Sentencias de Los Padres Del Desierto
Sentencias de Los Padres Del Desierto
Sentencias de Los Padres Del Desierto
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Capítulo I
De la manera de adelantar en la vida espiritual según los Pa-
dres
3 Dijo San Gregorio: «De todo bautizado Dios exige tres cosas: una fe
recta para el alma, dominio de la lengua; castidad para el cuerpo».
4 El abad Evagrio refiere este dicho de los Padres: «Una comida habi-
tualmente escasa y mal condimentada, unida a la caridad, lleva muy
rápidamente al monje al puerto de la apatheia».
8 El abad Juan el Enano dijo: «Me gusta que el hombre posea algo de
todas las virtudes.
Por eso, cada día al levantarte, ejercítate en todas las virtudes y guar-
da con mucha paciencia el mandamiento de Dios, con temor y longa-
nimidad, en el amor de Dios, con esfuerzo de alma y cuerpo y con
gran humildad.
Sé constante en la aflicción del corazón y en la observancia, con mu-
cha oración y súplicas, con gemidos, guardando la pureza y los bue-
nos modales en el uso de la lengua y la modestia en el de los ojos.
Sufre con paciencia las injurias sin dar lugar a la ira. Sé pacífico y no
devuelvas mal por mal.
No te fijes en los defectos de los demás, ni te exaltes a ti mismo, antes
al contrario, con mucha humildad sométete a toda criatura, renun-
ciando a todo lo material y a lo que es según la carne, por la mortifi-
cación, la lucha, con espíritu humilde, buena voluntad y abstinencia
espiritual; con ayuno, paciencia, lágrimas, dureza en la batalla, con
discreción de juicio, pureza de alma, percibiendo el bien con paz y
trabajando con tus manos.
Vela de noche, soporta el hambre y la sed, el frío y la desnudez, los
trabajos.
Enciérrate en un sepulcro como si estuvieses muerto, de manera que a
todas las horas sientas que tu muerte está cercana».
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9 El abad José de Tebas dijo:
«Tres clases de personas son gratas a los ojos de Dios: primero los
enfermos que padecen tentaciones y las aceptan con acción de gra-
cias.
En segundo lugar, lo que obran con toda pureza delante de Dios, sin
mezcla de nada humano.
En tercer lugar, los que se someten y obedecen a su Padre espiritual
renunciando a su propia voluntad».
10 El abad Casiano cuenta del abad Juan que había ocupado altos pues-
tos en su congregación y que había sido ejemplar en su vida. Estaba
a punto de morir y marchaba alegremente y de buena gana al en-
cuentro del Señor. Le rodeaban los hermanos y le pidieron que les
dejase como herencia una palabra, breve y útil, que les permitiese
elevarse a la perfección que se da en Cristo.
Y él dijo gimiendo: «Nunca hice mi propia voluntad, y nunca enseñé
nada a nadie que no hubiese practicado antes yo mismo».
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13 Un hermano preguntó al abad Pastor: «¿Cómo debe vivir un hom-
bre?».
Y el anciano le respondió: «Ahí tienes a Daniel, contra el que no se
encontraba otra acusación, más que el culto que daba a su Dios» (cf.
Dn, 6, 56).
Dijo también: «La pobreza, la tribulación y la discreción, son las tres
obras de la vida solitaria. En efecto, dice la Escritura: "Si estos tres
hombres, Noé, Job y Daniel hubiesen estado allí...". (cf. Ez 14,
1420).
Noé representa a los que no poseen nada. Job a los que sufren tribula-
ción. Daniel a los discretos. Si estas tres se encuentran en un hom-
bre, Dios habita en él».
15 El abad Pastor dijo: «Si el hombre odia dos cosas, puede liberarse de
este mundo».
Y un hermano preguntó: «¿Qué cosas son esas?».
Y dijo el anciano: «El bienestar y la vanagloria».
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19 Un hermano preguntó a un anciano: «Padre ¿cómo viene al hombre el
temor de Dios?».
La vida del monje consiste en no andar con los pecadores, ni ver con
sus ojos el mal, no obrar ni mirar con curiosidad, ni inquirir ni escu-
char lo que no le importa. Sus manos no se apoderan de las cosas
sino que las reparten.
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Y si alguno habla contigo de cualquier cosa, no discutas con él. Si lo
que te dice está bien, di: "Bueno". Si está mal, di; "Tú sabrás lo que
dices." Y no disputes con él de lo que ha hablado. Y así tu alma ten-
drá paz».
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Capítulo II
De la hesyquia
1 El abad Antonio dijo: «Los peces que se detienen sobre la tierra firme,
mueren. Del mismo modo los monjes que remolonean fuera de su
celda, o que pierden su tiempo con la gente del mundo se apartan de
su propósito de hesyquia.
Conviene, pues, que lo mismo que el pez al mar, nosotros volvamos a
nuestra celda lo antes posible. No sea que remoloneando fuera, olvi-
demos la guarda de lo de dentro».
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Otra vez, el arzobispo quiso verle, envió antes a preguntar si le recibi-
ría. El anciano mandó que le respondieran: «Si vienes te recibiré.
Pero si te recibo a ti, recibiré a todo el mundo. Y entonces, ya no
perteneceré más a este lugar».
Ante estas palabras, el arzobispo dijo: «Si voy a hacer que se marche,
nunca jamás iré a ver a ese santo varón».
6 Se contaba del abad Arsenio que tenía su celda a treinta y dos millas
de distancia, y que rara vez salía de ella, pues otros se encargaban de
traerle lo que necesitaba.
Pero cuando Scitia fue devastado, marchó de allí llorando y dijo: «El
mundo ha perdido Roma y los monjes han perdido Scitia».
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Pero él, indignado, la levantó y le dijo mirándola fijamente: «Si quie-
res ver mi rostro ¡míralo!». Pero ella, llena de confusión no le miró.
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10 El abad Moisés dijo: «El hombre que huye del hombre es semejante a
la uva madura; el que convive con los hombres, a la uva amarga».
14 Una abadesa dijo: «Muchos de los que estaban sobre el monte pere-
cieron, porque sus obras eran las del mundo. Es mejor vivir con mu-
cha gente y llevar, en espíritu, una vida solitaria, que estar solo y
vivir, en espíritu, con la multitud».
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se propuso visitar a los enfermos. El tercero se fue a poner en prácti-
ca la hesyquia en la soledad.
El primero, agotándose entre los pleitos de los hombres, no podía pa-
cificar a todos. Desalentado se fue donde el que ayudaba a los enfer-
mos y lo encontró también desanimado, incapaz de cumplir el man-
damiento divino. De común acuerdo fueron al encuentro del que se
había retirado al desierto, y le contaron sus tribulaciones y le roga-
ron que les dijera a qué situación había llegado.
Éste quedó un momento en silencio, y llenando una copa de agua les
dijo: «Mirad este agua»; estaba turbia.
Y poco después añadió: «Mirad ahora cómo se ha vuelto transparen-
te».
Se inclinaron sobre el agua y vieron en ella su rostro como un espejo.
Y les dijo:
«Esto sucede al que mora en medio de los hombres: el desorden no le
permite ver sus pecados, pero sí recurre a la hesyquia, sobre todo en
el desierto, descubrirá sus pecados».
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Capítulo III
De la compunción
1 Se contaba del abad Arsenio que durante toda su vida, cuando se sen-
taba para el trabajo manual, tenía un lienzo sobre el pecho, a causa
de las lágrimas que corrían continuamente de sus ojos.
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los pecadores a la vista de Cristo y de Dios, en presencia de los án-
geles, arcángeles, potestades y de todos los hombres.
4 El abad Elías dijo: «Temo tres cosas: una el momento en que mi alma
saldrá del cuerpo; la segunda el momento de comparecer ante Dios;
la tercera cuando se dicte sentencia contra mí».
7 El abad Jacobo dijo: «Así como una lámpara ilumina una habitación
oscura, así el temor de Dios, cuando irrumpe en el corazón del hom-
bre, le ilumina y le enseña todas las virtudes y mandamientos divi-
nos».
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8 Preguntaron unos padres al abad Macario, el egipcio: «¿Por qué tu
cuerpo está siempre reseco, lo mismo cuando comes que cuando
ayunas?».
Y dijo el anciano: «Así como el madero con el que se manejan los
leños que arden en el fuego, acaba siempre por consumirse, así tam-
bién cuando un hombre purifica su espíritu en el temor de Dios, este
temor de Dios consume hasta sus huesos».
10 Viajando un día por Egipto, el abad Pastor vio a una mujer que llora-
ba amargamente junto a un sepultero y dijo: «Aunque le ofreciesen
todo los placeres del mundo, no arrancaría su alma del llanto. De la
misma manera el monje debe llorar siempre por sí mismo».
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Entonces el abad Pastor dijo al abad Anub: «Te digo que si el hombre
no mortifica todos los deseos carnales y no consigue una aflicción
como ésta, no puede llegar a ser monje. Pues para esa mujer su alma
y toda su vida están en el llanto».
12 El abad Pastor dijo también: «La función del penthos es doble: culti-
va y cuida» (cf. Gén 2, 15).
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16 Sinclética, de santa memoria, dijo: «A los pecadores que se convier-
ten les esperan primero trabajos y un duro combate y luego una ine-
fable alegría.
Es lo mismo que ocurre a los que quieren encender fuego, primero se
llenan de humo y por las molestias del mismo lloran, y así consiguen
lo que quieren. Porque escrito está: "Yahveh tu Dios es un fuego
devorador" (Dt 4, 24).
También nosotros con lágrimas y trabajos debemos encender en noso-
tros el fuego divino».
17 El abad Hiperiguio dijo: «El monje que vela, trabaja día y noche con
su oración continua. El monje que golpea su corazón hace brotar de
él lágrimas y rápidamente alcanza la misericordia de Dios».
19 Se contaba del abad Hor y del abad Teodoro que, estando cubriendo
de barro el techo de una celda, se dijeron el uno al otro: «¿Qué ha-
ríamos si Dios nos visitase ahora mismo?». Y llorando abandonaron
cada uno su trabajo y volvieron cada uno a su celda.
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Después de mucho resistirse, viendo que no podía impedir su deseo,
la madre le dio el permiso. Hecho monje vivió negligentemente.
Murió su madre y poco después él enfermó de gravedad.
Tuvo un rapto y fue llevado al lugar del juicio y encontró a su madre
entre los condenados.
Ella se extrañó al verle y le dijo: «¿Qué es esto, hijo? ¿También te
han condenado a venir aquí? ¿Qué ha sido de aquellas palabras que
decías: "Quiero salvar mi alma?"».
Confuso por lo que oía, transido de dolor, no sabía qué responder a su
madre.
La misericordia de Dios quiso que después de esta visión se repusiera
y curara de su enfermedad. Y reflexionando sobre el carácter mila-
groso de esta visión se encerró en su celda y meditaba sobre su sal-
vación. Hizo penitencia y lloró las faltas cometidas antes de su negli-
gencia.
Su compunción era tan intensa que cuando le rogaban que aflojase un
poco, no fuese que las muchas lágrimas perjudicasen su salud, recha-
zaba el ser consolado y decía: «Si no he podido soportar el reproche
de mi madre, ¿cómo podré soportar mi vergüenza en el día del juicio
en presencia de Cristo y de sus santos ángeles?».
21 Un anciano dijo: «Si fuese posible a las almas de los hombres morir
de miedo, cuando venga Cristo después de la resurrección, todo el
mundo moriría de terror y espanto. ¿Qué será el ver rasgarse los cie-
los y a Dios mostrando su ira y su indignación, y los ejércitos innu-
merables de ángeles y a toda la humanidad reunida? Debemos pues
vivir en consecuencia, ya que Dios nos va a pedir cuentas de todos
nuestros actos».
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El anciano le respondió: «En toda ocasión el hombre debe recordar a
su alma: acuérdate que tienes que comparecer delante de Dios. O
también: ¿qué tengo yo que ver con los hombres? Estimo que si se
persevera en estas disposiciones vendrá el temor de Dios».
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Capítulo IV
Del dominio de sí
4 El abad Daniel decía: «El abad Arsenio ha vivido muchos años con
nosotros y cada año le suministrábamos una escasa ración de alimen-
tos. Y sin embargo, siempre que íbamos a verle comíamos de ella».
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5 Decía también el abad Daniel que el abad Arsenio no cambiaba más
que una vez al año el agua de las palmas, contentándose con añadir
lo necesario el resto de las veces. Hacía esteras con las palmas y las
cosía hasta la hora de sexta.
Le preguntaron los ancianos por qué no cambiaba el agua de las pal-
mas, que olía mal. Y les dijo: «A cambio de los perfumes y de los
ungüentos olorosos que usaba en el mundo, es preciso que utilice
ahora este agua que hiede».
6 Y contó también: «Cuando el abad Arsenio sabía que los frutos de ca-
da especie estaban ya maduros, decía: "Traédmelos", y probaba una
sola vez un poco de cada uno, dando gracias a Dios».
7 Se decía del abad Agatón que durante tres años se había metido una
piedra en la boca, hasta que consiguió guardar silencio.
8 El abad Agatón viajaba un día con sus discípulos. Y uno de ellos en-
contró un saquito de guisantes en el camino, y dijo al anciano: «Pa-
dre, si quieres lo cojo».
Admirado Agatón, se volvió y dijo: «¿Lo has colocado tú ahí?». «No»,
respondió el hermano.
«Pues, ¡cómo, exclamó el anciano, quieres llevarte lo que no has
puesto!».
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Pero viendo que lo escondía detrás de una brazada de palmas le dijo:
«Dime, ¿qué comías?».
El abad Isaías respondió: «Perdóname, Padre, estaba cortando palmas
y he sentido calor, tomé unos granos de sal y los metí en la boca.
Pero como no pasaba la sal que había puesto en mi boca, me he visto
obligado a echar un poco de agua sobre la sal fina, para poder tra-
garla. Pero, ¡perdóname, Padre!».
Y el abad Aquiles dijo: «Venid a ver a Isaías comedor de sopa en Sci-
tia. Si quieres tomar sopa, ¡vete a Egipto!».
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Se encontraron y mientras comían les trajeron un ave. El obispo se la
ofreció al abad Hilarión, pero el anciano le dijo: «Perdona, Padre,
pero desde que vestí este hábito no he comido carne».
16 Decían del abad Eladio que había vivido veinte años en su celda sin
levantar los ojos para ver el techo.
18 Dijo el abad Teodoro: «La falta de pan extenúa el cuerpo del monje».
Pero otro anciano decía: «Las vigilias lo extenúan más».
20 Dijo también: «Subía un día por el camino que lleva a Scitia, con un
fardo de palmas. Vi un camellero gritando, que me empujaba a la
cólera. Abandoné mi carga y huí».
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21 El abad Isaac, presbítero de las Celdas, dijo: «Conozco a un hermano
que, recogiendo la cosecha en un campo, quiso comer una espiga de
trigo. Y dijo al dueño del campo: "¿Puedo comer una sola espiga?".
Éste, admirado, le respondió: "Padre, el campo es tuyo ¿y me pre-
guntas?"». Hasta tanto llegaba la delicadeza de este hermano.
24 El abad Casiano contaba que el abad Juan fue a visitar al abad Esio,
que vivió durante cuarenta años en la parte más alejada del desierto.
Amaba mucho a Esio y con la confianza que le confería este afecto le
preguntó: «Vives hace mucho tiempo retirado y no es fácil que te
moleste ningún hombre, dime: ¿qué has conseguido?».
Y él dijo: «Desde que vivo solo, nunca me vio el sol tomar alimento».
Y el abad Juan le contestó: «Ni a mi me ha visto jamás encolerizado».
25 Dijo también: «El abad Moisés nos contó esta historia que había escu-
chado al abad Serapión:
"En mi juventud vivía con mi abad Theonas. Comíamos juntos, y al
final de la comida, por instigación del diablo, robé un panecillo y lo
comí a escondidas, sin que lo supiera mi abad. Como seguí haciendo
lo mismo durante algún tiempo, el vicio empezó a dominarme y no
tenía fuerzas para contenerme. Tan sólo me condenaba mi conciencia
y me daba vergüenza el confesárselo al anciano.
Pero por una disposición de la misericordia de Dios, unos hermanos
vinieron a visitar al anciano buscando provecho para sus almas y le
preguntaron sobre sus propios pensamientos.
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El anciano respondió: "Nada hay tan perjudicial para los monjes y
alegra tanto a los demonios como el ocultar sus pensamientos a los
Padres espirituales". Luego les habló de la continencia.
Mientras hablaba, yo me puse a pensar que Dios había revelado al
anciano lo que yo había hecho. Arrepentido, empecé a llorar, saqué
del bolsillo el panecillo que tenía la mala costumbre de robar y arro-
jándome al suelo pedí perdón por el pasado y su oración para enmen-
darme en el futuro.
Entonces el anciano me dijo: "Hijo mío, sin que yo haya tenido nece-
sidad de decir una sola palabra, tu confesión te ha liberado de esa
esclavitud; y acusándote tú mismo, has vencido al demonio que ente-
nebrecía tu corazón procurando tu silencio. Hasta ahora le habías
permitido que te dominara sin contradecirle ni resistirle de ninguna
manera. En adelante, nunca más tendrá morada en ti, porque ha teni-
do que salir de tu corazón a plena luz".
Todavía estaba hablando el anciano cuando se hizo realidad lo que
decía: salió de mi pecho una especie de llama que llenó toda la casa
de un olor fétido, hasta tal punto que los presentes pensaron que se
había quemado una buena cantidad de azufre.
Y el anciano dijo entonces: «Hijo mío, con esta señal, el Señor ha
querido darnos una prueba de la verdad de mis palabras y de la reali-
dad de tu liberación».
26 Decían del abad Macario que cuando descansaba con los hermanos se
había fijado esta norma: si había vino, bebía en atención a los her-
manos, pero luego por cada vaso de vino pasaba un día sin probar
agua.
Y los hermanos, pensando que le daban gusto, le ofrecían vino. Y el
anciano lo tomaba con alegría para mortificarse después.
Pero uno de sus discípulos que conocía su norma, dijo a los herma-
nos: «Por amor de Dios, no le deis vino, que luego se atormenta en
su celda».
Cuando los hermanos lo supieron, nunca más le dieron vino.
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27 El abad Macario el mayor, decía en Scitia a los hermanos: «Después
de la misa en la iglesia, huid, hermanos».
Y uno de ellos le preguntó: «¿Padre, dónde podremos huir más lejos
de este desierto?».
El abad puso su dedo en la boca y dijo: «De esto, os digo, que tenéis
que huir».
Y él entraba en su celda y cerrando la celda se quedaba solo.
30 Se decía del abad Pastor que cuando le invitaban a comer iba a dis-
gusto y contra su voluntad, para no desobedecer y contristar a sus
hermanos.
32 Dijo el abad Pastor: «Así como el humo expulsa a las abejas para
retirar la dulce miel que han elaborado, así las comodidades corpora-
les arrojan del alma el temor de Dios y le roban toda obra buena».
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Al escucharla, el abad Anub acudió al abad Pastor y le dijo: "¿Qué
podemos hacer por esta anciana que llora ante la puerta?".
El abad Pastor acudió a la puerta y desde dentro escuchó sus lamen-
tos, que verdaderamente movían a compasión. Y dijo: "¿Por qué
lloras así, anciana?".
Ella, al oír su voz, redobló sus gritos y sus lamentos diciendo: "Deseo
veros, hijos míos. ¿Qué puede suceder porque os vea? ¿Acaso no
soy vuestra madre? ¿No os amamanté y mis cabellos no están ya
completamente blancos?".
Al oír su voz los monjes se conmovieron profundamente. Y el anciano
le dijo: "¿Prefieres vernos aquí o en el otro mundo?".
Y ella replicó: "Si no os veo aquí abajo, hijos míos, ¿os veré allí arri-
ba?", y el abad Pastor le contestó: "Si tienes valor para no vernos
aquí abajo, nos verás allí arriba".
Y la mujer se marchó alegre diciendo: "Si es seguro que he de veros
allá arriba, no quiero veros aquí".
A otro que le hizo la misma pregunta le contestó: «Es para que mien-
tras como el alma no experimente ningún placer corporal».
35 Decían del abad Pedro Pionita, que vivía en las Celdas, que no bebía
vino. Cuando se hizo viejo, le rogaban que tomase un poco. Como
no aceptaba, se lo mezclaron con agua y se lo presentaron. Y dijo:
«Creedme, hijos, que lo considero un lujo». Y se condenaba a sí mis-
mo por tomar ese agua teñida de vino.
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Recibió una segunda copa y la bebió también. Pero cuando le trajeron
la tercera, la rechazó diciendo: «Alto, hermano, ¿acaso ignoras que
existe Satanás?».
41 Santa Sinclética dijo: «El estado que hemos elegido nos obliga a guar-
dar la castidad más perfecta. Porque los seglares piensan que guar-
dan castidad, pero es necedad ya que pecan con los otros sentidos,
sus miradas son poco decentes y ríen desordenadamente».
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42 Dijo también: «Así como las medicinas amargas alejan a los animales
venenosos, el ayuno, con oración, arroja del alma los malos pensa-
mientos».
43 Decía también: «No te dejes seducir por los placeres de los ricos de
este mundo, como si estos goces encerraran alguna utilidad. Por
ellos dan culto al arte culinario. Pero tú, estima en más las delicias
del ayuno y de una comida vulgar. Ni siquiera te sacies de pan, ni
desees el vino».
45 El abad Hiperiquio decía: «El león es terrible para los potros salvajes.
Lo mismo el monje experimentado para los pensamientos deshones-
tos».
50 Decía también: «Es mejor comer carne y beber vino que comer la
carne de los hermanos murmurando de ellos».
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52 «La serpiente con sus insinuaciones arrojó a Eva del paraíso. Lo mis-
mo ocurre al que habla mal del prójimo: pierde el alma del que le
escucha y no salva la suya».
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Luego le dijo: «Tráenos pan», y lo trajo.
Y estuvieron hablando de cosas espirituales hasta la hora de sexta del
día siguiente.
De nuevo el anciano dijo a su discípulo: «Hijo, prepáranos unas pocas
lentejas».
Y el discípulo respondió: «Las tengo preparadas desde ayer».
Y levantándose se pusieron a comer.
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Y al probarlo, y comprender lo que había hecho, se arrojó rostro en
tierra, diciendo: «¡Ay de mi, padre!, te he asesinado, y me has car-
gado con este pecado porque no has dicho nada».
Y el anciano respondió: «No te angusties, hijo; si Dios hubiera queri-
do que comiese miel, tú hubieras puesto miel en esta papilla».
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humildad: «Por amor de Dios, comed hoy hasta saciaros». Y cada
uno comió otros diez panes. Esto muestra que si comieron por amor
de Dios en esta ocasión, eran verdaderos monjes que iban muy lejos
en su abstinencia.
66 Otro anciano vivía muy dentro del desierto. Vino a visitarle un her-
mano y lo encontró enfermo. Le lavó el rostro y preparó una comida
con lo que él había traído.
Al ver esto, dijo el anciano: «Es verdad, hermano, había olvidado que
los hombres encuentran consuelo en la comida».
El hermano le ofreció también un vaso de vino. El anciano al verlo se
echó a llorar, diciendo: «No esperaba que tuviese que beber vino
antes de mi muerte».
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Su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué envolviste así tus manos?».
Y él le respondió: «Porque el cuerpo de una mujer es fuego. Y si te
hubiera tocado me hubiera venido el recuerdo de otras mujeres».
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Capítulo V
De la impureza
3 El abad Casiano dijo: «El abad Moisés nos ha enseñado esto: "Es bue-
no no ocultar los pensamientos, sino descubrirlos a los Padres espiri-
tuales que tienen discernimiento de espíritu, pero no a los que sólo
son ancianos por la edad. Porque muchos monjes, que fiándose sola-
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mente de la edad manifestaron sus pensamientos a quienes no tenían
experiencia, en vez de consuelo encontraron desesperación"».
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pudiese resistir, salió de su celda y por el mismo camino que el jo-
ven monje se volvía al mundo.
El abad Apolo, sabiendo lo que pasaba, salió a su encuentro y le
abordó diciendo: «¿Dónde vas, y cuál es la causa de tu turbación?».
El otro sintió que el santo varón había comprendido lo que le pasaba y
por vergüenza no decía nada. El abad Apolo le dijo: «Vuelve a tu
celda y de ahora en adelante reconoce tu debilidad. Y piensa en el
fondo de tu corazón, o que el diablo te ha ignorado hasta ahora, o
que te ha despreciado porque no has merecido luchar contra él, co-
mo los varones virtuosos. ¿Qué digo combates? Ni un sólo día has
podido resistir sus ataques. Esto te sucede porque cuando recibiste a
ese joven atormentado por el enemigo común, en vez de reconfortar-
le en su diabólico combate con palabras de consuelo, lo sumiste en la
desesperación, olvidando el sapientísimo precepto que nos manda:
"Libra a los que son llevados a la muerte y retén a los que son con-
ducidos al suplicio". (Prov. 14,11). Y también has olvidado la pala-
bra de nuestro Salvador: "La caña cascada no la quebrará, ni apaga-
rá la mecha humeante" (Mar 12, 20). Nadie podría soportar las insi-
dias del enemigo, ni apagar o resistir los ardores de la naturaleza, sin
la gracia de Dios que protege la debilidad humana. Pidámosle cons-
tantemente para que por su saludable providencia aleje de ti el azote
que te ha enviado, pues es quien nos envía el sufrimiento y nos de-
vuelve la salud. Golpea y su mano cura, humilla y levanta; mortifica
y vivifica; hace bajar a los infiernos y los vuelve a sacar». (Cf. 1 Re
2).
Dicho esto, el anciano se puso en oración y el viejo se vio enseguida
libre de sus tentaciones. Luego el abad Apolo le aconsejó que pidiese
a Dios una lengua sabia, para que supiera hablar cada palabra a su
tiempo.
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cuerpo. El que peca con su cuerpo no sufre molestias de sus pensa-
mientos"».
7 El abad Matoés contaba que un hermano le dijo que era peor la male-
dicencia que la impureza. Yo le respondí: «Muy fuerte es tu afirma-
ción».
Y el hermano me dijo: «¿Por qué?». Y le dije: «La maledicencia es un
mal, pero se cura rápidamente pues el que la comete hace penitencia
diciendo: "He hablado mal", y se acabó. Pero la impureza lleva na-
turalmente a la muerte».
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11 Se contaba también de ella: Un día, este mismo demonio le atacó más
encarnizadamente que otras veces, sugiriéndole pensamientos de las
vanidades del mundo. Pero ella, sin apartarse del temor de Dios y de
sus propósitos de abstinencia, subió a la terraza para orar. Y se le
apareció corporalmente el espíritu de fornicación y le dijo: «Me has
vencido, Sara». Y ella respondió: «No te he vencido yo; ha sido
Cristo, mi Señor».
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14 Otro hermano fue combatido de impureza. Luchó y redobló su absti-
nencia y durante catorce años se guardó de consentir a sus malos
deseos. Luego vino a la asamblea y descubrió delante de todos lo que
padecía. Y todos recibieron el mandato de socorrerle. Hicieron peni-
tencia y oraron a Dios por él durante una semana y se apaciguó su
tentación.
16 Del mismo tema de los pensamientos impuros dijo otro anciano: «Haz
como el que pasa por la calle o por delante de una taberna y percibe
el olor de la cocina y de los asados. El que quiere entra y come; el
que no quiere sólo huele y se va. Haz tú lo mismo, rechaza ese mal
olor, levántate y ora diciendo: "Hijo de Dios, ayúdame". Haz esto
mismo para ahuyentar los otros pensamientos. Por otra parte no so-
mos extirpadores de los pensamientos, sino combatientes».
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tiene que trabajar para levantarse. Al contrario, el que viene del
mundo, como parte de cero, siempre progresa».
El anciano le respondió: «El monje que sucumbe ante la tentación es
como una casa que se derrumba. Y si reconsidera su vocación, reedi-
fica la casa destruida. Encuentra muchos materiales útiles para el
edificio, tiene los cimientos, piedras, arena y todas las otras cosas
necesarias para la construcción, y así rápidamente levanta la casa. El
que ni ha cavado, ni ha echado los cimientos, ni tiene nada de aque-
llo que es necesario, ha de ponerse a la obra con la esperanza de ter-
minarla un día.
Lo mismo sucede si el monje sucumbe a la tentación. Si se vuelve a
Dios, tiene toda la ayuda de la meditación de la ley divina, de la sal-
modia, del trabajo manual, de la oración y otras muchas cosas que
son fundamentales. Al contrario, el novicio, mientras aprende todo
esto, continúa en su estado primitivo».
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20 En cierta ocasión el discípulo de un anciano notable fue tentado de
impureza. El anciano que veía su sufrimiento, le dijo: «¿Quieres que
ruegue al Señor para que te libere de esta lucha?».
Y su abad le dijo: «Ahora veo, hijo mío, lo mucho que has adelantado
y que me has superado a mí».
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Y se impuso el tormento de ese hedor hasta que cesó dentro de su al-
ma aquella lucha.
23 Una persona vino un día a Scitia para hacerse monje. Traía con él a
su hijo que acababa de ser destetado. Cuando el niño se hizo adulto,
los demonios empezaron a atacarle y a tentarle. Y dijo a su padre:
«Voy a volver al mundo; pues no puedo dominar mis pasiones carna-
les».
Su padre le animaba, pero él volvió a la carga: «No puedo aguantar
más; padre, déjame marchar».
Su padre le insistió: «Hijo, escúchame una vez más. Toma cuarenta
panes y hojas de palma para cuarenta días de trabajo. Vete al interior
del desierto, estate allí cuarenta días y que se cumpla la voluntad de
Dios».
Obediente a su padre se fue al desierto, y permaneció allí, trabajando
y tejiendo palmas secas y comiendo pan seco. Después de veinte días
de hesyquia vio una aparición diabólica. Se puso en pie delante de él
una especie de mujer etíope, de aspecto repugnante y fétido. Su he-
dor era tan insoportable que no lo podía aguantar y la arrojó lejos de
si.
Y ella le dijo entonces: «Soy la que aparezco dulce en el corazón de
los hombres. Pero por tu obediencia y perseverante ascesis, Dios no
me ha permitido seducirte, sino que te di a conocer mi hedor».
Él se levantó y, dando gracias a Dios, volvió a su padre y le dijo: «No
quiero volver al mundo, padre. He visto la obra del diablo y he sen-
tido su hedor».
Su padre, que había sabido lo ocurrido por una revelación, le dijo: «Si
te hubieras quedado allí cuarenta días y hubieras guardado mi man-
dato hasta el final, hubieras visto cosas más extraordinarias».
