérpretes del Apocalipsis que


era una presunción abrumadoramente prioritaria contra su
método el hecho de que éste requiriese un inmenso aparato
crítico, una vasta cantidad de información histórica, el transcurrir
de muchos siglos, y “algo así como una vena profética”, para
producir una exposición satisfactoria aún para sí mismos. No es
fácil ver qué valor tendría tal “revelación” para los primitivos
creyentes, que con corazones temblorosos obedecían el mandato
que les enviaba a la desconcertante tarea de estudiar sus
páginas. Ni es de mucho mayor valor para la masa de modernos
lectores, que deben tener una gran facultad crítica para poder
discernir lo adecuado y lo verdadero de la interpretación ofrecida,
y decidir entre interpretaciones conflictivas. No es de extrañar
que, ocupando una posición tan falsa, los defensores de la divina
revelación quedasen expuestos a los ataques de escépticos
como Strauss y “la destructora escuela de la crítica” y que,
refugiándose en una interpretación antinatural, pusiesen en
peligro la ciudadela misma de la fe. Debe reconocerse que una
culpable negligencia de “los dichos verdaderos de Dios” por parte
de expositores cristianos le ha dado con frecuencia ventaja a los
enemigos de la revelación, ventaja que no han tardado en
aprovechar.

Sin indebida presunción, puede afirmarse, en favor del esquema


de interpretación defendido en estas páginas, que está marcado
por la extrema sencillez, la concordancia con los hechos
históricos, y la exacta correspondencia con los símbolos. No hay
ninguna violación de la Escritura, ninguna perversión ni ningún
acomodo de la historia, ninguna manipulación de los hechos. El
único aparato crítico indispensable es Josefo y la gramática
griega. El principio guiador y gobernador es una deferencia
implícita e inquebrantable a las enseñanzas del libro mismo. Los
datos apocalípticos han sido los únicos hitos considerados, y se
ha creído que no han sido insuficientes. Suponer que no se han
cometido errores sería absurdo; pero subsiguientes viajeros de la
misma ruta pronto corregirán lo que se demuestre que está
errado, y confirmarán lo que se demuestre que es correcto.

Ha sido el propósito del autor demostrar que el Apocalipsis es en


realidad la reproducción y la expansión, en imágenes simbólicas
adaptadas a la naturaleza de una visión, del discurso profético
que nuestro Señor pronunció en el Monte de los Olivos. Aquel
discurso, como hemos visto, es una predicción continua y
homogénea de los sucesos que habrían de tener lugar en
relación con la Parusía, la venida del Hijo del hombre en su reino,
un acontecimiento que Él declaró ocurriría antes de que pasase
la generación existente, y que algunos de los discípulos vivirían
para presenciar. De manera similar, el Apocalipsis es una
revelación de los acontecimientos que acompañarían a la
Parusía, pero mucho más detallados, y mostrando mucho más de
la gloria y la felicidad de “el reino”.

Hace dieciocho siglos, al contemplar el vidente la gloriosa visión


de la ciudad cuyos muros eran de jaspe, cuyas puertas eran de
perla, y cuyas calles eran de oro puro, se le aseguró una y otra
vez que  “estas cosas deben suceder  pronto“, y que “el tiempo
está  cerca“.  Estando en vísperas de la largamente esperada
Parusía, escuchando las pisadas del Rey que venía, sabiendo
que “el fin del tiempo” debía ser inminente, y esperando
ansiosamente el “día del Señor”, ¿cómo podía ser sino que Juan
y los otros discípulos creyeran estar a punto de presenciar el
cumplimiento de sus más caras esperanzas? ¿Cómo podría ser
de otra manera, cuando el Señor mismo, atestiguando
personalmente la certeza de su casi inmediato advenimiento,
declaró tres veces, en los términos más explícitos: “He aquí,
vengo en breve”; “He aquí, vengo presto”?

Por estas razones, así como por las enseñanzas del Apocalipsis
y el resto de las escrituras del Nuevo Testamento, llegamos a la
conclusión de que, en los días de Juan, la iglesia cristiana entera
creía universalmente que la Parusía estaba cercana. Era la
promesa de Cristo, la predicación de los apóstoles, la fe de la
iglesia. También se nos enseña la importancia de aquel gran
acontecimiento. Marcó una nueva época en la administración
divina. Hasta que ese suceso tuvo lugar, la completa
bienaventuranza del estado celestial no se abrió para las almas
de los creyentes.

La epístola a los Hebreos enseña que, hasta la llegada de la gran


consumación, algo faltaba para la plena perfección de los que
habían “muerto en la fe”. Lo mismo se enseña en Apocalipsis.
Hasta que la ciudad ramera fue juzgada y condenada, la “santa
ciudad” no fue preparada para morada de los santos. Se nos da a
entender también el final de la dispensación judía, la abrogación
de la economía legal, y la destrucción de la ciudad y el templo de
Jerusalén, indicando la disolución de la peculiar relación entre
Jehová y la nación de Israel. La nación había rechazado a su
Rey, y el Rey había juzgado a la nación; y la misión mesiánica,
tanto por misericordia como para juicio, se cumplió entonces. El
remanente fiel fue reunido al reino, o a “la nueva Jerusalén”, y
toda la armazón y la cobertura del judaísmo fueron hechas
pedazos y destruidas para siempre. El reino de Dios había
venido, y Aquél que, por un período tan largo, había dirigido su
administración, y había sido su Mediador y su Jefe, ahora que ha
coronado el edificio renuncia a su carácter oficial y “entrega el
reino” en manos del Padre. Su obra como Mesías está cumplida;
ya no es más “ministro de circuncisión”; lo local y lo limitado da
lugar a lo universal, “para que Dios sea todo en todos”. Esto no
significa que la relación entre Cristo y la humanidad cesa, sino
que su misión como  Rey de Israel  se ha cumplido; la  nación-
pacto ya no existe; ya no hay ni judíos ni gentiles, circuncisos ni
incircuncisos; el Israel de Dios es más amplio y mayor que el
Israel según la carne; la Jerusalén de arriba no es la madre de
los judíos, sino “la madre de todos nosotros”.

Fue a plena vista de aquel glorioso día, que estaba a punto de


“abrir el reino de los cielos para todos los creyentes”, que el
discípulo amado respondió al anuncio de su Señor acerca de su
pronta venida: “¡Amén! Ven, Señor Jesús”.

1 Stuart sobre el Apocalipsis, secc. 12.


PARTE III – RESUMEN Y CONCLUSIÓN

RESUMEN Y CONCLUSIÓN

Ahora hemos llegado a un punto en nuestra investigación en que


es posible llevar a cabo un examen completo y coordinado de
todo el campo que hemos recorrido, y observar la unidad y la
consistencia del sistema profético desarrollado en el Nuevo
Testamento.

1.  Descubrimos que la dispensación del evangelio no nos llega


como un esquema independiente y aislado, – un nuevo comienzo
en el gobierno divino del mundo, – sino que implica y asume la
relación de Dios con Israel en edades pasadas. Toda la filosofía
de la historia judía se condensa en una sola frase: “el reino de
Dios”; y es este reino el que, primero Juan el Bautista, como
heraldo del rey venidero, y después el Rey mismo, el Señor
Jesucristo, proclamaron como “cercano”.

2.  Descubrimos que Juan el Bautista adopta las advertencias de


las profecías del Antiguo Testamento, especialmente la del último
de los profetas, Malaquías, y predice que la venida del reino sería
la venida de la ira sobre Israel. Declara que “el hacha está puesta
a la raíz del árbol”; su clamor es: “Huid de la ira venidera”,
indicando claramente que se acercaba rápidamente un tiempo de
juicio.

