La Cienaga
La Cienaga
La Cienaga
LA CIÉNAGA
OBRAS DEL MISMO AUTOR
NOVELAS
EN PRENSA
EN PREPARACION
LA CIÉNAGA
NOVELA
EDICIONES HISPANO-AMERICANAS
MADRID
Imprenta de Antonio Marzo, San Hermenegildo, 32 duplicado.
I
meza:
— ¡Tú has reñido con tu hermana!
—¿Quién te ha dicho cosa? tal
la cocina de casa.
Marina reía, contrarrestando los leves gestos de
protesta que hacía su hermano. Quiso después ser-
virle una cucharada de dulce de uvas, y, como él lo
rehusó, la joven se levantó, algo incomodada, y
empezó a retirar los platos. La madre miraba en si-
lencio estas displicencias de los dos hermanos, y
bisbiseando, como de costumbre, sus rezos, se apar-
tó "a un rincón, moviendo con la badila el brasero de
copa ya amortiguado. Marina entraba y salía, sacu-
diendo el mantel y retirando las copas. La modestia
a que había venido la casa no permitía tener más de
una criada fija, y ésta era vieja e inservible, con sus
frecuentes ataques de reuma. Por caridad la tenían,
y Marina y su madre arreglábanse, supliéndola en
casi todos los quehaceres. Marina cocinaba, cosía,
inspeccionaba la limpieza, cuidaba de todos los de-
talles y de puertas adentro era una hormiguita, en
frase de su hermano.
Este, no teniendo humor para la sobremesa, se
despidió, encerrándose en su despacho. Otra vez a
solas se sintió inmensamente triste. Pensaba en
Concha, y se la imaginaba trémula y turbada con
22 ANTONiO REYES HUERTAS
calle...
III
—
Isabel— dijo Durán muy serio —
no me gusta
,
—
también advirtió a Durán — pero si llega el caso
;
Isabel —
¡Buenos están los hombres hoy! Deja a
.
de ese?
—
Pero en ese matrimonio ya es diferente. Hay
quien disculpa a él, y lo que cuentan de ella, si es
verdad, no está bien. ¿Te parece a ti correcto que
una mujer decente vaya a buscarle a los mismos ca-
sinos y le saque, como le sacó un día, cogido de una
oreja?
Evocando este lance todos se echaron a reir, y
elpropio Durán contó de muchas cosas parecidas
qne le había referido Pepe Corcho respecto al
maestro consorte. El pobre era tan pusilánime y
tanto pánico le infundía su mujer, que era cosa de
risa verle tirar las cartas y correr a esconderse a los
retretes cuando el camarero del casino o algún
chusco le decian que su señora preguntaba por él.
4
50 ANTONIO REYES HUERTAS
5
66 ANTONIO REYES HUERTAS
el con efusión
suelo —
¡Tierra bendita, madre
.
triste, yo
que entiendo el dolor de tus entrañas
sí
plicó:
— Dime, Alfonso: aunque todo esto se destruya,
¿qué se pierde? ¿Pierdes tu paz, tu espíritu y tu
perfección? ¿Se pierde la justicia? ¿Se pierde algún
bien positivo? ¡No se pierden más que los privile-
LA CIÉNAGA 77
6
82 ANTONIO REYES HUERTAS
—
Dime, Perlín, ¿no es esto mucho más bonito
que ir ahora al centro a oír las tonterías que diga
un señor, que dicen ha sido zapatero, tiene barbas
hirsutasy calva vulgar?
—
¡Es un sabio!— ponderó enfático Perlín.
—
¿Un sabio? dudó Durán — Tal vez, pero yo— .
¡Zapatero,
vinculero,
remendón!
dículo.
No le fué posible sustraerse ya a esto, y Durán
salió del salón a la calle .Respiró como libre, cuan-
do le dió en el rostro el aire de la noche teñido de
luna.
Se embargo, inquieto y destem-
sentía ahora, sin
plado en aquel buen humor que tuvo antes. En si-
lencio meditaba sobre las terribles ideas que con-
movían al mundo y habían llegado a los rincones
más apartados de la tierra. No veía con claridad
entre tantos sentimientos contradictorios que turba-
ban sus propias ideas. Pensaba en las noticias que
la Prensa publicaba respecto a Rusia y en la mane-
— ¿Cuál será
lo mejor —
se volvió a preguntar
esto o lo que venga?
