FORO de
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En cambio, quienes estaban a favor del cuarto supuesto -en teoría, la mitad de
la ciudadanía- permanecieron callados o se manifestaron con extraordinaria
timidez en el debate, trasluciendo de este modo una inconsciente incomodidad.
También es natural que sea así. Ocurre que el aborto no es una acción que
entusiasme ni satisfaga a nadie, empezando por las mujeres que se ven
obligadas a recurrir a él. Para ellas, y para todos quienes creemos que su
despenalización es justa, y que han hecho bien las democracias occidentales -
del Reino Unido a Italia, de Francia a Suecia, de Alemania a Holanda, de
Estados Unidos a Suiza- en reconocerlo así, se trata de un recurso extremo e
ingrato, al que hay que resignarse como a un mal menor.
Sería un atropello intolerable que, por una medida de fuerza, como ocurrió en
la India de Indira Ghandi, o como ocurre todavía en China, una madre sea
obligada a abortar. Pero ¿no lo es, igualmente, que sea obligada a tener los
hijos que no quiere o no puede tener, en razón de creencias que no son las
suyas, o que, siéndolo, impelida por las circunstancias, se ve inducida a
transgredir? Ésta es una delicada materia, que tiene que ver con el meollo
mismo de la cultura democrática.
La clave del problema está en los derechos de la mujer, en aceptar si, entre
estos derechos, figura el de decidir si quiere tener un hijo o no, o si esta
decisión debe ser tomada, en vez de ella, por la autoridad política. En las
democracias avanzadas, y en función del desarrollo de los movimientos
feministas, se ha ido abriendo camino, no sin enormes dificultades y luego de
ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde decidirlo es a
quien vive el problema en la entraña misma de su ser, que es, además, quien
sobrelleva las consecuencias de lo que decida. No se trata de una decisión
ligera, sino difícil y a menudo traumática. Un inmenso número de mujeres se
ven empujadas a abortar por ese cuarto supuesto, precisamente: unas
condiciones de vida en las que traer una nueva boca al hogar significa
condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una muerte en vida. Como
esto es algo que sólo la propia madre puede evaluar con pleno conocimiento
de causa, es coherente que sea ella quien decida. Los gobiernos pueden
aconsejarla y fijarle ciertos límites -de ahí los plazos máximos para practicar el
aborto, que van desde las 12 hasta las 24 semanas (en Holanda) y la
obligación de un periodo de reflexión entre la decisión y el acto mismo-, pero no
sustituirla en la trascendental elección. Ésta es una política razonable que,
tarde o temprano, terminará sin duda por imponerse en España y en América
Latina, a medida que avance la democratización y la secularización de la
sociedad (ambas son inseparables).
Ahora bien, que la despenalización del aborto sea una manera de atenuar un
gravísimo problema, no significa que no puedan ser combatidas con eficacia
las circunstancias que lo engendran. Una manera importantísima de hacerlo
es, desde luego, mediante la educación sexual, en la escuela y en la familia,
de manera que mujer alguna quede embarazada por ignorancia o por no
tener a su alcance un anticonceptivo. Uno de los mayores obstáculos para la
educación sexual y las políticas de control de la natalidad ha sido también la
Iglesia Católica, que, hasta ahora, con algunas escasas voces discordantes
en su seno, sólo acepta la prevención del embarazo mediante el llamado
"método natural", y que, en los países donde tiene gran influencia política -
muchos todavía, en América Latina- combate con energía toda campaña
pública encaminada a popularizar el uso de condones y píldoras
anticonceptivas.
Pero si ese difícil equilibrio entre el Estado laico y la Iglesia se altera y ésta
impregna aquél, o, peor todavía, lo captura, la democracia está amenazada,
a corto o mediano plazo, en uno de sus atributos esenciales; el pluralismo, la
coexistencia en la diversidad, el derecho a la diferencia y a la disidencia. A
estas alturas de la historia, es improbable que vuelvan a erigirse los patíbulos
de la Inquisición, donde se achicharraron tantos impíos enemigos de la única
verdad tolerada. Pero, sin llegar, claro está, a los extremos talibanes, es
seguro que la mujer retrocedería del lugar que ha conquistado en las
sociedades libres a ese segundo plano, de apéndice, de hija de Eva, en que
la Iglesia, institución machista si las hay, la ha tenido siempre confinada.