 
3.  Nuestro Señor afirma la misma pronta venida del juicio sobre
el territorio y el pueblo de Israel; además, enlaza este juicio con
su propia venida en gloria – la Parusía. Este acontecimiento
sobresale de modo prominente en el Nuevo Testamento; a esto
se dirigen todos los ojos, a esto apuntan todos los mensajeros
inspirados. Está representado como el núcleo y el centro de un
racimo de grandes sucesos; el fin del tiempo, o culminación de la
economía judía; la destrucción de la ciudad y el templo de
Jerusalén; el juicio de la nación culpable; la resurrección de los
muertos; la recompensa de los fieles; la consumación del reino
de Dios. Se declara que todas estas transacciones coinciden con
la Parusía.

4.  Es demostrable, por medio del expreso testimonio de nuestro


Señor, la enseñanza uniforme y concurrente de sus apóstoles, y
la expectativa universal de la iglesia de la era apostólica, que la
Parusía y los sucesos que la acompañan fueron representados
como cercanos; y no sólo cercanos, sino que estaban a punto de
ocurrir dentro de los límites de un período dado; es decir, en el
tiempo de los apóstoles y sus contemporáneos; de modo que
muchos o la mayoría de ellos podían esperar presenciar la gran
consumación. Este es el punto principal de toda la cuestión, y
debe ser decidido por autoridad de las Escrituras mismas.

5.  Sin repasar el camino ya recorrido, puede ser suficiente aquí


apelar a tres declaraciones diferentes y decisivas de nuestro
Señor con respecto al tiempo de su venida, cada una de las
cuales está acompañada de una solemne afirmación:

(1)  “De cierto os digo, que no acabaréis de recorrer todas las


ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (Mat.
10:23). 

(2)  “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí,
que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del
Hombre viniendo en su reino” (Mat. 16:28). 

(3)  “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que
todo esto acontezca” (Mat. 24:34).

El sencillo sentido gramatical de estas afirmaciones ha sido


discutido plenamente en estas páginas. Ninguna violencia puede
extraer de ellos ningún otro sentido que no sea el obvio y claro;
es decir, que la segunda venida de nuestro Señor tendría lugar
dentro de los límites de la generación que existía entonces.

6.  La doctrina de los apóstoles con respecto a la venida del


Señor está en perfecta armonía con esto. Nada puede ser más
evidente sino que todos creían y enseñaban el pronto regreso del
Señor. Desde el primer discurso de Pedro en el día de
Pentecostés hasta el último pronunciamiento de Juan en
Apocalipsis, esta convicción está expresada clara y
constantemente. Decir que los apóstoles mismos eran ignorantes
del tiempo del regreso de su Señor, y que, por lo tanto, no podían
creer en el tema – no podían enseñar lo que no sabían – es
contradecir sus propias, expresas y reiteradas afirmaciones. Es
verdad que no sabían, y no enseñaban, “el día y la hora”; ellos no
decían que vendría en un mes específico de un año específico,
pero con seguridad daban a entender a las iglesias que Él
vendría pronto; que podían esperar verle pronto; y nunca dejaban
de exhortarles a mantener una actitud de constante vigilancia y
preparación.

No es necesario hacer más sino referirnos a algunos de los


principales testimonios dados por los apóstoles en cuanto a la
pronta venida del Señor:-
(1)  En sus epístolas, Pablo da gran prominencia a esta cara
esperanza de la iglesia cristiana.

a.  En la Primera Epístola a los Tesalonicenses, da a entender la 



     posibilidad de la venida del Señor durante la vida de él y la de
los discípulos: “Los que vivimos, que habremos quedado hasta la
venida del Señor”. También ora para que “su espíritu, alma, y
cuerpo puedan ser preservados sin mancha hasta la venida de
nuestro Señor Jesucristo”. 

b.  En la Segunda Epístola a los Tesalonicenses (que a menudo
se  entiende erróneamente en el sentido de que enseña que la
venida de Cristo no estaba cerca, sino que enseña precisamente
la doctrina contraria), consuela a los creyentes que sufren con la
promesa de que obtendrían descanso de sus sufrimientos
presentes “cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo”, etc.
(2 Tes. 1:7). 

c.  En la Primera Epístola a los Corintios, el apóstol habla de los 

        creyentes como “esperando la venida del Señor Jesucristo”.
Les advierte que “el tiempo es corto”; que “el fin del tiempo” o “el
fin de las edades” están sobre ellos; que “el Señor está cerca”. 

d.  En la Segunda Epístola a los Corintios, Pablo expresa su
confianza  de que, aunque muera antes de la venida del Señor,
Dios le levantará de entre los muertos, y le presentará junto con
los que sobrevivan a ese período. 

e.  En la Epístola a los Romanos, Pablo habla de “la gloria que ha
de ser revelada”; de que la creación entera espera la
manifestación del Hijo  de Dios; de que la salvación está cerca,
“más cerca que cuando creyeron”; de que “es tiempo de
despertar del sueño”; que “la noche  ha pasado, y se acerca el
día”; de que “Dios hollará a Satanás bajo sus pies en breve”. 

f.    En las Epístolas a los Efesios, Filipenses, y Colosenses, el
apóstol  habla del “día de Cristo” como el período de esperanza,
perfección, y gloria que ellos esperaban, y declara enfáticamente:
“El Señor está cerca”. 

g.  De la misma manera, en las Epístolas a Timoteo y Tito, es
conspicua la expectativa de la Parusía. A Timoteo se le exhorta a
guardar el  mandamiento sin violación “hasta la aparición de
nuestro Señor Jesucristo”. “Juzgará a los vivos y a los muertos a
su venida, y a su reino”. A los cristianos se les exhorta a esperar
“la bendita esperanza,  la gloriosa aparición del gran Dios y
nuestro Salvador Jesucristo”.

(2)  Santiago representa la venida del Señor como cercana. “Han


llegado” los últimos días. Se exhorta a los cristianos sufrientes a
“ser pacientes hasta la venida del Señor”. Se les asegura que esa
venida “está cerca”, que “el Juez está a la puerta”.

(3)  Como Pablo, Pedro concede gran prominencia a la Parusía y


a los sucesos relacionados con ella.

a. El día de Pentecostés, declaró que aquellos eran “los últimos


días” predichos por el profeta Joel, que introducían “el día grande
y terrible de Jehová”. 

b. En su Primera Epístola, afirma que este era “el último tiempo”;
que Dios estaba “listo para juzgar a los vivos y a los muertos”;
que “el fin de todas las cosas se acercaba”; que “había llegado el
tiempo en que el juicio debía comenzar por la casa de Dios”. 

c. En su Segunda Epístola, exhorta a los cristianos a “esperar y
apresurarse hasta la venida del día de Dios”; y describe la
cercana disolución del “cielo y de la tierra”.

(4)  La Epístola a los Hebreos habla de “los últimos días” como si


fueran presentes ahora; es “el fin del tiempo”; se ve al día como
“acercándose”. “Aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no
tardará”.
(5)  Juan confirma y completa el testimonio de los otros
apóstoles; es “el último tiempo”; “el anticristo ha venido”; “ya está
en el mundo”. Se exhorta a los cristianos a vivir de tal manera
que no se avergüencen delante de Cristo a su venida.

Finalmente, el Apocalipsis está lleno de la Parusía: “He aquí que


viene con las nubes”; “el tiempo está cerca”; “he aquí, vengo
presto”.

