Agusti Jordi - Antes de Lucy

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Contra lo que mucha gente cree, las últimas décadas de incesantes hallazgos

paleontológicos han aclarado en buena medida cuáles son los eslabones de


nuestra ascendencia evolutiva hasta remontarnos a los primeros homínidos
australopitecos que hace más de cuatro millones de años se separaron del
resto de los primates. Es el caso de Lucy, el representante más antiguo y
mejor conocido de ellos.
Pero ¿cómo se explica la aparición de Lucy? La principal diferencia entre
los homínidos y los chimpancés no reside en absoluto en el cerebro, sino en
el hábito de andar erguidos sobre dos piernas, un comportamiento
locomotor único entre los primates vivientes. Averiguar los mecanismos y
las causas de la aparición del bipedismo y conocer la historia de este
singular comportamiento son algunas de las cuestiones más fascinantes de
la paleontología actual.
Antes de Lucy se propone reconstruir la evolución de los inmediatos
antecesores de los homínidos en su contexto ecológico, desde los
representantes más primitivos de hace dieciocho millones de años hasta la
primera especie que anduvo sobre dos extremidades. Gracias a las
contribuciones de reconocidos paleontólogos, el lector podrá desentrañar,
entre otros aspectos, las presiones ambientales y las ventajas adaptativas
que explican el nuevo tipo de locomoción, el grado de influencia que éste
tuvo en el posterior desarrollo del cerebro humano, o la práctica ausencia de
primates antropomorfos en África, hace entre 14 y 4 millones de años.
AA. VV.

Antes de Lucy
El agujero negro de la evolución humana

ePub r1.0
Titivillus 13.12.2020
Título original: ANTES DE LUCY: El agujero negro de la evolución humana
AA. VV., 2000
Editor: Jordi Agustí
Fotografías de los autores: Luis Prada y Museo de la Ciencia de la Fundación “la Caixa”.
Diseño de cubierta: BM
Cubierta: Australopitecus afarensis, mejor conocido como Lucy.

Editor digital: ramsan


ePub base r2.1
ÍNDICE DE CONTENIDO

CUBIERTA

ANTES DE LUCY

— ANTES DE LUCY. EL AGUJERO NEGRO DE LA EVOLUCIÓN


HUMANA

— LA EVOLUCIÓN DE LOS HOMINOIDEOS Y EL REGISTRO


FÓSIL: EL CASO DE SIVAPITHECUS — DAVID PILBEAM

— CONDUCTA Y ECOLOGÍA DE LOS PRIMATES AFRICANOS —


JORDI SABATER PI

— EL PASADO DE UN GRUPO CON ESCASO FUTURO: LOS


ORÍGENES DE ORANGUTANES, CHIMPANCÉS Y GORILAS —
MEIKE KÖHLER

— UN ESCENARIO PARA LA EVOLUCIÓN DE LOS HOMÍNIDOS


DEL MIOCENO — JORDI AGUSTÍ

— FUNCIÓN Y FILOGENIA EN LOS ANTROPOMORFOS FÓSILES:


EL CASO DE ANKARAPITHECUS — PETER ANDREWS

— VIAJE A LOS ORÍGENES DEL BIPEDISMO Y UNA ESCALA EN


LA ISLA DE LOS SIMIOS — SALVADOR MOYÀ SOLA

— RECURSOS ENERGÉTICOS Y LA EVOLUCIÓN DEL TAMAÑO


CEREBRAL EN LOS HOMINOIDEOS — ROBERT D. MARTIN

— DEBATE GENERAL

— NOTAS
Este libro surge de las jornadas que, bajo el título de «La evolución de los
homínidos», se celebraron el 29 y 30 de octubre de 1996 en el Museo de la
Ciencia de Barcelona, con el patrocinio del Instituto de Paleontología M.
Crusafont de la Diputación de Barcelona y del propio Museo de la Ciencia
de la Fundación “la Caixa”.

Antes de Lucy nace del encuentro que, con el patrocinio del Museu de la
Ciencia de la Fundació ”la Caixa” y del Instituto de Paleontología M.
Crusafont de la Diputación de Barcelona, reunió en esta ciudad, en octubre
de 1996, a un grupo de especialistas en el tema: David Pilbeam (director
del Peabody Museum y profesor en la cátedra Henry Ford II de la
Universidad de Harvard), Peter Andrews (investigador del Departamento
de Paleoantropología en el Natural History Museum de Londres), Robert
Martin (director del Museo y del Instituto Antropológico de la Universidad
de Zurich), Jordi Sabater Pi (profesor de la Universidad de Barcelona), así
como Salvador Moyà, Meike Köhler y Jordi Agustí, coordinador del
encuentro (los tres del Instituto de Paleontología M. Crusafont).

Títulos originales:

—David Pilbeam, Hominid evolution and the fossil record: the case of
Sivapithecus;

—Peter Andrews, Function an phylogeny of fossil apes: a case study of


Ankarapithecus meteai;

—Robert D. Martin, Energy resources and the evolution of brain size in


hominid primates.

Traducción de los artículos de D. Pilbeam, P. Andrews, R.D. Martin:


Ambrosio García Leal
CANTES DE LUCY
EL AGUJERO NEGRO DE LA EVOLUCIÓN HUMANA

¿El hombre, ese desconocido? Hace décadas, los manuales de antropología


hacían frecuentes referencias a los «ignotos» y «misteriosos» orígenes de
nuestra especie. Tras decenios de fructífera labor paleontológica en
diversas partes del globo, pero sobre todo en África, el panorama de
nuestros orígenes a corto y medio plazo aparece hoy relativamente claro,
aun cuando todavía persistan numerosas cuestiones pendientes, relativas a
aspectos muy concretos de esta evolución (del tipo de ¿cuántas especies
hubo de australopitécidos? ¿y de Homo? O, ¿en qué momento se produjo
la primera colonización de Eurasia?). Pero es seguro que este otro tipo de
cuestiones difícilmente quitarán el sueño a nuestros filósofos. ¿El hombre,
ese desconocido? Ya no tanto. Por el contrario, son nuestros primos
antropomorfos, los chimpancés y los gorilas, los que deberían reclamar
para si su lugar como misterio de la Naturaleza, ya que mientras que la
documentación sobre la evolución humana de los últimos 4 millones
aparece razonablemente completa, por el contrario poco o nada se sabe, si
no es por los datos moleculares, del origen de nuestros parientes más
próximos. Y es que, más allá, de hace esos 4 ó 5 millones de años, es decir,
del momento en que debió individualizarse la línea de los homínidos
primitivos o australopitecos con respecto a las del chimpancé y gorila, muy
poco se sabe sobre nuestros orígenes comunes. En efecto, por lo que hace a
la evolución de los primates antropomorfos (también conocidos como
hominoideos) el registro fósil de África muestra un enorme agujero negro
durante el segmento más reciente de la época conocida como Mioceno, que
es precisamente cuando se «cuecen» los fundamentos de lo que luego será
la evolución posterior de los homínidos en el Plioceno y el Pleistoceno.
Particularmente, el Mioceno superior, la época entre hace 12 y 5
millones de años, constituye uno de los momentos más interesantes de la
historia biológica a la hora de desentrañar las primeras fases de la
evolución de los homínidos. Fue en esa época en la que las laurisilvas
subtropicales cedieron su puesto a las sabanas arboladas y bosques más
abiertos que hoy encontramos en extensas áreas de los continentes africano
y eurasiático. Además, es en el Mioceno superior cuando encontramos los
primeros indicios de desarrollo de los glaciares árticos, preludio de la
dinámica glaciar-interglaciar que se establecerá de manera estable a partir
de hace dos millones y medio de años. Por otra parte, en el Mioceno
superior se sucedieron importantes cambios a nivel regional, los cuales han
llevado a la actual configuración del Viejo Mundo. En particular, destacan
los diversos eventos de desecación de las grandes masas de agua que en su
tiempo circunvalaron el continente europeo, como fue el caso del mar
interior Paratethys, o del Mediterráneo (que padeció una desecación
prácticamente completa y estuvo a punto de desaparecer hace unos 6
millones de años), lo que sin duda favoreció el intercambio faunístico entre
Europa, Asia y África. Al mismo tiempo, importantes procesos tectónicos
como la elevación del Himalaya y de la meseta tibetana, así como las
aperturas del mar Rojo y de las grandes cuencas del este africano, aunque
trabajando en direcciones opuestas, debieron favorecer los procesos de
aislamiento reproductivo y especiación en diversos grupos de vertebrados
terrestres.
Todos estos fenómenos debieron tener a su vez una influencia decisiva
en la evolución de nuestros ancestros arborícolas. Así, hace unos 10
millones de años, Eurasia aparecía poblada por una floreciente población
de hominoideos, que incluía una alta diversidad de formas y diseños, desde
gráciles braquiadores selváticos como Dryopithecus y Sivapithecus, hasta
formas goriloides de gran talla y robustez como Graecopithecus, pasando
por antropomorfos adaptados a condiciones de relativa aridez como
Ankarapithecus. ¡Y todo ello en un momento en el que el registro de
hominoideos en África es casi nulo! De alguna manera, la radiación
evolutiva de hominoideos eurasiáticos parece remedar las tendencias que,
cinco millones de años más tarde, se producirán en África y que
desembocarán en la aparición de nuestros primeros ancestros bípedos, los
australopitecos. Pero al revés de lo que ocurrió en África hace cinco
millones de años, la deforestación y expansión de los espacios abiertos en
Eurasia no dio lugar a la aparición de los primeros homínidos bípedos sino
que, por el contrario, provocó la extinción de la mayor parte de estos
hominoideos, extinción a la que tan sólo escaparon algunas formas
asiáticas altamente especializadas (como el enorme Gigantopithecus o el
actual orangután, Pongo).
En orden a elucidar estas y otras muchas cuestiones que afectan a una
de las fases más oscuras y controvertidas de la evolución homínida, la
iniciativa conjunta del Museo de la Ciencia de la Fundación “la Caixa” y
del Instituto de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona
logró reunir en Barcelona el 29 y 30 de octubre de 1996 a los principales
especialistas en el tema, como David Pilbeam (Universidad de Harvard),
Peter Andrews (Natural History Museum de Londres), Robert Martin
(Universidad de Zurich, Suiza) y Jordi Sabater Pi (Universidad de
Barcelona). Desde el propio Instituto de Paleontología M. Crusafont, el
coloquio contó con las aportaciones de Salvador Moyà, Meike Köhler y
quien esto les cuenta. Y sorprendentemente, aunque el desarrollo de las
sesiones permitió constatar la existencia de una gran diversidad de
enfoques y opiniones, no es menos cierto que el resultado final de esta obra
ofrece un conjunto altamente trabado y coherente, como el lector tendrá
ocasión de comprobar. Así, de una parte, los capítulos 1 (Pilbeam) y 3
(Köhler), aunque aparentemente centrados en Sivapithecus y Dryopithecus,
respectivamente, ofrecen una completa y cuidada introducción al mundo de
los hominoideos no sólo fósiles sino incluso actuales. Por otra parte, el
capítulo 2 (Sabater Pi) aporta de una manera concisa y rigurosa la
experiencia personal de su autor sobre los ecosistemas que habitan
nuestros más próximos parientes, los antropomorfos africanos actuales.
Como contrapunto, el capítulo 4 (Agustí) trata de situar la evolución de los
hominoideos eurasiáticos en el marco de las vicisitudes climáticas y
ambientales del Mioceno. Los capítulos 6 (Moyà) y 7 (Martin), en fin, se
centran en el análisis de dos cuestiones clave en la evolución de los
homínidos posteriores, a saber, el origen de la postura bípeda y la
evolución del cerebro en relación con su coste energético. Al mismo tiempo,
a lo largo de los sucesivos capítulos el lector encontrará información
detallada sobre los principales actores de aquel drama, como Proconsul y
Sivapithecus (Pilbeam), Ankarapithecus y Graecopithecus (Andrews),
Dryopithecus (Köhler) y Oreopithecus (Moyà). La obra, en fin, constituye
un repaso al mundo de los antropomorfos del Mioceno, mundo hasta ahora
mal conocido y cuyo estudio, sin embargo, es de vital importancia para
comprender como se alumbró el primer homínido bípedo que dio lugar a
Lucy y a toda su descendencia.

Jordi Agustí
LA EVOLUCIÓN DE LOS HOMINOIDEOS Y EL
REGISTRO FÓSIL: EL CASO DE SIVAPITHECUS
David Pilbeam
Sobre el autor

DAVID PILBEAM nació en 1940 y se licenció en la Universidad de


Cambridge en 1966. Al año siguiente se doctoró en la de Yale, donde
impartió clases de antropología, geología y geofísica. De 1969 a 1981 fue
conservador de antropología del Peabody Museum y profesor de la misma
especialidad en la Universidad de Harvard. Desde 1990 ocupa la cátedra
Henry Ford II también en Harvard, donde además es director del Peabody
Museum. Ha realizado trabajos de campo en Egipto, Uganda, Kenia,
España y Grecia, y durante varios años dirigió las excavaciones llevadas a
cabo en Pakistán en busca de hominoideos del Mioceno. Ha recibido el Prix
International de la Fundación Fyssen (1986) y el Conferenciante
Distinguido de la Asociación Antropológica Americana (1985). Miembro
de varias asociaciones científicas, Pilbeam es autor de un gran número de
artículos especializados y colaborador de la Cambridge Encyclopaedia of
Human Evolution. Sus intereses científicos incluyen la evolución de los
Hominidae y Pongidae, la evolución de mamíferos del Neógeno, la
paleoecología y la metodología e historia de los conceptos
paleoantropológicos.
Introducción

El protagonista de esta ponencia es Sivapithecus, un hominoideo del


Mioceno que vivió en el Sudoeste Asiático hace entre 13 y 8 millones de
años. El término «Mioceno» designa el periodo geológico que comienza
hace 24 millones de años y termina hace 5 millones de años.
«Hominoideos» es el nombre castellanizado del grupo de primates que
incluye el género humano y sus parientes cercanos los antropomorfos, junto
con formas extintas que tienen un parentesco reconocible con ellos; el
nombre latino del grupo es Hominoidea. «Homínidos» —castellanización
de Hominidae— es el término que aplicaré al género humano junto con sus
ancestros y parientes cercanos tras su divergencia de los antropomorfos.
Hace alrededor de 5 millones de años, los homínidos más antiguos
conocidos —seres bípedos de pequeño cerebro, grandes dientes y postura
erecta— ya estaban bien establecidos en África.
Sobre la base de evidencias diversas, hoy sabemos que los hominoideos
como grupo divergieron de sus parientes cercanos los Cercopithecoidea
(cercopitecoideos) o monos del Viejo Mundo (babuinos, macacos y formas
afines) hace entre 30 y 21 millones de años (probablemente entre 25 y 21
millones de años). Hablaremos de Sivapithecus en el contexto de una
discusión más amplia tanto del registro fósil de los hominoideos miocénicos
como de los hominoideos vivos.
Dividiré mi exposición en tres partes. Comenzaré con una descripción
muy breve de los antropomorfos vivos. Luego discutiré lo que sabemos
acerca de sus relaciones evolutivas, y la forma en que este conocimiento,
junto con la información proporcionada por la anatomía y comportamiento
de los antropomorfos existentes, puede ayudar a reconstruir las etapas
ancestrales hipotéticas de la evolución de los hominoideos. Por último, me
centraré en dos antropomorfos miocénicos bien caracterizados, Proconsul y
Oreopithecus, y en el más interesante y enigmático Sivapithecus.
¿Por qué esta división tripartita? Porque si queremos comprender la
evolución de los hominoideos y el origen de los homínidos tenemos que
integrar datos de diversas fuentes. Primero tenemos que estudiar los
antropomorfos vivos, en particular su comportamiento, su ecología y su
anatomía funcional. Dado que el registro fósil se compone casi enteramente
de huesos y dientes petrificados, tenemos que saber relacionar la anatomía
«dura» de los antropomorfos con su modo de vida: dónde habitan, cómo y
qué comen, cómo se mueven, etc. La cuestión es cómo se reflejan ciertos
elementos básicos de la biología de la especie en los huesos y dientes, que
es todo lo que nos ofrece el registro fósil.
Podemos aprovechar la abundancia de datos recientes acerca de la
genética comparada de antropomorfos y seres humanos para progresar en
una segunda dirección. La genética nos ofrece una nueva e importante
fuente de evidencia que se suma a los argumentos anatómicos clásicos a la
hora de evaluar el parentesco entre cualquier grupo de especies. Además, y
dado que la tasa de cambio genético varía poco, las diferencias genéticas
entre las especies nos proporcionan una suerte de reloj razonablemente
fiable. Esta propiedad del cambio genético, junto con la información del
registro fósil, nos permite confeccionar un «árbol genealógico» en el que
pueden estimarse aproximadamente las épocas en que se separaron los
distintos linajes (esto es, las edades de los ancestros comunes); y este árbol
nos proporciona a su vez directrices temporales para encajar otros fósiles en
el esquema.
Disponemos así de un marco comparativo sólido en el que puede
integrarse el registro fósil. Nos interesan especialmente dos cuestiones
relativas a los fósiles: cómo se comportaban los antropomorfos extintos (lo
que se conoce como «reconstrucción comportamental») y cómo se
relacionan los fósiles de antropomorfos, en sentido evolutivo o genealógico,
con la radiación de los hominoideos vivos (lo que se conoce como
«reconstrucción filogenética»). Las respuestas a estas cuestiones pueden
revelarnos en qué se diferenciaban los antropomorfos del pasado de los
actuales y, una vez hayamos integrado formas extintas y formas vivas en un
árbol evolutivo que las abarque todas, pueden proporcionarnos información
adicional para reconstruir la secuencia de cambios evolutivos que condujo a
las especies presentes.
Naturalmente, el origen de los homínidos, nuestro propio linaje, es de
especial interés para nosotros, pero no es el tema principal de esta ponencia.

Hominoideos vivos: ecología comportamental y anatomía


funcional

Los antropomorfos vivos difieren de los otros mamíferos en numerosas


especializaciones anatómicas o «diseños» que reflejan su modo de vida
actual, su ascendencia o ambas cosas. Desde hace bastante más de un siglo
han venido siendo objeto de estudios comparativos detallados, por lo que su
comportamiento, su anatomía y su genética se conocen bastante bien. Todos
los antropomorfos, africanos o asiáticos, son selváticos, tienen una dieta
predominantemente frugívora, son arborícolas y con frecuencia se
desplazan colgándose de las ramas. Tienen grandes cerebros, maduran
lentamente, son animales inteligentes y algunos muestran una gran
sociabilidad.
Lo que sigue es una breve descripción de los grupos de antropomorfos,
comenzando por los más pequeños: los gibones del Sudeste Asiático. Los
gibones (género Hylobates, familia hilobátidos) suman unas doce especies.
Suelen pesar entre 5 y 7 kg (el siamang, un género distinto, alcanza los 11 o
12 kg). Pasan casi toda su vida en los árboles, y se desplazan mediante una
amplia gama de posturas y movimientos. Suben y bajan por troncos
verticales, pueden andar sobre dos piernas («bipedismo»), pero se les
conoce más por sus espectaculares saltos de rama en rama colgados de los
brazos («braquiación»). El siamang, más grande, tiene movimientos
similares, pero algo más lentos y medidos. Todas las especies se alimentan
principalmente de fruta, suplementada con hojas y otras partes vegetales.
Unos cuantos expertos creen que el linaje entero ha ido disminuyendo de
talla con el tiempo, y que sus antecesores habrían sido aún más grandes que
el siamang.
El segundo antropomorfo que describiré es Pongo pygmaeus, el
orangután. Las dos subespecies de este hominoideo se encuentran hoy en
áreas muy restringidas de Borneo (Pongo pygmaeus pygmaeus) y Sumatra
(Pongo pygmaeus abelii), aunque hasta hace relativamente poco la especie
se extendía por toda Asia oriental. Por toda el área aparecen huesos y
dientes fósiles de orangutanes y gibones depositados en cuevas durante los
últimos dos millones de años. El orangután es mucho más grande y
dimórfico (los sexos difieren en tamaño, anatomía y comportamiento) que
los gibones. Las hembras pesan alrededor de 35 kg, mientras que los
machos superan los 80 kg. Aun así, siguen siendo animales
predominantemente arborícolas —especialmente las hembras— de
movimientos pausados y medidos, que se desplazan colgándose de las
ramas, y predominantemente frugívoros.
Viajemos ahora al África tropical. El chimpancé común (Pan
troglodytes) viene a ser del tamaño del orangután, pero es menos dimórfico
y considerablemente más sociable. Las hembras pesan de 35 a 45 kg en
promedio, según la población de que se trate, mientras que los machos
pesan de 45 a 60 kg. Los chimpancés comunes son los antropomorfos con
un área de distribución más amplia. Hay tres subespecies, una occidental
(Pan troglodytes verus), otra de la región central del Zaire (Pan troglodytes
troglodytes) y otra oriental (Pan troglodytes schweinfurthii). Los
chimpancés pasan tanto tiempo en los árboles como en el suelo. Con
frecuencia se cuelgan de las ramas sostenidos por sus poderosos brazos.
Bajan al suelo para ir de una fuente de alimento o área de reposo a otra y
para defender sus fronteras territoriales. Para desplazarse en tierra adoptan
una locomoción cuadrúpeda característica (el conocido «andar con los
nudillos») que implica caminar sobre los dedos flexionados de las manos,
con los dedos de los pies y los pulgares abiertos. Como los otros
antropomorfos, son principalmente frugívoros.
Una segunda especie del género Pan es el bonobo (Pan paniscus),
también llamado chimpancé pigmeo, que se encuentra únicamente en las
selvas bajas al sur del río Zaire. Su área de distribución está completamente
separada de las del chimpancé común y el tercer antropomorfo africano, el
gorila. Las hembras pesan alrededor de 40 kg y los machos 50 kg. Así pues,
apenas se diferencian del chimpancé común en cuanto a tamaño, pero son
más esbeltos. Tienen el cráneo y los dientes más pequeños, con unos
caninos menos dimórficos. Son básicamente similares a los chimpancés
comunes en cuanto a anatomía y conducta: se cuelgan de las ramas de los
árboles y caminan apoyándose en los nudillos, son frugívoros y forman
grupos sociales de estructura compleja.
El cuarto género de antropomorfos, Gorilla, se encuentra en dos
regiones africanas muy separadas. El gorila de llanura occidental (Gorilla
gorilla gorilla) habita en las selvas del Camerún, el Gabón y el oeste del
Zaire, mientras que el gorila de llanura oriental (Gorilla gorilla graueri) y
el gorila de montaña (Gorilla gorilla beringei) se restringen al este del
Zaire, Ruanda y Uganda. Los gorilas son mucho mayores que los
chimpancés (las hembras pesan alrededor de 75 kg y los machos dos veces
más), pero en cuanto a anatomía y comportamiento son básicamente
similares a aquéllos. A pesar de su gran tamaño continúan subiéndose a
menudo a los árboles, colgándose ocasionalmente de las ramas
(especialmente los individuos jóvenes). Cuando las condiciones ecológicas
lo permiten, estos antropomorfos manifiestan una interesante (y algo
sorprendente para un animal tan grande) tendencia a la dieta frugívora.
Naturalmente, entre los antropomorfos hay grandes e interesantes
diferencias, pero aquí quiero llamar la atención sobre sus similitudes. Este
enfoque nos permite identificar rasgos que muy probablemente estaban ya
presentes en el ancestro común de todos los antropomorfos.
La presencia de un rasgo ampliamente compartido por los miembros de
un grupo de animales —en este caso los hominoideos— sólo puede
explicarse por dos razones. En primer lugar, el rasgo podría haber
evolucionado de forma independiente en las diversas especies. Presiones
selectivas similares en algún momento de la evolución de cada familia
habrían originado rasgos similares. Unos requerimientos funcionales
parecidos habrían tenido una respuesta evolutiva semejante. Es lo que se
conoce como evolución paralela o convergente. En la jerga técnica, las
similitudes así surgidas se denominan «homoplasias».
La segunda posibilidad es que las similitudes se deban a la herencia. De
acuerdo con esta interpretación, las especies del grupo habrían retenido
rasgos del ancestro común del que se derivaron. Las semejanzas de esta
clase se denominan «homologías». Nos interesa deducir o inferir si las
similitudes entre las especies de un grupo son verdaderas homologías,
porque sólo éstas nos proporcionan información sobre su parentesco. Por
otra parte, el reconocimiento de homologías permite la reconstrucción de
formas ancestrales hipotéticas. Las similitudes que se consideran
homologías corresponden a rasgos que supuestamente estaban presentes en
la especie ancestral. La reconstrucción de tales ancestros hipotéticos ofrece
expectativas que nos sirven de guía para la evaluación de las posiciones y
relaciones evolutivas de las especies fósiles.
Discernir entre homología y homoplasia resulta más fácil al nivel
genético, cuando se trata de comparar cadenas de ADN, y menos cuando se
trata de rasgos anatómicos o comportamentales. Saber algo sobre el control
genético del desarrollo —es decir, la embriología— de rasgos complejos
(como las formas anatómicas fosilizadas que manejamos) siempre ayuda,
pero esta clase de información es sumamente difícil de obtener. Dado que
unas demandas funcionales similares pueden conformar rasgos semejantes a
partir de estados ancestrales diferentes (homoplasia), una buena forma de
identificar homologías es la búsqueda de similitudes entre rasgos con una
funcionalidad un tanto diferente en el presente.
¿Cuáles son los rasgos característicos de los hominoideos? Como ya he
dicho, este grupo zoológico ha sido intensamente estudiado desde hace más
de un siglo, de manera que sus rasgos distintivos están bastante bien
definidos. Los caracteres hominoideos mejor conocidos quizá sean los
correspondientes al llamado esqueleto poscraneal (todo menos la cabeza),
porque muchos de ellos son el reflejo de adaptaciones básicas para el
desplazamiento del animal por debajo de las ramas y no por encima, lo que
requiere unos brazos y un torso poderosos.
En comparación con los monos cuadrúpedos, los antropomorfos tienen
un torso ancho y corto, con un pecho y una pelvis amplios, y una región
lumbar corta y rígida. Éstas son adaptaciones para la suspensión y para
contrarrestar la gravedad a lo largo de la línea vertical que recorre
longitudinalmente el cuerpo (y no transversalmente como en los
cuadrúpedos «normales»), así como para prevenir la torsión entre las partes
superior e inferior del cuerpo (un problema significativo para un animal
grande y pesado que se desplaza colgando de los brazos a través del
complejo entramado tridimensional de la bóveda arbórea). Estas
características del torso superior se aprecian en más o menos medida en
todos los hominoideos vivos, incluida nuestra especie; y se aprecian más
aún en los homínidos ancestrales, como se pone de manifiesto en el
espécimen Lucy, un esqueleto bien preservado de Australopithecus
afarensis con una antigüedad de 3 millones de años, en el que la anatomía
del tórax y los hombros coincide en varios detalles interesantes con la de los
antropomorfos actuales.
Los antropomorfos tienen brazos relativamente largos y musculosos,
con manos y dedos prensores, y articulaciones especialmente seleccionadas
para la movilidad y la estabilidad. El hueso del brazo (el húmero) es recto
(igual que en las pocas especies de monos del Nuevo Mundo que tienden a
colgar y desplazarse suspendidos por debajo de sus soportes). La
articulación del codo de los hominoideos (esto es, las uniones húmero-
radio, húmero-cúbito y radio-cúbito) es muy característica y sirve para
diferenciarlos de los otros primates. Cuando el animal se desplaza colgado
de las ramas, la articulación del codo experimenta movimientos complejos
de flexión y extensión (del antebrazo en relación al brazo) y de pronación y
supinación (rotación de los huesos del antebrazo al girar la palma de la
mano en relación al cuerpo). Es esencial que la articulación se mantenga
estable, porque durante estos desplazamientos arbóreos el peso del animal
es soportado enteramente por los brazos.
Aunque las manos de los hominoideos muestran una considerable
variación en cuanto a anatomía, proporciones y funcionalidad (no hay más
que comparar las manos de gibones, gorilas y homínidos), también
muestran sorprendentes similitudes. Por ejemplo, las articulaciones entre
los metacarpianos (los huesos largos de la mano) y las falanges son
básicamente similares en todos los hominoideos con independencia de su
funcionalidad. Las cabezas de los metacarpianos y las falanges crecen
separadamente de las cañas y constituyen unidades genético-embrionario-
anatómicas coherentes. Este patrón que se repite en braquiadores, andadores
con los nudillos y bípedos es el foco de nuestra búsqueda de rasgos
homólogos.
Las articulaciones de los miembros posteriores son móviles, y los pies
están adaptados para asirse con fuerza a las ramas, un rasgo importante
cuando se trata de animales arborícolas grandes (aunque en los
antropomorfos africanos, más terrestres, los pies están también adaptados
para la marcha).
Los hominoideos también se parecen entre sí en muchos rasgos
anatómicos internos (como las sujeciones de los órganos internos —
estómago, intestinos y corazón— la anatomía del diafragma y detalles de
los pulmones y el hígado) que los diferencian claramente de los
cercopitecoideos, sus parientes más cercanos.
Una vez más, es importante recordar que junto a estas similitudes hay
superpuestas numerosas variaciones que son reflejo de las diversas historias
adaptativas de los linajes de hominoideos.
Esto se ve muy bien en el cráneo y la mandíbula inferior. La variación
craneal de los hominoideos exhibe algunas pautas interesantes: los
orangutanes y los antropomorfos africanos más los homínidos primitivos
muestran tendencias opuestas en relación al patrón de los hilobátidos. En
los orangutanes la caja craneana está girada hacia arriba en relación a la
cara, de manera que la frente se eleva por encima de las órbitas y la parte
inferior prominente de la cara (el «premaxilar») forma una placa ósea
continua con el paladar (un rasgo inusual entre las especies vivas, exclusivo
del orangután). En los antropomorfos africanos y homínidos primitivos, en
cambio, la caja craneana está girada hacia abajo en relación a la cara. La
bóveda craneana se inclina hacia atrás dejando una barra ósea sobre las
órbitas, separada de la frente por una depresión o sulcus. El patrón craneal
de los hilobátidos probablemente representa la condición del ancestro
común de los hominoideos vivos.
Los dientes de los hominoideos exhiben adaptaciones anatómicas a una
dieta de frutos tropicales de dureza diversa suplementados con cantidades
variables de hierbas, brotes, semillas, hojas y cortezas, superpuestas a un
patrón anatómico básico común. Los dientes frontales —los incisivos— son
grandes, aunque en el gorila de montaña y el siamang (comedores de hojas)
están algo reducidos. La forma de las coronas dentales varía según la dieta,
siendo más altas en los comedores de hojas y más bajas y romas en los
comedores de frutos recios como el orangután. El grosor de la capa de
esmalte también varía con la dieta. Pero el diseño básico de los dientes,
como demuestra el análisis estadístico, es similar en todos los
antropomorfos, lo que de nuevo refleja la anatomía del ancestro común.
Es importante señalar que, a pesar de sus diferencias de tamaño, los
antropomorfos africanos son muy similares entre sí tanto en anatomía como
en comportamiento. De hecho, en muchos aspectos los gorilas son
chimpancés agrandados, como ha sido ampliamente demostrado por
numerosos estudios alométricos (la «alometría» es el estudio de los cambios
de forma ligados al cambio de tamaño). Naturalmente, entre chimpancés y
gorilas hay otras desemejanzas, pero una fracción significativa de las
diferencias entre los antropomorfos africanos grandes y pequeños es
atribuible a la diferencia de tamaño. Esto ha sido ampliamente reconocido
en el pasado, hasta el punto de que algunos autores los han agrupado dentro
del mismo género: Pan.
Asumiré, como hace la mayoría, que el tamaño del ancestro común de
gorilas y chimpancés se acercaba más al de estos últimos. En consecuencia,
es probable que dicho ancestro común se pareciera bastante a un chimpancé
(diferente de Pan troglodytes y Pan paniscus, pero claramente clasificable
dentro del género Pan). Esta idea no es original ni mucho menos: tiene más
de un siglo. Cualquier otra alternativa significaría que la mayor parte de las
similitudes entre chimpancés y gorilas son homoplasias adquiridas por
convergencia evolutiva, lo que me parece altamente improbable.

Relaciones entre hominoideos

Esto nos lleva a la segunda parte de este capítulo, la genealogía de los


hominoideos vivos. Es en este campo donde la «revolución genética» de las
últimas décadas ha tenido un mayor impacto en nuestra comprensión de la
evolución de los hominoideos al obligamos a revisar nuestras convicciones
sobre las relaciones de parentesco entre los antropomorfos vivos y el género
humano.
Cuando comencé mis estudios de licenciatura, a principios de los
sesenta, los hominoideos se dividían en tres grupos monofiléticos
principales (cada uno de los cuales se suponía descendiente de un ancestro
común propio): los gibones, los llamados grandes monos (orangutanes,
gorilas y chimpancés) y los homínidos (la especie humana y sus ancestros).
Se pensaba que el género humano se había segregado del resto antes incluso
de la divergencia de los hilobátidos (los primeros antropomorfos vivos en
separarse) o poco después. Una tal antigüedad para el linaje humano se
ajustaba bien a la observación empírica de que los homínidos parecían
diferir más de los otros antropomorfos que los hilobátidos de los grandes
monos.
Sin embargo, los estudios genéticos de Morris Goodman a finales de los
cincuenta y de Vincent Sarich y Alian Wilson a principios de los sesenta
cambiaron nuestra visión de las relaciones de parentesco de los homínidos
y, por ende, nuestra imagen de la evolución antropomorfa y humana. Estos
investigadores percibieron que el estudio de los rasgos genéticos de las
especies vivas podía proporcionarnos información no sólo sobre la
genealogía de las especies, sino sobre la cronología relativa de las distintas
divergencias. Goodman, Sarich y Wilson demostraron que las distancias
genéticas entre seres humanos, chimpancés y gorilas eran
extraordinariamente cortas, mientras que el orangután se situaba a una
distancia dos veces mayor. Quedaba claro que, lejos de ser una ramificación
antigua, el linaje humano compartía con los antropomorfos africanos un
ancestro común sorprendentemente reciente (hay que decir que ambas
conclusiones, aunque hoy universalmente aceptadas, tuvieron que vencer la
resistencia inicial de paleontólogos y zoólogos, quienes se basan en la
anatomía comparada para inferir relaciones de parentesco y reconstruir
formas ancestrales.)
Todo esto es posible porque si uno examina un número suficiente de
datos genéticos (secuencias de DNA lo bastante largas, diversas o
numerosas), entonces la variación genética media entre dos especies refleja
el tiempo pasado desde la separación de sus linajes respectivos, lo que nos
permite disponer de un valioso «reloj» molecular o genético.
Hoy los datos genéticos permiten construir un árbol genealógico en el
que los chimpancés aparecen como nuestros parientes más cercanos,
seguidos a poca distancia por los gorilas; orangutanes y gibones se
encontrarían en ramas separadas más alejadas (figura 1). El reconocimiento
del estrecho parentesco entre seres humanos y chimpancés (en detrimento
del gorila) cuenta hoy con un sólido soporte empírico. Así, sobre la base de
más de una docena de conjuntos de datos genéticos independientes (esto es,
no ligados en términos hereditarios), más del 75% abona la idea de un
parentesco cercano entre chimpancés y seres humanos. Hay que decir que
los análisis anatómicos en profundidad también apuntan en la misma
dirección, aunque, dada la marcada divergencia anatómica y
comportamental del género humano, es difícil, y quizá continuará siéndolo,
señalar rasgos diferenciadores claros entre humanos y chimpancés por un
lado y gorilas por otro. A veces la evolución genética y la evolución
anatómico-comportamental están desacopladas en un sentido muy
importante: mientras las diferencias genéticas entre especies se acumulan
proporcionalmente al tiempo transcurrido a la manera de un reloj, las
modificaciones anatómicas y comportamentales pueden experimentar
cambios de ritmo muy acusados.

Figura 1: Diagrama de las distancias genéticas entre los hominoideos vivos


representadas en escala temporal, basado en datos de hibridación de DNA
suplementados con datos de secuencias de DNA. Los números indican las
dataciones inferidas de las divergencias asumiendo que los linajes hominoideo y
cercopitecoideo divergieron hace 24 millones de años. También se sugiere la
naturaleza hipotética de los diversos estadios ancestrales.

Calibración del árbol de los hominoideos

Estos mismos datos genéticos permiten también estimar la cronología


relativa de las divergencias entre las especies de antropomorfos actuales, e
incluso las subespecies: orangutanes de Borneo y Sumatra, gorilas
orientales y occidentales, chimpancés y bonobos, etc. (figura 1). A partir de
un árbol de edades relativas cuyas ramas tengan longitudes proporcionales
al tiempo, junto con una datación razonable de algunas divergencias clave a
partir del registro fósil, podemos trazar un esquema cronológico de todas
las divergencias. Lo que quiero decir es que podemos crear un árbol
hipotético con las edades estimadas de las diversas formas ancestrales. Esto
puede imponer algunas restricciones —siempre bienvenidas— a la
interpretación de los fósiles (por ejemplo, si hemos estimado de manera
fiable que los hominoideos vivos tienen un ancestro común no más viejo de
15 millones de años, es improbable que un fósil de 20 millones de años sea
un protogorila.)
¿Qué podemos vislumbrar del esquema temporal de la evolución de los
homínidos deducido a partir de la genética de las especies vivas? Asumiré
que la separación entre cercopitecoideos y hominoideos tuvo lugar hace 24
millones de años. Las dataciones de esta divergencia van de los 21 a los 28
millones de años. Personalmente me inclino por una antigüedad más
cercana al límite inferior, pero 24 millones de años es un compromiso
razonable.
Con esta «calibración» podemos deducir, para empezar, que la
separación entre los chimpancés y el género humano tuvo lugar hace
alrededor de 6 millones de años (con un margen de ±1 m.a.). Esto es así
porque la distancia genética entre chimpancés y humanos viene a ser un
cuarto de la existente entre cercopitecoideos y hominoideos, y estas
distancias genéticas son más o menos proporcionales a las edades relativas
de los diversos linajes.
Podemos datar otras divergencias: unos 3 millones de años para la
divergencia entre chimpancés comunes y bonobos y entre gorilas
occidentales y orientales; de 3,5 a 4 millones de años para la divergencia
entre orangutanes de Borneo y de Sumatra; 6 millones de años para la
radiación de los hilobátidos; de 8 a 9 millones de años para la divergencia
entre gorilas y chimpancés; unos 12 millones de años (con un margen de
±2 m.a.) para la divergencia entre orangutanes y antropomorfos africanos;
finalmente, alrededor de 16 millones de años (con un margen de ±2 m.a.)
para la divergencia entre hilobátidos y hominoideos grandes.

Reconstrucción de ancestros

Además de datar ramificaciones, los datos de la genética nos permiten


hacer conjeturas sobre la apariencia de los ancestros de linajes
emparentados a partir de las homologías de anatomía y comportamiento
inferidas de nuestros análisis previos (figura 1). Las distancias genéticas nos
permiten confeccionar un árbol evolutivo fiable y, por ende, determinar qué
similitudes son con toda probabilidad homologías.
El primer punto reseñable es que los linajes antropomorfos son bastante
conservadores. Tanto su anatomía como, probablemente, su conducta
permanecen sin apenas cambios durante largos periodos de tiempo. Así, las
dos formas del orangután siguen mostrando muchas similitudes (¡hasta el
punto de que se las clasifica sólo como subespecies!) a pesar de más de 3
millones de años de evolución separada. Lo mismo vale para las
subespecies del gorila y para las dos especies de chimpancés. Ya he
señalado que en muchos aspectos los gorilas no son más que chimpancés
grandes, y que se puede postular un ancestro común (encuadrable en el
género Pan) de 8 millones de años de antigüedad para los dos linajes de
antropomorfos africanos.
El ancestro común de orangutanes y hominoideos africanos habría sido
bastante distinto de unos y otros, pero con torso y miembros
fundamentalmente antropomorfos (seguramente más arborícola que Pan y
quizá no tanto como Pongo); y el ancestro común de este antropomorfo y
los hilobátidos (es decir, el ancestro de todos los antropomorfos existentes)
habría presentado muchos de los rasgos comunes a todos los hominoideos
actuales y habría tenido una anatomía fundamentalmente de antropomorfo
(una inferencia que, por otra parte, requiere una cantidad significativa de
homoplasia poscraneal).
Un último punto. Si el ancestro de chimpancés y gorilas era una forma
chimpanzoide encuadrable en el género Pan, y si la especie humana está
más estrechamente emparentada con los chimpancés que éstos con los
gorilas, entonces es más que probable que el ancestro común de chimpancés
y seres humanos fuera también chimpanzoide. Desde la época de este
ancestro, que estimo en hace 6 millones de años, el linaje antropomorfo
apenas ha experimentado cambios (ya he señalado el conservadurismo
evolutivo del grupo). Sin embargo, la rama humana ha cambiado
profundamente, cosa que podría deberse en parte a la existencia de
numerosas especies de homínidos en el pasado, sobre todo si los cambios
morfológicos y comportamentales coincidieron con la diferenciación de
nuevas especies («especiación»). Como corolario, los antropomorfos
probablemente experimentaron pocas escisiones o especiaciones en todo
ese periodo, y si lo hicieron o bien no se generaron especies radicalmente
distintas o bien éstas no han sobrevivido.
Otro punto que vale la pena comentar concierne a la naturaleza de la
transición de los prehomínidos al primer homínido. Hay cierto acuerdo en
que el homínido más antiguo bien conocido (Australopithecus afarensis,
con una edad de 3 m.a.), aunque era un bípedo terrestre, también se subía a
los árboles para alimentarse, descansar y ponerse a salvo de los predadores.
Nuestro ancestro chimpanzoide probablemente también era arborícola y
terrestre a la vez. En lo que al uso del hábitat se refiere, los ancestros de los
homínidos no «bajaron de los árboles»: ya estaban abajo.
Si este cuadro no es correcto, su modificación requerirá una evidencia
fósil abundante y de alta calidad.

El registro fósil del Mioceno


A pesar de la gran actividad y la búsqueda infatigable de los
paleontólogos, especialmente en las últimas décadas, el registro fósil de
antropomorfos sigue siendo en muchos aspectos considerablemente menos
adecuado de lo que nos gustaría o necesitaríamos para resolver problemas
cruciales.
El estudio de los hominoideos fósiles tiene ya bastante más de un siglo
(como el de los vivos). El interés predominante ha tendido a centrarse en lo
que pueden decimos los fósiles miocénicos acerca del origen de los
homínidos; pero cada vez estamos más convencidos del enorme interés
intrínseco de los diversos antropomorfos fósiles, con independencia de
nuestro parentesco con ellos.
Se han hallado antropomorfos fósiles en casi todas las regiones del
Viejo Mundo, con antigüedades que oscilan entre hace más de 20 millones
de años hasta hace apenas 1 o 2 millones de años. Pocos de estos fósiles son
de procedencia tropical: la mayor parte del material procede de Europa,
Turquía, India-Pakistán-Nepal y China meridional. Por desgracia, el África
tropical ha sido muestreada sólo en su parte oriental, y apenas más allá de
los 10 millones de años; peor aún, no conocemos nada de las regiones
occidental y central, hoy ocupadas por chimpancés y gorilas. Tampoco
sabemos casi nada de la distribución de hilobátidos y orangutanes en el este
y sudeste asiáticos durante el Mioceno.
A lo largo de casi todo el periodo que va desde hace 20 millones de
años hasta hace 3 millones de años, el clima planetario fue más cálido que
el actual, de manera que los ecosistemas de las latitudes altas eran más
boscosos. En cuanto a la estructura de las comunidades, estos bosques
subtropicales se parecían mucho a las selvas tropicales de hoy, pero diferían
en la composición de especies y otros rasgos ecológicos significativos.
Los antropomorfos del Mioceno muestran una morfología variada. Los
hay que se parecen a las formas actuales, pero otros son bastante distintos.
Aunque se han descrito muchas especies de antropomorfos miocénicos, la
caracterización de la mayoría de ellas es muy pobre. Cuando hablo de
«caracterización» me refiero al conocimiento del cráneo, el esqueleto del
cuerpo y los dientes. He hecho una tosca división de los antropomorfos
miocénicos conocidos en tres grupos: bien caracterizados, mal
caracterizados y regularmente caracterizados. En mi opinión, sólo dos
géneros están realmente bien caracterizados: Proconsul y Oreopithecus. Al
menos otros dos están medianamente caracterizados: Dryopithecus y
Sivapithecus. En otras partes de este volumen se hablará más de
Dryopithecus. Aquí voy a centrarme en Sivapithecus, pero antes me
entretendré un poco en Proconsul y Oreopithecus.

Proconsul

Se conocen varias especies de Proconsul procedentes de unos cuantos


yacimientos de Kenia y Uganda datados entre 20 y 17 millones de años.
Dos de ellas, Proconsul nyanzae y P. heseloni, están bastante bien descritas
(«adecuadamente muestreadas»). Aparecen asociadas con especies animales
y vegetales características de la selva tropical y el bosque denso. La
magnitud del dimorfismo sexual en ambas especies no está clara, porque
son muy parecidas y sus rangos de tamaño se solapan, pero se estima que
los machos de la primera pesaban alrededor de 35 kg, mientras que las
hembras de la segunda estaban en torno a los 10 kg. Eran animales
cuadrúpedos que se desplazaban por encima de las ramas, como los monos
y a diferencia de los antropomorfos actuales; pero, a diferencia de la
mayoría de monos, carecían de cola.
La anatomía del torso de Proconsul ha podido reconstruirse bien: los
hombros y la pelvis eran estrechos, y el pecho estaba hundido. Los
omóplatos (escápulas) estaban a los lados del tórax y no detrás como en los
hominoideos vivos, y el movimiento predominante de los brazos habría sido
lateral y hacia delante, más que rotatorio y por encima de la cabeza. La caña
del húmero estaba curvada, a diferencia de las cañas rectas de los
antropomorfos. Sin embargo, la articulación del codo era muy similar al
patrón de los hominoideos vivos, lo que indica que este carácter no siempre
estuvo asociado a un húmero recto. Unos pocos detalles de las muñecas y
manos de Proconsul recuerdan las de los antropomorfos, pero por lo demás
son distintas. Por ejemplo, las articulaciones de metacarpianos y falanges
difieren de las típicas de un antropomorfo (un rasgo característico de todos
los hominoideos vivos con independencia de la función manual). En
cambio, los miembros posteriores se asemejan más a los de los
antropomorfos actuales, especialmente Pan.
El cráneo de Proconsul es bien conocido y difiere del de cualquier
hominoideo vivo. La caja craneana está elevada en relación a la cara como
en Pongo, pero éste es el único parecido entre ambos géneros. Los incisivos
son pequeños, al igual que la cara. El tamaño del cerebro puede inferirse
razonablemente a partir de un espécimen femenino de Proconsul heseloni,
especie de la que también se ha estimado el tamaño corporal, y se cree que
era tan grande en relación al cuerpo como en los hominoideos vivos. Los
dientes retienen muchos rasgos primitivos, y no muestran semejanzas
específicas con los de los antropomorfos vivos. Todo indica que su dieta era
fundamentalmente vegetariana, con predominio de frutas y semillas.
Funcionalmente, Proconsul era más un mono grande que un
antropomorfo, tanto por su manera de moverse como, quizás, por su dieta,
aunque en algunos rasgos (como, por ejemplo, su velocidad de desarrollo)
puede que ya se pareciera más a los hominoideos actuales.
En cuanto a sus relaciones evolutivas, parece claro que Proconsul no
está directamente emparentado con ninguno de los linajes antropomorfos
del presente. Probablemente es una rama separada del tronco hominoideo
unos cuantos millones de años antes de la evolución del ancestro común de
los hominoideos vivos, y quizá muy poco después de la separación entre
hominoideos y cercopitecoideos. Seguramente se parece a los primeros
hominoideos, y quizá también tenga rasgos del ancestro común de
antropomorfos y cercopitecoideos.

Oreopithecus

Este enigmático antropomorfo procede de depósitos del norte de Italia


con una antigüedad de 8 a 9 millones de años, correspondientes a un bosque
pantanoso dominado por árboles subtropicales y un suelo cubierto de
helechos. Las relaciones de parentesco de Oreopithecus han sido objeto de
un considerable debate, a pesar de ser el antropomorfo miocénico mejor
caracterizado. Su esqueleto poscraneal se asemeja claramente al de los
hominoideos vivos en muchos detalles del torso y los miembros. Era una
forma arborícola suspensoria (comparable a un orangután pequeño). Las
hembras pesaban alrededor de 20 kg y los machos unos diez kilos más, y es
posible que su repertorio de movimientos incluyera el bipedismo.
Es en el cráneo, y especialmente en los dientes, donde Oreopithecus
difiere sustancialmente de los demás antropomorfos vivos y fósiles. Sus
dientes poseen superficies masticadoras complejas, lo que se interpreta
como una adaptación a una dieta omnívora que incluía vegetales duros. El
cráneo recuerda bastante al de un siamang (el mayor de los hilobátidos),
con una cara plana y robusta y con marcadas inserciones de los músculos
maseteros.
Oreopithecus era probablemente un animal de movimientos lentos,
quizás arborícola y terrestre a la vez. En lo concerniente a sus relaciones
evolutivas, se situaría cerca del origen de la radiación de los hominoideos
vivos. Unos pocos caracteres (como la forma de las articulaciones de
metacarpianos y falanges o el número de vértebras lumbares) sugieren que
su rama se separó antes que la de los hilobátidos; otros rasgos, como la
anatomía interna de la caja craneana, sugieren un parentesco más cercano
con los hominoideos grandes. En cualquier caso, Oreopithecus era
fundamentalmente un antropomorfo.
Hasta aquí los antropomorfos del Mioceno bien caracterizados.

