Guerras Punicas

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Las Guerras Púnicas fueron una serie de tres guerras que enfrentaron entre los años

264 a. C. y 146 a. C. a las dos principales potencias del Mediterráneo de la época:


Roma y Cartago. Reciben su nombre del etnónimo latino Pūnicī nombre usado por los
romanos para los cartagineses y sus ancestros fenicios (de la formas más antiguas
Poenicī < Poinicoi). Por su parte los cartagineses llamaron a estos conflictos "guerras
romanas". Conflicto que se debió de gran manera a la anexión por parte de Roma, a la
magna Grecia, de tal manera surgieron conflictos sumamente graves entre ambas
potencias. Aunque los romanos lograron crear grandes tropas; sobre todo navales, no
le aseguraron el poderío y el control en las Guerras llevándolos a caer en la confianza.
La causa principal del enfrentamiento entre ambas fue el conflicto de intereses entre
las existentes colonias de Cartago y la expansión de la República de Roma. El primer
choque se produjo en Sicilia, parte de la cual se encontraba bajo control cartaginés. Al
principio de la Primera Guerra Púnica, Cartago era el poder dominante en el Mar
Mediterráneo, controlando un extenso imperio marítimo, mientras que Roma era el
poder emergente en Italia. Al final de la Tercera Guerra Púnica, tras la muerte de
centenares de miles de soldados en ambos bandos, Roma conquistó todas las
posesiones cartaginesas y arrasó la ciudad de Cartago, con lo que la facción
cartaginesa desapareció de la historia. La victoriosa Roma emergió como el estado más
poderoso del Mediterráneo occidental. Sumado al fin de las Guerras Macedónicas y la
derrota del Emperador Seléucida Antíoco III Megas en la Guerra Romano-Siria en el
Mediterráneo oriental, Roma quedó como el poder dominante en el Mediterráneo, y
la más poderosa ciudad del mundo clásico. La derrota aplastante de Cartago supuso un
punto de inflexión que provocó que el conocimiento de las antiguas civilizaciones
mediterráneas pasara al mundo moderno a través de Europa en lugar de África.

Primera guerra punica: Las primeras fases de la guerra consistieron en batallas


terrestres, en Sicilia y el norte de África, pero a medida que avanzó el conflicto se
convirtió en una guerra eminentemente naval. El conflicto fue costoso para ambos
bandos, pero Roma se alzó con la victoria: conquistó la isla de Sicilia, obligando
además a la derrotada Cartago a pagar un cuantioso tributo. El resultado de la guerra
desestabilizó tanto a Cartago que Roma le arrebató Córcega y Cerdeña sin apenas
esfuerzo unos años después, cuando la primera se vio arrastrada a la Guerra de los
Mercenarios.

La Primera Guerra entre Roma y Cartago empezó como un conflicto local en Sicilia
entre Siracusa, liderada por Hierón II, y Mesina, controlada por los Mamertinos. Estos
eran un grupo de mercenarios de la Campania que el año 289 a. C., al quedarse sin
trabajo tras la muerte de su último patrón, Agatocles de Siracusa, habían tomado a
traición el pueblo griego de Mesina, convirtiéndose en sus dirigentes tras masacrar a la
mayoría de la población, adueñarse de todas las propiedades, y expulsar a los
supervivientes varones, quedándose con las mujeres a la fuerza.

Durante las dos décadas y media que duró su dominio, los Mamertinos se dedicaron a
la piratería, tanto por tierra como por mar, y convirtieron el pueblo de Mesina en una
base permanente para sus continuas expediciones de saqueo por Sicilia y sus costas. A
partir del 270 a. C. Hierón II les plantó cara, y para el 265 a. C. el ejército ciudadano de
Siracusa había logrado asediar Mesina tras vencer a los Mamertinos en repetidas
ocasiones. Viéndose en mala situación, estos cometieron el último error de sus vidas al
requerir la ayuda de la armada de Cartago, para luego traicionarles solicitando ayuda
al Senado Romano para defenderse de la "agresión cartaginesa". La República de
Roma respondió enviando una guarnición armada con el fin de asegurar Mesina, y
entonces los enfurecidos cartagineses, liderados por Amílcar Barca7 decidieron ayudar
militarmente a Siracusa. Con ambas potencias involucradas en el conflicto local, este
pronto se convirtió en una guerra a gran escala entre Roma y Cartago por el control de
Sicilia.

