La Cienaga

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Ediciones Hi

LA CIÉNAGA
OBRAS DEL MISMO AUTOR

Ratos de ocio (poesías). Agotada.


Tristezas (ídem). Agotada.
La nostalgia de los dos (ídem). Agotada.

NOVELAS

Lo que está en el corazón (novela) 3,50


La sangre de la raza (ídem) , 4
Los humildes senderos (ídem) 4

EN PRENSA

El lobero (La vida en las Jurdes). Novela.


Blasón de almas (Costumbres extremeñas). Novela.

EN PREPARACION

El castillo interior. Novela.


ANTONIO REYES HUERTAS

LA CIÉNAGA
NOVELA

EDICIONES HISPANO-AMERICANAS
MADRID
Imprenta de Antonio Marzo, San Hermenegildo, 32 duplicado.
I

Cuando Alfonso Durán salió del casino, iba tris-

te y desasosegado. Tan baladí, tan fútil, como era


todo aquello que le habían dicho sus amigos en
tono de broma, traíale, sin embargo, una viva e
inexplicable turbación.
Le molestaba que se ocupasen de él, aunque fue-
ra en aquel sentido amigable y discreto de indul-
gencia y piedad para sus defectos. En el fondo que-
daría acaso el sentimiento sincero de un concepto
que le humillaba, que le hería, que posaba en su
corazón una desesperanzada inquietud...
Como viera desde la f)laza que no acababan de
salir ellos del casino, no quiso aguardarlos más y

siguió hacia la carretera, donde en la Fiesta de Pas-


cua de Navidad se aglomeraba la juventud, desa-
fiando el rigor del frío de la tarde. Había un gentío
inmenso que paseaba, estrujándose, en un determi-
nado trozo de carretera. Por un momento distrájole
el espectáculo de tantos colores: bordados refajos

de estameña, mantones de Manila, pañuelos chines-


cos, ir y venir de grupos, rebrillo de mil tonos y
matices, irisaciones de púrpura, de rosa, de grana
6 ANTONIO REYES HUERTAS

y de amaranto, como el vuelo de una bandada de


mariposas.
Abriéndose paso con dificultad, se encaminó ha-
cia donde suponía se hallaban las señoritas del pue-
blo; pero antes de llegar donde unos ár-
al sitio,

boles raquíticos alineaban la carretera,conoció que


no estaba en aquel grupo la buscada, la eterna Con-
cha, como él la decía. Contrariado por esto y por el
murmullo de la multitud que le mareaba con el ron-
co rumor de voces, de risas y de apretamientos, y
más que nada por la propia destemplanza interior
que apetecía la rumia solitaria de las cavilaciones,
se apartó de la gente y siguió carretera adelante,
vagando al azar ensimismado.
No se dió cuenta de que anochecía ya, y un sua-
ve relente recalaba y humedecía las pardas tierras
del labrantío que se extendían a uno y otro lado de
la carretera. En el cielo sereno, teñido en el ponien-
te de un leve tinte anaranjado, asomaron algunas
estrellas pálidas. Allá lejos, en la estación del ferro-
carril, oscilaron faroles rojosy verdes que parecían
ojos fantásticos entre niebla. Poco a poco, del fon-
do de las cañadas y de las humedades del cercano
río, las corujas acompasaron la dulce voz de sus
flautas, y toda la campiña misteriosa pareció arro-
parse con esa resonancia nocturna que se concer-
taba en una armonía universal.
Hizo un alto Durán, sintiendo ya en sus manos
y en su rostro el áspero principio de la escarcha, y
volvió atrás sobre sus pasos. Aun se oía, por el lado
LA CIÉNAGA 7

del pueblo, el zumbido lejano de la multitud que


iba dispersándose de la fiesta. Por los caminos que

afluían a la carretera desembocaban grupos de cam-


pesinos que hablaban en alta voz, y cuyas pisadas
parecían rezagar un eco de fatiga... Un muchacho
le adelantó, cantando en lo alto de un jumento.
Detrás una yunta de vacas que arrastraba el arado,
cuyo timón iba dejando en el barro, delante de Du-
rán, un rumor quejumbroso y una estela infinita.
Por un instante se imaginó entonces el cuitado que
esta estela era una ruta, abierta en la tristeza del
crepúsculo, para recorrer su propia vida, y él em-
pezó a recordarla con cierta amarga delectación...
¡Veinticinco años sólo y le parecía que había vi-

vido ya siglos! Sus recuerdos arrancaban de cuando


tenía apenas dos lustros y empezó a estudiar. Los
alegres comienzos, los días risueños de aquella
edad estuvieron siempre empañados por sombras
de tristezas familiares. Era la sensación de reveses,
de agobios, de esfuerzos penosos de su padre para
salir a flote, y que contagiaban de desesperanza las
ilusiones del estudiante. El plan de estos estudios fué
por lo mismo un cálculo aquilatado de economías.
Así, cuando le enviaron a la capital de la provincia,
su vida de colegial transcurrió entre penurias y pri-
vaciones. Los recuerdos del colegio tenían para
Durán un sabor ingrato y vergonzoso: comidas fal-
ayunos continuados, disciplinas arbitra-
sificadas,
rias. Tenía la creencia de que, por haber conseguido
una rebaja en la pensión reglamentaria, tratábanle
8 ANTONIO REYES HUERTAS

peor que a los demás compañeros; para él el sitio

más incómodo en la sala de estudios, frente a aque-


lla ventana sin cristales, por donde se colaba el aire
fríode los meses de invierno; aquel rincón del dor-
mitorio, donde respiraba la pestilencia de los retre-
tes cercanos y el vaho cargado de miasmas que ex-
halaba la ropa sucia, amontonada los sábados. ¡En
verdad que él no era peor que los demás para que
siempre, en las reprensiones generales, el director

le señalase a él, y para que hasta los inspectores


hiciesen mofa de sus vestidos aprovechados, de sus
libros de segunda mano, de aquel abrigo de paño
pardo que era la diversión del colegio entero! Así
seis años, entre vejaciones, vergüenzas y roeduras
del amor propio, que desarrollaron en él un instin-
to de reflexión y de paciencia, como frutos antici-
pados de una prematura vejez.
Luego, a raiz de la muerte del padre, al terminar
el bachillerato, se agudizó el problema, ya harto di-

fícil, de sostener el aparente rumbo de la familia.

Para poder seguir estudiando, había que enajenar


escasas fincas, ya hipotecadas, y el orgullo de estirpe
aldeana se sentía herido con ambas humillaciones.
No hubo más remedio que arrinconar libros y pro-
gramas, para pensar en cosas más próximas y tangi-
bles que en el problemático título universitario y
en el aun más problemático éxito de unas oposicio-
nes. Había que trabajar, fuese en lo que fuese, y un
tío suyo, a falta de otra cosa, le colocó en la capital

en la redacción de un periódico, ganando una mi-


LA CIÉNAGA 9

seria.Pero esta vez, bien pronto, por fortuna, con-


siguió Durán un puesto de mayor categoría. Sus
ilusiones cambiaron entonces de rumbo, pensando
que le habían elegido bien los caminos de su voca-
ción. Le atraía la gloria del aplauso, esa efímera
admiración del público por las preciosas bagatelas
que él escribía: cuentos amorosos y versos floridos.
Cimentó así una fama rápida y volandera, pero su
temperamento, amargado por los vencimientos de
su vida de estudiante, bien pronto halló en estos
triunfos de literato un vacío de recompensas mate-
riales y, como consecuencia, un vacío de bienestar.
Espíritu inconstante y vario, como buen poeta,
consideró luego el periódico como un potro de tor-
tura, donde iba exprimiendo jugos de su juventud,
atormentada siempre por la pobreza y la renuncia-
ción. Apareció entonces, como antes en el colegio,
el viejo precoz, el hastiado de la misma pena, y
soñó con el hábito humilde, adquirido en los dolo-
res de la vida, con cosas sencillas, con escondidas
sendas y remansos de paz. Se creyó por esto des-
graciado, y sus versos fueron reflejos de una aspira-
ción íntima e insatisfecha, en que cantaba las quie-
tudes campesinas y el viejo y noble vivir patriarcal.
La suerte vino a depararle, sin esperarlo, la rea-
lización de estos deseos. Había logrado poseer unas
pesetas, que un entusiasta suyo le legó para una
edición de sus versos, y dejó el periódico, vinién-
dose a Villaluz con el alma llena de proyectos y de
entusiasmos. Creyó él entonces, con un renacimien-
10 ANTONIO REYES HUERTAS

to de optimismo, que el curso de su porvenir iba a


deslizarse tranquilo en la sencillez de las costum-
bres del pueblo y en la adaptación de su buena vo-
luntad. Con aquel pequeño capital levantaría las
hipotecas del patrimonio familiar, podría consti-
tuirse la base de un modesto vivir, comprar más
hacerse agricultor, y entre estos estímulos
tierras,

sanos y apacibles dedicarse con tranquilidad al cul-


tivo de sus otras aspiraciones intelectuales de poeta
y escritor...

Al llegar aquí Durán experimentó un sentimiento


de íntima pesadumbre. ¡No había hecho nada, no
había realizado ninguno de sus proyectos! Viviendo
inconscientemente, desde que llegó a Villaluz, había
visto transcurrir los días con el propósito, nunca
ejecutado, de empezar a hacer algo. Un mes así y
dos y un año casi, hasta que mermados sus recur-
sos, comprendió por cabos sueltos de las conversa-
ciones, por reticencias y por indicios, que empezaba
a rodeársele en el pueblo de una atmósfera, si no
completamente hostil, por lo menos desdeñosa y
esquiva.
Orgulloso como era Durán en alto grado, irritóse
al derivar en Del fondo de su espíritu se
esta idea.
levantó una protesta viva ante el concepto ajeno,
que él adivinaba murmurador, y quiso hallar en su
conducta un motivo de justificaciones. Se comparó
con los señoritos del pueblo que le daban una idea
de pobreza mental y de miseria de espíritu. Seres
presuntuosos que paseaban una carga de prosaísmo
LA CIÉNAGA II

y de vanidad; carnes mimadas, montones de ór-


ganos en función que vegetaban en Villaluz con una
vida de animalejos; levantarse a las diez, ir al casi-

no a hacer tiempo para comer, volver por la tarde


al círculo, pasear, digerir, cazar el perdigón y pre-
ocuparse con las lanas, con los borregos, con el
mal tiempo y las mujeres. Asi un año y otro año y
toda la vida, siempre invariables, siempre lo mismo,
sin más horizontes espirituales que el gañán, las nu-
bes, la oveja, el cerdo y la criada.

— ¡Y que esta gente — pensó recordando una frase


de Pepe Corcho— que en su vida ha hecho nada útil,
sea la encargada de repartir las patentes de labo-
riosidad,de honradez, de vicio y deshonra de los
demás! |Y que esta gente murmure de mí!
Un impulso de amor propio levantó otra vez el

corazón de Durán en animosidad contra todos. A lo


más él había hecho lo que ellos, acaso mucho me-
nos malo que ellos. ¿Por qué entonces la crítica
mordía sobre su nombre? ¿Cuál era la medida,
el valor diferencial que se aplicaba a las con-
ductas?
Pensó que sólo el dinero y esto le confortó. Con-
tra el dinero se sentía fuerte, acaso por esa idiosin-
crasia altruista de los desvalidos de bienes materia-
les que para vivir necesitan el contrapeso de creer
que desprecian lo que no tienen. En el fondo él
despreció a algunos ricos del pueblo, en quienes
hallaba anchas brechas abiertas a la ridiculez y a
la estulticia. Se creía superior, un número entre tan-
12 ANTONIO REYES HUERTAS

tos ceros, un intelectual entre una bandada de mo-


chuelos, como decía Pepe Corcho.
Animado con esto, no quiso pensar más y aligeró
el paso, concentrando su atención en lo que veía.
Ya lanoche se había ensanchado, y por la carretera
desierta no se oía un rumor. Ladraban de lejos los
perros, y de la hondonada, donde se acostaba Vi-
llaluz, ascendía un cálido aliento, una claridad di-

fusa, como un polvillo blanco diluido en la atmós-


fera. Por un instante se detuvo contemplando el

aspecto mortecino de las luces eléctricas, alineadas


en el humo que invadía las calles, parecidas a rojas
ascuas que se enfriaran. Le dio el pueblo por pri-
mera vez una sensación de vida cobarde y resig-
nada. Los pobres acerados parecían tener prendidos
entre sus guijos untuosos el olor de las taramas
verdes quemadas en las chascarinas, el vaho de ma-
tanzas frescas ahumadas en la campana de las chi-
meneas, todas las nieblas y todas las nubes que
habían goteado por las canales musgosas de los te-
jados, una cálida humedad que entristecía, que aho-
gaba, que ponía en los pensamientos una sombra
de pesar y de angustia...
Las Clarisas tocaron a Maitines, y esta voz de las
campanas, dulce, fresca y sencillita, pareció un eco
cariñoso en el corazón de Durán. Instintivamente
empujó la cancela y penetró en el templo. Y al co-
locarse de pie junto a una columna, ella destacó su
silueta arrodillada sobre las losas relucientes del pa-
vimento. Experimentó Durán una sensación inefa-
LA CIÉNAGA 13

ble, y la estuvo contemplando largo rato. Pálida,


enlutada, trascendía aún más su blancura como un
fino aliento de su cuerpo. Sus facciones correctas,
su perfil maravilloso, parecían idealizarse en aquella
vaga penumbra del recinto. Tenía cierto aire más
fino,más hondo, más interesante que nunca, y así
como nunca despertaba en Durán dulces sensacio-
nes voluptuosas.
Tosió y volvió ella la cabeza y miró fijamente:
él

al principio con extrañeza, después con una mirada


alegre y penetrante.
A poco, terminada aquella música de pastorelas,
ella salió en compañía de otras jóvenes, y reunié-
ronse todos en la puerta. Empezaron a caminar por

las calles, resbaladizas con la humedad del relente.


Durán, al lado de Concha, empezó a formular su
capítulo de quejas de enamorado. Quería que ella
le explicase satisfactoriamente la ausencia en el pa-
seo, su falta de consideraciones hacia él por esto
mismo, y el mal humor de la tarde se desahogaba
ahora con Concha, haciéndola víctima y motivo de
todas sus contrariedades.
Ella se debatía indecisa, y a las preguntas de Du-
rán contestaba con monosílabos, como si preten-
diese ocultar algo.
Pero al llegar a la plaza, Durán aseguró con fir-

meza:
— ¡Tú has reñido con tu hermana!
—¿Quién te ha dicho cosa? tal

— Tú misma; no lo niegues. Tu vacilación, tu


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misterio, tu aspecto todo, me dicen que has reñido


con ella y que has reñido por mí.
Concha entonces, acosada por Durán, contó la

verdad. Era la cuestión de siempre: la oposición


tenaz de su hermana a aquellas relaciones amoro-
sas.Para evitar que Concha pudiera ir al paseo, su
hermana había suscitado una inacabable disputa, y
así le quitó el humor para poder arreglarse.
— una mala
¡Isabel es — Durán. bestia! dijo
—No, nada más—disculpó Concha.
rara
— ¡Mala, mala!-— sostuvo — Te digo que él . si no
fuera mujer yo la hubiese abofeteado... ¿Y por qué
ha sido la disputa?

Por tonterías, por enredos... Te aseguro que si
fuera a hacer caso de lo que dicen...
Concha no terminó la frase. Observaba atenta-
mente a Durán, y di j érase que le había asaltado de
repente una duda y quería bucear dentro del alma
del amante los misterios de la sinceridad. Durán
callaba, poseído ahora de un repentino temor que le
confundía... Concha, sin embargo, iluminó a poco
su rostro con una sonrisa, y despidiéndose de las
amigas invitó a Durán a seguir a su casa. Vaciló él
un momento e hizo ademán de continuar, pero ins-
tantáneamente se arrepintió, y, pretextando un
asunto urgente, se despidió de Concha.
Daban entonces las nueve de la noche. La cam-
pana del reloj, lenta y cascada, parecía como si se
esforzara en dejarse oír a través de la densidad de
la villa. Unos mozos que se cruzaron con él iban
LA CIÉNAGA 15

canturreando abrazados una canción obscena. Apo-


rrearon una puerta y echaron a correr. Una mujer
salió y dijo unas desvergüenzas. Ladró un perro con
el estrépito. Villaluz le dió entonces a Durán, cami-
no de su casa, la sensación de un recinto demasiado
triste, de una sepultura abierta donde parecía que
iba enterrándose su corazón...
II

La estancia era rectangular y a primera vista pare-


cía muy pequeña. Había en ella cierto desorden
que se diría estudiado, pues mientras en los estan-
tes sealineaban los libros sin simetría, en la mesa
no había un papel que no apisonara cuidadosamen-
te un Discóbolo de bronce. La misma sensación
daban los muebles: a uno y otro lado de la mesa,
con grandes patas de cabeza de águila, de una an-
tigüedad indiscutible, se mostraban insolentes dos
estanterías estrafalarias de distinto color: una libre-
ría de tono guinda y un armario de cedro, panzudo
y grieteado, por cuyos cristales, como en son de
burla, asomaban el lomo dorado costosas encuader-
naciones. Y en el medio, delante de la mesa, un
verdadero capricho: un facistol primorosamente ta-

llado,en cuyas repisas alternaban con un contraste


rabioso dos tarros de botica de la antigua cerámica
de Alcora, un pergamino miniado con el más puro
gusto caligráfico, y un camafeo de marfil y coral, de
finísimo estilo japonés...
En las paredes de la estancia se observaba igual-
mente esta falta de armonía y de carácter: fotogra-
LA CIÉNAGA 17

fías paisajes, diplomas y premios de Juegos Flo-


de
un reloj de latón esmaltado y copias de las es-
rales,
tampas que Isidro y Antonio Carnicero pintaron
para la edición de Don Quijote.
Gozaba Durán con este anacronismo de cosas y
con el desorden del conjunto. Hallaba en ello una
posse de invulgaridad, un gusto refinado de literato.
Aborrecía los despachos amplios y simétricos cuyos
muebles en orden y los libros guardados le daban
una idea de cosas frías sin alma y sin valor. En esta
donde
salita reducida, los objetos parecían empu-
jarse unos a otros, hallaba esa cálida intimidad y
esa compañía que nos prestan las cosas en el silen-
cio, Y eso que Durán no había decorado aún el sa-
loncillo a su gusto: faltaba que se lo tapizasen y él
había pensado en proporcionarse para los tres hue-
cos unas telas de Gobelinos y hacer que los tres ge-
niales pintores de su tierra, Hermoso, Covarsi y Blan-
co Lon, dibujasen sobre ellos, a la manera de los
tapices antiguos, los asuntos de los tres capítulos
del poema que tenía planeado: el primero, en la
puerta de entrada, cuando los enamorados, henchi-
dos de felicidad, contemplan una puesta de sol y
funden sus almas en la vaga poesía del crepúsculo;
el segundo, en la ventana del patio, cuando, roto
ya el hilo de los sueños, se encuentran de improvi-
so y ambos mismo pensamien-
callan heridos por el
to, y en la portada del dormitorio, cuan-
el tercero,

do los enamorados, evocando el pasado, se llaman


con el alma en silencio y el orgullo se interpone en-
2
18 ANTONIO REYES HUERTAS

tre los dos, mientras la felicidad pasa de lejos, can-


tando triste la divina canción...
Aun así, sin estos detalles que deseaba Durán, se
hallaba siempre muy a gusto en su despacho. No le

desagradaban, mientras tanto, los rojos terciopelos,


orlados de doradas grecas que matizaban de bellos
cambiantes la luz de la estancia. Hacían bien con la

librería guinda, con la pantalla de pergamino del


raro velón de Lucena y con la policromía de los ta-
rros donde tendían sus capas amarillas y azules los
retratos de San Damián y San Cosme. Un recinto de
arte, un despacho de verdadero literato, como que-
ría Durán. cuando regresó a Villaluz, soñaba
El,
con él para escribir mucho. Se imaginaba los días de
otoño, nublados y blandos, corriendo la mesa hasta
ia ventana para observar desde allí el patio engala-
nado de crisantemos. Las tardes lluviosas y horripi-
lantes de invierno, cuando encendiera la chimenea

y trabajando sobre las cuartillas viera balancearse los


naranjos y rodar por sus hojas los goterones de la
lluvia Los días primaverales, en que el sol llenase
.

de reflejos las miniaturas, las porcelanas, el chagrín


policromado de los libros y la luz tomase así tonos
inorados, halos de naranja, destellos de amatista,
color de añiles flotantes sobre la felpa velluda del
terciopelo. Soñaba así con hacer muchos versos,
con escribir mucho, con sentir intensamente, con
saborear en esas horas de hondo y dulce refinamien-
to espiritual, todas las recónditas sensaciones de su
inundo interior.
LA. CIÉNAGA 19

Aquella noche Durán, inquietado vivamente por


la conversación que había sostenido con Concha,

buscó por esto mismo, como un refugio, la soledad


de su despacho. Dejóse caer sobre el butacón y
arrojó fatigado el sombrero sobre una silla. Notó
que su frente estaba sudorosa y que un fuego inte-
rior afluía a sus mejillas como el vaho de un rescol-
do. Se notó destemplado, con un áspero sabor de
cosas y de ideas. Echó una ojeada a la mesa y vió
abierta aún, como él la había dejado, la novela que
estaba leyendo. Probó a distraerse y le danzaban las
letras y las líneas, sacando del libro el pensamiento
vacío. Acabó por dejarlo, arrojándolo a un extremo
de la mesa y cerró los ojos, engolfándose en esa mo-
dorra intranquila que produce la abundancia de
pensamientos tristes.
Su madre vino a sacarle de este embaimiento, lla-

mándole para cenar. Cogióle del brazo y, como le


notase preocupado, suspiró con cierta melancolía
que era como una incitación a las confidencias.
Cuando se sentaron', humeaba ya en el centro de la
mesa la sopera, desprendiendo vapores azulados. Su
hermana sirvióle de aquella sustancia y él ocultó el
rostro, hundiéndolo en el plato.

— Pero, ¿qué tienes?— preguntó la joven.


—Nada, querida, que muy está rica esta sopa.
—Se ha hecho principalmente para ti, acostum-

brado en la capital a las comidas de fonda y tan


enemigo de los guisos caseros. ¡Eres muy señorito!
—añadió jovial.
20 ANTONIO REYES HUERTAS

Durán forzó la sonrisa, agradeciendo aquella fra-


ternal solicitud y pensó luego con tristeza en la ino-
cente ideología de su hermana. Llamábale señorito
a él, que se creía un
espíritu demasiado sencillo. Ser
señorito llamaba su hermana a vivir como él vivía:
obscuramente, resignadamente, siempre con un do-
lor interior y una vaga zozobra del porvenir. ¡El, que
se veía forzado a renunciar a tantas cosas fáciles para
otros y a reducir sus gustos a refinamientos mezqui-
nos en verdad! ¡De cuántos goces inefables, de cuán-
tas bellas cosas podría, en cambio, rodear su vida!
Con cierta acritud, con cierta sorda irritación, consi-
deró entonces los contrastes de la realidad. Señoritos
eran otros, otros que acaso no lo merecían. Tenía
razón Pepe Corcho: daba asco mirar que espíritus
delicados viviesen tristes, mientras a su alrededor
una riqueza densa y opaca pusiese en caricatura los
bellos atributos de lo ideal. Durán, como si le to-
case a él, suspiró sin poder reprimirse.

¿Ves cómo te pasa algo? insistió su her- —
mana.

Te equivocas— disimuló él, riendo Estaba — .

pensando en que es una lástima que no se pueda


lucir tu talento de cocinera.,.
—¿Te gusta? Pues poco se conoce. El señor, en
vez de este pastel sencillo, quisiera mejor uno de
esos platos, bautizados con rimbombantes títulos,
como aquel que nos sirvieron cuando me llevaste a
Madrid. ¿Te acuerdas? Era un nombre en francés,
muy pomposo y muy largo, y resultó que el plato
LA CIÉNAGA 21

era de coles con arroz, menos arroz que coles, y muy


bastas coles, por cierto...
— Lo cual no fué obstáculo para que repitieras...

—Picardías, mío; tan malo y todo,


hijo lo prefe-
de carne repasada, a los pescados ma-
ría a los platos
nidos, a esos pasteles aderezados con los restos de
la comida anterior. Desengáñate: para comer a gusto,

la cocina de casa.
Marina reía, contrarrestando los leves gestos de
protesta que hacía su hermano. Quiso después ser-
virle una cucharada de dulce de uvas, y, como él lo
rehusó, la joven se levantó, algo incomodada, y
empezó a retirar los platos. La madre miraba en si-
lencio estas displicencias de los dos hermanos, y
bisbiseando, como de costumbre, sus rezos, se apar-
tó "a un rincón, moviendo con la badila el brasero de
copa ya amortiguado. Marina entraba y salía, sacu-
diendo el mantel y retirando las copas. La modestia
a que había venido la casa no permitía tener más de
una criada fija, y ésta era vieja e inservible, con sus
frecuentes ataques de reuma. Por caridad la tenían,
y Marina y su madre arreglábanse, supliéndola en
casi todos los quehaceres. Marina cocinaba, cosía,
inspeccionaba la limpieza, cuidaba de todos los de-
talles y de puertas adentro era una hormiguita, en
frase de su hermano.
Este, no teniendo humor para la sobremesa, se
despidió, encerrándose en su despacho. Otra vez a
solas se sintió inmensamente triste. Pensaba en
Concha, y se la imaginaba trémula y turbada con
22 ANTONiO REYES HUERTAS

el peso de dudas sobre su sino. Recordaba sus


las

últimas palabras, que tenían un dejo de incertidum-


bre y de desaliento, y le parecía sentir aún la in-
fluencia de aquella mirada escrutadora que se dijera
quería rasgar la envoltura del alma, Esto le irritaba,
le hería, le suscitaba movimientos de orgullo y dig-

nidad, imaginándose que era objeto por parte de


Concha de una observación no exenta de animosi-
dad y de intereses inconfesables. Pero esta represen-
tación de la novia enigmática y emboscada se fué
desvaneciendo insensiblemente, y en el pensamien-
to de Durán quedó sólo la imagen de la Concha
dulce, de la Concha triste, de la Concha buena, que
llenaba su corazón de glorias y delicias. Tal como
la vió en blanca y transparente, con una
la iglesia,

expresión de suprema idealidad. La revistió enton-


ces Durán de una aureola de poesía y, enternecido,
quiso aprovechar este estado sentimental para hacer
los versosde amor y de dolor que muchas veces ha-
bía llevado en su corazón y en sus intenciones.
Bien pronto arrojó, sin embargo, las cuartillas. El
sentimiento rebelde vagaba confuso por sus entra-
ñas, escapándose, como nna esencia, a los ahincos
de la expresión. Los versos resultaban ruines, arti-
ficiosos y llenos de tachaduras; las palabras frías y
rebuscadas, denotaban el esfuerzo y la presión.
— ¡Dios mío! — se preguntó — . ¿Estaré verdadera-
mente agotado?
Esta idea le amilanó. Recordaba las disputas que
había sostenido muchas veces en el periódico con
LA CIÉNAGA 23

Manolo Mirabal, su amigo del alma, que se oponía


a los planes campesinos del poeta. Parecía estar aún
oyendo sus palabras:
— Desengáñate: en el pueblo no harás nunca
nada. No tendrás ambiente, acabarás por engordar,
y cuando algún día vengas por aquí, te preguntare-
mos: ¿Cómo andan tus cerdos? ¿Has esquilado las
ovejas?
Sí, efectivamente, se había idiotizado. Desde que
llegó, apenas había cogido la pluma, haciendo una
vida estúpida, de holganza. ¡Qué lejos estos tiempos
de aquellos otros en que la música de un organillo,
un pregón callejero, un paseo
silencioso, o la mira-
da furtiva de una mujer cristalizaban después en
versos fáciles y sonoros!
Sin embargo, achacó su incapacidad a falta de
costumbre. Había que empezar nueva vida. Traba-
jaría, se impondría un plan de labor, una voluntad
firme y constante, y el ejercicio habilitaría otra vez
sus facultades para recoger y expresar las emociones
del arte.
Esta consideración lisonjeó su vanidad de escri-
tor y pensó en sus proyectos literarios. Vió ya pla-
neada su novela, publicada luego, expuesta más tar-
de en los escaparates de las librerías, y al calor de las
camillas, en estas noches gélidas y familiares de in-
vierno, desfloradas sus páginas por miles y miles de
espíritus entusiastas. Animado con esto, rehuyó ya
sus propios pensamientos optimistas. Como si fuera
a dar salida a aquellas ideas tétricas que antes le po-
24 ANTONIO REYES HUERTAS

seyeron, abrió la ventana y se puso a mirar la no"


che. La luna parecía que laempujando un vien-
iba
tecillo gélido que cortaba como el filo de un cuchi-
llo .El patio recortaba un cuadro de cielo de un
y opaco, y en los ángnlos del jardín los ro-
azul frío
salesdesnudos amontonaban las sombras. Cerró la
ventana, destemplado y poseído de ese inconsciente
horror a las tinieblas. Apagó la luz, y mientras se
acostaba, iba fundiendo su atención en una vieja
música que una ronda de mozos desgarraba en la

calle...
III


Isabel— dijo Durán muy serio —
no me gusta
,

quedar bajo el peso de inculpaciones hechas en mi


ausencia. Sé que martirizas a Concha por causa mía,
y como ignoro los motivos quisiera conocer en qué
te fundas para seguir tal conducta.
con una expresión fría y altanera.
Isabel le miró
Señaló luego con los ojos la presencia de Concha
y respondió con un ademán esquivo:
— jPeor es meneallo!
Concha mientras tanto se había puesto vivamente
encarnada. Creía que Durán acababa de cometer
una indiscreción, y sus dedos pálidos, bordando
nerviosamente, repicoteaban temblando sobre el
paño estirado en el bastidor.
— Sí, por cierto —
repuso Durán tras una leve pau-
sa— , pero la presencia de Concha no es obstáculo
para que a ella misma la hagas confidente de tus
secretos. Esto, sin duda, es más noble que decir al
interesado frente a frente lo que haya de decirse.
Isabel volvió a clavar sus ojos en Durán, le midió
de pies a cabeza, y ahora, con un aire de reto, le
contestó:
26 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¡Nunca que fueses tan fresco!


creí
La disputa se hizo ya inevitable. Durán, que había
hecho el propósito de guardar una actitud serena,
comenzó a descomponerse, e Isabel por su parte se
gozaba en lanzarle al rostro todos los conceptos hu-
millantes que de él tenía. Las frases volaban cáus-
ticas, sangrientas, en un pugilato de odios, y Durán

iba conociendo por boca de Isabel que un aire de


animadversación y de calumnia le envolvía en el
pueblo. Isabel, orgullosa, desenfadada, como si tu-
viera empeño en que alguien más que ellos se en-
terase, le repetía a grandes voces todo cuanto la
maledicencia pública suponía y aseguraba respecto
al poeta. Con un
gesto arrogante, y poniendo en
sus palabras toda la energía de la convicción, Isabel
se levantó y le dijo:
—Y por último, ¿quieres que te diga de una vez
lo que eres? ¡Un sinvergüenza que estás engañando
a mi hermana!
—¡Silencio! —
rugió entonces una voz autorita-
ria — ¡Esto
. no es propio de mi casa!
Era don Guillermo, el padre de Concha, que vino
de su despacho y entró en la sala. Calló Durán lleno
de vergüenza y confusión. Isabel salió, y por un
momento en aquel recinto sólo se oyó el golpear
del péndulo del reloj y el ritmo agitado de las res-
piraciones. Don Guillermo, con la cabeza baja y
paseando a grandes trancos por la habitación, daba
visibles muestras de enojo. Concha callaba también,

y no sabía Durán cómo salir de aquella situación


LA CIÉNAGA 27

tan violenta. Se imaginaba que la palabra de don


Guillermo imponiendo orden había sido pronun-
ciada exclusivamente para él, y que tal dejo de acri-
tud, tal insólita energía significaban más bien un
apoyo para Isabel, que podía hablar con esa liber-
tad que inspira la estancia en la propia casa. Con-
cha vino a asperezar entonces más aún aquel hosco
silencio, pugnando por contener las lágrimas, y le-
vantándose, al fin, para decir a su padre con un
arranque decidido:
— ¡Estoy dispuesta a que estas escenas no se re-
pitan y no se repetirán. Yo sabré el modo de poner
coto a la tutela odiosa de mi hermana!

Durán entonces, no pudiendo soportar por más


tiempo esta situación tirantísima, dió los buenos
días y salió. Ya en la calle se sintió más turbado
aún. Le ardía el rostro y parecía que a estallar iba
su cabeza. Pensando en lo sucedido se encontraba
ahora sumamente ridículo, creyendo que se había
comportado como un chicuelo. Había estado torpí-
simo en las contestaciones que diera a Isabel, y co-
nocía que había salido roto y maltrecho de la con-
tienda. ¡El, el intelectual, embarullado, como un ba-
dulaque, ante una señorita de pueblo como Isabel!
Se arrepintió entonces de haber provocado la dis-
cusión. Para quedar así, hubiera sido mejor seguir
sufriendo en silencio las injurias de que le hiciesen
blanco a sus espaldas. ¿Y qué fin práctico se pro-
ponía al cabo? ¿Hubiera amansado acaso las animo-
sidades de Isabel con unas explicaciones que ten-
28 ANTONIO REYES HUERTAS

drían que empezar como empezaron? Irritóse por


esto consigo mismo y no se perdonaba la insigne
torpeza de su conducta en el lance.
Con estas impresiones entró destemplado en su
casa y rehuyó la presencia de su familia para que
no le conociesen nada. En el despacho también se
ahogaba. Sobre el tapial del corralillo las palomas
arrullando paseaban indiferentes a sus cuitas. Atur-
díale aquella algarabía de gorriones que piaban en
los naranjos y hasta le irritó el contraste abigarrado
con que resaltaban en el facistol las porcelanas y
los pergaminos.
Y bien, después de todo, ¿quién tenía razón, Isa-
bel o él? Notaba Durán en el fondo de su vida algo
así como una leve costra de podre que una atmós-
fera pestilente hubiese ido sedimentando día tras
día. Mirándose en realidad como era, observaba
dentro de su ser un cúmulo de culpas y miserias.
Pero en resumen: ¿qué era él, que había hecho él
que no lo hubiese aprendido de los demás? ¿Qué
mayor abundancia de fragilidades y pecados halla-
ban en él para hacer resaltar su personalidad sobre
la de los otros? Y otra vez el amor propio encontró

en su conducta los fáciles argumentos de la discul-


pa. Creyó que la envidia, la ajena tristeza por la
posesión de sus dones había sido la encargada de
irle rodeando de aquel ambiente desfavorable, y

como no sabía a quién culpar, echóse a pensar cuá-


les podrían ser sus enemigos. Le vino a la imagi-
nación don Amadeo, el cacique vanidoso de Villa-
LA CIÉNAGA 29

luz, que nunca le tuvo afecto, Frutitos Delgado, el

Renegado Vinagre, como le llamaba Pepe Corcho,


y que siempre discutió con aires de desprecio sus
aptitudes literarias, y al lado de éstos la caterva, la
patulea, el montón anónimo de los aduladores del
rico, siempre dispuestos a celebrar sus gracias y sus
Pepe Cor-
ocurrencias. |Asco de casino! Tenía razón
cho cuando decía que era un congreso de coma-
drejas. Del casino habían salido todas las maledi-
cencias, todas las injurias,todos los cuentos que
respecto a tomaban cuerpo en el pueblo. ¡Y eran
él

precisamente sus compañeros de conducta, los mis-


mos partícipes de sus defectos, los encargados de
,

llevar y traer su nombre en alas de la murmuraciónl


Con su instintiva nobleza Durán sintió náuseas re-
pugnantes de aquellas tertulias del casino donde las
honras y las famas eran mordidas siempre por va-
gos de oficio y señoritos desocupados. Ahora se dio
cuenta de que se encontraba solo, completamente
aislado,y que el pueblo era para él un desierto,
donde, sin embargo, no cabía; un lugar donde todo
el mundo se apretaba para no dejarle y que
sitio,

para conquistar este sitio no era ya el Durán que


vino a Villaluz con el limpio prestigio de su
fuerza espiritual, sino el Durán que querían que

fuese, Durán empequeñecido por los defectos


el

humanos, el Durán vulnerable y deformado que


tuvo la osadía de asentar su planta allí donde por
tradición sólo podían figurar y valer los poseedores
de dehesas y los mandones de los partidos.
30 ANTONIO REYES HUERTAS

Como aprestándose a esta lucha, Durán salió fue-


ra de su despacho, instando a su hermana a que pu-
siera la mesa. La madre le miraba, picada de curio-
sidad, viéndole pasear intranquilo y oyendo que
contestaba a las preguntas que le hacían con un
tono de mal humor, torpemente reprimido.

Algo le pasa a Alfonso, ¿verdad? Preguntó la —
madre en un aparte a Marina.

Cosas de poetas, madre. Son seres raros, y en
estos días de lluvia se ponen inaguantables.
La madre miró por el cristal a la calle, como que-
riendo cerciorarse de las razones de su hija, y ob-
servó las nubes que se distendían en el cielo gris,

coronando el campanario de la iglesia.



¡Este muchachol —
concluyó dejando escéptica
su costura.
La comida transcurrió silenciosa. Golosineaba
Durán sin probar apenas bocado, y tenía que beber
grandes sorbos de agua para poder pasar su poción.
—¿Y para eso tenías tanta —preguntó
prisa?
Marina.
— Tengo mucho que hacer.
— en seguida
Sí, irte casino. La verdad es que
al

no séque hacéis allí todos los días, viendo siempre


las mismas caras y las mismas cosas... ¡Estáis bue-
nos los hombres!..
Durán guardó silencio ante la reticencia de su
hermana. Miraba. preocupado, ya a los platos, ya al
reloj de la pared, ya por la ventana el aspecto triste

de la calle, embarnizada con la suciedad y la lluvia


LA CIÉNAGA 31

que caía... De lejos, la torre del convento, una rara


torre revestida de azulejos morunos, parecía incli-
narse como fatigada de sostener aquella tristeza del
cielo. Los tejados tomaban un color negruzco bajo
las nubes, y era todo una sensación desabrida, un
húmedo sabor de cosas y de ideas...
— —
¡Mal tiempo para todo! exclamó con tristeza
la madre quedándose pensativa.

Pensó entonces Durán, contagiado de esta pena,


que tenía razón, y se imaginó que se quedaba ab-
sorta ante la contemplación de dolorosas realidades.
Se figuró que adolecía por el temor de las escasas
cosechas, por la pesadumbre de tanta carga como
gravaba sobre las contadas fincas, no redimidas.
Marina les llamó la atención para que se fijasen
en el aspecto de la calle. La llovizna se había con-
vertido en diluvio, y escurrían las canales con un
chorro intermitente, limpiando y descarnando los
guijos de las aceras. Las gárgolas, atascadas, insu-
flaban bocanadas de agua, y toda ella corría por el
centro de en un caudal turbio y sonoro. Por
la calle

un Durán se distrajo observando tres cosas:


instante
un viejo que en la casa de enfrente abrió el postigo
y se puso a mirar cómo llovía; una mujer que cru-
zó, chocleando sobre los baches, bajo un inmenso
paraguas azul, y una collera de muías que pasaban
al trote, calle abajo, reluciente el pelo de las ancas,
y encima de una de ellas el gañán arropado en una
manta esponjada, picando con los talones los ijares
de la bestia...
IV

El casino se alzaba en un ángulo de la plaza.

