CH15 Saber y Poder

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Saber y poder: objetividad y manipulación del pasado

Jacques Le Goff

De acuerdo con Heidegger, la historia no sería sólo proyección por parte del
hombre del presente en el pasado, sino proyección de la parte más imaginaria de su
presente, la proyección en el pasado del porvenir elegido, una historia novelada, una
historia-deseo hacia atrás. Paul Veyne tiene razón al condenar este punto de vista y
decir que Heidegger «no hace más que elevar a filosofía antiintelectualista la
historiografía nacionalista del siglo pasado». Pero, ¿no es acaso optimista cuando
añade: «Al hacerlo, como el búho de Minerva, se despertó demasiado tarde»? [1968,
pág. 424].

Ante todo porque hay por lo menos dos historias, y sobre esto he de volver: la
de la memoria colectiva y la de los historiadores. La primera parte como
esencialmente mítica, deformada, anacrónica. Pero es la vivencia de esa relación
nunca conclusa entre pasado y presente. Es de desear que la información histórica
suministrada por historiadores profesionales, vulgarizada por la escuela y —al menos
así debiera ser— por los medios masivos de comunicación, corrija esta historia
tradicional falseada. La historia debe esclarecer la memoria y ayudarla a rectificar
sus errores. ¿Pero el historiador mismo es inmune a la enfermedad si no del pasado
al menos del presente, y tal vez de una imagen inconsciente de un futuro soñado?

Hay que establecer una primera distinción entre objetividad e imparcialidad:


«La imparcialidad es deliberada, la objetividad inconsciente. El historiador no tiene
derecho a perseguir una demostración a despecho de los testimonios, a defender
una causa, sea cual fuere. Debe establecer y hacer manifiesta la verdad, o lo que
cree que es la verdad. Pero le es imposible ser objetivo, hacer abstracción de sus
concepciones del hombre, especialmente cuando se trata de medir la importancia de
los hechos y sus relaciones causales» [Génicot, 1980, pág. 112].

Hay que ir más lejos. Si esta distinción bastara, el problema de la objetividad


no sería, según la expresión de Carr, a famous crux que hizo correr tanta tinta.
[Véanse especialmente Junker y Reisinger, 1974; Leff, 1969, págs. 120-29;
Passmore, 1958; Blake, 1959.]

Vamos a señalar ante todo la incidencia del ambiente social sobre las ideas y
métodos del historiador. Wolfgang J. Mommsen reveló tres elementos de esta
presión social: «1) La imagen que de sí tiene el grupo social del que el historiador es
intérprete o al que pertenece o con quien está comprometido (self-image). 2) Su con-
cepción de las causas del cambio social. 3) Las perspectivas de cambio social por
venir que el historiador considera probables o posibles y que orientan su
interpretación histórica» [1978, pág. 23].

Pero si no se puede evitar algún «presentismo» —alguna influencia


deformadora del presente sobre la lectura del pasado— la objetividad puede limitar
sus consecuencias nefastas. En primer lugar, y he de volver sobre este punto capital,
porque existe un cuerpo de especialistas habilitados para analizar y juzgar la
producción de sus colegas. «Tucídides no es un colega», dijo sensatamente Nicole
Loraux [1980], mostrando que su Guerra del Peloponeso, aunque se nos presente
como un documento, que otorga garantía de seriedad al discurso histórico, no es un
monumento en el sentido moderno del término, sino un texto, un texto antiguo, que
ante todo es un discurso que pertenece también al ámbito de la retórica. Pero más
adelante voy a mostrar —como bien sabe Nicole Loraux— que todo documento es
un monumento o un texto, y nunca es «puro», es decir, puramente objetivo. El hecho
es que desde que hay historia hay acceso a un mundo de profesionales, exposición a
la crítica de los otros historiadores. Cuando un pintor dice del cuadro de otro pintor:
«Está mal hecho», nadie se engaña; sólo quiere decir: «No me gusta». Pero cuando
un historiador critica la obra de un «colega» puede engañarse y una parte de su
juicio depender de su gusto personal, pero la crítica ha de fundarse, al menos en
parte, en criterios «científicos». Desde el alba de la historia el historiador es juzgado
con el metro de la verdad. Con razón o sin ella Herodoto pasa ampliamente por
«mentiroso» [Momigliano, 1958; véase también Hartog, 1980] y Polibio en el libro XII
de sus Historias, donde expone sus propias ideas sobre la historia, ataca sobre todo
a un «hermano», Timeo.

Como dijo Wolfgang J. Mommsen, las obras históricas, los juicios históricos,
son «intersubjetivamente comprensibles» e «intersubjetivamente verificables». Esta
intersubjetividad está constituida por el juicio de los otros, y ante todo por el de los
otros historiadores. Mommsen detecta tres modos de verificación: a) ¿se utilizaron
fuentes pertinentes y se tomó en cuenta el último estadio de la investigación?; b)
¿hasta qué punto estos juicios históricos se acercan a una integración óptima de
todos los datos históricos posibles?; c) los modelos explícitos o subyacentes de
explicación, ¿son rigurosos, coherentes y no contradictorios? [1978, pág. 33].
También se podría encontrar otros criterios, pero la posibilidad de un amplio acuerdo
de los especialistas sobre el valor de gran parte de toda obra histórica es la primera
prueba de su «cientificidad» y la primera piedra de parangón de la objetividad
histórica.

