Justino El Retirante

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COLECCION

EL CAMPANARIO
obras literarias
para el mundo
adolescente - juvenil

Las campanas de El Campanario suenan llamando a una .ectura de obras


rigurosamente literarias, amenes, argentinas e hispanoamericanas, apro­
piadas por sus valores éticos y motivaciones psicológicas a una edad más
o menos mc"il que se ubica dentro del ciclo secundario. En ce da caso,
la selección será realizada por el propio lector de acuerdo con sus preferen­
cias, edad o año que curse. El material que ofrecemos es diverso y varia­
do en su temática y géneros: novelas, cuentos, teatro, poesía, libros mis­
celáneos, antologías, leyendas, etc. La presencia creadora del autor se
dará a tnvés de dos aproximaciones: la primera, un Mensaje expresivo
de una o varias de las circunstancia;, que intervinieron en la creación de
su obra. La segunda, la obra literaria en sí, Como concreción estética de
lo anterior. Y esa presencia inicial del autor con voz propia e indepen­
diente de la obra, expresiva del acto creador y antesala casi misteriosa
del libro logiado como tal, establecerá un puente entre quien crea en pri­
mera instancia, que es el escritor, y quien crea en secunda instancia,
quien recrea, con su imaginación o su recuerdo, qut es el lector. Y así
se consumará entre ambos, el viaje-mensaie de la lectura.
En el presente volumen Odette de Baños Mott, escritora brasileña
muy conocida en su patria, novelista preocupada por los problemas de
su país, de su tiempo 7 de América Latina, nos ¡ntruduce en su honda
y humana novela, Justino, el retirante, y al llevarnos por el Noroeste
brasileño de la mano de Justino, el muchacho que lucha roí un mundo
mejor, nos pone en contacto con un vasto friso de dolor y ternura, cuyas
raíces se asientan en ¡a realidad latinoamericana.
)DETTE DE JUSTINO
JARROS MOTT
EL
RETIRANTE *•

L¡CAM PANARIO-BIBLIOTECA ADOLESCENTE-JUVENIL


COLECCION SMlUO J. CELA HEFFPL
EL CAMPANARIO LIC EN LETRAS (U.B.A)
obras literarias
para el mundo
adolescente - juvenil
Directora:
MARIA HORTENSIA LACAU

Tapa: KITTY LOREFICE de PASSALIA

SE G U N D A ED IC IÓ N

l.S.B.N. 950-21-0542 7

© 1983 by Editorial P L U S U L T R A
Viamonte 1755 — Buenos Aires - (1055)
Hecho el depósito de ley
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina
ODETTE DE EMILIO J. CELA HEFFF
UC. EN LETRAS (U.S.A)
BARROS MOTT

JUSTINO
EL RETIRANTE

EDITORIAL PLUS ULTRA


MENSAJE DEL AUTOR

EL QUÉ DE ESTE LIBRO.


QUÉ ES, QUÉ INTENTA SER ESTE LIBRO

Este libro es ficción basada en posibilidades reales.


He leído-bastante acerca del Nordeste brasileño, hice in­
vestigaciones con ese fin, me serví de las experiencias
de un hijo mío, sociólogo, Luis Roberto de Barros Mott,
que estuvo allí varias veces estudiando el ambiente.

EL CÓMO Y EL CUÁNDO DE ESTE LIBRO

En cuanto al cómo y al cuándo, refiriéndome a ciertos


aspectos, podría decir que lo ambienté en 1965 y que pro­
curé aproximarme a las formas de expresión infantil cuan­
do es Justino el que habla, o cuando habla algún otro chico.
Evité el lenguaje “ caipira” , pero me aproximé a lo popular.
En cuanto a Justino, el protagonista, simboliza al niño que
reacciona contra el medio adverso y lucha para tener una
vida mejor. Sus andanzas, sufrimientos, vicisitudes, son las
mismas de todos los Justinos del Nordeste.

EL PORQUÉ Y EL PARA QUÉ DE ESTE LIBRO

Pienso que escribí Justino, el retirante para que los jó­


venes de las clases sociales más favorecidas de mi país,
que conocen otros aspectos del Brasil pero todavía no to­
maron contacto con el que aquí focalizo, lo conocieran.
Que conocieran el subdesenvolvimiento del Nordeste. No
intento presentar soluciones. Lo que deseo es interesar y

11
estimular a estos jóvenes, para que hagan alguna cosa
respecto a hechos que pertenecen a la corriente humana
brasileña. Es necesario que adolescentes y jóvenes, co­
nozcan la existencia de chicos y chicas en este mismo
país, que enfrentan problemas serios, como secas periódi­
cas, analfabetismo, falta de higiene. Y ahora, con esta
traducción, ese anhelo se hace extensivo a otros países
hispanohablantes.

¿ALGO M AS?

Sí. Me gustaría mucho que fuese adoptado como lec­


tura suplementaria en las escuelas. Que fuese leído y co­
mentado, porque este libro trae un gran mensaje de amor
y de esperanza, extensivo a toda América Latina.

O. de B. M.

12
Justino no consigue dormir, se da vuelta en la red de
un lado para el otro, se rasca un dedo en el que se le había
introducido un bicho, escucha cantar al gallo, y en seguida
el pío agorero de la lechuza. Más lejos, cantó un gallo.
Era el de la “ casa grande” . Se persignó en la oscuridad,
se enrolló más y fingió dormir. Apretó los ojos y se res­
tregó otra vez el pie contra la paja áspera de la red.
Allá por la madrugada, mañanita recién llegada, des­
pertó. Ya el pajarerío cantaba en los árboles. El papagayo
hablaba en el poleiro \ pedía café. Entonces Justino tuvo
noción de que ese día era diferente de los otros, se sentó
en la red, y aguzó los oídos intentando captar todos los
ruidos que venían desde afuera.
Después se levantó. Ya estaba casi vestido, se ajustó
los pantalones en la cintura, restregó por última vez el pie
contra la red, pensó que era necesario quitarse aquel bicho
antes de que aumentara, que se le hinchara el pie y que
entonces sí que iría a molestarle y dolerle. Al comienzo
¡aquella cosquillita hasta era agradable, pero después!...
El papagayo gritaba, barullento, pedía café y llamaba:
“ ¡Madre, dame c a fé ...! ¡Madre, dame c a fé .. . ! ”
El niño se acerca al fuego, atiza, sopla las brasas,
pone leños en cruz, busca en el hueco de la pared de
barro bien amasado unos palillos de fósforos y con ellos
enciende el fuego. Las pajas crepitan, el saúco seco, cru­
jiente, se prende y en seguida el agua, que apenas cubre
el fondo de la pava de barro, chirría y comienza a hervir.
Justino cuela el café, mientras escucha el gemir triste
de su Pitó, que araña la puerta del rancho. Abre para que

1 Poleiro: lugar en que se asientan las gallinas. (N. T.)

13
el perrito sarnoso pueda entrar y el animalito le lame las
piernas, alegremente.
— ¡Pasa, Pitó, pasa!
Busca en la tabla, que sirve de estante encima del
fogón, un pedazo de rapadura -. Come y le arroja un trozo
al animal que lo engulle, hambriento.
Ahora no le resta por hacer sino ponerse en camino.
Su atadito de ropa ya está preparado desde la víspera.
Había elegido el mantel blanco, del que tan celosa era su
madre. Ella había anudado las puntas de una bolsa de
azúcar y, cuando había misa en la capilla, llevaba el man­
tel en la cabeza, con las puntas descendiéndole por los
hombros. Dentro de él había puesto sus pantalones, la
camisa y las sandalias de cuero crudo que el padre le
hiciera. . . . .
Ahora sólo le faltaba la alforja, un poco de harina, el
resto de la rapadura, y ya podría partir. .
Pero Justino, a pesar de estar ya listo, no se decidía.
El gallo cantó otra vez. Ya era casi de día.
Él nació allí, en aquella choza, creció jugando en el
fondo con Pitó, trepando al cajueiro cuando el árbol es­
taba cargado de frutos, escuchando a la madre golpear en
el mortero puñados de maíz, viendo llegar al padre de la
plantación, cansado, sucio, flaco como la carne seca arriba
del hogar. ,
Doce años había vivido ahí, viendo al sol quemar la
tierra, secarse las plantas y luego morirse, y a los animales
acostarse para no levantarse más.
Doce años, toda su vida. .
Ahora el padre y la madre habían muerto, con un
intervalo de quince días, el primero mordido por una cobra,
y en seguida la madre, de tristeza y debilidad, y Justino
había resuelto partir. En los primeros días, después del
entierro del padre, el patrón, dueño de las tierras, llegando
a la puerta del rancho, desde arriba de su cabalgadura,
había gritado:
— ¡Eh, de la casa!
— La bendición, señor — dijo Justino, que limpiaba
unas mandiocas al costado de la choza.

- Rapadura: azúcar en panes; resto de comida que queda en


las cacerolas. (N. T.)

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— Muchacho, ¿dónde está tu madre? Necesito hablar
con ella.
— Está en cama, señor, desde que padre murió.
— Pues dile que voy a necesitar estas tierras, que au­
menté el ganado y voy a transformar todo aquí en zona
de pastoreo. ¡Buen lugar para algunas cabezas más!
Miraba alrededor, valuando las tierras, el lugar.
— Así que ustedes tendrán que desocupar en seguida
el rancho, porque preciso derribar todo esto — y golpeó
con el látigo en la viga que apuntalaba una de las paredes
curvadas.
Ante la mirada asustada del niño prosiguió:
— Pueden ocupar la choza de Nhó Juliáo, está sin
techo, pero como tú eres un muchacho podrás arreglarlo.
V tocando el caballo ganó el camino, sin despedirse
ni volverse. Ya lo había dicho todo.
Justino permaneció parado, quieto, quizá sin compren­
der. ¡Dejar la casa con su madre en semejante estado, con
las tierras que ahora estaban secas pero que algún día
se cubrirían de verde, de flores y de frutos, como un mi­
lagro!
— Justino, hijo, ¿quién estaba allí?
La voz débil de la madre venía de adentro del dor­
mitorio.
— Ya voy, mamá.
Los pensamientos eran confusos en su cabeza. . . Un
martillar, como el golpear del mortero, p am ... pam ...

i H-^°' ' ' la voz débil se extinguió, antes de alcan­


zar al mno que entraba.
— Madre, no es nada, usted se va a cansar y empeo­
rara. Voy a traerle un té de hierbas, uno de maceta
un 3 n im a fUChe Un-a conversac¡ón, hijo, luego el paso de
un animal. . ¿qué desea el patrón?
Ver las tierras, madre.
de cn los brazos enflaquecidos, dentro
dfdo, no
ño n , ± d?' CUar' ° ,rató explicar.
osaba entrar, y menos de ver al hi¡°, due escon-
— ¿Ver las tierras, para qué?
No sé, madre, solamente verlas.
p| nor-h~ Se babia dejado caer en el catre, jadeante, con
ei pecho sonando, sin aliento.

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— ¿No le dije que no se preocupara, madre? No se
mortifique, descanse. Voy a buscar el té.
__Hijo, ve a buscar al compadre Tláo. Que venga aquí.
Quiero hablar con él.
— Sí, madre.
El niño salió en dirección al fondo.
El sol quemaba, la tierra había comenzado a abrirse,
áspera, sedienta. No había verde, no existía color, todo
era un gris quemado, como si una enorme hoguera se hu­
biese expandido por los campos. Ahora, en el momento
de tener que dejar la casa, Justino recuerda con nitidez
aquel día. Había corrido ai rancho del padrino, al que
encontrara cuidando los lechones del patrón, flacos y con­
sumidos como peces en un fumadero. Los animales daban
pena, con los hocicos arañados, en carne viva, de tanto
hundirlos en la tierra requemada. Comían los tallos de
juazeiro que les daba el padrino, entre gruñidos de dolor,
pero el hambre los forzaba.
— La bendición, padrino...
— Dios te bendiga, m uchacho... ¿Ves todo este su­
frimiento? Siempre es así en esta ¡ñfeliz tierra. La sequía
come todo, los animales, los hombres. ¿Y la comadre?
— Bastante mal, padrino, ahora mismo tuvo una re­
caída. Pide que usted vaya para allá.
— ¡Pobrecita, qué tristeza!
— Padrino, ella no sabe, y hasta es mejor que no lo
sepa, pero el patrón nos pidió las tierras.
Tiáo dejó su trabajo y miró al niño.
— ¿Q ué?
¿Había escuchado bien? La desgracia del pobre es
siempre así, anda acompañada, siempre de a dos. ¿No
bastaba ya con la viudez?
— ¿El patrón les pidió las tierras?
— Sí, dice que quiere aumentar las tierras de pasto­
reo. Que nos quedemos con la tapera; madre no lo sabe,
ella escuchó el ruido de la conversación y preguntó desde
el cuarto quién era. Yo le dije que no era nada.
Tiáo, pensativo, parecía no escuchar, perdido en di­
vagaciones. Los animales gruñían más fuerte, de dolor
y de hambre. Intentaban hozar y de los hocicos heridos
la sangre corría hasta teñir la tierra quebrada en terrones.

16
— Entonces vamos. No necesitas decir que el patrón
pidió las tierras, yo hablaré con ella.
— ¡Es mejor! ¿Usted no cree que yo debería ir a la
choza, a orillas del morro? Está sin techo, tendría que
cortar p ip iri para cubrirla...
— No, muchacho, ve a mi casa y dile a tu madrina que
prepare un lugar en el cuarto. Después me ayudarás en la
mudanza de las redes y de las cosas. Se quedarán con
nosotros, ¡no son animales para dormir al relente!
El niño baja la cabeza y rumbea hacia la cabaña del
padrino, mientras éste se distancia, encogido, los pies
desnudos, pisando levemente la tierra quemante.
El sol clavaba sus rayos de manera violenta.
Era una batalla para vencer, una batalla contra la
tierra, contra el hombre y contra el verde.
Justino recuerda que ni fue necesario hacer la mu­
danza; esa misma tarde la madre había fallecido, durante
un acceso más fuerte, que casi le arrancara el pecho.
Todo muy triste. Triste como su vida. Después del en­
tierro el padrino había conversado con él:
— Ahijado, ahora eres nuestro, mío y de tu madrina.
Junta tus cosas y entrégale la tierra a tu patrón.
Y escupió con rabia, sin fuerzas, sin ánimo para luchar.
— Sí, padrino.
Pero había pedido permiso para quedarse aquella no­
che en el rancho mientras la idea crecía en su pecho, allí
donde el dolor había quedado preso. No lloró, ni siquiera
cuando llevaran a la madre en la red, tan livianita que
apenas pesaba en los hombros del padrino y de un vecino.
De repente, al acostarse, había comprendido que no
podría continuar allí, en esos lugares, viendo al ganado
pisar la tierra que el padre labrara, la tierra que en el
tiempo de las aguas se cubría de verde, y renacía alegre­
mente para ofrecer sus frutos.
Justino quieto, solo, madura su pensamiento.
¡Va a partir!
Esa idea le explota repentina, violenta como el sol
naciente. Una bola de fuego quemándole el pecho. Va
a partir, no continuará allí.
¿Qué dirá el padrino? ¿Lo considerará un ingrato?
e levanta de la red con las manos trémulas, enciende la
amparita y prepara su mochila. No ha escogido, n¡ lo

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c o n o c e , el camino a seguir. Sin embargo, sabe por con­
versaciones escuchadas, que siguiendo en dirección a
Croibero, encontrará levas de retirantes 3 que huyen de la
sequía. Piensa en unirse a ellos y seguir su destino.
Es necesario partir en seguida, antes de que aparezca
alguien. Más tarde los peones vendrán a derribar el ran­
cho y a soltar el ganado. No quiere ser visto, ni ver a
nadie.
Ya tomó el café. Prende el morral én el cayado de!
padre, que había labrado unos diseños en la punta. Al
padre le gustaba trabajar con la leña haciendo cosas lin­
das, como bichos, flores, niños. Se puso en la cabeza el
sombrero de paja que él tejiera, y llamó a Pitó que acu­
rrucado junto al fogón, vigilaba por si había alguna cosa
para comer, y sin mirar el cuarto dejó la casa.
En la puerta escucha al papagayo llamándolo:
— Madre, y el café?
¿Y si lo llevara? Podría dejarlo en la mata, junto a
sus compañeros.
Justino entra en la choza y se detiene frente al cuarto
de la madre. Sus ojos se llenan de agua que le corre por
el pecho delgado. A través de las lágrimas ve el oratorio
donde la madre lo hacía rezar. Quemado, negro por el
humo, era el tesoro de su madre, que lo heredara de la
abuela. Lo abre y de allí saca una pequeña imagen de
Nuestra Señora de la Concepción. La coloca en el morral,
toma al papagayo y casi corriendo abandona la choza.
De lejos, desde el corral, llegan las voces y los mugi­
dos de los animales hambrientos.
Todavía está oscuro. La niebla se amontona, fina, por
sobre los morros, y allá queda colgada.
No necesita luz, pues sabe de memoria la dirección.
¡Cuántas veces había ido hasta la cacimba 4 a buscar un
trago de agua! ¡La cacimba se había secado ese año!
Sigue, siempre firme, hacia adelante, con Pitó a los
tobillos, sin mirar ni siquiera una vez para atrás.

3 Retirantes: los que emigran — se retiran— de la zona de las


sequías. (N. T.)
Cacimba: hoyo que recibe agua de los terrenos pantanosos.
(N. T.)

18
II

Justino camina apresurado, tanto como se lo permiten


sus piernas débiles. El sol ya ha nacido, violento, salvaje.
¡Una única explosión!
Los gajos secos parecen puntas de lanzas y le entor­
pecen el camino. Todo es hostil, seco, ceniciento y triste.
Con el papagayo en silencio, sufridor, agarrado a su
flaquísimo hombro, Pitó rozándole los talones, él camina
huyendo de la estancia del patrón, de la nostalgia y de los
recuerdos.
Un solo deseo lo anima: distanciarse, lo más rápido
posible, para ganar tiempo, huir a cualquier persecución
y un único pensamiento en su cabeza, torturándolo: ¿en­
contrará retirantes? ¿Compañeros de viaje?
Pitó gime, se rasca, lame humildemente el pie del
dueño, aprovechando la sal del sudor que le corre por las
piernas. ¡Cómo le pesan! Al niño le parece que tienen vida
propia, y que se niegan a conducir el resto del cuerpo.
Por el sol alto calcula que ya es mediodía; por el can­
sancio juzga que pasaron días. Resuelve detenerse, to­
mar un poco de aliento, comer un pedazo de rapadura
y un puñado de fariña. La carne seca quedará para otra
comida. Es mejor economizar.
Además, si la comiera sentiría más sed, y el agua es
poca.
No sabe nada, fuera del cansancio y el hambre que
lo torturan.
La aventura que corre es mayor que su imaginación.
Se siente embotado por la debilidad, por el cansancio,
le faltan las fuerzas hasta para sufrir.
Finalmente, divisa una ligera sombra, un lugar que
le parece más fresco, más acogedor, entre dos o tres pie-

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dras enormes que se proyectan hacia el frente, como las
alas de un sombrero. Se sienta en esas piedras, contra
los rayos directos del sol, abre su bolsón, saca la rapadura
y se pone a roerla. Desde allí avista los rieles por donde
pasan los retirantes. No hay ruidos de animales arrastrán­
dose, ni de pájaros cantando.
¡Solamente soledad!
Tiáo tampoco había dormido pensando en el niño.
Había insistido mucho para que trajera la red y viniera
esa misma noche; sin embargo él había pedido permiso
para quedar en la choza.
— Padrino, si usted no se disgusta, voy a dormir en
mi casa, para despedirme. Mañana llevo mi red.
— Está bien, ahijado. La madrina te espera, ¿enton­
ces mañana irás a casa, no es así?
Ahora recuerda la conversación, dándose vuelta en la
red a la espera del amanecer. En seguida que el sol surja
irá a buscarlo, antes que los peones lleven el ganado.
Quiere impedir que el niño presencie ese sufrimiento. ¡Tan
niño y ya tan solo! El patrón era una peste, ni siquiera
sabía respetar el sufrimiento ajeno.
— Don Tiáo, ¿por qué no se duerme y en cambio da
tantas vueltas? — le pregunta la mujer-— . ¿Está enfermo?
¿Quiere un té?
— No, Joaquiha, no es cuestión de enfermedad, es
tristeza, pienso en el niño; él debía haber venido conmigo.
— Usted descanse, que esa tristeza le hace mal al alma.
Otro canto del gallo, el de su propia casa. Débil
como el graznar de un cuervo.
Se levanta, calienta el café de la víspera sin despertar
a la mujer que había tomado el sueño, y nuevamente se
dirige a la choza de los compadres, ahora vacía.
Va por el camino, recordando las cosas de esos años,
de cómo habían pasado llenos de luchas y de sufrimientos.
Mirando alrededor, a pesar de la oscuridad divisa los
gajos secos, clavados. “ Todos los años la misma cosa” ,
piensa. ¡Todos los años! Sin embargo, dos veces la situa­
ción había empeorado, la sequía había sido más dura
— una, cuando se casara, de eso ya hacía quince años,
y esa de ahora, que parecía quemar la tierra, tostar a los
hombres, esfumar a los animales. ¡Costaba creer que des­
pués surgiera la vida de esa soledad! Y, no obstante, todos

20
los años presenciaba el milagro, todo reverdecía, el pasto,
el campo, el maíz, creando un alma nueva con las lluvias.
La naturaleza entera cambiaba, tornándose esperanza­
da, alegre. Los campos se cubrían de verde, flores y espi­
gas explotaban hasta los tallos. ¡Los pájaros cruzaban
el aire leve y perfumado, armando nidos, cantando como
locos!
En todos los rincones la vida explotaba como en una
resurrección.
¡Era la hora del regreso!
Muchos habían partido, sin poder soportar la dureza
de la vida. Sin embargo, otros se quedaban, sin coraje
para dejar lo que era de ellos. Sabían que un día nubes
negras se amontonarían en el cielo, que el sol dejaría de
brillar y que gruesas gotas se desharían, en el aire, antes
de llegar a la tierra. Hasta que, con una fuerza indómita,
terrible, la lluvia descendería sobre la tierra fatigada, se­
dienta, que la recibiría en sus mil bocas abiertas.
Era cuestión de paciencia, coraje y fe. De soportar
todos los sufrimientos a la espera de ese día.
Así, camina pensativo, recordando al ahijado, tan niño
y ya huérfano. No quedaría desamparado, eso sí que no.
Él y la mujer, que no tienen hijos, lo quieren como propio.
¡Y qué hombrecito es, no dejando que el sufrimiento lo
debilite ante los otros!
¡Qué silencio!
Quizá hubiese sido mejor obligar al niño a dormir con
ellos. Esa soledad aumentaría el sufrimiento.
¿Por dónde andaría Pitó, qué siempre anunciaba su
llegada con ladridos de alegría y con fiestas?
Grita el nombre del niño:
— Ju stin o ... ¡eh, Justino!
Espera, mientras escucha. ¿Andará el niño buscando
agua en la cacimba ya seca?
Baja por el barranco que desemboca en el rancho y
del que ruedan terrones de tierra seca:
¡Eh, ahijado! — grita en voz baja, respetando el luto
de la casa.
Mira por la puerta abierta. No ve nada. Entra en la
choza, donde el silencio es absoluto.
Y el papagayo que él trajera para el niño, muy pichon-
cito aún, arrebatado a su nido, siempre gritando, batiendo

21
las alas, no está en la jaula. Un escalofrío le recorre la
columna vertebral. ¿Qué estará pasando?
— Justino, ¡eh, Justino!
Allá afuera el sol ya ha roto todas las barreras. Es el
vencedor absoluto, rojizo y violento. Cierra los ojos a me­
dias e intenta localizar al ahijado en esa orgía de luz.
Súbitamente, un presentimiento lo asalta: ¿le habrá
sucedido alguna desgracia al niño? Entra en la habitación,
en la que ya penetraba un rayo de luz, ve el oratorio abier­
to, y no encuentra la imagen de la Virgen de la Concepción,
esa imagen que viera muchas veces en días de celebra­
ciones.
Como si recibiese un golpe en el pecho comprende lo
sucedido: el niño se ha marchado.
No queriendo permanecer allí, bajo la mirada del pa­
trón, había ido en busca de otras tierras... Ya era un
hombrecito, su ahijado. Valiente y leal para con sus pa­
dres. Tiáo entiende su nobleza de alma, su modo de ser.
Sale, cierra la puerta de la choza en silencio y ex­
tiende su mirada por los caminos. ¿Cuál de ellos habría
escogido su ahijado?
Indeciso, se rasca la cabeza blanca, hace un cigarro
de chala y busca una solución. ¿Ir detrás del niño? ¿Vol­
ver a su casa y enterar de todo a su mujer?
Regresa primero a la casa y avisa a su mujer.
— Nhana, el muchachito puso pie en el camino: partió.
— ¿Partió? ¿Para dónde, marido?
— No sé, voy a buscarlo. Quién sabe si lo encuentro.
Pero Dios quiera que el Bom Jesús do B o n fim 1 lo lleve
bien lejos de estas tierras hacia la ciudad. Aquí, mujer,
es una tierra de maldición, de dolor, de hambre.
La madrina, retirándose hacia su oratorio se pone a
llorar mansamente. Pobre criatura, podrá perderse en ese
sertáo 2, pasar ham bre...
— ¡Ah, a eso él ya está acostumbrado: hambre!, vive
con él en la barriga desde que nació. Y con la sequía que
viene llegando, dentro de poco la gente ni fariña va a

1 Bom Jesús do Bonfim: Buen Jesús del Buen Final (o buena


muerte). (N. T. )
2 Sertáo: sertón, extensión desértica, de escasa y rala vegeta­
ción. (N. T.)

22
tener. El hambre viene bravo este año. .. con el sol rojo
como saeta y el cielo azul sin nubes. Gajos secos y retor­
cidos, sin follaje y sin frutos.
— Mujer, es bueno que enjugues tus lágrimas, a lo
mejor el niño encuentra un destino mejor. Aquí iba a
sufrir mucho.
Después, se lanzó por atajos y caminos, por los luga­
res conocidos entre amigos, en busca del ahijado. A la
noche, cansado, amargado, avisó al patrón, que se enfu­
reció con la noticia.
— No lo encontré.
— Niño tonto, bien que se podría haber quedado en
la fazenda3, estaba a punto de servir ya para los trabajos
de cultivo.
— Asi e s . . .
Pero al entregar el cuerpo cansado a la red, piensa
para sí, bien en el fondo del corazón:
— Hiciste bien, Justino, hiciste bien en dejar esta tie­
rra infeliz. Y gruesas lágrimas le ruedan por el rostro
curtido y quemado, reseco como la propia tierra.

3 Fazenda: estancia, establecimiento de campo. (N. T.)

23
Sol alto, mediodía.
Justino, sentado en la raíz de un ¡u a zeiro 1, buscando
un poco de la sombra proyectada por los gajos desnudos,
como su pedazo de rapadura, un puñado de fariña, un
trago de agua tibia, todo lo que trajera en el morral de
cuero.
Los ojos ardientes, quemados y torturados por el sol,
extiende sus miradas en procura de compañía. Los reti­
rantes acostumbraban a pasar por allá en dirección a las
húmedas llanuras de San Francisco de Canindé. Necesita
compañeros para el viaje, no sabe adonde ir y tampoco
eso le importa. Lo que le interesa es salir de allí lo más
de prisa posible...
Pitó, a sus pies, jadeando y rascándose, gruñendo con
las picadas de las pulgas y de los parásitos, mira con su
mirada casi humana. Restrega el hocico en el suelo en
busca de agua, de humedad, aunque la tierra áspera araña
y quema.
Sentado allí, en esa soledad agreste, tan pequeño
y esmirriado, Justino da pena. Con el morral al lado, el
papagayo desde hacía ya rato posado en un gajo seco
en medio del camino, no piensa; se siente embotado por
el calor, por el sufrimiento y se adormece mientras siente
todo a su alrededor como si fuera la ceniza de una ho­
guera extinta.
No sabe cuánto ha dormido, despierta medio somno-
liento, atontado, con fuertes dolores en la cabeza, cansado,
escuchando el llamado insistente del papagayo: — ¡Madre,
dame c a fé ... ¡ ¡madre, dpme c a fé ...!

1 Juazeiro: árbol brasileño. (N. T.)

25
Se levanta de un salto, cree estar en su casa, y que la
madre, viva, le prepara caldo de rapadura.
P e r o ... había sido un sueño, solamente.
El sol todavía estaba alto, había dormido poco. Pero
mejor era partir antes de que anocheciera.
Comenzó a caminar, cansado, con el perro detrás.
Deja el pasto y se interna en la caatinga 2, tan fea y sucia.
Busca los carriles para desembarazarse de los gajos ex­
tendidos por el suelo.
La noche se avecina, el niño mira alrededor buscando
un paso. Pájaros nocturnos, los pocos que resistieran a la
sequía, sueltan sus píos.
Justino tiembla, amedrentado... Pitó gruñe...
La soledad y el silencio los absorben y la noche des­
ciende, rápida, negra, envolvente.
Justino no sabe qué fuerza lo sostiene sobre sus pier­
nas flacas y lo impulsa hacia adelante, cuando, ya bien
tarde, a la vuelta del camino, junto a la encrucijada, avista
a un grupo de retirantes.
Son cuatro mujeres, seis hombres, dos docenas o más
de criaturas, todas menores que él, flacas, con las ropas
en andrajos. Para el niño, ellas parecen ser la continua­
ción de la caatinga, de la tierra roja. . . ¡La propia tierra!
Miran sin entusiasmo y sin interés a Justino, que se
aproxima. El hambre les quita cualquier posibilidad de
raciocinio, cualquier expresión de sensibilidad provocada
por un agente exterior. Son verdaderos autómatas, mar­
chando hacia el frente en una lucha contra la muerte en el
caso de que se detengan en medio de la caatinga, cami­
nando a los tropezones, manejando mal los pies, pero ca­
minando. Justino los alcanza.
Tampoco ahora hay cambio alguno en sus rostros, ni
siquiera un mayor brillo en la mirada, nada. El chico abre
la boca reseca y balbucea:
— Buenas tardes.
— A h . . . buenas tardes.
El niño calla, esperando preguntas, hasta que una
de las mujeres, la más vieja, le dice:
— ¿Dónde están tu madre y tu padre?

2 Caatinga: mato ralo, de árboles pequeños y tortuosos; zona


en que predomina esa vegetación .(N. T.)

26
— No tengo padre ni madre, señora.
— ¿Y tus compañeros?
— Tampoco tengo, señora, estoy solo.
— ¿Solo?
A pesar de lo cansados, de lo hambrientos que están,
las miradas convergen hacia él.
— ¿Solo? Tan chico y s|n n ad ie.. .
— ¿Para dónde v a s ?— le pregunta uno de los hombres.
— Me voy para siempre, el patrón pidió la tierra que
mi padre trabajaba.
— Ah...
Se miran entre ellos, es la misma historia, la sequía...
el patrón quedándose con las tierras... el ham bre...
— Vamos — he dice la mujer vieja— , te vienes con
nosotros.
Justino se incorpora a la pequeña leva de retirantes.
Mientras caminan, casi arrastrándose por la carretera ro­
jiza, conversan. Es solamente un intercambio simple de
palabras, poco menos que nada. No sienten necesidad de
grandes frases pomposas, ya que el niño no pasa de ser
un retirante más, como los otros, con los ojos quemados
por el sol, la barriga vacía y los pies cansados.
— Hambre por hambre — dice la mujer al pequeño
grupo— podemos pasarlo juntos. Es mejor que el niño
venga con nosotros antes de que enfrente solo esta caatin­
ga ingrata. Todavía está en la edad de necesitar compa­
ñía, de tener padre y madre.
Y así Justino, uniéndose a los retirantes, no sintió ni
alegría ni tristeza. Aún no había salido de su desequilibrio
interior para poder participar de ninguna alteración, ni
siquiera en su propia vida. Se siente como una cosa, y
es como una cosa que se une al grupo. Como si fuera una
bolsa de feijáo 3, o de maíz, nada más. ..
Y los retirantes siguen camino, él con Pitó lamiéndole
los talones. Así, en silencio, caminan hasta el atardecer.
De vez en cuando una criatura lloriquea por lo bajo.
Al término del día la tierra se refresca levemente, y
millares de luciérnagas cruzan el cielo. El hambre crece,
cobra proporciones en su barriga, y con él la nostalgia.

3 Feijáo: poroto negro. (N. T.)

27
Justino recuerda a la madre, al padre, a su pobre
casita. Le había costado dejar el lugar de la tierra adonde
naciera. Todo aquello que siempre amara lo había dejado
allí, en las tierras de aquel canalla que les robara las plan­
taciones. Junto a los recuerdos queridos surge la visión
del ganado pisoteando la tierra que el padre labrara.
Mira a los compañeros de viaje, las mujeres acomo­
dando en las redes a las criaturas, que piden pan para
comer.
— ¡Madre, quiero comer!
Siempre el mismo pedido, siempre el mismo tono las­
timero. ¿Habrá algún lugar en la tierra donde puedan co­
mer todos los niños, donde puedan llenar sus barriguitas?,
piensa Justino, mientras ve a los hombres fumar sus ciga­
rros, que son otras tantas luciérnagas encendiendo y apa­
gando sus lucecitas.
— Niño, acuéstese y duerma, no sirve de nada que­
darse pensando. Mañana tenemos que caminar desde tem­
prano y la tierra es grande — dice la vieja— . Justino obe­
dece y estira la red. Al enrollarse en ella le parece sentir
los brazos de su madre acunándolo. Siente el calor del
cuerpo de Pitó junto a los pies, mira una vez más las lu­
ciérnagas y se duerme. . .
Así comienza la vida de Justino, el retirante.

28
IV

La noche había sido pésima.