Era un caserón antiguo y y dominaba


antiestético,
una calle tortuosa y llena de rinconadas, con em-
pedrado de guijos y aceras ribeteadas de ladrillos.
Precisamente por dominar esta calle estaban muy
a gusto en la casona los socios del casino. Desfi-
laban por allí las procesiones, los coches que hacían
el servicio de viajeros a la estación del ferrocarril,
la juventud que en los días de fiesta iba a la carre-
tera, y las novedades que en forma de viajantes,
cómicos y arrieros llegaban a Villaluz.
Reuníase en los salones del caserón todas las tar-
des, la sociedad distinguida del pueblo. La gente
grave, los virtuosos, los que en frase de Pepe Cor-
cho no bebían ni jugaban, y si jugaban no perdían,
recluíanse en el rincón más abrigado, junto a la
ventana que mejores vistas tenía. Allí don Amadeo,
con su barba puntiaguda y sus gafas de observador;
el juez municipal, siempre grave y prosopopéyico,
implacable Catón de las tertulias; allí también los
menestrales del círculo, la comparsa de escribientes
y empleados, cesantes y en ejercicio, siempre en es-
pera de poder ceder sus sillas y sus sonrisas a los
LA CIÉNAGA 33

merecimientos de los prohombres. Los más de ellos


no tomaban café, y entretenían sus ocios en leer los
periódicos y las revistas ilustradas. Cuando más, en
alguna tarde en que la destemplanza impedía el pa-
seo, jugaban un tresillo a céntimo chico. Por esto,
por sus morigeradas costumbres, por sus hábitos ca-
seros, por sus instintos recatados, llamaba Pepe Cor-
cho a esta tertulia Los caballeros del Santo Sepulcro.
La gente del trueno, la juventud y la bambolla,
como decía en desquite el juez municipal, formaba
rancho aparte, inaugurando casi siempre la partida
de juego, y frecuentemente escandalizaban con su
conducta a los ecuánimes varones del salón ejem-
plar. Pero alguna vez también la tropa juvenil
irrumpía bulliciosa en la apacible tranquilidad del
Santo Sepulcro, y ocurría esto cuando no se for-
malizaba partida de juego gordo y los aficionados
tenían que recurrir al tresillo o al julepe, o cuando
don Pablito, el abogado, sostenía alguna de sus
frecuentes discusiones.
Tal sucedía aquella tarde. Don Pablito, jadeante

y sudoroso, ronco y congestionado, se debatía con


la plebe al servicio de don Amadeo, abogando por

los fueros de la justicia distributiva que definió en


latín, y la cual justicia, según sus propias palabras,
había resultado hecha un pingo en el reparto de
campesinos que en las casas pudientes había distri-
buido el alcalde. No tenía don Pablito pelos en la
lengua. Explicó que a él le habían echado cuatro
obreros, y no decía que estaba mal, pero no decía
3
34 ANTONIO REYES HUERTAS

tampoco que estaba bien. Porque otros él no ci- —



taba nombres tenían doble capital que él y tenían
sin embargo la mitad de su carga.
—Y eso— razonó don Pablito está tan bien he- —
cho como yo me veo los ojos en el cogote. Y si el
alcalde al consentir eso hace muy mal, el que con-
siente que el alcalde consienta lo que consiente
hace muchísimo peor. Es decir, que si el alcalde
merece, por ejemplo, cinco tiros, aquél por quien

el alcalde es alcalde merece cinco mil. ¡A ver qué


Belén ahora!
Don Amadeo callaba, asintiendo con la cabeza y
con cierta expresión burlona a las razones de don
Pablito; pero éste que, a pesar de todo, era listo e
ingenioso y amigo de poner las cosas en su lugar,
machacaba el asunto, y con mayores voces y más
graves denuestos apostrofaba contra las irregulari-
dades del reparto y la desaprensión de los repartido-
res y los consejeros responsables de éstos. Don
Amadeo entonces, algo picado ya, empezó a aca-
riciar su barba señorial, signo este evidente de des-
agrado, y entendiendo que don Pablito le suponía
beneficiado con el reparto, adujo unas cuantas ra-
zones para demostrar que él estaba recargado con
exceso. Como ecos sucesivos repitieron sus argu-
mentos el juez municipal y la caterva servil, la guar-
dia genízara, como decía Pepe Corcho, con tal

ahinco, con tal generosa solicitud, que el mismo


don Amadeo hubo de refrenar los ímpetus excesi-
vos de su cohorte.
LA CIÉNAGA 35

Esto irritó a don Pablito, que arremetió contra


ellos con nuevos y téntigo como
bríos, irreductible
un héroe, agotando ya las resistencias pasivas del
auditorio, que poco a poco comenzó a escabullirse
buscando los rincones más apartados. Era la única
falta de don Pablito, la de no darse nunca por ven-

cido y querer rendir al adversario hasta por can-


sancio. Con el único que no quería discutir era con
Pepe Corcho, y esto porque el cínico con su gracia
de brocha gorda no compaginaba con la irrepro-
chable pulcritud y finura del abogado.
Por fortuna entró entonces Durán y Pepe Corcho,
que roncaba de intento cuando no estaba en vena
de discutir ni terciar, se levantó, refregándose las
manos:
—¡Ea! —
dijo —
dejadnos ya de latas. ¿Qué, poe-
,

ta? ¿La ponemos?


—¿Qué dices?
— ¡Quesi nos pones la banca! Esta tarde hay

buena partida y la gente está deseosa...


Durán miró fijamente a Pepe Corcho y soltó una
inconveniencia . Como todos le miraran extrañán-
dose con cierta agresividad de puntillos de honra
lastimados, Durán se explicó.
El no volvía a jugar en aquel casino, donde to-
das las intimidades y todas las expansiones salían
a la calle.

— ¡Ah! ¿Pero te molesta que digan que juegas?


— preguntó Pepe Corcho — . ¡Pues ya te has caído!
De aquí en adelante, que juegues que no, te pon-
36 ANTONIO REYES HUERTAS

dremos verde. Somos así, y nos da un gusto deli-


cioso el saber que hacemos sufrir al prójimo. ¡Con
buena gente te has metido tú! ¡Pero tuya es la
culpa!
— Es verdad, porque no debí hacerlo nunca.
—No, no por es sino porque siempre
eso, te
oimos decir que pierdes. Lo peor que puedes hacer
en tu vida es decir que te da mal el juego. Di siem-
pre que ganas, aunque no sea verdad, y puedes
estar tranquilo de que, mientras ganes, eres para nos-
otros una persona decente.
Don Amadeo se echó a reír, y el juez municipal
movió su cara de esfinge para celebrar la ocu-
rrencia.
—¿Lo tomáis a broma? — continuó Pepe Corcho
¡Pues es una gran verdad! Oye lo que te digo, poe-
ta: para estos ricos que se las echan de virtuosos
no hay otro modo
de pensar. Si ganas, juegas por
distracción y puedes alternar con ellos. Si pierdes,
eres un vicioso y te ponen la marca. Por lo visto
te la van a poner, y como lleguen a ello, ya pue-
des hacer milagros, que no te salva ni la bula de
Meco. Y es, fíjate en esto: la medida de la decencia
está en relación con lo que se puede necesitar de
ellos. Para estos hay dos castas de hombres: los que
tienen dehesas y los que no las tienen; los que pue-
den jugar sin peligro del prójimo, que son ellos, y
los que juegan con probabilidades de pedirles algo.
Para los primeros todo es disculpable: los excesos,
las locuras, las atrocidades, para todo eso tienen
LA CIÉNAGA 37

estos ricos el don generoso de una interpretación


benévola. Para los segundos tienen la moral infle-
xible, la ley, la rigidez, la disciplina. Las cosas para
ellos no son malas en sí, sino según quien las hace.
Yo, por ejemplo, cuando juego, soy un sinvergüen-
za. Si jugara don Amadeo sería una humorada, que
celebrarían como una gracia los genízaros de la
guardia. ¡Ay querido! es que yo no tengo para sos-
tener mis vicios y otros sí. En mí preveen el proba-
ble sablazo, la fácil petición de cinco duros, y por
ese instinto de defensa que hace que se curen en
salud, toman posiciones para justificar su negativa.
Desengáñate: para estos ricos la integridad de sus
bolsillos es el fiel contraste de las virtudes ajenas.
Si hoy eres vicioso, como les pidas algo eres vicio-
so y medio. ¿No es verdad, saboyano?
Llamaba así Pepe Corcho a don Amadeo, por
homónimo con el desdichado rey de España, y el
político dió muestras de enojarse con la pregunta.
— ¡Hombre!— exclamó — si lo dices por mí, Du-
;

rán sabe que puede contar conmigo para todo.


— —
Te creo respondió Pepe Corcho —Creélo tú
.


también advirtió a Durán — pero si llega el caso
;

y algún día te da la tentación de pedirles algo, ten


entendido que los ricos que ves no dan mas que
tres cosas: expresiones, silbidos y algún disgusto
que otro.
Todos se echaron a reir, y don Amadeo encogió-
se de hombros, dando a entender que no le impor-
taba gran cosa Pepe Corcho. Este, masticando la
38 ANTONIO REYES HUERTAS

colilla del cigarro empezó a pasear con las manos


metidas en los bolsillos de la americana, como si
ocultara en ellos la broma fuerte, la frase cáustica,
la franqueza brutal de que iba a hacer objeto al pri-
mero que le contradijese. Hasta los genízaros calla-
ban, dejando al descubierto a don Amadeo, y don
Pablito, sentado casi encima del brasero, meditaba
en silencio, moviendo constantemente la ceniza con

la badila, alzándose la capa sobre los hombros y

mirando por la ventana las nubes negras que ame-


nazaban más lluvia En voz baja se atrevió luego a
.

quejarse de la escasez de brasas, del mal tiempo y


de lo que él llamaba su pochera, y se levantó al fin
paseando por el salón.
Afortunadamente para la tertulia, Pepe Corcho,
convencido de que aquella tarde no había partida
de banca, organizó otra de julepe, y se fué a otra
sala con los que habían de jugarla. Volvió enton-
ces don Pablito sobre los motivos del reparto, y
Durán, que aunque siempre le oía con gusto, todo

le irritaba aquella tarde, salió del casino.


Llovía otra vez con una fuerza de catarata. Tuvo
que echarse fuera del acerado, donde los canalones,
al pasar, tamizaban por el paraguas un polvillo de

agua que le humedecía desagradablemente el rostro.


Tanta era la furia del viento, y tan grande la inten-

sidad del aguacero que, por no volver al casino,


se refugió bajo los soportales del Ayuntamiento.
Rebullía allí un grupo de campesinos, arropados
en sus bufandas y encogidos bajo las chaquetas de
LA CIÉNAGA 39

paño que sostenían sobre hombros. Tosían, re-


los
fregaban los pies sobre el empedrado y exhalaban
ese olor acre y repugnante del hambre y de la su-
ciedad juntas. Miraron a Durán algo torvos y relu-
ciéronse un poco para darle cabida, callando al pun-
to las conversaciones. Durán dio un cigarro a un
viejo que sacudía su gorra esponjada sobre una de
las pilastras de granito que sostenían las bóvedas,

y en tono amistoso le preguntó si se arreglaba


aquel conflicto.
El viejo empezó a hablar con un tono de des-
aliento. Aquello no tenía arreglo. Mientras no hu-
biera tierra, todo sería cosa de enredar y dar largas
al asunto. Los ricos no querían el reparto, lo traga-

ban a la fuerza, y tan pronto despejaba el sol los


despedían, volviendo a lo mismo que antes. Dá-
banles además una insignificancia: dos pesetas, que
en las condiciones en que estaba la vida era como
mojar un dedo en el agua. Y además no eran las
dos pesetas todos los días, porque alternaban unos
con otros, y allí estaban ellos parados y diariamen-
te había que comer.
— ¡Y que no haiga tierra con tantas dejesas!
El viejo soltó seguidamente una interjección
contra los ricos y se apartó de Durán, corriendo en
dirección al grupo que salía del Ayuntamiento. Era
una comisión de camaradas que había ido a pedir
colocasen a todos, y que presidía el que en el pue-
blo llamaban Perlín. Era éste un joven con aspecto
de niño, pálido, delgadito, de ojos infantiles y azu-
40 ANTONIO REYES HUERTAS

les. Con curiosidad preguntaron los que esperaban


el resultadode las gestiones, y de la comisión res-
pondieron varias voces:
—¡Lo de siempre! ¡Que ya se verá mañana!
—¿Mañana? ¡Mañana, a por bellotas! —contes-
taron los otros.
Impuso silencio Perlín, viendo a Durán, y reco-
mendó a los grupos que se retirasen al centro obre-
ro, donde él después diría lo que había de hacerse.
Cabizbajos y contrariados los campesinos empe-
zaron a desfilar bajo la lluvia.
Perlín entonces se dirigió a Durán:
—¿Qué te parece a ti todo esto?
Durán no respondió nada, y Perlín algo incomo-
dado volvió a preguntarle:

¿Temes con tu opinión disgustar a los ricos, o
piensas tú como ellos?
Durán entonces cariñosamente cogió del brazo a
Perlín y empezó a pasear con él bajo los portales.
Había sido camarada suyo durante los cursos del
Bachillerato, y le quería con esa solicitud y esa de-
licadeza que inspira el infortunio. Perlín había sus-
pendido sus tareas de estudiante de Medicina y se
había venido al pueblo en busca de una salud per-
dida que no acababa de recobrar.
— —
Vamos a ver le dijo Durán —
¿para qué haces
,

esto? ¿Qué ganas tú con meterte en estos asuntos?


— —
¡Yo quiero ser puro! contestó Perlín con sin-
ceridad.
—¿Y qué es ser puro, Perlín? ¿Ir contra los ricos?
LA CIÉNAGA 41

—¡Ser puro es luchar por la justicia! ¡Renovar


todo esto que está podrido! ¡España, tierra querida,
tierra sagrada, tus campos estarán lozanos cuando

flameen sobre los trigos las amapolas!


Los ojos infantiles y azules se animaron con un
resplandor de entusiasmo. Invadió un ligero tem-
blor aquel cuerpo desmedrado y raquítico, y su voz,
con la imprecación, tomó un acento extraño y so-
lemne:
— ¿Qué quieres decir con eso? — preguntó Durán
,

— ¡Que no será de otra mánera! España la tierra

fecunda, no tiene en sus entrañas calor para abrigar


a sus hijos. ¡Pero España ha de resucitar! Di, Alfon-
so, y tú, ¿por qué no eres puro?
—¿Yo? ¿Qué he de hacer yo?
—¡Mucho, si tú quieres! ¡Ayudarnos! Tú y otros
como tú estáis sosteniendo a ellos contra nosotros.
¿Qué serían estos ricos sin la clase media? Una cla-
se media que se siente humillada, despreciada, en-
vilecida por los ricosy que, sin embargo, los sos-
tiene con su amistad, con sus servicios y con su
honradez. ¡Esclavos seréis siempre entre el menos-
precio de los de arriba y el odio de los de abajo!
¿Tú, Alfonso, ¿por qué quieres ser esclavo?
Durán sonrió, aparentando resignarse con lo que
decía el estudiante.
— ¡Sois todos iguales! — exclamó luego éste —
Ellos y vosotros. Vosotros sentís lo mismo que yo;
pero sois cobardes o estáis manchados. ¡Yo quiero
ser puro!
42 ANTONIO REYES HUERTAS

— [Tú odias y quieres ser puro!...


— odio, y seré puro por
Sí, los este odio. ¿Mere-
cen otra cosa? ¡Ah, si tú supieras, Alfonso! ¿Ves
una vergüenza] ¿Sabes lo que
esto del reparto? jEs
hacen con esos campesinos? ¡Humillarlos, deni-
grarlos, envilecerlos! Les dan un jornal, sí; ¿pero de
qué forma? En son de burla mandan a unos que
contemplen las nubes. A otros los sientan en las
cocinas en los mejores sillones y les mandan que
no se muevan de allí para que estén a gusto. Traba-
jo dicen que no les dan, porque no tienen en qué
ocuparlos. Cohiben así a las autoridades y despres-
tigian la dignidad humana. Pero los pobres, para
ellos, no tienen dignidad. Para el hambre no en-
cuentran, ni quieren encontrar una solución justa.
Lo que dan creen que lo dan de limosna y la li-
mosna hecha así, a la fuerza, es una cosa que envi-
lece, ¿No te produce a ti todo esto indignación?
—¡A mí esto me produce tristeza!
Perlín, nervioso, se revolvió entonces y le cogió
con fuerza de las muñecas.
—¡Es que si a estas horas hubiese un español
como tú, que no estuviese triste, yo le escupiría!
Por sus ojos corrió una llamarada de fuego y sus
mejillas se colorearon con dos rosas sangrientas.
— —
¡Pero tú no harás nada! continuó desalentado
Perlínj soltándole las manos —¡Tú te pones de par-
.

te de ellos! ¡No ganarás nada con defenderlos; pero


no evitarás tampoco que venga la justicia que ha de
venir!
LA CIÉNAGA 43

Dicho esto volvió la espalda rápidamente y se


le

alejó atravesando la plaza encharcada por la abun-


dancia de tantos baches. Desapareció por la calle
tortuosa,encorvado bajo sus hombros, y Durán
quedó preocupado con la impresión de aquella ex-
traña y desordenada ideología. Notaba el poeta
dentro de su corazón como un vago asentimien-
to, como una pena honda y pungente, que se le
hubiese comunicado en la voz trémula del estu-
diante.
— ¿Será un aprovechado? —se preguntó de re-
pente.
Y casi al mismo tiempo desechó, avergonzado de
sí mismo, Se le imagina-
esta suposición injuriosa.
ba ahora tan encendido, tan raro, tan nervioso, que
con los ojos llameantes y las manos aceradas retor-
cía las muñecas y escupía el rostro del español
que a la hora presente no estuviese triste...
V

Diariamente, según la antigua costumbre del pue-


blo en enamorados de cierta distinción, visitaba Al-
fonso Durán a ConchaMendoza en su propia casa. Iba
por las mañanas de once a doce, volvía anochecido
hasta la hora de cenar y prolongaba las visitas en
los días festivos, en que eran frecuentes las veladas
familiares. Recibía Concha a Durán con el agrado
de siempre, dijérase que más atenta y cariñosa que
antes. Hasta suspendía, al verle entrar, cosa que
nunca había hecho, los trabajos de aguja a que se
entregaba con excesiva laboriosidad, porque Durán
creía que todos estos entretenimientos le robaban
parte de la atención de ella, que él reclamaba para
sí por entero.
Pero fuera de esto, notaba Durán en aquella casa
un algo de violencia y de retraimiento que le cohi-
bía. Isabel, desde que ocurrió la riña, no cruzaba
con él la palabra. Mantenía adusta su altivez y siem-
pre que aparecía Durán su rostro se endurecía con
un ceño sombrío. Esta seriedad, reveladora de sen-
timientos profundos, contrastaba con la cariñosa
solicitud de que hacía objeto a su hermana Concha.
LA CIÉNAGA 45

Mimaba a ésta con afectuosas palabras y delicadas


ternuras, cogiéndole a veces la barbilla y abrumán-
dola de besos. Durán, que sorprendía con alguna
frecuencia estas expansiones fraternales, parecía
romper entonces el encanto de la intimidad, como
una sombra extraña que se interpusiera de súbito
entre las dos hermanas.
Don Guillermo, el padre de Concha, parecía es-
tar siempre también retraído y desconfiado. El hom-
bre campechano y jovial que recibía antes a Durán
con muestras de cortés agrado, había huido de
aquella casa para convertirse en un celoso guardián
de novios. No los dejaba un momento solos. Sen-
tado a la camilla, en estos largos inviernos, leía
constantemente, cual no tuviese otros deseos, ni
si

otras ocupaciones y, si abandonaba algún rato el


libro, era para dialogar con Isabel, quejándose de
sus achaques de reuma.
Concha miraba a Durán en el curso de estos in-
cidentes con cierta fijeza, como si quisiera adivinar
la impresión que todas estas cosa* producían en el
ánimo de su novio. Y cuando le veía preocupado,
redoblaba su amoroso interés, hasta producir en él
cierto estado de lirismo, a cuyos sentimientos se
entregaba fácilmente el poeta. Agradecía él esta
piadosa intención de la enamorada,
la engalanaba

con palabras mimosas y con nombres dulces y


como expresión adecuada de todos sus conceptos
la llamaba tú.

Concha reía entonces, intensamente feliz y sin-


46 ANTONIO REYES HUERTAS

tiéndose profundamente querida; pero bien pronto


la voz de don Guillermo, o la de Isabel, que pare-
cían escoger de propósito estos estados sentimenta-
lesde los novios, rompía la ventura de los idilios
con alguna pregunta, o algún suspiro.
Una noche, abstraídos los enamorados, Isabel re-
clamó la atención de Concha.
— — —
¿Te has enterado dijo de lo que hizo ano-
che Pepe Corcho?
Isabel refirió una de las muchas atrocidades que
con frecuencia hacía el cínico. Esta vez le había
correspondido ser víctima a su mujer, una pobre
señora que intentó una vez más corregirle y a la
que Pepe Corcho había atado al pesebre una noche
entera en compañía de la burra.

—¡Qué bestia! exclamó Durán, riéndose sin po-
der contenerse!
Isabel, desentendiéndose de la interrupción, si-

guió hablando con Concha:



¡Hay que ver la vida de martirio que lleva la
infeliz desde que se casó! ¡Después que la ha arui-
nado con sus vicios, que aguante ahora con un ani-
mal como ese! Por más que bien se sabía: nunca
dejó de ser Pepe Corcho un jugador, borracho y
soez; pero ella se cegó acaso con la creencia de que
iba a hacerle un hombre de bien y en el pecado
lleva la penitencia.
— —
La verdad es exclamó Concha— que no sé
cómo hay hombres así. ¡Pobres mujeres!

¡Ah, pues como ese hay muchos! contestó —
LA CIÉNAGA 47

Isabel —
¡Buenos están los hombres hoy! Deja a
.

Pepe Corcho y coge al consorte de la maestra. ¿Y


ese? ¿Te parece que no ha sufrido y sufre la mujer

de ese?

Pero en ese matrimonio ya es diferente. Hay
quien disculpa a él, y lo que cuentan de ella, si es
verdad, no está bien. ¿Te parece a ti correcto que
una mujer decente vaya a buscarle a los mismos ca-
sinos y le saque, como le sacó un día, cogido de una
oreja?
Evocando este lance todos se echaron a reir, y
elpropio Durán contó de muchas cosas parecidas
qne le había referido Pepe Corcho respecto al
maestro consorte. El pobre era tan pusilánime y
tanto pánico le infundía su mujer, que era cosa de
risa verle tirar las cartas y correr a esconderse a los
retretes cuando el camarero del casino o algún
chusco le decian que su señora preguntaba por él.

jAh, pero era más gracioso todavía Nicolás, el sa-


cristán, que abandonaba a lo mejor los menesteres
del culto para ir a apuntar a una sota! En una oca-
sión hubo de terminarse a la mitad una novena,
porque al ira cantar se encontraron sin organista...
Tomaba así ahora
la conversación con estas re-

ferencias que hacía Durán un sesgo de amena tri-


vialidad que desarrugaba los ceños; pero don Gui-
llermo, enfrascado hasta entonces en su lectura,
levantó la cabeza para tomar parte en los comenta-
rios.

Tenía don Guillermo la moral inflexible que co-


48 ANTONIO REYES HUERTAS

rrespondía a un hombre exageradamente metódico,


cuyas ideas, como románticas, eran ingenuas y pri-
mitivas. Flaco y enjuto, con su perilla lacia, daba
la sensación de un hidalgo que, en pleno siglo XX,
hubiese entroncado en la estirpe de Alonso Quija-
no. Así, tenía un y un espíritu
ideario caballeresco
rígido en demasía, cuando se trataba de cosas que
tocasen a su buen nombre, o al concepto inmacula-
do de lo que él creyese un deber. Y, sin embargo,
tan sencillo, tan morigerado, tan pulcro interior y
exteriormente, gozaba de esa autoridad que, sin pro-
pósito de ejercerla, trasciende de estos hombres
como una cosa natural.
— —
¡Todo eso advirtió don Guillerno no es más —
que un signo de estos tiempos tan diferentes de los
antiguos!
Y El no iba ya a
explicó el sentido de su frase.
los casinos, porque éstos se habían convertido en
un pudridero. ¡Qué juventud aquélla la suya, tan
diferente de la actual! En sus tiempos los señoritos
parece que tenían una noble emulación de trabajo
y honradez. Estudiaban una carrera, viajaban, leían,
tenían ciertos estímulos espirituales que les daban
prestancia y distinción. En los casinos se discutía
de Ciencias, de Letras, de Historia, de Agricultura,
de cosas útiles y provechosas. [Pero hoy! Los seño-
ritos ricos tenían a gala no estudiar nada, criándose
como moruecos, gañanes y pastores. Así,
entre
ellos no sabían hablar de otra cosa que de perdigo-
nes, de toreros y de mujeres. Por no leer no leían ni
LA CIÉNAGA 49

los periódicos, y si acaso, acaso, las novelas eróticas,


donde encanallaban sus gustos. ¿Quién había visto
a un señorito de éstos empeñado en empresas ca-
ballerescas? ¡Si por no saber, no sabían lo que es el
verdadero señorío para poder pertenecer a él! Ser
señoritos creían ellos que era usar un traje bueno a
la moda y viajar en primera. Por dentro el pelo in-
tacto de la gañanía. Del fondo del arroyo, de los
prostíbulos, de las plazas de toros, habían recogido
un léxico de equívocos, de metáforas y frases de
baja estofa, con lo que empañaban la clara hermo-
sura de la lengua castellana. Quedaban así los se-
ñoritos convertidos en chulos de corbata, en verda-
deros patanes, vestidos de ropa fina. ¡Educación!
¿Qué entendían ellos por educación? Saber saludar
sin cortarse, decir cuatro frases de rúbrica y nada
más. En cambio, ese sentido discreto, ese buen sen-
tido de hacerse agradables en todos los actos de la
vida, que es la verdadera educación, que no pre-
guntaran a estos señoritos por él. Hacerse agrada-
bles entendían ellos que era tomar todo a broma,
todo a chirigota y poner en la vida un sentido fri-
volo e insustancial. De los problemas nacionales,
¿qué pensaban? De esos pavorosos conflictos mo-
dernos, ¿qué concepto tenían? ¡Jóvenes que consu-
mían su ingenio en adivinar en qué se parecía un
cepillo aun elefante y en qué se diferenciaba un
hombre de un altramuz! ¡Ah; pero, en cambio, es-
taban iniciados en todos los vicios, en todas las
perversidades, en todas las ruines artes de prostituid

4
50 ANTONIO REYES HUERTAS

mujeres! No sabrían en caso de necesidad ganarse


un pan, ni trabajar en nada útil; pero sabían dilapi-
dar en la holganza y en la corrupción aquellos ele-
mentos que debieran ser fuente de vida y de pro-
greso, y eran así en sus manos un castigo de Dios
y un disolvente social...
Durán sentíase avergonzado. Parecía como si del
fondo de aquellas graves razones de don Guillermo
se destacase una alusión, dirigida principalmente a
sus propios defectos. Y, en realidad, mirándose in-
teriormente, veíase contaminado e impuro. ¡Su
vida también se diferenciaba poco de la vida que
hacían esos señoritos, que retrataba el padre de
Concha!
Isabel, con esa penetración tan honda que tienen
las mujeres, miraba ahora en silencio a Durán,
como si le desnudase el alma y se la mostrase con
sus secretos más íntimos, gozándose en esta humi-
llación que a él le producía.
No pudiendo el poeta soportar la insistencia de
estas miradas, temeroso acaso de las intuiciones de
Isabel, se levantó, despidiéndose. Siguióle Concha
hasta la puerta, y allí la moza, con un tono miste-
rioso, le exigió de repente:
— ¡Alfonso! ¡Júrame que tú no me harás sufrir!

Durán, que se vio sorprendido en sus pensamien-


tos, quedó anonadado y preguntó a Concha con
cierto sobresalto.
La novia entonces le habló con entera claridad.
En el pueblo se tenía de él un concepto desfavora-
LA CIÉNAGA 51

ble. Se le pintaba como un holgazán que había


arruinado su patrimonio. Todos creían que él no

haría nada, que no nunca nada, que todos los


sería

elementos de la vida puestos en sus manos se de-


rrocharían en el desbordamiento de malos hábitos
adquiridos. iHasta en sus mismas relaciones amoro-
sas le suponían móviles interesados, y de aquí na-
cían la animosidad de Isabel y la incipiente descon-
fianza de su padre que andaba murrio y decaído!
Durán entonces se acogió, como siempre, a su
fatuidad.
— ¿Pues sabes que yo digo, Concha? ¡Que
lo
tina sospecha siquierano es digna de mí!
Y seguidamente se alejó de la puerta con el aire
de un dios invulnerable a quien se hubiese ofen-
dido.
Pensó al principio que había cometido una tor-
peza con haber dejado el periódico para venirse al
pueblo. ¡Oh la vida pobre, miserable y cominera de
los pueblos! Creyó que siempre, aun con respecto a
Concha, había de luchar en Villaluz contra la falta
de compresión. En el pueblo no hallaba más que
almas herméticas o pequeñitas, almas apocadas y
rutinarias. ¿Qué concepto tendrían estas señoritas
de pueblo del sentido amplio de la vida? ¡Almas a
quienes se enseñaba sólo a rezar, a leer y a escribir
sin ortografía y a comentar alrededor de las cami-
llas las menudencias del común vecinal: el vestido
de Fulanita, la misa cantada de don Marcos, la en-
fermedad de doña Dolores, minucias, bagatelas, co-
52 ANTONIO REYES HUERTAS

mentados, hablillas, bajo el ritmo metódico de un


vivirmonótono y apocado! No comprendíanla vida
que no discurriese por estos cauces de la vulgari-
dad, y así carecían de ese sentido amplio y superior
para mirar a otros espíritus, sin preocupaciones y
sin prejuicios. Concebían así el amor profundamen-
te ligado a un problema económico y casero. El
ideal tomaba laforma del hombre corriente que ase-
gurase el cocido, el abrigo de invierno y la matan-
za para todo el ano. Una vida así, sin emociones,
sin ruidos, sin estridencias, ni deseos de aspirar...
¡La esclavitud! — pensó Durán— ,
¡la esclavitud an-
cestral de la clase media, siempre atormentada por
la necesidad del ahorro, que había llegado a hacer
de su propia miseria una ejecutoria ideal! ¡Había
hecho bien él en expresar a Concha la repugnancia
que le producía que se le creyese siquiera capaz de
empequeñecerse, amoldando su vida a los métodos
aldeanos!
Pero, a pesar de esto, no se halló satisfecho. ¿Qué
era él, después de todo, para tener tanta soberbia? Al
fin y al cabo pensó que en esos caminos que él lla-
maba vida tenía cierto sentido ingenuo,
trillados, la

pero noble y heroico. ¿Qué había de ser en realidad


lavida? ¿Era la vida superior, la vida excelsa, la
que él hacía? Como en un libro abierto, leía ahora
en el fondo de su conciencia y se sintió empeque-
ñecido. ¡Allí estaba marca que decía
la marca, la

Pepe Corcho, pero no como una injuria de la in-


comprensión ajena, sino como un sello que hubiese
LA CIÉNAGA 53

puesto la propia indignidad! ¡El, el intelectual, el


que alardeaba de gustos refinados, se encontraba
insípido y anodino! A él, como a los señoritos que
fustigaba don Guillermo, le envolvía una ola de den-
sa vulgaridad. Y en esta vulgaridad estaba malo-
grando sus ideas y sus aptitudes, lo que debía ser
noble actividad laboriosa y fecunda. ¡Qué ridículos
le resultaron entonces sus gestos gallardos, sus pru-
ritosde hombre superior, sus arrogancias ante los
conceptos ajenos! ¡Su orgullo! Y ¿a qué venía este
orgullo? ¿Qué era al fin y al cabo su orgullo? Com-
prendió que casi siempre el orgullo no es más que
la máscara de la hipocresía. En un
realidad él era
hipócritacon vanidad de dignidades...
Y de repente, del fondo del alma, nacióle a Du-
rán un deseo vivo y fragante de ennoblecer su vida,
haciéndose puro.
VI

Como siempre que Durán experimentabauna con-


poseyó una ardorosa comezón de poner
trariedad, le
orden y economía en su vida. Espíritu nervioso,
pero a la vez indolente, necesitaba sentir este acicate
del amor propio para adquirir bríos y decisiones.
Se aplicaba ahora con ímpetu a la ejecución de
numerosos proyectos, y hallaba en estas actividades
un hondo placer que estimulaba más aún la fiebre
de trabajo que le invadía. Madrugaba mucho, y al
calor de la chimenea de su despacho discurría sobre
las dos empresas literarias que traía entre manos: el

poema, nunca acabado, y la novela recién planea-


da. Hallaba gratas estas horas de meditación en la
vaga penumbra de la estancia, en cuyas paredes os-
cilaba el temblor dorado de las llamas, iluminando
con vivos reflejos los raros dibujos de las porcela-
nas. Después, cuando con la iniciación del día reco-
gíanse en los rincones las sombras, abría de par en
par la ventana y contemplaba el aspecto del patio,
blanquecino y humoso con los vapores del rocío.
Respiraba a plenos pulmones la fresca fragancia
matinal y saturábase de luz, de aire y de silencio.
LA CIÉNAGA 55

Trazaba entonces con los dedos en el paño de los


cristales el nombre de Concha, y ésta era la señal
para empezar sus trabajos.
Pero era en desordenado. Queriendo reali-
ellos
comenzaba a producir estrofas, y
zar todo a la vez,
de pronto dejaba los versos para escribir un capítulo
de la novela, o bien interrumpía ésta para volver
sobre el poema, y acabar al fin por no adelantar
gran cosa en ninguno de sus intentos.
Al principio esta indisciplina de sus facultades no
influyó nada en la prosecución de las tareas. No iba
ahora al casino. Por las tardes paseaba en la soledad
de los campos, donde el aire, poblado ya de un te-
nue aroma de fecundidad, iniciaba el barrunto de la
primavera. Tomaba Durán las lindes de las hojas,
entre habares en flor e inmensas hazas de trigo.
Llegaba a veces hasta las dehesas, revestidas ya de
pompa precoz. Subía a las montañas y desde allí
contemplaba el panorama de la mies y el pueblo
lejano, que con sus tejados rojos, iluminados por el
sol, parecía dormir en una quietud de égloga, de

santa y serena paz.


Notaba Durán en estos paseos que el campo ha-
cía sencillos y apacibles sus sentimientos, y que sus
ideas brotaban con cierto perfume de bondad. Casi
se hallaba entonces feliz, sin inquietudes ni deseos,
tal como si el alma se fundiera en la serenidad del
cielo y en la transparencia del aire. Volvía así a su
casa, tonificado con ese reposo interior, que es el
equilibrio de la firme salud.
56 ANTONIO REYES HUERTAS

Con estas impresiones que traía continuaba al ano-


checer los capítulos de su novela, pero ocurría con
frecuencia que una idea súbita, una imagen poética,
una frase sonora, le el poema e interrum-
recordaban
pía entonces el trabajo por donde empezó, para pre-
ferir los versos, y cuando, por no satisfacerse con

ellos, volvía a la novela, ya las sensaciones de campo,

de cielo y de humana vida se le habían evaporado,


o las encontraba por lo menos débiles y borrosas...
Este mismo desorden de su actividad trájole a la

postre cierto cansancio. Como viese que no adelan-


taba gran cosa, pasados algunos días, la misma fa-

tiga comenzó a poner tedio y laxitud en sus tareas.


Acabó al fin por aburrirse, y para justificar su iner-
cia intelectual dióse a pensar y creer que más que la
realización de sus proyectos literarios le urgía el
cuidado de otros asuntos.
Eran éstos de orden económico, y que ahora de
súbito empezaron a preocuparle. Echando cuentas,
vió que no había sido previsor, y que los recursos
que había traído a Villaluz estaban casi agotados.
Las hipotecas seguían pesando sobre las fincas, las

pobres tierras, esquilmadas por las continuas cose-


chas y la usura. iY cómo andaba la hacienda! Se le
pasaban los meses sin dejando a cuidados
vigilarla,

extraños la administración y desarrollo de los nego-


cios. La pequeña granjeria, cada vez más en deca-
dencia, apenas sufragaba los gastos del arrenda-
miento de la dehesa, de los pastores y de los pien-
sos que exigían los malos otoños.
LA CIÉNAGA 57

Miró el porvenir Durán y se sintió descorazonado.


Había que pagar en agosto vencimientos de intere-
ses, y prometían un año malo los míseros labranti-
nes del terruño. ¡Podía él, en cambio, haber hecho
tanto! ¡Lástima de dinero, malgastado en bagatelas,
en frivolidades, en la vida pródiga del casino, donde
había malogrado su bienestar y su tranquilidad!
¡Y lo peor era que aquello no tenía remedio! En-
tráronle por esto unas zozobras tan grandes y tal
afán de cálculos, que en verificarlos consumía lar-
gas horas. Con el ímpetu de su carácter, quiso apli-
carse entonces por entero al cuidado de sus intere-
ses, y pensó disciplinar su voluntad, su esfuerzo y
su deber para conseguirlo. Así comenzó por madru-
gar con el gañán, con poner atención a las labores
que hacían, con abrir libretas a los pastores para
tomarles cuentas, cosa que hasta entonces no había
hecho.
Su madre y su hermana veían con satisfacción
esta repentina diligencia del poeta, aunque dudaban
mucho de la duración de sus propósitos, dado su
carácter y su modo de ser, tan señorito, como decía
Marina.
Así sucedió. La sobreexcitación de negocios aca-
bó también por convertirse en fatiga y languidez,
hasta llegar a ese estado abúlico de no querer pre-
ocuparse de nada, de dejar sosegado el pensamien-
to, confiando al azar el éxito de los cálculos.
El aburrimiento le hizo volver al casino. Al prin-
cipio con intención de dignificar con su conducta lo
58 ANTONiO REYES HUERTAS

pasado; pero al fin cayó en las culpas que él mismo


se reprendía, venciendo con harta frecuencia la mo-
deración de sus propósitos y sintiendo luego en el
alma el escozor del remordimiento, y como un con-

traste el vano prurito de considerarse invulnerable


y único.
Por lo demás notaba que en
la tertulia del Santo

Sepulcro había para comentarios y reticencias


él

cada día menos velados. Pepe Corcho tomábale al-


gunas veces como blanco de sus crudezas, y los ge*
nízaros le daban bromas de poco gusto. Desquitá-
base él, haciendo gala de su ingenio y de los senti-
mientos hostiles que para casi todos guardaba por
esto mismo.
Con el que mejor convivía era con don Pablito,
que cada día aumentaba sus diatribas contra los
nada prósperos sucesos que desde no hacía mucho
tiempo acaecían en el pueblo. Ligábalos don Pabli-
to a prenotandos de la política, y de ella los hacía
derivar como consecuencia lógica y necesaria.
Traían estos sucesos soliviantadas a las gentes.
Los ricos, acostumbrados desde tiempo inmemorial
a vida muelle y biendichosa de una paz patriar-
la

cal, veían con espanto cómo los campesinos empe-

zaban a organizarse frente a ellos. Diariamente ha-


bía un conflicto. Hoy era el paro forzoso, mañana
el aumento de jornal, al otro día la manifestación
agresiva, al otro el mitin revolucionario contra la
carestía de las subsistencias.

Actualmente era la huelga planteada por los pas-


LA CIÉNAGA 59

tores. La amenaza de dejar abandonados los reba-


ños, si no se accedía a las peticiones hechas por sus
custodios, había traído tal desasosiego a los granje-
ros, que con caras largas y temerosas calculaban las
consecuencias gravísimas que un suceso de tal ín-
dole pudiera acarrearlos.No se hablaba en el casi-
no de Los campesinos habían hecho cau-
otra cosa.
sa común con los ganaderos, y capitaneados por
Perlín, habían ido de majada en majada animándo-
los a la resistencia.
La cosa era seria. Se daba importancia sobre todo
al hecho de no respetar estos grupos a la Guardia
civil que les salió al paso. Preocupados todos, au-

guraban tristes presagios para el porvenir. Luego,


los mismos propietarios, tal vez para dar la impre-
sión optimista a los demás, se esforzaban en demos-
trar que no ocurriría nada, cosa a que asentía siem-
pre don Amadeo. Pero volvían los comentarios, y
sinceridad se derramaba en frases de ira y
al fin la

desesperación. Unos culpaban de demasiado blanda


a la fuerza pública que no hizo una sarracina, otros
culpaban al gobernador de la provincia, que no ha»
bía concentrado más Guardia civil, con lo que hu-
biera bastado para infundir respetos, y todos con-
venían en que la cosa era muy grave, que los tiem-

pos se iban poniendo imposibles y que era necesaria


una política de mucho palo y mucha autoridad para
no dejarse echar encima a la patulea.
Todos se quejaban de lo mismo, de blandura y
cobardía por parte de los Poderes públicos. ¡Como
60 ANTONIO REYES HUERTAS

que de seguir la cosa así, dijo don Amadeo, que no


tenía cuenta poseer ovejas! ¡Casi sería mefor entre-
gárselas a los pastores para que ellos las disfrutasen!
Don Pablito se levantó de la caja del brasero y
fué a colocarse delante de don Amadeo.
— ¿Y qué les dais? —preguntó— ,
¿qué les dais a
los pastores?
— ¡Un dineral! — dijo Pepe Corcho ponderando —
Según éstos, una oveja no les renta a ellos más que
cuatro o cinco pesetas: pongamos cinco, pongamos
diez. Les libran, si son mayorales, veinte ovejas; si
son zagales, diez y seis. Y suponiendo que rentan lo
mismo las ovejas, tenemos de la piara cuarenta du-
ros. Siete fanegas de trigo a cuatro duros, veintio-
cho, que con cuarentá de antes, son sesenta y ocho.
Y aceite y pan y vinagre. Es decir, que un pastor no
puede comer más que migas o gazpacho y queso del
día que le dan de aprisco. Y con una peseta escasa
entre soldada y piara, o aunque sean dos, tienen
que mantener al resto de la familia. ¡Yo me hago
cruces! ¿Cómo vivirán esos campesinos?, me pre-
gunto.
Don Pablito asintió esta vez y echó cuentas. Un
pan rubio valía cincuenta céntimos, un pan blanco,
sesenta. Calculaba él un matrimonio con sólo dos
hijos. Tres panes rubios, 1,50; una medida de acei-
te, veinte céntimos; una libra de patatas, veinte cén-

timos; ganaba un jornalero dos pesetas, y sólo en


pan, aceite y patatas, gastaba 1,90. Quedaban diez
céntimos. ¿Y calzado, y ropas, y luz, y lumbre, y
LA CIÉNAGA 61

jabón, y tantas otras cosas necesarias? ¿Y el día que


no se ganaba el jornal? ¿Pero cómo vivía esta
gente?
Diego el Completo, un labrador acomodado, dió
una palmada en el hombro de don Amadeo:

Diga usted, don Amadeo, usted que dice que
es tan cristianoy reza tanto. ¿Cuando se acuesta us-
ted por noche satisfecho y con tanto de sobra y
la

con su despensa llena de jamones y de cosas bue-


nas, duerme usted tranquilo pensando que hay mu-
chos hombres que medio año no comen más que
pan y aceite y el otro medio año ayunan, porque no
tienen jornal?
Don Amadeo dió un resoplido y levantóse del si-
llón. —¡Vete demonios!— dijo al Completo.
a los
que él tuviese la culpa de los males del pue-
¡Ni
blo que eran generales en todos los pueblos, ni
él fuese el causante de los paros forzosos! La culpa

era de los gobiernos a quienes incumbían estos pro-


blemas y que no se preocupaban de nada. ¡Que hi-
ciesen carreteras y obras públicas donde colocar a la
gente! ¡Menuda carga tenían los propietarios enci-
ma! Ellos al quite de todo. A ellos los repartos de
obreros, a ellos las socaliñas para cualquier necesi-
dad. La petición del cura, la limosna al emigrante,
el chocolate a la parturienta. ¿Sabía nadie lo que se
iba en estas cosas?
—Y lo principaldejas— añadió Pepe Cor-
que te
cho— Los céntimos de
•. Cincuenta y
los sábados.
dos semanas a cien perras chicas para cada dos po-
62 ANTONIO REYES HUERTAS

bres una, son año cincuenta y dos duros. Cin-


al

cuenta y dos soles que en papel del Estado al tipo


de cotización son, aproximadamente, quinientas
pesetas. Quinientas pesetas que al cuatro por ciento
son quinientas veinte. Quinientas veinte que dejan-
do la renta y a un interés compuesto en veinte años
son un capital. ¡Un capital que podía emplearse en
comprar otra dehesa y que sin duda no has compra-
do ya por causa de esos pobres!
Don Amadeo tuvo que forzar la sonrisa:

Si te parece poco, abierto tienes el camino.

