Lunes de Ceniza - Kathy Reichs 7

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La antropóloga forense Temperance Brennan de Carolina del Norte y Quebec
ha llegado a Montreal desde Charlotte, durante los fríos días de diciembre,
para declarar como testigo experta en un juicio por asesinato. Debería
repasar sus notas, pero en lugar de eso está cavando en el sótano —
plagado de ratas— de una pizzería donde han aparecido los esqueletos de
tres mujeres jóvenes. ¿Cuándo murieron? ¿Cómo llegaron hasta allí? El
inspector de homicidios, Luc Claudel, cree que se trata de huesos antiguos.
El dueño de la pizzería, que encontró botones del siglo XIX junto a los
esqueletos, está convencido de ello. Pero hay algo que no tiene sentido.
Tempe analiza los huesos y las dentaduras en su laboratorio y descubre la
procedencia de las mujeres. Si estuviera en lo cierto, Claudel tiene tres
asesinatos recientes en sus manos.
Mientras Tempe intenta encontrar respuestas a sus problemas personales y
a las investigaciones, se ve de pronto inmersa en un endemoniado caso del
que probablemente no pueda escapar. Aquellas mujeres desaparecieron y
nunca volvieron, ella podría ser la siguiente…

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Kathy Reichs

Lunes de ceniza
Temperance Brennan - 7

ePub r1.1
nalasss 10.08.13

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Título original: Monday Mourning
Kathy Reichs, 2004
Traducción: Claudio Molinari

Editor digital: nalasss


ePub base r1.0

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Capítulo 1

Lunes, lunes…
No se puede confiar en ese día…

Mientras en mi mente sonaba esa melodía, el estruendo del disparo sonó en el


confinado espacio bajo tierra en el que me encontraba.
Levanté la vista y vi tejidos, huesos y tripas salpicar contra la pared de piedra a
tan sólo tres metros de mí.
Primero el cuerpo destrozado quedó como adherido y finalmente se deslizó hacia
abajo dejando una mancha de sangre y pelos.
Sentí unas gotas calientes sobre la mejilla y me las quité con el dorso de la mano
enguantada.
Todavía acuclillada, me volví:
—Assez! ¡Basta!
El entrecejo del sargento de detectives Luc Claudel se elevó por los extremos
formando una V. No enfundó su pistola de nueve milímetros, pero la bajó.
—Estas ratas… son las hijas del demonio. —Su francés era cortado y nasal, lo
cual delataba que había nacido río arriba.
—Pues tíreles piedras —respondí bruscamente.
—Esa cabrona era tan grande que las piedras me las hubiera lanzado de vuelta.
Las horas que había pasado acuclillada en el frío y la humedad aquel lunes de
diciembre en Montreal estaban haciéndose sentir. Me puse en pie y se me quejaron
las rodillas.
—¿Dónde está Charbonneau? —pregunté desentumeciendo un tobillo y luego el
otro.
—Está interrogando al dueño. Le deseo suerte, porque ese subnormal tiene el
coeficiente intelectual de una sopa de guisantes.
—¿Fue el dueño quien descubrió esto? —Barrí con un gesto el trozo de tierra que
había detrás de mí.
—Non. Le plombier.
—¿Qué hacía un fontanero en el sótano?
—El genio descubrió una trampilla junto al fregadero y decidió hacer una
exploración subterránea para familiarizarse con las tuberías de la cloaca.
Al recordar mi descenso por la endeble escalerilla, me pregunté por qué alguien
correría semejante riesgo.
—¿Los huesos estaban desparramados en la superficie, sin más?
—El fontanero dijo que tropezó con algo que sobresalía del suelo. Ahí mismo —y
con su barbilla Claudel apuntó a un hoyo poco profundo donde el suelo de tierra daba

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con la pared sur—, lo arrancó del suelo, se lo mostró al dueño y juntos fueron a
revisar la colección de anatomía de la biblioteca local para averiguar si el hueso era
humano. Escogieron un libro con ilustraciones bonitas y a todo color, porque
seguramente no saben leer.
Estaba a punto de hacerle la siguiente pregunta cuando por encima de nosotros se
oyó un clic. Claudel y yo alzamos la vista creyendo que se trataba de su compañero.
Pero en vez de Charbonneau, vimos a un tipo flaco como un espantapájaros.
Llevaba un jersey largo hasta las rodillas, vaqueros anchos y sueltos, y unas
deportivas Nike azules. Del borde inferior de la cinta que le envolvía la cabeza
asomaban varias coletas delgadas.
Acuclillado en la entrada, el hombre apuntaba su cámara Kodak desechable en mi
dirección. La V de Claudel se hizo más pronunciada y su nariz de loro se le puso más
colorada aún.
—Tabarnac!
Sonaron dos clics más y, a tientas, el hombre se escabulló por un lateral.
Claudel enfundó su pistola y se aferró a la barandilla de madera:
—Hasta que venga la SIJ, puede tirar todas las piedras que quiera.
La SIJ era la Section d’Identité Judiciaire, equivalente en Quebec a la Policía
Científica.
Las nalgas de Claudel, enfundado en un pantalón cortado a medida,
desaparecieron a través de la estrecha abertura rectangular. Y aunque sentí la
tentación de hacerlo, no le lancé ni una sola piedra.
Desde la planta de arriba llegaban voces apagadas y pisadas de botas. En el
sótano sólo se oía el zumbido del generador que alimentaba los focos portátiles.
Aguanté la respiración y agucé el oído.
En la oscuridad que me rodeaba no oí chillidos, ni rasguños, ni correteos.
Velozmente, paseé la vista en derredor.
No vi ojitos centelleantes, ni largos rabos rosados con escamas. Las cabronas se
estarían reagrupando para la siguiente ofensiva.
No estaba de acuerdo con la manera en que Claudel resolvía el problema de los
roedores, pero en algo coincidíamos: podría vivir perfectamente sin ellos.
Contenta por poder estar unos instantes sola, volví mi atención al mohoso cajón
de envases que tenía a mis pies: «Tónico Dr. Energy. ¿Se siente muerto de cansancio?
Dr. Energy hará que sus huesos quieran ponerse a bailar».
Pues éstos no, doctor.
Contemplé el truculento contenido del cajón de envases.
Aunque la mayor parte del esqueleto seguía cubierto de barro endurecido, algunos
huesos habían sido desempolvados. Bajo la luz dura de los focos portátiles, las
superficies óseas mostraban un color castaño. Había una clavícula, costillas, una

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pelvis.
Un cráneo humano.
Maldición.
Lo había dicho media docena de veces ya, pero reiterarlo no le haría daño a nadie.
Yo había llegado desde Charlotte a Montreal un día antes para preparar mi
declaración el martes ante el tribunal. El hombre en cuestión había sido acusado de
matar y descuartizar a su esposa y yo debía testificar sobre el análisis de las marcas
de aserrado del esqueleto de la víctima. Había sido un peritaje complicado y quería
repasar mi expediente del caso. Pero no, tuve que venir a helarme el culo excavando
el sótano de una pizzería.
Pierre LaManche había acudido a mi despacho a primera hora de la mañana.
Reconocí esa mirada y apenas la vi, adiviné lo que venía a continuación.
Mi jefe me explicó que habían hallado varios huesos en un local que vendía pizza
por porciones. El dueño llamó a la policía, la policía llamó al juez de instrucción, y el
juez de instrucción al laboratorio médico-legal.
LaManche quiso que me acercara a echar un vistazo.
—¿Hoy? —dije.
—S’il vous plait.
—Mañana subo al estrado.
—¿En el juicio a Pétit?
Asentí.
—Pues lo de la pizzería no le llevará nada de tiempo —dijo LaManche en su
preciso francés parisino—. Lo más probable es que sólo sean restos de animales.
—¿Dónde es? —dije cogiendo un sujetapapeles.
De un papel que tenía en la mano, LaManche leyó la dirección en voz alta: rue
Ste-Catherine, a unas pocas calles al este de Centre-ville, el centro de la ciudad de
Montreal.
Territorio de la CUM.
Territorio de Claudel. La sola idea de tener que trabajar con él suscitó mi primera
maldición de la mañana.
En las pequeñas poblaciones que rodean la isla de Montreal funcionan varias
fuerzas policiales, pero las dos principales encargadas de hacer cumplir la ley son la
SQ y la CUM. La Sûreté de Québec, la SQ, es la policía provincial y manda en los
suburbios más virulentos y en aquellas poblaciones carentes de fuerzas policiales
propias. La Pólice de la Communauté Urbaine de Montreal, la CUM, es la policía de
la ciudad. La isla pertenece a la CUM.
Luc Claudel y Michel Charbonneau son detectives de la Brigada Criminal de la
CUM. Como antropóloga forense de la provincia de Quebec, he trabajado con ambos
muchas veces. Con Charbonneau, la experiencia siempre resulta un placer. Con su

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compañero, la experiencia siempre resulta una experiencia. Luc Claudel es buen poli,
pero tiene la paciencia de un petardo, la sensibilidad de Vlad el Empalador y un
escepticismo perenne en cuanto a la utilidad de la antropología forense. Aunque sabe
vestir con elegancia.
Cuando yo llegué al sótano dos horas antes, el cajón de envases de Dr. Energy
estaba lleno de huesos sueltos. Claudel todavía debía suministrarme muchos detalles,
pero supuse que los huesos habían sido recolectados por el dueño, probablemente con
ayuda del desventurado fontanero. Mi trabajo consistía en determinar si los huesos
eran humanos.
Lo eran.
Ese hecho generó mi segunda maldición de la mañana.
Mi siguiente tarea fue determinar si bajo el suelo del sótano reposaba alguien
más. Comencé con tres técnicas exploratorias.
La iluminación a ras del suelo con el haz de la linterna me hizo notar algunas
depresiones del terreno. Mi sondeo en cada una de ellas dio con resistencia, lo que
sugería la presencia de objetos bajo la superficie. Al excavar zanjas de prueba
encontramos huesos humanos.
Mala suerte, ya no iba a poder repasar tranquilamente el expediente de Pétit.
Cuando Claudel y Charbonneau oyeron mi opinión, contribuyeron con las
maldiciones número tres, cuatro y cinco. Y para enfatizar añadieron varios
improperios en quebecois.
Llamaron a la SIJ y dio comienzo la rutina de la policía científica: colocaron los
focos y tomaron fotografías. Y mientras Claudel y Charbonneau interrogaban al
dueño y a su asistente, los peritos arrastraron un radar de detección subterránea por
toda la superficie del sótano. El RDS mostró perturbaciones a unos diez centímetros
debajo de cada depresión. Quitando eso, el sótano no ocultaba nada más.
Mientras los peritos de la SIJ se tomaban un descanso y Claudel hacía «guardia
antirrata» con su semiautomática, yo demarqué dos sencillas cuadrículas con hilo, y
cada una de ellas en otros cuatro cuadrados más pequeños. Cuando me disponía a atar
el último hilo a su estaca, Claudel se dio el gusto de hacerse el Rambo con las ratas.
¿Qué iba a hacer? ¿Esperar a que los peritos de la SIJ decidieran regresar?
Ni loca.
Así que cogí sus equipos, tomé fotografías y grabé un vídeo. Me froté las manos
para recuperar la circulación y me cambié los guantes. Me acuclillé y con una paleta
empecé a extraer tierra del cuadrado A-I.
Mientras cavaba, sentí el subidón que suele darme en la escena de un crimen: los
sentidos alerta, la curiosidad intensa, la posibilidad de que no sea nada o de que
realmente sea algo.
Y la preocupación.

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¿Y si destrozo una sección de hueso clave?
Rememoré otras excavaciones, otras muertes. La del aprendiz de santo en una
iglesia quemada hasta los cimientos. La del adolescente decapitado en el picadero de
unos moteros. La de unos yonquis acribillados en una tumba, junto a un arroyo.
No sé cuánto tiempo llevaba cavando cuando regresaron los dos peritos de la SIJ.
El más alto de ellos llegó sujetando un vaso de porexpán. Busqué su nombre en mi
memoria.
Era alto y delgado como una raíz. Raíz… Racine. Mi regla nemotécnica funcionó.
René Racine era novato, juntos habíamos estudiado un puñado de escenas. Su
compañero, el bajito, era Pierre Gilbert. Hacía una década que nos conocíamos.
Dando sorbos al café tibio, les expliqué lo que había hecho en su ausencia.
Después pedí a Gilbert que grabara y acarreara tierra, y a Racine que la cribara.
Volví a mi cuadrícula.
Cuando hube extraído unos siete centímetros de tierra del cuadrado I-A, pasé al I-
B. Después al I-C y al I-D.
Sólo extraje tierra.
Era de esperarse, el RDS había mostrado discrepancias a partir de los diez
centímetros de profundidad.
Continué excavando.
Perdí la sensibilidad en los dedos de las manos y de los pies y se me congeló
hasta la médula. Perdí la noción del tiempo.
Gilbert trasladaba los cubos de tierra desde mi cuadrícula hasta la criba. Racine
tamizaba. De vez en cuando Gilbert tomaba una fotografía. Cuando hube excavado
todo el sector de la cuadrícula hasta los siete centímetros de profundidad, volví a
empezar por el cuadrado I-A. Y cuando llegué a los catorce centímetros, pasé al
siguiente cuadrado, tal como lo había hecho antes.
Tras sacar dos paletadas del cuadrado I-B, noté un cambio en el color de la tierra,
así que pedí a Gilbert que dirigiera un foco.
Bastó un atisbo para que mi tensión diastólica subiera varios puntos.
—Bingo.
Gilbert se acuclilló a mi lado. Racine se le unió.
—Quoi? —preguntó Gilbert. ¿Qué?
Pasé la punta de mi paleta por el borde externo de la mancha que asomaba del
fondo del cuadrado I-B.
—La tierra está más oscura —observó Racine.
—Las manchas indican descomposición —expliqué.
Ambos peritos me miraron.
Señalé los cuadrados I-C y I-D:
—Aquí debajo alguien está pasando a mejor vida.

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—¿Llamo a Claudel? —preguntó Gilbert.
—Ve, alégrale el día.
Cuatro horas más tarde, mis dedos se habían convertido en estalactitas. Y aunque
llevara la cabeza cubierta con un gorro y una bufanda al cuello y mi parka marca
Kanuk —garantizada para soportar temperaturas inferiores a los 40° bajo cero por su
forro de nailon polimerizado de poliuretano microporoso al 100%—, seguía
congelándome.
Gilbert se paseaba por el sótano tomando fotografías y grabando desde varios
ángulos. Racine observaba, con las manos hundidas en las axilas para mantenerlas
calientes. Ambos parecían muy cómodos dentro de sus monos especiales para frío
ártico.
La pareja de policías de homicidios, Claudel y Charbonneau, se encontraban de
pie, uno al lado del otro, con las piernas abiertas y las manos cruzadas sobre los
genitales. No estaban contentos.
Junto a la base de las paredes yacían ocho ratas muertas.
El hoyo del fontanero y las depresiones habían sido excavadas hasta convertirse
en zanjas de medio metro de profundidad. En el hoyo aquel encontramos varios
huesos sueltos que el fontanero y el dueño del local pasaron por alto. Lo que
encontramos en las zanjas era algo muy distinto.
El esqueleto exhumado de la primera cuadrícula descansaba en posición fetal y no
llevaba ropas. La pantalla del RDS no indicó que hubiese ni un solo artefacto.
El individuo hallado en la segunda cuadrícula había sido atado como un bulto y
enterrado después. Las partes que pudimos ver eran huesos limpios.
Tras quitar las últimas partículas de tierra del segundo enterramiento, dejé a un
lado mi pincel, me incorporé y pateé el suelo para calentarme los pies.
—¿Eso que lo cubre es una manta? —la voz de Charbonneau sonaba ronca a
causa del frío.
—Más bien parece cuero —respondí yo.
Charbonneau apuntó un pulgar hacia la caja de envases de Dr. Energy.
—¿Y el resto del menda está ahí?
El sargento detective Michel Charbonneau había nacido en Chicoutimi, en una
región llamada Saguenay, a seis horas de barco de Montreal, río San Lorenzo arriba.
Antes de entrar en la CUM, había pasado varios años trabajando en los campos
petrolíferos del oeste de Tejas. Orgulloso de su juventud vaquera, Charbonneau solía
dirigirse a mí en mi lengua materna. La hablaba bien, aunque pronunciase «de» en
vez de «the», acentuara las palabras en la sílaba equivocada y sus frases contuviesen
suficiente argot para llenar un sombrero de diez galones.
—Eso espero —respondió.
—¿Eso espera? —Claudel exhaló una pequeña nube de vapor.

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—Así es, monsieur Claudel. Eso espero.
Claudel se mordió los labios pero no dijo nada.
Una vez que Gilbert terminó de fotografiar el bulto enterrado, me arrodillé y tiré
de un extremo del cuero. Se rasgó.
Cambié mis abrigados guantes de lana por unos quirúrgicos, me agaché sobre el
cadáver y empecé a despegar un borde del cuero, separándolo cuidadosamente,
levantándolo y finalmente enrollándolo sobre sí mismo.
Con el colgajo externo totalmente despegado y tendido a la izquierda, proseguí
hacia la capa interior. En ciertos lugares, las fibras se adherían al esqueleto. Las
manos me temblaban a causa del frío y los nervios, pero con un escalpelo separé el
cuero podrido de los huesos que había debajo.
—¿Qué es esa cosa blanca? —preguntó Racine.
—Adipocira.
—¿Adipocira…? —repitió él.
—Grasa cadavérica —le dije, pues estaba con pocas ganas de dar una clase de
química—. Después de pasar largo tiempo enterrados o sumergidos en agua, los
cadáveres se descomponen en una sustancia jabonosa de calcio proveniente de los
músculos y la grasa suelen cambiar su composición química.
—¿Y por qué no tiene adipocira el otro esqueleto?
—No lo sé.
Oí a Claudel resoplar irónicamente, pero lo ignoré.
Quince minutos más tarde había conseguido despegar y quitar completamente la
capa interior de la mortaja, dejando el esqueleto totalmente expuesto.
A pesar de estar dañado, el cráneo era perfectamente identificable.
—Tres cabezas significan tres personas —aclaró innecesariamente Charbonneau.
—Tabarnouche —masculló Claudel.
—Maldición —dije yo.
Gilbert y Racine permanecieron en silencio.
—¿Tiene alguna idea de lo que tenemos aquí, doctora? —preguntó Charbonneau.
Me puse de pie, entre los crujidos de mis rodillas y los cuatro pares de ojos que
me siguieron hasta el cajón de Dr. Energy.
Saqué y estudié por separado una de las dos mitades de pelvis y después el
cráneo.
Pasé a la primera zanja y me arrodillé, extraje las mismas piezas y las
inspeccioné.
«Dios bendito».
Retorné aquellos huesos a su sitio y a cuatro patas pasé a la segunda zanja. Me
incliné sobre ella y estudié los fragmentos de cráneo.
«No, otra vez no. Las víctimas universales».

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Extraje de la tierra la mitad derecha de la pelvis.
De nuestras cinco caras surgían nubes de aliento.
Me senté sobre los talones y limpié la tierra que cubría las sínfisis púbicas.
Me quedé helada por dentro.
Las muertas eran tres mujeres que apenas habían pasado la pubertad.

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Capítulo 2
La mañana siguiente me desperté con el pronóstico del tiempo, sabía que me
aguardaba un frío asesino. No esos siete grados con humedad de los que
ocasionalmente nos quejamos en Carolina del Norte al llegar enero. Éste era un frío
de más de diecisiete grados bajo cero. Un frío ártico, la clase de frío que te congela
para que te coman los lobos. Así de frío.
Yo adoro Montreal. Me encantan su montaña de menos de ciento veinte metros,
su puerto antiguo, la Pequeña Italia, el barrio chino, el barrio gay, los rascacielos de
acero y cristal de Centre-ville. Me encantan los barrios enmarañados con sus
callejones de piedra gris y sus escaleras imposibles.
Montreal es una luchadora esquizofrénica que continuamente se enfrenta a sí
misma. Es anglófona y francófona, separatista y federalista, católica y protestante,
vieja y nueva. Me resulta fascinante. Me seduce su multiculturalismo, donde
conviven empanada, falafel, poutine y Kong Pao; el pub irlandés de Hurley, Katsura,
L’Express, los bagels de la panadería de Fairmont y la Trattoria Trastevere.
Participo de la interminable ronda de festivales que me ofrece la ciudad: Le
Festival International de Jazz, Les Fétes Gourmandes Internationales, Le Festival
des Filmes du Monde y el festival de cata de bichos del Insectarium. Frecuento las
tiendas de Ste-Catherine, los mercados al aire libre de Jean-Talon y Atwater, y las
tiendas de antigüedades que bordean Notre-Dame. Visito los museos, hago mis
picnics en los parques y recorro en bicicleta las sendas a lo largo del canal Lachine.
Todo eso me seduce.
Lo que no me seduce es el clima entre noviembre y mayo.
Lo admito, he vivido en el sur demasiado tiempo y odio vivir congelada. No le
tengo paciencia ni a la nieve ni al frío. Quédense sus botas, lápices de manteca de
cacao y hoteles tallados en el hielo, prefiero los shorts, las sandalias y el protector
solar del treinta.
Mi gato Birdie comparte mi punto de vista. Cuando me incorporé, él se puso en
pie, arqueó la espalda y volvió a perderse en el túnel que habían formado las mantas.
Con una sonrisa, lo observé apretujarse hasta formar un bultito compacto y redondo.
Birdie: mi único y leal compañero de cuarto.
—Pienso igual que tú, Bird —le dije, mientras apagaba el radiorreloj.
El bultito se encogió aún más.
Me fijé en los dígitos, eran las cinco y media.
Fuera estaba oscuro como boca de lobo.
Salí hacia el baño como una bala.
Veinte minutos después, me encontraba sentada en la cocina, con una jarra de café
y el expediente de Pétit sobre la mesa.

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Marie-Reine Pétit, 42, madre de tres hijos, vendedora de pan en una boulangerie,
había desaparecido dos años atrás. Cuatro meses después de su desaparición, su torso
putrefacto apareció dentro de un bolso de hockey en el cobertizo que hacía las veces
de trastero familiar.
El registro del sótano del hogar de los Pétit reveló la existencia de varios tipos de
sierra, de marquetería, de arco y de carpintero. Yo había analizado el aserrado de los
huesos de Marie-Reine para determinar si había sido realizado con una herramienta
similar a las del maridito. Bingo. Comprobé que había sido hecho con la sierra de
arco. Ahora, Réjean Pétit estaba acusado de haber asesinado a su mujer.
Dos horas y tres cafés más tarde, guardé fotografías y papeles y volví a
comprobar la citación.
De comparaitre personnellement devant la Cour du Québec, chambre criminelle
et penal, au Palais de Justice de Montréal, á 09:00 heures, le 3 décembre…
Huy, qué divertido. Me habían citado a declarar «personalmente», un trámite tan
personal como una auditoría de hacienda. Nada de RSVP. Apunté el nombre de la
sala.
Me calcé las botas y me puse la parka, cogí guantes, sombrero y bufanda, encendí
la alarma y me dirigí al garaje. Birdie seguía hecho un ovillo. Al parecer mi gato
había disfrutado de su desayuno antes del amanecer.
Mi viejo Mazda arrancó a la primera. Buena señal.
Al llegar a la cima de la rampa, frené demasiado abruptamente y, como un chaval
en un tobogán de piscina, crucé resbalando de costado hasta la otra acera. Mala señal.
Hora punta. Los atascos taponaban las calles y todos los vehículos salpicaban
nieve fangosa. El sol matinal no me permitía ver a través de la sal que cubría mi
parabrisas. Y aunque encendía una y otra vez limpiaparabrisas y aspersores, había
trechos en los que conducía a ciegas. A las pocas calles, me arrepentí de no haber
cogido un taxi.
A finales del siglo XVI, un grupo de iroqueses laurentinos vivía en un poblado que
ellos llamaban Hochelaga, situado entre una pequeña montaña y un río de gran
caudal, justo después del último tramo de rápidos peligrosos. En 1642, unos
misioneros y aventureros franceses llegaron sin invitación y se quedaron. Los
franceses bautizaron su asentamiento Ville-Marie.
Con el correr de los años, los residentes de Ville-Marie prosperaron, crecieron y
trazaron calles. El pueblo tomó por nombre la montaña que se elevaba a sus espaldas,
Mont Real. Al río lo bautizaron con el nombre de San Lorenzo.
Y en cuanto llegaron los europeos, desaparecieron las primeras naciones
indígenas.
En la actualidad, la zona de la antigua Hochelaga/Ville-Marie lleva el nombre de
Vieux-Montréal. A los turistas les encanta.

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Colina arriba desde el río, la vieja Montreal es pintoresca a rabiar: hay faroles de
gas, calesas tiradas por caballos, vendedores callejeros y cafés con terrazas. Los
edificios de piedra maciza que alguna vez albergaron a colonos, establos, talleres y
almacenes, ahora alojan museos, boutiques, galerías de arte y restaurantes. Las calles
son estrechas y adoquinadas.
Y no hay el más mínimo espacio para aparcar.
Deseando una vez más haber cogido un taxi, dejé el coche en un estacionamiento
de pago y me dirigí a toda prisa por el bulevar St-Laurent hacia el Palais de Justice,
ubicado en el número 1 de la rue Notre-Dame Este, en el extremo norte del distrito
histórico. La sal crujía bajo mis pies y el aliento se me congelaba al salir de la
bufanda. Al verme acercarme, las palomas permanecían acurrucadas; preferían el
calor animal del grupo a la seguridad de salir volando.
Mientras caminaba, pensaba en los esqueletos del sótano de la pizzería.
¿Pertenecían realmente a unas jovencitas asesinadas? Esperaba que no, pero en el
fondo sabía que era la única realidad.
También pensé en Marie-Reine Pétit y sentí pena por su vida cercenada a causa
de una maldad indescriptible. Me pregunté qué pasaría con los niños del matrimonio
cuando a papá lo encerraran por asesinar a mamá. ¿Llegarían a reponerse alguna vez?
¿O quedarían marcados irreparablemente por el horror que les había caído encima?
De pasada, eché un vistazo al McDonald’s del bulevar St-Laurent, situado en la
acera opuesta al Palais de Justice. Sus dueños habían intentado ceñirse al estilo
colonial, habían hecho desaparecer los arcos amarillos y puesto toldos azules en su
lugar. Éstos tampoco quedaban demasiado bien, pero al menos lo habían intentado.
A los diseñadores del tribunal más importante de Montreal les importó un
pimiento la armonía arquitectónica. Las primeras plantas forman una caja oblonga
flanqueada por columnas verticales negras en saliente, sobre la que se apoya otra caja
más pequeña con frente acristalado. Las plantas superiores se elevan al cielo como un
monolito sin ninguna característica en particular. El edificio armoniza con el resto del
barrio como un Hummer en una colonia amish.

Entré al Palais y estaba lleno hasta los topes: había viejecitas con abrigos de piel
hasta los tobillos, adolescentes con pinta de raperos gangsteriles y prendas lo bastante
grandes para abrigar a ejércitos enteros, hombres trajeados, abogados y jueces con
togas negras. Algunos esperaban, otros se daban prisa. No había término medio.
Serpenteando entre grandes maceteros y soportes con luces Starburst, crucé el
hall hasta llegar a una hilera de ascensores situados al fondo. Del Café Vienne llegaba
el aroma a esa bebida. Iba a detenerme a tomar una cuarta taza, pero opté por no
hacerlo. Ya estaba bastante estimulada.
En la planta superior vi más o menos lo mismo, pero allí la mayoría de la gente se

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limitaba a esperar. Aguardaba sentada en bancos de metal perforado, se apoyaba
contra las paredes o conversaba en susurros.
Unos pocos consultaban con sus abogados en las pequeñas salas de interrogatorio
del pasillo. Ninguno de ellos parecía contento.
Tomé asiento en la puerta de la sala 4.01 y de mi maletín extraje el expediente de
Pétit. Diez minutos más tarde, Louise Cloutier surgió de la sala del tribunal. Con su
larga melena rubia y sus gafas inmensas, la fiscal de la Corona aparentaba diecisiete
años a lo sumo.
—Usted será mi primera testigo. —La cara de Cloutier traslucía tensión.
—Estoy preparada —respondí.
—Su testimonio será clave.
Cloutier retorcía y volvía a enderezar un clip. Había querido reunirse conmigo el
día anterior pero el caso de la pizzería había dado al traste con el encuentro. La
conversación que tuviéramos la noche anterior no le había asegurado a la fiscal la
preparación que deseaba. Procuré tranquilizarla:
—No puedo relacionar el aserrado de los huesos con la mismísima sierra de arco
de Pétit, pero puedo afirmar con toda seguridad que fueron hechas con una
herramienta idéntica.
—Diga «que concuerda con» —corrigió Cloutier.
—«Que concuerdan con» —repetí.
—Su testimonio será clave. En su primera declaración, Pétit aseguró que nunca
había visto ese serrucho, pero un analista de su laboratorio va a testificar que, al
quitar el mango, encontró restos minúsculos de sangre en la ranura de uno de los
tornillos.
Todo eso yo ya lo sabía por nuestra conversación de última hora. Cloutier estaba
repasando la acusación contra Pétit tanto para ella como para mí.
—Un experto en ADN declarará que la sangre pertenece a Pétit, eso lo
relacionará con la sierra.
—Y yo relacionaré la sierra con la víctima —dije.
Cloutier asintió:
—Cuando se trata de establecer la idoneidad de los expertos, este juez es un
verdadero cabrón.
—Todos lo son.
Cloutier esbozó una sonrisa nerviosa y fugaz:
—El alguacil la llamará en unos cinco minutos.
Fueron más bien veinte.
La sala del tribunal era típica, moderna y anodina. Paredes texturadas grises y
moquetas texturadas grises. Un acolchado texturado gris tapizaba los largos bancos
atornillados al suelo. El poco color que había se encontraba en medio de la sala, más

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allá de las puertas que separaban a los espectadores de los litigantes y funcionarios:
las sillas de los abogados estaban tapizadas en rojo, amarillo y marrón; también podía
verse el azul, rojo y blanco de las banderas de Quebec y Canadá.
Una docena de personas ocupaba los bancos destinados al público. En mi trayecto
por el pasillo central hasta el estrado, ese mismo público me siguió con la mirada. El
juez se encontraba delante y a mi izquierda, el jurado delante de mí. El señor Pétit, a
mi derecha.
He testificado muchas veces y me he enfrentado a hombres y mujeres acusados de
crímenes monstruosos: asesinatos, violaciones, descuartizamientos. Pero al ver a los
acusados siempre siento alivio.
Esta vez no fue la excepción. Réjean Pétit era un tipo de lo más corriente, tímido
incluso. Hubiera podido ser mi tío Frank.
El funcionario me tomó juramento. Cloutier se puso de pie y empezó a hacerme
preguntas desde el escritorio de la acusación.
—Por favor, indique su nombre completo.
—Temperance Deasee Brennan.
Dirigíamos las palabras hacia micrófonos suspendidos del techo. Nuestras voces
eran los únicos sonidos que resonaban en la sala.
—¿A qué se dedica?
—Soy antropóloga forense.
—¿Cuánto hace que ejerce esa profesión?
—Aproximadamente veinte años.
—¿Dónde la ejerce?
—Soy profesora titular de la Universidad de Carolina del Norte. Cumplo
funciones de antropóloga forense en la provincia de Quebec en el Laboratorio de
Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, en Montreal, y también en Carolina del
Norte, en la Jefatura Médica Forense, en Chapel Hill.
—¿Es usted ciudadana estadounidense?
—Sí, y tengo permiso de trabajo canadiense. Vivo a caballo entre Montreal y
Charlotte.
—¿Por qué ejerce de antropóloga forense una estadounidense en una provincia
canadiense?
—No hay ningún ciudadano canadiense que sea forense, posea certificación
oficial en esa especialidad y hable francés fluidamente.
—Volveremos a la cuestión de la certificación oficial más adelante. Por favor
describa sus estudios.
—Soy licenciada en Antropología por la Universidad Americana de Washington
D. C., y tengo una maestría y un doctorado en Antropología Biológica por la
Universidad del Noroeste, en Evanston, Illinois.

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A eso le siguió una serie interminable de preguntas acerca de los temas de mi tesis
doctoral, mis investigaciones, mis becas, mis artículos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con
quién? ¿En qué publicaciones? Creí que Cloutier me iba a preguntar el color de las
bragas que llevaba puestas el día de mi disertación.
—¿Ha escrito muchos libros, doctora Brennan?
Los enumeré.
—¿Pertenece a algún colegio profesional?
Los enumeré.
—¿Ha ocupado cargos en alguno de esos colegios?
Los enumeré.
—¿Está habilitada por alguna institución reguladora?
—Estoy habilitada por el Consejo Estadounidense de Antropología Forense.
—Por favor, explique a la corte lo que eso significa.
Describí el proceso de presentación de solicitud, el examen, la supervisión ética, y
expliqué la importancia de los dictámenes facultativos a la hora de evaluar la
competencia de aquellos a quienes se considera expertos.
—Además de ejercer su profesión en los laboratorios médico-legales de Quebec y
Carolina del Norte, ¿lo hace usted en algún otro medio?
—He trabajado para las Naciones Unidas, para el Laboratorio Central de
Identificación de las Fuerzas Armadas Estadounidenses en Honolulú, Hawaii, como
instructora en la Academia del FBI en Quántico, Virginia; y como instructora en la
Academia de Capacitación de la Real Policía Montada de Canadá en Ottawa, Ontario.
Además soy miembro del Equipo Forense de Emergencias de la Oficina de Defensa
Civil de Estados Unidos. Y en ocasiones asesoro a clientes privados.
El jurado estaba inmóvil, no sé si fascinado o comatoso. El abogado de Pétit no
tomaba notas.
—Por favor, doctora Brennan, explíquenos a qué se dedica un antropólogo
forense.
Me dirigí al jurado:
—Los antropólogos forenses somos especialistas en el esqueleto humano. Los
patólogos suelen invitarnos a tomar parte en sus investigaciones, aunque no siempre
es así. Requieren de nuestros conocimientos cuando una autopsia normal, que se
centra en los órganos y tejidos blandos, se ve limitada o se hace imposible. En ese
caso se deben estudiar los huesos para averiguar las cuestiones cruciales.
—¿Qué clase de cuestiones?
—Generalmente, establecer la identidad, la forma del fallecimiento, la mutilación
post mortem y otros daños.
—¿Cómo puede ayudar usted a establecer una identidad?
—Al examinar los restos óseos puedo suministrar un perfil biológico que incluye

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edad, sexo, raza y altura del difunto. En ciertos casos puedo establecer la similitud
entre las señas anatómicas observadas en un individuo desconocido y las señas
visibles en una radiografía ante mortem de un individuo conocido.
—¿No suelen realizarse las identificaciones por medio de huellas dactilares,
fichas dentales o ADN?
—Efectivamente. Pero para llegar a utilizar información dental o médica, primero
hace falta acotar las posibilidades al número más reducido posible. Armado con un
perfil antropológico, un investigador policial puede repasar los listados de personas
desaparecidas, averiguar nombres y obtener fichas individuales que luego podrá
comparar con los datos de los restos que tiene en su poder. Los antropólogos forenses
suministramos el primer análisis de unos restos de los que, en principio, no se sabe
absolutamente nada.
—¿Cómo pueden ayudar en cuestiones relacionadas con la forma de
fallecimiento?
—Analizando pautas de fractura, los antropólogos forenses podemos reconstruir
los acontecimientos que originaron ciertos tipos de traumatismo.
—¿Qué tipo de traumatismos suele examinar usted, doctora Brennan?
—Los que se originan tras disparos, heridas con objetos punzantes u objetos
contundentes, estrangulamiento. Pero repito, estos peritajes sólo se requieren cuando
el cadáver se encuentra comprometido hasta el punto en que esas dudas no pueden
aclararse estudiando solamente los tejidos blandos y los órganos.
—¿A qué se refiere cuando dice «comprometido»?
—Descompuesto, quemado, momificado o compuesto por restos óseos…
—¿Descuartizado?
—También.
—Gracias.
El jurado se había animado claramente. Tres de los miembros tenían los ojos
como platos. En la fila de atrás, una mujer se llevó la mano a la boca.
—¿Alguna vez ha sido facultada por las cortes de la Provincia de Quebec u otras
para actuar como testigo experto en juicios por asesinato?
—Sí, muchas veces.
Cloutier se volvió hacia el juez:
—Su señoría, proponemos a la doctora Temperance Brennan como experta en el
campo de la antropología forense.
La defensa no protestó la moción.
Era hora de actuar.
A media tarde, Cloutier ya no tenía más preguntas que hacerme. El abogado de la
defensa se puso en pie, y a mí se me encogió el estómago.
Ahora viene la parte peliaguda, me dije: la descalificación, la incredulidad y la

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crueldad total.
Pero el abogado de Pétit fue sistemático y cortés.
Y a las cinco había acabado.
Al final resultó que su tanda de preguntas no fue nada en comparación con la
maldad con que me encontraría al lidiar con los huesos del sótano de la pizzería.

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Capítulo 3
Cuando por fin salí del juzgado, había oscurecido. En los árboles de la rue Notre-
Dame centelleaban lucecillas blancas. Una calége pasó a mi lado, el caballo que
tiraba de ella lucía orejeras rojas con flecos y encima una ramita de pino. En torno a
los falsos faroles de gas, flotaban copos de nieve.
Joyeuses fétes! La Navidad había llegado a Quebec.
Una vez más, el tráfico marchaba a paso de tortuga. Me asomé con precaución y
lentamente avancé hacia el norte por el bulevar St-Laurent, todavía nerviosa debido al
subidón posterior a haber subido al estrado.
Tamborileaba con los dedos el volante. Mis pensamientos pasaban de un asunto a
otro como rebota una bala. De mi testimonio a los esqueletos del sótano de la
pizzería…, a mi hija…, a la noche que tenía por delante.
¿Qué más hubiera podido decirle al jurado? ¿Pude haber dado mejores
explicaciones? ¿Me habrían entendido sus miembros? ¿Condenarían a aquel maldito
cabrón?
¿Qué iba a descubrir en el laboratorio al día siguiente? ¿Confirmaría lo que ya
intuía respecto de los esqueletos? ¿Se comportaría Claudel de manera detestable,
como de costumbre?
¿Qué era lo que entristecía a mi hija Katy? En nuestra última conversación
insinuó que no todo iba bien en Charlottesville. ¿Llegaría a completar su último año o
me comunicaría en Navidad que abandonaba la Universidad de Virginia sin
diplomarse?
«¿Qué averiguaré esta noche en la cena? ¿Hará implosión el amor que acabo de
conocer? ¿Será realmente amor?».
Al llegar a la rue de la Gauchetiére pasé por debajo del portal del dragón y entré
en el Barrio Chino. Las tiendas estaban cerrando y los últimos transeúntes regresaban
a casa a toda prisa, con las caras envueltas en las bufandas, encorvando la espalda
para protegerse del frío.
Los domingos, el Barrio Chino se convierte en un bazar. Los restaurantes sirven
dim sum, y cuando el tiempo está bueno, los comerciantes sacan tenderetes llenos de
productos exóticos, paté de huevos de pescado salado, hierbas chinas. En los días
festivos se representan danzas de dragones, hay exhibiciones de artes marciales y
fuegos artificiales. Durante la semana, sin embargo, todo el mundo se dedica
únicamente al comercio.
Mis pensamientos volvieron a desviarse hacia el tema de mi hija. A Katy le
encanta el Barrio Chino, nunca se lo pierde cuando viene a Montreal de visita.
Antes de girar a la izquierda en René-Lévesque, atisbé hacia el otro lado de la
intersección, hacia St-Laurent. Igual que la rue Notre-Dame, la Principal estaba

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engalanada para la Navidad.
St-Laurent, la Principal. Hace un siglo era una de las principales arterias
comerciales y el primer lugar donde se establecían los contingentes de inmigrantes:
irlandeses, portugueses, italianos y judíos. Independientemente de su etnia u origen,
casi todos los recién llegados pasaban un tiempo en las calles y avenidas que
rodeaban el bulevar St-Laurent.
Mientras esperaba que el semáforo de Peel se pusiera en verde, un hombre pasó
ante los faros de mi coche. Era alto, de tez rubicunda, y el viento alborotaba su
melena rubia rojiza.
Otro rebote de mi pensamiento.
Andrew Ryan, teniente de detectives, Section de Crimes contre la Personne,
Sûreté de Québec. Mi primera aventura sexual tras veinte años de casada.
¿El compañero de la aventura más corta de mi vida?
Mis dedos aceleraron su ritmo de tamborileo.
Puesto que Ryan trabaja en homicidios y yo en el mortuorio, nuestras vidas
profesionales a menudo se cruzan. Yo identifico a las víctimas y Ryan atrapa a los
asesinos. Durante una década hemos investigado a violadores en grupo, miembros de
cultos demoníacos, moteros, psicópatas y gente que no se lleva nada bien con sus
cónyuges.
Durante años he oído historias sobre Ryan y su pasado. De su juventud salvaje, de
cómo se pasó al lado de la ley y el orden, de su ascenso en la policía provincial.
También han llegado a mí historias de su presente. El tema no variaba nunca: al
tipo le iba la marcha.
A menudo insinuaba que le gustaría meterme un poco de marcha a mí. Pero yo
tengo una regla inquebrantable en lo referente al amour en el trabajo.
Ryan suele pensar distinto que yo, además le atraen los desafíos.
Él persistió, pero yo me mantuve firme. El objeto opuso resistencia a la fuerza en
movimiento. Yo llevaba dos años separada y sabía que ya no volvería con Pete, mi
marido. Y Ryan me gustaba, era inteligente, sensible y sexy a más no poder.
Guatemala, cuatro meses atrás. Fue una época durísima para los dos. Decidí
replantearme la situación.
Invité a Ryan a Carolina del Norte, compré toda una provisión de ropa interior
microscópica, un vestido negro comehombres y me lancé de cabeza. Ryan y yo
pasamos una semana en la playa, pero apenas vimos el agua. Ni qué decir del vestido
negro.
Cuando pienso en Ryan y en esa semana en la playa, mi estómago da ese salto
que tan bien conozco.
Y para añadir otro ítem a la lista de cosas positivas: aunque sea canadiense, en la
cama Ryan es el Capitán América.

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Desde agosto, si bien no fuimos «una pareja» al menos seguimos teniendo «un
lío». Un lío secreto, que quedó entre nosotros.
El tiempo que pasábamos juntos se asemejaba a esas secuencias tan manidas de
las comedias románticas: andábamos de la mano, nos acurrucábamos junto al fuego,
retozábamos en la hierba, retozábamos en la cama.
Entonces ¿por qué tenía esta sensación de que algo iba mal? Mientras giraba para
tomar Guy, me puse a pensar por qué.
Cuando Ryan regresó de nuestro viaje a Montreal, conversábamos por teléfono
largo y tendido. Últimamente, la frecuencia de las llamadas había disminuido.
«¿Qué importancia tiene? Vas a Montreal todos los meses», me dije.
Era cierto. Pero en mi último viaje, Ryan había estado menos accesible. Según él,
estaba machacado de trabajo. Yo me preguntaba si sería verdad.
Yo había sido muy feliz con Ryan. ¿Había malinterpretado o pasado algo por
alto? ¿Estaba distanciándose de mí?
¿O me lo estaba imaginando todo yo sola, rumiando como la heroína de una
novela romántica barata?
Encendí la radio para distraerme.
Daniel Bélanger cantaba «Seche Tes Pleurs», Seca tus lágrimas.
Buen consejo, Daniel.
La nieve empezó a caer más aprisa. Conecté el limpiaparabrisas y me concentré
en conducir.
Estemos en mi casa o en la de él, quien suele cocinar es Ryan. Esta noche me
ofrecí de voluntaria.
Cocino bien, pero no instintivamente. Necesito recetas.
Llegué a casa a las seis, pasé unos minutos resumiéndole mi día a Birdie, y
después saqué la carpeta donde guardo los menús que recorto de la Gazette.
Tras una búsqueda de cinco minutos di con la receta ganadora. Pechugas de pollo
asadas con salsa de melón. Arroz salvaje. Ensalada de rúcula con tropezones de
tortilla mexicana.
La lista de ingredientes era relativamente corta. No podía ser muy difícil.
Me puse la parka y fui andando hasta Le Fauburg Ste-Catherine.
Ave, verdura de hoja, arroz… Facilísimo.
Pero ¿alguna vez se les ocurrió conseguir un melón Crenshaw en diciembre, en el
ártico?
Un intercambio de ideas con el proveedor resolvió la crisis. Cambié el melón
Crenshaw por un cantalupo.
A las siete y cuarto ya tenía la salsa marinándose, el arroz cociéndose, el pollo en
el horno y la ensalada revuelta. Sonaba un cede de Sinatra y yo apestaba a Chanel N.º
5.

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Estaba preparada. Llevaba unos vaqueros rojos de talla cuatro, de los que
requieren meter tripa para ponérselos, y el pelo estilo Meg Ryan, sujeto detrás de las
orejas, la nuca despeinada y el flequillo cardado. Me pinté las pestañas color orquídea
y lavanda —idea de Katy—, y me apliqué sombra lavanda sobre los ojos castaños.
¡Estaba deslumbrante!
Ryan llegó a las siete y media con un paquete de cervezas Moosehead, una
baguette y una caja pequeña y blanca de pátisserie. Estaba colorado por el frío, sobre
el pelo y los hombros le brillaban los copos de nieve.
Se inclinó, me besó en la boca y me envolvió en sus brazos.
—Estás guapa —dijo apretándome contra él.
Aspiré el aroma de Irish Spring y el de su loción para después de afeitar
mezclados con el olor a cuero.
—Gracias.
Me soltó, se quitó la chaqueta de aviador y la dejó caer en el sofá. Birdie dio un
respingo, bajó de un salto a la alfombra y desapareció por el pasillo.
—Perdona, no vi al bichito.
—Se repondrá.
—Estás muy guapa. —Ryan me acarició la mejilla con los nudillos.
Se me revolvió el estómago.
—Usted tampoco está nada mal, detective.
Es cierto. Ryan es alto y larguirucho, tiene el pelo rubio rojizo y unos ojos de un
azul inverosímil. Esa noche llevaba vaqueros y un jersey Galway.
Provengo, generación tras generación, de granjeros y pescadores irlandeses. Será
culpa del ADN, digo yo, pero los ojos azules y los jerséis de ochos pueden conmigo.
—¿Qué hay en la caja? —pregunté.
—Una sorpresa para la cocinera.
Ryan arrancó una cerveza y metió las cinco restantes en la nevera.
—Esto huele bien —dijo levantando la tapa de la salsera.
—Es salsa de melón. Los melones Crenshaw son difíciles de conseguir en
diciembre. —Y no dije más.
—¿Te invito a una cerveza o a una copa, bomboncito? —Ryan subió y bajó las
cejas, y sacudió las cenizas de un puro imaginario.
—Sírveme lo de siempre.
Revisé el arroz. Ryan sacó una Coca-cola Diet de la nevera, sus labios temblaron
al dármela.
—¿Quién te está llamando más?
—¿Perdona? —No tenía ni idea de a qué se refería.
—¿Los representantes o los descubridores de nuevos talentos?
Mi mano se congeló a medio camino. Sabía lo que venía a continuación.

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—¿Dónde he salido?
—En Le Journal de Montréal.
—¿Hoy?
Ryan asintió:
—Encabeza la página.
—¿En portada? —dije consternada.
—Catorce páginas más atrás, en color. Te encantará el ángulo de la toma.
—¿Me fotografiaron?
Entonces en mi mente se formó la imagen: un hombre negro y delgado con un
jersey que le llegaba a las rodillas, la trampilla, la cámara de fotos.
Aquel mierda de la pizzería había vendido sus instantáneas.
Cuando trabajo en un caso, me niego rotundamente a conceder entrevistas a los
medios. Muchos periodistas me creen una maleducada, otros me describen con
términos más coloridos. Me da igual. Con los años he aprendido que las
declaraciones se convierten inevitablemente en citas erróneas y las citas erróneas
invariablemente se convierten en problemas.
Además, nunca salgo bien en las fotos.
—Déjame abrirla. —Ryan recuperó la lata, tiró de la lengüeta y me la devolvió.
—Seguramente habrás traído un ejemplar… —dije dejando la lata sobre la
encimera y abriendo la puerta del horno.
—En bien de la seguridad de los comensales, la lectura tendrá lugar una vez se
hayan despejado los cubiertos.
Durante la cena le conté a Ryan aquel día en el juzgado.
—Los comentarios son buenos —dijo.
Ryan tiene una red de informantes que hace que la CÍA parezca una panda de
niños exploradores. Se entera de mis movimientos antes de que se los cuente, lo cual
me cabrea a más no poder.
Y la gracia que le causaba el artículo de Le Journal estaba disminuyendo aún más
mi umbral de irritación.
«Pasa de ello, Brennan —me dije—. No te tomes a ti misma tan en serio».
—¿De verdad? —dije sonriendo.
—Los críticos le dieron cuatro estrellas.
¿Sólo cuatro?
—Entiendo —dije.
—Se rumorea que Pétit va a chirona.
No contesté.
—Cuéntame más sobre el caso de la pizzería —cambió de tema Ryan.
—¿No lo explican extensamente en Le Journal? —lo piqué y me serví más
ensalada.

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—La cobertura es un poco imprecisa. ¿Me puedo servir un poco?
Le pasé la ensaladera.
Durante tres minutos largos comimos rúcula. Ryan rompió el silencio.
—¿No me vas a contar algo de esos huesos?
Cruzamos la mirada. Su interés me pareció sincero.
Cedí, pero mi relato fue breve. Cuando hube acabado, Ryan se puso en pie y sacó
de su chaqueta una sección del periódico.
Ambas instantáneas habían sido tomadas de arriba y desde la derecha. En la
primera aparecía yo hablándole a Claudel, con los ojos encendidos y un dedo
enguantado en alto. El pie de foto bien podría haber sido: «El ataque de la fierecilla».
La segunda captó a la fierecilla a cuatro patas y con el culo en alto.
—¿Tienes idea de cómo consiguió las fotografías Le Journal? —preguntó Ryan.
—Fue el canalla del ayudante del dueño.
—¿El caso le tocó a Claudel?
—Sí —dije yo juntando las migas de la mesa.
Ryan alargó la mano y la posó sobre la mía.
—Claudel se está comportando bien.
No contesté.
Ryan iba a decir algo, pero su móvil emitió un gorjeo.
Me apretó la mano, sacó el aparato de la funda del cinturón y comprobó quién
llamaba. En sus ojos hubo un destello de frustración o de irritación, algo que no
conseguí descifrar.
—Tengo que cogerlo —dijo.
Echó la silla hacia atrás, se levantó y se alejó por el pasillo.
Mientras recogía los platos llegué a oír el ritmo de la conversación. No podía
discernir las palabras, pero la cadencia sugería inquietud. Al cabo de un momento
regresó.
—Lo siento, nena. Tengo que marcharme.
—¿Te vas? —me quedé atónita.
—Éste es un oficio ingrato.
—No hemos probado los pasteles. Sus ojos irlandeses esquivaron los míos.
—Lo lamento. Y la cocinera se quedó sola, con su regalo sorpresa sin probar.

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Capítulo 4
Desperté sintiéndome alicaída, pero no sabía por qué.
¿Era porque estaba sola? ¿Porque mi único compañero de cama era un inmenso
gato blanco? Yo no lo había previsto de ese modo. Pete y yo habíamos planeado
envejecer juntos, queríamos hacer juntos el viaje a la otra vida.
Pero a mi marido para toda la vida se le ocurrió prestarle el pito a una agente
inmobiliaria.
Y yo también tuve una aventura, pero con la bebida.
Como dice mi hija Katy, «qué más da». La vida continúa.
El día estaba gris, el viento bramaba y no invitaba a salir. El reloj marcaba las
siete y diez. Birdie había desaparecido del mapa.
Me quité la camisa de dormir, me di una ducha caliente y me pasé el secador de
pelo. Birdie dio señales de vida mientras yo me cepillaba los dientes, lo saludé y
sonreí al espejo preguntándome si el día merecía ponerme rimmel.
Y entonces recordé.
La marcha repentina de Ryan y su forma de mirarme.
Incrusté el cepillo de dientes en su cargador, fui hacia el dormitorio y me quedé
mirando fijamente la ventana escarchada. Estaba cubierta de espirales cristalinos y
copos geométricos, tan delicados, tan frágiles. ¿Como la fantasía que me había
construido de una vida compartida con Ryan?
Volví a preguntarme qué estaba ocurriendo. ¿Por qué estaba interpretando el
papel de segundona en una comedia de Doris Day?
—Que te den por el culo, Doris —exclamé en voz alta.
Birdie levantó la vista pero se guardó sus pensamientos.
—¡Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan! Regresé al baño y me
apliqué varias capas de Revlon.
El Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal de Quebec ocupa las
dos plantas superiores del Édifice Wilfrid-Derome, una construcción de planta en T en
el distrito de Hochelaga-Maissoneuve, al este de Centre-ville. El Bureau du Coroner,
la oficina del patólogo jefe, se encuentra en el piso once, el depósito de cadáveres en
el sótano. Las plantas restantes pertenecen a la SQ.
A las ocho y cuarto, la planta doce se estaba llenando de hombres y mujeres con
batas blancas. Al tiempo que blandía mi pase para el área de seguridad, varios de
ellos me saludaron a la entrada del vestíbulo, y los otros por las puertas de vidrio que
separan el ala médico-legal del resto de la T. Devolví sus bonjour y continué camino
a mi despacho. No estaba de humor para charlas, todavía estaba enfadada por el
encuentro de la noche anterior con Ryan. Mejor dicho, por el desencuentro.
Tal como sucede en la mayoría de las instalaciones médico-forenses y jueces de

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instrucción, la jornada de trabajo en el LCJML comienza con una reunión de la
plantilla de profesionales. Todavía no me había quitado la ropa de abrigo, cuando el
teléfono empezó a sonar. Era Pierre LaManche. El jefe estaba ansioso por empezar,
había tenido una noche movida.
Entré en la sala de reuniones. Sólo LaManche y Jean Pelletier estaban sentados a
la mesa. Los dos amagaron con ponerse en pie, eso que hacen los hombres mayores
cuando una mujer entra en la habitación.
LaManche me preguntó sobre el juicio a Pétit. Le contesté que mi testimonio
había ido bien.
—¿Y el levantamiento del lunes?
—Diría que también fue bien, salvo la ligera hipotermia y el hecho de que los
huesos, que según ustedes pertenecían a animales, resultaron ser tres personas.
—¿Comenzará los análisis hoy? —preguntó LaManche con su francés de la
Sorbona.
—Efectivamente. —Preferí no arriesgar nada, ya que había basado mis
conclusiones en un rápido examen en el mismo sótano. Quería estar segura.
—El detective Claudel me pidió que le informara de que irá a verla hoy a la una y
media de la tarde.
—El detective Claudel va a tener que esperar sentado, apenas he empezado.
Oí el gruñido de Pelletier y miré en dirección a él.
Aunque era subordinado de LaManche, Jean Pelletier llevaba una larga década en
el laboratorio cuando contrataron al nuevo jefe. Era un hombre menudo y compacto,
de fino cabello gris y ojeras pronunciadas.
Pelletier era lector asiduo de Le Journal. Supe lo que se avecinaba.
—Oui. —Los dedos de Pelletier tenían un color amarillento permanente, producto
de medio siglo de fumar Gauloises. Ahora uno de esos dedos amarillos me apuntaba
—. Oui, vista desde este ángulo está usted mucho más guapa. Así destacan más sus
encantadores ojos verdes.
Le respondí mirando con mis encantadores ojos verdes al techo.
Me senté. En ese momento entraron para unirse al grupo Nathalie Ayers, Marcel
Morin y Emily Santangelo. Se intercambiaron varios «Bonjour» y «Comment ça va».
Pelletier alabó el corte de pelo de Santangelo. La mirada que ella le devolvió sugería
que mejor sería no volver a comentar el tema. A Santangelo no le faltaba razón.
Después de distribuir copias de la lista con los cadáveres invitados de la fecha,
LaManche empezó a sacar y asignar los casos.
Un hombre de cuarenta y siete años había sido hallado colgado de una viga
transversal en su garaje del barrio de Laval.
Un hombre de cincuenta y cuatro años había sido apuñalado por su hijo después
de una discusión sobre unas salchichas que habían sobrado del día anterior. La madre

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fue quien dio parte a la policía de St-Hyacinthe.
Un residente de Longueuil había estrellado su todoterreno contra un montículo de
nieve en una carretera comarcal en la zona de Gatineau. Había bebido.
Una pareja que se iba a separar había sido hallada muerta a tiros en una casa de
St-Léonard. Ella recibió dos tiros, él uno. El futuro ex marido dejó este mundo
chupando una pistola Glock de nueve milímetros.
—Si no eres mía, no vas a ser de nadie —tabletearon las dentaduras de Pelletier.
—Típico —dijo Natalie Ayers con amargura en la voz.
Tenía razón. Todos habíamos visto la misma escena repetida hasta el hartazgo.
Una mujer joven había sido descubierta detrás de un karaoke en la rue Jean Talón.
Se sospechaba que había muerto por una combinación de sobredosis e hipotermia.
A los esqueletos del sótano de la pizzería el LCJML les había asignado los
números de caso 38426, 38427 y 38428.
—El detective Claudel cree que estos esqueletos son antiguos y de poco interés
forense… —dijo LaManche. Aquello más que un comentario era una afirmación.
—¿Y cómo puede saber eso monsieur Claudel?
Era posible que fuese cierto, pero me fastidiaba que Claudel opinase acerca de
algo que estaba fuera de su área de conocimiento.
—Monsieur Claudel es un hombre de múltiples talentos —dijo Pelletier.
Su expresión era seca, pero no me dejé engañar. El viejo patólogo sabía de la
discordia entre Claudel y yo, y le encantaba picar.
—¿Claudel ha estudiado arqueología? —pregunté.
Las cejas de Pelletier se enarcaron:
—Monsieur Claudel dedica muchísimas horas a examinar reliquias antiguas.
Ya que estábamos haciendo una rutina cómica, opté por interpretar al tipo serio
del dúo. Los presentes hicieron silencio esperando el remate.
—¿De veras? —dije.
—Bien sur. Se mira la pilila todos los días.
—Gracias, doctor Pelletier —zanjó LaManche con la misma cara de palo que
nosotros—. Y ya que hablaba de colgajos, ¿por qué no coge usted al ahorcado?
A Ayers le tocó el apuñalamiento, el accidente del todo terreno fue para
Santangelo, el suicidio/homicidio le tocó a Morin. A medida que iba adjudicando
casos, LaManche iba marcando las iniciales correspondientes en su planilla maestra:
Pe. Ay. Sa. Mo.
Las iniciales Br. fueron añadidas a los dossieres 38426, 38427 y 38428, los
huesos del sótano de la pizzería.
Anticipando la larga reunión que le esperaba con la junta inspectora de muertes
infantiles en la provincia, LaManche no se asignó ninguna autopsia.
Nos retiramos, y yo fui a mi despacho. Unos segundos más tarde, LaManche

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asomó la cabeza por la puerta. Uno de los técnicos de autopsias estaba de baja con
bronquitis. Con cinco puestos ocupados, las cosas se complicaban. LaManche me
preguntó si me importaba trabajar sola.
Estupendo.
Mientras metía las planillas de mis tres casos en un portafolios, noté que la luz
roja de mi teléfono titilaba.
Sentí un mariposeo casi imperceptible en el estómago. ¿Sería Ryan?
«Supéralo, Doris».
Tecleé mi clave y revisé el buzón de voz.
Un periodista de Alló Pólice.
Un periodista de la Gazette.
Un periodista del telediario de la noche de la CTV, la Cadena de Televisión
Canadiense.
Desilusionada, borré los mensajes y a toda prisa me dirigí a los casilleros de
mujeres. Me puse la bata quirúrgica y por un pasillo enfilé hacia un ascensor medio
escondido entre la secretaría y la biblioteca. Era un ascensor de uso restringido a
personal autorizado, sus botones permitían detenerse en sólo tres plantas: en el
LCJML, en la oficina del patólogo jefe y en el depósito de cadáveres. Presioné la D y
las puertas se cerraron.
Bajé al sótano, atravesé otra puerta de seguridad y un pasillo largo y estrecho que
atraviesa de lado a lado el edificio. A mi izquierda: una sala de radiografías y cuatro
salas de autopsias, tres de ellas con mesas individuales. A mi derecha: secadores,
puestos de trabajo con sus respectivos ordenadores, cubas y camillas con ruedas para
transportar los restos a los laboratorios de histología, patología, toxicología, ADN y
odontología-antropológica, ubicados todos en las plantas superiores.
A través de sendos ventanucos en las puertas vi que en las salas uno y dos Ayers y
Morin empezaban sus exámenes externos. A cada uno lo acompañaba un fotógrafo de
la policía y un técnico en autopsias.
Otro técnico disponía el instrumental en la sala tres. Ése asistiría a Santangelo.
Y yo me las tenía que arreglar sola.
Y Claudel llegaría en menos de cuatro horas.
Había empezado el día alicaída, pero mi humor empeoraba minuto a minuto.
Me dirigí a la sala cuatro, mi sala. Una sala especialmente ventilada para
autopsias de cadáveres descompuestos, flotantes, momificados y demás variedades
aromáticas.
Al igual que las demás, la sala cuatro tiene puertas dobles que comunican con un
depósito de cadáveres adjunto. Las paredes de éste están cubiertas por
compartimentos refrigerados, en cada uno de ellos hay superpuestas dos camillas
extraíbles con ruedas.

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Lancé mi sujetapapeles sobre la encimera. De un cajón saqué un mandil de
plástico, de otro unos guantes y una mascarilla. Me los puse. Luego cogí un carro
metálico del pasillo y abrí las puertas dobles con la espalda de un empujón.
Hice el recuento de camillas.
Seis tarjetas blancas, una de ellas con una pegatina roja.
Seis residentes, uno de ellos VIH positivo.
Localicé las tarjetas marcadas con mis iniciales: LCJML 38426. LCJML 38427.
LCJML 38428. Ossements. Inconnu. Huesos. Desconocidos.
En circunstancias normales hubiera estudiado los casos consecutivamente,
analizando uno a fondo antes de pasar al siguiente. Pero Don Divertido llegaría a la
una y media. Así que anticipando la impaciencia de Claudel, decidí abandonar el
protocolo y hacer a cada grupo de restos una rápida evaluación de edad y sexo.
Fue un error que lamentaría más tarde.
Abrí una puerta de acero inoxidable, luego una segunda y después una tercera.
Seleccioné los mismos huesos que había visto en el sótano de la pizzería, los metí en
el carro y los llevé a la sala cuatro.
Tras garabatear la información relevante en las casillas del informe anatómico,
empecé con el 38426, los huesos hallados en el cajón de Dr. Energy.
Comencé por el cráneo.
Inserciones musculares delicadas, occipucio redondeado, mastoides pequeños,
arcos supraorbitarios suaves que acaban en bordes orbitales angulosos.
Seguí con la pelvis.
Caderas amplias y abiertas. Pubis ensanchado y dotado de una mínima cresta
elevada que cruza el lado abdominal. Ángulo subpúbico obtuso. Amplia escotadura
ciática.
Fui marcando con una tilde estas características en las casillas de «evaluación de
sexo» y escribí mi conclusión: mujer.
Pasé a la sección de «evaluación de edad». Noté que la sutura basilar, la grieta
entre los huesos occipital y esfenoides, en la base del cráneo, había soldado
recientemente. Eso indicaba que la mujer era una adolescente de entre 15 y 18 años.
Volví a la pelvis.
A lo largo de la infancia, cada mitad de la pelvis está compuesta por tres huesos
distintos, el ilion, el isquión y el pubiano. Al comienzo de la adolescencia, estos
huesos se sueldan dentro de la cavidad cotiloidea.
Esta pelvis había visto llegar y pasar su pubertad.
Noté surcos que corrían a lo largo de las sínfisis, las caras donde las dos mitades
de la pelvis se unen por delante. Di la vuelta al hueso.
El borde superior de la cresta ilíaca mostraba líneas dentadas irregulares, lo que

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indicaba la ausencia de la medialuna que finalmente debía de unir el hueso. También
había líneas dentadas irregulares en el isquión, cerca del punto donde el cuerpo se
apoya al sentarse.
Sentí un frío familiar extendérseme por dentro. Comprobaría la dentadura y los
huesos largos, pero todos los indicadores sustentaban mi impresión inicial.
La moradora de la caja de Dr. Energy era una muchacha que había muerto entre
los quince y los dieciocho.
Volví a dejar el caso 384Z6 en el carro y me volví hacia los huesos que había
escogido del 38427. Después pasé al 38428.
El mundo pasó a ocupar una dimensión diferente, donde teléfonos, impresoras,
voces y carros desaparecían. Donde me encontraba ahora no existía nada, salvo los
frágiles restos que tenía sobre la mesa.
Trabajé sin parar hasta la hora de comer; con cada observación mi tristeza iba
aumentando.
A menudo se me acusa de sentir más afecto por los muertos que por los vivos.
Eso no es cierto. Me entristecen los muertos que acaban en mi mesa, pero también
soy muy consciente del dolor que sufren los que éstos dejan detrás.
Este caso no iba a ser una excepción, sentí una gran empatía con las familias que
habían amado y perdido a estas chicas.
A la una y treinta y cuatro en punto el teléfono sonó estridente. Me bajé la
mascarilla y crucé hacia el escritorio.
—La doctora Brennan al habla.
—¿Ha terminado? —La voz masculina no se había identificado, pero yo sabía de
quién se trataba.
—Tengo cierta información preliminar. Estoy en la sala cuatro.
—Y yo en su despacho.
Usted mismo, Claudel. Y no se preocupe por mí, haga cuenta de que está en su
casa.
—¿Va a querer observar lo que he descubierto? —dije.
—No será necesario.
La aversión de Claudel a las autopsias era legendaria. Antes me aprovechaba de
ello, planeaba artimañas para obligarlo a marcharse dando arcadas. Pero ya no me
tomaba esas molestias.
—Necesitaré un par de minutos para limpiar aquí —dije.
—Todo este asunto es una pérdida de tiempo.
—Sinceramente espero que así sea. —Colgué.
Tranquila, me dije. Es Claudel, un hombre primitivo.
Cubrí la mesa con una sábana, me quité los guantes y subí. Sobre mi cabeza
planeaba una nube de creciente terror.

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Yo sabía de huesos. Sabía que tenía razón.
Y a pesar de que la arrogancia mojigata de él me pusiera enferma, deseaba que
Claudel también la tuviera.

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Capítulo 5

Lo encontré sentado mirando hacia mi escritorio, con sus cejas, nariz y boca
apuntando al sur. No se puso en pie ni me saludó al verme entrar. Le devolví su
cordialidad.
—¿Ya ha acabado? —dijo.
—No, monsieur Claudel, no he acabado. Apenas he empezado. —Me senté—.
Pero he observado ciertos detalles inquietantes.
Claudel curvó los dedos con un gesto de «venga, cuéntemelo».
—Basándome en las características craneales y pélvicas, puedo informarle de que
el esqueleto 38426 pertenece a una mujer que murió entre los 16 y 18 años. El
análisis de los huesos largos me permitirá calcular la edad con más exactitud, pero es
obvio que la sutura basilar acaba de soldar recientemente, la cresta iliaca…
—No quiero una lección de anatomía.
¿Y no quieres que te hunda el pie en el culo de un puntapié?
—La víctima es joven —dije fríamente.
—Continúe.
—Son todas jóvenes.
Las cejas de Claudel se arquearon como una interrogación.
—Todas mujeres, adolescentes o poco más.
—¿Qué les causó la muerte?
—Eso requerirá un examen en profundidad de cada esqueleto.
—La gente se muere.
—Pero no tan joven.
—¿Tiene idea de la raza?
—Hasta ahora no. —Tenía que verificar la ascendencia, pero las características
craneofaciales indicaban que las tres eran blancas.
—O sea que quizá hemos desenterrado a Pocahontas y a sus damas de compañía.
Me mordí la lengua para no contestar. No podía dejar que Claudel me obligara a
emitir un juicio tan prematuro.
—Tanto en los huesos del cajón de envases como en los de la depresión noreste
no hay restos de tejidos blandos. En cambio en los restos amortajados se ven rastros
de adipocira o grasa cadavérica. No estoy convencida de que las muertes hayan
ocurrido en un pasado lejano.
Con las palmas hacia arriba, Claudel alzó las manos:
—¿Cuándo entonces? ¿Hace cinco años? ¿Diez? ¿Un siglo…?
—Determinar el lapso transcurrido desde la muerte requerirá más estudios. Pero
ahora mismo, no descartaría que estos enterramientos sean históricos o prehistóricos.

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—No necesito instrucciones sobre cómo redactar mis informes. ¿Qué es lo que
me está diciendo exactamente?
—Le estoy diciendo que acabamos de exhumar tres cadáveres de muchachas
jóvenes del sótano de una pizzería. A esta altura de la investigación, no sería correcto
concluir que sus restos sean tan antiguos.
Durante varios segundos Claudel y yo nos desafiamos con la mirada. Acto
seguido, él extrajo del bolsillo superior de la chaqueta una bolsita Ziplock y la dejó
caer sobre el escritorio.
Bajé la vista lentamente.
La bolsita hermética de plástico transparente contenía tres objetos redondos.
—Sáquelos, si quiere —dijo.
Abrí el cierre y dejé caer los objetos en la palma de mi mano. Eran tres discos
planos de unos tres centímetros de diámetro. Estaban corroídos, pero podía verse que
todos llevaban grabados una silueta femenina en el frente, y ojetes en el dorso. Junto
a cada ojete aparecían grabadas las iniciales ST.
Lancé una mirada inquisitiva a Claudel.
—Hubo que persuadirlo un poco, pero el «príncipe de la pizza» admitió que había
sustraído ciertos elementos mientras encajonaba los restos.
—¿Son botones?
Claudel asintió.
—¿Y estaban enterrados con el esqueleto?
—El caballero no dio detalles de la procedencia. Pero sí, son botones, y es obvio
que son antiguos.
—¿Y cómo sabe usted que son antiguos?
—No lo sé. Pero la que sí lo sabe es la doctora Antoinette Legault, del McCord.
El Museo McCord de Historia Canadiense guarda más de un millón de objetos, de
los cuales más de dieciséis mil pertenecen a su colección de vestimenta y atavíos.
—¿Legault es experta en botones?
Claudel ignoró mi pregunta:
—Los botones fueron fabricados en el siglo XIX.
Antes de poder contestarle, el teléfono móvil de Claudel hizo gorgoritos. Sin
disculparse, el detective se puso en pie y salió al vestíbulo.
Mis ojos volvieron una vez más a los botones. ¿Indicaban éstos que los esqueletos
habían estado enterrados durante un siglo o incluso más?
En menos de un minuto, Claudel regresó:
—Ha surgido algo importante.
Me estaba dando orden de retirarme.
Tengo mal carácter, lo admito, y a veces exploto. La condescendencia de Claudel
me estaba provocando una de esas explosiones. Yo había realizado las evaluaciones

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preliminares a toda velocidad teniendo en cuenta su agenda, y suponiendo que esta
investigación era de alta prioridad. Tras una averiguación superficial, Claudel me
hacía a un lado.
—¿Está diciendo que este caso no es importante? —dije.
Claudel bajó la barbilla y me miró, la viva imagen de una paciencia llevada al
límite.
—Soy policía, no historiador.
—Y yo una científica, no alguien dado a las conjeturas.
—Estos objetos… —dijo agitando la mano hacia a los botones— pertenecen a
otro siglo.
—Pues ahora hay tres chicas muertas que pertenecen a éste. —Me puse de pie
abruptamente.
Claudel se puso tenso, sus ojos formaron dos rendijas:
—Una prostituta acaba de llegar al Hospital Notre-Dame con el cráneo partido y
un cuchillo en la tripa. Su amiga no ha tenido tanta suerte, está muerta. Mi
compañero y yo vamos a detener a cierto proxeneta para aumentar las probabilidades
de que las otras damas sigan con vida. —Me apuntó con el dedo—: Eso, madame, es
importante.
Dicho lo cual, salió de la estancia dando grandes zancadas.
Durante unos instantes me quedé plantada allí, roja de furia. Odio que Claudel
tenga el don de ponerme explosiva, a veces ilógicamente. Pero así eran las cosas, lo
había vuelto a conseguir.
Me desplomé en la silla, la hice girar, coloqué los pies sobre el alféizar y descansé
la cabeza contra la pared. Doce plantas más abajo, la ciudad se extendía hasta el río.
Automóviles y camiones en miniatura transitaban por el puente Jacques-Cartier en
dirección a la rue Ste-Héléne, a las urbanizaciones de la orilla sur y al estado de
Nueva York.
Cerré los ojos. Hice un poco de respiración yóguica y poco a poco mi enojo
amainó. Cuando volví a abrirlos, me sentí… ¿Cómo me sentí?
Abatida.
Confundida.
Las investigaciones de homicidios ya son complicadas de por sí. ¿Por qué con
Claudel tenían que ser siempre el doble de complicadas? ¿Por qué no podía tener con
él el intercambio fluido y profesional que tenía con otros investigadores de
homicidios? Como con Ryan, por ejemplo.
Ryan.
Doris me dio unos golpecitos en el hombro. Quería que compartiéramos un par de
fotogramas de Confidencias a medianoche.
Algunas cosas estaban claras. Claudel era un tipo de ideas fijas: no le gustaban las

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ratas, no le gustaba la pizzería y no creía que aquellos huesos merecieran su atención.
Cualquier apoyo que yo necesitase para la investigación lo tendría que obtener de
otras fuentes.
—¿Así que eres escéptico, visceral y altanero? Vale. Tú búrlate de mi análisis sin
procurar comprenderlo. Resolveré esto sin tu ayuda.
Cogí mi portafolios y volví a bajar.
Tres horas más tarde, el inventario óseo del caso LCJML 38426 había terminado.
El esqueleto estaba completo, con excepción del hioides —un hueso en forma de U
que se encuentra suspendido en medio de los tejidos blandos de la garganta—, y de
algunos de los huesos más pequeños de manos y pies.
Los huesos largos continúan incrementando su longitud siempre y cuando sus
epífisis —las pequeñas terminaciones de sus extremos— continúen separadas del
hueso mismo. El crecimiento se detiene cuando la epífisis se suelda con el hueso
largo propiamente dicho. Afortunadamente para los antropólogos, cada grupo de
epífisis se rige por su propio reloj.
Observando los estados de desarrollo del brazo, pierna y clavícula, pude ajustar
aún más mi estimación de edad. Además, había pedido placas de rayos X de las
dentaduras para observar el desarrollo de las raíces de los molares. Pero ya no tenía
dudas. En el momento de su muerte, la chica del cajón de envases tenía entre
dieciséis y dieciocho años de edad.
El impreso de características antropológicas de este caso tenía una docena de
marcas en los casilleros de la columna que indica ascendencia europea: abertura nasal
estrecha, borde nasal inferior marcadamente saliente, caballete de ángulo
pronunciado, cresta nasal prominente, pómulos pegados a la cara. Cada uno de esos
rasgos situaba el cráneo en la categoría caucásica. Estaba segura de que la chica era
blanca.
Y diminuta. Las mediciones de los huesos indicaban que tenía una altura
aproximada de un metro cincuenta y siete.
Pese a que había examinado cada hueso y cada fragmento, no había hallado ni
una sola señal de violencia. Aunque bajo la lupa advertí ciertas hendiduras en forma
de V alrededor del conducto auditivo, éstas parecían superficiales. Sospeché que
habían sido causadas tras la muerte por abrasión contra la superficie de tierra o la
manipulación descuidada durante la exhumación y colocación de los restos en el
cajón de envases.
La dentadura evidenciaba una higiene deficiente y carecía de arreglos dentales.
Ahora tocaba estudiar el intervalo post mortem. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?
Contando únicamente con huesos secos, averiguar el IPM iba a ser la leche de difícil.
El cuerpo humano es un microcosmos copernicano compuesto de carbono,
hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. El corazón es el sol, es la fuente de vida para cada

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sistema metabólico de esa galaxia.
Cuando el corazón deja de latir, sobreviene un caos citoplasmático. Las enzimas
se lanzan a un banquete caníbal, cebándose en los carbohidratos y proteínas del
propio cuerpo. Las membranas de las células se rompen y liberan alimentos para
ejércitos de microorganismos. Las bacterias de los intestinos empiezan a comer, pero
hacia fuera. Las bacterias del medioambiente, los insectos carroñeros y los animales
que hurgan en busca de comida empiezan a comer hacia adentro.
El enterramiento, la inmersión o el embalsamamiento retardan el proceso de
descomposición. Ciertos agentes mecánicos y químicos lo aceleran.
Entonces ¿cuánto tiempo pasa antes de que el polvo que somos se convierta en el
polvo que seremos?
En condiciones de calor y humedad extremos, el tejido blando puede llegar a
desaparecer en tres días. Pero eso es una plusmarca. En condiciones normales —un
enterramiento de superficie, por ejemplo— un cuerpo tarda entre seis meses y un año
en convertirse en esqueleto.
El enterramiento en un sótano puede ralentizar el proceso. El enterramiento en un
sótano de una región subártica puede ralentizarlo muchísimo.
¿Con qué datos contaba yo?
Los cuerpos habían sido hallados a poca profundidad. ¿Fue allí donde los
enterraron en un principio? ¿Cuánto tiempo pasó entre las muertes y el momento en
que los cadáveres fueron depositados allí?
Dos habían sido doblados con las rodillas pegadas al pecho. Uno había sido
envuelto en una mortaja de cuero. Más allá de esos detalles, no sabía nada.
¿Humedad? ¿Acidez de la tierra? ¿Fluctuaciones de temperatura?
¿Qué podía afirmar yo?
Los huesos estaban secos, desarticulados y desprovistos de carne y olor. Había
ciertas manchas y restos de tierra en los senos paranasales y las cavidades de la
médula. Si los botones de Claudel no guardaban relación con las jóvenes, éstas
habían sido encerradas desnudas y anónimas, sin ningún objeto personal.
Mi mejor estimación: habían muerto hacía más de un año y menos de un milenio.
Al oírlo, Claudel se lo iba a pasar bomba. Frustrada, guardé el caso LCJML 38426, y
me propuse hacer muchas más preguntas.
Cuando estaba sacando del depósito refrigerado el caso LCJML 38427, el
teléfono que tenía a mis espaldas volvió a sonar. Molesta por la interrupción, y
suponiendo que se trataba de Claudel y su cinismo arrogante, me quité la máscara de
un tirón y levanté bruscamente el auricular.
—Brennan al habla.
—¿La doctora Temperance Brennan? —dijo una voz femenina temblorosa e
insegura.

