Lunes de Ceniza - Kathy Reichs 7
Lunes de Ceniza - Kathy Reichs 7
Lunes de Ceniza - Kathy Reichs 7
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La antropóloga forense Temperance Brennan de Carolina del Norte y Quebec
ha llegado a Montreal desde Charlotte, durante los fríos días de diciembre,
para declarar como testigo experta en un juicio por asesinato. Debería
repasar sus notas, pero en lugar de eso está cavando en el sótano —
plagado de ratas— de una pizzería donde han aparecido los esqueletos de
tres mujeres jóvenes. ¿Cuándo murieron? ¿Cómo llegaron hasta allí? El
inspector de homicidios, Luc Claudel, cree que se trata de huesos antiguos.
El dueño de la pizzería, que encontró botones del siglo XIX junto a los
esqueletos, está convencido de ello. Pero hay algo que no tiene sentido.
Tempe analiza los huesos y las dentaduras en su laboratorio y descubre la
procedencia de las mujeres. Si estuviera en lo cierto, Claudel tiene tres
asesinatos recientes en sus manos.
Mientras Tempe intenta encontrar respuestas a sus problemas personales y
a las investigaciones, se ve de pronto inmersa en un endemoniado caso del
que probablemente no pueda escapar. Aquellas mujeres desaparecieron y
nunca volvieron, ella podría ser la siguiente…
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Kathy Reichs
Lunes de ceniza
Temperance Brennan - 7
ePub r1.1
nalasss 10.08.13
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Título original: Monday Mourning
Kathy Reichs, 2004
Traducción: Claudio Molinari
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Capítulo 1
Lunes, lunes…
No se puede confiar en ese día…
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con la pared sur—, lo arrancó del suelo, se lo mostró al dueño y juntos fueron a
revisar la colección de anatomía de la biblioteca local para averiguar si el hueso era
humano. Escogieron un libro con ilustraciones bonitas y a todo color, porque
seguramente no saben leer.
Estaba a punto de hacerle la siguiente pregunta cuando por encima de nosotros se
oyó un clic. Claudel y yo alzamos la vista creyendo que se trataba de su compañero.
Pero en vez de Charbonneau, vimos a un tipo flaco como un espantapájaros.
Llevaba un jersey largo hasta las rodillas, vaqueros anchos y sueltos, y unas
deportivas Nike azules. Del borde inferior de la cinta que le envolvía la cabeza
asomaban varias coletas delgadas.
Acuclillado en la entrada, el hombre apuntaba su cámara Kodak desechable en mi
dirección. La V de Claudel se hizo más pronunciada y su nariz de loro se le puso más
colorada aún.
—Tabarnac!
Sonaron dos clics más y, a tientas, el hombre se escabulló por un lateral.
Claudel enfundó su pistola y se aferró a la barandilla de madera:
—Hasta que venga la SIJ, puede tirar todas las piedras que quiera.
La SIJ era la Section d’Identité Judiciaire, equivalente en Quebec a la Policía
Científica.
Las nalgas de Claudel, enfundado en un pantalón cortado a medida,
desaparecieron a través de la estrecha abertura rectangular. Y aunque sentí la
tentación de hacerlo, no le lancé ni una sola piedra.
Desde la planta de arriba llegaban voces apagadas y pisadas de botas. En el
sótano sólo se oía el zumbido del generador que alimentaba los focos portátiles.
Aguanté la respiración y agucé el oído.
En la oscuridad que me rodeaba no oí chillidos, ni rasguños, ni correteos.
Velozmente, paseé la vista en derredor.
No vi ojitos centelleantes, ni largos rabos rosados con escamas. Las cabronas se
estarían reagrupando para la siguiente ofensiva.
No estaba de acuerdo con la manera en que Claudel resolvía el problema de los
roedores, pero en algo coincidíamos: podría vivir perfectamente sin ellos.
Contenta por poder estar unos instantes sola, volví mi atención al mohoso cajón
de envases que tenía a mis pies: «Tónico Dr. Energy. ¿Se siente muerto de cansancio?
Dr. Energy hará que sus huesos quieran ponerse a bailar».
Pues éstos no, doctor.
Contemplé el truculento contenido del cajón de envases.
Aunque la mayor parte del esqueleto seguía cubierto de barro endurecido, algunos
huesos habían sido desempolvados. Bajo la luz dura de los focos portátiles, las
superficies óseas mostraban un color castaño. Había una clavícula, costillas, una
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pelvis.
Un cráneo humano.
Maldición.
Lo había dicho media docena de veces ya, pero reiterarlo no le haría daño a nadie.
Yo había llegado desde Charlotte a Montreal un día antes para preparar mi
declaración el martes ante el tribunal. El hombre en cuestión había sido acusado de
matar y descuartizar a su esposa y yo debía testificar sobre el análisis de las marcas
de aserrado del esqueleto de la víctima. Había sido un peritaje complicado y quería
repasar mi expediente del caso. Pero no, tuve que venir a helarme el culo excavando
el sótano de una pizzería.
Pierre LaManche había acudido a mi despacho a primera hora de la mañana.
Reconocí esa mirada y apenas la vi, adiviné lo que venía a continuación.
Mi jefe me explicó que habían hallado varios huesos en un local que vendía pizza
por porciones. El dueño llamó a la policía, la policía llamó al juez de instrucción, y el
juez de instrucción al laboratorio médico-legal.
LaManche quiso que me acercara a echar un vistazo.
—¿Hoy? —dije.
—S’il vous plait.
—Mañana subo al estrado.
—¿En el juicio a Pétit?
Asentí.
—Pues lo de la pizzería no le llevará nada de tiempo —dijo LaManche en su
preciso francés parisino—. Lo más probable es que sólo sean restos de animales.
—¿Dónde es? —dije cogiendo un sujetapapeles.
De un papel que tenía en la mano, LaManche leyó la dirección en voz alta: rue
Ste-Catherine, a unas pocas calles al este de Centre-ville, el centro de la ciudad de
Montreal.
Territorio de la CUM.
Territorio de Claudel. La sola idea de tener que trabajar con él suscitó mi primera
maldición de la mañana.
En las pequeñas poblaciones que rodean la isla de Montreal funcionan varias
fuerzas policiales, pero las dos principales encargadas de hacer cumplir la ley son la
SQ y la CUM. La Sûreté de Québec, la SQ, es la policía provincial y manda en los
suburbios más virulentos y en aquellas poblaciones carentes de fuerzas policiales
propias. La Pólice de la Communauté Urbaine de Montreal, la CUM, es la policía de
la ciudad. La isla pertenece a la CUM.
Luc Claudel y Michel Charbonneau son detectives de la Brigada Criminal de la
CUM. Como antropóloga forense de la provincia de Quebec, he trabajado con ambos
muchas veces. Con Charbonneau, la experiencia siempre resulta un placer. Con su
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compañero, la experiencia siempre resulta una experiencia. Luc Claudel es buen poli,
pero tiene la paciencia de un petardo, la sensibilidad de Vlad el Empalador y un
escepticismo perenne en cuanto a la utilidad de la antropología forense. Aunque sabe
vestir con elegancia.
Cuando yo llegué al sótano dos horas antes, el cajón de envases de Dr. Energy
estaba lleno de huesos sueltos. Claudel todavía debía suministrarme muchos detalles,
pero supuse que los huesos habían sido recolectados por el dueño, probablemente con
ayuda del desventurado fontanero. Mi trabajo consistía en determinar si los huesos
eran humanos.
Lo eran.
Ese hecho generó mi segunda maldición de la mañana.
Mi siguiente tarea fue determinar si bajo el suelo del sótano reposaba alguien
más. Comencé con tres técnicas exploratorias.
La iluminación a ras del suelo con el haz de la linterna me hizo notar algunas
depresiones del terreno. Mi sondeo en cada una de ellas dio con resistencia, lo que
sugería la presencia de objetos bajo la superficie. Al excavar zanjas de prueba
encontramos huesos humanos.
Mala suerte, ya no iba a poder repasar tranquilamente el expediente de Pétit.
Cuando Claudel y Charbonneau oyeron mi opinión, contribuyeron con las
maldiciones número tres, cuatro y cinco. Y para enfatizar añadieron varios
improperios en quebecois.
Llamaron a la SIJ y dio comienzo la rutina de la policía científica: colocaron los
focos y tomaron fotografías. Y mientras Claudel y Charbonneau interrogaban al
dueño y a su asistente, los peritos arrastraron un radar de detección subterránea por
toda la superficie del sótano. El RDS mostró perturbaciones a unos diez centímetros
debajo de cada depresión. Quitando eso, el sótano no ocultaba nada más.
Mientras los peritos de la SIJ se tomaban un descanso y Claudel hacía «guardia
antirrata» con su semiautomática, yo demarqué dos sencillas cuadrículas con hilo, y
cada una de ellas en otros cuatro cuadrados más pequeños. Cuando me disponía a atar
el último hilo a su estaca, Claudel se dio el gusto de hacerse el Rambo con las ratas.
¿Qué iba a hacer? ¿Esperar a que los peritos de la SIJ decidieran regresar?
Ni loca.
Así que cogí sus equipos, tomé fotografías y grabé un vídeo. Me froté las manos
para recuperar la circulación y me cambié los guantes. Me acuclillé y con una paleta
empecé a extraer tierra del cuadrado A-I.
Mientras cavaba, sentí el subidón que suele darme en la escena de un crimen: los
sentidos alerta, la curiosidad intensa, la posibilidad de que no sea nada o de que
realmente sea algo.
Y la preocupación.
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¿Y si destrozo una sección de hueso clave?
Rememoré otras excavaciones, otras muertes. La del aprendiz de santo en una
iglesia quemada hasta los cimientos. La del adolescente decapitado en el picadero de
unos moteros. La de unos yonquis acribillados en una tumba, junto a un arroyo.
No sé cuánto tiempo llevaba cavando cuando regresaron los dos peritos de la SIJ.
El más alto de ellos llegó sujetando un vaso de porexpán. Busqué su nombre en mi
memoria.
Era alto y delgado como una raíz. Raíz… Racine. Mi regla nemotécnica funcionó.
René Racine era novato, juntos habíamos estudiado un puñado de escenas. Su
compañero, el bajito, era Pierre Gilbert. Hacía una década que nos conocíamos.
Dando sorbos al café tibio, les expliqué lo que había hecho en su ausencia.
Después pedí a Gilbert que grabara y acarreara tierra, y a Racine que la cribara.
Volví a mi cuadrícula.
Cuando hube extraído unos siete centímetros de tierra del cuadrado I-A, pasé al I-
B. Después al I-C y al I-D.
Sólo extraje tierra.
Era de esperarse, el RDS había mostrado discrepancias a partir de los diez
centímetros de profundidad.
Continué excavando.
Perdí la sensibilidad en los dedos de las manos y de los pies y se me congeló
hasta la médula. Perdí la noción del tiempo.
Gilbert trasladaba los cubos de tierra desde mi cuadrícula hasta la criba. Racine
tamizaba. De vez en cuando Gilbert tomaba una fotografía. Cuando hube excavado
todo el sector de la cuadrícula hasta los siete centímetros de profundidad, volví a
empezar por el cuadrado I-A. Y cuando llegué a los catorce centímetros, pasé al
siguiente cuadrado, tal como lo había hecho antes.
Tras sacar dos paletadas del cuadrado I-B, noté un cambio en el color de la tierra,
así que pedí a Gilbert que dirigiera un foco.
Bastó un atisbo para que mi tensión diastólica subiera varios puntos.
—Bingo.
Gilbert se acuclilló a mi lado. Racine se le unió.
—Quoi? —preguntó Gilbert. ¿Qué?
Pasé la punta de mi paleta por el borde externo de la mancha que asomaba del
fondo del cuadrado I-B.
—La tierra está más oscura —observó Racine.
—Las manchas indican descomposición —expliqué.
Ambos peritos me miraron.
Señalé los cuadrados I-C y I-D:
—Aquí debajo alguien está pasando a mejor vida.
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—¿Llamo a Claudel? —preguntó Gilbert.
—Ve, alégrale el día.
Cuatro horas más tarde, mis dedos se habían convertido en estalactitas. Y aunque
llevara la cabeza cubierta con un gorro y una bufanda al cuello y mi parka marca
Kanuk —garantizada para soportar temperaturas inferiores a los 40° bajo cero por su
forro de nailon polimerizado de poliuretano microporoso al 100%—, seguía
congelándome.
Gilbert se paseaba por el sótano tomando fotografías y grabando desde varios
ángulos. Racine observaba, con las manos hundidas en las axilas para mantenerlas
calientes. Ambos parecían muy cómodos dentro de sus monos especiales para frío
ártico.
La pareja de policías de homicidios, Claudel y Charbonneau, se encontraban de
pie, uno al lado del otro, con las piernas abiertas y las manos cruzadas sobre los
genitales. No estaban contentos.
Junto a la base de las paredes yacían ocho ratas muertas.
El hoyo del fontanero y las depresiones habían sido excavadas hasta convertirse
en zanjas de medio metro de profundidad. En el hoyo aquel encontramos varios
huesos sueltos que el fontanero y el dueño del local pasaron por alto. Lo que
encontramos en las zanjas era algo muy distinto.
El esqueleto exhumado de la primera cuadrícula descansaba en posición fetal y no
llevaba ropas. La pantalla del RDS no indicó que hubiese ni un solo artefacto.
El individuo hallado en la segunda cuadrícula había sido atado como un bulto y
enterrado después. Las partes que pudimos ver eran huesos limpios.
Tras quitar las últimas partículas de tierra del segundo enterramiento, dejé a un
lado mi pincel, me incorporé y pateé el suelo para calentarme los pies.
—¿Eso que lo cubre es una manta? —la voz de Charbonneau sonaba ronca a
causa del frío.
—Más bien parece cuero —respondí yo.
Charbonneau apuntó un pulgar hacia la caja de envases de Dr. Energy.
—¿Y el resto del menda está ahí?
El sargento detective Michel Charbonneau había nacido en Chicoutimi, en una
región llamada Saguenay, a seis horas de barco de Montreal, río San Lorenzo arriba.
Antes de entrar en la CUM, había pasado varios años trabajando en los campos
petrolíferos del oeste de Tejas. Orgulloso de su juventud vaquera, Charbonneau solía
dirigirse a mí en mi lengua materna. La hablaba bien, aunque pronunciase «de» en
vez de «the», acentuara las palabras en la sílaba equivocada y sus frases contuviesen
suficiente argot para llenar un sombrero de diez galones.
—Eso espero —respondió.
—¿Eso espera? —Claudel exhaló una pequeña nube de vapor.
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—Así es, monsieur Claudel. Eso espero.
Claudel se mordió los labios pero no dijo nada.
Una vez que Gilbert terminó de fotografiar el bulto enterrado, me arrodillé y tiré
de un extremo del cuero. Se rasgó.
Cambié mis abrigados guantes de lana por unos quirúrgicos, me agaché sobre el
cadáver y empecé a despegar un borde del cuero, separándolo cuidadosamente,
levantándolo y finalmente enrollándolo sobre sí mismo.
Con el colgajo externo totalmente despegado y tendido a la izquierda, proseguí
hacia la capa interior. En ciertos lugares, las fibras se adherían al esqueleto. Las
manos me temblaban a causa del frío y los nervios, pero con un escalpelo separé el
cuero podrido de los huesos que había debajo.
—¿Qué es esa cosa blanca? —preguntó Racine.
—Adipocira.
—¿Adipocira…? —repitió él.
—Grasa cadavérica —le dije, pues estaba con pocas ganas de dar una clase de
química—. Después de pasar largo tiempo enterrados o sumergidos en agua, los
cadáveres se descomponen en una sustancia jabonosa de calcio proveniente de los
músculos y la grasa suelen cambiar su composición química.
—¿Y por qué no tiene adipocira el otro esqueleto?
—No lo sé.
Oí a Claudel resoplar irónicamente, pero lo ignoré.
Quince minutos más tarde había conseguido despegar y quitar completamente la
capa interior de la mortaja, dejando el esqueleto totalmente expuesto.
A pesar de estar dañado, el cráneo era perfectamente identificable.
—Tres cabezas significan tres personas —aclaró innecesariamente Charbonneau.
—Tabarnouche —masculló Claudel.
—Maldición —dije yo.
Gilbert y Racine permanecieron en silencio.
—¿Tiene alguna idea de lo que tenemos aquí, doctora? —preguntó Charbonneau.
Me puse de pie, entre los crujidos de mis rodillas y los cuatro pares de ojos que
me siguieron hasta el cajón de Dr. Energy.
Saqué y estudié por separado una de las dos mitades de pelvis y después el
cráneo.
Pasé a la primera zanja y me arrodillé, extraje las mismas piezas y las
inspeccioné.
«Dios bendito».
Retorné aquellos huesos a su sitio y a cuatro patas pasé a la segunda zanja. Me
incliné sobre ella y estudié los fragmentos de cráneo.
«No, otra vez no. Las víctimas universales».
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Extraje de la tierra la mitad derecha de la pelvis.
De nuestras cinco caras surgían nubes de aliento.
Me senté sobre los talones y limpié la tierra que cubría las sínfisis púbicas.
Me quedé helada por dentro.
Las muertas eran tres mujeres que apenas habían pasado la pubertad.
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Capítulo 2
La mañana siguiente me desperté con el pronóstico del tiempo, sabía que me
aguardaba un frío asesino. No esos siete grados con humedad de los que
ocasionalmente nos quejamos en Carolina del Norte al llegar enero. Éste era un frío
de más de diecisiete grados bajo cero. Un frío ártico, la clase de frío que te congela
para que te coman los lobos. Así de frío.
Yo adoro Montreal. Me encantan su montaña de menos de ciento veinte metros,
su puerto antiguo, la Pequeña Italia, el barrio chino, el barrio gay, los rascacielos de
acero y cristal de Centre-ville. Me encantan los barrios enmarañados con sus
callejones de piedra gris y sus escaleras imposibles.
Montreal es una luchadora esquizofrénica que continuamente se enfrenta a sí
misma. Es anglófona y francófona, separatista y federalista, católica y protestante,
vieja y nueva. Me resulta fascinante. Me seduce su multiculturalismo, donde
conviven empanada, falafel, poutine y Kong Pao; el pub irlandés de Hurley, Katsura,
L’Express, los bagels de la panadería de Fairmont y la Trattoria Trastevere.
Participo de la interminable ronda de festivales que me ofrece la ciudad: Le
Festival International de Jazz, Les Fétes Gourmandes Internationales, Le Festival
des Filmes du Monde y el festival de cata de bichos del Insectarium. Frecuento las
tiendas de Ste-Catherine, los mercados al aire libre de Jean-Talon y Atwater, y las
tiendas de antigüedades que bordean Notre-Dame. Visito los museos, hago mis
picnics en los parques y recorro en bicicleta las sendas a lo largo del canal Lachine.
Todo eso me seduce.
Lo que no me seduce es el clima entre noviembre y mayo.
Lo admito, he vivido en el sur demasiado tiempo y odio vivir congelada. No le
tengo paciencia ni a la nieve ni al frío. Quédense sus botas, lápices de manteca de
cacao y hoteles tallados en el hielo, prefiero los shorts, las sandalias y el protector
solar del treinta.
Mi gato Birdie comparte mi punto de vista. Cuando me incorporé, él se puso en
pie, arqueó la espalda y volvió a perderse en el túnel que habían formado las mantas.
Con una sonrisa, lo observé apretujarse hasta formar un bultito compacto y redondo.
Birdie: mi único y leal compañero de cuarto.
—Pienso igual que tú, Bird —le dije, mientras apagaba el radiorreloj.
El bultito se encogió aún más.
Me fijé en los dígitos, eran las cinco y media.
Fuera estaba oscuro como boca de lobo.
Salí hacia el baño como una bala.
Veinte minutos después, me encontraba sentada en la cocina, con una jarra de café
y el expediente de Pétit sobre la mesa.
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Marie-Reine Pétit, 42, madre de tres hijos, vendedora de pan en una boulangerie,
había desaparecido dos años atrás. Cuatro meses después de su desaparición, su torso
putrefacto apareció dentro de un bolso de hockey en el cobertizo que hacía las veces
de trastero familiar.
El registro del sótano del hogar de los Pétit reveló la existencia de varios tipos de
sierra, de marquetería, de arco y de carpintero. Yo había analizado el aserrado de los
huesos de Marie-Reine para determinar si había sido realizado con una herramienta
similar a las del maridito. Bingo. Comprobé que había sido hecho con la sierra de
arco. Ahora, Réjean Pétit estaba acusado de haber asesinado a su mujer.
Dos horas y tres cafés más tarde, guardé fotografías y papeles y volví a
comprobar la citación.
De comparaitre personnellement devant la Cour du Québec, chambre criminelle
et penal, au Palais de Justice de Montréal, á 09:00 heures, le 3 décembre…
Huy, qué divertido. Me habían citado a declarar «personalmente», un trámite tan
personal como una auditoría de hacienda. Nada de RSVP. Apunté el nombre de la
sala.
Me calcé las botas y me puse la parka, cogí guantes, sombrero y bufanda, encendí
la alarma y me dirigí al garaje. Birdie seguía hecho un ovillo. Al parecer mi gato
había disfrutado de su desayuno antes del amanecer.
Mi viejo Mazda arrancó a la primera. Buena señal.
Al llegar a la cima de la rampa, frené demasiado abruptamente y, como un chaval
en un tobogán de piscina, crucé resbalando de costado hasta la otra acera. Mala señal.
Hora punta. Los atascos taponaban las calles y todos los vehículos salpicaban
nieve fangosa. El sol matinal no me permitía ver a través de la sal que cubría mi
parabrisas. Y aunque encendía una y otra vez limpiaparabrisas y aspersores, había
trechos en los que conducía a ciegas. A las pocas calles, me arrepentí de no haber
cogido un taxi.
A finales del siglo XVI, un grupo de iroqueses laurentinos vivía en un poblado que
ellos llamaban Hochelaga, situado entre una pequeña montaña y un río de gran
caudal, justo después del último tramo de rápidos peligrosos. En 1642, unos
misioneros y aventureros franceses llegaron sin invitación y se quedaron. Los
franceses bautizaron su asentamiento Ville-Marie.
Con el correr de los años, los residentes de Ville-Marie prosperaron, crecieron y
trazaron calles. El pueblo tomó por nombre la montaña que se elevaba a sus espaldas,
Mont Real. Al río lo bautizaron con el nombre de San Lorenzo.
Y en cuanto llegaron los europeos, desaparecieron las primeras naciones
indígenas.
En la actualidad, la zona de la antigua Hochelaga/Ville-Marie lleva el nombre de
Vieux-Montréal. A los turistas les encanta.
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Colina arriba desde el río, la vieja Montreal es pintoresca a rabiar: hay faroles de
gas, calesas tiradas por caballos, vendedores callejeros y cafés con terrazas. Los
edificios de piedra maciza que alguna vez albergaron a colonos, establos, talleres y
almacenes, ahora alojan museos, boutiques, galerías de arte y restaurantes. Las calles
son estrechas y adoquinadas.
Y no hay el más mínimo espacio para aparcar.
Deseando una vez más haber cogido un taxi, dejé el coche en un estacionamiento
de pago y me dirigí a toda prisa por el bulevar St-Laurent hacia el Palais de Justice,
ubicado en el número 1 de la rue Notre-Dame Este, en el extremo norte del distrito
histórico. La sal crujía bajo mis pies y el aliento se me congelaba al salir de la
bufanda. Al verme acercarme, las palomas permanecían acurrucadas; preferían el
calor animal del grupo a la seguridad de salir volando.
Mientras caminaba, pensaba en los esqueletos del sótano de la pizzería.
¿Pertenecían realmente a unas jovencitas asesinadas? Esperaba que no, pero en el
fondo sabía que era la única realidad.
También pensé en Marie-Reine Pétit y sentí pena por su vida cercenada a causa
de una maldad indescriptible. Me pregunté qué pasaría con los niños del matrimonio
cuando a papá lo encerraran por asesinar a mamá. ¿Llegarían a reponerse alguna vez?
¿O quedarían marcados irreparablemente por el horror que les había caído encima?
De pasada, eché un vistazo al McDonald’s del bulevar St-Laurent, situado en la
acera opuesta al Palais de Justice. Sus dueños habían intentado ceñirse al estilo
colonial, habían hecho desaparecer los arcos amarillos y puesto toldos azules en su
lugar. Éstos tampoco quedaban demasiado bien, pero al menos lo habían intentado.
A los diseñadores del tribunal más importante de Montreal les importó un
pimiento la armonía arquitectónica. Las primeras plantas forman una caja oblonga
flanqueada por columnas verticales negras en saliente, sobre la que se apoya otra caja
más pequeña con frente acristalado. Las plantas superiores se elevan al cielo como un
monolito sin ninguna característica en particular. El edificio armoniza con el resto del
barrio como un Hummer en una colonia amish.
Entré al Palais y estaba lleno hasta los topes: había viejecitas con abrigos de piel
hasta los tobillos, adolescentes con pinta de raperos gangsteriles y prendas lo bastante
grandes para abrigar a ejércitos enteros, hombres trajeados, abogados y jueces con
togas negras. Algunos esperaban, otros se daban prisa. No había término medio.
Serpenteando entre grandes maceteros y soportes con luces Starburst, crucé el
hall hasta llegar a una hilera de ascensores situados al fondo. Del Café Vienne llegaba
el aroma a esa bebida. Iba a detenerme a tomar una cuarta taza, pero opté por no
hacerlo. Ya estaba bastante estimulada.
En la planta superior vi más o menos lo mismo, pero allí la mayoría de la gente se
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limitaba a esperar. Aguardaba sentada en bancos de metal perforado, se apoyaba
contra las paredes o conversaba en susurros.
Unos pocos consultaban con sus abogados en las pequeñas salas de interrogatorio
del pasillo. Ninguno de ellos parecía contento.
Tomé asiento en la puerta de la sala 4.01 y de mi maletín extraje el expediente de
Pétit. Diez minutos más tarde, Louise Cloutier surgió de la sala del tribunal. Con su
larga melena rubia y sus gafas inmensas, la fiscal de la Corona aparentaba diecisiete
años a lo sumo.
—Usted será mi primera testigo. —La cara de Cloutier traslucía tensión.
—Estoy preparada —respondí.
—Su testimonio será clave.
Cloutier retorcía y volvía a enderezar un clip. Había querido reunirse conmigo el
día anterior pero el caso de la pizzería había dado al traste con el encuentro. La
conversación que tuviéramos la noche anterior no le había asegurado a la fiscal la
preparación que deseaba. Procuré tranquilizarla:
—No puedo relacionar el aserrado de los huesos con la mismísima sierra de arco
de Pétit, pero puedo afirmar con toda seguridad que fueron hechas con una
herramienta idéntica.
—Diga «que concuerda con» —corrigió Cloutier.
—«Que concuerdan con» —repetí.
—Su testimonio será clave. En su primera declaración, Pétit aseguró que nunca
había visto ese serrucho, pero un analista de su laboratorio va a testificar que, al
quitar el mango, encontró restos minúsculos de sangre en la ranura de uno de los
tornillos.
Todo eso yo ya lo sabía por nuestra conversación de última hora. Cloutier estaba
repasando la acusación contra Pétit tanto para ella como para mí.