Las criaturas habían llorado, más torturadas por el
hambre que por el cansancio. Apenas se anunciara la ma­
drugada prepararon la partida. Cada uno sacó del morral
un poco de lo que llevaba, y comió, distribuyendo a los
suyos rapadura y un trago de agua. Poco hablaban.
— Si uno encontrara aunque fuese un trago de agua
por a q u í...
— Pero no se lo encuentra, no — comenta otra mujer.
— La mía también se acabó, la bebieron las cuatro
criaturas...
El sol ya había nacido, ardiente, rabioso.
— Es mejor ponerse en camino — ordena uno de los
hombres, Nhó Tonico, que parece conocer el camino y
ser el guía— . Todavía tenemos bastante suelo que tragar,
y del peor, antes de encontrar la carretera de la ciudad.
Quizá por allá haya quedado olvidada alguna cacimba y
podamos encontrar agua, porque este “ piojerío” dentro de
poco comenzará a pedir “ lo que haya para beber” .
— Entonces vamos.
Todos se levantan y recomienzan la marcha. Algunas
criaturas lloran y se niegan a caminar. A las más pequeñas
las cargan en brazos, las otras se prenden a las faldas de
las madres, a los pantalones de los padres.
Justino, que había comido el último pedazo de rapa­
dura y el último bocado de fariña, enrolla su estera, la
sujeta a la cuerda, y juntando sus petates camina entre los
otros.
— C h ico ...
Justino ya había notado al viejo ciego que a tientas,
apoyado en un bastón, camina entre uno y otro.

29
__Chico, ¿tú no tienes madre ni padre?
— No señor, no tengo.
— ¿Y vas de retirante, para dónde?
El ciego camina, medio a los tropezones, por la ca­
rretera. Lleva a la espalda un violáo 1, prendido por un cor­
del al cuello, en una mano un bastón en el que se apoya,
y en la otra un morral.
Repite la pregunta:
— ¿Vas de retirante, para dónde?
— Adonde Dios quiera mandar, no sé para dónde,
señor.
— ¿Por qué no te quedaste en la fazenda del coronel,
tu padrino?
— No podía, señor; después que mi madre murió no
sentía gusto por quedarme allí, viendo pisadas por el ga­
nado las tierras que mi padre cultivara.
Calló. No fuera a sollozar allí, frente a extraños. La
voz se negaba a salir.
— Sí, es mucho sufrimiento — comenta el ciego— para
un niño.
Caminan. La caatinga que atraviesan ejtá llena de
plantas espinosas que les rasgan la ropa y las carnes. Ni
siquiera los chicos protestan, todos van callados, sin ánimo
para una disputa o para una corrida. El hambre y el can­
sancio han comido hasta sus últimas energías.
El camino parece más largo por la uniformidad del
paisaje. Todos tienen la impresión de que caminan siem­
pre por el mismo trecho.
— Pues yo, como ves, también soy retirante — dice el
ciego, retomando la conversación— . Un retirante ciego,
cantor de viola. Ella es mi ganapán, mi medio para comer.
Es algo así como padre y madre para mí.
— ¿Usted está solo?
— Sí, tenía un compañero, pero él por desánimo se
quedó en las tierras del coronel Zico.
— ¿Cómo se las arregla usted solito?
— Como tú ves, tropezando en los caminos, sintiendo
que los árboles espinosos rasgan mi cuerpo, ora depen­
diendo de los favores de uno, ora de otro.

1 Violáo: viola, instrumento de seis cuerdas parecido a la gui­


tarra. (N. T.) *

30
Y siguen caminando un trecho más, sin variaciones.
— Vida dura — dice el ciego— . Vida más dura aun
para quien está s o lo ... Si tú quisieras, siendo así, en
estos casos, nosotros dos solos. Podrías quedarte conmi­
go y yo contigo. Lo que yo hiciera y ganara para comer,
podría repartirlo contigo, y tú serías mis ojos, indicándome
el camino. Repartiríamos las tristezas, y hasta la vida sería
más alegre.
Se calló, agitado.
Aspiró una bocanada de la pipa de barro, acomodó
la viola, y levantó el rostro hacia lo alto, en un gesto de
expectativa y de ansiedad.
Justino miró los ojos comidos del ciego. Eran dos
agujeros donde ahora una piel débil hacía fondo.
Miró y tuvo pena. ¡Pobre! Más infeliz que los otros,
más solo.
— Sí, cómo no, señor.
El viejo tanteó en la oscuridad, en su eterna oscuri­
dad, y encontró la cabeza del niño.
— Dios te bendiga, hijo mío.
Continuaron el camino, ahora el anciano tropezaba
menos, estaba menos oscilante, con la mano suave rozando
los hombros del niño. Casi como en una caricia. Pitó
atrás, olisquea el suelo. ¿Habrá alguna novedad? No sabe
cuál, pero por si acaso, para hacerse presente, para parti­
cipar, gime tristemente.
— Sal de aquí, agorero — y uno de los retirantes le
pega con el pie.
Pitó sale gimiendo de dolor y comienza a caminar,
otra vez aquietado, detrás de su dueño y del ciego.
El día moría, el sol se ponía rojo, pero no disminuía
el calor.
Un niño lloró mansamente, pidiendo comida.
— Madre, dame comida.
Justino escucha con atención la respuesta cariñosa:
— Calma, niño, después vamos a detenernos.
— Es mejor acampar — dice el guía— . Este camino
nuestro no tiene fin, y tanto da que demos dos pasos más
o menos.
— Es mejor, verdad, compadre Tonico — comenta la
anciana— , las criaturas ya no aguantan más, vamos a de­
tenernos por aquí.

31
Un juazeiro, que se extendía casi amistosamente, sir­
vió para que allí acamparan por una noche más.
El anciano extiende la red en el duro suelo y allí se
enrolla con Pitó, como viejos amigos. Algunas mujeres
sacan los utensilios de cocina y preparan un trozo de
carne seca, mientras algunos niños, al lado, lloran impa­
cientes. Otros ya se habían acostado sin ánimo para nada,
chupándose los deditos flacos. Los hombres se dispersan
por el mato, buscando en el suelo duros restos de raíces
de mandioca, algún panal de miel o alguna cacimba per­
dida. Luego volvían, desanimados, pues el camino es muy
recorrido por los retirantes.
Chico Cegó 2 afina el violín.
En la tarde que envejece, su voz tiene dulzura de miel.
Las criaturas se aquietan, mientras algunas roen un pedazo
de rapadura. Los hombres, rendidos por el cansancio, en­
rollan cigarros de chala en tanto el anciano canta un men­
saje de esperanza:
“ Despierta mamá
del dulce dormir,
ven a ver al ciego
cantar y pedir.
Oh, hijita mía,
dale pan y vino,
y dile al pobre ciego
que siga el camino” .

Justino se estira a lo largo a los pies de la red, junto


a Pitó, mira el cielo negro, y al ver parpadear las estrellas,
piensa:
¿Serán las misma que brillaban encima de mi choza,
en la tierra del coronel Juvencio, o serán otras?
Recuerda a la madre, que en las noches estrelladas
se sentaba en el fondo, mirando el cielo, mientras el padre
pitaba su cigarro de chala.
Lágrimas calientes descienden por su rostro y van a
mojar la tierra seca. Sin embargo, sujeta los sollozos, pues
siente vergüenza de aquel dolor. ¡Quiere sentirlo solito!
Más tarde, mucho más tarde, se oye la extraña voz

2 Chico: abreviatura de Francisco; Cegó: ciego. (N. T.)

32
del búho. El resto es soledad, hambre y . . . alguna es­
peranza. ..
Ya por la mañanita, la chiquilinada despierta llorando
y pidiendo de comer.
— Banda hambrienta oe loros — comenta un retirante.
— Pobrecitos... durmieron vacíos de todo.
El fuego crepita vivo, quizá la única cosa alegre alre­
dedor. Falta agua. Los hombres salen otra vez, para más
lejos, en busca de ella, de algunas gotas que quizá que­
daran en algún pozo protegido por piedras o gajos secos.
Vuelven más tarde, con recipientes llenos de un líquido
barroso que, mezclado a la fariña y a la rapadura, es
servido a los niños.
Ellos se arrojan, ávidos, sobre las calabazas de coco
y en seguida piden más.
— Basta — dice la anciana— , el resto queda para más
tarde. Ya comieron para engañar el hambre. ¿Vamos?
— Sí — responde el guía— ya es hora de partir.
Levantan las redes. Juntan sus petates y aquella pro­
cesión se pone en camino. —
A poco, Justino va enterándose de la vida de los reti­
rantes. Pitó atrás, el anciano a su lado, apoyado en el
bastón, la mano, como el ala de un pájaro tocándole los
hombros levemente.
Conversan mansamente.
— Ése es nuestro destino, siempre en busca de días
mejores. La' vida es como un camino, a veces lindo, con
flores de todos colores, y otras llena de árboles espinosos.
La cuestión es no desanimarse. Siempre después del ve­
rano viene el invierno. Eso es una verdad de la vida: ve­
rano e invierno. Ya he visto llegar las aguas, en abril, pero
llegaron. Los ríos se hincharon, el verde nació en los cam­
pos. ¡Una belleza!
El viento golpea las hojas, silba. El aire se llena
de dulzura, uno hasta tiene deseos de comer el aire. El
ganado engorda, da leche, hay abundancia de todo.
Justino entonces abre la pregunta:
— ¿Cómo quedó ciego?
— Siendo chico me enfermé. Alcancé a ver el sol,
conocí las flores. Ahora conozco la bonina y la margarita
por el olor. Antes no, yo conocía todo de lejos. Mi madre,

33
■todavía me acuerdo de ella! Quedé ciego a los diez años.
1 — ¿Y después?
— Después fue este sufrir, ¡ay de mi!, si no fuese por
la viola que me acompaña siempre. Un día pasó por la
casa de mi padre un ciego cantor de guitarra, y supe mi
destino. Yo vivía preso en casa, como un bicho. No quería
saber de nada, y nada me alegraba. Mi madre me llevaba
al río cuando iba a lavar la ropa, ponía una vara en mis
manos para que yo pescara, y allá quedaba yo por horas,
triste, solitario.
— Entonces apareció el ciego cantor. A la noche, los
muchachos y las chicas se juntaban para bailar y la viola
gemía sin parar. Yo salí de mi rincón y me aproximé al
tocador. Él comprendió mi tristeza y propuso enseñarme
a tocar. Mi madre se acercó, él armó la red en un rincón
y allá se quedó unos días. Aprendí en seguida, porque el
ciego tiene la vista en los dedos. Desde entonces la viola
se convirtió en mi compañera, mi confidente. Pasados
algunos días el ciego se despidió. Mis padres querían
que se quedara, pero él dijo:
— El niño ya sabe todo lo que yo sé, ahora es cuestión
de tocar. El sentimiento le enseñará el resto, y yo necesito
partir. Ése es mi destino, el de tocador de viola. Al día
siguiente partió y yo me quedé, pero ya no sentía tanto
mi ceguera. El sábado las muchachas y los muchachos
bailaban al son de mi viola. Hasta que un día partí, cuan­
do murieron mis padres...
Justino preguntó:
— ¿Para dónde vamos?
— En dirección a las tierras de San Francisco de Ca-
nindé.
— ¿Es grande la fazenda?
— No, niño, no es una fazenda, es una ciudad; ¿tú no
conoces una ciudad, no es cierto?
— No, señor.
— Pues es un amontonamiento de casas, con mucha
gente, la fe ria ...
Justino prestaba atención a las explicaciones del cie­
go. Era la primera vez que alguien conversaba con él de
cosas diferentes, cosas que no hablaban de plantaciones,
de sequía.

34
— Te va a gustar, la feria es alegre, hay movimiento,
yo voy a tocar solamente modinhas 3 alegres. En la feria,
a nadie le gusta oír hablar de tristezas.
El camino se extiende sin fin, el calor toma cuenta de
todo. Justino camina pensativo.
¿Por qué sus padres no fueron nunca a vivir en la ciu­
dad? ¿Por qué vivían en aquella miseria de sufrimiento, si
en la ciudad había para comer?
Así lo decía el ciego: teijáo, fariña, rapadura, a mon­
tones.
Se detuvieron y volvieron a partir. Los días se suce­
dían. Atravesaban algunas tierras cuyos dueños no les per­
mitían parar ni aproximarse a la casa, con miedo a una
invasión de los retirantes.
Se les permitía atravesar las tierras, a lo ancho.
Cierta mañana, uno de los hombres encontró un tatú,
todavía vivo, fuera de su guarida. Fue una fiesta. El fuego
crepitaba alegremente. Las luciérnagas desaparecieron
con las llamas, las criaturas dejaron de llorar y miraban
chirriar la carne en la cacerola, y el caldo saltar en el
calderón.
Pero cuando la comida cae en estómagos vacíos pro­
duce contracciones violentas, y ellos sé sintieron peor que
antes. Una debilidad pone sus piernas tambaleantes y
flojas. Chigo Cegó camina pisando suavemente. Justino
piensa que él vuela y va conversando sin parar, cuenta
casos, algunos tristes, otros alegres. No espera respuesta.
El habla, y el niño escucha:
Ya he visto días más tristes que éstos, vi un invier-
n?¡tfKme" f ar -en abriL El 9anado murió todo. El patrón
gmaba: Levántense, perezosos, no dejen tirada a esa
vaca que cayo, que después no se levantará más y costó
d ía o!¡¡£h ‘ ' Y ¡qUé!’ nosotros hacíamos fuerza y la mal-
ita soltaba un mugido y se moría allí mismo.
hamhro m J w m Un fTiendru9 ° de mandioca para matar el
quemado ®iquiera a9ua en las cacimbas. Todo
quemado, mas hecho cenizas que ahora.
Usted n a r f f f de tristezas’ hombre, cante una modinha.
parece carcaza encima de bicho joven.

3
(N. T.) Modinha. aria popular; música o canción triste, sentimental.

35
El cieqo, mientras caminaba, ya que él no establecía
diferencia entre posar los ojos marchitos en el suelo o
en el cielo, tocaba y cantaba.
En esos momentos, Justino sentía nostalgias de sus
padres Hasta se acordaba del papagayo, de los padrinos.
El camino se extendía invencible, siempre hacia adelante.
Un día, Justino, que hasta entonces sólo respondiera
a las preguntas del compañero, le dijo:
— Parece que tragáramos el camino y que él siempre
aumentara, siempre creciera. ¿Por qué será?
— Es por el cansancio, niño. El camino es igual al
hambre, la gente come y ella continúa como una maldición
en la barriga de la gente. Recorrí estos caminos tantas y
tantas veces que me parecen uno solo, el de la partida.
Es la sequía, el llano cambia el aspecto de las cosas.
Justino iba aprendiendo. La vida no eran los padres,
el rancho, la plantación por la mañana y hasta la puesta
del sol. La vida era todo eso y también aquellos hombres
y mujeres, más los niños, más ese camino sin fin.
Una de las criaturas llora desesperadamente, con dolor
de dientes. El calor parece aumentar con el llanto. Todos
se sienten demasiado cansados, hambrientos en extremo,
sin fuerzas ni siquiera para enojarse
Marchan porque el instinto de conservación los obliga.
Así, tragando caminos y caatingas, cantando por la noche
y cantando las estrellas, sintiendo un vacío permanente
en el estómago, las piernas que apenas sostienen sus
cuerpos flacos, hasta que llegan a un lugarejo llamado
Croibero.

36
V

Antes de entrar en la ciudad se encontraron en el


lugar en donde se albergaban los retirantes. Algunas cho­
zas de palo y sapé \ estacas clavadas en el suelo seco,
donde armaban las redes; y a g u a ... Agua en barricas,
pero en abundancia. Pueden bebería, cocinar los alimen­
tos, la carne seca, colar el café, todo esto ofrecido por
Salud Pública, que los detiene allí, en aquel abrigo, por
tres días, hasta pasar por varios exámenes, porque muchos
de ellos son portadores de malaria, otros están disentéri­
cos, llenos de parásitos, piojos y sarna.
Pero, para los retirantes aquel abrigo, a pesar de su
rusticidad, es algo maravilloso, un paraíso, después de todo
el sufrimiento del viaje. Allá encuentran un rincón donde
arman las redes, ya no necesitan dormir en el suelo, suje­
tos a las mordidas de las serpientes y las picaduras de
hormigas, terribles como el fuego. Las mujeres se entu­
siasman porque pueden lavar sus trapos. Después vienen
los exámenes médicos; y los enfermos son internados en
un puesto provisorio, mientras los sanos parten. No pue­
den permanecer en el poblado, que sólo ofrece posibilida-
es de subsistencia a sus habitantes. Y así, después de
os exámenes exigidos por ley, habiendo recibido un poco
e alimento para el viaje, ligeramente rehechos del can­
sancio, son obligados a partir. ¿Para dónde?
Unos cuentan con parientes en alguna fazenda, otros
ouscan una ciudad mayor, como Canindé, Fortaleza, Crato,
y e allí parten hacia el sur, en una aventura tremenda;

otros usos^N y ram*nea usada para forraje, fabricación del papel, y

37
otros, en fin, quedan por los caminos, sin rumbo a tomar,
esperando que pase la sequía.
Sólo el hambre era cierto, constante y permanente.
Por eso, fue con inmensa alegría que el pequeño grupo
avistó el campo y hacia allá se dirigió. Por lo menos du­
rante tres días vivirían humanamente y no como animales.
Chico Cegó y Justino, antes de alcanzar el campo se
detuvieron a conversar. Al ciego no le agradaba la idea
del campo, de las limitaciones impuestas. Estaba acostum­
brado a recorrer libremente los caminos, a su sabor, can­
tando, durmiendo y comiendo donde se pudiera.
— Niño, sabes, nada tenemos, ni casa, ni de comer ni
de beber. Sólo nos tenemos, yo a ti, y tú a mí, y con nos­
otros a Pitó. Nada más. Y el cielo por arriba, azul, con el
sol quemando el camino que no acaba nunca. jPero tene­
mos la libertad, ésa sí que es nuestra! ¡y podemos ir adonde
queramos!
Pitó había levantado la cabeza al escuchar su nombre.
Ya ni podía sacudir la cola alegremente, de tan vacía que
parecía estar su barríguita, como pegada a las costillas.
Pitó era así, como un arco que tuviera cabeza y cola para
adornarse.
^ N iñ o — proseguía el ciego mientras los retirantes,
animados por la esperanza de comida, apresuraban el paso
en dirección al campo de asistencia social— . Niño, nos
tenemos a nosotros y nada más, y a mi ver ya es algo bas­
tante grande que cada uno de nosotros cuente con el otro.
Tú estás viendo el campo, ¿verdad? Adonde van los reti­
rantes como ganado, acorralados.
Caminó un poco más y olió el aire, así como los perros
olfatean la caza.
— Debe de ser por ahí mismo. Siento el olor. Vivo
por estos caminos y aún no olvidé este olor. Es siempre
el mismo.
Justino alargó la mirada, siguiendo al grupo que
dirige al campo. Recuerda el ganado que el padrino lleva­
ba por la tarde, campo afuera, hasta encontrar el corral.
Eh, b u ey... o h ... o h ... y allá se iban ellos mansa­
mente hacia el abrigo nocturno.
Eh, b u ey... o h ... o b ...
El ciego habla nuevamente:
— Niño, nos tenemos a nosotros y nada más, no me

38
gusta el campo, prefiero guiar mi propia vida a pesar de
ser ciego. ¿Qué dices?
— Lo que usted quiera.
— Está bien, ya que eres un niño y nada entiendes de
la vida, yo decido. Vamos para la ciudad, tú guías — y posó
delicadamente las manos sobre el hombro del niño— . Tú
eres mis ojos. Para nosotros la ley no es dura, no. Soy
ciego, y tú mi compañero. Ella me dejará ganar para
comer en la feria. Podemos llegar a la población sin sustos,
sin miedo de la policía.
Se alejan del campo, dejando a los compañeros de
sufrimiento, luchas y tristezas.
— ¡Hasta luego!
— Hasta pronto, compañero.
— Hasta la vista.
Prosiguen los tres. El camino se extiende rojo, casi vio­
leta, hasta alcanzar el caserío pobre que se agrupaba en
torno de la iglesia. Justinorfiunca había visto, en sus doce
años de existencia, tantas casas. Fue con el corazón a
los saltos que rumbeó hacia la población.
Es mañanita temprano. Caminan el kilómetro que los
separa del lugarejo aunque al niño le parecen diez, tanta
prisa tiene por ver la ciudad de cerca, o conocer el lugar
donde, según escuchara contar a los compañeros, había
comida y bebida en abundancia.
¿Sería verdad? ¿O habrían soñado, como él venía
soñando desde hace tanto tiempo, desde que dejara la
casa? Soñaba con el padre, con la madre, los campos
cultivados verdeantes de maíz, mandioca. Ellos bien sa­
tisfechos, y aún sobrando de todo para Pitó. El papagayo
gritando: “ Madre, dame c a fé .. . ” , y el perfume agradable
de la bebida recién colada. Todas las noches soñaba con
eso, después despertaba con el hambre apretándole la
barriga y el llanto de las criaturas pidiendo de comer.
Quizá sucediera lo mismo con los compañeros de
Viaje. ¿A lo mejor habrían soñado?
Caminan bajo un sol fuerte. El camino desemboca en
una callejuela estrecha de casitas simples, pobres, que al
nino le parecen lindas y ricas. Solamente viera una así,
y mejor: la casa principal de la fuzeada.
Movimiento intenso, aumentado por una pelea de pe­
rros, que desparramaran basura y encontraran un hueso,

39
el motivo de la disputa. Algunas gallinas picotean. Un gato
negro y marrón duerme en la ventana de una casa. Un
loro pide café. Y todo aquello, de repente, lleva a Justino
a pensar en su casa, en su poblado.
De a poco van apareciendo las casas más grandes,
el lugar va perdiendo cierto aire de campo y ganando ca­
racterísticas de ciudad. Justino mira todo con interés, y
esto hace que su estómago vacío comience a provocarle
mareos y zumbidos en la cabeza.
— N¡ño — dice el ciego aspirando el aire, levantando
hacia lo alto sus ojos marchitos— . Aquí me parece que
hay fiesta... siento su olor en el aire. Vamos, ¿tú no ves
nada?
— No, señor, nada.
— Sin embargo debe de haber fiesta. Vamos a pre­
guntar.
Escucha pasar a un transeúnte, y levantando la voz
dice:
— Mi señor, por favor, sin que interrumpa su camino,
¿dígame si hay fiesta por aquí?
— Sí, la fiesta de San José; y va a venir bien un canto
para animar la fiesta.
— A h ... ¿hay feria?
— Sí, y por nueve días, violero, porque el santo merece
nuestro afecto. Es el santo de la devoción en este lugar.
Usted, mi amigo, tendrá que afinar la viola y soltar la voz.
Llegó en buen momento. La gente hace novena para pedir
agua, que ya está disminuyendo en los pozos. Señal de
gran sequía por estas caatingas. ¿Mi señor vino de allá?
— Sí, señor.
— ¿Y va a parar aquí?
— Sí, señor, además de mi compañero, hasta el final ^
de la feria. Quiero ganarme algún dinerito.
— Hace muy bien, y la ocasión es buena. Hasta más
tarde, ya nos encontraremos por ahí, que la ciudad es
tranquila y pequeña.
— Hasta luego y muchas gracias.
— Hasta luego.
— Niño — dice el ciego— , estamos con suerte, llega­
mos en buena ocasión. Hay fiesta, en la fiesta hay feria,
y en la feria hay para comer, que es lo que vamos a hacer
en seguida. ¿Qué te parece? — y lanzó una carcajada sana.

40
La perspectiva de una buena comida, con un puñado de
fariña, lo alegraba. ¿No respondes? ¿No quieres comer?
— Sí, señor, quiero comer, pero no tengo q u é ... — la
voz le faltó.
— ¿Qué tienes, niño, estás desanimado? ¿Justamente
ahora? En seguida sentirás el gusto de la carne, espera
un poco. ¿Acaso no estamos en la ciudad? Siento latir
su vida.
— Sí, señor, el caserío se pierde de vista y pasa un
montón de gente.
— Vamos a buscar la feria, que allá está nuestro des­
tino. Mira bien para ver adonde queda.
— No lo sé, señor.
— ¡Oh niño, debes despabilarte, mira de qué lado vie­
ne la gente, una mujer con cesto, un perro! Siento el olor
que viene de aquel la d o ... olor de carne asada, chirriando
en las brasas, olor de c a jú 2, de batata. ¿No viene gente
de allá, mucha gente?
— Sí, señor.
— Entonces, vamos.
Caminaron en dirección a la feria. Todavía era de
mañana y el calor era más débil que en la caatinga. Allí
el sol golpeaba libremente, quemándolo todo. La tierra
parecía una hornalla. En la ciudad las casas atajaban sus
rayos. Justino miró todo con interés, el movimiento de ani­
males, de automóviles, de gente que se entrecruzaba sin
detenerse ni para saludarse. ¡Qué mundo extraño! Burros
cargados con canastas, niños con bandejas sobre las ca­
bezas, mujeres con cestos.
Pitó escapó de ser atropellado, y se había pegado a
los talones de su dueño, sin coraje para ninguna otra cosa.
El único que parecía dueño de sí, dueño de la vida, era el
ciego. Caminaba con la cabeza levantada, la viola a su
lado, airoso, leve como quien estuviera bailando. La mano
apenas rozando el hombro del niño.
De repente la feria, allí, en la curva del camino. Un
mundo de gente que hablaba y gesticulaba como si estu­
viera peleando. Pitó y Justino se asustaron un poco, uno
comenzó a aullar afligido, el otro se encogió más. ¿Qué

Cajú: árbol que produce frutos comestibles, madera y goma.


(N . t .)2

41
estaría sucediendo? El ciego había sentido la contracción
del muchachito bajo sus dedos sensibles, había también
escuchado el gemido del perro, y lo comprendió todo.
— ¿Estás con miedo? Esto es la ciudad; ella es así,
con este mundo de gente. No te asustes. Esto es una
pequeña ciudad, ¡tú no imaginas lo qué es Canindé o
Crato!
Abría las fosas nasales y aspiraba los olores con la
satisfacción de quien estaba comiendo bocados de deli­
ciosos manjares, con el rostro iluminado de alegría.
— Niño, vamos a quedarnos por aquí mismo, y a comer.
Vas a ver que dentro de poco estaremos comiendo un
pedazo de carne seca y de rapadura. Deja que yo afine
mi viola. Hace falta nada más que comenzar. ¿Dónde está
el paso para la feria?
— Aquí mismo, señor.
— Pues aquí es donde vamos a quedarnos, entonces.
La voz del ciego era alegre, vibrante.
— Consígueme una piedra para usar como banco.
El niño trajo una hasta una saliente del suelo, bastante
más alta que el nivel, e hizo sentar sobre ella al ciego. Él
tomó la viola, afinó sus cuerdas, después colocó a su
frente, bien visible, en el suelo, la calabaza de coco en la
que bebía agua, para recibir las limosnas. Cualquier cen-
tavito serviría. Hizo algunos acordes... y comenzó a sen­
tir la feria, su vaivén, sus conversaciones, sus perfumes.
Justino, de pie a su lado, parecía atontado. Nunca
había visto, ni lo soñara, tanta comida. ¿Existía todo eso?
Frutas coloridas, montones y montones de mandioca, de
maní, bolsas de harina y montones de carne seca, colgada^
en rústico estrado. Inmóvil, atontado, atragantado con la
saliva abundante que le corría por el costado de la boca,
no sabe qué mirar, y sus ojos no se detienen en nada.
Ansiosos, van desde las frutas a la carne, y viceversa. Su
estómago se contrae, el hambre de doce años le parece
haber crecido ahora y subir enloquecido, saltando por sus
ojos golosos.
— ¿Es linda la feria, niño? — pregunta el ciego, ante
su prolongado silencio— . Hasta perdiste el habla, ¿no?
También yo, cuando era niño, me quedé atontado. Ahora
ya me acostumbré con su barullo. Vamos a comenzar a
ganar dinero antes de que ella acabe.

42
— ¿Hay mucho para comer?
__Sí, señor, fariña, carne seca, rapadura.
— Pues vamos a ganar dinero, ya
El ciego se pone a cantar con su voz gangosa y triste:

“ ¡Por la voluntad divina,


tuve el destino
de nacer en la oscuridad!
Pero si Dios, de quien no reniego,
me hizo ciego,
puso un sol en mi corazón.
Si de las manos tú me llevas,
yo, en tinieblas,
más feliz que los ateos
tengo la fe que fne alumbra
y que me guía,
te veo a ti y veo a Dios.
¡Cuando oigo tu palabra
que me acuna,
que me hace en Dios pensar
siento en el alma la claridad
de la nostalgia
de una noche lunar!
Ciego, sordo, mudo, en vida
oh, querida,
yo quisiera ser, porque
sólo el ciego, sordo y mudo
lo ve todo,
¡ve todo, él, que no ve!
Esta noche, con mi llanto
yo rogué tanto,
supliqué tanto a Jesús,
que después de un sueño blando,
yo vi, soñando,
todo el cielo lleno de luz.
Es bien justo que yo consagre
este milagro,
que en los ojos hace descreer;
cuando alguien quiere ver en el mundo
lo que es profundo,
cierra los ojos para no ver” .

43
V

Grupos de chiquilines, niños — algunos flacos, quema­


dos, harapientos, y otros con uniforme de colegio— quedan
por allí para escuchar al ciego. Un ama de casa, con la
cesta cargada, pasa y arroja una moneda en la calabaza
de coco.
Justino y Pitó, parados, miran todo, casi indiferentes
al hambre que les embota los sentidos, quitándoles el áni­
mo para cualquier acción.
El ciego prosigue su canto con voz trémula, sentida.
Mujeres y hombres que pasan, arrojan algún dinero. Poco,
porque son pobres, pero poseyendo la vista, todos se sien­
ten ricos, y por ese motivo se conduelen del ciego.
Ya hacía dos o tres horas que el ciego cantaba, Pitó
y Justino, indiferentes a todo, sentado uno al lado del otro
sobre el suelo, dormitan.
— Niño — llama el ciego— , ¿cuánto tenemos? ¿Tú
estás con hambre, verdad?
— No sé, señor.
— ¿Nunca viste dinero?
— No, señor.
— Junta las monedas, que voy a contar.
Mansamente pasa los dedos por sobre las monedas.
Apenas dos grandes, y las restantes pequeñas.
— Tenemos dos cruzeiros 3, niño, y eso alcanza para
fariña y rapadura. Vamos a comer.
Se levanta, sujeta la viola sobre su hombro, y se dirige
al lugar de donde viene el olor de la carne asada.
Cerca de él, el niño parece ser el ciego, mientras él
todo lo ve. Se acercan a una mujer que asa carne en un
brasero:
— ¿Cuánto cuesta un pedazo de carne y un puñado
de harina?
— Un cruzeiro.
— Deme uno bien dado, que es para un pobre ciego
y su compañero.
La mujer corta un trozo generoso, llena la vasija de
fariña, y el ciego paga.
— Ahí está su comida, después quiero escuchar su
voz más firme, en un canto más alegre. Le serví de más.

3 Cruzeiro: unidad monetaria de Brasil.

44
— Dios le pague, tía, y le aumente.
— Que San José nos mande la lluvia.
— La mandará.
— Ahora, niño, tenemos para comer, después busca­
remos techo. Vamos a nuestro rincón.
Vuelven al lugar primitivo, se sientan y se ponen los
dos a comer, arrojando en la vasija los trozos de carne y
arrojando en la boca puñados de fariña. Justino intenta
comer pero el estómago se le contrae, se niega a recibir
la comida. Estando vacío desde hace días, parece estar
desacostumbrado a trabajar.
El ciego, que ha percibido todo esto con su gran sen­
sibilidad y conocimiento de la vida, aconseja:
— Niño, mastica un poco de carne, despacito, bien
despacio. Junta saliva en la boca y traga la carne, así no
te hará mal. Hasta que el estómago se acostumbre. ¡Nada
de prisa! Uno ve la comida y quiere comer, pero quien está
desacostumbrado necesita prudencia.
Poco después, comen, y el ciego dice:
.— ¿Dónde hay agua? ¿Tú no ves un pozo?
— Sí, señor, allá al frente veo una canilla, un caño que
llega a una vasija.
— Entonces lleva la calabaza y trae un poco de agua.
El calor está duro y la carne da más sed.
Justino toma el coco vacío y se dirige a la canilla
adonde ha visto a algunas mujeres recoger agua.
Bebe el líquido fresco, suave, lava su rostro, se siente
mejor. Pitó también restrega el hocico en el barro húmedo
que rodea la fuente. Después vuelven adonde está el ciego.
— ¡Qué placer, qué bueno es esto! — exclama al be­
ber, dejando que el agua le caiga por el cuello yendo a
mojar la camisa sucia— . Ahora, niño, para que estemos
bien del todo nos falta un techo. Vamos a buscar una casa.
¿Cuando veníamos para acá, no viste un puente?
— Sí, señor.
— ¿De qué lado?
— Más allá del campo, casi en la ciudad.
— Pues ése será nuestro techo. Ya dormí muchas ve­
ces debajo del puente, y hasta es agradable, fresco y hú­
medo. ¿Vamos?
— Como usted quiera, señor.

