El documento narra una conversación entre Manuel, Joaquín y Gonzalo sobre la propuesta de Manuel de incorporar a un chico sordo al equipo de fútbol del club, a pesar de que esto podría ir en contra del reglamento, y las dudas de sus amigos sobre cómo podría funcionar que un jugador sea sordo.
El documento narra una conversación entre Manuel, Joaquín y Gonzalo sobre la propuesta de Manuel de incorporar a un chico sordo al equipo de fútbol del club, a pesar de que esto podría ir en contra del reglamento, y las dudas de sus amigos sobre cómo podría funcionar que un jugador sea sordo.
El documento narra una conversación entre Manuel, Joaquín y Gonzalo sobre la propuesta de Manuel de incorporar a un chico sordo al equipo de fútbol del club, a pesar de que esto podría ir en contra del reglamento, y las dudas de sus amigos sobre cómo podría funcionar que un jugador sea sordo.
El documento narra una conversación entre Manuel, Joaquín y Gonzalo sobre la propuesta de Manuel de incorporar a un chico sordo al equipo de fútbol del club, a pesar de que esto podría ir en contra del reglamento, y las dudas de sus amigos sobre cómo podría funcionar que un jugador sea sordo.
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La gran jugada
María Inés Falconi
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Comienza el partido
Patea Manuel. Avanza decidido hacia el arco del
contrario. Quiere que su amigo el Sordo venga a jugar al equipo del club. Joaquín le corta el camino, no quiere meterse en problemas. Manuel gambetea y lo esquiva. Sigue avanzando. Le mete un caño al Gordo Gonzalo, que se le cruza en el camino. Parece que nadie puede detenerlo, pero, sorpresivamente, Franco lo intercepta por la derecha, le mete una plancha y lo deja en el suelo. Falta. Tiro libre. Esta puede ser la oportunidad que Manuel estaba buscando.
—¡Vos estás loco, chabón! No se puede hacer algo así
—Joaquín, enojado, tiró la camiseta adentro del armario. —¡¿Vas a guardar esa camiseta sucia en el armario?! —dijo Manuel con cara de asco—. Nos van a clausurar el club por contaminación del medio ambiente. —Es que vos me ponés nervioso y no sé ni lo que ha go. Además, si seguís insistiendo con eso, al club lo van a clausurar igual por ir contra el reglamento.
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Joaquín sacó la camiseta del armario y, esta vez, la guardó hecha un bollo en la mochila. —No es contra el reglamento. No lo dice en ningún lado, que yo sepa —se defendió Manuel. —Eso: “que vos sepas”. ¿Alguna vez en tu vida leíste el reglamento? —No. Y vos tampoco, estoy seguro. —Bueno, no, pero me dijeron —tuvo que reconocer Joaquín—. Te juego lo que quieras que no se puede. —A ver si me entendés —insistió Manuel—. Si se pue de o no se puede no es ningún problema, porque la cosa es que no se enteren. —Facilísimo. —Te digo que ni te das cuenta. Yo tardé como un mes en avivarme. —Porque sos lento, eso lo sabe todo el mundo. —No. Porque no se nota. —¿Qué es lo que no se nota? —preguntó una voz atrás de ellos. Franco había aparecido de repente, sin que lo escu charan. Joaquín y Manuel sabían que el vestuario no era un lugar muy seguro para hablar, pero como las duchas seguían abiertas, habían creído que todos los demás se estaban bañando. —¿Qué es lo que no se nota? —repitió Franco. —Que tengas cerebro —le contestó Manuel.
