El Poder Del Eros - Juliana Gonzalez
El Poder Del Eros - Juliana Gonzalez
El Poder Del Eros - Juliana Gonzalez
[...] a pesar del empeño de algunos historiadores por citar casos comparables [...], lo
monstruoso, referido al nombre de Auschwitz, ha seguido siendo inconcebible
precisamente porque no es comparable, porque no puede justificarse históricamente con
nada, porque no es asequible a ninguna confesión de culpa y se ha convertido así en punto
de ruptura, de forma que resulta lógico fechar la historia de la Humanidad y nuestro
concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de
Auschwitz [G.Grass, p. 13].iv
¿Es posible la ética después de Auschwitz, después de esos otros nombres, después
de ese reinado de las pulsiones de muerte y guerra, que aún no termina...?
Son sin duda innumerables los signos de la crisis moral del presente, y es agobiante
la literatura de denuncia de ella hecha desde diversas perspectivas, de manera recurrente y
hasta obsesiva. Pero también son innumerables las muestras de inutilidad, si no es que del
fracaso de tales denuncias y del propio discurso ético.
¿Para qué la ética entonces? ¿Cuál es la repercusión real del discurso ético? ¿Hay
alguna? Pero también hemos de preguntar lo contrario ¿cuáles serían los efectos de la
ausencia de este discurso, las consecuencias del silencio ético, si éste llegara a ocurrir?
Frente al desencanto, a la indiferencia y a la desmoralización, se alza ciertamente la
voz del denuedo moral. Y como resulta obvio, es la crisis misma, el derrumbe de valores, la
quiebra de fundamentos, la carencia de respuestas al sentido de la vida, lo que renueva el
ímpetu de búsqueda, el afán de encontrar nuevas razones para la esperanza y nuevas
razones para la razón misma, todo ello sin borrar la experiencia de la crisis.
Sobresalen, así, los afanes por superar el divorcio entre ética y política y también la
separación entre ética y ciencia. Y son notables asimismo los empeños de la filosofía actual
por reencontrar a los clásicos y reavivarlos desde las perspectivas de hoy; a Kant y a Hegel;
a Aristóteles, de manera destacada, aunque también a Platón o a Sócrates, e incluso a los
presocráticos. Pero no ya el ir a ellos sin las prevenciones de la razón crítica; es el
reencuentro después de la crítica, no antes; tras el desengaño, el desenmascaramiento y el
derrumbe de las falsas ilusiones, no antes.
La ética del presente tiene abiertas, en efecto, las más clásicas cuestiones morales,
las de siempre, hoy intensificadas; pero al mismo tiempo, la agobian nuevos problemas
-problemas éticos de enorme trascendencia y también de gran urgencia. Se trata, por un
lado, de las cuestiones planteadas por la crisis misma y por las demandas de la vida social y
política; y, por el otro, de los nuevos horizontes y enigmas abiertos por la ciencia y la
tecnología, en los que, en muchos sentidos, están en juego tanto la posibilidad ética de la
vida humana como el provenir mismo del hombre.
¿Qué se espera de la ética? ¿Por qué la invocación a ella? ¿A qué necesidades
tendría que responder?
El llamado a la ética lo es en el fondo a varias cosas, las cuales, por lo demás,
coinciden con algunas de sus notas distintivas:
1° Es apelar al individuo, al yo moral, al hombre-persona, en la interioridad de su
conciencia y de su capacidad de responsabilidad individual. Es remitirse al agente moral
como soporte de valores vivos y de autenticidad. Todo ello en contra del vacío desolador
de la impersonalidad y, en consecuencia, de la irresponsabilidad de “las estructuras”, “los
procesos”, “los sistemas”; en contra de la abstracción de la colectividad y el lastre de las
morales anquilosadas.
2° La posibilidad de la ética lo es asimismo del acceso a la alteridad, o más bien, de
la posibilidad del “altru-ismo” en su sentido más amplio, como reconocimiento del otro, de
la capacidad de actuar para él y de saberse unido a su destino.v El llamado a la ética lo es a
recobrar la confianza en la autenticidad de los vínculos interhumanos y a reinstaurar, en
definitiva, el orden de la justicia y del bien común, frente al creciente y amoral reinado del
egoísmo individualista -fuente del mal, en términos agustinianos.
