Responsabilidad Patrimonial

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INDICE

Capítulo

I La Responsabilidad Patrimonial de la Administración Pública en España.

II Ámbito de aplicación de la Responsabilidad Patrimonial.

Responsabilidad Patrimonial de la Administración Pública por accidentes de


Tráfico.

III Características para exigir la Responsabilidad Patrimonial por accidentes de


Tráfico.
Daños y perjuicios causados a las personas en accidentes de circulación.

Cálculo de la Indemnización por Responsabilidad Patrimonial por


accidentes de Tráfico.

IV Conclusiones

V Bibliografía
CAPITULO I

La responsabilidad patrimonial de la administración pública en España.

Los antecedentes nos remontan a la primera vez que se hace una referencia a
la responsabilidad patrimonial de la administración pública en España al Código
Civil de 1889, en sus artículos 1902 y 1903. No obstante la redacción de este
último artículo, hoy por hoy modificada, reducía los casos sujetos a protección,
aquellos que derivaban de daños producidos por mandatarios singulares, es decir,
de aquellos que no pertenecían a la Administración Pública.

Éste sistema que ha sido fuente de gran discrepancia de opiniones, dada su


propia regulación, pero que en definitiva, ha supuesto un cambio substancial
realizado en un muy corto periodo de tiempo. El mencionado procedimiento,
junto con la expropiación forzosa, forma parte del sistema de garantías
patrimoniales de los particulares.

Por lo tanto podemos observar cómo la reglamentación española al respecto


apenas si había progresado, pues tenemos que esperarnos hasta mediados del
siglo XX para poder observar de una forma más o menos clara, una ordenación
que verdaderamente comience a ser eficaz para servir de garantía del ciudadano
frente a los daños recibidos por la Administración.

Esta regulación que se desarrolla a mediados del siglo pasado, se encuentra,


en primer lugar, en una ley especial, la Ley de Régimen Local de 16 de diciembre
de 1950, que en su artículo 405, ya instituye una responsabilidad directa o
subsidiaria de los entes locales. No obstante, se produce un cambio radical con la
promulgación en el año 1954 de la Ley de Expropiación forzosa. Esta Ley reúne al
sistema de garantías patrimoniales la indemnización de los daños derivados de las
actuaciones extracontractuales de los poderes públicos, o como establece el
artículo 121 de esta misma ley, los daños causados por el funcionamiento normal
o anormal de los servicios públicos.

La Ley de expropiación forzosa junto a dos normativas más, su Reglamento de


desarrollo y la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 26 de
julio de 1957, cambiaron dentro de nuestro Ordenamiento jurídico administrativo,
todo lo concerniente a la responsabilidad patrimonial de una forma clara y radical;
lo que en un principio obtuvo como respuesta una resistencia en la doctrina y en
los propios tribunales contencioso-administrativos, ya que éstos veían insólito que
la Administración estuviera obligada a indemnizar todo tipo de daños
patrimoniales.

Sin embargo con el inicio de la Constitución 1 de 1978, se consagra el sistema


vigente de la responsabilidad patrimonial, al establecer el art. 106.2 que los
particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser
indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos,
salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del
funcionamiento de los servicios públicos. El artículo mencionado ha sido
desarrollado por la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las

1
Constitución Española (1978) en adelante CE
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común 2 (Título X,
artículos 139 a 146), modificada parcialmente por la Ley 4/1999, de 13 de enero.

Características de la responsabilidad

En el ámbito subjetivo, el art. 139.1 LRJPAC dictamina que los particulares


tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas
correspondientes, de toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y
derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea
consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos.