Sivapithecus

Ahora quiero pasar a un antropomorfo miocénico moderadamente bien


caracterizado, procedente de la región norte del subcontinente
indopaquistaní. Se trata de Sivapithecus. Este hominoideo plantea un
fascinante rompecabezas, porque sus rasgos «apuntan en distintas
direcciones» en lo que a sus afinidades genealógicas se refiere. Los
caracteres faciales sugieren un determinado parentesco, mientras que los
caracteres poscraneales sugieren otro. En realidad, esta paradoja se da en
casi todos los antropomorfos del Mioceno. Nuestro reto es, naturalmente,
intentar comprender qué similitudes son las importantes a la hora de
establecer relaciones de parentesco.
La franja de rocas fosilíferas que se extiende desde Paquistán por todo
el norte de la India y el Nepal contiene restos de faunas que vivieron en la
región asiática meridional durante prácticamente los últimos 22 millones de
años. Estos estratos se conocen como la serie de los Siwaliks. La mayor
parte de fósiles de Sivapithecus procede de Paquistán, pero también se han
hallado restos en la India y el Nepal. Inicié una expedición a Paquistán en
1973, y gracias a la participación y la ayuda indispensable de decenas de
colegas y estudiantes la búsqueda no ha cesado desde entonces. Hoy
sabemos que Sivapithecus se sitúa en una franja temporal de 13 a 8 millones
de años atrás. Este antropomorfo aparece asociado con otros animales
propios de hábitats boscosos estacionales. Estos hábitats desaparecieron y
fueron reemplazados por llanuras de inundación más abiertas hace
alrededor de 8 millones de años, coincidiendo con cambios de clima
regionales que podrían ser reflejo de un cambio climático global.
En un principio, el material hominoideo de los Siwaliks se subdividió y
clasificó en antropomorfos (Sivapithecus) y homínidos (Ramapithecus),
pero en las últimas dos décadas ha quedado claro que Ramapithecus y
Sivapithecus son de hecho las hembras y los machos de una misma especie.
El género incluye con certeza dos formas y quizá tres especies: una forma
más grande (Sivapithecus parvada) datada en 10 m.a. y otra más pequeña
anterior (S. indicus) y posterior (S. sivalensis). Hasta donde sabemos
(bastante poco, admitámoslo), estas especies eran muy similares entre sí.
La paradoja de Sivapithecus es la inversa de la que planteaba
Oreopithecus. Los rasgos faciales de Sivapithecus se asemejan a los de un
hominoideo vivo en particular, el orangután, mientras que el esqueleto
postcraneal es inesperadamente distinto del de cualquier antropomorfo
actual. La región facial de Sivapithecus muestra semejanzas específicas con
Pongo en caracteres que, plausiblemente, son exclusivos del linaje
orangután. Por ejemplo, las órbitas están relativamente altas y separadas
sólo por un estrecho pilar interorbital; los huesos frontales se alzan desde la
región orbital; el premaxilar es largo y robusto y, como en el orangután,
forma una placa ósea continua con el paladar.
Desde su reconocimiento a finales de los setenta, la mayoría de nosotros
hemos asumido que estas afinidades únicas se deben a una ascendencia
común (esto es, son homologías) y que, por lo tanto, implican un parentesco
entre Sivapithecus y Pongo que excluye los otros hominoideos vivos. Otro
rasgo orangutanoide (o al menos de antropomorfo grande) es la anatomía
del extremo inferior del húmero, que se correlaciona funcionalmente con el
juego de articulaciones (móvil pero estable) que liga los huesos del brazo y
el antebrazo. Dado que este parentesco hipotético de Sivapithecus con el
orangután nos permite establecer un límite inferior (13 m.a.) para la
divergencia del linaje orangután, las relaciones evolutivas del antropomorfo
de los Siwaliks han adquirido importancia en las discusiones sobre la
cronología de la radiación evolutiva de los hominoideos actuales.
Sin embargo, a medida que se han ido acumulando evidencias de otras
partes corporales de Sivapithecus hemos visto que muchos de sus caracteres
se apartan del patrón orangután, de manera que el cuadro no está tan claro
como parecía en un principio. Yo diría que estos rasgos no sólo se apartan
del patrón orangután, sino de lo que cabría esperar en el antecesor de todos
los hominoideos vivos. Así, la zona media de la cara es larga, como en otros
antropomorfos miocénicos y a diferencia de los actuales (excepto algunos
gorilas machos). Las superficies trituradoras de los dientes difieren de las
de los hominoideos vivos (o su hipotético ancestro común) y recuerdan a
las de Proconsul. Las mandíbulas también difieren de las de Pongo (de
hecho difieren de las de todos los primates vivos).
Más aún, los húmeros de Sivapithecus parvada y S. indicus han
demostrado ser curvados como en los monos cuadrúpedos (de la otra
especie no se tienen muestras) y no rectos como en los hominoideos y los
monos del Nuevo Mundo que se cuelgan de las ramas. Los huesos de la
muñeca indican que Sivapithecus tenía una movilidad manual adecuada
para maniobrar en los árboles, aunque no hay indicios claros de una
afinidad específica con el orangután. La morfología de las articulaciones
entre metacarpianos y falanges recuerda la de Proconsul y Oreopithecus,
más próxima a la de macacos y babuinos que a la de los antropomorfos
actuales. Finalmente, los rasgos del fémur (del que se conocen las
articulaciones proximal y distal y parte de la caña) y de los huesos de los
pies sugieren un antropomorfo arborícola relativamente generalista y no
demasiado diferente de Proconsul, capaz de un desplazamiento lento y
deliberado por las ramas.
Aunque la evidencia del esqueleto poscraneal no es tan completa como
en Proconsul y Oreopithecus, nos permite reconstruir un animal arborícola
más cuadrúpedo que ningún hominoideo vivo. Las relaciones de parentesco
de este antropomorfo son, para mí, ambiguas. Algunos rasgos faciales
sugieren un parentesco específico con Pongo, mientras que otros caracteres
faciales y dentales, así como del esqueleto poscraneal, implican una
separación total de los hominoideos actuales. Sea cual sea la solución de
este rompecabezas, nos encontramos ante un ejemplo muy interesante de
evolución convergente.
En mi opinión, lo mismo puede decirse de la mayoría de hominoideos
del Mioceno.

Relaciones evolutivas

Hay muchas maneras posibles de organizar las relaciones entre


hominoideos vivos y fósiles, pero en vez de entrar en detalles describiré dos
esquemas evolutivos de índole bien distinta.
El primero interpreta muchas de las formas miocénicas como
emparentadas con uno u otro de los linajes vivos. Los expertos no se ponen
de acuerdo sobre las relaciones concretas. Por ejemplo, hay quienes ven un
estrecho parentesco entre Dryopithecus y Pongo, otros lo ven entre
Dryopithecus y los antropomorfos africanos, y otros sitúan a Dryopithecus
en una rama separada de los hominoideos grandes. Lo que tienen en común
estas genealogías es la idea de una radiación esencialmente única de los
hominoideos por todo el Viejo Mundo. Aunque el registro fósil es más
abundante en las latitudes altas y casi inexistente en los trópicos, se
considera representativo de todas las regiones. Un cuadro como este implica
un considerable paralelismo poscraneal entre los diversos linajes. También
predice la existencia de un prehomínido que sería un antropomorfo de
tamaño medio y principalmente arborícola, pero también bípedo; como los
primeros homínidos, tendría unos molares grandes y de esmalte grueso,
adaptados para masticar vegetales duros o de baja calidad. Este es un
modelo ampliamente aceptado y bastante plausible.
Hay una interpretación alternativa del cuadro evolutivo de los
hominoideos, según la cual muy pocos antropomorfos fósiles estarían
significativamente emparentados con los hominoideos vivos (con la posible
excepción de Oreopithecus y Dryopithecus, y tampoco éstos estarían
conectados con ningún linaje vivo concreto). Sivapithecus no estaría
emparentado con el orangután (las similitudes faciales serían producto de
una evolución paralela). De acuerdo con esta visión, habría habido no una
sino dos radiaciones evolutivas entre hominoideos. Una habría dado origen
a las especies modernas, que siempre habrían sido casi enteramente
tropicales y, por lo tanto, apenas están representadas en el registro fósil. La
evolución de los homínidos a partir de un ancestro chimpanzoide a finales
del Mioceno se incluiría en esta radiación. Una segunda radiación «arcaica»
habría implicado a los descendientes de los hominoideos cuadrúpedos más
primitivos (probablemente bastante semejantes a Proconsul), que se habrían
dispersado por los bosques de las latitudes altas del Viejo Mundo a
principios del Mioceno. Este modelo cuenta con menos defensores, pero
creo que merece la pena considerarlo seriamente.

Conclusión

Las consideraciones finales más importantes que yo haría son que, con
la excepción de unos pocos géneros, sabemos muy poco de los
antropomorfos miocénicos, y por encima de todo necesitamos más y
mejores fósiles. También hace falta una exhaustiva y profunda revisión de
los caracteres en que nos basamos para el análisis filogenético y funcional.
Los diversos expertos pueden describir las mismas formas fósiles complejas
basándose en caracteres diferentes, lo que a menudo conduce a árboles
evolutivos distintos. Es urgente, por lo tanto, objetivar al máximo la
selección de caracteres fenotípicos relevantes. Lo que está claro es que, sea
cual sea el modelo evolutivo más correcto, todos los antropomorfos
miocénicos conocidos son en muchos aspectos formas únicas y diferentes
de todos los hominoideos vivos, y merecen un estudio a fondo por derecho
propio, con independencia de su parentesco con las especies actuales,
porque se trata de animales con un enorme interés intrínseco.

Referencias

—Andrews, P., «Evolution and environment in the Hominoidea»,


Nature 360 (1992), págs. 641-646.

—Begun, D., C. Ward y M. Rose (eds.), Miocene Hominoid Fossils:


Functional and Phylogenetic Implications, Plenum, 1996.

—Jones, S., R. Martin y D. Pilbeam, Cambridge Encyclopedia of


Human Evolution, Cambridge University Press, 1992.

—Martin, R.D., Primate Origins and Evolution, Princeton University


Press, 1990.

—Pilbeam, D., «Genetic and morphological records of the Hominoidea


and hominid origins: a synthesis», Mol. Phylog. Evol. 5 (1996), págs. 155-
168.

—Ruvolo, M., «Seeing the forest and the trees: replies to Marks; Rogers
and Commuzie; Green and Dijan», Amer. J. Phys. Anth., 98 (1995), págs.
218-232.

—Ruvolo, M., et al., «Gene trees and hominoid phylogeny», Proc. Nat.
Acad. Sci., 91 (1994), págs. 8900-8904.
Coloquio

Salvador Moyà: Mi pregunta es muy concreta: ¿en qué criterios te basas


para considerar el esqueleto poscraneal de Sivapithecus más informativo en
términos filogenéticos que el craneal? Es obvio que en la evolución de los
hominoideos miocénicos existen convergencias; el problema es decidir qué
caracteres son convergentes y cuáles no. Has sugerido que el esqueleto
poscraneal de Sivapithecus es significativo desde el punto de vista
filogenético, pero no así el craneal, lo que quiere decir que el parecido entre
Sivapithecus y el orangután sería un caso de convergencia. ¿Cómo has
llegado a esa conclusión?
David Pilbeam: Para mí Sivapithecus es el hominoideo miocénico cuyo
análisis filogenético presenta más dificultades. No tengo ninguna
preferencia por el esqueleto poscraneal frente al craneal, pero si nos fijamos
en los hominoideos vivos (especialmente en sus epífisis, que en mi opinión
son muy buenas unidades morfogenéticas) todos ellos son muy parecidos
entre sí y se diferencian en varios aspectos interesantes de los otros
primates suspensorios. Mi hipótesis de trabajo es que la mayoría de esas
similitudes poscraneales son homologías. Es difícil sostener que se trata de
convergencias, porque los hominoideos vivos son bien diferentes entre sí
desde el punto de vista funcional, y la evolución convergente obedece a una
similitud funcional. Esta idea no es mía, tiene ya cerca de un siglo. Si
rechazáramos la idea de que las similitudes poscraneales son homologías,
entonces tendríamos problemas muy serios para determinar las relaciones
de parentesco entre los hominoideos vivos. Por otra parte, es innegable que
las similitudes faciales entre Sivapithecus y el orangután, especialmente la
parte inferior de la cara, son muy marcadas. Yo mismo las he considerado
homologías en muchos de mis escritos anteriores, y no tengo una respuesta
concluyente a esta cuestión por el momento.

Jordi Agustí: De acuerdo con el esquema filogenético que has


propuesto, Kenyapithecus no estaría directamente relacionado con el origen
de los antropomorfos africanos. ¿Me equivoco?
David Pilbeam: En esto no hay respuestas concluyentes, de manera que
sólo puedo darte mi opinión. Con la excepción de la articulación del codo,
no hay ninguna afinidad entre el esqueleto poscraneal de Kenyapithecus
(dedos cortos, húmeros curvados, tórax y pelvis estrechos) y el de los
hominoideos modernos. Por otra parte, si Kenyapithecus estuviera
emparentado con los antropomorfos africanos actuales tendríamos que
aceptar que los primates habrían aparecido a principios del Cretácico, lo
que es poco creíble. Tampoco en la dentición se parece a ningún
hominoideo vivo, de manera que no creo que Kenyapithecus tenga
parentesco alguno con los antropomorfos africanos.

Salvador Moyà: Si admitimos esta hipótesis, entonces tendremos que


admitir también que, tras más de cincuenta años de trabajo de campo,
seguimos sin encontrar ningún ancestro de los grandes antropomorfos
vivos. Tenemos fósiles con edades que van de los 18 millones de años a los
7 millones de años. Si las estimaciones de los genéticos son correctas, la
primera cladogénesis de los antropomorfos modernos la divergencia entre
orangutanes y antropomorfos africanos se habría producido hace unos 12
millones de años, mientras que la de los hilobátidos habría sido muy
anterior. Entonces, si admitimos lo dicho, ¿no resulta sorprendente que sea
tan difícil encontrar un ancestro fósil de los antropomorfos vivos? ¿O es
que no sabemos reconocerlos?
David Pilbeam: Esta es una pregunta muy interesante. Debo repetir que,
con la posible excepción de Lu-Fan en el Sur de China, no hay ningún
yacimiento conocido del Mioceno dentro del área de distribución de los
antropomorfos vivos. Es posible que sus ancestros evolucionaran en lo que
hoy es Turquía y luego emigraran hacia el sudoeste para dar el ciado
africano y hacia el sudeste para dar el ciado asiático. Si no se ha encontrado
ningún fósil quizá sea simplemente porque no hay yacimientos donde
buscar. He pasado mucho tiempo en el Camerún buscando yacimientos
miocénicos y sólo he encontrado uno del Mioceno tardío lleno de fósiles de
hojas pero sin ningún hueso. Pienso que la explicación más probable para la
ausencia de ancestros fósiles de antropomorfos actuales es que no tenemos
posibilidad de encontrarlos en las áreas donde probablemente vivieron. En
Sumatra hay lignitos del Mioceno tardío en los que quizá podríamos
encontrar un animal afín al orangután. Hemos buscado en Camerún, en
Nigeria, pero apenas queda nada de esa época. Esta es, ciertamente, una
dificultad seria a la hora de comprender la evolución de los hominoideos.

Jaume Bertranpetit: La diferencia entre las dos interpretaciones que has


expuesto va mucho más allá de una mera reordenación de fósiles, porque
hay una inmensa cantidad de conocimiento básico puesta en juego: o bien
aceptamos como buenos todos los caracteres escogidos y los incluimos en
el cladograma, o bien escogemos el cladograma más parsimonioso y luego
planteamos dudas sobre la morfología de los huesos (la «evidencia dura»).
Mi pregunta es: ¿tan blanda es la evidencia dura?
David Pilbeam: Los músculos son evidentemente más blandos que los
huesos, pero no por ello menos interesantes. Los músculos nos pueden dar
tanta o más información que los huesos a la hora de estudiar los
hominoideos vivos, pero sucede que somos paleontólogos y sólo tenemos
huesos para estudiar. Lo que quiero decir es que quien piense que los
huesos pueden darnos toda la información relevante se equivoca, porque no
siempre pueden. Para responder a una pregunta, antes tenemos que saber si
disponemos de la información que necesitamos. Empeñarse en responder
sobre la base de una información incompleta es una mala estrategia que nos
ha llevado a muchos callejones sin salida. Es como el chiste del borracho
que, habiendo perdido las llaves en la oscuridad, se va a buscarla debajo de
una farola porque allí hay más luz.

Peter Andrews: Quiero recordar que la evidencia molecular sólo nos


proporciona una escala de tiempo relativa, no absoluta. En este caso la
escala se calibra a partir del registro fósil, lo que a menudo nos lleva a algo
muy parecido a un argumento circular. Si se asume que los hominoideos
divergieron de los monos hace 24 millones de años, el resultado es lo
expuesto por Dave; pero si adoptamos una datación más reciente para la
divergencia se llegará a un cladograma en el que todos los antropomorfos
vivos descienden de ancestros más recientes que ningún fósil miocénico
conocido. En ese caso, su ausencia en el registro fósil podría explicarse
porque la radiación de los antropomorfos actuales habría comenzado hace
menos de 10 millones de años, y no tenemos evidencia alguna de los 5
millones de años subsiguientes en los escenarios africanos más probables.
Con este comentario sólo pretendo recordar que hay otras teorías e
interpretaciones además de las que se han expuesto.
David Pilbeam: Estoy de acuerdo. En realidad elegí 24 millones de años
porque es un número que facilita los cálculos matemáticos. Personalmente
creo que 20 millones de años es una datación más realista, aunque también
podrían ser 30. Lo que dice Peter es cierto: si la segunda radiación de los
hominoideos fuese más reciente de lo que sospechamos, entonces ningún
fósil de más de 10 o 12 millones de años puede ser el ancestro de ningún
antropomorfo vivo. Pero yo no diría que estamos razonando circularmente;
se trata simplemente de reunir evidencias de diversas fuentes para formular
una hipótesis.
CONDUCTA Y ECOLOGÍA DE LOS PRIMATES
AFRICANOS
Jordi Sabater Pi
Sobre el autor

Jordi Sabater Pi nació en Barcelona en 1922. Establecido, desde 1940, en la


entonces Guinea Española, en 1946 se inició en la antropología con el
profesor August Panyella, director del Museo Etnológico de Barcelona.
Especializado en primatología de campo, colaboró con investigadores
europeos y norteamericanos y, durante su etapa de conservador del Centro
de Investigación Biológica de Ikunde (Río Muni), de 1958 a 1969, realizó
investigaciones de campo para la Universidad de Tulane, la Sociedad
Zoológica de Nueva York o la National Geographic Society. Su captura en
1966 de «Copito de Nieve», el único gorila albino logrado en el mundo, así
como sus trabajos sobre la transmisión del empleo de herramientas entre los
chimpancés, le han dado relieve mundial. Premio de la Fundació Catalana
per a la Recerca (1991), doctor honoris causa por la Universidad de Madrid
y Medalla de Oro de la Ciudad de Barcelona al mérito científico (1996),
Jordi Sabater Pi es catedrático de psicobiología en la Universidad de
Barcelona.
La eto-ecología es una especialidad de la etología (es decir, el estudio
biológico de la conducta animal, incluida la humana) que investiga las
relaciones e interacciones entre los animales y su entorno; en nuestro caso
se trataría de la relación que se establece entre los primates africanos y los
diversos ecosistemas vegetales donde viven. Los perfiles vegetales
adjuntos, en los que se esquematizan, a escala y en detalle, la tipología de
cada uno de los ecosistemas más importantes en la biología de los primates
africanos al sur del Sahara, ilustran convenientemente la explicación.

Biotopos básicos

1. BOSQUE DENSO PRIMARIO. Caracterizado por la presencia de


árboles de porte alto: Entandrophragma, Chlorophora,
Erythrophloeum, Terminaba, Minusops, etc. Se reconocen hasta tres
estratos de vegetación; hay poca luz y gran abundancia de plantas
epífitas.
2. BOSQUE DEFECTIVO O SECUNDARIO. Es el resultado de la
acción de los meteoros, los elefantes y, muy especialmente, el
hombre; su característica principal es la fractura de la continuidad
vegetal al nivel de la copa de los árboles más altos. Las especies más
conspicuas de estas formaciones son las antes citadas junto con otras
de menor envergadura como Pycnanthus, Fagara, Aucoumea, etc.
Hay una mayor abundancia de lianas y palmeras trepadoras
(Calamus y otras).
3. BOSQUE TERCIARIO HELIÓFILO. Algunos autores lo
denominan bosque en proceso de regeneración. Se halla dominado
por especies arbustivas de crecimiento muy rápido, la más
representativa de las cuales es Musaga cecropioides, de grandes
hojas lobuladas; también abundan los géneros Vernonia y
Harangana. Es un complejo vegetal muy uniforme que pocas veces
supera los 15 metros de altura.
4. FORMACIONES DENSAS DE AFRAMOMUM. Estamos ante una
formación vegetal herbácea, muy regular y sumamente importante en
la ecología de diversos primates. Las plantas más representativas de
este econicho pertenecen a los géneros Aframomum, Costas y
Sarcophrynium. Es la primera etapa en el proceso de regeneración
del bosque denso africano.
5. FINCAS INDÍGENAS. Actualmente ocupan una extensión enorme.
La importancia creciente de estos cultivos, que suponen la
destrucción de los biotopos naturales que acabamos de mencionar,
provoca en los animales modificaciones conductuales encaminadas
al aprovechamiento obligado de estos recursos. Tales modificaciones
tienen que ver con la adquisición de conductas defensivas ante los
seres humanos, que en estos lugares son extraordinariamente
primatófobos, así como adaptaciones a las nuevas dietas de plantas
cultivadas no incluidas en su repertorio alimentario tradicional.
6. FORMACIONES HIGROFÍLICAS DE AGUA DULCE. Se trata del
bosque inundado durante la estación lluviosa; la vegetación
dominante la constituyen los macizos de bambúes del género
Bambusa, así como las palmeras de los géneros Raphia,
Sclerosperma y otros.
7. EL MANGLAR. La especie dominante de esta formación, como su
nombre indica, es el mangle (Rhyzophora mangle), junto con los
árboles del género Avicena. Se trata de árboles muy especializados
que ocupan amplias áreas inundadas por el agua marina de las
mareas mezclada con la dulce de los ríos; se encuentran
preferentemente en los estuarios o deltas.
8. GALERÍAS FORESTALES DE LA SABANA HÚMEDA. Al borde
de los ríos de las estepas africanas crece una estrecha franja de selva
que se beneficia de la proximidad del agua. Este bosque, muy
limitado, va perdiendo altura y densidad conforme se aleja de la
ribera, y penetra en el interior de las praderas africanas configurando
un biotopo muy utilizado por los primates.
9. BOSQUE ALTO DE ACACIAS. Es una floresta muy típica de la
sabana africana. Las acacias y otras leguminosas arbóreas de porte
elevado y copa estratificada (ver figura) conforman unos
bosquecillos muy utilizados por los primates como áreas de refugio y
de alimentación.
10. BOSQUE CLARO DE ACACIAS Y PALMERAS. Propio de la
sabana seca con predominio de pequeñas acacias y palmeras del
género Borasus.
11. SABANA HERBÁCEA SIN ÁRBOLES. Viven en la misma
solamente gramíneas que granan al final de la estación húmeda.

El bosque denso primario

En el estrato superior del bosque denso primario, formado por las copas
de los árboles más altos, viven los monos Colobus, siempre de alimentación
folívora. En el estrato intermedio predominan los cercopitécidos, de vistoso
colorido, que se alimentan de frutos e insectos; y en el suelo, durante los
periodos de abundante fructificación, encontramos mandriles. Estos tres
estratos principales condicionan, por sus características morfológicas y
tróficas, la estructura social de todos estos animales.
Los colobos, habitantes del estrato superior, soleado y de amplia
visibilidad, pueden representar una presa fácil para los depredadores. En
consecuencia, presentan una estructura social piramidal rígida, muy
operativa en contextos defensivos. La sociabilidad de los colobos está
condicionada por la abundancia de hojas y brotes tiernos; durante la
temporada seca, cuando aumentan los niveles de tanino en las hojas y
escasean los brotes tiernos, estos primates se dispersan con objeto de
encontrar hojas comestibles en cantidad suficiente.
Los cercopitécidos, moradores del estrato intermedio, de escasa
luminosidad y visibilidad, se agrupan en sociedades más abiertas, formando
muchas veces asociaciones poliespecíficas amplias, lo que facilita la
localización del alimento. Estos monos de vistoso pelaje, que incrementa su
visibilidad en los estratos intermedios del bosque, han desarrollado una
mímica estereotipada para la identificación intraespecífica consistente en
movimientos reiterados de la cabeza, que siempre ostenta manchas
conspicuas.
Figura 1: Perfil vegetal del bosque denso primario (A) y del bosque defectivo (o
secundario).

Los mandriles conservan una estructura piramidal rígida, heredada con


toda seguridad de los papiones, sus parientes próximos en la filogenia. No
obstante, han experimentado variaciones conductuales encaminadas a la
selección sexual de los machos mayores y más coloreados.

El bosque defectivo

El bosque defectivo o secundario es la prolongación natural de la selva


densa primaria, pero con más espacios abiertos y sin continuidad entre las
copas de los árboles más altos que configuran el estrato superior.

Figura 2: Perfil vegetal del bosque terciario heliófilo (C), de las formaciones de
Aframomum (D) y fincas indígenas (E).

Los primates más significativos en este tipo de floresta son los


cercocebos (Cercocebus), de notable tamaño y potentes extremidades
inferiores que les confieren gran capacidad de salto, una ventaja para la
progresión en este biotopo. Estos monos viven en grupos sociales lábiles,
multimacho, similares a los. de los cercopitécidos forestales.
Los monos del género Cercopithecus, los cercopitécidos selváticos
típicos, se ven también en estos bosques; no obstante, los visitan menos y
siempre agrupados en asociaciones poliespecíficas, lo que, al tratarse de
espacios más abiertos y expuestos, constituye una ventaja frente a la
predación.
En el estrato inferior constituido por el suelo de la selva, un lugar
sombrío y enmarañado, viven los mandriles.
Bosque terciario heliófilo

Se trata de un bosque bajo denso, como se aprecia en el perfil vegetal


adjunto, colonizado —cosa significativa— por una sola especie arbórea,
Musanga cecropioides. Este árbol proporciona alimento abundante a los
animales durante todo el año en forma de hojas, brotes tiernos, flores y
frutos; en consecuencia, es un bosque muy visitado en cualquier estación,
un verdadero refugio trófico para cercopitécidos, cercocebos y mandriles.
No obstante, las especies que más explotan este biotopo son
seguramente los gorilas (Gorilla gorilla) y los chimpancés (Pan
troglodytes), y ello por diversos motivos: la seguridad que proporciona lo
intrincado del ramaje, la abundancia de alimento durante todo el año, la
facilidad de nidificación y, como luego veremos, la contigüidad de las
fincas indígenas.
Los chimpancés tienen una estructura social muy lábil, con varios
machos, laxa y dinámica, subdividida en grupos que se fisionan y fusionan
en consonancia con las condiciones tróficas del entorno. Los gorilas, en
cambio, viven en estructuras sociales rígidas dominadas por un solo macho;
éste puede apropiarse hembras de los harenes vecinos cuando el grupo
visita los límites de sus espacios vitales o tróficos.
Una característica notable de ambas especies es que son patrifocales, es
decir, las hembras abandonan su grupo natal al llegar a la edad adulta,
mientras que los machos permanecen en el grupo donde nacieron.
Los gorilas y chimpancés visitan los bosques densos y defectivos en
determinadas épocas del año, pero casi siempre de manera fugaz
(especialmente los gorilas) y raramente pernoctan en ellos.

Formaciones densas de Aframomum

Estamos ante otra área de refugio, dominada por una maleza


difícilmente penetrable y de visibilidad nula. Los gorilas explotan con
significativa insistencia estos densos matorrales herbáceos que yo me
atrevería a catalogar como el biotopo específico de los gorilas de costa y,
seguramente, de los gorilas del África central (Gorilla gorilla grauri); los
gorilas de montaña (Gorilla gorilla beringei) viven en un biotopo muy
distinto.
El Aframomum es el alimento predominante en la dieta de los gorilas,
como demostró nuestro grupo tras 10 años de observaciones en la antigua
Guinea española continental; los gorilas consumen los frutos, las hojas, las
flores y las médulas de esta planta durante todo el año.
Los chimpancés dependen menos de este biotopo; no obstante, lo visitan
durante la estación seca, cuando escasean los frutos en su hábitat habitual.

Fincas indígenas

Ante la destrucción creciente de los biotopos naturales por la presión


demográfica humana, la gran mayoría de los primates africanos forestales (a
excepción de los colobos que, como hemos visto, carecen de plasticidad
ecológica) visitan y explotan los cultivos indígenas. Se trata de la última
solución ante el reto de la supervivencia. El estudio de las estrategias y
modificaciones conductuales adaptativas de estas especies para poder
subsistir explotando este biotopo humano es de un enorme y evidente
interés.
Miopithecus talapoin es seguramente el primate que mejor se ha
adaptado a este nuevo ámbito ecológico: ha aprendido a nadar, a bucear, a
reconocer la yuca fermentada (Manihot utilissima) libre de tóxicos, a
dormir en lugares seguros, etc.
También los cercopitécidos forestales y los póngidos están aprendiendo
—con escaso éxito los segundos— a vivir cerca de los seres humanos para
alimentarse de los productos de sus huertos (Musa paradisiaca, Ipomoea
batata, Carita papaya, etc.). Se trata de conductas que se inician como
comensalismo y derivan hacia el parasitismo.

Formaciones higrófilas de agua dulce


Es un biotopo marginal y pobre, explotado de forma esporádica por los
cercocebos (Cercocebus torquatus) y los pequeños Miopithecus talapoin.
Los animales comen los brotes tiernos de bambú y los frutos de Raphia
vinifera.

Figura 3: Perfil vegetal de las formaciones hidrofílicas de agua dulce (F) y del
manglar (G).

La gran ventaja de este biotopo estriba en la seguridad que ofrece a sus


ocupantes; son lugares que permanecen inundados durante la estación
húmeda y, en consecuencia, de muy difícil acceso.

Manglar

Es el econicho específico de Cercopithecus neglectus, un cercopitécido


singular, y del cercocebo Cercocebus torquatus. Se trata de un biotopo
marginal, pobre en alimento, capaz de albergar únicamente especies de
escasa plasticidad ecológica.
Cercopithecus neglectus, o mono obispo, vinculado a este biotopo, es
un animal que vive en grupos reducidos, sabe nadar y ha adaptado su
conducta al contexto gestáltico de estos bosques uniformes e inundados. El
mayor peligro lo representa el águila Stephanoaethes coronatus. Los monos
obispos son animales muy silenciosos que pueden permanecer hasta una
hora sin moverse escondidos entre el ramaje. Su estructura social difiere de
la del resto de los cercopitécidos, pues forman grupos muy pequeños y con
un único macho.

Figura 4: Perfil vegetal de las galerías forestales de la sabana húmeda (H).

Las galerías forestales

Junto a los ríos caudalosos que atraviesan las sabanas africanas


encontramos bosques estrechos que discurren paralelamente a los cauces de
agua y que constituyen una reproducción a pequeña escala de la selva
densa, tal como se muestra en el perfil vegetal adjunto.
Los cercopitécidos de la sabana, pertenecientes en su mayoría a la
especie Cercopithecus aethiops, son los moradores de estos bosques
singulares, frondas que comparten con las acacias dispersas de la sabana
colindante. Estos cercopitécidos tienen una coloración más apagada y una
estructura social más rígida que sus parientes selváticos. Forman grupos con
varios machos, cohesionados y eficientes a la hora de eludir la intensa
predación imperante en este biotopo. En este ambiente se deja ver también
el mono húsar o patas (Erythrocebus), que también frecuenta las estepas
colindantes.

Figura 5: Perfil vegetal de las formaciones hidrofílicas de agua dulce (F) y del
manglar (G).

Bosque abierto de acacias

Se trata de un biotopo muy peculiar de la sabana sudanesa africana


húmeda. Junto con Cercopithecus aethiops, muy abundante en estos
bosques claros, en el suelo deambulan los papiones (Papio), organizados en
grandes unidades sociales con estructuras centradas en un único macho
dominante; un orden jerárquico muy complejo que permite a la unidad
social hacer frente a la predación, tan intensa en estas áreas de amplios
espacios abiertos.

Bosque claro de acacias y sabana herbácea

Se trata de dos biotopos típicos de la sabana seca, con palmeras del


género Borassus y acacias pequeñas. Los papiones visitan estas sabanas
durante las semanas que siguen a las lluvias, cuando la vegetación es densa
y fresca y las gramíneas tienen semillas abundantes.
El mono húsar es el primate específico de estos biotopos (Erythrocebus
patas). Es un animal de largas extremidades y de carrera muy rápida, una
posible adaptación morfológica de los cercopitécidos a los biotopos abiertos
de la sabana africana herbácea y seca. Su estructura social, de varios
machos y relativamente rígida, es intermedia entre la piramidal y
unimasculina de los papiones y la multimasculina y más lábil de los
cercopitécidos forestales.

Conclusión

La dinámica de las adaptaciones conductuales de los animales a sus


biotopos naturales es un tema de enorme interés. Este proceso, muy
complejo, parte de un componente genético, innato, que representa el
primer eslabón adaptativo, y en consecuencia económico, de este proceso.
Antes del auge de la etología de campo y, concretamente, de la eto-
primatología, se conocía muy poco acerca de la importancia del aprendizaje
en estos procesos adaptativos. Hoy sabemos que los primates son capaces
de cambiar su conducta, su dieta y hasta su estructura social para adaptarlas
a las modificaciones que sufren sus biotopos tradicionales por la acción del
hombre y otros factores. El cambio conductual puede partir de individuos
aislados, en cuyo caso es lícito hablar de conductas culturales. Cuando esto
sucede, las conductas suelen difundirse a partir de un núcleo original; si hay
implicados objetos naturales como instrumentos, éstos pueden incluso
llegar a estandarizarse.
Los ejemplos más espectaculares conocidos en este contexto son, a
nuestro entender, los protagonizados por los pequeños Miopithecus
talapoin, distribuidos a lo largo de las costas de Río Muni y Gabón; los
referidos primates han sido estudiados por especialistas franceses y también
por nosotros en la Guinea continental española (Río Muni).
El tema de las adaptaciones conductuales de los chimpancés al mosaico
de sus entornos cambiantes es bien conocido por los psicólogos y etólogos
europeos y americanos. Los mencionados comportamientos han originado
una gran cantidad de programas y contribuido a la elaboración de modelos
homólogos, muy útiles para el conocimiento de la conducta humana y de
los complejos procesos de la hominización.
En cuanto a los gorilas, los estudios recientes parecen demostrar que su
adaptabilidad conductual es bastante mayor de lo que la etología suponía.
Las estrategias que han elaborado para acceder a los frutos de los árboles
grandes aislados en los bosques degradados son una prueba fehaciente de
ello.
Los papiones de la sabana y los mismos cercopitécidos forestales
modifican constantemente su conducta; estudios muy recientes demuestran
que hasta los estrictos colobos cambian significativamente de
comportamiento y de estructura social en función de los cambios que sufre
el follaje de los árboles en respuesta a los cambios estacionales durante la
estación seca y lluviosa.
Acabo de exponer, de forma breve pero puntual, algunos de los
descubrimientos de esta apasionante especialidad moderna de la etología, la
eto-ecología de los primates, concretamente la de los simios africanos.
Algunas de nuestras investigaciones en el continente africano se centran en
esta línea, en buena parte de la cual somos pioneros mundiales. Por todo
ello, aprovechamos la oportunidad que nos brinda esta obra para invitar a
los estudiosos de nuestro país y, muy especialmente, a biólogos,
antropólogos, psicólogos, etólogos y sociólogos a que se interesen más por
una temática que abre nuevas corrientes de comprensión y relativismo
biológico y constituye una plataforma muy válida para la interpretación del
origen del hombre y, al mismo tiempo, de gran parte de su conducta básica.

Bibliografía básica

—Lutton-Brock, T.H., Primate Ecology, Academic Press, Londres,


1977.

—Sabater-Pi, J., El chimpancé y los orígenes de la cultura, Anthropos,


Barcelona, 1984.

—Sabater-Pi, J., Gorilas y chimpancés del África occidental. Estudio


comparativo de su conducta y ecología en libertad, Fondo de Cultura
Económica, México, 1984.

—Sabater-Pi, J., Etología de la vivienda humana: de los nidos de los


gorilas y chimpancés a la vivienda humana, Labor Universitaria,
Barcelona, 1985.

—Tyler Bonner, J., La evolución de la cultura en los animales, Alianza


Universidad, Madrid, 1982.

—Wilson, E. O., Sobre la naturaleza humana, Fondo de Cultura


Económica, México, 1980.
Coloquio

Salvador Moyà: Quiero hacer una pregunta que quizá parezca simple,
pero que seguramente no lo es tanto: si en el suelo no existiera la amenaza
de los predadores, ¿dónde cree usted que pasarían más tiempo los
chimpancés, en los árboles o en el suelo?
Jordi Sabater Pi: Posiblemente pasarían mucho más tiempo en el suelo;
y por diversos motivos. Los chimpancés son omnívoros y atrapan la
mayoría de sus presas en el suelo. Creo que si los predadores no los
presionaran tanto pasarían más tiempo en el suelo y, posiblemente, su dieta
sería más variada e incluiría más proteínas animales. También hay que tener
en cuenta que los chimpancés, especialmente las crías, son depredados por
las águilas coronadas africanas. Esta depredación sobre las crías es un
factor digno de tenerse en cuenta en Gabón, Guinea Ecuatorial y el sur del
Camerún. Dicho sea de paso, el profesor Tobias piensa que las águilas
también habrían sido depredadores habituales de los australopitecinos.

Salvador Moyà: Vamos, que los árboles son más que nada un refugio
para ponerse a salvo de los predadores.
Jordi Sabater Pi: Sí, desde luego. Otro hecho que suele olvidarse es que
los australopitecinos no eran mucho menos arborícolas que los chimpancés;
sus pies, por ejemplo, indican una dependencia significativa de los árboles,
lo cual abonaría la hipótesis de que construían nidos, como los chimpancés.
La melificación debe de ser una conducta antiquísima. Sin embargo, los
hilobátidos no hacen nidos, lo cual debe tenerse en cuenta; los orangutanes,
en cambio, sí los hacen. Nos encontramos aquí con el problema de los
puntos fijos, algo que tiende a obviarse por culpa del divorcio existente
entre la primatología y la paleoantropología. Creo que el conocimiento de
los primates actuales es muy útil para intentar comprender los hechos de la
paleoantropología. Es una suerte inmensa que todavía existan gorilas y
chimpancés; son un patrimonio de valor incalculable que habría que
estudiar a fondo antes de que sea tarde.

Salvador Moyà: Otra cuestión: ¿por qué es tan grande el gorila?


Jordi Sabater Pi: Éste es un rasgo general de todos los folívoros, que
tienen que ingerir grandes masas de hojas y necesitan intestinos muy
voluminosos.

Salvador Moyà: ¿No podría ser una estrategia para hacer frente a los
predadores?
Jordi Sabater Pi: Sí, claro, pero yo diría que en este caso la diferencia
de tamaño entre gorilas y chimpancés tiene que ver más con la explotación
de nichos distintos, igual que la diferenciación entre australopitecinos
robustos y gráciles. En la región del Valles estudiada por vosotros debía
haber otros tipos de primates. Habría que ver cómo era la vegetación, pero
las especies tienden siempre a diversificarse para explotar al máximo las
posibilidades de los ecosistemas.

Salvador Moyà: Lo cierto es que la diversidad de primates en el


Mioceno europeo es baja, hasta el punto de que encontrar más de una
especie de primate en un mismo yacimiento es un acontecimiento
infrecuente. En el yacimiento de Castell de Barbera, en el Penedés,
encontramos un pliopitécido —un catarrino arborícola primitivo—
compartiendo hábitat con Dryopithecus, pero esto es excepcional.
Jordi Sabater Pi: ¿No será porque las especies pequeñas no se han
conservado?

Salvador Moyà: No lo creo. Los yacimientos que hemos estudiado son


muy ricos y pienso que constituyen una buena representación de la
diversidad de la época. En los Siwaliks hay más primates, pero quizás el
doctor Pilbeam nos pueda confirmar si coexistieron varias especies o no.
David Pilbeam: En los Siwaliks se registra la presencia de Sivapithecus
en la franja de 5 millones de años que va de los 13 a los 8 millones de años
atrás, sin que aparezca ningún otro primate (con la única posible excepción
de un espécimen del que no se puede afirmar con seguridad que sea un
primate). Los primeros monos aparecen cientos de miles de años después de
la desaparición de Sivapithecus. Creo que podemos afirmar que entre los
últimos Sivapithecus y la irrupción de los monos hay un periodo sin
presencia de primates. No creo que hubiera primates pequeños que no se
han conservado, porque sí se encuentran otros mamíferos del mismo
tamaño y robustez que los monos.

Ma Teresa Sebastià: Ha dicho usted que en la actualidad los gorilas se


encuentran muy ligados a los bosques de Aframomum, comunidades
primarias de sustitución que se forman tras los incendios o el abandono de
los cultivos. ¿Hasta qué punto cree que ha influido el hombre en la
distribución de los gorilas, y hasta qué punto ha alterado la acción humana
su hábitat primigenio? ¿Se atrevería a conjeturar cuál era ese hábitat
primigenio de los gorilas?
Jordi Sabater Pi: Antes de la invasión multitudinaria de la selva
africana por los sudaneses, yo diría que los gorilas vivían básicamente en
los bosques secundarios, en los que hay parcelas donde crecen plantas
heliófilas asociadas a Aframomum y Musanga. En mi primera visita a
África hace ya muchos años, recuerdo que los indígenas me decían que
había muchos más gorilas en el interior del bosque. Ahora son los propios
gorilas los que contribuyen a la propagación de Aframomum en las zonas
degradadas al dispersar las semillas de la planta con sus defecaciones; pero
al explotar estas zonas degradadas se acercan a los poblados y fincas de los
nativos, lo que conlleva una muerte segura, porque éstos se dedican a
cazarlos. De no ser así, el futuro de las poblaciones de gorilas estaría
asegurado. Es lo que sucede en algunas regiones del Zaire con los bonobos.
Los lugareños ven a los bonobos como hombres, distintos de nosotros pero
hermanos nuestros al fin y al cabo, por lo que consideran que no se les debe
cazar. Esto está contribuyendo a la salvación de los bonobos en algunos
sitios. En cambio los gorilas, al igual que los chimpancés en el África
occidental, son vistos como carne. Podríamos hablar de la conexión entre el
hecho de comer gorilas y chimpancés con la antropofagia, pero éste es un
tema un tanto escabroso.

Salvador Moyà: No hace mucho estuvo muy en boga la idea de que los
bonobos (Pan paniscus) eran un buen modelo del ancestro de los
homínidos. ¿Qué piensa usted de esto desde el punto de vista
comportamental?
Jordi Sabater Pi: Éste es un tema muy complejo. A mí el
comportamiento de los bonobos me parece muy humanoide, pero no sé si
esto es un sesgo antropocéntrico, cosa contra la que los científicos debemos
estar prevenidos. Quizás el profesor Andrews pueda confirmarnos si los
bonobos están más cerca de nosotros que los chimpancés comunes desde el
punto de vista evolutivo.
Peter Andrews:: Soy la última persona a la que debieran hacer esta
pregunta, porque nunca he creído que los bonobos sean un buen modelo de
ancestro de los homínidos. Es mejor que pregunten a David Pilbeam; él sí
lo cree.
David Pilbeam:: Hoy disponemos de datos genéticos independientes en
cantidad suficiente para certificar que los bonobos y los chimpancés
comunes están a igual distancia genética del ser humano, de manera que no
se puede afirmar que el bonobo esté más cerca de nosotros que el
chimpancé común en términos evolutivos.
EL PASADO DE UN GRUPO CON ESCASO FUTURO: LOS
ORÍGENES DE ORANGUTANES, CHIMPANCÉS Y
GORILAS
Meike Köhler
Sobre el autor

Meike Köhler, nacida en Kiel (Alemania), estudió ciencias geológicas en la


Universidad de Hamburgo, donde se doctoró en 1988 con un estudio sobre
las faunas de bóvidos del Mioceno en Turquía. Profesora ayudante de
paleontología, cartografía y geología regional, así como colaboradora
científica de la Universidad de Hamburgo de 1980 a 1984, sus
investigaciones en el Instituto de Paleontología M. Crusafont de Sabadell se
centran sobre todo en la aplicación de la morfología funcional y las leyes de
la biomecánica en artiodáctilos y primates. Además de un libro sobre el
esqueleto y el hábitat de los rumiantes fósiles y vivientes, es autora de
numerosos artículos científicos, publicados en revistas especializadas. En la
actualidad es codirectora del yacimiento de Can Llobateras (Sabadell),
becada por la Fundación Wenner Gren y colaboradora en el estudio de las
faunas de Baccinello (Italia).
La única evidencia viviente de nuestro pasado se encuentra hoy en
peligro de desaparición. Los orangutanes asiáticos y los chimpancés y
gorilas africanos son nuestros parientes vivos más cercanos. La
incontrolable marabunta humana está llevando a la extinción no ya a unas
especies animales concretas, sino a la única fuente de información viva
acerca de nuestros orígenes. El estudio de la biología, la genética y el
comportamiento de estos grandes antropomorfos es fundamental para
comprender nuestros propios orígenes. Por este motivo, entre muchos otros,
no podemos permitirnos el lujo de perder un patrimonio científico
irreemplazable. En el pasado no llegamos a tiempo de impedir la fulminante
extinción de los lemuriformes gigantes de Madagascar a manos del hombre
(¡qué fascinante debió ser contemplar lémures de cerca de 200 kg de peso!),
pero aún estamos a tiempo de salvar a nuestros parientes más próximos.
El estudio del pasado de los grandes antropomorfos proporciona las
claves para comprender nuestro propio origen. Paradójicamente, los seres
humanos que estamos a punto de provocar su extinción debemos nuestra
existencia a este grupo, ya que en los grandes antropomorfos estaban
presentes las preadaptaciones que hicieron posible la evolución del
bipedismo.
Recordemos que los grandes antropomorfos (lo que los anglosajones
llaman apes), junto con sus primos los gibones y sus otros primos
avanzados y omnipresentes, los seres humanos, forman la superfamilia (no
tiene nada que ver con la mafia, sino con la jerarquía linneana) de los
hominoideos. Además de las formas vivas, el grupo incluye un conjunto de
formas fósiles del Mioceno de África y Eurasia. Su historia evolutiva es
poco conocida, y hay quienes sostienen que seguimos sin tener evidencias
fósiles de ningún antecesor genuino del grupo. Para tratar esta cuestión
revisaremos el registro fósil disponible y las evidencias sobre el origen de
los antropomorfos.

Cómo reconocer a un antepasado de los grandes antropomorfos


Para responder a esta pregunta puede recurrirse a dos fuentes de
información. En primer lugar, la anatomía craneal y la estructura del
esqueleto de los hominoideos vivos es lo bastante específica para permitir el
reconocimiento de un ancestro fósil. En segundo lugar, cada una de las
formas vivas posee rasgos específicos que deben permitir reconocer con
seguridad a sus parientes fósiles más próximos.
Los hominoideos vivos, grupo representado por gorilas y chimpancés en
África y por gibones y orangutanes en Asia, se caracterizan por adoptar
posturas erectas del tronco (en vertical) durante la locomoción. Esta
postura, habitual en los hominoideos modernos, sólo se observa
esporádicamente en los demás primates, que por lo general tienen una
locomoción cuadrúpeda con el tronco horizontal. La posibilidad de una
marcha plenamente bípeda es característica de los seres humanos.
Estas diferencias posturales se reflejan claramente en el esqueleto
locomotor. Así, en los primates encontramos dos patrones esqueléticos bien
diferenciados (figura 1). En el más primitivo el tórax es estrecho, la
columna vertebral larga y flexible, y los brazos más cortos que las piernas.
Este patrón es característico de los primates cuadrúpedos (postura
pronógrada) tanto en los árboles como en tierra (como es el caso de los
macacos actuales). Proconsul, un hominoideo antiguo del Mioceno inferior
de África, encajaría en este modelo. El otro patrón, propio de los otros
hominoideos modernos, se caracteriza por un tórax amplio, una columna
vertebral más corta y rígida, y brazos más largos que las piernas. Es una
estructura esquelética diseñada para trepar verticalmente a los árboles y
colgarse de las ramas. Esta clase de locomoción implica posiciones
verticales de la columna vertebral (postura ortógrada) y puede considerarse
una preadaptación a la locomoción bípeda humana. De este tipo de
esqueleto no se conocen por el momento evidencias fósiles más antiguas
que algunos restos de homínidos bípedos datados en algo más de 4 millones
de años de edad.
Figura 1: Esqueletos de un mono pronógrado del Viejo Mundo (Macaca,
derecha) y un antropomorfo ortógrado (Pan,izquierda). Los primates
pronógrados se caracterizan por la posesión de una columna vertebral larga y
flexible, un tórax estrecho con los omóplatos situados lateralmente y patas
posteriores iguales o más largas que las anteriores. Por el contrario, los primates
ortógrados presentan los miembros anteriores más largos que los posteriores, un
tronco corto con los omóplatos situados dorsalmente y una columna vertebral
corta y rígida.

Los hominoideos vivos son un grupo bien definido también en lo que


respecta a la anatomía craneal. La anatomía craneal de los primates es muy
diversa, pero sabemos que el patrón primitivo del grupo es el
correspondiente a un mamífero generalizado: un cráneo alargado con una
larga masa facial y un ángulo craneofacial en tomo a 150°. Esta descripción
podría corresponder a grandes rasgos al cráneo de un lobo. Pues bien, esta
estructura craneal se aprecia todavía en hominoideos primitivos como
Proconsul y Afropithecus, del Mioceno inferior africano. La estructura
craneal de los hominoideos actuales es bien diferente. Sus cráneos son altos
y cortos, con los huesos nasales verticalizados y casi ortogonales a la base
del cráneo en vez de paralelos.
¿Cuáles son, pues, los rasgos distintivos del grupo?

El registro fósil de los últimos 20 millones de años: la evidencia

Obviamente, si se pretende encontrar (o reconocer una vez encontrado)


un antepasado de los grandes antropomorfos habrá que fijarse en los rasgos
distintivos del grupo. Curiosamente (aunque quizá no por casualidad) existe
una correlación perfecta entre las estructuras poscraneal y craneal
modernas. En el Mioceno inferior y medio del continente africano
encontramos una diversidad bastante alta de hominoideos primitivos, con
Proconsul, Afropithecus y Kenyapithecus como géneros más
representativos. Todos tienen una estructura esquelética primitiva,
pronógrada, como la de un mono colobino moderno. Lo mismo puede
decirse de su estructura craneal, con un morro notablemente largo. Es obvio
que ninguno de los hominoideos del Mioceno inferior y medio de África
puede considerarse un pariente próximo de los hominoideos vivos, puesto
que éstos deben tener por fuerza un ancestro común con estructura
poscraneal ortógrada y cráneo moderno. Lamentablemente, el registro fósil
africano de hominoideos del Mioceno superior es prácticamente nulo.
Aparte de algunos dientes aislados, únicamente Samburupithecus en Kenya
(9 m.a.), del que sólo se conoce un maxilar superior con un premolar y
todos los molares, y Otavipithecus, del final del Mioceno medio de
Namibia, algo mejor conocido a partir de algunos restos poscraneales, un
frontal y varios dientes, nos permiten hacernos alguna idea de su aspecto.
Ambos géneros guardan cierto parecido con los hominoideos vivos en lo
que respecta a su dentición, pero lo que sabemos de los escasos restos del
esqueleto poscraneal (Otavipithecus) y craneal sugieren que éstas eran
formas más bien primitivas, no emparentadas directamente con los
antropomorfos actuales.
Lo mismo se pensaba de Dryopithecus y los otros hominoideos fósiles
del continente eurasiático; de hecho, durante décadas no se les diferenció de
los primitivos proconsúlidos. Sin embargo, un reciente hallazgo en Can
Llobateres (Sabadell; Moyà-Sola y Köhler, 1993 y 1996) ha hecho cambiar
radicalmente nuestros puntos de vista sobre Dryopithecus y el origen de los
hominoideos vivos.

Eurasia: la fulgurante entrada en escena de Dryopithecus

En el verano de 1991, un equipo del Instituto de Paleontología M.