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—Oui.
Miré mi reloj. Faltaban cinco minutos para que la centralita pasara a ocuparse de
las llamadas del turno de noche.
—No esperaba que fuera a contestarme usted. Quiero decir que pensé que iba a
tener que hablar con otra secretaria o con la operado…
—¿En qué puedo ayudarla? —dije pasándome también al inglés.
Hubo una pausa, como si la mujer estuviera reflexionando sobre mi pregunta. De
fondo oí ruido de pájaros o algo así.
—Pues no lo sé. En realidad, yo pensé que podría ayudarla a usted…
Estupendo. Otra ciudadana ofreciéndose de voluntaria.
Los miembros de la policía científica no suelen ser científicos, sino peritos. Ellos
son quienes recogen muestras de cabellos, fibras, fragmentos de cristal, restos de
pintura, de sangre, semen, saliva y demás pruebas físicas, y también lo espolvorean
todo en busca de huellas dactilares y toman fotografías. Pero una vez que han
etiquetado sus hallazgos y tomado nota de ellos, el trabajo de la unidad ha acabado.
Nada de magia de alta tecnología. Nada de vigilancias que hacen latir más aprisa el
corazón. Nada de seguir una pista importante y acabar en un tiroteo. La parte
científica la llevan a cabo especialistas con títulos superiores y a los malos los
persiguen los polis.
Pero la «ciudad del oropel» nos ha vuelto a vender la moto. Ha engañado al
público para que crea que los peritos que investigan la escena del crimen son a la vez
científicos y detectives, por eso cada semana me telefonean televidentes arrobados
seguros de haber desvelado un misterio. Yo intento ser amable, pero este último mito
hollywoodense necesita ser refutado con una buena patada en el trasero.
—Lo siento, señora, para trabajar en este laboratorio usted debe presentar sus
referencias y pasar por un proceso de contratación formal.
—Ah… —dijo la voz como inspirando.
—Si pasa por la oficina de recursos humanos, estoy segura de que existen
impresos con la descripción de las tareas que…
—No, no… Usted no me entiende. Ayer vi su fotografía en Le Journal y telefoneé
a su despacho.
Esta mujer era peor que una fanática de las series de detectives, era una vecina
fisgona que me venía con el dato del siglo. O quizás una adicta al crack que esperaba
pillar recompensa.
Dejé caer mi bolígrafo sobre el cartapacio y me repantingué en la silla. Cualquier
llamada es una posibilidad remota, la de «garganta profunda» también lo fue.
—Puede que esto le suene como una locura —carraspeó—. Además, supongo que
estará ocupada…
—De hecho estoy en medio de un trabajo, señora…

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Una interferencia distorsionó el nombre. ¿Era Gallant, Ballant o Talent?
—… esos huesos que usted desenterró —dijo.
Hubo otra pausa y más ruido de fondo, silbidos y graznidos.
—¿Qué sabe usted de ellos? —dije.
La voz cobró fuerza:
—Siento que es mi responsabilidad moral.
No dije nada. Miraba los huesos de la camilla y me quedé pensando en las
responsabilidades morales.
—Que es mi deber ayudar, aunque sea con una llamada telefónica. Es lo menos
que puedo hacer antes de irme. La gente ya no se toma el tiempo, a nadie le importa
nada. Nadie se quiere involucrar.
Oí voces y puertas que se cerraban en el pasillo y luego nada. Los técnicos de
autopsias se habían marchado a sus casas. Me recliné. Estaba cansada, pero ansiosa
por terminar la conversación y volver al trabajo.
—¿Qué es lo que quiere decirme?
—Hace mucho tiempo que vivo en Montreal. Sé lo que sucedía en ese edificio.
—¿Qué edificio?
—En el edificio donde estaban escondidos esos huesos.
La mujer había captado toda mi atención.
—¿El de la pizzería?
—Ahora es una pizzería…
—Continúe.
En ese momento sonó una campana estridente, como las que señalaban entradas y
salidas en las escuelas de antaño.
Y la comunicación se cortó.

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Capítulo 6

Di repetidas veces al botón intentando captar la atención de la operadora de la


centralita.
No obtuve respuesta.
¡Maldición!
Estampé el auricular en su nuca y salí corriendo en dirección al ascensor.
Susanne, la recepcionista del LCJML vive en una pequeña población entre la
frontera de Montreal y Ontario. Su viaje diario hasta la oficina consiste en coger el
metro y después el tren, y respetar unos horarios tan precisos como los del acople de
una estación espacial. Cuando acaba su jornada, Susanne sale disparada hacia el
metro. Yo esperaba poder, por alguna suerte de milagro, interceptarla antes de que se
marchara.
Los dígitos iluminados indicaban que el ascensor estaba en el piso trece.
Date prisa, date prisa.
La cabina tardó un mes en descender y otro mes en subir. Cuando llegó al piso
doce, las puertas se abrieron y salí como una exhalación.
El escritorio de Susanne estaba desierto.
Volví a toda prisa a mi despacho. Rezaba por que la informante hubiese vuelto a
telefonear, porque su llamada hubiese sido desviada automáticamente a mi buzón de
voz.
Cuando llegué, vi que la luz roja titilaba.
¡Genial!
Una voz mecánica anunció cinco mensajes.
El de mi amiga de Carolina del Sur, Anne.
Otra vez Alló Pólice.
Otra vez la Gazette.
El de una novata del telediario de la CFCF, la televisión de Montreal.
Y el de Ryan.
No sabía muy bien qué pensar. Que hubiera llamado Anne, me resultaba curioso.
Que Ryan hubiera intentado contactar conmigo me alivió. Y que no lo hubiera hecho
mi informante misteriosa, me frustró. Temí no poder volver a contactar con esa mujer
nunca más.
¿Cómo se llamaba? ¿Gallant? ¿Ballant? ¿Talent? ¿Por qué no le pedí que me lo
deletreara?
Me desplomé en mi silla y miré fijamente el teléfono, urgiendo a la pequeña luz
cuadrada a que se encendiese para informarme de la recepción de una nueva llamada.
Tamborileé en la encimera del escritorio, estiré del cable del teléfono y dejé que las

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espirales volvieran a ensortijarse.
¿Por qué no volvía a comunicarse esa mujer? Ya tenía el número de teléfono. ¿No
dijo que ya había llamado antes? ¿Habría pensado que la ignoraba? ¿O que le había
colgado? ¿Se había dado por vencida?
Abrí el cajón del escritorio, hurgué en busca de un bolígrafo, volví a cerrarlo.
¿No había dicho la mujer algo acerca de irse? ¿Se iba a ir de su casa? ¿De la
ciudad? ¿De la provincia? ¿Por un día o para siempre?
Reprochándome mi descuido, me puse a dibujar triángulos y a dividirlos en
triángulos más pequeños. En eso sonó mi móvil. Corrí hasta mi bolso y lo encontré.
—¿Señora Gallant?
—Me han llamado «galante», pero señora nunca.
Era Ryan.
—Pensé que eras otra persona —dije.
Y apenas lo hube dicho supe que había cometido una estupidez. La señora
Gallant/Ballant/Talent había llamado a través de centralita. No había manera alguna
de que tuviese mi número privado.
—Me rompe el corazón escuchar tanta desilusión en tu voz. Volví a sentarme y
esbocé la primera sonrisa del día.
—Esta desilusión está relacionada con un caso. Tú eres deslumbrante, Ryan.
—¿Qué caso?
—El de los esqueletos del sótano de la pizzería.
Mientras hablábamos seguí vigilando la luz de los mensajes. Al mínimo destello
volvería a conectarme con mi buzón de voz.
—¿No has tenido hoy el placer de la compañía de Claudel?
—Estuvo aquí.
—¿Solo?
—El resto de la Waffen SS no llegó a tiempo.
—Claudel puede ser un poco duro a veces.
—Claudel es un Neanderthal. No, eso es un insulto al paleolítico, porque los
hombres de Neanderthal tenían cerebros sapientes.
—El cerebro de Claudel no tiene nada de malo, sólo tiende a dar demasiada
importancia a experiencias pasadas y los patrones habituales. ¿Dónde estaba
Charbonneau?
—Atacaron a dos prostitutas y una murió. La otra está en Hospital Notre-Dame,
grave pero todavía aguanta.
—Me he enterado.
Cómo no se iba a enterar. Sentí un pellizco de irritación.
—Creo que el administrador de las señoritas fue invitado a declarar —dijo Ryan.
—Si no lo sabes tú…

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Ryan ignoró o no oyó el tono de enfado en mi voz.
—¿Qué piensa hacer Claudel con tus huesos?
—Lamentablemente, no creo que vaya a hacer nada.
—Yo sé lo que haría con ellos…
—Pues ayer por la noche no eran los primeros de tu lista —soltó Doris antes de
que pudiera refrenarla.
Ryan no contestó.
—Los tres esqueletos pertenecen a chicas jóvenes —cambié de tema como si
nada.
—¿Muertas recientemente?
—El dueño del local había robado varios botones que, según afirmó, había
encontrado junto a uno de los esqueletos. Claudel se los quitó. Una experta del
Museo McCord estimó que datan del siglo diecinueve.
—Déjame adivinar, Claudel no está interesado porque lo considera prehistórico…
—… lo cual es curioso porque él tiene la cabeza metida en el culo desde el
Neolítico.
—¿Tienes un mal día, bomboncito?
Percibí alegría en la voz de Ryan y eso me fastidió. También me fastidiaba que no
me explicase su repentina partida de la noche anterior. Y también me fastidiaba mi
necesidad de que me lo explicara.
¿Cuál era la filosofía de Anne? Nunca te quejes y nunca des explicaciones.
Muy bien dicho, Anne.
—Esta semana no ha sido un paseo precisamente —dije, con la vista clavada en el
teléfono de mi escritorio. El cuadradito seguía frustrantemente oscuro.
—Claudel es buen poli —dijo Ryan—. Pero a veces necesita que lo convenzan,
mucho más que a los que somos más intuitivos e inteligentes.
—No quiere cambiar de parecer.
—Convéncelo.
—Pues eso no se me había ocurrido.
Se hizo silencio. Ryan lo rompió:
—¿Qué edad crees que tienen esos huesos?
—No estoy segura. Ni siquiera sé si las tres chicas murieron al mismo tiempo.
—¿Hay indicios de arreglos dentales?
—No, que yo haya notado.
Más silencio.
—¿Qué te dice tu intuición?
—Que no fueron enterradas en el sótano hace tanto tiempo.
—Explícate.
—Que deberíamos tomarnos el caso en serio.

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Una vez más, Ryan ignoró mi grosería.
—¿En qué basas esa intuición?
Yo llevaba tres días haciéndome la misma pregunta.
—En mi experiencia.
No mencioné a mi informador más reciente, ni la indiferencia idiota con la que la
había tratado.
—Muy bien, bomboncito.
—Así es, cariño —interrumpí.
Hizo una pausa.
—Tienes que encontrar pruebas y convencer a Claudel de que está equivocado —
dijo con la paciencia de un maestro que reprende a un párvulo.
Hubo otra pausa, que llené con mi respiración irritada. Una vez más, Ryan habló
primero:
—Supongo que esta noche no te viene bien.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Entiendo lo cansada y frustrada que estás. Vete a casa y date uno de tus
famosos baños con burbujas. Todo te parecerá mejor por la mañana.
Cortamos y yo me quedé allí sentada escuchando el zumbido del edificio vacío.
No podía negarlo: hacía tres días y tres noches que estaba en Montreal y Ryan se
comportaba tan amistoso y encantador como siempre.
Y casi igual de ocupado.
No necesitaba ver un arbusto en llamas para darme cuenta: el agente Semental
estaba saliendo de mi vida.
¿Y qué me quedaba a mí? Pues aguantar al detective Carapolla.
Casi se me saltaron las lágrimas, pero me refrené.
Ya había vivido sin Ryan, y volvería a hacerlo.
Ya había coexistido con Claudel, y volvería a hacerlo.
Pero ¿aquella distancia con Ryan era un invento mío? ¿Por qué estaba tan
cortante con él?
El viento soplaba a rachas. Algunas plantas más abajo tres mujeres yacían en
camillas de acero inoxidable.
Miré el teléfono. La señora Gallant/Ballant/Talent no quería pulsar el botón de
llamada.
—Que le den por el culo al baño de burbujas —dije levantándome de un salto de
la silla—. Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan, dondequiera que estés.
A las nueve ya había acabado con el caso LCJML 38427, el esqueleto de la
primera zanja.
Era una mujer blanca, de entre quince y diecisiete años y un metro setenta de
altura. Nada de olor. Nada de pelo. Y de tejidos blandos nada de nada. Los huesos

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estaban en buen estado, pero secos y descoloridos, y un poco impregnados de tierra.
Noté lesión craneal post mortem: fragmentación del temporal, de los huesos faciales y
del tramo mandibular derecho. No encontré en el esqueleto traumas peri mortem, ni
ortodoncia. Tampoco ropa u objetos personales. El caso 38427 era una copia en papel
carbón del 38426.
Excepto por una diferencia, a esta jovencita la descubrí in situ y conocía algunos
detalles de su enterramiento. La joven 38427 había sido tirada a un pozo desnuda y
en posición fetal.
Quienes tenemos creencias judeo-cristianas enterramos a nuestros muertos
vestidos de gala. Literalmente, los tumbamos con las piernas extendidas y las manos
pegadas a los costados del cuerpo o sobre el abdomen. En cambio la postura
«dormida y arropada» es más típica de nuestros hermanos nativos, aunque eso
cambió tras el contacto con los europeos.
Entonces, ¿confirmaba la postura en ovillo la suposición de Claudel? ¿Eran estos
esqueletos antiguos?
No, no era tan sencillo.
Un cuerpo doblado sobre sí mismo requiere un agujero más pequeño, hay que
cavar menos. Cuesta menos tiempo y esfuerzo. Los enterramientos en pozos también
son los preferidos de aquellos que tienen prisa.
Como los asesinos, por ejemplo.
Exhausta, empujé la camilla con los huesos hasta el depósito refrigerado, me
cambié de ropa y volví a comprobar la lucecilla.
No había mensajes.
Cuando terminé de fichar, ya eran las diez pasadas. Desde la esquina de Wilfrid-
Derome el viento soplaba con fuerza y me atravesaba la ropa como una cuchilla.
Mientras trotaba camino al coche, iba soltando nubarradas de aliento.
Durante el viaje, no conseguí dejar de pensar en las chicas del depósito de
cadáveres. ¿Habrían muerto de alguna enfermedad? ¿Las habrían asesinado de un
modo que no dejase marcas en los huesos? ¿Habían sido envenenadas, estranguladas?
¿Habían muerto de hipotermia?
Al llegar al semáforo de Viger, de las sombras del puente Jacques-Cartier,
surgieron dos adolescentes. Cubiertos de tatuajes y piercings y con el pelo de pincho,
levantaron sus limpiacristales con una despreocupación amenazante. Asentí con un
gesto, saqué un dólar del monedero y observé cómo limpiaban mi parabrisas con
agua sucia.

¿Habían sido las chicas de la pizzería rebeldes como estos jóvenes, que se
dirigían al inconformismo por el camino más trillado? ¿Habían sido solitarias,
víctimas de abusos por parte de tiranos dentro de la misma familia? ¿O fugitivas

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sobreviviendo en las calles a duras penas?
Yo no había hallado ni un solo resto de vestimenta. Es cierto que las fibras
naturales como el algodón y la lana se deterioran con rapidez, pero ¿por qué no había
ningún diente de cremallera, ningún ojete, ningún cierre de corpiño? Antes de
sepultarlas en sus tumbas anónimas, a estas chicas las habían despojado de sus ropas.
¿Habían muerto al mismo tiempo o a lo largo de un período de meses o años?
Y además estaba la pregunta fundamental: ¿Cuándo exactamente? ¿Una década o
un siglo atrás?
Al llegar a casa, mi jaqueca ya marchaba a todo vapor y tenía tanta hambre que
me hubiera comido Lituania entera. Salvo algunas barritas energéticas de avena y
gaseosas diet, no había consumido nada en todo el día.
Después de ducharme, apliqué un golpe de calor nuclear a una cena mexicana
congelada, y mientras cenaba mirando a David Letterman pensé en Anne. Ella me
entendería, me dejaría desahogarme y me diría cosas reconfortantes. Acababa de
coger el teléfono inalámbrico, cuando el aparato me sonó en la mano.
—¿Qué tal anda Birdie? —Era Anne.
—¿Telefoneas para preguntar por mi gato?
—Me parece que al pobre no le haces demasiado caso.
El pobre se encontraba junto a mí, en el sofá, mirando fijamente la nata agria que
chorreaba de lo que quedaba de mi burrito.
—Estoy segura de que Bird estaría de acuerdo.
Apoyé la bandeja en la mesa, cogí un poco de nata con el dedo y lo coloqué en las
narices de Birdie. Mi gato lo limpió a lametones y acto seguido volvió a concentrarse
en el plato.
—¿Qué tal tú? —preguntó.
Me quedé en blanco.
—¿Qué tal yo, en qué aspecto?
—¿Te hacen caso?
Aunque Anne tiene el instinto de un satélite de navegación, era imposible que
supiera de la ansiedad que Ryan me estaba produciendo.
—Estaba a punto de llamarte —le dije.
—Pues a mí no me hacen ningún caso —prosiguió ignorando mi respuesta.
—¿De qué hablas?
—De Tom-Ted.
Anne está casada con un abogado llamado Tom Turnip. Cuando Tom llevaba dos
años de socio en su bufete, uno de los socios más antiguos se pasó un mes llamándolo
Ted. Desde entonces lo llamábamos Tom-Ted.
—¿Qué ocurre con TT?
—Adivina.

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Quería ser comprensiva, pero estaba demasiado cansada para las adivinanzas.
—Dímelo, por favor.
—Buena idea. Iré a visitarte, llego mañana.

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Capítulo 7

Ocho horas más tarde, me encontraba mucho mejor de ánimos. La jaqueca había
desaparecido, el sol brillaba y mi mejor amiga venía a visitarme.
O quizá no. Anne tiene la costumbre de cambiar de parecer.
Hablando de cambios de parecer, Ryan tenía razón. La evidencia sobre el
intervalo post mortem o IPM era la clave del debate con Claudel.
Mientras trituraba copos de maíz, recapacité sobre el problema.
A estas alturas sabía que las jóvenes 38426 y 38427 habían sido halladas en
tumbas poco profundas situadas en un sótano seco. Los esqueletos estaban
desprovistos de carne pero bien preservados, ninguna de sus superficies mostraba
signos de estar rajándose o desmenuzándose.
Confeccioné una lista en mi mente. ¿Qué otros datos son útiles a la hora de
precisar con certeza el IPM de huesos secos?
¿El deterioro de materiales adjuntos? No contaba con ninguno.
¿El análisis de insectos presentes? Tampoco contaba con ninguno.
Bird apuntó su nariz hacia mis cereales con la esperanza de recibir un poco de
leche. Lo bajé a una silla. ¿Debía pasar al caso 38428 o centrarme en establecer el
IPM?
Birdie se escurrió hacia la encimera de la mesa. De nuevo lo cogí y lo bajé.
Si encontraba pruebas de que los enterramientos eran antiguos, podría relajarme y
notificarlo a los arqueólogos. Por otra parte, si tal como yo sospechaba, hallaba
evidencias de que las muertes eran recientes, el juez de instrucción insistiría y
Claudel no tendría otra opción que investigar. Él y Charbonneau podrían empezar a
realizar el trabajo de calle mientras yo analizaba el tercer grupo de huesos.
Birdie intentó un tercer ascenso mientras yo me servía café. Lo devolví a su sitio,
pero de un modo menos amable.
De acuerdo, no contaba ni con objetos ni con insectos. Entonces ¿qué opciones
me quedaban?
Con el paso del tiempo, la composición elemental de los huesos cambia.
Disminuye la cantidad de nitrógeno y aumenta la de fluoruro. Pero estos cambios son
demasiado lentos, por lo que no sirven de mucho a la hora de evaluar la edad de
huesos modernos.
Había leído estudios basados en radiografías histológicas, reacciones químicas y
contenidos de isótopos. También estaba al tanto de estudios centrados en los
aminoácidos y su utilidad para poder distinguir entre huesos antiguos y recientes.
Pero en el proceso bioquímico y físico influyen una multitud de factores: la
temperatura, la humedad del suelo, la tensión de oxígeno, la actividad microbiana y el

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PH del suelo. Ninguna técnica es fiable al ciento por ciento. Una vez que la carne y
los insectos desaparecen, el intervalo post mortem se convierte en el Triángulo de las
Bermudas de la antropología forense.
Sólo se me ocurrió una prueba que podía arrojar resultados definitivos, pero
llevaría tiempo y dinero y sólo un puñado de laboratorios la realizaban. Y dada la
situación financiera actual, presionar a LaManche sería difícil.
Pero valía la pena intentarlo.
Dejé el cuenco en el suelo, cogí el bolso y el ordenador portátil y me marché.
En mi despacho, la lucecilla de los mensajes continuaba obstinadamente oscura.
La reunión de la mañana no se salió de la rutina. Un hombre había muerto por los
vapores de un calentador de kerosene. Alguien se mató por conducir tras haber
ingerido alcohol. Otra persona se causó una muerte autoerótica con una soga cuyo
nudo corredizo había sido mal atado. Otra murió carbonizada cuando se incendió su
caravana.
A Pelletier le tocó la víctima de incendio. Aunque los restos seguramente
pertenecían al dueño de la caravana, me pidió que estuviera disponible por si la cosa
se complicaba.
Mientras los demás salían en fila, me volví hacia LaManche.
—¿Puedo hablar un segundo con usted?
—Mais, oui. —LaManche volvió a tomar asiento.
—He examinado dos de los esqueletos del sótano de la pizzería.
Cuando LaManche alzaba las cejas, los surcos de la piel se le estiraban y se
hacían más profundos. De repente me pareció más viejo, más achacoso de lo que
recordaba. ¿Se debía a la fría luz matinal de la ventana que había detrás de mí?
¿Estaría enfermo? ¿O era que yo no lo había notado hasta ahora?
—Las dos víctimas que examiné son mujeres y jóvenes —dije—. Estoy segura de
que la tercera también lo es.
—Ha dicho «víctima».
—Son niñas y están muertas.
Los ojos melancólicos de LaManche no se inmutaron ante mi brusquedad.
—Pero no he hallado señales de violencia —admití.
—Monsieur Claudel cree que es posible que los restos sean antiguos.
—El dueño del local halló unos botones que podrían ser del siglo diecinueve.
—¿Podrían ser? —Sus cejas volvieron a enarcarse.
—Claudel los llevó al Museo McCord.
—¿Y usted no está convencida?
—Aunque los botones sean genuinos, nada nos asegura que estén relacionados
con los esqueletos. Su presencia en el sótano podría explicarse de mil maneras.
LaManche suspiró y se estiró la oreja.

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—Monsieur Claudel también me dijo que el edificio tiene más de cien años.
—¿Ha investigado la propiedad? —Sentí que me ponía colorada—. Pues no
compartió esa información conmigo.
Mi genio siempre está al límite del punto de inflamación. Era la herencia de mi
padre, igual que el alcohol. La furia de mi padre a veces dirigía sus acciones y yo
crecí soportando los impactos de sus arrebatos.
Como mi padre, sucumbí a la atracción de la bebida; al contrario que él, me alejé
de ella, y del mismo modo aprendí a controlar mi genio. Cuando el fuego arde por
dentro, por fuera me mantengo calmada.
—¿No se dio cuenta monsieur Claudel de que esa información es relevante para
mi trabajo? —dije.
—Estoy seguro de que le dará todos los detalles pertinentes.
—¿Antes de que me muera de vieja?
—No se ponga a la defensiva, no estoy discutiendo con usted.
Respiré hondo:
—Hay una prueba que puede resolver la cuestión.
—La escucho.
—¿Ha oído hablar de la datación por carbono 14?
—Sé que se utiliza para determinar la edad de la materia orgánica, incluidos los
huesos humanos. No sé cómo funciona.
—El radiocarbono o carbono 14 es un isótopo inestable. Como todas las
sustancias radiactivas, se descompone emitiendo partículas subatómicas a un ritmo
constante.
Los ojos de LaManche seguían clavados en los míos.
—En unos 5730 años, la mitad de los átomos del radiocarbono se habrán
convertido en nitrógeno.
—La media vida.
Asentí.
—Después de 11 460 años sólo queda un cuarto de la cantidad original de
radiocarbono. Después de otros 5730 años, sólo queda la octava parte, y así
sucesivamente.
LaManche no me interrumpió.
—La cantidad de radiocarbono en la atmósfera es realmente ínfima. Sólo hay un
átomo de radiocarbono por cada trillón de átomos de carbono estables. Se crea
constantemente debido al bombardeo cósmico de nitrógeno sobre la alta atmósfera.
Parte de ese nitrógeno se convierte en radiocarbono, que de inmediato se oxida y
forma CO2. Ese CO2 cae hasta la biosfera, donde es absorbido por las plantas.
Humanos, animales y plantas formamos parte de la misma cadena alimenticia, por
ello poseemos una cantidad constante de radiocarbono siempre y cuando estemos

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vivos. La cantidad real decrece gradualmente debido a la descomposición radiactiva,
pero se repone a través de la ingestión de alimentos o, como en el caso de las plantas,
a través de la fotosíntesis. Mientras un organismo esté vivo, ese equilibrio subsiste.
Cuando el organismo muere, el único proceso activo es la descomposición. La
datación por radiocarbono es un método que determina el momento en que ese
desequilibrio comenzó.
LaManche alzó las palmas en señal de escepticismo:
—Usted habla de periodos de más de cinco mil años. ¿Cómo puede un proceso
tan lento servir para establecer la edad de restos recientes?
—Buena pregunta. Es cierto que la datación por carbono 14 ha sido usada sobre
todo por arqueólogos y que ha demostrado ser muy fiable. Pero la técnica se basa en
varias suposiciones, una de las cuales es que el porcentaje de radiocarbono
atmosférico ha sido constante a lo largo del tiempo. Pero hay datos que contradicen
ese supuesto y que pueden usarse para aplicar la técnica de manera más amplia.
—¿Cómo exactamente?
—Aquí es donde este asunto se pone interesante. Hay estudios que documentan
anomalías significativas en el datado por radiocarbono durante ciertos periodos. En
los últimos ochenta años han tenido lugar dos perturbaciones derivadas de las
actividades humanas.
LaManche se echó hacia atrás, entrelazó sus manos y las descansó sobre el pecho.
¿Me estaba insinuando que fuese breve? En mi mente resumí cuanto pude.
—El periodo entre 1910 y 1950 se caracteriza por una disminución del
radiocarbono atmosférico, probablemente debido a la liberación a la atmósfera de los
productos derivados del uso de combustibles fósiles, petróleo, carbón y gas natural.
—¿Por qué?
—A causa de su antigüedad, los combustibles fósiles no contienen cantidades
detectables de radiocarbono, por tanto el porcentaje relativo de carbono 14
atmosférico decrece.
—Oui.
—Pero a comienzos de 1950, las pruebas de armas termonucleares realizadas en
la atmósfera revirtieron la tendencia.
—El porcentaje de radiocarbono en los seres vivos aumentó.
—Dramáticamente. De 1950 a 1963 los valores ascendieron un 85% por encima
de los porcentuales de referencia contemporáneos. En 1963, un acuerdo internacional
consiguió que la mayoría de las naciones interrumpieran las pruebas de armas
nucleares en la atmósfera, y el porcentaje de radiocarbono en la biosfera volvió a
recobrar el equilibrio.
—Vaya locura. —LaManche meneó tristemente la cabeza.
—Esas permutaciones se conocen como «el efecto de los combustibles fósiles y

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de las armas nucleares».
LaManche miró su reloj de soslayo.
—El hecho es que ese carbono 14 artificial o «atómico» puede ser utilizado para
determinar si alguien murió antes o después del periodo de las pruebas nucleares
atmosféricas.
—¿Cómo?
—Hay dos métodos. Con la técnica radiométrica estándar, el material se analiza
sintetizando la muestra de carbono con bencina y midiendo posteriormente el
porcentaje de carbono 14 con un espectrómetro de centelleo.
—¿Y el otro método?
—Con el otro método, los resultados se obtienen reduciendo la muestra de
carbono hasta obtener grafito. Entonces se analiza el grafito en busca de carbono 14
en un espectrómetro de masa.
Durante varios segundos, LaManche no dijo nada.
—¿Cuánto hueso hace falta? —dijo finalmente.
—Para medir la descomposición convencional, unos doscientos cincuenta
gramos. Para una espectrometría por aceleración de masa, sólo un gramo o incluso
menos.
—¿La espectrometría de masa cuesta más?
—Sí.
—¿Cuánto?
Se lo dije.
LaManche se quitó las gafas y se apretó el caballete de la nariz.
—¿No existe ningún paso intermedio? Semejante gasto tiene que estar justificado.
—Hay una técnica que podría probar. No es del todo fiable pero es sencilla y
podría indicar si la muerte ocurrió hace unos cien años aproximadamente.
LaManche quiso hablar.
—Y es gratis, y la puedo hacer yo misma —me adelanté—. Nos dirá, aunque sólo
aproximadamente, si los huesos tienen más o menos un siglo de antigüedad.
—Hágalo, por favor. —LaManche se colocó de nuevo las gafas y se puso en pie
—. Entretanto le comentaré su propuesta al doctor Authier.
Jean-Francois Authier, el patólogo jefe, consideraba que todo gasto era
excepcional. Eran muy pocos los que autorizaba.

Cogí una bata blanca de mi despacho y me dirigí al laboratorio. Morin y Ayers ya


estaban haciendo incisiones en Y a dos cadáveres en la sala dos. Pedí una luz
ultravioleta y esperé a que el técnico de laboratorio me la trajera. Después fui a toda
prisa al depósito refrigerado y cogí los fémures izquierdos de los esqueletos 38426,
38427, 38428.

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En la sala de autopsias número cuatro, apunté los respectivos números de caso en
los extremos próximos y distales de los huesos de las piernas y los apoyé en la mesa
de autopsias. En aquel silencio el ruido se amortiguó.
Me coloqué la máscara, enchufé una sierra Stryker y la encendí. Bisequé los
fémures dejando un cono de serrín blanco sobre el acero inoxidable. La estancia se
llenó de un aroma cálido y acre. Una vez más me pregunté por las jóvenes cuyos
huesos estaba serruchando. ¿Habían muerto rodeadas de sus familias? Seguramente
no. ¿Solas y asustadas? Eso era bastante más probable. ¿O estaban deseosas de ser
rescatadas? ¿Estaban desesperadas o iracundas? Todas esas posibilidades existían.
Ellas nunca tuvieron la oportunidad de contarlo.
Terminé de serruchar. Recogí los segmentos femorales y la luz ultravioleta y lo
llevé todo a un armario ubicado al fondo del pasillo.
«Ojalá funcione. Por favor».
Entré en el armario, encontré una toma y enchufé la luz ultravioleta. Después
coloqué las mitades de fémur en un estante, con la superficie recién serrada mirando
hacia mí.
Cerré la puerta. La oscuridad era impenetrable.
Respirando apenas, apunté la luz ultravioleta hacia los cortes transversales y le di
al interruptor.

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Capítulo 8
—¡Sí! —Mi mano libre dio unos puñetazos al aire.
Los huesos de las extremidades de hasta un siglo de antigüedad suelen volverse
fluorescentes si se los ilumina con luz ultravioleta. Esta fluorescencia disminuye con
el paso del tiempo, pues el tejido óseo muere desde la cavidad de la médula hacia
fuera y de la superficie externa del hueso hacia adentro. En un hueso que lleva cien
años muerto, el brillo amarillo-verdoso ha desaparecido por completo.
Estos huesos resplandecían como rosquillas de neón.
Muy bien, Claudel. Ya he dado el primer paso.
Devolví los fémures a sus respectivos sacos y fui en busca de mi jefe.
Se encontraba en el laboratorio de histología rebanando un cerebro. Cuchillo en
mano y mandil de plástico atado a cuello y cintura, LaManche levantó la vista al
verme entrar. Le expliqué lo que había hecho.
—¿Y?
—Las superficies cortadas brillaban como supernovas.
—¿Y eso qué indica?
—La presencia de componentes orgánicos.
LaManche apoyó el cuchillo sobre la tabla de corcho:
—Es decir, que no son enterramientos nativos…
—Estas chicas murieron después de 1900.
—¿Es definitivo?
—Es probable —dije con menos vehemencia.
—El edificio fue construido en torno al cambio de siglo.
No contesté.
—¿Recuerda usted los restos hallados cerca de la catedral de Marie-Reine-du-
Monde?
LaManche se refería a la ocasión en que me envió a investigar «unos cuerpos»
descubiertos por la cuadrilla que reparaba la red de suministro de agua. Llegué y me
encontré en medio de excavadoras, camiones volquete y un enorme agujero en el
bulevar René-Lévesque. Fragmentos de cráneos, costillas y huesos largos cubrían la
calzada y el fondo de la zanja recién excavada. Entre los restos humanos noté astillas
de madera y clavos oxidados.
Ese caso fue fácil. Se trataba de enterramientos en ataúdes.
Más tarde los arqueólogos confirmaron mi opinión. Ese solar estuvo ocupado por
un cementerio hasta que, a mediados del siglo XVIII, debió de ser clausurado a causa
de una epidemia de cólera. Años después, y sobre ese mismo solar, se construyó la
catedral que ahora es testigo de los atascos de hora punta en el bulevar René-
Lévesque. La cuadrilla de reparaciones se había topado con un par de almas

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olvidadas durante el traslado del cementerio.
—¿Cree que el maldito edificio fue construido sobre tumbas sin nombre? —
pregunté—. Yo no encontré ninguna evidencia de que hubiera ataúdes.
Los canadienses francófonos son virtuosos del encogimiento de hombros, y
utilizan manos, ojos, hombros y labios con sutiles matices para manifestar una
variedad infinita de significados: «estoy de acuerdo», «me da igual», «¿qué quieres
que haga?», «¿quién sabe?», «eres imbécil», «haz lo que mejor te parezca».
LaManche encogió un hombro y ambas cejas. Era el encogimiento que
significaba «puede que sí, puede que no».
—¿Le ha comentado lo de la datación por radiocarbono a Authier? —pregunté.
—El doctor Authier está haciendo de anfitrión a unos visitantes del Instituto de
Medicina Legal de Marruecos. Le dejé un mensaje pidiéndole que me llame.
—La prueba llevará tiempo —dije sin esconder mi inquietud.
—Temperance… —LaManche era la única persona en el planeta que se dirigía a
mí de ese modo. En sus labios, mon nom llevaba tildes y rimaba con «ron»—. Usted
se está tomando esto demasiado personalmente.
—No creo que esos huesos sean antiguos, no tienen ni el tacto ni el aspecto de
serlo. Las circunstancias no concuerdan, pero yo…
—¿Estas chicas murieron la semana pasada? —Sus mofletes de sabueso se
bambolearon suavemente.
—No.
—¿Hay alguna urgencia?
No contesté.
LaManche me miró durante tanto tiempo que pensé que estaba pensando en otra
cosa, y entonces dijo:
—Usted envíe sus muestras. Yo me encargaré de hablar con el doctor Authier.
—Gracias —dije resistiendo el impulso de abrazarlo.
—Mientras tanto dedíquese al tercer esqueleto, puede que le suministre
información útil.
Y con esa sugerencia tan poco sutil, LaManche volvió a rebanar el cerebro.
Eufórica, bajé y me puse la bata quirúrgica.
Lisa me detuvo cuando yo iba de camino a la sala de autopsias número cuatro. La
víctima del incendio de la caravana no tenía dientes ni piezas postizas, ni dedos de los
que obtener huellas. La identificación se había tornado problemática y el doctor
Pelletier quería saber mi opinión.
Le dije a Lisa que en media hora acudiría a ver a Pelletier.
Trabajando a toda prisa, corté un trozo de unos dos centímetros y medio de la
parte media de cada fémur, subí como una exhalación a la planta superior, me conecté
a Internet y entré en la página del laboratorio de Florida que realizaría las pruebas.

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Con un clic abrí el formulario de datos de la muestra, lo rellené con la información
requerida y pedí que realizaran la prueba de espectrometría de masa.
En la sección de entregas me detuve. El servicio estándar tardaba entre dos y
cuatro semanas. Si contrataba el servicio especial, recibiría los resultados en seis días
a lo sumo.
El precio era significativamente mayor.
A tomar por el culo. Si Authier se retractaba, lo pagaría yo de mi bolsillo.
Marqué la segunda casilla y di a enter.
Después de rellenar los impresos de «traslado de pruebas», le pasé la dirección a
Denis y le pedí que empaquetara las muestras y las enviara por FedEx de inmediato.
Volví a bajar.
Pelletier tenía razón. El dueño de la caravana era un hombre blanco de sesenta y
cuatro años. El cuerpo que yacía sobre la mesa de autopsias tenía pegados los restos
chamuscados de un Wonderbra, y esposas.
Vale, el tío podía ser un pervertidillo. Pero no. Las radiografías mostraban un
diafragma en el centro mismo de la pelvis.
Al caer la tarde, conseguimos resolver el enigma.
La víctima del incendio era una mujer blanca, sin dientes, con fracturas soldadas
en el radio derecho y ambos huesos nasales. Llevaba en esta tierra entre treinta y
cinco y cincuenta años.
¿Dónde estaba el dueño de la caravana? Eso ya era problema de la policía.
A las tres y cuarenta me lavé, me cambié de ropa y regresé arriba. De camino a mi
oficina pillé una Coca-Cola Diet y un par de rosquillas con azúcar impalpable.
La luz del teléfono titilaba como la luz que señala las ofertas repentinas en Kmart.
Desde la puerta me abalancé sobre el aparato y cogí el auricular.
Un mensaje de Anne. Su vuelo aterrizaría a las cinco y veinticinco.
Y uno de Arthur Holliday; el hombre que llevaría a cabo la prueba de carbono 14
me pedía que por favor contactara con él antes de enviar las muestras.
Fui corriendo hasta el despacho de administración y comprobé la pila de correo
saliente. FedEx todavía no había recogido mi paquete. Lo recuperé, regresé a mi
despacho y marqué el número del laboratorio de Florida. Estaba desconcertada, no
sabía cuál era el problema.
—¿Tempe? Bien, bien. Telefoneé apenas recibí tu correo electrónico. ¿Ya has
enviado las muestras?
—Están embaladas, pero siguen aquí. ¿Hay algún problema?
—No, no, en absoluto. Todo va estupendamente. Bien, oye, ¿tus sin nombre
tienen dientes?
—Sí.
—Bien, bien. Escucha, estamos llevando a cabo un pequeño proyecto de

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investigación y me preguntaba si para vuestro caso os serviría conocer el lugar de
nacimiento.
—No había pensado en esa posibilidad. Pero sí, esa información podría sernos
útil. ¿Podéis averiguarlo?
—¿Hay indicios de aguas subterráneas en ese sótano?
—No, es bastante seco.
—No te prometo nada, pero estamos obteniendo resultados bastante buenos en
nuestros análisis con isótopos de estroncio. Si me permites guardar los resultados en
nuestra base de datos y nos telefoneas cuando hayáis identificado a los sin nombre,
puedo realizar gratis esa prueba experimental a tus muestras.
—¿Gratis?
—Necesitamos ampliar nuestra base de datos de referencia.
—¿Qué debo enviar?
Me lo dijo y empezó a exponer las razones por las que necesitaba tanto las
muestras de hueso como de dentadura. El reloj marcaba las tres y media. Tenía que
cortar ya.
—Art, ¿podrías explicármelo cuando discutamos los resultados? Si quiero que
estas muestras salgan con la recogida de FedEx de hoy, tengo que volver a sacar los
esqueletos y quitarles los dientes en los próximos treinta minutos.
—Sí, sí, por supuesto. Hablaremos entonces. Oye, Tempe, puede que esto no
lleve a nada, pero nunca se sabe.
Colgué, descendí al depósito, serré otros tres tacos de hueso de los fémures,
devolví los huesos a cada camilla, quité las mandíbulas, regresé a mi laboratorio, las
fotografié y quité el segundo molar derecho de cada una. Luego volví a embalarlo
todo y retorné el paquete a la pila de correo para despachar, dando gracias al cielo por
haber hecho las radiografías dentales previamente.
A las cuatro treinta ya me había reinstalado en mi despacho.
Con los tobillos cruzados y las piernas apoyadas sobre el alféizar, di unos sorbos
a una gaseosa baja en calorías, unos mordisquitos a mi primera rosquilla y me obligué
a pensar en otra cosa que no fueran las jóvenes del sótano de la pizzería.
Katy.
¿Y Katy? No tenía idea de lo que estaba haciendo mi hija en ese momento, ni de
su paradero. Podía llamarla. Miré el reloj. Seguramente había salido a estudiar a la
biblioteca o estaba en clase. Vaya.
Según parecía, Katy estaba acudiendo a sus clases diligentemente y planeando su
futuro para cuando terminara la universidad. ¿Se había convertido mi niña en una
adulta? ¿De ahora en adelante, me tocaría interpretar en su vida sólo el papel de una
figurante?
Ese pensamiento tan alegre me llevó a pensar directamente en las tres jóvenes que

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ahora eran esqueletos.
¿Por qué no tenían ni una tira de ropa? ¿Había pasado yo algo por alto en la
escena del crimen? ¿Hubiera debido usar un tamiz de malla más fina? ¿Había
encontrado el dueño algo además de los botones? ¿Cómo se podía explicar que
hubiese tres chicas enterradas en el sótano?
Di un sorbo de Coca-Cola Diet. Mi mente dio un giro de noventa grados.
Anne.
¿Por qué esta visita inesperada? ¿Qué había detrás del extraño tono de su voz?
Con la segunda rosquilla, mi mente volvió a repasar el tema de los esqueletos.
Si las tres chicas murieron al mismo tiempo, ¿por qué sólo el tercero de los
esqueletos tenía adipocira? ¿Por la forma en que estaba envuelto? De acuerdo. Pero
¿por qué ese enterramiento era distinto?
No. Tenía que pensar en otra cosa.
Recordé un jersey que había visto en el escaparate de Ogilvy’s, un ruido que hace
el motor de mi coche y un extraño lunar marrón que me ha salido en el hombro
derecho.
Cuando estaba por terminar la segunda rosquilla, mi mente volvió bruscamente a
los esqueletos.
Los cuerpos habían aparecido a menos de quince centímetros de profundidad.
¿Por qué estaban tan cerca de la superficie? Los enterramientos de nativos
generalmente aparecen a profundidades mucho mayores, y las tumbas históricas
también.
Si Art realmente podía determinar el lugar de nacimiento de las chicas, ¿me
serviría? ¿O su análisis simplemente revelaría que eran jóvenes locales?
Puede que LaManche tuviera razón. Quizás estaba obsesionándome, poniéndome
nerviosa y a la defensiva. Y tampoco estaba durmiendo bien, el caso se había colado
hasta en mis sueños.
Mis pensamientos dieron un giro y tomaron por otro callejón.
¿Era mi insatisfacción laboral consecuencia de mi problema con Ryan? ¿Estaba
transfiriéndole a él mi ansiedad y mi frustración, propiciando yo sola la destrucción
de una pareja que me interesaba?
Ryan.
Y como si un electrón errante hubiese saltado de esa sinapsis, sonó el teléfono.
Giré y cogí el auricular con tanta prisa que casi derramo la bebida.
—La doctora Brennan al habla.
Susanne me informó de que un detective iba camino de mi despacho.
Claudel… Justo lo que necesitaba.
Pero no era él.
Con su metro noventa de estatura, sus pantalones caqui, su camisa beige y su

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americana de tweed, Ryan parecía un cruce entre Pierce Brosnan y el tipo mayor del
anuncio de Adidas. Al ver mi Coca-cola Diet y el azúcar impalpable esparcido sobre
mi cartapacio, meneó la cabeza:
—Eres un remolino de contradicciones.
—Tengo gustos eclécticos.
—Tus gustos deben de confundir bastante a tu pobre páncreas.
—Pues es mi páncreas.
Ryan se mostró sorprendido ante la brusquedad de mi comentario.
—¿Te pillo en mal momento, bomboncito?
—Esperaba a otra persona —y dejé la lata sobre la mesa—, cariño.
—No es la primera vez que me dices eso.
—¿Lo de «cariño»?
—Lo de que esperabas a otra persona.
—Creí que vendría alguien a traerme información sobre un caso.
—«Una vez más, he hecho añicos sueños de los que nada sé…».
—Suenas como Winston Churchill —dije, repantigándome en mi silla.
—«Tolerar esto resultaría una torpeza que no estoy dispuesto a suscribir».
—Sobresaliente en gramática, suspendido en claridad. —Pasé la punta de mi dedo
por el azúcar impalpable.
—Pues ésa sí es una frase de Winston.
—Y tú la repites.
—¿Cómo van las cosas con Claudel?
Ryan se apoyó contra el marco de la puerta y cruzó brazos y tobillos. Como de
costumbre no pude evitar quedarme embobada mirando sus ojos. No importa cuántas
veces lo viera, ese azul intenso de sus ojos siempre me pillaba con la guardia baja.
—Claudel funciona con un suministro limitado de neuronas —dije—. Las pocas
que tiene se envían correos electrónicos para mantener el contacto.
—¿Se le ha caído el sistema?
—Hoy no he sabido nada de él. De hecho, espero ansiosa poder compartir cierta
información con él.
Lamí el azúcar y volví a pasar el dedo por el cartapacio.
—¿Y no lo vas a compartir con él?
—LaManche autorizó el pago de una prueba especial que le pedí.
—¿Sin el visto bueno de Authier?
Asentí.
—LaManche puede ser muy pícaro. ¿Qué clase de prueba es?
—Una de carbono 14.
—¿El mismo que se utiliza para momias y mastodontes?
Le repetí a Ryan el curso breve que en su momento le diera a La-Manche, pero

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decidí no mencionar el análisis con isótopos de estroncio. Era demasiado incierto.
—¿Cuánto tardarán los resultados?
—Si hay suerte, no más de una semana. LaManche sugirió que me concentre en
el tercer esqueleto. Básicamente, lo que me dijo es que por ahora me olvide del
intervalo post mortem.
—Es un buen consejo.
—Es frustrante.
—Son los gajes del oficio.
Sonó el busca de Ryan. Él comprobó el número y volvió a enganchar el chisme en
el cinturón.
—Admito que estas chicas no murieron ni una semana ni un mes atrás —proseguí
—. No puedo quitarme la sensación de que estamos perdiendo un tiempo valioso.
Este caso me da mala espina.
—¿Por qué?
Le hablé a Ryan de la señora Gallant/Ballant/Talent.
—¿Y qué fue exactamente lo que te dijo?
—Que estaba al tanto de lo que ocurría en ese edificio.
—¿Y qué era lo que ocurría?
—No llegamos a ese punto.
—Puede que sea una loca.
—Puede.
—Dices que tenía voz de anciana.
—Así es.
—Y si está un poco…
—Ya he pensado en esa posibilidad, Ryan. Pero ¿y si está lúcida? ¿Y si es una
mujer seria y realmente sabe algo?
—Entonces llamará de nuevo.
—No lo ha hecho.
—¿Estás haciendo localizar la llamada?
—Sí.
—¿Quieres que vea si puedo averiguar algo?
—Lo haré yo sola.
—Una viejecita no constituye una amenaza para nadie.
—Esa mujer se ha enterado de nuestro viajecito de estudios al sótano de la
pizzería, y sabe Dios quién más ha leído u oído algo al respecto. No has visto Le
Journal. Todos los medios se echaron encima de la noticia como buitres.
—Además de la antigüedad del edificio, ¿qué sabes sobre él?
—Que en su sótano alguien enterró a tres jóvenes.
—A veces eres un incordio, Brennan.

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—Me esfuerzo.
—Cena conmigo.
—Estoy ocupada.
Un silencio ensordecedor invadió el despacho… Pasaron treinta segundos…, un
minuto entero.
Ryan descruzó los tobillos y se separó del marco. Sus ojos azules se clavaron en
los míos. No era una mirada alegre.
—Tendremos que hablar.
—Sí —respondí.
Al verlo desaparecer por la puerta pensé: «Adiós, vaquero».

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Capítulo 9

No es buena idea salir en coche por Montreal entre semana al caer la tarde.
Atravesé el túnel Ville-Marie y tomé la autovía 20 a una velocidad que en su
momento máximo rozó unos trepidantes cincuenta kilómetros por hora. En el
intercambiador Turcot, mi velocidad no pasaba de la aceleración de un coche de
longitud.
La pegatina de un parachoques brilló ante mis ojos. Rezaba: «Las palizas
continuarán hasta que la moral mejore». La primera vez que lo leí me hizo reír. A la
décima, el contenido humorístico se había agotado. Hice mi interpretación, «el atasco
continuará hasta que la impaciencia se extinga».
Para aliviar el aburrimiento, me puse a leer las vallas publicitarias. Eslóganes en
mal inglés y mal francés malanunciaban a gritos teléfonos móviles, vehículos Honda,
comedias de situación y laca para pelo.
Al caer la oscuridad se levantó un viento fuerte que zarandeó mi coche, como si
un pie gigante lo tocara de vez en cuando con la punta de su deportiva. Por mi
parabrisas veía pasar lentamente una ciudad invernal: las ventanas tenuemente
iluminadas de Westmount, las sucias zonas de descarga y los almacenes de los
ferrocarriles, los búngalos de los suburbios cubiertos de eléctricas porquerías
navideñas compradas en tiendas de saldos.
Al pasar Ville St-Pierre la circulación se hizo más fluida y pude llevar el coche
hasta la vertiginosa velocidad de sesenta kilómetros por hora. Tamborileé mis dedos
sobre el volante. En el salpicadero ponía que eran las cinco y media de la tarde,
probablemente el vuelo de Anne ya había aterrizado.
Más de una hora después de salir del laboratorio, entré finalmente en la terminal
del Aeropuerto Dorval. Anne ya había pasado la aduana y se encontraba plantada al
final de una rampa donde el público aguardaba a que salieran los pasajeros.
Imité un molino con los brazos. Al percatarse, Anne cogió el asa de una maleta
del tamaño de un vagón de carga y la arrastró en mi dirección. De uno de sus
hombros colgaba un ordenador portátil, del otro un enorme bolso de cuero.
Retrospectiva súbita: mi hermana, Harry, rodeada de suficientes maletas de Louis
Vuitton para emprender una gira mundial. Harry había venido a pasar una semana,
pero acabó quedándose un mes.
Uf.
Anne es muy alta y muy rubia. Muchos ojos además de los míos la siguieron
mientras tiraba de su coche pullman y atravesaba el gentío de parientes. Al llegar a
mí, se inclinó y me rodeó el cuello con sus brazos. El portátil que llevaba al hombro
se balanceó hacia delante y me dio de lleno en las costillas.

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—No te imaginas el tráfico, fue una pesadilla —dije aliviando a Anne de los
bolsos que llevaba como equipaje de mano.
—Has venido a recogerme, eres divina.
—Me encanta que hayas venido.
—El piloto dijo que hacía dieciocho grados bajo cero. ¿Será posible? —La
manera en que Anne arrastraba las palabras sonaba tan fuera de lugar en aquel barullo
francófono como el tema de la serie Rawbide en una gala de beneficencia de Personas
por la Ética en el Trato de los Animales.
—Aquí usamos grados Celsius. —No le aclaré que en su visión del mundo eso
significaba muy poco por encima de cero grados Fahrenheit.
—Espero que haya una tormenta de hielo. Sería estupendo que nevara.
—¿Has traído ropa de abrigo?
Anne extendió los brazos como diciendo «mírame».
Llevaba un jersey de ochos, americana de ante, pantalones de pana verdes,
orejeras color rosa de angora y un sombrero a juego. Hubiera apostado a que su bolso
contenía mitones rosados y peludos que completaban el juego. Y supe lo que mi
amiga pensaba: «Chic invernal».
Anne nació en Alabama y fue educada en Mississippi, pero como tantos otros
sureños había viajado al norte y obtenido un conocimiento teórico de lo que es el frío.
La mente es un padre sobreprotector: lo que no le interesa, lo niega. Y como muchos
habitantes de las zonas subtropicales, Anne había reprimido la realidad del bajo cero
mercurial.
Estábamos en Quebec y Anne iba vestida para pasar un fresco de otoño en las
montañas Blue Ridge.
Al salir de la terminal, oí a la señora «chic invernal» soltar un grito ahogado.
Sonriendo, la conduje rápidamente al coche. Pobre Anne, no tenía culpa de nada.
Aunque yo viajaba regularmente entre Charlotte y Montreal, aquella primera ráfaga
de invierno me había dejado sin aliento a mí también.
De camino a Centre-ville, Anne saltó de un tema a otro: de sus gatos a Regis y
Kathie Lee, de los mellizos Josh y Lola a su hijo menor, Stuart, que se había
convertido en el portavoz de los derechos de los gays. Entre arranque y arranque,
dejaba de hablar y un silencio depresivo invadía el pequeño espacio que nos
separaba.
De vez en cuando Anne me lanzaba una mirada de soslayo. El parpadeo de las
luces de neón y de frenado iluminaba su cara formando un mosaico multicolor. No
pude descifrar su expresión. No dijo una sola palabra acerca de su visita.
De acuerdo, vieja amiga. Cuéntamelo cuando te apetezca.
Una hora y media después, Anne empezó a darle vueltas a una suerte de
explicación. Mientras lo hacía, noté que vacilaba, como si estuviera probando ideas al

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tiempo que hablaba.
Habíamos pasado por casa a dejar su equipaje y nos encontrábamos en la
Trattoria Trastevere, en la parte baja del barrio del Crescent. El camarero nos acababa
de traer un par de ensaladas César. Yo bebía Perrier. Anne iba por su tercer
Chardonnay.
Y el Chardonnay le estaba haciendo efecto.
—Tengo cuarenta y seis años, Tempe. Si no intento encontrarle algo de sentido a
esto ahora, más adelante ya no voy a encontrar nada que tenga sentido ahí fuera —y
tocándose el pecho con una de sus uñas manicuradas, añadió—: ni aquí dentro.
Una vez más pensé en mi hermana. Harry había venido a Montreal en busca de
paz interior, pero acabó enganchándose con unos dementes apocalípticos que querían
llevársela por el camino de la paz permanente, la de la muerte. Afortunadamente
sobrevivió. El discurso de Anne sonaba a gilipolleces psicológicas salidas de la
misma cloaca de autoayuda.
—¿Entonces, tus hijos están bien?
—De perlas.
—¿Y Tom no hizo nada que te cabreara?
Anne me apuntó con su uña:
—Tom no me hizo nada. Hace mucho que no hace nada que no sea defender a
promotores inmobiliarios capullos que quieren dejar este mundo sin árboles y se
pasan el resto del tiempo buscando el hoyo en un golpe como si fuera el santo grial.
Supongo que es culpa mía por haberme casado con alguien llamado «nabo».
El apellido de Tom-Ted también había sido fuente de solaz para nosotras durante
años.
—He terminado con el tubérculo.
—¿Lo has dejado? —No me lo podía creer.
—Sí.
—¿Después de veinticuatro años y tres hijos?
—Esto no tiene nada que ver con los chicos.
Detuve el tenedor en el aire. Anne y yo nos clavamos los ojos.
—Sabes que no es eso lo que quiero decir —continuó—. Los chicos ya son
mayores. Josh y Lola han acabado la facultad y Stuart se ha marchado a hacer eso que
hace. —Anne pinchó una hoja de lechuga—. Ellos están viviendo sus vidas y yo me
he quedado vendiendo casas y cultivando mis putas azaleas.
Tras completar mi doctorado en la Universidad Northwestern, Pete fue a trabajar
a un bufete de Charlotte y yo acepté un puesto en la Universidad de Carolina del
Norte, en Charlotte. Estaba encantada de poder largarme de Chicago y regresar a mi
querida Carolina del Norte. Pero el cambio tuvo un lado negativo.
Durante el día estaba rodeada de académicos dedicados, sensibles, brillantes,

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sofisticados como un catálogo de semillas Burpee. Katy era un cría, y mis colegas sin
hijos no tenían ni idea de las responsabilidades que conlleva ser padre.
Todas las tardes, recogía a mi bebé de la guardería y me sumergía en un anuncio
de ensueño, de esos que venden las delicias de la vida en un club de campo: jardines
cuidados, vehículos de gama alta, esposas como las de Las mujeres perfectas, con esa
misma mentalidad de no salir nunca de casa, conversaciones de «chicas» sobre tenis,
golf y cómo trasladarnos compartiendo coche.
Había perdido las esperanzas de hacer amistades femeninas interesantes, cuando
en un té benéfico de mi barrio descubrí a Anne. Mejor dicho, la oí. La magnolia de
acero se topó con el marinero borracho.
Enfilé directamente hacia ella y conectamos instantáneamente.
Juntas, Anne y yo hemos ayudado a nuestros hijos a reponerse de huesos y
corazones rotos, nuestras familias han compartido dos décadas de acampadas y viajes
de esquí, cenas de Acción de Gracias, bautizos y funerales. Hasta que mi matrimonio
finalmente se vino abajo, los Turnip y los Peterson no se habían perdido ni una sola
vacación en el mar. Ahora Anne y yo viajábamos a la playa solas.
—¿Qué les has dicho a los chicos? —pregunté.
—Nada. Todavía no he dejado mi casa. Estoy de licencia, de viaje.
—Pero…
—No hablemos de mí, cariño. Cuéntame de ti. ¿En qué estás trabajando
últimamente?
Cuando Anne se cierra es inútil insistir.
Le hice un resumen del caso del sótano de la pizzería y le conté la frustración que
me producía mi amiguete Claudel.
—Ya conseguirás hacerlo entrar en razón, siempre lo haces. Ahora pasemos a la
parte jugosa: ¿estás saliendo con alguien?
—Sí, algo así.
El camarero se llevó las ensaladas y trajo los primeros. Lasaña para Anne, piccata
de ternera para mí. Anne pidió otro vaso de vino, después cogió el rallador eléctrico y
dejó caer espirales de queso sobre su pasta. Decidí acercarme al tema de Tom de otro
modo.
—¿Y cuál es el objetivo de este nuevo programa de mejoramiento personal?
—Sentirme realizada, potenciar mi autoestima, apreciarme más. —Anne golpeó
el rallador contra la mesa—. Y ni se te ocurra sugerirlo, no pienso hacer otro maldito
curso más.
Comimos en silencio. Unos instantes después Anne volvió a hablar. Lo hizo en un
tono más ligero y acaso más forzado.
—El macizo del 3 C me ha hecho más caso que Tom Turnip en los últimos doce
meses. En este momento el chaval debe de estar comprándome un ramo de gardenias.

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—Anne dio un buen trago de vino—. Maldita sea, mientras nosotras hablamos sus
mensajes deben de estar apilándose en tu contestador.
—¿Qué chaval del 3C?
—Un semental muy jovencito y dulce que conocí en el avión.
—¿Le diste mi número de teléfono?
—Es inofensivo.
—¿Y cómo lo sabes?
—Viajaba en primera clase.
—También viajaban en primera clase los majos que se incrustaron en las Torres
Gemelas.
Mi amiga me miró como si le acabara de sugerir que se amputara un pie.
—No te pongas así, Tempe. No estoy pensando en salir con ese tipo.
No daba crédito a lo que oía. Suelo ser extremadamente cautelosa a la hora de dar
mi número fijo. Mi amiga se lo había dado alegremente a un desconocido, que iba a
telefonear a mi casa queriendo hablar con ella.
—Me había tomado un par de Manhattans —prosiguió sin caer en la cuenta de mi
enfado—. Charlamos y me preguntó dónde podía contactar conmigo. Así que le
apunté tus señas en una servilleta…
—¿Mis señas? ¿Quieres decir que también le diste mi dirección?
Incrédula, Anne dio un giro de ojos como para ganarse un Oscar de la Academia.
—Estoy segura de que el chaval lo tiró apenas salió por la rampa. ¿Qué tal está tu
ternera?
Al contrario que nuestra conversación, mi carne estaba buenísima.
—Bien —murmuré. Así que quizás el tipo no telefoneará, sólo llamará a mi
puerta.
—Mi lasaña está parfait. ¿Entiendes a lo que me refiero? Ya no estoy más en
Clover, Carolina del Sur, sino en otra galaxia. —Anne hizo girar su tenedor en el aire
un par de veces—. ¡Québec! La belle province! C’est magnifique!
En ocasiones se han burlado de mí por hablar el francés de los estadounidenses
del sur, pero el acento de Anne me hacía quedar como una parisina.
—¿O sea que os estáis tomando un tiempo? ¿Un periodo sabático matrimonial?
Cuando yo también estaba casada con Pete, Anne y yo solíamos bromear sobre el
«sabático matrimonial». Era nuestra frase en clave para decir «nos vamos de viaje,
pero sin hombres».
—Aunque yo llevara una semana muerta, Tom Turnip ni se daría cuenta. —Esta
vez el tenedor me apuntó a mí—: No, he sido un poco dura. Si Tom se quedara sin
papel higiénico, se pondría a gritar como loco para averiguar dónde estoy.
Anne soltó una de sus risas plenas, guturales:
—Ésa sí que es una imagen bella, querida. El gran abogado, pillado en el acto de

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soltar un zurull…
—¡Annie!
—… Querida, el pobre ha pasado a la historia.
Durante unos momentos comimos en silencio. Cuando hube acabado, intenté
sacar el tema por última vez.
—Annie, soy Tempe. Te conozco y conozco a Tom. Os he visto juntos durante
veinte años. Dime qué está pasando en realidad.
Anne bajó el tenedor y se puso a acomodar la servilleta de papel que había debajo
de su copa de vino. Pasó un minuto entero y entonces habló:
—Cuando Tom y yo nos conocimos no parábamos. Era como el paseo de los
toreros todas las noches. Y así continuó. Los libros y los programas de entrevistas
dicen que las parejas pasan del coloso en llamas a un estado tibio, y que es lo normal.
A Tom y a mí eso nunca nos pasó.
Anne había empezado a arrancar trozos de servilleta dando forma a un festón con
picos:
—Al menos hasta hace un par de años.
—¿Te refieres al sexo?
—Me refiero al declive total y absoluto. Tom dejó de arder de pasión y empezó a
concentrarse en cualquier cosa que no fuera yo. Empecé a conformarme cada vez con
menos atención por su parte. Hasta que la semana pasada caí en la cuenta de que
nuestros caminos apenas se cruzaban.
—¿No había pasado nada terrible?
—Has dado en el clavo. No había pasado nada, no estaba pasando nada y
tampoco iba a pasar nada. Entonces empecé a insensibilizarme, a pensar incluso que
estar insensible tampoco tenía nada de malo. Y esa insensibilidad empezó a
convertirse en algo normal.
Anne juntó los trozos de servilleta y formó una pequeña montaña.
—La vida es demasiado corta, Tempe. No quiero que en mi esquela pongan:
«Aquí yace una mujer que vendió casas».
—¿No es un poco pronto para echar todo por la borda?
Con un movimiento de la mano Anne barrió los trozos de papel, que cayeron al
suelo en espiral.
—Durante más de la mitad de mi vida he intentado ser la esposa perfecta y el
resultado me ha decepcionado. Mi nueva filosofía consiste en cortar por lo sano y
largarme.
—¿Has considerado hacer terapia de pareja?
—La haré cuando el infierno y los campos de golf se congelen.
—Tom te quiere.
—¿De veras?

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—Muy pocas veces en la vida conocemos a personas a las que les importemos de
verdad.
—Tienes razón, querida. —Con un diestro golpe de muñeca Anne vació su cuarta
copa de Chardonnay y la posó sobre la servilleta mutilada—. Y ésas son las personas
que más nos lastiman.
—Annie… —dije obligando a mi amiga a mirarme. Sus ojos eran de un verde
oscuro casi marrón, sus pupilas destellaban por el alcohol—. ¿Estás segura?
Ella cerró los puños, los puso uno sobre el otro y apoyó la frente encima. Dudó, y
luego volvió a alzar la cabeza.
—No —dijo.
La infelicidad que noté en su voz me paró en seco el corazón.
Durante la cena el viento había aumentado su velocidad hasta convertirse en un
rugido en toda regla, la temperatura en cambio había descendido. Recorrer los
cuatrocientos metros que nos separaban de mi casa fue como hacer la famosa carrera
de trineos Iditarod de Anchorage a Nome, pero sin perros.
Las ráfagas subían aullando por Ste-Catherine zarandeándonos la ropa y
lanzándonos hielo y nieve a la cara con la fuerza de un chorro de arena. Como
soldados a punto de asaltar un bunker, Anne y yo avanzábamos encorvadas.
Al doblar la esquina de mi casa, noté que la nieve se apilaba de forma extraña
contra el portal del edificio. A pesar de que los ojos me lloraban a causa del frío,
advertí que algo en aquel montículo resultaba muy extraño.
Parpadeé hasta enfocar la vista, pero el ventisquero continuaba expandiéndose,
cambiando de forma, volviendo a contraerse.
Me detuve y fruncí el ceño. ¿Era posible lo que veía?
De en medio de la nieve, asomó un apéndice que pronto volvió a ocultarse.
¿Qué diablos ocurría?
Corriendo, crucé la calle y subí la escalinata exterior.
—¡Birdie!
Mi gato levantó la barbilla y alzó la vista apenas. Al reconocerme salió disparado
hacia mí, casi sin poder flexionar las patas. Se catapultó contra mi pecho y lo atrapé,
el golpe hizo que una nube de aliento se escapara de mi boca.
Birdie trepó, apoyó la barbilla sobre mi hombro y apretó la tripa contra mi abrigo.
Su piel olía a humedad. Su cuerpecito temblaba de frío o de miedo.
—¿Qué hace tu gato fuera? —El viento cogió la pregunta de Anne y se la llevó
calle arriba.
—No lo sé.
—¿Puede salir solo?
—Alguien debió de abrir una puerta.
—¿Hay algún vecino de confianza que tenga tu llave?

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—No.
—¿Entonces quién ha entrado?
—No tengo la menor idea.
—Pues será mejor que lo averigüemos.
Anne se quitó los mitones y extrajo un gas para defensa personal.
—Creo que ese espray es ilegal aquí.
—Entonces dispárame —replicó Anne y abrió de un tirón la puerta del portal.
Entramos al vestíbulo. Fue como pasar del vórtice de un tornado al vacío
absoluto.

Dejé a Birdie en el suelo, me quité los mitones, busqué las llaves en el bolsillo y
las saqué. Abrí la puerta interior con las palmas de las manos sudadas.
El hall estaba silencioso como un cementerio. No vi restos de nieve o pisadas
húmedas ni en la alfombrilla ni en el suelo de mármol. El corazón se me salía del
pecho. Crucé el pasillo y torcí bruscamente a la izquierda. Anne me siguió.
El interior del vestíbulo y los pasillos están alumbrados por apliques imitación
bronce. Generalmente esa iluminación de baja intensidad es suficiente, pero esa
noche dos de las luces no funcionaban, lo cual creaba tenebrosas zonas de oscuridad
entre las luces amarillas que punteaban el pasillo.
¿Funcionaban las bombillas cuando salimos? No lo recordaba.
Mi apartamento se encontraba al fondo del pasillo en línea recta. Al verlo, me
detuve en seco, completamente turbada.
Entre puerta y marco noté una rendija negra.

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Capítulo 10

A través del espacio conseguí divisar las sombras del desorden y una extraña
luminiscencia, como la que refleja la luna sobre el agua.
Atisbé por encima del hombro y vi a Anne con el gato en un brazo y el espray
presto en el otro. Birdie se había prendido a su pecho, con la cabeza girada a ciento
ochenta grados y los ojos fijos en su hogar.
Avancé hacia la puerta esforzándome por oír cualquier ruido que proviniese del
interior, un paso, una tos o el frufrú de una manga.
Desde atrás me llegaba la respiración agitada de Anne. Del otro lado de la puerta,
en cambio, sólo percibía un silencio que intimidaba.
Cada latido de mi corazón duraba una eternidad.
Entonces Birdie tomó la iniciativa. Soltó un ronroneo y arañando
desesperadamente saltó de los brazos de Anne y se lanzó hacia la rendija a la
velocidad del rayo. El manotazo de Anne sólo consiguió desviarlo de su objetivo en
pleno vuelo.
Birdie dio con las patas contra la puerta, que se abrió, golpeó contra la pared,
rebotó y volvió a cerrarse. En esa fracción de segundo mi gato aprovechó para colarse
al interior a toda velocidad.
La sangre se escurrió de mi cerebro. Las alternativas se desplegaron como un
caleidoscopio.
¿Debía retirarme? ¿Dar un grito? ¿Telefonear al 911?
Los teléfonos móviles me resultan un incordio en los restaurantes, por eso no
había llevado el mío.
¡Maldición!
Me volví hacia Anne. Su cara era un tenso óvalo blanco en la penumbra.
Hice la pantomima de marcar en un teléfono móvil. Anne negó con la cabeza.
Blandía orgullosa su bote de espray, como una estatua de la libertad a punto de
defender su virtud. Pero mi amiga tampoco había llevado su teléfono.
Intercambiamos miradas indecisas. Yo fui la primera en hablar:
—Quizá no enganchó el pestillo… —susurré.
—Yo cerré con fuerza, pero es tu maldita puerta. —Anne conseguía protestar
notablemente, incluso en susurros—. Además, eso no explica que Birdie haya salido
a la calle.
—Si alguien estuviera esperando para atacarnos no hubiera dejado la puerta
abierta.
—¿Atacarnos? —Anne abrió los ojos como platos—. Dios bendito. ¿Crees que se
trata de algún homicida demente al que cabreaste en tu trabajo?

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—No me refería a eso, sino a un intruso cualquiera —dije, aunque precisamente a
eso me refería.
Los ojos de Anne pasaron de tamaño plato a tamaño globo:
—Justo lo que necesitábamos, un violador demente.
—Olvida lo que te he dicho. Dejar la puerta abierta significaría anunciar que se ha
entrado a robar.
—Eliges muy bien las palabras, ¿lo sabes?
En situaciones de gran estrés, el sarcasmo de Anne funciona de maravilla.
—Si se tratara de un robo común y corriente, el ladrón no lo anunciaría dejando la
puerta abierta. Y si estuviese dentro, dejar la puerta abierta no tiene sentido.
La estatua de la libertad bajó un poco el brazo, pero no dijo nada.
Me acerqué a la puerta y pegué la oreja contra ella.
No oí nada.
Sin embargo noté otra cosa.
Me acuclillé y acerqué la mano a la rendija. Noté una brisa helada.
—¿Qué pasa? —Anne seguía hablando como si estuviera en misa.
Me incorporé:
—Dentro han dejado una puerta o una ventana abierta.
—¿Quiere decir que Jack el Destripador se ha largado? ¿O que se ha apoltronado
a beber una Guinness y esperaba poder matarnos a garrotazos?
En ese momento, se abrió la puerta del hall. Las dos nos pusimos tiesas.
Oímos voces de hombres.
Anne volvió a levantar el espray de forma amenazante.
Los pasos se alejaron por el ala opuesta. Oímos una puerta que se abría y se
cerraba.
Se hizo el silencio.
Entonces oímos más pasos. ¡Y éstos venían hacia nosotros!
Hice señas a Anne para que fuese hacia el hueco de la escalera que había junto a
la puerta. Nos pegamos una a la otra y después nos adherimos a la pared.
Una silueta ocupó todo el hueco de la entrada principal y el pasillo, el gorro casi
le tapaba los ojos. La poca luz y esa prenda no me dejaban ver la cara del
desconocido. Sólo podía ver la forma de su cuerpo alto y delgado.
La silueta dudó, luego se quitó el gorro y con grandes zancadas enfiló hacia
nosotras.
Anne apretó el bote de gas hasta que los dedos se le pusieron blancos.
Entonces el desconocido pasó por debajo de un aplique. Vi su pelo rubio rojizo y
que llevaba una cazadora de aviador.
Sentí el alivio en todo el cuerpo. Después la vergüenza y unos sentimientos de los
que no estaba muy segura.