El legislador ha hecho uso del término “particular”, lo que ha sido objeto de


interpretación por el Tribunal Supremo. La STS de 2 de julio de 1998 establece
que la referida expresión “particulares” debe ser objeto de una interpretación
unificadora, de modo que no sólo comprende a los ciudadanos, que en el Derecho
Administrativo reciben la denominación de administrados, sino también a las
distintas Administraciones Públicas cuando sufren lesión en sus bienes y
derechos, consecuencia de la relación directa de causa-efecto como consecuencia
del funcionamiento normal o anormal de servicios públicos, puesto que cuando el
funcionamiento de los servicios produce una lesión antijurídica en el patrimonio de
una Administración Pública no existe en el ordenamiento una norma por el que la
persona de derecho público lesionada pueda exigir de la Administración causante
del daño su resarcimiento de forma coercitiva, en la medida en que no puede
acudir a los Tribunales de la Jurisdicción Contenciosa-Administrativa para que
declare la obligación de indemnizar si la Administración responsable no acepta
voluntariamente asumir dicha responsabilidad.

Ante ese vacío del ordenamiento jurídico o laguna legal, los Tribunales han de
subsanar dicha laguna, pues tienen el deber de resolver los asuntos de que
conozcan y corresponde a la jurisprudencia, en su función complementaria del
ordenamiento jurídico, hay que interpretar la ley y la costumbre y los principios

2
Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común en
adelante LRJPAC, (Ley 30/1992, de 26 de noviembre)
generales del Derecho, siendo la analogía uno de los instrumentos fundamentales
para llenar las lagunas de la ley, en la medida en que el propio artículo 4.1 del
Título Preliminar del Código Civil señala que procederá la aplicación analógica de
las normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen un
supuesto semejante entre los que se aprecie identidad de razón.

La misma razón imposibilita que tal resultado dañoso haya de ser soportado por
una Administración Pública cuando ésta tiene su patrimonio propio y cuando el
daño procede del funcionamiento del servicio de otra Administración, que es titular
de un patrimonio distinto del de la Administración lesionada, puesto que el deber
de indemnizar se basa en el mismo fundamento, que es evitar que una persona
pública o privada haya de soportar la lesión o daño antijurídico producida por el
funcionamiento de los servicios de la Administración Pública (STS 2 de julio de
1998, FJ 4º, a) y c)).

Es importante señalar que el sujeto activo de la relación jurídica de


responsabilidad extracontractual por funcionamiento de un servicio público puede
ser lo mismo un sujeto público que uno privado y de este tipo, un simple particular
o un servidor público. (STS de 10 de abril de 2000, FJ 3º)

El autor del perjuicio; es la Administración pública correspondiente la encargada


de responder por los daños causados por los agentes públicos que de ella forman
parte, sea cual sea la naturaleza de la relación jurídica que una a estos últimos
con aquella.

Únicamente no entrarían en este ámbito de la responsabilidad patrimonial de la


Administración aquellos daños que sean producto de la actividad privada de los
agentes públicos, siendo estos actos imputables directamente a los referidos
agentes públicos y no a la propia Administración.

En el ámbito objetivo, el daño. El artículo 139.2 LRJPAC instituye que en todo


caso, el daño alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e
individualizado con relación a una persona o grupo de personas. A esto debe
añadirse la nota que complementa a estos requisitos y que el art. 141.1 LRJPAC
decreta diciendo que sólo serán indemnizables las lesiones producidas al
particular provenientes de daños que éste no tenga el deber jurídico de soportar
de acuerdo con la Ley.

Por ende debe decirse que los requisitos del daño indemnizable son la
antijuridicidad, la efectividad, la evaluabilidad económica y la individualización.

La doctrina jurisprudencial ha instituido, como requisitos o circunstancias


determinantes de dicha responsabilidad, los siguientes: Que la lesión o daño
producido sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado o
individualizable respecto de una persona o grupo de personas, y que sea
antijurídico, es decir, que no exista obligación de soportarlo. (STS de 29 de enero
de 1998, FJ 3º). La antijuridicidad presume que el daño sea fruto de una acción
administrativa que la víctima no está obligada a soportar. Por lo que si el particular
no está expresamente obligado a soportar tal daño, por no existir causa que le
obligue a ello, éste será antijurídico y le será imputado a la Administración.

Puede darse el caso de que una norma jurídica constriña al perjudicado a


soportar ciertos daños, como podría ser el caso de un tributo que la Administración
imputa y liquida. No debe por tanto un título legítimo de intervención
administrativa.

