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Textos Cuerpo

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Jean Paul Sartre: el cuerpo como punto de vista

Falta comprender qué es el cuerpo para mí, pues, precisamente por ser incaptable,
no pertenece a los objetos del mundo, o sea a esos objetos que conozco y utilizo; empero,
por otra parte, puesto que no puedo ser nada sin ser conciencia de lo que soy, es menester
que el cuerpo se dé de algún modo a mi conciencia. En cierto sentido, es verdad, es lo que
indican todos los utensilios que capto v lo aprehendo sin conocerlo en las indicaciones
mismas que sobre los utensilios percibo. Pero, si nos limitáramos a esta observación, no
podríamos distinguir el cuerpo del telescopio, por ejemplo, a través del cual el astrónomo
mira los planetas. En efecto: si definimos el cuerpo como punto de vista contingente sobre
el mundo, ha de reconocerse que la noción de punto de vista supone una doble relación: una
relación con las cosas sobre las cuales es punto de vista, y una relación con el observador
para el cual es punto de vista. Esta segunda relación es radicalmente diversa de la primera
cuando se trata del cuerpo-punto-de-vista; pero no se distingue verdaderamente de la
primera cuando se trata de un punto de vista en el mundo (catalejo, mirador, lupa, etc.) que
sea un instrumento objetivo distinto del cuerpo. Un paseante que contempla un panorama
desde un mirador ve tanto el mirador como el panorama: ve los árboles entre las columnas
del mirador, el techo del mirador le oculta el cielo, etc. Empero, la «distancia» entre el
mirador y él es, por definición, menor que entre sus ojos y el panorama. Y el punto de vista
puede avecinarse al cuerpo hasta casi fundirse con éste, como se ve, por ejemplo, en el caso
del catalejo, los binoculares, el monóculo, etc., que se convierten, por así decirlo, en un
órgano sensible suplementario. En el limite -y si concebimos un punto de vista absoluto- la
distancia entre éste y aquel para quien es punto de vista se aniquila. Esto significa que seria
imposible retroceder para «tomar distancia» y constituir sobre el punto de vista un punto de
vista nuevo. Esto es, precisamente, según hemos observado, lo que caracteriza al cuerpo,
instrumento que no puedo utilizar por medio de otro instrumento, punto de vista sobre el
cual no puedo ya adoptar punto de vista. Pues, en efecto, sobre la cumbre de esa colina, que
llamo precisamente un «hermoso punto de vista», tomo un punto de vista en el instante
mismo en que miro el valle, y ese punto de vista sobre el punto de vista es mi cuerpo. Pero
no podría tomar punto de vista sobre mi cuerpo sin una remisión al infinito. Sólo que, por
este hecho, el cuerpo no puede ser para mí trascendente y conocido; la conciencia
espontánea e irreflexiva no es ya conciencia del cuerpo. Sería preciso decir, más bien,
sirviéndose del verbo existir como de un transitivo, que la conciencia existe su cuerpo. Así,
la relación entre el cuerpo-punto-de-vista y las cosas es una relación objetiva, y la relación
entre conciencia y cuerpo es una relación existencial. ¿Cómo hemos de entender esta última
relación?
En primer lugar, es evidente que la conciencia no puede existir su cuerpo sino como
conciencia. Así, pues, mi cuerpo es una estructura consciente de mi conciencia. Pero,
precisamente porque es el punto de vista sobre el cual no podría haber punto de vista, no
hay, en el plano de la conciencia irreflexiva, una conciencia del cuerpo. El cuerpo
pertenece, pues, a las estructuras de la conciencia no-tética (de) sí. ¿Podemos, sin embargo,
identificarlo pura y simplemente con esa conciencia no-tética? Tampoco es posible, pues la
conciencia no-tética es conciencia (de) sí en tanto que proyecto libre hacia una posibilidad
que es suya, es decir, en tanto que ella es el fundamento de su propia nada. La conciencia
no-posicional es conciencia (del) cuerpo como de aquello que ella sobrepasa y nihiliza
haciéndose conciencia, es decir, como algo que ella es sin tener-de-serlo y por sobre lo cual
pasa para ser lo que ella tiene-de-ser. En una palabra, la conciencia (del) cuerpo es lateral y
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retrospectiva; el cuerpo es aquello de que se hace caso omiso, lo que se calla, y es, sin
embargo, aquello que ella es; la conciencia, inclusive, no es nada más que el cuerpo; el
resto es nada y silencio.

