Mente Cerebro y Educacion
Mente Cerebro y Educacion
Mente Cerebro y Educacion
RESUMEN: En estas páginas se revisa el tipo de aportación que el desarrollo más reciente de
las neurociencias ha hecho al estudio de la cognición y de la educación. Para ello, se considera
la contribución de la neurociencia al estudio de (a) los procesos cognitivos implicados en el
aprendizaje, (b) de la interacción entre ayudas y aprendizaje y (c) de los logros del aprendizaje,
contraponiendo en todos los casos los hallazgos obtenidos a través de medidas conductuales y
las que proceden del registro de la actividad cerebral de seis líneas de investigación diferentes.
En la segunda parte se analizan las consecuencias que pudieran tener esos conocimientos
sobre la acción educativa.
MENTE, CEREBRO Y EDUCACIÓN parecen formar un trío bien avenido: la mente es el producto
de la actividad del cerebro y, en la especie humana, la mente y el propio cerebro son
conformados por la educación. En la práctica, sin embargo, la educación se ha inspirado más
por tradiciones profesionales y conocimientos intuitivos, que por el conocimiento acumulado
sobre cómo nuestra mente se desarrolla y aprende gracias a la acción intencional de los
demás. Esto es importante recordarlo antes de crear falsas expectativas sobre el impacto que
puedan tener las neurociencias en la acción educativa. De la misma manera, y aunque se
asumía que la actividad mental estaba asentada en nuestro cerebro, los modelos que las
ciencias cognitivas habían venido elaborando sobre cómo comprendemos, tomamos
decisiones, leemos, o razonamos aritméticamente se basaban en indicadores conductuales
que reflejaban los resultados del aprendizaje (usando medidas de recuerdo o de transferencia,
por ejemplo) o los procesos implicados en ellos (usando medidas de tiempos de respuesta o
analizando los pensamientos en voz alta). Por supuesto, al afirmar que aprender «algo»
supone una transformación de las redes de conceptos o de los sistemas de reglas de la
memoria a largo plazo (MLP), se asumía que esos cambios suponían transformaciones
biológicas en nuestro cortex1; unas transformaciones que no podían registrarse o, al menos,
no con la precisión necesaria. Lo que ha ocurrido en los últimos años es que se ha empezado a
poder tomar medidas directas de la actividad cerebral mientras resolvemos problemas,
interpretamos el lenguaje o leemos. …Y a ello hay que agregar los conocimientos sobre el
genoma y los procesos de expresión genética, que subyacen a disciplinas como la genética de
la conducta, por no hablar del estudio comparado del comportamiento de nuestra especie y el
de los primates desde una perspectiva evolucionista. Todo ello nos ha llevado a una nueva
etapa en el desarrollo de las disciplinas implicadas en entender nuestra mente, nuestro
cerebro y la educación. …En estas páginas tratamos de aclarar qué es lo que están aportando
las neurociencias a la comprensión de cómo los seres humanos aprenden con ayudas y sus
consecuencias en la acción educativa… Para ello examinamos con algún detalle un cierto
número de líneas de investigación consolidadas que nos permiten contestar estas dos grandes
preguntas: — ¿Qué es lo que las neurociencias han aportado hasta ahora a la comprensión
de (1) los procesos implicados en el aprendizaje humano, (2) la interacción entre esos
procesos y las ayudas intencionales destinadas a favorecerlo y (3) la naturaleza de los logros
o resultados de esa interacción? — ¿Qué consecuencias pueden tener esos conocimientos en
la organización de la acción educativa?
En el primer apartado, esbozamos brevemente los tres elementos que constituyen los
procesos educativos: procesos, logros y ayudas. En segundo lugar, y a partir de líneas de
investigación específicas que presentamos con algún detalle, tratamos de mostrar el tipo de
avances que el estudio conjunto de la mente, el cerebro y la educación pueden
proporcionarnos sobre estos tres elementos. En tercer lugar, examinamos las consecuencias
de esos posibles avances en la innovación educativa. El artículo termina trazando cuatro
conclusiones que resumen todo lo expuesto.
1. Aprendiendo con ayudas: una mirada rápida al problema que debemos resolver
Los seres humanos tenemos que aprender para poder (sobre)vivir, y una parte de esos
aprendizajes —¡no todos!— dependen del empeño de quienes nos rodean por ayudarnos,
dándonos explicaciones, modelos de actuación, retroalimentaciones, etc. La Psicología de la
Educación tiene justamente como objeto de estudio entender cómo cambia nuestra mente
(aprendizaje) gracias a las ayudas (enseñanza) que nos proporcionan otras mentes. Se asume
que gracias a esa interacción entre aprendizaje y enseñanza podemos adquirir las capacidades
básicas (hablar, andar, relacionarse con los demás) que nos hacen humanos y aprender las
competencias más específicas (leer, aprender un oficio, tocar un instrumento musical) que
requiere nuestra participación en la vida social y cultural, que es lo que nos convierte en
civilizados. Se sobreentiende que sin esas ayudas tanto el desarrollo de esas capacidades como
el aprendizaje de esas competencias sería menos probable, menos firme o menos profundo.