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Tranquilicé a Anne con un gesto y di un paso al frente.
—¿Qué haces aquí? —bufé a causa de la adrenalina que todavía me corría por
dentro.
A Ryan le desapareció la sonrisa, pero prosiguió:
—Con el tiempo he conseguido tomarme esa bienvenida tuya como una señal de
afecto.
—Te recibo de esa manera porque siempre apareces sin avisar.
Ryan cruzó las manos encima del pecho:
—Soy un hombre atormentado. —Y abrió los brazos de par en par—. No puedo
mantenerme lejos de ti.
Anne bajó el brazo, la confusión le torcía el gesto.
Ryan se volvió preparado a lanzarle su sonrisa encantadora a Anne, pero al ver el
espray su gesto se quedó a medio camino. Me miró, pero su mirada era una pregunta.
El miedo y el alivio que sentía dieron paso al enfado y la vergüenza. Si nadie
había entrado a robar, no quería quedar como una imbécil. Y si alguien había entrado
a robar, no quería ni la ayuda de Ryan ni su protección.
Lamentablemente sospeché que en ese momento iba a necesitar ambas cosas:
—Es posible que alguien haya entrado en mi apartamento a robar.
Ryan no cuestionó lo que le dije. Habló sin moverse.
—¿Cuánto tiempo habéis estado fuera?
—Un par de horas. Llegamos hace cinco minutos más o menos.
—¿Activasteis la alarma antes de marcharos?
Por lo general soy concienzuda acerca de la seguridad. Pero hoy Anne y yo
estábamos ansiosas por ponernos al día.
—Probablemente. —No podía asegurarlo.
Tras meter los guantes y el gorro en un bolsillo, Ryan bajó la cremallera de su
chaqueta, extrajo su Glock y con un gesto nos indicó que regresásemos al hueco de la
escalera.
Anne fue hacia la izquierda con la espalda pegada a la pared. Yo me coloqué
detrás de Ryan.
Él se volvió y apoyó la espalda contra la pared y con la culata de su pistola golpeó
la puerta.
—Pólice! On entre!
No hubo respuesta. Ni movimiento.
Ryan volvió a ladrar en francés, y después en inglés.
Nada.
Ryan apuntó al cerrojo.
Di un paso al frente y abrí con la llave. Ryan me hizo hacia atrás con el brazo y
luego abrió suavemente la puerta con el pie.

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—Tú quédate aquí.
Con la pistola cogida con ambas manos y el cañón apuntando al techo, Ryan pasó
al interior. Yo lo seguí.
Sentía algo que crujía bajo mis pies.
Di un paso. Di el segundo.
La pared espejada del vestíbulo reflejaba un negro intenso. Las luces del patio
centelleaban como fosforescencias contra el suelo de mármol.
Di el tercero.
Delante de nosotros, un trapezoide color azafrán se proyectaba sobre la mesa
acristalada del comedor. Otras formas surgían de la oscuridad: el escritorio, la
esquina del aparador…
De repente tuve un mal presentimiento: yo había dejado las luces encendidas.
Ryan gritó de nuevo.
De nuevo, no hubo respuesta.
Ryan y yo avanzamos sigilosamente en la oscuridad, como depredadores
olisqueando el aire.
Oímos los sonidos del vacío: la nevera, el humidificador.
Y la brisa helada se filtraba desde el salón.
Al llegar al pasillo, Ryan alargó la mano y le dio al interruptor. Indicándome que
me quedara donde estaba, dio un giro brusco a la derecha y desapareció. Vi
encenderse las luces del dormitorio, del baño y del estudio.
Nadie salió corriendo y nadie se nos abalanzó. Los únicos sonidos eran los que él
producía.
Ryan retrocedió al vestíbulo principal y luego inspeccionó cocina y salón. Unos
segundos más tarde reapareció:
—No hay moros en la costa.
Y por primera vez desde que entramos al apartamento, respiré como Dios manda.
Al percatarse de mi terror, Ryan puso el seguro a su arma y la enfundó. Luego me
envolvió con sus brazos.
—Alguien cortó el vidrio de la contraventana.
—¿Y la alarma? —mis palabras sonaron arrastradas y temblorosas, como un
casete muy usado.
—No saltó. ¿Tienes detector de movimiento?
—Lo desactivé.
Ryan me apoyó la barbilla en la cabeza.
—Es que Birdie activa el maldito detector todo el tiempo —dije defendiéndome.
—¿Pero qué ocurre aquí?
Ryan y yo nos dimos la vuelta. Anne estaba plantada en la puerta de entrada
esgrimiendo aún el espray, con los ojos de par en par.

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—Bienvenue a Montréal —dijo Ryan.
Anne alzó la vista a los cielos.
—Es poli —dije yo.
—Para servir y proteger —apostilló él.
Arme bajó las cejas y el espray:
—Pues así me gustaría que me protegieran los policías de mi comunidad.
Ryan me soltó y yo los presenté.
Al oír nuestras voces, Birdie salió como una exhalación del dormitorio y dibujó
un ocho alrededor de mis tobillos, tenía los pelos del lomo erizados por la inquietud.
—¿El detective Ryan es el «algo así» del que me hablaste en el restaurante? —
Anne arqueó una ceja interrogativamente.
—Alguien ha estado aquí —dije lanzándole una mirada de «ahora no».
—Joder —exclamó Anne camino del vestíbulo. Sus pasos crujían.
Mientras Ryan telefoneaba a la brigada de robos, Anne y yo evaluamos los daños.
El vidrio de la contraventana había sido cortado pulcramente y sin dañar los
sensores del sistema de seguridad, pero los demás cristales —los del vestíbulo,
comedor, baño y todos los vidrios de los marcos— estaban hechos trizas. Los
pedazos relucían sobre muebles, fregaderos, encimeras y suelos.
Había libros tirados por aquí y por allá, pero por lo demás, las estancias estaban
intactas.
Los dormitorios, en cambio, eran un caos. El ladrón había destripado las
almohadas, sacado y vaciado los cajones, y revuelto los roperos.
Tras un inventario a bote pronto, descubrí que faltaban dos cosas. La cámara
digital y el ordenador portátil de Anne. No se había llevado nada más.
—Gracias a Dios —dijo Anne tirando de deidad.
—Lo lamento mucho —dije gesticulando tontamente hacia sus pertenencias.
Anne lanzó el joyero encima del tocador, sacó la cadera y puso un brazo en jarras:
—Supongo que a esos cabrones no les impresionó el gusto de Tom Turnip en lo
tocante a las gemas.
El papeleo llevó una hora. Los agentes prometieron que por la mañana los peritos
buscarían huellas dactilares, de calzado y de herramientas.
Les dimos las gracias, pero sin mucho entusiasmo. Las dos sabíamos que las
pertenencias de Anne habían desaparecido en el agujero negro del mundo de los
ladronzuelos.
Ryan se había quedado para inspirar diligencia a los agentes de la CUM, o quizá
para levantarme el ánimo.
Cuando los polis se marcharon, Ryan nos ofreció refugiarnos en su casa. Miré a
Anne, que meneó la cabeza. En sus ojos vi que la adrenalina había perdido la batalla
contra el alcohol.

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Mi amiga y yo nos pusimos a ordenar un poco. Ryan fue a buscar cinta de
electricista, cartón y plástico. Regresó y lo observamos crear un remiendo temporal
en la contraventana. Luego Anne se disculpó y desapareció en dirección al baño.
Ryan tiró la cinta sobrante dentro de una bolsa de plástico y fue entonces cuando
caí en la cuenta de que no tenía ni idea de por qué había venido a verme.
—No sé cómo darte las gracias —dije.
—No hace falta.
—Estaba tan ocupada con todo este circo —con un gesto amplio señalé el
desastre que había detrás de mí—, que ni siquiera te pregunté por qué habías venido a
verme.
Ryan dejó la bolsa sobre la mesa baja, se incorporó y posó sus manos en mis
hombros. Durante unos instantes no dijo nada, pero entonces su mirada se hizo menos
dura. Apartó a un lado el mechón que me caía sobre la mejilla y volvió a posar su
mano sobre mi hombro.
Cuando creí que ya no podría aguantar más su silencio, habló:
—Voy a estar ocupado durante un tiempo.
El estómago se me encogió. Ahora me lo va a soltar: el fin del fin.
—No puedo entrar en detalles, pero es un asunto grande. Intervendrán la CUM, la
SQ, la Policía Montada… y hasta los estadounidenses. Llevan preparándolo desde
hace meses.
Tardé unos momentos en pillarlo.
—¿Te refieres a una operación policial?
—También participarán Claudel y Charbonneau.
Mi mente no relacionaba toda aquella información.
—¿Por qué me lo cuentas?
—Por la falta de interés que Claudel ha mostrado en los huesos de la pizzería. Sé
que ha estado dándote la lata.
—¿Te marcharás?
—No es lo que quiero —dijo y esbozó un principio de sonrisa—. Pero es parte
del glamour y de la pasta gansa que va con el oficio.
Bajé la vista a mis manos.
—Odio tener que dejarte sola con todo este lío… —dijo.
—No pedí refuerzos. Fuiste tú el que pasó a visitarme.
—No me gusta la pinta de este robo, Tempe —me dijo amablemente.
—No te preocupes.
Sentí un par de ojos color cobalto recorriéndome la cara:
—Pediré que te asignen vigilancia especial.
—Estaré bien.
Con un dedo, Ryan me levantó la barbilla:

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—No sé qué ocurrió aquí, pero voy a averiguarlo.
—Es un puñetero robo con allanamiento.
El dedo se posó sobre mis labios:
—Piensa bien. ¿Qué se llevaron? ¿Qué dejaron? ¿Por qué entraron tan
pulcramente y después rompieron todos los cristales?
Ryan apretó mi mano entre las suyas. Pero aquel gesto destinado a tranquilizarme
sólo aumentó mi agitación.
—Realmente me gustaría poder quedarme, Tempe.
Busqué en su cara las palabras que me calmaran. En cambio, Ryan me soltó y se
puso la cazadora de aviador. Recogió la cinta, alargó el brazo, me acarició la mejilla y
se marchó.
Me quedé plantada allí rumiando lo que acababa de decirme.
¿Por qué te gustaría quedarte, Andrew Ryan? ¿Por el curso? ¿A pasar la noche?
¿A pasar frío? ¿O te gustaría quedarte libre como un pajarillo?
Del baño no llegaba ningún sonido y tampoco del estudio. Anne había apagado la
luz.
Después de subir la calefacción, me aseguré de que los cerrojos de todas las
puertas estuvieran echados, activé la alarma, comprobé que el teléfono funcionara y
sólo entonces me fui a mi habitación.
Hasta entonces no lo había notado, pero al cruzar el umbral de mi dormitorio me
llamó la atención como un fantasma maligno.
Cerré las piernas con fuerza, conmocionada por la macabra atrocidad que vi en la
pared.

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Capítulo 11

—¡No!
De un saltó subí a la cama y arranqué la larga e irregular cuña de vidrio con que
alguien había atravesado la pintura que colgaba sobre la cabecera, luego lancé el
pedazo de vidrio al otro extremo de la habitación.
Se hizo añicos. Los trozos rebotaron contra la pared y cayeron sobre aquellos
otros que en nuestra apresurada limpieza habíamos barrido contra el rodapié.
—¡Maldito delincuente hijo de puta!
La cabeza me estallaba. Las lágrimas me escocían los párpados.
Me quité la ropa y fui tirando las prendas una a una en dirección a los restos de
vidrio. Después, desnuda y temblorosa, me metí bajo las mantas.
Durante su primer año en la Universidad de Virginia, Katy escogió una asignatura
de arte. El interés le duró poco, pero durante aquel breve florecer, mi hija se apasionó
tanto con las bellas artes como cualquier aspirante a Montmartre. En un semestre
produjo cuatro grabados, catorce dibujos y seis óleos. Su estilo era una mezcla lírica
de chabacanería fauve y realismo a lo Barbizon.
El día que cumplí cuarenta, mi única hija me regaló un Katy Peterson original;
una estridente interpretación al óleo, medio Matisse medio Rousseau, de las laderas
de las colinas de Charlottesville. Adoro esa tela, es una de las pocas posesiones que
me traje de Carolina para dar a mi apartamento de Quebec calor de hogar. El paisaje
de Katy es lo último que veo cada noche cuando me cubro con las mantas, y siempre
que deambulo por la habitación llama mi atención.
¿Por qué no te llevaste lo que querías en vez de rasgar el cuadro de Katy? ¿Por
qué arruinaste el hermoso cuadro de mi hija, maldita sea?
Cerré los ojos. Estaba demasiado enojada para llorar y también para no hacerlo.
Me tumbé y estrujé la manta.
Pasaron los minutos.
Uno.
Dos.
Las lágrimas me corrían hasta las sienes.
Tres.
Cuatro.
Al final, mi respiración se regularizo y dejé de aferrarme a la manta como si me
fuera la vida en ello.
Abrí los ojos en la oscuridad y vi el suave fulgor anaranjado del radiorreloj. Fijé
la vista en los números digitales intentando pensar con sensatez.
Al rato mi ira se había aplacado. Empecé a examinar el mosaico de

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acontecimientos de las últimas tres horas.
¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Habíamos interrumpido un robo Anne y yo, o
estábamos involucradas en algo más siniestro?
Una vez más estrujé las mantas. Un extraño había invadido mi espacio privado.
Pero ¿quién? ¿Un ladrón en busca de objetos de valor? ¿Un yonqui en busca de
cualquier cosa que pudiera cambiar por una dosis? ¿Chavales en busca de emociones
fuertes?
¿Y por qué? Y más importante aún, ¿por qué tanta violencia gratuita?
Recordé las palabras de Ryan.
¿Qué se habían llevado?
La cámara y el ordenador portátil de Anne.
¿Qué era lo que no encajaba?
El joyero estaba a la vista, contenía objetos de valor y era fácil de transportar,
¿por qué no se lo llevaron? ¿Y la televisión? ¿Y el reproductor de DVD? No eran tan
fáciles de transportar. ¿Y mi ordenador portátil? Emocionada por la visita de Anne,
me lo había olvidado en el maletero del coche.
¿Habíamos asustado al intruso antes de coger los objetos más valiosos? Era
improbable. Al tipo le había sobrado tiempo para hacer destrozos. Eso, asumiendo
que fuera varón. El daño innecesario es más característico en los machos de la
especie.
Al llegar encontramos abierta la puerta principal. Las que daban al patio estaban
cerradas desde dentro. Huir por la contraventana significaba escalar la valla del jardín
de atrás.
¿Entonces? ¿Había entrado por la contraventana y había dejado la puerta principal
abierta, sólo para impresionarme? ¿Había dejado el gato fuera a propósito? ¿O Bird
había escapado por la contraventana mientras el ladrón causaba sus destrozos?
Di vueltas en la cama. Pegué un puñetazo a la almohada. Volví a dar vueltas.
¿Tenía razón Ryan en que este episodio era algo más que un robo con escalo? Los
ladrones de casas trabajan en silencio.
¿Por qué cortar un agujero en el cristal y después destrozar espejos y fotos?
¿Por qué destrozar mi cuadro?
Una vez más estallé de ira.
¿Era todo aquello una amenaza? ¿Una advertencia?
¿Y si así fuera? ¿Iba dirigida a Anne o a mí?
¿Quién nos mandaba el mensaje? ¿Uno de mis esquizoides? ¿Un esquizoide al
azar? ¿O el amiguete que Anne se echó en el avión?
En mi cabeza, los pensamientos revoloteaban y se entrechocaban.
Oí un crujir delicado como de pasos en la arena y luego un peso cayó sobre la
cama. Birdie se me pegó a la rodilla y se hizo un ovillo.

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Alargué el brazo y lo acaricié.
—Te quiero, Birdie, cariño.
Él se estiró al completo contra mi pierna.
—En cuanto a ti, despreciable hijo de puta, hasta aquí has llegado. Pero algún día
quizá nos veamos las caras.
Me di cuenta, por encima del dulce ronroneo, de que estaba hablando en voz alta.
Desperté con la sensación de que algo andaba mal. No recordaba con precisión
qué, sólo era un rezongo de mis centros bajos.
Y entonces me sobrevino el recuerdo de lo ocurrido.
Abrí los ojos. La luz del sol se reflejaba sobre las astillas de vidrio que había
sobre la moqueta y la encimera del tocador.
Birdie se había largado. A través de la puerta entornada de mi dormitorio oí una
radio.
Anne estaba haciendo un crucigrama y tarareando algo de David Bowie en la
cocina.
Al oírme rompió a cantar:
—Cha-cha-cha-changes.
—¿Qué es lo que debo cambiar? —repliqué.
Anne echó un vistazo a mis pelos por encima de sus gafas de lectura, con una de
aquellas doce monturas de flores que había comprado el año anterior en Steinmart.
—Es hora de que cambies de peinado.
—Por si no te habías dado cuenta, tú no eres una mujer impecable precisamente.
Mi amiga llevaba el pelo hacia arriba recogido en un moño y asegurado con un
pasador. De la coronilla le salía un mechón idéntico a la cresta de la cacatúa de Katy.
—Pensé en ordenar más, pero no estaba segura de si debía andar toqueteándolo
todo. —Anne se puso de pie, cogió una taza del aparador, la llenó y me la pasó.
—Gracias —dije.
—¿Y qué le depara la vía a la lagartija?
A Anne le quedaban muchas expresiones de su niñez en Mississippi, ésta era una
que no había oído antes.
—¿Me lo traduces?
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Tengo una cita con el último de los esqueletos del sótano de la pizzería. ¿Y tú?
—Iré al Museo de Arte Contemporáneo. Está en la parada de Place-des-Arts,
¿verdad?
—Efectivamente.
Eché nata al café y después metí dos pedazos de muffin inglés en la tostadora.
—¿Sabías que en esa plaza dos mil quinientos gilipollas mostraron sus inmensos
culos en medio de la lluvia para una fotografía de Spencer Tunick? —dijo Anne.

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—¿Cómo sabes que tenían los traseros carnosos?
—¿Alguna vez has estado en una playa nudista?
Anne tenía toda la tazón. Aquellos que no deberían mostrar el culo son los
primeros en hacer gala de ello.
—Y después me acercaré a Ste-Denise para comer e ir de compras —continuó.
—¿Sola? —dije recordando al macizo del 3C.
—Sí, mami, iré sola.
—Annie, ¿crees que pudo haber sido él quien entró a robar?
—Por el amor de Dios, ¿por qué iba a hacer algo así? A ti no te conoce, y además
ésa no es forma de impresionarme. ¿Por qué iba a hacer semejante locura?
—Pues alguien lo hizo.
—No creo que haya sido él, en absoluto. El tipo tenía un aspecto absolutamente
normal. Pero… —Su voz se fue apagando—. Lo siento, Tempe, cometí una
estupidez.
Yo untaba mermelada de mora, cuando Anne volvió a la carga:
—¿Una palabra de siete letras que significa «insensible»?
—Grosero.
—¿Y que comience con C?
—Claudel.
Por encima de la montura de flores, los ojos de Anne se pusieron en blanco.
—Me parece que me quedo con «cruento» —dijo finalmente.
Y volvió a concentrarse en el crucigrama. Me senté frente a ella y escuché las
noticias. Un incendio en St-Léonard, otra vivienda perdida. Pronto volvería a nevar.
Justo cuando acababa el muffin, Anne dejó caer las gafas y el bolígrafo:
—¿Ese Claudel es buen detective?
Entre dientes solté un bufido.
—Lo tomaré como un no.
—Claudel es concienzudo pero estrecho de miras —dije—, tiene opiniones de
todo y es un cabezota. No ve la utilidad de los antropólogos forenses en general ni de
las antropólogas forenses en particular. Y considera que cada sugerencia es una
intromisión.
—Déjame adivinar… y además no se está esforzando mucho en el raso de los
esqueletos.
—No le importa y ni siquiera lo disimula, y además lo considera caso suyo y no
mío.
—Ya habías tenido problemas con él, ¿no es cierto?
—Claro que sí. Se equivoca a menudo pero nunca duda. Así es Claudel.
—No es tu preferido, ¿verdad?
—No es la alegría de la huerta. Más que secas, sus preguntas son maleducadas y

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jamás explica por qué le interesan ciertos hechos o por qué ignora mi opinión.
—¿Cómo podrías obligarlo a escuchar?
—Podría cantarle el coro del Aleluya en pelotas. —Me levanté y metí el segundo
muffin en la tostadora.
—Todavía eres un tipazo, pero nunca has tenido buena voz. Aunque yo me refería
al terreno profesional —dijo Anne.
—El quid de la controversia es el intervalo post mortem. Claudel está convencido
de que los huesos son antiguos, pero yo no. He enviado muestras para que les hagan
pruebas con carbono 14, pero hasta dentro de una semana no tendré los resultados.
—¿Qué más podría llamarle la atención?
—Seis o siete niños de preescolar muertos.
—Estás empezando a cabrearme, Tempe. Mi pregunta va en serio. —Anne me
alargó su taza—. ¿De qué otra forma se interesaría por esos huesos?
—Con la evidencia de que son muertes recientes.
Rellené las tazas y le di la suya.
—¿Lo ves? —dijo Anne haciendo el ademán con la mano que tenía libre.
—Claudel cree que esa evidencia no existe.
—Hazlo cambiar de parecer. No esperes a la prueba del carbono 14.
—Se niega a cambiar de parecer.
—Entonces dale más datos para que se lo piense.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Contratar a algún matón que lo zurre hasta que
acceda?
—¿Hasta que acceda a qué?
—A investigar.
—¿Qué quieres decir?
—Pero ¿qué es esto?, ¿el juego de las veinte preguntas? —Tomé asiento y
empecé a dar cuenta de mi segundo muffin.
—¿Qué tendría que hacer Claudel?
Pensé en ello durante unos instantes.
—Pues preguntar por el barrio. Averiguar más sobre el edificio: quién era el
propietario, quiénes vivían allí, cuánto tiempo lleva la planta baja siendo local
comercial, qué negocios lo han ocupado, qué permisos de obra fueron concedidos y a
quién…
—¿Lo ves? —Otra vez el gesto con la mano.
—Es la segunda vez que dices eso.
—Entonces no me obligues a decirlo una tercera.
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—La solución al problema.
Era muy temprano, y todavía no era capaz de atar cabos:

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—Que según tú es…
—Debes hacerlo tú misma.
—Claudel se pondría como loco.
—¿Por qué? Él dice que los huesos son antiguos y no ve razón para investigar
más. Tú sólo estarías llevando a cabo investigaciones complementarias.
—No me dedico a eso.
—Por lo visto Claudel tampoco.
—A Claudel no le interesan mis recomendaciones, pero es hostil a que haga algo
que se parezca al trabajo detectivesco, aunque sea de lejos.
—Oye, no tienes que convertirlo en una serie de televisión. Sólo asómate a la
madriguera y mira a ver lo que encuentras.
Me quedé meditando sobre esa posibilidad mientras mi amiga apuntaba, borraba
y volvía a apuntar la respuesta al 34 vertical del crucigrama. Anne tenía razón. ¿Qué
daño podía causar comprobar escrituras viejas, declaraciones de renta y permisos de
obra? Si Claudel estaba en lo cierto, yo acabaría trabajando con los arqueólogos de
todos modos. Además, él iba a estar ocupado con la operación policial de la que Ryan
hablaba. Pero si al acabar la operación, Claudel se enteraba de que yo andaba
investigando por mi cuenta, quizá se sintiese obligado a actuar; aunque fuese por
cubrirse las espaldas en caso de que yo descubriera algo que él había pasado por alto.
En ese momento, gorjeó el timbre de la puerta. Contesté, era la SIJ que anunciaba
su presencia. Con un zumbido, abrí a los peritos y señalé la contraventana dañada, la
habitación de Anne y el cuadro de Katy, y les pregunté si podían comenzar por el
salón.
Mientras ellos tomaban fotografías y recogían huellas dactilares, Anne y yo nos
retiramos a nuestros aposentos a vestirnos, peinarnos y aplicarnos el maquillaje que
cada una consideraba esencial. Mientras me hacía la toilette, consideré mis opciones.
Era viernes y los fines de semana las oficinas públicas cerraban. Aunque
examinara el tercer esqueleto aquel mismo día, no podría ir a indagar ni al juzgado ni
al ayuntamiento hasta el lunes.
Por otra parte, en el laboratorio podía trabajar en cualquier momento; incluso
durante el fin de semana, si fuera absolutamente necesario. Pero no podría investigar
registros.
Tenía que tomar una decisión.
Una vez más, postergué el análisis completo del tercer esqueleto.
Después de reabastecer de comida y agua a Birdie, hablé con los peritos de la SIJ.
Aún no habían encontrado nada de nada.
Estaba a punto de coger el teléfono, cuando Anne irrumpió en mi dormitorio. Iba
con botas y el abrigo que había rehusado ponerse la noche anterior. Llevaba la
bufanda de angora puesta y el gorro y los mitones en una mano.

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—¿Ya te vas? —pregunté.
—Ya nos vamos —respondió Anne.
—¿Y tu visita al museo?
—El arte es eterno, seguirá allí mañana. Pero hoy haré de sabueso. ¿Lo ves?, mi
vida ya es multidimensional. Haremos de Cagney y Lacey, nos lo pasaremos bomba.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
—Cagney y Lacey eran detectives entrenadas, armadas y con placas. Nosotras
nos parecemos más a Miss Marple y a una de sus amigas del club de jardinería…
Pero vale, lo intentaremos. Los peritos sabrán cómo salir. Déjame comprobar mis
mensajes y nos vamos.
Marqué el número del laboratorio, el de mi buzón de voz y después mi código de
acceso. Había un solo mensaje, registrado a las nueve y cuarenta y tres de la semana
anterior.
Las palabras de aquella mujer desataron en mi cabeza un maremágnum de
posibilidades, y eran una peor que la otra.

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Capítulo 12

Desesperada, intenté coger el bolígrafo de mi tocador. Anne se acercó a toda


velocidad y me lo alcanzó.
—Doctora Brennan, siento que debo intentarlo una última vez más o temo que me
remorderá la conciencia para siempre.
Tomé nota mental de las características de su voz, pertenecía a una mujer mayor.
—Hablé con usted anteayer por un artículo que salió en Le Journal…
Hubo una pausa. Y tal como había sucedido antes, oí un graznido de fondo, uno
vagamente conocido.
—Creo saber a quién pertenecen los cadáveres… —dijo en un tono lleno de
desconsuelo.
—Venga, dígame quién es usted —le rogué hablando sola—. ¿Quién es usted?
—Usted ya sabe cómo me llamo…
—No, ¡no lo sé!
Sorprendida por mi grito, Anne asomó la cabeza.
—Puede contactar conmigo en el 514-937.
—¡Así me gusta!
Anne me observó garabatear el número, colgar y volver a marcar.
En algún lugar de la isla, un teléfono sonó diez… once… doce veces.
Corté y volví a pulsar las teclas.
Aquel teléfono volvió a sonar otra docena de veces.
—¡Maldición!
Colgué y tiré el inalámbrico encima de la cama, mi cuerpo entero estaba tenso por
la frustración. Me puse en pie y deambulé nerviosamente por el dormitorio. Cogí el
inalámbrico nuevamente y volví a marcar.
No hubo contestación.
—¡Coja el maldito aparato, señora!
¿Qué podía hacer? ¿Telefonear a Claudel o a Charbonneau y darles el número?
¿Telefonear a Ryan? Lo más probable era que los tres estuviesen totalmente
enfrascados en la inmensa operación de la que participaban. No tendrían tiempo de
rastrear un número de teléfono.
Colgué, cogí mis llaves y fui corriendo al sótano para recuperar el ordenador
portátil del maletero del coche. Regresé al dormitorio y allí estaba Anne, tumbada en
la cama con los brazos cruzados y moviendo el pie para arriba y para abajo,
intranquila. Sin hacer ningún comentario, me observó encender el ordenador y teclear
el número de teléfono en un motor de búsqueda.
No obtuve resultados. El buscador sugirió que deletreara bien o que intentara de

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nuevo con palabras distintas. Pero ¿cómo se deletrea un número? ¿Eh, sistema
estúpido?
Hice lo mismo en otro motor de búsqueda y en otro más.
No lo encontré, pero sí conseguí algunas datos útiles:
—¡No sirves para nada!
Cogí el inalámbrico y marqué otro número, pedí hablar con una persona e hice mi
indagación.
No. La llamada del viernes aún no había sido rastreada. ¿Por qué no? Porque esas
cosas llevan tiempo. Pues entonces apunte este número y compruebe si es el mismo
de donde me telefonearon el viernes.
Volví a lanzar el inalámbrico sobre la cama, busqué un par de mitones en un cajón
y lo cerré de un golpe.
Mientras metía la mano derecha en uno, el otro se me cayó. Me agaché a buscarlo
y se me volvió a caer. Lo tiré de una patada contra la pared, lo recogí y hundí mi
mano izquierda en él.
Al volverme vi a Anne, que me observaba. Tenía los brazos cruzados y una
expresión de estar pasándoselo en grande.
—¿Es una sensación mía o la experta forense residente está haciendo una
demostración del arte del berrinche? —dijo Anne poniendo voz de maestra de
Jaimito.
—¿Crees que esto es un berrinche? Cabréame y me convertiré en un gorila.
—No te había visto tan loca desde que pillaste a Pete cepillándose a la tipa de la
agencia de viajes.
—Trabajaba en una inmobiliaria —dije sin poder evitar sonreír—, y te juro que
tenía un culo desmesuradamente gordo.
—Déjame adivinar, ¿el mensaje te ha puesto de mal humor?
—Sí, así es.
Le hice un resumen de las llamadas de la señora Gallant/Ballant/ Talent.
—¿Y por eso te pones como la diva de Dachau?
No contesté.
—Esa viejecita habrá salido a comprar su dosis semanal de laxante Metamucil. —
Y prosiguió con paciencia de institutriz—: Y si ya ha llamado dos veces, llamará una
tercera. Y si no llama, tú ya tienes su número para contactar con ella. Hay muchos
medios de identificar el nombre que se corresponde con ese número. Maldita sea,
cualquier servicio de información telefónica te dará el nombre y la dirección,
teniendo el número.
No pude ocultar mi emoción:
—Dice que sabe quiénes eran las chicas y por qué las han matado. Si es una
testigo fiable, podría resolver esta investigación en un santiamén. Naturalmente,

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puede no ser de fiar. Por eso preferiría hablar primero con ella, para no mandar a
Claudel detrás de una pista falsa. Tienes razón, debería intentar hablar con ella por mi
cuenta. Ella quiere hablar conmigo, no con la policía.
—Por cierto, tengo otra pregunta.
Yo alcé las manos en un gesto de «hazla, pues».
—¿Cómo piensas abrocharte el abrigo?
Me quité los mitones y se los lancé con todas mis fuerzas.
Por segunda vez en esa semana, entré en un aparcamiento de pago del centro
histórico. El cielo estaba plomizo, el aire pesado a punto de una nevada inminente.
—Abrígate —le dije a Anne, subiéndome la cremallera de la parka.
—¿Adónde vamos?
—Al Hotel de Ville.
—¿A reservar una habitación? —consiguió decir a través de la bufanda de angora.
—Es el ayuntamiento. Está a cuatro manzanas de aquí.
Ubicado en la cima de la plaza Jacques-Cartier, el Ayuntamiento de Montreal es
una extravagancia victoriana de piedra y cobre. Fue construido entre 1872 y 1878,
pero desde fuera da la impresión de que el artífice no sabía muy bien cuándo darlo
por concluido. ¿Tejados abuhardillados? Muy parisién. ¿Columnas? Desde luego.
¿Pórticos? Bien sur. ¿Aleros, ventanas de buhardillas, balcones, cúpula y reloj? Sí. Sí.
Sí. Sí. Y sí.
Pese a que fue destruido por un incendio en 1922, el Hotel de Ville no sufrió
daños estructurales. Fue remozado y hoy es uno de los edificios más encantadores de
Montreal y favorito de lugareños y turistas.
—Sería difícil confundirlo con el Ayuntamiento de Clover —dijo Anne mientras
subíamos los peldaños de la entrada.
—¿Ves eso? —dije señalando el balcón que hay sobre la puerta principal.
Anne asintió.
—Desde allí, Charles De Gaulle dio su famoso, o infame, discurso Vive le Québec
Libre.
—¿Cuándo?
—En el sesenta y siete.
—¿Y?
—A los separatistas les encantó.
Además de su condición de atracción turística, el Hotel de Ville continúa siendo
el centro administrativo más importante de la ciudad, y el depósito de la información
que yo andaba buscando.
Al entrar, percibimos de inmediato el olor a radiadores calientes y lana mojada.
Al otro extremo del vestíbulo, un kiosco ofrecía Renseignements. Información.
Al ver que me acercaba a ella, una mujer levantó la vista. Tendría unos veinte

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años y una melena rubia cardadísima que le añadía casi diez centímetros de estatura.
Mientras le explicaba lo que precisaba, la mujer ahogó un bostezo. Cuando hube
acabado, señaló en dirección a un tablero en el que figuraba un listado de oficinas y
su ubicación correspondiente. En su brazo huesudo tintinearon varias pulseras de
plástico.
—Accés Montreal —dijo.
—Merci —respondí.
—Podría haberse mostrado un poco menos interesada —dijo Anne mientras
buscábamos la situación de las oficinas en el tablero indicador— pero sólo tras una
fuerte dosis de litio.
En la oficina Acceso Montreal, encontramos a una mujer mayor y más entrada en
carnes, una versión decididamente más amistosa que la señorita Información. La
mujer nos saludó en el típico franglés de Montreal.
—Bonjour. Hi.
Le expliqué lo que necesitaba.
La mujer dejó caer las gafas con cadenita sobre su busto y respondió en inglés:
—Si cuenta usted con una dirección de empadronamiento, puedo buscar lo que
necesita en el registro de catastro.
Debió de notárseme la confusión en la cara.
—El número catastral describe el solar. El número importante es el del lote, con
él puede usted investigar el historial de la propiedad en el Registre Foncier du
Québec, que depende del Bureau d’Enregistrement.
—¿Se encuentra aquí esa oficina?
—No, en el Palais de Justice. Segunda planta, despacho 2175.
Apunté la dirección del edificio donde se encontraba la pizzería y se lo pasé.
—No tardaré mucho —dijo.
No tardó. Diez minutos más tarde regresó con los números. Le di las gracias, y
Anne y yo nos marchamos.
Los tres juzgados de Montreal se encuentran en el lado oeste, a corta distancia del
ayuntamiento. Correteamos por Notre-Dame, al tiempo que Anne admiraba los
escaparates de galenas, cafés y boutiques. Se detuvo para dar palmaditas a algún
caballo, se deshizo en elogios a la belleza del Cháteau Ramezay y rio al ver que los
quitanieves tapaban los coches aparcados hasta convertirlos en montículos blancos.
Aparte del hecho de que ambos son edificios, en lo arquitectónico el
ayuntamiento y el moderno juzgado tienen poco en común. Sobre el encanto de este
último Anne no hizo comentario alguno.
Antes de pasar al interior, extraje mi móvil e intenté comunicarme con la señora
Gallant/Ballant/Talent.
Nada.

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Tal como el día en que testifiqué, el juzgado estaba plagado de abogados, jueces,
periodistas, guardias de seguridad y gente preocupada. El hall era una suerte de
confusión controlada, y en cada expresión podía leerse que la persona en cuestión
prefería estar en otro sitio.
Montamos en un ascensor hasta la segunda planta y nos dirigimos directamente al
despacho 2175. Al tocarme el turno expliqué mi misión, esta vez a un dependiente
bajito y calvo con una silueta de tonel.
—Hay que abonar una suma —aclaró El Tonel.
—¿Cuánto?
Me lo dijo.
Apoquiné y El Tonel me entregó un recibo.
—Esto la autoriza a investigar durante todo el día de hoy.
Le entregué el número del lote y del registro catastral.
El Tonel estudió el papelito. Después levantó la vista y con un dedo gordinflón se
subió unas gafas de pasta negra que se le escurrían nariz abajo.
—Estos números tienen mucha historia. Las averiguaciones anteriores a 1974 no
pueden hacerse on-line. Además puede llevarle un buen tiempo, dependiendo de las
veces que la propiedad haya cambiado de dueños.
—Pero ¿puedo averiguar quién era el propietario del edificio?
El Tonel asintió:
—Cada transferencia de escritura queda registrada en el Gobierno Provincial. —
Levantó el papel—: ¿Qué es lo que hay en ese solar ahora?
—Viviendas en las plantas superiores y pequeños comercios en la planta baja. La
dirección que me interesa es la de un local que vende pizza por porciones.
El Tonel sacudió la cabeza:
—Si la propiedad es un comercio, usted no sabrá qué negocios han ocupado el
local. A no ser que el propietario haya incluido esa información.
—¿Y cómo puedo averiguarlo?
—Por las declaraciones de la renta o los permisos de habilitación.
—Pero ¿puedo llegar a averiguar quiénes han sido los propietarios?
El Tonel asintió. Por alguna razón irracional, al verlo no podía evitar recordar al
teclista Don Ho rodeado de pompas de jabón.
—Algo es algo —dije.
El Tonel señaló hacia un ordenador desocupado de la sala:
—Y si necesita información anterior a 1974, le explicaré cómo buscar en los
libros.
Fui hasta el ordenador, me quité el abrigo y lo colgué en el respaldo de la silla.
Anne me siguió.
Sobre el abrigo colgué la cartera por la correa y me volví hacia mi amiga:

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—No tienes por qué quedarte aquí sentada a mirar cómo doy a unas teclas y
rebusco en libros.
—No me importa.
—Ya. Pero aquí no encontrarás las diversiones por las que viajaste dos mil
kilómetros.
—Pues es mejor que cocinar y congelar guisados para postoperatorios y
funerales.
—¿No preferirías irte de compras?
—Que le den por el culo a ir de compras.
Anne se encontraba pasando por una depresión tan profunda como la fosa
mariana. Quedarse a mirarme no la animaría.
—Ve a la basílica y busca un sitio donde comer. Cuando haya acabado, te llamaré
al móvil.
—¿No te frustrarás y te dará otra rabieta?
Posé la mano en su hombro:
—Ve y compra como las campeonas, no tienes más que hacer.
Tres horas más tarde, yo seguía allí encerrada.
La investigación on-line me había llevado cuarenta minutos. Treinta y siete para
hacerme una idea de qué era lo que tenía que hacer y tres para imprimir toda la
información sobre el propietario actual del edificio.
Rebusqué entre los tomos de documentos encuadernados y encontré escrituras de
por lo menos un eón atrás.
El Tonel fue amable y servicial. Fue cobrándome y fotocopiando pacientemente
los registros de cada transacción, uno por uno, a medida que yo los iba encontrando.
Durante el curso de mi pesquisa descubrí varias cosas.
Claudel tenía razón acerca de la antigüedad del edificio. Antes de su
construcción, el solar había pertenecido a los almacenes de los Ferrocarriles
Nacionales Canadienses. A partir de entonces, la propiedad cambió de manos varias
veces.
Mientras estudiaba mi colección de fotocopias, un nombre me llamó la atención.
Lo conocía.
¿Era el de un político local? ¿El de un cantante?
Miré fijamente aquel nombre, como queriendo provocar la sinapsis.
¿Era un personaje de la televisión? ¿Un caso en el que había trabajado? ¿O el
nombre de un conocido?
La fecha de la transferencia del dominio del inmueble era muy anterior a la de mi
llegada a Montreal. Entonces, ¿por qué aquel soniquete subliminal?
Y entonces lo reconocí.
—¡Santa María, madre de Dios!

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Metí los listados y las fotocopias en el bolso, cogí la chaqueta y salí de allí
corriendo.

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Capítulo 13
Afuera la nieve iba cubriendo la escalera y el pasamanos y apilándose sobre los
montículos que bordeaban aceras y calles. No me importaba. Tan pronto como
traspasé las puertas, telefoneé a Claudel.
La recepcionista de la CUM me informó de que Claudel había salido. Pedí hablar
con Charbonneau. También había salido.
—Habla la doctora Brennan del médico-legal. ¿Sabe cuándo volverán?
—No. —Su voz sonaba distraída—. ¿Ha intentado enviar un mensaje a sus
buscas?
—¿Me da los números, por favor?
Me los dio. Marqué y dejé en los buscas de ambos mi número a modo de mensaje
cifrado, pero no me hice ilusiones de que respondieran de inmediato. Claudel no iba a
distraerse de una operación a gran escala por devolverme una llamada relacionada
con un caso que apenas le interesaba.
Acto seguido intenté dar con la señora Gallant/Ballant/Talent.
No obtuve respuesta.
Esforzándome por mantener la calma, telefoneé a Anne.
Mi amiga se encontraba comprando adornos en una tienda navideña. Me sugirió
comer en Le Jardin Nelson y empezó a darme indicaciones de cómo llegar.
—Sé dónde está —la interrumpí.
Oí un silencio calculado y luego:
—¿Ha ido bien tu búsqueda?
—Creo que he averiguado algo. Te veo en diez minutos.
Encorvada para ofrecer menos resistencia a la nieve, apuré el paso en dirección a
la plaza de Jacques-Cartier, una zona peatonal que se extendía en dirección al río
desde la rue Notre-Dame hasta la rue de la Commune. Bordeada por restaurantes,
cafés y tiendas kitsch de souvenirs y camisetas, la place rebosa actividad en épocas de
clima benigno. Pero tuve que compartirla con un puñado de turistas, un artista
callejero y un escuálido terrier amarillo que meaba contra un poste de luz.
Los copos de nieve iban desdibujando el adoquinado, las señales de tránsito y la
estatua del almirante Nelson, el inglés que zurró a los franceses en la batalla de
Trafalgar y un monumento que nunca fue el favorito de los separatistas. Más allá de
la plaza y como detrás de un velo, distinguí la imagen borrosa de la cúpula plateada
del mercado Bonsecours, que ofició de ayuntamiento hasta que finalmente fue
cerrado para ser reemplazado por el edificio de estilo parisino y tejado abuhardillado
que había a mis espaldas.
Quebec es como un par de mellizas solitarias, una francófona y católica, la otra
anglófona y calvinista. Las dos culturas han venido dándose de cabeza en la provincia

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desde que los británicos tomaron Montréal en 1760. La Place Jacques-Cartier es un
microcosmos de tribalismo lingüístico tallado en piedra.
Le Jardin Nelson se encuentra en la zona este. El restaurante es un edificio bajo y
sólido con terrazas que, protegidas por toldos azules, llegan hasta la plaza; un patio
con sombrillas y calefactores infrarrojos mantiene el estilo Montréal chic que el local
ostenta durante muchos meses al año.
Pero éste no era uno de ésos. Entré. Anne alzó la vista de su menú y siguió mis
pasos por la sala.
—Está cayendo que da gusto —dije mientras me quitaba la parka y me sacudía
los copos del hombro.
—¿Cuajará?
—La nieve siempre cuaja en Montréal.
—Estupendo.
—Humm. —Dejé mi móvil sobre la mesa.
Una joven llenó de agua nuestros vasos. Anne pidió crepés Forestiers y un vaso
de Chardonnay. Yo opté por crepés Argenteuil y una Coca-Cola Light.
—¿Encontraste algún tesoro? —pregunté cuando la camarera se hubo ido.
Aun en estado de apatía, si Anne va de tiendas lo hace al estilo comando. Me
mostró sus compras: un jersey de lana color mandarina, un cuenco provenzal pintado
a mano y seis ranas de peltre con lazos de satén rojo.
—Una elección extraña para una vida sin restricciones —dije señalando los
adornos.
—Puedo regalarlos —respondió ella volviendo a envolverlos.
La camarera nos trajo las copas. Yo bebí de mi Coca-Cola, desenrollé la servilleta
y coloqué los cubiertos. Acomodé el tenedor y alineé cuchara y cuchillo. Luego
cambié de sitio el tenedor. Comprobé que el móvil estuviera encendido.
Bebí más Coca-Cola.
Después aplasté los bordes del mantel individual y enderecé los flecos. Volví a
coger el teléfono, lo miré y volví a dejarlo sobre la mesa.
Anne levantó una ceja con gesto analítico:
—¿Esperas una llamada?
—Dejé mensajes a Claudel y a su compañero.
—¿Vas a contarme lo que descubriste?
Saqué las fotocopias y los listados del bolso y lo apilé todo a un lado del mantel.
—No te voy a soltar una saga de Michener sobre el solar, pero el inmueble fue
erigido en 1901 y era propiedad de un tal Yves Sauriol. Por aquel entonces era un
edificio residencial. El hijo de Sauriol, Jacques, lo heredó en 1928, y después el hijo
de éste, Yves, en 1939.
»En 1947, se vendió la propiedad a Eric-Emmanuel Gratton. Entonces la planta

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baja se convirtió en un local comercial. Hasta 1970, lo ocupó una imprenta pequeña.
»Eric-Emmanuel Gratton murió en 1958 y heredó su mujer, Marie. Marie pasó a
mejor vida en 1963 y el edificio pasó a su hijo Gille. Gille Gratton vendió la
propiedad en 1970.
—¿Todo esto que me cuentas tiene un remate?
—Se lo vendió a Nicolò Cataneo.
La expresión de Anne me dijo que el nombre no significaba nada.
—Nick Cataneo, El Navajas.
Anne abrió sus ojos verdes de par en par:
—¿Un mañoso?
Asentí.
—¿El Navajas?
Asentí de nuevo.
—Eso explica todo aquel movimiento de cubertería —ironizó.
—No sé mucho sobre la mafia, pero he oído muchas veces el nombre de Nicolò
Cataneo.
—¿Aquí hay mafia?
—Desde principios de siglo.
—Yo pensaba que teníais pandillas de moteros.
—Las tenemos, y ahora mismo son los criminales más buscados de la ciudad.
Pero los muchachos de la motocicleta son sólo un elemento en el maravilloso mundo
del crimen organizado de Montreal. La mafia, la pandilla del West End y los Hell’s
Angels forman lo que se conoce como «el Consorcio».
—¿Como «la Comisión» de Nueva York?
—Exactamente.
—¿Los oriundos de la bota que viven aquí se llevan bien con los oriundos de la
bota que viven en Estados Unidos? ¿O provienen de la isla?
—¿Quieres decir si los italianos se llevan bien con los sicilianos? No tengo un
conocimiento detallado de la geografía ancestral. Sólo sé que hubo un tiempo en que
Montreal era casi una sucursal de Nueva York.
—¿Te refieres a la familia Bonanno? Leí un libro sobre ellos.
Asentí:
—La organización de Montreal la dirigía un tipo llamado Vic Coltroni, El Huevo.
Pero creo que murió en la década de los ochenta.
Comprobé si mi móvil seguía encendido, pero no tenía mensajes.
—¿Y quiénes forman la pandilla del West End? —preguntó Anne.
—Irlandeses sobre todo.
—Paisanos tuyos.
—Los irlandeses sólo somos meros soldados del Ejército del Señor.

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—Más bien poetas y borrachines, y no en ese orden si hablamos de su diligencia.
—No te pases.
—¿A qué se dedica El Consorcio?
—A la prostitución, el juego y las sustancias ilegales. El Consorcio legisla sobre
asuntos como el precio de las drogas, las cantidades que deben importarse, los
nombres de los compradores afortunados. Se cree que la red de Coltroni ha
contrabandeado millones de dólares en narcóticos al mercado estadounidense. Las
ganancias de las actividades ilegales se «lavan» por medio de negocios legales.
—Lo cual parece ser el procedimiento típico, por lo que he leído.
—Y el mismo que han adoptado las pandillas de moteros, deben de enseñarlo en
las escuelas de administración de empresas.
En ese momento entró la camarera con nuestra comida. Volví a comprobar mi
móvil. Seguía funcionando, pero no había mensajes.
—Volviendo al tema del edificio —dije tras unos bocados a la crepé—, en 1970,
Nick El Navajas compró el sitio y fue el dueño durante diez años.
—¿Qué tiene que ver eso con los esqueletos?
—Estoy hablando de mañosos, Anne, no de monaguillos. Pudieron haber
enterrado a cualquiera en ese sótano.
—¿No estás poniéndote un poco melodramática?
—En aquellos años mataban a gente a diestro y siniestro.
—¿Adolescentes?
—Llevan clubes de stripteases, prostíbulos… Para esos animales la vida no vale
nada.
Especialmente la de las mujeres, pensé, recordando como un fogonazo a la
prostituta abierta en canal que ahora estaba en el hospital Notre-Dame.
Anne se concentró en sus crepés hasta dar cuenta de ellas. Luego dijo:
—¿Qué comercio funcionaba en el local cuando El Navajas era dueño del
edificio?
—Esa información no estaba disponible.
—¿Quién compró la propiedad?
Comprobé el listado impreso:
—En los ochenta era propiedad de Richard Cyr. Según los registros, Cyr sigue
siendo el dueño.
—¿Y a quién alquila Cyr los locales de la planta baja?
—A cuatro negocios distintos.
—Entre ellos la pizzería…
—Así es.
—¿Y dónde vive monsieur Cyr?
Volví a mirar el listado:

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—Notre-Dame-de-Gráce.
—¿Queda lejos de Montreal?
—Es un barrio al oeste de Centre-ville.
Anne detuvo en el aire la copa de vino. Y como sucediera en mi cocina aquella
misma mañana, levantó la mano con la palma hacia arriba.
—¿Lo ves?
—Es la tercera vez que lo dices, Annie.
Me miró exasperada:
—Tu siguiente paso es telefonear a Cyr. O mejor aún, ¿por qué no le hacemos una
visita sorpresa si vive tan cerca? Me decepciona que hasta ahora no hayamos hecho
de Cagney y Lacey. Resolvamos este caso.
Mis ojos bajaron al teléfono que descansaba junto a mi plato. La pequeña pantalla
sólo indicaba mi nombre y la hora.
Estaba claro que ni Claudel ni Charbonneau tenían intención de contestar a mis
mensajes.
Alcé la Coca-Cola y Anne hizo lo propio con su Chardonnay.
—Por la investigación arqueológica —dije chocando mi copa contra la de ella.
—Pero con una ligera modificación. —Anne se bebió su vino—. Ahora, además
de esqueletos, vamos a desenterrar trapos sucios.
Notre-Dame-de-Gráce, o NDG, es un barrio tranquilo y residencial a cuatro
kilómetros de Centre-ville. No es ni el Westmount de los anglófonos acaudalados, ni
el Outremont de sus homólogos ricachones francófonos. Pero es agradable, de clase
media. Un buen sitio para criar niños y collies.
Richard Cyr vivía en un dúplex de ladrillo rojo sobre Coronation, a un paso de
Loyola, una de las residencias de estudiantes de la Universidad de Concordia. Nos
llevó veinte minutos llegar hasta allí y otros cinco hacernos una composición de
lugar.
El pequeño porche de la casa estaba cubierto por un toldo metálico descolorido.
Por delante y por detrás se extendían jardines del tamaño de un sello postal. En la
entrada para coches que no llevaba a ninguna parte había aparcado un Ford Falcon
azul.
—Se ve que monsieur Cyr no siente la llamada de la pala —comentó Anne.
En invierno los propietarios de casas de Montreal suelen quitar la nieve de sus
aceras y entradas; para ello contratan a una empresa o a un adolescente del barrio.
Cyr no hacía ninguna de las dos cosas. Sobre la acera, la nevada de la tarde ya había
formado una capa de cinco centímetros de nieve endurecida, y hielo producto de
nevadas anteriores.
Tuvimos que andarnos con cuidado al subir por el camino y los escalones que
llevaban al porche. Presioné el timbre y un repique elaborado sonó en algún lugar de

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la casa.
Pasó un minuto entero y nadie contestó.
Volví a pulsar el timbre.
Sólo oíamos los repiques.
—Cyr debe de ser discapacitado o el tipo más agarrado del planeta —dijo Anne a
punto de resbalarse.
—Quizá gaste su dinero en otras cosas.
—Qué pensamiento más positivo. Quizá el capullo esté en Barbados mientras
nosotras intentamos no matarnos en los escalones del porche.
—No se ha llevado el automóvil.
Anne se volvió a mirar:
—Se ve que tampoco se gasta la pasta en vehículos de lujo.
Cuando estaba a punto de volver a pulsar el timbre, noté que se abría la puerta
interior. Un hombre se asomó por detrás de la puerta protectora de aluminio y vidrio.
Aquel hombre no parecía contento, pero no fue su expresión lo que nos alarmó.
Anne y yo empezamos a retroceder lentamente por el porche.

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Capítulo 14
El hombre que nos observaba era bajo, enjuto y nervudo, de pelo canoso
amarillento y un elaborado bigote blanco. Llevaba las gafas sucias de grasa y cadenas
de oro al cuello. Y nada más. Sólo gafas y cadenas.
Su cara de pocos amigos se convirtió en una de autosuficiencia al ver a Anne
retroceder por el porche con paso vacilante. Entonces su expresión volvió a tornarse
fiera:
—Je suis catholique!
Mis botas resbalaron en el hielo desparejo.
Cyr se agarró el pene y lo sacudió para que lo viéramos.
Anne, que estaba a mi lado, hizo un giro de ciento ochenta grados hacia los
escalones.
—Catholique! —gritó el hombre.
¿Católico?
Entonces me detuve. Había visto a Harry utilizar la misma artimaña.
Pero vestido.
—No somos misioneras, monsieur Cyr.
Su gesto de pocos amigos flaqueó, pero enseguida volvió a envalentonarse.
—Y yo no soy Pee-wee Herman. —El nombre sonó raro pronunciado en dialecto
francés joual.
Metí la mano en el bolso.
Cyr se aproximó a la puerta:
—¡Lárguense!
Yo saqué una de mis tarjetas.
—Y no dejen ninguno de sus malditos panfletos, tabarnouche!
—No pertenecemos a ninguna iglesia.
Al darse cuenta de lo que ocurría, Anne se agarró del pasamanos y se propulsó de
nuevo hacia la casa.
Cyr volvió a amenazarnos con su pene. Esta vez en dirección a Anne.
—Ay, qué horror —dijo Anne sotto voce—. Una agresión con un «arma
mortecina».
Cyr clavó sus gafas sucias en mi compañera. En sus labios arrugados fue
cobrando forma una sonrisa.
Cyr volvió a sacudir su pene.
Anne retrucó con un clásico:
—¿Tú qué opinas, Tempe? Es igual que un pene, sólo que más pequeño.
Cyr lo sacudió de nuevo.
Anne abrió la boca para contraatacar, pero puse fin al intercambio.

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—Monsieur Cyr, formo parte de una investigación que involucra un edificio suyo
y necesito hacerle unas preguntas de dicha propiedad.
Cyr se reorientó hacia mí. Todavía sujetaba a su amiguito con la mano.
—¿No son una tropa de asalto que viene a salvar mi maldita alma?
—Señor Cyr, venimos a hablar de un edificio de su propiedad.
—¿Son de la policía de la ciudad?
Dudé.
—Efectivamente. —Después de todo yo trabajaba para la policía provincial y Cyr
no me había pedido la identificación.
—¿Algún inquilino pesado ha interpuesto una queja?
—Que yo sepa, no.
—¿Ella también es de la policía de la ciudad? —Cyr señaló a Anne con un
movimiento de la barbilla.
—Es mi compañera —dije.
—Pues es de las guapetonas.
—Si… Señor Cyr, tenemos que hacerle algunas preguntas.
El dueño de casa abrió la puerta protectora, y Anne y yo avanzamos con sumo
cuidado al interior. Cuando Cyr cerró la puerta interna, el pequeño vestíbulo se
oscureció. El aire era cálido y seco, olía a humo de cigarrillo y a décadas de cocinar
sin ventilación.
—Sí que es de las guapetonas… —dijo Cyr guiñándole un ojo a Anne, que le
llevaba al menos treinta centímetros. Al parecer el hombre se había olvidado de que
seguía desnudo.
—¿Por qué no se cubre con una manta, vaquero? —sugirió Anne.
—Pensé que eran de la revista Atalaya —dijo Cyr en inglés—. Esa gente tiene
menos sentido común que el que el buen Dios le dio a una chirivía. Pero si uno está
desnudo lo dejan en paz. —Desnudo sonó esnuó—. O si uno es católico. —Que sonó
atolicó.
Anne le señaló los genitales al anfitrión.
Cyr nos condujo a través de puertas emplomadas y finalmente torció a la derecha.
—Denme un minuto.
Subió por una escalera central colocando primero un pie y luego el otro sobre la
contrahuella, mientras su mano surcada de venas azules se aferraba al pasamanos.
Su cuerpo, blanco como tripa de sapo, destacaba contra los oscuros paneles de
madera que revestían la escalera. El trasero que vimos ascender era peludo y negro.
Nos sentamos una en cada extremo del sofá de brocado rosa, la funda de plástico
crujió. Yo bajé la cremallera de mi parka y me la quité. Anne no se quitó nada.
—Pues nunca vi algo así en Cagney y Lacey —dijo.
Le sonreí e hice un tour visual del lugar. Había frente al sofá una poltrona

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reclinable La-Z-Boy y un sillón con su funda de plástico. A la derecha del escenario,
una chimenea con ladrillos pintados de marrón. A la izquierda del escenario, un
órgano pequeño, una televisión inmensa y un sillón raído pegado a la pantalla. Éste
sin funda plástica.
En toda la casa reinaba un silencio aterciopelado.
Me pregunté si el viejo habría colocado él mismo las fundas de vinilo o si estaban
así tal cual el día que le entregaron el mobiliario.
Dudé de que hubiera una señora Cyr. En la casa no había ni estatuillas, ni
fotografías, ni souvenirs de vacaciones pasadas. El hueco de la chimenea estaba lleno
de pilas de revistas Playboy y National Geographic. Los ceniceros rebosaban.
Me percaté de que Anne también estaba inspeccionando el lugar.
—Todo esto podría ser tuyo —le dije en voz baja—. Creo que Cyr se ha
enamorado.
—Creo que el Llanero Solitario es inofensivo —susurró Anne.
—Dijiste que querías vivir la vida al límite.
—Pues es una monada.
No supe si se refería al Llanero Solitario o a su amiguito, pero preferí no
preguntar.
Momentos más tarde oímos pasos.
Cyr reapareció luciendo deportivas, una camisa verde a cuadros y unos
pantalones de lana grises subidos hasta los pezones.
—¿Les apetece una copa, chicas?
Ambas rechazamos el ofrecimiento.
—No les vendría mal un traguito en este día tan nevado —insistió.
—No, gracias.
—Pues si cambian de parecer, no duden en decírmelo.
Arrastrando los pies, Cyr se acercó a la poltrona reclinable y tomó asiento, un
paso detrás de él llegó el tsunami de Old Spice.
—Maldita sea, señorita, tiene una hermosa melena sobre la cabeza —le dijo a
Anne.
—Gracias.
Era verdad. Por alguna extraña casualidad genética, el cabello de Anne es rubio
además de grueso y encima crece hasta donde ella lo deja. Entonces, Anne no lo
usaba largo, pero el hecho innegable es que su melena podría crecer indefinidamente.
No la envidio por ello, aunque hubo épocas en que tanta perfección resultaba difícil
de soportar. Pero ya no.
—Y es de las altas. —Cyr respiraba nasalmente y disparaba sus palabras entre
resoplidos—. ¿Está casada?
—Sí.

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—Pues avíseme si su matrimonio se va a pique —y mirándome a mí añadió—:
Las rubias me pierden.
Yo quería llevar la conversación a un terreno más oficial.
—Señor Cyr…
—¿Qué tal mi inglés?
—Excelente. —Pese al fuerte acento, lo hablaba muy bien.
Cyr hizo un gesto hacia la chimenea:
—Lo practico leyendo.
—¿Y no le molestan todas esas mujeres desnudas intercaladas en el texto? —
preguntó Anne minando mis esfuerzos por comenzar el interrogatorio oficial.
Cyr soltó un resuello que debía de ser una risa entre dientes:
—Es vaquera su amiga, ¿verdad?
—Annie Oakley en persona —respondí.
Me puse de pie y le entregué el listado a Cyr.
—Los registros indican que esta propiedad es suya.
Cyr acercó el folio hasta unos pocos centímetros de su cara y lo leyó en silencio
durante casi un minuto.
—Oui. —Fue un oui aspirado típico del dialecto joual—. Es mía.
—¿Es suya desde 1980?
—Y un coñazo de cuatro quilates —dijo devolviéndome bruscamente el papel.
Lo cogí y volví a tomar asiento:
—¿Se la compró usted a Nicolò Cataneo?
—Así es.
—¿Sabe por qué la vendió el señor Cataneo?
—En el catastro figuraba a la venta, y no pregunté.
—Pero ¿no es de rigor preguntarlo cuando uno hace una inversión tan grande?
—¿A Nicolò Cataneo?
El hombre tenía razón.
—¿Le importaría decirme qué comercio ocupaba la planta baja cuando usted
compró el edificio? Cyr respondió sin dudarlo:
—Una panadería, Le Boulangerie Lugano. Cerró antes de que yo tomara
posesión.
—¿Quién ocupó después el local?
—Lo subdividí. Hice cuatro locales de uno, era más rentable.
—¿Uno de esos comercios es una pizzería?
—Le Pizza Paradis Express.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Desde el 2001. —Cyr soltó un bufido—. Aunque mejor sería llamarlo
«porciones de pelos de rata y cucarachas», porque esos malditos étnicos no

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reconocerían la higiene aunque el aire les diera un puñetazo en la cara. —Igual que
aquel ex primer ministro, Cyr pronunció enicós—. Pero no tengo otras quejas contra
Matoub, siempre paga puntualmente.
—¿Entonces Matoub es el arrendatario actual? —Yo me había enterado de ello
por Claudel, el día en que exhumamos los esqueletos.
Cyr se metió un dedo en la oreja y luego lo inspeccionó como quien no quiere la
cosa.
—¿Recuerda a alguno de los inquilinos anteriores al señor Matoub? —proseguí.
—Naturalmente que recuerdo a los inquilinos anteriores, los recuerdo a todos.
¿Tengo pinta de estar a expensas del servicio de ancianos?
Nuestras expectativas a menudo se basan en estereotipos y aunque odie admitirlo
me había dejado llevar por mis prejuicios, como cualquier otra persona. Puesto que
Cyr era viejo supuse que su memoria dejaba mucho que desear, pero tuve que
reconsiderar mi punto de vista a marchas forzadas. El Llanero Solitario era un poco
excéntrico, pero de tonto no tenía un pelo.
—No, señor Cy…
—… He tenido más inquilinos que los pelos que tiene en su cabecita esta
guapetona rubia.
Cyr miró a mi amiga y alzó las cejas.
Anne agradeció el piropo inclinando la cabeza y le devolvió una levantada de
cejamen a lo Groucho.
—Antes de la pizzería había un salón de manicura —me aclaró Cyr—. Un
vietnamita llamado Truong y media docena de señoritas que pintaban las uñas.
Supongo que no le fue bien, porque sólo duró un par de años.
—¿Y antes de eso?
—Me gustaban las pintauñas, parecían muñequitas chinas. Se cubrían la boca
cuando reían.
—¿Y antes del salón de manicura?
—Antes del salón de manicura, hubo una casa de empeños. Pertenecía a un tipo
llamado Ménard. —Cyr levantó un dedo sarmentoso—. Stéphane o Sébastien o
Sylvain o algún nombre por el estilo. Compraba y vendía porquerías. Debía de ser
bueno en lo suyo porque aguantó nueve años, del ochenta y nueve al noventa y ocho.
Hice un cálculo rápido:
—¿Estuvo vacío el local entre el arriendo de la casa de empeños y el del salón de
manicura?
—Un par de meses.
—¿Y qué hubo antes de la casa de empeños?
—Veamos…, del ochenta al ochenta y nueve hubo una tienda de equipajes, una
carnicería y una agencia de viajes o algo así. Para darle los nombres de los inquilinos

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y las fechas tendría que revisar mis registros.
—Por favor, hágalo.
Detrás de sus gafas grasientas, los ojos de Cyr se achinaron.
—¿Le importaría decirme, jovencita, a qué vienen tantas preguntas?
Temía que me lo soltara y me sorprendió que no lo hiciera antes. ¿Qué podía
confiarle? ¿Qué debería guardarme?
—En el sótano del edificio se ha encontrado algo que está siendo investigado.
Esperaba una reacción, pero no vi ninguna. Cyr tampoco se interesó por saber
quién estaba llevando a cabo la investigación.
—¿Puede decirme algo acerca del acceso a la pizzería? —continué.
—Solía tener una escalera que llevaba hasta una puerta a pie de calle. Cuando
hice la renovación, quité esa entrada.
—¿Se puede acceder al sótano desde alguna otra parte del edificio?
Cyr negó con un gesto:
—Nadie ha usado ese sótano en años. La única forma de bajar es a través de una
trampilla que hay en el cagadero. —Se volvió rápidamente hacia Anne—: Perdone mi
escandaloso vocabulario.
—Es una referencia histórica perfectamente aceptable.
—¿Eh?
—Thomas Crapper. Su nombre es sinónimo de «cagadero».
Cyr y yo la miramos atónitos. Anne continuó:
—Crapper fue el inventor del inodoro sin válvulas, un modelo silencioso y
económico en su consumo de agua.
Cyr y yo la miramos atónitos.
—Lo patentó otro tipo, pero él fue quien lo inventó.
¿De dónde sacaba Anne tantos datos?
Cyr soltó una risotada que sonó como una de las creaciones de Crapper:
—Sacrifice. Es usted una joya, señorita. Si algún día ese marido suyo pierde el
derecho a retozar en su jardín, sólo tiene que telefonear al viejo Richard Cyr.
—Hágase cuenta de que ya lo he apuntado en mi agenda.
Cyr posó ambas manos en los apoyabrazos y se puso en pie.
—Me llevará unos minutos rebuscar entre mis archivos. ¿Les apetece un whisky?
Les aseguro que hará que les crezcan las uñas de los pies.
Anne y yo pasamos una vez más.
Media hora después, Cyr regresó arrastrando los pies con un folio arrancado de
un cuaderno de espiral.
Nosotras nos pusimos de pie.
—¿Qué tal si se quedan a cenar, señoritas? Podríamos mandar a pedir algo. ¿Y si
nos zampamos unas enchiladas y nos pimplamos unos margaritas?

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—Es muy amable de su parte —dije—. Pero ahora mismo estoy trabajando, no
alternando.
—Pues ya saben dónde encontrarme.
Me subí la cremallera del abrigo y Cyr nos condujo al vestíbulo.
Al llegar a la puerta, le entregué mi tarjeta:
—Si recuerda alguna otra cosa, por favor, llámeme.
Cyr me extendió la mano que sujetaba el folio:
—Según recuerdo, esos tipos eran casi tan siniestros como una sopa de
champiñones.
—Merci, monsieur Cyr.
—Y si alguien acabó asesinado, yo no tuve nada que ver. —Lo dijo
tranquilamente, sin el mínimo deje de humor.
—¿Qué le hace creer que hubo un asesinato?
Dado que Cyr no había mencionado Le Journal, supuse que no había visto el
artículo.
—Ese detective me dijo lo que encontraron en el sótano.
¿Claudel ya había interrogado a Cyr? Maldito Claudel, me había ocultado
información una vez más.
—No me diga… —fingí.
—Era un capullo engreído.
—¿Se refiere al detective Claudel?
—El gilipollas me trató como si fuese subnormal. Así que no le dije una mierda.
—Dígame una cosa, señor Cyr, ¿por qué cree que esas tres personas acabaron en
su sótano?
—Si tuvo lugar algo turbio, fue antes de que comprara el edificio.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—¿Conoció usted a Nicoló Cataneo? —La voz del viejo hubiera podido afilar una
navaja.
Negué con un gesto.
—Ándese con cuidado.

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Capítulo 15
La nieve se había arremangado, desabrochado la camisa y aflojado la corbata. Se
proponía superar fácilmente el medio metro.
Durante nuestro cuidadoso trayecto de puntillas hasta el coche, Anne no
pronunció palabra. Observó impasible mientras yo marcaba el número del buzón de
voz.
No tenía mensajes.
Volví a probar el número de la señora Gallant/Ballant/Talent.
Nadie contestó.
Comprobé si habían rastreado su llamada del miércoles al laboratorio, y si el
número que había dejado el jueves correspondía al nombre o dirección de un
abonado.
Estaban en ello.
¡Maldita sea! ¿Por qué al menos no me daban las señas del número que les
facilité? Podían comparar la llamada anterior una vez terminado el rastreo. ¿Me
estaban postergando frente al resto de detectives?
Metí bruscamente el móvil en el bolso, cogí la rasqueta del asiento trasero, salí,
rasqué las ventanas, volví a situarme detrás del volante y cerré la portezuela de un
golpe.
Arranqué el motor. Mecí el Mazda enganchando alternativamente marcha y
reversa, y a la primera sensación de tracción aceleré y nos alejamos coleando del
bordillo. Agarrada al volante, avancé a paso de tortuga entrecerrando los ojos para
distinguir a través de tanto blanco.
Dos manzanas más adelante Anne rompió el silencio:
—Podríamos revisar los periódicos antiguos en busca de historias de chicas
desaparecidas…
—¿Anglófonas o francófonas?
—¿No aparecerían en los medios en ambos idiomas?
—No necesariamente —dije centrando mi atención en seguir las huellas del
tráfico que me precedía—. Además, en Montreal hay varios periódicos y a lo largo de
los años ha habido mogollocientos más en ambos idiomas.
El maletero del coche se bandeó hacia la izquierda. Giré el volante en la misma
dirección y lo enderecé.
—Podríamos empezar por los anglófonos —dijo Anne.
—¿En qué año? El edificio fue construido en torno al cambio de siglo.
El volumen de nieve estaba superando la capacidad de los limpia-parabrisas. Puse
el desempañador a tope.
—La fluorescencia de la prueba de rayos ultravioleta indica que los huesos no son

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mucho más viejos que el edificio, pero no puedo ajustar más las fechas de las
muertes.
—De acuerdo, no buscaremos en las hemerotecas.
—Sin saber si eran anglófonas o francófonas y en qué fecha murieron, podemos
pasarnos todo el invierno buscando. Además, haber hallado a las chicas allí no
significa que hubieran desaparecido allí.
Avanzamos lentamente otra manzana.
—¿Y qué me dices de aquel botón? —preguntó Anne.
—¿Qué quieres que te diga del botón? —le respondí bruscamente mientras
intentaba convencer a las ruedas traseras de que siguieran alineadas con las
delanteras.
Anne se echó hacia atrás y se aflojó la bufanda, actitud que sugería que lo mejor
era ignorarme.
—Lo siento —dije. Anne estaba haciendo de mí y yo de Claudel.
El silencio se prolongó, y estaba claro que me tocaría romperlo.
—Te pido disculpas. Cuando conduzco en medio de una tormenta de hielo me
pongo tensa. ¿Cuál era esa idea del botón?
Después de unos instantes de mudez sinónimo de «te estás poniendo muy
gilipollas», Anne reformuló su pregunta:
—Quizá podrías hablar con otro experto e intentar conseguir información
diferente.
Pisando suavemente los frenos, conseguí detener el coche. Una anciana cruzó
Sherbrooke paseando un perro viejo. Ambos llevaban botas, e iban con los ojos como
rendijas para protegerse de la nieve.
Miré a Anne.
Tal vez pudiera pedir opinión a otro experto.
Pisé cuidadosamente el acelerador, avancé hacia la intersección y giré a la
izquierda.
Claro que podría hablar con otro experto. Había ignorado los botones, había
aceptado la opinión de Claudel sobre su antigüedad. Quizá su fuente del Museo
McCord no fuera tan brillante como él creía.
De pronto estaba tan ansiosa por oír una segunda opinión que soltaba
espumarajos por la boca.
—Annie, eres una estrella de rock.
—Resplandezco.
—¿Te molesta que haga un par de paradas más antes de cenar?
—Vamos allá.
Mientras Anne esperaba en el coche, subí a toda prisa al laboratorio, hice una
llamada rápida y cogí los botones. Cuando regresé, ella estaba escuchando a Zachary

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Richard en una emisora francófona local.
—¿Qué es lo que dice la canción?
—Habla de una tal Marjolaine.
—Parece que la echa de menos.
—Eso dice.
—¿Es un talento quebecois?
—Es un cajún de Luisiana. Paisano tuyo.
Anne se echó hacia atrás y cerró los ojos:
—Si ese tipo quiere cantar sobre mí, puede hacerlo cuando quiera…
Volver al centro histórico nos llevó el doble de tiempo que de costumbre. Aunque
apenas eran las cinco y media, ya había caído la noche. Se encendían las farolas, las
tiendas cerraban, los peatones se alejaban a toda prisa, con la cabeza gacha y los
bolsos y las compras pegados al pecho. Tras dejar atrás el bulevar René-Lévesque,
tomé por la rue Berri hasta su extremo sur, luego torcí al oeste y avancé lentamente
por la rue de la Commune. Las estrechas calles del Vieux-Montréal surcaban toda la
colina. A nuestra derecha se encontraba el Marché Bonsecours, el Pavillon Jacques-
Cartier, el Centre de Sciences de Montréal, y más allá el río San Lorenzo, cuyas
aguas, negras y lustrosas, parecían ébano congelado.
—Es bellísimo —dijo Anne—, dentro de su estilo tundra ártica.
—Sólo falta el caribú.
En los meses cálidos, los barcos se arriman a los muelles de las orillas. La gente
que monta en bicicleta y en monopatín acude en masa a los paseos adyacentes, y la
que hace picnics, y los turistas. Pero aquella noche helada la ribera estaba quieta y
oscura.
Al llegar a la plaza d’Youville, tomé por una calleja lateral y aparqué frente a la
antigua aduana. Descendí andando con dificultad, Anne siguió mis pasos colina abajo
cautelosamente, vacilante como si estuviera ebria.
Al mirar hacia la otra orilla del río, me quedé contemplando el nevado y borroso
contorno de Habitat '67. El complejo, construido para la Exposición Mundial, es un
montón de cubos geométricos que desafían el delicado arte del equilibrio. Fruto de la
imaginación más que del pragmatismo arquitectónico, sus paseos subterráneos y
patios son una delicia en verano, pero una invitación a la hipotermia en invierno.
Andrew Ryan vivía en Habitat.
Una multitud de preguntas desvió mi concentración.
¿Dónde estaba Ryan? ¿Qué sentía? ¿Y yo, qué sentía? ¿Qué me había querido
decir con eso de que tendríamos que hablar? De acuerdo, hablaríamos, ¿pero de qué?
¿Del compromiso? ¿De contemporizar? ¿De acabar con la relación?
Ignoré tantas preguntas. Ryan tenía entre manos una operación y no estaría
pensando ni sintiendo nada relacionado conmigo.