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El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª. ed., traducción de Juan Valmar, Cap. II, p.
416-417.

Jean Paul Sartre: el cuerpo propio no es una cosa

El problema del cuerpo y de sus relaciones con la conciencia se ve a menudo


oscurecido por el hecho de empezarse por considerar el cuerpo como una cosa dotada de
sus leyes propias y capaz de ser definida desde afuera, mientras que la conciencia se
alcanza por el tipo de intuición íntima que le es propia. En efecto: si, después de haber
captado mi conciencia en su interioridad absoluta, trato, por una serie de actos reflexivos,
de unirla a cierto objeto viviente constituido por un sistema nervioso, un cerebro, glándulas,
órganos digestivos, respiratorios y circulatorios, cuya materia es analizable químicamente
en átomos de hidrógeno, carbono, ázoe, fósforo, etc., encontraré insuperables dificultades:
pero estas dificultades provienen de que intento unir mi conciencia no a mi cuerpo sino al
cuerpo de los otros. En efecto: el cuerpo cuya descripción acabo de esbozar no es mi cuerpo
tal cual es para mí. No he visto ni veré jamás mi cerebro ni mis glándulas endocrinas. Sino
que, simplemente, de lo que he observado yo, hombre, al ver disecar cadáveres de hombres,
de lo que he leído en tratados de fisiología, concluyo que mi cuerpo está constituido
exactamente como todos los que se me han mostrado en una mesa de disección o cuya
representación en colores he contemplado en los libros. Sin duda, se me dirá que los
médicos que me han curado, los cirujanos que me han operado, han podido hacer la
experiencia directa de este cuerpo que no conocía por mí mismo. No lo niego, y no
pretendo estar desprovisto de cerebro, corazón o estómago. Pero importa ante todo escoger
el orden de nuestros conocimientos: partir de las experiencias que los médicos han podido
hacer sobre mi cuerpo es partir de mi cuerpo en medio del mundo y tal como es para otro.
Mi cuerpo, tal cual es para mí, no se me aparece en medio del mundo. Sin duda, he podido
ver yo mismo en una pantalla, durante una radioscopia, la imagen de mis vértebras; pero yo
estaba, precisamente, afuera, en medio del mundo; captaba un objeto enteramente
constituido, corno un esto entre otros estos, y sólo por un razonamiento lo reducía a ser el
mío: era mucho más mi propiedad que mi ser.

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El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª. ed., traducción de Juan Valmar, Cap. II, p.
386-387.
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Jean Paul Sartre: el cuerpo como contingencia

En este sentido, podría definirse el cuerpo como la forma contingente que la


necesidad de mi contingencia toma. No es otra cosa que el para-sí; no es un en-sí en el
para-sí, pues entonces fijaría todo. Sino que es el hecho de que el para-sí no es su propio
fundamento, en tanto que ese hecho se traduce por la necesidad de existir como ser
contingente comprometido en medio de los seres contingentes. En tanto que tal, el cuerpo
no se distingue de la situación del para-sí, puesto que, para el para-sí, existir o situarse son
una sola y misma cosa; y se identifica, por otra parte, con el mundo íntegro, en tanto que el
mundo es la situación total del para-sí y la medida de su existencia. Pero una situación no
es un puro dato contingente: muy por el contrario, no se revela sino en la medida en que el
para-sí la trasciende hacia sí mismo. Por consiguiente, el cuerpo-para-sí no es nunca un
dato que yo pueda conocer: es ahí doquiera, como lo trascendido; no existe sino en tanto
que le escapo nihilizándome; es lo que nihilizo. Es el en-sí trascendido por el para-sí que
nihiliza y recaptura al para-sí en ese mismo trascender. Es el hecho de que soy mi propia
motivación sin ser mi propio fundamento; el hecho de que no soy nada sin tener-de-ser lo
que soy y, empero, en tanto que tengo-de-ser lo que soy, soy sin tener-de-serlo. En cierto
sentido, pues, el cuerpo es una característica necesaria del para-sí: no es verdad que sea el
producto de una decisión arbitraria de un demiurgo, ni que la unión del alma y del cuerpo
sea el acercamiento contingente de dos sustancias radicalmente distintas; sino, al contrario,
de la naturaleza misma del para-sí deriva necesariamente que el para-sí sea cuerpo, es decir,
que su escaparse nihilizador al ser se haga en la forma de un comprometimiento en el
mundo. Empero, en otro sentido, el cuerpo manifiesta mi contingencia, e inclusive no es
sino esta contingencia: los racionalistas cartesianos tenían razón cuando se asombraban
ante esta característica; en efecto, el cuerpo representa la individuación de mi
comprometimiento en el mundo. Y tampoco erraba Platón cuando daba el cuerpo como lo
que individualiza al alma. Sólo que seria vano suponer que el alma pueda arrancarse a esta
individuación separándose del cuerpo por la muerte o por el pensamiento puro, pues el
alma es el cuerpo en tanto que el para-sí es su propia individuación.

