Historia

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Historia, ¿para qué?

Revisitando una vieja pregunta

Jorge Cernadas y Daniel Lvovich


(editores)

Colaboradores:
Elías J. Palti, Alejandro Cattaruzza, Rosa Belvedresi, Enzo Traverso,
Gabriela Águila, Luciano Alonso, Patricia Funes, Ezequiel Adamovsky,
José Sazbón, Julián Gallego, Roberto Pittaluga y Mirta Zaida Lobato

UNGS
Septiembre de 2008
INDICE

Revisitando la pregunta Historia, ¿para qué? Jorge Cernadas y Daniel


Lvovich…………………….......…………………………….............2

Panel inaugural del ciclo Historia, ¿para qué? Alejandro Cattaruzza,


Rosa Belvedresi y Elías J. Palti.……………………………………17

Memoria, olvido, reconciliación: el uso público del pasado. Enzo


Traverso……………………………………………………………..45

Los historiadores, la investigación sobre el pasado reciente y la justicia.


Gabriela Águila……………………………………………………...66

El historiador, el archivo y el testigo. Patricia Funes…………..…...84

Notas sobre la historia del pasado reciente. Roberto Pittaluga……112

Razones, modos y efectos de una historia del movimiento por los


Derechos Humanos. Luciano Alonso ……………………………….137

¿Para qué estudiar la Revolución Francesa? José Sazbón………....155

¿Para qué estudiar la Revolución Rusa? Ezequiel Adamovsky…….172

¿Para qué estudiar historia antigua? Julián Gallego……………….192

Historia del trabajo, género y clase. Mirta Zaida Lobato………….208

2
Revisitando la pregunta Historia, ¿para qué?*

La historia es (…) una lucha contra el olvido,


forma extrema de la muerte
Luis Villoro

“Enfrentados a la tarea de ordenar toneladas de documentos,


organizarlos, clasificarlos y limpiarlos –literalmente– del polvo de los
tiempos, quienes colaboraron entre 1977 y 1980 con el Archivo General de la
Nación, conocieron el entusiasmo, la rutina y algunas veces la franca
desesperanza. En muchas ocasiones se planteó la duda: ¿y para qué va a
servir todo esto? Esa y otras preguntas semejantes no sólo cuestionaban la
función y el papel de los archivos: planteaban también problemas acerca del
sentido y la función de la historia.
Aun cuando los historiadores no parecen poner en duda la utilidad o la
legitimidad de la historia, lo cierto es que pocas veces responden
expresamente a esas preguntas. Tampoco se dispone de textos razonados que
a partir de distintas prácticas y usos de la historia den cuenta del porqué y el
para qué se rescata, se ordena y se busca explicar el pasado”.

Con estas palabras, escuetas pero precisas, Alejandra Moreno Toscano


fundamentaba la convocatoria, realizada desde el Archivo General de México, a un
grupo de diez intelectuales de esta nación (historiadores profesionales, pero también
escritores y ensayistas), con el fin de que respondieran a la pregunta “historia, ¿para
qué?”. Los escritos producidos conformaron un bello libro que, con ese mismo título,
publicó Siglo Veintiuno Editores en ese país, en 1980 1 , y que conocería varias
reediciones en el curso de pocos años. Quizá las huellas de la conmoción que había
significado la llamada “masacre de Tlatelolco” de 1968 en la política y la sociedad
mexicanas –y, en particular, en sus cultivadas élites culturales y universitarias–, huellas
aún identificables en varias de las contribuciones del volumen, expliquen en parte esa
ávida recepción. En la Argentina de entonces, aún en plena dictadura militar, la obra

* Agradecemos los valiosos comentarios de Pablo Buchbinder a una primera versión de este texto.
1
Carlos Pereyra, Luis Villoro, Luis González, José Joaquín Blanco, Enrique Florescano, Arnaldo
Córdova, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly, Guillermo Bonfil Batalla, Historia,
¿para qué?, México D.F., Siglo Veintiuno Editores, 1980 (5ta. edición: Buenos Aires, Siglo Veintiuno
Argentina Editores, 1984. En adelante, las citas remiten a esta edición).