Tal es un bosquejo rápido del testimonio apostólico de la pronta


venida del Señor. Habría sido extraño que, con semejantes
garantías y exhortaciones, las iglesias apostólicas no hubiesen
vivido en constante y ansiosa expectación de la Parusía. De que
vivían así tenemos la más clara evidencia en el Nuevo
Testamento, y podemos concebir la poderosa influencia que esta
fe y esta esperanza deben haber tenido en la vida y el carácter
cristianos.

Pero, admitiendo – lo que no puede ser bien negado – que los


apóstoles y los cristianos primitivos sí acariciaban estas
esperanzas, y que su creencia se fundaba en las enseñanzas de
nuestro Señor, surge la pregunta: ¿No estaban equivocados en
sus expectativas? Esto casi equivale a preguntar: ¿Se les
permitió a los apóstoles mismos caer en el error y llevar a otros a
un engaño similar, con respecto a una cuestión de hecho que
ellos tuvieron abundantes oportunidades de conocer; lo que debe
haber sido tema frecuente de conversación y conferencia entre
ellos mismos; a lo que nunca dejaron de llamar la atención
delante de las iglesias, y sobre lo cual todos estaban de acuerdo?

Hay críticos que no tienen escrúpulos en afirmar que los


apóstoles estaban errados, y que el tiempo ha demostrado la
falacia de sus esperanzas. Los críticos nos dicen que, o los
discípulos entendieron mal las enseñanzas de su Maestro, o Él
también estaba bajo una impresión errónea. Por supuesto, esto
es tanto hacer a un lado las afirmaciones de los apóstoles en el
sentido de que tenían derecho a hablar con autoridad como los
mensajeros inspirados de Cristo, como socavar las bases
mismas de la fe cristiana.

Hay otros, más reverentes en su tratamiento de las Escrituras,


que reconocen que los apóstoles en realidad estaban
equivocados, pero que este error fue permitido por sabias
razones; que, de hecho, el error fue altamente beneficioso en sus
resultados: estimuló la esperanza, fortaleció el valor, inspiró la
devoción”. *

(* Por siglos, la esperanza del mundo había sido el segundo


advenimiento. La iglesia primitiva la esperaba en sus propios
días. “Los que vivimos y hayamos quedado hasta la venida del
Señor”. El Señor mismo había dicho: “No pasará esta generación
sin que todo esto acontezca”. Pero el Hijo del hombre nunca vino.
En los primeros siglos, los cristianos primitivos creían que el
advenimiento milenial estaba cerca; escucharon la advertencia
del apóstol, breve y precisa: “El tiempo es corto”. Ahora bien.
Supongamos que, en vez de esto, hubiesen visto desenrollada la
monótona página de la historia de la iglesia; supongamos que
habían sabido que, después de dos mil años, el mundo habría
apenas deletreado tres letras del significado del cristianismo,
¿dónde habrían quedado aquellos esfuerzos gigantescos, aquella
vida vivida como al borde mismo de la eternidad, que
caracterizan los días de la iglesia primitiva? – F. W. Robertson,
Sermón sobre lo Ilusorio de la Vida).

“Si los cristianos del siglo primero”, dice Hengstenberg, “hubiesen


previsto que la segunda venida de Cristo no tendría lugar durante
mil ochocientos años, ¡cuánto más débil habría sido la impresión
causada en ellos por esta doctrina que cuando le esperaban a Él
cada hora, y se les decía que velaran porque vendría como
ladrón en la noche, a una hora en que no le
esperaban!” (Hengstenberg, Christology, vol. iv, p. 443).

Pero tampoco se puede aceptar esta doctrina como satisfactoria.


Incuestionablemente, los cristianos primitivos sí recibieron un
tremendo impulso para su valor y su celo por la firme creencia en
el pronto advenimiento del Señor; pero, ¿era ésta una esperanza
que les avergonzase, después de todo? ¿Tenemos que llegar a la
conclusión de que el indomable valor y la indomable devoción de
un Pablo descansaban principalmente en un engaño? ¿Eran los
mártires y los confesores de la época primitiva sólo equivocados
entusiastas? Confesamos que tal conclusión repugna a nuestro
concepto del cristianismo como revelación de la verdad divina por
medio de hombres inspirados. Si los apóstoles entendieron mal o
desfiguraron las enseñanzas de Cristo con relación a los hechos,
con respecto a los cuales tuvieron las más amplias oportunidades
de obtener información, ¿hasta qué punto se puede depender de
su testimonio en cuestiones de fe, en las cuales la sujeción a
error es tanto mayor? Tales explicaciones están calculadas para
hacer estremecer los fundamentos de la confianza en las
enseñanzas apostólicas; y no es fácil ver cómo son compatibles
con cualquier creencia práctica en la inspiración.

Hay otra teoría, sin embargo, por medio de la cual muchos


suponen que puede salvarse el crédito de los apóstoles, y, sin
embargo, deja lugar para evitar la aceptación de su aparente
enseñanza sobre el tema de la venida de Cristo. Esto es, por
medio de la hipótesis de un cumplimiento primario y parcial de
sus predicciones en sus propios días, que debía ser seguido y
completado por un cumplimiento final y pleno al fin de la historia
humana. Según este punto de vista, lo que los apóstoles
esperaban no era totalmente erróneo. Algo tuvo lugar en realidad,
algo que podría llamarse “una venida del Señor”, “un día de
juicio”. Las predicciones recibieron  casi un cumplimiento en la
destrucción de Jerusalén y en el juicio de la nación culpable.
Aquella consumación al fin de la era judía era tipo de otra
catástrofe, infinitamente mayor, cuando la raza humana entera
sea llevada ante el tribunal de Cristo y la tierra sea consumida
por una conflagración general. Este es probablemente el punto
de vista más comúnmente aceptado por la mayoría de los
expositores y lectores del Nuevo Testamento en la actualidad. La
primera objeción a esta hipótesis es que no tiene fundamento en
las enseñanzas de las Escrituras. No hay un ápice de evidencia
de que los apóstoles y los cristianos primitivos tuvieran ninguna
sospecha de una doble referencia en las predicciones de Jesús
concernientes al fin. No se sugiere nada en el sentido de que los
dichos de Jesús debían tener un cumplimiento primario y parcial
en aquella generación, y de que un cumplimiento completo y
exhaustivo estaba reservado para un período futuro y distante. La
verdad es completamente opuesta. ¿Qué puede ser más
abarcante y concluyente que las palabras de nuestro Señor: “De
cierto os digo: No pasará esta generación hasta que TODAS
estas cosas se hayan cumplido”? ¡Qué tortura crítica se les ha
aplicado a estas palabras para extraerles algún otro significado
diferente del obvio y natural! ¡Cómo ha sido buscado a través de
todo su linaje y genealogía para descubrir que posiblemente no
signifique las personas que entonces vivían en la tierra! Pero
todos esos esfuerzos son completamente fútiles. Mientras las
palabras permanezcan en el texto, su sentido claro y obvio
prevalecerá sobre todas los oropeles y las distorsiones de la
crítica ingeniosa. La hipótesis de un cumplimiento doble no tiene
apoyo en las Escrituras. Sólo tenemos que leer el lenguaje con el
cual los apóstoles hablan de la cercana consumación, para
persuadirnos de que ellos tenían en mente sólo un gran
acontecimiento, y sólo uno, y que ellos pensaban y hablaban de
él como muy cercano.