—Un experto en ADN declarará que la sangre pertenece a Pétit, eso lo
relacionará con la sierra.
—Y yo relacionaré la sierra con la víctima —dije.
Cloutier asintió:
—Cuando se trata de establecer la idoneidad de los expertos, este juez es un
verdadero cabrón.
—Todos lo son.
Cloutier esbozó una sonrisa nerviosa y fugaz:
—El alguacil la llamará en unos cinco minutos.
Fueron más bien veinte.
La sala del tribunal era típica, moderna y anodina. Paredes texturadas grises y
moquetas texturadas grises. Un acolchado texturado gris tapizaba los largos bancos
atornillados al suelo. El poco color que había se encontraba en medio de la sala, más
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allá de las puertas que separaban a los espectadores de los litigantes y funcionarios:
las sillas de los abogados estaban tapizadas en rojo, amarillo y marrón; también podía
verse el azul, rojo y blanco de las banderas de Quebec y Canadá.
Una docena de personas ocupaba los bancos destinados al público. En mi trayecto
por el pasillo central hasta el estrado, ese mismo público me siguió con la mirada. El
juez se encontraba delante y a mi izquierda, el jurado delante de mí. El señor Pétit, a
mi derecha.
He testificado muchas veces y me he enfrentado a hombres y mujeres acusados de
crímenes monstruosos: asesinatos, violaciones, descuartizamientos. Pero al ver a los
acusados siempre siento alivio.
Esta vez no fue la excepción. Réjean Pétit era un tipo de lo más corriente, tímido
incluso. Hubiera podido ser mi tío Frank.
El funcionario me tomó juramento. Cloutier se puso de pie y empezó a hacerme
preguntas desde el escritorio de la acusación.
—Por favor, indique su nombre completo.
—Temperance Deasee Brennan.
Dirigíamos las palabras hacia micrófonos suspendidos del techo. Nuestras voces
eran los únicos sonidos que resonaban en la sala.
—¿A qué se dedica?
—Soy antropóloga forense.
—¿Cuánto hace que ejerce esa profesión?
—Aproximadamente veinte años.
—¿Dónde la ejerce?
—Soy profesora titular de la Universidad de Carolina del Norte. Cumplo
funciones de antropóloga forense en la provincia de Quebec en el Laboratorio de
Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, en Montreal, y también en Carolina del
Norte, en la Jefatura Médica Forense, en Chapel Hill.
—¿Es usted ciudadana estadounidense?
—Sí, y tengo permiso de trabajo canadiense. Vivo a caballo entre Montreal y
Charlotte.
—¿Por qué ejerce de antropóloga forense una estadounidense en una provincia
canadiense?
—No hay ningún ciudadano canadiense que sea forense, posea certificación
oficial en esa especialidad y hable francés fluidamente.
—Volveremos a la cuestión de la certificación oficial más adelante. Por favor
describa sus estudios.
—Soy licenciada en Antropología por la Universidad Americana de Washington
D. C., y tengo una maestría y un doctorado en Antropología Biológica por la
Universidad del Noroeste, en Evanston, Illinois.
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A eso le siguió una serie interminable de preguntas acerca de los temas de mi tesis
doctoral, mis investigaciones, mis becas, mis artículos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con
quién? ¿En qué publicaciones? Creí que Cloutier me iba a preguntar el color de las
bragas que llevaba puestas el día de mi disertación.
—¿Ha escrito muchos libros, doctora Brennan?
Los enumeré.
—¿Pertenece a algún colegio profesional?
Los enumeré.
—¿Ha ocupado cargos en alguno de esos colegios?
Los enumeré.
—¿Está habilitada por alguna institución reguladora?
—Estoy habilitada por el Consejo Estadounidense de Antropología Forense.
—Por favor, explique a la corte lo que eso significa.
Describí el proceso de presentación de solicitud, el examen, la supervisión ética, y
expliqué la importancia de los dictámenes facultativos a la hora de evaluar la
competencia de aquellos a quienes se considera expertos.
—Además de ejercer su profesión en los laboratorios médico-legales de Quebec y
Carolina del Norte, ¿lo hace usted en algún otro medio?
—He trabajado para las Naciones Unidas, para el Laboratorio Central de
Identificación de las Fuerzas Armadas Estadounidenses en Honolulú, Hawaii, como
instructora en la Academia del FBI en Quántico, Virginia; y como instructora en la
Academia de Capacitación de la Real Policía Montada de Canadá en Ottawa, Ontario.
Además soy miembro del Equipo Forense de Emergencias de la Oficina de Defensa
Civil de Estados Unidos. Y en ocasiones asesoro a clientes privados.
El jurado estaba inmóvil, no sé si fascinado o comatoso. El abogado de Pétit no
tomaba notas.
—Por favor, doctora Brennan, explíquenos a qué se dedica un antropólogo
forense.
Me dirigí al jurado:
—Los antropólogos forenses somos especialistas en el esqueleto humano. Los
patólogos suelen invitarnos a tomar parte en sus investigaciones, aunque no siempre
es así. Requieren de nuestros conocimientos cuando una autopsia normal, que se
centra en los órganos y tejidos blandos, se ve limitada o se hace imposible. En ese
caso se deben estudiar los huesos para averiguar las cuestiones cruciales.
—¿Qué clase de cuestiones?
—Generalmente, establecer la identidad, la forma del fallecimiento, la mutilación
post mortem y otros daños.
—¿Cómo puede ayudar usted a establecer una identidad?
—Al examinar los restos óseos puedo suministrar un perfil biológico que incluye
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edad, sexo, raza y altura del difunto. En ciertos casos puedo establecer la similitud
entre las señas anatómicas observadas en un individuo desconocido y las señas
visibles en una radiografía ante mortem de un individuo conocido.
—¿No suelen realizarse las identificaciones por medio de huellas dactilares,
fichas dentales o ADN?
—Efectivamente. Pero para llegar a utilizar información dental o médica, primero
hace falta acotar las posibilidades al número más reducido posible. Armado con un
perfil antropológico, un investigador policial puede repasar los listados de personas
desaparecidas, averiguar nombres y obtener fichas individuales que luego podrá
comparar con los datos de los restos que tiene en su poder. Los antropólogos forenses
suministramos el primer análisis de unos restos de los que, en principio, no se sabe
absolutamente nada.
—¿Cómo pueden ayudar en cuestiones relacionadas con la forma de
fallecimiento?
—Analizando pautas de fractura, los antropólogos forenses podemos reconstruir
los acontecimientos que originaron ciertos tipos de traumatismo.
—¿Qué tipo de traumatismos suele examinar usted, doctora Brennan?
—Los que se originan tras disparos, heridas con objetos punzantes u objetos
contundentes, estrangulamiento. Pero repito, estos peritajes sólo se requieren cuando
el cadáver se encuentra comprometido hasta el punto en que esas dudas no pueden
aclararse estudiando solamente los tejidos blandos y los órganos.
—¿A qué se refiere cuando dice «comprometido»?
—Descompuesto, quemado, momificado o compuesto por restos óseos…
—¿Descuartizado?
—También.
—Gracias.
El jurado se había animado claramente. Tres de los miembros tenían los ojos
como platos. En la fila de atrás, una mujer se llevó la mano a la boca.
—¿Alguna vez ha sido facultada por las cortes de la Provincia de Quebec u otras
para actuar como testigo experto en juicios por asesinato?
—Sí, muchas veces.
Cloutier se volvió hacia el juez:
—Su señoría, proponemos a la doctora Temperance Brennan como experta en el
campo de la antropología forense.
La defensa no protestó la moción.
Era hora de actuar.
A media tarde, Cloutier ya no tenía más preguntas que hacerme. El abogado de la
defensa se puso en pie, y a mí se me encogió el estómago.
Ahora viene la parte peliaguda, me dije: la descalificación, la incredulidad y la
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crueldad total.
Pero el abogado de Pétit fue sistemático y cortés.
Y a las cinco había acabado.
Al final resultó que su tanda de preguntas no fue nada en comparación con la
maldad con que me encontraría al lidiar con los huesos del sótano de la pizzería.
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Capítulo 3
Cuando por fin salí del juzgado, había oscurecido. En los árboles de la rue Notre-
Dame centelleaban lucecillas blancas. Una calége pasó a mi lado, el caballo que
tiraba de ella lucía orejeras rojas con flecos y encima una ramita de pino. En torno a
los falsos faroles de gas, flotaban copos de nieve.
Joyeuses fétes! La Navidad había llegado a Quebec.
Una vez más, el tráfico marchaba a paso de tortuga. Me asomé con precaución y
lentamente avancé hacia el norte por el bulevar St-Laurent, todavía nerviosa debido al
subidón posterior a haber subido al estrado.
Tamborileaba con los dedos el volante. Mis pensamientos pasaban de un asunto a
otro como rebota una bala. De mi testimonio a los esqueletos del sótano de la
pizzería…, a mi hija…, a la noche que tenía por delante.
¿Qué más hubiera podido decirle al jurado? ¿Pude haber dado mejores
explicaciones? ¿Me habrían entendido sus miembros? ¿Condenarían a aquel maldito
cabrón?
¿Qué iba a descubrir en el laboratorio al día siguiente? ¿Confirmaría lo que ya
intuía respecto de los esqueletos? ¿Se comportaría Claudel de manera detestable,
como de costumbre?
¿Qué era lo que entristecía a mi hija Katy? En nuestra última conversación
insinuó que no todo iba bien en Charlottesville. ¿Llegaría a completar su último año o
me comunicaría en Navidad que abandonaba la Universidad de Virginia sin
diplomarse?
«¿Qué averiguaré esta noche en la cena? ¿Hará implosión el amor que acabo de
conocer? ¿Será realmente amor?».
Al llegar a la rue de la Gauchetiére pasé por debajo del portal del dragón y entré
en el Barrio Chino. Las tiendas estaban cerrando y los últimos transeúntes regresaban
a casa a toda prisa, con las caras envueltas en las bufandas, encorvando la espalda
para protegerse del frío.
Los domingos, el Barrio Chino se convierte en un bazar. Los restaurantes sirven
dim sum, y cuando el tiempo está bueno, los comerciantes sacan tenderetes llenos de
productos exóticos, paté de huevos de pescado salado, hierbas chinas. En los días
festivos se representan danzas de dragones, hay exhibiciones de artes marciales y
fuegos artificiales. Durante la semana, sin embargo, todo el mundo se dedica
únicamente al comercio.
Mis pensamientos volvieron a desviarse hacia el tema de mi hija. A Katy le
encanta el Barrio Chino, nunca se lo pierde cuando viene a Montreal de visita.
Antes de girar a la izquierda en René-Lévesque, atisbé hacia el otro lado de la
intersección, hacia St-Laurent. Igual que la rue Notre-Dame, la Principal estaba
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engalanada para la Navidad.
St-Laurent, la Principal. Hace un siglo era una de las principales arterias
comerciales y el primer lugar donde se establecían los contingentes de inmigrantes:
irlandeses, portugueses, italianos y judíos. Independientemente de su etnia u origen,
casi todos los recién llegados pasaban un tiempo en las calles y avenidas que
rodeaban el bulevar St-Laurent.
Mientras esperaba que el semáforo de Peel se pusiera en verde, un hombre pasó
ante los faros de mi coche. Era alto, de tez rubicunda, y el viento alborotaba su
melena rubia rojiza.
Otro rebote de mi pensamiento.
Andrew Ryan, teniente de detectives, Section de Crimes contre la Personne,
Sûreté de Québec. Mi primera aventura sexual tras veinte años de casada.
¿El compañero de la aventura más corta de mi vida?
Mis dedos aceleraron su ritmo de tamborileo.
Puesto que Ryan trabaja en homicidios y yo en el mortuorio, nuestras vidas
profesionales a menudo se cruzan. Yo identifico a las víctimas y Ryan atrapa a los
asesinos. Durante una década hemos investigado a violadores en grupo, miembros de
cultos demoníacos, moteros, psicópatas y gente que no se lleva nada bien con sus
cónyuges.
Durante años he oído historias sobre Ryan y su pasado. De su juventud salvaje, de
cómo se pasó al lado de la ley y el orden, de su ascenso en la policía provincial.
También han llegado a mí historias de su presente. El tema no variaba nunca: al
tipo le iba la marcha.
A menudo insinuaba que le gustaría meterme un poco de marcha a mí. Pero yo
tengo una regla inquebrantable en lo referente al amour en el trabajo.
Ryan suele pensar distinto que yo, además le atraen los desafíos.
Él persistió, pero yo me mantuve firme. El objeto opuso resistencia a la fuerza en
movimiento. Yo llevaba dos años separada y sabía que ya no volvería con Pete, mi
marido. Y Ryan me gustaba, era inteligente, sensible y sexy a más no poder.
Guatemala, cuatro meses atrás. Fue una época durísima para los dos. Decidí
replantearme la situación.
Invité a Ryan a Carolina del Norte, compré toda una provisión de ropa interior
microscópica, un vestido negro comehombres y me lancé de cabeza. Ryan y yo
pasamos una semana en la playa, pero apenas vimos el agua. Ni qué decir del vestido
negro.
Cuando pienso en Ryan y en esa semana en la playa, mi estómago da ese salto
que tan bien conozco.
Y para añadir otro ítem a la lista de cosas positivas: aunque sea canadiense, en la
cama Ryan es el Capitán América.
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Desde agosto, si bien no fuimos «una pareja» al menos seguimos teniendo «un
lío». Un lío secreto, que quedó entre nosotros.
El tiempo que pasábamos juntos se asemejaba a esas secuencias tan manidas de
las comedias románticas: andábamos de la mano, nos acurrucábamos junto al fuego,
retozábamos en la hierba, retozábamos en la cama.
Entonces ¿por qué tenía esta sensación de que algo iba mal? Mientras giraba para
tomar Guy, me puse a pensar por qué.
Cuando Ryan regresó de nuestro viaje a Montreal, conversábamos por teléfono
largo y tendido. Últimamente, la frecuencia de las llamadas había disminuido.
«¿Qué importancia tiene? Vas a Montreal todos los meses», me dije.
Era cierto. Pero en mi último viaje, Ryan había estado menos accesible. Según él,
estaba machacado de trabajo. Yo me preguntaba si sería verdad.
Yo había sido muy feliz con Ryan. ¿Había malinterpretado o pasado algo por
alto? ¿Estaba distanciándose de mí?
¿O me lo estaba imaginando todo yo sola, rumiando como la heroína de una
novela romántica barata?
Encendí la radio para distraerme.
Daniel Bélanger cantaba «Seche Tes Pleurs», Seca tus lágrimas.
Buen consejo, Daniel.
La nieve empezó a caer más aprisa. Conecté el limpiaparabrisas y me concentré
en conducir.
Estemos en mi casa o en la de él, quien suele cocinar es Ryan. Esta noche me
ofrecí de voluntaria.
Cocino bien, pero no instintivamente. Necesito recetas.
Llegué a casa a las seis, pasé unos minutos resumiéndole mi día a Birdie, y
después saqué la carpeta donde guardo los menús que recorto de la Gazette.
Tras una búsqueda de cinco minutos di con la receta ganadora. Pechugas de pollo
asadas con salsa de melón. Arroz salvaje. Ensalada de rúcula con tropezones de
tortilla mexicana.
La lista de ingredientes era relativamente corta. No podía ser muy difícil.
Me puse la parka y fui andando hasta Le Fauburg Ste-Catherine.
Ave, verdura de hoja, arroz… Facilísimo.
Pero ¿alguna vez se les ocurrió conseguir un melón Crenshaw en diciembre, en el
ártico?
Un intercambio de ideas con el proveedor resolvió la crisis. Cambié el melón
Crenshaw por un cantalupo.
A las siete y cuarto ya tenía la salsa marinándose, el arroz cociéndose, el pollo en
el horno y la ensalada revuelta. Sonaba un cede de Sinatra y yo apestaba a Chanel N.º
5.
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Estaba preparada. Llevaba unos vaqueros rojos de talla cuatro, de los que
requieren meter tripa para ponérselos, y el pelo estilo Meg Ryan, sujeto detrás de las
orejas, la nuca despeinada y el flequillo cardado. Me pinté las pestañas color orquídea
y lavanda —idea de Katy—, y me apliqué sombra lavanda sobre los ojos castaños.
¡Estaba deslumbrante!
Ryan llegó a las siete y media con un paquete de cervezas Moosehead, una
baguette y una caja pequeña y blanca de pátisserie. Estaba colorado por el frío, sobre
el pelo y los hombros le brillaban los copos de nieve.
Se inclinó, me besó en la boca y me envolvió en sus brazos.
—Estás guapa —dijo apretándome contra él.
Aspiré el aroma de Irish Spring y el de su loción para después de afeitar
mezclados con el olor a cuero.
—Gracias.
Me soltó, se quitó la chaqueta de aviador y la dejó caer en el sofá. Birdie dio un
respingo, bajó de un salto a la alfombra y desapareció por el pasillo.
—Perdona, no vi al bichito.
—Se repondrá.
—Estás muy guapa. —Ryan me acarició la mejilla con los nudillos.
Se me revolvió el estómago.
—Usted tampoco está nada mal, detective.
Es cierto. Ryan es alto y larguirucho, tiene el pelo rubio rojizo y unos ojos de un
azul inverosímil. Esa noche llevaba vaqueros y un jersey Galway.
Provengo, generación tras generación, de granjeros y pescadores irlandeses. Será
culpa del ADN, digo yo, pero los ojos azules y los jerséis de ochos pueden conmigo.
—¿Qué hay en la caja? —pregunté.
—Una sorpresa para la cocinera.
Ryan arrancó una cerveza y metió las cinco restantes en la nevera.
—Esto huele bien —dijo levantando la tapa de la salsera.
—Es salsa de melón. Los melones Crenshaw son difíciles de conseguir en
diciembre. —Y no dije más.
—¿Te invito a una cerveza o a una copa, bomboncito? —Ryan subió y bajó las
cejas, y sacudió las cenizas de un puro imaginario.
—Sírveme lo de siempre.
Revisé el arroz. Ryan sacó una Coca-cola Diet de la nevera, sus labios temblaron
al dármela.
—¿Quién te está llamando más?
—¿Perdona? —No tenía ni idea de a qué se refería.
—¿Los representantes o los descubridores de nuevos talentos?
Mi mano se congeló a medio camino. Sabía lo que venía a continuación.
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—¿Dónde he salido?
—En Le Journal de Montréal.
—¿Hoy?
Ryan asintió:
—Encabeza la página.
—¿En portada? —dije consternada.
—Catorce páginas más atrás, en color. Te encantará el ángulo de la toma.
—¿Me fotografiaron?
Entonces en mi mente se formó la imagen: un hombre negro y delgado con un
jersey que le llegaba a las rodillas, la trampilla, la cámara de fotos.
Aquel mierda de la pizzería había vendido sus instantáneas.
Cuando trabajo en un caso, me niego rotundamente a conceder entrevistas a los
medios. Muchos periodistas me creen una maleducada, otros me describen con
términos más coloridos. Me da igual. Con los años he aprendido que las
declaraciones se convierten inevitablemente en citas erróneas y las citas erróneas
invariablemente se convierten en problemas.
Además, nunca salgo bien en las fotos.
—Déjame abrirla. —Ryan recuperó la lata, tiró de la lengüeta y me la devolvió.
—Seguramente habrás traído un ejemplar… —dije dejando la lata sobre la
encimera y abriendo la puerta del horno.
—En bien de la seguridad de los comensales, la lectura tendrá lugar una vez se
hayan despejado los cubiertos.
Durante la cena le conté a Ryan aquel día en el juzgado.
—Los comentarios son buenos —dijo.
Ryan tiene una red de informantes que hace que la CÍA parezca una panda de
niños exploradores. Se entera de mis movimientos antes de que se los cuente, lo cual
me cabrea a más no poder.
Y la gracia que le causaba el artículo de Le Journal estaba disminuyendo aún más
mi umbral de irritación.
«Pasa de ello, Brennan —me dije—. No te tomes a ti misma tan en serio».
—¿De verdad? —dije sonriendo.
—Los críticos le dieron cuatro estrellas.
¿Sólo cuatro?
—Entiendo —dije.
—Se rumorea que Pétit va a chirona.
No contesté.
—Cuéntame más sobre el caso de la pizzería —cambió de tema Ryan.
—¿No lo explican extensamente en Le Journal? —lo piqué y me serví más
ensalada.
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—La cobertura es un poco imprecisa. ¿Me puedo servir un poco?
Le pasé la ensaladera.
Durante tres minutos largos comimos rúcula. Ryan rompió el silencio.
—¿No me vas a contar algo de esos huesos?
Cruzamos la mirada. Su interés me pareció sincero.
Cedí, pero mi relato fue breve. Cuando hube acabado, Ryan se puso en pie y sacó
de su chaqueta una sección del periódico.
Ambas instantáneas habían sido tomadas de arriba y desde la derecha. En la
primera aparecía yo hablándole a Claudel, con los ojos encendidos y un dedo
enguantado en alto. El pie de foto bien podría haber sido: «El ataque de la fierecilla».
La segunda captó a la fierecilla a cuatro patas y con el culo en alto.
—¿Tienes idea de cómo consiguió las fotografías Le Journal? —preguntó Ryan.
—Fue el canalla del ayudante del dueño.
—¿El caso le tocó a Claudel?
—Sí —dije yo juntando las migas de la mesa.
Ryan alargó la mano y la posó sobre la mía.
—Claudel se está comportando bien.
No contesté.
Ryan iba a decir algo, pero su móvil emitió un gorjeo.
Me apretó la mano, sacó el aparato de la funda del cinturón y comprobó quién
llamaba. En sus ojos hubo un destello de frustración o de irritación, algo que no
conseguí descifrar.
—Tengo que cogerlo —dijo.
Echó la silla hacia atrás, se levantó y se alejó por el pasillo.
Mientras recogía los platos llegué a oír el ritmo de la conversación. No podía
discernir las palabras, pero la cadencia sugería inquietud. Al cabo de un momento
regresó.
—Lo siento, nena. Tengo que marcharme.
—¿Te vas? —me quedé atónita.
—Éste es un oficio ingrato.
—No hemos probado los pasteles. Sus ojos irlandeses esquivaron los míos.
—Lo lamento. Y la cocinera se quedó sola, con su regalo sorpresa sin probar.
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Capítulo 4
Desperté sintiéndome alicaída, pero no sabía por qué.
¿Era porque estaba sola? ¿Porque mi único compañero de cama era un inmenso
gato blanco? Yo no lo había previsto de ese modo. Pete y yo habíamos planeado
envejecer juntos, queríamos hacer juntos el viaje a la otra vida.
Pero a mi marido para toda la vida se le ocurrió prestarle el pito a una agente
inmobiliaria.
Y yo también tuve una aventura, pero con la bebida.
Como dice mi hija Katy, «qué más da». La vida continúa.
El día estaba gris, el viento bramaba y no invitaba a salir. El reloj marcaba las
siete y diez. Birdie había desaparecido del mapa.
Me quité la camisa de dormir, me di una ducha caliente y me pasé el secador de
pelo. Birdie dio señales de vida mientras yo me cepillaba los dientes, lo saludé y
sonreí al espejo preguntándome si el día merecía ponerme rimmel.
Y entonces recordé.
La marcha repentina de Ryan y su forma de mirarme.
Incrusté el cepillo de dientes en su cargador, fui hacia el dormitorio y me quedé
mirando fijamente la ventana escarchada. Estaba cubierta de espirales cristalinos y
copos geométricos, tan delicados, tan frágiles. ¿Como la fantasía que me había
construido de una vida compartida con Ryan?
Volví a preguntarme qué estaba ocurriendo. ¿Por qué estaba interpretando el
papel de segundona en una comedia de Doris Day?
—Que te den por el culo, Doris —exclamé en voz alta.
Birdie levantó la vista pero se guardó sus pensamientos.
—¡Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan! Regresé al baño y me
apliqué varias capas de Revlon.
El Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal de Quebec ocupa las
dos plantas superiores del Édifice Wilfrid-Derome, una construcción de planta en T en
el distrito de Hochelaga-Maissoneuve, al este de Centre-ville. El Bureau du Coroner,
la oficina del patólogo jefe, se encuentra en el piso once, el depósito de cadáveres en
el sótano. Las plantas restantes pertenecen a la SQ.
A las ocho y cuarto, la planta doce se estaba llenando de hombres y mujeres con
batas blancas. Al tiempo que blandía mi pase para el área de seguridad, varios de
ellos me saludaron a la entrada del vestíbulo, y los otros por las puertas de vidrio que
separan el ala médico-legal del resto de la T. Devolví sus bonjour y continué camino
a mi despacho. No estaba de humor para charlas, todavía estaba enfadada por el
encuentro de la noche anterior con Ryan. Mejor dicho, por el desencuentro.
Tal como sucede en la mayoría de las instalaciones médico-forenses y jueces de
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instrucción, la jornada de trabajo en el LCJML comienza con una reunión de la
plantilla de profesionales. Todavía no me había quitado la ropa de abrigo, cuando el
teléfono empezó a sonar. Era Pierre LaManche. El jefe estaba ansioso por empezar,
había tenido una noche movida.
Entré en la sala de reuniones. Sólo LaManche y Jean Pelletier estaban sentados a
la mesa. Los dos amagaron con ponerse en pie, eso que hacen los hombres mayores
cuando una mujer entra en la habitación.
LaManche me preguntó sobre el juicio a Pétit. Le contesté que mi testimonio
había ido bien.
—¿Y el levantamiento del lunes?
—Diría que también fue bien, salvo la ligera hipotermia y el hecho de que los
huesos, que según ustedes pertenecían a animales, resultaron ser tres personas.
—¿Comenzará los análisis hoy? —preguntó LaManche con su francés de la
Sorbona.
—Efectivamente. —Preferí no arriesgar nada, ya que había basado mis
conclusiones en un rápido examen en el mismo sótano. Quería estar segura.
—El detective Claudel me pidió que le informara de que irá a verla hoy a la una y
media de la tarde.
—El detective Claudel va a tener que esperar sentado, apenas he empezado.
Oí el gruñido de Pelletier y miré en dirección a él.
Aunque era subordinado de LaManche, Jean Pelletier llevaba una larga década en
el laboratorio cuando contrataron al nuevo jefe. Era un hombre menudo y compacto,
de fino cabello gris y ojeras pronunciadas.
Pelletier era lector asiduo de Le Journal. Supe lo que se avecinaba.
—Oui. —Los dedos de Pelletier tenían un color amarillento permanente, producto
de medio siglo de fumar Gauloises. Ahora uno de esos dedos amarillos me apuntaba
—. Oui, vista desde este ángulo está usted mucho más guapa. Así destacan más sus
encantadores ojos verdes.
Le respondí mirando con mis encantadores ojos verdes al techo.
Me senté. En ese momento entraron para unirse al grupo Nathalie Ayers, Marcel
Morin y Emily Santangelo. Se intercambiaron varios «Bonjour» y «Comment ça va».
Pelletier alabó el corte de pelo de Santangelo. La mirada que ella le devolvió sugería
que mejor sería no volver a comentar el tema. A Santangelo no le faltaba razón.