¿Para qué? ¿Para dar limosnas? Renuncio al
honor de que me tengan que agradecer esas esplen-
dideces. Además, me parece que ha sido a ti a quien
he oído que la limosna fomenta la holgazanería.
Esos pordioseros piden luego por gusto. Pero sobre
todo la limosna, ¿para qué? ¿Para qué tomarse el
trabajo de darlo poco a poco, con tanto fastidio y
tanto mareo, cuando podía hacerse de un modo mu-
cho más rápido? Todos los pobres se acababan el
día que se dijera: ¡cada pan con su trabajo y cada
peseta con su dueño!...
¡Era para matar a Pepe Corcho! Don Amadeo sol-
tó un taco y vió que los genízaros se debatían con
don Pablito acerca de la acción que en el males-
tar de los pueblos debían ejercer los gobiernos.
El abogado decía que había que empezar por
abajo, por los cimientos, para edificar sobre se-
guro. La guardia caía sobre él con una algarabía
de gallinero.
LA CIÉNAGA 63

Movió la cabeza el político, animando a sus hues-


tesy don Pablito se revolvió contra él.
— ¿Pero qué son los gobiernos, hijo? ¿Quién
apoya a esos gobiernos? Pues los que dan desde
abajo el empujón con que se mueve el engranaje de
arriba. Lo que es Zutanito aquí, pongo por caso
— él no citaba nombre —es en Madrid el presidente
;

del Consejo de ministros. Zutanito no se preocupa


aquí mas que de una cosa: de seguir mandando con-
tra viento y marea para que los conservadores no
entren en el Ayuntamiento. El presidente no se
preocupa en Madrid más que de lo mismo: de que
no se sienten en el banco azul. Y los gobernadores,
los subsecretarios, las mayorías encasilladas le dicen
al presidente que lo hace muy bien. Lo mismo que
hacen aquí con Zutanito —y no
hago alusiones el —
secretario del Ayuntamiento, el empleado de consu-
mos, el municipal y el escribiente... Yo no sé si lo
creerán así, pero lo dicen. Lo que si sé es que el
presidente y Zutanito, a fuerza de oírlo, acaso llegan
a creérselo, y en vez de retirarse a hacer penitencia,
que es lo menos que debían hacer, siguen erre que
erre sacrificándose por el prójimo...
Don Amadeo acarició su barba y no contestó.
Mezclóse con los genízaros que, engrandecidos con
la atención que venía a prestarles el prohombre, le
hacían mil preguntas y observaciones para demos-
trarque hacían mal los que defendían a los revol-
tosos.
—Por lo que toca a los pastores— sentenció don
64 ANTONIO REYES HUERTAS

Amadeo — , la cosa puede arreglarse. ¡Qué levamos


a hacer! No es cosa de por peseta más o menos de-
jar sin comer a tantos padres de familia...
Eructó como para dar a estas generosidades ma-
yor solemnidad.
— Pero en lo —
que respecta a los campesinos aña-
dió—yo no le veo solución. El fondo del problema
está en que Villaluz tiene más personal del que bue-
namente puede sostener. Es una población que de-
biera tener cinco mil habitantes y tiene quince mil.
Y no hay solución.
claro,

¿Que no hay solución? \Y muy sencilla! Para
que los cinco mil que no necesitan de vosotros pue-
dan vivir a gusto, se matan los otros diez mil que
sobran. ¡Imbéciles! ¿Por qué no se suicidarán ellos?
Vamos a ver, ¿qué gusto le sacan a una vida perra
y arrastrada, cuando se podían morir con la satisfac-
ción de veros contentos, gordos y lucidos?
Era Pepe Corcho. En un rincón, con la botella
de coñac delante, iniciaba aquella grosera y regoci-
jada verbosidad de la embriaguez, a que habttual-
mente se entregaba a aquellas horas.
Don Amadeo se volvió, esta vez indulgente y en
tono amistoso:
—Déjate de bromas y discute una vez en serio.
Quiero decir que la solución que ellos piden no hay
posibilidad de ponerla en práctica. Ocurre, además,
que estos diez mil obreros de Villaluz no saben tra-
bajarmás que en el campo y no hay campo para
todos...
LA CIÉNAGA o5

— ¡Que sí, hombre, que tienes razón! Cuando yo


me pregunto quién tiene la culpa de que esos obre-

ros no sepan trabajar mas que en las faenas del


campo, el sentido común me dice que ellos, y sólo
ellos. Ellos tienen la culpa de haber nacido en un

pueblo donde la inmensa mayoría del término son


dehesas. Ellos tienen la culpa de que estas dehe-
sas no se labren y que el dinero que rentan estas
dehesas no se emplee en otras cosas que en comprar
nuevas dehesas, donde entrar un arado es como
arrancar una muela al propietario. Ellos tienen la
culpa de que en el pueblo no haya una fábrica, pu-
diendo haber tantas, de que exportéis lanas en bru-
to, teniendo tanta agua; de que exportéis las pieles

para traer curtidos, de que vendáis las grasas para


comprar jabón. Y esta gente que cuando se la ha
empleado no ha hecho otra cosa que hacer toriles
en las dehesas, esquilar ovejas, coger aceituna, sem-
brar y segar, tiene la culpa de no haber aprendido
otra cosa. Se me ocurre que alguno de ellos ha de-
bido aprender el chino, en previsión de que puedan
ocuparle en dar lecciones a domicilio y no roerse
los codos de hambre, Vaya una ocurrencia no sa-
i

ber más que el arache caracha! ¿No comprenden


ellos mismos que así sobran brazos y bajan los jor-
nales? Ellos piden tierra. Los que tienen tierra ni la
labran, ni la dan para que otros la labren. ¡Pues que
se fastidien! ¡Ay saboyano! Debiera venir una especie
de ángel exteruiinador, como aquel que cayó a los
egipcios, que hiciese una señal en vuestras puertas,

5
66 ANTONIO REYES HUERTAS

como a las de los hebreos, para respetarlas, y en una


mañana todos esos campesinos amanecieran deca"
pitados. ¡Qué a gusto entonces!, ¿verdad? Con vues-
tras ovejitas, con vuestros graneros, con vuestro pa-
pel del Estado. ¿Eh? ¿Te gusta el programa o no te
gusta?
Don Amadeo le mandó a la porra, con aplauso del
juez municipal, que descompuso con una mueca so-
lemne la impasibilidad majestuosa de su rostro. Ex-
tendió las dos manos protectoras y sentenciosas:
]con Pepe Corcho no se podía discutir en serio! ¡A
él le podían ir los campesinos con sus exigencias!
— ¿Pero tú crees que la razón y el sentido común
todos los escalfan como tú en algunas de tus sen-
tencias? ¡Y a lo menos creerás tú que las ideas se es-
cachi porran!

¿Que no se escachiporran? ¡Que hubiera veni-
do más Guardia civil a ver si esos grupos iban como
han ido a las majadas!
—¡Pues claro que hubieran ido! ¡Y lo peor es que
acaso la Guardia civil fuera delante de ellos para
darles más fuerza! ¡Y, además, eso es lo que faltaba,
que encima les apalearan!

iNo se hacía nada de más!
— ¡Vamos, tú los degollarías!
— algunos,
¡A Los haría entrar en vereda.
si!

jPues qué he de hacer sino cumplir con los deberes


de mi autoridad!
Pepe Corcho se levantó como tocado por un re-
sorte.
LA CIÉNAGA 67

— ¡Chiquillo! ¿Qué has dicho? ¿Tu autoridad?


]Aquí — añadió, señalando a don Amadeo — no hay
más que el dios del Olimpo! ¡Vosotros sois unos
simples parias que vais haciendo la rueda al pavo
real!
Ahuecó la voz y abultó el vientre imitando la figu-
ra y por un momento se vió al juez municipal teñir-
se de un livor tan siniestro y agresivo, que todos te-
mieron un escándalo.
Recomendó calma don Amadeo, y por primera
vez en toda la tarde se acercó a Durán. Escuchaba
éste la discusión como distraído. Se aburría. Por el

pensamiento del poeta vagaba la consideración de


la esterilidad de aquellas disputas. ¿A qué discutir
tanto, si de laspolémicas no brotaba el deseo ínti-
mo de hacer noble y fecunda la verdad? ¿Es que en
aquellas discusiones querían los hombres hacer luz
para reformar su vida y hacerse buenos? ¡Palabras,
nada más que palabras y un prurito en todos de jus-
tificar los propios actos!
—Vamos a ver — dijo adulador don Amadeo a
Durán—, usted que es hombre de buen criterio, va a
darme su parecer sobre mis opiniones...
Y explicó a Durán éstas. En el fondo había algo
de verdad en lo que decía Pepe Corcho, pero la
causa principal de todo, la idea madre, la génesis,
era la mala educación del pueblo. Todo se arregla-
inculcasen a los campesinos buenas ideas.
ría si

Durán se encogió de hombros, como significando


uaa duda, y el político se sorprendió:
68 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¿Pero usted no creelo así?


—Yo repuso Durán —soy pesimista. Había que
aclarar primero qué ideas son las buenas. Pero así y
todo, los hombres hacen lo que quieren de sus
ideas: o no se acuerdan de ellas, o las amoldan a
una cómoda interpretación. En España hay un pro-
blema de gobierno y los que gobiernan dicen que
tienen buenas ideas. En los pueblos hay un proble-
ma de administración y los que administran también
tienen buenas ideas. Como ve usted, el problema es
de voluntad, de querer hacer, de comprender con
sinceridad el sentido del bien...
Den Amadeo dudó a su vez. Esas razones eran
altas metafísicas especulativas, vaguedades y rece-
tas que servían para todo. El iba a lo que se tocaba,
a lo que diera resultados prácticos e inmediatos
para sostener el equilibrio social. Porque no era ya
la cuestión de jornales, ni de huelgas, ni de peseta

más o menos, era que ya se quería subvertir todo el


principio de autoridad, el respeto a las leyes y el
sostenimiento del orden...
— —
¿Pero qué es el orden? replicó Durán — Por-
.

que usted no sale de un círculo vicioso. Había que


aclarar también antes qué es eso del orden. Mire us-
ted un ejemplo vivo: Va usted a un pueblo y pre-
gunta: —¿Quién es el jefe de este pueblo? —¡Don
Fulano! —¿Y qué ha hecho don Fulano para ser el

jefe? ¿Se distingue por su talento? ¿Brilla por su


virtud? ¿Ha hecho alguna hazaña heroica? —
¡Ah,
no, señor! — Pero entonces, ¿qué ha hecho don Fu-
LA CIÉNAGA 69

laño? —¡Nada! —¿Pero en el pueblo no hay perso-


nas más capacitadas que don Fulano? — Sí, señor,
pero don Fulano tiene mucho mucha gen-
dinero y
te a su servicio y nadie puede con don Fulano.
— Bueno, y don Fulano, al mandar, ¿se ha propuesto
un fin generoso? ¿Ha ido con el fin de desvelarse y

sacrificarse? ¿De tomar sobre sí la carga abrumadora

de trabajos, de deberes y de responsabilidades?


— ¡Ca, no, señor!, don Fulano al querer mandar, no
lleva otros fines que satisfacer una vanidad y hacer
invulnerables sus intereses. —¿Y cómo gobierna
don Fulano? —
Nombra un alcalde que es un testa-
ferroy él manda desde la barrera. El interviene en
la justicia, en los empleos, en las elecciones, en los
repartos. Las funciones públicas son menesteres
subalternos de su voluntad. El es el amo, en una
palabra. Por lo demás, don Fulano ni mata a nadie,
ni roba a nadie, lo más que hace es ocultar al Esta-
do dos mil fanegas de tierra y amillarar cien ovejas
de las cien mil que tiene. Pues bien, don Amadeo, si
a ese don Fulano le pregunta usted qué es el orden,
dirá que el seguir así, sin que nadie turbe su hege-
monía. Pues eche usted ahora una ojeada y verá
que, salvo rarísimas excepciones, en cada pueblo
de España tenemos el mismo caso. A eso llaman
mantener el orden. Y yo le pregunto a usted ahora:
¿Es esto el orden? ¿Vale la pena sostener esto? Por-
que yo no sé qué bolcheviquismo es peor, si el que
está organizado desde arriba, o el que se levanta y
protesta desde abajo.
70 ANTONIO REYES HUERTAS

Don Amadeo volvió a acariciar su barba, desilu-


sionado.
— ¡Caramba! —dijo — . ¡No creí que fuese usted tan
demoledor!
Durán hizo un gesto de indiferencia y salió del
casino.
Desde aquel día, observó el poeta que don Ama-
deo, siempre que podía, le hurtaba el cortés sa-
ludo.
VII

Con la cabeza entre las manos, los codos sobre


la mesa, triste, exangüe y como aplas-
silencioso,
tado por un peso insoportable, Durán meditaba
sobre la honda, la terrible humillación que había
evitado a tiempo la carta de Concha.
Al fin se levantó tambaleándose y, ansioso de
respirar, abrió la ventana del patio. El cielo de la
noche daba una sensación fría, con un color fulvo,
de acero, donde parpadeaban algunas estrellas con
un fulgor mortecino. Corría un aire suave, pero de
nieve, que estremecía las copas de los naranjos.
Recortada en el cuadro de luz que emergía del des-
pacho, se dibujaba en el piso del patio la sombra
de Durán con formas negras y extrañas. Tocaba los
troncos de los árboles donde semejaba recostarse y
se encogía y alargaba con las oscilaciones de la lám-
para eléctrica que la fresca ventolina balanceaba so-
bre la mesa...
Sonrió ferozmente... La propia dignidad, herida
en lo que más dolía, golpeaba con ímpetu su cora-
zón, levantándole soberbias arrogancias. Por un
momento paladeó su propia derrota con un gesto de
cruel vanidad.
72 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¡Está bien! — exclamó mentalmente.


Se sentía ahora, de pronto, como más fuerte y re-
mozado.
— —
¡Yo soy, yo! volvió a exclamar en un arran-
que de íntimo orgullo.
Y se dió a imaginar cuál había de ser su conduc-
ta en el porvenir. Porque él, en su actitud de héroe
incomprendido, no admitía para lo sucesivo otra
manera de comportarse que el ejercicio de una alti-
va indiferencia y el piadoso desdén que su supe-
rioridad pusiese sobre las pequeñeces ajenas. ¡Libre
ahora en realidad! ¡A seguir su ruta excelsa de ele-
gido y predestinado!...
Pero en seguida le invadió otra vez una ola de
desaliento.
¿Y todo eso con qué fin? ¿Cuál había de ser
el término de sus anhelos y el estímulo de sus as-
piraciones? Esa libertad significaba la pérdida de

Concha, y el recuerdo de Concha tenía ahora para


él una dulzura nostálgica, atrayente e irresistible.

Sentía su alma totalmente empapada del amor de


esta mujer y ni, aun como cosa posible, podía ima-
ginar en el rumbo de su vida futura un olvido man-
so y silencioso...Todo le hablaría de ella: los días
de noches invernales, los lugares románti-
sol, las

cos del pueblo, los dulces caminos solitarios que


había recorrido tantas veces con ella. ¡Cómo había
de recordar el eco querido! ¡Cómo había de echar
de menos el concierto de su propia vida en la ato-
nía estéril de su nueva infelicidad! ¡Paz, música,
LA CIÉNAGA 73

canciones, alegría fecunda del amor, ¿habría nada


de esto sin Concha?
Algo así como un aire que se colaba de pronto
en el despacho le hizo volver la cabeza rápida-
mente.
Perlín, encorvado delante de él, sonreía en silen-
cio, mirándole con cierta lástima.
— ¡Bien podías avisar! —
exclamó Durán con agrio
mal humor.
— —
¿Te has asustado? preguntó Perlín ¡No — .

tendrías nunca miedo si estuvieses a bien con tu


propia conciencia! ¡Alfonso, ha llegado tu hora!
¡Resucita!
—¿Pero qué dices?
—Lo sé todo —continuó Perlín — . Es público ya
que padre de Concha ha dado por terminadas
el

tus relaciones. Yo vengo a felicitarte por ello.


Durán, lleno de ira, miró a Perlín amenazador.
— Serénate — recomendó el estudiante
le Con- — .

cha no te convenía a ti. Tú no eres tampoco para


ninguna mujer. Los sucesos se han encadenado
para que quedes libre y seas puro, siguiendo tu vo-
cación. ¡Véngate!
— ¡Véngate! ¡Sé puro! ¡Tu vocación! ¿Pero te
quieres explicar de una vez?
Perlín cogió de la mano Durán y por la ven-
a
tana abierta con aire sigiloso.
le llevó al patio

— ¿Ves esta tierra?-— le dijo—. ¡Ella ha de ser tu


prometida! ¡Sagrada es y es madre! ¿No la sientes?
¡Habla y se queja! —Y Perlín se arrodilló, besando
74 ANTONIO REYES HUERTAS

el con efusión
suelo —
¡Tierra bendita, madre
.

triste, yo
que entiendo el dolor de tus entrañas

Por sus ojos corrían abundantes lágrimas y sona-


ba su voz cavernosa, llena de temblores. Durán no
sabía qué pensar de esta rara ideología de Perlín
que, sin comprenderla, le impresionaba muy hon-
damente.
—¡Pero tú, triste madre!...

No terminó la frase el estudiante, porque un


golpe de tos, que le hinchó el rostro, ahogó de
pronto sus palabras. Jadeante y extenuado, Perlín
se llevó las manos a la frente.
—¡Vamos dentro!— exclamó, viéndole así Du-
rán — . ¿No tienes frío?
—¡Yo siempre tengo frío! —respondió, fúnebre,
Perlín—. Lo sé también y hace tiempo que lo pre-
sentía. ¡La muerte me ronda! ¿Pero qué más da?
Sus ojos azules, mientras decía esto y entraba en
el despacho, se empañaron con un velo sombrío.
Durán pensó:
— ¡Sientes pavor del más
el allá!

—No niego— contestó, adivinándolo, Perlín —


lo
Y no sé explicarte lo que siento. ¡Pensar que no sé
dónde he de hundirme y que aquí, en el mundo,
ha de seguir todo igual! ¡Que vendrán los días bue-
nos, llenos de sol y estarán los campos floridos y
se divertirán las gentes, mientras yo esté pudrién-
dome! Y cuando pienso esto, ¿lo oyes?, todo me
importa nada, nada me interesa y a todo tengo
rencor...
LA CIÉNAGA 75

— ¡Pobre! —volvió a pensar Durán.


—¿Pero qué más da, y cabo, hoy que
al fin al

mañana?— reanudó Perlín — ¡Tú también has de


.

morir, Alfonso! Es el consuelo que queda: saber con


certeza que más tarde o más temprano todos habéis
de hacerme compañía en el silencio. Después de
todo, ¿qué es mejor: morir o vivir? ¡La muerte
guarda el secreto de la felicidad!
—¿Pero y después?
— ¡Después! ¿Crees tú que después?:..
La duda y el misterio se posaron en los ojos de
los dos jóvenes.
—Escucha— dijo Durán — Yo : creo que si todo
el dolor de la Humanidad es estéril es un crimen
que nos hagan nacer. ¡Luchar tanto, sufrir tanto,
afanarse tanto para tener delante sólo interrogacio-
que nun-
nes! ¡Anhelar tantas bellas cosas para saber
ca jamás las alcanzaremos y que todo el estímulo
de la vida no tiene por delante más que la certeza
de la enfermedad y el dolor y como respuesta últi-
ma una negación o un enigma! Es horrible, ¿ver-
dad? He ahí una razón que lleva mis pensamientos
hacia la cruz...
La conversación tomaba un giro demasiado serio.
Perlín, encogiéndose de hombros y como des-
preocupándose, preguntó a Durán:

¿Te decides por fin?
—¿Pero a qué?

¡A venirte conmigo! ¡A ser puro! ¡A resucitar
esta tierra nuestra!
76 ANTONIO REYES HUERTAS

—Y dime: si todo es así como tú dices, ¿para


qué esa lucha? ¿Qué me importa a mí todo sino yo
mismo? ¿Para qué esa pureza? ¿Qué adelanto con
aumentar mis sufrimientos, mis contrariedades y mis
fatigas? Si todo acaba como tú crees, ni tú, ni tu
pureza ni todos tus campesinos me importan nada.
¡Todos estáis fuera de mí!
Perlín apoyó sus manos en los hombros de
Durán.
— Atiende — le dijo — . ¿Has penetrado alguna vez
dentro de mismo? ¿No has notado que esa vida
ti

tuya te la niegan otros? ¿Qué debes tú a esta socie-


dad sino dolores, incomprensiones e injurias? Tú
habrás pensado muchas veces en tu corazón que
tienes condiciones para ser lo que son otros. ¿Por
qué no lo eres? ¿No te ha avergonzado alguna vez
la inferioridad en que te colocan respecto a otros

que valen mucho menos tú? Pues bien; yo te digo


ahora: ¿qué te importa a ti todo eso que, no sólo no
está contigo, sino que está contra t i? Si vives por ti
sólo, ilucha y rebélate!
Durán sonrió escéptico, sin comprender clara-
mente el alcance de las palabras de su amigo. Este
volvió a adoptar el tono sigiloso con que antes
le llevó al patio, y con los ojos iluminados le ex-

plicó:
— Dime, Alfonso: aunque todo esto se destruya,
¿qué se pierde? ¿Pierdes tu paz, tu espíritu y tu
perfección? ¿Se pierde la justicia? ¿Se pierde algún
bien positivo? ¡No se pierden más que los privile-
LA CIÉNAGA 77

gios absurdos de una casta! Se pierden sólo las


aberraciones que ha creado en el mundo la ley del
dinero. El dinero de ellos está contra ti. Su dinero
es el que te sale al paso en todas tus aspiraciones.
Te hace inferior, te incapacita, te humilla, te vili-

pendia. ¿Por qué defiendes tú entonces esa ley del


dinero? Ese dinero, ¿va a ser para ¿Hacen ellos
ti?

acaso buen uso de él? ¿No has que son ellos


visto
los que te odian, los que te calumnian, los que por
todos los medios procuran anularte para que no
seas como ellos? ¡Odíalos, Alfonso! El odio siquiera
hará que te respeten y que te teman. ¡Paga en la

misma moneda! ¡Ellos sí que saben vivir! ¡Como


lobos rabiosos defienden ellos sus preeminencias,
sus privilegios, sus prerrogativas de ricos! ¡Como a
lobo rabioso hay que acorralar al dinero en sus cu-
biles con el mismo odio! ¡Tierra querida, ya que el
odio de los ricos te hizo maldita, que sea el odio
de los tristes lo que te purifique!
Se sintieron pasos y Perlín calló, mirando a la
puerta con recelo . Marina apareció, trayendo con
su presencia un aroma de alegría y de juventud.
— ¿Cómo tenéis esa ventana abierta con el frío
que hace? Venios allí, a la sala, y cenaremos ya. Per-
lín es de confianza.

Su voz cristalina templó la tensión nerviosa de


los dos jóvenes, que la siguieron en silencio por el
cuerpo de casa Perlín atendía con interés a los
.

movimientos de Marina, que hizo resbalar la ca-


milla y extendió el mantel. El ruido de platos, el
78 ANTONIO REYES HUERTAS

tintineo de copas, y de cucharas parecían ahuyentar


el eco de las anteriores estridencias del estudiante y
dejar en su ánimo una grata sensación de tranqui-
lidad familiar. Admiraba Perlín el busto erguido y
arrogante de la joven, sus formas llenas de gracia y
la rara sencillezcon que iba vistiendo la mesa. So-
bre el limpio mantel se desvaían los tonos granates
del vino y el color, ligeramente azulado, del agua
fina y transparente.
—¿Quieres cenar con nosotros, Perlín?— preguntó
Marina.
El rostro, anteriormente demudado del estudian-
te,serenóse con una sonrisa de gratitud y en sus
ojos azules vagó una expresión de leve dulzura.
Repentinamente, sin embargo, volvió a arrugar
el ceño, dió un suspiro y se despidió.
Lo comprendió Durán:
— —
He ahí— se dijo un hombre que odia todo y
que, sin embargo, amaría a Marina.
Pensó que nunca podría sacar nada en claro de
lo que hablaba con él. En realidad, ¿cuáles eran
las ideas de Perlín? ¿Qué quería con aquellas exal-
taciones súbitas y aquellos sentimientos terribles,
tan llenos de pasión y de sinceridad? No obstante
notaba Durán que aquella incoherente y extraña
ideología de su amigo le producía siempre una viva
inquietud.
—Está cada vez peor, ¿no es verdad? preguntó —
Marina, coincidiendo con el pensamiento sobre
Perlín.
LA CIÉNAGA 79

Durán asintió con la cabeza y se sintió abrumada


de cierta pena.
—¿Y por qué tendrá siempre ese humor tan raro?
— continuó Marina — Dicen que anarquista y
. es
que siempre predicando contra
está los ricos.
— ¡Todo cuanto haga acaso sea poco! —replicó
Durán
—¿Pero tú también eres de esos? ¿Por qué te pa-
rece bien lo que él hace?
Durán se extrañó de sí mismo más que de las

preguntas de su hermana... Se le ocurrió pre-


guntar:
—¿Cómo debemos pagar el mal que nos hacen?
— ¡Con bien! — respondió Marina.
Durán dudó:
— ¿Y si el bien para doblar nuestro mal?
sirve
Marina sonrió indecisa:
— ¡Se paga con doble bien!
Su hermano movió la cabeza:

¿Y dónde está el bien? ¿Qué es el bien? ¿Está
en nosotros mismos? Tiene razón entonces Perlín
cuando dice que hay que destruir todo para vivir
nuestra propia vida, que se ve impedida por los de-
más. ¿Está el bien en los demás? Yo te pregunto
entonces: ¿qué hay que hacer para encontrar ese
bien? Yo no lo he conocido nunca: ni cuando
fui bueno, ni cuando fui malo. Yo no he hallado
en el mundo mas que dos cosas buenas: madre
y tú...

—¿Y Concha, no?— preguntó de repente Marina.


80 ANTONIO REYES HUERTAS

¡Concha! Se le iluminó de pronto el alma a Du-


rán y una tristeza inmensa le subió a los ojos.
—¡Concha también! Pero Concha... Concha la
he perdido! ¿No lo sabes?
Y Durán se echó a llorar como un chiquillo.
VIII

Perlín tomaba en serio las ocurrencias de Durán


y se enardecía, como siempre que se inquietaban
sus raras ideas sociales. Caminaban los dos, cogi-
dos amigablemente del brazo, atravesando las ca-
lles del pueblo, llenas de sombra y de rumor. No

se habían encendido aún las luces eléctricas y, a


juzgar por la hora, se temía fuese aquello uno de
los frecuentes apagones de la fábrica.
Perlín explicaba a su amigo extrañas teorías que
iba a desarrollar el conferenciante que habían traído
de Madrid los campesinos. Exponía una solución
radical del problema de la tierra y, combatiendo el
régimen de propiedad, fustigaba, como siempre,
la conducta de los ricos del pueblo. Durán, sin

interesarse gran cosa por las lucubraciones de Per-


lín, le contradecía bromeando, como si se gozara

en avivar aquella noche la irritabilidad del estu-


diante. Ya, viendo que los nervios de Perlín se des-
bocaban, procuró desviar la conversación hacia te-
mas más agradables.
Había salido en tanto la luna y en las esquinas
de las calles que iban atravesando empezaron a for-

6
82 ANTONIO REYES HUERTAS

marse corros de mozos y de mozas, que bailaban


alegres al son de las guitarras. En las ruedas había
cánciones juveniles, coplas amorosas, aquellas to-
nadillas melancólicas de los antiguos cantares. Vo-
ces de niñas que dialogaban a coro los terribles
tormentos de Delgadina y las sencillas ternezas de
las princesas enamoradas. Música dulce, balbucien-
te y sentimental, que envolvía a Villaluz en un aire
de ingenuidad primitiva.
mozos, destapó de
Perlin, viendo bailar a los
repente de sus truenos. Se irritaba contra
la caja

ellos, porque, indiferentes a los problemas del


mundo, no acudían a las conferencias del propa-
gandista. Duránreía y Perlín, más enardecido con
esto, enfurecíase con su amigo.
— —
Tú debieras aprender música le dijo jovial
Durán—. Nada hay como ella para amansar los
sentimientos. Si todos tuviéramos veinte años y
una novia no había en el mundo problemas so-
ciales. ¿No has tenido tú nunca novia, Perlín?
Soportaba el estudiante con mal humor estas tri-
vialidades del poeta. Este notaba aquella noche por
una rara contradicción que un regocijo inexplica-
ble borbotaba trémulo en su alma y que tenía ga-
nas de reír, de charlar, de juntarse al coro de los
chiquillos y cantar con ellos el romance de Blanca
Flor.
— Ven, Perlín, vamos a pasear esta parte del
pueblo...
Tiraba de él suavemente, venciendo la débil re-
LA CIÉNAGA 83

sistencia del estudiante, que alegaba la proximidad


de la hora de las conferencias. Durán, desenten-
diéndose, le hacía el panegírico de Villaluz, del as-
pecto que tenían aquellas calles, llenas de rincona-
das, con ventanas salientes y rejas de florida forja.
En la semipenumbra de la iluminación lunar, por
las puertas semientornadas salían resplandores dé-
biles del interior de las cocinas, con el humo pi-
cante de las chorabascas y los tocones de retama.
— Olor a pastorela, ¿verdad? — preguntó Du-
rán — . Mira, ¿quieres que te haga, a estilo de Don
Quijote, la pintura de edad de oro de Villaluz?
la

Imagínate aquel pueblo, en la paz de los campos,

en un anochecer de invierno. Los caminos llenos


de grupos y de cantares. ¡Una fiesta en aquel pue-
blo! Veías los hombres vestidos de calzas y calañés

y las mujeres con aquellos refajos de lino, curada


la hilambre en casa y tejida en aquel telar que te-

nía la tía Petra la Urdiera. ¿Te acuerdas? Nos aso-


mábamos de chicos a la ventana y cantábamos el
teje, teje, al compás de aquellos hilos que se cruza-

ban. ¡Una noche, en familia, al calor de la lumbre!


Yo recuerdo siempre una cocina de la madre de
una criada que nosotros tuvimos: una cocina que
tenía llares en la chimenea, una tarima de casta-
ño, unas esteras colgadas y entre las esteras y la
pared asomaban los rabos de las cucharas de cuer-
no. ¿Te acuerdas de entonces, Perlín? Por este
tiempo vendían de noche los borregos y por la
mañana temprano los medio-cuartillos de leche. ¿Y
84 ANTONIO REYES HUERTAS

qué música, eh? ¡Quién me compra medio cuar. .

tillo de leche.., a! ¿Bonita, verdad? Parecía el prin-


cipio de: Esta noche no es noche... |Ya no la can-
tan en la rueda! Y Durán, evocándola, se puso a
cantar:
—Esta noche no es noche,
señor alcalde,
de quitar a los mozos
que ronden tarde.
¡Abrela,
morena, la ventana;
ciérrala,
morenita del alma!


Dime, Perlín, ¿no es esto mucho más bonito
que ir ahora al centro a oír las tonterías que diga
un señor, que dicen ha sido zapatero, tiene barbas
hirsutasy calva vulgar?

¡Es un sabio!— ponderó enfático Perlín.

¿Un sabio? dudó Durán — Tal vez, pero yo— .

no puedo hacerme a tomar en serio a un zapatero


que arrima sus zapatos para meterse a predicar,
como el jefe de los cuáqueros. Me acuerdo del tío
Cruces, cuando le cantábamos:

¡Zapatero,
vinculero,
remendón!

No terminó Durán, porque la hilaridad que le

acometió de improviso irritó a Perlín sobremanera.


Desembocaban entonces en la plazoleta del Con-
vento de las Clarisas. El efecto de luz que ofrecía
LA CIÉNAGA 85

la torrre, dando la luna sobre los azulejos que la re-

vestían y el aire de misterio que rodeaba a esta igle-


siaen la vaga claridad de la noche, entusiasmaron
a Durán.
—¿Quieres que entremos? —preguntó de impro-
viso.
—¿Yo?—respondió huraño Perlín— ¿Para qué? .

Quedó silencioso y y triste, dijérase que sus ojos


vagaban suspensos en alguna visión lejana y dulce.
— ¡Los ricos —
rompió luego animándose no —
creen en nada. La religión es para ellos un criado
más. La consideran para su servicio y piensan que
Cristo no vino al mundo más que para redimir a
ellos y aumentar su capital. Yo no puedo amoldar-
me como tú. A mí me crispa que, en vez de manse-
dumbre, el clero no predique la viril indignación...
Pero el clero ha de vivir de la limosna de un esta-
do de ricos y de la piedad de una grey de ricos. ¡To-
dos somos esclavos del dinero! Por lo demás, la
idea que tienen los ricos de Cristo es que hay que
protegerlo, porque así conviene a su propiedad.
¡Creen que le hacen un favor, porque van a la igle-
sia!.

— ¡Eres atroz! — exclamó riéndose Durán.


Temeroso de las exaltaciones de su amigo, guar-
dó, de propósito, silencio, viéndole sonreír también
callado y olvidadizo. Siguieron paseando por las
calles, alborozadas con las jotas pespunteadas en
las bandurrias. De todas las plazoletas venía el eco
de coplas femeniles y el dejo lastimero y saudoso
86 ANTONIO REYES HUERTAS

de las tonadas de la gañanía, que cantaban los mo-


zos ronderos.
Llegaron al centro y Perlín empujó la puerta.
Una bocanada de aire cálido y sofocante los repelió
al entrar en el amplio salón, que llenaba ya por
completo la multitud de campesinos. Había un
murmullo denso y ensordecedor en que las voces
se apagaban unas a otras.Los campesinos discu-
tían, gesticulaban y, a gritos, llamábanse a través
del humo encima
del tabaco. Saltaban algunos por
de los bancos y, al caer, proferían interjecciones
que celebraban los demás con grandes risotadas.
Este conjunto espeso, abigarrado, lleno de va-
por de cuerpos y gases de carburo, contrarió gran-
demente a Durán, que se sentía de pronto decep-
cionado.
—¿Qué me importa a mí todo esto? —se pregun-
tó al quedarse solo, viendo que Perlín le abando-
naba entre la multitud, yéndose al escenario para

hacer luego la presentación del conferenciante.


Con esta idea empezó a hallar desagradable todo
lo que y el motivo
veía: los tipos, las caras, el lugar
de aquellas conferencias. Se imaginó que el hom-
bre aquel, calvo y ordinario, que iba a ilustrar a
los campesinos, echaría mano de los tópicos mani-
dos de la cuestión social. Expondría lo mismo que
él había leído en los libros y, al igual que Perlín,

partiría de hechos aislados para tronar contra los ri-


cos. De principios, de ideas, de teorías científicas,
¿qué iban a entender aquellos campesinos que ape-
LA CIÉNAGA 87

ñas sabían deletrear la cartilla? Sin poder evitarlo,


recordaba la grotesca figura del tío Cruces, calvo
también como el conferenciante, y pensó que al ir

allí a escuchar aquel hombre, estaba haciendo el ri-

dículo.
No le fué posible sustraerse ya a esto, y Durán
salió del salón a la calle .Respiró como libre, cuan-
do le dió en el rostro el aire de la noche teñido de
luna.
Se embargo, inquieto y destem-
sentía ahora, sin
plado en aquel buen humor que tuvo antes. En si-
lencio meditaba sobre las terribles ideas que con-
movían al mundo y habían llegado a los rincones
más apartados de la tierra. No veía con claridad
entre tantos sentimientos contradictorios que turba-
ban sus propias ideas. Pensaba en las noticias que
la Prensa publicaba respecto a Rusia y en la mane-

ra cómo funcionaban las organizaciones de aquel


país lejano y misterioso.
— ¿Y el corazón? —se le preguntó — . ¿Qué se
hace del corazón?
Sin saber por qúé, sentía él una viva inquietud.
Se imaginaba que tal vez muy pronto podía ocurrir
en España una cosa parecida a lo de Rusia. El aire
de la revolución soplaba a grandes bocanadas so-
bre las tierras españolas. El problema agrario anda-
luz y el problema extremeño se agigantaban cada
día más pavorosos. En Barcelona caían diariamente
asesinados varios patronos. La revolución se toca-
ba, se respiraba ya en todas partes.
88 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¿Cuál será
lo mejor —
se volvió a preguntar
esto o lo que venga?
Concibió Durán hecha la mudanza. Se vió traba-
jando en el campo, en los talleres, o en las fábricas,
como aquellos campesinos que él había visto en el
centro, de barbas ásperas y carnes prietas, que
eructaban, no se lavaban nunca y hacían gala de
la tosquedad y de las palabrotas.

—¿Será verdad lo de Rusia?


Instintivamente pensó entonces en Concha con
una celosa intranquilidad. ¡Concha la blanca, la
fina, la distinguida, podía pertenecer a uno cual-
quiera de estos campesinos sucios e ignorantes, de
sentimientos rudimentarios!
Ya no pudo, aunque quiso, meditar serenamente
sobre las teorías de Perlín, acerca de las ideas mo-
rales.¿Es que no habríá principios inmutables, ni
intuiciones naturales del entendimiento? ¿Nada era
verdad? ¿Nada era eterno? Todos los sentimientos det
hombre, ¿eran producto de las ideas económicas?
Fuera como fuera, Durán se rebelaba a admitir
un nuevo concepto del amor. Se le quejaba algo
muy recóndito y muy suyo, que tenía para él el as-
pecto de una belleza ideal.
Ya le pareció todo el sistema comunista de Per-
lín un panteísmo monstruoso en que se apagaban

las lumbres fragantes de la poesía. La poesía era

Concha y Concha era la ilusión, la vida, la música


eterna del eterno amor y este amor era exclusivo de
su corazón.
LA CIÉNAGA

Durán miró entonces al cíelo. Le parecía que la


noche estrellada y serena alentaba estos pensamien-
tos. Pensó que aquel mundo, lleno de luces miste-
riosas, le hablaba de aquella vida inmortal y pura
de sus anhelos. Sintió por esto mismo en su cora-
zón un alivio, una ligereza, una falta de peso como
si lenaciesen alas invisibles y volase por aquella
transparencia al encuentro de los luceros.
Otra vez se volvió a sentir optimista. En la leja-

nía de su porvenir habían de llegar noches coma


éstas, perfumadas y solemnes, en que los himnos
de la tierra acompañaran el divino cántico de su fe-

licidad. ¡Esta era su verdad! La verdad del amor


de Concha, revelado por ella el ansia de
misma en
sus dolores! ¡Cartas que habían venido, miradas que
se comprendieron, voces y llamamientos del espí-
ritu, que no pudieron de los
acallar los esfuerzos
hombres... Durán apretó contra sí mismo su cora-
zón, embriagado de un doloroso placer que le sa-
bía a deleite de penas gloriosas...
Sonó el reloj y se dió cuenta de que estaba frente
al convento. Tocó aquella campanita dulce y sen-
cilla que semejaba la voz de un angelillo.