Tras la estrepitosa derrota en Agrigento, los líderes cartagineses decidieron evitar las
confrontaciones directas en tierra con las legiones romanas, concentrándose en el
mar. La armada de Cartago era superior a la armada romana en todos los aspectos: sus
tripulaciones tenían más experiencia en la guerra naval de la época, era más
numerosa, y disponía de mejores avances técnicos, ya que sus naves eran más rápidas
y maniobrables. Batallas como la de las Islas Eolias son un buen ejemplo de esa
diferencia inicial.

Sin embargo la reacción romana no se hizo esperar; la república consiguió planos


detallados e información de primera mano de los medios de fabricación naval usados
por Cartago8 y procedió a volcar toda su capacidad de producción en la construcción
de una nueva armada. En menos de dos meses, los romanos tenían ya una flota de más
de 100 naves. La producción prosiguió a un ritmo tan acelerado, que pronto la ventaja
numérica de los cartagineses, obligados a mantener sus flotas separadas para
defender sus amplias rutas comerciales, se redujo al mínimo.

También se introdujeron mejoras técnicas: sabedores de que no podían superar a las


naves cartaginesas en velocidad, los romanos incorporaron una especie de puente de
asedio en la proa de sus buques, el corvus (cuervo). Este se tendía sobre naves
enemigas adyacentes, con lo que podían ser abordadas por legionarios
completamente armados y acorazados, capaces de masacrar a la tripulación enemiga y
capturar la nave. Hasta entonces, las batallas navales incluían muy pocas acciones de
abordaje; la táctica principal consistía en embestir al enemigo con el ariete
incorporado en la proa de la mayoría de las trirremes. De llegarse a la lucha cuerpo a
cuerpo, esta se solía realizar entre tripulaciones de marineros y remeros, con
armaduras ligeras y armas cortas. Los romanos incorporaron a la contienda el uso de
su excelente infantería pesada, permitiéndoles el uso también en el mar de una de sus
mayores ventajas estratégicas, que hasta entonces solo había podido ser empleada en
tierra, reduciendo la ventaja táctica de la flota cartaginesa (a partir de entonces se hizo
mucho más peligroso acercarse a un barco romano). Sin embargo, el corvus era un
artilugio pesado, con sus propios peligros, y su uso fue quedando obsoleto a medida
que la flota romana fue ganando experiencia.

Exceptuando la desastrosa derrota de la Batalla de los llanos del Bagradas en África, y


las batallas navales de las Islas Eolias y Drépano, la Primera Guerra Púnica fue una
cadena casi ininterrumpida de victorias romanas. Finalmente, el año 241 a. C., Cartago
firmó un tratado de paz con Roma, cediéndole el control absoluto de Sicilia. Los años
posteriores a la Primera Guerra Púnica fueron aprovechados por Cartago para mejorar
sus finanzas y expandir su imperio colonial en Hispania (nombre genérico dado en la
época a la Península Ibérica, las actuales España y Portugal) bajo el liderazgo de la
familia Barca. Durante esa época la atención de Roma se concentró principalmente en
las Guerras Ilíricas. Sin embargo, al finalizar esta, prosiguió su expansión, iniciando una
diplomacia agresiva en Hispania que incluía alianzas con enemigos locales de Cartago.

Finalmente, el año 219 a. C., Aníbal Barca, hijo de Amílcar Barca, atacó Sagunto, ciudad
aliada de Roma, iniciando con ello la Segunda Guerra Púnica.