Esto nos trae a otra objeción contra la hipótesis de un


cumplimiento doble, y hasta múltiple, de las predicciones del
Nuevo Testamento, es decir, que procede de un concepto
fundamentalmente erróneo del verdadero significado y la
verdadera grandeza de aquella gran crisis en el gobierno divino
del mundo que está marcada por la Parusía. No son pocos los
que parecen creer que, si la profecía de nuestro Señor en el
Monte de los Olivos, y las predicciones de los apóstoles de la
venida de Cristo en gloria, no significaban más que la destrucción
de Jerusalén, y se cumplieron con aquel suceso, entonces todos
los anuncios y todas las expectaciones terminaron en un mero
fiasco, y la realidad histórica responde muy débil e
inadecuadamente a esta magnífica profecía. Hay razón para
creer que el verdadero significado y la verdadera grandeza de
aquel gran suceso son poco apreciados por muchos. La
destrucción de Jerusalén no fue meramente un suceso
emocionante en el drama de la historia, como el sitio de Troya o
la caída de Cartago, y que cerró un capítulo en los anales de un
estado o de un pueblo. Fue un acontecimiento sin paralelo en la
historia. Fue la señal externa y visible de una gran época en el
gobierno divino del mundo. Fue el fin de una dispensación y el
comienzo de otra. Marcó la inauguración de un nuevo orden de
cosas. La economía mosaica – que había sido introducida por los
milagros en Egipto, los relámpagos y los truenos de Sinaí, y las
gloriosas manifestaciones de Jehová a Israel – estaba abolida
ahora, después de haber subsistido por más de quince siglos. La
peculiar relación entre el Altísimo y la nación del pacto estaba
disuelta. El reino mesiánico, es decir, la administración del
gobierno divino por el Mediador, hasta ahora, al menos, por lo
que concernía a Israel, había alcanzado su punto culminante. El
reino por tanto tiempo predicho y esperado, y por el cual se había
orado por tanto tiempo, ahora había llegado plenamente. El acto
final del Rey fue sentarse en el trono de su gloria y juzgar a su
pueblo. Entonces pudo “entregar el reino a Dios y al Padre”. Este
es el significado de la destrucción de Jerusalén según lo muestra
la Palabra de Dios. No fue un hecho aislado, una solitaria
catástrofe; fue el centro de un grupo de sucesos relacionados y
coincidentes, no sólo en el mundo material sino también en el
mundo espiritual; no sólo en la tierra, sino también en la tierra y
en el infierno; siendo algunos de ellos cognoscibles por los
sentidos y susceptibles de confirmación histórica, mientras que
otros no.

Quizás puede decirse que esta explicación de las predicciones


del Nuevo Testamento, en vez de aliviar la dificultad, nos turba y
nos deja perplejos más que nunca. Es posible creer en el
cumplimiento de las predicciones que se cumplen en el orden
visible y externo de las cosas porque tenemos evidencia histórica
de ese cumplimiento; pero, ¿cómo puede esperarse que creamos
en cumplimientos de los cuales se dice que han tenido lugar en la
región de lo espiritual y lo invisible cuando no tenemos ningún
testigo para confirmar los hechos? Podemos creer implícitamente
en el cumplimiento de todo lo que se predijo con respecto a los
horrores del sitio de Jerusalén, el incendio del templo, y la
demolición de la ciudad, porque tenemos el testimonio de Josefo
en cuanto a los hechos; pero, ¿cómo podemos creer en la venida
del Hijo del hombre, en una resurrección de los muertos, en un
acto de juicio, cuando no tenemos nada en que confiar sino la
palabra de la profecía, y no tenemos ningún Josefo que respalde
la exactitud histórica de los hechos?

A esto sólo se puede contestar que la exigencia de un testimonio


humano acerca de los sucesos en la región de lo invisible no es
completamente razonable. Si los recibimos siquiera, debe ser
basándonos en la palabra de Aquél que declaró que todas estas
cosas ciertamente tendrían lugar antes de que pasara aquella
generación. Pero, después de todo, ¿es tan excesiva la demanda
sobre nuestra fe en esta cuestión? Sabemos que gran parte de
estas predicciones se han cumplido literal y puntualmente;
reconocemos en ese cumplimiento una notable prueba de la
verdad de la Palabra de Dios y la presciencia sobrehumana que
previó y predijo el futuro. ¿Podría algo haber sido menos
probable, en el momento en que nuestro Señor pronunció su
discurso profético, que la total destrucción del templo, el
arrasamiento del templo, y la ruina de la nación durante la
generación que existía entonces? ¿Qué puede ser más
minucioso y particular que las señales del fin enumeradas por
nuestro Señor? ¿Qué puede ser más preciso y literal que el
cumplimiento de ellas?

Pero la parte que declaradamente se ha cumplido, y que está


respaldada por la historia no inspirada, está unida
inseparablemente a la otra porción que no está respaldada.
Nada, excepto un violento trastorno, puede separar una parte de
la profecía de la otra. Es una de principio a fin; un todo completo.
El más fino instrumento no logra trazar una línea que separe la
una porción que se refiere a aquella generación de la otra porción
que se refiere a un período diferente y distante. Cada parte de
ella descansa en el mismo fundamento, y el todo está de tal
manera enlazado y concatenado que todo o se sostiene o cae
junto. Por lo tanto, estamos justificados al sostener que el exacto
cumplimiento de una tal parte de la profecía que viene por el
conocimiento de los sentidos, y que puede ser apoyada por el
humano testimonio, presupone y garantiza el exacto
cumplimiento de la porción que está dentro de la región de lo
invisible y espiritual, y que no puede, en la naturaleza de las
cosas, ser atestiguada por la evidencia humana. Esto no es
credulidad, sino fe razonable, como la que los hombres ejercen
sin temor en todas sus mundanas transacciones.
Llegamos a la conclusión, por lo tanto, de que todas las partes de
la predicción de nuestro Señor se refieren al mismo período y al
mismo suceso; que la profecía entera es una e indivisible, y
descansa en el mismo fundamento de la divina autoridad.
Además, que está demostrado que todo lo que era cognoscible
por los sentidos humanos se ha cumplido, y que, por lo tanto, no
sólo podemos, sino que debemos, asumir el cumplimiento del
resto no sólo como creíble sino como cierto.

Como resultado de la investigación, nos encontramos en este


dilema: o el grupo entero de predicciones, que incluyen la
destrucción de Jerusalén, la venida del Señor, la resurrección de
los muertos, y la recompensa de los fieles, tuvo lugar antes de
que pasase aquella generación, como lo predijo Jesús, lo
enseñaron los apóstoles, y lo esperó la iglesia entera, o de lo
contrario, la esperanza de la iglesia era un engaño, la enseñanza
de los apóstoles un error, y las predicciones de Jesús un sueño.

No hay ninguna otra alternativa consistente con la correcta


interpretación gramatical de las palabras de la Escritura. No
podemos hacer pedazos la profecía de Cristo, y decidir
arbitrariamente que esto es pasado y aquello es futuro; que esto
se ha cumplido y aquello no se ha cumplido. No hay ningún
pretexto para una división tal en el registro de aquel discurso;
como la túnica sin costuras que llevaba Aquél que lo pronunció,
es todo de una pieza, “de un solo tejido de arriba abajo”. La
estructura gramatical y la ocasión histórica implican por igual la
unidad de la profecía entera. Tampoco hay ninguna “facultad
verificadora” por medio de la cual se pueda distinguir entre una
parte y la otra como pertenecientes a diferentes períodos y
épocas. Está demostrado que todo intento de trazar tales líneas
de distinción han sido un completo fracaso. La profecía rehúsa
ser manipulada, y afirma su unidad y homogeneidad a pesar de
los artificios críticos o la violencia. Por todas estas
consideraciones, y principalmente por consideración a la
autoridad de Aquél cuya palabra no puede ser quebrantada, nos
vemos obligados, pues, a concluir que la Parusía, o la segunda
venida de Cristo, con sus acontecimientos relacionados y
concomitantes, sí tuvo lugar, de acuerdo con la predicción del
propio Salvador, en el período en que Jerusalén fue destruida, y
antes de que pasara “aquella generación”.

