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Tiempo de estudiar, tiempo de trabajar 349

TIEMPO DE ESTUDIAR, TIEMPO DE TRABAJAR:


LA CONCEPTUALIZACIÓN DE LA INFANCIA Y LA
PARTICIPACIÓN DE LOS NIÑOS EN LA VIDA PRODUCTIVA
COMO EXPERIENCIA FORMATIVA

Ana Padawer
Universidad de Buenos Aires – Argentina

Resumen: Numerosos estudios antropológicos sobre la infancia han mostrado que,


en tanto categoría social, es un producto histórico y sociocultural asociado a un
proceso biológico de crecimiento. A partir de estos avances es posible considerar la
incorporación de la cría humana a la sociedad desde la problematización del tiempo
como uno de los parámetros fundamentales de la socialidad. Este enfoque conceptual
permite discutir la idea moderna de que la infancia constituye la primera etapa de
un desarrollo temporal monocrónico y unilineal, un período destinado al aprendizaje
que prepara para vida adulta –definida esta última, por contraposición, como una
etapa de trabajo. La idea de la infancia como la primera de una sucesión de etapas
claramente distinguidas no sólo es sostenida por el sentido común –apropiada por
los sujetos a lo largo de su vida–, sino que también sustenta de manera general la
normativa de protección de derechos de la infancia. Sin embargo, la antropología
puede potenciar los alcances de dichas regulaciones estudiando cómo los niños son
atravesados en su experiencia cotidiana por una pluralidad de marcos temporales,
por medio de los cuales no sólo aprenden sino que, al estar implicados en ciertos
contextos en actividades productivas, pueden también ser partícipes de la producción
de conocimiento social.
Palabras claves: edades, infancia, socialización, tiempo.

Abstract: Many anthropological studies establish that childhood, as a social category,


is an historical and socio-cultural product associated with a biological development
process. From these positions it is possible to consider the human child incorporation
into society, considering time as sociality parameter. This conceptualization allows
discussion about the modern idea of childhood as first stage of a mono-chronic and

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linear time development, period devoted to learning adulthood –defined as a working


time in opposition to latter. Childhood conceived as a first of a succession of sta-
ges clearly distinguished is not only a common sense –and appropriated by subjects
among their lifetime–, but also is the general basis for childhood rights protection
laws. Even so, anthropology can expand the limits of such regulations studying how
children have, in everyday activities, a plurality of time’s repertoires in which they
learn and also, participating in some productive activities, become part of social kno-
wledge production.
Keywords: ages, childhood, socialization, time.

Presentación
Las edades de la vida y, en particular, la niñez y la juventud, han sido
estudiadas desde la antropología mostrando que, como categorías sociales,
son productos históricos y socioculturales. Así se introdujo el debate sobre el
proceso vital humano entendido como una serie de estadios sucesivos deriva-
dos de la evolución biológica, determinados por ella en sus capacidades y atri-
butos. Si bien los límites entre naturaleza y cultura para entender los procesos
sociales aun continúan en cuestión, esta definición conceptual sobre la cons-
trucción social de la infancia permite actualmente analizar la incorporación de
la cría humana a la sociedad desde la problematización del tiempo como uno
de los parámetros fundamentales de la socialidad. Esto permite pensar que la
relación de los sujetos con los marcos temporales no es unívoca, y postular la
existencia de una pluralidad de repertorios temporales en las actividades coti-
dianas, la que no se ciñe necesariamente a una sucesión de etapas definidas en
sus atributos por el patrón biológico.
Para sostener esta aproximación conceptual a las edades, es necesario
detenerse en las concepciones de tiempo y sujeto implícitas al estudiar pro-
cesos sociales donde los niños son protagonistas. En la antropología, desde
el evolucionismo en adelante se estableció una noción de tiempo como dis-
tancia, por la cual el “otro” simultáneo –el hombre primitivo– era concebido
como anterior y no contemporáneo al investigador. Con sus derivaciones en
las relaciones entre ontogénesis y filogénesis, esta conceptualización se aplicó
a la infancia, donde las perspectivas evolucionistas continúan en gran medida

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vigentes e implícitas en tanto sustentadas en los procesos de crecimiento y


madurez biológica.
Sin embargo, una crítica a este principio epistemológico acerca del tiem-
po permite discutir la noción de infancia como aquellos sujetos que, en tanto
contemporáneos a los mayores, son a la vez definidos socialmente como una
alteridad primitiva. La situación de los niños en un estadio anterior al adulto
es evidente en sus consecuencias legales, de conocimiento, poder y autono-
mía, ya que el reconocimiento de un estatus completo de ciudadano en las
sociedades contemporáneas se logra a una edad determinada. No se trata de
desconocer las diferencias de edad, a todas luces evidentes: esta discusión
conceptual de las edades permite reconocer en la vida cotidiana de los sujetos
la coexistencia de diversos marcos temporales, problematizando la socializa-
ción como una forma de desarrollo temporal monocrónico y unilineal, asocia-
da implícitamente a una evolución biológica y a una forma de historia de lo
tradicional a lo moderno.
Es por estos atributos que la infancia y la juventud, tal como las cono-
cemos habitualmente en el sentido común, refieren a etapas sucesivas y de-
limitadas mediante hitos y ritos; su problematización permite aproximarse a
un proceso de transiciones progresivas que atraviesan los sujetos durante los
primeros años de su vida, no necesariamente coincidentes entre sí y variables
al interior de los distintos contextos socioculturales. En este trabajo presentaré
este argumento como parte de una reflexión conceptual que proviene de una
serie de investigaciones empíricas que abordan la coexistencia de experien-
cias formativas en la infancia y la juventud dadas por la escolarización y la
participación periférica en procesos productivos destinados a la reproducción
familiar doméstica. Con ellos pretendo establecer diferenciaciones y transi-
ciones etarias que no se corresponden estrictamente entre las esferas escolar
y laboral, y por lo tanto a atributos heterogéneos de autonomía en relación a
los adultos.

