Guerras Punicas
Guerras Punicas
Guerras Punicas
La Primera Guerra entre Roma y Cartago empezó como un conflicto local en Sicilia
entre Siracusa, liderada por Hierón II, y Mesina, controlada por los Mamertinos. Estos
eran un grupo de mercenarios de la Campania que el año 289 a. C., al quedarse sin
trabajo tras la muerte de su último patrón, Agatocles de Siracusa, habían tomado a
traición el pueblo griego de Mesina, convirtiéndose en sus dirigentes tras masacrar a la
mayoría de la población, adueñarse de todas las propiedades, y expulsar a los
supervivientes varones, quedándose con las mujeres a la fuerza.
Durante las dos décadas y media que duró su dominio, los Mamertinos se dedicaron a
la piratería, tanto por tierra como por mar, y convirtieron el pueblo de Mesina en una
base permanente para sus continuas expediciones de saqueo por Sicilia y sus costas. A
partir del 270 a. C. Hierón II les plantó cara, y para el 265 a. C. el ejército ciudadano de
Siracusa había logrado asediar Mesina tras vencer a los Mamertinos en repetidas
ocasiones. Viéndose en mala situación, estos cometieron el último error de sus vidas al
requerir la ayuda de la armada de Cartago, para luego traicionarles solicitando ayuda
al Senado Romano para defenderse de la "agresión cartaginesa". La República de
Roma respondió enviando una guarnición armada con el fin de asegurar Mesina, y
entonces los enfurecidos cartagineses, liderados por Amílcar Barca7 decidieron ayudar
militarmente a Siracusa. Con ambas potencias involucradas en el conflicto local, este
pronto se convirtió en una guerra a gran escala entre Roma y Cartago por el control de
Sicilia.
Tras la estrepitosa derrota en Agrigento, los líderes cartagineses decidieron evitar las
confrontaciones directas en tierra con las legiones romanas, concentrándose en el
mar. La armada de Cartago era superior a la armada romana en todos los aspectos: sus
tripulaciones tenían más experiencia en la guerra naval de la época, era más
numerosa, y disponía de mejores avances técnicos, ya que sus naves eran más rápidas
y maniobrables. Batallas como la de las Islas Eolias son un buen ejemplo de esa
diferencia inicial.
Finalmente, el año 219 a. C., Aníbal Barca, hijo de Amílcar Barca, atacó Sagunto, ciudad
aliada de Roma, iniciando con ello la Segunda Guerra Púnica.
La guerra se inició tras el asedio y conquista de Sagunto por parte de Aníbal, que
supuso el casus belli que permitió a Roma declarar la guerra a Cartago. Aníbal
consideraba que la superior capacidad de producción romana les daba ventaja en
cualquier enfrentamiento prolongado, por lo que la guerra debía resolverse cuanto
antes mejor. La única forma de lograrlo era llevando a su ejército a la Península Itálica
y conquistar Roma, o en su defecto, causarles tantos destrozos como para obligar al
Senado de Roma a pactar la rendición. Pero desde el final de la Primera Guerra Púnica,
el Mar Mediterráneo estaba controlado casi completamente por la armada romana, de
modo que el ejército no podía trasladarse por mar. Así que Aníbal, para sorpresa de
propios y extraños, decidió llevar al ejército por tierra, cruzando los Alpes. El paso de
los Alpes por el ejército de Aníbal fue considerado en su día una hazaña militar
sobresaliente.
Aníbal entró en Italia al mando de un ejército cartaginés reforzado con infantería gala
e hispana, caballería númida, y otros mercenarios, así como doce elefantes. Aplastó de
forma contundente a todas las fuerzas que los romanos le opusieron, especialmente
en las batallas del Trebia, del lago Trasimeno y de Cannas. Pero la falta de efectivos y
maquinaria de asedio le impidió conquistar la ciudad de Roma, con lo que le fue
imposible asestar el golpe crucial con el que esperaba acabar la guerra.
Aníbal ya era consciente de esa posibilidad desde antes incluso de iniciar el asalto
sobre Italia, y había decidido que, de producirse, se dedicaría a asolar la península, en
la esperanza de conseguir que los aliados locales de Roma cambiasen de bando. Sin
embargo, a pesar de sus tremendos éxitos, no logró su objetivo: los aliados de la
República en su gran mayoría se mantuvieron fieles, con la excepción de algunas
ciudades-estado del sur. Del mismo modo, la República se mantuvo imperturbable a la
presencia del invencible ejército de Aníbal en sus proximidades.