45
— Entonces, vamos. ¿Estás mejor, verdad? Fue poco,
pero ayudó. ¿Qué dices?
— Sí, señor.
Caminan, el sol continúa quemando. El movimiento
parece calmado y la ciudad parece dormir, abrasada por
el sol a pico. Ventanas y puertas están cerradas. No pare­
ce la misma de la mañana, toda ruidos, movimiento y ale­
gría. Caminan alejándose de la feria y las casas, cruzan
la callejuela de barracas y llegan a la entrada dé la ciudad
donde, en los buenos tiempos, corría un río, ahora con­
vertido en una sábana lodosa y rojiza.
— Llegamos — dice el ciego.
— ¿Cómo lo sabe, si no ve? — pregunta Justino, mi­
rando esos ojos vacíos, marchitos.
— Siento más húmedo el aire, aunque no escucho las
aguas por causa de la sequía. Vamos a quedarnos bajo
el puente, en un lugar limpio, sin barro ni pedregullos. Eso
lo puedes ver con tus ojos.
Justino conduce al anciano hasta un agradable de­
clive. Pitó ya había corrido al frente, restregándose en el
barro, ladrando feliz.
— Mira, el animal sufrió la sequía como nosotros. Aho­
ra se alegra con el fresco del barro de nuestra c a s a ...
y ríe feliz. La barriga con comida alegra a la gente...
Vamos a trabajar.
Extiende la red, acomoda su morral, con cuidado pal­
pa el suelo y encuentra un lugar adecuado, se sienta y
pone la viola a su lado. La golpea amorosamente, como
quien acaricia a una criatura: “ ¿Qué, mi compañera, andu­
viste mejor por estos caminos, no?”
— Justino, niño, tú hablas poco, vamos, anímate, ma­
ñana vamos a comer más. Es necesario ir de a poco, para
acostumbrar el estómago.
— Está bien, señor.
— ¿Sabes lo qué podrías hacer? Un pequeño pozo en
el lecho del río, para juntar agua. Mañana buscaremos una
botella y traeremos agua fresca de la ciudad. Hoy nos
conformaremos con el pocito.
— Sí, señor.
Se inclina sobre el lecho, en un lugar más limpio, me­
nos barroso, donde hay una buena camada de arena y
cava con las manos en un declive, donde por la noche el

46
ag ua irá a depositarse. Antes, sin embargo, lleva un pu­
ñado de barro a la boca y se lo traga. Era así como mu­
c h a s veces engañara el hambre. Le gustaba el sabor del
barro, pero después se arrepentía. Le pesaba en el estó­
m ago, dándole náuseas y quemando como el fuego.
— Niño — dice Chico Cegó— , no quiero que comas
barro, siempre tendrás comida. El barro hincha la barriga
y hace mucho mal.
— Usted no ve, don Chico, ¿y cómo sabe que comí
barro?
El ciego ríe con una risita corta.
— No vi con los ojos del cuerpo, niño, pero vi con los
ojos del alma. También fui niño, también sentí el olor del
barro y comí de él. Después la barriga se hinchó y dolió.
A uno le parece que carga el mundo en ella, y que el
estómago está vacío. Mañana voy a cantar una canción
alegre, ya vas a ver cómo las monedas van a llover en el
c o c o ... y el trozo de charque será mayor.
Pitó, cansado, se acomodó en la arena, y Chico y el
niño se tendieron en las redes.
La tarde corre y la noche llega.
De mañanita, Justino despierta. Cielo azul, sol vibran­
te. El calor del sol naciente no ha llegado aún debajo del
puente, y cierta dulzura de la noche aún persiste.
Adormilado, Justino no sabe dónde está; somnoliento,
entreabre los ojos y mira el trozo de cielo que divisa sola­
mente de un lado, y recuerda todo, la feria, la comida.
Se siente satisfecho porque el estómago, mal acostumbrado
a trabajar no digería toda la fariña además del más her­
moso trozo de carne que dejaba correr la grasa por todos
lados.'
Se da vuelta en la red, perezosamente, con la leve
noción de que el día es diferente, otro día. Nada de cami­
nos ni de caatingas, ni de sed, y pensando en la sed, ¡el
pocito ya debería estar lleno!
Se da vuelta otra vez en la red. Con el ruido de la
paja amasada, Pitó abre los ojos y ve al niño que aún está
acostado, y vuelve a dormir. Él también había participado
del banquete, ganándose un bocado para comer. Sentíase
satisfecho y contento. Justino, acostado, mira el cielo,
piensa, revé todo aquello que presenciara el día anterior.
Intenta equilibrarse, responder a las preguntas que surgen

47
en su cabeza, un tanto desordenada por las varias emocio­
nes sufridas. Lo que más lo había impresionado había sido
la abundancia de la feria, las canastas llenas de carne y de
verduras, las frutas, la mandioca.
¡Y en la caatinga, en los campos, tanta miseria!
¿Por qué sería así? ¿Por qué, en el mundo, había esa
diferencia para comer? Un pedazo de rapadura, un puñado
de fariña, en los buenos tiempos un trozo de carne, eso
ya era una fiesta. Y repentinamente, todo aquello despa­
rramándose por el suelo, los cajones, la carne colgada,
rnontones y montones de carne.
■^-Mira al ciego, que duerme. Pobre, piensa, nunca podrá
ver ese cielo azul, y tantos otros por los caminos. ¿En
todos los lugares de la tierra habría ciegos que debían
cantar para poder comer?
Pitó gruñe y se rasca. También Justino siente cosqui­
llas en el pie, donde el bicho enquistado cobrara volumen,
creciera. Con urgencia necesita sacarlo antes de que sea
mayor y duela. Esta vez, no tendrá a la madre para cuidar
de él, como en otras oportunidades. ¡Si ella estuviera con
él, viendo la feria! ¡Si viera tanto hartazgo!
Chico Cegó despierta con el sol lamiéndole los ojos
secos. Tantea, se sienta en la red extrañando todo, perc^
ya despierto.
— Qué sed maldita, parece que naciera en el alma.
¿Niño, ya despertaste?
— Sí, señor.
— Buen día, entonces, que el Señor do Bonfim te ben­
diga. Él nos ayudará hoy a ganarnos algunas monedas
para el charque. ¿Estás contento?
— Sí, señor.
Pitó, que se había levantado, dio dos o tres lambeta­
zos en el rostro del ciego, por encontrarlo más a su alcan­
ce, testimoniando su alegría.
— Tú también estás feliz, travieso, ¿no? ¿Niño, me
quieres dar un poco de agua? Maldita sed. ¿El pocito
juntó agua?
— Sí, señor, voy a buscarla.
Justino se levantó y se encaminó hacia el lecho seco.
En el pequeño pozo que cavara se había depositado du­
rante la noche un poco de agua. La recogió con cuidado
para llevársela al ciego, y solamente después bebió él un

48
trago, para refrescar la garganta quemada por la sal de la
carne.
— ¿Estás bien? ¿Por qué estás tan quieto?
— Estoy bien, sí, señor, ¿y usted?
— Tuve muchos sueños porque la comida me pesaba,
es que el estómago extrañó la nueva compañía. No estaba
acostumbrado a tantas visitas.
Y se rió con su risa feliz.
— Hoy tendremos más, debemos ponernos en marcha
ya porque estamos en hora; siento el calor del sol. Vamos,
quiero llegar temprano a la feria y cantar algunas de esas
canciones tristes, que hace que algunas mujeres lloren
y otras se pongan alegres.
Justino enrolla las redes.
— Es mejor dejarlas en un rincón — propone el cie­
go— , lejos de la mirada de los que pasan. ¡A mucha gente
le gustaría tener una red así, bien trenzada!
Se cuelga la viola al cuello; para peinarse, se pasa la
mano por las motas emblanquecidas.
— Listo. ¿Ya podemos ir?
Pitó los acompaña. Caminan por la carretera, el ciego
posando levemente la mano sobre el niño, el paso menudo,
la cabeza erguida, el sol quemando sus ojos sin vida.
El ruido de la ciudad, después el de la feria, van a
encontrarlos en cam ino...

49
VI

La vida había mejorado para los tres; ya comían su


trozo de carne, y su puñado de fariña. Dormían bajo el
puente; bebían el agua barrosa del río o la que traían.
Unidos, uno sirviendo de amparo al otro, todo les pa­
recía mejor, más acogedor a pesar de que Justino aún
se asustaba con el movimiento de la vida, su continuo
vaivén, los niños alegres yendo de un grupo para otro, las
canastas cargadas, el grito de los vendedores.
La ciudad se preparaba festivamente para la novena
de San José, para pedirle la lluvia. En el patio de la iglesia,
banderines de papeles de colores se cruzaban en los gajos
de bambú. Cohetes y bombas explotaban de vez en cuan­
do, a la llegada de un fazendiero o de sus familiares.
Por la tarde, la procesión salía en dirección al río. Las
letanías cortaban el aire. Bombos y guitarras hacían el
fondo musical.
Todo ese movimiento nuevo, extraño, además de la
abundancia de la feria, muchas veces indisponía al niño,
la cabeza le daba vueltas, el estómago débil se revolvía
a la vista de tanta comida, y al mismo tiempo experimen­
taba un hambre insaciable.
Chico Cegó cantaba en la feria por la mañana y por
la tarde y en el patio de la iglesia antes y después de la
procesión. Siempre había alguien que, condolido de su
destino, le daba algunas monedas.
A la noche, debajo del puente, mirando un trozo del
cielo estrellado, Justino sentía nostalgia de los padres, de
la vida que llevaba al lado de ellos, en el sitio, carpiendo
el suelo, cuidando de las aves, conduciendo el ganado.
Después recordaba el tiempo de la sequía, el ganado

51
muriendo, el río barroso, el fogón apagado, sin tener qué
comer.
Quizá fuese mejor allí, en la ciudad, pero por qué,
¿por qué no habría comida en su lugarejo? ¿Carne, fa­
riña, rapadura, para no tener que comer barro, o partir y
abandonarlo todo?
Los días pasaban, ya hacía una semana que estaban
en la ciudad y sentíanse más descansados.
Cierta mañana, en la feria, el ciego le dio un puñado
de monedas al niño, y le dijo:
— Niño, ve a comprar comida para los dos. Me voy a
quedar cantando porque hoy es el día de la romería y hay
mucha gente en la feria. Necesitamos ropa, y si el santo
nos quiere ayudar ganaremos algo más de dinero. Nece­
sitas despabilarte, aprender a manejar el dinero, comprar
fariña, charque y hasta bananas, que hoy es día de fiesta.
¿Te gusta, no es verdad?
— Sí, señor.
— Me quedaré aquí, cantando. Vas a ver cómo el de
hoy será el día de mayor suerte, lo siento en el .aire.
— Chico Cegó, ¿cómo sabe todas esas cosas?
— Niño, he vivido mucho, y como soy ciego siento
todo con más precisión que los que ven. Quien ve, sola­
mente pasa los ojos saciado. Yo, voy hasta el fondo...
Toma el dinero para las compras.
Justino sujeta fuertemente el dinero en su mano ce­
rrada f se encamina hacia la feria. Siente miedo, siente
desamparo en medio de la gente que gesticula, que habla
en voz alta, que parece estar siempre con prisa y peleando.
No sabe por dónde comenzar. Hay varias bolsas lle­
nas de fariña, jacas con batata, carne y pescado seco,
suspendidas de los lomos, además de bananas por el suelo.
Justino va y viene, indeciso, acostumbrado desde pe­
queño a ser guiado. La única decisión que tomara solo
en la vida, y asimismo en un impulso momentáneo, había
sido la de abandonar la casa y retirarse al sertón. Claro
que nada le quedaba allá.
En ese ir y venir avista a un hombre delgado, rostro
macilento, y mirada mansa como la de su padre. De lejos
le parece que es su padre. Se siente atraído y confiado.
Él, a su vez, mira al niño y sonríe.
— ¿Vas a comprar algo?

52
__Sí señor, fariña, carne y banana, si el dinero alcanza.
— ¿Cuánto quieres de fariña?
— Una medida.
Así había escuchado decir al ciego cuando hacía las
compras.
— ¿También carne seca? ¿Gorda o flaca?
— Gorda, sí señor, un trozo.
— ¿De cuánto?
Justino abre la mano y mira el dinero. ¿De cuánto?
No sabe contar, no conoce siquiera el valor del dinero.
Mientras el vendedor, de espaldas, medía la fariña,
un muchachón alto, de mirada astuta, viene a apostarse al
lado de Justino. Nota el aire inocente, simple, del niño
que mira las monedas en el hueco de la mano, sin saber
el valor de ellas.
— ¿Quieres que te ayude, hermano? Conozco bien
las monedas. Déjame verlas antes de que te engañen.
Justino, sin malicia, le da sus contadas moneditas.
El muchacho le arrebata el dinero, lo hace caer al suelo
con una zancadilla y sale corriendo por entre la gente.
Sorprendido, sin reaccionar, plantado en el suelo, Ju s­
tino se pone a llorar. Pitó aúlla desconsoladamente. Algu­
nos transeúntes se detienen, se forma una pequeña aglo­
meración.
Aquellos que presenciaran toda la escena intentan
detener al ladronzuelo, que huye por la ciudad y se pierde
en un corredor de ranchos.
Una vendedora, condolida, con aire maternal intenta
consolar al niño.
— Vamos, no llores así, ¿era mucho dinero?
— No sé, señora, no sé — consigue decir Justino, y
en seguida los sollozos lo sacuden todo.
— Caramba, niño, qué es eso, levántate, que el mal
no es tan grande, ya le buscaremos remedio — dice una
señora que se detuvo allí desde el comienzo— . ¡Vamos,
levántate!
Le da la mano y lo ayuda a levantarse.
— No hay que desesperarse, ¿era tuyo el dinero?
— No, señora, era de Chico Cegó.
— ¿Es tu padre?
— No, señora, no tengo padre ni madre.
— ¿Donde vives?

53
— Soy retirante, señora.
— ¡Ah! ¿Y aún no tienes dónde vivir?
— No, señora.
La mujer lo miraba con compasión. Había ternura en
su mirada. Era una mujer entrada en años, baja, de ojos
mansos.
— No tienes que llorar así, mira lo que voy a decirte,
¿tú quieres ganar algún dinerito? Yo estaba buscando un
niño para que me ayudara a cargar las cestas. ¿Quieres
prestarme ese servicio?
— Sí, señora, pero debo hablar con Chico Cegó, que
me está esperando — solloza aún, todo encogido en su
tristeza.
— Eso es lo de menos, vamos allá. ¿Es ese ciego que
canta, no?
— Sí, señora.
Justino deja de llorar, se seca los ojos en las mangas
de la camisa y toma las cestas en sus manos. Se encami­
nan en la dirección de donde llega la voz del cantor.
— ¡Chico Cegó!
— Oh, niño, cómo te demoraste. Pensé que te hubie­
ras perdido por ahí. Ya iba a pedir a alguien que te
buscara.
Justino comenzó nuevamente a llorar y Pitó, para no
dejar pasar la oportunidad, se puso a gemir.
El ciego tanteaba en la oscuridad, buscando al niño,
queriendo ^saber lo que pasaba allí, afligido y desam­
parado.
— No debes volver a llorar de nuevo — interviene la
mujer.
— ¿No ves que así asustas al ciego? No fue nada, un
muchacho que le robó el dinero, y ahora él está con miedo.
— No tengas miedo, niño, ¿acaso no sabes que te
estimo? ¿Se fue el dinero?, ya vendrá otro. Nuestro Señor
do Bonfim no desampara a los pobres. Tú no te lastimas­
te, ¿no? ¡Entonces!...
Buscaba con las manos la cabeza del niño, atrayéndo­
la hacia su pecho, lleno de amor.
Justino, sin embargo, no dejaba de llorar desconsola­
damente, pensando en la rapadura y la fariña que dejara
de comprar. El hambre había aumentado con ese olor que
se esparciera por todo el lugar.
— Voy a cantar una modinha de amor y en seguida
verás cómo llueven las monedas. Estás con hambre, ya lo
sé, la barriga se acostumbró con el puñado de fariña de
todos los días, y ahora reclama.
__Si es por causa del dinero, yo ya hablé con el niño
para que me cargue las cestas, y le daré algún dinero y
también algo para comer.
— ¿Es lejos? El niño es nuevo aquí, no conoce la
ciudad.
— Un poquito, cerquita de la plaza, pero no hay peli­
gro. No tiene que preocuparse, sólo es cuestión de llevar
las cestas, y tomar un trago de café con un puñado de
fariña. No se preocupe.
— ¿Puedo ir, Chico Cegó?
— Ve, pero ten cuidado con los burros, y no te pierdas
por las calles.
— Sí, señor.
— Hasta luego y no se preocupe, el niño debe despa­
bilarse un poco.
Chico Cegó afina la viola. Pitó mira indeciso a uno
y a otro. ¿Irse, no quedarse? Después, se decide por la
aventura y resuelve acompañar al dueño, que ya va yendo
lejos.
— ¿Niño, cómo te llamas?
— Justino, para servirla, señora.
Mientras conversaban, o mejor, mientras doña Severi-
na hace preguntas y Justino responde, las cestas se van
llenando: mandioca, maxixe \ zapallo, fe/'/ao de vara.
— ¿Entonces, eres retirante?
— Sí, señora.
— ¿Cómo estás fuera del campo?
— Porque mi compañero es ciego y cantor.
— ¿Perdiste a tus padres hace mucho tiempo?
— No, señora, mi madre murió poco antes de venir yo
para acá.
— ¿Con quién vivías?
— Iba a vivir con mi padrino.
— ¿El ciego?
— No, señora, el ciego es mi compañero — y entonces,
con esfuerzo, le contó su'pequeña historia.

1 Maxixe: planta de fruto comestible. (N. T.)

55
Así, conversando, cruzaron la pequeña plaza de la
catedral.
— Es aquí — dijo doña Severina, empujando un por-
toncito en medio de un cerco de tacuaras que delimitaba
el fondo sombreado por varios árboles frutales, entre los
que predominaban los cajueiros. Tres o cuatro perros, al
escuchar o presentir a la dueña, corrieron a festejarla, dán­
dose de frente con Pitó, que aun antes de ser rechazado
salió aullando de miedo. Algunos gatos, que se habían
aproximado, al escuchar los fuertes ladridos de Pitó, eri­
zaron el pelo y sólo uno, manchado, gordo y viejo, se apro­
ximó ronroneando feliz.
— Pasa, bicho, que de tanto que me entorpeces el
camino casi me caigo. ¡Ya llegamos, no tengas miedo,
vamos, entra!
Abre la puerta de la cocina, quemada por el humo.
En un rincón, un gran fogón, con el fuego casi apagado.
Corre a soplarlo, roja por el esfuerzo. Después, llena
la pava de hierro con el agua que saca de un balde y la
coloca en un recipiente. Todo en ella es feliz con un aire
entre bondadoso y maternal.
— Listo, ¿todavía no entraste? ¿Qué es eso? ¿Estás
con miedo? Aquí no hay animales salvajes. Puedes poner
las compras allí, en aquel rincón, mientras te preparo un
poco de comer. ¿Ya comiste hqy?
— No, señora.
— ¿Y ayer?
— Sí, señora.
Doñá'Severina se vuelve rápida hacia el fuego, lo atiza
con mayor fuerza, pone fe/y'áo en una sartén, junto con un
puñado de fariña, y en seguida prepara un poco de comi­
da. Tiene cuarenta años, es baja, gorda, de cabellos lisos
y negros, tirados para atrás en un rodete, y mirada cándida.
Es la dueña de la pensión, pero más que dueña es la madre
de los pensionistas.
Había venido muy chica a la ciudad, en compañía
de los padres, huyendo de la sequía. Allí vivía desde hacía
treinta años. Sola, sin grandes tristezas ni profundas ale­
grías, dedicándose a la huerta, a los gatos y perros, cuan­
do cierto día fue buscada por el hijo de unos parientes del
campo, que le pidió posada porque estaba enfermo y ne­
cesitaba tratarse en la ciudad. Desde entonces, ella había

56
pasado a recibir pensionistas, a darles cama, comida, y
parte de su corazón cariñoso y comprensivo.
La “ Pensión de doña Severina’’ era conocida en todo
Croibero por su comida buena y sencilla, la casa limpia, de
suelo siempre barrido, un tecito para los dolores. Sabía
esperar el pago de sus servicios, no era exigente, y lo
poco que tenía alcanzaba y aun sobraba.
Puso la porción de feijáo en un plato, coló el café
que en seguida perfumó el aire, y le sirvió un pocilio al
niño.
— Vamos, come.
A Justino le costaba creer lo que veía, ¿sería verdad?
¿No estaba soñando? ¿Todo aquello era para él, para ser
comido en una sola comida? ¿El café, la comida, la carne?
Sólo el olor del café ya le había hecho agua la boca, y el
hambre le apretaba el estómago vacío. El día anterior
había sido malo, no había rendido nada, y el ciego estaba
medio enfermo.
— Vamos, ¿qué esperas?
Comienza a comer, las manos trémulas apenas suje'
tan la cuchara. Lleva la primera porción a la boca, cas¡
sin conseguir tragar. Después vorazmente come todo hasta
la última migaja, dejando de lado el trozo de carne seca-
Doña Severina, después de guardar las compras, había
comenzado a preparar el almuerzo. De vez en cuando
aparecía en la cocina un inquilino, se servía café de la
cafetera, y en seguida era informado de lo sucedido, do
la pequeña historia de Justino.
— ¿Ya terminaste? ¿No te gusta la carne?
— Sí, señora, me gusta mucho.
— Entonces, ¿por qué no la comiste?
— Si usted me deja se la voy a llevar a Chico Cegó,
que está con hambre.
— Puedes comerte la carne, yo mandaré un poco do
comida para él.
Justino deshace la carne, comiéndola de a poco, cor»
los mismos gestos de quien reza, lleno de fervor.
¿Cuánto tiempo hacía que no saboreaba un trozo do
carne tan sabroso? Aquellos de la feria parecían de cuero
de tan secos. Desde que saliera de su casa. . .
De la boca de Pitó, saciado con lo de la escudilla,
junto a la puerta, se escurría un poco de mingau de fubá 2.
Había comido tan de prisa, que mal se sostenía en las
patas.
Doña Severina colocó en una cacerola de barro el
resto de comida y otro trozo de carne, envolvió todo en
hojas de bananero y se lo entregó al niño.
— Ya puedes ir, si no Chico Cegó, se preocupará; aquí
está tu dinero. Un cruzeiro, además de la comida.
— Dios se lo pague y le conceda el doble.
— Adiós, Justino, ¿dónde vas a dormir?
— Debajo del puente.
— ¿Y después?
— Chico Cegó dijo que vamos a viajar hasta encontrar
un lugar bueno donde podamos trabajar y comer.
— ¿No se van en seguida de la ciudad?
— No, señora, en seguida no, porque Chico Cegó tie­
ne el pie inflamado y no puede caminar mucho.
— Si te necesito para otro servicio, te iré a buscar.
— Sí, señora; la bendición.
Ya en la puerta, doña Severina tocó levemente la ca­
beza del niño.
— Dios te bendiga, Justino.
— Amén, sí, señora.
El niño se va alegremente, como un pajarito en el in­
vierno. Dinerito en la mano, barriga llena, comida para el
compañero. La cena asegurada. Corre presuroso para la
feria. De lejos, escucha la voz gangosa y el sonido triste
de la viola.
* “ ¡Ay qué nostalgia que tengo
de mi tierra natal!”

— ¡Chico Cegó!
— Ya estaba con miedo, ¿no te perdiste?
— No, es que la señora me dio de comer y mandó
comida para usted.
— Qué buena señora, Dios le dará abundancia. Tam­
bién yo gané algún diaerito. Mira la calabaza. ¿Cuánto?
— No sé, Chico Cegó.

2 Mingau de lubá: comida a base de puré, de harinas. (N. T.)

58
__Voy a guardarlo antes de que pase por aquí otro
muchacho bandido. Mira, una señora me regaló dos frutas.
Las dejé para que tú las comieras más tarde.
Justino se sienta, un poco aturdido. El movimiento, la
com ida... Mientras el ciego hace montoncitos con la co­
mida y los lleva a. la boca, Justino se estira a su lado y
duerme.
Ya la feria había terminado, los feriantes comenzaban
a recoger las mercaderías en las cestas. Algunos tenían
animales de tiro, otros traían las cestas a lomo de los bu­
rros, y todo ese movimiento despertó a Justino.
— ¿Vamos, niño, despertaste? ¿La comida sabrosa te
llenó el buche? ¡Hiciste un buen sueñito! Es hora de que
vayamos a nuestra choza en el puente.
Ríe alegremente y continúa, mientras el niño, todavía
aturdido se levanta del suelo duro.
— Volveremos más tarde, para la procesión; a las mu­
jeres siempre les da pería un pobre ciego, y las muchachas
gustan de oír cancíonés de amor.
Chico Cegó era fuerte, acostumbrado al sufrimiento,
su permanente compañero desde la infancia, y no sería un
día más de hambre en su vida o el dolor del pie herido
por las espinas del viaje, lo que iba a quitarle el coraje,
a abatirlo, o a impedirle reír con su risa despreocupada.
Sujetó la viola a la espalda y partieron. Aún le dolía
el pie, apenas podía afirmarlo en el suelo. Se apoyaba
con más fuerza en los hombros del compañero. En medio
del camino, Justino dijo:
— Parece que esa señora va a querer algún otro ser­
vicio.
— ¡Qué bueno! Pronto serás un hombre, niño, porque
ya estás trabajando y ganándote lo que comes.
El puente, a lo lejos, era un paisaje conocido, un mar­
co que parecía hacerle señas a Justino para darle la bien­
venida. Su corazón se llenó de paz. Allá él se siente pro­
tegido, lejos del bullicio de la feria y de la ciudad, mirando
las estrellas que muchas veces él viera encima de su
ranchito y cuyos nombres la madre le enseñara:
— Aquella de allá es la Cruz del Señor, hijo mío, aque­
lla ... Son tres hermanitas llamadas “ Las Tres Marías” ,
viven siempre juntas.
Pitó se había adelantado para jugar en el lecho seco,

59
ansioso de humedad, con el hocico siempre áspero y he­
rido, el pelo erizado, el lomo lleno de gusanos.
Si la señora me diera un trozo de tocino fresco — pien­
sa Justino— yo le quitaba los gusanos a Pitó como vi que
hacía mi madre.
— Estamos llegando — dijo el ciego— , siento el olor
del barro. En seguida voy a poner mis pies en él, para
aliviar el dolor.
— Usted debería cuidar ese p ie ...
— Tienes razón, niño, voy a ponerle un emplasto de
mentruz 3, es bueno para quitar el apostema. Es un dolor
infernal.
Cuando llegaron al puente extendieron la red, y se sen­
taron sobre ella, aprovechando el aire levemente refresca­
do que subía del lecho húmedo. Y esperaron caer la tarde,
felices.
— Mañana, niño, voy a cantar canciones alegres.
A la mañana temprano, Justino despertó con la segu­
ridad de que le sucedería algo bueno, y recordó a doña
Severina. Una inmensa alegría lo invadió ante la posibili­
dad del trabajo, de ganar dinero, de ayudar a Chico Cegó,
de beber el café caliente, sintiendo subir su aroma, subir
en el aire antes de dejarlo correr, quemante, por la gargan­
ta ansiosa. Se sienta en la red suavemente, para no des­
pertar al compañero que pasara mala noche, con el pie
latiéndole.
Está allí, perezosamente satisfecho, cuando una idea
se le ocurre al mirar el pocito donde se juntara el agua
menos turbia. Si por allí hubiera una de esas cacimbas,
Jiña a lavarse. ¿Cuánto tiempo que no lo hacía? Ni lo
recordaba. Si aumentaba el pozo quizá alcanzara su agua
para lavarse. Había notado que la gente de la villa andaba
limpia, y sentíase avergonzado de entrar en la cocina de
doña Severina con sus pies sucios, con la ropa oliendo a
sal. Se levanta de la red y baja a la orilla del río, el agua
es poca, pero represándola en un rincón alcanza para
lavarse los pies y las manos. ¡También para peinarse el
cabello!
Recoge un poco de agua con las manos y se la arroja

3 Mentruz: planta medicinal. (N. T.)

60
con placer de la cabeza para abajo. Abre el morral y de
él saca ropa limpia y las sandalias de cuero crudo. Hace
m ucho, desde que dejara la casa, que no deshiciera el
atado y ahora, al encontrarse con la imagen de la santa,
siente nostalgias de la madre, del padre, de su rancho
donde, al frente, había plantado unas plantas de caña.
El' ciego había despertado y con sus sentidos bien
desarrollados, sintiendo el olor del cuero crudo, la humedad
de los cabellos mojados, exclama alegremente:
— ¡Oh, gente! ¿Te vas a casar, que te bañaste?
— ¿Sabe una cosa, Chico Cegó? Vi a la gente de la
ciudad, tan limpia, que me miraban esta ropa sucia y ponían
cara fea. Hasta la señora me mandó lavar la cara y las
manos antes de ir a la feria.
— ¿Tú quieres agradar, no es cierto?
— La señora dijo que me dará trabajo mientras nos­
otros estemos aquí. Unos trabajos pequeños. ¿Qué le
parece si mañana por la mañana yo fuera a la casa de
ella?
— Tienes razón, niño, debes ir; es bueno trabajar, por­
que eso engrandece al hombre. Mi padre decía: el'hombre
que puede y no trabaja es peor que garrapata. Voy a que­
darme en la ciudad cerca de la feria, vamos a aprovechar
los días de novena, después partiremos. La caatinga y los
caminos están esperándonos. Por la tarde, cuando termi­
nes tu trabajo, me buscas. Quiero curarme el pie antes
de volver para la novena.
El día había comenzado caluroso, muy caluroso. Los
trabajadores caminabán apresurados, se veían niños, mu­
jeres con cestas, carros, burros. El niño miraba todo eso
con interés, sintiendo que la vida de la ciudad era diferente
de la que siempre viviera.
La feria no pasaba de un amontonamiento de bolsas
de carne y pescados secos, pero aquello le parecía algo
fantástico, increíble ante sus ojos deslumbrados de niño.
El ciego se acomodó en su rincón, con la calabaza al
lado, la viola en la mano y los ojos marchitos levantados
hacia el cielo.
Se despidieron.
— La bendición, Chico Cegó.
— Dios te bendiga, niño, no te pierdas por ahí. ..
— Quede con Dios.
¡Pitó, indeciso, no sabe qué partido tomar, si irse o
quedar! Justino silba y él, alegremente, evitando ser pi­
sado, sigue al dueño-, un poco desconfiado de las sandalias
barul'lentas. Va muy feliz, pues sabe que allá, hacia donde
va, hay mayores posibilidades de comida.
El niño camina con prisa, con sus pies maltratados,
presos en la sandalia de cuero, trémulo por su propia
osadía. Se siente preocupado: ¿y si doña Severina ya se
hubiera ido a la feria, y al no encontrarlo hubiera tomado
a otro chico?
En seguida encontró la casa. Estaba acostumbrado
a andar por el mato, en la caatinga, haciendo de un árbol,
una piedra o cualquier otra cosa su punto de referencia.
No se perdía fácilmente.
La puerta estaba cerrada.
No sabe qué hacer, si debe golpear o quedarse a la
espera. Lo mejor sería golpear, pero ¿dónde está el co­
raje? Gente que pasa, gente que viene y va, el calor que
aumenta. Justino, apoyado en la puerta, espera que ella
abra, y se siente angustiado, arrepentido de haber venido.
Después de unos cuarenta minutos, aparece por los fondos
un muchacho que en seguida lo reconoce.
— ¿Tú eres el cargador de doña Severina?
— Sí, señor.
— ¿Qué haces apoyado en la puerta?
— Espero a doña Severina.
— ¿Ella sabe que estás? ¿Golpeaste?
— No, señor.
— ¿Entonces, por qué no entraste? ¿Cómo quieres
qüe ella sepa que estás aquí si ni siquiera has golpeado
la puerta? ¿Qué esperas? ¡Vamos, golpea!
— Sí, señor — dice, pero no se anima, y permanece
apoyado en la pared, humilde y desamparado.
Entraron por la puerta del fondo que comunicaba con
la cocina.
— Doña Severina, aquí está el cargador. Lo encontré
en la puerta, con miedo de golpear. Hasta luego.
Doña Severina salió de la oscuridad de la cocina hacia
la luz clara del fondo. Le costó reconocer al niño con la
cara lavada, los cabellos alisados, ropa limpia y sandalias.
¡Hasta sandalias! Manos en la cintura, aire admirado y

62
feliz, sorpresa conmovida, se puso a examinarlo y en sus
ojos aparecieron lágrimas.
— ¡Sí, señor, qué lindo está! ¿Te lavaste la cara?
— Sí, señora.
— Muy bien, muy bien, estoy contenta de que hayas
venido, así me evitaste que yo fuera a la feria con los
cestos. ¿Quieres comer, o prefieres hacerlo a la vuelta?
— Sí, señora, como usted quiera.
— Entonces está decidido, almorzarás a la vuelta. No
me gusta ir muy tarde al mercado, porque las verduras
que restan son viejas y quemadas. También, ¿quién aguan­
ta este calor?
Salen a la calle, hacia el calor y el movimiento. La
mañana había tomado 'otra vez buen rostro para el niño.
Hasta le gustaba el sol, allá arriba, brillando tanto. Con
los cestos en las manos Justino camina atrás de doña Se ­
verina, dueño del mundo. Los chicos que iban al colegio,
la tropilla que pasaba con su madrina balanceando el cen­
cerro, los burros con las canastas llenas de mandioca y
maíz, todo era festivo, todo anunciaba felicidad.
Pitó, que no había perdido tiempo en vaciarse de dos
bocados la escudilla colocada junto a la puerta, caminaba
algo pesadamente procurando evitar que lo atropellaran.
— ¿Te regalaron esas sandalias?
— Mi padre me las hizo.
— ¿Él trabajaba en cuero?
— Sí, señora.
— ¿No tienes sombrero?
— No, señora, se arruinó en el viaje.
— ¿Sabes tejer la paja?
— Sí, señora, mi madre me enseñó.
— Tengo paja seca allá en casa, puedes tejer un som­
brero para ti y otro para el ciego. Este sol caliente quema
hasta los sesos.
La feria se anunciaba con sus voces, su olor, y el canto
del ciego. Como él dijera a la mañana, la canción hablaba
de amor, de alegría.
Justino, presta atención a la forma en que negocio,
Para que aprendas; es bueno para tí y para él ciego que
sepas lidiar con el dinero.
— Sí, señora.