3
pasó prácticamente inadvertida en el seno de la mediocre –para emplear un adjetivo
benévolo– enseñanza universitaria pública de la historia, y circuló muy
restringidamente, al menos hasta la aparición de su quinta edición –impresa en Buenos
Aires en 1984–, cuando, en el doble contexto del reciente restablecimiento del régimen
democrático y de la renovación universitaria que entonces se iniciaba, se incorporó
productivamente a la bibliografía de asignaturas introductorias a la disciplina y, más en
general, al debate sobre este campo del conocimiento.
Transcurrido desde entonces un cuarto de siglo, lapso en el que la producción
historiográfica –tanto argentina como extranjera– no sólo se multiplicó, sino que renovó
miradas, métodos y problemáticas, abordando nuevos campos y objetos de
investigación y modificando algunos de los modos tradicionales de intervención pública
de los historiadores, la pregunta acerca del para qué de la historia conserva plenamente,
creemos, su pertinencia, al punto que difícilmente haya persona alguna vinculada con
este campo del saber (archivistas, docentes, investigadores, estudiantes, o bien
simplemente lectores de obras históricas…) que no se la haya formulado alguna vez.
Por esa razón, desde el Área de Historia del Instituto del Desarrollo Humano de
la Universidad Nacional de General Sarmiento, nos propusimos crear una instancia en la
que se revisitaran las preguntas acerca del sentido de esa práctica, anclando al mismo
tiempo esa reflexión en la experiencia de algunos de los territorios explorados por la
historiografía argentina de los últimos años. Con ese propósito, a lo largo de gran parte
del año 2005 organizamos y llevamos a cabo en dicha Universidad un ciclo de
conferencias, abierto a todo público, al que titulamos con el mismo interrogante que
diera nombre a aquel recordado libro mexicano, convocando a un conjunto de
historiadores profesionales, de generaciones y trayectorias diversas, a responder
nuevamente a la misma pregunta general, aunque teniendo en cuenta en particular las
áreas de especialización e interés de los conferencistas. Participaron como expositores
en ese ciclo Elías J. Palti, Alejandro Cattaruzza, Rosa Belvedresi, Enzo Traverso,
Gabriela Águila, Luciano Alonso, Patricia Funes, Ezequiel Adamovsky, José Sazbón,
Julián Gallego, Roberto Pittaluga, Horacio Tarcus y Mirta Zaida Lobato. La mayor
parte de esas intervenciones, revisadas ulteriormente por sus propios autores,
constituyen los diferentes capítulos del volumen que aquí presentamos.

***

4
Una comparación panorámica entre los modos en que la pregunta convocante
fue respondida en ambas oportunidades nos ofrece una posible vía de acceso, tanto a los
problemas planteados, como a las continuidades y transformaciones en los climas
intelectuales y políticos y en los registros en que resultaron pensadas las variadas
formas de abordar aquel interrogante. Tal comparación somera, huelga aclararlo, no
supone la pretensión de homogeneizar unas respuestas que, en ambos casos, resultaron
muy diversas, ni olvidar que, tanto en el México de 1980 como en la Argentina de 2005,
no nos hallamos en presencia de una reflexión que exprese al conjunto de cada
historiografía nacional en esas coyunturas, sino sencillamente a algunos de sus
exponentes, a un fragmento necesariamente acotado de cada campo historiográfico.
En el texto de Carlos Pereyra que inaugura y da nombre al libro publicado en
1980, se traza con claridad una de las líneas que articulan el conjunto de los trabajos allí
reunidos. Siguiendo a Marc Bloch en su clásica Introducción a la historia, el historiador
mexicano nos recuerda que la pregunta “historia, ¿para qué?” involucra al menos dos
cuestiones, estrechamente vinculadas, pero sin embargo discernibles: por un lado, la de
los criterios según los cuales el saber histórico prueba su legitimidad teórica; por otro, la
de los rasgos en virtud de los cuales ese saber desempeña (o puede eventualmente
hacerlo) ciertas funciones que van más allá del plano estrictamente cognoscitivo.
En todas las intervenciones del volumen mexicano –aunque con diferentes
énfasis– está presente el valor asignado al conocimiento histórico en sí mismo. El aporte
del historiador a la comprensión del mundo emerge como un valor que no requiere otra
legitimidad que la derivada del cumplimiento de las reglas del oficio. En tal sentido, su
contribución al entendimiento del pasado se enlaza con su potencialidad para explicar
rasgos del presente, en tanto disciplina académica sujeta a procedimientos de validación
y capaz, por ende, de articular un discurso con pretensiones de verdad. A la vez, todas
las contribuciones al texto destacan la estrecha vinculación de este conocimiento con los
variados usos y apropiaciones extra-académicos (actuales o, al menos, potenciales) a los
que ese saber está sujeto: la formación y/o consolidación de diversas identidades –
nacionales, clasistas, étnicas–, la legitimación o deslegitimación de Estados, tradiciones
o regímenes políticos, el empleo de interpretaciones divergentes del pasado en la lucha
política inmediata y en la afirmación o erosión del poder constituido, sus aplicaciones
en las estrategias para justificar o criticar aspectos del presente. En todos los casos se
manifiesta asimismo, sin embargo, la existencia de una tensión entre ambas
dimensiones del saber histórico. En palabras, nuevamente, de Pereyra, “….la