Aquí podemos hacer una pausa, porque la profecía en la


Escritura no nos lleva más allá. Pero el fin de la era no es el fin
del mundo, y la suerte de Israel no nos enseña nada con
respecto al destino de la raza humana. Lo queramos o no, no
podemos evitar especular sobre el futuro y predecir el destino
último de un mundo que ha sido el escenario de tan estupendas
demostraciones del juicio y la misericordia divinos. Algunos
pensarán probablemente que es una desagradable conclusión la
de que Apocalipsis no es el programa de historia civil y
eclesiástica que una errónea teoría de interpretación suponía.
Les parecerá que la extinción de aquellas falsas luces, que
confundieron con estrellas guiadoras, les deja en total oscuridad
acerca del futuro, y se preguntarán perplejos: ¿A dónde vamos?
¿Cuál ha de ser el fin y la consumación de la historia humana?
¿Está esta tierra, con su preciosa carga de intereses inmortales y
eternos, avanzando hacia la luz y la verdad, o apresurándose
hacia regiones de oscuridad y distanciándose de Dios?

Donde nada se ha revelado, sería el colmo de la presunción


pronosticar el futuro. “No nos toca saber los tiempos y las
sazones, que el Padre puso en su sola potestad”. Se ha dicho
que “el profeta no inspirado es un estúpido”, y muchos casos
confirman el dicho. Pero esto se nos puede permitir concluir: no
hay razón para que nos desesperemos acerca del futuro. Algunos
nos dicen que, así como el judaísmo fue un fracaso, así también
el cristianismo será un fracaso. No estamos convencidos de esto;
más bien lo consideramos como una recusación de la sabiduría y
bondad divinas. El judaísmo nunca se constituyó en religión
universal; era esencialmente limitado y nacional en su operación;
pero el cristianismo está hecho para el hombre, y ha demostrado
su adaptación a todas las variedades de la familia humana. Es en
verdad demasiado cierto que el progreso del cristianismo en el
mundo ha sido lamentablemente lento; y que, después de
dieciocho siglos, no ha conseguido desterrar el mal del mundo, ni
siquiera en las regiones en que su influencia se ha sentido más
poderosamente. Sin embargo, después de hacer lugar para sus
defectos, todavía continúa siendo la más poderosa fuerza moral
que jamás se puso en funcionamiento para purificar y ennoblecer
el carácter del hombre. Es el cristianismo lo que diferencia al
mundo antiguo del nuevo; la civilización moderna de la antigua.
Este es el nuevo factor en la sociedad y la historia humanas que
puede reclamar la porción mayor en las reformas benéficas del
pasado y del cual podemos esperar resultados todavía mayores
en el futuro. El historiador filósofo reconoce en el cristianismo un
nuevo poder, que “desde su mismo origen, y todavía más en su
progreso, renovó por completo la faz del mundo”. * (Schlegel,
Philosophy of History, Lect. x).

Tampoco hay ningún síntoma de decrepitud ni agotamiento en la


religión de Jesús después de todos los siglos y conflictos, así
como de las revoluciones de opinión por las cuales ha pasado.
Ha permanecido firme ante lo más recio de las más malignas
persecuciones, y ha salido victoriosa. Ha soportado la prueba de
la crítica más escrutadora y hostil, y ha salido indemne del fuego.
Ha sobrevivido el más peligroso patrocinio de pretendidos amigos
que la han corrompido convirtiéndola en superstición, la han
pervertido convirtiéndola en una política, o la han degradado
convirtiéndola en comercio. Aunque los enemigos del evangelio
predicen su pronta extinción, entra en una nueva carrera de
conflicto y victoria. Hay una perpetua tendencia en el cristianismo
a renovar su juventud, a recuperar el ideal de su prístina pureza,
y a deshacerse de las impurezas y los acrecentamientos que son
extraños a su naturaleza. Desde la era apostólica, nunca hubo
mayor vitalidad ni vigor en la religión de la cruz que hoy. Esta es
la era de las misiones cristianas; y aunque todas las otras
religiones han dejado de hacer proselitismo, y por lo tanto, de
crecer, el cristianismo va a todos los territorios y a todas las
naciones, Biblia en mano, y proclamando con su boca las buenas
nuevas: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”.

La verdadera interpretación de las profecías del Nuevo


Testamento, en vez de dejarnos en la oscuridad, alientan la
esperanza. Mitigan la tristeza que se cierne sobre un mundo que
se creía destinado a perecer. No hay razón para inferir que,
porque Jerusalén fue destruida, el mundo debe arder; o que,
porque la nación apóstata fue condenada, la raza humana debe
ser destinada a la perdición. Toda esta siniestra anticipación
descansa en una errónea interpretación de la Escritura; y
habiendo eliminado las falacias, el futuro se abrillanta con una
gloriosa esperanza. Podemos confiar en el Dios de amor. Él no
ha abandonado a la tierra, y gobierna el mundo con un plan que
ciertamente no nos ha revelado, pero del cual podemos estar
seguros emergerá finalmente el mayor bien de las criaturas y la
gloria más resplandeciente del Creador.

En verdad, puede parecer extraño e inexplicable que ahora


hayamos sido dejados sin ninguna de aquellas manifestaciones y
revelaciones divinas que en otras épocas complació a Dios
entregar a los hombres. En algunos respectos, parecemos estar
más lejos del cielo que en las épocas en que las voces y las
visiones recordaban a los hombres la cercanía del Invisible.
Podemos decir, con los judíos del cautiverio: “No vemos ya
nuestras señales; no hay más profeta, ni entre nosotros hay
quién sepa hasta cuándo” (Sal. 74:9).
Han pasado mil ochocientos años desde que en la tierra se oyó
una voz que decía: “Así dice el Señor”. Es como si en el cielo se
hubiese cerrado una puerta, y se hubiese cortado la
comunicación directa entre Dios y los hombres; y parecemos
estar en desventaja en comparación con los que fueron
favorecidos con “las visiones y las revelaciones del Señor”. Pero
hasta en esto puede que no juzguemos  correctamente. Sin duda,
es mejor que las cosas sean así. El Señor declaró que la
presencia del Espíritu Santo con los discípulos más que
compensaba su propia ausencia. Ese Espíritu mora con nosotros,
y en nosotros, y es su oficio “tomar lo que es de Cristo y
mostrárnoslo a nosotros”. Tenemos también la Palabra escrita de
Dios, y en esto disfrutamos de una incalculable superioridad
sobre los tiempos anteriores. Es mejor la Palabra escrita que el
profeta viviente. Pero, si fuese necesario para el bienestar y la
guía de la humanidad que Dios se manifestase nuevamente, no
hay ninguna presunción contra revelaciones adicionales. ¿Por
qué tendríamos que pensar que Dios ha dicho a los hombres su
última palabra? Pero le toca a Él escoger, y no a nosotros
dictaminar. Puede muy bien ser que aún ahora, de modos que
nosotros no sospechamos, Él está hablando al hombre. “Dios se
cumple a sí mismo de muchas maneras, y la historia humana
está tan llena de Dios hoy día como en la época de milagros y
profecías. Lejos sea de nosotros la incredulidad que pierde la
esperanza en el cristianismo y en el hombre. Ciertamente, no fue
en vano que Dios dijo: “Yo soy la luz del mundo”. “No envió Dios
a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el
mundo pudiese ser salvo”. “Yo, si fuese levantado de la tierra, a
todos atraeré a mí mismo”.