Todo ello puede quedar reflejado en el siguiente esquema que nos servirá para organizar la
revisión.
Ayudas
Procesos Logros
En la base del triángulo se distingue entre procesos (atender, observar, inferir, asociar, resolver
problemas) y logros o resultados de aprendizaje (tocar la guitarra, conducir, leer). Se asume
que cada logro o resultado involucra procesos diferentes (para aprender a conducir se
requieren procesos diferentes de los que intervienen para aprender a derivar o leer, por
ejemplo). Además, esos procesos pueden verse apoyados por la existencia de ciertas ayudas
intencionales (enseñanza) que, como decíamos antes, facilitan que se movilice la atención, se
conecten ciertos estímulos y ciertas respuestas o se definan mejor los problemas a los que nos
enfrentamos.
Para contestar esta pregunta debemos contrastar lo que se venía haciendo en el seno de la
ciencia cognitiva con lo que se puede hacer gracias al desarrollo de las neurociencias. ….
Enseguida se verá la íntima complementariedad de ambos planteamientos hasta el punto de
que cabe dudar de la necesidad de separar ciencia cognitiva y neurociencia como si fueran dos
mundos distantes.
Un fenómeno fácilmente documentado es que quien lee ese texto tiende a asumir la idea de
que
(2) El héroe se enfrentó al dragón para salvar o rescatar a la muchacha.
Sabemos, así, que si pedimos a lectores adultos que nos expliquen lo que han entendido al leer
(1), la idea del rescate aparecerá en una o en otra versión en la mayoría de los protocolos de
recuerdo. Sobra advertir que esta idea —(2)— no figura en el texto original (1), por lo que se
deduce que el deseo de rescatar a la muchacha, como razón para la acción del héroe, es una
noción extraída de los conocimientos del lector sobre el comportamiento de este tipo de
personajes y no del texto que habla de ellos. Mejor aún, poco cuesta aceptar que (2)
proporciona una representación o modelo mental coherente de lo que se enuncia en (1), pues
permite conectar el significado de la primera oración con el de la segunda. Otra manera de
decir eso mismo es que si los lectores no fueran capaces de conectar causalmente los
significados de las dos oraciones de (1) muy probablemente experimentarían la sensación de
que no lo están comprendiendo. Basándonos en estas evidencias off-line, esto es, obtenidas
después de la lectura del texto, se puede llegar a formular estas conclusiones sobre la
actividad mental de comprender:
a) Comprender implica crear una representación o modelo mental coherente entre las piezas
de información que se extraen del texto o del discurso. b) Usualmente, para crear esa
representación coherente, necesitamos aportar un cierto número de ideas a lo expuesto en el
texto. Esas ideas que aportamos se denominan inferencias. En este caso, (2) es una inferencia
causal antecedente.
Ahora bien, estos datos, obtenidos al concluir la lectura, no nos permiten saber si esas
inferencias surgieron mientras los ojos se desplazaban por la página impresa o, como también
podría ocurrir, durante el recuerdo que les es solicitado a los sujetos. Tampoco nos permiten
saber cuántas inferencias y de qué tipo tienen lugar durante la lectura. De hecho, cabría la
posibilidad de que los lectores generaran todas estas ideas:
El héroe deseaba rescatar a la princesa. El héroe empleó una espada para luchar. El héroe se
casó con la muchacha. El dragón estaba recubierto de escamas.
¿Es eso realmente lo que ocurre? Mejor aún: ¿cómo podemos llegar a saberlo? Supongamos
que para recabar evidencias al respecto se siguiera el siguiente procedimiento: se presenta el
texto oración a oración en la pantalla del ordenador, de manera que cuando los participantes
consideran que han concluido la lectura de una oración presionan el teclado y, de inmediato,
aparece la siguiente oración, repitiéndose este procedimiento tantas veces como oraciones
hubiera. El procedimiento está diseñado para que justamente cuando se finaliza la lectura de
todas ellas aparezca en el centro de la pantalla del ordenador la palabra «rescate», que debe
ser pronunciada por los participantes tan rápido como puedan2.