5
apropiación cognoscitiva del pasado es un objetivo válido por sí mismo o, mejor
todavía, la utilización (siempre presente) ideológica política del saber histórico no anula
la significación de éste ni le confiere su único sentido. La utilidad del discurso histórico
no desvirtúa su legitimidad, es cierto, pero ésta no se reduce a aquella” 2 .
A través de una mirada más atenta, se advierte que algunas de las respuestas al
interrogante “historia, ¿para qué?” remiten privilegiadamente a dimensiones vinculadas
con la construcción de subjetividad, sea la del propio historiador, sea la del lector de
textos historiográficos. Para Luis Villoro, por ejemplo, la historia posee –entre otras
cualidades– la de contribuir a una comprensión significativa del mundo social, de modo
tal que “la integración en una totalidad conjura el carácter gratuito, en apariencia sin
sentido, de la pura existencia” 3 . Para otro autor, la primera respuesta al interrogante que
organiza el volumen es que la escritura y lectura de textos históricos “es de suyo
placentera –esto es, permite una feliz realización del cuerpo que la hace o la estudia– y
(…) lo es tanto y con una adicción tan incurable, que muchos hombres a lo largo de los
siglos la han encontrado aventura suficiente, incluso interminable o imposible, de sus
vidas” 4 , y ello sin desmedro de otras respuestas alternativas que, por su naturaleza, se
vinculan más directamente con lo público: interpretar mejor el mundo, o denunciar los
mecanismos de opresión vigentes, entre otras finalidades posibles del saber histórico.
De regreso a las respuestas vinculadas a los usos públicos de la historia, desde
una mirada actual resulta notable y significativa la enorme confianza que casi todos los
intelectuales interpelados en 1980 depositaban en las potencialidades políticas e
identitarias del discurso histórico, y aun en la importancia del rol del propio historiador
en el entramado de su sociedad nacional. Respecto de la primera cuestión, la relación
entre la historia y su capacidad de producción de sentido (especialmente, aunque no
sólo, político) aparece en estos textos, con escasas excepciones, como un dato que no
requiere mayor problematización y se impone por su evidencia, tanto como la eficacia
de la producción historiográfica para generar o afianzar identidades de distinto orden.
Así aparece, por ejemplo, en las afirmaciones de Pereyra en el sentido de que “pocas
modalidades del saber desempeñan un papel tan definitivo en la reproducción o
transformación del sistema establecido de relaciones sociales”, o en las de Bonfil
Batalla, referidas a la necesidad de una “historia india” para el proceso de liberación de

2
Carlos Pereyra, “Historia, ¿para qué?”, en op. cit., p.14.
3
Luis Villoro, “El sentido de la historia”, en op. cit., p.49.
4
José Joaquín Blanco, “El placer de la historia” en op. cit., p. 77.

6
las comunidades originarias. En cuanto a la segunda cuestión (el rol del historiador), se
llega a afirmar –con un ethos que resuena casi iluminista desde los horizontes,
ciertamente más modestos, dominantes en la disciplina en nuestros días– que, “…al
contrario de sus desafortunados conciudadanos, el historiador es quien sí está en el
secreto de la verdadera historia (…). El historiador es uno de los escasos ciudadanos
que puede tener una visibilidad concreta de la ubicua red opresora” que sustenta a la
sociedad en que vive 5 .
Afirmaciones de esta índole posiblemente se vinculen con un estilo de reflexión
en el que las conexiones y mediaciones entre determinaciones de clase, orientaciones
políticas y producción historiográfica se presentan, en muchos casos, sin prestar
excesiva atención a los problemas derivados de la relativa autonomía de los
procedimientos e instituciones dedicados a la producción intelectual, problemas sobre
los que el recordado Pierre Bourdieu escribió algunos de sus más iluminadores análisis
sociológicos. A este respecto, una de las pocas excepciones del volumen la constituye la
oportuna petición del historiador Enrique Florescano, al subrayar –con Michel de
Certeau y Jean Chesneaux– la necesidad de examinar no sólo los “productos” de la
investigación histórica sino también las condiciones materiales, institucionales y
sociales en que ésta se desenvuelve, de manera de poder reinscribir esos productos en su
naturaleza “social”, antes que meramente individual o “gremial” 6 . Todavía un paso más
allá, y nítidamente menos optimista en este terreno que la mayoría de sus colegas,
Carlos Monsiváis se muestra cauteloso respecto de la centralidad de la historia en el
devenir de la vida social mexicana, al afirmar que: “Hoy, en México, lo que suele
calificarse de sentido histórico (si vale una definición instantánea, la noción de
pertenecer orgánicamente a un proceso de país o de clase, del que desprendemos nuestra
visión de época, al que incorporamos nuestra responsabilidad ante el futuro) es actitud
precaria o muy debilitada” 7 .
Con respecto a la vinculación entre relatos sobre el pasado e identidades
colectivas, los tópicos más habituales que emergen en buena parte de los trabajos
reunidos en el libro mexicano de 1980 remiten a un tipo de historia que refuerza (o se

5
Ibíd., p. 80 (cursivas en el original).
6
Enrique Florescano, “De la memoria del poder a la historia como explicación”, en op. cit., pp. 123-124.
7
Carlos Monsiváis, “La pasión de la historia”, en op. cit., p. 171 (cursivas en el original). Tres lustros
más tarde, en un registro análogo, Eric Hobsbawm sostenía: “La destrucción del pasado, o más bien de
los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones
anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX”
(Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 2001, p. 13).