Durán cerró los ojos e idealmente besó la ima-


gen de Concha. Y le pareció que este contacto vo-
luptuoso dejaba en su alma una fragancia pura, un
anhelo de inmortalidad, que, como una esencia, se
evaporaba sutilmente hacia el cielo azul.
IX

— ¿Quién ha inventado el medio de vencer al



amor? se preguntaba Durán con íntimo orgullo.
Releía la carta de Concha y por adelantado sabo-
reaba la emoción de la próxima entrevista.
Todo parecía participar de su regocijo: los rosa-
les del patio que se habían revestido de hojas, las
madreselvas que tapizaban de verde las paredes y
los pelargonios de que mostraban ya
los arriates
sus racimos de flores ensangrentadas. ¡Qué hermo-
sura de tonos tenían aquellas frondas húmedas que
se amontonaban delante de la ventana del despa-
cho! Hasta el cuerpo de casa semejaba tener un aire
especial. Dijérase que era una casa nueva, adornada
con las palmeras que ya había puesto en los mace-
teros Marina y que hasta los muebles, limpios y re-
lucientes, estaban dotados de un alegre sentido de
comprensión...
Marina, trajinando, cantaba una de esas viejas
tonadas de cuya vaga melancolía era una
la tierra,

dulzura grata y melodiosa. La veía su hermano hun-


dir los brazos, blancos y finos, en el cubo de agua
fresca que chorreaba sobre las flores. Después, con
LA CIÉNAGA 91

el halda llena de trigo, Marina atravesó el patio y


desde la puerta del corral se puso a llamar mimosa-
mente a las palomas:
— ¡Zuras, zuritas, zuras!...
Durán, con todas estas emociones agradables que
experimentaba, empezó a escribir, contestando a
Concha. Su carta iba transpirando un optimismo
juvenil y un entusiasmo desbordado. Hablaba a
Concha en poeta. Todo el romanticismo de su cora-
zón se derramaba en las líneas como un aroma que
fuese a ungir de agradecimiento a la elegida. Sa-
bía él que estas palabras cálidas, este sentimenta-
lismo y estas exaltaciones prendían en el alma de
ella el fuego del ideal y que por esto era amado con

una ilusión única e incomparable.


Con todo
este lírico desbordamiento de sus an-
Durán a Concha la historia de sus pro-
sias, hacía

yectos, que él imaginaba realizados ya gloriosa-


mente, para triunfo y descanso de los dos. No
mentía entonces Durán. Creía él firmemente en el
claro destino de su porvenir y en el feliz término de
sus empresas. Y, al figurárselas realizadas, hacía a
Concha el esbozo de aquella vida. Hablaba a la no-
via de las horas que habían de transcurrir en la ple-
na posesión del idilio y le llamaba la atención so-
bre los pequeños detalles que habían de matizarlo:
el diálogo íntimo en las noches transparentes del
verano, sentados al patio entre las madreselvas; las
sobremesas de invierno, en las noches de trúbila y
de ventisca, al calor apacible de la chimenea; aque-
92 ANTONIO REYES HUERTAS

lias temporadas en la casa de campo junto al bos-


que de chopos, por la ribera, llena de sauces, de
rosales silvestres y de zarzamoras; las horas que
predice antes el silencio para leer juntos los libros
favoritos y los versos inspirados; el saborque ha-
bían de tener entonces música predilecta, la fra-
la

gancia de las rosas desmayadas en los vasos de las


consolas, las miradas intuitivas y el beso de dos al-
mas que ha callado el amor...
Terminó la carta y, lleno de satisfacción, púsose
a trabajar sobre su novela. Fluían los pensamientos
limpios, fáciles y serenos, describiendo con entu-
siasmo cuanto de bello e interesante hallaba en las
costumbres de su tierra, a la que amaba con el

apego de un campesino.
Cuando acabó de escribir, ya su hermana le ins-
taba a que saliese del despacho para poder hacer la
limpieza. Como siempre, Marina se hizo cruces del
desorden en que todo se hallaba. Con afectado eno-
jo riñó a su hermano, por el descuido incorregible
en recoger los libros y papeles y por la costumbre
de tirar fuera del cenicero las puntas de los ciga-
rros.
— ¿Pero qué sacarán estos hombres con llenarse
la boca de humo apestoso y abrasarse los pulmo-
nes?
En su papel de mujer de casa, mientras relataba
a media voz, Marina abrió de par en par la venta-
na, ordenó las puso cada cosa en su sitio y
sillas,

de abajo a arriba hizo ondear las cortinas con fuer*


LA CIÉNAGA 93

tes sacudimientos. Empezó luego a quitar la ceniza


de la mesa con el plumero. El sobre cerrado, diri-

gido a Concha, le llamó la atención, y en presen-


cia de Durán, que la observaba desde el patio, lo
alzó sorprendida a la altura de sus ojos.
— ¿Te extraña?— le preguntó Durán riendo.
Marina se encogió de hombros con cierto aire de
¡picardía.
— ¡Que te crees tú eso! Por mucho que tú ma-
drugues te he tomado siemprela delantera. ¡Eres tú

muy niño todavía para ocultarme a mí tus secretos!


Como Durán hiciese un gesto de duda, Marina
soltó el sobre con indiferencia y se puso a cantar:

—Piensan los enamorados,


piensan y no piensan bien...

De pronto se interrumpió Marina y preguntó a


su hermano:
—¿Y estas paces, son paces enteras o paces a me-
dias?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si sois vosotros dos solos, o es también
cosa de los demás?
—¿Y qué me importa a mí de los demás?
Marina comprendió el alcance de las palabras de
su hermano y exclamó con gravedad:

¡Pues eso no está bien!
—¿Por qué?

¡Qué sé yo! Pero no está bien. Si madre y yo no
quisiéramos a Concha, ¿se casaría Concha contigo?
94 ANTONIO REYES HUERTAS


El caso varía. Una mujer no puede hacer lo
que un hombre.

¡Pero un hombre sí lo que una mujer!
Marina vio el ceño que ensombreció el semblan-
te de Durán y varió de tono:
— En fin, eso es cosa de opiniones y Concha te
quiere, que es lo principal.
A continuación se puso a hacer el elogio de Con-
cha, con acentos tan sinceros, con frases tan afec-
tuosas, que Durán perdonó á su hermana la inco-
modidad que antes le produjeron sus palabras.
— —
¡Concha— terminó Marina tiene más corazón
que tú!

—¿Por qué?
— ¡Porque
sí! Porque las mujeres queremos más

que hombres y somos mejores que vosotros!


los
Riéronse los dos hermanos y terminó el anterior
incidente con apacibilidad. Marina se entregó de
nuevo a sus tareas y fuése canturreando por el za-
guán. Durán siguió libando en sus pensamientos
y se abstrajo en ese voluptuoso silencio de los en-
sueños.
El vuelo de las palomas sobre sus hombros le

despertó, y acordóse que tenía que hacer que lle-

gase en seguida la carta a manos de Concha para


saber con certeza que acudirían a la cita.

Volvió a la hora de comer, y apenas acabó los


postres. No tenía paciencia para esperar, y adelan-
tándose a la hora, salió carretera adelante hacia las
viñas.
LA CIÉNAGA 95

En tarde invernal, clara y espléndida, eran los


la

caminos una procesión de mozas con los cántaros


hacia las fuentes. La modesta burguesía, metódica

y familiar, se desparramaba ya en el campo raso,


buscando con los niños el aislamiento de las peñas
diseminadas. En las siembras que iban quedando
atrás, cuadrillas de zachadores y escardadoras avan-
zaban, encorvados en fila, cantando a coro por los
surcos tupidos de follaje.
Núñez de la Enramada topó con Durán en un
recodo de la carretera. Vigilaba desde allí un gru-
po de trabajadores que le barbechaban un predio y
explicó a Durán, que se había apartado de ellos a
echar un cigarro a solas, porque él fumaba de lo
fino y no era cosa de vaciar la petaca, no teniendo
tabaco basto. Preguntó a Durán dónde caminaba,
por qué había salido tan temprano, por qué no iba
ahora al casino y por qué no se quedaba allí con
él. De paso le preguntó también quiénes eran unas

mocitas que bailaban junto a la fuente y él, a su


vez, hizo saber a Durán que dos bultos negros que
desde una peña miraban el baile con interés de ar-
tistas eran el notario y Manolo Mena.
Seguía preguntando» Núñez de la Enramada, y
Durán, aburrido de aquella charla insustancial, pre-
textó, para que no le acompañase, que tenía un
asunto en la estación, y despidióse. Torció, sin
embargo, a poco, apartándose de la carretera, y
echó a andar por las dehesas, avizorando desde los
cerros la salida de Villaluz.
96 ANTONIO REYES HUERTAS

Su atención de observador cansóse también, y


como le aburría la soledad, vagó al azar, queriendo
distraerse en la contemplación del panorama: los
rieles del ferrocarril rebrillaban a lo lejos, bruñidos
por el sol; las tablas de los molinos, de un apagado
color de cielo, semejaban espejos movibles, y en la
cumbre de las montañas una leve neblina se difu-
maba como un aliento de la tierra.
Volvió atrás, mareándose, y como viera de im-
proviso a Perlín a la solana de un peñasco, experi-

mentó una leve contrariedad, queriendo luego re-


huir su encuentro; pero el estudiante, incorporán-
dose, le hizo ademanes para que se acercara, y
Durán no pudo esquivar el compromiso. Tomaba
Perlín el sol, embutido en su abrigo, y con la pun-
ta del bastón había trazado en la arena húmeda
extrañas figuras geométricas, aforismos y sentencias
de un significado absurdo. Leyólos Durán con cier-

ta inquietud, sin entender el significado de aquellos


jeroglíficos, y Perlín invitó a su amigo para que se
sentara.
Perlín empezó a hablar. Aquella tarde, lejos de
sentir las nerviosas sacudidas de su destemplanza,
hablaba a Durán con un tono dulce y lastimero. No
discurría sobre problemas sociales. Llamaba la aten-
ción de su amigo para que observara la poesía de
la tarde, en que no se movía una leve ráfaga. Y la
triste belleza de una copla, lejana y desconocida,

que llenaba de saudades la pastoría...


Durán sacó su reloj. Era ya tarde, y se disculpó
LA CIÉNAGA 97

con Perlín al igual que con Núñez de la Enramada.


Perlín hizo un gesto de resignación, y a Durán le

pareció ver que al estudiante se le llenaban los ojos


de lágrimas... Se alejó, sin embargo, presuroso. ¡

— ¡Qué egoísta soy!—se reprendió luego, con-


movido hondamente por aquella pena silenciosa de
Perlín.
Pero esta impresión, que roció de nobleza su es-
píritu, se evaporó bien pronto, viendo venir en su
dirección un grupo de jóvenes, entre las que dis-
tinguió a Concha. Se hizo así, sólo con seguir, el
encontradizo, y fué una emoción inexplicable el
verse tan sencillamente al lado de la elegida, a
quien las amigas colocaron en la punta.

Sus palabras cruzáronse al principio temblorosas


y entrecortadas. Hacía poco más de un mes que se
había roto el hilo dorado de sus vidas, y les pare-
cía que habían vivido ya siglos. Durán encontraba
algo raro en Concha, que le impresionaba agrada-
blemente. Concha era bella, no con esa belleza pro-
vocativa y temible de las estampas, sino más bien
con la hermosura de un conjunto concertado y
armónico. Los tonos oscuros a que daba Concha
su preferencia los había trocado esta tarde por los
colores verde y heliotropo de su traje irreprochable.
Tenía ahora para Durán una belleza nueva y
así

desusada, una gracia de fiesta y de renovación.


Quedamente, con voz dulce y empañada de cier-
to rubor, Concha expresaba a Durán la satisfacción
que le producía este instante, tanto tiempo anhela-
7
98 ANTONIO REYES HUERTAS

do. Tenía su acento un dejo dolorido por el sello


que había impreso en sus ilusiones la contrariedad,
pero le renovaba las antiguaspromesas y le animaba
a sostener seguras las esperanzas. Ella había hecho
el propósito de luchar firme y constante contra todo

y contra todos. Durán, oyéndola, saboreaba ese


inefable placer de saberse amado con un amor ideal.
Mirando a Concha más pálida, más fina y delgada
que antes, como si aquella esplendidez juvenil se
hubiese ajado dulcemente por él, sintió cierto re-
mordimiento, una leve desgarradura de piedad y
de delicadeza, y empezó a acariciarle las penas con
sus palabras.
Ella entonces pareció como protestar de que él
la compadeciese. Dijérase que quería convencerle

de que en este dolor y en estas renunciaciones ha-


llaba ella precisamente el orgullo de su propio va-
ler. Tenía su voz ahora una entereza varonil, una

fuerza dominadora y extraña que subyugaba al poeta.


No sabía él qué admirar más: si aquella ternura,
aquel espíritu tan hondamente delicado y femenino,
o este carácter irrevocable, este temple tan sutil,
todo eso que daba a Concha una doble personali-
dad atrayente y sugestiva.
Pensando esto, le invadió otra vez un íntimo re-
mordimiento. Comparó él su floja voluntad, sus
miserias, su vida neblinosa y endeble con esta ju-
ventud amorosa que se le ofrecía, y se encontró tan
pequeño, tan ruin y despreciable, que el corazón
sintió un espolazo de vergüenza...
LA CIÉNAGA 99

Su alma subió entonces a sus labios, y se derra-


mó en una total sinceridad. Toda su vida iba flu-
yendo ahora en sus palabras, clara y transparente,
como el raudal de una fuentecilla. Sus secretos más
íntimos, hasta las reminiscencias de las culpas más
leves, se descubríanen una confesión de humilda-
des, con la congoja y al mismo tiempo con la con-
vicción de no merecer un amor tan grande. Pero
puso en sus palabras alma entera: ¡sentía ahora
el

un deseo subidísimo de ser bueno, de ser puro, de


bañar su espíritu en aguas cristalinas y hacer su
corazón fuerte y niño como el de Concha!
—Concha, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
Ella sonreía, como agradeciendo aquella ternura
tan blanda y tan mimosa.
— |Lo que tú quieras! ¡Lo que tú digas! — repetía
él. Mándame, Concha. ¿Qué quieres que yo haga
para igualarme a ti?

— ¡Soñar!— le dijo ella.

—Soñar, ¿cómo?
—Soñar en poeta, para vivir en poeta. ¡Todo el
que sueña así se hace bueno!...
Callaron los dos, observando el cuchicheo indis-
creto de las amigas, y se sumieron ambos a la vez
en rumia interna y sosegada de aquel silencio
la

preñado de elocuencia y de conceptos. Sin hablar


se comprendían, como si las almas trascendiesen
fuera de los cuerpos y en la serenidad del espacia
se hablasen con el lenguaje inteligente y mudo de
la eternidad.
100 ANTONIO REYES HUERTAS

Las voces extrañas sacáronlos de este ensimisma-


miento. Había que emprender el regreso, porque el
sol había traspuesto ya, y un aire húmedo y frío
oteaba por las cañadas.
Al desembocar en la carretera, hubieron de sepa-
rarse. Siguieron las jóvenes entonando a coro una
romanza linda, en que la voz de Concha se desta-
caba sentida y trémula. Durán quedó rezagado,
contemplando a solas la majestad del crepúsculo,
que sombras y resonancias. Sonaba
se poblaba de
de de los corderos, ence-
lejos el bullicio geórgico
rrándose en los rediles. Dos cazadores hablaban en
la noche, discutiendo las proezas de los perdigones.

Una voz infantil entonó un romance de pastorela:


—Estando en la mía choza
8ÍÍ9
labrando la mi cayada...
SgB. por lo alto de la Sierra
vi venir una lobada...
Venían echando suertes
por ver a quién le tocaba...

iDulce y teligioso anochecer, preñado de músi-


cas,de estrellas y de- amores! Dos campanillos de
vacas sonaban carretera adelante, con un balanceo
tardo y perezoso. Un aire compás, tan
de la tierra a

triste, tan melódico, tan suave, que parecía una

canción de cuna. Y otra vez la música del romance:

—Deja, loba, a esa borrega,


siquieres salir librada,
que tengo siete cachorros
y una perra trujillana...
LA CIÉNAGA 101

Durán sintió una majestad que era un


interior,
equilibrio reposado y Se vio entonces
misterioso.
grande como nunca, y como nunca sintió en el
alma tanta serenidad. Tal como si la naturaleza en-
tera se le revelase de pronto, y el encanto de la
campiña y las luces de las estrellas fuesen testigos
de lo que él sentía...
X

Y otra vez le poseyó la fiebre del arte y el cuidado


de sus negocios. Diligente y activo, se aplicó nue-
vamente a las tareas literarias y a la vigilancia de las
explotaciones agrícolas.
Escogió de propósito aquel tempero, áspero y
crudo, y madrugó aquel día, venciendo sus resis-
tencias.
Cuando salió al campo, barría la ventolina unas
nubes que avanzaban por el Poniente. Rastreaban
las sombras sobre las hierbas de la dehesa que atra-
vesaba, y el terreno se dominaba con dificultad,
empañados los ojos por aquel aire tan molesto.
Percibía Durán la fragancia del follaje, sacudido
al paso del caballo; una fragancia fresca, empapada
de rocío, y en la que parecían humedecerse todas
las sensaciones. Desvanecido todo y como aletarga-
do en la vaga claridad naciente, alentaban los cam-

pos bajo un silencio temeroso...


Aterido de frío, se apeó Durán de la cabalgadura,
y cogiéndola de las bridas, empezó a caminar por la
senda. Sus pasos rechinaban sobre la arena, y los
cascos del caballo golpeaban en ella como sobre
peñas huecas, dejando detrás un ruido bronco y
LA CIÉNAGA 103

acompasado. Esta monotonía hizo áspera la soledad


de Durán, y echóse otra vez fuera del sendero.
Semejaba ahora una sombra que se deslizase sin
ruido sobre la hierba. No se sentía otro rumor que
el de los alientos y el del blando contacto del césped,

que tenía una suavidad de terciopelo.


Y avanzaba poco la claridad. Las nubes oscuras
se iban alejando empujadas por el Gállego; pero
una bruma incipiente extendía sus tules a medida
que se iba precisando el contorno de los objetos.
Claridad densa, de tonos grises, que ponía una gra-
dación entre la mole negra de las tierras entumeci-
das y los jirones blanquecinos que se desgarraban
en las crestas de las montañas.
Apesaróse Durán de haber escogido este día, que
parecía oprimirle con aquella envoltura de gasas
que iban tomando más consistencia y en cuya va-
guedad se dormían ahora las auras. Presintió que
esta cerrazón se convertiría en lluvia y volvió a
montar, calculando que estaba aún lejos de su
majada.
No se equivocó en sus pronósticos.La bruma
hízose más cargada y acuosa, y en hilillos tenues
descendió a poco, fina y fresca, mansa y silenciosa;
lluvia de calabobos, que empapaba las ropas y las
tierras.

Contagiaba esta angustia del día los pensamien-


tos de Durán. Era una impresión indefinible la que
leproducía esta campiña, arropada en un manto de
vapores que parecían poner una barrera a los ojos
104 ANTONIO REYES HUERTAS

y al espíritu. |Y aquella soledad tan grande, como


si se atravesara un desierto y la vida hubiese huido
de aquella tierra inhospitalaria! Tan sólo una vez
cruzóse con un hombre, envuelto en un capote de
hule y que arreaba a un jumento cargado de jara
verde y olorosa.
Espoleando al caballo, cortó Durán por la trocha
de los barbechos, sintiendo mucha más soledad aún
en esta tierra desnuda en que las lindes de las here-
dades ponían coto a las expansiones del pensamien-
to. A los cascos del caballo se adhería la corteza,
hecha barro, de los surcos, trayendo ese olor ex-
tenso y característico de la arcilla mojada. Todo
quieto, todo triste, todo muerto, en una gris mono-
tonía de nieblas y de tierras dormidas. Sólo alguna
vez el ladrido lejano de algún mastín, el eco fugitivo
de alguna esquila o el chillido lastimero de las agua-
nieves como ausente compañía de la soledad.
Tanta era la insistencia de la lluvia que, al llegar

al río, vióse precisado a refugiarse en el molino. La


molinera, rorreando un niño, atizaba el rescoldo y
le ofreció un taburete en el rincón. El molinero se
acercó con su sombrero blanco, y, agasajándole
cortés, arrimó los leños a la tiznera, púsolos sobre
el morillo y trajo un manojo de aulagas que pren-
dieron llama. Rodaba en tanto una piedra, bronca
y monótona, y retemblaba el molino entero con un
borbollar de aguas subterráneas. Pidió luego licen-
cia el molinero, y fuese a picar la otra piedra, sus-
pendida del espeque. La molinera, joven y rolliza,
LA CIÉNAGA 105

mostró un seno blanco y redondo, amamantando


al niño, y como Durán la mirase, desvió su atención
habiéndole de aquel tiempo, impropio para salir
de casa.
El molinero dio de lejos su parecer; en los días
malos era cuando había que visitar las majadas, en
poder de pastores que sabían un sinfín de triqui-
ñuelas para robar a los amos. No había uno bueno,
en opinión del molinero.
— iCualquiá les ajusta las cuentas! ¿Verdá, usté?
A continuación relató un cúmulo de fechorías de
algunos de ellos.

— ¿Usté no sabe cuál es el estudio más largo? ¡El


del pastor! ¡Ese estudio no se acaba nunca!
Durán, sin prestar gran atención, asentía a todo
con la cabeza. Se distraía viendo cómo las llamas
lamían suavemente los tueros de encina, como un
cincel mágico que los pulimentase. Por el ventanillo
miraba la presa, llena de pómporas, y los patos do-
mésticos que hundían la cabeza en el agua y se sos-
tenían después sobre sus patas, agitando las alas
con voluptuosidad.
— ¡Señal de que va a llover mucho!— exclamó
notándolo también el molinero.
Durán se dio a pensar en raras imaginaciones. Se
hallaba muy a gusto en aquel molino, todo blanco
de harina, y en el que se respiraba un vivo olor de
gluten. Allí fuera, en el huertecillo, había una hi-
guera y un azufaifo. Las gallinas picoteaban bajo la
enramada de jara. Una cabra, un borriquillo man-
106 ANTONIO REYES HUERTAS

cado y el estruendo agradable del rodillo, salpican-


do de espuma las barrancas verdes del cauce.
— ¿Por qué no hacer todas las vidas humildes?
— se preguntó Durán.
Pensaba que él acaso hubiera sido con gusto un
molinero así, en compañía de Concha. Sería grato

entretenerse en picar las piedras, levantar el badil,


echar el grano en la tolva, maquilar en el arcón las
mochilas y cocer allí mismo al rescoldo aquel pan
rubio y tierno que él había visto comer a los pas-
tores.
Volviendo en sí mismo, se levantó para marchar.
El molinero le tuvo el caballo y se despidió Durán

dirigiéndose a la majada.
Extrañó la ausencia del mastín, En el redil, las

ovejas, ya levantadas, le vieron llegar con ojos


mansos y extraños, donde se dijera expresaban al
mismo tiempo el temor y la curiosidad. Balaron
luego, al pasar junto a ellas, y los corderos se pe-
garon con bullicio al vientre de las madres...
Ató Durán el caballo y penetró en el chozo, lla-

mando a los pastores. A la escasa claridad que en-


traba por la puerta, no percibió más que un montón
informe que no sabía si era de cosas o personas.

Olía el chozo a humo, a viandas pobres, a sebo, a


aceite, avaho de cuerpos que parecía estar pren-
dido entre las mantas revueltas. Desagradablemente
impresionado, permaneció de pie, evitando los con-
tactos de todo aquello.
Llamó desde dentro con grandes voces, supo
LA CIÉNAGA 107

niendo se hallaban cerca de la majada los pastores.


Nadie sin embargo le contestó, y Durán no per-
cibió otra cosa que el lento rumor de la llovizna
que otra vez empezaba y el resbalar de las gotas
por la capa de bálago que cubría el chozo.
Todavía, en esta incertidumbre de cosas, Durán
pensó un momento con lástima en la vida mísera
de sus pastores. Se imaginó en ellos la angustia de
estos días tristísimos que ponían en el espíritu un
frío pungente y doloroso. ¡La deformidad de aque-

llos cuerpos que se acostumbraban a calzar ásperas


abarcas, a dormir sobre troncos de encina, que ha-
cían menos duros una capa de juncos y una piel de
carnero, a respirar este aire confinado del chozo y a
pasar un día y otro día, ausentes de la higiene y del
refrigerio saludable del agua clara! ¡Y a esto había
llamado él en sus versos el vivir patriarcal!
De pronto, sin embargo, se acordó de lo que
había dicho el molinero, y empezó a observar cui-
dadosamente el chozo. Junto a las yacigas vacías,
sobre un haz de tomillos, se oreaban dos pieles de
cordero y, por las manchas aun frescas de sangre,
conoció Durán que habían sido desollados recien-
temente. Levantó el haz: debajo tenían los pastores
dos morrales llenos de paja, pero con ella estaba
mezclada en gran cantidad harina. La harina de
cebada que él daba para la perruna del mastín.
— ¡Bien! —
exclamó Durán —
¡He aquí por qué
.

el Carón está siempre flaco y las burras de ellos

gordas y lucidas!
108 ANTONIO REYES HUERTAS

Con el pie topó unos barreños llenos de leche, y


con la cabeza dio en el techo del chozo contra una

ristra de cuajos, que, al moverse, despidieron un


olor fuerte y agrio de caseína. Y en el zurrón del
mayoral una libreta de mugriento forro, y en ella,

torpemente trazados con lápiz, estos apuntes: Bo-


rregos: Pedro el carnicero, 2; el tío Cochito 5; y

debe toda bia medio duro i una perra gorda. Fué


el 7 de enero.
Calculó Durán por las fechas y comprendió que
estos siete corderos correspondían a las siete bajas
que él había pasado en cuenta como muertos, y para
lo cual el mayoral había presentado las siete pelli-

quinas con la carne. ¿Pero cómo se las había arre-


glado para exhibir las pruebas? ¿Qué serie de ama-
ños se traía el mayoral con aquella gente de la libreta?
El anterior sentimiento de misericordia que tuvo
para los pastores se desvaneció bien pronto, consi-
derando que, como decía el molinero, no había ha-
llado un hombre cabal.
— ¡Todos son iguales!— exclamó con desaliento.
Se puso a meditar todo lo que su madre y su her-
mana, más conocedoras de estas gentes, le adver-
tían respecto a los pastores. Los cambios que hacían,
las pérdidas intencionadas, la rapacidad insaciable
de que daban muestras. Eran egoístas, ladinos, des-
confiados, bajo aquella corteza de aparente sen-
cillez. Rendían el menor esfuerzo posible, y esto
de mala gana, poniendo en el trabajo un sello de
innoble esterilidad...
LA CIÉNAGA 109

Recordó entonces Durán las teorías sociales de


Perlín, y pensó cuál pudiera ser el porvenir de la
tierra en manos de estas gentes. Si el propio pro-

vecho, si el egoísmo del propio bien no estimulaba


a los pobres a producir lealmente, ¿qué sería en el
estado comunista? Dudaba Durán de las coacciones
externas, como dudaba asimismo de la eficacia de
una persuasión general para el cumplimiento de los
deberes. Todo eso de sentimientos humanitarios y
consideraciones del bien universal le parecían aho-
ra artificios hueros, convencionalismos, palabras sin
calor de sinceridad.
Se imaginó que Perlín estaba oyendo estas inte-
rrogaciones y le salía al paso:
—¿Sabes por qué trabajan así? ¡Porque no se les
da lo justo! ¡Porque así padecen hambres y dolores
e infamias!
— ¡Bien!— contestaba mentalmente Durán —¿Y
los que no están así?
Don Amadeo había leído un día en el casino un
artículo referente a los mineros de Asturias, con
motivo de una huelga. Esos mineros ganaban sala-
rios de
treinta, de cuarenta, de cincuenta pesetas
diarias.Mineros que viajaban en primera y se lava-
ban las manos con Champaña en los hoteles de
Oviedo. ¡Y decían los patronos que trabajaban mal,
que producían sin interés y sin economía!
— —
Dime, Perlín proseguía Durán —
¡Puede de-
.

cir que está mal un obrero que trabaja siete horas,

de las que dos son de paradas, y gana diez duros


110 ANTONIO REYES HUERTAS

diarios? ¿Qué quiere entonces? ¿Están mejor acaso


un maestro de escuela, un médico, o un abogado
que han consumido antes un caudal de energías
intelectuales? Un maestro de escuela no gana más
de un duro y no se declara en huelga. Yo no gano
lo que esos mineros, trabajo más y tengo paciencia.
¿Qué hay de diferencia entre ellos y yo? Dime: esta
gente, que no estará mejor con un cambio de cosas,
¿no será posible que robe también su trabajo y su
nobleza a la sociedad?
Durán, volviendo a sus asuntos propios, se en-
cogió de hombros como preguntándose por qué se
preocupaba él de estas controversias. Los pastores
no acudían, la lluvia continuaba, y por la puerta
del chozo veía Durán cómo el agua castigaba a
las ovejas, que rumiaban pacientemente con la
cabeza baja y los ijares hundidos, contestando de
vez en vez al balido de las crías que golpea-
ban con el hocico las flácidas ubres agotadas. Se
aburría, se fastidiaba, sentía como un tósigo la
pestilencia del chozo y el miasma cenagoso del
aprisco.
Por oyó toser y vió venir de frente a los pas-
fin

tores.Se acercaban los dos, apoyándose en sus


cayados y sosteniendo una conversación animada y
retozona. Ya, cerca de la majada, extrañaron la pre-
sencia del caballo y, comprendiendo, sujetaron al
mastín, dirigiéndose al chozo. Se agazaparon para
entrar, y Durán notó que de repente se había lle-

nado de un agrio olor de vino.


el aire
LA CIÉNAGA 111

— ¡Buenos días! — les dijo — . ¡Así es como se


guardan las ovejas, ¿eh?
El mayoral, sin responder palabra, empezó a son-
reír con una expresión grotesca, y señaló en silen-
cio al compañero. Este, sonriendo también, procuró
poner cierta serenidad en sus palabras:
— ¡No se enfade el mi amo! ¡Qué caramba! Un
día es un día y en toos los oficios se juma! ¡Gajes
que uno tiene!, ¿sabe usté? ¡Los pastores de don
Amadeo, que nos convidaron a cenar! ¡Eso es! a ce-
nar, y nos comprometieron, ¿verdá tú? ¡Vamos,
Goro, dispierta y habla, que no estás múo!
El mayoral seguía callado, sin dejar de sonreír
con aquella expresión estúpida.
— ¿Os convidaron ellos o los convidasteis vos-
otros? ¿Qué significan estos dos pellejos, frescos
todavía? ¡La caldereta!, ¿verdad?
— ¡No se enfade el mi amo! ¡Por una pisá no se
hace verea!—siguió el compañero— ¡Dos borregos
más o menos! ¡Usté tiene muchos! Pero tú, mayo-
ral, ¿te has quedao lelo?
El mayoral soltó una carcajada:
— ¡Yo soy honrao y a mí naide me ajinchona!
¡Que venga si no, que tengo yo dos duros pa gas-

tármelos con los amigos! ¿Verdá, señorito? ¡Yo le


convido a usté a lo que usté quiera! ¿Dónde está
el vino?

Siguió hablando el mayoral de un modo incohe-


rente, como un loco, como un idiota. Y de pronto,
sin saber por qué, echóse a llorar y se puso de ro-
112 ANTONIO REYES HUERTAS

dillas delante de Durán. Le acometieron entonces


unas fuertes convulsiones, y dando media vuelta,
cayó de lado sobre las mantas, echando el vino con
un jadear de bestia, como un ser en quien eran un
vilipendio la inteligencia y la libertad.

Durán no pudo resistir más tiempo


la repugnan-

cia de estas escenas, y apresuradamente salió del


chozo, temiendo no ser dueño de sus nervios. Sen-
tía deseos de abofetearlos, de escupirlos, de darlos

con el pie en las bocas sucias y grasientas que re-


zumaban el hartazgo y la brutalidad.

Recogió su caballo y huyó de la majada, profun-


damente descorazonado. ¿Y esta era la gente del
porvenir? ¿Y para estos hombres se reñían batallas,
se deponían valores culturales y exprimían su cere-
bro los economistas?
Le invadió un inmenso pesimismo. La natura-
plomizo, anegándose en vapores,
leza, bajo el cielo
parecía temblar con una sensación de miedo y or-
fandad, como si esperase también inquieta y dolo-
rida las incertidumbres del porvenir.
Le extrañó a Durán por esto la psicología del
caballo que, indiferente a todo,cuando sintió flojas
las riendas, bajó la cabeza y se puso a pacer tran-
quilamente la hierba lustrosa y perfumada.
— ¡Come, noble bruto! — dijo
Durán acaricián-
dole con la voz — ¡Tú si que con lealtad!
trabajas
¡Tú haces bien lo que sabes, tú no robas, ni te em-
borrachas, y, sin embargo, no pides reformas so-
ciales!..
XI

Desde aquel día convencióse Durán de que su


madre y su hermana llevaban razón cuando discu-
tiendo con él acerca del concepto que tenía de la
vida práctica, motejábanle de inexperto y Cándido.
Le descorazonaba tener que convencerse de que los
hombres abandonados a sus propios impulsos fue-
sen malos, desleales, ambiciosos y egoístas. Estre-
chó por esto la vigilancia de las gentes que tenía a
su servicio, y dió muestras de una excesiva fisca-
lización.
Preguntábale la madre siempre que regresaba del
campo por el estado de las cosechas en afán de no-
ticias halagüeñas, y con intención piadosa fo-
él

mentaba a la pobre madre sus ilusiones, ponderando


los augurios de una buen.a recolección.
A solas, sin embargo, pensaba con amargura en
el estado precario de su casa. La agricultura, como

ellos la llevaban, resultaba a la postre ruinosa, aun


con buenos años. Las escasas tierras que tenían en
propiedad figuraban con un valor nominal muy
crecido en relación con el tanto por ciento de su
producción. Tierras que rendían un dos, un tres

8
114 ANTONIO REYES HUERTAS

por ciento a lo sumo del capital asignado. Para la-


brar estas tierras y pagar el arrendamiento de la

dehesa hubo que hipotecarlas, tomando dinero al

ocho por ciento de interés. Los hierros, las yuntas,


los aperos, la mano de obra, costaban un dineral,
y todo esto se adelantaba positivamente para fiar el
éxito a las eventualidades de un clima seco y al azar
de las plagas, que, como una maldición, pesaban
sobre la tierra. Las leguminosas languidecían arrui-
nadas por la oruga, por el pulgón y los caracoles.
Sobre las gramíneas se cernía el azote terrible de
la langosta. Y por si fuera poco, los gobiernos con
sus leyes de tasas venían a enriquecer a harineros,
industriales y exportadores a costa del empobreci-
miento de los que, labrando los campos, eran nervio,
sostén y fuente de vida de la nación...
— ¿Cómo poder salir adelante? se preguntaba —
amilanado Durán.
Echaba cuentas y aquilataba los cálculos, y no
había medio posible de saldar aquellos créditos usu-
rarios, que comían con ellos a la mesa en frase de
su madre.
Todas estas desesperanzas, estos decaimientos,
este estado doloroso de incertidumbres y congojas
del poeta, vinieron a aumentarse con las nuevas ad-
versidades que ahora hacían más tristes y difíciles

sus relaciones amorosas.


En casa de Concha se habían enterado de la co-
rrespondencia y entrevistas que tenían los dos y,
decididos a evitarlas, vigilaban ahora a la moza con
LA CIÉNAGA 115

un celo exagerado . Hacía esto que las cartas, que


antes eran frecuentes, escaseasen, y que radical-
mente se suprimiesen los paseos. La vida de Con-
cha estaba así mediatizada por la desconfianza in-
quisidora de Isabel, a cuya fina perspicacia no pa-
saban desapercibidos los detalles más nimios de la

pasión rebelde de su hermana.


Don Guillermo, por su parte, rindiendo culto a
lo que él creía deberes paternales, se mantenía
rígido y abroquelado en sus decisiones. No discutía
con Concha, ni aludía siquiera a los empeños ter-
cos de la hija; pero, enterado por Isabel de todo,
con su silencio adusto, con su exagerada seriedad
y su prurito de hombre irreprensible, la mantenía
como retraída y apartada de su intimidad y de sus
expansiones.
Durán adolecía con todo esto, sintiendo en el
fondo de su alma la picadura de la humillación.
Hallaba en el mantenimiento de estas relaciones
amorosas algo vergonzoso y denigrante para él. Se
le figuraba que el amor de Concha tenía así un ca-
rácter de generosidad y de compasión, mientras
que el suyo aparecía con un significado suplicante
y pedigüeño. Se veía por esto colocado en un plano
inferior, como si el amor suyo viviese pendiente de
lasmercedes de Concha, sin derechos correlativos a
exigir.Y esto que él veía, juzgándose a sí mismo,
suponía que lógicamente lo verían también los de-
más, y que ante el concepto ajeno aparecería en
una situación poco airosa, poco delicada, con un
116 ANTONIO REYES HUERTAS

sentido de innoble violencia, juzgándole segura-


mente como a un ratero que tomaba a la fuerza lo
que de buen grado no pudo conseguir.
Siempre que meditaba esto, experimentaba Durán
algo parecido a un vago deseo de que las cosas hu-
biesen ocurrido por parte de Concha de otro modo.
Creía que casi hubiese sido mejor que Concha, obe-
diente a los mandatos de su familia, le despreciase
también, dándole así ocasión para adoptar gallardas
actitudes. ¡Hubiera paseado entonces su orgullo, su
propia estimación con la altivez de un espíritu in-
vulnerable! ¡Hubiera destrozado su corazón, pero le
acompañaría ese gesto que sella y marca la estirpe
de los hombres geniales!
En casa de Durán mantenían una reserva discre-
ta. Tan sólo una vez la madre y Marina suscitaron
juntas con él la conversación de sus amores. La
madre, previendo las contrariedades del porvenir, y
con intención de evitar los dolores presentes, le
aconsejó con un tono de vago desaliento. Tal vez se
sentía orgullosa de que contra todo y contra todos
el hijo adorado fuese objeto del amor encendido de

una mujer; pero al mismo tiempo sentía como en sí


propia los golpes, los tropiezos, las desgarraduras
del hijo en la aspereza sangrante de aquel camino.
Marina, por el contrario, se mostró animosa, pero
no en el sentido de alimentar en su hermano el

aguardo de mejores días, sino en la esperanza de


que aquello había de terminar por una resolución
digna de él. Si se disgustaba con su hermano, era
LA CIÉNAGA 117

porque le veía excesivamente enamorado, y no


era tan orgulloso como ella quisiera. Alma ge-
mela a la del poeta en el prurito de los propios
valores, le sobrepujaba en arranques de propia es-
timación.
Habló Marina expresando el concepto mezquino
que tenía de los hombres que se llevaban las muje-
res a la fuerza, y, aunque muy discretamente hacía
la salvedad de Durán, citaba los casos ocurridos en

Villaluz. Aparecían así todos aquellos hombres con


un sentido bastardo, denso y vulgarote. Pintábalos
Marina pendientes de la dote de la mujer y de la
benevolencia de los suegros. Ellas resaltaban como
heroínas, superiores siempre, y como oscureciendo
la endeble psicología de sus maridos. |Los hombres
debían volar más alto si es que querían merecer la

consideración de espíritus distinguidos!


* — ¡Si fuera yol...— exclamó altiva Marina,
í No terminó la frase; pero dijérase que en vez de
sentirse, como su madre, agradecida por la actitud

de Concha, quería incitar a su hermano a la renun-


ciación.
Durán, que vió la coincidencia ajena con el crite-

rio íntimo de sus vanidades, no pudo reprimir aquel


día los acicates del amor propio. Así, por sus heri-
das dejó escapar los llamaretazos del odio que sen-
tía contra el mal que le habían hecho. Tronó contra

Isabel, contra don Guillermo, contra todos los que


habían contribuido a su humillación, y enfurecido
empezó a quejarse hasta de la conducta de Concha,
118 ANTONIO REYES HUERTAS

que de vez en cuando se dejaba salpicar por la mi-


seria de los prejuicios y de las dudas.
Marina entonces, por una rara contradicción,
comenzó a aplacarle, defendiendo a la enamorada
y recomendando al poeta tonos de humildad y de
paciencia, pero en el fondo veía con placer estos
hervores soberbios de su hermano. Con su fino tacto
prosiguió luego, animándole a la resignación, a que
diese de lado a los obstáculos que las ajenas incom-
prensiones le amontonaban en el camino, y, como
su madre, acabó poniendo en estos amores una ge-
nerosa lástima.
Durán, irritado entonces más aún al ver sus vani-
dades compadecidas, salió de la sala y encerróse en
su despacho. Creía ahora que era llegado el caso
para las resoluciones radicales. Concha pesaba en
su vida como un sello humillante que hubiesen
puesto en su dignidad, como un lastre que le impi-
diera tender sus alas a la altura. ¡El, como aquellos
otros que llevarían en sus triunfos casamenteros el
recuerdo de la repulsa y la afrenta de una posesión

forzada!
Se puso a escribir rápidamente, sin saber en rea-
lidad qué le iba dictando aquel orgullo espoleado.
La cafetera, hirviendo, rebosó un borbollón de .es-
puma, que cayó sobre el papel atormentado de la
carta, y tiró con rabia la pluma, vaciando el café en
la taza. Empezó a saborearlo, dando algún reposo a

sus sentimientos... En el patio cantó el canario bajo


la copa de un naranjo la escala de su flauta. Dos
LA CIÉNAGA 119

palomas arrullaban hinchadas sobre el alero del te-


jado, y por entre el enrejado, que había sustituido a
la pared frontera del patio, se veía en el huerto la

vereda bordeada de rosales y de amapolas rizadas,


los cuadros de forraje, los canteros de lechugas y
los frutales ya brotados, con una lluviade flores
y vio que la tarde era
blancas. Serenóse su espíritu
buena y suave.

