La Gran Jugada. María Inés Falconi

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La gran jugada

María Inés Falconi

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1

Comienza el partido

Patea Manuel. Avanza decidido hacia el arco del


contrario. Quiere que su amigo el Sordo venga a jugar
al equipo del club. Joaquín le corta el camino, no quiere
meterse en problemas. Manuel gambetea y lo esquiva.
Sigue avanzando. Le mete un caño al Gordo Gonzalo,
que se le cruza en el camino. Parece que nadie puede
detenerlo, pero, sorpresivamente, Franco lo intercepta
por la derecha, le mete una plancha y lo deja en el
suelo. Falta. Tiro libre. Esta puede ser la oportunidad
que Manuel estaba buscando.

—¡Vos estás loco, chabón! No se puede hacer algo así


—Joaquín, enojado, tiró la camiseta adentro del armario.
—¡¿Vas a guardar esa camiseta sucia en el armario?!
—dijo Manuel con cara de asco—. Nos van a clausurar el
club por contaminación del medio ambiente.
—Es que vos me ponés nervioso y no sé ni lo que ha­
go. Además, si seguís insistiendo con eso, al club lo van a
clausurar igual por ir contra el reglamento.

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Joaquín sacó la camiseta del armario y, esta vez, la
guardó hecha un bollo en la mochila.
—No es contra el reglamento. No lo dice en ningún
lado, que yo sepa —se defendió Manuel.
—Eso: “que vos sepas”. ¿Alguna vez en tu vida leíste
el reglamento?
—No. Y vos tampoco, estoy seguro.
—Bueno, no, pero me dijeron —tuvo que reconocer
Joaquín—. Te juego lo que quieras que no se puede.
—A ver si me entendés —insistió Manuel—. Si se pue­
de o no se puede no es ningún problema, porque la co­sa es
que no se enteren.
—Facilísimo.
—Te digo que ni te das cuenta. Yo tardé como un mes
en avivarme.
—Porque sos lento, eso lo sabe todo el mundo.
—No. Porque no se nota.
—¿Qué es lo que no se nota? —preguntó una voz atrás
de ellos.
Franco había aparecido de repente, sin que lo escu­
charan. Joaquín y Manuel sabían que el vestuario no era
un lugar muy seguro para hablar, pero como las duchas
seguían abiertas, habían creído que todos los demás se
estaban bañando.
—¿Qué es lo que no se nota? —repitió Franco.
—Que tengas cerebro —le contestó Manuel.

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—Muy gracioso. Permiso. —Y Franco se abrió paso,
tirando, como sin querer, las mochilas al piso y pateando
los botines de Manuel un metro más allá.
—¡Pará, pibe! ¿Qué te pasa? —Manuel se le fue al hu­­­
mo, pero Franco lo miró con una sonrisita socarrona.
Medía como cincuenta centímetros más que Manuel. No
era para asustarse.
—Dejalo, está buscando roña —aconsejó Joaquín,
que no tenía ganas de terminar de réferi de una nueva
pelea.
—La próxima vez que me tires las cosas… —amena­
zó Manuel.
—¿Le vas a contar a tu mamá? —se rio Franco.
Manuel se levantó como un resorte, dispuesto a saltar­
le encima, pero Joaquín consiguió agarrarlo del brazo.
—Dejalo, chabón. Te vas a comer una suspensión por
su culpa. Dale, agarrá tus cosas y salgamos. El Gordo nos
está esperando en el bar.
Manuel le echó una mirada de odio a Franco, que to­
davía se seguía riendo y, con la ropa mal guardada y aso­
mando por la mochila, salió atrás de Joaquín.
—Lo voy a reventar —dijo cuando estuvieron afuera
del vestuario, mientras trataba de meter todas sus cosas
adentro de la mochila como si estuviera rellenando una
empanada.
—No vale la pena. Es un tarado. No le des bola.