La infancia y la cultura
Los estudios etnográficos de fines del siglo S XIX y principios del siglo
XX generalmente dedicaban su indagación empírica a la reconstrucción de
las culturas como totalidades, y en el estudio específico de distintos procesos

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sociales – organización económica, religión– las edades de la vida, la crian-


za y la educación formaron parte de las etnografías. La antropología sobre
socialización y transmisión cultural en las sociedades no occidentales, tuvo
entre sus figuras más reconocidas en la antropología hasta mediados de siglo
XX a Margaret Mead y Ruth Benedict, quienes realizaron estudios empíricos
pioneros destinados a conocer las relaciones entre las diversas culturas y el de-
sarrollo de la personalidad individual, orientadas por la perspectiva difundida
por Franz Boas en los Estados Unidos (Padawer, 2008).
Estos aportes de la antropología se produjeron en debate permanente con
los desarrollos de la psicología evolutiva y la psiquiatría, rasgo que caracteriza-
rá a los estudios del área a lo largo de todo el siglo XX y hasta la actualidad, re-
novándose luego de los trabajos de orientación freudiana el interés por aquellos
estudios inspirados en las perspectivas de Piaget y Vygotsky. Con esta matriz
freudiana de origen, la definición de rasgos universales de desarrollo infantil y
su validez en distintos contextos socioculturales condujo a estudios sobre ama-
mantamiento, control de esfínteres y sexualidad como intereses prioritarios de
las etnografías sobre la infancia por décadas (LeVine, 2007).
Los primeros estudios etnográficos lograron descripciones detalladas
acerca de los procedimientos educativos en sociedades consideradas simples
en contraste con la cultura norteamericana, con los que publicaron obras des-
tinadas al público no académico y alcanzaron una gran repercusión. Como es
sabido, el punto de partida de M. Mead fue el cuestionamiento a la universa-
lidad de la adolescencia como período turbulento vinculado con la transición
a la adultez y la adquisición de la capacidad reproductiva. Esto significó una
discusión acerca de las explicaciones biologistas del comportamiento y de la
universalidad de la adolescencia, señalándose las variaciones de los grupos de
edad en distintos grupos sociales y períodos históricos. Para demostrar su pos-
tulación, Mead publicó en 1932 un estudio de distintos grupos de muchachas
samoanas que comprendía al período de la infancia hasta la adultez (Mead,
1993, p. 31-33).
La conceptualización de la juventud elaborada a principios de siglo XX
suponía que la naturaleza humana determinaba la necesidad de un período de
preparación entre la dependencia infantil y la plena inserción social como su-
jeto autónomo, produciéndose crisis y conflictos asociados al desarrollo de la
capacidad de procreación, los que sustentaban la creación de los ritos de pasa-
je observados en distintos contextos socioculturales (Feixa, 1998, p. 16). Esta

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perspectiva, aun vigente actualmente en el sentido común, fue formulada por


el psicólogo norteamericano G. Stanley Hall en 1904 en su libro Adolescence,
its psychology, and its relations to psysiology, anthropology, sociology, sex,
crime, religión and education (Hall, 1975), que se reconoce como primer
compendio académico especifico sobre esta edad de la vida (Dubas; Miller;
Petersen, 2003, p. 377).
Para S. Hall, la turbulencia emocional de base biológica constituía un es-
tadio inevitable del desarrollo humano. Con ideas darwinistas elaboró la teoría
de la recapitulación, según la cual la estructura genética de la personalidad
lleva incorporada la historia del género humano. La adolescencia, extendida
entre los 12 y 22-25 años, correspondería a una etapa prehistórica de turbulen-
cia y transición, marcada por migraciones en masa, guerra y culto a los héroes.
Fase dominada por las fuerzas del instinto, necesita de un período largo donde
a los jóvenes no se les pude pedir que se comporten como adultos porque
se hallan en un estado intermedio entre el “salvajismo” y la “civilización”.
Estas ideas se vinculan asimismo con la realidad social emergente: la semi-
dependencia de los jóvenes occidentales expulsados del mercado de trabajo
en la segunda revolución industrial a fines del siglo XIX (Feixa, 1998, p. 17).
Este contexto permite entender los motivos por los cuales S. Hall tuvo una
influencia decisiva en educadores y psicólogos de su momento, difundiendo
una imagen positiva de la adolescencia como una etapa de moratoria social y
crisis (Kett, 2003, p. 356).
Si los estudios del denominado culturalismo norteamericano fueron dis-
cutidos posteriormente en tanto desconocieron la conflictividad y tensión en
la vida de las jóvenes (Lebedinsky, 1995, p. 25-26), el aporte conceptual que
constituyó el reconocimiento de la incidencia de la cultura sobre las determi-
naciones de la biología para explicar la conducta continua vigente. En este
sentido el debate sobre la relación entre la naturaleza y la cultura, que puede
considerarse fundante de la disciplina, ha llegado actualmente a postular que
la dicotomía es en si misma un producto cultural de ciertas sociedades y con-
textos históricos, lo que permite un cuestionamiento de la esencialización de
uno y otro término (Descola; Palssons, 1996; Durand, 2002, p. 180).
En la problematización antropológica del concepto de cultura, la difi-
cultad no radica en utilizar el término para aludir al objeto de estudio, sino en
esgrimirlo como concepto explicativo aislado (Kuper, 2001). Los problemas
de la noción derivan de la tradición disciplinaria donde la cultura tiende a

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utilizarse para identificar lo específico y constante de un grupo social, delimi-


tado en tiempo y espacio, que se imprime en los sujetos de igual modo, orga-
nizando la totalidad social, operando como pautas para la acción, o definiendo
formas de ver y nombrar al mundo. En estudios etnográficos más recientes
empieza a desdibujarse esta noción de cultura como un sistema simbólico
con coherencia interna e incompatible con otros sistemas culturales, al tiempo
que la eficacia de la cultura como “pauta de y para el comportamiento” tam-
bién queda limitada por la acción del sujeto, en contextos sociales específicos
(Rockwell, 1980, p. 4-5).
El desafío pendiente a la problematización del concepto de cultura es
evidente en las reflexiones de los últimos 15 años sobre la juventud que se han
hecho desde las ciencias sociales. Si bien existe una trayectoria conceptual
que permite discutir los conceptos de banda y tribu –como una metáfora de
matriz evolucionista– o al concepto de culturas juveniles –en una tradición
más bien funcionalista y relativista–, frecuentemente los conceptos antropoló-
gicos son aplicados a la esfera del consumo cultural en el que se desarrolla ese
agrupamiento de edad, enfatizando regularidades y desplazando del análisis
otros ámbitos de inclusión-exclusión de los sujetos: por ejemplo, su relación
con el Estado a través de la escolarización, su inserción subordinada en proce-
sos productivos capitalistas, la relación con la violencia y el poder.1
En este sentido, uno de los aportes decisivos sigue siendo el de P.
Bourdieu (2000, p. 143-144) quien enfatizó que definir en una sociedad y
un tiempo determinados qué implica “ser joven” requiere reconocer que esta
categoría forma parte de una clasificación, que al igual que las divisiones de
clase o género conlleva una imposición de límites dentro de cierto orden so-
cialmente construido. Se trata de una categoría relacional porque se “es joven”
respecto de alguien y por lo tanto las categorías son objeto de manipulaciones.
Las edades no son datos objetivos sino que adquieren un sentido particular de

1
Lo primitivo, la emotividad, la simplicidad, la estabilidad son atributos que son cuestionables desde
el debate antropológico al concepto de cultura, y son los que paradójicamente se traen para describir
un proceso de clara visibilidad empírica, ya que proviene de la esfera expresiva de la vida social. Esto
no implica que los análisis empíricos sean unidimensionales como el uso de los conceptos permitiría
anticipar. En general los estudios son sensibles a los matices, aunque muchos de ellos oscilan entre el
afán extensivo del inventario, que resulta en una descripción pintoresquista, y una más compleja como
resultado del estudio intensivo (Padawer, 2004).