7
espera que lo haga) unos valores y conductas que se suponen preconstituidos en los
sujetos populares, a los que el historiador debería de algún modo recuperar.
Los temas y enfoques que aparecen con centralidad, aunque no de modo
exclusivo, en las contribuciones de 1980, son aún los propios de la “historia social” y la
historia política, tal como éstas se entendían y ejercitaban en los años sesenta y setenta,
con el foco puesto en grandes colectivos (clases, estados nacionales, etnias) como
protagonistas fundamentales del proceso histórico, y en problemáticas clásicas del
pensamiento (no sólo historiador) sobre lo social, como el poder, la dominación, la
dependencia, las acciones resistentes o revolucionarias de las clases y grupos sociales
subordinados. Sin dudas, hay en estos énfasis un plus de sentido respecto del que podría
atribuirse linealmente a una simple “traducción” de algunas de las corrientes
hegemónicas de la historiografía occidental de entonces en tierra azteca, plus que acaso
pueda inscribirse en las particularidades del desarrollo histórico y político del México
moderno, y en primer término entre ellas, el perdurable lugar fundacional –tanto real
como mítico– que su casi centenaria Revolución adquirió en tal desarrollo.

***

En efecto, como es sabido, durante los años de la segunda posguerra se fue


afianzando con fuerza creciente –al menos en algunos países occidentales que suelen
fungir como “faros” para América Latina, y para la Argentina en particular, en materia
historiográfica– el predominio, desde luego no absoluto pero sin embargo tangible, de
diversos estilos de “historia económica y social”. Tales estilos provenían tanto desde
algunas vertientes de la escuela annaliste francesa (que la concebían como prolegómeno
de una historia total, según el horizonte programático esbozado por los “padres
fundadores” de la revista, Marc Bloch y Lucien Febvre), como de la historiografía
académica marxista, con arraigo también en Francia y, con rasgos nacionales
fuertemente distintivos, en Gran Bretaña. La pretensión, por entonces escasamente
cuestionada en el mainstream historiográfico, de (terminar de) constituir a la historia
como una “verdadera” ciencia, estimuló simultáneamente el estrecho contacto con otras
disciplinas sociales y sus métodos (sucesiva o simultáneamente, la geografía, la
sociología, la demografía, la economía...). Consistentemente con estos intercambios y
préstamos, las preocupaciones se orientaron cada vez más –hasta ser predominantes
hacia los primeros años setenta del siglo pasado– hacia lo cuantificable y lo estructural,

8
preocupaciones que no dejaron de permear a ciertos espacios de la historiografía
argentina, bastante acotados pero sumamente dinámicos, particularmente tras el
derrocamiento del gobierno peronista en 1955 y la renovación universitaria que, con
desiguales ritmos y grados de profundidad, le siguió.
En los años ´70 y ´80, la historiografía de algunos de esos países-faro atravesó
profundos procesos de cambio que, prácticamente inadvertidos en las instituciones
públicas de formación universitaria en historia bajo la última dictadura argentina (quizá
con la parcial excepción de algunos centros privados de investigación), recién
alcanzarían difusión en segmentos de nuestro campo en la segunda mitad de la década
del ´80 y, más aún, en los años ´90 y en los ya transcurridos del siglo XXI. Ciertamente,
con independencia de los dispares juicios valorativos que han merecido, y puedan
merecer, esos cambios involucraron –entre otras consecuencias– una progresiva
diversificación y aun fragmentación de los objetos de estudio de la historia, una
creciente atención a las visiones de los protagonistas de los procesos históricos, y una
recuperación, más o menos renovadora, de géneros y áreas de estudio relativamente
marginales (o marginados) en las décadas previas. Ejemplificando sin duda de modo en
exceso simplificado estos desplazamientos, si todavía en 1968 (e incluso en 1983) el
británico Eric Hobsbawm podía comprobar con satisfacción la amplia influencia
conquistada por el marxismo (y especialmente por su enfoque totalizante) en la
historiografía de posguerra 8 , ya en 1987 el francés François Dosse proclamaba, sin
rastros de alegría, la bancarrota del proyecto fundacional annaliste de “historia total”,
reemplazado por un estado de la historiografía francesa al que conceptuaba, con una
expresión fuertemente crítica que daba título a su obra, como de “historia en migajas” 9 .
La revitalización de ciertos campos (o sub-campos) como la historia política, pero quizá
más aún la expansión de la historia cultural e intelectual, de las mentalidades e
imaginarios colectivos, de género, de la familia o la vida privada, desplazaron el antiguo
interés por los grandes colectivos que, desde fines del siglo XIX, ocupaban, aun al
interior de muy distintas perspectivas teóricas e ideológicas, el centro del pensar
historiador, y colocaron como prioritario el diálogo disciplinar con la antropología, la
lingüística, o la historia y la crítica literarias. Al mismo tiempo, las extendidas certezas
antes dominantes acerca del carácter (por lo menos, juzgado en plena construcción)

8
Eric Hobsbawm, “¿Qué deben los historiadores a Karl Marx? (1968) y “Marx y la historia” (1983),
ambos reproducidos en Sobre la Historia, Barcelona, Crítica, 1998.