La jurisprudencia ha establecido también el criterio de los estándares de


seguridad exigibles, lo que significa que para que un daño resulte antijurídico
deberá superar los estándares exigibles de seguridad. Es decir que para que el
daño concreto producido por el funcionamiento del servicio a uno o varios
particulares sea antijurídico alcanza con que el riesgo inherente a su utilización
haya colmado los límites impuestos por los estándares de seguridad exigibles
conforme a la conciencia social. No existirá entonces deber alguno del perjudicado
de soportar el menoscabo y, consiguientemente, la obligación de resarcir el daño o
perjuicio causado por la actividad administrativa será a ella imputable (STS de 29
de octubre de 1998, FJ 4º).
El concepto de servicio público.

La definición que se ha ido realizando de la expresión “funcionamiento de los


servicios públicos”, que aparece en la redacción del art. 106.2 CE y 139 LRJPAC,
no ha sido en un sentido técnico, como una actividad diferenciada a la de policía o
limitación, o a la de fomento, sino con el significado de toda “actuación
administrativa”. Según la doctrina, estas dos expresiones son equivalentes y
abarcan a cualquier tipo de actividad administrativa dentro de cualquier potestad
de la Administración. Es por tanto un concepto muy vasto de “servicio público”.

En efecto, la concepción clásica de la responsabilidad civil implica siempre la


exigencia de culpa (por dolo o negligencia) al causante del daño concreto
(responsabilidad subjetiva, basada en el antiguo principio jurídico de “no causar
daño a otro”), aunque la misma no será muy práctica en relación con situaciones
en las que no es fácil delimitar la culpa, ni asignarla a persona o personas
concretas, como en los supuestos de posibles riesgos tecnológicos. Con claridad
lo expresa Esteve Pardo3 (2017) al señalar, precisamente en relación con los
vehículos de motor, que:

“En una sociedad poco desarrollada es necesario actuar dolosamente o con


total negligencia para poder causar daños con un carro de bueyes”, pero en
“una sociedad con cierto desarrollo tecnológico no es necesaria una
actuación negligente o dolosa para que puedan producirse graves daños con
un vehículo dotado con un potente motor de inyección”, precisando que en
este supuesto la responsabilidad “es aquí, objetivamente, de quien crea una
situación de riesgo al circular con ese ingenio mecánico”.

Surge así la concepción de la responsabilidad objetiva, más amplia y efectiva


que la subjetiva, pues mantiene su sentido reparador (si el riesgo acaba por
traducirse en un daño efectivo), aunque se le aumenta su función preventiva, ya

3
Esteve Pardo, José. Universidad de Barcelona, Derecho Administrativo. Marcial Pons, Ediciones Jurídicas y
Sociales. Madrid, 2017
que normalmente, aunque no es una regla absoluta, la persona o personas que
conocen su responsabilidad por el riesgo que crean tratarán de eliminarlos o
limitarlos, en lo posible.

Junto a la evolución anterior, debe tenerse en cuenta el alcance del cambio de


concepción del Estado, al asumirse la noción del Estado Social, pues de este
deriva que, reconociendo que una o varias cuestiones son importantes para la
sociedad (el problema de los accidentes de tráfico, p. ej.), el Poder Público, que
por el principio democrático representa a la sociedad, toma como propio el
problema y se legitima para actuar en la materia en beneficio de la sociedad,
perfilando medidas y acciones para tratar de eliminar o, si no es posible, reducir
los mismos y sus consecuencias. Noción que actualmente es visible en las
Constituciones nacionales y en los Ordenamientos europeos modernos.

En base a esta noción, es a la Administración Pública a quien le corresponde la


función principal de regular, controlar y, en su caso, eliminar los riesgos de una
determinada actividad, en base a las competencias innatas del Poder Público de
proteger y garantizar la seguridad de la sociedad correspondiente (tanto en
relación con las cuestiones propias de la seguridad pública interior y la exterior,
como frente a peligros naturales y riesgos de todo tipo); cuestiones que desde la
Revolución Industrial principalmente incluyen los riesgos técnicos y tecnológicos,
los derivados del denominado “maquinismo”. Funciones que se encomiendan
normativamente, y de forma ordinaria, a la Administración y a sus agentes,
permitiéndose por ello el despliegue de las más importantes potestades
administrativas establecidas en el Ordenamiento (como, p. ej., autorizaciones y
licencias, potestad normativa, planificación, inspección o potestad sancionadora).