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Joaquín caminaba adelante, rumbo al bar, y Manuel
casi corría atrás, juntando lo que se le iba cayendo por
el camino. Estaba furioso. Odiaba esa risita sobradora de
Franco y más odiaba no poder bajarle todos los dientes.
Franco jugaba en el mismo equipo que ellos, pero na­
die se lo bancaba. Bueno, nadie no: Ariel y Leandro eran
sus aliados incondicionales. Donde estaba Franco, esta­
ban ellos. Era su ídolo indiscutible y hacían todo lo que él
les decía. Manuel los llamaba “Los Tres Chiflados”. Pero, le
gustara o no, Franco era el mejor jugador del equipo y to­
dos lo odiaban tanto como lo necesitaban. Además, el Pi­
pi, el entrenador, era muy claro y muy estricto con eso:
“Esto es un equipo, y en un equipo hay gente que nos cae
más simpática y gente que nos cae menos simpática. Pero
el equipo somos todos y solo funciona si todos tiramos
para el mismo lado. Tolerancia es la palabra”. “Tolerancia”
era la palabra para todos, menos para él. No permitía ni
siquiera un amague de pelea. Pelea era igual a suspensión
y, ciertamente, no valía la pena quedarse una fecha sin
jugar por culpa de Franco.
—¿Qué se quedaron haciendo, se puede saber? —pre­
guntó Gonzalo cuando los vio entrar, sin dejar, por eso, de
atacar su pebete de jamón y queso como si fuera lo últi­
mo que iba a comer en la vida.
—Nada. El idiota de Franco, que estaba buscando ro­
ña —dijo Manuel, todavía de mal humor, pero logrando
con éxito incrustar el botín en la mochila y cerrarla.

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—Casi me voy —dijo Gonzalo con la boca llena.
—Menos mal que te atrapó un pebete —se rio Joaquín.
Manuel y Joaquín buscaron unas gaseosas y volvie­
ron a la mesa.
—¿Están? —quiso saber Joaquín.
—Yo no las vi —le contestó Gonzalo.
—Todo por culpa del Pipi. Yo no sé por qué se le ocu­
rrió agregar media hora de entrenamiento. Ahora las
chicas salen siempre antes.
—Pará, pará —cambió de tema Manuel—. Olvidate
de las chicas.
—No puedo —dijo Joaquín revoleando los ojos y lle­
vándose la mano al corazón—. ¿Vos viste cómo le queda
la malla a Carla? ¿Cómo te vas a olvidar de eso?
—¿Le queda bien? —preguntó Gonzalo antes de pe­
gar otro mordiscón.
—¡¿Bien?! ¡Le queda espectacular! Vos no te das cuen­
ta porque tus ojos no ven más allá del sándwich.
—¿La quieren cortar los dos? —pidió Manuel—. La ma­lli­
ta sí, muy linda, Carla también, pero vamos a lo importante.
—El asado del domingo —dijo Gonzalo.
—No, no, no. Ni comida, ni chicas. Mi propuesta.
—¿La del mudo? —preguntó Gonzalo.
—Sordo, Gordo, Sordo.
—¿Sordo yo? ¿Por?...
—¡Basta! —dijo Manuel apretando los dientes—. Son
un par de tarados. ¿Podemos hablar en serio?