Después de distribuir copias de la lista con los cadáveres invitados de la fecha,
LaManche empezó a sacar y asignar los casos.
Un hombre de cuarenta y siete años había sido hallado colgado de una viga
transversal en su garaje del barrio de Laval.
Un hombre de cincuenta y cuatro años había sido apuñalado por su hijo después
de una discusión sobre unas salchichas que habían sobrado del día anterior. La madre
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fue quien dio parte a la policía de St-Hyacinthe.
Un residente de Longueuil había estrellado su todoterreno contra un montículo de
nieve en una carretera comarcal en la zona de Gatineau. Había bebido.
Una pareja que se iba a separar había sido hallada muerta a tiros en una casa de
St-Léonard. Ella recibió dos tiros, él uno. El futuro ex marido dejó este mundo
chupando una pistola Glock de nueve milímetros.
—Si no eres mía, no vas a ser de nadie —tabletearon las dentaduras de Pelletier.
—Típico —dijo Natalie Ayers con amargura en la voz.
Tenía razón. Todos habíamos visto la misma escena repetida hasta el hartazgo.
Una mujer joven había sido descubierta detrás de un karaoke en la rue Jean Talón.
Se sospechaba que había muerto por una combinación de sobredosis e hipotermia.
A los esqueletos del sótano de la pizzería el LCJML les había asignado los
números de caso 38426, 38427 y 38428.
—El detective Claudel cree que estos esqueletos son antiguos y de poco interés
forense… —dijo LaManche. Aquello más que un comentario era una afirmación.
—¿Y cómo puede saber eso monsieur Claudel?
Era posible que fuese cierto, pero me fastidiaba que Claudel opinase acerca de
algo que estaba fuera de su área de conocimiento.
—Monsieur Claudel es un hombre de múltiples talentos —dijo Pelletier.
Su expresión era seca, pero no me dejé engañar. El viejo patólogo sabía de la
discordia entre Claudel y yo, y le encantaba picar.
—¿Claudel ha estudiado arqueología? —pregunté.
Las cejas de Pelletier se enarcaron:
—Monsieur Claudel dedica muchísimas horas a examinar reliquias antiguas.
Ya que estábamos haciendo una rutina cómica, opté por interpretar al tipo serio
del dúo. Los presentes hicieron silencio esperando el remate.
—¿De veras? —dije.
—Bien sur. Se mira la pilila todos los días.
—Gracias, doctor Pelletier —zanjó LaManche con la misma cara de palo que
nosotros—. Y ya que hablaba de colgajos, ¿por qué no coge usted al ahorcado?
A Ayers le tocó el apuñalamiento, el accidente del todo terreno fue para
Santangelo, el suicidio/homicidio le tocó a Morin. A medida que iba adjudicando
casos, LaManche iba marcando las iniciales correspondientes en su planilla maestra:
Pe. Ay. Sa. Mo.
Las iniciales Br. fueron añadidas a los dossieres 38426, 38427 y 38428, los
huesos del sótano de la pizzería.
Anticipando la larga reunión que le esperaba con la junta inspectora de muertes
infantiles en la provincia, LaManche no se asignó ninguna autopsia.
Nos retiramos, y yo fui a mi despacho. Unos segundos más tarde, LaManche
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asomó la cabeza por la puerta. Uno de los técnicos de autopsias estaba de baja con
bronquitis. Con cinco puestos ocupados, las cosas se complicaban. LaManche me
preguntó si me importaba trabajar sola.
Estupendo.
Mientras metía las planillas de mis tres casos en un portafolios, noté que la luz
roja de mi teléfono titilaba.
Sentí un mariposeo casi imperceptible en el estómago. ¿Sería Ryan?
«Supéralo, Doris».
Tecleé mi clave y revisé el buzón de voz.
Un periodista de Alló Pólice.
Un periodista de la Gazette.
Un periodista del telediario de la noche de la CTV, la Cadena de Televisión
Canadiense.
Desilusionada, borré los mensajes y a toda prisa me dirigí a los casilleros de
mujeres. Me puse la bata quirúrgica y por un pasillo enfilé hacia un ascensor medio
escondido entre la secretaría y la biblioteca. Era un ascensor de uso restringido a
personal autorizado, sus botones permitían detenerse en sólo tres plantas: en el
LCJML, en la oficina del patólogo jefe y en el depósito de cadáveres. Presioné la D y
las puertas se cerraron.
Bajé al sótano, atravesé otra puerta de seguridad y un pasillo largo y estrecho que
atraviesa de lado a lado el edificio. A mi izquierda: una sala de radiografías y cuatro
salas de autopsias, tres de ellas con mesas individuales. A mi derecha: secadores,
puestos de trabajo con sus respectivos ordenadores, cubas y camillas con ruedas para
transportar los restos a los laboratorios de histología, patología, toxicología, ADN y
odontología-antropológica, ubicados todos en las plantas superiores.
A través de sendos ventanucos en las puertas vi que en las salas uno y dos Ayers y
Morin empezaban sus exámenes externos. A cada uno lo acompañaba un fotógrafo de
la policía y un técnico en autopsias.
Otro técnico disponía el instrumental en la sala tres. Ése asistiría a Santangelo.
Y yo me las tenía que arreglar sola.
Y Claudel llegaría en menos de cuatro horas.
Había empezado el día alicaída, pero mi humor empeoraba minuto a minuto.
Me dirigí a la sala cuatro, mi sala. Una sala especialmente ventilada para
autopsias de cadáveres descompuestos, flotantes, momificados y demás variedades
aromáticas.
Al igual que las demás, la sala cuatro tiene puertas dobles que comunican con un
depósito de cadáveres adjunto. Las paredes de éste están cubiertas por
compartimentos refrigerados, en cada uno de ellos hay superpuestas dos camillas
extraíbles con ruedas.
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Lancé mi sujetapapeles sobre la encimera. De un cajón saqué un mandil de
plástico, de otro unos guantes y una mascarilla. Me los puse. Luego cogí un carro
metálico del pasillo y abrí las puertas dobles con la espalda de un empujón.
Hice el recuento de camillas.
Seis tarjetas blancas, una de ellas con una pegatina roja.
Seis residentes, uno de ellos VIH positivo.
Localicé las tarjetas marcadas con mis iniciales: LCJML 38426. LCJML 38427.
LCJML 38428. Ossements. Inconnu. Huesos. Desconocidos.
En circunstancias normales hubiera estudiado los casos consecutivamente,
analizando uno a fondo antes de pasar al siguiente. Pero Don Divertido llegaría a la
una y media. Así que anticipando la impaciencia de Claudel, decidí abandonar el
protocolo y hacer a cada grupo de restos una rápida evaluación de edad y sexo.
Fue un error que lamentaría más tarde.
Abrí una puerta de acero inoxidable, luego una segunda y después una tercera.
Seleccioné los mismos huesos que había visto en el sótano de la pizzería, los metí en
el carro y los llevé a la sala cuatro.
Tras garabatear la información relevante en las casillas del informe anatómico,
empecé con el 38426, los huesos hallados en el cajón de Dr. Energy.
Comencé por el cráneo.
Inserciones musculares delicadas, occipucio redondeado, mastoides pequeños,
arcos supraorbitarios suaves que acaban en bordes orbitales angulosos.
Seguí con la pelvis.
Caderas amplias y abiertas. Pubis ensanchado y dotado de una mínima cresta
elevada que cruza el lado abdominal. Ángulo subpúbico obtuso. Amplia escotadura
ciática.
Fui marcando con una tilde estas características en las casillas de «evaluación de
sexo» y escribí mi conclusión: mujer.
Pasé a la sección de «evaluación de edad». Noté que la sutura basilar, la grieta
entre los huesos occipital y esfenoides, en la base del cráneo, había soldado
recientemente. Eso indicaba que la mujer era una adolescente de entre 15 y 18 años.
Volví a la pelvis.
A lo largo de la infancia, cada mitad de la pelvis está compuesta por tres huesos
distintos, el ilion, el isquión y el pubiano. Al comienzo de la adolescencia, estos
huesos se sueldan dentro de la cavidad cotiloidea.
Esta pelvis había visto llegar y pasar su pubertad.
Noté surcos que corrían a lo largo de las sínfisis, las caras donde las dos mitades
de la pelvis se unen por delante. Di la vuelta al hueso.
El borde superior de la cresta ilíaca mostraba líneas dentadas irregulares, lo que
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indicaba la ausencia de la medialuna que finalmente debía de unir el hueso. También
había líneas dentadas irregulares en el isquión, cerca del punto donde el cuerpo se
apoya al sentarse.
Sentí un frío familiar extendérseme por dentro. Comprobaría la dentadura y los
huesos largos, pero todos los indicadores sustentaban mi impresión inicial.
La moradora de la caja de Dr. Energy era una muchacha que había muerto entre
los quince y los dieciocho.
Volví a dejar el caso 384Z6 en el carro y me volví hacia los huesos que había
escogido del 38427. Después pasé al 38428.
El mundo pasó a ocupar una dimensión diferente, donde teléfonos, impresoras,
voces y carros desaparecían. Donde me encontraba ahora no existía nada, salvo los
frágiles restos que tenía sobre la mesa.
Trabajé sin parar hasta la hora de comer; con cada observación mi tristeza iba
aumentando.
A menudo se me acusa de sentir más afecto por los muertos que por los vivos.
Eso no es cierto. Me entristecen los muertos que acaban en mi mesa, pero también
soy muy consciente del dolor que sufren los que éstos dejan detrás.
Este caso no iba a ser una excepción, sentí una gran empatía con las familias que
habían amado y perdido a estas chicas.
A la una y treinta y cuatro en punto el teléfono sonó estridente. Me bajé la
mascarilla y crucé hacia el escritorio.
—La doctora Brennan al habla.
—¿Ha terminado? —La voz masculina no se había identificado, pero yo sabía de
quién se trataba.
—Tengo cierta información preliminar. Estoy en la sala cuatro.
—Y yo en su despacho.
Usted mismo, Claudel. Y no se preocupe por mí, haga cuenta de que está en su
casa.
—¿Va a querer observar lo que he descubierto? —dije.
—No será necesario.
La aversión de Claudel a las autopsias era legendaria. Antes me aprovechaba de
ello, planeaba artimañas para obligarlo a marcharse dando arcadas. Pero ya no me
tomaba esas molestias.
—Necesitaré un par de minutos para limpiar aquí —dije.
—Todo este asunto es una pérdida de tiempo.
—Sinceramente espero que así sea. —Colgué.
Tranquila, me dije. Es Claudel, un hombre primitivo.
Cubrí la mesa con una sábana, me quité los guantes y subí. Sobre mi cabeza
planeaba una nube de creciente terror.
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Yo sabía de huesos. Sabía que tenía razón.
Y a pesar de que la arrogancia mojigata de él me pusiera enferma, deseaba que
Claudel también la tuviera.
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Capítulo 5
Lo encontré sentado mirando hacia mi escritorio, con sus cejas, nariz y boca
apuntando al sur. No se puso en pie ni me saludó al verme entrar. Le devolví su
cordialidad.
—¿Ya ha acabado? —dijo.
—No, monsieur Claudel, no he acabado. Apenas he empezado. —Me senté—.
Pero he observado ciertos detalles inquietantes.
Claudel curvó los dedos con un gesto de «venga, cuéntemelo».
—Basándome en las características craneales y pélvicas, puedo informarle de que
el esqueleto 38426 pertenece a una mujer que murió entre los 16 y 18 años. El
análisis de los huesos largos me permitirá calcular la edad con más exactitud, pero es
obvio que la sutura basilar acaba de soldar recientemente, la cresta iliaca…
—No quiero una lección de anatomía.
¿Y no quieres que te hunda el pie en el culo de un puntapié?
—La víctima es joven —dije fríamente.
—Continúe.
—Son todas jóvenes.
Las cejas de Claudel se arquearon como una interrogación.
—Todas mujeres, adolescentes o poco más.
—¿Qué les causó la muerte?
—Eso requerirá un examen en profundidad de cada esqueleto.
—La gente se muere.
—Pero no tan joven.
—¿Tiene idea de la raza?
—Hasta ahora no. —Tenía que verificar la ascendencia, pero las características
craneofaciales indicaban que las tres eran blancas.
—O sea que quizá hemos desenterrado a Pocahontas y a sus damas de compañía.
Me mordí la lengua para no contestar. No podía dejar que Claudel me obligara a
emitir un juicio tan prematuro.
—Tanto en los huesos del cajón de envases como en los de la depresión noreste
no hay restos de tejidos blandos. En cambio en los restos amortajados se ven rastros
de adipocira o grasa cadavérica. No estoy convencida de que las muertes hayan
ocurrido en un pasado lejano.
Con las palmas hacia arriba, Claudel alzó las manos:
—¿Cuándo entonces? ¿Hace cinco años? ¿Diez? ¿Un siglo…?
—Determinar el lapso transcurrido desde la muerte requerirá más estudios. Pero
ahora mismo, no descartaría que estos enterramientos sean históricos o prehistóricos.
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—No necesito instrucciones sobre cómo redactar mis informes. ¿Qué es lo que
me está diciendo exactamente?
—Le estoy diciendo que acabamos de exhumar tres cadáveres de muchachas
jóvenes del sótano de una pizzería. A esta altura de la investigación, no sería correcto
concluir que sus restos sean tan antiguos.
Durante varios segundos Claudel y yo nos desafiamos con la mirada. Acto
seguido, él extrajo del bolsillo superior de la chaqueta una bolsita Ziplock y la dejó
caer sobre el escritorio.
Bajé la vista lentamente.
La bolsita hermética de plástico transparente contenía tres objetos redondos.
—Sáquelos, si quiere —dijo.
Abrí el cierre y dejé caer los objetos en la palma de mi mano. Eran tres discos
planos de unos tres centímetros de diámetro. Estaban corroídos, pero podía verse que
todos llevaban grabados una silueta femenina en el frente, y ojetes en el dorso. Junto
a cada ojete aparecían grabadas las iniciales ST.
Lancé una mirada inquisitiva a Claudel.
—Hubo que persuadirlo un poco, pero el «príncipe de la pizza» admitió que había
sustraído ciertos elementos mientras encajonaba los restos.
—¿Son botones?
Claudel asintió.
—¿Y estaban enterrados con el esqueleto?
—El caballero no dio detalles de la procedencia. Pero sí, son botones, y es obvio
que son antiguos.
—¿Y cómo sabe usted que son antiguos?
—No lo sé. Pero la que sí lo sabe es la doctora Antoinette Legault, del McCord.
El Museo McCord de Historia Canadiense guarda más de un millón de objetos, de
los cuales más de dieciséis mil pertenecen a su colección de vestimenta y atavíos.
—¿Legault es experta en botones?
Claudel ignoró mi pregunta:
—Los botones fueron fabricados en el siglo XIX.
Antes de poder contestarle, el teléfono móvil de Claudel hizo gorgoritos. Sin
disculparse, el detective se puso en pie y salió al vestíbulo.
Mis ojos volvieron una vez más a los botones. ¿Indicaban éstos que los esqueletos
habían estado enterrados durante un siglo o incluso más?
En menos de un minuto, Claudel regresó:
—Ha surgido algo importante.
Me estaba dando orden de retirarme.
Tengo mal carácter, lo admito, y a veces exploto. La condescendencia de Claudel
me estaba provocando una de esas explosiones. Yo había realizado las evaluaciones
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preliminares a toda velocidad teniendo en cuenta su agenda, y suponiendo que esta
investigación era de alta prioridad. Tras una averiguación superficial, Claudel me
hacía a un lado.
—¿Está diciendo que este caso no es importante? —dije.
Claudel bajó la barbilla y me miró, la viva imagen de una paciencia llevada al
límite.
—Soy policía, no historiador.
—Y yo una científica, no alguien dado a las conjeturas.
—Estos objetos… —dijo agitando la mano hacia a los botones— pertenecen a
otro siglo.
—Pues ahora hay tres chicas muertas que pertenecen a éste. —Me puse de pie
abruptamente.
Claudel se puso tenso, sus ojos formaron dos rendijas:
—Una prostituta acaba de llegar al Hospital Notre-Dame con el cráneo partido y
un cuchillo en la tripa. Su amiga no ha tenido tanta suerte, está muerta. Mi
compañero y yo vamos a detener a cierto proxeneta para aumentar las probabilidades
de que las otras damas sigan con vida. —Me apuntó con el dedo—: Eso, madame, es
importante.
Dicho lo cual, salió de la estancia dando grandes zancadas.
Durante unos instantes me quedé plantada allí, roja de furia. Odio que Claudel
tenga el don de ponerme explosiva, a veces ilógicamente. Pero así eran las cosas, lo
había vuelto a conseguir.
Me desplomé en la silla, la hice girar, coloqué los pies sobre el alféizar y descansé
la cabeza contra la pared. Doce plantas más abajo, la ciudad se extendía hasta el río.
Automóviles y camiones en miniatura transitaban por el puente Jacques-Cartier en
dirección a la rue Ste-Héléne, a las urbanizaciones de la orilla sur y al estado de
Nueva York.
Cerré los ojos. Hice un poco de respiración yóguica y poco a poco mi enojo
amainó. Cuando volví a abrirlos, me sentí… ¿Cómo me sentí?
Abatida.
Confundida.
Las investigaciones de homicidios ya son complicadas de por sí. ¿Por qué con
Claudel tenían que ser siempre el doble de complicadas? ¿Por qué no podía tener con
él el intercambio fluido y profesional que tenía con otros investigadores de
homicidios? Como con Ryan, por ejemplo.
Ryan.
Doris me dio unos golpecitos en el hombro. Quería que compartiéramos un par de
fotogramas de Confidencias a medianoche.
Algunas cosas estaban claras. Claudel era un tipo de ideas fijas: no le gustaban las
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ratas, no le gustaba la pizzería y no creía que aquellos huesos merecieran su atención.
Cualquier apoyo que yo necesitase para la investigación lo tendría que obtener de
otras fuentes.
—¿Así que eres escéptico, visceral y altanero? Vale. Tú búrlate de mi análisis sin
procurar comprenderlo. Resolveré esto sin tu ayuda.
Cogí mi portafolios y volví a bajar.
Tres horas más tarde, el inventario óseo del caso LCJML 38426 había terminado.
El esqueleto estaba completo, con excepción del hioides —un hueso en forma de U
que se encuentra suspendido en medio de los tejidos blandos de la garganta—, y de
algunos de los huesos más pequeños de manos y pies.
Los huesos largos continúan incrementando su longitud siempre y cuando sus
epífisis —las pequeñas terminaciones de sus extremos— continúen separadas del
hueso mismo. El crecimiento se detiene cuando la epífisis se suelda con el hueso
largo propiamente dicho. Afortunadamente para los antropólogos, cada grupo de
epífisis se rige por su propio reloj.
Observando los estados de desarrollo del brazo, pierna y clavícula, pude ajustar
aún más mi estimación de edad. Además, había pedido placas de rayos X de las
dentaduras para observar el desarrollo de las raíces de los molares. Pero ya no tenía
dudas. En el momento de su muerte, la chica del cajón de envases tenía entre
dieciséis y dieciocho años de edad.
El impreso de características antropológicas de este caso tenía una docena de
marcas en los casilleros de la columna que indica ascendencia europea: abertura nasal
estrecha, borde nasal inferior marcadamente saliente, caballete de ángulo
pronunciado, cresta nasal prominente, pómulos pegados a la cara. Cada uno de esos
rasgos situaba el cráneo en la categoría caucásica. Estaba segura de que la chica era
blanca.
Y diminuta. Las mediciones de los huesos indicaban que tenía una altura
aproximada de un metro cincuenta y siete.
Pese a que había examinado cada hueso y cada fragmento, no había hallado ni
una sola señal de violencia. Aunque bajo la lupa advertí ciertas hendiduras en forma
de V alrededor del conducto auditivo, éstas parecían superficiales. Sospeché que
habían sido causadas tras la muerte por abrasión contra la superficie de tierra o la
manipulación descuidada durante la exhumación y colocación de los restos en el
cajón de envases.
La dentadura evidenciaba una higiene deficiente y carecía de arreglos dentales.
Ahora tocaba estudiar el intervalo post mortem. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?
Contando únicamente con huesos secos, averiguar el IPM iba a ser la leche de difícil.
El cuerpo humano es un microcosmos copernicano compuesto de carbono,
hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. El corazón es el sol, es la fuente de vida para cada
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sistema metabólico de esa galaxia.
Cuando el corazón deja de latir, sobreviene un caos citoplasmático. Las enzimas
se lanzan a un banquete caníbal, cebándose en los carbohidratos y proteínas del
propio cuerpo. Las membranas de las células se rompen y liberan alimentos para
ejércitos de microorganismos. Las bacterias de los intestinos empiezan a comer, pero
hacia fuera. Las bacterias del medioambiente, los insectos carroñeros y los animales
que hurgan en busca de comida empiezan a comer hacia adentro.
El enterramiento, la inmersión o el embalsamamiento retardan el proceso de
descomposición. Ciertos agentes mecánicos y químicos lo aceleran.
Entonces ¿cuánto tiempo pasa antes de que el polvo que somos se convierta en el
polvo que seremos?
En condiciones de calor y humedad extremos, el tejido blando puede llegar a
desaparecer en tres días. Pero eso es una plusmarca. En condiciones normales —un
enterramiento de superficie, por ejemplo— un cuerpo tarda entre seis meses y un año
en convertirse en esqueleto.
El enterramiento en un sótano puede ralentizar el proceso. El enterramiento en un
sótano de una región subártica puede ralentizarlo muchísimo.
¿Con qué datos contaba yo?
Los cuerpos habían sido hallados a poca profundidad. ¿Fue allí donde los
enterraron en un principio? ¿Cuánto tiempo pasó entre las muertes y el momento en
que los cadáveres fueron depositados allí?
Dos habían sido doblados con las rodillas pegadas al pecho. Uno había sido
envuelto en una mortaja de cuero. Más allá de esos detalles, no sabía nada.
¿Humedad? ¿Acidez de la tierra? ¿Fluctuaciones de temperatura?
¿Qué podía afirmar yo?
Los huesos estaban secos, desarticulados y desprovistos de carne y olor. Había
ciertas manchas y restos de tierra en los senos paranasales y las cavidades de la
médula. Si los botones de Claudel no guardaban relación con las jóvenes, éstas
habían sido encerradas desnudas y anónimas, sin ningún objeto personal.
Mi mejor estimación: habían muerto hacía más de un año y menos de un milenio.
Al oírlo, Claudel se lo iba a pasar bomba. Frustrada, guardé el caso LCJML 38426, y
me propuse hacer muchas más preguntas.
Cuando estaba sacando del depósito refrigerado el caso LCJML 38427, el
teléfono que tenía a mis espaldas volvió a sonar. Molesta por la interrupción, y
suponiendo que se trataba de Claudel y su cinismo arrogante, me quité la máscara de
un tirón y levanté bruscamente el auricular.
—Brennan al habla.
—¿La doctora Temperance Brennan? —dijo una voz femenina temblorosa e
insegura.
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—Oui.
Miré mi reloj. Faltaban cinco minutos para que la centralita pasara a ocuparse de
las llamadas del turno de noche.
—No esperaba que fuera a contestarme usted. Quiero decir que pensé que iba a
tener que hablar con otra secretaria o con la operado…
—¿En qué puedo ayudarla? —dije pasándome también al inglés.
Hubo una pausa, como si la mujer estuviera reflexionando sobre mi pregunta. De
fondo oí ruido de pájaros o algo así.
—Pues no lo sé. En realidad, yo pensé que podría ayudarla a usted…
Estupendo. Otra ciudadana ofreciéndose de voluntaria.
Los miembros de la policía científica no suelen ser científicos, sino peritos. Ellos
son quienes recogen muestras de cabellos, fibras, fragmentos de cristal, restos de
pintura, de sangre, semen, saliva y demás pruebas físicas, y también lo espolvorean
todo en busca de huellas dactilares y toman fotografías. Pero una vez que han
etiquetado sus hallazgos y tomado nota de ellos, el trabajo de la unidad ha acabado.
Nada de magia de alta tecnología. Nada de vigilancias que hacen latir más aprisa el
corazón. Nada de seguir una pista importante y acabar en un tiroteo. La parte
científica la llevan a cabo especialistas con títulos superiores y a los malos los
persiguen los polis.
Pero la «ciudad del oropel» nos ha vuelto a vender la moto. Ha engañado al
público para que crea que los peritos que investigan la escena del crimen son a la vez
científicos y detectives, por eso cada semana me telefonean televidentes arrobados
seguros de haber desvelado un misterio. Yo intento ser amable, pero este último mito
hollywoodense necesita ser refutado con una buena patada en el trasero.
—Lo siento, señora, para trabajar en este laboratorio usted debe presentar sus
referencias y pasar por un proceso de contratación formal.
—Ah… —dijo la voz como inspirando.
—Si pasa por la oficina de recursos humanos, estoy segura de que existen
impresos con la descripción de las tareas que…
—No, no… Usted no me entiende. Ayer vi su fotografía en Le Journal y telefoneé
a su despacho.
Esta mujer era peor que una fanática de las series de detectives, era una vecina
fisgona que me venía con el dato del siglo. O quizás una adicta al crack que esperaba
pillar recompensa.
Dejé caer mi bolígrafo sobre el cartapacio y me repantingué en la silla. Cualquier
llamada es una posibilidad remota, la de «garganta profunda» también lo fue.
—Puede que esto le suene como una locura —carraspeó—. Además, supongo que
estará ocupada…
—De hecho estoy en medio de un trabajo, señora…
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Una interferencia distorsionó el nombre. ¿Era Gallant, Ballant o Talent?
—… esos huesos que usted desenterró —dijo.
Hubo otra pausa y más ruido de fondo, silbidos y graznidos.
—¿Qué sabe usted de ellos? —dije.
La voz cobró fuerza:
—Siento que es mi responsabilidad moral.
No dije nada. Miraba los huesos de la camilla y me quedé pensando en las
responsabilidades morales.
—Que es mi deber ayudar, aunque sea con una llamada telefónica. Es lo menos
que puedo hacer antes de irme. La gente ya no se toma el tiempo, a nadie le importa
nada. Nadie se quiere involucrar.
Oí voces y puertas que se cerraban en el pasillo y luego nada. Los técnicos de
autopsias se habían marchado a sus casas. Me recliné. Estaba cansada, pero ansiosa
por terminar la conversación y volver al trabajo.
—¿Qué es lo que quiere decirme?
—Hace mucho tiempo que vivo en Montreal. Sé lo que sucedía en ese edificio.
—¿Qué edificio?
—En el edificio donde estaban escondidos esos huesos.
La mujer había captado toda mi atención.
—¿El de la pizzería?
—Ahora es una pizzería…
—Continúe.
En ese momento sonó una campana estridente, como las que señalaban entradas y
salidas en las escuelas de antaño.
Y la comunicación se cortó.
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Capítulo 6
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espirales volvieran a ensortijarse.
¿Por qué no volvía a comunicarse esa mujer? Ya tenía el número de teléfono. ¿No
dijo que ya había llamado antes? ¿Habría pensado que la ignoraba? ¿O que le había
colgado? ¿Se había dado por vencida?
Abrí el cajón del escritorio, hurgué en busca de un bolígrafo, volví a cerrarlo.