Además, el legislador, como se observa, impone ciertas cautelas, que son


exigibles a los ciudadanos, en aquellos ámbitos en que los riesgos son más
visibles, pero también a las propias Administraciones Públicas, tanto en sus
actividades como en aquellas de carácter preventivo que han de adoptar para
asegurar el bienestar general; previsiones que se reflejan claramente tanto en la
legislación en materia de tráfico y seguridad vial como en relación con las vías
destinadas precisamente a la circulación de vehículos de motor.

Efectivamente, la aparición de los vehículos de motor y en especial su uso


generalizado, desde principios del siglo XX, ha revolucionado en cierto sentido la
sociedad moderna y la función de los Poderes Públicos eliminando los riesgos que
conllevan y dando una mayor seguridad a la misma; debiendo tenerse en cuenta
los problemas que el ámbito de los vehículos de motor ha traído consigo (de
carácter técnico, económico, social, educativo, ambiental, etc.). Situación de
origen y evolución, ciertamente cada vez más compleja, que han justificado una
progresiva mayor intervención del Legislador y de la Administración Pública, en
particular respecto a los elementos fundamentales de la circulación y la seguridad
vial, como son el factor humano, los propios vehículos de motor y las vías de
circulación.

El sector de los vehículos de motor, y por ello todo lo relativo a la seguridad vial
(que precisamente es como se nombra corrientemente), nace estrechamente
relacionado con el descubrimiento del petróleo y su uso generalizado desde hace
bastantes años; teniendo en cuenta precisamente que la articulación del sistema
económico-social-energético actual (con ciertas incertidumbres) integra como uno
de sus pilares más destacables el sector de los vehículos de motor, y el ámbito
completo del tráfico y la seguridad vial.

Al mismo tiempo, en este mismo apasionante proceso de innovaciones técnicas


debemos resaltar que desde 1880 se comienzan a fabricar los primeros modelos
de motores de combustión interna alimentados por petróleo refinado, y que desde
1900 se difunden apreciablemente. Inmediatamente, entre 1870 y los primeros
años del nuevo siglo se inicia la construcción de lo que será el automóvil, una de
las imágenes por excelencia de la nueva época tecnológica e industrial. En efecto,
a finales del siglo XIX algunas empresas americanas y europeas fabricaban
prototipos de automóviles (p. ej., en 1889, Panhard y Levassor, con patentes
Daimler, introducen en Francia el motor de petróleo, concretamente en el ómnibus
de París, y en 1891 un automóvil Peugeot, también con motor Daimler, ganará la
carrera París-Brest), que comenzaron a hacer la competencia a los coches de
caballos y a los ferrocarriles, tanto en el ámbito urbano como en relación con los
transportes a más larga distancia.

Será en esta época de finales del siglo cuando se documente la primera víctima
mortal en un accidente de tráfico provocado por uno de los nuevos vehículos a
motor. Concretamente, el 17 de agosto de 1896, la Sra. B. Driscoll se convirtió en
la primera víctima mortal de un accidente de tráfico, cuando caminaba con su hija
a un espectáculo de baile en el Cristal Palace de Londres, y fue arrollada por un
coche al atravesar los jardines del palacio; el aparato, que lo conducía un joven
para enseñar el nuevo ingenio, según los testigos iba “a gran velocidad”,
posiblemente a 12’8 km/h, cuando no debía ir a más de 6’4 km/h.

Aunque influyeron factores más complejos (como el contar con una fuente
motriz que se consideraba inagotable y entonces bastante asequible
económicamente), quizás el decisivo paso para el triunfo del automóvil fue su
capacidad de movilidad y su sentido de la privacidad y la autonomía individual,
llegándose a señalar que “sólo un ingenio que prometía más que transporte podía
tener tanto éxito”.