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acuerdo al contexto social, la clase, el período histórico: cada campo posee


sus leyes de envejecimiento; para conocer las diferentes generaciones en cada
uno hay que conocer las leyes de funcionamiento del campo, los objetos por
los que se lucha y las divisiones que produce esa confrontación. De modo
similar, A. Gottlieb (2000, p. 122-123) discute la noción de infancia en la que,
con un mismo concepto, se impone la imagen dominante y construida socio
históricamente de la infancia occidental a las múltiples categorías y atributos
de los sujetos aun antes de su nacimiento y en las primeras etapas de su vida
en distintos contextos, las que los antropólogos han registrado y continúan
registrando actualmente.
Asumiendo estas perspectivas, estudiar a los niños y jóvenes en contex-
tos complejos implica articular escalas geopolíticas locales y globales, rela-
cionando dimensiones subjetivas y contextos macro sociales a partir de un
reconocimiento de la cría humana en su trayecto por el ciclo vital. En tanto
categorías sociales construidas, los niños y los jóvenes no pueden considerar-
se desde una existencia autónoma sino que se encontrarán inmersos en una
red de relaciones e interacciones múltiples y complejas. Situar a los sujetos en
el contexto histórico y sociopolítico no es suficiente, se debe incorporar los
criterios de clasificación y principios de diferenciación específicos de cada
sociedad para definir miembros y clases de edad, así como las actualizaciones
subjetivas de los sujetos concretos –quienes interiorizan los esquemas cultu-
rales vigentes pero no se limitan a repetirlos como autómatas.
Los niños y jóvenes, en este sentido, tienen una experiencia intercul-
tural de vida. No se trata de una pluralidad de culturas, sino de múltiples
circuitos y elementos culturales, articulados desde el ordenamiento social.
Desde esta perspectiva es posible abordar la complejidad de relaciones entre
esquemas culturales múltiples, agencia humana y condicionantes materiales,
tanto desde la noción de estrategias utilizada por P. Bourdieu, el concep-
to de estructuración de A. Giddens, como el de acción comunicativa de J.
Habermas. El uso social y político de elementos culturales crea y refuerza
identidades, generando la relativa coherencia cultural que adquieren ciertos
grupos (clases, grupos de edad, etnias) en el curso de su historia. Así como
los esquemas y las prácticas culturales se utilizan para mantener la cohesión,
otros generan conflictos; algunos son hegemónicos y otros expresan resis-
tencia (Rockwell, 1997, p. 32-33).

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La investigación etnográfica con este enfoque conceptual acerca de la


cultura permite repensar el proceso de socialización, tanto en la relativización
del peso atribuido a la socialización primaria en la formación de identidades y
la homogeneización de comportamientos, como al cuestionamiento de la ver-
ticalidad en la concepción original. El replanteamiento de la idea de socializa-
ción también incluye la complejización del proceso de aprendizaje humano,
que no corresponde al modelo simple de “interiorización” (Rockwell, 1997,
p. 32). De esta manera, el análisis de los procesos culturales se enriquece con
el concepto de A. Heller (1977) de apropiación, que es entendido como con-
trapeso al concepto de socialización: se centra en la relación activa entre el
sujeto particular y la multiplicidad de recursos y usos culturales, objetivados
en los ámbitos heterogéneos que caracterizan a la vida cotidiana. El concepto
de apropiación vincula la cultura tanto a la reproducción del sujeto como a la
reproducción social, y a la vez da margen para la selección, reelaboración y
producción colectiva de los recursos culturales.

El tiempo de los sujetos en relación: las generaciones, la alteridad


y la contemporaneidad
Si las edades de la vida son construcciones culturales definidas en una
configuración social e histórica, los rasgos que las definen están atravesados
por ciertas nociones de tiempo. Autores fundacionales de las ciencias sociales
como G. Mead y E. Durkheim establecieron que el tiempo constituye uno de
los parámetros fundamentales de la socialidad, ya que no existen fenómenos
sociales sin un atributo temporal.2 A partir de estas definiciones, las caracte-
rísticas sociales del tiempo son en la actualidad temáticas de estudio: la plura-
lidad de repertorios temporales en las actividades cotidianas, la organización
de tiempos sociales en ritmos y estructuras, las temporalidades propias de
los grupos sociales, las clases de edad, las clases sociales y las generaciones
(Pronovost, 2001, p. 46).

2
Asimismo, N. Elias (1989) constituye uno de los principales aportes a la reflexión sociológica de la
existencia de un tiempo subjetivo, individual y separado del objetivo, como producto de las sociedades
occidentales y desde el racionalismo moderno; la misma coexiste con una tendencia a determinar, medir
y diferenciar los ritmos temporales a los que tienen que someterse todos los sujetos (Varela, 1992, p. 8).

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En la reconstrucción histórica de las edades de la vida en la Europa me-


dieval se estableció que, a partir del siglo XVIII, se reconoce la importancia de
que los registros parroquiales indiquen el nombre de la persona y su fecha de
nacimiento. P. Ariès (1987, p. 33-34, 37-40) subraya que el establecimiento de
las edades de la vida constituyó un proceso en el que el conocimiento científi-
co –en tanto descripción y explicación física de las personas en el tiempo– se
volvió sentido común, articulándose con especulaciones religiosas, historia
natural y prácticas mágicas. Coincidentemente, Jacques Gelis (1990, p. 312,
319) indica que las concepciones de las edades de la vida se vinculan con no-
ciones sobre la existencia, donde las creencias y comportamientos asociados
a una estructura circular del ciclo vital fueron reemplazadas progresivamente
por una conciencia más lineal y segmentada de la existencia.
Esta noción de tiempo lineal asociada a las edades de la vida se encuentra
asimismo implícita en la teoría antropológica, que le otorgó distintivamente
un vínculo con la noción de alteridad. Como advierte J. Fabian (1983), desde
el evolucionismo en adelante se estableció una noción de tiempo como distan-
cia, por la cual el otro simultáneo es concebido como anterior, o por lo menos
no contemporáneo al sujeto que conoce. Una de las derivaciones de la relación
entre alteridad y tiempo unilineal puede vislumbrarse en los reclamos contem-
poráneos de estudios sobre la infancia, donde si bien se parte de la capacidad
de agencia de los niños –que los estudios sobre la socialización suelen sos-
layar–, se aborda su papel productivo desde una alteridad definida en términos
de subculturas semiautónomas y subalternas (Hirschfeld, 2002, p. 613-616).
En estos enfoques, que se encuentran ampliamente extendidos, las gene-
raciones se vuelven un contemporáneo anterior y los niños, en tanto “otro” del
adulto investigador, en alguna medida incomprensibles (Larrosa, 2000). Estas
dificultades para entender a los niños han llevado recientemente a numerosas
reflexiones metodológicas sobre el trabajo de campo con niños, donde ocupan
un lugar significativo las consideraciones éticas asociadas a la protección de
sus derechos en base a su estatus social dependiente de los adultos (Cocks,
2006; Corsaro, 2005).
Si esta preocupación metodológica es reciente, la idea de que las gene-
raciones son grupos de edad que comparten una sensibilidad específica dife-
rente de sus antecesores y predecesores fue formulada conceptualmente por
K. Mannheim (1993) a principios de siglo en su ensayo The problem of gene-
rations (publicado en 1928). Su perspectiva –valorizada con posterioridad–,