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El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, 4ª ed., traducción de Juan Valmar, Cap. II, p.
393-394.
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Maurice Merleau-Ponty: el cuerpo y la temporalidad

No hay que decir, pues, que nuestro cuerpo está en el espacio ni, tampoco, que está
en el tiempo. Habita el espacio y el tiempo Si mi mano ejecuta en el aire un desplazamiento
complicado, para saber su posición final no tengo que sumar los movimientos en un mismo
sentido y restar los movimientos en sentido contrario. «Todo cambio identificable llega a la
consciencia ya cargado de sus relaciones para con aquello que lo ha precedido, como en un
taxímetro la distancia ya se nos presenta transformada en chelines y peniques.» En cada
instante las posturas y los movimientos precedentes proporcionan un patrón de medida
siempre a disposición. No se trata del «recuerdo» visual o motor de la posición de la mano
en el punto de partida: unas lesiones cerebrales pueden dejar intacto el recuerdo visual a la
par que suprimiendo la consciencia del movimiento y, en cuanto al «recuerdo motor», está
claro que no podría determinar la posición presente de mi mano, si la percepción de la que
ha nacido no hubiese encerrado una consciencia absoluta del «aquí», sin la cual se nos
remitirla de recuerdo en recuerdo y nunca tendríamos una percepción actual. Así como está
necesariamente «aquí», el cuerpo existe necesariamente «ahora»; nunca puede devenir
«pasado», y si no podemos guardar, en estado de salud, el recuerdo viviente de la
enfermedad, o, en la edad adulta, el recuerdo de nuestro cuerpo de cuando éramos niños,
estas «lagunas de la memoria» no hacen sino expresar la estructura temporal de nuestro
cuerpo. A cada instante de un movimiento, el instante precedente no es ignorado, pero está
como encapsulado en el presente y la percepción presente consiste, en definitiva, en volver
a captar, apoyándose en la posición actual, la serie de posiciones anteriores que se
envuelven unas a otras. Pero la posición inminente también está envuelta en el presente y,
por ella, todas las que vendrán hasta el término del movimiento. Cada momento del
movimiento abarca toda su extensión y, en particular, el primer momento, la iniciación
cinética, inaugura la vinculación de un aquí y un allá, de un ahora y de un futuro que los
demás momentos se limitarán a desarrollar. En tanto que tengo un cuerpo y que actúo a
través del mismo en el mundo, el espacio y el tiempo no son para mí una suma de puntos
yuxtapuestos, como tampoco una infinidad de relaciones de los que mi consciencia operaría
la síntesis y en la que ella implicaría mi cuerpo; yo no estoy en el espacio y en el tiempo, no
pienso en el espacio y en el tiempo, soy del espacio y del tiempo (a l'espace et au temps) y
mi cuerpo se aplica a ellos y los abarca. La amplitud de este punto de apoyo mide el de mi
existencia; pero, de todas formas jamás puede ser total: el espacio y el tiempo que yo habito
tienen siempre, por una parte y otra, unos horizontes indeterminados que encierran otros
puntos de vista. La síntesis del tiempo, como la del espacio, está siempre por reiniciar.