Crusafont de Sabadell descubrió en el yacimiento de Can Llobateres
(Sabadell) los primeros restos craneales, encontrados en España, de un gran
antropomorfo fósil. Este yacimiento se encuentra cerca de la costa
barcelonesa, en el extremo nororiental de la península Ibérica, y contiene
estratos de una antigüedad mínima de unos 9,6 millones de años. Es en
estos estratos superiores donde se localizaron los restos del mencionado
antropomorfo, al que se le dio el nombre científico de Dryopithecus
laietanus. Con posterioridad al descubrimiento del cráneo, del que luego
hablaré, los trabajos de excavación en Can Llobateres proporcionaron
nuevas sorpresas. Entre 1992 y 1998 se desenterró parte del esqueleto
poscraneal del mismo individuo, que bautizamos con el nombre de «Jordi».
En el mismo nivel han empezado a aparecer restos de dos nuevos
individuos: partes de la pierna y el pie de un individuo de pequeño tamaño,
tal vez una hembra, y un diente de leche de otro infantil. Estos últimos
descubrimientos prometen fantásticos hallazgos en los próximos años,
habida cuenta de la gran superficie todavía por excavar en este clásico
yacimiento catalán.
El esqueleto de «Jordi» no sólo es el más completo, sino el único
encontrado hasta la fecha de un hominoideo del Mioceno medio y superior,
lo que llena el vacío existente entre los hallazgos de esqueletos africanos de
Proconsul, de unos 18 millones de años de antigüedad, y Lucy, el primer
primate bípedo conocido, de unos 3,1 millones de años (figura 2). Los
restos de «Jordi» suman unas 60 piezas que nos aportan información sobre
muchas de las partes del cuerpo de Dryopithecus y constituyen la evidencia
más antigua de un homínido que ya comienza a manifestar algunos de los
cambios esqueléticos más importantes para la adopción de las posturas
erectas habituales en los hominoideos vivos. Diversos caracteres de las
vértebras, el tórax, las proporciones intermembrales, los brazos y las manos
sugieren claramente que este primate fósil poseía las características básicas
de los hominoideos actuales.
En particular, algunos restos del troncó de Dryopithecus sugieren
adaptaciones a posturas ortógradas. Las vértebras lumbares son
proporcionalmente más cortas que las de los cercopitécidos y los
proconsúlidos del Mioceno inferior de África. Los procesos transversales de
las vértebras lumbares se originan en posición dorsolateral, directamente
desde el pedículo y no más abajo del cuerpo vertebral. La posición más
dorsal de la articulación de las costillas en las vértebras dorsales sugiere una
columna vertebral situada más ventralmente, lo que se relaciona con un
tórax más amplio. El gran tamaño de la clavícula sugiere también que es
muy probable que el omoplato estuviera situado más dorsalmente sobre el
tórax, lo que también estaría en consonancia con un tórax amplio. Por otra
parte, las proporciones de los miembros son sin duda las de un antropoide
ortógrado. El índice intermembral (el cociente entre la suma de las
longitudes de húmero y radio y la suma de las longitudes de fémur y tibia,
multiplicado por 100) de Dryopithecus es de 114, lo que quiere decir que
los brazos eran notablemente más largos que las piernas, al contrario que en
los cercopitécidos. Comparándolo con el de otras formas, vemos que es
claramente superior al de Pan troglodytes(104) o Pan paniscus (103) y, en
cambio, inferior al del orangután (Pongo pygmaeus: 140). Por otra parte, el
índice intermembral de Dryopithecus se acerca mucho al de Oreopithecus,
un hominoideo del Mioceno superior endémico de una antigua isla de la
Toscana italiana.
Figura 2: Esqueleto de Dryopithecus laietanus de Can Llobateres
(«Jordi»).

Dado que estamos comparando hominoideos de pesos corporales muy


diferentes (como, por ejemplo, el chimpancé y el gorila) y que el peso
influye muy directamente en el índice intermembral, hay que tener presente
este fenómeno a la hora de interpretar correctamente el significado
funcional de estas diferencias.
Varios autores (L. Aiello, W. Jungers) han demostrado que el gorila y el
chimpancé tienen las proporciones poscraneales que les corresponden de
acuerdo con su peso corporal en el contexto funcional del mantenimiento de
la capacidad de trepar a los árboles. Si esta afirmación es, como parece,
correcta, las proporciones corporales de Dryopithecus (y las de
Oreopithecus) se acercarían a las del orangután actual. La única explicación
posible de esto es que los brazos más largos reflejan un mayor uso de los
mismos para trepar y para la locomoción suspendida que en las formas
africanas (gorilas y chimpancés). Que nosotros sepamos, entre los grandes
antropomorfos únicamente el orangután presenta hoy día esta tendencia.
Otras características, en particular el gran tamaño de la mano (figura 3), la
longitud de las primeras falanges, la situación distal de la inserción de los
flexores de los dedos y la fuerte compresión de los extremos distales del
fémur, entre otras, sugieren de nuevo una alta capacidad para trepar y
suspenderse (figura 4). Aun así, las diferencias en relación al orangután son
importantes y evidencian que Dryopithecus no tenía tantas posibilidades de
movimiento en los distintos planos como Pongo, lo que le habría restado
agilidad acrobática. Es posible que Dryopithecus mantuviese cierto grado
de cuadrupedismo en los árboles, una herencia de sus antepasados más
primitivos.
Así pues, la arquitectura esquelética de Dryopithecus reúne los
requisitos básicos para ser un candidato a miembro del selecto club de los
hominoideos modernos. Pero ¿qué puede decirse del cráneo?
Figura 3: Mano del esqueleto de Dryopithecus laietanus de Can
Llobateres. Vista palmar.

Una nueva cara para un viejo mono


Si existe un primate fósil que haya pasado por las más diversas ramas
del árbol filogenético, ése es sin lugar a dudas Dryopithecus. La hipótesis
clásica lo situaba junto con otras formas del Mioceno inferior africano,
como Proconsul, en un mismo grupo, los Dryopithecidae, del cual se
habrían originado las diferentes formas de hominoideos actuales. Las ideas
fueron cambiando a medida que el material fósil se incrementaba, y la
posición de Dryopithecus en el árbol filogenético de los hominoideos fue
ascendiendo. El primer paso fue separarlo de los proconsúlidos del Mioceno
inferior de África y situarlo a medio camino entre éstos y el ciado de los
grandes monos modernos (Pan, Gorilla, Pongo). Hasta hace poco las
discusiones se centraban en la posición que debía ocupar esta forma
europea en relación a otras del Mioceno medio y superior de África
(Kenyapithecus) o Eurasia (Graecopithecus [1], Lufengpithecus y otros).
En fecha muy reciente, sin embargo, Dryopithecus ha sido encumbrado
hasta las más altas cimas del árbol genealógico de los grandes monos
actuales. Dean y Delson (1992) han querido ver en este género un posible
ancestro del gorila. De hecho, la única posibilidad que aún no se ha
considerado es la de que Dryopithecus fuera un ancestro de los homínidos
bípedos (otras dos formas eurasiáticas sí han tenido este honor:
Ramapithecus, hoy sinónimo de Sivapithecus, considerado una forma
hermana del orangután, y Graecopithecus, una forma griega que para
algunos autores sería un ancestro de Australopithecus.)
Por su buen estado de conservación, el ejemplar de Can Llobateres
proporciona un conjunto de informaciones nuevas que obliga a un
replanteamiento radical de la posición filogenética de Dryopithecus. La cara
de CLL-18000 conserva, como pieza independiente, una parte del hueso
temporal con la petrosa en buen estado de conservación. En su cara
endocraneal puede observarse perfectamente el meatus acusticus interno y,
lo que es más significativo desde el punto de vista filogenético, la ausencia
de fosa subarcuata, lo cual se relaciona con la pérdida del parafloculus, una
prolongación del cerebelo. Este carácter tiene una particular trascendencia
filogenética, ya que la ausencia del parafloculus es un carácter derivado de
los grandes hominoideos vivos.
Figura 4: Reconstrucción en vida de una hembra de Dryopithecus laietanus.

La presencia de este carácter en Dryopithecus permite, en nuestra


opinión, incluirlo en este grupo y cerrar definitivamente la discusión sobre
la atribución de este género. Asimismo, la reconstrucción precisa del cráneo
de Dryopithecus laietanus de Can Llobateres (con la ayuda de los restos de
Dryopithecus de Rudabanya, Hungría) muestra claramente que el cráneo de
Dryopithecus es esencialmente moderno, es decir, alto, corto y con los
nasales retraídos y verticalizados (figura 5).
Llegados a este punto, tres son las posibles alternativas filogenéticas
para Dryopithecus:
1. — Ancestro común de todos los grandes antropoides modernos.
2. — Ancestro del ciado del actual orangután.
3. — Ancestro de los grandes antropoides africanos actuales.

El nuevo análisis de la zona facial de Dryopithecus ha permitido


conocer caracteres morfológicos previamente desconocidos y precisar la
variabilidad de otros. Se ha estudiado la polaridad de los diferentes
caracteres tomando en consideración todos los taxones de hominoideos y
como grupo externo el resto de primates.
El resultado de este análisis ha mostrado que Dryopithecus es un taxón
básicamente primitivo en relación al ciado hominoideo. No presenta
ninguno de los caracteres avanzados del ciado de los grandes monos
africanos, ni la mayoría de caracteres faciales derivados del clado
Sivapithecus-Pongo. Sin embargo, el zigomático de Dryopithecus es muy
particular y puede darnos una pista sobre sus relaciones de parentesco.
Dos aspectos del zigomático son particularmente interesantes. Su
robustez en relación al tamaño del cráneo es netamente superior al de la
mayoría de los primates, con la excepción del orangután. Junto a esta mayor
robustez puede observarse en ambas formas todo un conjunto de
rugosidades particularmente marcadas en la zona superior, que se continúan
en parte de la zona frontoorbital.
El otro carácter remarcable del zigomático de Dryopithecus es el
elevado número de forámenes zigomaxilares (3-4) y su posición muy por
encima del reborde orbital inferior. En los grandes monos africanos,
chimpancé y gorila, sólo se observan entre 1 y 2 forámenes por término
medio, situados además por debajo del nivel inferior de la órbita, una
condición primitiva que puede observarse también en los hominoideos
fósiles del género Proconsul. El elevado número de forámenes de
Dryopithecus, en cambio, es un carácter derivado compartido únicamente
con Pongo (figura 5).
Estas coincidencias nos hacen pensar que las características especiales
del zigomático podrían estar interrelacionadas de alguna manera. La
respuesta a esta cuestión la encontramos en la denominada «máscara» del
orangután macho. Es bien conocido que los machos de esta especie poseen
unas «mejillas» muy desarrolladas (que en ocasiones se expanden por
encima de las órbitas) formadas por tejido conjuntivo y grasa. No sabemos
de ningún estudio que relacione la anatomía ósea facial subyacente con la
presencia de la máscara, pero es de suponer que la robustez y las
rugosidades del zigomático deben ofrecer un buen soporte físico a la
máscara, y que la multiplicidad y el tamaño de los forámenes zigomaxilares
le proporcionan una inervación y un riego sanguíneo suplementarios.
El hecho de que Dryopithecus posea los mismos caracteres zigomáticos
derivados que Pongo permite suponer que ambos forman parte del mismo
ciado. Curiosamente, estos caracteres se encuentran también en otras
formas eurasiáticas, como Lufengpithecus (Schwartz, 1990) o Sivapithecus
(Andrews y Cronin, 1982). Sin embargo, así como Dryopithecus es
plesiomórfico respecto de Pongo en cuanto al resto de caracteres faciales y
dentarios, Lufengpithecus y más aún Sivapithecus comparten con el
orangután otros caracteres derivados que permiten considerarlos
filogenéticamente más próximos a Pongo (figura 5).
Figura 5: Reconstrucción de la cara de diversos hominoideos euroasiáticos. A:
Pongo (orangután). B: Sivapithecus. C: Dryopithecus. D: Graecopithecus
(Ouranopithecus).

Creo, por lo tanto, que es posible demostrar la monofilia de un grupo de


taxones que incluiría, además del actual orangután, a Dryopithecus como
forma más primitiva y al resto de géneros eurasiáticos (Lufengpithecus,
Sivapithecus y, quizá, Graecopithecus y Ankarapithecus) como formas más
derivadas y próximas a Pongo.

Los otros fósiles eurasiáticos

Además de Dryopithecus, género clásicamente europeo, hay otros


hominoideos fósiles eurasiáticos de cuyas adaptaciones básicas no teníamos
hasta ahora una idea clara debido a la escasez e incompletitud del material
fósil (al menos en lo que respecta al esqueleto poscraneal). Sin embargo,
una región facial muy bien conservada de Sivapithecus indicus dejó atónitos
a sus descubridores: era como estar viendo una cara de orangután. Más aún,
sus rasgos orangutanoides eran exagerados (¡tenía más cara de orangután
que el propio orangután!, figura 5). Tras la publicación del descubrimiento
en la prestigiosa revista Nature, Ramapithecus, del que se había llegado a
pensar que era un ancestro de los homínidos, dejó de existir para convertirse
en sinónimo de Sivapithecus. Lo que se había identificado, sin embargo, era
nada más ni nada menos que el ancestro del orangután. Por primera vez se
conocía un ancestro de uno de los grandes hominoideos vivos. Sin embargo,
el estudio de los escasos restos poscraneales introdujo una duda
mortificante en el alma del equipo dirigido por D. Pilbeam, que excavaba
desde hace años en Paquistán. Los fragmentos poscraneales mostraban
algunos caracteres arcaicos que recordaban a los monos pronógrados
primitivos. Un cráneo de orangután en un cuerpo de Proconsul, ¡vaya
monstruo! La estructura general de aquel ser no se parecía a la de ninguno
de los grandes hominoideos modernos.
Así pues, algo no iba bien. Pero los caracteres primitivos no bastan para
diagnosticar el pronogradismo. Dryopithecus también posee algunos rasgos
primitivos que, sin embargo, están claramente asociados a una estructura
básicamente ortógrada. Como se ve, la cara sigue siendo diagnóstica, de
manera que Sivapithecus no sólo debe incluirse en el mismo grupo que los
grandes hominoideos vivos, sino que es el taxón hermano del orangután.
Huelga decir que esto es congruente con la anatomía del cráneo de
Sivapithecus, más moderna que la de Dryopithecus.
China posee también su propio hominoideo, Lufengpithecus. Fue
descubierto en los años ochenta en unos yacimientos ricos en mamíferos
fósiles y relativamente recientes (unos 8 millones de años de antigüedad).
Al igual que Dryopithecus, Lufengpithecus comparte con el orangután
caracteres faciales como la orientación de los arcos zigomáticos y los
numerosos forámenes zigomaxilares. También la región premaxilar/maxilar
deriva hacia Pongo. Como en Dryopithecus, la región orbital y frontal es
primitiva, exceptuando la reducción del seno frontal en ambos géneros.
En Grecia y Turquía también se ha reunido una interesante colección de
restos craneales. Graecopithecus era un animal de gran tamaño y cráneo
muy robusto. Esta robustez se debe probablemente al gran tamaño de la
especie y al sexo masculino del espécimen mejor conservado. Los
descubridores de este espécimen (De Bonis y G. Koufos, 1994)
propusieron, sobre la base de algunos caracteres craneales y dentarios, que
Graecopithecus debía considerarse un ancestro de Australopithecus. Sin
embargo, recientemente se ha refutado la pretendida reducción del
dimorfismo de los caninos, y se ha visto que la morfología de la región
supraorbital no es homologable con el toro supraorbital típico de los
grandes antropoides africanos. En cambio, la morfología del arco
zigomático y de las crestas temporales recuerdan de nuevo al orangután.
Ankarapithecus, hallado en Turquía, es una versión más pequeña de
Graecopithecus, de características muy similares.

África: un escenario vacío

Entre hace 12 millones de años y la aparición del homínido más antiguo


encontrado hasta ahora (Ardipithecus ramidus, con 4,4 m.a.) el registro fósil
africano es prácticamente nulo. Con 12 m.a. de antigüedad tenemos a
Otavipithecus namibiensis (Pickford et al., 1997). Lo poco que sabemos de
este género hallado en Namibia sugiere más bien que se trata de una forma
primitiva tanto craneal como poscranealmente. Todo indica que nos
encontramos ante un homólogo tardío de los proconsúlidos del Mioceno
inferior del este africano, no relacionable, por lo tanto, con el origen de los
grandes antropoides modernos.
Otro género descrito recientemente es Samburupithecus(Ishida y
Pickford, 1997), del Mioceno superior de Kenia. Por desgracia, el material
fósil de este género se reduce a un maxilar superior. Algunos aspectos de la
dentición sugieren un posible parentesco con los grandes hominoideos
actuales, pero otros no. Demasiadas incógnitas para tan pocos datos.
Algunos yacimientos más recientes, como Lothagam, han
proporcionado fósiles aislados que difícilmente aclararán algo sobre el
origen de los grandes antropoides modernos. De hecho, no hay ningún resto
fósil del Plioceno o Pleistoceno africano que pueda relacionarse con ellos.

Una hipótesis sobre el origen y evolución de los grandes


antropoides

El problema es complejo y, lo que es peor, falta mucha información.


Apenas hay material del Mioceno superior de África y del tránsito del
Mioceno medio al superior, cuando se supone que surgió el grupo. Aun así,
la situación actual es mucho mejor que hace sólo diez años. Nuevos
hallazgos y, sobre todo, nuevos análisis y puntos de vista nos permiten
delinear con mayor claridad el origen de los grandes antropoides modernos.
En fecha reciente se ha propuesto una hipótesis supuestamente
impecable y cuantificable mediante métodos rigurosos basados en la
cladística y en el omnipotente concepto de parsimonia. Esta hipótesis,
defendida por Steward y Disotell (1998) y Begun (en prensa), sostiene que
los grandes hominoideos modernos son de origen eurasiático. Según estos
autores, los hominoideos se extinguieron en África hace 12 millones de
años, de manera que los gorilas, los chimpancés y nosotros mismos
seríamos en realidad descendientes de emigrantes europeos que llegaron a
África hace algo más de 6 millones de años. No es que a los paleontólogos
europeos nos disguste la idea de poder afirmar con orgullo que Eurasia ha
tenido después de todo un papel relevante en la historia del origen del
hombre, sobre todo tras el fraude de Piltdown. Sin embargo, como ha
mostrado Roger Lewin de manera diáfana en su obra Bones of Contention,
los deseos más íntimos de los paleontólogos son a veces más relevantes a la
hora de formular hipótesis que los datos empíricos. Si se leen las
conclusiones de los autores de nuevos hallazgos en Eurasia en los últimos
veinte años, resulta sorprendente (¡o quizá no!) notar que casi todos han
pretendido que habían encontrado ancestros directos de los
australopitecinos o, en su defecto, de los grandes hominoideos vivos:
Kordos (1987) y Begun (1992) respecto de Dryopithecus, De Bonis y
Koufos (1994) respecto de Graecopithecus, y otro tanto se ha dicho de
Lufengpithecus, Ankarapithecus y el enigmático Oreopithecus.
¿Tan clara es la evidencia de que los chimpancés y australopitecinos son
de origen europeo, o lo que se propone como una hipótesis científica no es
más que una transcripción de los deseos más íntimos de los científicos?
Esta es una pregunta difícil y comprometida, que socava los más profundos
cimientos de los conceptos y métodos empleados por algunos grupos de
antropólogos. En este sentido, tanto el rigor metodológico de la cladística
como el principio de parsimonia están siendo cada vez más cuestionados.
En primer lugar, el uso (y abuso) del principio de parsimonia (que sostiene
que la hipótesis más simple es la más probable, ya que la naturaleza es poco
proclive a repetir modelos) podría no estar justificado. Estudios recientes en
grupos de invertebrados cuya filogenia molecular se conoce en detalle
muestran que su morfología tiene un grado de homoplasia (caracteres
convergentes) que supera ampliamente el 50%. Si esto fuera extrapolable al
resto de seres vivos, entonces habría que rechazar la idea de que la
naturaleza es parsimoniosa y reconocer que el proceso evolutivo está más
dirigido de lo que imaginábamos. El talón de Aquiles de la cladística reside
en la dificultad de conocer la incidencia real de la homoplasia. Pero no es el
único. La fase previa al estricto análisis cladístico (en la que se seleccionan,
definen y polarizan los caracteres) es enormemente comprometida, ya que
las inevitables hipótesis de partida hacen muy difícil eludir el sesgo
inconsciente en la elección y valoración de los caracteres. En otras palabras,
nuestras hipótesis favoritas tienden a ser cladísticamente demostrables.
Por todo lo anterior, cualquier hipótesis cladística que se enorgullezca
de rigor, cuantificación y método es sospechosa, por lo menos hasta que se
haya cuantificado convenientemente el grado de homoplasia y se garantice
la imparcialidad en la elección previa de los caracteres.
La hipótesis del origen eurasiático de los grandes hominoideos
modernos no satisface ninguno de estos requisitos. Tampoco ha sido
adecuadamente confirmada en el registro fósil; es más, al menos en lo que
respecta a la biogeografía, es bastante poco parsimoniosa. Por ejemplo, el
autor de la base de datos usada manifiesta una enfermiza tendencia a
atomizar los caracteres, quizá pensando que cuanto mayor sea el número de
caracteres, y por ende el índice de correlación, más convincente será la
hipótesis (la fascinación de las hipótesis cuantificables). Para obtener ese
asombroso número de caracteres se ha llegado a duplicar algunos y a
considerar válidos otros rasgos cuya presencia es un simple efecto de la
alometría (dependiente del tamaño). Por otra parte, si los autores se
hubieran molestado en contrastar sus hipótesis con el registro fósil se
hubieran ahorrado algunos disgustos. Una de las hipótesis (Steward y
Disotell, 1998) admite un origen africano de los hominoideos, pero sostiene
que la dicotomía entre gibones y grandes monos tuvo lugar en Eurasia hace
unos 20 m.a. En consecuencia, el ancestro común de los hominoideos
africanos y asiáticos sería de origen eurasiático. Sin embargo, no hay la
mínima evidencia fósil de esto. Más aún, el magnífico registro fósil del
Mioceno eurasiático desmiente esta hipótesis. Los primeros hominoideos
colonizaron Eurasia hace 16 m.a. Los datos moleculares de los propios
autores indican que la dicotomía entre gibones y grandes monos tuvo lugar
hace cerca de 18 m.a., lo que quiere decir que nunca pudo producirse en
Eurasia.
La evidencia existente hace que sea más razonable suponer que los
ancestros de los gibones y los otros hominoideos eurasiáticos emigraron de
África hace 16 m.a. en el primer caso y cerca de 13 m.a. en el segundo. La
segunda hipótesis (Begun, en prensa), también muy discutible, mantiene
que los ancestros de los grandes hominoideos modernos colonizaron
Eurasia y se diversificaron en al menos dos grandes ciados, uno de los
cuales habría dado origen a los orangutanes, mientras que el otro habría
vuelto a colonizar África hace unos 6 m.a. y habría dado origen a
chimpancés y gorilas. Esta hipótesis se basa en la presunta ausencia de
hominoideos en África en el periodo que va desde hace 13 m.a. hasta hace
6 m.a. Sin embargo, es muy aventurado atribuir la ausencia de fósiles a la
inexistencia de hominoideos cuando se sabe tan poco del Mioceno superior
de África. En este caso es más razonable atribuir la falta de fósiles a la
carencia de buenos yacimientos. También ha contribuido a la idea del
origen euroasiático la insistencia de algunos autores en que algunos fósiles
euroasiáticos estaban directamente emparentados con los chimpancés y/o
gorilas. Mi opinión es que estas hipótesis no están adecuadamente
fundamentadas. Antes bien, como ya he comentado, la evidencia fósil
sugiere que en el Mioceno eurasiático se diferenció un grupo natural del
cual se derivó el único gran hominoideo vivo de Asia, el orangután. Esto
sugiere que el grupo hermano de los grandes hominoideos asiáticos no se
movió de África, y que de él se derivaron más tarde los gorilas, los
chimpancés y, por supuesto, los homínidos. Creo que esta hipótesis es la
que mejor se ajusta a los datos moleculares, paleontológicos y
biogeográficos existentes (figura 6).
Figura 6: Modelo de radiación biogeográfica de los hominoideos en los últimos
20 millones de años. Su cuna se sitúa en África, desde donde colonizaron Eurasia,
dando lugar al orangután viviente. Los grandes antropomorfos africanos se
habían originado en África.

El modelo que acabo de exponer es muy consistente con la


biogeografía. Un hominoideo descendiente de una forma africana, quizá
relacionado con Kenyapithecus, colonizó Eurasia. Todo indica que este
hominoideo era morfológicamente similar a Dryopithecus, y es muy
probable que sea el ancestro tanto de los grandes hominoideos eurasiáticos
como de los grandes monos africanos. La diferenciación de morfotipos
diversos en las distintas áreas geográficas de Eurasia (Dryopithecus,
Graecopithecus, Sivapithecus, Lufengpithecus y Pongo) es consecuencia de
la compleja evolución paleogeográfica y paleoclimática de las cadenas
alpinas durante el Neógeno, con la aparición de barreras que favorecieron la
evolución vicariante de las diferentes poblaciones de hominoideos en áreas
geográficamente aisladas: Dryopithecus quedó aislado en Europa occidental
por la presencia de los mares de Thetys y Parathetys, mientras que
Graecopithecus quedó aislado en el sudeste europeo por el levantamiento
de la cadena alpina que se prolonga hacia el sudeste asiático en el
Himalaya, el cual formó una barrera aislante entre Sivapithecus-Pongo al
sur y Lufengpithecus al norte.
Así, los morfotipos más primitivos (más alejados de Pongo) se
encuentran en Europa occidental, mientras que los más derivados se sitúan
próximos a la distribución actual del orangután. La supervivencia de este
último a la extinción miocénica de todos los otros grandes hominoideos
eurasiáticos se debe probablemente a la persistencia desde el Mioceno
superior de una extensa pluvisilva en el sudeste asiático, donde se
encuentran registros históricos de orangutanes y gibones. De todo este
floreciente ciado, la presión depredadora humana ha respetado sólo algunas
poblaciones reducidas en las islas de Sumatra y Borneo, además de los
ejemplares conservados en los zoológicos de los países que pueden
permitírselo.
Referencias

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and Ramapithecus and the evolution of the orangutan», Nature, 297: 541-
546.

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and the origins of Hominidae».

—De Bonis, L. & Koufos, G. (1994), «Our ancestor’s ancestors:


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Dryopithecus shed new light on evolution of great apes», Nature, 365: 543-
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—Moyà-Sola, S. & Köhler, M. (1996), «A Dryopithecus skeleton and
the origins of great-ape locomotion», Nature, 379: 156-159.

—Schwartz, J.H. (1990), «Lufengpithecus and its potential relationship


to an orang-utan clade», Journal of Human Evolution, 19: 591-605.

—Stewart, C.B. & Disotell, T.R. (1998), «Primate evolution ̶ In and out
of Africa», Curr. Biol. 8: R582-R588.
Coloquio

Adrià Casinos: Una pregunta muy concreta: ¿cómo habéis estimado la


masa corporal de Dryopithecus?
Meike Köhler Se sabe que las estimaciones basadas en los dientes de
los driopitecinos suelen dar valores algo menores que las basadas en el
esqueleto poscraneal. Nosotros hemos inferido el peso corporal a partir de
la superficie de la cabeza del fémur, que es el método preferente cuando
puede aplicarse, y hemos obtenido un peso estimado de 34 kilos.

Adrià Casinos ¿Existe alguna ecuación alométrica que relacione la


superficie femoral con el peso corporal y que tenga algún poder predictivo?
Meike Köhler Sí, desde luego.

Francesc Ribot Quería hacer algunas puntualizaciones en relación con


los rasgos característicos que, según vosotros, conectarían a Dryopithecus
con el ciado Sivapithecus-Pongo, especialmente los forámenes zigomáticos.
Mi conclusión personal es que la presencia de forámenes zigomáticos o
bien es un rasgo sin un valor filogenético claro o bien sería un carácter
arcaico que Dryopithecus compartiría no sólo con Pongo, sino con otras
formas más primitivas. En cuanto a la ausencia de toro supraorbital, éste es
un carácter tremendamente primitivo presente no sólo en Dryopithecus y
Pongo, sino en Proconsul, Egiptopithecus, Afropithecus y los hilobátidos,
entre otros.
Meike Köhler Comenzaré con los forámenes zigomáticos. Nosotros
mismos hemos estudiado la variabilidad de este carácter y podemos decir
que los forámenes zigomáticos por encima del borde orbital inferior son
excepcionales, y cuando se encuentran nunca van acompañados de un arco
zigomático plano, robusto y orientado hacia delante como en Pongo. En
cuanto a la ausencia de toro supraorbital, no estoy basando una relación
filogenética en la ausencia de un carácter, sino en la presencia de un
carácter que considero derivado y que no es otro que la morfología
supraorbital visible en Pongo, Sivapithecus, Ankarapithecus,
Graecopithecus, Oreopithecus e incluso Dryopithecus.
UN ESCENARIO PARA LA EVOLUCIÓN DE LOS
HOMÍNIDOS DEL MIOCENO
Jordi Agustí
Sobre el autor

Jordi Agustí es doctor en ciencias biológicas por la Universidad de


Barcelona y desde 1985 dirige el Instituto de Paleontología M. Crusafont de
la Diputación de Barcelona. Como paleontólogo, su actividad investigadora
se ha centrado en la paleobiología de los micromamíferos fósiles, tema al
que ha dedicado más de un centenar de trabajos en revistas científicas
internacionales. Ha dirigido diversos proyectos de investigación a nivel
europeo sobre la evolución de los ecosistemas terrestres durante el Neógeno
y el Cuaternario, así como campañas paleontológicas en Libia y Georgia.
Entre sus obras se cuentan La evolución y sus metáforas (Tusquets Editores
[Metatemas 33], Barcelona, 1994.), Els fóssils. A la recerca del temps
perdut (Edicions de la Magrana, Barcelona, 1995) y Memoria de la Tierra
(junto con Mauricio Antón, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1997).
Además, ha coordinado diversas obras colectivas como La lógica de las
extinciones (Tusquets Editores [Metatemas 42], Barcelona, 1996), El
progreso (junto con Jorge Wagensberg, Tusquets Editores [Metatemas 52],
Barcelona, 1998) y Evolution of Neogene Terrestrial Ecosystems in Europe
(Cambridge University Press, 1999).
Las discusiones sobre el origen del bipedismo humano han girado
clásicamente en torno a dos escenarios alternativos. En el primero de ellos
se podría decir que el factor «azar» juega un papel preponderante. Según
esta idea, el bipedismo no habría surgido como una adaptación particular a
un cambio en las circunstancias ambientales, sino que habría sido producto
de un hecho contingente como, por ejemplo, el que uno o varios individuos
bípedos se hubiesen convertido en machos dominantes (Chaline, 1994). En
esta línea se encontrarían las interpretaciones que ligan el origen del
bipedismo a una modificación fortuita de las pautas o de la velocidad del
desarrollo ontogenético (Gould, 1977). De alguna manera, este escenario
recrea la idea del «monstruo prometedor» de Goldschmidt y sugiere una
aparición súbita («puntuada») del bipedismo.
Otro punto de vista muy extendido tiende a interpretar el origen de la
postura bípeda como una respuesta adaptativa a la expansión de las grandes
praderas o sabanas en el África oriental a principios del Plioceno (Coppens,
1983). Según este escenario funcionalista, el bipedismo de los primeros
homínidos sería una respuesta directa a la deforestación sufrida por aquella
región a partir del Mioceno superior. Como en el caso anterior, el carácter
de «evento único» de este escenario hace difícil su contrastación. Sin
embargo, las premisas de esta «East Side Story» africana (como también se
la conoce) no son tan únicas como pudiera parecer de entrada. De hecho, a
finales del Mioceno, hace unos 9 millones de años (en el piso geológico
conocido como Vallesiense) se produjo en Europa un proceso
aparentemente similar que acarreó la regresión del bosque subtropical hasta
entonces imperante; sólo que, en este caso, el cambio ambiental no
determinó la adaptación al nuevo medio de los diversos hominoideos que
poblaban estos bosques —Dryopithecus, Ankarapithecus, Graecopithecus
sino, bien al contrario, su extinción. Si el bipedismo constituye realmente
una adaptación a un medio de sabana, cabría esperar que hubiese surgido en
Europa hace unos 9 millones de años a partir de hominoideos ortógrados
como Dryopithecus.
Sin embargo, la información paleobiológica acumulada recientemente
en Europa y su contrastación con la de otros dominios zoogeográficos del
Viejo Mundo permiten constatar que el contexto evolutivo de los
hominoideos de latitudes medias durante el Mioceno superior y el Plioceno
fue muy distinto del africano. La diferente evolución climática y
configuración espacial de las áreas pobladas por los hominoideos del
Mioceno superior fue un factor determinante en la distinta suerte que
corrieron en Eurasia y en África.

Hace veinte millones de años

El primer simio conocido lo encontramos en el norte de África en una


fecha tan temprana como hace 45 millones de años (Algeripithecus minutus,
del Eoceno inferior-medio de Glib Zegdou, Argelia; Godinot y Mahboubi,
1992). Ya en el Oligoceno inferior, hace unos 30 millones de años, los
yacimientos de El Fayoum en Egipto exhiben una amplia variedad de
monos catarrinos y platirrinos, con géneros tan diversos como
Aegyptopithecus, Propliopithecus, Apidium y Parapithecus. Por esa época,
formas emparentadas con los dos últimos géneros colonizaron Sudamérica
junto con algunos roedores, dando lugar a los actuales monos platirrinos de
ese continente.
Por el contrario, los primates se encuentran ausentes del registro fósil
europeo durante cerca de 17 millones de años (entre el Oligoceno inferior y
el Mioceno medio), después de su abrupta desaparición a principios del
Oligoceno en el marco de la crisis biológica conocida como Grande
coupoure (fechada en hace unos 37 millones de años, en el límite entre los
periodos Eoceno y Oligoceno). Durante todo ese tiempo, la evolución en
África y Europa siguió caminos muy diferentes. Así, en África las faunas de
herbívoros aparecen dominadas por un conjunto autóctono de ungulados,
los tetiterios, que incluyen grupos hoy tan dispares como los hiracoideos (o
damanes), los proboscídeos y los sirénidos, pero que en su día englobaron
también formas semiacuáticas como los demostilios.
Todo esto cambió hace unos 20 millones de años, cuando la placa
africana, en su deriva hacia el este, colisionó con el gran continente
eurasiático a la altura de lo que hoy es el Próximo Oriente. Este evento
geológico fue decisivo para las faunas de ambos continentes, condicionando
su evolución futura. Después de que África y Europa entraran en contacto,
grupos de extracción estrictamente africana como los primates y los
proboscídeos enriquecieron las faunas de este último continente. Por su
parte, grupos como los bóvidos o los ciervos de agua (tragúlidos) se
integraron a su vez en los ecosistemas africanos del Mioceno inferior.
Los primeros primates que irrumpieron en Europa procedentes de
África pertenecen al género Pliopithecus . Los pliopitécidos eran pequeños
primates arborícolas de no más de 10 kilos de peso, cuyo aspecto hizo
pensar que podían estar emparentados con los actuales gibones. Sin
embargo, hoy sabemos que los pliopitécidos forman parte de la misma
radiación evolutiva de la que surgieron Aegyptopithecus, Propliopithecus,
Oligopithecus y otros catarrinos primitivos de El Fayoum, la cual es muy
anterior a la que dio lugar a los verdaderos gibones. Pliopithecus tiene el
honor de ser el primer primate fósil descrito en la historia de la
paleontología; fue descubierto por Édouard Lartet en 1834 en la colina de
Sansan, cerca de la población francesa de Gers. Los pliopitécidos presentan
una dentición adaptada al consumo de hojas, y a lo largo de su historia se
diversificaron en más de diez especies repartidas en unos cinco géneros. Su
rango de distribución abarca desde la península Ibérica hasta China, aunque
la mayor parte de los hallazgos proceden de Europa occidental y central.
Los numerosos restos de la especie Pliopithecus vindoboniensis hallados en
la localidad centro-europea de Neudorf an der Marche, en Checoslovaquia,
han permitido hacerse una idea bastante exacta de la anatomía de estos
primates. Su cara era corta y ancha, con grandes órbitas semicirculares en
posición frontal. Esta morfología contrasta con el morro alargado
característico de Aegyptopithecus y otros catarrinos primitivos africanos, y
recuerda la de los actuales gibones (aunque, como he indicado, no existe
ningún parentesco directo con estos últimos). Los miembros eran gráciles y
alargados, con brazos y piernas de longitud similar, lo que sugiere que
Pliopithecus era un primate arborícola que, como los gibones, se suspendía
de los árboles (aunque las proporciones de sus miembros eran muy
diferentes de las de los gibones y más cercanas a las de un primate básico).
Mostraba un acusado dimorfismo sexual que se manifestaba en el tamaño
relativo de los caninos y en el desarrollo de una pequeña cresta sagital en la
parte posterior del cráneo de los machos. Por lo demás, todo indica que los
pliopitécidos carecían de cola.

Figura 1: Cráneo de Pliopithecus vindoboniensis (dibujo de M.


Köhler, a partir de Zapfe, 1960).

Aunque la primera evidencia firme de fauna africana en Europa se


remonta a 20 millones de años atrás (mastodontes del género
Gomphotherium), los primeros Pliopithecus no aparecen en el registro fósil
europeo hasta hace unos 17 millones de años, a principios del Mioceno
medio (numerosos puntos en el valle del Loira francés: Faluns de Touraine,
Anjou, Pontlevoy-Thenay y otros). Más tarde, el área de distribución del
grupo se expandió por toda Europa, desde la cuenca del Vallés-Penedés
(Sant Quirze, Castell de Barbera) hasta Polonia, pasando por Francia, Suiza,
Alemania, Austria y Eslovaquia. Al aumentar el rango geográfico aumentó
también la diversidad taxonómica del grupo, con nuevos géneros como
Plesiopliopithecus y Anapithecus, en los que se acentúa la tendencia al
folivorismo ya patente en Pliopithecus. A principios del Mioceno superior,
en la época conocida como Vallesiense, la presencia de pliopitécidos
disminuye en Europa occidental, tal vez por la competencia de hominoideos
como Dryopithecus. Aun así, el grupo está bien representado (Anapithecus)
en el Vallesiense inferior de Rudabanya (Hungría), donde coexiste con
Dryopithecus (Kordos, com. pers. 1998). Los pliopitécidos, representados
por formas folívoras como Anapithecus, persistieron en Europa hasta hace
unos 8 millones de años, encontrándose todavía en el Vallesiense superior
de Terrassa, en la cuenca del Vallés-Penedés, cientos de miles de años
después de la desaparición de los últimos hominoideos del continente
europeo. En China, los pliopitécidos parecen haber persistido hasta finales
del Mioceno, representados por Laccopithecus, un género de dimensiones
superiores a las formas europeas.
Las faunas acompañantes de Pliopithecus en el Mioceno inferior y
medio presentaban una estructura básica muy característica. Entre los
ungulados abundaban los suiformes omnívoros del género Aureliachoerus,
junto con formas frugívoras como los mastodontes del género
Gomphotherium ya mencionados. Con ellos se encuentra una amplia gama
de herbívoros ramoneadores, como los proboscídeos del género
Deinotherium y los suiformes del género Bunolistriodon, y numerosos
perisodáctilos, como los pequeños «caballos» del género Anchitherium, los
rinocerontes acuáticos de los géneros Brachypotherium y
Plesiaceratherium, y los chalicotéridos, un grupo particular emparentado
remotamente con los équidos, pero que, a diferencia de los otros
perisodáctilos, tenía unas extremidades anteriores más largas que las
posteriores, dotadas de garras en lugar de pezuñas, lo que les permitía
acceder más fácilmente a las hojas situadas en niveles elevados. Los ciervos
de agua o tragúlidos, hoy asociados a los cursos fluviales de las selvas
tupidas del Asia subtropical, estaban representados por varias especies,
mientras que los ciervos verdaderos estaban representados por formas de
talla pequeña y astas relativamente sencillas. Mucho más raros en esa época
son los bóvidos, representados por Eotragus, emparentado con el actual
nilgo de la India, pero cuyas reducidas dimensiones y cortos cuernos apenas
dejan entrever su parentesco con los búfalos, bueyes o antílopes actuales.
Por su parte, las copas de los árboles y el sotobosque de estos bosques
subtropicales estaban poblados por una gran variedad de pequeños
mamíferos, sobre todo roedores de la familia de los hámsteres (cricétidos),
lirones (glíridos) y ardillas (esciúridos). Algunos de ellos presentaban
pliegues membranosos o patagios, lo que les permitía planear de árbol en
árbol tal como hacen hoy las llamadas ardillas voladoras orientales (o
petauristas), que pueden realizar «vuelos» de hasta 100 metros. En el
Mioceno esta misma adaptación se encontraba también en los lirones del
género Paraglirulus y en los eómidos, una familia totalmente extinguida de
pequeños roedores que no sobrepasaban los cinco centímetros de la cabeza
a la cola.
Una rica vegetación cubría extensas áreas formando bosques
subtropicales húmedos similares a los que existen hoy en algunas zonas de
Extremo Oriente, de Canarias y de Madeira, caracterizados por la
abundancia de árboles perennifolios de hojas grandes y lanceoladas (de ahí
la denominación de laurisilva, en referencia a la hoja lanceolada del laurel).
Cinnamomum, Phoebe, Podocarpus, Tsuga, Magnolia, Ficus, Calamus y
otros géneros subtropicales coexistían con otros de zonas más templadas en
un contexto de estabilidad climática y temperaturas medias anuales en torno
a los 20°C. En la costa eran frecuentes los manglares, y los arrecifes de
coral proliferaban por todo el Mediterráneo. Este momento coincide con
una notable elevación del nivel de los océanos que afectó a muchas áreas
(como, por ejemplo, la costa atlántica de la península Ibérica). La
temperatura de las aguas superficiales debía ser de 25°C a 27°C, tal como
las que se registran hoy en el Golfo de Guinea.
Figura 2: Reconstrucción paleoambiental del yacimiento del Mioceno medio de
Madrid. De izquierda a derecha, se reconocen los rinocerontes del género
Hispanotherium, el ciervo de agua Dorcatherium, el cérvido
Procervulus, dos suidos del género Bunolistriodon y, detrás de ellos,
paleomerícidos del género Triceromeryx (ilustración de Mauricio Antón en J.
Agustí y M. Antón, Memoria de la Tierra, Ediciones del Serbal, Barcelona,
1997).

El cambio climático de hace 14 millones de años

El escenario que acabamos de esbozar para el Mioceno inferior cambió


hace 14,5 millones de años. Numerosas evidencias en el registro oceánico
indican un descenso general de las temperaturas relacionado con el
enfriamiento de las aguas dos profundas de la Antártida y con un notable
incremento del hielo antártico en la parte oriental de ese continente. En
diversos momentos anteriores del Oligoceno se habían producido episodios
de expansión de los hielos antárticos, pero nunca de tanta magnitud como
los que se registran por primera vez hace entre 14,5 y 12 millones de años.
La ausencia de vegetación termófila y la abundancia de ericáceas,
gramíneas y compuestas indican una cubierta vegetal menos densa y una
caída de las temperaturas medias por debajo de los 12°C en la estación más
fría (Bessedik, 1985). La historia de este abrupto cambio climático en el
Mioceno medio ha podido detallarse gracias al análisis geoquímico de las
conchas de los foramíniferos planctónicos de esa edad, cuya proporción de
oxígeno pesado, O18, constituye un fiel reflejo de las oscilaciones climáticas
(en los episodios de acumulación de hielo en los polos, el carbonato cálcico
precipitado en la concha de estos protozoos se enriquece en este isótopo
más pesado frente al isótopo normal O16, lo que se traduce en una
disminución de la razón O16/O18.) Así, a lo largo del Mioceno medio se
detectan tres fases sucesivas de enfriamiento y, por lo tanto, de crecimiento
de la capa de hielo antártica: de 16,1 a 15,5 m.a., de 14,5 a 13,6 m.a. y de
13,2 a 12 m.a. En el periodo comprendido entre 14,5 y 14,1 millones de
años atrás es donde se registra un mayor incremento del hielo antártico.
Mientras que las primeras fases de estos episodios muestran una acusada
inestabilidad, con frecuentes oscilaciones, a partir de 14 millones de años
atrás se observa una progresiva estabilización del sistema climático y de la
capa de hielo antártica.
Figura 3: Ciervos primitivos del Mioceno medio de la península Ibérica. De
izquierda a derecha: Palaeoplatyceros, Stehlinoceros y Heteroprox
(ilustración de Mauricio Antón en J. Agustí y M. Antón, Memoria de la
Tierra, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1997).

El enfriamiento polar y el crecimiento subsiguiente del hielo antártico


durante el Mioceno medio tuvo importantes efectos sobre los ecosistemas
continentales del Viejo Mundo. Los inviernos se fueron haciendo más fríos
y los veranos más secos. En estas condiciones se desarrolló un mosaico de
bosques de hoja dura (vegetación de tipo esclerófilo) adaptados a la sequía
estival, intercalados con remanentes de la laurisilva tropical. A principios
del Mioceno medio, hace unos 16 millones de años, este mosaico de bosque
esclerófilo con alternancia de zonas más abiertas se extendía a lo largo de
un corredor que se prolongaba desde el norte de África y el Mediterráneo
oriental hasta el norte de China, a través de lo que hoy es Asia menor, Irán y
Afganistán. Es lo que se conoce como «provincia greco-iraní» (aunque sus
límites se extendían bastante más allá de Grecia e Irán).
La fauna asociada a este biotopo peculiar era muy diferente de la que
poblaba las zonas más húmedas, donde seguía imperando la laurisilva. Así,
mientras que en los bosques subtropicales del Mioceno inferior el nicho
ecológico de los ramoneadores estaba ocupado por herbívoros de tamaño
pequeño o medio, en este nuevo ambiente se produce la primera
diversificación de los rumiantes grandes típicos de espacios abiertos, como
los bóvidos y los jiráfidos. Faunas de este tipo, dominadas por bóvidos y
jiráfidos, se encuentran, por ejemplo, en yacimientos de Turquía (Çandir,
Paçalar) y en la zona del Cáucaso (como Byelometcheskaya en Georgia).
En la comunidad de grandes herbívoros de estos yacimientos predominan
los primeros jiráfidos de corte moderno y los bóvidos de origen asiático
(Boselaphini, Hypsodontinae) cuya dentición de corona alta estaba
plenamente adaptada a la masticación de vegetales coriáceos. Estos
animales se convirtieron en las presas de nuevos tipos de carnívoros, entre
ellos los grandes félidos y los hiénidos, prefigurando el tipo de asociación
que luego caracterizaría las sabanas y grandes praderas.
Hace unos 17 millones de años, esta franja cubría buena parte de lo que
hoy son las zonas desérticas y subdesérticas de las latitudes medias
africanas, alternándose las zonas de bosque esclerófilo adaptado a la sequía
estival con núcleos remanentes de bosque subtropical húmedo (de hecho, el
actual desierto del Sahara es un fenómeno relativamente reciente y bastaría
un pequeño incremento de la precipitación en 200 mm anuales para que
estas áreas recuperasen el aspecto que tenían en el Mioceno medio; Axelrod
y Raven, 1978.) Algo parecido ocurría en las zonas áridas meridionales del
continente africano, prefigurando lo que hoy son los desiertos de Namibia y
el Kalahari. Esta tendencia a la aridez ha quedado claramente registrada en
los sondeos estratigráficos del océano Índico, y se refleja en los bajos
niveles de arena eólica en las capas de hace unos 13 millones de años. El
origen del desierto de Namibia podría estar ligado al afloramiento
progresivo en la costa occidental africana de aguas semifrías de origen
antártico (Seisser, 1978; Van Zinderen Bakker, 1975).
En el norte de África encontramos otra vez una asociación de
mamíferos que remeda la de la provincia greco-iraní, caracterizada por la
rápida diversificación de los rumiantes de talla grande, bóvidos y jiráfidos,
que en el futuro constituirá la fauna distintiva de las sabanas. Así, en la
localidad libia de Gebel Zelten encontramos hasta tres géneros diferentes de
bóvidos (entre ellos las primeras gacelas). También en el Este, en los
yacimientos de Karungu y Rusinga, encontramos hasta tres géneros
diferentes de bóvidos. Curiosamente, esta última localidad africana presenta
las primeras evidencias de expansión de las gramíneas, el tipo de hierba que
hoy caracteriza las grandes praderas y las sabanas (aun cuando el primer
registro de este grupo de plantas se remonta al Eoceno).
Posteriormente, hace unos 14 millones de años, esta «protosabana»
(término acuñado por Harris, 1993) se extendió por el África oriental hacia
la zona ecuatorial. Esta expansión tuvo que ver probablemente con el
levantamiento de la corteza terrestre que se produjo en las primeras fases de
la formación del rift africano. Como han señalado diversos autores, los altos
relieves asociados a la formación del rift debieron incrementar la
estacionalidad y progresiva aridez del clima, al interrumpir el flujo de aire
húmedo que llegaba a esta zona procedente del océano Índico y que
anteriormente nutría las selvas tropicales del África ecuatorial (Andrews y
Evans, 1978; Axelrod y Raven, 1978). La composición de esta protosabana,
ya plenamente desarrollada hace 14 millones de años, ha podido analizarse
con todo detalle en la localidad de Fort Teman (Andrews y Evans, 1978;
Harris, 1993). Las faunas están compuestas por ramoneadores-pacedores de
tamaño medio a grande o muy grande (aunque no existen todavía rumiantes
exclusivamente pacedores), junto a una amplia gama de carnívoros
corredores. La mayoría de estos elementos (75%) forma parte de la fauna
originaria de la selva subtropical, pero un 25% corresponde a lo que luego
será la fauna típica de la sabana: bóvidos, jiráfidos, hiénidos y rinocerontes
de corte moderno. La existencia de masas boscosas viene indicada por un
25% de mamíferos trepadores, aunque este bosque no debía ser una selva
cerrada, dada la baja proporción de elementos exclusivamente arborícolas
(sólo un 4,5%). Asimismo, la alta proporción de mamíferos frugívoros
(comedores de fruta) indica que debía tratarse de un bosque de hoja
perenne, todavía sin los contrastes estacionales característicos de épocas
posteriores. Aunque la ausencia de verdaderos pacedores indica que este
biotopo no se correspondía con un biotopo de sabana abierta, el espectro de
diversidad ecológica de la fauna de Fort Teman recuerda mucho al de una
pradera arbolada, tal como se encuentra, por ejemplo, en los niveles
pliocénicos de Olduvai, siendo la principal diferencia la alta proporción
todavía existente de elementos frugívoros y arborícolas. El esquema que
resulta de este análisis indica la existencia de amplias extensiones de
bosque de hoja perenne con espacios abiertos («woodlands»), tal como las
que se encuentran hoy en algunas zonas aisladas de África y en Canarias.
Las gramíneas empezarían a proliferar en el sotobosque y en las cada vez
más frecuentes manchas de pradera que se abrirían entre la vegetación más
densa.
De hecho, la localidad de Fort Teman presenta la evidencia más antigua
del desarrollo de praderas de gramíneas en África (Dugas y Retallack,
1993). Algunas de estas gramíneas ya utilizaban la ruta fotosintética
conocida como C4, hoy mayoritaria en el grupo, aunque la proporción de
gramíneas de tipo C3 en esa localidad (determinada por estudios isotópicos)
se parece más a la de los biotopos abiertos de los altiplanos africanos entre
2000 y 3000 metros de altitud que a la de las sabanas de las tierras bajas
(que únicamente incluyen gramíneas de tipo C4). La proliferación de
gramíneas en el África oriental tuvo que ver con las peculiares condiciones
que se dieron a partir del Mioceno medio en esa zona como consecuencia
de la apertura del rift y de la actividad volcánica asociada. A partir de
diversos centros volcánicos, fonolitas, traquitas y otras rocas eruptivas
alcalinas cubrieron amplias extensiones, dando lugar a suelos lateríticos de
muy baja fertilidad. En estas condiciones, la obtención de fosfatos debió
hacerse especialmente difícil para las plantas de hoja perenne que poblaban
los cercanos bosques laurifolios. Por el contrario, las gramíneas cloridoides
y panicoides del Mioceno medio estaban bien adaptadas a estas condiciones
y debieron proliferar en los altiplanos del rift a pesar de la pobreza del suelo
y de las lluvias de ceniza volcánica. Desde estos altiplanos, la vegetación
herbácea se expandió a través de los cada vez más frecuentes claros que
irían abriéndose en el seno del bosque subtropical original. Así pues, de
acuerdo con la información existente, los primeros núcleos de pradera en el
África oriental no se desarrollaron como consecuencia directa del cambio
climático, sino como una adaptación a las peculiares condiciones de alta
salinidad y alcalinidad en el área del rift. Ahora bien, esta capacidad de las
gramíneas para colonizar los suelos volcánicos pobres en fosfatos constituía
de hecho una eficaz preadaptación (o preaptación, en la terminología de
Gould) de cara a las condiciones de aridez creciente imperantes a partir del
Mioceno medio, lo que sin duda favoreció su difusión posterior por las
zonas áridas que se expandieron tanto en África como en Eurasia.
En este contexto ecológico surgió un nuevo tipo de primate, diferente de
los proconsúlidos arborícolas que poblaban las selvas orientales africanas
en el Mioceno inferior, descendientes directos de Aegyptopithecus y su
prole. Se trata de Kenyapithecus, un hominoideo que, a diferencia de
Aegyptopithecus y su descendiente Proconsul, mostraba ya una dentición de
esmalte grueso, adaptada a una dieta basada en hojas y vegetación
esclerófila. Esta característica se encuentra también en la mayor parte de
hominoideos del Mioceno superior y en los primeros homínidos africanos.
En lo que se refiere a la locomoción, Kenyapithecus era un cuadrúpedo
semiterrestre que debía pasar largos periodos sobre el suelo (aunque ello no
le impidiese trepar a los árboles), lo que constituye también una adaptación
a las nuevas condiciones de progresiva aridez. En algún momento hace
entre 16 y 14 millones de años, Kenyapithecus o una forma afín colonizó el
continente europeo, donde, rebautizado como Griphopithecus, se le
encuentra en diversos yacimientos de Europa oriental, como Klein-
Hadersdorf en Austria, Neudorf-Sandberg en Eslovaquia o Çandir y Paçalar
en Turquía.