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permitió renovar los enfoques funcionalistas y estructuralistas que habían de-


finido a las generaciones como una dimensión clave en la reproducción social,
abordando cómo los procesos políticos, sociales e históricos específicos otor-
gan a un grupo de edad una conciencia generacional (Cole; Durham, 2007;
Sarmento, 2005).
Para Mannheim, interesado por las continuidades y el cambio social, las
experiencias formativas de la juventud eran claves para la conformación de
las generaciones. Desde su enfoque, la ubicación de un sujeto en la estructura
sociohistórica establece los parámetros de su experiencia, siendo el período
mencionado el de mayor relevancia en tanto es allí donde ubica los procesos
socialización en torno a las perspectivas sobre la sociedad y la política. Desde
este autor, los sujetos son fijados a un mundo sociohistórico que predomina
en su juventud, al que llevarán consigo durante toda su vida. Por ello cada ge-
neración, aunque sea contemporánea con otras, tiene una conciencia histórica
distintiva que les hace experimentar y aproximarse a los mismos procesos
sociales de manera diferencial (Pilcher, 1994, p. 486-487).
En la discusión con el positivismo, Mannheim recuperó la tradición de
Dilthey para enfatizar la importancia del tiempo subjetivo en relación al tiem-
po medido por variables externas a los sujetos, como la edad. Estas posiciones
derivaron en discusiones teórico-metodológicas sobre la definición de las co-
hortes, y el papel que los eventos históricos juegan en su definición. Asimismo,
la relación entre tiempo y generación así formulada tuvo consecuencias en
la revisión del concepto de ciclos de vida en términos de trayectorias (life
courses), de manera de evitar la definición de las edades como secuencias
normativas de eventos, enfatizando las transiciones de la vida individual y
familiar en el tiempo y en relación a circunstancias históricas. De esta manera,
los sujetos pueden ser ubicados en un continuo socialmente construido en el
tiempo histórico, el que se aproxima a la formulación de Mannheim acerca de
las generaciones como ubicación de los individuos en una estructura sociohis-
tórica (Pilcher, 1994, p. 488-489).
Si conceptualmente tienen diferentes implicancias, tanto la conciencia
lineal y segmentada de la existencia expresada en etapas, como la identifica-
ción de generaciones entendidas como alteridad constituyen supuestos que
estructuran a las instituciones sociales a cargo de la educación. Los estudios
sobre el tiempo social han establecido que las instituciones en alguna medida
constriñen a los sujetos a inscribir sus acciones dentro de los marcos tempo-
rales, determinados en función de orientaciones que le son propuestas. Si bien

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todas las instituciones establecen estructuras temporales para la acción social,


las familias y las escuelas son particularmente relevantes dado que ocupan
un lugar específico, que es el de la socialización de los marcos temporales
(Pronovost, 2001, p. 48).
La experiencia formativa escolar –y especialmente su formato gradu-
ado– implica una principal forma de socialización temporal monocrónica y
unilineal, que se asocia a un fundamento del desarrollo individual y cultural
entendido como un proceso que se atraviesa desde lo tradicional y rudimenta-
rio a lo moderno y complejo, en etapas sucesivas. En este proceso, la distinci-
ón de generaciones en términos de alumnos e hijos que aprenden de docentes
y padres, conlleva implícita la producción de imágenes negativas en el pri-
mero de los polos, en las que se asocian una geopolítica y una cronopolítica
(Fabian, 1983). Como consecuencia de estos procesos, el tiempo y el espacio
del aprendizaje son, desde el sentido común plasmado institucionalmente, dis-
tinguibles del tiempo y el espacio del trabajo.

La infancia como el tiempo de la escuela y la participación de los niños en


procesos productivos como experiencia formativa
El proceso expansivo de las formas escolares y su condición hegemónica
como modo de socialización dominante, junto al creciente reconocimiento
social de las clasificaciones, jerarquizaciones y divisiones escolares, son ele-
mentos constitutivos de una escolarización o academización que caracteriza
a las sociedades postindustriales (Viñao, 2002, p. 6). La predominancia de la
forma escolar, y en particular, la separación de adultos y niños, confronta con
la educación en contextos rurales e indígenas en los que ambos comparten las
actividades: el hecho de la escuela sea un espacio social que se especializó
en la enseñanza y el aprendizaje y que no prevé la libre circulación entre los
diferentes grupos de edad (así como los lugares de trabajo no están prepara-
dos para recibir niños o personas que no están directamente implicadas en el
mismo), proviene de la génesis urbana de la escuela, y por lo tanto atiende a
las exigencias de organización de las familias en dicho ámbito, producidas
históricamente (Gomes; Pereira, 2005).
En este sentido, en los orígenes históricos de la escuela moderna se arti-
culó una tradición monástica con los modelos de organización de los tiempos

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propios del trabajo industrial.3 el número de horas por semana que los alum-
nos transcurren en las clases, la duración de las actividades de aprendizaje de
distintas materias, los ritmos de las tareas y otras dimensiones, fueron riguro-
samente definidos desde los manuales de pedagogía destinados a las escuelas
masivas (Pronovost, 2001, p. 48). En el origen de los sistemas educativos
nacionales se produce así un nuevo orden del tiempo social: el tiempo escolar,
que crea nuevas condiciones de vida para la infancia e incluso lo define como
concepto moderno, entendido como un ciclo de la vida preservado en espacios
específicos.
De este modo las imágenes modernas de la infancia y la juventud se
manifiestan como productos históricos objetivados en la atribución de espa-
cios y tiempos ad hoc para los miembros en formación: la arquitectura y el
calendario escolares son las coordenadas básicas que enmarcan la condición
de “menor”, suponiendo su segregación de los adultos. Someter a los niños
y jóvenes a la disciplina del calendario escolar supone la definición de tiem-
pos largos (años de escolaridad) y cortos (computados por el almanaque y el
reloj): estructuraciones que fueron reforzadas por discursos teóricos que pro-
venían del naturalismo pedagógico roussoniano en primer lugar, así como de
las contribuciones de la biología, la psicología y la pedagogía experimentales,
que en las últimas décadas del siglo XIX se dedicaron al estudio científico del
niño en términos de leyes de desarrollo, efectos de la fatiga en el trabajo inte-
lectual, condiciones ergonómicas del ordenamiento escolar, relaciones entre
tiempo, espacio y programas (Escolano Benito, 2000, p. 12-13).
Las aproximaciones sociológicas de Elias (1989) en su trabajo Ensayo
sobre el tiempo permiten analizar las operaciones temporales que se ejercitan
en la escuela donde se superpone a los bioritmos naturales una coacción ci-
vilizatoria, reforzando el aprendizaje de sistemas temporales que regulan la
vida infantil en distintos ámbitos. El espacio escolar puede verse así como un

3
Si bien no es posible exponerlo aquí, el origen histórico de las escuelas modernas permite explicar las
características que asume la institución tal como se conoce hoy en sus dimensiones espacio-temporales.
La progresiva creación de leyes que regulaban la incorporación de los niños al trabajo industrial, así
como el desarrollo del denominado “sentimiento de infancia” (Ariès, 1987, p. 178), entre otros procesos,
llevaron a un crecimiento de instituciones destinadas a la educación de las jóvenes generaciones, en las
que la duración de la jornada escolar así como otras dimensiones de la tradición monástica, se articularán
progresivamente con la regulación de tiempos de trabajo y descanso propias del medio industrial. Estas
fuentes se aplicaron como tecnología educativa para los modelos prevalecientes, tanto el mutuo como el
simultáneo.