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—¿Del mudo?
—¡No! ¡Del Sordo!
—Está bien, no grites —pidió Gonzalo.
—Que no soy sordo —terminó la frase Joaquín y los
dos se echaron a reír a carcajadas, solo para aumentar el
malhumor de Manuel, que tuvo que esperar que se les
pasara el ataque.
—Lo que yo digo —trató de explicar cuando volvió
la calma—, es que no necesitamos decirle a nadie que el
pibe es sordo.
—Y lo que yo digo, es que todo el mundo se va a dar
cuenta apenas le digan “hola” y el flaco no conteste —di­
jo Joaquín.
—No, chabón, no. Ya te expliqué. El pibe te lee los la­
bios o algo así y, además, usa un audífono. Si le decís ho­
la, te contesta.
—¡Ah, claro! —dijo Gonzalo—. Lo del audífono sí
que es disimulado. Nadie se va a dar cuenta.
—No se le ve, te lo juro. Yo lo sé porque él me lo mos­
tró, pero lo tiene abajo del pelo.
—Igual, Manuel, ¿cómo jugás con un pibe sordo? “¡Pa­
samelá! ¡Pasamelá!”. Te podés quedar gritando hasta que
termine el campeonato —trató de explicarle Joaquín.
—Mirá, yo no sé cuál es el secreto, pero te digo que
yo lo vi jugar y el pibe es una máquina.
—Vos lo viste patear al arco en la plaza. Jugar en un
equipo es distinto.

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—¿Pero sabés cómo la movía? Ese pibe es el futuro
Messi —insistió Manuel.
—¡Buá!... Me parece que estamos exagerando un po­
co —dijo Joaquín.
—Sí, bueno, por ahí sí. Pero mejor que Franco, juega,
seguro —se defendió Manuel.
—¡Ah, bueno! Antes era Messi y ahora es Franco. ¿En
qué quedamos? —Manuel no pudo contestar porque en
ese momento llegó Romina, la hermanita de Joaquín, que
siempre, ya lo sabían, interrumpía cualquier conversación
sin hacerse el menor problema.
—¿Vamos? —le dijo a Joaquín sin saludar a los
demás.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Joaquín molesto.
Le avergonzaba mucho que su hermana siempre apa­
reciera cuando él estaba con sus amigos. Aparecía, recla­
maba, pedía, se metía. Su hermana era la cosa más molesta
que había conocido en el mundo.
—A casa, nene. Mamá me dijo que me tengo que vol­
ver con vos.
—Bueno, pero yo todavía no me voy —dijo Joaquín.
—Pero yo mañana tengo una prueba y tengo que es­
tudiar, así que vamos.
—Y eso a mí no me importa, así que si te querés vol­
ver conmigo, esperame.
—En realidad —contestó Romina—, yo no me quie­
ro volver con vos, para que te quede claro. Es mamá la

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que quiere que me vuelva con vos. Ahora… yo no tengo
problema. Si querés, me vuelvo sola.
Joaquín apretó los dientes. Sabía que eso era una ame­
naza. Le hubiera encantado decirle que se volviera sola,
pero sabía cuáles iban a ser las consecuencias. Y Romina
también, por eso se lo decía.
—No, no quiero que te vuelvas sola, pero me tenés
que esperar.
—Como quieras —dijo Romina y, antes de que nadie
pu­diera hacer nada, se había sentado en la silla libre y ha­­
bía apoyado la cabeza sobre los brazos arriba de la mesa,
en actitud del más profundo cansancio y aburrimiento.
Los chicos se miraron. Con Romina ahí, nada podían
hablar y ella lo sabía, por supuesto.
—¿Te vas a quedar ahí? —preguntó Joaquín molesto.
—¿No me dijiste que te espere?
—Sí, pero no acá. Estamos hablando.
—Si te espero, te espero acá. Las chicas ya se fueron,
así que no me voy a ir a parar afuera como una estúpida.
—No, claro, te vas a quedar acá sentada como una es­
túpida —contestó Joaquín, cada vez más molesto.
La conversación se había interrumpido para siempre
o, al menos, hasta mañana. Joaquín miró a los chicos
como pidiendo disculpas.
—Yo también me tengo que ir —mintió Manuel para
salvar a su amigo de la situación—. Mañana hablamos.
¿Tomás el 90, Gordo?