3° Como es evidente, la apelación a la ética es la apelación a la razón. Los fines de
la ética son inseparables del proyecto de racionalizar la vida; de introducir en ella un
“orden” propio, una “medida” de la que los dioses no dotaron por naturaleza al hombre; la
posibilidad de reconocer esa “ley” que obliga en el fondo de la conciencia: el daímon
socrático o “la ley moral que reside en mí” -según la memorable expresión kantiana-. La
racionalidad frente al dominio caótico de la hybris, de la desmesura y soberbia; de la
quiebra de las medidas y el desencadenamiento de las fuerzas de la violencia; aquello que
para los griegos era “el peligro demoniaco” de la insaciabilidad, causa de la ruina humana.
La razón ética (práctica) como fuente de una universalidad que permite rebasar el mero
subjetivismo de la acción.
Y la razón (logos), como sabemos, es también orden y es palabra: fundamento de la
comunicación y de la comunidad. El requerimiento de la ética lo es del logos comunicante,
frente a la incomunicación que reina en este paradójico tiempo de “las comunicaciones”.
4° Se espera asimismo de la ética que trace de nuevo el horizonte del valor, la
posibilidad misma de valoración, de diferenciación cualitativa entre lo que vale y lo que no,
entre bien y mal, entre el sí y el no, como base del sentido o dirección de la vida humana.
Esto, frente a las graves propensiones a la indiferencia moral, al “todo vale”, luego
nada vale; al dostoievskiano “todo está permitido”, frente a ese estado de “caída” del que
habló Nietzsche, una vez que se borra “la línea del horizonte”:
¿Nos caemos sin cesar? ¿Hacia adelante, hacia atrás, de lado, de todos
lados? ¿Todavía hay un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada
infinita? [...] ¿No hace más frío? ¿No veis oscurecer cada vez más, cada vez más?
[F. Nietzsche 1, p. 125].
5° Se demanda de la ética, en fin, la reinstauración del poder de la libertad, de la
capacidad humana de trascender lo dado, de crear un mundo y dotarlo de sentido en función
de ideales y valores. La libertad del ethos, de la “segunda naturaleza” o “sobrenaturaleza”
en que se cifra la dimensión ética, y en general cultural o espiritual, del ser humano.
Ello, en suma, en contra de la barbarie, del hundimiento en los determinismos o la
sumisión a las estructuras de dominio, a los puros valores de consumo y mercantilización
en todos los ámbitos de la vida; la inmersión en la pura inmediatez, la intrascendencia, el
sinsentido y la banalidad.
¿Y cómo ha de responder la ética a este múltiple llamado, después de la crisis de la
metafísica del proyecto ilustrado? ¿Puede seguirse empeñando en la búsqueda de un
fundamento absoluto o puro de la moralidad?
Todo parece indicar que esto ya no es posible y que la ética tiene que pensarse de
distinta manera. Ya no en términos de escisiones, de dualismos, sean éstos metafísicos o
formales (aunque tampoco de monismos). Ya no en términos de ser puro, razón pura, deber
puro, libertad pura. Por el contrario, todo apunta a la necesidad de alcanzar una
comprensión unitaria, no excluyente, integradora de los diversos factores del mundo ético;
de que éste sea visto en su intrínseca complejidad, en sus contradicciones internas, su
dinamismo y su constitutiva relatividad.vi Pueden variar, y de hecho varían, los distintos
modos filosóficos de entender la unidad, de dar razón de las conjunciones e interrelaciones
de los componentes del mundo moral; los esfuerzos más significativos del presente van, sin
embargo, en dirección de un pensar la moralidad sin absolutos, sin escisiones ni estados de
pureza.