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programa silencioso de educación, que proporciona al niño experiencias es-


paciales, condiciona el desarrollo de su esquema corporal y ciertas estructuras
cognitivas (Escolano Benito, 2000, p. 22-23).
La antropología contribuyó conceptualmente a este debate distinguiendo
entre educación y escolaridad, abordando las definiciones culturalmente es-
pecíficas y relativas de la persona educada. Aunque puede variar el grado en
el cual se formaliza el entrenamiento cultural, el tipo de actividades para las
cuales se pretende el entrenamiento, y su extensión a una escala masiva, desde
la antropología se reconoce que todas las sociedades proveen algún tipo de
entrenamiento y algún conjunto de criterios mediante los cuales los miembros
pueden ser identificados como más o menos entendidos. Con esta definici-
ón conceptual, se ha estudiado cómo en las sociedades se elaboran prácticas
culturales mediante conjuntos particulares de habilidades, conocimientos, y
discursos que definen a la persona completamente “educada”; las que no están
exentas de conflictos (Levinson; Foley; Holland, 1996, p. 2).
Esta última afirmación es significativa en tanto así como el desarrollo de
la escuela moderna como institución ha implicado una serie de debates históri-
cos en torno a su metodología, contenidos o duración, las otras modalidades de
socialización pueden concebirse como arenas de debate social generalmente
implícito. La idea de que existe una forma cultural de educar, que en todo caso
confronta con la occidental, es resultado de la herencia conceptual funciona-
lista y culturalista en antropología, que consideraba a las culturas homogéneas
y sin conflictos. De esta manera, las definiciones hegemónicas de la persona
educada pueden ser disputadas desde ideas sobre la crianza infantil o sobre la
sociedad que se pretende construir, y más implícitamente desde determinacio-
nes de género, edad, etnicidad y clase (Levinson; Foley; Holland, 1996, p. 3).
Con estas consideraciones, si los niños y jóvenes son educados en la
escuela y fuera de ella, su participación en la producción familiar doméstica
puede ser entendida como una experiencia formativa, en tanto los procesos
de socialización son concebidos como contextualmente situados, de manera
que el aprendizaje se produce mediante comunidades de práctica y partici-
pación periférica legítima (Lave; Wenger, 2007). El concepto de participa-
ción periférica está estrechamente vinculado al de participación guiada, y en
ambos casos los desarrollos de Vygotsky permitieron reformular el estudio

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del conocimiento de las jóvenes generaciones en distintos contextos socio-


culturales. Desde el concepto de participación guiada, los niños avanzan en
el entendimiento en un proceso creativo mediante el cual transforman aquello
que conocen y el propio mundo, al tiempo en que se vuelven progresivamente
participantes de las actividades de su comunidad (Rogoff e al., 1993, p. 6).
La participación periférica de Lave y Wenger (2007) se refiere más di-
rectamente al conocimiento desde el hacer, a partir de una reformulación del
término adiestramiento (apprenticeship) en relación a la naturaleza del apren-
dizaje, la cual supone que el aprendizaje es siempre situado: esto no implica
solamente entender que se realiza en el tiempo y el espacio, con otras perso-
nas, o dependiente del contexto en que se produce, sino enfatizar su carácter
de actividad situada.4 en este sentido la participación periférica legítima es
un concepto que describe el involucramiento en prácticas sociales que están
constituidas por procesos de aprendizaje y no viceversa.
A diferencia de las nociones de transmisión e internalización, la apropia-
ción y la participación periférica permiten entender el proceso de aprendizaje
compartiendo la naturaleza conflictiva de las prácticas sociales, de manera que
las relaciones entre aprendices y veteranos son parte de procesos de transfor-
mación social acaecidos a nivel cotidiano. No se trata solamente de ser capaz
de involucrarse en nuevas actividades, desarrollar nuevas tareas, dominar nue-
vos conocimientos, sino poder establecer nuevas relaciones habilitadas por ese
dominio, por las cuales el sujeto participa en la producción y reproducción de
las estructuras de las comunidades de práctica en las que se ve involucrado.5

4
El denominado “conocimiento general”, con el que suele contraponerse el conocimiento situado, es aso-
ciado a representaciones abstractas y descontextualización, pero las representaciones abstractas tienen
significado en un contexto, y son en si mismas adquiridas en circunstancias especificas. Por otra parte, es
importante tener en cuenta que la idea de “comunidades de práctica” en las que se ocupan posiciones de
centro y periferia, supone asimismo que estos procesos involucran relaciones de poder y hegemonía; la
participación completa implica un dominio cercano del conocimiento o prácticas colectivas para los cua-
les debe haber grados de adquisición atribuibles-accesibles a los novatos, no obstante lo cual el carácter
periférico alude a un acceso progresivo a fuentes de entendimiento a través del involucramiento creciente
(Lave; Wenger, 2007, p. 33-37).
5
Al igual que Rogoff et al. (1993), Lave y Wenger (2007, p. 48-49) retoman en estas ideas sobre el apren-
dizaje en sus dimensiones individuales y estructurales de los estudios inspirados en la noción de zona de
desarrollo próximo de Vygotsky, en distintas vertientes; así como el concepto de agencia de Giddens.

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Tiempo de estudiar, tiempo de trabajar 363

En este punto, es necesario establecer la distinción conceptual entre la


incorporación de los niños a las actividades productivas del grupo doméstico
y el trabajo infantil: la primera es condición para la transmisión de un patrimo-
nio de saberes y la construcción de sucesores en la actividad desarrollada por
los adultos del grupo doméstico, y se vincula con las expectativas de formaci-
ón para la vida laboral de las unidades familiares; el segundo implica la venta
de la fuerza de trabajo y la consecuente extracción de un plusvalor por parte
del adulto, situaciones de riesgo y escasas o nulas situaciones de aprendizaje
de un oficio o habilidades (Neves, 1999; Sousa, 2004).
A partir de estas definiciones, es posible analizar en las situaciones con-
cretas bajo estudio, de que manera la incorporación de los niños en las acti-
vidades productivas no implica la reproducción de los circuitos de pobreza
y desigualdad sino, por el contrario, amplia la estructura de oportunidades
de las futuras generaciones (Macri et al., 2005; Novacovsky, 2001). En estas
consideraciones deben incluirse los debates conceptuales sobre la categoría
misma de trabajo, entendida como una creación sociohistórica y producto del
crecimiento sostenido del desempleo en el mundo en las últimas cuatro déca-
das (Neffa, 2003).