Concibió Durán hecha la mudanza. Se vió traba-
jando en el campo, en los talleres, o en las fábricas,
como aquellos campesinos que él había visto en el
centro, de barbas ásperas y carnes prietas, que
eructaban, no se lavaban nunca y hacían gala de
la tosquedad y de las palabrotas.
apego de un campesino.
Cuando acabó de escribir, ya su hermana le ins-
taba a que saliese del despacho para poder hacer la
limpieza. Como siempre, Marina se hizo cruces del
desorden en que todo se hallaba. Con afectado eno-
jo riñó a su hermano, por el descuido incorregible
en recoger los libros y papeles y por la costumbre
de tirar fuera del cenicero las puntas de los ciga-
rros.
— ¿Pero qué sacarán estos hombres con llenarse
la boca de humo apestoso y abrasarse los pulmo-
nes?
En su papel de mujer de casa, mientras relataba
a media voz, Marina abrió de par en par la venta-
na, ordenó las puso cada cosa en su sitio y
sillas,
—
El caso varía. Una mujer no puede hacer lo
que un hombre.
—
¡Pero un hombre sí lo que una mujer!
Marina vio el ceño que ensombreció el semblan-
te de Durán y varió de tono:
— En fin, eso es cosa de opiniones y Concha te
quiere, que es lo principal.
A continuación se puso a hacer el elogio de Con-
cha, con acentos tan sinceros, con frases tan afec-
tuosas, que Durán perdonó á su hermana la inco-
modidad que antes le produjeron sus palabras.
— —
¡Concha— terminó Marina tiene más corazón
que tú!
—¿Por qué?
— ¡Porque
sí! Porque las mujeres queremos más
—Soñar, ¿cómo?
—Soñar en poeta, para vivir en poeta. ¡Todo el
que sueña así se hace bueno!...
Callaron los dos, observando el cuchicheo indis-
creto de las amigas, y se sumieron ambos a la vez
en rumia interna y sosegada de aquel silencio
la
dirigiéndose a la majada.
Extrañó la ausencia del mastín, En el redil, las
gordas y lucidas!
108 ANTONIO REYES HUERTAS
8
114 ANTONIO REYES HUERTAS
forzada!
Se puso a escribir rápidamente, sin saber en rea-
lidad qué le iba dictando aquel orgullo espoleado.
La cafetera, hirviendo, rebosó un borbollón de .es-
puma, que cayó sobre el papel atormentado de la
carta, y tiró con rabia la pluma, vaciando el café en
la taza. Empezó a saborearlo, dando algún reposo a
có — ,
pero yo te digo que para vivir así, una de
dos: pasar el vado o la puente: o romper con Conr
cha, o casarte cuanto antes con ella.
ventana el patio.
lo eres.
—Ydime, ¿por qué es rico Fulano y yo no lo
sóy? Contéstame también: ¿quién merecería mejor
esa riqueza, él o yo?
Marina respondió:
—¡Tú!
—Y entonces, ¿por qué a él le han hecho rico y
no a mí, que lo merezco mejor?
Volvió a Marina con ingenuidad:
reír
viets?
— ¡Yo creo en los Soviets!
Calló Durán, sonriendo con cierta lástima. De
propósito huía las probables disputas con Perlín,
cuyos sentimientos empezaban a hervir con las con-
tradicciones. Se aburría también con este tema inva-
riable de las cuestiones sociales.
9
130 ANTONÍO REYES HUERTAS
—
—¡Júrame Concha! demandó—, ¿me quieres de
verdad?
140 ANTONIO REYES HUERTAS
tal e irremediable!
Y empezó a fluir el raudal de la sinceridad. Las
dudas que como una niebla velaban de vez en cuan-
do las esperanzas del porvenir. La incomprensión y
la miseria ajenas, saliéndoles siempre al paso y
cómo imbuido por todo esto, por su orgullo, por su
amor propio íntimamente lastimado, quiso romper
con ella, olvidarla, arrancarse del alma todas las es-
pinas punzantes de la pasión.
Ella, llenos los ojos de lágrimas, le tendió las ma-
nos. Temblaba de gloria y de delicia.
— —
¡Me gustas así! exclamó radiante — . Yo te
quiero fuerte, digno y poeta de ti mismo. ¡Ay, Al-
fonso, si tú tuvieses voluntad como tienes corazón!