24 Un anciano moraba muy dentro del desierto. Tenía una pariente que
hacía muchos años deseaba verle. Ella se enteró del lugar donde mo-
raba, y se puso en camino hacia el desierto. Encontró a unos came-
lleros, se unió a ellos y con ellos se adentró en el desierto. Era lleva-
da por el diablo.
42
Llegando a la puerta del anciano se dio a conocer, diciendo: «Soy yo,
tu pariente» y se quedó con él.
Otro monje que moraba en la parte inferior del desierto, llenaba su
jarra de agua a la hora de la comida; y de pronto se cayó la jarra y
se derramó el agua. Y por inspiración de Dios, se dijo: «Iré al de-
sierto y contaré a los ancianos esto que me ha sucedido con el agua».
Se puso en marcha y como se hiciese tarde durmió en un templo pa-
gano que había junto al camino.
Y durante la noche oyó a los demonios que decían: «Esta noche hare-
mos caer a aquel monje en la impureza».
Al oírlo, se afligió mucho y llegándose al anciano lo encontró triste.
Y le dijo: «¿Qué he de hacer, Padre? Lleno mi jarra de agua y a la
hora de la comida se derrama toda».
El anciano le respondió: «Vienes a preguntarme por qué se te cae la
jarra. Y yo ¿qué debo hacer, pues esta noche he caído en la fornica-
ción?».
«Lo sabía», le respondió el otro. «¿Tú, cómo lo sabes?», le dijo el an-
ciano.
«Dormía en un templo y oí a los demonios hablar de ti», le contestó.
Y el anciano dijo: «Me vuelvo al mundo».
Pero el hermano le suplicaba: «No, Padre, quédate aquí; despide a esa
mujer. Lo que te ha ocurrido ha sido obra del enemigo».
El anciano le escuchó y se animó. Redobló su penitencia con muchas
lágrimas, hasta que recobró su estado anterior.
43
bernador, vino con toda su familia al monasterio. Bajo la acción del
maligno el diácono pecó con la mujer del magistrado y todos los her-
manos se llenaron de vergüenza.
El diácono fue a ver a un anciano y le contó lo sucedido. El anciano
tenía una celda interior oculta. Cuando la vio el diácono le dijo: "En-
tiérrame aquí mismo vivo y no se lo digas a nadie".
Y entró en aquella celda obscura e hizo allí verdadera penitencia. Mu-
cho tiempo después aconteció que no se produjo la crecida del Nilo.
Y mientras todos rezaban las letanías, le fue revelado a uno de los
ancianos, que el agua del río no subiría, si no venía a rezar con ellos
el diácono que estaba escondido en la celda de uno de los ancianos.
Al oírlo, se admiraron mucho y fueron a sacarle del lugar donde es-
taba.
Oró y subió el agua. Y los que se habían escandalizado de él, queda-
ron después edificados de su penitencia, y glorificaron a Dios».
44
Viendo Dios su penitencia y su caridad, a los pocos días descubrió a
uno de los ancianos que por la gran caridad de aquel hermano, que
no había pecado, había perdonado al que había fornicado. Esto en
verdad es dar su vida por el hermano.
45
dijo a su discípulo: «Encierra a este hermano solo en una celda, pues
tiene el vicio del que acusa a los otros».
46
32 Un hermano preguntó a un anciano: «¿Qué debo hacer? Pienso conti-
nuamente cosas impuras, que no me dejan ni una hora de descanso y
mi alma está muy afligida».
El anciano le dijo: «Cuando los demonios siembren en tu corazón esos
pensamientos, y tú te des cuenta, no discutas en tu interior. Lo pro-
pio del demonio es sugerir el mal. Pero aunque no dejen de moles-
tarte no te pueden forzar. De ti depende el consentir o no».
«Mas, ¿qué he de hacer?, respondió el hermano, porque soy débil y
me domina esta pasión».
«Atiende a lo que voy a decirte, respondió el anciano, ¿sabes lo que
hicieron los madianitas? Adornaron a sus hijas con sus mejores ga-
las, y las expusieron delante de los israelitas, pero no obligaron a
nadie a pecar con ellas, sino los que quisieron cohabitaron con ellas.
Los demás se indignaron y se vengaron con la muerte de aquellos
que quisieron inducirles a la fornicación. Así hay que combatir a la
impureza. Cuando empiece a hablar en el fondo de tu corazón no le
respondas. Levántate, ora y haz penitencia, diciendo: "¡Hijo de
Dios, ten piedad de mi!"».
Dijo el hermano: «Padre, hago meditación, pero no siento la compun-
ción del corazón, porque no entiendo el sentido de las palabras».
Y el anciano le dijo: «Sigue meditando. Oí al abad Pastor y a otros
Padres estas palabras: "El encantador no entiende las palabras que
pronuncia, pero la serpiente las oye, las entiende, se humilla y se
somete al encantador".
Hagamos lo mismo, aunque ignoremos el sentido de las palabras que
pronunciamos; los demonios las escuchan, se espantan y huyen».
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34 Dos hermanos combatidos de impureza, abandonaron el monasterio
con intención de contraer matrimonio.
48
Al conocer su llegada, los habitantes de los alrededores le trajeron
muchos presentes. Y vino también una virgen fiel para servir al an-
ciano enfermo. Poco después, sintiéndose mejor, pecó con ella y ésta
concibió.
Los vecinos del lugar le preguntaron de quién era aquel niño y ella
contestó: «Es del viejo». Pero ellos no querían darle crédito.
Y el anciano les dijo entonces: «Si, es mío. Cuidad al niño cuando ella
dé a luz».
Después de nacer el niño y ya destetado, el anciano tomó al niño so-
bre sus hombros y volvió a Scitia en un día de gran fiesta. Y entró
en la iglesia ante toda la multitud de los hermanos. Éstos al verle se
echaron a llorar.
Y él les dijo: «¿Veis este niño? Es hijo de mi desobediencia. Tened
cuidado, hermanos míos, que yo he hecho esto en mi vejez, y rogad
por mí». Y volviendo a su celda, se entregó a su antiguo modo de
vida.
49
Conmovido el monje la hizo pasar al patio. Luego, él entró en su cel-
da y cerró por dentro. Pero la infeliz gritaba: «Padre, unas bestias
feroces me devoran».
El monje se turbó de nuevo, y temiendo el juicio de Dios, se decía:
«¿De dónde me viene esta desgracia?». Y abriendo la puerta la intro-
dujo dentro. Y empezó el diablo a tentarle con ella, como si le lanza-
ra flechas al corazón. Y entendiendo el anciano que las tentaciones
venían del demonio, se decía a si mismo: «Los caminos del enemigo
son tinieblas; el Hijo de Dios es luz». Y levantándose encendió su
lámpara.
Pero como la pasión le devoraba, dijo: «Los que hacen eso van al su-
plicio. Prueba, pues, si puedes soportar el fuego eterno». Y puso su
dedo sobre la llama. Éste arde y quema, pero no lo siente, por el
fuego violento de su pasión carnal. Y continuó así hasta el amanecer
quemando todos sus dedos.
Entre tanto la infeliz, al ver lo que hacia, atemorizada, se quedó como
una piedra. Por la mañana llegaron los jóvenes y preguntaron al
monje: «¿Vino una mujer ayer noche?». «Sí, respondió, está dur-
miendo aquí».
Entraron y la encontraron muerta. Y gritaron: «¡Padre, está muerta!».
Entonces, el monje apartó su manto y les mostró las manos, diciendo:
«Mirad lo que ha hecho conmigo esta hija de Satanás: me ha hecho
perder todos mis dedos». Y les contó lo sucedido y añadió: «Está
escrito: no devuelvas mal por mal».
Y poniéndose en oración la resucitó. La mujer se convirtió y llevó una
vida casta el resto de su vida.
50
Y el demonio le respondió: «Pregúntale si reniega de su Dios, de su
bautismo y de su profesión de monje».
Y el sacerdote acercándose al hermano le dijo: «Reniega de tu Dios,
de tu bautismo y de tu estado de monje y te daré mi hija». El monje
accedió, y al punto vio una paloma que salía de su boca y subía al
cielo.
51
Al terminar la tercera semana, volvió de nuevo el anciano para pre-
guntarle: «¿Has visto algo más?». Y le respondió el hermano: «Vi la
paloma posarse sobre mi cabeza. Alargué la mano para cogerla, pero
echó a volar y entró en mi boca».
Entonces el anciano dio gracias a Dios y dijo al hermano: «Dios ha
aceptado tu penitencia. En adelante vigila y ten cuidado de ti».
El hermano le contestó: «Desde ahora me quedaré contigo hasta la
muerte».
52
Y preguntó Sarán: "¿En cuánto tiempo?". "En diez días", contestó.
Y también fue azotado por haber tardado tanto tiempo.
Se acercó a adorarle otro demonio, y volvió a preguntar Satanás:
"¿De dónde vienes?". "He estado en el desierto. Hace cuarenta años
que lucho contra un monje, y por fin esta noche le he hecho caer en
impureza".
Al oír esto, Satanás se levantó, le abrazó y, quitándose su corona, se
la colocó en la cabeza y le hizo sentar en su mismo trono mientras le
decía: "¡Bravo, has hecho una gran hazaña!".
Cuando oí y vi esto, me dije a mi mismo: "Ciertamente es una gran
cosa el estado monacal"».
53
zas. Reza el oficio divino y abandónate en Dios, ya que con tus solas
fuerzas no podrás triunfar. Nuestro cuerpo es como un vestido. Si no
se le cuida se echa a perder».
El hermano hizo lo que se le dijo, y pocos días después le dejó la ten-
tación.
54
En su ceguera, no viendo como curar su pecado, quiso arrojarse al río
para dar alegría completa al demonio. Por el intenso sufrimiento de
su alma enfermó también su cuerpo. Y si no le hubiera socorrido la
misericordia de Dios, hubiera muerto sin penitencia, con gran gozo
del enemigo.
Vuelto finalmente en sí, se propuso llevar a cabo una penosa peniten-
cia rogando a Dios con llanto y lágrimas. Volvió al monasterio, cla-
vó la puerta de su celda y se puso a llorar a Dios con súplica ince-
sante como se hace con los muertos. Su cuerpo se debilitó a fuerza
de velar y ayunar, pero él no mitigaba su penitencia, pues no tenía la
seguridad de que fuese suficiente.
Los hermanos, tratando de ayudarle, venían a verle y llamaban a la
puerta, pero él les contestaba que no podía abrir: «He hecho voto de
hacer durante un año una vida de absoluta penitencia. Orad por mí»,
les decía. No sabía qué responder sin que ellos se escandalizasen por
lo ocurrido, ya que era tenido por todos como un monje respetable y
de gran virtud. Y durante todo el año practicó un riguroso ayuno y
una dura penitencia.
Por Pascua, la noche misma de la Resurrección, tomó una candela
nueva y la puso en un cántaro nuevo. Lo tapó con una tapadera y se
puso en oración desde el atardecer diciendo: «Oh Dios, compasivo y
misericordioso, que quieres salvar aun a los mismos paganos para
que vengan al conocimiento de la verdad, me refugio en ti, Salvador
de los fieles. Ten piedad de mí que tanto te ofendí, proporcioné un
gozo grande al enemigo y he muerto por obedecerle. Tú, Señor que
te apiadas de los impíos y de los que carecen de misericordia, Tú
que mandas tener misericordia con el prójimo, ten piedad de mi ab-
yección. Para Ti no hay nada imposible y mira que mi alma es lleva-
da como polvo al borde del infierno. Ten piedad de mí, pues eres
benigno y misericordioso con esta criatura tuya.
Tú, que resucitarás los cuerpos de los que ya no viven el día de la
Resurrección, ¡escúchame, Señor, que mi corazón desfallece y mi
alma es muy desgraciada! Mi cuerpo, que tanto he manchado, está
extenuado. Ya no tengo fuerzas para vivir porque me falta la espe-
ranza. Perdona este pecado por el cual he hecho penitencia, pecado
doble porque he desesperado.
55
Devuélveme la vida, que estoy arrepentido, y ordena a tu fuego en-
cender esta lámpara. Para que seguro de tu misericordia y de tu per-
dón por todo el resto de mi vida, guarde tus mandamientos, no me
aparte de tu santo temor y te sirva con mayor fidelidad que antes».
Y orando con muchas lágrimas la noche misma de la Resurrección del
Señor, se levantó para ver si se había encendido la candela. Y descu-
briendo el vaso vio que no se había encendido.
Cayó de nuevo rostro en tierra, rogando a Dios con estas palabras:
«Sé, Señor, que la batalla la preparaste para que fuese coronado.
Pero no supe mantenerme firme, y teniendo en más los placeres de la
carne, he preferido los tormentos de los impíos.
Perdóname, Señor, de nuevo confieso a tu bondad mi infamia, delante
de los ángeles y delante de todos los justos y la confesaré también
delante de todos los hombres si no fuera escándalo para ellos. Señor,
ten piedad de mi para que pueda enseñar a los demás, Señor, dame
la vida».
Repitió tres veces esta oración y fue escuchado.
Y levantándose encontró encendida la candela, con gran brillo. Y
ebrio de esperanza, y confortado de gozo su corazón, admiró la gra-
cia de Dios que así le perdonaba sus pecados y daba así satisfacción
a su alma como se lo había pedido.
Y decía: «Te doy gracias, Señor, porque has tenido piedad de mi que
no soy digno siquiera de vivir en este mundo, y que con este nuevo y
maravilloso milagro me has devuelto la confianza. Tú perdonas mi-
sericordiosamente a las almas que has creado».
Y perseverando en su oración amaneció el día. Y alegrándose de este
modo en el Señor se olvidó de la comida. El fuego de su lámpara se
mantuvo durante toda su vida, añadiéndole aceite cuando era necesa-
rio, y velando para que no se apagase.
Y de nuevo habitó en el Espíritu divino, y se hizo insigne ante los de-
más, dando testimonio de su humildad por la confesión y acción de
gracias a Dios con gran alegría. Finalmente, unos días antes de su
muerte tuvo revelación de su tránsito al Padre.
56
Capítulo VI
El monje no debe poseer nada
57
4 Se contaba del abad Agatón que había empleado mucho tiempo en
construir su celda con sus discípulos. Cuando la terminó vinieron a
instalarse en ella.
Pero desde la primera semana vio algo que no le resultaba útil, y dijo
a sus discípulos lo que el Señor había dicho a sus apóstoles: «Levan-
taos y vámonos de aquí». (Jn 14,31). Los discípulos se molestaron
mucho y dijeron: «Si tenias voluntad de marchar de aquí, ¿para qué
nos hemos tomado tanto trabajo y tanto tiempo en construir esta cel-
da? La gente va a escandalizarse de nosotros y van a decir: "Otra
vez se van, nunca se asientan en un sitio"».
Viéndoles tan abatidos les dijo: «Aunque algunos se escandalicen otros
se edificarán y dirán: "Dichosos éstos que emigraron por causa de
Dios, despreciando todas las cosas. Por lo tanto os digo que el que
quiera venir que venga, yo me voy"».
Ellos se echaron por tierra y le pidieron que les permitiera acompa-
ñarles.
5 El abad Evagrio contaba: «Un hermano que no tenía nada más que un
Evangelio, lo vendió para alimentar a los pobres. Y decía una sen-
tencia digna de recordarse: "He vendido la palabra misma que man-
da: vende lo que tienes y dáselo a los pobres"». (Mat 19,21).
7 Contaba un Padre que el abad Juan el Persa, por su mucha virtud, ha-
bía alcanzado una profunda sencillez e inocencia.
58
Vivía en Arabia, cerca de Egipto. Un día pidió prestado un sólido y
compró lino para trabajar. Vino un hermano y le suplicó: «Padre,
dame un poco de lino para que me haga una rúnica». Y se lo dio con
alegría.
Otro vino a pedirle otro poco de lino para hacerse un vestido y se lo
dio también.
Otros muchos vinieron a pedirle y a todos les daba con sencillez y
alegría.
Más tarde se presentó el dueño del dinero que había recibido prestado,
reclamando su moneda. Y le dijo el anciano: «Ahora te la traigo».
Pero como no tenía nada que devolver, se fue al abad Jacobo, el
ecónomo, para pedirle un sólido.
Y por el camino encontró en el suelo un sólido, pero no lo tocó. Hizo
oración y se volvió a su celda. Y de nuevo volvió el hermano y em-
pezó a enfadarse por causa del dinero prestado. Y le dijo: «Te lo
devolveré».
Se puso de nuevo en camino y encontró la moneda en el mismo sitio
de antes, y de nuevo hizo oración y se volvió a su celda. Y de nuevo
volvió a enfadarse el hermano, y el anciano le dijo: «Espera todavía
una vez más y te traeré tu dinero».
Volvió al mismo sitio y encontró allí el sólido. Hizo oración y lo to-
mó. Y acudió al abad Jacobo y le dijo: «Padre, al venir hacia aquí,
encontré esta moneda en el camino. Hazme la caridad de preguntar
por los alrededores si alguno la ha perdido y si aparece dueño entré-
gaselo».
El ecónomo anunció durante tres días el hallazgo pero nadie reclamó
el sólido. Entonces Juan dijo al abad Jacobo: «Si nadie lo reclama se
lo daré a aquel hermano porque se lo debo. Pues cuando venia a tu
celda para que me prestases dinero para pagar mi deuda, lo encontré
en el camino».
Y se admiró el abad Jacobo de que, agobiado por su deuda, al encon-
trar la moneda en el camino no la tomase al punto para devolverla a
su acreedor. Pero todavía era más de admirar en él que si venia algu-
59
no y le pedía algo prestado, no se lo daba él mismo, sino que decía
al hermano que le pedía: «Vete, y toma lo que te haga falta».
Y cuando le devolvían lo que había prestado, decía: «Ponlo de nuevo
en su sitio». Y si no le devolvía nada el que había recibido el présta-
mo, el anciano nunca se lo recordaba.
8 Contaba uno de los Padres que una vez vino a la iglesia de las Celdas,
en tiempos del abad Isaac, un hermano vestido con un hábito muy
corto. Y al verlo el anciano lo expulsó diciendo: «Este es un lugar
para monjes. Tú eres del mundo y no puedes quedarte aquí».
60
12 Un hermano pidió al abad Serapión: «Dime una palabra». El anciano
le dijo: «¿Qué quieres que te diga? Has tomado lo que era de las viu-
das y los huérfanos, y lo has colocado en tu ventana». En efecto, la
había visto llena de libros.
17 Uno rogó a un anciano que aceptase dinero para las necesidades que
pudieran sobrevenirle. Él no quería pues le bastaba con el producto
61
de su trabajo manual. Pero el otro insistía y le suplicaba que lo acep-
tase para atender a las necesidades de los pobres. Y el anciano le
dijo: «Sería un doble oprobio para mí: recibir sin tener necesidad y
recoger vanagloria repartiendo lo que no es mío».
62
20 Uno ofreció dinero a un anciano y le dijo: «Toma esto para tus gas-
tos, eres ya viejo y estás enfermo». En efecto, estaba enfermo de
lepra. Pero el anciano respondió: «¿Vienes después de sesenta años a
quitarme a mi proveedor? Tanto tiempo como hace que padezco mí
enfermedad y nunca me ha faltado nada. Dios me da lo necesario y
me alimenta». Y no quiso recibir nada.
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El anciano vio que su deseo era guardarlas, y le dijo: «Bueno».
Vuelto a su celda, el hermano se sintió intranquilo, y se preguntó:
«¿Crees que el anciano dijo la verdad o no?». Y volvió de nuevo a la
celda del anciano y arrepentido le rogaba insistentemente: «En el
nombre del Señor, dime la verdad, pues estoy atribulado a causa de
ese dinero».
El anciano le respondió: «Te he dicho que lo guardaras porque he vis-
to que ése era tu deseo. Sin embargo, no es bueno guardar más de lo
que el cuerpo necesita. Si guardas esas dos piezas de oro, en ellas
pones tu esperanza, y si las pierdes, Dios no se ocupará de ti. Depo-
sitemos en Dios nuestros cuidados, pues él cuida de nosotros».
64
Capítulo VII
De la paciencia y de la fortaleza
Era un ángel del Señor que había sido enviado a Antonio para correc-
ción y salvaguarda. Y oyó la voz del ángel que le decía: «¡Haz esto
y te salvarás!». Y con estas palabras se llenó de alegría y de confian-
za. Y obrando así, encontró la salvación que buscaba.
4 El abad Besarión decía: «He estado de pie sobre espinas cuarenta días
y cuarenta noches sin dormir».
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otra vez al anciano le dijo: «Tampoco encuentro la paz viviendo con
otros hermanos».
Y le contestó el anciano: «Si no encuentras la paz ni en la soledad, ni
en la compañía de otros hermanos, ¿por qué quisiste hacerte monje?
¿No fue para sufrir penas? Dime, ¿cuánto tiempo hace que llevas
este hábito?».
Y dijo el otro: «Ocho años».
A lo que respondió el anciano: «Créeme, hace setenta años que visto
este hábito, y ni un solo día he podido encontrar descanso. Y tú,
¿quieres conseguirlo en ocho?».
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9 El abad Macario vino al encuentro del abad Antonio al monte. Llamó
a la puerta, salió Antonio y le preguntó: «¿Quién eres?». «Soy Maca-
rio», dijo.
Antonio cerró la puerta dejándole fuera. Y cuando hubo constatado su
paciencia le abrió. Y alegrándose de su presencia, le dijo: «Hace
mucho tiempo que deseaba verte pues he oído grandes cosas de ti».
Llegada la tarde, el abad Antonio preparó unas palmas para él solo.
Macario le dijo: «Dame y yo las prepararé para trabajar».
Pero Antonio le contestó: «No tengo preparadas más que éstas». En-
tonces Macario se preparó él solo un gran montón.
Y sentados largo tiempo hablaban de cosas útiles para el alma, mien-
tras tejían, y las esteras, por una ventana, caían a una gruta. Y al
levantarse por la mañana, Antonio vio la enorme cantidad de esteras
que había fabricado el abad Macario y lleno de admiración le besó
las manos diciendo: «Una gran virtud sale de estas manos».
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12 Se contaba que el abad Milo vivía en Persia con dos discípulos. Dos
hijos del emperador salieron de caza como tenían por costumbre y
echaron sus redes cuarenta millas a la redonda para matar todo lo
que encontrasen dentro de ellas. Encontraron a un anciano con dos
discípulos dentro de la red y al verle velludo y con aspecto salvaje,
se extrañaron y le preguntaron: «¿Eres un hombre o un espíritu?».
Ellos le dijeron: «No hay más dioses que el Sol, el Fuego y el Agua.
Adórales, y ven a ofrecerles sacrificios».
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14 El abad Pastor contaba que el presbítero Isidoro de Scitia dijo un día
a la asamblea de los hermanos: «Hermanos, ¿no hemos venido aquí
para trabajar? Y ahora veo que aquí no hay trabajo. Por tanto, cojo
mi tienda y voy a donde haya trabajo. Así encontraré la paz».
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lo segundo obrando en toda virtud. Grita las palabras del profeta:
"Yo soy pobre y desdichado" (Sal 68, 30). Por esta clase de tribula-
ciones serás más perfecto, pues dice también: "En la angustia, Tú
me abres la salida" (Sal 4, 2).
Entrenemos nuestras almas al máximo con esta clase de ejercicio, por-
que tenemos ante nuestros ojos a nuestro enemigo».
Hemos perdido un instrumento de avidez, pero con los ojos del alma
contemplemos la gloria de Dios. ¿Nos quedamos sordos?, no nos
aflijamos. Hemos perdido el escuchar cosas vanas. ¿Se debilitan
nuestras manos?, preparemos las del alma para luchar contra las ten-
taciones del enemigo. ¿Ataca la enfermedad todo nuestro cuerpo? La
salud del hombre interior crece».
18 Dijo también: «En el mundo, a los que cometen algún crimen los en-
vían a la cárcel, aun en contra de su voluntad.
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viento favorable. Pero luego sopla un viento contrario. Pero no por
ello los marineros arrojan su cargamento al mar, ni abandonan la
nave. Aguantan un poco o luchan contra la tempestad y de nuevo
encuentran el rumbo exacto. También nosotros, cuando nos sintamos
llevados por el espíritu contrario, despleguemos como vela la cruz y
realizaremos sin peligro la travesía de esta vida».
71
24 «¿Qué debo hacer?, preguntó un hermano a un anciano, pues mis
pensamientos me impiden permanecer una hora seguida en mi cel-
da».
Y el anciano le contestó: «Vuelve a tu celda, hijo mío, trabaja allí con
tus manos, ruega a Dios sin cesar, arroja tus preocupaciones en el
Señor y que nadie te induzca a salir de allí».
Y añadió: «Un joven del mundo, cuyo padre aún vivía, quería hacerse
monje. Se lo pidió insistentemente a su padre pero éste no consintió.
Más tarde, agobiado por unos íntimos amigos, accedió a regañadien-
tes. Partió el joven y entró en un monasterio. Y hecho monje empe-
zó a cumplir con toda perfección todas las obligaciones del monaste-
rio, ayunando todos los días.
Luego empezó a no tomar nada durante dos días y a comer una sola
vez por semana. Su abad al verle se maravillaba y bendecía a Dios
por esta abstinencia y este fervor.
Poco tiempo después, el hermano empezó a suplicar al abad: "Por
favor, Padre, permíteme que vaya al desierto". "No pienses en ello,
pues no puedes soportar esa prueba, ni las tentaciones y artimañas
del demonio. Y cuando te acometa la tentación no tendrás allí a na-
die para que te ayude en las tribulaciones que descargará contra ti el
enemigo". Él insistió en que le dejara marchar.
Viendo el abad que no podía retenerlo, después de hacer oración, le
dejó marchar. El hermano le pidió: "Padre, concédeme que me ense-
ñen el camino que debo seguir".
El abad le señaló dos monjes del monasterio y partieron los tres. Ca-
minaron por el desierto un día y luego otro. Agotados por el calor se
tumbaron en el suelo. Y mientras dormían un poco, vino un águila
que les tocó con sus alas, se les adelantó un poco y luego se posó en
tierra. Los monjes se despertaron, y al ver el águila dijeron al her-
mano: "Es tu ángel. ¡Levántate y síguele!".
El hermano se despidió de ellos y se llegó hasta donde estaba el águi-
la, la cual enseguida reanudó su vuelo para posarse un estadio más
allá. Y el hermano volvió a seguirla, y el águila voló de nuevo y se
posó no lejos de allí.
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Y esto se repitió durante tres horas. El hermano siguió al águila hasta
el momento en que giró a la derecha y desapareció. El hermano, sin
embargo, continuó su camino y vio tres palmeras, una fuente y una
pequeña gruta. "Éste, exclamó, es el lugar que Dios me ha prepara-
do".
Entró y se acomodó. Comía dátiles y bebía agua de la fuente. Y vivió
allí seis años sin ver a nadie. Pero un día, se le presentó el diablo
bajo las apariencias de un abad viejo, de terrible aspecto. Al verlo el
hermano tuvo miedo y se postró en oración. Cuando se levantó le
dijo al diablo: "Oremos otra vez hermano".
Cuando se levantaron preguntó el diablo: "¿Cuánto tiempo llevas
aquí?". "Seis años", le respondió. Y le dijo el demonio: "He sido tu
vecino y hasta hace cuatro días no he podido saber que vivías aquí.
Tengo mi celda no muy lejos y hace once años que no salía de ella
hasta hoy, que supe que vivías tan cerca. Y me dije: 'Voy a ver a
este hombre de Dios y hablemos de lo que toca a la salvación de
nuestras almas'.
Y creo hermano que no ganamos nada quedándonos en nuestras cel-
das, porque no recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo y temo que
nos alejemos de Él si nos apartamos de estos misterios. A tres millas
de aquí hay un monasterio con un sacerdote. Vayamos todos los do-
mingos o cada dos semanas, recibamos el cuerpo y la sangre de Cris-
to y volvamos a nuestras celdas".
Le agradó al hermano esta recomendación diabólica y llegado el do-
mingo vino el diablo y dijo: "Vamos, ya es hora". Y se fueron al
citado monasterio donde había un sacerdote, entraron en la iglesia y
se pusieron en oración.
Y al levantarse el hermano no vio al que le había traído, y pensó:
"¿Dónde se habrá ido? Tal vez se haya ido a hacer sus necesidades".
Esperó un buen rato pero no volvió.
Salió fuera y como no conseguía encontrarlo, preguntó a los hermanos
del monasterio: "¿Dónde está el abad que ha entrado conmigo en la
iglesia?". Pero ellos le respondieron: "No hemos visto a nadie más
que a ti".
73
Entonces cayó en la cuenta el hermano que era el demonio, y pensó:
"Mira con cuanta astucia me ha sacado el diablo de mi celda. Pero
no importa, pues he venido para una buena obra. Recibo el cuerpo y
la sangre de Cristo y me vuelvo a mi celda".
Acabada la misa, quiso volver a su ermita, pero el abad del monaste-
rio le retuvo diciendo: "No te dejaremos marchar hasta que hayas
comido con nosotros". Y después de comer volvió a su retiro.
De nuevo se le presentó el diablo disfrazado como un joven de mundo
que empezó a examinarle de pies a cabeza, mientras decía: "¿Es és-
te? No, no es". Y el hermano le dijo: "¿Por qué me miras así?".
Y él le contestó: "Ya veo que no me conoces. Después de tanto tiem-
po, ¿cómo ibas a conocerme? Soy hijo de un vecino de tu padre. ¿Tu
padre no es fulano de tal? ¿Y tu madre no se llama mengana? ¿Y tu
hermana y tú no tenéis tal y tal nombre? ¿Y los criados no son éste y
aquél? Tu madre y tu hermana murieron hace tres años. Tu padre
acaba de morir y te ha nombrado heredero diciendo: '¿A quién deja-
ré mis bienes sino a mi hijo, santo varón, que dejó el mundo para
seguir a Dios? Dejo a él toda mi fortuna. Si alguno teme al Señor y
sabe donde está, dígale que venga a distribuir mis bienes entre los
pobres para la salvación de mi alma y de la suya'. Salió mucha gente
a buscarte, pero no te encontraron. Yo he venido aquí para cierto
negocio y te he reconocido. No te demores, ve, vende todo y cumple
la voluntad de tu padre".
El hermano contestó: "No es necesario que vuelva al mundo".
"Si no vienes, respondió el diablo, y esa fortuna se pierde, tendrás
que dar cuenta delante de Dios. ¿Qué hay de malo en que vayas,
repartas como buen administrador esos bienes entre los pobres y ne-
cesitados para que no se dilapide entre meretrices y gente de mal
vivir lo que estaba destinado a los pobres? ¿Qué dificultad hay para
que vayas, repartas las limosnas según la voluntad de tu padre y para
salvación de tu alma y vuelvas a tu celda?". Y el demonio acabó por
persuadir al hermano para que volviese al mundo. Le acompañó has-
ta la ciudad y luego le abandonó.