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En la rue de la Commune, entramos en un edificio futurista de piedra gris,
formado por vértices y ángulos. En lo alto, un estandarte cruzaba una torre de un lado
a otro, ICI NAQUIT MONTRÉAL. Aquí nació Montreal.
—¿Qué es esto? —dijo Anne, cubriendo de hielo el suelo de baldosas verdes.
—Point-á-Calliére, el Museo de Arqueología e Historia Natural de Montréal.
De un mostrador circular al fondo del hall, asomó la cara de un hombre. Era
demacrada y pálida y no le hubiera venido mal un afeitado. Era un guardia, llevaba
un abrigo militar de segunda mano, y en la mano sostenía una bota.
—Lo siento —dijo señalando un letrero—. El museo está cerrado.
—Tengo cita con la doctora Mousseau.
Se sorprendió:
—¿Y usted es…?
—Tempe Brennan.
El guardia tecleó un número, dijo un par de palabras por el auricular y colgó.
—La doctora Mousseau está en la cripta. ¿Sabe cómo llegar?
—Sí, gracias.
Cruzamos el hall, luego un pequeño atrio, bajamos por un tramo de escaleras
metálicas y desde allí pasamos a un pasillo largo, estrecho y tenuemente iluminado
cuyas paredes y suelo eran de piedra.
—Me siento como Alicia persiguiendo al sombrerero por el túnel —dijo Anne.
—Aquí se estableció el primer asentamiento de Montreal. La exhibición muestra
cómo la ciudad ha crecido y cambiado en los últimos tres siglos.
Anne agitó los guantes hacia un muro medio derruido que surgía del suelo:
—¿Son los cimientos originales?
—No, pero son antiguos. —Señalé hacia el extremo del pasillo—. Ese paseo
subterráneo discurre por debajo de la plaza d’Youville, cerca de donde aparcamos. Lo
que ahora es una calle, antes fue el sumidero de las cloacas, y mucho antes un río.
—¿Tempe? —Entre tanta piedra y argamasa, la voz rebotó con sonido hueco—.
Est-ce toi, Tempe?
—C’est moi.
—Id. Estoy aquí.
—¿Quién es Mousseau? —susurró Anne.
—La arqueóloga de la plantilla.
—Pues debe de tener muchos botones.
—Más que un traje Victoriano.
Monique Mousseau estaba trabajando en una de las varias docenas de cajas de
cristal alineadas a lo largo de los pasillos que nacían del centro de la sala principal. A
su lado, sobre un carrito metálico, tenía una cámara fotográfica, una lupa, un
ordenador portátil, una carpeta y varios libros.

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Al vernos, Mousseau devolvió un objeto a su estante y echó el cerrojo a la caja.
Dejó caer sus gafas de Harry Potter sobre el pecho y se aproximó a nosotras a toda
prisa.
—Bonjour, Tempe. Comment ça va?
Me besó las dos mejillas, dio un paso atrás, sonrió ampliamente y, sin soltarme
los brazos, dijo:
—¿Estás bien, amiga mía?
—Estoy bien —respondí en inglés, y le presenté a Anne.
—Es una gran placer conocerla —dijo Mousseau sacudiendo el brazo de Ann
como si estuviera dándole a una bomba de agua.
—Lo mismo digo. —Anne dio un paso atrás, abrumada por el zarandeo que le
tironeaba por su extremidad.
Las dos mujeres parecían miembros de especies diferentes. Anne era alta y rubia,
Mousseau medía un metro cincuenta y tenía pelo rizado y negro. Anne iba envuelta
en angora rosada, la arqueóloga llevaba una camisa de varón color caqui, vaqueros
negros y botas de leñador. De una anilla inmensa que pendía de su pantalón colgaba
un enorme manojo de llaves.
—Muchas gracias por aceptar vernos tan tarde un viernes de nevada —dije.
—¿Está nevando? —Mousseau soltó la mano de Anne y se volvió hacia mí dando
un bote, como quien se ha metido speed.
Conocía a Monique Mousseau desde hacía una década, poco después de mi
primer viaje a Montreal. En esa época trabajé con ella y comprendí que su energía no
provenía de un subidón químico, su extraordinario vigor provenía de su amor por la
vida y por su vocación. Equipada con una pauta, Mousseau era capaz de excavar toda
Nueva Inglaterra.
—A tope —dije.
—Qué maravilla. Llevo tanto tiempo bajo tierra que he perdido contacto con el
mundo exterior. ¿Qué tal está afuera?
—Muy blanco.
La risa de Mousseau sonó con un eco digno de alguien de un tamaño mucho
mayor.
—Bien, cuéntame lo de esos botones.
Le describí los esqueletos y el sótano.
—Fascinante. —Cada frase suya iba acotada siempre por signos de admiración—.
Echemos un vistazo.
Saqué la bolsa Ziplock y se la entregué.
Mousseau se colocó sus Harry Potter y examinó los botones dando vueltas a la
bolsa transparente. Pasó un minuto y otro más.
Una expresión de confusión cruzó la cara de Mousseau.

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Anne y yo nos miramos.
La arqueóloga alzó sus gafas redondas hacia mí:
—¿Puedo sacarlos?
—Desde luego.
Mousseau abrió el cierre de la bolsa y dejó caer los botones en su mano. Luego
cruzó hacia el carrito y los estudió bajo la lupa. Con la punta del dedo fue dándoles
vuelta, observando y alineándolos. Después los estudió un poco más. Con cada
movimiento profundizaba su perplejidad.
Anne y yo volvimos a intercambiar miradas.
Parecía que el examen durase eternamente. Y entonces Mousseau dijo:
—¿Me disculpas un segundo?
Asentí.
Salió a toda prisa dejando dos de los tres botones encima del carro.
Nos envolvió un silencio extraño. Del exterior, llegaba algún que otro bocinazo.
¿Qué había visto Mousseau?
Una eternidad más tarde, la arqueóloga regresó. Recogió los botones restantes y
reanudó su inspección. Finalmente elevó la mirada, sus ojos se habían vuelto enormes
tras las lentes.
—¿Los ha visto Antoinette Legault?
—Un detective se acercó al McCord y se los mostró.
—¿Y Legault cree que son del siglo XIX?
—Sí.
—Pues tiene razón.
El corazón se me cayó a los pies.
Mousseau se acercó y sobre la palma de la mano fue manipulando dos de los
botones con la punta del bolígrafo.
—Fueron hechos en plata de ley por un joyero y relojero llamado R. L. Christie
—dijo.
—¿Dónde?
—En Edimburgo, Escocia.
—¿Cuándo?
—Entre 1890 y 1900.
—¿Estás segura?
—Estaba bastante segura de haber reconocido el trabajo de Christie, pero para
asegurarme lo comprobé.
Asentí, estaba demasiado deprimida para que se me ocurriese algo.
—Pero éste… —dijo Mousseau volteando el tercer botón con el bolígrafo—. Éste
es falso, y una copia mala, además.
La miré sin comprender.

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Mousseau me pasó la lupa.
—Compara éste con este otro —dijo indicándome uno de los botones Christie y
después la falsificación.
Bajo el aumento, los detalles de la mujer tallada por Christie eran nítidos: los
ojos, la nariz, los rizos. La silueta que aparecía en el botón copiado, en cambio, era un
simple contorno desprovisto de detalles.
Mousseau dio vuelta a los botones:
—Mira las iniciales grabadas junto al ojete.
Incluso para un aficionado, la diferencia era obvia. Christie había grabado sus
iniciales con movimientos suaves, fluidos. En la copia, la S había sido trazada con
una serie de trazos como tajos.
Me quedé perpleja y un poco desconcertada.
Pero no tanto como lo estaría el lunes siguiente por la mañana.

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Capítulo 16
Mi apartamento está en los bajos de un edificio de cuatro plantas alrededor de un
patio central. Tengo dos cuartos de baño, salón, comedor, una cocina estrecha y larga,
y vestíbulo.
El largo pasillo que conecta la entrada con el comedor, ubicado justo enfrente de
la cocina, tiene puertas acristaladas que dan a un pequeño patio que limita con el gran
patio central. En el salón, otro juego de puertas de cristales permite el paso a un
minúsculo cuadrado de césped.
En verano, planto hierba alrededor del césped, en invierno contemplo la
acumulación de nieve sobre la cerca de secuoya y las ramas de pino que caen dentro
de los confines de mi jardín. En un apartamento céntrico, esos cinco metros
cuadrados equivalen a una extensión de campo extraordinaria. Esa noche, el
jardincillo me producía la sensación de estar desnuda, vulnerable; poco importaba
que, a petición de Ryan, el coche patrulla vigilara la calle con más frecuencia.
El remiendo improvisado que le hiciera a mi contraventana era un recordatorio
constante de aquella visita inesperada y del punto de entrada escogido. ¿Qué otras
opciones había considerado? Tuve que admitir que la compañía de Anne me
reconfortaba.
Tras una rápida comida tailandesa preparada, limpiamos la casa. Mientras barría y
pasaba la aspiradora, me carcomía la ira.
Otra vez me dormí con la cabeza bulléndome de ideas.
¿Habría sido un mocoso puesto de coca hasta las cejas quien había violado mi
refugio? Lo más factible era que, desesperado y necesitado, se pusiera a destrozarlo
todo al no encontrar dinero. Ningún ladrón de casas era tan descuidado. ¿Y si su
objetivo era asustarme? Quizá fuera un matón italiano que me quisiera alejar de un
secreto mafioso oculto desde hace tiempo, un mensaje del tipo «sabemos dónde
vives». ¿O era un sociópata malvado que la tenía tomada conmigo?
¿Qué significaban los botones?
¿Por qué ni Claudel ni Charbonneau me devolvían las llamadas?
¿Dónde estaba Ryan? ¿Por qué no me telefoneaba?
Me importaba un pimiento. Mentira. Desde luego que me importaba.
El sábado por la mañana, Anne hizo un viaje a Le Faubourg mientras yo lidiaba
con el cristalero. Al mediodía, la puerta ya lucía nueva hoja de vidrio, la nevera
estaba llena y la casa razonablemente limpia.
Por alguna razón que mi subconsciente no desea compartir, hay ciertas cosas de
las que no puedo desprenderme: recetas de medicinas, ejemplares del National
Geographic, guías del Consejo Estadounidense de Ciencias Forenses, listines
telefónicos.

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Es que nunca se sabe.
Después de compartir con Anne unos sandwiches de queso, tomate y mayonesa,
recogí todos los listines telefónicos de la casa y los apilé junto al ordenador. Después
saqué la lista de Cyr. ¿Cómo comenzar a localizar a los inquilinos, de atrás hacia
delante o de delante hacia atrás?
Empecé por los primeros.
Entre 1976 y 1982, el local que ahora era la pizzería de Matoub lo ocupó una
tienda de equipajes. La propietaria era una tal Sylvie Vasco.
Llamé al número de la lista de Cyr. La llamada la contestó un alumno
universitario que vivía en el gueto McGill. No tenía ni idea de lo que le preguntaba.
Ni en los listines informáticos ni en los otros constaba una Sylvie, pero en total
encontré a siete S. Vasco. Uno de los números había sido dado de baja. En otros dos
no contestaba nadie. El cuarto correspondía al despacho de un abogado. En los
últimos tres me respondieron mujeres. Ninguna se llamaba Sylvie y ninguna sabía de
ninguna Sylvie o Sylvia apellidada Vasco.
Marqué con sendos círculos los dos números en los que no me contestaron y
continué.
Entre 1982 y 1987 el local de la pizzería lo ocupó una carnicería llamada
Boucherie Lehaim. Cyr había escrito el nombre de Abraham Cohen, y junto a éste,
«sp».
En las Páginas Blancas aparecían millones de Cohen en Montreal y sus
alrededores. Además, comprobé que había formas alternativas de escribir el apellido:
Coen, Cohn, Kohen y Kohn, entre otros.
Fantástico.
En las Páginas Amarillas constaba una Boucherie Lehaim, en Hampstead. Pero
nadie contestó al teléfono.
De vuelta al listado de Cyr.
Patrick Ockleman e Ilya Fabián fueron inquilinos de Cyr entre 1987 y 1988. El
viejo Cyr había apuntado junto a sus nombres las palabras «maricas» y «viajes». En
ninguno de los listines encontré a un Ockleman.
Ilya Fabián aparecía domiciliado en Amherst, en el Gay Village. Al primer
timbrazo, cogieron el teléfono.
Me presenté y pregunté si estaba hablando con Ilya Fabián.
Era él.
Pregunté al caballero si era el mismo Ilya Fabián que había abierto la agencia de
viajes en Ste-Catherine a finales de los ochenta.
Contestó con un sí un tanto cauteloso.
Le pregunté si Ockleman y él habían utilizado o visitado el sótano de la propiedad
durante su arriendo.

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—¿Dijo usted que trabaja con el juez de instrucción? —preguntó con una mezcla
de cautela y desagrado.
—Así es, señor Fabián.
—Dios mío, ¿han encontrado a alguien muerto? ¿Había un cadáver allí abajo?
¿Qué podía contestarle?
—Investigo unos huesos que hallamos enterrados en el sótano.
—¡Dios mío!
—Es probable que los restos sean bastante antiguos.
—¡Dios mío! Como en El exorcista. No, no, ¿qué película era aquella con la
niñita? ¿Aquella en la que habían construido la casa encima de un cementerio? Ah sí,
Poltergeist…
—Señor Fabián…
—… No me sorprende que sea en ese sótano. Patrick y yo echamos un solo
vistazo a esa cloaca horrible, apestosa y mugrienta, y nunca más volvimos a pisarla.
Se me ponían los pelos de punta cada vez que pensaba en todos esos bichos
arrastrándose y reproduciéndose bajo mis pies. —Fabián pronunciaba
«arrastráaaaandose» y «reproduciéeeendose»—. Ese sótano estaba lleno de alimañas.
—Pronunció «lleeeeno»—. ¿Y ahora me dice que además había cadáveres?
—¿Alguna vez usaron el sótano como depósito?
—¡Dios nos libre! —Pude imaginarme perfectamente un estremecimiento de lo
más teatral.
Bastante remilgado para ser agente de viajes, pensé.
—¿Su agencia se especializaba en alguna parte del mundo en particular, señor
Fabián?
—Patrick y yo organizábamos paquetes de viajes gay a lugares sagrados —dijo
como una letanía—. En aquella época era difícil vender viajes espirituales. Cerramos
en dieciocho meses.
—¿Se refiere a Patrick Okleman?
—Sí.
—¿Dónde está él ahora?
—Muerto.
Esperé a que Fabián abundara, pero no lo hizo.
—¿Le importaría explicarme cómo y cuándo murió su socio?
—Lo atropelló un autobús. Un autobús de turistas, para más inri —gimoteó—.
Fue hace cuatro años en Stowe, Vermont. Las ruedas le reventaron la cabeza como si
fuese un melón demasiado maduro.
—Gracias, señor Fabián. Si continuamos investigando, volveré a contactar con
usted.
Corté. Fabián y Okleman no daban el perfil de asesinos en serie. Pero subrayé el

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número y tomé un par de notas.
El siguiente nombre de la lista era S. Ménard. Junto a este nombre, Cyr había
escrito «casa de empeños» y las fechas «1989-1998».
En el listín telefónico de Montreal encontré cuatro páginas llenas de Ménards,
setenta y ocho precedidas de la letra S.
Después de cuarenta y dos llamadas, decidí que a Ménard debía buscarlo un
detective.
Pasé al siguiente.
El salón de manicura de Phan Loc Truong ocupó el local de Cyr cutre 1998 y
1999.
Esta búsqueda no fue tan desalentadora como la de Ménard, pero solo en las
Páginas Blancas aparecían 227 Truong. Ningún Phan Loc, pero dos pes.
Ninguna de las pes correspondía a Phan Loc. Ninguna de las dos personas que me
contestaron conocía a un Phan Loc que hubiese llevado un salón de manicura.
Encaré la larga lista de Truong restantes. Muchos de ellos hablaban poco inglés y
poco francés. Muchos tenían contacto con salones de manicura, pero ninguno sabía
nada del salón que alguna vez ocupó el local de Richard Cyr.
Iba por el vigésimo noveno Truong cuando una voz me interrumpió.
—¿Has encontrado a alguien?
Era Anne, que me miraba desde la puerta. Sin darme cuenta, había oscurecido en
la habitación.
—Pues a un montón de mujeres dispuestas a arreglarme las uñas —repliqué.
Desanimada, encendí el ordenador.
Cocinamos filetes, patatas y espárragos. Mientras comíamos, le conté a Anne mi
nada fructífera tarde.
Después de cenar vimos dos películas del inspector Clouseau, mientras Birdie
dormitaba entre nosotras. Ni ella ni yo nos reímos mucho. Nos fuimos a la cama
temprano.
Alrededor del mediodía del domingo, volví a telefonear a la Bouche rue Lehaim.
Nada de nada.
A las dos de la tarde, alguien cogió el teléfono.
—Shalom. —La voz sonaba como un oboe barítono.
Me presenté.
El hombre dijo llamarse Harry Cohen.
—¿Es ésa la misma Boucherie Lehaim que en los años ochenta estaba en Ste-
Catherine?
—Así es. Entonces la carnicería pertenecía a mi padre.
—¿Abraham?
—Sí. Nos mudamos en 1987.

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—¿Puedo preguntarle la razón?
—Nosotros servimos a una clientela estrictamente kosher, y este barrio nos
pareció un sitio más adecuado.
—Sé que esta pregunta le resultará extraña, señor Cohen, pero ¿recuerda usted
algo acerca del sótano de aquel edificio?
—Al sótano se accedía por la tienda. Pero no almacenábamos nada allí y no
recuerdo que nadie entrara o saliera de él.
—¿Es posible que otros inquilinos usaran el sótano como depósito?
—No hubiéramos permitido que nadie utilizara nuestro espacio con ese fin.
Además, la única manera de entrar es a través de una trampilla que había en el baño
de nuestro local y mi padre mantenía esa entrada cerrada con candado. Siempre.
—¿Sabe por qué lo hacía?
—Mi padre es extremadamente escrupuloso en temas de seguridad.
—¿Por qué?
—Porque nació judío en Ucrania en 1927.
—Entiendo.
Estaba dando manotazos de ahogada. ¿Qué más podía preguntar?
—¿Conoció usted a los inquilinos anteriores o posteriores?
—No.
—Ustedes estuvieron casi seis años en ese barrio, ¿hubo algo en particular que los
llevara a mudarse?
—El barrio se volvió… —Cohen dudó—: Desagradable.
—¿Desagradable?
—Nosotros somos judíos Chabad-Lubavitch, doctora Brennan, judíos
ultraortodoxos. A veces no nos comprenden ni en Montreal.
Le di las gracias y corté.
En el patio central del edificio hay un pequeño abeto que echa raíces en un tiesto
de piedra. Cada diciembre, el portero, Winston, cubre de luces el endeble arbolillo. A
Winston no le gustan nada las sosas navidades blancas de los presbiterianos de
Connecticut. Para él las pascuas o son multicolores o no son nada.
Mi gato es uno de los que más aprecia esas lucecillas. Pasa horas hecho un ovillo
junto a la chimenea mirando alternativamente las llamas y el milagro que Winston
monta en medio de la nieve.
Imitando a Birdie, Anne y yo pasamos la tarde sin hacer nada. Estuvimos horas y
horas frente al fuego, con las cabezas apoyadas en el borde del sofá y las piernas
cruzadas sobre la alfombra de la chimenea. Mientras bebíamos incontables tazas de
café y té, yo me quejé de Claudel y de Ryan, y Anne de Tom. Nos reímos de lo
necesitadas que estábamos, y esa necesidad nos puso de un humor sombrío.
Tras horas de charla y de una marejada de palabras, llegué a entender la verdadera

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profundidad de la infelicidad de mi amiga. La salida de compras y las bromas no
habían sido más que un «paripé». Tenía que volver a maquillarse y subir el telón: el
espectáculo debía continuar. Tenía que salir adelante, por el bien del equipo, por el de
sus hijos, por Tempe.
Anne siempre ha sido imperturbable, por esa razón su intensa tristeza me
resultaba tan perturbadora. Recé porque no se tratara de algo permanente.
Mientras hablábamos, pensé en decirle algo alentador o reconfortante, o que al
menos la distrajera. Pero todo lo que se me ocurría sonaba manido o a cliché. Al
final, me limité a demostrarle mi apoyo. Pero estaba preocupada por mi amiga.
Sobre todo, Anne y yo compartíamos recuerdos: la noche que nadamos desnudas
en el lago, la fiesta en la que ella dio un brinco y se pegó un porrazo, el viaje a la
playa en el que perdimos a Stuart cuando tenía dos años, el día que aparecí borracha
en el recital de Katy.
El año que aparecí borracha en todas partes.
Entre charla y charla, comprobábamos nuestros respectivos mensajes.
Muchos eran de Tom.
Ninguno de Ryan.
Aunque la telefoneaba cada dos horas, la señora Gallant/Ballant/Talent persistía
en su negativa a contestar. Y en cuanto a no devolverme la llamada fue igual de
férrea.
De cuando en cuando, la conversación volvía a los botones de Claudel. Monique
Mousseau no había arriesgado una opinión sobre su antigüedad ni por la de que
alguien quisiera falsificarlos. Anne y yo nos imaginamos numerosas situaciones, pero
ninguna con sentido. Birdie nos ayudó un poco.
El domingo por la noche, conseguí persuadir a Anne de que le cogiera el teléfono
a Tom. Después de hablar, mi amiga bebió una buena cantidad de vino. En silencio.

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Capítulo 17
Cuando me marché al laboratorio el lunes por la mañana, Anne seguía dormida.
Garabateé una nota pidiéndole que me telefoneara al despertar. No esperaba que lo
hiciera antes del mediodía.
Al salir del garaje, el cielo me encegueció. Estaba impoluto, y el sol brillante tras
la nevada del fin de semana.
Una vez más, la armada de quitanieves de la ciudad había ganado la batalla.
Todas las calles de Centre-ville estaban despejadas. Hacia el este, la mayoría de las
vías laterales estaba transitable, aunque flanqueadas por coches cubiertos hasta el
techo de nieve, parecían hipopótamos atrapados en ríos de leche congelados.
Aquí y allá me cruzaba con conductores frustrados, paleando sin descanso,
soltando volutas de aliento como lo harían los escapes de sus vehículos
semienterrados.
Las callejas secundarias que rodeaban el laboratorio estaban impracticables, así
que dejé el coche en el aparcamiento de pago de Wilfrid-Derome. Crucé hasta la
entrada trasera del edificio, esquivé montículos de nieve y rodeé un pequeño
quitanieves en la acera; su luz ambarina destellaba en el aire cristalino.
Mis pisadas sonaban definidas, crujientes. En la distancia, las grúas sobresaltaban
a los residentes con sus zumbidos de dos tonos: ¡Salgan de sus camas! ¡Muevan esos
traseros! ¡Quiten de ahí sus coches!
La primera sorpresa del día surgió con toda tranquilidad mientras revisaba los
mensajes del buzón de voz.
Michel Charbonneau es un grandullón cuyo tamaño no disminuye con la edad. El
cuello de toro, los rasgos duros y los pelos de pincho le dan un aspecto de jugador de
rugby electrificado.
Al contrario de Claudel, que se inclina por las prendas de seda y lana de diseño,
Charbonneau tiene un gusto que tiende al poliéster y a la ropa de rebajas. Llevaba una
camisa naranja tostado, pantalones negros y una corbata que parecía una pelea
callejera sobre una paleta multicolor. Su abrigo era de un desafortunado estampado de
cuadros marrones y habanos.
Se dejó caer sobre una silla y dobló el abrigo sobre las rodillas. Noté un raspón en
su mejilla izquierda.
Charbonneau se percató de que lo había notado.
—Debería ver al otro —dijo, y sonrió.
Yo no sonreí.
—Perdone que no le haya devuelto la llamada. En el último momento Claudel y
yo fuimos destinados a narcóticos como refuerzo y el viernes tuvo lugar la operación.
Supongo que habrá leído sobre ella.

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—No. Todavía no he visto las noticias.
Durante el fin de semana Anne y yo habíamos prescindido de todas las formas de
periodismo, optando por los vídeos y las películas clásicas del canal cine.
—El grupo destacado para la operación llevaba investigando el asunto desde hace
meses.
Lo dejé hablar.
—Un par de ejecutivos sacaba de contrabando seudo-efedrina, que se utiliza para
producir metanfetaminas. Almacenaban el producto en Quebec y Ontario y después
lo distribuían en camiones por todo Canadá y al sur del paralelo cuarenta y ocho.
Charbonneau se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y dejó
las manos colgando.
—Esos mendas suministraban a los «cocineros» desde Halifax a Houston. El
viernes pillamos a cuarenta y tres, y el sábado a once más. Algunos abogados van a
tener que contratar ayudantes a montones.
—¿Participó Andrew Ryan en la operación?
Charbonneau sonrió y meneó la cabeza:
—Aunque pertenezca a la SQ, el tipo es una leyenda.
Decir que hay cierta rivalidad entre la SQ y la CUM sería como decir que
palestinos e israelíes a veces no coinciden.
—¿Por qué lo dice? —Cogí un bolígrafo y empecé a dibujar cuadrados dentro de
otros.
—Porque el sábado por la mañana a Ryan casi le apagan las luces, ¿vale? Y esa
misma noche lo veo tranquilo a más no poder, acompañado por una chica a quien
doblaba en edad. —Charbonneau dibujó un reloj de arena en el aire—. Vi muy poca
lycra, pero hectáreas de piel. ¿Cuántos años tiene Ryan, cuarenta y siete? Pues hacía
muy poco que esa chica se había quitado los aparatos.
Tracé una diagonal en un cuadrado. Me hice la desinteresada.
—La chica sigue con él, así que supongo que él sigue teniendo lo que hay que
tener.
Ryan y yo habíamos sido discretos, más que discretos. Charbonneau no tenía
forma de saber que habíamos sido amantes.
—¿Sigue con él? —repetí como de pasada.
Charbonneau se encogió de hombros:
—Ya los había visto juntos antes.
—¿De veras?
—Déjeme ver… ¿cuándo fue? —Charbonneau continuó yéndose de la lengua, sin
saber el efecto que estaban produciendo sus comentarios—. ¿En agosto? Sí, en
agosto. Hacía más calor que en un maldito barco bananero.
Su dedo carnoso apuntó en mi dirección:

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—Recuerdo que pasé por aquí a preguntar sobre un caso y usted estaba en el sur.
Tuve que declarar y la vista preliminar tuvo lugar a principios de agosto. Recuerdo
que al salir del tribunal vi a Ryan y al bomboncito. Sí, fue la segunda semana de
agosto.
La primera semana de agosto, Ryan estaba conmigo en Charlotte. Recibió una
llamada urgente, algo le había ocurrido a su sobrina y tuvo que regresar a toda prisa a
Canadá.
Dejé caer el bolígrafo y controlé mi expresión:
—Monsieur Charbonneau, lo llamé el viernes porque he descubierto información
relevante sobre los esqueletos del sótano de la pizzería.
Charbonneau se echó hacia atrás en la silla y estiró las piernas:
—La escucho.
—Obtuve una segunda opinión sobre los botones que encontró Said Matoub…
Charbonneau me miró con cara de no entender.
—… el dueño de la pizzería.
—¿El tipo que encontró los esqueletos?
—No, tibio. Ése fue el fontanero. Matoub admitió haberse quedado con tres
botones de plata mientras recogía los huesos.
—Entendido.
—Su compañero llevó los botones al McCord para que los estudiaran.
—La señora aquella dijo que eran viejos.
—Se llama Antoinette Legault, y tenía razón. Pero sólo en parte.
—¿Ah, sí?
—Por lo que dice Monique Mousseau de Pointe-á-Calliére, sólo dos de los
botones son del siglo XIX. El tercero es una falsificación.
—¿Y eso qué significa?
—Ella no lo sabe.
—¿Qué antigüedad tiene el botón falsificado?
—La arqueóloga no pudo certificarla, pero duda de que sea antiguo.
—Vale. Puede que la antigüedad de los botones no coincida con la de los huesos,
pero eso no quiere decir que se trate de un crimen.
—¿Ha oído hablar de un hombre llamado Nicoló Cataneo?
—¿Nick «el Navajas»? ¿Y quién no?
—En la actualidad, el edificio en el que se encuentra la pizzería de Matoub es
propiedad de Richard Cyr. Se lo compró a Nicoló Cataneo.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—En 1980.
Charbonneau retrajo las piernas y se enderezó en la silla:
—¿Durante cuánto tiempo fue propiedad de Cataneo?

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—Durante diez años.
Charbonneau arrugó el entrecejo.
—¿Lo que he dicho significa algo, detective?
—Puede ser.
—Cataneo estaba en el ajo.
Charbonneau empezó a arrancarse la cutícula del pulgar derecho.
—¿Qué es lo que no me cuenta? —pregunté.
Charbonneau se mostró indeciso durante unos momentos, después se repantingó.
—Al final de los años setenta, las cosas explotaron por aquí. Las facciones
calabresas y sicilianas se atacaban constantemente. La guerra acabó cuando
liquidaron a Paolo Violi, el jefe.
—¿Y?
—Que otro tomó el poder.
Oí sonar un teléfono al fondo del pasillo, sonó una y otra vez. Sería LaManche
reuniendo sus tropas para la reunión matinal.
—¿Y? —insistí.
—El nuevo jefe rompió la relación con los Bonnano de Nueva York y la
estableció con la familia de Montreal y los Caruana y Cuntrera.
—¿Y eso qué significa? —Miré mi reloj asegurándome de que Charbonneau lo
advirtiera.
—Fue una locura. —El detective se encogió de hombros—. Murieron un montón
de tipos.
—¿Y algunas chicas quizás?
Charbonneau volvió a encogerse de hombros:
—Usted no mencionó que los huesos mostraran traumas.
—Es que no encontré trauma alguno. ¿Hablará usted con su compañero?
Charbonneau jugueteó con el lóbulo de la oreja, miró a un lado y luego a mí.
Dudó un instante y finalmente tomó una decisión personal.
—Luc ya ha hablado con Cyr.
—Lo sé.
—Supongo que no se lo dijo.
—No.
—Debió decírselo.
—Habría sido un detalle.
—El viejales no mencionó a Cataneo.
—Quizá eso tenga que ver con las pésimas habilidades sociales de su compañero.
—¿Averiguó usted algo más?
Le conté lo del listado de inquilinos que me entregó Cyr y las llamadas que yo
había hecho por mi cuenta.

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—¿Y de quién sospecha, del drag queen o del tipo del sombrero negro y las
trenzas?
—Los Chabad-Lubavitch no usan ni payot ni streimel.
—Sólo le tomaba el pelo, doctora. ¿Sospecha de alguno de los dos?
—¿Quiere saber mi opinión?
Charbonneau asintió.
—De ninguno de los dos —dije poniéndome en pie.
Torpemente, Charbonneau hizo lo propio, dobló el abrigo sobre el brazo y sacó un
papel de un bolsillo.
—Me han dicho que le entregue esto.
La nota contenía el número de teléfono que había facilitado la señora
Gallant/Ballant/ Talent. El titular de la línea era un tal Alban Fischer domiciliado en
Candiac.
—¿Era una llamada anónima?
Asentí.
—¿Le están causando problemas?
—¿Además del loco que se metió en mi apartamento?
—¿Habla en serio? —La expresión de Charbonneau se tensó.
Había metido la pata.
—No fue nada. En cualquier caso, Ryan dispuso vigilancia especial en mi calle.
Me fijé en el papel que Charbonneau me había entregado.
—Esta mujer telefoneó y aseguró saber algo sobre los huesos del sótano de la
pizzería.
—¿Qué?
—No tengo ni idea. Dijo saber lo que había ocurrido en el edificio de Cyr.
—Apenas contacte con esa señora, hágamelo saber. Si no la encuentra, yo me
pasaré por allí personalmente. Y avíseme si alguien la está fastidiando, doctora. Lo
digo en serio.
Charbonneau dudó de nuevo, pero esta vez por más tiempo:
—Luc entrará en razón, no deje que la crispe. Créame, doctora, él tampoco
tolerará que alguien se meta con usted.
Yo tenía mis dudas.
Después de sobrevivir al campo minado de comentarios que me había soltado
Charbonneau, hubiera debido estar preparada para la próxima sorpresa. Pero no lo
estaba.
Llegué a la sala de reuniones. Los cinco patólogos estaban enfrascados en una
conversación.
Murmuré mis disculpas por llegar tarde. LaManche me deslizó una fotocopia.
Tres de las autopsias ya habían sido asignadas: a Pelletier le tocaron dos adictos al

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crack hallados en el metro Lionel-Groulx, a Morin le tocó un ciclista aplastado por un
camión de bomberos.
Di vuelta al folio y leí rápidamente los dos casos siguientes. Un hombre había
sido hallado boca abajo debajo de una escalera en Mount Royal, en el extremo más
alejado de Drummund.
Nom de décédé: Inconnu. Nombre del fallecido: Desconocido. Y una mujer había
sido hallada muerta en su cama.
Nom de décédé: Louise Parent. Date de naissance: 18/6/1943 Info: Mort
suspecté.
Bajé la vista a la línea siguiente y el corazón se me cayó a los pies.

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Capítulo 18

La voz de LaManche se tornó distante. Sentí que la habitación se agrandaba en


torno a mí.
Metí la mano en el bolsillo de la bata y de un tirón saqué la nota de Charbonneau.
¡Vaya por Dios!
La dirección que habían obtenido al rastrear la llamada era la misma que la que
figuraba en el expediente del caso.
Mientras yo miraba fijamente el nombre, LaManche lo pronunció:
—Louise Parent.
Ballant/Gallant/Talent… Parent.
Una tensión me oprimió el pecho.
—¿Quién la descubrió? —exclamé.
Todos se volvieron hacia mí, sorprendidos por mi vehemencia.
Sin decir palabra, LaManche sacó el informe policial:
—Claudia Bustillo, la sobrina de la víctima.
—¿Qué pasó?
LaManche leyó suavemente durante unos segundos:
—Madame Bustillo tiene la costumbre de telefonear a su madre regularmente. Su
madre, Rose Fischer, y la víctima, Louise Parent, eran hermanas y compartían casa en
Candiac.
LaManche resumió los datos pertinentes:
—En el transcurso del fin de semana, Bastillo no recibió contestación a sus
llamadas. Así que esta mañana temprano fue hasta la casa a ver qué pasaba y
encontró a su tía muerta en la cama.
Dios mío, yo había estado intentando contactar con Parent al mismo tiempo que
su sobrina.
—¿Está bien Rose Fischer?
LaManche terminó de hojear el informe:
—Aquí no dice nada acerca del paradero de madame Fischer. Supongo que la
mujer se encuentra entre los vivos porque de camino aquí no está.
—¿De qué murió? —Apenas pronuncié esas palabras supe que había dicho una
estupidez.
LaManche atisbo por encima de las gafas.
—Ésa es precisamente la razón de que nos envíen a madame Parent.
Las preguntas se arremolinaban en mi cabeza.
¿Se trataba de un crimen o era una espantosa coincidencia? ¿Había sido asesinada
Parent o había muerto de causas naturales? ¿Estaba relacionada su muerte con las

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llamadas que hiciera?
¿Había sido Louise Parent quien me había telefoneado?
¿Debía hablar o callar lo que sabía?
Miré la casilla que indicaba la jurisdicción del caso.
SQ.
Decidí esperar a hablar con los agentes que investigaban el caso, y hasta que
LaManche hubiese completado su autopsia.
—Doctora Santangelo —continuó LaManche—, por favor encárguese del
caballero de la escalera.
Santangelo hizo una marca en su listado.
—Yo me encargaré de madame Parent cuando llegue —dijo LaManche.
Y garabateó «La» junto al nombre de Louise Parent.
Fin de la reunión. Todo el mundo se puso en pie y salió en fila de la sala.
De nuevo en mi oficina, me faltó el tiempo para marcar el teléfono de Ryan;
contestó tras el primer timbrazo.
—¿Quién va a investigar el caso de Louise Parent?
—Sí, también es muy agradable oír tu voz. Sí, hace un poco más de calor. Y sí,
fue un fin de semana jodido —dijo Ryan.
—¿Qué tal tu fin de semana?
—Jodido.
—¿Y la gran operación?
—Lista.
—¿Ya estás libre?
—Sí.
Esperé, pero él no dio más detalles.
—¿Quién va a investigar el caso de Louise Parent?
El ruido de fondo de la sala de brigada indicaba que Ryan estaba unas dos plantas
por debajo de mí.
—La mujer de Candiac —lo piqué—. Tenía sesenta y ocho años y fue hallada
muerta en su cama esta mañana. ¿A quién le tocará el caso?
—A un servidor, nena.
—No te dieron mucho tiempo de descanso.
—Parece que me echaban de menos.
—¿Todavía no has encontrado un compañero de aventuras?
Varios años antes, el compañero de Ryan había muerto en un accidente de
aviación mientras escoltaba a un prisionero de Georgia a Montreal. Desde entonces,
Ryan había trabajado solo, asignado de una operación especial a otra.
—Mi carisma los intimida.
—Será por la loción de después de afeitar.

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—Prefiero moverme solo.
—¿Por qué se considera a Parent mort suspecté?
—Porque su muerte parecía sospechosa.
—Me vas a matar de risa, Ryan.
—La víctima gozaba de buena salud. No falló el calefactor, no hubo ni pérdidas
de gas ni de monóxido de carbono. Tampoco hay antecedentes de depresión o nota de
suicidio. La hermana de la víctima tiene sesenta y cuatro años y se ha largado por
pies, está en paradero desconocido. Los polis de Candiac creyeron oportuno
llamarnos a los hermanos mayores para que echásemos un vistazo.
—LaManche va a realizar la autopsia esta mañana.
Me imaginé a Ryan con el auricular apretado entre el hombro y la cabeza y los
tobillos cruzados sobre el escritorio.
Me imaginé a Ryan en mi cama.
Me imaginé a Ryan paseándose ufano con la reina del baile.
—El cuerpo lo encontró la sobrina de la víctima —comentó—. Dice que no es
típico de su madre largarse sin decir adonde va.
—¿Rose Fischer?
Oí el crujido del papel.
—Bingo.
—¿Estás intentando localizarla?
—Así es, doctora.
—¿Quién es Alban Fischer?
Percibí un instante de duda.
—Puedo averiguarlo. ¿Por qué?
—¿Recuerdas a la mujer que me telefoneó para contarme algo sobre los
esqueletos de la pizzería?
—Sí.
—¿Recuerdas que me pareció oír que su nombre era Ballant o Gallant o algo así?
—Sí.
—Ambas llamadas fueron hechas desde la casa de Rose Fischer en Candiac.
—Parent…
—Suena parecido si hay ruido en la línea.
—La línea de teléfono está a nombre de Alan Fischer —adivinó Ryan.
—Efectivamente.
—¿Alban figura en el listín?
—Aguarda.
Apoyé el auricular, saqué el listín y pasé las hojas hasta llegar a la F. A veces, el
trabajo detectivesco no requiere genialidad. Alban Fischer aparecía domiciliado en la
dirección de Candiac.

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—Vive allí —confirmé.
—La sobrina dijo que en la casa no había nadie más, que las ancianas vivían
solas. La telefonearé.
—Te volveré a llamar cuando LaManche acabe.
—Puede que se trate de un simple ataque de corazón.
—Puede.
—Pasa constantemente.
—Es la segunda causa de muerte.
—¿Estás segura de que no es la primera?
—No.
—¿Hay alguna otra novedad?
—De hecho, sí la hay.
Informé a Ryan del botón falso. Quiso saber qué significaba y le respondí que no
tenía ni idea.
Entonces le conté lo de Nicoló Cataneo.
Hizo una pausa y después su voz sonó diferente, más dura, por decirlo de algún
modo.
—No me gusta lo que me cuentas, Tempe. Los mañosos dan tanto valor a la vida
como al hilo dental usado. Ándate con cuidado.
—Siempre lo hago.
—¿Has reparado la ventana?
—Sí.
—Te eché de menos el fin de semana.
—No me digas.
—¿Tu amiga sigue ahí?
—Sí.
—Hablemos cuando se vaya.
—Anne no muerde.
Hubo una larga pausa. Ryan la rompió:
—Tenme al tanto de lo que diga LaManche. Si estoy fuera, mándame un mensaje
al busca.
Antes de ponerme a analizar el tercer esqueleto, me desvié hacia la sala de
autopsias principal. Pelletier tenía al primero de los gemelos adictos al crack en la
mesa uno, y LaManche a Louise Parent en la dos.
Parent había llegado vestida con un camisón de abuelita. La larga prenda de
franela yacía extendida en la encimera. Rosas rojas sobre fondo rosa, canesú
adornado de encaje y botones pequeños como perlas en miniatura.
La imagen me llegó como un flash: arrastrando los pies, la abuela se dirige a la
cama con sus pantuflas Dearfoam y su té de manzanilla.

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Mi ojos volvieron a posarse en el cuerpo.
Parent era muy pequeña y daba mucha pena verla echada allí en la mesa de acero
inoxidable con desagüe. Estaba tan sola, tan muerta.
Sentí una punzada de dolor. Pero la ignoré.
LaManche ladeó suavemente la cabeza de la mujer y le abrió la mandíbula.
Haciendo palanca le levantó un hombro: la espalda y las nalgas arrugadas estaban
moradas de lividez.
LaManche hundió un dedo en la carne descolorida. El punto donde hizo presión
no se blanqueó.
LaManche dejó que el cuerpo se reasentara sobre su espalda, y entonces levantó
una de las manos muertas. La piel de la zona inferior del cuerpo empezaba a
despegarse en tiras finas como papel.
—La lividez se ha asentado. El rigor mortis llegó y ya se fue. El escamado
epitelial apenas acaba de comenzar.
LaManche apuntaba sus observaciones, mientras mis ojos recorrían la geografía
del cadáver.
Los músculos de Parent estaban atrofiados, su cabello era gris, su piel casi
traslúcida. Sus senos arrugados yacían fláccidos sobre el pecho huesudo. Su abdomen
se estaba poniendo verde.
—¿Cuánto cree que lleva muerta? —pregunté.
—No veo veteado, ni hinchazón, y sólo un mínimo de putrefacción. La casa
estaba templada pero no en exceso. Desde luego voy a comprobar el contenido de su
estómago y el fluido ocular, pero por lo que he visto diría que entre cuarenta y ocho y
setenta y dos horas.
Otra punzada de dolor.
Yo había espantado a aquella mujer el miércoles, pero ella volvió a llamarme el
jueves. La estimación de LaManche situaba su muerte entre el viernes y el sábado.
Noté una delgada línea blanca sobre su abdomen.
—Parece que fue operada de algo.
LaManche ya estaba dibujando la ubicación de la cicatriz en un diagrama.
Posé la vista sobre la cara de Parent.
Tenía los ojos medio abiertos y cubiertos por franjas oscuras.
Al llegar la muerte, los músculos del párpado se relajan exponiendo las córneas,
lo cual permite que el tejido epitelial se seque. Tache noir sclerotique. Normal. Pero
el cambio daba a Parent ese aspecto macabro que tiene el animal atropellado en la
carretera el día anterior.
Me incliné e inspeccioné los dientes de la víctima. Pese a estar gastados, estaban
limpios y sólo ligeramente manchados. Las encías presentaban poca inflamación y
reabsorción. Su higiene dental había sido buena.

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Cuando estaba enderezándome me percaté de algo alojado entre el incisivo lateral
derecho y el canino. Me acerqué más.
Había algo allí, no me cabía duda.
Cogí una lupa de un cajón y regresé a la mesa.
—Doctor —dije—. Eche un vistazo a esto.

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Capítulo 19

LaManche rodeó la mesa. Le pasé la lupa y él estudió la dentadura de Parent.


Luego, sin enderezarse, dijo:
—Es una pluma.
—Así es —asentí.
Usando unas pinzas, LaManche transfirió la pluma a un vial de plástico. Después
abrió las mandíbulas de la anciana y examinó sus dientes posteriores.
—No veo que haya ninguna más. —Su voz sonó apagada a través de la máscara.
—¿Le alcanzo la Luma-Lite?
—Por favor. —Se volvió hacia la técnico en autopsias—: ¿Lisa?
Mientras yo sacaba el aparato de un aparador, Lisa trasladó a Parent a una camilla
y a la sala de rayos X contigua. Cuando volví a unirme a ellos, Lisa ya había recogido
el camisón y lo había extendido en la mesa de rayos.
LaManche y yo nos pusimos las gafas protectoras de cristales anaranjados y Lisa
enchufó la Luma-Lite. La Luma-Lite es una fuente luminosa alternativa compuesta
por una caja negra y un cable de fibra óptica que emite un azul intenso.
Con ella conseguiríamos ver pruebas imposibles de percibir a simple vista.
—¿Preparados? —dijo Lisa.
LaManche asintió.
La técnico se colocó las gafas y apagó la luz.
En plena oscuridad, el patólogo empezó a recorrer el camisón de Parent con el
haz de luz.
Aquí y allí los cabellos sueltos se encendían como cables blancos. Armada de una
pinza, Lisa los cogía y los transfería a un vial de plástico.
Cuando hubimos acabado con el camisón, LaManche pasó a revisar el cadáver.
Lentamente, recorrió los pies y las piernas de Parent con la luz. Exploró las colinas y
valles del pubis, el abdomen, la caja torácica y los pechos. Luego iluminó la cavidad
que se abría al fondo de la garganta.
Excepto un par de cabellos, no se iluminó nada más.
—Son muy similares a los de su melena —dije.
—Sí —asintió LaManche.
Las manos y uñas de Parent no ocultaban restos de piel. Sus ojos, fosas nasales y
oídos estaban limpios.
Entonces el haz penetró en el oscuro hueco de la boca.
—Bonjour —dijo Lisa en la oscuridad.
Un molar brilló como el fósforo a la altura de la encía.
—Eso no es un pelo —dije.

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Lisa retiró el objeto con las pinzas.
Trabajamos otros treinta minutos en medio de la oscuridad, pero nuestros
empeños sólo produjeron dos pelos más, ambos delgados y ondulados iguales a los de
la víctima.
Lisa encendió las luces y nos dirigimos de nuevo a la sala de autopsias. Allí
LaManche abrió el vial donde depositara el hallazgo del molar y lo examinó bajo la
lupa. Cuando finalmente habló parecía que había pasado una década:
—Es otro resto de pluma.
LaManche y yo cruzamos miradas; por nuestra mente pasaban sospechas
idénticas.
En ese momento, Lisa entró con la camilla de la señora Parent. La Manche se
acercó, yo lo seguí.
Cogiendo firmemente el labio de la mujer, LaManche lo volvió del revés. Su
aspecto era normal.
Pero cuando tiró de él hacia abajo, noté pequeñísimas laceraciones horizontales
estropeando la lisa carne morada. Cada laceración coincidía con el correspondiente
incisivo inferior.
Utilizando pulgar e índice, el patólogo abrió los párpados izquierdos de la
anciana, y después los derechos. Ambos mostraban petequias —puntitos rojos en la
superficie el ojo— además del ennublamiento de esclerótica y conjuntiva.
—Asfixia —dije, al tiempo que se formaban en mi mente imágenes terribles.
Imaginé a la anciana sola en la cama, en su refugio, en el lugar donde se sentía
más segura. Entonces, de la oscuridad surge una figura, sus dedos le rodean el cuello.
La mujer siente sed de oxígeno y el corazón se le sale del pecho a causa del terror.
—Hay muchas cosas que pueden causar hemorragias petequiales, Temperance. Su
presencia no indica mucho más que el estallido de un capilar.
—A causa de una repentina congestión vascular en la cabeza —respondí.
—Así es —dijo LaManche.
—Como cuando hay estrangulación…
—Las petequias pueden ser causadas por toses, estornudos, vómitos, esfuerzos al
expulsar deposiciones, trabajos de parto…
—Dudo que esta mujer estuviera a punto de dar a luz.
LaManche continuó hablando mientras con un dedo enguantado rebuscaba en la
garganta de Parent:
—… por una obstrucción debida a un objeto extraño, arcadas, hinchazón de las
paredes de las vías respiratorias.
—¿Ve usted indicios de que se trate de alguno de esos casos?
LaManche alzó la vista y me miró:
—Apenas he comenzado el examen externo.

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—Pudo haber sido asfixiada.
—No veo ni arañazos, ni uñas rotas, ni signos de violencia, ni indicios de que se
haya defendido —dijo para sí mismo más que para mí.
—Pudo haber sido asfixiada mientras dormía, con una almohada —dije
verbalizando los pensamientos que tomaban forma en mi mente—. Una almohada no
deja marcas y además explicaría los cortes en los labios y esas plumas que
encontramos en su boca.
—Las petequias burdas son muy habituales en cadáveres hallados boca abajo y
con la cabeza por debajo de la altura del resto del cuerpo.
—La lividez de la espalda y de los hombros sugiere que murió boca arriba.
LaManche se incorporó:
—El detective Ryan prometió traerme esta tarde fotografías de la escena del
crimen.
Por unos instantes trabamos nuestras miradas. Al final, decidí sincerarme y
contarle a LaManche la historia de la señora Parent.
Sus ojos viejos y tristes me sostuvieron la mirada, y entonces comentó:
—Le agradezco que me haya confiado la relación entre usted y la víctima.
Realizaré el examen interno con un cuidado especial.
Su comentario era innecesario. Sabía que LaManche sería tan meticuloso con la
señora Parent como con todos los demás cadáveres que examinaba, ya fuera el de un
primer ministro o el de un ladronzuelo. Pierre LaManche se negaba a aceptar sin más
una muerte.
A las diez y media, yo ya había deshecho el paquete que guardaba los restos
hallados en la segunda zanja del sótano de la pizzería.
A las once y media, había despegado la mortaja de cuero, retirado la matriz de
tierra y la adipocira, y había dispuesto los huesos anatómicamente sobre la mesa de
autopsias.
A las tres y cuarenta había completado inventario y examen.
El esqueleto designado LCJML-38428 correspondía a una mujer blanca de entre
un metro sesenta y cinco y un metro setenta y tres, muerta entre los veinte y los
veintidós. Su higiene dental había sido mala y no tenía arreglos dentales. Había
sufrido una fractura de Colle en el radio derecho, que se soldó bien. Su esqueleto
mostraba un mínimo daño post mortem y no había indicios de traumas ocurridos
antes o durante el momento de su muerte.
Mis conclusiones preliminares habían sido correctas. Aunque era algo mayor,
aquella joven era inquietantemente similar a las otras dos.
Mientras garabateaba unas últimas anotaciones oí que la puerta del vestíbulo de la
oficina se abría y se cerraba. Unos segundos más tarde se asomó LaManche. Su
expresión me decía que no había venido a informarme de un aneurisma.

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—Hallé hemoglobina desoxigenada en exceso en la sangre venosa, lo cual indica
cianosis.
—¿Asfixia?
—Efectivamente.
—¿Algo más?
—Todo lo habitual en una mujer que iba por su séptima década de vida.
—Entonces pudo haber sido asfixiada…
—Me temo que es una posibilidad.
—¿Hay lesiones?
LaManche sacudió la cabeza:
—No encontré fracturas ni hemorragias, tampoco rasguños o arañazos. No había
tejido bajo las uñas ni nada que sugiriese que opuso resistencia.
—Pudo haber sido atacada mientras dormía… Quizá fue drogada.
—Pediré que le realicen un análisis toxicológico completo.
Una vez más oí que la puerta exterior se abría y se cerraba con un clic, y unos
pasos de botas cruzando el vestíbulo de la oficina.
Ryan llevaba su atuendo de sport detectivesco: camisa tejana, vaqueros y blazer
de lana color habano con coderas.
Ryan y LaManche intercambiaron «Bonjours».
Ryan y yo un simple gesto.
Mi jefe puso al detective al día de sus hallazgos.
—¿A qué hora murió? —preguntó Ryan.
—¿Descubrió rastros de la última cena? —contraatacó LaManche.
—Un cazo, una cuchara y una taza en el escurridor. En el cubo de basura había
una lata de sopa, de hortalizas.
—El contenido del estómago había sido evacuado por completo. Eso debió de
ocurrir unas tres horas después de ingerir la sopa.
—La sobrina dice que las ancianas cenaban alrededor de las siete y se iban a la
cama alrededor de las nueve o las diez.
—Eso si la sopa fue la cena y no la comida —alzó un dedo LaManche—. Tenga
en cuenta que la fisiología gástrica es extremadamente variable, el estrés nervioso y
ciertas enfermedades pueden demorar el vaciado del estómago.
Recordé la voz temblorosa. Incluso al otro lado de la línea, la agitación de Parent
era patente.
—Pediré una orden para que nos entreguen los registros de llamadas.
—Pero el estado de descomposición sugiere que la muerte tuvo lugar el viernes.
—LaManche cruzó las manos por detrás de la espalda—. Y bien, detective, ¿qué
información nos trae usted?
Ryan extrajo un sobre marrón de un bolsillo de la chaqueta y esparció unas

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fotografías en color sobre la encimera.
Una por una, las copias de 13 x 18 ilustraban la última jornada de Louise Parent.
Eran vistas exteriores del bungalow de ladrillo amarillo, sus aceras despejadas de
nieve, el porche delantero decorado con luces multicolores, la puerta de madera azul,
la corona con Joyeuses Fétes! rotulado sobre el lazo de terciopelo rojo, el jardín
delantero con su reno de plástico.
Más vistas del patio trasero cubierto, un trineo de niño apoyado contra la
alambrada, la entrada con escalinata despejada de hielo, la pala para nieve.
En silencio, LaManche y yo fuimos estudiando las fotos.
Vimos primeros planos de las puertas trasera y delantera, con sus picaportes y
pasadores intactos.
Luego la cocina, fotografiada desde la derecha y desde la izquierda. La estufa, la
nevera, la encimera que bordeaba toda la estancia con fregadero de acero inoxidable.
En el escurridor sólo se veía una cuchara, una taza y un cazo.
—Se la ve muy ordenada —dije.
—No había nada fuera de su sitio —asintió Ryan—. No había señales de intrusos,
ni de visitantes.
—¿Las puertas estaban cerradas con llave? —intervino LaManche.
—Bastillo cree que sí, pero no puede asegurarlo.
—¿Se refiere a la sobrina?
Ryan asintió:
—Bastillo recibió una llamada al móvil justo cuando llegaba a la puerta de la casa
de su madre. Recuerda haber tenido problemas con la llave, pero supone que fue
porque con una mano sostenía el teléfono y con la otra intentaba abrir. Admitió que si
la puerta estaba medio abierta pudo haberla cerrado con llave y haberla vuelto a abrir
sin darse cuenta.
—¿La casa contaba con algún sistema de seguridad? —preguntó La Manche.
Ryan negó con la cabeza, acto seguido extrajo de su bolsillo una instantánea y se
la entregó a LaManche, quien a su vez me la pasó a mí.
La fotografía mostraba a una mujer regordeta con cabello color asalmonado y un
maquillaje a lo Jackson Pollock. Tendría sesenta y pocos.
—¿Ésa es Rosie Fischer? —pregunté.
Ryan asintió.
Le devolví la instantánea y volví mi atención a las fotografías de la escena del
crimen.
El salón con sofá cubierto de tapetes y un confidente. El ventanal, las cortinas de
encaje, la persiana veneciana cerrada, una jaula para pájaros sobre un pie
ornamentado.
Recordé los graznidos de fondo que se oían en las llamadas de Parent.

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—¿Qué clase de pájaro es? —pregunté con tono sombrío.
—Una cacatúa.
Como la de Katy. Ése era el sonido que intenté descifrar por teléfono.
—¿Quién lo cuida ahora?
Ryan me miró extrañado:
—Bastillo.
—¿Ha aparecido la hermana de la víctima? —preguntó LaManche.
—¿Rose Fischer? No.
—¿Y qué le parece eso a usted?
—Bastillo dice que a su madre y a su tía les gustaba hacer sus viajecitos, y que
generalmente la avisaban por adelantado.
—Así Bastillo podía encargarse de alimentar al pájaro —arriesgué.
—¿Estas señoras viajaban en coche? —preguntó LaManche.
—En el de Fischer, un Pontiac Grand Prix modelo 94.
—¿Dónde está ahora el vehículo?
—No está en casa de Fischer, he cursado una orden de busca y captura. Si está
circulando, alguien reconocerá la matrícula.
—¿Quién es Alban Fischer? —pregunté.
—El marido de Rose, un contable especializado en impuestos. Murió en el
noventa y cuatro. A ella no le dio la gana de cambiar el nombre del titular de la línea.
—¿Sabe Bastillo quién querría hacerles daño a su madre o a su tía?
—Las dos se quejaban constantemente de un vecino que aparcaba su
monovolumen demasiado cerca de la entrada. Bastillo insiste en que lo
investiguemos.
—¿Bastillo es de fiar? —pregunté.
—Me pareció sincera, aunque dudo de que le vayan a dar un Nobel o que la
recluten para la Mesa Redonda de Berkeley.
Ryan hizo un gesto en dirección a LaManche:
—El doctor opina que es homicidio, así que empezaré a investigar el pasado de
esta mujer.
Seguí estudiando las fotografías, y me abstraje en ellas hasta oír las voces de los
dos hombres.
Vi el pasillo, el dormitorio, el cuarto de baño. Una segunda habitación,
ligeramente más pequeña que la primera. El tocador de arce, la mesilla de noche, la
cama con dosel. Y el cadáver.
Bajo la ropa de cama rosa pálido, Louise Parent formaba un bulto del tamaño de
un niño. Estaba tendida hacia la puerta, con el brazo derecho extendido y la cabeza
apoyada en un ángulo extraño sobre una almohada arrugada. Sus ojos eran dos
medias lunas negras y vacías. El pelo gris le caía lánguidamente por la cara.

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A los pies de la cama podía verse un edredón floreado, doblado pulcramente. Y
encima de éste una segunda almohada, pero sin funda.
—¿Bastillo movió el cuerpo? —pregunté no sé muy bien a quién.
—Dijo que encontró a su tía inconsciente e intentó despertarla.
—¿Tocó la almohada?
—No lo recuerda.
Debajo de la cama vi dos pantuflas perfectamente alineadas, y en la mesilla de
noche, un par de gafas plegadas, una taza y un frasco de pastillas.
—¿Ése es el Ambien que nos enviaron? —preguntó LaManche.
—Efectivamente. La receta se hizo el miércoles pasado, por treinta unidades.
Faltan ocho.
—¿Qué contenía la taza?
—Agua. Bastillo la llenó para despertar a su tía. Dice que se puso nerviosa, que
no sabía qué hacer.
—¿La taza estaba vacía cuando la encontró?
—Cree que sí. Pero no olvide que Bastillo se las vería negras para hacer la O con
un canuto.
—¿Encontró usted algún otro medicamento además de los que vinieron con el
cuerpo? —preguntó LaManche.
—Vioxx, para la artritis, pero ése ya se lo hemos enviado. En cuanto a los demás,
eran los medicamentos que hay en cualquier botiquín: calcio, aspirinas, productos
antiojeras, un tubo de Neosporin a medio usar y medicamentos antialérgicos de venta
sin receta.
—¿No es extraño que esa taza estuviera en el dormitorio? —pregunté.
—Según Bastillo, los ronquidos de su madre alcanzan un siete en la escala de
Richter. Y puesto que Parent tenía el sueño ligero, solía tomarse un par de Ambien
con una infusión cuando se iba a la cama. Si en la taza había algo, Bastillo cree que
debía de ser una infusión de hierbas. Pero no puede asegurarlo, y además lo tiró.
—Sería bueno echarle mano a esa taza —dije.
—A la orden, señora —dijo Ryan solemnemente.
Se me encendieron las mejillas de la vergüenza. Por supuesto que habían
incautado la taza.
—Podemos hacer una prueba de amilasa para ver si la saliva de la almohada
pertenece a Parent, pero no creo que nos sirva de mucho —dijo LaManche.
—Las ancianas babean —remaché.
—Todo el mundo lo sabe —asintió Ryan.
—¿Encontró indicios de cuándo durmió en su casa por última vez Rose Fischer?
—preguntó LaManche.
—Su cama estaba hecha y su camisón colgado del gancho de la puerta del cuarto

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de baño. —Ryan me apuntó con un dedo—. Y no había ninguna taza en la mesilla.
No se me ocurrió nada inteligente que contestarle.
—Según Bastillo, su madre suele irse a dormir más tarde que su tía —añadió
Ryan.
Durante todo un minuto los tres estudiamos las fotografías. Ryan le dijo a
LaManche:
—¿Qué opina entonces, doctor? ¿Tenemos entre manos un homicidio?
LaManche enderezó la espalda, con las manos todavía sujetas a la espalda.
—Continúe su investigación, detective, porque sin duda es una muerte
sospechosa. Ya le informaré cuando me entreguen los resultados del análisis
toxicológico.
LaManche se marchó y Ryan y yo pasamos unos momentos más repasando las
fotografías. Sentí la tristeza asentarse en la base de mi estómago.
Rompí el silencio.
—La asesinaron.
—LaManche no está convencido del todo. —En la voz de Ryan resonaba la
sensatez.
—Parent me llama afirmando poseer información sobre los cadáveres de tres
chicas y cuatro días después la encuentran muerta en su cama con plumas en la boca.
—Las viejecitas se mueren.
—Entonces ¿dónde está su hermana?
—Eso es un misterio.
—¿Qué querría decirme Parent acerca de los huesos?
—Eso es otro misterio.
Ryan me guiñó un ojo.
Mi estómago dio un salto mortal y cayó de bruces. Respiré hondo:
—¿Qué está pasando, Andy?
Ryan me observó con sus ojos azules como una bahía en las Bahamas.
En mi cabeza un equipo de debate universitario comenzó a argumentar. El pro:
confrontar a Ryan con la información de Charbonneau: el avistamiento de Ryan con
la reina del baile. La contra: guardarme lo que sabía.
La contra se llevó el premio. Era más inteligente callar.
Pero la sabiduría también se dio un porrazo.
—Esta mañana Charbonneau mencionó algo curioso…
—Si te refieres al tiroteo del sábado, no fue nada grave.
—Te vio el agosto pasado en los tribunales.
—Es un muchacho muy trabajador. —Sonrisa aniñada.
—Fue la semana que te marchaste de Charlotte…
Nada rompió la tranquilidad de las bahías de las Bahamas.

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—… a causa de una crisis familiar en Nueva Escocia —respondió.
Las aguas seguían calmas.
—No estabas solo.
—No es lo que piensas.
—¿Qué es lo que pienso?
La sonrisa de Ryan flaqueó, pero pronto se recuperó. Me acarició la barbilla con
la punta de sus dedos. Después recogió las fotografías de un manotazo, las metió en
el sobre y me lo entregó. Durante largo rato me sostuvo la mirada. Entonces dijo:
—Te amo, ¿lo sabes?
Bajé la vista. Las emociones se agolpaban en mi pecho.
Cerré los ojos.
Entonces oí un clic y después el otro clic de la puerta del vestíbulo.
Cuando volví a abrir los ojos, Ryan ya se había marchado.
En los tres días siguientes no ocurrió nada en especial.
Entonces tuve mi primer golpe de suerte.
Y el segundo.
Y el tercero.

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Capítulo 20
Durante los días que siguieron ningún muerto de la provincia necesitó que la
antropóloga le echara un vistazo. No se encontraron cadáveres descompuestos en
vagones de tren, ni momias en sótanos, ni una sola extremidad humana congelada
como un «polo».
El martes intenté telefonear a unos cuantos Ménard y Truong, y después me puse
al día con los expedientes de casos, los correos electrónicos y la correspondencia.
Anne dormía hasta las dos y después se dedicaba afanosamente a ver culebrones y
repeticiones de series antiguas. Aunque me tomé la tarde libre en el laboratorio para
estar con ella, Anne no inició ninguna conversación. En la cena se bebió tres cuartos
de botella de vino Lindemans, dijo sentir una gran fatiga y arrastrando los pies se fue
a la cama a las diez. ¿De qué se cansa una persona que sólo lleva levantada ocho
horas y no ha hecho nada? Me quedé rumiando sobre aquello.
Cada diciembre, los artesanos de la provincia se reúnen para vender sus productos
en el Salón des métiers d’art du Québec. El miércoles, desperté a Anne al mediodía y
le sugerí ir allí y arrasar con las artesanías con vistas a los regalos navideños.
Se negó.
Yo insistí.
En la plaza Bonaventure había sólo unos cuantos millones de personas. Compré
un cuenco de cerámica para Katy, un pipero tallado en roble para Pete y una bufanda
de lana de llama para Harry. Birdie y Boyd, el compañero canino de mi ex Pete en
Charlotte, recibieron sendos elegantes collares de ante. El del gato era color
albaricoque, el del chow-chow, verde bosque.
Al pasar por un puesto de sedas pintadas a mano, me vino a la mente Ryan. ¿Y si
le compraba una corbata? No hubo venta.
Anne se movía de puesto en puesto letárgicamente, mostrando un interés digno de
un ratón de laboratorio. Para animarla, le compré caramelos de dulce de leche, me
probé sombreros ridículos y hasta el collar del perro. Pero aunque mi amiga fingía
interés, pronto regresaba a su mutismo, ignorándome como si no existiera. Nada la
divertía, y no hizo ni una sola compra.
La depresión de Anne había caído más bajo que las profundidades de la fosa de
las Marianas. Durante todo el día la abracé y le dije cosas cariñosas. No sabía qué
más hacer. Anne no estaba comunicativa y aquél no era su estado natural.
Fuimos a cenar y apenas tocó su sushi, en cambio, se inclinó por más intoxicación
etílica. De nuevo, al llegar a casa, alegó cansancio y se retiró a sus aposentos.
Nunca había visto a mi amiga tan cansada, y tampoco podía calibrar la gravedad
de su condición. Sabía que algo andaba terriblemente mal, pero ¿hasta dónde debía
interferir? Tal vez sus ánimos alicaídos se agotaran por sí solos.

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Me fui a dormir turbada y soñé con Anne varada en una playa oscura y solitaria.
El jueves por la mañana, el buzón del correo electrónico contenía los resultados
de las pruebas de carbono 14 que me enviaba Arthur Holliday.
Clavé los ojos en la casilla de «asunto» y mis dedos se paralizaron sobre el
teclado. Esperaba ansiosamente el resultado del informe. Entonces, ¿por qué dudaba?
La respuesta era sencilla. Realmente no me interesaba confirmar que a aquellas
jóvenes inocentes les hubiera sobrevenido más brutalidad y maldad.
No deseaba saber que unas vidas apenas salidas de la niñez habían sido víctimas
de… ¿de qué? ¿De un monstruo con la cabeza llena de pornografía que sólo hallaba
gratificación sexual en la sumisión física? ¿De un psicópata asqueroso armado de una
videocámara que después de su crimen necesita deshacerse de las pruebas? ¿De un
mierda machista que ve a las mujeres como objetos que puede desechar después de
usarlos para sus perversiones? Había muchos seres así sueltos por el mundo.
Casi deseé que Claudel tuviera razón. Yo también quería que los huesos
pertenecieran al pasado, a hijas enterradas por sus familias dolientes en otra era. Pero
no podía engañarme, si quería identificar a las víctimas tendría que enfrentarme a la
evidencia.
Respiré hondo.
Hice clic sobre «descargar» y abrí el archivo de Acrobat.
El mensaje constaba de cinco páginas, una carta de presentación, el informe del
análisis de radiocarbono y tres gráficos comparativos entre las edades del
radiocarbono y los años de calendario.
Cotejé las edades de radiocarbono, teóricas y observadas, después avancé en la
pantalla hasta las curvas de calibración.
Mi cerebro se anegó de imágenes.
Imprimí el informe y me dirigí al laboratorio.
LaManche se encontraba en su despacho. Desde nuestra última reunión, él o su
secretaria habían añadido un árbol de Navidad de cerámica al caos que había sobre su
escritorio.
Llamé a la puerta con los nudillos, suavemente.
LaManche alzó la vista.
—Temperance…, pase por favor. ¿Se ha enterado de las noticias?
Lo miré perpleja.
—El jurado declaró culpable de todos los cargos a monsieur Pétit.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—Tardaron poco.
—Cuando llamó, la fiscal de la Corona dijo estar segura de que su testimonio fue
decisivo. —LaManche se percató de los papeles que llevaba yo—. Pero seguramente

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no es ésa la razón que la ha traído aquí.
—Tengo los resultados del carbono 14.
—Eso también tardó poco —dijo sorprendido.
—Este laboratorio es muy eficiente. —Obvié mencionar el coste extra.
LaManche se puso en pie y se acercó a la pequeña mesa ovalada adjunta a su
escritorio. Desplegué el gráfico y nos inclinamos sobre él.
—Las variables que importan son dos —comencé—. La radiactividad de un
estándar conocido y la de nuestra muestra desconocida. Ya hemos hablado del
fenómeno de las pruebas nucleares en la atmósfera y de sus efectos sobre los niveles
de carbono 14, así que, para simplificar, supondremos que el valor estándar de
carbono 14 para el año 1950 es del ciento por ciento. Cualquier valor superior
significa carbono moderno o «carbono de la era atómica», e indica una fecha de
muerte posterior a 1950.
Señalé la última cifra de una columna titulada «Medición de la edad del
radiocarbono».
—El porcentaje de carbono moderno para el caso LCJML-38428 es de 120.5, más
menos 0.5.
—Un PCM significativamente mayor de cien.
—Efectivamente.
—Lo que significa que esta joven murió a partir de 1950.
—Efectivamente.
—¿Cuánto tiempo después de 1950?
—Eso tiene sus bemoles. Las pruebas nucleares atmosféricas se prohibieron en
1963, para entonces el PCM había alcanzado el ciento noventa por ciento. Pero lo que
sube, baja. Así que un PCM del ciento veinte por ciento podría indicar un punto
ascendente de la curva, el momento en que los niveles de carbono se incrementaban,
o un punto descendente de la misma, el momento en que los niveles de carbono
disminuían.
—¿Entonces?
—La muerte pudo tener lugar a finales de los cincuenta o a mediados de los
ochenta.
LaManche se puso visiblemente más serio.
—Y todavía se complica más —dije—. El PCM actual es del ciento siete por
ciento —y señalé las cifras correspondientes a los casos LCJML-38426 y LCJML-3
8427.
—Mon Dieu.
—Estas chicas murieron a comienzos de los lejanos cincuenta, o recientemente, a
comienzos de los noventa.
—¿Piensa informar a monsieur Claudel de estos resultados?

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—Por supuesto —exclamé sentidamente.
LaManche formó un campanario con las manos y lo usó para darse golpecitos en
el labio inferior.
—Si estas jóvenes desaparecieron en los últimos veinte años, es posible que
consten en el sistema, deberemos enviar las descripciones al CIPC.
LaManche se refería al Centro de Información de la Policía Canadiense, el
equivalente al CNIC de Estados Unidos, el Centro Nacional de Información sobre
Crímenes.
El CIPC y CNIC, gestionados por la Real Policía Montada de Canadá y el FBI
respectivamente, son índices informatizados que incluyen expedientes criminales
históricos, sobre fugitivos, propiedad robada y personas desaparecidas. Las bases de
datos están disponibles veinticuatro horas al día, los 365 días al año para las fuerzas
de seguridad y otras instituciones de la justicia criminal.
Nos pusimos en pie y LaManche posó una mano sobre mi hombro.
—Tenemos que esforzarnos, Temperance. Hay que llegar al fondo de este asunto.
—Por supuesto —exclamé con el mismo sentimiento.
Treinta segundos más tarde me encontraba en mi despacho hablando con Claudel,
quien sólo hacía contribuciones menores a nuestro diálogo.
—No tan rápido.
—Caso tres-ocho-cuatro-dos-seis —repetí con la velocidad de un perezoso capaz
de expresarse en francés—. Mujer. —Pausa—. Blanca. —Pausa—. Edad entre
dieciséis y dieciocho. —Pausa—. Entre un metro cuarenta y siete y uno cincuenta y
siete de estatura. —Pausa.
—¿Ficha odontológica? —Con la voz de Claudel se hubiera podio afilar una
guadaña.
—Ningún arreglo. Pero tengo radiografías dentales post mortem, naturalmente.
—¿Éstos son los huesos del cajón de envases?
—Sí.
—El siguiente.
—Caso tres-ocho-cuatro-dos-siete. Mujer. Blanca. Edad entre quince y diecisiete.
Entre un metro sesenta y tres y uno setenta de estatura. Ningún arreglo.
—¿Éstos son los huesos de la primera zanja?
—Continúe.
—Caso tres-ocho-cuatro-dos-ocho. Mujer. Blanca. Edad entre dieciocho y
veintidós. Entre un metro sesenta y cinco y uno setenta y tres de estatura. Muestra
una fractura de Colle en el radio distal derecho.
—¿Y eso qué significa?
—Que se fracturó la muñeca izquierda años antes de morir. Las fracturas de Colle
suelen ocurrir cuando la persona extiende sus manos para frenar una caída.