63
Doña Severina se aproxima a los vendedores, mira la
mercadería, la examina, escoge, pregunta el precio, pi­
chinchea. Una escena desconocida para el niño. Nunca
había visto a nadie negociar así. El padre plantaba, cul­
tivaba, y le daba dos tercios al patrón. Lo poco que so­
braba era para ellos. Con eso, y algunos peces del río
cuando había agua, vivían. La madre tejía la red en un
rústico telar manual, después cortaba pantalones para el
niño y los cosía en su máquina, también manual.
Siguen haciendo las compras y las cestas se van lle­
nando. Ya pesan. . .
— Ahora, Justino, vas a hacer tú el negocio. Quiero
que compres un buen jerim un 4, tú lo conoces, ¿no es así?
Escoge uno bueno y seco para el quibebe 5, es para hacer
dulce. Allí es donde compro yo, los que tienen son muy
buenos y de cáscara fina, como a mí me gustan.
El niño no da un paso, la cabeza enterrada en los
hombros, los ojos bajos.
— Vamos, ¿no conoces el jerim um ?
— Sí, señora.
— ¿Entonces qué esperas? Estoy con prisa, elige uno
bueno.
Doña Severina le sonríe cariñosamente. Justino, siem­
pre encogido, camina hacia los zapallos, y los examina
con atención. Eso sabe hacerlo, porque muchas veces, en
los buenos tiempos, había ayudado al padre en la elección
de los qóe debían ser guardados, y de los que servirían
para alimentar el ganado. Sus ojos se detuvieron en un
zapallo dorado, de cáscara fina, que le pareció bueno y
firme. Miró a doña Severina que le sonreía, como dándole
valor.
— ¿Llevas éste? — le preguntó la vendedora.
— Sí, éste me sirve — le respondió doña Severina, vien­
do que el niño había callado. Y como siempre, pidió que
se lo dejaran más barato.
Doña Severina tenía un buen corazón, se condolía de
todos, su pensión era más una casa maternal que una fuen­
te de ganancias. Si no tenía cuidado con las compras,

4 Jerimum: planta cucurbitácea; especie de zapallo. (N. T.)


6 Quibebe: comida a base de zapallo o mandioca. (N. T.)

64
acabaría endeudándose. Los cestos estaban llenos y pe­
saban, por lo que resolvieron regresar.
La voz gangosa del violero vino a su encuentro, como
mensajera de bienvenida. Finalmente divisaron al ciego en
un rincón del jardincito, donde se realizaba la feria, apoya­
do en la pared de la capilla, humilde, sufridor, con Pitó
a su lado, pues éste había ábandonado al niño para pasar
a acompañar al ciego. Chico Cegó dejó de cantar, levan­
tando la cabeza expectante. Su sensibilidad le hacía pre­
sentir al amigo.
— Buen día, Chico Cegó, ¿cómo está? Estaba pen­
sando que había hecho desaparecer al chico,^no?
— No, señora, yo sabía que él estaba en buenas manos.
¿Cómo estás, niño?
— La bendición.
— Dios te bendiga. ¿Estás bien, ya te acostumbraste
al movimiento?
— Sí, señor.
— ¿Caramba, cómo no habrías de acostumbrarte? Ne­
cesitas aprender a negociar, a comprar tú solo bananas
y zapallos. ¡Y todo bien comprado! Pruebe la banana
— tomó una del cacho dándosela al ciego, que la comió
con delicia. ¡Cuánto tiempo que no comía una banana!
— Dios le pague, y en buen pago, por el bien que
usted hace.
— Sí, Dios me pagará. Vamos yendo que tengo que
preparar el almuerzo. No se preocupe, Justino volverá en
seguida, antes de que acabe la feria.
— Sí, señora.
— La bendición, Chico Cegó.
Caminan haciendo las últimas compras. Justino tam-'
bién recibió una banana de regalo, mientras Pitó lamía
golosamente la cáscara.'
Terminadas las compras vuelven a la pensión, el niño
un poco agitado, cansado por el peso del cesto lleno. Al
penetrar en la cocina todo le parece amigo, el fogón, la
mesa lavada, las paredes manchadas por el humo, el gato
que se calienta junto a las brasas, los perros que vienen
a saludarlos recibiendo ahora a Pitó con indiferencia.
— Ayúdame a guardar las compras. Uf, qué calor!
"—dijo doña Severina dejándose caer, en una banqueta, y
abanicándose con un paño de la cocina— . ¡Uf, qué calor!

65
Mira, Justino, allí hay agua de coco, fresqulta. Sirve un
poco para mí, y otro poco para ti. Después trabajaremos.
Justino, habilidoso,-separa el agua en dos recipientes
y recién después de ver que la patrona bebía la suya se
resolvió también él a beber.
— ¿Agradable, no? Esto refresca y descansa.
— Sí, señora.
— Vamos a trabajar, puedes poner las frutas en el
cesto, la carne en ese cuenco, y la verdura en esta palan­
gana con agua. El maxixe en seguida se marchita con el
calor. Siempre planto maxixe, ¡tengo mi huerta!, pero este
año la sequía está brava y también mi ayudante se fue
con su familia. Es difícil encargarse de todo, estando sola.
El zapallo aquí, en seguida iremos a quitarle la cáscara.
Mientras habla, ágil, va hasta el fogón atizándolo, co­
lando el café, preparando la comida.
— Listo, ya puedes comer — le dice poniendo en la
mesa el plato con la comida, y sirviendo el café caliente
y oloroso, en un recipiente de lata— . ¿Te gusta el cuscuz? 9
Tengo un pedazo para ti, ¿quieres?
— Sí, señora, mi madre a veces lo h a c ía ...
Qué lejos le parecía todo eso, bien al final del camino
volviendo por él bajo el sol impiadoso. ¿Cuánto tiempo
hacía que había comido el ultimo trozo de cuscuz con la
leche de coco que l<% corría por la boca?
Sentado a la orilla de la mesa, intenta hacer pasar
por la garganta cerrada por la tristeza aquel pedazo de
c u s c u z .. . Come cabizbajo.
— Hoy tengo otro trabajito, quiero que me barras el
fondo y quemes la basura. Mañana limpiarás la huerta.
Cada día un poco, porque necesito dejar todo preparado
para cuando las lluvias lleguen, ¿está bien?
— Sí, señora.
— Justino — dice doña Severina, parada frente al niño,
con las manos en la cintura, mirándolo con atención de
arriba hacia abajo, allí sentado, tan triste— . Caramba niño,
¿no sabes decir otra cosa que “ sí, señora” ? Vamos, con­
versa un poco, sé que tienes tristezas, y bien grandes,
¿pero qué vamos a hacer? La vida es así, el río también

« Cuscuz: especie dé budín de harina, cocido al vapor. (N .T.)

66
en algún momento deja correr el agua limpia — y si hay
piedras en el fondo, ¡qué barullentas que son!— , agua por
todas partes, espuma. Después, viene la sequía. El agua
desaparece, el lecho se pone barroso, feo, triste. Otra vez
las lluvias, y las aguas vuelven alegres... La vida es
igual, muy igual. Unos días de tristeza, otros de alegría.
Todavía no vi sequía ni tristeza que dure toda la vida.
Se detiene, cansada del discurso, va hasta el fogón
y bebe un trago de café.
— Vamos, sonríe. Yo siempre estoy contenta, no dejo
que la sequía me agarre. ¡Prueba!
El niño trata de sonreír, sin embargo, hace tanto tiem­
po que no sonríe que hasta había olvidado cómo hacerlo
nuevamente. Retuerce los músculos, frunce la cara que en
vez de quedar con una expresión alegre, se arruga toda en
un rictus de dolor.
— Tú has olvidado cómo sonreír, en seguida aprende­
rás. Ahora, mientras preparo el almuerzo, tú barres. La
escoba está allí, en el rincón.
Justino se levanta de donde está sentado, va hasta
la puerta, se descalza las sandalias que apoya en la pared,
y sus pies se desparraman felices, entonces suspira ali­
viado. Se siente bien, el zumbido de los oídos y de la
cabeza disminuyeron, las manos no tiemblan, las piernas
están más firmes.
Se ajusta los pantalones en la cintura, en un gesto
que viera hacer a su padre muchas veces, cuando aban­
donaba la cama y se dirigía al campo. Justino se siente
un poco su propio padre, pues ya está ganando con el
sudor de su rostro lo que co m e...
N ° necesitas ponerte las sandalias, guárdalas para
e día de la fiesta de San José, ¡vas a ver qué fiéstaza!
un mundo de gente, música, banda, quioscos de comida.
Nosotros vamos a ir, te va a gustar.
Hablaba gesticulando, feliz. Se había quitado las chi­
nelas, y después de ponerse un delantal atizaba el fuego,
aeco los ojos lagrimeantes con una punta del delantal,
mientras exclamaba:
¡Esta leña verde!
. ^ust¡n° . sin decir nada, va al fondo y regresa en se-
9 a con un puñado de ramas secas, con las que atiza el

67
fuego. Doña Severina lo mira con cariño. “ Pobre criatura
— suspira— , sola en la vida” .
Justino ata bien con paja seca las hojas en el palo
que le va a servir de escoba. Levanta los ojos hacia doña
Severina, como pidiéndole una explicación.
— Puedes comenzar por aquí — le dice ella— . Con las
hojas secas irás haciendo montoncitos. Después las lle­
vas en el balde hasta aquel rincón. Las hojas secas se
aprovechan cuando se pudren, son un magnífico estiércol
mezclado con el del ganado.
El sol se clavaba violento, las gallinas cacareaban pi­
coteando y tratando de beber, doña Severina las llamaba
por sus nombres, les decía palabras cariñosas, mientras
les daba de comer restos de verduras. Un papagayo pidió
café, batiendo ruidosamente las alas: .
— ¡Café para el loro! ¡Café para el loro!
Al niño esa le parecía un poco su casa, allá distante,
en el sertón. Simplemente comenzó a canturrear la can­
ción que muchas veces oyera cantar a su madre, mientras
picaba la carne seca o la fariña.
No siente el calor que le quema !a espalda, solamente
siente la paz que lo invade, algo nuevo y diferente. Doña
Severina también^trabaja. En seguida llegarán los pensio­
nistas reclamando la comida, pidiéndole un trago de café,
cambiando comentarios sobre el niño. Todos son amigos,
viven como una gran familia y se interesan por sus peque­
ños problemas. El día le parece más leve, el calor no lo
sofoca tanto, el cielo es de un azul suave como el manto
de la Virgen. Y en el corazón de doña Severina tocan
campanas cuando extiende la mirada por el fondo y ve al
niño juntando hojas.
Vuelve al servicio, es necesario romper el feijáo, cor­
tar la carne seca y el zapallo. La mañana pasa demasiado
rápida.
Horas después aparece Justino con una brazada de
ramas secas que va a poner al lado del fogón.
— ¿Terminaste?
— Sí, señora
— Ahora da otro salto al mercado y trae la carne que
compré. Solamente hay que pedírsela al señor Donato, el

68
carnicero. Llévale este trozo de cuscuz al ciego, y le dices
que más tarde precisamos descascarar el zapallo.
Justino toma el pedazo de cuscuz enrollado" en la paja,
y corre feliz hacia el mercado; ya en la puerta, se da vuelta
y dice:
— La bendición, doña Severina, Dios se lo pague.
— Vaya! Dios te bendiga, así que sabes hablar, ;eh?
Y ríe feliz.

69
Vil

El calor continuaba. No disminuía nada su intensidad,


ya de mañana el sol se levantaba apoplético, desaparecien­
do al atardecer entre rabioso y rojizo. La tierra permanecía
sedienta, con bocazas abiertas a la espera de agua. En
el cielo espléndidamente azul, ni una nube, ni una señal
de lluvia. Un azul límpido, tranquilo, un inmenso borrón
azul, nada más.
En la ciudad aparecían grupos de retirantes, famélicos,
temblorosos, flacos como bambúes al viento. Ojos desor­
bitados, sucios, humildes y tristes. Los niños daban pena:
los piececitos hinchados por los bichos, las uñas cayendo
de tan inflamadas, los ojos purulentos, las barrigas como
un tambor. Las piernecitas, por fin, mal sosteniendo los
cuerpos. Figuras que serían ridiculas, si no fueran tan
profundamente conmovedoras.
Nadie extendía la mano para pedir, eran personas
acostumbradas a tener poco en verdad, pero sí a trabajar
y ganar el magro sustento. Les faltaba coraje para pedir.
Se quedaban en las puertas de la iglesia, en la entrada de
la feria, mirando la comida con ojos hambrientos, antes de
partir. Quienes más sufrían, pobrecitas, eran las criaturas,
pidiendo sin cesar comida. Lloraban hasta agotarse y, des­
pués, se entregaban a la indiferencia proveniente del
cansancio.
Por la mañana, Chico Cegó y Justino dejaban el
puente y rumbeaban para el trabajo, participando de aquel
sufrimiento tan conocido. Mientras el ciego se quedaba
en el mercado, afinando su viola, el niño se dirigía a la
casa de doña Severina, donde los mismos actos se repe­
tían para la alegría y seguridad del muchacho. ¿Y si de

71
repente doña Severina le dijera que no necesitaos más de
sus servicios? .
Cada amanecer, con el cantar de los gallos, ya sus
conocidos, se lavaba el rostro con el agua que trajera de
la canilla y comenzaba a caminar en la mañana — niña
por las calles ya en movimiento— , así como un himno,
como un cántico de alegría. Todo le parecía nuevo, por
primera vez sentido. Todo vibraba con la espera, le gus­
taría cantar si no fuera por su gran nostalgia del padre y
de la madre. ¡Qué bueno sería si ellos estuvieran ahí, en
la ciudad, junto con Chico Cegó y doña Severina!
Al llegar a la feria, dejaba al ciego en su rincón pre­
ferido, lejos de los atropellos, y seguía su camino. Sentía
de antemano el gusto del café caliente, de la fariña y, en
los días buenos, del cuscuz con leche de coco endulzán­
dole la boca. Doña Severina lo esperaba con la sonrisa
en los labios y amor en los ojos.
— La bendición, doña Severina.
— Dios te bendiga, Justino, ¿cómo está tu compañero?
— Bien, gracias a Dios.
Tomaba los cestos y escuchaba a doña Severina de­
cirle:
— Deja eso, toma tu café primero, que todavía es tem­
prano. No se debe trqbajar con la barriga vacía, da mareos,
hace mal. El Buen Jesús nos libere de ese mal. Esto lo
guardé para ti. . .
Entonces se sentaba tímidamente a la orilla de la
mesa, donde lo esperaba un jarro lleno de café caliente
y el plato con comida. Ya no sentía contraérsele el estó­
mago con asco al recibir los bocados, se había acostum­
brado con la abundante ración diaria.
Mientras comía, doña Severina le contaba las noveda­
des, que él escuchaba con atención:
— El papagayo desapareció y fue a lo del vecino, su­
bió a un árbol, tienes que ir a buscarlo. No bajó de allí
ni cuando se lo llamó para que tomara café. Don Tinoco
hizo de todo para que él regresara. ¡Pero nada!, debe
haber oído el llamado de los hermanos que pasan en ban­
dadas, huyendo de la sequía.
Justino cobraba coraje, y preguntaba:
— /Dónde está él?
— Todavía está en el árbol.
— Voy a buscarlo.
— No, toma primero el café. El muy tonto va a sentir
hambre y bajará.
El azulao cantó por primera vez. La gallina blanca,
la pollita, puso un huevo con dos yemas. Y bien ama-
rillitas.
Las noticias se sucedían alegres, uniéndolos como
un secreto precioso que compartieran.
El niño acababa de comer, lavaba el jarro y el cuenco,
y reclinábase encima del aparador, requemado por la hu­
mareda. Partían ella, Justino y Pitó, pero no antes de en­
volver en la hoja de bananero o de taioba, un poco de
comida y carne seca para Chico Cegó. Solamente enton­
ces iban a la feria. Más tarde, había otro trabajo, cortar
leña para la cena, o cortar el pasto que invadía la casa, o
cercar el gallinero.
Los días se sucedían suavemente.
Pero desde hacía un corto tiempo doña Severina an­
daba triste, preocupada. La rutina del trabajo, el levan­
tarse, hacer las compras, preparar las comidas ya no le
daban la acostumbrada satisfacción, por el contrario, le
parecían una pesada carga.
Quedaba pensativa, fumando su pipa de barro y mi­
rando el cielo, la tierra. No conversaba con las gallinas,
no peleaba con los perros y ni acariciaba al viejo gato
que se enroscaba en sus piernas. Nada la distraía de su
sufrimiento.
Eso preocupaba a los pensionistas, todo el mundo
andaba en puntas de pie, como si en la casa hubiese un
enfermo que exigiera silencio, resguardo. Hablaban muy
bajo, no se escuchaban más risas ni canciones. Hasta
don Mané, que tocaba la flauta, había guardado su instru­
mento en el baúl. Doña Severina iba y venía como una
sombra de lo que fuera, y más triste aún por la tarde. A
la mañana era la animada mujercita de siempre. Parecía
que su energía se iba apagando con el caer del día. Los
pensionistas y amigos andaban preocupados a su respecto.
Conversaban:
— ¿Estará enferma?
— He llegado a pensar que pueda tener fiebre.

73
— Adelgazó mucho.
— Bueno, por si acaso voy a preguntar. Ella no tiene
parientes por aquí, y nos trata con bondad de madre. Voy
a preguntarle.
— Eso mismo, don Lau, pregúntele, más todavía cuan­
to que usted es medio pariente, ¿su hermana no es ahijada
de la cuñada de doña Severina, aquella que vive en Santa
Quiteria?
— Sí, tienes razón, Tidencio, hoy mismo voy a averi­
guar todo.
Más tarde, aprovechando la ocasión de encontrarse a
solas en la cocina, mientras saboreaba el café caliente,
creó coraje para decirle:
— ¿Qué es lo que pasa? Todos estamos afligidos con
la tristeza de la patrona. Ya no canta más, ni juega con
los animales. ¿Qué le ha sucedido?
Ella estaba sentada fuera de la cocina, mirando caer
la tarde. El viejo gato había venido a rozarle los pies, y los
perros la rondaban ansiosos a la espera de una caricia.
Había en toda ella un cierto cansancio, un no sé qué de
desánimo, como si estuviera luchando con un problema
grave, de solución difícil. Intentó sonreír al pensionista.
— No es nada, pariente; uno está acostumbrado al
propio sufrimiento, pero cuando ve sufrir a una persona
próxima al corazón, de estima, nuestro sufrimiento es ma­
yor que el propio, ¿no es cierto?
— Sí, tiene razón, parienta, el sufrimiento de aquellos
a quienes queremos duele más que el propio. Y, si mal
le pregunto, y disculpe, ¿a quién ve usted sufrir, que tanto
la aflige? ¿Recibió noticias del norte?
— No, don Lau, del norte no, es por el n iñ o ...
— ¿Justino? ¿Qué^anda haciendo el muy pillo que la
molesta tanto? ¿Desobediencia o mala educación?
— Nada de malo, no. El niño es tan bueno, que de
tan bueno me duele el corazón verlo dormir en aquel puen­
te, al relente. ¿Usted pensó en eso, pariente? ¿Y cuando
lleguen las aguas? Y ellas algún día llegarán. Hasta me
pareció ver nubecitas del lado de la sierra, y el río va a
su b ir...
Tragó en seco, haciendo fuerza para no llorar ce'rca
del amigo.

74
— Sí, parienta, usted tiene razón, él no puede quedar­
se allá ¿y ése es el motivo de su sentimiento, de su tris­
teza?
—S í . ..
— Y usted, con su bondadoso corazón sufre tanto que
hasta adelgazó.
— Necesito un chico para los mandados, para cuidar
de los animales, y cuando venga la lluvia replantaré la
huerta. ¡Uy, vamos a tener mucho trabajo!
— Así es, tiene mucha razón.
Esperaba pacientemente la vuelta que doña Severlna
estaba dando al asunto, para solucionarlo.
— Allí, en el fondo del barranco, hay una choza descu­
bierta pero fácil de ser arreglada. Uno o dos días de tra­
bajo, un puñado de sapó, y quedará como nueva. Alcanza
bien para dos redes, visto que él no querrá separarse de
Chico Cegó. El viejo, pobreclto, no dará trabajo alguno.
Hasta nos alegrará con su musiquita.
Don Lau comprende la delicadeza de corazón de doña
Severlna, que esconde su cariño, su bondad, atrás de la
pretend'da necesidad de los servicios del niño.
— Espléndida idea, una mano lava la otra, usted recibe
su servicio — servicio pequeño, que el niño hace jugan­
do— , y en cambio le da abrigo y comida. Y, piense. . .
¡también cariño!
Ansiosa, con expresión todavía inquieta, le pregunta
doña Severlna:
— ¿Saldrá bien?
— ¿Y por qué no? Ya verá como todo sale bien, ni
precisa preocuparse con el tema. A ellos les va a gustar
mucho la idea. Un regalo caído del cielo. Ahora, parienta,
no se preocupe más ¡mire que adelgazar por tan poco!
¡Por un asunto que se resuelve en un minuto!
— Gracias, don Lau, Dios le pague; entonces mañana
mismo voy a conversar con el ciego y con el niño. Usted
sabe, él no tiene padres, y el ciego es casi un pariente,
como un padrino para él.
— Ahora voy a beber mi cafeclto más en paz, estaba
pensando que su sufrimiento tuviese peores motivos.
La noche descendió, millares de estrellas espiaron la
tierra. Alrededor todo dormía menos doña Severina. Ella

75
í
no veía la hora de que llegara la mañana para conversar
con el niño.
Los gallos cantaron en las quintas, los pájaros anun­
ciaron el día. El sol apareció, enojado, con su ojo rojo.
Ni bien nació el día, doña Severina ya estaba de pie, en la
cocina, preparando el cuscuz. Quería agradar al niño.
Cuando él apareció, con Pitó a su lado, doña Severina lo
recibió con una ancha y alegre sonrisa.
— La bendición, doña Severina.
— Dios te bendiga, Justino ¿dormiste bien? ¿Y el
ciego?
— Va bien, doña Severina; mandó decir que Dios le
pague por la comida que le envió.
— Toma tu café, el cuscuz está caliente, sabroso. Hoy
tenemos mucho que hacer.
— Sí, señora— tímido, como sorprendido, pues aún
no se acostumbró a la idea de la comida diaria, mira las
frutas y el abundante trozo de cuscuz.
Pito, sin ninguna ceremonia, lamía el fondo de su
escudilla. Sentíase en casa, había engordado, el pelo le
relumbraba, el lomo estaba lleno, la vida le corría como
un lago manso.
Doña Severina miraba la escena, veía al niño llevar­
se el jarro a los labios, sorber el café, engullir el cuscuz,
y al perro lamer su escudilla, en un acto tan rutinario que
parecían haber nacido y creado raíces allí mismo. Todo
había tomado otro color después de la conversación con
el amigo. ¿Cómo había sufrido de esa manera, siendo el
caso tan fácil? ¿Acaso no bastaría abrirle su corazón al
ciego para enterarlo de sus deseos?
— Justino, ¿vamos?
— Sí, señora.
Toma la cesta y echan a caminar bajo el sol fuerte.
Pitó, después de una última lamid^ a la escudilla, se pone
a caminar detrás, con el rabo levantado, señal evidente
de que se siente feliz.
Todo está b ien ...

76
VIII

En esos días una noticia había corrido por el sertón,


como fuego en un pajar. Difundiérase por la ciudad, traída
por los retirantes llegados del sur, en dirección al norte, en
tierras más prósperas, menos secas.
Ni bien llegaban y ya querían partir, como empujados
por una fuerza mayor. Hasta se notaba en esa ansiedad
un algo de felicidad, de alegría, de esperanza. Afligidos,
esperaban el examen médico, recibían alguna ayuda y lue­
go seguían camino. Ni siquiera la feria los detenía, los
prendía a la ciudad.
Chico Cegó esforzaba el oído para recibir las noticias,
quería saber qué era lo que ponía en el aire ese alborozo,
algo del invierno en que los pájaros hacen los nidos. Sen­
tado en su rincón, afinando la viola, trataba de escuchar.
Hacía días que venía sintiendo en el aire ese desajuste.
Intentó saberlo a través del niño, pero Justino, sumer­
gido en su propia vida, en su felicidad, no sentía nada.
¡También!, hasta entonces poco conociera él de la vida,
de la ciudad, preso siempre en las tareas diarias... nada
escuchaba y menos conversaba. Era tan grande su alegría
interior* tan nueva, que le ocupaba todos los sentidos el
saborearla. Chico Cegó, desde su ceguera, se había acos­
tumbrado a participar de todo lo exterior, se interesaba
por los problemas ajenos para desembarazarse de los pro­
pios. Captaba trozos de conversaciones y los iba juntan­
do. Le gustaba ese juego que le afilaba los sentidos.
Por la mañana, cuando Justino lo dejaba con su viola,
algunos niños retirantes sin ocupación se juntaban por
allí, para escuchar sus canciones. Después, algunos ha­
cían preguntas, daban informaciones. Y él se enteraba de
los movimientos de los retirantes, de dónde venían, adonde

77
iban, de la sequía tan dura de las fazendas, del ganado
que se moría, de los pobres medieros abandonando sus
tierras.
Por la noche, bajo el puente, contaba a Justino todo
lo que escuchara... siempre traía una u otra novedad.
Era el momento de paz, de intimidad.
Cierta mañana, un retirante que viniera dos o tres ve­
ces a escucharlo en los días anteriores, se sentó a su
lado, le ofreció un cigarro de chala y buscó conversación.
Chico Cegó lo reconoció por la voz, pues ellos ya habían
cambiado algunas palabras, y el retirante hasta le había
pedido que tocara cierta modinha.
Fumaron quietos, uno al lado del otro; después de
algunos minutos el retirante le dijo:
— Discúlpeme, amigo, pero ¿usted es ciego de naci­
miento, o de enfermedad adquirida?
— Por un desastre; a los diez años, en una retirada
de mis padres. Alcancé a ver las cosas, el cielo y las flo­
res. Vi a mi madre.
— Pues quiero decirle una cosa: el sufrimiento que más
pena me da es el de la ceguera. Hay en este sertón, ade­
más de Croibero, un beato, padrino de los miserables,
como el padre Cicero, que distribuye sus favores.
— ¿Cómo dicé?
— Lo que le afirmo, el padim 1 hace milagros, cura cie­
gos y paralíticos.
— ¿Eso es verdad?
— Tan verdad como ese sol que me alumbra. Usted
puede creerme, porque es lo que la gente sabe, y la voz
del pueblo es la voz de Dios. Todavía más .. .él recorre
este sertón con un montón de gente detrás, buscando un
lugar prometido, donde hay agua y comida, la sequía no
quema todo, y el sol es suave.
El ciego prestaba atención a lo que le contaba el
retirante. Todo aquello le sonaba como una promesa cum­
plida, iba a terminar la desgracia del sertón y de las pobres
retirantes. Una duda todavía lo asalta:
— Usted no está inventando, ¿no?
— Puedo jurarlo, compañero ¿acaso iba a engañar a
un pobre ciego? ¿Qué ganaría con eso? Me iré detrás de

1 Padim: padrino, bienhechor; santón en ciertas regiones. (N. T.)

78
él porque ya nada me ata a estos lugares. La sequía me
llevó todo, la plantación, mi mujer, mi hijo pequeño. Estoy
so lo en este mundo, hermano, sin acompañantes.
— ¿Y anda muy lejos ese santo, el padim ?
— ...padim Benedicto de la Buena Fe; no, no está
muy lejos, dicen que es por el lado de Campo Grande,
s e rtó n afuera. No tiene posada porque camina con los fie-
tes detrás, buscando una tierra buena, la tierra de la abun­
dancia.
Callaron los dos; pasó gente y se entrecruzaron vo­
ces. A lo lejos, dos muchachos peleaban, algunos niños
lloraban. Cada uno de ellos, el ciego y el retirante, sumer­
gidos en los propios pensamientos, unidos por la idea de
un pai-de-santo, haciendo milagros. Ciegos que pudieran
ver la luz del sol, paralíticos que ya no se arrastraban por
los caminos. Y el milagro mayor, magnífico, el de las
barrigas llenas...
Finalmente el retirante, con miedo, le pregunta bajito:
-—¿Por qué no pide el milagro? Dicen que el beato
no se niega a nadie, es ,el padrino de los pobres, de los
que sufren.
— ¿Se rá ' posible?
— Es necesario tener fe.
— Yo tengo fe, ¡y mucha!, de volver a ver-el cielo, las
flores, ya hasta olvidé cómo es el azul. ¡Hace tanto tiempo!
— No cuesta nada intentarlo, compañero.
— ¿Cómo se llama usted?
— Chico Cegó, cantor de viola, para servirlo.
— Allí adelante, oí contar, los ciegos v e n ... los cojos
cam inan...
El ciego bebía sus palabras, lo buscaba con los ojos
marchitos como si el milagro se realizara allí, en la feria,
con la simple mención del santo.
— ¿ . . .y entonces?
— D icen ... todavía aho ra... allí mismo hablaban que
él puso la mano sobre los ojos de un niño ciego y él salió
viendo, ¡fue un alborozo! Después, le dijo al paralítico:
“ Anda” , y él caminó sin tropiezos. Y aun dicen más, cuen­
tan de una tierra que él conoce, que se le apareció en
una visión, con los árboles cargados de frutos, nunca falta
el agua helada corriendo por entre las piedras. Es el pa­

79
raíso que dicen que el Señor Buen Jesús de la Lapa pro­
metió a los pobres.
— ¿Cierto?
— Algunos dijeron que la leche es dulce, que los niños
y el ganado son gordos. El verde del pasto se pierde de
v is ta ...
— ¿Todos pueden llegar hasta el santo y hablarle?
— Sí, todos, primeros los más sufridores, los más po­
bres, aquellos que nada tienen de suyo a no ser el dolor,
él es de los pobres.
Una vez más callaron. El mismo pensamiento los
unía; ¿iría a terminar el sufrimiento de los pobres? ¿Al­
guien cuidaría de ellos, aliviando su sufrir?
— Amigo — pregunta el retirante— , ¿cómo transita us­
ted por ahí? Disculpe la pregunta, no es curiosidad. Es
interés de hermano.
— Tengo compañero, un compañerito — el rostro del
ciego se iluminó, se desbordó su contentamiento al de­
cirle eso— . No estoy solo, tengo compañero.
— Ah, entonces no está totalmente en la oscuridad,
quien tiene un compañero tiene un o jo ... ¿Es su hijo?
— No, es un niño retirante, huérfano de padre y madre.
— A usted le será fácil ir al encuentro del beato. Hasta
mañana — despidiéndose del ciego— , de aquí a mi abrigo
es lejos. Voy al Puesto para ser vacunado.
— Hasta mañana, si el Buen Jesús así lo quiere, vuelva
para que sigamos conversando otro poco. Una última pre­
gunta, ¿cuándo partirá usted?
— Pasado mañana, quizá. Estamos arranchados 2 en
el campo. Unas señoras de allá dan de comer a los niños
y a las mujeres, unas veinte personas. Venimos de Jatobá
Grande. Una miseria, compadre, los niños están muy cai-
ditos, ¡es mejor no tener ojos para ver tanto sufrimiento,
aprieta el corazón más duro! Los niños más pequeñitos
pidiendo de comer, gimiendo de hambre, hasta morir por
los caminos. Miseria, sólo miseria, don Chico.
Se había levantado de la piedra en que se sentara y
hablaba con el ciego, medio manso, como quien ya^desis-
tiera de luchar contra todo sufrimiento y lo aceptara a sí
mismo, juntándolo a la propia vida, compañera inevitable.

2 Arranchados: reunidos en ranchos. (N. T.)

80
— Muchos desisten, vuelven, otros van en busca del
beato para recibir su bendición, sanar de algún mal; com­
pañero. .. es la vida. Adiós.
— ¿Usted está en el campo, cerca de Santa Cruz?
— Sí, allí mismo.
— ¿Cómo se llama?
— Ah, olvidé decirlo, disculpe. Venturino, su servidor.
Venturino... mi madre no sabía de los caminos de la vida
cuando me dio ese nombre. “ Desgraciadito” , así debía
de haberme llamado.
— No hable así, compañero, yo no lamento mi suerte,
me entrego todo al Señor Buen Jesús de la Lapa.
— Tiene usted razón, no sirve de nada quejarse; hasta
mañana entonces.
La viola dejó escapar algunos gemidos tristes acom­
pañando las palabras del pobre desdichado. Para el ciego
era como un ser vivo participando de su tristeza.
El día proseguirá su curso; sin embargo para el ciego
las horas parecían estar perezosas, ya que nunca pasaban.
Las conocía por el movimiento de la feria: débil, por la
mañana bien tempranito, cuando a ella llegaban encon­
trando a los vendedores; allá; por las nuevas horas, más
fuerte; y después el grito, el arrastrar de los cestos, el
movimiento de los feriantes que partían.
Chico Cegó no veía la hora del atardecer, cuando se
recogía bajo el puente, que ahora le parecía un protector,
allá a lo lejos. Donde él y el niño cambiaban más palabras,
tímidas y blandas, llenas de amistad.
Hoy el ciego esperaba afligido la llegada del niño
para contarle la gran novedad, que le henchía el corazón
de esperanza. Quizá el niño, en la pensión, hubiese oído
hablar sobre el beato que distribuía bendiciones a manos
llenas al pueblo desdichado.
Conversaría mansamente con el niño, pero sobre su
deseo de partir, de ir en busca de la gracia, no diría nada.
Necesitaba pensar, madurar la ¡dea; podría no ser verdad,
no salir bien. Escucharía más conversaciones, muchos re­
tirantes venían a sentarse cerca de él, para disfrutar sus
canciones.
La partida, así dijera Venturino, sería solamente el fin
de semana, dentro de tres días; ya muchos retirantes es­
taban con disentería en el campo. No soportarían la cami-

81
ñata en medio de esa sequía que no tenía fin. Él intendente
había dado orden de que los alimentaran por cinco días,
y que después partieran. La intendencia de la pequeña
ciudad no podía alimentar a todos los retirantes hambrien­
tos que pasaran por ella.
Chico Cegó no estaba acostumbrado a tantos pensa­
mientos. La vida era siempre igual para él — comer, cuan­
do había para comer, beber, si encontraba agua, y descan­
sar en algún lugar más agradable— ; lo que era constante
en su vida era la ceguera, cuyo dolor él comunicaba a su
viola.
Así, casi con miedo, dejaba que su pensamiento rozara
la idea. Todavía no había logrado creer enteramente en
las posibilidades de esa felicidad, esa de que le hablara
el retirante.
En la noche, extendido en su red, en la paz del puente,
pensaría mejor en todo lo que escuchara y llegaría a una
conclusión.
Finalmente, la tarde descendió y con ella el niño, ale­
gre como siempre, desde que se pusiera a trabajar. Le
traía mandioca cocida y carne asada. El día fue bueno,
había hecho pequeños trabajos para doña Severiná, y le
había contado mientras ella cocinaba, de su papagayo
que le llamaba: “ Ju s tin o ... o h ... oh” .
Le extrañó encontrar distinto al compañero, acostum­
brado como estaba a verlo siempre tocando por el camino,
mientras regresaban. La caminata hasta el puente siempre
era alegre, cambiaban ideas sobre los pequeños aconteci­
mientos, sobre lo que cada uno escuchara en su trabajo.
Sin embargo, hoy el ciego caminaba callado, pensativo.
A Justino le parecía que algo estaba por pasar, y su cora­
zón trancó la alegría que venía sintiendo. Pitó, presintiendo
algo, vino agitado, listo para gañir y llorar.
El sol castigaba la tierra, ni sol ni nubes indicaban
lluvia. Por el camino afuera de la ciudad, encontraron
a los retirantes macilentos, desanimados. Ellos, los dos
compañeros, ya habían adquirido cierto aire de ciudad, de
quien tiene el estómago lleno y un rincón seguro para
dormir. Llegados al puente, extendidos en la red, descan­
san. El ciego saca del bolsillo su vieja pipa de barro, la
llena con el tabaco que antes prepara en la palma de las
manos, con cariño, lentamente, saboreándolo con el tacto.