Particularmente en lo que se refiere al yo y al otro, la ética revela que aunque ambos
parecieran por necesidad excluyentes, pueden no serlo sino implicarse recíprocamente. Más
aún, lo decisivo es que la vida ética remite a la vez al yo mismo, a la autenticidad, y a la
capacidad de ésta de ser para el otro o los otros. Pues sería imposible concebirla, como tal
ética, si no es en esta doble y simultánea significación. Y en este sentido, cabe decir que
ella es a la vez principio de individuación y de comunicación. Lo propiamente ético
empieza cuando se logra esa conjunción esencial, cuando se llega a ese punto de
confluencia en que se hace patente la doble dirección de eros hacia la felicidad propia y
hacia la vinculación interhumana. Es así como a nuestro juicio se ha de pensar hoy la ética:
como implicación de los contrarios y no como exclusión de ellos. Dialécticamente, y no en
visiones dicotómicas y excluyentes.vii
Es cierto que, por una parte, prevalecen en la historia concreta las estructuras de
dominio y, en consecuencia, de exclusión, por las cuales los seres humanos se afirman a sí
mismos en la negación de los otros; que tiende a imperar el “círculo infernal” del que habla
Sartre, donde el sujeto libre -“para sí”- sólo se afirma en la objetivación o cosificación del
otro, y a la inversa: donde la libertad del otro constituye la cosificación del yo. Y si, como
pretende Sartre, esta estructura tiene validez ontológica, es decir, universal e indestructible,
no hay ética posible, pues ésta se funda ciertamente en la posibilidad de la ruptura del
círculo de la libertad-terror y la cosificación. La ética comienza donde termina el ámbito de
la dominación y la violencia; donde “yo” y “tú” no se excluyen recíprocamente.viii Y un
solo acto de genuina comunicación interhumana y reciprocidad, de autenticidad en el
vínculo amoroso, basta para invalidar el supuesto anti-ético de que la estructura amo-
esclavo es constitutiva de una naturaleza humana inalterable. Concebida en su esencia
incluyente, la ética funda la esperanza de romper el círculo de la dominación, lesivo en
todas sus manifestaciones. Y hay muchos indicios de que la necesidad de esta ruptura es
algo señaladamente presente en el actual reclamo de un resurgimiento de la ética.
Y por otra parte, aunque también es verdad que la moral ha tendido al sacrificio del
yo, éste no puede juzgarse válido ya como una auto-inmolación, producto de la represión,
de la fuga de sí o del masoquismo. El genuino autosacrificio ha sido siempre -y en la
medida misma de su autenticidad- dimensión del amor y de la plenitud ética de quien se
ofrece libremente a él. No es la coercitiva anulación de “las inclinaciones” del yo, en pos de
una moralidad abstracta, aprisionada en los imperativos del deber formal.
Así concebida, la ética conlleva una especie de “conversión” interior por la cual el
yo se transforma, despierta de su encierro egocéntrico, narcisista, y accede a ese crucial
punto de convergencia entre el bien propio y el bien ajeno. Se trata, en efecto, de una
profunda auto-transformación, por la cual el ser humano construye la auténtica subjetividad
ética [Véase 7]. Pero ha de insistirse en que esa conversión interna no es la cancelación del
deseo; pues como es manifiesto también, tras la crisis de la razón moderna y el
desenmascaramiento de los engaños de la moral, la ética no puede -y ya no podía, desde los
tiempos hegelianos- fundarse en los imperativos de una razón pura, desprendida de toda
experiencia vital, de todo contenido y del impulso de las fuerzas irracionales o extra
racionales que también son componentes del mundo moral; no puede fundarse además, por
lo tanto, en una voluntad pura que cancela la irrenunciable aspiración humana a la felicidad.
Adquieren hoy, por esta razón, singular relevancia los ideales de armonía,
conciliación, paz; el antiguo anhelo de la conciliatio oppositorum, en contraste con las
pretensiones de valores unívocos, extremos, polarizados y absolutos; a la lógica de la
exclusión, de “lo uno o lo otro” -como dijera Kierkegaard-. Aunque tampoco valdría la
aspiración a una conciliatio pura, abstracta, y en el fondo ilusa e imposible, que sólo
afirmara la “armonía”, la “síntesis”, la paz, ya sin conflicto ni tensiones, sin antítesis, ni
lucha y desgarramientos. Sería incluso éticamente inimaginable un puro ideal de
conciliación que no implicase también la conciencia de lo irreconciliable, de las disyuntivas
y alternativas concretas entre las cuales se da la opción y la renuncia inherentes a la vida
moral. El ideal de armonía conlleva el juego de “conjunciones y disyunciones” -en términos
de Octavio Paz-, “dialéctica de la dialéctica” -en los de Hegel-.
No se trata, entonces, de la armonía entendida como desenlace escatológico, que
está en un futuro utópico, culminación del supuesto devenir racional y necesario de la
historia, o del ideal de paz y concordia al cual se aspira individualmente como
“iluminación” definitiva. No se trata de la triada hegeliana o marxiana que desarticula los
tres momentos dialécticos en un tiempo unívoco y lineal. Es, si acaso, una estructura
dialéctica constante, actual, sincrónica, capaz de dar razón de la ambigüedad constitutiva
del ser humano, de la simultánea conjunción de harmonía y pólemos, como era en la
dialéctica heracliteana. El telos no está en “la paz perpetua” o en una armonía estática, sin
tensiones ni lucha, la cual, por lo demás, carecería de sentido ético.