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—¿Ésos son los huesos de la segunda zanja?
—Sí.
—¿No hay ningún rasgo distintivo que permita identificar a estas jóvenes?
—Una era muy baja y la otra se rompió un brazo.
—Si estas jóvenes murieron en los años cincuenta, estamos perdiendo el tiempo.
—Puede que sus familias no compartan su opinión.
—Sus parientes estarán desperdigados o muertos.
—Estas chicas fueron desnudadas y enterradas en un sótano.
—Si estas chicas tenían relación con Cataneo, seguramente eran putas.
Respiré hondo. Claudel era un troll.
—Es cierto, puede que fueran prostitutas, culpables de los pecados de ignorancia
y la necesidad. Puede que huyeran de sus casas y fueran culpables de los pecados de
insensatez y mala suerte. Puede que fueran chicas inocentes arrancadas de sus vidas
al azar y que no fueran culpables de nada. Pero independientemente de lo que
hicieran, monsieur Claudel, merecen algo mejor que una tumba olvidada en un sótano
húmedo. No pudimos ayudarlas cuando murieron, pero quizá podamos evitar que
otras jóvenes se les unan en el futuro.
Ahora le tocó a Claudel hacer silencio.
—Dijo que los esqueletos no muestran signos de violencia…
Ignoré el comentario.
—Como ambos sabemos —hice una pausa para hacerle saber que estaba al tanto
de su visita a Cyr—, ese edificio pertenece en la actualidad a Richard Cyr. Según
pude averiguar, Nicolò Cataneo fue propietario del inmueble en un periodo muy, pero
que muy próximo al que señala uno de los valores de carbono 14.
El silencio que siguió fue largo y hostil.
—¿Tiene alguna idea de la cantidad de datos que esta búsqueda va a producir?
La tenía.
—Volveré a examinar los huesos por si encuentro más información que pueda
servirle de ayuda —dije.
—Eso estaría muy bien.
Tras lo cual siguió un silencio como de tono de marcado.
Con el correr de los años, en vez de odiar abiertamente a Claudel por su actitud,
he llegado a creer que sólo es un tipo obstinado y rígido. Este caso amenazaba con
modificar esa tendencia.
Me escapé a tomar un café escaleras abajo.
Telefoneé a Anne y le sugerí comer juntas.
Tal como temía, se excusó.
—Tú resuelve el tema de tus huesos, Tempe. Yo me quedaré por aquí.
—De acuerdo, pero si cambias de idea házmelo saber. No tengo ningún plan en

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particular.
Una vez que colgamos, despejé las dos mesas de trabajo y la encimera lateral del
laboratorio, y dispuse los esqueletos.
Cuando estaba examinando la tibia del cajón de Dr. Energy, apareció Marc
Bergeron.
Decir que Bergeron tiene un aspecto peculiar es como decir que el dulce de leche
tiene una pizca de azúcar. Con su metro noventa, su espalda perpetuamente
encorvada y sus setenta y pocos kilos, Bergeron tiene la misma gracia y coordinación
que una cigüeña al andar.
Bergeron es el odontólogo forense de Quebec. Durante treinta años, de lunes a
jueves, se ha dedicado a taladrar y empastar los dientes de los vivos, y los viernes a
estudiar los de los muertos.
Nos saludamos, y expresé a Bergeron mi sorpresa al verlo por allí un jueves.
—Es por la boda de un pariente. Mañana tengo que estar en Ottawa.
Fue hacia el ropero, descolgó una bata blanca de una percha y se la puso. La bata
le quedaba como una sábana a un espantapájaros sin relleno.
—¿Quién es esta gente? —dijo haciendo un ademán desgarbado hacia los
esqueletos.
—Los encontraron en el sótano de una pizzería.
—¿La pizza tuvo algo que ver?
—No lo creo.
—¿Son antiguos?
—Todo lo que sé es que murieron después de 1950. ¿Se te ocurre algo?
Bergeron se acomodó el cuello y se esponjó el pelo. Era una extraordinaria
melena blanca y crespa, y arrancaba a un kilómetro de sus cejas. En contra de toda
lógica estilística, Bergeron se la deja crecer hasta que forma un halo salvaje en torno
a la cabeza.
—El carbono 14 sugiere que murieron en los años cincuenta o en los ochenta y
noventa —expliqué.
Con su andar de marioneta, Bergeron se dirigió a un cajón, sacó una linterna de
bolsillo, alzó el cráneo del cajón de Dr. Energy y estudió detenidamente la dentadura.
—Muy mala higiene. ¿Le extrajiste una muela para analizarla?
Asentí.
—Supongo que antes les habrás hecho radiografías…
Separé un sobre marrón del expediente LCJML-38426 y coloqué las diez
pequeñas radiografías sobre la caja de luz. Bergeron las estudió. La fluorescencia
parecía electrificarle la melena.
—Aparte de extenso cariado, no hay mucho que añadir. Tiene un canino superior
ligeramente torcido —dijo dando unos golpecitos a la radiografía con su dedo

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huesudo.
—¿Qué edad le calculas? —dije.
—Dieciséis…, dieciocho a lo más.
—Eso pensé yo.
Bergeron ya había pasado al caso LCJML-38428.
—Ésta fue enterrada envuelta en una mortaja de cuero —dije.
—¿A este cadáver se le hizo autopsia?
—No te entiendo. —Su pregunta me descolocó.
—Estos cortes en el hueso temporal, ¿pudieron ser hechos al retraer el cuero
cabelludo?
—No me lo había planteado.
Llevé el cráneo hasta el microscopio de disección y pude observar las marcas,
primero con bajo aumento y luego con uno muy potente. Bergeron prosiguió con su
razonamiento:
—Quizá sean esqueletos viejos o especímenes para enseñanza. Quizá se
guardaran como curiosidad y después se perdiera el interés, o se decidió que su
tenencia entrañaba cierto riesgo.
Había considerado esa posibilidad, pues era algo muy habitual.
—No veo agujeros de taladro ni fragmentos de alambre. No hay indicios de que
hayan sido tratados químicamente, ni de que se les haya hecho modificaciones
mecánicas. Estos huesos no fueron preparados para ser expuestos.
Bajo la lupa, las hendiduras del temporal lucían como amplios valles en forma de
V, algunas paralelas al conducto auditivo, otras dispuestas en torno a él. El micro
astillado de sus bordes sugería que habían sido hechas estando el hueso seco y
descarnado.
—Estas marcas no fueron hechas con un bisturí, la sección transversal es
demasiado ancha. Y en caso de que hubiesen sido hechas durante una autopsia,
entonces están dispuestas demasiado aleatoriamente. Deben de ser secuelas post
mortem.
Un pensamiento difuso asomó a mi mente.
¿Por qué en V? Ésa no era la típica hendidura producto de la abrasión.
—Pues ésta tuvo muchísimos menos problemas dentales…
Alcé la vista. Bergeron se encontraba en la segunda mesa, examinando los
fragmentos de mandíbula del caso LCJML-38427.
—Las radiografías apicales están en el expediente —y señalé una carpeta amarilla
que había junto a los huesos.
Bergeron esparció las radiografías dentales sobre la mesa de luz.
—Y puede que fuera algo más joven…, de entre quince y diecisiete años.
—¿Notas algún rasgo distintivo?

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El odontólogo negó con la cabeza. La melena se bamboleó.
Dejó los fragmentos de mandíbula del caso 38427 y volvió a estudiar el esqueleto
38428, levantó el cráneo y le apuntó con la linterna de bolsillo.
—En éste había algo… —La voz de Bergeron se fue apagando.
—¿Qué?
El odontólogo dejó el cráneo y volvió a la mandíbula. Con el haz de la linterna
apuntó a la dentadura inferior.
—Aquí está.
Dejé la lupa y me aproximé.
—¿Qué?
—Esto despejará la duda que tienes sobre las fechas.
Bergeron me pasó cráneo y linterna.

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Capítulo 21

—Inclínalo e ilumina las muelas, de arriba abajo —dijo Bergeron.


Hice lo que me indicó.
—¿Notas ese brillo en los surcos del esmalte?
No lo veía.
—Inclina el haz.
Bergeron tenía razón, había un brillo tenue pero evidente en lo profundo de los
pliegues.
—¿Qué es?
—Si no me equivoco, las muelas han sido tratadas con un sellador para muescas y
fisuras.
Al levantar la vista, Bergeron ya se dirigía desgarbadamente hasta la lupa. Sus
andares distaban de ser pura poesía.
—El sellador es una capa fina de resina plástica que se aplica a la superficie de
masticación de un bicúspide o un molar como si fuera pintura, y en un minuto se
endurece formando una capa protectora.
—¿Con qué propósito?
—Para prevenir caries dentales de las superficies oclusales.
Bergeron dispuso bajo el microscopio la mandíbula inferior del esqueleto
LCJML-38428, observó por las mirillas y ajustó el foco.
—Oui, madame. Es sellador.
En mi estómago, la esperanza empezó a revolotear como una mariposa.
—¿Cuándo empezaron a utilizarse estos selladores?
—Los primeros disponibles comercialmente los vendían los dentistas a
comienzos de los setenta. Se hicieron de uso corriente a partir de los ochenta. —
Bergeron me hablaba sin levantar la vista.
La mariposa se convirtió abruptamente en un picaflor.
¡La chica de la mortaja de cuero no pudo haber muerto en los cincuenta! ¡Por
eliminación, había muerto en la década de los ochenta!
Procuré calmarme:
—¿Son muy comunes estos selladores?
—Demasiado comunes a efectos forenses, lamentablemente. La mayoría de los
dentistas pediatras recomiendan su aplicación apenas surgen las muelas permanentes.
Desde hace unos veinte años, hay programas escolares en casi todo Estados Unidos.
En Canadá andamos un poco atrasados al respecto, pero los selladores se hicieron
populares aquí desde mediados de los ochenta.
Bergeron desconectó la luz de fibra óptica.

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—A esa chica no le sirvió de mucho —dijo haciendo un gesto con el mentón al
esqueleto del cajón de Dr. Energy—. Tiene más caries que aquella de allí.
—Así que en un momento de su vida acudió al dentista regularmente y después
dejó de cuidarse los dientes…
—Es típico entre los jóvenes que huyen de casa. Sus padres les proporcionan
salud dental mientras están creciendo pero después, cuando empiezan a vivir en la
calle, sus dietas e higiene se van al garete y los dientes sufren las consecuencias.
—¿Cuántos años le calculas?
Bergeron regresó a la mesa de luz y examinó las radiografías dentales del caso
38428.
—Es un poco mayor que las otras, diría que tenía entre dieciocho y veintiún años.
Una vez más la estimación confirmaba lo que yo había calculado al estudiar los
huesos.
—¿Hay señas de sellador en las otras dos? —dije.
Bergeron examinó los dientes de 38426 y 38427. Ninguna había recibido el
tratamiento.
—Es una pena que ninguna de las dos tenga arreglos. Si puedo ayudarte en algo
más, avísame.
—Ya me has ayudado muchísimo.
Fui volando hasta mi despacho y telefoneé a Claudel.
Charbonneau y él estaban en medio de un interrogatorio y no se los podía
interrumpir.
Dejé un mensaje pidiéndoles que se pusieran en contacto tan pronto como les
fuera posible.
Al regresar a mi laboratorio, cogí uno de los fragmentos de la mandíbula que
Bergeron había dejado junto al microscopio. Y al devolverlo a los demás huesos del
caso LCJML-38427, me percaté de una muesca ínfima en el cóndilo derecho de la
mandíbula.
Vuelta al microscopio.
Orienté la luz de fibra óptica sobre la superficie del hueso, di con dos muescas
más en la rama ascendente y una hendidura minúscula en el ángulo mandibular.
Revisé el fragmento izquierdo de la mandíbula.
No hallé ni muescas ni hendiduras.
Revisé el cráneo.
No encontré ni muescas ni hendiduras.
Uno por uno examiné los pedazos sueltos de pómulo derecho y temporal.
La luz destacó seis hendiduras superficiales, cada una de ellas de cinco
milímetros de longitud, agrupadas en tres series de dos.
Otra llamada de atención de mi cerebro posterior.

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Intensifiqué el aumento.
Aunque estaba claro que las hendiduras y muescas no eran naturales, las del caso
38438 resultaban diferentes. Seguían teniendo una sección transversal en V, pero eran
más estrechas y de rebordes menos irregulares.
Como las marcas que hace un escalpelo sobre un hueso vivo.
Me recliné a meditar qué significaba mi descubrimiento. En mi imaginación
reconstruí los fragmentos de cráneo y articulé la mandíbula.
Los cortes rodeaban el orificio auricular.
¿Qué diablos había ocurrido?
¿Era una coincidencia o algo más siniestro?
Estaba a punto de examinar el cráneo y la mandíbula de la joven del cajón de Dr.
Energy, cuando atisbé a Charbonneau detrás de la ventana que hay encima del
fregadero. Con un gesto lo dirigí a mi oficina, me quité los guantes, me lavé y crucé
el vestíbulo.
Charbonneau se sentó frente a mí y asumió su posición habitual de piernas
separadas y hombros caídos. La cazadora que llevaba aquel día era de un color
arándano, brillante como el sellador dental.
—¿Monsieur Claudel se ha tenido que reunir con el comité del Premio Nobel esta
mañana?
Charbonneau bajó la barbilla, puso los ojos en blanco y las palmas hacia arriba.
—¿Qué pasa? ¿No soy lo suficientemente elegante? Luc está realmente ocupado.
—¿Se está tomando las medidas para otro traje de Ermenegildo Zegna?
Charbonneau me miró como si le hubiera hablado en etrusco.
—Confeccionan trajes —le aclaré.
Charbonneau reprimió una sonrisa:
—Está hablando con los inquilinos del listado de Cyr.
—¿De veras? —Mis cejas se arquearon por la sorpresa.
—Authier lo telefoneó.
LaManche debió de hablar con el patólogo jefe, quien debió de darle a Claudel la
orden de tomarse en serio el caso del sótano de la pizzería.
—¿El mensaje de Authier no venía colmado de alegrías?
—Luc se tomó las sugerencias del patólogo jefe como si fueran directrices.
Le expliqué el descubrimiento de mi colega el dentista.
—¿Y Bergeron está convencido de ese asunto del sellador? —dijo Charbonneau.
—Absolutamente. Creo que los periodistas lo llaman «corroboración
independiente».
—Entonces una de las tres murió a finales de los setenta o después.
—El carbono 14 sitúa la muerte de esta joven en la década de los cincuenta o la
de los ochenta.

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—Me figuro que hablamos de los ochenta.
—Se figura bien.
—¿Es ésa la chica de la muñeca rota?
Asentí:
—Y cuyo esqueleto estaba envuelto en la mortaja de cuero.
—Joder. —Charbonneau se puso en pie—. Voy a meter sus datos en el sistema
ahora mismo.
El policía apenas había salido por la puerta cuando sonó el teléfono. Era Art
Holliday que llamaba desde Florida.
—¿Has recibido o no el informe del carbono 14?
—Sí, muchas gracias. Te agradezco que me lo hayas entregado tan pronto.
—Procuramos complacer. Oye, puede que tenga algo más para ti.
Yo había olvidado la oferta de Holliday de realizar pruebas adicionales.
—A efectos de formular una acusación, el análisis con isótopo de estroncio sigue
considerándose experimental. Pero ya hemos aplicado la técnica a investigaciones
forenses. En un caso utilizamos las cornamentas de seis venados de cola blanca y
averiguamos el lugar de origen. Por supuesto, sabíamos que los animales tenían que
provenir de uno de dos estados, y contábamos con localidades geográficas
isotópicamente diferenciadas con las que medir los grupos de referencia. Eso nos
facilitó el trabajo…
Con el correr de los años, he aprendido que es imposible meterle prisa a Art
Holliday. Hay que dejarse llevar, ignorar todos sus prolegómenos y concentrarse en
las conclusiones.
—… Estamos obteniendo buenos resultados observando los patrones de
inmigración y asentamiento de poblaciones antiguas.
Eso me recordó un tema arqueológico del que me había enterado.
—¿Tu equipo es el que estudia los materiales de los antiguos indios pueblo de
Arizona?
—Enterramientos del siglo XIII y XIV. La construcción y ocupación de algunos de
los asentamientos más grandes llevó varias generaciones. Los ocuparon cientos de
personas, probablemente una mezcla de residentes antiguos e inmigrantes de otros
sitios. Pero todavía estamos investigando.
—¿El análisis con isótopos de estroncio puede distinguir entre los recién llegados
a un sitio y los residentes de toda la vida? —pregunté.
—Ajá.
El colibrí volvió a batir sus alas a toda velocidad.
—¿Y esa técnica puede indicar el lugar de residencia de una persona?
—Sólo si se cuenta con muestras de referencia. En ciertas circunstancias, si un
individuo se traslada de una región a otra, el análisis con estroncio puede señalar su

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lugar de nacimiento y dónde pasó entre los últimos seis y diez años de su vida.
El colibrí aceleró y se pasó de revoluciones.
—Recapitula un poco y comienza desde el principio. —Cogí lápiz y papel—. Y
explícamelo de forma sencilla.
—Existen cuatro isótopos estables de estroncio. Uno de ellos, el estroncio 87,
proviene de la descomposición del rubidio 87. Su vida media es de 48 800 millones
de años.
—Una descomposición mucho más lenta que la del carbono 14…
—Y mucho más lenta que mi perro Spud.
¿Spud?
—La geología de América del Norte muestra tremendas variaciones en su
antigüedad —prosiguió Art, ignorando mi confusión al oír la referencia a su perro—.
Por ejemplo, la edad de la corteza va de una antigüedad de menos de un millón de
años en Hawaii a poco más de cuatro mil millones de años en parte de los Territorios
del Norte canadienses.
—Lo que da como resultado diferencias entre los valores de estroncio en la tierra
y las piedras de las diferentes regiones…
—Efectivamente. Pero esas diferencias también se deben a variaciones de la
composición del lecho de roca.
—Cuando dices «valores», te refieres a la proporción entre el estroncio inestable
y su equivalente estable.
—Exactamente. Lo que importa es la proporción de los isótopos de estroncio 87 y
estroncio 86, no la cifra absoluta de cada uno de ellos.
Lo dejé continuar.
—Por ejemplo: las lavas basálticas, la piedra caliza y el mármol tienen una
proporción baja de estroncio, mientras que la proporción de arenisca, pizarra y
granito suelen ser altas. Los silicatos hidratados muestras los valores más altos.
—Entonces, ¿las diferencias entre la edad geológica y/o composición del lecho
rocoso producen variaciones en los valores de estroncio de las distintas regiones
geográficas?
—Exactamente. Pero un último detalle que hay que tener en cuenta es que las
proporciones, con todos esos decimales, son muy difíciles de recordar. Por eso
solemos comparar la proporción de estroncio del sitio estudiado con la proporción
media de estroncio de toda la tierra. Si la proporción del sitio estudiado es mayor que
ésta, el resultado da positivo; si la proporción es menor, el resultado da negativo.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con establecer el lugar de nacimiento de una
persona?
—El estroncio es un metal alcalinoterreno, químicamente similar al calcio.
Lo relacioné enseguida:

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—Las plantas lo absorben de la tierra y el agua, los herbívoros se comen las
plantas, y así el estroncio continúa ascendiendo por la cadena alimenticia.
—Somos lo que comemos.
—¿Entonces los isótopos presentes en la composición de los huesos reflejan los
isótopos de estroncio presentes en la dieta durante el periodo en que dichas partes del
cuerpo se formaron?
—Lo has entendido muy bien.
—Mi abuela solía preocuparse por el estroncio presente en los alimentos.
—Tu abuelita no era la única. El procesamiento biológico del estroncio fue
estudiado extensivamente en los años cincuenta debido a las muchas posibilidades de
ingerir estroncio 90 radiactivo proveniente de las pruebas atmosféricas de armas
nucleares.
En mi cabeza se encendió una lucecilla.
—¿Estás diciendo que el estroncio forma parte de los dientes y huesos de las
personas, más o menos como el calcio?
—Exacto.
—Pero el calcio del esqueleto humano se reemplaza aproximadamente cada seis
años…
—Ajá.
—Entonces, al igual que el calcio óseo, el estroncio óseo refleja la dieta de una
persona durante los últimos seis años de su vida.
—Entre los últimos seis y diez años —aclaró Art.
—Pero los niveles de calcio no cambian igual en el esmalte dental que en los
huesos. Una vez endurecido el esmalte es estable.
—Y lo mismo ocurre en el caso del estroncio. Por eso el esmalte continúa
indicando la proporción media de estroncio ingerida en la dieta cuando el diente se
formó.
—Entonces si alguien se marchó del lugar donde se formaron sus dientes, sus
valores de estroncio dental y óseo serán distintos. Y si nunca salió de allí esos valores
serán similares.
—Exacto. Los valores del esmalte indican el lugar donde nació y pasó sus
primeros años de niñez. Los valores de los huesos señalan el lugar donde residió los
últimos años de su vida.
Un pensamiento me detuvo en medio de mis notas garabateadas.
—Pero la comida nos llega por medio de redes de distribución nacionales e
internacionales…
—Sin embargo, la mayor parte del tiempo bebemos agua local.
—Es cierto. Dime, ¿qué hiciste con las muestras que te envié?
—Después de extraer toda la materia extraña, los trituramos. Después separamos

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el estroncio por cromatografía de iones, analizamos el estroncio purificado con una
espectrometría de masa de ionización térmica, y finalmente medimos las
proporciones de estroncio por medio de un análisis dinámico multicolector, y…
—Art…
—¿Dime?
—¿Qué averiguaste?
—Una de tus tres víctimas ha visto mundo.

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Capítulo 22

—Continúa.
—Primero hablemos de dientes. Dos de tus individuos tienen en común los
valores de estroncio dentales.
—¿Cuáles?
Oí el frufrú de papeles.
—Veamos…, el 38436 y el 38427. En estos dos casos estimo una dieta infantil
con un valor medio de +90 hasta +105 de estroncio. Pero estadísticamente el caso
38428 es diferente, la composición de isótopos de estroncio de su muestra dental
sugiere una dieta infantil de un media de +50 hasta +60.
—¿Eso significa que 38428 no nació en la misma región que las otras dos?
—Exacto.
—¿Puedes decirme dónde nació?
—Ahí es donde esto se pone interesante. El año pasado, en el sótano de un porreta
de Detroit hallamos un revoltijo de restos dentro de un tonel. La ley sabía que las
víctimas eran socios del camello dueño de la casa, pero quería los huesos separados
por individuo. Ninguno tenía arreglos dentales, todos eran negros, rondaban los
veinticinco años y eran de la misma estatura aproximadamente. Uno había nacido en
el centro-norte de California, el otro en Kansas, y el otro era oriundo de Michigan.
No teníamos grupos de referencia de las zonas en cuestión, así que tuvimos que
inferir la composición isotópica de estroncio de sus dietas a partir del lecho geológico
de cada región, y con esos valores volver a estudiar los huesos del tonel. ¿Sigues ahí?
—Aquí sigo.
—Alguien que creció en el centro-norte de California debería tener unos valores
de estroncio de entre +30 a +60. —Frufrú—. Y es dentro de esos valores
precisamente, donde cae el individuo del caso 38428.
Me quedé atónita durante unos instantes.
—¿Quieres decir que esa chica es de California?
—Quiero decir que podría serlo. Si no tienes ninguna otra pista, es un punto de
partida como cualquier otro. Por supuesto que podría ser de otra región que tuviera un
lecho geológico similar.
—¿Qué averiguaste de mis otras sin nombre?
—Hace unos años estudiamos una tumba común en Vietnam con restos que
estaban mezclados. El ejército había conseguido identificar a los dos soldados, pero
quería los huesos separados por individuo. Uno de los soldados había crecido en el
noreste de Vermont, el otro en Utah.
Art no me brindó oportunidad de interrumpir.

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—Un estudio de la composición isotópica de estroncio de las napas subterráneas
en las cercanías de St. Johnsbury, Vermont, arrojó valores de entre +84 y +94. Los
dientes de uno de los soldados dieron valores de estroncio que caían justamente
dentro de esos límites.
—¿Los del soldado de Vermont?
—Así es. Los dientes de 38426 y 38427 arrojaron valores idénticos.
—Es decir que esas chicas eran de Vermont…
—No te apresures. Esas mismas formaciones rocosas se extienden al otro lado de
la frontera hasta Quebec. Lo que digo es que los valores de estroncio de las otras dos
jóvenes concuerdan con los de los nacidos en la región donde se hallaron sus restos.
—La zona de Montreal…
—Así es. Ahora hablemos de huesos. En los casos 38436 y 38427, los valores de
estroncio de los dientes son similares a los valores de estroncio de los huesos.
—Lo que indica que no se alejaron mucho de sus hogares…
—Correcto. Pero el caso 38428 es harina de otro costal.
Lo dejé hablar.
—Los valores de estroncio de su esqueleto son más altos que los llores de
estroncio dentales. Es más, los valores de estroncio de su esqueleto son muy similares
a los valores de estroncio de los esqueletos 38426 y 38427.
—La chicas que se quedaron en Quebec.
—Así es.
—¿Estás diciendo que 38428 creció en un sitio, pero pasó los últimos años de su
vida en otro?
—Eso parece.
—¿Y que pudo haber crecido en el centro-norte de California o en una zona
isotópicamente similar?
—Pero que más adelante se mudó a Quebec o a Vermont —aclaró.
—O a una zona isotópicamente similar.
No podía esperar a telefonear a Charbonneau.
—Lo que me cuentas es maravilloso, Art.
—Procuramos complacer. Oye, cuando hayas identificado a esas señoritas,
házmelo saber.
Estaba tan entusiasmada que tecleé mal y tuve que volver a marcar.
Charbonneau había salido. Claudel también.
¿Cuándo estaban esos dos en sus despachos?
Hablé con el recepcionista y les dejé sendos mensajes. Después mandé otro con
mi número al busca de Charbonneau.
Regresé al laboratorio.
Anticipando lo que podía llegar a encontrar, llevé el cráneo y mandíbula de la

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joven del cajón de Dr. Energy y los coloqué bajo microscopio.
Y ahí estaban: cinco hendiduras diminutas, dos por encima y tres por detrás del
conducto auditivo del temporal derecho. Ampliados, los cortes resultaban similares a
los de 384x7.
Ni en la mandíbula ni en ninguno de los otros huesos del cráneo encontré nada.
Jesús de mi vida, ¿qué habían hecho con aquellas chicas?
A la una y media telefoneó Anne, su voz me sonó monótona e indiferente.
Después de disculparse por haber sido una plasta de compañía durante toda la
semana, me dijo que pensaba marcharse, que no quería importunarme más con su
presencia.
Le aseguré que no me importunaba. También le aseguré que estaba disfrutando de
su compañía tremendamente. Dado su estado de ánimo, mis palabras eran una
exageración, pero la alenté a quedarse hasta que se decidiera por un lugar mejor a
donde ir.
A la una cuarenta, telefoneó Charbonneau.
—Cibole! Estoy más helado que la teta de una bruja.
No todas las expresiones de Charbonneau eran de origen tejano.
—¿Ha hecho la búsqueda en el CPIC?
—La hice.
Oí ruido de celofán.
—Puesto que no sabemos si las chicas que carecían de sellador dental murieron
antes o después de la que lo tenía, contemplé ambas opciones: primero busqué las
desapariciones denunciadas en la década de los noventa.
—Dado los resultados del carbono 14, tiene sentido.
—Algunos resultaban muy similares, pero nada.
Sonaba como si Charbonneau estuviera comiendo algo con dulce de leche o
caramelo masticable.
—Hice otra búsqueda dejando abierta la fecha de la desaparición. Y como no
tenía información dental, ni detalles, ni fechas, obtuve lo que esperaba.
—¿Muchos casos?
—Una lista de aquí hasta el culo del mundo.
—¿Qué me dice del 38428?
—Bajé todos los casos hasta 1980. La muñeca rota redujo la búsqueda. De nuevo,
había algunos casos parecidos, pero ninguno que se ajustara al nuestro. Ayudaría
mucho saber dónde vivía la chica.
—¿Qué le parece el centro-norte de California?
—Claro, me encanta.
—Hablo en serio.
El ruido a celofán arrugado y a masticación se detuvo.

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—¿Bromea?
Simplificando la bioquímica y la geofísica, le conté a Charbonneau lo que Art
Holliday me había explicado.
—Luc se va a cagar en los gayumbos.
—Tiene que enviar su descripción al sur de la frontera.
—El CNIC ya los tiene. Pero también se los enviaré a la policía estatal de
Vermont y California.
—Es una posibilidad entre mil.
—No le hace daño a nadie.
—Excepto a los calzoncillos de su amigo.
Charbonneau se rio.
—Le voy a contar lo que me acaba de decir.
—Hay una cosa más.
—Alégreme el día.
Le describí las muescas y hendiduras.
—¿Y usted cree que esas marcas fueron hechas por un bisturí?
—O una hoja de cuchillo delgada y extremadamente afilada.
—¿Y aparecen en los tres esqueletos?
—Sí. Aunque las marcas que aparecen en el esqueleto amortajado difieren de las
de los otros dos.
—¿Cómo?
—Son más bastas, y tienen bordes más desportillados.
—¿Cree que fueron hechas por otra herramienta? —dijo Charbonneau.
—Es posible. Quizá se hicieran después de que el hueso se hubiese secado. O tal
vez no sean cortes, sino marcas post mortem parecidas a las hendiduras de los cortes.
—¿Arañazos causados al arrastrarlos o lo que fuera?
—Puede ser.
—No suena convencida.
—Parece que haya un patrón. —Guardé silencio y me imaginé los cráneos y las
mandíbulas—. Las marcas rodean el conducto auditivo derecho.
—¿En qué esqueleto?
—En los tres.
—¿Y no aparecen en ninguna otra parte?
—No.
—Cono. ¿Cree que alguien anduvo cortando orejas?
La idea me había pasado por la cabeza.
—No lo sé.
Después de referir a LaManche la información de Art Holliday, pasé el resto de la
tarde con mis chicas del sótano. Así pensaba en ellas ahora, eran mis chicas. Mis

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chicas perdidas.
Reexaminé cada hueso, cada fragmento y cada diente, estudié las radiografías
dentales y de los esqueletos, volví a cribar la tierra en la que fueron enterradas,
estudié minuciosamente los botones.
Cuando por fin acabé y me puse cómoda, ya no entraba luz por las ventanas y los
pasillos estaban en silencio. El reloj marcaba las cinco y veinte.
Pero no había averiguado ni una sola cosa más.
Cerré los ojos.
Me entró tristeza por no ser capaz de adjudicar nombres a aquellas jóvenes, ira
por no poder satisfacer a Claudel, frustración por no entender el asunto de los
botones, y culpa por no haber distinguido las marcas de cortes hasta que Bergeron me
las señaló.
¿Cómo pudieron habérseme pasado por alto? Me habían interrumpido muchas
veces, de acuerdo. Y sí, había estado trabajando en otros aspectos del caso y las
marcas eran casi invisibles. Y por lo menos uno de los cráneos estaba partido, de
acuerdo, pero ¿cómo pudo escapárseme algo tan importante?
Fracasos.
Fracasos por doquier y ni una gota que beber.
Anne: fracaso.
Ryan: fracaso.
—¿Ryan? —resoplé.
—¿Qué?
Mis ojos se abrieron de par en par.
En la puerta de mi despacho, con la cazadora prendida de un dedo y echada por
encima del hombro, estaba Ryan. Me observaba con una expresión difícil de
descifrar.
Alzó una mano con la palma hacia arriba.
—Ya sé. Ahora vas a decirme: «¿qué haces tú aquí?». ¿No es cierto?
Quise hablar, pero Ryan me interrumpió:
—Pues trabajo unas plantas más abajo —sonrió—. Y soy poli.
Me enderecé en la silla y me coloqué el pelo por detrás de la oreja:
—¿Tienes alguna novedad sobre Louise Parent? —dije.
—No.
—¿Has encontrado a Rose Fischer?
La sonrisa desapareció:
—No, y no tiene buena pinta.
—¿Crees que está muerta?
—Tiene sesenta y cuatro años y lleva desaparecida casi una semana.
—¿Qué clase de mutante mataría a una anciana?

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Ryan consideró que mi pregunta era retórica:
—¿Sigues teniendo vigilancia en la calle?
—Sí. —Y si vinieras a visitarme, lo sabrías, pensé—. ¿Sugieres que soy una
anciana?
—Quiero que mantengas los ojos bien abiertos, Tempe.
—Pues últimamente no se cierran nunca, Andy.
Él ignoró el comentario.
—Voy a pasar por la casa de Fischer, pensé que quizá te interesara acompañarme.
Me interesaba.
Hice un ademán en dirección a los esqueletos:
—Aunque estoy un poco ocupada.
—No se irán a ninguna parte. —Otra sonrisa aniñada.
Y de nuevo el debate interno: ¿lo confronto con lo que sé o evito el tema?
Opté por la vaguedad. Le daría a Ryan un poco de espacio para que hiciera o
deshiciera.
—¿Alguna vez te preguntas cosas, Ryan?
—Claro, me pregunto qué fue de Alice Cooper.
—Me refería a preguntas importantes.
—¿Qué diablos era Alice Cooper?
—Hablo en serio.
—Y yo. —Ryan hablaba tranquila y calmadamente—. ¿Te vienes, entonces?
A la mierda con las relaciones y a la mierda con Ryan. Mejor cauterizar la herida
y centrarme en mi trabajo. Me quité la bata blanca, eché las llaves al bolso y cogí el
abrigo.
—Vamos.
Avanzamos lentamente en medio del tráfico de la hora punta. La atmósfera dentro
del coche estaba tan relajada como una serpiente hecha un ovillo. No hubo
conversación.
Por mi cabeza galoparon imágenes conocidas: Ryan en la playa, Ryan y yo en
Guatemala, Ryan en la cama.
Ryan y la reina del baile.
Hubo un momento en que me rozó la rodilla con la mano. Un misil me dio de
lleno en la líbido.
Cerré los ojos e hice un esfuerzo por controlarme. Respiré hondo.
Cuando finalmente llegamos a Candiac, yo tenía los músculos del cuello tensos
como cuerdas de guitarra.
En la casa de Rose Fischer todas las cortinas estaban corridas, pero de una de
ellas surgía una luz suave y amarillenta.
—Humm. —Ryan frenó lentamente y apagó el motor.

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—¿Qué pasa?
—No recuerdo haber dejado ninguna luz encendida.
—¿El lugar sigue precintado?
—No hace falta, los peritos terminaron con lo suyo hace días y quitaron la cinta.
—Ryan abrió su portezuela—. Tú quédate aquí.
Le di unos segundos de ventaja y después lo seguí por el camino que subía al
porche. La corona todavía nos deseaba a todos Joyeuses Fétes!
Ryan pulsó el timbre.
En el interior de la casa sonaron unas campanadas tenues.
El viento hacía flamear mi bufanda.
Ryan pulsó el timbre nuevamente.
Pasaron los segundos, y otra ráfaga de viento me hizo saltar una lágrima. Me calé
el sombrero.
Cuando Ryan estaba reparando con qué llave abrir, se encendió la luz del salón.
La puerta se entreabrió y asomó por la rendija una cara.
Era a quien menos esperaba ver.

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Capítulo 23
—¿Quiénez zon uztedes? —La palabras sonaron húmedas y sentimentaloides,
como dichas con la boca llena de guisantes.
Ryan le mostró la placa:
—¿Zon polizíaz?
—¿Nos deja pasar, señora Fischer?
—¿Dónde eztá Louize? ¿Dónde eztá mi hedmana?
Dios mío, no se había enterado.
—Sobre eso queremos hablarle. —La voz de Ryan sonó calma y tranquilizadora.
La rendija se ensanchó. Y vi una cara que me recordó a una calabaza de
Halloween con la boca extrañamente cóncava.
—Ezpeden.
El viento cortante agitó el cuello de mi abrigo y mi bufanda. Bajé la cabeza y me
puse a patear el suelo.
Me sentí fatal. Ryan y yo llevábamos malas noticias a Rose Fischer. Nuestras
palabras iban a cambiar para siempre su vida. Odiaba tener que presenciar lo que se
avecinaba. No era parte de mi trabajo diario y di las gracias por ello. Pero cuando me
tocaba, lo odiaba.
Unos minutos más tarde la puerta se volvió a abrir, y Ryan y yo pasamos al
interior de la casa. El calor me aflojó la piel de la cara.
Rose Fischer no era regordeta, era enorme. El pelo mal teñido y una permanente
le daban a su cara hinchada un aire payasesco. La sobreabundancia de cosméticos
tampoco ayudaba.
—¿Dónde está mi hermana? —El sentimentalismo había desaparecido, pero el
miedo seguía allí. Aunque arrugada y pintarrajeada con barra de labios, la boca de
Fischer ahora me resultaba más normal.
Mi tristeza se intensificó. Jesús de mi vida. Aquella mujer se había puesto la
dentadura postiza y se había pintado para recibir a unos extraños.
Ryan posó su mano sobre el hombro de Fischer.
—¿Podemos sentarnos?
La mujer se llevó una mano rechoncha a la boca color camión de bomberos:
—Dios mío, algo le ha ocurrido a Louise… —Sus ojos llenos de rimmel
buscaban los de Ryan y los míos—. Han venido a decirme que algo le ocurrió a
Louise. ¿Dónde está?
Ryan condujo a Fischer hasta el sofá del salón y se sentó junto a ella. Desde el
rincón, una cacatúa gris y amarilla, con carrillos anaranjados, graznó y después silbó
seis notas de «Edelweiss».
Me situé a la izquierda de la mujer, le cogí una de sus manos rechonchas.

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Con un gesto de barbilla, Ryan me indicó que hablara yo.
La cacatúa dijo «Bonjour», lo repitió y después soltó un Crrrr.
Fischer cerró los ojos y me estrujó la mano.
—Su hermana ha muerto, lo lamento.
Crrrr. Crrrr. Crrrr.
Fischer empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro, apretando tanto los ojos que
se perdieron en la grasa de sus órbitas. A cada movimiento surgía de su garganta un
gemido agudo que luego se ahogaba tras sus bien colocados dientes postizos.
Pasé el brazo por encima de su hombro.
—Lo siento mucho —repetí.
Rose Fischer continuó su lamento, mientras el rimmel y la sombra de ojos corrían
a mezclarse con el colorete entre naranja y rosáceo.
La cacatúa calló.
Ryan le dio unas palmaditas a la mujer en el hombro derecho. Me miró. Sus ojos
reflejaban una tristeza similar a la mía.
Con el copete levantado, la cacatúa observaba a su dueña con la cabeza clavada
en un ángulo de cuarenta grados.
En el aparador un reloj marcaba los segundos con un tic. La cacatúa intentó
reproducir unas notas de «Alouette» pero abandonó.
Fischer lloraba y se mecía.
Pasó un minuto. Pasaron dos.
Ryan salió de la habitación y regresó con una caja de pañuelos de papel.
Tres.
Gradualmente, aquel llanto terrible mermó.
—I love you. —Crrrr—. Je t´aime.
La mujer abrió sus ojos porcinos y volvió la cabeza hacia el pájaro:
—Yo también te quiero, 'tit Ange.
Angelito ladeó la cabeza, pero no dijo nada.
—Mi hermana adora a ese pájaro. —Y casi inaudible añadió—: Adoraba…
Ryan le ofreció pañuelos de papel, la mujer cogió varios y se volvió hacia mí. Su
cara era un helado de tutti-frutti derritiéndose en un charco de barro.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Soy Temperance Brennan y trabajo con el juez de instrucción.
Debajo del maquillaje de payaso, su cara palideció:
—Fue algún tipo de reacción alérgica, ¿no es cierto?
—La causa de la muerte aún no ha sido aclarada del todo.
Fischer se limpió el caos que le chorreaba por la cara.
—No debí dejar sola a Louise cuando se estaba sintiendo mal.
Fischer se desplomó hacia atrás.

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—¿Su hermana estaba enferma? —preguntó Ryan amablemente.
—Sufría de alergias. Respiraba con dificultad y le goteaba la nariz. —Su cuerpo
inmenso se dobló sobre sí mismo—. Nunca imaginé que…
Fischer volvió a agitarse y su pecho empezó a palpitar involuntariamente. Yo
sacaba pañuelos de la caja, e iba dándoselos.
—Sé que esto es muy difícil y lamento mucho tener que hacerle estas preguntas
—dije con la voz más reconfortante que pude—. Pero durante esta semana mucha
gente ha intentado dar con usted. ¿Podría decirnos al detective Ryan y a mí dónde se
encontraba?
—Louise y yo nos apuntamos a un taller de cerámica en Point-au-Pies. Nos
pareció que sería divertido aprender cerámica…
Su pecho volvió a palpitar una y otra vez.
—… Pensábamos quedarnos en un hostal y hacer nuestras compras navideñas en
la región de Charlevoix.
—¿Su hermana no se sentía con ánimos de ir?
Cuando asintió, la primer papada se le hundió en la grasa de la segunda.
—Louise dijo que estaría bien y que si necesitaba algo llamaría a Claudia, mi
hija. —Pareció atragantarse con algo—. Dios mío. ¿Sabe Claudia lo sucedido?
—Sí que lo sabe, señora Fischer. Su hija ha estado muy preocupada por usted.
—Debimos haberla avisado… Debí haberla avisado. Pero como Louise decidió
quedarse, no lo creí necesario. Claudia me da la lata cuando conduzco en invierno.
Me trata como a una vieja estúpida, quiere que me quede en casa eternamente.
—¿Cuándo regresó usted de Charlevoix? —preguntó Ryan.
—Poco antes de que ustedes llegaran. Pensé que Louise había ido a la iglesia, el
jueves es noche de bingo. Yo estaba cansada de conducir, así que pensaba dejarle una
nota e irme a la cama.
La mujer hacía un rebujo con el pañuelo empapado y volvía a deshacerlo.
Su voluminoso busto volvió a palpitar.
—Le traeré un poco de agua —dije.
Dejé a Ryan y Fischer hablando en el salón y fui a llenar el vaso de agua del
grifo. De vez en cuando, la cacatúa graznaba o cantaba un fragmento de una canción.
Antes de regresar al salón, me detuve rápidamente en el dormitorio de Louise
Parent. Resultaba algo distinto de las fotos de la SIJ, la cama estaba deshecha y en el
colchón podía verse la mancha donde Parent había vaciado la vejiga al morir. Contra
la cabecera de la cama, sólo había una almohada.
Volví al salón y le di a Fischer el vaso.
Ryan me miró. Sacudiendo sutilmente la cabeza me decía que la mujer estaba
demasiado consternada para ser interrogada como corresponde.
—Ahora voy a telefonear a su hija —dijo Ryan.

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Fischer sorbía el agua haciendo ruidos inconexos.
—Y ya hablaremos mañana cuando se sienta usted mejor.
—¿Cuándo podré ver a Louise?
Ryan me miró:
—Podemos arreglarlo, si eso es lo que desea.
—Qué Navidades más terribles —dijo Fischer con labios temblorosos. Las
lágrimas brillaban sobre sus mejillas.
Le apreté la mano:
—Es muy difícil perder a un ser querido.
—Tengo que organizar el funeral.
—Estoy segura de que Claudia será una gran ayuda.
—Sé exactamente lo que Louise hubiera querido.
—Eso está bien —respondí.
—Las dos nos lo contábamos todo.
Eso también está bien, pensé.
Claudia llegó en cuestión de minutos.
Antes de marcharnos, tenía que hacer una última pregunta.
—Señora Fischer, ¿usaba su hermana almohada de plumas?
—Nunca. Louise era alérgica.
—¿Usa usted almohada de plumas?
—De plumón de ganso. —El gesto de Fischer se tornó sombrío ¿Por qué?
¿Estaba mi almohada en la cama de Louise?
Ryan y yo cruzamos la mirada.
—Parece una señora agradable —dije al tiempo que Ryan ponía el coche en
marcha.
—Y lo más importante, es una señora viva.
—Con razón nadie daba con su coche.
—No me sorprende, teniendo en cuenta que estaba aparcado detrás de algún
maldito hostal de Pointe-aux-Pics.
Condujimos en silencio, mientras las ramas desnudas recortaban la luz de las
farolas y se reflejaban con formas extrañas en el parabrisas. En pocos minutos Ryan
cogió el Pont Victoria. Las ruedas hicieron un ruido similar al de un pulgar que frota
el borde de un vaso muy grande. Debajo del puente, el río San Lorenzo se extendía
negro e inmóvil.
—A Parent la asesinaron —dije con tono grave.
—Eso parece.
—Y con la almohada de Fischer.
—Nuestros muchachos de fibras conseguirán cotejar las plumas.
—Algún hijo de perra entró en la casa a sangre fría, cogió la almohada de la cama

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de Fischer y la usó para asfixiar a Parent.
—Mientras la anciana se encontraba profundamente dormida por el Ambien.
—¿Cómo pudo entrar alguien sin dejar ni un solo rastro?
—Justamente de eso pienso hablar con Fischer.
—Y con Bastillo.
—Y con Bastillo.
—¿Crees que Fischer estaba enterada de que Parent me había telefoneado?
—Ése es otro tema que habrá que discutir.
Y eso puso fin a nuestra conversación.
Vale.
No me apetecía pensar ni en Rose Fischer, ni en Louise Parent, ni en Ryan, ni en
mis chicas perdidas.
Me recliné sobre el cabezal, cerré los ojos y ocupé la mente con frases que
describieran el silencio que reinaba en el coche.
El silencio de una tumba emparedada…, el de una biblioteca abandonada en un
sótano del Vaticano…, el de un agujero negro en el confín de una galaxia espiral…, el
de una cacatúa asustada.
Ryan me llevó hasta mi automóvil.
—¿Te va bien mañana?
—¿Mañana?
—Para ir a ver a Rose Fischer.
—¿A qué hora?
—Te telefonearé cuando haya visto a Bastillo.
Completé el trayecto del laboratorio a Centre-ville y llegué a casa a las siete y
treinta y cinco. Anne estaba durmiendo, con una edición de bolsillo apoyada sobre el
pecho y sus gafas de armazón floreado pendiéndole de la nariz.
Había preparado estofado a la cazuela. Mientras ella engordaba la salsa yo me
puse a revolver la ensalada.
Durante la cena, Anne me describió el libro que estaba leyendo. Trataba de la
muerte, y la perspectiva del autor le estaba resultando iluminadora. A mí, el tema de
conversación me resultó perturbador.
—¿Por qué ese interés morboso por la muerte?
—Hablas igual que Annie Hall —replicó.
—Pues tú te estás comportando como Woody Allen.
Anne reflexionó unos instantes:
—Para ir hacia delante a veces es necesario cambiar.
—¿Hacia dónde quieres ir? ¿Cómo quieres cambiar?
—En lo sustancial.
—¿De qué estás hablando?

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—De los ciclos.
Mientras rumiaba aquel comentario enigmático, sonó el teléfono. Era Katy.
—Hola, mamá.
—Hola, cariño. ¿Dónde estás?
—En Charlottesville, pero vuelvo a casa mañana.
—¿Te fue bien en los exámenes?
—Claro. Sólo quería asegurarme de que estarás en Charlotte el veintidós.
—¿El veintidós?
—Para la despedida de soltera de Hannah. Dijiste que me ibas a ayudar…
¿A qué clase de imbécil demente se le ocurre casarse en Navidad?
—Desde luego, allí estaré.
—Cuento con tus incontables años de experiencia.
—Eres un encanto.
—Te envié un par de correos electrónicos. «¡Jo, jo, jo!», «Mira como beben los
peces en el río…» y todo ese rollo. Me encantaría que me regalases esa sudadera que
pone «Antropologie», o «la fuente de la tranquilidad», que me ayudaría a relajarme.
—¿De qué tienes que relajarte?
—Quise decir que me ayudará a concentrarme.
—Ajá.
—Te quiero, ma mere. Tengo que cortar. —La voz de Katy sonaba como
decorada con muérdago y acebo.
—¿Por qué estás tan contenta?
—«Mira como beben los peces en el río…».
—Jo, jo, jo.
—Así me gusta.
Colgamos y regresé a la mesa para continuar la charla. Pero Anne se había
retirado sin dar explicaciones sobre la sensación de sentirse realizada o sobre lo
sustancial. Tuve la sensación de que había aprovechado la llamada para huir de mí.
Me desvestí, me lavé la cara, me cepillé los dientes y me pasé el hilo dental,
preocupada todo el rato por la promesa hecha a Katy. Había estado tan concentrada
en Louise Parent y mis chicas del sótano que casi se me había olvidado la Navidad.
¿Llegaría a resolver el caso en una semana o me vería forzada a aparcar a mis
chicas perdidas hasta que acabaran las fiestas?
Una vez en el dormitorio, alargué la mano y cogí el despertador. ¿Dijo Ryan a qué
hora iba a recogerme? Recordé haberle preguntado, pero no estaba segura de haber
oído su respuesta.
Eran las diez y media. Seguramente estaba en casa.
Pulsé Ryan en el sistema de mareaje rápido. Tras dos timbrazos alguien atendió.
—¿Diga? —Era una mujer.

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Sentí pasar una corriente eléctrica del estómago a los pulmones.
—¿Puedo hablar con Andrew Ryan, por favor?
—¿Quién le habla? —Era una mujer joven.
—La doctora Brennan.
—¿Tú? —De mujer joven con muy mala leche—. ¿Por qué no lo dejas en paz?
—¿Perdón?
—Deja de comerle el coco.
—¿Eres Danielle?
Se hizo un silencio.
Las ideas se agolpaban en mi cabeza. ¿Me había equivocado de nombre?
—¿Eres la sobrina del detective Ryan?
La mujer resopló:
—¿Te dijo que yo era su sobrina? ¿Y tú le creíste? Pues eres más estúpida de lo
que pensaba.
La verdad me cayó encima como la hoja de una guillotina.
—Déjalo en paz de una vez, ¿vale?
Y todo lo que siguió fue el tono de marcado.

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Capítulo 24

Después de pasar la noche en vela y sintiéndome más abatida que Anne, por fin
comencé a dormir a intervalos irregulares.
Al clarear, soñé que Ryan y yo nos encontrábamos en un túnel largo y oscuro.
Mientras hablábamos, Ryan se alejaba cada vez más, hasta que su cuerpo se convertía
en una silueta difusa el final del túnel.
Intentaba seguirlo pero mi piernas parecían de barro. Le gritaba una y otra vez,
pero me había quedado muda.
Algo me rozaba en la oscuridad, seco y similar a una araña, como el ala de un
murciélago.
Intentaba cubrirme con el brazo, pero aquello no se iba.
Me acariciaba la cara.
Le lancé un guantazo.
Y entonces desperté con Birdie lamiéndome la cara.
El monsieur del túnel telefoneó cuando yo masticaba copos de maíz y una
tostada. Decidí ir a Candiac con él, tal como lo habíamos planeado, necesitaba hablar
con Rose Fischer. Después de eso, le diría sayonara a Ryan.
Habían sido demasiadas penas, demasiadas noches sin dormir.
Y demasiadas reinas del baile.
Consideré confrontar a Ryan con la mujer que me cogió el teléfono, pero decidí
no hacerlo. Ya había sido traicionada una vez. Ya había interpretado un papel en ese
mismo drama: las acusaciones lacrimógenas, las negaciones hostiles, los
reconocimientos desgarradores… No quería pasar por aquello de nuevo. Birdie apoyó
mi decisión.
—¿Dormiste bien, bomboncito? —Ryan.
—Como la roca ígnea.
—Bastillo piensa llevar a Fischer a ver al párroco a las diez. Sugirió que
pasáramos por su casa a las once. —Oí algo parecido a una cerilla y después una
bocanada de humo—. ¿Te recojo alrededor de las diez y media?
—Estaré en casa.
Cuando me estaba secando el pelo, telefoneó Claudel.
Como de costumbre, no hubo ni saludos, ni la pregunta de rigor acerca de mi
salud o el talante de aquel día.
—El detective Charbonneau sugirió que me pusiera en contacto con usted. —El
francés surge suave como la seda de la mayoría de las lenguas; en el caso de Claudel,
suena como un montón de patatas rodando por el conducto de ventilación abajo—.
Aunque no entiendo muy bien por qué, no tengo nada de qué informarle.

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—¿Qué quiere decir?
—No encontré ningún sospechoso en la lista de inquilinos de Cyr. Nada en la
CPIC. Nada en la CNIC. Nada en Vermont, ni en California.
—¿Ni una sola persona desaparecida coincidía con nuestros casos?
—Había una chavala de California con la muñeca derecha rota. Coincidía por los
pelos con la estatura más baja de las víctimas.
—¿Cuánto medía?
—Uno sesenta y tres.
Sentí una corriente de electricidad:
—Muy cerca. ¿Cuándo dieron parte de su desaparición?
—En el ochenta y cinco.
—¿Y cuál es el problema?
—Que la chavala tenía catorce. La corriente se cortó.
—El esqueleto del radio partido estaba más cerca de la veintena.
Recordé a la chica amortajada en cuero y las radiografías dentales del cierre
apical de la raíz de su molar.
—Puede que como poco tuviera dieciocho, pero de ninguna manera quince.
—Eso pensé yo.
—Pero la fecha de su desaparición no tiene por qué ser la fecha de su muerte.
¿Averiguó algo más?
—Batallones de chicas desaparecen todos los años.
Una voz me advirtió de que colgara: cuelga ahora o Claudel va a sufrir otro
impacto directo.
Mi timbre no suena como una campanilla, sino como un gorjeo. Y eso fue lo que
oí en ese instante.
—Necesitaré una lista de todas las chicas de entre quince y veintidós años cuya
desaparición fue denunciada en Quebec en los últimos veinte años.
—Serán docenas. La mayoría huye, pero al final, cuando se cansan de comer
perritos calientes con judías y de dormir en el suelo, regresan a casa de mamá y papá
con el rabo entre las piernas.
Tranquila, me dije:
—Me sería de gran utilidad saber quiénes no lo hicieron.
Otro gorjeo.
—Madame, los…
—Ha llegado el detective Ryan. Tengo que irme.
—¿Andrew Ryan?
—Vamos a interrogar a la hermana de Louise Parent.
—¿La muerta de Candiac?
—Sí.

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—¿La que no paraba de llamarla a usted por teléfono?
—Me telefoneó.
—¿Qué quería?
—Eso es precisamente lo que pienso averiguar.
—¿Cuándo apareció la hermana?
—Ayer.
—¿Dónde?
—En su casa.
—¿Dónde se estaba ocultando la viejecita?
—En Point-aux-Pics. —Mi voz se heló—. Voy a necesitar esa lista en cuanto la
tenga.
—Sacrifice.
—Merci. —Capullo.
Corrí hasta el cuarto de baño. Llevaba un lado del pelo bien, el otro me colgaba
en forma de bucles, mortecino. Manoteé el secador.
Otro gorjeo, pero con espolones.
—Justo lo que necesito.
Birdie me observaba desde la puerta. Al oír mi voz se incorporó, estiró una pata
trasera y siguió su camino. No tuve tiempo de escribirle una nota a Anne.
Ryan me estaba esperando en el hall, tenía la cara rubicunda por el frío, llevaba
gafas de sol marrones, cazadora de piloto. Mi líbido alzó el vuelo.
La llamada de la noche anterior todavía me atenazaba los sentimientos, pero
aparentemente mi lujuria se había liberado a lo Houdini.
—¿Te he despertado, bomboncito? —Gran sonrisa Ryan.
—No me has despertado —dije procurando ocultar la hostilidad.
—¿Estamos cascarrabias esta mañana?
—¿Estamos fumando esta mañana?
—Es sólo un pequeño contratiempo. —Ryan clavó el pitillo en un cenicero de
arena del portal.
Al salir, el frío me golpeó como una explosión de hielo. El sol caía en picado
desde un cielo azul totalmente despejado. El coche de Ryan estaba aparcado junto al
bordillo. Subí y me abroché el cinturón de seguridad.
Ryan hizo lo propio, se subió las gafas y se las colocó en lo alto de la cabeza.
Bajo sus ojos zarcos noté las ojeras.
—¿Te ocurre algo? No dije nada.
—Es evidente que estás enfadada. No dije nada, esta vez más evidente.
—Sospecho que estás enfadada conmigo. —Aunque sonreía, tenía tensa la
mandíbula y el contorno de los ojos.
—Te crees un chulazo, Ryan, pero tengo otras cosas en qué pensar demás de ti.

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Y de tu sobrina. Me sentía en carne viva.
—¿Te apetece hablar? —preguntó él.
—Me apetece conducir —respondí, temiendo no poder controlar más la voz.
Y eso hicimos.
En medio de un silencio crispado.
Claudia Bastillo contestó a la campanilla de la casa de Candiac. Puse una sonrisa
falsa y la saludé cariñosamente.
Rose Fischer estaba sentada sola, con la vista fija en las persianas venecianas.
Llevaba un vestido de rayón verde punteado con amapolas y una pinza de plástico le
sujetaba la melena anaranjada en un moño. Su maquillaje era todavía más
extravagante que la noche anterior, algo casi imposible.
Y ´Tit Ange no paraba de cantar «Frére Jacques».
Entramos en el salón pero Fischer no se inmutó. Al oír la voz de su hija se volvió
y atisbó. Estaba perpleja, como queriendo figurarse quiénes éramos.
—Es el poli y la juez de instrucción.
Hecha esa descripción inexacta, Bastillo se retiró.
Ryan y yo nos colocamos a ambos lados de Fischer. «El poli» hizo un gesto a la
«juez de instrucción» para que procediera.
—Espero que se sienta mejor, señora Fischer.
Ella asintió casi imperceptiblemente.
—Señora Fischer, me preguntaba sobre unas llamadas que su hermana hizo a mi
laboratorio.
Sus ojos chillones se perdieron en el suelo.
—¿Cuándo?
—La semana pasada.
—¿Acerca de qué? —La mujer seguía con la vista enfocada hacia abajo.
—Sucede que la señora Parent…
—Louise nunca se casó.
—… que la señorita Parent me habló de un edificio en la rue Ste-Catherine.
Abrió y cerró aquellas manos con dedos como salchichas.
—Me dijo que le preocupaban unos hechos ocurridos allí.
La intranquilidad de Fischer se intensificó.
—Su hermana manifestó que se sentía moralmente obligada a compartir cierta
información con las autoridades.
—¿Mi hermana la llamó a usted? —Fischer levantó la vista: dos ojos, abiertos de
par en par en medio de una cara redibujada sin demasiado arte.
—Dos veces. ¿Sabe usted por qué?
—Realmente no pensé que fuera a hacerlo.
—¿Qué era lo que su hermana quería contarme?

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En ese momento, llegó Bastillo y ocupó el sillón frente al sofá. La cacatúa pasó
de graznar a emitir una notas cortas, agudas y estridentes.
—¡´Tit Ange! —ladró Bastillo.
La cacatúa soltó otra serie de chillidos frenéticos.
—¡Basta ya!
La cacatúa dijo «pájaro bonito» en inglés y francés y después empezó a investigar
el contenido de su comedero.
—Le gusta imitar el detector de humos —explicó Bastillo—. El muy cretino lo
aprendió cuando se quedó solo un fin de semana y fallaron las pilas.
—Es muy talentoso —dije—. Y bilingüe además.
—Es una joya.
—Es trilingüe —dijo Fischer.
Todos nos volvimos hacia ella.
—Habla inglés, francés y cacatués. Louise solía bromear sobre eso. —Debido a
las palpitaciones, la voz de Fischer se detenía abruptamente y luego volvía a arrancar
—. Era traductora, ¿lo sabía?
—No, señora. No lo sabía —respondí.
Fischer asintió y sus papadas se dieron un abrazo:
—Traducía libros del francés al inglés. Y al revés también.
—Es un trabajo muy difícil.
Me volví hacia Bastillo.
—Hablábamos con su madre acerca de unas llamadas que su tía Louise me hizo
al laboratorio poco antes de morir.
—¿Hay alguna relación entre ambas cosas?
—No estamos seguros.
—¿Está diciendo que mi tía no murió de muerte natural?
—Queremos investigar todas las posibilidades.
—¿Sospecha de nosotras? —dijo, estridente como el pájaro.
—Desde luego que no —intervino Ryan transmitiendo una seguridad total—.
Sólo nos gustaría saber en qué estaba pensando su tía.
Y dirigiéndose a Fischer continuó:
—¿Sabe usted lo que la señorita Parent quería confiarle a la doctora Brennan?
Fischer asintió y las rayas de luz que atravesaban la celosía se deslizaron por su
mejilla.
’Tit Ange silbó una estrofa de Camelot.
Rose Fischer respiró profundamente:
—Louise vivió en Ste-Catherine durante unos diecisiete años. Cuando mi marido
murió en el noventa y cuatro, la convencí de que se viniera a vivir conmigo. Ella
vivía en uno de esos edificios inmensos con locales en la planta baja y gente en las de

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arriba. Para mí era demasiado ruidoso, pero a Louise le gustaba. Tenía un
apartamento de dos habitaciones con vistas a la calle. Le encantaba observar por la
ventana mientras trabajaba en su escritorio, se llamaba a sí misma «la mirona del
barrio».
—¿Qué negocios ocupaban los locales del edificio?
—Hubo un montón: una señora que vendía maletas, una carnicería, y después
llegó un tipo que abrió una casa de empeños.
Fischer bajó la vista:
—A Louise no le gustaba, no le gustaba nada.
—¿Cómo se llamaba aquel hombre?
—Empezaba con una M. ¿Maynard, quizá? ¿O Martin? Según Louise era
estadounidense, pero no estoy segura. Hace años de aquello.
Stéphane Ménard, el tipo que aparecía en la lista de Cyr. El mismo que había
alquilado el local entre el ochenta y nueve y el noventa y ocho.
—¿Por qué no le caía bien aquel hombre a su hermana?
—No me malinterprete. A Louise le caía bien todo el mundo, pero ese hombre le
daba repelús.
—¿Sabe usted por qué?
Fischer lanzó una mirada a Bastillo. Bastillo asintió.
—Una noche lo vio entrar al local cargando a una chica dormida. La sostenía
contra el pecho como a un bebé.
—¿Era una niña?
—Una adolescente.
—¿No sería su hija?
—Se lamentaba de no haberse casado y haber tenido hijos. Mi hermana tenía un
don, la gente se lo confesaba todo. Cinco minutos con mi hermana y le hubiera
contado usted toda su vida.
—¿Le dijo algo más? —Mi corazón latía cada vez más aprisa.
—En otra ocasión, Louise vio a una chica salir huyendo de la tienda El
prestamista salió también como un rayo a la calle y la arrastró de nuevo al interior.
—¿Cuándo ocurrió eso?
Fischer no entendió la pregunta:
—Por la noche, tarde.
Miré a Ryan, estaba tan ansioso como yo.
—Louise se calló todo aquello hasta que se mudó a vivir conmigo. Entonces
empezó a remorderle la conciencia y me contó lo que había visto.
—¿Alguna vez habló su hermana con el prestamista de aquellos incidentes?
Fischer asintió:
—Le preguntó por las chicas varias veces. No directamente, entiéndame, sino con

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sutileza. Pero el tipo cambiaba siempre de tema y al final llegó a ponerse hostil. Así
que mi hermana no se lo mencionó más.
Fischer clavó sus ojos en los míos:
—Louise se debatía constantemente entre acudir o no a la policía. Ya sabe, para
que alguien fuera a comprobar qué pasaba. Le dije que se ocupara de sus asuntos, que
no se metiera.
—¿Estos incidentes ocurrieron antes de 1994?
Fischer asintió:
—¿Cree que aconsejé mal a mi hermana?
’Tit Ange graznó e hizo sonar su campanilla.

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Capítulo 25

Ryan continuó interrogando a Rose Fischer mientras Bastillo revoloteaba en


derredor. Yo salí de la estancia y telefoneé a Claudel.
Lo cogió al segundo timbrazo. Pasmoso.
Le referí la historia de Fischer.
—Ya lo he investigado cuando comprobaba la lista de inquilinos de Cyr. Ménard
es un santo.
—¿No tiene antecedentes?
—Oficialmente, ese tipo ni siquiera ha escupido en la calle.
—¿Sigue en Montreal?
—Tiene una casa en Pointe-St-Charles.
—¿Y a qué se dedica ahora?
—Hasta donde pude averiguar, a nada.
—Entre el ochenta y nueve y el noventa y ocho, Ménard llevó una casa de
empeños. ¿A qué se dedicaba antes?
Leve pausa:
—Sus antecedentes no están claros.
—¿No están claros?
—Se detienen en el ochenta y nueve.
—¿Qué significa que se detienen?
—Que no se sabe nada de Stephan Ménard antes de 1989.
—¿No hay partida de nacimiento, ni declaraciones de renta, ni informes de
solvencia, ni expedientes médicos?
Silencio.
—Rose Fischer cree que su hermana dijo que Ménard era estadounidense. ¿Ha
comprobado su nombre al sur?
Esperé a que Claudel hablara. Como no lo hacía, dije:
—Telefonearé a monsieur Authier y le diré que tenemos una pista.
A ver cómo le explicas tu falta de entusiasmo al patólogo jefe, Claudel.
Tras colgar regresé al salón y observé en silencio cómo Ryan interrogaba a Rose
Fischer durante otros treinta minutos.
Durante mi ausencia, las lágrimas habían hecho estragos en el maquillaje vivaz de
Rose Fisher. Su angustia me rompió el corazón.
El caso de Bastillo era muy distinto. Tenía la espalda recta, pero su mirada fija
estaba desprovista de cualquier compasión ante el dolor de su madre. De cuando en
cuando, volvía a cruzarse de piernas o de brazos. Por lo demás, permanecía sentada
allí, inmóvil y sin decir palabra.

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Por fin Ryan acabó.
Ambos reiteramos nuestro pésame a ambas mujeres y nos retiramos.
Una vez en el coche, Ryan sugirió que nos detuviéramos a comer un sándwich.
—No, gracias.
Mi estómago escogió ese preciso instante para gruñir.
—Lo tomaré como un veto de tu metabolismo a tu decisión de no comer.
Sin más discusión, Ryan se detuvo en el aparcamiento de un Lafleur, comida
rápida a la montrealesa. Rodeó el coche, me abrió la portezuela, me hizo una
inclinación y un gesto grandilocuente con la mano libre.
Qué diablos, estaba hambrienta.
Lafleur es famoso por sus perritos cocidos y sus patatas fritas. Steamé et frites.
Aunque los clientes habituales tengan tanto colesterol que podría clasificárselos de
cuerpos sólidos, todo montrealés come de vez en cuando en Lafleur.
Minutos más tarde, Ryan y yo nos encontrábamos sentados a una mesa con
encimera de formica. Entre nosotros, cuatro perritos calientes y diez kilos de patatas
fritas.
Cuando estaba por empezar mi segundo perrito, sonó mi móvil. Como de
costumbre, Claudel no perdió el tiempo con saludos:
—Vous avez raison.
Casi me atraganto, Claudel estaba admitiendo que yo tenía razón en algo.
Ryan preguntó si debía hacerme la maniobra de Heimlich y abrió los brazos de
par en par. Le hice un gesto indicándole que parara.
—Monsieur Stéphane Ménard se llama Stephan Timothy Menard. Sus padres,
Genevieve Rose Corneau y Simón Timothy Menard eran de Vermont.
—Fischer había recordado bien.
—Los Menard eran maestros de escuela pero además habían comprado una granja
de hortalizas a unos veinticinco kilómetros del centro de St. Johnsbury. El padre
murió en el sesenta y siete, cuando el chico tenía cinco años. La madre murió en el
ochenta y dos.
—¿Cómo acabó Menard en Canadá?
—Legalmente, Corneau había nacido en Montreal. Pero después de conocer a
Menard, se mudó a Vermont, se casó y se hizo ciudadana estadounidense. Genevieve
Rose estaba visitando a sus padres en Canadá, cuando el pequeño Stephen llegó al
mundo. Muy conveniente.
—Menard tiene doble nacionalidad.
—Efectivamente.
—Pero no fijó su residencia en Canadá hasta el ochenta y nueve…
—Cuando su madre murió en 1982, Menard heredó la granja. Casi una hectárea y
media de tierra, y una casa de dos dormitorios.

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Hice un cálculo rápido:
—Menard tenía veinte años.
—Así es.
Ryan ahogaba sus patatas fritas en vinagre, pero escuchaba atentamente.
—¿Y Menard se quedó en Vermont? —pregunté.
—Charbonneau está aclarando eso con el Departamento de Policía de St.
Johnsbury. Pero he averiguado que los abuelos de Menard murieron en un accidente
automovilístico aquí en Montreal, en 1988.
—Déjeme adivinar, Menard heredó la casa de grand-mére y grand-pére Corneau,
dijo au revoir a Vermont, puso acentos a sus nombres y se vino al norte.
—Y tomó posesión de la casa de los Corneau en 1988.
—La de Point-St-Charles.
Claudel me leyó una dirección.
Hice un gesto a Ryan. Me alcanzó un bolígrafo y la apunté en una servilleta de
papel.
—¿Es un solitario?
—No hay nadie más empadronado en ese domicilio.
—¿Tiene Menard antecedentes en Estados Unidos? —pregunté.
—Sólo una multa por conducir ebrio, a los diecisiete. Por lo demás, fue un
dechado de virtudes.
Una vez más, la caballerosa actitud de Claudel estaba consiguiendo cambiar mi
estado de ánimo:
—Oiga, hasta ahora nos hemos concentrado en las víctimas, investigando el caso
desde abajo hacia arriba. Es hora de replanteárnoslo, de investigar de arriba hacia
abajo y averiguar quién pudo haber enterrado a las chicas en ese sótano.
—¿Y usted cree que Menard es el hombre de la pala?
—¿Se le ocurre alguna idea mejor, monsieur Claudel?
Cortamos simultáneamente.
Entre mordisco y mordisco a mi segundo perrito, referí la novedad de Claudel. Si
Ryan dudaba de mis sospechas sobre Menard, las guardó para sí.
—En el presente, Menard debe de rondar los cuarenta —dijo haciendo una bola
con los envoltorios de papel encerado y echándolos en las cajas grasientas que habían
contenido nuestra comida.
—Y no sabemos cómo se ha ganado la vida en los últimos años.
—Tiene propiedades en Vermont y Quebec…
—Y un montón de parientes muertos —añadí.
Cuando estábamos pagando la cuenta, telefoneó Charbonneau:
—¿Qué tal va todo, doctora?
—Bien.

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—Estuve batiendo mandíbulas con varios de nuestros vecinos del «estado de las
verdes montañas». Parece que su sospechoso es universitario.
—¿Dónde estudió?
—En la Universidad de Vermont. Una señora muy agradable del registro me
mandó la información por fax, incluso la foto del anuario. El chico era el sueño de
toda madre: pelo y pecas como la marioneta Howdy doody, gafas de Clark Kent y una
sonrisa como la de Donny Osmond.
—¿Es pelirrojo?
—Igualito que Opie con gafas. Y esto le va a encantar, doctora: Menard es
licenciado en antropología.
—Bromea.
—Y todavía se pone mejor. Menard hizo un posgrado en arqueología en un sitio
llamado… —Hizo una pausa—. Espere…, aquí está… Chico.
Mi pulso cardiaco se elevó hasta la estratosfera.
—¿En la Universidad del Estado de California en Chico?
Ryan se volvió al oír la brusquedad de mi tono.
—Ajá. Un poco lejos para un chico de Vermont.
Le recordé a Charbonneau las pruebas con isótopos de estroncio que Art Holliday
había realizado a los esqueletos:
—Los valores de estroncio dental de la chica de la mortaja de cuero sugieren que
pudo haber crecido en el centro-norte de California, ¿lo recuerda?
—En efecto.
—Pues Chico está en el centro-norte de California.
—Que me aspen.
—Y recuerde, además, que los valores de estroncio de ese esqueleto sugieren que
pudo haber vivido los últimos años de su vida en Vermont.
—Joder.
—¿Qué más averiguó?
—Aparentemente, la erudición de Menard dejaba que desear. Después de un año
de curso abandonó, o lo echaron. Y hasta la vista… se quedó sin diploma.
—¿Adónde fue?
—Se apareció en la granja de su madre en Vermont en enero del ochenta y seis.
—Si abandonó Chico después de un año académico, eso deja un hueco entre el
final del tercer trimestre y enero del ochenta y seis. ¿Dónde estuvo durante ese
tiempo?
—Haré algunas llamadas a Chico.
—¿Qué hizo Menard cuando regresó a Vermont?
—Cultivar hortalizas, supongo, y vivir de su herencia. Porque no pagó seguridad
social ni hizo declaraciones de la renta.

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—¿Ha hablado con la gente de allí?
—Conseguí dar con un par de vecinos que se acordaban de él. La mayoría de la
gente local llegó después de que Menard se marchara, pero algunos de los viejos
recordaban a Genevieve Rose y a su hijo. Al parecer la madre era dura y llevaba al
hijo bien corto de rienda.
—¿Corneau no volvió a casarse?
—No, lo crio sola. Los vecinos recuerdan que Menard era un chico callado que
pasaba mucho tiempo encerrado y no tomaba parte en deportes ni en las típicas
actividades extraescolares. Uno o dos de los vecinos recuerdan haberlo visto al año
siguiente de regresar de Chico. El joven debió de tener alguna epifanía en el curso de
posgrado, porque con su barba y sus rizos estilo rastafari causó una gran impresión.
—Es Vermont.
—No entiendo.
—Allí son muy conservadores. ¿Qué más le dijeron los vecinos?
—No mucho. Aparentemente, Menard no se trataba con nadie y sólo salía a
comprar alimentos y para llenar el depósito de gasolina.
—Llame a Chico y escarbe todo lo que pueda sobre él. Y consiga una lista de
todas las mujeres de entre quince y veinticinco que desaparecieron en la zona
mientras Menard estuvo allí.
—Realmente sospecha que ese tipo esté relacionado con los esqueletos de la
pizzería, ¿no es cierto?
—Responde al perfil clásico: madre dominante, ambición frustrada, solitario, vive
en un lugar apartado.
—Yo no estoy tan seguro.
—Una los puntos, Charbonneau. Tres chicas aparecen enterradas en el sótano de
la propiedad que Menard alquiló durante nueve años. Los análisis con carbono 14
indican que el periodo de sus muertes coincide con el periodo de arriendo de Menard.
Louise Parent sospechaba tanto de él que me telefoneó dos veces —resumí tanto para
Charbonneau como para Ryan, que estaba a mi lado—. Según la hermana, Parent
quería contarme que en una ocasión vio a Menard entrando en brazos a su tienda a
una adolescente inconsciente. En otra ocasión, vio a Menard arrastrar de vuelta al
interior de su tienda a una chica que huía. Ambos incidentes tuvieron lugar por la
noche.
—Y ahora Parent está muerta —dijo Charbonneau.
Observé a Ryan. Estaba siguiendo atentamente mis palabras.
—Y ahora Parent está muerta —repetí.
—Éramos pocos y parió la abuela… Quizás acabemos todos trabajando en el
mismo caso.
—Eso parece.

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—¿Ryan está ahí?
—Sí.
—Pásemelo.
Le alcancé el teléfono a Ryan y lo observé mientras hablaba con Charbonneau.
Aunque estaba hecha un manojo de nervios, mantuve una expresión neutral. No di
muestras de la turbación que me acababa de producir la conversación, ni del dolor
que Charbonneau me había causado el lunes, ni de la tortura que había supuesto para
mí la llamada de la noche anterior.
Había jurado distanciarme de Ryan, pero todas las tramas empezaban a
conectarse. Con la unión de las investigaciones de Parent y el sótano de la pizzería,
separarme profesionalmente no iba a resultar posible.
C’est la vie. Tendría que comportarme como una profesional y cumplir con mi
cometido. Al final le desearía lo mejor a Ryan y seguiría mi camino.
—Sí, sí que lo es —rio Ryan, y lo hizo de la manera en que lo hacen los hombres
cuando comparten una broma sobre una mujer.
Mi paranoia se desbocó. ¿Cómo era quién? ¿De quién hablaban?
Olvídalo, Brennan. Concéntrate en el caso y centra en él tu energía.
Imaginé los huesos en aquel sótano anónimo y a Menard comprando y vendiendo
en la planta de arriba: electrodomésticos robados para poder pillar, reliquias
familiares entregadas con pesar.
Imaginé a Menard en Vermont, pasando la azada entre guisantes y patatas. Lo
imaginé en California estudiando a Struever, Binford, Buikstra, Fagan.
Pero un pensamiento nebuloso pugnaba por captar mi atención.
Chico.
—… Aquí la tengo —dijo Ryan girando hacia sí la servilleta de papel con la
dirección de Menard.
Chico está en el centro-norte de California, pero eso ya lo sabía. ¿Por qué la
llamada de alerta desde mi cerebro posterior entonces?
No era por lo del chico, tenía que haber algo más. Pero ¿qué?
—De acuerdo —contestó Ryan.
Charbonneau dijo algo.
—Claro —respondió Ryan—. Apretémosle los tornillos y veamos cómo
reacciona.
Ryan colgó y me devolvió el teléfono:
—¿Te apetece ir a hablar con este tipo?
—¿Con Menard? Ryan asintió.
—Naturalmente.
Mi cerebro posterior se relajó ligeramente.
Cuando nos marchamos del restaurante, no teníamos ni idea de que nos estaban

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observando.