Segunda guerra punica: La Segunda Guerra Púnica (218 a. C.-201 a. C.) es la más


conocida de las tres, por producirse durante la misma la famosa expedición militar de
Aníbal contra Roma cruzando los Alpes: partiendo desde el sur de Hispania, Aníbal
condujo a su ejército hacia el norte, cruzó los Alpes e invadió la Península Itálica desde
el norte, derrotando a todas las fuerzas que la República de Roma lanzó en su contra.
Se mantuvo con su ejército en Italia durante dieciséis años; Aníbal no era capaz de
poner Roma bajo asedio por no disponer de suficientes hombres, ya que el cruce de
los Alpes y las batallas posteriores supusieron la pérdida de gran parte de sus soldados
y elefantes de guerra,11 y la República de Roma, por su parte, no lograba expulsarle de
Italia, debido principalmente a que no se enfrentaba solo contra Cartago, ni solo en
Italia. Combatió contra esta también en Hispania y Sicilia, y además libró la Primera
Guerra Macedónica en Grecia. La República salió triunfante en todos los teatros en los
que combatió. La situación de estancamiento en Italia fue finalmente resuelta tras la
victoria en Hispania con el traslado del ejército local a África, con el fin de asediar la
propia Cartago. La gravedad de la amenaza romana obligó a Aníbal a volver a toda
prisa a su ciudad, siendo finalmente derrotado por primera vez en la batalla de Zama
por Publio Cornelio Escipión, apodado desde entonces El Africano. La derrota supuso el
fin de la guerra, y Cartago vio limitadas sus posesiones territoriales a la propia ciudad,
perdiendo todas sus colonias comerciales.

Durante la Segunda Guerra Púnica se combatió en tres teatros principales: Italia,


donde Aníbal venció a las Legiones romanas de forma continuada; Hispania, donde
Asdrúbal Barca, hermano menor de Aníbal, defendió las ciudades coloniales
cartaginesas hasta que fue obligado a retirarse hacia Italia; y Sicilia, donde los romanos
mantuvieron siempre su supremacía militar frente a los intentos cartagineses de
recuperar la isla. Aunque podría considerarse África como un cuarto teatro de
operaciones, las acciones allí no tuvieron suficiente extensión en el tiempo ni
geográficamente para aceptarlo como tal.

La guerra se inició tras el asedio y conquista de Sagunto por parte de Aníbal, que
supuso el casus belli que permitió a Roma declarar la guerra a Cartago. Aníbal
consideraba que la superior capacidad de producción romana les daba ventaja en
cualquier enfrentamiento prolongado, por lo que la guerra debía resolverse cuanto
antes mejor. La única forma de lograrlo era llevando a su ejército a la Península Itálica
y conquistar Roma, o en su defecto, causarles tantos destrozos como para obligar al
Senado de Roma a pactar la rendición. Pero desde el final de la Primera Guerra Púnica,
el Mar Mediterráneo estaba controlado casi completamente por la armada romana, de
modo que el ejército no podía trasladarse por mar. Así que Aníbal, para sorpresa de
propios y extraños, decidió llevar al ejército por tierra, cruzando los Alpes. El paso de
los Alpes por el ejército de Aníbal fue considerado en su día una hazaña militar
sobresaliente.

Aníbal entró en Italia al mando de un ejército cartaginés reforzado con infantería gala
e hispana, caballería númida, y otros mercenarios, así como doce elefantes. Aplastó de
forma contundente a todas las fuerzas que los romanos le opusieron, especialmente
en las batallas del Trebia, del lago Trasimeno y de Cannas. Pero la falta de efectivos y
maquinaria de asedio le impidió conquistar la ciudad de Roma, con lo que le fue
imposible asestar el golpe crucial con el que esperaba acabar la guerra.

Aníbal ya era consciente de esa posibilidad desde antes incluso de iniciar el asalto
sobre Italia, y había decidido que, de producirse, se dedicaría a asolar la península, en
la esperanza de conseguir que los aliados locales de Roma cambiasen de bando. Sin
embargo, a pesar de sus tremendos éxitos, no logró su objetivo: los aliados de la
República en su gran mayoría se mantuvieron fieles, con la excepción de algunas
ciudades-estado del sur. Del mismo modo, la República se mantuvo imperturbable a la
presencia del invencible ejército de Aníbal en sus proximidades.