—¿Y para qué? se preguntó Durán— ¿No es .

eso una barbaridad? ¿Qué culpa tiene Concha de


la conducta de los demás? ¿Es que un hombre ha

de renunciar al amor de una mujer, porque otros


que no son ella se opongan? ¿Es digno, es decoro-
so en un hombre abandonar a una mujer, porque le
es fiel contra la voluntad de todos?
Rechazó su semejanza con los otros de Villaluz.
El renunciaba a todo lo que no fuese única y
exclusivamente Concha. Eenunciaba, desde luego,
a Isabel, que le producía un sentimiento de odio
irreconciliable.Renunciaba a don Guillermo, que
le daba ahora la impresión de un espíritu rutinario,

de una momia rígida y acartonada en ranciedad ca-


sera...
Pero aquello no podía continuar así. Era necesa-
rio dar una solución al problema fuese como fuese.
Y Durán, de pronto, creyó encontrarse con lo impre-
visto.
¿Qué hacer? ¿Casarse? ¿Y cómo? Para casarse
tenía sólo dos caminos: o el arrebato de la pasión o
los medios legales que el Código habilitaba para los
120 ANTONIO REYES HUERTAS

mayores. A lo primero había que renunciar, desde


luego, por innoble e indecoroso. Lo segundo, sí,
era una solución; ¿pero cómo afrontar ahora, de
pronto, un paso semejante en las circunstancias que
le rodeaban? Veía su vida sin cimientos de seguri-

dad. Su pobreza era harto elocuente en el día para


fiar en ella las incertidumbres del mañana. El con-
junto de deberes prácticos surgía ante él con un as-
pecto poco tranquilizador. ¡Unas tierras míseras que
no eran tampoco sólo suyas y una casa llena de cré-
ditos como único patrimonio seguro! Sin más que
esto ymedios de su arte, preveía una existencia
los
aventurera y bohemia, que no tenía como esperan-
zas más que otra suma de probabilidades. ¿Cómo
y los ensueños de
arriesgar ásí la vida, las ilusiones
una mujer?
Marina entró en esto en el despacho, y como vio
a su hermano tan triste, se apoyó en uno de sus
hombros y le preguntó cariñosamente:

¿Para qué te empeñas en sufrir, Alfonso?
Se irguió él, algo incomodado, creyendo adivinar
la intención de su hermana, y contestó:

—Ve ahí, por el capricho de tener disgustos...


Marina se dolió con la contestación...

— Puedes agradecer o no que te aconseje — repli-

có — ,
pero yo te digo que para vivir así, una de
dos: pasar el vado o la puente: o romper con Conr
cha, o casarte cuanto antes con ella.

— Casarme, dices, ¿pero cómo?


— ¿Y a mí me lo preguntas? Eso debes tú resol:
LA CIÉNAGA 121

verlo como hombre que eres. Además supongo que


no os habréis puesto en relaciones para pasar el
rato.
Durán comprendió que su hermana decía verdad;
pero lejos de asentir se revolvió contra ella:

— [Entre todos acabaréis por volverme loco!


Marina le miró con cierta misericordia, y sepa-
rándose de su hermano púsose a contemplar por la

ventana el patio.

— ¿Por qué te enfadas conmigo? — le preguntó


luego afectuosa.
Durán tuvo que sonreír haciéndose él la misma
pregunta, y besó la mano de su hermana.
— ¿Estás ya contenta? —
le preguntó apacible.

Marina le beso y siguió mirando el


devolvió el

patio pensativa. Durán volvió un instante sobre sus


ideas, sintiéndose ahora poseído de un inmenso
aplanamiento de espíritu. Por primera vez notó en
su vida la cobardía de mismo y
sí la envidia de la

riqueza. Una envidia empapada de odio, de acritud


y de agresividad. ¿Por qué no era él rico? ¿Qué ha-
bían hecho los ricos más que él para serlo?
—¿Terminas pronto tu novela? — preguntó de im-
proviso Marina.
—¿Y para qué me sirven a mí mis novelas?
— ¿Ahora. salimos con esas? ¡Poco entusiasmado
que estabas! ¡Escribir!
— ¡Vanidad ¡Me voy aburriendo de todo!
pueril!
¡Estoy convencido de que en el mundo no hay nada
más que eL dineral . , , ,
122 ANTONIO REYES HUERTAS

—Según— dijo Marina—, No todo está en el di-

nero. Te he oído decir a ti mismo que lo poco que


vale para Dios el dinero se aprecia viendo a quién
se lo da.
—Sí; pero ellos gozan y se divierten, mientras tú
te fastidias.

—O aumentan más sus cuidados. No sé dónde


he leído que un rey buscaba la camisa de un hom-
bre feliz. Y cuando encontraron al hombre feliz

vieron que éste no tenía camisa.


Durán, obstinado en sus ideas anteriores, se des-
entendió de Marina.
— Escucha— le dijo luego — ,
¿sabes tú responder-
me a esto? ¿Por qué Fulano, pongo por ejemplo,
que es un analfabeto, tiene coche y yo no?
Marina se echó a reír con sinceridad.
— —
¡Toma! contestó —
porque él es rico y tú no
,

lo eres.
—Ydime, ¿por qué es rico Fulano y yo no lo
sóy? Contéstame también: ¿quién merecería mejor
esa riqueza, él o yo?
Marina respondió:
—¡Tú!
—Y entonces, ¿por qué a él le han hecho rico y
no a mí, que lo merezco mejor?
Volvió a Marina con ingenuidad:
reír

— ¿Y ahora te enteras que el mundo está así?


Tan sencillamente dijo Marina una gran verdad,
y desarmó las interrogaciones de su hermano. Lue-
go, como queriendo disipar el triste sabor de resig-
LA CIÉNAGA 123

nación que dejaba el diálogo, sonriente le estimuló:


—Trabaja tú y sé bueno y no te preocupes de los
demás.
Trajeron estas palabras una ráfaga de aliento y
esperanza, y Durán comprendió que esta vez tam-
bién decía Marina verdad. Interpretó que así su her-
mana reconocía que el mundo no era como debía
ser. Conoció por esto que, al menos en la región
serena del pensamiento, las injusticias sociales po-
nían más de relieve la fealdad del mundo. Y que
esta misma fealdad era precisamente el tributo de
subordinación inconsciente que lo bajo, lo grosero
y lo material pagaban a la belleza y al espíritu.
XII

Atravesaban en silencio junto a la carretera la ex-


tensión interminable de la dehesa. Excepto el pago
de viñas y el kilómetro escaso del labrantío era todo
un egido despoblado y raso que se dilataba en sua-
ves ondulaciones.
— ¡Che! ¡Banderilleros!
Era la voz de Pepe Corcho, que asomando la ca-

beza tras de una peña, agitaba, llamándolos, el som-


brero .

Perlín y Durán, apartándose entonces de la vere-


da, se encaminaron hacia donde los llamaban. Con
Pepe Corcho estaba don Pablito, y muy próximos a
ellos, en grupo aparte, don Amadeo, Frutitos Del-

gado y don Leandro Rojo discutían en tono miste-


rioso e interesante con un joven forastero, de negra
y atildada vestimenta que, a juzgar por las señales,
no debía decir cosas agradables, pues don Amadeo
acariciaba insistentemente su barba pomposa y se-
ñorial.
Pepe Corcho pidió al poeta un cigarro. Los había
llamado para eso y para no aburrirse con don Pa-
íntimamente de la desconsideración
blito que, dolido
LA CIÉNAGA 125

de los otros, por haberle dejado solo con Pepe Cor-


cho, callaba ahora por un raro contraste, y paseando
alrededor de la peña descargaba en silencio su evi-
dente preocupación.
—¡Junta de rabadanes! — dijo Pepe Corcho, seña-
lando a los del grupo, que arremolinaban las cabe-
zas en torno del forastero.
No se percibían más que retazos sueltos de la
conversación. Hablaba joven de ley, y las pala-
el

bras problema y vergüenza nacional retumbaron por


una vez en los labios de don Amadeo. Oyeron Pepe
Coroho y sus acompañantes que el joven forastero,
alzando ya el tono de su voz, hacía un capítulo de

cargos y explicaba las consecuencias funestas que


pudieran acarrear en breve plazo determinadas acti-
tudes. Pero volvió luego a recatar sus palabras y,
como antes, se percibían incoherentes las voces de
«propietarios», «pasiones acumuladas año tras año»,
«pueblos hartos y desesperados de clamar», y, final-
mente y ya de un modo claro, el concepto de que los
que por su posición y su cultura estaban en la cum-
bre de la sociedad tenían el deber, más principal-
mente que otros, de dar ejemplo, de cumplir las
leyes y dejar la sensación de que su propiedad, que
tanto defendían, no era un atentado a la vida de los
demás.
— —
Hablan de langostas insinuó inteligente Pepe
Corcho—. ¡Pero trabajo le mando yo al ingeniero
si esque quiere convencerlos!
Durán sonrió y siguió espiando la conversación
126 ANTONIO REYES HUERTAS

del otro grupo. El asunto, a juzgar ya por los


indicios entraba en vías de concordia, pues don
Amadeo, sonriente ahora, asentía con la cabeza a
cuanto diciendo iba otra vez el forastero, y exten-
diendo sus manos paraba en seco las interrupciones

o reparos que a hacer fueran los otros interlocu-


tores.
— Corre de mi cuenta — le oyeron decir —
y yo ,

le doy mi palabra de que lo que usted diga se hace.


Se levantaron entonces acercándose lentamente
hacia la peña. Hablaban ahora de explotaciones
agrícolas, de métodos de cultivo y de experiencias
tradicionales. Preguntaba el forastero a Frutitos Del-
gado detalles acerca del sistema que aplicaban en
Villaluz a la industria ganadera y propugnaba los
adelantos científicos y el régimen de la estabulación.
Reuniéronse entonces los dos grupos, y con los
saludos de rigor la conversación interrumpióse un
momento, sobreviniendo un silencio que se dijera
en todos el temor de volver sobre anteriores temas
desagradables
— ¿Decía usted del ganado?— preguntó entonces
Frutitos Delgado.
— Que tienen ustedes ganadería como en tiem
la -

pos de Noé. ¿Por qué no construyen establos? ¿Por


qué no siembran estas vegas tan ricas en elementos
fértil en vez de dejarlas abandonadas a pastizal, lle-

nas de juncos y de mastranzos? ¡Es lástima que


las hayan dejado adquirir ese grado de acidez!
Don Amadeo eructó:
LA CIÉNAGA 127

— En eso síque no estoy conforme, señor inge-


niero. Ustedes estudian en los libros y nosotros en
la misma tierra. Somos más prácticos que ustedes,

no le quepa duda. ¡Y ahí que no es nada roturar


nuestras tierras! Eche usted jornales, y yuntas, y
simientes, y abonos. ¡El caos! Y con la gentecilla
que hay que tener al servicio! Vamos, que le digo a
usted que no tiene cuenta. No se ría usted. Hoy, de
la forma que se están poniendo las cosas, no es ne-

gocio ser propietario de tierras con lo que ellas va-


len. ¿Ve usted? Esta es el Pajonal. Pues me ha cos-
tado sesenta mil duros! Aquella de la vía allá La
Retamosa, setenta y dos mil duros. Aquella que
linda más allá, La Pizarrera, que valió casi dos mi-
llones.
— ¡Caramba! ¡Tiene usted aquí junto una enor-

midad! ponderó el ingeniero.
— ¡Bah! ¡Un piquillo! — contestó halagado y son-
riente don Amadeo
— ¿Cuatro mil fanegas?
— Por mil
escritura seis cuatrocientas; pero, en
realidad tienen setecientas fanegas más.
Pepe Corcho se levantó:
— Precisamente, un momento antes de llegar tú
estábamos aquí ajustándote la cuenta. Setecientas fa-

negas ocultas, a un tipo de contribución de un ca-


torce por ciento sobre el líquido imponible de diez
pesetas, son novecientas ochenta pesetas que te
ahorras todos los años. En veinte años que hace
que las tienes son diez y nueve mil seiscientas pese-
128 ANTONIO REYES HUERTAS

tasque no has pagado al Estado, que con ese dine-


ro podía haber mejorado su hacienda, sus obras
públicas o la cultura de sus ciudadanos. Perlín decía
que te preguntara si esas diez y nueve mil seiscientas
pesetas crees tú que son legítimamente tuyas, y
Durán decía si tú opinas que esto es el orden que hay
que sostener.
Don Amadeo volvió a eructar, acarició su barba,
quedóse fijamente mirando a Pepe Corcho y acabó
por barrenarsela sien, echándolo a broma:

—¡Buen caporal estás hecho!...


Perlín reía en silencio gozándose de la situación
ridiculaen que había quedado don Amadeo, y con
sus miradas parecía sostener lo dicho por Pepe
Corcho y desafiar a la vez las iras reconcentra-
das del político. Durán dio muestras de desagra-
do. No gustaba de aquella grosera ironía del cínico
que a fuerza de ser brutal no producía el efecto de-
seado.
— ¿Quieres que nos vayamos?—preguntó a Perlín.
Se encogió de hombros el estudiante y asintió
después, levantándose de la peña. Despidiéronse,
saliendo a poco a la carretera, y Perlín, ya solos,
preguntó:
— Te disgusta Pepe Corcho, ¿no es verdad?
— Es que adivino en sólo intención de mor-
él la

tificar. Pepe Corcho no corrige. El bien y el mal


tienen para él el mismo sentido. Prefiero a don Pa-
blito, que da de firme...
— ¡Don Pablito es una malva!— dijo Perlín con
LA CIÉNAGA 129

cierto desdén — Todo


. que él dice no son más que
lo
cataplasmas. ¿Ves tú Pepe Corcho? ¡Yo diría más!
— ¿Más todavía?
—¡Mucho más! Si agotaras diez volúmenes de un
diccionario de epítetos y toda la vida te llevaras di-
ciéndoles cosas feas, no habrías hecho más que
empezar.
— Eres especial — exclamó el poeta riéndose—;
pero tú no eres como Pepe Corcho. Por eso has de
tener algún disgusto serio.
— ¡Bah! Tú eres también un^espíritu pusilánime y
te asusta el vuelo de una mosca. Por lo demás, la
cosa no dejaría de tener sus antecedentes. ¿Te has
fijado alguna vez en la piara de cerdos? Se revuel-
can en el cieno y respirando la pestilencia del fan-

go se hallan tan a gusto. Cuando se restalla el láti-


go para sacarlos de allí, gruñen, se dan colmilladas
y se revuelven contra los porqueros.

No se redimirá el mundo por el látigo si no
lleva en sí mismo el principio de la redención ex* —
clamó sentencioso Durán.
— ¡Rusia se ha redimido!—afirmó Perlín.
—¿Lo crees tú? ¿Crees tú en la justicia de los *S<?-

viets?
— ¡Yo creo en los Soviets!
Calló Durán, sonriendo con cierta lástima. De
propósito huía las probables disputas con Perlín,
cuyos sentimientos empezaban a hervir con las con-
tradicciones. Se aburría también con este tema inva-
riable de las cuestiones sociales.

9
130 ANTONÍO REYES HUERTAS

Llegaban entonces junto a la ribera, a la huerta


del estudiante, y Durán quiso penetrar en ella para
conocerla. Llamaron en una puerta enrejada con
listones de chopo y a poco vino el hortelano, un
hombre ya entrado en años, con un pañuelo atado
a la cabeza, en forma de gorro, y ojillos redondos y
verdosos. Aplacó al perro y empezó a caminar

guiándolos por entre los cuadros de la huerta.

Toda en vega, llana como la palma de la mano,


era una hermosa finca, tapiada con cantos de gra-
nito y bordeada de chopos y álamos por la parte de
la ribera. Abundaban los frutales y se adivinaba el
subsuelo jugoso y fértil de aluvión. Observaba, sin

embargo, Durán que todo se hallaba en descuido.


Los troncos de los árboles estaban cariados por el
muérdago y los hongos parasitarios. Alguno que
otro mostraba sus vástagos terminales descorteza-
dos y secos como sarmientos arrugados. Y en el
suelo, entre las plantaciones de legumbres, las ma-
tas de malvas y de vallico ahogaban pomposas la
escasa vegetación útil

Sentáronse bajo el emparrado de la casa, y Durán,


sintiendo bella y apacible la tarde, entregóse a agra-
dables imaginaciones geórgicas.

Se conoce que vienes poco por aquí, Perlín
exclamó al notar el silencio de su amigo.
—¡Phs! Mi tía es la que cuida de todo esto. Des-
de que murió mi madre, ella se encargó de todo lo
mío, y yo, para poder ser puro, no quiero nada ni
pido nada.
LA CIÉNAGA 131

Haces mal—contestó Durán —


porque tú se- ,

rías un con la tie-


espíritu franciscano. El contacto
rra hace a los hombres pacíficos. Yo haría de aquí
una delicia. Una casita limpia y soleada. Aquí, en
esta vega sembraría alfalfa, forrajes, un poquito de
todo. Ahí, en la ribera, tendría un bosque de álamos
negros y muchos animales: vacas, terneros, galli-
nas, pavos, palomas. Cultivaría yo mismo la tierra.
¡Qué placer, coger uno mismo los frutos, podar los
árboles, echar de comer a las aves y ordeñar uno
mismo las vacas, acariciándoles el testuz y llamán-
dolas por sus nombres! Créeme: cuando pienso que
pueda venir el bolcheviquismo, me acuerdo de mi
casa, de mis palomas, del huertecito que tenemos
lleno de rosales y de alelíes... Yo acabaría de una
vez con estas luchas salvajes, dando a todos los
hombres un huertecito y un sentido humilde del
amor y de la poesía...

Perlín se quedó mirándole pensativo y se levantó.


El hortelano canturreaba sobre el brocal de la alber-
ca, mientras balanceaba su cuerpo venciendo la iner-
cia del cigüeñal. Dióles unas alcachofas y desnu-
dándolas volvieron a salir a la carretera, donde, sin

querer, se unieron con el notario y sus acompañan-


tes que regresaban del paseo
El notario pidió el parecer de Durán. Con guiños
picarescos sostenía que eran más perfectas las pan-
torrillas de la Felipa, la hija del aperador de don
Amadeo, que las de todas las otras mozas a quienes
había sorprendido lavando en la ribera, Núñez de
132 ANTONIO REYES HUERTAS

la Enramada soltó la risa y contó a Durán cómo


habían ido de peña en peña, agazapándose como
conejos, en espía de los femeninos semidesnudos
descuidados. Reía con la risa Cándida y regocijada
del niño que acabá de cometer una travesura.
— ¿Conque usted es quien corrompe a estos me-
nores? — preguntó Durán, bromista, notario. al

—Nada de eso, querido. Yo soy ya pájaro viejo,


a quien no queda más que el cuchichí. A la edad
de éstos yo no sabía más que deletrear. Ellos, en
cambio, leen de corrido.
Sin embargo, el notario era quien llevaba la voz
cantante. Hombre de gran ingenio, y vivo y listo
como él solo, sostenía el interés del tema con anéc-
dotas y chascarrillos que regociban a Durán y embo-
baban a los jóvenes que con los ojos dormidos en
el deseo se apiñaban a los lados para oírle mejor»

Perlín, por el contrario, callaba como distraído y


sólo cuando el notario, detrás de una frase propia,
abría la boca y refregaba con el pulgar las yemas de

los otros dedos, signo este de alguna agudeza o de


alguna hipérbole, el estudiante se permitía alargar
el índice y el meñique, como diciendo: ¡lagarto, la-
garto!
La conversación hubo de pararse en seco. Topa-
ron de improviso con don Guillermo y con la pro-
pia Concha, que se rozó con Durán, sorprendiendo
su carcajada y tal vez la última picardía del notario.
Núñez de laEnramada, después de esto, empezó a
celebrar este lance con la misma risa ingenua que
LA CIÉNAGA 133

acaso inspiró a Marcial el epigrama de Egnacio. Per-


lín tiró de repente del brazo a Durán y le retuvo
despidiendo a los demás. Con aire sigiloso le apar-
tó a un lado de la carretera y clavándole los ojos,
le dijo:

—¿Sabes lo que te digo? Que tú eres como


todos,y como a los demás te escupo y te des-
precio...
Y le volvió la espalda, magnífico, orgulloso, con
de un dios vencedor.
el porte gallardo
Durán quedó de pronto aturdido. ¿Qué le había
pasado a Perlín? ¿Sería verdad que estaba loco
como decían todos en el casino?
Y lo más que Durán, sin saber por qué,
raro fué
se halló pequeño e insignificante. No sabía lo que
le pasaba... A lo lejos, camino de la estación del
ferrocarril, se borraban las siluetas de don Guiller-
mo y de Concha... Tal vez iban de viaje... Tal pa-
recía que la novia se distanciaba como huyendo de
él... El tren que llega y arranca luego y va desapa-

reciendo, dejando en la soledad el destello fugitivo


de un farol rojo que da la sensación de un alma
errante que se despide... La pobre estación desierta
que queda como abandonada en medio de los cam-
pos... Durán recordó la impresión que había expe-
rimentado un día que iba de viaje. Un día frío y
lluvioso en una estación que parecía muerta. Un
peatón, pobre, calzado con alpargatas, que cargó un
saco y cruzó solo el andén, una campanilla y una
trompeta, y un tren que, al arrancar, parecía decir-
134 ANTONIO REYES HUERTAS

le que la noción de la vida era indefinible como la


de esos pueblos tristes y desconocidos...
Y Durán sintió de súbito tal congoja de espíritu
que hubiera dado su vida por poder llorar...
XIII

Desde el campo oyó Durán las campanas. Tenía


de frente las verdes siembras ondulantes. A un lado,
la estepa extremeña cubierta de morados lirios y de

acerones ya entallecidos que ponían un tono como


de sangre fresca en que se hubiera empapado toda
la dehesa. El cielo era de un azul intenso y el aire

ligero y diáfano. Y en las barrancas floridas de al-


gamulas, en las lindes de los caminos, y en el cielo,
y en el aire había tal gozo de salud, tal fragancia de
primavera, renovación de vida y energía, que la
tal

naturaleza entera, temblando de alborozo, parecía


responder al bullicio de las campanas: — ¡Cristo ha
resucitado!
Lleno de júbilo saludaba Durán a los campesinos
que hallaba a su paso. Montados en los jumentos,
espoleábanlos con los talones como empujados por
una alegría irresistible...

¡Cristo ha resucitado!
Repetía Durán como otro muchacho el saludo de
laPascua a los niños que entre los trigos buscaban
arvejones y espárragos. Sintióse profundamente op-
timista y se le figuraba que todo el mundo estaba
136 ANTONIO REYES HUERTAS

también poseído del mismo regocijo. Respiraba a


plenos pulmones la fresca brisa que a ratos aleteaba
en sus oídos y bebía el aroma sano de la campiña.
Dijera él que sobre las siembras de albillas una ban-
dada de mariposas movía sus alas con voluptuosi-
dad. Igual que mariposas volaban juveniles sus pen-
samientos y por la vida interior remozada, jugosa y
trémula, corría como por los campos una alegre re-
surrección.
Tendióse como un chiquillo al borde del camino,
gozándose con la frescura aterciopelada del trébol
que acariciaba su rostro. Así permaneció largo rato,
mirando al cielo como de puras aguas y oyendo el
canto de las golondrinas que cruzaban rasantes el
sendero.
El eco de lejanas músicas le hizo después incor-
porarse. Por la carretera avanzaban los primeros ca-
rros dispuestos para la fiesta de la Pascua. Sonaban
collares de cascabeles y las bandurrias y las guitarras
pespunteaban la algarabía de cánticos de mozuelas.
Se levantó contagiado de música. Tomando las
lindes atravesó la hoja apagando de paso el canto
de los grillos que se taponaban en sus agujeros. Pe-
netró después en el pago de viñas, viendo en toda la
naturaleza una hermosura opulenta y pródiga de
yemas brotadas, de arbustos nevados de flor, de
aguas de regatos murmurantes. Sobre la blancura
amarillenta de la arena, las matas de ramarillos
abrían sus botones de fuego como una salpicadura
de gotas de oro.
LA CIÉNAGA 137

Por fin salió a las praderas rasas del posido. Otra


vez hundiendo sus pies en la blanda atepa de
allí,

las cañadas, sentía deseos de tenderse sobre la al-


fombra blanca de las margaritas. Aquí, como en la
hoja, como en las viñas, en esta dehesa que parecía
vestida de púrpura y de naranja, y por cuyos cerros
corría ya la canción festera de la juventud, sintió
Durán por sus venas la renaciente animación del día.
Llegaban carros entoldados y revestidos de ban-
derines y con los carros grupos de jinetes que co-
rrían los mulos lujosamente enjaezados. Cada grupo
que al pie de los carros se formaba, era un baile ca-
prichoso y confuso. Las jotas melodiosas, los ro-
mances picarescos, el fresco reír de mozas peripues-
tas, contagiaban a Durán que sentía deseos de brin-
car y de unir su voz a los coros bulliciosos de la
multitud.
— ¡Cristo ha resucitado! —volvió a clamar salu-
dando a un desconocido que le miró extrañamente
y le correspondió con cierta frialdad.
No reparó Durán en etiquetas, y casi corriendo
llegó hasta el río, buscando la discreta soledad de
sus frondas. Tendióse junto a un atarfe y con cierta
impaciencia esperó la hora de la cita. No quería
pensar en nada que turbase aquella impresión mag-
nífica de su alma. Por
la parte baja que seguía el de-

manchas de gualdas y de lirios te-


clive del río, las
nían vivas irisaciones, tal como si el sol y el aire
hiciesen flamear los jirones de una bandera. Entre
los mimbres y juncos del río, una fragancia húmeda
138 ANTONIO REYES HUERTAS

y picante de mejoranas y poleos, excitaba los senti-


dos de Durán que contemplaba la lejanía del cami-
no, queriendo adivinar a Concha en cada voz que
cantaba. Acabó por cansarse de esta escucha afano-
sa y se abstrajo mirando el cielo donde unas nube-
cillas incipientes simulaban deshilacharse como ve-
llones de algodón.
Al fin, sin que él lo esperase, sintió detrás la risa
inconfundible de Concha. Rápido se incorporó y la
estuvo contemplando de lejos entre el grupo de sus
amigas. A poco la vió avanzar, esbelta y gentil, bajo
el dosel de blondas de su roja sombrilla que seme-
jaba una amapola sostenida en alto por las auras-
Llegó casi hasta donde estaba él. Concha, al princi-

pio, pareció sorprenderse de aquel encuentro, e ins-


tintivamente miró para atrás, como temiendo la com-
pañía, pero reponiéndose le saludó con voz firme:
— iCristo ha resucitado!
—¡Cristo ha resucitado!
misma le alargó su mano y le decidió a salir
Ella
a campo raso a la plenitud de la fiesta. Las amigas,
en tanto, habían empezado a tejer una danza y avan-
zaron cantándola hacia los vericuetos del río hasta
perderse por ellos. Concha y Durán, siguiéndolas,
volvieron hasta la orilla y allí ella recogió su falda
y acomodóse sobre la hierba.

A Durán a Concha como fatiga-


solas ahora, veía
da y encendida por la emoción. La sombrilla, aun
abierta, tamizaba sobre su rostro la luz del sol, como
un halo rosado y transparente. Quiso ella hablar
LA CIÉNAGA 139

primero y su voz, antes resuelta y serena, se tiñó


ahora de un tono opaco y tembloroso que le impe-
día articular claras las palabras. Tuvo él que romper
con una cálida efusión que se desbordaba:
—¡Mi Concha! ¡Mi pobre Concha!
Y Durán le cogió las manos acariciándolas. Sen-
tía ahora el poeta una afectuosa ternura, una pena

fragante y delicada, algo así como un deseo vehe-


mente y dulcísimo de llorar de placer y de felicidad.
Tanta adoración, tan inefable sentimiento trascen-
día del alma de Durán que a Concha se le saltaron
las lágrimas.

Sentíase trastornado por este abandono generoso


de la adorada, por este amor que sabía a grandeza
y a deleite... Dijérase que el alma resplandecía de
gloria ante la felicidad que reflejaba el rostro de la

enamorada. Todas las penas, todas las contrarieda-


des de aquel amor se trocaban ahora para Durán en
fuente de goces y en estímulo de esperanzas. Se le
redoblaban los ímpetus de sus primeras ilusiones y
el brío indomable de su juventud. Tenía ahora una
visión clara y alegre del porvenir y lleno de seguri-
dad repetía a Concha sus proyectos, sus esperanzas
de triunfo, sus anhelos de aquella vida futura del
amor...
Pero pronto Durán se levantó. Una sombra súbi-
ta empañó de sus pensamientos y su ros-
la claridad

una expresión hosca y fría...


tro adquirió


—¡Júrame Concha! demandó—, ¿me quieres de
verdad?
140 ANTONIO REYES HUERTAS

El rostro de la enamorada se nubló con cierto


gesto de dignidad herida de improviso.
— ¿Mi vida misma no te convence? — le respondió.
Quedóse él mirándola fijamente y la seguridad de
ella desarmó las acometividades que él preparaba.
— —
¡Sí! exclamó —
¡Este amor nuestro es algo fa-
.

tal e irremediable!
Y empezó a fluir el raudal de la sinceridad. Las
dudas que como una niebla velaban de vez en cuan-
do las esperanzas del porvenir. La incomprensión y
la miseria ajenas, saliéndoles siempre al paso y
cómo imbuido por todo esto, por su orgullo, por su
amor propio íntimamente lastimado, quiso romper
con ella, olvidarla, arrancarse del alma todas las es-
pinas punzantes de la pasión.
Ella, llenos los ojos de lágrimas, le tendió las ma-
nos. Temblaba de gloria y de delicia.
— —
¡Me gustas así! exclamó radiante — . Yo te
quiero fuerte, digno y poeta de ti mismo. ¡Ay, Al-
fonso, si tú tuvieses voluntad como tienes corazón!
Adoptando un tono grave y afectuoso le sentó a
su lado. Quería ella que la flojaél no
voluntad de
y del dolor que
retardase el fruto de los sacrificios
aquel amor les costaba. Para eso tenía él el don del
trabajo y aquella confianza en el propio valer. Que-
ría que siguiera siendo orgulloso, que el amor pro-
pio espoleara el ánimo indeciso y voluble para
triunfar sobre todos.
Concha hablaba con ese dejo de protección ma-
ternal que tienen las mujeres para todos los hom-
LA CIÉNAGA 141

bres y, aunque a veces le reprendía, sometíase Durán


con agrado a esta especie de autoridad educadora.
— ¿Y el premio? —preguntó sonriente adivinando
la respuesta.
— ¿El premio? ¡Yo!
Lo dijo Concha con tal seguridad que parecía
desafiar hasta las dudas. Esta respuesta envolvía a
la vez tal concepto de propia estimación y de per-
sonal valer, que se impuso a Durán sin dejarle lu-
gar a las restricciones.
— ¡Bien! — dijo — él . ¡Vales mucho más que yo!
No se sentía entonces ni humillado ni empeque-
ñecido por Concha, que se ofrecía ella misma como
premio a los esfuerzos, a las actividades y a toda la
grandeza posible del soñador.
Lleno de humildad empezó a besar las manos de
Concha.
— ¿Qué haces?— preguntó alarmada. ella

— No temas. ¡Mé siento ahora yo! — contestó él

con solemnidad — Ahora digo que yo soy yo


. te
como tú eres tú...
Cual si Concha compren-
dejara tiempo para que
diese el significado de sus palabras, Durán hurtó a
los dulces ojos los suyos y los fijó en el río. La co-
rriente se trenzaba por entre las piedras con un mur-
murio suave. A los pies de ellos formaba un re-
manso y el aire rizaba la superficie flotando en tanto
sobre las ondas la luz del sol con reflejos vivísimos.
De la orilla subía el vaho sutil y excitante de hú-
medas hierbas mentoladas.
142 ANTONIO REYES HUERTAS

Durán hundió sus manos en la transparencia del


agua. Sonriendo luego se salpicó repetidas veces el

rostro experimentando una grata sensación con


aquella frescura. Sentía deseos de algo asícomo de
purificar también su alma bañándola por entero en
aguas cristalinas.
—¿Sabes, Concha? ¡Ahora te digo que quiero ser
ese yo! ¿Y tú?
Entornó ella los ojos y le sonrió inmensa en el

silencio.
Enardecido el poeta empezó a bendecir los cielos,
los campos y las aguas, testigos de aquella renova-
ción interior que le engrandecía. Ella, suspensa,
muda, embobada en la música de las palabras, no
sabía más que callar, callar excelsa con esa intuición
augusta del silencio.
Como un chiquillo volvió a besar locamente los
pálidos dedos ensortijados que rehuían esquivos y
dulces la desbordada ternura. Luego de los tepes
húmedos empezó a arrancar briznas de hierba,
gualdas y margaritas que arrojó al regazo trémulo
de la enamorada. Saltando llegó otra vez a la co-
mente y hundiendo sus manos en las linfas se bañó
los ojos.
—¿Ves, Concha? ¡Puro para mirartel ¡Yo soy yo!
¿Y tú?
Bebió después de las aguas, sintiendo el refri-
gerio tonificante de su gracia. Luego llenó el hue-
co de sus manos y se dirigió a Concha salpicán-
dola:
LA CIÉNAGA 143

— ¡En tus ojos, en tu boca, en tu frente, en tu re-


gazo que espera el amorl
— ¡Loco, loco! — exclamó ella riéndose y levan-
tándose.
Sentían próximos los ecos y las risas de las otras
jóvenes. Concha miró para atrás y se acercó a Du-
rán. Temblaba radiante y ruborosa a la vez, como
para decir algo, y, sin que él lo esperase, de repen-
te, le besó los labios:

— ¡Cristo ha resucitado!
Y echó a correr, esbelta, ligera, gentil, perdién-
dose por entre las matas del río hacia el grupo de
las amigas, que otra vez salían a la pradera saltando
y brincando. Durán quedó como embriagado de
gloria y de delicia, como si un perfume suavísimo e
incomparable le penetrase hasta la medula del alma
y la marease, durmiéndola en un sueño indefinible.
Tanta era su felicidad que cayó de rodillas limpián-
dose las lágrimas.

¡Qué bien le sonaban después las músicas, las


canciones, el hervor de la fiesta a campo raso! Los
antiguos romances vibraban melodiosos con las len-

tas caída de una vieja dulzura. Era el cántico del


eterno amor, o dichoso, llorando al son de la
triste

flauta las congojas del alma, o danzando en las


cuerdas sonoras el alborozo de besos y caricias.
En todos sitios hallaba amigos espontáneos, cam-
pesinos y labradores que le invitaban a probar los
sabrosos fritos, ofreciéndole de paso las botas reple-
tas de vino; mozas que bailaban como incitándole,
144 ANTONIO REYES HUERTAS

risas, piropos, una alegre fraternidad en todos los


corazones. Por un momento pensó en lo fácil que
es hacer a un pueblo feliz. He allí un pueblo que
con una guitarra, un trozo de carne y un garlo de
vino, poblaba los campos de paz, de música y de
juventud.
¡Todo podía ser bueno en la vida! El cielo, las
tierras, lasalmas y los amores.
Y en esto se acercó el tren silbando. Símbolo del
poder, de la fuerza y de la majestad, hizo retemblar
las tierras y aturdió las colinas con el estrépito de
su herraje, cantando con sus silbatos un himno jubi-
loso al trabajo y a la vida. Y Durán, al borde del
desmonte, viéndole pasar, sin saber lo que hacía, se
quitó el sombrero, cogió un puñado de tierra, lo
besó palpitante y lo arrojó al tren gritando:
— ¡Cristo ha resucitado!
XIV

Perlín, embargo, volvió a casa de Durán.


sin
Recibióle el como si nada hubiese pasado
poeta
entre ellos, y el estudiante, no sabiendo de qué
modo franquear aquella sima abierta en sus relacio-
nes desde la última entrevista, le sonrió olvidadizo:
— Aunque no eres como yo, quiero que seas
como yo.
El mismo acercó una silla a la mesa, y apoderán-
dose de las cuartillas que había escrito Durán, em-
pezó a leerlas sin gran interés.
— ¡Bah!— exclamó al poco rato — . Nada de esta
obra vuestra quedará como útil. Quedará sólo el

pensamiento de los que lo consagraron al dolor de


los hombres. ¡Esto es lo que vale, esto!
Sacó, mientras así decía, un libro encuadernado
en roja pasta con extraños dibujos sobre la portada.

¡La revolución de la gran Rusia! He aquí cómo
un pueblo, al que se creía muerto entre las garras
de los zares, ha sabido redimirse. Verás.
— jNo! — extendió mano Durán rehusando
la la
lectura — Estoy ya hastiado de todas esas contro-
.

versias. No creo tampoco en la redención de Rusia,

10
146 ANTONIO REYES HUERTAS

ni menos en que aquí sea necesario hacer una cosa


igual.

¡Esto está peor que Rusia!— afirmó Perlín.
¿Quién de los españoles, quitando unos cuantos,
puede decir que se encuentra satisfecho en su patria?
Durán hizo un gesto de cansancio como rehuyen-
do la probable discusión; pero Perlín comenzó a
hacer cargos contra el estado de cosas en España,
y principalmente contra los ricos. Aunque Durán
daba muestras de indiferencia, Perlín hízole un
relato de los conflictos locales. Trajo a colación la
langosta, y con un sentido hiperbólico iba haciendo
una historia de los subterfugios, de las tranquillas,
de las malas artes que, según él, ponían en juego
los terratenientes para no cumplir con la ley. Unos
hacían con que mataban, permaneciendo sordos al

dolor desesperado de la tierra. Otros apelaban a los


recursos, a los expedientes, a las engañifas. La
política tendía su manto encubridor sobre las culpas
y los delitos. No sehacía efectiva una multa. Y en
tanto, los gérmenes avivados invadían los campos,
que se llenaban de zozobra y de temblor.
— —
¡Ah, pero como yo pueda exclamó—, este año
las pagarán todas juntas!
Perlín al decir esto rió con una risa feroz, con un
gesto de lobo hambriento que ventea la presa, y
Durán le reprendió.
— ¡Déjalos que rabien— respondió el estudiante —
que se atormenten, que paguen algo de lo mucho
que deben! ¡Ah, si yo pudiera hacer viriles a esos
LA CIÉNAGA 147

campesinos! ¡Pero mis campesinos son también unos


mandrias! —terminó con desaliento.
Quedó un momento indeciso, y de repente se
levantó cogiendo a Durán de los brazos.
— |Yo te conjuro, Alfonso, a que, como yo, los
maldigasl ¡Que sus rebaños los coma la peste, v que
sus siembras se hagan estériles, y ellos, como tú y
como yo, se vean esclavos del dinero cuando no lo
tenganl
Tenía al decir esto un acento solemne y sibilítico,
y, como otras veces, un fuego maligno rafagueó en
los ojos dormidos y azules.
Durán procuró serenarle.
— ¿Para qué eres así, Perlín? ¿En realidad eres
tú como dices?
— Yo soy puro y todo esto me indigna.
Durán optó por echar todo a broma, y respondió
a Perlín:
— Si en mí consistiera, te haría desde luego autó-
crata para que gobernaras a tu antojo y capricho.
¡Qué cosas habíamos de ver! Apostaba a que tu pri-
mera medida de gobierno era desposeer a los ricos
de todo lo que tienen, como han hecho los Soviets.
—Y bien, ¿crees tú que sería una injusticia? El
programa de los Soviets ha sido robar lo robado.
¿Crees tú que gran parte de esa inmensa propiedad
no es un robo? Sabes tú cómo se ha formado?
¿Sabes cómo se ha ido acumulando? Si se hiciera
una revisión de fortunas, ¿cuántos podrían decir
esto es legítimamente mío? Yo te pudiera decir de
148 ANTONIO REYES HUERTAS

bienes de propios del Concejo que han pasado a


manos de particulares sin haber pagado éstos más
que el depósito de la fianza. De dehesas del Estado
que han ido comiendo los caciques para agrandar
se
sus heredades. De casas que tienen veinte mil cabezas
de ganado y no tienen amillaradas más que dos mil.
¿No es esto verdad? Pues, dime: el que oculta su
riqueza al Estado para pagar menos tributos, mien-
tras tú pagas los tuyos, ¿qué hace sino robar al Es-
tado? ¿Sabes tú a cuánto puede ascender esa serie de
acumulaciones y ahorros hechos a expensas de los
demás? ¿Es que robar no es más que entrar con vio-
lencia en la propiedad ajena? Y he ahí la ley vues-
tra, la ley de vosotros que os llamáis cristianos, que
colma de honores al que supo hacer una millonada
hurtándose a los deberes de la ciudadanía y al con-
cepto distributivo de la justicia. Sinceramente, Al-
fonso, ¿crees queno es ya la hora de acabar con esto?
La ira había puesto en el rostro pálido de Perlín
dos rosas sangrientas. Le acometió un golpe de tos,
y extenuado se dejó caer sobre la silla, apretándose
las sienes.