Efectos de la crisis climática sobre los ecosistemas terrestres de


Europa occidental

Mientras tanto, en la Europa occidental, y muy especialmente en la


península Ibérica, las cosas cambiaron durante el Mioceno medio. El clima
se hizo en general más contrastado y seco. La existencia en esa época de
una zona climática semiárida en la costa noroccidental del Mediterráneo se
manifiesta por la presencia de muchas plantas que muestran claras
afinidades con las que hoy pueblan el norte de África (Bessedik, 1985). Los
análisis de polen procedente de las localidades de Vilobí y Fabrègues
muestran una tendencia hacia una vegetación más abierta y un descenso de
las temperaturas medias (por debajo de 10°C-12°C en la estación más fría;
Bessedik, 1985). Las floras de esta época recogidas en los alrededores de la
localidad de Martorell, en la cuenca del Vallés-Penedés, muestran una
proporción elevada de plantas arbustivas de hoja pequeña (hasta el 70%,
principalmente mimosáceas). Esto es un indicio de que la estación seca era
mucho más prolongada que en épocas anteriores. La vegetación era de tipo
matorral, caracterizada por una abundancia de plantas herbáceas (ericáceas,
gramíneas, compuestas) y por la ausencia de las plantas termófilas propias
del Mioceno inferior, como Bombax, Alchornea, las melastomatáceas o las
meliáceas. Los bosques, dominados por las mimosas y las acacias, se
habrían reducido a pequeños núcleos en tomo a los cursos de agua. En
localidades como Vilobí, Cap de Nautes y Carry-le-Rouet ha podido
constatarse la presencia de manglares de una sola especie (Avicennia cf.
marina). Este tipo de manglar se encuentra hoy a lo largo del mar Rojo y
entre los 20° y 28° de latitud norte en el Golfo Pérsico, en lo que constituye
el límite septentrional de distribución de los manglares dentro de la zona
intertropical. La abundancia en esa misma época de depósitos evaporíticos
(también conocidos como sebkhas, básicamente sales y yesos acumulados
por la evaporación de masas de agua cerradas) constituye otra evidencia de
la extensión por todo el margen mediterráneo de las condiciones que hoy
encontramos a lo largo de las costas del Mar Rojo y el Golfo Pérsico
(Kassas, 1957).
En cuanto a las faunas terrestres, el Mioceno medio se encuentra
ampliamente representado en la península Ibérica en diversas cuencas
continentales: Calatayud-Daroca (numerosas localidades, algunas con
grandes mamíferos, como Valdemoros IA), Tajo (Torrijos), Madrid
(O'Donell, Moratines, Puente Vallecas), Duero y Vallés-Penedés (Vilobí).
Las faunas de pequeños mamíferos de este periodo indican una transición
hacia condiciones más áridas, lo que se refleja en un abrupto descenso de
diversidad, en particular de roedores asociados al bosque cerrado, como los
lirones y las formas planeadoras (petauristas y eómidos). Las faunas de
roedores de esta época aparecen dominadas por ardillas terrestres del
género Atlantoxerus (que actualmente puebla las zonas áridas del norte de
África) y de hámsteres ubicuistas como Megacricetodon. En el centro de la
península Ibérica, un grupo de lirones incluidos en el género Armantomys
sufrirá una evolución particular a lo largo del Mioceno medio, adaptando su
dentición a la nueva vegetación de tipo arbustivo y esclerófilo. Así, el
diseño de los molares, formado por una serie de grandes crestas
transversales, se hará cada vez más simple, en tanto que la corona dentaria
irá aumentando progresivamente de altura (un tipo de evolución que se ha
observado muy raramente entre los glíridos o lirones).
La fauna de grandes mamíferos estaba dominada por herbívoros
ramoneadores. En esa época entran en la península Ibérica los primeros
bóvidos de la subfamilia Boselaphini (Miotragocerus, en la localidad de
Tarazona), Conohyus (un suido con premolares ensanchados adaptados a
una dieta folívora) y un pequeño ciervo sin astas, Micromeryx. Pero, sin
duda, el elemento más característico de esa época es Hispanotherium, un
género de pequeños rinocerontes asiáticos que colonizaron la península
Ibérica durante el Mioceno medio. A diferencia de sus parientes
semiacuáticos del Mioceno inferior, como Brachypotherium,
Hispanotherium estaba mucho mejor preparado para las condiciones de
sequía estacional y vegetación esclerófila que imperaban entonces. En lo
que respecta a la locomoción, sus patas eran relativamente más largas y
gráciles, adaptadas a la carrera en espacios abiertos. Por otra parte, sus
dientes tenían coronas muy altas (dentición hipsodonta) y el esmalte se
replegaba formando un conjunto de crestas obliteradas por cemento
dentario. Todo ello constituía una eficaz máquina trituradora, apta para
masticar la difícil vegetación que servía de alimento a Hispanotherium
durante la estación seca.

La última parte del Mioceno medio: persistencia del bosque


subtropical húmedo

En la Europa central y atlántica, sin embargo, el clima parece haberse


hecho más húmedo hacia finales del Mioceno medio. En esta época las
temperaturas medias podrían haber sido de unos 20°C, y una rica
vegetación semejante a los bosques que hoy pueblan las islas Canarias o
Madeira cubría amplias áreas. Este nuevo aumento de la humedad
ambiental se tradujo en una significativa recuperación de los mamíferos
adaptados a un medio boscoso, que habían iniciado una regresión durante la
crisis del Mioceno medio. Así, entre los roedores, los lirones recuperan su
diversidad y reaparecen las ardillas voladoras y los eómidos, junto a nuevos
elementos como los castores, ligados a cursos de agua estables. Los grandes
herbívoros adaptados a las sequías estacionales, como los rinocerontes del
género Hispanotherium, son reemplazados por nuevos inmigrantes
orientales. Entre los suiformes, el grupo que engloba a los actuales jabalíes
y pécaris, se produce un significativo aumento de diversidad, con la entrada
de inmigrantes orientales como Listriodon, Propotamochoerus y
Parachleuastochoerus, que reemplazan a los suiformes persistentes del
Mioceno inferior como Bunolistriodon y otros artiodáctilos primitivos
como Cainotherium y Amphitragulus. Listriodon era un suido cuya
dentición, con crestas cortantes e incisivos en forma de paleta, estaba
adaptada a la ingestión de hojas. Originario de Asia, se dispersó
rápidamente por toda Europa y también por el África oriental, donde ha
sido encontrado en Maboko (Kenia) y otras localidades. Propotamochoerus
era un suido de corte moderno y uno de los primeros representantes de la
línea que lleva a los actuales jabalíes y cerdos. Se le encuentra hasta el
límite Mioceno-Plioceno, hace unos 5 millones de años. Su presencia, junto
a Listriodon y Parachleuastochoerus (un pequeño suido de hábitos
frugívoros), indica una recuperación de la diversidad de este grupo a finales
del Mioceno medio, en consonancia con la recuperación del ambiente
húmedo y boscoso. Junto a ellos se produce una diversificación de los
ciervos primitivos, que llegan a estar representados por más de cuatro
géneros diferentes (figura 3). Algunos, como Heteroprox y Euprox,
presentaban astas simples con un único candil anterior. Stehlinocerus, en
cambio, ostentaba ya la típica roseta de los ciervos actuales, culminada por
una serie de pequeñas expansiones que formaban una especie de corona.
Las astas cortas y palmeadas de Palaeoplatyceros, que en el Mioceno
constituían una rareza, prefiguraban las de los actuales gamos. Esta
variedad de ciervos confirma la persistencia en Europa occidental de las
condiciones de humedad alta y vegetación subtropical que habían imperado
durante el Mioceno inferior. De hecho, el análisis de la diversidad de las
faunas de esta época, tanto en lo que se refiere a la diversidad taxonómica
como la de locomoción, de tamaño y de dieta, muestra una asombrosa
continuidad desde el Mioceno inferior hasta el Vallesiense, en la base del
Mioceno superior.
Figura 4: Esquema de especiación vicariante que explica la evolución
independiente de los hominoideos eurasiáticos neogénicos. Tras la colonización de
este continente por Dryopithecus, el aislamiento causado por la elevación de
la cordillera Alpina condujo a la di versificación de taxones más especializados
(Graecopithecus, Sivapithecus). La extinción del Vallesiense afectó a
todas estas formas, aunque algunos descendientes del ciado Sivapithecus-
Pongo se refugiaron en algunas áreas. Caracteres derivados clave para cada
nodo (Moya-Sola y Köhler, 1993): A, morfología zigomática pongina (robustez
ósea, forámenes zigomaxilares en posición elevada sobre su proceso frontal); B,
morfología dentognática pongina (esmalte grueso, incisivos superiores muy
desiguales en tamaño, prognatismo alveolar y caracteres asociados); C,
morfología facial pongina (pilar interorbital estrecho, aerorrínquia, ausencia de
engrosamiento glabelar, ausencia de seno fronto-etmoidal, órbitas altas y
estrechas).

Además de Europa central y occidental, también en la región de los


Siwaliks, en Pakistán, hay evidencias de un mantenimiento del clima
húmedo al sur de la cadena del Himalaya durante el Mioceno medio. Así,
las faunas de Kamlial y Chinji continúan mostrando una baja diversidad de
bóvidos y jiráfidos, a diferencia de otras localidades de edad parecida en la
provincia greco-iraní y África oriental (como Fort Teman). Una
característica común de todas estas zonas húmedas de finales del Mioceno
medio, tanto en los Siwaliks como en Europa, es la presencia de
hominoideos arborícolas, encuadrados en el género Sivapithecus en el
primer caso y en el género Dryopithecus en el segundo.
A diferencia de Sivapithecus y de su predecesor en Europa central,
Griphopithecus, los molares de Dryopithecus no eran de esmalte grueso,
sino que estaban adaptados a una alimentación a base de frutas y vegetales
blandos. El origen de Dryopithecus es, hoy por hoy, desconocido. Podría
haber evolucionado in situ a partir de poblaciones europeas de
Griphopithecus, pero esta hipótesis no parece probable si se tiene en cuenta
la anatomía poscraneal de ambos hominoideos. Así, el descubrimiento de
un esqueleto muy completo de Dryopithecus laietanus en el yacimiento de
Can Llobateres 2 ha mostrado que se trataba de un ágil braquiador, que se
trasladaba de árbol en árbol gracias a sus largos brazos y enormes manos,
tal como hacen hoy los orangutanes. Esta anatomía contrasta con la inferida
para Griphopithecus, muy semejante a la de su pariente africano
Kenyapithecus, esto es, la de un cuadrúpedo semiterrestre que debía
desplazarse en los árboles sobre sus cuatro patas. Más probable es que
Dryopithecus se originara en las zonas boscosas del África subtropical y
que desde allí colonizase Europa en algún momento del Mioceno medio.
Hace entre 13 y 10 millones de años, en la época conocida en África como
Tugetiense, continúa el desarrollo de la protosabana africana a la que antes
nos hemos referido. En los yacimientos del lago Baringo, los pacedores-
ramoneadores están representados por hasta 12 géneros diferentes, mientras
que sólo dos géneros corresponden a comedores de vegetales blandos. Sin
embargo, durante el Tugetiense inferior todavía persiste el bosque tropical,
y se detecta un limitado intercambio de fauna entre África y Europa a través
del Próximo Oriente. Así, hace unos 13 millones de años entran en Europa
los grandes mastodontes del género Tetralophodon, que reemplazan a los
últimos gomfoterios del Mioceno medio, junto con Albanohyus, un pequeño
suido parecido a los modernos pécaris. Estos intercambios se habrían
producido tras el restablecimiento del puente continental entre Arabia y
Eurasia, luego de un breve periodo de desconexión en el Mioceno medio
(Steininger et al., 1985).
Así pues, de acuerdo con el modelo propuesto por Agustí et al. (1995),
hace unos 12 millones de años, en la época conocida como Aragoniense
superior, un antropomorfo africano ortógrado similar a Dryopithecus habría
colonizado Europa desde África, una vez restablecido el puente
intercontinental entre Arabia y Eurasia. Tras su entrada en Europa, un
primer proceso de aislamiento geográfico llevó a la diferenciación de
Dryopithecus y el conjunto de formas relacionadas con el actual orangután
(de acuerdo con la propuesta filogenética de Moyà-Sola y Köhler, 1993).
Un nuevo proceso de aislamiento y especiación debió llevar más tarde a la
aparición de formas robustas dotadas de esmalte grueso como
Ankarapithecus y Graecopithecus, al sur del Paratethys, un gran mar
interior que se extendía desde Viena hasta el Cáucaso (recordemos que esa
zona, debido a la crisis climática del Mioceno medio, y a diferencia de
Europa occidental, estaba ya poblada por una vegetación de tipo
esclerófilo). Posteriormente, la progresiva elevación del Himalaya debió
provocar el aislamiento de las poblaciones situadas al este y al sur de esta
cadena, determinando la evolución independiente de Sivapithecus, del cual
se habrían derivado Gigantopithecus (un hominoideo gigante del que se
sabe muy poco) y el actual orangután (Pongo). Dado que se conocen restos
de Sivapithecus que muestran los caracteres craneales distintivos de Pongo
con una antigüedad de 12,7 millones de años, ésta tiene que ser la edad
mínima del ancestro común del ciado Ankarapithecus-Graecopithecus y el
ciado Sivapithecus-Pongo (nodo C en la figura 4).

La edad dorada de los hominoideos

Sin embargo, algo iba a cambiar hace unos 11 millones de años, en la


época conocida como Vallesiense, que toma su nombre de la cuenca
catalana que ha proporcionado un registro más completo de este periodo, el
Vallés-Penedés. Como ocurre con todas las grandes transiciones, nada
parece cambiar al principio. Las faunas del Vallesiense inferior son
sensiblemente similares a las del Mioceno medio y están compuestas por
los mismos mamíferos de gran tamaño: cánidos gigantes del género
Amphicyon, felinos de dientes de sable del género Sansanosmilus, ciervos
de astas sencillas como Euprox, suidos como Listriodon,
Propotamochoerus, Parachleuastochoerus y otros, rinocerontes acuáticos
como Aceratherium, grandes chalicotéridos como Chalicotherium, ciervos
de agua, junto con otros muchos elementos que testimonian la persistencia
de los bosques subtropicales de mediados del Mioceno. Sin embargo, un
nuevo elemento entra en escena a partir de entonces. Se trata de Hipparion,
un caballo de dimensiones más reducidas que su pariente moderno, y que
aún retenía dos dedos laterales junto al dedo central. Estos dos dedos
laterales, sin embargo, estaban mucho más reducidos que en Anchitherium,
su predecesor europeo, y eran escasamente funcionales, lo que indica una
mayor adaptación a la locomoción sobre terreno duro. En la misma línea, su
dentición era ya muy parecida a la del caballo actual, con molares
columnares de corona muy alta (hipsodontos) y cemento dentario
rellenando los huecos entre las crestas del esmalte, más apta para una
alimentación a base de hojas y vegetales duros. Hipparion era originario de
Norteamérica, y forma parte de una radiación evolutiva de équidos
avanzados que aparecieron en ese continente durante el Mioceno medio.
Hace unos 11 millones de años, un descenso generalizado del nivel del mar
de casi 140 metros, provocado por una nueva acumulación de hielo en la
Antártida, estableció un brazo de tierra emergida en lo que hoy es el
estrecho de Bering, lo que permitió la entrada de fauna americana en Asia y
viceversa.
Llama la atención lo restringido de este intercambio: de entre la variada
gama de ungulados que entonces poblaba Norteamérica (numerosos
équidos, camélidos, etc.), sólo Hipparion llegó a colonizar Eurasia con
éxito, y ello a pesar de coincidir con un importante cambio climático y
oceánico a escala global. Así pues, no parece que los profundos cambios
planetarios que señalan el tránsito del Mioceno medio al superior afectaran
de manera significativa a la composición de las faunas europeas. De hecho,
algo parecido se observa en la región de los Siwaliks, en Asia central,
donde la entrada de Hipparion no produjo ningún cambio significativo en el
resto de la fauna. Tan sólo algo más tarde se produce alguna extinción
aislada de suidos y hámsteres.
En cualquier caso, los datos sobre Hipparion procedentes del Vallés-
Penedés, de la cuenca de Viena y de los Siwaliks sugieren que su difusión
fue muy rápida, pues se propagó por toda Eurasia en unos cuantos miles de
años, desde Bering hasta la península Ibérica (Garcés et al., 1997). Resulta
obvio que Hipparion debió colonizar primero las zonas más septentrionales
de Asia, extendiéndose posteriormente hacia el sur y hacia el oeste. Su
llegada a la provincia greco-iraní ha podido datarse en hace 11,1 millones
de años, y casi simultáneamente se le encuentra ya en la península Ibérica,
en la cuenca del Vallés-Penedés. En su peregrinación hacia los ambientes
boscosos de Europa occidental, Hipparion arrastró consigo otros elementos
característicos de los biotopos más abiertos de Europa oriental. Se trata de
los jiráfidos primitivos del género Palaeotragus y de los felinos dientes de
sable del género Machairodus. Aunque perteneciente a la familia de las
jirafas, Palaeotragus se parecía más a los actuales okapis, con un cuello y
extremidades de proporciones normales, que a las jirafas propiamente
dichas. A diferencia del okapi, sin embargo, ostentaba dos grandes cuernos
rectilíneos que se extendían por encima de las órbitas y sus miembros eran
más gráciles, bien adaptados para la carrera. Machairodus, por su parte, era
un auténtico félido, no un nimrávido como Sansanosmilus. Podría pensarse
que Machairodus, un felino dotado de adaptaciones similares a las de
Sansanosmilus, debería haber competido con este último y provocado su
extinción final; pero, curiosamente, no fue así. Machairodus y
Sansanosmilus coexistieron a lo largo de un millón y medio de años, sin que
ninguno desplazase o sustituyese al otro. Ésta es una de las curiosas
peculiaridades del periodo conocido como Vallesiense, a saber, la
coexistencia de formas de mamíferos que parecen haber ocupado nichos
ecológicos similares, sin que ello se haya traducido en un proceso de
reemplazamiento faunístico como el que se ha dado en otros muchos casos.
Así, la primera parte del Vallesiense constituyó para Europa occidental un
momento de clímax faunístico y ambiental, con una diversidad zoológica
sin parangón en cualquier otra época posterior. Yacimientos como los de
Can Ponsic y Can Llobateres en la península Ibérica o el de Rudabanya en
Hungría han proporcionado listas de más de 60 especies de mamíferos (para
un análisis más detallado de esta época, remito al lector al capítulo 10 de mi
libro La evolución y sus metáforas, en esta misma colección).
En este contexto, hace unos 10 millones de años, los hominoideos
eurasiáticos se diversificaron extraordinariamente, con formas gráciles
suspensorias (Dryopithecus, Sivapithecus), otras adaptadas a ambientes más
secos (Ankarapithecus) y otras muy robustas, en cierto modo convergentes
con los actuales gorilas (Graecopithecus), una diversidad que contrasta con
lo poco que sabemos del mismo periodo en el África oriental. Estos
hominoideos estaban acompañados en distintas áreas por los persistentes
pliopitecos, que también se diversifican notablemente durante el
Vallesiense. Las formas folívoras como Pliopithecus probablemente
continuaron poblando los bosques esclerófilos de las tierras más bajas,
mientras que los Dryopithecus probablemente se concentraban en los
reductos de bosque subtropical húmedo asociados a los relieves próximos.
Este escenario permitiría explicar la aparente exclusión entre Dryopithecus
y Pliopithecus que se observa en los yacimientos vallesienses con primates.
Dado que ambos tenderían a ocupar biotopos diferentes, su presencia o
ausencia en un determinado nivel fosilífero dependería de las variaciones
altitudinales de la línea divisoria entre la zona de bosque esclerófilo bajo y
la zona de bosque subtropical húmedo (laurisilva).
La crisis del Vallesiense

Sin embargo, hace 9,6 millones de años se produjo un abrupto descenso


de la excepcional diversidad alcanzada por las faunas vallesienses, lo que se
conoce como la crisis vallesiense. Descrita por primera vez en la cuenca del
Vallés-Penedés (Agustí y Moyà-Sola, 1990), la crisis vallesiense implicó la
súbita desaparición local o general de buena parte de los elementos de
ambiente húmedo que caracterizaban las faunas del Mioceno medio y de
principios del Vallesiense. Entre los grandes mamíferos, esta crisis afectó
especialmente a los perisodáctilos (tapires y rinocerontes como
Lartetotherium sansaniense y Dicerorhinus steinheimensis), los
artiodáctilos (el suido Conohyus, el cérvido Amphiprox, el mósquido
Hispanomeryx, los bóvidos Miotragocerus y Protragocerus) y, entre los
carnívoros, los nimrávidos y la totalidad de los amficiónidos del Vallesiense
inferior (Pseudarctos bavaricus, Amphicyon major, Thaumastocyon dirus;
sólo en Europa central persistieron durante algún tiempo poblaciones
aisladas de Amphicyon). Entre los roedores, la crisis vallesiense implicó la
desaparición de la mayoría de los elementos característicos del Mioceno
medio, especialmente los glíridos o lirones (Miodyromys, Eomuscardinus,
Myoglis, Bransatoglis y Paraglirulus), los hámsteres (Megacricetodon,
Eumyarion), las ardillas voladoras (Albanensia, Miopetaurista) y los
castores (Chalicomys, Euroxenomys). En Europa occidental, la extinción de
estos elementos coincidió con la primera expansión desde Asia de los
múridos, la familia que agrupa los ratones y ratas modernos, que a partir de
ese momento se hacen dominantes. Sin embargo, otros grupos de pequeños
mamíferos menos diversificados, como los insectívoros y los lagomorfos,
sobrevivieron a la crisis sin apenas bajas. La crisis vallesiense también tuvo
como consecuencia el declive de los cérvidos de bosque y su sustitución por
bóvidos del grupo de los boselafinos (Tragoportax), hoy representados por
Boselaphus, el nilgo de la India. Entre los inmigrantes orientales destacan
los suidos Microstonyx (un suido gigante) y Schizochoerus (un suido
folívoro parecido al pécari, con una dentición muy similar a la de
Listriodon), y los hiénidos de los géneros Adcrocuta y Hyaenictis. Mientras
que Hyaenictis era una activa hiena corredora, Adcrocuta puede
considerarse uno de los primeros ascendientes de las hienas carroñeras
modernas de los géneros Hyaeria y Crocuta. Adcrocuta presentaba ya las
características adaptaciones dentarias de este grupo que permiten la
trituración de huesos, con grandes molares ensanchados, y extremidades
cortas y robustas.
La tendencia hacia el empobrecimiento faunístico persistió durante el
Vallesiense superior, hace entre 9,6 y 8 millones de años. En esta época se
produce la desaparición definitiva de algunas formas supervivientes del
Mioceno medio, como pequeños suidos (Parachleuastochoerus) y bóvidos
semiacuáticos (Miotragocerus). Aunque en menor medida, la diversidad
faunística continuó decayendo, y ya nunca se recuperaría la alcanzada en el
Vallesiense inferior.
La crisis vallesiense también afectó muy especialmente a las
florecientes comunidades de antropomorfos europeos como Dryopithecus,
Ankarapithecus o Graecopithecus. En Europa occidental y central,
Dryopithecus sobrevivió a los primeros embates de la crisis y se le
encuentra todavía en los niveles altos de la sección de Can Llobateres (Can
Llobateres 2) y en Viladecavalls, al comienzo del Vallesiense superior, pero
poco después desaparece por completo del registro fósil. Algo muy
parecido sucede en Grecia con Graecopithecus, aunque este robusto
antropomorfo pudiera haber persistido algún tiempo más en el Vallesiense
superior. En cuanto a Ankarapithecus, su registro fósil no se extiende más
allá del Vallesiense inferior. Tanto en Grecia como en Turquía, esto es, en la
provincia oriental al sur del mar Paratethys, los antropomorfos son
reemplazados por monos cercopitécidos del género Mesopithecus. En
Europa occidental y central, por el contrario, los antropomorfos extinguidos
no fueron reemplazados por otros primates; tan solo los pequeños
pliopitécidos sobrevivieron por algún tiempo a los antropomorfos en el
Vallesiense superior.
Al Sur del Himalaya, en la región de los Siwaliks (Pakistán), los
antropomorfos del género Sivapithecus persistieron durante más tiempo,
hasta hace unos 8 millones de años. Así, en el momento de la crisis
vallesiense (entre 9,8 y 9,3 m.a.) se observa en esta parte de Asia un cambio
significativo en la proporción relativa de ciervos de agua o tragúlidos (que
pasan del 45% al 10% de la fauna de rumiantes; Barry et al., 1991) frente a
la de bóvidos (del 45% al 80%; Barry et al., 1991), pero no la avalancha de
extinciones que afectó a las faunas europeas. Aquí las faunas de mamíferos
asociadas a los bosques húmedos subtropicales persisten hasta hace poco
más de 8 millones de años. Estas faunas estaban compuestas básicamente
por rinocerontes acuáticos (Brachypotherium), proboscídeos
(Deinotherium), glíridos, múridos, musarañas y hominoideos con
adaptaciones suspensorias (Sivapithecus). Pero hace entre 8,3 y 7,8
millones de años, un conjunto de extinciones semejantes a las de la crisis
vallesiense afectó también a esta región de Asia. Numerosas especies de
hámsteres, bóvidos y tragúlidos desaparecieron, y, al igual que en Europa
oriental, los hominoideos del género Sivapithecus se extinguieron y fueron
sustituidos por monos cercopitécidos. Estos cambios faunísticos al sur del
Himalaya coinciden con un importante cambio en la estructura de la
vegetación. Los árboles y arbustos (vegetación de tipo C3) ceden el
dominio a las praderas de gramíneas (vegetación de tipo C4; Quade et al.,
1989; Morgan et al., 1994). Este cambio coincide también con un
significativo enfriamiento climático y con la expansión de los hielos de la
Antártida (y tal vez también del Ártico). La persistencia de las faunas
subtropicales en la región de los Siwaliks más de un millón de años después
de la crisis vallesiense tuvo mucho que ver, probablemente, con el
desarrollo del régimen monzónico en este área, asociado al levantamiento
de la cordillera del Himalaya y de la meseta tibetana (Kutzbach et al.,
1993). La extensión de las praderas por todo el Viejo Mundo hace unos 8
millones de años determinó el final de este tipo de faunas, como ya había
sucedido en Europa durante el Vallesiense.
¿Estuvo la crisis vallesiense y la desaparición definitiva de los
hominoideos europeos asociada a un cambio de vegetación semejante al
que afectó a la región del sur del Himalaya hace 8 millones de años? De
entrada, esta parece la hipótesis más plausible en vista del similar descenso
de la diversidad de mamíferos en ambas regiones. Sin embargo, los análisis
de nódulos de carbonato en los paleosuelos y del esmalte dentario en
herbívoros de más de 8,3 millones de años de antigüedad no muestran tal
cambio de vegetación. ¿Cuál pudo ser entonces la causa del abrupto declive
de diversidad que se produjo hace 9,6 m.a. y que determinó el final de los
antropomorfos en Europa?

El origen de la crisis del Vallesiense

En cualquier caso, es evidente que el origen de la crisis vallesiense debe


encontrarse en algún tipo de cambio climático, ya que este episodio de
extinción afectó principalmente a las especies asociadas al bosque
subtropical del Mioceno y muestra un claro gradiente latitudinal, que se
manifiesta por la persistencia de algunas formas en Europa central durante
el Vallesiense superior (aunque no sea el caso de los hominoideos).
Además, existe una notable coincidencia cronológica entre la crisis
vallesiense y algunos de los cambios que se detectan en el registro
oceánico. Así, esta crisis aparece asociada a una fase de enfriamiento y
amplia reestructuración de la circulación oceánica profunda hace entre 9,3 y
9,6 m.a. (estadio isotópico Mi7 y hiato oceánico NH5; Keller y Barron,
1983). Este evento oceánico se ha relacionado también con una importante
extensión de los hielos en la parte occidental de la Antártida (Keller y
Barron, 1983). Las faunas y floras oceánicas de esta época también reflejan
este enfriamiento, que se manifiesta por la aparición de asociaciones
bentónicas de tipo moderno y por el aislamiento que se detecta entre los
conjuntos planctónicos de latitudes medias y bajas. Todo ello parece indicar
que hace unos 9,6 millones de años se produjo una notable intensificación
de los gradientes de temperatura entre las latitudes medias y los trópicos.
Ahora bien, ¿cómo incidió esta serie de cambios climáticos en la
vegetación terrestre del Viejo Mundo? Ya hemos visto que estos eventos no
parecen haber determinado una regresión real del bosque, en contra de lo
que se pensó en otro tiempo, ya que la expansión de las praderas no
comenzó hasta casi dos millones de años más tarde. Sin embargo, por las
bajas de la fauna de mamíferos durante la crisis del Vallesiense sabemos
que el bosque subtropical del Mioceno tuvo que resultar profundamente
afectado de alguna manera. Pues bien, no hace mucho han aparecido por fin
las pruebas que permiten explicar la crisis del Vallesiense y relacionar este
episodio con la evolución ambiental de Europa en los últimos 10 millones
de años. Así, una serie de prospecciones paleontológicas en los alrededores
de la ciudad de Terrassa, en el Valles, permitió en el año 1994 el
descubrimiento de una capa con abundantes restos vegetales, en niveles
correspondientes al Vallesiense superior datados en hace algo más de 9
millones de años, justo después de la crisis vallesiense. Era la primera vez
que en el área tipo del Vallesiense, el Vallés-Penedés, se descubría flora de
esta edad, ya que la mayor parte de hallazgos anteriores correspondían a
floras prevallesienses (o, como mucho, del Vallesiense inferior) o bien muy
posteriores, ya en el Plioceno. Los niveles del Mioceno medio y del
Vallesiense inferior del Vallés-Penedés mostraban todavía una flora de tipo
subtropical cálido, con abundancia de los elementos que caracterizan la
actual laurisilva. Así, en los niveles más altos del Vallesiense inferior de
Can Llobateres todavía encontramos elementos típicamente subtropicales
como Sahal , Ficus, etc. Por el contrario, las floras del Plioceno, hace unos
2 millones de años, tienen un carácter bien diferente, con abundancia de
árboles de hoja caduca, que pierden su follaje durante el invierno debido a
la existencia de una estación invernal marcada. Pues bien, el análisis de la
flora de Terrassa por parte de Sanz de Siria (1997) llevó a una conclusión
sorprendente : la vegetación del Vallesiense superior se parecía más a la del
Plioceno que a la del Mioceno medio y el Vallesiense inferior. Así,
alrededor del 45% de la flora estaba constituida por árboles de hoja caduca
como Acer, Alnus, Quercus, Carya, Juglans, Ulmus, Tilia, etc., que hoy son
los elementos dominantes de los bosques templados de latitudes medias.
Por el contrario, los elementos subtropicales (representados por Myrsinie,
Sapindus, Sapotacites, etc.) habían descendido hasta cerca del 8%. Que este
cambio no está relacionado con la extensión de praderas lo confirma la
persistencia de un «núcleo duro» de vegetación subtropical, representado
por un 33% de árboles perennifolios, que en Europa persistirá incluso hasta
el Plioceno inferior (Laurophyllum, Laurus, Rhamnus, etc.). La persistencia
de estos elementos subtropicales, capaces de soportar ciertos grados de
estacionalidad, confirman que, a diferencia de otras partes del globo, los
niveles de humedad imperantes durante buena parte del Mioceno se
mantuvieron en Europa durante el Mioceno superior. Sin embargo, la
existencia de un periodo de sequía estival queda confirmada por la
presencia de un 15% de taxones vegetales de tipo mediterráneo o
premediterráneo (Quercus cf. ilex, Quercus praecursor).
Así pues, el profundo cambio producido por la crisis vallesiense no
puede asimilarse a la extensión de praderas que, casi con seguridad, se
produjo hace de 7 a 8 millones de años en Asia occidental y África oriental.
Por el contrario, el desarrollo de un progresivo gradiente climático inducido
por la elevación del Himalaya y la meseta tibetana tuvo como consecuencia
un profundo cambio en la estructura de la vegetación de Europa occidental,
de manera que el bosque termófilo subtropical dominante durante el
Mioceno inferior y medio fue sustituido por un bosque de tipo templado,
con una estacionalidad invernal más marcada y dominancia de especies de
hoja caduca. Fue este último factor, y no el descenso relativo de las
temperaturas, lo que muy probablemente desencadenó la aguda crisis del
Vallesiense. En efecto, el incipiente contraste estacional entre inviernos algo
más fríos y veranos calurosos y secos debió tener un escaso efecto sobre la
fauna. Fue la reestructuración de la vegetación asociada a este cambio lo
que determinó la serie de extinciones que se produjo en ese periodo, al dejar
a buena parte de los elementos faunísticos del Mioceno sin su sustento
básico a lo largo de todo el año. Buena parte de esta fauna, incluidos los
hominoideos de esmalte delgado, debían basar su dieta en brotes tiernos y,
sobre todo, en frutos de los árboles de hoja perenne de la laurisilva tropical.
La sustitución de estos vegetales por árboles de hoja caduca acarreó el que
hominoideos, suidos, ciervos y otros elementos frugívoros careciesen
durante la estación invernal del componente principal de su alimentación, lo
que probablemente desencadenó su extinción final. La desaparición de
buena parte de estos elementos pudo determinar a su vez la extinción de los
viejos depredadores del Mioceno, como los nimrávidos y los amficiónidos,
que hasta ese momento habían resistido bien la intromisión de carnívoros
más especializados como Machairodus. El cambio en la estructura de la
vegetación que tuvo lugar hace 9,6 millones de años resultó también fatal
para ellos, aunque por una vía más indirecta.
Epílogo: la evolución posterior en África

Así pues, el contexto de la evolución de los hominoideos europeos fue


muy diferente del de los homínidos africanos, lo cual permite explicar el
dispar resultado al que se llegó en uno y otro caso: extinción en Europa y
evolución hacia el bipedismo en África. Recordemos que, a finales del
Mioceno medio, hace entre 13 y 10 millones de años, en la época conocida
como Tugetiense, un biotopo conocido como «protosabana», formado por
bosques relativamente cerrados de hoja perenne asociados a numerosos
elementos esclerófilos (incluidas las gramíneas), cubría buena parte de
África oriental. Esta protosabana continuó su evolución durante el Mioceno
superior, en la época conocida como Sugutiense (hace entre 10 y 7 millones
de años). En esta época, más o menos equivalente al Vallesiense europeo,
encontramos representadas en África buena parte de las familias que se
convertirán en elementos característicos de la sabana africana. El único
elemento típicamente arbóreo que persiste es el roedor planeador
Paranomalurus, lo que indica que el bosque cerrado anterior se había
aclarado en gran medida. Sin embargo, todavía no estamos ante la sabana
propiamente dicha, caracterizada por sus grandes herbívoros ramoneadores
y su pléyade de carnívoros corredores. Este cambio sólo se producirá hace
unos 7 millones de años, al principio del Keriense, con la expansión de las
praderas en el África oriental (recordemos que este es también el momento
en que se produce la sustitución de la vegetación de tipo C3 por otra de tipo
C4 en la secuencia de los Siwaliks, en Pakistán). El desarrollo efectivo de la
sabana hace unos 7 millones años aparece como un escenario favorable para
el origen de los primeros homínidos bípedos; y, en efecto, el final del
Keriense, hace unos 4 millones de años, registra las primeras evidencias
fósiles de los grupos taxonómicos que todavía hoy dominan la sabana
africana, como los elefántidos, los lepóridos o los homínidos. Pero este
escenario es muy diferente del de la evolución y extinción precoz de los
hominoideos europeos al final del Mioceno. Allí no se produjo una
regresión del bosque cerrado ni un aumento de la aridez, sino la sustitución
de un tipo de bosque (perennifolio) por otro diferente (caducifolio). El
incipiente desarrollo del casquete polar ártico y los efectos de la elevación
progresiva de los relieves de Asia central tuvo consecuencias muy
diferentes en las latitudes medias europeas. Mientras en África la
persistencia del bosque ecuatorial pudo servir como refugio a los primitivos
hominoideos africanos frente a los cambios ambientales que se produjeron a
partir de ese momento, los hominoideos del Vallesiense europeo, cuya
difusión hacia el sur estuvo siempre limitada por barreras físicas (el
Mediterráneo) y ecológicas (el cinturón árido norteafricano), no tuvieron
ninguna opción.

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Coloquio

Jorge Wagensberg: Has dicho que en Europa el bosque subtropical fue


sustituido por un bosque de tipo caducifolio. Me pregunto si la disminución
de la diversidad de roedores de la que has hablado no podría tener algo que
ver con un incremento de los espacios abiertos.
Jordi Agustí: Es verdad que hay un descenso significativo de roedores
arborícolas, pero no es evidente que se debiera a un incremento de los
espacios abiertos. El cambio fundamental fue la estacionalidad anual, con
sequías estivales e inviernos más fríos. Lo que cambió fue el tipo de
bosque, no la extensión de más espacios abiertos.

Salvador Moyà: Si nos fijamos en la distribución geográfica de los


yacimientos europeos con presencia de hominoideos, parece haber un
componente latitudinal en la extinción de los primates eurasiáticos. Hoy en
día sólo quedan orangutanes en las islas de Sumatra y Borneo, que,
curiosamente, coinciden con la zona ecuatorial africana. Me pregunto si no
estamos ante una contracción paulatina de la franja tropical y subtropical
debida a un cambio climático global, una sucesión de glaciaciones que
comienza en el Mioceno y llega hasta el Pleistoceno, sin relación con la
posición de los yacimientos respecto de macizos montañosos concretos.
Jordi Agustí: De hecho, lo que se observa, curiosamente, es que los
elementos de la flora y la fauna de Can Llobateres que persisten más allá
del Vallesiense lo hacen en latitudes más altas, en yacimientos de Austria y
de Alemania (aunque ya sin primates). Pero lo que he pretendido no es
tanto explicar la extinción progresiva de los hominoideos como su
persistencia hasta el Mioceno superior. La extinción es prácticamente
simultánea en toda Europa occidental y los Balcanes, con poca diferencia
respecto de Grecia y Turquía. En cambio, en las regiones asiáticas la
extinción es mucho más tardía. Pienso que la persistencia de la fauna
vallesiense en los Siwaliks tiene que ver más con el mantenimiento de
algún tipo de régimen monzónico en esa zona que con una contracción
global de las áreas subtropicales.

Adrià Casinos: En contra de la hipótesis de Coppens de que el


bipedismo habría evolucionado en la sabana, Phillip Tobías ha sugerido la
hipótesis alternativa de que el bipedismo se habría originado en un medio
arbolado. ¿Hasta qué punto es esto último compatible con tu escenario?
Jordi Agustí: Creo que el escenario que he descrito es perfectamente
compatible con la hipótesis de Tobías porque, como ya he dicho, la sabana
tal y como la que conocemos no tiene más de 2,5 millones de años de
antigüedad. Lo que hay antes es una protosabana o un bosque abierto, lo
que los anglosajones denominan woodland, es decir, un bosque con parcelas
abiertas más que una sabana con parcelas de bosque, que se fragmenta en la
interfase con la zona tropical. Creo que esto es perfectamente compatible
con lo que afirma Tobías.

Meike Köhler: No me convence la interpretación que suele hacerse de


los pacedores como formas indicadoras de espacios abiertos. Con mucha
frecuencia encontramos comedores de hierba que viven en bosques de
montaña bastante densos y que alcanzan fácilmente los 800 kg. Lo mismo
puede decirse de Hipparion. Muchas veces se señala como un hecho
intrigante el que la difusión de Hipparion no vaya asociada a ningún
cambio significativo, pero esto no debe sorprendernos, porque Hipparion
no era un caballo corredor habitante de espacios abiertos, sino que vivía
bien en los bosques. Si retenía tres dedos no es porque fuese una forma
intermedia incompletamente evolucionada, sino porque los dedos
suplementarios le eran muy útiles para caminar sobre superficies húmedas y
bastante más blandas que el suelo de las praderas.
Jordi Agustí: Sí, estoy de acuerdo. Cuando Hipparion entró en Europa
occidental y en el Vallés-Penedés seguramente era un ramoneador que
comía hojas. Lo que creo es que fue un primer pacedor en potencia, una
forma preadaptada a los espacios abiertos en virtud de su hipsodoncia.
Hipparion estaba preadaptado para la colonización del bosque esclerófilo
mediterráneo porque, según todos los indicios, en América ya era
fundamentalmente un pacedor. También los antecesores de los homínidos
estaban preadaptados para el bipedismo, y las gramíneas que prosperaban
en suelos pobres también estaban preadaptadas para la evolución climática
posterior.
FUNCIÓN Y FILOGENIA EN LOS ANTROPOMORFOS
FÓSILES: EL CASO DE ANKARAPITHECUS
Peter Andrews
Sobre el autor

Peter Andrews es investigador en el Departamento de Paleoantropología del


British Museum. Nacido en 1940 en Brasil, se formó y trabajó en ciencia y
conservación forestal antes de estudiar antropología en la Universidad de
Cambridge. Ayudante de L.S.B. Leakey (1969-1970), colaborador de los
Museos Nacionales de Kenia en Nairobi, se doctoró en Cambridge en 1973
y, al año siguiente, obtuvo el cargo de investigador científico del British
Museum, donde ha prestado sus servicios hasta hoy. Como especialista en
la evolución de los primates y los humanos, ha realizado múltiples trabajos
de campo en Kenia, Sudáfrica y Turquía, y es el descubridor de un cráneo
muy completo de Ankarapithecus. Miembro de la Sociedad Primatológica
de Gran Bretaña y de la Sociedad Filosófica de Cambridge, así como de la
Fundación L.S.B. Leakey, ha dirigido varias revistas especializadas y es en
la actualidad editor asociado del Journal of Human Evolution. Además de
numerosos artículos sobre paleoecología y tafonomía de vertebrados, es
autor de Owls, Caves and Fossils (1990).
Introducción

Desde el descubrimiento de los primeros antropomorfos fósiles en el siglo


XIX, era una práctica corriente buscar eslabones entre éstos y los antropomorfos
vivos. Este proceso fue frenado por la revisión de Simons y Pilbeam (1965),
aunque estos autores defendieron el vínculo entre el entonces llamado
Ramapithecus y los homininos (la línea que conduce al género humano). Más
recientemente, unos cuantos especímenes nuevos de antropomorfos fósiles
volvían a sugerir un parentesco directo con los antropomorfos vivos. El
primero de ellos insinuaba un vínculo entre Sivapithecus y el orangután, sobre
la base de caracteres faciales (Andrews y Cronin, 1982) y del cráneo (Ward y
Pilbeam, 1983). Una década después, nuevos hallazgos de Dryopithecus
llevaban a pensar que este género estaba más emparentado con los grandes
monos africanos que los otros antropomorfos fósiles (Begun, 1992), y se
proponía un parentesco aún más cercano entre Graecopithecus (citado como
Ouranopithecus) y los homininos, otra vez sobre la base de caracteres
craneales (de Bonis y Koufos 1993). Mientras tanto, Ramapithecus había sido
incluido en el género Sivapithecus, descartándose su supuesta relación con el
género humano.
La única de estas pretendidas relaciones de parentesco que se ha mantenido
firme tras una revisión reciente de la evolución de los hominoideos (Andrews,
1992) es el vínculo entre Sivapithecus y el orangután, pero incluso ésta ha sido
puesta en duda por los nuevos descubrimientos de huesos poscraneales
(Pilbeam et al., 1990). El hallazgo más reciente, una cara con parte del cráneo
procedente de depósitos de finales del Mioceno medio en la formación Sinap
(Alpagut et al., 1996), respalda la idea de que a mediados del Mioceno hubo
una radiación evolutiva de antropomorfos de la que no quedaría ningún
descendiente claro en el presente, una radiación que quizás incluya todas las
especies fósiles mencionadas más Kenyapithecus y Griphopithecus (el primero
hallado en Kenia y el segundo en Turquía). El significado de esta radiación
miocénica para la evolución antropomorfa y humana se discutirá en las páginas
que siguen.
Buena parte de la incertidumbre persistente sobre la evolución de los
hominoideos, a pesar del esfuerzo investigador continuado, es producto de la
inadecuación del registro fósil, tan irregular como fragmentario. El
descubrimiento ocasional de fósiles más completos incrementa grandemente
nuestro conocimiento, hasta el punto de que cada nuevo cráneo ha motivado
una reinterpretación de la evolución de los hominoideos (Pilbeam, 1982; de
Bonis y Koufos, 1993; Moyà-Sola y Köhler, 1994). Al mismo tiempo, sin
embargo, plantean nuevas preguntas cuya respuesta requiere información
adicional. Uno de tales especímenes es un cráneo parcial asociado con restos
del esqueleto poscraneal descubierto en 1995 en Turquía (figura 1, Alpagut et
al., 1996).
Figura 1: Visión frontal de la cara de Ankarapithecus meteai. Debajo, mandíbula
en visión oclusal.
El cráneo fue hallado en la localidad 12 de la localidad de
Delikayincaktepe, en estratos del Mioceno superior de la formación Sinap. Los
sedimentos consisten en depósitos de llanuras aluviales surcados por canales
rellenos de conglomerados y con bolsas ricas en fósiles (Kappelman et al.,
1996). Hay una abundante fauna de équidos (Hipparion), cerdos hormigueros,
roedores, suidos, jiráfidos, rinocerontes, carnívoros, proboscídeos, bóvidos y
tortugas. Hasta ahora no se han hallado restos de mamíferos pequeños, y se
sabe poco de la tafonomía y paleoecología de la localidad.

Descripción del cráneo

El cráneo hominoideo de Sinap (número AS500; figura 1) conserva buena


parte del esqueleto facial de una hembra adulta, con erupción completa del
tercer par de molares. Su tamaño corporal estimado era de entre 23 y 29 kg
(Aiello y Wood, 1994), sobre la base de las dimensiones orbitales (el límite
inferior se basa en la altura de las órbitas y el superior en la anchura). Esto es
algo menos que el tamaño de una hembra de chimpancé pigmeo. La mandíbula
se halló en posición invertida a unos 20 cm del cráneo; aunque desarticulada,
estaba en el mismo nivel estratigráfico, y tanto su tamaño como su idéntico
deterioro dental (incluyendo el desgaste más avanzado en el lado izquierdo que
en el derecho) sugieren fuertemente que ambos especímenes pertenecen al
mismo individuo. La cara incluye la mayor parte del premaxilar, el maxilar, los
arcos zigomáticos, los lacrimales y los nasales, y partes de los esfenoides, los
palatinos y el frontal, incluyendo una porción de la línea temporal derecha.
Una distorsión menor a lo largo del margen lateral superior del frontal da a la
órbita izquierda una apariencia angular, y faltan los parietales, occipitales,
temporales y huesos del oído.
La mandíbula está preservada sin apenas distorsión (figura 1). La sínfisis
está completa, y los toros transversos superior e inferior están bien definidos.
El cuerpo es robusto y está fracturado verticalmente sin rotura cerca del
foramen del mentón. La parte posterior tras la línea oblicua está completa en
ambos lados, y la superficie interna muestra una línea milohioide diferenciada.
La rama ascendente está casi completa por el lado derecho e incluye el margen
vertical anterior, el proceso coronoide, la muesca mandibular y el cóndilo. Sólo
faltan los márgenes inferior y posterior del ángulo gonial de la rama derecha.
Tanto la dentición superior como la inferior están completas. El esmalte de
los molares parece ser grueso, y está surcado por trazas producidas por
pequeñas raíces. La arcada mandibular está sin distorsionar y contiene filas de
dientes que divergen algo posteriormente. La arcada de los incisivos superiores
a través de los premolares está también perfectamente preservada, pero todos
los molares superiores de ambos lados están algo desplazados superiormente
con cerca de 1 cm de compensación lateral izquierda a partir de la fila de
dientes anterior. La compensación no implica deformación plástica y será
posible reconstruir con precisión la arcada superior completa.

Asignación taxonómica

El cráneo de Sinap se asignó a la especie Ankarapithecus meteai por su


similitud con una cara de mayor tamaño pero menos completa descrita en 1980
(MTA2125: Andrews y Tekkaya, 1980). Las diferencias en el tamaño de los
caninos sugieren que el nuevo cráneo pertenecería a una hembra, mientras que
el espécimen anterior sería masculino, pero en ambos casos los caninos son
relativamente pequeños en comparación con los molares. La descripción
original del espécimen de 1980 reconocía que éste y la mandíbula tipo de A.
meteai pertenecían también a la misma especie. Sobre la base de las
similitudes entre este espécimen y el material de Sivapithecus procedente del
subcontinente indio, Andrews y Tekkaya (1980) agruparon todos estos
especímenes en el género Sivapithecus, reteniendo meteai como nombre
específico. El nuevo espécimen ha hecho necesario resucitar el nombre
genérico de Ankarapithecus para este material (Begun y Güleg, 1995). El
relato de la filiación de estos especímenes se resume así:

Primera mención: póngido (Ozansoy, 1955)


Denominación Anakarapithecus meteai (Ozansoy, 1957)
Diagnosis A. meteai(Ozansoy, 1965)
1a revisión = Dryopithecus (Sivapithecus) indicus: driopitecino (Simons y
Pilbeam, 1965)
2a revisión = Sivapithecus meteai: ciado orangután (Andrews y Tekkaya,
1980; Andrews y Cronin, 1982)
Retorno a la denominación Ankarapithecus meteai:rama de los grandes
monos (Alpagut et al., 1996)
Este capítulo: miembro primitivo del ciado orangután

Ankarapithecus y los otros hominoideos del Mioceno

El estudio morfológico de la cara de Ankarapithecus del Sinep muestra un


complejo de caracteres craneales que se observan por separado en otros
hominoideos más o menos contemporáneos (véase Apéndice 1). Un conjunto
de caracteres lo vincula con las formas orientales Sivapithecus y Pongo, tal
como se reconoció en un principio (Andrews y Cronin, 1982). Un segundo
conjunto de caracteres lo vincula con las formas occidentales Graecopithecus y
Dryopithecus. Una evaluación completa y exacta de las relaciones entre las
especies representadas en el muestrario ampliado de los hominoideos del
Mioceno tardío requerirá una definición clara y detallada de los caracteres y, lo
que quizás es más importante, de los complejos de caracteres usados en el
análisis filogenético.
A continuación describiré dos complejos funcionales para Ankarapithecus
meteai y consideraré su influencia sobre los caracteres del cráneo y el
esqueleto postcraneal.

El aparato masticador de Ankarapithecus meteai

Unos cuantos caracteres de los dientes y el cráneo indican que


Ankarapithecus meteai tenía un poderoso aparato masticador: los molares, las
dimensiones de la mandíbula y el maxilar, y el desarrollo de los músculos
masticadores. Los describiré brevemente en términos de sus aspectos
funcionales y dejaré sus implicaciones filogenéticas para cuando considere el
grado de asociación entre caracteres.