Niños y actividades productivas en contexto

Si bien el propósito de este artículo ha sido presentar un debate concep-


tual, quisiera a presentar algunas referencias empíricas de mi propio trabajo
de investigación, ya que estas alusiones permitirán comprender de modo más
acabado el argumento.
Desde mediados de 2007 me encuentro realizando un estudio sobre las
experiencias formativas de niños indígenas y campesinos en zonas rurales de
San Ignacio (S.O. de Misiones, Argentina). Además de conocer las caracterís-
ticas de su escolarización, me dedico a analizar sus actividades cotidianas fue-
ra de la escuela, donde frecuentemente colaboran con sus familias en distintas
actividades productivas. Es así como los niños conocen el ambiente social y
natural circundante –características, propiedades y usos de plantas; alimen-
tación, ambiente y reproducción de animales–; estos aprendizajes de produ-
cen a través de la observación y la práctica cotidiana, mientras las lecciones

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escolares referidas a estos conocimientos tienden a no tomar en cuenta esta


familiaridad.
Es posible hipotetizar que, si bien desde las estrategias pedagógicas que
actualmente cualquier maestro conoce se sostiene la importancia de incorpo-
rar los saberes previos de los niños, la normativa nacional e internacional que
protege a los niños del trabajo infantil opera como un obstáculo para recono-
cer estas experiencias que la ley prohíbe de manera general. La afirmación de
que “los niños deben estar en la escuela y los adultos en el trabajo” limita las
posibilidades de los maestros de incorporar las experiencias formativas que
los niños llevan adelante fuera de la escuela, y los adultos miembros de las
unidades domésticas tampoco pueden reconocerse como parte de un proceso
educativo relevante para los niños.
Para ver estos procesos podemos acercarnos a la cotidianeidad de
Sebastián, un niño de once años que pertenece a una familia campesina que
vive a unos 8 km de San Ignacio.6
Sebastián es el segundo hijo y tiene tres hermanas, una mayor (que está
cursando la escuela secundaria en una escuela agrícola de otra localidad) y dos
menores. Su padre es dueño de un camión que traslada madera, por lo que está
fuera de su casa de lunes a viernes. La madre y los tres niños permanecen en
el campo, de 200 hectáreas, donde actualmente tienen una plantación de pinos
y paraísos destinada a la reactivación de un aserradero familiar, además de
una chacra donde cuentan con 30 vacas, un casal de cerdos y gallinas. Plantan
mandioca (manihot esculenta), maíz, zapallo y caña de azúcar que utilizan
para su consumo y el de los animales, y además cultivan una pequeña huerta.

6
El poblamiento de la región por parte de los campesinos se vincula al proceso de extensión de fronteras
producido en las últimas décadas del siglo XIX, cuando comenzó en el territorio de Misiones un proceso
de colonización organizada principalmente por el Estado, la que se realizó sobre las tierras remanen-
tes de una venta masiva a 40 grandes compradores. Este proceso de colonización organizada desde el
Estado se extendió hasta casi la mitad del siglo XX, coexistiendo con otra de carácter espontáneo que se
desarrolló asociada a las explotaciones forestales, que permitían el usufructo de los terrenos luego de la
extracción de la madera. Hasta 1930, los colonos se dedicaron exclusivamente a la producción de yerba
mate, incorporando sucesivamente el tung, el tabaco y el té, producciones que se dieron simultáneamente
a la explotación forestal, primero de especies nativas y luego de exóticas. De esta forma se conformó
durante el siglo XX una sociedad agraria misionera compuesta por el ocupante o campesino (agricultor
familiar con 1 a 10 hectáreas, de origen criollo o inmigrante brasilero y paraguayo); el colono (con 25
a 50 hectáreas, en su mayoría de origen inmigrante del norte y este europeos); el estanciero (productor
generalmente ganadero, con terrenos entre 100 y 1.000 has) y el latifundista extractivista (Bartolomé, L.,
2000; Jaume et al., 1989; Otero, 2008).

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Tiempo de estudiar, tiempo de trabajar 365

Cuando llegan de la escuela y luego de almorzar, Sebastián –acompaña-


do por la mayor de las niñas que se encuentran en el hogar– dedica aproxima-
damente una hora y media a tareas de la chacra, que incluyen principalmente
revisar el estado de la huerta y alimentar a los cerdos y a las vacas que están
enfermas, extrayendo mandioca y maíz de la propia plantación. Al considerar
la rutina cotidiana de los niños, es posible observar que deciden qué alimentos
disponibles en la chacra son adecuados para cada animal, pudiendo proporcio-
nar razones de la selección de uno u otro vegetal en función del conocimiento
acumulado en experiencias previas. Así establecen contrastes entre especies
animales (por ejemplo, en función de su capacidad de triturar alimentos), y
relaciones causales donde a través de narrativas pueden argumentan algunas
decisiones sobre la alimentación diferencial de una o otra especie.
Asimismo, los niños desarrollan conocimientos asociados al proce-
dimiento de nutrición en función de la especie y la edad del animal y, en
las actividades necesarias para la tarea, se observa como la hermana menor
de Sebastián se entrena progresivamente para manejar el machete, un ins-
trumento de uso intensivo en la chacra que requiere de un adiestramiento
delicado por su peligrosidad. Su hermano ocupa una posición central en la
organización del trabajo familiar y en relación a él adquiere conocimientos
particulares: es el hijo de mayor edad que permanece en la casa y además es
varón, asumiendo por tanto las tareas atribuidas al rol masculino, que requie-
ren mayor fuerza física.
La asociación entre género, edad y tareas agrícolas está naturalizada, de
allí el supuesto extendido entre las familias de la colonia respecto a que las
niñas deben aprender y ocuparse de la jardinería mientras los niños –especial-
mente los hermanos mayores– tienen que saber y hacerse cargo de la chacra.
Cuando esta prescripción no se verifica, se presenta más bien como un pasado
idealizado con el que se confrontan las diversas circunstancias particulares
que puede atravesar el núcleo familiar: en este caso, el trabajo del padre fuera
del hogar hace que la madre se encargue de entrenar a Sebastián en el uso del
machete, comenzando con los movimientos necesarios pero aplicados en el
jardín, donde las plantas son pequeñas y frágiles.
El uso del machete requiere de habilidades motrices pero también de
conocimiento sobre los procesos reproductivos de las especies vegetales: así

