Tema 3
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Resurrecciones:
- En Jafa, Pedro resucita a una mujer cristiana llamada Tabita (9, 36-43);
- en Tróade, Pablo resucita al joven Eutiquio, muerto después de su caída desde el tercer piso (20, 7-
12).
Visiones:
- Pedro es aquel a quien Dios, en una visión (10, 9-16), pide que abra las puertas de la fe a los paganos
(cf. la conversión de Cornelio en 10-11),
- mientras que Pablo recibe del Señor la orden de ser «luz de las naciones» para llevar la salvación
«hasta los confines de la tierra» (13, 47). Igualmente es en una visión donde comprende la llamada de
Dios para ir a evangelizar Macedonia (16, 9).
El relato que dirigen respectivamente Pedro y Pablo (en 11, 1-18 y 21, 19) a sus hermanos de
Jerusalén sobre lo que Dios ha llevado a cabo con los paganos produce el mismo efecto: todos dan
gloria a Dios (11, 18 y 21, 20).
Su ministerio los enfrenta con la hostilidad de las autoridades religiosas y les vale sufrir las mismas pruebas.
- A lo largo de su ministerio, Pedro es detenido y encarcelado en tres ocasiones:
la primera vez, porque las autoridades religiosas del Templo y los saduceos no soportan escucharlo,
junto con Juan, anunciar la resurrección de Jesús (4, 2-3);
la segunda, porque este mismo partido saduceo se enfurece a causa de las numerosas curaciones
llevadas a cabo por los apóstoles y por el éxito de Pedro en particular (5, 18);
la tercera se debe al rey Herodes, en el marco de la persecución que desencadena contra la
comunidad de Jerusalén (12, 3-4).
- Pablo es detenido y encarcelado en Filipos después de haber sido acusado por los amos de la joven
sierva que acaba de curar (16, 23); lo es de nuevo en Jerusalén cuando el tribuno romano le sustrae a
la cólera de la multitud (21, 33); finalmente, el nuevo gobernador Porcio Festo decide dejarlo en
prisión para congraciarse con los judíos (24, 27).
Además de estos encarcelamientos, Pedro y Pablo deben sufrir castigos corporales:
- Pedro y los apóstoles son golpeados con varas en 5, 40;
- Pablo y Bernabé son azotados con varas y molidos a golpes en Filipos (16, 22-23); el sumo sacerdote
Ananías ordena golpear a Pablo en la boca (23, 2).
Los dos comparecen ante el Sanedrín:
- Pedro en dos ocasiones (4, 7 y 5, 27),
- Pablo en una (23, 1).
Cada vez es para ellos ocasión de dar testimonio de su fe:
- Pedro proclama el nombre de Jesucristo el Nazareno, en quien se ha ofrecido la salvación (4, 10-12),
y da testimonio de su resurrección y de su exaltación (5, 30-32);
- en cuanto a Pablo, «tienes que dar testimonio de mí en Roma igual que lo has dado en Jerusalén», le
dice el Señor durante la noche (32, 11).
Finalmente, Pedro y Pablo se benefician ambos de una liberación milagrosa:
- en el caso de Pedro, el ángel del Señor se presenta en el local donde estaba encerrado, las cadenas se
le caen de las manos y la puerta de hierro se abre sola. «Ahora me doy cuenta de que el Señor ha
enviado a su ángel para librarme de Herodes y de las maquinaciones que los judíos habían tramado
contra mí», se dice Pedro (12, 6-11).
- En caso de Pablo, es un violento temblor de tierra el que hace que se abran las puertas y que se
suelten las cadenas que le mantenían en el fondo de un calabozo (16, 26).
Estas similitudes no pueden ser fruto del azar. Con ellas, Lucas quiere indicar perfectamente a su lector que
Pablo es un verdadero apóstol, un testigo de Cristo de igual rango que Pedro. Sin embargo, situado en la
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perspectiva del conjunto de la obra lucana, este paralelismo adquiere otra dimensión: lo que aproxima a
Pedro y Pablo es que ambos recorren el itinerario de Jesús.