1. Esmalte grueso. Este carácter no ha podido ser medido directamente


sobre los dientes de Ankarapithecus, pues no hay bordes rotos y no se
ha cortado ni radiografiado ningún diente (Martin, 1985). De la fracción
expuesta en los bordes desgastados se desprende que el grosor del
esmalte era comparable al medido en Sivapithecus, lo que lo sitúa en la
categoría de esmalte grueso según la definición de Martin (1985;
Andrews y Martin, 1991). La presencia de este esmalte grueso se
supone relacionada con la masticación de materiales duros (Kay, 1981);
su función sería reforzar a aquellos molares sometidos a las tensiones
impuestas por la trituración de objetos duros y resistentes, como
semillas, nueces y frutos leñosos.
2. Molares y premolares grandes. Este carácter (megadoncia) se encuentra
frecuentemente asociado al esmalte grueso; el incremento del área
oclusiva que resulta del aumento de tamaño de los molares incrementa
el área de procesamiento de alimento en los dientes y se asocia con la
ingestión de grandes cantidades de materia vegetal. Sin embargo, este
carácter no proporciona necesariamente indicación alguna en cuanto al
tipo concreto de alimento. Hay una clara tendencia hacia la megadoncia
en los homínidos primitivos (Wood, 1981) que también se ha observado
en algunos antropomorfos fósiles, como es el caso de Sivapithecus
(Pilbeam et al., 1990). Cuando se compara el tamaño de las coronas con
las dimensiones craneales de Ankarapithecus se observa un grado
similar de megadoncia. Las estimaciones del tamaño corporal basadas
en la anchura orbital (no tan precisas como las basadas en la altura) van
de los 23,3 kg del espécimen de 1995 (AS500) a los 35,7 kg del
MTA2125 (en este espécimen no pudo medirse la altura orbital).
Compárense estos valores con las estimaciones de 35,2 kg para el
primero y 48,1 para el segundo basadas en el tamaño de los molares.
Las estimaciones del tamaño corporal basadas en los dientes dan
valores entre 9 y 13 kg superiores a las basadas en las órbitas. Esto
puede interpretarse como una indicación de que los dientes de
Ankarapithecus son relativamente grandes en comparación con las
dimensiones craneales.
3. Superficies oclusivas planas. Este carácter suele estar asociado al
esmalte grueso, principalmente porque la capa de esmalte que cubre la
base de dentina tiende a cubrir buena parte de su relieve. Además, en
las coronas de esmalte engrosado el desgaste no deja expuesta la
dentina hasta bastante tarde, de manera que las interfases esmalte-
dentina, que crean bordes cortantes sobre las superficies oclusivas, no
quedan expuestas hasta que el diente está ya muy desgastado.
Ankarapithecus tiene superficies oclusivas planas con cúspides poco
marcadas en ambas filas de dientes.
4. Crestas cortantes poco desarrolladas. Las crestas cortantes pueden
presentarse en dientes de relieve abrupto o en dientes de esmalte
delgado en los que la interfase esmalte-dentina producida por el
desgaste oclusivo produce bordes cortantes (Kay, 1977; Ungar y Kay,
1995). Aunque aún no se han medido las superficies cortantes en
Ankarapithecus, la inspección de las superficies oclusivas sugiere unas
crestas cortantes poco marcadas. Una vez más, este rasgo suele
asociarse con el esmalte grueso y las superficies oclusivas planas.
Futuros análisis a través del microscopio electrónico del desgaste (o
microdesgaste) debería ofrecer más información acerca de este carácter
(véase la siguiente sección).
5. Caninos reducidos. Unos caninos sobresalientes pueden restringir el
movimiento lateral y anteroposterior de las mandíbulas durante la
masticación, lo que a su vez puede restringir la capacidad trituradora de
las especies con este rasgo (Jolly, 1970). Ankarapithecus presenta unos
caninos relativamente pequeños, tanto en el presunto macho
(MTA2125) como en la hembra (AS500), con una relación
canino/primer molar superior que va de 73 a 109 para los dientes
superiores y de 78 a 96 para los inferiores (comparando la mandíbula
tipo con la mandíbula asociada al cráneo AS500), pero en ausencia de
datos de microdesgaste no está claro por el momento cómo afectaría
esto a la morfología oclusiva de este antropomorfo fósil.
6. Cuerpo mandibular robusto. En la mandíbula asociada al cráneo de
Ankarapithecus el cuerpo mandibular es extremadamente robusto (en la
mandíbula tipo MTA2253 falta el cuerpo mandibular). La proporción
grosor/profundidad a la altura del primer par de molares es del 51%,
pero aumenta hasta un 102% a la altura del tercer par de molares, de
manera que el cuerpo es más ancho que alto. Esto es excepcional
incluso para los sivapitecinos y keniapitecinos, antropomorfos de
mandíbulas extremadamente robustas y dientes de esmalte grueso, y la
combinación de estos caracteres en estos tres grupos, y en otros como
los australopitecinos, revela una estrecha relación funcional entre
esmalte grueso, mandíbulas robustas y probable megadoncia. Hay que
decir, sin embargo, que Graecopithecus, cuyos molares poseen un
esmalte extremadamente grueso (Andrews y Martin, 1991), tiene un
cuerpo mandibular relativamente alto, lo que desde el punto de vista
funcional probablemente se relaciona con fuerzas verticales o
compresivas directas durante la masticación, mientras que los cuerpos
mandibulares más anchos visibles en los antropomorfos de esmalte
grueso sugieren un componente lateral mayor en la mecánica de la
masticación.
7. Seno maxilar elevado, lo que produce un proceso alveolar robusto. Es
éste un carácter que va en paralelo a la robustez del cuerpo mandibular
y obedece exactamente a los mismos esquemas.
8. Zigoma orientado anteriormente con marcado abocinamiento lateral.
Uno de los rasgos más llamativos tanto de la cara descrita en 1980
(Andrews y Tekkaya, 1980) como del nuevo cráneo de Ankarapithecus
(Alpagut et al., 1996) es la expansión anterior y lateral de la región
zigomática. La raíz del zigomático no se sitúa anteriormente sobre el
segundo par de molares como es habitual en los antropomorfos fósiles,
sino que, en vez de inclinarse hacia atrás, se abocina lateralmente en el
plano de la cara, o incluso por delante en el espécimen de 1980, de
manera que la parte baja de la cara es a la vez ancha y relativamente
plana. Esto tiene el efecto de desplazar lateralmente y hacia delante la
inserción de los músculos maseteros.
9. Proceso zigomático fuerte. Este carácter se relaciona también con la
acción del masetero, que se inserta a lo largo del proceso zigomático.
La gran robustez de esta estructura en Ankarapithecus indica el gran
desarrollo de este músculo, lo que de nuevo sugiere una poderosa
capacidad de masticación. El desplazamiento lateral de la inserción del
masetero producto del abocinamiento lateral del zigomático sugiere que
habría tenido un componente lateral en su acción que habría producido
un movimiento lateral durante la masticación, lo que también viene
indicado por la robustez del cuerpo mandibular.
10. Proceso frontal plano del hueso zigomático. En Ankarapithecus el
proceso frontal del zigomático está aplanado además de proyectado
hacia delante. Este rasgo parece estar relacionado con el abocinamiento
lateral y el desplazamiento anterior de la región zigomática, de manera
que la expansión anterolateral de dicha región se acompaña de una
rotación hacia delante del proceso frontal del zigomático. Esto quiere
decir que no es un carácter independiente. La misma combinación de
rasgos se observa en Sivapithecus y Pongo, y es también característica
de Hadropithecus, un lémur de Madagascar con una región zigomática
comparable a la de los australopitecinos robustos.
11. Fosa temporal alargada. En Ankarapithecus la expansión lateral del
zigoma desplaza lateralmente la porción anterior del proceso
zigomático, dejando un amplio espacio entre éste y el hueso temporal
de la bóveda craneana. Esta es la fosa temporal, a través de la cual pasa
el músculo temporal desde su origen en el flanco del cráneo hasta su
inserción en el proceso coronoide de la mandíbula. La amplitud de la
fosa temporal indica el gran desarrollo del músculo temporal, y en
paralelo con el desarrollo del masetero indica la presencia de poderosos
músculos masticadores. Esto se relaciona a su vez con la mandíbula y el
maxilar robustos, el esmalte grueso, las superficies oclusivas planas y el
gran tamaño de los dientes, todo lo cual indica un aparato masticador
muy poderoso adaptado a una dieta de objetos duros.

Adaptaciones de los dientes anteriores para la preparación del


alimento

Junto con las adaptaciones relativas a la masticación, un conjunto más o


menos independiente de caracteres tiene que ver con la preparación del
alimento antes y durante la ingestión. Esto implica los dientes anteriores, en
particular los incisivos, junto con las partes anteriores del premaxilar y la
mandíbula y sus relaciones con el resto del cráneo.

1. Incisivos centrales anchos y de corona baja. Los incisivos centrales


grandes suelen estar ligados al procesamiento de piezas de alimento
relativamente grandes, en particular frutas (Kay y Hylander, 1978).
Todos los antropomorfos vivos tienen incisivos relativamente grandes,
un carácter que comparten con los cercopitecoideos, más frugívoros, y
con todos los antropomorfos fósiles del Mioceno. Dos grupos fósiles se
apartan de este esquema general: uno es el género Rangwapithecus, del
Mioceno inferior, que presenta unos incisivos relativamente estrechos
en combinación con un mayor desarrollo de las crestas molares
cortantes, lo que está ligado a su dieta más folívora; el otro grupo
incluye Ankarapithecus y Graecopithecus, ambos con incisivos
centrales extremadamente anchos en relación a unos incisivos laterales
más pequeños y caniniformes. Las coronas de los incisivos centrales
superiores de estos dos últimos géneros son relativamente bajas, y en
esto difieren del patrón frugívoro usual visible, por ejemplo, en el
orangután y otros antropomorfos recientes y fósiles, lo que sugiere una
forma excepcional de preparación del alimento.
2. Incisivos muy desgastados. Además del tamaño inusual de los incisivos
superiores centrales, éstos aparecen muy desgastados en casi todos los
especímenes tanto de Ankarapithecus como de Graecopithecus. Este
desgaste se pone de manifiesto antes que el de los molares, lo que
sugiere un uso intensivo de los incisivos en la preparación de alimentos
duros o resistentes.
3. Premaxilar robusto. Las dimensiones del premaxilar están
estrechamente ligadas al tamaño de los incisivos, en particular los
centrales. Tanto Ankarapithecus como Graecopithecus tienen
premaxilares elongados similares en tamaño relativo a los de
orangutanes y chimpancés, que también tienen incisivos grandes. El
gorila, por el contrario, tiene incisivos menores y un premaxilar más
corto y menos robusto (Ward y Pilbeam, 1983), proporciones éstas más
corrientes en la mayoría de antropomorfos fósiles. Sin embargo, la
proporción del premaxilar es una adaptación relacionada en mayor o
menor medida con el tamaño de los incisivos y la preparación del
alimento, de manera que las consecuencias morfológicas de un
premaxilar robusto y agrandado (como la reducción del tamaño de la
fosa incisival y el estrechamiento del canal incisival) no son caracteres
filogenéticos independientes (véase más adelante).
4. En paralelo con la elongación y robustez del premaxilar, la sínfisis
mandibular es relativamente profunda, con un toro transverso inferior
en Ankarapithecus. La profundidad de la sínfisis es de 40 mm, mientras
que la profundidad del cuerpo mandibular posterior a la altura del
segundo y tercer par de molares es de 24-25 mm, y la razón
anchura/profundidad en la sínfisis es de 0,39. La profundidad de la
sínfisis en el espécimen tipo de Ankarapithecus meteai (probablemente
un macho) es de 49,2 mm. La mayor profundidad, en particular el toro
interno en la base de la sínfisis, proporciona a ésta mayor resistencia
durante la compresión y el movimiento lateral; ésta condición es similar
a la de Graecopithecus y Sivapithecus.
5. Contrafuerte facial. Ciertos rasgos de la cara pueden relacionarse con la
transferencia del esfuerzo de los dientes anteriores por un lado y de los
molares por otro. Estos caracteres requieren un estudio biomecánico
detallado, como el que se hizo para la cara de los australopitecinos
(Rak, 1983), lo que supera el alcance de este capítulo. Sin embargo,
mencionaré algunos de los rasgos más sugestivos. Las tensiones sobre
los molares se transfieren a la parte posterior de la cara a través de la
región zigomática y al toro supraorbital a través de los flancos de las
órbitas. El tamaño y dirección del zigoma en Ankarapithecus puede
relacionarse en parte con la disipación del esfuerzo de masticación, y lo
mismo puede decirse de la presencia de arcos superciliares marcados en
Ankarapithecus. Las tensiones sobre los incisivos se transfieren a la
parte superior de la cara desde el premaxilar a cada lado de la nariz y
otra vez a la región orbital, como indica la morfología del premaxilar y
los dientes anteriores, y es probable que la nariz estrecha de
Ankarapithecus, así como la forma de las órbitas, reflejen en parte la
acomodación de dichas fuerzas.

Relaciones filogenéticas de Ankarapithecus meteai

Quedan por considerar algunas de las implicaciones filogenéticas del


nuevo cráneo de Turquía, pero para ello es necesario examinar de cerca los
caracteres usados para determinar las relaciones de Ankarapithecus meteai con
otros hominoideos. Me centraré en cuatro partes del cráneo: los dientes, la
mandíbula, la región nasoalveolar y la cara.
Basándose en los dientes, Simons y Pilbeam (1965) primero y Andrews y
Tekkaya (1980) después asignaron los especímenes de Sinap anteriores al
género Sivapithecus. Aparte de los incisivos, los dientes eran por lo demás
muy semejantes a los del género asiático, pero esta semejanza se debe
fundamentalmente a la presencia en ambas formas de molares de esmalte
grueso, cúspides bajas, crestas reducidas y caninos pequeños acompañados de
megadoncia molar. Como ya he señalado, estos caracteres no deben
contemplarse como independientes, sino integrados en un complejo funcional
relacionado con una masticación poderosa. La mayoría de estos caracteres
están presentes también en Kenyapithecus, lo que casi con seguridad denota
una adaptación similar, y si descontamos las dimensiones de los caninos
también los encontramos en Afropithecus y Graecopithecus. Así, aunque pueda
pensarse que este conjunto de caracteres compartidos denota un parentesco,
como sugirió Martin (1985) cuando postuló que el esmalte grueso y otros
rasgos correlacionados eran caracteres ancestrales del ciado que agrupa a
antropomorfos y homínidos, es igualmente probable que las semejanzas sean el
resultado de una evolución paralela independiente en algunos de estos taxones
fósiles en respuesta a unas condiciones similares, en particular una dieta
especializada semejante. Esto implica que tales caracteres se adaptan
rápidamente, a través de mecanismos genéticos simples, en respuesta a
presiones selectivas similares.
La investigación del microdesgaste y el análisis de las crestas cortantes
(Teaford, 1994; Ungar, 1996) apoya la similitud funcional entre los taxones
fósiles de esmalte grueso y los primates vivos con una dieta de frutos recios, y
los diferencia de otros taxones con un esmalte aparentemente más delgado,
como ocurre en los géneros Proconsul y Dryopithecus. Estos tienen patrones
de microdesgaste que indican una dieta de frutos blandos, y ya he mencionado
el ejemplo de Rangwapithecus, con sus crestas cortantes indicadoras de una
dieta más folívora. Esta gama de morfologías fósiles parece representar al
menos tres grados de adaptación dietética y, si se consideran evidencias
adicionales como las adaptaciones aún más claramente folívoras de
Oreopithecus (Ungar, 1996), podrían añadirse grados ulteriores de evolución,
pero es dudoso que tales gradaciones reflejen distinciones filogenéticas
significativas.
En cuanto a los incisivos, ya he señalado que todos los hominoideos vivos
y fósiles tienen incisivos superiores relativamente grandes y espatulados. Los
antropomorfos vivos son variables en este aspecto: los gorilas y los hilobátidos
tienen incisivos de proporciones similares a las observadas en algunos
antropomorfos fósiles, pero los chimpancés tienen unos incisivos superiores
muy agrandados, tanto los centrales como los laterales, mientras que los
orangutanes tienen los centrales grandes y los laterales pequeños. Ningún
antropomorfo fósil se ajusta al modelo chimpancé, pero hay ciertas similitudes
entre el orangután y los géneros fósiles Ankarapithecus, Graecopithecus y
Sivapithecus. Los dos primeros muestran además unos incisivos superiores con
coronas bajas y extremadamente desgastadas; es posible que los incisivos
agrandados en estos géneros no sean una homología respecto de Sivapithecus y
Pongo. En este caso, la similitud aparente podría deberse a la convergencia
funcional resultante de una dieta y una preparación del alimento semejantes.
Cuando se considera la región nasoalveolar de la parte baja de la cara se
llega a conclusiones parecidas, en este caso posiblemente también en lo que
respecta a Sivapithecus. El premaxilar extendido de chimpancés y orangutanes
se ha relacionado con el tamaño incrementado de los incisivos y el mayor uso
de éstos en la preparación del alimento, y es posible que las sinapomorfias
aparentes de esta región que vinculan a Sivapithecus con el orangután puedan
deberse a una convergencia funcional resultado de dietas similares. La
posibilidad de homoplasia es aún mayor para Ankarapithecus y
Graecopithecus, pues en éstos la morfología del premaxilar no sólo está menos
especializada en la dirección del orangután, sino que sus incisivos difieren en
algunos aspectos. En términos de gradación evolutiva, debe concluirse que
Sivapithecus y Pongo deberían agruparse juntos, mientras que Ankarapithecus
y Graecopithecus constituyen un grupo separado, cuyos incisivos fuertemente
desgastados indican una dieta ligeramente distinta de la de los otros dos.
Dryopithecus, con sus incisivos al estilo de Proconsul, forma un grado
separado, pero de nuevo es altamente cuestionable que esta similitud implique
un vínculo filogenético entre ambos géneros. Un hecho interesante es que las
dos morfologías de los incisivos de Griphopithecus, una con un fuerte pilar
lingual que lo acerca a Proconsul y otra que lo acerca a Sivapithecus, son hasta
cierto punto intermedias, lo que parece sugerir un vínculo filogenético, pero
esto es difícilmente diferenciable de la afinidad funcional.
Finalmente, consideremos la cara. Cierto número de caracteres de
Ankarapithecus pueden relacionarse con el desarrollo del aparato masticador
antes que interpretarse como caracteres filogenéticamente distintivos. La
expansión de la región zigomática, por ejemplo, es un rasgo claramente
distintivo de Ankarapithecus (Andrews y Tekkaya, 1980; Alpagut et al., 1996),
pero si obedece sólo al agrandamiento y dirección de los músculos
masticadores, relacionados a su vez con la adaptación a una dieta de objetos
duros, entonces la morfología zigomática no sirve como carácter
independiente. Similarmente, el desarrollo de los toros supraorbitales puede
obedecer también a las tensiones puestas en juego durante la masticación y no
puede usarse como carácter filogenéticamente independiente. La nariz estrecha
puede relacionarse con el mismo sistema funcional, ya que las tensiones
derivadas del uso vigoroso de los dientes anteriores se transfieren hacia ambos
lados de la nariz, aunque en este caso hay evidencias de que se trata de un
rasgo heredado por Ankarapithecus, pues todos los antropomorfos fósiles
anteriores presentan este carácter en contraste con unas regiones zigomáticas
más reducidas y la ausencia de arcos superciliares. La distancia interorbital
corta no parece estar ligada a los otros rasgos, ya que las tensiones sobre las
órbitas se transfieren a los arcos superficiales. La región zigomática adyacente
a las órbitas es robusta y el estrecho pilar óseo entre las órbitas es
relativamente grácil; esto podría relacionarse con la conformación de los
propios arcos superciliares, ya que están reforzados lateralmente y sólo cubren
dos tercios de la parte superior de las órbitas.
Muchos de estos rasgos están presentes también en Graecopithecus,
aunque la reconstrucción actualizada de este fósil le atribuye una nariz más
ancha (de Bonis y Koufos, 1993). La amplia distancia interorbital, como en
Afropithecus y Dryopithecus, parece un reforzamiento estructural, una
condición que contrasta con la de Ankarapithecus y Sivapithecus. Tanto en este
último género como en Graecopithecus y Dryopithecus los arcos superciliares
son más robustos en los flancos que en la parte media. El análisis del
microdesgaste en Graecopithecus mostró un elevado número de fosas en las
superficies oclusivas de los molares, lo que constituye una evidencia
morfológica de su adaptación a una dieta de objetos duros (Ungar, 1996). El
microdesgaste de los incisivos también resultó ser interesante: la abundancia
de rayas de orientación lateral indica que Graecopithecus quizá desgarraba el
alimento lateralmente en su boca durante su preparación (Ungar, 1996).
El caso de Dryopithecus es interesante. Este género fósil presenta muchos
de los caracteres de Ankarapithecus en las regiones zigomática, orbital y
supraorbital, incluyendo la región frontal plana y proyectada hacia delante del
hueso zigomático (Moyà-Sola y Köhler, 1994), pero sin la megadoncia, el
esmalte engrosado y las mandíbulas robustas de Ankarapithecus y
Graecopithecus. Así, Dryopithecus aparece como una forma intermedia entre
los antropomorfos del Mioceno inferior como Proconsul, de mandíbulas
relativamente ligeras, y las formas de dentición robusta del Mioceno superior,
con las que comparte algunos caracteres faciales. Esto podría indicar que la
aparente ligazón funcional entre los caracteres faciales y masticadores no es
tan fuerte como he sugerido aquí; los rasgos faciales de Dryopithecus serían,
por tanto, una adquisición independiente relacionada con una adaptación
funcional distinta. No parece probable que estos rasgos faciales sean más
primitivos para los hominoideos que las mandíbulas robustas y los esmaltes
engrosados.
En este breve análisis de los rasgos faciales y dentales hemos visto que se
trata de caracteres interrelacionados, por lo que su uso en el análisis
filogenético es altamente cuestionable. Para comprobar esto seleccioné 26
caracteres dentales y faciales y los sometí a un análisis de ramificaciones y
límite máximo de parsimonia (Apéndice 2). En este análisis no se asumía
polaridad de cambio alguna, y como grupos marginales se tomaron
Pliopithecus y los monos del Viejo Mundo. Para comprobar la robustez del
mismo apliqué un análisis bootstrap usando conjuntos de datos seleccionados
aleatoriamente al 50%, con 100 variantes. Los caracteres y sus estados se
muestran en el Apéndice 2, agrupados en los complejos funcionales ya
descritos, y los resultados del bootstrap para los ciados sustentados por más de
un 50% de variantes se muestran en la figura 2. Este análisis se limita a una
evaluación cualitativa de los estados de los caracteres, y no se ha intentado
ninguna medida de asociación (sería instructivo, por ejemplo, calcular el grado
de asociación entre estados de caracteres para la muestra de hominoideos
considerada). El análisis PAUP identificó dos árboles de máxima parsimonia,
cada uno con 93 pasos y un índice de consistencia de 0,56; la única diferencia
entre ellos era el lugar del género humano en el ciado de antropomorfos
africanos y homínidos. Tres ciados aparecen claramente diferenciados en este
análisis: el de los hominoideos africanos al que acabo de aludir, el del
orangután y el de los antropomorfos africanos del Mioceno inferior. El análisis
bootstrap no consiguió ubicar a Dryopithecus y Oreopithecus, que quedaron
como ramas sueltas.
Figura 2: Cladograma resultante de un análisis bootstrap, con 100 variantes.
Se representan los clados sustentados por más de 50 variantes. Los números indican
en cuántas variantes se sustenta cada clado. Los números al lado de cada taxón se
refieren a la matriz de datos.. Dryopithecus y Oreopithecus quedaron
descolocados en más del 50% de las variantes. .

El clado de los hominoideos africanos estaba presente en 60 de 100


variantes del bootstrap. El seguimiento del cambio de caracteres a través de los
árboles consensuados más parsimoniosos mostraba que este ciado se
fundamenta en la presencia compartida de cierto número de caracteres faciales,
como la morfología orbital, la morfología y flexión zigomática, la forma de la
nariz, el seno frontal y el desarrollo de los toros supraorbitales, y algunos
detalles de la fosa incisival. Casi todos estos caracteres parecen ser caracteres
derivados en común (sinapomorfias) auténticos, no ligados a ningún complejo
funcional.
El clado orangután incluye el género fósil Sivapithecus en 94 de 100
variantes. Conectados con la pareja Sivapithecus-Pongo estaban
Ankarapithecus (en 75 variantes) y Graecopithecus (en 65 variantes). Los
caracteres en los que se sustenta el ciado Sivapithecus-Pongo son los
siguientes: ausencia de toro supraorbital, órbitas altas y estrechas, nariz
triangular y alta, ausencia de fosa incisival y canal incisival estrecho. Otros
caracteres también presentes en Ankarapithecus son el espacio interorbital
estrecho y el premaxilar elongado; y los caracteres presentes en los tres
géneros anteriores y Graecopithecus son el premaxilar robusto y elongado, la
megadoncia de los molares y los incisivos centrales superiores relativamente
grandes. Unos cuantos de estos caracteres parecen sospechosos, en especial los
que ligan a Graecopithecus con los otros, bien porque su presencia en este fósil
es discutible, como ocurre con la morfología del premaxilar, bien por lo
dudoso de su homología, como en el caso de los incisivos superiores. Algunos
caracteres no son exclusivos del clado pongino y por lo tanto no son
sinapomorfias, como ocurre con la megadoncia. Dado que los datos estaban
desordenados, el análisis no distinguía entre caracteres primitivos y derivados,
de manera que algunos ciados se sustentan enteramente en lo que la mayoría
de investigadores interpretaría como caracteres ancestrales. De forma similar,
los caracteres que ligan a Ankarapithecus con el ciado pongino quizá tengan
que ver más con su aparato masticador, de manera que los caracteres
compartidos serían en este caso una convergencia producto de una
alimentación similar. Por otro lado, los caracteres que ligan a Sivapithecus con
Pongo abarcan distintas partes de las mandíbulas y la cara, y aunque algunos
de ellos están relacionados con la preparación y procesamiento de objetos
duros, otros parecen independientes. Queda pendiente la cuestión de la
polaridad de los caracteres; de hecho, podría ser que algunas de las
sinapomorfias aparentes del ciado pongino fueran de hecho caracteres
primitivos de los hominoideos o incluso los homínidos.
El último ciado evidente incluía a Proconsul, Afropithecus y
Kenyapithecus. El análisis conecta los dos últimos géneros por el rasgo
compartido exclusivo de unos premolares muy agrandados, pero por lo demás
aparecen ligados por caracteres ancestrales porque, como ya he señalado, el
análisis PAUP manejaba datos desordenados. El análisis bootstrap agrupaba a
Afropithecus y Kenyapithecus en 77 de 100 variantes, con la adición de
Proconsul en 63 variantes. El parentesco con Proconsul se basaba también en
la presencia compartida de caracteres interpretados como primitivos, aunque la
polaridad de estados tales como la presencia de un cíngulo lingual prominente
en los molares superiores y el alargamiento de los molares inferiores es difícil
de evaluar.

Resumen y conclusiones

El nuevo cráneo de la formación Sinap ha sido asignado a la especie


Ankarapithecus meteai de acuerdo con Begun y Guleç (1995) y Alpagut et al.
(1996). Las comparaciones con otros antropomorfos fósiles basadas en las
descripciones de la publicación anterior indican que Ankarapithecus muestra
algunas similitudes con el orangután, pero también comparte ciertos rasgos con
los hominoideos miocénicos europeos, en especial con Graecopithecus y en
menor grado con Dryopithecus. La polaridad del cambio de muchos de los
caracteres usados para evaluar las relaciones filogenéticas de los hominoideos
fósiles no está clara en el momento presente.
Dos aspectos de la morfología funcional de Ankarapithecus meteai ofrecen
indicios de su comportamiento alimentario. Los rasgos de los dientes y la cara
denotan adaptaciones para machacar y moler objetos duros. Esta conclusión se
fundamenta en el esmalte engrosado y el refuerzo lateral de las mandíbulas, y
la corroboran el gran desarrollo de la expansión lateral de la región zigomática
y los poderosos músculos maseteros (cuyo gran tamaño se infiere a partir de la
robustez del proceso zigomático y el tamaño de la fosa temporal). Estos
músculos debían generar grandes fuerzas compresivas, y la gran anchura del
cuerpo mandibular indica una masticación con un componente lateral añadido.
En cuanto al segundo aspecto de la morfología funcional, el gran tamaño
de los incisivos, el premaxilar masivo y la profunda sínfisis mandibular indican
una adaptación a la preparación de grandes piezas de alimento antes y durante
la ingestión. Esto implicaría de nuevo la resistencia a fuerzas compresivas en
la sínfisis y el premaxilar y a fuerzas laterales a lo largo de los dientes
anteriores.
Muchos de los caracteres interrelacionados en el análisis funcional
demuestran ser inapropiados para el análisis filogenético. El árbol consensuado
resultante de un análisis PAUP de 26 caracteres craneales liga a
Ankarapithecus con el ciado pongino, una conexión confirmada por un análisis
bootstrap en 75 de 100 variantes, pero el examen de los caracteres en los que
se basa este ciado mostró que algunos se integraban en los complejos
funcionales antes descritos, de manera que no serían independientes, y otros
eran de polaridad muy incierta. Así pues, las afinidades de Ankarapithecus no
se aclararán del todo mientras no se realice un análisis más extensivo. Hasta
entonces no se podrá determinar si Ankarapithecus pertenece al ciado pongino,
como ya se había sugerido (Andrews y Cronin, 1982); Martin y Andrews,
1984), o si es una rama homínida, como se ha sugerido recientemente (Alpagut
et al., 1996).

APÉNDICE 1: DESCRIPCIÓN DE LA CARA


DE ANKARAPITHECUS METEAI DEL SINAP

El buen estado de conservación del espécimen de Ankarapithecus meteai


permite la evaluación de numerosos rasgos funcionales importantes para la
filogenia de los hominoideos del Mioceno. La diferencia en talla y morfología
entre los dos pares de incisivos es extrema, un rasgo que se ha usado para
separar los hominoideos vivos asiáticos de los africanos (Andrews y Cronin,
1982). Las órbitas vienen a ser tan anchas como altas, más parecidas a las de
los hominoideos africanos que las órbitas altas y estrechas de Pongo y
Sivapithecus. El perfil de la cara se inclina gradualmente hacia arriba desde los
incisivos haciéndose más vertical a medio camino entre el rinion y el nasion y
hasta la glabela. La región frontal está marcada por un toro supraorbital
moderadamente desarrollado y un sulcus poco marcado. La pequeña parte de la
región frontal preservada sugiere que el neurocráneo continuaba más
horizontalmente por detrás de la glabela. Este perfil recuerda la morfología de
Graecopithecus y Dryopithecus, y difiere del perfil cóncavo con frente más
vertical y neurocráneo elevado de Pongo y Sivapithecus. La región interorbital
presenta unas fosas nasales con quillas marcadas y lacrimales orientados
anteriormente, y es moderadamente estrecha como en Pongo y Sivapithecus,
con una anchura mínima de 11,9 mm. Sin embargo, una pequeña escotadura a
la izquierda del eje central y cerca de la glabela revela la presencia de un seno
frontal invasivo que se extiende lateralmente hasta el punto de contacto con la
línea temporal. Esto es sorprendente si se tiene en cuenta el poco espacio
disponible para las células aéreas etmoidales, de manera que se necesitará una
preparación de este espécimen que revele la extensión de dicho seno. El seno
maxilar también es invasivo y se prolonga hasta la raíz del zigoma.
Otras similitudes entre Ankarapithecus y Pongo-Sivapithecus conciernen al
complejo nasoalveolar. La relación entre el premaxilar y el paladar puede
describirse como «suave» más que «escalonada» (Andrews y Cronin, 1982;
para una opinión contraria véase Begun y Gules, 1995). Esta parte está
presente en el espécimen de 1980, pero por desgracia el margen alveolar de la
región premaxilar y el paladar anterior están muy erosionados y no es posible
determinar su morfología. El hueso zigomático plano y proyectado hacia
delante es un rasgo compartido con Dryopithecus además de Sivapithecus y
Pongo (Moyà-Sola y Köhler, 1993). Estos rasgos, junto con la estrechez
interorbital, la ausencia de seno frontal, el perfil facial más cóncavo y el
neurocráneo elevado, han sido ligados al complejo de airorrinquia (Shea,
1985), y en el caso de Pongo-Sivapithecus parecen ser caracteres derivados. La
presencia de algunos de estos rasgos (pero no todos) en Ankarapithecus
sugiere que la airorrinquia no está fuertemente acoplada con la configuración
de la región nasoalveolar o la anchura absoluta de la región interorbital.
Ankarapithecus comparte también rasgos con Graecopithecus, como los
incisivos centrales anchos y bajos, la forma de la órbita, los caninos reducidos
y la presencia de toro supraorbital (Martin y Andrews, 1984). Sin embargo,
estos caracteres difieren de los presentes en los hominoideos africanos; incluso
el toro supraorbital tiene una morfología distinta de la que se observa en los
antropomorfos africanos. Algunas diferencias que saltan a la vista entre ambos
géneros, como la anchura de la región interorbital, no son más marcadas que
las visibles entre Pan paniscus y Gorilla gorilla, dos especies estrechamente
emparentadas. El esqueleto poscraneal parece retener caracteres ancestrales
presentes en hominoideos africanos anteriores (Benefit y McCrossin, 1995) y
difiere del de Dryopithecus laietanus (Moyà-Sola y Köhler, 1996).
APÉNDICE 2

CARÁCTER ESTADIOS

2 4
18 esmalte 1 delgado 3 grueso
intermedio ultragrueso
2 3 muy
19 premolares 1 pequeños
agrandados agrandados
20
2
megadoncia 1 ausente 3 extrema
presente
molar
22 cíngulos 2
1 presentes
molares ausentes
23 longitud
1 largos 2 cortos
M inf.
24 2 3
1 presente
afilamiento P3 ausente bicúspide
2
5 altura zig. 1 baja 3 alta
intermedia
2
6 flexión zig. 1 alta 3 baja
intermedia
26 dirección 2
1 lateral
zig. anterior
17 morfología
1 curvada 2 plana
zig.
12 cuerpo 2
1 grácil 3 robusto
mandib. intermedio
13 rama 1 estrecha 2 ancha 3 ancha
ascendente inclinada incl.. vert.
21 incisivos 2 3
1 estrechos
sup. espatulados agrandados
2
9 premaxilar 1 corto 3 largo
intermedio
25 toro 2 inf. y 4
1 inferior 3 superior
mandibular superior mentón
4 rostro 2
1 largo 3 corto
medio intermedio
10 fosa 2
1 grande 3 pequeña
incisiva intermedia
11 canal 2
1 hueco 3 canal
incisival foramen
7 morfología 2 oval 3 de base
1 oval
nasal ancha ancha
5
1 arco 4 aro
1 ausente 2 ligero 3 desv. lat. barra
superciliar cont.
cont.
2 morfología 2
1 cuadrada 3 redonda
orbital elevada
3 dist. 2
1 ancha 3 estrecha
interorbital intermedia
2
8 altura nasal 1 baja 3 alta
intermedia
16 seno 2 3 4
1 etmoidal
frontal maxilar indiferenciado ausente
2
14 paladar 1 llano
hundido
15 seno 2 muy
1 pequeño 3 grande
maxilar restringido

Apéndice 2: Estadios de caracteres faciales y dentales de los hominoideos. Se


distinguen tres grupos de caracteres: los relacionados con la distribución del
esfuerzo de masticación, los relacionados con la preparación del alimento con
los incisivos, y rasgos faciales generales. Los estados están desordenados. Los
números de la izquierda de la tabla se refieren a la matriz de datos.

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Coloquio

Salvador Moyà: Estoy básicamente de acuerdo con la visión


filogenética global que has ofrecido, pero tengo una duda: ¿consideras el
arco zigomático plano y proyectado hacia delante de Ankarapithecus como
un carácter derivado compartido con Pongo?
Peter Andrews: Sí, éste es un punto problemático. Tanto en
Ankarapithecus como en Pongo el arco zigomático es plano y está
proyectado hacia delante, lo mismo que en Dryopithecus, pero este carácter
forma parte del complejo masticador que he descrito en detalle y que está
relacionado con la trituración de alimentos duros, de manera que ahora
mismo no me atrevería a afirmar con certeza si se trata de una semejanza de
carácter funcional o heredada de un ancestro común. La conformación
plana y proyectada hacia delante de la región zigomática es una
consecuencia directa de la conformación de la parte inferior y, como ya he
dicho, esto está relacionado con una masticación poderosa.

Salvador Moyà: Sin embargo, en Dryopithecus este rasgo no va


acompañado de la extrema especialización dentaria ligada a la masticación
de objetos duros, lo que nos lleva a pensar que ambos caracteres son hasta
cierto punto independientes. Pienso que la asociación en Dryopithecus de
un arco zigomático plano y una dentición primitiva sugiere que los arcos
zigomáticos de Dryopithecus y Pongo podrían ser homólogos. ¿Qué piensas
de esta posibilidad?
Peter Andrews: Es cierto, el hecho de que Dryopithecus tenga un
zigomático plano asociado a una dentición no especializada indica que no
puede ser consecuencia de la morfología presente en Ankarapithecus, lo que
me hace pensar que probablemente es un carácter derivado de forma
independiente. Lo que quiero decir con esto es que si el origen de un
carácter es diferente, entonces el carácter en sí debe considerarse diferente,
de manera que no cabe hablar de homología.
David Pilbeam: Cuando se habla de aplanamiento de cualquier parte de
la cara se está hablando de arquitectura más que de geometría, y pienso que
el primer paso en el análisis de una estructura tan compleja es intentar
comprender su geometría. Así, la planitud del rostro se relaciona con la
posición relativa de los lóbulos frontales, el tamaño de las órbitas, la
dentición, el tamaño de la cavidad nasal, y sabemos que algunos de estos
caracteres se desarrollan de manera independiente, tanto en el sentido
ontogenético como en el filogenético. Cuando dices que la planitud del
rostro es un rasgo relacionado con una funcionalidad concreta estás
haciendo una inferencia. Quiero recalcar esto porque pienso que
deberíamos intentar mantener una separación lo más escrupulosa posible
entre las cadenas de razonamiento interpretativas y las puramente
descriptivas. Pero lo que quería pedirte es que nos digas algo acerca del
esqueleto poscraneal de Ankarapithecus.
Peter Andrews: Lo más reseñable quizá sea la morfología del radio. La
caña no es completamente recta como en los hominoideos del Mioceno
inferior, pero no tan curvada como en los hominoideos actuales. El cuello,
muy robusto, está algo inclinado en relación al eje, y la cabeza es más bien
ovalada y no redonda como en los antropomorfos actuales. Todos estos
rasgos indican que este hueso soportaba mucho peso, lo que unido a las
falanges cortas y anchas sugiere que Ankarapithecus era un animal
cuadrúpedo y plantígrado adaptado a la locomoción terrestre.

Jaume Bertranpetit: He encontrado muy instructivo su comentario


acerca de los caracteres derivados y su interpretación, porque algunos de los
datos que ha ofrecido son, como mínimo, cuestionables. Por ejemplo, en el
árbol que nos ha mostrado el ciado pongino aparece sustentado por un 65%
de las variantes del bootstrap, lo que es bastante sólido, mientras que el
ciado Pan-Gorilla no pasa de un raquítico 56%, lo que me lleva a
preguntarme si su conjunto de caracteres tiene la robustez suficiente para
inferir de él filogenia alguna.
Peter Andrews: No creo que esté justificado extrapolar lo que ocurre
con el ciado Pan-Gorilla para echar abajo toda la filogenia. De hecho,
cuando se compara el análisis estrictamente morfológico con el molecular
la diferencia es muy pequeña. Tanto si el ciado más sustentado es Pan-
Gorilla como si lo es Pan-Homo, la diferencia es marginal. En otras
palabras, la evidencia morfológica es muy ambigua, y ese 56% no es más
que un reflejo de dicha ambigüedad. Yo tampoco creo que un porcentaje tan
bajo sea un soporte robusto para el ciado Pan-Gorilla, lo único que
pretendía es mostrar que ambos géneros aparecen siempre juntos en el
bootstrap.
VIAJE A LOS ORÍGENES DEL BIPEDISMO Y UNA
ESCALA EN LA ISLA DE LOS SIMIOS
Salvador Moyà Sola
Sobre el autor

Salvador Moyà (Palma de Mallorca, 1955) es doctor en ciencias geológicas


por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde 1984 es investigador del
Instituí de Paleontología M. Crusafont de la Diputación de Barcelona. Sus
investigaciones se han centrado en la paleontología de vertebrados, en
particular en la de los mamíferos en condiciones de insularidad, en la
reconstrucción filogenética de los rumiantes y, últimamente, en la
morfología funcional y en la locomoción de los hominoideos. Ha escrito
más de un centenar de artículos especializados, y es coautor de un libro
sobre las faunas insulares fósiles y de otros volúmenes sobre la evolución
de las faunas en el terciario europeo. Codirige el proyecto de excavación y
estudio del yacimiento de Can Llobateras (Sabadell), donde ha encontrado
el esqueleto mejor conservado hasta la fecha de un hominoideo del
Mioceno superior. Colabora también en proyectos de investigación en
primates fósiles del Paleogeno, en la isla fósil de Baccinello y en el
Mioceno superior de Namibia.
El bipedismo humano constituye un comportamiento locomotor único
entre los primates vivos, que nos convierte, junto con nuestro gran cerebro
y nuestras elevadas capacidades cognitivas, en una especie singular. Pero
hay otra cosa que nos diferencia todavía más. Somos la única especie capaz
de investigarse a sí misma. Somos juez y parte de nuestro proceso
evolutivo, lo que hace que nuestras ideas religiosas o filosóficas tengan un
profundo impacto en este campo de la ciencia. Es mucho más difícil que un
científico cambie de idea cuando se trata de la evolución humana que
cuando se trata de la filogenia del hipopótamo. Este hecho, aparentemente
banal y obvio, ha tenido una gran influencia en el desarrollo de las ideas
sobre el origen del hombre. Nuestras dos señas de identidad más evidentes,
bipedismo y gran cerebro, han sido consideradas características
exclusivamente humanas y, por lo tanto, sacralizadas y elevadas por
nosotros mismos a los altares de la perfección. Más adelante veremos cómo
han influido estos hechos en la interpretación del enigmático hominoideo
miocénico Oreopithecus.
Para comenzar hablaré del origen del primero de estos rasgos, nuestro
modo de locomoción, el porqué de su aparición, el cuándo y el dónde, así
como de la relación entre bipedismo y cerebro. Averiguar los mecanismos y
las causas de su aparición y conocer la historia paleontológica de este
singular comportamiento es uno de los problemas más fascinantes de la
paleontología actual.
Por lo que sabemos, el bipedismo precedió a cualquier modificación del
tamaño cerebral y, por supuesto, a cualquier manifestación cultural
susceptible de conservación en el registro fósil. Conocer la evolución de los
hominoideos en su contexto paleoecológico desde los representantes más
primitivos del grupo, con 20 millones de años de antigüedad, hasta hace 4
millones de años, cuando aparecen los primeros homínidos, es la única
forma de reconstruir el escenario en el cual apareció, hace 5 o 6 millones de
años, la locomoción bípeda humana. Qué ventajas adaptativas poseía tan
peculiar tipo de locomoción y qué influencia tuvo en el posterior desarrollo
del cerebro humano son cuestiones que sólo tendrán respuesta cuando se
conozcan bien los estadios previos al bipedismo. Descubrimientos recientes
y análisis nuevos de fósiles ya conocidos están poniendo en tela de juicio
algunos paradigmas fuertemente arraigados en la cultura humana, como el
de que la evolución del bipedismo es un suceso único. Como luego
veremos, el caso de Oreopithecus bambolii demuestra que el bipedismo ha
evolucionado más de una vez en los primates, y plantea la duda de si no ha
podido pasar lo mismo en el seno de los homínidos.

¿Que significa ser bípedo? Un breve recorrido por la física del


cuerpo humano

Ser bípedo significa caminar obligadamente con las extremidades


posteriores (o inferiores). No somos los únicos vertebrados que han
adoptado este modo de locomoción. Aunque se trata de modelos corporales
y biomecánicos distintos del nuestro, muchos dinosaurios fueron bípedos
obligados, y otros vertebrados utilizan ocasionalmente el bipedismo, sin que
existan adaptaciones morfológicas específicas para ello. Ciertos lagartos
acuáticos, por ejemplo, la emplean para correr velozmente por encima del
agua, y los canguros son en cierto modo bípedos (¿o tal vez deberíamos
llamarlos trípedos?) (figura 1). La física de esta forma de locomoción es la
misma para todos, y consiste básicamente en mantener la posición del
centro de gravedad del cuerpo en o cerca del área de soporte de los pies. Es
importante, por lo tanto, remarcar que otros vertebrados son o fueron tan
bípedos como podamos serlo nosotros, aunque su morfología sea bien
distinta. Así pues, a la hora de decidir si un vertebrado fósil fue bípedo no
hay que buscar caracteres humanos, sino caracteres morfológicos
relacionados con la biomecánica de la postura bípeda. Más adelante
veremos cómo se aplica esto a la interpretación correcta de Oreopithecus
bambolii.
Figura 1: Algunos vertebrados bípedos (obligados u ocasionales). Desde la
izquierda arriba, chimpancé común; hombre moderno; sifaka (Propithecus)
de Madagascar; basilisco corriendo bípedo por encima de las aguas; avestruz,
gerbillido; lagarto. (Tympanocryptis) y el canguro. (Tomado de Preuschoff
y Witte, 1992).

Un homínido bípedo tiene una estructura corporal muy específica, que


en buena parte se corresponde con la de los hominoideos vivos: gibones,
orangutanes, chimpancés y gorilas. Lo que tienen en común todas estas
formas es la estructura corporal básicamente ortógrada (verticalidad), una
adaptación a la vida en los árboles heredada de un ancestro común. Estos
caracteres (que incluyen una columna vertebral acortada y más rígida, un
tórax ancho con los omóplatos en posición dorsal, y una pelvis algo más
acortada y con el ilio ensanchado) son los que permiten situar el tronco en
posición vertical cuando el animal trepa a los árboles y se cuelga de las
ramas. Este hecho, fundamental para comprender los orígenes de nuestro
modo de locomoción, es también clave para responder a una pregunta
importante: ¿por qué apareció el bipedismo cuando lo hizo y no mucho
antes?
Una prueba evidente de la utilidad de estas adaptaciones suspensorias
para el bipedismo es el uso frecuente que hacen los chimpancés de esta
forma de locomoción. Sin embargo, la anatomía del chimpancé no es
suficiente para hacer de él un bípedo habitual, obligado. El chimpancé es un
cuadrúpedo (y un bípedo ocasional) ya que se desplaza sobre sus cuatro
miembros el 80% del tiempo. Nosotros somos bípedos porque usamos esta
forma de locomoción todo el tiempo (al menos la mayoría de nosotros).
El paso al bipedismo habitual a partir de la estructura ortógrada de los
hominoideos es, por lo tanto, fácil y sólo requiere unos pocos cambios
estructurales (figura 2):

1. Lordosis lumbar.
2. Acortamiento de la pelvis y acercamiento de las articulaciones
coxofemoral y sacroilíaca.
3. Articulación de tipo valgus en la rodilla.
4. Reestructuración del pie para soportar todo el peso corporal.
Figura 2: Estática del bipedismo ocasional de Pan troglodites y del
bipedismo obligado humano. El único requisito verdaderamente indispensable es
que la vertical del centro de gravedad se sitúe dentro del área de soporte de los
pies. CG: centro de gravedad del cuerpo y su proyección en el área de soporte de
ambos pies, a, b, c: distancias entre la articulación y la proyección del centro de
gravedad. A mayor distancia, mayor es el trabajo muscular que debe realizarse
para mantener la posición. (Tomado de Preuschoff y White, 1992).

Estas adaptaciones estructurales están encaminadas a soportar (reducir)


las tensiones que se originan en la nueva y permanente posición vertical del
tronco sobre las extremidades posteriores. La lordosis tiene por objeto
reducir las tensiones sobre una columna vertebral que en la nueva situación
bípeda se balancea libremente sobre la articulación coxoilíaca; a esta
función colaboran también los ligamentos isquiáticos que fijan a modo de
ancla la pelvis inferior al sacro para compensar la tendencia a la rotación de
éste debida al peso del tronco. El acortamiento de la distancia entre las
articulaciones sacroilíaca y coxofemoral reduce el momento de rotación:
cuanto menor es la distancia entre ambas articulaciones menor es el trabajo
que deben realizar los músculos de la espalda para contrarrestar el
movimiento rotatorio. La posición de las rodillas del chimpancé es en
«varus», es decir, con un ángulo inferior a 180° en la parte interna. Esta
posición es muy útil para trepar, ya que separa automáticamente las rodillas
hacia fuera, lo que permite pegar el cuerpo al soporte vertical (de lo
contrario el esfuerzo físico necesario para elevar el cuerpo sería excesivo).
Pero esta disposición es insostenible cuando las rodillas deben soportar todo
el peso del cuerpo en posición bípeda permanente. Los ligamentos de la
rodilla no podrían soportar la nueva distribución del peso corporal; además,
uno de los cóndilos femorales estaría sometido a un desgaste diferencial que
causaría graves problemas de artrosis. La disposición «en valgus» de
nuestras rodillas permite que las tibias estén paralelas, lo que reduce
considerablemente las tensiones sobre las rodillas. Finalmente, el pie debe
cambiar para soportar la nueva distribución del peso. Sabemos que las
proporciones del pie dependen del peso que deben soportar (figura 3). Los
primates cuadrúpedos, cuyos pies soportan el 60% de la masa corporal,
poseen un brazo de palanca relativamente largo en relación al brazo de
potencia. En los seres humanos, en cambio, la parte anterior del pie es más
corta en relación a la posterior.
Figura 3: Gráfico alométrico en el que se relaciona el peso corporal y la
ventaja mecánica del gastrocnemius (EMA: r/R). Obsérvese la posición de
Oreopithecus y Homo.

Así pues, bastan muy pocos cambios para pasar de la estructura


ortógrada a la bípeda. Quiero remarcar que algunos de los caracteres
ligados al bipedismo son, por así decirlo, opcionales (como la citada
reducción de la distancia entre las articulaciones coxofemoral y sacroilíaca,
o el acortamiento de los brazos y el alargamiento de las piernas). Aunque
aumentan la eficiencia biomecánica de la estructura y reducen el gasto
energético de la locomoción, no son imprescindibles para ser bípedo. Otros
caracteres son consecuencia directa de la nueva distribución del peso
corporal, por lo que no pueden dejar de estar presentes en un ser bípedo.
Las proporciones de los pies, la articulación de la rodilla y la lordosis, por
ejemplo, sí son caracteres diagnósticos del bipedismo (figura 3).
Figura 4: Fotografía del momento en que se encontró el esqueleto de
Oreopithecus bambolii. en las minas de lignito de Baccinello (Toscana,
Italia). Arriba el esqueleto en el techo de la galería, y abajo las tres personas que
se encontraban en la mina en el momento de hacer la foto (el de la derecha es el
profesor J. Hürzeler).

Antecedentes miocénicos: ¿desde cuándo era posible el


bipedismo?