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Capítulo 26
El mapa de Montreal me hace pensar en un pie, del que el aeropuerto de Dorval y
las urbanizaciones del oeste de la isla forman el tobillo, los dedos apuntan al este y el
talón cae al Fleuve St-Laurent, el río San Lorenzo. Verdún forma la almohadilla del
talón, y el cabo de Pointe-St-Charles es un juanete ínfimo junto a los dedos.
La península limita con el Canal Lachine, al oeste, y acaba en los almacenes de
los ferrocarriles Canadian Pacific. El Vieux Montreal y su puerto se extienden al este.
Por ser originalmente el hogar de los inmigrantes que construían los puentes de
Montreal, los nombres de las calles de la península tienen una fuerte impronta
irlandesa: rue St-Patrick, Sullivan, Dublin, Mullins.
Pero todo eso quedó en el pasado. En la actualidad, Pointe-St-Charles es
mayoritariamente francófono.
Menos de veinte minutos después de marcharnos de Lafleur, Ryan tomó por rue
Wellington, la arteria principal que recorre el barrio de este a oeste. Fuimos dejando
atrás tiendas de deportes, casas de tatuajes, y MH Grover, la tienda para hombres
altos y gordos, toda una institución de la rue Wellington. Por aquí y por allá, algún
café animado rompía la monotonía de la pequeña calle.
Al llegar al punto en que la rue Dublin se une a Wellington por la izquierda, Ryan
se detuvo. A mano derecha una fila de incongruentes casas victorianas hacían gala de
sus alegres tonos pastel, su carpintería ornamentada, sus arcos de ladrillos y sus
ventanas emplomadas. Alcancé a leer Dr. George Hall tallado en el cristal esmerilado
que remataba una puerta.
Ryan se percató de mi curiosidad:
—Es Doctor’s Row —me explicó—. Las construyeron unos peces gordos de la
medicina en el siglo XIX, buscaban domicilios prestigiosos. El barrio ha cambiado
mucho desde entonces.
—¿Siguen siendo casas de familia?
—Creo que las han subdividido en apartamentos.
—¿Dónde está la rue de Sebastopol?
Ryan señaló hacia la izquierda con la cabeza:
—Esa zona es como una madriguera, está llena de calles de sentido único y sin
salida. Creo que la rue de Sebastopol bordea los almacenes del ferrocarril.
Al torcer para tomar por Dublin, vi pasar por mi ventanilla un letrero de «lugar
histórico»:
—¿Qué es ese Pare Marguerite-Bourgeoys?
—Mon Dieu, madame la doctoresse, has nombrado a una de las damas más
queridas de Quebec. La hermana Maggie creó escuelas para señoritas en el siglo XVII,
una idea bastante radical para el Quebec de aquel entonces, y también fundó las

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Soeurs de la Congrégation de Notre-Dame. Unos años atrás la iglesia la ascendió a
santa.
—¿Y por qué el letrero?
—A mediados del siglo diecisiete, a Bourgeoys se le concedió la propiedad de
buena parte de esta península. Poco a poco las monjas fueron vendiendo la tierra, que
ahora ocupa casi en su totalidad Point-St-Charles. Pero la escuela original y parte de
la granja de Bourgeoys siguen en pie. Ahora el sitio es un museo, está un poco más
adelante.
—¿Te refieres a Maison St-Gabriel? —pregunté.
Ryan asintió.
Los coches estacionados sobresalían hasta la mitad de la calle y las aceras estaban
ocultas bajo montículos de nieve; siendo amable, se podía decir que había sido
quitada sin ninguna gana. Ryan avanzó lentamente por la derecha para esquivar el
tráfico que venía de frente. A medida que nos adentrábamos en la península, evalué el
entorno.
La arquitectura local era una revoltijo de viviendas de los siglos XIX y XX, la
mayoría de las cuales seguramente habían sido construidas para los trabajadores más
pobres. Casitas adosadas de ladrillo rojo bordeaban las calles, sus puertas daban al
borde mismo del pavimento. Las casas de otras calles habían sido erigidas con piedra
caliza toscamente labrada. Mientras la mayoría de la viviendas eran de un estilo
crudo y básico, algunas lucían una cornisa, un falso tejado o una ventana de
buhardilla esculpida en madera.
En medio de las construcciones de los centenios anteriores, había casas de tres
plantas erigidas en los primeros años del siglo XX. Sus creadores prefirieron frentes
algo más alejados de la calle, lo que permitía tener jardines, entradas empotradas,
revestimientos decorativos de ladrillo en amarillo, café o marrón, y escaleras
exteriores en espiral que llevaban a los balcones de la segunda planta.
Cerca de la entrada a Maison St-Gabriel, pasamos varias monstruosidades de
cuatro plantas construidas después de la guerra con entradas protegidas por
marquesinas de cemento o uralita.
Los creadores de estos adefesios obviamente anteponían la eficiencia al estilo. A
la mierda el feng-shui.
Después de varios giros, Ryan torció a la derecha y apareció ante nosotros la rue
de Sebastopol. A mano izquierda se extendían los almacenes del ferrocarril, medio
ocultos por vallas de un metro ochenta y arbustos perennes. Entre tanta rama y tela
metálica, divisé filas y filas de vagones cisterna oxidados.
Ryan detuvo el coche, la nieve crujió bajo los neumáticos. Sin decir palabra,
ambos recorrimos el lugar con la vista.
A mitad de la manzana, la hilera de casitas de ladrillo rojo se curvaba hacia el

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bordillo, como si aquellas ínfimas viviendas se amontonasen para darse apoyo y
calor.
Más allá de la fila de viviendas vi un solar vacío y más allá un batiburrillo de
estructuras de cemento con las paredes externas cubiertas de grafiti. Junto a nosotros,
a la derecha, se alzaba un sórdido granero rodeado por una cerca destartalada. Del
otro lado, un chucho no aceptó de buen grado nuestra llegada.
Entre los cables eléctricos y la nieve que había amontonada y ennegrecida por la
mugre, alargaban sus ramas unos árboles deshojados.
La rue de Sebastopol se parecía a muchas otras calles de la península, pero por
alguna razón se la percibía más inhóspita, más desolada.
A nuestra izquierda se extendían los solitarios almacenes del ferrocarril. La única
entrada por la que un vehículo podía acceder a la carrera se encontraba a nuestras
espaldas.
Mientras observaba de punta a punta aquella calle, me sobrevino un mal
presentimiento.
Ryan hizo un gesto hacia la hilera de casas:
—Ésa es Sebastopol Row, construida alrededor de 1850 por la Great Trunk
Railway.
—Está claro que los grandes ferrocarriles no derrochaban en estética.
Ryan extrajo la servilleta, comprobó la dirección y después se adelantó a leer el
número de la primera casa de la hilera.
El perro dejó de ladrar, se levantó, apoyó la patas delanteras sobre la verja y nos
siguió con la mirada.
—¿Qué número es?
Ryan me lo dijo.
—Debe de ser calle abajo.
Mientras Ryan hacía avanzar el coche lentamente yo iba leyendo las direcciones.
Pero las numeraciones de la casitas eran demasiado bajas, y el de la primera
estructura de cemento ya nos indicaba que nos habíamos pasado.
—Quizá se encuentre más allá de la calle, allí atrás en aquel solar baldío —sugerí.
Ryan dio marcha atrás y aparcó junto a la última de las casitas de la hilera. Entre
los árboles deshojados y los pinos frondosos apenas se distinguía una silueta.
—¿Preparada? —le dijo Ryan cogiendo sus guantes del asiento de atrás.
—Preparada.
Me puse los mitones y salí. Al oír el ruido de nuestras portezuelas, el perro
empezó a ladrar de nuevo.
Ryan avanzó por una senda recubierta de hielo, situada a unos dos metros del
muro de la última casa de la hilera. Algunas ramas con agujas y otras desnudas
tapaban el cielo creando un lúgubre efecto de túnel.

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El aire olía a pino, a humo de carbón y a algo orgánico.
—¿Qué es ese olor? —susurré.
—Excremento de caballo —me imitó Ryan—. El chucho cuida unos establos de
caballos de calécbe.
—¿Son esos los caballos que tiran de las calesas en el centro histórico de
Montreal?
—Los mismos.
Olisqueé una vez más.
Seguramente era así, pero olía a algo más.
Soltando vaharadas de aliento y con los cuellos alzados para protegernos del frío,
avanzamos cuidadosamente por la senda despareja.
A unos diez metros de la rue de Sebastopol, la senda torció bruscamente a la
izquierda y nos encontramos frente a frente con un edifico de ladrillo erosionado por
el viento y la lluvia. Nos detuvimos y leímos los números oxidados que había sobre la
puerta.
—Bingo —dijo Ryan.
El edificio tenía entrada. La puerta estaba en mal estado, pero era de madera
tallada. Las ventanas lucían opacas, algunas eran negras y otras estaban cubiertas de
escarcha y nieve.
Las parras muertas se entrelazaban como telarañas sobre el techo y por entre las
paredes, del marco de la ventana pendía el alféizar caído. Allí los pinos eran más
frondosos y proyectaban sobre la casa y el jardincillo una sombra aún más intensa.
Irracionalmente los pelos de la nuca se me erizaron.
Pero respiré hondo y me relajé lo suficiente.
Ryan fue hasta la puerta y se detuvo. Yo lo seguí.
El antiguo llamador era una mariposa de bronce opaco, de las que suenan cuando
se las hace girar en el sentido de las agujas del reloj.
Ryan alargó el brazo y la hizo girar.
En la profundidad de la casa sonó una aguda campana.
Ryan esperó un momento y volvió a hacerla sonar.
Unos segundos después, se oyó un rechinar de cerrojos y la puerta se abrió
dejando una rendija de diez centímetros.
Ryan mostró su placa:
—¿Señor Menard? —dijo en inglés.
La rendija no se abrió más. Era imposible ver quién se asomaba.
—¿Es usted Stephen Menard? —repitió Ryan.
—Qu’est-ce que voulez vous? —¿Qué es lo que desea? Tenía un acento
estadounidense fortísimo.
—Somos policías, señor Menard. Queremos hablar con usted. —Ryan insistía en

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hablar inglés.
—Laissez moi tranquile. —Déjenme en paz.
La puerta empezó a desplazarse hacia el marco. Rápido como una liebre, Ryan la
detuvo con la palma de la mano.
—¿Es usted Stephen Menard?
—Je m’appelle Stéphane Ménard —respondió pronunciando el nombre a la
francesa—. Qui étes-vouzi? —¿Quiénes son ustedes?
—Somos el detective Andrew Ryan y la doctora Temperance Brennan —dijo
Ryan haciendo un gesto hacia mí—. Necesitamos hablar con usted.
—Allez-vous en. —La voz sonaba seca, casi frágil.
Yo todavía no había conseguido ver a su dueño.
—No nos vamos a marchar, señor Menard. Colabore, nuestras preguntas sólo le
ocuparán unos minutos.
Menard no contestó.
—O vamos a jefatura. —El tono de Ryan era de acero templado.
—Tabarnac!
La puerta se cerró, se oyó el correr de una cadena y volvió a abrirse.
Ryan pasó y yo lo seguí. El suelo era de linóleo y las paredes de un color
demasiado oscuro para una estancia sin ventanas. En el aire flotaba una mezcla de
naftalina, empapelado viejo y tela mohosa.
Un farolillo chino iluminaba el pequeño vestíbulo. Menard se encontraba oculto
tras la puerta, con una mano en el picaporte y la otra pegada al pecho sujetando un
abrecartas de bronce.
Menard cerró la puerta y se volvió. Entonces lo vi por primera vez.
Como poco, Stephen Menard rondaba el metro noventa y cinco. Con sus pecas y
su cabeza calva en forma de sapo, era uno de los hombres más peculiares que había
visto jamás. Hubiera podido echarle cuarenta años mal llevados o sesenta bien
conservados.
—Qu’est-ce que vous voulez? —preguntó Menard una vez más. ¿Qué quieren?
—¿Podemos sentarnos?
Ryan se bajó la cremallera de la chaqueta.
Menard se encogió de hombros:
—Peu importe. —Me da igual.
Nos llevó a una pequeña sala igual de oscura que el vestíbulo: pesadas cortinas
rojas, secreter de caoba, mesa de café y mesitas auxiliares a cada extremo del sofá. El
papel pintado lucía un estampado floral oscuro y los muebles un tapizado de un
arándano sombrío.
Tras dejar el abrecartas sobre el secreter, Menard se desplomó sobre el sofá y
cruzó las piernas. Yo me quité el abrigo y ocupé el sillón a su derecha.

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Ryan recorrió la estancia y encendió la araña y un par de lámparas de bronce y
cristal que flanqueaban el sofá. La nueva iluminación nos permitió evaluar mejor al
dueño de la casa.
Stephen Menard no sólo era calvo, sino lampiño; no tenía ni patillas, ni pestañas,
ni pelo en el cuerpo. Esa característica lo convertía en un ser extrañamente pálido.
Me pregunté si la falta de pelo de Menard era una cuestión genética o una extraña y
expresiva moda a posta.
Ryan cogió la silla Windsor que había junto al secreter y la plantó delante de
Menard, y no precisamente con una actitud destinada a calmarlo. Se sentó, apoyó los
codos en las rodillas y se inclinó hacia delante hasta situarse a un metro de él.
Nuestro renuente anfitrión llevaba pantuflas, vaqueros y una sudadera
arremangada por encima de los codos. Menard se echó hacia atrás, se bajó las mangas
hasta las muñecas, se las volvió a remangar, se ajustó las gafas y esperó.
—Seré honesto con usted, señor Menard. Usted ha captado nuestra atención.
—Je suis…
—Tengo entendido que es estadounidense, así que no creo que hablar inglés le
resulte un problema, ¿o me equivoco?
Menard retrajo la barbilla pero no dijo nada.
—Richard Cyr nos contó que hace unos años usted llevaba una tienda de empeños
en rue Ste-Catherine.
Menard apretó los labios hasta que parecieron dos agujas superpuestas, se le
formó una arruga donde hubiera debido estar el entrecejo.
—¿Le molesta la pregunta?
Menard se frotó la mandíbula y se reacomodó las gafas.
—Era un comercio muy próspero. ¿Cuánto tiempo funcionó? ¿Nueve años? Usted
es un hombre joven, ¿qué le hizo dejar el negocio de los préstamos?
—Yo no era sólo un prestamista, comerciaba con objetos de colección.
—Explíquemelo, por favor.
—Ayudaba a los coleccionistas a encontrar piezas difíciles: sellos, monedas,
soldaditos de plomo.
Ya había visto a Ryan interrogar a sospechosos en el pasado. Sabía utilizar el
silencio. En vez de hacer otra pregunta apenas el interrogado hubiese contestado,
Ryan lo observaba con expectación y se limitaba a esperar. Eso estaba haciendo
ahora.
Menard tragó saliva.
Ryan esperó.
—Era un negocio legítimo —farfulló Menard.
En alguna parte de la casa oí el abrir y cerrarse de una puerta.
—Pero las cosas se complicaron. El negocio empezó a ir mal, así que cuando se

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acabó el contrato de arrendamiento decidí no renovarlo.
—¿De qué manera se complicaron las cosas?
—Se complicaron y punto. Oiga, soy ciudadano canadiense y tengo mis derechos.
—Sólo le estoy haciendo unas preguntas, señor Menard.
A Menard le costaba cada vez más mirar a los ojos. Su vista saltaba de sus manos
a Ryan, y de allí nuevamente hacia sus manos.
Ryan hizo otra pausa larga, y luego preguntó:
—¿Por qué abandonó arqueología?
—¿De qué me está hablando?
—¿Qué pasó en Chico?
Una idea cruzó por mi mente a toda velocidad. No la perseguí.
—¿Ha traído una orden de registro? —preguntó Menard ajustándose una vez más
las gafas.
—No, señor Menard —repuso Ryan.
La mirada de aquél se desvió por detrás del hombro de Ryan. Ambos nos
volvimos.
En la puerta había una mujer. Era alta y delgada, con una piel blanca como el
marfil y una trenza larga y negra. Calculé que tendría entre veinticinco y treinta años.
Menard encogió los ojos.
La mujer se puso tan tensa que casi dio un respingo. Después se rodeó la cintura
con los brazos y desapareció de la vista correteando.
Menard se puso en pie.
—No voy a contestar más preguntas, así que, o me arrestan, o se van de mi casa.
Ryan se tomó su tiempo para incorporarse:
—¿Hay alguna razón, señor Menard, por la que debamos arrestarlo?
—Desde luego que no.
—Muy bien.
Ryan se subió la cremallera de la cazadora. Yo me puse el abrigo y me dirigí
hacia el vestíbulo. Al detenerme cerca del secreter, vi el abrecartas.
Por el rabillo del ojo noté que Ryan se encaraba con Menard.
—Por ahora le seguiré el juego, señor Menard —le dijo—. Pero si está
ocultándome información, me aseguraré de que lo lamente.
Esta vez, Menard no desvió la vista. Los dos se clavaron los ojos.
Volviendo la espalda a la confrontación, recogí el abrecartas disimuladamente y
lo metí en el bolso.

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Capítulo 27
—¿Qué opinas? —dijo Ryan girando al llegar a la salida de la rue de Sebastopol.
—Si se restaurara la Inquisición, te llamarían antes que a nadie.
—Lo tomaré como un cumplido. ¿Qué te pareció Menard?
—Me dio escalofríos. ¿Será una causa congénita lo de que sea lampiño?
Ryan negó con la cabeza.
—En el cuero cabelludo vi cortes de maquinilla.
—¿Por qué se quitaría un hombre hasta el último pelo?
—¿Por admiración a Telly Savalas?
—¿El pelo de todo el cuerpo?
—¿Para ahorrar en champú?
—¡Ryan!
—¿Estará entrenando en natación para las próximas olimpiadas?
Esta última réplica ya no recibió contestación.
—No lo sé —respondió Ryan—. ¿Tendrá un peluquero colgado? ¿Piojos? ¿Algún
tipo de fobia capilar?
—¿Has notado la forma en que se comportó la mujer?
—No se nos abalanzó para ofrecernos té precisamente.
—Parecía aterrorizada.
Ryan se encogió de hombros:
—Puede ser. O quizás a la señora de la casa no le gusten las visitas inesperadas.
—Claudel dice que según el padrón allí no vive nadie más. ¿Quién crees que es?
—Pienso averiguarlo.
Le comenté lo del abrecartas.
—Lo has incautado ilegalmente.
—Ajá —asentí.
—Un juez desestimaría cualquier información derivada de ese objeto.
—Ajá —volví a asentir—. Pero sus huellas podrían identificar a la mujer.
—Podrían.
—Oye, fue un impulso. El abrecartas estaba allí y pensé que quizá la mujer lo
hubiera usado. Lo tomé prestado.
—Claro.
—Se lo devolveré.
—No lo dudo.
El sol se ponía trazando un arco y su brillo opacaba el parabrisas cubierto del
aguanieve que salpicaban los otros vehículos. Ryan se concentró en conducir; y nos
quedamos callados.
—Y hasta podría explicar lo de los botones antiguos —dije mientras cruzábamos

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el Canal Lachine y girábamos hacia la rue de la Montagne.
—Podría.
De repente se me ocurrió algo:
—¡El botón falso! —exclamé volviéndome hacia Ryan.
—¿Crees que Menard ayudaba a los clientes a completar sus colecciones
falsificando piezas por su cuenta?
—Quizá crea que es eso lo que investigamos y por eso se ha puesto tan nervioso.
—Es posible —dijo Ryan.
Se me ocurrió algo más:
—O quizás encontrara los esqueletos por casualidad pero calló creyendo que
algún día podría vendérselos a un coleccionista. Estoy segura de que vender
esqueletos humanos es ilegal en Canadá.
—Es otra posibilidad.
Me recliné hacia atrás:
—Mi instinto me dice que hay algo más.
—Si el tipo oculta algo lo averiguaré.
—Menard no estaba nada contento de vernos.
—Fue tan cálido como una sala de autopsias. Lo cual me recuerda una cosa:
¿adónde quieres ir?
—Al laboratorio.
Marqué el número de mi apartamento para ver qué hacía Anne, pero no obtuve
respuesta. Le dejé un mensaje para que me telefoneara.

Veinte minutos más tarde me encontraba ante mi escritorio.


Ryan había prometido llevar el abrecartas a la SIJ. Si conseguían sacarle huellas
impresas, él o un perito me lo comunicarían.
Desde que la conozco, Anne es categórica en su rechazo a la comida india. Volví
a telefonear para proponerle cenar juntas, segura de que el korma de cordero de La
Maison du Cari le haría cambiar de opinión.
Nadie cogió el teléfono. Dejé un segundo mensaje.
Sobre mi cartapacio tenía dos listados. El más largo era el de las jóvenes
desaparecidas en Quebec, elaborado por Claudel. El más corto correspondía a las
jóvenes desaparecidas en el centro-norte de California, elaborado por Charbonneau.
Empecé por el último.
Fui revisando los nombres uno por uno, excluyendo a cualquier chica cuyo perfil
no coincidiera con los de los esqueletos de la pizzería. Ya me estaba dando un fuerte
dolor de cabeza cuando me topé con Manon Violette.
Manon Violette tenía un canino superior torcido y ningún arreglo.
Me incliné hacia delante, presa de una repentina excitación.

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Coincidía con la chica del cajón de Dr. Energy.
Conteniendo el aliento, leí los detalles.
Manon Violette había desaparecido nueve años antes, saliendo de Longueuil para
coger un autobús a Centre-ville.
Violette era blanca, tenía quince años.
El siguiente dato fue como un puñetazo en el esternón.
Sólo medía un metro cuarenta y siete.
¡Maldición!
Yo había estimado en un metro cincuenta y siete la altura de la chica del cajón de
envases.
¿Pude haberme equivocado tanto?
Corrí hasta el laboratorio y lo comprobé.
No coincidía. La chica del cajón de Dr. Energy era menuda, pero no tanto. Incluso
tomando en cuenta el factor error, 38426 seguía siendo demasiado alta.
Pero ¿y 38467? Había calculado que debía tener entre quince y diecisiete años y
una altura de entre un metro sesenta y tres y un metro setenta.
Saqué el cráneo y comprobé su dentadura.
Era el sueño de cualquier ortodoncista. Alineamiento perfecto y ninguna torsión.
Vuelta al listado.
Una hora más tarde me recliné en la silla, frustrada.
Odiaba admitirlo pero Claudel tenía razón: no había correspondencias. Si la altura
coincidía, la edad no. Si edad y altura coincidían, la raza o alguna otra característica
de los esqueletos excluía a la candidata.
Ninguna de las desaparecidas de Quebec y sólo una de California había sufrido
una fractura de Colle en el radio derecho.
En nuestra anterior conversación Claudel había aludido a una chica de California,
así que repasé sus datos.
En 1985, Leonard Alexander Robinson denunció una desaparición al
Departamento del Sheriff de Tehama County. La hija de Robinson, Angela, blanca y
de catorce años y nueve meses de edad, se había marchado de su casa la noche del 21
de octubre. No se la volvió a ver. Sus amigas contaron que iba a hacer autoestop para
acudir a una fiesta.
Angela Robinson, «Angie», se había fracturado la muñeca izquierda al caer de
una hamaca a los ocho años. Medía un metro cincuenta y siete.
Vuelta al laboratorio para asegurarme.
Angie Robinson era demasiado joven para ser la chica de la mortaja de cuero. Y
demasiado baja. Estaba descorazonada y mi jaqueca hubiera podido clavar la estaca
de oro del Festival de Ogden. ¿Y si Angie había continuado con vida después de su
desaparición? Se habría hecho mayor, quizás hubiera crecido…

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Nuevamente mi subconsciente me estaba haciendo señas con el dedo. ¿Qué era?
El reloj marcaba las cinco y diez. Decidí dar por concluida la jornada.
Regresé al despacho e intenté comunicarme de nuevo con Annie.
Seguía sin responder.
Cuando colgaba el auricular en la horquilla, alguien en la puerta.
—¿Qué tal, doctora? —Charbonneau iba vestido de poliéster de la cabeza a los
pies. Y además calzaba botas vaqueras.
—Hola.
—Estaba por marchar, pero se me ocurrió dejarme caer y ponerla al corriente de
la sabiduría popular.
Con lo que me quedaba de cerebro, intenté descifrar aquello.
—¿Sabiduría popular?
Charbonneau se sacó una bola de chicle de la boca, estudió su color rosado, puso
los ojos en blanco e hizo un gesto hacia la papelera.
Le pasé un Post-it.
Charbonneau envolvió el Bazooka y marcó un doble.
—Ryan me contó lo de su visita al picadero de Menard en la rue de Sebastopol.
Parece que el tipo es un personaje de cuidado.
—Así es.
Me froté las sienes con las puntas de los dedos.
—¿Jaqueca? —dijo.
Asentí.
—Coma algo bien picante, a mí me resulta.
—Gracias.
—Pues en lo que a mí respecta, no tengo muchas novedades. Menard no tiene
antecedentes en California. Pero hay que corregir un dato de su historial académico:
al pájaro no lo echaron de Chico. De hecho, se apuntó al segundo año.
—¿Y?
—No apareció.
Dejé de frotarme las sienes:
—¿Pagó la matrícula, se apuntó a las clases y no dio señales de vida?
—Ajá.
—¿Por qué?
Charbonneau se encogió de hombros:
—El personaje no respondió al RSVP. No apareció y punto.
—¿Sabes si canceló su deuda y sus cuentas bancarias?
—Estoy en ello.
—¿Dónde estuvo hasta que aterrizó en Vermont en enero?
Charbonneau sonrió:

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—También estoy en ello.
Cuando llegué, el apartamento estaba a oscuras. Birdie dormía sobre el respaldo
del sofá. Al encender la lámpara alzó la cabeza y cerró los ojos.
—¡Anne! —grité.
Nadie me contestó.
Birdie se estiró, bajó al suelo de un brinco y se tumbó panza arriba.
—¡Anne! —grité de nuevo mientras le acariciaba la tripa a Birdie.
Silencio.
—¿Dónde se ha metido, Bird?
El gato se dio la vuelta y se puso a cuatro patas, estiró una de las traseras y
después la otra y se dirigió a la cocina. Al cabo lo oí partiendo los bocados de su
pienso Science Diet.
—¿Annie?
La puerta de su dormitorio seguía cerrada. Llamé y pasé.
Y el corazón se me cayó a los pies.
Sus pertenencias ya no estaban. Sobre el escritorio había una nota.
La contemplé unos instantes, pero al final la cogí y la desdoblé.

Queridísima Temp,
No sabes cuánto he apreciado tu cariño y tu paciencia. No sólo durante estas
últimas semanas, sino durante toda nuestra maravillosa, alegre y preciosa amistad.
Has sido mi cable en tierra, el viento en mis velas. (¿Te acuerdas de «nuestra»
película?).
Somos tan parecidas en tantos aspectos, Tempe. No se me da bien hablar de mis
sentimientos. Ni siquiera se me da bien reflexionar sobre ellos. Estar contigo era
exactamente lo que necesitaba.
Ha llegado el momento de acabar con esto. Aunque nunca podría decírtelo a la
cara, quiero que sepas que te quiero muchísimo. Por favor no te enojes conmigo por
hacerlo de este modo.
ANNE

Todo un cúmulo de emociones se apoderó de mí.


Amor: conocía a mi amiga y comprendía lo difícil que había sido para ella
escribir esas palabras.
Culpa: sumida en mis propios problemas, realmente no me había ocupado de los
de Anne. ¿Cómo podía ser tan egoísta?
Enfado: mi amiga había empacado y se había largado de casa sin avisarme
siquiera. ¿Cómo era tan insensible?
Pero entonces el miedo se me vino encima como una tromba.

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¿Realmente había vuelto a casa? ¿Con qué quería acabar? ¿Qué es lo que quería
hacer? ¿De qué modo?
Recordé el libro que Anne estaba leyendo y la conversación durante la cena del
día anterior. Sin mencionar que se iría.
¿Qué es lo que me había dicho? Algo acerca de los ciclos y los cambios
sustanciales, pero la había ignorado.
¡Jesús de mi vida! ¿Es que pensaba en matarse? Seguramente que no. Aun
estando deprimida, Anne no era una suicida. Pero ¿qué se sabe a ciencia cierta?
Vislumbré un collage de recuerdos. Otra amistad que había ocupado el mismo
cuarto se había marchado y acabó muerta en una tumba. ¿Se habría embarcado Anne
en alguna odisea?
Volví a telefonearla. No contestó.
Telefoneé a Tom.
—¿Diga?
—¿Está ahí Anne?
—¿Tempe?
—¿Ha llegado ya?
—Pensé que estaba contigo.
—Se largó.
Le leí la nota a Tom.
—¿Qué querrá decir con eso?
—No estoy segura.
—Estaba bastante cabreada conmigo —me explicó.
—Ya.
—No hará alguna locura, ¿verdad?
Esa misma pregunta me había estado revoloteando por la cabeza.
—¿No te ha llamado? —pregunté.
—No.
—Llama a las aerolíneas. Averigua si ha reservado vuelo a Charlotte.
—No creo que me lo digan.
—¡Engáñalos, Tom! ¡Miente! ¡Invéntate algo! —Yo estaba a punto de llorar.
—Vale.
—Y apenas sepas algo, llámame.
—Tú también.
Entonces me vi a mí misma en el nuevo espejo del salón, de pie y con el teléfono
en la mano, como en una foto.
Tenía el cuerpo tenso, la cara como un óvalo blanco asustado.
Igual que Anne en el pasillo la noche que entraron a robar.
¡Dios mío, que no le pase nada malo!

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¿Qué debía hacer? ¿Telefonear a las aerolíneas? No, eso lo estaba haciendo Tom.
¿Llamar a las empresas de alquiler de coches? ¿De taxis? ¿A la policía?
¿Estaba reaccionando de forma exagerada? ¿Se habría largado Anne para estar
sola? ¿Sería mejor no hacer nada y esperar?
Pero había dejado una nota, así que tendría algún plan. Pero ¿cuál?
El teléfono que llevaba en la mano sonó agudamente y me hizo dar un respingo.
—¿Anne?
Ryan debió de percibir la tensión de mi voz.
—Soy yo. ¿Qué ocurre?
Le conté lo de la repentina partida de Anne.
—¿Dice que iba a regresar a casa? —preguntó.
—No exactamente.
—¿Telefoneó a alguien?
—Este aparato no registra llamadas salientes…
—… ni entrantes, ni el número del que llama. Ya va siendo hora de que te
modernices.
—Gracias por el consejo técnico.
—Haré algunas averiguaciones.
—Gracias. Oye, Ryan…
—Dime.
—Anne estaba muy triste.
—Pero se llevó sus cosas. Eso es buena señal.
—Es cierto. No me había fijado.
Pausa.
—¿Quieres que vaya a hacerte compañía? —preguntó.
Por supuesto que quería.
—Estoy bien. ¿Por qué llamabas?
—La SIJ sacó huellas del abrecartas. Dos juegos.
—De Menard y la mujer.
—En parte.
—¿En parte?
—Ese tipo no es Menard.

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Capítulo 28

—Las huellas pertenecen a dos personas diferentes. Y ninguna de ellas es


Menard.
—¿Estás seguro?
—Lo envié todo a Vermont. El laboratorio de allí comparó las huellas impresas
del abrecartas con las que tienen de Menard por conducción temeraria.
—Pero Menard cogió el abrecartas varias veces… —No daba crédito.
—Fue el tipo que había allí, pero ése no es Menard.
—¿Averiguaron algo del segundo juego de huellas?
—No. Estamos cotejándolas aquí y luego las mandaremos al SAIHD.
SAIHD es el Sistema Automatizado de Información de Huellas Dactilares de
Estados Unidos.
—Si no es Menard, ¿quién es ese tipo?
—Vaya pregunta excepcionalmente perceptiva la suya, doctora Brennan.
No tenía ningún sentido.
—Quizá alguien metió la pata con las huellas…
—A veces pasa.
—Charbonneau consiguió una foto del anuario universitario de Menard. Vamos a
enseñársela a Cyr, a ver qué nos dice.
—No puede perjudicarnos —concedió Ryan.
Esperé a que Ryan reiterara su ofrecimiento de venir a casa. No lo hizo.
—Le pediré la fotografía a Charb… —empezó a decir.
Pero oí una voz femenina de fondo, y cómo inmediatamente Ryan cubría el
auricular con la mano.
—Perdona —dijo bajando el tono—. Le pediré la fotografía a Charbonneau y te
recogeré a las ocho.
Lo llevé bien durante una cena de macarrones con queso para una, un largo baño
caliente y el telediario de las once.
Pero en la cama, en plena oscuridad, unas imágenes intrusas bombardearon mi
mente:
Un sótano cutre, huesos en un cajón de envases, huesos en zanjas.
Una mujer tumbada en una cama con la melena canosa cubriéndole la cara, un
colchón manchado, un cadáver sobre una mesa de acero inoxidable.
Espejos destrozados, una astilla de vidrio atravesando un cuadro.
Anne con el equipaje, mirándome por encima de sus gafas de armazón floreado.
De la tripa me surgió un grito, las lágrimas cálidas me corrieron por la cara.
La última vez que me sentí tan abrumada estaba con Ryan. Recuerdo que me

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rodeó con sus brazos y me acarició la cabeza, y yo sentía los latidos de su corazón y
me consideraba tan fuerte y tan hermosa que era imposible que no saliera todo bien.
Mi pecho se hinchó y un sollozo se abrió camino a través de mi garganta. Llené
los pulmones de aire, apreté las rodillas contra el pecho y lo solté todo.
Una buena llorera es más terapéutica que una vomitona emocional de una hora de
psicólogo.
Al despertar ya había purgado toda la frustración acumulada y el pesar.
Estaba rejuvenecida.
Controlaba de nuevo.
Hasta que doce horas más tarde quedé como una gilipollas.
Tom telefoneó a las siete para preguntarme si sabía algo de Anne. Yo no tenía
novedades.
Él había averiguado que su esposa no había hecho reserva en ningún vuelo de
Montreal a Charlotte durante la semana. Le comenté que había hablado con un agente
de la SQ.
Tom supuso que Anne se habría marchado para estar sola y pensar y que pronto
nos haría saber dónde estaba. Estuve de acuerdo. Los dos necesitábamos creerlo.
Al colgar, volví a posar la vista en el espejo. Hacía nueve días que habían entrado
a robar y la poli todavía no había averiguado nada.
Un flash y un recuerdo.
El macizo del asiento 3C.
¡Madre de Dios! Anne se habría largado con el extraño que conoció en el avión.
¿Habría sido él quien había destrozado mi hogar?
Otro flash.
La orden de vigilancia especial de Ryan.
¿Seguirían asignadas a mi zona las patrullas frecuentes? ¿Alguna de ellas habría
visto partir a Anne?
Era improbable, pero valía la pena averiguarlo.
Me abrigué y salí.
Lucía otro día inmaculado. La radio había predicho una temperatura máxima de
30°C bajo cero. Pero eran las siete y media de la mañana, y para esa hora todavía
faltaba mucho.
Unos diez minutos más tarde, un coche patrulla avanzó manzana arriba. Me
acerqué al bordillo y le hice señas para que parara.
Me respondieron que sí, que todavía pasaban con frecuencia, y que ese equipo
había vigilado aquella misma semana, y que no habían visto a una rubia imponente
con un montón de equipaje, pero que les preguntarían a los agentes de los demás
turnos.
Regresé al hall, donde la temperatura era lo bastante alta para permitir la

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circulación sanguínea.
A las ocho y diez llegó Ryan. Subí al coche, que olía a humo de cigarrillo.
—Bonjour.
—Bonjour.
Ryan me pasó la fotografía del anuario universitario de Menard que había llegado
por fax. La imagen era pequeña y oscura, todo el color y parte del contraste se habían
perdido en la transmisión. Pero la cara era razonablemente reconocible.
—Se parece a Menard —dije.
—Y a otros mil tipos pelirrojos con gafas y pecas.
Tuve que darle la razón.
—¿Has sabido algo de tu amiga? —preguntó.
—No.
Me puse a mover los pies, luego me bajé la cremallera de la parka. No sabía qué
hacer con la mirada ni con el cuerpo. Me sentía rara e incómoda con Ryan, no estaba
segura de poder soportar una conversación con él.
—¿Pasaste una mala noche?
—¿Por qué ese repentino interés por mi sueño?
—Pareces cansada.
Miré a Ryan. Sus ojeras parecían más profundas y toda su cara más tensa.
¿Qué diablos te pasa?, hubiera querido preguntarle.
—Tengo varias cosas entre manos —dije.
Ryan me tocó la punta de la nariz con el dedo.
—Como todos nosotros.
Veinte minutos más tarde estábamos en el porche de Cyr.
Ryan había telefoneado para avisar y Cyr había respondido al primer timbrazo.
Esta vez el viejo excéntrico estaba completamente vestido.
Una vez en el salón, Cyr se acomodó en la misma poltrona reclinable que ocupara
durante mi visita con Anne.
El Llanero Solitario.
Olvídalo, Brennan.
Presenté a Ryan y lo dejé hablar.
—Monsieur Cyr, nous avon…
—Hable inglés, por respeto a la dama —dijo Cyr y me sonrió—: ¿Dónde está esa
amiga suya tan guapa?
—Anne se ha ido a su casa.
Cyr ladeó la cabeza:
—Esa mujer es una fiera… Vaya que sí.
—Esto sólo nos llevará un momento. —Ryan sacó el fax del bolsillo y se lo
entregó a Cyr—. ¿Es éste Stephen Menard?

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—¿Quién?
—Stéphane Ménard, el hombre que llevaba la casa de empeños de su edificio.
Cyr echó una mirada al fax y exclamó:
—Tabarnouche! Puede que me parezca a Bogart, pero sepa que ya tengo ochenta
y dos años.
Se incorporó, cruzó la habitación arrastrando los pies y encendió la televisión.
Luego cogió una lente grande y cuadrada que pendía de un cordón conectado a la
parte de atrás del aparato, le dio a un botón y puso la lente sobre el fax.
La cara de Menard llenó la pantalla de la televisión.
—Es genial —exclamé.
—Es una videolupa, un chisme estupendo. Amplía las cosas y así puedo leerlo
casi todo.
Cyr paseó la lente tranquilamente sobre la fotografía y después se concentró en la
oreja de Menard. La imagen hizo un zoom hasta que el borde superior de la hélice
ocupó casi la totalidad de la pantalla.
—No —le dijo Cyr enderezándose—. Éste no es el muchacho que buscan.
—¿Cómo lo sabe? —Me asombró su certidumbre.
Cyr bajó la lente, regresó arrastrando sus pasos y con el dedo me hizo un gesto
para que me acercara.
Me puse en pie.
—¿Lo ve? —Cyr señaló un pequeño bulto cartilaginoso en la parte superior del
borde externo de la oreja de Menard.
—Es un tubérculo de Darwin —dije.
Cyr se enderezó:
—Es usted una mujer lista.
Ryan nos observaba confundido.
—Nunca había conocido a nadie que tuviera unos bultos como los míos. —Cyr
hizo aletear su oreja—. Así que una vez se los mostré a mi doctor. Me dijo que era un
rasgo recesivo y me dio a leer unos artículos. ¿Sabe de dónde sacaron su nombre los
muy cabroncetes?
—En cierta época se creía que era un vestigio de las orejas puntiagudas de los
cuadrúpedos.
Cyr dio un par de saltitos, encantado.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con Menard? —dijo Ryan.
—Menard tenía los tubérculos más grandes que he visto jamás. Yo le tomaba el
pelo, le decía que un día me lo iba a encontrar pastando en un árbol o comiendo
animalillos peludos en el sótano. No le hizo ninguna gracia.
Ryan se puso en pie:
—¿Y el hombre de esta fotografía?

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Cyr le devolvió el fax:
—Éste no tiene bultos.
Al llegar a la puerta, Ryan se detuvo:
—Una última pregunta, señor Cyr. ¿Acabaron en buenos términos Menard y
usted?
—No, maldita sea. Tuve que ponerlo de patitas en la calle.
—¿Por qué?
—Me cansé de las quejas de los demás inquilinos.
—¿Qué tipo de quejas?
—Sobre sus compañías indeseables mayoritariamente, y también sobre los ruidos
que hacía por la noche.
—¿Qué clase de ruidos?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Pero ya había causado demasiado jaleo. ¿Existe
esa palabra?
—Sí.
—Suena a mermelada.
Ryan me dejó en casa, se disculpó y me explicó que había estado de servicio todo
el fin de semana. Prometió telefonearme si se enteraba de algo relacionado con
Menard, con el otro juego de huellas o con Anne.
No le pregunté si su horario de trabajo se extendía hasta el sábado por la noche.
A tomar por el culo. ¿A quién le importaba?
No había mensajes en mi contestador.
Katy quería que estuviese en Charlotte el veintidós a más tardar, así que procuré
ocupar el tiempo en todas las tareas que debía dejar resueltas antes de partir.
La ropa de cama, las plantas, los envoltorios de los regalos para mi conserje y los
técnicos del laboratorio.
¿Y el regalo de Ryan?
Ignoré el pensamiento.
También procuré ocupar mi tiempo con las obligaciones inevitables: hacer la
colada, cambiar la arena del gato, revisar el correo.
Puse música navideña a tope, con la esperanza de que las campanillas y los
mensajeros angelicales me pusieran de un humor más vacacional.
No funcionó. Sólo conseguía pensar en los huesos del laboratorio, en los listados
que tenía sobre el cartapacio y en dónde diablos se habría metido Anne.
A las tres me rendí y me dirigí hacia Wilfrid-Derome.
Era una típica tarde de sábado. El laboratorio estaba vacío y silencioso como un
cementerio.
Sobre mi escritorio esperaba una Demande d’expertise.
Cuatro meses antes un operador de ascensores había desaparecido mientras

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inspeccionaba un edificio en Cote St-Luc. El jueves su cuerpo apareció descompuesto
en pare Angrignon, en LaSalle. Las radiografías mostraban fracturas múltiples.
Pelletier quería que analizara el trauma una vez que los huesos estuvieran limpios.
Hice a un lado el impreso y volví a coger el listado de Claudel.
Los tubos fluorescentes zumbaban sobre mi cabeza. Las rachas de viento
atravesaban con un silbido los marcos de las ventanas. De cuando en cuando,
empujada por el viento, alguna partícula congelada golpeaba contra el vidrio.
Simone Badeau. Era demasiado mayor.
Isabelle Lemieux. Tenía arreglos dentales.
Marie-Lucille d’Aquin. Era negra.
Micheline Thibault. Era demasiado joven.
Tawny McGee. Era extremadamente joven.
Céline Dallaire. Se rompió la clavícula a los catorce.
La lista de nombres continuaba y continuaba.
Después de una hora, pasé al listado de Charbonneau.
Jennifer Kay. Esther Anne Pigeon. Elaine Masse. Amy Fish. Theresa Pérez.
De tanto en tanto, cruzaba el laboratorio para volver a comprobar un hueso, con la
esperanza de descubrir algún detalle que hubiese pasado por alto. Cada vez que lo
hacía regresaba desilusionada.
Cuando acabé con los nombres, volví a repasar las listas por edad, altura y fecha
de desaparición.
Sabía que estaba cogiéndome a un clavo ardiendo, pero me puse compulsiva. No
podía parar.
Al fondo del pasillo, oí las puertas de seguridad abrirse con un zumbido.
Estudié los lugares de las desapariciones.
Terrebonne. Anjou. Gatineau. Beaconsfield. Butte County. Tehama County. San
Mateo County.
A las seis, me recliné en el asiento, profundamente descorazonada. Tras dos horas
y media de trabajo, no había logrado nada.
En el pasillo vacío los pasos sonaban huecos. Seguramente se trataba de
LaManche. Sólo él o yo íbamos a trabajar un sábado por la noche.
Enhorabuena, Brennan. Tienes la misma vida social que un sexagenario con siete
nietos.
Vuelta a los listados.
Tenía la sensación persistente de que se me estaba escapando alguna conexión.
¿Cuál?
Estudié las hendiduras de los cortes.
Los tres cráneos mostraban huellas de traumas por instrumento cortante. En el
caso de la chica amortajada en cuero, los cortes habían sido hechos post mortem. En

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los otros dos, cuando el hueso estaba vivo. En los tres casos, los cortes se restringían
a la zona del oído.
Estudié el orden de las muertes.
La datación por carbono 14 sugería que la chica de la mortaja de cuero murió en
los años ochenta, y las otras dos en los noventa.
Estudié los lugares de nacimiento.
El análisis con isótopo de estroncio sugería que la chica amortajada en cuero pudo
haber nacido o vivido su niñez en el centro-norte de California, pero que después se
mudó a Vermont o Quebec. Era probable que las otras dos vivieran en esa provincia
toda su vida.
Era probable.
Quizás estuviera fiándome demasiado de la prueba de estroncio. Quizá la pista de
California fuera un callejón sin salida.
Oí otro zumbido y unas voces.
Pues Menard había hecho un posgrado en Chico.
Chico se encuentra en el centro-norte de California. Menard era inquilino del sitio
donde se encontraron las chicas. El periodo de su arrendamiento coincidía con el
momento en que tuvieron lugar al menos dos de las muertes. Louise Parent vio a
Menard con chicas jóvenes al menos en dos ocasiones. Una salió corriendo, otra
estaba inconsciente.
¿Era la conexión californiana mera coincidencia?
Mi cerebro posterior se enderezó en su silla pero enseguida volvió a repantigarse.
¿Qué pasa?
Por más que lo intentaba, no podía hacer salir de su madriguera aquel
pensamiento rebelde.
Vuelta a Menard.
Había tomado posesión de la casa de sus abuelos en Montreal en 1988.
Pero el tipo que ahora vive allí no es Menard, sino alguien que está utilizando su
nombre.
Lancé el bolígrafo contra el cartapacio.
—¿Entonces quién diablos es?
—No lo sé.
Al oír la voz, di un respingo.
Levanté la vista y vi a Ryan en la puerta.
—Pero hemos averiguado quién es su amiga.

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Capítulo 29
—Anique Pomerleau.
Flexioné los dedos haciendo un gesto de «venga, suéltalo».
—Desapareció en 1990.
—¿Edad?
—Quince.
Eso encajaba. La mujer de la casa de Menard aparentaba más de veinticinco y
menos de treinta.
—¿Dé dónde es?
—De Mascouche.
—¿Qué pasó?
—Ella les dijo a sus padres que iba a pasar el fin de semana con una amiga.
Resultó que ambas amigas se habían inventado la historia para que Pomerleau
pudiera encamarse con su maromo nuevo. Como no apareció el domingo por la
noche, sus padres empezaron a hacer averiguaciones. El lunes denunciaron la
desaparición. Para entonces, Anique llevaba casi sesenta horas desaparecida.
—¿No llegó a casa del amigo?
—Por supuesto que llegó. Salieron juntos a un par de bares el sábado por la
noche, se metieron en una pelea y Anique se largó hecha una furia. El galán tuvo
suerte y pasó el fin de semana con otra chavala.
—¿La poli se tragó esa historia?
—El camarero y la afortunada lo confirmaron. Pomerleau era una cría
problemática que ya había huido de casa varias veces en el pasado. Sus padres
insistían en el rapto, pero los polis creyeron que se había largado.
—¿Siguieron investigando?
—Hasta que las pistas se enfriaron.
—¿Y eso fue todo?
—No exactamente. Tres años más tarde, el matrimonio Pomerleau recibió una
llamada de su hija. La joven Anique les dijo que estaba bien, pero que no iba a
desvelarles su paradero.
—Debió de ser un shock para ellos.
—Pasaron un par de años y el teléfono volvió a sonar. El mismo cuento. Anique
les dice que está bien, pero no dónde vive. La última vez los llamó en el noventa y
siete. Para entonces su padre había muerto y su madre vivía pegada a una botella de
Bombay Sapphire.
—¿Las huellas dactilares de Pomerleau estaban archivadas aquí en Quebec?
Ryan asintió:
—Tiene un expediente lleno de delitos menores: vandalismo, hurto en comercios

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y un incidente con un coche robado, probablemente lo usó para salir a pasear. Su
última detención ocurrió cuatro meses antes de su desaparición.
Sentí la agitación subírseme por el cuerpo, pues esta otra historia tampoco
encajaba:
—¿Qué diablos hace Anique Pomerleau con Stephen Menard?
—Ese tipo no es Menard.
Cogí el bolígrafo y lo lancé de nuevo contra el cartapacio:
—No me trates con condescendencia, Ryan. Llámalo X… Monsieur X. ¿Cómo
acabó ella con él?
Recogí el bolígrafo y lo apunté hacia Ryan:
—Dime ¿por qué no conseguimos averiguar quién es ese cara sapo, dónde se
encuentra el verdadero Stephen Menard y cuándo ocurrió el cambio de identidad?
—¿Te apetece cenar?
—¿Qué?
—Cenar.
—¿Por qué?
—Hay algunas cosas que quiero contarte.
—Para qué, si tengo un teléfono rojo sólo para recibir todas las novedades que
Claudel y tú me comunicáis. Por cierto, ¿dónde diablos está Claudel?
Ryan empezó a hablar, pero lo interrumpí:
—Estoy hasta las narices de Claudel y su actitud de «y si no te gusta, te jodes». El
único que me trata con un poco de respeto es Charbonneau.
—Claudel tiene su manera de hacer las cosas.
—Los equinodermos también.
—Estás siendo muy injusta con Claudel. ¿Qué son los equinodermos?
Eso terminó de enfurecerme:
—¿Yo estoy siendo muy injusta con él? Desde el principio, he tenido que
pelearme con ese mojigato narcisista para que me tomara en serio. Para que todos me
tomaran en serio…
Pensé en romper el bolígrafo.
—Que los huesos son demasiado viejos… Que el carbono 14 es demasiado
caro… Que las chicas eran putas… Que Louise Parent murió durante el sueño… Que
todo el mundo sabe que las viejecitas babean…
—Cuando dije eso me refería a las babas.
—¿Lo ves? —exclamé—. Y tu actitud burlona tampoco ayuda.
—Tempe… —Ryan alargó la mano.
Yo me alejé:
—Por supuesto, me había olvidado de que te gusto. Pero también te gustan el
queso de cabra, los periquitos, las sirenas de Weeki-Wachee…

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Ryan abrió la boca para decir algo, pero no lo dejé.
—¡Y me quieres, pero nunca encuentras tiempo para estar conmigo!
Y continué vociferando, mientras toda aquella frustración contenida se iba
convirtiendo en una marejada gruesa.
—¿Y ahora, de repente estás libre para ir a cenar el sábado por la noche? ¡Qué
chica más afortunada soy!
Las palabras me salían a borbotones, como el agua de una esclusa:
—¿No estás de servicio? ¿No tienes que cuidar de tu —y con los dedos dibujé en
el aire unas comillas— sobrina?
El bolígrafo rebotó contra el cartapacio y salió disparado hacia Ryan, que alzó
una mano y consiguió desviarlo.
Me puse en pie de un salto:
—Dios mío Ryan, lo siento. No era mi intención darte.
Me desplomé en la silla y hundí la cara en las manos. Tenía las mejillas tibias y
mojadas.
—Vaya por Dios, no sé lo que me pasa…
Entonces sentí su mano en mi hombro.
Me sequé las lágrimas con las palmas de la mano, me pasé el pelo por detrás de la
oreja y levanté la cabeza.
Ryan me estaba mirando desde arriba. Sus ojos azules —azul de póster de agencia
de viaje—, me observaban preocupados.
¿O con lástima?
¿O era otra cosa?
—Disculpa —dije—. No sé de dónde me ha salido todo eso.
—Todos estamos bajo presión.
—Pero no todos se convierten en El Duce.
Me percaté de la llegada de LaManche antes de verlo. Había olido su tabaco de
pipa y su colonia barata, captando sus movimientos con mi visión periférica.
LaManche carraspeó.
Ryan y yo nos volvimos. Mi jefe estaba plantado en la puerta del despacho.
—Pensé que les gustaría saber que el juez de instrucción ha dictaminado
oficialmente que la muerte de Louise Parent fue homicidio.
—¿Fue asfixiada? —pregunté.
—Eso creo —respondió LaManche.
—¿Ha recibido ya los análisis toxicológicos? —quiso saber Ryan.
—Hay rastros de un somnífero. Se detectó Ambien en sangre y en orina, una
cantidad equivalente a una ingestión de diez miligramos varias horas antes de la
muerte.
—¿Qué me dice del momento? —preguntó Ryan.

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—¿Ha determinado usted si Parent tomó esa sopa para la comida o para la cena?
—Los registros muestran que aquel viernes las llamadas se hicieron desde la casa
de Fischer a las 15:55, 16:14, y 17:19. La primera llamada fue al sacerdote de Parent,
la segunda a una farmacia que se encuentra a dos calles de distancia y la tercera a un
móvil. Ya lo estamos investigando.
Lancé una mirada a Ryan. Nadie me había informado de todo aquello.
—Entonces la última comida de Parent debió de ser la cena.
—La sopa debió de salir del estómago después de tres horas y el Ambient
después de dos —dijo LaManche—. La pastilla para dormir debió de tomarla disuelta
en el té.
—Según su sobrina, Parent solía comer alrededor de las siete. Si eso fue lo que
hizo el viernes, entonces ya estamos hablando de las diez de la noche —calculó Ryan
—. Si suponemos que tomó el Ambien al irse a dormir, entonces ya estamos cerca de
las once o doce de la noche. Por lo que la muerte debió de ocurrir en las primeras
horas del sábado.
—Eso coincide con su estado de descomposición —comentó LaManche.
—Mi oferta sigue en pie —comentó Ryan después de que LaManche se hubiera
ido.
—¿Cuándo te enteraste de lo de las llamadas? —pregunté.
—Hoy. Ésa era una de las cosas que iba a contarte. ¿Hurley’s te parece bien?
Me lo quedé mirando durante un rato muy, muy largo, hasta que mis labios
esbozaron una sonrisa.
—Con una condición…
Ryan alzó las manos.
—… Invito yo.
—¡Estupendo!
El pub irlandés Hurley’s se encuentra en la rue Crescent, justo antes de la rue St-
Catherine. Mientras conducía hacia allí, consideré mis opciones: aparcar en casa y
arriesgarme a pillar una hipotermia o morir de vejez buscando un sitio donde dejar el
coche.
Escogí el aparcamiento a favor del equilibrio térmico.
Mientras bajaba correteando por St-Catherine cuestioné la sabiduría de mi
decisión.
Al llegar, vi a Ryan esperándome en un reservado con una pinta a medio beber.
Pedí guiso de cordero y una Perrier con limón. Él pidió pollo St-Ambroise.
Mientras esperábamos nuestros platos, Ryan y yo nos estudiamos con cautela.
Ambos contamos chistes, la mayoría no causaron ninguna reacción.
A nuestro alrededor se arremolinaba la típica muchedumbre de bebedores de
sábado por la noche. Algunos parecían alegres, otros desesperados, otros perdidos.

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No pude imaginarme el sinnúmero de problemas y relaciones que les aquejaban.
A nuestro lado, una pareja mimosa estaba más apretujada que los calcetines al
salir de la secadora. Él llevaba una diadema en forma de cornamenta de reno: ella, un
jersey con motivos navideños.
Mientras los observaba, El Reno acariciaba con su hocico el cuello de Jersey
Navideño, que soltaba risillas.
Estaban muy felices, muy cómodos el uno con el otro.
Jersey Navideño y yo cruzamos una mirada. Yo desvié la mía rápidamente hacia
un letrero que había encima de la cabeza de Ryan. «Bienvenue. Welcome. Fáilte». En
el borde superior del letrero alguien había colgado una corona de pino.
Una chica pasó junto a nuestra mesa, con ese cuidado exagerado de quien quiere
ocultar su ebriedad. Tenía una piel muy pálida y una trenza negra y larga.
Me recordó a Anique Pomerleau. ¿Dónde había estado durante aquellos quince
años? ¿Por qué andaba con aquel hombre que utilizaba la identidad de Menard?
La camarera llegó con nuestros platos. Ryan pidió otra pinta, y yo otra Perrier.
Mientras comíamos, la conversación giró hacia el tema laboral. Terreno neutral.
—Claudel se ha marchado a Vermont —dijo Menard.
Elevé las cejas.
—¿A buscar al verdadero Menard?
Ryan asintió.
—¿De quién fue la idea? —pregunté.
—Claudel es un buen poli.
—Pero me cree una subnormal.
—Yo no me junto con subnormales.
Tampoco te juntas conmigo, pensé. Pero no dije nada.
—¿Crees que el impostor de Menard mató a Louise Parent? —pregunté.
—Es una posibilidad.
—Una posibilidad muy grande, ¿no crees? Parent me telefonea para hablarme de
Menard y a los pocos días se la cargan con una almohada.
Ryan no hizo ningún comentario.
—El impostor de Menard no podía saber que Parent me había llamado —dije.
—Nadie podía saberlo.
No supe qué contestar.
—¿Has hablado con el vecino del monovolumen?
—Está limpio.
—Sigo pensando en la última noche de Parent y lo que sintió. ¿Sabría lo que
pasaba?
—No había señales de forcejeo y estaba colocada de Ambien.
—Algún psicópata entró en esa casa en medio de la noche y con una sangre fría

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total asfixió a Parent con la almohada de su hermana. ¿Crees que sintió la presión
sobre su cara? ¿El sabor de las plumas? ¿La sensación de terror?
—No te tortures, Tempe.
—Sólo me pregunto cuáles fueron sus últimas sensaciones.
Por no tener que pensar en las de las tres chicas muertas. Pero eso tampoco lo
dije.
—Hay otra cosa que no te he mencionado.
Dejé que Ryan continuara.
—Louise Parent dejó bienes por valor de casi medio millón de dólares, y estaba
asegurada por otro cuarto de millón.
—¿Quién es el beneficiario?
—Su hermana, Rose Fischer.
Ryan me dejó en casa alrededor de las nueve y media. No me pidió entrar y yo no
lo invité.
El contestador no destellaba ni emitía sonido alguno.
¿Dónde diablos estaba Anne?
Ducha, dientes, lavado de cara y a la cama.
Birdie subió de un salto y se acurrucó junto a mí.
Quise ponerme a leer pero estaba demasiado alterada.
Cerré el libro y apagué la luz.
Hora del tormento subliminal.
Di vueltas de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.
Birdie prefirió marcharse a un rincón de la cama.
Nunca deseé tanto un trago en toda mi vida. Un cabernet chiquitito no podía
hacerme mal…
Eres alcohólica, me dije. Los alcohólicos no pueden beber alcohol.
Di un puñetazo a la almohada y me tumbé boca arriba.
Me rendí al insomnio. Cogí el control remoto, encendí la tele y di con una
comedia de situación para descerebrados.
¿Cuál era la pieza que me faltaba?
Anique Pomerleau desapareció de Mascouche en 1990. Tenía quince años. En la
actualidad estaba viva y residía en Montreal.
Dos de las chicas halladas en el sótano de la pizzería rondaban los quince. La
chica de la mortaja de cuero era mayor.
Angie Robinson desapareció en 1985. Tenía casi quince años. Al contrario que
Pomerleau, nunca apareció con vida.
Los actores se convirtieron en simples títeres de un teatro de sombras. El diálogo
y las risas enlatadas pasaron a un plano de fondo.
Angie Robinson se había roto la muñeca, y la chica de la mortaja también. Pero ni

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sus edades ni sus alturas coincidían.
¿Qué era lo que se me escapaba?
Angie Robinson desapareció en el centro-norte de California, pero no conseguía
recordar el nombre del sitio. ¿Conners? ¿Corners? ¿Cornero?
¿Butte County?
No. En Butte County estaba Chico.
Menard pasó al menos un año en Chico. Pero ¿qué Menard? ¿El auténtico?
El padre de Angie Robinson hizo la denuncia de desaparición en la Oficina del
Sheriff del Condado de Tehama.
Me quité las mantas, me levanté, encendí el ordenador, entre en Yahoo! y busqué
un mapa del norte-centro de California.
Tehama County se encontraba exactamente al noroeste de Butte.
Encontré Chico, y directamente encima de esa universidad, el pequeño pueblo de
Corning.
Hice zoom sobre la región.
Aparecieron carreteras secundarias y poblaciones: Hamilton City Willows,
Orland.
Hice clic sobre una flecha y me desplacé hacia el norte del mapa.
Red Bluff.
El pensamiento que acechaba en mi mente avanzó con timidez, pero enseguida
regresó al subconsciente.
Red Bluff… ¿Qué era aquello?
Piensa, Brennan, piensa.
Una idea minúscula como un átomo centelleó.
¿Cuándo había aparecido Red Bluff en las noticias? ¿Diez años atrás? ¿Veinte?
¿Por qué?
¡Piensa!
Me levante y apagué la televisión. Lancé el control remoto y empecé a pasearme
por la habitación, desesperada por penetrar en el territorio del subconsciente.
El apartamento se colmó de silencio, pero no del silencio reconfortante de cuando
uno disfruta de su soledad. Era un silencio apremiante.
Yendo y viniendo. Red Bluff… Red Bluff… Yendo y viniendo.
Al final, entre neuronas, una luz resplandeció. Me quedé congelada. ¡Dios santo!
¿Sería eso?
Fui volando al ordenador. ¿Quién había sido la víctima?
Usando varios motores de búsqueda, la mayoría de los cuales me pasearon por
unos callejones de ciberbucles laberínticos y exasperantes, finalmente conseguí dar
con el nombre.
Y continué buscando en los archivos del Red Bluff Daily News, en los del Chico

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Examiner.
Los sonidos normales de la noche disminuyeron hasta el margen del umbral de
audición. Birdie dormía profundamente.
Tras varias horas, me recliné, petrificada por el horror de lo que estaba
desentrañando, y comprendí lo que estaba ocurriendo.

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Capítulo 30

Aguanté hasta las siete y entonces telefoneé a Ryan. Contestó enseguida, alerta
pero cansado.
—¿Te he despertado?
—Tenía que despertarme de todos modos para coger el teléfono.
—Es un chiste viejo, Ryan.
—Pareces entusiasmada, ¿qué ocurre?
Le expuse mi teoría y le conté lo que había descubierto durante mi
ciberinvestigación.
—Joder.
—Tenemos que entrar en esa casa, Ryan.
—El de la pizzería no es mi caso.
—Pero el homicidio de Louise Parent sí lo es. Menard o quien sea probablemente
la mató para evitar que hablara conmigo.
Oí una cerilla y una exhalación suave:
—Quiero que Claudel y Charbonneau sepan lo que me cuentas. ¿Estarás en tu
casa un rato?
—Esperaré.
Ryan me volvió a telefonear a las nueve para decirme que nos encontraríamos
todos en mi apartamento a las once.
—¿Claudel aceptó?
—Luc es un buen poli.
—Con todo el carisma de un asesino en serie. Prepararé café.
Sabiendo que sería difícil convencer a Claudel, pasé la siguiente hora conectada a
Internet reuniendo toda la información que podía serme útil.
Claudel fue el primero en llegar, con su habitual gesto fruncido.
—Bonjour —dije señalándole el sofá.
—Bonjour.
Claudel se quitó el abrigo. Se lo cogí.
Claudel tiró de ambas mangas del Armani para cubrir sus antisépticamente
blancos puños de Burberry, luego se sentó y cruzó las piernas.
—¿Café? —le ofrecí.
—No. —Claudel se encargó de mirar su reloj como si se tratara de un gran evento
—. Merci.
Ryan y Charbonneau aparecieron con unos minutos de diferencia, ambos con
vaqueros desteñidos y jerseys. De camino, Ryan se había parado en una patisserie.
Llené de café las tazas de Ryan y Charbonneau y los tres nos servimos pasteles.

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Todo el tiempo, Claudel mantuvo una distancia que significaba será-mejor-que-esto-
valga-la-pena.
Ryan dio el puntapié inicial a la reunión:
—Tempe, cuénteles a ellos lo que me contó a mí. —Y se volvió hacia Claudel—.
Luc, quiero que la escuches hasta el final.
Así que empecé a rajar:
—El 19 de mayo de 1977, una mujer de veintidós años llamada Collen Stan se
propuso hacer autoestop desde Eugene, Oregón, hasta Westwood, California.
Después de varios trayectos en otros coches, fue recogida por Cameron Hooker y su
esposa, Jan. Los Hooker condujeron a Stan al Parque Nacional Lassen, la esposaron,
la amordazaron, le vendaron los ojos y la llevaron a su casa.
Birdie entró tranquilamente, olió dos pares de botas y uno de mocasines, y tomó
una decisión.
—Le gustas al chiquitín, Luc —dijo Charbonneau guiñando un ojo a su
compañero.
Me puse de pie de un salto y saqué al gato de la falda de Claudel.
—Perdón.
Birdie se mostró todo lo ofendido que puede mostrarse un gato.
Continué:
—Cameron Hooker mantuvo a Colleen Stan encerrada en la oscuridad total,
sujeta a una privación sensorial completa durante todo el día a lo largo de siete años.
—Hijo de puta —exclamó Charbonneau.
—Hooker encerró a Stan en una caja mortuoria. Cuando le apetecía, la sacaba, la
colgaba de las tuberías, la estiraba en un potro, la azotaba, le aplicaba descargas
eléctricas, la mataba de hambre, la violaba y aterrorizaba.
Claudel se quitó un pelo de gato de la manga.
—Fue la mujer de Hooker quien al fin liberó a Colleen Stan. Hooker fue arrestado
en noviembre de 1984. El otoño siguiente fue acusado de rapto, violación, sodomía y
varios cargos más. La lucha por la cobertura de la noticia se convirtió en un deporte
sangriento.
—¿Y qué importancia tiene ahora esto? —suspiró Claudel.
—La terrible experiencia de Colleen Stan tuvo lugar en Red Bluff, California, a
sesenta y cinco kilómetros de Chico.
—En 1985, Stephen Menard estaba haciendo un posgrado en Chico —comentó
Charbonneau mientras alargaba la mano hacia la segunda rosquilla.
Asentí.
Birdie se desplazó sigilosamente hasta el sofá, arqueó la espalda y después se
frotó contra la pierna de Claudel. Entonces se paró en las patas traseras y apoyó las
delanteras sobre la rodilla del policía.

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Me disculpé una vez más, levanté al gato en brazos y lo encerré en mi dormitorio.
—Pero el memo que está aquí en Montreal no es Menard —dijo Charbonneau
cuando regresé.
—Uso ese nombre porque es más práctico —expliqué.
—Entonces ¿dónde está el auténtico Menard?
—No lo sé, quizá fuera asesinado por el hombre que vive en Pointe-St-Charles.
Pero eso ya es cosa vuestra.
—Continúe —insistió Ryan.
—El caso de Stan acaparó los medios desde el otoño del ochenta y cuatro hasta el
otoño del ochenta y cinco. A la prensa le encantaba el caso, llamaban a Stan «La
chica de la caja», y después, «La esclava sexual».
Claudel se miró el reloj.
—En 1985, una joven de catorce años llamada Angie Robinson desapareció de
Corning, California. Corning se encuentra entre Chico y Red Bluff. —Hice una pausa
para enfatizar lo dicho—. Tengo razones para creer que uno de los tres esqueletos del
sótano de la pizzería es el de Angie Robinson.
Charbonneau se detuvo con la rosquilla antes de que le llegara a la boca:
—¿Se refiere a la chica de la mortaja de cuero?
—La de la muñeca rota —intervino Claudel—. Pero usted aseguraba que la edad
no coincidía.
—Dije que Angie Robinson era demasiado joven y demasiado baja para afirmar
que fuese el esqueleto 38428. Pero si tras su desaparición siguió con vida durante un
tiempo, las discrepancias estarían justificadas.
—Explíquele los resultados del estroncio y el carbono 14 a Luc —dijo Ryan.
Lo hice.
—Y explíqueles de nuevo lo del sellador dental.
Lo hice.
—Joder —exclamó Charbonneau—. ¿Usted cree que Menard siguió la cobertura
de los medios y se inspiró en el demente de Hooker?
—Efectivamente, pero hay más. Anique Pomerleau desapareció de Mascouche en
1990, cuando tenía quince años. El viernes, Ryan y yo vimos a Pomerleau en casa de
Menard.
—Menard está aquí desde el ochenta y ocho —dijo Charbonneau.
Claudel bajó la cabeza y me habló como si me mirara por encima de unas gafas:
—Entonces usted, basándose en la historia de la chica de la caja…
—La chica tiene nombre. —El cinismo de Claudel me estaba sacando de quicio
—. Se llama Colleen Stan.
A Claudel se le cerraron las aletas de la nariz.
—¿Entonces usted cree que Menard ha estado reteniendo a Anique Pomerleau

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contra su voluntad durante una década y media? ¿Y que Angela Robinson y las
demás mujeres enterradas en el sótano también fueron sus prisioneras?
Asentí.
Durante unos instantes nadie habló. Claudel rompió el silencio.
—¿Anique Pomerleau intentó escapar?
—No.
—¿Les hizo alguna señal de querer marcharse de casa de Menard?
—No llevaba una banderola que pusiera «socorro», si es eso lo que pretende
decir.
Claudel miró a Ryan y arqueó una ceja.
—Pomerleau parecía bastante asustada —dijo Ryan.
—Parecía aterrorizada —corregí yo.
—¿Qué fue lo que hizo exactamente? —preguntó Charbonneau.
—Tan pronto como Menard la miró, ella se escabulló. Se comportó como un
cachorrito golpeado.
—¿Usted cree que Menard retiene a Pomerleau en calidad de esclava sexual? —
dijo Charbonneau.
—No estoy sugiriendo ningún motivo en particular.
—Y un huevo —me espetó Claudel.
—No estoy muy puesta en urología, detective. ¿Qué es lo que quiere decir
exactamente?
Claudel encogió los hombros y separó las manos:
—Cualquier adulto sano y normal hubiera intentado conseguir ayuda.
—Los psicólogos no están de acuerdo —le respondí bruscamente—.
Aparentemente usted no está familiarizado con el síndrome de Estocolmo.
Claudel puso las palmas hacia arriba:
—Es una adaptación al estrés extremo y ocurre en condiciones de cautividad y
tortura.
Luego dejó caer las manos sobre su regazo y bajó la barbilla:
—El síndrome de Estocolmo —dije— se advierte en víctimas de secuestros,
prisioneros, miembros de sectas e incluso entre mujeres y niños maltratados. Las
víctimas secundan voluntariamente los mandatos de sus raptores o maltratadores e
incluso expresan sentimientos de cariño por ellos.
—Extraña descripción —dijo Charbonneau.
—El síndrome proviene de una toma de rehenes ocurrida en Estocolmo, Suecia,
en 1973. Tres mujeres y un hombre fueron retenidos por dos ex convictos que
robaban un banco. Los rehenes llegaron a creer que los asaltantes los estaban
protegiendo de la policía. Tras su liberación, una de las mujeres se comprometió con
uno de los captores, otra creó un fondo para financiar la defensa de los criminales.

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—Es característico reaccionar a una circunstancia amenazadora con pasividad —
dijo Ryan.
—Agachar la cabeza y aguantar. —Charbonneau meneó la cabeza.
—Y todavía hay más —dije yo—. Las personas que sufren el síndrome de
Estocolmo llegan a establecer vínculos con sus raptores, al punto de identificarse con
ellos, y a mostrarles gratitud y cariño.
—¿En qué circunstancias se desarrolla el síndrome? —preguntó Claudel.
—Los psicólogos coinciden en que deben presentarse cuatro factores. —Y los
conté con los dedos—: Uno, la víctima siente que su supervivencia está amenazada
por el raptor, y que éste cumplirá su amenaza. Dos, la víctima recibe pequeñas
muestras de cariño cuando al raptor se le antoja.
—Como permitirle al pobre capullo seguir viviendo… —terció Charbonneau.
—Podría ser, como podría serlo un descanso entre las sesiones de tortura, un rato
de libertad, una comida decente, un baño.
—Sacrament. —Charbonneau volvió a sacudir la cabeza.
—Tres, la víctima está completamente aislada de otros puntos de vista que no
sean los de su raptor. Y cuatro, equivocada o no, la víctima está convencida de que no
hay manera posible de escapar.
Charbonneau y Claudel no dijeron ni una sola palabra.
—Cameron Hooker era un maestro en su oficio —dije—. Mantenía a Stan
encerrada en un ataúd debajo de su cama y la sacaba únicamente para hacerle
crueldades. Pero a veces le permitía momentos de libertad. En ocasiones la dejaba
salir a correr, trabajar en el jardín o ir a la iglesia. Una vez, llevó a su prisionera a
Riverside para ver a su familia.
—¿Por qué no se largó sin más? —Charbonneau se mesó la melena formándose
crestas en el pelo.
—Hooker la había convencido de que era de su propiedad.
—¿De su propiedad?
—Le mostró un contrato falsificado diciéndole que la había comprado como
esclava a una organización llamada La Compañía. Le advirtió de que se encontraba
bajo vigilancia constante y que, si intentaba escapar, los miembros de La Compañía
la cazarían como a un animal y la matarían a ella y a toda su familia.
—Cibole! —Charbonneau alzó los brazos indignado—. Si estaba traumatizada,
totalmente aislada y dependía de Hooker hasta para las necesidades más nimias, ¿aun
así creó un vínculo afectivo con aquel tipo?
—Lo ha entendido perfectamente —respondí—. Una de las pruebas más dañinas
para la defensa fue una carta de amor que Colleen escribió a Hooker.
Charbonneau estaba horrorizado.
—Elizabeth Smart fue prisionera de unos locos durante casi un año —dije—. A

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veces llegó a oír las partidas de búsqueda y la voz de su propio tío. Pero no intentó
escapar.
—Smart era una cría de catorce años —aclaró Charbonneau.
—¿Te acuerdas de Patty Hearst? —preguntó Ryan—. El Ejército Simbiótico de
Liberación la raptó y la mantuvo encerrada en un ropero. Ella acabó robando un
banco junto con sus raptores.
—Fue una acción política. —Charbonneau se puso de pie de un salto y empezó a
pasearse nerviosamente por el salón—. Este Hooker tiene que ser una especie de
psicótico mutante. La gente no va por ahí raptando chicas y encerrándolas en cajas.
—Es un fenómeno bastante más común de lo que creemos —dije.
Charbonneau dejó de caminar. Él y Claudel me miraron.
—En Z003, John Jamelske se declaró culpable de haber tenido prisioneras a cinco
mujeres en un bunker de cemento que había construido bajo el jardín trasero de su
casa, con el fin de usarlas como esclavas sexuales.
—Eso ocurrió aquí cerca —dijo Claudel finalmente, pasándose al inglés—, en
Syracuse, Nueva York.
—Joder, tío —Charbonneau volvió a arreglarse el pelo—. ¿Recordáis a Lake y a
Ng?
Leonard Lake y Charles Ng eran un par de misóginos patológicos que
construyeron una cámara de tortura en un rancho alejado, en Calaveras County,
California. Al menos dos mujeres fueron grabadas en vídeo mientras las
atormentaban. La cinta llevaba por título Damas A, «asesinadas».
—¿Qué fue de ese par de capullos? —preguntó Claudel con evidente asco.
—Lake fue detenido por hurto en un comercio y se mató con un par de cápsulas
de cianuro. A Ng lo pillaron en Calgary, y luchó durante casi una década para que no
lo extraditaran a Estados Unidos. ¿No es cierto, doctora?
—Llevó seis años de disputas legales, pero Ng finalmente fue enviado a
California para ser juzgado. En 1998 un jurado lo halló culpable de asesinar a tres
mujeres, siete hombres y dos bebés.
—Ya basta. —La altanería había desaparecido de la voz de Claudel—. ¿Cree que
Menard trajo su galería de los horrores a Montreal?
—Según Rose Fischer, Louise Parent me telefoneó para decirme que había visto a
Menard con jovencitas en dos ocasiones. Y encontramos enterradas a tres en el sótano
del local que él alquilaba…
—¿Usted cree que Menard trasladó a Angie Robinson de Corning, California,
hasta Montreal?
—A ella o su cadáver.
—¿Y que raptó y sometió a Anique Pomerleau?
—Sí.