SEMEJANZAS Y DIFERENCIAS
La liturgia los ha unido a los dos en una misma celebración y también la iconografía que los presenta
regularmente a un lado y a otro del Señor, con sus respectivos atributos, las llaves o el pez en el caso de
Pedro y el libro y la espada en el de Pablo. «Por caminos diversos -dice el prefacio de esta fiesta- los dos
congregaron la única Iglesia de Cristo y a los dos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una
misma celebración». Se subraya así su confluencia desde la diversidad, ya que ni fueron almas gemelas ni
vivieron vidas paralelas.
Los dos son judíos: Pedro por su nacimiento y residencia en Cafarnaún, junto al lago de Galilea. Pablo,
criado en Tarso, una ciudad helenista capital de la provincia romana de Cilicia, reivindica con orgullo su
condición de judío: «circuncidado el octavo día, miembro del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín,
hebreo nacido de hebreos...».
Pedro era iletrado, su lengua era el arameo y su religiosidad la del pueblo sencillo. Judío de la diáspora, la
lengua materna de Pablo era el griego y estaba familiarizado con la traducción griega de la Escritura,
llamada de los LXX. Sus cartas acreditan que poseía una buena educación en lo religioso y también en lo
profano, pero destacando su preocupación religiosa, «observante celosísimo de mis tradiciones ancestrales»
Gal 1,14.
En cuanto a otros rasgos de caracterización social, Pedro estaba casado, Pablo no, al menos hacia el año 52
cuando escribe a los Corintios puntualizando que esto facilitaba su labor misional (1 Cor 7,8). También los
diferencia la práctica de un trabajo artesanal. Pedro era pescador y dejó de serlo cuando conoció a Jesús.
Pablo optó por un oficio, «constructor de tiendas», compatible con su misión, que le permitía no ser gravoso
a la comunidad y le facilitaba entrar en contacto con gentes -colegas y clientes- normalmente humildes. Pero
hay algo en lo que coinciden profundamente Pedro y Pablo, los dos se sienten seducidos por Jesús: «fui
aprehendido por Jesucristo» dice Pablo (Flp.3,12) y Pedro, «cayendo a los pies de Jesús exclama: apártate de
mí, Señor, que soy un pecador» Luc 3,8.
Apuntadas brevemente estas líneas de aproximación y distanciamiento entre Pedro y Pablo, digamos algo
sobre sus encuentros y desencuentros.
Tres años después de que Jesús se le revelara y de una primera experiencia misionera nos dice Pablo: «subí a
Jerusalén a conocer a Pedro y me quedé quince días con él» (Gal 1,18). Si quería más información sobre
Jesús nadie mejor que Pedro, «que había vivido y comido con Él». No se trató de un catecumenado
misionero ni de buscar un respaldo a su labor. Pablo insistirá en que «yo (mi evangelio) no lo recibí de
ningún hombre ni lo aprendí de nadie» (Gal 1,12).
El segundo encuentro con Pedro tiene una dimensión eclesial de más calado. Se relaciona con un tenso
conflicto surgido en la primitiva Iglesia entre el grupo cristiano de lengua aramea y cultura hebrea,
inicialmente el más numeroso y, en términos de hoy, el más conservador, y el de los helenistas, es decir, los
judíos que habían nacido fuera de Palestina en contacto con la cultura griega cuya lengua habían adoptado.
Los primeros, frente a los helenistas, pretendían imponer a los cristianos venidos del paganismo la
circuncisión y la ley judía.
Sabemos que Pablo era un judío celoso que presumía de pertenecer al pueblo escogido. Por eso, había
odiado y perseguido a aquellos cristianos helenistas de Damasco que traicionaban su judaísmo al renunciar a
sus señas de identidad, la circuncisión y la ley. Pero luego que Cristo se le reveló como Mesías, descubrió
que el tiempo de la ley había terminado. Ya no contaba la ley sino la fe en Jesús, y los gentiles no se
distinguían de los judíos en la esperanza de salvación.