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Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona 1984, traducción de Jem
Cabanes, p.156-157.
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Maurice Merleau-Ponty: la visión, el cuerpo, la carne y el mundo

[...] Desde el momento en que veo, es preciso que la visión (como tan bien indica el
doble sentido de la palabra) vaya acompañada de una visión complementaria o de otra
visión: yo mismo visto por fuera, tal como me vería otro, instalado en medio de lo visible,
mirándolo a él desde cierto punto. No examinemos de momento hasta dónde llega esta
identidad entre el vidente y lo visible, ni si tenemos una experiencia plena de ella o si le
falta algo y, en este caso, qué es lo que le falta. Basta con advertir por ahora que el que ve
sólo puede poseer lo visible si lo visible lo posee a él, si es visible, si, con arreglo a lo
prescrito por la articulación entre la mirada y las cosas, es una de las entidades visibles,
capaz, por una singular inflexión, de verlas, siendo una de ellas.
Se comprende entonces por qué vemos las cosas en sí mismas, en su sitio, según su
ser, que es mucho más que su ser-percibido, y, al mismo tiempo, estamos separados de ellas
por todo el espesor de la mirada y el cuerpo: y es porque esta distancia no es lo contrario de
aquella proximidad, está íntimamente armonizada con ella, es su sinónimo. Porque este
espesor de carne constituye la visibilidad de la cosa y la corporeidad del vidente; no es un
obstáculo entre ambos, sino su medio de comunicación. Por la misma razón me hallo en el
centro de lo visible y estoy lejos de ello; porque lo visible es espeso y, porque es espeso,
está naturalmente destinado a ser visto por un cuerpo. Lo que hay de indefinible en el quale,
en el color, no es más que un modo breve, perentorio, de ofrecer en un solo algo, en un solo
tono de ser, visiones pasadas y visiones futuras apiñadas. Yo, que veo, tengo también mi
profundidad, ya que estoy adosado a lo visible que veo y que sé muy bien que me envuelve
por detrás. El espesor del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es, por el contrario, el
único medio que tengo para ir hasta el corazón de las cosas, convirtiéndome en mundo y
convirtiéndolas a ellas en carne.
El cuerpo interpuesto no es cosa, material intersticial, tejido conjuntivo, sino
sensible para sí, lo cual no equivale al siguiente absurdo: color que se ve a sí mismo,
superficie que se toca a sí misma, sino a la siguiente paradoja: un conjunto de colores y
superficies habitados por un tacto, una visión, por tanto sensible ejemplar, que ofrece a
quien lo ocupa y siente modo de sentir cuanto se le parece fuera; de forma que, preso como
está en el tejido de las cosas, lo atrae todo hacia sí, se lo incorpora, y, con el mismo
movimiento, comunica a las cosas que encierra esa identidad sin superposición, esa
diferencia sin contradicción, esa distancia entre el fuera y el dentro, que constituyen su
secreto natal [Podemos decir que percibimos las cosas mismas, que somos el mundo que se
piensa, o que el mundo está en el corazón de nuestra carne. En todo caso, una vez
reconocida una relación cuerpo-mundo, hay ramificación de mi cuerpo y ramificación del
mundo y correspondencia entre su interior y mi exterior, entre mi interior y su exterior]. El
cuerpo nos une directamente con las cosas por su propia ontogénesis, soldando uno a otro
los dos esbozos de que se compone, sus dos labios: la masa sensible que es él y la masa de
lo sensible en que nace por segregación y a la que, en tanto que vidente, permanece abierto.
[...] entre los dos «lados» de nuestro cuerpo, el cuerpo como sensible y el cuerpo como
sintiente -lo que hemos llamado alguna vez cuerpo objetivo y cuerpo fenoménico- hay, más
que una distancia, el abismo que separa el En Sí del Para Sí. Existe el problema, y no lo
