Antinomias Jeromi Bruner
Antinomias Jeromi Bruner
Antinomias Jeromi Bruner
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La complejidad de los objetivos educativos
Como en la mayoría de los períodos revolucionarios, también nuestro tiempo está atrapado
en contradicciones. Y lo que es más, explorándolas más de cerca, las contradicciones en
tales períodos a menudo resultan ser antinomias: pares de grandes verdades que, si bien
parecen ambas verdaderas, se contradicen. Las antinomias aportan bases fructíferas no sólo
para la disputa sino también para la reflexión, ya que nos recuerdan que las verdades no
existen independientemente de las perspectivas de aquellos que las mantienen como tales.
Empezaré esta exploración exponiendo brevemente tres de las más engañosas de estas
antinomias. Nos aportarán temas sobre los que más tarde podemos desarrollar variaciones.
Recuérdese que las antinomias no admiten la resolución lógica sino pragmática. Como le
gustaba señalar a Niels Bohr, los opuestos de las verdades pequeñas son falsos; los opuestos
de las grandes pueden ser también verdaderos. De manera que nuestro interés será sobre
todo pragmático.
La primera antinomia es ésta: por una parte, es una función incuestionable de la educación
permitir que la gente, los individuos humanos, operen al máximo de sus capacidades,
equiparlos con las herramientas y el sentido de la oportunidad para usar sus ingenios,
habilidades y pasiones al máximo. La contraparte antinómica de esto es que la función de la
educación es reproducir la cultura que la apoya; no sólo reproducirla a ella, sino además sus
fines económicos, políticos y culturales. Por ejemplo, el sistema educativo de una sociedad
industrial debería producir una fuerza de trabajo afanosa y sumisa para mantener esa
sociedad: trabajadores no especializados y semiespecializados, administrativos, cargos
intermedios, empresarios sensibles al riesgo, todos los cuales deben estar convencidos de
que la sociedad industrial en cuestión constituye la única forma correcta y válida de vivir.
La perspectiva que contrasta con ésta es que toda actividad mental está situada y apoyada en
un contexto cultural más o menos facilitador. No somos solamente mentes aisladas con una
capacidad variada a la que después hay que añadir habilidades. Lo bien que el estudiante
domine y use las habilidades, el conocimiento y las formas de pensar dependerá de cuán
favorable o facilitadora sea la “caja de herramientas” cultural que ofrezca el profesor al
aprendiz. De hecho, la caja de herramientas simbólica de la cultura actualiza las propias
capacidades del aprendiz, e incluso determina si llegarán a existir o no en cualquier sentido
práctico. Los contextos culturales que favorecen el desarrollo mental son principal e
inevitablemente interpersonales, pues suponen intercambios simbólicos e incluyen una
variedad de proyectos conjuntos con los compañeros, los padres y los profesores. A través
de semejante colaboración, el niño en desarrollo consigue acceder a los recursos, los
sistemas de símbolos e incluso la tecnología de la cultura. Y tener igual acceso a estos
recursos es un derecho de todos los niños. Si hay una diferencia en la dotación innata, el
niño mejor dotado sacará más de su interacción con la cultura.
Los riesgos y los beneficios inherentes a empujar por cualquiera de los dos lados de esta
antinomia, con la consiguiente exclusión de otro, son tan críticos que es mejor posponer su
discusión hasta que lo podamos considerar en su contexto, lo cual haremos dentro de un
momento. De otra forma, podríamos quedar atrapados en la controversia naturaleza –
educación, ya que esta antinomia se convierte demasiado fácilmente en la retórica de
Herrnstein-Murray.
La tercera y última antinomia es una que se hace explícita en el debate educativo con
demasiada frecuencia. Es sobre como deben juzgarse las formas de pensar, formas de
construir significado y formas de experimentar el mundo, según qué parámetros y por
quién; por ejemplo, cómo se refleja la pregunta “¿quién posee la versión correcta de la
historia?”. Especificaré los dos lados de esta antinomia claramente y con un poco de
necesaria exageración. Una parte defiende que la experiencia humana, «el conocimiento
local», digamos, es legítimo en su propio derecho, que no puede reducirse a alguna
construcción universalista «más alta» o con más autoridad. Cualquier esfuerzo por imponer
significados de más autoridad a la experiencia local es presuntamente hegemónico,
sirviendo a los fines del poder y la dominación, lo pretenda o no. Por supuesto, esto es una
caricatura del tipo de anti-fundacionalismo al que a veces se refiere como
«postmodernismo». No es solamente una posición epistemológica, sino también política. La
defensa da la no reductividad y la intraductibilidad aparece a menudo en el feminismo
radical, en los movimientos étnicos y anti imperialistas e incluso en los estudios jurídicos
críticos. En la educación, no hay duda de que impulsó el movimiento de
«desescolarización». Pero, incluso en sus versiones extremas, no se puede rechazar
directamente. Expresa algo profundo sobre los dilemas de vivir en la sociedad
burocratizada contemporánea.
El lado que contrasta con esta tercera antinomia – la búsqueda de una voz autoritariamente
universal – también puede quedar hinchado por la autocomplacencia. Pero ignoremos por
un momento la pomposidad de los auto-elegidos portavoces de las verdades universales
indiscutibles. Pues también en este lado hay una afirmación convincente. Tal afirmación
está en la profunda integridad, para bien o para mal, con la que la forma de vida de
cualquier cultura mayor expresa sus aspiraciones de gracia, orden, bienestar y justicia
históricamente enraizadas. Si bien las situaciones humanas se pueden expresar siempre
localmente en el tiempo, no dejan de ser una expresión de alguna historia más universal.
Ignorar esa historia más universal es negar la legitimidad de la cultura general. Sin una
referencia al contexto más amplio en el que emergió, la historia de la clase obrera es
arbitraria y normalmente auto-engrandecedora. Insistir en la autodefinición de nuestro
propio grupo – ya sea étnico, de género, raza o clase- es reclamar el parroquialismo y el
segregacionismo. Por mucho que la experiencia y el conocimiento puedan ser locales y
particulares, siguen siendo parte de un continente mayor.
Todas estas cosas casi nunca se solucionan con preceptos generales a gran escala. Hay que
juzgarlas caso por caso. Pero concentrarse en escuelas concretas dedicadas a prácticas
particulares para ver lo que podemos aprender de ellas en general es una tarea demasiado
ambiciosa. (...)