3 El experimento es de hecho mucho más complejo, pero para los fines de este artículo
bastará con considerar estas dos condiciones. inferencia causal debido a que el texto contiene
explícitamente cuál es la causa que motiva la acción4. … contamos con evidencias de
neuroimagen, asociadas —¡no lo olvidemos!—, a datos comportamentales, de que se ha
generado una inferencia causal. Sobra insistir en que si careciéramos de datos
comportamentales no sería posible interpretar las evidencias de que afluye más sangre en
ciertas partes del cortex. …eldesarrollo de este campo empezó con datos de recuerdo, luego
con medidas on-line y, finalmente, con los registros de actividad cerebral. En realidad, todo
depende del grado de precisión con la que se obtienen los datos y su fiabilidad, y no de si son
comportamentales o de neuroimagen. El conocimiento avanza contraponiendo modelos con
evidencias que obligan a enriquecer o transformar los modelos de partida; y, por tanto, lo
decisivo es poder contar con evidencias fiables. Las técnicas de neuroimagen parecen poder
proporcionarlas de una manera especialmente «limpia», de ahí su enorme importancia,
además de que describen el sustrato material que sostiene la actividad cognitiva. Esto nos
debe ayudar a entender lo siguiente:
1. Hay una perfecta sintonía al estudiar los procesos mentales mediante medidas conductuales
(tiempos de lectura) o de actividad cerebral. De hecho, las mismas personas que hacen lo uno
hacen o pueden hacer también lo otro. 2. El modelo cognitivo es el mismo: los datos de
neuroimagen no añaden nada —de momento— a la noción de inferencia. 3. Los resultados
permiten apuntalar y refinar con mayor claridad las distinciones de esos modelos.
4 Estamos pues ante una situación parecida al estudio de las inferencias: tenemos modelos
sobre el proceso estudiado (aquí, los atencionales), tareas para estudiarlos y evidencias
comportamentales que permiten contrastar empíricamente esos modelos. ¿Qué ha supuesto
el uso de técnicas de neuroimagen? Esencialmente, y gracias al trabajo del propio Posner y su
equipo, el uso de esas técnicas ha permitido esclarecer que cada uno de estos niveles de la
atención compromete áreas cerebrales diferentes y supone el uso de neurotransmisores
específicos. Esto avala las distinciones de partida, pues además de las evidencias
comportamentales contamos con registros de la actividad cerebral. Ahora bien, cabe destacar
una vez más que sin un modelo previo sobre los niveles de atención basados en datos
comportamentales y sin el desarrollo de tareas específicas que susciten cada uno de esos
niveles no sería factible indagar la actividad cerebral concomitante ni interpretar las evidencias
reunidas. Además, los mismos autores que recogieron evidencias comportamentales están
implicados en la recogida de evidencias de neuroimagen.
No es poco. Por supuesto, armados con esos nuevos recursos, será inevitable que se refinen
los modelos y muy probablemente que se modifiquen sustancialmente gracias al trabajo
coordinado de los dos frentes (Bruer, 2008)5. De hecho, habrá que entender que para que un
proceso mental se pueda considerar científicamente identificado debe reunir evidencias off-
line, on-line y de neuroimagen. Mas lo importante es que las consecuencias para la práctica
educativa siguen siendo las mismas que las que se derivaban de los conocimientos ya
existentes: debemos promover que los alumnos hagan inferencias causales durante la lectura y
que construyan modelos mentales coherentes de lo que han leído. Habrá que promover un
desarrollo equilibrado de los tres niveles de atención (Posner y otros, 2007), habrá que tener
en cuenta el patrón de desarrollo de los sujetos a la hora de proponer y diseñar situaciones
educativas (Fisher, 2008). ¿Es eso todo lo que cabe esperar de las neurociencias? Veamos un
caso algo diferente que quizás refleje un estadio más avanzado de esa danza entre cognición y
cerebro y que ha llevado al descubrimiento fascinante de las neuronas espejo. Inicialmente, el
punto de partida del grupo de Rizzolatti de la Universidad de Parma, que fueron quienes
descubrieron la existencia de este tipo de neuronas, era entender cómo se disparan las
neuronas de un área comprometida con la actividad motora de la mano y de la boca (F5 del
lóbulo frontal)… el grupo estaba asumiendo que cada neurona podía cumplir una única
función: bien motora (agarrar), bien perceptiva (detectar que un mono agarra una nuez) o
cognitiva (recordar que se ha agarrado una nuez). ….. El modelo cognitivo de partida ha
quedado en entredicho. Más importante aún, tenemos una interpretación fascinante y nueva
de lo que supone en realidad imitar, leer la mente de los demás o entrar en contacto con
nosotros mismos. Resulta que expresiones como «conmoverse» o «revivir» para referirnos a la
experiencia subjetiva de empatizar o recordar algo no son metáforas afortunadas sino
descripciones muy precisas de lo que significa realmente ponernos en el lugar del otro o
recuperar ciertas experiencias. Significa que cuando vemos lo que otro hace (observación) o
experimenta (empatía), se activan en nuestro cerebro las mismas neuronas que nos sostienen
o proporcionan «esa» acción, intención o emoción que apreciamos en los demás. Por
supuesto, ya sabíamos que los seres humanos tienen capacidades mentalistas, esto es,
atribuyen intenciones, creencias o percepciones a los demás, pero ahora tenemos una
explicación extraordinariamente parsimoniosa de esas capacidades: no requieren inferencias,
razonamientos, son experiencias directas, no mediatizadas; simplemente podemos saber lo
que el otro siente, sabe o quiere porque experimentamos lo mismo que él (Rizzolatti, Fogassi y
Gallese, 2006). De la misma manera, ya sabíamos que los seres humanos tienen una
extraordinaria capacidad para aprender mediante la observación de la conducta de otros6
(evitándose así la necesidad de experimentar por uno mismo las consecuencias de ciertas
respuestas o el moldeamiento de esas mismas respuestas), pero ahora contamos con una
explicación sumamente elegante de cómo eso es posible: la conducta del modelo activa las
mismas neuronas que son necesarias para organizar nuestras acciones. Finalmente, la
naturaleza del significado venía mereciendo una intensa polémica entre quienes abogan por
una naturaleza abstracta y quienes sostienen que tiene una naturaleza corpórea, sensorial y
motora, y estos hallazgos suponen pruebas adicionales a favor de algún tipo de representación
corpórea.