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Todos hicieron el amague de pararse, pero se queda­
ron ahí, entre la silla y el aire porque, para su sorpresa,
Carla acababa de acercarse a la mesa.
—Hola… —dijo con esa voz cantarina, dulce, seducto­
ra, que tan pocas veces tenían la posibilidad de escuchar.
—Hola —contestaron los tres al mismo tiempo en un
lío de sillas donde unos se paraban, otros se sentaban, las
mochilas se caían y las gaseosas se desparramaban.
—¿Me lo trajiste? —le preguntó Romina, divertida al
darse cuenta del estado lamentable de los chicos.
—Sí, tomá.
Carla sacó de su mochila un CD y se lo dio.
—Lo grabo y te lo devuelvo —dijo Romina guardán­
dolo en la mochila.
—No hay apuro. Está buenísimo.
—Igual —insistió Romina—. Si mi hermano me lo
graba esta noche, lo traigo mañana. ¿Me lo podés grabar?
La pregunta era completamente retórica. Romina sa­
bía que por nada del mundo Joaquín se iba a perder la
posibi­lidad de tener entre sus manos el CD de Carla y, de
paso, hacerse el hermano bueno, simpático y amable que
no era.
—Eh… sí… claro… ¿Qué es?... —eso se lo preguntó a Car­
la, jugándose la vida con tal de que le dijera una palabra.
—Una música clásica que está buena para el trabajo
con cintas —dijo Carla.
—Ah… copado…

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—¿Copado qué? Vos ni sabés lo que es la música clási­
ca —lo mandó al frente Romina.
Carla se rio. ¡Qué linda sonrisa con aparatos tenía!
—No, no. Copado que hayan encontrado la música
que necesitan.
—Bueno, no sé —dijo Carla—. Estamos probando.
¡¡¡Le había hablado!!! ¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Gracias, hermanita,
gracias!!!
—Si querés, yo te puedo bajar algún otro tema con la
compu… —se ofreció Joaquín.
—Sí, no sé —le contestó Carla no muy convencida—.
Cualquier cosa te aviso. Bueno, nos vemos mañana. Chau.
Los chicos dijeron chau como transportados en un sue­
ño y cayeron de golpe a la realidad con la voz de Romina.
—¡Qué babosos!
—¡Salí, nena! —se enojó Joaquín—. ¿Te crées que nos
vamos a poner babosos por una pendejita de diez años?
—Carla no tiene diez años, idiota.
—¿No está en tu equipo?
—No, imbécil —Romina siempre era muy cariñosa
con su hermano—. Estamos entrenando juntas porque
Elena tiene un despelote de horarios. Pero ella está en
otra categoría. ¿No ves que es más grande?
—No… no parece… —trató de disimular Joaquín.
—Pará un poquito —se metió Manuel—. ¿Vos que­
rés decir que ahora las chicas grandes entrenan en este
horario?

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—Por esta semana. ¿Por...? ¿Pensás unirte al equipo
de gimnasia deportiva? —lo gastó Romina, sabiendo que
era un equipo solo de mujeres.
—Muy graciosa. Es que una piba de mi escuela me
pre­guntó… y va a venir… y… ¿Vamos? —Manuel salió de la
situación como pudo.
Esa sí que era una buena noticia. Ahora las chicas
iban a terminar el entrenamiento en el mismo horario que
ellos. Bueno, eso siempre y cuando el Pipi no siguiera alar­
gándolo. Cada vez que estaba por empezar el campeonato,
como ahora, parecía que el Pipi quería dormir en el club.
En fin, ya verían mañana.
Todos se levantaron y se arrastraron, más que cami­
naron, hasta la puerta. Salir del club quería decir volver
a casa, enfrentarse con las pruebas y las lecciones del día
siguiente, abrir las carpetas y, sobre todo, estudiar.

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2

Carla y Luz preparan el ataque

Carla y Luz no pueden llegar al arco. El plan táctico


no está dando buenos resultados. Tienen que pasar
al ataque si quieren no quedar fuera de carrera y
lograr que Joaquín, cuanto menos, les hable.
Avanza Romina como enlace. Este es el momento.
No pueden perder la oportunidad.