Por su parte, en Roma prevalecía la idea de que, mientras estuviera en Italia con
suficientes fuerzas, Aníbal era invencible. De modo que, a la vista de la incapacidad de
Aníbal de conquistar la ciudad, se decidió concentrar los esfuerzos en el exterior:
Hispania y Grecia, donde se estaba librando ya la Primera Guerra Macedónica.
Siguiendo la misma idea de Aníbal de llevar la guerra al enemigo, los romanos
desembarcaron un gran ejército en Hispania con el que amenazar las posesiones
cartaginesas en la zona y cortar cualquier posible ruta de suministro a Aníbal. El joven
comandante Publio Cornelio Escipión, que ya se había enfrentado con las fuerzas de
Aníbal en Italia, consiguió tras varios enfrentamientos vencer a las tropas cartaginesas
en Hispania lideradas por Asdrúbal Barca y obligarlas a retroceder. Asdrúbal, sabedor
de que su hermano no podía realizar el asalto final sobre Roma por la falta de
efectivos, y previendo que la situación en Hispania iría empeorando progresivamente,
decidió intentar unir su ejército mercenario con el de Aníbal en Italia, por lo que
abandonó Hispania y cruzó también los Alpes siguiendo sus pasos. Asdrúbal entró en
Italia por el valle del Po. Allí le estaba esperando Cayo Claudio Nerón al mando de un
gran ejército romano: la idea de tener otro gran ejército cartaginés en su suelo causó
terror en Roma, y decidieron oponerle todas las fuerzas disponibles.
Ante esta amenaza directa, Aníbal recibió la orden de abandonar el ejército de Italia y
volver a toda prisa a Cartago a preparar la defensa y enfrentarse a Escipión. Sin
embargo, sufrió una derrota decisiva en la batalla de Zama el año 202 a. C. Cartago
pidió la paz, y las condiciones romanas fueron terribles: todas las colonias cartaginesas
fueron entregadas a Roma, recibió la obligación de entregar a Roma una cuantiosa
indemnización, y se le prohibió volver a tener unas fuerzas armadas o reclutar
mercenarios más que en cantidades testimoniales, pasando a depender de Roma para
cualquier tema relacionado con su propia defensa.
Obligada a un ejército puramente nominal por las condiciones del tratado de paz con
Roma, Cartago sufría regularmente incursiones de saqueo desde la vecina Numidia, las
cuales, a raíz del mismo tratado, eran arbitradas por el Senado romano, quien solía
favorecer a esta en la mayoría de sus resoluciones. Tras soportar esta situación
durante casi cincuenta años, Cartago consiguió pagar todas las indemnizaciones de
guerra que le debía a Roma, tras lo cual comunicó públicamente que dejaba de
considerarse ligada a las restricciones del tratado, en contra de la opinión de Roma.
Organizó un ejército para resistir a la siguiente incursión númida, aunque perdió, lo
que le supuso el pago de más indemnizaciones (esta vez a Numidia).
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam («Es más, creo que Cartago debe ser
destruida»)12
Durante el año 149 a. C., Roma realizó una serie de reclamaciones, a cual más
exigente, con la clara intención de empujar a Cartago a una guerra abierta,
proporcionando un casus belli que esgrimir ante el resto del mundo antiguo. Tras exigir
la entrega de 300 hijos de la nobleza cartaginesa como rehenes, se demandó que la
ciudad fuera demolida y trasladada a otro punto más hacia el interior de África, lejos
de la costa. Esa fue la gota que colmó el vaso de la paciencia cartaginesa. Se negaron a
aceptar tal demanda, y Roma declaró el inicio de la Tercera Guerra Púnica. La
población de Cartago, que hasta el momento había confiado principalmente en el uso
de mercenarios, tuvo que tomar una parte mucho más activa en la defensa de la
ciudad. Se fabricaron miles de armas improvisadas en un corto espacio de tiempo,
llegándose incluso a emplear pelo de las mujeres cartaginesas para trenzar cuerdas de
catapulta, con lo que se logró rechazar el ataque inicial romano.
Una segunda ofensiva, liderada por Publio Cornelio Escipión Emiliano, acabó tras un
asedio de tres años de duración en el que finalmente los romanos lograron romper las
murallas de la ciudad, la saquearon, y procedieron a quemarla por completo hasta sus
cimientos. Los habitantes supervivientes fueron vendidos como esclavos, y Cartago
dejó de existir hasta que César Augusto la reconstruyera como colonia para veteranos,
un siglo más tarde.