Distinguíamos páginas atrás entre los logros del aprendizaje y los procesos que permiten esos
logros, esto es, entre «la competencia lectora» (logro) y los procesos que nos permiten
alcanzarla: toma de conciencia, imitación, automatización. Lo primero, esto es, los logros o
competencias alcanzadas tras un proceso de aprendizaje, se traduce en la creación de redes de
conceptos o sistemas de reglas de acción en nuestra Memoria a Largo Plazo (MLP) que se
infieren del comportamiento de los sujetos. Por ejemplo, si se compara cómo se desenvuelven
jugadores de ajedrez experimentados y quienes no lo son cuando deben memorizar diferentes
disposiciones de las figuras en el tablero, la superioridad de los primeros para recordar esas
disposiciones es simplemente apabullante si corresponden con jugadas canónicas del ajedrez,
pero desaparece si son arbitrarias. De estos datos se infiere que cuentan con estructuras
especializadas de conocimientos que les permiten codificar y recuperar de forma más eficiente
ese tipo de material (Chi, 1978). Algo parecido se constata cuando se analiza el modo como
expertos y novatos en álgebra afrontan la resolución de problemas de ese dominio. Los
primeros parecen operar de «arriba abajo», como si dispusieran de una compleja y organizada
trama de reglas que ponen en relación cierto tipo de acciones con una elaborada y compleja
estructura jerárquica de metas y submetas específica para ese dominio (Anderson, 2005)7.
Una vez más, estamos hablando de datos comportamentales que nos permiten inferir la
naturaleza de los logros o competencias de una persona. ¿Hay algún registro de ello en
nuestro cerebro? Antes de afrontar esta pregunta, cabe traer a colación una segunda cuestión
sumamente inquietante para quienes se encargan de ayudar a aprender: ¿es posible que todos
lo aprendan todo? Esto es: ¿es posible una «alfabetización» científica, musical, emocional,
literaria, de toda la población? Este problema tiene una naturaleza moral (¿qué consecuencias
tendría si la respuesta fuera negativa?, ¿qué cabe hacer para evitar que algo así llegue a
suceder?), pero es también un problema que requiere un análisis científico que nos ayude a
entender lo que supone alcanzar esos logros y el papel que las diferencias individuales pueden
tener en conseguirlos. Por supuesto, los datos comportamentales nos informan de la dificultad
extraordinaria que supone alcanzar la maestría en la comprensión de las teorías científicas o
en la lectura, el tenis o el ajedrez. Por ejemplo, Gardner (1993) se hizo eco de estas dificultades
al contraponer la mente no escolarizada a la que sí lo está. En el primer caso se agrupan los
logros que se producen de forma espontánea, esto es, simplemente por el hecho de «estar
ahí» y convivir en un mundo humano que abriga cuando menos intenciones educativas
implícitas (informales). Los logros de la mente escolarizada se consiguen, por el contrario, tras
un laborioso y largo proceso de aprendizaje. Los datos comportamentales son en este punto
inequívocos: las evidencias recogidas al estudiar las trayectorias de las personas que han sido
capaces de alcanzar un nivel de excelencia en dominios o competencias culturales como ser un
buen tenista, ajedrecista o violinista (Ericsson y Lehman, 1996) concluyen que en todos los
casos se trata de:
a) Es un proceso prolongado. Uno de los resultados más consistentes es que para llegar a ser
expertos en esos dominios se requiere una experiencia de formación muy prolongada en el
tiempo. De hecho, parece cumplirse aquí la denominada regla de los diez años, establecida por
primera vez en el trabajo pionero de Simon y Chase (citado en Ericsson y Lehman, 1996). b) Es
un proceso muy selectivo. Como resulta notorio, no todos los que se inician en una actividad
alcanzan un nivel de excelencia. Al contrario, los datos muestran que según se eleva el grado
de maestría exigido, en esa misma medida crecen los abandonos. ¿Se imaginan a un
preadolescente sugiriendo a sus padres: «!oye!, que lo dejo», refiriéndose no al judo o al
ajedrez, sino a la lectura y la escuela? c) La práctica deliberada. Ya hemos visto que no todas
las personas que se inician en un dominio alcanzan las etapas finales de maestría. ¿De qué
depende entonces el éxito? Para Ericsson un factor fundamental es que los aprendices
experimenten una práctica deliberada, que en esencia contiene dos condiciones generales: a)
el aprendiz debe plantearse la tarea de aprendizaje como una oportunidad para mejorar el
nivel de ejecución ya conseguido (por esa razón, los ejercicios realizados de manera rutinaria,
mecánica
7 Se cita este artículo de John Anderson, justamente porque reúne los dos tipos de datos:
comportamentales y de neuroimagen (fMRI) junto con los provenientes de la comparación con
los primates. o a ciegas no constituyen práctica deliberada); b) el aprendiz debe
comprometerse con la tarea de tal manera que busque alcanzar la mejor ejecución posible
(este rasgo excluye actividades dirigidas a la diversión o a la exhibición de la competencia). La
práctica deliberada requiere, pues, determinación, energía, supervisión y atención sostenida;
todo ello aderezado por un apreciable y orgulloso apoyo familiar y social. En ese sentido,
Ericsson señala que es raro encontrar una familia con más de un miembro que alcance ese
nivel de excelencia.