82
La pipa es su gran alegría, su único lujo, y él lo re-
rva para fumar allí en el puente, en su hora de paz con
p ! niño Eso siempre le da la sensación de estar en su
rasa niño todavía, junto a la madre y al padre, viendo
esconderse el sol. Pitó restrega el hocico en la vasija
con agua y permanece feliz. Barriga llena, indiferente a
los problemas que lo rodean, no quiere otra cosa que aquel
cariño de barro con olor fuerte y acre, medio podrido.
Justino, sin saber qué pensar, mira por entre los vahos
del puente un trozo de cielo y sueña con la lluvia cayendo
y penetrando la tierra por sus mil bocas, y de pronto, vol­
viéndose todo verde. Entonces no habría más sequía.
•Por qué estaría triste el compañero? ¡Cuántas cosas nue­
vas había visto y aprendido en la ciudad! A contar, a lidiar
con el dinero en las compras, a dar recados. Sabe que
aún podrá hacer más cosas. Cierta vez un pensionista lo
había llamado para preguntarle si sabía leer. Si sabía, iba
a darle un trabajo para la parte de la tarde que tenía libre.
Necesitaba de un niño para hacer algunas entregas, y ha­
bía pensado en Justino.
Además, si supiera leer y contar mejor, podría hacer
solo las compras para doña Severina, que se cansaba tanto
en la feria.
— N iñ o ...
Él salió de su sueño al escuchar la voz del ciego que
lo llamaba.
— Niño, tú que andas por ahí, ¿escuchaste alguna
cosa?
— No, señor.
— ¿Nada oíste de nuevo, de alborozado?
— No, señor.
— Parece que apareció en el sertón un santo, un bea­
to, padrino nuestro, para ayudarnos, trayendo esperanza
para los pobres que sufren hambre, sed, males del cuerpo,
ceguera.
— ¿De verdad?
— Sí, y va a llevar a la gente a un lugar lindo, donde
hay abundancia, y los niños podrán engordar, con las
barriguitas llenas. Ya no necesitarán más pedir para
comer.
— ¿Usted escuchó contar todo eso?

83
— Sí, un compañero se sentó a mi lado en la feria y
me dio la noticia. Él irá a buscar al beato.
La noche había descendido del todo; por los arcos
del puente Justino ve una estrella, una sola parpadeando
casi risueña. Le parecía que era su amiga, una vieja co­
nocida. Chico Cegó se extendió en la red. Pitó silencioso,
feliz.
IX

Aquella noche fue de grandes preocupaciones para


doña Severina que ni consiguió dormir, pensando y vol­
viendo a pensar en el asunto. Necesitaba conversar con
el ciego, quería saber su opinión, antes de hablar con el
niño. Así le había aconsejado su pariente, el viejo don Lau.
Éste le había dicho: “ primero es necesario hablar con
el viejo, conocer su destino, después con el niño” .
Había madurado la idea durante el sueño y al ama­
necer ya sabía cómo debía proceder. Nada de precipita­
ciones, para no perder la partida.
— ¿Qué le parece a usted — le preguntó al pariente— ,
cuál es su opinión?
— No se preocupe, parienta, estoy seguro de que a él
le va a gustar la invitación; ¿a quién no le gusta tener un
rinconcito suyo donde descansar los huesos? El ciego ya
ha vivido mucho, debe de estar cansado de desgracias y
caminos.
Doña Severina sentíase confiada, hasta alegre. Tener
un rinconcito suyo donde recogerse por las noches y es­
cuchar caer la lluvia, gota por gota, canturreando, es cuan­
to desea el hombre además de la amistad. La amistad, un
gran bien, casi tanto como la lluvia.
V amistad es lo que no le faltará al niño, piensa mien­
tras se levanta a preparar el café y el cuscuz, en tanto
espera a Justino. Había preparado un plan para conversar
a solas con el ciego. Fue difícil, pero después de mucho
pensar terminó por escoger ése como el mejor.
Después de las compras, que apresurara un poco por
!a impaciencia de despachar al niño y quedar a solas con
el ciego, le había dicho a Justino:

55
— Tú ve adelante llevando las compras, el feijáo ya
está en el fuego. No lo dejes quemar. Echa agua caliente
de la pava si es preciso. En seguida iré yo, todavía tengo
que quedarme un poco por aquí, para conversar con una
comadre.
Justino no desconfía nada y sigue apresurado su ca­
mino, pensando en cumplir bien las órdenes para ser agra­
dable; así puede tener la seguridad de que estará siendo
útil, agradecido a la bondad de la patraña.
Doña Severina sigue en dirección al sonido de la
viola, que gime su tristeza. Va repitiendo mentalmente lo
que pretende decirle al ciego, cómo exponer su defensa.
Ni ve a las conocidas, a las feriantes que la saludan. Todo
le pasa inadvertido.
— Buen día, Chico Cegó.
— Buen día, señora.
Con su extrema sensibilidad, advierte la ausencia del
niño. Deja de cantar y disminuye el acompañamiento de
la viola, levantando hacia lo alto los ojos marchitos, mien­
tras pregunta:
— ¿Y el niño?
— Fue para casa, lo mandé llevar las compras porque
quería hablar con usted...
— ¿Sucedió alguna cósa? El n iñ o ...
— No, nada, quédese tranquilo que el niño está bien,
es q u e ... — tartamudea, le cuesta elaborar su pensamiento
para expresar con él lo que pasa en su alma. Y sin em­
bargo, ya tenía todo preparado. El ciego había dejado de
tocar y esperaba pacientemente lo que iba a escuchar,
seguro de que era una conversación seria, como para mu­
dar su destino.
— Bien, Chico Cegó, he pensado mucho en usted y
en el niño, durmiendo allí bajo el puente. Por lo que se
ve, van a llegar las lluvias. Y después de esta sequía ven­
drán fuertes. Ya he visto las aguas subir arriba de los ba­
rrancos y arrastrar el puente. Los de allá no pasaban para
acá. Las aguas llegaron hasta el campo. Por ahí usted
puede ver cómo son ellas, demoran en venir pero cuando
vienen arrasan con todo.
El ciego esperaba atento la explicación. Sabía que la
exposición proferida con voz trémula, excitante, era una
preparación para el asunto. Doña Severina respira hondo,

86
intenta ablandar las palpitaciones del corazón inquieto y
p ro s ig u e ^ ^ pensando en usted y en el niño, cuando
llequen las aguas. Ahora es casi agradable dormir en el
puente, con este cielo lleno de estrellas, en la paz de los
campos, con las luciérnagas, ¿pero después? ¿Con las
aguas subiendo cada vez más, hasta alcanzar a los dos?
Esperó la respuesta del ciego.
__Sí, señora, tiene razón, yo ya había pensado en eso.
Estoy sintiendo que las aguas llegarán en seguida.
Con esa afirmación, doña Severina adquiere más fir­
meza.
— Pues entonces, yo creo que usted y el niño necesi­
tan un techo, un abrigo, cuando vengan las aguas. Allá en
casa tengo una cabaña en el fondo, sin techar. El niño
podrá cubrirla y así los dos tendrán un techo que, aunque
pobre, será seguro.
Se detuvo. Lo había dicho todo, ahora estaba en las
manos de Dios y del ciego. ¿Y si él no estuviera de acuer­
do? El corazón le saltaba en el pecho, otra vez perturbado.
El silencio se había extendido, prolongándose. Los
dos allí, frente a frente. El ciego había bajado la cabeza
sobre el pecho, encogido en meditación.
— ¿Y, Chico Cegó, le gustó la ¡dea?
— Como gustar, sí, me gustó, usted es muy buena,
señora. Es un ángel que descendió en el camino del niño,
él quedará en buenas manos.
— Don Chico Cegó — doña Severina respira mejor— ,
usted no comprendió, no precisa preocuparse, todo conti­
nuará igual para usted y para el niño. Sólo hago esto pen­
sando en el tiempo de las aguas, ellas vendrán en seguida,
ya que la sequía duró demasiado.
— Ya sé, ya sé — la voz trémula del ciego apenas le
salía de la garganta— . Él va a quedar en buenas manos,
bien abrigado; eso ya me andaba quitando el sueño, ahora
me voy en paz.
— ¿Entonces, usted no viene con nosotros?
— Señora, no se moleste, yo tengo otro destino, pre­
ciso partir.
¿Para dónde, por qué?, si puedo preguntar.
¿Usted oyó hablar de un santo que devuelve la vista
a los ciegos, y hace andar a los cojos?

87
— ¡N o !... — forzó la memoria para recordar alguna
conversación de los pensionistas o algo escuchado en la
feria— . No, no sé nada. ¿Por dónde andará él?
— Por esos caminos de Ceará, distribuyendo sus do­
nes. Así me contaron los retirantes que lo vieron. Voy
a buscarlo. La voz del ciego se había afirmado, su rostro
adquiría paz, serenidad. Voy a buscarlo, ya me siento
próximo al beato, la caatinga me hace señas. Me gusta
sentir a la tarde el olor acre de la tierra calcinada, escu­
char la voz de la soledad, correr por ese suelo, escuchan­
do cantar al ¡uriti. No nací para criar raíces, señora, soy
libre como el viento. Dios le pague.
Doña Severina oía las explicaciones y pensaba en sus
planes deshechos, ¡tristeza de no esperar más al niño con
el café y el cuscuz, de las conversaciones mientras traba­
jaban juntos en la huerta!
¡Cuántos sueños vanos! Ya había hasta preparado la
paja para que él tejiera un sombrero. El ciego irguió los
ojos inútiles hacia el cielo y exclamó:
— Sol fuerte, quemador éste, ¿sabe, señora?, estoy
pensando que es mejor que el niño quede aquí en la ciu­
dad con usted, que le quiere bien y le brinda comodidades.
La sequía es muy dura, y él es muy débil. Me daría pena
verlo por el camino ahora que está criando carnecita en
los brazos y en las piernas. Era puro hueso, daba pena
verlo. Ahora come todos los días, bebe agua.limpia, ten­
drá su red para dormir, si las lluvias llegan estará abrigado
bajo un techo de paja. No es bueno para un niño andar
por esos caminos ásperos y sécos.
La voz del ciego era trémula como la cuerda de la
viola. Apretada en la garganta, parecía no querer salir.
Paró, tosió para disfrazar los sollozos secos y ásperos
como los caminos, de quien no está acostumbrado a llorar.
— ¿Usted piensa así?
— Sí, señora, le hablo con el corazón en la mano, yo
iba a partir solo — aún encontró coraje para mentir— . Iba
a partir solo, porque el niño me incomodaría. Usted cui­
dará bien de él, lo sé.
— En cuanto a eso puede ir descansado pero, ¿cómo
se arreglará sin compañero?
— Para todo se encuentra solución, patrona, en este
mundo hay muchas almas buenas dispuestas a ayudar a

98
. re ciego. Mucha gente, muchos retirantes van en
un P del beato Alguien tendrá compasión de un pobre
c E o V me llevará de compañero^
c y __Me quedo pensando en usted, solo.
__No se preocupe por eso, señora, soy ciego desde
los diez años, desde cuando perdí padre y madre estoy
eoio Yo y mi viola.
Ei silencio cayó entre los dos, cada uno entregado a
sus pensamientos. El sol aprovechó la ocasión y los cas­
tigó duramente. El ciego continuó hablando con su voce-
cita temblorosa. L 4 .
__Esta peste de sol caliente es bravo hasta hacer
doler. ¿No te cansas de quemar así? Ya es hora de parar
con tu maldad.
Después, más en paz, como si hubiese lanzado contra
el sol toda su inquietud:
— El niño queda en buenas manos.
— El niño no lo dejará partir — dijo doña Severina,
explicando sus pensamientos— . Él está muy apegado a
usted.
— Déjelo por mi cuenta, no le diga nada. Cuide de
él como de un hijo, él se lo merece. Dios se lo pagará.
— Amén. Puede ir en paz, yo cuidaré de él; y cuando
usted vuelva de los sertones la choza estará a su espera.
Sólo deberá venir aquí, a la feria, y nos encontraremos.
Voy a guardar al niño para usted. Mientras tanto será mí
compañero. ¿Puedo preguntarle, sin apresurarlo, cuándo
partirá?
— En seguida, antes que el santo se distancie mucho
por esos sertones.
— Voy a prepararle un morral con fariña y rapadura,
carne seca también, todo para el viaje. Que Dios lo ben­
diga, que bien lo merece, y si encuentra al santo pídale
la bendición.
— Está bien.
El ciego afinó la viola, y cantó. La voz le salía áspera,
difícil, doña Severina tomó la punta del chal que le cubría
los hombros y con ella se secó los ojos. ¡Qué tristeza!
También, ¿por qué no llovía?
Apresuró el paso, ya que se había atrasado mucho
con la conversación, iba con el corazón en paz, pues el
niño iba a quedarse con ella. Sentir pena, sí, la sentía,

89
era natural; lamentaba la partida del ciego, pero pensando
bien, peor sería que el niño anduviera por esos caminos
afuera, por el desierto en fuego. Y justo ahora, cuando
ya se había acostumbrado al café, la rapadura, la carne
seca, el cuscuz.
Con esa idea se tranquilizó su corazón contraído por
la tristeza del ciego. Al llegar a su casa encontró a Justino,
que ya había atizado el fuego, llenado los recipientes con
agua, y guardado las compras.
Pitó, como dueño del fondo, corría atrás de un.pollito.
El papagayo, que había vuelto al oscurecer en busca de
la seguridad de su abrigo, batía las alas y berreaba: “ Do­
ña Severina, doña Severina” .
Apresurándose con el café, pues ya el agua burbu­
jeaba en la pava, comentó alegremente:
— Me demoré, pero ya tú adelantaste el trabajo. Así
está bien, muy bien. Ahora vamos a tomar c a fé ... — y
le parece que ése es el primer día de una nueva vida.
Chico Cegó siente retirarse a doña Severina, sigue
sus pasos hasta que se mezcla con los de la feria.
Se acabó, piensa, nada más le resta, a no ser la
ceguera y la viola. No tiene deseos de cantar, la garganta
está apretada, la lengua seca, la cabeza latiéndole. Lo
invade una gran tristeza: poseía un tesoro e iba a perderlo
Ahora, sí, sentíase ciego, y ciego por segunda vez. Pun­
tea la viola, ésta nunca lo dejará porque es una fiel amiga.
Llueva o haga sol. Canta, y su canto es triste.
— Hoy usted no quiere saber nada con la alegría, ¿no
es verdad?, su viola llora.
Chico Cegó reconoce la voz del retirante que se hi­
ciera amigo suyo. Siempre venía a darle un rato de charla,
a cambiar ideas respecto al tiempo, la feria, la vida.
— Sí, como lo está viendo, compañero, a veces uno
arroja para afuera las tristezas. Ellas, si se quedan presas,
revientan el corazón.
— Usted por lo menos tiene la viola para distraerse,
pero quien como yo es solo y ni sabe can tar...
Los dos silencian, sin embargo la tristeza los une más
que las palabras.
— Señor — pregunta Chico Cegó— , ¿usted cuándo
parte?

90
__Mañana temprano. Vine para despedirme. No quise
partir sin darle mi adiós.
K __¿Son muchos los retirantes?
__Unos dieciocho. Algunos quieren quedarse, buscar
empleo, los jóvenes sobre todo. Dos o tres. A lo mejor
por los caminos se junte alguno más.
— ¿Todos van de viaje en busca del beato?
— Sí, todos. Venimos huyendo de la sequía, pero
nuestro destino es el santo. Todos desean alguna cosa.
Solamente yo no deseo nada, voy por ahí, por i r . ..
Chico Cegó había dejado de tocar y escuchaba con
atención lo que le decía el retirante.
— Si mal le pregunto, disculpe, ¿entonces, ya que va
sin destino, no me quiere llevar por compañero, que estoy
lleno del deseo de ir?
— ¿Y el niño? ¿Él no va de compañero? ¿Sucedió
alguna cosa?
— No, no. Él se queda porque consiguió un empleo,
una conocida le va a dar casa y comida a cambio de al­
gunos pequeños serviciós.
— ¿Y usted se va a arriesgar a aventurarse así?
— Desde que entré en mi ceguera, en mi oscuridad, es­
toy solo, ya me acostumbré con ese destino. Siempre
encuentro por estos caminos alguna alma buena que me
presta su visión. Y para comer, gano dinero con mi viola.
— Pues en esta jornada cuente conmigo. Ya le dije,
estoy sin nadie, podemos juntar nuestras soledades. Ma­
ñana vamos a partir, ¿está bien? ¡Iremos con la leva de
retirantes a Canindé!
— Dios le pague, ¿pero no voy a incomodarlo? Sólo
esto le pido: que el niño no sepa de nuestro trato. Mañana
temprano estaré aquí con lo que es mío, la viola y mi
ceguera.
— Pues entonces nos encontraremos. También vendré
temprano. ¿Tiene usted comida para el viaje?
— Sí, esa señora me prometió víveres.
— Entonces, hasta mañana.
— Hasta entonces, si Dios quiere.
El día transcurrió normalmente, sin alteraciones. Ni
lluvia, ni viento, y el sol inclemente como siempre. El
corazón del ciego, sin embargo, estaba dividido entre dos

91
sentimientos: la tristeza de dejar al niño, y la esperanza
de curar, de volver a ver.
Justino, a su vez, tuvo un día pleno, había trabajado
con placer, viendo a doña Severina nuevamente contenta,
feliz, hasta cantando modinhas. Había llegado la hora de
dejar el trabajo e ir al encuentro del ciego, cuando ella lo
había llamado para comer.
— Justino, quiero hablarte — le dijo ella, mientras pre­
paraba la comida para ios pensionistas.
El niño se asustó, dejó sobre el plato la cuchara que
ya se llevaba a la boca. Estaban acostumbrados a conver­
sar mientras hacían sus trabajos, pero hasta entonces ella
nunca le dijera así: “ Necesito hablarte” .
El cambio de ideas giraba siempre en torno a los pro­
blemas diarios, de los animales, de lo que habían visto
en la feria, un acompañamiento agradable para el trabajo,
y el café, para las compras. ¿Qué habría hecho de malo?
¿En qué la habría disgustado, ella tan buena, que ahora
era preciso llamarle la atención?
Justino intenta recordar sus actos.
Doña Severina notó el aire asustado del niño.
— Come tu comida, no tienes que asustarte, no es
nada malo, sino algo muy bueno lo que voy a decirte.
Justino vuelve a su comida, más sosegado, pero toda­
vía inquieto. Todo lo que alterara el equilibrio actual de
su vida le daba preocupaciones. Se había apegado a la
rutina cotidiana y ella le era muy agradable.
— Justino, he pensado en la lluvia, el invierno llegará
pronto, no es posible que tanta sequía continúe así. Eso
tiene que tener un final. Cuando lleguen las aguas tú y el
ciego deberán mudarse del puente. Entonces... — y a los
tropezones, más conmovida de lo que desea aparecer, le
hace su proposición.
Termina:
— Sabes, hay que cubrir solamente con c/’pó la cabaña
y ella quedará bien, allá podrás armar las redes para ti y
para el ciego, y ella abrigará más que el puente. He visto
nubes, señales de lluvia, éste es el momento de pensar
en eso. Después, además de trabajar para mí podrás con­
seguir algún otro trabajito por ahí, y con el dinero que
ganes te comprarás nuevos pantalones.

92
Justino había dejado de comer, cabeza baja, sin saber
cómo reaccionar ante tanta felicidad. Su capacidad de
s e r feliz tal vez fuese pequeña, o mejor dicho, aún no
explotada. Tiene deseos de llorar, pero sabe que doña Se­
verina podrá tomar mal sus lágrimas de alegría, de paz.
Necesita decirle a la patrona palabras de agradecimiento,
pero su garganta está contraída, las palabras no salen.
— ¿Qué es eso? ¿No te gustó la idea? Nada te obliga
a aceptar, fue solamente una idea mía.
Justino apoya la cabeza en los brazos y se echa a
llorar. Lágrimas gruesas le corren por el rostro. Los so­
llozos lo sacuden.
— ¿Qué es eso, muchacho, lloras?
Parada frente al niño, con las manos en la cintura,
toda ella era la imagen de la interrogación.
— Es q u e ... es q u e ... usted es muy buena. Dios le
pague.
Doña Severina respira aliviada.
— ¡Bueno, bueno, qué susto me diste!, pensé que no
aceptabas mi oferta. No veo motivo para tantas lágrimas.
El niño toma la cuchara y recomienza a comer la co­
mida mientras da permiso a las lágrimas. Ellas descienden
abundantes, ahora llora por la madre, por el padre perdi­
dos, por los ásperos caminos, por el hambre, por la paz
que irá a probar. Se limpia la nariz en las mangas de la
camisa, más turbado que de costumbre.
Pitó, que a los primeros sollozos del niño se había
puesto a gañir desconsoladamente, al verlo comer, ya más
calmo, entiende que todo va bien y vuelve a su ocupación
predilecta: correr detrás de los pollos.

93
X

¡Hoy es el día, piensa Chico Cegó al abrir los ojos


a la claridad matinal cuyo calor él sentía, pero cuya luz
absolutamente no veía! Pero h o y ... y . .. listo. ¡Otra vez
solo! Yo y mi ceguera. Tocó al niño que aún dormía ovi­
llado con el perro a los pies. ¿Y si lo dejara ahora? ¿Qué
pensaría él al despertarse sin tener el compañero al lado?
¿Lo sentiría mucho? En seguida doña Severina lo conso­
laría. .. eso con toda seguridad. Diría que era mejor así,
que él, Chico Cegó, partiría en busca del b eato... Allí
en el puente le faltaba coraje, sería mejor cuando estu­
vieran juntos él, la patrona... Chico Cegó pica tabaco
lentamente, procurando solucionar el caso del mejor modo
posible, pero en todas las soluciones su corazón se con­
trae, pues en ellas sólo encuentra un mismo resultado, la
separación.
Eso le da mucha tristeza, la mayor que sintiera desde
que dejara la casa paterna.
¿Qué sería del niño, después de su partida? ¡Doña
Severina cuidaría de él como de un hijo! Entonces, real­
mente lo mejor era que se separaran, esa vida errante no
era buena para el niño. Mira a Justino con los ojos del
alma. Él se da vuelta en la red, molesto por el sol fuerte
que le golpea los ojo?. Todavía no ha despertado del todo.
Un día más, piensa el ciego, después necesitaré hacer
de tripas corazón... nada de flaquezas, él no debe
sospechar.
Pitó gime rascándose, aún está lleno de pulgas y de
garrapatas. Cuando las aguas lleguen, se sumergirá como
en un buen baño. Se rasca en la paja áspera de la red,
eso le proporciona un poco de alivio. El niño despierta
del todo. Se restrega los ojos enrojecidos castigados por

95
el sol fuerte. Toma el cuchillito de picar tabaco, que el
ciego le diera la víspera:
— Toma, niño, es tuyo — le había dicho— , eres niño
todavía y no debes fumar. Pero él también es bueno para
pelar frutas.
— ¿Y usted, señor?
— Bueno, yo me compraré otro en la feria, no te pre­
ocupes — Justino, mal despierto, lo toma en las manos y lo
examina, muy feliz.
— ¿Niño, ya despertaste?
— Sí, señor, la bendición.
— Sabes — le dice entre dos inspiraciones— , estuve
pensando, es bueno que lleves hoy tu morral. Ya tienes
casa, tú vas a techar la choza, ¿no es así?
— Sí, señor.
Acostumbrado a obedecer, junta sus cosas, se lava el
rostro con un poco de agua que trajera en una botella de
la pensión, pues hace mucho que el río se ha secado y se
siente más despierto, listo para iniciar un día que prometía
ser bueno, ya que tiene comida, trabajo y casa.
— Vamos — pregunta el ciego— , ¿estás listo?
— Sí, señor, y usted, ¿no lleva sus cosas?
—-Las llevo, sí, la viola, mi bastón y el morral. ¿Po ­
demos partir?
Caminan como siempre, aunque hay diferencias en
los corazones; uno va alegre y festivo, el otro llorando
desconsoladamente aunque sin derramar lágrimas. Indi­
ferente, la gente pasa y repasa, cada uno hacia su lucha
diaria. El calor continúa. La feria, antes de aparecer, se
anuncia por su bullicio, voces, gritos y olores diversos. Al
llegar allá se separan. El niño, como siempre, pide su
bendición.
— La bendición, Chico Cegó.
— Dios te bendiga, niño, y te haga feliz. Mira — el
niño se da vuelta, a la expectativa, esperando que el ciego
le diga lo que desea. El silencio se prolonga.
— ¿Decía usted, señor?
— Nada, no, puedes partir con la gracia de Dios y de
la Virgen María. Díle a tu patraña que ella es muy buena.
Debes quererla mucho.
— Sí, señor.
Camina ligerito, el morral en la cabeza, leve, más leve

96
muy buena...
— Puedes dejar tus cosas aquí en el rincón, después
de techar la choza llevarás para allá la canastita. ¿Está
bien?
Justino amontona sus cosas en el rincón y una idea
luminosa lo asalta. ¿Y si le pidiera a doña Severina que
guardara su santita en el oratorio? No podía dársela de
regalo, porque era de su madre, y si así procediera, para
él sería como quedar huérfano por segunda vez.
Aquella imagen tenía un poco de su madre, su ternu­
ra, su protección. Pediría solamente que la guardara junto
con los santos de ella, en el oratorio que viera en la sala.
Era un bello oratorio tallado, lleno de santos de colores.
Allá, la imagen quedaría bien.
Medio tartamudo, colorado, hizo su pedido.
— ¿Usted podría guardar mi santita en su oratorio?
Era de mi madre.
— Con todo placer, voy a guardarla para ti; un día,
cuando te cases — afirma examinando la imagen— te la
devolveré. Mira, vamos a colocarla en el oratorio, es muy
linda.
Abre el oratorio, aleja las imágenes y hace un lugar
de honor para la santita. Justino recuerda a la madre
rezando al anochecer, la campana de la fazenda tocando
el Ave M a ría ... el padre tocando el b u ey... o h ... o h ...
b u ey...
Doña Severina cierra el oratorio y lo llama.
— ¿Vamos? Es tarde.
Se sobresalta al escuchar la voz de la patrona. Toma
las cestas y la acompaña. Pitó, renqueando porque está
con una pata inflamada, va detrás.
Se hace necesaria la lluvia — dice doña Severina,
mirando el cielo en brasas— . Qué calor infernal... Ne­

97
cesitas cuidar a Pitó, ponerle creolina en los gusanos y
sacarle la espina de la pata.
Caminan como siempre, ella unos pasos adelante, ha­
blando sin darse vuelta, y el niño y Pitó detrás. Al aproxi­
marse a la feria algo extraño perturba a Justino, le falta
alguna cosa, siente cierta sensación de desequilibrio, de
quiebra de las cosas rutinarias a las que se apegara en
un esfuerzo por obtener la seguridad. Ya están próximos
a la feria y de repente Justino tiene noción de lo que está
sucediendo. Le falta el sonido de la viola, la voz gangosa
del ciego recibiéndolos aún por el camino. Ése era el
saludo del amigo, su bienvenida. ¿Qué habría sucedido,
estaría cansado?
Como siempre, comenzaron las compras, las cestas
se llenan a medida que se encamina hacia la placita donde
Chico Cegó había instalado su parada. Justino mira para
todos lados buscándolo, ¿dónde estará? No lo ve, sentado,
fumando o haciendo música. ¿Por dónde andaría? ¿Qué
le habría sucedido? Preocupado, le pregunta a doña Se-
verina:
— Señora, vio a Chico Cegó?
— No, niño, él no está.
— ¿Qué habrá sucedido? ¿Dónde estará?
Mira alrededor, muy afligido, buscándolo entre la
gente.
— No te alarmes, ven conmigo a casa y allá te expli­
caré todo. Debía haber conversado contigo antes de salir,
no se me ocurrió.
Pitó, olfateando algo extraño, se puso a gruñir.
Justino, petrificado, no se mueve, le parece que todo
se conmueve a su alrededor, la seca ha quemado los pas­
tos, el agua del río se ha secado, el ganado ha muerto,
y él está otra vez solo en el mundo.
— Señora — exclama Justino— , ¿qué habrá sucedido?
Doña Severina lo toma de la mano.
— Vamos, hijo, no te preocupes así, vamos a llevar
las compras y luego te contaré todo. Juro por el Señor
Buen Jesús, que nada le ha sucedido de malo a Chico
Cegó. ¡Vamos!
Pero los pies del niño parecen haber sido sustituidos
por dos piedras, no consigue moverse, los cestos abando-

98
a d o S so b re el su e lo , m ira n d o el e s p a c io v a c ío d e ja d o

por el^iegOg Just¡n0i ,os huéspedes nos esperan, ne-


rpsltamos Nevar las compras para el almuerzo.
Justino obedece, porque solo eso es lo que sabe ha-
or pn la vida obedecer. El niño camina más encogido
nf.f nunca, buscando en aquel desencuentro el rumbo
piprto ,Qué le habría sucedido al amigo? Una ligera es­
peranza lo anima, a lo mejor se habría ido a tocar su
viola más lejos. A lo mejor la policía, que vigilaba la feria,
lo molestó mandándole retirarse. ¿Y si él estuviera en la
pensión, esperando por ellos?
Pero, ni señal por las calles; el sol caliente, las ces­
tas, cuyo’peso antes nunca sintiera, le parecían estar lle­
nas de hierro. Tampoco estaba en la pensión. Mientras
guardaban las compras doña Severina, un tanto confusa,
buscaba las palabras para explicarle al niño la situación
sin herirlo mucho, sin hacerlo sufrir. No puede demorar
más lo que tiene que decir, Justino, en la puerta de la
cocina, trae estampada en el rostro toda su aflicción.
— Si me da permiso, señora, voy a buscar a Chico
Cegó; debe estar perdido por ahí.
— No te preocupes, calma, hijo; Chico Cegó partió
hacia el sertón.
— ¡Partió! ¿Porqué? ¿Estaráenojado conmigo? ¿Por­
que lo he dejado muy solo?
Se detiene, acicateado por la emoción. Doña Severina
hace algo para calmarlo, extendiéndole un vaso con agua
endulzada con rapadura.
— Toma, hijo, eso ayuda, no te aflijas tanto, puedes
confiar en mí. El viejo ciego no está enojado contigo, por
el contrario. Él te quiere mucho. Él mismo dijo que te
quedaras conmigo.
Justino quiere preguntar cosas, pero no puede. Se
apoya en una puerta, trémulo, agitado.
— Pero, ¿por qué?
— Por nada, no quiso que sufrieras la sequía que anda
por las caatingas, por ese mundo afuera. Él volverá, fue en
busca del beato.
— Él se fue y no me llevó — murmura el niño, sumer­
gido en su dolor, en su desolación— . ¿Quién le va a servir
de compañero? Él necesitaba de mí para ver.