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—Muy gracioso. Permiso. —Y Franco se abrió paso, tirando, como sin querer, las mochilas al piso y pateando los botines de Manuel un metro más allá. —¡Pará, pibe! ¿Qué te pasa? —Manuel se le fue al hu mo, pero Franco lo miró con una sonrisita socarrona. Medía como cincuenta centímetros más que Manuel. No era para asustarse. —Dejalo, está buscando roña —aconsejó Joaquín, que no tenía ganas de terminar de réferi de una nueva pelea. —La próxima vez que me tires las cosas… —amena zó Manuel. —¿Le vas a contar a tu mamá? —se rio Franco. Manuel se levantó como un resorte, dispuesto a saltar le encima, pero Joaquín consiguió agarrarlo del brazo. —Dejalo, chabón. Te vas a comer una suspensión por su culpa. Dale, agarrá tus cosas y salgamos. El Gordo nos está esperando en el bar. Manuel le echó una mirada de odio a Franco, que to davía se seguía riendo y, con la ropa mal guardada y aso mando por la mochila, salió atrás de Joaquín. —Lo voy a reventar —dijo cuando estuvieron afuera del vestuario, mientras trataba de meter todas sus cosas adentro de la mochila como si estuviera rellenando una empanada. —No vale la pena. Es un tarado. No le des bola.
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Joaquín caminaba adelante, rumbo al bar, y Manuel casi corría atrás, juntando lo que se le iba cayendo por el camino. Estaba furioso. Odiaba esa risita sobradora de Franco y más odiaba no poder bajarle todos los dientes. Franco jugaba en el mismo equipo que ellos, pero na die se lo bancaba. Bueno, nadie no: Ariel y Leandro eran sus aliados incondicionales. Donde estaba Franco, esta ban ellos. Era su ídolo indiscutible y hacían todo lo que él les decía. Manuel los llamaba “Los Tres Chiflados”. Pero, le gustara o no, Franco era el mejor jugador del equipo y to dos lo odiaban tanto como lo necesitaban. Además, el Pi pi, el entrenador, era muy claro y muy estricto con eso: “Esto es un equipo, y en un equipo hay gente que nos cae más simpática y gente que nos cae menos simpática. Pero el equipo somos todos y solo funciona si todos tiramos para el mismo lado. Tolerancia es la palabra”. “Tolerancia” era la palabra para todos, menos para él. No permitía ni siquiera un amague de pelea. Pelea era igual a suspensión y, ciertamente, no valía la pena quedarse una fecha sin jugar por culpa de Franco. —¿Qué se quedaron haciendo, se puede saber? —pre guntó Gonzalo cuando los vio entrar, sin dejar, por eso, de atacar su pebete de jamón y queso como si fuera lo últi mo que iba a comer en la vida. —Nada. El idiota de Franco, que estaba buscando ro ña —dijo Manuel, todavía de mal humor, pero logrando con éxito incrustar el botín en la mochila y cerrarla.
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—Casi me voy —dijo Gonzalo con la boca llena. —Menos mal que te atrapó un pebete —se rio Joaquín. Manuel y Joaquín buscaron unas gaseosas y volvie ron a la mesa. —¿Están? —quiso saber Joaquín. —Yo no las vi —le contestó Gonzalo. —Todo por culpa del Pipi. Yo no sé por qué se le ocu rrió agregar media hora de entrenamiento. Ahora las chicas salen siempre antes. —Pará, pará —cambió de tema Manuel—. Olvidate de las chicas. —No puedo —dijo Joaquín revoleando los ojos y lle vándose la mano al corazón—. ¿Vos viste cómo le queda la malla a Carla? ¿Cómo te vas a olvidar de eso? —¿Le queda bien? —preguntó Gonzalo antes de pe gar otro mordiscón. —¡¿Bien?! ¡Le queda espectacular! Vos no te das cuen ta porque tus ojos no ven más allá del sándwich. —¿La quieren cortar los dos? —pidió Manuel—. La malli ta sí, muy linda, Carla también, pero vamos a lo importante. —El asado del domingo —dijo Gonzalo. —No, no, no. Ni comida, ni chicas. Mi propuesta. —¿La del mudo? —preguntó Gonzalo. —Sordo, Gordo, Sordo. —¿Sordo yo? ¿Por?... —¡Basta! —dijo Manuel apretando los dientes—. Son un par de tarados. ¿Podemos hablar en serio?