¿No había dicho la mujer algo acerca de irse? ¿Se iba a ir de su casa? ¿De la
ciudad? ¿De la provincia? ¿Por un día o para siempre?
Reprochándome mi descuido, me puse a dibujar triángulos y a dividirlos en
triángulos más pequeños. En eso sonó mi móvil. Corrí hasta mi bolso y lo encontré.
—¿Señora Gallant?
—Me han llamado «galante», pero señora nunca.
Era Ryan.
—Pensé que eras otra persona —dije.
Y apenas lo hube dicho supe que había cometido una estupidez. La señora
Gallant/Ballant/Talent había llamado a través de centralita. No había manera alguna
de que tuviese mi número privado.
—Me rompe el corazón escuchar tanta desilusión en tu voz. Volví a sentarme y
esbocé la primera sonrisa del día.
—Esta desilusión está relacionada con un caso. Tú eres deslumbrante, Ryan.
—¿Qué caso?
—El de los esqueletos del sótano de la pizzería.
Mientras hablábamos seguí vigilando la luz de los mensajes. Al mínimo destello
volvería a conectarme con mi buzón de voz.
—¿No has tenido hoy el placer de la compañía de Claudel?
—Estuvo aquí.
—¿Solo?
—El resto de la Waffen SS no llegó a tiempo.
—Claudel puede ser un poco duro a veces.
—Claudel es un Neanderthal. No, eso es un insulto al paleolítico, porque los
hombres de Neanderthal tenían cerebros sapientes.
—El cerebro de Claudel no tiene nada de malo, sólo tiende a dar demasiada
importancia a experiencias pasadas y los patrones habituales. ¿Dónde estaba
Charbonneau?
—Atacaron a dos prostitutas y una murió. La otra está en Hospital Notre-Dame,
grave pero todavía aguanta.
—Me he enterado.
Cómo no se iba a enterar. Sentí un pellizco de irritación.
—Creo que el administrador de las señoritas fue invitado a declarar —dijo Ryan.
—Si no lo sabes tú…
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Ryan ignoró o no oyó el tono de enfado en mi voz.
—¿Qué piensa hacer Claudel con tus huesos?
—Lamentablemente, no creo que vaya a hacer nada.
—Yo sé lo que haría con ellos…
—Pues ayer por la noche no eran los primeros de tu lista —soltó Doris antes de
que pudiera refrenarla.
Ryan no contestó.
—Los tres esqueletos pertenecen a chicas jóvenes —cambié de tema como si
nada.
—¿Muertas recientemente?
—El dueño del local había robado varios botones que, según afirmó, había
encontrado junto a uno de los esqueletos. Claudel se los quitó. Una experta del
Museo McCord estimó que datan del siglo diecinueve.
—Déjame adivinar, Claudel no está interesado porque lo considera prehistórico…
—… lo cual es curioso porque él tiene la cabeza metida en el culo desde el
Neolítico.
—¿Tienes un mal día, bomboncito?
Percibí alegría en la voz de Ryan y eso me fastidió. También me fastidiaba que no
me explicase su repentina partida de la noche anterior. Y también me fastidiaba mi
necesidad de que me lo explicara.
¿Cuál era la filosofía de Anne? Nunca te quejes y nunca des explicaciones.
Muy bien dicho, Anne.
—Esta semana no ha sido un paseo precisamente —dije, con la vista clavada en el
teléfono de mi escritorio. El cuadradito seguía frustrantemente oscuro.
—Claudel es buen poli —dijo Ryan—. Pero a veces necesita que lo convenzan,
mucho más que a los que somos más intuitivos e inteligentes.
—No quiere cambiar de parecer.
—Convéncelo.
—Pues eso no se me había ocurrido.
Se hizo silencio. Ryan lo rompió:
—¿Qué edad crees que tienen esos huesos?
—No estoy segura. Ni siquiera sé si las tres chicas murieron al mismo tiempo.
—¿Hay indicios de arreglos dentales?
—No, que yo haya notado.
Más silencio.
—¿Qué te dice tu intuición?
—Que no fueron enterradas en el sótano hace tanto tiempo.
—Explícate.
—Que deberíamos tomarnos el caso en serio.
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Una vez más, Ryan ignoró mi grosería.
—¿En qué basas esa intuición?
Yo llevaba tres días haciéndome la misma pregunta.
—En mi experiencia.
No mencioné a mi informador más reciente, ni la indiferencia idiota con la que la
había tratado.
—Muy bien, bomboncito.
—Así es, cariño —interrumpí.
Hizo una pausa.
—Tienes que encontrar pruebas y convencer a Claudel de que está equivocado —
dijo con la paciencia de un maestro que reprende a un párvulo.
Hubo otra pausa, que llené con mi respiración irritada. Una vez más, Ryan habló
primero:
—Supongo que esta noche no te viene bien.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Entiendo lo cansada y frustrada que estás. Vete a casa y date uno de tus
famosos baños con burbujas. Todo te parecerá mejor por la mañana.
Cortamos y yo me quedé allí sentada escuchando el zumbido del edificio vacío.
No podía negarlo: hacía tres días y tres noches que estaba en Montreal y Ryan se
comportaba tan amistoso y encantador como siempre.
Y casi igual de ocupado.
No necesitaba ver un arbusto en llamas para darme cuenta: el agente Semental
estaba saliendo de mi vida.
¿Y qué me quedaba a mí? Pues aguantar al detective Carapolla.
Casi se me saltaron las lágrimas, pero me refrené.
Ya había vivido sin Ryan, y volvería a hacerlo.
Ya había coexistido con Claudel, y volvería a hacerlo.
Pero ¿aquella distancia con Ryan era un invento mío? ¿Por qué estaba tan
cortante con él?
El viento soplaba a rachas. Algunas plantas más abajo tres mujeres yacían en
camillas de acero inoxidable.
Miré el teléfono. La señora Gallant/Ballant/Talent no quería pulsar el botón de
llamada.
—Que le den por el culo al baño de burbujas —dije levantándome de un salto de
la silla—. Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan, dondequiera que estés.
A las nueve ya había acabado con el caso LCJML 38427, el esqueleto de la
primera zanja.
Era una mujer blanca, de entre quince y diecisiete años y un metro setenta de
altura. Nada de olor. Nada de pelo. Y de tejidos blandos nada de nada. Los huesos
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estaban en buen estado, pero secos y descoloridos, y un poco impregnados de tierra.
Noté lesión craneal post mortem: fragmentación del temporal, de los huesos faciales y
del tramo mandibular derecho. No encontré en el esqueleto traumas peri mortem, ni
ortodoncia. Tampoco ropa u objetos personales. El caso 38427 era una copia en papel
carbón del 38426.
Excepto por una diferencia, a esta jovencita la descubrí in situ y conocía algunos
detalles de su enterramiento. La joven 38427 había sido tirada a un pozo desnuda y
en posición fetal.
Quienes tenemos creencias judeo-cristianas enterramos a nuestros muertos
vestidos de gala. Literalmente, los tumbamos con las piernas extendidas y las manos
pegadas a los costados del cuerpo o sobre el abdomen. En cambio la postura
«dormida y arropada» es más típica de nuestros hermanos nativos, aunque eso
cambió tras el contacto con los europeos.
Entonces, ¿confirmaba la postura en ovillo la suposición de Claudel? ¿Eran estos
esqueletos antiguos?
No, no era tan sencillo.
Un cuerpo doblado sobre sí mismo requiere un agujero más pequeño, hay que
cavar menos. Cuesta menos tiempo y esfuerzo. Los enterramientos en pozos también
son los preferidos de aquellos que tienen prisa.
Como los asesinos, por ejemplo.
Exhausta, empujé la camilla con los huesos hasta el depósito refrigerado, me
cambié de ropa y volví a comprobar la lucecilla.
No había mensajes.
Cuando terminé de fichar, ya eran las diez pasadas. Desde la esquina de Wilfrid-
Derome el viento soplaba con fuerza y me atravesaba la ropa como una cuchilla.
Mientras trotaba camino al coche, iba soltando nubarradas de aliento.
Durante el viaje, no conseguí dejar de pensar en las chicas del depósito de
cadáveres. ¿Habrían muerto de alguna enfermedad? ¿Las habrían asesinado de un
modo que no dejase marcas en los huesos? ¿Habían sido envenenadas, estranguladas?
¿Habían muerto de hipotermia?
Al llegar al semáforo de Viger, de las sombras del puente Jacques-Cartier,
surgieron dos adolescentes. Cubiertos de tatuajes y piercings y con el pelo de pincho,
levantaron sus limpiacristales con una despreocupación amenazante. Asentí con un
gesto, saqué un dólar del monedero y observé cómo limpiaban mi parabrisas con
agua sucia.
¿Habían sido las chicas de la pizzería rebeldes como estos jóvenes, que se
dirigían al inconformismo por el camino más trillado? ¿Habían sido solitarias,
víctimas de abusos por parte de tiranos dentro de la misma familia? ¿O fugitivas
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sobreviviendo en las calles a duras penas?
Yo no había hallado ni un solo resto de vestimenta. Es cierto que las fibras
naturales como el algodón y la lana se deterioran con rapidez, pero ¿por qué no había
ningún diente de cremallera, ningún ojete, ningún cierre de corpiño? Antes de
sepultarlas en sus tumbas anónimas, a estas chicas las habían despojado de sus ropas.
¿Habían muerto al mismo tiempo o a lo largo de un período de meses o años?
Y además estaba la pregunta fundamental: ¿Cuándo exactamente? ¿Una década o
un siglo atrás?
Al llegar a casa, mi jaqueca ya marchaba a todo vapor y tenía tanta hambre que
me hubiera comido Lituania entera. Salvo algunas barritas energéticas de avena y
gaseosas diet, no había consumido nada en todo el día.
Después de ducharme, apliqué un golpe de calor nuclear a una cena mexicana
congelada, y mientras cenaba mirando a David Letterman pensé en Anne. Ella me
entendería, me dejaría desahogarme y me diría cosas reconfortantes. Acababa de
coger el teléfono inalámbrico, cuando el aparato me sonó en la mano.
—¿Qué tal anda Birdie? —Era Anne.
—¿Telefoneas para preguntar por mi gato?
—Me parece que al pobre no le haces demasiado caso.
El pobre se encontraba junto a mí, en el sofá, mirando fijamente la nata agria que
chorreaba de lo que quedaba de mi burrito.
—Estoy segura de que Bird estaría de acuerdo.
Apoyé la bandeja en la mesa, cogí un poco de nata con el dedo y lo coloqué en las
narices de Birdie. Mi gato lo limpió a lametones y acto seguido volvió a concentrarse
en el plato.
—¿Qué tal tú? —preguntó.
Me quedé en blanco.
—¿Qué tal yo, en qué aspecto?
—¿Te hacen caso?
Aunque Anne tiene el instinto de un satélite de navegación, era imposible que
supiera de la ansiedad que Ryan me estaba produciendo.
—Estaba a punto de llamarte —le dije.
—Pues a mí no me hacen ningún caso —prosiguió ignorando mi respuesta.
—¿De qué hablas?
—De Tom-Ted.
Anne está casada con un abogado llamado Tom Turnip. Cuando Tom llevaba dos
años de socio en su bufete, uno de los socios más antiguos se pasó un mes llamándolo
Ted. Desde entonces lo llamábamos Tom-Ted.
—¿Qué ocurre con TT?
—Adivina.
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Quería ser comprensiva, pero estaba demasiado cansada para las adivinanzas.
—Dímelo, por favor.
—Buena idea. Iré a visitarte, llego mañana.
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Capítulo 7
Ocho horas más tarde, me encontraba mucho mejor de ánimos. La jaqueca había
desaparecido, el sol brillaba y mi mejor amiga venía a visitarme.
O quizá no. Anne tiene la costumbre de cambiar de parecer.
Hablando de cambios de parecer, Ryan tenía razón. La evidencia sobre el
intervalo post mortem o IPM era la clave del debate con Claudel.
Mientras trituraba copos de maíz, recapacité sobre el problema.
A estas alturas sabía que las jóvenes 38426 y 38427 habían sido halladas en
tumbas poco profundas situadas en un sótano seco. Los esqueletos estaban
desprovistos de carne pero bien preservados, ninguna de sus superficies mostraba
signos de estar rajándose o desmenuzándose.
Confeccioné una lista en mi mente. ¿Qué otros datos son útiles a la hora de
precisar con certeza el IPM de huesos secos?
¿El deterioro de materiales adjuntos? No contaba con ninguno.
¿El análisis de insectos presentes? Tampoco contaba con ninguno.
Bird apuntó su nariz hacia mis cereales con la esperanza de recibir un poco de
leche. Lo bajé a una silla. ¿Debía pasar al caso 38428 o centrarme en establecer el
IPM?
Birdie se escurrió hacia la encimera de la mesa. De nuevo lo cogí y lo bajé.
Si encontraba pruebas de que los enterramientos eran antiguos, podría relajarme y
notificarlo a los arqueólogos. Por otra parte, si tal como yo sospechaba, hallaba
evidencias de que las muertes eran recientes, el juez de instrucción insistiría y
Claudel no tendría otra opción que investigar. Él y Charbonneau podrían empezar a
realizar el trabajo de calle mientras yo analizaba el tercer grupo de huesos.
Birdie intentó un tercer ascenso mientras yo me servía café. Lo devolví a su sitio,
pero de un modo menos amable.
De acuerdo, no contaba ni con objetos ni con insectos. Entonces ¿qué opciones
me quedaban?
Con el paso del tiempo, la composición elemental de los huesos cambia.
Disminuye la cantidad de nitrógeno y aumenta la de fluoruro. Pero estos cambios son
demasiado lentos, por lo que no sirven de mucho a la hora de evaluar la edad de
huesos modernos.
Había leído estudios basados en radiografías histológicas, reacciones químicas y
contenidos de isótopos. También estaba al tanto de estudios centrados en los
aminoácidos y su utilidad para poder distinguir entre huesos antiguos y recientes.
Pero en el proceso bioquímico y físico influyen una multitud de factores: la
temperatura, la humedad del suelo, la tensión de oxígeno, la actividad microbiana y el
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PH del suelo. Ninguna técnica es fiable al ciento por ciento. Una vez que la carne y
los insectos desaparecen, el intervalo post mortem se convierte en el Triángulo de las
Bermudas de la antropología forense.
Sólo se me ocurrió una prueba que podía arrojar resultados definitivos, pero
llevaría tiempo y dinero y sólo un puñado de laboratorios la realizaban. Y dada la
situación financiera actual, presionar a LaManche sería difícil.
Pero valía la pena intentarlo.
Dejé el cuenco en el suelo, cogí el bolso y el ordenador portátil y me marché.
En mi despacho, la lucecilla de los mensajes continuaba obstinadamente oscura.
La reunión de la mañana no se salió de la rutina. Un hombre había muerto por los
vapores de un calentador de kerosene. Alguien se mató por conducir tras haber
ingerido alcohol. Otra persona se causó una muerte autoerótica con una soga cuyo
nudo corredizo había sido mal atado. Otra murió carbonizada cuando se incendió su
caravana.
A Pelletier le tocó la víctima de incendio. Aunque los restos seguramente
pertenecían al dueño de la caravana, me pidió que estuviera disponible por si la cosa
se complicaba.
Mientras los demás salían en fila, me volví hacia LaManche.
—¿Puedo hablar un segundo con usted?
—Mais, oui. —LaManche volvió a tomar asiento.
—He examinado dos de los esqueletos del sótano de la pizzería.
Cuando LaManche alzaba las cejas, los surcos de la piel se le estiraban y se
hacían más profundos. De repente me pareció más viejo, más achacoso de lo que
recordaba. ¿Se debía a la fría luz matinal de la ventana que había detrás de mí?
¿Estaría enfermo? ¿O era que yo no lo había notado hasta ahora?
—Las dos víctimas que examiné son mujeres y jóvenes —dije—. Estoy segura de
que la tercera también lo es.
—Ha dicho «víctima».
—Son niñas y están muertas.
Los ojos melancólicos de LaManche no se inmutaron ante mi brusquedad.
—Pero no he hallado señales de violencia —admití.
—Monsieur Claudel cree que es posible que los restos sean antiguos.
—El dueño del local halló unos botones que podrían ser del siglo diecinueve.
—¿Podrían ser? —Sus cejas volvieron a enarcarse.
—Claudel los llevó al Museo McCord.
—¿Y usted no está convencida?
—Aunque los botones sean genuinos, nada nos asegura que estén relacionados
con los esqueletos. Su presencia en el sótano podría explicarse de mil maneras.
LaManche suspiró y se estiró la oreja.
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—Monsieur Claudel también me dijo que el edificio tiene más de cien años.
—¿Ha investigado la propiedad? —Sentí que me ponía colorada—. Pues no
compartió esa información conmigo.
Mi genio siempre está al límite del punto de inflamación. Era la herencia de mi
padre, igual que el alcohol. La furia de mi padre a veces dirigía sus acciones y yo
crecí soportando los impactos de sus arrebatos.
Como mi padre, sucumbí a la atracción de la bebida; al contrario que él, me alejé
de ella, y del mismo modo aprendí a controlar mi genio. Cuando el fuego arde por
dentro, por fuera me mantengo calmada.
—¿No se dio cuenta monsieur Claudel de que esa información es relevante para
mi trabajo? —dije.
—Estoy seguro de que le dará todos los detalles pertinentes.
—¿Antes de que me muera de vieja?
—No se ponga a la defensiva, no estoy discutiendo con usted.
Respiré hondo:
—Hay una prueba que puede resolver la cuestión.
—La escucho.
—¿Ha oído hablar de la datación por carbono 14?
—Sé que se utiliza para determinar la edad de la materia orgánica, incluidos los
huesos humanos. No sé cómo funciona.
—El radiocarbono o carbono 14 es un isótopo inestable. Como todas las
sustancias radiactivas, se descompone emitiendo partículas subatómicas a un ritmo
constante.
Los ojos de LaManche seguían clavados en los míos.
—En unos 5730 años, la mitad de los átomos del radiocarbono se habrán
convertido en nitrógeno.
—La media vida.
Asentí.
—Después de 11 460 años sólo queda un cuarto de la cantidad original de
radiocarbono. Después de otros 5730 años, sólo queda la octava parte, y así
sucesivamente.
LaManche no me interrumpió.
—La cantidad de radiocarbono en la atmósfera es realmente ínfima. Sólo hay un
átomo de radiocarbono por cada trillón de átomos de carbono estables. Se crea
constantemente debido al bombardeo cósmico de nitrógeno sobre la alta atmósfera.
Parte de ese nitrógeno se convierte en radiocarbono, que de inmediato se oxida y
forma CO2. Ese CO2 cae hasta la biosfera, donde es absorbido por las plantas.
Humanos, animales y plantas formamos parte de la misma cadena alimenticia, por
ello poseemos una cantidad constante de radiocarbono siempre y cuando estemos
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vivos. La cantidad real decrece gradualmente debido a la descomposición radiactiva,
pero se repone a través de la ingestión de alimentos o, como en el caso de las plantas,
a través de la fotosíntesis. Mientras un organismo esté vivo, ese equilibrio subsiste.
Cuando el organismo muere, el único proceso activo es la descomposición. La
datación por radiocarbono es un método que determina el momento en que ese
desequilibrio comenzó.
LaManche alzó las palmas en señal de escepticismo:
—Usted habla de periodos de más de cinco mil años. ¿Cómo puede un proceso
tan lento servir para establecer la edad de restos recientes?
—Buena pregunta. Es cierto que la datación por carbono 14 ha sido usada sobre
todo por arqueólogos y que ha demostrado ser muy fiable. Pero la técnica se basa en
varias suposiciones, una de las cuales es que el porcentaje de radiocarbono
atmosférico ha sido constante a lo largo del tiempo. Pero hay datos que contradicen
ese supuesto y que pueden usarse para aplicar la técnica de manera más amplia.
—¿Cómo exactamente?
—Aquí es donde este asunto se pone interesante. Hay estudios que documentan
anomalías significativas en el datado por radiocarbono durante ciertos periodos. En
los últimos ochenta años han tenido lugar dos perturbaciones derivadas de las
actividades humanas.
LaManche se echó hacia atrás, entrelazó sus manos y las descansó sobre el pecho.
¿Me estaba insinuando que fuese breve? En mi mente resumí cuanto pude.
—El periodo entre 1910 y 1950 se caracteriza por una disminución del
radiocarbono atmosférico, probablemente debido a la liberación a la atmósfera de los
productos derivados del uso de combustibles fósiles, petróleo, carbón y gas natural.
—¿Por qué?
—A causa de su antigüedad, los combustibles fósiles no contienen cantidades
detectables de radiocarbono, por tanto el porcentaje relativo de carbono 14
atmosférico decrece.
—Oui.
—Pero a comienzos de 1950, las pruebas de armas termonucleares realizadas en
la atmósfera revirtieron la tendencia.
—El porcentaje de radiocarbono en los seres vivos aumentó.
—Dramáticamente. De 1950 a 1963 los valores ascendieron un 85% por encima
de los porcentuales de referencia contemporáneos. En 1963, un acuerdo internacional
consiguió que la mayoría de las naciones interrumpieran las pruebas de armas
nucleares en la atmósfera, y el porcentaje de radiocarbono en la biosfera volvió a
recobrar el equilibrio.
—Vaya locura. —LaManche meneó tristemente la cabeza.
—Esas permutaciones se conocen como «el efecto de los combustibles fósiles y
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de las armas nucleares».
LaManche miró su reloj de soslayo.
—El hecho es que ese carbono 14 artificial o «atómico» puede ser utilizado para
determinar si alguien murió antes o después del periodo de las pruebas nucleares
atmosféricas.
—¿Cómo?
—Hay dos métodos. Con la técnica radiométrica estándar, el material se analiza
sintetizando la muestra de carbono con bencina y midiendo posteriormente el
porcentaje de carbono 14 con un espectrómetro de centelleo.
—¿Y el otro método?
—Con el otro método, los resultados se obtienen reduciendo la muestra de
carbono hasta obtener grafito. Entonces se analiza el grafito en busca de carbono 14
en un espectrómetro de masa.
Durante varios segundos, LaManche no dijo nada.
—¿Cuánto hueso hace falta? —dijo finalmente.
—Para medir la descomposición convencional, unos doscientos cincuenta
gramos. Para una espectrometría por aceleración de masa, sólo un gramo o incluso
menos.
—¿La espectrometría de masa cuesta más?
—Sí.
—¿Cuánto?
Se lo dije.
LaManche se quitó las gafas y se apretó el caballete de la nariz.
—¿No existe ningún paso intermedio? Semejante gasto tiene que estar justificado.
—Hay una técnica que podría probar. No es del todo fiable pero es sencilla y
podría indicar si la muerte ocurrió hace unos cien años aproximadamente.
LaManche quiso hablar.
—Y es gratis, y la puedo hacer yo misma —me adelanté—. Nos dirá, aunque sólo
aproximadamente, si los huesos tienen más o menos un siglo de antigüedad.
—Hágalo, por favor. —LaManche se colocó de nuevo las gafas y se puso en pie
—. Entretanto le comentaré su propuesta al doctor Authier.
Jean-Francois Authier, el patólogo jefe, consideraba que todo gasto era
excepcional. Eran muy pocos los que autorizaba.
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En la sala de autopsias número cuatro, apunté los respectivos números de caso en
los extremos próximos y distales de los huesos de las piernas y los apoyé en la mesa
de autopsias. En aquel silencio el ruido se amortiguó.
Me coloqué la máscara, enchufé una sierra Stryker y la encendí. Bisequé los
fémures dejando un cono de serrín blanco sobre el acero inoxidable. La estancia se
llenó de un aroma cálido y acre. Una vez más me pregunté por las jóvenes cuyos
huesos estaba serruchando. ¿Habían muerto rodeadas de sus familias? Seguramente
no. ¿Solas y asustadas? Eso era bastante más probable. ¿O estaban deseosas de ser
rescatadas? ¿Estaban desesperadas o iracundas? Todas esas posibilidades existían.
Ellas nunca tuvieron la oportunidad de contarlo.
Terminé de serruchar. Recogí los segmentos femorales y la luz ultravioleta y lo
llevé todo a un armario ubicado al fondo del pasillo.
«Ojalá funcione. Por favor».
Entré en el armario, encontré una toma y enchufé la luz ultravioleta. Después
coloqué las mitades de fémur en un estante, con la superficie recién serrada mirando
hacia mí.
Cerré la puerta. La oscuridad era impenetrable.
Respirando apenas, apunté la luz ultravioleta hacia los cortes transversales y le di
al interruptor.
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Capítulo 8
—¡Sí! —Mi mano libre dio unos puñetazos al aire.
Los huesos de las extremidades de hasta un siglo de antigüedad suelen volverse
fluorescentes si se los ilumina con luz ultravioleta. Esta fluorescencia disminuye con
el paso del tiempo, pues el tejido óseo muere desde la cavidad de la médula hacia
fuera y de la superficie externa del hueso hacia adentro. En un hueso que lleva cien
años muerto, el brillo amarillo-verdoso ha desaparecido por completo.
Estos huesos resplandecían como rosquillas de neón.
Muy bien, Claudel. Ya he dado el primer paso.
Devolví los fémures a sus respectivos sacos y fui en busca de mi jefe.
Se encontraba en el laboratorio de histología rebanando un cerebro. Cuchillo en
mano y mandil de plástico atado a cuello y cintura, LaManche levantó la vista al
verme entrar. Le expliqué lo que había hecho.
—¿Y?
—Las superficies cortadas brillaban como supernovas.
—¿Y eso qué indica?
—La presencia de componentes orgánicos.
LaManche apoyó el cuchillo sobre la tabla de corcho:
—Es decir, que no son enterramientos nativos…
—Estas chicas murieron después de 1900.
—¿Es definitivo?
—Es probable —dije con menos vehemencia.
—El edificio fue construido en torno al cambio de siglo.
No contesté.
—¿Recuerda usted los restos hallados cerca de la catedral de Marie-Reine-du-
Monde?
LaManche se refería a la ocasión en que me envió a investigar «unos cuerpos»
descubiertos por la cuadrilla que reparaba la red de suministro de agua. Llegué y me
encontré en medio de excavadoras, camiones volquete y un enorme agujero en el
bulevar René-Lévesque. Fragmentos de cráneos, costillas y huesos largos cubrían la
calzada y el fondo de la zanja recién excavada. Entre los restos humanos noté astillas
de madera y clavos oxidados.
Ese caso fue fácil. Se trataba de enterramientos en ataúdes.
Más tarde los arqueólogos confirmaron mi opinión. Ese solar estuvo ocupado por
un cementerio hasta que, a mediados del siglo XVIII, debió de ser clausurado a causa
de una epidemia de cólera. Años después, y sobre ese mismo solar, se construyó la
catedral que ahora es testigo de los atascos de hora punta en el bulevar René-
Lévesque. La cuadrilla de reparaciones se había topado con un par de almas
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olvidadas durante el traslado del cementerio.
—¿Cree que el maldito edificio fue construido sobre tumbas sin nombre? —
pregunté—. Yo no encontré ninguna evidencia de que hubiera ataúdes.