Con una voz profundamente desolada, exclamó


golpeándose el pecho:
— [Lo que siento es que esto se va!
—Serénate— aconsejó poeta—
le el . ¿Por qué te
gozas en hallar motivos para esos ardimientos que
te hacen daño?
— ¡Lo que ha de suceder es irremediable!— con-
testó, fúnebre, Perlín—. Yo no lo veré— añadió con
LA CIÉNAGA 149

tristeza — ;
pero tengo la esperanza que ha de venir
un mundo mejor. ¿No lo crees tú?
—Yo— respondió Durán no creo en — los hom-
bres. ¿Sabes en lo único que yo creo? En el amor.
¿Y tú, Perlín, crees en el amor?
— ¡Yo creo en el odiol
—No me refiero a eso. Te hablo del amor ese que
tú decías antes, al leer mis cuartillas, que no servía
para nada. Y es lo único bello que tienen los hom-
bres, amigo mío. jAh! añadió, riendo — ¿ves tú — ,

que te crees un espíritu fuerte? Pues tú harías un


marido modelo, no te quepa duda. Tú, que alardeas
de incrédulo, que has roto el prestigio de todas las
religiones, llegarías tal vez a rezar el rosario con tu
mujer. ¿Por qué no buscas una novia y pruebas?
Perlín soltó la carcajada.
— Sí, ríete; pero convendrás conmigo en que, hoy
por hoy, es lo más bonito del mundo. Imagínate
tú enamorado: una mujer guapa que se mira en ti,
y el amor mutuo que florece en ensueños, en ilusio-
nes, en nuevas vidas que tupen las frondas de tus
sentimientos. Haz tú lo que digo, y te conven-
cerás.
El rostro de Perlín, que había ido adquiriendo
una expresión apacible, se nubló de repente.
—¡Yo ya tengo mi desposada!— dijo sombrío.
—¿Quién?
—¿Qué importa te ni paraqué quieres saberlo?
contestó desabrido—. Déjame a mí seguir mi des-
tino. Mi destino es odiar, maldecir, y...
150 ANTONIO REYES HUERTA»

No terminó la frase, porque Marina, apareciendo


en la puerta del despacho, les interrumpió graciosa-
mente enojada:

Pero, ¿queréis decirme qué hacéis aquí tanto
tiempo encerrados y rompiéndoos siempre la cabe-
za con tantas discusiones? ¡Largo de aquí a gozar de
este día tan bueno y alegre! ¿A ti, Perlín, no te

gusta el sol?
Señalaba Marina por la ventana del patio el cielo

espléndido y radiante. Entrába en el despacho una


oleada de sol, y un manojo de rayos se reflejaba en
la vitrina del centro, iluminando las letras miniadas
de un Códice antiguo. Las cortinas ondeaban lige-
ramente, y creyérase que la luz, cabalgando en las
alas del aire, ponía en la finura del terciopelo un
vago estremecimiento. Salieron los tres, y sentáronse
en el patio. Los naranjos, cuajados de azahar, exha-
laban un perfume intenso y penetrante. Se habían
revestido de pompa las madreselvas, y una variedad
de rosas lucían abiertas en los arreates. Y había en
todo el patio tal efluvio de aromas, de frescura y de
salud, que Durán exclamó con satisfacción:
— ¡En verdad que es hermoso vivir!
Perlín tosió, y mirando a Marina, murmuró brus-
camente:
— ¡Todo estriste en la vidal

Durán comprendió que había cometido una in-


discreción, y, avergonzado, miró también a Marina.
Esta, adivinando la turbación de su hermano, pro-
curó ahuyentar los pensamientos tristes.
LA CIÉNAGA 151

—Alfonso, ¿por qué no nos ahora un capítulo lees


de tu novela?
—¿Quieres? — Durán a Perlín.
dijo
— ¡Yo no! Ya he dicho que eso no sirve para
te y

nada. Vosotros, los literatos, llenáis solo un menes-


ter vulgar: distraer el aburrimiento de los ricos...

— ¡Jesús y en qué sutilezas os entráis! Estaba por


decir que son más agradables mis palomas — dijo
Marina.
Y con voz mimosa se puso a llamarlas:
— ¡Zuras, zuritas, zuras!

Durán explicó a Perlín:


—No me cambio por los pensadores. ¿Cres tú
que no es útil poner un poco de ideal en el prosaís-
mo de la vida? La vida sin los poetas sería insopor-
table. ¡Imagínate si todo fuera topar a cada paso
con de tus maestros y los eructos de
los discursos
don Amadeo! Hay que descubrir lo que también la
vida tenga de bello, y esa es nuestra misión. ¿No
has encontrado tú nunca algo bello en la vida?
Perlín, inconscientemente, volvió sus ojos a Ma-
rina. El sol, dando de lleno sobre el rostro de la
joven, ponía en su piel una transparencia de fruta
lozana. Sonreía ella, dichosa, viendo volar las palo-
mas, y sus claros ojos creyérase que vagaban como
suspensos en algún hilo de ilusión.
Ella misma rompió el encanto de aquel si-

lencio.
— ¡Miren las bribonzuelas —dijo—, y no quieren
venir! ¿No me conocéis ya? ¿O es que tenéis miedo
152 ANTONIO REYES HUERTAS

de Perlín? Si Perlín es muy bueno y os quiere tam-


bién... ¡Vamos, zuritas, zurasl
Perlín, nervioso, se levantó.
— ¡A un hombre como yo —rompió — que le digan
que la vida es bella! ¡Que ha venido la primavera
y florece en los campos y en los corazonesl ¿Y qué
es eso sino mi dolor? ¿Sabes lo que te digo, Alfon-
so?¡Que tienes razón! ¿Qué me importa a mí la vida
de los demás? ¿Qué me importa a mí
ni la justicia
que el mundo se salve, si todo el mundo no ha de
salvarme a mí?
Se había teñido su rostro de tal palidez, y tan tris-
te hablaba, que a Marina se le saltaron las lágrimas.
— ¡Si yo supiera! —
exclamó luego, pensativo.
— ¿Pero qué ha de venir detrás? ¿Lo sabes tú, Mari-
na? Vosotras, las mujeres, sois más puras que los
hombres. Yo te pregunto: ¿qué viene después de la
muerte?
— ¡La vida! —contestó sencillamente Marina.
— ¿Y cómo es esa vida, Alfonso?
Durán, preocupado, preguntó a su vez:
—¿Qué crees tú?

Perlín, tembloroso, se revolvió.


—¿Veis, veis? Me llenáis de dudas, de vacilacio-
nes, de incertidumbres, de misterios y de tristezas,
y cuando os pregunto, me contestáis con otra inte-
rrogación. ¡Todos sois malos, todos sois crueles para
mí y a todos os odio!
Y salió de prisa, encorvado, conteniendo la tos y
dejando tras sí el eco de sus pasos fatigosos. Entre
LA CIÉNAGA 153

Marina y Durán se interpuso un silencio embarazoso


y triste. Sintió el poeta entonces por Perlín una

conmiseración y una lástima tales, que parecía que


su propia alma quería derrámarse en amor sobre la

pobre vida. Mentalmente reprendió a Marina, por-


que era bella. La juventud y la gracia de su herma-
na se le figuraban ahora, sin conocer por qué, una
especie de reto a las ansias desvalidas del estudian-
te. Se reprochó él también a sí mismo por haberse
encontrado feliz ante el infortunio. ¡Pobre Perlín!
Durán tenía deseos de llamarlo, de besar sus ma-
nos, de pedirle perdón hasta que llorase... Y acari-
ciando estos sentimientos, halló Durán después una
majestad tan noble, una claridad tan dulce, que
creyó que un resplandor eterno inundaba ahora de
pureza su espíritu.
XV

—¿A que no sabes quién ha venido a buscarte?


— preguntó Marina a Durán apenas se sentaron a
comer.
—¿Quién?
— ¡Enrique Cabrera! Ha regresado esta mañana y
te espera en el casino a la hora del café.
Durán experimentó con esta noticia una impre-
sión inexplicable. En vez de alegría, sintió algo así
como un íntimo desencanto con la llegada del ami-
go del alma. Tal vez esto venía a romper el indife-
rentismo en que transcurría su vida, huérfana de
afectos leales, y el hábito de sus sentimientos se re-
belaba a modificar los conceptos que ya habm for-

mado con sus desengaños de la lealtad y nobleza


de los hombres. Cabrera era cosa aparte. Conser-
vaba de él Durán el recuerdo emotivo de una amis-
tad entrañable, avalorada siempre por una mutua y
discreta comprensión. Y acaso temía por él, por el

efecto que en el amigo pudieran producir todos los


prejuicios amontonados sobre la vida del poeta, y
por adelantado sentía el dolor de un nuevo escep-
ticismo posible.
LA CIÉNAGA 155

Sin embargo, ya no tuvo Durán paciencia para


comer con reposo. Su madre, viéndole tan desaso-
segado, y creyendo adivinar la causa, le preguntó:
— Será todo el campo un dolor, ¿verdad, hijo?
— Ah!, no es para tanto—disimuló él—. Los lan-
¡

gostos, sí, hacen daño, pero no para desesperar. El


trigo dehesa es una hermosura. ¡Que espigas,
de la

qué granazón, qué opulencia de tallos! ¡Con un


poco de tiempo que nos dieseñ!...
— ¡Si Dios.quisiera! —
esperanzó la madre No — .

sabéis el trabajo que me cuesta pensar en lo que


tenemos... El otro día pasó por ahí el prestamista...

¡Siempre que le veo me entran las zozobras! ¡Si

Dios quisiera!...
Durán desvió discretamente la conversación y
luego salió a la calle.

En el casino encontró a Cabrera rodeado de un


coro de jóvenes. Los dos amigos se abrazaron efu-
sivamente, haciendo sitio Cabrera a Durán a su
lado. La conversación interrumpida se reanudó. Ca-
brera desleía un terrón de azúcar en la taza de café
y contestaba con una sonrisa indulgente a las innu-
merables preguntas de Los señoritos vi
la tertulia. -

llalucences, que no habían ido más allá de Madrid ,

no se satisfacían de oir«las explicaciones de Cabre-


ra, deslumhrados con el relato de cosas desconoci-
das. Preguntábanle insistentemente y pedían deta-
lles y minucias de la vida de París que suponían
sólo alegre y divertida. Alguno, recordando la lec-
tura de las novelas decadentes, aludía a los espec-
156 ANTONIO REYES HUERTAS

táculos refinadamente lascivos, a las escenas galan-


tes de los cabarets, a
las aventuras fáciles con fáci-
les cortesanas, poniendo en sus interrogaciones un
tono picaresco y de suficiencia.
Cabrera, sin dejar de sonreír, los iba desilusio-
nando. Era cosa de novelistas plagiarios el suponer
a Francia una nación compuesta sólo de elegantes
cocotes y matrimonios divorciados. La mujer france-
sa no tenía, al revés de como la pintaban, nada de

y asequible a las galanterías donjuanescas


frivola
que imaginaban los lechuguinos. Consciente de sus
deberes, era culta y espiritual. Tal vez poseía, como
ninguna otra, honrosas cualidades. Esa Francia, bu-
lliciosa y cortesana, no existíamás que en las pági-
nas de la literatura importada. Con los sufrimientos
de la guerra, habían adquirido los franceses un sen-
tido noble y austero de la vida. La necesidad del
ahorro había impuesto hábitos sencillos, costumbres
laboriosas, una especie de higiene moral en que
hasta el tiempo libre no se malgastaba como en Es-
paña en diversiones degenerantes, sino en ejercicios
físicos. Así, erararo ver en París un café abierto a
las once de la noche.

Los jóvenes, defraudados en sus esperanzas, co


menzaron a aburrirse y poco a poco fueron salien-
do, uno tras otro, dejando solos a Durán y Cabrera.

Bueno, querido, jcuánto he pensado en ti por
esas tierras! En Suiza me enteré por carta de mi fa-
milia que te habías venido al pueblo. ¿Y qué tal
aquí?
LA CIÉNAGA 157

— ¡Phs! Puedo decirteque continúo forastero...


mi vida te la podría condensar en estos dos versos:

«A mis soledades voy,


de mis soledades vengo...»

Cabrera iba a contestar algo y calló, prestando


atención a lo que pasaba. En el salón contiguo dis-
cutían don Amadeo, don Pablito y el Moro Vina-
gre. Hablaban de langosta, que era el tema cons-
tante de aquellos días. Sostenía don Pablito que
obligarle a él a pagar un reparto para matar lo que
no criaba, era cosa que sólo se veía en este desgra-
ciado país. Es decir, que él no diría que quien ha-
bía dispuesto eso mereciese cuatro tiros, pero que
tampoco decía lo contrario.
Don Amadeo templaba con razones que parecían
de peso.
— |Es cosa de reírse! —
se oyó a don Pablito Y — .

lo más notable del caso es que el asunto está tan


claro como tres y dos son cinco y nos quieren hacer
tontos de remate. Yo te hago por ejemplo un daño
que aprecian en cinco duros. Y si no te los pago,
la ley me mete de hierros hasta el pescuezo y hace

que te indemnice como es justísimo, y debidísimo,


y racionalísimo, por supuesto. Pero se juntan Pe-
dro, Juan, Francisco, etc.. me hacen daños de
doscientos duros y Pedro, Juan, Francisco, etc., se
quedan tan tranquilos creyendo que no me deben
nada. Y encima no se cansan de decirme: ¡modo-
rro, modorro, modorro!
158 ANTONIO REYES HUERTAS

—¿Pero ellos quieren hacer ese daño? — preguntó


el Moro Vinagre.
—¿Pues qué? ¿Lo evitan acaso?
— ¡Nadie langostos por su gusto!
cría

—No, lo que has de decir, es que les cuesta un


disgusto matarlos ¡A ver qué belén ahora!
—¿Quieres que demos un paseo?—preguntó en-
tonces desengañado Cabrera.
Salieron del casino, cogidos del brazo fraternal-
mente.
—Y ¿qué opinas de todo
tú, Alfonso? esto,
—Yo no quiero opinar— contestó Durán — Te .

diré: vivo margen de todos los sucesos del pue-


al

blo. Las cosas resbalan por mí indiferentes. En una


palabra: ¡voy perdiendo la fe en todo!
De aquí arrancó Durán para hacer a su amigo
una historia de las vicisitudes que había atravesado
desde que llegó a Villaluz y las que actualmente
estaba atravesando sólo, triste, retraído y contraria-
do por sus amores.

¿Y sabes lo que más me duele? La conciencia
de haber sentido sobre mí la injusticia. ¡Nadie ha
puesto sobre mi vida ese sentido generoso de la se-
renidad! Yo habré sido malo, pero dime, Enrique:
¿qué he hecho yo que no haya aprendido de los
demás? ¿Por qué lo que es malo en mí no lo es en
otros? Yo he querido muchas veces ser bueno,
vivir en poeta, perdonar a todos y abrir mis brazos
con efusión. ¿Quién ha comprendido la nobleza de
mis esfuerzos? ¿Quién me ha alentado con un con-
LA CIÉNAGA 159

sejo que no sea depresivo? ¿Quién me ha dicho


a mí lealmente: redímete? ¿Sabes la idea que me da
esta sociedad? La de una orden infamante. Para en-
trar en ella me exigió todo lo que di: espíritu, poe-

sía, paz, todo lo bueno de mis costumbres y de mis

hábitos primeros... Y dádome el espaldarazo la

misma sociedad, me echa en cara que soy como


ellaquiso hacerme, a imagen y semejanza suya...
Cabrera sonrió comprensivo
—No te dé pena —exclamó—. Esa es la ley de
los valores, precisamente. Se contrastan así, por lo
que los demás ponen en nosotros. En estas cosas,
la indiferencia es lo peor. Cuando se discute un
valor, se parte ya de un supuesto que afirma algo.
Hay algo material o moral que nos preocupa para
alegrarnos con la negación de ello. ¿Has visto tú
que nos que
interese, ni para bien ni para mal, io
nos es insignificante? En el contraste de los valores
entran los amores propios, que se creen sustraídos
de algo que nos envanece y que no es ya exclusivo.
Si todos estuviéramos en la cumbre, no haría falta
la educación de la sinceridad... Todo sería bueno

para nosotros...
Dando luego de lado a estos incidentes, Cabrera
empezó a relatar sus impresiones de viaje. Había
ido a Suiza con el propósito de estudiar la instala-
ción de una vaquería modelo. El quería hacer algo
nuevo. No se conformaba con seguir explotando la

ganadería, fiándolo todo al buen tiempo y a la bue-


na voluntad del vaquero o del mayoral. Quería
160 ANTONIO REYES HUERTAS

salirse de los moldes rutinarios, ser en Villaluz


algo más que un señorito rico y contribuir a hacer
patria.
—Desengáñate. Gran parte de ese malestar social
va íntimamente ligado a un problema de produc-
ción. Yo creo que antiguamente no había estas lu-

chas, porque el pueblo vivía mejor. No queremos


producir con economía. Encarecemos la vida con

los medios deficientes de que nos valemos para sos-


tenerla y fomentamos así la incuria y la ignorancia.
A la postre todo es un desequilibrio entre las exi-
gencias de la vida moderna y las fuentes de la pro-
ducción, cenagosas ya con el légamo que han ido
sedimentando tantos años de pereza...
Llegaron entonces a la plaza y, como hacía aún
mucho calor para salir de paseo, optaron por dar
unas vueltas bajo los soportales del Ayuntamiento.
Durán desde allí observaba el mal estado de las
callesque afluían a la plaza. Había numerosos
hoyos desempedrados y de todas partes subía un
vaho de humedades nocivas. Allí mismo, delante
del Ayuntamiento, salpicaban los guijos desencaja-
dos restos de verduras, y mandíbulas arro-
piltrafas

jadas a los perros desde los puestos de carne, y


como prendido en las paredes, un olor a grasa de
ovejas, a suciedad, a incuria, a abandono, a ausen-
cia de autoridad...
— —
Y los países aquellos preguntó— ¿se sienten
bien gobernados?
— En general, sí. La política al menos se entien-
LA CIÉNAGA 161

de allí de otro modo. Precisamente coincidió mi


estancia en Bruselas con las elecciones, y me llamó
la atención el modo que tenían ios partidos de ha-
cer propaganda. Leías un manifiesto del partido
liberal y decía, por ejemplo: «acordaos que por
nosotros se hizo la ley A o el proyecto B». Leías el

del partido católico y era otro memento de benefi-


cios positivos. Nada de decir eso de si el candidato
contrario es de este modo o del otro, y uno es me-
jory el otro peor... ¡Lo mismo que aquí, donde
no hay otra razón de partidos que don Fulano o
don Beltrano, y en donde por si el jefe M. dejó de
saludar al jefe N. hay ya motivos de crisis y pertur-
bación de la vida nacional...
— En España—asintió Durán es todo cuestión —
de vanidad personal. El problema de gobierno en
España es más que nada un problema de higiene
espiritual. Si preguntaras a un diputado por qué
quería ser diputado,le pondrías en un apuro. Quita

unos cuantos, y estaba por decirte que si a los dipu-


tados españoles les obligasen a estudiar siquiera
una hora los problemas nacionales, habría que re-
clutarlos con
Guardia civil...
la

La conversación tomaba un giro demasiado im-


portante y, Jos dos amigos salieron de los soportales.
En la plaza, ilena todavía de sol, picoteaban las pa-
lomas domésticas, que, al sonar el reloj, levantaron
el vuelo agitado. Grande^ bandadas de aviones chi-
llaban en torno del campanario, y de lejos se oían
los pregones de los vendedores ambulantes.
162 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¿Pues, tú ves? — dijo Cabrera — . Estas tardes así


las he echado yo de menos en Berna. Precisamente
te recordaba. Y te veía mirando esas palomas y co-
piando los romances de esos chiquillos. Te he dicho
lo que has oído, y, sin embargo, no me encuentro
a gusto no es aquí.
si

Salieron al campo. Por el lado del poniente, el


sol moribundo ponía una gradación de tintas escar-
lata en los cirrus sutiles del cielo. Toda la hoja,
casi en sazón, amarilleaba trascendiendo ese aroma
inconfundible de las espigas... Cruzáronse con una
de segadores, que, con el palo del hato al
cuadrilla
hombro y la hoz en la mano parecían enarbolar
banderas. Al paso, percibieron los dos amigos algu-
nas exclamaciones que iban profiriendo contra los
ricos. Unos a otros se señalaban a ambos lados de
la carretera las manchas
inmensas de lan-
grises e
gostos que saltaban con un ruido de lluvia.
—¡Hombre! ¿Y Perlín? recordó de pronto Ca- —
brera .

— Pobre! —compadeció Durán —


1 . ¡Está cada vez
peor!
—¿Y sigue con sus ideas?
— ¡Eso Cada día más
sí! está exaltado...
—En verdad— Cabrera — dijo ,
que en parte lleva
razón. Se impone una reforma, bien de la propie-
dad o de los tributos. Yo optaría por lo pronto por
el impuesto progresivo...
Topáronse en esto con Núflez de la Enramada
que volvía de paseo. Como oyó las últimas pala-
LA CIÉNAGA 163

bras de Cabrera, preguntó a éste qué era eso del


impuesto progresivo.
Cabrera y Durán echáronse a reír con cierta inte-

ligencia. Núñez de la Enramada, sin mostrarse


ofendido, les hizo saber el resultado de sus últimos
exámenes. Había regresado el día anterior de la ca-
pital y le habían dado el tercer suspenso en fran-

cés. Lo contaba riendo, con un alarde de desapren-


sión que extrañó a los dos compañeros.
— |Bah!¡No se puede estudiar por libre! Y ade-
más, ¿a mí para qué me sirve eso? ¿Voy yo a hablar
en francés con mis pastores y mis porqueros? ¡Qué
tonterías! ¿Y voy yo a vivir tampoco de los libros?
¿Qué falta me hace a mí estudiar? ¿Y sobre todo, a
mis años, con veintidós ya, qué me importa a mí
ser o no bachiller?
Volvió a reír inocentemente. Luego, viendo que
Durán y Cabrera iniciaban otra conversación, se
despidió cimbreando su cuerpo juncal y taconeando
al andar para estirar bien las piernas.
—Losacontecimientos— exclamó Cabrera—sor-
prenderán a estos dormidos...
— Ese todavía cree que estamos en la Arcadia fe-
liz—contestó Durán — pero volviendo
; a Perlín te
digo que no hay quien pueda con él. ¿Sabes lo que

en un mitin que dió a los campesi-


dijo el otro día
nos? Que cuando los langostos se comían las espi-
gas las cabezas eran la mies de las hoces... Inter-
vino la Policía y anda empapelado.
—¿Y los campesinos?
164 ANTONIO REYES HUERTAS

— Hablan de revolución y de justicia... ¿No has


oído a esos segadores que hemos cruzado?
La campana vibró entonces en la serenidad del
crepúsculo. Y no era la dulce voz que llenaba de
unción religiosa los campos tranquilos, sino que
parecía más bien un eco temeroso, un acento incom-
prensible y extraño que diese un grito de alerta a
los corazones...
XVI

Tanto apremiaba la siega, por los estragos que


hacía la langosta, que Durán, a toda prisa, mandó

reclutar peones y los envió al rompimiento de la


dehesa que llevaba en arriendo.
Salió él a verlos, ya bien mediada la mañana, y
atravesó las vastas extensiones arenosas, cuyas pas-
tos sedientos comenzaban a agostarse consumidos
por la sequía. A uno y otro lado del camino, largos
cordones de insectos, apelotonados, se desparrama-
ban al saltar. Montones de ellos, encaramados so-
bre la corona abierta de los cañarejos, producían
un ruido como de finas sierras trabajando incesan-
temente...
Cuando llegó al tajo hacía un calor insoportable.
Grandes bocanadas de aire sofocante parecían salir
de las entrañas de la tierra, que respiraba, flamean-
do, por las puntas amarillentas del rastrojo. Los se-
gadores, empapados de sudor, apuraban el agua
hecha caldo en los barriles, volviendo luego a la
brega inclemente de las hoces. No estaba el trigo
en sazón, y auguraban los segadores el poco rendi-
miento de aquellas espigas prematuras, vaciadas ya
166 ANTONIO REYES HUERTAS

en parte por los dientes insaciables de la plaga.


— ¡Mié usté, mié usté qué esgalazo! — ponderó el

manijero.
Señalaba a Durán los tallos cortados, las ronchas
carcomidas, los raquis de las espigas raídos de rás-
pulas como cabezas afeitadas y el aspecto de innu-
merables insectos repugnantes cabalgando sobre lo
que quedaba en pie...
— ¡Dígole que esto es una maldición y da gri-

ma! añadió el manijero.
Los otros segadores, indiferentes a todo, empeza-
ron luego a cantar, acompañándose con el rumor
de las hoces. Bromeaban joviales y contaban chas-
carrillos obscenos, pidiendo su parecer a las espi-
gadoras, que protestaban avergonzadas mirando a
Durán...
Este callaba consternado. Contemplaba la des-
trucción irremediable del rompimiento, y de una
sola ojeada abarcó las consecuencias terribles que
esto traería a su casa. Sintiéndose congestionado,
apeóse del caballo y buscó la sombra de las haci-
nas... El agua, salobre y tibia, no apagaoa la rese-
cación de sus labios, ni el cálido hervor de sus en-
trañas...
—¿Qué va a ser de nosotros? —se preguntó ate-
rrado.
Calculaba los gastos que habían hecho para pro-
ducir aquello: labores, estiércoles, simientes y me-
joras. El esfuerzo que suponía sostener la esperanza,

teniendo que pelear un año entero con gañanes in-

\
LA CIÉNAGA 167

dolentes, con obreros de floja voluntad que trabaja-


ban de mala gana y hacían cada vez más difíciles
los éxitos de la agricultura... [Y después de todo
esto ver que por culpas ajenas, por dejación de de-
beres de los que se decían la aristocracia social y las
gentes de orden, se habían malogrado los sacrifi-

cios, el sudor y los dolores de su casa!


Y la cosa no tendría apelación. El administrador
de la dehesa, en nombre del dueño, le diría que era
sensible aquello, pero que él tendría que cobrar ínte-
gro el precio del arrendamiento. Es decir; que ni la

fuerza mayor, ni la conciencia de arruinar a una fa-

milia, influirían en el ánimo del propietario para


una condonación generosa y justa. ¡La tierral ¿Pero
es que la tierra no había de llevar siquiera la condi-
ción equitativa de saneamiento? ¿Es que la mera
propiedad de la tierra tenía por sí misma más atri-
butos y más derechos que el trabajo y la inteligen-
cia? Pensó Durán que estos rentistas de la tierra

eran los peores usureros. Un usurero, al menos, ase-


guraba algo, daba el dinero, libre de contingencias.

Por de pronto, el Estado garantizaba en su deu-


da un interés positivo... Pero el rentista de la tierra
no aseguraba nada; daba sólo una probabilidad a
cambio de un fruto cierto. Además, la ley señalaba
al prestamista de dinero el límite de los intereses
racionales, interviniendo en las exacciones abusi-
vas, al paso que para losque prestaban tierras no
había restricciones, ni leyes, ni nada, con los con-
tratos a todo riesgo y ventura...
168 ANTONIO REYES HUERTAS

Fuera como fuera, la situación económica del


poeta quedaba desbaratada ahora sin culpa suya.
Representaba esto un retrocesomuy grave en la vida
que había empezado a discurrir por cauces sencillos
y fecundos... ¿Quién impedía su bienestar? ¿El o
los demás?
Un sentimiento de odio se posó de repente en su
corazón, trayéndole ideas trágicas y perturbadoras.
Efectivamente: ¡había que renovar todo esto, como
decía Perlín, y que el fuego purificador de la tre-
menda justicia se extendiese por todo el haz de la
tierra! ¡Si no gobernaban a los hombres ni la razón
ni el deber, que la fuerza mayor del número destru-
yese a la otra fuerza organizada de los egoísmos!
— —
exclamó.— ¿Qué han hecho los
¡Cristo, Cristo!
hombres de tus doctrinas? Y si no creen en ellas,
¿por qué consientes que se llamen cristianos?
Un súbito temor paralizó sus ideas... Sonáronle
sus propias palabras a irreverencia y, sobrecogido,
fijó los ojos en el cielo. Bruñido el espacio, intensa-

mente azul, expandía la serenidad, como el aliento

de algo eterno, que daba una respuesta muda a las


incomprensiones y miserias de la tierra. Durán, aquie-
tado algo, y temeroso ya de sí mismo, rehuyó las
propias incitaciones turbulentas y procuró dormirlas
en modorra soñolienta del paisaje...
la

Reinaba una calma chicha en el mar amarillo de


la mies. Un sopor solemne invadía la campiña, y

sólo las cigarras ponían un estridente estremeci-


miento en las flámulas crepitantes del bochorno.
LA CIÉNAGA 169

Delante de Durán, los segadores, encorvados, avan-


zaban en fila, cimbreando en alto los rampojos. De-
trás de ellos, las espigadoras, con la cabeza hundi-
da en el rastrojal, pegado el cabello a las sienes
por el sudor, mostraban las piernas desnudas, san-
grantes y laceradas por los pajonazos hostiles...
Dieron todos de mano a la voz del manijero, y se
agruparon junto a la hacina para comer. Sacaron de
las horteras que colocaron sobre las mugrientas ta-

legas, pan y aceitunas, tocino crudo, un pedazo de


queso. Los más rumbosos mostraron un trozo de
chorizo que se derretía en sus dedos y en sus labios.
Una mujer deseó como una delicia un cuenco de
gazpacho...
Callaba Durán viéndolos comer en silencio, y
otrade las espigadoras se dirigió a él:
— Pues ustés, que tienen algunas
los señores
raíces, menos mal... ¿pero y mi marío, que tiene
que dar doce fanegas de trigo, y lo que cojamos es
nuestro capital entero?
— ¡La labor es una ruina! — opinó un segador—
¿Labraores de arriendo? ¡Labraores, no! ¡Ladraores,
ladraores!
— ¡Sacando jornal!— dijo mujer—
el la ... Pero
año es
este acabóse!el

— ¡Como langostos comieran ovejas


los en vez
de espigas, veríamos cómo no quedaba ni uno!
opinó el manijero —
Pero pa lo que ellos siembran,
.

¿qué les importa?


Se enredaron entonces en una discusión de nom-
170 ANTON iO REYES HUERTAS

bres, y el manijero dio otra vez su opinión: «Don


Amadeo no había matado, como ningún año los
langostos; don Leandrito Rojo había mandado cua-
tro o cinco chiquillos a hacer el papel... Otros se
habían ido a Madrid, huyendo del compromiso.
— ¡Asina les prendieran un misto!— maldijo la

espigadora.
Durán los escuchaba en silencio sintiendo la des-
esperanza de la vida. ¿Y esos eran los que estaban
en las cumbres sociales, los selectos, los distingui-
dos y los considerados?
Los segadores, terminada la merienda, buscaron
los aparejos de las caballerías para dormir la siesta-

Se desperdigaron luego, amparándose a la sombra


de las gavillas, y las espigadoras, cogiendo los ba-
rriles, caminaron a llenarlos en las fuentes. Quedó

otra vez sólo Durán, entregado a tristes meditacio-


nes... Los pasos del manijero, que nuevamente se
acercaba, hiciéronle levantar la cabeza. El manijero
traía un brazado de espigas que depositó a sus pies:

Mié usté, señorito exclamó —
¡pa que se haga — ,

usté cargo de lo que es esta gente! ¡Mié usté lo que


tienen en cuenta que están ganando mu buenos jor-
nales y que en esta senara no sacará usté ni los gas-
tos! ¡Dígole que no se puede naide fiar de naide!...

El manijero explicó que había visto a los sega-


dores llenar las albardas y las talegas de granzas,
cuando preparaban los camastros junto a las gavi-
A uno de ellos, mientras dormía,
llas. le había saca-
do aquello que presentaba.
LA CIÉNAGA 171

— ¡Arregístrelos usté y verá!— incitó el manijero.


—Más ladrones que jeta! !Por onde quiera que van
son sus ojos encendeores de yesca! ¡Y luego dicen
de los señores! ¡Son mucho más decentes que ellos!
Seguía relatando el manijero, y Durán se levantó.
Llevó sus pasos hacia los hatos y observó que los
segadores dormían, roncando despreocupados. Sin
hacer ruido se acercó Durán y, cuidadoso de que
no despertasen, empezó a registrar las ropas, apare-
ciendo entonces todo el acopio de estas innobles
rapiñas. Gozándose en esta operación de tomarles
la delantera a tiempo, Durán restituyó a las cargas
lo robado.
Sintióse luego profundamente pesimista, y le pa-
reció imposible esperar del mundo una regenera-
ción verdadera. El mundo actual no estaba capaci-
tado para merecer la paz ni la dicha. Una ola de
materialismo envolvía la tierra... Pobres y ricos
aparecían dotados sólo de instintos dañinos. No
veía mas que ansias materiales, egoísmos, aspira-
ciones a ras de suelo...
Hurtó de repente Durán sus pensamientos a estas
consideraciones, porque notó que unas nuevas pa-
labras, llenas de duda y de irreverencia, iban a salir
de sus labios... Fijóse otra vez en la campiña que
retemblaba en el sopor asfixiante de la siesta. El
cielo se había llenado de nubes blancas que se arre-
molinaban como montañas de algodón. Tomaban
caprichosas formas, simulando fantásticos camellos
con enormes jibas, leones de enmarañadas melenas,
172 ANTONIO REYES HUERTAS

cuádrigas de centauros emprendiendo vertiginosa


carrera...
Temiendo la tormenta, Durán despidióse del ma
nijero y emprendió el regreso. A lo largo del cami-
no, polvo fugitivo, la soledad y el silencio del pá-
ramo vacío. En esta calma parecieron aquietarse los
nervios y las ideas de Durán. El mismo sonrió, ha-
llando algo caricaturesco en su situación económica
de agricultor y de ganadero.
— ¡Pues los segadores —
pensó de improviso
buen chasco se van a llevar!
Se los imaginaba que, una vez terminado el tra
bajo, acudían ansiosos a cargar sus morrales, tan
bien preparados de antemano. ¡Y aquí la estupefac-
ción y el mirarse unos a otros viéndose burlados,
sin saber por quién! ¡Sí, la cosa era chusca!
Y Durán no pudo reprimir una carcajada.
Pero instantáneamente quedó cortado. Se vió el

propio Durán como un ratero, desvalijando los ha-


tos de los segadores, en una operación tan innoble
como la de ellos. Yimaginó que Concha le ha-
se
bía estado observando y que ahora, en silencio, le
reprendía, como si aquel espionaje, esta carcajada y
esta burla fuesen impropios del espíritu de un
poeta...
XVII

Notaba Durán que desde la última entrevista que


tuvo con Concha su carácter se iba haciendo más
apacible y sencillo, sus ideas adquirían una mayor
transparencia y el alma un sentido más noble y pro-
fundo de sus destinos.
— ¿Por qué afanarse tanto en conseguir lo que
tenemos dentro de nosotros mismos?
Recordaba él estas palabras de Concha, que le
habían revelado los caminos internos de la sereni-
dad. Empezaba a ser libre, a ser señor de sí mis-
mo, despojándose de muchos prejuicios que le do-
minaban con sus pequeñas tiranías...
No hallaba ahora en sus sentimientos rincones de
albergue para el odio. Ni aun pensando con las
opiniones influenciadas por Perlín y con los ago-
bios de las realidades de su vida económica, venci-
da y maltrecha por los poderosos, odiaba siquiera a
éstos. Pensaba qne a los ricos debía él su civiliza,
ción, sus gustos, sus refinamientos culturales, sus
propios anhelos en lo que tenían de bellos y puros,
que todo este mundo espiritual, formado de concep-
tos altísimos, de ideas estéticas y de estímulos caba-
174 ANTONIO REYES HUERTAS

llerescos, era una selección, una aristocracia moral


que a los ricos exclusivamente se debía. Si él se
consideraba superior a un campesino tosco y podía
alardear de sentimientos más pulcros, era por la
convivencia con los ricos, a cuyas influencias se de-
bían las artes, el sentido de la belleza y las glorio-
sas conquistas del pensamiento científico. Fuesen
los ricos como fuesen, la riqueza en sí, era un ele-
mento de vida, un triunfo positivo y un caudal de
energías acumuladas por la actividad humana.
Cuando con estos pensamientos, le sor-
discurría
prendió Perlín. Entró como de costumbre, deslizán-
dose sin ser apenas sentido, y, semejante a un fan-
tasma, proyectó su sombra delante de Durán. Este,
en vez de disgustarse como otras veces que le había
asustado del mismo modo, se echó a reír resignada-
mente.
— ¡Hasta en tus hábitos eres conspirador! — le

dijo.

— ¡No es esta época de conspiradores! — contestó


sentándose Perlín —
¡Me muero dos veces como el
.

león de y de las dos veces una es de asco!


la fábula,

¡Esclavos, esclavos! Los esclavos antiguos supieron


rebelarse alguna vez, y Espartaco fué esclavo y tuvo
dignidad; pero los esclavos de hoy no merecen com-
pasión. Son doblemente esclavos: por merecimien-
tos y por voluntad. ¡A lamer, como el perro, la
mano del amo que castiga! ¡Que pongan a todos el
anillo en los labios y el hierro candente en la espal-
da, y de feria en feria los subasten, como en las
LA CIÉNAGA 175

puertas de Roma. Ellos reirán contentos, y a los


azotes contestarán: «¡Tío, tío!», como los bufones
de Shakespeare!
Era ya difícil sosegar a Perlín. Sus ojos, ilumina-
dos con un fuego fanático, dijérase que crepitaban
como el temblor de una pira. Atropelladamente se
fué explicando. Esperaba él que la clase media,
arruinada ahora por los delitos indisciplinados de
los ricos en el asunto de la langosta, se hubiese con-
movido en un arranque de rebeldía. ¡Míseros labran-
tines que sólo sacaron a flote de la catástrofe la deuda
de bárbaros arrendamientos, pobres señoritingos de
potaje y yunta, hidalgos de pan llevar, todos eran
esclavos! Recibían la desgraciacon paciencia y se
resignaban a seguir sonriendo humildes al señor.

—Tú mismo, Alfonso, quien alguna vez


a creí

— añadió.
independiente, tú eres también un esclavo
—¿Por qué?
— ¡Ah! ¡Yo esperaba de cosa en ti otra estas cir-
cunstancias!
—¿La revolución?— preguntó irónico Durán.
—¿Te burlas? ¡Pues, ¡La revolución!
sí!

—¿Y qué íbamos a conseguir?—interrogó, ya se-


rio, elpoeta — Yo no creo en
. de la eficacia las re-
voluciones súbitas. Tú llegas ahora y ves esta mesa
desordenada y en un instante arreglas papeles y
libros. De poco te servirá, si yo, que he de perma-
necer en la mesa, sigo siendo desordenado. Desen-
gáñate: el orden ha de venir de algo sustancial en
la conciencia del hombre...
176 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¿Abres tú las ostras por la persuasión?


—Mira, Perlín, ¿para qué queremos discutir? Co-
nozco todos tus puntos de vista, y, ¿quieres que te
diga lo que opino de todos ellos? Que ninguna de
tus teorías ni de tus reformas me han convencido.
Atacáis vosotros lo que llamáis un convencionalismo
con otro convencionalismo igual. Por una sola vez,
y para que no volvamos a estas controversias, que
verdaderamente me aburren, te voy a decir la verdad
de lo que sucede. Los ricos sienten a su alrededor
una sociedad que los mira según su dinero. Nosotros
sentimos la fascinación, el imán, la atracción de ese

dinero. Tus campesinos más que nosotros mismos.


Más, si caberla conducta de tus campesinos no es otra
que debilitarnos a nosotros, los de la clase media ante
,

los poderosos. Mira un detalle: ¿qué somos tú y yo,


que nos consideramos intelectuales, en el pueblo?
¿Nos miran tus campesinos más que a los ricos? ¿Has
visto, por no ir más lejos, cómo reputan y adjudi-
can los tratamientos? A ti, por ejemplo, que tienes
un título, te llaman Perlín. Si acaso, te aplican el
nombre en diminutivo. Es decir, que te regatean
aquello a que tienes perfecto derecho. En cambio,
a cualquier badulaque que tiene una dehesa le ro-
dean de respetos, de consideraciones y de trata-
mientos ¡Don Fulano le llaman por hacerle superior
a ti! Es una bagatela, un detalle ínfimo, que parece
no dice nada, pero el empleo de los diminutivos
frente a los dones es una especie de protesta con-
tra el que se encumbra algo sin llegar a ser rico. En
LA CIÉNAGA 177

realidad es la rebelión del pueblo, con sus teorías


igualitarias, que no soporta una superioridad espiri-
tual. La sabiduría, el talento, la cultura sin dinero
son para el pueblo superioridades a medias, y de
aquí el Fulanito, que es un término intermedio en-
tre Fulano a secas, que es lo común, y el don
el

Fulano excelso, que es el del rico. Como ves, todo


es materialismo, fuerza corporal, energías y capaci-
dades que se pueden medir con medios celemines.
Mira otro detalle: una de las cosas que más me
asqueaban en el casino era el observar que a mí,
por ejemplo, que pagaba mi servicio como el pri-
mero y daba más propinas que nadie, ningún con-
serje me honró nunca con sus preferencias. Y entra-
ba don Leandro Rojo, que tiene fama justa de
miserable, y hacía menos gasto que yo y no daba
nunca una propina y le servían, sin embargo, el café
primero que a mí. Es decir, que en la psicología del
camarero no entraba, por lo visto, otra razón para
sus preferencias que una esperanza vaga de mejor
provecho, en caso probable, aunque fuera remoto;
esto es; que don Leandro, si quisiera, por eso de
ser más rico, podía dar más que yo. Ya ves, bastaba
esa simple suposición acerca de la voluntad de don
Leandro para que el camarero me considerase de
antemano anulado y vencido por él. Pues bien; yo
te digo ahora: ¿por qué afear tanto el proceder de
los ricos, que no hacen más que seguir el camino
que la sociedad les da expedito? ¿Por qué odiar sólo
a ellos que se adaptan al medio, y no odiar al medio
12
178 ANTONIO REYES HUERTAS

mismo que los hace consustanciales con él? Si osl


ricos adquieren el convencimiento de que sólo por
el dinero son lo que son ante los demás, ¿por qué
extrañarnos tanto de que se valgan de todos los me-
dios para conservarlo, aumentarlo y no desprender-
se de él? ¿Sabes lo que te digo, Perlín? Que el mun-
do, con sus pasiones, con sus hipocresías, con sus
concupiscencias, con su denso materialismo, no
merece la felicidad. ¿Y sabes, por último, lo que
creo? Que mientras los hombres no reformen su
propia contextura espiritual, ni teorías, ni la fuerza,

ni la revolución, ni nada, salvarán al mundo...