9
“científico” de la disciplina histórica, cedieron paso a una extendida cautela sobre este
punto, cuando no a una impugnación abierta de aquella pretensión de cientificidad,
particularmente desde las vertientes más radicales del linguistic turn.
No es éste el lugar para extendernos en una reflexión pormenorizada acerca de
los senderos que transitó la reconstrucción del campo historiográfico argentino tras el
restablecimiento de la democracia representativa en 1983, y la simultánea recuperación
de su autonomía académica por parte de las universidades públicas, problemática que ha
sido ya –y continúa siendo– objeto de múltiples intervenciones y debates 10 . Basta con
señalar aquí que, tras el brutal daño operado por la dictadura de 1976-1983 sobre el
campo historiador, sus instituciones y, en no pocos casos, sobre los propios
historiadores, bajo las formas de la persecución ideológica, el exilio o la muerte,
parecían plantearse, al menos a los ojos de uno de los protagonistas de la reconstrucción
de ese campo, “tareas de la hora (que) son, en cierto modo, simples”: rehabilitar una
enseñanza de la disciplina abierta a las problemáticas y métodos vigentes en el mundo,
enseñar a plantear preguntas, reconstruir una investigación de punta, ligar investigación
y enseñanza con los problemas y proyectos de la sociedad argentina… 11 . Sin embargo,
esta aparente sencillez de la “reconstrucción” no resultó tal, y ello no sólo debido a la
fuerte penuria de los recursos destinados a las instituciones públicas de investigación y
enseñanza de la disciplina por las sucesivas administraciones democráticas, o a un
faccionalismo creciente que no osaba decir su nombre, pero que igualmente dificultó la
consolidación de un campo teórica e ideológicamente plural y más abierto a la
diversidad de perspectivas. También porque, como en otras coyunturas del pasado
nacional, la agenda historiográfica (al igual que la de otras ciencias sociales) y la propia
institucionalidad del campo historiador se reconstituyeron no sólo (y quizá ni siquiera

9
François Dosse, L´histoire en miettes. Des “Annales” a la “nouvelle histoire”, Paris, La Découverte,
1987 (trad. cast: Valencia, Alfons el Magnànim, 1988).
10
Véanse, entre otros, Ema Cibotti, “El aporte en la historiografía argentina de una ´generación ausente´,
1983-1993”, en Entrepasados nro. 4-5, Buenos Aires, fines de 1993; Roy Hora y Javier Trímboli, “Las
virtudes del parricidio en la historiografía”, en Entrepasados nro. 6, 1994, y Pensar la Argentina. Los
historiadores hablan de historia y política, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1994; Fernando Devoto,
“Notas sobre la situación de los estudios históricos en los años noventa”, Cuadernos del CLAEH, 1994;
Luis Alberto Romero, “La historiografía argentina en la democracia: los problemas de la construcción de
un campo profesional”, en Entrepasados nro. 10, 1996; Omar Acha y Paula Halperín, “Retorno a la
democracia liberal y legitimación del saber: el imaginario dominante de la historiografía argentina (1983-
1999)”, en Prohistoria nro. 3, 1999; Roy Hora, “Dos décadas de historiografía argentina”, en Punto de
Vista nro. 69, abril de 2001; Hilda Sabato, “La historia en fragmentos: fragmentos para una historia”, en
Punto de Vista nro. 70, agosto de 2001.
11
Luis Alberto Romero, “Historia: recuperar una tradición”, en Espacios nro. 1, 1984, p. 19. La tradición
local a recuperar que podía guiar esas tareas era indiscutiblemente, a juicio de Romero, la de la historia
social de los años sesenta, calificada como “un programa de acción”.

10
principalmente) en virtud de factores intrínsecos a ellas, sino acusando, a menudo con
escasas mediaciones, el impacto y los límites de la agenda y el clima políticos
dominantes en los años iniciales de la llamada “transición democrática”. Así,
constructos teóricos casi íntegros (por ejemplo, buena parte de los múltiples marxismos)
y porciones significativas del pasado argentino (por caso, el turbulento pasado reciente)
fueron marginados de toda centralidad en la producción y el debate académicos,
deliberada, negligente o inconscientemente, y, en cualquier caso, sin que mediaran
discusiones intelectuales públicas de envergadura en torno a éstas y otras cuestiones 12 .
También otros relatos “fuertes” vigentes en la historiografía argentina previa a 1976,
como el llamado “revisionismo histórico”, que habían nutrido y vehiculizado los
intensos debates políticos de la época, declinaron en influencia a partir de 1983, al
menos en las instituciones universitarias 13 . Por otra parte, un contexto internacional
decisivamente modificado con la crisis de los “socialismos reales” también aportó a un
clima político-cultural en el que la hegemonía del capitalismo liberal a escala planetaria
parecía dejar escaso margen para cualquier imaginación intelectual alternativa. Desde
luego, ello no significa que, tras el desierto de ideas impuesto a sangre y fuego por la
dictadura, la producción historiográfica local no se expandiera cuantitativamente y –en
términos generales– ganara en calidad, superando al mismo tiempo las ignorancias y los
anacronismos más toscos de aquella etapa, aunque lo hizo en forma ciertamente muy
desigual (en lo que refiere a campos temáticos e innovaciones teórico-metodológicas, y
aun regionalmente), y bajo una modalidad predominantemente agregativa que –no sin
cierta incomodidad– uno de los más reconocidos historiadores argentinos calificaba, a
mediados de los años noventa, de “coralina” 14 .

***

En esta deriva es posible, sin embargo, identificar algunas tendencias que,


aunque no excluyentes, dan cuenta de una proporción importante de la producción del
último cuarto de siglo de la historiografía argentina.