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Claudel puso en palabras mis temores:
—Y si se sintiera amenazado, Menard podría matar a Pomerleau…
—Sí.
Los ojos de Claudel se achinaron. Lanzó una mirada a su compañero y se puso en
pie:
—Un juez lo consideraría como causa probable.
—¿Va a requerir una orden?
—Apenas apoye el juez el culo en la silla.
—Quiero ir con ustedes a Pointe-St-Charles —dije.
—De ninguna manera.
—¿Por qué?
—Si todo esto es cierto, Menard será peligroso.
—Ya soy mayorcita.
Claudel me observó durante tanto tiempo que creí que no iba a responder.
Entonces señaló a Ryan con un movimiento del hombro.
—Entonces hágale de compañera al vaquero. Nadie más quiere el puesto.
Me quedé de una pieza. El hombre de la discapacidad humorística había intentado
hacer un chiste.
El resto del domingo fue una agonía. Hice lo posible por entretenerme con mis
tareas, pero mi tristeza se mezclaba con una profunda desilusión conmigo misma.
¿Cómo no me había dado cuenta antes de que los huesos podían pertenecer a las
cautivas? ¿Cómo no había comprendido por qué mis perfiles no encajaban con las
descripciones de las desaparecidas? Una y otra vez, me pregunté: ¿habría servido de
algo?
En mi mente se agolpaban imágenes inquietantes: Anique Pomerleau con su cara
pálida y su larga trenza negra. Angie Robinson con la mortaja de cuero en un sótano
por tumba.
Y yo de compañera del vaquero.
¿Y Anne? ¿Dónde diablos estaba Anne? ¿Debía hacer algo más por encontrarla?
Intenté cantar villancicos. Me alegraron tanto como un Papá Noel del Ejército de
Salvación.
Fui al gimnasio y me machaqué, corrí casi cinco kilómetros en la cinta al compás
de viejos clásicos en cede que sonaban en mis cascos: The Lovin’ Spoonful, Donovan,
The Mamas and the Papas, The Supremes.
Aquella noche, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, tenía en la mente
un estribillo que sonaba y sonaba como un bucle:
Lunes, lunes I Monday, Monday…
Dos lunes atrás había desenterrado los huesos de tres jovencitas.
Un lunes atrás, había sacado aquellas plumas de los labios de Louise Parent.

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Al día siguiente, lunes, iba a explorar la casa de los horrores.
No puedes fiarte de ese día I Can’t trust that day…
Me estremecí al pensar qué me depararía.

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Capítulo 31
A las nueve, Claudel ya había conseguido la orden. Ryan llegó a mi casa a las
nueve y cuarto. Me subí al Jeep y Ryan me convidó a una taza de café. Desde luego
no era cafeína lo que necesitaba, estaba tan ansiosa que hubiera podido
reacondicionar el Pentágono yo sola.
Le di las gracias, me quité los mitones y cerré los dedos en torno al vaso de
porexpán. Mientras bebía intentaba calmar los latidos de mi corazón.
Cinco minutos después, Ryan abrió su ventanilla y encendió un Player’s. En una
situación normal, me habría preguntado si me importaba que fumase. Entonces no.
Supuse que estaría igual de nervioso que yo.
Las calles estaban taponadas con los últimos vestigios de la hora punta matinal.
Una década y veinte minutos más tarde llegamos a la península.
Al torcer por la rue de Sebastopol divisamos dos coches patrulla y un Impala sin
distintivos ubicados a intervalos regulares a lo largo de la calle. De los tres tubos de
escape salía humo.
Ryan se situó detrás del coche patrulla más cercano, apagó el motor y se volvió
hacia mí.
—Si Menard frunce siquiera el ceño en tu dirección, sales de allí de inmediato.
¿Me has entendido?
—Vamos a registrar el lugar, no a asaltarlo.
—Pero las cosas pueden ponerse feas.
—Hay siete polis aquí, Ryan. Si Menard no coopera, lo esposas y punto.
—Ante cualquier movimiento sospechoso, tú te lanzas al suelo.
Le hice una reverencia elegante.
Ryan frunció el ceño:
—Hablo en serio, maldita sea. Si te digo que te pires, tú te piras.
Puse los ojos en blanco.
—Es mi última palabra. —Ryan hizo el gesto de volver a arrancar el coche.
—De acuerdo —contesté mientras me ponía los mitones—. A sus órdenes, señor.
—No es broma, es un trabajo peligroso.
Bajamos del coche y cerramos la puerta sin hacer ruido.
El clima había cambiado desde el día anterior. El aire estaba helado y húmedo, y
el cielo cubierto de densas nubes grises.
Al vernos, el chucho de los establos empezó a ladrar. Por lo demás, no había otras
señales de vida en la rue de Sebastopol, ni chicos jugando al hockey, ni amas de casa
descargando alimentos, ni jubilados cotilleando en balcones o porches.
Era un típico día montrealés. Mejor quedarse en casa, en el metro o bajo tierra.
Mejor acurrucarse hasta la primavera e intentar no volverse loco. En semejante

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quietud, los ladridos sonaban todavía más escandalosos.
Ryan y yo cruzamos la calle corriendo. Cuando nos acercamos al Impala, el dúo
dinámico se bajó del coche.
Claudel llevaba un sobretodo de cachemir color habano y Charbonneau una
chaqueta grande y lanuda cuya composición química me fue imposible adivinar.
Nos saludamos por medio de gestos.
—¿Cuál es el plan? —dijo Ryan en inglés.
Claudel separó las piernas. Charbonneau apoyó el trasero en el Impala.
—Un grupo se quedará aquí —dijo Claudel señalando con el pulgar el coche
patrulla de la boca de la calle—. El otro lo enviaré a la vuelta, a la rue de
Congrégation.
Charbonneau se bajó la cremallera de la parka, metió las manos en los bolsillos y
se puso a jugar con la calderilla.
—Michel entrará por la puerta de atrás.
El walkie-talkie de Charbonneau soltó un chirrido. Él se pasó la mano por detrás
de la cintura y giró una perilla.
Claudel nos escrutó brevemente a Ryan y a mí.
—Brennan sabe lo que tiene que hacer —dijo Ryan.
Claudel apretó los labios pero no dijo nada.
—Le mostraremos la tarjeta navideña del juez, haremos que se siente y le
ponemos la casa patas arriba.
Charbonneau descansó la mano sobre la culata de su arma.
—Si el cara-duende decide hacerse el Schwarzenegger no me va a arruinar las
vacaciones.
—¿Preparados? —Claudel se quitó el walkie-talkie del cinturón y volvió a
abrocharse el abrigo.
Hizo una ronda de gestos con la barbilla y dijo:
—Allons-y.
—Vamos allá —repitió su compañero.
Charbonneau se separó del Impala y a grandes zancadas se dirigió a la boca de la
rue Sebastopol. Habló con el conductor del coche patrulla; el vehículo dobló por la
esquina y desapareció. Charbonneau dio marcha atrás y cruzó en diagonal por el solar
vacío. Treinta segundos más tarde, en el walkie-talkie de Claudel sonó su voz: ya se
encontraba apostado en la puerta trasera de Menard.
Claudel hizo señas para que el otro grupo de agentes uniformados entrara en
acción.
Con Claudel a la cabeza, Ryan y yo avanzamos con cuidado por la senda
congelada. El segundo coche patrulla aparcó a nuestra espalda silenciosamente junto
al bordillo.

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Mientras avanzaba a trompicones, sentí el mismo pavor sin nombre que había
sentido el viernes, pero intensificado. El corazón me latía como una conga. Al llegar
al recoveco detrás del cual se alzaba la casa, Claudel se detuvo y habló por su walkie-
talkie.
Yo me quedé mirándola, preguntándome cómo habría sido en posesión de los
Corneau, los abuelos del auténtico Menard. Ahora la vivienda se veía tan oscura y
amenazadora que costaba imaginar que en su tenebroso interior hubo un tiempo en
que se freía pollo, se miraban partidos de béisbol y los mininos perseguían pelotas.
La radio de Claudel chisporroteó: Charbonneau ya estaba en posición.
Subimos al porche. Ryan giró la mariposa de bronce y la campanilla sonó aguda y
estridente, igual que el viernes anterior.
Pasó un minuto entero sin que hubiera respuesta.
Ryan volvió a llamar.
Me pareció oír movimientos en el interior. Ryan se puso tenso y bajó la mano
hacia su Glock.
Claudel se desabrochó el sobretodo.
Ryan giró la mariposa por tercera vez.
Quietud total.
Ryan golpeó la puerta con fuerza.
—¡Abra, policía!
Cuando Ryan levantaba la mano para aporrear la puerta otra vez, el chasquido
apagado de un disparo quebró el silencio. Un destello blanquiazul escapó por los
bordes de la cortina a mi derecha. De forma idéntica, Claudel y Ryan se agacharon de
inmediato con las armas desenfundadas. Ryan me cogió de la muñeca y me tiró al
suelo.
Claudel gritó por su walkie-talkie:
—Michel! Es-tu lá? Repet. Es-tu lá?
Al instante chisporroteó la voz de Charbonneau:
—Estoy aquí. ¿Eso fue un disparo?
—Fue dentro de la casa —respondió Claudel.
—¿Quién está disparando?
—No lo sabemos. ¿Ves algo por ahí detrás?
—Nada.
—Mantén tu posición. Vamos a entrar.
—Y tú quédate ahí —me dijo Ryan, haciéndome retroceder con un gesto.
Yo me arrastré rápidamente hasta el punto que me señaló.
Claudel y Ryan se pusieron de pie de un brinco y empezaron a aporrear la puerta,
primero con los hombros, después con las botas. La puerta no cedió.
A lo lejos, el perro de los establos se puso frenético.

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Los dos hombres empezaron a patear con más fuerza.
Por el aire volaban astillas y trozos de barniz amarillo, pero la puerta resistía.
Hubo más patadas e insultos. Claudel tenía la cara morada, a Ryan empezó a
sudarle el cuero cabelludo.
Al final, vi cierto movimiento donde los tornillos fijaban la sujeción a la madera.
Enviando a Claudel hacia atrás con un gesto, Ryan reculó, flexionó la pierna y
lanzó una patada de karate. Su bota dio en el blanco, el pasador cedió y la puerta salió
catapultada hacia adentro.
—Tú quédate aquí —me dijo Ryan con el aliento entrecortado.
Respirando fuerte, con las armas amartilladas y pegadas a las narices, Claudel y
Ryan entraron en la casa, uno tomó por la izquierda y el otro por la derecha.
Me deslicé hasta el interior, me situé a la derecha de la puerta y pegué la espalda
contra la pared.
El vestíbulo estaba oscuro y olía ligeramente a pólvora.
Claudel y Ryan avanzaron sigilosamente por el pasillo con las armas en alto,
avanzando y mirando sincronizadamente.
El vestíbulo estaba vacío.
Pasaron a la sala.
Yo me adelanté hasta el final del vestíbulo.
En segundos mis ojos se adaptaron a la oscuridad.
No pude evitar llevarme la mano a la boca.
—Este! —Claudel bajó el arma.
Sin decir palabra, Ryan bajó el codo y apuntó su Glock al techo.
Menard estaba sentado donde lo había estado el viernes anterior, con el cuerpo
echado a la izquierda y la cabeza torcida en un ángulo extraño contra el respaldo del
sillón. Su mano izquierda pendía del brazo del sillón, la derecha descansaba sobre su
regazo con la palma hacia arriba y los dedos asiendo débilmente una pistola
Smith&Wesson de nueve milímetros.
La voz de Charbonneau chisporroteó por la radio. Claudel respondió.
Ryan y yo nos acercamos a Menard.
Claudel y Charbonneau hablaban nerviosamente. Oí «suicidio» y «juez de
instrucción», el resto de la conversación lo olvidé. Estaba pasmada ante semejante
hallazgo.
Lo que quedaba de Menard tenía en la sien derecha un agujero del tamaño de una
moneda de diez centavos, por cuyo borde blancuzco y arrugado se escurría un hilo de
sangre.
La bala había salido por la sien izquierda. Pero aquel lado de la cabeza había
desaparecido casi por completo salpicando la lámpara de bronce, los caireles y el
empapelado floral de aquella horrible sala.

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Junto con los restos del cráneo había una macabra sopa de quingombó, mezcla de
sangre y masa encefálica de Menard.
Sentí un temblor bajo la lengua.
Ryan arrastró la silla Windsor lo más lejos que pudo del cuerpo, me condujo hasta
ella y me presionó amablemente los hombros. Me senté y bajé la cabeza.
Oí la ruidosa llegada de los policías uniformados, a Ryan gritando órdenes, a
Charbonneau decir la palabra «ambulancia» y el nombre «Pomerleau», y cómo Ryan
y los demás recorrían la casa y abrían las puertas a patadas.
Para huir del presente me concentré en todo lo que tendría que hacer en el futuro:
reexaminar las listas de desaparecidas, entregar nuevas descripciones de los
esqueletos con estimaciones de edad más amplias, obtener muestras de ADN de la
familia de Angie Robinson.
Pero no sirvió de nada, no conseguía pensar. Mis ojos se desviaban al otro
extremo de la sala, recorrían aquellas manos, las piernas separadas, la pistola.
Aquella cara.
Las pecas de Menard resaltaban como pequeños riñones oscuros contra su piel
pálida. Aunque tenía los ojos abiertos, su expresión era vacua. No había ni dolor ni
sorpresa, sólo la mirada fija y vacía de la muerte.
Mi mente se convirtió en un campo de batalla. Sentí alivio porque Menard ya no
haría daño a nadie más. Ira, porque se había librado muy fácilmente. Pena, por una
vida tan grotesca y retorcida. Angustia, por el bienestar de Anique Pomerleau.
Y preocupación, porque todavía nos faltaban respuestas.
Porque aquél no era Menard. ¿Quién era, entonces? ¿Dónde estaba Menard?
Unos dedos me acariciaron la cabeza.
Alcé la vista.
—¿Estás bien?
Asentí, conmovida por la tierna expresión de Ryan.
—¿Habéis encontrado a Pomerleau?
—La casa está vacía. —La voz de Ryan sonó profunda como una tumba—. Hay
algunas cosas que deberías ver.
Lo seguí por un pasillo, pasamos una segunda estancia y bajamos por unas
escaleras estrechas hasta llegar a un sótano mal iluminado. La paredes eran de
ladrillo, el suelo de cemento y no había ventanas. El aire era húmedo y olía a moho, a
polvo y a podredumbre reseca.
A mi alrededor comprobé la habitual variedad de porquerías que la gente guarda
en un sótano: una tina de lavar de metal, herramientas de jardinería, pilas de cajas de
cartón, una máquina de coser vieja.
Entonces, más adelante y hacia la derecha, oí voces y una palabrota apagada.
Tras pasar por una puerta abierta, Ryan me condujo hasta una cámara interior.

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Aunque era de construcción similar al sótano externo, aquella segunda habitación era
más pequeña y estaba intensamente iluminada. Techo y paredes estaban forrados con
láminas de poliuretano.
Claudel y Charbonneau estaban de pie junto a una encimera que bien pudo hacer
las veces de banco de trabajo. Ambos hombres llevaban puestos guantes quirúrgicos
de látex.
Al oírnos entrar, Charbonneau se dio la vuelta. Su cara tenía un tono de la familia
de los burdeos.
Ryan me dejó allí y fue a hacer otro reconocimiento al sótano.
—Ese troll se había montado un sitio de lujo aquí —y con un gesto barrió el resto
de la habitación—. Hasta lo había insonorizado.
Mis ojos siguieron el arco que trazó con la mano. En una esquina, dos pares de
esposas pendían de sendas argollas fijadas al techo. Pegada a la pared adyacente, una
mesa burda. Crucé hacia allí, aturdida y con frío en las entrañas.
La mesa estaba construida sólidamente con contrachapado y listones de cinco
centímetros por diez, con una hembrilla atornillada en cada esquina y, fijada a éstas,
la respectiva esposa de cuero. Había cuatro cadenas enroscadas junto a las esposas de
cuero.
—Esta mesa es nueva —dije.
—¿Mesa? —La voz de Charbonneau tembló de ira—. ¡Esto es un maldito potro
de tortura!
Me acerqué hasta la mesa de trabajo. Claudel me atisbó pero enseguida desvió la
mirada hacia la izquierda. Su cara era una mueca de supuesta calma envasada al
vacío. El aturdimiento me revolvió las tripas.
Sobre la mesa había un látigo, un azote de nueve colas con nudos, una fusta, una
paleta forrada de cuero y una soga con un nudo en medio de la lazada.
—Todo lo necesario para mostrarle a tu esclavo quién manda. —A Charbonneau
le latía la vena de la sien, había furia en sus ojos.
—Calme toi, Michel —dijo Claudel con voz monótona.
—Además el capullo era muy creativo.
Charbonneau iba removiendo con el dedo un bocado de caballos, tenacillas para
rizar el pelo y una mordaza basta con una bola en medio.
—Y mira qué material de lectura…
Se iba poniendo hiperactivo por la ira. Charbonneau agarró una revista y la volvió
a tirar:
—Pomo…, inmovilización…, sadomasoquismo…
Cogió un vídeo. Era La historia de O.
En el momento en que el vídeo chocó contra el banco de trabajo, Ryan entraba
hecho un torbellino, los músculos de la mandíbula tensos hasta el esternón.

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—He descubierto algo.
Los tres salimos por la puerta como si fuéramos uno. Atravesamos el sótano
externo, rodeamos una vieja caldera y llegamos a una cámara muy parecida a la que
acabábamos de dejar.
Tres de sus lados estaban cubiertos de arriba abajo por estanterías. Del techo
pendía una única bombilla pelada.
A grandes zancadas, Ryan se dirigió a la pared más alejada. Lo seguimos. Detrás
de los estantes divisé un poliuretano similar al que forraba la otra habitación. El borde
de una plancha estaba despegado.
—Esta pared no es de ladrillo, sino de contrachapado.
Ryan pasó las puntas de los dedos más allá del final de la estantería, por el
contrachapado recién expuesto.
—Está despareja.
Claudel se quitó un guante, imitó el movimiento de Ryan y luego asintió.
Ryan señaló la puerta por la que habíamos entrado:
—Comprueben las luces.
Todos nos volvimos. Un interruptor estaba nuevo y brillante, el otro sucio y roto.
—El viejo enciende esta bombilla del techo.
No hizo falta decir más.
Claudel se quitó el otro guante, y sin decir una palabra empezó a arrancar el
poliuretano con Ryan.
Charbonneau salió a toda prisa hacia el sótano exterior. Tras varios ruidos y un
rechinar metálico, regresó con una palanca oxidada.
En pocos minutos, Ryan y Claudel habían despejado una franja de unos quince
centímetros. Debajo vi dos bisagras y una rendija de la que no salía ni un hilo de luz.
Calculando el ancho de la puerta, arremetieron contra el otro lado de la estantería,
donde se unían dos placas de poliuretano. Sus esfuerzos revelaron otra pequeña fisura
entre las placas de contrachapado.
—Dejadme intentarlo —dijo Charbonneau acercándose a la pared.
Ryan y Claudel se hicieron a un lado.
Charbonneau insertó la punta de la herramienta en la ranura e hizo palanca.
Una sección de pared y estantería se sacudió y se deslizó hacia delante.
Charbonneau introdujo el borde de la palanca más adentro y volvió a tirar.
Contrachapado, aislante y estantería se despegaron limpiamente.
Charbonneau cogió un estante, tiró con fuerza de él y la pared falsa de atrás se
abrió de par en par dejando una abertura de un metro y medio de alto por algo más de
medio metro de ancho.
La bombilla del techo iluminó el primer medio metro de recámara que se extendía
tras la puerta. Más allá, la cavidad estaba oscura como boca de lobo.

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Corrí hasta la entrada, accioné el interruptor nuevo y me volví para mirar.
Me mordí el labio inferior y se me hizo un nudo en la garganta.

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Capítulo 32
La recámara había comenzado su andadura como bodega o almacén de frutas.
Tenía unos dos metros y medio por tres y, al igual que el cuarto de juegos de Menard,
estaba insonorizada. El interior olía a moho y tierra vieja pero sobre todo destacaba
un olor a químicos y a algo orgánico.
El mobiliario era austero y lúgubre: una bombilla colgando de un cable pelado, un
váter de camping, una plataforma rudimentaria y dos mantas raídas.
Sobre la plataforma dos mujeres, acurrucadas con las rodillas contra el pecho y
las espaldas curvadas hacia nosotros, mantenían las cabezas bajas. Cada una llevaba
puesto un collar de tachas. Y nada más.
La piel de las mujeres tenía un tono blancuzco enfermizo, las sombras que
definían sus costillas y vértebras eran marcadas y sinuosas. De ambas nucas pendían
sendas trenzas negras.
Charbonneau soltó una maldición cargada de ira y repugnancia.
De repente una de ellas nos miró, una cara demacrada y con ojos de criatura
salvaje sorprendida en medio de la noche.
Era Anique Pomerleau.
Su compañera seguía inmóvil, con la cabeza gacha y aferrándose con sus brazos
huesudos a sus huesudos tobillos.
Claudel giró sobre sus talones y desapareció por la puerta. Oí unas botas cruzar el
sótano externo y subir estruendosamente a la planta de arriba.
—Tranquila, Anique —le dije con toda la ternura posible.
Pomerleau pestañeó. La otra mujer se abrazó las piernas aún con más fuerza.
—Hemos venido a ayudaros.
La mirada de Pomerleau saltaba constantemente de Ryan a Charbonneau.
Indiqué a los hombres que retrocedieran y pasé al interior de la recámara.
—Estos hombres son detectives.
Pomerleau me observaba con unos ojos como lagunas negras.
—Ya ha acabado, Anique. Esto ya ha acabado.
Desplazándome lentamente, me acerqué a la plataforma y posé mi mano sobre el
hombro de Pomerleau, que dio un respingo.
—Ya no te va a hacer más daño, Anique.
—Je m’appelle «Q». —La voz de la joven era monótona, sin vida.
Me quité la parka y le cubrí los hombros. Pomerleau no hizo nada por que el
abrigo se mantuviera en su lugar.
—Yo soy «Q». Ella es «D» —dijo con acento. Pomerleau era francófona.
Ryan se quitó el abrigo y me lo alcanzó.
Di un paso cauteloso hacia «D» y le acaricié suavemente el pelo.

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La mujer se acurrucó aún más y apretó las manos hasta convertirlas en puños.
Cubrí a «D» con la chaqueta de Ryan y me acuclillé hasta estar a su altura.
—Ha muerto —dije en francés—. Nunca más volverá a haceros daño.
La mujer meneó la cabeza de un lado a otro. No quería verme, no quería oírme.
No insistí, ya habría tiempo de hablar.
—Me quedaré contigo —le dije con voz quebrada—. No me marcharé.
Le acaricié el pie, me incorporé y me alejé.
Dejé a Charbonneau en la antecámara y me retiré al sótano exterior. Ryan me
siguió.
La verdad era que no me fiaba de mis propias emociones. Mi mente se había
quedado paralizada por el shock y la angustia que sentía por aquellas mujeres. Se me
revolvían las tripas del asco que me producía el monstruo que las había sometido.
—¿Estás bien? —me preguntó Ryan.
—Sí —dije con toda la calma que pude reunir.
Pero era mentira. Por dentro me debatía y tenía miedo de desmoronarme.
Me crucé de brazos para ocultar las palpitaciones del pecho y esperé.
Un siglo después, sirenas lejanas rasgaron el aire hasta convertirse en una
presencia chillona. En la planta de arriba sonaron pisadas de botas que más tarde
bajaron las escaleras.
Al ver a los enfermeros, a Pomerleau le entró el pánico. Salió corriendo hacia el
váter y se subió a él, se apretujó contra un rincón y estiró los brazos hacia delante
para protegerse. Ni los enfermeros ni yo pudimos convencerla de que se bajara.
Cuanto más intentábamos tranquilizarla más se resistía. Al final hubo que usar la
fuerza.
Apenas la subieron a una camilla y la cubrieron para retirarla de la cámara, la otra
joven asumió la posición fetal.
Ryan y yo acompañamos la ambulancia hasta el Hospital General de Montreal.
Claudel y Charbonneau se quedaron atrás para recibir a LaManche y la furgoneta del
juez de instrucción, además de supervisar a los peritos de la SIJ cuando registrasen la
casa.
Ryan fumaba mientras conducía. Yo mantenía la vista fija en la ciudad, que no
paraba de pasar por mi ventana.
Una vez en la sala de urgencias, me senté a esperar. Ryan se paseaba
nerviosamente. Nos rodeaba un remolino cacofónico de toses bronquiales, lamento de
cólicos, gemidos exhaustos y conversaciones llenas de ansiedad. En un rincón, el
doctor Phil le soltaba una perorata moralizante a una pareja que desde hacía años no
tenía vida sexual.
De cuando en cuando, Ryan se sentaba a mi lado e intercambiábamos
comentarios en susurros.

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—Esas mujeres ni siquiera recuerdan sus nombres.
—O están demasiado aterrorizadas para usarlos —respondí.
—Parece que estuvieran famélicas.
—Sí.
—«D» es la que peor se encuentra.
—Creo que es más joven.
—No llegué a verle la cara.
—Hijo de puta.
—Hijo de puta.

Llevábamos una hora allí, cuando vibró el móvil de Ryan. Salió y regresó unos
minutos más tarde.
—Era Claudel. Dice que el capullo filmaba películas caseras.
Asentí atontada.
—Apenas nos vayamos de aquí voy a llamar a Charbonneau.
Veinte minutos después, una mujer de pelo crespo salió por las puertas correderas
que comunicaban con la sala de urgencias. Iba con bata blanca y llevaba consigo dos
historiales y bolsas de plástico con los objetos personales de las pacientes.
Una negra inmensa, con los pechos hinchados y un recién nacido que no paraba
de berrear, se puso de pie con dificultad y fue directa hacia la doctora. Ésta la
acompañó de nuevo a su silla, echó un vistazo al bebé y le dijo algo. La mujer volvió
a echarse la criatura al hombro y le dio unas palmaditas en la espalda.
La doctora volvió a enfilar hacia nosotros en una carrera cuyos obstáculos eran
todos miserias humanas. La seguían una multitud de miradas, algunas asustadas, otras
enfadadas, pero todas ellas nerviosas.
Una vez más, su trayecto fue bloqueado por un hombre corpulento con la mano
envuelta en una toalla. Igual que antes, la doctora se tomó su tiempo para tranquilizar
al paciente.
Ryan y yo nos pusimos en pie.
—Soy la doctora Feldman. —Tenía los ojos rojos y estaba exhausta—. Estoy
tratando a las dos mujeres que ingresaron hace un rato.
Ryan hizo las presentaciones.
—La mayor… —arrancó la doctora.
—… Se llama Anique Pomerleau —interrumpí.
Feldman apuntó algo en el primer historial.
—La señorita Pomerleau tiene moratones menores, en los demás aspectos la
encontré bastante bien. Tiene los pulmones limpios y sus radiografías salieron
normales. Estamos a la espera de los resultados de los análisis de sangre. Pero para
asegurarnos, vamos a hacerle un escáner cuando la máquina esté libre.

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—¿Ha dicho algo?
—No —repuso secamente, como insinuando que tenía otro centenar de pacientes
que atender.
—¿Encontró indicios de que hubieran abusado de ella sexualmente? —preguntó
Ryan.
—No. Pero el caso de la cría es muy diferente.
—¿Cría? —salté.
Feldman reemplazó el historial del caso Pomerleau por el que había debajo:
—¿Saben ustedes cómo se llama?
Ryan y yo negamos con la cabeza.
—Yo diría que la más joven tiene unos quince, dieciséis quizás, aunque está tan
escuálida que podría equivocarme. Alguien la ha estado usando como punching ball
durante mucho tiempo.
Mi cerebro se llenó de un odio incandescente.
Feldman pasó una página y leyó de sus notas:
—Muestra moratones nuevos y antiguos, fracturas mal soldadas del cubito
izquierdo y de varias costillas, abrasiones en torno al ano y los genitales, quemaduras
en pecho y extremidades hechas con una suerte de…
—… ¿de tenacillas eléctricas para rizar el pelo?
—Es probable que fuese un instrumento así. —Feldman pasó hacia atrás las
páginas del historial.
—¿Está lúcida? —quise saber.
—Está casi catatónica. No responde y tiene los ojos muertos. —Nos miró a Ryan
y mí con expresión preocupada—. No soy psiquiatra, pero es probable que esa cría no
vuelva a recuperar la lucidez nunca más.
—¿Qué hacen con ellas ahora? —preguntó Ryan.
—Van a la planta de arriba.
Por las puertas correderas apareció un camillero que captó la atención de Feldman
y le hizo señas con unos papeles. Ella alzó el brazo en respuesta.
—¿Cuándo podremos hablar con ellas? —preguntó Ryan.
—No estoy segura.
El camillero levantó ambos brazos. Con un gesto, Feldman le dijo que esperara.
—¿Qué tipo de seguridad pueden ofrecerles? ¿Vamos a tener que lidiar con algún
papá o maridito psicópata que vaya a entrar a lo bruto para recuperar lo que es suyo?
—En este caso, el psicópata se voló los sesos.
—Qué pena.
Le entregamos nuestras tarjetas a la doctora, que las guardó.
—Ya los telefonearé. —Nos entregó la bolsa—. Aquí están sus ropas.
Los pinchos metálicos atravesaban el plástico.

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Ryan y yo nos reunimos con Charbonneau en la charcutería delicatessen de
Schwartz, sobre el boulevard St-Laurent. Yo no sentía el mínimo apetito, pero Ryan
insistió en que un poco de comida nos agudizaría la mente.
Los tres pedimos lo mismo: sándwich de carne ahumada sin grasa, pepinillos,
patatas fritas y gaseosa de cereza Cott.
Mientras comíamos intercambiamos información.
—El doctor LaManche obtuvo huellas digitales del cadáver. Coinciden con las del
abrecartas. Ahora mismo, Luc está telefoneando a la tierra de las frutas y las nueces.
—¿Cuándo enviaron las huellas impresas al sistema de California? —preguntó
Ryan.
—El viernes a última hora. —Charbonneau dio un mordisco al sándwich y con un
nudillo se quitó un poco de mostaza que le había quedado en la comisura de la boca
—. Si el tipo no tenía antecedentes en California, Luc las distribuirá por el resto de
los estados y todo Canadá.
Ryan comentó a Charbonneau lo que había descubierto Feldman.
—Ese tipo era un maldito sádico. —Charbonneau cogió su pepinillo—. Filmaba
los buenos tiempos para poder entusiasmar al pito el resto del tiempo. —
Charbonneau acabó con el pepinillo, inclinó la cabeza hacia atrás y de un trago se
acabó la gaseosa—. Las fotografías de sus álbumes parecían las de un aficionado que
intentase lograr imágenes pornográficas. Ese demente cabrón pretendía llevar su arte
a la vida real.
—¿Encontraste alguna fotografía de «D»? —dije con una voz que me resultó
ajena.
Charbonneau asintió apenas:
—Un buen primer plano. Luc la está haciendo circular por Canadá y al sur de la
frontera.
—¿Había algún vídeo casero? —preguntó Ryan.
—Estaban mezclados entre las cintas de porno.
—¿Los tienes aquí?
Charbonneau asintió.
—¿Tu casa o la nuestra?
—La mierda de reproductor que hay en nuestra unidad se ha vuelto a romper. —
Charbonneau hizo un taco con su servilleta y la dejó caer en el plato.
—En la sala de reuniones hay otro reproductor —dije.
—Entonces mirémoslos. —Ryan cogió rápidamente la cuenta.
Charbonneau echó la silla hacia atrás ruidosamente.
—Tú sí que sabes cómo alegrarme el día.
Mi sándwich quedó intacto en el plato.

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Era mucho peor de lo que me imaginaba: chicas colgadas de los brazos, con los
tobillos atados a las muñecas, estiradas de brazos y piernas. Siempre encapuchadas y
pasivas.
Ryan, Charbonneau y yo observamos en silencio. De vez en cuando Charbonneau
carraspeaba, movía nerviosamente los pies y se cruzaba de brazos. De cuando en
cuando, Ryan sacaba un pitillo, recordaba que no podía fumar allí y optaba por
tamborilear con los dedos sobre la mesa.
Algunas de las imágenes estaban movidas, como si hubieran sido tomadas cámara
en mano. Otras eran tomas fijas, probablemente cogidas con la ayuda de un trípode u
otra posición estable.
Las cintas estaban numeradas de uno a seis. Las habíamos visto casi todas cuando
Claudel entró.
Volvimos la cabeza hacia él.
—Es Tawny McGee —dijo con cara de haber chupado una lima.
—¿Se refiere a «D»? —pregunté.
Claudel asintió levemente.
—Sus padres denunciaron su desaparición en el noventa y nueve.
—¿Dónde?
—En Maniwaki.
Claudel deslizó un fax por la mesa. Charbonneau le echó un vistazo y se lo pasó a
Ryan, que a su vez me lo pasó a mí.
El cuero cabelludo me empezó a picar.
Delante de mí tenía la cara de una criatura: mejillas redondeadas, trenzas y unos
ojos ávidos, curiosos, con pinta de traerse una travesura entre manos.
Diablilla. Mi madre habría dicho que aquella niña era una diablilla.
Así me llamaba a mí.
Así llamaba yo a Katy.
Leí rápidamente la descripción.
Tawny McGee había desaparecido a los doce años de edad.
Tragué saliva.
—¿Está seguro de que ésta es «D»?
Claudel nos deslizó otro fax. Lo cogí. Era la petición de información que había
hecho circular.
La cara de la fotografía era una versión Auschwitz de la que acababa de ver. La
chica estaba avejentada, más delgada y con expresión de haber perdido las
esperanzas.
No, no es cierto. Tawny McGee carecía de expresión.
—¿Ha averiguado algo acerca del cabrón que la tenía prisionera? —pregunté con
la voz tensa por la ira.

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—Estoy en ello.
—¿Ha telefoneado a la familia McGee?
—La policía de Maniwaki se está encargando de ello.
—¿Dónde diablos está Stephen Menard? —Mi tono se volvía más agudo con
cada pregunta—. ¿Podría estar involucrado en todo esto? ¿Trabajaba en equipo con
ese tipo? ¿Encontró la SIJ algún otro juego de huellas en la casa?
Claudel echó la cabeza hacia atrás y me miró desde lo alto de su nariz.
Charbonneau se puso en pie.
—Yo me encargo de Menard.
Cuando se marcharon presioné el botón de PLAY y me mordí un nudillo para
controlarme.
Íbamos por el minuto veinte de la segunda cinta cuando sonó el teléfono. La
recepcionista anunció a la doctora Feldman. Mientras esperaba a que me conectaran,
le articulé el nombre a Ryan para que me leyera los labios.
—La doctora Brennan al habla.
—Penny Feldman, del Hospital General de Montreal.
—¿Cómo se encuentran?
—La cría está despierta e histérica, no deja que nadie la toque. Dice que quieren
matarla.
—¿Anglófona o francófona?
—Anglo. No deja de preguntar sobre la mujer que vio en la casa.
—¿Anique Pomerleau?
—No, Pomerleau está en la cama contigua. Creo que se refiere a usted. A veces
habla de la mujer que fue con el policía, otras de la mujer de la chaqueta. Odio tener
que doparla hasta que un psiquiatra la…
—Voy para allá.
—Esperaré a sedarla.
—Por cierto, se llama Tawny McGee y sus padres ya han sido avisados.
Ryan puso las luces y la sirena y llegamos al hospital en doce minutos.
Feldman nos recibió en la sala de urgencias. Los tres subimos a la cuarta planta.
Antes de entrar en la habitación, atisbé por la puerta entreabierta.
Fue como si las víctimas de Menard se hubieran intercambiado los papeles.
Anique Pomerleau yacía quieta en la cama.
Tawny McGee estaba sentada, con la cara colorada y sudorosa. Lo miraba todo y
lo volvía a mirar. Tenía la manta subida hasta la barbilla, con los dedos la estrujaba y
soltaba una y otra vez.
Ryan y Feldman esperaron en la sala. Yo pasé a la habitación.
—Bonjour, Anique.
Pomerleau volvió la cabeza. Su mirada era de indiferencia, su disposición inerte,

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como de madera petrificada.
McGee agachó la cabeza y el vestido se le deslizó dejándole expuesto un hombro.
—Tranquilízate, Tawny. Todo se va a arreglar.
Crucé la habitación hasta su cama.
McGee echó la cabeza hacia atrás. De su garganta increíblemente blanca
sobresalían los cartílagos, agudos como espinas.
—Te pondrás bien.
McGee abrió la boca y dejó escapar un sollozo desgarrador. Las espinas se
agitaron erráticamente.
—Estoy aquí —dije, alargando la mano y cubriéndole el hombro.
McGee bajó la cabeza abruptamente y aferró la manta con los dedos. Sus uñas
eran como astillas recubiertas de tierra.
—Ya nadie te hará daño.
Volvió la cara de muñeca rota a Pomerleau, cuyos ojos nos miraban con vidrioso
desinterés.
McGee se volvió repentinamente hacia mí, se quitó de encima la manta y empezó
a arrancarse la sonda de suero que tenía pegada al antebrazo:
—¡Tengo que largarme de aquí!
—Aquí estás segura —dije posando mis mano sobre las suyas.
McGee se puso tiesa.
—Los médicos van a ayudarte —dije para calmarla.
—¡No! ¡No!
—Anique y tú os pondréis bien.
—¡Lléveme con usted!
—No puedo hacerlo, Tawny.
McGee soltó una mano y se arañó frenéticamente la cinta adhesiva. Respiraba
entrecortadamente y las lágrimas le corrían por la cara.
La cogí por las muñecas, pero se retorcía y peleaba con una fuerza inusitada,
surgida de la desesperación.
Entonces llegó Feldman seguida de una enfermera.
McGee me agarró del brazo:
—¡Lléveme con usted! —Tenía los ojos desorbitados—: ¡Por favor! ¡Lléveme
con usted!
Feldman hizo una seña y la enfermera administró la inyección.
—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Lléveme con usted…!
Feldman despegó los dedos de McGee de mi brazo suavemente y me indicó que
me alejara de la cama. Me eché atrás temblando.
¿Qué podía hacer?
Sintiéndome inútil e incompetente, saqué una tarjeta del bolso, apunté el número

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del móvil y lo dejé sobre la mesilla.
Instantes después me encontraba en el pasillo, con las mandíbulas y las manos
tensas, escuchando cómo los ruegos de McGee menguaban ante el sedante.
Juro por Dios que cada vez que recuerdo aquel momento desearía haber hecho lo
que ella me pedía. Juro por Dios que desearía haber escuchado y comprendido su
súplica.

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Capítulo 33
Fue otra noche agitada. Me desperté una y otra vez, enredada siempre entre los
jirones de un sueño que apenas recordaba. El radiorreloj se encendió. Gruñí y con los
ojos entrecerrados atisbé los dígitos, eran las cinco y cuarto. ¿Por qué había puesto la
alarma a las cinco y cuarto?
Di con la palma al botón.
Pero la música siguió sonando.
Fui cobrando conciencia poco a poco.
No fui yo quien puso la alarma.
Ni siquiera era la alarma.
Eché a un lado el edredón y me lancé sobre el bolso.
Gafas de sol, cartera, maquillaje, talonario de cheques, calendario.
—¡Maldición!
Frustrada, opté por dar la vuelta al bolso y coger el móvil del revoltijo.
La música dejó de sonar. La pantalla luminosa me informó de que tenía una
llamada perdida.
¿Quién diablos me llamaría a las cinco y media de la mañana?
¡Katy!
Con el corazón saliéndoseme del pecho, busqué en REGISTRO DE
LLAMADAS. El número que apareció era el de Anne. ¡Dios mío! Pulsé OPCIONES
y acto seguido LLAMAR.
—El aparato del abonado se encuentra apag…
Era el mismo mensaje que llevaba oyendo desde el viernes anterior.
Corté y regresé a la pantalla principal: la fecha actual y la hora, 5:14:44 am. La
llamada había sido hecha desde el móvil de Anne, que curiosamente no estaba
encendido.
¿Qué significaba eso?
¿Que Anne había marcado y desconectado el teléfono después? ¿Que se le había
acabado la batería? ¿Que se había quedado sin cobertura?
¿O que otra persona había usado su teléfono? ¿Quién? ¿Por qué?
Avanzando de nuevo entre las opciones, di a ENVIAR MENSAJE, tecleé
«¡Llámame!» y di a ENVIAR.
Marqué otro número. Después de cuatro timbrazos me atendió Tom, sonaba
grogui.
Anne no estaba allí. Ni él ni ninguno de los amigos con los que había contactado
sabían nada de ella.
Lancé el móvil contra la almohada. Normalmente suelo dejarlo sobre la mesilla,
pero el estrés de los acontecimientos me había hecho romper la rutina y dejar el

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maldito chisme en el bolso. Si cometes el más mínimo error en esta vida, estás
jodido.
Dormir me fue totalmente imposible. Me duché, di de comer a Birdie y me
marché al laboratorio.

Ryan llegó a mi despacho poco después de las ocho.


—A Claudel le ha tocado el gordo.
Levanté la vista.
—Las huellas del falso Stephen Menard pertenecen a Neal Wesley Catts, un
fracasado.
—¿Quién es? —pregunté.
—Un matón de esquina, un tiro al aire. Cumplió condena por vender hierba, así
fue como sus huellas fueron a parar al sistema. La policía de California nos está
mandando su expediente por fax.
—¿Claudel piensa investigarlo?
—Piensa investigar cada váter en el que ese gamberro cagó.
—Echa un vistazo a esto —dije dando golpecitos a la lista de desaparecidas de
Claudel.
Ryan rodeó el escritorio y se puso a mi lado.
—He marcado las víctimas posibles.
Ryan leyó rápidamente los nombres que yo le había marcado. Era casi toda la
lista.
—Olvida las de color —dijo.
—Y aquellas que eran demasiado mayores o demasiado altas cuando
desaparecieron.
Ryan me miró.
—Lo sé. Sin unos límites inferiores de edad y estatura no puedo reducir tanto el
subgrupo. —Hice un amplio ademán que abarcó todos los esqueletos de mi
laboratorio—. Estas chicas pudieron pasar años en cautividad.
Como Angela Robinson, Anique Pomerleau y Tawny McGee.
—Corté muestras del esqueleto de Angie Robinson para hacer el análisis de
ADN.
—¿La chica de la mortaja de cuero?
Asentí:
—Estoy segura de que es ella.
—Creo que tienes razón.
—La oficina del juez de instrucción va a contactar con los Robinson.
Necesitaremos a alguien de la familia de la madre para poder comparar el ADN
mitocondrial.

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Me recliné en la silla:
—Anne me telefoneó esta mañana.
—Genial. —Ryan esbozó una sonrisa inmensa.
—De genial no tiene nada.
Cuando le conté lo sucedido, su sonrisa se vino abajo:
—He llamado a las compañía de taxis, están revisando sus registros en busca de
una pasajera recogida en tu casa el viernes. ¿Quieres que contacte con las empresas
de alquileres de coches?
—Supongo que va siendo hora.
—Sólo han pasado cuatro días.
—Es cierto.
—Si Anne ha… —Ryan dudó—. Si le ocurrió algo, nosotros seríamos los
primeros en saberlo.
—Es cierto.
El móvil de Ryan sonó. Miró la pantalla, frunció el ceño y me regaló una sonrisa
de lo más aniñada.
—Perdona…
—Ya. Tienes que cogerlo.
Ryan salió de mi despacho y enseguida sonó mi propio teléfono. A petición mía,
la bibliotecaria había buscado material sobre sadismo sexual y el síndrome de
Estocolmo.
Yo me encontraba leyendo un artículo de la Revista de Ciencias Forenses, cuando
apareció Claudel.
—El muerto se llama Neal Wesley Catts.
—S’il vous plait. —Y con un gesto lo invité a sentarse frente a mí.
Claudel se esforzó en controlar la alegría de sus comisuras y tomó asiento.
—Catts nació en 1963 en Stockton, California. La típica historia lacrimógena:
hogar destrozado, madre alcohólica.
Claudel estaba hablándome en inglés, ¿qué significaba eso?
—Catts abandonó el instituto en el setenta y nueve, durante un tiempo frecuentó a
los Bandidos, pero la banda de moteros no lo invitó a llevar su insignia. Cumplió
condena en la prisión de Soledad por un asunto de drogas.
—¿Tuvo empleos?
—Preparó hamburguesas, atendió bares, trabajó en un fábrica de marcos para
ventanas… Pero aquí hay un dato que le va a encantar: a nuestro pervertidillo le
encantaba espiar el grial prohibido.
Seguí escuchando sin interrumpir.
—Catts fue denunciado por espiar a mujeres y detenido varias veces.
—No me sorprende.

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—Los polis nunca tuvieron suficientes pruebas para acusarlo.
—El voyeurismo es el primer paso típico de los agresores sexuales.
—Una vieja charlatana lo acusó de haber matado a su caniche. Una vez más, no
hubo ni pruebas ni acusación.
—¿Dónde ocurrió todo eso?
—En Yuba City, California.
El nombre me golpeó como un puñetazo en el pecho.
—Yuba City está muy cerca de Chico.
Los labios de Claudel esbozaron algo muy parecido a una sonrisa:
—Y también lo está Red Bluff.
—¿Cuándo vivió allí Catts?
—A finales de los setenta, principio de los ochenta. Desapareció del mapa a
mediados de los ochenta.
—¿No tenía que presentarse ante el agente supervisor de su libertad condicional o
algo así?
—A partir del ochenta y cuatro ya no tenía cuentas pendientes con el estado.
Claudel se fue a buscar a LaManche y yo volví a mis lecturas. Iba de camino a la
biblioteca por segunda vez cuando me crucé con el jefe.
—Vaya día ayer, ¿eh Temperance?
—Carnival. ¿Ha hablado con Claudel?
—Acabo de darle el informe preliminar sobre monsieur Catts.
—¿Alguna sorpresa?
LaManche hizo un mohín y movió los dedos como tocando un piano invisible:
puede que sí, puede que no.
—¿Cuál?
—En sus manos no encontré pólvora.
—¿Se las protegieron con bolsas?
—Desde luego.
—¿Pero no debería tener restos de pólvora en las manos si disparó un arma?
—Así es.
—¿Entonces cómo puede ser?
LaManche encogió un hombro y ambas cejas.
Mi lista de visitas matinales la completó Charbonneau:
—Menard y Catts se conocían —dijo sin preámbulos.
—No me diga…
—Conseguí localizar a uno de los antiguos profes de la Universidad de California
en Chico. El tipo lleva enseñando desde que Truman empezó a redecorar la Casa
Blanca, pero tiene una memoria de elefante. Él me puso en contacto con una de las
primeras novias de Menard, una tal Carla Greenberg.

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El nombre no me decía nada.
—Greenberg pertenece al cuerpo docente de una escuela de preparatoria de
Pensilvania. Dijo que ella y Menard salieron juntos durante el primer año del
posgrado, pero después ella se marchó a Belice. Menard no consiguió plaza ni en esa
excavación ni en ningún otro proyecto, así que ese verano se quedó en Chico. Cuando
Greenberg regresó, Menard pasaba la mayor parte de su tiempo libre con un tío de
Yuba City.
—¿Con Catts?
—Nuestro héroe.
—¿Cómo se conocieron Catts y Menard?
—Son parecidos.
—No me venga con ésas…
Charbonneau levantó una mano como disculpándose:
—No me lo estoy inventando, doctora. Según Greenberg, la gente continuamente
le decía a Menard que tenía un doble idéntico, un prestamista de Yuba City. Los
estudiantes de arqueología solían frecuentarlo, puesto que el tipo no era muy estricto
con la legislación de antigüedades. No sé si me entiende…
—¿Y?
—Menard fue a echar un vistazo y Catts y él se hicieron amigos. Al menos ésa es
la historia que le soltó él a Greenberg.
—Me resulta ridícula.
—Greenberg me envió esto por correo electrónico.
Charbonneau me dio una fotografía en color impresa en papel de ordenador: en
un muelle aparecían tres personas cogidas del brazo.
La mujer era baja y musculosa, de cabello castaño liso y ojos muy separados. Los
hombres que la flanqueaban parecían un par de sujetalibros. Ambos eran altos y
delgados, con melenas pelirrojas despeinadas y pecas por todas partes.
—Vaya por Dios.
—Según Greenberg, Menard empezó a pasar cada vez menos tiempo en Chico y
al final abandonó la carrera. Pero aquel invierno, ella estaba muy ocupada con su
tesis y realmente no le prestó mucha atención.
—¿Había alguien en Yuba City que recordara a Catts?
—Una pareja mayor que todavía vive en la caravana contigua a la que él
alquilaba.
—Déjeme adivinar. Dijeron que Catts era un joven agradable, tranquilo y
reservado.
—Ha dado en el clavo.
Devolví la fotografía a Charbonneau, que la observó como quien ve una mierda
en medio del césped.

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—Luc y yo vamos a bajar a Vermont a mostrar la fotografía, quizá consigamos
refrescar un par de memorias.
Después de la marcha de Charbonneau, marqué el número de móvil de Anne: El
aparato del abonado está apagado o fuera de cobertura…
Intenté continuar con la lectura de las publicaciones que la bibliotecaria me había
buscado: Revista británica de psiquiatría. Las ciencias del comportamiento y la ley.
La medicina y la ley. Boletín de la Academia Estadounidense de la Ciencia y la Ley.
Pero no lo conseguí. Me distraía constantemente.
Volví a telefonear a Anne. Tenía el teléfono apagado.
Telefoneé a Tom. Todavía no sabía nada sobre su esposa.
Telefoneé a los hermanos de Anne en Mississippi. No sabían nada, Anne no los
había llamado.
Me obligué a volver a la pila de publicaciones.
Un artículo trataba sobre Leonard Lake y Chales Ng, aquellos dos genios
californianos que habían construido búnkers subterráneos para alojar a sus esclavas
sexuales.
Durante el juicio, los abogados de Ng arguyeron que su cliente era un mero
espectador, una personalidad dependiente a la espera de ser guiada. Según la defensa,
la verdadera villana era la ex esposa de Lake.
Seguro, Charlie, tú eras la víctima… Igual que la pobrecita Karla Homolka.
En 1991, Leslie Mahaffy, de catorce años, fue hallada descuartizada dentro de un
bloque de cemento en un lago de Ontario. Al año siguiente, Kristen French, de
quince, apareció desnuda y muerta en una zanja. Ambas habían sido torturadas,
violadas y asesinadas.
Acto seguido, se detuvo al matrimonio Bernardo. Paul Bernardo y su esposa
Karla Homolka eran jóvenes, rubios y guapos, por lo que la prensa los bautizó «Los
Ken y Barbie asesinos».
A cambio de testificar contra su ex marido, a Homolka se le permitió declararse
culpable de homicidio involuntario. Bernardo fue declarado culpable de asesinato en
primer grado, agresión sexual con agravantes, confinamiento forzado, secuestro y
comisión de indignidades sobre un cuerpo humano.
Al igual que Lake y Ng, el matrimonio Bernardo filmaba sus orgías. Cuando las
cintas finalmente salieron a la luz, las imágenes mostraron a ambos cónyuges
entusiasmados por igual a la hora de torturar y matar. Pero Karla ya había cerrado el
trato.
Estaba a punto de pasar al siguiente artículo cuando sonó el teléfono.
—Se largaron. —Era Ryan, parecía que telefoneara desde Urano.
—¿Quiénes se largaron?
—Anique Pomerleau y Tawny McGee.

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Capítulo 34
—¿Cómo que se largaron?
—La enfermera de día fue a ver cómo se encontraban y encontró las camas
vacías.
—¿No había guardias?
—Le dijimos a Feldman que el caso no requería seguridad.
—¿Las habían dado de alta?
—No.
—¿Estaban solas?
—Nadie las vio marcharse.
—¿Habían recibido visitas? —Yo estaba levantando demasiado la voz—. ¿Las
fue a ver algún familiar?
—Todavía no hemos localizado a ninguno de los parientes de Pomerleau. Y la
hermana de McGee, Sandra nosequé, salió de Alberta en avión ayer por la noche.
Ahora mismo su madre y ella están de camino desde Maniwaki.
Tuve un subidón de adrenalina.
—¡Se las llevó Menard!
—Mostré su foto por toda la planta. El personal no vio a nadie que se le pareciera.
—Ayer Tawney McGee estaba histérica. ¿Pretenden que creamos que ella y
Pomerleau se pusieron las bragas y se largaron tan campantes?
—La enfermera jefe cree que pudieron haberse largado durante un cambio de
turno, o durante la noche.
—¡Pero si no tenían ropa!
—De la sala de personal faltan dos abrigos y dos pares de botas, además de
diecisiete dólares del fondo para comprar café.
—¿Adonde irían dos mujeres desorientadas y sin hogar?
—Cálmate.
Cerré los ojos y con toda mi voluntad hice regresar mi adrenalina a sus múltiples
fuentes.
—Quizá no fueron a ninguna parte —dijo Ryan—. El Hospital General está lleno
de túneles y recovecos, el sótano es casi un laberinto medieval. Ahora me encuentro
en el hospital. Si no las encontramos aquí dentro, peinaremos el barrio.
—¿Y después?
—Cuando lleguen las McGee, averiguaré si Tawny conoce a alguien en Montreal.
—Por el amor de Dios, Ryan. Esa mujer perdió a su hija, probablemente la había
dado por muerta. Y ahora, cuando de repente se entera de que está viva, ¿tenemos que
decirle que volvió a desaparecer?
—La encontraremos —dijo Ryan con tono de acero templado.

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—Llamaré a las casas de acogidas para mujeres —dije.
—Vale la pena intentarlo.
Pero no sirvió de nada. Nadie había visto ni hospedado a ninguna mujer que se
correspondiera con las descripciones que suministré.
Volví a mis investigaciones, pero concentrarme me resultó más difícil. No podía
quedarme sentada, no podía leer. Tenía tanta energía que hubiera podido volar un
túnel a través de una montaña de granito.
Aquellas dos mujeres habían sido raptadas años atrás. Angela Robinson en 1985,
Anique Pomerleau en 1990 y Tawny McGee en 1999. Pero el secuestrador ya estaba
muerto.
¿Entonces por qué sentía tanta aprensión?
¿Habíamos metido la pata? ¿Era Catts el único responsable de los raptos? ¿Había
sido Menard el cómplice de Neal Wesley Catts en aquel perverso jueguecito, o
viceversa? ¿Seguía libre Stephen Menard?
¿Estaban Pomerleau y McGee de nuevo en manos de Menard? ¿Qué las había
llevado a huir del hospital? ¿Se habían ido voluntariamente, aún bajo el hechizo de su
raptor?
¿Había matado Catts a Menard? ¿Cuándo? ¿Por qué? Pero LaManche no le había
encontrado restos de pólvora en las manos. ¿O había sido al revés? ¿Se habría
cargado Menard a Catts?
Recordé cómo McGee me había implorado que la sacase del hospital.
¿Habría persuadido McGee a Pomerleau de que escaparan o sencillamente se
habían marchado? ¿Habían huido porque las había asustado aquel entorno
desconocido? ¿Adonde habían ido?
¿Por qué sentía yo con tanta intensidad que McGee y Pomerleau corrían peligro?
Presentía que si era lo bastante lista para descubrir lo que pasaba, lograría salvarlas.
¿Por qué no me llamaba Ryan?
Había extraído hasta el último detalle de los huesos.
Había revisado y vuelto a revisar las listas de desaparecidas. ¿Qué más podía
hacer?
Recordé las cintas de vídeo.
Alejé la silla del escritorio de un empujón, crucé el vestíbulo a toda prisa y abrí la
sala de reuniones, que estaba cerrada con llave. Las cintas estaban donde Ryan y yo
las habíamos dejado la tarde anterior. Di al PLAY y miré escena tras escena de
mujeres encapuchadas con cuerpos de un blanco gótico. Al rebobinar y volver a ver
las escenas a cámara lenta, conseguí distinguir lo que me parecieron tres víctimas.
Una tenía los pechos grandes. Otra, un lunar a la izquierda del ombligo. Y otra
resultaba más alta que las demás en comparación con los objetos del fondo.
El escenario nunca variaba, pero los atrezzos cambiaban constantemente: un

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látigo, una picana eléctrica, un frasco de vidrio. Ocasionalmente aparecía Catts
martirizando o amenazando a una u otra víctima.
Sentí repulsión y asco. Aquellas chicas hubieran tenido que estar pensando en
álgebra, en enamorarse, en qué loza comprar, no colgadas por las muñecas en un
sótano fétido y apestoso. Estábamos en Canadá, no en la Transilvania del siglo XVI.
Pocas veces había sentido una ira tan incontenible.
Sé objetiva, Brennan. Busca coincidencias, inclinaciones.
Empecé por la cinta que llevaba el número 1. A medida que surgían los patrones,
los iba apuntando en una lista.
Las mujeres aparecían una tras otra. La más alta, sólo lo hacía en la primera parte
de la primera cinta. La de los pechos grandes aparecía en las escenas siguientes, y
continuó haciéndolo en la cinta número 2. Al llegar a la cinta 3, la mujer de los
pechos grandes había sido reemplazada por la mujer del lunar.
Ninguna escena tenía pista de audio.
Todas empezaban y acababan abruptamente.
Algunas imágenes fluían, habían sido rodadas con la cámara fija. Otras, las
grabadas con cámara de mano, se movían constantemente.
De repente me di cuenta.
¿Aparecía Catts en la toma cuando las imágenes eran movidas? Y si aparecía,
¿entonces quién lo había filmado?
Llevaba casi tres horas viendo cintas, cuando finalmente di con lo que estaba
buscando.
La cámara abrió en negro y, dando algún que otro bote, hizo un barrido por la
habitación.
Sobre la mesa de Catts había una chica extendida, con las muñecas y los tobillos
sujetos por esposas de cuero. Detrás de ella, alguien había colocado un espejo
rectangular, de aproximadamente treinta por sesenta centímetros.
Catts apareció en la toma, de espaldas a la lente.
Entonces empezó a picarme el cuero cabelludo.
Me puse de pie de un bote, rebobiné y después di al PLAY.
Mientras la lente trazaba su arco, me percaté de una silueta oscura reflejada en el
espejo.
¿Era Menard?
Rebobiné de nuevo y fui adelantando la cinta a cámara lenta, y congelé el
fotograma.
Mis esperanzas se vinieron abajo.
—¡Mierda!
A pesar de que la imagen tenía mucho grano y estaba parcialmente ensombrecida,
pude reconocer la cara que entrecerraba un ojo y enfocaba por el visor.

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Era Anique Pomerleau.
—Muy efectivo, maldito cabrón perverso. —Mi voz llena de encono resonó en la
sala—. Obligabas a una prisionera a filmar mientras torturabas a la otra.
Intenté seguir mirando, pero ya no me pude quedar quieta. Como un crío con
subidón de gominolas, no paraba de ponerme de pie, comprobar el teléfono del
despacho y salir a mirar por el pasillo.
Después de veinte minutos, regresé a la oficina, a punto de vomitar por la ira y la
ansiedad. Comencé a leer un artículo sobre el síndrome de Estocolmo, pero las
imágenes se me aparecían sin permiso y me desconcentraban: Anique Pomerleau
escabullándose de la sala mientras interrogábamos a Neal Catts, Tawny McGee
suplicando que me la llevase del hospital, Colleen Stan apretujada en un ataúd,
debajo de una cama.
Pensaba en ellas, envueltas en una oscuridad claustrofóbica, paralizadas por el
miedo, desnudas, solas. Cameron Hooker había colgado y estirado en un potro a
Colleen Stan, la había azotado, le había aplicado cables electrificados hasta
ampollarle la piel. Neal Catts había controlado a sus víctimas del mismo modo,
subyugándolas por medio de la privación sensorial, el terror y el dolor.
Intenté imaginar la terrible experiencia que aquellas mujeres habían soportado.
¿Escuchaban el sonido de su propia respiración tumbadas en medio de la oscuridad?
¿O el nervioso latir de su corazón? ¿Se percataban del paso del día a la noche?
¿Sentían terror cada vez que oían abrirse el cerrojo? ¿Habían perdido las esperanzas?
Con el paso del tiempo, ¿habían ido olvidado sus vidas anteriores, como se evapora
lentamente la neblina con el fresco de la mañana?
Algo se endureció dentro de mí. Me obligué a concentrarme.
Tal y como había hecho con las cintas de vídeo, empecé a tomar nota mientras
leía.
Inmovilización: el aumento de la tensión sexual por medio de la restricción física
del movimiento.
Sadomasoquismo: la generación de excitación sexual al infligir o soportar dolor.
Al llegar al extremo patológico, se convierte en secuestro, cautiverio o en la
imposición de una esclavitud involuntaria.
El síndrome de Estocolmo.
Comencé a esbozar los pasos del proceso, añadiendo notas mientras saltaba de un
tema a otro.
Uno. Secuestro seguido de aislamiento. La víctima es confinada, desnuda,
humillada, degradada.
Dos. Empleo de abusos físicos o sexuales. La víctima es obligada a sentirse
vulnerable.
Tres. Eliminación de los patrones diurnos/nocturnos. La víctima vive en la

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oscuridad o en la claridad completa. Se le vendan los ojos, se la encierra en una caja o
se la cubre con una capucha.
Cuatro. Eliminación de la intimidad. La defecación, evacuación de orina,
menstruación, todo es controlado u observado por el raptor.
Cinco. Control y reducción de ingestas de comida y agua. La víctima se vuelve
dependiente del raptor.

Ryan me telefoneó a las tres. Habían registrado cada centímetro del hospital: las
mujeres no se ocultaban allí.
Volví a mi investigación.
Seis. Imposición de castigos imprevisibles. Se le niega a la víctima cualquier
explicación o razón.
Siete. Imposición del permiso. La víctima debe pedir autorización para comer,
hablar, ponerse de pie, etc.
Ocho. El abuso sexual y físico se convierte en un patrón duradero. La víctima
acaba convencida de que ése será en adelante su destino.
Nueve. Aislamiento continuado. El raptor se convierte en la única fuente de
contacto humano e información de la víctima.
Ryan volvió a telefonear a las cuatro.
—La señora McGee y Sandra han llegado.
—¿Hablaste con ellas?
—Sí.
—¿Cómo se lo han tomado?
—La madre estaba destrozada. La hija, furiosa.
—¿Dónde están ahora?
—Las he alojado en el Hotel Delta.
—¿Conocía Tawny a alguien en Montreal?
—Según Sandra, la mejor amiga de Tawny en Maniwaki tiene primas en una de
las urbanizaciones del oeste de la isla. Ya estoy haciendo las averiguaciones.
Tuve una idea:
—McGee y Pomerleau sabían que Catts había muerto. Quizás esa casa sea el
único lugar donde se sienten seguras.
—Bien pensado, Brennan. Pero ya la he hecho comprobar, la casa está vacía. Te
volveré a llamar si hay alguna novedad.
Regresé a mis publicaciones.
Diez. Amenazas de hacer daño a las familias y parientes de la víctima.
Once. Amenazas de transferir a la víctima a un raptor más severo.
Doce. Indulgencias innecesarias. La víctima recibe sin explicación alguna
privilegios, obsequios, periodos de libertad.

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Trece. Apariciones inesperadas. Con ellas, el raptor establece la sensación de que
es omnipresente.
A las seis y media sonó mi móvil.
La voz hizo que el corazón se me cayera a los pies, como en una montaña rusa.
—«D» quiere verla a usted. —Era una voz de mujer. Hablaba un inglés con fuerte
acento francés.
—¿Anique?
—Necesita ayuda.
—Me alegro de que hayas llamado. —Mantuve un tono distendido—. Estábamos
preocupados por vosotras.
—«D» no quería quedarse en ese hospital.
—¿Estáis bien?
—«D» puede llegar a hacerse daño.
—¿Dónde estáis?
—En casa.
¿Qué era casa para Pomerleau? ¿Mascouche? ¿Pointe-St-Charles?
—¿Estáis a resguardo?
—«D» quiere verla.
—Dime dónde. —Cogí un bolígrafo.
—En la rue de Sebastopol.
—Pero si ya hemos revisado la casa —solté.
Silencio total.
¡Estúpida! ¡Estúpida!
—Estábamos preocupados por vosotras…
—Venga sola.
—Iré con el detective Ryan.
—¡No!
—Podéis fiaros de él. Es un buen hombre.
—Nada de hombres. —Su voz fue cortante.
—Salgo para allá.
Empecé a marcar el número de Ryan, pero me detuve.

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Capítulo 35
Colgué y me quedé mirando el teléfono, mi mente se planteaba un millón de
dudas a la vez.
¿Debía telefonear a Ryan? ¿O a Claudel? ¿O a Charbonneau? ¿O a Feldman? Yo
necesitaba refuerzos.
¿Y si me marchaba sin más a la rue de Sebastopol? Aquellas mujeres tenían que
ser rescatadas.
Pomerleau me había pedido que fuese sola, nada de hombres. Y por todo lo que
había leído, resultaba perfectamente comprensible. Las dos habían sufrido años de
abuso en manos masculinas.
En mi interior se debatían distintos sentimientos: ira, asco, compasión, apremio.
Los tres detectives se pondrían furiosos si yo acudía sola.
Quizás ellos pudieran esperarme afuera.
Volví a marcar el número de Ryan. Una vez más, me detuve.
Pero Ryan podía insistir en escoltarme al interior.
Evidentemente McGee y Pomerleau contaban con un escondite dentro de la casa.
Quizá la presencia de Ryan las hiciera ocultarse y no volver a salir. Quizá destruyera
la confianza que habían depositado en mí. Quizá ni siquiera se encontraran allí y me
dieran instrucciones una vez me vieran llegar sola. Un operativo policial que cercara
el barrio sería demasiado aparatoso.
Recordé las aterrorizadas súplicas de McGee, volví a sentir cómo me apretaba al
brazo, la desesperación de sus ojos.
La culpa y la responsabilidad me invadieron la cabeza. No había sido capaz de
calmar a McGee en el hospital. Si acaso, la había alarmado aún más.
¿Qué pasaría si la presencia de Ryan la hacía presa del pánico nuevamente?
Me puse en pie de un salto y descolgué el abrigo de su gancho.
Esta vez haría lo que McGee me pedía. Se lo debía a ambas.
Pero se me ocurrió algo y me detuve en seco.
¿Y si McGee y Pomerleau no estaban solas? ¿Y si Menard todavía controlaba sus
mentes? ¿Y si la llamada era una trampa? ¿Realmente se atrevería Menard a hacerme
daño? ¿Por qué no? Además de ser un sociópata malvado, ya se enfrentaba a cadena
perpetua.
—¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!
¿A quién podía llamar?
Ryan se pondría paternal. Eso no iba a tolerarlo.
¿A Claudel? De ninguna manera.
El pulso se me aceleraba. Telefoneé a Charbonneau, para que alguien supiera
dónde me encontraba. Una voz grabada me informó de que el número del abonado no

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estaba disponible. Colgué sin decir nada.
Comprobé mi reloj.
Eran las seis cuarenta y dos. Marqué el número de la CUM y dejé un mensaje a
Charbonneau. Probablemente él y Claudel seguían en Vermont, pero al menos sabrían
adonde había ido.
Estaba rodeada de silencio.
Tuve más dudas.
¿Y si McGee se hacía daño?
¿Y si Menard estaba jugándomela para incorporarme a su casa de los horrores?
¿Y si Menard me metía un balazo en la cabeza?
Me encontraba estudiando cada uno de esos horribles escenarios, cuando el móvil
empezó a vibrar en mi mano.
Di un respingo como si me hubiese quemado. El aparato salió volando de mi
mano, rebotó contra la pared y fue a parar debajo del escritorio. Me tiré al suelo a
cuatro patas arrastrándome por las baldosas, lo cogí y lo encendí.
Otro shock.
Sin mediar palabra, Anne me soltó un rosario de disculpas.
El alivio y el enojo se sumaron al Apocalipsis que estaba teniendo lugar en mi
cabeza.
La interrumpí.
—¿Dónde estás?
Anne malinterpretó el timbre de voz frenético:
—Estás hostil, Tempe, y no te culpo. Mi comportamiento ha sido mucho más que
egoísta, pero intenta comprender…
Los segundos pasaban, Tawny McGee podía estar abriéndose las venas.
—¿Dónde estás? —dije más enérgicamente.
—Lo siento mucho, Tempe…
—¿Dónde estás?
—En las Hermanas de la Caridad.
Anne había abierto un pequeño espacio en mi mente. Estaba volviendo a pensar
con claridad.
—¿El convento de la esquina de St-Catherine y Fullum?
—Sí.
Anne estaba a quince minutos de distancia.
Y Anne era mujer.
Decidí rápidamente.
—Necesito tu ayuda.
—Lo que quieras.
—Paso a recogerte.

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—¿Cuándo?
—Ahora.
—Te esperaré fuera.
Medio caminando y medio corriendo me dirigí al coche. Mi corazón latía como el
de un maratonista.
¿Era una equivocación implicar a Annie? ¿No estaba mi amiga demasiado
agotada emocionalmente? ¿Estaba poniendo su vida en peligro?
Se lo diría y dejaría que ella decidiese.
Un frío nocturno y denso cubrió la ciudad. El viento era húmedo y las nubes bajas
planeaban lentamente, como si no supieran si provocar lluvia o nieve.
Anne me esperaba al lado del viejo convento, con las maletas apiladas a sus pies.
Los rezagados de la hora punta todavía avanzaban penosamente por las aceras
atascando las calles. La nieve salpicada del tráfico y las luces navideñas me
empañaban el parabrisas. Mientras conducía, puse a Anne al día de todo lo que había
averiguado en su ausencia. Me escuchó sin interrumpirme y con gesto tenso, mientras
con los dedos jugaba con la punta de su bufanda floja.
Cuando acabé, hubo un minuto entero de silencio. Estaba segura de que Anne me
pediría que la llevara a mi apartamento.
—Soy la favorita al premio como mujer más despreciable del mundo.
—No digas eso, Anne.
—Mientras yo me pasaba el día pensando en que quizá no fuera al cielo a rendirle
cuentas a Dios, esas chicas han estado viviendo una pesadilla. —Se volvió hacia mí
—. ¿Qué clase de capullo colgado de testosterona encuentra placer lastimando a unas
pobres jovencitas?
—No te sientas obligada a venir conmigo. Si no quieres tomar parte en esto, lo
entenderé.
—Ni se te ocurra. Quiero darle su merecido a ese cabrón.
—Eso es justamente lo que no vas a hacer. —De repente yo hablaba igual que
Ryan—. ¿Llevas el móvil encima?
—Ese chisme de mierda se rompió cuando intentaba telefonearte esta mañana. —
Anne dio unas palmaditas al bolso—: Pero tengo espray picante.
Le señalé mi bolso:
—Saca el mío.
Hizo lo que le dije justo cuando torcíamos por la rue de Sebastopol.
Aparqué en la acera opuesta a los establos. Antes de apagar los faros del coche, vi
al chucho incorporarse y cruzar el patio sigilosamente. Tenía el hocico erguido y
atento, le brillaban los ojos.
Anne y yo escrutamos la calle de arriba abajo. A nuestra derecha, una bombilla
solitaria proyectaba un cono de luz amarilla sobre las puertas de los establos. A

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nuestra izquierda, los almacenes del ferrocarril se extendían oscuros y desiertos.
—Quédate en el coche —susurré al tiempo que abría la portezuela del conductor.
—Ni loca.
—Sí.
—No.
—Sí —siseé.
Anne cruzó los brazos sobre el pecho. Recortada contra la luz de los establos, la
vi mordiéndose el labio inferior.
Le cogí la mano y forcé una sonrisa inútil:
—Necesito tu ayuda, Annie. Pero tienes que dármela a distancia. Esas mujeres
han estado aisladas durante años. El mundo les da pavor. —Apreté su mano
suavemente y susurré más cariñosamente—: Además, no te conocen.
—A ti tampoco —contestó entre dientes.
—Pero fueron ellas quienes me llamaron.
—¿Y qué pasa si ahí dentro está ese capullo de Menard?
—En la casa hay un teléfono. Si en diez minutos no llamo ni doy señales de vida,
telefonea a Ryan. Está en mi lista de marcación rápida.
—¿Y si no lo encuentro?
—Entonces llama al 911.
Cuando me apeé, el perro de los establos trotó hasta la alambrada. Me escoltó
mientras yo bajaba sigilosamente la calle, y cuando llegué al borde del cercado se
paró sobre dos patas y gruñó. Por una razón que sólo él conocía, no me ladró.
El aire nocturno olía a caballos, a río y a nieve inminente. En lo alto, una rama
desnuda golpeó contra otra, un cable chirrió.
Al llegar a la entrada del solar oí un rechinar metálico y retrocedí a toda prisa
hacia el portal empotrado de la última casa de la hilera. Paralizada, me esforcé por
captar el más mínimo sonido humano desde las sombras.
Nada.
Salí del portal y me asomé al solar.
En el camino yacía una botella marrón.
Alguna neurona irracional me señaló que era una Budweiser.
Una ráfaga empujó la botella, que rodó raspándose contra la grava y el hielo.
Saqué pecho, esquivé la botella de Bud y me adentré en el solar cuidándome de
no tropezar o torcerme un tobillo por la senda. Los árboles y arbustos eran como
seres fantásticos que se mecían y cambiaban de forma en la oscuridad que me
rodeaba.
Al fondo del solar, doblé por la senda. La casa se alzaba negra y silenciosa, de su
interior no salía ni un píxel de luz.
Fui hasta el porche: hice girar la mariposa que accionaba la campanilla y esperé.