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—¿Del mudo? —¡No! ¡Del Sordo! —Está bien, no grites —pidió Gonzalo. —Que no soy sordo —terminó la frase Joaquín y los dos se echaron a reír a carcajadas, solo para aumentar el malhumor de Manuel, que tuvo que esperar que se les pasara el ataque. —Lo que yo digo —trató de explicar cuando volvió la calma—, es que no necesitamos decirle a nadie que el pibe es sordo. —Y lo que yo digo, es que todo el mundo se va a dar cuenta apenas le digan “hola” y el flaco no conteste —di jo Joaquín. —No, chabón, no. Ya te expliqué. El pibe te lee los la bios o algo así y, además, usa un audífono. Si le decís ho la, te contesta. —¡Ah, claro! —dijo Gonzalo—. Lo del audífono sí que es disimulado. Nadie se va a dar cuenta. —No se le ve, te lo juro. Yo lo sé porque él me lo mos tró, pero lo tiene abajo del pelo. —Igual, Manuel, ¿cómo jugás con un pibe sordo? “¡Pa samelá! ¡Pasamelá!”. Te podés quedar gritando hasta que termine el campeonato —trató de explicarle Joaquín. —Mirá, yo no sé cuál es el secreto, pero te digo que yo lo vi jugar y el pibe es una máquina. —Vos lo viste patear al arco en la plaza. Jugar en un equipo es distinto.
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—¿Pero sabés cómo la movía? Ese pibe es el futuro Messi —insistió Manuel. —¡Buá!... Me parece que estamos exagerando un po co —dijo Joaquín. —Sí, bueno, por ahí sí. Pero mejor que Franco, juega, seguro —se defendió Manuel. —¡Ah, bueno! Antes era Messi y ahora es Franco. ¿En qué quedamos? —Manuel no pudo contestar porque en ese momento llegó Romina, la hermanita de Joaquín, que siempre, ya lo sabían, interrumpía cualquier conversación sin hacerse el menor problema. —¿Vamos? —le dijo a Joaquín sin saludar a los demás. —¿Adónde vamos? —le preguntó Joaquín molesto. Le avergonzaba mucho que su hermana siempre apa reciera cuando él estaba con sus amigos. Aparecía, recla maba, pedía, se metía. Su hermana era la cosa más molesta que había conocido en el mundo. —A casa, nene. Mamá me dijo que me tengo que vol ver con vos. —Bueno, pero yo todavía no me voy —dijo Joaquín. —Pero yo mañana tengo una prueba y tengo que es tudiar, así que vamos. —Y eso a mí no me importa, así que si te querés vol ver conmigo, esperame. —En realidad —contestó Romina—, yo no me quie ro volver con vos, para que te quede claro. Es mamá la
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que quiere que me vuelva con vos. Ahora… yo no tengo problema. Si querés, me vuelvo sola. Joaquín apretó los dientes. Sabía que eso era una ame naza. Le hubiera encantado decirle que se volviera sola, pero sabía cuáles iban a ser las consecuencias. Y Romina también, por eso se lo decía. —No, no quiero que te vuelvas sola, pero me tenés que esperar. —Como quieras —dijo Romina y, antes de que nadie pudiera hacer nada, se había sentado en la silla libre y ha bía apoyado la cabeza sobre los brazos arriba de la mesa, en actitud del más profundo cansancio y aburrimiento. Los chicos se miraron. Con Romina ahí, nada podían hablar y ella lo sabía, por supuesto. —¿Te vas a quedar ahí? —preguntó Joaquín molesto. —¿No me dijiste que te espere? —Sí, pero no acá. Estamos hablando. —Si te espero, te espero acá. Las chicas ya se fueron, así que no me voy a ir a parar afuera como una estúpida. —No, claro, te vas a quedar acá sentada como una es túpida —contestó Joaquín, cada vez más molesto. La conversación se había interrumpido para siempre o, al menos, hasta mañana. Joaquín miró a los chicos como pidiendo disculpas. —Yo también me tengo que ir —mintió Manuel para salvar a su amigo de la situación—. Mañana hablamos. ¿Tomás el 90, Gordo?