El hermano quiso entrar en su casa, creyendo que su padre estaba
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muerto, pero en aquel momento el padre salía vivo de su casa. Al
verlo no le reconoció y le preguntó: "¿Quién eres tú?". El monje se
turbó y no sabía qué responder. Su padre insistía para saber de dónde
venia y entonces lleno de confianza le dijo: "Soy tu hijo". Y el padre
le preguntó: "¿Para qué has vuelto?".
Le dio vergüenza confesar la razón de su venida y le contestó: "He
venido por amor tuyo, porque estaba deseando verte". Y se quedó
allí.
Poco tiempo después cayó en la fornicación. Castigado muy duramen-
te por su padre, el infeliz no se arrepintió y se quedó en el mundo.
Por tanto, hermano, esto te digo: el monje nunca debe salir de su cel-
da por instigación de otro y bajo ningún pretexto».
27 Un hermano dijo al abad Arsenio: «¿Qué debo hacer, pues estoy afli-
gido por este pensamiento: si no puedes ayunar ni trabajar, al menos
visita a los enfermos, que esto es digno de recompensa?».
Conoció al anciano la insinuación diabólica, y le dijo: «Vete, come,
bebe y duerme, pero no salgas de tu celda». Sabía que la fidelidad a
la celda lleva al monje a la perfección.
Tres días después el monje fue preso de acedia. Pero encontró unas
pequeñas palmas, las cortó y al día siguiente se puso a hacer con
ellas una estera.
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Al sentir hambre se dijo: «Ya quedan pocas palmas, las terminaré de
tejer y entonces comeré». Y al terminar se dijo de nuevo: «Leeré un
poco y luego comeré». Y cuando terminó su lectura pensó: «Recite-
mos algunos salmos y después comeré sin escrúpulos».
Así, poco a poco, con la ayuda de Dios fue progresando hasta conse-
guir llegar al cumplimiento de su obligación. Y adquirió seguridad
para vencer los malos pensamientos.
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Al oírlo el anciano se animó de nuevo celo y puso su celda más lejos
todavía del lugar del agua.
32 Los Padres decían: «Si te viene una tentación en el lugar donde habi-
tas, no abandones el lugar en el tiempo de la tentación, porque si lo
abandonas encontrarás ante ti, en todas partes, lo que querías apar-
tar. Ten paciencia hasta que pase la tentación, para que tu marcha no
sea ocasión de escándalo y pueda perjudicar a los que viven a tu al-
rededor».
77
Y respondió: «El monje debe observar cómo los perros cazan a las
liebres. Uno de ellos ve una liebre y la sigue. Los otros, que sólo
han visto correr al perro, le siguen durante cierto tiempo, pero lue-
go, cansados, se vuelven. Sólo el perro que ha visto a la liebre la
persigue hasta que la alcanza. La dirección de su carrera no se modi-
fica porque los otros se vuelvan atrás. No le importan ni los precipi-
cios, ni las selvas, ni las zarzas. Le arañan y pinchan las espinas,
pero no descansa hasta que ha logrado su presa.
Así debe de ser el monje que busca a Nuestro Señor Jesucristo. Mira
sin cesar a la cruz y pasa por encima de todos los escándalos que
encuentra, hasta llegar al Crucificado».
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decía: «¿Cuándo volveré a encontrarme como antes?». Y desalentado
no hacía nada para empezar a vivir como monje. Se llegó a un ancia-
no y le contó lo que le sucedía.
El anciano, después de escucharle, le puso este ejemplo: «Un hombre
tenía una propiedad y por su negligencia se hizo improductiva lle-
nándose de abrojos y espinas. Quiso más tarde cultivarla, y dijo a su
hijo: "Vete y rotura aquel campo". El hijo fue a la finca, pero al ver
tanto cardo y tanta espina, se desanimó y dijo: "¿Cuándo conseguiré
dejar limpio todo este campo?". Y se echó a dormir. Y esto lo repi-
tió durante muchos días. Más tarde, vino el padre para ver el trabajo
y se encontró con que ni siquiera había empezado. Y preguntó a su
hijo: "¿Por qué no has hecho nada hasta ahora?". Y el joven le res-
pondió: "Al llegar aquí y ver tanto cardo y tanta espina, me sentí sin
ánimos para empezar el trabajo y me eché a dormir". El padre le
dijo: "Hijo mío, limpia cada día el espacio que ocupes tumbado en el
suelo. Tu trabajo avanzará así poco a poco, sin que te desanimes".
El joven lo hizo así y en poco tiempo quedó limpio el campo.
Tú también, hermano, trabaja poco a poco y no te dejes llevar del
desaliento. Dios por su infinita misericordia te volverá a tu primer
estado».
Al oír esto el hermano se fue y con gran paciencia hizo lo que el an-
ciano le había enseñado. Y encontró la paz avanzando en la virtud
por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.
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El hermano comprendió entonces que no hay que desesperar por los
pensamientos que a uno le vienen. Estos pensamientos son más bien
nuestra corona, sí sabemos llevarlos con paciencia.
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Y el otro respondió: «Perdóname, Padre, porque no he hecho nada».
El anciano pensando que no se lo quería decir por humildad, insistió:
«No te dejaré en paz hasta que me digas lo que has hecho o lo que
has pensado esta noche». El hermano no tenía conciencia de lo que
había hecho y no sabía qué decir.
Y de nuevo repitió al anciano: «Perdóname, Padre, no he hecho nada.
Tan sólo que he tenido siete veces deseos de irme a dormir, pero
como no me habías despedido, como de costumbre, no me fui».
Al oír esto el anciano comprendió al punto que había sido coronado
por Dios cada una de las veces que había resistido a su deseo. Al
hermano, para su mayor provecho, no le dijo nada, pero lo contó a
otros Padres espirituales para que sepamos que por unos pensamien-
tos de poca monta, Dios nos da una corona.
Es bueno, pues, que el hombre se haga violencia en todo por Dios,
porque como escrito está: «El Reino de los cielos sufre violencia y
los violentos lo conquistan». (Mt 11,12).
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45 Decía un anciano: «Si te sobrevienen enfermedades corporales no te
desanimes, porque si el Señor quiere debilitar tu cuerpo ¿por qué
llevarlo a mal? ¿Acaso no piensa en ti en toda ocasión y en cualquier
circunstancia? ¿Puedes tú vivir sin El? Ten, pues, paciencia y pídele
lo que te conviene, es decir, hacer siempre su santa voluntad, y co-
me con paciencia lo que te den por caridad».
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Capítulo VIII
No se debe hacer nada para ser visto
1 El abad Antonio oyó contar que un monje joven había hecho un mila-
gro en el camino. Había visto a unos ancianos que caminaban fatiga-
dos y mandó a los onagros que vinieran y los transportasen hasta la
morada del abad Antonio.
Los mismos ancianos se lo contaron al abad Antonio y éste replicó:
«Creo que ese monje es un navío sobrecargado de riquezas, pero no
sé si podrá llegar a puerto».
Poco después el abad Antonio se echó de repente a llorar y lamentarse
arrancándose los cabellos. Y al verlo así sus discípulos le dijeron:
«¿Por qué lloras, Padre?».
El anciano respondió: «Una gran columna de la Iglesia acaba de
caer». Se refería a aquel monje joven.
Y añadió: «Id donde él y ved lo que ha sucedido».
Los discípulos fueron y lo encontraron sentado sobre una estera, llo-
rando su pecado.
Al ver a los discípulos de Antonio, les dijo: «Decid al anciano que
pida a Dios que me conceda diez días para reparar mi pecado».
Pero murió cinco días después.
3 Se decía del abad Arsenio y del abad Teodoro de Fermo que por enci-
83
ma de todo aborrecían la vanagloria. El abad Arsenio no acudía fá-
cilmente a las llamadas de sus visitantes. El abad Teodoro sí acudía,
pero era como una espada para él.
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Aprendió también a obrar en secreto y dijo al anciano: «Ciertamente
vuestra conducta está lejos de toda hipocresía».
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Entonces el anciano le dio de comer y le hizo con todo cariño esta
amonestación: «Hijo mío, si quieres adelantar en la vida espiritual
quédate en tu celda, vigila y trabaja con tus manos. Te conviene mu-
cho más quedarte en la celda que salir de ella».
Al oír esto, el hermano se irritó, y su rostro mudó de color hasta el
punto de que no lo pudo ocultar al anciano.
El abad Serapión le dijo entonces: «Hasta ahora decías: "Soy pecador"
y te considerabas indigno de vivir, y porque te avisé con caridad, ¿te
enfadas de ese modo? Si de verdad quieres ser humilde, aprende a
soportar virilmente lo que te imponen los demás y no a decir pala-
bras odiosas contra ti mismo».
Al oír esto el hermano se arrepintió ante el anciano y se marchó muy
aprovechado.
86
11 Un hermano preguntó al abad Matoés: «Si voy a un lugar para que-
darme allí, ¿cómo debo comportarme?». El anciano le respondió:
«Donde quiera que estés no quieras hacerte notar por ninguna cosa,
diciendo por ejemplo: "No acudo a la asamblea de los hermanos, o
no como esto o aquello". Estas cosas te darán un vano honor, pero
después tendrás muchas molestias, pues la gente acude allí donde oye
decir que suceden estas cosas».
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visitar al abad Sisoés. Y como tenía que marchar, el abad Sisoés le
preparó de mañana la comida. Era día de ayuno, y mientras ponían
la mesa, llamaron a la puerta unos hermanos.
El abad dijo a su discípulo: «Dales un poco de papilla, porque ven-
drán cansados». Y el abad Adelfio intervino: «Que esperen un poco,
para que no vayan diciendo que el abad Sisoés come desde la maña-
na».
El anciano le miró sorprendido y dijo al hermano: «Vete y dales la
papilla».
Al ver la papilla los recién llegados dijeron: «¿Tenéis huéspedes? ¿O
acaso el anciano come con vosotros?».
Y el hermano contestó: «Si». Y ellos, entristecidos, dijeron: «Que
Dios os perdone el haber permitido al anciano comer a esta hora.
¿No sabéis que lo expiará durante muchos días?».
Al oír esto el obispo hizo una metanía ante el anciano y le dijo: «Per-
dóname, Padre. He pensado a la manera de los hombres. Tú has
obrado según Dios».
Y el abad Sisoés le contestó: «Si Dios no glorifica al hombre, la gloria
de los hombres no tiene ninguna consistencia».
16 El abad Amón, de Raitún, dijo al abad Sisoés: «Cuando leo las Escri-
turas, me preocupo de adornar mí pensamiento para estar preparado
y poder responder a las preguntas».
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18 En otra ocasión vino a visitarle otro gobernador. Los clérigos se ade-
lantaron para decirle: «Padre, prepárate, porque el gobernador ha
oído hablar de ti y viene para pedirte la bendición».
Y él les dijo: «Bien, me prepararé». Se vistió de saco, tomó pan y
queso, se sentó a la puerta de su celda y se puso a comer.
Llegó el gobernador con su escolta y al verle le despreciaron dicien-
do: «¿Este es el ermitaño del que hemos oído decir tantas cosas?». Y
al punto, se dieron media vuelta y se volvieron a la ciudad.
22 Un hermano muy austero, que no comía más que pan, fue a visitar a
un anciano. Y llegaron también, muy a propósito, otros peregrinos.
Y el anciano preparó para todos un poco de papilla. Se pusieron a
comer y aquel hermano tan austero tomó tan sólo un garbanzo duran-
te la comida.
89
Y al levantarse de la mesa, el anciano le llamó aparte y le dijo: «Her-
mano, cuando visites a alguno, no des a conocer allí tu modo de pro-
ceder. Si lo quieres guardar quédate en tu celda y no salgas nunca de
ella».
El hermano obedeció al anciano y en adelante hacia en todo vida co-
mún cuando se encontraba con otros hermanos.
23 Dijo un anciano: «El cuidado por agradar a los hombres hace perder
todo el aprovechamiento espiritual y deja al alma seca y descarna-
da».
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Capítulo IX
No hay que juzgar a nadie
1 Un hermano del monasterio del abad Elías sucumbió ante una tenta-
ción y fue expulsado. Y se fue al monte con el abad Antonio. Per-
maneció con él algún tiempo, y luego Antonio le envió de nuevo al
monasterio de donde había venido. Pero en cuanto lo vieron los her-
manos lo volvieron a expulsar.
Regresó el hermano a donde estaba el abad Antonio y le dijo: «Padre,
no me han querido admitir».
El anciano les mandó decir: «Un navío naufragó en el mar y perdió su
cargamento. Con mucho esfuerzo el barco ha llegado a tierra, y aho-
ra vosotros ¿queréis hundir esa nave que ha llegado a la orilla sana y
salva?».
Cuando supieron que era el abad Antonio el que lo enviaba, inmedia-
tamente lo recibieron.
91
Y el ángel le dijo: «Levántate, Dios te ha perdonado. Pero en adelante
no juzgues a nadie antes de que lo haya hecho Dios».
5 El abad José preguntó alabad Pastor: «Dime ¿cómo llegaré a ser mon-
je?». Y el anciano le dijo: «Si quieres encontrar la paz en este mundo
y en el otro, di en toda ocasión: "¿Quién soy yo?" y no juzgues a
nadie».
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ba y le vieron inmerso en un gran dolor y le aconsejaron que fuese a
ver a aquel anacoreta.
Pero él rehusó diciendo: «Moriré aquí».
Al llegar los hermanos donde estaba el abad Pastor se lo contaron, y
éste les pidió que volviesen donde el hermano y le dijesen: «El abad
Pastor te llama».
Y el hermano se puso en camino. Al ver su dolor, el anciano se le-
vantó, le abrazó y con gran alegría le invitó a comer. Luego envió a
uno de sus hermanos para que fuese al anacoreta con este mensaje:
«Me han hablado mucho de ti y hace muchos años que quiero verte,
pero por nuestra mutua pereza no hemos podido vernos. Pero ahora,
gracias a Dios, tenemos una oportunidad. Tómate la molestia de ve-
nir hasta aquí para que podamos vernos.» Pues, en efecto, el ermita-
ño nunca salía de su celda.
Al recibir este mensaje el eremita pensó: «Si el anciano no tuviese
alguna revelación de Dios para mí, no me hubiese llamado a bus-
car». Se levantó y fue a su encuentro.
Después de saludarse mutuamente con gran alegría se sentaron. Y el
abad Pastor comenzó a decir: «Dos hombres vivían en un mismo
lugar y cada uno tenía en su casa un difunto.
Pero uno de ellos dejó su muerto y se fue a llorar por el difunto del
otro».
A estas palabras el anciano se arrepintió acordándose de lo que había
hecho, y dijo: «Pastor esta arriba en el cielo. Yo abajo en la tierra».
93
poniendo en una cestilla un poco de arena la llevaba delante de si. A
los Padres que le preguntaban qué significaba aquello les dijo: «Este
saco que tiene tanta arena son mis pecados. Como son míos me los
puse a mi espalda para no penar ni llorar por ellos. Este poco de are-
na de la cesta, son los pecados de este hermano, los pongo ante mis
ojos y me cebo en ellos para condenar a mi hermano. No es esto lo
que debería hacer. Debería llevar delante de mí mis pecados para
pensar en ellos y pedirle a Dios que me los perdone.»
Al oírle los Padres dijeron: «Verdaderamente este es el camino de la
salvación».
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nes, uno de ellos salió del monasterio y vio a uno que comía por la
mañana.
El hermano le dijo: «¿Cómo siendo viernes comes a esta hora?».
Al día siguiente se celebró la misa como de costumbre, pero el otro
hermano, al ver a su compañero se dio cuenta de que la gracia divina
se había ido de él y se entristeció mucho.
Al volver a la celda le preguntó: «¿Que has hecho, hermano, que no
he visto en ti la gracia de Dios como la veía antes?».
El otro respondió: «No tengo conciencia de ninguna acción ni de nin-
gún pensamiento culpable».
El otro insistió: «¿Tampoco has dicho nada malo?».
Y acordándose, el compañero le respondió: «Sí, ayer vi a uno que
comía por la mañana y le dije: "¿A esta hora comes un viernes?".
Éste es mi pecado. Hagamos penitencia los dos juntos durante dos
semanas y pidamos a Dios que me perdone».
Lo hicieron así y dos semanas más tarde el hermano vio de nuevo
cómo la gracia de Dios volvía a su hermano. Se consolaron mucho y
dieron gracias a Dios que es el único bueno.
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Capítulo X
De la discreción
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Al oír esto el cazador se arrepintió y se aprovechó mucho de la lec-
ción del anciano. Los hermanos, reconfortados, volvieron a sus cel-
das.
8 Contaba el abad Pedro, que fue discípulo del abad Lot: «Un día estaba
yo en la celda del abad Agatón, y vino un hermano a decirle: "Deseo
vivir con los hermanos, pero dime cómo tengo que convivir con
ellos".
Y el anciano le dijo: "Como el primer día de tu incorporación a la
comunidad, conserva tu condición de extraño todos los días de tu
vida, de manera que nunca tengas parrhesia con ellos”.
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El abad Macario le preguntó: “¿Cuál es pues el fruto de esas familia-
ridades?”.
El anciano dijo: "La parrhesia se parece a un viento devastador.
Cuando se levanta, todos huyen de él porque seca hasta el fruto de
los árboles".
E insistió el abad Macario: "¿Pero tan nociva es la familiaridad?".
"Sí, contestó el abad Agatón, no hay pasión peor que la parrhesia. Es
la madre de todas las pasiones. El monje que quiere avanzar en su
vocación debe huir de ella, aunque esté solo en su celda"».
10 Se contaba del abad Agatón que fueron a verle unos hermanos porque
habían oído decir de él que era una persona de gran discreción. Y
queriendo ver si montaba en cólera, le dijeron: «¿Eres tú Agatón?
Hemos oído que eres un fornicario y un soberbio». Y él contestó:
«Así es».
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escrito: "Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al
fuego" (Mt 3,10), conviene, pues, poner todo nuestro empeño en el
fruto, es decir, en el cuidado del alma. Pero también tenemos necesi-
dad de la sombra y de la belleza de las hojas, que son el trabajo cor-
poral». El abad Agatón era muy inteligente y laborioso. El mismo se
abastecía de todo y, aunque muy asiduo en el trabajo, se contentaba
con muy poco en el comer y en el vestir.
12 Tuvo lugar en Scitia una asamblea para arreglar cierro asunto. Ter-
minada la asamblea, el abad Agatón se presentó a los hermanos y les
dijo: «No habéis acertado en el juicio». Ellos le dijeron: «¿Quién eres
tú y qué es lo que dices?». Y él respondió: «Soy hijo de hombre; es-
crito está: "¿De veras pronunciáis justicia, juzgáis según derecho a
los hijos de Adán?"». (Sal 58).
El tercer anciano, el de mala fama, le pidió: «Hazme una red para que
tenga una bendición de tus manos». Y al punto Aquilas le contestó:
«Te haré una». Los dos primeros, que no habían tenido éxito en su
petición, le tomaron aparte y le preguntaron: «¿ Por qué cuando no-
sotros te lo hemos pedido, no has querido hacerlo y en cambio a este
otro le has dicho: "Te la haré"». Y el anciano les respondió: «A vo-
sotros os he dicho que no porque no tengo tiempo y sé que no os vais
a enfadar por mi respuesta. Este otro, si le hubiera dicho que no,
habría pensado: "El anciano ha sabido mi mala fama y por eso no ha
querido hacerme la red". Y por eso me he puesto enseguida a prepa-
rar el hilo necesario. Así he tranquilizado su alma para que no caye-
se en la tristeza».
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15 Un anciano había pasado cincuenta años sin comer pan y sin beber
apenas agua. Y decía: «He matado la impureza, la avaricia y la va-
nagloria».
Y habiéndolo sabido el abad Abraham vino a su encuentro y le dijo:
«¿Has dicho tú estas palabras?». Y el otro respondió: «Sí».
Y le preguntó el abad Abraham: «Si entras en tu celda y encuentras en
tu lecho a una mujer, ¿puedes tú no pensar que se trata de una mu-
jer?». «No, dijo el viejo, pero lucho contra mi pensamiento para no
tocarla».
Y le dijo el abad Abraham: «Entonces no has matado la impureza,
puesto que la pasión sigue viviendo, tan sólo la has encadenado. Y si
vas por el camino y encuentras piedras, trozos de vasijas y entre
ellos oro, al verlo ¿puedes tomarlo también por piedras?».
«No, volvió a responder el otro, pero resisto a la tentación de reco-
gerlo».
E insistió Abraham: «La pasión vive, aunque está atada». Y prosiguió:
«Si oyes de dos hermanos que uno te estima y habla bien de ti, el
otro te odia y te calumnia, silos dos se llegan a ti, ¿recibirás a los
dos de la misma manera?». «No; pero me haría violencia para tratar
lo mismo al que me odia y al que me ama».
Y el abad Abraham concluyó: «Las pasiones siguen viviendo. Lo úni-
co que consiguen los santos varones es encadenarías».
16 Uno de los Padres contó que en las Celdas vivía un anciano vestido
de saco y que trabajaba sin descanso. Un día se acercó a ver al abad
Amonas, que al verle cubierto de saco le dijo: «Esto no re sirve de
nada». Y el anciano le confió: «Me atormentan tres pensamientos:
uno me empuja a retirarme a algún lugar del desierto, otro a peregri-
nar donde no me conozcan, un tercero a encerrarme en una celda sin
ver a nadie y comiendo sólo pan cada dos días». El abad Amonas le
respondió: «No te conviene hacer ninguna de esas tres cosas. Al con-
trario, continúa en tu celda, come un poco todos los días teniendo en
tu corazón las palabras de aquel publicano que se lee en el Evangelio
(Lc 18,13), y así te podrás salvar».
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17 Decía el abad Daniel: «Cuanto más fuerte está el cuerpo, más seca
está el alma». Y añadía: «Cuanto más se cuida el cuerpo más frágil
se torna el alma. Cuanto más frágil está el cuerpo, más cuidada está
el alma».
21 Un día que el abad Efrén pasaba por la ciudad, una prostituta que
había sido enviada por alguno, empezó a halagarle, deseando, si fue-
ra posible, arrastrarlo al pecado, y si no lo conseguía, por lo menos
101
inducirle a la ira, ya que nadie le había visto nunca airado, ni tampo-
co disputar con otra persona. El le dijo: «Sígueme». Y la llevó a una
plaza llena de gente donde le dijo: «Ven aquí para que satisfaga tus
deseos». Ella, al ver tanta gente dijo: «¿Cómo vamos a fornicar aquí,
delante de tanta gente? Seria muy vergonzoso». Y el abad le respon-
dió: «Si te da vergüenza delante de los hombres, ¿cuánto más debe-
mos avergonzarnos delante de Dios que "ilumina los secretos de las
tinieblas"». (1 Cor 4,5). La mujer se retiró avergonzada y sin poder
lograr sus perversos propósitos.
24 El mismo abad Teodoro fue a ver al abad Juan, que era eunuco de
nacimiento. Durante la conversación dijo el abad Teodoro: «Cuando
vivía en Scitia nuestra tarea principal era el alma, el trabajo manual
era secundario. Mas ahora el trabajo del alma se hace como de pasa-
da».
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27 Decían del abad Juan, el enano, que dijo un día a su hermano mayor:
«Quiero estar seguro y sin preocupaciones como los ángeles, que no
trabajan y sirven continuamente a Dios». Se quitó sus vestidos y se
fue al desierto. Al cabo de una semana volvió y llamó a la puerta de
su hermano. Este, sin abrir, preguntó: «¿Quién eres?».
«Soy yo, Juan» respondió. Y su hermano le contestó: «Juan se ha con-
vertido en ángel y ya no está entre los hombres». Pero él insistía:
«Soy yo». Pero no le abrió y le dejó que sufriera un buen raro. Lue-
go le abrió y le dijo: «Si eres hombre, tienes necesidad de trabajar
para vivir, pero si eres ángel, ¿por qué tienes necesidad de entrar en
la celda?». Juan hizo una metanía diciendo: «Hermano, perdóname
porque he pecado».
28 Un día unos ancianos entre los que se encontraba Juan, el enano, vi-
nieron a Scitia. Y mientras comían, un sacerdote muy venerable se
levantó para ofrecer a cada uno un vaso de agua. Pero nadie consin-
tió en ello más que Juan el enano. Los otros se extrañaron y le dije-
ron: «¿Cómo tú, el más pequeño de rodos, te has dejado servir por
este anciano tan venerable?». Y Juan le contestó: «Cuando me levan-
to para ofrecer agua, me alegra que rodos beban, pues así recibiré
mi recompensa. Por esa misma razón he aceptado, para que el que se
levantó a servir recibiera su recompensa y no se sintiera triste porque
nadie aceptara». Al oírle todos se admiraron de su discreción.
29 Un día el abad Pastor preguntó al abad José: «¿Qué debo hacer cuan-
do me vienen tentaciones: resisto o las dejo entrar?». El anciano le
dijo: «Déjalas entrar y lucha contra ellas».
Al oír el abad Pastor la respuesta que el abad José había dado a este
monje de la Tebaida, volvió a Panefo y se quejó al abad José: «Pa-
103
dre, yo re abrí mi corazón, y me has dado una respuesta distinta a la
que le has dado a ese hermano de la Tebaida».
Y le preguntó el anciano: «¿Sabes que re amo?». «Sí, lo sé», respon-
dió Pastor. «¿No me pediste que te dijera lo que sentía, como si se
tratase de mí mismo? Pues mira: sí vienen las tentaciones y das y
recibes golpes en la lucha contra ellas, sales más experimentado. Te
he hablado, pues, como yo lo veo. Pero a otros no les conviene que
dejen acercarse a las tentaciones, sino que deben rechazarlas inme-
diatamente».
30 El abad Pastor contó también: «En una ocasión fui a la Baja Heraclea
para ver al abad José. Había en su monasterio una higuera espléndi-
da y por la mañana me dijo: "Ve, coge higos y come". Era viernes y
no comí por causa del ayuno y le pregunté: "En nombre del Señor:
explícame por qué me has dicho: 'Ve y come. No he ido por causa
del ayuno, pero estoy avergonzado por no haber cumplido tu orden,
pues pienso que no me lo has mandado sin una razón para ello". El
me respondió: "Los Padres más antiguos, al principio, no mandan
cosas razonables a sus hijos, sino más bien cosas disparatadas. Si ven
que hacen esos disparares, ya sólo les mandan cosas útiles, pues han
visto que obedecen en todo"».
32 El abad Isaac de Tebas decía a sus hermanos: «No traigáis niños aquí.
Por causa de los niños, cuatro iglesias se han quedado vacías».
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cada dos días». Y el abad Lucio le respondió: «El profeta Isaías dice:
"Aunque inclines tu cabeza como un junco no por ello será aceptado
tu ayuno (Isaías 58,5). Guarda más bien el corazón de los malos
pensamientos». Y de nuevo dijo el abad Longinos: «Mi tercer propó-
sito es huir de la vista de los hombres» .Y le conminó el abad Lucio:
«Si no enmiendas antes tu vida, viviendo entre los hombres, tampoco
viviendo solo conseguirás enmendarte».
34 Decía el abad Macario: «El recordar el mal que nos han hecho los
hombres, impide a nuestra mente el acordarnos de Dios. Pero si re-
cordamos los males que nos causan los demonios, seremos invulne-
rables».
37 Dijo un hermano al abad Pastor: «Estoy inquieto aquí y por eso quie-
ro abandonar este lugar». Y le preguntó el anciano: «¿Cuál es el mo-
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tivo de esa turbación?». Y le respondió el hermano: «He oído algu-
nas cosas de un hermano y me han escandalizado». Y el anciano le
dijo: «¿Es que no son verdad esas cosas que oíste?». «Sí Padre, son
verdad, pues el hermano que me las ha dicho es fiel».
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de moraba. Al ver al ermitaño, el hermano se extrañó y se llenó de
alegría.
El anacoreta le dijo: «Muestra tu caridad para conmigo y llévame al
abad Pastor».
El hermano lo llevó a su presencia y lo presentó diciendo: «Un hom-
bre ilustre, de gran caridad y muy honrado en su país ha venido con
el deseo de verte».
El anciano Pastor le recibió amablemente y después de saludarle se
sentaron. El peregrino empezó a hablar de las Sagradas Escrituras y
de cosas espirituales y celestiales, pero el abad Pastor le volvió el
rostro y no le respondió palabra. Al ver que no le hablaba, el eremita
salió muy triste y dijo al hermano que le había acompañado: «He
hecho el viaje en balde. He venido a ver al anciano y no se digna
hablarme».
El hermano entró en la celda del abad Pastor y le dijo: «Padre, este
ilustre varón tan célebre en su país, ha venido por ti, ¿por qué no le
hablas?».
Y el anciano le contestó: «Es un hombre de arriba y habla de cosas
del cielo. Yo soy de abajo y hablo de cosas de la tierra. Si me hubie-
se hablado de pasiones del alma ciertamente le hubiera respondido,
pero si me habla de cosas espirituales, yo no sé de esas cosas».
El hermano salió y dijo al eremita: «El anciano no habla fácilmente de
la Escritura, pero si le hablas de las pasiones del alma responderá».
El anacoreta, conmovido, entró de nuevo y dijo al abad: «Padre,
¿qué debo hacer, pues me dominan las pasiones?».
El anciano le miró con alegría y le dijo: «Bienvenido seas ahora. Te
hablaré de ello y oirás cosas interesantes».
El otro, muy edificado, decía: «Éste es el camino de la caridad». Y se
volvió a su país dando gracias a Dios por haber merecido ver y con-
versar con un varón tan santo.
107
cho tiempo!». Y le dijo el hermano: «¿Me aconsejas que haga tan
sólo un año?». «Es mucho», fue de nuevo la respuesta del anciano.
Los presentes decían: «¿Acaso bastarán cuarenta días?». El anciano
dijo de nuevo: «Es mucho tiempo». Y añadió: «Creo que cuando un
hombre se arrepiente de todo corazón y no vuelve a cometer el peca-
do del que se arrepiente, Dios se contenta con tres días de peniten-
cia».
44 El abad José preguntó un día al abad Pastor: «¿Cómo hay que ayu-
nar?». Y le contestó: «Me gusta que el que se alimenta coma con
regularidad, pero privándose un poco para no saciarse». Y le dijo el
abad José: «Pero cuando eras joven ¿no ayunabas dos días segui-
dos?». Y le respondió el anciano: «Créeme, he ayunado durante tres
días y durante una semana, pero todo esto lo experimentaron los an-
cianos más notables y descubrieron que es bueno comer todos los
días, privándose un poco cada día. Y nos dejaron este camino real,
que es más llevadero y más fácil».