Los hominoideos modernos (gorila, chimpancé, orangután, gibón y


siamang) se caracterizan, como hemos dicho antes, por adoptar posturas
verticales del tronco durante la locomoción (ortogradismo). Poseen un tórax
ancho, una columna vertebral corta y relativamente rígida y unos brazos
más largos que las piernas. Esta estructura esquelética es una adaptación
para trepar verticalmente a los árboles y suspenderse de las ramas.
Los primates con una locomoción esencialmente cuadrúpeda
(pronogradismo) tanto en los árboles como en el suelo, como los monos
propiamente dichos, se caracterizan por poseer un tórax estrecho, una
columna vertebral larga y flexible y unos brazos más cortos que las piernas.
El registro fósil muestra que el patrón ancestral de los hominoideos es
pronógrado. Los más antiguos representantes de este grupo son los
proconsúlidos, del Mioceno inferior de África (24-16 m.a.). Todo indica que
estos hominoideos primitivos eran cuadrúpedos arborícolas o
semiterrestres. La primera evidencia de una estructura ortógrada procede
del esqueleto de Dryopithecus laietanus hallado recientemente en Can
Llobateres (Sabadell) en estratos del Mioceno superior (9,5 m.a.). Algunos
elementos del tronco sugieren una columna vertebral relativamente corta y
rígida, asociada a un tórax ancho; la morfología de las extremidades sugiere
una gama variada de movimientos, y sus proporciones indican claramente
que los brazos eran notablemente más largos que las piernas. La mano en
particular es notablemente larga. Una estructura corporal similar puede
observarse igualmente en Oreopithecus bambolii, de la Toscana italiana,
mientras que las evidencias de ortogradismo en Morotopithecus, del
Mioceno inferior de Uganda, son tenues y contradictorias.
La estructura ortógrada del esqueleto humano es una clara evidencia de
que el ancestro común de homínidos y grandes monos africanos era también
básicamente ortógrado. Ahora sabemos que los ancestros de los
hominoideos vivos adquirieron esta estructura corporal hace al menos 10
millones de años. Con esta nueva evidencia estamos en disposición de
reconstruir el ancestro común de los grandes antropoides modernos e inferir
el posible aspecto del ancestro común de homínidos y grandes monos.
El análisis alométrico y funcional sugiere que la morfología y las
proporciones intermembrales de Dryopithecus se aproximan notablemente a
la condición esperada para el ancestro común de grandes monos y seres
humanos. De hecho, en África no hay ninguna evidencia de locomoción
bípeda anterior a 5 millones de años; no se ha encontrado ningún resto
significativo que dé alguna pista sobre el posible ancestro de los primates
bípedos, ni siquiera de algún gran antropoide con estructura corporal
ortógrada. En estas circunstancias, la discusión sobre el origen del
bipedismo se ha basado exclusivamente en las formas actuales de grandes
antropoides, como el chimpancé. Estas limitaciones tan drásticas han hecho
pensar que los homínidos proceden de una forma cuadrúpeda terrestre como
Pan troglodytes. Sin embargo, la inclusión de otros modelos fósiles en el
análisis hace plausibles otras alternativas. El análisis de esta información
tras la inclusión de los nuevos datos sobre Dryopithecus y Oreopithecus
sugiere que Pan es una forma demasiado especializada en la locomoción
cuadrúpeda terrestre para que se le pueda considerar un buen modelo de
ancestro homínido, y que un trepador arborícola más generalizado podría
ser un modelo mejor de ancestro de los homínidos bípedos, hipótesis de
hecho ya planteada desde antiguo.
En este contexto, creemos que es especialmente interesante la reciente
hipótesis de que la postura y la locomoción bípedas constituirían una parte
importante del repertorio locomotor de Oreopithecus bambolii. El hombre
es el único primate que utiliza la locomoción bípeda de manera habitual.
Son muchos, sin embargo, los primates que adoptan temporalmente esta
postura, y ello se debe a que su estructura corporal presenta una distribución
del peso corporal que carga más las extremidades posteriores y facilita por
lo tanto la adopción esporádica de posturas erectas. Ahora bien, para ello no
se necesita ninguna adaptación anatómica especial. Más aún, los primates
con una estructura corporal ortógrada (gibones, orangutanes, gorilas y
chimpancés) tienen facilidades anatómicas añadidas para mantener la
postura bípeda durante cierto tiempo y en determinadas circunstancias. De
aquí que sea tan importante la presencia en Oreopithecus de algunos
caracteres estrictamente relacionados con la biomecánica de la locomoción
bípeda. Ello implica cambios específicos en el sistema musculoesquelético
que sólo se comprenden en un contexto de bipedismo habitual. Varios
autores han sugerido independientemente que Oreopithecus es un
descendiente de Dryopithecus que vivió en condiciones de aislamiento en
una antigua isla del Mediterráneo occidental durante 3 o 4 millones de años.
En este caso, la adaptación a la locomoción bípeda habría partido del
estadio Dryopithecus. Ambos géneros pueden ayudarnos a comprender qué
posibilidades había de que evolucionara el bipedismo y por qué, si hace 10
millones de años ya se cumplían los prerrequisitos necesarios para la
locomoción bípeda, ésta no apareció hasta 5 millones de años más tarde.

Breve escala en la Isla de los Simios

En el Mioceno superior (entre 9 y 6 millones de años atrás) el mar


Mediterráneo tenía un aspecto bastante parecido al actual. El nivel eustático
era similar al presente, con ligeras fluctuaciones, y hay evidencias de que
algunas islas, como la de Mallorca, ya eran reconocibles como tales. La
diferencia geográfica más llamativa la encontraríamos en la zona occidental
de la península italiana: una gran isla formada por lo que hoy conocemos
como la Toscana, y que debió incluir Cerdeña y probablemente Córcega
(figura 6). En esta isla, bajo un clima templado con escasos elementos
subtropicales, vivía una fauna endémica, absolutamente quimérica,
compuesta por antílopes enanos de patas cortas e incisivos de roedor, suidos
de extraños dientes y un fascinante personaje que no ha dejado de
sorprender a los paleontólogos desde su descubrimiento, hace ya 128 años.
Este personaje es Oreopithecus bambolii.
Oreopithecus bambolii (Gervais, 1871) es un gran antropoide fósil
perteneciente, junto con Dryopithecus, al grupo que incluye a orangutanes,
chimpancés, gorilas y seres humanos. Sus restos fueron hallados en
yacimientos de lignito procedentes de depósitos lacustres de entre 7 y 8
millones de años de antigüedad, en la localidad de Maremma, en la Toscana
italiana. Desde su descubrimiento ha sido un fósil polémico: la extraña
morfología de sus dientes, en combinación con la del cráneo y el resto del
esqueleto, le valió el calificativo de «aberrante». Su posición filogenética y
su modo de locomoción han sido un misterio durante más de cien años. Se
ha dicho de él que era un cercopitécido (próximo a los macacos), un
ancestro de los gibones, un hominoideo muy primitivo intermedio entre los
cercopitécidos y los hominoideos propiamente dichos, y hasta un ancestro
humano. La hipótesis más extravagante tal vez sea la propuesta por
Gregory, quien sugirió que era ¡un descendiente simio de un artiodáctilo del
Eoceno! Pocos primates han sido tan vilipendiados como Oreopithecus.

En busca del esqueleto perdido y del fin de la polémica

La historia de Oreopithecus es realmente apasionante y el final no se ha


escrito todavía. En 1871, el eminente paleontólogo francés Paul Gervais,
que estaba visitando algunas universidades y museos italianos, encontró en
Florencia la mandíbula de un extraño primate procedente de los lignitos de
Monte Bamboli en la Maremma, una localidad de la Toscana. Publicó una
primera nota en la Academie des Sciences de París (1872), bautizando al
espécimen como Oreopithecus bambolii y señalando sus similitudes
morfológicas con el gorila. Desde aquella lejana época las discusiones sobre
este extraño primate toscano han sido interminables y acaloradas, cuando
no violentas. Las opiniones de paleontólogos prestigiosos como Schlosser,
Simpson, Osborn o Gregory hicieron que se alcanzara un cierto consenso
sobre las afinidades cercopitecoides del primate toscano, aunque con
notables disidencias.
Sin embargo, el eminente paleontólogo de Basilea J. Hürzeler provocó
un considerable revuelo cuando, en una breve nota de 1954, sugirió que
Oreopithecus era, en terminología moderna, una forma hermana (una rama
lateral) de los homínidos bípedos. Esta propuesta fue mayoritariamente
rechazada, a veces de manera vehemente y destemplada, por la comunidad
internacional de expertos. Este rechazo tan frontal hizo reaccionar a
Hürzeler: necesitaba más y mejor material para convencer a sus colegas; un
esqueleto completo, por ejemplo. Así comienza la fascinante historia del
descubrimiento de lo que hoy es la colección más numerosa de restos
fósiles de uno de los más fascinantes primates que se conocen. Hürzeler
inició sus frecuentes visitas a la Maremma en 1954. Sin embargo, por
aquella época todas las minas de lignito habían sido cerradas por falta de
rentabilidad o de seguridad (30 personas habían muerto poco antes en una
explosión de gas metano en Ribolla). Pero la fortuna suele sonreír a los que
perseveran (como dice mi buen amigo el doctor Rafael Adrover: «cuanto
más trabajo más suerte tengo»), y en la primavera de 1956 se fundó una
cooperativa para reabrir la mina de Baccinello. La compleja situación
política de la época (crisis de Suez) hizo que el lignito italiano fuera de
nuevo rentable. Los primeros bloques de carbón extraídos de la mina ya
contenían fósiles. El hallazgo de algunos huesos conectados hizo creer a
Hürzeler que algún día encontraría el esqueleto completo soñado. Hürzeler
hizo todo lo que pudo para rescatar el material de Baccinello, pero las
dificultades económicas y lo arriesgado de la labor a más de 200 metros
bajo tierra en una atmósfera llena de metano inflamable convertían la
empresa en un calvario. La moral iba decayendo. El ambiente caluroso y
plagado de mosquitos hizo desertar al paleontólogo americano W.L. Straus
(amigo y colaborador de Hürzeler) a los pocos días. Los rumores de
bancarrota revoloteaban como ave negra sobre el proyecto minero. Sin
embargo, el 2 de agosto de 1958 iba a convertirse en una fecha memorable
para Hürzeler e histórica para la paleontología. A las siete de la mañana, un
obrero del tumo de noche avisó de que «algo» había aparecido en la mina.
Bajaron a toda prisa y, a doscientos metros de profundidad, la luz de la
lámpara iluminó un esqueleto bastante completo. No había duda posible:
era un esqueleto de Oreopithecus. El problema era que estaba en el techo, lo
que complicaba sobremanera su extracción. Aquello obligó a hacer
fotografías y dibujos in situ para prevenir cualquier eventualidad. Sin
embargo, hacer una foto con un flash de magnesio de los que se usaban en
los años cincuenta era una empresa más que arriesgada en una galería
repleta de metano altamente inflamable, de manera que la mina fue
evacuada y sólo se quedaron Hürzeler, el fotógrafo y un minero. Esta foto
ha pasado a la historia (figura 4).
Al final el esqueleto pudo recuperarse en buen estado, aunque estaba
bastante aplastado por el peso de los sedimentos. (Este desafortunado hecho
ha dificultado enormemente la observación de muchos caracteres
importantes.) Al año siguiente la mina de Baccinello se clausuró
definitivamente y ya no fue posible acceder a sus tesoros paleontológicos,
(Hürzeler me comentó personalmente pocos años antes de fallecer que
había estimado en más de treinta los esqueletos de Oreopithecus que se
destruyeron durante sus tres años de trabajo en Baccinello.) A pesar de
todo, Hürzeler consiguió rescatar una fabulosa colección de vertebrados
fósiles en la que destacan más de 400 especímenes de Oreopithecus que han
permanecido inéditos hasta el día de hoy.
La razón de ello es que las críticas a la hipótesis de Hürzeler (en gran
parte epistolares y hoy guardadas en el archivo del Museo de Basilea), lejos
de disminuir, arreciaron. Hürzeler era consciente de que estaba viendo algo
que existía y que era totalmente ignorado por otros especialistas (el peso de
las preconcepciones en evolución humana es mucho mayor que en
cualquier otro campo, como si estuvieran sometidas a la gravedad de Júpiter
y no a la terrestre). La incomprensión de sus colegas le sumió en el
desánimo y su producción científica disminuyó muchísimo. Hoy sabemos
que Hürzeler se equivocó al creer que Oreopithecus era una rama lateral de
los homínidos. Pero estaba más cerca de la respuesta correcta que la
mayoría de sus detractores, si no todos. Los caracteres en los que se inspiró
Hürzeler están ahí y nadie hasta ahora había sido capaz de explicar su
presencia y formular una hipótesis que integrase todas las «rarezas» de este
primate de manera convincente. Sólo Hürzeler se atrevió a considerarlos.
Con demasiada frecuencia, los caracteres «incómodos» se dejan de lado
como quien no quiere la cosa: ¡lo que no puede ser no puede ser y además
es imposible!
Por lo menos, el esqueleto demostró que Oreopithecus no era un
cercopitécido (aunque tampoco en eso hubo un convencimiento total) sino
un hominoideo de aspecto moderno en su estructura esquelética básica; esto
es, claramente ortógrado, como un orangután o un gorila. Las relaciones
filogenéticas con el hombre y las evidencias de locomoción bípeda se
descartaron.

El bipedismo de Oreopithecus paso a paso

En 1993 tuve la extraordinaria oportunidad, junto a M. Köhler, de


obtener en préstamo la colección de Oreopithecus (cerca de 400
especímenes) del Museo de Historia Natural de Basilea. La restauración de
muchos de estos especímenes, realizada en el Instituto de Paleontología M.
Crusafont, ha permitido un estudio más detallado y preciso de esta
colección y ha permitido descubrir nuevos caracteres cuya interpretación
morfofuncional nos ha llevado a proponer una hipótesis que, además de ser
congruente con toda la información disponible, creemos que es una buena
solución al enigma de Oreopithecus. Seguramente no será compartida por
todo el mundo, pero estamos convencidos de que es la mejor explicación de
las «rarezas» anatómicas de este antropoide.
Figura 5. A: Esqueleto de Oreopithecus bambolii de Baccinello
(Toscana, Italia). B: Reconstrucción del cráneo de Oreopithecus

Lo que primero nos llamó la atención fue la estructura y las


proporciones del pie de Oreopithecus (figuras 3 y 7). No porque resultara
evidente que pertenecían a un ser bípedo, sino más bien porque eran los
pies más raros que habíamos visto nunca. Por fortuna (o, mejor dicho,
gracias al entusiasmo de Hürzeler) se conocen dos pies casi completos y
complementarios de un mismo individuo, además de muchos otros
elementos aislados. Se hicieron moldes de estos dos pies y se
reconstruyeron las imágenes especulares de algunas piezas, pudiéndose así
montar un pie completo, a falta sólo de las falanges de los dedos. La
reconstrucción del pie fue tremendamente laboriosa, ya que no encajaba en
el clásico modelo antropoide. Era algo completamente distinto; tanto es así
que nos costó mucho aceptar la reconstrucción a la que inevitablemente
llegábamos una y otra vez.
Figura 6: Reconstrucción paleogeográfica del Mediterráneo occidental en el
Mioceno superior. Diversas islas eran reconocibles como tales, aunque algunas
forman hoy en día parte de la masa continental. A: Murchas (Granada, España);
B: Islas Baleares (España); C: Cerdeña; D: Toscana (Italia); E: Gargano (Italia).

Dos cosas nos llamaban la atención de este pie. En primer lugar, los
metatarsianos laterales (los correspondientes a los dedos 2 a 5) estaban
separados lateralmente formando un ángulo permanente abierto hacia fuera
(en relación con el plano sagital del individuo). En todos los antropoides la
orientación de los dedos de los pies es sin excepción paralela al plano
sagital. En segundo lugar, la anatomía de los elementos más importantes
que conforman la articulación del tobillo (tibia, astrágalo y calcáneo) era
también poco habitual. En los otros antropoides estos huesos reflejan la
posición en varus de las rodillas (abiertas hacia fuera) y la capacidad de
inversión de la planta del pie durante la flexión (ambas características
esenciales para los primates arborícolas que trepan y pasan gran parte de su
tiempo en los árboles). El pie de Oreopithecus era opuesto. Las
posibilidades de inversión del pie eran mínimas, y la tibia, el astrágalo y la
dirección del tendón del músculo gastrocnemius, indicada por la orientación
del tuber calcis del calcáneo (figura 7), sugerían una rodilla en valgus,
como la humana. Curiosamente, algunos autores ya habían observado que
la anatomía de las rodillas del esqueleto de Oreopithecus de Florencia era
bien distinta de la de los grandes antropoides vivos, y sugería una rodilla en
valgus. Esta coincidencia con la anatomía de los pies fue lo que nos hizo
sospechar que, después de todo, había algo muy raro en Oreopithecus. Para
confirmar o desmentir la asociación lógica de los caracteres del pie con la
locomoción bípeda ideamos un test independiente de la morfología.
Figura 7: El pie de Oreopithecus comparado con el de chimpancé.

Si se asume que las proporciones del pie de los primates (y de los


mamíferos en general) se correlacionan con el peso que deben soportar, es
razonable suponer que, si Oreopithecus utilizaba la locomoción bípeda a
menudo, esto debería reflejarse en las proporciones de los pies. Debía ser
posible, por lo tanto, detectar que el peso soportado por el pie de
Oreopithecus era el doble del que soportaba el pie de un cuadrúpedo.
Evidentemente, esta hipótesis podía verificarse antes en el hombre. Así,
investigamos si había alguna correlación entre la masa corporal y lo que se
conoce como EMA (ventaja mecánica del músculo gastrocnemius), que es
la razón entre el brazo de palanca y el brazo de potencia, atendiendo a que
el pie es una palanca de tercera clase. El cociente mide las proporciones del
pie adecuadas a cada tamaño, asumiendo el mismo trabajo muscular a
cualquier tamaño. El resultado obtenido tras medir más de 200 pies de
antropoides fue una correlación ciertamente alta (r = 0,93) entre EMA y
masa corporal. Así pues, en los antropoides (figura 3) las proporciones de
los pies están básicamente determinadas por el peso que soportan. Como
era de esperar, el hombre se separa de esta tendencia general, ya que, al
soportar los pies todo el peso corporal, el músculo debe mover el doble de
masa que en un cuadrúpedo, con el consiguiente aumento del EMA. En lo
que respecta a Oreopithecus, el cálculo del EMA correspondiente da un
valor inusualmente alto para su masa corporal y comparable al del hombre.
La conclusión obvia es que Oreopithecus soportaba sobre sus pies el 100%
de su masa corporal, lo que equivale a decir que era ¡bípedo! Este test,
independiente de la morfología, permitía, a pesar de las notables diferencias
estructurales con el pie humano, considerar seriamente el bipedismo de
Oreopithecus.
Así pues, y para sorpresa nuestra, los datos anatómicos del pie, la rodilla
y las proporciones del pie encajaban perfectamente entre sí cuando se
admitía una locomoción o postura bípeda habitual. Aunque no
encontrábamos otra explicación a aquellos datos, seguíamos resistiéndonos
a la evidencia: la postura bípeda ya no podía considerarse exclusiva del
hombre. Para confirmar esta hipótesis iniciamos una restauración detallada
de numerosos especímenes del Museo de Basilea. La postura bípeda
habitual impone una serie de requisitos biomecánicos bien conocidos, de
manera que, si Oreopithecus era bípedo, este hecho debía reflejarse en otras
partes de su esqueleto. Decidimos centramos en dos partes concretas, la
pelvis y la zona lumbar.
Por desgracia, ambos elementos de la anatomía de Oreopithecus están
bastante aplastados en el espécimen IGF-11771, lo que impide apreciar
todos sus detalles estructurales. Sin embargo, algunos especímenes poco
conocidos de Basilea iban a proporcionarnos una información valiosísima.
Un ejemplar nos permitió, una vez restaurado, examinar la anatomía
completa del pubis. Sólo Australopithecus y Homo poseen un pubis tan
largo y una sínfisis tan corta, de hecho única entre los primates. Por otra
parte, en cuatro especímenes diferentes pudimos observar otro carácter
realmente inesperado en un gran antropoide trepador: una espina isquiática
de tamaño inusualmente grande. Esta espina, que no es más que la
osificación bajo tensión del tendón que une el isquio y el sacro, está
escasamente desarrollada o ausente en la mayoría de grandes antropoides;
en cambio, es enorme en los homínidos bípedos. Esto se explica porque la
función de dicho tendón es prevenir la rotación hacia atrás del sacro cuando
éste soporta todo el peso del tronco. En los grandes antropoides más
ortógrados, es decir, los que adoptan una postura más vertical del tronco
(Pongo e Hylobates) hay un esbozo de espina isquiática, pero, al estar el
tronco soportado en parte por los brazos, la tensión sobre el tendón es
menor y la osificación es mínima. La espina isquiática de Oreopithecus es
del todo comparable, por su forma y tamaño, a la de Homo, de lo que cabe
deducir una postura bípeda.

El bipedismo, una cuestión de manos

¿Cómo verificar la hipótesis del bipedismo en Oreopithecus? Era obvio


que había que buscar parámetros independientes de la locomoción. En el
caso humano, el origen de la extraordinaria capacidad manipuladora de
nuestras manos ha sido objeto de numerosas y encendidas discusiones.
Desde Darwin, siempre se ha ligado la locomoción bípeda a la capacidad
manipuladora, ya que sólo unas manos libres permiten recolectar,
transportar materiales o fabricar y utilizar herramientas. Ahora bien, se
sigue discutiendo si el bipedismo se seleccionó por las ventajas directas que
proporciona (como una mayor eficacia energética), en cuyo caso el
incremento de la capacidad manipuladora sería un «subproducto», o por
alguna otra razón.
¿Qué mejor test que escrutar las manos de Oreopithecus? ¿Se
transformaron las manos de Oreopithecus en instrumentos de precisión,
como en el caso de los homínidos? Y, de ser así, ¿podría Oreopithecus
ayudarnos a comprender el origen de la mano humana y la relación entre
nuestra capacidad manipuladora y nuestro peculiar tipo de locomoción?
Las manos de los primates cumplen una doble función. Por una parte
sirven para la locomoción, sea cuadrúpeda, terrestre o arborícola; por otra,
sirven como órganos manipuladores para la recogida y procesamiento del
alimento, además de la desparasitación. Las funciones locomotoras son las
que determinan la estructura básica de la mano. Esto es así porque las
manos soportan las mayores tensiones durante la locomoción, mientras que
la manipulación no suele requerir un gran trabajo muscular, por lo que las
adaptaciones locomotoras prevalecen sobre las adaptaciones manipuladoras.
En otras palabras, cada especie ejecutará de la mejor manera posible las
funciones manipuladoras que permitan unas manos diseñadas
principalmente para una cierta forma de desplazamiento.
Sólo en un grupo ocurre lo contrario. En los homínidos bípedos las
adaptaciones manipuladoras prevalecen sobre las locomotrices, porque el
bipedismo ha liberado las manos de sus funciones locomotoras. En
consecuencia, nuestras manos han podido adquirir una morfología
supuestamente óptima para las funciones manipuladoras. El primer paso
hacia la mano humana consiste básicamente en un acortamiento que
modifica la relación entre el pulgar y los demás dedos, en particular el
índice, lo que permite presionar una contra otra las yemas de los dedos
pulgar e índice, con la inestimable ayuda del músculo flexor del pulgar
(flexor pollicis longus). Todas estas características están ya presentes en las
manos de los australopitecos, nuestros más remotos antepasados.
Por fortuna existe una fantástica colección de huesos de la mano de
Oreopithecus en el Museo de Ciencias Naturales de Basilea y en el Museo
de Geología y Paleontología de la Universidad de Florencia. El estudio de
esta fabulosa e inédita colección llevado a cabo por L. Rook, de la
Universidad de Florencia, Meike Köhler y yo mismo ha puesto de
manifiesto que, lejos de parecerse a las manos de primates contemporáneos
trepadores y suspensores como Dryopithecus, las manos de Oreopithecus se
acercan notablemente en su morfología a las manos de Australopithecus
(figura 8). Una larga lista de caracteres así lo sugiere:
1. A diferencia de la mano típica de los hominoideos modernos, larga en
relación al peso del cuerpo, una morfología necesaria para suspenderse y
trepar, la mano de Oreopithecus es corta, notablemente parecida a la de
Australopithecus.
2. El pulgar de Oreopithecus es proporcionalmente largo, mientras que
los demás dedos son cortos. El acortamiento de la distancia entre el
pulgar y el índice se considera imprescindible para la manipulación
precisa. En Oreopithecus esta relación se aproxima a la de la mano
humana.
3. En la parte inferior de la falange distal del pulgar de Oreopithecus se
observa una profunda y extensa impresión correspondiente a la inserción
del tendón del flexor pollicis longus. Este flexor del pulgar es exclusivo
de los homínidos bípedos (figura 8).
4. La articulación entre el carpo y los metacarpianos, en especial la del
«hueso grande» (capitate) con el metacarpiano 2 se orienta oblicuamente
al plano sagital. Encontramos también esta característica en los
homínidos bípedos, mientras que está ausente en los hominoideos
recientes o fósiles.
Figura 8: La mano de Oreopithecus, Esqueleto de Bacinello (IGF 11771).
Detalle de la falange distal del pulgar. A: Pan; B, C: Oreopithecus
bambolii; D: Homo sapiens.

Así pues, Oreopithecus muestra exactamente la misma inusual


combinación de caracteres que vemos en los primeros homínidos, y que no
aparece en ningún primate cuya morfología manual esté constreñida por las
tensiones de la locomoción. Todo ello permite concluir que Oreopithecus
poseía adaptaciones manipuladoras que le permitían ejecutar movimientos
precisos como presionar la punta del pulgar contra la de otros dedos, algo
que ningún otro primate aparte de nosotros puede hacer. La mano de
Oreopithecus confirma su condición de bípedo (figura 9).
Figura 9: Reconstrucción en vivo de un grupo de oreopitecos en su ambiente.
Dibujo de Pavel Major,

La clave del asunto: de vacaciones en una isla

Oreopithecus era bípedo. Sin embargo, su bipedismo era diferente del


nuestro. Sus brazos eran más largos que las piernas y sus pies seguían
siendo prensiles, lo que permite suponer que su capacidad trepadora era
mayor que la de cualquier homínido. Así pues, podríamos definir a
Oreopithecus como un compromiso entre la locomoción bípeda terrestre y
la conservación de la capacidad de trepar a los árboles.
¿Cómo se explican las diferencias entre Oreopithecus y los homínidos?
La ecología y la biogeografía insulares nos ofrecen una posible y fascinante
respuesta. El peculiar bipedismo de Oreopithecus (brazos largos y piernas
cortas, pies con metatarsianos laterales permanentemente separados y dedo
gordo abducible) es bien distinto del de los homínidos bípedos. Por una
parte, es muy posible que fuera más trepador que Australopithecus, como
sugieren las proporciones intermembrales y la anatomía de la escápula y el
codo. Por otra parte, el ilion relativamente más largo, las piernas cortas y,
sobre todo, la peculiar anatomía del pie permiten afirmar que, aunque
Oreopithecus era bípedo, su forma de locomoción era bien distinta de la
humana. Los pies de los homínidos están mejor diseñados para correr. El
pie de Oreopithecus, por el contrario, está diseñado como una plataforma
que permite un control mucho más eficiente del equilibrio en posturas
estáticas. ¿Cuál es la razón de esta diferencia? ¿Qué presiones selectivas
están en el origen de esta divergencia adaptativa? No fue fácil encontrar una
respuesta a estas preguntas. Sólo después de analizar las peculiares
condiciones de vida de Oreopithecus se hizo la luz. Hace 8 millones de
años, las áreas geográficas donde han aparecido restos fósiles de
Oreopithecus estaban separadas del continente, como la actual Cerdeña. Los
ecosistemas insulares se caracterizan por sus peculiares condiciones
ecológicas, que suelen tener un profundo efecto en la evolución de sus
habitantes. Dos características esenciales de las islas son la ausencia de
predadores terrestres y la limitación de los recursos tróficos, impuesta por
las mismas condiciones de insularidad que limitan el espacio físico
disponible. Ambos factores crean presiones selectivas específicas. Por una
parte, la ausencia de predado res permite prescindir de las adaptaciones
encaminadas a evitar la depredación. Muchos vertebrados insulares han
experimentado modificaciones estructurales importantes para adaptarse a
formas de locomoción menos costosas en términos energéticos (en una isla,
aquel que consiga sobrevivir con un consumo energético mínimo tiene más
posibilidades de sobrevivir). Así, en las islas encontramos aves que han
perdido la capacidad de volar o bóvidos y cérvidos con patas acortadas y
huesos tarsales fusionados, al contrario que sus congéneres continentales,
cuyas patas más largas les permiten alcanzar más velocidad y efectuar el
movimiento de zigzag necesario para eludir a los carnívoros. Por otra parte,
la limitación del espacio físico, unida a la ausencia de depredación, suele
conducir a la superpoblación. La inherente limitación de los recursos
tróficos en una isla es especialmente problemática en los momentos de
mayor densidad de población. Estas crisis tienen un gran impacto en las
poblaciones insulares, que se traduce en una intensa competencia por la
explotación de los recursos tróficos disponibles. Esta presión selectiva
específica es responsable de profundos cambios anatómicos encaminados a
aumentar la eficiencia de la recolección y procesado del alimento. Aquellos
individuos que puedan acceder a recursos alimentarios poco habituales por
su especial dificultad de recolección, procesado o digestión tendrán una
ventaja considerable ante el resto. Así es como se han originado los
incisivos de crecimiento continuo de algunos rumiantes insulares, o las
series dentarias reducidas, o la hipsodontia incrementada de los dientes, por
poner algunos ejemplos.
Es razonable suponer que también Oreopithecus estuvo sometido a las
presiones selectivas que sufren todos los vertebrados insulares. Este
razonamiento simple y lógico fue el que nos permitió comprender la
evolución de un tipo de locomoción bípeda tan peculiar.
Gracias a los trabajos de varios equipos de investigadores japoneses
sabemos que el coste energético (medido por el consumo de oxígeno) de la
locomoción arborícola es 4 veces mayor que el del cuadrupedismo o el
bipedismo terrestre. No es de extrañar, por lo tanto, que en ausencia de
predadores la selección natural favorezca la vida en tierra. Por otra parte, la
vida arborícola es peligrosa. Se sabe que los primates arborícolas sufren
caídas con cierta frecuencia, debidas a un mal cálculo de distancias u otras
causas (como las borracheras provocadas por la ingestión de fruta
fermentada), cuyas consecuencias van desde roturas de huesos hasta la
muerte. Una ventaja añadida de la vida en el suelo es que ofrece un espectro
de posibilidades alimentarias más amplio que el de la vida arborícola. El
ancestro de Oreopithecus tenía dos opciones al bajar al suelo: hacerse
cuadrúpedo o hacerse bípedo. Es muy posible que la selección de esta
última alternativa estuviese condicionada por las preadaptaciones
ortógradas de este primate y por una presión selectiva hacia un uso más
eficiente de las manos para la manipulación.
La ausencia de predadores favorece un aumento de la densidad de
población, mientras que la limitación del espacio restringe la cantidad de
alimento disponible. Éstos son los dos factores clave que conducen a una
devastación periódica del área insular, con el consiguiente aumento de la
competencia por el alimento y la selección de aquellos individuos que saben
alimentarse más eficazmente. En estas condiciones, unas manos libres que
permitan la explotación del estrato arbustivo accesible sólo desde el suelo y
faciliten la recolección y el procesado del alimento son una gran ventaja, y
el bipedismo es el medio para disponer de ella. La utilidad de las manos
libres como instrumento para la recolección y el procesado del alimento ha
sido muy probablemente uno de los factores subyacentes tras la selección
de la locomoción bípeda en Oreopithecus (figura 9), lo que nos acerca a la
solución del enigma del origen del bipedismo humano.

Final del viaje: el bipedismo humano

Dejamos las cálidas playas de la gran isla (o laboratorio evolutivo)


cercana a las costas de la actual Italia, y nos trasladamos a África en el
espacio y dos millones de años más tarde en el tiempo. La isla del
Mediterráneo es ya historia; se ha continentalizado y su fauna endémica ha
desaparecido, y con ella nuestro fantástico personaje. Sin embargo, en
África empieza otra fascinante historia. Otro grupo de primates, parientes
de los chimpancés y gorilas, han reinventado el bipedismo. Son nuestros
antepasados directos más remotos: los australopitecos.
Oreopithecus se extinguió, pero al menos disponemos por vez primera
de un modelo de bipedismo independiente del humano con el cual podemos
establecer comparaciones. El bipedismo de Oreopithecus es distinto del de
Australopithecus, y las diferencias y similitudes entre ambos pueden
proporcionarnos valiosas pistas para comprender las ventajas evolutivas de
este tipo de locomoción.
Se han propuesto innumerables explicaciones adaptativas para el
bipedismo, que van desde la ventaja energética hasta la liberación de los
brazos y manos para el transporte, pasando por la intimidación, la reducción
de la insolación y otras hipótesis carentes de base científica. Sin embargo,
los homínidos que reinventaron el bipedismo no eran tampoco idénticos al
hombre moderno en su aparato locomotor. Las piernas eran más cortas, los
brazos más largos, y los dedos de manos y pies estaban notablemente más
curvados que los nuestros. Todo ello sugiere que el bipedismo obligado de
estos primeros homínidos se complementaba con adaptaciones a la vida
arborícola. Recientemente se ha sugerido incluso que quizá construyeran
nidos en los árboles para dormir, como hacen chimpancés y gorilas. Este
comportamiento es consecuencia directa de la presión depredadora. Al
parecer, tampoco tenían la capacidad de fabricar instrumentos líticos.
El tamaño relativo del cerebro de Australopithecus era similar al del
chimpancé. Los australopitecos son la prueba de que no existe una relación
causal directa entre tamaño del cerebro y bipedismo, ya que este último
precedió en más de un millón de años a cualquier modificación relevante
del cerebro. Sin embargo, no debemos contemplar a estos homínidos como
una mera forma de transición entre monos y hombres, sino como primates
bien adaptados a su entorno que vivieron desde Sudáfrica hasta el Chad
durante 2 o 3 millones de años (mucho más tiempo del que lleva nuestra
especie, Homo sapiens, sobre la Tierra). Pero queda una pregunta por
resolver: ¿qué ventaja ofrecía la locomoción bípeda si no es la capacidad de
fabricar instrumentos gracias a la liberación de las manos combinada con la
inteligencia que proporciona un gran cerebro? Como ocurre tantas veces, la
respuesta surge de la contrastación con otro modelo.
El género Homo, con sus diversas especies, puede describirse como un
bípedo de gran cerebro. Sin embargo, este último detalle no es el único que
lo diferencia de Australopithecus: piernas más largas, brazos más cortos,
falanges de pies y manos también más cortas, nos dibujan un ser muy
activo, adaptado a caminar largas distancias a diario; a esto hay que añadir
el detalle no anatómico de la fabricación de instrumentos.
Es evidente que este nuevo complejo adaptativo (que incluye un cerebro
mayor y presumiblemente más complejo, aunque esto último no puede
observarse en el registro fósil) representa una adaptación a la vida en la
sabana, que impone unas soluciones diferentes de las que servían para la
vida en la selva. El refugio que ofrecen los árboles es notablemente más
escaso en la sabana, por lo que la inteligencia ligada a un mayor cerebro es
ciertamente útil para evitar la depredación mediante el conocimiento del
entorno, la comunicación y la fabricación de armas defensivas y de caza.
Las ventajas que proporcionaba este conjunto de adaptaciones hicieron que
el género Homo adquiriese una independencia creciente del medio, lo que le
permitió propagarse fuera de África y convertirse en la especie dominante y
cosmopolita que es hoy (figura 10).
Figura 10: Los dos tipos básicos bípedos del linaje humano:
Australopitecus (Australopitecus afarensis) y Homo.

Ahora bien, si tan ventajoso es poseer un cerebro grande, ¿por qué


Australopithecus, que ya era bípedo, tenía un cerebro comparativamente
pequeño? Esta cuestión ha intrigado a mucha gente durante mucho tiempo.
Sin embargo, la respuesta es tan sencilla como obvia: un cerebro grande
resulta muy caro desde el punto de vista energético, tanto que su posesión
plantea algunos problemas de difícil solución. El primero es la obtención de
la energía necesaria. Nuestra estirpe lo resolvió cambiando de hábitos
alimentarios, pasando de una dieta vegetariana a una dieta carnívora más
rica en calorías. (Lo siento por los vegetarianos, pero, para fortuna nuestra,
no se puede decir que el vegetarianismo sea la condición natural del
hombre.) La energía suplementaria de las proteínas y grasas animales
procedentes del carroñeo o la caza permitió un agrandamiento del cerebro.
Sin embargo, los individuos inmaduros no estaban en condiciones de
obtener por sí solos la energía necesaria para fabricar su propio cerebro.
Este problema lo resolvió la madre proporcionando al feto la energía
necesaria para el desarrollo del cerebro en el útero, de manera que las crías
nacían con un cerebro que tenía ya un 60% de su tamaño final.
El cuerpo adaptado mecánicamente al bipedismo de resistencia
(adecuada para largos trayectos), la caza activa que aportaba a la dieta una
cantidad importante de proteína animal, el alargamiento de todas las fases
del desarrollo, el prolongado cuidado de las crías (y con ello la transmisión
de cultura) y la fabricación de instrumentos líticos constituyen un nuevo
complejo adaptativo que es la clave del éxito del género Homo. Por vez
primera un mamífero pudo independizarse en gran medida (hoy
prácticamente por completo) de las vicisitudes climáticas que tanta
influencia tienen en la distribución de la vegetación y de los animales que
viven de ella. Chimpancés, gorilas y, en menor grado, australopitecos son o
fueron prisioneros del bosque tropical y sus aledaños. Con Homo se inició
la independencia.
Desde esta óptica podemos ahora juzgar correctamente a los
australopitecos. Su adaptación a la locomoción bípeda, prácticamente lo
único que los separa de los grandes hominoideos vivos, no fue más que una
forma diferente (a la de los antropoides) de explotar el medio. El bipedismo
les permitía alcanzar estratos de vegetación no explotados por las formas
cuadrúpedas y, al mismo tiempo, liberar a las manos de su función
locomotora, lo que las convertía en un instrumento recolector sumamente
útil. Pero jamás abandonaron el bosque tropical como fuente de alimentos y
refugio. Por qué evolucionó el bipedismo hace entre 5 y 6 millones de años
y no antes, aun siendo teóricamente posible, es una pregunta difícil de
responder. Sin embargo, los drásticos cambios climáticos ocurridos en
aquella época (crisis mesiniense) debieron crear nuevas presiones
selectivas, derivadas probablemente de un incremento de la competencia
como consecuencia de la reducción del área de distribución del bosque
tropical.
La aparición del género humano hace unos 2,5 millones de años se
debe, por lo tanto, a un cúmulo de preadaptaciones (caracteres
seleccionados para una función y que posteriormente resultan útiles para
alguna otra) inventadas previamente por los australopitecos junto con las
nuevas presiones selectivas de la vida en la sabana. El bipedismo fue un
prerrequisito para la evolución de un ser de gran cerebro: esta postura
permitía un adecuado equilibrio de la pesada cabeza y dejaba las manos
libres para la fabricación de instrumentos. Si el bipedismo hubiera
evolucionado cinco millones de años más tarde el hombre todavía no
existiría, pero ya estarían puestas las bases de su futura aparición. El
bipedismo no hizo al hombre, pero sin él el lector no estaría hoy disfrutando
(espero) de este artículo, al menos no tan cómodamente sentado y
sosteniendo el libro con sus manos.

Agradecimientos: Sin el apasionado y apasionante trabajo llevado a


cabo por el profesor J. Hürzeler este capítulo no hubiera sido posible. Estoy
en deuda con B. Engesser, quien nos permitió estudiar la colección de O.
bambilii. La fotografía de la figura 4 también procede de él. Quiero
agradecer asimismo a todas las personas que con sus comentarios y
discusiones han hecho posible este artículo, especialmente a M. Köhler y L.
Rook.

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Coloquio

Jorge Wagensberg: Al pasar de los árboles al suelo se plantea un


problema matemático y físico de estabilidad. Desde el punto de vista
estático el mejor apoyo es el trípode (un anciano con su bastón, por
ejemplo). El problema es que el centro de masas debe estar en la vertical
para que no haya ningún momento resultante. Esto quiere decir que, para
que un apoyo sobre dos piernas sea estable, el centro de masas debería
situarse entre ambas, lo cual, además de requerir unas posaderas
impresionantes, sería un impedimento para andar. Dicho esto, a mí no me
parece que este requerimiento de estabilidad estática sea tan importante,
porque un bípedo no está siempre de pie montando guardia. Yo diría que es
más ventajoso que haya un ligero par resultante que facilite el
desplazamiento hacia delante (como una bicicleta, que si se detiene se cae).
No quiero presumir de tener más abdomen que un australopiteco, pero yo
soy bípedo y no ando con las piernas encogidas. Lo que quiero decir es que,
además de lo que pueda deducirse de la estructura ósea, hay que tener en
cuenta las partes blandas, aunque éste es un terreno más especulativo. A lo
mejor la diferencia entre los australopitecos y nosotros no es tan drástica
como la que has apuntado; a mí no me cuesta imaginarlos andando de pie.
Salvador Moyà: La suposición de que el centro de masas estaba un
poco más adelantado en los australopitecos que en el hombre moderno se
fundamenta en un conjunto de caracteres del esqueleto. Los músculos
extensores del fémur, por poner un ejemplo, se insertan en la parte posterior
de la pelvis. El brazo de palanca de estos músculos va desde la articulación
del fémur hasta el punto de inserción en la pelvis. En el chimpancé esta
distancia es lo bastante larga para que el músculo tenga un brazo de palanca
suficiente; cuando un chimpancé se pone de pie el isquion proporciona
también un brazo de palanca largo, porque el fémur está flexionado. En la
pelvis humana el ángulo entre el ilion y el isquion es muy agudo, de manera
que este último está muy retrasado. ¿Por qué no ocurre así en los
australopitecos? En éstos el isquion es más corto que en el chimpancé, de
manera que si el fémur fuera completamente vertical el brazo de palanca de
estos músculos sería diminuto y, por lo tanto, el trabajo muscular necesario
para caminar sería enorme. Nuestro fémur vertical nos obliga a retrasar el
isquion. Este carácter sugiere también una cierta flexión permanente de las
rodillas de los australopitecos. Hay otros caracteres que no tienen una
explicación sencilla. Los cuerpos vertebrales de los australopitecos son muy
pequeños en comparación con los nuestros. Nadie sabe muy bien por qué.
Se supone que el hecho de trepar con frecuencia a los árboles liberaba a la
región lumbar de soportar permanentemente el peso del cuerpo.

Jorge Wagensberg: Quisiera hablar de las huellas de Laetoli. Me


pregunto por qué los expertos en el tema prestan tan poca atención a la
coincidencia de los pasos a lo largo de 25 metros. Esto no puede ser
producto de la casualidad. No creo que la situación (un piso blando de
ceniza volcánica) fuera tan frecuente como para que los australopitecos
hubieran aprendido a pisar sobre los pasos del que iba delante por si acaso.
La hembra, o lo que fuera, iba pisando deliberadamente sobre las pisadas de
su compañero, cosa que a mí me parece muy importante, porque parece un
juego, el tipo de juego absurdo que prefigura la investigación científica o el
arte; se trata de un ejercicio de inteligencia realmente grande para un simio.
Me pregunto por qué nunca se menciona este hecho.
Salvador Moyà: Sí, es realmente curioso que las pisadas de la supuesta
hembra se encuentren justo encima de las pisadas del macho. Y lo es más
todavía si se tiene en cuenta el dimorfismo sexual de la especie. Si es cierto
que las hembras pesaban unos 30 kg y los machos hasta 70 kg, entonces la
hembra no tenía más remedio que saltar para hacer coincidir sus pasos con
los del macho, y eso a lo largo de más de 25 metros.

Adrià Casinos: Creo que Jorge Wagensberg tiene mucha razón al restar
importancia al equilibrio estático. Las discusiones sobre la biomecánica del
bipedismo tienden a centrarse demasiado en el equilibrio estático, pero hay
que tener presente que en cualquier forma de locomoción hay un equilibrio
estático y un equilibrio dinámico. El movimiento permite licencias que no
permite una situación estática. Pensemos en lo difícil que nos resulta
mantener el equilibrio estático sobre un solo pie; durante la marcha, en
cambio, hay fases en las que sólo apoyamos un pie en el suelo sin
desequilibrarnos en ningún momento. Lo cierto es que prácticamente no
tenemos reconstrucciones dinámicas de Australopithecus ni de ningún otro
fósil. Antes has dicho que el bipedismo de los australopitecinos era
diferente del de Homo. Quisiera que me aclararas dónde reside la
diferencia. ¿Responde a diferentes caracteres morfológicos? ¿Son ambos
monofiléticos o se trata de una homoplasia? Un niño de dos años, por
ejemplo, tiene un bipedismo diferente del de un adulto, pero en este caso se
trata de fases diferentes del desarrollo ontogenético. Cuando dices que el
bipedismo de los australopitecinos era distinto, ¿quieres decir que
representa un estado más primitivo en la línea monofilética que conduce al
bipedismo propiamente humano, o sospechas que se trata de una
homoplasia?
Salvador Moyà: Buena pregunta. Es muy difícil dar una respuesta.
Necesitaríamos un registro fósil lo bastante completo para poder seguir el
rastro de ambos tipos de bipedismo hacia atrás en el tiempo hasta encontrar
su punto de unión, hasta el ancestro común, si es que existe. Una cosa es la
locomoción y otra las relaciones filogenéticas de un taxón. La locomoción
bípeda en Homo y en Australopithecus no implica necesariamente un
ancestro común. Lo que sí podemos afirmar es que las posturas ortógradas
de los antropoides fósiles que conocemos del Mioceno superior fueron un
prerrequisito para la locomoción bípeda. No se puede pasar de golpe de un
macaco a un bípedo; esto requeriría numerosos cambios anatómicos, y la
evolución no es omnipotente. El bipedismo sólo pudo evolucionar a partir
de la estructura ortógrada. Podemos pensar igualmente que el bipedismo de
Australopithecus fue un prerrequisito para la evolución del hombre y su
gran cerebro. Esto sugiere que tuvo que haber algún ancestro común, pero
no podemos afirmar que Homo descienda directamente de Australopithecus.
Es poco probable, porque ambos géneros tienen caracteres muy
especializados. Es posible que el ancestro común bípedo haya que buscarlo
bastante más atrás en el tiempo.
Robert Martin: Volviendo al tema del equilibrio, si uno dobla el cuerpo
hacia delante e intenta tocarse los pies, las rodillas se doblan
automáticamente; pero probad a hacerlo con las piernas bien pegadas a la
pared. Si alguien lo logra sin caerse le doy mil ptas. Esto demuestra que el
centro de gravedad es muy importante para el equilibrio estático, pero de lo
que se trata aquí es de avanzar sobre dos piernas. Cuando caminamos hay
una fase en la que nos apoyamos sobre una sola pierna; para reducir el
consumo de energía el centro de gravedad debe desplazarse
alternativamente de una pierna a otra, y muchas de las adaptaciones de las
que ha hablado Salvador tienen que ver con esto. Por último, el moderador
y yo tenemos el mismo problema de exceso de peso en la parte delantera
del cuerpo. La respuesta a esto no es la flexión de las rodillas, sino echar la
espalda hacia atrás para corregir la posición del centro de gravedad; las
mujeres embarazadas hacen esto todo el tiempo, con los consiguientes
dolores de espalda.
David Pilbeam: Me alegro de que Bob haya mencionado esto, ya que
una de las razones por las que tanto las mujeres embarazadas como los que
tenemos grandes barrigas de bebedores de cerveza no podemos aguantar
mucho rato de pie es la marcada lordosis lumbar. No sabemos cómo era la
región lumbar de A. afarensis, pero sí tenemos dos especímenes de A.
africanas y uno de Homo erectas que nos permiten afirmar que su región
lumbar constaba de seis vértebras, una más que nosotros. Bill Sanders ha
hecho una excelente tesis doctoral sobre este tema y ha demostrado
claramente a partir de los cuerpos vertebrales que A. africanas tenía una
lordosis lumbar muy marcada, lo que explica en parte la vértebra de más,
pues ello permite un mayor arqueamiento de la espalda. Creo que la
pronunciada lordosis lumbar en estas formas nos indica que el centro de
gravedad estaba en el lugar correcto. Por otra parte, un estudiante graduado
de Harvard que estuvo trabajando conmigo observó la distribución de la
superficie articular de la cabeza del fémur y el acetábulo de una serie de
primates, vivos y fósiles, y demostró que la distribución del cuerpo articular
en A. afarensis era comparable a la de Homo, lo que indica que estaba
diseñado para una extensión habitual de la cadera. Debo decir también que
la única evidencia de bipedismo que citan los descubridores de A.
anamensis es la articulación tibiotarsal, que según ellos indica un reparto
del peso igual que en Homo. Sabemos que Homo erectas tenía seis
vértebras lumbares y cuerpos vertebrales pequeños como en
Australopithecus. Chris Ruff acaba de publicar un artículo muy interesante
cuya conclusión es una bomba. Tras analizar de nuevo la estructura de los
huesos conocidos y catalogados de Homo erectus ha llegado a la conclusión
de que existen más semejanzas con Australopithecus que con Homo
sapiens, y afirma que Allan Walker y yo nos hemos equivocado al
reconstruir la pelvis del niño de Nariokotome, y que deberíamos
ensancharla. Así pues, ya no tenemos sólo un patrón poscraneal austral
opitecino y otro para Homo, sino que hay un patrón australopitecino, quizá
más de uno, un patrón erecto, un patrón sapiens arcaico y un patrón
moderno. Estoy de acuerdo en que el bipedismo de Australopithecus
seguramente fue distinto del de Homo, pero no creo que hubiese mucha
diferencia en cuanto a la extensión de la cadera.
RECURSOS ENERGÉTICOS Y LA EVOLUCIÓN DEL
TAMAÑO CEREBRAL EN LOS HOMINOIDEOS
Robert D. Martin
Sobre el autor

Robert Martin es desde 1986 director del Museo e Instituto Antropológico


de la Universidad de Zurich. Nacido en Londres en 1942, estudió zoología
en la Universidad de Oxford. Se doctoró en 1967 con una tesis sobre el
comportamiento animal (Premio Thomas Henry Huxley). Ha enseñado
antropología física en el University College de Londres, dirigido los
laboratorios Wellcome de Fisiología Comparada de la Sociedad Zoológica
de Londres. Autor de numerosos artículos, traductor de textos
especializados, es director editorial de Folia Primatologica y en la
actualidad prepara la edición revisada de Hanbook of Living Primates. Sus
proyectos de investigación se han centrado en el estudio cuantitativo de la
biología reproductiva y evolutiva de los primates, con especial atención a la
evolución del cerebro. Es miembro de la Sociedad Zoológica de Londres, la
Fundación Nacional de las Ciencias de Suiza y presidente del A.H. Schultz
Stiftung en Zurich.
Introducción

En este capítulo hablaré del tamaño cerebral de los primates en general


y cuestiones relacionadas, con especial énfasis en la evolución de los
hominoideos. Después de echar un vistazo a las relaciones entre tamaño
cerebral y corporal en los primates modernos en comparación con otros
mamíferos vivos, examinaremos las implicaciones para el tamaño cerebral
relativo de los primates fósiles. Luego me concentraré en el tamaño cerebral
de los hominoideos vivos y fósiles. Los datos disponibles acerca del tamaño
cerebral de hominoideos fósiles no homínidos se limitan por ahora a
Oreopithecus y Proconsul. Entre los primates superiores (suborden
Anthropoidea) hay un problema adicional para la interpretación de los
tamaños cerebrales, y es la posibilidad de dimorfismo sexual. Este hecho
tiene importantes implicaciones para el tamaño cerebral relativo y es de
especial relevancia para las interpretaciones del registro fósil. A menudo
resulta difícil determinar si dos formas difieren porque pertenecen a
especies distintas o por dimorfismo sexual. Presentaré datos sobre la
variabilidad del tamaño cerebral en machos y hembras y discutiré cómo se
aplica esto al material fósil. Finalmente examinaré la encefalización de los
homínidos fósiles a la luz de las conclusiones derivadas de esta discusión.
Para explicar las diferencias interespecíficas en el tamaño cerebral
relativo se han propuesto diversas hipótesis. La alternativa que expondré y
contrastaré aquí es la hipótesis de la energía maternal. Un problema general
es que muchas variables exhiben correlaciones que no necesariamente
reflejan conexiones causales. Intentaré desentrañar la compleja red de
correlaciones y demostrar que la hipótesis de la energía maternal es la que
mejor explica diversos hechos relativos al tamaño cerebral en general. Para
acabar discutiré la significación de los cambios en el tamaño cerebral
relativo de los homínidos en relación a la hipótesis de la energía maternal.
El enfoque que adoptaré se fundamenta en la consideración de los
factores de escala sobre el tamaño corporal (variación alométrica). En este
enfoque se intenta distinguir entre el cambio «esperado» en un rasgo tal
como el tamaño cerebral a medida que se incrementa el tamaño corporal (el
efecto de escala) y las adaptaciones concretas de las especies individuales,
que se traducen en un alejamiento de esta tendencia general

Tamaño cerebral relativo en los primates vivos

Las comparaciones cuantitativas entre especies de diferente tamaño


corporal pueden basarse en un modelo alométrico general en el que una
variable biológica de interés (variable Y) como puede ser el tamaño
cerebral se representa en función del tamaño corporal (variable X) en
coordenadas logarítmicas (figura 1). Se adopta esta forma de representación
porque la variación de los rasgos individuales en relación al tamaño
corporal suele ser curvilínea (alométrica). La conocida fórmula alométrica
Y = k·Xa es una función potencial que se hace lineal en su forma
logarítmica: log Y = a·log X + log k. En esta forma logarítmica el exponente
alométrico a corresponde a la pendiente de la recta y el coeficiente k
corresponde a la intersección con el eje de ordenadas. El exponente a puede
interpretarse como un principio alométrico básico que refleja la pauta
general esperada del incremento de Y en función del incremento del tamaño
corporal (X), mientras que las desviaciones de las especies individuales de
la tendencia general (sus valores residuales) pueden verse como el reflejo
de adaptaciones especiales. En el caso del tamaño cerebral, por ejemplo, es
de esperar que en general aumente con el tamaño corporal, pero las especies
individuales de un tamaño corporal dado pueden tener cerebros mayores o
menores que lo esperado (valores residuales negativos o positivos). El
concepto de «tamaño cerebral relativo», comúnmente expresado como
«coeficiente de encefalización», se basa en la idea de que una especie puede
tener un cerebro relativamente pequeño o grande para su tamaño corporal.
Figura 1: Ilustración de los tres problemas estadísticos fundamentales del
análisis alométrico. Problema 1 (gráfica superior): los resultados pueden verse
afectados por la elección del método de ajuste. Aun cuando la correlación es aquí
relativamente alta (r = 0,96), la recta de regresión ajustada por cuadrados
mínimos (L) y la obtenida por el método del eje principal reducido (R) no
coinciden. El punto señalado por la flecha está sobre la recta de regresión, pero
bastante por encima del eje principal reducido. La regresión cuadrática minimiza
sólo las desviaciones a lo largo del eje Y, mientras que el método del eje principal
reducido minimiza las desviaciones respecto de ambos ejes (área del triángulo
sombreado). Problema 2 (gráfica central): los subconjuntos de especies pueden
estar separados por saltos cualitativos, de manera que, aun obedeciendo la misma
ley alométrica (misma pendiente), pueden diferir en la ordenada en el origen. En
este caso, las tres rectas ajustadas para cada subconjunto por separado tienen una
pendiente muy diferente de la ajustada para el conjunto de puntos. Problema 3
(gráfica inferior): los taxones individuales que se comparan pueden no ser
estadísticamente independientes al estar filogenéticamente emparentados. (Nota:
los ejes de las tres gráficas son logarítmicos.)