Nunca había hablado tanto Durán, ni en tonos
tan exaltados. Perlín miraba con cierto aspecto de
le

duda, pero no le contradecía. Marina, que desde el


patio sintió a su hermano, acudió algo disgustada,
y, como otras veces, les reprendió desde la puerta.
—¡Os vais a poner tontos! Mira, Perlín, ya te he
dicho que no me gusta que habléis de esas cosas.
La noche me soñé que estaba ardiendo esta
otra
casa y que eras tú quien la había prendido fuego.
Los dos jóvenes soltaron la carcajada.
—¿Prender fuego a tu casa?— dijo Perlín con
tono bondadoso —
Tú no mereces eso, Marina.
.

¡Yo acudiría en todo caso a sofocar el incendio!...


Se quedó mirándola, y Marina se puso vivamen-
te encarnada.
— Bueno;lo que digo es —
añadió la joven, dan-
do a sus palabras cierta jovialidad— que os dejéis
de esas discusiones, con las que os ponéis demasía-
LA CIÉNAGA 179

do serios. ¡Vaya unos pollos huraños! ¡Andad, salid


a dar una vuelta! ¿No os cocéis aquí con este calor?
Salieron los tres y se encaminaron al huerto; pero
hacía también una calina sofocante. No se mo-
allí

vía una hoja, y los rosales de la vereda, con un ver-


dor marchito, parecían pedir sedientos la frescura
del riego. Cruzaban muy altas las golondrinas, y los
cernícalos se sostenían como haciendo equilibrio en
el aire.

Marina cogió unas ciruelas, que repartió a los


jóvenes. Sentóse luego en el brocal de la alberca a
refrescar las que ella se reservó, y al inclinarse de-
jaba ver el principio de sus piernas, que se dijera
iban a estallar dentro de la ceñida media transpa-
rente. Vestía joven una blusa limpísima y almi-
la

donada, y sobre su blancura dos claveles reventones


simulaban un vivo cuajaron de sangre. De que lavó
las frutas empezó a comerlas, salpicando sus dedos,
llenos de gotas de agua, con una gracia inimitable.
—¿De modo—dijo Perlín, entornando ojos los
azules con vaguedad — que me crees capaz de
cierta
prender fuego a casa?
tu
— ¡Qué sé yo! — contestó Marina, riéndose — .¡Tan
raro es todo eso de que habláis!
— Perlín parece un león— Durán — pero
terció ;

se dejaría limar con gusto las uñas...


Miró Perlín al poeta fijamente, pero no le contra-
dijo. Sonrió,en cambio, con una expresión apaci-
ble y volvió sus ojos a Marina, que cogió un cubo,
lo llenó de agua en la alberca y empezó a ro-
180 ANTONIO REYES HUERTAS

ciar un tiesto de albahaca. Las hojas, sacudidas


con la frescura, exhalaron una cálida fragancia. Cortó
Marina varios tallos, y, aspirando el aroma con
voluptuosidad, los repartió después a los jóvenes.
—Tomad: olor de verano; noches de San Juan y
veladas de Santa Lucía. Es el olor de las ferias y de
las mocitas festeras. Siempre que huelo la albahaca
recuerdo de Villacruces; la gaita y el tam-
la fiesta

boril y mozas repartiendo en la plaza sus ramos


las

mientras cantan un romance de amores...


La madre, llamando desde la entrada del huerto,
interrumpió a Marina, y ésta corrió a sus voces con
un aire juguetón y gentil...
Volvióse entonces Perlín a Durán todo demuda-
do. Sus ojos infantiles habían adquirido el brillo
misterioso y profundo de las exaltaciones.

— ¡Escúpeme, Alfonso! ¡Aquí, aquí! —y se golpea-


ba ojos y
el rostro, la frente, los labios — ¡Quie-
los .

ro liberarme! ¡Quiero ser puro! ¡Yo destrozaré entre


mis manos la víbora dulce y el corazón que se deja
morder por ella! ¡Tierra bendita, tierra triste! ¿Cómo

pude yo olvidarte? y empezó a besar el suelo,
arrodillándose —
¡Yo no puedo desposarme más
.

que contigo! ¡Fuera esto! ¡Que no me roben tu amor,


ni otro ensueño, ni otra juventud!
Sin dar tiempo a Durán para que comprendiese
bien sus palabras, comenzó a andar Perlín por entre
los rosales, y, llegando al patio, salióse de la casa.
Quedó el poeta triste, desasosegado, con una im-
presión de agobio que no podía definir.
LA CIÉNAGA 181

—¿Para qué viene a acongojarme? —se preguntó


con un sentimiento de egoísmo.
Casi sentía rabia contra el estudiante, que así, con
frecuencia, iba a dejarle en su soledad el poso me-
lancólico de extrañas y absurdas ideas. ¿Qué dere-
cho tenía Perlín a turbar su serenidad y a prender
en su alma aquellas vagas tribulaciones?

¡Marina! —
llamó a su hermana, sintiendo mie-
do de estar solo.
Pero en vez de Marina apareció Cabrera en la
entrada del huerto. Traía el aire grave y pensativo de
siempre, y como oyese la voz de Durán, advirtió:

Me parece que tu madre y tu hermana han sa-
lido, porque no he visto a nadie en casa y está todo
a oscuras. Me dijo Perlín que estabas aquí. ¿Qué
le ha pasado? Contestó a algunas preguntas mías de

un modo distraído, y luego me volvió la espalda.


— ¡Perlín está loco —afirmó Durán—; pero tiene
la habilidad de destemplarme!
Contó lo sucedido a Cabrera, y éste, compren-
diendo, sonrió cón cierta tristeza.

— Bueno — exclamó — dejemos ahora eso. ¿A


;

que no sabes con quién acabo de hablar de ti?


Durán se encogió de hombros.
— ¡Con don Guillermo! Saqué yo mismo la con-
versación, y le he dado un recorrido en toda regla.
¡Es un infeliz! No tiene otro pecado que el de haber-
en nacer cuatro o cinco siglos... He visto
se retrasado
también a Concha, e igualmente hemos hablado
de ti.
182 ANTONIO REYES HUERTAS

—¿Sí?— preguntó intrigado Durán— ¿Y qué


. te
ha dicho?
—¡Vaya una mujer!— ponderó Cabrera—. Si los
hombres fuésemos para el amor tan nobles como
las mujeres la vida sería un paraíso...


¿Pero qué te ha dicho?
—¿No te basta saber que te quiere? Más aún: ¿no
te satisfaces con ver que te comprende?
—¿Y tú, qué has hablado tú?
—¿Yo? Nada. No creas que fui con objeto de
hacer tu panegírico para regalarte luego el oído.
Fui porque me casino y no tenía ganas
aburría en el

de pasear, ¿Te dije una vez que me hallaba aquí tan


a gusto? ¡Pues te aseguro que me fastidia el pueblo
entero y que deseo solo vivir aislado del público!
Estuve esta tarde en el casino y oí hablar a don
Amadeo, al Moro Vinagre y a toda la crema social
del pueblo. Y salí desilusionado. ¡En todos sitios,

la vanidad humana, la torpeza, la incompresión, la


envidia, hasta la crueldad con nuestros semejantes,
mostrándose a cada paso! ¡Y qué crueldad! Una
crueldad dorada y estulta, como de sapitos hincha-
dos que no pueden tener siquiera la fiereza del tigre
y del león Observando todo esto, he pensado que
vivimos en un ambiente adecuado al ironista y nada
más que a él Sólo Pepe Corcho puede convivir
tranquilo en este medio. Porque las bajezas huma-
nas son hoy tan ridiculas y pequeñas que sólo un
temperamento ironista puede contemplarlas sin in-
dignarse. Para el hombre serio, íntegro y austero
LA CiÉNAGA 183

esteambiente es un semillero de disgustos y decep-


ciones contra lo cual no puede siquiera protestar:
primero, porque su voz no tendría eco ni resonancia,

y segundo, porque es todo tan grotesco y estúpido


que se escapa a la protesta. ¿Comprendes ya por qué
he visitado a don Guillermo? Porque entre oír tantas
estulticias, tantas banalidades, tantas hipocresías y
tantas pobres crueldades preferí el trato de un hom-
bre que en ese ambiente resulta ridículo, pero que en
realidad vale mucho más, como hubiera preferido al

mismo Perlín, a pesar de que está siempre fúnebre...


Cabrera cambió entonces de tono, y dando una
palmada a Durán, le dijo sonriendo:
— Ese ambiente, sin embargo, te conviene a tí.
Tú debieras volver como antes al casino y sobre
todo a primera noche...
Durán, juzgando seguirle el buen humor, asintió
con una carcajada.
— No lo tomes a broma... Verías ahora, cuando
se encienden las luces, puestas en fila en la acera
de la calle, una muestra de las grandezas humanas.
Verías a nuestros jóvenes sentados alrededor de los
veladores, tomando el fresco imaginario de la calle
y abanicándose con los sombreros, ponderando el
calor y el cansancio que traen del inmenso trabajo
de pasear. Oirías despellejar al prójimo, morder
todas las reputaciones, desnudar a todas las mujeres
que pasan. Alguno te preguntaría qué opinas de su
de sus corbatas y de sus calcetines calados.
sastre,

Te cantarían el couplet de moda, el tango argentino


184 ANTONIO REYES HUERTAS

y el trozo de la última opereta vienesa. Cuando les


hablases de un asunto serio te abrirían la boca con
un bostezo infinito y para no aburrirse volverían a
lasbromas sin gusto, a las agudezas sin ingenio, a
los chistes sin jugo... Y después de todo esto, cuan-
do volvieses a tu casa y pensaras que esos mismos
son los que aspiran a dirigir por su posición y su
vanidad los destinos del pueblo, de la provincia y
de la patria y que se consideran la flor, la espuma,
la élite de la sociedad, si eres sinceroy en tu espíritu
queda algo ideal, te sonreirás de ti mismo y acaba-
rás por encontrar todo naturalísimo, lógico y encan-
tador como ellos...

Dicho esto Cabrera se despidió del poeta con la


misma sonrisa indiferente y sutil que había tenido
mientras hablaba. Durán quedó íntimamente rego-
cijado. La fina agilidad de espíritu de su amigo ha-
bía sido un soplo suave de gracia y de humorismo
que evaporado había la tristeza y el ansia que le
dejó Perlín. Había recobrado otra vez el poeta la
dulce serenidad de sus ideas. La asociación de éstas
trájole el recuerdo de Concha y la imagen pura se le
representó confidenciando al amigo la seguridad del
amortan alto... Durán creía que esta revelación era
una cosa nueva, un suceso extraordinario y magní-
fico, como si ahora, al saber por un nuevo testigo la

afirmación de su amor, mirase cón más confianza el


porvenir y con más inteligencia atisbase las vislum-
bres de lo infinito en aquel cielo de verano que se
llenaba de estrellas y de un silenció incomparable...
XVIII

La feria llenó de regocijo las calles de Villaluz.


Aledaño a la plaza, delante de la puerta de la iglesia,
un pequeño paseo, embaldosado, mostraba una
hilera de acacias decrépitas por la sequedad y las
mutilaciones de innumerables manos destructoras.
Poblábase al anochecer de música y de algarabía.
Comenzaban los fuegos artificiales y una ilumina-
ción fantástica colgaba de multicolores farolillos de
papel...
Cuando llegó Durán ya la multitud inundaba este
altozano. Subía de todo él ese clamor de la enorme
oleada humana que se apretuja y revuelve y Durán
se mareaba con aquella fragancia, diluida y sofo-
cante, de múltiples aromas de verano: geranios,
albahacas, toronjiles, mejoranas, madreselvas, vahos
de perfumes artificiales: rosas, violetas, alelíes,
nardos, mimosas, heliotropos, y ese olor, en fin,
inconfundible y alegre, de ropa nueva, de trajes al-
midonados, de feria, de fiesta, de amor y de salud...
Paseaba Concha con sus amigas, y Durán, de
propósito, contentóse con saludarla de lejos y cam-
biar con ella miradas inteligentes, que suplían a
186 ANTONIO REYES HUERTAS

maravilla las explicaciones que hubieran podido


transmitirse con las palabras. Durán apetecía estos
silencios, preñados de elocuencia. Casi le parecían
el lenguaje propio de los enamorados. Estas mira-

das de Concha le producían una impresión idéntica


a la que experimentaba con la música: un senti-
miento sobre el que el alma propia ponía los sen-
tidos divinos de su exclusiva interpretación. Las
notas, al través de los diversos temperamentos,
como la luz a través de diferentes prismas, adquirían
variedad de intensidades y de matices. De la misma
forma las sonrisas furtivas, el destello radiante de los
dulces ojos de Concha, los percibía Durán, según
su potencia sensitiva de poeta, y en la interpreta

ción de estos mudos signos hallaba profundos y


maravillosos secretos...
Más tarde, encendida ya el ansia de sus amores,
acercóse al grupo donde paseaba la enamorada.
Hacía algún tiempo que los dos no se preocupaban
ya de mantener el discreto sigilo de aquella mutua
inteligencia y gozaban en exhibir el amor,
casi se
como un timbre de gloria de sus almas. Concha
vestía un traje claro y vaporoso y la primera salida
estival había puesto en el cuidado de su elegancia
todos los refinamientos de su buen gusto. Aparecía
así con una belleza sugestiva e interesante, pulcra

selección de esas cualidades que algo espiritual des-


taca de lo común... Cruzaron sólo breves palabras
felices y citáronse para el baile, separándose a poco
Durán, qué poseído de íntimas sugestiones prefería
LA CIÉNAGA 187

estar solo, divagar, poner en las lumbres de su cora-


zón sentido de su vida entera y saciarla allí de
el

calor, de ternura, de esperanza y de deliquios.


Después de cenar, a la hora del baile, como
Isabel por los achaques de don Guillermo a quien
no querían dejar solo, no podía acompañar a Con-
cha, los enamorados disfrutaron de entera libertad.
Sentáronse, sin querer bailar, en uno de los divanes
y sumieron en una conversación íntima y repo-
se
sada. No hablaba ahora Durán de sus planes, ni de
sus esfuerzos, ni de sus esperanzas, preocupadas por
diversas sombras de incertidumbre, sino sólo del
amor presente, de aquella hora plácida en que las
vidas querían únicamente embriagarse con el divino
brebaje de la ilusión. Descifraba el poeta con cálidos
acentos el símbolo del ensueño que era la liberación

total del espírituen ansias inmortales; el mundo


interior que ya descubría, habiendo transpuesto
barreras que parecían infranqueables y tras de las
cuales este amor de Concha se mostraba con sus
dulces encantos.
— ¡Qué vida, Concha! La casita limpia, el mur-
mullo íntimo, el aire saludable que tienen ciertos
silencios y el aspecto de gentileza con que se viste
todo, cuando el corazón nos dice que es volun-

tario y bueno. La música debe tener entonces un


sentido mucho más inteligible, las flores, la luz, los
propios paisajes espirituales tendrán una nueva y
espléndida belleza. Podrá percibirse la sinfonía del
color, del aroma, del gusto, porque el corazón será
188 ANTONIO REYES HUERTAS

por el amor un incomparable artista que posea el


don de la sabiduría...
Concha escuchaba con íntimo deleite las palabras
del poeta, perfumadas de gloria y de ilusión, y la
luz del entusiasmo brillaba en su alma como un sol
naciente que matizaba todo de resplandores dora-
dos. También su corazón rebosaba optimismo y
éste trascendía en recatados acentos de esperanza y
de promesa, de fe y confianza en el soñado idilio
de sus vidas. La música interpretó un pasaje de uno
de nuestros modernos compositores, dulce, intenso,
melodioso, y Durán, de pronto, se levantó:
— ¿Ves, Concha, cómo
la música tiene un sentido

nuevo? Dispensa, pero no lo puedo remediar. Voy


a dar aquí un espectáculo de sensiblería y no es
discreto por ti... ¡Adiós!
Sin que Concha se explicase bien esto, Durán
salióse del baile. Sentía trémulo y regocijado el

corazón. Una alta y luminosa poesía le llenaba de


claros pensamientos, de ideas buenas, de afectos
delicados y sencillos. La plaza, ya en silencio, se
inundaba de luna, a cuyo fulgor oscilaban con bri-
llantes palideces las tiendas de lona de la feria.

Lejos sonaba la música desgarrada del circo, con un


aire de tristeza errante... Sin dirección fija empezó
entonces a pasear las calles solitariasdel pueblo, en-
contrando en y en las viejas
las plazuelas desiertas

casonas un alma misteriosa y dulce que le daba


compañía en el sosiego iluminado de la noche...
Después volvió al baile y, como observase que
LA CIÉNAGA 189

Concha Marina para


se había retirado, recogió a
llevarla a casa. La velada prolongáronla los dos
hermanos, sentados en el patio. Durán tarareaba
aquella música lastimera que desde el circo parecía
venir volando sobre los tejados y, por rehuir las
tristes ideas que le suscitaba, pidió a su hermana

que cantase algún aire de la tierra. Marina, compla-


ciéndole, cantó dos romances viejos que vibraron
con la monotonía lenta ydulcísima de la antigua
pastoría. Música de princesas gentiles que se ena-
moran de pajecillos pulidos, de caballeros valientes
que rescatan cristianas Moralindas y las llevan a
luengas tierras en las grupas de sus caballos.
Marina interrumpió de pronto sus canciones y
preguntó a su hermano:
— ¿Y qué ha parecido Concha noche?
te esta
—¡Que Concha es Concha! — respondió Durán.
—¿Pero qué quieres decir con eso?
—¡Que Concha es Concha! No sé que otras palabras
puede haber para explicarte mi sensación de ella.
—Estaba guapísima, ¿verdad? ¡Yo puedo decirte
que esta noche me ha impresionado de veras!
Y Marina explicó con cierto entusiasmo qué tenía
Concha tan peculiar y tan suyo para llamar a todos
la atención. Era una belleza especial, unahermosura
propia que más que de las formas corporales parecía
trascender de algo interno que ella no podía definir.
—Te digo que, cuando la veía esta noche sonreír,
me sentía yo en cierto modo orgullosa de ser tu
hermana. ¡Lástima que los demás!...
190 ANTONIO REYES HUERTAS

Marina, sin terminar la frase, quedó suspensa de


algún abatimiento. Luego, suspirando, recordó los
contratiempos de estas relaciones, y ya aquí, aunque
muy discretamente, dió a entender a su hermano
que la herida abierta en el amor propio de la familia
aun respiraba por sus bocas un orgulloso dolor...
Durán cortó en seco estos comentarios, y Marina
entonces, algo dolida, se retiró.
Quedó solo el poeta en el patio aspirando el

fresco agradable de la noche. De propósito aventó


los recuerdos melancólicos que le suscitaron las
últimas palabras de su hermana, voluntarioso ahora
de sostener aquel equilibrio solemne de su alma.
Miró el cielo cuajado de estrellas y abismóse en
majestuosos pensamientos. Todo parecía hablarle
con un lenguaje elocuente y mudo. Las luces mis-
teriosas simulaban hacerle señales de inteligencia y
llamarle a la posesión de inmortales destinos.
Grande entonces, y el corazón tan ligero de peso
como una pluma, levantóse Durán y entró en su
despacho empezando a corregir las últimas pruebas
de su novela. Gozábase ahora con una íntima vani-
dad en los aciertos que él mismo encontraba en
aquella obra suya. Un sencillo perfume fluía de las
páginas del libro y el sentido de una humilde poesía
dábales un encanto ingenuo y suave...
¡Ah!, pensó entonces, de su misma vida podía él

haber hecho lainmensa novela humana. Los carac-


teres hubieran destacado en ella su indiscutible
verdad; grandes y buenos unos, pobres y pequeños
LA CIÉNAGA 191

los otros, mediocres los más, toda la vida suya en


lucha con los prejuicios, con la incomprensión,
con la miseria humana que se goza en el mal
que se nos hace. Sonrió Durán con cierto senti-
miento bastardo. Tal como ahora se imaginaba
con un realismo tan grosero y
estos tipos aparecían
vulgar que, en verlos así, sació su instinto de ven-
ganza...
— Y bien, ¿para qué?— pensó luego. Recordó lo
que un día le dijo Cabrera y encontró todo tan

pequeño y tan ruin que no merecía la atención de


un espíritu serio.
Después de esto respiró más tranquilo. No sentía
odio para nadie. En todas las conductas, aun en las
de aquellos mismos que habían dado pruebas de no
estimarle, hallaba un motivo de disculpa. Pensó
que en realidad no eran malos. Eran nada más que
corazones ciegos, corazones pobres y desvalidos que
obedecían al imperio de una vida sin luz...
Cuando salió otra vez al patio ya se habían apa-
gado todas las estrellas. Sólo el lucero del día, lim-
pio, solitario y brillante, rutilaba en un cielo vago y
blanquecino. Seguía presidiendo el silencio, roto
sólo por el canto madrugador de los gallos... Una
campanita, desde la torre de las Clarisas, le dió los

buenos días con una vocecilla clara y humilde. Y en


este silencio y en esta voz halló Durán la revelación
de otro concepto de la sabiduría: que en el anhelo
de vencerse a sí mismo estaba todo el secreto de la
serenidad...
XIX

Núñez de la Enramada entró en el casino muy

intrigado, y como viese a Cabrera discutiendo en el


corro, le llamó aparte, y con la sonrisa ingenua y
feliz de siempre, le preguntó:
— Oye, que eres íntimo de Durán y estarás

enterado de sus cosas, ¿qué quiere decir consommé?
He leído su novela
y al llegar a esa palabra la he
buscado en dos diccionarios diferentes y en ninguno
la encuentro...
Cabrera soltó la carcajada y, sin dejar de reír, fué
a contárselo a Pepe Corcho que aspiró una boca-
nada de humo del cigarro, la lanzó al aire, midió
con una mirada de pies a cabeza a Núñez de la
Enramada y, trazando con la mano nn signo estra-
falario, le apostrofó:
— ¡Definitivo!
Seguía en tanto la tertulia comentando la apari-

ción de la novela de Durán. El notario como sabía


que aquello mortificaba a la mayoría de los oyentes,
subrayaba con acotaciones ponderativas las frases
laudatorias de aquel artículo que leía en alta voz.
El Moro Vinagre dormitaba como indiferente y don
LA CIÉNAGA 193

Amadeo, haciéndose el distraído, ajustaba por lo


bajo con el conserje la cuenta de gastos de la se-
mana.
Terminado de leer el artículo, el Moro Vinagre
abrió los ojos:
—Bueno— preguntó — , ¿y a ustedes no les parece
que es un bombo exagerado?
—¡Hombre! —replicó el notario — no sé. Yo no
he leído la novela, pero cuando ha llamado la aten-
ción, por algo será.
—¿La has leído tú, Cabrera?
—¡Yo sí!

—¿Y qué parece? te

— A mí me gusta. Tiene descripciones magní-


ficas...

El Moro Vinagre calló con cierto gesto de con-


trariedad, pero no se atrevió a replicar a Cabrera.
—Pues para mí — exclamó Núñez de la Enra-
mada—la novek* es una soberana lata... ¡Cosas
vivitas, cosas vivitas y no esas pamplinas de Durán!
— ¡Vamos! — dijo Pepe Corcho— ¡a ti que te den
,

forraje!
—¿Cómo forraje? — pregnntó Núñez incomodado.
— Quiere decir cosas fuertes— replicó Cabrera —
Novelas crudas, verdecitas, con mucha especia pi-
cante...
— ¡Eso, eso, y lo demás es música! —aprobó
riendo Núñez de la Enramada.
— ¡Ah! —volvió a hablar displicente el Moro Vina-
gre— ¡Después de todo, eso es lo real de la vida!...

13
194 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¿El qué? — preguntó Pepe Corcho — . ¿Las


novelas esas?
— ¡Son más entretenidas!
— Para cierto público... Sancho Panza prefería,
sin duda, el guiso de ajos a las ostras del Hauvre...
Es cuestión de gustos, niño. A mí, en cambio, me
parece que esas novelas están muy bien para hor-
teras y pollos babosos. .

—¿Ha leído usted muchas?


— Quizá más que tú y, si te digo la verdad, he
estado tentado de pedir a sus autores que me de-
vuelvan el dinero, porque me han estafado. Con
una que leas has leído todas. ¿Quieres que te diga
el argumento de todas esas novelas? Pues verás.

Fulanita suele tener un novio a quien quiere mucho


y otro pretendiente a quien no quiere nada. Por
obedecer a la familia, en vez de casarse con el que
ella quiere, se casa con el que no quiere. Y ya llevas

diez capítulos de la novela. Los diez siguientes están


dedicados a contarte que la pobre Fulanita es muy
desgraciada, cosa que ya sabías tú, poque el autor
te ha dicho antes que el marido es un idiota, im-

bécil, ramplón y antipático hasta dejarlo de sobra.

Y viene luego un capítulo: Fulanita ve al antiguo


novio que es bello, elegante, distinguido, caba-
y
llero, etc., etc., el antiguo novio cita a Fulanita
que hace con que resiste, pero que en realidad no
resiste nada. «¡Esta mujer, te dices, va a caer!» Lees

otro capítulo: «¡Ah, pues no ha caído todavía! pero


anda si cae o no cae..,» Y en otro capítulo al fin
LA CIÉNAGA 195

cae; ni por casualidad deja de caer ninguna, Y


resultaque la pobre Fulanita que al casarse no tuvo
valor de ser noble para con su novio y se puso su
amor por montera, la pobrecita infeliz, tan dulce,
tan mimosa, tan santa, se pone ahora por montera
a su marido, a su familia y al Nuncio de su San-
tidad. Y resulta que, según el autor, esa es la Vida,
el Amor y la Eternidad, todo con mayúscula y que
para decirte eso te ha sacado cuatro o cinco pesetas
y queda tan satisfecho, creyéndose un genio lite-
se
¿Ves cómo yo me he leído todas esas novelas?
rario.

Porque todas son iguales. Si quitas la caída, ¿qué


queda?
—¡El resbalón!— dijo riendo Núñez de la En-
ramada.
—¡Mira, no me hagas chistes!, porque tú de eso,
¡piscis!
— ¿Cómo?
—¡Piscis! Apúntalo, si quieres, para buscarlo en
el Diccionario...

Núñez de la Enramada estiró las piernas y se le-


vantó malhumorado. Salió del casino mascullando
un epíteto feo contra Pepe Corcho
y para satisfacer-
seque al fin y al cabo no le importaba el mundo
un comino, se arregló las dos varas de lazo de su
corbata y tarareó, cogiendo el paso, un couplet lige-
rito, ¡piscis! Pues lo tenía que buscar en el Diccio-
nario francés, ¡maldita fuera su estampa! En la ter-
tulia, en tanto, seguía discutiéndose,
y ahora el
Moro Vinagre y don Amadeo hablaban por lo bajo,
196 ANTONIO REYES HUERTAS

sonriendo ambos irónicamente... Pepe Corcho, que


cogió al vuelo ciertas palabras, se encaró con
ellos:

¡Ajo! — —
exclamó ¡Sois como las viejas! ¡Si el
mal que habéis hecho con vuestras lenguas se in-
demnizara cargándolo a vuestra vida, lo menos que
os veía yo era convertidos en galeotes!...
— ¡ Eres muy soez ,
Pepe !
— le replicó don
Amadeo.
— como tú. Hablad
Prefiero eso a la hipocresía
claroy decid que os molesta que se distinga nadie
que no sea del cotarro. A mí también me molesta,
¡qué trastajo!; pero no confundáis la magnesia con
la gimnasia, ni a la envidia le déis otro nombre...
El Moro Vinagre se levantó como tocado por un
resorte.
— ¿Envidia yo? ¡Puf! — contestó con un supremo
desdén — ¡Vamos, hombre! ¡Ni queDurán hubiese
.

descubierto el Nuevo Mundo! Hablábamos de lo

orgulloso que está. Por lo demás, ¿qué?


El notario, cuyo fino espíritu zumbón soplaba fá-

cil aquel día, terció como en son de paz:


— que está orgulloso, y no sé por qué. Me ex-

plico que un hombre se envanezca de tener una
dehesa, ¿pero de tener talento? El hombre que a los
treinta años no tiene mil ovejas, carece de sentido
común. Y después de todo, ¿qué ha hecho Durán?
¿Escribir cosas bonitas y discurrir mejor que un di-
putado rural? Y eso, ¿qué? Cualquier galgo tuyo
que agacha las orejas y menea la cola cuando le
I

LA CIÉNAGA 197

pasas la mano por el lomo tiene más talento que el

mejor filósofo del mundo...


El Moro Vinagre calló, queriéndose tragar con
los ojos al notario.
—Vamos a ver— preguntó éste a Pepe Corcho
¿Y qué dices a eso?
tú,
— ¿Yo? Te explicaré. En una ocasión que estuve
en Madrid exhibían un cuadro en un escaparate
de la Puerta del Sol. Figuraban tres cucañas. Por la
primera subía un francés, y aunque no había llega-
do a escalar la punta, sus compatriotas le aplaudían
desde abajo. Por la segunda subía un inglés, y
todos los ingleses acudían a auparle para que no
resbalara, pero en la última subía un español, y
todos sus paisanos le tiraban de las piernas para
que no subiera, y hasta había quien se daba de ca-
chetes para tirar primero. Ahora lo que yo no sé
decirte es si tiraban por envidia o porque no se
rompiera el alma. Tú, Cabrera, ¿qué crees?
— Que estamos de anécdotas y allá va la mía. Te-
nía Guillermo II un sastre a quien distinguía con
su confianza y a quien invitó una vez a una reunión
en Palacio. Había allí grandes duques, títulos, prín-
cipes de la milicia y grandes de la Corte. El sastre
se aburría, porque nadie le decía nada. Y se le
acercó Guillermo II y le preguntó qué le parecía la
fiesta. —
Bien, señor; pero observo que no toda la
gente que hay es distinguida—. Tienes razón le —
contestó Guillermo II —
no todos tenemos la for-
,

tuna de ser sastres...


198 ANTONIO REYES HUERTAS

Dicho esto, Cabrera salió del casino y se enca-


minó a casa de Durán. Enseñóle éste multitud de
cartas y telegramas de felicitación, artículos de pe-
riódicos, opiniones de ilustres literatos y al final le
dió cuenta de que la compañía dramática que ac-
tuaba en Villaluz desde la feria, leería aquella no-
che en el teatro, como intermedio de fiesta/dos o
tres capítulos de la novela.
La primera intención de Cabrera fué decir a Du-
rán que no consintiera eso; mas viéndole tan entu-
siasmado, limitóse a ponerle algunos reparos.
— ¿Por qué dices eso? — preguntó el poeta.'

— Por nada, sino que creo yo que el pueblo no


está preparado ni educado para recibir esas lec-
turas.
—Tú — dijo con vehemencia Durán —sabes que
en el casino discuten mi libro y no quieres decír-
melo, pero yo también lo sé. Mas oye una cosa: los
juicios adversos, las intenciones dañinas, al princi-
pio me molestaban; pero ahora te digo que sobre
todo eso quiero yo poner el sentido de la compren-
sión. Además yo no he escrito para ese público in-

accesible que se compone de media docena de so-


cios del casino, que si leen algún libro es siempre
prestado, y sobre la mesa del tresillo discuten hasta
los más altos prestigios del mundo. Lo esencial
para mí es mi propia vida, mi independencia, la
confianza en mis medios y la esperanza de que el

trabajo no ha de ser estéril... Por lo demás, que


acosen mis vanidades, ¿qué importa? Todo eso es
LA CIÉNAGA 199

pueril. Yo te digo como Perlín, que quiero purifi-


carme de todo mísero y de todo lo pequeño.
lo
Cabrera, sin querer contradecirle, se despidió-
Tarde ya, se encendían las luces, y pudo observar
en las esquinas los grandes cartelones, recién aca-
bados de poner, que anunciaban la función de gala
en honor del insigne novelista hijo del pueblo. Son-
rió escéptico, compadeciendo a los pobres cómicos
qne se morían de hambre en Villaluz desde la feria
y así creían atraer a un público inadecuado al arte
y a las emociones espirituales...
— ¿Qué te parece a ti esto? — le preguntó, cruzán-
dose con él Núñez de la Enramada.
—¿A mí? ¡Una cachupinada! Yo que Durán no
me presto a eso...
— ¿Pero teatro?
irás al

— Tal vez...

— hombre! ¡Y poco que nos vamos a Oye,


¡Sí, reír!

entre paréntesis, ¿qué quiere decir piséis?


Cabrera se echó a reír y le miró irónico:
—¡Besugo!
Núñez de la Enramada se quedó sonriendo entre
crédulo y desconfiado, y al fin se encogió de hom-
bros y se estiró los puños de la camisa.
Llegó después la hora. Camino del teatro afluía
una muchedumbre compacta Señoritos, artesanos, .

labradores, campesinos, mozas endomingadas y


gentiles damas que lucían todas las galas prepara-
das para estos actos. La sorpresa de Durán no tuvo
límites al encontrar a Concha en la calle.
200 ANTONIO REYES HUERTAS


—¡Oh, pero tú! exclamó acercándose ¿Te — .

han dejado venir a esto?



Y admírate, sin que nadie me haya hecho la
menor objeción. ¿Querías tú que yo me perdiera
una cosa así?
La satisfacción impregnaba las palabras de Con-
cha, que parecía participar como de cosa propia del
triunfo del amado.

Mi padre ha leído tu libro, ¿sabes?—-anadió —
Lo ha y encerrándolo luego bajo
leído a hurtadillas
siete llaves; pero yo, que le he estado expiando, he
visto que unas veces reía y otras se limpiaba las lá-
grimas.
Entraron en que llenaba ya la multitud
el teatro,

curiosa. Hacía un calor sofocante. En todas partes


se apretujaban para hacer sitio a los que iban lle-
gando. Durán, acomodadas Concha y Marina, buscó
la puerta de servicio y entró en el escenario. Polvo,

sudor, ir y venir entre bastidores de damas y gala-


nes que se pintarrajeaban los rostros con coloretes
y albayalde.
Observaba Durán por los agujeros del telón. El
Moro Vinagre, Pepe Corcho, Cabrera, don Ama-
deo, los genízaros de la guardia, el casino entero se
había volcado en dos o tres filas de butacas. Núñez

de Enramada, con una camisa de cuadros, bri-


la

llante y abullonada, sonreía a las muchachas y


compadecía a no se sabía quién con su eterna ex-
presión de hombre feliz.
Alzóse el telón. Los galanes, duques y marqueses
LA CIÉNAGA 201

de levitas raídas, cortejaban versallescamente a las


encopetadas princesas vestidas de percal. ¡Qué afán
el de estos pobres cómicos por representar las obras
más retumbantes! Las frases sonoras del teatro am-
puloso de Echegaray sonaban con una entonación
majestuosa ante el silencio del auditorio sobre-
cogido.
Durán reía de buen humor. Aquellas decoracio-
nes, aquellas bambalinas, aquellos rojos estrados
de damascos desvaídos, ponían en el escenario un
grotesco oropel que hacía ridicula la grandeza trá-
gica de los héroes. Finó el primer acto, y en segui-
da se hizo un total silencio. Hasta los abanicos
dejaron de agitarse, suspensa toda la curiosidad de
aquel primer actor, que, con la novela de Durán en
la mano avanzó hasta las candilejas y dijo unas pa-
labras a guisa de introducción de lectura. Comenzó
ésta en el mismo ambiente de expectación y silen-
cio, y de pronto, al mediar el capífulo, nadie supo
explicarse aquello: sonó una voz imitando el maulli-
do de un gato, un chillido de susto a continuación
y en seguida un barullo inmenso de silbidos de
¡fueras!, de taconeos y de golpes, tal como si ame-
nazara hundirse todo el teatro...

Durán veía todo a través de una nube de polvo.


¡Don Amadeo, el Moro Vinagre, los genízaros,
hasta Pepe Corcho, reían a grandes carcajadas y
repicoteaban en el piso de tablas con los bastones!
Núñez de la Enramada perneaba, enseñando en alto
sus zapatitos de charol con una risa nerviosa y vo-
202 ANTONIO REYES HUERTAS

paró en seco y hubo de retirar-


latinesca... El actor
se,porque aquello era un estruendo como de hura-
cán o de tormenta. Durán observó que Concha
reclinó la cabeza sobre el respaldo de la butaca de-
lantera, y que Marina, auxiliada por Perlín, se le-
vantó pálida, buscando la puerta de Con- salida.
gestionado, lívido de asco y de repulsión, Durán
no quiso oir las disculpas de los cómicos y por la
puerta excusada salió a la calle uniéndose a
Marina.
Bufaba Perlín todo descompuesto.
— ¿Y ahora? ¿Puede quedarte ahora algún lazo
que te ligue con esa gente? ¡Alégrate, Alfonso,
porque ha llegado tu hora! ¡Jura tu pureza y tu re-
dención !

Durán no estaba para filosofías incomprensibles


y le dio rabia del mismo Perlín, teniendo que hacer
un esfuerzo para no soltarle una inconveniencia. A
toda prisa atravesaron las calles, como si el ridículo
y el escándalo les fueran persiguiendo y avergon-
zando hasta que entraron en casa. Marina, sofocada
y trémula, rompió a llorar en brazos de su madre.
— ¡Mala entraña! — rencorosa...
gritó
—¿Por qué? —preguntó Durán — . ¡Cállate! ¡Está
bien merecido! ¡Es el castigo de mi vanidad! Pero
ya pasó todo y ahora vamos a reír. ¡A reír todos
de nosotros como los demás se han reído!
—¡Cómo se regodearán! ¡Que aproveche, hiji-

tos! — , volvió a clamar Marina nerviosa.


Cabrera entró entonces. Venía tan ecuánime y
LA CIÉNAGA 203

sereno como de costumbre, sin dejar de sonreír con


aquella expresión imperturbable.
— ¿Te has desconsolado, Marina? Pues haces
mal. Malo es echar margaritas a puercos, pero los
mochuelos aplaudiendo al canario resultan peor.
— ¿Pero habéis visto qué escándalo? ¡Yo no me
explico que cierta gente haga eso!
— ¡Me dais la razón!— intervino Perlín ¡Odía-— .

los, Alfonso! ¡Ojo por ojo, y diente por diente!

— ¡Bah! —
contestó Cabrera —
La cosa no tiene
.

importancia. Tú, Marina, dices que no te lo expli-


cas. Yo sí. ¿No has visto tú nunca cómo el rebaño
de ovejas levanta la cabeza con ojos de miedo
cuando se acerca al rebaño algo que no es otra
oveja?... La protesta a veces no es más que la psi-
cología de los ceros. Los ceros de por sí no valen
nada, y cuando una cifra positiva se les junta es
muy natural que los ceros mismos se extrañen de
que no sirven para otra cosa que para dar más valor
a lo que se les une.
Durán callaba. Sentía pena, un hondo desalien-
to, un frío mortal que le entumecía el alma. Veía

que muchas veces se malograban así las efusiones


generosas, los estímulos nobles y los afectos cuan-
do no les recibía la gracia saludable de la buena
voluntad... Pero al fin, ¿qué importaba todo?
Sonrió, despidiendo a sus amigos, y procuró
consolar a su hermana y a su madre que seguían
profundamente indignadas. ¡No merecía la pena
preocuparse de las pequeñas vanidades propias!
204 ANTONIO REYES HUERTAS

¡Había que levantar el corazón para que, al abatirlo

el dolor, quedase aún tan alto que no le alcanzase


el lodo que salpicaba el paso de las humanas mi-
serias.
Con anhelos de esto, Durán salió al huerto y mi-
ró los luceros tranquilos que ponían en el espacio
destellos diamantinos. El aliento de lo alto le con-
fortó. Y una voz que la gloria era
interior le dijo
así. En la historia de los hombres, como en la de

los pueblos, el tiempo iba sedimentando unas cosas


para clarificar otras. Abajo quedaba el poso de las
pasiones, de las envidias, de las bajezas, todo lo
innoble, todo lo material. Hasta los goces del po-
der, de la fuerza y del dinero. A la posteridad pa-
saban sólo los ideales, los trabajos, los dolores, los
sacrificios, todo eso que es la belleza de la vida y la

savia de que se nutre el hombre para ser in-


mortal...
La revelación de esta sencilla verdad musitó en
el corazón de Durán un divino cántico de esperan-
za. Y al sentirse con la conciencia más pura, pudo

poner ahora sobre las miserias de la vida esa son-


risa serena que sólo alcanzan a tener los espíritus

que han aprendido el secreto conjunto de la ironía


y de la piedad,..
XX

La familia esperaba con impaciencia el resultado


de la gestión de tito Luis, como decía Marina. Re-
sidía este pariente en Sevilla, y había venido a Vi-
llaluz, llamado por Durán, para una misión, como
decía en su carta, «importante y delicada». Procu-
raba el poeta poner freno a su inquietud que se al-

borotaba en y de propósito aducía


la larga espera,

a su madre y a su hermana temas indiferentes a la


común preocupación. Marina, a su vez, quería dar
muestras de un excelente humor, y sacando punta
al lado ridículo de las cosas, hacía sonreír a la ma-

dre que simulaba resignarse a aquella juventud de


sus hijos.
Tito Luis apareció, por fin, contoneando, al an-
dar, su gruesa humanidad y, con el aire importante
del que acaba de realizar una proeza, tomó asiento
y desafió con los ojos la curiosidad de sus deudos.
-¿Qué?—-preguntó nervioso Durán.
—¡Tened paciencia, y antes mandad traerme un
vaso de agua para refrescar! ¡Josú, qué tío! - añadió
con acento andaluz.
—¿Pero mal?
206 ANTONIO REYES HUERTAS

El tío Luis tendió solemne las manos.