El apóstol favorecido que, más que ningún otro, parece haber


comprendido “la anchura, la longuera, y la profundidad, y la altura
del amor de Cristo”, nos sugiere ideas del alcance y la eficacia de
la gran redención que nuestra latente incredulidad puede apenas
recibir. El apóstol no vacila en afirmar que la obra restauradora de
Cristo finalmente reparará con creces la ruina causada por el
pecado. “Así como por la desobediencia de un hombre los
muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la
obediencia de Uno, los muchos serán constituidos justos”. Esta
comparación no tendría sentido si “los muchos” de un lado de la
ecuación no fuesen proporcionales a “los muchos” del otro lado
de ella. Pero esto no es todo: la obra redentora de Cristo hace
más que restablecer el equilibrio: “Cuando el pecado abundó,
sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para
muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna
mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Rom. 5:19-21).

Está fuera del ámbito de esta discusión argumentar sobre bases


filosóficas la natural probabilidad de un reinado de la verdad y la
justicia en la tierra; estamos felices de que se nos asegure la
consumación sobre bases más elevadas y más seguras, aún la
promesa de Aquél que nos enseñó a orar: “Hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el cielo”. Porque cada oración enseñada
por Dios contiene una profecía, y transmite una promesa. Este
mundo ya no pertenece al diablo, sino a Dios. Cristo lo ha
redimido, y lo recuperará, y atraerá a Sí a todos los hombres. De
lo contrario, es inconcebible que Dios haya enseñado a su pueblo
en todos los tiempos a pronunciar con fe y esperanza aquella
oración sublime y profética:

“Dios tenga misericordia de nosotros, y nos bendiga; 



Haga resplandecer su rostro sobre nosotros; 

Para que sea conocido en la tierra tu camino, 

En todas las naciones tu salvación. 

Te alaben los pueblos, oh Dios; 

Todos los pueblos te alaben. 

Alégrense y gócense las naciones, 

Porque juzgarás los pueblos con equidad, 

Y pastorearás las naciones en la tierra. 

Te alaben los pueblos, oh Dios; 

Todos los pueblos te alaben. 

La tierra dará su fruto; 

Nos bendecirá Dios, el Dios nuestro. 

Bendíganos Dios, 

Y témanlo todos los términos de la tierra”. 

(SALMO 67).
PARTE III – APÉNDICE – FIN

NOTA A

Reuss acerca del “número de la bestia” (Apoc. 13:18)

“Si relatáramos todo lo que los teólogos han dicho referente al


número 666 en Apocalipsis, compondríamos una historia muy
singular. Sin embargo, éste no es el lugar para hacerlo, y sería
por lo general un mero desperdicio de tiempo refutar errores
palpables y alucinaciones absurdas. Nuestros textos son tan
claros para los que tienen ojos para ver y comprender, que la
simple afirmación del significado verdadero de estos textos
debería disipar en seguida las nubes acumuladas alrededor de
ellos por prejuicios dogmáticos, imaginaciones interesadas, y pre-
construcciones políticas.

“El número de la bestia, 666, es el número de un hombre,


ariqmoz, anqrwpou, dice el profeta. Es el número de un nombre,
dice nuevamente, y ese nombre está escrito en la frente de los
que son súbditos leales y adoradores de la bestia. Pero la bestia
misma es un ser personal – el anticristo, y no representa ninguna
idea abstracta. De esto se sigue que el número 666 no
representa un período de la historia eclesiástica, como se
sostiene en la interpretación de teólogos protestantes ortodoxos y
milenaristas pietistas de la escuela de Bengel. Tampoco
representa un nombre común, ni caracteriza a un poder, ni a un
imperio, por ejemplo, el paganismo romano, como trató de
demostrar Ireneo con su Aateinoz, que ha sido adoptado por
todos los intérpretes subsiguientes que no han podido inventar
nada todavía más inadmisible, y que los protestantes han usado
ansiosamente en interés de sus polémicas contra el Papa. Los
términos “Lacio”, “latinos” no existían en el siglo primero, sino en
la poesía y la geografía local de la Campaña de Roma, y, como
nombre de un lenguaje, eran completamente desconocidos en
cualquier forma dentro de la esfera apostólica (Lucas 23:38; Juan
19:20).

“El número 666, pues, tiene que contener un nombre propio, el


nombre de un personaje político e histórico que debía jugar el
papel de Anticristo en todas las grandes revoluciones que
esperaban al mundo judeo-cristiano. Después de leer a Daniel y
la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, sabemos  cuál  es el
tema. Nuestro autor procede finalmente a decirnos de quién está
hablando.

“Aquí, pues, está la dificultad (si es que es dificultad) que más a


menudo ha confundido hasta a los que han enfocado el problema
con un espíritu libre de prejuicio e ilusión. La bestia del capítulo
trece no es un individuo, sino el Imperio Romano, considerado
como un poder. El escritor mismo nos dice (cap. 17) que las siete
cabezas de la bestia representan las siete colinas sobre las
cuales está edificada la ciudad; y nuevamente, siete reyes que
han reinado allí, o todavía reinan. Esto es bastante correcto, pero
él nos dice con bastante claridad que esta bestia es al mismo
tiempo una de las siete cabezas, una combinación
aparentemente inconcebible y más que paradójica, pero al mismo
tiempo muy natural, y hasta necesaria. La idea de un poder,
especialmente de una influencia hostil, siempre tiende a asumir
una forma concreta, para personificarse en la mente popular. El
monstruo ideal se convierte en un individuo; el principio toma una
clara forma humana, y bajo esta forma personal las ideas se
popularizan, hasta que los individuos, a su vez, se convierten en
representantes permanentes de las ideas e influencias que les
sobreviven. Para la mayor parte de los hombres, un nombre
propio transmite más que una definición, y es más probable que
despierte un sentimiento cálido y vivo. El poder, la idolatría, la
blasfemia, y la persecución pagana, todo lo que despierta las
justas antipatías de la iglesia, todo lo que le inspira horror, y le
arranca exclamaciones de dolor, sería naturalmente
individualizado y concentrado en la persona de aquél que, unos
años antes de la destrucción de Jerusalén, había llenado la
medida de sus crímenes. La bestia es, pues, a un tiempo el
imperio y el emperador, y el nombre de éste último está en los
labios del lector pensante antes de pronunciarlo. Arrojemos sobre
él, pues, toda la luz de la ciencia histórica.

“Una lectura atenta del capítulo 11 ya nos habrá convencido de


que este libro se escribió antes de la destrucción de Jerusalén. El
templo y su atrio interior, con el gran altar, son los medidos – es
decir, destinados, para ser preservados (Zac. 2), mientras que el
resto de la ciudad es entregado a los paganos y dedicado al
sacrilegio. Estos pasajes no podrían haber sido enmarcados en
vista del estado de cosas que existieron después del año 70.
Pero las indicaciones que se dan en el capítulo 17 son todavía
más decisivas. Sostendremos que aquí se habla de Roma hasta
que se pueda demostrar que en la época de los apóstoles existía
otra ciudad construida sobre siete colinas, urbem septicollem, en
la que la sangre de los testigos de Cristo haya sido derramada a
torrentes (vers. 6,9). Esta ciudad, o este imperio, tiene siete
reyes. Las revelaciones de Daniel, Enoc, y Esdras siguen el
mismo plan cronológico, contando todas las sucesiones de reyes
para poner al lector sobre la pista de las fechas. De esos siete
reyes, cinco ya están muertos (ver. 10), el sexto reina en este
momento. El sexto emperador de Roma era Galba, un anciano,
de setenta y tres años de edad cuando ascendió al trono. La
catástrofe final, que había de destruir la ciudad y el imperio, debía
tener lugar en tres años y medio, como ya hemos observado. Por
esta única y simple razón, la serie de emperadores incluye sólo
uno después del monarca que entonces reinaba, y que no
reinaría sino por poco tiempo. El escritor no le conoce, pero
conoce la duración relativa de su reinado, porque sabe que
Roma, en tres años y medio, perecerá finalmente, para no
levantarse jamás.