Pero entonces habría que reconocer que los valores y los ideales no se hallan,
consecuentemente, en el “no lugar” de la utopía (ou-topía). La dimensión ética de los
valores, de los ideales y los fines opera ya, hic et nunc, en la actualidad concreta de las
vidas y de la historia, aunque se desplace a la vez temporalmente, como memoria y como
proyecto.
Lo decisivo es la hormé, el impulso hacia el valor, la aspiración, la philía, el eros,
en suma, como motor de la existencia humana, de cuya intensidad y eficacia vital depende,
en última instancia, la salud moral de los individuos y las sociedades. La rareza de una
auténtica realización de lo valioso, particularmente en el ámbito de la ética, su escasez, su
carácter minoritario e intermitente, no implican su inexistencia, ni mucho menos su
inutilidad e intrascendencia para la vida. Tan determinante como es la inevitable distancia e
idealidad de los valores, lo es su poder intangible sobre el mundo, su capacidad de
potenciar la vida y dotarla de razón y sentido. En esa dialéctica de realidad e idealidad se
funda la doble necesidad ética, de paz y reconciliación con el mundo, por un lado, y de
lucha por su transformación, por el otro.ix
¿Qué hace entonces la diferencia entre bien y mal, si no hay victoria moral
definitiva, si la lucha ética es interminable, si no contamos ya con la seguridad de criterios
metafísicos o formales de carácter absoluto?
La vida moral se estructura en un claro-oscuro permanente, y sólo en extremos de
excepción se dan los estados relativamente “puros”. Siempre caben tentaciones, siempre es
posible -como lo sabe la sapiencia cristiana- el hundimiento o la salvación. La propia
condición ética se funda en esa constitutiva contingencia, clave de la libertad. Acaso lo que
hace las diferencias, de lo que depende la valoración y la cualidad moral de la vida no se
cifre en otra cosa que en la composición y el equilibrio internos, en la estructuración y
proporción de las fuerzas dominantes, en la hegemonía o predominio de unas sobre otras,
en sus combinaciones y “recombinaciones” -como ocurre con las estructuras biológicas. En
unos casos, puede reinar la armonía y el poder de eros y la concordia, la presencia viva de
valores; en otros, en mayor o menor escala, las fuerzas tanáticas del odio, la irracionalidad
y la muerte.
Tales diferencias dependen a su vez de la praxis misma, de la vigilia y la acción
cotidianas que la enseñanza socrática formulara como un “hacerse mejores cada día”;
depende, en suma, de una especie de autopóiesis, de auto-creación [Véase E. Nicol, 5] por
la cual nos empeñamos día a día en la construcción de nuestro ethos, de nuestro “modo de
ser”. La ética es conquista perenne, como la vida misma. Es, ciertamente, arte de vivir.
Además ha de reconocerse, y de nuevo con Nietzsche, que “también la Tierra moral
es redonda”, y que también está en movimiento; que las diferencias entre bien y mal, que
los criterios de valor, no son uniformes, estáticos y absolutos; que tienen carácter histórico
y social, y han de ser pensados más allá de cualquier maniqueísmo. No hay valores
absolutos, pero sí hay valores, sí hay “línea del horizonte”. Valores que van configurando
cada cultura, en su permanencia y en su cambio, en su cohesión temporal y social, así como
en sus transformaciones [Véase J. González 13].
Pero tan cierto como es que sí hay criterios culturales de valor, lo es -como diría
Sartre- que “no hay nada escrito en un cielo inteligible” y que “cada quien ha de inventar su
propio camino moral”, en la radical soledad y en el riesgo, inherentes a su autonomía. Sólo
que son ambas cosas a la vez. Se revela aquí una nueva y paradójica conjunción entre la
conciencia del valor (en su relativa universalidad), y la irreductible soledad (singularidad)
de la decisión moral, de la vida humana en su unicidad. Tampoco lo uno en exclusión de lo
otro. El corazón de la ética sigue puesto en la phrónesis aristotélica; no sólo por la
capacidad de ésta de volver los ojos a la pluralidad y a la concreción de la vida moral, sino
de conjugar el criterio universal de la virtud con la irreductible singularidad del acto moral.
En la phrónesis así comprendida, se cifra ciertamente el arte ético de vivir, de alcanzar la
“vida buena”.