Los canadienses francófonos son virtuosos del encogimiento de hombros, y
utilizan manos, ojos, hombros y labios con sutiles matices para manifestar una
variedad infinita de significados: «estoy de acuerdo», «me da igual», «¿qué quieres
que haga?», «¿quién sabe?», «eres imbécil», «haz lo que mejor te parezca».
LaManche encogió un hombro y ambas cejas. Era el encogimiento que
significaba «puede que sí, puede que no».
—¿Le ha comentado lo de la datación por radiocarbono a Authier? —pregunté.
—El doctor Authier está haciendo de anfitrión a unos visitantes del Instituto de
Medicina Legal de Marruecos. Le dejé un mensaje pidiéndole que me llame.
—La prueba llevará tiempo —dije sin esconder mi inquietud.
—Temperance… —LaManche era la única persona en el planeta que se dirigía a
mí de ese modo. En sus labios, mon nom llevaba tildes y rimaba con «ron»—. Usted
se está tomando esto demasiado personalmente.
—No creo que esos huesos sean antiguos, no tienen ni el tacto ni el aspecto de
serlo. Las circunstancias no concuerdan, pero yo…
—¿Estas chicas murieron la semana pasada? —Sus mofletes de sabueso se
bambolearon suavemente.
—No.
—¿Hay alguna urgencia?
No contesté.
LaManche me miró durante tanto tiempo que pensé que estaba pensando en otra
cosa, y entonces dijo:
—Usted envíe sus muestras. Yo me encargaré de hablar con el doctor Authier.
—Gracias —dije resistiendo el impulso de abrazarlo.
—Mientras tanto dedíquese al tercer esqueleto, puede que le suministre
información útil.
Y con esa sugerencia tan poco sutil, LaManche volvió a rebanar el cerebro.
Eufórica, bajé y me puse la bata quirúrgica.
Lisa me detuvo cuando yo iba de camino a la sala de autopsias número cuatro. La
víctima del incendio de la caravana no tenía dientes ni piezas postizas, ni dedos de los
que obtener huellas. La identificación se había tornado problemática y el doctor
Pelletier quería saber mi opinión.
Le dije a Lisa que en media hora acudiría a ver a Pelletier.
Trabajando a toda prisa, corté un trozo de unos dos centímetros y medio de la
parte media de cada fémur, subí como una exhalación a la planta superior, me conecté
a Internet y entré en la página del laboratorio de Florida que realizaría las pruebas.
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Con un clic abrí el formulario de datos de la muestra, lo rellené con la información
requerida y pedí que realizaran la prueba de espectrometría de masa.
En la sección de entregas me detuve. El servicio estándar tardaba entre dos y
cuatro semanas. Si contrataba el servicio especial, recibiría los resultados en seis días
a lo sumo.
El precio era significativamente mayor.
A tomar por el culo. Si Authier se retractaba, lo pagaría yo de mi bolsillo.
Marqué la segunda casilla y di a enter.
Después de rellenar los impresos de «traslado de pruebas», le pasé la dirección a
Denis y le pedí que empaquetara las muestras y las enviara por FedEx de inmediato.
Volví a bajar.
Pelletier tenía razón. El dueño de la caravana era un hombre blanco de sesenta y
cuatro años. El cuerpo que yacía sobre la mesa de autopsias tenía pegados los restos
chamuscados de un Wonderbra, y esposas.
Vale, el tío podía ser un pervertidillo. Pero no. Las radiografías mostraban un
diafragma en el centro mismo de la pelvis.
Al caer la tarde, conseguimos resolver el enigma.
La víctima del incendio era una mujer blanca, sin dientes, con fracturas soldadas
en el radio derecho y ambos huesos nasales. Llevaba en esta tierra entre treinta y
cinco y cincuenta años.
¿Dónde estaba el dueño de la caravana? Eso ya era problema de la policía.
A las tres y cuarenta me lavé, me cambié de ropa y regresé arriba. De camino a mi
oficina pillé una Coca-Cola Diet y un par de rosquillas con azúcar impalpable.
La luz del teléfono titilaba como la luz que señala las ofertas repentinas en Kmart.
Desde la puerta me abalancé sobre el aparato y cogí el auricular.
Un mensaje de Anne. Su vuelo aterrizaría a las cinco y veinticinco.
Y uno de Arthur Holliday; el hombre que llevaría a cabo la prueba de carbono 14
me pedía que por favor contactara con él antes de enviar las muestras.
Fui corriendo hasta el despacho de administración y comprobé la pila de correo
saliente. FedEx todavía no había recogido mi paquete. Lo recuperé, regresé a mi
despacho y marqué el número del laboratorio de Florida. Estaba desconcertada, no
sabía cuál era el problema.
—¿Tempe? Bien, bien. Telefoneé apenas recibí tu correo electrónico. ¿Ya has
enviado las muestras?
—Están embaladas, pero siguen aquí. ¿Hay algún problema?
—No, no, en absoluto. Todo va estupendamente. Bien, oye, ¿tus sin nombre
tienen dientes?
—Sí.
—Bien, bien. Escucha, estamos llevando a cabo un pequeño proyecto de
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investigación y me preguntaba si para vuestro caso os serviría conocer el lugar de
nacimiento.
—No había pensado en esa posibilidad. Pero sí, esa información podría sernos
útil. ¿Podéis averiguarlo?
—¿Hay indicios de aguas subterráneas en ese sótano?
—No, es bastante seco.
—No te prometo nada, pero estamos obteniendo resultados bastante buenos en
nuestros análisis con isótopos de estroncio. Si me permites guardar los resultados en
nuestra base de datos y nos telefoneas cuando hayáis identificado a los sin nombre,
puedo realizar gratis esa prueba experimental a tus muestras.
—¿Gratis?
—Necesitamos ampliar nuestra base de datos de referencia.
—¿Qué debo enviar?
Me lo dijo y empezó a exponer las razones por las que necesitaba tanto las
muestras de hueso como de dentadura. El reloj marcaba las tres y media. Tenía que
cortar ya.
—Art, ¿podrías explicármelo cuando discutamos los resultados? Si quiero que
estas muestras salgan con la recogida de FedEx de hoy, tengo que volver a sacar los
esqueletos y quitarles los dientes en los próximos treinta minutos.
—Sí, sí, por supuesto. Hablaremos entonces. Oye, Tempe, puede que esto no
lleve a nada, pero nunca se sabe.
Colgué, descendí al depósito, serré otros tres tacos de hueso de los fémures,
devolví los huesos a cada camilla, quité las mandíbulas, regresé a mi laboratorio, las
fotografié y quité el segundo molar derecho de cada una. Luego volví a embalarlo
todo y retorné el paquete a la pila de correo para despachar, dando gracias al cielo por
haber hecho las radiografías dentales previamente.
A las cuatro treinta ya me había reinstalado en mi despacho.
Con los tobillos cruzados y las piernas apoyadas sobre el alféizar, di unos sorbos
a una gaseosa baja en calorías, unos mordisquitos a mi primera rosquilla y me obligué
a pensar en otra cosa que no fueran las jóvenes del sótano de la pizzería.
Katy.
¿Y Katy? No tenía idea de lo que estaba haciendo mi hija en ese momento, ni de
su paradero. Podía llamarla. Miré el reloj. Seguramente había salido a estudiar a la
biblioteca o estaba en clase. Vaya.
Según parecía, Katy estaba acudiendo a sus clases diligentemente y planeando su
futuro para cuando terminara la universidad. ¿Se había convertido mi niña en una
adulta? ¿De ahora en adelante, me tocaría interpretar en su vida sólo el papel de una
figurante?
Ese pensamiento tan alegre me llevó a pensar directamente en las tres jóvenes que
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ahora eran esqueletos.
¿Por qué no tenían ni una tira de ropa? ¿Había pasado yo algo por alto en la
escena del crimen? ¿Hubiera debido usar un tamiz de malla más fina? ¿Había
encontrado el dueño algo además de los botones? ¿Cómo se podía explicar que
hubiese tres chicas enterradas en el sótano?
Di un sorbo de Coca-Cola Diet. Mi mente dio un giro de noventa grados.
Anne.
¿Por qué esta visita inesperada? ¿Qué había detrás del extraño tono de su voz?
Con la segunda rosquilla, mi mente volvió a repasar el tema de los esqueletos.
Si las tres chicas murieron al mismo tiempo, ¿por qué sólo el tercero de los
esqueletos tenía adipocira? ¿Por la forma en que estaba envuelto? De acuerdo. Pero
¿por qué ese enterramiento era distinto?
No. Tenía que pensar en otra cosa.
Recordé un jersey que había visto en el escaparate de Ogilvy’s, un ruido que hace
el motor de mi coche y un extraño lunar marrón que me ha salido en el hombro
derecho.
Cuando estaba por terminar la segunda rosquilla, mi mente volvió bruscamente a
los esqueletos.
Los cuerpos habían aparecido a menos de quince centímetros de profundidad.
¿Por qué estaban tan cerca de la superficie? Los enterramientos de nativos
generalmente aparecen a profundidades mucho mayores, y las tumbas históricas
también.
Si Art realmente podía determinar el lugar de nacimiento de las chicas, ¿me
serviría? ¿O su análisis simplemente revelaría que eran jóvenes locales?
Puede que LaManche tuviera razón. Quizás estaba obsesionándome, poniéndome
nerviosa y a la defensiva. Y tampoco estaba durmiendo bien, el caso se había colado
hasta en mis sueños.
Mis pensamientos dieron un giro y tomaron por otro callejón.
¿Era mi insatisfacción laboral consecuencia de mi problema con Ryan? ¿Estaba
transfiriéndole a él mi ansiedad y mi frustración, propiciando yo sola la destrucción
de una pareja que me interesaba?
Ryan.
Y como si un electrón errante hubiese saltado de esa sinapsis, sonó el teléfono.
Giré y cogí el auricular con tanta prisa que casi derramo la bebida.
—La doctora Brennan al habla.
Susanne me informó de que un detective iba camino de mi despacho.
Claudel… Justo lo que necesitaba.
Pero no era él.
Con su metro noventa de estatura, sus pantalones caqui, su camisa beige y su
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americana de tweed, Ryan parecía un cruce entre Pierce Brosnan y el tipo mayor del
anuncio de Adidas. Al ver mi Coca-cola Diet y el azúcar impalpable esparcido sobre
mi cartapacio, meneó la cabeza:
—Eres un remolino de contradicciones.
—Tengo gustos eclécticos.
—Tus gustos deben de confundir bastante a tu pobre páncreas.
—Pues es mi páncreas.
Ryan se mostró sorprendido ante la brusquedad de mi comentario.
—¿Te pillo en mal momento, bomboncito?
—Esperaba a otra persona —y dejé la lata sobre la mesa—, cariño.
—No es la primera vez que me dices eso.
—¿Lo de «cariño»?
—Lo de que esperabas a otra persona.
—Creí que vendría alguien a traerme información sobre un caso.
—«Una vez más, he hecho añicos sueños de los que nada sé…».
—Suenas como Winston Churchill —dije, repantigándome en mi silla.
—«Tolerar esto resultaría una torpeza que no estoy dispuesto a suscribir».
—Sobresaliente en gramática, suspendido en claridad. —Pasé la punta de mi dedo
por el azúcar impalpable.
—Pues ésa sí es una frase de Winston.
—Y tú la repites.
—¿Cómo van las cosas con Claudel?
Ryan se apoyó contra el marco de la puerta y cruzó brazos y tobillos. Como de
costumbre no pude evitar quedarme embobada mirando sus ojos. No importa cuántas
veces lo viera, ese azul intenso de sus ojos siempre me pillaba con la guardia baja.
—Claudel funciona con un suministro limitado de neuronas —dije—. Las pocas
que tiene se envían correos electrónicos para mantener el contacto.
—¿Se le ha caído el sistema?
—Hoy no he sabido nada de él. De hecho, espero ansiosa poder compartir cierta
información con él.
Lamí el azúcar y volví a pasar el dedo por el cartapacio.
—¿Y no lo vas a compartir con él?
—LaManche autorizó el pago de una prueba especial que le pedí.
—¿Sin el visto bueno de Authier?
Asentí.
—LaManche puede ser muy pícaro. ¿Qué clase de prueba es?
—Una de carbono 14.
—¿El mismo que se utiliza para momias y mastodontes?
Le repetí a Ryan el curso breve que en su momento le diera a La-Manche, pero
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decidí no mencionar el análisis con isótopos de estroncio. Era demasiado incierto.
—¿Cuánto tardarán los resultados?
—Si hay suerte, no más de una semana. LaManche sugirió que me concentre en
el tercer esqueleto. Básicamente, lo que me dijo es que por ahora me olvide del
intervalo post mortem.
—Es un buen consejo.
—Es frustrante.
—Son los gajes del oficio.
Sonó el busca de Ryan. Él comprobó el número y volvió a enganchar el chisme en
el cinturón.
—Admito que estas chicas no murieron ni una semana ni un mes atrás —proseguí
—. No puedo quitarme la sensación de que estamos perdiendo un tiempo valioso.
Este caso me da mala espina.
—¿Por qué?
Le hablé a Ryan de la señora Gallant/Ballant/Talent.
—¿Y qué fue exactamente lo que te dijo?
—Que estaba al tanto de lo que ocurría en ese edificio.
—¿Y qué era lo que ocurría?
—No llegamos a ese punto.
—Puede que sea una loca.
—Puede.
—Dices que tenía voz de anciana.
—Así es.
—Y si está un poco…
—Ya he pensado en esa posibilidad, Ryan. Pero ¿y si está lúcida? ¿Y si es una
mujer seria y realmente sabe algo?
—Entonces llamará de nuevo.
—No lo ha hecho.
—¿Estás haciendo localizar la llamada?
—Sí.
—¿Quieres que vea si puedo averiguar algo?
—Lo haré yo sola.
—Una viejecita no constituye una amenaza para nadie.
—Esa mujer se ha enterado de nuestro viajecito de estudios al sótano de la
pizzería, y sabe Dios quién más ha leído u oído algo al respecto. No has visto Le
Journal. Todos los medios se echaron encima de la noticia como buitres.
—Además de la antigüedad del edificio, ¿qué sabes sobre él?
—Que en su sótano alguien enterró a tres jóvenes.
—A veces eres un incordio, Brennan.
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—Me esfuerzo.
—Cena conmigo.
—Estoy ocupada.
Un silencio ensordecedor invadió el despacho… Pasaron treinta segundos…, un
minuto entero.
Ryan descruzó los tobillos y se separó del marco. Sus ojos azules se clavaron en
los míos. No era una mirada alegre.
—Tendremos que hablar.
—Sí —respondí.
Al verlo desaparecer por la puerta pensé: «Adiós, vaquero».
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Capítulo 9
No es buena idea salir en coche por Montreal entre semana al caer la tarde.
Atravesé el túnel Ville-Marie y tomé la autovía 20 a una velocidad que en su
momento máximo rozó unos trepidantes cincuenta kilómetros por hora. En el
intercambiador Turcot, mi velocidad no pasaba de la aceleración de un coche de
longitud.
La pegatina de un parachoques brilló ante mis ojos. Rezaba: «Las palizas
continuarán hasta que la moral mejore». La primera vez que lo leí me hizo reír. A la
décima, el contenido humorístico se había agotado. Hice mi interpretación, «el atasco
continuará hasta que la impaciencia se extinga».
Para aliviar el aburrimiento, me puse a leer las vallas publicitarias. Eslóganes en
mal inglés y mal francés malanunciaban a gritos teléfonos móviles, vehículos Honda,
comedias de situación y laca para pelo.
Al caer la oscuridad se levantó un viento fuerte que zarandeó mi coche, como si
un pie gigante lo tocara de vez en cuando con la punta de su deportiva. Por mi
parabrisas veía pasar lentamente una ciudad invernal: las ventanas tenuemente
iluminadas de Westmount, las sucias zonas de descarga y los almacenes de los
ferrocarriles, los búngalos de los suburbios cubiertos de eléctricas porquerías
navideñas compradas en tiendas de saldos.
Al pasar Ville St-Pierre la circulación se hizo más fluida y pude llevar el coche
hasta la vertiginosa velocidad de sesenta kilómetros por hora. Tamborileé mis dedos
sobre el volante. En el salpicadero ponía que eran las cinco y media de la tarde,
probablemente el vuelo de Anne ya había aterrizado.
Más de una hora después de salir del laboratorio, entré finalmente en la terminal
del Aeropuerto Dorval. Anne ya había pasado la aduana y se encontraba plantada al
final de una rampa donde el público aguardaba a que salieran los pasajeros.
Imité un molino con los brazos. Al percatarse, Anne cogió el asa de una maleta
del tamaño de un vagón de carga y la arrastró en mi dirección. De uno de sus
hombros colgaba un ordenador portátil, del otro un enorme bolso de cuero.
Retrospectiva súbita: mi hermana, Harry, rodeada de suficientes maletas de Louis
Vuitton para emprender una gira mundial. Harry había venido a pasar una semana,
pero acabó quedándose un mes.
Uf.
Anne es muy alta y muy rubia. Muchos ojos además de los míos la siguieron
mientras tiraba de su coche pullman y atravesaba el gentío de parientes. Al llegar a
mí, se inclinó y me rodeó el cuello con sus brazos. El portátil que llevaba al hombro
se balanceó hacia delante y me dio de lleno en las costillas.
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—No te imaginas el tráfico, fue una pesadilla —dije aliviando a Anne de los
bolsos que llevaba como equipaje de mano.
—Has venido a recogerme, eres divina.
—Me encanta que hayas venido.
—El piloto dijo que hacía dieciocho grados bajo cero. ¿Será posible? —La
manera en que Anne arrastraba las palabras sonaba tan fuera de lugar en aquel barullo
francófono como el tema de la serie Rawbide en una gala de beneficencia de Personas
por la Ética en el Trato de los Animales.
—Aquí usamos grados Celsius. —No le aclaré que en su visión del mundo eso
significaba muy poco por encima de cero grados Fahrenheit.
—Espero que haya una tormenta de hielo. Sería estupendo que nevara.
—¿Has traído ropa de abrigo?
Anne extendió los brazos como diciendo «mírame».
Llevaba un jersey de ochos, americana de ante, pantalones de pana verdes,
orejeras color rosa de angora y un sombrero a juego. Hubiera apostado a que su bolso
contenía mitones rosados y peludos que completaban el juego. Y supe lo que mi
amiga pensaba: «Chic invernal».
Anne nació en Alabama y fue educada en Mississippi, pero como tantos otros
sureños había viajado al norte y obtenido un conocimiento teórico de lo que es el frío.
La mente es un padre sobreprotector: lo que no le interesa, lo niega. Y como muchos
habitantes de las zonas subtropicales, Anne había reprimido la realidad del bajo cero
mercurial.
Estábamos en Quebec y Anne iba vestida para pasar un fresco de otoño en las
montañas Blue Ridge.
Al salir de la terminal, oí a la señora «chic invernal» soltar un grito ahogado.
Sonriendo, la conduje rápidamente al coche. Pobre Anne, no tenía culpa de nada.
Aunque yo viajaba regularmente entre Charlotte y Montreal, aquella primera ráfaga
de invierno me había dejado sin aliento a mí también.
De camino a Centre-ville, Anne saltó de un tema a otro: de sus gatos a Regis y
Kathie Lee, de los mellizos Josh y Lola a su hijo menor, Stuart, que se había
convertido en el portavoz de los derechos de los gays. Entre arranque y arranque,
dejaba de hablar y un silencio depresivo invadía el pequeño espacio que nos
separaba.
De vez en cuando Anne me lanzaba una mirada de soslayo. El parpadeo de las
luces de neón y de frenado iluminaba su cara formando un mosaico multicolor. No
pude descifrar su expresión. No dijo una sola palabra acerca de su visita.
De acuerdo, vieja amiga. Cuéntamelo cuando te apetezca.
Una hora y media después, Anne empezó a darle vueltas a una suerte de
explicación. Mientras lo hacía, noté que vacilaba, como si estuviera probando ideas al
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tiempo que hablaba.
Habíamos pasado por casa a dejar su equipaje y nos encontrábamos en la
Trattoria Trastevere, en la parte baja del barrio del Crescent. El camarero nos acababa
de traer un par de ensaladas César. Yo bebía Perrier. Anne iba por su tercer
Chardonnay.
Y el Chardonnay le estaba haciendo efecto.
—Tengo cuarenta y seis años, Tempe. Si no intento encontrarle algo de sentido a
esto ahora, más adelante ya no voy a encontrar nada que tenga sentido ahí fuera —y
tocándose el pecho con una de sus uñas manicuradas, añadió—: ni aquí dentro.
Una vez más pensé en mi hermana. Harry había venido a Montreal en busca de
paz interior, pero acabó enganchándose con unos dementes apocalípticos que querían
llevársela por el camino de la paz permanente, la de la muerte. Afortunadamente
sobrevivió. El discurso de Anne sonaba a gilipolleces psicológicas salidas de la
misma cloaca de autoayuda.
—¿Entonces, tus hijos están bien?
—De perlas.
—¿Y Tom no hizo nada que te cabreara?
Anne me apuntó con su uña:
—Tom no me hizo nada. Hace mucho que no hace nada que no sea defender a
promotores inmobiliarios capullos que quieren dejar este mundo sin árboles y se
pasan el resto del tiempo buscando el hoyo en un golpe como si fuera el santo grial.
Supongo que es culpa mía por haberme casado con alguien llamado «nabo».
El apellido de Tom-Ted también había sido fuente de solaz para nosotras durante
años.
—He terminado con el tubérculo.
—¿Lo has dejado? —No me lo podía creer.
—Sí.
—¿Después de veinticuatro años y tres hijos?
—Esto no tiene nada que ver con los chicos.
Detuve el tenedor en el aire. Anne y yo nos clavamos los ojos.
—Sabes que no es eso lo que quiero decir —continuó—. Los chicos ya son
mayores. Josh y Lola han acabado la facultad y Stuart se ha marchado a hacer eso que
hace. —Anne pinchó una hoja de lechuga—. Ellos están viviendo sus vidas y yo me
he quedado vendiendo casas y cultivando mis putas azaleas.
Tras completar mi doctorado en la Universidad Northwestern, Pete fue a trabajar
a un bufete de Charlotte y yo acepté un puesto en la Universidad de Carolina del
Norte, en Charlotte. Estaba encantada de poder largarme de Chicago y regresar a mi
querida Carolina del Norte. Pero el cambio tuvo un lado negativo.
Durante el día estaba rodeada de académicos dedicados, sensibles, brillantes,
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sofisticados como un catálogo de semillas Burpee. Katy era un cría, y mis colegas sin
hijos no tenían ni idea de las responsabilidades que conlleva ser padre.
Todas las tardes, recogía a mi bebé de la guardería y me sumergía en un anuncio
de ensueño, de esos que venden las delicias de la vida en un club de campo: jardines
cuidados, vehículos de gama alta, esposas como las de Las mujeres perfectas, con esa
misma mentalidad de no salir nunca de casa, conversaciones de «chicas» sobre tenis,
golf y cómo trasladarnos compartiendo coche.
Había perdido las esperanzas de hacer amistades femeninas interesantes, cuando
en un té benéfico de mi barrio descubrí a Anne. Mejor dicho, la oí. La magnolia de
acero se topó con el marinero borracho.
Enfilé directamente hacia ella y conectamos instantáneamente.
Juntas, Anne y yo hemos ayudado a nuestros hijos a reponerse de huesos y
corazones rotos, nuestras familias han compartido dos décadas de acampadas y viajes
de esquí, cenas de Acción de Gracias, bautizos y funerales. Hasta que mi matrimonio
finalmente se vino abajo, los Turnip y los Peterson no se habían perdido ni una sola
vacación en el mar. Ahora Anne y yo viajábamos a la playa solas.
—¿Qué les has dicho a los chicos? —pregunté.
—Nada. Todavía no he dejado mi casa. Estoy de licencia, de viaje.
—Pero…
—No hablemos de mí, cariño. Cuéntame de ti. ¿En qué estás trabajando
últimamente?
Cuando Anne se cierra es inútil insistir.
Le hice un resumen del caso del sótano de la pizzería y le conté la frustración que
me producía mi amiguete Claudel.
—Ya conseguirás hacerlo entrar en razón, siempre lo haces. Ahora pasemos a la
parte jugosa: ¿estás saliendo con alguien?
—Sí, algo así.
El camarero se llevó las ensaladas y trajo los primeros. Lasaña para Anne, piccata
de ternera para mí. Anne pidió otro vaso de vino, después cogió el rallador eléctrico y
dejó caer espirales de queso sobre su pasta. Decidí acercarme al tema de Tom de otro
modo.
—¿Y cuál es el objetivo de este nuevo programa de mejoramiento personal?
—Sentirme realizada, potenciar mi autoestima, apreciarme más. —Anne golpeó
el rallador contra la mesa—. Y ni se te ocurra sugerirlo, no pienso hacer otro maldito
curso más.
Comimos en silencio. Unos instantes después Anne volvió a hablar. Lo hizo en un
tono más ligero y acaso más forzado.
—El macizo del 3 C me ha hecho más caso que Tom Turnip en los últimos doce
meses. En este momento el chaval debe de estar comprándome un ramo de gardenias.
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—Anne dio un buen trago de vino—. Maldita sea, mientras nosotras hablamos sus
mensajes deben de estar apilándose en tu contestador.
—¿Qué chaval del 3C?
—Un semental muy jovencito y dulce que conocí en el avión.
—¿Le diste mi número de teléfono?
—Es inofensivo.
—¿Y cómo lo sabes?
—Viajaba en primera clase.
—También viajaban en primera clase los majos que se incrustaron en las Torres
Gemelas.
Mi amiga me miró como si le acabara de sugerir que se amputara un pie.
—No te pongas así, Tempe. No estoy pensando en salir con ese tipo.
No daba crédito a lo que oía. Suelo ser extremadamente cautelosa a la hora de dar
mi número fijo. Mi amiga se lo había dado alegremente a un desconocido, que iba a
telefonear a mi casa queriendo hablar con ella.
—Me había tomado un par de Manhattans —prosiguió sin caer en la cuenta de mi
enfado—. Charlamos y me preguntó dónde podía contactar conmigo. Así que le
apunté tus señas en una servilleta…
—¿Mis señas? ¿Quieres decir que también le diste mi dirección?
Incrédula, Anne dio un giro de ojos como para ganarse un Oscar de la Academia.
—Estoy segura de que el chaval lo tiró apenas salió por la rampa. ¿Qué tal está tu
ternera?
Al contrario que nuestra conversación, mi carne estaba buenísima.
—Bien —murmuré. Así que quizás el tipo no telefoneará, sólo llamará a mi
puerta.
—Mi lasaña está parfait. ¿Entiendes a lo que me refiero? Ya no estoy más en
Clover, Carolina del Sur, sino en otra galaxia. —Anne hizo girar su tenedor en el aire
un par de veces—. ¡Québec! La belle province! C’est magnifique!
En ocasiones se han burlado de mí por hablar el francés de los estadounidenses
del sur, pero el acento de Anne me hacía quedar como una parisina.
—¿O sea que os estáis tomando un tiempo? ¿Un periodo sabático matrimonial?