eludiremos, de cómo el sintiente sensible puede ser también pensado. Pero aquí, cuando de
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lo que se trata es de formar nuestros primeros conceptos evitando en lo posible los escollos
clásicos, no hay razón para que tomemos en cuenta las dificultades que pueden presentar
cuando se los confronta con un cognito que está todavía por revisar. ¿Tenemos o no un
cuerpo, es decir no un objeto permanente de pensamiento, sino una carne que sufre cuando
está herida y unas manos que tocan? Ya sabemos que las manos no bastan para tocar, pero
decidir, por este único motivo, que nuestras manos no tocan, y relegarlas al mundo de los
objetos y los instrumentos, sería aceptar la bifurcación de sujeto y objeto, renunciar de
antemano a entender lo sensible y a valernos de sus luces. Creemos, por el contrario, que
hay que cogerle la palabra para empezar. Decíamos que nuestro cuerpo es un ser de dos
hojas: por un lado, cosa entre las cosas, y, por otro, el que las ve y las toca. Decíamos,
porque es evidente, que reúne en sí estas dos propiedades, y que su doble pertenencia al
orden del «sujeto» y al del «objeto» nos revela relaciones totalmente insospechadas entre
ambos órdenes. Si el cuerpo tiene esta doble referencia, no puede ser por mera e
incomprensible casualidad. Nos descubre que cada una llama a la otra. Porque, si bien el
cuerpo es cosa entre las cosas, es, en cierto sentido, más fuerte y más profundo que ellas, y
eso, decíamos, porque es cosa, lo cual significa que se destaca entre ellas y, en la medida en
que lo hace, se destaca de ellas. No es simplemente cosa vista de hecho (yo no veo mi
espalda), es visible por derecho, entra en el campo de una visión a un tiempo ineluctable y
diferida. Recíprocamente, si toca y ve, no es porque tiene delante los seres visibles como
objetos: están a su alrededor, llegan hasta a invadir su recinto, están en él, tapizan sus
miradas y sus manos por dentro y por fuera. Si los toca y los ve, es únicamente porque,
siendo de su misma familia, visible y tangible como ellos, se vale de su ser como de un
medio para participar del de ellos, porque cada uno es arquetipo para el otro y porque el
cuerpo pertenece al orden de las cosas así como el mundo es carne universal. Ni siquiera
hace falta decir, como acabamos de hacerlo, que el cuerpo se compone de dos hojas, una de
las cuales, la de lo «sensible», es solidaria del resto del mundo; no hay en él dos hojas o dos
capas; fundamentalmente no es sólo cosa vista, ni sólo vidente; es la Visibilidad dispersa
unas veces, concentrada otras, y, como tal, no está en el mundo, no encierra su visión del
mundo como dentro de un recinto cerrado: ve el mundo mismo, el mundo de todos, sin
tener que salirse fuera, porque todo él, sus manos y sus ojos, no es más que aquella
referencia a una visibilidad y a una tangibilidad-patrón de todos los seres visibles y
tangibles, que tienen en él su semejanza y cuyo testimonio recoge por la magia que es el ver
y el tocar mismos. [...]
La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia. Para designarla haría falta el
viejo término «elemento», en el sentido en que se emplea para hablar del agua, del aire, de
la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a mitad de camino entre el
individuo espacio-temporal y la idea, especie de principio encarnado que introduce un
estilo de ser dondequiera que haya una simple parcela suya. La carne es, en este sentido, un
elemento del Ser. No hecho o suma de hechos, aunque sí adherente al lugar y al ahora.
Mucho más, inauguración del donde y del cuando, posibilidad y exigencia del hecho, en
una palabra, facticidad, lo que hace que un hecho sea hecho. Y juntamente con ello, lo que
hace que tenga sentido, que los hechos parcelarios se dispongan alrededor de un «algo».
[...]