“Vendrá un octavo emperador, es uno de los siete, y es al mismo


tiempo la bestia que era, pero que, en este momento, no es. Esto
tiene que referirse, pues, a uno de los emperadores anteriores,
que ha de venir una segunda vez, pero como el Anticristo, esto
es, investido de todo el poder del diablo, y para el propósito
especial de combatir contra el Señor. Puesto que se dice que, en
el momento en que se escribió la visión, no es, pero ya ha sido,
debe ser uno de los primeros cinco emperadores. Ya ha sido
herido de muerte (cap. 13:3), de modo que hay algo milagroso en
su reaparición. No puede, pues, ser Augusto, ni Tiberio, ni
Claudio, ninguno de los cuales tuvo un fin violento, y los que,
además, quedan fuera de consideración por el hecho de que
ninguno de éstos era hostil en sus relaciones con la Iglesia. Esta
razón también excluye a Calígula. Sólo queda Nerón; pero todo
concurre para señalarle como el personaje designado tan
misteriosamente. Mientras reinó Galba, y aún mucho tiempo
después de eso, el pueblo no creía que Nerón estuviese muerto;
le suponían oculto en alguna parte y listo para regresar y
vengarse de sus enemigos. Las ideas mesiánicas de los judíos,
que habían sido vagamente difundidas en Occidente (como nos
lo dicen Tácito y Suetonio), mezclándose con estos conceptos
populares, le sugerían a los crédulos la idea de que Nerón
vendría otra vez del Oriente, para reconquistar el trono con ayuda
de los partos. Aparecieron muchos falsos Nerones. Estas
fantasías populares se esparcieron también entre los cristianos.
Las visiones eran ocurrencia común, y los padres de la Iglesia
perpetúan la misma tradición durante varios siglos después.
“Por último, para que no falte nada para una evidencia plena,
nuestro libro nombra a Nerón, por decirlo así, en cada letra. El
nombre de Nerón está contenido en el número 666. El
mecanismo del problema se basa en uno de los artificios
cabalísticos usados en la hermenéutica judía, que consistía en
calcular el valor numérico de las letras que componían una
palabra. Este método, llamado geometría, o geométrico, es decir,
matemático, y usado por los judíos en la exégesis del Antiguo
Testamento, ha dado mucho trabajo a nuestros eruditos, y les ha
llevado a un laberinto de errores. Todos los alfabetos antiguos y
modernos han sido puestos a colaborar, y en cada ocasión se
han ensayado todas las combinaciones imaginables de números
y letras. Al método se le ha hecho producir casi todos los
nombres históricos de los pasados dieciocho siglos: – Tito
Vespasiano y Simón Gioras, Julián el Apóstata y Genserico,
Mohomet y Lutero, Benedicto IX y Luis XV, Napoleón I y el Duque
de Reichstadt – y no sería difícil para ninguno de nosotros,
usando los mismos principios, leer por medio de él los nombres
de los unos o los otros. La verdad es que el enigma no era tan
difícil, aunque sólo ha sido resuelto por medio de la exégesis en
nuestros propios días. Era tan poco insoluble que varios eruditos
contemporáneos encontraron la clave simultáneamente, y sin
saber nada de los trabajos los unos de los otros. El número tiene
que ser descifrado por medio del alfabeto hebreo: rsq nwrn se lee
“Nerón César”:-

n 50 + r 200 + w 6 + n 50 + q 100 + s 60 + r 200 = 666

“El punto más curioso es que existe una lectura muy antigua que
da 616. Esta podría ser la obra de un lector latino de Apocalipsis
que había encontrado la solución, pero que pronunciaba Nerón
como los romanos, mientras que el escritor de Apocalipsis lo
pronunciaba como los griegos y los orientales. La remoción de la
N  final da cincuenta menos”.

NOTA B

Vida y Escritos de Juan, por El Dr. J. M. McDonald

Este libro estaba listo para entrar en prensa antes de que el autor
tuviese la oportunidad de consultar la detallada obra del Dr.
McDonald, Vida y Escritos de Juan. Aunque no puede decirse
que el Dr. McDonald hace por Juan lo que Conybeare y Howson
hacen por Pablo, hay mucho de valioso en su obra. Es
especialmente gratificante para este autor descubrir que, acerca
de la difícil cuestión de  “los dos testigos”, el Dr. McDonald ha
llegado a una conclusión casi idéntica a la del autor. Parecería,
sin embargo, que con el Dr. McDonald esto sería una  feliz
adivinanza. Paley dice:  “Él descubre lo que prueba”; y el Dr.
McDonald no ha profundizado en la investigación del problema.

Acerca de la cuestión de la fecha de Apocalipsis, el Dr. McDonald


se pronuncia, sin titubear, a favor de la fecha temprana; y sus
observaciones sobre este tema son de peso y poderosas. Él ve,
lo que en realidad es bastante obvio, que la evidencia interna
zanja la cuestión más allá de toda controversia.

Pero, como tantos expositores, el Dr. McDonald no ha logrado


encontrar la verdadera clave del Apocalipsis. Sigue de cerca a
Moses Stuart en la interpretación de la última porción de la
Revelación, y ve en  la ciudad ramera, no a Jerusalén, sino a
Roma. Hay una inconsistencia en sus afirmaciones con respecto
a Babilonia (la ciudad sobre el Éufrates), que equivale a una
contradicción. En la página 138, representa a la Babilonia literal
como una ciudad grande y populosa en tiempos de Pedro, y cita
con aprobación a J. D. Michaelis y a D. F. Bacon para demostrar
que la ciudad tenía una gran población judía y ofrecía un campo
muy deseable para la obra de aquel apóstol. Sin embargo, en la
página 225 dice: “La Babilonia literal ya no existía más. Las
profecías relativas a ella y pronunciadas por Isaías hacía mucho
que se habían cumplido”. Ambas afirmaciones no pueden ser
correctas. Tenemos la más clara evidencia de que, en la era
apostólica, Babilonia era una ciudad desierta. Probablemente
la  provincia  de Babilonia haya sido confundida con
Babilonia la ciudad.