108
45 Dijo el abad Pastor: «No vivas en un lugar donde veas que existen
algunos que te tienen envidia. No harás allí ningún progreso en la
virtud».
109
49 El abad Pastor dijo: «La prueba es un bien. Las pruebas hacen a los
hombres más experimentados».
50 Dijo también: «El que enseña una cosa y no hace lo que enseña, se
parece a un pozo que sacia y limpia a los demás y no puede lavarse
a sí mismo. Todas las impurezas e inmundicias se quedan en él».
54 Dijo también: «El que se queja, no es monje. Devolver mal por mal
no es propio de un monje. El iracundo, no es monje».
110
56 Un hermano vino al abad Pastor y le hizo la siguiente consulta: «Me
acaban de enviar la parte de la herencia que me corresponde, ¿qué
hago con ella?».
El abad Pastor le dijo: «Vete y vuelve dentro de tres días y entonces te
contestaré».
El hermano volvió el día señalado, y el anciano le dijo: «¿Qué quieres
que te diga hermano? Si te digo que lo des a una iglesia, los clérigos
se lo gastarán en suculentas comidas. Si te aconsejo que se lo des a
tus familiares, no tendrás recompensa alguna. Pero si te recomiendo
que se lo des a los pobres, te sentirás seguro. Vete y haz lo que quie-
ras, yo no tengo ningún interés en este asunto».
58 Un hermano preguntó al abad Pastor: «Si veo una cosa, ¿crees que
debo decirla?». El anciano le respondió: «Escrito está: "El que res-
ponde antes de escuchar se busca necedad y confusión" (Prov
18,13). Habla si te preguntan. Si no te preguntan, calla».
59 El abad Pastor contó este dicho del abad Amón: «Hay personas que
llevan un hacha toda su vida y son incapaces de talar un árbol. Otros
saben cortar y con pocos golpes derriban un árbol. Este hacha, aña-
día, es la discreción».
111
Sabía el abad Pastor que el alma del hermano se estaba deteriorando
junto a su abad, y se extrañaba de que el hermano le preguntase si
debía quedarse con él. Y le dijo: «Si quieres, quédate».
Y el otro volvió para quedarse con su abad. Pero vino de nuevo a ver
al abad Pastor y le dijo: «Estoy causando daño a mi alma».
Sin embargo el abad Pastor no le dijo: «Aléjate de tu abad». Vino el
hermano por tercera vez y dijo: «Creedme, no puedo seguir con él».
Y el anciano le dijo entonces: «Ahora acabas de salvarte. Vete y no
sigas más con él». Y añadió: «Un hombre al ver que su alma sufre
detrimento no tiene necesidad de preguntar. Se consulta sobre los
pensamientos ocultos para que los ancianos puedan dar su juicio,
pero de los pecados manifiestos no hay necesidad de preguntar. Hay
que arrancarlos inmediatamente».
112
mente, busca la compañía de los buenos monjes que viven a tu alre-
dedor y huye la de los malos».
113
67 Dijo el abad Paladio: «El alma que desea vivir según la voluntad de
Cristo, debe aprender con cuidado lo que no sabe y enseñar con cla-
ridad lo que sabe. El que no quiere hacer ninguna de estas cosas pu-
diendo hacerlo, es un insensato. El apartarse de Dios empieza por el
hastío de la doctrina, cuando ya no se busca aquello que anhela el
alma que ama a Dios».
69 Un hermano fue al monte Sinaí para visitar al abad Silvano. Vio allí
a unos hermanos que estaban trabajando y dijo al anciano: «Obrad,
no por el alimento perecedero». (Jn 6,27). «María ha elegido la parte
buena». (Lc 10,42).
El anciano dijo a su discípulo Zacarías: «Envía a ese hermano a una
celda donde no haya nada». Y al llegar la hora de nona, el hermano
atisbaba la puerta para ver si venían a llamarle para la comida. Pero
como no venía nadie, se levantó, fue a donde estaba el anciano y le
dijo: «Padre, ¿no han comido hoy los hermanos? «Sí, ya han comi-
do», contestó el abad. «Y, ¿por qué no me has llamado?».
El anciano le respondió: «Tú eres un hombre espiritual y no necesitas
esta clase de alimentos. Nosotros somos hombres carnales y necesita-
mos comer; por eso trabajamos con nuestras manos. Tú has elegido
la mejor parte, lees todo el día y no quieres tomar alimento mate-
rial».
Al oír esto el hermano se echó por tierra y arrepentido dijo: «Perdó-
name, Padre».
El abad añadió: «María tiene necesidad de Marta. Gracias a Marta es
alabada María».
114
ríamos buscar, no queremos adquirir lo que necesitamos para alcan-
zar el temor de Dios».
71 Dijo también: «Existe una tristeza útil y una tristeza dañosa. La útil
nos hace llorar nuestros pecados y las debilidades de nuestro prójimo
para que no desfallezcamos en nuestro deseo de perfección. Este es
el carácter de nuestra verdadera tristeza. Existe otra tristeza que vie-
ne del enemigo. Este nos inspira, sin motivo alguno, una tristeza que
llaman tedio. Hay que echar fuera este espíritu con oraciones y sal-
mos frecuentes».
72 Decía también: «Una dura abstinencia puede ser sugerida por el de-
monio, pues también sus secuaces la practican. ¿Cómo distinguire-
mos, pues, la abstinencia de procedencia divina, la verdadera, de la
tiránica y diabólica? Evidentemente por la moderación. Guarda du-
rante toda tu vida una misma regla para tu ayuno. No ayunes cuatro
o cinco días seguidos para perder luego tu virtud con abundantes co-
midas. Esto alegra al demonio. Lo que se hace sin mesura es corrup-
tible. No gastes todas las municiones de una sola vez, si no quieres
verte desarmado y ser hecho prisionero. Nuestro cuerpo es el arma y
nuestra alma el soldado. Vigila al uno y a la otra, para que estés pre-
parado para cualquier eventualidad».
74 La abadesa Sara decía: «Si pidiese a Dios que todos los hombres es-
tén contentos de mi, tendría que ir a pedirles perdón a todos ellos.
Prefiero pedirle que mi corazón se conserve puro con todos».
115
76 Un día vino un monje que había ocupado en Roma un alto puesto en
palacio. Se instaló en Scitia, cerca de la iglesia, y tenía consigo un
criado que le servía. Viendo el sacerdote de la iglesia su debilidad y
sabiendo que estaba acostumbrado a una vida muelle, le enviaba lo
que el Señor le daba o era ofrecido a la iglesia. Después de veinticin-
co años pasados en Scitia llegó a ser un varón contemplativo que leía
en el interior de los corazones y había alcanzado una gran reputa-
ción. Al conocer su fama vino a verle uno de los grandes monjes de
Egipto que esperaba encontrar en él una gran abstinencia.
Entró, le saludó y después de hacer oración juntos, se sentaron. El
egipcio vio que el otro estaba elegantemente vestido, su lecho era de
papiro con una alfombra a sus pies y una blanda almohada para su
cabeza. Sus pies estaban limpios y calzados con sandalias. Y se es-
candalizó en su interior, pues no era esa la costumbre del lugar, sino
que acostumbraban a vivir con gran austeridad y penitencia. El an-
ciano romano tenía el .don de la contemplación y el carisma del dis-
cernimiento de espíritus y comprendió que el monje de Egipto se
había escandalizado interiormente de él.
Dijo entonces a su criado: «Prepara una buena comida, por causa de
este Padre que acaba de llegar». Y el hermano puso a cocer unas
legumbres. A la hora conveniente se pusieron a la mesa. El romano
tenía un poco de vino a causa de su debilidad y lo bebieron también.
Al llegar la tarde, rezaron doce salmos y se acostaron. Y otro tanto
hicieron a media noche.
A la mañana siguiente se levantó el egipcio y dijo: «Ruega por mí», y
se marchó muy mal impresionado. Y cuando se encontraba a cierta
distancia, quiso el anciano de Roma curarle, y le mandó llamar.
Le recibió de nuevo con gran amabilidad y empezó a preguntarle:
«¿De qué país eres?». «Soy de Egipto». «¿De qué ciudad?». «No soy
de ciudad, ni nunca viví en ciudad». «Y antes de ser monje, ¿qué
hacías en el lugar donde vivías?». «Cuidaba los campos». «¿Y dónde
dormías?». «En el campo». «¿Y tenias una cama para dormir?».
«Cómo iba a tener una cama para dormir en el campo?». «¿Y cómo
dormías?». «Sobre el suelo». Y el romano siguió preguntando: «Qué
comías en el campo, y qué bebías?». «¿Qué se puede comer y beber
116
en el campo?». «¿Cómo vivías pues?». «Comía pan seco, alguna sa-
lazón si la encontraba y bebía agua». «Era un oficio duro, dijo el
anciano y añadió: "¿Había baños para poderte bañar allí?"». «No,
contestó el otro, me lavaba en el río cuando tenía ganas».
Cuando el anciano de Roma obtuvo respuesta de este largo interroga-
torio y conoció su vida y su género de trabajo anterior, queriendo
ayudarle, le contó la vida que había llevado mientras vivía en el
mundo. «Este miserable que ves, nació en la gran ciudad de Roma y
ocupó un elevado puesto en el palacio del emperador».
Apenas oyó el comienzo de su narración, el egipcio se conmovió pro-
fundamente y escuchaba con gran atención lo que el otro le decía. El
romano añadió: «Dejé Roma y vine a este desierto. Tenía grandes
palacios e inmensas riquezas y las desprecié para venir a esta peque-
ña celda».
Y prosiguió: «Tenía lechos cubiertos de oro y preciosamente guarneci-
dos. Y a cambio de ello Dios me dio esta cubierta de papiro y esta
piel. Mis vestidos eran de precio inestimable y en su lugar uso estos
harapos». Le dijo también: «Gastaba mucho dinero en comer y a
cambio Dios me ha dado estas pocas legumbres y este jarro de vino.
Tenía muchos criados para que me sirvieran y en su lugar, Dios ha
movido a este único para que me acompañe.
Por todo baño me contento con echar un poco de agua a mis pies y
uso sandalias a causa de mi enfermedad. En vez de arpas, citaras y
otros instrumentos músicos que alegraban mis banquetes, digo doce
salmos durante el día y otros tantos por la noche. Y para expiar los
pecados de mi vida pasada, ahora presento a Dios en el recogimiento
mi pobre e inútil servicio. Por favor, Padre, no te escandalices de mi
flaqueza.»
Al oír todo esto, el de Egipto volvió en sí y dijo: «¡Ay de mí!, que de
muchas tribulaciones y grandes trabajos en el mundo vine más bien a
encontrar descanso en la vida monacal. Y tengo ahora lo que no te-
nía entonces. Tú por propia voluntad has venido de disfrutar grandes
placeres en el mundo a sufrir, y de mucha honra y riquezas a pobre-
za y humildad.»
117
El monje se fue muy aprovechado, se hizo amigo suyo y venía a me-
nudo a visitarle para aprovecharse de sus enseñanzas. Era hombre de
discernimiento y lleno del buen olor del Espíritu Santo.
79 Decía un anciano: «Si uno habita en una región sin dar fruto en ese
sirio, el mismo lugar le arrojará porque no ha producido el fruto del
país».
118
que se fía de su propio saber, éste difícilmente llegara al sendero del
Señor».
119
El abad Silvano abrió su boca y, apoyándose en la Escritura, le dijo:
«No se trata de juzgar los pensamientos, sino el pecado». Al oír estas
palabras el hermano se animó, y recuperada la esperanza le confesó
su culpa. Después de escucharle el abad Silvano, como buen médico,
le puso en el alma una cataplasma hecha de sentencias de la Sagrada
Escritura, que aseguran que la penitencia es posible para aquellos
que de verdad se convierten a Dios por un amor verdadero.
120
90 Un anciano dijo: «El que quiere vivir en el desierto debe ser maestro.
El que necesita ser enseñado puede recibir daño en ese género de
vida».
121
Con el consejo del anciano el hermano volvió a su celda. La noche
siguiente volvieron los demonios y le seducían según su costumbre.
Él, como le habían mandado, respondió diciendo: «Yo voy cuando
quiero; a vosotros no os escucho». Ellos le dijeron: «Ese mal viejo,
ese mentiroso, te ha seducido. Un hermano vino para que le prestase
dinero y le dijo que no tenía y no le dio nada, y era mentira, porque
sí tenía dinero. Ya ves que es un mentiroso».
Al amanecer el hermano volvió al encuentro del anciano y se lo con-
tó. El anciano le contestó: «Es verdad que tenía dinero, y que vino
un hermano para que se lo prestase, y no se lo di porque sabía que si
se lo daba dañaría a su alma: preferí faltar a un mandamiento que
quebrantar diez. Hubiéramos podido tener muchas molestias por su
causa si hubiera recibido dinero de mí. Tú no escuches a los demo-
nios que quieren seducirte». Y muy confortado con las palabras del
anciano, el hermano volvió a su celda.
122
do, decía, he de perderlo todo por una sola palabra?». El que estaba
fuera pensó que estaba discutiendo con algún otro y llamó a la puerta
para entrar y pacificarlos. Pero al entrar constató que no había nadie
más que el anciano en el interior. Como tenía mucha confianza con
el anciano, le preguntó: «¿Con quién discutías, Padre?». El otro con-
testó: «Con mis pensamientos, porque he confiado a mi memoria
catorce libros y he oído fuera una palabrita y cuando he venido a
rezar el oficio olvidé todo aquello. Y sólo aquella palabrita que oí
fuera me vino a la memoria a lo largo de todo el rezo. Y por eso me
enfadaba con mi pensamiento».
123
dos o tres días según la costumbre del desierto».
Pero ellos, adivinando que no les iba a dar descanso, huyeron a escon-
didas.
99 Decía un anciano: «Un hombre come mucho pero se queda con ham-
bre. Otro come poco y queda saciado. Pues bien, el que come mucho
y queda con hambre, tiene mayor recompensa que el que come poco
y se sacia».
100 Un anciano dijo: «Si te sucede tener con otro hermano unas palabras
desagradables, y él lo niega diciendo: "No he dicho esas palabras",
no discutas con él ni le respondas: "Sí, las has dicho", porque se en-
fadaría y te dirá: "Sí, las he dicho, ¿y que?"».
102 Decía un anciano: «El monje no debe oír a los que hablan mal de
otros, ni ser él mismo detractor, ni escandalizarse».
124
nios y le hacen creer lo que ellos quieren acerca de ese pensamien-
to».
105 Decían algunos ancianos: «Al principio, cuando nos reuníamos para
hablar de cosas de provecho para nuestras almas, nos levantábamos
más animados y nos acercábamos al cielo. Ahora nos reunimos para
murmurar y nos arrastramos mutuamente al abismo».
106 Otro Padre decía: «Si nuestro hombre interior vigila, podrá cuidar al
hombre exterior. Pero si no es así, ¿cómo podremos guardar nuestra
lengua?».
107 El mismo Padre dijo: «La obra espiritual es necesaria, pues para eso
vinimos. Cuesta mucho trabajo decir con la boca lo que no cumpli-
mos de obra».
108 Decía otro anciano: «Es absolutamente necesario que el monje esté
en la celda ocupado interiormente. Si se ocupa de las cosas de Dios
puede, de vez en cuando, venir el diablo, pero no encuentra sitio
para quedarse. Si por el contrario el enemigo le domina y llega a
esclavizarle, el espíritu de Dios vuelve de nuevo con frecuencia, pe-
ro si no le hacemos sitio, se irá por nuestra culpa».
109 Un día unos monjes bajaban de Egipto a Scitia para visitar a los an-
cianos. Y se escandalizaron cuando les vieron comer con impacien-
cia, pues estaban muertos de hambre por un ayuno excesivo. Uno de
los presbíteros se dio cuenta y quiso curarles antes de que marcha-
ran. Y en la iglesia se puso a predicar al pueblo: «Ayunad y prolon-
gad vuestro ayuno, hermanos».
Los hermanos que habían venido de Egipto se querían marchar, pero
él les retuvo. Apenas comenzaron su ayuno, la cabeza empezó a dar-
les vueltas, pues les hizo ayunar dos días seguidos. Los hermanos de
Scitia ayunaron toda la semana. Al llegar el sábado, los egipcios se
pusieron a comer con los ancianos de Scitia. Y como los egipcios se
abalanzasen sobre la comida, uno de los ancianos les cogió las ma-
nos y les dijo: «Comed con mesura, como monjes».
125
Pero uno de los egipcios apartó su mano diciendo: «Déjame que me
muero. No he comido nada cocido en toda la semana». Y le dijo el
anciano: «Si vosotros comiendo cada dos días habéis desfallecido
hasta este punto, ¿por qué os habéis escandalizado de los hermanos
que ayunan toda una semana al verlos romper su ayuno?».
Los monjes de Egipto hicieron una metanía ante los ancianos y se fue-
ron alegres y edificados de su abstinencia.
111 Decían los ancianos: «Si ves a un joven subir al cielo por su propia
voluntad, agárrale del pie y tíralo al suelo, pues no le conviene».
126
les, trajeron un barreño y el más joven se acercó para lavar los pies
al anciano. Pero éste, tomándole de la mano le apartó e hizo que
fuera el hermano mayor el que realizara aquella buena obra, según la
costumbre del monasterio. Los hermanos que estaban presentes, le
dijeron: «Padre, el más joven ha sido el primero en convertirse y
tiene prioridad». Pero el anciano les respondió: «Pues bien, retiro la
prioridad al más joven para dársela al que le precede en edad».
127
Capítulo XI
De la vigilancia
1 Un hermano hizo una pregunta al abad Arsenio para escuchar una pa-
labra suya. Y el anciano le dijo: «Lucha con todas tus fuerzas para
que tu conducta interior se acomode a la voluntad de Dios y venza
las pasiones del hombre exterior». Dijo también: «Si buscamos a
Dios se nos aparecerá. Y silo retenemos se quedará junto a noso-
tros».
Los hermanos le dicen: «¿No confías en que tus obras fueron según
Dios?». Y el anciano dijo: «No estaré seguro hasta que no esté delan-
te de Dios. Una cosa es el juicio de Dios y otra el juicio de los hom-
bres».
Y como los hermanos le quisieron preguntar más cosas, les dijo: «Por
caridad, no me habléis más, estoy ocupado». Y dicho esto murió con
gran alegría. Y le vieron entregar su espíritu como un amigo que
saluda a sus amigos íntimos. Había sido vigilante en todo y decía:
«Sin vigilancia no se adelanta en ninguna virtud».
128
3 Cuando el abad Amoés iba a la iglesia no permitía que su discípulo
caminase a su lado. Debía seguirle de lejos y si se acercaba para pre-
guntarle alguna cosa, le respondía con brevedad y enseguida lo en-
viaba detrás de sí. Decía: «No sea que hablando de algo que sea de
utilidad al alma, nos deslicemos en algún tema que no sea convenien-
te. Por eso no te permito que te quedes a mi lado».
9 El abad Evagrio decía: «La oración sin distracción es una gran cosa.
Pero mayor es la salmodia sin distracción».
11 Dijo el abad Teodoro de Ennato: «Si Dios nos imputa las negligencias
en el tiempo de oración y las distracciones que padecemos durante la
129
salmodia, no podemos ser salvos».
14 Un día el abad Juan preparó cuerdas para hacer dos espuertas. Pero
las empleó todas en una sola y no cayó en la cuenta hasta que llegó a
la pared. Su espíritu estaba totalmente embebido en la contemplación
de Dios.
130
«Pues tampoco Juan sufrirá detrimento aunque toda Scitia venga a yer-
me. Eso no me apartará del amor de Dios. Por tanto, siempre que
quieras, no dudes en venir».
131
ron muy alegres el sueño. Yo gimiendo les dije entonces: "Hasta
ahora hemos estado hablando de cosas del cielo y todos vuestros ojos
estaban dominados por un profundo sueño, pero cuando se trató de
cosas vanas, enseguida os pusisteis a escuchar: por eso, queridos
hermanos, sabiendo que es cosa del demonio, vigilad y tened cuida-
do de no ser presa del sueño cuando escucháis o hacéis alguna cosa
espiritual"».
19 El abad Pastor, cuando era joven, fue a un anciano para hacerle tres
preguntas. Pero al llegar a donde vivía el anciano, se le olvidó una
de ellas y tuvo que volverse a su celda. Pero cuando alargó la mano
para coger el picaporte, se acordó del asunto que se le había olvida-
do. Retiró la mano y volvió donde el anciano. El anciano le dijo:
«Hermano, te has dado mucha prisa en volver». Y Pastor le contó
como al alargar la mano para coger el picaporte de la puerta, había
recordado la pregunta, e inmediatamente, sin abrir la celda, había
regresado. La distancia era muy considerable. El anciano le dijo:
«Si, eres un verdadero pastor del rebaño. Tu nombre se pronunciará
en todo Egipto».
20 El abad Amón vino a ver al abad Pastor y le dijo: «Si voy a la celda
de mi vecino, o él viene a la mía para tratar algún asunto, tenemos
mucho miedo, los dos, de dejarnos llevar a alguna conversación pro-
fana e impropia de un monje». Y el anciano le dijo: «Haces bien.
Los jóvenes tienen necesidad de vigilancia». Y el abad Amón le pre-
guntó: «¿Qué hacían los ancianos?». Y le contestó el abad Pastor: «A
los ancianos aprovechados y firmes en la virtud no les venía a los
labios ninguna cosa profana de qué hablar». Y dijo el abad Amón:
«Entonces, si me veo obligado a hablar con mi vecino, ¿te parece
bien que hable con él de las Sagradas Escrituras o de las Sentencias
de los ancianos?». Y el abad Pastor le respondió:«Si no puedes ca-
llar, es mejor que hables de las Sentencias de los ancianos que de las
Escrituras, pues esto encierra peligros no pequeños».
132
22 Cuando el abad Pastor se preparaba para el Oficio, se sentaba antes
durante una hora, para aclarar sus pensamientos. Y luego salía.
26 Dijo también: «En cierta ocasión, conté al abad Pedro, discípulo del
abad Lot: "Cuando estoy en la celda mi alma está en paz. Viene un
hermano, me cuenta lo que sucede fuera y se turba mi alma". Y el
abad Pedro me dijo que el abad Lot, a esa misma pregunta le había
respondido: "Tu llave es la que abre mi puerta". Y que él le había
preguntado: "¿Qué significan estas palabras?". Y él contestó: "Si
viene a verte un hermano y tú le preguntas: ¿Cómo estás, a dónde
vienes, qué tal estos y aquellos hermanos, te han recibido bien o
no?', entonces abres la puerta de la boca de tu hermano y escuchas
lo que no quieres". "Así es, le dije yo, pero ¿qué tengo que hacer
cuando venga a mi celda un hermano?". Y me dijo el anciano: "El
penthos es una doctrina universal. Donde no existe el penthos es im-
posible guardar el alma". Y yo le dije entonces: "Cuando estoy en
mi celda el penthos está conmigo, pero sí viene a yerme alguno o
salgo de mi celda, ya no lo encuentro". Y el anciano contestó: "To-
davía no tienes dominio sobre el penthos, sino que dispones de él en
algunas ocasiones". Y le pregunté: "¿Qué significa eso?". Y me dijo
el abad Lot: "Si el hombre lucha con todas sus fuerzas para lograr
una cosa, si la busca, a cualquier hora que la necesite la encontra-
rá"».
133
27 Un hermano dijo al abad Sisoés: «Quiero guardar mi corazón». Y él
le respondió: «¿Cómo podremos guardar nuestro corazón, si nuestra
lengua encuentra la puerta abierta?».
31 El abad Serapión decía: «Los soldados que están delante del empera-
dor no pueden mirar ni a derecha ni a izquierda. Lo mismo el monje
cuando está en presencia de Dios y se aplica continuamente en su
temor, ninguna amenaza del enemigo le podrá asustar».
33 Dijo también: «Hay que estar armado por todas partes contra los de-
monios. Porque entran desde fuera, se mueven dentro y nuestra alma
lo tiene que sufrir todo. Lo mismo que un barco se ve, a veces, sacu-
dido por la enorme masa de las olas, desde el exterior, y otras veces
134
se ve arrastrado al fondo por el peso del agua que se mete en su inte-
rior, también nosotros nos perdemos por nuestras malas obras exter-
nas unas veces y otras nos vemos arruinados por la malicia de nues-
tros pensamientos.
Conviene, por tanto, que vigilemos no sólo los ataques exteriores de
los espíritus inmundos, sino que arrojemos también la inmundicia de
nuestros pensamientos interiores».
36 Dijo también: «Que la vida del monje sea imitación de los ángeles, es
decir, que queme y consuma los pecados».
135
al suelo también la lámpara. Si la lámpara es de barro se romperá,
pero si es de bronce su dueño puede repararla.
Lo mismo ocurre con el alma negligente. Poco a poco el Espíritu San-
to se aparta de ella, hasta que se apaga del todo su fervor. Entonces
el enemigo consume y devora los buenos deseos del alma y arruina
ese cuerpo de pecado. Pero si el hombre, por el amor que tiene a
Dios, es bueno y sencillamente se ha visto arrastrado por la negligen-
cia, Dios, que es infinitamente misericordioso, aviva en él su espíritu
y el recuerdo de las penas preparadas para los pecadores en el siglo
venidero y cuida de que sea vigilante y en adelante preceda con su-
ma cautela, hasta el día de su venida».
39 Decía un anciano: «El monje debe, cada día, por la mañana y por la
tarde, pensar qué ha hecho y qué no ha hecho de lo que Dios quiere.
Así debe examinar el monje toda su vida y hacer penitencia. Así
vivió el abad Arsenio».
40 Dijo un anciano: «El que pierde oro o plata, puede recuperarlo. Pero
el que desaprovecha una ocasión, no la volverá a encontrar».
42 Un anciano dijo: «Nadie puede herir al que está al lado del empera-
dor. Tampoco Satanás puede hacernos el menor daño si nuestra alma
está unida a Dios, pues escrito está: "Volveos a mí y yo me volveré
a vosotros (Za 1,3). Pero como con frecuencia nos envanecemos, el
enemigo se apodera de nuestra miserable alma y la arroja en el fango
de las pasiones».
136
43 Un hermano dijo a un anciano: «No siento ninguna lucha en mi cora-
zón». Y el anciano le respondió: «Eres como la puerta de una ciu-
dad. Entra todo el que quiere y por donde quiere y sale cuando quie-
re y como quiere, sin que tú te enteres de nada de lo que hacen. Si
tuvieras una puerta bien cerrada y si impidieses la entrada a los ma-
los pensamientos, los verías estar en pie fuera y luchando contra ti».
137
tos no daría vueltas. También el diablo, cuando consigue cegar los
ojos del hombre, lo humilla con toda clase de pecados. Pero si no se
cierran los ojos, es más fácil escapar de él».
138
Al verlo los hermanos le preguntaron: «Padre, ¿por qué nosotros llo-
ramos y tú te ríes?». El les dijo: «He reído la primera vez porque
vosotros tenéis miedo a la muerte. La segunda porque no estáis pre-
parados. La tercera porque paso del trabajo al descanso, y vosotros
lloráis». Dichas estas palabras cerró los ojos y descansó en el Señor.
54 Uno de los Padres decía: «No puedes amar sí antes no has odiado.
Porque si no. odias al pecado, no podrás cumplir con la justicia,
pues escrito está: "Apártate del mal y obra el bien" (Sal 37,27). Por-
que en todo esto lo que importa es la voluntad del alma. Adán, estan-
do en el paraíso, desobedeció el mandamiento del Señor, mientras
que Job, sentado en su estercolero, lo observó. Por eso Dios sólo
busca en el hombre su buena voluntad para que le posea siempre».
139
Capítulo XII
Se debe orar continuamente y con vigilancia
1 Se decía del abad Arsenio que el sábado por la tarde, cuando empeza-
ba el día del Señor, volvía su espalda al sol, levantaba sus manos al
cielo y oraba hasta que en la mañana del domingo el sol, al levantar-
se, iluminaba su rostro. Y sólo entonces iba a sentarse.
El les respondió: «Perdonadme, pero estimo que nada exige tanto trabajo
como el orar a Dios. Si el hombre quiere orar a su Dios, los demo-
nios, sus enemigos, se apresurarán a interrumpir su oración, pues
saben muy bien que nada les hace tanto daño como la oración que
sube hacia Dios. En cualquier otro trabajo que emprenda el hombre
en la vida religiosa, por mucho esfuerzo y paciencia que dicho traba-
jo exija, tendrá y logrará algún descanso. La oración exige un peno-
so y duro combare hasta el último suspiro».
3 El abad Dulas, discípulo del abad Besarión, contaba: «Un día fui a la
celda de mi abad y le encontré de pie en oración y con las manos
levantadas al cielo. Permaneció así durante catorce días. Luego me
llamó, y me dijo: "Sígueme". Y fuimos al desierto. Yo sentía sed y
le dije: "Padre, tengo sed". El tomó su cantimplora, se apartó de mí
a la distancia de un tiro de piedra, hizo oración y me la trajo llena de
agua. Después fuimos a la ciudad de Lyco para visitar al abad Juan.
Terminados los saludos hicimos oración. A continuación los dos an-
cianos se sentaron y empezaron a hablar de una visión que habían
tenido. El abad Besarión dijo: "Dios ha decidido destruir los tem-
plos". Y así ocurrió. Fueron destruidos».
140
4 Decía el abad Evagrio: «Si estás desanimado, ora. Ora con temor y
temblor, con ardor, sobriedad y vigilancia. Así es preciso orar, espe-
cialmente a causa de nuestros enemigos invisibles, que son malos y
se aplican a todo mal, pues sobre todo en este punto de la oración se
esfuerzan en ponernos dificultades».
8 El abad Lot vino a ver al abad José y le dijo: «Padre, me he hecho una
pequeña regla según mis fuerzas. Un pequeño ayuno, una pequeña
oración, una pequeña meditación y un pequeño descanso. Y me apli-
co según mis fuerzas a liberarme de mis pensamientos. ¿Qué más
debo hacer?». El anciano se puso en pie, levantó sus manos al cielo
y sus dedos se convirtieron en diez lámparas de fuego. Y le dijo: «Si
quieres, puedes convertirte del todo en fuego».
141
El anciano les dijo: «¿No coméis?». Y ellos contestaron: «Sí, come-
mos». Y el anciano les preguntó: «¿Y cuándo coméis, quién ora por
vosotros?». De nuevo les preguntó el anciano: «¿No dormís?». Y
contestaron: «Dormimos». «Y cuando dormís, ¿quién ora en vuestro
lugar?». Y no supieron qué responderle.