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Todos hicieron el amague de pararse, pero se queda ron ahí, entre la silla y el aire porque, para su sorpresa, Carla acababa de acercarse a la mesa. —Hola… —dijo con esa voz cantarina, dulce, seducto ra, que tan pocas veces tenían la posibilidad de escuchar. —Hola —contestaron los tres al mismo tiempo en un lío de sillas donde unos se paraban, otros se sentaban, las mochilas se caían y las gaseosas se desparramaban. —¿Me lo trajiste? —le preguntó Romina, divertida al darse cuenta del estado lamentable de los chicos. —Sí, tomá. Carla sacó de su mochila un CD y se lo dio. —Lo grabo y te lo devuelvo —dijo Romina guardán dolo en la mochila. —No hay apuro. Está buenísimo. —Igual —insistió Romina—. Si mi hermano me lo graba esta noche, lo traigo mañana. ¿Me lo podés grabar? La pregunta era completamente retórica. Romina sa bía que por nada del mundo Joaquín se iba a perder la posibilidad de tener entre sus manos el CD de Carla y, de paso, hacerse el hermano bueno, simpático y amable que no era. —Eh… sí… claro… ¿Qué es?... —eso se lo preguntó a Car la, jugándose la vida con tal de que le dijera una palabra. —Una música clásica que está buena para el trabajo con cintas —dijo Carla. —Ah… copado…
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—¿Copado qué? Vos ni sabés lo que es la música clási ca —lo mandó al frente Romina. Carla se rio. ¡Qué linda sonrisa con aparatos tenía! —No, no. Copado que hayan encontrado la música que necesitan. —Bueno, no sé —dijo Carla—. Estamos probando. ¡¡¡Le había hablado!!! ¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Gracias, hermanita, gracias!!! —Si querés, yo te puedo bajar algún otro tema con la compu… —se ofreció Joaquín. —Sí, no sé —le contestó Carla no muy convencida—. Cualquier cosa te aviso. Bueno, nos vemos mañana. Chau. Los chicos dijeron chau como transportados en un sue ño y cayeron de golpe a la realidad con la voz de Romina. —¡Qué babosos! —¡Salí, nena! —se enojó Joaquín—. ¿Te crées que nos vamos a poner babosos por una pendejita de diez años? —Carla no tiene diez años, idiota. —¿No está en tu equipo? —No, imbécil —Romina siempre era muy cariñosa con su hermano—. Estamos entrenando juntas porque Elena tiene un despelote de horarios. Pero ella está en otra categoría. ¿No ves que es más grande? —No… no parece… —trató de disimular Joaquín. —Pará un poquito —se metió Manuel—. ¿Vos que rés decir que ahora las chicas grandes entrenan en este horario?
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—Por esta semana. ¿Por...? ¿Pensás unirte al equipo de gimnasia deportiva? —lo gastó Romina, sabiendo que era un equipo solo de mujeres. —Muy graciosa. Es que una piba de mi escuela me preguntó… y va a venir… y… ¿Vamos? —Manuel salió de la situación como pudo. Esa sí que era una buena noticia. Ahora las chicas iban a terminar el entrenamiento en el mismo horario que ellos. Bueno, eso siempre y cuando el Pipi no siguiera alar gándolo. Cada vez que estaba por empezar el campeonato, como ahora, parecía que el Pipi quería dormir en el club. En fin, ya verían mañana. Todos se levantaron y se arrastraron, más que cami naron, hasta la puerta. Salir del club quería decir volver a casa, enfrentarse con las pruebas y las lecciones del día siguiente, abrir las carpetas y, sobre todo, estudiar.