Adoptando un tono grave y afectuoso le sentó a
su lado. Quería ella que la flojaél no
voluntad de
y del dolor que
retardase el fruto de los sacrificios
aquel amor les costaba. Para eso tenía él el don del
trabajo y aquella confianza en el propio valer. Que-
ría que siguiera siendo orgulloso, que el amor pro-
pio espoleara el ánimo indeciso y voluble para
triunfar sobre todos.
Concha hablaba con ese dejo de protección ma-
ternal que tienen las mujeres para todos los hom-
LA CIÉNAGA 141
silencio.
Enardecido el poeta empezó a bendecir los cielos,
los campos y las aguas, testigos de aquella renova-
ción interior que le engrandecía. Ella, suspensa,
muda, embobada en la música de las palabras, no
sabía más que callar, callar excelsa con esa intuición
augusta del silencio.
Como un chiquillo volvió a besar locamente los
pálidos dedos ensortijados que rehuían esquivos y
dulces la desbordada ternura. Luego de los tepes
húmedos empezó a arrancar briznas de hierba,
gualdas y margaritas que arrojó al regazo trémulo
de la enamorada. Saltando llegó otra vez a la co-
mente y hundiendo sus manos en las linfas se bañó
los ojos.
—¿Ves, Concha? ¡Puro para mirartel ¡Yo soy yo!
¿Y tú?
Bebió después de las aguas, sintiendo el refri-
gerio tonificante de su gracia. Luego llenó el hue-
co de sus manos y se dirigió a Concha salpicán-
dola:
LA CIÉNAGA 143
— ¡Cristo ha resucitado!
Y echó a correr, esbelta, ligera, gentil, perdién-
dose por entre las matas del río hacia el grupo de
las amigas, que otra vez salían a la pradera saltando
y brincando. Durán quedó como embriagado de
gloria y de delicia, como si un perfume suavísimo e
incomparable le penetrase hasta la medula del alma
y la marease, durmiéndola en un sueño indefinible.
Tanta era su felicidad que cayó de rodillas limpián-
dose las lágrimas.
10
146 ANTONIO REYES HUERTAS
tristeza — ;
pero tengo la esperanza que ha de venir
un mundo mejor. ¿No lo crees tú?
—Yo— respondió Durán no creo en — los hom-
bres. ¿Sabes en lo único que yo creo? En el amor.
¿Y tú, Perlín, crees en el amor?
— ¡Yo creo en el odiol
—No me refiero a eso. Te hablo del amor ese que
tú decías antes, al leer mis cuartillas, que no servía
para nada. Y es lo único bello que tienen los hom-
bres, amigo mío. jAh! añadió, riendo — ¿ves tú — ,
gusta el sol?
Señalaba Marina por la ventana del patio el cielo
lencio.
— ¡Miren las bribonzuelas —dijo—, y no quieren
venir! ¿No me conocéis ya? ¿O es que tenéis miedo
152 ANTONIO REYES HUERTAS
Dios quisiera!...
Durán desvió discretamente la conversación y
luego salió a la calle.
para nosotros...
Dando luego de lado a estos incidentes, Cabrera
empezó a relatar sus impresiones de viaje. Había
ido a Suiza con el propósito de estudiar la instala-
ción de una vaquería modelo. El quería hacer algo
nuevo. No se conformaba con seguir explotando la
manijero.
Señalaba a Durán los tallos cortados, las ronchas
carcomidas, los raquis de las espigas raídos de rás-
pulas como cabezas afeitadas y el aspecto de innu-
merables insectos repugnantes cabalgando sobre lo
que quedaba en pie...
— ¡Dígole que esto es una maldición y da gri-
—
ma! añadió el manijero.
Los otros segadores, indiferentes a todo, empeza-
ron luego a cantar, acompañándose con el rumor
de las hoces. Bromeaban joviales y contaban chas-
carrillos obscenos, pidiendo su parecer a las espi-
gadoras, que protestaban avergonzadas mirando a
Durán...
Este callaba consternado. Contemplaba la des-
trucción irremediable del rompimiento, y de una
sola ojeada abarcó las consecuencias terribles que
esto traería a su casa. Sintiéndose congestionado,
apeóse del caballo y buscó la sombra de las haci-
nas... El agua, salobre y tibia, no apagaoa la rese-
cación de sus labios, ni el cálido hervor de sus en-
trañas...