Un factor determinante sin duda fue la falta de refuerzos recibidos; se ha argumentado


en muchas ocasiones que, de tener soldados en cantidad suficiente, Aníbal podría
haber intentado el asalto directo sobre Roma a pesar de la falta de armamento de
asedio. Sin embargo, y a pesar de sus muchas súplicas en ese sentido, Cartago solo
mandó refuerzos al ejército de Hispania. La incapacidad de finalizar el conflicto de
forma decisiva abocó a Cartago a una guerra de larga duración que el propio Aníbal
había predicho que no podrían ganar.

Por su parte, en Roma prevalecía la idea de que, mientras estuviera en Italia con
suficientes fuerzas, Aníbal era invencible. De modo que, a la vista de la incapacidad de
Aníbal de conquistar la ciudad, se decidió concentrar los esfuerzos en el exterior:
Hispania y Grecia, donde se estaba librando ya la Primera Guerra Macedónica.
Siguiendo la misma idea de Aníbal de llevar la guerra al enemigo, los romanos
desembarcaron un gran ejército en Hispania con el que amenazar las posesiones
cartaginesas en la zona y cortar cualquier posible ruta de suministro a Aníbal. El joven
comandante Publio Cornelio Escipión, que ya se había enfrentado con las fuerzas de
Aníbal en Italia, consiguió tras varios enfrentamientos vencer a las tropas cartaginesas
en Hispania lideradas por Asdrúbal Barca y obligarlas a retroceder. Asdrúbal, sabedor
de que su hermano no podía realizar el asalto final sobre Roma por la falta de
efectivos, y previendo que la situación en Hispania iría empeorando progresivamente,
decidió intentar unir su ejército mercenario con el de Aníbal en Italia, por lo que
abandonó Hispania y cruzó también los Alpes siguiendo sus pasos. Asdrúbal entró en
Italia por el valle del Po. Allí le estaba esperando Cayo Claudio Nerón al mando de un
gran ejército romano: la idea de tener otro gran ejército cartaginés en su suelo causó
terror en Roma, y decidieron oponerle todas las fuerzas disponibles.

El enfrentamiento consiguiente fue conocido como batalla del Metauro. El


comandante romano, sabedor de la necesidad de destruir el nuevo ejército cartaginés
a cualquier precio, consiguió rodearlo tras sacrificar a 700 de sus mejores hombres en
una maniobra de distracción. Asdrúbal, sabiéndose perdido, se arrojó sobre las líneas
romanas, prefiriendo la muerte a ser capturado. Los romanos arrojaron su cabeza al
campamento de su hermano Aníbal poco después, quien procedería a retirarse hacia
las montañas. En los dieciséis años que pasó en Italia, este fue el único intento de
reforzar a su ejército, tarde y mal. Mientras tanto, en Hispania, Escipión capturó casi
sin oposición el resto de ciudades cartaginesas, y empezó a preparar la invasión de la
propia Cartago.

Ante esta amenaza directa, Aníbal recibió la orden de abandonar el ejército de Italia y
volver a toda prisa a Cartago a preparar la defensa y enfrentarse a Escipión. Sin
embargo, sufrió una derrota decisiva en la batalla de Zama el año 202 a. C. Cartago
pidió la paz, y las condiciones romanas fueron terribles: todas las colonias cartaginesas
fueron entregadas a Roma, recibió la obligación de entregar a Roma una cuantiosa
indemnización, y se le prohibió volver a tener unas fuerzas armadas o reclutar
mercenarios más que en cantidades testimoniales, pasando a depender de Roma para
cualquier tema relacionado con su propia defensa.