El interés del trabajo de Ericsson es haber demostrado que la práctica deliberada brilla por su
ausencia en el caso de aquellos que simplemente son aficionados. Más relevante aún, la
práctica deliberada no sólo es necesaria para alcanzar niveles progresivos de maestría sino
para mantener o conservar el nivel de maestría que se hubiera alcanzado. En definitiva, llegar
a dominar una competencia compleja requiere habitualmente mucho tiempo, apoyo cognitivo
y emocional, y un compromiso sostenido con la tarea. Justamente por eso, no todos sabemos
tocar el violín o hablar a la perfección el inglés, y quienes lo consiguen reciben como
contrapartida la admiración general. ¿Cómo entender que hablar, relacionarlos o entender
intuitivamente el mundo físico y social sea comparativamente tan accesible? Cosmides y Tooby
(1994), asumiendo una posición evolucionista de la mente humana, sugieren que no es lo
mismo que un organismo esté diseñado para aprender a hacer algo que el que pueda llegar a
hacer algo. De la misma manera, se distingue entre competencias primarias (que nos han
permitido una ventaja adaptativa) y secundarias (que nos permiten integrarnos en un cultura
particular). Unas nos hacen humanos y otras civilizados. En otras palabras: ¿podemos aprender
cualquier cosa que nos propongamos? Por ejemplo, el informe PISA muestra que,
efectivamente, un amplio número de escolares de 15 años de los países integrados en la OCDE
está lejos de haber alcanzado los ideales de la alfabetización. De forma más precisa: sólo un 5%
de los alumnos españoles muestran una capacidad de lectura crítica (un 8% como promedio en
la OCDE). Peor aún, en Finlandia —casi, casi, el mundo escolarizado perfecto— lo consiguen
sólo uno de cada seis alumnos, esto es, el 15%. Tantos años escolarizados, tanto esfuerzo
dedicado por personas «educadas», y, al final, sólo un 8% de nuestros alumnos alcanza
nuestros ideales (al menos a los 15 años). Una contundente verificación de que a pesar de
nuestros esfuerzos no nos es posible de momento conseguir que toda la población adquiera
las competencias implicadas en la lectura y la comprensión a pesar de los ingentes esfuerzos
dedicados a ese fin. Así pues, hay dos asuntos ligados a la naturaleza de las competencias o
logros que se adquieren gracias al aprendizaje desde los que interpelar sobre la relevancia de
las neurociencias. Primera, ¿hay algún registro en nuestro cortex de los logros del aprendizaje?
Segunda: ¿qué naturaleza tienen esos logros «de la mente escolarizada» o «civilizada» de cara
a entender por qué es tan difícil universalizar las competencias culturales? Una manera de
contestar a la primera pregunta es comparar el cerebro de personas expertas en algún
dominio específico (lectura o música, por ejemplo) con quienes no lo son (analfabetos o
profanos). Al fin y al cabo si, como acabamos de ver en los datos comportamentales, ser
experto requiere un paciente y exigente proceso de aprendizaje que da lugar a una
acumulación de logros que, a la postre, suponen una forma cualitativamente distinta de
percibir y actuar sobre la realidad, todo ello debería dejar alguna huella en el cerebro.
Las evidencias reunidas cuando se lleva a cabo este tipo de estudios revelan que:
— Estudios empleando el fMRI señalan que expertos pianistas muestran una mayor extensión
de las áreas cerebrales temporales (cortex auditivo) implicadas en el procesamiento del tono.
Más interesante aún: ese agrandamiento se correlaciona con la edad a la que se inicien en el
aprendizaje de la habilidad (Pantec et al., 1998). Resultados del mismo orden se han
encontrado en violinistas (agrandamiento de la representación neural de sus dedos de la mano
izquierda). Y algo parecido les ocurre a quienes escriben de manera experta en braille quienes
cuentan con representaciones neurales agrandadas de los músculos implicados en la lectura
(véase para una revisión Goswami, 2004). — Los analfabetos tienen una organización funcional
cerebral diferente respecto a las personas alfabetizadas tal y como se pone de relieve cuando
se les pide que repitan pseudopalabras en voz alta. — Los disléxicos muestran una menor
actividad cerebral en el área temporooccipital cuando deben resolver tareas de conciencia
fonológica como identificar si diferentes letras riman (Goswami, 2008).