Cuando yo también estaba casada con Pete, Anne y yo solíamos bromear sobre el
«sabático matrimonial». Era nuestra frase en clave para decir «nos vamos de viaje,
pero sin hombres».
—Aunque yo llevara una semana muerta, Tom Turnip ni se daría cuenta. —Esta
vez el tenedor me apuntó a mí—: No, he sido un poco dura. Si Tom se quedara sin
papel higiénico, se pondría a gritar como loco para averiguar dónde estoy.
Anne soltó una de sus risas plenas, guturales:
—Ésa sí que es una imagen bella, querida. El gran abogado, pillado en el acto de
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soltar un zurull…
—¡Annie!
—… Querida, el pobre ha pasado a la historia.
Durante unos momentos comimos en silencio. Cuando hube acabado, intenté
sacar el tema por última vez.
—Annie, soy Tempe. Te conozco y conozco a Tom. Os he visto juntos durante
veinte años. Dime qué está pasando en realidad.
Anne bajó el tenedor y se puso a acomodar la servilleta de papel que había debajo
de su copa de vino. Pasó un minuto entero y entonces habló:
—Cuando Tom y yo nos conocimos no parábamos. Era como el paseo de los
toreros todas las noches. Y así continuó. Los libros y los programas de entrevistas
dicen que las parejas pasan del coloso en llamas a un estado tibio, y que es lo normal.
A Tom y a mí eso nunca nos pasó.
Anne había empezado a arrancar trozos de servilleta dando forma a un festón con
picos:
—Al menos hasta hace un par de años.
—¿Te refieres al sexo?
—Me refiero al declive total y absoluto. Tom dejó de arder de pasión y empezó a
concentrarse en cualquier cosa que no fuera yo. Empecé a conformarme cada vez con
menos atención por su parte. Hasta que la semana pasada caí en la cuenta de que
nuestros caminos apenas se cruzaban.
—¿No había pasado nada terrible?
—Has dado en el clavo. No había pasado nada, no estaba pasando nada y
tampoco iba a pasar nada. Entonces empecé a insensibilizarme, a pensar incluso que
estar insensible tampoco tenía nada de malo. Y esa insensibilidad empezó a
convertirse en algo normal.
Anne juntó los trozos de servilleta y formó una pequeña montaña.
—La vida es demasiado corta, Tempe. No quiero que en mi esquela pongan:
«Aquí yace una mujer que vendió casas».
—¿No es un poco pronto para echar todo por la borda?
Con un movimiento de la mano Anne barrió los trozos de papel, que cayeron al
suelo en espiral.
—Durante más de la mitad de mi vida he intentado ser la esposa perfecta y el
resultado me ha decepcionado. Mi nueva filosofía consiste en cortar por lo sano y
largarme.
—¿Has considerado hacer terapia de pareja?
—La haré cuando el infierno y los campos de golf se congelen.
—Tom te quiere.
—¿De veras?
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—Muy pocas veces en la vida conocemos a personas a las que les importemos de
verdad.
—Tienes razón, querida. —Con un diestro golpe de muñeca Anne vació su cuarta
copa de Chardonnay y la posó sobre la servilleta mutilada—. Y ésas son las personas
que más nos lastiman.
—Annie… —dije obligando a mi amiga a mirarme. Sus ojos eran de un verde
oscuro casi marrón, sus pupilas destellaban por el alcohol—. ¿Estás segura?
Ella cerró los puños, los puso uno sobre el otro y apoyó la frente encima. Dudó, y
luego volvió a alzar la cabeza.
—No —dijo.
La infelicidad que noté en su voz me paró en seco el corazón.
Durante la cena el viento había aumentado su velocidad hasta convertirse en un
rugido en toda regla, la temperatura en cambio había descendido. Recorrer los
cuatrocientos metros que nos separaban de mi casa fue como hacer la famosa carrera
de trineos Iditarod de Anchorage a Nome, pero sin perros.
Las ráfagas subían aullando por Ste-Catherine zarandeándonos la ropa y
lanzándonos hielo y nieve a la cara con la fuerza de un chorro de arena. Como
soldados a punto de asaltar un bunker, Anne y yo avanzábamos encorvadas.
Al doblar la esquina de mi casa, noté que la nieve se apilaba de forma extraña
contra el portal del edificio. A pesar de que los ojos me lloraban a causa del frío,
advertí que algo en aquel montículo resultaba muy extraño.
Parpadeé hasta enfocar la vista, pero el ventisquero continuaba expandiéndose,
cambiando de forma, volviendo a contraerse.
Me detuve y fruncí el ceño. ¿Era posible lo que veía?
De en medio de la nieve, asomó un apéndice que pronto volvió a ocultarse.
¿Qué diablos ocurría?
Corriendo, crucé la calle y subí la escalinata exterior.
—¡Birdie!
Mi gato levantó la barbilla y alzó la vista apenas. Al reconocerme salió disparado
hacia mí, casi sin poder flexionar las patas. Se catapultó contra mi pecho y lo atrapé,
el golpe hizo que una nube de aliento se escapara de mi boca.
Birdie trepó, apoyó la barbilla sobre mi hombro y apretó la tripa contra mi abrigo.
Su piel olía a humedad. Su cuerpecito temblaba de frío o de miedo.
—¿Qué hace tu gato fuera? —El viento cogió la pregunta de Anne y se la llevó
calle arriba.
—No lo sé.
—¿Puede salir solo?
—Alguien debió de abrir una puerta.
—¿Hay algún vecino de confianza que tenga tu llave?
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—No.
—¿Entonces quién ha entrado?
—No tengo la menor idea.
—Pues será mejor que lo averigüemos.
Anne se quitó los mitones y extrajo un gas para defensa personal.
—Creo que ese espray es ilegal aquí.
—Entonces dispárame —replicó Anne y abrió de un tirón la puerta del portal.
Entramos al vestíbulo. Fue como pasar del vórtice de un tornado al vacío
absoluto.
Dejé a Birdie en el suelo, me quité los mitones, busqué las llaves en el bolsillo y
las saqué. Abrí la puerta interior con las palmas de las manos sudadas.
El hall estaba silencioso como un cementerio. No vi restos de nieve o pisadas
húmedas ni en la alfombrilla ni en el suelo de mármol. El corazón se me salía del
pecho. Crucé el pasillo y torcí bruscamente a la izquierda. Anne me siguió.
El interior del vestíbulo y los pasillos están alumbrados por apliques imitación
bronce. Generalmente esa iluminación de baja intensidad es suficiente, pero esa
noche dos de las luces no funcionaban, lo cual creaba tenebrosas zonas de oscuridad
entre las luces amarillas que punteaban el pasillo.
¿Funcionaban las bombillas cuando salimos? No lo recordaba.
Mi apartamento se encontraba al fondo del pasillo en línea recta. Al verlo, me
detuve en seco, completamente turbada.
Entre puerta y marco noté una rendija negra.
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Capítulo 10
A través del espacio conseguí divisar las sombras del desorden y una extraña
luminiscencia, como la que refleja la luna sobre el agua.
Atisbé por encima del hombro y vi a Anne con el gato en un brazo y el espray
presto en el otro. Birdie se había prendido a su pecho, con la cabeza girada a ciento
ochenta grados y los ojos fijos en su hogar.
Avancé hacia la puerta esforzándome por oír cualquier ruido que proviniese del
interior, un paso, una tos o el frufrú de una manga.
Desde atrás me llegaba la respiración agitada de Anne. Del otro lado de la puerta,
en cambio, sólo percibía un silencio que intimidaba.
Cada latido de mi corazón duraba una eternidad.
Entonces Birdie tomó la iniciativa. Soltó un ronroneo y arañando
desesperadamente saltó de los brazos de Anne y se lanzó hacia la rendija a la
velocidad del rayo. El manotazo de Anne sólo consiguió desviarlo de su objetivo en
pleno vuelo.
Birdie dio con las patas contra la puerta, que se abrió, golpeó contra la pared,
rebotó y volvió a cerrarse. En esa fracción de segundo mi gato aprovechó para colarse
al interior a toda velocidad.
La sangre se escurrió de mi cerebro. Las alternativas se desplegaron como un
caleidoscopio.
¿Debía retirarme? ¿Dar un grito? ¿Telefonear al 911?
Los teléfonos móviles me resultan un incordio en los restaurantes, por eso no
había llevado el mío.
¡Maldición!
Me volví hacia Anne. Su cara era un tenso óvalo blanco en la penumbra.
Hice la pantomima de marcar en un teléfono móvil. Anne negó con la cabeza.
Blandía orgullosa su bote de espray, como una estatua de la libertad a punto de
defender su virtud. Pero mi amiga tampoco había llevado su teléfono.
Intercambiamos miradas indecisas. Yo fui la primera en hablar:
—Quizá no enganchó el pestillo… —susurré.
—Yo cerré con fuerza, pero es tu maldita puerta. —Anne conseguía protestar
notablemente, incluso en susurros—. Además, eso no explica que Birdie haya salido
a la calle.
—Si alguien estuviera esperando para atacarnos no hubiera dejado la puerta
abierta.
—¿Atacarnos? —Anne abrió los ojos como platos—. Dios bendito. ¿Crees que se
trata de algún homicida demente al que cabreaste en tu trabajo?
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—No me refería a eso, sino a un intruso cualquiera —dije, aunque precisamente a
eso me refería.
Los ojos de Anne pasaron de tamaño plato a tamaño globo:
—Justo lo que necesitábamos, un violador demente.
—Olvida lo que te he dicho. Dejar la puerta abierta significaría anunciar que se ha
entrado a robar.
—Eliges muy bien las palabras, ¿lo sabes?
En situaciones de gran estrés, el sarcasmo de Anne funciona de maravilla.
—Si se tratara de un robo común y corriente, el ladrón no lo anunciaría dejando la
puerta abierta. Y si estuviese dentro, dejar la puerta abierta no tiene sentido.
La estatua de la libertad bajó un poco el brazo, pero no dijo nada.
Me acerqué a la puerta y pegué la oreja contra ella.
No oí nada.
Sin embargo noté otra cosa.
Me acuclillé y acerqué la mano a la rendija. Noté una brisa helada.
—¿Qué pasa? —Anne seguía hablando como si estuviera en misa.
Me incorporé:
—Dentro han dejado una puerta o una ventana abierta.
—¿Quiere decir que Jack el Destripador se ha largado? ¿O que se ha apoltronado
a beber una Guinness y esperaba poder matarnos a garrotazos?
En ese momento, se abrió la puerta del hall. Las dos nos pusimos tiesas.
Oímos voces de hombres.
Anne volvió a levantar el espray de forma amenazante.
Los pasos se alejaron por el ala opuesta. Oímos una puerta que se abría y se
cerraba.
Se hizo el silencio.
Entonces oímos más pasos. ¡Y éstos venían hacia nosotros!
Hice señas a Anne para que fuese hacia el hueco de la escalera que había junto a
la puerta. Nos pegamos una a la otra y después nos adherimos a la pared.
Una silueta ocupó todo el hueco de la entrada principal y el pasillo, el gorro casi
le tapaba los ojos. La poca luz y esa prenda no me dejaban ver la cara del
desconocido. Sólo podía ver la forma de su cuerpo alto y delgado.
La silueta dudó, luego se quitó el gorro y con grandes zancadas enfiló hacia
nosotras.
Anne apretó el bote de gas hasta que los dedos se le pusieron blancos.
Entonces el desconocido pasó por debajo de un aplique. Vi su pelo rubio rojizo y
que llevaba una cazadora de aviador.
Sentí el alivio en todo el cuerpo. Después la vergüenza y unos sentimientos de los
que no estaba muy segura.
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Tranquilicé a Anne con un gesto y di un paso al frente.
—¿Qué haces aquí? —bufé a causa de la adrenalina que todavía me corría por
dentro.
A Ryan le desapareció la sonrisa, pero prosiguió:
—Con el tiempo he conseguido tomarme esa bienvenida tuya como una señal de
afecto.
—Te recibo de esa manera porque siempre apareces sin avisar.
Ryan cruzó las manos encima del pecho:
—Soy un hombre atormentado. —Y abrió los brazos de par en par—. No puedo
mantenerme lejos de ti.
Anne bajó el brazo, la confusión le torcía el gesto.
Ryan se volvió preparado a lanzarle su sonrisa encantadora a Anne, pero al ver el
espray su gesto se quedó a medio camino. Me miró, pero su mirada era una pregunta.
El miedo y el alivio que sentía dieron paso al enfado y la vergüenza. Si nadie
había entrado a robar, no quería quedar como una imbécil. Y si alguien había entrado
a robar, no quería ni la ayuda de Ryan ni su protección.
Lamentablemente sospeché que en ese momento iba a necesitar ambas cosas:
—Es posible que alguien haya entrado en mi apartamento a robar.
Ryan no cuestionó lo que le dije. Habló sin moverse.
—¿Cuánto tiempo habéis estado fuera?
—Un par de horas. Llegamos hace cinco minutos más o menos.
—¿Activasteis la alarma antes de marcharos?
Por lo general soy concienzuda acerca de la seguridad. Pero hoy Anne y yo
estábamos ansiosas por ponernos al día.
—Probablemente. —No podía asegurarlo.
Tras meter los guantes y el gorro en un bolsillo, Ryan bajó la cremallera de su
chaqueta, extrajo su Glock y con un gesto nos indicó que regresásemos al hueco de la
escalera.
Anne fue hacia la izquierda con la espalda pegada a la pared. Yo me coloqué
detrás de Ryan.
Él se volvió y apoyó la espalda contra la pared y con la culata de su pistola golpeó
la puerta.
—Pólice! On entre!
No hubo respuesta. Ni movimiento.
Ryan volvió a ladrar en francés, y después en inglés.
Nada.
Ryan apuntó al cerrojo.
Di un paso al frente y abrí con la llave. Ryan me hizo hacia atrás con el brazo y
luego abrió suavemente la puerta con el pie.
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—Tú quédate aquí.
Con la pistola cogida con ambas manos y el cañón apuntando al techo, Ryan pasó
al interior. Yo lo seguí.
Sentía algo que crujía bajo mis pies.
Di un paso. Di el segundo.
La pared espejada del vestíbulo reflejaba un negro intenso. Las luces del patio
centelleaban como fosforescencias contra el suelo de mármol.
Di el tercero.
Delante de nosotros, un trapezoide color azafrán se proyectaba sobre la mesa
acristalada del comedor. Otras formas surgían de la oscuridad: el escritorio, la
esquina del aparador…
De repente tuve un mal presentimiento: yo había dejado las luces encendidas.
Ryan gritó de nuevo.
De nuevo, no hubo respuesta.
Ryan y yo avanzamos sigilosamente en la oscuridad, como depredadores
olisqueando el aire.
Oímos los sonidos del vacío: la nevera, el humidificador.
Y la brisa helada se filtraba desde el salón.
Al llegar al pasillo, Ryan alargó la mano y le dio al interruptor. Indicándome que
me quedara donde estaba, dio un giro brusco a la derecha y desapareció. Vi
encenderse las luces del dormitorio, del baño y del estudio.
Nadie salió corriendo y nadie se nos abalanzó. Los únicos sonidos eran los que él
producía.
Ryan retrocedió al vestíbulo principal y luego inspeccionó cocina y salón. Unos
segundos más tarde reapareció:
—No hay moros en la costa.
Y por primera vez desde que entramos al apartamento, respiré como Dios manda.
Al percatarse de mi terror, Ryan puso el seguro a su arma y la enfundó. Luego me
envolvió con sus brazos.
—Alguien cortó el vidrio de la contraventana.
—¿Y la alarma? —mis palabras sonaron arrastradas y temblorosas, como un
casete muy usado.
—No saltó. ¿Tienes detector de movimiento?
—Lo desactivé.
Ryan me apoyó la barbilla en la cabeza.
—Es que Birdie activa el maldito detector todo el tiempo —dije defendiéndome.
—¿Pero qué ocurre aquí?
Ryan y yo nos dimos la vuelta. Anne estaba plantada en la puerta de entrada
esgrimiendo aún el espray, con los ojos de par en par.
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—Bienvenue a Montréal —dijo Ryan.
Anne alzó la vista a los cielos.
—Es poli —dije yo.
—Para servir y proteger —apostilló él.
Arme bajó las cejas y el espray:
—Pues así me gustaría que me protegieran los policías de mi comunidad.
Ryan me soltó y yo los presenté.
Al oír nuestras voces, Birdie salió como una exhalación del dormitorio y dibujó
un ocho alrededor de mis tobillos, tenía los pelos del lomo erizados por la inquietud.
—¿El detective Ryan es el «algo así» del que me hablaste en el restaurante? —
Anne arqueó una ceja interrogativamente.
—Alguien ha estado aquí —dije lanzándole una mirada de «ahora no».
—Joder —exclamó Anne camino del vestíbulo. Sus pasos crujían.
Mientras Ryan telefoneaba a la brigada de robos, Anne y yo evaluamos los daños.
El vidrio de la contraventana había sido cortado pulcramente y sin dañar los
sensores del sistema de seguridad, pero los demás cristales —los del vestíbulo,
comedor, baño y todos los vidrios de los marcos— estaban hechos trizas. Los
pedazos relucían sobre muebles, fregaderos, encimeras y suelos.
Había libros tirados por aquí y por allá, pero por lo demás, las estancias estaban
intactas.
Los dormitorios, en cambio, eran un caos. El ladrón había destripado las
almohadas, sacado y vaciado los cajones, y revuelto los roperos.
Tras un inventario a bote pronto, descubrí que faltaban dos cosas. La cámara
digital y el ordenador portátil de Anne. No se había llevado nada más.
—Gracias a Dios —dijo Anne tirando de deidad.
—Lo lamento mucho —dije gesticulando tontamente hacia sus pertenencias.
Anne lanzó el joyero encima del tocador, sacó la cadera y puso un brazo en jarras:
—Supongo que a esos cabrones no les impresionó el gusto de Tom Turnip en lo
tocante a las gemas.
El papeleo llevó una hora. Los agentes prometieron que por la mañana los peritos
buscarían huellas dactilares, de calzado y de herramientas.
Les dimos las gracias, pero sin mucho entusiasmo. Las dos sabíamos que las
pertenencias de Anne habían desaparecido en el agujero negro del mundo de los
ladronzuelos.
Ryan se había quedado para inspirar diligencia a los agentes de la CUM, o quizá
para levantarme el ánimo.
Cuando los polis se marcharon, Ryan nos ofreció refugiarnos en su casa. Miré a
Anne, que meneó la cabeza. En sus ojos vi que la adrenalina había perdido la batalla
contra el alcohol.
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Mi amiga y yo nos pusimos a ordenar un poco. Ryan fue a buscar cinta de
electricista, cartón y plástico. Regresó y lo observamos crear un remiendo temporal
en la contraventana. Luego Anne se disculpó y desapareció en dirección al baño.
Ryan tiró la cinta sobrante dentro de una bolsa de plástico y fue entonces cuando
caí en la cuenta de que no tenía ni idea de por qué había venido a verme.
—No sé cómo darte las gracias —dije.
—No hace falta.
—Estaba tan ocupada con todo este circo —con un gesto amplio señalé el
desastre que había detrás de mí—, que ni siquiera te pregunté por qué habías venido a
verme.
Ryan dejó la bolsa sobre la mesa baja, se incorporó y posó sus manos en mis
hombros. Durante unos instantes no dijo nada, pero entonces su mirada se hizo menos
dura. Apartó a un lado el mechón que me caía sobre la mejilla y volvió a posar su
mano sobre mi hombro.
Cuando creí que ya no podría aguantar más su silencio, habló:
—Voy a estar ocupado durante un tiempo.
El estómago se me encogió. Ahora me lo va a soltar: el fin del fin.
—No puedo entrar en detalles, pero es un asunto grande. Intervendrán la CUM, la
SQ, la Policía Montada… y hasta los estadounidenses. Llevan preparándolo desde
hace meses.
Tardé unos momentos en pillarlo.
—¿Te refieres a una operación policial?
—También participarán Claudel y Charbonneau.
Mi mente no relacionaba toda aquella información.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Por la falta de interés que Claudel ha mostrado en los huesos de la pizzería. Sé
que ha estado dándote la lata.
—¿Te marcharás?
—No es lo que quiero —dijo y esbozó un principio de sonrisa—. Pero es parte
del glamour y de la pasta gansa que va con el oficio.
Bajé la vista a mis manos.
—Odio tener que dejarte sola con todo este lío… —dijo.
—No pedí refuerzos. Fuiste tú el que pasó a visitarme.
—No me gusta la pinta de este robo, Tempe —me dijo amablemente.
—No te preocupes.
Sentí un par de ojos color cobalto recorriéndome la cara:
—Pediré que te asignen vigilancia especial.
—Estaré bien.
Con un dedo, Ryan me levantó la barbilla:
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—No sé qué ocurrió aquí, pero voy a averiguarlo.
—Es un puñetero robo con allanamiento.
El dedo se posó sobre mis labios:
—Piensa bien. ¿Qué se llevaron? ¿Qué dejaron? ¿Por qué entraron tan
pulcramente y después rompieron todos los cristales?
Ryan apretó mi mano entre las suyas. Pero aquel gesto destinado a tranquilizarme
sólo aumentó mi agitación.
—Realmente me gustaría poder quedarme, Tempe.
Busqué en su cara las palabras que me calmaran. En cambio, Ryan me soltó y se
puso la cazadora de aviador. Recogió la cinta, alargó el brazo, me acarició la mejilla y
se marchó.
Me quedé plantada allí rumiando lo que acababa de decirme.
¿Por qué te gustaría quedarte, Andrew Ryan? ¿Por el curso? ¿A pasar la noche?
¿A pasar frío? ¿O te gustaría quedarte libre como un pajarillo?
Del baño no llegaba ningún sonido y tampoco del estudio. Anne había apagado la
luz.
Después de subir la calefacción, me aseguré de que los cerrojos de todas las
puertas estuvieran echados, activé la alarma, comprobé que el teléfono funcionara y
sólo entonces me fui a mi habitación.
Hasta entonces no lo había notado, pero al cruzar el umbral de mi dormitorio me
llamó la atención como un fantasma maligno.
Cerré las piernas con fuerza, conmocionada por la macabra atrocidad que vi en la
pared.
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Capítulo 11
—¡No!
De un saltó subí a la cama y arranqué la larga e irregular cuña de vidrio con que
alguien había atravesado la pintura que colgaba sobre la cabecera, luego lancé el
pedazo de vidrio al otro extremo de la habitación.
Se hizo añicos. Los trozos rebotaron contra la pared y cayeron sobre aquellos
otros que en nuestra apresurada limpieza habíamos barrido contra el rodapié.
—¡Maldito delincuente hijo de puta!
La cabeza me estallaba. Las lágrimas me escocían los párpados.
Me quité la ropa y fui tirando las prendas una a una en dirección a los restos de
vidrio. Después, desnuda y temblorosa, me metí bajo las mantas.
Durante su primer año en la Universidad de Virginia, Katy escogió una asignatura
de arte. El interés le duró poco, pero durante aquel breve florecer, mi hija se apasionó
tanto con las bellas artes como cualquier aspirante a Montmartre. En un semestre
produjo cuatro grabados, catorce dibujos y seis óleos. Su estilo era una mezcla lírica
de chabacanería fauve y realismo a lo Barbizon.
El día que cumplí cuarenta, mi única hija me regaló un Katy Peterson original;
una estridente interpretación al óleo, medio Matisse medio Rousseau, de las laderas
de las colinas de Charlottesville. Adoro esa tela, es una de las pocas posesiones que
me traje de Carolina para dar a mi apartamento de Quebec calor de hogar. El paisaje
de Katy es lo último que veo cada noche cuando me cubro con las mantas, y siempre
que deambulo por la habitación llama mi atención.
¿Por qué no te llevaste lo que querías en vez de rasgar el cuadro de Katy? ¿Por
qué arruinaste el hermoso cuadro de mi hija, maldita sea?
Cerré los ojos. Estaba demasiado enojada para llorar y también para no hacerlo.
Me tumbé y estrujé la manta.
Pasaron los minutos.
Uno.
Dos.
Las lágrimas me corrían hasta las sienes.
Tres.
Cuatro.
Al final, mi respiración se regularizo y dejé de aferrarme a la manta como si me
fuera la vida en ello.
Abrí los ojos en la oscuridad y vi el suave fulgor anaranjado del radiorreloj. Fijé
la vista en los números digitales intentando pensar con sensatez.
Al rato mi ira se había aplacado. Empecé a examinar el mosaico de
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acontecimientos de las últimas tres horas.
¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Habíamos interrumpido un robo Anne y yo, o
estábamos involucradas en algo más siniestro?
Una vez más estrujé las mantas. Un extraño había invadido mi espacio privado.
Pero ¿quién? ¿Un ladrón en busca de objetos de valor? ¿Un yonqui en busca de
cualquier cosa que pudiera cambiar por una dosis? ¿Chavales en busca de emociones
fuertes?
¿Y por qué? Y más importante aún, ¿por qué tanta violencia gratuita?
Recordé las palabras de Ryan.
¿Qué se habían llevado?
La cámara y el ordenador portátil de Anne.
¿Qué era lo que no encajaba?
El joyero estaba a la vista, contenía objetos de valor y era fácil de transportar,
¿por qué no se lo llevaron? ¿Y la televisión? ¿Y el reproductor de DVD? No eran tan
fáciles de transportar. ¿Y mi ordenador portátil? Emocionada por la visita de Anne,
me lo había olvidado en el maletero del coche.
¿Habíamos asustado al intruso antes de coger los objetos más valiosos? Era
improbable. Al tipo le había sobrado tiempo para hacer destrozos. Eso, asumiendo
que fuera varón. El daño innecesario es más característico en los machos de la
especie.
Al llegar encontramos abierta la puerta principal. Las que daban al patio estaban
cerradas desde dentro. Huir por la contraventana significaba escalar la valla del jardín
de atrás.
¿Entonces? ¿Había entrado por la contraventana y había dejado la puerta principal
abierta, sólo para impresionarme? ¿Había dejado el gato fuera a propósito? ¿O Bird
había escapado por la contraventana mientras el ladrón causaba sus destrozos?
Di vueltas en la cama. Pegué un puñetazo a la almohada. Volví a dar vueltas.
¿Tenía razón Ryan en que este episodio era algo más que un robo con escalo? Los
ladrones de casas trabajan en silencio.
¿Por qué cortar un agujero en el cristal y después destrozar espejos y fotos?
¿Por qué destrozar mi cuadro?
Una vez más estallé de ira.
¿Era todo aquello una amenaza? ¿Una advertencia?
¿Y si así fuera? ¿Iba dirigida a Anne o a mí?
¿Quién nos mandaba el mensaje? ¿Uno de mis esquizoides? ¿Un esquizoide al
azar? ¿O el amiguete que Anne se echó en el avión?
En mi cabeza, los pensamientos revoloteaban y se entrechocaban.
Oí un crujir delicado como de pasos en la arena y luego un peso cayó sobre la
cama. Birdie se me pegó a la rodilla y se hizo un ovillo.
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Alargué el brazo y lo acaricié.
—Te quiero, Birdie, cariño.
Él se estiró al completo contra mi pierna.
—En cuanto a ti, despreciable hijo de puta, hasta aquí has llegado. Pero algún día
quizá nos veamos las caras.