—¿Qué va a ser de nosotros? —se preguntó ate-
rrado.
Calculaba los gastos que habían hecho para pro-
ducir aquello: labores, estiércoles, simientes y me-
joras. El esfuerzo que suponía sostener la esperanza,
\
LA CIÉNAGA 167
espigadora.
Durán los escuchaba en silencio sintiendo la des-
esperanza de la vida. ¿Y esos eran los que estaban
en las cumbres sociales, los selectos, los distingui-
dos y los considerados?
Los segadores, terminada la merienda, buscaron
los aparejos de las caballerías para dormir la siesta-
dijo.
— añadió.
independiente, tú eres también un esclavo
—¿Por qué?
— ¡Ah! ¡Yo esperaba de cosa en ti otra estas cir-
cunstancias!
—¿La revolución?— preguntó irónico Durán.
—¿Te burlas? ¡Pues, ¡La revolución!
sí!
—
¿Pero qué te ha dicho?
—¿No te basta saber que te quiere? Más aún: ¿no
te satisfaces con ver que te comprende?
—¿Y tú, qué has hablado tú?
—¿Yo? Nada. No creas que fui con objeto de
hacer tu panegírico para regalarte luego el oído.
Fui porque me casino y no tenía ganas
aburría en el
forraje!
—¿Cómo forraje? — pregnntó Núñez incomodado.
— Quiere decir cosas fuertes— replicó Cabrera —
Novelas crudas, verdecitas, con mucha especia pi-
cante...
— ¡Eso, eso, y lo demás es música! —aprobó
riendo Núñez de la Enramada.
— ¡Ah! —volvió a hablar displicente el Moro Vina-
gre— ¡Después de todo, eso es lo real de la vida!...
13
194 ANTONIO REYES HUERTAS
LA CIÉNAGA 197
— Tal vez...
—
—¡Oh, pero tú! exclamó acercándose ¿Te — .
— ¡Bah! —
contestó Cabrera —
La cosa no tiene
.
14
210 ANTONIO REYES HUERTAS
coba.
Tendido con los ojos vidriosos, fijos y
Perlín,
abiertos, apenasdaba señales de vida. Respondía
con una especie de gruñido a las preguntas que le
hacían Cabrera y Pepe Corcho, que encontró allí
Durán, y respiraba fatigosamente, cubierto el rostro
de un sudor copioso.
— ¿Pero qué es esto? —
preguntó consternado
Durán.
— ¡Ha tenido un vómito de sangre! — respondió
gimoteando la tía de Perlín —
Acabábamos de ce-
.
de está la verdad?
Abrió más los ojos espantados, y su cuerpo todo
se conmovió con una sacudida nerviosa. Su mirada
ya vagó fría e indiferente un instante,y después
quedó suspensa de algo invisible y misterioso que
le atraía. El sacerdote preparó a toda prisa las esto-
pas, y cuando terminaba las unciones, todo era un
silencio fúnebre y un velo de muerte sobre la ju-
ventud...
Salieron todos de la alcoba con el estupor retra-
tado en los semblantes. La tía Florinda gimoteaba
—
Pues nada, porque yo no le daría a usted nun-
ca ese encargo, no fuera a darle la tentación de
hacer eso...
Núñez con ingenuidad, celebrando su propia
rió
diaba muy
pronto todo y la vida, en verdad, no
merecía otra cosa que saborearla lo más agradable-
mente posible. En realidad, tampoco se consideraba
él un espíritu disciplinado para actividades cons-
.antes. Tenía todo para él un significado de parsi-
LA CIÉNAGA 227
estrella!
será eso?
—¿Qué es lo que quieres saber?
— ¡Esa estrella que se ha corrido!
—Te lo diré en poeta: Es un alma de luz que sale
a nuestro encuentro.
Durán acarició a Concha con los ojos, y de pron-
to volvió a exclamar:
— ¿Quieres que nos tiremos del tren?
—¿Y eso?
—Para vagar solos por ahí a pleno campo, a
plena noche. Para salir nosotros también al encuen-
tro de las estrellas...!
FIN
NOVELAS DEL MISMO AUTOR
Library
DO NOT
REMOVE
THE f
CARD
'
FROM
THIS
POCKET