Cuando dejó a los chicos, Carla salió caminando muy de­


rechita a través del bar, pero ni bien dobló la esquina del
pasillo, empezó a correr como loca hasta entrar y cerrar
de un golpe la puerta del vestuario.
—¡No sabés! ¡No sabés! ¡No sabés! —gritaba sin ter­
minar de recuperar el aire.
—Parece que no sé —le contestó Luz sin dejar de atar­
se las zapatillas.
—Pará que te cuento —insistió Carla, tomó una bo­
canada de aire y siguió—. ¿Viste que hoy fuimos a entre­
nar con las nenas más chiquitas, no?
—Tratá de contarme algo que no sepa, Car. Eso sí lo sé.

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—No, pará, pará. No es eso. Bueno, viste que una de
las chicas del otro grupo trabajó conmigo.
—Sí, la morocha de malla fucsia. —Luz la había visto.
—Esa. Bueno, y que me pidió el CD que yo estaba
usando para practicar un ejercicio con las cintas.
—Carla… ¿vas a tardar mucho en llegar a lo que me
querés contar?
Luz sabía que Carla no tenía el más mínimo poder de
síntesis. Podía pasarse horas contando los detalles de ca­
da cosa, tanto, que a veces hasta se olvidaba lo que que­
ría contar.
—No, no, ahí voy. Bueno, que yo no quise parecer
antipática y decirle que no le prestaba nada porque ni la
conocía…
—Eso estuvo muy bien de tu parte —se burló Luz.
—A pesar de que no me hacía ninguna gracia darle
mi CD, porque vos sabés bien cómo soy yo con mis CD.
—Sí, Luz, ya lo sé. ¿Y?
—Bueno, que nada, que entonces, cuando termina­
mos, busqué el CD, y fui a buscar a la de malla fucsia…
—Pará, ¿ni siquiera sabés cómo se llama?
—Sí, eh… Rosario, Rocío… Bueno, no sé, es con “ro”.
Pero eso no importa.
—¿Me avisás cuando llegues a la parte que importa?
—se volvió a burlar Luz.
—Pará que ya llego. Bueno, que fui al bar a buscarla,
porque ella me había dicho que la buscara ahí…

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—Y no estaba.
—Sí, estaba. ¿Por qué no iba a estar?
—No sé… Pensé que eso era lo emocionante de la his­
toria —dijo Luz, que ya no se estaba tomando el cuento
en serio, para nada.
—No, lo emocionante de la historia es esto: estaba…
¡con el hermano!
—¡Guau! ¡Qué emocionante!
—Cuando te diga quién es el hermano, vas a dejar de
burlarte.
—Bueno, entonces decímelo de una vez, te lo pido por
favor. Me tengo que ir, Carla.
—Joaquín.
—Mucho gusto —dijo Luz, indiferente.
—¡Joaquín, nena, Joaquín! El de fútbol.
—¡¿Joaquín?! —ahora sí, Luz se había entusias­
mado.
—¡¡¡Ese!!!
Las dos dieron unos cuanto grititos agudos y patalea­
ron en el piso.
—¡No puedo creerlo! ¿Esa chica es la hermana de Joa­
quín? ¿Estás segura? ¿Cómo sabés? ¿Ella te lo dijo?
—¿Por qué pregunta querés que empiece a contestar?
—No sé, por cualquiera. Contame qué pasó…
Carla tardó quince minutos más en contar su encuen­
tro de medio minuto con Joaquín, pero esta vez, Luz no
se aburrió para nada.