Me di cuenta, por encima del dulce ronroneo, de que estaba hablando en voz alta.
Desperté con la sensación de que algo andaba mal. No recordaba con precisión
qué, sólo era un rezongo de mis centros bajos.
Y entonces me sobrevino el recuerdo de lo ocurrido.
Abrí los ojos. La luz del sol se reflejaba sobre las astillas de vidrio que había
sobre la moqueta y la encimera del tocador.
Birdie se había largado. A través de la puerta entornada de mi dormitorio oí una
radio.
Anne estaba haciendo un crucigrama y tarareando algo de David Bowie en la
cocina.
Al oírme rompió a cantar:
—Cha-cha-cha-changes.
—¿Qué es lo que debo cambiar? —repliqué.
Anne echó un vistazo a mis pelos por encima de sus gafas de lectura, con una de
aquellas doce monturas de flores que había comprado el año anterior en Steinmart.
—Es hora de que cambies de peinado.
—Por si no te habías dado cuenta, tú no eres una mujer impecable precisamente.
Mi amiga llevaba el pelo hacia arriba recogido en un moño y asegurado con un
pasador. De la coronilla le salía un mechón idéntico a la cresta de la cacatúa de Katy.
—Pensé en ordenar más, pero no estaba segura de si debía andar toqueteándolo
todo. —Anne se puso de pie, cogió una taza del aparador, la llenó y me la pasó.
—Gracias —dije.
—¿Y qué le depara la vía a la lagartija?
A Anne le quedaban muchas expresiones de su niñez en Mississippi, ésta era una
que no había oído antes.
—¿Me lo traduces?
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Tengo una cita con el último de los esqueletos del sótano de la pizzería. ¿Y tú?
—Iré al Museo de Arte Contemporáneo. Está en la parada de Place-des-Arts,
¿verdad?
—Efectivamente.
Eché nata al café y después metí dos pedazos de muffin inglés en la tostadora.
—¿Sabías que en esa plaza dos mil quinientos gilipollas mostraron sus inmensos
culos en medio de la lluvia para una fotografía de Spencer Tunick? —dijo Anne.
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—¿Cómo sabes que tenían los traseros carnosos?
—¿Alguna vez has estado en una playa nudista?
Anne tenía toda la tazón. Aquellos que no deberían mostrar el culo son los
primeros en hacer gala de ello.
—Y después me acercaré a Ste-Denise para comer e ir de compras —continuó.
—¿Sola? —dije recordando al macizo del 3C.
—Sí, mami, iré sola.
—Annie, ¿crees que pudo haber sido él quien entró a robar?
—Por el amor de Dios, ¿por qué iba a hacer algo así? A ti no te conoce, y además
ésa no es forma de impresionarme. ¿Por qué iba a hacer semejante locura?
—Pues alguien lo hizo.
—No creo que haya sido él, en absoluto. El tipo tenía un aspecto absolutamente
normal. Pero… —Su voz se fue apagando—. Lo siento, Tempe, cometí una
estupidez.
Yo untaba mermelada de mora, cuando Anne volvió a la carga:
—¿Una palabra de siete letras que significa «insensible»?
—Grosero.
—¿Y que comience con C?
—Claudel.
Por encima de la montura de flores, los ojos de Anne se pusieron en blanco.
—Me parece que me quedo con «cruento» —dijo finalmente.
Y volvió a concentrarse en el crucigrama. Me senté frente a ella y escuché las
noticias. Un incendio en St-Léonard, otra vivienda perdida. Pronto volvería a nevar.
Justo cuando acababa el muffin, Anne dejó caer las gafas y el bolígrafo:
—¿Ese Claudel es buen detective?
Entre dientes solté un bufido.
—Lo tomaré como un no.
—Claudel es concienzudo pero estrecho de miras —dije—, tiene opiniones de
todo y es un cabezota. No ve la utilidad de los antropólogos forenses en general ni de
las antropólogas forenses en particular. Y considera que cada sugerencia es una
intromisión.
—Déjame adivinar… y además no se está esforzando mucho en el raso de los
esqueletos.
—No le importa y ni siquiera lo disimula, y además lo considera caso suyo y no
mío.
—Ya habías tenido problemas con él, ¿no es cierto?
—Claro que sí. Se equivoca a menudo pero nunca duda. Así es Claudel.
—No es tu preferido, ¿verdad?
—No es la alegría de la huerta. Más que secas, sus preguntas son maleducadas y
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jamás explica por qué le interesan ciertos hechos o por qué ignora mi opinión.
—¿Cómo podrías obligarlo a escuchar?
—Podría cantarle el coro del Aleluya en pelotas. —Me levanté y metí el segundo
muffin en la tostadora.
—Todavía eres un tipazo, pero nunca has tenido buena voz. Aunque yo me refería
al terreno profesional —dijo Anne.
—El quid de la controversia es el intervalo post mortem. Claudel está convencido
de que los huesos son antiguos, pero yo no. He enviado muestras para que les hagan
pruebas con carbono 14, pero hasta dentro de una semana no tendré los resultados.
—¿Qué más podría llamarle la atención?
—Seis o siete niños de preescolar muertos.
—Estás empezando a cabrearme, Tempe. Mi pregunta va en serio. —Anne me
alargó su taza—. ¿De qué otra forma se interesaría por esos huesos?
—Con la evidencia de que son muertes recientes.
Rellené las tazas y le di la suya.
—¿Lo ves? —dijo Anne haciendo el ademán con la mano que tenía libre.
—Claudel cree que esa evidencia no existe.
—Hazlo cambiar de parecer. No esperes a la prueba del carbono 14.
—Se niega a cambiar de parecer.
—Entonces dale más datos para que se lo piense.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Contratar a algún matón que lo zurre hasta que
acceda?
—¿Hasta que acceda a qué?
—A investigar.
—¿Qué quieres decir?
—Pero ¿qué es esto?, ¿el juego de las veinte preguntas? —Tomé asiento y
empecé a dar cuenta de mi segundo muffin.
—¿Qué tendría que hacer Claudel?
Pensé en ello durante unos instantes.
—Pues preguntar por el barrio. Averiguar más sobre el edificio: quién era el
propietario, quiénes vivían allí, cuánto tiempo lleva la planta baja siendo local
comercial, qué negocios lo han ocupado, qué permisos de obra fueron concedidos y a
quién…
—¿Lo ves? —Otra vez el gesto con la mano.
—Es la segunda vez que dices eso.
—Entonces no me obligues a decirlo una tercera.
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—La solución al problema.
Era muy temprano, y todavía no era capaz de atar cabos:
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—Que según tú es…
—Debes hacerlo tú misma.
—Claudel se pondría como loco.
—¿Por qué? Él dice que los huesos son antiguos y no ve razón para investigar
más. Tú sólo estarías llevando a cabo investigaciones complementarias.
—No me dedico a eso.
—Por lo visto Claudel tampoco.
—A Claudel no le interesan mis recomendaciones, pero es hostil a que haga algo
que se parezca al trabajo detectivesco, aunque sea de lejos.
—Oye, no tienes que convertirlo en una serie de televisión. Sólo asómate a la
madriguera y mira a ver lo que encuentras.
Me quedé meditando sobre esa posibilidad mientras mi amiga apuntaba, borraba
y volvía a apuntar la respuesta al 34 vertical del crucigrama. Anne tenía razón. ¿Qué
daño podía causar comprobar escrituras viejas, declaraciones de renta y permisos de
obra? Si Claudel estaba en lo cierto, yo acabaría trabajando con los arqueólogos de
todos modos. Además, él iba a estar ocupado con la operación policial de la que Ryan
hablaba. Pero si al acabar la operación, Claudel se enteraba de que yo andaba
investigando por mi cuenta, quizá se sintiese obligado a actuar; aunque fuese por
cubrirse las espaldas en caso de que yo descubriera algo que él había pasado por alto.
En ese momento, gorjeó el timbre de la puerta. Contesté, era la SIJ que anunciaba
su presencia. Con un zumbido, abrí a los peritos y señalé la contraventana dañada, la
habitación de Anne y el cuadro de Katy, y les pregunté si podían comenzar por el
salón.
Mientras ellos tomaban fotografías y recogían huellas dactilares, Anne y yo nos
retiramos a nuestros aposentos a vestirnos, peinarnos y aplicarnos el maquillaje que
cada una consideraba esencial. Mientras me hacía la toilette, consideré mis opciones.
Era viernes y los fines de semana las oficinas públicas cerraban. Aunque
examinara el tercer esqueleto aquel mismo día, no podría ir a indagar ni al juzgado ni
al ayuntamiento hasta el lunes.
Por otra parte, en el laboratorio podía trabajar en cualquier momento; incluso
durante el fin de semana, si fuera absolutamente necesario. Pero no podría investigar
registros.
Tenía que tomar una decisión.
Una vez más, postergué el análisis completo del tercer esqueleto.
Después de reabastecer de comida y agua a Birdie, hablé con los peritos de la SIJ.
Aún no habían encontrado nada de nada.
Estaba a punto de coger el teléfono, cuando Anne irrumpió en mi dormitorio. Iba
con botas y el abrigo que había rehusado ponerse la noche anterior. Llevaba la
bufanda de angora puesta y el gorro y los mitones en una mano.
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—¿Ya te vas? —pregunté.
—Ya nos vamos —respondió Anne.
—¿Y tu visita al museo?
—El arte es eterno, seguirá allí mañana. Pero hoy haré de sabueso. ¿Lo ves?, mi
vida ya es multidimensional. Haremos de Cagney y Lacey, nos lo pasaremos bomba.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
—Cagney y Lacey eran detectives entrenadas, armadas y con placas. Nosotras
nos parecemos más a Miss Marple y a una de sus amigas del club de jardinería…
Pero vale, lo intentaremos. Los peritos sabrán cómo salir. Déjame comprobar mis
mensajes y nos vamos.
Marqué el número del laboratorio, el de mi buzón de voz y después mi código de
acceso. Había un solo mensaje, registrado a las nueve y cuarenta y tres de la semana
anterior.
Las palabras de aquella mujer desataron en mi cabeza un maremágnum de
posibilidades, y eran una peor que la otra.
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Capítulo 12
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nuevo con palabras distintas. Pero ¿cómo se deletrea un número? ¿Eh, sistema
estúpido?
Hice lo mismo en otro motor de búsqueda y en otro más.
No lo encontré, pero sí conseguí algunas datos útiles:
—¡No sirves para nada!
Cogí el inalámbrico y marqué otro número, pedí hablar con una persona e hice mi
indagación.
No. La llamada del viernes aún no había sido rastreada. ¿Por qué no? Porque esas
cosas llevan tiempo. Pues entonces apunte este número y compruebe si es el mismo
de donde me telefonearon el viernes.
Volví a lanzar el inalámbrico sobre la cama, busqué un par de mitones en un cajón
y lo cerré de un golpe.
Mientras metía la mano derecha en uno, el otro se me cayó. Me agaché a buscarlo
y se me volvió a caer. Lo tiré de una patada contra la pared, lo recogí y hundí mi
mano izquierda en él.
Al volverme vi a Anne, que me observaba. Tenía los brazos cruzados y una
expresión de estar pasándoselo en grande.
—¿Es una sensación mía o la experta forense residente está haciendo una
demostración del arte del berrinche? —dijo Anne poniendo voz de maestra de
Jaimito.
—¿Crees que esto es un berrinche? Cabréame y me convertiré en un gorila.
—No te había visto tan loca desde que pillaste a Pete cepillándose a la tipa de la
agencia de viajes.
—Trabajaba en una inmobiliaria —dije sin poder evitar sonreír—, y te juro que
tenía un culo desmesuradamente gordo.
—Déjame adivinar, ¿el mensaje te ha puesto de mal humor?
—Sí, así es.
Le hice un resumen de las llamadas de la señora Gallant/Ballant/ Talent.
—¿Y por eso te pones como la diva de Dachau?
No contesté.
—Esa viejecita habrá salido a comprar su dosis semanal de laxante Metamucil. —
Y prosiguió con paciencia de institutriz—: Y si ya ha llamado dos veces, llamará una
tercera. Y si no llama, tú ya tienes su número para contactar con ella. Hay muchos
medios de identificar el nombre que se corresponde con ese número. Maldita sea,
cualquier servicio de información telefónica te dará el nombre y la dirección,
teniendo el número.
No pude ocultar mi emoción:
—Dice que sabe quiénes eran las chicas y por qué las han matado. Si es una
testigo fiable, podría resolver esta investigación en un santiamén. Naturalmente,
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puede no ser de fiar. Por eso preferiría hablar primero con ella, para no mandar a
Claudel detrás de una pista falsa. Tienes razón, debería intentar hablar con ella por mi
cuenta. Ella quiere hablar conmigo, no con la policía.
—Por cierto, tengo otra pregunta.
Yo alcé las manos en un gesto de «hazla, pues».
—¿Cómo piensas abrocharte el abrigo?
Me quité los mitones y se los lancé con todas mis fuerzas.
Por segunda vez en esa semana, entré en un aparcamiento de pago del centro
histórico. El cielo estaba plomizo, el aire pesado a punto de una nevada inminente.
—Abrígate —le dije a Anne, subiéndome la cremallera de la parka.
—¿Adónde vamos?
—Al Hotel de Ville.
—¿A reservar una habitación? —consiguió decir a través de la bufanda de angora.
—Es el ayuntamiento. Está a cuatro manzanas de aquí.
Ubicado en la cima de la plaza Jacques-Cartier, el Ayuntamiento de Montreal es
una extravagancia victoriana de piedra y cobre. Fue construido entre 1872 y 1878,
pero desde fuera da la impresión de que el artífice no sabía muy bien cuándo darlo
por concluido. ¿Tejados abuhardillados? Muy parisién. ¿Columnas? Desde luego.
¿Pórticos? Bien sur. ¿Aleros, ventanas de buhardillas, balcones, cúpula y reloj? Sí. Sí.
Sí. Sí. Y sí.
Pese a que fue destruido por un incendio en 1922, el Hotel de Ville no sufrió
daños estructurales. Fue remozado y hoy es uno de los edificios más encantadores de
Montreal y favorito de lugareños y turistas.
—Sería difícil confundirlo con el Ayuntamiento de Clover —dijo Anne mientras
subíamos los peldaños de la entrada.
—¿Ves eso? —dije señalando el balcón que hay sobre la puerta principal.
Anne asintió.
—Desde allí, Charles De Gaulle dio su famoso, o infame, discurso Vive le Québec
Libre.
—¿Cuándo?
—En el sesenta y siete.
—¿Y?
—A los separatistas les encantó.
Además de su condición de atracción turística, el Hotel de Ville continúa siendo
el centro administrativo más importante de la ciudad, y el depósito de la información
que yo andaba buscando.
Al entrar, percibimos de inmediato el olor a radiadores calientes y lana mojada.
Al otro extremo del vestíbulo, un kiosco ofrecía Renseignements. Información.
Al ver que me acercaba a ella, una mujer levantó la vista. Tendría unos veinte
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años y una melena rubia cardadísima que le añadía casi diez centímetros de estatura.
Mientras le explicaba lo que precisaba, la mujer ahogó un bostezo. Cuando hube
acabado, señaló en dirección a un tablero en el que figuraba un listado de oficinas y
su ubicación correspondiente. En su brazo huesudo tintinearon varias pulseras de
plástico.
—Accés Montreal —dijo.
—Merci —respondí.
—Podría haberse mostrado un poco menos interesada —dijo Anne mientras
buscábamos la situación de las oficinas en el tablero indicador— pero sólo tras una
fuerte dosis de litio.
En la oficina Acceso Montreal, encontramos a una mujer mayor y más entrada en
carnes, una versión decididamente más amistosa que la señorita Información. La
mujer nos saludó en el típico franglés de Montreal.
—Bonjour. Hi.
Le expliqué lo que necesitaba.
La mujer dejó caer las gafas con cadenita sobre su busto y respondió en inglés:
—Si cuenta usted con una dirección de empadronamiento, puedo buscar lo que
necesita en el registro de catastro.
Debió de notárseme la confusión en la cara.
—El número catastral describe el solar. El número importante es el del lote, con
él puede usted investigar el historial de la propiedad en el Registre Foncier du
Québec, que depende del Bureau d’Enregistrement.
—¿Se encuentra aquí esa oficina?
—No, en el Palais de Justice. Segunda planta, despacho 2175.
Apunté la dirección del edificio donde se encontraba la pizzería y se lo pasé.
—No tardaré mucho —dijo.
No tardó. Diez minutos más tarde regresó con los números. Le di las gracias, y
Anne y yo nos marchamos.
Los tres juzgados de Montreal se encuentran en el lado oeste, a corta distancia del
ayuntamiento. Correteamos por Notre-Dame, al tiempo que Anne admiraba los
escaparates de galenas, cafés y boutiques. Se detuvo para dar palmaditas a algún
caballo, se deshizo en elogios a la belleza del Cháteau Ramezay y rio al ver que los
quitanieves tapaban los coches aparcados hasta convertirlos en montículos blancos.
Aparte del hecho de que ambos son edificios, en lo arquitectónico el
ayuntamiento y el moderno juzgado tienen poco en común. Sobre el encanto de este
último Anne no hizo comentario alguno.
Antes de pasar al interior, extraje mi móvil e intenté comunicarme con la señora
Gallant/Ballant/Talent.
Nada.
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Tal como el día en que testifiqué, el juzgado estaba plagado de abogados, jueces,
periodistas, guardias de seguridad y gente preocupada. El hall era una suerte de
confusión controlada, y en cada expresión podía leerse que la persona en cuestión
prefería estar en otro sitio.
Montamos en un ascensor hasta la segunda planta y nos dirigimos directamente al
despacho 2175. Al tocarme el turno expliqué mi misión, esta vez a un dependiente
bajito y calvo con una silueta de tonel.
—Hay que abonar una suma —aclaró El Tonel.
—¿Cuánto?
Me lo dijo.
Apoquiné y El Tonel me entregó un recibo.
—Esto la autoriza a investigar durante todo el día de hoy.
Le entregué el número del lote y del registro catastral.
El Tonel estudió el papelito. Después levantó la vista y con un dedo gordinflón se
subió unas gafas de pasta negra que se le escurrían nariz abajo.
—Estos números tienen mucha historia. Las averiguaciones anteriores a 1974 no
pueden hacerse on-line. Además puede llevarle un buen tiempo, dependiendo de las
veces que la propiedad haya cambiado de dueños.
—Pero ¿puedo averiguar quién era el propietario del edificio?
El Tonel asintió:
—Cada transferencia de escritura queda registrada en el Gobierno Provincial. —
Levantó el papel—: ¿Qué es lo que hay en ese solar ahora?
—Viviendas en las plantas superiores y pequeños comercios en la planta baja. La
dirección que me interesa es la de un local que vende pizza por porciones.
El Tonel sacudió la cabeza:
—Si la propiedad es un comercio, usted no sabrá qué negocios han ocupado el
local. A no ser que el propietario haya incluido esa información.
—¿Y cómo puedo averiguarlo?
—Por las declaraciones de la renta o los permisos de habilitación.
—Pero ¿puedo llegar a averiguar quiénes han sido los propietarios?
El Tonel asintió. Por alguna razón irracional, al verlo no podía evitar recordar al
teclista Don Ho rodeado de pompas de jabón.
—Algo es algo —dije.
El Tonel señaló hacia un ordenador desocupado de la sala:
—Y si necesita información anterior a 1974, le explicaré cómo buscar en los
libros.
Fui hasta el ordenador, me quité el abrigo y lo colgué en el respaldo de la silla.
Anne me siguió.
Sobre el abrigo colgué la cartera por la correa y me volví hacia mi amiga:
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—No tienes por qué quedarte aquí sentada a mirar cómo doy a unas teclas y
rebusco en libros.
—No me importa.
—Ya. Pero aquí no encontrarás las diversiones por las que viajaste dos mil
kilómetros.
—Pues es mejor que cocinar y congelar guisados para postoperatorios y
funerales.
—¿No preferirías irte de compras?
—Que le den por el culo a ir de compras.
Anne se encontraba pasando por una depresión tan profunda como la fosa
mariana. Quedarse a mirarme no la animaría.
—Ve a la basílica y busca un sitio donde comer. Cuando haya acabado, te llamaré
al móvil.
—¿No te frustrarás y te dará otra rabieta?
Posé la mano en su hombro:
—Ve y compra como las campeonas, no tienes más que hacer.
Tres horas más tarde, yo seguía allí encerrada.
La investigación on-line me había llevado cuarenta minutos. Treinta y siete para
hacerme una idea de qué era lo que tenía que hacer y tres para imprimir toda la
información sobre el propietario actual del edificio.
Rebusqué entre los tomos de documentos encuadernados y encontré escrituras de
por lo menos un eón atrás.
El Tonel fue amable y servicial. Fue cobrándome y fotocopiando pacientemente
los registros de cada transacción, uno por uno, a medida que yo los iba encontrando.
Durante el curso de mi pesquisa descubrí varias cosas.
Claudel tenía razón acerca de la antigüedad del edificio. Antes de su
construcción, el solar había pertenecido a los almacenes de los Ferrocarriles
Nacionales Canadienses. A partir de entonces, la propiedad cambió de manos varias
veces.
Mientras estudiaba mi colección de fotocopias, un nombre me llamó la atención.
Lo conocía.
¿Era el de un político local? ¿El de un cantante?
Miré fijamente aquel nombre, como queriendo provocar la sinapsis.
¿Era un personaje de la televisión? ¿Un caso en el que había trabajado? ¿O el
nombre de un conocido?
La fecha de la transferencia del dominio del inmueble era muy anterior a la de mi
llegada a Montreal. Entonces, ¿por qué aquel soniquete subliminal?
Y entonces lo reconocí.
—¡Santa María, madre de Dios!
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Metí los listados y las fotocopias en el bolso, cogí la chaqueta y salí de allí
corriendo.
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Capítulo 13
Afuera la nieve iba cubriendo la escalera y el pasamanos y apilándose sobre los
montículos que bordeaban aceras y calles. No me importaba. Tan pronto como
traspasé las puertas, telefoneé a Claudel.
La recepcionista de la CUM me informó de que Claudel había salido. Pedí hablar
con Charbonneau. También había salido.
—Habla la doctora Brennan del médico-legal. ¿Sabe cuándo volverán?
—No. —Su voz sonaba distraída—. ¿Ha intentado enviar un mensaje a sus
buscas?
—¿Me da los números, por favor?
Me los dio. Marqué y dejé en los buscas de ambos mi número a modo de mensaje
cifrado, pero no me hice ilusiones de que respondieran de inmediato. Claudel no iba a
distraerse de una operación a gran escala por devolverme una llamada relacionada
con un caso que apenas le interesaba.
Acto seguido intenté dar con la señora Gallant/Ballant/Talent.
No obtuve respuesta.
Esforzándome por mantener la calma, telefoneé a Anne.
Mi amiga se encontraba comprando adornos en una tienda navideña. Me sugirió
comer en Le Jardin Nelson y empezó a darme indicaciones de cómo llegar.
—Sé dónde está —la interrumpí.
Oí un silencio calculado y luego:
—¿Ha ido bien tu búsqueda?
—Creo que he averiguado algo. Te veo en diez minutos.
Encorvada para ofrecer menos resistencia a la nieve, apuré el paso en dirección a
la plaza de Jacques-Cartier, una zona peatonal que se extendía en dirección al río
desde la rue Notre-Dame hasta la rue de la Commune. Bordeada por restaurantes,
cafés y tiendas kitsch de souvenirs y camisetas, la place rebosa actividad en épocas de
clima benigno. Pero tuve que compartirla con un puñado de turistas, un artista
callejero y un escuálido terrier amarillo que meaba contra un poste de luz.
Los copos de nieve iban desdibujando el adoquinado, las señales de tránsito y la
estatua del almirante Nelson, el inglés que zurró a los franceses en la batalla de
Trafalgar y un monumento que nunca fue el favorito de los separatistas. Más allá de
la plaza y como detrás de un velo, distinguí la imagen borrosa de la cúpula plateada
del mercado Bonsecours, que ofició de ayuntamiento hasta que finalmente fue
cerrado para ser reemplazado por el edificio de estilo parisino y tejado abuhardillado
que había a mis espaldas.
Quebec es como un par de mellizas solitarias, una francófona y católica, la otra
anglófona y calvinista. Las dos culturas han venido dándose de cabeza en la provincia
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desde que los británicos tomaron Montréal en 1760. La Place Jacques-Cartier es un
microcosmos de tribalismo lingüístico tallado en piedra.
Le Jardin Nelson se encuentra en la zona este. El restaurante es un edificio bajo y
sólido con terrazas que, protegidas por toldos azules, llegan hasta la plaza; un patio
con sombrillas y calefactores infrarrojos mantiene el estilo Montréal chic que el local
ostenta durante muchos meses al año.
Pero éste no era uno de ésos. Entré. Anne alzó la vista de su menú y siguió mis
pasos por la sala.
—Está cayendo que da gusto —dije mientras me quitaba la parka y me sacudía
los copos del hombro.
—¿Cuajará?
—La nieve siempre cuaja en Montréal.
—Estupendo.
—Humm. —Dejé mi móvil sobre la mesa.
Una joven llenó de agua nuestros vasos. Anne pidió crepés Forestiers y un vaso
de Chardonnay. Yo opté por crepés Argenteuil y una Coca-Cola Light.
—¿Encontraste algún tesoro? —pregunté cuando la camarera se hubo ido.
Aun en estado de apatía, si Anne va de tiendas lo hace al estilo comando. Me
mostró sus compras: un jersey de lana color mandarina, un cuenco provenzal pintado
a mano y seis ranas de peltre con lazos de satén rojo.
—Una elección extraña para una vida sin restricciones —dije señalando los
adornos.
—Puedo regalarlos —respondió ella volviendo a envolverlos.
La camarera nos trajo las copas. Yo bebí de mi Coca-Cola, desenrollé la servilleta
y coloqué los cubiertos. Acomodé el tenedor y alineé cuchara y cuchillo. Luego
cambié de sitio el tenedor. Comprobé que el móvil estuviera encendido.
Bebí más Coca-Cola.
Después aplasté los bordes del mantel individual y enderecé los flecos. Volví a
coger el teléfono, lo miré y volví a dejarlo sobre la mesa.
Anne levantó una ceja con gesto analítico:
—¿Esperas una llamada?
—Dejé mensajes a Claudel y a su compañero.
—¿Vas a contarme lo que descubriste?
Saqué las fotocopias y los listados del bolso y lo apilé todo a un lado del mantel.
—No te voy a soltar una saga de Michener sobre el solar, pero el inmueble fue
erigido en 1901 y era propiedad de un tal Yves Sauriol. Por aquel entonces era un
edificio residencial. El hijo de Sauriol, Jacques, lo heredó en 1928, y después el hijo
de éste, Yves, en 1939.
»En 1947, se vendió la propiedad a Eric-Emmanuel Gratton. Entonces la planta
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baja se convirtió en un local comercial. Hasta 1970, lo ocupó una imprenta pequeña.
»Eric-Emmanuel Gratton murió en 1958 y heredó su mujer, Marie. Marie pasó a
mejor vida en 1963 y el edificio pasó a su hijo Gille. Gille Gratton vendió la
propiedad en 1970.