El anciano les dijo entonces: «Perdonadme, hermanos, pero no hacéis
lo que decís. Yo os enseñaré cómo trabajando con mis manos oro
constantemente. Me siento con la ayuda de Dios, corto unas palmas,
hago con ellas unas esteras y digo: "Ten piedad de mí, oh Dios, se-
gún tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito" (Sal 51,1). ¿Es
esto una oración o no?». Ellos dijeron: «Sí». El anciano continuó:
«Paso todo el día trabajando y orando mental o vocalmente y gano
unos dieciséis denarios. Pongo dos delante de mi puerta y con el res-
to pago mi comida. El que recoge aquellos dos denarios, ora por mí
mientras que yo como o duermo. Y así es como cumplo, con la gra-
cia de Dios, lo que está escrito: "Orad constantemente"». (1 Tes
5,17).
13 Uno de los Padres decía: «Es imposible que uno vea su rostro en un
agua turbia. Tampoco el alma, si no se purifica de pensamientos ex-
traños, puede contemplar a Dios en la oración».
142
14 Un anciano vino un día al monte Sinaí, y cuando se marchaba salió a
su encuentro un hermano que le dijo llorando: «Estamos muy afligi-
dos, Padre, por la sequía, porque no llueve». Y le dijo el anciano:
«¿Por qué no oráis y pedís la lluvia a Dios?». Y le dijo el otro: «Ya
oramos y rogamos continuamente a Dios, pero no llueve». Y replicó
el anciano: «Creo que no habéis orado con atención, ¿quieres com-
probarlo? Ven, pongámonos de pie los dos juntos y oremos». Levan-
tó las manos al cielo, oró y al punto empezó a llover. Al ver esto el
hermano, se echó a temblar y se arrojó a sus pies. El anciano, empe-
ro, se escapó de allí rápidamente.
15 Los hermanos contaban: «Un día fuimos a ver a unos ancianos. Des-
pués de hacer oración, según costumbre, nos saludamos y nos senta-
mos para conversar juntos. Terminada la reunión, en el momento de
marchar, pedimos el tener de nuevo juntos un rato de oración.
Uno de aquellos ancianos nos dijo: «¿Cómo, pero no habéis orado
ya?». Le dijimos: «Sí, Padre, hemos hecho oración al llegar, pero
desde entonces hasta ahora no hemos hecho más que hablar». Y él
nos dijo: «Perdonadme, hermanos, pero está sentado entre vosotros
un hermano que mientras hablaba ha hecho ciento tres oraciones».
Y después de decirnos esto, hicimos oración y nos despidieron.
143
Capítulo XIII
Hay que practicar la hospitalidad y la misericordia con alegría
1 Un día unos Padres vinieron a Panefo para ver al abad José y consul-
tarle sobre la manera de recibir a los hermanos que estaban de paso.
Si debían moderar la abstinencia y alegrarse con ellos. Y antes de
que le hiciesen la pregunta, dijo el anciano a su discípulo: «Observa
lo que voy a hacer hoy y ten paciencia». Puso dos asientos de haces
de juncos atados, uno a la derecha y otro a la izquierda, y les dijo
«Sentaos». Entró en su celda y se vistió de harapos. Salió, pasó por
medio de ellos, entró de nuevo en su celda y se vistió con los mis-
mos vestidos que tenía antes. Volvió a salir y se sentó en medio de
ellos. Los Padres estaban extrañados de su comportamiento y le pre-
guntaron qué significaba todo aquello. Y él les dijo: «¿Habéis visto
lo que he hecho?». Le dijeron: «Si». Y prosiguió el anciano: «¿He
cambiado yo al vestirme de harapos?». «No». Y les preguntó de nue-
vo: «¿Me he comportado peor al vestirme con el traje nuevo».
Y repitieron: «No». «Por tanto, dijo el anciano, soy el mismo con los dos
vestidos. Ni el primero me ha cambiado, ni el segundo me ha perju-
dicado. Así debemos proceder cuando recibimos a los hermanos,
como se lee en el Santo Evangelio: "Lo del César devolvédselo al
César y lo de Dios a Dios" (Mt 22,21). Cuando se presentan los her-
manos debemos recibirles con alegría, cuando estamos solos practi-
camos el penthos». Al oírle quedaron admirados, pues el abad José,
antes de ser preguntado, sabía lo que traían en el corazón. Y dieron
gracias a Dios.
144
respondió: "El ayuno lo tengo siempre a mano, mientras que a voso-
tros no os puedo tener siempre aquí. El ayuno, aunque es útil y nece-
sario, está dejado a nuestra voluntad, mientras que la plenitud de la
ley de Dios nos exige el cumplimiento de la caridad. Al recibir en
vosotros a Cristo, debo testimoniaros con el mayor afecto todo lo
que toca a la caridad. Cuando os haya despedido podré reincorporar-
me a la disciplina del ayuno. ¿Pueden acaso los invitados a la boda
estar tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les
será arrebatado el novio; ya ayunarán entonces"». (Mt 9,15).
145
un poco de pan o cualquier otra cosa, los demonios ensucian mi
ofrenda, para que parezca que lo hago para dar gusto a los hom-
bres».
El anciano le dijo: «Aunque lo hiciésemos por agradar a los hombres,
debemos dar a los hermanos lo que necesitan». Y le contó esta pará-
bola:
«Dos labradores vivían en una misma aldea. Uno de ellos sembró,
pero recogió poco y sucio. El otro no quiso sembrar y no recogió
nada. Si sobreviene el hambre en la región, ¿cuál de los dos podrá
defenderse mejor?».
El hermano respondió: «El que recogió algo, aunque poco y sucio». Y
el anciano concluyó: «Hagamos lo mismo.
Sembremos lo poco e inmundo que tenemos para no morir en tiempo
de hambre».
146
sotros. Seguiremos el parecer de aquel sobre el que se incline el ár-
bol». El ermitaño se arrodilló y se puso en oración, pero no sucedió
nada. Se arrodilló después el anciano que le había invitado a comer y
al punto se dobló el árbol. Al verlo se alegraron mucho y dieron gra-
cias a Dios que hace siempre maravillas.
147
Pero sus manos se abrieron y sacó mucho. El monje solicitó informa-
ción acerca de estas dos mujeres y supo que la que usaba buenos ves-
tidos era una dama distinguida que había caído en la miseria, y que
se vestía así para no perjudicar la reputación de sus hijos. La otra se
había cubierto de harapos para mendigar y poder recibir más.
148
Estaba yo un día en Oxirinco con un sacerdote que hacia muchas li-
mosnas. Se presentó una viuda y le pidió un poco de trigo. Y él le
dijo: "Trae un celemín, para que te dé una medida". Ella trajo uno,
pero el sacerdote lo examinó, lo midió con la mano y le dijo: "Es
muy grande", y la viuda se sintió muy avergonzada. Cuando se hubo
marchado la viuda, yo le dije: "Padre, ¿acaso ese trigo se lo has da-
do prestado a esa viuda?". Y el contestó: "No; se lo he regalado". Y
entonces yo le dije: "Pues si se lo has dado gratis, ¿por qué has sido
tan escrupuloso en ese mínimo detalle de la medida y has hecho pa-
sar esa vergüenza a esa pobre mujer"».
15 Un anciano vivía en común con otro hermano. Tenía muy buen cora-
zón. Sobrevino el hambre en aquella región y empezaron los vecinos
a acudir en demanda de ayuda. El anciano daba pan a todos los que
venían. Al ver su modo de proceder, el otro hermano le dijo: «Dame
mí parte de pan y haz lo que quieras con la tuya». El anciano repar-
tió los panes, y siguió haciendo limosna como hasta entonces con la
parte suya. Y acudieron muchos al oír que el anciano daba limosna a
todo el que le pedía. Dios al ver su comportamiento bendijo sus pa-
nes. El otro hermano, que había recibido su parte y que no daba na-
da a nadie, consumió su parte y dijo al anciano: «Aunque es muy
poco lo que queda de mis panes, recíbeme y empecemos de nuevo a
vivir en común». El anciano le contestó: «Haré lo que tú quieras». Y
empezaron de nuevo a vivir en común. Y de nuevo faltaron los ali-
mentos, y otra vez empezaron a venir pobres pidiendo limosna. Un
día entró el hermano en la despensa y vio que faltaba el pan. Se pre-
sentó un pobre y pidió limosna. El anciano le dijo al hermano: «Da-
les pan».
Pero el hermano respondió: «Padre, ya no queda nada». El anciano
insistió: «Entra y busca». El hermano entró de nuevo en la despensa,
miró con atención y vio que el armario en el cual solían estar los
panes estaba lleno de ellos. Al verlo se asustó, tomó un pan y se lo
dio al pobre. Y al conocer la fe y la virtud del anciano dio gloria a
Dios.
149
Capítulo XIV
De la obediencia
150
Y contestó el anciano: «Los otros que vienen a consultarme, se van
como han venido. Este viene a escuchar mi parecer por amor de
Dios. Es un monje muy fervoroso que hace con sumo cuidado todo
lo que le digo. Por eso le propongo la palabra de Dios».
4 Se decía de Juan, que fue discípulo del abad Pablo, que era un monje
de una gran obediencia. En cierto lugar había una tumba y en ella
vivía una leona muy feroz. El anciano vio por los alrededores los
excrementos de la leona y dijo a Juan: «Vete y trae esos excremen-
tos». Y éste le preguntó: «¿Y que hago, Padre, si me encuentro con
la leona?». El anciano le dijo en broma: «Si te ataca, árala y la traes
aquí». Al atardecer, salió el hermano y la leona vino sobre él. De
acuerdo con la orden del anciano, Juan la atacó para sujetarla. La
leona huyó y él la persiguió diciendo: «Espera, que mi abad me ha
dicho que te ate». Y después de atraparla la ató. Mientras tanto, el
anciano estaba esperándole y al darse cuenta de su tardanza empezó
a inquietarse. Y Juan llegó muy tarde con la leona atada. Al verlo el
anciano se admiró, pero quiso humillarle y le reprendió severamente:
«Idiota, ¿para qué me traes ese perro tonto?». Luego soltó la leona y
la dejó escapar a su guarida.
151
prochárselo. Silvano les recibió, salió de su celda y llevándolos con-
sigo empezó a llamar en la celda de todos sus discípulos, diciendo:
«Ven, hermano, te necesito». Y ninguno de ellos le obedeció inme-
diatamente. Llegaron a la celda de Marco, llamó y dijo: «¡Marco!».
Este al oír la voz del anciano salió al punto fuera y el abad lo envió
a hacer un trabajo cualquiera. Luego dijo a los ancianos: «¿ Dónde
están los otros hermanos?». Luego entró en la celda de Marco y en-
contró un cuaderno que acababa de empezar y estaba escribiendo la
letra omega, pero al oír la llamada del anciano no dejó correr más la
pluma y dejo a medio terminar la letra que había empezado. Enton-
ces los ancianos le dijeron: «Verdaderamente, Padre, al que tú amas,
también nosotros le amamos, porque Dios le ama».
152
años había vivido permanentemente bajo la obediencia de los ancia-
nos. El abad Pambo les dijo: «La virtud de éste es mayor que la de
los otros. Porque vosotros por vuestra propia voluntad habéis alcan-
zado la virtud que ahora tenéis. Pero éste renunció a su voluntad y se
hizo esclavo de la del prójimo. Estos hombres son mártires si perse-
veran hasta el fin».
10 Dijo también: «Debemos guiar nuestra alma por el camino del discer-
nimiento. En la vida de comunidad no debemos buscar el salir siem-
pre con la nuestra, ni hacernos esclavos de nuestra propia voluntad.
Porque, por decirlo de alguna manera, nos hemos condenado al exi-
lio, nos hemos fiado de Aquel que por la fe reconocemos como nues-
tro Padre, apartándonos de las cosas de este mundo. No busquemos
nada en esa tierra que hemos abandonado. Allí encontramos la gloria
y comida abundante. Aquí hasta nos llega a faltar el pan».
153
el Crucificado. Porque el Señor subió así a la cruz: obedeciendo has-
ta la muerte». (Fil 2,8).
12 Decían los Padres: «Si uno tiene confianza en otro y se somete a él,
no debe preocuparse de los mandamientos de Dios, sino abandonar
toda su voluntad en manos de su Padre espiritual. Pues obedeciéndo-
le a él en todo, no incurrirá en pecado contra Dios».
154
«Porque si te exaltamos, recurres a la humildad. Si te humillamos, te
elevas al cielo».
155
cia. Su Padre le decía: «¡Haz esto!», y lo hacía. «Haz aquello», y lo
hacia. «Come por la mañana», y comía. Se le tenía en gran estima en
el monasterio por su perfecta obediencia. El aguijón de la envidia
picó a su hermano, el asceta, y se dijo para si: «Voy a ver hasta dón-
de llega su obediencia». Y se fue al abad del monasterio y le dijo:
«Deja que mi hermano me acompañe para ir a tal sitio». Y el abad le
dejó ir. El asceta tomó consigo a su hermano y quiso ponerle a prue-
ba. Llegaron a un río, en el que había gran número de cocodrilos, y
le dijo: «Baja y atraviesa el río». El otro bajó en seguida. Los coco-
drilos lamieron su cuerpo, pero no le hicieron daño alguno. Al verlo
su hermano le dijo: «Sal del río».
Continuaron su camino y encontraron en él un cadáver. Y dijo el as-
ceta a su hermano: «Si tuviésemos algunos vestidos podríamos cu-
brirle con ellos». Pero el obediente respondió: «Mejor será que haga-
mos oración y tal vez resucitará». Se pusieron a orar intensamente y
el muerto resucitó. Y el hermano asceta se glorió de ello diciendo:
«A causa de mi austeridad ha resucitado este muerto».
Dios reveló todo al abad del monasterio, cómo había tentado a su her-
mano con los cocodrilos y cómo había resucitado el muerto. Y a su
llegada al monasterio el abad dijo al asceta: «¿Por qué te has portado
así con tu hermano? Por su obediencia ha resucitado aquel muerto».
156
y lo arrojó en el horno ardiente. Al punto el horno se convirtió en
rocío. Por este hecho fue glorificado en aquel tiempo, al igual que el
patriarca Abraham.
157
Capítulo XV
De la humildad
2 El abad Antonio dijo al abad Pastor. «La gran obra del hombre es po-
ner sobre si mismo su culpa ante Dios, y esperar la tentación hasta el
último momento de su vida».
3 Decía el abad Antonio: «He visto tendidos sobre la tierra todos los la-
zos del enemigo, y gimiendo he dicho: "¿Quién podrá escapar de
todos ellos?". Y oí una voz que respondía: "La humildad"».
158
acostumbraban a servirle y estando fuera de la celda le oyeron gritar
al Señor, diciendo: «¡Señor, no me abandones! No he hecho nada
bueno a tus ojos, pero por tu bondad, Señor, concédeme empezar a
bien vivir».
6 Se decía del abad Arsenio que en palacio nadie usaba mejores vestidos
que él. Pero entre los monjes nadie los llevaba peores.
7 Uno vio que un día el abad Arsenio consultaba sobre sus propios pen-
samientos a un anciano de Egipto y le dijo: «¿Cómo tú, abad Arse-
nio, que tienes una cultura y una erudición tan elevada en textos lati-
nos y griegos, vienes a consultar a este rústico?». Y él respondió:
«Aprendí cultura latina y griega para el mundo, pero todavía no he
podido aprender el alfabeto de este rústico».
9 Decían los ancianos que nunca nadie pudo hacerse una idea justa de la
vida que llevó el abad Arsenio. Cuando vivía en el Bajo Egipto, co-
mo era asediado por la muchedumbre, decidió abandonar su celda.
No tomó nada consigo, y dijo a sus discípulos, Alejandro y Zoilo:
«Tú, Alejandro, toma un barco, y tú, Zoilo, ven conmigo hasta el río
y busca una embarcación que vaya a Alejandría, y así irás al encuen-
tro de tu hermano». Zoilo, turbado por estas palabras, no dijo nada y
así se separaron.
El anciano bajó a la región de Alejandría y allí cayó gravemente en-
fermo. Mientras tanto, los discípulos se decían el uno al otro:
«¿Crees que uno de nosotros ha hecho sufrir al anciano y por eso se
159
ha apartado de nosotros?». Y no encontraban en ellos ninguna cosa
desagradable, ni ninguna desobediencia.
Cuando el anciano recobró la salud, se dijo: «Volveré con mis Pa-
dres». Y regresó a un lugar llamado Petra, donde se encontraban los
ya citados discípulos. Y estando junto al río, vino una joven etíope,
se acercó y tocó su melota. El anciano la reprendió, pero ella le gri-
tó: «¡Si eres monje, vete al monte!». El anciano se contristó por estas
palabras y se repetía a sí mismo: «¡Arsenio, si eres monje, vete al
monte!». Y entretanto llegaron Alejandro y Zoilo, sus discípulos.
Cayeron a sus pies, el anciano se postró también y los tres se pusie-
ron a llorar.
El anciano, dijo: «¿No oísteis que he estado enfermo?». Ellos respon-
dieron: «Sí, ya lo oímos». Y el anciano repuso: «¿Y por qué no ha-
béis venido a verme?». Alejandro contestó: «No hemos podido so-
portar la separación. A causa de ella muchos nos han hecho sufrir,
diciendo: "Si no hubieran sido desobedientes, el anciano nunca se
hubiera separado de ellos".
Y el anciano les dijo: «Yo supe que esto se decía de vosotros, pero de
ahora en adelante se dirá: "La paloma no hallando donde posar el
pie, tomó donde él (Noé) al arca"». (Gén 8,9). Con estas palabras
los discípulos se consolaron mucho y permanecieron con él hasta el
último día de su vida.
Cuando le vieron a punto de morir, los discípulos se atribularon mu-
cho, pero él les dijo: «Todavía no ha llegado la hora. Cuando llegue
ya os lo diré. Os llevaré ante el tribunal de Cristo, si permitís que
alguno haga de mi cuerpo una reliquia».
Y ellos le dijeron: «¿Qué haremos sí no sabemos amortajar ni enterrar
a un muerto?». Y el anciano les dijo: «¿No vais a saber echarme una
soga al pie y llevarme arrastrando al monte?». Cuando iba a entregar
su espíritu, le vieron llorar y le dijeron: «¿De verdad, Padre, tam-
bién tú temes la muerte?».
Y él les respondió: «En verdad, el temor que siento en este momento
no ha dejado de acompañarme desde que me hice monje. Si, tengo
mucho miedo».
160
Y así descansó en paz. En los labios de Arsenio siempre estaban estas
palabras: «¿Para qué dejaste el mundo?». Y también: «Siempre me
he arrepentido de haber hablado, nunca de haber callado».
Al conocer la muerte de Arsenio, el abad Pastor, se echó a llorar, di-
ciendo: «Dichoso tú, abad Arsenio, porque has llorado sobre ti mis-
mo en esta vida. El que no llora sobre sí en este mundo, llorará eter-
namente en el otro. En efecto, sea aquí voluntariamente, sea allí
obligados por los tormentos, es imposible no llorar».
11 Contó el abad Juan que el abad Anub y el abad Pastor y sus demás
hermanos carnales eran monjes en Scitia. Y cuando llegaron los ma-
zicos y asolaron aquel lugar, se alejaron de allí y fueron a un lugar
llamado Terenuth, mientras decidían dónde se establecerían. Y per-
manecieron algunos días allí, en un templo antiguo.
El abad Anub dijo al abad Pastor: «Por caridad, durante esta semana
vivamos tú y tus hermanos aparte y yo con los míos, practicando la
hesychia, sin ir de visita los unos a los otros».
161
Y el abad Pastor respondió: «Haremos lo que tú quieres». Y lo hicie-
ron así. Había en el templo una estatua de piedra. Cada día por la
mañana, al levantarse, el abad Anub apedreaba el rostro de la esta-
tua, y por la tarde decía: «Perdóname». Y lo hizo así a lo largo de
toda la semana.
El sábado se reunieron todos los hermanos, y el abad Pastor dijo al
abad Anub: «Padre, he visto que durante toda esta semana apedrea-
bas el rostro de esa imagen y luego le hacías una metanía. Un hom-
bre de fe no hace eso».
El anciano le respondió: «Lo he hecho por vosotros. Cuando me viste
apedrear el rostro de esa estatua, ¿me ha dicho algo, ha montado en
cólera?». Y dijo el abad Pastor: «No». «Y cuando le he hecho una
metanía, ¿se ha conmovido o me ha dicho: "No te perdono"? «No,
respondió el abad Pastor».
Y el abad Anub prosiguió: «Nosotros somos siete hermanos. Si que-
réis que vivamos juntos, seamos como estatua que no se aflige por
las afrentas. Pero si no queréis hacer esto, cuatro puertas hay en este
templo: que cada uno salga por donde quiera y vaya donde quiera».
Al oír esto se echaron a los pies del abad Anub y le dijeron: «Hemos
vivido juntos toda la vida, trabajando y haciendo todo de acuerdo
con las palabras que nos había dicho el anciano. Nombró a uno de
nosotros ecónomo y comíamos lo que él nos preparaba, y jamás ocu-
rrió que nadie dijera: "Trae otra cosa" o "no quiero comer esto". Y
así hemos pasado todo el tiempo de nuestra vida en paz y descanso».
13 El abad Afi, obispo de Oxirinco, cuando era monje llevaba una vida
excesivamente dura. Nombrado obispo, quiso llevar en la ciudad la
misma vida que en el desierto, pero no tuvo fuerzas para ello. Y se
162
postró en la presencia del Señor, diciendo: «¿Acaso, Señor, se ha
alejado de mi tu gracia por causa del episcopado?». Y tuvo esta re-
velación: «No, pero cuando estabas en el desierto, y no había hom-
bres, Dios era tu sostén. Ahora en el mundo los hombres se ocupan
de ti».
163
Entonces, Zacarías se quitó el capuchón, lo puso bajo sus pies y mien-
tras lo pisaba decía: «Si el hombre no es pisoteado de esta manera,
no puede ser monje».
20 Una vez, el abad Teodoro comía con los hermanos. Recibían las co-
pas con reverencia, pero sin decir nada, ni siquiera el «perdóname»
de costumbre. Entonces, el abad Teodoro dijo: «Los monjes han per-
dido su título de nobleza, la palabra "perdóname».
164
Estas palabras le movieron a no cumplir jamás su oficio de diácono.
Cuando volvió a la iglesia, los hermanos hicieron ante él una meta-
nía, diciendo: «Si no quieres hacer de diácono, por lo menos sostén
el cáliz».
Pero Teodoro no aceptó y dijo: «Si no me dejáis en paz, me marcho
de aquí». Y le dejaron tranquilo.
23 El abad Juan de Tebas decía: «Ante todo, el monje debe ser humilde,
porque este es el primer mandato del Salvador, cuando dice: «Biena-
venturados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los
cielos». (Mt 5,3).
165
Y me golpearon hasta dejarme casi muerto. Llegó uno de los ancia-
nos y les dijo: "¿Hasta cuándo vais a seguir golpeando a este monje
forastero?". El que solía proveerme de lo que necesitaba, iba detrás,
lleno de vergüenza porque muchos también le insultaban, diciendo:
"Mira lo que ha hecho este monje de quien tú dabas toda clase de
garantías".
Los padres de la muchacha dijeron: "No te soltaremos hasta que pro-
metas bajo juramento que mantendrás a nuestra hija". Dije a aquel
que me proveía de lo necesario que saliera fiador por mí, y lo hizo.
Volví a mi celda, le di todos los cestos que tenía, y le dije: "Vénde-
los, y da el dinero a mí mujer, para que pueda comer". Yo me decía
a mí mismo: "Macario, has encontrado una mujer y es necesario que
trabajes más para mantenerla". Y trabajaba no sólo de día sino tam-
bién de noche y lo que ganaba se lo enviaba.
Cuando le llegó a aquella desgraciada el tiempo de dar a luz, pasó
muchos días con grandes dolores, pero no paría. Le preguntaron a
qué se debía y dijo: "Ya sé por qué sufro tanto tiempo". Sus padres
le preguntaron: "¿Por qué?". "Porque he calumniado a ese monje y
le he acusado falsamente sin que haya tenido nada que ver en este
asunto. El culpable fue tal joven".
Al saber esto, mi proveedor vino muy alegre a buscarme y me dijo:
"La muchacha no ha podido dar a luz hasta que no ha confesado que
no tienes que ver nada con ella, y que ha mentido al acusarte. Y to-
dos los habitantes de la aldea quieren venir aquí, a tu celda, para dar
gloria a Dios y pedirte perdón". Al oír esto de mi proveedor, me
levanté y huí aquí, a Scitia, para que no me molestase aquella gente.
Y este es el motivo por el cual me he instalado aquí».
166
27 El abad Matoés de Raitu fue, en compañía de un hermano, a la re-
gión de Gebala. Vino el obispo del lugar y ordenó presbítero al cita-
do anciano. Y mientras comían, le dijo el obispo: «Padre, perdóna-
me, ya sé que no querías esto, pero me he atrevido a hacerlo para
recibir tu bendición».
El anciano le respondió con humildad: «Es cierto que no lo deseaba en
absoluto, pero lo que más me cuesta es que tengo que separarme del
hermano que vive conmigo. No podré recitar solo todas las oraciones
que recitábamos juntos». El obispo le dijo: «Si tú crees que es digno,
le ordeno también». El abad Matoés dijo: «No sé si es digno o no; lo
único que sé es que es mejor que yo». El obispo le ordenó también,
pero uno y otro abandonaron este mundo sin haberse acercado jamás
al altar para consagrar la ofrenda.
El anciano decía: «Confío en Dios, que no me juzgará severamente
por esta ordenación que he recibido, porque no me he atrevido a ce-
lebrar. Este ministerio es para los que viven sin pecado».
30 El abad Pastor oyó, en una asamblea, hablar del abad Nisterós. Quiso
verle y pidió al superior de Nisterós que se lo enviara. El superior no
quiso que fuera solo y no le dijo nada. Pocos días después el ecóno-
mo del monasterio pidió al abad permiso para ir a ver al abad Pastor
y abrirle su alma. El abad le dio permiso y le dijo: «Lleva contigo a
167
ese hermano, pues le ha mandado llamar el anciano y por no enviar-
lo solo he retrasado hasta hoy el enviárselo.
31 El abad Olimpo de Scitia era esclavo, y todos los años bajaba a Ale-
jandría para llevar a sus dueños lo que había ganado. Estos salían a
su encuentro para saludarle, pero el anciano echaba agua en una jo-
faina y se disponía a lavarles los pies. «Por favor, Padre, ¡no nos
hagas sufrir!», le decían. Pero él respondía: «Yo confieso que soy
vuestro esclavo y os doy gracias porque me dejasteis libre para servir
a Dios. A cambio yo os lavo los pies y recibís el fruto de mi traba-
jo». Los otros insistían, y como no quería ceder, les dijo: «Si no que-
réis recibir lo que he ganado, me quedo aquí como esclavo vuestro».
Entonces sus dueños, por la gran reverencia que le tenían, le dejaban
hacer lo que quería y al volver le llevaban con honor y le daban lo
que necesitaba para que pudiese, en su nombre, hacer limosnas y
celebrar el ágape. Todo esto le hizo célebre en Scitia.
168
34 El abad Pastor decía: «Humillarse ante Dios, no darse importancia y
postergar su propia voluntad, son las herramientas con las que el al-
ma trabaja».
41 Se decía del abad Pastor que nunca opinaba sobre las palabras de otro
anciano, pero siempre alababa lo que decía.
169
43 El hermano Pistor contaba: «Siete hermanos eremitas fuimos a ver al
abad Sisoés que vivía en la isla Clysma. Le pedimos que nos dijera
algo, pero respondió: "Perdonadme, pero soy un hombre sin instruc-
ción. Pero en cierta ocasión fui a ver al abad Hor y al abad Athre. El
abad Hor estaba enfermo desde hacía dieciocho años. Empecé a su-
plicarles que me dijeran una palabra y el abad Hor me contestó:
'¿Qué quieres que te diga? Haz lo que veas. Dios es de aquel que se
tiraniza a si mismo con todas sus fuerzas y se hace violencia en to-
do'. Los dos, el abad Hor y el abad Athre no eran de la misma pro-
vincia. Sin embargo, se entendieron a la perfección hasta el fin de su
vida. El abad Athre era muy obediente y el abad Hor muy humilde.
Me quedé unos días con ellos para descubrir sus virtudes y vi la con-
ducta admirable del abad Athre. Uno les trajo un pequeño pescado y
el abad Athre quiso prepararlo para su anciano, el abad Hor. Tomó
un cuchillo y empezó a cortar el pescado, pero en aquel momento el
abad Hor le llamó: '¡Athre, Athre!'. Al punto dejó el cuchillo en el
pescado a medio cortar y corrió a donde él. Y yo quedé admirado de
su gran obediencia, pues no se le ocurrió decir: 'Espera a que termi-
ne de cortar el pescado'. Y pregunté al abad Athre: '¿Dónde has
aprendido a obedecer así?'. 'No es mía esa obediencia, sino de este
anciano'. Y me llevó consigo: 'Ven a ver su obediencia'.
Coció de forma deplorable un pececillo, de manera que quedó en tal
estado que no se podía comer. Se lo llevó al anciano, que lo comió
sin decir una palabra. El abad Athre le preguntó: '¿Está bueno, Pa-
dre?'. Y respondió: 'Muy bueno'. Luego le trajo otro pescado muy
bien preparado, y dijo: 'Padre, este pescado está echado a perder, lo
he cocido muy mal'. Y el anciano contestó: 'Si, te ha salido un poco
mal'. Entonces se volvió a mí el abad Athre, y me dijo: '¿Has visto
cómo obedece este anciano?'. Les dejé e hice lo que había visto, se-
gún mis fuerzas". Esto nos contó a los hermanos el abad Sisoés, pero
uno de nosotros le pidió: "Muéstranos tu caridad diciéndonos una
palabra tuya". Y dijo: "El que consiente en no ser nada, ni apegarse
a nada, ese cumple toda la Escritura". Y otro hermano le dijo: "Pa-
dre, ¿en qué consiste el ser peregrino?". Y respondió: "En callar y
decir donde quiera que vayas: 'No me mezclaré en nada'. Esto es
vivir como peregrino"».
170
44 Un hermano vino al monte del abad Antonio, para visitar al abad Si-
soés, y mientras hablaban le preguntó: «Padre, ¿todavía no has llega-
do a la altura del abad Antonio?». Y le respondió: «Si tuviese uno
sólo de los pensamientos que atormentan al abad Antonio, ardería y
me consumiría totalmente como fuego. Pero sin embargo conozco un
hombre que, con mucho esfuerzo, puede tener a raya a sus pensa-
mientos».
48 Sinclética, de santa memoria, dijo: «Es tan imposible salvarse sin hu-
mildad como construir un barco sin clavos».