En la práctica, este modelo alométrico simple tropieza con al menos tres


problemas estadísticos fundamentales (ilustrados en la figura 1). El primer
problema concierne al método usado para determinar la recta de regresión.
Esta cuestión ha sido discutida extensamente y, por razones que no
comentaré (véase Martin y Barbour, 1989), el eje principal se considera la
solución más inmediata y apropiada para las comparaciones
interespecíficas. Otra complicación es la posibilidad de discontinuidades
(saltos cualitativos) en el conjunto de datos. Dos subconjuntos de especies
pueden obedecer al mismo principio alométrico (valores iguales del
exponente a) pero diferir en la elevación de la línea que describe la
tendencia general (valores diferentes del coeficiente k). Si se calcula una
recta de regresión común para ambos subconjuntos (lo que inherentemente
implica asumir que los datos pertenecen a una única distribución conjunta)
se obtendrá un valor equívoco para el exponente alométrico, con la
consiguiente distorsión de los valores residuales. Hasta el momento no hay
ningún método objetivo establecido para la identificación de saltos
cualitativos dentro de conjuntos de datos, pero un examen empírico
apropiado de los datos puede revelar su existencia si los saltos son lo
bastante pronunciados. Un ejemplo especialmente claro lo ofrecen los
periodos de gestación de los mamíferos placentarios en relación al tamaño
corporal. Las especies altriciales (aquellas que producen camadas
numerosas de crías poco desarrolladas) tienen periodos de gestación
marcadamente más cortos para cualquier tamaño corporal que las especies
precoces (aquellas que dan a luz una sola cría bien desarrollada). La
diferencia es aplastante: para cualquier tamaño corporal, un mamífero
precoz típico tiene un periodo de gestación cuatro veces mayor que el de un
mamífero altricial típico (Martin y MacLarnon, 1985; Martin, 1989a). En
este caso se detecta fácilmente la existencia de dos grados principales en el
conjunto de datos.
El tercer problema en el análisis alométrico es que, debido a las
relaciones de parentesco dentro del árbol filogenético, los taxones
individuales que se comparan pueden no ser estadísticamente
independientes (Felsenstein, 1985). La ausencia de independencia
estadística puede sesgar los resultados obtenidos. Un intento de eliminar
este problema es el método de los contrastes (Harvey y Pagel, 1991; Purvis
y Rambaut, 1995), que examina la alometría de las diferencias entre pares
sucesivos de taxones en un árbol filogenético en vez de los datos brutos. Sin
embargo, una simulación simple muestra que el método de los contrastes
también puede dar resultados equívocos cuando hay saltos cualitativos
(como en el caso de los periodos de gestación). En los resultados que
presentaré, la aplicación del método de los contrastes da esencialmente los
mismos resultados que el análisis de los datos brutos, excepto allí donde los
saltos cualitativos múltiples crean problemas.
El análisis de los datos brutos para muestras grandes de especies de
mamíferos placentarios ha dado valores consistentes del exponente
alométrico cercanos a 0,75 para la alometría del tamaño cerebral respecto
del tamaño corporal (Armstrong, 1983; Bauchot, 1978; Eisenberg y Wilson,
1978; Hofman, 1982; Martin, 1981; Martin y Harvey, 1985). En un intento
inicial de eliminar cualquier sesgo debido al diferente grado de parentesco
entre las especies comparadas, los datos originales de las especies
individuales se fueron promediando para niveles taxonómicos de rango
creciente (género, subfamilia, familia, superfamilia) con objeto de obtener
valores taxonómicamente equilibrados para los órdenes. Cuando se aplicó
este método a una amplia muestra de 883 especies de mamíferos
placentarios pertenecientes a 15 órdenes distintos se obtuvo un exponente
alométrico de 0,77 (Harvey y Bennett, 1983; véase también Martin y
Harvey, 1985). Sin embargo, cuando se aplicó el método de los contrastes a
datos de tamaño cerebral y corporal en mamíferos placentarios, el valor
empírico estimado de a se redujo a 0,69 (Harvey y Pagel, 1991). Una
posible explicación de esto es que el método de los contrastes eliminó un
sesgo persistente en los datos brutos debido al diferente grado de parentesco
filogenético. Una explicación alternativa, sin embargo, es que el método de
los contrastes dio un resultado equívoco debido a los saltos cualitativos
múltiples en la evolución de los mamíferos placentarios. De hecho, si se
lleva a cabo un análisis simplificado a un nivel taxonómico alto (con lo que
se reduce el efecto de los saltos cualitativos) calculando contrastes
independientes entre valores promediados para los órdenes de mamíferos
placentarios, el exponente alométrico que se obtiene es 0,75, y éste es el
valor que he aceptado como base más fiable para el análisis que sigue.
Valores residuales del peso cerebral (Escala Logarítmica)

Figura 2a: a. Valores residuales de la alometría del peso cerebral en los


mamíferos placentarios modernos. Los primates exhiben un valor medio mayor
que los de otros mamíferos, pero también hay cierto grado de solapamiento.
Después de la especie humana (caja negra), los mayores tamaños cerebrales
relativos corresponden a los delfines (orden Cetáceos) y no a otros primates.
Valores residuales de la tasa metabólica basal (Escala Logarítmica)

Figura 2b: Valores residuales de la alometría del metabolismo basal en los


mamíferos placentarios modernos. A diferencia de lo que ocurre con el tamaño
cerebral relativo, los primates, nosotros incluidos (caja negra), no muestran un
valor medio superior al de otros mamíferos.

Un exponente alométrico de valor 0,75 para la relación entre el peso


cerebral y el peso corporal permite calcular valores residuales para las
especies individuales y comparar las pautas entre órdenes (figura 2a). Puede
verse que los primates representan un caso especial en el sentido de que
tienden a situarse por encima de los otros mamíferos placentarios. Hay que
señalar, sin embargo, que existe un solapamiento sustancial entre los
valores residuales de los primates y los del resto de mamíferos. Es
incorrecta, por lo tanto, la repetida afirmación de que los primates tienen
cerebros más grandes que los demás mamíferos (lo que implicaría que
cualquier primate tiene un tamaño cerebral relativo mayor que el de
cualquier representante de otro grupo de mamíferos). Aun así, los primates
exhiben una tendencia obvia a tener valores residuales especialmente altos,
lo que se refleja en un mayor valor medio. Este rasgo distintivo de los
primates emana de los patrones de desarrollo fetal. Sacher (1982) reportó
que un feto de primate en cualquier estadio de desarrollo tiene dos veces
más tejido cerebral que un feto no primate del mismo tamaño (véase
también Martin, 1990, 1996). Esta diferencia se sigue manteniendo al nacer,
de manera que los primates recién nacidos tienen tamaños cerebrales
relativos consistentemente mayores que los de otros mamíferos placentarios
(figura 3). Los primates, por así decirlo, parten con una cabeza de ventaja
sobre los otros mamíferos en lo que respecta al tamaño cerebral. Sin
embargo, los múltiples factores que afectan al desarrollo cerebral
subsiguiente hacen que esta clara distinción neonatal entre primates y no
primates se oscurezca parcialmente en la edad adulta, lo que se traduce en
el solapamiento de valores residuales observable en la figura 2a.

Figura 3: Alometría del peso cerebral neonatal relativo al peso corporal


neonatal en primates (símbolos negros) y no primates (símbolos grises). Se aprecia
un salto cualitativo: los primates tienen un cerebro de tamaño aproximadamente
doble para un peso neonatal dado.

Es instructivo examinar los valores residuales correspondientes a las


especies individuales dentro de la distribución de los primates (véase
Martin, 1990). En general, los simios (monos, antropoides y seres humanos)
tienen valores mayores que los prosimios (lémures, lorísidos y társidos).
Entre los prosimios, el valor más alto corresponde al aye-aye
(Daubentonia). Contra lo que suele pensarse, los valores residuales más
altos entre los simios no corresponden a nuestros parientes más cercanos,
sino a los monos capuchinos (Cebas). Entre los monos del Nuevo Mundo,
es instructivo comparar los monos aulladores (Alouatta) con los monos
araña (Ateles), como luego veremos. El tamaño cerebral relativo en los
monos araña es casi el doble del de los monos aulladores. En este caso la
comparación es inmediata, pues Alouatta y Ateles tienen tamaños
corporales muy similares. Finalmente, aunque suele pensarse que los
grandes antropomorfos (Gorilla, Pan, Pongo) tienen tamaños cerebrales
relativos comparativamente grandes, esto no es cierto ni mucho menos. Los
grandes antropomorfos no se apartan significativamente de la norma
general y tampoco difieren de los gibones en este aspecto (figura 4). Entre
los hominoideos vivos, la única especie realmente excepcional es Homo
sapiens, con un cerebro tres veces mayor de lo esperado para su peso
corporal. De hecho, entre los mamíferos placentarios los valores residuales
más altos aparte del nuestro no corresponden a otros primates, sino a los
delfines (véase figura 2a, orden cetáceos).

Tamaño cerebral relativo en los primates fósiles

La alometría del tamaño cerebral puede estudiarse también en los


primates fósiles, aunque naturalmente hay incertidumbres a la hora de
determinar los tamaños corporales. El examen de los coeficientes de
encefalización de los primates fósiles (Gurche, 1982; Martin, 1990)
confirma una regla general interesante aplicable a los mamíferos y conocida
desde hace tiempo (Marsh, 1874): las formas fósiles tienden a tener
tamaños cerebrales relativos menores que sus parientes modernos. Por
ejemplo, los valores residuales calculados para los «lemuroideos» eocénicos
(Adapidae) son menores que los de los lémures y lorísidos actuales. Incluso
Mioeuoticus, una forma miocénica relativamente reciente que podría ser un
ascendiente directo de los loris, tiene un valor residual marcadamente
menor que el de cualquier especie moderna. Lo mismo puede decirse de los
«tarsioideos» eocénicos (Omomyidae), todos con valores residuales
menores que los tarseros modernos. Finalmente, el simio más antiguo
conocido —Aegyptopithecus, del Oligoceno— tiene un valor residual
menor que el de cualquier mono o antropomorfo moderno. Puede
concluirse, por lo tanto, que el tamaño cerebral relativo de los primates ha
ido aumentando con el tiempo como reflejo de la tendencia mamiferoide
general. En otras palabras, el tamaño cerebral relativo ha tendido a
aumentar en todos los linajes, y las diferencias entre taxones resultan de
diferencias en la tasa de incremento.
Sin embargo, el examen de esta tendencia general en los hominoideos
tropieza con una seria limitación: hay muy pocos especímenes de
hominoideos fósiles en los que el cráneo se haya preservado lo suficiente
para permitir la medición o siquiera la estimación del volumen encefálico;
tan pocos que sólo se ha podido estimar indirectamente la capacidad
craneana en dos antropomorfos miocénicos, Oreopithecus bambolii y
Proconsul heseloni, y sobre la base de un solo individuo en cada caso.
En principio, hay material suficiente del cráneo de Oreopithecus para
permitir su reconstrucción y, por lo tanto, la medición del volumen
encefálico. Hay un esqueleto del Mioceno superior relativamente bien
preservado (IGF 11778) procedente del yacimiento de Baccinello (Hürzeler,
1968), pero aún no se tiene una reconstrucción física del cráneo, aunque
recientemente Harrison y Rook (1997) han publicado un esbozo. La
determinación de la capacidad craneana de Oreopithecus ha tenido una
historia accidentada. Straus y Schön (1960) la estimaron a partir de la
reconstrucción en yeso de Hürzeler. Midiendo el agua desplazada por la
caja craneana y aplicando unos cuantos factores de corrección,
determinaron un intervalo de 276 cc a 529 cc (valor medio: 403 cc),
comparable al de los chimpancés y orangutanes pero por debajo del de los
gorilas, de donde concluyeron que Oreopithecus era semejante a los
grandes antropomorfos modernos. La reconstrucción de Hürzeler sería
luego cuestionada por Szalay y Berzi (1973), quienes señalaron la presencia
de una cresta sagital definida y una cresta nucal con una fuerte orientación
vertical. También señalaron que Hürzeler había incluido vértebras
aplastadas en su reconstrucción de la base del cráneo, lo que
sobredimensionaba el volumen de la caja craneana. La conclusión de esta
revisión fue la siguiente (pág. 185): «El examen del cráneo aplastado revela
que un valor de 200 cm3 o poco más para el volumen cerebral de
Oreopithecus bambolii es una estimación generosa». Más recientemente,
Harrison (1989) ofreció una estimación aún más baja de 128 ± 45 cc para la
capacidad craneana de Oreopithecus, inferida indirectamente a partir del
tamaño del foramen magnum.
Mediante un análisis de regresión múltiple sobre cuatro dimensiones
articulares del esqueleto poscraneal (diámetro de la cabeza femoral; anchura
del cóndilo lateral femoral; diámetro rotular; anchura máxima de la
superficie articular radial distal), Jungers (1987) estimó el peso corporal del
espécimen IGF 11778 de Oreopithecus en unos 32 kg. Tras examinar
diversas medidas del tamaño cerebral relativo, concluyó que «parece haber
sido menor que la que se observa en los hominoideos actuales». Más tarde
Harrison (1991) ofreció nuevas estimaciones del tamaño corporal de
Oreopithecus (30 kg para los machos y 15 kg para las hembras) y estableció
que el peso corporal del espécimen del que se había estimado la capacidad
craneana era de unos 35 kg. Aunque la estimación indirecta de 128 cc
parece ser sorprendentemente pequeña en comparación con los grandes
antropomorfos modernos de tamaño corporal parecido, he adoptado
provisionalmente este valor, junto con un peso corporal de 32 kg, para
inferir el tamaño cerebral relativo en este hominoideo fósil.
En lo que respecta a Proconsul, hay un cráneo bastante completo,
aunque aplastado y distorsionado. Se trata del conocido espécimen R106 de
Rusinga, antes llamado «Proconsul africanus» y ahora rebautizado como
Proconsul heseloni (Walker et al., 1993). Bastantes años después se recogió
una amplia muestra formada por al menos 9 individuos atribuidos a la
misma especie en el yacimiento de Kaswanga, también en la isla de
Rusinga, lo que hace de Proconsul heseloniuno de los primates fósiles
mejor documentados. Se ha estimado un peso corporal de 8-10 kg para las
hembras adultas y 13-15 kg para los machos adultos. Más recientemente se
ha inferido el peso corporal de Proconsul mediante ecuaciones para las
dimensiones de las articulaciones y las diáfisis de la tibia (Rafferty et al.,
1995a, 1995b), obteniéndose para P. heseloni una media general de 10,9 kg.
Hay que señalar que, si se acepta esta estimación, P. heseloni parece tener
unos molares relativamente gruesos, lo que quiere decir que la inferencia
del peso corporal a partir de las dimensiones de los molares daría una
sobreestimación.
La primera estimación de la capacidad craneana del cráneo R106 fue
ofrecida por Radinsky (1974), quien sugirió un valor de unos 150 cc, pero
él mismo invalidaría luego esta cifra aduciendo que «no es posible hacer
una estimación razonablemente precisa del volumen endocraneal a partir
del espécimen» (Radinsky, 1979). Más tarde se pudo reconstruir el cráneo
gracias a dos fragmentos adicionales que durante largo tiempo habían
permanecido guardados junto a huesos de tortugas (Walker et al., 1983).
Estos fragmentos adicionales proporcionaron una conexión completa desde
la cara hasta el foramen magnun a lo largo de la línea media, lo que
permitió medir sobre un molde el arco que va desde la parte anterior de la
impresión del lóbulo frontal hasta el opistion. A partir de una muestra de 40
moldes endocraneales de monos del Viejo Mundo, con un intervalo de
tamaños corporales que abarcaba los inferidos para Proconsul heseloni, se
derivó mediante el método de los mínimos cuadrados la siguiente ecuación
de regresión para la relación entre la capacidad craneana (C) y la longitud
del arco medio (A): log10 C = 2,638·log10 A - 3,44 (r = 0,95). Esta ecuación
se usó luego para obtener una estimación de 167 cc (límites de confianza al
95%: 155 - 181) para la capacidad craneana de Proconsul heseloni. El peso
corporal se estimó a partir del segundo espécimen de Rusinga (R114), no
del todo maduro, por comparación directa con el colobo (Colobus
polykomo) obteniéndose un valor de unos 11 kg. Luego se aplicó una
fórmula propuesta por Holloway y Post (1982) para estimar el tamaño
cerebral relativo, que resultó ser superior al de cualquier antropomorfo
moderno y también a los de las 11 especies de monos con pesos corporales
comparables (6,3 - 14 kg). Walker et al. (1983, pág. 525) concluyeron que
«P. africanus tenía un cerebro relativamente mayor que el de los monos
actuales de tamaño similar». Esta conclusión fue confirmada por mí mismo
sobre la base de un amplio estudio comparativo que indicaba que el tamaño
cerebral relativo de Proconsul (según las estimaciones de Walker et al.,
1983) era mayor que el de cualquier antropomorfo moderno y se situaba en
el límite superior de los simios no humanos modernos (Martin, 1990): «Si
las estimaciones del tamaño cerebral y corporal de Proconsul africanus son
correctas, esto significa que esta especie es excepcional entre los primates
fósiles al tener un cerebro mayor que la mayoría de sus parientes modernos.
Es concebible que el tamaño cerebral relativo haya permanecido estable o
incluso haya disminuido durante la evolución de los grandes
antropomorfos. La alternativa es que Proconsul africanus haya sido un caso
inusual entre los simios de su época. Sólo el estudio del material craneal de
otros simios miocénicos puede resolver esta cuestión».
Hay que decir que Leutenegger (1984) criticó la inferencia del tamaño
cerebral relativo de Proconsul hecha por Walker et al. (1983) sobre la base
de que deberían haber usado un exponente alométrico más bajo, y sentenció
que su aproximación conducía a resultados «obviamente erróneos, como
que los gorilas estarían por debajo de los monos menos encefalizados y que
en el límite superior de encefalización los monos sobrepasarían a los
antropomorfos por un margen considerable». (No está claro ni mucho
menos por qué este resultado debería contemplarse como «obviamente
erróneo».) Leutenegger hizo dos cálculos alternativos, el primero con un
exponente alométrico de 0,23 (considerado más adecuado para la
comparación dentro de un grupo taxonómico pequeño como el de los
hominoideos) y el segundo aplicando el «índice de neuronas extra» de
Jerison (1963). Ambos tratamientos dieron el mismo resultado, el cual
situaba a Proconsul dentro del rango de los monos y claramente por debajo
de los antropomorfos. Sobre esta base, Leutenegger llegó a la conclusión de
que «aunque P. africanus pueda compartir varios rasgos derivados con los
antropoides existentes, no parece que el tamaño cerebral relativo sea uno de
ellos» (pág. 287). Sin embargo, los valores más bajos de los exponentes
alométricos calculados para grupos taxonómicos pequeños podrían ser, al
menos en parte, un artefacto estadístico (Pagel y Harvey, 1988) y el «índice
de neuronas extra» de Jerison sigue siendo controvertido. Es más, sigue
siendo cierto que el tamaño cerebral relativo de los grandes monos cae
dentro del rango de tamaños cerebrales del resto de simios, mientras que el
de Proconsul heseloni (de acuerdo con las figuras de Walker et al., 1983)
supera el de los antropoides modernos (véase figura 4).

Figura 4: Índices de capacidad craneana para simios vivos y para hominoideos


fósiles (calculados según la fórmula de Martin, 1990). Nótese que los grandes
antropomorfos modernos (C = chimpancé, G = gorila, O = orangután) no se
distinguen ni de los antropomorfos menores (H = gibón, S = siamang) ni de los
monos. De hecho, el primate vivo que más se nos acerca es un mono del Nuevo
Mundo (Cebus). Oreopithecus tiene un índice inferior al de cualquier
simio vivo. Para Procónsul se dan dos valores; el más alto (de Walker et al.,
1983) lo sitúa por encima de los grandes monos, y el más bajo (basado en
estimaciones provisionales recientes de la capacidad craneana y el peso corporal)
está dentro del rango de los antropomorfos modernos.
Una reconstrucción preliminar independiente del cráneo de Proconsul
heseloni llevada a cabo por Martin, de la Universidad de Zurich, con
moldes de los fragmentos indica que la capacidad craneana de esta especie
podría haber sido incluso mayor que la inferida por Walker et al. (1983). La
medición directa del volumen de la caja craneana reconstruida da unos
195 cc, mientras que la inferencia indirecta a partir de la longitud, anchura y
altura de la caja craneana mediante la fórmula de Martin (1990) da una
capacidad craneana estimada de 230 cc. Las medidas sobre el fragmento de
cráneo original que incluía parte del foramen magnum indicaban que el
radio de éste era de unos 10 mm. Aquí la fórmula de Martin (1990) da una
capacidad craneana estimada de 228 cc. Todas estas mediciones indican una
capacidad craneana en tomo a los 200 cc. Por otro lado, es muy posible que
el peso corporal del individuo al que perteneció el cráneo R106 fuera
significativamente mayor que el valor medio de 11 kg inferido para
Proconsul heseloni. Esto se hace evidente cuando se compara la
reconstrucción de Martin Häusler con el cráneo del siamang (Hylobates
symphalagus), que pesa también alrededor de 11 kg. El cráneo reconstruido
de Proconsul heseloni es visiblemente mayor en todas las dimensiones,
incluyendo algunas no relacionadas con el volumen de la caja craneana. Es
más, la fórmula de Martin (1990) para el peso corporal inferido a partir de
la longitud y anchura máximas del cóndilo occipital (preservado en el lado
derecho del cráneo R106, con dimensiones 13,4 × 7,5 mm) da unos 21 kg.
Mayor aún es el peso corporal inferido a partir del área molar total (longitud
máxima de la fila de dientes × anchura), que resulta ser de 24 kg. Así pues,
podemos atribuir al espécimen R106 una capacidad craneana aproximada
de 200 cc y un peso corporal en torno a los 20 kg. El tamaño cerebral
relativo que resulta es un 25% inferior al calculado tomando 167 cc y 11 kg
(Walker et al., 1983) y sitúa a Proconsul entre los gorilas y chimpancés
modernos más que en el límite superior de la distribución (figura 4). De
todas formas, Proconsul sigue teniendo un tamaño cerebral relativamente
grande para una forma miocénica y marcadamente mayor que el inferido
para Oreopithecus.
Explicaciones de las diferencias en el tamaño cerebral relativo

Para explicar las diferencias de tamaño cerebral relativo entre las


especies de primates (o, más específicamente, el rápido incremento del
volumen cerebral durante la evolución de los homínidos) se han propuesto
varias hipótesis alternativas. Todas estas hipótesis pretenden dar respuesta a
la misma pregunta: «¿Qué necesidad había de un cerebro más grande? En
otras palabras, buscan identificar presiones selectivas particulares (por lo
general una sola) que favorecieran un incremento progresivo del tamaño
cerebral. Una de tales hipótesis es que el tamaño cerebral relativo se
incrementa en respuesta a la complejidad social creciente. Se ha propuesto
que una red compleja de relaciones sociales requiere una capacidad de
procesamiento incrementada por parte del sistema nervioso central. Sin
embargo, no hay evidencias claras de que el volumen encefálico tenga
alguna relación con variables simples como el tamaño del grupo social. Por
ejemplo, el aye-aye, que es con mucho el prosimio con mayor cerebro, tiene
un modo de vida virtualmente solitario. La formación de grupos sociales
cohesionados caracterizados por una interacción social frecuente
(comportamiento gregario) es algo propio de las especies diurnas. El lémur
anillado (Lemur catta), que constituye los grupos sociales de mayor tamaño
entre los prosimios, tiene un tamaño cerebral mucho menor que el del
nocturno aye-aye, tanto en términos relativos como absolutos. Entre los
antropomorfos, la variación de los sistemas sociales no muestra ninguna
correlación obvia con el tamaño cerebral relativo, que crece en el orden
siguiente: gorila, siamang, orangután, gibón, chimpancé (véase figura 4).
En lo que respecta al tamaño del grupo, los orangutanes son virtualmente
solitarios, los gibones viven en grupos familiares, y los gorilas forman
harenes. El chimpancé es difícil de clasificar, pues forma pequeños grupos
de composición flexible integrados en unidades sociales mayores
(comunidad). Esto quiere decir que una medida simple de la complejidad
social, como el tamaño típico de las partidas de individuos que se alimentan
juntos, puede ser engañosa. Entre los monos del Nuevo Mundo hay
ejemplos similares. La organización social de los monos araña (Ateles), de
cerebro grande, se ajusta a una pauta de fisión-fusión con partidas por lo
general pequeñas, mientras que los monos aulladores (Alouatta), de cerebro
más pequeño, viven en grupos relativamente estables de machos y hembras
que pueden sumar hasta 20 individuos.
Una hipótesis bien distinta sostiene que el tamaño cerebral relativo se
incrementa en respuesta a la complejidad de la obtención del alimento.
Dentro de los primates hay una distinción muy marcada entre las especies
comedoras de hojas (folívoras) y las comedoras de frutas (frugívoras). En
los monos del Viejo Mundo, por ejemplo, los colobinos, típicamente
folívoros, tienen tamaños cerebrales relativos menores que los
cercopitecinos, típicamente frugívoros (Martin, 1983). Más aún, el menor
tamaño cerebral relativo entre los cercopitecinos corresponde al gelada
(Theropithecus), una especie que se alimenta en gran parte de hierba
(Martin, 1993) y se sitúa justo en el límite entre colobinos y cercopitecinos.
A la luz de esta evidencia se ha sugerido que la búsqueda de frutas
comestibles requiere una mayor capacidad de procesamiento por parte del
sistema nervioso central que la búsqueda de hojas, y que esto explica los
tamaños cerebrales relativamente mayores de los frugívoros. Esta
explicación parece bastante convincente a primera vista y se ajusta bastante
bien a los datos de tamaños cerebrales relativos de los hominoideos. El
siamang, de cerebro relativamente pequeño, es más folívoro que los otros
gibones de mayor tamaño cerebral relativo, y el gorila, que también es
folívoro, tiene un cerebro comparativamente más pequeño que los del
orangután y el chimpancé, ambos predominantemente frugívoros.
Esta explicación resulta mucho menos convincente cuando, en vez de
los primates, se consideran los murciélagos. La comparación primaria en
este caso es entre frugívoros e insectívoros. Sucede que los primeros tienen,
en promedio, un tamaño cerebral relativo doble que el de los segundos
(Eisenberg y Wilson, 1978). Para explicar este hecho se sugirió una
explicación similar a la propuesta para los primates: «Las estrategias
alimentarias que implican la localización de fuentes ricas en recursos,
aisladas en paquetes pequeños, parecen requerir una gran masa cerebral en
relación a la masa corporal». Sin embargo, no es nada obvio que atrapar
insectos en pleno vuelo mediante un sistema de sonar sea una tarea menos
compleja que buscar frutos inmóviles en los árboles.
El principal problema de ambas hipótesis es que pretenden inferir una
causalidad a partir de una simple correlación bivariante entre tamaño
cerebral relativo y otra variable (complejidad social o complejidad
alimentaria). En realidad hay una red compleja de variables que tienen que
ver con la obtención del alimento, la conducta, la complejidad social, la
biología reproductiva y el tamaño cerebral. Parece razonable proponer que
todas estas variables están conectadas por el factor central de la
disponibilidad de energía (véase el diagrama de flujo de la figura 5). Si, por
ejemplo, una dieta diaria de hojas proporcionase menos energía que una
dieta de frutos, entonces es probable que los folívoros muestren una
actividad locomotora limitada en comparación con los frugívoros (lo que se
reflejaría en recorridos diarios más cortos y territorios menos extensos),
formen grupos sociales menores e inviertan menos en reproducción. Es
más, si hay alguna conexión entre disponibilidad de energía y tamaño
cerebral, esto por sí solo podría explicar la diferencia observada entre
tamaño cerebral relativo y dieta. De hecho, hay evidencias de que, entre los
mamíferos placentarios, los frugívoros tienden a poseer mayores tasas
metabólicas básales que los folívoros o los insectívoros (McNab, 1980,
1986). Esto podría explicar por qué los monos frugívoros tienen cerebros
mayores que los folívoros y por qué los murciélagos frugívoros tienen
cerebros mayores que los insectívoros.
Figura 5: Diagrama de flujo que ilustra la red potencial de relaciones entre
conducta alimentaria, locomoción, complejidad social, biología reproductiva y
tamaño cerebral. Es razonable proponer que todas estas variables están
interconectadas por el factor central de la disponibilidad de energía. Aunque un
análisis bivariante simple puede mostrar correlaciones entre conducta alimentaria
u organización social y tamaño cerebral, éstas no tienen por qué indicar
conexiones causales directas. Por ejemplo, si la conducta alimentaria determina el
suministro de energía y este último determina a su vez el tamaño cerebral, existirá
una correlación secundaria entre tamaño cerebral y conducta alimentaria.

Varios autores han sugerido la existencia de alguna conexión directa


entre el metabolismo basal de un individuo y su tamaño cerebral relativo
(véase, por ejemplo, Armstrong, 1983, 1990; Hofman, 1983). Sin embargo,
esto es improbable por una razón muy simple: la dispersión de los valores
del tamaño cerebral relativo en función del tamaño corporal es mucho
mayor que la dispersión de los valores de la tasa metabólica. En otras
palabras, una gran parte de la variación del tamaño cerebral relativo no
puede explicarse por la variación de la tasa metabólica basal. También es
digno de señalar que la distribución de los valores residuales de la tasa
metabólica en los primates (figura 2b) no difiere de la de otros órdenes de
mamíferos placentarios, mientras que la distribución de los valores
residuales del tamaño cerebral relativo muestra una desviación clara. Dado
que esta desviación coincide con otra aún más clara en el tamaño cerebral
relativo de los primates recién nacidos (figura 3), hay una buena razón para
pensar que, al menos en parte, la explicación de los cerebros relativamente
grandes de los primates debería buscarse en su desarrollo más que en su
condición adulta.
Una variante de la hipótesis de que el tamaño cerebral está directamente
ligado a la disponibilidad de energía es la «hipótesis del tejido costoso»
propuesta recientemente por Aiello y Wheeler (1995). Estos autores
explican la diferencia de tamaño cerebral relativo entre primates folívoros y
frugívoros en términos de un compromiso energético entre tamaño cerebral
relativo y volumen intestinal relativo. Entre los primates, las especies
folívoras tienen tractos digestivos más voluminosos que las frugívoras para
cualquier tamaño corporal, y se argumenta que los tejidos intestinales, como
los cerebrales, demandan mucha energía. En consecuencia, se sugiere que
los folívoros adultos no pueden permitirse cerebros grandes porque deben
dedicar más energía a la digestión. Aunque esto podría explicar hasta cierto
punto por qué las especies pueden tener distintos tamaños cerebrales
aunque tengan tasas metabólicas comparables, no parece que esto sea
suficiente para explicar la considerable variación de tamaño cerebral
relativo que se observa entre los mamíferos. De hecho, la «hipótesis del
tejido costoso» adolece de un serio defecto. Aunque es cierto que los
mamíferos folívoros suelen tener tractos digestivos más voluminosos que
los frugívoros en relación al tamaño corporal, los insectívoros típicos tienen
tractos digestivos menores que los de los frugívoros para cualquier tamaño
corporal (Chivers y Hladik, 1980; Martin et al., 1985). Así, aunque a
primera vista el compromiso entre el tamaño cerebral relativo y el volumen
intestinal relativo podría explicar por qué los primates frugívoros tienen
cerebros mayores que los folívoros, no puede explicar por qué los
murciélagos insectívoros tienen cerebros menores que los frugívoros.
Una hipótesis radicalmente diferente que invoca una conexión entre la
disponibilidad de energía y el tamaño cerebral es la «hipótesis de la energía
maternal» (Martin, 1983, 1996). La idea nuclear de esta hipótesis es que son
los recursos energéticos de la madre los que limitan el desarrollo del
cerebro durante la vida fetal y el periodo de lactancia. El cerebro es un
órgano inusual en el sentido de que se desarrolla muy rápidamente y
alcanza muy pronto un tamaño próximo al definitivo. En los seres humanos,
por ejemplo, el tamaño cerebral adulto se alcanza hacia los cinco años
(figura 6), y en los primates no humanos incluso antes (Martin, 1983). En
consecuencia, la mayor parte del crecimiento cerebral tiene lugar durante la
gestación y la lactancia, cuando la provisión de recursos por parte de la
madre es claramente un factor clave. Hay datos que sugieren que el
desarrollo cerebral es especialmente costoso en términos metabólicos
(Crawford, 1992). Es más, dado que el cerebro se desarrolla muy pronto en
la vida, representa una mayor proporción del peso corporal neonatal e
infantil. En los seres humanos, por ejemplo, el cerebro representa
aproximadamente un 10% del peso corporal neonatal y sólo un 2% del peso
corporal adulto. Se sabe que el tejido cerebral es caro en términos
energéticos en comparación con la mayoría de tejidos corporales (Aschoff
et al., 1971; Aiello y Wheeler, 1995). Para los seres humanos, se ha
calculado que el cerebro adulto consume aproximadamente el 11% de la
energía corporal en reposo, mientras que en los recién nacidos este
porcentaje puede llegar hasta el 60%. Todos estos hechos sugieren que el
desarrollo cerebral infantil supone una inversión relativamente costosa para
las madres mamíferas.
Figura 6: Crecimiento del cerebro desde el nacimiento hasta la edad adulta en
los seres humanos modernos. El tamaño cerebral adulto se alcanza hacia los 5
años; para mayor claridad se ha ampliado este periodo inicial en la figura. (Datos
de Vierordt, 1890.)

Dado que la conexión entre disponibilidad de energía y tamaño cerebral


adulto es indirecta (pues se trata de una conexión entre las restricciones
energéticas de la madre y el tamaño cerebral de su descendencia más que
entre la disponibilidad de energía del individuo adulto mismo y su tamaño
cerebral definitivo), pueden intervenir otros factores en la correlación entre
metabolismo basal y tamaño cerebral adulto. Por ejemplo, la longitud del
periodo de gestación puede influir en el tamaño del cerebro neonatal. Si lo
demás no cambia, es de esperar que las madres con periodos de gestación
largos produzcan hijos con cerebros mayores que los de las madres con
periodos de gestación cortos. Esto puede comprobarse examinando los
valores residuales del tamaño cerebral adulto en relación con la tasa
metabólica basal. La correlación positiva es relativamente débil (como cabe
esperar de un vínculo indirecto entre la tasa metabólica maternal y el
tamaño cerebral adulto de su descendencia), pero si se suman los residuos
del periodo de gestación a los de la tasa metabólica basal, con lo que se
tiene en cuenta el hecho de que la inversión energética diaria acumulada en
el desarrollo cerebral fetal por la madre aumenta con el tiempo que dura
dicha inversión, se obtiene una correlación marcadamente mejor con los
valores residuales del tamaño cerebral adulto. Este resultado, predecido por
la hipótesis de la energía maternal, no es predecido por ninguna de las
hipótesis alternativas que proponen una conexión directa entre el tamaño
cerebral relativo y el metabolismo basal relativo.
Un problema básico en todo estudio comparativo de esta clase es que
puede haber implicada toda una red de factores, como se indica en el
diagrama de flujo de la figura 5. En el análisis bivariante (por ejemplo, la
correlación entre el tamaño cerebral y el volumen del tracto digestivo)
siempre es posible que cualquier correlación observada refleje la influencia
de una tercera variable no considerada. La inferencia de una conexión
causal nunca debería basarse en un único análisis bivariante. Una forma de
tratar este problema es calcular coeficientes de correlación parcial,
preguntándose cuál es la correlación remanente entre tamaño cerebral y una
variable de interés cuando se excluyen los efectos de otras variables. Por
ejemplo, si se calculan correlaciones dos a dos entre tamaño cerebral,
periodo de gestación, metabolismo basal y peso corporal, se obtiene una
correlación alta en cada caso; sin embargo, el análisis de correlación parcial
entre estas cuatro variables (Martin, 1996) revela que el peso corporal, el
periodo de gestación y la tasa metabólica basal muestran correlaciones
parciales aproximadamente iguales con la masa cerebral. Un hecho
interesante es que la correlación entre el periodo de gestación y el peso
corporal se esfuma cuando se tienen en cuenta la tasa metabólica basal y el
tamaño cerebral, como sería de esperar si la relación entre metabolismo
basal y tamaño cerebral estuviera mediada por el periodo de gestación. Más
interesante aún es la desaparición de la fuerte correlación positiva original
entre periodo de gestación y metabolismo basal, que en el análisis de
correlación parcial es reemplazada por una débil correlación negativa. Esta
inversión es predecible también a partir de la hipótesis de la energía
maternal: si lo demás no cambia, una madre puede producir una
descendencia de gran cerebro a través de una tasa metabólica relativamente
alta o a través de un periodo de gestación relativamente largo. Ambas cosas
pueden ir juntas, pero tal vez representen respuestas alternativas. Hay una
interesante ilustración de esto entre los prosimios. Entre los lorisiformes,
los gálagos (Galaginae) y los loris (Lorisinae) tienen tamaños cerebrales
similares a pesar de que los primeros suelen tener tasas metabólicas más
altas. Resulta que el periodo de gestación relativo al tamaño corporal es
significativamente más largo en los loris, con uno de los valores residuales
más altos entre los primates.
Parece probable, por lo tanto, que la hipótesis de la energía maternal
pueda dar cuenta de al menos algunas de las correlaciones simples que ligan
el tamaño cerebral adulto a aspectos individuales, como puede ser la dieta.
Una interpretación revisada de la hipótesis dietética sería que ciertos
elementos de la dieta (insectos, hojas) se correlacionan con tasas
metabólicas bajas. Como consecuencia, las madres de las especies
implicadas tendrán menos energía disponible para el desarrollo cerebral de
la descendencia, aunque esta restricción puede contrarrestarse alargando el
periodo de gestación. Por regla general, sin embargo, la descendencia de las
especies comedoras de hojas o insectos tendrá cerebros relativamente
pequeños.
La hipótesis de la energía maternal puede dar cuenta de la existencia de
restricciones sobre el volumen encefálico, pero no prohíbe un incremento
del tamaño cerebral en respuesta a presiones selectivas específicas. De
hecho, los datos se ajustan muy bien a un modelo bifásico para la evolución
del tamaño cerebral propuesto recientemente por Aboitiz (1996), quien
sugirió la distinción entre un incremento encefálico pasivo reflejo del
tamaño corporal adulto y un incremento activo en respuesta a presiones
selectivas específicas. Este incremento activo probablemente afectaría a
partes individuales del encéfalo, aunque al final se reflejaría en un
incremento del volumen encefálico total. Si se acepta este modelo, el
incremento «pasivo» en el tamaño encefálico podría atribuirse entre otras
cosas a la influencia del suministro maternal de energía (en forma de un
mayor flujo energético o de un periodo de gestación más largo), mientras
que el incremento «activo» reflejaría respuestas de partes individuales del
encéfalo a presiones selectivas concretas. Sin embargo, cualquier intento de
vincular el incremento de partes cerebrales a una presión selectiva
específica debe acompañarse, como en el caso del tamaño cerebral total, de
medidas para evitar la trampa de las correlaciones espúreas entre variables.
Antes de concluir esta sección hay que comentar el hecho de que la tasa
metabólica basal no es más que un indicador indirecto y quizá cuestionable
de los recursos energéticos totales. Esta medida se adopta
fundamentalmente por conveniencia y porque representa el nivel mínimo de
gasto de energía. Una medida más relevante para la discusión de los
presupuestos energéticos sería el flujo diario total de energía. Sin embargo,
las mediciones del consumo energético real sobre animales en libertad son
muy dificultosas y, en consecuencia, los datos escasean. Los pocos datos
disponibles indican que la alometría del flujo energético diario puede diferir
de la del metabolismo basal, de manera que las relaciones establecidas entre
este último y el tamaño cerebral pueden ser equívocas. Pero, una vez más,
esto se aplica primariamente a las hipótesis que invocan una conexión
directa entre el flujo de energía del animal adulto y su propio tamaño
cerebral. Si el flujo energético diario de un individuo adulto no se ajusta a la
misma ley alométrica que su tasa metabólica basal, tal conexión es
cuestionable ya de entrada. Por el contrario, si la conexión sugerida es entre
el metabolismo materno y el desarrollo cerebral de la descendencia,
entonces la tasa metabólica basal sí puede ser la medida más relevante. Así,
durante cerca de la mitad de las 24 horas del día, la actividad metabólica
materna estará en el nivel basal, lo que sería especialmente relevante para el
desarrollo fetal.

Variación del tamaño cerebral y el problema del dimorfismo


sexual
Otra importante cuestión concerniente al tamaño cerebral que ha sido
relativamente ignorada es la variación intraespecífica, en particular las
diferencias entre machos y hembras (dimorfismo sexual). Entre los
hominoideos, el dimorfismo sexual de tamaño corporal es virtualmente
inexistente en los gibones (tamaño medio masculino:tamaño medio
femenino = 1,04), moderado en bonobos, chimpancés y seres humanos
(m:f = 1,36, 1,28 y 1,18 respectivamente), y muy pronunciado en gorilas y
orangutanes (m:f = 1,85 y 1,98 respectivamente). Se han reportado diversos
grados de dimorfismo sexual relativos al tamaño cerebral que reflejan
distintos grados de dimorfismo corporal, pero raramente se han publicado
los datos brutos que indican el grado de variación intrasexual y la extensión
del solapamiento entre machos y hembras. En las figuras 7 y 8 se
representan datos sobre capacidad craneana de hominoideos adultos
extraídos del archivo de Adolph Schultz en Zurich. Puede verse que, en
general, el dimorfismo de capacidad craneana es menos marcado que el de
tamaño corporal. La razón m:f para la capacidad craneana en los gibones no
pasa de 1,03, con un amplio solapamiento entre los sexos. En los
chimpancés la razón también es muy baja (1,09) y el solapamiento amplio.
El dimorfismo sexual de capacidad craneana es obviamente más
pronunciado en gorilas y orangutanes, pero mucho menos que el
dimorfismo de tamaño corporal (1,16 para los gorilas y 1,24 para los
orangutanes, con un solapamiento moderado en ambos casos). La razón m:f
para el Homo sapiens moderno es de alrededor de 1,10 tanto para la masa
cerebral como para la capacidad craneana, con un grado de solapamiento
considerable entre ambos sexos.
Figura 7: Variación en el tamaño cerebral de los machos y hembras adultos del
gibón Hylobates lar. El valor medio masculino es algo mayor que el
femenino, al igual que ocurre con el peso corporal. (Datos del archivo de Adolph
Schultz.)

La existencia de grados distintos de dimorfismo sexual en el tamaño


cerebral y corporal de los hominoideos plantea ciertos problemas prácticos
para el cálculo del tamaño cerebral relativo. Para los hominoideos
modernos bastaría con tomar los valores medios masculino y femenino
(sobre muestras de tamaño razonable) y promediarlos para el conjunto de la
especie. Pero cuando se trata de especies fósiles, de las que suele haber muy
pocos especímenes disponibles, surgen problemas a la hora de separar los
valores masculinos y femeninos en los cálculos. De hecho, el
reconocimiento objetivo del dimorfismo sexual dentro de una especie fósil
(en oposición al reconocimiento de diferencias entre especies
emparentadas) es en sí mismo altamente problemático (Martin et al., 1994).
Sin embargo, dado que el dimorfismo sexual de tamaño cerebral es
consistentemente menor que el dimorfismo de tamaño corporal, el cálculo
del tamaño cerebral relativo para las especies fósiles será más fiable si los
datos de capacidad craneana corresponden a un solo sexo, suponiendo que
se tenga una estimación apropiada del peso corporal.
Con independencia del grado de dimorfismo sexual, el tamaño cerebral
siempre muestra una amplia variabilidad intraespecífica. Los intervalos de
confianza al 95% para las especies concretas son los siguientes: gibones de
ambos sexos = 80-128 cc; chimpancés machos = 260-500 cc; chimpancés
hembras = 264-432 cc; gorilas machos = 378-684 cc; gorilas
hembras = 346-568 cc; orangutanes machos = 312-522 cc; orangutanes
hembras = 246-426 cc. Por norma general, el límite superior es casi el doble
del inferior, y lo mismo vale para la humanidad moderna. Por esta razón,
los cálculos del tamaño cerebral relativo derivados de especímenes fósiles
únicos deben tratarse con sumo cuidado. Los valores correspondientes a
Oreopithecus y Proconsul en la figura 4 son, por lo tanto, muy
provisionales. Es más, una tal amplitud de variación intraespecífica en el
tamaño cerebral indica que cualquier conexión entre volumen encefálico y
rasgos comportamentales específicos debe ser relativamente débil.
El dimorfismo sexual del tamaño cerebral tiene también implicaciones
para la interpretación de lazos directos entre tamaño cerebral y conducta.
Una ilustración de esto es la interpretación (errónea) de la diferencia de
tamaño cerebral entre varones y mujeres como indicación de que los
primeros son «más inteligentes» que las segundas. De hecho, y a pesar de
que el cerebro masculino promedio es un 10% más grande que el femenino,
no hay ninguna prueba convincente de que exista una diferencia de
inteligencia global entre varones y mujeres (Hedges y Nowell, 1995). Este
dimorfismo sexual del cerebro humano suele vincularse a la diferencia del
18% en el peso corporal. El argumento, extrapolable al dimorfismo sexual
encefálico de los antropomorfos y otros primates no humanos, es que un
cuerpo más grande «necesita» de un cerebro más grande. Sin embargo, en
esta explicación hay un punto débil que se hace evidente cuando se
considera el desarrollo del cerebro humano. Como puede verse en la figura
6, la diferencia de masa cerebral entre los recién nacidos de ambos sexos es
nula, y sólo a partir de los dos años de edad comienza a apreciarse una
diferencia sistemática. Ahora bien, la división neuronal se completa hacia la
mitad del periodo de gestación, lo que quiere decir que es improbable que el
cerebro de un varón adulto contenga un número de neuronas
significativamente mayor que el de una mujer adulta a menos que el cerebro
femenino sufra una mayor pérdida posnatal de neuronas. También es
concebible que en el cerebro masculino las neuronas estén más
interconectadas, pero esto no se ha demostrado. La diferencia de tamaño
entre los cerebros masculinos y femeninos podría ser simplemente una
cuestión de empaquetamiento neuronal, en consonancia con los distintos
volúmenes craneales de varones y mujeres. Una predicción que se deriva de
esta interpretación es que la densidad neuronal debe ser algo mayor en la
corteza cerebral femenina que en la masculina. Esto parece ser así al menos
en lo que respecta a la corteza temporal posterior (Witelson et al., 1995),
aunque un estudio anterior más general no demostró ninguna diferencia
sistemática entre los cerebros masculino y femenino (Pakkenberg et al.,
1989). Por razones obvias, hay muy pocos datos comparativos disponibles
sobre el tamaño cerebral neonatal en los grandes antropomorfos, pero los
hallazgos en nuestra especie sugieren que el dimorfismo sexual entre los
recién nacidos debe ser reducido incluso en las especies con un dimorfismo
sexual pronunciado en la fase adulta.

Tamaño cerebral relativo en la evolución de los homínidos

Una vez pertrechados con la información disponible relativa a la


evolución del cerebro hominoideo, podemos adentrarnos en el terreno más
específico del rápido incremento del tamaño cerebral en el curso de la
evolución humana. Este incremento progresivo es patente incluso en el
tamaño cerebral absoluto de los homínidos fósiles, con (1) australopitecinos
(Australopithecus africanus, Paranthropus robustas), (2) Homo habilis, (3)
Homo erectas y (4) homínidos recientes (Homo sapiens, Homo
neanderthalensis) como representantes de 4 etapas evolutivas muy
aproximadas (figura 9). Los tamaños cerebrales medios de los
australopitecinos se enmarcan en el rango de tamaños cerebrales medios de
los antropoides modernos. En el caso de Homo habilis, sin embargo, todos
los valores se sitúan por encima del rango de valores medios de los grandes
antropomorfos. Dado que las primeras herramientas de piedra conocidas
aparecen en el registro fósil hacia la misma época que los especímenes más
antiguos atribuibles al género Homo, esto se ha citado a menudo como
evidencia de una conexión entre la producción de útiles de piedra y el
cerebro de los homínidos. Por otro lado, si se considera el rango máximo de
tamaños cerebrales absolutos de los grandes antropomorfos, Homo habilis
no se sale del mismo, mientras que los valores de Homo erectus son casi sin
excepción mayores. Podemos concluir, por lo tanto, que Homo habilis es el
primer homínido cuyo tamaño cerebral medio excede los valores medios de
los grandes monos, mientras que Homo erectus es el primer homínido con
una gama de tamaños cerebrales absolutos por encima del rango máximo de
los grandes monos.
Capacidad craneana (cc)

Figura 8: Diferencias sexuales en el tamaño cerebral de los grandes


antropomorfos (chimpancés, gorilas y orangutanes). El dimorfismo sexual es muy
limitado en los chimpancés y más marcado en gorilas y orangutanes, como cabe
esperar si se considera el dimorfismo de tamaño corporal. (Datos del archivo de
Adolph Schultz.)