99
Doña Severina hace mucho rato que llora, se limpia
los ojos y se suena la nariz en el delantal.
— Tienes razón, Justino, él necesita de ti, pero no
quiso llevarte. Va a acomodarse con un retirante que le
servirá de compañero. Tú no debes mortificarte, porque
él fue en busca de su vista. El beato es un santo que da
vista a los ciegos y hace caminar a los paralíticos. Conoce
una tierra en la que hay agua y las plantaciones están
siempre vigorosas. Deja que tu amigo siga su destino; él
volverá un buen día, curado.
Justino escucha las palabras animadoras de doña Se ­
verina, poco a poco los sollozos van disminuyendo y cierta
esperanza lo abraza y envuelve, a lo mejor, quién sabe,
su amigo encontrará nuevamente la vista. .. Recuerda su
cuchillito, el único recuerdo que posee de él. Lo saca del
bolsillo y lo examina. Chico Cegó ya sabía que iba a
partir cuando le hiciera ese regalo. Sus ojos se llenan
nuevamente de lágrimas que bajan por su rostro. ¡Qué
triste destino el del ciego, solo por esas caatingas tan
duras y llenas de espinas!
— Mira, Justino, guarda tus lágrimas para cosas más
tristes. Chico Cegó volverá curado, con su búena vista,
y tú'vivirás con él en la cabaña. Vamos a trabajar, el tra­
bajo distrae. Tú tienes que te ch a r...
Una idea la ilumina.
— Justino, mientras Chico Cegó no vuelva, puedes
dormir- aquí adentro, que es más abrigado. Limpia el
cuartito donde guardo cosas sin uso y allí armas tu red.
Pondremos la leña en la choza, eso mismo. Tienes mucho
que hacer, el día va a ser corto.
Más animado, con tantas tareas por delante, el niño
se pone a trabajar. A la noche, solo en su cuarto, su co­
razón se contrae con el recuerdo del amigo. Pobre, ¿por
dónde andará?
Los días se suceden, los trabajos se renuevan y en
la repetición de los actos diarios de su vida simple, Justino
encuentra la paz. . .
Y así los días pasan, y con ellos los meses y hasta la
propia sequía. Sequía, lluvia, plantaciones, huéspedes que
llegan y que parten. Pitó engorda, libre de los gusanos
y las garrapatas, la huerta está verde, las mangueiras están
cargadas, lo mismo que los cajús y las pitombas.

100
llJstino había ¡do a ver el puente quejas aguas, en su
“ U u"ñar0n Todo inundado, más tarde vendrá el pas-
!oeverde al principio suave, después color de botella, casi

ne9rAlgunos T u ra nte s voívían de las ciudades en direc-


. * r L fazendas. Buscaban las tierras que habían aban-
Sonado por la sequía. Algunos más flacos más sufridos
S mp cuando habían partido. Otros, por suerte, habían tra-
bafado en las ciudades. Aquellos que no habían partido
nara otros Estados no podían permanecer lejos de las
tierras que habían plantado en años mejores. Sabían que
rían a encontrarlas pisadas por el ganado, requemadas
por la sequía, maltratadas por el diluvio que corría inun­
dándolo todo, pero volvían porque ése era el hogar; donde
se habían casado, donde habían tenido hijos, labrado con
el sudor del rostro, eso era todo lo que poseían. Re­
gresaban.
Justino, entonces, en la feria, durante sus pequeños
recados, buscaba escuchar a los retirantes que por allí
pasaban. ¿Traían noticias de algún ciego? ¿O en sus
andanzas por el sertón habían escuchado su viola? ¿El
más triste, el más lloroso? ¿O, quién sabe, un hombre
feliz, tocando y cantando alegremente, anunciando la gra­
cia que el beato le concediera con sus ojos marchitos
ahora llenos de vida, azules como el propio cielo? Pre­
guntaba y volvía a preguntar, quizá alguien le trajera noti­
cias. Sin embargo los días se sucedían, y nada, absoluta­
mente nada, nadie había visto ni oído al ciego, ni nada
con respecto a él. Doña Severina lo calmaba:
— No debes entristecerte así; un día él aparecerá por
aquí, vas a ver. Mi primo hermano desapareció durante
cinco años y volvió rico. Fue a trabajar en la extracción
de piedras preciosas y encontró un diamante del tamaño de
una uva.
Justino entonces se anim aba... y quedaba en su es­
pera de día a d ía ...

101
XI

Comenzó el Año Nuevo.


Quien viera a Justino no lo reconocería en aquel mu­
chachito más hablador, más desinhibido, más alegre y ser­
vicial, corriendo de un lado para otro, atendiendo a los
clientes, cargando leña, limpiando la huerta.
— ¿Qué sería de mí sin Justino? — comenta doña Se-
verina a los amigos y huéspedes— . Este niño es otro.
Justino vive su vidita simple, casi feliz, contento, reci­
biendo y dando, siempre pensando en su compañero ciego,
andando por esos ásperos caminos. Luego llegará la se­
quía, más tarde el sol inclemente calcinando la tierra,
quemando todo lo que encuentre en ella. Ninguna noticia
durante esos meses. ¿Habría encontrado al santo? A lo
mejor ya era solamente Chico y su v io la ...
Un día, como muchas veces lo dijera doña Severina,
¡qué alegría!, él aparecería gordo, fuerte, con los ojos bri­
llantes, pensaba Ju stin o ... entonces trabajarían lado a
lado y todos serían felices.
No era solamente la nostalgia del amigo ausente lo
que alteraba la placidez de la vida de Justino. Había otro
motivo encrespando las aguas mansas de su vida. Tanto
cuanto deseaba encontrar al ciego, quería aprender a leer.
Veía a niños menores que él pasar en alegre bandada con
sus libros y cuadernos. La escuela quedaba bien cerca
de la placita donde los sitiantes venían a vender sus pro­
ductos. Escuchaba los cantos, sus voces alegres, sus risas.
Va conocía a algunos, hasta había conversado con
varios.
Los huéspedes intercambiaban diarios, comentaban
las noticias, y él siempre estaba ausente de todo eso. Mu­
chas veces escuchara al padre decirle a la madre: “ Me
gustaría que el niño aprendiera a leer, a escribir, que no

103
creciera ignorante como nosotros” . ‘‘Quien no sabe leer
y escribir es ciego aunque tenga los ojos sanos. Es peor
que la ceguera” , comentaba la madre. En la roca no había
posibilidad, ni el padrino sabía leer. El hijo del fazendeiro
era el único que sabía, pues iba a la escuela en la ciudad,
y en las vacaciones Justino lo había visto algunas veces!
acostado en la red, en el cobertizo, con un libro en las
manos, leyendo.
El secreto de Justino permanece guardado en su co­
razón; él no sabe si debe o no hablar con la patrona. ¡Si
Chico Cegó estuviera allá, él resolvería el asunto! Así
pasaban los días. La sequía se anunciaba ese año más
débil. Los huéspedes comentaban, cambiaban ideas al
respecto. No habría levas de retirantes, las tierras sopor­
taban valientemente el sol y la falta de agua.
Cierta vez, sin aviso, uno de los huéspedes le pidió a
Justino que fuese a dar un recado. Escribió la dirección
en el papel entregándolo al niño, que lo dio vueltas en las
manos, sin hablar.
— ¿No entiendes la letra?
— No sé leer, señor.
— ¿Cómo, no sabes leer? ¿Cuántos años tienes?
— Trece, señor.
— ¿Nunca fuiste a la escuela?
— No, señor, en el campo no había escuela.
— ¿Y aquí, por qué no estudias?
— No sé, señor.
El corazón le saltó en el pecho, ni podía respirar,
¡qué coraje necesitaría para decirle al señor Quirino, el
huésped, que ése era su mayor deseo!
— Entonces, ¿por qué no vas? Hay una escuela noc­
turna, podrías asistir a ella, sin que eso complicara tus
trabajos. Estás bien crecido. Hace falta que sepas leer
y escribir. ¿Ni tu nombre sabes escribir?
— No, señor.
— Caramba, entonces más tarde no podrás ser elec­
tor. .. ¡Es preciso que vayas a la escuela!
“No podrás ser elector” . . . esas palabras quedaron
danzando en la cabeza del niño.
¿Sería tan importante ser elector? ¿No era ése el
mayor, el único deseo del padre: “ Nuestro hijo, mujer, debe
estudiar, leer y escribir, salir de estas tierras, ser gente” ?

104
Salir de la tierra, ya saliera. Estaba acampado en
tro luqar buscando lo que hasta entonces no supiera
ynlicar pero ahora, con las palabras del viajante había
tomado c o n c ie n c ia ... leer y e s c rib ir...
Las noches se sucedían en esa constante interroga­
ción- cómo hacer para leer y escribir. ¿A quién buscar?
Si Chico Cegó, con toda su sabiduría estuviera allí!
Finalmente resolvió tomar la iniciativa. ¡Una vez ya se
había aventurado a dejar su casa!, sería necesario actuar
con coraje, nuevamente. Mañana hablaría con doña Seve-
rina. ¡Sí, mañana!
R e s o lu c ió n tomada, sentíase calmo, en paz; y duerme,
pues sabe que mañana dará su primer paso en el nuevo
camino. Al día siguiente cumple como siempre las tareas
diarias, ir al mercado, cargar las compras, barrer el fondo,
cuidar de las aves, poner la mesa para el almuerzo, servir,
pero siempre con el pensamiento preso en lo que irá a
hacer más tarde.
Después del almuerzo, cuando doña Severina fumaba
su pipa de barro a la puerta de la cocina, gozando un poco
de la sombra del pequizeiro, examinando las aves para
calcular su gordura y abundancia, el niño se le aproxima
con aire ansioso.
— Doña Severina.
— ¿Qué, Justino, te sientes mal?
— No, señora, es q u e ... — pero le falta coraje— . ¿No
sería mejor continuar así? ¡Tal vez leer y escribir no sean
cosas para un niño retirante! . . .
— Habla, niño, así me dejas preocupada.
— Doña Severina, no sé leer, el señor viajante me dijo
que así no puedo ser elector.
Hablaba a los tropiezos, porque una mano fuerte le
apretaba la garganta, trancándole la voz en el pecho.
Ahora allí, cabizbajo, no sabe para dónde dirigir los
ojos. Siente que las mejillas le arden; hasta Pitó presiente
algo diferente, algo extraño y sale aullando.
— Pero niño, ¿y para decir eso es necesario que te
pongas tan nervioso? No sabes leer ni escribir... y yo
que no había pensado en e s o ... cabeza de vieja, ¡debí
realmente!
Queda un poco abstraída, mirando al niño. Él tenía

105
razón, vaya si la tenía. Cuánta falta le hacía a ella saber
leer; ni podía responder a las cartas que Dito, el hermano,
le mandaba de Canindé de Sao Francisco. Siempre tenía
que pedir la ayuda del com padre...
Justino, de pie, no sabe qué pensar, lo preocupa ver
a doña Severina tanto tiempo quieta, parada. Si pudiese
dar por no dichas sus palabras...
— Pensaste bien, niño, es necesario aprender a leer
y escribir.
Justino sale de la inmovilidad en que se encontraba,
como cuerdas de un arco que, después de disparar la
flecha se proyectan al frente. Se apoya en un pie, el cuer­
po blando, con la saliva volviéndole a la boca.
— Pues si usted me deja, yo les pregunto a los chicos
dónde aprenden a leer y escribir, y también a contar,
para no ser engañado en la feria.
— Muy bien, Justino, pero eso yo lo sé; conozco dón­
de se aprende a leer y a escribir; es en la escuela.
El niño la mira perplejo, hesitante.
¡Sí! Se aprende a leer y a escribir en la escu ela...
¿Pero en cuál? ¿No sería muy grande, muy ignorante para
frecuentar la misma escuela a la que iban los pequeños?
¿No habría pasado el tiempo de ir a la escuela?
Los veía pasar con las ropas limpias, los pies calza­
dos, alforjas sobre los hombros... conversando, empuján­
dose, riendo...
Se miran una vez más en el esfuerzo común de resol­
ver el asunto.
— Justino, ¿qué te parece?
— Si usted me deja, señora, iré a la escuela.
— ¿Tienes coraje de ir a la escuela solo? Ya estás
más hombre. Sabes, Justino, es necesario que te cortes
el cabello.
— Sí, señora.
Silenciosamente vuelve al trabajo, pero en su corazón
repican campanas. Al día siguiente, con el pelo cortado,
sandalias en los pies, ropa limpia, se dirige a la escuela
aquélla, donde ve que los niños entran y salen. Conoce
bien el horario de las clases, pues hace mucho observa
el movimiento de los estudiantes. En esa única escuela
de Croibero había cuatro maestros que se dividían en tur­
nos. A la noche, dos aulas eran ocupadas por maestros

106
daban gratuitamente cursos de alfabetización para
q!fito s Al atravesar la plaza de la pequeña ciudad, bajo
el sol calcinante, el niño transpira copiosamente, pero ni
zarpee sentirlo.
P L le g a al edificio donde funciona la escuela. Es una
npaueña casa de alero ancho que proyecta sombra en la
ra iz a d a con ventanas abiertas sobre un patio. Se detiene,
f,® coraje para proseguir. Aquel primer impulso que lo
Hevara hasta allí, cesa de repente. Se siente trémulo,
asustado por la propia osadía.
Apoyado en las rejas de la escuela ve a los niños
entrar alegres, risueños. ¡Parecen tan felices, tan despre­
ocupados!
La campana de la Catedral da doce cam panadas...
luego suena una campanilla allá adentro, y las voces ale­
gres se silencian.
Le falta coraje para entrar. Su mente confusa sólo
consigue entender una frase martillada con insistencia: “ Es
aqqí que se aprende a leer y escribir... es aquí” . Quiere
volver cuando, sin saber cómo, quizá llevado por ese rayo
de luz que entrevé en el desorden de sus pensamientos,
da un paso hacia adentro y ve en la amplia sala, sentado
frente a un escritorio, a un simpático señor que le sonríé
amablemente.
— ¿A quién buscas?
Justino no encuentra palabras. Como siempre en los
momentos de angustia, ellas le faltan y la garganta se le
seca mientras el corazón late desordenadamente.
— Vamos, no te asustes. Ésta es la casa de los niños.
Se levanta, empujando a Justino hacia una silla próxi­
ma a su mesa.
— Siéntate aquí, así hablaremos mejor. ¿Qué deseas?
¡Va sé! Aprender a leer y escribir, ¿no es así?
Justino es tomado de sorpresa. ¿Cómo aquel señor
había adivinado tan bien sus intenciones? Lo mira con
ojos mansos y humildes, aún en silencio.
El señor Barros, maestro del curso nocturno, también
es director de la escuela, y conoce profundamente a las
criaturas.
— ¿Quieres aprender a leer o ya eres alumno de aquí?
No, alumno no eres, porque no te conozco. Aún no asistes
a la escuela. ¿Vienes de lejos?

107
— No, señor.
— Bueno, vamos a los hechos, estás en edad escolar
¿cómo te llamas?
— Justino, señor.
— ¿Justino qué?
— Justino, hijo del señor Raimundo
— No pregunto el nombre de tu padre, quiero que me
des tu apellido. ¿Justino qué?
— No sé, señor.
— ¿Tienes certificado de nacimiento?
— No, señor.
— ¿Nunca fuiste registrado?
— No sé, señor.
— ¿Tu padre nunca te habló de certificado, de tu par­
tida de nacimiento?
— No, señor.
— ¿Dónde vives? ¿No tienes padres?
— No, señor, vivo con doña Severina.
— ¡Ah, ya sé! La dueña de la pensión. ¿Es tu madre?
— No tengo, señor.
— ¿Eres huérfano de padre y madre?
— Sí, señor.
— ¿Dónde vivías antes?
— En la fazenda del coronel Juvencio, en Passo Fundo.
— ¿Tu padre iba siempre a la ciudad?
— No señor, nunca fue.
— ¡Entonces nunca fuiste registrado!
— Creo que no, señor.
— ¿No sabes tu apellido?
— No, señor.
— ¿Cuántos años tienes?
— Trece, señor. Madre me dijo que nací en marzo,
día de San José.
— Día 19. Está aquí en la hoja, después veremos eso
otro día, ahora vamos a acabar de llenar la ficha. ¿El nom­
bre de tu padre?
— Raimundo señor, ése era el nombre.
— ¿Raimundo qué?
— No sé, señor.
— Está bien, tienes trece años, vives con doña Seve­
rina y te llamas Justino, Quieres aprender a leer y escribir.

108
n a c ió de tu cabeza o fue doña Severina quien te dio
¿ o

la ld^ N o , señor, y o . .. yo c r e o ...


__Ya sé, ya sé, quieres aprender, quieres ser gente,
s así Justino? Estás en el camino seguro, pronto
Estarás alfabetizado. El camino es difícil, pero siento que
no te desanimarás.
Justino no quitaba los ojos del suelo, sintiendo que
ias mejillas le ardían... si doña Severina estuviese a llí...
o Chico C e g ó . .. pero estaba solo, tan s o lo ...
El señor Barros dejó de escribir, de anotar los pocos
datos que el niño le ofrecía: retirante, 13 años, hijo del
señor Raimundo, contratado del coronel Juvencio, emplea­
do de doña Severin a... nada más.
Dio un profundo suspiro... ¡cuántos Justinos, niños,
retirantes andaban por ese nordeste así de solos, desam­
parados, ignorantes!
Si pudiese arrebatarlos para colocarlos allí, en los
bancos de su clase, para enseñarles a leer y escribir...
Sueño todavía imposible. Y nuevamente suspira.
— Muy bien, entonces serás un buen .alumno, ya que
ése es tu deseo: no vienes empujado sino por tu propia
voluntad, y eso es muy bueno. Las alumnas y los alumnos
volverán para la iniciación de las clases, de aquí a quince
días. Traerás lápiz y cuaderno, yo te prestaré la cartilla.
Asistirás al curso nocturno, pues tu patrona necesita de
tus servicios. A las 19 en punto.
— Dios le pague, señor... — y permanece allí, he­
sitante.
— ¿Qué más deseas saber?
— ¿Cuánto cobra por el estudio, señor?
— Nada, el curso es gratuito, más tarde enseñarás a
un niño a le e r... y estarás pagando lo que recibiste.
Sin comprender lo que acababan de decirle, Justino
dejó de pensar en el caso para hacerlo más tarde, en su
pequeño cuarto.
¿Cómo pagaría a los otros lo que recibiría en la
escuela?
— Dios le pague.
— Muy bien, tu lugar está reservado para el día 1? de
febrero, a las 19 horas, con lápiz y cuaderno. Ésta es tu
ficha de registro en la escuela. Puedes irte.
Justino quiere decir algo, cualquier cosa que traduzca
sus sentimientos, su gratitud. La lengua no se mueve, tra­
bada, avergonzada, pero el corazón abierto, ancho, el calor
profundamente humano del viejo maestro saben captar las
irradiaciones de su mirada, y con una sonrisa amiga le
.extiende la mano, diciendo:
— Seremos amigos, Justino.
Cuando al día siguiente van a hacer las compras, doña
Severina habla:
— Quiero comprarte unos pantalones y dos camisas.
Tienes que i.r bien limpio a la escuela.
Todo eso trasbordaba como un río en la vida de Ju s ­
tino, y así como las aguas fertilizan y dan frutos a las cose­
chas, a él lo transformaban haciéndolo abrirse a la vida.
Ahora estudiaba con ahínco, intentando recuperar el
tiempo perdido. Aprendía con relativa facilidad, se esfor­
zaba mucho. Su inteligencia asemejábase al ¡uazeiro, es­
taba esperando la lluvia para reverdecer. En Cuanto co­
menzó a leer su fisonomía cambió, ganó una expresión
nueva, de interés, de vivacidad. Cambiaba ideas con los
pensionistas, conversaba, siempre atento a los comentarios
de la radio, cuando trasmitían noticias.
La historia de la radio fue divertida. Apareció en la
ciudad un viajante, que vendía ropas, utensilios domésti­
cos, biyuterías. Y trajo una radio a Justino, que hasta
entonces sólo había visto y escuchado radio de lejos; le
gustó mucho cuando el viajante prendió la suya y la dejó
sobre una mesa, en la sala.
La música, invadiendo el ambiente, llegaba hasta la
cocina, donde doña Severina y el niño trabajaban. La se­
ñora, viendo el interés con que él seguía los boletines in­
formativos emitidos en el correr del día, resolvió comprar
el aparato y le preguntó al comerciante si quería venderlo.
— Lo traje para venderlo, y si lo dejé aquí hasta ahora
fue porque usted y el niño oyen las trasmisiones.
— Usted es muy gentil, Dios se lo pague. ¿Es muy
caro?
— No, y si usted quiere aceptar la propuesta que voy
a hacerle, le saldrá por muy buen precio.
Doña Severina lo miró interrogativamente.
— Me gustó ese reloj con música que usted tiene en
la sala; podemos hacer un cambio.

110
__fcse es un reloj antiguo, fue de mi bisabuela, pero
.r e p t o el negocio; puede llevárselo.
a __Muy bien, entonces la radio es suya. También voy
darle pilas y a enseñar al niño cómo se cambian cuando
se gastan. La próxima vez que vuelva traeré otras.
Así fue cómo la radio entró en la vida de los dos y
Ju stin o , además de las músicas, escuchaba las noticias
nara después comentarlas con la patrona.
v __¿Escuchó, señora? Mañana va a hacer calor, eso
lo dice un tal servicio meteorológico.
Esperaban al otro día, y si realmente hacía calor los
dos se alegraban. En la escuela el niño procuraba saber
cómo funcionaba el servicio meteorológico... Se le había
despertado el interés por todo. Algunos huéspedes, princi­
palmente un viejo profesor jubilado, viéndolo tan atraído
por aprender, trataba de ayudarlo en las dificultades. To­
dos sus momentos libres los dedicaba a los estudios y a
la radio, cuyo horario conocía bien, y que sintonizaba
siempre para los boletines informativos.
Pasaron los meses. Al llegar junio, Justino, ya alfabe­
tizado, inició la segunda parte de sus estudios.

111
XII

Aquella mañana fue la más triste en la vida de Chico


Cegó. Le parecía quedar ciego por segunda vez, le pare­
cía que sus ojos marchitos, esos que por un tiempo habían
adquirido vida, admirando el cielo azul, el sol radiante,
ahora se cerraban para siempre.
Chico Cegó se sentó en la piedra del camino y levan­
tando la cabeza hacia lo alto, con el sol fuerte quemándole
la cara, lloró. Sus lágrimas le corrían por el rostro, ardien­
te, quemado como la propia tierra.
Lo sacudían profundos sollozos y le parecía que ya
no podría resistir más tanto desengaño. En la primera
ceguera él era muy niño para entender el alcance de su
desgracia, pero ahora no soportaba la idea de que fuera
vano su sacrificio.
Había dejado al niño sin mayores explicaciones, par­
tiendo con extraños, había vuelto a estar solo, sin su com-
pañerito, sirviéndose de los otros como simples guías. El
niño había sido la luz de sus ojos, pensaba, la visión había
vuelto con él y se había apagado con la partida. No había
santo, no había milagro, ningún ciego veía, ningún cojo
andaba.
Nada más le restaba en la vida, ni alegría, y mucho
menos, esperanza. Esta vez, ni siquiera la viola lo alegraba.
— No se desanime, todavía hay esperanzas, quién sabe
si un d ía ...
Así lo consolaba, con estas palabras, su compañero,
y ellas sonaban en el oído del ciego, sin penetrar su con­
ciencia. Se hallaba cerrado a cualquier consuelo, a cual­
quier palabra de ánimo y de confortamiento. Había dejado
al niño en va n o .. . ése era su único pensamiento, su idea
fija. No le importaba el sufrimiento de la larga travesía,

113
día a día, a través de la caatinga, sintiendo los terrones
chocar en sus pies, duros, cortantes como el filo del acero
No recordaba el hambre y la sed, ni la nostalgia sentida
con el cielo estrellado sirviéndole de dosel, en la esperanza
ahora deshecha, en la alegría perdida para siempre. Sen­
tía todo eso al pensar que había dejado al único amigo
en busca de una esperanza vana.
El áspero camino recorrido día tras día, abierto a todo,
el oído sensible recogiendo el llanto de las criaturas, e¡
tan conocido por él pedido de “ quiero comer, madre” ’ el
canto bajo y manso de las mujeres, el rezongo de los hom­
bres impotentes ante tantas desgracias.
Al frente, haciéndoles señas, la figura del beato que
hacía ver a los ciegos, andar a los cojos, el de la tierra
prometida donde había árboles cargados de frutos, fuentes
de agua pura y cristalina.
A la noche, cuando se detenían y encendían el fuego
espantando cobras y escorpiones, cambiaban ideas, escu­
chando crepitar la leña, el sueño inquieto de las criaturas
hambrientas y algún grito sombrío de una lechuza; cambia­
ban ideas con miedo, porque sólo con miedo decían lo que
pensaban.
Usted, Chico Cegó, verá de nuevo la tierra, que ya
no estará seca ni ingrata. Será la tierra del beato.
Quiero encontrar el santo, al padim, y pedirle un
rinconcito de tierra bendita para levantar allí mi ranchito,
plantar, tener algo para darles de comer a mis hijos — de­
cía uno.
Yo decía otro— quiero curarme de esta debilidad,
tener fuerzas para trabajar. Nada más lindo en esta vida
que levantarse de mañana descansado, sin el hambre apre­
tándole la barriga, lavarse el rostro en la pileta, ver salir
humo de la chimenea y sentir el olor del café endulzado
con rapadura.
Y saber, compadre, que en la bolsa hay más café
para ser torrado.
— Pan asad o ... carne en el brasero... pescado frito.
Con la conversación el hambre apretaba, la saliva lle­
gaba a la boca con el pensamiento de tanta comida buena,
pero sólo escupían. Uno dijo:
Es mejor irnos a dormir, servirá más que hablar de
comida.

114
P, arupo se disolvió, cada uno arreglándose con la
...'los chicos gimiendo, las madres acunándolos, y
fa enhre todos ellos, la sequía, el hambre, la esperanza...
Pa°to m ?o °m ás adelante, quién sabe, vendría el día de la
redención!
.*Y ahora? . x . .. .
Ahora que se habían encontrado con el beato ya nada
les q u e d a b a , ni la esperanza. Solamente el hambre, com­
pañero inseparable.
Había sido así. , . ..
Caminaron durante quince días en la mayor desolación
pero sin embargo animados, con el recuerdo del beato
señalándoles al final del camino tiempos mejores.
Después de esa larga caminata, exhaustos, famélicos,
se habían encontrado con grupos disminuidos de retirantes
y (¡lo que era casi imposible!), más desolados que
ellos mismos. Venían en sentido contrario, en demanda
de las caatingas.
Resolvieron interrogarlos, ¿qué les pasaba que vol­
vían? ¿No habrían ido a buscar al beato? ¿No sabrían
nada respecto de él, y de ahí tanto desconcierto? O no
era así? ¿Lo habrían encontrado?
Conversaron y uno de ellos resolvió hacer las pregun­
tas en nombre de todos. Quizá fuese preciso cambiar de
orientación, tomar otro camino. Hasta que en mitad de
la tarde se encontraron con un grupo detenido en medio
del camino, sin saber qué rumbo tomar; eran tres hom­
bres, dos mujeres y algunas criaturas. Hambrientos, fla­
cos, sucios, eran la imagen del propio hambre, la propia
miseria.
Bastiáo, uno de los retirantes, el más hablador, se
dirigió a uno que le parecía estar más dispuesto, o resis­
tiendo mejor tanta desgracia.
— Buenas tardes a todos.
— Buenas tardes.
— Compañero, disculpe la pregunta, no es intromisión
pero, ¿usted y sus acompañantes vienen de la ciudad?
— Sí, señor.
— ¿Por esos lugares no oyeron hablar de un beato,
un padrino que hace milagros?
Las mujeres bajaron la cabeza, más encogidas y tris­
tes, los chicos miraron con sus ojos agrandados en los
rostros afilados, color de tierra, cabellos desgreñados, ba­
rrigas enormes.
— Sí, compañero, estamos volviendo de la ciudad de
Canindé.
— ¿Y el beato?
A la voz le había costado salir, desconfiando de nuevos
sufrimientos. Había tal ansiedad, tal angustia en la pre­
gunta que el otro quedó sin respuesta para darle. ¡Cómo
le costaba hablar! ¡Era como si atravesara la caatinqa baio
el sol caliente! 1
¿Usted vio al beato? — insistió en la pregunta.
— Sí, lo vi, compañero.
— ¿Y entonces?
■■■ todo el grupo se había acercado. De la
boca de aquel hombre que había visto al beato, saldrían
noticias maravillosas, de milagros, de paz, de alegría— .
Disculpe si les llega falta de fe y tristeza, pero ya que
usted pregunta, tengo que darle una respuesta: el beato
es un hombre, un buen hombre, nada más.
— ¿Entonces?
Es así como les digo, no hay ningún santo... sólo
un buen hombre.
Cada uno volvió a su lugar, no cambiaron más pala­
bras, no conversaron. Un grupo prosiguió su camino por
la carretera polvorienta, otro permaneció sentado en el
suelo, debajo del ¡uazeiro seco.
Solamente Bastiáo, el guía, escupió con rabia en* el
suelo áspero, diciendo:
— ¡Esta vida dura!

116
XIII

Pasaron tres años.


Justino, un adolescente de dieciséis años, todavía
delgado, ya no lleva en el rostro, en la expresión, trazos
de hambre ni de indiferencia. Por el contrario, existe en
él un aire decidido, un cierto toque alerta, de conquista­
dor. Quien lo viera notaría en él algo diferente no por la
belleza, ni por el aspecto físico, pues el hambre que su­
friera en la Infancia lo había tornado débil, pero con aire
voluntarioso, serlo, de quien se trazara un camino e iba
a seguirlo.
Quizá, quién sabe, en esa misma hambre hubiese mol­
deado su personalidad, fortaleciendo su carácter.. .
Era el brazo derecho de doña Severlna; prácticamente
había tomado en sus manos las riendas de la pensión, ha­
cía las compras, anotaba los gastos, cooperaba. Doña Se­
verlna, descansada, para todo consultaba al muchachito.
Había terminado el colegio primario y por su capaci­
dad de estudios había hecho el tercer y el cuarto año en
uno solo. Deseaba proseguir, siempre conversaba sobre
eso con el maestro Barros, que lo animaba, le prestaba
libros, cambiaba ideas con él.
En Croibero había solamente curso primario y Justino
se esforzaba por la noche, después del trabajo, siguiendo
a orientación dada por el viejo profesor, que se había
tornado su amigo.
Su vida simple no se había vuelto monótona porque
A irenco,?tra*:,a en los libros un mundo nuevo, diferente,
i ' estaba la razón de su vida, con excepción del trabajo
M s® dedicaba por cariño a doña Severina.
al • .ucila® veces los dos cambiaban opiniones respecto
’ejo amigo, Chico Cegó. Nunca más habían recibido

117
noticias a pesar de sus innumerables búsquedas en la,
ferias, o junto a los retirantes que volvían del sertón
tiHa H o f r ¡^ reCUerdf que quince días después de la par­
tida del ciego, muchas nubes se habían acumulado v Qi
agua había caído violenta, agreste como el propio sertón
hih!° nU^ am! nte corría en su 'echo de lodo y c?eciendn
había subido hasta derribar el puente do m aLra 1 do
'P° d0- Df ña Severina habla a g 'U c id J
dipnHo r ,raP° rá P° r haber traíd0 a la casa al niño enCen'
diendo luego una vela ante la Virgen de la Concepción J
rezado una oración “ fuerte” contra la tempestad on £ V
f-cio de Chico Cegó, perdido por?os caminos ’ b6" e'
hríentnc 'a " UVÍa’ los retirantaa habían regresado, más ham
5E p Z r e T j de par d i e n t e ! . desllúSonad„s
q u . hablan labrado con el s u d ó l e su f r e n t e ™
la que „aran la raíz de la propia existencia
ai v e z ... tal vez Chico Cegó volviese v i „ ct¡n«
preguntaba en la feria, aquí y allá. ' ' y Justmo
m m J? °na Severina y el muchachito habían tenido al co

Cegó no sería ahora nada más Chico el de la viola»

«¿ é S ES F rs
la leyenda d r t í S t o ^ d'aS mei° res’ sur9iencl° ^ allí

mediclnaTashe°rab^h?aUer r C°,n ciertos conocimientos de

St?co , tnH dar Vista a ,0S cieqos- hacer andar L1 ¿s pabt ‘


por e?’hambreS° ^ PUra f3ntaSÍa de cerebros exaltados

m ¡toEIA 7 isma0ueb |e ti0hflSn habí encargado de deshacer el

auxiliarlos con maJU- retlrantes Porque, además de


orientar ?n?poner^ 0 na C3Sera’ era un líder due sabía
y segura. P ® 6" las necesidades con mano firme

118
Sabía sacar ventajas de las posibilidades mínimas;
poco de agua, antes que la leva sedienta se tirase
de desesperación para mezclarla con la tierra reseca y
A m a rs e un barro gomoso; organizaba con autoridad gru-
f° r recogía el líquido y lo distribuía a los enfermos y a
iP ° Scriaturas. Cavaba en los lugares abandonados hasta
encontrar raíces olvidadas de mandioca para transformar­
las en fariña.
El santo, en fin, no pasaba de ser un hombre de visión
v de buen corazón, que trataba de multiplicar lo poco, con
inteligencia, hacia el provecho de muchos.
Ésa era la noticia traída por los retirantes. Algunos
habían permanecido allá, en las caatingas, con él, traba­
jando en las tierras dadas por el gobierno, y pretendían
quedarse en ellas, allí cerca del río, sin regresar nunca
más.
Otros, sin embargo, sentían nostalgias de todo aquello
que habían dejado, el rancho, el paisaje cotidiano, alguna
cabeza de ganado.
Era de ellos de los que el chico recogía informaciones,
pero nada oía respecto de Chico Cegó. Algunos parecían
recordar vagamente a un ciego que tocaba su viola, ento­
nando canciones tristes que hablaban de la amistad, del
dolor, de la separación, pero con seguridad nada sabían.
Cuando los últimos retirantes pasaron por la ciudad,
la esperanza de Justino quedó guardada como las brasas
debajo de las cenizas, a la espera de una noticia para
revivir.
De ahí su idea, el sueño que él entreveía con miedo,
casi asustado, cuando se recogía en su pequeño cuarto.
Había visto a toda esa gente regresar desencantada,
más flaca, con las barrigas más duras, semejantes a tam­
bores, paralíticos no de nacimiento ni a causa de un acci­
dente sino por la falta de alimento, de vitaminas, arras­
trándose por los caminos en las redes, sobre los hombros
de los compañeros.
Justino se inclinaba sobre los libros y estudiaba más
y más, buscando el porqué de las cosas. Un día sería
médico y encontraría respuesta y solución para los males
Qe su tierra, de su pueblo.
En su ensueño, pensaba en criaturas con la barriguita
ena de comida y no de parásitos, de buen color, estu-

119
I

diando en las escuelas. Para Justino, ser médico era como


reformar el Nordeste, acabar con la sequía y con el hambre.
Pero no pasaba de ser un adolescente preso en su
medio pobre, sin otras posibilidades que las creadas por
la propia fuerza de voluntad, deseo y amor al saber.
Con el diploma de la escuela primarla en las manos, y con
dieciséis años, no veía solución, estaba moralmente ligado
a doña Severlna ahora que sus vidas se habían encontrado
Igual que dos ríos en su curso. ¿Cómo dejarla, ya que en
Croibero no había colegios secundarlos; y cómo, perma­
neciendo allí, continuar los estudios?
En su cuarto, extendido sobre la red, pensaba y volvía
a pensar sin encontrar alternativa.
Hasta q u e ... al finalizar el cuarto año que estaba en
la pensión, la respuesta vino de una manera inesperada.