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Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona 1970, p.168-172, 174.
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Maurice Merleau-Ponty: cuerpo y objeto

Cuando la psicología clásica describía el propio cuerpo, le atribuía ya unos


«caracteres» incompatibles con el estatuto de objeto. Decía, primero, que mi cuerpo se
distingue de la mesa o de la lámpara porque se percibe constantemente, mientras que yo
puedo apartarme de ellas. Es, pues, un objeto que no me deja. Pero, precisamente por eso,
¿es todavía un objeto? Si el objeto es una estructura invariable, no lo es a pesar del cambio
de perspectivas, sino en este cambio o a través del mismo. Las perspectivas siempre nuevas
no son para él una simple ocasión de manifestar su permanencia, una manera contingente
de presentarse ante nosotros. No es objeto, eso es, no está delante de nosotros, más que por
ser observable, o sea, situado a la punta de nuestros dedos o nuestras miradas,
indivisiblemente trastornado y reencontrado por cada uno de sus movimientos. De otro
modo sería verdadero como una idea, y no presente como una cosa. En particular, el objeto
no es objeto más que si puede ser alejado y, por ende, desaparecer, en última instancia, de
mi campo visual. Su presencia es tal que no es viable sin una ausencia posible. Pues bien, la
permanencia del propio cuerpo es de un tipo completamente diverso: no se halla al extremo
de una exploración indefinida, se niega a la exploración y siempre se presenta a mí bajo el
mismo ángulo. Su permanencia no es una permanencia en el mundo, sino una permanencia
del lado de mí. Decir que siempre está cerca de mí siempre ahí para mí equivale a decir que
nunca está verdaderamente delante de mi que no puedo desplegarlo bajo mi mirada, que se
queda al margen de todas mis percepciones, que está conmigo. Verdad es que los objetos
exteriores tampoco me muestran nunca uno de sus lados más que ocultándome los demás,
pero, cuando menos, siempre puedo escoger el lado que van a mostrarme. Sólo pueden
aparecérseme en perspectiva, pero la perspectiva particular que de los mismos obtengo en
cada momento no resulta más que de una necesidad física, eso es, de una necesidad de la
que puedo servirme y que nunca me apresa: desde mi ventana no se ve el campanario de la
iglesia, pero esta restricción me promete, al mismo tiempo, que, desde otra parte, se podría
ver toda la iglesia. También es cierto que si estoy preso, la iglesia se reducirá para mí a un
campanario truncado. Si no me sacara mi vestido, nunca percibiría su reverso, y veremos
que mis vestidos pueden convertirse como en los anexos de mi cuerpo Pero este hecho no
prueba que la presencia de mi cuerpo sea comparable a la permanencia de hecho de ciertos
objetos, el órgano a un utensilio siempre disponible. Muestra, al contrario, que las acciones
en las que me empeño por habitud incorporan a sí mismas sus instrumentos y les hacen
participar de la estructura original del propio cuerpo. En cuanto a éste, es la habitud
primordial, la que condiciona todas las demás y por la que se comprenden. Su permanencia
cerca de mí, su perspectiva invariable no son una necesidad de hecho, ya que la necesidad
de hecho las presupone: para que mi ventana me imponga un punto de vista sobre la iglesia
es necesario, primero, que mi cuerpo me imponga uno sobre el mundo; y la primera
necesidad no puede ser simplemente física más que porque la segunda es metafísica, las
situaciones de hecho no pueden afectarme más que si primero soy de una naturaleza tal que
se den para mí situaciones de hecho. En otros términos, yo observo los objetos exteriores
con mi cuerpo, los manipulo, los examino, doy la vuelta a su alrededor; pero, a mi cuerpo,
no lo observo: para poder hacerlo sería necesario disponer de un segundo cuerpo, a su vez
tampoco observable. Cuando digo que mi cuerpo siempre es percibido por mí, no hay que
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entender, pues, estas palabras en un sentido puramente estadístico; y en la presentación del