En otras palabras, esos 10 años de aprendizaje deliberado que parecen ser necesarios para
adquirir una habilidad a un alto nivel dejan una huella indeleble en la organización funcional y
anatómica de nuestro cerebro. Veamos ahora el segundo problema planteado: qué tipo de
transformación requieren esas alfabetizaciones y por qué nos está resultando tan difícil
conseguirlas. Tomemos por ejemplo el caso del sistema especializado en el reconocimiento de
la forma de las palabras. Los estudios de imaginería cerebral muestran que cuando se procesa
una palabra escrita se puede apreciar una activación en la región ventro-visual izquierda (surco
témporo-occipital). Esto ocurre cualquiera que sea el sistema de escritura (chino, japonés,
hebreo o fenicio). Lo asombroso es que hay un amplio conocimiento de las propiedades
funcionales de esta área que ayudan a entender su implicación en el reconocimiento de la
forma de las palabras. Tanaka y sus colegas (citado en Dehane, 2008) han estudiado las
características mínimas a las que se dispara una determinada neurona estudiando esa área en
macacos y con un procedimiento metodológico parecido al que ya se describió al hablar del
trabajo del grupo de Parma. Esencialmente, se trata de identificar qué neuronas se disparan
ante la visión de un tipo de objetos. Una vez identificadas las neuronas codificadoras de esos
objetos, se simplifica la apariencia del objeto progresivamente con la finalidad de comprobar
qué rasgos mínimos del objeto descargan la neurona identificada. Es asombroso constatar que
esas formas simplificadas a las que responden las neuronas son tan esquemáticas que se
parecen extraordinariamente a nuestras letras. Esto nos da una visión nueva sobre el
aprendizaje del alfabeto: no se basa en un mecanismo de dominio general que nos permita
aprender esa habilidad y cualquier otra, sino en un sofisticado mecanismo preexistente que
nos ha servido a lo largo de nuestra evolución biológica para captar la invarianza de las formas
de los objetos con los que interactuamos. Y esas viejas estructuras son a la postre las que
empleamos para aprender los sistemas de escritura. Por supuesto, la relación entre cada
forma y lo que representa es por completo arbitraria: ¡es una invención cultural! Pero los
materiales con los que hemos construido esas formas no son arbitrarios; se ajustan como un
guante a una mano a la naturaleza de los sistemas especializados con los que hemos
evolucionado para reparar en la forma de los objetos que nos rodean.
Aunque no hemos nacido con detectores de letras, las letras son suficientemente próximas al
repertorio común de formas de las regiones inferotemporales como para ser fácilmente
adquiridas y proyectadas en sonidos. [Por tanto] Aunque el cerebro humano no evolucionó
para aprender a leer, lo contrario puede ser cierto: la evolución cultural de los sistemas de
escritura ha sido conformada, al menos en parte, por la facilidad y rapidez con la que esos
sistemas podían ser aprendidos por el cerebro. Esto parece haber ocasionado, en el curso de
centurias, la selección de un pequeño repertorio de formas de letras que encajan muy bien con
el conjunto de formas que son usadas espontáneamente en nuestro sistema visual para
codificar los objetos (Dehane, 2008: 243).
2.3. Ayudas
El tercer elemento de nuestro triángulo corresponde a un aspecto que nos lleva al tema clave
de la Psicología de la Educación: cómo ciertas ayudas interactúan con los procesos de
aprendizaje. Hacer un listado de los hallazgos al respecto superaría con creces las posibilidades
de estas páginas. Bastará con mencionar algún ejemplo ilustrativo para entender el estado de
la cuestión en este punto. Veamos, por ejemplo, el caso del aprendizaje promovido mediante
material multimedia que combina la presentación de imágenes, textos, animaciones, guías
verbales, agentes educativos virtuales… y que ofrecen múltiples posibilidades de proporcionar
ayudas para el aprendizaje. Esta abundancia de recursos ha planteado la necesidad de
identificar principios de diseño contrastados empíricamente que permitan establecer cómo
combinar información de diversas modalidades a la hora de diseñar un material multimedia:
¿Es mejor presentar información verbal vía auditiva o vía visual cuando se está presentando a
la vez una imagen o una animación? ¿Cuántas ayudas sería deseable proporcionar? Por
supuesto, todas estas preguntas han dado lugar a un cierto número de hallazgos y principios
de diseño que parecen sólidos aunque basados únicamente en datos comportamentales
(Mayer, 2001). Gracias a ellos sabemos cuándo una ayuda puede ser contraproducente o
beneficiosa para movilizar procesos de selección, organización e integración de la información.
Veamos alguna de las conclusiones que se ha visto apoyada por un amplio número de
evidencias.