Después del referido encuentro con Pedro, Pablo es introducido por Bernabé en la comunidad cristiana de
Antioquía de Siria, entonces la tercera ciudad del imperio romano. Era la comunidad más numerosa y
dinámica de la naciente Iglesia, en la que los grupos cristianos, vinieran del judaísmo o del paganismo,
estaban especialmente bien integrados. Cuando Pablo llevaba ya catorce años misionando dentro de la
comunidad, unos judeocristianos llegados de Jerusalén («falsos hermanos» según Pablo) vinieron a perturbar
aquella armonía con la exigencia de que los cristianos procedentes del mundo gentil debían ser
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circuncidados y adoptar las demás leyes judías. Esto originó una viva confrontación y la comunidad envió a
Pablo y a Bernabé a Jerusalén para discutir este asunto con Pedro y Santiago.
La Asamblea convocada en Jerusalén hacia el año 48 para discutir este asunto es considerada como el primer
concilio de la Iglesia. Su desarrollo fue tenso pero se logró que no se rompiera la unidad. El relato de Pablo
describe así su conclusión: «Entonces, Santiago, Pedro y Juan, considerados los pilares, reconociendo el don
que se me había hecho, nos estrecharon la mano a mí y a Bernabé como signo de este común acuerdo:
nosotros misionaríamos a los gentiles, y ellos a los circuncisos, sólo pidieron que nos acordáramos de los
pobres, cosa que yo mismo me había propuesto».
Pero este acuerdo de la Asamblea no zanjó esta polémica alimentada por el auge del nacionalismo radical
judío. Una visita posterior de Pedro a Antioquía originará su desencuentro final con Pablo. La ley prohibía a
los judíos comer con los paganos en una misma mesa. Pero en Antioquia muchos judeocristianos «comían»,
es decir, celebraban juntos la eucaristía con los cristianos no judíos. Pedro participo al principio en estas
eucaristías mixtas. Pero dejó de hacerlo cuando llegaron de Jerusalén algunos del grupo de Santiago que se
lo reprocharon. Este cambio de Pedro, motivado por el miedo a los fanáticos o en bien de la paz, creó
confusión y alteró la buena convivencia. Pablo reaccionó con energía y, delante de todos, replicó a Pedro
que «el hombre no alcanza la justicia por observar la ley sino por creer en Jesucristo». Este gesto de libertad
cristiana tuvo un alto coste para Pablo que terminó siendo el perdedor en el conflicto antioqueno. Hasta su
compañero Bernabé se distanció de él.
Pero ganó la Iglesia. Pablo dejó Antioquía y comenzó su misión independiente. Siguiendo la «via Egnacia»
hacía occidente, es decir hacia Roma (y hacia España) fue creando comunidades cristianas: Gálatas, Filipos,
Corinto, Éfeso... Todas las cartas de Pablo se relacionan con estas comunidades y con su proyecto de pasar
por Roma para misionar en España (carta a los Romanos). Riqueza de la Iglesia primitiva y espejo para la
Iglesia de siempre. Así, mirándonos en este espejo, podemos constatar hoy cuánto ha costado siempre en la
Iglesia asimilar los concilios, desde el primero hasta el último, y cómo son los grupos más apegados al
pasado, los que más se resisten al viento del espíritu.
La labor misionera y las cartas de Pablo nos recuerdan además la vitalidad, el carisma y el dinamismo propio
de cada comunidad particular. El Vaticano II subrayó la autonomía de las Iglesias particulares y de cada
comunidad cristiana como presencia de la Iglesia de Cristo.
Y terminamos en Pedro. Su papel en este conflicto antioqueno fue difícil y, bien mirado, también ejemplar.
Se encontró entre dos fuegos: por un lado el ciego apego a la ley vieja de Santiago (no el apóstol sino el
hermano del Señor, responsable entonces de la comunidad de Jerusalén); por el otro la libertad evangélica de
Pablo, expresada con una energía cercana a la intransigencia. Pedro hubo de salvar la unidad y la paz de la
Iglesia ejerciendo su primacía evangélica desde el respeto, el silencio e incluso la debilidad. Nada que ver
con otros primados en versión de gobierno monárquico absoluto y centralizador que lejos de invitar a la
unidad y confluencia de las iglesias cristianas la dificultan.