171
51 El abad Orsisio dijo: «Si se usa arcilla cruda en los cimientos, cerca
de un río, no durará ni un solo día. Pero si está cocida permanecerá
como la piedra. Así es el hombre que posee la sabiduría según la
carne y no ha sido cocido por el fuego de la tentación como José, se
viene abajo si llega a ocupar un puesto elevado. Lo resume así la
palabra de Dios: "Fue agitado por muchas tentaciones entre los hom-
bres". Bueno es que quien conozca sus limitaciones, decline la carga
al principio. Los fuertes en la fe se mantienen firmes. Si alguno quie-
re traer el ejemplo de José, debe decir que no era de esta tierra.
¡Cómo fue tentado!, y además en aquella región donde no había nin-
gún vestigio de culto divino. Pero el Dios de sus Padres estaba con él
y le libró de todas sus pruebas. Y hoy está con sus Padres en el Rei-
no de los Cielos. Nosotros, conociendo nuestras limitaciones, luche-
mos, pues apenas podemos escapar del juicio de Dios».
172
otra mejilla. Pero el demonio, no pudiendo soportar la quemadura de
su humildad, salió inmediatamente del poseso.
173
60 Preguntaron a un anciano: «¿Qué es la humildad?». Y respondió:
«Perdonar al hermano que ha pecado contra ti antes de que te pida
perdón».
174
66 Un monje de Egipto vivía en un suburbio de la ciudad de Constanti-
nopla. Un día, el emperador Teodosio, el Joven, pasó por allá, dejó
a todos los de su comitiva, y fue, él solo, a la celda del anciano.
Llamó a la puerta, le abrió el anciano y se dio cuenta de que era el
emperador. Pero lo recibió como si se tratara de uno de sus oficiales.
Entraron, hicieron oración y se sentaron. El emperador preguntó al
monje: «¿Qué tal los Padres de Egipto?». Y le respondió el anciano:
«Todos piden por tu salvación». El emperador miró a su alrededor
para ver lo que había en la celda y no encontró más que una pequeña
cesta que contenía un poco de pan y una jarra con agua. El monje le
dijo: «Come un poco». Mojó los panes, le dio aceite y sal, y comió.
Le dio también agua para beber.
El emperador le dijo entonces: «¿Sabes quién soy yo?». Y el monje le
contestó: «Dios sabe quien eres». Y le dijo Teodosio: «Yo soy el em-
perador Teodosio».
El monje se postró y le saludó humildemente. Y el emperador prosi-
guió: «Dichosos vosotros que lleváis una vida segura sin los cuidados
de este mundo. Te digo, de veras, que aunque he nacido bajo la púr-
pura imperial, nunca he saboreado tan a gusto el pan y el agua como
hoy. He comido bastante y con buen apetito». A partir de este día, el
emperador empezó a visitarle, pero el anciano se escapó y volvió a
Egipto».
175
70 Los Padres contaban que un anciano moraba en su celda y sufría
fuertes tentaciones. Veía claramente a los demonios y se burlaba de
ellos. Al verse vencido por el anciano, el demonio se le presentó y le
dijo: «Soy Cristo».
Al verle, el anciano cerró los ojos. Y el diablo le dijo: «Soy Cristo,
¿por qué cierras los ojos?». Y le contestó el anciano: «Yo 'aquí no
quiero ver a Cristo, sino en la otra vida». Al oír esto desapareció el
diablo.
72 Contaban los Padres que un anciano había ayunado setenta y dos se-
manas seguidas, comiendo tan sólo una vez por semana. Preguntó a
Dios el sentido de cierto texto de la Escritura, pero Dios no se lo
reveló. Y pensó para sí: «Puesto que me he mortificado tanto sin
provecho, iré a preguntárselo a uno de mis hermanos». Y al cerrar la
puerta de su celda para salir, le fue enviado un ángel del Señor, que
le dijo: «Las setenta semanas de ayuno no te han acercado más a
Dios, pero cuando te has humillado para ir donde tu hermano, me
han enviado para explicarte ese texto». Y después de explicarle lo
que buscaba desapareció el ángel.
176
74 Dijo un anciano: «Prefiero un fracaso soportado con humildad que
una victoria obtenida con soberbia».
80 Un anciano dijo: «Si el molinero no tapa los ojos del animal que da
vueltas a la muela, éste se desmandará y comerá el fruto de su traba-
jo. Así, por disposición divina, hemos recibido un velo que nos impi-
de ver el bien que hacemos, para que no nos sintamos satisfechos de
nosotros mismos y perdamos nuestra recompensa. Por eso también,
de vez en cuando, nos vemos abandonados a muchos pensamientos
sucios, para que cuando los veamos nos condenemos a nosotros mis-
177
mos. Y estos pensamientos son para nosotros un velo que oculta el
poco bien que hacemos. Porque cuando el hombre se acusa a sí mis-
mo, no pierde su recompensa».
84 Decía un anciano: «El que lleva con paciencia los desprecios, las in-
jurias y las injusticias, puede salvarse».
178
del hermano quedó intacta. Al ver esto los hermanos se llenaron de
temor, hicieron una metanía ante el hermano y desde entonces le
consideraron como un Padre.
179
la Iglesia".
Al verse excomulgados por todos se dijeron el uno al otro: "Estos
obispos se conciertan y se apoyan unos a otros porque se reúnen en
Concilio. Vayamos a san Epifanio, obispo de Chipre, que es varón
de Dios y profeta y no tiene acepción de personas". Cuando ya esta-
ban cerca de la ciudad, san Epifanio tuvo una revelación acerca de
ellos y mandó a decirles: "No entréis en esta ciudad".
Entonces volvieron en sí, y dijeron: "Somos verdaderamente culpa-
bles, ¿por qué tratamos de justificarnos? Pase que aquellos nos exco-
mulgasen injustamente, ¿pero que lo haga este profeta? Tiene que ser
porque Dios le ha hecho alguna revelación". Y los dos se reprocha-
ron vehementemente la culpa que habían cometido.
El que conoce los corazones vio que se reconocían de verdad culpa-
bles y se lo reveló al obispo Epifanio. Éste les mandó de nuevo un
mensajero, les hizo venir a su presencia, les consoló y les admitió en
la Iglesia. Luego escribió sobre ellos al arzobispo de Alejandría:
"Recibe a estos hijos tuyos que han hecho de verdad penitencia"».
Y añadió el anciano que contó esta historia: «Éste es el secreto de la
santidad y lo que Dios quiere: que el hombre arroje sus pecados a los
pies de Dios».
Al oír esto el hermano hizo lo que le había enseñado el anciano y fue
a llamar a la puerta de su hermano. Éste, apenas le oyó, se arrepintió
interiormente y abrió al punto la puerta. Se abrazaron desde el fondo
de su corazón, y se estableció entre ellos una profunda paz.
180
El demonio comunicó a su jefe lo sucedido. Y un sacerdote pagano
oyó lo que contaba el demonio y decidió hacerse monje.
Y desde el comienzo de su conversión practicó la humildad más per-
fecta, pues decía:
«La humildad quiebra toda la fuerza del enemigo, como yo mismo se
lo oí a los demonios: "Cuando atacamos a los monjes, si uno de ellos
hace una metanía, todo nuestro poder se desvanece"».
181
Capítulo XVI
De la paciencia
182
2 Se tuvo en las Celdas una reunión para cierto asunto, y el abad Eva-
grio habló en ella. El presbítero del monasterio le dijo: «Sabemos,
abad Evagrio, que si estuvieses en tu país, podrías ser obispo o cabe-
za de un grupo numeroso, pero aquí eres un forastero». Movido a
compunción, no respondió violentamente, sino que inclinando la ca-
beza y mirando al suelo, escribía en él con el dedo, y dijo: «Así es,
Padres: he hablado una vez, pero, como dice la Escritura, no hablaré
la segunda».
183
7 Un día se reunieron los hermanos en Scitia, y los ancianos quisieron
poner a prueba al abad Moisés. Le despreciaron, diciendo: «¿Por qué
este etíope viene con nosotros?». El, al oírlo se calló. Terminada la
asamblea, los que le habían tratado injuriosamente le dijeron: «¿No
te sientes molesto ahora?». Y él respondió: «Turbado estoy, no pue-
do hablar». (Sal 76,5).
8 Paisio, hermano del abad Pastor, tuvo una amistad particular con un
monje del exterior. Al abad Pastor no le gustaba, y corrió a decir al
abad Amonas: «Mi hermano Paisio tiene una amistad particular y no
lo puedo sufrir». El abad Amonas le respondió: «Abad Pastor, ¿vives
todavía? Vete a tu celda y métete en la cabeza que hace un año que
estás en el sepulcro».
9 Decía el abad Pastor: «Cualesquiera que sean tus penas, callando las
superarás».
184
13 Un día vinieron unos ladrones a la ermita de un anciano y le dijeron:
«Venimos a llevarnos todo lo que hay en tu celda». Y él les dijo:
«Tomad todo lo que os parezca bien, hijos». Tomaron todo lo que
encontraron en la celda y se lo llevaron. Pero se olvidaron una bolsa
que estaba escondida en la celda. El anciano la tomó, y corrió tras
ellos gritando: «¡Hijos míos!, tomad esto que habéis olvidado en mi
celda». Admirados de la paciencia del anciano, le llevaron de nuevo
todo a su celda y todos le hicieron metanías, y se decían unos a
otros: «Verdaderamente, es un hombre de Dios».
185
16 Un día unos filósofos quisieron poner a prueba a los monjes. Vieron
pasar a uno muy elegantemente vestido y le llamaron: «¡Ven aquí!».
Pero él, indignado, les insultó.
Pasó un santo monje, de origen aldeano, y le dijeron: «¡Tú, monje,
mal viejo, ven aquí!». Y el monje acudió en seguida.
Le abofetearon, y él les ofreció la otra mejilla. Al punto los filósofos
se levantaron, se echaron a sus pies, y le dijeron: «¡Este es un monje
de verdad!».
Le hicieron sentar en medio de ellos y le preguntaron: «¿Qué es lo
que haces, en este lugar solitario, que no hagamos nosotros? Voso-
tros ayunáis y nosotros ayunamos. Castigáis vuestros cuerpos y noso-
tros también lo hacemos. Todo lo que vosotros hacéis lo hacemos
también nosotros. ¿Qué hacéis más que nosotros, aquí en el desier-
to?».
El anciano les contestó: «Ponemos nuestra esperanza en Dios y practi-
camos la guarda del corazón».
Y le dijeron los filósofos: «Esto no lo logramos nosotros». Y muy edi-
ficados le dejaron marchar.
18 Contaba un anciano que había oído decir a unos santos varones, que
había jóvenes que enseñaban a sus ancianos a conducirse en la vida
monástica. Y contaron esta historia: «Había una vez un monje borra-
cho, que fabricaba cada día una estera, la vendía en el pueblo veci-
no, y gastaba en beber todo lo que había cobrado. Vino a vivir con
él un hermano, que también fabricaba una estera, pero el anciano la
tomaba, vendía las dos esteras y se gastaba en vino el precio de am-
186
bas. Al hermano únicamente le traía un poco de pan, al anochecer.
Esto duró casi tres años, sin que el hermano dijera una sola palabra.
Pero un día el hermano pensó para si: "Estoy desnudo y como con
escasez mi pan. Voy a marchar de aquí!". Pero luego recapacitó:
"¿Dónde voy a ir? Me quedaré aquí, viviendo por amor de Dios, en
compañía de este monje". Al punto se le apareció un ángel del Se-
ñor, que le dijo: "No te vayas. Vendremos a ti mañana.
Aquel día el hermano rogó al anciano: "No te alejes de aquí. Los
míos van a venir hoy a buscarme". Cuando llegó la hora en que el
anciano solía bajar al pueblo, dijo al hermano: "Ya no vendrán hoy,
hijo. Es demasiado tarde".
Pero el hermano le respondió, con toda clase de argumentos, que ven-
drían. Y mientras hablaba descansó en la paz del Señor. Entonces el
anciano lloró amargamente: "¡Ay Dios mío! Cuántos años hace que
vivo negligentemente. Tú en cambio, gracias a tu paciencia, alcan-
zaste la salvación en muy poco tiempo. Y desde aquel día, el anciano
dejó la bebida y se convirtió en un monje de probada virtud».
Le tomó las manos y se las besó, mientras le decía: «Hermano, doy gra-
cias a estas manos, pues por ellas voy al Reino de los Cielos». El
hermano, movido a compunción por estas palabras, hizo penitencia y
llegó a ser un monje muy fervoroso, siguiendo el ejemplo de aquel
santo anciano.
187
Capítulo XVII
De la caridad
2 Decía también: «La vida y la muerte nos viene del prójimo. Si gana-
mos a nuestro hermano, ganaremos a Dios. Si le escandalizamos pe-
camos contra Cristo».
7 El abad Juan subía un día de Scitia con otros hermanos, pero el guía se
equivocó de camino, pues era de noche. Y preguntaron los hermanos
188
al abad Juan: «¿Qué hacemos, Padre, pues el hermano se ha equivo-
cado de camino, no sea que nos perdamos y muramos?». Y el ancia-
no les dijo: «Si le decimos algo sufrirá mucho. Voy a hacer como
que no puedo más, digo que no puedo andar y me quedo aquí hasta
mañana». Y lo hicieron así. Los demás dijeron: «Tampoco nosotros
seguimos, nos quedaremos contigo». Y se quedaron allí hasta el día
siguiente, para no causar pena a aquel hermano.
9 Decía el abad Pastor: «Intenta con todas tus fuerzas no hacer mal a
nadie y guarda tu corazón casto para con todos».
10 Dijo también: «No hay mayor amor que dar la vida por el prójimo.
Porque si uno al oír un insulto, pudiendo devolverlo, lucha, vence y
no contesta, o si herido en alguna cosa lo lleva con paciencia, sin
vengarse del que le ha ofendido, el que así obra, está dando su vida
por su prójimo».
189
11 Un día el abad Pambo caminaba con sus hermanos en Egipto cuando
vio a unos seglares que estaban sentados, y les dijo: «Levantaos, sa-
ludad y abrazad a los monjes para que os bendigan, porque ellos ha-
blan a menudo con Dios y sus labios son santos».
190
le dijo, esta semana he tenido una grave caída. Fui al pueblo para
cierto negocio y pequé con una mujer». Y el anciano le dijo: «¿Te
arrepientes?». «Si, Padre», dijo el hermano. Y el anciano le respon-
dió: «Yo cargo contigo la mitad de ese pecado». Entonces el herma-
no repuso: «Ahora sé que podemos vivir juntos». Y así vivieron has-
ta su muerte.
15 Decía un padre: «Sí uno te pide una cosa y se la das de mala gana,
hay mucho amor propio en este don, como está escrito: "Al que te
obligue a andar una milla, vete con él dos" (Mt 5,41). Equivale a
decir: "Si uno te pide algo dáselo con todo tu corazón y toda tu al-
ma"».
16 Un anciano que había hecho unas cestas y estaba colocando las asas,
oyó a otro monje vecino suyo que decía: «¿Qué voy a hacer? Se
acerca el día del mercado y no tengo asas para poner a mis cestas».
El otro desmontó las asas, que había colocado en sus cestas, y se las
llevó a su vecino, diciendo: «Toma, me sobran estas asas, pónselas a
tus cestas». Permitió que su hermano terminara su trabajo sin acabar
el suyo.
191
19 Preguntó uno a un anciano: «¿Por qué, hoy, los que viven la austeri-
dad de la vida monástica no reciben las gracias de los Padres anti-
guos?». El anciano le respondió: «Porque entonces imperaba la cari-
dad y cada uno arrastraba a su prójimo hacia arriba. Ahora, al en-
friarse la caridad, cada uno empuja ,,a su prójimo hacia abajo y por
eso no merecemos la gracia».
192
"Ven a recibir tu paga", y él no quiere aceptarla». Al oír esto el an-
ciano se maravilló y dijo' a uno de los monjes: «Da la señal para que
se congreguen todos los hermanos».
Cuando se reunieron todos, dijo el anciano: «Venid, hermanos, y es-
cuchad hoy un juicio según justicia». El anciano les contó todo y
condenó al hermano a recibir su paga y a hacer con ella lo que qui-
siera. Y el hermano partió triste y lloroso como si le hubieran hecho
una injusticia.
193
24 Decía un anciano: «Nunca he deseado una cosa que fuese útil para mí
si ello entraña algún perjuicio para mi hermano, porque espero que
la ganancia de mi hermano es para mi aumento de fruto».
194
Capítulo XVIII
De la clarividencia o contemplación
2 Dijo el abad Daniel, discípulo del abad Arsenio, que su abad le contó
como sucedido a otro (aunque él creía que se trataba del mismo Ar-
senio) que estando en su celda oyó una voz que le decía: «Ven, y te
mostraré las obras de los hombres». Se levantó y salió. Le llevaron a
un lugar donde estaba un etíope cortando leña para hacer un haz muy
grande. Intentó levantar el haz pero no podía y en vez de aligerar el
haz cortaba más leña y la añadía a su enorme haz. Un poco más le-
jos, le enseñó un hombre al borde de un lago. Llenaba de agua un
balde y lo echaba en una cisterna agrietada y el agua se escapaba de
nuevo al lago.
Y el anciano oyó la voz que le decía: «Ven, que te voy a enseñar otra
cosa». Y vio un templo y dos hombres a caballo que llevaban, entre
los dos, un tronco atravesado sobre sus monturas. Intentaban entrar
en el templo por la puerta, pero no podían a causa del tronco atrave-
sado que llevaban. Ninguno de los dos consentía en colocarse detrás
para que el tronco girase 90 grados, y se quedaron los dos fuera del
templo. Y al preguntar al anciano qué significa todo aquello, le fue
respondido: «Éstos son los que llevan con orgullo el yugo de la justi-
cia. No se humillan para rectificar su conducta y caminar con humil-
dad por el camino de Cristo y se quedan fuera del Reino de Dios. El
que cortaba leña, es el gran pecador que no hace penitencia por sus
195
pecados, ni se aparta de ellos, sino que, al contrario, añade pecados
sobre pecados. El que llena de agua la cisterna, es el hombre que
hace buenas obras, pero mezcla en ellas otras malas, y por éstas
pierde también aquéllas. Es preciso, pues, que el hombre vigile sus
propias obras, para que no trabaje en vano».
196
sentó en medio. Y se les abrieron a los tres los ojos del alma, y
cuando pusieron los panes en el altar, les pareció, a ellos tres tan
sólo, que se encontraba sobre el altar un niño pequeño. Y cuando el
sacerdote extendió sus manos para partir el pan, bajó un ángel del
Señor, del cielo, con un cuchillo en la mano y partió aquel niño y la
sangre la recogió en el cáliz. Y cuando el sacerdote partió el pan en
trozos pequeños, también el ángel cortó los miembros del niño en
partes pequeñas. Y al acercarse recibió carne ensangrentada. Al ver-
lo se atemorizó, y exclamó: «Creo, Señor, que el pan que está en el
altar es tu Cuerpo y el cáliz tu Sangre». Y al punto se convirtió en
pan el trozo que llevaba en la mano, como en el sacramento, y lo
comió, dando gracias a Dios. Los ancianos le dijeron: «Dios conoce
la naturaleza humana. Sabe que el hombre no puede comer carne
cruda y por eso transforma su Cuerpo en pan y su sangre en vino
para aquellos que le reciben con fe».
Y dieron gracias a Dios porque no había permitido que aquel anciano
perdiese el fruto de su trabajo y volvieron a sus celdas con gran ale-
gría.
197
El arzobispo le preguntó: «¿En qué se basa tu certeza, Padre?». Y el
anciano le dijo: «Dios me ha hecho ver a todos los patriarcas, desde
Adán hasta Melquisedec, todos han desfilado delante de mi y un án-
gel que estaba a mi lado me ha dicho: "Este es Melquisedec". Pue-
des estar seguro de que esto es así».
El anciano volvió a su celda y él mismo se puso a enseñar que Mel-
quisedec era un hombre. Y el bienaventurado Cirilo se alegró muchí-
simo.
6 Uno de los santos Padres vio en sueños un ejército de ángeles que ba-
jaba del cielo por orden de Dios. Llevaban en sus manos un libro
escrito, por dentro y por fuera, y se preguntaron: «¿A quién debemos
confiarlo?». Los unos decían a tal, los otros a cual, y el resto de los
ángeles, dijeron: «En verdad esos dos que decís son santos y justos,
pero no se les puede confiar el libro». Se pronunciaron otros muchos
nombres de santos, hasta que dijeron: «Sólo a Efrén se lo podemos
confiar». Y vio aquel anciano, a quien se le había revelado todo esto,
que los ángeles entregaron el libro a Efrén. A la mañana siguiente se
levantó y fue a escuchar las enseñanzas de Efrén y era como una
fuente que brotaba de su boca. Y reconoció, el anciano que había
tenido el sueño, que lo que salía de los labios de Efrén era obra del
Espíritu Santo.
198
Pero Zenón oró una segunda y una tercera vez. Y el niño le volvió a
decir: «Has hecho bien». El anciano se levantó, tomó lo que se le
ofrecía y comió. Y el niño le dijo: «Cuanto más andabas, más te ale-
jabas de tu celda, pero levántate y sígueme». Y enseguida se encon-
tró en su celda.
El anciano dijo: «Entra, y hagamos oración». Y mientras el anciano
entraba, el otro desapareció.
199
le dijo el anciano: «¿No tienes allí ningún amigo?».
Y contestó el demonio: «Sólo tengo allí un hermano que me escucha,
pero en cuanto me ve se vuelve una ventolera». El anciano le pre-
guntó: «¿Cómo se llama ese hermano?».
«Theoctisto», respondió. Y dicho esto se marchó. El abad Macario se
fue al desierto inferior y al verle los hermanos tomaron palmas y
salieron a su encuentro. Y todos ellos prepararon con esmero sus
celdas no sabiendo a cuál de ellas acudiría. El anciano preguntó
quién de entre ellos se llamaba Theoctisto, y habiéndole encontrado
se fue con él a su celda. Theoctisto le recibió con gran alegría y
cuando pudieron hablar a solas el anciano le preguntó: «¿Qué tal te
va, hermano?». Y él respondió: «Gracias a tus oraciones, bien». E
insistió el anciano: «¿No te asaltan malos pensamientos?». «De mo-
mento estoy bien», respondió brevemente el hermano, que enrojecía
al hablar.
El anciano volvió a la carga: «Hace muchos años que vivo las costum-
bres ascéticas de este lugar, todos me honran sobremanera y sin em-
bargo en mi vejez no me deja ni un momento en paz el espíritu de
impureza». Y Theoctisto replicó: «Padre, también a mi me sucede lo
mismo». Entonces el anciano fingió que también le atormentaban
otras clases de pensamientos con el fin de hacerle confesar todo, y le
dijo: «¿Cómo ayunas?».
«Hasta la hora de nona», respondió el otro. Y le dijo el anciano:
«Ayuna hasta la noche, mortifícate, aprende de memoria los Evange-
lios, medita en el fondo de tu corazón el resto de la Escritura, y si te
viene un pensamiento culpable, no mires abajo sino al cielo y Dios al
punto vendrá en tu ayuda». Y después de haber puesto al hermano en
el buen camino, Macario volvió a su soledad. Y en el camino se
encontró de nuevo con el demonio, y le preguntó: «¿Dónde vas otra
vez?».
Y respondió Satanás: «A hacerme presente en la mente de los herma-
nos». Y se fue. A la vuelta, le preguntó de nuevo el anciano: «¿Có-
mo van los hermanos?». Y el diablo respondió: «Mal». Y el anciano
insistió: «¿Por qué?». «Porque todos son santos. Y lo peor es que mi
200
único amigo, el único que me obedecía, no sé cómo ni por qué se ha
rebelado, no me obedece y se ha convertido en el más santo de to-
dos. Por eso he jurado no volver a poner los pies allí por mucho
tiempo». Luego se marchó, dejando al anciano. Este entró en su cel-
da adorando y dando gracias a Dios Salvador.
10 El abad Macario, para animar a los hermanos contaba: «Una vez vino
con su madre un niño poseso, que decía a su madre: "Vámonos de
aquí". Pero ella le contestaba: "No puedo tenerme en pie". Y le res-
pondió su hijo: "Yo te llevaré". Y quedé admirado de los métodos
del demonio para apartarlos de este lugar».
201
con la ayuda de Cristo, una vida santa y empezó a pedir a Dios que
le mostrase la naturaleza del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Pedía
esto, no por falta de fe, como suele ocurrir, sino por la gran piedad
de su corazón. Desde su niñez fue educado en la ley divina, y por
amor del Supremo Rey dejó su patria y sus campos natales para
aprender los misterios de Cristo lejos de allí. Y así, encendido de
amor, cada día ofrecía los sagrados dones y pedía se le mostrase lo
que latía bajo las especies de pan y vino. No porque dudase de que
se trataba del Cuerpo de Cristo, sino porque quería ver a Cristo co-
mo ningún mortal puede contemplarlo aquí en la tierra.
Un día, celebrando con devoción una misa solemne, según su costum-
bre, se arrodilló y dijo: «Te ruego, Señor Omnipotente, que me
muestres a mi, el más pequeño de tus sacerdotes, la naturaleza del
Cuerpo de Cristo y que vea con mis ojos su cuerpo aquí presente y
en forma de aquel niño, que en otro tiempo llevó en su seno su ma-
dre Maria».
Y estando orando así, un ángel bajado del cielo le dijo: «Levántate y
date prisa, si quieres ver a Cristo. Se presenta cubierto con vestido
corporal el mismo que engendró la Santísima Virgen». Entonces, el
venerable sacerdote, pávido, levantó su rostro del suelo y vio al ni-
ño, Hijo del Padre, que siendo niño mereció llevar en sus brazos el
anciano Simeón. Y el ángel le dijo: «Ya que quisiste ver a Cristo, al
que antes consagrabas bajo las sagradas especies, ahora míralo con
tus ojos, tócalo con tus manos».
Confiado en el encargo celestial, el sacerdote tomó al niño en sus tem-
blorosos brazos y unió su pecho al pecho de Cristo. Después, unido
en fuerte abrazo a Dios, oprimió con sus labios los santos labios de
Cristo. Y hecho esto, colocó de nuevo sobre el altar los miembros
sagrados del Hijo de Dios, y cubrió con el alimento celestial la mesa
de Cristo. Y de nuevo, puesto de rodillas, pidió a Dios que se digna-
se volver a su aspecto primero. Y terminada su oración, se levantó
del suelo y encontró que el Cuerpo de Cristo había recobrado su for-
ma anterior, como se lo había pedido.
202
huid». Y ellos le dijeron: «Y tú, Padre, ¿no huyes?». Y respondió:
«Yo, hace mucho tiempo que espero este día, para que se cumpla la
palabra de Nuestro Señor Jesucristo, que dice: "Todos los que empu-
ñan la espada, a espada perecerán"». (Mt. 26,52).
Los hermanos le dijeron: «No huiremos. Moriremos contigo». Y él les
contestó: «Eso no es asunto mío. Cada uno vea lo que debe hacer».
Estaban con él siete hermanos y le dicen: «Los bárbaros han llega-
do». Y en un momento los mataron.
Uno de los hermanos, sin embargo, atemorizado huyó y se escondió
detrás de un montón de esteras de palma y vio siete coronas que ba-
jaban y coronaron al abad Moisés y a los seis hermanos que murie-
ron con él.
18 El abad Juan, que había sido condenado al exilio por Marciano, con-
taba que un día acudieron de Siria para ver al abad Pastor y consul-
tarle acerca de la dureza del corazón. El anciano no sabía griego, ni
encontramos intérprete. Pero al ver nuestra pena, empezó a hablar
en griego y nos dijo: «El agua por naturaleza es blanda y la piedra
dura. Sin embargo, si se coloca encima de la piedra un recipiente de
agua para que caiga gota a gota sobre la piedra, la piedra será perfo-
rada. También la palabra divina es suave y nuestro corazón duro.
Pero, si el hombre escucha a menudo esta palabra, su corazón se
abrirá al temor de Dios».
18 Decía el abad Pastor: «Escrito está: "Como jadea la cierva tras las
corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios" (Sal
42,1). En la soledad los ciervos devoran muchas serpientes, y como
el veneno les quema, se apresuran a llegar a la fuente y al beber apa-
gan la quemadura del veneno. Lo mismo ocurre con los monjes que
viven en el desierto. El veneno de los demonios malignos les quema
y por eso desean el sábado y el domingo acercarse a las fuentes de
203
las aguas, es decir al Cuerpo y a la Sangre de Nuestro Señor Jesu-
cristo, para purificarse de toda amargura de los ángeles malos».
204
se ha apartado de Dios. Tú que vives en la soledad y no ves a nadie,
permites que tu mente y tus pensamientos vaguen por todas las ciu-
dades». Al punto fue al citado monasterio y pidió a los superiores de
los hermanos que le introdujesen en la casa de las monjas. Enseguida
se le dio permiso, dado que era un hombre de toda confianza por la
austeridad de su vida.
Además era ya de mucha edad. Entró y manifestó su deseo de ver a
todas las hermanas, pero no vio la única por la cual había venido.
Finalmente dijo: "Traedme a todas, pues me parece que falta algu-
na". "Tenemos una, le dijeron, dentro, en la cocina, pero está loca".
Así llamaban a las posesas. El dijo: "Traedla para que la vea". Al
oírlo fueron a buscarla. Ella no quería ir, según creo porque se temía
algo o porque tal vez había tenido una revelación divina. Las herma-
nas le dijeron: "San Pioterio quiere verte". Era un varón de gran
fama. En cuanto se presentó la religiosa y vio su cabeza envuelta en
aquellos trapos, el anciano se echó a sus pies, diciendo: "Dame tu
bendición".
Pero ella, a su vez, se echó a los pies del santo y le dijo: "Bendíceme
tú a mi Padre". Todas las hermanas admiradas dijeron: "No te some-
tas a una tal humillación; esta que ves es una loca". Pero San Piote-
rio dijo a las hermanas: "Vosotras sois las locas. Esta es mi Amma
(madre) y vuestra Amma. Este es el nombre que se les da allí a los
grandes espirituales. Que Dios me conceda la gracia de ser encontra-
do digno de ella en el día del juicio".
A estas palabras, todas se precipitaron a los pies de la hermana confe-
sando cada una sus pecados contra ella. Una se acusaba de que mien-
tras limpiaba un plato le había echado agua sucia. Otra llorando se
acusaba de haberle llenado las narices de mostaza. Y todas las demás
contaban las ofensas de toda clase que le habían infligido. El santo se
fue después de haber rogado por todas. Pocos días después, no pu-
diendo soportar tanta gloria, abrumada por los honores y por las ex-
cusas de sus hermanas, abandonó ocultamente el monasterio. ¿Dónde
fue? ¿Hacia qué región se dirigió? ¿Cómo murió? Nadie lo supo ja-
más».