— El principio de modalidad que establece que allí donde una información verbal acompaña a
otra pictórica (una animación, por ejemplo), la primera debe presentarse en modalidad oral.
De otro modo el sistema visual de procesamiento quedará sobrecargado, dado que se le
obligará a procesar tanto palabras como imágenes de una vez (ver los trabajos de Mayer
[2001] al respecto). — Menos es más. Dar menos ayudas puede ser mejor que muchas, al
menos en ciertos contextos, tal y como se desprende de los trabajos de Sweller y sus colegas
(1998) o Schnotz (2005).
Estos principios de diseño, que ponen en relación un determinado tipo de ayuda y ciertos
procesos de aprendizaje, han sido obtenidos mediante evidencias comportamentales: resumir,
recordar, responder a preguntas literales, resolver problemas nuevos. ¿Qué ha aportado la
neurociencia a estos hallazgos? Desgraciadamente, en este caso apenas contamos con
evidencias de la actividad cerebral que muestren el impacto de esas ayudas en los procesos de
aprendizaje del sujeto. Supongamos que queremos explorar la idea de que menos es más, esto
es, que dar pocas ayudas puede ser más beneficioso que dar un número excesivo, ¿qué
registros de actividad cerebral podríamos encontrar de que hay un exceso de ayudas que está
perjudicando el proceso de aprendizaje? Esto sería un ejemplo de la aportación de la
neurociencia al estudio de la interacción entre ayudas y aprendizaje que daría un impulso a
este problema comparable al que se ha dado a las cuestiones ya tratadas respecto de los
procesos y de los logros. Además y sobre la enseñanza en sí misma, cabe advertir de que
ciertamente ha habido claros esfuerzos por delimitar la especificidad humana de esta
actividad, tratando de rastrear si en los primates superiores es posible o no registrarla (véase
Tomasello y Kruger, 1996), pero, y aunque la actividad de enseñar involucra procesos
específicamente humanos y en sí mismos perfectamente conocidos como lo de «leer la mente
de los otros», lo cierto es que no han sido explícitamente estudiados y están a la espera de que
se desvelen los circuitos neuronales implicados en diferentes aspectos de la enseñanza
(Strauss, Ziv y Stein, 2002). De hecho, como apunta Usha Goswami, el estudio de la enseñanza
es un asunto extraño a la neurociencia cognitiva (Goswami, 2004), más proclive, como hemos
visto, a analizar la actividad cerebral que acompaña a los procesos cognitivos implicados en
aprender y los resultados que esos procesos ocasionan en nuestro cerebro. Esto nos lleva a
una conclusión sumamente importante, con la que podemos concluir este apartado y que ha
sido insistentemente subrayada por quienes más han trabajado en los últimos años a favor de
esta colaboración interdisciplinar entre ciencia cognitiva, neurociencia y educación: Las
potencialidades de la neurociencia para la educación son por supuesto enormes pero
desarrollarlas requiere construir una nueva ciencia interdisciplinar… […]. Y eso lleva su tiempo
(Fisher et al., 2008: xviii). En otras palabras, no hay un paradigma nuevo para la educación, tan
sólo la señal de que ha llegado el momento de iniciar su construcción. Esta impresión de que
se trata de algo que debe ser creado se transmite constantemente: «Nosotros vemos el
dinámico despliegue de diferentes tendencias científicas hacia la formación de una nueva red
de conocimientos» (Battro, Fisher y Lena, 2008: 5; véase, también, Inmmordino-Yang, 2007 y
Goswami, 2004). En definitiva, se han hecho avances espectaculares respecto de los procesos
mentales involucrados en la actividad humana (atención, comprensión, imitación); contamos
con registros de las consecuencias de esos procesos, pero apenas los hay en el caso del estudio
de la actividad de la enseñanza en sí (lo que hacen quienes ayudan intencionalmente a
aprender) y, menos aún, de la interacción entre esos procesos de ayuda y los de aprendizaje.