El éxito fue de tal amplitud que, en las ciudades americanas a finales del siglo
XIX, la generalización del uso de los automóviles se concebía como una opción
más moderna y limpia que la representada por los coches de caballos, al eliminar
de las calles el problema sanitario que creaban sus excrementos de los caballos.
Además, a lo anterior se añadió la producción de vehículos económicos
destinados a toda la población, cuya imagen es el modelo Ford T, fabricado
masivamente por Henry Ford entre 1908 y 1927 (llegando a los casi veintisiete
millones de unidades en 1929). En España, la empresa Hispano comenzará la
fabricación de vehículos en 1904, apareciendo los primeros camiones en 1905;
además, antes de finalizar la I Guerra Mundial, el transporte de viajeros se realiza
casi totalmente mediante autobuses, sustituyendo a las diligencias de caballos;
debiendo esperar algunos años más la sustitución de los carros y carretas de
tracción animal para el transporte de mercancías.

No obstante, al mismo tiempo que triunfaba socialmente el automóvil se hizo


realidad el problema de las vías para su circulación, pues, en general, las
existentes en esa época eran antiguas “carreteras” polvorientas (realizadas de
macadam) destinadas para caballos y para los carruajes y carros tirados por ellos.
No obstante, en su inicio los nuevos automóviles se adaptarán a las mismas sin
problemas, pues su máxima velocidad era de 40 km/h, como mucho. Los
problemas se plantearían inmediatamente al aumentar esta, y plasmarse
claramente los peligros y la falta de seguridad de las antiguas carreteras.

Igualmente, desde 1910, en el Reino Unido y otros países, se inicia el


ensanchamiento de las mismas y el reforzamiento de su superficie (ya mediante
un primitivo hormigón), si bien la planificación de las mismas dejaba mucho que
desear, pues las nuevas vías cortaban las ciudades por el centro, generando
problemas bien conocidos todavía en la actualidad, como la congestión de
vehículos, el ruido y en particular los peligros derivados de los ingenios mecánicos
que eran los automóviles. Aunque ya se planteaba la ineficacia de un sistema
automovilístico basado únicamente de los avances mecánicos y técnicos, sin
contar con una red de carreteras adecuadas; considerándolo poco eficiente sin las
obras apropiadas para su sostenimiento y desarrollo, sobre cuya cuestión
debemos destacar que en los Estados Unidos, en 1940 se ponen las bases del
impresionante proyecto de ingeniería que es el sistema interestatal de autopistas
(Interstate Highway System) y, lo que es más importante, se aprueba la legislación
correspondiente (Interstate Highway Act).

Estas referencias al riesgo, y a la consiguiente seguridad, en el uso del vehículo


de motor se reflejan ya en las primeras normas españolas en la materia, cuando
los automóviles eran verdaderamente escasos, como el Reglamento para la
Circulación de Vehículos de Motor Mecánico por las Vías Públicas de España, de
23 de julio de 1918 (Gaceta de Madrid del 24).
En ese mismo sentido, ya en aquella época, no se permitía que ningún vehículo
de tracción mecánica podrá ser puesto en circulación, bajo ningún pretexto, sin
que previamente haya sido reconocido, autorizada su circulación y sin estar
provisto de sus correspondientes placas de matrícula; funciones de control e
inspección que se asignaban a los Gobernadores Civiles, siendo llevadas a cabo
por la Jefatura de Obras Públicas de la provincia, regulándose el procedimiento
administrativo correspondiente (art. 3), y, por otra parte, se exigía a los
conductores el permiso correspondiente, expedido también por el Gobernador
Civil, a través de un ingeniero designado (arts. 5 y 6).

También se establecen medidas en materia de velocidad de los vehículos con


motor mecánico, que han de fijar las autoridades municipales en sus calles (art.
17); la exención de responsabilidad de los conductores por la muerte de animales
que se hallen sueltos en las carreteras y caminos, y que se asigna a sus dueños
(art. 19); la previsión de que los obstáculos que se opongan a la libre circulación
por carreteras y vías públicas estén convenientemente alumbrados desde el
anochecer para señalar su presencia a los conductores, y que, mediante acuerdo
del Ministerio de Fomento y las Compañías de ferrocarriles, se proceda a alumbrar
los pasos a nivel con luces rojas (art. 20, a y b).