205
21 Pablo el Simple, de feliz memoria, discípulo del abad Antonio, contó
a los Padres lo que sigue: «Un día, fue a un monasterio para visitar e
instruir a los hermanos. Después de haberse enfervorizado mutua-
mente entraron en la iglesia de Dios para celebrar la sinaxis del mo-
do acostumbrado. El beato Pablo miraba a todos los que entraban en
la iglesia y consideraba en qué estado de ánimo entraba cada uno.
Dios le había concedido la gracia de ver el estado de las almas como
nosotros nos vemos el uno al otro el rostro. Veía también sus ángeles
alegres por causa de ellos. Todos entraron con un rostro luminoso y
brillante, excepto uno que tenía todo su cuerpo negro y oscuro. Los
demonios lo escoltaban a un lado y otro y lo arrastraban hacia si,
pues le habían atado una soga a la nariz. Su santo ángel le seguía
desde lejos, triste y lúgubre. Pablo se puso a llorar y a golpearse el
pecho, y se sentó delante de la iglesia lamentándose amargamente
por la suerte de aquel que se había aparecido de aquella manera. Los
que habían notado su cambio tan brusco de actitud, sus lágrimas y su
pena, le preguntaban y le rogaban que les dijese la causa de todo
aquello y les contase lo que había visto. Temían que hubiese visto en
todos ellos algo digno de reprensión y que esto fuera la causa de su
abatimiento. Y le urgían para que entrase en la sinaxis con ellos.
Pero Pablo les rechazó y se negó a entrar. Se quedó fuera postrado y
llorando amargamente por aquel que había visto entrar de aquella
manera.
Poco después, concluida la asamblea, Pablo examinó de nuevo a los
que salían y vio salir a aquel hermano negro y oscuro con un rostro
luminoso y el cuerpo brillante. Los demonios que hacia poco le suje-
taban, le seguían ahora de lejos y su ángel iba junto a él, animoso,
contento y alegre. Entonces Pablo saltó de alegría, bendijo a Dios, y
se puso a gritar: "¡Oh misericordia y bondad inefable de Dios! ¡Oh
piedad divina y bondad infinita!".
Corrió a colocarse en un sitio elevado y gritó con voz fuerte: "Venid
y ved qué terribles y maravillosas son las obras de Dios, 'que quiere
que todos los hombres se salven' (1 Tim 2,4). Venid, adorémosle y
postrémonos ante Él, diciendo: 'Tú solo eres capaz de perdonar los
pecados". Al oír estas voces acudieron todos queriendo saber de que
se trataba.
206
Una vez reunidos todos, Pablo contó lo que había visto al entrar en la
iglesia y lo que había sucedido después. Luego preguntó a aquel
hombre cuál era la causa que había producido un cambio tan súbito y
tan radical. Aquel hombre, descubierto por Pablo, habló delante de
todos con absoluta franqueza: "Soy pecador y he vivido mucho tiem-
po en la impureza hasta hoy. Al entrar hace un momento en la igle-
sia de Dios, he oído la palabra del profeta Isaías que estaban leyen-
do, aunque era más bien la voz de Dios que se manifestaba a través
de él y decía: 'Lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante
de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Así
fuesen vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán.
Si aceptáis obedecer, los bienes de la tierra comeréis' (Is 1,16-19).
Yo, prosiguió, impuro, muy compungido por estas palabras y lloran-
do en el fondo de mi corazón, he dicho a Dios: 'Oh, Dios, que has
venido al mundo a salvar a los pecadores y que has prometido por
las palabras del profeta lo que se acaba de leer, cúmplelo en mí que
soy un indigno pecador. Te prometo ahora y te doy mi palabra y
proclamo desde el fondo de mi corazón que en adelante no cometeré
más esa falta, renuncio a toda iniquidad y te serviré en lo sucesivo
con una conciencia pura. Por tanto, Señor, hoy y en esta hora, recí-
beme a mi, que hago penitencia, te evoco y renuncio a todo pecado'.
Con esta promesa, dijo, he salido de la iglesia, resuelto en no hacer
nada malo en presencia del Señor". Al oír esto, todos gritaron a ple-
na voz: 'Cuán numerosas tus obras, ¡oh Yahvé! Todas las has hecho
con sabiduría". (Sal 104,24).
Así pues los cristianos conocen por las Sagradas Escrituras y las reve-
laciones divinas, cuán grande es la bondad de Dios para con aquellos
que acuden piadosamente a El y limpian por la penitencia sus culpas
anteriores. Pues no solamente no son obligados a expiar sus antiguos
pecados, sino que además obtienen los bienes prometidos. No deses-
peremos pues de nuestra salvación, pues si Dios ha prometido por el
profeta Isaías que los que se han dejado arrastrar por el pecado serán
lavados de nuevo, y se tornarán blancos como la lana y la nieve, y
serán llenos de los bienes celestiales que están en la celestial Jerusa-
lén, también ha prometido con juramento por el profeta Ezequiel:
"Soy un Dios vivo, dice el Señor, ¿acaso me complazco yo en la
207
muerte del malvado -oráculo de Yahvé- y no más bien en que se con-
vierta de su conducta y viva?"». (Ez 18,23).
25 Un anciano dijo: «Escrito está: "¡Por los tres crímenes de Tiro pasaré
y por los cuatro seré inflexible!" (Amós 1,9). Los tres primeros son:
pensar mal, consentir en ello y hablar de ello. El cuarto es obrar. En
esto no se detiene la cólera de Dios».
208
Pero un día en que salía para construir una celda, parecía muy triste.
Los hermanos le preguntaron: «¿Por qué estás triste y afligido, Pa-
dre?». Y él les contestó: «Hijos míos, porque este lugar va a ser de-
vastado: he visto que el fuego se encendía en Scitia. Los hermanos
tomaron palmas para apagarlo y a fuerza de golpes de palma consi-
guieron apagarlo. De nuevo se incendió y otra vez los hermanos lo
apagaron golpeándolo con sus palmas. Se encendió por tercera vez y
se extendió a toda Scitia, y esta vez ya no se pudo apagar. Por eso
estoy triste y afligido».
29 Un Padre dijo: «Los ojos de los puercos, por una disposición natural,
están vueltos necesariamente hacia la tierra sin que puedan mirar al
cielo. Lo mismo sucede al alma del que es atraído por la dulzura de
los placeres una vez que cae en el fango de la lujuria: difícilmente
puede mirar a Dios o gustar de las cosas divinas».
209
mientras el hermano meditaba no consiguió entrar, pero cuando dejó
de hacerlo, entró el demonio».
32 Un anciano decía que había pedido a Dios que le mostrase los demo-
nios, pero le fue revelado: «No necesitas verlos». El anciano insistía:
«¡Señor!, tú me puedes proteger con tu gracia». Dios le abrió los
ojos y vio a los demonios que rodeaban al hombre como abejas, re-
chinando sus dientes contra él. Pero los ángeles de Dios les repren-
dían ásperamente.
210
me explique por qué aquel impío ha tenido todo ese acompañamiento
en su entierro y en cambio este anacoreta, que ha servido a Dios no-
che y día, ha terminado de esta manera».
Y un ángel del Señor bajó a decirle: «Este impío ha hecho algunas
cosas buenas y ha recibido su recompensa en este mundo, para no
tener ningún descanso en el otro. En cambio este ermitaño, aunque
faltillas, al fin y al cabo era un hombre, y lo ha pagado aquí para que
sea hallado puro delante de Dios». Y consolado con estas palabras se
levantó glorificando a Dios por sus juicios, que siempre son justos.
211
pésima meretriz, hasta el punto de que no nos hubiera bastado una
fortuna colosal, ya que mi padre le había confiado la administración
de la casa.
Degradaba su cuerpo con toda clase de vergüenzas y pocos habitantes
del pueblo habían podido escapar a su pasión. Jamás tuvo la menor
enfermedad, ni nunca tuvo la menor molestia o el más pequeño do-
lor, desde que nació hasta el día de su muerte, conservando su cuer-
po sano y hermoso. Murió mi padre, agotado por una larga enferme-
dad. Enseguida, el cielo se cubrió, la lluvia, el trueno y los relámpa-
gos turbaron la atmósfera. La lluvia que no dejó de caer, ni de día ni
de noche, nos obligó a dejar el cadáver tres días sobre el lecho sin
poderle dar sepultura. Los habitantes del pueblo movían la cabeza
admirándose de que su maldad hubiera sido ignorada de todos, y
decían: 'Ciertamente era un enemigo de Dios, pues ni la tierra quiere
recibir su cuerpo'.
Sin embargo, para que su cuerpo descompuesto no impidiese el acceso
a la casa, lo enterraron como pudieron, bajo la lluvia y la amenaza
de tempestad. Después de estos acontecimientos, mi madre se relajó
todavía más y abusó de los placeres sensuales con la mayor desver-
güenza. Transformó nuestra casa en un prostíbulo y vivió en la luju-
ria y los placeres. Siendo yo todavía muy niña, y estando sin dinero,
murió mi madre a lo que a mí me parece sin ningún temor, y tuvo
unos funerales magníficos y hasta el sol se quiso sumar al cortejo.
Después de la muerte de mi madre, ya no era una niña y me turba-
ban los deseos y excitaciones sensuales.
Un día, al atardecer, como suele ocurrir, me puse a considerar el gé-
nero de vida que debería elegir. ¿Imitaría a mi padre, que había vivi-
do con modestia, mansedumbre y sobriedad? Pero enseguida me ve-
nía el pensamiento de que no había conseguido nada bueno y que
toda su vida se había consumido en la desgracia y en las enfermeda-
des, y que al llegar el final de su vida ni la tierra había querido darle
sepultura. Si esta vida de perfección junto a Dios era buena, ¿por
qué mi padre, que la había elegido, había tenido que sufrir tanto? Y
pensaba que era mejor vivir como mi madre, abandonarse a los de-
leites, a la lujuria y a los placeres sensuales. Ella no dejó escapar
212
ninguna infamia, y murió, después de haber pasado toda su vida en
la embriaguez, sin mal ni dolor alguno. Así pues, debía vivir como
mi madre. Vale más fiarse de sus propios ojos y atenerse a la eviden-
cia, y no desaprovechar ningún placer.
Y satisfecha, pobre de mí, de haber acertado al orientar mi vida, cayó
la noche y me dormí en seguida. Y se me presentó un individuo de
gran estatura y de horrible aspecto, que me atemorizó con su mirada.
Con ojos llenos de cólera y con una voz áspera, me ordenó: 'Dime
los pensamientos de tu corazón'. Su vista y su actitud me hacían tem-
blar y no me atrevía a mirarle. Con una voz todavía más fuerte me
mandó confesara mis preferencias.
Yo, pulverizada por el terror, había olvidado todos mis pensamientos
y decía que no sabía nada. Pero él, a pesar de mi negativa, me re-
cordó todo lo que había rumiado en el fondo de mi corazón. Yo esta-
ba confundida y me puse a rezar y le suplicaba que me perdonase,
contándole lo que había dado lugar a tales pensamientos. El me dijo:
'Ven a ver a tu padre y a tu madre. Luego elegirás el género de vida
que quieras', y me arrastró llevándome de la mano.
Me condujo a una llanura inmensa en la que había gran número de
huertos y en ellos una gran variedad de árboles con frutos de todas
clases. Todo era allí muy hermoso, más de lo que se puede decir. Mi
padre vino a mí encuentro, me abrazó y me llamó hija. Yo le rodeé
con mis brazos y le pedí quedarme con él. 'No puedes quedarte aquí,
me dijo, pero si quieres seguir mi ejemplo volverás dentro de poco
tiempo'. Yo insistía en quedarme, pero mi guía me tomó de nuevo
por la mano y me dijo: 'Ven, voy a enseñarte a tu madre que arde en
el fuego para que aprendas lo que tienes que apartar de tu vida'. Me
encontré, de pronto, en una casa sombría y sin luz, llena de ruidos y
agitación. Mi guía me mostró un horno ardiente lleno de pez en ebu-
llición. Sobre el horno se inclinaban unos seres de aspecto terrible.
Miré al fondo y vi a mi madre hundida hasta el cuello en el horno,
ardiendo, rechinando sus dientes, rodeada de gusanos hediondos. Al
yerme lanzó un alarido: 'Hija mía, sufro estos tormentos por mis
propias acciones. Consideré locura todo lo que significaba austeridad
y no esperaba ser torturada por mis fornicaciones y adulterios. No
213
creía que la embriaguez y la lujuria estaban castigadas, y ahora, a
cambio de un poco de placer, estoy en este infierno sufriendo estas
terribles penas. ¡Tanto sufrimiento por tan poco placer! Ves lo que
me ha sucedido por haber despreciado a Dios: me han alcanzado
toda clase de males.
Hija mía, éste es el momento de ayudarme, de acordarte de que te he
criado. Si has recibido de mi algún bien, hazme este servicio. Ten
piedad de mí que ardo y me consumo en este fuego. Ten piedad de
mí que desfallezco en este suplicio. Hija mía, ten piedad de mi, alar-
ga tu mano y sácame de este lugar'. Yo rehusé a causa de sus guar-
dianes, pero mi madre insistió llorando: 'Hija mía, ayúdame y no
desprecies las lágrimas de tu madre. Acuérdate de mis sufrimientos
el día de tu nacimiento y no me abandones, que me estoy quemando
en este fuego'.
Esta vez me conmovió y lloré y experimenté un sentimiento muy hu-
mano y empecé a gritar y sollozar de compasión. Los que estaban en
mi casa se levantaron, encendieron las luces y me preguntaron la
causa de tanto ruido. Les conté lo que había visto y tomé definitiva-
mente la decisión de seguir el ejemplo de mi padre. La infinita mise-
ricordia de Dios me había dado la certeza del castigo que espera a
los que quieren vivir en el pecado".
Instruida así por una visión, esta dichosa virgen nos enseña que la re-
compensa de las buenas obras es grande y que los castigos de una
vida escandalosa son espantosos. Tomemos también nosotros decisio-
nes buenas a fin de poseer la felicidad eterna».
37 Un anciano contaba esta historia que aconteció aun obispo para que
por ella aumente nuestra confianza y nos entreguemos a las cosas de
Dios para nuestra salvación.
«Se hizo saber al obispo que vivía con nosotros (y él mismo fue quien
lo contó), que entre las señoras de la buena sociedad había dos cris-
tianas que vivían casi en la impureza. Esta noticia turbó al obispo.
Temió otras cosas semejantes, y se puso a suplicar a Dios, rogándole
le aconsejara, y he aquí lo que mereció ver. Después de la terrible y
divina consagración, se acercaron todos para recibir los sagrados
214
misterios, y el obispo veía tras los rostros el estado del alma de cada
uno y a qué clase de pecados estaba entregado. Los rostros de los
pecadores eran negros. Algunos estaban como quemados por el ca-
lor, con ojos enrojecidos y sanguinolentos. Los justos estaban vesti-
dos de blanco y tenían rostros luminosos. Los unos ardían y se con-
sumían al recibir el Cuerpo del Señor. Para los otros se convertía en
una luz que al entrar por la boca iluminaba todo el cuerpo después
de comulgar. Entre la multitud se encontraban gentes que habían
abrazado la vida eremítica y personas casadas.
El obispo los vio a todos de la manera dicha. Luego se volvió y em-
pezó, él mismo, a distribuir la comunión a las mujeres para conocer
el estado de sus almas. Vio también rostros negros, rojos y sanguino-
lentos y rostros luminosos. Entre las mujeres se acercaron las dos
señoras que habían sido denunciadas al señor obispo. Para ellas ha-
bía recibido de modo especial el don de leer en los rostros. Las vio,
pues, acercarse a los sagrados misterios revestidas de una vestidura
blanca con un rostro luminoso y digno. Cuando recibieron el Cuerpo
de Cristo se volvieron totalmente resplandecientes.
Por segunda vez el obispo volvió a empezar su oración habitual y oró
a Dios, pues deseaba muchísimo conocer el significado de las revela-
ciones que había recibido. Se le presentó un ángel del Señor que le
mandó preguntase lo que quisiera. El santo obispo quiso saber ense-
guida qué pasaba con aquellas dos señoras: "¿Esa primera acusación
es verdadera o falsa?". El ángel le aseguró que era verdad todo lo
que le habían dicho acerca de ellas.
Y el obispo preguntó: "Pues entonces, ¿por qué al recibir el Cuerpo
de Cristo sus rostros resplandecieron, y su vestidura blanca alcanzó
un brillo extraordinario?". El ángel respondió: "Se han arrepentido
de su mala conducta y se han alejado de las ocasiones con gemidos y
lágrimas, y han hecho limosnas a los pobres. Por su confesión mere-
cieron ser asociadas al número de los santos. Habían prometido no
volver a caer en estos pecados si obtenían el perdón de sus culpas. Y
por eso han obtenido esa transformación divina, así como el perdón
de sus faltas. En adelante viven en el buen camino, con piedad y jus-
ticia".
215
El obispo dijo entonces que se extrañaba, no de su transformación
-esto ocurría con mucha gente- sino del don que Dios les había he-
cho, primero eximiéndolas totalmente del castigo y luego al dignarse
concederles una tal gracia. El ángel le contestó: "¡Tienes razón al
admirarte, pues no eres más que un hombre. Nuestro Dios y Señor,
que es también tuyo, es por naturaleza bueno y misericordioso para
con los que se apartan de sus propias faltas y se acercan a Él recono-
ciéndolas. No les deja que vayan al suplicio, antes bien apaga su
cólera contra ellos y se digna colmarles de honores. 'Porque tanto
amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único' (Jn 3,16), el cual
siendo los hombres sus enemigos, eligió morir por ellos mismos.
Dios perdona a los que abandonan el pecado y se hacen siervos su-
yos por la penitencia, y les da a gozar los bienes que les tiene prepa-
rados. Sábete que ninguna falta del hombre es superior a su clemen-
cia, con tal de que por la penitencia y las buenas obras se borren las
culpas pasadas. Dios es infinitamente misericordioso, conoce la debi-
lidad de vuestra raza, la fuerza de las pasiones, el poder y la astucia
del demonio. Perdona a los pecadores como a hijos suyos y espera
con paciencia que se corrijan. Se compadece de los que se convierten
y acuden a su bondad como si de enfermos se tratase. Les libra de
sus penas y les da los bienes que tiene preparados para los justos".
El obispo dijo al ángel: "Explícame, por favor, las diferencias de los
rostros y en qué clase de pecados ha caído cada uno de ellos, para
que así me vea libre de mi ignorancia".
El ángel le dijo: "Los que tienen el rostro radiante y alegre son los que
viven sobriamente en castidad y justicia. Además son sencillos, com-
pasivos y misericordiosos. Los que tienen el rostro totalmente negro
son esclavos de la fornicación y de los malos deseos. Se entregan a
las malas acciones y a toda clase de delitos. Los que aparecen enro-
jecidos y sanguinolentos, viven en la impiedad y la injusticia. Son
calumniadores, blasfemos, mentirosos y asesinos".
El ángel siguió diciendo: "Ayúdales si deseas su salvación. Has mereci-
do alcanzar lo que pedías en tu oración: la visión de las faltas de tus
discípulos y la posibilidad de hacerles mejores invitándoles a la peni-
tencia por consejos y súplicas. Todo ello por Aquel que ha muerto
216
por ellos y ha resucitado de entre los muertos, Jesucristo Nuestro
Señor. Puesto que tienes celo, fuerza y amor para con Cristo tu Se-
ñor, vela sobre ellos para que se aparten de sus pecados y se vuelvan
hacia Dios. Muéstrales claramente a qué clase de pecados están so-
metidos, para que no desesperen de su salvación. Las almas que se
arrepienten y se vuelven hacia Dios se salvarán y participarán en el
banquete del siglo venidero. Y tú, alcanzarás una recompensa muy
grande imitando a tu Señor, que dejó el cielo y vivió en la tierra para
la salvación de los hombres"».
38 Decía uno de los Padres: «Hay tres cosas que son preciosas para los
monjes y a las que debemos acercarnos con temor, temblor y gozo
espiritual. Son: la participación en los sagrados misterios, la mesa
común y el lavatorio de los píes». Y ponía este ejemplo: «Un día, un
venerable anciano que tenía visiones, comió con varios hermanos. Y
mientras comían, el anciano, que estaba sentado a la mesa, vio en
una aparición que unos hermanos se alimentaban de miel, otros de
pan y otros de estiércol. Se extrañó en su interior y se puso a rogar a
Dios: "Señor, revélame este enigma: en la mesa se pone la misma
comida para todos, pero a la hora de llevársela a la boca parece
transformarse, y los unos tienen miel, otros pan, otros estiércol". Y
una voz que bajo del cielo, le respondió: "Los que comen miel son
los que en la mesa se sientan con respeto, temor y alegría espiritual.
Oran sin cesar y su oración sube como incienso a Dios. Por eso co-
men miel. Los que comen pan son los que reciben los dones de Dios
con acción de gracias. Los que comen estiércol son los murmurado-
res que dicen: esto es bueno y aquello malo".
217
Capítulo XIX
De los santos ancianos que hacían milagros
218
le». El abad Besarión le dijo: «Levántate y sal fuera». El demonio
salió enseguida del hombre y éste quedó instantáneamente curado.
5 Un día, en Egipto, los ancianos hablaron al abad Elías del abad Aga-
tón: «Es un buen hermano», le decían. «Si, es bueno para su genera-
ción», replicó el anciano. E insistieron los ancianos: «Y en relación
con los antiguos, ¿qué?». Y respondió el abad Elías: «Ya os he dicho
que para su generación era un buen monje. Pero entre nuestros ante-
pasados, he visto en Scitia un hombre que podía detener el sol en el
cielo como Josué, el hijo de Nun». Al oír esto los hermanos se que-
daron admirados y dieron gloria a Dios.
8 Contó el abad Sisoés que mientras estaba en Scitia con el abad Maca-
rio, fueron a la recolección con él siete hermanos. Una viuda recogía
espigas detrás de nosotros y no dejaba de llorar.
El anciano llamó al dueño del campo y le preguntó: «¿Qué le pasa a
esta mujer? No deja de llorar». El hacendado le dijo: «Su marido
recibió en depósito una cierta cantidad, y ha muerto sin decirle dón-
de la había colocado. Y el dueño del dinero quiere reducir a la escla-
vitud a ella y a sus hijos».
El anciano le dijo: «Dile que venga a vernos en el momento de más
calor, al lugar donde tenemos la siesta». Vino, y el anciano le pre-
guntó: «¿Por qué lloras sin parar?». «Mi marido ha muerto, dijo ella.
219
Había recibido una cierta cantidad en depósito y no me ha dicho, en
el momento de su muerte, donde lo había escondido». El anciano le
dijo: «Ven, enséñame la tumba de tu marido». Tomó consigo a los
hermanos y la siguió.
Cuando llegaron al sitio donde habían enterrado el cuerpo, el anciano
dijo a la mujer: «Puedes volver a tu casa». Mientras los hermanos
oraban, el anciano llamó al muerto: «¿Dónde has colocado el dinero
que habías recibido?». «Lo he escondido en casa, al pie de la cama»,
respondió. «Duerme de nuevo hasta el día de la resurrección», le
ordenó el anciano. Al ver esto, los hermanos se echaron a sus pies,
pero él les dijo: «Esto no ha sucedido por causa mía, sino por la de
esa viuda y sus huérfanos. Lo verdaderamente grande es que si un
alma está sin pecado, como Dios quiere, puede pedir todo lo que
desea y lo conseguirá». Luego fue en busca de la viuda y le dijo
dónde se encontraba el depósito. Ella lo tomó para devolverlo a su
dueño y liberar a sus hijos. Y todos los que tuvieron conocimiento de
este milagro dieron gloria a Dios.
220
casualmente fuera y le preguntó: «¿Por qué lloras, buen hombre?».
«Soy pariente del abad Pastor, contestó. Mi hijo acaba de sufrir esta
desgracia. Quisiera enseñárselo al anciano para que lo cure, pero no
quiere recibirnos. Si se entera de que estoy aquí enviará a alguien
para que nos despida. Pero al veros llegar me he atrevido a venir.
Ten compasión de mi, Padre, y haz lo que creas conveniente. Haz
entrar al niño y orad por él». El anciano le hizo entrar con él y usó
de esta artimaña: en vez de llevarle directamente al abad Pastor, se
dirigió primero a los hermanos más jóvenes y les dijo: «Haced la
señal de la cruz sobre este niño». Luego, después de haber consegui-
do que todos los monjes, por su orden, hiciesen sobre él la señal de
la cruz, se lo presentó, en último lugar, al abad Pastor, que no quiso
tocarlo. «Tú, también, Padre, haz lo que hemos hecho todos», le su-
plicaban los hermanos. El anciano se levantó gimiendo, y oró así:
«Dios mío, salvad a esta criatura; que no la domine el enemigo».
Luego hizo sobre el niño la señal de la cruz, y lo devolvió sano a su
padre.
11 Uno de los Padres contó, que un abad de nombre Pablo, natural del
Bajo Egipto, pero que moraba en la Tebaida, tomaba en sus manos
los áspides, culebras, serpientes y escorpiones y los partía por la mi-
tad. Al ver esto algunos hermanos, hicieron que les hiciese una me-
tanía, y le preguntaron: «Dinos, ¿qué has hecho para merecer esta
gracia?». El les respondió: «Perdonadme, hermanos, pero si uno es
puro, todas las criaturas se le someten, como le sucedía a Adán en el
Paraíso, antes de desobedecer el mandato de Dios».
221
Entonces el impío Juliano montó en cólera, y gritó: «A mi vuelta me
vengaré». Pero pocos días después, por providencia divina, pereció y
enseguida uno de los generales que le acompañaban vendió todos sus
bienes y los repartió entre los pobres. Luego fue a ver al anciano
Publio y llegó a ser un monje famoso, perseverando así hasta el fin
de su vida.
13 Un hombre vino un día con su hijo a ver al abad Sisoés, que vivía en
el monte del abad Antonio. Pero el niño murió en el camino. Sin
turbarse en absoluto, con una gran confianza, el padre se lo llevó al
anciano. Se postró con su hijo ante el anciano como para hacer una
metanía y pedirle su bendición. Luego el padre se levantó dejando al
niño a los pies del anciano y salió fuera de la celda. El anciano, que
no sabia que el niño estaba muerto, pensó que continuaba haciendo
su metanía, y le dijo: «¡Levántate y sal fuera!». Al punto el niño se
levantó y salió. Al verlo su padre se quedó estupefacto y entró para
echarse a los pies del anciano y explicarle lo sucedido. Al saberlo el
anciano se puso muy triste pues no quería haberlo hecho, y el discí-
pulo del anciano rogó al padre que no lo contara a nadie, antes de
que el anciano hubiese muerto.
15 Un anciano que vivía en una ermita próxima al Jordán, tuvo que refu-
giarse en una gruta a causa del excesivo calor. Encontró en ella un
león que empezó a rugir y rechinar los dientes. Pero el anciano le
dijo: «¿Por qué te pones así? Aquí hay sitio para los dos. Si no quie-
res que estemos juntos, no tienes más que salir». Esto no agradó al
león y se fue.
222
este bebedor de vino?». El anciano, por humildad, rehusaba expulsar
al demonio, sin embargo, para avergonzarle, dijo: «Creo en Cristo
que antes de que termine de beber mi vaso de vino saldrás de él». Y
en cuanto el anciano empezó a beber, el demonio aulló: «¡Me que-
mas!». Y antes de que el anciano apurase su vaso de vino, salió el
demonio del poseso por la gracia de Cristo.
223
Capítulo XX
De la extraordinaria vida de varios Padres
1 El abad Dulas contó: «Un día que caminaba por el desierto con el abad
Besarión, llegamos a una gruta. Entramos en ella y encontramos a un
hermano sentado que tejía una estera de palmas. Pero no quiso mi-
rarnos, ni nos saludó, ni nos dijo una sola palabra. El anciano me
dijo: "¡Salgamos de aquí! Tal vez no está el ánimo de este hermano
para hablar con nosotros". Salimos y fuimos a ver al abad Juan.
A la vuelta, al pasar de nuevo por la gruta, me dijo el anciano: "En-
tremos a ver al hermano, tal vez Dios le haya inspirado que nos diri-
ja la palabra". Entramos y vimos que descansaba en paz. Y el abad
Besarión me dijo entonces: "Vamos a recoger ese cuerpo. Dios nos
ha enviado para que lo amortajemos". Y al amortajarlo nos dimos
cuenta de que se trataba de una mujer. Y el anciano me dijo lleno de
admiración: "Mira cómo luchan las mujeres contra el demonio en el
desierto, mientras nosotros nos degradamos en las ciudades". Luego
seguimos nuestro camino glorificando a Dios que así protege a los
que le aman».
224
dalizarlos? La observancia hará que ellos mismos la abandonen". Les
dije pues: "Venid, construid vuestra celda, si podéis".
"Enséñanos, tan sólo, como se hace y la edificaremos". Les di un pi-
co, una cesta llena de pan, sal y les enseñé la roca diciendo: "¡Cavad
aquí! Luego iréis a buscar la madera junto al pantano. Cuando hayáis
echado el tejado podréis vivir aquí". Yo creí que se iban a escapar a
la vista del trabajo, pero en vez de ello me preguntaron: "¿Y qué
haremos aquí?". "Tejeréis palmas" les dije, y tomando algunas hojas
de palmera, les enseñé a empezar las esteras y cómo había que co-
serlas. Y añadí: "Haréis también cestos. Los entregaréis a los guar-
dianes de la iglesia y ellos os traerán pan". Luego les dejé.
Hicieron con paciencia todo lo que les había dicho y pasaron tres años
sin venir a yerme. Yo intentaba tranquilizar mi alma turbada por este
pensamiento: "¿Qué harán, me preguntaba a mi mismo, que no vie-
nen a tratar las cosas de su alma? Los que viven lejos vienen a yerme
y éstos que están tan cerca no vienen. Sin embargo tampoco creo que
acudan a ningún otro Padre y sólo acuden a la iglesia para recibir la
oblación, y nunca dicen nada". Ayuné toda una semana haciendo
oración a Dios y pidiéndole me diese a conocer lo que estaban ha-
ciendo. Luego me levanté y fui a ver como vivían. Llamé, me abrie-
ron y me saludaron sin decir ni media palabra. Después de hacer
oración, me senté.
Entonces el mayor hizo una señal al más joven para que saliera y se
puso a tejer palmas en silencio. Hacia la hora de nona, dio una señal
y entro el más joven. Coció una papilla y a una señal el mayor pre-
paró la mesa, puso tres panecillos y se sentó sin decir palabra. Yo
dije: "Vamos a comer". El joven trajo también una jarra y bebimos.