Si a pesar de todo se pretende aplicar a la historia la máxima del gran


periodista liberal Scott, «los hechos son sagrados, los juicios son libres»
[mencionada por Carr, 1961], hay que hacer dos advertencias.
La primera es que el campo de la opinión en la historia es menos amplio de lo
que cree el profano, si nos quedamos en el campo de la historia científica (más
adelante vamos a hablar de la historia de los diletantes, de los «apasionados»); la
segunda es que en cambio los hechos son mucho menos sagrados de lo que se
cree, dado que si no se pueden negar hechos bien establecidos (por ejemplo, la
muerte de Juana de Arco en la hoguera en Ruán en 1431, de la que sólo dudan los
mistificadores y los ignorantes empedernidos), en la historia el hecho no es la base
esencial de la objetividad, tanto porque los hechos históricos son construidos y no
dados, como porque en la historia la objetividad no significa mera sumisión a los
hechos.

Sobre la construcción del hecho histórico encontraremos indicaciones en


todos los tratados de metodología histórica [por ejemplo Salmón, 1969, ed. 1976,
págs. 46-48; Carr, 1961; Topolski, 1973, parte V]. Citamos sólo a Lucien Febvre en
su célebre introducción al Collége de France [1933]: «No dado, sino creado por el
historiador —¿y cuántas veces? Inventado y fabricado mediante hipótesis y
conjeturas, a través de un trabajo delicado y apasionante (...) Elaborar un hecho
significa construirlo. Si se quiere, proporcionar la respuesta a un problema. Y si no
hay problema, eso quiere decir que no hay nada». No hay hecho o hecho histórico
sino dentro de una historia-problema.

Aquí hay otros dos testimonios de que la objetividad no es la mera sumisión a


los hechos. Ante todo Max Weber [1904]: «Un caos de "juicios existenciales" sobre
infinitas observaciones particulares sería la única salida a que podría llevar el intento
de un conocimiento de la realidad seriamente "privada de presupuestos". Carr [1961]
habla con humor del «fetichismo de los hechos» de los historiadores positivistas del
siglo XIX: «Ranke tenía una confianza piadosa en el hecho de que la divina
providencia se ocuparía del sentido de la historia si él se ocupaba de los hechos (...)
La concepción de la historia propia del liberalismo del siglo pasado muestra
afinidades estrechas con la doctrina económica del lais-sez-faire (...) Era la edad de
la inocencia y los historiadores vagaban por el jardín del Edén (...) desnudos y sin
vergüenza ante el dios de la historia. A partir de entonces, conocimos el pecado y
vivimos la experiencia de la caída: y los historiadores que al día de hoy simulan
prescindir de una filosofía de la historia, considerada aquí en el sentido de una
reflexión crítica sobre la práctica histórica, buscan simplemente recrear, con la
ingenuidad artificiosa de los miembros de una colonia nudista, el jardín del Edén en
un parque de la periferia».

Si la imparcialidad no exige por parte del historiador nada más que


honestidad, la objetividad requiere algo más. Si la memoria es un lugar de poder, si
autoriza manipulaciones conscientes e inconscientes, si obedece a intereses
intelectuales o colectivos, la historia, como todas las ciencias, tiene como norma la
verdad. Los abusos de la historia son asunto del historiador sólo cuando él mismo se
convierte en un partidario, un político o un lacayo del poder político [Schieder, 1978;
Faber, 1978]. Cuando Paul Valéry declara que «la historia es el producto más
peligroso que haya elaborado la química del intelecto (...) La historia justifica lo que
se quiera. No enseña con rigor nada, porque contiene todo y ofrece ejemplos de
todo» [1931, págs. 63-64], este espíritu, en otros aspectos tan agudo, confunde la
historia humana con la historia científica, y demuestra su ignorancia del trabajo de
historiador.

Aun cuando muestra cierto optimismo, Paul Veyne tiene razón cuando
escribe: «Significa no comprender nada del conocimiento histórico y de la ciencia en
general no ver que en ella subyace una norma de veracidad (...) Asimilar la historia
científica a los recuerdos nacionales de los que surgió significa confundir la esencia
de una cosa con su origen; significa no distinguir la química de la alquimia, la
astronomía de la astrología (...) Desde el primer día (...) la historia de los
historiadores se define contra la función social de los recuerdos históricos y se
plantea como perteneciente a un ideal de verdad y a un interés de mera curiosidad»
[1968, pág. 424].

Objetivo ambicioso, la objetividad histórica se construye poco a poco, a través


de revisiones incesantes del trabajo histórico, las laboriosas rectificaciones
sucesivas, la acumulación de las verdades parciales. Tal vez dos filósofos sean
quienes mejor expresan esta lenta marcha hacia la objetividad.

Paul Ricceur: «Esperamos de la historia cierta objetividad, la objetividad que le


corresponde; el modo como la historia nace y renace lo atestigua: procede siempre
por la rectificación del ordenamiento oficial y pragmático de su pasado operado por
las sociedades tradicionales. Esta rectificación no tiene un espíritu diferente del que
la ciencia física representa respecto del primer ordenamiento de las apariencias en la
percepción y en las cosmologías que le son tributarias» [1955, págs. 24-25].

Y Adam Schaff [1970]: «El conocimiento se configura (...) como un proceso


infinito que perfeccionando el saber bajo aspectos diversos y recogiendo verdades
parciales, no produce una simple suma de conocimientos, cambios sólo cuantitativos
del saber, sino también necesariamente modificaciones cualitativas de nuestra visión
de la historia».

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