120
XIV

Doña Severina tenía un hermano en Canindé, dueño


de una pensión. Allá por septiembre quedó viudo, con cua­
tro hijas menores de diez años. Todo se volvió difícil, no
sabiendo cómo conducir el barco de su vida, trabajar y
hacer el papel de madre; resolvió apelar al corazón bon­
dadoso de la hermana y fue a buscarla.
— Severina — le pedía mientras tomaban café en la
mesa de la cocina— , tienes que ayudarme, por el amor del
Señor de Bonfim. Nosotros no tenemos a nadie en la vida,
somos solamente yo y las pobrecitas, las pobrecitas y yo.
Tú eres mi único pariente, Severina.
Había llevado consigo a la más chica de las niñas,
menor de cinco años, ahijada de la hermana, para atraer
así la buena voluntad de la madrina. Doña Severina se
había deshecho en llanto al ver la flacura y el aire triste
de la sobrina. Con su natural bondadoso, la bañó, le dio
leche y masitas; y ahora la criatura, más que satisfecha,
dormía en la red de la madrina.
— Qué flaquita está — comentaba, secándose los ojos
en el delantal.
— Cuando falta la madre, falta todo — respondió el
hermano— . No tiene quien le dé comida ni cariño. Las
otras tres están sobrando por allá. ¡Cuántas veces en­
cuentro a Celinha y a Tatá durmiendo en el suelo, encogi­
das como dos perritos!
Doña Severina sentía todo eso profundamente. Desea­
ba partir, cuidar de las niñas, bañarlas, hacerles tortas de
harina, pero por otra parte surgía el cuadro de su vida
organizada allí en Croibero, de la pensión que necesitaría
abandonar, de Justino a quien amaba como a un hijo.

121
Cuidó de la niña durante la estada del hermano con
mucho cariño, y le pidió que la dejara con ella, definiti­
vamente, pero el hermano no estuvo de acuerdo. Le dolía
mucho pensar en separarse de la más pequeña.
— Pero Dito, tú podías dejar a Tatá, tienes otras tres
que te esperan.
— Ya lo sé, hermana, pero un hijo no es una flor que
se da, un hijo es un pedazo de nuestro corazón.
— Será prestado solamente, hermano.
— ¿Hasta cuándo? Cuando ella regrese sentirá más
la falta de la madre. No, yo vine a pedir que fueras a vivir
con nosotros, ya sé que sería grande tu sacrificio. Tendrías
que dejar todo esto que es tu yo ... tus comodidades. Pero,
por el amor del Señor do Bonfim, te pido que me ayudes.
Se despidieron al otro día por la tarde, y doña Seve­
r a vio con tristeza y lágrimas que el hermano partía en
el camión que lo llevaría de regreso. La niña se refugió
en los brazos del padre, adormeciéndose.
Algunos días después doña Severina, no resistiendo
la nostalgia de la ahijada y con el pensamiento constante
de todas esas niñas sin madre, sin tener quién las cuidara,
resolvió partir; no podía permanecer más en Croibero.
El hermano le había dicho al despedirse:
— Hermana, vende la pensión, te llevas a Justino. Él
te dará buena ayuda, y tú te cuidarás de las niñas y de la
cocina.
Fue cuando en el cerebro torturado de doña Severina
surgió una idea, una luz brillante que iluminaba la oscuri­
dad, indicándole el camino ya trazado. En Canindé había
colegio secundario, y así Justino podría continuar sus
estudios.
Y pensaba: “ hay males que vienen para bien” . De
aquella tristeza honda, causada por la muerte de la cuñada,
que había dejado en el abandono al marido y a las cuatro
niñas, surgía la posibilidad de que Justino estudiara. Se
sintió más tranquila, las dudas disminuyeron: partiría para
Canindé.
Y una vez más Severina consulta a su viejo amigo y
pariente, Nho Lau, y éste la aconseja vigorosamente:
— Pero, parienta, ¿qué más espera? Si usted confía,
deje la pensión en mis manos y yo despacito la venderé!
Hay que dar tiempo al tiempo. Usted se lleva lo que es

122

i
necesario y io que sea más de su agrado, y el resto queda
por mi cuenta. Hoy mismo, si usted quiere, mándele una
carta al primo Dito.
— Si me hace ese favor, estoy decidida, voy a hacer
una nueva vida con el muchachito, en Canindé. Y que el
Buen Jesús de Piraporá nos ayude.
— Ayudará, sí, de que usted va a hacer el bien.
Así, Justino se vio en pleno torbellino, ayudando a
doña Severina, que deseaba llevar gajos de plantas, ciertos
objetos de su estima, despedirse de amigos viejos, de la
infancia...
Y en los intervalos Justino recuerda el día en que, con
su morral en las manos, dejara su casa. Ahora le parece
imposible que todo aquello hubiese sucedido, con él, un
niño retirante.
La nostalgia de los padres, el recuerdo de la infancia,
lo aproximan al pasado. Vuelve a mirar hacia adelante,
su vida actual llena de estudios y esperanzas había aumen­
tado la distancia recorrida, tornándola casi intrasponible.
Al frente, el farol del saber le indica el camino, la meta
a ser alcanzada. ¡Cuántas cosas buenas! Ricas promesas
de estudio y posibilidades para el futuro, y con ello se
siente con coraje para avanzar siempre, cada vez más,
para tomar la vida en las manos y alcanzar su meta.
Finalmente, doña Severina da por terminados los arre­
glos, los preparativos últimos, y sólo les resta esperar el
camión. Justino aprovecha para conversar con el viejo
amigo, don Barros, que se despide de él con tristeza al
mismo tiempo que con alegría. Tristeza, causada por la
separación, y alegría venida de la certeza de que el niño
ahora podrá continuar sus estudios.
Parten una mañana. Son cinco horas de viaje arriba
del camión que viniera a buscarlos. Ellos, y sus enseres;
poca cosa: el mortero, el oratorio, las redes, jaulas con
las aves, el papagayo, las latas con plantas, el viejo gato
gordo y asustado.
Pitó, perezoso, somnoliento, indiferente a sus vecinas,
las pollitas, se queja con cada salto.
Una vez más Justino ve la tierra seca, requemada, que
le llena la garganta con el polvo fino, con la ceniza ardien­
te; ve árboles retorcidos, tierra rajada, abriéndose en mil
bocas que piden agua. Sol violento quemando, río muerto

123
en su lecho seco, ¡todo en la naturaleza y el propio hombre
está pidiendo agua, lluvia!
El camión traga los kilómetros y los pensamientos de
Justino también caminan. En esos cuatro años ha leído
con entusiasmo lo que le cayera en las manos, con el
mismo entusiasmo que cuando niño devoraba la rapadura
con un trozo de carne. Hambre de saber, de conocer,
siempre pidiendo más. Hambre que el vicario y el maestro
trataban de satisfacer del mejor modo posible; esa nece­
sidad apremiante sólo era saciada por libros, diarios y
revistas que ambos le prestaban.
Justino luchaba contra la Ignorancia que le Impedía
asimilar todo lo que leía, aunque había barreras en su
conocimiento. Se recriminaba como si fuese culpable de
la propia ignorancia, organizaba programas de estudio para
avanzar en las horas de descanso, noche adentro:
Cuando doña Severina, preocupada, lo reprendía, él
trataba de explicarle que procediendo así un día, en breve,
encontraría respuesta y solución para sus problemas.
Mientras pensaba en todo eso, Justino oía el cacareo
débil de las aves, con las gargantas secas, las lenguas
pendientes de los picos entreabiertos; y se esforzaba para
no caer ni herirse, afirmándose en los bordes del camión
que saltaba por la carretera llena de baches, de tierra
castigada.
Sí, Justino va pensando mientras mira; observa atento
lo que se desliza allá afuera, ante sus ojos.
Señales de sequía por los caminos, a pesar de no ser
ella tan dura ese año. Animales muertos junto a las cercas,
carearás festivos volando en grupo, buitres mensajeros de
la muerte, taperas a la orilla del camino, puertas abiertas
como otras tantas bocas pidiendo de com er...
Justino se asegura bien para no tropezar con las jau­
las y alarga la mirada. Horas y horas de soledad en el
paisaje triste, nada de verde, de campos plantados, de
aguas corriendo. Algunos retirantes que apenas posan la
mirada en los que atraviesan la carretera en el camión.
¡Él se reconoce! Nuevamente parece vivir su retirada. To­
dos son iguales, nada los diferencia, el mismo caminar
arrastrado de quien no tiene fuerzas para levantar los
pies y con ellos pisar la tierra seca, las cabezas caídas
sobre el pecho.

124
Al chico, los retirantes le parecen uno solo, alguien
que hizo con la vida un trato extraño y triste: pasar siem­
pre ham bre... Justino se vuelve a ver en todos ellos.
La nostalgia de Chico Cegó aumenta en su pecho.
¿Por dónde andará, con su viola, por cuál camino? ¿Habrá
de encontrarlo algún día?
Siente deseos de detenerse, de darles de comer, de
abrazarlos uno por uno, llamándolos hermanos. Ese deseo
se agiganta en su pecho... ¿qué hacer?
Antes de formulada la pregunta ya conoce la respues­
ta, pues más allá de éstos hay millares por el sertón, por
las caatingas, en los pastos secos, desparramados por todo
el inmenso Nordeste.
La tristeza del pecho se convierte en lágrimas que él
seca, un poco rabioso, impotente, con la manga de la ca­
misa sucia de polvo.
Y junto a la tristeza, creciendo dentro de sí en la
misma proporción, el deseo irrefrenable, poderoso como
un torrente, de estudiar, de aprender, de hacer algo por
ellos.

125
XV

Canindé de Sao Francisco fue una sorpresa para el


chico tanto como para doña Severina. Acostumbrados a
la vida simple, casi de fazenda, de Croibero, donde todos
se conocían, amigos y parientes, no podía imaginar tanta
gente caminando, pasando una junto a otra, extraños e
indiferentes. El movimiento del tránsito, carritos llenos de
verduras, burros con cacuás, rebosantes de mangas, de
cajús, de mandiocas, aun en tiempo de seguía. ¿Qué mi­
lagro era ése? ¿Abrir las canillas y salir chorros de agua,
que caía fría y agradable? ¿Tocar un botón e irse la oscu­
ridad, con la luz iluminándolo todo, como si se tratara de
un día claro?
Cuando el camión, que en todo momento parecía ir
al encuentro de algún transeúnte, o a golpear a un borrico
atravesado en la calle, se detuvo frente a la casa de don
Dito, doña Severina respiró hondo. Trató de estirar las
piernas un tanto adormecidas, se desperezó largamente y
esperó que Justino descendiera desde lo alto. Apareció
él en seguida, un tanto sorprendido, medio atontado, en­
sordecido.
Poco acostumbrado a andar en automóvil, era la
primera vez que lo hacía en distancia larga, sentíase mo­
lido, todo roto. El sacudirse del camión aún le producía
ruidos en el cerebro. Las piernas débiles, el cuerpo sen­
tido, cansado, tendido en un movimiento hacia adelante.
Tenía la impresión de que si se descuidara, el cuerpo
echaría a correr morro abajo.
— Bueno, niño, llegamos. ¿Qué está escrito ahí? — y
le muestra el cartel, que dice en rojo:
PENSIÓN DE DON DITO

127
— Es aquí, llegamos, usted nos trajo bien y rápido.
Ya estaba comenzando a enmohecerme.
— Entonces sólo falta descender. Vamos, niño, tú me
ayudarás a descargar la mudanza, que todavía tengo que
hacerme cargo de otro trabajo.
Doña Severina intenta levantarse pero las piernas se
niegan. Después de dos o tres tentativas, auxiliada por
Justino se yergue y desciende del camión. Con el barullo
del vehículo, de las aves, algunas chicas se apresuran a
llegar a la puerta. Sacan para afuera sus caritas sucias,
miran asustadas y entran corriendo para llamar a gritos
a su padre, dándole la noticia de que los esperados
acaban de llegar.
Fue un gran alboroto porque todos querían ver a la
tía, prenderse de ella, los mayores llorando. Doña Severina
distribuía besos, abrazos, lamentaba el desorden y la su­
ciedad, queriendo todo limpio y al momento. Prometía
mingaus de maíz y c u s c u z ...
Justino, un tanto aturdido, ayudaba a recoger las aves,
las soltaba en el fondo, arrastraba la canasta hasta una
pieza. Apenas entraron doña Severina se quitó el vestido
de “ ver a Dios’’, como lo llamaba, cambiándolo por una
falda vieja, aunque por respeto a la nueva pensión los pies
continuaron metidos en chinelitas de cuerda, y con los
cabellos sujetándole los cabellos crespos y canosos, co­
menzó la nueva vida.
El niño se esforzaba por ayudarla, obedeciendo sus
órdenes; sin embargo, con la alegría de la llegada, con el
encuentro con las sobrinas tan pequeñas y desamparadas,
por primera vez en su vida a doña Severina le faltaba el
equilibrio. Y daba órdenes confusas, deshacía lo que or­
denara hacer, más pareciendo un ratón atontado preso en
una ratonera que la eficiente patrona de Croibero.
— Niño, aquí pones las sillas. No, mejor estarán a llá ...
y tú, ven conmigo que en seguida voy a lavarte la cara
sucia. Justino, pon las sillas allá, y vamos ya a lavar estas
caritas sucias.
Don Dito trataba de calmar la situación, ya que las
criaturas más pequeñas, asustadas con tanto movimiento
desusado, se habían puesto a llorar.
— Hermana, mañana comienzas a organizar todo, hoy
es mejor que descanses, que el viaje ha sido largo. Justino

128
también necesita lavarse un poco y descansar. Mañana
trabajarán todos.
Doña Severina retrucaba, mientras colaba café:
— No vine aquí para descansar, gente, y no estoy can­
sada. ¿Quién soy yo, hermano, para cansarme así por
que sí?
— Ya sé que eres fuerte, hermana, sin embargo esos
caminos anchos con los saltos del camión cansan cual­
quier cuerpo.
— Caramba, creo que tienes razón porque estoy con
zumbidos en los oídos.
— Siéntate un poco, vamos a tomar café. — Alrededor
del café, es decir del fogón, preparándolo o comiendo unas
tortitas de maíz que trajera de Croibero, la vida tomó otro
rumbo. Entonces todo le pareció más fácil. Las criaturas
sucias comiendo satisfechas los bizcochos, el olor del café
recién colado y que tan bien conocía, el fogón encendido,
crepitante y aleg re... todo se fue normalizando. La vida
entraba en sus rieles tanto para Dito como para sus hijas,
así como para doña Severina y Justino, salidos de un am­
biente tranquilo hacia otro más movido.
La mujer era un permanente motor, que encontraba
en el afecto fuerzas para su nueva tarea. Ella, la vieja
solterona acostumbrada a la vida simplé de Croibero, se
convirtió en el centro, el punto de apoyo de la pequeña
comunidad. Con la escoba en las manos, a veces alre­
dedor del fogón, o bañando a las niñas, doña Severina
no les daba tiempo a las tristezas para que la acompañaran
durante el viaje en que dejaba lo que era suyo.
Su nombre sonaba el día entero, las niñas la adoraban,
y ese cariño recíproco parecía darles a todos nueva vita­
lidad y reflejarse en su aspecto físico. Fuese tal el motivo,
o bien la comida cuidadosa de la nueva cocinera, lo cierto
es que ambas partes engordaron y adquirieron nuevos
colores.
Las criaturas, tratadas con desvelo, parecían anima­
litos jóvenes, contentos, corriendo de un lado para el otro.
Quien viera a doña Severina risueña, ir desde sus cacero­
las hasta el fondo, cantando, llamando a las pequeñas,
recordaría de inmediato a una bolita juguetona que saltara.
La pensión, un poco decadente, adquirió gran impul­
so. En seguida se difundieron las noticias por el barrio

129
de que la comida había mejorado, y que por la nueva co­
cinera ella era sabrosísima. El simple plato diario, la
farota 1 de carne seca, en fin, la comida cotidiana, había
adquirido especial sabor. Surgían huéspedes y las camas
eran armadas con presteza para recibirlos, mientras la
comida rápidamente aumentaba, en fin, toda la confusión
de entrada y salida de viajantes que quedaban por allí para
negociar sin dificultades en la ciudad progresista de Ca-
nindé y Sao Francisco.
Justino se había tornado insustituible. Desde que lle­
gara a la ciudad, pasados los sustos y la sorpresa de los
primeros días, se había encontrado completamente cómo­
do. El contacto con la nueva vida, diferente de la que
llevara en Croibero, la gran ciudad le exigía más atención,
inteligencia y presteza. El muchachito se desarrollaba. Sus
facultades adormecidas por la pobreza del medio en que
fuera criado y por la simplicidad de vida que llevara du­
rante trece años en el campo y cuatro en la pequeña ciu­
dad, rápidamente tomaron nuevo impulso, al ser ahora
solicitadas.
Justino tenía que darse vuelta como la rueda del mo­
lino; carpía, limpiaba la casa, el fondo, la huerta, servía la
mesa, y tomaba contacto con la misma vida, que allí co­
braba un aspecto diferente.
Pensionistas atraídos por la buena mesa servida, ve­
nían a hacer sus comidas en la pensión. Viajantes, vaque­
ros, trabajadores de los cañaverales, iban allá para con­
versar, y sus charlas giraban sobre el azúcar, la caña, la
política, el dinero, la sequía, ¡y nuevamente la sequía!
Sirviendo, atendiendo a los clientes con su aire tranquilo,
educado y simpático, Justino prestaba atención a lo que
hablaban tratando de entender los asuntos, y por la noche
meditaba sobre lo que escuchara. Poco a poco iba per­
diendo su timidez, su ignorancia, así como ya se desem­
barazara del hambre.
También físicamente se desarrollaba; no era un ado­
lescente alto, musculoso, pero sí de constitución delgada,
de estatura media; sin embargo, en sus ojos negros y vi­
vaces, la inteligencia asomaba ávida, atenta, dándole un
brillo atrayente.

1 Farola: harina de mandioca tostada, con manteca. (N. T.)

130
Los domingos, después de servir el almuerzo, aprove­
chaba algunos instantes de descanso para ir a nadar en
ei río que bañaba a la ciudad. Había adquirido cierta
elasticidad en los músculos y un tono levemente rosado
en las mejillas morenas. Para los niños era un dios, el
padim, como lo llamaban. Porque Padrino era la máxima
expresión de cariño que podían dispensar a quien no fuera
el padre o la tía.
Padim Justino hacía hondas, armaba trampas, pelaba
los troncos de caña, y los llevaba al río a nadar.
En la huerta, en los pequeños trabajos domésticos,
poner la mesa, barrer el fondo siempre estaba acompañado
por los mayores, que se esforzaban por imitarlo.
Con el retirante habían aprendido a hacer sombreros
de paja, ollas de barro y a cocerlas en el horno que habían
levantado en el fondo.
Para las criaturas, todos los días, desde el amanecer
hasta la hora en que, exhaustas, iban a la red, eran una
sucesión de cosas maravillosas, un cofre de secretos col­
mado de misterios. Los días, las semanas, la vida, en fin,
corría mansamente como la arena en la am polla.. . y el
sueño de Justino crecía y se apoderaba de todo.

131
XVI

Había transcurrido medio año. Justino, después del


trabajo, estudiaba en su pequeño cuarto, junto a la cocina.
Estudiaba por su cuenta, leyendo, reflexionando sobre lo
que leía, esforzándose por asimilar y retener lo que
aprendía.
Sentía que era grande la tarea, que podría aprovechar
mucho más si estuviera bajo una orientación segura, pero
para no perder tiempo mientras esperaba el momento de
asistir nuevamente a la escuela, trataba de aprender solo.
Los domingos, durante sus paseos por la orilla del
río, había hecho amistad con algunos muchachos, y uno
de ellos, que asistía al colegio secundario, le prestaba
libros y le había dado algunos cuadernos antiguos del año
anterior.
Diariamente almorzaba en la pensión de don Dito un
joven de unos treinta años aproximadamente. Mientras
esperaba que lo sirvieran leía diarios, libros, señalaba cier­
tos trechos anotando otros en un cuaderno que traía
consigo.
Ése era el gran amigo, el cliente predilecto de Justi­
no, que trataba de servirlo con atención, de serle gentil, de
hacerle pequeños favores.
Cierto día, durante la comida, el huésped le contó
que era sociólogo y que estaba allí haciendo algunas in­
vestigaciones sobre las ferias de Ceará. El niñq no sabía
qué era un sociólogo, y esa noche había buscádo la ex­
plicación del término en el diccionario que le diera el
vicario antes de dejar Croibero, pero no había entendido.
— Don Luis, ¿usted es profesor? — no se animaba a
pronunciar “ sociólogo” , por temor a equivocarse.

133
1

— Sí, también soy profesor — le había respondido el


joven, levantando los ojos del libro.
— Oí decir que usted conversa con los vendedores y
después escribe sobre ellos.
— Sí, investigo la vida de los feriantes y después pu­
blico mi trabajo. Ya tengo otros publicados. He leído
novelas, pero no las escribo, porque soy sociólogo. ¿Sabes
lo que eso quiere decir?
— No, señor.
— Es lo siguiente; te lo voy a explicar y lo entenderás
fácilmente...
— ¡A h !... ¿y aquí usted estudia los problemas del
Nordeste?
— Sí, vine aquí para eso.
— ¿Y usted va a encontrar remedio para sus males?
¡Hay tal ansiedad reflejada en la pregunta, en la voz,
en el rostro del muchacho!
— ¿Encontrar remedio? Me parece difícil, amigo, muy
difícil, pero posible si a través de la larga jornada hom­
bres de buena voluntad, honestos, con un ideal de amor
a la humanidad, se dedican a mejorar la condición del
nordestino; ese sueño podrá ser realizado en años de
trabajo, de luchas y sacrificios; pero ellos serán amplia­
mente recompensados. Así, el nordestino tendrá mejores
condiciones para poder realizarse como hombre, para in­
tegrarse en una sociedad equilibrada, donde todos tendrán
escuela, comida, trabajo y bienestar.
Justino bebía las explicaciones del doctor Luis, las
respuestas para sus preguntas, para su ansiedad, para
aquella angustia que lo asaltaba, cuando pensaba en lo
que presenciara y sufriera de niño. Pan, salud, trabajo
en mejores condiciones y escuelas.
— Tú sabes — proseguía el sociólogo— , el pueblo es
trabajador, ordenado, tímido; entonces, ¿por qué el ban­
didaje?, podrías preguntarte. Ese bandidaje que lleva
el desorden y el crimen al sertón. ¿Cuál es su origen?
¿Y esos beatos congregando en torno de sí a centenas de
miserables en espera de un milagro? ¿Piensas, Justino,
que los beatos hacen milagros?
El niño había enmudecido, sus ojos hablaban del ansia
de saber, de obtener la respuesta cierta, exacta. Todo él
era una interrogación consciente, viva.

134
— Tanto el bandidaje como los beatos son productos
del hambre, de la miseria, de la injusticia que aflige a esta
gente. Aquél, queriendo resolver por la fuerza la situación;
éstos, como una evasión a la dura realidad. Si el nordes­
tino, que no es tonto sino inteligente, ya que del Nordeste
salieron grandes hombres, brasileños ¡lustres, hubiese te­
nido un medio favorable, esto sería un paraíso, n iñ o ...
Las conversaciones se sucedían a la hora de las co­
midas. El niño venía con una pregunta tímida al principio,
mal balbuceada, y luego con más confianza. Se acostum­
braron a quedar conversando unos instantes, cuando Ju s­
tino iba a servirle el café. Doña Severina, viéndolo allí tan
entretenido, se esforzaba en sustituirlo, para que él pu­
diese conversar más libremente.
— ¿Tú te interesas por los problemas de aquí?
— Sí, señor profesor, me gusta saber todo lo de mi
tierra. Soy retirante, ya le conté. Sufrí mucho, y por esas
caatingas vi sufrir a muchas criaturas.
Los días se sucedían. En una ocasión, el profesor
Luis — mejor dicho el sociólogo— , se ausentó para hacer
algunas investigaciones en el interior, y Justino sentía su
falta. Se había acostumbrado a las conversaciones durante
las comidas.
Resolvió que tan pronto él llegara se armaría de valor
para enterarlo de su situación. Quería una orientación,
sentía que necesitaba comenzar seriamente los estudios,
pues ya estaba transformándose en un muchacho grande
y el tiempo pasaba.
Fue con intensa alegría que después de ocho días de
ausencia recibió al sociólogo y corrió a servirle el almuerzo.
— ¿Cómo lo has pasado, Justino? ¿Pensaste mucho
en nuestros problemas’
— Sí, señor.
— ¿Qué pensaste?
— No lo sé explicar, señor, pero siento aquí — y le
mostró el pecho— que debo hacer algo. Pero antes nece­
sito estudiar.
— ¡Ah!, eso mismo iba a preguntarte, ¿estudias?
— No, señor.
— ¿Pero sabes leer?
— Sí, señor, hice la escuela primaria.
— ¿Vas a continuar?

135
Es lo que pretendo, señor, trabajar de día y estudiar
de noche. Allá en Croibero no hay colegio secundario.
¿Va elegiste una profesión? ¿Qué piensas estudiar?
-Medicina, señor se calla, admirado por la propia
3Uu3C!3.
— Muy bien, necesitamos médicos en este Brasil in­
menso. El mal del Nordeste es que, ofreciendo pocas ven­
tajas y exigiendo, mucho sacrificio, ahuyenta de aquí a sus
hijos. Van a un medio más civilizado, más culto, donde la
vida es más fácil. Así, continuamos en la misma, con cria­
turas parasitadas muriendo de disentería, fiebre, mal de
siete días. ¿Notaste cuántos ciegos, enfermos y paralíti­
cos hay?
Justino agudiza la mirada y presta atención: ¿ciegos?
— Falta de vitaminas, culpa de esta maldita fariña con
rapadura. La fariña crece, cobra volumen adentro del es­
tómago, sacia, mata el hambre, pero no ofrece vitaminas,
hierro, calcio. No se coerren verduras, no se bebe leche.
¿Que se planta aquí? Caña, caña para las usinas de las
■grandes fazendas; ¿qué plantaban tus padres?
— Caña.
— ¿Y en tu campo?
— Mandioca para tener fariña.
¿Ves? Mandioca para fariña, maxixe, jerim um y
batata. ¿Qué más?
La conversación atraía al chico; el sociólogo le ex­
plicaba todo lo que deseaba saber. Pero lo llamaba el
trabajo, el deber por cumplir.
Bien, Justino, tienes que servir el almuerzo, pero
quiero decirte lo siguiente. Necesitamos médicos en el
Nordeste, más que en los otros Estadob. Eres retirante
sabes como sufre el cuerpo, cómo se debilita, cómo deja
sus marcas el hambre. No te olvides de eso y cuando la
civilización, el bienestar te hagan señas desde otro lugar
mejor, más cómodo, más fácil, es necesario que seas
uerte para permanr ,er aquí, junto a tus hermanos des-
protegidos.
Justino sintió que la conversación de ese día le había
dado la respuesta exacta, total para su vida, trazándole
®studiar V quedarse junto a sus hermanos su-
rientes, ayudándolos a mejorar su condición de vida.
¿Entendiste, Justino?

136
— Sí, señor, no me olvidaré.
— Para todo eso hay, sin embargo, un primer paso.
Necesitas hacer el colegio secundario...
Después, en los otros días, continuaron la conversa­
ción, hasta que cierta tarde el sociólogo fue a buscarlo
a la puerta donde él seleccionaba leños.
— Ju stin o ...
— ¿Señor? — lo mira interrogativamente.
— ¿Ya te inscribiste en el colegio?
— No, señor, pienso ir uno de estos días. Ya me in­
formé y sé que está abierta la inscripción.
— Si precisas libros o diccionarios, hasta algunas cla­
ses, no tienes más que buscarme.
— Muchas gracias por este nuevo favor que me hace,
los libros deben ser c a ro s ...
— No me cuesta nada, Justino, además del placer y
el deber de darle la mano a quien quiere subir. Ve mañana
a mi habitación, donde conversaremos mejor. ¿Tienes li­
bres los domingos, no?
— Sí, señor, después dol almuerzo y hasta la hora de
comer.
— Magnífico, elegiremos algunos libros que te podrían
ayudar; gramática, una o dos novelas. .. Mañana vamos
a conversar mejor, ahora debo almorzar porque tengo una
entrevista.
Más tarde, terminando el trabajo, cuando descansaban,
doña Severina, acunando a la ahijada para el sueño de la
tarde, mientras Justino hacía un caballo de madera para
las niñas, conversaba con él.
— Justino, vas a estudiar, muchacho. Ése será el co­
mienzo, ¿no? ¡Tú ves! Venimos para acá, para que yo
pudiera ayudar a mi hermano Dito a criar a estas pobre-
citas desamparadas de madre. Y como tú trabajas, y eres
bueno con las huerfanitas, el verdadero padim de todas,
el Señor te recompensó. • ¡Vas a estudiar!
Sus ojos se llenaron de lágrimas, tan grande era su
felicidad... La voz se le había secado en la garganta.
— Usted, doña Severina, es buena como una madre, y
el Señor de Bonfim le ha de pagar todo.
— Ya me lo está pagando, Justino, tú eres bueno y
trabajador.
No dijeron más nada porque la emoción, la alegría,

137
eran demasiado fuertes. Sabían lo que había en el fondo
del alma de cada uno. Y cada uno volvió a su trabajo.
Habría un nuevo mañana para ellos. . .
Al día siguiente Justino, con ansiedad, esperó la no­
che. A las siete, con el corazón a los saltos, sandalias en
los pies, bien peinado y arreglado con ropa nueva, Justino
se despide de doña Severina que lo acompaña hasta la
puerta.
— ¡La bendición!
— El buen Jesús te acompañe y te dé su gracia. Voy
a encender una vela a la Virgen de la Concepción. Tu
madre te protegerá desde el cielo.
Justino camina distraído, desligado de lo que lo rodea,
envuelto en el dorado de su sueño: ¡VA A ESTUDIAR!
Cruza las calles hasta la casa del sociólogo, golpea
la puerta. Él viene a abrirle y lo hace entrar. Aturdido, el
niño ve libros por todas partes, en el suelo, sobre las sillas,
en la cómoda. Mira todo con avidez, nunca podría imagi­
nar que hubiera tantos libros. Hay hambre en su mirada.
— ¿Te gusta leer, no?
— Sí, señor, mucho; allá en Croibero el maestro y el
vicario me prestaban libros.
— Tengo buenos libros. ¿Qué te gusta más?
Justino se siente pequeño, desamparado, ¿qué había
leído? ¡Tan poco!
— Libros de la historia del Brasil, una novela de Alen-
car, Tronco do ipé, algunos números de una revista sobre
conocimientos generales.
— ¿Te gusta la historia?
— Sí, señor, pero prefiero libros que hablen de las
cosas de la vida, de la gente, de lo que ella necesita y
siente. Leí un libro de historia natural, que me prestó un
amigo, de segundo año, y me gustó mucho.
— Tengo libros de ciencias, de conocimientos gene­
rales, revistas de nivel secundario; puedes llevarte algunos
para leer.
Escogió varios libros y revistas, y los separó en un
paquete.
Puedes llevarte éstos, después te buscaré más.
Justino se siente como un retirante que, en medio del
día, cuando la sed lo devora, encuentra un pozo de agua

138
fresca y arrojándose en él bebe a grandes sorbos. Asf
toma los libros, las revistas, con gesto de amor y cariño.
. — ¿Puedo llevarlos?
— Naturalmente, son tuyos.
— Pero, sabe, demoro mucho para leer, siempre vuelvo
a releer; cuando no entiendo tengo que buscar las palabras
en el diccionario, y tengo poco tiempo.
— No importa, todavía me quedaré por aquí unos me­
ses, trabajando. Puedes llevarlos sin preocupaciones.
— Muchas gracias, cuidaré bien de ellos.
— ¿Justino, sabes lo que puedes hacer?
— ¿Qué, señor?
— Cuando encuentres algo que no entiendas, anota
en un papel el número de la página y conversaremos al
respecto. El domingo a la tarde tienes horas libres,
¿verdad?
— Sí, señor.
— Entonces, sólo tienes que venir a buscarme.
— ¿No voy a molestarlo? Tengo vergüenza de inco­
modarlo.
— Nada de eso, quedo esperándote. Nunca salgo los
domingos por la tarde, me gusta descansar, leyendo.
— Muchas gracias, señor, pero se va a cansar de
verme tanto.
— Absolutamente, pertenezco a una familia numerosa,
soy el segundo en orden decreciente y después de mí
todavía quedan seis; estoy acostumbrado a la presencia
de niños. ¿Eres pariente de doña Severina?
— De sangre, no. Ella es mi patrona, pero es como
si fuese mi madre.
— ¿Ella no se va disgustar por tus estudios?
— No, imagínese que vino acá, dejando su casa en
Croibero, para ayudar a don Dito y también porque no
había escuela secundaria allá, para que yo estudiara. Es
muy buena, y me quiere como a un hijo de verdad.
— Tienes suerte, Justino, no todos aman el saber
como tú. , _
— Ni tampoco dos o tres niños retirantes encuentran
a una doña Severina. _
— Es cierto. Pero yo creo que nosotros mismos
mos y forzamos en parte las situaciones para que e

139
nos tornen favorables. ¿Conoces la historia del huevo de
Colón?
— No, señor.
El doctor Luis le contó al niño cómo el genovés escu­
chó en un banquete comentarios malévolos, respecto a su
descubrimiento. Mandó traer un huevo, desafiando a todos
los presentes para que lo pararan, sin apoyarlo en nada.
El huevo dio vuelta la mesa y ninguno de los invitados
acertó con la solución, hasta que Cristóbal Colón, tomán­
dolo en sus manos, con un solo golpe lo afirmó, de pie.
— Por esta historia verídica, puedes ver cómo muchas
veces la posibilidad pasa de mano en mano hasta que uno
consigue asirla para llevar a cabo con esfuerzo, con lucha
y con inteligencia, su ideal. El asunto es tener ideal y
ánimo para realizarlo, Justino. Así, diez, cien doñas Seve-
rinas, por mayor cuidado y cariño, nada conseguirán de
un Justino si él nada quisiera, si no se esforzara.
Justino, rojo de vergüenza, ruborizado, escuchaba los
elogios, guardándolos avaramente en su corazón.
— ¿Va elegiste el colegio?
— Sí, señor, el San Francisco, que está cerca de la
pensión.
— Lo conozco, y también a algunos de sus profesores,
inclusive al director, que es persona compefente. ¿Tienes
el programa de admisión? Hay un pequeño examen de
selección, ¿lo sabías?
— Sí, señor, lo sé, aunque aún no conozco el programa.
— Debo tener uno por ahí, perdido entre los libros.
A ver si lo encuentras.
Después de algún trabajo, encontraron en medio de
libros didácticos el programa en que figuraban las materias
necesarias para el examen.
Justino lee con atención; después, desanimado y con
profunda ansiedad en la mirada, comenta:
— Doctor Luis, tengo miedo de no poder entrar. ¡Todo
es tan difícil!
— Caramba, Justino, eres inteligente, ¿qué historia es
esa de desanimarse antes de comenzar? ¡Vamos! Estudia;
y lo que no entiendas, sólo tienes que venir a verme.
Doña Severina, enterada del asunto, dijo de inmediato:
— Vas a servir solamente la mesa, no quiero que te
preocupes con ninguna otra cosa.