3. Consecuencias
Como no puede ser de otra manera, las consecuencias para la innovación educativa de este
incipiente, aunque prometedor desarrollo, son de momento más una promesa que una
realidad. Peor aún, las que aparentemente sí se han producido no han sido del todo
afortunadas:
[...] la mayor parte de lo que se denomina educación basada en el cerebro no tiene base en el
cerebro o en la ciencia cognitiva (Fisher e Inmmordino-Yang, 2008: xviii). Esta declaración es
también ampliamente compartida (Bruer, 1997, 2008; Goswami, 2004). De hecho, hay ya un
listado de interpretaciones erróneas que reciben el nombre de neuromitos, dos de los cuales
han sido especialmente analizados por John Bruer:
Por nuestra parte, hemos de hacer notar que estas influencias fallidas afectan en realidad más
a los sistemas de creencias que son empleados como marcos de interpretación ad hoc (por
ejemplo para explicar por qué no se ha aprendido algo o por qué cuesta aprender algo) y no a
los modelos que guían y organizan la enseñanza. Es decir, tienen que ver más con el marco que
se emplea para interpretar la realidad que con modelos precisos para intervenir en ella. Mas
supongamos que, proyectando hacia el futuro los logros del presente, contáramos ya con
conocimientos útiles de la neurociencia a la práctica educativa. Algo de lo que no dudamos que
pueda ocurrir en un futuro más o menos inmediato. En tal caso, habríamos de advertir de que
sería ingenuo creer que la «inspiración de la neurociencia educativa» vaya a ser más fecunda
que la que ya se podía haber producido apelando a nuestros conocimientos sobre la mente. Lo
cierto es que contamos con conocimientos consolidados que apoyarían y serían útiles para la
innovación. ¿Por qué no se han producido ya? Ésta es una pregunta que debiera contestarse
antes de poner esperanzas en nuevos desarrollos del conocimiento. Por supuesto, las razones
son de diversa índole, pero la que me ha interesado tiene que ver con lo siguiente: hay
demasiada distancia entre lo que los profesores hacen y lo que deberían hacer si se tuvieran
en cuenta los conocimientos acumulados sobre cómo se aprende con la ayuda intencional de
los demás. Tomemos para ilustrar este problema la noción de que toda actividad propositiva, y
aprender intencionalmente es un caso particular de ello, requiere concebir algún tipo de meta
o de estado futuro deseable. Así, si consideramos el caso específico de cómo se afronta la
lectura de un texto en el curso de la actividad de aula, cabe decir que hay muchas evidencias a
favor de que si se proporciona una meta específica (ayuda) que guíe y dé sentido a la lectura
del texto que el lector tiene en sus manos, se facilita la ejecución de procesos implicados en la
selección, organización e integración de la información del texto, lo que da lugar (resultado) a
un mejor recuerdo y un modelo mental del mundo descrito en el texto más rico y eficiente. Es
cierto que no tenemos registros de la actividad cerebral que muestren el impacto de procesar
la meta y los cambios que de ello se derivan en las áreas implicadas en seleccionar-organizar-
integrar la información, pero las evidencias comportamentales son inequívocas (véase, por
ejemplo, nuestro propio trabajo al respecto: Sánchez, García y González, 2007; Sánchez,
García-Rodicio y Acuña, 2008). Consecuentemente, parecería apropiado que se incluyera esa
experiencia de crear metas o razones para leer o releer en el seno de la vida del aula. De
hecho, contamos con un amplio número de propuestas en ese sentido que detallan con
ejemplos cómo puede plantearse esta ayuda. Desgraciadamente, el impacto de esas
propuestas es muy reducido. Así, cuando se observa lo que acontece realmente en las aulas y
se analizan con detalle las grabaciones, nos encontramos con los hechos recogidos en la Tabla
1, en la que se identifican elementos o componentes que parecen claves a la hora de crear una
meta o proyecto de lectura y la frecuencia con la que aparece cada uno de ellos en el corpus
de 30 lecturas que hemos reunido.
4. Conclusiones
1) El triángulo mente-cerebro y educación constituye más una promesa de que se puede llegar
a generar conocimiento potencialmente útil a la práctica educativa que un nuevo paradigma
desde el que interpretar y organizar esa práctica educativa. Los frutos de ese maridaje, como
se ha intentado hacer ver, son muy diferentes según los elementos que consideremos: a)
Parecen consolidados en el caso del estudio de los procesos cognitivos implicados en el
aprendizaje; algo que, definitivamente, hemos de considerar relativamente consolidado. b)
Son igualmente notorios cuando se trata de constatar los logros de los procesos de aprendizaje
en términos de reorganizaciones anatómico funcionales del cerebro. c) Son inexistentes en el
caso del estudio de los procesos implicados en la enseñanza en sí y en la interacción entre la
enseñanza y los procesos de aprendizaje. d) Allí donde se ha producido una colaboración
efectiva (puntos a y b) cabe distinguir dos tipos de consecuencias para el desarrollo del
conocimiento: en un sentido, cabe hablar de que el impacto de las neurociencias ha sido más
bien confirmatorio para los modelos cognitivos preexistentes; en el otro, sería más correcto
hablar de que ha permitido encontrar nuevas explicaciones a viejos problemas. 2) La influencia
que la neurociencia ha podido ejercer hasta ahora afecta a la difusión de un cierto número de
creencias, en cierta medida erróneas, que se emplean para interpretar aspectos de la
experiencia profesional más que para organizarla. 3) El terreno donde se pueden abordar
cambios relevantes fundamentados en la neurociencia y la cognición es en el de las
dificultades de aprendizaje del cálculo y de la lectura. 4) La influencia de esos posibles
conocimientos en la innovación educativa no será muy distinta de la que de por sí ha ejercido
la ciencia cognitiva y la psicología de la educación. Debemos por tanto entender por qué es tan
difícil transferir conocimiento a la vida profesional entretanto siguen fraguándose nuevos
conocimientos. Lo que sería absurdo es esperar a que lleguen las neurociencias para iniciar
unos cambios que en realidad deberían ya haberse emprendido.