—¿Todo esto que me cuentas tiene un remate?
—Se lo vendió a Nicolò Cataneo.
La expresión de Anne me dijo que el nombre no significaba nada.
—Nick Cataneo, El Navajas.
Anne abrió sus ojos verdes de par en par:
—¿Un mañoso?
Asentí.
—¿El Navajas?
Asentí de nuevo.
—Eso explica todo aquel movimiento de cubertería —ironizó.
—No sé mucho sobre la mafia, pero he oído muchas veces el nombre de Nicolò
Cataneo.
—¿Aquí hay mafia?
—Desde principios de siglo.
—Yo pensaba que teníais pandillas de moteros.
—Las tenemos, y ahora mismo son los criminales más buscados de la ciudad.
Pero los muchachos de la motocicleta son sólo un elemento en el maravilloso mundo
del crimen organizado de Montreal. La mafia, la pandilla del West End y los Hell’s
Angels forman lo que se conoce como «el Consorcio».
—¿Como «la Comisión» de Nueva York?
—Exactamente.
—¿Los oriundos de la bota que viven aquí se llevan bien con los oriundos de la
bota que viven en Estados Unidos? ¿O provienen de la isla?
—¿Quieres decir si los italianos se llevan bien con los sicilianos? No tengo un
conocimiento detallado de la geografía ancestral. Sólo sé que hubo un tiempo en que
Montreal era casi una sucursal de Nueva York.
—¿Te refieres a la familia Bonanno? Leí un libro sobre ellos.
Asentí:
—La organización de Montreal la dirigía un tipo llamado Vic Coltroni, El Huevo.
Pero creo que murió en la década de los ochenta.
Comprobé si mi móvil seguía encendido, pero no tenía mensajes.
—¿Y quiénes forman la pandilla del West End? —preguntó Anne.
—Irlandeses sobre todo.
—Paisanos tuyos.
—Los irlandeses sólo somos meros soldados del Ejército del Señor.
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—Más bien poetas y borrachines, y no en ese orden si hablamos de su diligencia.
—No te pases.
—¿A qué se dedica El Consorcio?
—A la prostitución, el juego y las sustancias ilegales. El Consorcio legisla sobre
asuntos como el precio de las drogas, las cantidades que deben importarse, los
nombres de los compradores afortunados. Se cree que la red de Coltroni ha
contrabandeado millones de dólares en narcóticos al mercado estadounidense. Las
ganancias de las actividades ilegales se «lavan» por medio de negocios legales.
—Lo cual parece ser el procedimiento típico, por lo que he leído.
—Y el mismo que han adoptado las pandillas de moteros, deben de enseñarlo en
las escuelas de administración de empresas.
En ese momento entró la camarera con nuestra comida. Volví a comprobar mi
móvil. Seguía funcionando, pero no había mensajes.
—Volviendo al tema del edificio —dije tras unos bocados a la crepé—, en 1970,
Nick El Navajas compró el sitio y fue el dueño durante diez años.
—¿Qué tiene que ver eso con los esqueletos?
—Estoy hablando de mañosos, Anne, no de monaguillos. Pudieron haber
enterrado a cualquiera en ese sótano.
—¿No estás poniéndote un poco melodramática?
—En aquellos años mataban a gente a diestro y siniestro.
—¿Adolescentes?
—Llevan clubes de stripteases, prostíbulos… Para esos animales la vida no vale
nada.
Especialmente la de las mujeres, pensé, recordando como un fogonazo a la
prostituta abierta en canal que ahora estaba en el hospital Notre-Dame.
Anne se concentró en sus crepés hasta dar cuenta de ellas. Luego dijo:
—¿Qué comercio funcionaba en el local cuando El Navajas era dueño del
edificio?
—Esa información no estaba disponible.
—¿Quién compró la propiedad?
Comprobé el listado impreso:
—En los ochenta era propiedad de Richard Cyr. Según los registros, Cyr sigue
siendo el dueño.
—¿Y a quién alquila Cyr los locales de la planta baja?
—A cuatro negocios distintos.
—Entre ellos la pizzería…
—Así es.
—¿Y dónde vive monsieur Cyr?
Volví a mirar el listado:
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—Notre-Dame-de-Gráce.
—¿Queda lejos de Montreal?
—Es un barrio al oeste de Centre-ville.
Anne detuvo en el aire la copa de vino. Y como sucediera en mi cocina aquella
misma mañana, levantó la mano con la palma hacia arriba.
—¿Lo ves?
—Es la tercera vez que lo dices, Annie.
Me miró exasperada:
—Tu siguiente paso es telefonear a Cyr. O mejor aún, ¿por qué no le hacemos una
visita sorpresa si vive tan cerca? Me decepciona que hasta ahora no hayamos hecho
de Cagney y Lacey. Resolvamos este caso.
Mis ojos bajaron al teléfono que descansaba junto a mi plato. La pequeña pantalla
sólo indicaba mi nombre y la hora.
Estaba claro que ni Claudel ni Charbonneau tenían intención de contestar a mis
mensajes.
Alcé la Coca-Cola y Anne hizo lo propio con su Chardonnay.
—Por la investigación arqueológica —dije chocando mi copa contra la de ella.
—Pero con una ligera modificación. —Anne se bebió su vino—. Ahora, además
de esqueletos, vamos a desenterrar trapos sucios.
Notre-Dame-de-Gráce, o NDG, es un barrio tranquilo y residencial a cuatro
kilómetros de Centre-ville. No es ni el Westmount de los anglófonos acaudalados, ni
el Outremont de sus homólogos ricachones francófonos. Pero es agradable, de clase
media. Un buen sitio para criar niños y collies.
Richard Cyr vivía en un dúplex de ladrillo rojo sobre Coronation, a un paso de
Loyola, una de las residencias de estudiantes de la Universidad de Concordia. Nos
llevó veinte minutos llegar hasta allí y otros cinco hacernos una composición de
lugar.
El pequeño porche de la casa estaba cubierto por un toldo metálico descolorido.
Por delante y por detrás se extendían jardines del tamaño de un sello postal. En la
entrada para coches que no llevaba a ninguna parte había aparcado un Ford Falcon
azul.
—Se ve que monsieur Cyr no siente la llamada de la pala —comentó Anne.
En invierno los propietarios de casas de Montreal suelen quitar la nieve de sus
aceras y entradas; para ello contratan a una empresa o a un adolescente del barrio.
Cyr no hacía ninguna de las dos cosas. Sobre la acera, la nevada de la tarde ya había
formado una capa de cinco centímetros de nieve endurecida, y hielo producto de
nevadas anteriores.
Tuvimos que andarnos con cuidado al subir por el camino y los escalones que
llevaban al porche. Presioné el timbre y un repique elaborado sonó en algún lugar de
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la casa.
Pasó un minuto entero y nadie contestó.
Volví a pulsar el timbre.
Sólo oíamos los repiques.
—Cyr debe de ser discapacitado o el tipo más agarrado del planeta —dijo Anne a
punto de resbalarse.
—Quizá gaste su dinero en otras cosas.
—Qué pensamiento más positivo. Quizá el capullo esté en Barbados mientras
nosotras intentamos no matarnos en los escalones del porche.
—No se ha llevado el automóvil.
Anne se volvió a mirar:
—Se ve que tampoco se gasta la pasta en vehículos de lujo.
Cuando estaba a punto de volver a pulsar el timbre, noté que se abría la puerta
interior. Un hombre se asomó por detrás de la puerta protectora de aluminio y vidrio.
Aquel hombre no parecía contento, pero no fue su expresión lo que nos alarmó.
Anne y yo empezamos a retroceder lentamente por el porche.
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Capítulo 14
El hombre que nos observaba era bajo, enjuto y nervudo, de pelo canoso
amarillento y un elaborado bigote blanco. Llevaba las gafas sucias de grasa y cadenas
de oro al cuello. Y nada más. Sólo gafas y cadenas.
Su cara de pocos amigos se convirtió en una de autosuficiencia al ver a Anne
retroceder por el porche con paso vacilante. Entonces su expresión volvió a tornarse
fiera:
—Je suis catholique!
Mis botas resbalaron en el hielo desparejo.
Cyr se agarró el pene y lo sacudió para que lo viéramos.
Anne, que estaba a mi lado, hizo un giro de ciento ochenta grados hacia los
escalones.
—Catholique! —gritó el hombre.
¿Católico?
Entonces me detuve. Había visto a Harry utilizar la misma artimaña.
Pero vestido.
—No somos misioneras, monsieur Cyr.
Su gesto de pocos amigos flaqueó, pero enseguida volvió a envalentonarse.
—Y yo no soy Pee-wee Herman. —El nombre sonó raro pronunciado en dialecto
francés joual.
Metí la mano en el bolso.
Cyr se aproximó a la puerta:
—¡Lárguense!
Yo saqué una de mis tarjetas.
—Y no dejen ninguno de sus malditos panfletos, tabarnouche!
—No pertenecemos a ninguna iglesia.
Al darse cuenta de lo que ocurría, Anne se agarró del pasamanos y se propulsó de
nuevo hacia la casa.
Cyr volvió a amenazarnos con su pene. Esta vez en dirección a Anne.
—Ay, qué horror —dijo Anne sotto voce—. Una agresión con un «arma
mortecina».
Cyr clavó sus gafas sucias en mi compañera. En sus labios arrugados fue
cobrando forma una sonrisa.
Cyr volvió a sacudir su pene.
Anne retrucó con un clásico:
—¿Tú qué opinas, Tempe? Es igual que un pene, sólo que más pequeño.
Cyr lo sacudió de nuevo.
Anne abrió la boca para contraatacar, pero puse fin al intercambio.
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—Monsieur Cyr, formo parte de una investigación que involucra un edificio suyo
y necesito hacerle unas preguntas de dicha propiedad.
Cyr se reorientó hacia mí. Todavía sujetaba a su amiguito con la mano.
—¿No son una tropa de asalto que viene a salvar mi maldita alma?
—Señor Cyr, venimos a hablar de un edificio de su propiedad.
—¿Son de la policía de la ciudad?
Dudé.
—Efectivamente. —Después de todo yo trabajaba para la policía provincial y Cyr
no me había pedido la identificación.
—¿Algún inquilino pesado ha interpuesto una queja?
—Que yo sepa, no.
—¿Ella también es de la policía de la ciudad? —Cyr señaló a Anne con un
movimiento de la barbilla.
—Es mi compañera —dije.
—Pues es de las guapetonas.
—Si… Señor Cyr, tenemos que hacerle algunas preguntas.
El dueño de casa abrió la puerta protectora, y Anne y yo avanzamos con sumo
cuidado al interior. Cuando Cyr cerró la puerta interna, el pequeño vestíbulo se
oscureció. El aire era cálido y seco, olía a humo de cigarrillo y a décadas de cocinar
sin ventilación.
—Sí que es de las guapetonas… —dijo Cyr guiñándole un ojo a Anne, que le
llevaba al menos treinta centímetros. Al parecer el hombre se había olvidado de que
seguía desnudo.
—¿Por qué no se cubre con una manta, vaquero? —sugirió Anne.
—Pensé que eran de la revista Atalaya —dijo Cyr en inglés—. Esa gente tiene
menos sentido común que el que el buen Dios le dio a una chirivía. Pero si uno está
desnudo lo dejan en paz. —Desnudo sonó esnuó—. O si uno es católico. —Que sonó
atolicó.
Anne le señaló los genitales al anfitrión.
Cyr nos condujo a través de puertas emplomadas y finalmente torció a la derecha.
—Denme un minuto.
Subió por una escalera central colocando primero un pie y luego el otro sobre la
contrahuella, mientras su mano surcada de venas azules se aferraba al pasamanos.
Su cuerpo, blanco como tripa de sapo, destacaba contra los oscuros paneles de
madera que revestían la escalera. El trasero que vimos ascender era peludo y negro.
Nos sentamos una en cada extremo del sofá de brocado rosa, la funda de plástico
crujió. Yo bajé la cremallera de mi parka y me la quité. Anne no se quitó nada.
—Pues nunca vi algo así en Cagney y Lacey —dijo.
Le sonreí e hice un tour visual del lugar. Había frente al sofá una poltrona
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reclinable La-Z-Boy y un sillón con su funda de plástico. A la derecha del escenario,
una chimenea con ladrillos pintados de marrón. A la izquierda del escenario, un
órgano pequeño, una televisión inmensa y un sillón raído pegado a la pantalla. Éste
sin funda plástica.
En toda la casa reinaba un silencio aterciopelado.
Me pregunté si el viejo habría colocado él mismo las fundas de vinilo o si estaban
así tal cual el día que le entregaron el mobiliario.
Dudé de que hubiera una señora Cyr. En la casa no había ni estatuillas, ni
fotografías, ni souvenirs de vacaciones pasadas. El hueco de la chimenea estaba lleno
de pilas de revistas Playboy y National Geographic. Los ceniceros rebosaban.
Me percaté de que Anne también estaba inspeccionando el lugar.
—Todo esto podría ser tuyo —le dije en voz baja—. Creo que Cyr se ha
enamorado.
—Creo que el Llanero Solitario es inofensivo —susurró Anne.
—Dijiste que querías vivir la vida al límite.
—Pues es una monada.
No supe si se refería al Llanero Solitario o a su amiguito, pero preferí no
preguntar.
Momentos más tarde oímos pasos.
Cyr reapareció luciendo deportivas, una camisa verde a cuadros y unos
pantalones de lana grises subidos hasta los pezones.
—¿Les apetece una copa, chicas?
Ambas rechazamos el ofrecimiento.
—No les vendría mal un traguito en este día tan nevado —insistió.
—No, gracias.
—Pues si cambian de parecer, no duden en decírmelo.
Arrastrando los pies, Cyr se acercó a la poltrona reclinable y tomó asiento, un
paso detrás de él llegó el tsunami de Old Spice.
—Maldita sea, señorita, tiene una hermosa melena sobre la cabeza —le dijo a
Anne.
—Gracias.
Era verdad. Por alguna extraña casualidad genética, el cabello de Anne es rubio
además de grueso y encima crece hasta donde ella lo deja. Entonces, Anne no lo
usaba largo, pero el hecho innegable es que su melena podría crecer indefinidamente.
No la envidio por ello, aunque hubo épocas en que tanta perfección resultaba difícil
de soportar. Pero ya no.
—Y es de las altas. —Cyr respiraba nasalmente y disparaba sus palabras entre
resoplidos—. ¿Está casada?
—Sí.
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—Pues avíseme si su matrimonio se va a pique —y mirándome a mí añadió—:
Las rubias me pierden.
Yo quería llevar la conversación a un terreno más oficial.
—Señor Cyr…
—¿Qué tal mi inglés?
—Excelente. —Pese al fuerte acento, lo hablaba muy bien.
Cyr hizo un gesto hacia la chimenea:
—Lo practico leyendo.
—¿Y no le molestan todas esas mujeres desnudas intercaladas en el texto? —
preguntó Anne minando mis esfuerzos por comenzar el interrogatorio oficial.
Cyr soltó un resuello que debía de ser una risa entre dientes:
—Es vaquera su amiga, ¿verdad?
—Annie Oakley en persona —respondí.
Me puse de pie y le entregué el listado a Cyr.
—Los registros indican que esta propiedad es suya.
Cyr acercó el folio hasta unos pocos centímetros de su cara y lo leyó en silencio
durante casi un minuto.
—Oui. —Fue un oui aspirado típico del dialecto joual—. Es mía.
—¿Es suya desde 1980?
—Y un coñazo de cuatro quilates —dijo devolviéndome bruscamente el papel.
Lo cogí y volví a tomar asiento:
—¿Se la compró usted a Nicolò Cataneo?
—Así es.
—¿Sabe por qué la vendió el señor Cataneo?
—En el catastro figuraba a la venta, y no pregunté.
—Pero ¿no es de rigor preguntarlo cuando uno hace una inversión tan grande?
—¿A Nicolò Cataneo?
El hombre tenía razón.
—¿Le importaría decirme qué comercio ocupaba la planta baja cuando usted
compró el edificio? Cyr respondió sin dudarlo:
—Una panadería, Le Boulangerie Lugano. Cerró antes de que yo tomara
posesión.
—¿Quién ocupó después el local?
—Lo subdividí. Hice cuatro locales de uno, era más rentable.
—¿Uno de esos comercios es una pizzería?
—Le Pizza Paradis Express.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Desde el 2001. —Cyr soltó un bufido—. Aunque mejor sería llamarlo
«porciones de pelos de rata y cucarachas», porque esos malditos étnicos no
—Continúa.
—Primero hablemos de dientes. Dos de tus individuos tienen en común los
valores de estroncio dentales.
—¿Cuáles?
Oí el frufrú de papeles.
—Veamos…, el 38436 y el 38427. En estos dos casos estimo una dieta infantil
con un valor medio de +90 hasta +105 de estroncio. Pero estadísticamente el caso
38428 es diferente, la composición de isótopos de estroncio de su muestra dental
sugiere una dieta infantil de un media de +50 hasta +60.
—¿Eso significa que 38428 no nació en la misma región que las otras dos?
—Exacto.
—¿Puedes decirme dónde nació?
—Ahí es donde esto se pone interesante. El año pasado, en el sótano de un porreta
de Detroit hallamos un revoltijo de restos dentro de un tonel. La ley sabía que las
víctimas eran socios del camello dueño de la casa, pero quería los huesos separados
por individuo. Ninguno tenía arreglos dentales, todos eran negros, rondaban los
veinticinco años y eran de la misma estatura aproximadamente. Uno había nacido en
el centro-norte de California, el otro en Kansas, y el otro era oriundo de Michigan.
No teníamos grupos de referencia de las zonas en cuestión, así que tuvimos que
inferir la composición isotópica de estroncio de sus dietas a partir del lecho geológico
de cada región, y con esos valores volver a estudiar los huesos del tonel. ¿Sigues ahí?
—Aquí sigo.
—Alguien que creció en el centro-norte de California debería tener unos valores
de estroncio de entre +30 a +60. —Frufrú—. Y es dentro de esos valores
precisamente, donde cae el individuo del caso 38428.
Me quedé atónita durante unos instantes.
—¿Quieres decir que esa chica es de California?
—Quiero decir que podría serlo. Si no tienes ninguna otra pista, es un punto de
partida como cualquier otro. Por supuesto que podría ser de otra región que tuviera un
lecho geológico similar.
—¿Qué averiguaste de mis otras sin nombre?
—Hace unos años estudiamos una tumba común en Vietnam con restos que
estaban mezclados. El ejército había conseguido identificar a los dos soldados, pero
quería los huesos separados por individuo. Uno de los soldados había crecido en el
noreste de Vermont, el otro en Utah.
Art no me brindó oportunidad de interrumpir.
Después de pasar la noche en vela y sintiéndome más abatida que Anne, por fin
comencé a dormir a intervalos irregulares.
Al clarear, soñé que Ryan y yo nos encontrábamos en un túnel largo y oscuro.
Mientras hablábamos, Ryan se alejaba cada vez más, hasta que su cuerpo se convertía
en una silueta difusa el final del túnel.
Intentaba seguirlo pero mi piernas parecían de barro. Le gritaba una y otra vez,
pero me había quedado muda.
Algo me rozaba en la oscuridad, seco y similar a una araña, como el ala de un
murciélago.
Intentaba cubrirme con el brazo, pero aquello no se iba.
Me acariciaba la cara.
Le lancé un guantazo.
Y entonces desperté con Birdie lamiéndome la cara.
El monsieur del túnel telefoneó cuando yo masticaba copos de maíz y una
tostada. Decidí ir a Candiac con él, tal como lo habíamos planeado, necesitaba hablar
con Rose Fischer. Después de eso, le diría sayonara a Ryan.
Habían sido demasiadas penas, demasiadas noches sin dormir.
Y demasiadas reinas del baile.
Consideré confrontar a Ryan con la mujer que me cogió el teléfono, pero decidí
no hacerlo. Ya había sido traicionada una vez. Ya había interpretado un papel en ese
mismo drama: las acusaciones lacrimógenas, las negaciones hostiles, los
reconocimientos desgarradores… No quería pasar por aquello de nuevo. Birdie apoyó
mi decisión.
—¿Dormiste bien, bomboncito? —Ryan.
—Como la roca ígnea.
—Bastillo piensa llevar a Fischer a ver al párroco a las diez. Sugirió que
pasáramos por su casa a las once. —Oí algo parecido a una cerilla y después una
bocanada de humo—. ¿Te recojo alrededor de las diez y media?
—Estaré en casa.
Cuando me estaba secando el pelo, telefoneó Claudel.
Como de costumbre, no hubo ni saludos, ni la pregunta de rigor acerca de mi
salud o el talante de aquel día.
—El detective Charbonneau sugirió que me pusiera en contacto con usted. —El
francés surge suave como la seda de la mayoría de las lenguas; en el caso de Claudel,
suena como un montón de patatas rodando por el conducto de ventilación abajo—.
Aunque no entiendo muy bien por qué, no tengo nada de qué informarle.
Queridísima Temp,
No sabes cuánto he apreciado tu cariño y tu paciencia. No sólo durante estas
últimas semanas, sino durante toda nuestra maravillosa, alegre y preciosa amistad.
Has sido mi cable en tierra, el viento en mis velas. (¿Te acuerdas de «nuestra»
película?).
Somos tan parecidas en tantos aspectos, Tempe. No se me da bien hablar de mis
sentimientos. Ni siquiera se me da bien reflexionar sobre ellos. Estar contigo era
exactamente lo que necesitaba.
Ha llegado el momento de acabar con esto. Aunque nunca podría decírtelo a la
cara, quiero que sepas que te quiero muchísimo. Por favor no te enojes conmigo por
hacerlo de este modo.
ANNE
Aguanté hasta las siete y entonces telefoneé a Ryan. Contestó enseguida, alerta
pero cansado.
—¿Te he despertado?
—Tenía que despertarme de todos modos para coger el teléfono.
—Es un chiste viejo, Ryan.
—Pareces entusiasmada, ¿qué ocurre?
Le expuse mi teoría y le conté lo que había descubierto durante mi
ciberinvestigación.
—Joder.
—Tenemos que entrar en esa casa, Ryan.
—El de la pizzería no es mi caso.
—Pero el homicidio de Louise Parent sí lo es. Menard o quien sea probablemente
la mató para evitar que hablara conmigo.
Oí una cerilla y una exhalación suave:
—Quiero que Claudel y Charbonneau sepan lo que me cuentas. ¿Estarás en tu
casa un rato?
—Esperaré.
Ryan me volvió a telefonear a las nueve para decirme que nos encontraríamos
todos en mi apartamento a las once.
—¿Claudel aceptó?
—Luc es un buen poli.
—Con todo el carisma de un asesino en serie. Prepararé café.
Sabiendo que sería difícil convencer a Claudel, pasé la siguiente hora conectada a
Internet reuniendo toda la información que podía serme útil.
Claudel fue el primero en llegar, con su habitual gesto fruncido.
—Bonjour —dije señalándole el sofá.
—Bonjour.
Claudel se quitó el abrigo. Se lo cogí.
Claudel tiró de ambas mangas del Armani para cubrir sus antisépticamente
blancos puños de Burberry, luego se sentó y cruzó las piernas.
—¿Café? —le ofrecí.
—No. —Claudel se encargó de mirar su reloj como si se tratara de un gran evento
—. Merci.
Ryan y Charbonneau aparecieron con unos minutos de diferencia, ambos con
vaqueros desteñidos y jerseys. De camino, Ryan se había parado en una patisserie.
Llené de café las tazas de Ryan y Charbonneau y los tres nos servimos pasteles.
Llevábamos una hora allí, cuando vibró el móvil de Ryan. Salió y regresó unos
minutos más tarde.
—Era Claudel. Dice que el capullo filmaba películas caseras.
Asentí atontada.
—Apenas nos vayamos de aquí voy a llamar a Charbonneau.
Veinte minutos después, una mujer de pelo crespo salió por las puertas correderas
que comunicaban con la sala de urgencias. Iba con bata blanca y llevaba consigo dos
historiales y bolsas de plástico con los objetos personales de las pacientes.
Una negra inmensa, con los pechos hinchados y un recién nacido que no paraba
de berrear, se puso de pie con dificultad y fue directa hacia la doctora. Ésta la
acompañó de nuevo a su silla, echó un vistazo al bebé y le dijo algo. La mujer volvió
a echarse la criatura al hombro y le dio unas palmaditas en la espalda.
La doctora volvió a enfilar hacia nosotros en una carrera cuyos obstáculos eran
todos miserias humanas. La seguían una multitud de miradas, algunas asustadas, otras
enfadadas, pero todas ellas nerviosas.
Una vez más, su trayecto fue bloqueado por un hombre corpulento con la mano
envuelta en una toalla. Igual que antes, la doctora se tomó su tiempo para tranquilizar
al paciente.
Ryan y yo nos pusimos en pie.
—Soy la doctora Feldman. —Tenía los ojos rojos y estaba exhausta—. Estoy
tratando a las dos mujeres que ingresaron hace un rato.
Ryan hizo las presentaciones.
—La mayor… —arrancó la doctora.
—… Se llama Anique Pomerleau —interrumpí.
Feldman apuntó algo en el primer historial.
—La señorita Pomerleau tiene moratones menores, en los demás aspectos la
encontré bastante bien. Tiene los pulmones limpios y sus radiografías salieron
normales. Estamos a la espera de los resultados de los análisis de sangre. Pero para
asegurarnos, vamos a hacerle un escáner cuando la máquina esté libre.
Ryan me telefoneó a las tres. Habían registrado cada centímetro del hospital: las
mujeres no se ocultaban allí.
Volví a mi investigación.
Seis. Imposición de castigos imprevisibles. Se le niega a la víctima cualquier
explicación o razón.
Siete. Imposición del permiso. La víctima debe pedir autorización para comer,
hablar, ponerse de pie, etc.
Ocho. El abuso sexual y físico se convierte en un patrón duradero. La víctima
acaba convencida de que ése será en adelante su destino.
Nueve. Aislamiento continuado. El raptor se convierte en la única fuente de
contacto humano e información de la víctima.
Ryan volvió a telefonear a las cuatro.
—La señora McGee y Sandra han llegado.
—¿Hablaste con ellas?
—Sí.
—¿Cómo se lo han tomado?
—La madre estaba destrozada. La hija, furiosa.
—¿Dónde están ahora?
—Las he alojado en el Hotel Delta.
—¿Conocía Tawny a alguien en Montreal?
—Según Sandra, la mejor amiga de Tawny en Maniwaki tiene primas en una de
las urbanizaciones del oeste de la isla. Ya estoy haciendo las averiguaciones.
Tuve una idea:
—McGee y Pomerleau sabían que Catts había muerto. Quizás esa casa sea el
único lugar donde se sienten seguras.
—Bien pensado, Brennan. Pero ya la he hecho comprobar, la casa está vacía. Te
volveré a llamar si hay alguna novedad.
Regresé a mis publicaciones.
Diez. Amenazas de hacer daño a las familias y parientes de la víctima.
Once. Amenazas de transferir a la víctima a un raptor más severo.
Doce. Indulgencias innecesarias. La víctima recibe sin explicación alguna
privilegios, obsequios, periodos de libertad.