Sin embargo, tales interpretaciones de los datos son potencialmente


engañosas porque no se han tenido en cuenta las diferencias de tamaño
corporal. A la luz de la discusión precedente sobre la alometría del tamaño
cerebral en los primates, es vital determinar los tamaños cerebrales relativos
de los homínidos y examinar los cambios en este indicador del grado de
encefalización. Por desgracia, la cuestión del tamaño cerebral relativo en
los homínidos primitivos está sujeta a una considerable confusión. Por
algún tiempo se aceptó ampliamente que tanto los australopitecinos gráciles
(Australopithecus afarensis y A. africanas) como Homo habilis eran
bastante pequeños, con pesos corporales estimados entre 25 y 35 kg. Si se
toma un tamaño corporal de este orden para calcular los tamaños cerebrales
relativos de estos homínidos, el resultado es que superan claramente a los
grandes antropomorfos modernos (Stephan, 1972; Jerison, 1973; Pilbeam y
Gould, 1974; Martin, 1983). En los últimos años, sin embargo, ha ido
ganando aceptación (aunque no universal, ni mucho menos) la idea de que
los australopitecinos gráciles tenían un acentuado dimorfismo sexual,
siendo los machos el doble de grandes que las hembras (McHenry, 1992;
Leutenegger, 1996). El peso corporal medio para machos y hembras juntos
es de 45-55 kg, lo que se sitúa claramente dentro del rango de los grandes
antropomorfos modernos. Esto ha reafirmado la conclusión, inicialmente
basada en el tamaño cerebral absoluto, de que Homo habilis fue la primera
especie de homínido cuyo tamaño cerebral excedía la gama de valores de
los grandes antropomorfos, lo cual confirmaría el vínculo aparente entre
útiles de piedra e incremento del tamaño cerebral.
Figura 9: Valores medios (círculos negros; cifras en negrita) y rangos (barras
verticales blancas; valores máximo y mínimo en cursiva) de capacidad craneana
en 6 especies de homínidos, incluido Homo sapiens. (Datos de homínidos
fósiles tomados de Stanyon et al., 1993; media y desviación típica para Homo
sapiens tomadas de Tobias, 1971; valores máximo y mínimo para Homo
sapiens tomados de Vallois, 1954.) El sombreado oscuro indica el rango de
valores medios de los grandes antropomorfos (Gorilla gorilla; Pan
troglodytes; Pongo pygmaeus; sexos combinados). El sombreado claro
indica el rango de valores individuales de estos antropoides.

De hecho, la revisión a la baja del tamaño cerebral relativo de los


australopitecinos gráciles mediante un promedio de los pesos corporales
«masculino» y «femenino» no está justificada, porque hasta ahora todos los
especímenes de los que se ha determinado la capacidad craneana han sido
identificados como «hembras». Aunque recientemente se ha descubierto un
cráneo incompleto atribuido a un «macho» de Australopithecus afarensis
(Kimbel et al., 1994), hasta ahora no se ha informado de la capacidad
craneana de este espécimen. Una manera de eludir la disputa sobre el
supuesto dimorfismo sexual de los australopitecinos gráciles es restringir la
comparación a las hembras de los grandes antropomorfos, con datos de
Australopithecus africanus (Martin, 1989b). Si todas las capacidades
craneanas reportadas para esta especie corresponden realmente a hembras,
entonces la comparación es apropiada; si de hecho pertenecen a machos y
hembras de una especie virtualmente monomórfica, este procedimiento
conducirá en todo caso a una subestimación del tamaño cerebral relativo, no
a una sobreestimación. Cuando se comparan los tamaños cerebrales
relativos de los cráneos «femeninos» de Australopithecus africanus con los
de las hembras de los grandes monos, encontramos un valor medio
claramente superior (figura 10). En líneas generales, esta comparación
indica que el tamaño cerebral relativo de Australopithecus africanus es un
50% mayor que el de los grandes antropomorfos modernos. Así, en
términos de tamaño cerebral relativo, es incorrecto afirmar que Homo
habilis es el primer homínido que muestra un incremento cerebral
significativo en relación a los grandes monos. La conclusión es que el
incremento inicial en el tamaño cerebral relativo precedió a la aparición de
las primeras herramientas conocidas en el registro fósil.

Indice de capacidad craneana

Figura 10: Índices de capacidad craneana para las hembras de los grandes
antropomorfos, Australopithecus africanus y Homo sapiens
(calculados mediante la fórmula de Martin, 1990). El valor correspondiente a.
Australopithecus africanus excede el promedio de los grandes
antropomorfos en cerca de un 50%. El valor para el Homo sapiens viene a
ser el doble del de Australopithecus africanus.
Con independencia de la cuestión del tamaño corporal, hay una objeción
adicional a la idea de que Homo habilis fue el primer homínido que estuvo
por encima del nivel de los grandes antropomorfos. Como ya he dicho, los
parientes fósiles de los primates modernos tienden a tener tamaños
cerebrales menores para cualquier tamaño corporal. Se ha sugerido
explícitamente que el antecesor común de los hominoideos probablemente
tenía un tamaño cerebral relativo menor que el de cualquier antropomorfo
moderno. Sin embargo, la comparación que suele hacerse al considerar el
incremento del tamaño cerebral durante la evolución de los homínidos es
entre homínidos fósiles y grandes antropomorfos modernos. Éste es un
ejemplo más de la «falacia del abuelo congelado», en la que se asume
inherentemente que una o más formas vivas objeto de comparación han
permanecido invariables desde su divergencia a partir de un antecesor
común. Los grandes antropomorfos modernos no son los ancestros de los
homínidos, y es improbable que el ancestro común de unos y otros guardara
un estrecho parecido con alguna especie de antropomorfo viviente. Para
tener una visión clara de la evolución del tamaño cerebral relativo en los
homínidos habría que determinar el tamaño cerebral relativo de los
hominoideos primitivos más próximos a la ascendencia común de los
grandes antropomorfos y el género humano. Como ya he dicho, por ahora
nuestros datos se reducen a estimaciones muy provisionales del tamaño
cerebral relativo en Oreopithecus y Proconsul, y un objetivo prioritario para
el futuro debe ser la inferencia de valores fiables de tamaños cerebrales y
corporales en una amplia gama de hominoideos primitivos.
La evidencia disponible sugiere que en los australopitecinos se aprecia
ya un incremento del tamaño cerebral relativo que constituye una tendencia
general en el curso de la evolución ulterior de los homínidos. Esto es
interesante en sí mismo, pero además plantea preguntas importantes acerca
de la relación entre flujo de energía y tamaño cerebral. Se puede demostrar,
por ejemplo, que las dimensiones del tracto digestivo humano están
adaptadas a una alimentación de alta energía y digestión relativamente fácil
(Martin, 1989b), lo que sugiere que los australopitecinos ya habían dado un
primer paso en esa dirección. Una mayor disponibilidad de energía sin duda
se habría traducido en un refuerzo mutuo entre una actividad locomotora
incrementada y una mayor retribución de la búsqueda de alimento. Así,
parece bastante probable que la transición hacia el bipedismo ya
identificable en los australopitecinos esté ligada a un cambio en la dieta y el
presupuesto energético. Como ya he indicado, la hipótesis de la energía
maternal establece que un incremento de la disponibilidad de energía puede
también propiciar un mayor desarrollo cerebral. El incremento del tamaño
cerebral relativo detectable en los australopitecinos puede así conectarse
con una mayor disponibilidad de energía a través de una inversión maternal
incrementada en el desarrollo cerebral de la descendencia.

Conclusiones

Esta revisión del tamaño cerebral en los primates, con especial énfasis
en los hominoideos, nos lleva a unas cuantas generalizaciones que en
conjunto ofrecen una nueva perspectiva. En primer lugar, hay que subrayar
que la afirmación de que los primates tienen cerebros mayores que los de
otros mamíferos es cierta sólo en un sentido muy restringido, y desde luego
no en lo referente a tamaño cerebral absoluto. Cuando se considera el
tamaño cerebral relativo y se comparan los valores medios de los distintos
órdenes de mamíferos, entonces sí que los primates se sitúan en lo más alto.
Pero cuando se consideran las especies individuales existe un considerable
solapamiento entre los primates y los otros mamíferos. Concretamente, los
mamíferos más próximos a nosotros en tamaño cerebral relativo no son
otros primates, sino los delfines. Otro resultado digno de mención es que
los mayores tamaños cerebrales relativos entre los primates no humanos
corresponden a los monos capuchinos y no a los antropomorfos. Cuando se
tiene en cuenta el tamaño corporal, los grandes antropomorfos no difieren
del común de los monos en cuanto a volumen cerebral.
Los datos sobre capacidades craneanas de hominoideos fósiles son
escasos en extremo. Hasta ahora sólo se tienen estimaciones provisionales
para Oreopithecus y Proconsul. Como cabía esperar, Oreopithecus tenía un
cerebro al parecer pequeño en comparación con los antropomorfos
modernos. En cambio, todo indica que Proconsul heseloni tenía un cerebro
sorprendentemente grande para una forma miocénica. Según los valores que
se asuman en los cálculos, esta especie se enmarca en el rango de tamaños
cerebrales de los monos y antropomorfos modernos o bien se sitúa en el
límite superior de la distribución. Urgen datos nuevos y más fiables sobre
las capacidades craneanas de los hominoideos fósiles.
La diferencia de tamaño cerebral relativo entre los primates en general y
otros órdenes de mamíferos puede atribuirse a una diferencia sistemática en
el desarrollo fetal de los primates que se traduce en una duplicación del
tamaño encefálico neonatal en relación al tamaño corporal. Esto, junto con
el hecho de que buena parte del desarrollo cerebral tiene lugar en los inicios
de la vida, puede relacionarse con la evidencia de una conexión indirecta
entre el tamaño cerebral y tasa metabólica, lo que nos lleva a la hipótesis de
la energía maternal. Esta hipótesis propone que el desarrollo del cerebro
durante la vida fetal y la lactancia (y por lo tanto el tamaño final del cerebro
adulto) está acotado por los recursos energéticos maternos. Las conexiones
directas que se han propuesto entre el tamaño del cerebro adulto y el
comportamiento, como la búsqueda de alimento y las interacciones sociales
complejas, pueden explicarse como correlaciones secundarias derivadas de
la conexión básica entre desarrollo cerebral y recursos energéticos
maternos. La «hipótesis del tejido costoso», que sugiere un compromiso
directo entre tamaño cerebral y volumen del tracto intestinal, parece dar
cuenta de las diferencias entre monos y antropomorfos, pero entra en
conflicto con otras líneas de evidencia. Los esfuerzos por vincular el
tamaño cerebral a rasgos específicos de la conducta y la morfología adultas
han caído repetidamente en el error de interpretar correlaciones simples
entre las variables individuales y el tamaño cerebral sin tener en cuenta la
compleja red de interacciones implicada. Tal correlación no debería
equipararse con una relación causal.
La variabilidad intraespecífica del tamaño cerebral, en particular la
relativa al dimorfismo sexual, ha sido un factor más bien ignorado. En los
hominoideos el tamaño cerebral máximo llega a duplicar el valor mínimo,
sobre todo en las especies sexualmente dimórficas. Esta variabilidad debe
tenerse en cuenta a la hora de interpretar estimaciones del tamaño cerebral
relativo hechas sobre especímenes fósiles únicos.
La interpretación de la evolución del tamaño cerebral en la evolución de
los homínidos se ha visto confundida por la suposición ampliamente
extendida de que los australopitecinos gráciles mostraban un gran
dimorfismo sexual. En realidad, todos los datos disponibles sobre la
capacidad craneana de Australopithecus proceden de individuos
identificables como hembras. La comparación entre las hembras de los
grandes antropomorfos, Australopithecus africanus y el género humano
muestra que los australopitecinos gráciles ya tenían cerebros relativamente
grandes. Otra dificultad para la interpretación del tamaño cerebral relativo
de los homínidos fósiles es que los grandes antropomorfos modernos no son
equiparables a los verdaderos ancestros de los homínidos; ambos grupos
derivan de un antecesor común con un tamaño cerebral relativo
probablemente menor que el valor medio de los antropomorfos modernos.

Agradecimientos

Estoy muy agradecido a los organizadores del simposio de Barcelona


por su invitación, y quiero dar especialmente las gracias a Paquita Cíller por
su amable atención y eficiente organización. Gracias también a Salvador
Moyà Sola y Meike Köhler por su valiosa colaboración en la investigación
de la evolución de los hominoideos. Quiero agradecer también la
amabilidad de Martin Häusler, que me cedió información acerca de su
reconstrucción preliminar del cráneo de Proconsul heseloni, y la ayuda de
Deborah Curtís, quien compiló los datos de capacidades craneanas de
antropomorfos del archivo de Adolph Schultz.

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Coloquio

Alejandro Pérez Pérez: Cuando usted habla de contrastar lo que sucede


dentro del grupo de los primates con lo que pasa en otros grupos de
mamíferos, ¿hasta qué punto cabe esperar que las pautas evolutivas o
embrionarias sean siempre las mismas? ¿No podrían darse variaciones
significativas de un grupo a otro de mamíferos?
Robert Martin: En lo que respecta a la evolución del cerebro, hasta
donde yo sé la pauta es siempre la misma. En la familia de los caballos, por
ejemplo, cuyo registro fósil es de los más completos, se observa un
conspicuo aumento del tamaño cerebral a lo largo de 50 millones de años.
En todos los grupos animales en los que resulta posible comparar formas
eocénicas con sus descendientes modernos se observa siempre un aumento
importante del tamaño cerebral relativo. Esta es una regla general entre los
mamíferos; el mamífero más antiguo conocido tiene un tamaño cerebral
relativo mucho menor que el de cualquier mamífero actual. Lo que varía de
un grupo a otro es la tasa de aumento. Nuestro tamaño cerebral relativo se
ha multiplicado por 3 en menos de 5 millones de años; en ningún otro grupo
de mamíferos se ha dado un aumento tan espectacular, pero la pauta parece
ser general.

Jordi Agustí: Dado que el pescado es un alimento altamente nutritivo,


me pregunto por qué, habiendo tantos mamíferos que comen pescado,
aparentemente sólo en los delfines esa alimentación ha redundado en un
cerebro grande.
Robert Martin: Sospecho que esto tiene que ver con la energía que se
obtiene del alimento y la forma en que se transfiere de madre a hijo. Los
delfines tienen un largo periodo de gestación, igual que nosotros, y un
metabolismo basal comparativamente alto. Si observas la gráfica de las
tasas metabólicas, nosotros estamos en la línea de los otros mamíferos, pero
los delfines están por encima. Creo que el cerebro de los delfines se explica
por la combinación de un metabolismo basal alto, un periodo de gestación
largo y una dieta relativamente rica en energía. Hay un murciélago muy
curioso que come pescado; vuela de noche a ras del agua para detectar y
atrapar los peces que nadan justo bajo la superficie. Estos murciélagos
tienen un cerebro de tamaño intermedio, de manera que no parece que
obtengan más energía de su alimento que los otros murciélagos. Su
metabolismo basal es también intermedio. Tanto su tamaño cerebral relativo
como su metabolismo basal son algo menores que los de los murciélagos
frugívoros, lo que demuestra que comer pescado no implica necesariamente
la posesión de un cerebro más grande.

David Pilbeam: Tu estimación de un tamaño corporal de 20 kg para


Proconsul es un buen punto para discutir. Alam Walker, entre otros, ha
estimado el tamaño corporal de Proconsul heseloni a partir del astrágalo, un
hueso del que hay bastantes ejemplares, tanto de machos como de hembras,
en su mayoría procedentes de Rusinga, y ha obtenido un peso corporal del
orden de 10 kg. Si damos por buena esta estimación, entonces estamos ante
un hominoideo muy interesante. ¿Cómo justificas tu adopción de un peso
corporal de 20 kg? Porque, si estuvieras en lo cierto, entonces habría que
poner en duda la taxonomía de los especímenes de Rusinga.
Robert Martin: Hay varias maneras de estimar el tamaño corporal. Una
es la distancia dentro del arco zigomático, que se correlaciona bien con el
tamaño corporal en los primates, pero que podría estar distorsionada en el
caso que nos ocupa. La otra posibilidad es el tamaño del cóndilo occipital.
La anchura y la longitud máximas del cóndilo occipital se correlacionan
muy bien con el tamaño del cuerpo. Ambas medidas dan una estimación de
alrededor de 20 kg para el espécimen R106. Los dientes proporcionan
estimaciones aún mayores, pero ya hemos considerado la posibilidad de que
Proconsul fuera megadonto, en cuyo caso los dientes estarían relativamente
sobredimensionados y no serían una buena medida del tamaño corporal.
Sospecho que los casi 30 kg de peso que se obtienen a partir de los dientes
reflejan el hecho de que este espécimen tenía unos dientes muy grandes
para su tamaño corporal. De todas maneras, si aceptamos la estimación de
Walker de 11 kg de tamaño corporal y 167 cc de tamaño cerebral,
obtenemos un tamaño cerebral relativo del mismo orden que el que resulta
de tomar 20 kg y 200 cc. Se mire como se mire, Proconsul tenía un cerebro
muy grande para un simio de hace 18 millones de años.

Jaume Bertranpetit: Nos ha enseñado usted muchas correlaciones


parciales, pero todos sabemos que una correlación parcial no implica
necesariamente una relación causal. Uno nunca sabe hasta qué punto la
introducción de nuevas variables en el modelo permitiría obtener resultados
mejores. La causa del incremento de la capacidad craneana que usted
propone podría no ser más que aquello que su mente ha sido capaz de
entrever, pero no sé hasta qué punto deberíamos contentamos con la
explicación que nos ha ofrecido. ¿Ha considerado algún análisis
alternativo?
Robert Martin: Lo que dice usted es cierto. Es imposible estar seguro
de las causas cuando sólo se tienen correlaciones; todo lo que puede hacerse
es seguir investigando. Lo único que puedo asegurar es que resulta obvio a
partir de los datos que no puede haber una conexión directa entre la tasa
metabólica basal de un individuo adulto y el tamaño de su cerebro.
Podemos incluir variables como el periodo de lactancia y otras, pero al final
de la jomada todo lo que obtendré será una correlación mejorada. De lo que
se trata en ciencia es de hacer predicciones para intentar confirmarlas luego.
Si hago una predicción que después se confirma, pensaré que estoy en el
buen camino. Lo que realmente necesitamos es algún tipo de simulación o
método experimental que nos permita confirmar las predicciones. No sé si
han oído ustedes hablar de la impronta genómica. Siempre pensé que la
mitad de nuestros cromosomas eran matemos y la otra mitad paternos, y
que los alelos matemos y paternos funcionaban igual, pero ahora sé que hay
cerca de 200 genes en los cuales una de las dos versiones está desactivada.
Para ver qué efecto tiene esto se pueden crear quimeras de ratones con un
50% de células normales y otro 50% con cromosomas paternos o maternos
duplicados (se necesita una proporción mínima de células normales para
que los embriones se desarrollen). Hace un tiempo di una conferencia en
Cambridge en presencia de Barry Coburn, quien estaba trabajando en
experimentos de expresión genómica con quimeras. Cuando terminé me
dijo: «Ven a ver esto». Fuimos a su laboratorio y sacó del refrigerador dos
lotes de embriones de ratón. En los que tenían cromosomas paternos
duplicados el cuerpo era más grande y el cerebro más pequeño, mientras
que en aquellos que tenían cromosomas maternos duplicados el cerebro era
más grande y el cuerpo más pequeño. Ésta es precisamente la clase de
efecto que yo había predicho. Se está discutiendo mucho si la impronta
genómica refleja un conflicto de intereses matemos y paternos. Sospecho
que esta inversión en el cerebro refleja de algún modo un interés evolutivo
materno. Pero es verdad lo que usted dice: trabajando sólo con
correlaciones no se puede afirmar que se ha encontrado una conexión
causal; lo único que se puede decir es que existe una causa probable.

Salvador Moyà: ¿Hay estimaciones lo bastante buenas de la capacidad


craneana y del peso corporal de los australopitecinos para poder afirmar que
el cerebro de los primeros homínidos había iniciado ya un incremento
significativo en relación a los antropoides?
Robert Martin: Si damos por bueno un promedio de 440 cc para
Australopithecus africanus, del que se conocen 7 cráneos, entonces el
tamaño cerebral absoluto de los australopitecos está dentro del rango de los
grandes antropomorfos. Más problemática es la cuestión del tamaño del
cuerpo. Todo el mundo acepta que los australopitecinos gráciles pesaban de
25 a 35 kg. Todos los cráneos que se tienen con la caja craneana intacta
pertenecen a individuos gráciles. El problema es que hay quienes creen que
la forma grácil corresponde a las hembras, y que los machos pesarían más
del doble, de manera que para calcular el tamaño cerebral relativo se tomó
un peso corporal promedio de alrededor de 50 kg, sin tener en cuenta que
los datos de tamaño cerebral procedían únicamente de individuos gráciles.
Aquí hay una reflexión interesante que hacer, porque si admitimos que las 6
pelvis y los 7 cráneos que tenemos pertenecen todos a hembras, lo mismo
que el único esqueleto entero, entonces el registro fósil está enormemente
sesgado en cuanto a la representación de uno y otro sexo. Mi opinión
personal es que la forma grande es una especie distinta, con un cerebro
mayor, y probablemente más cercana a nosotros. Pienso que los
australopitecinos eran monomórficos y que en la muestra que tenemos hay
hembras y machos mezclados. Pero podemos prescindir de esto si
aceptamos que los individuos gráciles son hembras con un peso corporal de
25 a 35 kg, cosa que nadie discute, con un tamaño cerebral medio de
440 cc, cosa que tampoco nadie discute. Lo que se ve entonces es que el
tamaño cerebral relativo de las hembras de los australopitecinos era mayor
que el de las hembras de gorilas, chimpancés y orangutanes. Fueran o no
sexualmente dimórficos, si limitamos la comparación a las hembras vemos
que los australopitecinos tenían cerebros proporcionalmente más grandes
que los de los antropomorfos.
DEBATE GENERAL
De izquierda a derecha: Jordi Agustí, Jordi Sabater Pi, Salvador Moya, Robert
Martin, Jaume Bertranpetit (moderador del debate final), Meike Köhler, Peter
Andrews y David Pilbeam.
Jaume Bertranpetit: Las reflexiones personales que voy a exponer
tienen dos vertientes, una como genético y otra como estudioso de la
biología evolutiva. Aunque apenas hemos hablado de genética, quisiera
comenzar subrayando un punto interesante que probablemente tendrá un
impacto futuro importante en algunos de los aspectos tratados y que ha
provocado ya algunas discusiones, y es el esclarecimiento de las relaciones
filogenéticas entre las especies de primates actuales a través de los estudios
genéticos. Es evidente que estas investigaciones han dado mucha
información y van a seguir dándola en el futuro, y que las filogenias
moleculares son un avance importantísimo para la comprensión de la
biodiversidad presente. En esto seguramente estamos todos de acuerdo.
Ahora bien, ¿es obligatorio calibrar el reloj biológico? La respuesta, por el
momento, es que sí, aunque mi opinión personal es que en un futuro no
muy lejano estaremos en condiciones de realizar dataciones bastante
precisas sobre material genético sin necesidad de calibraciones
paleontológicas. Puede que entonces se resuelvan algunas de las cuestiones
que se han planteado aquí, en especial la de si los antropomorfos tienen una
edad mucho menor de lo que se acepta hoy. En cuanto a la posibilidad de
estudiar material genético antiguo, en estos momentos creo que las
perspectivas de obtener algún dato de interés son escasas, aunque ésta es
una opinión muy personal.
Desde el punto de vista de la biología evolutiva, la controversia más
básica es la que concierne a los caracteres en que debe fundamentarse la
reconstrucción de una filogenia. ¿Tenemos que basarnos en la morfología?
Y si es así, ¿en qué caracteres debemos fijarnos? La pregunta que yo haría
tanto a Peter Andrews como a Meike Köhler es si los caracteres en los que
os habéis basado permiten realmente reconstruir una filogenia o bien los
habéis definido en función de unos resultados vislumbrados previamente de
manera intuitiva; en otras palabras, ¿cómo sabemos que los cladogramas
que habéis expuesto no son sólo una justificación estadística de una
intuición previa? Otra pregunta que me planteo tiene que ver con las
convergencias. ¿Han sido realmente tan numerosas como algunas veces se
ha sugerido? Pienso que muchas de estas convergencias son dudosas,
porque se aducen demasiados factores poco probables. ¿Qué otros
caracteres podrían usarse para la reconstrucción filogenética? ¿Tiene algo
que ofrecernos la etología o ésta no pasa de ser un epifenómeno que
estudiamos desde nuestra perspectiva cultural y que en realidad no tiene una
relación clara con la filogenia? Porque, así como no es posible reconstruir el
protolenguaje humano debido a la gran divergencia de las diferentes
familias lingüísticas, la diversificación potencial del comportamiento podría
ser tan amplia que el estudio de las conductas, aun restringiéndonos a los
primates, podría no estar diciéndonos nada de la historia. ¿Sabemos
discernir entre la filogenia y lo que podríamos llamar «la circunstancia»?
Otro aspecto que quisiera sacar a colación es el uso de la idea de ahorro
de energía. Este es un concepto que para nosotros resulta inteligible en
términos económicos, pero ¿hasta qué punto lo «entiende» así la
naturaleza? ¿Se optimiza el consumo de energía en la medida que sugieren
las ponencias de Bob Martin y Salvador Moyà?
Mi última reflexión concierne al bipedismo. Me alegra que Salvador
Moyà nos haya mostrado que ha existido más de un proceso hacia el
bipedismo, porque pienso que éste es un fenómeno que quizá no debería
llamarnos tanto la atención. Si pensamos en adaptaciones como la pérdida
del vuelo en las aves, que ha evolucionado con gran rapidez en varias
ocasiones, podemos contemplar el bipedismo como una modificación
morfológica que, simplemente, evolucionó muy deprisa. El hecho de que no
dispongamos de fósiles que nos permitan discernir sus inicios quizá se
explique simplemente por una velocidad de evolución especialmente
elevada.

David Pilbeam: En cuanto al problema de la inferencia filogenética, mi


opinión al respecto es que para identificar correctamente las homologías
debemos acudir a las distintas fuentes de información disponibles: los datos
genéticos por un lado y los datos fenotípicos por otro; estos últimos pueden
subdividirse en datos filogenéticos y datos ontogenéticos. Tenemos, por lo
tanto, un amplio abanico de datos que han permitido algunas
reconstrucciones muy buenas. Está claro que en más del 95% de los casos
estudiados la información genética concuerda con las conclusiones basadas
en los análisis fenotípicos. La mayoría de estos análisis se han realizado
sobre fenotipos adultos, y tampoco se han descuidado los caracteres
blandos. Pero hay algunas incongruencias interesantes, tanto en lo que
respecta al género humano como a los otros primates y los mamíferos en
general. Tenemos la suerte de disponer de mucha información genética, lo
que hace que las reconstrucciones filogenéticas más fiables sean las que se
basan en datos genéticos independientes, pero esto no quiere decir que las
otras fuentes de información no sean relevantes. Para componer un cuadro
de la evolución de los hominoideos hay que integrar toda la información
disponible, incluida la «evidencia dura» que proporcionan los fósiles, pero
quiero subrayar que ésta es una fracción relativamente pequeña de la
información que proporcionan los animales vivos. El registro fósil
disponible de los hominoideos del Mioceno es bastante fragmentario, sobre
todo si se compara con el de los homínidos, que es bastante bueno en
relación con la diversidad de especies conocidas. Esto crea algunos
problemas a la hora de reconocer homologías. Quizá deberíamos dejar de
discutir sobre la validez de tal o cual carácter antes de tener una
comprensión más profunda de los procesos ontogenéticos y las
constricciones arquitectónicas y geométricas que determinan los caracteres
fenotípicos duros en su forma adulta. Este conocimiento quizá nos
permitiría ponemos de acuerdo sobre qué rasgos son más relevantes para la
filogenia, aunque puede que ésta sea una expectativa demasiado optimista.

Peter Andrews: Para comenzar, quisiera subrayar que el único criterio


válido para determinar las relaciones filogenéticas es la homología. Lo que
nos permite la ontogenia es identificar homologías en las que basar la
filogenia. En cuanto a la calibración del reloj molecular, primero hay que
identificar un fósil como el hominoideo más antiguo y, una vez datado, se
puede utilizar esta referencia para calibrar un punto del reloj, en relación al
cual se determinan las otras fechas. Me pregunto cómo podría efectuarse
dicha calibración sin recurrir al registro fósil.

Meike Köhler: Jaume Bertranpetit ha planteado un problema de suma


importancia: el de los caracteres morfológicos que tenemos en cuenta a la
hora de establecer una filogenia. Siempre existe el peligro de dejamos
influir por nuestras expectativas y dar por bueno un carácter no válido o
dejar de lado un carácter válido. Como científicos estamos obligados a ser
objetivos, aunque esto no siempre es fácil, porque la morfología de los
fósiles que manejamos suele ser muy pobre. Se trata de descartar aquellos
caracteres que, al estar involucrados en la locomoción u otra función
mecánica, pudieran haber surgido varias veces de forma independiente.
Peter Andrews nos ha advertido de que la forma del arco zigomático es
sospechosa porque, al ser una estructura que interviene en la masticación,
puede adoptar morfologías convergentes. Pero lo mismo podría decir yo de
la forma del premaxilar, un carácter que él considera decisivo. Somos muy
conscientes de este problema y todos estamos de acuerdo en la necesidad de
resolverlo.

Robert Martin: La primera cuestión que ha planteado el doctor


Bertranpetit es la más importante. Existe la creencia generalizada de que la
información molecular es superior en algún sentido a la información
morfológica. Yo no lo creo así. Pienso que los datos genéticos plantean los
mismos problemas de forma diferente. Pero, en principio, si se analiza
apropiadamente la información uno obtiene un árbol filogenético fiable.
David Pilbeam acaba de decir que existe una gran concordancia entre los
árboles moleculares y los árboles morfológicos clásicos, lo cual es cierto. Si
repasamos las publicaciones científicas, el patrón de ramificación en ambos
casos coincide en un 98%. Pero lo interesante es que si dos morfólogos
estudian el mismo grupo de animales nunca obtendrán dos árboles iguales,
aun cuando se basen en caracteres similares, y lo mismo vale para los
biólogos moleculares. Así pues, todos tenemos dificultades para ponernos
de acuerdo sobre cuál es el árbol correcto, y no me parece que este
problema tenga una solución fácil. Hay unas cuantas cuestiones básicas
involucradas. Una concierne a las distintas tasas de evolución, lo cual
introduce enormes complejidades matemáticas. Este es un problema al que
no se le ha prestado la debida atención. No creo, por lo tanto, que los
árboles moleculares sean superiores a los morfológicos. En todo caso, son
más fáciles de determinar. Es más fácil manejar fórmulas matemáticas que
fósiles, pero nadie puede afirmar que tiene el árbol filogenético correcto.
Cada autor tiene su propio árbol, obtenido a partir de distintas fuentes de
información. Pero la pregunta es: asumiendo que tenemos el árbol correcto,
¿cómo asignamos fechas a las distintas ramas? Hoy por hoy, esto sólo
puede hacerse recurriendo a datos paleontológicos. Puede que alguien idee
otro procedimiento en el futuro, pero yo no lo veo factible. El problema está
en las tasas de evolución variables. Si consideramos los primates, se ha
demostrado que la tasa de mutación del ADN de los lemúridos es más baja
que en cualquier otro grupo. No sabemos por qué esto es así, pero si hay
diferencias en las tasas de evolución es muy difícil tener un reloj fiable. La
gente habla del reloj molecular como si nos diese la hora exacta. Si la
desincronización no pasara en ningún caso de dos minutos sería perfecto,
pero cuando las diferencias son de una o dos horas la cosa cambia, y creo
que éste es el estado actual de la cuestión. Otro problema importante es la
interacción entre paleontólogos y genéticos moleculares. Los últimos piden
a los primeros una fecha para calibrar el árbol, cuando de hecho deberían
tomarse varias para repartir el riesgo entre las distintas ramas. Pero casi
siempre se toma una sola fecha y se asume que la tasa de mutación es la
misma para todas las ramas. Por otra parte, el registro fósil está muy
fragmentado. Yo estimo que apenas conocemos un 3% de las especies de
primates que han existido, y nos basamos en este escaso 3% de especies
conocidas para construir nuestros árboles evolutivos. Si encontramos un
fósil cuya morfología nos indica inequívocamente que es un hominoideo, lo
único que podemos afirmar es que la divergencia entre monos y
antropomorfos tuvo que ser anterior a la edad del nuevo fósil. No podemos
saber hasta qué punto es anterior, y cuanto más incompleto sea el registro
fósil mayor será el margen de error. Datos recientes sugieren que los
primates podrían haber aparecido no hace entre 60 y 65 millones de años
como hasta ahora se creía, sino hace entre 95 y 100 millones de años. Si
esto se confirma tendremos que recalibrar todas las fechas del árbol de los
primates. Lo que quiero subrayar es que nuestros árboles filogenéticos son
poco fiables en este aspecto. Los paleontólogos hacemos lo que podemos,
pero debemos ser conscientes de que nuestros métodos son mejorables y de
que nuestro cuadro de especies fósiles es muy incompleto. Creo que todos
los grupos de primates de los que estamos hablando, incluidos los grandes
antropomorfos y los homínidos, evolucionaron mucho antes de lo que se
piensa. Me atrevo a predecir que dentro de veinte años todo el mundo
compartirá esta opinión. Algunos paleontólogos se enfadan conmigo
cuando me oyen afirmar esto, pero yo les diría que, de confirmarse, tienen
su empleo garantizado para los próximos 30.000 años.
El segundo problema planteado por Bertranpetit es el de las
convergencias. Esta es una cuestión fundamental, especialmente en lo que
respecta a los datos genéticos. Si dos ácidos nucleicos presentan la misma
secuencia de bases, no hay manera de discernir si estamos o no ante un caso
de convergencia. Cuando se trata de caracteres morfológicos al menos
tenemos herramientas para distinguir las convergencias de las homologías.
Esta es una limitación de los análisis genéticos que suele pasarse por alto.
Yo calculo que cerca de la mitad de las similitudes entre secuencias de
bases o aminoácidos son producto de la convergencia. Estas similitudes
aparentes deben tenerse en cuenta a la hora de reconstruir árboles
filogenéticos, por lo que necesitamos métodos objetivos para identificar los
casos de convergencia genética.
En cuanto al uso del ahorro de energía como argumento evolutivo, sólo
diré que todo el mundo en biología tiende a asumir que la selección natural
favorece la eficiencia. La idea de que las estrategias alimentarias de los
animales optimizan el consumo de energía se sustenta en un buen número
de observaciones y algunos experimentos muy bonitos. Pero mi hipótesis de
la evolución cerebral no requiere una optimización del uso de la energía. Lo
único que digo es que cada madre dispone de cierta cantidad de energía,
parte de la cual se invertirá en el desarrollo de sus crías. Mi propuesta se
reduce a afirmar que existe una relación entre el tamaño del cerebro de las
crías y la disponibilidad de energía de la madre, sin que ello implique una
gran eficiencia en el uso de dicha energía. Lo único que se requiere es que
todos los mamíferos sean más o menos igual de eficientes.
Estoy convencido de que hay más de una clase de bipedismo. Estoy
seguro de que el futuro nos deparará descubrimientos inesperados. Cada vez
que aparece un nuevo fósil nos encontramos con alguna sorpresa, y es
lógico que así sea, porque sólo conocemos un escaso 3% de la diversidad de
primates fósiles. Aunque el registro fósil de los hominoideos es bastante
completo, es obvio que no lo sabemos todo al respecto. Para mí es
absolutamente esperable que entre los numerosos experimentos evolutivos
de los hominoideos se incluyeran diferentes tipos de locomoción, entre ellas
la bípeda.

Salvador Moyà: En cuanto a cuáles son los caracteres relevantes para


reconstruir una filogenia, es cierto que el problema de la validez de los
rasgos considerados surge con demasiada frecuencia al investigar las
relaciones filogenéticas de un fósil. No hace mucho, Meike Köhler y yo
publicamos un artículo sobre la filogenia de unos fósiles concretos
basándonos en unos caracteres determinados. Pues bien, otro autor,
estudiando los mismos ejemplares y basándose en caracteres hasta cierto
punto parecidos, llegó a unas conclusiones absolutamente opuestas. ¿Qué
está ocurriendo aquí? Yo creo que los deseos de los autores tienen un papel
a veces no tan inconsciente. A mí me parece que todos somos bastante
conscientes de que tendemos a valorar más positivamente nuestras hipótesis
favoritas en relación a las de los otros autores. Este es un riesgo inherente al
hecho de que las filogenias son obra de seres humanos, y ciertamente hay
que intentar evitarlo. Estoy de acuerdo en que hace falta algún tipo de
iniciativa urgente para mirar de resolver estos problemas de cara a las
investigaciones futuras.

Jordi Sabater Pi: Como etoprimatólogo, pienso que la etología de


campo de los primates es la única vía que tenemos para hacer inferencias
sobre la conducta de nuestros supuestos ancestros. La paleontología es
como una progresión en la oscuridad, una ciencia detectivesca que puede
resultar muy emocionante y que admite elucubraciones para todos los
gustos y circunstancias, pero yo creo que la primatología es una ayuda
extraordinaria. Es una gran suerte que todavía podamos observar
chimpancés, gorilas y orangutanes en libertad. Aparte de su interés
intrínseco, detrás de estos estudios está el anhelo humano innato de conocer
sus propios orígenes. Pienso que sería muy interesante que paleontólogos y
primatólogos colaborasen más estrechamente. No es que esta colaboración
sea inexistente, pero yo diría que hay cierto divorcio entre ambas visiones
de la evolución humana.

Jordi Agustí: En cuanto al problema de la significación de los datos de


la genética molecular o incluso los rasgos etológicos para la filogenia, creo
que ésta es una cuestión de objetivos. Una cosa es conocer con precisión la
filogenia de los primates actuales y otra muy distinta es hacerse una idea de
lo que ha ocurrido en el pasado. Para esto último no hay más remedio que
bucear en el tiempo con los escasos medios de que disponemos. Cuando se
habla de filogenia, sobre todo en el seno de grupos de investigación
cerrados y muy especializados, uno tiene a veces la impresión de que se
considera a las especies como entidades que evolucionan aisladas del
contexto evolutivo general. Parece razonable pensar que todos los procesos
de especiación son al fin y al cabo eventos asociados a cambios
medioambientales. En cuanto a los caracteres que se consideran, el
problema de la cladística es que no se es necesariamente más riguroso por
el hecho de manejar cientos de caracteres. Un autor puede construir un
cladograma basándose en 120 caracteres, y otro puede ampliarlos a 130. La
cuestión es qué comprensión tenemos de los caracteres que se manejan,
porque si los hay que están ontogenéticamente ligados, por ejemplo,
entonces se estará sobrevalorando ese complejo de caracteres. El
conocimiento de las ontogenias particulares y de las heterocronías
implicadas podría arrojar bastante luz en el futuro, por escasa que sea la
evidencia de formas juveniles en el registro fósil.

Jorge Wagensberg: Si los principios económicos como el del mínimo


flujo de energía alcanzan el rango de principio fundamental en el dominio
de la materia inanimada, tanto más lo serán para la materia viva o la materia
inteligente. Un sistema vivo es, sobre todo, un sistema que intercambia
materia y energía con el exterior, y una manera de calcular cuál es el estado
termodinámico final consiste precisamente en aplicar un principio
variacional. Las funciones termodinámicas son en realidad principios
económicos. Cuando una bandada de pájaros se distribuye de cierta manera
frente a la fricción del aire está aplicando un criterio económico. Estos
principios económicos tienen que ver con la adaptación del sistema. Otra
cosa son los cambios catastróficos, que tienen que ver más con situaciones
muy alejadas del equilibrio. En esos casos sí que puede romperse la baraja y
el sistema puede evolucionar de una manera incluso arriesgada y no
adaptativa. En estas singularidades no es que fallen los principios
económicos, sino que dejan de ser aplicables.
Quisiera acabar con una reflexión sobre el bipedismo. Para mí, la
verdadera importancia del bipedismo reside en que es un estado
preadaptado para la evolución de la inteligencia. La postura bípeda es
importante no por ella misma, sino por la liberación de las manos. El
concepto «mano» es crucial desde el punto de vista epistemológico. Yo creo
que es imposible acceder al conocimiento sin disponer de una herramienta
que nos permita convertir una idea teórica en un objeto o manipular el
entorno. Por muy inteligentes que sean los delfines, sus aletas representan
una barrera evolutiva que les impide pasar de la teoría a la práctica. ¿Por
qué es tan importante el bipedismo? Porque, partiendo de un estado
cuadrúpedo previo, la mejor manera de conseguir unas manos libres es
sustentarse sobre las patas posteriores. Es por esto por lo que la evolución
del bipedismo es un tema de tanta trascendencia.

Jaume Bertranpetit: Yo no estoy tan de seguro de que, como afirma


Jorge Wagensberg, el bipedismo fuese un requisito previo para la
encefalización.

Jorge Wagensberg: No descarto que a partir de un animal como el


pulpo pudiera evolucionar un cefalópodo emotivo capaz de pintar cuadros.
Lo que digo es que el bipedismo ha sido fundamental para la evolución de
la inteligencia humana. En todo caso, es un estado previo que favoreció el
desarrollo de nuestro cerebro. Eso no quiere decir que sea la única vía para
la evolución de la inteligencia, ni mucho menos. Tengo entendido que los
pulpos son muy inteligentes, y tienen tentáculos que les permiten manipular
objetos sin necesidad de hacerse bípedos. No veo por qué no podría
evolucionar un pulpo escritor de poemas.
Robert Martin: Como he dicho en mi ponencia, en los australopitecos
ya se aprecia un incremento significativo del tamaño cerebral relativo, a
pesar de lo cual en la literatura científica se insiste en que el bipedismo
precedió en más de un millón de años al incremento del tamaño cerebral.
Este error de apreciación surge de la consideración de tamaños cerebrales
absolutos en vez de relativos, y de una sobreestimación del tamaño corporal
de los australopitecos. Si, como ya he explicado en su momento,
corregimos esto midiendo sólo los tamaños cerebrales relativos de las
hembras, es obvio que los australopitecos tenían cerebros
proporcionalmente más grandes que los antropomorfos actuales. Estoy
convencido de que los australopitecos ya tenían un cerebro agrandado en
relación a sus ancestros. Si aceptamos esto, la relación causa-efecto entre
bipedismo y encefalización es debatible. No podemos asegurar que el
bipedismo precediera a la encefalización. Es muy fácil ligar el
agrandamiento del cerebro en el género Homo a la fabricación de
herramientas de piedra, pero si el cerebro comenzó a agrandarse en los
australopitecos, entonces la conexión ya no está tan clara y, por muy
convincente que resulte, hay que demostrarla. Uno de los problemas de la
especie humana es que presenta rasgos únicos de los que no existe ningún
modelo animal comparable, y uno de ellos es la postura bípeda. Como
biólogo comparativo me encantaría que existieran otros mamíferos bípedos
con los que poder compararnos para buscar algún patrón común. Si lo
encontráramos quizá podríamos empezar a comprender la relación entre
bipedismo y encefalización, pero el caso es que no tenemos modelos
animales en los que basamos.

Jorge Wagensberg: Está claro que la condición bípeda no implica


necesariamente un desarrollo evolutivo del cerebro, pero el recíproco, hasta
donde sabemos, sí es cierto.

Jordi Sabater Pi: Cambiando de tema, se ha hablado aquí muy


tangencialmente del desplazamiento sobre los nudillos, una forma de
locomoción que parece estar a medio camino entre la locomoción
cuadrúpeda y la bípeda. Yo creo que representa un paso evolutivo
intermedio, pero me gustaría saber qué opinan los paleontólogos al
respecto.

Salvador Moyà: Mi opinión personal es que el desplazamiento sobre los


nudillos no es en absoluto un estadio intermedio entre cuadrupedismo y
bipedismo. En realidad, esta forma de locomoción tiene una explicación
biomecánica sencilla. El tener unas manos largas es muy útil para trepar a
los árboles, pero no para desplazarse a cuatro patas por el suelo. En este
último caso las tensiones sobre los dedos extendidos son tan grandes que es
mejor plegarlos y caminar sobre los nudillos. De hecho, hay otros animales
aparte de los gorilas y chimpancés que emplean el mismo principio para
desplazarse por el suelo. Los osos hormigueros, por ejemplo, tienen unas
garras casi tan largas como el resto de la mano, que emplean para excavar
los nidos de las termitas y hormigas de las que se alimentan. Pero para
desplazarse con comodidad doblan las garras bajo las manos a la manera de
los chimpancés.

Jordi Sabater Pi: Por supuesto que el desplazamiento sobre los nudillos
tiene una explicación biomecánica. Esto es obvio, pero no me parece que
sea incompatible en absoluto con la idea de que esta forma de locomoción
es la antesala evolutiva del bipedismo.

David Pilbeam: No tengo inconveniente en aceptar a los chimpancés


como modelo de los precursores de los homínidos, pero para saber hasta
qué punto son un buen modelo tendríamos que encontrar más fósiles
intermedios. Cambiando de tema, uno de los hechos para mí más
interesantes que se infieren de los datos genéticos, morfológicos e incluso
etológicos de los hominoideos vivos, y de los primates en general, es el
gran conservadurismo fenotípico del grupo. Vemos que los fenotipos
permanecen casi invariables durante largos periodos de tiempo. Por
ejemplo, las dos subespecies de orangutanes que existen están a bastante
distancia genética una de otra, lo que quiere decir que se separaron hace
mucho tiempo. A menos que aceptemos que la «orangutanidad» de ambas
formas es un caso de convergencia evolutiva, cosa improbable, la única
inferencia razonable es que sus fenotipos son muy conservadores. Podemos
ir más lejos y proponer la hipótesis de que la tasa de especiación en los
grandes antropomorfos ha sido y es muy baja. En cambio, si miramos el
árbol filogenético de los homínidos vemos que ha habido una intensa
especiación en el seno del grupo. Existe un agudo contraste entre el
conservadurismo fenotípico de los hominoideos y la gran cantidad de
cambios fenotípicos que se han dado en los homínidos. Quisiera que mis
colegas me dijeran a qué atribuyen ellos este alto grado de apomorfia y
especiación en los homínidos. Y recordemos que buena parte de esta
especiación tuvo lugar mucho antes de que se diera un progreso sustancial
en la encefalización.

Peter Andrews: Este es un tema ciertamente interesante. Para explicar


una diversificación tan rápida puede recurrirse a argumentos
medioambientales o comportamentales. Hay especies que permanecen
prácticamente invariables durante muchos millones de años. Los cocodrilos,
por ejemplo, apenas han cambiado en veinte millones de años. ¿Qué fue lo
que propició una diversificación tan acelerada en el linaje humano? Una de
las explicaciones que se han propuesto, en la que yo no creo, es que los
primeros homínidos evolucionaron en el África oriental, en la región del
Rift Valley, donde la variedad topográfica y ambiental habría favorecido la
especiación. Voy a proponer otra explicación que ilustraré con el ejemplo de
los gibones. Este grupo de hominoideos ha vivido siempre en un medio
ambiente muy estable, y los datos genéticos indican que se diversificaron
hace unos 6 millones de años. En la actualidad hay 12 especies, y para
explicar esta diversidad no puede aducirse en este caso el factor
medioambiental, porque todas viven en un hábitat parecido. La respuesta
podría tener que ver con el comportamiento. Lo que propongo es que la
diversificación de los gibones estaría ligada a la braquiación. Creo que fue
la adopción de esta nueva forma de locomoción, que puede considerarse tan
especializada como el bipedismo, lo que propició la radiación de los
gibones. Igualmente, creo que fue la adopción del bipedismo lo que
propició la radiación de los homínidos.

David Pilbeam: Esta es una analogía muy interesante. Pero yo diría que
la diversificación de los gibones se parece más a la de los antílopes que a la
de los homínidos. En estos últimos, además de una alta tasa de especiación
vemos que unas formas suceden a otras y las reemplazan, y lo que se
obtiene al final es algo que retrospectivamente puede interpretarse como un
cambio direccional, cosa que no se observa ni en los gibones ni en los
antílopes. Esta es una diferencia que me parece importante.

Peter Andrews: Yo no excluiría la posibilidad de que este fenómeno se


haya dado también en los gibones, solo que no tenemos ningún registro
fósil de ello.

Meike Köhler: Con respecto a la comparación que ha hecho David entre


la radiación de los homínidos y la de los antílopes, quisiera señalar que las
tasas de especiación de estos últimos, y de los bóvidos en general, están
muy ligadas a los cambios ambientales. La diversidad de bóvidos fósiles
asociada a zonas boscosas y húmedas es bastante menor que la asociada a
zonas despejadas, y lo mismo puede decirse de los cérvidos. En este caso,
por lo tanto, podemos afirmar que la diversificación está fuertemente ligada
a cambios ecológicos.

Robert Martin: Esta discusión es un claro ejemplo del sesgo que afecta
a todas nuestras teorías. Me gustaría recordar que, según mis propias
estimaciones, sólo conocemos un escaso 3% de la diversidad de primates
que vivieron en el pasado. El registro fósil de los ancestros de los
antropomorfos modernos es inexistente. Sería muy deseable tener más
fósiles de hominoideos miocénicos, pero el caso es que no sabemos nada de
los ancestros de orangutanes, gorilas y chimpancés. Es posible que la
radiación de los homínidos haya sido más rápida y amplia que la de los
grandes antropomorfos, pero el registro fósil no nos permite confirmar esta
hipótesis. Debemos tener mucho cuidado, porque podemos estar
formulando teorías sesgadas.
El tema de los fósiles vivientes, especies cuya morfología no parece
haber cambiado después de muchos millones de años, es muy interesante.
Como ha dicho David Pilbeam, los orangutanes de Borneo y de Sumatra
han estado separados durante millones de años, a pesar de lo cual tienen una
morfología muy similar. Otro ejemplo es el de los tarseros, que apenas han
cambiado en 50 millones de años. En lo que respecta a la genética
molecular, yo diría que las variaciones que puedan darse en las tasas de
mutación del ADN son pequeñas en comparación con la variabilidad del
cambio morfológico. No hay, que sepamos, ninguna especie que pueda
considerarse un fósil viviente en lo que respecta a su ADN. Las moléculas
mutan constantemente. En lo que respecta a la morfología, sin embargo,
tenemos por un lado formas que apenas se diferencian a pesar de estar
distanciadas genéticamente y por otro lado formas que, a pesar de su
cercanía genética, muestran una gran divergencia morfológica. Los seres
humanos y los chimpancés son genéticamente idénticos en un 98%, pero
huelga decir que somos muy diferentes en otros aspectos. El gorila tiene
una morfología cercana a la del chimpancé, a pesar de que está tan alejado
genéticamente de él como nosotros. La biología molecular no puede dar
cuenta por el momento de estas diferencias, porque sabemos demasiado
poco acerca de las bases moleculares de la morfología.

Jaume Bertranpetit: A modo de reflexión final, la impresión que uno


tiene cuando asiste a un debate científico como éste es que hay muchas
preguntas sin respuesta, y esto es normal, porque cuanto más sabemos más
preguntas nos hacemos. Yo las dividiría en dos subgrupos: unas pocas
preguntas recurrentes que siguen sin respuesta, y multitud de preguntas
nuevas que hace apenas unos años ni siquiera nos planteábamos, fruto de
nuevos hallazgos y nuevas interpretaciones. Somos bípedos y somos
inteligentes, y esto nos hace únicos. Pero desde el punto de vista de la
biología comparada quizá no seamos tan distintos de otras especies. Para
comprender nuestra propia evolución tenemos que adoptar una perspectiva
amplia que nos permita ver más allá de nosotros mismos, y esto me parece
muy enriquecedor.
Notas
[1] Graecopithecus y Ouranopithecus son sinónimos de la forma griega <<

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