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Carla y Luz preparan el ataque
Carla y Luz no pueden llegar al arco. El plan táctico
no está dando buenos resultados. Tienen que pasar al ataque si quieren no quedar fuera de carrera y lograr que Joaquín, cuanto menos, les hable. Avanza Romina como enlace. Este es el momento. No pueden perder la oportunidad.
Cuando dejó a los chicos, Carla salió caminando muy de
rechita a través del bar, pero ni bien dobló la esquina del pasillo, empezó a correr como loca hasta entrar y cerrar de un golpe la puerta del vestuario. —¡No sabés! ¡No sabés! ¡No sabés! —gritaba sin ter minar de recuperar el aire. —Parece que no sé —le contestó Luz sin dejar de atar se las zapatillas. —Pará que te cuento —insistió Carla, tomó una bo canada de aire y siguió—. ¿Viste que hoy fuimos a entre nar con las nenas más chiquitas, no? —Tratá de contarme algo que no sepa, Car. Eso sí lo sé.
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—No, pará, pará. No es eso. Bueno, viste que una de las chicas del otro grupo trabajó conmigo. —Sí, la morocha de malla fucsia. —Luz la había visto. —Esa. Bueno, y que me pidió el CD que yo estaba usando para practicar un ejercicio con las cintas. —Carla… ¿vas a tardar mucho en llegar a lo que me querés contar? Luz sabía que Carla no tenía el más mínimo poder de síntesis. Podía pasarse horas contando los detalles de ca da cosa, tanto, que a veces hasta se olvidaba lo que que ría contar. —No, no, ahí voy. Bueno, que yo no quise parecer antipática y decirle que no le prestaba nada porque ni la conocía… —Eso estuvo muy bien de tu parte —se burló Luz. —A pesar de que no me hacía ninguna gracia darle mi CD, porque vos sabés bien cómo soy yo con mis CD. —Sí, Luz, ya lo sé. ¿Y? —Bueno, que nada, que entonces, cuando termina mos, busqué el CD, y fui a buscar a la de malla fucsia… —Pará, ¿ni siquiera sabés cómo se llama? —Sí, eh… Rosario, Rocío… Bueno, no sé, es con “ro”. Pero eso no importa. —¿Me avisás cuando llegues a la parte que importa? —se volvió a burlar Luz. —Pará que ya llego. Bueno, que fui al bar a buscarla, porque ella me había dicho que la buscara ahí…
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—Y no estaba. —Sí, estaba. ¿Por qué no iba a estar? —No sé… Pensé que eso era lo emocionante de la his toria —dijo Luz, que ya no se estaba tomando el cuento en serio, para nada. —No, lo emocionante de la historia es esto: estaba… ¡con el hermano! —¡Guau! ¡Qué emocionante! —Cuando te diga quién es el hermano, vas a dejar de burlarte. —Bueno, entonces decímelo de una vez, te lo pido por favor. Me tengo que ir, Carla. —Joaquín. —Mucho gusto —dijo Luz, indiferente. —¡Joaquín, nena, Joaquín! El de fútbol. —¡¿Joaquín?! —ahora sí, Luz se había entusias mado. —¡¡¡Ese!!! Las dos dieron unos cuanto grititos agudos y patalea ron en el piso. —¡No puedo creerlo! ¿Esa chica es la hermana de Joa quín? ¿Estás segura? ¿Cómo sabés? ¿Ella te lo dijo? —¿Por qué pregunta querés que empiece a contestar? —No sé, por cualquiera. Contame qué pasó… Carla tardó quince minutos más en contar su encuen tro de medio minuto con Joaquín, pero esta vez, Luz no se aburrió para nada.