12
Así lo advertía, con inusual franqueza para la época, el sociólogo Emilio de Ípola, en “Un legado
trunco”, Punto de Vista nro. 58, 1997, donde trazaba una reflexión (auto)crítica que bien podría
extenderse al campo historiador post-dictatorial.
13
Cf. Alejandro Cattaruzza, “El revisionismo: itinerarios de cuatro décadas”, en Alejandro Cattaruzza y
Alejandro Eujanián, Políticas de la historia, Buenos Aires, Alianza, 2003.

11
En primer lugar, cabe señalar el estallido de los objetos de investigación, como
correlato del descentramiento de las jerarquías explicativas otrora predominantes. De tal
modo, a las temáticas más usualmente transitadas por la historia política, social y
económica, se sumaron en los últimos años un importante desarrollo de la historia
intelectual y cultural, y la emergencia de nuevos objetos de investigación, como la
historia de la vida cotidiana, de las mujeres, de la sexualidad, del psicoanálisis, entre
otros. En el último lustro se observa igualmente un notable desarrollo de lo que ha dado
en llamarse la “historia reciente” –en parte estimulada por producciones extra-
académicas de corte testimonial, periodístico o ensayístico–, que dio un marcado
impulso tanto al empleo de las herramientas provistas por la historia oral, como a los
estudios sobre la historia de la memoria.
En segundo término, es posible advertir un desplazamiento de las perspectivas
de análisis, resultado de una extendida insatisfacción con las explicaciones puramente
“estructurales”, y de la constatación de las limitaciones de los análisis centrados
exclusivamente en las instituciones u organizaciones. Como contrapartida, ganaron
terreno las perspectivas que priorizan la agencia sobre las estructuras, destacan la
heterogeneidad y el conflicto en el seno de instituciones y organizaciones, y dan cuenta
de los contextos polémicos en que se emiten los discursos intelectuales y políticos y los
modos de su apropiación y resignificación, contrastando con su consideración como
meras “influencias”, o como corpus significativos en sí mismos. De diversos modos,
tales tendencias dan cuenta del impacto –aunque desigual y fragmentario– y la
recepción locales de una heterogénea constelación de autores, desde Antonio Gramsci a
James Scott, de Roger Chartier a Quentin Skinner, de Edward P. Thompson a Carlo
Ginzburg, entre muchos otros, que revelan asimismo la creciente “internacionalización”
del campo local y de sus figuras-faro. En tal sentido, son múltiples los ejemplos que
pueden ilustrar estas transformaciones. En contraste con las tradicionales historias de las
organizaciones e ideologías del movimiento obrero, surgieron historias sociales de los
trabajadores, del mundo del trabajo y de “la vida en las fábricas”. La historia política y
la de las migraciones se vieron profundamente transformadas a través de la introducción
del análisis de redes sociales, mientras el Estado pasó a ser considerado como un campo
de conflictos, más que como un actor monolítico. Por su parte, los aportes de la historia

14
Tulio Halperín Donghi, “Como no hay alternativas de fondo, el debate ideológico se hace poco
interesante. Hoy no hay disenso sobre el presente porque no lo hay sobre el pasado”, en Roy Hora y
Javier Trímboli, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política, cit., p. 47.

12
intelectual contribuyeron a renovar el análisis de las ideas e ideologías, mientras la
historia de género permitió iluminar especificidades antes inadvertidas.
En tercer lugar, puede apreciarse en la historiografía profesional argentina una
mirada en general poco esperanzada –cuando no completamente escéptica– sobre las
potencialidades de los “usos públicos” de la historia, que no necesariamente caracteriza,
sin embargo, a otros campos historiográficos nacionales 15 . Si el lector podrá encontrar
en los artículos que siguen un rescate del valor intrínseco de la práctica de la
investigación y la escritura históricas, presente también en el libro mexicano, en
contraste con éste no se encontrarán aquí generalizadas referencias al impacto de la
historia en la conformación de las identidades colectivas. Por el contrario, si subsiste un
rol público de la historia –aun desconfiando de las probabilidades de su efectividad–,
éste consistiría más bien en desempeñar un rol crítico frente a los mitos fundantes de
toda identidad 16 .

***

Una mirada de estas características se despliega en el capítulo inicial de este


libro, en el que se incluyen las tres intervenciones en el panel inaugural del ciclo de
conferencias desarrollado en la UNGS. Al respecto, Elías Palti afirma que la cuestión
acerca del sentido de la escritura histórica, formulada en un contexto post-secular, nos
enfrenta a un doble dilema: por un lado, la simultánea necesidad e imposibilidad del
distanciamiento, y por otro, la simultánea necesidad e imposibilidad de la identificación.
Este doble dilema –que involucra el vínculo entre la escritura de la historia y la
generación o disolución de identidades de cualquier naturaleza– parece obturar la
posibilidad de generar respuestas a los clásicos interrogantes sobre la historia. Por su
parte, Alejandro Catarruzza expresa su escepticismo respecto de las potencialidades en
el uso público de los contenidos de la investigación de la historia académica,
depositando en cambio su confianza –que remite a las aspiraciones similares de Marc
Bloch– en la exhibición de sus procedimientos de producción. A través de tal vía, la
historia académica permitiría la extensión en la sociedad de un modo crítico –entre otros
posibles– de pensar la realidad, expandiendo así los espacios de libertad y de igualdad,

15
Así, por ejemplo, el alemán, atravesado por la llamada “querella de los historiadores”. Cf. Peter
Baldwin, “The Historikerstreit in Context”, en P. Baldwin (ed.), Reworking the Past: Hitler, the
Holocaust and the Historian´s Debate, Boston, Beacon, 1990; Omar Acha, “El pasado que no pasa. La
Historikerstreit y algunos problemas actuales de la historiografía”, en Entrepasados nro. 9, 1995.