Aníbal tomó parte activa en la reconstrucción de Cartago, pero su larga temporada de


liderazgo y sus éxitos le habían granjeado numerosos enemigos entre su propio
pueblo. Sus oponentes se unieron en una sola facción y protestaron frente a Roma,
obligándole a huir a Asia Menor el año 195 a. C., siendo sus propiedades y las de su
familia confiscadas por la élite dirigente cartaginesa. En el este, Aníbal sirvió a varios
reyes locales como asesor militar, generalmente en enfrentamientos con Roma. Sirvió
en esas funciones en la corte del Imperio Seléucida huyendo tras la batalla de
Magnesia al saber que Antíoco III Megas pretendía entregarle a los romanos para
congraciarse con ellos. Perseguido, Aníbal acabó suicidándose en el 183 a. C. para
evitar su captura por agentes romanos.

Tercera guerra punica: La llamada Tercera Guerra Púnica (149 a. C.-146 a. C.)


comprende casi en exclusiva la batalla de Cartago, una operación de asedio de larga
duración que acabó con el saqueo y la destrucción completa de la ciudad de Cartago.
Las causas de la guerra fueron, por un lado, el creciente sentimiento anti-romano en
Hispania y Grecia, y por el otro, el visible resurgir del poderío militar cartaginés,
reducido artificialmente por Roma tras la Segunda Guerra Púnica.

Obligada a un ejército puramente nominal por las condiciones del tratado de paz con
Roma, Cartago sufría regularmente incursiones de saqueo desde la vecina Numidia, las
cuales, a raíz del mismo tratado, eran arbitradas por el Senado romano, quien solía
favorecer a esta en la mayoría de sus resoluciones. Tras soportar esta situación
durante casi cincuenta años, Cartago consiguió pagar todas las indemnizaciones de
guerra que le debía a Roma, tras lo cual comunicó públicamente que dejaba de
considerarse ligada a las restricciones del tratado, en contra de la opinión de Roma.
Organizó un ejército para resistir a la siguiente incursión númida, aunque perdió, lo
que le supuso el pago de más indemnizaciones (esta vez a Numidia).

Alarmados por este rebrote de militarismo cartaginés, y temiendo el resurgir del


mayor campeón de la causa anti-romana, muchos romanos abogaban por su
destrucción completa a modo preventivo. Catón el Viejo, a quien también disgustaban
las muestras públicas de opulencia que se hacían en la ciudad, tras ser testigo del
resurgir del viejo enemigo en un viaje a Cartago, solía acabar todos sus discursos en el
senado, sin importar cual fuera el tema, con la frase:

Ceterum censeo Carthaginem esse delendam («Es más, creo que Cartago debe ser
destruida»)12

Durante el año 149 a. C., Roma realizó una serie de reclamaciones, a cual más
exigente, con la clara intención de empujar a Cartago a una guerra abierta,
proporcionando un casus belli que esgrimir ante el resto del mundo antiguo. Tras exigir
la entrega de 300 hijos de la nobleza cartaginesa como rehenes, se demandó que la
ciudad fuera demolida y trasladada a otro punto más hacia el interior de África, lejos
de la costa. Esa fue la gota que colmó el vaso de la paciencia cartaginesa. Se negaron a
aceptar tal demanda, y Roma declaró el inicio de la Tercera Guerra Púnica. La
población de Cartago, que hasta el momento había confiado principalmente en el uso
de mercenarios, tuvo que tomar una parte mucho más activa en la defensa de la
ciudad. Se fabricaron miles de armas improvisadas en un corto espacio de tiempo,
llegándose incluso a emplear pelo de las mujeres cartaginesas para trenzar cuerdas de
catapulta, con lo que se logró rechazar el ataque inicial romano.

Una segunda ofensiva, liderada por Publio Cornelio Escipión Emiliano, acabó tras un
asedio de tres años de duración en el que finalmente los romanos lograron romper las
murallas de la ciudad, la saquearon, y procedieron a quemarla por completo hasta sus
cimientos. Los habitantes supervivientes fueron vendidos como esclavos, y Cartago
dejó de existir hasta que César Augusto la reconstruyera como colonia para veteranos,
un siglo más tarde.

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