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Desde la primera vez que habían visto a Joaquín, ha cía ya como dos años, cuando recién habían entrado al club, estaban locas por él. Para ellas, Joaquín era el más lindo del equipo de fútbol, aunque el resto de las chicas opinara que el único que valía la pena era Franco. Franco era lindo, sí, pero tan antipático que ni siquiera valía la pena considerarlo. Pero Joaquín… tenía una sonrisa… y esos rulos que se le enredaban en la cabeza, y jugaba tan bien… Una vez, ellas le habían alcanzado la pelota que se había ido afuera de la cancha y él les había dicho “gra cias” y les había guiñado el ojo. Estuvieron una semana diciendo gracias y guiñando el ojo como él y corrigiéndo se una a la otra cuando no les salía parecido. Después habían vuelto a pasar al costado de la cancha de fútbol siempre que podían, pero no tuvieron suerte: no se fue ninguna pelota, no se interrumpió el partido y, mientras jugaba, Joaquín jamás se distraía. Hablarle, nunca lo hubieran soñado. Los chicos del equipo de fútbol y las chicas de gimnasia artística se cru zaban casi todos los días en el club, pero cada uno seguía su camino. Ni unos ni otros se hubieran atrevido a diri girse la palabra y mucho menos a dejar que los demás se enteraran de que lo habían hecho. Los chicos, porque no querían ser el centro de las bromas de sus compañeros de equipo; y las chicas, porque no querían que las otras las miraran mal. Así que Luz y Carla, que además eran com
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pañeras en la escuela, soñaban con Joaquín en secreto y trataban, con disimulo y sin suerte, de tener cualquier oportunidad para, por lo menos, pasarle cerca. Tanto, que no se perdían un solo partido de fútbol que se jugara en el club. De más está decir que los chicos jamás iban a ver las exhibiciones de gimnasia artística. Y ahora ¡Joaquín les había hablado! Bueno, le había hablado a Carla, pero valía tanto como si les hubiera ha blado a las dos. Y encima… ¡ellas estaban entrenando con la hermana! No podían desaprovechar esta oportunidad de ninguna manera. —Escuchame —dijo Luz—. Tenemos que hacer algo con esa chica. —Yo preferiría hacer algo con el hermano —se rio Carla. —Por eso. Tenemos que aprovecharla de alguna ma nera. Te va a traer el CD, ¿no? —Eso dijo. —Bueno, entonces tenés que prestarle otro. O pedir le uno a ella. Eso puede ser. —Él dijo que podía grabarnos cualquier cosa en la compu. No te olvides de eso. —Sí, pero no da —aconsejó Luz—. No podés ir de golpe y decirle que te grabe algo. Se va a dar cuenta. —¡Lo tengo! —se le ocurrió a Carla—. Voy a mi casa, me fijo en alguna música de esas que tiene mi papá y que no tiene nadie y le pregunto a Ro no sé cuánto si la tiene.
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—Primero va a ser mejor que te acuerdes de cómo se llama. —¿La música? Me fijo en el CD y listo. —No, nena. Cómo se llama “Ro no sé cuánto”. —Sí, bueno, pregunto, qué sé yo —siguió Carla emba lada—. Entonces, ella me va a decir que no la tiene y ahí voy y le digo si el hermano no me la puede grabar. Perfec to. ¿No te parece? —Perfecto salvo por un detalle. —Vos siempre tan positiva —se quejó Carla. —No. Precavida. Tenés que tratar de que seas vos la que le pida a Joaquín que te lo grabe, porque si se lo pide la hermana no tiene ninguna gracia. Viene con el CD y listo. —Buen punto. Recién cuando todo el plan estuvo organizado, revi sado y replaneado por lo menos cinco veces, salieron del vestuario. Llevaban quince minutos de atraso y la mamá de Luz ya debía de estar esperando en la puerta con el consabido malhumor. Si ir al club era divertido, ahora se había puesto de lo mejor.