Los siguientes extractos son interesantes y valiosos:

La fecha del Apocalipsis:

“En general, la evidencia externa parece ser comparativamente


de poco valor al decidir la verdadera fecha del Apocalipsis. Es
claro que hay que confiar primero en el argumento de la
evidencia interna. Cuando se ha hecho parecer que Ireneo no
dice nada con respecto al tiempo en que el Apocalipsis se
escribió, y que Eusebio atribuye su autoría a un Juan diferente
del apóstol, es suficientemente evidente que el restante
testimonio de la antigüedad, conflictivo como es, o que está
situado más o menos en el punto medio entre la fecha temprana
y la tardía, es de poca importancia al decidir la cuestión. Y
cuando abrimos el libro mismo, y encontramos en sus mismas
páginas evidencia de que, en el tiempo en que fue escrito, los
judíos enemigos todavía eran arrogantes y activos en la ciudad
en que nuestro Señor fue crucificado, y que el templo y el altar en
ella todavía estaban en pie, no necesitamos ninguna fecha de la
primera antigüedad, ni siquiera de la mano del autor mismo, para
informarnos que él escribió antes de aquel gran suceso histórico
y aquella época histórica, la destrucción de Jerusalén”. pp.
171,172.
Los Dos Testigos (Apoc. 11)

“Si tuviéramos en existencia una historia cristiana, como tenemos


una historia pagana escrita por Tácito y una judía escrita por
Josefo, que relatan lo que ocurrió dentro de aquella ciudad
dedicada durante el terrible período de su historia, podríamos
bosquejar más claramente la profecía sobre los dos testigos. El
gran cuerpo de cristianos, advertidos por las señales que les
había dado el Señor, según el testimonio antiguo, parece haber
abandonado Palestina cuando ésta fue invadida por los romanos
… Pero fue la voluntad de Dios que un número competente de
testigos de Cristo quedasen para predicar el evangelio hasta el
último momento a sus engañados y miserables compatriotas.
Puede haber sido parte de su trabajo reiterar las profecías
relativas a la destrucción de la ciudad, el templo, y la comunidad.
Los testigos debían profetizar durante el tiempo en que los
romanos habrían de arrasar la Tierra Santa y la ciudad. El hecho
de que estuviesen vestidos de cilicio indica el carácter triste de su
misión. En su designación como los dos olivos, y los dos
candelabros o las dos lámparas de pie delante de Dios, hay una
alusión a Zacarías 4, donde estos dos símbolos son interpretados
como los dos ungidos, Josué el sumo sacerdote y Zorobabel el
príncipe, fundador del segundo templo. Los olivos, frescos y
vigorosos, mantienen las lámparas siempre provistas de aceite.
Estos testigos, en medio de la oscuridad que se ha asentado
alrededor de Jerusalén, dan una luz constante e infalible. Poseen
el poder de hacer milagros tan maravillosos como cualquiera de
los que llevaron a cabo Moisés y Elías. Lo que se predice aquí
debe haberse cumplido antes del fin de la era milagrosa o
apostólica. Todos los que aquí encuentran una predicción del
estado de la iglesia durante el surgimiento del papado, o en
cualquier período después de la era de los apóstoles, les es
necesario, por supuesto, explicar todo este lenguaje que atribuye
poder milagroso a los testigos. Ellos habrían de caer víctimas de
la guerra, o del mismo poder que hacía la guerra, y sus
cadáveres debían yacer insepultos por tres días y medio en las
calles de la ciudad donde Cristo fue crucificado. Su resurrección y
ascensión al cielo deben ser interpretadas literalmente; aunque,
como en el caso de los milagros que llevaban a cabo, no existe
un registro histórico de los sucesos mismos. Si estos dos profetas
fuesen los únicos cristianos en Jerusalén, puesto que ambos
fueron asesinados, no habría quedado nadie para registrar o
informar del caso; y aquí tenemos, por lo tanto, un ejemplo de
una profecía que contiene al mismo tiempo la única historia y la
única observación de los sucesos que le dieron cumplimiento. La
oleada de ruina que barrió a Jerusalén, y cuyo olor llegó hasta el
cielo, borró o evitó toda memoria humana de su obra de fe, su
paciencia de esperanza, y su obra de amor. La profecía que los
predijo es su única historia, o la única historia del papel que
debían desempeñar en las escenas finales de Jerusalén.
Llegamos a la conclusión, pues, que estos testigos eran dos de
aquellos apóstoles que parecen haberse perdido para la historia
tan extrañamente, o de los cuales no se ha podido descubrir
ningún rastro auténtico después de la destrucción de Jerusalén.
¿No puede haber sido uno de ellos Santiago el Menor, o el
segundo Santiago (para diferenciarlo del hermano de Juan),
comúnmente llamado obispo de Jerusalén? Según Egésipo, un
historiador judeo-cristiano, que escribió cerca de mediados del
siglo segundo, su monumento todavía se levantaba cerca de las
ruinas del templo. Egésipo dice que fue muerto en el año 69, y
que representa al apóstol dando un poderoso testimonio de la
condición mesiánica de Jesús, y señalando hacia su segunda
venida en las nubes del cielo, hasta el mismo momento de su
muerte. Estos testigos de Cristo parecen ser particularmente
adecuados, hombres dotados de los dones más sobrenaturales,
de pie hasta el final en la ciudad abandonada, profetizando su
destrucción, y lamentándose de lo que una vez le fue querido a
Dios”. Pp. 161, 16.

NOTA SUPLEMENTARIA

El obispo Warburton acerca de “La Profecía de Nuestro Señor en


el Monte de los Olivos” y sobre “El Reino de los Cielos”.

Las siguientes observaciones del erudito autor de “La Divina


Legación” concuerdan notablemente con las opiniones
expresadas en esta obra:

“La profecía de Jesús concerniente a la cercana destrucción de


Jerusalén a manos de Tito está concebida en términos tan
elevados y ampulosos, que, no sólo los intérpretes modernos,
sino también los antiguos, han supuesto que nuestro Señor
entrelaza en ella una predicción directa de su segunda venida en
juicio. De aquí la opinión corriente en aquellos tiempos de que la
consumación de todas las cosas se acercaba; lo cual ha
proporcionado asidero a una objeción infiel en estos tiempos,
insinuando que Jesús, para mantener a sus seguidores
vinculados a su servicio, y pacientes bajo el sufrimiento, les
lisonjeaba con la cercana proximidad de aquellas recompensas
que completaban todas sus visiones y esperanzas. A lo cual los
defensores de la religión han opuesto esta respuesta: Que la
distinción de corto y largo, en la duración del tiempo, se pierde en
la eternidad; y que, para el Todopoderoso, “mil años son como
ayer”, etc.

Pero el principio en que ambos se basan es falso; y si se


sopesara debidamente lo que se ha dicho, se vería que esta
profecía no trata de la segunda venida de Cristo en juicio, sino de
la primera; de la abolición del sistema judío y el establecimiento
del sistema cristiano, ese reino de Cristo que comenzó al cesar
por completo la teocracia. Puesto que el reino de Dios sobre los
judíos terminó enteramente con la abolición del servicio en el
templo, así también el reino de Cristo tuvo entonces su primer
comienzo “en espíritu y en verdad”. Este fue el verdadero
establecimiento del cristianismo, no el efectuado por la
conversión o las donaciones de Constantino. El reino del “Hijo” no
podía tener lugar sino cuando fue abolida la ley judía, sobre la
cual el “Padre” presidió como Rey; porque la soberanía de Cristo
sobre la humanidad era esa misma soberanía de Dios sobre los
judíos transferida y mayormente extendida.

“Siendo esta, pues, una de las épocas más importantes en la


economía de la gracia, y la más terrible revolución en todas las
dispensaciones religiosas de Dios, vemos la elegancia y la
propiedad de los términos en cuestión para denotar un suceso
tan grandioso, junto con la destrucción de Jerusalén, por medio
de la cual se efectuó; porque en todo el lenguaje profético, el
cambio y la caída de principados y potestades, ya sean
espirituales o civiles, están señalados por el zarandeo de los
cielos y la tierra, el oscurecimiento del sol y de la luna, y la caída
de las estrellas; como el surgimiento y el establecimiento de los
nuevos son por medio de procesiones en las nubes del cielo, por
el sonido de las trompetas, y la reunión de huestes y
congregaciones”.

FIN

También podría gustarte