Puede afirmarse, entonces, que frente al fracaso de los ideales excluyentes de
pureza, de la moral de los absolutos y de la represión, se abre hoy la esperanza de una ética
del eros y de la felicidad, cercana al fluir concreto de la vida moral, a la reconciliación del
hombre consigo mismo y con los otros, a la consecuente y siempre ansiada posibilidad de
armonizar el bien propio con el bien del otro y con el bien universal.
El resurgimiento de la ética, su respuesta al múltiple llamado de que es objeto,
depende ciertamente de su capacidad de recobrar la dimensión de los valores: la
autenticidad, el altruismo, la justicia, el amor, la racionalidad, la libertad, la armonía, la
tolerancia, la no violencia. Pero la recuperación de todo esto ya no puede ser a costa de la
felicidad humana; no al precio de la represión y al precio, consecuentemente, de incubar
algo así como el “retorno de lo reprimido”: la locura de los individuos y los pueblos, con
sus catastróficas consecuencias; de desatar, en suma, las fuerzas regresivas de
irracionalidad e inhumanidad, o de desesperanza y melancolía, que tanto han predominado
en el siglo que acaba de concluir.
La conciencia, al igual que la vida, es poca cosa -dice Freud- pero es todo lo que
tenemos; y lo mismo podría decirse de la ética. La victoria moral es siempre relativa y
contingente, “tiembla”, como la virtud aristotélica de la “continencia” (enkratéia, y su
opuesta, la akrasia) pero es la forma propiamente ética de la victoria. Así como la verdad
no deja de serlo por ser histórica y relativa, siempre perfectible, siempre en proceso de
vencer y a la vez de reconocer la ignorancia, la victoria moral no deja de ser victoria por no
ser absoluta, por la tensión trágica que le otorga sentido.x Victoria trágica siempre en
vigilia, sostenida en el esfuerzo cotidiano y creador del equilibrio moral, que hace
prevalecer la armonía sobre el desgarramiento, la libertad sobre la esclavitud; que, más allá
de las fuerzas demoniacas y la ruina, mantiene viva la poesía. Sostenida siempre en esa
modalidad fundamental de la fe, que es la fe en el poder del hombre de construir su ethos,
su propia morada humanizada; la fe vital que le permite, en suma, alcanzar el triunfo
primordial del logos sobre la hybris. También en la vida ética, el mito del origen se recrea
eternamente.
i
NOTAS ::
Con esta generalidad, y en ambos sentidos, utilizaremos aquí el concepto de ética, salvo los casos en
que se indique otro empleo del término.
ii
Aunque también es cierto que, aun cuando no se desarrolle explícitamente, la concepción de Marx
tiene una importante significación ética, justo si ésta se comprende en su sentido más amplio y
fundamental.
iii
En nuestro libro El héroe en el alma intentamos realzar también el carácter eminentemente ético de la
filosofía nietzscheana, así como la esperanza que él abre para reencontrar un fundamento vital de la
ética, particularmente en la reconciliación de lo dionisíaco y lo apolíneo y en la propuesta de valores y
virtudes del Zaratustra.
iv
Es una realidad cuya sola existencia es la refutación más completa, desoladora y convincente de
varios siglos de pensamiento utópico, como ha dicho Margo Glanz. Y cabe añadir que se trata
asimismo de la refutación más completa y desoladora de varios siglos de esperanza en la condición
moral de los hombres.
v
No nos referimos aquí al “altruismo” como autosacrificio, “penitencia”, como se verá particularmente
en la Segunda Parte, Capítulo “Implicación ética del yo y el otro”.
vi
“Las grandes dificultades que ha tenido la filosofía en su historia radican en que no ha sido nunca
posible evitar esa inclinación de la razón filosófica hacia uno [de los extremos]: razón a costa de la
sinrazón, realidad a expensas de la irrealidad, ser al precio de la nada; o bien, al revés, la sinrazón
frente a la razón [...] o la nada a costa del ser [...] o bien la idealidad a costa de la irrealidad [...]” [E.
Trías 2, p. 292].
vii
Para el tema de la relación del yo y los otros, véase más adelante “El eros y la ética” e “Implicación
ética del yo y el otro”.
viii
Véase “Razones éticas contra la violencia”.
ix
Véase más adelante en “Eros y anthropos”, la contradictoria naturaleza del eros (y del hombre) como
plenitud y carencia.
x
La ética es sin duda “la tarea del héroe” como lo vio Fernando Savater en su obra así titulada [1].