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se obtiene el producto sin limitar el crecimiento de nuevos ejemplares. Este


conocimiento permite a Sebastián saber a qué distancia del suelo se debe cor-
tar la caña de azúcar –que utilizan para alimentar a las vacas– para que en el
transcurso de un mes la planta vuelva a brotar. O a qué distancia efectuar el
corte de la mandioca, de manera de preservar los tallos para el secado y pos-
terior siembra, pero a la vez disponer de una extensión del tronco lo suficien-
temente amplia como para poder extraer del suelo la raíz y los tubérculos que
se utilizan para consumo familiar y alimento de animales.
De lo anterior se deriva una característica del conocimiento práctico de
los niños que es actualmente enfatizada en los textos escolares y las propuestas
pedagógicas renovadoras: su carácter relacional. Cuando Sebastián y su her-
mana son interrogados sobre sus conocimientos de animales en el contexto del
aula, generalmente pueden formular una somera caracterización de algunas
especies (color del pelaje, tamaño, productos básicos de los que se alimentan).
Sin embargo, al analizar su rutina se observa que disponen de conocimiento
sobre nutrición animal, el que se encuentra articulado con saberes respecto
de la reproducción vegetal, la vinculación entre la alimentación animal y la
humana, o las capacidades de alimentación de los animales en las distintas
etapas de su vida. Es posible hipotetizar que este conocimiento relacional es
ignorado en la escuela, entre otras razones, porque la tradición naturalista es-
colarizada supone el estudio exhaustivo de cada especie, y no el conocimiento
de relaciones entre especies que son relevantes para necesidades inmediatas.
Si bien la rutina de Sebastián y su hermana no parecen involucrar, a pri-
mera vista, desafíos en términos de nociones del mundo natural y social, ana-
lizando sus prácticas es posible ver como los niños disponen de conocimientos
que surgen desde el aprendizaje situado en comunidades de práctica, los que
les permiten efectuar ciertas tareas autónomamente, apoyándose para ello en
su participación periférica previa en distintas tareas. La capacidad predictiva
del mundo material que los niños disponen se basa en redes de entendimiento
apropiadas en el transcurso de las actividades, donde la relación entre lo ob-
servable empíricamente y lo representado se integra mediante narrativas. El
pensamiento reflexivo surge ante dificultades e incógnitas, donde la escuela
puede jugar un papel interesante en la codificación léxica de las experiencias,
la inscripción de las mismas y su formalización.
En las experiencias formativas de los niños mbyà, por otra parte, es
posible observar algunas diferencias y similitudes respecto de los niños

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campesinos, las que se vinculan fundamentalmente con las actividades de


reproducción familiar involucradas en cada caso.7 Andrés, un compañero de
escuela de Sebastián, tiene 13 años y es el mayor de los hijos de un auxiliar in-
dígena mbyà que vive en el predio de la escuela. El niño vive con su madre, su
padre y sus cinco hermanos: además de criar un casal de cerdos y un venado,
la familia tiene una pequeña huerta y un sector más amplio donde plantaron
mandioca y batata.
A diferencia de Sebastián, Andrés no tiene a su cargo una rutina de aten-
ción a los animales: probablemente esto se vincule, entre otras razones, con
que su padre está presente diariamente en casa, y que la envergadura de la
producción de la unidad doméstica es significativamente menor, así como lo
es también el terreno disponible para el uso de la familia. La escuela cuenta
solamente con una hectárea, y en ese predio permiten que el auxiliar indígena
realice una explotación para consumo familiar a cambio de ocuparse de la
seguridad del mismo.
Aún con estas limitaciones en su práctica cotidiana, Andrés sabe con qué
y cómo se alimentan los animales del monte o la granja que eventualmente
pueden criar. Es justamente sobre el conocimiento del monte que estos niños

7
En Argentina, las poblaciones mbyà-guaraní se concentran en la provincia de Misiones, llegando ac-
tualmente a 4.083 personas de acuerdo a la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas elaborada
por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC, [s.d.]); si bien estos valores son sujeto de
controversias, constituyen un parámetro mínimo de referencia, dada la escasa información al respecto.
La ocupación guaraní del actual territorio misionero es antigua: los datos históricos permiten sostener
que en el comienzo del siglo XVI vivían un auge geográfico y demográfico, con una población con dos
millones o más. Su población se extendía por el delta del río de la Plata en los actuales territorios de
Argentina y Uruguay, los litorales de Santa Catarina y Paraná, Curitiba y Mato Grosso do Sul en Brasil,
y ampliamente en el actual territorio de Paraguay. Desde los primeros contactos con los europeos hacia
1513, la población disminuyó vertiginosamente por la introducción de vectores infecto-contagiosos,
guerras regionales y la esclavitud (Noelli 2004, p. 17). Los guaraníes, base cultural, lingüística y de-
mográfica de la población indígena contemporánea de la región, incluyen cuatro parcialidades: Mbya,
Pai-Taviterá, Avá-Chiripá y Aché-Guayakí. Se considera que los mbyà actuales son los descendientes
de aquellos indígenas que lograron permanecer al margen del experimento colonial desarrollado por los
jesuitas entre los siglos XVI y XVIII, a través de la constitución de pequeñas comunidades refugiadas
en la selva que supusieron la construcción de una identificación social definida por la confrontación y
el contraste con el mundo de los extranjeros, primero blancos y luego de sus descendientes mestizos
(Bartolomé, M., 2004). Posteriormente, el establecimiento de los mbyà en el actual territorio argentino
se definió en interrelación al avance de las fronteras de poblamiento de la sociedad nacional durante
el siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, provocando con el tiempo una progresiva dispersión y
desgranamiento de las aldeas, aunque es posible en algunas jefaturas reconocer un acatamiento político
a una autoridad distante (Gorosito, 1993).

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mbyà parecen tener mayores competencias relativas si se lo compara con la


información de los niños de familias campesinas. Cuando se les pregunta a
Andrés o sus hermanos que especies vegetales conocen, una de las primeras
que los niños mencionan es el güembé (philodendron selloum). Saben de sus
localizaciones y forma de crecimiento, ya que además de consumir sus frutos,
uno de sus principales atributos es contar con largas raíces –guembepy–, con
utilidades textiles.
La búsqueda del güembé se realiza en función de las necesidades para la
elaboración de artesanías. En términos de comunidades de práctica, los niños
acompañan y aprenden de los adultos dónde y cómo encontrar ejemplares de
esta especie vegetal así como de al menos dos especies de bambúes que usan
conjuntamente con el güembepy: el takuapy (merostachys claussenii), que
manejan para hacer la base de los textiles y tradicionalmente se utilizaba para
la elaboración de paredes en las viviendas, entre otros usos; y el takuarembó
(chusquea ramosissima) que se utiliza para trenzado.
El acceso de las comunidades mbyà al monte nativo es escaso, especial-
mente en la zona de estudio que ha sido por décadas destinada a la producci-
ón de yerba mate. En este sentido, puede hipotetizarse que la comunidad de
práctica integrada por adultos y niños que ingresan al monte en la búsqueda
de estas especies se mantiene a lo largo del tiempo, en este caso, no porque los
niños tengan dificultades para encontrar y extraer los ejemplares sino porque
deben recorrer significativas distancias para acceder a ellos.
Andrés y sus hermanos no han accedido a conocimientos sobre el uso
ritual y medicinal del güembé aún, porque el mismo es patrimonio de conoci-
miento de los adultos. Sin embargo, entre los usos del güembepy que los niños
conocen se encuentran la elaboración de sogas y trampas para animales –sim-
bras–, así como los principales usos que se les da a estas especies vegetales
actualmente: la elaboración de artesanías de cestería, pulseras y anillos que
se venden a los turistas. Es importante advertir que, aunque esta familia no se
dedique intensivamente a esta actividad, su vivienda se encuentra a cinco kiló-
metros de las ruinas jesuíticas más importantes de la Argentina: se trata de un
destino turístico internacional y numerosas familias mbyà de la zona asisten
periódicamente a un pequeño mercado a vender sus productos artesanales. Es
por ello que Andrés y sus hermanos, si bien no lo buscan diariamente, saben
en qué localizaciones el güembé se desarrolla de formas más apropiadas para