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Volví a girarla, preparada para una retirada a toda carrera.
El cerrojo y la cadena tintinearon, la puerta gimió. Llena de adrenalina, como un
soldado en combate, di un paso adelante.
Me recibió una máscara mortuoria cuyos ojos parpadeaban.
Sentía mi propia respiración:
—Soy la doctora Brennan, Anique.
Pomerleau miró por encima de mi hombro.
—He venido sola —le aseguré.
Pomerleau dio un paso atrás y abrió la puerta. Entré. El aire todavía apestaba a
naftalina y a moho.
Pomerleau cerró la puerta y echó el cerrojo. Llevaba unos vaqueros negros y una
sudadera azul oscuro.
—¿Se encuentra bien Tawny?
Lenta como una zombi, Pomerleau se volvió y me miró. A sus espaldas, la cadena
del pasador se columpiaba como un péndulo.
—¿Se encuentra bien «D»? —corregí.
—Tiene miedo —dijo con tono ronco.
—¿Puedo? —Me bajé la cremallera.
Pomerleau dio una vuelta en torno a mí, mientras yo me quitaba la parka. Ella
enfiló por el pasillo, entonces yo colgué el abrigo en el pomo de la puerta y
aproveché para quitar el seguro del cerrojo.
Pomerleau me condujo hasta la sala que Catts había decorado con sus propios
sesos. Yo la seguí.
El sillón de Catts había sido empujado contra el secreter y cubierto con una tela.
Una única lámpara de bronce teñía la sala de un ámbar pálido.
Tawny McGee se encontraba en uno de los sillones, con las rodillas pegadas al
pecho y la cabeza gacha, en la misma posición que cuando la rescatamos de la
mazmorra. Se había cubierto con la misma manta a la que se aferraba entonces.
—¿Tawny? —dije.
No se movió.
—¿Tawny?
Su frágil cuerpo se contrajo.
Di un paso hacia ella, alerta ante la mínima señal de una tercera presencia, pero la
casa estaba extrañamente tranquila.
McGee dio un respingo y golpeó la mesa de la lámpara. Los caireles se
sacudieron proyectando unos puntitos blancos que danzaron sobre su pelo.
Me arrodillé y posé mi mano sobre su pie. La joven tensó el cuerpo.
—Te vas a poner bien —dije.
Ella no se movió.

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Quise cogerle la mano, pero a través de la lana mis dedos sintieron algo duro y
sinuoso.
En ese preciso instante, alguien rasgó el silencio aporreando la puerta a la
velocidad de una ametralladora.
McGee se retrajo asustada.
Pomerleau se puso tensa.
La puerta de entrada se abrió con un chirrido y entonces se oyó una voz desde el
vestíbulo.
—¿Hola? —voceó Anne—. ¿Bonjour?
Pomerleau me mostró los dientes:
—Me ha mentido —siseó.
Antes de poder contestarle, en el pasillo apareció Anne, con el móvil en una mano
y las llaves del coche en la otra.
—¿Qué haces aquí? —exclamé poniéndome en pie de un salto.
—Recibiste una llamada, pensé que querrías saberlo.
Anne me miró a mí, luego a Pomerleau y a la figura catatónica encogida bajo la
manta:
—Pensé que todas querríais saberlo.
—Podía esperar. —Mi enfado pudo con mi buena educación.
Al darse cuenta de que había metido la pata, Anne intentó ansiosamente subsanar
el error:
—Charbonneau dejó un mensaje en la jefatura de la CUM. —Anne alzó el
teléfono—. Y la centralita te llamó al móvil.
Noté que Pomerleau retrocedía hacia el fondo del pasillo, hacia la oscuridad.
—Stephen Menard está muerto —continuó Anne, mientras buscaba el perdón en
mis ojos—. Lleva años muerto, Catts lo mató.
De la figura acurrucada a mis pies surgió un sonido, mitad lamento, mitad
gimoteo.
—Perdona, creí que querríais saberlo —farfulló Anne—. Y ahora me vuelvo al
coche —dijo retirándose rápidamente hacia el vestíbulo.
Me acuclillé y posé mi mano sobre el pie de McGee.
La espalda de McGee se elevó formando un arco. La manta resbaló y asomó su
cara, pálida como la luna en invierno.
Le temblaban los labios.
—Estás a salvo, Tawny. Anique y tú estáis seguras las dos.
McGee sacudió un hombro y la manta se abrió dejando entrever su regazo.
Una cuerda le inmovilizaba las manos.
Mi mente no conseguía interpretar lo que veía. ¿Una cuerda? ¿Por qué una
cuerda? ¿Estaba atada?

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Oí que la puerta de entrada se abría.
Alcé la vista y vi el horror en los ojos de McGee. Miré hacia allí. Estaban
clavados en la espalda de Pomerleau, que se alejaba.
Mis pulmones se paralizaron, y mi corazón. Sentí que la cara se me quedaba sin
sangre.
El terror del hospital.
La cara tras la videocámara.
La falta de restos de pólvora.
Homolka, participante voluntaria de la depravación de su esposo.
¡Y entonces lo comprendí!
Me incorporé de un salto.
A trancos, Pomerleau seguía alejándose pasillo abajo como si alguien se la
llevara. Entonces se oyó un crujido y algo pesado cayendo al suelo.
Corrí hacia el vestíbulo. La puerta estaba abierta de par en par.
En el suelo estaba Anne, boca abajo, con la cabeza entre el marco y la puerta, y
despatarrada sobre el linóleo.
Escudriñé la noche. Pomerleau había desaparecido.
—¡Annie! —Me agaché y le palpé la garganta en busca de pulsaciones.
Entonces oí un ruido detrás de mí, pero ya era demasiado tarde. La puerta se cerró
hacia adentro y se detuvo al dar contra el tacón de la bota de Anne.
Antes de que pudiera volverme, un fogonazo me estalló en la cabeza.
Y me hundí en la oscuridad.

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Capítulo 36
Segundos más tarde, o eso me pareció, sentí que el cerebro la emprendía a
codazos contra el cráneo procurándose más sitio. Abrí los ojos y meneé la cabeza. Vi
caer unos trozos de cristal ante mis ojos. Los cerré e intenté hacerme una idea de lo
que ocurría.
El pecho me ardía. Estaba tumbada sobre el lado izquierdo. Tragué saliva e
intenté sentarme. Ni los brazos ni las piernas me obedecían, caí en la cuenta de que
los tenía debajo y detrás del cuerpo.
Poco a poco fui recuperando la conciencia. No sentía ni las manos ni los pies.
Pero tenía que moverme. Tensé los abdominales intentando ponerme de rodillas.
Me entraron náuseas y vomité.
Empujándome con los tobillos y las caderas intenté alejarme de la vomitona. El
esfuerzo me produjo más y más arcadas, hasta que mi estómago ya no expulsó más
que bilis.
Decidí quedarme tumbada un momento, respirando profundamente y buscando
desesperadamente explicaciones. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Con sumo cuidado giré la cabeza. Una punzada de dolor casi me hace aullar.
«¡Piensa!», me gritó una neurona maltrecha.
Lo intenté, pero mis pensamientos no llegaban a formar imágenes reconocibles.
«¡Concéntrate en este instante!».
«¡Huele!».
Olí a moho, tela raída, madera. Y algo más, ¿algún producto químico de
limpieza? ¿Queroseno?
«¡Toca!».
Sentí una fibra áspera raspándome la mejilla, arenilla en la boca, polvo en las
aletas de la nariz. ¿Estaba sobre una alfombra?
«¡Escucha!».
Viento. Una rama golpeó contra un vidrio, los crujidos y silbidos del interior de
una casa.
El corazón me retumbaba en los oídos.
Oí pasos apagados y un fuerte golpe hueco.
Y alguien que se movía a distancia. ¿Sería otra habitación?
Volví a abrir los ojos.
Estaba tumbada sobre una alfombra muy sucia. Vi la pata de una mesa de madera
tallada, tapizados color arándano y el borde de una manta raída.
¡Ya reconocía el sitio! Estaba en el salón de Catts, pero con la lámpara apagada.
Se oyó un portazo y luego el silencio.
Frente a mí había un sillón. Oí otro portazo más lejano, detrás de mí. Mi cerebro

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estaba asimilando toda aquella información a la velocidad de la deriva continental.
¿No era alguien usando alguna entrada trasera de la cocina de Catts?
Intenté evocar el plano de la casa que dibujara en mi memoria tras mis anteriores
visitas. No estaba.
Aguanté la respiración y agucé el oído, pero en la casa no había ni un solo sonido.
Los latidos seguían retumbando en mi cabeza. Conté uno…, una docena…, mil.
La puerta trasera volvió a cerrarse de un golpe y unos pasos apresurados se
acercaron. Cerré los ojos y me quedé inmóvil, me dolía hasta el último músculo.
Oí gruñir y luego un salpiqueteo.
Su olor alertó todos mis sentidos. A pesar de las ataduras, apreté los dedos.
¡Era gasolina!
Abrí los párpados de repente y conseguí distinguir dos formas: Tawny McGee,
acurrucada en el sillón, y Anique Pomerleau, que rociaba la habitación con el
contenido líquido de una lata grande.
El miedo me produjo un cortocircuito en el poco raciocinio que tanto me había
costado reunir. ¿Qué debía hacer? ¿Hablar con McGee? ¿Hacerme la muerta?
Mis párpados se cerraron a cal y canto. Me quedé oyendo el preámbulo líquido de
una muerte terrible. Segundos después, otro golpe seco, pasos que se alejaban, un
portazo.
Abrí los ojos y junto al rodapié vi una lata grande de café vacía.
¿Pomerleau se habría marchado a buscar más gasolina? ¿Adónde? ¿A un
cobertizo del exterior? ¿Cuánto tiempo había tardado en su salida anterior? ¿Un
minuto? ¿Dos?
Mi mente se centró en un pensamiento.
«¡Lárgate!».
Las imágenes se sucedieron en un parpadeo de luz estroboscópica: Anne,
Pomerleau, la cuerda alrededor de las muñecas de Tawny McGee.
¿Estaba maniatada? ¿También tendría atados los pies? Yo le había acariciado un
tobillo y no había notado nada. Eso me infundió esperanza.
—Tawny… —dije.
No me contestó.
—Tawny…
¿Era aquello un movimiento del sillón?
Levanté la cabeza. La sala era un pozo de penumbras y los muebles formas
puntiagudas en medio de la oscuridad.
—«Q» va a incendiar la casa, tenemos que escapar —dije.
Creo que respiré hondo:
—Y ya sé lo que te hizo.
Oí el golpe de la puerta trasera y unos pies que se acercaban ruidosamente.

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Agaché la cabeza.
Con los ojos entrecerrados vi entrar a Pomerleau con otra lata y rociar su
contenido sobre el secreter y el sofá. Cuando la gasolina se le acabó, tiró el envase al
suelo y desapareció en busca de otra lata.
—Nadie sabe que estamos aquí, Tawny.
El silencio hizo que la habitación resultara aún más oscura.
—Nadie vendrá a rescatarnos. Tenemos que salir solas de ésta.
No hubo respuesta.
—Si me acercara a ti, ¿podrías desatarme?
Silencio.
—¿Puedes caminar?
Estaba hablando con una muerta.
Forcejeé frenéticamente con la cuerda, sacudiéndome y retorciéndome hasta que
sentí la piel en carne viva. Pero los nudos aguantaban.
Otro portazo al fondo de la casa.
Me relajé y cerré los ojos.
Pomerleau regresaba con más combustible.
Por el amor de Dios, ¿dónde estaría Anne? En la habitación no estaba. ¿Sería
capaz de sacarlas a ella y a McGee yo sola o moriríamos antes de que los equipos de
emergencia acudieran al siniestro?
¿Debía hablar con Pomerleau? ¿Podría inventarme un argumento, urdir un plan
que nos hiciera ganar un poco de tiempo?
¿Serviría de algo? Las autoridades ya habían registrado la casa y la daban por
vacía. Yo no había avisado a Ryan de que iría. ¿Recibiría Charbonneau mi mensaje?
Las lágrimas pugnaban por salir. Ansiaba arrancarme las ataduras, liberarme,
echarle mano a Pomerleau y apagarle las luces a semejante impostora del ser
humano.
Me quedé quieta y esperé.
El olor a gasolina era cada vez más intenso. Sentí la bilis en la boca y espasmos
bajo la lengua.
Pomerleau dejó caer otra lata al suelo. La vi desaparecer por la esquina.
Esta vez la puerta trasera no se cerró de un portazo.
Presté atención al trayecto de los pasos… por el pasillo… por la habitación
trasera.
—Tawny, tenemos que salir —siseé.
Fue inútil. Iba a tener que actuar en solitario.
Arqueé y contraje la espalda, me esforcé hasta la última fibra por desatarme
tobillos y muñecas. Pero los nudos aguantaban. Sentí tanto dolor y frustración que
casi rompí a llorar.

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Una vez más los pasos de Pomerleau sonaron en el pasillo, luego se alejaron hacia
la habitación contigua. Segundos después se aproximaron al salón.
Volví a tumbarme. Demasiado tarde. Los pasos titubearon y luego se dirigieron al
sillón. Oí un gemido de minino más que de ser humano y acto seguido los pasos que
venían hacia mí.
—Veo que mis dos ratoncitas están despiertas.
No tenía sentido seguir mostrándome pasiva. Reuní toda la fuerza producto de la
adrenalina, rodé sobre las rodillas y alcé la vista.
En la oscuridad de la sala, Pomerleau se recortaba como un contorno de ébano,
con una lata en las manos. La habitación apestaba a gasolina.
Mi miedo pasaba de una terminación nerviosa a otra a la velocidad de un cohete.
¿Debía trabar lazos de empatía con ella? ¿Engatusarla? ¿Suplicarle?
—¿Dónde está mi amiga?
¿Había encontrado Anne alguna manera de escapar?
Pomerleau me devolvió una espantosa y lasciva sonrisa:
—No aguantó. Cayó por el espejo.
—No fue Catts quien mató a esas chicas, sino tú.
Cuando se me acercó, sólo un par de rasgos grises le iluminaban el rostro:
—¿Matar? —dijo con aliento a almizcle—. ¿Qué tiene eso de divertido?
—Las torturaste y las mataste de hambre.
—Cayeron por mi espejo.
—¿Y Angie Robinson?
No veía a Pomerleau, pero sentí que se ponía tensa.
—Dime por qué —presioné.
—¿Verdad o consecuencia? —dijo con tono cantarín.
—¿Qué le hiciste a mi amiga?
—¿Verdad o consecuencia?
Por el amor de Dios, aquella mujer disfrutaba con aquello.
—Torturaste a Tawny.
—Otra Alicia en mi País de las Maravillas —respondió sonriendo como un reptil.
—Has asesinado a niñas.
—Algunas duran, otras no.
—Dime sus nombres.
—¿Para qué?
—Sus familias tienen derecho a saber.
—Que se pudran en el infierno sus familias. Y tú no podrás decírselo, ¡imbécil!
Tú ya no le contarás nada a nadie.
—Tus padres te buscaron —supliqué.
—No tanto como debieron —repuso con amargura.

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—Te echan de menos —mentí—. Quieren que regreses con ellos.
—Ya no hay regreso posible.
—Hay gente que puede ayudarte.
—Los espejos se rompen.
Una visión estalló en mi mente como un flash: mi apartamento, el cuadro y el
espejo hechos añicos.
—Ni todos los soldados del rey con sus caballos pueden volver a juntar los
pedazos de los malditos —recitó cantarina.
—¿Qué ha sido de Angie Robinson?
—Era otra niña perdida.
—¿Perdida o destruida?
—Sólo unas pocas paladas de tierra.
«¡Haz que siga hablando!».
—¿Cuándo murió Angie?
—Antes de llegar yo.
—Sé lo que te ocurrió, Anique, y lo entiendo. Catts te lastimó y después hizo que
tú lastimaras a otras.
—¿Quién es Catts?
—Menard. Catts mató a Menard y le robó la identidad.
—Menard… Catts… —resopló—. ¿Qué es esto, la hora del aficionado?
—Era malvado y te torturó. Y torturó a Angie Robinson. Y tú tuviste que seguirle
el juego para satisfacerle.
—Yo no le seguía el juego. —Con el dedo, se dio golpecitos en el esternón—. Yo
dirigía, yo era la reina.
«Q»…, la reina de corazones.
—Hiciste lo que hiciste para sobrevivir.
—No lo pillas, ¿verdad? Yo soy la reina, no el conejo.
«Síguele el rollo».
—Lo sé. Tú eres la fuerte, Anique. Tú mataste a Catts.
—Se mostró débil.
—Y asfixiaste a Louise Parent.
—Eso fue un asesinato piadoso.
Su indiferencia y frivolidad me provocaron una ira salvaje pero inútil. De pronto
ya no pude controlarme. Sin pensar, abandoné mi propósito de dialogar, y empecé a
sacudirme y retorcerme. El sudor me cubría la cara y me corría por la columna.
—¡Eres una perra cruel!
Pomerleau se echó a reír al tiempo que se ponía de puntillas y se dejaba caer
sobre los talones rítmicamente, como una niña entusiasmada. Yo me apoyé contra un
sillón respirando con dificultad, exhausta.

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—La policía te encontrará —dije con el aliento entrecortado.
Con un dedo Pomerleau enganchó el collar de perro con pinchos que le rodeaba el
cuello. En su cara pálida, muerta, se formó una sonrisa.
—De entre las cenizas sacaron tres cuerpos —cantó—. Pero, alabado sea el
Señor, de entre las llamas una víctima pudo escapar.
Entonces volcó todo el contenido de la lata empapando mi ropa de gasolina.
Mi estómago se revolvió, el corazón se me subió a la garganta.
«¡Calma! ¡Mantén la calma!».
Pomerleau tiró la lata al suelo y salió de la sala dando grandes zancadas. La oí
cruzar el pasillo, ir hacia la cocina, a la habitación trasera y finalmente a la habitación
anexa a la nuestra, deteniéndose brevemente en cada una. Entonces mis pensamientos
se centraron en Anne. Lo siento mucho, Annie. Nunca debí involucrarte. Fui muy
estúpida.
La habitación comenzó a llenarse de un olor acre.
¡Dios mío!
—¡Huye, Tawny! —chillé—. ¡Sal de aquí!
Me retorcía e intentaba zafarme. El pecho me ardía, el dolor brincaba dentro de
mi cabeza.
Pocos minutos más tarde, Pomerleau regresó. ¿Qué fue lo que noté en su gesto?
¿Euforia? ¿Alegría?
—Los vecinos telefonearán al 911 —grité—. No llegarás lejos.
—Pues tú habrás muerto por el humo.
Pomerleau raspó una cerilla y observó cómo la pequeña llama prendía y
empezaba a arder:
—Nos vemos en «La tierra de los dulces».
Y con un golpe de muñeca la lanzó.
Oí una explosión muy tenue a mis espaldas y enseguida vi la habitación entera
ondularse al compás del parpadeo de aquella luz anaranjada.

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Capítulo 37
Después de la explosión inicial la luz de la llama decayó, pero la habitación
empezó a llenarse de un humo negro y asfixiante.
No conseguía ponerme en pie. Las cuerdas me mantenían arqueada hacia atrás,
con los tobillos fijos a las muñecas. Al final conseguí volver a ponerme de rodillas.
Me ardían los ojos, tenía la garganta en carne viva, y aunque las llamas no hacían
más que crecer, yo tiritaba. El fuego no iba a apagarse, debía escapar o morir.
Intenté pensar, pero mi mente vagaba sin rumbo, evocando imágenes terroríficas
de otros sitios y otros momentos: unos huesos blancos como la nieve dentro de una
estufa, un esqueleto carbonizado en un sótano que había ardido, dos cuerpos
chamuscados en una avioneta Cessna…
—¡Déjate de chorradas, Brennan! —me conminé—. ¡Piensa!
Respiré rápidamente varias veces, tosí y me entregué de nuevo a la letanía.
—¡Piensa! —volví a intimidarme.
Estuve a punto de vomitar, pero tragué y volví a gritar. Esta vez a Tawny.
—¡Tawny! ¿Me oyes?
El fuego chisporroteaba y chasqueaba a mi espaldas. Lo único que podía ver al
mirar en dirección a Tawny era un humo cada vez más espeso.
—¡Tawny! —volví a chillar.
Tumbada de lado nuevamente, flexionando y extendiendo las caderas y las
extremidades, fui deslizándome por la alfombra. Con cada impulso me desgarraba el
hombro y me raspaba la cara.
Iba por el tercer empujón cuando un alma en pena se levantó aullando del sillón.
Me quedé helada, los pelos se me erizaron.
—¡Tawny!
El aullido se prolongó entonando una sola nota aguda de pánico.
¡Madre de Dios! ¿Se estaba abrasando?
—¿Puedes caminar, Tawny?
El lamento se entrecortó y dio paso a las toses.
—Tranquilo, soldado —dije para animarme a mí misma más que a Tawny—. Ya
llego.
Tras tres impulsos más me di contra la silla. La mezcla de gasolina y polvo
formaba una gruesa capa sobre mi piel.
—Cúbrete la boca —dije con el poco aliento que reuní—. Y échate al suelo, si
puedes.
Tawny empezó a toser desenfrenadamente.
Logré ponerme de rodillas de nuevo, apoyé el hombro contra el sillón y empecé a
sacudirlo una y otra vez.

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—¡Échate, Tawny! —grité—. ¡Échate ya!
Detrás de nosotras se oyó un rugido. La pared entera se cubrió de unas llamas que
ardieron hasta el techo y bañaron la sala con una ondulante luz anaranjada.
Entonces sentí un movimiento. Tawny cayó de rodillas al suelo, pegó las piernas
al pecho y se tumbó hecha un ovillo junto a mí.
La náusea, el dolor y el miedo empezaban a hacer mella. Apenas podía respirar,
apenas podía pensar. Pero el cerebro ralentizado había computado lo que mis ojos no
habían llegado a ver.
Del collar de perro que Tawny llevaba al cuello pendía una cuerda. ¡No estaba
atada!
Me giré hacia ella.
—Tawny —tosí—. Tienes que ayudarme. Tú puedes salvarnos, Tawny, puedes
salvarnos.
Aquel nudo humano se contrajo aún más.
¡Venga, Brennan, piensa! ¿Era el fuego lo que la hacía moverse? ¿O la orden
funcionaba mejor que el afecto? ¿Seguía la joven programada para obedecer?
Ya no tenía nada que perder.
—¡Desátame, Tawny! —grité.
Alzó el cuello escuálido, como el de una tortuga.
—¡Desátame ahora mismo!
Por su gesto, noté que la joven había vuelto en sí. Cruzamos miradas y la piedad
embrolló mi decisión de ser dura con ella.
—Volverás a casa, cariño. A Maniwaki, con tu madre…
El pecho me escocía. No podía parar de toser.
—… y con Sandra —dije asfixiada.
Hubo un destello en sus ojos vacíos.
—Con Sandra —repetí.
El rostro de Tawny se aflojó al imaginar aquel mundo que creía muerto. Abrió la
boca, sus labios temblaron y después se convirtieron en una O.
—Con Sandra —repetí.
Sin mediar palabra, Tawny giró y salió gateando por debajo del humo hacia el
fondo del edificio.
Intenté retenerla, pero mis ataduras me pararon en seco.
—¡Tawny! —Mi voz se quebró y tosí hasta que sentí un desgarro en las tripas y
percibí en la boca el sabor de la sangre.
Tras el espasmo, me retorcí para ver hacia dónde había huido Tawny. Pero sólo
distinguí un espeso humo negro.
Se me encogió el corazón. Me había abandonado a una muerte segura.
¡Dios mío! ¿Me había quedado sola? ¿Habría muerto Annie ya?

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—¡Tawny! —vociferé—. ¡Por favor!
Nada.
Tal como había hecho antes, me retorcí y me sacudí. Tal y como había sucedido
antes, me derrumbé exhausta sobre la alfombra mugrienta, con la piel en carne viva y
desesperada por el dolor de los pulmones.
La habitación empezó a alejarse de mí. Como hipnotizada, pensé: voy a morir,
voy a morir, voy a morir.
Entonces oí chirridos y golpes, como si alguien estuviese abriendo y cerrando
cajones a toda prisa. Segundos después una forma oscura cobró forma en medio del
humo y empezó a buscar a tientas en mi dirección.
La piel de Tawny relucía como el alabastro. Con una mano se tapaba la boca, con
la otra aferraba un objeto largo y plano.
¿Qué era?
La joven se estremecía convulsivamente. Una hoja brilló en la oscuridad.
¡Un cuchillo!
Los nudillos de Tawny estaban blancos de apretar.
Durante un instante se miró la mano, como preguntándose qué hacía allí con un
cuchillo.
Entonces se abalanzó sobre mí, me hizo rodar y aplastó mi cara contra la
alfombra.
Sentí su aliento en el cuello, su peso sobre la espalda.
Por Dios, va a acuchillarme… Todavía responde a «Q».
Me preparé para sentir la cuchilla.
Pero en cambio sentí una presión en las muñecas y un movimiento como de
serrucho.
¡Tawny me estaba cortando las ataduras!
Torciendo la cabeza a un costado, intenté dar una bocanada:
—Más rápido, Tawny. ¡Date prisa!
Separé las muñecas mientras Tawny serruchaba las cuerdas. Aunque mis brazos
habían perdido sensibilidad, intuía que a cada fibra cortada la cuerda cedía.
Un eón más tarde mis manos quedaron libres bruscamente. Impulsándome con los
pies rodé hasta ponerme de espaldas.
El dolor me subió por la columna y se prolongó por hombros y caderas. Empecé a
ver borroso.
—Dame el cuchillo —dije con un grito ahogado.
Tawny me alargó el brazo pero se desplomó tosiendo. La veía doble. Quise coger
el cuchillo pero se me cayó.
Me puse a sacudir las manos, a dar palmadas, a golpearlas contra el suelo, y
cuando recobré suficiente sensibilidad cogí el cuchillo por el mango. Enseguida me

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liberé los tobillos.
Intenté ponerme en pie, pero perdí el equilibrio. Tawny pataleaba y daba arcadas.
Tanteando, encontré un cojín, y con dos tajos abrí la funda en canal y la partí. Le
coloqué un trozo a Tawny en la nariz e hice que la sujetara. La otra mitad me la pegué
yo a la cara.
Un cosquilleo helado empezó a subirme desde los dedos del pie. Me impulsé
hacia arriba y adelanté una rodilla, luego sacudí una mano y después moví la otra
rodilla: mis extremidades seguían respondiendo.
Cogí a Tawny por el brazo y la ayudé a ponerse a cuatro patas. Gateamos juntas
desde el salón hasta el frente de la casa, donde había menos llamas.
A unos dos metros dentro del pasillo un hilo de aire nocturno tentó mi nariz.
Medio acuclillada y tirando aún de Tawny, me incorporé y a la carrera me lancé
locamente hasta el vestíbulo. Abrí la puerta de par en par, me tropecé con la parka y
la tiré a un lado, luego salí desesperada y me alejé por la senda hasta distanciarme de
la casa.
La noche olía a escarcha, a caballos y a algo dulcemente vital. Sentí el frescor del
viento en la cara empapada de sudor. Las partículas de hielo me herían las mejillas,
me rebotaban en los hombros y en la cabeza.
Me sequé las lágrimas y bajé la vista hacia Tawny que, desnuda y cruzada de
piernas sobre el hielo, gimoteaba y se mecía como una criatura asustada.
Volví la vista hacia la casa.
El humo se filtraba hacia fuera por algunas ventanas y formaba una columna al
escapar por la puerta abierta. Avivadas por la súbita entrada de aire, las llamas
ascendían a toda velocidad. Por lo demás, no había otras señales del infierno que se
había desatado en el interior.
Entonces, en medio de una bocanada de aire, mi pecho se paralizó.
Agucé el oído.
No oí sirenas.
Nadie acudía en nuestra ayuda. ¡Anne no había telefoneado! ¡Nadie había
avisado!
Me llevé la mano a la boca.
Anne. ¿Seguiría con vida? «Q» había dicho que entre las cenizas encontrarían tres
cadáveres. ¿Había quedado Anne atrapada dentro?
Corrí hasta el porche y cogí el abrigo, luego regresé a donde estaba Tawny y la
cubrí con él. El aguanieve impactaba contra el nylon y rebotaba.
—¿Has visto a otra mujer en la casa? —pregunté.
Tawny no paraba de mecerse y gimotear.
La cogí por los hombros y le repetí la pregunta.
Tawny asintió.

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—¿Dónde?
Sus hombros huesudos temblaron.
—¿Dónde? —grité.
—E-e-en el suelo.
—¿En qué habitación?
Alzó la vista pero no dijo nada.
—¿En qué habitación, Tawny? ¿En cuál?
La sacudí y volví a preguntar.
—Al fo-fo-fondo… En el sótano… N-n-no lo sé… —Las cenizas le punteaban la
cara. Tenía el pelo empapado de sudor.
El acre olor a quemado me dio de lleno en las narices. El aura anaranjada en torno
a la casa crecía cada vez más. Y allí estaba yo, inmóvil, sin saber qué hacer.
¡Anne no podía esperar a que yo llamara al 911! ¡Tenía que volver a entrar y
sacarla!
Pero yo seguía empapada de gasolina.
Con dedos temblorosos, me desaté y me quité las botas de un tirón. Me quité todo
hasta quedarme en bragas y sujetador y entonces me volví a calzar. Mojé la funda del
cojín con nieve y con la cabeza partiéndoseme del dolor, corrí nuevamente hacia la
casa. Abrí la puerta, me acuclillé y, caminando sólo medio erguida, entré.
A tumbos llegué hasta al sillón, cogí la manta de Tawny, me cubrí los hombros y
a ciegas me dirigí hasta el fondo de la casa.
De nuevo intenté recordar la distribución del pasillo posterior. Esta vez, mi
torturado cerebro reprodujo un plano exacto: la cocina a la izquierda, el salón a la
derecha y más atrás un estudio o dormitorio. A las escaleras del sótano se accedía por
el dormitorio, al fondo.
Aunque no había llamas, el pasillo estaba lleno de un humo denso. Fui
moviéndome a tientas, con el pecho y la garganta atormentándome.
Los ligamentos de la corva aullaban en señal de protesta. A tumbos, con una
mano extendida y la otra tapándome la boca, seguí adelante. De vez en cuando me
raspaba un codo o me golpeaba la espinilla, pero yo sólo pensaba en Anne.
Entonces, con la mano extendida di fuertemente contra algo. Se me revolvió el
estómago y sentí el sabor de la bilis.
Aplasté la palma contra la puerta, la madera estaba tibia. La subí y noté que más
arriba estaba más tibia aún.
¡No! ¡Por favor!
Tanteé el pomo, estaba caliente. Lo giré y abrí una rendija.
Dentro, las llamas se elevaban desde la cama enroscándose e hinchando de aire
las cortinas del fondo. En medio de aquellas sombras danzarinas, advertí una sombra
en el suelo.

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Abrí la puerta del todo.
—¡Anne!
El bulto no se movió.
—¡Annie!
Nada.
Lancé a un lado la mascarilla improvisada y me arrastré hasta ella. Me quité la
manta y la plegué en varias capas a su lado.
Haciendo acopio de mis pocas fuerzas, hice rodar a Anne y desplegué la manta
por debajo de su cuerpo. Tanteé hasta dar con los dos extremos, me los enrosqué en
las manos y empecé a retroceder tirando de la manta por la habitación y pasillo
adelante.
Anne pesaba una tonelada. Quise tranquilizarla pero me salió una arcada.
No me había detenido a comprobar su pulso. ¿Seguiría viva?
Por el amor de Dios, ¡qué esté viva!
Continué tirando de mi travois, de mi camilla india improvisada, aunque sólo
adelantaba unos centímetros con cada esfuerzo. Tenía los brazos y las piernas tan
débiles que parecían de goma.
Arcada tras arcada, tosía e intentaba recobrar el aliento. Todas mis células pedían
aire a gritos. De cuando en cuando, si algo estallaba en la casa o se caía, yo daba un
respingo. Tras haber retrocedido hacia el salón, me volví, miré hacia arriba y en
derredor para hacer una valoración fugaz. Entre la humareda noté que las llamas
estaban trepando por las paredes. Y sólo quedaba libre un estrecho sendero por en
medio del pasillo.
Horas después de haber partido, torcí una esquina y llegué al vestíbulo de la
entrada. Me escocían los ojos, el pecho, el estómago.
Me apoyé en el marco de la puerta, me agaché y vomité más bilis. Ansiaba
sentarme, hacerme un ovillo y echarme a dormir.
Cuando se me asentó el estómago, volví a agarrar la manta. A ciegas y con toda
mi fuerza tiré hacia atrás y volví a tirar. Los brazos y las piernas me temblaban.
El salón se había convertido en un infierno. Las llamas trepaban por la
carpintería, devoraban el secreter, consumían el sofá. Todo estallaba y se partía
lanzando chispas hacia el pasillo delantero y el vestíbulo. Ya no sentía nada ni
pensaba en nada. Tiraba, daba otro par de pasos hacia atrás y volvía a tirar.
La puerta de entrada se encontraba a cinco metros detrás de mí.
Tres.
Dos.
Mi mente entonó un mantra que instaba a mi cuerpo a no fallarme.
Atravesé el vestíbulo.
Crucé el umbral.

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Llegué al porche.
Cuando las piernas de Anne estuvieron al otro lado de la puerta, caí de rodillas.
Apoyé los dedos sobre la garganta de mi amiga.
No sentí pulsaciones.
Me derrumbé sobre ella.
—Te pondrás bien, vieja amiga.
Si cerraba los ojos veía un remolino de puntos negros.
El aguanieve me caía densamente sobre la espalda. Me encontraba de rodillas
sobre la tierra, que estaba helada.
A mi alrededor sonó una cacofonía de ruidos. Me esforcé en encontrarle sentido.
Oí un gimoteo.
¿Era Anne o Katy?
Las llamas se extendían escupiendo lenguas de fuego.
Los segundos pasaban.
¿Llovía sobre las magnolias? No. Yo me encontraba en Montreal, en la rue de
Sebastopol. El aguanieve caía sobre los vagones cisterna de los almacenes del
ferrocarril.
¿Qué almacenes del ferrocarril?
Oí el estruendo de motores lejanos.
Bocinazos apagados.
Coyotes que aullaban a lo lejos, en el desierto.
Pero no eran coyotes, sino sirenas.
Y entonces los puntos se fundieron en negro.

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Capítulo 38
Soy de la opinión de que uno debe escapar a los hospitales, allí muere gente.
Diez horas después de haber llegado en una ambulancia, me levanté, me puse el
chándal que me diera Charbonneau la noche anterior en casa de Catts y me marché
del Hospital General.
¿Cómo? Igual que McGee y Pomerleau. Andando. Fue pan comido.
Pero al contrario que McGee y Pomerleau, yo garabateé una nota de despedida
que absolvía de cualquier responsabilidad a quienes velaban por mi salud. Con las
dos manos embadurnadas y vendadas, no fue una tarea fácil.
El taxi me depositó en casa en diez minutos.
Ryan me telefoneó en veinte.
—¿Estás loca?
—He sufrido un chichón y algunas quemaduras. Hay canadienses que sufren
peores quemaduras de sol cuando viajan al sur de vacaciones.
—Necesitas descansar.
—Dormiré mejor aquí.
—¿Tu cómplice también se largó por pies?
Sonreí y fue como si unas esquirlas me cortaran la cara.
—Anne sufrió una conmoción, no hay riesgo de que huya.
—Está claro que Anne es el cerebro del equipo.
—Le darán de alta mañana y el viernes volaremos a Charlotte.
—Donde el invierno se considera una incomodidad pasajera.
—No hacen falta ni mitones ni palas quitanieves.
—¿De verdad se fue a meditar a un convento?
—Anne quería soledad, y que no le saliera caro. El convento ofrece habitaciones
limpias, comidas decentes y toda la soledad que puedas desear.
Rebobiné en mi memoria.
El aguanieve cayéndome en la espalda, la tripa contra el hielo, el fuego.
Charbonneau ladrando órdenes, Claudel que me cubría con algo cálido y suave.
—¿Sabes algo de Pomerleau? —pregunté.
—No irá muy lejos.
—A estas horas, quizá ya haya llegado a Ontario e incluso cruzado la frontera.
—Había un viejo escúter en el cobertizo de Catts, es probable que sea su medio
de transporte.
—¿Cómo crees que llevó a McGee desde el Hospital General hasta la península?
—En taxi, en autobús, en metro o haciendo autoestop…
—¿Y dónde está McGee ahora?
—De nuevo en el Hospital General.

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—¿Qué ocurrió en la rue de Sebastopol?
—La SIJ descubrió una segunda pared falsa en el sótano.
—¿Donde Pomerleau escondió a McGee durante el segundo registro?
—Probablemente. Allí estaban escondidos el ordenador portátil y la cámara de
Anne.
—¿Pomerleau fue quien destrozó mi apartamento?
—Eso parece, aunque quizá la ayudara Catts.
—¿Para asustarme y alejarme del sótano de la pizzería?
—Yo apostaría a que sí. Puede que viera el ordenador y la cámara mientras
exploraban tu casa, que pensara que eran tuyos y que contenían pruebas relacionadas
con los esqueletos. Ya nos contará su versión cuando la pillemos.
—¿Cómo pudo saber dónde vivo?
—Gracias a La Presse ni tu aspecto ni tu lugar de trabajo son un secreto.
Pomerleau tenía el escúter. Pudo haber esperado fuera de Wilfrid-Derome, seguirte
hasta tu edificio y esperar a ver en qué apartamento se encendían las luces.
—Creo que Pomerleau tiene fobia a los espejos.
—Esa señorita tiene problemas mucho más serios que ése.
—Fue muy inteligente la manera en que desvió nuestra atención.
—Bastaba con ponerse un collar de perro, desnudarse y hacer el papel de víctima.
—Yo me lo tragué, Ryan. Cuando la vi en aquella mazmorra me entraron ganas
de echarme a llorar.
—Todos nos lo tragamos. ¿Recibiste el ramo de flores?
Me volví hacia la mesa del comedor. El «ramo» era del tamaño de Laramie,
Wyoming.
—Es hermoso. Ya le he pedido una tubería extra a Hydro-Quebec.
Sentí que mis fuerzas flaqueaban. Ryan notó la fatiga en mi voz.
—Cuando te sientas con ganas, ve a hablar con Claudel y Charbonneau, tienen
mucho que contarte. Por ahora come un poco, desconecta el teléfono y a la cama,
guapa.
Y eso fue lo que hice. Dormí hasta media tarde.
Volver a caminar fue como traspasar el horizonte. Me sentí briosa, vigorizada,
cargada con esa vitalidad omnipotente de quien puede camina sobre el agua.
Hasta que me miré al espejo.
Tenía la cara raspada y cubierta de manchas, además del pelo chamuscado. Lo
que quedaba de cejas y pestañas parecían brotes de hierba arrugados.
Ducharme no serviría de nada, el maquillaje todavía menos.
Me imaginé cómo reaccionaría Katy cuando me viese el viernes. Y Claudel, que
siempre va estiloso y atinadísimo, con su planchado de anuncio publicitario.
—Joder.

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Volví a vendarme las manos y me dirigí a la jefatura de la CUM.
—Sergeant-détective Charbonneau ou Claudel, s’il vous plait —dije al
recepcionista del hall.
—Hoy están todos —respondió el recepcionista con cara de palo.
—Qué alegría…
Me imaginé a mí misma con el culo al viento, a pesar de la ropa interior.
Estupendo. Todo el departamento se habría enterado ya. Normalmente obligados a la
corrección política, mis compañeros se lo iban a pasar en grande.
Charbonneau bajó a escoltarme a través de seguridad. Me preguntó qué tal me
encontraba y luego, con la mirada perdida en el infinito, me condujo a la sala de la
brigada.
Allí me recibieron con silbidos y aplausos.
El sargento de detectives Alain Tibo sacó una bolsa de su escritorio, se puso en
pie y enfiló hacia mí. Por su aspecto, podría interpretar a un bulldog en una peli de
Disney.
—Esto no es Dixie, doctora. Aquí en Quebec hace frío. —Ya conocía el sentido
del humor de Tibo. Si la brigada necesitase un payaso, lo elegirían a él—. Por eso
hicimos una colecta y le compramos ropa adecuada.
Tibo me entregó la bolsa con solemnidad y ceremonia.
Era una sudadera azul, con letras en rojo chillón.
«No existe mal tiempo, sino ropa inadecuada». Viejo refrán pescador escocés,
bajo el proverbio, una mujer formaba un hombre de nieve en medio de una ventisca.
El hombre de nieve llevaba sombrero. Ella tenía el pelo anaranjado, la piel rosa y no
llevaba nada excepto zapatos de tacón, sujetador y bragas.
Poniendo los ojos en blanco metí la sudadera de nuevo en la bolsa, y crucé con
Charbonneau la sala en dirección a Claudel, atravesando escritorios, papeleras y
piernas estiradas.
—Claudel le va a hacer pagar el sobretodo —dijo una voz por detrás—. Pero
pásele la factura al capitán como parte de sus dietas.
—¿Sólo usa el estampado de piel de leopardo los martes, doctora? —preguntó
Tibo.
—He oído que el miércoles viene el circo —respondió otra voz.
Arqueé la poca ceja que me quedaba a Charbonneau.
Él iba a decir algo, pero lo interrumpió Tibo:
—No se preocupe, doctora. Claudel tiene todo un juego de calzoncillos boxer con
esas felices caritas amarillas. Así, mientras el resto de él se enfurruña, por lo menos el
culo le sonríe.
Tras coger un expediente de la bandeja de entrada, Claudel se puso de pie y los
tres desfilamos hacia la sala de interrogatorios.

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—Veo que mis bragas se han convertido en prueba. —La calidez de mi voz
hubiera mantenido frío un helado durante una semana.
—Se corrió la voz —dijo Claudel.
—Ya veo.
—No fuimos nosotros, doctora —añadió Charbonneau—. Se lo juro.
No sé por qué, le creí.
Cogimos sillas y nos sentamos en torno a una mesa maltrecha, propiedad del
gobierno.
—Espero que ya se sienta mejor —dijo Claudel.
—Así es. —¿Claudel había sacrificado su costoso abrigo de cachemir por
abrigarme?—. Gracias por lo de su abrigo.
Claudel asintió.
Hubo un instante de silencio.
—¿Es cierto que Menard está muerto? —pregunté.
Claudel volvió a asentir.
—¿Cómo pueden estar seguros?
Claudel abrió el expediente y deslizó una fotografía por la mesa.
—La descubrimos en la casa de Menard, en Vermont.
Era una fotografía en blanco y negro. La imagen estaba descentrada, como la
típica copia en papel de un aficionado. Pero pese a haberse desteñido, se veía con
claridad: un hombre delgado y alto yacía en una tumba poco profunda, con las
rodillas flexionadas y las muñecas atadas a los tobillos. Aunque la muerte le
distorsionara los rasgos, su cara era inconfundible. Menard. Le di la vuelta. Al dorso
alguien había escrito las iniciales S. M. y la fecha, 26/9/85.
—¿Catts mató a Menard en California en septiembre del ochenta y cinco? ¿Y
guardó una fotografía del cuerpo?
—El sheriff va a ponerse a excavar en torno a la vieja caravana de Catts —dijo
Claudel.
—Angela Robinson desapareció en octubre de ese año —dije—. Según los
vecinos, Menard regresó a Vermont en enero del año siguiente.
—Excepto que ya no se trataba de Menard. —Charbonneau apoyó ambos brazos
sobre la mesa y se echó hacia delante—. Creemos que a Catts se le ocurrió montar
aquel horroroso espectáculo cuando los medios cubrieron el caso de Cameron Hooker
y Colleen Stan. El mierda de Catts estaba en Yuba City, muy cerca de Red Bluff, y la
prensa no paraba de publicar artículos sobre «La chica de la caja».
—Por aquellas fechas, Catts estaba haciéndose colega de Stephen Menard —
intervino Claudel—. Y no quiso cometer el mismo error que Hooker. No quiso
quedarse cerca del lugar del rapto, y la granja de Menard era la solución ideal para
hacer realidad sus fantasías. Así que mató a Menard y esperó a que llegara su presa.

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—Angie Robinson —dije yo.
—Catts raptó a Robinson y se la llevó a Vermont —prosiguió Claudel—. Una vez
allí, explotó su parecido con Menard.
—¿Se dejó crecer la barba y los rizos al estilo rasta, y se mantuvo alejado de los
lugareños? —arriesgué.
—Usted lo ha dicho —dijo Charbonneau alzando un dedo para enfatizar, y volvió
a echarse en su silla.
—Entonces, ¿por qué se marchó Catts de Vermont?
—Quizás empezara a ponerse nervioso. Debía de haber varias personas que
conocían bien a Menard —sugirió Claudel—. O quizás Angie ya había muerto.
—Según mis cálculos —dije— Angie vivió aproximadamente hasta los
dieciocho. Eso nos sitúa en 1988, el año en que el abuelo y la abuela Corneau
murieron por accidente.
—Ya —resopló Charbonneau—. También vamos a investigar ese choque.
—Quizá Catts se interesase en Canadá porque no hay pena de muerte —dijo
Claudel—. O quizá creyó que con una frontera de por medio sería más difícil de
rastrear. O quizá pensó que en Montreal no conocían a Menard. Sea por la razón que
fuese, levantó el campamento y vino al norte.
—Con Angie o con su cadáver.
—Con su interpretación, el pájaro burló a los encargados de autenticar el
testamento. Se volvió francófono, se convirtió en Stéphane Menard, le alquiló el local
a Cyr y abrió una tienda como la que tenía en Yuba City —dijo Charbonneau.
—De objetos de colección —dije.
—Pues sí que era coleccionista ese perverso hijo de perra.
Claudel me deslizó una segunda fotografía.
Una etiqueta de la SIJ indicaba que era una instantánea de la escena de un crimen.
El objeto en cuestión era una tabla cubierta de fieltro. Encima había tres orejas
humanas, dos completas, una incompleta. Estaban estiradas y clavadas con alfileres,
como si fueran insectos.
Sentí algo amargo en el estómago.
—El muy retorcido guardaba pedazos de sus víctimas —dijo Charbonneau.
Recordé las hendiduras de cortes que advirtiera en los cráneos:
—Puede que la idea de quedarse con souvenirs se la diera Pomerleau.
—¿De veras?
Señalé la oreja incompleta:
—La oreja de Angie Robinson fue seccionada mucho después de su muerte, una
vez que el hueso tuvo tiempo de secarse, por lo que, en principio, Catts no tuvo
intención de cortársela. Las otras dos fueron rebanadas estando el hueso fresco.
—¿Eso lo sabe por las marcas de los cortes?

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Asentí y tragué saliva:
—Entre los raptos de Pomerleau y McGee pasaron nueve años. Creo que durante
ese tiempo el equilibrio de poder entre captor y cautiva cambió.
—Síndrome de Estocolmo invertido —dijo Charbonneau apuntándose con el
dedo a la cabeza.
—Patty Hearst estuvo encerrada en un ropero ocho semanas —dije—. Colleen
Stan estuvo encerrada en un ataúd durante siete años. Anique Pomerleau fue raptada
en 1990, cuando sólo tenía quince años.
Nos quedamos en silencio, calculando los increíbles daños que pudo sufrir
durante todo ese tiempo.
Claudel fue el primero en hablar:
—Puede que Pomerleau fuese torturada y para satisfacer a Catts sugiriese a otra
víctima.
—Quizá la idea de carne fresca fuera de él. Se pondría ávido y decidió aumentar
su colección…
Charbonneau cogió el testigo:
—… Pomerleau vio a la recién llegada como una posibilidad de ascenso: vejando
a McGee complacía a Catts. Y con el tiempo, ella también empezó a gozar de
aquello.
—La controlada se convirtió en controladora —dije—. O sencillamente Catts y
Pomerleau unieron fuerzas.
Como Homolka y Bernardo, pensé.
—Entre la llegada de Pomerleau y McGee, Catts al menos raptó a dos chicas más
—les recordé—. Y según los análisis con isótopos de estroncio, eran lugareñas.
—Averiguaremos quiénes son. —A Claudel se le tensaron y destensaron los
músculos de la mandíbula—. Póngale la firma.
—Tengo una pregunta, doctora. —Charbonneau volvió a inclinarse sobre la mesa
—. Si Angie Robinson fue la primera víctima que capturó Catts, ¿cómo es que sus
huesos eran los únicos con adipocira?
Yo me había hecho la misma pregunta.
—El ácido tánico del cuero actúa como conservante, ralentizando el tiempo de
descomposición —expliqué—. Además, en un principio, Angie pudo haber sido
enterrada en otro sitio, un sitio más húmedo que el sótano de la pizzería.
—Eso creemos nosotros. —Charbonneau señaló con la barbilla a Claudel—.
Creemos que la chica murió en Vermont, que Catts la enterró allí y que después
regresó a buscar el cadáver. Pero nos hemos vuelto locos intentando figurarnos por
qué lo hizo. Quizá lo que nos ha dicho de las orejas sea el dato que faltaba.
—¿Creen que Catts volvió a por la oreja, pero acabó llevándose el cuerpo entero?
¿Por qué?

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—Quizá se sintiera más seguro teniéndola bajo sus pies.
—Pero Cyr echó a Catts del local en el noventa y ocho. Si ya había desenterrado
y trasladado a Angie Robinson, ¿por qué iba a abandonar a las otras dos en aquel
edificio?
Charbonneau se encogió de hombros:
—Había empezado a ser descuidado desde el rapto de Robinson en el ochenta y
cinco. Quizá se sintiera invencible. Además, ¿dónde más iba a enterrar los cuerpos?
En el jardín de los Corneau no podía cavar tumbas.
—Y el sótano ya estaba ocupado —dije con amargura.
Mientras meditamos sobre ello, hubo un momento de silencio. Yo lo rompí:
—¿A quién creen que vio Louise Parent?
—A Pomerleau quizá, o tal vez a una de las otras. Catts pudo haber ocultado a las
chicas debajo de la casa de empeños mientras preparaba su sala de recepción en la
península —conjeturó Charbonneau.
—Pomerleau admitió que había matado a Parent —dije.
—No cabe duda de que Pomerleau estaba metida hasta las cejas.
La SIJ encontró la dirección de Rose Fischer en el sótano de la rue de Sebastopol.
Pero la muerte de Parent pudo haber sido instigada por Catts, si le dijo a Pomerleau
que la anciana lo había visto con las chicas en la tienda de empeños. Debieron de
tenerla vigilada, y cuando los cuerpos salieron a la luz se figuraron que debían actuar
antes que ella. —Charbonneau meneó la cabeza—. Qué irónico, ¿no le parece?
Intentaron ocultarlo todo en el sótano de la rue de Sebastopol, que fue precisamente
la única parte del edificio que sobrevivió al incendio.
—Quizá por eso su amiga no acabó allí abajo —dijo Claudel—. Pomerleau
seguramente planeó arrastrar a la señora Turnip hasta el sótano, pero cambió de
parecer al darse cuenta de que el fuego no lo alcanzaría.
—O quizá se cansó y la dejó allí tirada. —Mis manos se habían convertido en
puños.
—Usted tenía razón acerca de los botones —dijo Claudel mirándome fijamente a
los ojos—. Indudablemente, se le cayeron a Catts en una de sus bajadas al sótano de
la pizzería. No guardaban relación alguna con los cadáveres.
No sentí ninguna satisfacción por tener razón, sino un pesar profundo y doloroso.
Y cansancio. Mis fuerzas bajaban a la velocidad de un calcetín viejo. Relajé las
manos y crucé los dedos. Sólo necesitaba una última respuesta.
—¿Cuándo averiguaron que había ido a la rue de Sebastopol?
—Recogí su mensaje cuando regresaba de Vermont —dijo Charbonneau—. Por la
foto habíamos averiguado que Menard estaba muerto y que Catts lo había liquidado,
también sabíamos que Catts estaba muerto y que Pomerleau y McGee andaban
sueltas. Luc y yo fuimos directamente a jefatura y descubrimos un informe: señalaba

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que las huellas del arma que usó Catts para volarse la tapa de los sesos pertenecían a
Pomerleau.
—¿No había huellas de Catts? —pregunté.
—Ni una. El doctor LaManche había dicho que las manos de Catts no tenían
restos de pólvora, y recordamos lo que usted explicó sobre el lavado de cerebros.
Atamos cabos y salimos echando leches hacia la rue de Sebastopol, apostando a que
llegaríamos antes de que se topase usted con Pomerleau.
—Gracias.
—Es nuestro deber —sonrió Charbonneau.
Me volví hacia Claudel:
—Y gracias a usted, detective. Lamento de veras lo de su abrigo.
Claudel asintió:
—Usted mostró gran inventiva y valor.
—Gracias de nuevo, a ambos.
Los tres nos pusimos de pie y enfilamos hacia la puerta.
—Doctora Brennan…
Me volví hacia Claudel.
—Siempre he sido un conservacionista —dijo formando con las comisuras
temblonas algo que podía considerarse una sonrisa—. Pero gracias a usted he
aprendido a apreciar la piel del leopardo.

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Capítulo 39
Ryan me telefoneó el miércoles por la noche, pero no conseguí despertar del todo.
Murmuré varios «hummms» y «ahhhs» y volví a desplomarme inconsciente.
Lo siguiente que recordé fue el sol entrando a raudales por la ventana, el reloj que
marcaba las diez y media y la cara de Birdie a escasos centímetros de la mía.
Y el timbre que gorjeaba.
Cogí el albornoz y me tambaleé hasta el panel del portero eléctrico. En el monitor
aparecía Ryan tocado con una gorra de Santa Claus, con Le Pére Noel bordado sobre
el material peludo.
A dos manos, me pasé el pelo por detrás de las orejas y esbocé una sonrisa como
las que Claudel llevaba en los calzoncillos.
Por la pantalla vi cómo una mujer joven entraba al hall. Era alta, de rizos negros y
llevaba unos pendientes como arcos de croquet.
Ryan atrajo a la mujer hacia sí y la abrazó. Ella le quitó el sombrero de Papá Noel
de un tirón.
A medio camino del botón del portero automático, la mano se me congeló. La
sonrisa se me hizo añicos.
Era la reina del baile.
Sentí un iceberg en medio del pecho. La reina del baile se volvió hacia la cámara:
tenía la tez café con leche y expresión de querer estar en otro sitio, en Tikrit o en
Kabul; en cualquier sitio menos en aquel hall.
Ryan sonrió y volvió a estrujarla. La joven se soltó del abrazo y le devolvió la
gorra.
¡Dios mío de mi vida! ¿Aquel egoísta hijo de puta venía a presentarnos
formalmente?
Por un segundo me vi reflejada en el espejo del vestíbulo: albornoz rosa pálido,
cara de recién hervida y unos pelos como los de esos bichos que se alimentan de
plancton.
—De acuerdo, colega. —Di al botón—. Súbela.
Pero cuando abrí la puerta, Ryan estaba solo. Detrás de él, sólo se extendía el
pasillo vacío.
Muy bien. Mejor. Había escondido a la niñata.
—¿Qué hay? —dije glacial.
Ryan me miró de arriba abajo y sonrió:
—¿Te ha venido a visitar DiCaprio?
No sonreí.
Ryan me escrutó la cara:
—Cómo son las cejas, ¿verdad? Uno no las nota hasta que les pasa algo…

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Ryan atinó a tocarme la frente, pero me eché hacia atrás.
—… o desaparecen.
—¿Has venido a criticarme las cejas?
—¿Qué cejas?
No le devolví ni siquiera un atisbo de sonrisa.
Ryan se cruzó de brazos:
—Quiero hablar contigo.
—No es buen momento.
—Estás guapísima.
Me mordí la lengua para que no se me escapara una respuesta acabada en «niñata
tonta».
—Fogosa —dijo.
Mis cejas, desaparecidas en acción, se ondularon.
—Ardiente —dijo.
La ondulación se hundió hasta formar un ceño de muy mala leche.
—Si prometo no hacer más chistes con fuego, ¿puedo pasar a buscarte en diez
minutos?
Empecé a negarme.
—Di que sí… —insistió. En sus ojos vi una sinceridad lapislázuli.
Mi libido se incorporó, pero la mandé a paseo.
—Claro, Ryan. ¿Por qué no?
¿Café, vaqueros, jersey, cepillado de dientes, tiritas nuevas, peinado, maquillaje?
Ni de coña.
Quince minutos más tarde, el timbre gorjeó de nuevo.
Abrí la puerta y con él estaba ella.
Me tensé.
Los ojos de Ryan se clavaron en los míos:
—Quiero que conozcas a Lily…
—Ryan —dije—, no me hagas esto.
—… mi hija.
Me quedé boquiabierta mientras mi mente procesaba el sentido de aquellas
palabras.
—Lily, te presento a Tempe.
Lily movió nerviosamente los pies:
—Hola —murmuró.
—Es un placer conocerte, Lily.
¿Su hija? Vaya por Dios.
Miré interrogativamente a Ryan.
—Lily vive en Halifax.

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Me volví hacia la joven:
—¿En Nueva Escocia? —Por supuesto, subnormal.
—Sí.
Lily se fijó en mi pelo chamuscado y mis ampollas pero no dijo nada.
—Lily está en Montreal desde el día tres —dijo Ryan.
El mismo día en que testifiqué en el juicio contra Pétit.
—En los últimos meses, Lily y yo nos hemos estado conociendo.
Lily encogió un hombro y se acomodó la correa del bolso.
—Quiero que las mujeres de mi vida se conozcan.
¿Las mujeres de su vida?
—Estoy encantada, Lily. —Joder. Mis respuestas parecían salidas de un
diccionario de clichés.
Lily miró disimuladamente a Ryan y él asintió casi imperceptiblemente.
—Lamento aquella llamada. N-n-no debí llamarte imbécil.
Había sido ella la del teléfono, el jueves.
—Entiendo —sonreí—. Debe de ser difícil compartir a tu padre.
Lily encogió de nuevo el hombro y dijo a Ryan:
—¿Puedo irme ya?
Ryan asintió:
—¿Llevas la llave?
Lily le dio unos golpecitos al bolso, giró sobre sus talones y se alejó pasillo abajo.
—Pasa —dije, dando un paso atrás y abriendo del todo la puerta—, papaíto.
Ryan me siguió hasta el salón, se quitó la cazadora con un movimiento de
hombros y se tumbó en el sofá.
—Es extraño —dije haciéndome un ovillo en un sillón.
—Sí que lo es.
—No sabía que tuvieras una hija.
—Yo tampoco. Hasta agosto.
Cuando tuvo que viajar inesperadamente de Charlotte a Halifax.
—No era tu sobrina Danielle la que tenía problemas…
—Todo empezó con mi sobrina. Después de su sobredosis, volé a Nueva Escocia
a ayudar a mi hermana a meter a Danielle en un programa de desintoxicación. Una de
las asistentes de la enfermera resultó ser una mujer a la que conocía de mi época de
estudiante universitario.
—¿Alumna del St. Francis Xavier?
Ryan negó con la cabeza:
—Lo era yo, pero no ella. Mis primeros años en el St. Francis Xavier los viví al
límite. Lutetia solía frecuentar también mis sitios preferidos. Andaba con una pandilla
de jovencitas que se hacían llamar las Hermanas Sagradas del Amor Negociable.

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Acomodé los pies bajo el trasero.
—Ya sabes cómo sigue la historia. Mi vida al límite acabó con una arteria dañada,
un periodo ingresado y una perspectiva nueva acerca de la experiencia universitaria.
Lutetia y yo seguimos con nuestras vidas. Volvía a verla una vez, unos cinco años
después de mi graduación, cuando regresé a Nueva Escocia a visitar a mis padres.
Lutetia y yo acabamos… —y dudó— …pues, compartiendo una última experiencia
religiosa. Yo regresé a Montreal y ella a las Bahamas y nunca más volvimos a saber
el uno del otro.
—Y Lily es la hija de Lutetia —adiviné.
Ryan asintió.
—¿No te dijo Lutetia que estaba embarazada?
—Tuvo miedo de que la obligara a quedarse en Canadá.
—¿Se casó?
—En las islas de Abaco. El matrimonio llegó a su fin cuando Lily tenía doce
años, y volvieron las dos a Halifax.
Birdie entró en la habitación y se frotó contra mi pierna. Automáticamente, bajé
la mano y le rasqué la cabeza.
—¿Y por qué te lo ha confesado ahora?
—Lily empezó a preguntar sobre su padre biológico. Y también empezó a hacer
las mismas locuras que su madre. —Ryan abrió las manos como desvelando una
sorpresa—. Y entonces aparecí yo.
—¿No esperabas que Lily apareciera en Montreal?
—Abrí la puerta y allí estaba, la tonta había llegado en autoestop.
Birdie me dio otro empujoncito y lo froté. No sabía muy bien qué sentir. ¿Alivio
de que la reina del baile no fuera un interés amoroso? ¿Desilusión porque Ryan no
me hubiera confiado sus problemas?
—¿Por qué no me lo contaste?
—Las cosas entre nosotros han estado muy tensas, Tempe. —Ryan me regaló una
de sus sonrisas—. Probablemente sea mi culpa, últimamente he estado bajo mucha
presión: Lily, el operativo de las metanfetaminas…
Ryan se tanteó el bolsillo de la camisa, pero al recordar mi prohibición de fumar
bajó la mano al regazo.
—Pero sobre todo, quise esperar hasta estar seguro.
—¿Pediste una prueba de paternidad?
Ryan asintió.
—¿Y cómo se lo tomó Lily?
—La cría se puso como loca y empezó a dar guerra de verdad.
Comprendí que él volviese al cigarrillo, y su cara de cansancio. Últimamente
Ryan había estado bajó más estrés que yo.

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—La semana pasada recibí el resultado de la prueba de ADN.
Esperé.
—Lily es hija mía.
—Es maravilloso, Ryan.
—Sí que lo es, pero la cría es una fiera.
—¿Qué habéis resuelto?
—En general, Lutetia ha amueblado bien la cabeza de su hija. Lily la quiere y
seguirá viviendo con ella. Pero si Lily decide que quiere un padre en la vida, entonces
me tendrá a mí. Siempre y para lo que sea.
Me pasé al sofá y me senté junto a Ryan, que me miró con ojos de niño. Le cogí
de la mano.
—Serás un padre maravilloso.
—Voy a necesitar ayuda.
—Cuenta conmigo, vaquero.
Apoyé mi cara contra la de Ryan y sentí su barba incipiente sobre la mejilla.
Me abrazó unos momentos, luego me alejó hasta ponerme a un brazo de distancia
y se puso de pie.
—Quédate aquí.
Esperé, sin saber muy bien lo que iba a suceder. Entonces se oyó la puerta del
frente y tras unos segundos, volvió a cerrarse. Luego el tintineo de una campanilla.
Ryan reapareció con el gorro de Papá Noel y una jaula del tamaño de un
polideportivo. En su interior, aferrada a un columpio ondulante, había una cacatúa.
Ryan colocó la jaula sobre la mesita, se tumbó junto a mí en el sofá y me rodeó
con un brazo. Mientras hacía trayectos cada vez más cortos en el columpio, la cacatúa
nos observaba.
—Feliz Navidad —me deseó Ryan—. Charlie, te presento a Tempe.
El columpio se detuvo. Charlie me estudió, primero con el ojo izquierdo y luego
con el derecho.
—No puedo cuidar de un pájaro, paso mucho tiempo fuera.
Charlie saltó del columpio al comedero.
En el otro extremo del salón, Birdie se levantó, erizó los pelos del rabo y fijó la
vista en ella.
Cual un leopardo en miniatura que sale a cazar al despuntar el alba, se arrastró
imperceptiblemente por la alfombra. Puso las patas delanteras sobre la mesita y
alargó el cogote hacia la jaula. Sólo sacudía el extremo de la cola.
La cacatúa levantó el copete, inclinó la cabeza para mirar a Birdie y volvió a
centrarse en sus semillas.
—Es hermosa, Ryan.
Realmente lo era, con la cabeza amarilla y el cuerpo gris perla.

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Saltando sobre la mesa, Birdie cruzó las patas en ángulo recto, se sentó y se
quedó mirando la cacatúa fijamente.
—Es una idea encantadora, Ryan, pero no va a funcionar.
Tenía las mejillas color naranja brillante.
Birdie se acomodó en posición de esfinge, con las patas apuntando hacia dentro y
los ojos clavados en el pájaro.
Y sutiles rayas blancas en las alas.
Birdie empezó a ronronear. Lo miré, pasmada.
—El pájaro le cae bien —dijo Ryan.
—No puedo ir y venir en avión con un gato y una cacatúa.
—Tengo un plan —dijo.
Lo miré.
—Vivamos juntos.
—¿Qué?
—Vente a vivir conmigo.
Me quedé de una pieza. La idea de cohabitar nunca se me había pasado por la
cabeza.
¿Me apetecía vivir con Ryan?
¿Sí? ¿No? No tenía ni idea.
Intenté que se me ocurriera una respuesta apropiada. A «quizá» le faltaba estilo y
«no» resultaba demasiado tajante.
Ryan no insistió:
—El plan B: la custodia conjunta. Cuando estés en el sur, Charlie se quedará
conmigo.
Volví a mirar a la cacatúa.
Era realmente hermosa.
Y a Birdie le caía bien.
Tendí la mano a Ryan:
—Acepto.
Sellamos el pacto con un apretón.
—Entretanto, considera el plan A.
¿Irme a vivir con Ryan?
Tal vez, me dije.
Sólo tal vez.
Esa tarde decidí pasar por la oficina. No llevaba ni una hora allí cuando sonó el
teléfono.
—¿Doctora Brennan?
—Al habla.
—Soy Patricia Lindhal, psiquiatra de los servicios sociales. Me encargo de que

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Tawny McGee sea evaluada y tratada de forma apropiada. ¿Va a estar usted en su
despacho?
—Sí.
—Me gustaría hacerle una visita breve. Llegaré dentro de cuarenta y cinco
minutos. ¿Puede avisar a seguridad de que me dejen pasar?
—Faltaba más.
Tan pronto como concluyó la llamada, me arrepentí de haber aceptado. Aunque
comprendía la importancia de suministrar toda la información a los funcionarios de
los servicios sociales, no me sentía preparada para recordar y relatar la depravación y
la maldad que había visto. Pensé en telefonear a la doctora Lindhal para cancelar,
pero el sentido del deber pudo conmigo. Avisé a seguridad e hice un listado mental de
la información que debía suministrar a la doctora.
Cuarenta minutos más tarde alguien llamó a la puerta.
—Entrez.
Entraron en el despacho una mujer mayor con abrigo de lana y la cabeza
descubierta y una chica baja de cabello negro con impermeable y boina marrón. Me
sentí un poco confundida, y entonces la reconocí:
—Hola, Tawny —dije a la joven al tiempo que rodeaba el escritorio y alargaba
ambas manos hacia ella.
Tawny se echó atrás ligeramente y no atinó ni a levantar los brazos.
Tuve que juntar las manos por delante:
—Estoy muy contenta de verte. Quería darte las gracias por salvarme la vida.
En un principio no recibí respuesta, pero luego Tawny habló.
—Usted me la salvó a mí. —Dudó de nuevo y finalmente añadió—: Pedí hacer
esta visita porque quería que viera que ya era una persona, y no como un animal en
una jaula.
Esta vez, cuando me acerqué, Tawny no se movió. La rodeé con mis brazos y
apreté mi moflete contra el de ella. Sentí pena por Tawny y Katy, y por todas la
jóvenes, adoradas o víctimas de abusos. Entonces la pena me superó y me puse a
llorar. Tawny no lloró pero no huyó de mi abrazo.
La solté, di un paso atrás y le cogí las manos:
—Siempre te he visto como una persona, Tawny, y así te ven quienes te ayudan
ahora. Además, estoy segura de que tu familia está ansiosa de que vuelvas con ellos.
Me miró, dejó caer los brazos al lado del cuerpo y dio un paso atrás.
—Adiós, doctora Brennan. —No tenía expresión, pero en sus ojos noté una
profundidad muy distinta a la mirada vacía de unos pocos días antes.
—Adiós, Tawny. Me ha alegrado mucho que vinieras a verme.
La doctora Lindhal me sonrió y se marcharon.
Yo me dejé caer en la silla, exhausta pero animada.

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Las fiestas llegaron y pasaron. El sol salió y se puso durante todos los lunes del
invierno.
En una de las docenas de cajas incautadas en el sótano de la rue de Sebastopol,
los investigadores hallaron un diario con los siguientes nombres: Angie Robinson,
Kimberley Hamilton, Anique Pomerleau, Marie-Joélle Bastien, Manon Violette y
Tawny McGee.
La víctima de caso LCJML 38Z47 fue identificada como Marie-Joélle Bastien,
arcadiana de dieciséis años, oriunda de Bouetiuche, New Brunswick, desaparecida en
la primavera de 1994. Con el correr de los años, su expediente se traspapeló y su
nombre se tachó de las listas tic-desaparecidas. Mis cálculos de edad y altura
indicaban que Marie-Joélle murió al poco de ser raptada.
La chica del cajón de envases de Dr. Energy fue identificada como Manon
Violette, de quince años de edad, oriunda de Montreal. I Libia desaparecido en el
otoño de 1994, seis meses después de Marie-Joélle Bastien. La edad y altura del
esqueleto de Manon indicaba que había sobrevivido varios años en cautividad.
En marzo, los huesos de Angie Robinson, Marie-Joélle Bastien y Manon Violette
fueron devueltos a sus familias. Todas ellas fueron enterradas con ceremonias
discretas.
Kimberly Hamilton no fue hallada.
Anne y Tom-Ted se lanzaron de cabeza a hacer terapia de pareja. Ella tomó
lecciones de golf y él compró libros de jardinería. Juntos plantaron tropecientas
azaleas.
No volví a ver a Tawny McGee. La joven pasó semanas ingresada como paciente,
haciendo terapia intensiva. Con el tiempo regresó a vivir a Maniwaki. Tenía un largo
camino por delante, pero los médicos eran optimistas.
La fotografía de Anique Pomerleau fue distribuida a lo largo y ancho del
continente. La CUM y la SQ recibieron docenas de avisos. Pomerleau fue avistada en
Sherbrooke, Albany, Tampa y Thunder Bay.
Las autoridades todavía andan tras sus huellas.
Las de Anique Pomerleau.
Las de Kimberley Hamilton.
Y las de todas las chicas desaparecidas.

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DE LOS EXPEDIENTES FORENSES
DE LA DOCTORA KATHY REICHS
Por razones legales y éticas no puedo dar detalles sobre los casos reales que acaso
inspiraron Lunes de ceniza, pero sí puedo compartir ciertas experiencias que
contribuyeron a la trama.

Aquella semana de septiembre el clima era soleado y cálido, para ir en mangas de


camisa. Un breve verano de San Miguel antes de que llegasen los nueve meses de frío
helado.
El viernes 14 de setiembre había sido creado para salir de excursión a la montaña,
jugar al tenis o montar en bicicleta junto al canal Lachine. En cambio, yo recibí una
llamada para presentarme en el laboratorio.
A mi llegada me encontré con el caso. Sobre mi escritorio la Demande
d’Expertise en Anthropologie y sobre la encimera los huesos. Fui directa al impreso y
eché un vistazo rápido a la información.
Número de LCJML. Número de ingreso en el depósito de cadáveres. Número de
incidente policial. Agente a cargo de la investigación. Juez de instrucción. Patólogo.
Descripción: restos óseos incompletos. Pericia solicitada: perfil, causa de la muerte,
intervalo post mortem.
Miré las tres bolsas de papel marrón cerradas con la cinta roja que se usa para las
pruebas.
Bien.
De acuerdo con el resumen de hechos conocidos, el episodio comenzó con un
váter obstruido en una pizzería de venta en porciones. Puesto que el desatascador no
funcionaba, el frustrado propietario llamó a un profesional. Mientras golpeaba las
tuberías, el fontanero descubrió una trampilla detrás del inodoro.
Curioso, el valiente plombier levantó la trampilla haciendo palanca, echó un
vistazo y bajó al sótano. Con la ayuda de una linterna descubrió un hueso largo medio
enterrado. Salió a la superficie, lo notificó al dueño y ambos se marcharon a la
biblioteca local. Una copia de L’Anatomie pour les Artistes les confirmó que el botín
que llevaban en el saco era un fémur humano.
Telefonearon a la policía, que revisó el sótano y recuperó una botella, una moneda
y dos docenas de huesos que enviaron al mortuorio. El juez de instrucción lo notificó
al Laboratoire de Sciences Judiciaires y de Medicine Légale. Apenas hubo echado un
vistazo, el patólogo torpedeó mi día de sol.
Me llevó varias horas clasificar y analizar los huesos. Al final, sobre mi mesa
quedaron tres individuos: un adulto joven de entre dieciocho y veinticuatro años, un

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adulto de edad mediana y un adulto mayor que había sufrido artritis avanzada. El más
joven de los tres mostraba traumatismos causados por un objeto afilado en cráneo,
mandíbula, sacro, fémur y tibia.
Telefoneé a los detectives. Me informaron de que la botella era nueva pero que la
moneda era antigua, probablemente de fines del siglo XIX. No podían confirmar que
la moneda y el esqueleto estuviesen relacionados. Les pedí que regresaran al sótano,
necesitaba más huesos.
Pasó una semana.
Malas noticias: los detectives me informaron de que ningún cementerio había
ocupado esa zona ni los alrededores del edificio de la pizzería. Peores: me informaron
de los posibles vínculos mañosos de un ocupante de la propiedad unos cuarenta años
antes.
Una vez más, insistí en una nueva incursión de los peritos y me ofrecí a
acompañar al equipo en su segunda bajada al sótano. Una vez más, pasó una semana
y luego otra.
¿Por qué se mostraban reticentes a bajar?
Cuando los interpelé, los muchachos me contestaron con una sola palabra.
¡Ratas!
Llegamos a un acuerdo de compromiso. Si yo establecía que las muertes habían
tenido lugar en el último medio siglo, ellos excavarían el sótano entero y a la mierda
con los roedores.
Entonces centré mi análisis en el lapso transcurrido desde que ocurrieran las
muertes. Todos los huesos y fragmentos carecían de carne y de olor. Sólo una técnica
me ofrecía esperanzas.
Después de explicar la utilidad del carbono 14 artificial (o «de la era atómica») a
la hora de determinar el intervalo post mortem de materia orgánica moderna, la
oficina del juez de instrucción autorizó el pago de las pruebas. Corté y envié muestras
de dos de los individuos a Beta Analytic Inc., en Miami, Florida. Una semana
después obtuve la respuesta.
Aunque los resultados eran complicados, una cosa quedó clara: las víctimas de la
pizzería habían muerto antes de 1955.
No tuvimos que enfrentarnos con los Rattus rattus, y el caso pasó a manos de los
arqueólogos.
Aunque el expediente se cerró, todavía me pregunto por aquellos huesos. Me
impresiona la idea de unos muertos descansando en tumbas anónimas en un sótano
mientras los vivos hacen sus transacciones una planta más arriba.
Una porción de pizza con pepperoni y una Pepsi para llevar, por favor…

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¿Qué opinarían los clientes?

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