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Desde la primera vez que habían visto a Joaquín, ha­
cía ya como dos años, cuando recién habían entrado al
club, estaban locas por él. Para ellas, Joaquín era el más
lindo del equipo de fútbol, aunque el resto de las chicas
opinara que el único que valía la pena era Franco. Franco
era lindo, sí, pero tan antipático que ni siquiera valía la
pena considerarlo. Pero Joaquín… tenía una sonrisa… y
esos rulos que se le enredaban en la cabeza, y jugaba tan
bien…
Una vez, ellas le habían alcanzado la pelota que se
había ido afuera de la cancha y él les había dicho “gra­
cias” y les había guiñado el ojo. Estuvieron una semana
diciendo gracias y guiñando el ojo como él y corrigiéndo­
se una a la otra cuando no les salía parecido. Después
habían vuelto a pasar al costado de la cancha de fútbol
siempre que podían, pero no tuvieron suerte: no se fue
ninguna pelota, no se interrumpió el partido y, mientras
jugaba, Joaquín jamás se distraía.
Hablarle, nunca lo hubieran soñado. Los chicos del
equipo de fútbol y las chicas de gimnasia artística se cru­
zaban casi todos los días en el club, pero cada uno seguía
su camino. Ni unos ni otros se hubieran atrevido a diri­
girse la palabra y mucho menos a dejar que los demás se
enteraran de que lo habían hecho. Los chicos, porque no
querían ser el centro de las bromas de sus compañeros de
equipo; y las chicas, porque no querían que las otras las
miraran mal. Así que Luz y Carla, que además eran com­

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pañeras en la escuela, soñaban con Joaquín en secreto y
trataban, con disimulo y sin suerte, de tener cualquier
oportunidad para, por lo menos, pasarle cerca. Tanto, que
no se perdían un solo partido de fútbol que se jugara en
el club. De más está decir que los chicos jamás iban a ver
las exhibiciones de gimnasia artística.
Y ahora ¡Joaquín les había hablado! Bueno, le había
hablado a Carla, pero valía tanto como si les hubiera ha­
blado a las dos. Y encima… ¡ellas estaban entrenando con
la hermana! No podían desaprovechar esta oportunidad
de ninguna manera.
—Escuchame —dijo Luz—. Tenemos que hacer algo
con esa chica.
—Yo preferiría hacer algo con el hermano —se rio
Carla.
—Por eso. Tenemos que aprovecharla de alguna ma­
nera. Te va a traer el CD, ¿no?
—Eso dijo.
—Bueno, entonces tenés que prestarle otro. O pedir­
le uno a ella. Eso puede ser.
—Él dijo que podía grabarnos cualquier cosa en la
compu. No te olvides de eso.
—Sí, pero no da —aconsejó Luz—. No podés ir de
golpe y decirle que te grabe algo. Se va a dar cuenta.
—¡Lo tengo! —se le ocurrió a Carla—. Voy a mi casa,
me fijo en alguna música de esas que tiene mi papá y que
no tiene nadie y le pregunto a Ro no sé cuánto si la tiene.

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—Primero va a ser mejor que te acuerdes de cómo se
llama.
—¿La música? Me fijo en el CD y listo.
—No, nena. Cómo se llama “Ro no sé cuánto”.
—Sí, bueno, pregunto, qué sé yo —siguió Carla emba­
lada—. Entonces, ella me va a decir que no la tiene y ahí
voy y le digo si el hermano no me la puede grabar. Perfec­
to. ¿No te parece?
—Perfecto salvo por un detalle.
—Vos siempre tan positiva —se quejó Carla.
—No. Precavida. Tenés que tratar de que seas vos la
que le pida a Joaquín que te lo grabe, porque si se lo pide
la hermana no tiene ninguna gracia. Viene con el CD y
listo.
—Buen punto.
Recién cuando todo el plan estuvo organizado, revi­
sado y replaneado por lo menos cinco veces, salieron del
vestuario. Llevaban quince minutos de atraso y la mamá
de Luz ya debía de estar esperando en la puerta con el
consabido malhumor.
Si ir al club era divertido, ahora se había puesto de lo
mejor.

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