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Tiempo de estudiar, tiempo de trabajar 369

su uso textil, y también dominan los procedimientos de extracción y tejido


rudimentario.
Los frutos del monte tales como el del güembé, la guayuvira (campoma-
nesia xanthocarpa), el aratiku (chirimoya, annona squamosa), el apepu (citrus
aurantium) o el pakuri (rheedia brasiliensis), son objeto de atención por parte
de Andrés y sus hermanos no solamente porque disfrutan consumir alimentos
dulces sino por el interés que le dedican otros seres vivos, especialmente los
pájaros. En la zona son abundantes, y algunos de ellos pueden ser capturados
cuando son crías, alimentados por la familia y de ese modo domesticados, de
manera que los niños pueden llegar a conocerlos más en profundidad.
Para indagar qué especies podían identificar los niños, en una visita a la
escuela les propuse a Andrés y sus hermanos que observaran una enciclopedia
ilustrada (Canevari et al., 1991), conversando con ellos a partir de aquellos
pájaros que ya habían sido mencionados en una actividad anteriormente rea-
lizada junto con su maestro en el aula. De esta manera, los niños identificaron
rápidamente a los arapachay, término genérico que su padre tradujo al cas-
tellano como lorito y periquito respectivamente, al tiempo que recorriendo
las páginas donde se presentaban 27 especies de la familia psittacidae (loros,
cotorras, guacamayos) sus hijos señalaron entre ellas a dos: el chiripipé de
cabeza verde (pyrrhura frontalis) y la catita enana (forpus xanthopterygius).
Recurriendo a una narración, los niños pudieron establecer la relación entre la
ilustración que observaban y sus experiencias previas, señalando las formas
en que estos animales pueden ser capturados (la orientación a través de la
intensidad de los gritos de las crías reclamando alimentos), y su alimentación.
Si el arapachay se atrapa para criarlo, los niños pueden distinguir otros
pájaros que se apresan porque se pueden comer, como el yeruti. Es así como
recorriendo la familia columbidae (palomas, torcazas), donde el libro repre-
sentaba unas 25 especies diferentes, los niños pudieron identificar la torcaza
(zenaida auriculata). Tanto Andrés como sus hermanos menores indicaron
dónde y cómo se construyen las trampas pequeñas para atrapar estas aves,
recurriendo a indicios tales como la evidencia del movimiento de hojas en el
suelo.
Del análisis realizado surge que, aun compartiendo un mismo espacio
escolar en un contexto social en principio percibido como homogéneo en tér-
minos de la posición estructural de las familias, es posible describir cómo los
niños de las familias campesinas e indígenas tienen experiencias formativas

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sustantivamente diferentes, en razón de las oportunidades de los adultos de


realizar distintas actividades productivas.
En primer lugar, los campesinos e indígenas disponen de la propiedad o
el usufructo de parcelas de tierra que son heterogéneas (entre 200 y 1 hectá-
rea), lo que determina significativamente la producción familiar en términos
de su envergadura y capacidad de diversificación. En términos de las expe-
riencias formativas y el conocimiento del mundo natural y social, es impor-
tante advertir que en todos los casos, si bien en sus explotaciones realizan
actividades productivas destinadas mayoritariamente al consumo familiar o
al intercambio por bienes producidos por otras unidades domésticas, actual-
mente las familias realizan esfuerzos por diversificar su producción a través de
horticultura, cría de animales, apicultura y en las propiedades más extensas,
forestación. Esta diversidad de experiencias es muy significativa en términos
de posibilitar que los niños interacciones con distintas especies de animales
y vegetales, aun cuando el monte nativo se encuentre vedado o en retracción.
Por otra parte, es importante advertir que los niños, dependiendo de su
posición en la escala de hermanos, el género y la ocupación principal del
jefe de familia, tienen inserciones diferenciales en las actividades productivas.
Contrariamente a lo que el sentido común sostiene, las niñas también tienen
un amplio conocimiento de especies vegetales y animales, aunque su inserci-
ón es subordinada y sus experiencias más limitadas.
Advertir sobre la potencialidad de la recuperación de lo que los niños
saben en función de sus aprendizajes fuera de la escuela no es una novedad en
términos pedagógicos: sin embargo, el hecho de que esto no se realice con la
frecuencia o intensidad esperada quizás radique en que continúa siendo un de-
safío poder distinguir y recuperar los conocimientos que derivan de prácticas
sociales, que no son formalizados ni expresados como tales. Esta dificultad se
acrecienta si las prácticas en cuestión son consideradas “por definición adul-
tas”, tal como sucede con la participación en actividades productivas.
Con esta reflexión he querido recuperar avances de los estudios antropo-
lógicos sobre la educación de las jóvenes generaciones, el origen histórico de
la escuela, las discusiones sobre el tiempo desde las ciencias sociales, y del
conocimiento en relación al aprendizaje individual y la transformación social,
para elaborar un enfoque conceptual que permita reconocer en la vida cotidia-
na la coexistencia de diversos marcos temporales, problematizando la sociali-
zación como una forma de desarrollo temporal monocrónico y unilineal. Si los

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Tiempo de estudiar, tiempo de trabajar 371

estudios sobre niños y jóvenes pueden superar esta configuración teórica de


etapas sucesivas y delimitadas mediante hitos y ritos, se abren posibilidades
para conocer los procesos de transiciones progresivas y movimientos entre
etapas no necesariamente coincidentes, los que seguramente permitirán ela-
borar descripciones menos esencialistas de las relaciones entre generaciones,
profundizando el conocimiento de los atributos heterogéneos de autonomía de
niños y jóvenes en relación a los adultos.

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Recebido em: 15/01/2010


Aprovado em: 04/06/2010

Horizontes Antropológicos, Porto Alegre, ano 16, n. 34, p. 349-375, jul./dez. 2010

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