13
o al menos los anhelos de expandirlos. Desde una perspectiva filosófica, Rosa
Belvedresi entiende que, resultando imposible la formulación de generalizaciones que
permitan extraer “lecciones” del pasado, la historia permite en cambio dar cuenta de la
variedad de la experiencia humana, condición necesaria para desarrollar la comprensión,
la tolerancia y el respeto. Y remitiendo a una tradición más que clásica, agrega
Belvedresi que escribimos y leemos historia para reconfortarnos de nuestro propio
carácter transitorio.
A continuación, en su reflexión sobre los usos público del pasado, Enzo
Traverso analiza las múltiples formas en que las preocupaciones del presente
contribuyen a conformar tanto las narrativas históricas cuanto las memorias, a las que
entiende también configuradas por las demandas de justicia provenientes del pasado y
por el principio de responsabilidad de cara al futuro. Pero si ambas formas de
representación del pasado comparten tanto una serie de atributos como unos riesgos –
entre los que no son menores los de la mercantilización y la fetichización–, Traverso no
deja de señalar la existencia de dos condiciones que posibilitan la historización de un
pasado: la existencia de una ruptura simbólica que permita pensar la experiencia o
proceso en cuestión como finalizados, y la presencia de una demanda social.
Si Traverso culmina su intervención con una reflexión sobre la juridización de
los debates sobre el pasado reciente, el capítulo de Gabriela Águila se dedica justamente
a reflexionar sobre su propia experiencia en ese complejo campo, tras ser designada
“perito historiadora” en una causa judicial abierta en el Juzgado Federal nº 4 de Rosario,
en torno a la investigación sobre fosas comunes en el cementerio de la ciudad
santafesina de San Lorenzo. Sobre la base del análisis de fuentes escritas y orales, y en
colaboración con arqueólogos y antropólogos forenses, se espera de tal peritaje que
establezca una “reconstrucción histórica”, que adquiere la característica de verdad
propia de una prueba judicial. Gabriela Águila inserta tal experiencia en la historia de la
producción de conocimiento sobre la dictadura militar y en relación con su propia
actividad como historiadora de ese período.
También en el caso de la contribución de Patricia Funes nos encontramos –en el
seno de una reflexión más amplia referida a problemas historiográficos clásicos y al
vínculo entre fuentes escritas y testimonios orales– frente a la experiencia de una
historiadora que asumió tareas que trascienden los límites más tradicionales de la

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Sobre este punto, véase Eric Hobsbawm, “La historia de la identidad no es suficiente”, en E.
Hobsbawm, Sobre la Historia, citado.

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disciplina. Como parte de un equipo interdisciplinario, Funes participó de la
organización y gestión del archivo de la ex Dirección de Inteligencia de la Policía de la
Provincia de Buenos Aires (DIPBA), desde el año 2000 en manos de la Comisión
Provincial por la Memoria. En su capítulo, la autora presenta las características
organizativas del Archivo, analiza sus potencialidades para la investigación y señala
algunas de las formas que asumió la construcción del “enemigo interno” en los registros
de la DIPBA.
En su texto, Roberto Pittaluga aborda algunas de las problemáticas presentes en
los tres primeros capítulos, interrogándose sobre el estatuto diferencial, modalidades de
producción e implicancias de la investigación en el campo de la historia reciente. Si las
experiencias de totalitarismo y genocidios en el siglo XX y el auge de la historia oral
contribuyeron al cambio de perspectiva que recolocó al pasado inmediato como objeto
legítimo de la historiografía en distintas latitudes, Pittaluga sostiene que las
características de la transición democrática iniciada en 1983 en la Argentina y las que
asumió el campo historiográfico en ese período resultaron factores centrales para
entender la relativa marginalidad de los estudios sobre el pasado reciente, y en particular
sobre los fenómenos de violencia política de la década de 1970. Tal situación se
modificaría recién avanzada la década de 1990, cuando una nutrida producción artística,
militante o testimonial sobre aquel pasado, junto a un fuerte interés social por el
período, contribuyeron a la expansión de la atracción por la temática entre los
historiadores académicos, a quienes, a su vez, el abordaje de la historia reciente presentó
renovados problemas metodológicos y replanteó las preguntas por la politicidad de la
práctica historiadora.
Por su parte, Luciano Alonso aborda en su trabajo una de las temáticas nacidas
precisamente al calor del desarrollo de la historia reciente. La historización del
movimiento por los Derechos Humanos supone una compleja forma de combinación
entre empatía y distanciamiento, que enfrenta al historiador a la tarea de poner en
cuestión el discurso de unas organizaciones con cuyas luchas en términos generales no
puede sino acordar. Su abordaje también implica la consideración de la articulación
entre lo local y lo global, que supone la existencia de distintos niveles de análisis en el
ámbito espacial, el de los sistemas y el de la acción. Alonso revisa los elementos
conceptuales provenientes de diversas tradiciones –historia social, historia cultural,
sociología histórica– que ha empleado en su propia práctica, señalando a la vez sus
límites, y destaca la centralidad que adquiere en este caso la relación dialógica entre el