140
Y ante la protesta del muchacho:
— Imagina, con tantas chicas como tenemos ellas se
encargarán de poner la mesa, sacarán los platos, tú servi­
rás, y el resto del tiempo podrás estudiar. No debes apre­
tarte con ninguna otra cosa.
Justino sentíase conmovido ante tanta delicadeza y
cariño.
— Dios le pague, doña Severina. Voy a estudiar
mucho.
— Está bien, y trata de entrar en el colegio. Si llega a
ser bueno pondremos a estudiar allí a las niñas mayores.
Para burros sólo nosotros, es decir Dito y yo. Además,
Justino, siento un dolorcito en las manos, en los p ie s ...
es el reumatismo. Cuando seas médico me tratarás,
¿verdad?
Justino, felicísimo, traslada su alegría al trabajo. Se
desdobla, estando siempre presente, alegre, servicial, bien-
humorado.
Estudia hasta tarde, y a la hora de las comidas se
demora en la mesa del sociólogo, sirviéndolo con atención
renovada, aprovechando la ocasión para hacerle preguntas
y así comprender mejor lo que leyera.
Los dos meses pasaron más de prisa de lo que Justino
hubiera deseado. Si tuviera más tiempo repasaría el pro­
grama de matemática. Finalmente, llegaron los exámenes,
Justino aprobó, aunque con notas bajas, consiguiendo el
puntaje necesario para ser inscripto en primer año.
El primer día de marzo comenzaron las clases.

141
XVII

A la noche, después de un día de trabajo, Justino iba


al colegio. Allá, junto a los compañeros adultos, todos con
el mismo problema diario de la lucha por la vida, sentíase
feliz, estimulado. Sabía que no era el únioo, que también
otros habían comenzado tarde sus estudios, que por todo
el Nordeste había un gran porcentaje de analfabetos y que
mejor era tarde que nunca. Sabía que era un privilegiado
y se esforzaba por aprovechar esa dádiva.
Los domingos, en sus horas libres o de fiesta, buscaba
a su amigo sociólogo y cambiaba ideas con él, le pedía
explicaciones sobre aquello que había estudiado durante
la semana.
Así corría su vida.
Las niñas habían engordado, doña Severina cantaba
mientras trabajaba, Pitó envejecía, calmamente ubicado a
la sombra del cajueiro, y Justino sentíase como un juazeiro
en el tiempo de las aguas.
Algunas veces, en la pensión aparecían huéspedes
venidos del interior del sertón. En esas ocasiones Justino
aprovechaba para recoger informaciones respecto de su
inolvidable amigo Chico Cegó. Siempre lo recordaba con
ternura. Él, su viola, la risa seca, estridente, su cariñoso
“ niño” , formaban parte de su pasado. En cada ciego bus­
caba la fisonomía del ausente. ¿Por dónde andaría? ¿En
qué camino del inmenso Nordeste, en qué sombra de un
viejo juazeiro él se abrigaría? £ierta vez, en una de sus
indagaciones, le dieron vagas informaciones que podrían
servirle de rumbo.
— ¿Cantaba modinhas con voz gangosa, desafinada?
— Sí, así es.
Justino apenas podía respirar de tanta aflicción. Si

143
ese hombre le diera algún indicio para encontrar al
am igo...
— Tú sabes — prosigue el vendedor ambulante, cortan­
do un trozo de charque medio duro— , tú sabes, ciegos
cantores hay muchos.
— Pero, é s e ... el de la v io la ...
— ¡Ah!, ése de la viola estaba cerca de Brejal, a unos
200 kilómetros de aquí.
— ¿Tenía compañero?
— No recuerdo si le vi compañero. Estaba en la feria,
cantando, mientras yo vendía mi mercadería.
— ¿Tenía una calabaza al lado?
— Sí, hasta le dejé una moneda.
— Debe ser é l . .. ¿no sabe qué dirección tomó?
— No, no sé, si vuelvo a Brejal me informaré.
— Bueno, señor, muchas gracias.
— ¿Es pariente tuyo?
— Más que pariente, es un amigo. Se llama Chico
Cegó. Si lo encuentra por ahí, dígale que vuelva, que
ahora vivimos aquí y no en Croibero.
— Sí, no me olvidaré. Siempre cruzo por estos cami­
nos, entro por el sertón, y si en mis andanzas tropiezo con
el tal Chico Cegó cantor de viola, le daré tu recado.
Ésas fueron las únicas informaciones que tanto podían
ser del amigo, como de otro ciego cualquiera... pues casi
todos los ciegos cantores eran iguales en su sufrimiento.
Doña Severina había aconsejado a Justino que tuviera
calma, que confiara, que no se entristeciera, que día más,
día menos, él volvería con su viola.
En los estudios, en el trabajo, y con la nostalgia en el
pecho Justino ve aproximarse el fin del año y con él los
exámenes, al par que aumenta el movimiento en la pensión.
Llegaban viajantes a visitar a sus familias, venidos de otros
lugares.
El sociólogo, que se ausentara por dos meses en in­
vestigaciones por otras ciudades, retornó. Justino se ale­
gró al verlo sentado en su mesa. Había sentido mucho
su ausencia.
— Cómo estamos, Justino, se te ve más gordo y fuerte.
¿Y, en la cabeza, también creció la sabiduría? — se rió
alegremente con su propia broma.

144
— No sé, no estudié mucho. Leí los libros y las revis­
tas, sabe señor, demoro m ucho...
— ¿Qué es eso? No eres nada demorado. ¿Anotast
muchas cosas?
— Sí, señor, algunos libros eran uifíciles.
— Eso es bueno porque así te esfuerzas más. ¿Cómc
van las materias del curso?
— Más o menos, creo que no soy inteligente.
— Nada de eso, te resientes por la falta de estudios
en la infancia, pero en seguida irás superando esa falla,
puedes creerme. Siempre es así en el comienzo. Todo
comienzo es duro, difícil. Exige mucho de la gente, pero
es necesario tener fe, confianza, afirmar el pie en el camino.
De eso tú sabes más que y o ...
Justino se animaba con estas palabras.
Unos días después, en el almuerzo, él preguntó:
— ¿Ya pasaste todo el programa?
— Sí, señor, sólo me falta recordarlo.
— Si tienes dificultades, búscame, todavía me quedaré
aquí unos tres meses antes de retornar a San Pablo.
— ¿Definitivamente? — le preguntó, con cierta tristeza.
— No, aún tengo trabajo para un año, más o menos.
— Magnífico, porque yo ganaré con su permanencia
aquí.
— Muy bien, espero poder serte útil, eso me dará pla­
cer. Soy partidario de la teoría de que todos nosotros
somos eslabones de una misma cadena.
— ¿Cómo es eso?
— Tú recibes algo de mí, se lo das a otro y yo, a mi
vez, lo recibí de alguien. Solamente de este modo la vida
tiene valor, de lo contrario, el saber por saber sería una
forma tremenda de egoísmo. Debemos recibir y dar. Tam­
bién tú eres partidario de esa teoría. ¿Con qué finalidad
estás estudiando? Dar mejor vida a tus hermanos de sufri­
miento, ¿no es así?
— Sí, señor, usted tiene razón una vez más. Ahora no
me olvidaré de los eslabones de la cadena. Y eso me re­
cuerda algo que deseaba preguntarle: usted, andando por
ahí, ¿no supo nada de mi amigo el ciego?
— Nada Justino, y bien que lo busqué, me informé,
pregunté, todo sin ningún resultado. ¿No tuviste noticias?
— No, don Luis. Un vendedor recién llegado del inte-

145
rior, por donde anduvo unos tres meses, me contó que allá
por Brejal un ciego le compró cuerdas para su viola.
— ¿Y no te supo decir si era tu amigo?
— No, señor, pero volverá, y entonces, como le pedí,
se interesará y hará averiguaciones. Es un señor muy bue­
no y atento, que prometió ayudarme.
— Hago votos para que te traiga buenas noticias, al­
guna pista.
— Muchas gracias.
La conversación sobrevenía siempre a la hora de las
comidas, entre dos o tres minutos de paz, cuando el mu­
chacho servía a su amigo. Esa misma semana, algunos
días más tarde, el señor Luis fue al colegio a conversar
con el director sobre cosas que eran de interés para ambos.
Después de cambiar ideas sobre problemas persona­
les, a una pregunta del sociólogo respondió el director:
Justino es buen alumno y si no saca calificacio­
nes más altas es porque le falta cierta vivencia; comenzó
los estudios tarde y tampoco el medio debe ayudarlo
mucho.
— Así es, trabaja el día entero en una pensión y le
sobra poco tiempo para los estudios, a pesar de que la
patrona lo trata como a un hijo, facilitándole todo. Traté
de ayudarlo, al reconocer en él a un muchacho valioso;
le presto libros, revistas, y en este año de convivencia le
noto mayor soltura, tanto en sus expresiones como en la
comprensión de lo que lee. Habla con más claridad, y el
vocabulario, aunque pequeño, ya está más enriquecido en
términos.
— ¿Usted sabía que quiere ser médico?
— Lo sabía, sí, y tiene aptitudes para ello. En mitad
del semestre hicimos “ tests” para conocer cuál era el ideal
de cada uno. La Secretaría de Educación nos ofreció una
psicóloga que vino de Fortaleza y estuvo aquí un mes.
Sentí la ausencia suya, porque ustedes se habrían enten­
dido bien. Justino se sometió a los “ tests” . Después de
realizar los análisis la psicóloga, Fulvia Rosemberg...
¿usted la co n o ce ?...
— No, no la conozco.
— ...q u e es muy inteligente y muy competente, me
dijo que Justino tiene una inteligencia normal, un poco
atrasada en su desarrollo. Que de a poco se liberará de

146
su gruesa cáscara; cuestión de dar tiempo al tiempo. En
cuanto al “ test” vocacional; me dijo que por él se ve clara­
mente que podrá ser médico, más aún, que ésa es su
voluntad.
— Me alegra la novedad.
— Y se alegrará más por otra que voy a d a rle ...
— ¿Cuál? ¿Es buena?
— Muy buena, también su amigo será favorecido. Como
acabo de decirle, la inteligencia de Justino es normal.
Su voluntad de aprender vence los obstáculos. Él posee
esa fuerza interior que impulsa a ciertos hombres hacia
adelante, a pesar de los inconvenientes. Aprovechando,
hará alguna cosa.
— ¿Y de ahí? Eso ya me lo dijo, ¿cuál es la novedad?
— Espere, déjeme llegar a ese punto. He pensado en
el problema de los adultos. Quiero hacer algo por nuestra
tierra. Aquí, en el curso nocturno, tenemos a veinte adultos
cursando el primer año, que varían entre 20 y 40 años;
solamente Justino tiene 17. Todos ellos se esfuerzan des­
pués de un día de trabajo, de cansancio físico; ¡a mayoría
son casados que buscan su lugarcito al sol. Algunos son
bastante inteligentes, capaces de dar mucho. Pues bien,
con un poco más de trabajo, renunciando a algunas como­
didades, organicé un grupo de profesores responsables,
altruistas, que buscan en la profesión no solamente la ga­
nancia material sino también el bien del prójimo, y presen­
tamos un pedido para registrar un curso de madurez.
Aprovecharemos ese elemento adulto y lo impulsaremos
hacia adelante, en un esfuerzo conjunto. ¿Qué piensa de
esto?
— ¡Magnífico! ¡Magnífico! Usted está acertadísimo y
merece toda nuestra ayuda. En lo que pueda, ayudaré.
Estaré aquí este año y el próximo, hasta que termine mis
investigaciones. Puedo ayudar en Historia, Portugués y
Filosofía.
— Muchas gracias. Estoy tratando el registro del curso
y en los seis próximos meses podremos iniciar el segundo
año secundario. Si todo sale bien, en marzo iniciaremos
el tercero. Así, en un año y medio acabarán el colegio
secundario y podrán comenzar estudios superiores. .
— ¿Tendrá tiempo para organizar todo?
— Como ya le dije, no e9toy solo; cuento con la ayuda

147

S
de seis profesores, todos de aquí, conocedores de nues­
tros problemas y necesidades. Están dispuestos al trabajo,
y hasta a ciertos sacrificios. Ya hace seis meses que ela­
boramos esta idea, no es de hoy que ella surgió. Estamos
con el papelerío listo, y ya dimos entrada al pedido de
oficialización del curso. Inscribiré su nombre en el registro
de los profesores en dos materias, Portugués e Historia.
— Puede contar conmigo.
— Pensé en Justino, sería muy ventajoso para él hacer
ese curso. En tres años, estudioso como es, creo que dará
cuenta de todo. Así, con un poco más de sacrificio podrá
entrar en la facultad.
— ¡Formidable; ‘qué buena noticia! Él se alegrará
mucho.
— Deberá estudiar mucho.
— Eso no será problema para él. Con su capacidad
de dedicación se dormirá sobre los libros.
— Cuando pienso en los jóvenes brasileños dispersos
por estos desiertos, en sus posibilidades de progresar y
sin tener futuro, a no ser el del cultivo rudimentario que
les ofrece el pan de cada día, doy cien por ciento recom­
pensados mis esfuerzos sabiendo que un Justino se dormi­
rá sobre los libros.

148
XVIII

Con esa gran y dichosa noticia, el sociólogo fue a


buscar a Justino después del almuerzo, y lo encontró tra­
bajando en la huerta, rodeado por las niñas.
Cada una se esforzaba por ayudarlo más que la otra,
para tornarse su preferida.
En ese mes de vacaciones Justino había engordado
un poco, y ahora, solamente para doña Severina él con­
tinuaba siendo un niño. Los huéspedes veían en él a un
muchacho activo, trabajador, lleno de iniciativas... el bra­
zo derecho de los dueños de la pensión.
La información lo llenó de alegría ante la posibilidad
de recuperar el tiempo perdido, y eso le proporcionaba
satisfacción.
Cada día que pasaba, lleno de trabajo, de cansancio,
de alegría — la vida podía compararse a una escalera en
la que cada día le restaba un peldaño más para alcanzar
sus fines— lo acercaba más a la felicidad.
Mucho agradeció al amigo la buena noticia. No sabía
exactamente cómo expresar su gratitud, ni encontraba pa­
labras brillantes, pero el sociólogo comprendió lo que ha­
bía en Jo íntimo.
Doña Severina sentíase feliz por participar totalmente
de la vida del niño. No comprendía con exactitud los tér­
minos técnicos de la explicación dada, ni tenía importan­
cia; en la balanza de su vida lo que pesaba era saber que
el muchachito era feliz.
Con su temperamento cariñoso y dado, dejó trasmitirse
esa alegría hasta los pensionistas, informándolos de todo.
Justino recibió felicitaciones, palabras, incentivos, abrazos
llenos de amistad.

149
Por la noche, en su cuarto, él pensaba en sus queridos
ausentes, en sus padres y en el ciego. Siempre recordaba
al padre en su lucha diaria, en su gesto blando al apoyarse
en el cabo de la azada para limpiarse el sudor del rostro,
bajo el sol cruel; en la madre, débil, encorvadita lavando
sus trapos en la cacimba, soplando la leña en el fogón
viejo y quemado. Chico Cegó cantando con su voz ronca
y desafinada para ganarse algunos centavos y comprar
com ida...
¿Por dónde andaría? ¿Todavía estaría dentro de su
oscuridad?
Cómo se alegraría él con la felicidad de su “ niño” .
Soltaría su risa seca, restallando como los bambúes en los
días de calor. En la soledad del cuarto, entre feliz y triste
con los recuerdos queridos, Justino cierra los ojos y le
corren lágrimas que se le deslizan por el rostro.
Dentro de él aumenta y crece el deseo de ser médico,
de estudiar,-de curar a todos los Chico Cegos del mundo.
Vence al sueño, al cansancio y, reclinado sobre la mesa,
le e ... le e ... hasta tarde, y después la madrugada, anun­
ciada por los gallos de las cercanías.
Entonces exhausto, pero feliz, duerme el sueño sin
sueños, para que cuando surja el día, con el barullo de la
pensión, todo recomience.
A veces los pensionistas le preguntaban si no se can­
saba de tanto estudiar, y él les respondía sonriendo que
tampoco se cansa uno de respirar, de beber agua o de
dormir.
Las conversaciones con el señor Luis en las horas
libres de los domingos, le servían de higiene mental, de
descanso de la semana trabajosa.
Sentados en la habitación, arreglando las revistas,
cualquier tema que les llamara la atención era motivo de
discusión, principalmente si se relacionaba con los proble­
mas del Nordeste, con la miseria, el subdesarrollo de su
gente.
— ¿Cómp — le preguntaba, casi afligido, al señor Luis,
cuando veía las estadísticas numéricas del porcentaje de
analfabetos, de las criaturas que morían en los primeros
días de vida, del alimento escaso y mal orientado— , cómo
remediar todo eso? ¿Cuál es la solución?
— Sabes, todo es muy complejo, la tierra, la falta de

150
ag u a... — el muchacho no le daba tiempo de terminar sus
pensamientos.
— No es solamente eso — y ejemplificaba con su voz
mansa, pausada— . Quiero contarle lo que pasé en mi
infancia, usted lo sabe en teoría pero yo lo sé en la prác­
tica. Y le aseguro que igual a la mía son las infancias de
todos los niños criados en el campo. Hambre, falta de es­
cuela, de paz, el miedo permanente al patrón, el temor a
desagradarlo y a perder así el derecho a cultivar el peque­
ño pedazo de tierra. Mi padre siempre decía: “ Sí, señor,
sí, señor” , con razón o sin ella.
— Eso, Justino, no sucede solamente aquí en el Nord­
este; en todas las regiones del mundo donde las condicio­
nes en que vive el hombre son desiguales; uno poseyendo
todo, otro no teniendo nada suyo. Uno explotando, otro
siendo explotado. Todos los hombres tienen derecho a una
condición digna, todos deben tener la posibilidad de vivir
noblemente.
Otras veces, después de mirar alguna revista científi­
ca surgía el tema de las enfermedades, sobre todo aquellas
que más afligían a la infancia del Brasil: parálisis, deshidra-
tación, tuberculosis, parásitos.
Ansiosamente Justino buscaba soluciones drásticas
para el mal. El señor Luis reía de sus arrebatos y trataba
de colocarlo en la tierra, encarando la cuestión sobre
bases más firmes.
— Cuando el Nordeste tenga diques para sanear su
agua, cuando esté más alfabetizado, cuando termine esa
semi-esclavitud en que el trabajador vive, Justino, verás
florecer a tu tierra, dar frutos, verás crecer felices a los
niños y tornarse adultos conscientes de sus responsabili­
dades, como eslabones de nuestra cadena humana.
Entonces él volvía a la pensión con la cabeza llena
de ideas, tratando de no olvidar esas cosas de que el ami­
go le hablara. En el curso nocturno que frecuentaba había
conocido a muchos hombres, jefes de familia, que con
enorme esfuerzo estudiaban después de un día agotador,
para dar una condición mejor de vida a los suyos. Pen­
saba en un futuro más estable, menos sufrido. Se había
hecho amigo de ellos, frecuentaba sus casas, trataba de
comprender sus problemas. Había llegado a la conclusión
de que todos ellos eran uno solo, siempre lo mismo para

151
todos: trabajar ganando poco, en condiciones miserables,
viendo sufrir a los hijps necesidades, y sin embargo, con
esperanza de días mejores.
Comprendió que el resorte impulsor de la humanidad,
ése que la llevaba hacia adelante — como a los retirantes,
pies de piedras, enfermos, famélicos, tragando siempre
caminos, ¡siempre!— era la esperanza. La esperanza de
días mejores, si no para ellos, por lo menos para la familia.
Además de eso, había aprendido que para ayudar a la
realización de esa esperanza, era necesaria la contribución
de cada uno, sin lecciones, sin alienaciones.
Desde su primer grito el hombre es participante de la
vida, y escapa de ella sólo por la muerte.
Había que tratar de estudiar, de asumir responsabili­
dades, porque cada uno podía hacer mucho por todos.
En la mesa de la cocina, bien temprano por la mañana,
tomando café, conversaba con doña Severina, su fiel
oyente.
— Usted ya lo ve, si no fuera por usted yo estaría per­
dido en ese vasto desierto, ignorante, con la barriga como
un tambor, tal vez comido por los bichos. Y como yo, mu­
chos niños, casi todos con menos suerte, pues no siempre
hay una buena doña Severina en nuestro camino.
Sonreían el uno al otro, felices de poseerse, de haber­
se encontrado en la vida. Las propinas que recibía de los
huéspedes, la paga de menudos servicios, todo lo guardaba
en la caja para el futuro, cuando tal vez no pudiera trabajar
tanto porque debería cursar la facultad.
Reservaba las pequeñas economías con los ojos pues­
tos en los días venideros.
El sociólogo, habiendo terminado las investigaciones,
se preparaba para regresar a San Pablo. Una tarde le dijo
Justino, con tristeza:
— Lo siento mucho, profesor, su amistad era de gran
valor para mí.
Se quedó pensativo, triste.
— También yo lo siento, Justino. Sin embargo mi au­
sencia no pondrá final a nuestra amistad. Eso sería muy
triste; de cuando en cuando me escribirás contándome tus
descubrimientos. Yo responderé. .. y tal vez puedas, aun­
que sea brevemente, visitarme en San Pablo. Quizá vuelva
para otras investigaciones en el Nordeste.

152
Así, más confortado, algunos días después Justino lo
acompañó al aeropuerto, y se quedó allí hasta que el avión
desapareció en el espacio.
— Mi vida — pensó, con los ojos fijos en el cielo— es
un no acabar de adioses, solamente doña Severina y la
nostalgia permanecen conmigo.
Justino sintió la partida del amigo. A pesar de que
en su corta existencia ya se había separado muchas veces
de seres queridos, este hecho todavía lo afectaba mucho. /
Cuando sentía nostalgia del amigo, o soledad, buscaba
consuelo en los libros y revistas. En ocasiones el correo le
entregaba una carta, y ése era un día de fiesta y medita­
ción. En ellas buscaba los consejos del maestro ausente,
leyéndolos con atención. Le respondía contándole sus
progresos.
Cuando el cansancio lo vencía, salía a pasear.
Fuera de la ciudad había un campo cercano, y dentro
de él algunos ranchos, donde se alojaban los retirantes
que por allí andaban de paso. El gobierno les proporcio­
naba comida, remedios, y ellos partían como tocados por
un resorte oculto.
Durante las tardes libres de los domingos, Justino gus­
taba de conversar con los retirantes, principalmente con
los más jóvenes, y así se enteraba de sus ideas, de sus
vidas simples, sufridas. Pero el ideal era siempre el mis­
mo: comida, un poco de tierra para cultivar en paz, reme­
dios para los hijos, sueños modestos, ya que muy pocos
pensaban en los estudios. Justino percibía esto con tris­
teza. ¡Era todo tan material lo que anhelaban! Después
reconsideraban sus pensamientos y veía que estaba equi­
vocado.
¿Cómo desear estudios, vida cultural, con la barriga
vacía?
Primero, pan para el cuerpo, después pan para el es­
píritu. .. ¿Leer con hambre?
Sí, el señor Luis tenía razón; no se podía resolver todo
de una vez, pero sí con persistencia y los pies firmes sobre
la tierra. No se olvidaba de Chico Cegó, y les hacía el
mismo pedido a todos los retirantes: si llegasen a encon­
trar en el sertón a un pobre ciego tocando su viola, por
favor, que le dieran su dirección en Canindé de Sao Fran­
cisco, y el pedido de que regresara.

153
Del santo, del beato, había tenido buenas noticias.
Cerca de Jaguaribe, a unos cien kilómetros sertón aden­
tro, hacia los lados de Órós, había reunido a sus fieles y
fundado un pueblo en las tierras que el gobierno les diera.
Pueblo de quinientos habitantes, con escuela primaria y
agricultura organizada. El supuesto beato, con fuerza de
voluntad, visión y conocimientos del sertón, había conse­
guido levantar la moral de los retirantes haciendo brotar
sus posibilidades de trabajo y auxilio mutuo.
Pero de Chicó Cegó, n a d a ...
Y como las aguas de un caudaloso río, no siempre
iguales, ora manso, ora revuelto, la vida proseguía su cur­
so, las horas con su ritmo habitual, aunque para doña Se-
verina ellas parecían tener alas. Los días eran cortos, po­
cos para cuanto deseaban hacer, y los meses se sucedían
rápidos, plenos.
En un año y medio de estudios, el curso llegó a su
término. Se preparaban las fiestas de los graduados; como
era la primera del curso de madurez, ese curso llevado a
cabo con sacrificio de ambas parte, merecía especial ca­
riño. Era yn estímulo y un incentivo para los adultos de
Canindé.
Con su aire calmo, un tanto introvertido, no apartán­
dose de los demás por nada, siempre brindándose al má­
ximo, Justino participaba de todo. Se organizaban comi­
siones, unos se encargaban de las invitaciones, otros del
baile, que marcaría época; otros de las fiestas religiosas.
Eufóricos, pensaban, organizaban, no olvidándose ni de
los detalles mínimos. Era conmovedor para los profesores
ver a esos hombres, algunos hasta mayores que ellos, al­
borozados como adolescentes.
Debía hacerse un discurso que expresara a los profe­
sores, al director, a los parientes y amigos, la felicidad
que sentían por esa etapa vencida. Fue elegido Justino,
por unanimidad, para pronunciarlo, por su facilidad de
expresión y mayor grado de lectura.
Y ese día él volvió, no introvertido, sino eufórico y
parlanchín.
— ¡Doña Severina!
— ¿Qué, niño? ¿Qué te sucedió de bueno? — en segui­
da había captado alguna novedad feliz.

154
— Doña Severina, no puede imaginarlo: fui elegido el
orador de mi grupo.
— Qué bueno, Justino, bien que lo mereces, eres el
más inteligente de todos...
— No tanto, es usted que me ve con buenos ojos. Sin
embargo, le prometo que hablaré de cosas que nos inte­
resan, que trataré los problemas del Nordeste y no sola­
mente con frases lindas.
— Necesitas un traje.
Doña Severina ya comenzaba a preocuparse.
— ¡No puedes ir mal vestido! ¡Es tu fiesta de gradua­
ción!
— Ésta no es mi graduación, usted ya lo sabe; cuando
sea médico, entonces sí, será mi graduación, y entonces
me haré un traje bien elegante. Para agradarla — y ríe
alegremente.
Pitó, un señor perro, respetable, siempre al lado del
fuego, indiferente casi a los movimientos, oyendo lá tan
rara risa del dueño, levanta la cabeza, abre los ojos e inicia
un sacudir de rabo, como en los buenos tiempos de su
juventud.
— Pitó, estás tan gordo, tan harto de comida que ni
tienes ánimo para alegrarte. Por eso vivo diciendo que en
el mundo debe existir el término medio: nada de hambre,
y nada de gula.
V ríe, nuevamente.
— Justino, no sirve de nada desviar la conversación,
necesitas un traje nuevo.
— Ahora, lo que necesito es un buen café — dice abra­
zando a doña Severina, conmovido.
Toman el café, doña Severina hablando con los pen­
sionistas sobre el suceso de su niño, ¡orador del grupo!
Justino prepara el discurso. Como había dicho, no
quiere que él sea vacío, compuesto de palabras bellas y
huecas. Pretende escribir algo que sirva de mensaje de
esperanza y de estímulo a los compañeros, para la noble
lucha de un futuro digno de la condición humana.
Siente la falta del sociólogo que podría orientarlo, se
esfuerza de noche hasta tarde y al día siguiente, al releer
lo que escribiera, rasga descontento las hojas, pues le pa­
rece que no ha escrito lo que deseaba.
Recomienza con nuevos esfuerzos, siempre confiado,

155
tratando de sobreponerse a las contingencias de su poco
conocimiento. Pero al aproximarse la graduación, da por
terminado el trabajo.
Los huéspedes permanentes de la pensión de don Dito
resolvieron unirse para homenajear a Justino, siempre tan
servicial y amable. Y por ello se confabularon en secreto,
intentando adivinar un deseo del muchacho, hasta que
doña Severina les habló del traje que él precisaba.
Cotizaron la suma necesaria y fue con el corazón di­
choso que doña Severina escogió la ropa y la llevó a la
casa. Uno de los huéspedes escribió una sentida dedica­
toria en una tarjeta y el regalo se colocó sobre la red de
Justino, que al regresar del colegio, ya bien tarde, recibió
la sorpresa con lágrimas en los ojos.
Por la mañana, al servir el café a los pensionistas, se
puso el traje. Le sentaba bien. Todos querían verlo y
abrazarlo, todos se congratulaban por el hecho de que lo
hubieran elegido orador de su grupo. Admiraban el traje,
que le sentaba bien, y él a su vez, agradecido y conmovido,
les ofrecía la invitación para su fiesta de graduación.
Así, sin tener familia, había encontrado en los amigos
corazones sinceros que participaban de sus alegrías.
Todos estuvieron presentes en la ceremonia de entre­
ga del diploma. El director, en la presentación, hizo un
resumen de la vida de Justino como símbolo de todos los
nordestinos, destacando el hecho de que hubiera comen­
zado sus estudios muy tarde, por fuerza de las circunstan­
cias. Mostró de esta manera la ventaja, el .beneficio pro­
veniente del curso de adultos, pues tenía ahí mismo, a su
favor, a los diplomados, en su casi totalidad casados.
Justino se puso de pie para hablar en su nombre y
en el del grupo.
Era el representante escogido para trasmitir lo que
sentían y deseaban, todo lo que traían acumulado en el
pecho, pero que sólo después de los estudios habían con­
seguido analizar y comprender, así como la semilla que
guarda en sí el fruto.
Conmovido, miró a la gente que llenaba el anfiteatro,
su gente, pensó, su pueblo que luchaba, que pasaba difi­
cultades, mujeres y hombres simples. Se sintió bien, iba
a hablar entre ellos, defendería los derechos de sus herma­
nos humildes.

156
Y pausadamente inició su discurso con la voz embar­
gada por la emoción. En seguida, perdiendo la timidez,
prosiguió más firme, más seguro.
Era la propia voz del pueblo pidiendo una vida mejor,
una vida justa.
Su mensaje había penetrado hondamente en la asis­
tencia silenciosa que seguía en la exposición simple la
síntesis de sus vidas:

“ Somos un pueblo sufrido, probado por el dolor;


sin embargo, ni débil ni cobarde.
Venceremos, y un día no lejano extenderemos la
vista por estas tierras anteriormente agrestes, por
esas caatingas y sertones, y veremos a esta mis­
ma tierra dar frutos copiosos.
El hombre plantará, sí, con el sudor del propio
rostro,, pero comerá el pan de cada día, y lo ten­
drá para darlo a sus hijos.. . ”

157
PUERTA DE SALIDA

¿Qué resonancias han dejado en los lectores


las circunstancias creadoras expresadas por el
autor en su concreción de ellas en la obra?
Me gustaría que las escribieran, y si no lo
escriben... me gustaría que lo pensaran.
Insisto en mi ya vieja costumbre de creer
que el lector debe ser siempre en alguna manera
y medida, creador Y que es así como la obra
literaria cumple su destino total, a la vez que
quien lee, enriquece su mundo interior.

María* Hortensia Lacau


Directora de El campanario
ÍNDICE

Pág.
PRÓLOGO .................................................................. 9
I ................................................................................. 13
I I . . .......................................... 19
III .................................................................................. 25
I V ................................................................................ 29
V ............................................................................... 37
V I ............................... 51
V i l ................................................................................. 71
V I I I ................................................................................. 77
I X ................................................................................ 85
X ............. 95
X I ........................... 103
X I I ........................................... 113
X I I I ................................................................................ 117
X IV ................................................................................ 121
X V ............................................................................... 127
X V I ................................................................................ 133
X V II ................... 143
X V III ................................................................................ 149

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