Al caer la tarde me dijeron: "¿Te vas?". "No, les dije, dormité
aquí". Extendieron una estera para mí en uno de los lados de la celda
y prepararon la suya en otro rincón.
Se quitaron el cinturón y el escapulario y se tendieron el uno junto al
otro para dormir ante mis ojos. Mientras descansaban, yo rogaba al
Señor que me revelara su conducta y entonces se abrió el techo de la
celda y apareció una gran luz, como en pleno día, pero ellos no se
dieron cuenta. Cuando le pareció que yo me había dormido, el ma-
225
yor despertó al otro hermano, se levantaron, se pusieron el cinturón
y elevando las manos al cielo se mantuvieron de pie sin decir nada.
Yo les veía a ellos, pero ellos no me veían a mí. Y los demonios vi-
nieron a atacar al más joven como si fuesen moscas. Algunos se le
posaban en la misma boca, pero vi un ángel de Dios con una espada
de fuego que le protegía y alejaba los demonios. En cuanto al mayor,
los demonios ni siquiera conseguían acercarse. Al amanecer los dos
hermanos volvieron a acostarse. Yo hice entonces como que me des-
pertara y ellos hicieron lo mismo. El mayor me dijo tan sólo estas
palabras: "¿Quieres que recitemos doce salmos?". "Sí", le contesté.
El más joven recitó cinco salmos, seis versículos y un aleluya. A cada
palabra suya salía de su boca una luz que subía al cielo. Igualmente,
cuando el mayor abrió sus labios para la salmodia, salió de él como
una columna de fuego que se elevó hasta el cielo. Yo también, reci-
taba de memoria, como ellos, una parte del Oficio divino. Luego les
dejé, diciendo: "Rogad por mí". Hicieron una metanía en silencio.
Supe así que el mayor era perfecto y que al menos el enemigo le ha-
cía la guerra todavía. Pocos días después, el mayor descansó en el
Señor y tres días más tarde le siguió su hermano». En adelante,
cuando los hermanos venían a ver al abad Macario, éste los llevaba
a la celda de los dos hermanos, y les decía.«Venid a visitar el marti-
rio de los dos jóvenes peregrinos».
3 Dos Padres rogaban a Dios que les mostrase qué grado de santidad
habían alcanzado. Y oyeron una voz que les decía: «En tal pueblo de
Egipto encontraréis a un seglar, Eucaristo, y a su mujer María. Vo-
sotros no habéis llegado a su altura». Los dos ancianos acudieron a
aquel pueblo, y después de preguntar encontraron la casa de aquel
hombre y se personaron allí. Estaba en ella la mujer, y le pregunta-
ron: «¿Dónde está tu marido?». Ella respondió: «Mi marido es pastor
y guarda sus corderos». Y les hizo entrar. Al caer el día, volvió Eu-
caristo con su rebaño.
Al ver a los ancianos, echó agua en un barreño para lavarles los pies,
pero ellos le dijeron: «No probaremos nada hasta que nos hayas di-
cho cuáles son tus buenas obras».
226
Eucaristo les dijo con humildad: «Soy pastor y ésta es mi mujer». Los
ancianos insistían pidiéndole que les revelase todo, pero el otro se
resistía. Por fin le dijeron: ««El Señor nos ha enviado a ti». Al oír
estas palabras Eucaristo se atemorizó, y dijo: «Recibimos estos cor-
deros de nuestros padres, y de lo que nos producen, gracias a Dios,
hacemos tres partes: una para los pobres, otra para ayudar a los pe-
regrinos y la otra para nosotros. Me casé con mi mujer pero no la he
tocado, sigue virgen y dormimos separados. De noche nos vestimos
de saco y de día usamos estos vestidos. De eso, hasta ahora, nadie ha
sabido nada». Al oír estas cosas los Padres se maravillaron mucho y
volvieron a sus celdas glorificando a Dios.
227
mos, quédate en tu celda y llora tus pecados". Les pregunté todavía:
"En invierno tendréis que pasar mucho frío, y en verano al mediodía
tiene que arder vuestro cuerpo". Y ellos me contestaron: "Dios nos
ha hecho el favor de no sentir ni el frío ni el calor". "Por eso os he
dicho yo que no he llegado a ser monje. Perdonadme, hermanos"».
228
7 Decían del abad Hor: «Nunca ha mentido, jamás hizo ningún juramen-
to, nunca maldijo a nadie, jamás habló a nadie si no era necesario».
229
de Egipto, lo que sigue: «Pensé, cierto día, que debía adentrarme en
el desierto, pues tal vez encontrase a alguien que viviese en él antes
que yo sirviendo a Nuestro Señor Jesucristo. Después de andar cua-
tro días con sus noches, descubrí una gruta. Me acerqué, miré al
interior y vi a un hombre sentado. Llame, según la costumbre de los
monjes para que saliera y poder saludarle, pero no se movió pues
había descansado en paz.
Yo entré sin dudarlo, pero en cuanto toqué su espalda se descompuso
y se convirtió en polvo. Mirando alrededor vi que colgaba su túnica,
pero apenas la toqué se redujo también a polvo. No sabiendo qué
pensar de todo esto, salí de allá y continué mi marcha por el desier-
to. De nuevo encontré otra gruta y vi huellas de pasos. Apresuré mi
marcha, llegué a la cueva, llamé pero nadie contestó. Entré y no en-
contré a nadie. Salí, y me quedé junto a la puerta, pensando que el
siervo de Dios, donde quiera que estuviese, no tardaría en volver.
Empezaba a oscurecer, cuando vi llegar a una manada de búfalos y
entre ellos se encontraba desnudo el siervo de Dios, a quien los pelos
cubrían las partes deshonestas del cuerpo. Se me acercó, creyendo
que era un espíritu, y se puso en oración, pues, por lo que me dijo
después, había sufrido mucho a causa de los espíritus. Adivinando lo
que pensaba, le grité: "¡Siervo de Dios, yo también soy un hombre!
Mira las huellas de mis pasos, tócame, soy de carne y sangre".
Terminó su oración con un amén, luego me miró, se tranquilizó y me
hizo entrar en la cueva. Y me preguntó: "¿Cómo has llegado hasta
aquí?. He venido a este desierto para encontrar a los siervos de Dios
y Dios no me ha negado lo que deseaba". Y a mi vez le pregunté
también: "¿Cómo has venido hasta aquí? ¿Cuánto tiempo hace que
vives aquí? ¿Cómo te alimentas? ¿Cómo puedes prescindir del vesti-
do y vivir desnudo?". El me respondió: "Vivía en un monasterio de
la Tebaida y mi oficio era tejer lino, pero me vino el pensamiento de
marchar para vivir solo.
'Podrás, me insinuaba, encontrar la paz, recibir a los peregrinos y
ganar más con el producto de tu trabajo'. En cuanto acepté este pro-
yecto, lo puse por obra. Partí pues y construí una ermita a la que
venían a traerme trabajo.
230
Cuando reunía una suma de dinero importante me apresuraba a repar-
tirla entre los pobres y peregrinos. El demonio, nuestro enemigo,
envidioso de mí, como siempre, entonces, ahora y después, vio con
malos ojos la recompensa que me preparaba al apresurarme a ofrecer
a Dios el fruto de mi trabajo, y maquinó el arrebatármela.
Vio a una virgen consagrada que me encargó unos vestidos, vio cómo
los hacía y se los entregaba y le metió en la cabeza que me encargara
otros. Pronto empezamos a tratar con frecuencia y vino después la
confianza, las familiaridades, los apretones de manos, las bromas,
las comidas juntos. Finalmente llegó el concebir, el dolor y el peca-
do. Permanecí durante seis meses en ese estado miserable y después
pensé: 'Sea hoy, mañana o dentro de unos años, seré entregado a la
muerte y empezarán los suplicios eternos. Si uno viola a la mujer de
un hombre merece con toda justicia las penas eternas. ¿Qué será del
que ha profanado a una esposa de Cristo?'. Y así, a escondidas, me
refugié en este desierto, dejando todas mis cosas a aquella mujer.
Encontré esta cueva, esta fuente y esta palmera que me da doce raci-
mos de dátiles.
Cada mes me brinda un haz de dátiles que me bastan para treinta días
y durante ese tiempo madura otro racimo.
Después de mucho tiempo creció mi cabellera y como mis vestidos se
caían a pedazos, con ella cubro las partes menos honestas de mi
cuerpo". Le pregunté si al principio no había encontrado dificulta-
des, y me dijo: "Al principio he sufrido mucho del hígado, hasta el
punto de no poder levantarme para rezar los salmos. Postrado en el
suelo, clamaba al Altísimo. Un día que estaba en mi celda muy de-
primido, con un fuerte dolor y sin poder salir, vi a un hombre que
entró, se colocó a mi lado y me pregunto: '¿Qué te pasa?'. Esto me
confortó un poco y le dije: 'Me duele el hígado'. E insistió: '¿Dónde
te duele?'. Le señalé el lugar y con los dedos de su mano juntos y
extendidos, me abrió el costado como con un escalpelo. Me quitó el
hígado, me enseñó las heridas, afeitó con su mano el hígado y depo-
sitó las raspaduras en un lienzo. Luego lo volvió a colocar y cerró
mi costado. 'Ya está curado', me dijo, 'sirve como conviene a Nues-
tro Señor Jesucristo'.
231
Desde entonces gozo de buena salud y vivo aquí sin más molestias".
Le supliqué insistentemente que me permitiese quedarme en el de-
sierto interior, pero el me dijo: "No podrás soportar el ataque de los
demonios". Yo acepté su parecer y le pedí que orase por mí antes de
despedirme.
Lo hizo así y nos dijimos adiós. Todo esto lo he contado para vuestro
aprovechamiento.»
12 Otro anciano, que por méritos propios había merecido ser nombrado
obispo de Oxirinco, contó lo siguiente. Decía que se lo había oído a
otro, pero la verdad es que se trataba de él: «Un día, pensé que debía
penetrar en el desierto interior, hacia la parte del oasis, en el territo-
rio de los Macicos, pues tal vez encontrara algún siervo de Dios.
Con algunos panecillos y un recipiente de agua para cuatro días me
puse en camino. Transcurridos los cuatro días se agotaron mis provi-
siones. ¿Qué hacer? Hice un acto de confianza en Dios y decidí con-
tinuar. Aguanté otros cuatro días sin comer nada, pero mi cuerpo ya
no podía soportar el ayuno y la fatiga del camino. Vino el desaliento
y me deje caer en el suelo. Alguien vino, tocó con sus dedos mis
labios, como un medico moja los ojos con saliva, y al punto recobré
mis fuerzas y me parecía como si no hubiese caminado ni padecido
sed. Al sentir esa fuerza en mí, me levante y continué andando por
el desierto.
Pasaron otros cuatro días y la fatiga me hizo desfallecer de nuevo.
Elevé mis manos al cielo y el hombre que me había confortado la
primera vez pasó de nuevo sus dedos por mis labios y me devolvió
las fuerzas.
Al cabo de diecisiete días descubrí una cabaña, una palmera y un
hombre al pie de ella. Sus cabellos, totalmente blancos, le servían de
vestido. Su aspecto era espantoso y empezó a orar en cuanto me vio.
Después del amén, cayó en la cuenta de que yo era un hombre, me
tomó la mano y me preguntó: "¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿To-
davía existe el mundo? ¿Hay todavía persecuciones?". Yo le contes-
té: "Es por ti, verdadero siervo de Nuestro Señor Jesucristo, por lo
que recorro el desierto. Gracias al poder de Cristo han cesado las
232
persecuciones, pero te ruego me digas cómo has llegado aquí". El
me respondió llorando: "Era obispo y en el curso de una persecución
fui sometido a tortura durante largo tiempo. Por fin no pude resistir
y sacrifiqué a los dioses. Pero volví en mí, confesé mi pecado y me
condené a morir en este desierto. Hace cuarenta y nueve años que
vivo aquí, alabando a Dios y pidiéndole que perdone mi pecado. El
señor me alimenta con esta palmera y he tenido que esperar cuarenta
y ocho años para tener la certeza íntima de mi perdón. Este mismo
año se me ha concedido".
Después de decirme todo esto en medio de un mar de lágrimas, se
levantó de pronto, salió de prisa y estuvo largo tiempo en oración.
Al terminar volvió a mi lado. Miré su rostro y me eché a temblar
pues parecía como de fuego. "No temas nada, me dijo, Dios te ha
enviado para amortajar mi cuerpo y darle sepultura".
Apenas terminó de decir estas palabras extendió sus manos y sus pies
y expiró. Desgarré mi túnica y guardé una mitad para mi. Con la
otra mitad envolví el santo cuerpo y lo amortajé. Terminado el entie-
rro, la palmera se secó y la cabaña se vino abajo. Lloré durante mu-
cho tiempo, pidiendo a Dios que me devolviese de una u otra manera
aquella palmera para que pudiese parar en aquel lugar el resto de mi
vida, pero no se produjo lo que yo pedía y me dije a mi mismo: "No
es voluntad de Dios".
Hice oración y me puse en camino hacia el mundo. El hombre que me
había tocado los labios apareció de nuevo y me devolvió las fuerzas.
Gracias a él pude llegar de nuevo hasta el lugar donde residían mis
hermanos, a los que he contado esta historia para invitarles a no de-
sesperar nunca de si mismos, sino a encontrar a Dios por la peniten-
cia».
233
arrastró fuera tirándole de su hábito. El hermano se levantó, siguió al
lobo, y éste le condujo a una ciudad y le dejó abandonado allí. El
hermano se acomodó fuera de la ciudad en una ermita cuyo ocupante
tenía fama de ser un anacoreta muy observante. Estaba enfermo y
esperaba la hora de su muerte. El hermano vio que hacía grandes
preparativos de cirios y luminarias para ese ermitaño, como si sólo
por él Dios protegiese a los habitantes de aquella ciudad y les conce-
diese el pan y el agua. "Si el anciano se va", decían, "todos vamos a
morir".
Cuando llegó la hora de la muerte, el hermano vio a un demonio que
se colocó encima del moribundo con un tridente de fuego y oyó una
voz que decía: "Puesto que esta alma no me ha dejado ni una hora de
descanso en ella, no tengo compasión en arrancarla". El demonio
colocó el tridente de fuego sobre el pecho del ermitaño y atormentó
por un buen rato al monje para extirparle el alma. Después de ver
esto, el hermano entró en la ciudad.
Encontró tirado en el suelo a un vagabundo enfermo que no tenía a
nadie que le atendiera. Se quedó con él un día entero. Cuando le
llegó la hora de morir, el hermano vio al arcángel san Miguel y al
arcángel san Gabriel que bajaban para recoger su alma. El uno se
colocó a su derecha y el otro a su izquierda y ambos invitaban al
alma a salir, pero ésta no salía. Se diría que no quería abandonar al
cuerpo.
Entonces Gabriel dijo a Miguel: "¡Toma el alma y vámonos!". Pero
Miguel le respondió: "El Señor nos ha recomendado insistentemente
que la hagamos salir suavemente, no podemos pues arrancarla por la
fuerza".
Luego Miguel gritó con voz potente: "¡Señor! ¿Qué quieres hacer de
esta alma, que no accede a salir?". Entonces se oyó una voz que de-
cía: "Envía a David con su arpa y a todos los que cantan salmos a
Dios en Jerusalén, para que el alma oiga la salmodia y salga bajo el
encanto de su voz".
Bajaron todos alrededor del alma cantando himnos, y el alma salió, se
sentó en las manos de san Miguel y de este modo subió al cielo con
gran alegría».
234
14 El mismo anciano contó que un Padre fue un día a la ciudad para
vender las cestas que había fabricado. Las desembaló y por azar se
instaló a la puerta de un rico que estaba a punto de morir. Allí senta-
do, el anciano vio llegar unos caballos negros montados por unos
negrazos terribles que llevaban en sus manos un bastón de fuego.
Llegados a la puerta, ataron sus caballos y entraron todos a gran velo-
cidad. Al verlos, el enfermo lanzó un grito horrible: «¡Señor, ayúda-
me!». Pero los demonios le respondieron: «¿Ahora que el sol deja de
brillar para ti es cuando te acuerdas de Dios? ¿Por qué no le buscaste
antes de hoy, cuando gozabas del esplendor del día? Ahora ya no
hay para ti ni esperanza ni consuelo».
15 Los Padres hablaban de cierto Macario, que fue el primero que esta-
bleció una ermita en Scitia. Es un rincón del desierto a más de un día
y noche de camino de Nitria. Se corre un gran peligro para llegar allí
y basta una pequeña equivocación para exponerse a errar a la aventu-
ra en el desierto. Los que vivieron allí eran todos varones perfectos.
Un imperfecto no aguantaría mucho tiempo en aquel terrible lugar.
Es de una aridez extrema y no se encuentra allí ni siquiera lo necesa-
rio. El Macario en cuestión era un hombre de ciudad y se unió un
día a Macario el Grande. Como tenían que atravesar el Nilo se em-
barcaron en un navío. Subieron también al barco dos tribunos con
gran magnificencia, con sus carros recubiertos de placas de cobre,
tirados por caballos con bridas de oro. Les seguían algunos soldados
y esclavos que llevaban collares y cinturones de oro. Los tribunos
vieron sentados en un rincón a los dos monjes vestidos con viejos
hábitos, y se admiraron de su pobreza. Uno de ellos le dijo: «Dicho-
sos vosotros que os burláis del mundo».
Macario, el de la ciudad, le contestó: «Es verdad, nosotros nos reímos
del mundo, pero el mundo se ríe de vosotros. Aunque sin quererlo,
has dicho una gran verdad, pues nosotros dos nos llamamos "dicho-
sos" (Macario)». El tribuno fue movido a compunción por aquellas
palabras.
Vuelto a su casa, se despojó de sus vestidos y tren de vida, y empezó
a vivir como un monje, haciendo grandes limosnas.
235
16 El abad Macario, el Grande, contó que caminando un día por el de-
sierto encontró en el suelo la cabeza de un muerto. La tocó con una
rama de palmera y el cráneo empezó a hablar. Yo le pregunté:
«¿Quién eres?». La cabeza aquella respondió al anciano: «Era sacer-
dote de los ídolos, al servicio de los paganos que moraban aquí. Y tú
eres el abad Macario, lleno del Espíritu Santo de Dios.
Cada vez que te compadeces de los que están en el infierno y oras por
ellos, son aliviados un poco». Yo le pregunté: «¿En qué consiste ese
consuelo?». La calavera me respondió: «Cuanto dista el cielo de la
tierra otro tanto hay de fuego debajo de nuestros pies y sobre nues-
tras cabezas. Y sumergidos en el fuego no nos podemos ver cara a
cara ni con el más cercano; pero cuando oras por nosotros, el uno
puede ver el rostro del vecino y en eso consiste nuestro alivio».
El anciano dijo llorando: «¡Maldito el día de su nacimiento si es este
el alivio del suplicio!». Y añadió: «¿Hay tormentos peores que és-
tos?». La cabeza contestó: «Debajo de nosotros existen todavía supli-
cios mayores».
«¿Para quién?», pregunté. Y la calavera respondió: «Nosotros, que no
hemos conocido a Dios, disfrutamos de un poco de misericordia,
pero los que le conocieron y renegaron de El, y no hicieron su vo-
luntad, éstos están debajo de nosotros». Después Macario tomó el
cráneo y lo enterró.
17 Cierto día, el abad Macario oraba en su celda y oyó una voz que le
decía: «Macario, todavía no has llegado a la altura de esas dos muje-
res que viven en la ciudad». A la mañana siguiente, se levantó, tomó
su bastón de palmera y se encaminó a la ciudad. Llegó al sitio que
buscaba y llamó a la puerta. Le abrió una de las mujeres y le hizo
pasar dentro de la casa. Después de sentarse, invitó a las dos mujeres
a que se sentaran a su lado. El anciano les dijo: «Me he tomado un
gran trabajo en venir a veros. Explicadme vuestro modo de vivir y
las obras que hacéis».
Pero ellas dijeron: «Créenos, esta misma noche la hemos pasado con
nuestros maridos. ¿Qué buenas obras hemos podido hacer?».
236
Pero el anciano insistía en que le descubriesen su género de vida. En-
tonces ellas le dijeron: «No tenemos ninguna relación con el mundo,
pero se nos ocurrió casarnos con dos hermanos carnales. Desde hace
quince años vivimos en la misma casa y nunca hemos reñido, ni nos
hemos dirigido la más mínima palabra desagradable, sino que hemos
transcurrido todo este tiempo en paz y concordia. Hemos pensado
alguna vez entrar en algún monasterio de vírgenes, pero consultados
nuestros maridos se opusieron. Como no hemos podido conseguir su
aprobación, nos hemos comprometido delante de Dios a no pronun-
ciar palabras, ni tener conversaciones de mundo hasta la hora de
nuestra muerte». Al oír esto el abad Macario dijo: «Verdaderamente
el ser virgen o casada, monje o seglar, no importa nada. Dios conce-
de a todos el Espíritu Santo».
237
Capítulo XXI
Treinta y siete sentencias que envió el abad Moisés al abad Pe-
menio. Quien las cumpla estará libre de pena
1 Dijo el abad Moisés: «El hombre debe estar como muerto para cual-
quier compañero suyo, es decir, morir para su amigo, para que nun-
ca le juzgue en nada».
2 Dijo también: «El hombre debe mortificarse y evitar todo mal, antes
de abandonar su cuerpo, para que no dañe a ningún hombre».
238
6 Un hermano preguntó al anciano: «¿Qué debe hacer el hombre ante
cualquier tentación que le venga, o en cualquier pensamiento que le
sugiera el enemigo?». Y el anciano dijo: «Llorar en la presencia de la
inmensa bondad de Dios, para que le ayude. Y enseguida encontrará
descanso si ruega rectamente, porque escrito está: "Yahvé está por
mi, no tengo miedo, ¿qué puede hacerme el hombre?"». (Sal 118,6).
8 Dijo otro anciano: «Por ti ha nacido el Salvador. Por ti, para que te
salvases vivió el Hijo de Dios, se hizo hombre permaneciendo Dios,
239
se hizo niño, se hizo lector y tomando el libro leyó en la sinagoga:
"El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha envia-
do a anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18). Se hizo sub-
diácono, pues "haciendo un látigo con cuerdas echó a todos fuera del
Templo, con las ovejas y los bueyes" (Jn 2,15). Se hizo diácono,
"tomando una toalla se la ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y se
puso a lavar los pies de los discípulos" (Jn 13,45). Se hizo presbítero
y se sentó en medio de los maestros enseñándoles. Se hizo obispo,
"tomó pan y pronunciada la bendición, lo partió y dándoselo a sus
discípulos..." (Mr 26,26). Por ti fue flagelado, crucificado y murió y
resucitó al tercer día y subió al cielo. Por ti sufrió toda clase de dolo-
res y todo lo hizo bien para salvarte, y tú ¿no toleras el sufrir nada
por El? Seamos sobrios, vigilantes, oremos y hagamos su voluntad
para que nos salvemos. ¿No fue vendido José a Egipto, tierra extran-
jera? ¿No condenaron a muerte a los tres jóvenes en Babilonia? Sin
embargo, Dios los protegió, los acogió y los glorificó, porque le te-
mían. El que entrega su alma a Dios, ya no tiene voluntad propia,
sino espera los deseos de Dios y ya no sufre. Pero si quieres hacer tu
voluntad, y no colaboras con Dios, te cansarás mucho».
240
La otra que estaba dentro desnuda, decía al marido: "Mira esa mere-
triz, va desnuda y no le da vergüenza". Y el marido le contestó
amargamente: "¡Oh maravilla!, ésa cubrió su desnudez y tú en cam-
bio totalmente desnuda no te da vergüenza el acusar a la que está
vestida". Así es el detractor, que no ve sus propias faltas, y critica
siempre las ajenas».
241
la puerta de la ciudad se sentaba un viejo filósofo que se burlaba de
los que entraban en ella. Injurió también al joven, pero éste se echó
a reír. Entonces el anciano le dijo: "¿Cómo es esto, que te insulto y
te echas a reír?". El joven le dice: "¿Cómo quieres que no me ría, si
durante tres años he estado pagando dinero por padecer injurias, y
hoy tú me las ofreces gratis? Por eso me río". Y el anciano le rogó:
"Sube y entra en la ciudad"». Después de contar esta historia, el
abad Juan, dijo: «Esta es la puerta del Señor y nuestros Padres, por
muchas injurias alegrándose en ellas, entraron por ella».
13 Contaba el abad Juan a propósito del alma que quiere hacer peniten-
cia: «En una ciudad había una bellísima meretriz que tenía muchos
amantes. Un varón de alta alcurnia le dijo: "Prométeme que guarda-
rás castidad y me caso contigo". Ella se lo prometió, se casaron y la
llevó a su casa. Los amantes la buscaban y al saber que se había ca-
sado con un hombre de tanta categoría, dijeron: "Si vamos a la puer-
ta de la casa de un hombre tan poderoso y llega a saber lo que pre-
tendemos sin duda nos castigará.
Vayamos pues por la puerta trasera, lancemos el silbido acostumbrado
y ella bajará y no correremos ningún peligro". Al oír ella la señal,
taponó sus oídos, entró dentro de su casa y se cerró por dentro». Así
habló el anciano y añadió que la meretriz era el alma, los amantes
los vicios, el jefe o príncipe Cristo, su casa la mansión eterna del
cielo y los que silbaban los perversos demonios. Si el alma es casta y
fiel, siempre acude a Dios.
14 Dijo el abad Pastor: «En el Evangelio está escrito: "El que no tenga
espada que venda su manto y compre una" (Lc. 22,36). Esto signifi-
ca: "El que tenga paz que la deje y se prepare para la lucha"». Se
refería a la lucha contra el diablo.
242
te se marchó. Al saberlo el anciano, previendo lo que sucedería más
tarde, optó por callar de momento. Siguieron sirviendo al anciano,
que no demostraba estar atribulado y se preguntaron el uno al otro:
"¿Crees que el anciano se dio cuenta de nuestro pecado o no?". Mo-
vidos a penitencia acudieron al anciano y le preguntaron: 'Santo an-
ciano, ¿caíste en la cuenta de cómo nos sedujo y venció el enemigo o
no?". Y él contestó: "Sí, me di cuenta, hijos". Y ellos insistieron:
"Y, ¿qué pensabas en el momento de nuestra caída?". Y les respon-
dió el anciano: "Mi pensamiento en aquel momento estaba puesto en
Cristo crucificado. Estaba en pie llorando por mí y por vosotros. Y
como prometí al Señor vuestro arrepentimiento y penitencia, os
aconsejo que para vuestra soberbia insistáis en estos sentimientos de
arrepentimiento y de dolor". Aceptaron la regla de penitencia que les
impuso el anciano, y trabajaron y lucharon intensamente cada uno de
ellos, hasta que pudieron ser vasos de elección».
17 Uno llegó a la celda del abad Macario con el calor del mediodía, de-
vorado por la sed y pidiendo agua para beber. «Bastante tienes con
esta sombra, le dijo Macario, que muchos caminantes y navegantes
la necesitan ahora mismo y no pueden disfrutar de ella».
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20 Un hermano preguntó al abad Isidoro de Scitia acerca de los pensa-
mientos impuros. El anciano le contestó: «El que venga un pensa-
miento impuro que nos distrae y conturba, pero que no nos arrastra a
la acción, no ayuda sino que es obstáculo para la virtud. El varón
vigilante atacado por ellos, al punto acude a la oración.»
24 Dijo también: «Los que con grandes trabajos y peligros del mar ama-
saron grandes riquezas, cuanto más tienen más desean, y no estiman
en nada lo que ya poseen. Por eso nosotros, por amor de Dios, re-
nunciamos a tener aun lo necesario».
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27 Preguntó un hermano a un anciano: «¿Por qué el alma ama la inmun-
dicia?». El anciano le respondió: «El alma ama muchas pasiones cor-
porales, pero el espíritu de Dios es quien la retiene. Por tanto, debe-
mos llorar y prestar atención a nuestras miserias. Viste como María
se inclinó llorando hacia el sepulcro y al punto la llamó el Señor. Así
le sucederá a nuestra alma».
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paré unas pocas lentejas, y por eso al terminar la misa salí antes que
los demás». Al oír esto, el sacerdote dio el siguiente aviso: «Antes de
venir a la iglesia para la misa, preparaos algo de comer, para que así
con este motivo os deis prisa en volver a vuestras celdas».
34 Vino un joven a buscar al abad Macario para que le librase del demo-
nio. Y mientras estaba fuera esperando, llegó un hermano de otro
monasterio y pecó con aquel joven. Al salir el anciano vio al herma-
no abusando de aquel muchacho, pero no le reprendió, pues pensó:
«Si Dios que los creó, los ve y tiene paciencia con ellos, cuando si
quisiera podría anonadarlos, ¿quién soy yo para corregirlos?».
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36 Unos ancianos preguntaron al abad Pastor: «¿Si vemos pecar a un
hermano, debemos corregirle?». Y el abad Pastor les respondió: «Yo
pienso primero si es necesario pasar por allí, y si veo a alguno que
comete alguna falta, sigo adelante sin decirle nada, pues está escrito:
"Lo que han visto tus ojos, no te apresures a llevarlo a juicio" (Prov
25, 78). Por eso os digo que si no lo tocáis con vuestras manos no
juzguéis. En cierta ocasión un hermano se precipitó en esto y le pa-
reció que otro hermano había pecado con una mujer. Y abrumado
por esta idea, pensando que estaban abrasados, fue y llamó a la puer-
ta a puntapiés, diciendo: "Ya está bien". Y se encontró con que eran
haces de trigo. Por eso os he dicho que si no lo tocáis con vuestras
manos, no juzguéis».
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Capítulo XXII
Apotegmas resumidos que prueban la gran virtud de las santos
Padres del desierto
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9 Los ancianos decían: «La oración es el espejo del monje».
11 Los ancianos decían: «No hay que hacer jamás ninguna concesión a
los pensamientos».
17 Dijo un anciano: «No empieces a hacer nada sin que antes hayas exa-
minado tu conciencia, para saber si lo que vas a hacer es según
Dios».
18 Un anciano decía: «Si un monje ora tan sólo cuando está en pie para
la oración, no ora nunca».
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21 Uno preguntó a un anciano: «¿Cómo adquiere el alma la humildad?».
Y respondió: «Estando atenta tan sólo a sus propias faltas».
22 Decía un anciano: «Lo mismo que el suelo no puede caer más bajo,
así también el humilde no puede caer».
25 Decía un anciano: «Esta generación no se ocupa del hoy sino del ma-
ñana».
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33 Dijo también: «Cuanto más loco se haga uno por el Señor, tanto más
sabio le hará el Señor».
34 Un anciano decía: «Un hombre que tiene siempre ante los ojos la
muerte supera siempre la falta de valor».
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