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investigador y los miembros del movimiento investigado, relación que provoca un
fuerte impacto sobre ambas subjetividades.
José Sazbón retoma en su contribución algunas perspectivas de sus trabajos
recientes sobre la Revolución Francesa, partiendo de la convicción de que “no hay en la
historia universal un hecho que haya suscitado tal cantidad de miradas analíticas y
críticas, desde el punto de vista del estudio, y de pasiones, de incitaciones a la acción, de
paradigmas y modelos de comportamiento político y cultural”. La toma de la palabra,
la expansión de la moderna conciencia del acontecimiento revolucionario, la compleja
articulación entre la novedad y los antecedentes del mismo, la afirmación de derechos y
la “ilimitación de demandas” que generó, las tensiones entre libertad e igualdad, los
modelos de regímenes políticos esbozados, los legados y las perspectivas históricas
comparadas que alimentó, son algunos de los nudos problemáticos que transita Sazbón,
quien concluye polemizando con la difundida fórmula acuñada por François Furet, en el
sentido de que “la Revolución Francesa ha terminado”.
Si la perdurable significación de la Revolución Francesa es el hilo que recorre el
escrito de Sazbón, la necesidad de recuperar en la tarea historiadora su función de dar
inteligibilidad a la vida colectiva, y la de narrar historia(s) desde una perspectiva
emancipatoria, son los puntos de partida planteados por Ezequiel Adamovsky en su
propuesta de estudio de la Revolución Rusa. En la medida que se trata de un momento
crucial en la historia de los esfuerzos emancipatorios de las clases subalternas en la
modernidad, el autor propone establecer un diálogo con los múltiples actores de ese
acontecimiento, capaz de evitar tanto las narrativas liberales articuladas en clave trágica,
como las reconstrucciones guiadas por una razón instrumental y simplificadora, al estilo
de las producidas por las izquierdas tradicionales.
La intervención de Julián Gallego a propósito del estudio de la historia antigua
se inicia con una reflexión crítica acerca de la noción predominante de “utilidad” del
conocimiento, a la que contrapone “un patrón de evaluación ligado a la red de prácticas
y el contexto subjetivo inherentes a la práctica historiográfica”, antes que a criterios
pragmáticos, utilitaristas o mercantilistas. La historia antigua (aunque no sólo ella)
juega su utilidad –afirma Gallego– como discurso, ciencia y disciplina, y debería
centrarse en el estudio de la configuración de situaciones, momentos de discontinuidad
respecto de lo preexistente, que habilitan (y anclan en) la conformación de nuevas
subjetividades (así, por ejemplo, lo que hoy designamos como “democracia ateniense”).

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Pensar históricamente situaciones es, a juicio del autor, la tarea esencial del discurso
histórico.
Por último, el aporte de Mirta Lobato parte de la insatisfacción con las
respuestas habituales al interrogante “historia, ¿para qué?”, para internarse en el esbozo
de posibles respuestas alternativas con base en su propia experiencia historiadora,
particularmente en el cruce entre la historia del mundo del trabajo y los estudios de
género. Cruce no exento de dificultades, al punto que, para Lobato, “se destaca la
persistencia de un viejo problema: el de los desencuentros entre historia del trabajo y
experiencias de mujeres o, como se decía en el pasado, entre historia obrera y
feminismo(s)”. De allí su propia apuesta historiográfica, orientada a “generizar” el lugar
de trabajo, como vía de acceso al análisis de las múltiples relaciones e identidades
conflictivas existentes en su seno.

***

A partir de este somero repaso por la docena de contribuciones que integran el


volumen que presentamos, el lector podrá apreciar –como adelantáramos más arriba– la
multiplicidad de respuestas a las que habilita hoy, en una porción del campo
historiográfico argentino, el clásico, pero últimamente demasiado poco transitado,
interrogante “Historia, ¿para qué?”. No es improbable que esa misma multiplicidad
genere en algunos (o en muchos…) lectores un efecto desazonante, o bien francamente
escéptico, sobre el eventual interés de esta ya antigua pero siempre cambiante
disciplina. No es el caso de quienes hemos compilado estos trabajos, en cuya variedad
de perspectivas encontramos no sólo espejada una de las más ricas y atractivas
dimensiones de nuestra propia labor como investigadores y docentes de Historia, sino
también planteado un renovado acicate intelectual para seguir buscando respuestas
apropiadas al interrogante que estuvo en el origen de esta iniciativa. Además de
agradecer a todos los colaboradores del volumen su generosa participación y su
paciencia, sólo nos resta esperar que los lectores encuentren en las páginas que siguen
parecidos estímulos.

Jorge Cernadas y Daniel Lvovich


Los Polvorines, agosto de 2008

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