propio cuerpo debe darse algo que haga impensable su ausencia o siquiera su variación.
¿Qué es? Mi cabeza no se ofrece a mi vista más que por la punta de la nariz y por el
contorno de mis órbitas. Puedo ver mis ojos en un espejo de tres caras, pero ya serán los
ojos de alguien que observa, y apenas puedo sorprender mi mirada viva cuando un espejo
me envía, en la calle, inopinadamente, mi imagen. Mi cuerpo, en el espejo, no deja de
seguir mis intenciones como la sombra de éstas, y si la observación consiste en hacer variar
el punto de vista manteniendo el objeto fijo, aquél rehuye la observación y se ofrece como
un simulacro de mi cuerpo táctil ya que mima las iniciativas de éste en lugar de
responderles con un desarrollo libre dé perspectivas. Mi cuerpo visual es, sí, objeto en las
partes alejadas de mi cabeza, pero a medida que nos acercamos a los ojos, se separa de los
objetos, prepara en medio de ellos un semiespacio al que no tienen acceso, y cuando quiero
colmar este vacío recorriendo a la imagen de: espejo, ésta me remite aún a un original del
cuerpo que no está ahí, entre las cosas, sino de este lado de mí, más acá de toda visión. Lo
mismo se diga, y pese a las apariencias, de mi cuerpo táctil, puesto que si puedo palpar con
mi mano izquierda mi mano derecha mientras ésta toca un objeto, la mano derecha objeto
no es la mano derecha que toca: la primera es un tejido de huesos, músculos y carne
estrellado en un punto del espacio; la segunda atraviesa el espacio como un cohete para ir a
revelar el objeto exterior en su lugar. En cuanto ve o toca el mundo, mi cuerpo no puede,
pues, ser visto ni tocado. Lo que le impide ser jamás un objeto, estar nunca «completamente
constituido», es que mi cuerpo es aquello gracias a lo que existen objetos. En la medida que
es lo que ve y lo que toca, no es ni tangible ni visible. El cuerpo no es, pues un objeto
exterior cualquiera con la sola particularidad de que siempre estaría ahí. Si es permanente,
es de una permanencia absoluta que sirve de fondo a la permanencia relativa de los objetos
eclipsables, los verdaderos objetos La presencia y ausencia de los objetos exteriores
solamente son variaciones al interior de un campo de presencia primordial de un dominio
perceptivo sobre los que mi cuerpo tiene poder No solamente la permanencia de mi cuerpo
no es un caso particular de la permanencia en el mundo de los objetos exteriores, sino que
éste no se comprende más que por aquella; no solamente la perspectiva de mi cuerpo no es
un caso particular de la de los objetos, sino que la presentación perspectiva de los objetos
no se comprende más que por la resistencia de mi cuerpo a toda variación perspectiva. Si es
preciso que los objetos no me muestren nunca más que una de sus caras, es porque estoy en
un cierto lugar desde el que las veo, pero que yo no puedo ver. Si, no obstante, creo en sus
lados ocultos como también en un mundo que los abarca a todos y que coexiste con ellos,
es en tanto que mi cuerpo, siempre presente para mi, y, con todo, empeñado en medio de
ellos por tantas relaciones objetivas, los mantiene en coexistencia con él y hace palpitar en
todos la pulsación de su duración.
Así, la permanencia del propio cuerpo, si la psicología clásica la hubiese analizado,
la habría podido conducir al cuerpo, no ya como objeto del mundo, sino como medio de
nuestra comunicación con él; al mundo, no ya como una suma de objetos determinados,
sino como horizonte latente de nuestra experiencia, sin cesar presente, también él, antes de
todo pensamiento determinante.

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Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona 1984, traducción de Jem
Cabanes, p.108-110.
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Maurice Merleau-Ponty: somos cuerpo

La tradición cartesiana nos ha habituado a desprendernos del objeto: la actitud


reflexiva purifica simultáneamente la noción común del cuerpo y la del alma, definiendo el
cuerpo como una suma de partes sin interior, y el alma como un ser totalmente presente a sí
mismo sin distancia. Estas definiciones correlativas establecen la claridad en nosotros y
fuera de nosotros: transparencia de un objeto sin recovecos, transparencia de un sujeto que
no es más que aquello que piensa ser. El objeto es objeto de cabo a cabo y la consciencia
es, de cabo a cabo, consciencia. Hay dos sentidos, y solamente dos, del vocablo existir: se
existe como cosa o se existe como consciencia. La experiencia del propio cuerpo nos
revela, por el contrario, un modo de existencia más ambiguo. Si trato de pensarlo como un
haz de procesos en tercera persona -«visión», «motricidad», «sexualidad» advierto que
estas «funciones» no pueden estar vinculadas entre sí y con el mundo exterior por unas
relaciones de causalidad, están todas confusamente recogidas e implicadas en un drama
único. El cuerpo no es, pues, un objeto. Por la misma razón, la consciencia que del mismo
tengo no es un pensamiento, eso es, no puedo descomponerlo y recomponerlo para
formarme al respecto una idea clara. Su unidad es siempre implícita y confusa. Es siempre
algo diferente de lo que es, es siempre sexualidad a la par que libertad, enraizado en la
naturaleza en el mismo instante en que se transforma por la cultura, nunca cerrado en si y
nunca rebasado, superado. Ya se trate del cuerpo del otro o del mío propio no dispongo de
ningún otro medio de conocer el cuerpo humano más que el de vivirlo, eso es. recogerlo por
mi cuenta como el drama que lo atraviesa y confundirme con él. Así, pues, soy mi cuerpo,
por lo menos en toda la medida en que tengo un capital de experiencia y, recíprocamente,
mi cuerpo es como un sujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total. Así la
experiencia del propio cuerpo se opone al movimiento reflexivo que separa al objeto del
sujeto y al sujeto del objeto, y que solamente nos da el pensamiento del cuerpo o el cuerpo
en realidad.

__________________________________________________
Fenomenología de la percepción, Planeta-Agostini, Barcelona 1984, traducción de Jem
Cabanes, p.215.

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