Seguidamente, dado el progreso y desarrollo considerables experimentados por


el automovilismo en España, se aprobará un nuevo Reglamento de Circulación de
Vehículos con Motor Mecánico por las Vías Públicas de España, mediante Real
Decreto de 16 de junio de 1926 (Gaceta de Madrid del 19), que incluye
disposiciones similares a las del anterior (como en el supuesto de responsabilidad
por atropello de animales, art. 17, o la señalización de obstáculos en las vías
públicas y pasos a nivel, art. 18), aunque algunas otras, más novedosas, inciden
sobre las obligaciones en materia de riesgo y seguridad, como la previsión de que
“en todo momento, los conductores de automóviles y motocicletas deberán ser
dueños en absoluto del movimiento del vehículo”, la obligación de automóviles y
motociclos de marchar con la debida precaución a aproximarse a los tranvías en el
interior de las poblaciones o la obligación de los Gobernadores Civiles de fijar la
velocidad de los vehículos en las travesías de los pueblos (art. 16).

El automóvil es evidentemente, es el protagonista incuestionable de la sociedad


de principios del siglo XXI, debiendo tenerse en cuenta que su desarrollo y
evolución han generado unos profundos efectos y una nueva cultura vital en la
sociedad presente, en particular en los países más desarrollados. Sin embargo,
como es bien sabido, este mundo que gira alrededor de los vehículos de motor ha
traído unos efectos negativos muy visibles, desgraciadamente, como son los más
de treinta y cinco mil muertos en la Unión Europea, en 2009, o sobre dos mil en
España, en 2010 (aunque pasaron de siete mil en 1989), los miles de heridos y los
costes económicos y sociales generados por los accidentes de tráfico.

Esta situación, junto a la cuestión del riesgo y de la seguridad ya mencionada,


ha propiciado una mayor intervención pública, particularmente de la
Administración, en la materia; plasmándose la misma en una legislación cada vez
más técnica.

De acuerdo con Martínez Nieto, esta preocupante situación se está afrontando


sobre tres ejes:

- La exigencia a la industria automovilística que fabrique vehículos cada vez


más seguros, y con materiales más apropiados para mitigar, en lo posible,
las consecuencias de los accidentes, o incluso evitarlos con innovaciones de
seguridad (exigencias que pueden coincidir con otras de finalidad distinta,
como las ambientales);

- El requerimiento de que las vías públicas destinadas a la circulación de


vehículos a motor estén mejor diseñadas, construidas, conservadas,
señalizadas y equipadas para eliminar, si es posible, los riesgos de los
accidentes de circulación, y
- Que los conductores, y también los peatones, como usuarios de sistema de
circulación vial, estén suficientemente preparados en las normas que rigen
este ámbito, en el uso del vehículo y en los comportamientos que tiendan a
prevenir los riesgos propios del mismo.

No obstante, y sin perjuicio de que las tres cuestiones se exigen y regulan en


Leyes técnicamente complejas, pero adecuadas a la sociedad de nuestros días, y
variadas, en dichos ejes es esencial la intervención de la Administración Pública,
ya que, de acuerdo con el sistema normativo correspondiente, a ella le
corresponde fijar las condiciones y requisitos de seguridad en los tres ámbitos, con
lo que su propia actividad, que siempre debe tener por objetivo el interés público
(art. 103 de la Constitución Española, debe realizarse de forma adecuada a los
fines y objetivos en materia de seguridad y calidad establecidos en la ley, de forma
de la misma no sea la causa, en lo posible, de los accidentes de tráfico; surgiendo
así la responsabilidad patrimonial de la Administración en materia de tráfico y
seguridad vial. Y por ello, efectivamente, todas estas exigencias se plasman en la
actual normativa en materia de tráfico y seguridad vial.

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