— ¡Calma,calma!, que no se ganó Zamora en
una hora, ni el tío Luis es tan ligero de peso que
haya podido atravesar esas indecentes calles sin que
necesite cobrar alientos. Oye, niño: ¿en este pue-
blo no presupuestan nada para desperfectos de la
vía pública? ¿O es que el alcalde y el secretario co-
men adoquines?
— iPues cobrar, bien cobran los repartos! —suspiró
la madre de Durán.
Este desesperaba de aquella cachaza inexplicable
del tío Luis que, sorbo a sorbo, apuró el vaso de
agua que le presentó Marina. Limpióse con la mis-
ma parsimonia los mostachos, y al fin rompió:

Pues llegué allí, y lo primero que encontré fué
a una joven larguirucha, bastante fea por cierto, y
con cara de pocos amigos, por más señas. ¿Don —
Guillermo Mendoza? —
Aquí vive, sí, señor. ¿Me —
hace el favor de pasarle esta tarjeta?— Y tras un rato
de espera, un señor que sale como una estampa an-
tigua, y se me quita la gorra, y me hace una reve-
rencia, y me guía a un saloncillo atiborrado de re-
tratos y libros, y hace que me siente y que me cubra
con innumerables rendibús. —
¡Pues usted dirál
—me dice preparándose a oír, y allí tenéis al tito
Luis sudando el quilo, sin saber cómo empezar.
Vuelta por aquí, vuelta por allí, hasta que me dije:

¡Agua va!, y salga el sol por Antequera. —Vengo a


pedir la mano de su hija Concha para mi sobrino
Alfonso Durán — . Y el hombre que no me contesta
LA CIÉNAGA 207

ni una palabra, y se levanta de la silla y da una voz


a su hija. Viene ésta, más muerta que viva, me sa-
uda, vuelve don Guillermo a cerrar la puerta y ha-
bla la momia: —
Este caballero, don Luis Durán,
viene a pedir tu mano para su sobrino Alfonso.
¿Qué dices tú? ¿Estás conforme? — La muchacha
suda más que yo, y dice que sí. Y el hombre en-
tonces, sin descomponer su rostro, ni sonreír siquie-
ra, ¡Josú, qué tío!, que se dirige a mí: Pues ya—
sabe usted la respuesta. Está usted complacido, y
vea si en algo más puedo servirle —
Concha que
.

sale, y yo no sé qué hacer: si tomarme la puerta,

porque aquel tío no dice una palabra, o quedarme


un rato más para decirle yo cuatro cositas. Y el hom-
bre entonces, que empieza a hablar y no parece el
mismo de antes, que me hace un panegírico de tí,
niño, y que me dice que tu orgullo mismo ha ga-
nado su voluntad, y que ese prurito de dignidad
tuya te ha salvado. Que me hace mil elogios de tu
libro y, por último, me dice que te ruegue que va-
yas a verle. ¿Qué, he desempeñado bien mi comi-
sión? ¿Estás ya contento, Alfonso?
Durán abrazó a su tío entusiasmado. La madre
lloraba conmovida y Marina, cuyos ojos res-
plandecían con el triunfo, tuvo un arranque de
altivez:
•—¡Pues yo ahora, en lugar tuyo, mandaba de pa-
seo a don Guillermo! ¿No dice de orgullo? |Pues
orgullo iba a tener hasta dejárselo de sobra! ¡Con
palio había de venir don Guillermo y yo no había
208 ANTONIO REYES HUERTAS

de volver a poner los pies en aquella casa! ¡O Con-


cha sólo, o nada!
—¿Qué sabes tú, niña? —aplacó el tío Luis — . Tú
—añadió dirigiéndose al sobrino— a vestirte y a ha-
cer lo que debes,
No deseaba otra cosa Durán. Rebosaba su cora-
zón de alegría, y generosamente corría el velo de su
piedad y de su olvido sobre los desengaños pasa-
dos. El perdón no era un sacrificio, era la necesidad
de su propia alma que quería volar aligerada de
todo el lastre de las miserias. Nervioso se vistió y,
sin volver a la reunión de familia, salió de la casa.
Parecían tener otro aspecto las calles del pueblo,
Llenábalas el sol de los últimos días de verano, y en

lasombra de las aceras sentábanse los vecinos con


una familiaridad aldeana. Iban y venían las mozas
aguadoras y por la panza de las cantarillas corrían
las gotas, como bailando al paso gentil de las mucha-
chas. Agua clara, limpieza, salud, tiestos de claveles
en y ventanas, y por todas partes una
los balcones
luz de una luz de fiesta y de ventura...
alegría,
Con estas impresiones entró en casa de Concha.
Don Guillermo selló con un abrazo la renovación
de los antiguos afectos. No se dijeron nada, como
si ambos estuviesen temerosos de evocar una triste

sombra... Concha, sentada bajo el emparrado del


patio, se sorprendió de verle, poniéndose vivamen-
te encarnada. Sentóse Durán a su lado y con los

ojos se explicaron todo. Solos los dos, con las ma-


nos entrelazadas, callaban, mirándose como si las
LA CIÉNAGA 209

palabras fuesen a romper el inefable encanto del si-


lencio. La alegría del triunfo se reflejaba en el ros-

tro plácido de Concha, transfigurado ahora con una


augusta serenidad, en los ojos que se cerraban a
veces como para aspirar el perfume delicioso de la

propia alma, y en el ritmo de su regazo que se agi-


taba trémulo y Cándido como un pajarillo. Durán
sentía derretírsele el corazón. Cuando quería expre-
sar su felicidad, desbordábase la ternura, y las pa-
labras volvían atrás, gozoso el espíritu de su sobera-
na elocuencia que no necesitaba de acentos ni de
sonidos para hacerse inteligible.
Isabel llegó en esto e hizo que se sorprendía.
— ¿Cómo estás, Durán?
—Bien, ¿y tú?
—Bien...
Fué un saludo corto y seco que parecía un agua
de nieve en los corazones. El poeta notó la despe-
gada cortesía del apellido. Marina, Concha, sus
amigos íntimos Cabrera y Perlín, llamábanle siem-
pre Alfonso. Alfonso era el nombre afectuoso que
significaba la cálida intimidad confidencial de espí-
ritus compañeros. Durán era el apelativo que expli-
caba sólo la relación de conocimiento, distanciando
la confianza . . . Pensando esto, se encogió de hom-
bros. Casi prefería esta conducta de Isabel a los con-
vencionalismos hipócritas de una reconciliación, im-
posible siempre entre dos almas que se han despre-
ciado... Concha, comprendiendo tal vez lo mismo,
suspiró con cierta tristeza; mas si ello fué así, fué tam-

14
210 ANTONIO REYES HUERTAS

bién pasajero, porque volvió a sonreír encontrando


bello e interesante cuanto le rodeaba. Era grata la
sombra de los pámpanos que entoldaban el patio
reflejando con la luz un verde oscuro brillante; era
espléndida la variedad de tantas flores, y era el sol

tan claro que parecía penetrar hasta las nieblas del


pensamiento. Y, sobre todo, una voz maravillosa y
dulce que le sonaba a música nunca oída, o a moti-
vos de algo que ella había oído entre sueños, sin
recordar cuándo ni cómo...
Durán se despidió, ebrio de ventura, y fué a bus-
car a Perlín que le recibió extrañado.
— Desde que llegaste a Villaluz, es la primera vez
que, sin llamarte, vienes a mi casa— le dijo.
—Tú eres un buen amigo, y estoy siempre para ti
cumplido. Oye una cosa: ¡me caso con Concha!
Perlín le miró con cierto desencanto mal disimu-
lado.
—¡Uno menos! — exclamó abatido.
—¿Cómo uno menos?
—Yo creía en ti, Alfonso. Ahora te digo que voy

perdiendo la fe en los hombres. Todo lo supeditan


a su egoísmo, y del dolor ajeno no les importa nada.
— Pero dime, Perlín, ¿te pone triste mi dicha?
¿Estás tú triste? ¿Qué tienes? ¡Tú no me eres indife-
rente, Perlín! ¡Yo te digo que te quiero con un afec-
to fraterno!, f .
Perlín le sonrió entonces dulcemente, y sus ojos
azules se llenaron de lágrimas.
—Lo sé... perdóname. El egoísta soy yo. ¡Ah,
LA CIÉNAGA 211

Alfonso, si tú supieras! ¡Pero yo ahora te digo que


quiero ser puro y que también te amo!... ¿Estás ya
contento de mí?
Perlín decía esto con la humildad de un niño vo-
luntarioso que quiere someterse dócil a la correc-
ción. Duran sentía una amorosa lástima por el ami-
go y, por no entristecerle más, empezó a bromear
burlándose de los dibujos que adornaban las pare-
des: caras que parecían patibularias, perfiles de re-
volucionarios rusos y de campesinos de barbas ás-
peras y enfurecidas.
— ¿Cómo no vas a estar triste con esta compa-
ñía? ¡Así me explico que estc/s personajes te inspi-
ren sólo ideas tétricas! Y estos que ensom-
libracos
brecen el pensamiento. ¿Qué te importa a ti de todo
esto? ¿Tú crees que el mundo merece que los espí-
ritus buenos como tú sufran por él? Yo te daría sólo
libros de versos, lecturas de idilios y nada más.
Perlín entonces, abrió un cajón de la mesa y sacó
un montón de cuartillas.
—¿Crees tú — dijo con cierta vehemencia—que el
arte plácido me es indiferente? ¡Yo también he he-
cho mis versosl Sólo a ti confío este secreto de mi
vida. Mi corazón está aquí: —Y leyó la dedicato-
ria: —A la novia imposible:
«De noche, cuando pongo la sien en la almohada
y hacia otros mundos quiere mi espíritu volver,
camino mucho... ¡mucho!... al fin de la jornada
la sombra de mi madre se pierde entre la nada

y tú de nuevo vuelves en mi alma a aparecer...


212 ANTONIO REYES HUERTAS

— ¡Pero esos versos no son tuyos!— exclamó


Durán.
— Son el motivo de mi poema. Un poema íntimo
que has de leer otro día. Hoy no. Hoy quiero ser
contigo agradable hasta lo último, para que seas
más dichoso.
— Oye, Perlín — advirtió Durán — , ¿y por qué no
eres siempre así?
El estudiante se le acercó al oír esto rápidamen-
te,y cogiéndole como otras veces los brazos, res-
pondió:
—Y dime, ¿rne han hablado siempre como ahora
tú? ¿Quién me ha dicho como tú, mi corazón es leal
para ti? ¿Qué mal he hecho yo mayor que otros

para merecer este castigo de mi vida?


En sus ojos infantiles se posó ahora como otras
veces una sombra trágica. Ardían sus mejillas con
dos rosetones rojos y por sus cabellos alborotados
dijérase que fluía el fuego de los malignos pensa-
mientos.
—¡Vete ya — exclamó luego — , y déjame! ¡Porque
quiero olvidar todo y no saber otra cosa sino mi
propio dolor! ¿A qué vienes a turbar mi tristeza?
¿De qué me sirve a mí tu cariño? ¡Goza tú tu egoís-
mo y déjame a mí ser puro! ¡Te odio también, por-
que vienes a decirme qne eres feliz!
Durán, como en otras ocasiones, comprendió que
era inútil ya sosegar a Perlín. Lamentó no haber
sabido mantener la apacibilidad del estudiante, y
salió angustiado de la casa. Y era una sensación la
LA CIÉNAGA 213

que llevaba, imposible de definir; mezcla de lástima


y de remordimiento, de anhelo y de ternura, pero
augusta y serena al fin, tal como si el contacto de la
tristeza ajena moderase con un equilibrio saludable

la alegría desbordada de sus amores.


XXI

Aquella misma noche vinieron a avisar a Durán


para que acudiese rápidamente a casa de Perlín.
Cuando entró en lamorada del estudiante, le pre-
cedía ya por el zaguán un sacerdote que, apresura-
damente, se revistió de roquete y penetró en la al-

coba.
Tendido con los ojos vidriosos, fijos y
Perlín,
abiertos, apenasdaba señales de vida. Respondía
con una especie de gruñido a las preguntas que le
hacían Cabrera y Pepe Corcho, que encontró allí
Durán, y respiraba fatigosamente, cubierto el rostro
de un sudor copioso.
— ¿Pero qué es esto? —
preguntó consternado
Durán.
— ¡Ha tenido un vómito de sangre! — respondió
gimoteando la tía de Perlín —
Acabábamos de ce-
.

nar y de pronto cayó sobre la mesa. ¡Ha llenado el


mantel, los vasos, los muebles!...
La tía Florinda parecía más bien lamentar los des-
perfectos de su comedor que el trágico suceso del
sobrino.
— ¡Siempre lo dije yo! —añadió destemplada—,
LA CIÉNAGA 215

¡que esto tenía que acabar mal! |Esos papeluchos le


habían puesto loco! ¡Lástima de dinero gastado en
darle aquellos estudios!...
Luego templó un poco la acritud de su voz y
acercóse al sobrino:
—¿No te encuentras mejor?
Perlín respondió con un sonido gutural ininteli-
gible.
— ¿Qué dices?—demandó la tía.

— ¡Que me dejéis en paz!—articuló ahora clara-


mente Perlín. Hizo una mueca de fastidio, y dando
media vuelta volvió la espalda a todos los presentes.
El sacerdote, entonces, requirió del sacristán el

hisopo, hizo unas cuantas aspersiones y empezó a


salmodiar con un acento monótono e interminable.
— ¡Nicolasillo! —dijo Pepe Corcho al sacristán—
¡Este elijan se pierde!
Perlín, como indiferente a todo lo que le rodea-
ba, guardaba un absoluto mutismo ante las pregun-
tas que ahora le hacía en latín el sacerdote. Sacó de
entre la cama una mano que puso encima del em-
bozo de la sábana, y parecía tener sólo empeño en
estirar las arrugas de la colcha.

De pronto, reparó en Durán, y su rostro se ilumi-


nó con una sonrisa apacible. Fijóse también en el
sacerdote que con el libro abierto seguía bisbisean-
do nuevos salmos, y en los ojos desencajados se re-
flejó una expresión de terror.

—¿Pero es esto verdad, Alfonso?


Durán/ conmovido, abatió la cabeza y, sin res-
216 ANTONIO REYES HUERTAS

ponder nada, estrechó la mano pálida que arañaba


las sábanas con insistencia.
— ¡Tengo miedo! —
exclamó entonces lúgubre
Perlín — ¡La sombra, la duda, el misterio!... ¿Dón-
.

de está la verdad?
Abrió más los ojos espantados, y su cuerpo todo
se conmovió con una sacudida nerviosa. Su mirada
ya vagó fría e indiferente un instante,y después
quedó suspensa de algo invisible y misterioso que
le atraía. El sacerdote preparó a toda prisa las esto-
pas, y cuando terminaba las unciones, todo era un
silencio fúnebre y un velo de muerte sobre la ju-
ventud...
Salieron todos de la alcoba con el estupor retra-
tado en los semblantes. La tía Florinda gimoteaba

sin lágrimas, y ninguno intentó siquiera consolarla.


Pepe Corcho, por primera vez en su vida, tenía un
aspecto grave, y Cabrera, con la cabeza baja, medi-
taba algún tema importante.
Llovía cuando salieron. Los guijos de la calle,
limpios y relucientes, reflejaban con vivos destellos
la luz de las bombillas eléctricas alineadas con sime-

tría. Había un olor vago y triste de humedad, de tie-

rra mojada, de acres emanaciones calizas de las pa-

redes blanqueadas recientemente... Sin decir tam-


poco una palabra, se despidieron, y Durán, camino
de su casa, halló la sensación de la vida amarga y
borrosa...
Fué al día siguiente un entierro inolvidable. Una
procesión de paraguas, que, bajo la lluvia, simu-
LA CIÉNAGA 217

laban bailar una danza macabra y absurda y una


impresión indefinible en aquel cementerio de pardos
tapiales humedecidos. Durán se ahogaba. Sentía una
angustia infinita oprimirle el espíritu entero y una so-
ledad inmensa entre aquella compañía de señores en-
lutados y de campesinos, que clamoreaban lástimas
sacudiendo los pies, llenos del barro del camino.
Solo salió del cementerio y empezó a vagar por
las eras. Pegada a las tapias del Camposanto, una
pareja de bueyes, surco orriba y surco abajo, rom-
pía con el arado la corteza de la tierra que descu-
bría sus senos oscuros. Y el gañán, indiferente a
todo, lanzaba una copla, cuya alegría juvenil simu-
laba un insulto a los corazones.
Durán sintió abrírsele toda la vida en una ternu-
ro inenarrable.
— ¡Perlín — exclamó — , dulce amigo mío! ¿Qué
ves ahora? ¿Estás triste todavía?
Pensó con cierta envidia en el destino de esta
juventud. La muerte ésta había traído a sus pensa-
mientos una austeridad luminosa. Veía ahora toda
la vida con un aspecto efímero y liviano. El contac-
to con la muerte revestía sus ideas de una serena
majestad, descubriendo el sentido noble y fecundo
de las cosas. Pensó si después de todo no era más
ideal aquella vida truncada que anheló la pureza
que aquellas otras vidas, vacías de significación y
de belleza que se burlaron de él.
Núñez de la Enramada, acercándose, le distrajo
de sus pensamientos.
218 ANTONIO REYES MUERTAS

— Después de todo ha sido un bien para él


—opinó, aludiendo a Perlín— ¡Era ya una ruina! Y
.

para el pueblo igualmente es un bien..


Durán se quedó mirándole asombrado.
— ¡Sí, hombre, es lo que dice don Amadeo! Es-
taba loco, y como tenía esas ideas..., pues era un
peligro para nosotros.
Pepe Corcho se acercó también y Núñez de la
Enramada, entonces, temiendo tal vez ser objeto de
algún desahogo del cínico, se despidió apresurada-
mente. Pepe Corcho cogió a Durán del brazo y co-
bijándose bajo su paraguas, emprendieron el re-
greso al pueblo.
— ¿Ves cuánta gente? —dijo Pepe Corcho— . Po-
nía las manos en lumbre que han venido sólo
la

a cerciorarse de si queda bien enterrado.


— ¡A Perlín no le comprendieron!— contestó Du-
rán— Perlín era inofensivo. Con todas
. sus cosas,
sólo fué un que persiguió
idealista, la justicia.

— Con gente es predicar en


esta desierto. Para
elk>s estamos en mejor de los mundos, y el que
el

no se consuela es porque no quiere. En fin, me be-


beré dos cervezas a la salud de Perlín, que debe ser
dichoso. El a lo menos los perdió de vista. El día
que yo me muera ocurrirá lo mismo; pero yo lo he
hecho constar así en mi testamento, que va dirigi-
do a unos cuantos. Que me muero a gusto por no
tener resignación para aguantarles más tiempo...
Pepe Corcho se echó a reír y, como llegaban
frente al casino, separóse de Durán,
LA CIÉNAGA 219

La visita a Concha confortó después al poeta,

trayéndole un equilibrio de espíritu dulce y reposa-


do. Era la misma salita, llena de cálida intimidad
en este día vaporoso, al igual que en aquellos de
invierno, que transcurrían las horas apacibles al

calor de la camilla. El mismo


acompasando
reloj,

con el tic-tac del péndulo el murmullo de las con-


versaciones y el propio don Cuillermo, con su pe-
rilla lacia, entregado a graves lecturas de discretos
libros.

Sin embargo, Durán seguía meditando con la

gravedad adquirida por sus ideas. El amor mismo


tenía ahora para él una significación más elevada. No
era sólo la fuente del deleite, sino la voluntad alegre
de llenar en la vida generosos destinos. El aspecto
material de las cosas se ennoblecía así con una nue-
va interpretación ideal. Y éste era el sentido nuevo
de la felicidad: el deseo de que la propia grandeza,
como la antigua Némesis, ponderase con el codo
de su justa medida lo mismo los goces que los do-
lores humanos.
XXII

Pepe Corcho se acercó al Moro Vinagre, que


dormitaba, y le tocó suavemente en el hombro.
—Escucha — le dijo — . Si me dieses el encargo
de pagar la contribución, y aprovechando tu buena

fe, o tu ignorancia, te dijera que los talones tuyos


importaban diez duros, no importando nada más
que cinco, y con esos cinco que te sobraban pagase
yo los talones míos, ¿qué pensarías de mí? Que era
un estafador, que te robaba cinco duros, ¿no es
verdad? Pues aplica el cuento, querido. Si en el
reparto de utilidades tú pagas veinte, debiendo pa-
gar cuarenta, y consientes que los otros veinte te
los paguemos los vecinos del pueblo, ¿qué haces tú
con nosotros?
El Moro Vinagre abrió los ojos estupefacto, miró
insistentemente a Pepe Corcho, y al fin forzó la
sonrisa.

¡Bueno, hay que tomarlo como cosas tuyas,
porque si no era cosa de matarle.
Pepe Corcho, sin descomponer su aire impor-
tante, escupió los trozos de tabaco que había aspi-
rado de la colilla, metió las manos en los bolsillos
LA CIÉNAQA 221

de la americana y se fué a don Amadeo, a quien,


palabra por palabra, expuso lo mismo que al Moro
Vinagre.
El político acarició su barba y miró asombrado
a los genízaros, que aún no se habían indignado.

—¡Pepe! exclamó con un arranque soberbio —
jMe tienes ya harto de tantas groserías!
Don Pablito chillaba en tanto como si lo mata-
sen. Había cogido por su cuenta a Cabrera y se
empeñaba en demostrarle, como tres y dos son
cinco, que aquél reparto no tenía el diablo por
dónde desecharlo. De aquí arrancó, para afirmar por
centésima vez, que España era un país que no tenía
remedio...
Don Amadeo explicaba ahora a los genízaros la
injusticiaque entrañaba atacar sólo a las clases adi-
neradas del pueblo, cuando todos tenían por qué
callar. En el pueblo había diez comerciantes y

pagaba matrícula sólo uno. Lo mismo sucedía con


losdemás gremios; todos ocultaban cuanto podían,
rehuyendo las cargas y los tributos.
— —
Pero de eso, hijo mío dijo don Pablito —
¿quién tiene la culpa? ¿No estás tú encargado del
poder y, por lo tanto, de la recta administración de
los bienes e intereses del Estado? ¡Si esosno pagan
lo que deben será porque tú quieras taparlos! Esto
es, que si las tapas tú te haces cómplice con ellos.

Además, el que Pedro, Juan, Francisco, etc., ocul-


ten uno, o dos, o medio, no quita para que si tú
ocultas, hagas también una defraudación. Y esto es
222 ANTONIO REYES HUERTAS

lo irritante del caso: que unos no pagan lo que de-


ben y otros pagan lo que deben ellos y lo que de-
ben los demás...
Don Pablito volvió a hacer un gesto incompren-
sible. ¡Era cosa de reírse! El venía pagando desde
hacía más de diez años la contribución de unas tie-

rras imaginarias. Unas tierras que no tenían otra


realidad que el apunte del amillaramiento. ¡Y aquí
de la justicia! Demostraba, como tres y dos son
cinco, que esas tierras eran un ente de razón: pero
la Hacienda no admitía bajas. Y una de dos: o pa-
gaba la contribución de esas tierras o le embarga-
ban las que en realidad tenía para pagarla... ¿Y éste
era país? ¿Esta era Hacienda? ¿Esta era Adminis-
trrción?
— ¡Pues eso lo pagas porque tú quieres! —afirmó
Pepe Corcho.
Don Pablito le miró airado, creyendo que se
burlaba
—¡Sí, hombre! Te llamas al Cojo de la Galiana,
que tiene lo que lleva puesto, le das dos pesetas, le
haces escritura de esas tierras imaginarias, las amillara
a su nombre y cuando venga el recaudador que le
embargue esas tierras o le tire de los pantalones.
Es el procedimiento que ha empleado nuestro pom-
poso juez municipal, con todos sus pujos de mora-
lidad y de respeto a la ley, para amillarar al alguacil
las dos yuntas que él tiene.

Don Pablito se quedó como el que ve visiones.


—¿Pero es posible? ¿Y esto se hace en un país
LA CIÉNAGA 223

que presume de civilizado y por gentes que a boca


llena se llaman defensores del orden?
Todos se echaron a reír, compadeciendo a don
Pablito.
— ¡Anda, hijo—
le aconsejó Pepe Corcho di a — ,

tu mujer que te compre un babero y te mande a la


escuela! El orden no se sabe ya a qué género per-
tenece. Tan desfigurado está, que es cosa de rom-
perse la cabeza para ver qué quiere decir eso, ¿Qué
pensarías tú Diego Corrientes se vistiera de guar-
si

dia civil? Pues échate la cuenta que no ves más que


tricornios. Mira un ejemplo de orden: entre estos
cuatro o cinco señores tienen más riqueza que to-
dos los vecinos del pueblo juntos. ¿Hay quién dis-
cuta esto? Pues ahora han echado el reparto y re-
sulta que sumando las cuotas de estos señores no
pagan ni la décima del total... ¿Quién me encuen-
tra el orden?
Y Pepe Corcho tiró de papel y lápiz y se fué a
Cabrera a demostrarle con números sus argumen-
tos. Llegó en esto Núñez de la Enramada y to-
pando a los dos, que reían intrigados, preguntó cu-
rioso:
—¿De qué se trata?
— De una consulta que he hecho ya a varios y
ninguno me ha sabido responder — contestó Pepe
Corcho—. Vamos a ver: si me dieses el encargo de
pagar la contribución y aprovechando tu buena fe,

o tu ignorancia, te dijera que los talones tuyos im-


portaban diez duros, no importando nada más que
224 ANTONIO REYES HUERTAS

cinco, y con esos cinco que te sobraban pagase


yo los talones míos, ¿qué pensarías de mí?...
Núñez de Enramada no le dejó acabar.
la


Pues nada, porque yo no le daría a usted nun-
ca ese encargo, no fuera a darle la tentación de
hacer eso...
Núñez con ingenuidad, celebrando su propia
rió

ocurrencia, y como estropeó la gracia a Pepe Cor-


cho, éste le miró descompuesto.

Mira, niño, no sé si te lo he dicho ya en otra
ocasión. Tú, cuando no dices alguna necedad,
puedes exclamar como Tito: «¡Hoy he perdido
día!>
No fué posible ya encauzar las discusiones por el
lado serio, porque todos reían, excepto don Pabli-
to, que, paseando de largo a largo el camino,
mascullaba en un monólogo sus desilusiones.
¡Ya se explicaba él por qué no se podía vivir!

¡Por qué los espíritus íntegros tenían que morirse


de asco o echar todo a risa! ¡Pero eso ocurriría sólo
en Villaluz! En otras partes habría siquiera más dis-
creción, siquiera más pudor, siquiera menos fres-
cura... ¡Oh! ¡Hacía bien Durán en largarse de aquel
pueblo tan... tan... tan...!

Don Pablito acertó por fin con el calificativo:


¡borrego! ¡Justo! Era la palabra propia: borrego
y modorro por añadidura. ¡A ver qué belén
ahora!
El Moro Vinagre, que cogió al vuelo ciertas pa-
labras de don Pablito, preguntó a Cabrera:
LA CIÉNAGA 225

— Oye, ¿pero es eso?


cierto
—¿El qué?
— Que se va Durán del pueblo.
— Se casa y se
Sí. va...

—Tiene ese buen gusto—opinó Pepe Corcho —


En cualquier parte estará mejor que entre nosotros.
¡Porque cuidado que se necesita estómago para
vivir aquí entre gargajos, moscas, filósofos mudos
y mudos de Filosofía como pueblan este indecente
feudo! ¿Y cuándo se va?
Cabrera respondió encogiéndose de hombros y
salió del casino murrio y pensativo. La huida del
poeta le descorazonaba y entristecía, como si una
culpa común le hiciese también partícipe del remor-
dimiento. Esta separación parecía significar la de-
rrotade algo noble y sencillo por el cúmulo de
innumerables pasiones confabuladas.
Creía interpretar bien los pensamientos del poe-
ta. Este le había explicado cómo su vida futura no
había de tener significación adecuada en aquel pue-
blo que nunca le había comprendido. La sombra
del pasado sería siempre una sombra real, que em-
pañaría la claridad de la vida pura que él quería
vivir. ¡No era posible olvidar! Sobre las afrentas y
la humillación podía la buena voluntad ajena pasar
la esponja de la gracia; pero sólo el recuerdo era
una nueva iujuria que sometía ya la vida a una de-
pendencia de inferioridad. No esperaba él, por otra
parte, la efusión del desagravio. Antes bien juzgaba
que la vanidad humana no se resignaría nunca a
15
226 ANTONIO REYES MUERTAS

confesar sus desaciertos y a poner en las relaciones


la convivencia leal de la mutua estimación.
En fondo aplaudió Cabrera a su amigo. Era
el

bello aquel gesto de rebeldía y aquel prurito de


salvaje dignidad. El propio Cabrera no admitía
tampoco esa subordinación de los valores positivos
a los intereses ya acomodados. ¿Qué era él, después
de todo, en el pueblo? Otro ser aislado, otro extran-
jero en su incomprendido, con-
patria, otro espíritu
tra elque se coaligaban las vanidades para anularle.
¡Y valía él más que todos aquellos espíritus comine-
ros, señoritos analfabetos, que por haber heredado
media docena de dehesas monopolizaban las pre-
rrogativas del poder, de la autoridad, del gobierno
y dirección de los pueblos. Seres inútiles e incapa-
ces, a quienes sólo acompañaban la soberbia y el

fracaso, ineptos para hacer, pero aferrados a la obs-


tinación de no tampoco hiciera.
permitir que nadie
¡Y no La humildad no
era esto vanidad suya, no!
la consideraba Cabrera en el sentido de que hemos

de considerarnos infériores a todos, sino en el deseo


de considerar los propios méritos, no para gala y
oropel del nombre, sino ordenados a producir un
bien en la vida.

Luego él mismo se aburrió de pensar. Le fasti-

diaba muy
pronto todo y la vida, en verdad, no
merecía otra cosa que saborearla lo más agradable-
mente posible. En realidad, tampoco se consideraba
él un espíritu disciplinado para actividades cons-
.antes. Tenía todo para él un significado de parsi-
LA CIÉNAGA 227

monia, de buen tono, sin estridencias, sin excita-


ciones, sin premuras, sin impaciencias. Un sentido
de buena voluntad, sí; pero esperando a la sombra
del reposo, más bien que con el afán de salir a
buscar las satisfacciones.
Cabrera dirigióse a casa de Durán, a quien no
encontró. La madre empezó a lamentarse al verle
de su constante preocupación reciente.
— ¿Pero ha visto usted, Cabrera, qué injusticia
han hecho con nosotros en el reparto? ¡Ya ve usted,
cuando mi hijo no ha sido nunca político y en la
vida se ha metido en esas andanzas! jQué le vamos
a hacer! ¡Menos mal que Alfonso ha tenido suerte
por otro lado en Madrid!
La madre de Durán suspiró con abatida resigna-
ción y Cabrera no se atrevió a contestarla.
—¿Han dejado ustedes la dehesa, no? —preguntó
desviando conversación.
la

—¿Qué íbamos a hacer? El, como usted sabrá, se


va sin que nadie le quite eso de la cabeza,
y nos-
otras, mujeres no podemos... Además, no
solas,
tienen cuenta ninguna esos arrendamientos. De tal
forma se están poniendo las cosas que es imposible
vivir. Todo se traduce en pérdidas y cuando los

frutos llegan a casa, vienen ya tan escatimados, que


no hay solución Hay que dejarlo todo y arre-
.

glarse con lo poco o mucho que se tenga seguro.


Cabrera se despidió, juzgando que Durán estaría
en casa de Concha y tardaría en volver. Así era en
efecto. Desde que se reanudó la armonía entre las
228 ANTONIO REYES HUERTAS

dos familias, Durán no se hacía sin estar al lado de


Concha.
Había expuesto él la firme resolución que había
adoptado, y aunque don Guillermo, en principio,
no la aprobó, hubo al fin de convencerse ante la
vehemencia del poeta, que, aunque muy discreta-
mente, descorría el velo de sus interioridades. Que-
ría él, como el peregrino, ya que había llegado al

oasis, sacudir hasta el polvo de las sandalias para


no recordar siquiera los dolores del camino. Y para
volar más libre se había desligado de todos los in-
tereses materiales que quedaban en el pueblo. Había
renunciado él a todo lo suyo y había conseguido
que Concha renunciase también a la herencia ma-
terna. Nadie pudo hacerle desistir de este empeño
ni flaquear su voluntad de emprender aquel rumbo
de su porvenir.
Explicaba ahora a Concha que si el propósito de
ausentarse no fuera firme, le hubiera decidido el

último desencanto que le probaba cómo no se le

perdonaba querer ser independiente y abrigar


el

altas aspiraciones. ¡Aquel odioso reparto, que se


cebaba en él como en una víctima de odios incom-
prensibles, con lapobre intención de herirle y ha-
cerle sentir la sensación de otras voluntades más
poderosas que la suya...

— Créeme — le dijo a Concha—, no sé a veces si

arrepentirme de no haber hecho mal. Porque una


torpe psicología parece que no tiene otro principio
que el de respetar a lo que se teme. Lo bueno es
LA CIÉNAGA 229

inofensivo, y en vez de despertar la consideración


de las gentes, despierta sólo la burla y el menospre-
cio. Talvez tenía razón aquel que dijo que no tenía
ningún enemigo, porque no habia hecho un favor a
nadie.
— ¿Te pesa el bien? — dijo Concha — . ¡Dichoso
aquel que puede hacer de su corazón una flor, que
deja en las manos que la deshojan la venganza de
su perfume!..
Durán se quedó mirando a Concha, asombrado
de aquella alta filosofía.

—Te lo he oído a ti mismo, cuando me aconse-


jabas en circunstancias análogas a las tuyas.
El poeta comprendió que Concha decía verdad y
sonrió esclareciendo su espíritu...
Un jilguerillo el emparrado y
en esto voló sobre
copa de un limonero. Y
se posó cantando sobre la
observó entonces Durán que de los tejados próxi-
mos acudió una bandada de gorriones, piando en
tumulto a picarle furiosos, y que el jilguero le-
vantó su vuelo y desgranó en el aire una escala de
trinos...
XXIII

Esperaban al tren que, según anunció un mozo,


traía cerca de dos horas de retraso... Por la estación
desierta corría un impregnado de alquitrán y de
aire
emanaciones de hulla, y Concha y Durán salieron
de la empalizada, paseando por las cercanías...
El sol muriente ponía en la tarde de otoño una
temperatura suave, una pálida luz que se perfumaba
entre la hierba lustrosa de las dulces colinas. Durán
llamó la atención a Concha desde aquella altiplani-
cie que les servía de mirador. Todo verde, tenía
esa dulzura blanda de los paisajes norteños y ese
encanto fragante de las antiguas pastorelas. Allá
lejos alzaban de frente dos cordilleras las vértebras
rocosas de sus espinazos y se arropaban en azu-
les gasas, como en una vestidura diáfana y sutil.

Veía Durán la cinta gris de puente


la carretera, el

que parecía completar el arco bajo la tersa su-


perficie de aquel remanso, y, río abajo, la huerta
de Perlín, bordeada de álamos negros que entrela-
zaban sus copas tupidas.
El recuerdo de aquel afecto perdido enterneció el
espíritu de Durán.
LA CIÉNAGA 231

— iPerlín — murmuró en sí mismo — , dulce amigo


mío, tú sabes que yo estoy también triste como tú!

Se le alma aquella tierra en-


entraba ahora en el

trañable y comunicativa, a la que amaba tanto. Como


si una voz solemne le llamase; le parecía que todas

las cosas cobraban vida y se agrupaban cariñosas

en torno de él. Le contagiaba aquella dulzura vaga


de la hierba, aquella suavidad, aquélla recóndita
poesía de los campos queridos que ungían su des-
pedida de tristes nostalgias.
He ahí sus sueños de poeta: la casa de campo,
las tardes virgilianas, las memorias saudosas de la
niñez. En aquel cerro, un año presenció la fiesta de
las espigas. Segó juncia y se bañó en las linfas
transparentes del río. Paso por paso sabía toda el
área de las cañadas, donde se vió ahora como anta-
ño salir de la escuela y comer en los meses de abril
acerones matizados de rojo... Una mañana de mayo
tenían las calles del pueblo un palio de sol y un
cántico litúrgico que pasó, dorado y resplandecien-
te, entre nubes de incienso y entre aromas de mas-

tranzos, de salvia, de romero y de mejoranas...


Un carro, chirriando en la carretera, distrájole
de sus pensamientos. Sonaba el dolondón de los
bueyes acompasando el paso dormilón, y en la ti-
bieza del crepúsculo vibró la voz del gañán con un
romance muy lento...
Durán sintió desgarrársele el alma y subirle toda
la vida a los ojos llenos de lágrimas. Sin darse
cuenta de lo que hacía, se descubrió religioso y
232 ANTONIO REYES HUERTAS

arrodillándose besó repetidas veces la tierra... Des-


pedía, lleno de efusión, a los campos, a la belleza, al
sol que se hundía, tiñendo el poniente de espléndi-
das luminarias...
— ¡Tierra bendita, tierra mía, tú sabes lo que yo
te amo!
Rompió el éxtasis la voz de Concha, que puso
una conmovida ternura en el corazón atribulado.
Sonó esta voz a amor fragante, a dulce compañía y
Durán sonrió, extrañándose de sí mismo...
El tren llegó. Llegó como un monstruo negro en
la noche, y Concha y Durán se acomodaron en una

de las ventanillas... Arrancó luego, sorbiéndose los


vientos y esparciendo de vez en cuando su roja
cabellera de chispas. Encuadrados en la luz que sa-
lía del departamento, Concha y Durán veían desli-
zarse sus siluetas cómo dos sombras que volasen
rasantes por los campos...
El tren pitó subiendo una cuesta. Allá de lejos se
veía entonces difusamente Villaluz y ascendía de
toda ella el reflejo de su iluminación como una te-

nue nubecilla, como un polvillo blanco diluido en


la atmósfera. ..

Súbitamente se volvió a entristecer Durán, pero


ahora con una sensación que no podía explicarse.
él

Aquellos resplandores que parecían un vapor lu-


minoso se le imaginaron ahora la fosforescencia de
materias pútridas de la ciénaga. Una inmensa cié-
naga, donde infinidad de sapitos estultos, sapitos
dorados, cantaban triunfantes sobre las aovas que
LA CIÉNAGA 233

fecundaba el tarquín, formado por la incompren-


sión, por la vanidad, por las bajezas y los errores,
hasta por el polvo brillante de una riqueza estéril
y egoísta.
Deseó por esto que el tren corriese más y volase
a la luz clara, a la verdad, a la pureza...
Concha apoyó entonces dulcemente sus brazos
en el hombro del poeta.

— ¡Mira, Alfonso— advirtió se ha corrido una


\

estrella!

Durán sonrió en silencio y miró el trozo de cielo


que señalaba la mano de Concha. Se había pobla-
do el espacio de miles de puntos diamantinos...

Di, Alfonso —
preguntó Concha —
y ¿por qué ,

será eso?
—¿Qué es lo que quieres saber?
— ¡Esa estrella que se ha corrido!
—Te lo diré en poeta: Es un alma de luz que sale
a nuestro encuentro.
Durán acarició a Concha con los ojos, y de pron-
to volvió a exclamar:
— ¿Quieres que nos tiremos del tren?
—¿Y eso?
—Para vagar solos por ahí a pleno campo, a
plena noche. Para salir nosotros también al encuen-
tro de las estrellas...!

Concha, comprendiéndole, se apoyó con más


fuerza en sus hombros. Sintióse ahora Durán orgu-
lloso de sostener este peso y esta confianza. Era
todo una sensación inefable... Se vió al lado de
254 ANTONIO REYES HUERTAS

Concha con una grandeza que parecía soñada, libre,

puro, lleno de serenidad...


Volvió a mirar el cielo y alma adentro percibió
como una revelación la sinceridad de aquel mundo
tan elevado que era una armonía incomparable y
/a sinceridad interior que era la conformidad del
pensamiento con la propia conciencia. Y en esta
claridad, en este equilibrio, en esta lealtad para
consigo mismo, halló Durán el sentido del bien..

Campanario (Badajoz), 1921.

FIN
NOVELAS DEL MISMO AUTOR

Lo que está en el corazón.


La sangre de la raza (segunda edición).

Los humildes senderos.


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